Sandra Simens - Querido Blog

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Querido Blog

Sandra Siemens

Ilustraciones de
Patricia López Latour
y Ricardo Rossi
Dirección editorial: Silvia Lanteri
Dirección literaria: Cecilia Repetti
Edición: Laura Linzuain

Diagramación: Vanesa Chulak


Responsable de Corrección: Patricia Motto Rouco
Jefe de Operaciones: Gustavo Becker
Responsable de Preimpresión: Sandra Reina
Ilustraciones: Patricia López Latour y Ricardo Rossi

© Sandra Siemens, 2013


© Ediciones SM, 2013
Av. Callao 410, 2° piso
C1022AAR Ciudad de Buenos Aires

Primera edición: marzo de 2013


Primera reimpresión: marzo de 2014
Segunda reimpresión: septiembre de 2014

ISBN 978-987-573-857-7
Hecho el depósito que establece la ley 11.723
Impreso en la Argentina / Printed in Argentina

No está permitida la reproducción Siemens, Sandra


Querido Blog / Sandra Siemens; coordinado por Cecilia Repetti;
total o parcial de este libro, ni su dirigido por Silvia Lanteri; edición literaria a cargo de Laura
tratamiento informático, ni la trans- Linzuain; ilustrado por Patricia López Latour y Ricardo Rossi. –
misión de ninguna forma o por cual- 1ª ed. - 2ª reimp. Buenos Aires: SM, 2014.
quier otro medio, ya sea electrónico, 128p.: il.; 19x12 cm.
mecánico, por fotocopia, por regis- ISBN 978-987-573-857-7
tro u otros métodos, sin el permiso . Narrativa Infantil Argentina. I. Repetti, Cecilia, coord. II. Lanteri,
1
previo y por escrito de los titulares Silvia, dir. III. Linzuain, Laura, ed. lit. IV. López Latour, Patricia y Ricardo
del copyright. Rossi, ilus.
CDD A863.928 2
Sandra Siemens

Querido Blog
A mis padres.
A Tati.
A mis hijos.
Amigas inseparables

Mi mamá se llama Elena y la amiga de mi mamá,


Ale. Son amigas inseparables desde que iban al jardín
de infantes.
Cuando mi mamá quedó embarazada de mí, Ale
quedó embarazada de Mercedes.
“¡Qué fantástico! —dijeron las dos—. ¡Anita y Me-
chi van a ir al jardín juntas, igual que nosotras!”
Y así fue. Desde la salita de tres que vengo aguantando
a la insoportable de Mechi pisándome los talones.
Es verdad que Mechi es mi mejor amiga, pero algu-
nas veces también me provoca furiosidad.
Sobre la furiosidad estuvimos trabajando con Susa-
na, mi psicopedagoga. Susana me ayuda desde segundo
porque soy distraída y todo eso. No sé, qué sé yo, por
ahí justo cuando la seño está dictando algo me acuer-
do de que le presté la fibra verde a Lucila y se la pido.
La seño me reta y me dice que escriba, pero como ya

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me quedé atrás, entonces no escribo, y cuando la seño
me mira la carpeta y no ve nada, me reta otra vez (y
encima Lucila no me devolvió la fibra verde). Ahí me
aparece la furiosidad, porque siempre me retan porque
nada nunca me sale bien. Igual Susana dice que avancé
un montón, pero yo no estoy tan segura… hay veces
que a Mechi me dan ganas de matarla. Como ayer.
Ayer, 30 de noviembre, fue mi fiesta de cumplea-
ños. Cumplí 11 y mi abuela Ana me regaló un diario.
La idea del diario fue de mi psicopedagoga: Susana dice
que me va a venir bien escribir todo lo que me pasa por
adentro, así mientras escribo pienso dos veces. Y tengo
menos arrebatamiento.
Mechi también tiene un diario. Las de séptimo no.
Las de séptimo tienen blog. Mechi me dijo que su diario
tiene un nombre secreto. Y que yo también tengo que
ponerle un nombre secreto. “¿Qué, nunca tuviste un
diario? —me dijo con esa cara que pone para hacerse la
perfecta—. Yo hace años que tengo mi diario. Y le cuento
todo, todo lo que me pasa y además pego fotos y figuritas
y recortes de revistas y de todo. Aunque, vos, no creo…”.
“¿No creés, qué?”, le dije. Y otra vez puso cara de per-
fecta y me dijo que no creía que yo con lo lerda que era
pudiera escribir un diario. Ahí me brotó la furiosidad y
me dieron ganas de matarla. Pero justo llegó mi mamá
con la torta y me cantaron el “feliz cumpleaños” y todo
eso y pensé que mejor la mataba otro día.

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Diario de Anita

1 de diciembre
Querido Diario:
Recién te conozco, así que todavía no sé qué nombre te
puedo poner. ¿Por qué las de séptimo tendrán blog? Tam-
bién tienen Facebook, pero no es lo mismo. ¿Será mejor el
blog que el diario? No es que no te quiera, querido Diario.
Aunque recién te conozco ya te quiero un montón.
¡No sabés todo lo que tengo para contarte de mi fiesta de
cumpleaños! Bueno, por hoy ya escribí mucho y me duele la
mano. La fiesta te la cuento otro día.
¡Ah! ¡Qué suerte que se me ocurrió! ¡Te voy a poner de nombre:
“Blog”! No es que no te quiera y que quiera un blog. Digo nada
más que si las de séptimo tienen blog debe ser importante. Así
que te voy a poner un nombre importante (y secreto).
Hasta mañana, Blog.
¡Bienvenido!
¡Te requiero!

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5 de diciembre
Querido Blog:
¡Terminaron las clases! ¡Tres meses de vacaciones! ¡Por fin!
¡Por fin! ¡Por fin!
La verdad, no estoy tan contenta. Estoy un poco contenta.
Al principio estaba más contenta. Tenía una cantidad enorme
de contento y después se me fue achicando. Y ahora me
doy cuenta de que nada más estoy un poco contenta. Y
todo por culpa de Pérez Rojas.

5 de diciembre (más tarde)


Querido Blog:
Para que sepas de qué te hablo, y no te quedes papando
moscas, te cuento que el día anterior a mi cumpleaños, Pé-
rez Rojas se mudó al lado de mi casa.
Ese día, querido Blog, y no es que sea dramática como dice
mi mamá, ni nada, pero ese día cambió toda la historia de la
humanidad. Te lo juro.
Yo no lo invité a mi cumple, pero cuando mi mamá imprimió
las fotos que sacamos en el patio… ¿a que no sabés quién
aparece espiando con ojos de cangrejo? Sí, querido Blog,
adivinaste: Pérez Rojas.
Acá pego la foto. Lo remarqué con un círculo rojo para que
lo veas bien.
Me llené de tanta furiosidad que la llamé a Mechi para
mostrarle.

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Mechi es mi mejor amiga y me dijo que no me preocupara,
que ella iba a investigar.
¡¡¡¡Qué suerte que tengo una mejor amiga como Mechi!!!!

5 de diciembre (un poco más tarde)


¡¡¡¡¡¡¡Grrrrrrrr!!!!!!!
La traidora de Mechi fue a la casa de Pérez Rojas. No inves-
tigó nada y Pérez Rojas la invitó a la pileta. ¿Y a mí, qué? ¿A
mí que me parta un rayo?

5 de diciembre (retarde)
Querido Blog:
Está decidido: Mechi ya no es mi mejor amiga.
De ahora en adelante, vos vas a ser mi mejor amigo.
Hasta mañana, querido Blog.
Te requiero.

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Pérez Rojas

Pérez Rojas llegó después de las vacaciones de in-


vierno. Primero vivió en una casa que el banco de acá,
de Loma Clara, le prestaba a su papá; pero no sé si no le
gustaba o qué, la cuestión es que al papá de Pérez Rojas
se le ocurrió mudarse. Pero no mudarse a otro pueblo
de Santa Fe. ¡Y eso que tenía para elegir, porque Santa
Fe es regrande! No, se le ocurrió mudarse a otra casa
acá, en el mismo pueblo. ¿Y adónde va a alquilar de
toda la inmensidad del universo que hay para elegir?
¡Justo! ¡Al lado de mi casa!
Venía de Buenos Aires Pérez Rojas o no sé, por ahí.
Pero era porteño, eso seguro. No sé de qué se las daba
porque era porteño. Insoportable. A todos los de sexto
nos cayó remal. A mí también. Bah, aunque no le dije
nada a nadie, a mí un poco bien me caía. Porque, po-
bre, hacía repoquito que se le había muerto la mamá.
Y su papá, que se llamaba Pérez Rojas, era gerente de

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banco y lo habían mandado a trabajar al banco de acá.
Y no sé, vivían así, los dos solitos, y no tenían a nadie
más en el mundo. ¿Qué triste, no? Pero igual nada más
me cayó un poco bien, hasta la despedida de séptimo.
Ahí se pudrió todo.
La despedida fue el miércoles anterior a mi cumple y
hasta ahí, como un poco me había caído bien, tenía pen-
sado invitarlo a mi cumple, pero cuando me habló me di
cuenta de que era un verdadero despreciable y chau, fue.
Me revientan los que se hacen los lindos. Y Pérez
Rojas se hace el lindo. Mechi también se la pasa ha-
ciéndose la linda. Yo, cuando me enfurezco, se lo digo:
“¡Qué te hacés la linda, nena!”. Y ella me dice: “Ay,
Anita… nada que ver”. Pero yo estoy con ella desde la
salita de tres. Y se hace la linda. Me revienta.
Pérez Rojas tiene nombre. Lo dijo el día que llegó.
Yo igual no me acuerdo cómo dijo que se llamaba.
¿Qué estaba diciendo? Ah, ya sé. Que a mí un poco
bien me había caído. Nada más que hasta la charla sobre
la despedida de séptimo.
Nunca hablaba con nadie Pérez Rojas. Según él, to-
dos nosotros éramos unos estúpidos y en este pueblo se
aburría como un hongo.
Yo, igual, porque soy rebuena compañera, unos días
antes de la despedida le pregunté si iba a ir a la fiesta.
—Puede ser —me dijo—. ¿Hay que ir con un dis-
fraz como el tuyo?

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—¿Cómo?
—Pregunto si hay que ir disfrazado de tabla de
planchar —dijo acariciándose el pecho lisito.
Me puse roja como un tomate y tartamudeando le
dije:
—Sabés qué, Pérez Rojas… sabés qué… ¡Sos un…
un… un despreciable!
Di media vuelta y me fui. Y no le hablé nunca más.
Por despreciable, obvio.
Después, por todo ese asunto de la despedida de sép-
timo (que al final él ni fue), decidí que ni loca lo iba a
invitar a mi cumple. Y no lo invité. ¡Cuanto más lejos,
mejor!
Pero justo el día anterior a mi cumpleaños descubrí
la peor desgracia del universo. ¡Pérez Rojas se había
mudado al lado de mi casa!

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Diario de Anita

10 de diciembre
Querido Blog:
¡Estoy metida en un lío

¡Qué noble es la vaca


que nos da la leche!

terrible!
(La figu de la vaca la tuve que pegar porque me confundí
y escribí “terrivle”, pero enseguida me di cuenta de que era
con “b” larga, y borré y borré con tanta fuerza que se me
hizo un agujero en la hoja.)
Esta mañana, Pérez Rojas… ¿Ya te dije que se mudó al lado
de mi casa, no? Bueno, esta mañana él y Mechi hablaban en

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la vereda de Pérez Rojas, justo cuando yo salía con mi bici
(¿o “vici”?).
Parece que él le estaba pidiendo a Mechi que lo acompañara
a la biblioteca.

¡¡Qué tierno es el canto


de las ranas!!

(Querido Blog, no creas que me volví loca. Tube Tuve que


pegar la figu de la rana para tapar el agujero que tapé del
otro lado con la vaca.)

Como te decía, querido Blog, Pérez Rojas le dijo a Mechi


que en este pueblo se aburría como un hongo y que quería ir
a la biblioteca a buscar algo para leer. Que si lo acompañaba.
Y Mechi le decía que ni loca, que a ella la biblioteca le daba
terror (y se hacía la mosquita muerta, como que temblaba
toda), que si quería le prestaba un libro suyo, que tenía un
montón porque a ella también le “encantaba” leer (¡grrrr!).
Y Pérez Rojas, todo cancherito, le dijo que no le gustaban
los libros de mujeres. ¡Qué impostor! (Bah, no sé si se dice
“impostor”, querido Blog, me parece que sí; quiero decir que,
mientras le decía esto a Mechi, me miraba de reojito como

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haciéndose el lindo, el inteligente, el impostor. ¿Vos me en-
tendés, no?). Entonces después, querido Blog, el pibe me
miró directamente a mí y me dijo: “¿Y a vos, Anita?”. A mí
también me encantan los libros, mi mamá me compró un
montón. Nada más que no tengo paciencia para leerlos. “Yo
también te puedo prestar”, le dije. Y él me dijo: “No, quiero
saber si a vos también te da miedo ir a la biblioteca”. Y yo le
dije. “¿A mí, miedo? ¡Ni ahí, nene!”. Y él me dijo: “Entonces,
dale, acompañame”. ¡¡Pero le mentí, querido Blog!! ¡¡La biblio-
teca me da terror!! Y no por eso del Alma en Pena, ni nada.
Me da miedo la bibliotecaria. El año pasado saqué un libro y
no fui a devolverlo nunca más.
¡¡¿Y ahora qué hago, querido Blog?!! Vos que sos mi mejor
amigo me tenés que decir ¡¡qué hago!! Pérez Rojas me dijo
que mañana a la mañana me pasaba a buscar. ¡¡¡Qué boy voy
a hacer!!!

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La biblioteca

Si me pongo a pensar en la biblioteca lo primero


que se me aparece en la mente es una mancha negra.
Un manchón renegro en el medio de la manzana.
Antes de entrar hay que cruzar un jardincito que
está todo tapado de yuyos, latas oxidadas, botellas de
plástico, papeles y de todo. Lleno de basura, bah. ¡Y
de gatos! ¡Gatos de todos los tamaños y de todos los
colores!
A cada lado del jardincito hay dos pinos regrandes
y de las ramas más altas de los pinos cuelgan unas co-
sas como unas barbas grises que no sé qué son. Parecen
árboles fantasmas de una casa embrujada.
Adentro de la biblioteca también está lleno de gatos
que duermen arriba de las estanterías y entre los libros.
Apenas cruzás la puerta, zas, el olor agrio a pis de gato
se te pega y te va ahogando, ahogando, ahogando, hasta
que te caés desmayado al suelo.

