Arrogant Monster - Nicole Fox
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LA BRATVA VLASOV
LIBRO 1
NICOLE FOX
ÍNDICE
Mi lista de correo
Otras Obras de Nicole Fox
Arrogante Monstruo
1. Kinsley
2. Kinsley
3. Daniil
4. Kinsley
5. Daniil
6. Kinsley
7. Kinsley
8. Daniil
9. Kinsley
10. Daniil
11. Kinsley
12. Daniil
13. Kinsley
14. Daniil
15. Kinsley
16. Daniil
17. Kinsley
18. Daniil
19. Kinsley
20. Daniil
21. Kinsley
22. Daniil
23. Kinsley
24. Daniil
25. Kinsley
26. Daniil
27. Kinsley
28. Daniil
29. Kinsley
30. Daniil
31. Kinsley
32. Daniil
33. Kinsley
34. Daniil
35. Kinsley
36. Daniil
37. Kinsley
38. Daniil
39. Kinsley
40. Daniil
41. Kinsley
42. Daniil
Copyright © 2022 por Nicole Fox
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MI LISTA DE CORREO
la Bratva Zhukova
Tirano Imperfecto
Reina Imperfecta
la Bratva Makarova
Altar Destruido
Cuna Destruida
Dúo Rasgado
Velo Rasgado
Encaje Rasgado
la Mafia Belluci
Ángel Depravado
Reina Depravada
Imperio Depravado
la Bratva Kovalyov
Jaula Dorada
Lágrimas doradas
la Bratva Solovev
Corona Destruída
Trono Destruído
la Bratva Vorobev
Demonio de Terciopelo
Ángel de Terciopelo
la Bratva Romanoff
Inmaculada Decepción
Inmaculada Corrupción
ARROGANTE MONSTRUO
BRATVA VLASOV LIBRO 1
O eso creí.
Pero, diez años después, ahí está de nuevo: mi esposo por una noche.
Y, aunque él aún no lo sabe…
El padre de mi bebé.
Su cabello oscuro es más largo de lo que recuerdo. Más lacio, también. Sus
ojos verdes están rodeados de carbón, pero el maquillaje que lleva es sutil y
discreto.
Es distinto de la última vez, cuando corría en manchas de sangre, rímel
y agua de río por su rostro.
—¿Te lastimé? —pregunto en voz baja.
Frunce el ceño, tratando de negar lo que ya ha admitido con todo menos
con sus palabras. —No te halagues a ti mismo.
—Me pareció que sería más fácil así. Que te despiertes y descubras que
me había ido.
—Patrañas —espeta ella—. Fue más fácil para ti irte antes de que me
despertara. No finjas que tu decisión tuvo algo que ver conmigo.
—Supuse que te olvidarías de mí y seguirías con tu vida.
—Lo hice —espeta ella—. Lo he hecho.
Levanto las cejas, pero no digo nada. Está ocupada rechinando los
dientes y fallando miserablemente en la tarea de mantener sus emociones
enjauladas. Si no fuera por el trueno que retumba sobre nuestras cabezas,
habría podido oír el rechinar de sus muelas. Resoplando, se da la vuelta y
hace otro intento de volver a su coche.
—Esta vez no se puede conducir —le digo, acercándome—. Necesitas
ayuda.
—No quiero ninguna ayuda tuya —dice y me mira a través de su
ventana abierta—. He tenido suficiente de tu “ayuda” para toda la vida.
—Entonces te tendrás que quedar aquí por un tiempo.
Me encojo de hombros y emprendo la caminata de regreso a mi coche.
Estoy a apenas veinte metros cuando escucho la puerta de su coche que se
cierra de nuevo. Cuando miro hacia atrás por encima del hombro, ella está
mirando el guardabarros roto y el delgado hilo de humo que sale del capó.
Ella me mira, y en el momento exacto en que hacemos contacto visual,
empieza a llover. Duro.
—Joder —se queja. El repiqueteo de la lluvia sobre el asfalto casi ahoga
su suave quejido—. ¿Qué diablos hacemos ahora?
—Sube a mi coche.
—Claro que no haré eso —espeta ella. Se da la vuelta y empieza a tirar
de la puerta de su coche de nuevo. Pero el metal debe haberse desmoronado
de un modo que lo mantiene cerrado esta vez, porque no consigue nada.
—No seas niña —le respondo—. Entra.
La agarro por el brazo y la tiro, pataleando y forcejeando todo el tiempo,
hasta donde mi coche está parado en el arcén. A la mitad, se da por vencida
y me deja arrastrarla como a una muñeca sin vida.
La lanzo al asiento del pasajero y camino hacia el lado del conductor. En
el momento en que cierro la puerta, el sonido de la lluvia se corta a la
mitad. Adentro, la radio sigue burbujeando silenciosamente.
Sus ojos se estrechan cuando giro la llave en el arranque. —¿A dónde
vamos? —exige.
—No podemos quedarnos aquí. Estamos en medio de la carretera.
Pasaremos la tormenta en algún lugar cómodo.
—Ah, ¿así que un coche ya no es lo suficientemente bueno para ti?
La miro y reprimo una risita. —He ascendido en el mundo.
Mira la chaqueta de mi traje de Tom Ford. —Claramente.
—Nunca te consideré del tipo crítico.
—Sí, bueno, muchas cosas pueden cambiar en diez años —dice con
dureza, mirando con determinación por la ventana. No miro a ningún lado
más que a ella—. No iré a ningún lugar lejos. Escoge el primer sitio techado
que veas y nos detendremos.
—También has mejorado mucho en ladrar órdenes —observo.
Toda su respuesta es una mirada furiosa. Vuelvo a la carretera y
recorremos un par de millas bajo la lluvia.
—Allí —dice ella, señalando hacia un bar con luces de neón en la
esquina de la calle—. Puedes parar allí.
Parece un lugar bastante decente, así que detengo el coche justo afuera
de las instalaciones. Es un corto recorrido desde aquí hasta el toldo que
cuelga sobre las puertas del bar.
Tengo un paraguas en la parte de atrás, pero Kinsley no espera a que se
lo ofrezca. Abre la puerta en el momento en que me detengo y corre para
ponerse a cubierto. Suspiro y la sigo.
Cuando entro, ella está sentada en el bar y hurga en su teléfono.
—¿Hola? —dice ella, presionando el teléfono contra su oído—.
¿Hola?… Maldita sea.
—La recepción aquí no vale nada, señora —le dice el cantinero con
simpatía—. Especialmente con esta tormenta.
Ella me ignora cuando me siento en el taburete junto al suyo. —¿Hay un
teléfono fijo aquí que pueda usar?
El cantinero apunta la cabeza hacia un pasillo en el otro extremo del bar.
—Encontrarás un teléfono público justo antes del baño de damas. Pero
tampoco estoy seguro de que funcione. La cosa ha estado descompuesta
durante años.
Ella salta del taburete y se dirige en busca del teléfono público. Niego
con la cabeza. Todavía terca. Algunas cosas nunca cambian.
—Brandy —le digo al cantinero.
El hombre asiente y toma una botella del estante superior, mientras
tararea junto a la máquina de discos. Es un tipo fornido, grande en todas
direcciones, con una barba haciendo juego.
—¿Algo para tu amiga?
—La dejaré elegir su propia bebida, o habrá un infierno que pagar.
—Inteligente —se ríe, deslizando el brandy sobre el mesón hacia mí—.
Soy Chester.
Me vacío la bebida de un trago y luego devuelve el vaso. —Otro.
Kinsley emerge del pasillo. Es obvio por su expresión agria que no tuvo
mucha suerte con el teléfono del bar.
—¿Remolque en camino? —pregunto amablemente.
Ella me lanza una mirada que podría descascarar pintura, justo cuando
Chester pone el segundo vaso de brandy frente a mí. —¿Qué es eso? —
pregunta, alcanzando el vaso antes de que pueda responder.
—Brandy —responde Chester por mí—. Lo mejor de la casa. Su
hombre aquí no parece tener gustos baratos.
Ella pone los ojos en blanco. —Ay, que el cielo no permita que obtenga
algo menos que lo mejor. Tomaré un café, por favor. Negro. No todos
podemos pasar de prisión a príncipe en una década.
Enarco una ceja. —Ni siquiera me tomó un cuarto de década, en
realidad.
Chester toma la sabia decisión de irse a la parte de atrás en busca de café
en lugar de quedarse a escuchar la conversación.
—¿Cómo está Tom? —pregunto en un tono casual.
—¿Se supone que es una prueba o algo así?
—Dije que te obligaría a cumplir. Soy un hombre de palabra. ¿Y tú?
Ella coloca ambos codos en el mesón. —No volví con él. Lo vi una vez,
para devolverle el anillo y el coche. Eso fue todo.
—Impresionante.
—Si hubieras estado allí, probablemente no lo pensarías —dice
secamente.
Ella ha cambiado. Puedo escuchar los años en su voz. Me pregunto si yo
sumé al timbre envejecido. —¿Por qué dices eso?
—Esperaba una disculpa de su parte.
—Ah. Sin éxito, supongo.
—¿Me vas a regañar? —pregunta con cautela.
—¿Por ser optimista?
—Creo que la palabra que estás buscando es “ingenua” —mantiene la
mirada desviada, pero noto que sus hombros se tensan. El cabello mojado
se pega a los lados de su cara, las puntas pasan de marrón oscuro a negro
oscuro—. Cometí muchos errores ese día.
—¿Crees que dejar a tu prometido en el altar fue uno de ellos?
Sus ojos se clavan en los míos. —Por supuesto que no.
—Bien.
—Buenas noticias, señora —dice Chester, materializándose desde la
puerta de la cocina—. Hay una taza de café caliente dirigiéndose hacia
usted.
—Kinsley —dice ella—. Y gracias.
Él asiente amablemente, pero me doy cuenta de la forma en que sus ojos
se detienen en su rostro. Aprecia a una mujer bonita. El problema es que
esta mujer en particular está aquí conmigo.
Parece darse cuenta de eso en el segundo en que mi mirada se fija en él.
Es una comunicación primitiva. De hombre a hombre. De bestia a bestia.
Lo entiende y rápidamente mete la cola entre las piernas.
Volviendo a mover la cabeza, se gira y se ocupa de limpiar un juego de
vasos que ya estaban limpios. —Háganme saber si les puedo conseguir algo
—murmura sin levantar la vista.
Kinsley presiona su frente contra la fría superficie de madera del bar. —
Todo lo que quiero es tener suficiente señal en el celular como para poder
llamar a Triple A y hacer que remolquen mi coche —mira a través de las
ventanas oscurecidas. Es un aguacero torrencial afuera—. Sin embargo, no
parece que eso vaya a suceder pronto.
Chester podría no ser tan inteligente como creí, porque se vuelve hacia
nosotros y sonríe. Le faltan algunos dientes. —¿Tienen un niño en casa
esperándolos? —pregunta.
Kinsley se pone tensa. Su espalda se endereza en una línea áspera. —No
estamos juntos.
Chester levanta las cejas. —¿Ah?
Niega con la cabeza. —Este es el tío que casi choca contra mi auto y me
obliga a salir de la carretera. Él es la razón por la que necesito una grúa, en
primer lugar.
Chester se pasa una mano por el pelo. —Eh. ¿Qué tal eso? Asumí que
ustedes dos se conocían. Tienen una forma de interactuar, ¿sabes? Como,
química. Chispas.
Siempre he disfrutado de un silencio incómodo. Puedes notar mucho
sobre las personas cuando las haces sentir incómodas. Kinsley, por ejemplo.
Ella sigue revisando su teléfono compulsivamente. No quiere hacer
contacto visual conmigo, pero tampoco puede evitar mirarme cada pocos
segundos. Es como si la preocupara que vuelva a desaparecer.
—No hay…
—Han pasado diez años desde la última vez que nos vimos —
interrumpo suavemente—. Kinsley aquí está un poco molesta por cómo
dejamos las cosas.
Ella me hace un agujero con la mirada en un costado de mi cara.
—Fuimos juntos a la escuela secundaria —digo, elaborando una historia
en el acto, solo para divertirme. Tomo un sorbo de brandy—. Kinsley estaba
enamorada de mí.
Sus ojos brillan con fuego verde. —¡Ja! El Sr. Rey del Baile siempre
tuvo el ego más grande de cualquier niño en la escuela. Me alegra ver que
algunas cosas no cambian.
—Algunas cosas no necesitan cambiar.
Ella gira los ojos. —Cierto, por supuesto que no. ¿Para qué mejorar lo
perfecto?—. Pregunta sarcásticamente. Kinsley se vuelve hacia Chester—.
Jesucristo. Debí haber pedido alcohol en lugar de café.
La puerta de la cocina se abre. —¡Hablando de Roma! —ríe Chester
cuando un joven grasiento con un delantal blanco aparece con una taza
humeante en la mano—. Gracias, Duffy. Aquí tienes, Kinsley. Puedo
agregar un poco de algo, si decides que quieres una potencia extra.
—Estoy bien por ahora, gracias —suspira.
Chester se inclina sobre el bar con sus codos fofos y tatuados. —
Entonces, ¿qué pasó, chicos? —sondea—. Estoy intrigado ahora. ¿Ustedes
dos tuvieron una aventura caliente y pesada, que terminó en lágrimas y
corazones rotos?
—Un corazón roto implicaría que mi corazón alguna vez estuvo
involucrado —dice bruscamente—. Y en cuanto a Daniil… bueno, él no
tiene un corazón que pueda romperse, para empezar.
Chester se vuelve hacia mí con las cejas arqueadas y una mirada que
dice: Tendrás las manos ocupadas con esta.
Sonrío. —Culpable.
—Todos los hombres tienen uno —dice Chester. Le está hablando más a
Kinsley que a mí.
—No este hombre —dice ella. Sus ojos se desvían hacia mí por un
momento—. Lo conozco.
—¿Lo haces, Kinsley? —pregunto—. ¿Me conoces?
Toma un sorbo de su café y se estremece ante su amargura. Sus ojos
verdes están llenos de acusación. —Honestamente, es tan poco original. El
atleta seguro de sí mismo, que se sale con la suya de un maldito asesinato
literal, solo porque tiene una bonita línea de mandíbula. —Se vuelve hacia
Chester—. Todo es solo un espejismo. Para confundir a los débiles y a los
vulnerables.
Chester está empezando a darse cuenta de que se ha metido en un nido
de avispas. —Parece que ustedes dos tienen algunos problemas por resolver
—dice incómodamente, llenando mi brandy de nuevo.
—El único problema que quiero resolver es el que se relaciona con mi
coche —dice Kinsley con firmeza—. No tengo ningún interés en arreglar
nada más.
—Vale —dice, alejándose de nosotros dos—. Creo que me voy a
deslizar hacia el otro extremo del bar, antes de que la tensión sexual entre
los dos estalle y me arrastre con ustedes, jeje.
Se acerca al hombre solitario sentado en el extremo opuesto del bar con
una cerveza medio llena entre las manos.
Cuando estamos solos, ella se retuerce en su asiento. Es entretenido
verla librar una guerra dentro de su propia cabeza. De alguna manera,
ambos lados están perdiendo.
Ella me mira y sus ojos se estrechan. —Estás disfrutando esto, ¿no?
—Nunca esperé encontrarte más sensible de lo que estabas hace diez
años.
—Mucho puede cambiar en una década —sus ojos parpadean sobre mi
ropa—. ¿A quién asesinaste por ese atuendo?
—Nadie que no mereciera morir.
—Vale —dice con sarcasmo—. El criminal noble. El asesino con un
código moral invulnerable.
—Nunca pretendí tener moral. Pero sí tengo un código que sigo.
—Te pediría que me lo explicaras, pero probablemente dirás algo cliché
y predecible.
—Adivina.
—Si me lo dices, ¿tendrás que matarme? —sugiere.
—Tienes razón. Demasiado cliché.
—¿Lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas?
—Demasiado comercial.
—¿Nadie tiene por qué saber dónde están enterrados los cuerpos?
Niego con la cabeza. —De hecho, encuentro útil compartir esa
información. No puedo pretender recordar dónde están enterrados todos los
cuerpos.
Pasa por media docena de expresiones diferentes en un abrir y cerrar de
ojos. Una risa, un ceño fruncido, una ceja levantada, un labio entreabierto.
—¿Aún no puedes notar si bromeo o no?
Ella se decide por el ceño fruncido. —Lo captaré eventualmente.
—Es mejor que no —digo.
—¿Por qué? —pregunta—. ¿Porque saberlo pondría mi vida en peligro?
—No. Porque, si lo sabes, todo el misterio que tanto amas desaparecerá.
Ella gira los ojos. —Créeme, renuncié a los tipos misteriosos y
melancólicos hace mucho tiempo —toma otro gran sorbo de su café—.
Justo cuando me dejaste sola en el bosque, sin una explicación o un adiós
—luego se pone de pie—. Permiso. Voy a intentar con Triple A de nuevo.
Ella camina hacia la habitación que está cerca del baño. Miro hacia las
ventanas. Hemos estado sentados aquí veinte minutos, y la lluvia finalmente
ha disminuido.
Chester aparece y limpia la copa de brandy vacía frente a mí. —Maldito
infierno, hombre —dice en voz baja, mirando hacia donde acaba de ir
Kinsley—. ¿Harás algo al respecto o qué?
Oh, haré algo al respecto.
Solo que todavía no sé qué.
11
KINSLEY
—Joder, esto está bueno —dice Petro mientras se llena la cara con un trozo
de chuletón que gotea mantequilla de trufa. Me mira por primera vez desde
que la comida llegó a la mesa—. ¿No tienes hambre?
—Tú tienes suficiente hambre por los dos.
Los rizos oscuros de Petro se balancean cuando alcanza su cerveza. —
Ni siquiera has tocado tu bebida.
—Ni lo pienses. ¿Revisaste la matrícula que te di?
Mi segundo al mando me ofrece una sonrisa de comemierda. —Ah, ya
veo el problema. La razón por la que no estás siendo muy conversador.
Sabía que la tenías en el cerebro.
Giro los ojos. —Olvidaba que esperas toda mi atención cuando estamos
juntos.
—Nuestro tiempo juntos es sagrado, amigo. Nunca olvides eso.
—Estás a punto de que te golpeen en la cabeza con un ala de pollo —le
advierto, colgándole una en su cara.
Él solo sonríe, tan implacable como siempre. —¿Realmente lo tirarías,
sin embargo? —reflexiona—. Parece un desperdicio. Se ve jugoso.
—Cómelo tú mismo.
Petro se levanta de su silla y se abalanza sobre el pollo como si no
hubiera visto comida en años. Uno creería que era un jugador de línea de
ataque de unos 130 kilos, no el dolor en mi la piel y los huesos de mi
trasero que en realidad es.
—Eres tan malhumorado cuando no tienes sexo, hombre —comenta
mientras se dispone felizmente a arrancar la carne del hueso.
—¿Qué te hace pensar que no tuve sexo?
—Porque rompiste con Alisha, y supongo que ella no estaba de humor
para darte nada después de eso. Aunque, conociéndote, podrías haberla
convencido, diablo de lengua plateada.
