Peri Rossi, C. - Cosmogonías
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Cosmoagonías
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Titivillus 17-11-2021
Cristina Peri Rossi, 1988
(GEORGE STEINER)
(Génesis, XI, 7)
Rumores
Estaba a punto de ganar la costa, cuando escuché los gritos de una mujer
que pedía auxilio. Con gran dificultad había conseguido acercarme a la
playa, y no tenía intención de retroceder. Fue cierto sentimiento de vanidad,
de suficiencia, más que la generosidad, lo que me llevó a cambiar de
parecer. Oscurecía, el cielo amenazaba tormenta, y hubiera sido más fácil
nadar unos metros más hacia la orilla. Pero yo ya estaba salvado, y nada
hay más peligroso en este mundo que un hombre que ha vuelto a nacer: en
su interior, está convencido de que ya nada grave le ocurrirá y
especialmente, sospecha que su salvación se debe a ciertos méritos
personales —la astucia, la inteligencia o la imaginación— a partir de los
cuales es invencible. Pronto olvidé que era un sobreviviente y las fatigas
que eso me había causado: retrocedí con arrojo, con el excedente de vida
que me sobraba.
El mar estaba picado y una luz confusa, amarillenta, presagiaba vientos
y relámpagos. Las olas, cada vez más altas, comenzaban a precipitarse con
mayor rapidez. El mar era azul, profundo, pero a lo lejos se ennegrecía,
como un tumor.
No había visto nunca antes a aquella mujer, y no me pregunté nada
acerca de su naufragio: procediera de donde procediera, se estaba
ahogando, y aunque gritaba, no hacía gran cosa por evitarlo. Viéndola
sumergirse y reaparecer, con los cabellos sueltos y los ojos desorbitados,
llegué a pensar que esa mujer, por algún raro fenómeno, no flotaba. De
modo que procuré ayudarla con mis gritos:
—¡Flexione las piernas! ¡Muévalas! ¡Agite los brazos en círculo!
¡Cierre la boca!
No sabía si oía mis instrucciones, pero pensé que de todos modos, si el
eco de mi voz le llegaba, iba a tranquilizarse un poco: comprendería que no
estaba sola, que otro náufrago —recién salvado— se precipitaba en su
ayuda. Creo que no me equivoqué, porque a poco de escuchar mi voz,
súbitamente su cuerpo se aflojó, adquirió una consistencia de medusa, y
comenzó a flotar. Esto me tranquilizó. Sin embargo, no flotaba todo el
tiempo. Como sacudida por bruscos impulsos, difíciles de contener, de
pronto se sumergía otra vez, repleta de agua, y volvía a reaparecer,
extenuada y convulsa. Entonces, yo insistía con mis gritos.
La distancia que nos separaba ya no era tan grande, pero yo estaba
cansado y muchas veces las olas, aprovechando mi extenuación, me hacían
retroceder. Tenía los ojos enrojecidos, la mandíbula inferior me dolía y
respiraba con mucha dificultad. Pero me concentré en dos brazadas largas y
los metros que nos separaban los superé con un supremo esfuerzo: cuando
el agua estaba a punto de arrebatarla conseguí sostenerle por el cuello.
—Tranquilícese —conseguí balbucear.
Aflojó tan súbitamente todo el peso de su cuerpo, que sentí como si un
enorme globo, lleno de gas, se precipitara sobre mí. El impacto fue tan
inesperado que me impelió otra vez al fondo, y la solté: esa nueva incursión
a las entrañas del mar, con su sucio lodo verde y los residuos calcáreos me
llenó de horror y por un instante me dejé arrastrar en la corriente, como un
pez envenenado que ha perdido el sentido de la orientación. Pero me
recuperé enseguida y recordando a la náufraga, estiré los brazos y la atrapé
otra vez. Ella bufaba y lanzaba agua como el hocico de una ballena; en
realidad, parecía pesar lo mismo. Cuando conseguí asirla por el cuello, dio
patadas al aire, gruñó y yo tuve que aconsejarla.
—Tranquilícese. No tenga miedo. Pronto habremos ganado la orilla y ya
habrá pasado todo.
Decidí remolcarla asiéndola por la nuca, pero ella se revolvía como
ciertos peces cuando han mordido el anzuelo: conducirlos hasta la costa es
una tarea lenta, pesada, que exige enorme habilidad. Igual que el hombre
que ha conseguido enganchar un pez espada, para atraerlo, debe soltar línea
y dejarlo sacudirse y alejarse, yo debía, por momentos, permitir que el agua
se la llevara un poco, y aprovechar los momentos en que su resistencia
disminuía —o era menor la presión de las olas— para arrastrarla.