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Igual, después de lo del Alma en Pena, nadie va a la
biblioteca.
La bibliotecaria de ahora no es del pueblo, vino de
otro lado, nadie sabe de dónde. Es una mujer horrible.
Reflaquísima, sucia, con los pelos engrasados caídos
sobre la cara. Tiene unos bigotes muy negros y fuma
como una chimenea.
Y tiene un aliento que es peor que el olor de un dra-
gón muerto. Te conviene no preguntarle nada, así no
abre la boca para contestarte.
A ella no le gusta que la gente vaya a la biblioteca.
Bah, no le gusta la gente en general. Se pasa todo el día
mirando telenovelas en un televisorcito en blanco y
negro que hay sobre su escritorio.
Es tan amarga, tan amarga. Tan… no sé, no me sale
la palabra, algo como seca, algo así. Reseca. Ahora que
lo pienso, ¿no será una momia resucitada? No sé, la
cuestión es que es muy odiadora. Menos a los gatos, odia
a todo el resto del universo. No sé para qué es biblioteca-
ria si odia tanto los libros y a la gente que los lee.

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El Alma en Pena

Hace muchísimo tiempo, antes de que yo naciera.


Antes antes de que Pérez Rojas viniera a vivir al pue-
blo, en la biblioteca pasaban cosas raras.
Dicen que la señora de la limpieza fue la primera
que escuchó ruidos extraños en el lugar (que antes no
era una mancha negra y mugrienta. Yo no lo vi, pero
dicen que todo estaba limpio y ventilado).
La señora limpiaba por las noches. Y una noche
escuchó golpes. Golpes muy fuertes, como si alguien
pegara con el puño contra una mesa (ahhh…).
Dicen que la señora llamó a la policía y que la po-
licía revisó y requeterrevisó el lugar, y no encontra-
ron nada. Pero (ahhh…) al otro día las vitrinas estaban
abiertas y los libros desparramados en el suelo.
Dicen que las bibliotecarias no duraban más de una
semana en el trabajo. Todas corrían espantadas.
Una mañana apareció un libro tirado en el piso. Y

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dicen que cuando el nuevo bibliotecario lo levantó,
cayó una foto de adentro del libro: era Pochita, una bi-
bliotecaria que había muerto ahí, en ese mismo lugar,
un montonazo de años atrás.
¡Ajajá! ¡El pez por la boca muere! (como dice mi
abuela) y resulta que entonces todo el mundo se dio
cuenta de que era el Alma en Pena de Pochita la que
andaba por las noches en la biblioteca golpeando las
mesas y abriendo las vitrinas para sacar los libros que
quería leer (ahhh…).
Y bueno, dicen que a partir de ese momento nadie
más quiso trabajar ahí y que la biblioteca se cerró.
Después de no sé cuántos años, resulta que un día
llegó al pueblo una bibliotecaria nueva (ahora ya es
vieja, pero cuando llegó era nuevita) y como nadie
quería ni pisar la vereda de la biblioteca embrujada,
consiguió el trabajo enseguida.
Me parece que todos esperaban que saliera corriendo
como los otros, pero no. Se ve que no le daban miedo los
fantasmas o no sé, pero se quedó con el trabajo. Igual,
trabajo trabajo, no era. Me parece que la nueva biblio-
tecaria no movió ni un dedo para que volvieran los
lectores. Como que estaba contenta con la mugre del
jardín porque nunca juntó ni una latita, ni un papel,
nada. Nunca pasó un plumero. Encima parece que llegó
con un gato que al poco tiempo se juntó con una gata
y que tuvieron gatitos. Y después los gatitos también se

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pusieron de novios, y así se fueron juntando gatos y ga-
tas hasta que se llenó todo el lugar. ¡Un olor a pis! Pero
se ve que ella estaba contenta. Cuanta menos gente se
acercara, mejor.
Todo cerrado, todo oscuro. Y no sé, no estoy segura,
pero casi seguro que dormía ahí mismo (y sigue dur-
miendo) porque nadie nunca la vio salir ni entrar.
La cosa es que un poco por lo del Alma en Pena y
otro poco por el carácter raro de la nueva encargada,
todo el mundo se fue olvidando de la biblioteca. A nadie
nunca se le ocurría entrar.

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Un plan

Pérez Rojas apareció a media mañana. Yo ya lo


estaba esperando. Había buscado el libro que tenía
que haber devuelto un año atrás y lo había puesto en
mi mochila rosa. ¿Qué le iba a decir a la biblioteca-
ria?, ¿que se me había perdido? ¡Ay, no! No sé. ¡Qué
nervios!
Igual yo tenía un plan. Iba a dar vueltas y vueltas
haciéndome la que no encontraba la biblioteca, hasta
que él se cansara y abandonara la idea.
—¿Vamos en tu bici? —me dijo. Y antes de que le
contestara agregó—: ¡Te llevo! —y se acomodó en el
asiento.
No me quedó otra que sentarme en el manubrio. Ya
estaba renerviosa por todo eso de la biblioteca y enci-
ma me entraron más nervios que no sé qué por estar
tan cerca de Pérez Rojas.
—¿Para dónde es?

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—¡Para allá! —le dije señalando hacia atrás. Y le
aplasté la nariz con el brazo—. ¡Uy, perdoname, fue
sin querer…! ¡Qué idiota…! —al darme vuelta para
disculparme, sin querer, le estampé mi mochila rosa
en la cara—. ¡Uy…!
—¡Uff…! —dijo Pérez Rojas, y empezó a pedalear
en la dirección que yo le había dicho.
Llegamos hasta el final de la calle.
—¿Y ahora?
—¡Ah! ¡Doblá para acá!
Yo de los nervios no podía quedarme quieta en el
manubrio y Pérez Rojas tenía que hacer malabares
para que no termináramos en el suelo.
—¡Seguí derecho! Me parece que me confundí. No
sé…
Lo único bueno de todo eso que me ponía más ner-
viosa que no sé qué es que en una de las vueltas nos
cruzamos con Mechi.
—¡Chau, Mechiii! —le grité desde el manubrio. Y
otra vez le estampé sin querer la mochila en la cara.
“¡Doblá! ¡Seguí derecho! ¡No! ¡Acá no era! ¡Volvé
para atrás! ¡Ahora sí! ¡No! ¡Tampoco!”. Al final Pérez
Rojas perdió la paciencia:
—¡Dejá! —me dijo—. Ahí está Mechi de nuevo. A
lo mejor ella sabe el camino…
—¡No! —le dije—. ¡Ya me acordé! —pero era dema-
siado tarde. La pesada de Mechi se nos había pegado.

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—¿Adónde iban?
—A la biblioteca —me apuré a decir.
—Voy con ustedes —dijo la muy traidora.
¿No era que se moría de miedo como una mosquita
muerta? O, mejor dicho, como una mosquita nada
más. Porque si era una mosquita muerta no podía mo-
rirse de miedo porque ya estaba muerta. Porque si hay
algo que tienen de bueno los muertos es que no pueden
volver a morirse. Bah, menos los zombis, me parece,
pero no sé, no estoy segura.
Bueno, la cuestión es que ahí fuimos, los tres a la
biblioteca.

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Los dientes de la bibliotecaria

El primero en entrar fue Pérez Rojas. Yo iba pega-


da a él y Mechi al final, temblando como una mosquita
muerta, ella. ¿Qué pensaba? ¿Que el muy impostor de
Pérez Rojas la iba a llevar en brazos como si fuera una
princesa o qué?
Dejamos la puerta abierta porque el olor a pis de
gato no nos dejaba respirar.
—¡Biebren la buebta! —se escuchó una voz ronca.
Mechi cerró la puerta mientras seguía temblando
como una tonta (¿zombi?).
El lugar estaba oscuro. Las persianas, cerradas. Y los
gatos nos saltaban desde todos los rincones.
Cuando nos acostumbramos a la oscuridad pudimos
ver un escritorio, y atrás algo como un bulto que no
parecía humano, pero que, para mí, tenía que ser la bi-
bliotecaria. Arriba del escritorio dormía un gato gordo,
peludo y amarillo que ni se mosqueó cuando llegamos.

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Lo único que se veía a un costado del escritorio era
el televisorcito en blanco y negro, a todo volumen. Se
ve que estaba mirando la novela.
Pérez Rojas me empujó para que hablara yo primero.
Sin darme cuenta había doblado como un cucurucho el
libro que tenía que devolver. Las brujas se llamaba.
—Eh… mire… disculpe… se me pasó un poco…
—¡Bebalo ahí! —gritó sin mirarme—. ¡Y bábanbe
que eboy obubada!
Yo estaba inmóvil como una estatua. La bibliotecaria
era una montaña de ropa sucia y pelos enredados que
le llegaban hasta la cintura. Además del enorme gato
amarillo, estaba rodeada de otros gatos, ceniceros llenos,
pilas de papeles y libros tapados de tierra. Y hablaba
raro. A lo mejor porque tenía una pipa en la boca.
Apoyé Las brujas sobre la pila de libros mugrientos
que me había señalado y lo aplasté un poquito para que
retomara la forma que tenía antes.
Di media vuelta como para salir rápido de ahí y Me-
chi me siguió. Pero en ese instante, Pérez Rojas dijo:
—Yo quiero sacar un libro. ¿Tiene alguno de Ricar-
do Mariño?
—No.
—¿De Graciela Montes?
—No.
—¿De Alma Maritano?
—No.

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Mientras el insoportable dale que le preguntaba a
la bibliotecaria, yo de golpe descubrí por qué hablaba
raro. ¡Ay, qué horror! ¡Los dientes de la bibliotecaria
no estaban en la boca de la bibliotecaria! ¡Estaban en
un vaso con agua pegadito a la pila de libros mugrien-
tos donde yo había apoyado Las brujas!
Yo no puedo disimular. Es un problema que tengo
desde chica. Mi mamá se enoja mucho conmigo porque
dice que basta con que ella me diga: “Anita, cuidado con
tal cosa”, para que yo diga algo de “tal cosa” y zas, meta
la pata. No sé, puede ser. La cuestión es que una vez que
vi los dientes en el vaso, ya no les pude sacar los ojos de
encima. No estoy segura, pero me pareció que la biblio-
tecaria me vio mirándole los dientes en agua. Le di un
codazo a Mechi y la tonta (¿zombi?) pegó un grito.
—¿Qué pasa? —dijo Pérez Rojas.
—Nada, nada —dije yo—. Un gatito pasó entre las
piernas de Mechi y Mechi se asustó. ¿No, Mechi?
La bibliotecaria me clavó los ojos. Bah, me pare-
ce que casi seguro me clavó los ojos, porque como los
anteojos que tenía estaban tan sucios y pegoteados, de
verdad, de verdad, los ojos no se le veían.
—¿Algo de Ema Wolf?
—No.
¿Qué le pasaba a ese pibe? Para mí estaba más loco
que una cabra. ¿Por qué no nos íbamos? ¿No se daba
cuenta de que no le quería prestar ningún libro?

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No, no se daba cuenta. Hizo unos pasos hasta el tele-
visorcito y al lado había una escalera llena de libros uno
más mugriento que otro. Pérez Rojas empezó a revisarlos
lo más tranquilo, mientras ella volvió a mirar la novela.
—¡Mechi! ¡Mechi! —quería mostrarle los dientes.
—¡Shhh! —me dijo la tonta de Mechi que no sé si
temblaba de miedo pero me parece que sí.
—¡Llevo este! —dijo al final Pérez Rojas con un
libro en la mano.
La bibliotecaria lo miró de mala gana.
—Cuentos de amor, de locura y de muerte, de Horacio
Quiroga —dijo Pérez Rojas.
Yo aproveché que ella se había levantado, para de-
cirle a la tonta de Mechi:
—¿Ves, Mechi? ¿No ves que son los dien…? —y jus-
to cuando se los estaba señalando, sin querer giré la mano
y choqué el vaso, que se resbaló y se estrelló en el suelo.
—¡Be babó! —gritó la bibliotecaria.
—¡Nada! ¡Nada! —me apuré a decir—. ¡La tele!
Ella miró la pantallita y por suerte, justo en ese mo-
mento, ¡crashhh! chocaba el auto de la protagonista (bah,
por suerte no, pobre, la chica). La bibliotecaria me parece
que dudó un poco, pero siguió hablando con Pérez Rojas.
El gato amarillo parecía sordo porque ni se movió.
—¡Ede dibro do de bredta!
—¿Por qué? —la seguía el insoportable—. ¿Esta no
es una biblioteca pública? —“¡Uf, qué pibe!”, pensé.

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Mientras ellos discutían yo, lo más rápido que pude,
junté los pedazos de vidrio y los tiré en el papelero.
¿Y los dientes?, ¿adónde los metía? Rápido, alcancé a
esconderlos en mi mochila rosa, mientras la tonta de
Mechi me miraba como hipnotizada.
¡Justo! Se ve que la bibliotecaria ya se había cansado de
nosotros y quería que nos fuéramos o no sé, porque dijo:
—¡Ebdá bieb! ¡Birmá abá y babansé be uba bueba beb!
—dijo, y le marcó a Pérez Rojas con la uña sucia el
renglón donde tenía que firmar.
Yo quería salir de ahí lo antes posible.
—¡Espero afuera! —dijo Mechi, que tampoco
aguantaba más.
—¡Yo también! —dije. Y las dos salimos más que
volando.
Cuando Pérez Rojas salió con el librito mugriento y
con olor a pis de gato y se juntó con nosotras en la vereda,
la tonta de Mechi empezó a abanicarse con las dos manos
como si le faltara el aire mientras ponía ojos de ternera:
—¡¡Ay…!! ¡¡Ay…!! ¡No sabés lo que hizo Anita! —le
dijo la muy traidora—. ¡No! ¡No te lo vas a creer!
El muy impostor me clavó los ojos y Mechi siguió
hablando así como si estuviera a punto de desmayarse:
—¡No sabés…! ¡Se robó la dentadura de la biblio-
tecaria!
—¿Es verdad? —me preguntó él.
—Sí. Pero fue sin querer.