—Es por eso que te mantengo cerca —digo lentamente—. Me conoces
bien.
Petro me guiña un ojo. —Lo suficientemente bien como para saber que
esta chica significa algo para ti, incluso si te niegas a admitirlo.
—¿Qué chica?
Suspira con tristeza incluso mientras muerde la pata de pollo de nuevo.
—“Qué chica”. Qué chica, dice. La pequeña Señorita Novia Fugitiva, por
supuesto.
Lo miro con frialdad. —Olvidas con quién estás hablando, Petro.
Mi mejor amigo niega con la cabeza. —No, tú eres el que olvida. He
estado aquí por mucho tiempo, hermano. El tiempo suficiente para saber
que esta chica, ¿esta Kinsley? Ella no es solo nada.
—Nunca dije que lo fuera. La última vez, ella era solo una coartada
conveniente.
—¿Y esta vez?
—Un dolor en el culo, más que nada. No muy diferente a ti.
Petro sonríe. —¿Cómo se veía?
—Molesta.
Se encoge de hombros, como si eso tuviera sentido. —Te esfumaste sin
una palabra. No puedo culpar a la mujer.
Pongo los ojos en blanco y agito mi licor en el vaso sin beberlo. De
repente no estoy de humor para comer o beber. —Suenas como ella.
—¿Realmente lo admitió? Vaya. Debes haber causado una impresión,
grandullón. Lo cual es una sorpresa, si me preguntas.
—Yo no…
—Porque —continúa como si no hubiera hablado—, eres el hijo de puta
más malhumorado que he conocido. Para ser honesto, fue una decepción
para mí la primera vez que nos conocimos.
—Teníamos doce —le recuerdo.
—Y no compartías tu almuerzo conmigo —dice solemnemente—.
Nunca he olvidado eso.
—Creo que lo compensé con creces al compartir todo lo demás en mi
vida contigo desde entonces.
Él sonríe con picardía. —¿Esa política de compartir se extiende a la
Señorita Whitlow?
Mis ojos parpadean en los suyos con una promesa de dolor. —¿Quieres
mantener tu polla guardada?
Se cruza de brazos triunfante. Me maldigo por caer en su trampa con
tanta facilidad. —Dime otra vez que ella no significa nada para ti —dice—.
Adelante, dilo.
—Ella fue la primera mujer con la que follé después de la cárcel. Sí, la
recuerdo. Demándame.
—Tan romántico —dice Petro con una expresión de ensueño en su
rostro—. Así que, básicamente, lo que me estás diciendo es que perdiste tu
virginidad de prisión con ella. Lo entiendo, en cualquier caso, lo entiendo.
He estado allí.
Giro los ojos de nuevo. Están haciendo bastante ejercicio esta noche.
Petro está raro. —Pasaste una noche en la cárcel por multas de
estacionamiento impagas, idiota.
—Porque mi mejor amigo convenientemente “olvidó” pagar la fianza —
responde—. Un skinhead tatuado casi me arranca la pierna.
—Ojalá lo hubiera hecho. Tengo la sensación de que serías mucho
menos hablador.
—Dios me libre —ensarta otro bocado de bistec y se lo mete un
segundo después de tragarse el pollo. Luego agarra su cerveza, lo traga todo
con un gran sorbo y se recuesta en su asiento para exhalar satisfecho y
frotarse la barriga—. Estoy lleno. Deberíamos comer en el comedor más a
menudo.
El comedor de mi mansión es un largo salón rectangular, flanqueado a lo
largo de las paredes con retratos, cerámicas de valor incalculable y armas
medievales. Algunas las heredé. Algunas las compré yo mismo. Algunos
son regalos que me dieron viejos amigos en busca de hacer nuevas alianzas.
—No hay “nosotros” aquí —gruño irritado—. Solo estoy yo. Mi casa,
mi comedor…
—Tu novia fugitiva —finaliza Petro—. Sí, sí, sí. Entiendo. Sabes, eres
todo grande, malo y bien vestido ahora, pero en el fondo, sigues siendo el
niño malo de doce años que no me daría un bocado de su sándwich.
—¿Me recuerdas otra vez por qué te mantengo cerca?
Petro sonríe. —Por mi buena apariencia.
—No es eso.
—¿Por mi sentido del humor?
—Intenta otra vez.
Él suspira. —Porque soy útil.
—Demuéstralo.
—Gilipollas —murmura, lo suficientemente alto como para que pueda
escuchar. Luego, saca su teléfono y lo hojea—. Sí, Don Vlasov, señor,
rastreé el número de placa que me dio.
—¿Y?
Él lee su teléfono. —Matrícula KNX482, registrada a nombre de la Srta.
Kinsley Jane Whitlow. Actualmente se encuentra recluido en un taller de
carrocería de propiedad privada en Hartford, de nombre Milson’s Spare
Parts. El coche fue remolcado a última hora de la noche.
—Ya era hora de que empezaras a hacer tu trabajo —digo, poniéndome
en pie.
—Espera —protesta Petro—, ¿a dónde vas?
—¿A dónde crees?
Petro toma su cerveza y sale corriendo del comedor detrás de mí. —
¿Irás allí ahora?
—Parecería que sí.
—Pero, ¿por qué? No es como si ella fuera a estar allí.
—Eres penosamente miope, amigo mío.
—Usar palabras como “penosamente” no te hace más inteligente que yo,
gilipollas.
Me río mientras salimos al camino circular de grava, donde mi
Mercedes azul favorito está estacionado, listo y a la espera. Petro todavía
está hablando sin parar.
—Así que vas a… espera, no lo digas, déjame adivinar: ¿robar su coche
y luego dejarle una serie de pistas que la llevarán directamente a tu puerta?
—sugiere.
—Una de tus peores ideas hasta la fecha, amigo mío. Y eso es algo —
me subo al coche.
Petro sigue hablando, así que bajo la ventanilla. Será un irritante e
interminable viaje si no le dejo decir la última palabra. —…puedo ver por
qué está tan enojada contigo —se queja—. Eres fastidioso.
—Trata de no molestarme durante las próximas dos horas —le aconsejo.
—¿Dos horas? ¡Tienes una reunión con los griegos en dos horas! —
dice, asustado.
—Si llego tarde, haz tiempo.
—Se realista. Daniil, ¿vas a ignorar a la mafia griega por una mujer que
apenas conoces? ¿Daniil? ¡Daniil!
Me río y atravieso las puertas. Cuando llego a la autopista, tengo el
taller de carrocería conectado a mi sistema de navegación. Las calles están
vacías; el cielo está despejado.
Todo está sucediendo justo de la manera en que lo planeé.
La oigo antes de verla. Sus pasos se mezclan con los animales que se
deslizan y el susurro del viento entre los árboles. Es de día, pero aquí abajo
se siente como el anochecer. Los árboles están agrupados con una densidad
que alcanza para ocultar la mayor parte de la luz.
Pero queda suficiente para proyectar sombras. Noto su silueta pisando el
lecho de hojas caídas en el suelo del bosque.
Y así, me transporto diez años al pasado.
—Supongo que recibiste mi mensaje —gruño, ignorando cómo mi
pecho se contrae con fuerza con su olor, su proximidad.
—Sí —resopla—. Resuelto el caso. Perdón por no celebrar. Ahora,
¿dónde están las llaves de mi coche?
—Aquí mismo —levanto la mano y hago vibrar el llavero—. Ven y
cógelas, princesa.
—Siempre me hablaste como si fuera un perro —frunce el ceño—.
“Quédate. Ven. No” —resopla y sacude su cabello sobre el hombro—.
Tírame las llaves. No voy a ir.
—No muerdo.
Kinsley resopla de nuevo. —Lo dudo mucho, mucho.
—Ya se fue toda la confianza que construimos —comento casualmente
—. Sabes, sladkaya, estoy empezando a sentir que hay algunos problemas
sin resolver entre nosotros.
—Lo único que queda por resolver entre nosotros es la transferencia de
las llaves del coche a mis manos —responde ella.
Miro hacia abajo, al llavero gastado. —¿Quién se supone que es? —
pregunto, pinchando la pequeña figurita que cuelga allí—. ¿La Mujer
Maravilla? Nunca me pareciste una fanática de los superhéroes.
—No soy realmente una fanática. Pero Isl…
Se detiene en seco, congelándose en una palabra que no logra salir de
sus labios aún carnosos, aún rosados, aún atractivos.
—¿Pero…? —insto.
Toma una respiración profunda. —No me arrastraste al bosque solo para
ponerme al día con la última década, Daniil. Así que, ¿por qué estamos
aquí? ¿Por qué tomarías mi coche, en primer lugar?
—Viste el agujero de mierda al que lo llevaste. Hubiera pensado que la
respuesta era obvia.
—¿Es esa tu versión de una disculpa? —pregunta incrédula. Detrás de
ella, un pájaro carpintero golpea el tronco de un árbol. Rap-tat-tap-rap, una
y otra vez.
—No me disculpo.
—Imagina mi sorpresa. Tampoco das explicaciones, apuesto. Debe ser
agradable —dice, escaneando mi traje Brioni lentamente—. Vivir tu vida de
esa manera. Nosotros, la gente normal, no nos damos ese lujo.
—Algo me dice que no tuviste prisa por explicarle a nadie lo que pasó
entre nosotros.
Frunce el ceño y golpea un dedo contra sus labios. —¿Estás hablando de
la mañana en que me desperté en un coche vacío, en medio del bosque, el
día después de que se suponía que me casaría? Supongo que no —toca el
suelo con la punta del pie. Una nube de polvo seco se eleva en el aire—.
Después de darme cuenta de que no ibas a volver, conduje hasta mi
apartamento y empaqué una maleta. Luego me mudé a la casa de mi amiga,
para no tener que lidiar exactamente con ese tipo de explicaciones.
—Emma es una buena amiga.
—Sí, ella… —se interrumpe y me mira con incredulidad—. ¿Me estás
acosando? ¿Cómo sabes de Emma? No la mencioné en absoluto.
—No esta vez, no —acuerdo—. Pero la última vez sí lo hiciste. Llamó
para ver cómo estabas después de tomar el coche y salir corriendo de tu
boda.
Su rostro se afloja al darse cuenta, pero el shock persiste. —Tú…
recuerdas su nombre.
—Recuerdo muchas cosas.
Ella se traga su sorpresa. —Entonces, ¿no me has estado acosando?
Sonrío. —Soy un hombre ocupado ahora, Kinsley. No tengo tiempo para
seguirte de la mañana a la noche. A pesar de lo fascinante que puede ser tu
agenda —me acerco a ella—. ¿Eso te decepciona?
—Lo que estás viendo es alivio, no decepción.
—No estoy tan seguro de que me estés diciendo la verdad, sladkaya.
Lo que dice a continuación me toma por sorpresa. —Perestan’ nazyvat
menya tak.
Deja de llamarme así.
Siento la sacudida de alguna necesidad carnal inexplicable ante el
sonido de esas palabras en sus labios. En mi lengua materna, nada menos.
El acento es atroz, pero lo entiendo todo.
—Hablas ruso.
—No lo hacía en ese entonces —dice con calma—. Y no pretendo
hablarlo correctamente ahora. Lo suficiente para ayudarme a mantener una
conversación sencilla. Me llamaste esa palabra un par de veces. Sladkaya.
Quería saber qué significaba, así que lo busqué. Aprendí algunas cosas en el
proceso. Lo que sea —termina, sacudiendo la cabeza para despejar los
pensamientos—, ya terminé de discutir contigo. Dame mis llaves.
—No, no creo que lo haga.
Ella aprieta los dientes. —Olvidé lo malditamente exasperante que eres.
—Y arrogante. No lo olvides.
—Créeme, no lo he hecho. Esa parte está sellada en mi cerebro —su
mirada recorre mi ropa, mi postura, el reloj Hublot que brilla en mi muñeca
—. ¿Cómo hiciste todo esto, de todos modos? ¿Ordenaste un atuendo de
“Gilipollas Rico” de algún catálogo de pedidos por correo?
—Siempre fui rico —le informo.
Ella se ríe. —Si eso fuera cierto, nunca habrías sido encarcelado, en
primer lugar. Los hombres ricos nunca ven el interior de una celda.
No extraño la nota de amargura en su voz. La palomita ha aprendido
algunas cosas más sobre el mundo desde la última vez que nos cruzamos.
Tampoco cosas bonitas.
—El hombre al que hice enojar era aún más rico que yo.
Ella lo considera por un momento. —¿Tu jefe?
—Así es.
—¿Intentó ir tras de ti?
—En un modo de decirlo.
Gira los ojos. —Olvidé cuánto te gusta hablar en acertijos. ¿Es eso algo
subconsciente o es puramente para mi beneficio?
—Tú decide.
Ella vuelve a girar los ojos. Por ahora, bien podría dejarlos allí.
—Mi jefe nunca estuvo interesado en encerrarme para siempre —
explico—. Quería asegurarse de tener mi lealtad sin insubordinación
después de que me liberaran.
Ella resopla. —Yo podría haberle dicho que eras una causa perdida.
—No era necesario.
Me mira con los ojos entrecerrados, tratando de descifrar cómo encajan
todas estas piezas del rompecabezas. —Así que te escapaste. Volviste con él
por unos segundos. ¿Y…?
—Construí mi propio imperio. Mi propio legado. Desafiarlo fue solo el
comienzo.
—¿Y qué hay de la mujer a la que interviniste para defender? —
pregunta vacilantemente, como si supiera que es una mala idea aventurarse
por esta madriguera de conejo, pero simplemente no puede detenerse—.
¿Quién era?
—Su esposa.
—Ah —suspira Kinsley. Su mirada se desplaza inconscientemente hacia
el lugar exacto en el que habíamos estacionado la última vez que estuvimos
en este rincón del bosque. Como si hubiera evidencia de esa noche todavía
entrelazada en los árboles.
—Tú lo elegiste, entonces —decide, regresando sus ojos a los míos—.
Podrías no haber hecho nada. La mayoría de la gente no habría hecho nada.
—La mayoría de la gente es cobarde.
Ella asiente y se muerde el labio inferior. —Dime algo que no sepa.
Había mucha gente que sabía que mi madre estaba siendo violentada,
incluso antes de que yo lo dijera. No hicieron una mierda. Simplemente era
más conveniente no hacerlo. Fingir que todo estaba bien.
Sus ojos se han suavizado considerablemente. Su tono verde es cálido
bajo el dosel y capta los colores del otoño. Ella mira su coche y, esta vez,
realmente lo mira. —Arreglaste el parachoques —señala con sorpresa—.
¿Dónde está la trampa?
—Sin trampa.
—Siempre hay una trampa. Los hombres como tú nunca hacen nada sin
una razón —dice con firmeza. Mira la hora en su sencillo reloj de pulsera
negro—. Bueno, esto ha sido predeciblemente horroroso. Pero tengo que
volver a mi vida.
—Buena suerte con eso.
Parpadea hacia mí con expectación. —Necesitaré las llaves de mi coche
para poder hacerlo —dice, su tono es tan frágil como las hojas secas bajo
nuestros pies.
—Aquí están —digo, levantándolas de nuevo. Ella comienza a
alcanzarlas, pero luego levanto mi mano demasiado alto como para que
pueda llegar—. Aunque, ahora que lo pienso, hay una cosa más de la que
debemos ocuparnos primero.
—No —responde ella—, creo que todo está bien.
—Tu vehículo no estaba asegurado —le digo.
—Guao, gracias, Papá —dice furiosa—. ¿También me vas a mostrar
cómo cambiar una llanta ponchada? ¿Enseñarme a lanzar una pelota de
béisbol?
Ignoro sus golpes. —Me encargué de eso por ti.
Se detiene en seco, con los ojos muy abiertos. —¿Disculpa?
Asiento con la cabeza. —Tendrás que recoger los papeles cuando estén
listos. No deberían ser más que unos pocos días.
Ella me mira con la boca abierta. De la nada, me pregunto cómo
reaccionaría si deslizara mi dedo entre sus labios. Una parte de mí piensa
que ella chuparía instintivamente. La otra parte, más sabia, de mí piensa que
probablemente intentaría morderlo.
—¿Quién diablos eres? —susurra en estado de shock y de asombro.
Sin embargo, no es realmente una pregunta para que yo responda. Es
solo ella tratando de descubrir cómo debe cambiar su mapa del mundo
ahora que ha visto mi verdadero lugar en él.
Puedo ver sus provocadores pezones a través de la camiseta azul
ajustada que lleva puesta. O es el aire frío o soy yo. Estoy dispuesto a poner
dinero en este último.
—Soy tu esposo, ¿recuerdas? —digo con un guiño.
Kinsley frunce el ceño, me quita las llaves de la mano y se va.
15
KINSLEY
Debo haber cabreado a algún ser celestial hoy. Porque el universo está
siendo innecesariamente cruel.
Mientras observo, la diosa se inclina y susurra algo al oído de Daniil.
Sus dedos acarician casualmente su brazo. No es un gesto posesivo. Pero,
bueno, no es necesario que lo sea.
Ella no tiene competencia.
Eligió esa mesa a propósito, ahora estoy segura. Tengo una vista de
pájaro y es imposible para mí no mirarlos boquiabierta.
Nunca había visto una pareja tan perfecta, tan compatible. El cabello
oscuro de él contra los brillantes mechones rubios de ella. Su alta y
tormentosa melancolía contra su confianza ágil y esbelta.
Adonis y Afrodita en carne y hueso.
Me hace preguntarme qué vio en mí hace diez años. La respuesta es
obvia, por supuesto: estaba arruinado. Aprovechándose de la primera mujer
que veía en más de un año.
—¿Estás bien? —pregunta Liam, su tono se vuelve hosco.
Esta es la segunda vez que me atrapa mirando en su dirección. Me he
vuelto más y más callada a lo largo de la comida. Me sorprende que se haya
dado cuenta, en realidad. En algún lugar entre la rutina de bíceps y las
historias de sus días de bebedor en la universidad, perdí el hilo de la
conversación.
—Estoy bien. Ha sido una semana larga.
—¿Lo ha sido? —se queja—. Parece que, cada vez que tenemos una
cita, has tenido un mal día o una semana larga.
Me estremezco. —Disculpa.
—¿Más vino?
—Mejor no.
—Un poco más de alcohol podría ayudarte a relajarte.
—No soy una persona muy relajada en estos días —murmuro—. Con o
sin alcohol.
Ni siquiera se molesta en ocultar su decepción y, llegado este punto, no
puedo culparlo. A pesar de mis intenciones, no he sido exactamente una
gran cita esta noche.
Tampoco es que él haya sido encantador. Pero eso no viene al caso.
—No —está de acuerdo—. No lo eres. Pero ¿sabes qué? Siempre
puedes… compensarme.
Me está mirando con esos ojos astutos de Pepé Le Pew, que me ponen la
piel de gallina. Honestamente, estoy sorprendida de que no esté lamiendo
activamente sus chuletas.
