2 Abril

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CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS

Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO


Plaza de San Pedro
Domingo, 2 de abril de 2023

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«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Es la invocación que la
Liturgia nos hace repetir hoy en el Salmo responsorial (cf. Sal 22,2) y es la única
pronunciada en la cruz por Jesús en el Evangelio que hemos escuchado. Son, pues, las
palabras que nos llevan al corazón de la pasión de Cristo, al punto culminante de los
sufrimientos que padeció para salvarnos. “¿Por qué me has abandonado?”

El sufrimiento de Jesús fue grande y cada vez que escuchamos el relato de la pasión nos
conmueve. Sufrió en el cuerpo: pensemos en las bofetadas, en los golpes, en la
flagelación, en la corona de espinas, en el suplicio de la cruz. Sufrió en el alma: la traición
de Judas, las negaciones de Pedro, las condenas religiosas y civiles, las burlas de los
guardias, los insultos bajo la cruz, el rechazo de muchos, el fracaso de todo, el abandono
de los discípulos. Sin embargo, en todo este dolor, a Jesús le quedaba una certeza: la
cercanía del Padre. Pero ahora sucede lo impensable; antes de morir grita: « Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». El abandono de Jesús.

Este es el sufrimiento más lacerante, es el sufrimiento del espíritu; en la hora más trágica,


Jesús experimenta el abandono de Dios. Nunca antes había llamado al Padre con el
nombre genérico de Dios. Para transmitirnos la fuerza de aquel acontecimiento, el
Evangelio indica la frase también en arameo; es la única, entre las pronunciadas por Jesús
en la cruz, que nos llega en la lengua original. El acontecimiento real es el abajamiento
extremo, es decir, el abandono de su Padre, el abandono de Dios. El Señor llega a sufrir
por amor a nosotros, lo que nos es difícil incluso de comprender. Ve el cielo cerrado,
experimenta la amarga frontera del vivir, el naufragio de la existencia, el derrumbamiento
de toda certeza. Grita el “por qué” de los “por qué”. “Dios mío, ¿por qué?”

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?  El verbo “abandonar” en la Biblia es
fuerte; aparece en momentos de extremo dolor: en amores fracasados, negados y
traicionados; en hijos rechazados y abortados; en situaciones de repudio, viudez y
orfandad; en matrimonios agotados, en exclusiones que privan de vínculos sociales, en la
opresión de la injusticia y la soledad de la enfermedad. En fin, en las más dramáticas
heridas de las relaciones. Ahí se dice esta palabra: “abandono”. Cristo llevó todo ello a la
cruz, tomando sobre sí el pecado del mundo. Y en el momento culminante, el Hijo
unigénito y amado experimentó la situación que le era más ajena: el abandono, la lejanía
de Dios.
¿Y por qué llegó a ese punto? Por nosotros, no existe otra respuesta. Por nosotros.
Hermanos y hermanas, hoy esto no es un espectáculo. Que cada uno, sintiendo el
abandono de Jesús, se diga a sí mismo: por mí. Este abandono es el precio que pagó por
mí. Se hizo solidario con cada uno de nosotros hasta el extremo, para estar con
nosotros hasta las últimas consecuencias. Experimentó el abandono para no dejarnos
rehenes de la desolación y estar a nuestro lado para siempre. Lo hizo por ti, por mí, para
que cuando tú, yo, o cualquiera se vea entre la espada y la pared, perdido en un callejón
sin salida, sumido en el abismo del abandono, absorbido por el torbellino de los tantos
“por qué” sin respuesta, pueda tener una esperanza. Él, por ti, por mí. No es el final,
porque Jesús ha estado allí y está ahora contigo. Él, que sufrió el alejamiento del
abandono para acoger en su amor todos nuestros distanciamientos. Para que cada uno de
nosotros pueda decir: en mis caídas ―todos hemos caído tantas veces―, en mi
desolación, cuando me siento traicionado o he traicionado a los demás, cuando me siento
descartado o he descartado a los demás, cuando me siento abandonado o he abandonado
a los demás, pensemos que Él fue abandonado, traicionado, descartado. Y ahí lo
encontramos a Él. Cuando me siento errado y perdido, cuando ya no puedo más, Él está
conmigo, en mis tantos “por qué” sin respuesta, Él está ahí.