31
Diario de Anita

12 de diciembre
Querido Blog:
¡No sabés lo que pasó! ¡No sabés! ¡No sabés! Igual no te voy a
contar todo porque es una historia relarga. Te voy a contar lo
más importante. ¿Viste que te dije que tenía que ir a la biblio-
teca? Bueno, resulta que sin querer me traje los dientes de
la bibliotecaria. No es que yo los quisiera porque, querido Blog,
¿para qué los quiero? Es que no sabía dónde esconderlos y
lo que tenía más a mano era mi mochila rosa. Apenas llegué a
mi casa los puse en agua (allá estaban así, en un vaso con agua).
Pero no pude dormir en toda la noche, querido Blog. Tuve
pesadillas orrihorribles. ¡¡Mejor ni te las cuento!!
Y las pesadillas no son nada. ¡¡Pérez Rojas dijo que esta noche
tenemos que entrar a la biblioteca (dice él que por una ven-
tana que vio que estaba rota) y devolver los dientes antes de
que la bibliotecaria se dé cuenta y nos elimine a los tres!!

32
Un muerto en la biblioteca

Con el último bocado de la cena le dije a mi mamá


que iba a la casa de Mechi.
—¡Anita! ¡No hables con la boca llena! —me dijo
mi mamá, que no había entendido un pepino—.
¿Adónde vas?
—Bbbbbmmmmbb… de Mechi.
Y salí sin darle tiempo a nada. Desde la calle le grité:
—¡Vuelvo enseguida!
—¡Ana…!
Corrí lo más rápido que pude hasta la esquina donde
me estaba esperando Pérez Rojas.
—¿Y? ¿Trajiste los dientes? —me dijo haciéndose
el impostor.
—Claro. ¿Qué te pensás? ¿Que soy tonta? Los ten-
go acá, en mi mochila. En un frasco con agua y todo. Y
con tapa, más vale.
—¿Y la linterna?

33
La linterna me la había olvidado.
—Más vale, nene.
Pasamos a buscar a Mechi que le dijo a su mamá que
iba a buscar el celu que se había olvidado en mi casa.
La casa de Mechi está a una cuadra de mi casa.
—¡Guau! —le dijo Pérez Rojas a Mechi cuando la
vio.
Mechi se había hecho millones de trencitas en el
pelo y tenía una blusa negra con lunares verdes que se
ataba con tiritas en los hombros y unas calzas negras y
zapatillas negras con brillitos que le hacían juego con
todo lo que tenía puesto. ¿Adónde se pensaba que íba-
mos? ¿A una fiesta?
—¿Qué…? —dijo Mechi haciéndose la impostora.
Pérez Rojas me miró (yo tenía una camiseta con una
mancha de ketchup y bermudas de no sé qué color) y
la miró de nuevo a Mechi y dijo:
—Nada. Qué lindo peinado.
—Sí, Mechi —dije yo llena de furiosidad—. ¡Qué
lindo peinado!
Después de eso caminamos los tres en silencio hasta
la biblioteca.
Era verdad lo que había visto Pérez Rojas. No sé cómo
hizo, pero en la parte de atrás había una ventana sin vi-
drio. Cruzamos el jardín lleno de basura, dimos la vuelta
y nos agachamos debajo de la ventana. Dos gatos que dor-
mían un poco más allá nos miraban en la oscuridad.

34
—¿Quién va a entrar? —preguntó Mechi.
—¡Ella! —dijo Pérez Rojas—. ¡¿Quién fue la que
se mandó la estupidez?! —a mí se me encogió el cora-
zón de golpe. Pero después dijo—: Vos, Mechi, quedate
afuera vigilando. La voy a acompañar por la dudas —y
yo respiré aliviada.
Aunque estaba muerta de miedo, igual le hice una
mirada impostora a Mechi. ¡Se la merecía!
—¡Sacá la linterna! —me dijo al ratito mientras me
alumbraba con la suya.
Yo me hice la que buscaba en la mochila.
—… no la encuentro… no sé… se me habrá perdido
por el camino…
Me parece que no me creyó.
—Los dientes los trajiste, ¿no?
—¡Uf! Te dije que sí.
Él entró primero.
—Pisá en el banco que está contra la ventana —me
dijo en voz baja.
Pisé en el banco y después, cuando salté al suelo, le
pisé la cola a un gato.
—¡¡AHHHH!! —el alarido que pegué tapó el mau-
llido del gato.
—¡SHHH!
—… fue sin querer —le dije temblando como una
hoja.
—¡Shhh! —volvió a decirme—. ¡Agarrate de mí!

35
Yo, que tenía un montón de nervios por estar ahí (y
porque no fuera a ser que se nos apareciera el Alma en
Pena o que se despertara la bibliotecaria), encima, no
sé, me puse más nerviosa todavía por tener que ir así,
agarrada del pibe ese.
Empezamos a caminar muy despacio. La linterna
apenas soltaba un hilito de luz. Si mirabas para los
costados veías millones de ojos de gato brillando por
todas partes. Te daba la sensación de que en cualquier
momento te iba a saltar alguno encima. El olor era in-
soportable pero no se escuchaba ni un ruido. Los gatos
estaban mudos. Qué raro, ¿no? Nada más nos espiaban
desde arriba de las estanterías.
—Allá está el escritorio —señaló con la linterna.
Cuando estábamos a dos pasos del escritorio, tro-
pezó con algo y se cayó al piso y yo encima de él. La
linterna rodó hasta quedar debajo de una estantería.
—¿Qué pasó? ¿Estás bien? —le dije a oscuras.
—Sí, me tropecé con algo.
Tanteando el piso Pérez Rojas fue gateando hasta la
estantería, estiró el brazo y alcanzó la linterna. Cuan-
do alumbró el bulto con el que se había tropezado casi
nos morimos del susto.
—¡La bibliotecaria!
—¡Está muerta!
—¿Qué hacemos?
—¡Poné los dientes donde estaban y salgamos!

36
Yo saqué el frasco con los dientes que traía en mi mo-
chila. Tenía miedo de que se me cayera porque cuando
me pongo nerviosa las cosas me salen mal. Igual, pensé:
“Si está muerta, ¿qué le van a importar los dientes?”.
Pero casi enseguida se me cruzó otro pensamiento
(capaz que de los nervios pensaba tan rápido): que los
dientes sí eran importantes porque si faltaban o algo y
ella le había dicho a alguien que yo los tenía, entonces
me podían acusar de haber matado a la bibliotecaria.
—¿Qué tiene en la mano? —me interrumpió los
pensamientos Pérez Rojas.
Yo, que ya había puesto el frasco en su lugar (¡por
suerte no se me había caído!), me agaché y agarré un
sobre que la bibliotecaria tenía en la mano.
—No sé, parece una carta. ¡Dale! ¡Vamos!
—¡Vamos! —me dijo Pérez Rojas.
Cuando giré, con mi mochila rocé sin querer el
frasco, y se estrelló contra el piso.
—¡Corré! —me gritó.
Saltamos por la ventana, uno más pálido que el
otro.
—¡¿Qué pasó?! —preguntó Mechi.
—¡La bibliotecaria está muerta! —le dije yo sacu-
diendo la carta que le había sacado de la mano.
—¡Qué hiciste! —me gritó Pérez Rojas—. ¡Te ro-
baste la carta!
—¡Uy, sí!

37
Los tres corrimos como si nos siguiera el diablo.
Apenas llegó a su casa, Pérez Rojas hizo un llamado
anónimo a la comisaría.
—¡Hay un muerto en la biblioteca! —dijo.

38
Diario de Anita

12 de diciembre (a la noche)
Querido Blog:
¡No sabés lo que pasó! ¡Ni te lo imaginás! ¡Todabíavía estoy
temblando como una hoja! ¡Es re-re-re-re-regrabeve! Pero
no te puedo contar ni una sola palabra porque es retarde y
estoy recansada para escribir…
Como sos mi mejor amigo, querido Blog, te voy a contar algo
que no es tan importante. Bah, es muy importante pero un
poco menos que lo otro reimportante que no te voy a contar
porque estoy cansada. Acá va:
¡LA TRAIDORA DE MECHI ESTA HENAMORADA DE
PÉREZ ROJAS. Y ÉL TAMBIÉN ESTA HENAMORADO
DE ELLA!
¡QUÉ IMPOSTORES!
Querido Blog, TE QUIERO UN MONTÓN.
Hasta mañana.

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Noticias

Después de lo que pasó, en la radio del pueblo no


se habló de otra cosa más que del caso de la biblioteca-
ria. ¡Qué revuelo!
La periodista de la radio dijo que alguien (un anóni-
mo) había llamado a la policía, y eso había salvado la
vida de la bibliotecaria. ¡Porque resulta que no estaba
muerta! ¡Estaba inconsciente! Y la habían internado
en el hospital.
La periodista de la radio dijo también que la policía
sospechaba que la bibliotecaria podría haber sido víc-
tima de algún ataque porque había signos de violencia:
un gran desorden, un frasco roto en el piso y proba-
blemente algunos faltantes que estaban investigando.
No sé si dijo “faltantes” o dijo otra cosa porque de los
nervios que tenía no alcancé a escuchar bien qué esta-
ba diciendo. Pero seguro que hablaba de la carta que
me llevé sin querer.

40
Por suerte la periodista de la radio dijo que la bi-
bliotecaria no recordaba absolutamente nada de lo que
le había sucedido. ¡Uffff! ¡Qué alivio!

41
Hola

A
—¿ nita?
—Sí, qué —Mechi que me llamaba al celu.
—Nada. ¿Viste que no estaba muerta?
—¡Ay, sí, qué suerte! ¿Te parece que nos habrá vis-
to? Para mí, como estaba casi muerta, no creo, no. ¿A
vos qué te parece?
—¡Shhhhh! No grites.
—¡Si no grito, nena!
—Te llamo porque Andrés nos invitó a la pileta.
—¿Quién es Andrés?
—Ay, cómo que quién es Andrés. ¡Pérez Rojas!
—¡¿Andrés?! ¿Quién te dijo que se llama Andrés?
—Ay, Anita, él lo dijo.
—No, nunca lo dijo.
—¡Ay, sí!
—¡Ay, no!

42
—Bueno, no importa. Me pidió que te avisara que
esta tarde nos invitaba a su pileta, así pensábamos qué
hacer.
—Qué hacer con qué.
—Con la carta que te robaste.
—Ahhh…
—Además me dijo que tiene un secreto para con-
tarnos.
—¿Qué secreto?
—Ay, no sé, qué sé yo. Un secreto es un secreto.
—¡VOOOOOOYYYYY!
—¡Ay, nena! Me reventaste el oído.
—Es mi mamá que me llama a comer. Me tengo
que ir. Chau.
—A las tres, acordate. Chau.

43
Diario de Anita

13 de diciembre
Querido Blog:
Pérez Rojas nos invitó a Mechi y a mí a la pileta. ¡Ajajá, “el
pez por la boca muere”, como me dice mi abuela! (Una vez
le pregunté qué me quería decir con eso y me dijo que eso
se dice de las personas que hablan más de lo que tienen que
hablar y dicen cosas de las que después se arrepienten. Más
o menos era así.)
¡Ay, querido Blog, cuánta razón tiene mi abuela! Ahora, esos
dos pescados de Mechi y Pérez Rojas se tienen que arre-
pentir de todo lo que me dijeron porque (sin querer) yo me
robé la carta de la bibliotecaria.
Resulta que Pérez Rojas no es nada más que un impostor,
no, encima se hace el “cerebrito”. Él piensa todo. Hace unos
pensamientos que nadie entiende. Mechi se hace la que en-
tiende, pero no entiende nada. Se hace la linda y la perfecta.
¡Qué furiosidad!

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¿Qué te estaba diciendo? Ah, que Pérez Rojas nos invitó
esta tarde a su pileta para que después, a la hora de la me-
rienda, hagamos una reunión secreta (¡secreta!, ¡a este pibe
le falta un jugador!) y también para que leamos la carta que
yo (sin querer) me robé. Y además, para hacerse el miste-
rioso: dice que tiene un secreto. ¡A mí qué me importa! Bah,
un poco me importa, pero un poco es tan tan poquito que
es casi lo mismo que si no me importara nada.
Chau, querido Blog.

45
La carta

A las tres de la tarde, Mechi y yo tocamos el tim-


bre. Nos abrió Cerebrito y fuimos directamente a la
pileta.
¡Guau, qué pileta! Bah, de verdad no era taaaan
grande la pileta. Era normal, un poco chica. Pero la
pasamos rebién. Nos tiramos de bombita, de palito, y
Pérez Rojas tiró un montón de mortales. Jugamos a
los tiburones: uno tiraba bolitas de colores a la pile y
los otros dos buscaban en el fondo. Yo un poco perdí
pero no me importó porque me divertí mucho. Igual,
de golpe, en un momento me brotó la furiosidad con
Mechi y me dieron ganas de ahogarla. ¡Menos mal que
justo llegó el papá de Pérez Rojas con la merienda!
Nos secamos con los toallones. Yo me había olvidado
mi toallón, así que Mechi me prestó el suyo. Primero
se secó ella y después me lo pasó a mí, todo mojado (no
me acuerdo de si fue ahí que me brotó la furiosidad,

46
bueno, pero no importa). Después de secarnos nos sen-
tamos en una mesita con sillitas debajo de un arbolito
que tenía florcitas violetas y hacía una sombrita relinda.
El papá de Cerebrito nos trajo leche chocolatada
fría y galletitas surtidas. ¡Qué papá tan triste tenía!
Bueno, no importa, ¿qué estaba diciendo? ¡Ah!, lo de
la chocolatada… Y mientras estábamos ahí sentados a
la sombrita, vi que en el tendedero de la ropa había un
libro colgando agarrado con broches.
—¿Y eso? —le pregunté a Pérez Rojas, señalando
con el brazo.
—¿Qué cosa? —dijo él, y se dio vuelta para ver lo
que le señalaba y él solito, solito, chocó la nariz contra
mi brazo. ¡Pobre!
Se agarró la nariz como para acomodársela de nue-
vo, pero yo no creo que se le haya movido. No sé, me
parece que exageró un poquito.
—Es el libro de la biblioteca —dijo con los ojos
medio llenos de lágrimas—. Tiene tanto olor a pis de
gato que la señora que limpia lo colgó al sol para que
se ventile.
—¡Ah, qué buena idea! —dijo Mechi.
—¡Resuperbuena idea! —dije yo, que no quería ser
menos que Mechi.
—¿Trajiste la carta? —me preguntó Pérez Rojas
cambiando de tema.
—Más vale, nene.