Entretanto, el cielo había oscurecido por completo y algunos
relámpagos brillantes lo cortaban en dos, con trazo desigual. Yo
aprovechaba esas fugaces iluminaciones para orientarme. Cuando conseguí
colocar una de mis manos bajo su axila, pensé que iba a ser más fácil
transportarla, pero una violenta sacudida de su cuerpo volvió a separarnos,
y no tuve más remedio que reconvenirla.
—¡Un poco de cordura, por favor! —le grité, mientras un relámpago
nos iluminó con su amarillento fulgor. Había comenzado a llover, y el agua
que me golpeaba la cara, en medio de la oscuridad, me parecía salida de un
pozo. Tuve miedo de perderla, en el forcejeo con el agua, pero de pronto me
di cuenta de que ella se había aferrado muy hábilmente a mí: sentí el ardor
de dos heridas abiertas, en mis costados, allí donde sin duda hubiera sido
conveniente que yo tuviera dos asas, como las vasijas, para que pudiera
agarrarse mejor.
—¡No apriete tanto, señora! —le grité en medio de un borbotón de
espuma que me cubrió la boca.
Fuera como fuera, ella había encontrado una posición bastante cómoda
para deslizarse, y no creí oportuno rectificar: debía nadar un buen trecho,
todavía, para llegar a la costa; luego me haría curar las heridas.
Nadé unos cuantos metros, en esa posición, con ella a mis costados.
Pero un golpe muy fuerte de agua debió separarla, porque de pronto sentí
que su presión aflojaba, y cuando me volví para ayudarla a mantenerse a
flote, un feroz puntapié en el vientre me impelió lejos. Sentí que las aguas
me desplazaban hacia adentro, sin resistencia, como un barco desarbolado.
Yo iba conducido, mecido por ellas, en un sueño lleno de reflejos, de náusea
y de gruñidos. Estaba tan agotado, que no tuve deseos de oponerme a esa
corriente.
Cuando conseguí abrir los ojos y volver a flotar, en la penumbra alcancé
a divisar a la náufraga. Ahora se deslizaba sobre un madero. Había
conseguido asirlo con ambas manos y navegaba en la corriente, esta vez en
dirección correcta, hacia la costa. De vez en cuando, sin embargo, lanzaba
gritos de terror, como si tuviera miedo de soltarse o de no llegar. En cambio,
a mí, las olas me empujaban hacia adentro, aprovechando mi languidez.
Tenía los ojos turbios y las piernas, heladas, ya no me respondían. Pero era
un hombre salvado, de modo que le grité:
—¡No se suelte! ¡Déjese llevar!
Estaba a punto de desmayarme, pero tuve miedo de que el cansancio la
venciera, de modo que conseguí elevar la voz:
—¡No se duerma! ¡Pronto hará pie! ¡Conserve su valor!
Aunque las olas me impulsaban hacia adentro, yo era un hombre
salvado y los sobrevivientes suelen ser generosos, por lo menos, durante un
rato. Esa pobre mujer podía ahogarse, de modo que gasté mis últimas
energías en proporcionarle apoyo moral para llegar a la costa. El cielo había
aclarado, con la misma rapidez con que oscureció, y aunque yo tenía los
ojos entrecerrados, pude ver la oscura figura de la mujercita, a caballo del
madero, muy próxima a la orilla. Seguramente mi voz ya no alcanzaba, para
decirle que podía soltar ya su salvavidas y ganar la costa a pie. Pero era
posible que se diera cuenta por sí sola; en cuanto a mí, no había ningún
peligro: aunque las olas me conducían hasta el fondo y sentía los pulmones
llenos de agua, nada podía ocurrirme: era un hombre salvado, al que ya
nada más puede sucederle.
La cabalgata
Una vez por semana, los verdugos cabalgan sobre sus víctimas. No siempre
es el mismo día, de lo contrario la cabalgata perdería el elemento de
sorpresa que constituye uno de sus mayores atractivos; el día es elegido al
azar, del mismo modo que la cabalgadura.
El ejercicio de equitación se realiza en la escalera que conduce de la
primera planta de la prisión a la segunda, y en dirección ascendente. El día
señalado, los verdugos irrumpen sorpresivamente en la celda de los
prisioneros, eligen a aquellos que han de cabalgar, y de inmediato, les
colocan las capuchas negras, a fin de que no reconozcan el territorio ni los
accidentes de la prueba.