Estoy a punto de cortar de raíz este desvío que me provoca escalofríos,
pero luego la diosa se ríe y me saca del momento. Mis ojos se deslizan
hacia su mesa como si se estuvieran conduciendo sin mi control. Ella se ha
movido aún más cerca de él. Prácticamente está en su regazo.
Me corrijo de inmediato. Daniil no es nadie para mí.
Excepto el padre de tu hija.
He sido muy buena sacando ese pequeño detalle de mi cabeza en los
últimos años. Pero ahora que está aquí, en deslumbrante Technicolor, es
más difícil de ignorar. Más difícil de evitar.
Y no me lo está poniendo fácil, precisamente.
—¿Quieres unirte a ellos? —escupe Liam de repente. Su fino velo de
tolerancia ciertamente se ha caído bien—. Porque claramente no estás
interesada en estar aquí conmigo.
—Yo… yo solo…
—Vamos, Kinsley. No me tomes por tonto. Obviamente estás loca por
ese gilipollas.
—Yo… yo no… yo solo… —estoy balbuceando estúpidamente,
mintiendo tan descaradamente que incluso el ayudante de mesero que friega
los platos en la cocina probablemente pueda darse cuenta, pero no me
atrevo a admitirlo. Es una lata de gusanos que he pasado diez años sellando.
No me atrevo a abrirla ahora.
—¿No? —desafía él con sarcasmo—. Porque te ves bastante molesta de
que él esté sentado allí con otra mujer. De hecho, pareces francamente
celosa.
—Escucha, me tomó por sorpresa esta noche, ¿vale? —digo, tratando de
evitar que esto se convierta en una escena completa—. No esperaba volver
a verlo nunca más, y mucho menos hoy.
—Vale, ¿y…?
—Y… tenías razón. Antes, digo. Tenemos historia. Pero no es lo que
piensas. Está en el pasado, y definitivamente no quiero un futuro con él.
—Así no es como se ve desde donde estoy sentado.
Dejo que mi barbilla caiga sobre mi pecho. Es extrañamente difícil
respirar de repente. Como si el aire se hubiera vuelto espeso cuando
prestaba atención. ¿Qué es eso que dicen, de sentir como si un elefante
estuviera sentado en tu pecho?
—¿Me disculpas por un segundo? —murmuro—. Yo, eh… necesito usar
el baño.
Liam pone los ojos en blanco. —Siéntete como en casa.
Tengo que pasar justo por donde están de camino al baño. Siento un
hormigueo nervioso en la piel cuando paso por su mesa, pero ninguno de
los dos siquiera me mira.
El baño está misericordiosamente vacío cuando entro. Orino primero,
luego me paro frente al lavabo y observo mi expresión abatida. Parezco
Igor.
—¿Qué sucede contigo? —le susurro a mi reflejo—. ¿A quién le
importa con quién está aquí? ¿A quién le importa él en absoluto?
Oigo el confiado clic-clic-clic de unos tacones que se acercan, así que
abro rápidamente el grifo para fingir que no estoy hablando sola en un baño
público.
La puerta se abre y me siento palidecer como un fantasma cuando
vislumbro un largo cabello rubio rojizo y un vestido reluciente que me hace
tragar el estómago.
La diosa no entra en uno de los baños. Toma el lavabo a mi lado y saca
un tubo de lápiz labial de su elegante cartera Gucci.
Sus ojos se deslizan hacia los míos en el espejo. Ahí es cuando me doy
cuenta de que la estoy mirando.
No puedo controlar el rubor que me sube a la cara, así que me giro con
determinación hacia el lavabo. Pero es demasiado tarde.
—¿Estás bien, cariño? —pregunta.
—Sí. Estoy bien. Gracias.
—Te ves un poco pálida.
Todo lo que puedo pensar es que ella volverá y le contará a Daniil sobre
esto, y él pensará que me tiene. Deposito todas mis esperanzas en que el
suelo se abra bajo mis pies y me trague por completo.
—Ah… Me acaba de llegar el período y no tengo un tampón. Eso es
todo. Mal momento.
Suave, dice la voz de aprobación en mi cabeza. Muy indiferente. Bien
hecho.
—Ay, odio cuando eso sucede en la naturaleza —murmura la diosa. Ella
rebusca en su pequeño bolso elegante y saca un tampón—. Aquí tienes.
Siempre llevo extras.
La cita de Daniil me ofrece un tampón. “Raro” ni siquiera comienza a
cubrirlo.
—Ah, eh, gracias —digo quitándoselo—. Eso es muy dulce.
—No hay por qué.
Vuelve a su reflejo y se retoca los labios. Me quedo de pie, jugando con
el tampón como si fuera la batuta de una banda de música, mientras mis
pensamientos se arremolinan fuera de control. Debería salir de aquí. Pero
algo tiene mis pies arraigados en el suelo. Una habilidad autodestructiva, tal
vez. O, si eso es demasiado melodramático, tal vez solo un fetiche por
avergonzarme a mí misma.
La diosa se retoca los labios y vuelve a mirarme. —Me gusta tu vestido
—dice amablemente. No hay rastros de sarcasmo en su voz.
—Gracias —respondo, sonrojándome como un alhelí—. Me gusta tu…
todo.
Ella ríe. —Gracias, cariño. Disfruta tu noche.
Le doy un asentimiento incómodo y una sonrisa aún peor y me
encamino de nuevo al restaurante. Mi mesa está vacía. Liam debe haber
pagado y salido. Está bien. Genial, en realidad. Casi fantástico.
Todo lo que tengo que hacer es atravesar el restaurante y salir por la
puerta y esta pesadilla llegará a un desenlace misericordioso. Ni siquiera
tengo que mirar a Daniil o a la diosa. Puedo poner un pie delante del otro,
mantener la vista en alto y…
Maldita sea. Miré.
—¿Disfrutando de tu cita?
Me congelo. Está a un par de metros de distancia, sentado solo en su
mesa, pero su voz es suave e íntima como si me estuviera ronroneando al
oído.
—¿Tú disfrutas de la tuya? —replico.
Sonríe y se encoge de hombros, como si la respuesta fuera evidente. —
Ya viste a Charlize.
Charlize. Hecha para la vida con un nombre como ese. Con un cuerpo
haciendo juego.
—Sí, la he visto —digo sin gracia—. ¿Se convierte en una calabaza a
medianoche?
Me estremezco tan pronto como las palabras salen de mi boca. ¿Qué me
ha hecho Charlize? Ni una maldita cosa, excepto sonreírme y ser útil con
una emergencia falsa.
Sin embargo, su sonrisa… Tengo tantas ganas de borrarla de su cara.
Pero no tengo nada que decir. A decir verdad, no tenía nada que decir
hace diez años, y no he vuelto a abastecerme desde entonces.
Así que vuelvo al Plan A y hago lo mejor que puedo para salir del
restaurante sin que sea demasiado obvio que estoy huyendo presa del
pánico.
La calle está vacía cuando salgo. Miro a mi alrededor con desconcierto
en busca de Liam. Honestamente, me merezco que me deje aquí para
encontrar mi propio camino a casa. He sido desinteresada en el mejor de los
casos, y francamente grosera en el peor. Y, sin embargo, ¿sería lo peor si me
abandonara…?
Me debato entre el alivio y la indignación extrema cuando…
—Oye, sexy.
Me doy la vuelta y veo a Liam encorvado en el amplio callejón
empedrado entre el restaurante y el edificio de al lado. Está apoyado contra
la pared, con una pierna doblada, con un cigarrillo colgando de sus labios.
Ni siquiera sabía que fumaba.
—Disculpa —murmuro—. No te vi allí.
—¿Pensaste que te había dejado? —ve mi cara y suelta una carcajada—.
Realmente lo hiciste.
Suspiro. —Vale, sí. Por un segundo, lo hice.
—¿Me habrías culpado?
—No, supongo que no —admito—. Gracias por la cena, por cierto.
Realmente tenía la intención de pagar esta noche, lo juro.
—No te molestes —dice perezosamente ofreciéndome su cigarrillo—.
¿Quieres una jalada?
Niego con la cabeza. —No, gracias. No fumo.
—Yo tampoco —se ríe—. Es más un placer culpable.
Algo en su tono me pone tensa de inmediato. —Liam…
—Está bien —interrumpe antes de que pueda terminar—. He decidido
que está bien. No me importa que me utilicen.
El mordisco de ira en su voz empieza a ponerme nerviosa. También la
mirada hambrienta en sus ojos.
—No fue mi intención utilizarte, Liam —le digo cuidadosamente—. Esa
definitivamente no era mi intención.
—Las intenciones no cuentan para una mierda —dice sombríamente. Se
aparta de la pared y acaricia mi cadera antes de que pueda bailar fuera de su
alcance—. Ese tipo atraviesa a las mujeres. Pero, si quieres ponerlo celoso,
estoy de acuerdo con eso.
—¿Qué estás…?
Sus dedos se aprietan contra mi cadera y me jala hacia él con fuerza.
—¡Liam!
Sus labios vienen por mí. Yo giro la cara hacia un lado justo a tiempo
para poder evitarlos. —¡Basta! —grito, tratando de apartarlo de mí.
—Ay, vamos —gruñe—. No estés tan jodidamente tensa.
Es fuerte. Muy fuerte. Lo empujo con todas mis fuerzas, pero no parece
hacer ninguna diferencia. Agarra mi mano y la sujeta detrás de mi espalda.
En ese momento, mi indignación se convierte en miedo.
El tipo de miedo que te devuelve a un mal recuerdo y te congela allí.
Cuando un momento se derrumba en otro que pensaste que habías dejado
atrás, pero resulta que ha estado al acecho en el fondo todo el tiempo,
esperando para mostrarte que la vida en realidad no cambia, en realidad
nunca cambia, simplemente permanece igual, los peores momentos se
repiten una y otra y otra vez…
Vidrio roto.
Furia salvaje en sus ojos.
—Basta, Liam —suplico, odiando lo débil y asustada que suena mi voz
—. ¡Quítate de encima de mí! Por favor… por favor…
—¿De verdad crees que acepté otra maldita comida por nada? —gruñe
en mi oído—. Eres una calientapollas. Obtendré lo que pagué esta noche.
Me retuerzo inútilmente, demasiado aterrorizada para las palabras ahora.
—Si ayuda —ofrece repugnantemente—, simplemente cierra los ojos e
imagina que soy él.
22
DANIIL
Sus ojos están ocultos tras unas gafas redondas. Tiene el pelo salvaje y
rizado. Frenillos gruesos. Un polvo de pecas que visibles incluso desde mi
distancia.
Desde ciertos ángulos se parece a Kinsley. Desde otros, se parece a mi
madre. Muy pocas cosas me han impactado en mi vida. Pero esto…
¿Estoy encontrando mi perdición en el sombrío rostro de esta niña?
El teléfono vibra en mi bolsillo. Respondo sin quitarles los ojos de
encima a las dos. Han estado sentadas junto a la ventana de la heladería
durante los últimos cuarenta minutos.
—¿Qué?
—Hola a ti también —dice Petro con su alegría habitual—. ¿Dónde
estás?
—Frente a Carino’s.
—¿El don es goloso? ¿Quién lo hubiera pensado?
—¿Conoces el lugar?
—¿Lo conozco? ¿Que si lo conozco? ¡Solo tiene el mejor Rocky Road
de toda la maldita ciudad! No puedo creer que hayas ido allí sin mí.
Podríamos haber compartido un banana split.
Me pellizco el puente de la nariz. Como de costumbre, Petro tarda
menos de quince segundos en irritarme como el demonio. —¿Por qué
llamas, sobrat?
—Para recordarte la reunión. Con el don griego y su variopinto grupo de
gilipollas.
—Puedes manejarlo solo.
—Tienes que estar allí. Eres el gran jefe. No querrán ceder en un trato
conmigo.
—Bueno, hoy van a tener que arreglárselas.
—Vale, se acabó: ¿qué está pasando? —exige—. Nunca te has perdido
una reunión de negocios antes. Y nunca me has pasado las riendas sin
quejarte de eso sin parar.
Hago una mueca y reviso mi reflejo en el espejo retrovisor. —Surgió
algo.
—¿Algo que es más importante que la Bratva? —No respondo. Después
de un momento, Petro deja escapar un silbido largo y bajo—. ¿Este algo
que ha surgido tiene algo que ver con la linda de cabello castaño que parece
que no puedes sacar de tu mente?
—Podría.
—Ay, Jesús, ¿qué ha pasado ahora? —pregunta—. ¿Crimen pasional?
¿Cuántos cuerpos?
—Tienes que dejar de hablar.
—Lo que tengo que hacer es…
—Lo que tienes que hacer es una investigación profunda de Kinsley
Whitlow —ordeno—. Quiero fechas y detalles. Quiero una línea de tiempo
de su vida frente a mí. Si alguna vez recibió una multa de estacionamiento o
le llenaron una caries, quiero saberlo.
—Vale —dice, su voz suena como un ceño fruncido—. Eso es un poco
vago, incluso para tus estándares habituales de poca utilidad. ¿Puedo saber
qué es lo que estoy buscando, específicamente? ¿O está destinado a ser,
como, un desafío de programa de juegos peculiar?
—La estoy viendo ahora.
—No estoy seguro de si eso es espeluznante o pervertido, y
definitivamente no responde…
—Tiene una niña con ella.
—Ah —el sonido de su sorpresa es como el aire que silba fuera de un
globo—. ¿Una niña? ¿Como, una persona joven? Estamos hablando de un
ser humano, ¿verdad?
—Alrededor de los nueve años. Se parece a mi madre.
Lo último de la alegría restante se desvanece de su voz. Lo escucho
tragar fuerte. —¿Me estás diciendo lo que creo que me estás diciendo,
Daniil?
—Eso todavía está por verse. Necesitaré confirmarlo primero. Por lo
tanto, una investigación profunda.
—¿Qué dice tu instinto?
—Que es mía.
—Mierda.
Me río sombríamente. “Mierda” ni siquiera empieza a describirlo.
—¿Qué vas a hacer? —Petro respira.
—Encuéntrame la información primero. Entonces, decidiré.
—Vale, lo haré de inmediato. Dame un chance.
Él cuelga. Dirijo mi atención a Kinsley y…
En realidad, ni siquiera sé su nombre. Mi hija. Ella tiene un nombre y no
lo sé. Por alguna razón, eso me rompe por dentro.
Estaban sentadas mayormente en silencio mientras tomaban su helado.
Pero ahora están hablando. No parece el tipo de conversación que
esperarías tener con un niño de nueve años. No hay muchas risas o sonrisas.
El rostro de Kinsley está tenso, es solemne.
La niña también parece estar seria. Hay algo en sus ojos. Tristeza, tal
vez. Otra cosa que no me gusta.
Cuando terminan y salen de la heladería, no me molesto en agacharme.
Si me ve, me ve. Su expresión me dirá todo lo que necesito saber.
Sin embargo, Kinsley está demasiado atenta en la niña. Se suben al
coche y empiezan a conducir. Las sigo. Espero que vayan directamente a
casa, pero se desvían y terminan en un gran parque. Las sigo
subrepticiamente. Hay otras dos mamás allí con sus hijos, un par de niños
pequeños que ríen alegremente.
Aparco en las sombras y bajo la ventanilla. Estoy lo suficientemente
cerca como para poder escucharlas.
—…Te encantaban esos columpios —dice Kinsley.
—Soy demasiado grande para ellos ahora.
—Podrías engañarme. Parece que te encantaría intentarlo.
La niña—mi niña, jodidamente sé que lo es, es mía, maldita sea—mira
con añoranza los columpios. —Las otras chicas se burlarán de mí.
Me aprieto con un instinto protector que nunca supe que tenía. No sé su
nombre, pero iré a la guerra por ella aquí y ahora sin pensarlo dos veces.
¿Qué me está pasando?
—No las veo aquí —le asegura Kinsley—. Y te prometo que no lo diré.
Ni una palabra, mis labios están sellados, todo ese lio. Si quieres
columpiarte, cariño, solo colúmpiate.
Los ojos de la niña se iluminan, solo un poco, pero todavía parece
insegura. —Quiero llegar a la cima de los pasamanos —admite—. Nunca
he estado allí.
—Lo sé. Siempre estuviste demasiado asustada.
—Ya no tengo miedo.
—¿No? Demuéstralo.
Por primera vez, la veo sonreír. Tiene esa calidad estremecedora y
rápida de alguien que prefiere ocultar su alegría antes de que se la puedan
arrebatar.
Ella deambula hacia los pasamanos. Observo a Kinsley mirándola.
Mi teléfono suena. Subo la ventanilla por un momento.
—Vale —dice Petro tan pronto como contesto—. Así que, versión de
SparkNotes: hay un registro del nacimiento de una niña de la Srta. Kinsley
Jane Whitlow. 11 de noviembre en el Hospital St. Michael. La fecha en el
certificado de nacimiento es hace nueve años, tres meses, seis días. Padre
no registrado.
Una ira irracional surge a través de mí. —Ella no me iba a decir.
—Nunca se sabe —intenta sugerir Petro—. Ella podría haber estado, ya
sabes, simplemente… esperando el momento adecuado.
—Seguramente hubo uno o dos de esos, en los últimos diez años —
gruño.
—Bueno, todo lo demás es bastante sencillo. Ha cambiado de dirección
tres veces desde que nació la bebé…
—¿Nombre?
—¿Qué?
—El nombre de la niña —gruño—. ¿Cuál es?
—Ah. Isla Matilda Whitlow.
—Isla —repito en un susurro reverente—. Isla.
—Bonito nombre. Lindo.
—Te llamare luego.
—Espera. ¿Cuál es tu posición en todo lo de la reunión de esta noche?
—El mismo lugar en el que estaba antes. Manéjalo tú mismo. Llegaré
allí cuando llegue allí. Si llego.
—Vale, pero…
Cuelgo y dejo caer mi teléfono en el asiento del pasajero. Salgo del auto.
Ahora solo hay una madre además de ella en el parque. Su hijo está
ocupado empujando arena en el arenero. Mientras observo, trata de comerse
un puñado. No es la bombilla más brillante, al parecer.
Kinsley está sentada en el banco, mirando a Isla, que ahora llegó a la
parte superior de los pasamanos.
Un pensamiento extraño y orgulloso pasa por mi cabeza como una
estrella fugaz: Esa es mi hija.
Me acerco, justo cuando un tipo con una sudadera Nike sin mangas pasa
caminando con su perro atado. Ve a Kinsley y sus ojos se vuelven
depredadores. Él cambia de dirección y se sienta justo a su lado, su sonrisa
es demasiado amplia para ser inocente.
—Espero que no te moleste —dice con una risita desconfiada. Gruño
bajo mi aliento mientras le muestra a Kinsley sus blancos nacarados.
—No —dice Kinsley con incertidumbre, mirando a su alrededor a la
otra media docena de bancos que podría haber elegido—. Por supuesto que
no.
—Muy apreciado. Soy Jason, por cierto. Y este de aquí es Barney —el
bulldog parece molesto de que su paseo se haya visto interrumpido para que
su dueño pueda intentar mojar la polla. Jason ignora sus gemidos—. ¿Estás
aquí con un bebé peludo o uno de verdad?