47
48
Él no me contestó. Sacó un cuaderno, y dijo:
—Para copiar la carta antes de devolverla.
—¿Devolverla? ¿Otra vez hay que ir a la biblio-
teca?
—¡Shhh! —me retó. ¿Cómo “shhh”? ¿Quién se
pensaba que era ese pibe?—. Dale, ¿quién lee?
—Yo —dijo Mechi—, que leo mejor.
¡GRRRR! Saqué la carta de mi mochila rosa y se la
di. ¡¿Cómo podía ser tan impostora?!
El sobre estaba abierto y en el triangulito de atrás
(“donde se escribe la dirección del remitente”, dijo Ce-
rebrito), decía: “Los Alelíes”.
Pérez Rojas dijo que prestásemos atención al papel,
que era grueso y color marfil. Mechi dijo que para ella
era beige. Para mí no era ni beige ni marfil, era clari-
to. Pero no soy de esas, como Mechi, que discuten por
cualquier cosa, así que no dije nada. Y Mechi empezó
a leer.
La carta no era gran cosa. Seguro que al tipo no se le
acalambró la mano para escribir. Y digo “tipo” porque
la carta estaba firmada por un tal Oliverio.
Decía:
Osita, amor mío: (“¡Osita, amor mío!”. ¡¿Quién podía
estar enamorado de la bibliotecaria?!).
Anoche, como todas las noches de mi vida, he soñado
contigo. Y esta mañana lo primero que hice al despertar fue
escribirte este poema.

49
La noche me lleva lejos
pero tus labios son las alas
que me traen de vuelta
cada amanecer.

¡Qué pavadas escribía este Oliverio!


—¡Qué buen poema! —dijo Pérez Rojas.
—¡Hermoso! —dijo Mechi.
—¡Ay, sí! —dije yo por decir algo—. ¡Con tantas
alas!
Después, el tal Oliverio escribió:
Ojalá algún día puedas perdonarme. Solamente vivo
esperando ese momento.
Te ama, Oliverio.

Cuando Mechi terminó de leer, Cerebrito se quedó


en silencio, se ve que pensaba porque puso cara de pen-
sativo y movía la cabeza para arriba y para abajo como
pensando.
Mechi también se hacía la pensativa. Yo hacía un
esfuerzo para quedarme callada, porque si no me iba a
pasar como al pescado que por la boca muere.
—¿Vieron que cuando uno mastica se te mueven
las orejas? —dije finalmente para romper el silencio
que ya se había hecho relargo.
—A mí me parece que alguien le hizo una broma
—dijo Mechi.

50
—Sí —dije yo—, y que ella cuando leyó la carta
de amor, se emocionó tanto que cayó redonda al suelo.
Después fuimos nosotros y nos la chocamos sin querer.
Aunque querían hacerse los disimulados, yo me di
cuenta de lo impresionados que estaban por el pen-
samiento que yo había pensado así, rápido, mientras
ellos se habían pasado no sé cuántos minutos pensando
y pensando.
—No —dijo Cerebrito—. Acá hay un misterio
—la tonta de Mechi lo miraba embobada—. Les voy a
mostrar el secreto del que les hablé.

51
Diario de Anita

13 de diciembre (a la noche)
Querido Blog:
Hoy estuvimos toda la tarde en la pile de Pérez Rojas (¡que
se llama Andrés!). Yo me olvidé el toallón y el protector solar,
así que ahora estoy roja como un tomate y muerta de can-
sancio. O sea: me voy a dormir. Pero, por favor, no te enojes,
te prometo que mañana a la mañana te cuento todo lo
que pasó. Bah, no sé si a la mañana, porque Pérez Rojas me
dijo que tenía que leer el libro con olor a pis que sacó de la
biblioteca porque… Bah, no es que me dijo a mí, dijo: “Tienen
que ver el libro”, y yo me apuré y dije que yo lo leía primero.
Y la tonta de Mechi dijo: “¡Uy, con lo lerda que es Anita, yo
con suerte lo voy a leer el año que viene!”. Así que estoy en
un problema, ¿vos me entendés, querido Blog?
Bueno, hasta mañana, me muero de sueñoooooooooo.

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14 de diciembre (a la mañana)
Querido Blog:
¡Hola! ¡Hoy me levanté redespierta! Así que te voy a contar
todo lo de ayer.
Primero, antes que nada te voy a contar un sentimiento
profundo (y superrecontrasecreto) que es como una tris-
teza. Resulta que Mechi tenía una biquini llena de voladitos-
boladitosvoladitos, relinda, y las ojotas rojas haciendo juego.
Y yo tenía la malla entera de natación toda desteñida por
el cloro. ¡Y tuve que ir descalza porque a último momento
no pude encontrar mis ojotas! (igual, mejor, porque no me
pegaban con la malla). Lo que te quiero decir, querido Blog,
es que Pérez Rojas se pasó toda la tarde mirándola a Mechi
porque estaba más linda que yo. Y aunque es un impostor,
tiene un flequillo, así, todo para el costado y unos ojos medio
verde-amarronados casi celestes que no es que me gusten
un montón, pero un poco sí. No sé, querido Blog, ayer me
agarró otra vez la furiosidad y sentí ganas de ahogar a Me-
chi y quedarme yo sola con él.
(Hablando de Pérez Rojas, otro día te voy a contar. ¿Viste
que se hace el vivito y siempre te está tratando mal? Bue-
no, pero tiene una historia retriste, pobre.)
¡Ufff! ¿Viste cuánto que estoy escribiendo? ¿Estás feliz,
querido Blog?
Bueno, voy al baño y vuelvo.

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14 de diciembre (una hora más tarde)
Querido Blog, ¿qué te estaba diciendo? Ah, sí, sigo con lo
de ayer. No, mejor no sigo porque tengo que leer el libro
con olor a pis (que se llama Cuentos de amor, de locura y de
muerte) y no tengo tiempo. O bueno, te cuento rápido, total
no era gran cosa el secreto. ¿Sabés qué? ¿Te dije que ese
pibe está chapita? El SECRETO era que adentro del libro
con olor a pis había una carta igualita igualita (ufff… se me
está cansando la manitoooo) a la que yo me robé sin querer.
No, mejor no te cuento más.
Chau, te requiero, querido Blog.

14 de diciembre (después de almorzar)


Querido Blog:
Ay, no sabés, casi ni puedo respirar. Empecé a leer el libro
con olor a pis de gato. En la primera hoja había una dedica-
toria bastante tonta, decía: “Para G. O., con todo mi amor.
Siempre te estaré esperando en Los Alelíes donde fuimos
tan felices. O. G.”. El primer cuento me lo salteé porque era
muy largo, y los otros dos también para ir adelantando. Leí
uno que se llama “La gallina degollada”. Ay, ay, ay, qué horri-
ble, no sabés, pobre Bertita. ¡Un asco el final que tuvo! ¡¡No
sé para qué me dijo que lo leyera, ese pibe!! ¡Ya voy y se lo
devuelvo!

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14 de diciembre (un rato más tarde)
Querido Blog, no le voy a devolver nada. Ya lo pensé. ¿Para
qué? ¿Para que me diga que no me aguanto un cuento de
impresión? No, ni ahí. Bueno, te sigo contando otra cosa
importante. ¿Viste eso que te dije del SECRETO que era
una pavada? Bueno, Cerebrito nos mostró la carta que en-
contró. El tal Oliverio le escribe: “Osita, amor mío” (¡ja, ja!)
y otro poema que no me acuerdo de qué se trataba, ah,
algo de recuerdos y besos y no sé, me parece que algo de
los ojos, los ojos de la “Osita” (¡¡ja, ja!!). Los chicos enseguida
dijeron que era un hermoso poema y yo también dije que
era relindo. Y después era todo igual, igual. Hasta el papel del
mismo color clarito. Y Oliverio al final le pedía perdón y le
decía que la amaba. Igual que mi carta, bah, la que me robé
sin querer.
Bueno, querido Blog, resulta que a Cerebrito se le puso en
la cabeza que acá hay un misterio y que él lo va a descubrir
(¿viste que te dije que le faltaba un jugador?). Y además,
dijo que era la primera cosa interesante que le pasaba des-
de que se había mudado a este pueblo de porquería. Y yo le
dije, me acuerdo clarito: “¡Epa, epa, sin ofender!”. Y entonces
él preguntó si lo íbamos a ayudar a descubrir el misterio. Y
entonces la impostora de Mechi dijo: “Yo sí”. Y entonces yo
dije: “Yo también”. Pero la verdad, querido Blog, no sé ni de
qué misterio hablan. Y entonces Pérez Rojas organizó toda
la organización. Dijo que lo primero era leer el libro por
si había alguna pista; entonces me apuré para que no me

55
ganara Mechi y dije que yo lo leía primero. Y después él le
dijo a Mechi que averiguara con su mamá qué le había pa-
sado a la bibliotecaria y cómo estaba y todo lo que pudiera
averiguar (porque Ale es kinesióloga y trabaja en el hospital).
Y yo le dije: “Eso, y no te olvides de averiguar qué pasó con
los dientes”. Y nada más, querido Blog. Ahora tenemos que
esperar las noticias de Mechi y yo no sé, con este libro… me
voy a saltear algunos cuentos para adelantar un poco y se-
guro que encuentro uno más alegre. Esta noche me voy a
leer “El almohadón de plumas”.
Chau, querido Blog, te quiero mucho.

56
Hola

A
—¿ nita?
—Sí, qué —era Mechi que me llamaba al celu.
—Nada. ¿Sabés lo que hizo Andrés, no?
—No.
—Fue al hospital a visitar a la bibliotecaria.
—¡¿Qué?! ¡¿Cuándo?! ¡Está loco!
—Dice Andrés que mañana tenemos que reunirnos
sí o sí.
—¿Mañana sábado? ¿Y por qué te llamó a vos y no
a mí?
—Ay, nena, qué sé yo. No sé. Tendría ganas de ha-
blar conmigo…
“¡Impostora! ¡Impostora!”, pensé yo.
—¿Me escuchás, Anita?
“¡Qué furiosidad!”
—¿Anita?
—¡Sí, te escuché! ¡Te pensás que soy sorda, nena!

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—Bueno, no te olvides, a las tres nos encontramos
en la biblioteca.
—¡¿Otra vez a la biblioteca?!
—¡Ah, llevá comida para los gatos!

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Encuentro

Grrrr. Apenas cortó Mechi salí de mi casa y toqué


timbre en la de mis vecinos, los Pérez Rojas. Bueno,
tampoco fue así ¡guau, qué velocidad! Porque perdí un
montonazo de tiempo para hacerme una cola bien bien
tirante. Y me probé como cinco bermudas hasta que al
final me puse la pollera de jean y la remera celestita
casi lila medio violeta, de manguitas con volados, que
uso siempre para los cumpleaños.
Me atendió Pérez Rojas.
—Hola.
—Hola. ¿Qué tal, te vas a una fiesta?
—No, ¿por?
—Por nada.
Me hizo pasar y me contó todo lo del hospital.
Me dijo que a la bibliotecaria casi no la reconoció
ahí, en la cama, toda limpia, con una bata blanca y los
pelos atados. Que parecía mucho más joven. Me dijo

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que él espió por un cuadradito de vidrio que había en
la puerta y que ella lo vio y como que sonrió.
—¡¿Con los dientes?!
—Y sí, nena. Ah, ¿no te dijo Mechi?
—No, ¿qué?
—Que los dientes del frasco no eran de ella.
—¿Y de quién eran?
No sabía.
—Esa tarde hablaba raro porque se le había dormido
la lengua.
—¿Dormido la lengua?
—Sí, ¿no te dijo Mechi lo que averiguó?
—No, ¿qué?
—Que tuvo un ataque de presión y si no hubiera
sido por nosotros, seguro se hubiera muerto.
—Y claro, cómo no se va a deprimir en esa bibliote-
ca toda oscura y…
—¡No! ¡Un ataque de “presión”! ¡Presión arterial!
¿Entendés?
—Obvio.
No tenía ni la menor idea de lo que me decía, pero
cuando se enojaba revoleaba el flequillo de una mane-
ra que… no sé… me ponía renerviosa.
—Entonces, me llamó. Me hizo señas con la mano.
—¿Quién?
—¡¿Quién va a ser?! ¡La bibliotecaria!
—¡¿Te preguntó por la carta?! ¡Nos va a pasar lo

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mismo que a la gallina degollada! ¡¿Qué te dijo?! ¡Ay,
no! ¡No me digas!
—Cuando me acerqué me agarró el brazo y mirá,
me clavó las uñas.
—¡Ahhhh…!
—Me hizo señas de que me acercara más.
—¡Ahhhh…!
—Quería decirme algo…
—¿QUÉ?
—¡No grites!
—Si no grito, nene.
—No sé. Como no podía hablar, yo le dije: “¿Los
gatos?”. Y ella me dijo que sí con la cabeza.
—¡Qué raro!
—¿Qué raro qué?
—Nada. Que justo vas y le preguntás por los gatos.
Capaz que podrías haberle dicho: “¿Qué necesita?
¿Hay mosquitos? ¿Quiere ir al baño? ¿Le apago la
luz?”.
Pérez Rojas, que siempre me miraba como si yo fue-
ra un bicho, esta vez me miró como si yo fuera una
mariposa o algo así (es como una comparación, no sé si
se entiende. Bueno, no sé, capaz que no era así, lo de la
mariposa, digo). Quiero decir que me miró con admi-
ración. Cambió la cara y me dijo:
—Sí, tenés razón. No sé qué es, pero tengo una co-
nexión especial con esa mujer. ¿Entendés?