Los prisioneros, empujados por sus jinetes, son conducidos hasta el
borde de la escalera, y sus cabezas, bajo las capuchas, se sacuden y agitan
como los caballos en la pista.
Debemos reconocer que el lugar elegido para la prueba es muy
adecuado: la escalera en angosta y sombría, de cemento, los peldaños están
muy distantes entre sí y lo suficientemente gastados como para que la
cabalgadura, ciega, trastabille al apoyar el bazo.
Los jinetes montan a hombros de sus víctimas y si alguno resbala, la
cabalgadura es duramente castigada: hay que procurar mantener el
equilibrio, encajar con precisión las botas de los jinetes bajo las axilas y
evitar cualquier clase de vacilación.
Una vez en fila, las cabalgaduras deben iniciar la ascensión.
Los jinetes azuzan a sus víctimas con el látigo, profieren amenazas y
disputan el primer lugar, pero los obstáculos son muy numerosos y
desconocidos, la ascensión se torna muy difícil.
Muchas cabalgaduras caen, otras chocan entre sí, se escuchan gritos y
estertores; aquellos que consiguen subir los primeros peldaños ignoran
cuántos faltan, la inclinación de la pista y la índole de los próximos
obstáculos. Sucios, manchados de sangre, con los dientes quebrados
consiguen reptar la escalera, pero no tienen ninguna certeza acerca del
próximo paso.
Aquellos prisioneros que no han sido elegidos para esta prueba tienen,
sin embargo, la obligación de animar a las cabalgaduras, y son incitados a
ello por severos oficiales que presencian el ejercicio.
El jinete ganador obtiene un trofeo otorgado por el capitán, y la
cabalgadura recibe un terrón de azúcar como premio.
El mártir
Por la ventana se veía un edificio gris, las ramas de un árbol seco, y el perfil
de una vieja farmacia. La farmacia la había instalado un inglés, hacía
muchos años, y se llamaba Lovelys. El edificio gris, el árbol seco, la
farmacia de nombre extraño, repitió, como si intentara memorizar. A veces
lo acometían urgencias de esa clase. Contar los pasos que había desde el
borde de la acera hasta la puerta del consultorio. Como si de eso dependiera
algo muy importante, la vida de alguien, la suya, por ejemplo. ¿Y si se
olvidaba de una cosa que era fundamental, de un pequeño detalle, sin
embargo, decisivo?
—Hace calor —le dijo al hombre que del otro lado del escritorio lo
miraba con suave atención, sin precipitarse. ¿Sabía él que por la ventana se
veía, puntualmente, un edificio gris, las ramas de un árbol seco y el perfil de
una farmacia que un loco inglés bautizó Lovelys? ¿Había necesitado alguna
vez fijar ansiosamente esas cosas en la memoria?
—Antes —dijo, hablando en voz baja, como para sí mismo—, yo
pensaba que los detalles no tenían importancia. De pronto, se han vuelto
fundamentales. Un pequeño descuido, una distracción involuntaria, un
accidente imprevisto y toda nuestra seguridad se derrumba. Es necesario
estar muy atento, de día y de noche. Ya no puedo confiar en mí mismo,
tengo miedo de que algo de mí me traicione. Si olvido los documentos antes
de salir, por ejemplo. Si atravieso una calle a velocidad excesiva, o dejo de
ver —por distracción— una señal frente a un cuartel. Entonces, nos
volvemos esclavos. Somos esclavos de nuestra atención, de nuestra
memoria. Un pequeño error, un descuido, precipita una catástrofe. Es una
esclavitud inconfesable, aunque sé que todos la compartimos. Usted
también. Mi mujer, mis hijos, aunque no hablemos de ello. Una condición
es no hablarlo. La regla del sumo silencio. En cambio, ahora yo tengo el
pretexto. Estoy aquí para hablar, pago por ello, pero dentro de algunos
límites. Yo no me arriesgaría. Usted no se arriesgaría. Creo que todos nos
sentimos inseguros. Que de pronto hemos empezado a depender de cosas
imperceptibles, como los pasos exactos que hay desde la parada del autobús
a la oficina, el largo de los cabellos o del pantalón, una palabra que suena
ambigua y no nos habíamos dado cuenta. No me gusta esa dependencia,
pero cada vez me parece más necesaria.