—¿Son las únicas dos opciones?
—Bueno, podrías estar aquí sola, supongo.
Ella se ríe, aunque suena forzado a mis oídos. —No lo estoy. Esa de allá
es mi hija.
Ya sé tanto. Pero escucharla admitirlo en voz alta, tan casualmente, con
tanto orgullo… Se me mete debajo de la piel de un modo que no esperaba.
—¡No puede ser! —silba el hombre—. ¿Esa es tu hija?
La boca de Kinsley se inclina hacia un ceño fruncido. —¿Por qué suenas
tan sorprendido?
—Porque te ves demasiado joven para tener una hija tan grande —dice.
Su sonrisa jactanciosa dice que ella caminó directamente hacia esa pequeña
línea de seducción desafortunada—. ¿Cuántos años tiene? ¿Siete, ocho?
Debes haber sido una adolescente cuando la tuviste.
—Lo suficientemente cerca —murmura Kinsley.
—Todavía no me has dicho tu nombre. No estoy tratando de
entrometerme ni nada, pero Barney tiene curiosidad. A él le gusta las
mujeres bonitas.
Ella se ríe de nuevo. Cada risa que le ofrece a este estúpido hijo de puta
me pone los pelos de punta. —Debes hacer esto mucho, ¿eh? —pregunta
ella con suspicacia.
—¿Hacer qué?
—Usar a tu perro para ligar mujeres.
Sacude la cabeza y hace una especie de mueca de dolor al mismo
tiempo. Me parece tan practicado y pulido. El hijo de puta tiene su oficio
perfeccionado.
—Para nada. Digo, no me malinterpretes, sería bueno conocer a alguien.
Pero… soy tímido. Y un poco nevioso, en realidad.
—Me parece difícil de creer.
—Palabra de honor —jura—. Me estoy recuperando de un duro
desamor. Así que se necesita mucho para que me acerque a una mujer. Y
por mucho quiero decir que tiene que ser realmente hermosa. El tipo de
mujer que no puedes simplemente cruzar por un lado sin pasar la próxima
semana pateándote por no intentarlo al menos —hace una pausa, respira
hondo como si estuviera reuniendo el coraje, lo cual es una completa y
absoluta tontería, veo a través de sus malditas patrañas, luego se aventura a
decir—: ¿Sería extraño para ti aceptar a una cita con tu hija justo allí?
—No —objeta Kinsley—. Sin embargo, es extraño para mí aceptar a
una cita con un completo desconocido.
—¿No son todos extraños hasta que les das una oportunidad?
—Escucha, Jacob… —suspira.
—Es Jason.
—Mierda. Disculpa. Jason. Pareces un buen muchacho.
Me río para mí mismo. ¿Ahora quién miente?
—…Pero no me veo saliendo con nadie en este momento.
Jason no se inmuta. —No querrás decepcionar a Barney, ¿verdad? Él
quiere volver a verte. ¿Qué tal si simplemente…?
—Oíste lo que dijo, gilipollas —gruño, saliendo de la oscuridad para
que ambos puedan verme—. Vete a caminar.
La mandíbula de Kinsley cae al suelo. Sus ojos brillan con puro miedo
y, antes de poder detenerse, mira a Isla.Excelente. No hay necesidad de
gastar en la prueba de paternidad. Toda la verdad que necesito está escrita
en su rostro.
El bulldog comienza a gruñirme de inmediato, pero le doy una mirada
que silencia a la criatura al instante. Aún no he conocido un perro al que no
pueda asustar. Se trata de establecer quién es el alfa.
Los perros y los hombres no son tan distintos en ese sentido.
—¿Quién diablos eres tú? —pregunta Jason, poniéndose de pie como si
tuviera oportunidad en un mano a mano.
—Confía en mí, no quieres saberlo. Ella no está interesada. Quítate de
mi cara.
Pero aparentemente Jason es tan tonto como el niño que come arena. Se
vuelve hacia Kinsley, como si ella pudiera ayudarlo. —¿Conoces a este tío?
Sus ojos están fijos en mí. Se las arregló para tragarse el miedo, pero de
ninguna manera está relajada.
—Deberías irte, Jason —dice en voz baja, sin apartar los ojos.
El idiota mira de un lado a otro entre los dos, mientras su perro tira de su
correa, tratando de escapar. El animal es más inteligente que el dueño. No
es una sorpresa.
—Última oportunidad —le advierto—. No voy a volver a pedirlo.
Y finalmente se va. Lanzándome una mirada sucia por encima del
hombro y una mirada arrepentida a Kinsley. Por supuesto, ella se pierde
ambas miradas mientras se catapulta a sus pies. No me pierdo la forma en la
que su mirada se desliza más allá de mí hacia el parque antes de volver
hacia mi cara.
—Esto se está yendo de las manos —escupe, llena de fanfarronería y
bravuconería forzada—. Estás completamente acechándome ahora. No
tenías derecho a entrometerte en…
—¿En qué? —exijo—. ¿Tu brillante conversación con el absoluto lerdo?
Ella se tensa. Sabe lo que está en juego aquí. Si no conscientemente,
entonces en el fondo de sus huesos, donde el miedo ha vivido en ella
precisamente durante nueve años, tres meses y seis días. —¿Cuánto
escuchaste?
—Suficiente para saber que puedes hacerlo mejor.
—Como ¿con quién? —pregunta ella, brillando con energía—.
¿Contigo?
—Solo si apuntas alto.
—Tienes que irte, Daniil. ¿Por qué siquiera estás aquí? ¿Qué puede ser
lo que tengas que decirme?
—No tengo nada que decirte —le digo con frialdad—. Pero hay algo
que quiero preguntarte.
Podría haber dejado de respirar. Es difícil de decir. Una cosa que sé con
certeza es que está tratando muy, muy duro de evitar que sus ojos se
desvíen. Si no me equivoco, Isla aún está en los pasamanos, felizmente
inconsciente del hecho de que su madre está peleando con su padre.
—Qué descaro tienes, tratando de hacerme preguntas cuando tú no me
has dado respuestas.
—¿Qué te gustaría saber?
Ella sopla un flequillo suelto lejos de su frente. —¿Por qué pareces estar
obsesionado conmigo? ¿Por qué no puedes simplemente dejarme en paz?
¿Qué diablos quieres de mí?
—Tienes algo que es mío.
Se pone pálida y sus pestañas revolotean de un lado a otro. Está tratando
de decidir cómo jugar a esto: ¿no decir nada y esperar mantener su secreto
oculto un poco más? ¿O simplemente decir la verdad y admitirla?
Ella solo me mira, esperando que caiga el martillo. Lleva diez años
esperando este momento. Sabía que se acercaba, tiene que haberlo sabido,
pero ahora que está aquí, a pesar de todo ese tiempo para practicar y
prepararse, está casi sin palabras.
Así que hago el trabajo sucio por ella.
—Es una niña linda, sladkaya. ¿Quién es el padre?
29
KINSLEY
DANIIL [2:14 AM]: Pasaré mañana a las tres de la tarde para ver a Isla.
Eso fue todo.
He estado abriendo ese texto durante todo el día y me limité a mirarlo
una y otra vez. No es de gran ayuda para calmar mis nervios.
—¿Señorita Whitlow? Me pica la nariz.
Miro a Avery, uno de mis pequeños alumnos. Está sentado en su mesita
redonda, con las manos absolutamente cubiertas de pegamento azul y
brillos.
El día de las artes y las manualidades siempre sale un poco mal cuando
hay toda una camada de niños de seis y siete años provocando el caos. El
pegamento se lo comen, lo tiran y se pega en todos los orificios. El día que
les permití usar brillantina sigue siendo uno de los días más inquietantes de
toda mi vida.
—Ay, Avery, cariño. Espera. Vamos a arreglarte.
Acudo a su rescate y lo llevo al baño para limpiarlo mientras Kendall,
mi maestra asistente, supervisa el salón de clases en mi ausencia.
Cuando vuelvo, Kendall les está ordenando que guarden sus
suministros. —Empaquen sus cosas, niños —dice ella—. La campana está a
punto de sonar.
Libero un silencioso Gracias a Dios. Ha sido un día largo.
Llevamos a los niños a sus lugares de recogida para que sus padres
puedan buscarlos. Uno por uno se van, hasta que por fin estamos
misericordiosamente fuera de servicio.
Cuando regresamos al salón, Kendall me mira con extrañeza. —¿Estás
bien? —pregunta preocupada, jugando con las puntas de su larga trenza
rubia.
—Claro. ¿Por qué lo preguntas?
—Pareces realmente distraída hoy.
—¿Yo?
—Y revisaste tu teléfono como quinientas veces. Nunca tocas tu
teléfono durante el horario escolar.
Maldita sea. —Solo estoy… esperando una llamada —miento.
¿Cómo se supone que debo explicar que he estado mirando un mensaje
de texto del criminal perdido-hace-mucho-tiempo padre de mi hija? Casi
me río a carcajadas cuando pienso en comenzar toda la historia desde el
principio. Se suponía que me iba a casar…
—Ah —dice ella—. Pensé que habías conocido a alguien.
Me río. —No, no, nada de eso.
—Sabes, si estás interesada, conozco a un tipo realmente genial con el
que podría emparejarte…
Sonrío tan agradablemente como puedo. —Gracias, Kendall. Eso es
dulce de tu parte. Pero en realidad no estoy saliendo en citas en este
momento.
—Llevo más de un año trabajando aquí. Esa ha sido tu respuesta
estándar todo el tiempo.
—¿Lo ha sido?
—Definitivamente. Cuando ese sustituto te invitó a salir, lo rechazaste
en seco.
Arrugo la frente. Ni siquiera recuerdo eso. —¿Sustituto? ¿Qué sustituto?
—¡Dios mío, estás bromeando! Connor Reynolds. Ciento ochenta y
cinco centímetros, hombros anchos… —baja un poco la voz y agrega—:
Un trasero realmente lindo.
Me sonrojo y vuelvo a hacer cualquier cosa para mantener mis manos
ocupadas. —No me suena.
—Vale, si no recuerdas al Sr. Reynolds es porque claramente tienes
ganas de otra persona. Así que habla. ¿Quién es el tío?
—No hay ningún tío —insisto débilmente—. Solo mucho drama en mi
vida. Solo… estoy realmente preocupada por Isla, en realidad.
Kendall frunce el ceño. —¿Sigue teniendo problemas? Pensé que se
había resuelto.
Me hundo en un asiento en el borde de mi escritorio. —Yo también
pensé lo mismo. Resulta que las chicas que la acosan solo se volvieron más
inteligentes sobre cómo lo hacen.
—Urgh. Los niños de nueve años son los peores. A excepción de Isla,
por supuesto.
Sonrío, pero vacila después de un momento. —Ella ya no quiere
quedarse en esta escuela —confieso—. Quiere un cambio y, sinceramente,
creo que se lo merece.
—Pero… ¿qué significaría eso para ti? —pregunta Kendall—.
¿Seguirías trabajando aquí?
—No creo que eso tenga sentido. Trataría de conseguir un trabajo en
cualquier escuela a la que Isla entre.
—¡Nooo! No puedes dejarme aquí.
—No te preocupes —le aseguro—. Si me voy, seguiremos en contacto.
Tomaremos unos tragos después del trabajo cada semana, o algo así.
Kendall sonríe. —¿Sí? Suena divertido —muy amablemente olvida
mencionar que he rechazado todas las invitaciones para salir después del
trabajo que he recibido desde que empecé a trabajar aquí.
—Pero, mientras tanto, creo que tengo que volver a hablar con Heather
sobre Isla.
Kendall arruga la nariz. —¿Tú crees? —ella pregunta—. Quiero decir,
no conozco muy bien a Heather, pero parece… fría.
—Eso es mucho mejor que la palabra que yo hubiera usado —nos
reímos juntas por un momento. Luego suspiro—. Adelante, vete. Yo
termino de limpiar.
—¿Segura? —pregunta Kendall.
—Afirmativo. Ve. Vive tu vida. Tengo que ir a buscar a Isla, de todos
modos.
—Gracias, cariño —dice ella. Me toca una vez en el codo y deja que su
mirada permanezca demasiado tiempo, sus cejas muy fruncidas por la
preocupación.
No me gusta que la gente se preocupe por mí. Se siente peligrosamente
cercano a la lástima.
Luego, el momento termina y ella recoge sus cosas y sale por la puerta.
Ordeno el salón de clases y preparo las cosas para la mañana, luego abro mi
computadora. Los alumnos de quinto grado son los últimos en salir, así que
utilizo el tiempo hasta la última campana para comenzar a investigar otras
escuelas en el área.
Termino con una avalancha de información y un dolor de cabeza
creciente. Todas las escuelas públicas aquí son pozos negros, y cualquiera
de las escuelas privadas que valen la pena son obscenamente caras,
escandalosamente selectivas o ambas cosas. ¿Cómo le voy a decir a mi hija
que su salud mental no es realmente propicia para el saldo de mi cuenta
bancaria?
Una voz desagradable y cínica en mi cabeza interviene. En el peor de
los casos, siempre puedes morder tu orgullo y pedirle ayuda a Daniil.
Pero el solo pensamiento me hace temblar.
Especialmente, con sus palabras todavía retumbando en mis venas.
Puedo cuidar de ella, Kinsley. Puedo cuidar de las dos.
Cierro la computadora de un golpe y me encamino al salón de clases de
Isla. La encuentro sentada en el suelo del pasillo, garabateando con tanta
atención que no se da cuenta de que me acerco hasta que prácticamente
estoy encima de ella.
—Hola, cariño —digo en voz baja.
Se sobresalta. —¡Ah! Hola, Mamá.
—¿Te importaría sentarte aquí afuera durante unos minutos? —pregunto
—. Solo quería decirle unas palabras rápidas a la Srta. Roe.
Isla se ve inmediatamente nerviosa. —¿Por qué?
—Solo cosas aburridas del trabajo —le digo, cada vez más preocupada
por la velocidad a la que le estoy mintiendo a mi hija de nueve años. Sin
embargo, en el gran esquema de las cosas, una pequeña mentira piadosa no
impedirá su crecimiento ni nada de eso. Al menos, no creo que lo haga—.
No tardaré mucho, ¿vale?
Ella asiente con incertidumbre y vuelve a su dibujo.
Cuando entro en su salón de clases, Heather está sentada en su silla, con
los pies apoyados en la mesa. —¡Oh! —exclama al verme—. Kinsley.
—Lamento molestarte, pero quería hablar contigo sobre algo.
Sus cejas se levantan y ya puedo ver su desgano. —¿A ver?
—Se trata de Isla. La cosa es que ella me dijo que todavía la acosan.
Los ojos de Heather se aplanan. —¿Lo hizo?
—Las chicas que la acosan son más sutiles al respecto. Pero
definitivamente que aún está sucediendo. Solo esperaba…
—No puedo cuidar a tu hija, Kinsley —dice Heather abruptamente—.
No recibirá un trato especial. Tengo veintiocho estudiantes en esta clase, y
no puedo vigilar a todos en todo momento. No es humanamente posible.
—Entiendo eso, pero…
—Isla solo tiene que ser más asertiva. Es una buena chica, pero es
callada y antisocial. Eso no le cae bien a los otros estudiantes.
—¿Así que esto es su culpa? —exijo, poniéndome a la defensiva al
instante—. ¿Es eso lo que estás tratando de decir?
—No claro que no…
—Porque Isla solo está siendo ella misma. No debería ser castigada por
ser quien es.
—Eso no es lo que estoy diciendo…
—Ella es “callada y antisocial”. ¿No es eso lo que acabas de decir? “No
le cae bien a los otros niños”. ¿Qué diablos se supone que debo sacar de
eso?
Se sienta erguida, con los pelos de punta ahora. —Srta. Whitlow,
necesitas calmarte.
—¡Y un infierno! —me enojo—. ¿Cómo te atreves a culpar a mi hija
por ser acosada? Culpando a la víctima. ¿Es así como funciona tu salón de
clases, Heather?
—Estás tergiversando mis palabras.
—¿Te haces llamar a ti misma una maestra? —siseo, sin dejarme
intimidar por sus protestas—. Se supone que debes estar cuidando a estos
niños. No traicionarlos cuando más te necesitan.
Sus ojos brillan amenazadoramente. —Vale, ahora, escúchame…
—No, no lo creo —gruño, dando un paso hacia ella—. Creo que es hora
de que tú me escuches a mí. Mi hija quiere cambiar de escuela por todo
esto. No es feliz aquí, Heather. Y eso es culpa tuya.
—No seré culpada por los defectos de tu hija. Puede ser su culpa o
puede ser la tuya, pero seguro que no es mía.
No lo digas. No lo digas. No lo digas.
—Ah, maldita perra.
Listo. Lo dije.
Cualquier esperanza de una conversación profesional entre colegas se va
por la ventana. Heather salta de su asiento tan rápido que su silla rodante se
estrella contra la pared detrás de ella, enviando al suelo media docena de
proyectos de ciencia sujetados con alfileres.
—¡¿Disculpa?!
¡Detente ahora, tonta! ¡Detente mientras aún puedes!
—Perra. P-E-R-R-A. ¿Quieres que escriba eso en tu maldita pizarra?
Heather solo me mira en estado de shock. En algún lugar entre las
tensiones del silencio, me doy cuenta de que acabo de cruzar una línea. En
parte porque he estado tensa todo el día, y en parte porque estoy
genuinamente frustrada con esta mujer.
Sí, ella es una maldita perra. Pero sigue siendo la maestra de Isla y mi
colega, y no debí haberle dicho todo eso en la cara.
Sin embargo, es demasiado tarde para retractarme de mis palabras.
Cualquier disculpa parecerá poco sincera, especialmente porque el
sentimiento aún está ahí, incluso si mi elección de palabras no estuvo a la
altura. Así que hago lo único que puedo hacer: dar la vuelta y salir.
—Vamos, cariño —le digo a Isla bruscamente, cerrando la puerta detrás
de mí—. Vamos a casa.
Soy consciente de que camino rápido hacia el auto y ella apenas puede
seguirme, pero solo quiero alejarme de esta maldita escuela. Isla espera
hasta que ambas estemos acomodadas para preguntar—: ¿Qué pasó?
—Nada —digo rápidamente—. Como dije, solo algunas cosas de trabajo
de las que quería hablar con la Srta. Roe.
Nos conduzco fuera del estacionamiento. Recientemente, me di cuenta
de que mi ansiedad se multiplica por diez cada vez que estoy detrás del
volante. Me digo a mí misma que solo estoy siendo cautelosa por la mala
suerte que tuve al conducir últimamente, pero sé la verdad: es la voz
burlona de Daniil en mi cabeza lo que me sostiene con alfileres y agujas.
—¿Mamá? —dice Isla desde atrás—. ¿Vendrá… él vendrá a verme hoy?
Pongo una sonrisa falsa en mi cara. —Sí, bebé. Él vendrá. Estará en casa
a las tres en punto.