61
Yo no entendía un pepino de lo que decía, para mí
estaba más chapita que no sé qué, pero le dije:
—Obvio. Te recontraentiendo.
Y me siguió mirando así, medio bobo, como si yo
fuera una mariposa; entonces pensé: mejor me vuelo.
—Ay, me acordé de que me tengo que ir —le dije.
Y ya estaba saliendo cuando me preguntó:
—¿Leíste el libro?
—¿Yo, por qué? ¿Y vos?
— ¿Cómo lo voy a leer si el libro lo tenés vos?
—Obvio. Pero yo pensaba que vos ya lo habías leído.
—No, vos cantaste que lo leías primero.
—Obvio.
—No sé. Tengo el presentimiento de que en ese li-
bro tiene que haber una pista.
—¿Una pista de qué?
—¡Anita!
—¡Ah…! ¡Ya entendí!
Qué pensamientos raros que pensaba este pibe.
Quién lo podía entender.

62
Ideas brillantes

La perfectita de Mechi tuvo, según ella, una idea


brillante. Nos hizo poner cinco pesos a cada uno y con
la plata compró una bolsa grande de alimento para
gatos con sabor a salmón.
Cuando llegamos a la biblioteca los gatos estaban
tan muertos de hambre que casi nos arrancan los
ojos.
Cruzamos el jardín lleno de mugre y dimos la vuelta
hacia la parte de atrás. Mechi tuvo otra idea brillante:
repartir el alimento en distintos lugares para que no se
amontonaran tantos gatos. No sé cómo se pasaban la
voz pero enseguida empezaron a saltar, por la ventana
a la que le faltaba el vidrio, más o menos como alrede-
dor de un millón de gatos. Esquivaban lo más bien las
cintas amarillas que había puesto la policía (bah, una
la arrancaron).
—Entremos —dijo Pérez Rojas.

63
—¡No! —dijo Mechi—. La policía cerró la ventana.
Si nos agarran…
—¿Qué ventana? —dijo él—. La bibliotecaria me
dio la llave.
Mechi y yo nos miramos. Y no sé, pero estoy casi del
todo segura de que pensamos las dos lo mismo: “¡Este
pibe está del tomate!”.
Igual lo seguimos. Abrió la puerta principal y en-
tramos a la biblioteca.
Era como entrar a una cueva. Oscura, fría, sucia. El
olor era insoportable. Porque seguro que no solo era
pis de gato; lo más seguro era que, para mí, los gatitos
también hacían popó ahí adentro.
—Busquemos —dijo Pérez Rojas.
—¿Qué? —preguntó Mechi.
—No sé, algo. Cartas, documentos.
¡¿Documentos?! ¡Ja! Si lo escucha mi abuela seguro
le dice que tiene muchas horas de tele.
Mientras él revolvía los papeles de la biblioteca, el
gato amarillo y gordo fue avanzando a paso lento,
relento, y por una escalerita de libros se subió al escri-
torio y se acostó a dormir en el mismo lugar donde lo
vimos el primer día. Y ya no se movió de ahí.
La perfectita de Mechi, que es toda prolija y limpita
y está siempre peinada, empezó a abrir las ventanas para
ventilar. Con algunas tuve que ayudarla porque tenían
tanta mugre de no abrirse que estaban como pegadas.

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Después no sé dónde encontró una escoba, pero de
algún lado la sacó y se puso a barrer.
Yo daba vueltas y me hacía la que buscaba algo. Me
fijé en que los dientes estaban otra vez arriba de la pila
de libros sucios. ¿De quién serían? ¿Y si había alguien
más viviendo en la biblioteca?
—¿Y si hay alguien más viviendo en la biblioteca?
Ninguno de los dos me contestó nada. No sé si por-
que no me escucharon o qué. Yo igual, pisando sin hacer
ruido, fui recorriendo todos los pasillos que formaban
las vitrinas de los libros para ver si encontraba a al-
guien durmiendo en el piso o algo.
No era muy grande la biblioteca. Tenía un salón
medio chico adelante, donde estaba el escritorio de la
bibliotecaria; y después de una arcada (no de vomitar,
una arcada es como un marco donde tiene que haber
una puerta pero la puerta no está), había otro salón un
poco más grande lleno de ventanas (ya Mechi las había
abierto todas). En el medio de ese salón estaban las hi-
leras de las vitrinas altas y finitas donde estaban los
libros. Y al final, un cuartito con una cama contra la
pared donde dormía la bibliotecaria.
Terminé de recorrer todo el salón y por suerte no
encontré a nadie. Al lado de una de las ventanas había
tres cuadritos con fotos. En todos estaba una señora
viejísima que sonreía con unos dientes reblancos, res-
plandecientes. Seguro que era Pochita, la bibliotecaria

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que dicen que se murió de vieja sentada en el mismo
sillón que está en el escritorio de la entrada. Nada más
que ahora que es un fantasma, en lugar de quedarse
sentada, anda revoloteando por toda la biblioteca. Me
quedé mirándola porque le veía algo familiar. Pero no,
no, se ve que me pareció, pero no.
Estuvimos hasta el mediodía. En un momento Mechi
miró la hora y dijo:
—¡Uy! ¡Mi mamá nos debe estar esperando con la
comida!
Pérez Rojas (que no encontró ni un solo documen-
to) y yo la ayudamos a cerrar todas las ventanas, pero
esta vez dejamos las persianas abiertas para que entrara
el sol.
La ventana del vidrio roto tenía además la persiana
trabada. No sé qué hizo Pérez Rojas que la toqueteó,
la toqueteó, hasta que en un momento escuchamos un
ruido infernal. La persiana se había desplomado y la
ventana quedó cerrada para siempre.
—¡Mejor! —dijo Mechi para hacerse la linda con
Pérez Rojas—. Así no pueden entrar los gatos y no
vuelven a ensuciar.
La verdad es que Mechi, pobre, había juntado dos
bolsas de caca de gato y tierra y mugre y papeles y res-
tos de comida y de todo. Antes de irnos miramos así,
todo alrededor, y la biblioteca ya no parecía la misma.
Había como una luz que encandilaba.

66
Salimos y cerramos la puerta con llave.
Mientras caminábamos Mechi dijo que se sentía
bien por haber hecho una buena acción.
—¿Te parece que la vieja va a estar contenta? Yo
no sé, pero me parece que estoy segura de que nos va
a pasar lo mismo que a la gallina degollada cuando se
entere de que le sacamos los gatos al patio.
—A la hora de la siesta tenemos que volver y ha-
cerle un refugio a los gatos, afuera, en el jardín —dijo
Pérez Rojas.
Ya estábamos llegando a la casa de Mechi, donde
él se quedaba a almorzar; Mechi lo había invitado
(¡grrrr!). Pero no sé, se ve que Mechi se había entusias-
mado con las buenas acciones y me preguntó:
—¿Querés venir a comer con nosotros?
—¡Dale, vení! —dijo Pérez Rojas.
Y Mechi, pobrecita, tan sucia que estaba y tan des-
peinada que había quedado, me dio no sé qué… porque
al final nosotras somos mejores amigas desde la salita
de tres. Así que lo pensé un minuto y le dije que sí.

67
Simón

Mechi tiene una casa enorme y una galería que da a


un patio lleno de plantas. A Ale le encantan las plantas.
Después de comer hacía un calor espantoso. Apenas
terminamos los fideos con manteca y queso, nos acos-
tamos los tres en las baldosas frías de la galería.
—¿Vieron que si uno se aprieta fuerte los ojos después
ve estrellitas por todos lados?
—Estuve averiguando… —dijo Pérez Rojas cam-
biando de tema, como si yo no hubiera dicho nada
interesante— y nadie sabe nada de la bibliotecaria. No
tiene parientes. No tiene amigos. No tiene a nadie. Su
vida es un misterio.
—¿Y por qué no le preguntan a ella? —dije yo—.
Si tanto quieren saber…
—No puede hablar —dijo Mechi—. Por ahora
—agregó—. Pero haciendo un tratamiento con una
fonoaudíloga…

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—Fonoaudióloga —la corrigió él.
—¡Ay, Mechi! ¡Hablá bien! —aproveché para de-
cirle. Y Mechi se puso toda colorada. ¡Ja!
Hasta que aflojó el calor de la siesta estuvimos
discutiendo qué hacer con los gatos.
—Para mí hay que meterlos de nuevo en la biblio-
teca —dije yo.
—Ni loca —dijo Mechi.
Al final decidimos que era hora de pedirle ayuda
a Simón, que es del otro sexto pero es revivo para las
manualidades. Bah, manualidades así en general, no,
porque de bordar y esas cosas no sabe un pepino. Sabe
de carpintería porque va a un taller (de carpintería,
obvio).
Lo tuve que llamar yo porque Simón gusta de Me-
chi y Mechi no quería que lo llamáramos. Justo estaba
por irse al club, pero al final vino.
Tuvimos que explicarle todo lo que había pasado
hasta que llegamos al problema de los gatos. Y Simón
enseguida tuvo una idea brillante (brillante de verdad,
no como las de Mechi): armaríamos los refugios con
cajones de verdulería.
Simón no tiene nada que ver con Pérez Rojas. Son
el día y la noche. Cerebrito es así, todo pensador, calla-
do (y mejor, porque cuando habla te hace sentir igual
que un bicho). En cambio, Simón es medio atropella-
do (pobre). Pérez Rojas tiene el pelo negro y Simón,

69
marrón clarito, un poco rubio. Y además tienen los
ojos redistintos. Nada que ver.
A Simón lo único que le importa es el fútbol, pero
—yo no sé por qué— la cuestión fue que se enganchó
con todo esto que estábamos haciendo, y al final nos
pasamos el resto del sábado y el domingo armando los re-
fugios para los gatos en el patio de atrás de la biblioteca.

70
La gran noticia

Hoy al mediodía mi mamá me dio la gran noticia:


—¡El primero de enero nos vamos de vacaciones a
Villa Gesell! ¿Y a que no sabés?
—Qué.
—Ale, Juanjo y Mechi alquilaron en el mismo lu-
gar. ¡Vamos todos juntos!
—¡Guau!
Yo un poco ya sabía que íbamos a ir de vacaciones
a Villa Gesell y estaba recontracontenta. Ahora no es
que no estoy contenta, nada más que no estoy taaaan
contenta. Y no es nada más que porque me voy a te-
ner que aguantar a la insoportable de Mechi con sus
biquinis llenas de voladitos y todo eso. No sé, me parece
que un poco lo voy a extrañar a Pérez Rojas. Entonces
pensé en pedirle permiso a mi mamá para invitarlo a
veranear con nosotros.

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—Ma, yo pensaba que si… ¿puedo invitar a alguien?
—¿A qué?
—A pasar las vacaciones con nosotros, a Gesell.
—No, Anita, de ninguna manera. ¿Vos tenés idea
de la responsabilidad que eso significa?
—Dale, ma.
—No. Además, ¿no escuchaste lo que te dije? ¡Va
Mechita, que es como tu hermana! ¡La van a pasar ge-
nial, vas a ver!

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Adelantos

Dijo Mechi que le dijo Ale que a la bibliotecaria


la van a dejar internada por lo menos hasta después de
Navidad, y que los médicos no pueden entender cómo
se había abandonado tanto, de tan desnutrida y deshi-
dratada que estaba.
—Como si se hubiera dejado morir —dijo Mechi
que le dijo Ale.
El que está como encaprichado con la bibliotecaria
es Pérez Rojas, que va a visitar a la vieja día por medio.
Bah, vieja vieja al final no era. Ahora que le cortaron
esos pelos sucios que tenía y (no sé cómo) le arrancaron
los bigotes, parece muchísimo más joven. Y según él,
avanzó un montón: ya dice “agua”, “gato”, “sí” y “no”.
A mí, la verdad, no me parece ¡uyyy, qué avance!
Pero Pérez Rojas y Mechi dijeron que eran rebuenas
señales y que pronto iba a poder hablar lo más bien.

73
Nosotros al final vamos todos los días a la biblio-
teca.
Simón está construyendo una casa (¡hermosa!) para
los gatos, porque lo de los cajones de verdulería fun-
cionó hasta que dos o tres días después se largó a llo-
ver y se nos mojaron todos los gatos. Pérez Rojas sigue
buscando algo, no sé qué. Bah, me parece que sí sé qué
busca: una llave para abrir el último cajón del escrito-
rio de la bibliotecaria. Para qué. Eso sí que no lo sé. Y a
Mechi se le dio por limpiar.
Como siempre, Mechi se hace la perfecta y organi-
zó toda la organización de la limpieza de la biblioteca.
Yo tuve que llevar lavandina. Simón, un desinfectante
para los pisos. Pérez Rojas, limpiavidrios, y así.
Y encima se hace la mandona (para quedar bien
delante de los chicos, obvio) y se la pasa diciéndome:
“¡Anita, vos limpiá los vidrios, que yo no sé qué!”;
“¡Anita, yo repaso acá, vos andá atrás de no sé cuán-
to!”. Yo tengo miedo de que en cualquier momento me
brote la furiosidad y la mate.
Pero no la mato porque la biblioteca está quedando
relinda, de verdad. Nada que ver con lo que era antes.
Ahora está toda luminosa y perfumada y ordenada y
limpia. Nada que ver. Igual si hay algo que no me gus-
ta es limpiar, así que yo mucho no le hago caso a la
organización de Mechi. Un poco limpio y otro poco
me hago la que limpio.

74
Uno de los días que me hacía la que estaba sacando
las telarañas de los techos, entró nuestro primer cliente.
Apenas nos vio a Mechi y a mí nos preguntó:
—¿Qué hacen ustedes acá?
Era el señor Rondó, dueño del vivero del pueblo.
Nos conoce bien porque vamos siempre con mi mamá
y con Ale a comprarle plantitas. Había escuchado por
la radio lo de la bibliotecaria, y cuando le contamos
que nosotros mismos habíamos limpiado y ordenado
todo no lo podía creer.
—¿De verdad? Hacía años que no pasaba por acá.
Antes cuando estaba la señora Pochita venía todas las
semanas, pero después ya…
Como el jardín de adelante todavía estaba lleno
de malezas y basura, y los pinos enormes que había a
cada lado de la puerta principal estaban apestados, el
señor Rondó se ofreció a ayudarnos. Y de paso se llevó
prestado un libro de Historia argentina (finito era, no
como los manuales gordos que nos hacen leer a noso-
tros en la escuela).
Pérez Rojas lo anotó en el mismo libro en el que la
bibliotecaria le había hecho firmar a él unos días antes.
Eran los únicos dos libros anotados en el último año.
A los dos días, el señor Rondó llegó con la camio-
netita con la que hace los repartos llena de plantines
de flores. En una tarde, él y el muchacho que lo ayuda
dejaron el jardín hecho una pinturita.