Así es como el Señor nos salva, desde el interior de nuestros “por qué”. Desde ahí
despliega la esperanza  que no defrauda. En la cruz, de hecho, aunque se sienta
abandonado completamente, no cede a la desesperación ―este es el límite―, sino que
reza y se encomienda. Grita su “por qué” con las palabras de un salmo (22,2) y se entrega
en las manos del Padre, aun sintiéndolo lejano (cf. Lc 23,46) o no lo siente porque se
encuentra abandonado. En el abandono se entrega. En el abandono sigue amando a los
suyos que lo habían dejado solo. En el abandono perdona a los que lo crucifican (v. 34).
Así es como el abismo de nuestras muchas maldades se hunde en un amor más grande,
de modo que toda nuestra separación se transforma en comunión.

Hermanos y hermanas, un amor así, todo para nosotros, hasta el extremo, el amor de
Jesús, es capaz de transformar nuestros corazones de piedra en corazones de carne. Es
un amor de piedad, de ternura, de compasión. Este es el estilo de Dios: cercanía,
compasión y ternura. Así es Dios. Cristo abandonado nos mueve a buscarlo y amarlo en
los abandonados. Porque en ellos no sólo hay personas necesitadas, sino que está Él,
Jesús abandonado, Aquel que nos salvó descendiendo hasta lo más profundo de nuestra
condición humana. Está con cada uno de ellos, abandonados hasta la muerte. Pienso en
aquel hombre alemán, indigente, que murió en la columnata de la plaza, solo,
abandonado. Ese es Jesús para cada uno de nosotros. Muchos necesitan nuestra cercanía,
muchos abandonados. Yo también necesito que Jesús me acaricie y se me acerque, es por
eso que voy a buscarlo en los que están abandonados, solos. Él quiere que cuidemos de
los hermanos y de las hermanas que más se asemejan a Él, en el momento extremo del
dolor y la soledad. Hoy, queridos hermanos y hermanas, hay tantos “cristos
abandonados”. Hay pueblos enteros explotados y abandonados a su suerte; hay pobres
que viven en los cruces de nuestras calles, con quienes no nos atrevemos a cruzar la
mirada; hay emigrantes que ya no son rostros sino números; hay presos rechazados,
personas catalogadas como problema. Pero también hay tantos cristos abandonados
invisibles, escondidos, que son descartados con guante blanco: niños no nacidos, ancianos
que han sido dejados solos ―que tal vez pueden ser tu papá, tu mamá, tu abuelo o tu
abuela, abandonados en los institutos geriátricos―, enfermos no visitados, discapacitados
ignorados, jóvenes que sienten un gran vacío interior sin que nadie escuche realmente su
grito de dolor. Y no encuentran otro camino más que el del suicidio. Los abandonados de
hoy. Los cristos de hoy.

Jesús abandonado nos pide que tengamos ojos y corazón para los abandonados. Para
nosotros, discípulos del Abandonado, nadie puede ser marginado; nadie puede ser
abandonado a su suerte. Porque, recordémoslo, las personas rechazadas y excluidas son
iconos vivos de Cristo. Nos recuerdan la locura de su amor, su abandono que nos salva de
toda soledad y desolación. Hermanos y hermanas, pidamos hoy la gracia de saber amar a
Jesús abandonado y saber amar a Jesús en cada persona abandonada. Pidamos la gracia
de saber ver, de saber reconocer al Señor que sigue gritando en ellos. No dejemos que su
voz se pierda en el silencio ensordecedor de la indiferencia. Dios no nos ha dejado solos;
cuidemos de aquellos que han sido dejados solos. Entonces, sólo entonces, haremos
nuestros los deseos y los sentimientos de Aquel que por nosotros «se anonadó a sí
mismo» (Flp 2,7). Se anonadó totalmente por nosotros.

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