Sus ojos se agrandan, pero no dice nada. Se queda callada por mucho
tiempo después de eso. Solo cuando estamos estacionadas frente a la casa
puedo realmente mirarla y estudiar su expresión.
Se muerde el interior de la mejilla durante mucho tiempo mientras
estamos inactivas en el camino de entrada. Luego, ella mira hacia arriba. —
Mamá, ¿y si no le gusto?
Hago una doble toma. —¿Qué quieres decir? ¡Eres increíble!
—Tú y la tía Em son las únicas que piensan así.
—Porque somos las personas más inteligentes del mundo. Confía en mí,
cariño: él te amará. —Sus pequeñas mejillas se tambalean un poco y, por
primera vez en mucho tiempo, parece pequeña para su edad. Agarro su
mano y la sostengo contra mi pecho—. Mi querida niña, no tienes idea de lo
especial que eres. O lo hermosa.
—No soy ninguna de esas cosas, mamá —murmura.
—Por supuesto que lo eres. Eres…
Ella arranca su mano de la mía. —No, no lo soy. Obtuve una C y una
D+ en mis dos últimas pruebas. Y no soy hermosa. Tengo ojos. Puedo verlo
por mí misma.
—Entonces, no estás viendo bien —le digo con firmeza.
Ella mira hacia su regazo. —Ojalá me pareciera más a ti.
—Sí te pareces mucho a mí —le digo—. Tienes mi nariz y mis orejas.
Tienes mi color de cabello y mis rodillas huesudas. Tienes una marca de
nacimiento en el estómago, que es una copia al carbón de la mía. Y tienes
mi sonrisa. Aunque ya no lo veo a menudo.
Eso provoca la más pequeña de las sonrisas.
—Ojalá te vieras como yo te veo —agrego—. Soy tu mamá. Te conozco
mejor.
—Pero él no —señala—. Puede ser mi papá, pero es un extraño.
—Por ahora —suspiro y resisto el impulso de tocarla de nuevo—. ¿Qué
tal si entramos y hacemos unos sándwiches?
Ella asiente distraídamente y nos dirigimos adentro. Preparo una taza de
café y le paso a Isla una caja de jugo, mientras nos ponemos a trabajar en
los sándwiches para el almuerzo.
Ya son las 2:20 PM. Si es puntual, eso significa que tenemos menos de
una hora antes de que Daniil toque a nuestra puerta principal.
—¿Cómo es él? —pregunta Isla abruptamente, mientras continuamos
con nuestra pequeña línea de producción. Yo unto mostaza y mayonesa. Isla
apila el queso y la carne.
Me estremezco. Jesús, esa es una pregunta capciosa, pienso para mis
adentros.
—Es… un hombre muy interesante —digo en voz alta—. Misterioso.
Como un espía.
Isla se ve emocionada. —¿Él es un espía?
—No, dije que es como un espía. A decir verdad, no tengo idea de lo
que realmente hace.
—Ah. Sin embargo, sería cool si lo fuera —ella reflexiona sobre eso por
un momento, y luego pregunta—: ¿Crees que, si él fuera un espía, nos lo
diría?
—No me parece. Eso anularía todo el propósito de ser un espía,
¿verdad?
—Creo que nos diría —responde Isla con confianza—. Pero todavía no.
Esperaría para asegurarse de que puede confiar en nosotras y luego nos lo
diría. Y podríamos ayudarlo.
—¿Ayudarlo?
—Sí, ayudarlo a hacer su trabajo de espionaje.
Me río. —Estoy bastante segura de que sería el tipo de espía que trabaja
solo.
DING. El timbre se siente como un picahielo en el tímpano. Para Isla,
sin embargo, es más como los fuegos artificiales del 4 de julio. Deja caer
una loncha de jamón al suelo y corre a la vuelta de la esquina, para mirar el
reloj en la pared de la sala.
—¡Mamá! —chilla—. ¡Mamá, son las tres en punto!
—Ese es él, entonces —digo, sintiendo que se me pone la piel de gallina
en todo el cuerpo—. ¿Vamos a abrir la puerta juntas?
—No, hazlo tú —dice ella, tímida de pronto.
Luego procede a correr directamente a su habitación. Respiro hondo y
me dirijo a la puerta principal, rezando por no haber cometido un gran error
al aceptar esto.
Ya he cometido suficientes errores.
34
DANIIL
—Hola, sladkaya.
Kinsley está rígida como un poste, mirándome con una expresión entre
cautelosa y llorosa. —¿Viniste solo? —pregunta, como si estuviera aquí por
algún turbio negocio de drogas.
—¿Con quién más estaría aquí?
No responde. Sus ojos están en mi cara, pero es obvio que está distraída.
—Adelante.
La casa es pequeña, aunque Kinsley ha hecho todo lo posible para
convertirla en un hogar. Las cosas de Isla están tiradas por todas partes, sus
dibujos enmarcados en casi todas las paredes.
—Es una artista —observo.
Toda la cara y la postura de Kinsley se suavizan. —Sí, lo es. Empezó a
dibujar cuando tenía un año, y nunca ha dejado de hacerlo.
Me detengo frente a una acuarela enmarcada, de un dragón con las alas
extendidas. —Es buena.
—Lo sé. Últimamente, todos sus dibujos han sido realmente fantásticos.
Creo que es su escape.
—¿Necesita un escape?
Kinsley se encoge de hombros. —¿No lo hacemos todos?
Es muy distinto de mi casa. Hay mucho más color aquí. Color en las
cortinas, las alfombras, el sofá, las paredes. Veo un atrapasueños colgando
en una esquina y el móvil de juguete que cuelga en la otra.
Nada coincide. Y tal vez por eso todo encaja. Un revoltijo de caos y
brillo, sin ninguna razón detrás de nada más que hacer que una, la otra o
ambas sonrieran.
Me gusta eso.
—¿Admirando mis habilidades de decoración? —pregunta con una risa
nerviosa.
—Es… lindo.
Ella pone los ojos en blanco. —Dime lo que realmente piensas, ¿por qué
no lo haces?
—Dije que es lindo.
—Suena como código para “mal gusto”.
—Si fuera de mal gusto, lo habría dicho.
Casi sonríe ante eso. —Sabes, en verdad creo que lo harías.
Deambulo hasta la nevera, que está empapelada con fotografías. Muchas
de Isla. Algunas de Isla y Kinsley juntas. Algunas incluyen a Emma
también.
Pero, aparte de ellas tres, nadie más adorna las imágenes. Parece que es
una sociedad cerrada.
—¿Dónde está ella?
—En su habitación —explica Kinsley—. Escuchó el timbre de la puerta
y salió corriendo.
—¿Sabe quién soy?
—Le dije.
No esperaba eso. Me giro hacia ella, sorprendido.
—Tenía que hacerlo —dice Kinsley nerviosa—. Es una chica
inteligente, Daniil. Se dio cuenta.
—¿Ella descubrió que yo era su padre con una sola mirada en un
parque?
—Bueno, para ser justos, le había contado la historia antes.
Arrugo la frente. —¿Una versión o la verdadera?
—La verdadera —dice en voz baja—. Sentí que le debía la verdad, así
que le dije la verdad. Hui de mi propia boda, tuve un accidente
automovilístico, perdí el rumbo y caí a un río. Tú me salvaste.
—¿Y la parte que sigue?
—Le dije que hablamos y… pasamos la noche juntos. Luego te fuiste a
la mañana siguiente.
Tengo algunos problemas con su historia, pero los hechos están en
orden, más o menos. —¿Qué pasa con la parte en la que estaba huyendo de
la policía?
—Obviamente, dejé esa parte fuera.
—¿Por qué?
Ella me mira incrédula. —¿Por qué?
Asiento con la cabeza. —¿Por qué no le dijiste sobre esa parte?
Sus ojos se nublan por un momento y se aparta de mí. —Quizá sentí que
tenía suficiente que procesar. Y…
Se corta de repente, despertando mi curiosidad. —¿Y?
—No importa.
—Sladkaya.
—¿Realmente tienes que llamarme así todo el tiempo?
—Termina tu pensamiento.
Ella suspira, pero sabe que no vale la pena dar algunas batallas. —La
parte “y” es que ella realmente necesita creer que su padre era… es… un
buen tipo.
—¿Quién dice que no lo soy?
Ella me mira fijamente a los ojos y resopla. —Claro.
—¿Todavía estamos atascados en todo eso de irme-al-día-siguiente? —
pregunto—. Porque tienes que superarlo.
Ella entrecierra sus ojos en mi dirección. —No me conoces muy bien.
Pero, con el tiempo, te darás cuenta: guardo rencor.
Pongo los ojos en blanco. —Y aquí estaba yo, pensando que eras
diferente de todas las otras mujeres con las que he salido antes.
Ella vuelve a resoplar. —Creo que la palabra “salir” queda grande en esa
oración, amigo.
Me cruzo de brazos y me apoyo en el mesón de la cocina. —¿Cuál sería
el término más apropiado?
—“Follar”, probablemente —dice sin rodeos—. Seamos sinceros. No
sales con mujeres. Te acuestas con ellas. Luego te olvidas de ellas
inmediatamente después —mira hacia abajo, donde sus manos se retuercen
frente a su regazo. Luego, me mira y dice—: Tiene que ser diferente, Daniil.
No puedes olvidarte de ella. No te dejaré.
Sus ojos arden con una feroz protección. Y sé que lo dice en serio. Este
es un rencor que soltaría.
—No tengo la intención de olvidarla en ningún momento, sladkaya. A
ninguna de las dos.
—Vale —dice ella—. Porque, si lo haces… te mataré.
¿Prometiendo matarme por amor? Es realmente una mujer tras mi
propio corazón.
Le sonrío. —Te creo.
—Vale. Porque lo digo en serio.
—Sé que lo haces. Ahora, ¿vamos a seguir charlando en tu cocina, o
puedo conocer a mi hija?
Ella me mira con ira. —Solo para que quede claro —dice, dando un
paso hacia mí, su dedo pinchando mi pecho—, ella fue mi hija primero.
—Y me matarás si la lastimo, estoy seguro.
—Maldita sea, sí que lo haré. Sin un puto parpadeo.
Está tan mortalmente seria que no puedo evitar empezar a reír. Justo en
su cara.
Me rechina los dientes. —¡Esto no es una broma, maldita sea!
—Entonces, deja de hacerme reír. Hagamos algo: iré a buscarla yo
mismo —sin esperar una respuesta, salgo de la cocina y empiezo a caminar
por el pasillo. Me detengo en la puerta encalada de la izquierda y toco dos
veces.
Escucho el correr de los pies. Luego se abre, y me encuentro mirando a
una niña pequeña de ojos grandes con la cara llena de pecas.
Es la cosa más hermosa que he visto.
Parece atónita al verme. —Hola, Isla —digo tan suavemente como un
hombre como yo puede hacerlo—. Soy Daniil.
Sus ojos se agrandan detrás de sus anteojos redondos de abuela. —H…
hola.
Ella mira detrás de mí, buscando a su madre. Pero no voy a llamar a
Kinsley ahora. Este momento se trata de nosotros dos. —Tu mamá está
pasando el rato en la cocina. Esperaba que tú y yo pudiéramos hablar.
Sigue sin decir nada. Le tiemblan las manos a los costados, aunque
puedo notar por su respiración pausada que está tratando de controlarse.
—Vi tus dibujos —agrego—. Son increíbles.
Eso es lo que finalmente lo logra. Su rostro se ondula de placer. —¿Te
gustaron?
—Son perfectos.
Ella sonríe. Es pequeña, todavía nerviosa y muy, muy tímida. Pero
transforma toda su cara. Ahora parece una niña, en lugar de la adusta mini
adulta que me abrió la puerta.
—¿Puedo entrar?
Ella asiente y se hace a un lado para dejarme pasar. La puerta hace clic
detrás de mí, y miro alrededor de su pequeña habitación. Solo es lo
suficientemente grande para una cama individual, un pequeño armario
verde y un escritorio lleno de bolígrafos, papeles y media docena de
cuadernos abiertos. Al igual que el resto de la casa, su arte está pegado a
cada centímetro de pared disponible.
—Es una habitación bastante cool.
Ella no parece saber a dónde ir. No la culpo. En el momento en que
entré, el aire aquí se volvió considerablemente más delgado.
Al final, camina a mi alrededor y se sienta en la silla frente a su
escritorio. No hay otro lugar para sentarse, así que voy por su pequeña cama
individual con sábanas rosas de algodón de azúcar.
—¿Tú hiciste todos estos dibujos? —pregunto, señalando la pared justo
detrás de ella.
—La mayoría de ellos —murmura.
—¿Es esto lo que quieres hacer cuando seas grande? —pregunto—.
Dibujar, quiero decir.
—Quiero ser caricaturista de películas —recita de inmediato.
Sonrío. La seriedad de su ambición es como mirame en un espejo. —
Entonces, estoy seguro de que eso es exactamente lo que harás.
Se vuelve alta y orgullosa por un segundo. Luego, sus hombros caen
hacia adelante. —Eres la primera persona, además de mi madre y la tía Em,
que ha dicho eso —susurra—. Todos los demás dicen que no es realista.
Es difícil no estudiar su melancolía. Es una niña, y su rostro y su cuerpo
sugieren exactamente eso. Pero sus modales, su tono, sus palabras, todo
transmite la profundidad y la madurez de alguien mucho mayor. Alguien
que ha visto demasiado.
—Olvídate de lo que digan los demás. Nada parece muy realista hasta
que sucede. Pero yo me aferraría a los sueños poco realistas. Son los únicos
que vale la pena cumplir.
Ella sonríe y otro pequeño nudo de tensión en su rostro se disipa. Me
gusta hacer eso: hacerla respirar, hacer que se relaje, hacer que se afloje,
incluso si es solo una fracción a la vez.
—¿Eres un espía? —espeta de repente. Tan pronto como las palabras
salen de su boca, se sonroja de nuevo—. Si no puedes decírmelo, lo
entenderé.
Reprimo una sonrisa. Hago un gran espectáculo de mirar por la ventana
y hacia la puerta, luego me inclino hacia ella, pongo mi mano sobre mi boca
y susurro—: Sí. Pero no puedes decírselo a nadie.
—¿En serio? —jadea, sus ojos se agrandan con asombro. No es tan
buena guardando secretos, esta. Eso también me hace reír—. ¿A quién
espías?
—A hombres que no traman nada bueno.
—¿Es por eso que dejaste a mi mamá esa mañana? —pregunta—.
¿Estabas encubierto en una misión y tuviste que volver a ella?
Reprimo una mueca. Es dulce su predisposición a indultar mis pecados
pasados. Su esperanza es contagiosa. Me traga en la historia revisionista
que está creando por mí.
No es solo una artista. Es una escritora. Ella ve un mundo mejor.
Quiero hacerlo cobrar vida para ella.
—Eso es exactamente correcto. Yo tenía una misión —le digo—. Y tuve
que volver.
—¿Tuviste éxito?
Bajo la mirada hacia mi traje Armani azul marino. —De hecho, sí. Es
por eso que ahora puedo vestirme para el papel.
Ella se ríe. —¿Es emocionante? Apuesto a que es muy emocionante.
Creo… creo que yo también quiero ser un espía, algún día.
—Caricaturista de día y espía de noche. Puedo verlo.
Ella retuerce sus dedos, tratando de exprimir sus nervios. Ninguno de
los dos se ha dirigido al elefante en la habitación. No voy a dejarlo en
manos de la niña de nueve años.
—Estoy muy feliz de conocerte, Isla.
Sonríe de nuevo, vuelve a ponerse un poco más tímida. —He querido
conocerte toda mi vida.
—Lamento no haber aparecido antes de ahora.
—No sabías de mí antes.
—Cierto. Pero aun así debería haber buscado.
Eso la confunde, pero no me presiona. Solo se sienta allí, tratando de
averiguar qué debe decir a continuación. —¿Puedo hacerte una pregunta?
—dice una vez que ha reunido el coraje suficiente.
Asiento solemne. —Me puedes preguntar lo que sea.
—¿Cómo te sentiste cuando te enteraste de mí?
Me apoyo en un codo. Qué maldita pregunta. —Me sentí conmocionado
al principio —le digo con honestidad—. Y luego sentí… emoción.
Otro rubor. Tan dulce e inocente como su madre, en los momentos de
luz de la luna antes de que le quitara la esperanza.
—¿Estabas feliz?
—Más feliz que nunca en mi vida, Isla —inclino mi cabeza hacia un
lado para mirarla desde un nuevo ángulo—. ¿Y tú? ¿Cómo te sentiste?
—Como si fuera el momento adecuado —responde rápidamente—.
Siempre me he preguntado por ti. Pero Mamá en realidad no hablaba mucho
de ti. Entonces, finalmente, lo hizo. Me dijo que la salvaste de un río.
Me río. —Eso es cierto. Lo hice.
Isla se desliza un poco más cerca de mí. —¿Qué pensaste sobre Mamá
cuando la viste por primera vez? —pregunta Isla—. Cuando viste su rostro
por primera vez.
Yo sonrío. —Si ser caricaturista no funciona, creo que tienes un futuro
prometedor como periodista. Haces las preguntas más contundentes.
—Solo quiero saber cómo llegué aquí.
—Eso es algo muy sabio en lo que pensar, malyshka. Vi a tu madre y
pensé: ahora, eso es un choque de trenes.
Isla parpadea lentamente. —¿Un… un choque de trenes?
—Ella era un desastre. Parecía algodón de azúcar blanco, con la cara
llena de maquillaje. Parecía miserable y aterrorizada. Tuve que saltar detrás
de ella. Sabía que no podía dejarla morir con esa pinta.
Isla me mira por un momento más y luego se echa a reír. —¡Pensé que
ibas a decir otra cosa!
—La verdad siempre es mucho más entretenida que la ficción —le digo
—. Lo aprenderás muy pronto.
—¿Pensaste que era hermosa? —presiona Isla.
Yo sonrío. —Una vez que le quité toda esa suciedad de la cara, sí, era
hermosa. Lo sigue siendo.
Por alguna razón, eso hace que a Isla se le caiga la cara. —Solía pensar
que me parecía a mi papi —admite—. Porque Mamá siempre ha sido tan
bonita. Pero, ahora que te he conocido, no sé a quién me parezco.
—Te pareces a los dos. A lo mejor de los dos.
Ella piensa en eso por un rato. Sus ojos van de mí a sus paredes y luego
de vuelta a mí.
Está pensando mucho. Simplemente no sé lo que hay en su mente.
Finalmente, su mirada aterriza en mí y se queda ahí. Otro rubor sube por
sus mejillas y sigue tirando de sus dedos.
—Me gustas —admite, dejando al descubierto su alma como solo puede
hacerlo una niña de nueve años.
Solo puedo sonreír. Es el mejor cumplido que he recibido en mi vida.
35
KINSLEY
Estoy cocinando pasta por una razón y solo una razón: es casi imposible de
arruinar. Teniendo en cuenta lo dispersos que están mis pensamientos en
este momento, es exactamente lo que necesito.
Recito el viejo mantra que Emma y yo solíamos cantar cuando vivíamos
juntas—: En caso de dudas… añade queso.