75
76
77
El señor Rondó también devolvió el libro de His-
toria y sacó una novela policial. Cuando salía se chocó
con una maestra jubilada que le preguntó si era verdad
que habían reabierto la biblioteca.
—Nunca estuvo cerrada —le respondió el señor
Rondó.

78
Diario de Anita

18 de diciembre
Querido Blog, ya sé que hace unos cuantos varios días que
no te escribo, pero estoy reocupada. No sabés.

79
Pintada solidaria

Simón terminó la casa de los gatos. Quedó especta-


cular. Para sacarle una foto. Además la pintó de colores
y en el frente le colgó una maderita donde escribió:
“La casita de los gatos”.
Igual algunos gatos entran a la biblioteca. Entran
y salen porque duermen afuera. El único que duerme
adentro es el gordo, sordo y amarillo, porque no lo po-
demos mover del escritorio de la bibliotecaria.
No sé cómo se fue corriendo la voz, pero cada vez
empezó a ir más gente a la biblioteca. Tuvimos que pe-
dir ayuda a otros chicos del grado: Luciana Mangone,
Francisco Santero, y Mechi le dijo a Jennifer Gómez
(una de séptimo, pero rebuena).
Después todos los chicos que salían del club empe-
zaron a juntarse en la biblioteca. Y como siempre había
alguno esperando a otro, mientras tanto revisaban y
se llevaban algún libro para leer. Así que Pérez Rojas

80
tuvo que comprar un cuaderno nuevo para anotar los
préstamos porque el libro viejo ya estaba completo.
Cuando mi mamá se enteró de todo esto, se le llena-
ron los ojos de lágrimas y me dijo:
—¡Anita, estoy tan orgullosa de lo que hicieron!
Y después, como mi mamá se mete en todo y le or-
ganiza la vida a todo el mundo, propuso una pintada
solidaria (o algo así) y ella, mi papá, Ana y Juanjo, los
padres de Simón, los padres de Jennifer y varios más
pintaron toda la biblioteca, que quedó resplandeciente.
(El papá de Pérez Rojas no participó.)
No sé. A veces los adultos son raros. ¡Están tan con-
tentos! Capaz que también puede ser por eso del es-
píritu navideño. En fin. No sé. El que no anda nada
contento por estos días es Pérez Rojas.

81
Hola

A
—¿ nita?
—Qué —era Mechi que me llamaba al celu.
—¿Viste que hoy es 24?
—¿Y?
—¿Te diste cuenta de lo triste que está Andrés?
—¿Sí? ¿Por qué será?
—¿Cómo por qué? Hoy es Nochebuena y esta es la
primera Navidad que pasa sin su mamá. Encima, ¿vis-
te que esta tarde nos invitó a la pile? Uf, mi mamá no
me deja ir. ¿Vos vas a ir igual?
—…
—¿Anita?
“¡Impostora! ¡Impostora!”
—¿Me escuchaste, Anita?
—Sí. ¿Te pensás que soy sorda?
—Bueno. ¡Feliz Navidad!
—¡Feliz Navidad, Mechi! —y colgué.

82
—¡MAAAA…!
—No grites, Anita…
—Si no grito. ¿Puedo estrenar esta tarde la biquini
de voladitos que le pedí a Papá Noel?
—¿Te parece, Anita?
—¡Dale, porfi!

83
Los dos solos

Estuvimos toda la tarde en la pile. Pérez Rojas me


enseñó a tirarme de tirabuzón y jugamos a ver quién
aguantaba más debajo del agua, y yo un poco perdí,
pero no me importó.
Nos secamos al sol, tirados en el borde de la pileta,
porque yo me olvidé el toallón. Y como también justo
me había olvidado de ponerme protector y estaba muy
colorada, el papá de Pérez Rojas nos dijo que mejor sa-
liéramos del sol.
Después de tomar la leche (a la sombra), Pérez Rojas
me preguntó si lo acompañaba al hospital a saludar a
Genoveva.
—¿Genoveva? ¿Qué Genoveva?
—La bibliotecaria —me dijo—. ¿No te dije que se
llama Genoveva?
—¡Ja! ¡Genoveva, ojalá que llueva! ¡La vieja está en
la cueva! ¡Qué nombre! ¡Ja!

84
—La hermana de mi abuela se llamaba Genoveva.
Mi mamá siempre me decía que yo era igual a ella.
—Sí, pensándolo bien es relindo nombre, ¿no?
Eh… no sé si te puedo acompañar… mi mamá me
dejó venir con la condición de que volviera temprano
porque llegan mis parientes y todo eso, ¿viste? ¿A qué
hora llegan tus parientes?
—No tengo parientes.
—¿Ninguno?
—Bueno, sí, tengo a mi abuela Elisa, pero vive en
Buenos Aires.
—¿Y con quién vas a cenar hoy?
—Con mi papá.
—¿Los dos solos? ¿No viene ni un pariente?
—No.
—Bueno, dale, vamos rapidísimo.

85
Diario de Anita

27 de diciembre
Querido Blog:
No pude dormir en toda la noche porque leí ese cuento de
porquería, “El almohadón de plumas”. Ese tipo tenía que es-
tar loco. Cómo pudo escribir algo así. Apenas me levanté
destrozé destrocé mi almohada buscando algún bicho as-
queroso (por suerte no había ninguno, pero mi mamá casi
me mata).
Cuando terminé de limpiar mi habitación… (mi mamá tenía
tanta furiosidad que me dijo que hasta que no juntara el
último copo… ¡Tenía copos mi almohada! ¡Copos, no plumas!
Si lo hubiera sabido no la destrosavadestrozaba), bueno, te
sigo contando, cuando terminé, metí el libro asqueroso en
mi mochila y me fui directamente a la biblioteca para devol-
verlo. Y mirá qué raro lo que me pasó. Mientras caminaba se
me apareció así, clarito en la mente, la cara de la bibliotecaria
Pochita, la mujer que estaba en el cuadro, que sonreía con

86
esos dientes tan resplandecientes, y ahí me di cuenta. ¡Los
dientes del frasco son los dientes de Pochita! Cuando llegué
a la biblioteca no había nadie. Después de Navidad iba poca
gente. Nada más estaba Pérez Rojas leyendo un libro. Yo
apenas saludé así, al pasar, y me fui directamente a buscar el
cuadro de Pochita que había visto al lado de una de las ven-
tanas. Descolgué el cuadro y lo llevé hasta el frasco con los
dientes para comparar. ¡Ajá! ¡El pez por la boca muere! ¡Qué
tal! ¡Idénticos! ¡Yo tenía razón! ¡Eran los dientes de Pochita!
En eso, cuando estaba con el cuadrito en la mano, Pérez
Rojas hizo algo rarísimo. Me abrazó, me dio dos besos en la
frente y me dijo: “¡Sos una genia total!”.
Resulta que pegada con cinta detrás del cuadro de Pochita
estaba la llave del cajón que él había estado buscando por
todas partes.
¡Qué lástima que no estaba Mechi!
Abrió el cajón ¿y qué encontró? ¡Sobres claritos! Estaba
lleno de esos sobres claritos, iguales a los de Oliverio. Cere-
brito sacó todas las cartas y en el fondo había una foto vie-
ja. Dos chicas de unos 11 o 12 años. Una estaba sentada en
una silla y la otra parada al lado. Las dos estaban muy serias
y tenían unos vestidos idénticos, a lunares que no sé de qué
color serían porque la foto era en blanco y negro.
Pérez Rojas se puso blanco como un fantasma, te lo juro,
querido Blog.
Le pregunté qué le pasaba y me dijo que él tenía una foto
igual en su casa. Y que la que estaba sentada en la silla era su

87
abuela Elisa y la que estaba parada era su hermana Geno-
veva, que había desaparecido hacía mil años. Que su familia
la había buscado por todas partes, pero nunca más se supo
nada de ella. No sabés, querido Blog, agarró la foto y salió co-
rriendo. Por suerte justo entraban Simón y Luciana Man-
gone, así que les pedí que por favor atendieran la biblioteca
y salí corriendo atrás de Pérez Rojas.

88
Hola

A
—¿ nita?
—Sí, qué —era Mechi que me llamaba al celu.
—Yo no entiendo nada.
—¿Qué cosa no entendés nada?
—¿No era que Andrés no tenía ni un solo pariente?
¿De dónde saca ahora una tía que se llama Genoveva?
—¡Nada que ver, Mechi! No es tía, es “tía abuela”.
Es la hermana de la abuela, ¿entendés? Además me pa-
rece que escribía poesías.
—¡Ay, Anita! ¡No te vayas por las ramas! ¡Decime
lo que te dijo Andrés!
—¿Y qué te estoy diciendo, nena?
—Seguí.
—Bueno, que parece que un día esa tal Genoveva se
fue, desapareció, y nunca más supieron de ella. Como
si se la hubiera tragado la tierra.
—¡Qué raro!

89
—¡Recontrarraro!
—¿Y qué hace esa fotografía en el cajón de la biblio-
tecaria?
—Eso es lo que me pregunto yo.

90
Elisa, Genoveva y Oliverio

Resulta que Elisa y Genoveva Orozco eran herma-


nas y vivían en un pueblito de Córdoba que se llama
Los Alelíes. ¿De dónde me suena ese nombre? Bueno,
no importa. Elisa sabía tocar el piano y a Genoveva
le gustaba mucho leer (pobre, qué aburrimiento). La
cuestión es que cuando se hicieron grandes, Elisa (la
abuela de Pérez Rojas) se casó con un viajante y se fue
a vivir a Buenos Aires. ¡Ay, no sé! Mechi me dice que
no me vaya por las ramas cuando cuento. ¿Pero cómo
hago? Si Elisa se fue para allá, viene a ser como una
rama que se va para otro lado, no me queda otra que
ir para allá. Bueno, voy a tratar de contar rapidito: la
rama-Elisa y el señor viajante fueron muy felices y
bla, bla, bla, pasó el tiempo y tuvieron una hija que se
llamaba Laura (¡otra ramita!), que resulta que otra vez
pasó el tiempo y todo eso y, cuando crece, ¿con quién
se casa? ¡Con el papá de Pérez Rojas! (que venía de otro

91
árbol con un montón de ramas, pero no me voy a me-
ter). Y otra vez pasó el tiempo y bla, bla, bla, y el papá
de Pérez Rojas y Laura tuvieron un niñito que se llamó
Andrés Pérez Rojas.
Mientras tanto Genoveva seguía viviendo en Los
Alelíes y no tenía novio, porque lo único que le im-
portaba en la vida era escribir poemas. Era como una
genia, algo así. No sé. De cualquier cosa te escribía un
poema. Vos capaz que le pedías haceme un poema de…
(a ver… algo difícil) ¡una chinche verde! Y ella iba y te
escribía una maravilla.
Pero ¡ajajá! ¡El pez por la boca muere! ¿Quién apa-
rece un día por Los Alelíes? ¡Oliverio Galeano! (¡otra
rama! ¡Qué tonta que es Mechi! ¡No hay manera de
contar algo si no te vas por las ramas!). La cosa es que el
tipo tenía una pinta impresionante y zas, se enamoraron
a primera vista. Oliverio también era escritor. Resulta
que cuando era joven había publicado un libro de poe-
mas, pero después de eso no sé qué le pasó, si se puso
nervioso o qué, pero no pudo escribir nada más. ¡Nada!
¡Nunca! Por más que se exprimía el cerebro no le sa-
lía ni una sola palabra (pobre). La cosa es que el tipo
intentó de todo pero no había caso, la inspiración no
le volvía. Hasta que al final, ya medio desesperado, de-
cidió mudarse a Los Alelíes porque pensó que ahí, con
las montañas y el río y todo eso de la naturaleza, capaz
que volvía a escribir.

92
93
¡Nada que ver! No le salió ni una palabra, pero
como ahí fue donde conoció a Genoveva y se enamoró
de ella, la pasaba bárbaro. A la que sí le salían palabras
hasta por las orejas era a Genoveva. Todas las tardeci-
tas ella y Oliverio salían así, agarraditos de la mano,
a pasear por la orilla del río y ella le decía: “Oli, mi
amor, te escribí un poema”. ¡Todos los días! ¡Increíble
de creer! ¡Qué genia!
Oliverio también le quería regalar algo a su novia.
Pero todavía no le había vuelto la inspiración como
para escribirle un poema, así que le regaló un gato. Un
gatito amarillo. ¡Ay, qué contenta se puso Genoveva! Y
como ella era una genia poeta, no le buscó un nombre
así nomás como “Manchita” o “Michi” o “Tigre”. No,
le puso “Bodeler”, porque parece que ese “Bodeler”
también había sido un genio poeta.
Resulta que Oliverio iba guardando todos los poe-
mas que le regalaba Genoveva en una caja azul (bah,
no sé si era azul, a lo mejor eso de azul lo inventé. O
no sé, me parece que Pérez Rojas me dijo que era azul.
A lo mejor lo inventó él, porque salió muy parecido a
su tía abuela en eso de imaginar pavadas. Bueno, no
importa). La cosa es que Oliverio guardaba los poemas
de amor de Genoveva, hasta que un día no sé por qué se
le cruzó una idea en la cabeza y se pudrió todo. Metió
la pata hasta acá.

94
Diario de Anita

28 de diciembre
Querido Blog:
¡Ay, si supieras las cosas que están pasando! ¡Te morís!
Ayer Pérez Rojas nos invitó otra vez a la pile a Mechi y a mí,
pero al ratito se nubló todo y se largó a llover. Igual no me
importó porque él nos siguió contando la historia de Geno-
veva. Retriste, ya vas a ver.
Resulta que Genoveva Orozco cuando era joven (y bella)
era una poeta recontragenial. Y resulta que tenía un novio
del que estaba recontraenamorada. ¿Adiviná quién era?
¡Tal cual! ¡Oliverio! Pero él no era un genio como Genoveva.
No, el tipo era un zoquete. ¿Y qué hace el tal Oliverio? Es-
cuchá la ideota que se le ocurre. ¡Ja! Resulta que se entera
de un concurso, el CONCURSO NACIONAL DE POESÍA
(ah, porque me parece que no te dije que él también era
escritor, pero no podía escribir, no le salían palabras). ¿Y qué
hace el vivo? ¡Va y le roba los poemas a su novia! ¡Todos los

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poemas que Genoveva con todo su amor le había regalado!
(pobre) y los manda al concurso. ¿Me vas siguiendo, querido
Blog? Bueno, resulta que va y manda el libro. ¡Pero no con
el nombre de Genoveva! No sé, Pérez Rojas dice que no
sabe bien esa parte de la historia. No sabe si le quería dar
una sorpresa a Genoveva o qué pero al final se arrepiente
y firma el libro con su nombre. La cosa es que ¡le robó a su
propia novia amada! (¡qué furiosidad!). ¿Y quién gana el con-
curso nacional? ¡Tal cual, querido Blog! ¡Oliverio Galeano! Y
bueno, resulta que este Oliverio después se va y la abandona
a Genoveva. ¡Qué impostor!
¡Ah! ¡Te quedaste con la boca abierta, eh! ¿Viste que es
como dice mi abuela, que el pez por la boca muere?
Chau, querido Blog.
¿Viste que triste historia? Bah, no sé si es triste porque
también es un poco injusta, ¿no?

96
El mundo es un pañuelo

Q
“¡ ué increíble! ¡El mundo es un pañuelo!”, me
dijo mi abuela Ana cuando le conté.
¿Quién hubiera adivinado que la bibliotecaria
(¡que se llama Genoveva Orozco!) era la tía abuela
desaparecida de Pérez Rojas? Nadie. Yo hubiera ju-
rado que tenía por lo menos cien años. Pero ahora,
toda limpia, peinada y sin bigotes, nada que ver. ¡Es
otra persona! Y es verdad que se parece a Pérez Ro-
jas. Ahora que tiene los anteojos limpios se le ven
los ojos así, medio verde-amarronados casi celestes
igualitos a los ojos de él. Y como también le corta-
ron el pelo, tiene el flequillo largo, así como para el
costado, igual.
¡Qué historia la de Genoveva Orozco! ¡Increíble de
creer! Me dijo Mechi que por suerte ya puede hablar lo
más bien, y ella misma contó toda la verdadera histo-
ria de su vida. Además me dijo Mechi que ya la dejaron

97
salir del hospital para que pueda pasar el Año Nuevo
en la casa de los Pérez Rojas.
Hablando de los Pérez Rojas, esta mañana salieron
misteriosamente los dos en el auto. Espié desde mi patio,
pero habían cerrado todas las ventanas. ¿Qué raro, no?
¿Se habrán ido de vacaciones? Le pregunté a Mechi,
pero no sabe nada.

98
Hola

A
—¿ nita?
—Qué —era Mechi que me llamaba al celu.
—Nada. Te llamé porque me pediste que te lla-
mara…
—¡Ah, sí! ¡Cierto! Porque hay algo que no entien-
do. Si Oliverio ya se había ido, ¿por qué desaparece
Genoveva?
—Porque Oliverio después se arrepiente y vuelve
y le pide perdón. Le dice que la ama y le pide que se
case con él. Pero Genoveva tiene una depresión pro-
funda y no lo quiere ni ver. Y por eso se va. Desapa-
rece, ¿entendés?
—¡Ajajá! ¡Ahora sí! Entonces ya tenía problemas
de presión desde que era joven…
—¡No, Anita! ¡ De “depresión”! ¡Estaba deprimida!
¡Triste, muy triste! ¿Entendés?
—Obvio.

99
—¿Ya está?
—No. Otra cosa. ¿Por qué vino acá, a Loma Clara?
—Parece que después de que se fue Oliverio ella se
sentía tan abandonada que no tenía más ganas de vivir…
—Ay, qué triste…
—Sí, entonces su hermana Elisa le pidió que se fue-
ra a pasar una temporada con ella y con su hija Laura,
a Buenos Aires.
—¡Ah, qué buena idea!
—¿Me vas a seguir interrumpiendo? ¿Querés que
te cuente o no?
“Grrrrr.”
—Sí, Mechi, seguí.
—Bueno, sigo. Parece que una noche, después de
que volvió Oliverio, Genoveva quiso irse y se fue en el
único ómnibus que pasaba por Los Alelíes. No llevaba
más que una valijita y al gato Baudelaire, que era muy
chiquito y se lo había metido en la cartera.
—¿Al gato qué?
—Baudelaire.
—Mmmm, no sé, Mechi, me parece que no se dice
así como vos lo decís: “Bau-del-aire”.
—Me parece que sí.
—Me parece que no. ¡A ver! ¿Qué quiere decir
“Bau-del-aire”?
—Nada, no significa nada, Anita. Lo busqué en In-
ternet y es el nombre de…

100
—¡Ajajá! ¡El pez por la boca muere! ¡¿Ves?! ¡“Bode-
ler” sí significa! Quiere decir que es un escritor francés,
me lo explicó mi papá.
—Bueno, basta, nenita —dijo Mechi. ¡Ja!, la muy
impostora se enojó porque sabía que yo tenía razón!
¡Ja!
—Sí, dale, Mechi, no interrumpas.
—Sigo. Parece que mientras viajaba en el ómnibus,
a mitad de la noche, Genoveva se quedó dormida. En-
tonces, el gatito se escapó de la cartera y se le apareció
al chofer, que se pegó un susto bárbaro y casi choca.
El hombre se enfureció; le dijo que o bajaba al gato in-
mediatamente o él los bajaba a los dos en la siguiente
parada. Y así fue: los bajó a los dos en Loma Clara.
—¡Guau! ¡Qué increíble de creer…! ¿Mechi?
—¿Qué?
—¿Viste que justo Pérez Rojas se vino acá, a Loma
Clara, justo donde estaba Genoveva? ¿No te parece…
no sé… como muy justo?
—Sí, la familia de Genoveva nunca dejó de buscar-
la. Parece que Laura, la mamá de Andrés, tenía algún
dato de que su tía podía estar acá, en Loma Clara. Y
después de que murió, el papá de Andrés pidió el tras-
lado en el banco. No sé si pensando en el dato, porque
ya habían seguido muchos datos falsos; me parece que
fue más para que Andrés cambiara de lugar…
—¿A vos quién te contó todo esto?

101
—Andrés, quién va a ser. ¿Por?
“¡Grrrrrr!”
—Ah… no… por nada… Creo que a mí también me
lo contó, pero no me acordaba.
—…
—¿Mechi…?
—¿Qué?
—Otra cosa: ¿te vas a llevar la tabla de surf?
—Yo sí. Ya tengo todo listo, ¿y vos?
—Eh…

102
Diario de Anita

31 de diciembre
Querido Blog:
Hoy es el último día del año. ¡Qué suerte que te tengo a vos
que sos mi mejor amigo! Pero también es una suerte que
tengo un amigo nuevo. Porque al final Pérez Rojas terminó
siendo un poco mi amigo. No para decir “¡uyyy, qué amigo!“
Pero no sé. Un poco lo quiero. Bah, un poco bastante y ade-
más también estoy bastante feliz por él, pobre, porque al
final acá encontró un pariente (una parienta, mejor dicho).
Y esta noche van a recibir el Año Nuevo juntos después de
ventincinco (¿me dijo “veinticinco”?, bueno, no sé) un mon-
tón de años de no conocerse.
¿Te dije que Pérez Rojas y su papá volvieron hoy? Tal cual.
Habían ido a buscar a la abuela Elisa para que se reencuen-
tre con su hermana perdida. ¿Qué linda historia, no?
Mañana va a ser el primer día del año. ¡Nos vamos de
vacaciones!

103
El gato Bodeler

Pérez Rojas nos citó a Mechi, a Simón y a mí en la


biblioteca (justo hoy que es 31, o sea, el último día del
año). Dijo que tenía que mostrarnos algo.
Ya era casi la tardecita y las flores del jardín todavía
estaban abiertas. ¡Qué hermosas las flores florecidas!
Por suerte no se hizo el misterioso porque a mí me
revientan los que se hacen los misteriosos. Estaba sen-
tado en un almohadón en el suelo con el gato, el gordo
y amarillo, que al final resultó ser el famoso Bodeler.
¡Con razón estaba sordo y caminaba más despacio que
una momia! ¡Era el gato más viejo del mundo! Bue-
no, no sé si el más viejo, porque Simón buscó en In-
ternet y hubo un gato que vivió treinta años. ¡Qué tal!
(¡ahhhhh! ¡Igual al almohadón de plumas!).
—¡NOOOO! —grité. Le di un empujón a Pérez
Rojas y revoleé el almohadón al patio.
Los tres me miraron como si estuviera loca.

104
—¡¿Qué?! ¿Y si ese almohadón tiene un bicho que
te chupa toda la sangre hasta que te caés muerto?
Por suerte todavía tenía el libro en la mochila, por-
que el día que fui a devolverlo tuve que correr detrás
de Pérez Rojas y me olvidé.
—¡Acá! ¡Acá está todo! —les tiré el libro a los tres—.
¡Para que vean!
Seguían mirándome como tres bobos. Bah, el gato
también me miraba. Cuatro bobos.
Pérez Rojas levantó el libro y leyó la dedicatoria de
la primera página.
—Anita tiene razón. Acá está todo.
—¡Ajajá! ¿Vieron?
—“Para G. O., con todo mi amor. Siempre te estaré es-
perando en Los Alelíes, donde fuimos tan felices. O. G.”.
¿De qué hablaba este pibe?
—“G. O.” es Genoveva Orozco —siguió dicien-
do—. Y “O. G.”: Oliverio Galeano. O sea que este libro
se lo regaló él después de la entrega del Premio Nacio-
nal de Poesía.
—¿En qué momento le dio el libro? —preguntó
Mechi—. ¿En Los Alelíes o acá, en Loma Clara?
—Habría que averiguarlo… —dijo Pérez Rojas.
—Preguntale a Genoveva —dije yo. No sé por qué
se ahogaban en un vaso de agua.
—¡No! —me contestó él—. No quiere escuchar el
nombre de Oliverio.

105
106
—¿Todavía vivirá en Los Alelíes? —preguntó
Simón.
—¿Quién? ¿Oliverio? ¡Ya debe estar recontra-
muerto! —dije yo.
—¿Por qué preguntás? —quiso saber Pérez Rojas.
—Porque yo me voy de vacaciones a Córdoba y
siempre pasamos por Los Alelíes. Puedo averiguar…
—¡No! ¡Si es lo que dice mi abuela Ana! ¡El mundo
es un pañuelo!
Tantas noticias juntas nos dejaron a todos mudos.
Pérez Rojas acariciaba a Bodeler en silencio. ¿La ver-
dad? No sé qué pensaban tanto. Y yo hacía un esfuerzo
para no hablar. Si ellos no hablaban, ¿por qué tenía
que hablar yo? Di una mirada así, alrededor, y vi los
dientes de Pochita sobre el escritorio. Al final no sé si
Pochita se olvidó los dientes cuando se murió, pero se-
guro que Genoveva los dejaba a propósito para espan-
tar a la gente. ¡¿Y si volvía como Alma en Pena para que
le devolvieran los dientes?!
—¿Será verdad lo de las “Almas en Pena”?
Mechi me miró haciéndose la linda y después lo
miró a Pérez Rojas, y como también se hace la perfec-
tita, la que no se olvida de las cosas, le dijo:
—¿Para qué querías que nos reuniéramos acá, Andrés?
—Es verdad, me olvidaba… —dijo—. Quería mos-
trarles algo. Y sacó un libro chiquito de tapas blancas
y letras negras.

107
—¡Otro libro!
—Es el del premio.
—¿Qué premio? ¡Ah! ¡Ah! ¡Ya sé! —me apuré a de-
cir—. ¡El premio!
—¿El libro de Oliverio? —preguntó Simón.
—Sí, bah. Son los poemas que escribió mi tía Geno-
veva. Oliverio le puso el título y lo firmó. Se llama El
gato Baudelaire.
Yo no quise preguntar nada más porque después me
miran como si fuera un bicho, ¿pero no era que se llamaba
Oliverio? Por suerte la tonta de Mechi preguntó igual:
—¿“Bodeler”?
—Sí, “Bodeler” —dijo Pérez Rojas acariciando al
gato—. Aunque se escribe “Bau-del-aire” se dice “Bo-
deler”, porque es el nombre de un poeta francés.
—¡Ja! —dije yo. Pero solamente me entendió la
perfectita de Mechi.
—Hay un poema que se llama así. Y se ve que Oli-
verio lo eligió como título del libro.
—¡Qué miserable ese Oliverio! —dijo Mechi.
—¡Ay, sí! —dije yo—. ¡Remiserable! ¡Además, el
ladrón que roba al ladrón…! —me olvidé cómo seguía
el dicho, pero lo que quería decir era que era una ver-
güenza, una porquería de persona—. ¡Qué ladrón!
Quedamos en que Simón iba a averiguar sobre Oli-
verio Galeano en Los Alelíes. Y nos despedimos hasta
el año que viene.

108
Diario de Anita

16 de enero
¡Querido Blog, perdoname por haberte dejado, sin querer!
No sé, pero a último momento me olvidé de guardarte en
la mochila.
Igual te digo: no te perdiste nada.
Nos llovió como una semana seguida. Y Mechi se hizo la “per-
fectita” todos los días de vacaciones. Insoportable.
Lo único bueno fueron las clases de surf. Yo un poco me caí va-
rias veces. Según mi mamá, si no me la huvibiera pasado miran-
do a Mechi para ver si se paraba, no me hubiera caído tantas
veces. Y además no le hubiera clavado al instructor la punta de
la tabla en el estómago. Pero eso no fue culpa mía, fue culpa
de la ola que me arrastró. Además, Gustavo (el instructor) me
dijo: “No es nada, nena. Andá y descansá un ratito”.
¡Qué suerte que volví!
¡Cómo te extrañé!
¡Te requiero, querido Blog!