Y así, siguen gotas de salsa blanca y una capa gruesa de queso
parmesano. Luego una capa más, solo por si acaso. Meto el plato en el
horno precalentado y miro, quizás por enésima vez, en dirección de la
habitación de Isla.
Han estado allí durante casi una hora. No puedo distinguir palabras
individuales, solo el retumbar de la voz de bajo de Daniil y el parloteo de
Isla que se desliza por encima. Incluso escucho risas—de ambos. No estoy
segura de cuál de las risas es más milagrosa.
Me deslizo por el pasillo para escuchar más de cerca, pero sus risas
siguen estando frustrantemente amortiguadas. Así que me acerco más y más
de puntillas y, justo cuando no puedo soportarlo más y estoy a punto de
irrumpir para ver qué es tan divertido, suena mi teléfono.
Vuelvo a la cocina a toda velocidad y presiono Responder sin ver quién
llama. —¿Qué?
—Uy, ¿mal momento?
—Ah. Em. Hola. Sí, podrías decir eso. Casi me delatas.
Emma se ríe. —¿Los estabas espiando?
—Intentaba.
—El primer paso para escuchar a escondidas es silenciar tu teléfono,
boba. ¿Nunca has visto, ay, no sé… cualquier película?
—Cállate.
Ella se ríe un poco más. —Sin embargo, en serio, ¿cómo va eso?
—De mil maravillas.
Vaya. Eso sonó amargo. Un minuto. ¿Estoy amargada?
—Tranquila —dice Emma, que arranca el pensamiento de mi cabeza—.
¿Estás bien?
—Lo siento. No sé de dónde salió eso.
—Es perfectamente natural sentirse un poco insegura.
—No estoy insegura.
—La actitud defensiva también es perfectamente comprensible. Fue casi
terapeuta, ¿sabes?
—¿Puedes dejar de intentar psicoanalizarme? Aprobar apenas dos clases
de psicología en la universidad no te convierte en terapeuta.
—No, casi lo hace. Como dije.
Pongo los ojos en blanco. —Qué suerte la mía.
—Respira, ¿vale? ¿Dónde están ahora?
—En su habitación. Han estado allí durante una hora.
—¿Y tú dónde has estado todo ese tiempo?
—En la cocina, preparando la cena.
—¿Se queda a cenar? Dios mío, la trama se complica —debe escuchar
cómo camino en círculos cerrados alrededor de la isla de la cocina, porque
agrega—: Es tierno, ¿sabes? Lo nerviosa que estás. Como una adolescente
en su primera cita.
—Esto no es una cita.
—Era una broma, Kinsley Jane —prácticamente puedo ver a Emma
sonriendo de oreja a oreja mientras se mueve entre distraerme de mis
ansiedades y enfurecerme como una condenada—. Solo estoy aquí para
hacerte saber que lo que sea que estés sintiendo es completa y totalmente
aceptable.
Respiro profundamente, pero me aferro a mi obstinada negación. —
Estoy bien.
—¿E Isla? ¿Cómo está ella?
—Está pasando el mejor momento de su vida, si la risa que escucho
desde su habitación es una indicación.
—Risas, ¿eh? —pregunta Emma con incredulidad—. No puede ser.
Genial. Lo necesitaba.
—Joder. Tienes razón —dejo de caminar y descanso mi frente en la fría
mesada—. Ay, Dios, ¿qué me pasa? Quiero que esto vaya bien, de verdad.
Pero, ¿por qué me siento tan… desubicada? Oírla reír me hace parecer un
gran fracaso. Está tan desconsolada todo el tiempo cuando solo somos ella y
yo. Luego entra él y boom, ella no para de reír.
Emma suspira. —Él es su padre. Y, aceptémoslo, Kinsley: ella lo ha
estado esperando por mucho tiempo.
Yo suspiro. —Lo sé.
Yo también.
—Debería irme —le digo—. Te llamaré más tarde y te haré saber cómo
va.
—Te amo, Kinz.
—Te amo, Em.
Cuelgo, pongo mi teléfono en silencio siguiendo las instrucciones de
Emma, y esta vez lo dejo sobre la mesa de la cocina. Voy de puntillas por el
pasillo y me paro lo suficientemente cerca de la puerta para escuchar sin
necesidad de apoyarme en ella.
Isla está hablando. —…¿Realmente me parezco a ella?
—Sí. Su viva imagen. Tendré que desenterrar algunas fotos para ti.
—¿Cómo era ella? —pregunta Isla.
—Callada. Orgullosa. Muy introspectiva. A ti te gusta dibujar y a ella le
gustaba tejer. Tejía cojines, suéteres, bufandas… La lista sigue y sigue.
—¿Tienes algo que ella haya hecho?
—Ya no, no.
—¿Por qué no?
—No soy una persona sentimental —admite Daniil—. Lo que guardo
son recuerdos.
—Eso es realmente bonito.
—Tu madre me acusó de ser poeta, una vez.
Prácticamente, puedo escuchar a Isla fruncir el ceño. —No creo que le
gusten mucho los poetas.
—¿Por qué dices eso?
—Ella siempre dice que los poetas son personas que pasan tanto tiempo
sintiendo que, en realidad, nunca experimentan nada en la vida.
Me muerdo el labio con fuerza, pensando en el aspecto de Daniil al
decirme esas palabras por primera vez. Espero que no lo recuerde, aunque
estoy absolutamente segura de que sí lo recuerda.
—Bueno —reflexiona—, una persona muy sabia debe habérselo dicho.
Sí, ahí va eso de no recordar.
—¿Tú y mi mamá son amigos? —pregunta ella de repente.
Tengo que esforzarme para escuchar la frase, porque habla muy bajo.
Presiono mi oreja contra la puerta porque no quiero perderme la respuesta
de Daniil.
—Creo que lo somos —dice—. Solo que tu mamá simplemente no lo
sabe.
Isla se ríe. Una risa que suena como si en realidad perteneciera a una
niña de nueve años. Luego escucho el crujido de los resortes de la cama, y
tardo tres segundos en darme cuenta de que caminan hacia la puerta contra
la que tengo la oreja presionada.
Me lanzo hacia atrás y trato de huir, pero la puerta ya se está abriendo y
Daniil me observa directamente a la cara.
—Acechando en el pasillo, ya veo —señala divertido.
Trato de mantener mi actitud al mínimo, considerando que hoy tenemos
público. —Solo pasaba. ¿Ustedes dos tuvieron una buena charla?
Isla está justo detrás de Daniil, mirándonos con curiosidad de un lado a
otro. Luego olfatea el aire, momentáneamente distraída. —¿Vamos a cenar
pasta?
—Sí, señora —confirmo.
—¡Hurra! Tengo hambre.
Asiento con la cabeza, tratando de no derramar una patética lágrima por
lo bueno que es verla feliz por algo tan pequeño y simple. —Vale. ¿Por qué
no vas a poner la mesa para la cena?
—Daniil —dice ella mirándolo. Tiene que estirar bastante el cuello—.
Te quedarás a cenar, ¿verdad?
Ni siquiera se molesta en mirarme. —Sería un honor.
La sonrisa de Isla hace brillar todo su rostro. Salta hacia la cocina, pero
Daniil se queda allí, mirándome. Sus intensos ojos son de un azul profundo,
casi gris, bajo la luz apagada del estrecho pasillo.
—Eres demasiado grande para esta casa —observo.
Él sonríe y camina el resto del camino hacia el pasillo, obligándome a
retroceder contra la pared opuesta. Su aliento es cálido y mentolado en mis
fosas nasales, y tal vez haya una pulgada de espacio entre mi cuerpo y el
suyo. Soy abrumadoramente consciente de esa pequeña pulgada solitaria.
—Así que, eh… —me tropiezo—, ¿cómo te fue?
Solo actúa casual. No dejes que él tenga la ventaja.
Pero es obvio que estoy peleando una batalla perdida. Una batalla contra
su altura, la anchura de sus hombros. Contra la profundidad de esos ojos y
la carnosidad de esos labios.
—Me fue bien —murmura Daniil—. Estoy seguro de que oíste bastante
cuando estabas escuchando a escondidas —me ve hacer una mueca y abrir
la boca para mentir. Antes de que pueda hacerlo, dice—: Ni te molestes,
sladkaya. Te vi saltar hacia atrás cuando abrí la puerta.
—¿Estás tratando de demostrar un punto, o algo así? —exijo, tratando
de infundir algo de una confianza muy necesaria en mi voz—. ¿O hay
alguna razón por la que no estás respetando mi espacio personal?
Él sonríe y arquea una ceja mientras me mira fijamente. Es un combo
devastador. —Ese es un lindo vestido —comenta.
Miro el vestido blanco de algodón que llevo puesto. Los tirantes son
finos, el cuerpo entallado y el escote corazón profundo, sin dejar ser
modesto.
Arrugo la frente. —¿Qué estás tratando de lograr con una línea como
esa?
—Estoy tratando de halagarte.
—Si estuvieras parado un poco más lejos de mí, te creería —digo
lentamente—. Pero, dada la proximidad entre nosotros, se siente más
como… más como un… una… —¿cuál es la palabra? —Como una
amenaza.
Me mira un rato más, todavía sin decir nada. Jadeo cuando sus dedos
rozan el costado de mi vestido. Ni siquiera me ha tocado realmente y, aun
así, el calor se extiende por mis piernas.
—¿Qué estás haciendo? —tartamudeo.
—Estoy en un conflicto interno desde que llegué aquí.
—¿Y ese conflicto es…?
—No sé qué parte de ti quiero probar primero.
Ay, por el amor de Dios.
Más calor. Más palpitaciones. Más nervios hormigueantes que me hacen
sentir como una maldita adolescente. Abro la boca para decir algo, pero no
sale nada.
Agarra un puñado de mi vestido y comienza a levantarlo hasta mi
cintura. Y yo me quedo allí, incapaz, no, incapacitada, no, las dos cosas, de
pedirle que se detenga.
Sus dedos se deslizan a lo largo de la piel desnuda de mi muslo, lo
suficientemente cerca de mi cadera para que pueda sentir el tirante de mi
ropa interior de algodón.
—Aquí, tal vez —reflexiona—. Este es un buen lugar.
El peso de las yemas de sus dedos es ligero como una pluma y también
es lo único en lo que puedo concentrarme. Solo está tocando la parte
exterior de mi pierna, y ya está saltando a la parte superior de la lista de las
cosas más calientes que me han pasado en los últimos diez años.
Mi cuerpo se siente como en llamas. Mi centro se siente como en
llamas. Un centímetro más arriba y podría empezar a derretirme.
—¡Mamá! —llama una voz desde la cocina—. ¡Mamá!
Jadeo y me alejo de él. Mi falda vuelve a caer en su lugar, como si nada
hubiera estado mal para empezar.
—¿Mamá? —repite Isla asomándose en la esquina—. La mesa está
puesta.
—Ya vamos, cariño.
Ni siquiera puedo mirar a Daniil, en caso de que me delate
sonrojándome. Solo sigo a Isla a la cocina, donde la mesa ha sido puesta
para la cena mejor que nunca.
Me pongo los guantes para hornear y tomo el plato de lasaña del horno.
Cuando lo dejo sobre la mesa, Daniil e Isla están sentados.
—Adelante —murmuro, deslizándome en la silla vacía frente a Daniil.
No hago contacto visual, pero puedo sentir sus ojos en mí. El hombre es
tan frío como un glaciar. Completamente imperturbable. Yo, por otro lado,
apenas me mantengo entera.
Tomo un asiento trasero en la conversación y escucho la charla entre
Daniil e Isla. En su mayoría son pequeñas cosas: lo que le gusta dibujar,
cómo se las arregló para aprender por su cuenta. Qué películas le gusta ver.
Cuáles son sus sabores de helado favoritos.
Él nunca luce aburrido. Ella nunca se ve triste. Incluso cuando la comida
se acabó hace mucho tiempo, se sonríen como nunca antes había visto a
ninguno de los dos.
Cuando Isla se excusa para ir al baño, me doy cuenta de que no puedo
evitar su mirada por más tiempo. Miro hacia arriba, solo para descubrir que
él me está mirando a mí.
El silencio es peligroso. Cualquier cosa puede suceder en el silencio.
—Eres bueno con ella —grazno a través de una extraña garganta
ahogada.
—Dudabas de que lo sería.
—Tal vez un poco.
—¿Por qué?
Me encojo de hombros. —No me pareces el tipo de hombre que es muy
amigable con los niños.
—Esto es diferente. Ella es mía.
Tan posesivo ya. Debería aterrorizarme. Pero, en cambio, tiene otro
efecto más curioso, más preocupante: el hormigueo en mis piernas se
extiende hacia arriba.
—Has hecho un gran trabajo con ella, Kinsley. Deberías estar orgullosa.
Trago saliva. Me equivoqué: la conversación es mucho más peligrosa
que el silencio.
36
DANIIL
—Don Vlasov.
Ribisi se queda a un lado, esperando que lo invite a sentarse. Solo le doy
una mirada casual y alcanzo mi whisky.
—Supongo que estás aquí porque tienes noticias para mí.
—Sí, señor. Don Semenov está desesperado por reunirse con usted.
—Eso no es noticia —le digo, mirándolo—. Es de conocimiento común.
¿Estás tratando de engañarme para que crea que eres leal a mí?
—No, mi don.
—Aún no soy tu don —le recuerdo con dureza—. Sigo decidiendo qué
hacer contigo. Fuiste su criatura durante demasiado tiempo.
—Y aún lo sería —coincide Ribisi—, si no me hubiera escupido en la
cara.
Petro pone los ojos en blanco. —Yo también voy a escupirte en la cara,
amigo, si sigues aburriéndome con la misma vieja historia de sollozos. Y no
del tipo de “paga extra porque eso es lo que te gusta”.
El rostro de Ribisi se amarga, pero se mantiene firme. Me pregunto
cuánto tiempo pasará antes de que se rompa bajo las humillaciones de
Petro. Si acepta el insulto en el pecho, entonces estoy dispuesto a explorar
su potencial en mi Bratva. Pero, si se rompe como sospecho que podría
romperse, no me arriesgaré con alguien tan reaccionario.
Si puede desertar y venir a mí, puede desertar de nuevo e irse al viejo
con la misma facilidad.
—Tengo noticias adicionales, que no son de conocimiento común —
agrega Ribisi.
—Bueno, ¿qué diablos estás esperando, entonces? —pregunta Petro,
señalando a una de las sirvientas del Cirque. Ha tenido sus ojos en este
espécimen en particular toda la noche. Cabello rubio. Ojos azules. Tetas
grandes. El Especial de Petro, como lo llamamos.
—Tiene sus espías sobre ti —confiesa Ribisi, acercándose poco a poco
—. Están observando todos tus movimientos. Además, llegará aquí pronto,
con la esperanza de atraparte para conversar.
Arqueo una ceja. —¿Él vendrá aquí? ¿Esta noche?
Eso sí son noticias para mí. También es sorprendente. Gregor Semenov
solía pensar que estaba por encima de las visitas a domicilio. Los tiempos
han cambiado, al parecer.
Petro me lanza una mirada intrigada desde atrás de Ribisi. Él sabe tan
bien como yo que este es un giro interesante de los acontecimientos.
—Como dije, está decidido a hablar contigo.
—Me las he arreglado para evadir esa conversación durante diez años
—señalo—. Puedo hacerlo por otros diez, si es necesario —tomo un sorbo
de mi bebida de nuevo—. Te llamaré de nuevo si te necesito. Déjanos.
Ribisi inclina la cabeza y desaparece tan subrepticiamente como
apareció.
Petro quita los brazos de la rubia de su cintura y la despide con un
movimiento de su mano. Su rostro se tuerce con molestia, pero se va. Él
sirve otra bebida y se deja caer a mi lado, derramando la mitad en el
proceso.
—Ese bastardo me pone los pelos de punta.
—¿Semenov o Ribisi?
—Un poco de esto, un poco de aquello —admite.
Me río. —Ay, ¿el pobrecito Petro se siente asustado?
Su cara es amarga. —Él era mi don. Y lo traicioné por ti. Ese es un tipo
de elección que exige represalias, si alguna vez se acerca lo suficiente para
reclamarlo.
—No fue una traición. Y él era un don de mierda.
—Era un don decente —dice Petro cuidadosamente—. Era una persona
de mierda. Hay una diferencia.
Él no está equivocado, por mucho que odie admitirlo. Yo asiento y me
recuesto en el sofá. —Por cierto, antes de que puedas preguntar: no nos
iremos.
Petro palidece. —¿Hablas en serio? Ya escuchaste a Ribisi. ¡Vendrá aquí
esta noche! No traerá exactamente regalos de fiesta, sobrat.
—Lo escuché. Creo que es hora de que tengamos esa conversación.
—¿Qué pasó con lo de “Lo he evitado durante diez años”?
Me encojo de hombros. —Cambié de opinión.
Petro frunce el ceño y cruza los brazos sobre el pecho mientras toma su
bebida. Más azafatas pasan volando por el borde de nuestra área VIP,
simplemente rogando ser llamadas, pero, por una vez, él las ignora por
completo.
—¿Puedo hacerte una pregunta rara? —espeta de pronto.
—Todas tus preguntas son raras.
Él frunce el ceño. —¿Lo extrañas?
—¿Si extraño qué, exactamente?
—Ser el que está en el asiento del pasajero, en vez del hombre que toma
todas las decisiones. No tener que lidiar con toda la mierda.
No necesito tiempo para decidirme por una respuesta. —No —resoplo
—. No lo extraño en absoluto.
Petro suspira. —Sí, no lo pensaba —se acaricia la barba de tres días,
sumido en sus pensamientos—. Él realmente debería haberlo visto venir.
—¿La fuga o la desobediencia?
—Ambas —responde—. Fue jodidamente atrevido.
—También lo fue dejar su Bratva para unirte a la mía —señalo—. Lo
que significa que eres mi cómplice, amigo mío.
El ceño de Petro se profundiza. —Sí, bueno, eso es lo que me asusta.
¿Te das cuenta de que no nos hemos encontrado cara a cara con el hombre
en diez años?
—He sido dolorosamente consciente de cada segundo que ha pasado
desde ese día, Petro. Así que, sí, puedo decir con seguridad que me doy
cuenta.
—¿Y realmente crees que reunirte con él es una buena idea? ¿Incluso
con tu… nueva situación?
Levanto una ceja. —¿Estás realmente preocupado por mi “nueva
situación”, o solo estás tratando de encontrarle una salida a esto porque eres
un cobarde?
—¿No pueden ser ambas? —agarra su vaso con ambas manos y se
inclina más hacia mí—. Es el tipo de hombre que guarda rencor, Dan.
—¿Sí? Qué divertido. Yo también.
—Créeme que lo sé —murmura en voz baja—. Sin embargo, mantengo
mi pregunta.
—Nadie sabe sobre Kinsey e Isla, excepto tú y yo —digo—. Seguirá así.
—Vale, pero escuchaste a Ribisi. El viejo Greggy tiene a sus espías
detrás de ti. ¿Qué pasa si se topan con tu nueva familia?
—Ese hijo de puta arrugado no tendrá las agallas para hacer nada al
respecto.
—Te estás arriesgando —advierte—. A lo grande.
—Toda mi vida ha sido un riesgo, Petro —señalo—. ¿Por qué parar
ahora?
Ping. Miro hacia abajo y veo un mensaje de texto de Kinsley.
KINSLEY: Pensé que te gustaría ver esto.
Ping. Ping. Ping.
—¿Quién es? —pregunta Petro.
Lo ignoro y abro nuestro hilo de conversación. Me ha enviado tres fotos
de Isla. La primera es ella recién nacida, con la cara rosada y arrugada,
envuelta en una manta amarilla que solo deja ver su cara redonda, y un solo
mechón de cabello rizado que le cae sobre la frente.
En la segunda foto, tiene al menos seis meses. Lleva un mono de pana y
la cara manchada de glaseado de tarta. Sus pecas brillan como una
constelación de estrellas.
La última muestra a una pequeña Isla dando vueltas con lo que deben
ser algunos de sus primeros pasos. Su vestido es azul y de algodón,
acampanado alrededor de muslos regordetes como masa de bollo. Esa
sonrisa es incuestionable.
—… ¿Hola? ¿Tierra a Daniil?
—¿Eh? —pregunto, mirando hacia arriba.
—¿Tienes algo más importante que el destino de nuestras vidas allí? —
arrebata mi teléfono y mira boquiabierto la pantalla. Luego, me mira en
estado de shock—. Estas son… fotos de bebés.
—Eres inteligente, amigo mío —toco mi barbilla pensando—. Es Isla.
—Ah —dice Petro, mirando hacia abajo al teléfono—. Ah.
—A veces puedes ser tan tonto como para que cuestione mi decisión de
mantenerte cerca. Devuélveme mi teléfono.
—Dame un segundo —argumenta Petro, alejándose de mi alcance y
desplazando las imágenes—. Tengo que decir, ella es linda. Se parece a su
mamá, afortunadamente.
—Lo único afortunado aquí es que no estoy reorganizando tu cara con
mi puño.
Se ríe con buen humor y me devuelve el teléfono. —¿Supongo que las
cosas van bien, entonces?
—El tiempo dirá. Por el momento, ambos lo estamos intentando.
Ciertamente lo intentaba anoche, cuando se corrió en mis dedos como
una buena kiska.
—¿Eso significa que te la follaste? —entrecierro los ojos y él me sonríe
con complicidad—. ¿Fue la segunda vez tan buena como la primera?
—No pasó nada.
Él frunce el ceño. —Habría pensado que dejaría de hacerse la difícil
ahora —se le ocurre algo y frunce el ceño todavía más—. ¿Es por eso que
estás tan distraído con la chica? ¿Ella no te deja meterte entre sus piernas,
así que la deseas más?
—Ya he estado entre sus piernas —le recuerdo con frialdad. —Así es
como se hacen los bebés.
—Claro, cuando era joven y vulnerable —responde Petro—. Ahora es
una Mujer con M mayúscula. No es tan probable que caiga en tus tonterías.
—Las tonterías son lo tuyo, no lo mío.
Un movimiento de costado me llama la atención. Echo un vistazo y lo
veo venir. Petro nota mi cambio de postura al instante. Los pelos erizados,
los puños apretados, la mandíbula tensa.
—Ay, joder, joder, joder. ¿Está aquí?
No me molesto en responder. Este momento ha tardado diez años en
llegar. Ahora que está aquí, soy consciente de cada pequeño e
intrascendente detalle, como si el tiempo mismo se desacelerada.
La forma en que las luces parecen atenuarse, agudizarse y desdibujarse,
todo al mismo tiempo.
La forma en que la música cae bajo y pesado, golpeando lo necesario
para sacudirme los huesos.
La forma en que los hombres se tensan a mi alrededor antes de saber lo
que está pasando. Los asustados se encogen. Los inteligentes se esfuman.
No he visto al viejo bastardo en diez años. Antes de eso, lo vi todos los
días durante décadas. Parece que nuestra relación solo existe en los
extremos.
Luego, Gregor Semenov entra en un haz de luz y veo al don que dejé
atrás.
Ha envejecido bien. Es completamente calvo ahora, pero le sienta. Las
luces destellantes de la pista de baile rebotan en su cráneo. Lleva puesto un
traje, por supuesto, oscuro y cruzado, con gemelos de diamantes que
atrapan las luces. Su reloj tachonado de diamantes hace lo mismo.
Sus ojos llorosos se posan en mí unos segundos después de que entra en
la sección VIP, flanqueado por un séquito de al menos una docena de
hombres.
—¿Ya nos ha visto? —sisea Petro—. ¿Debería irme?
—Si querías irte, deberías haberlo hecho hace diez años, hermano —le
digo con frialdad—. Él está aquí.
—Buenas noches, Daniil.
Petro traga y luego se recompone. Habla como un cobarde, pero lo
conozco mejor que eso: en el fondo, es un guerrero. Es la única razón por la
que tolero sus mierdas.
Se pone de pie y los nervios desaparecen de su rostro, justo antes de
volverse hacia Gregor.
—Para ti es Don Vlasov —corrige a su antiguo don—. Muéstrale el
respeto que se merece.
—Puto Petro Maximov —gruñe Gregor—. Tienes cojones para pararte
ahí y mirarme a los ojos.
—Lo he evitado en la medida de lo posible, te lo aseguro —responde
Petro.
Los dientes de Gregor rechinan con furia, igualando el destello furioso
pero controlado de sus ojos. Se sienta ignorando a Petro, mientras sus
hombres se deslizan a su alrededor, desplegándose a ambos lados. A
algunos de ellos los reconozco. La mayoría son nuevos para mí.
—¿Trajiste a todos estos amigos a verme? —pregunto—. No estoy
seguro de si debería estar asustado o halagado.
—Un hombre sabio estaría asustado —responde Gregor—. Pero tú
nunca has sido tan sabio.
Tiene un tic en el ojo izquierdo. Se vuelve más pronunciado a medida
que hablamos. Me pregunto si es un hábito nervioso que desarrolló a lo
largo de los años, y me río para mis adentros al pensar que quizás yo lo
causé. Sea lo que sea, lo hace parecer humano. Una parte de mí siempre
dudó que lo fuera.
Hasta que lo empujé y se cayó. Eso nunca la olvidaré.
—Es una manera interesante de pasar a lo que has venido a discutir
conmigo —digo.
Su ceño se frunce. —¿Cómo sabes lo que he venido a discutir?
—Intuición. Inteligencia. Conjetura afortunada. Tú elige.
Cruza una pierna sobre la otra y se recuesta en su asiento para mirarme.
Sus hombres se erizan por todas partes a su alrededor, un bosque de idiotas
con trajes baratos.
—Una alianza —dice, en voz tan baja que casi no lo escucho—. Ambos
necesitamos una línea de sucesión. Esto alivia esa necesidad por el
momento. Serías un tonto si lo dejaras pasar.
—Creo que me acabas de llamar tonto, muy graciosamente.
—Daniil —gruñe, su ira lo supera por un momento—, esto no es una
puta broma.
—No me estoy riendo.
Nos miramos fijamente y los años se reducen a nada. Él sigue siendo el
hombre que quiere control y obediencia total. Yo sigo siendo el hombre que
se niega a darle eso.
—Perdiste tu tiempo viniendo aquí hoy —le digo sucintamente—.
Quédate con tu Bratva y tu legado. No lo quiero. He construido la propia.
—Podría destruirla, si quisiera —advierte.
—¿Hemos pasado a la parte de la noche donde ya se intercambian
amenazas? —pregunto en un tono casual—. Supongo que han pasado diez
años. Ya no tiene sentido dar vueltas.
—Exactamente. Diez años. Diez putos años, Daniil.
Levanto mis cejas. —Dices eso como si fuera mi culpa. No es así como
lo recuerdo.
—Tu maldito orgullo y tu terquedad nos llevaron a esto —dice con el
ceño fruncido—. Ella no era tuya para protegerla. Ella era mía para hacer lo
que me diera la gana.
—Así tampoco es como recuerdo esa parte.
Él hace una mueca y se frota el ojo izquierdo, que está tiembla como si
lo estuviera irritando. —Debería haberte enviado a arder en el infierno.
—Lo intentaste. También habría escapado de allí.
Con eso, he terminado de intercambiar palabras con este dinosaurio. Me
pongo de pie, enderezo mis puños y me alejo.
39
KINSLEY
Isla es quien abre la puerta cuando llego unos días después para recogerlas
para el gran baile. Ya lleva puesto su vestido azul y se ha peinado hacia
atrás, en un esfuerzo por domar algunos de sus rizos más rebeldes.
—¡Guao! —dice, en el momento en que me ve en mi traje—. Te pareces
a James Bond.
Me río. —Te ves maravillosa, printessa.
—Mamá me dejó ponerme un poco de lápiz labial —admite con un
tímido sonrojo—. Pero solo color piel —su rubor se profundiza de una
manera que se parece casi exactamente al de su madre. Kinsley
simplemente esconde sus miedos en algún lugar más profundo.
—¿Dónde está tu mamá? —pregunto.
—En su habitación, poniéndose los zapatos. Saldrá pronto.
La sigo a la sala de estar, que parece la escena de un crimen. —¿Que
pasó aquí?
Isla se ríe. —Mamá y yo hicimos un fuerte en la sala de estar, con
nuestras viejas bufandas y mantas.
—Tal vez necesiten algunas lecciones de arquitectura —digo lentamente
en voz baja.
Isla no me oye. —Esta es mi vieja manta de bebé —anuncia, recogiendo
una manta verde desteñida del sofá—. La usé hasta los seis años.
—¿Tu mamá la guardó?
—Ella se queda con todo.
—¿Con qué me quedo yo?
Me doy la vuelta para encontrar a Kinsley de pie en el umbral entre la
sala de estar y la puerta principal, y mi puto aliento se queda atrapado en mi
pecho.
Lleva puesto el vestido que le compré a la fuerza en nuestro pequeño
viaje de compras. Sin embargo, es la primera vez que se lo veo puesto. La
prenda es un midi con hombros descubiertos, con una falda de línea A y un
intrincado trabajo de pedrería a lo largo de toda la longitud. El material es
una seda suave, en un verde profundo y rico. Sus ojos brillan como algo de
otro mundo.
Lleva su cabello oscuro suelto, recogido sobre un hombro desnudo, en
cascada hasta su pecho derecho. No lleva joyas, pero le queda bien. Solo
distraería la atención del brillo.
—Te ves deslumbrante, sladkaya —murmuro con la misma voz que
usaría para rezar, si eso fuera algo que hubiera hecho en mi vida.
Ahí está el rubor.
—Gracias —murmura Kinsley—. Te ves… muy guapo tú también.
Inclino la cabeza en una sutil reverencia. —¿Estamos todos listos para
irnos?
—Mamá, ¿puedo usar un poco de tu perfume antes de irnos?
—Claro, cariño. Sabes donde esta.
Isla corre a la habitación de su madre, mientras Kinsley hace todo lo
posible por evitar mi mirada. Pasa unos diez segundos jugueteando con el
dobladillo de su falda antes de mirarme.
—Lindo traje.
—Me vestí bien para ti.
Sonríe tímidamente. —Gracias por esto. Ha estado muy emocionada
toda la semana.
—No tienes que agradecerme. Quería hacerlo.
—Lo sé. Pero igual. No pensé que ella alguna vez aceptaría ir. Me
alegro de que finalmente esté emocionada por eso. Se lo merece.
—Ella se merece el mundo. Hablando de eso, si señalas a las pequeñas
mierdas que la están haciendo pasar un mal rato, también les daré su
merecido.
—Eso tiene un nuevo significado, ahora que sé quién y qué eres —dice
con una risita ahogada y el ceño fruncido al mismo tiempo.
Sus ojos siguen parpadeando sobre mí, como si no quisiera mirar
demasiado tiempo, pero no puede evitarlo. Yo soy mucho menos asustadizo
sobre observarla.
Principalmente, porque se necesitaría un equipo de caballos salvajes
para arrancarme los ojos de encima de ella.
No solo es preciosa, e incluso “deslumbrante” no le hace justicia. Es un
sueño dentro de una visión dentro de un espejismo. Es hermosa. Irradia.
Quiero romper ese vestido en pedazos, y luego besar cada centímetro de
piel descubierta.
No es solo el vestido o el cabello, tampoco. Es la luz en sus ojos. El
rubor en sus mejillas, no un rubor de vergüenza, sino un destello de orgullo.
De esperanza. De, me atrevo a decir… felicidad.
Le queda bien.
Los dos nos giramos ante el repiqueteo de pasos que regresan por el
pasillo. Espero una Isla de ojos brillantes y cola tupida, pero, cuando nos
alcanza, se demora insegura en el umbral. Se retuerce las manos delante de
ella, una y otra vez.
—¿Cariño? —Kinsley dice—. ¿Estás bien?
Isla asiente y traga. —Estoy un poco nerviosa de repente.
Doy un paso adelante y me arrodillo frente a Isla antes de que Kinsley
pueda hacerlo. Tomo las manos de mi hija entre las mías y la miro
directamente a los ojos. —Escúchame —gruño—. El miedo es solo otra
cosa que notamos en nosotros mismos. Eres demasiado fuerte para dejar
que te impulse, printessa.
Ella niega con la cabeza. —No sé nada de eso.
—Yo sí. Eres mi hija.
Ella se muerde el labio inferior. —Sin embargo, no soy como tú —dice
en voz baja—. Tú eres James Bond. Y yo soy… solo soy yo.
Sonrío y pongo tanta fuerza como puedo en mis palabras sin asustarla.
—Esa es la mejor persona que puedes ser, Isla. Si tienes miedo esta noche,
está bien. Solo recuerda que estoy contigo. Siempre estaré contigo.
Le toma un momento asimilar eso. Observo su rostro, pero ¿puedes
realmente entender la mente de una niña? El mundo toma formas extrañas
desde su perspectiva. Las sombras parecen más oscuras. Los hombres de la
bolsa son reales.
Pero, cuando me pongo de pie y le ofrezco mi mano, ella la toma.
Eso es valentía.
Me enderezo y mantengo su mano en la mía. Nos dirigimos hacia la
puerta con Kinsley siguiéndonos, todavía sin decir nada. Puedo sentir sus
ojos en mi espalda, observando cada uno de mis movimientos.
Afuera, me dirijo a Kinsley después de ayudar a Isla a sentarse en el
asiento trasero. Su expresión es cuidadosa y serena.
—En lo que respecta a las charlas de ánimo, eso no estuvo mal —
murmura.
—Qué gran elogio. Todo va a subir directo a mi cabeza, ¿sabes?
Ella me da una sonrisa exigua y se desliza en el asiento del pasajero.
Cierro la puerta detrás de ella y voy a tomar mi lugar al volante.
La ruta es mayormente silenciosa. La radio y el viento se filtran a través
del auto e Isla canta en voz baja. Kinsley juguetea con las pulseras que no
lleva puestas, sin duda deseando tener algo en que ocupar las manos.
Cuando llegamos a la escuela, estaciono mi descapotable y subo la
capota, y los tres entramos. El camino está señalizado con carteles
luminiscentes y decenas de globos rosas y azules. Hay un par de maestros
flanqueando las puertas delanteras del auditorio. Kinsley los saluda, pero
Isla se detiene a unos metros de la puerta.
—¿Isla? —llama Kinsley con suavidad.
Ella nos mira a los dos. Veo lágrimas que brotan de sus ojos como rocío
fresco. —No quiero entrar —susurra.
—Ay, cariño…
Tomo la mano de Isla. —No vas a entrar sola —le recuerdo—. Vamos,
princesa. No puedo disfrutar de este baile de padre e hija sin ti. Eres la
mitad del equipo.
Ella me ofrece una tenue sonrisa y mira hacia Kinsley. —Mamá, ¿tú
también estarás cerca?
—Por supuesto. No te preocupes por mí. Estaré justo detrás de ustedes.
Isla asiente y me aprieta la mano con tanta fuerza que sus uñas se clavan
en mi palma. Luego, entramos al gimnasio. Escucho susurros detrás de mí,
pero me concentro solo en Isla. Nadie más importa.
El auditorio es una masa arremolinada de papás sudorosos e incómodos
y sus hijas vestidas con acres de tul. La música golpea agradablemente
desde los altavoces dispuestos alrededor de la habitación.
Me giro y miro a mi hija. —¿Me permite el primer baile? —pregunto
con formalidad.
Isla se ríe y asiente. Más ojos nos siguen mientras nos deslizamos hacia
la pista de baile. Tomo sus manitas entre las mías y comenzamos a
balancearnos al ritmo de la música.
La parte más loca de todo esto…, un don en un baile escolar, una niña
pequeña asustada con un vestido de diez mil dólares, manadas de civiles
mirándome como si Pie Grande acabara de entrar en su auditorio…, es que
quiero estar aquí. De hecho, no hay otro maldito lugar en la tierra en el que
desee estar. Dame dinero, amenázame de muerte, me importa una mierda.
Aquí es donde debería estar.
Aquí es donde pertenezco.
—Creo que necesito algo de ponche —decide Isla una vez que termina
la canción.
—Buena idea. Bailar es un asunto que da sed.
Miro a mi alrededor en busca de Kinsley mientras vamos a la mesa de
refrescos, pero no se la ve por ninguna parte. La mujer que trabaja en la
ponchera nos pasa las dos tazas. Pasan unos niños con sus padres. Varios de
ellos le dicen hola a Isla. Los más tímidos saludan con la mano.
—¿Amigos tuyos? —pregunto.
Ella niega con la cabeza. —Connor y Malcolm no son realmente mis
amigos, pero no son malos conmigo. Lo mismo con Jess y Reese. Pero
Lucy y Rachel no son… tan amables conmigo todo el tiempo.
Ah. Las pequeñas mierdas que buscaba.
Observo a las dos niñas de las que está hablando. Ambas se ven dulces
como ángeles, aferradas a los brazos de sus padres. Lo que no daría por
caminar hasta allí ahora mismo y asustarlas, para que ni siquiera piensen en
acosar a mi hija nunca más.
Cuando vuelvo a mirar a Isla, me doy cuenta de que está mirando a una
niña sentada sola en los bancos. Tiene el cabello castaño y lacio, y lleva un
vestido demasiado grande para ella, en un desafortunado tono rosa chicle.
—¿Esa es otra de los no tan agradables? —pregunto con los pelos de
punta.
Ella niega con la cabeza. —No. Esa es Molly. Ella está en mi grado,
pero está en una clase diferente. Escuché a algunos de los niños siendo
malos con ella también.
Frunzo el ceño, fijándome en su expresión. —Luces culpable, Isla.
—Yo… debería haberlos detenido —dice en voz baja—. Pero no lo
hice. Simplemente me alejé, porque tenía miedo de que si decía algo…
—Se volvieran contra ti.
Ella asiente. —Pero ahora desearía haberla defendido.