109
Señal secreta

De Villa Gesell, Mechi les trajo a los chicos una


pulsera trenzada de hilos de colores. Yo también por-
que no se me ocurrió qué comprarles, pero elegí unas
de distintos colores que nada que ver, para que la tonta
de Mechi no me dijera que la estaba copiando. Igual
me dijo que era una copiona. ¡Qué impostora!
Simón también nos trajo una pulsera de cuero.
Así que los cuatro ahora andamos con las pulseras
iguales.
—Es como una señal secreta.
—¡Qué fantasiosa! —me dijo Mechi.
Cuando llegó a Los Alelíes, la única pista que tenía
Simón era que Oliverio mandaba cartas, así que fue a
preguntar al correo. Simón contó que el jefe de correos
era un tipo muy conversador y le dijo que sí, que todos
los días veía a Oliverio Galeano. Que nunca hablaba
con nadie y vivía en las afueras del pueblo.

110
—Para lo único que el Oliverio sale de su casa —le
dijo el jefe a Simón— es para venir acá a mandarle una
carta a su novia.
—¿A su novia?
—¡Así es, muchacho! No importa si hace frío o ca-
lor, si cae granizo o llueve a cántaros, el Oliverio todos
los días manda su carta. ¡Así es! —dijo Simón que le
dijo el jefe.
Simón pensó en ir a ver a Oliverio. ¿Pero y si le pre-
guntaba por Genoveva? ¿Qué le iba a decir? Así que
decidió que mejor no iba nada.
Como volvió de las vacaciones antes que nosotras,
cuando llegamos, él y Pérez Rojas ya tenían un plan se-
creto en marcha. Y según dijo Pérez Rojas, todo fue idea
mía (o algo así, dijo). ¡Ajajá, el pez por la boca muere!

111
El concurso

Resulta que Pérez Rojas dijo que yo dije (no me


acuerdo, pero él dice que sí): “Ladrón que roba a ladrón
tienen cien años de perdón”. Y él (¡qué pensamientos
raros piensa este pibe!) fue ahí, que gracias a mí, tuvo
la idea (¡¡ay, la cara que puso Mechi!!).
Mientras nosotros estábamos de vacaciones se leyó
toooodas las cartas que cada día Oliverio le estuvo
mandando a Genoveva, y se dio cuenta de que cada car-
ta terminaba con un poema. O sea que durante veinti-
cinco (¿dijo “veinticinco”?) años, Oliverio le mandó a
Genoveva un poema por día (o más o menos) pidiéndole
perdón (¡perdón, perdón, ja!) y diciéndole cuánto la
amaba (qué impostores son los hombres).
Entonces (y acá viene el plan) a él se le ocurrió
armar un libro con esos poemas y mandarlos al Con-
curso Nacional de Poesía con el nombre de Genoveva
Orozco. ¡Qué genial! Y como Oliverio le había robado

112
antes los poemas a Genoveva, ¿qué? ¿Se iba a quejar
porque Genoveva le robara a él?
—“Ladrón que roba a ladrón…” —dijo Pérez Rojas.
—¡Tiene cien años de perdón! —me acordé yo.
Mechi dijo que no contaran con ella. Que eso no le
parecía correcto o algo así, bien no le entendí. Y se fue.
—Yo hablo con ella —dijo Simón, y salió detrás de
Mechi.
—Yo… a mí… me parece genial —dije yo—. No
sé… fue tan injusto lo que hizo el Oliverio ese…
—El problema es que no hay tiempo. El concurso
vence el veinte de enero.
—¡Nos quedan cuatro días!
—Sí. Y todavía nos falta pasar doscientas páginas en
computadora.
—…
—¡Y el título! ¡Y el seudónimo!
Pérez Rojas me explicó que el seudónimo era un
nombre inventado con el que se firmaba el libro, por-
que el concurso tenía que ser anónimo. Después, en un
sobre aparte, iban los datos verdaderos del autor.
—Sí —dije—, ya lo sabía, pero me había olvidado.

113
Los impostores

Por suerte (bah, según cómo se mire), Simón la


convenció a Mechi. Así que al día siguiente cada uno
llevó su notebook y, como Genoveva todavía no había
vuelto a trabajar, nos reunimos en la biblioteca a pasar
los poemas de Oliverio.
Yo me puse renerviosa porque tenía que concen-
trarme así, sin desconcentrarme, porque a veces ten-
go algunos errores de ortografía. (Pero dice Susana, mi
psicopedagoga, que eso me pasa por distraída; porque,
por ejemplo, en un renglón escribo “vaca” y en el ren-
glón de abajo, por ahí, pongo “baca”. Y eso que es la
misma vaca, ¿cómo puede ser posible?)
Bueno, la cuestión es que yo estaba bastante concen-
trada pero, no sé, me parece que un poco me distraje
porque Bodeler me rozó con la cola amarilla y se me
cruzó todo lo del partido de fútbol de Simón que… ¡ah,
claro, su equipo tenía unas camisetas iguales al pelo de

114
Bodeler! Seguro que me acordé por eso. Pero, bueno,
la cuestión es que todos habíamos ido a ver el partido:
Pérez Rojas y yo ¡y hasta Mechi, que odia el fútbol! Y
la cuestión es que Simón era el goleador. Y metió un
golazo, pero un golazo… ¡Qué golazo! ¿Y no va que
se lo anulan? ¡Qué impostores! ¡Ay, qué injusticia! Y
no sé, se ve que en un momento me distraje de todo lo
concentrada que estaba y me salió de adentro porque
todavía me daba rabia acordarme:
—¡Qué impostores!
—¿Qué dijiste, Anita? —me preguntó Pérez Rojas.
Pero antes de que yo le repitiera lo que había dicho, lo
dijo él—: ¡“Los impostores”! —¿para qué pregunta si
escuchó bien? ¡Ay, qué pibe!—. ¡Qué seudónimo per-
fecto! —gritó.
A los tres les pareció genial que el seudónimo fuera
“Los impostores”. A mí no me parecía. Pero como no
soy de las que discuten por cualquier cosa (como Me-
chi), agarré y no dije nada.
Por suerte alcanzamos a terminar las copias. El tí-
tulo nos dio un montón de trabajo. Al final le pusimos
“Poemas”. Nada más. Y mandamos todo por correo.

115
Diario de Anita

30 de marzo
Querido Blog:
Sí, ya sé que hace un montón que no escribo. Pero no tuve
tiempo. No sabés todo lo que pasó.
No te voy a contar todo porque es muy largo. Más Mejor te
hago un resumen:
Primero y principal, en primer lugar: Genoveva Orozco ganó
el PREMIO NACIONAL DE POESÍA.
Segundo (está un poco enganchado con el primero): Cuando
Genoveva se enteró de lo que habíamos hecho se enojó mu-
cho, pero mucho. Pero después se largó a reír (con sus propios
dientes, obvio, no con los del frasco que al final eran los de
Pochita).
3) Genoveva se enteró de que Simón había estado en Los
Alelíes y le pidió que le contara todo lo que había averiguado
de Oliverio. Y por primera vez en veinticinco años le contestó
una carta. Cuando Oliverio recibió la carta de Genoveva casi

116
se muere de la emoción. Se vino volando a Loma Clara y se
quedó a vivir en nuestro pueblo. Ahora, otra vez anda de no-
vio con Genoveva y dicen que se van a casar. (¡Ah! Antes del
3 tenía que decirte que Genoveva al final lo perdonó.)
4) (Ahora me doy cuenta de que el 4 tenía que ir antes del
3; bueno, no importa.) Resulta que Genoveva estaba tan fe-
liz de reencontrarse con su hermana Elisa y con su sobrino
nieto que se fue poniendo cada vez más linda. Se volvió casi
tan linda como era en la foto. ¡Quién lo hubiera dicho! Y le
volvieron las ganas de vivir y volvió a querer a los libros y a
los lectores. A mí me recomendó otro libro de Horacio Qui-
roga: Cuentos de la selva, y me aseguró que con este me iba a
divertir. ¡Veremos! Pero, bueno, lo que quiero decir es que se
transformó en otra persona. ¡Menos mal que Oliverio no la vio
antes, ahí, toda horrible en esa biblioteca oscura, porque capaz
que se desenamoraba. Aunque no sé. A lo mejor igual seguía
enamorado. Los adultos son raros a veces.
CINCO: ¡Al final Mechi y Simón se pusieron de novios! ¡Ajajá,
el pez por la boca muere!
6: Querido Blog, me da un poco de cosa, no sé, pero ¿si no
te cuento a vos, que sos mi mejor amigo, entonces a quién le
voy a contar mis secretos y sentimientos profundos? Bueno,
resulta que ayer Andrés me dio un poema que escribió él mis-
mo (¡salió a su tía Genoveva, nomás!). Yo le pregunté si quería
que se lo diera a Mechi (yo estaba medio bastante segura de
que gustaba de Mechi), pero me dijo que no. Que era para
mí. ¡Ay, qué nervios! El poema no era gran cosa, pero yo igual

117
le dije: “¡Ayyy, qué herrrmoso!”. Pero eso no es nada, querido
Blog, ahora te voy a contar la parte que me pone más nervio-
sa. Porque resulta que Andrés, cuando me dio el poema, me
dijo que él se divertía mucho conmigo y que la pasaba rebién.
Y después así, como de la nada, me preguntó: “¿Querés ser
mi novia?”.
¡Ay, casi me muero como los zombis! (¡Qué lástima que no lo
escuchó Mechi!) Y como no sabía qué contestarle, le dije que
necesitaba tiempo para pensar. Y cuando le conté a Susana,
mi psicopedagoga, ella me dijo: “Bueno, Anita, ya estás en sép-
timo”. (¡Ah!, ahora me doy cuenta de que el resumen tendría
que haber empezado por ahí. PRIMERO: empezaron las cla-
ses. Estoy en séptimo. Pero, bueno, no voy a escribir toooodo
de nuevo.)

118
Hace falta oscuridad
para que haya luz

Hoy Andrés nos contó una noticia renuevita. ¡Geno-


veva y Oliverio están escribiendo juntos un libro de poe-
mas para presentarlo este año en el Concurso Nacional
de Poesía! ¡Y nos van a dedicar el libro a nosotros cuatro!
Nos dijo que por el momento solo tenían el acápite.
—¿Qué?
Andrés me explicó que el acápite es como una frase
o algo así que va debajo del título del libro.
—Ahhh…
—Me dijo mi tía que es de un director de cine que
se llama Kiarostami.
—¿Kiarostami?
—Sí, ¿por?
—Por nada. Me suena —mentí para quedar bien.
Y decía así: “Hace falta oscuridad para que haya
luz”. (De esto no estoy tan segura, pero un poco segura
sí estoy, me parece que era algo así. Sí.)

119
—¡Van a ganar el premio otra vez! —dijo Mechi—.
¡Van a ver!
Cuando Simón y Mechi se fueron, Andrés aprove-
chó para preguntarme si ya lo había pensado.
—Sí —le dije—, mañana te contesto.
No sé por qué últimamente se me está dando por
decir mentiras.

120
Diario de Anita

31 de marzo
Querido Blog:
¡¡Todavía no pensé nada!! ¡¡Bah, pienso pero estoy tan ner-
viosa que no puedo pensar!! Y no sé, un poco me da miedo
porque a veces cuando me pongo nerviosa me atropello y
las cosas me salen un poco mal.
¡¿Qué hago?!

121
Índice

Amigas inseparables. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . 7
Diario de Anita, 1 de diciembre.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . 9
Pérez Rojas. ............... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 12
Diario de Anita, 10 de diciembre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . 15
La biblioteca.............. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . 18
El Alma en Pena. .... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20
Un plan. ...................... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . 23
Los dientes de la bibliotecaria. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 26
Diario de Anita, 12 de diciembre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . 32
Un muerto en la biblioteca. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33
Diario de Anita, 12 de diciembre (a la noche).. . . . . . . . . . . . . 39
Noticias. ...................... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 40
Hola. . ........................... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . 42
Diario de Anita, 13 de diciembre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . 44
La carta...................... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . 46
Diario de Anita, 13 de diciembre (a la noche).. . . . . . . . . . . . . 52
Hola. . ........................... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . 57

122
Encuentro. .................. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59
Ideas brillantes. ........ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63
Simón........................... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 68
La gran noticia. ........ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . 71
Adelantos.................... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73
Diario de Anita, 18 de diciembre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . 79
Pintada solidaria. .... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 80
Hola. . ........................... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . 82
Los dos solos. .............. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 84
Diario de Anita, 27 de diciembre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . 86
Hola. . ........................... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . 89
Elisa, Genoveva y Oliverio. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . 91
Diario de Anita, 28 de diciembre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . 95
El mundo es un pañuelo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97
Hola. . ........................... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . 99
Diario de Anita, 31 de diciembre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . 103
El gato Bodeler......... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . 104
Diario de Anita, 16 de enero. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109
Señal secreta. ............. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 110
El concurso. ................ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . 112
Los impostores. ........... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 114
Diario de Anita, 30 de marzo.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . 116
Hace falta oscuridad para que haya luz. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119
Diario de Anita, 31 de marzo.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . 121

123
Detalle
de Tapa

Serie Naranja

A partir de un enigma que plantea la señorita Perla, el prota-


gonista de esta novela se convierte en Lupa Rodríguez, inves-
tigador. Así, resuelve la desaparición del celular de Brenda; los
anónimos que recibe la maestra; Botsuana, la última pieza del
rompecabezas mapamundi… Lupa Rodríguez tiene una lógica
imbatible, capaz de resolver el caso más inesperado.

María Florencia Gattari nació en 1976 en Buenos Aires. Es


licenciada en Psicología y también se dedica a la escritura. Su
obra Posición adelantada ganó el premio El Barco de Vapor
en 2007. En esta colección también publicó Flor de Loto, una
princesa diferente.
Detalle
de Tapa

Serie Naranja

Increíbles aventuras esperan al grupo de investigadores XVZ,


formado por los infalibles Ximena, Víctor y Zapata: ¿hay un
idioma secreto que se oculta en las nubes?, ¿es verdad que
Thiago puede leer los pensamientos? Todo esto mientras Víc-
tor lleva a cabo sus planes de conquista mundial, que Ximena
entiende terriblemente mal.

Martín Blasco nació en 1976, en Buenos Aires. Ha publicado,


entre otras obras, Maxi Marote, En la línea recta y La leyenda
del calamar gigante. XVZ: archivos ultrasecretos es el primer
libro de la serie publicado en esta editorial.
Se terminó de imprimir en septiembre de 2014
en FP Compañía Impresora S.A., Buenos Aires.

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