—Sabes, eso se puede corregir —señalo.
—¿Cómo?
—Acércate a ella ahora —le aconsejo—. Dile hola. Hazte su amiga.
Sus ojos se agrandan. —¿Ahora mismo?
—¿Por qué no?
Mira a la niña y luego a mí con incertidumbre. —¿Qué pasa si ella no
quiere hablar conmigo?
—No lo sabrás hasta que lo intentes.
Cambia su peso de un pie al otro. Automáticamente, su mano se desliza
en la mía. Es un gesto tan dulce y vulnerable. Lo siento en mi pecho, como
si ella alcanzara mi caja torácica y apretara mi corazón.
—Vale —decide ella—. Lo voy a intentar.
Le guiño un ojo para alentarla. Drena su ponche y se acerca de puntillas
a la niña. Isla se ve incómoda al principio, pero la niña parece apreciar el
esfuerzo. En cuestión de segundos, están hablando. Poco después de eso,
están sonriendo.
—¡Hola! ¿Eres el padre de Isla?
La mujer detrás de la ponchera es la que habló. Es rubia, menuda, con
demasiado maquillaje alrededor de los ojos. Supongo que es una de las
mamás.
—Lo soy.
—Qué maravilloso conocerte. Es extraño pensar que he tenido a Isla en
mi clase durante casi todo un semestre y nunca te conocí.
—¿Eres su maestra?
—Heather Roe —dice, ofreciéndome su mano.
Mis dientes se aprietan automáticamente. Puta Heather Roe. Conozco
ese nombre.
—Me alegro de que hayas podido venir esta noche —continúa, ajena a
las nubes de tormenta que se arremolinan detrás de mis ojos.
—Costó un poco de convencimiento —le digo—. Isla no estaba
dispuesta a venir esta noche, por todo lo que le pasa en la escuela.
Su sonrisa se tambalea. —Bueno, en ese frente, puedes estar seguro de
que hago todo lo posible para asegurarme de que Isla se sienta segura y
cómoda.
—¿Ah, sí?
—Por supuesto. Me tomo la enseñanza muy en serio.
Sin embargo, el efecto se pierde cuando se ríe justo después de esa
declaración. Ella se inclina un poco para dar efecto, asegurándose de que
pueda ver su escote bajo los focos.
—¿Quieres bailar? —pregunta—. Han abierto la pista de baile para
todos ahora.
Vuelvo toda la fuerza de mi mirada hacia ella y me aseguro de
pronunciar mis palabras con excesiva tranquilidad. —Preferiría no bailar
con la maestra cobarde que se niega a hacer su puto trabajo.
Las palabras tardan un momento en llegar, pero, en el momento en que
lo hacen, sus ojos se agrandan por la sorpresa y su boca se abre.
—Ahora —agrego—, si me disculpas, tengo que ir a buscar a mi otra
cita de esta noche.
Resulta que no tengo que mirar muy lejos, porque Kinsley está parada
unos metros detrás de mí. Por la expresión de su rostro, estoy bastante
seguro de que escuchó mi intercambio con la Srta. Roe.
—¿Quieres bailar, sladkaya?
Ella ni siquiera intenta rechazarme. Simplemente, toma mi mano y
caminamos juntos hacia la pista de baile.
—Eso fue…
—Condenadamente sexy —sugiero.
Ella sonríe. —Vale, podemos decirlo así. ¿Dónde está Isla?
—Por allá —digo, girando a Kinsley en la dirección de Isla—. Hizo una
nueva amiga esta noche.
—Oh, guau, eso es… eso es genial. ¿Tuviste algo que ver con eso?
—Un mago nunca revela sus secretos.
Ella se ríe y, por primera vez desde que regresé a toda velocidad a su
vida, no suena tan agobiada. Suena libre.
—Se están riendo ahora —observa, mirando por encima de mi hombro
—. Parece que va bien.
Giro a Kinsley para que me mire de nuevo. —Deja de estresarte. Ella
encontrará su camino —tomo sus manos y empezamos a girar lentamente,
mientras una suave canción suena en los parlantes.
—Eres realmente bueno con ella —susurra.
—Parece que tengo un don con las mujeres Whitlow.
Ella se sonroja y esconde su rostro por un momento. —Entonces, ¿qué
piensas de la Srta. Roe? —pregunta una vez que se ha calmado, en un
intento obvio de cambiar de tema.
—Predeciblemente fastidiosa. Rastrera. Demasiado maquillaje.
Ella levanta las cejas, impresionada. —Diría que abordas todos los
aspectos más destacados de manera bastante sucinta.
—No soy nada si no sencillo.
—Estaba prácticamente babeando cuando te vio. ¿Te invitó a bailar?
—Lo hizo.
—¿Y le dijiste que se metiera la invitación por donde no llega el sol?
Sonrío. —Algo así.
Los ojos de Kinsley flotan sobre la multitud. —No es de extrañar que
esté haciendo pucheros en la esquina ahora —observa con una sonrisa de
satisfacción. Ella me vuelve a mirar con ojos brillantes. Ojos esperanzados.
Ojos abiertos.
Y, cuando la acerco más a mi cuerpo, me deja.
41
KINSLEY
¿Quién hubiera pensado, cuando nos encontramos en la gélida orilla del río
bajo ese puente abandonado de la mano de Dios en medio de la nada, que
dentro de diez años nos encontraríamos en el gimnasio de una escuela,
bailando lento al ritmo de Michael Bublé y echando miradas furtivas a
nuestra hija, que aún está sentada en los bancos, riéndose de algo que acaba
de decir su nueva amiga?
Daniil me pilla mirando. —¿Siempre estás así de nerviosa? —pregunta
divertido.
—Cuando se trata de Isla, sí. Mil por ciento.
—Dale más crédito a la chica. Es inteligente. Se las arreglará.
—Ella no lo hizo en todo este tiempo. Hasta que… —suspiro y lo miro a
los ojos—. Hasta que entraste en escena.
Los labios de Daniil forman una sonrisa. —¿Cómo me lo agradecerás?
—murmura, acercándome a él.
Presiono una mano en su pecho y me río. —Este es un baile familiar,
pervertido.
—Tenemos que darles un espectáculo, ¿no?
Me burlo mientras miro a mi alrededor, atrapando una docena de
miradas furtivas en caras boquiabiertas. —Ya están observando bastante
fijamente, diría yo.
—Es tu culpa. Es culpa de tu vestido, para ser más específico.
—Difícilmente —digo, tratando de reprimir el sonrojo—. Tú eres a
quien observan, Sr. Bond.
Él sonríe. Una sonrisa sexy y torcida, que envía un rayo de emoción
desde mi corazón hasta donde se encuentran mis muslos. —Tu
archienemiga también está mirando.
Pongo los ojos en blanco. —Vernos bailar probablemente la esté
comiendo por dentro.
—Imagina cómo sufriría si te beso ahora mismo.
El nudo en mi garganta de repente se siente enorme. —Mucho,
probablemente —digo, esperando sonar casual al respecto—. Pero tú nunca
serías tan cruel.
Levanta las cejas. —Claramente, no me conoces muy bien.
—Podrías haberme engañado. ¿Eres cruel?
—Puedo serlo cuando la situación lo exige —reflexiona—. Y, en este
caso, creo que la situación definitivamente lo exige.
—Daniil…
Ni siquiera llego a enmarcar mi pensamiento antes de que sus labios
rocen los míos y mi mente se queda en blanco.
Santo cielo.
En cuanto a los besos refiere, es uno casto. El más suave de los roces,
una ligera presión y la insinuación de algo más persistente fuera de su
alcance. Luego se retira, sus ojos brillan intensamente bajo las luces
baratas.
—¿Quieres un recorrido por la escuela? —espeto—. Podría mostrarte
mi salón de clases.
Él asiente. —Guíame.
Deja caer su toque de mi cintura, pero sigue agarrando mi mano
mientras nos deslizamos por el gimnasio, hacia la salida. Lanzo una mirada
rápida por encima del hombro a Isla. Pero está absorta en una conversación
con su nueva amiga. Ni siquiera se da cuenta de que nos vamos.
—¿Crees que estará bien? —pregunto ansiosamente, mientras entramos
en el pasillo oscuro y silencioso.
—Por supuesto que lo estará. Es mitad tú y mitad yo.
Ojos nos siguen fuera del gimnasio, pero de repente me doy cuenta de
que no me importa. No estoy preocupada ni estresada por esta noche.
Acabo de cruzar al territorio de “Me importa una mierda”. Y se siente
absurdamente liberador.
Lo conduzco por el pasillo y doblo a la derecha. Los latidos de mi
corazón se aceleran con cada esquina que damos vuelta, con cada paso de
distancia entre el gimnasio y nosotros. El silencio me presiona por todos
lados. Pero en el buen sentido, como si estuviera envuelta en mantas en una
noche fría. Soy intensamente consciente de la presencia de Daniil a mi lado.
Su calor. Su olor.
—Así que —dice, su voz resuena por los pasillos vacíos—, esta eres tú
en tu elemento.
Me río. —Algo como eso. Es una profesión infernal. Pero el corazón
quiere lo que el corazón quiere, supongo.
—¿Y tu corazón quería enseñar?
—Algo así. En realidad, yo quería ser Louisa.
Su frente se arruga. —¿Quién es esa?
—Ella es la única razón por la que quise ser maestra, en primer lugar —
explico—. Sra. Louisa Horton, la maestra de estudios sociales de Crestmore
cuando yo era niña. La amaba como…, como de esa manera en que solo los
niños pueden amar a alguien que les muestra lo mejor de sí mismos.
“Aprende de la historia para que no te veas condenado a repetirla”. Así
terminaba cada clase, con esa voz tonta, de barítono y dramática, que
siempre me hacía reír. Siempre fue bastante dramática, en realidad.
Simplemente amó lo que hacía. Era contagioso. Y luego…
Está callado y contemplativo, esperando que retome el hilo de la
historia.
—Y luego estuvo allí para mí tras el suicidio de mi madre. Ella era la
única maestra que realmente entendía. O trataba de entender, de todos
modos.
La solemnidad silenciosa de Daniil es reconfortante de un modo
extraño. Quizá sea porque la gente normalmente se desvive por decirme lo
mucho que siente lo de mi madre. Pero siempre es falso, porque en realidad
no les importa consolarme, solo quieren que piense que son buenas
personas.
Pero a Daniil no podría importarle menos lo que pienso de él. Sabe
exactamente lo que es y me ofrece fuerza, no lástima. Eso se siente mucho
mejor que los buenos deseos de compromiso.
—¿Todavía estás en contacto con ella? —retumba.
Niego con la cabeza. —No. Murió dos años después que mi madre.
Él asiente. Una vez más, no es simpático ni efusivo. Él simplemente lo
toma en silencio. Me gusta eso cada vez más.
—Cáncer de mama —digo—. Estuvo en remisión por un tiempo y
pensamos que lo había vencido, y luego volvió más fuerte que nunca.
Incluso después de que renunció a la escuela solía ir a visitarla a su casa. Su
marido era muy agradable. Hacia el final, apenas la dejaba caminar a
ninguna parte. La cargaba arriba y abajo de los dos tramos de escaleras.
Lo miro por el rabillo del ojo. Estamos deambulando sin rumbo ahora,
lo cual está bien para mí. Solo quiero estar a solas con él. Entre el silencio,
la oscuridad y la soledad, siento que finalmente puedo decir cosas que he
estado esperando mucho tiempo para decir.
—A veces parece que la vida es tan injusta. Los malos se salen con la
suya y los buenos viven vidas trágicas y tienen muertes trágicas. ¿Cómo
puede estar bien eso?
—No lo está —coincide Daniil—. Pero al mundo no le importa lo que
pensemos de él.
Nos paramos fuera del laboratorio de biología. Una corriente de aire
fresco y relajante sale por debajo de la puerta. Me deslizo adentro, Daniil
detrás de mí.
—Odiaba biología en la escuela —admito mientras deambulo
lentamente entre las mesas—. No sé exactamente por qué. Supongo que se
sentía tan intrusivo. Cortar ranas abiertas y esas cosas. ¿No debería todo ser
vivo tener derecho a la paz después de morir? La vida es bastante dura. La
muerte no debería ser más difícil.
Inclina la cabeza hacia un lado y reflexiona. —Me gustaba biología. Me
enseñó lo vulnerables que somos todos. Todo lo que se necesita es una
arteria pellizcada, un nervio amputado, y todo lo que conocías se detiene en
seco.
Me estremezco. —Esa es una versión extremadamente inquietante del
tema. Supongo que debería haberlo esperado de ti.
Se ríe suavemente. —Mi educación fue probablemente muy diferente a
la tuya.
—Nunca te pregunté cómo terminaste en una Bratva en primer lugar —
digo—. O cualquier cosa sobre tu pasado, en realidad. ¿Cómo eran tus
padres?
Se queda en silencio durante un buen rato, acariciando con un dedo el
polvo que se acumula en las mesas del laboratorio, formando remolinos. —
Mi madre era una mujer rota —dice al final—. Triste, perdida y solitaria.
Mi padre la hizo así.
—Parece que estás describiendo a mis padres —murmuro amargamente.
Los rayos de luna se filtran a través de las ventanas. El vidrio de doble
hoja le da a todo un tono ahumado y etéreo. Todo es suave y turbio y hace
que todo se sienta como un sueño.
—No debieron tenerme, en primer lugar —dice. A pesar de las palabras,
su tono y su expresión no son duros. Lo dice con simpleza, es un hecho, no
hay resentimiento.
Me estremezco. —Lo siento —digo, luego me odio por eso. Daniil tomó
mis tragedias con calma, pero dice una cosa un poco triste sobre su propia
vida e inmediatamente estoy haciendo todas las cosas que odié cuando otras
personas me las hicieron a mí.
Pero él no parece notarlo. —No lo sientas. Me hizo más fuerte.
—Supongo que esa es otra cosa que tenemos en común —digo—.
Padres no preparados para asumir la responsabilidad de tener hijos.
Él serpentea hacia mí, manteniendo una mesa de laboratorio entre
nosotros, lo que se siente como una extraña misericordia de su parte para mi
beneficio. El rayo de luna cae sobre su rostro, proyectando mitad de
sombra, mitad de luz.
—Tú lo has hecho mejor que tus padres —dice en voz baja—. Has
hecho lo correcto con ella.
Sonrío sin humor. —La vara estaba muy baja. —Alzo mis ojos hacia él,
y estoy bastante segura de que puede ver las lágrimas que nadan en ellos—.
Siento que le he fallado, Daniil. Me he esforzado mucho, y yo… Parece que
no puedo sacar la cabeza del agua. Cada día siento que se está alejando más
y más de mí.
—No puedes proteger a tus hijos de todo —dice.
—Entonces, ¿por qué tengo la sensación de que tú sí podrías?
—Kinsley, tú…
No dejo que termine la frase. Doy la vuelta a la esquina de la mesa y
salto directo a sus brazos, antes de acercar sus labios a los míos.
Puede que lo haya tomado por sorpresa por una vez, porque le toma
unos segundos relajar su cuerpo contra el mío. Deja escapar un gruñido bajo
cuando desliza las manos debajo de mi trasero. Mis piernas parecen haberse
convertido en gelatina. El silencio fresco y cercano de repente se siente
fundido y vivo cuando nuestra respiración se mezcla en la pequeña franja
de espacio entre nuestras caras.
—Levanta las manos —ordena depositándome en la mesa más cercana.
—¿Eh?
—Levanta. Tus. Manos.
No estoy en condiciones de discutir con mi cerebro en cortocircuito, así
que hago lo que dice. Lanza el vestido sobre mi cabeza y lo arroja a un lado
con un movimiento suave. Me estremezco ante la avalancha de aire frío,
pero luego su boca está sobre mis pezones desnudos y el jadeo se vuelve
gemido.
Me levanta de la mesa, me voltea y planta una enorme mano entre mis
omoplatos. Me doblo fácilmente por la mitad, mi mejilla presionada contra
la mesada mientras me baja las bragas hasta los tobillos.
—Te ves hermosa así, sladkaya —murmura. Su bulto me presiona desde
arriba. Soy tragada por él en todos los sentidos posibles. Me aparta el
cabello de la cara mientras, entre mis piernas, frota la punta de su polla
contra mi abertura empapada—. Eres un jodido espectáculo bañada por la
luz de la luna. Ahora quiero oírte hacer sonidos que sean tan hermosos
como tú.
Muerdo mi labio inferior y me preparo para lo que he estado esperando
volver a sentir durante diez años. Mis ojos están apretados y cerrados y
estoy lista para eso, lo estoy esperando…
Luego, en lugar de llenarme, Daniil se arrodilla detrás de mí y pasa su
lengua por mi coño.
—¡Oh, Dios! —jadeo. Me habría doblado al suelo si sus fuertes manos
no estuvieran sosteniendo mis muslos. Mi visión se oscurece en los bordes
mientras él me lame. Cuando agrega dos dedos, la respiración se queda
atrapada en mi pecho.
Balbuceo y agradezco a Dios que él no pueda verme la cara en este
momento, porque soy un desastre. Soy un completo y absoluto desastre. No
puedo respirar y no puedo pensar y no puedo moverme. Todo lo que puedo
hacer es tratar de sobrevivir a lo que me está haciendo.
—Joder, tienes un pequeño dulce coño —gruñe.
Luego, siento su lengua en mi clítoris y enloquezco por completo. Mi
cuerpo gira de placer y me sacudo hacia atrás, directo a su cara.
Me corro así, inclinada sobre una mesa, mientras el hombre que creía
perdido para siempre me come por detrás.
Algo cae ruidosamente al suelo con lo último de mi contorsión, pero no
podría importarme menos qué es. Soy vagamente consciente de que Daniil
se aleja. Se para. Se alinea contra mí y luego—: Oh, puto Cristo —se
desliza todo el camino a casa.
Es más profundo de lo que nadie ha llegado antes. Se siente como si
estuviera follando hasta mi alma, y no supe hasta ahora cuánto lo
necesitaba.
Cualquier ternura de antes se desvanece pronto. La luz de la luna atrapa
gotas de mi sudor que manchan la mesa, mientras él se me mete adentro una
y otra vez.
Sus embestidas son duras, furiosas. Su respiración viene en ráfagas
cortas y determinadas. Sus dedos se fijan en mis caderas, clavándome en él
con brutalidad.
Recoge mi cabello en una cola de caballo suelta, y tira como riendas
mientras aumenta la velocidad de sus embestidas. Es solo un poco doloroso,
y hace que el placer sea mucho más intenso en contraste.
Sé que voy a correrme de nuevo cuando su mano se desliza alrededor de
mi torso para tocar mis senos. Un ligero roce de mi pezón y vuelvo a
explotar.
Esta vez, me derrumbo. Me agarra y caemos juntos sobre el suelo de
baldosas, en un lío de extremidades llenas de sudor. El corazón me golpea
fuerte contra el pecho. También el suyo. Y, durante mucho tiempo, es lo
único que puedo escuchar.
Para mí, está bien.
42
DANIIL