El hombre calló y el otro no dijo nada. Estaba acostumbrado a sus
silencios. A lo mejor le pagaba para que lo oyera hablar sin decir nada. Ese
era quizás el orden establecido, y él no iba a modificar las reglas del juego.
De ningún juego. No él, inseguro, dependiente, temeroso. Si las reglas no
eran correctas, si no eran las justas, algún día se modificarían solas. Era lo
lógico. No había que impacientarse.
Podía ir hasta la ventana y asomarse un poco. Eso estaba permitido, por
lo menos el otro nunca le había dicho que no podía hacerlo. A lo mejor
estaba incluido en el precio de la entrevista. Asomarse por la ventana, mirar
la fachada de la farmacia de nombre pintoresco, el dibujo dorado de las
letras en la pieza de laca, los potes de hierbas curativas llenos de polvo y un
gato durmiendo en la vidriera. Un gato negro y somnoliento. Gente
apresurada que iba y venía, encerrados en sí mismos, respetando el orden
establecido de las cosas: las paradas del autobús, los lugares de circulación
prohibida, las luces de los semáforos, el reflejo de la lluvia sobre el
pavimento. Ningún imprevisto, ninguna deserción escandalosa. Macadam,
murmuró.
—Hace seis meses que no tengo una erección —declaró el hombre
frente a la ventana, procurando hablar sin énfasis—. Ahora había
comenzado a llover, la tenue llovizna de los veranos muy húmedos. —Al
principio, no le di importancia. He oído hablar de impotencias pasajeras.
Siempre he sido un hombre sano, no he padecido más que las enfermedades
habituales. Quiero a mi esposa. Desde que nos casamos, no he deseado a
otra mujer, más que fugazmente. Tenemos dos hijos. Estamos contentos con
ellos. Nos agrada estar juntos, en casa, o salir de paseo. Pero desde hace un
tiempo, observo que nadie tiene mucho interés en salir de casa. No lo
hemos hablado, porque cada uno parece haberlo decidido por sí mismo, y
casualmente, los cuatro hemos coincidido. Esto me preocupa un poco. Mi
esposa me ha ahorrado todas esas preguntas absurdas acerca de otras
mujeres. Ha sido paciente. Pero su propia paciencia me parece un oscuro
reproche. No he hablado con nadie del asunto. ¿Para qué? Me parece fácil
hacerle esta confesión a usted, porque antes le he pagado. Sé que usted me
cobra un precio por esta revelación. Jamás la haría gratuitamente: mi
narcisismo sufriría— comentó, procurando parecer jovial.
El otro lo miró con cierta sorpresa. ¿Dónde había aprendido a usar esa
palabra?
Él comprendió y dijo, serenamente:
—Estuve leyendo algunas cosas sobre la impotencia. Sus posibles
causas psicológicas. Nada importante, en revistas de divulgación.
El hombre que estaba sentado, jugó un momento con un lápiz de metal
que sostenía en la mano izquierda, sin énfasis:
—¿Observó algo más?
Esa fría voz que le hacía sentirse en una clínica. Estuvo un rato en
silencio.
—No sé a qué se refiere —contestó.
El otro lo miró inquisidor, fijamente. Su fuerte mirada lo incomodó. Le
pareció más oportuno seguir caminando.
—Entonces fui al médico —declaró, como si no hubiera existido la
pausa anterior—. Me revisó exhaustivamente. Me dijo que no presentaba
ningún trastorno físico. No hay nada, en mi organismo, que justifique la
impotencia. La causa está en otra parte. Es curioso, ¿no le parece? —rio
falsamente—. De pronto hay algo que ignoramos de nosotros mismos. Un
mecanismo que se ha echado a andar sin que lo supiéramos. Eso me turba y
me llena de confusión. Me parece que hay un intruso acechándome.
—¿Qué clase de intruso? —preguntó el otro, aparentemente sin mucho
interés.
—¿Es que mi sexo sabe de mí algo que yo no sé? —interrogó el
hombre, angustiado.
Por la ventana se veía un edificio gris, las ramas de un árbol seco y el
perfil de una vieja farmacia, que un inglés loco había bautizado Lovelys.
—Son cuarenta y dos pasos desde la acera donde estaciono el auto hasta
la puerta del consultorio; los he contado bien —agregó el hombre. Si la
cuenta no me sale, me pongo nervioso.
—¿Nervioso? —inquirió el otro.
Tuvo deseos de decirle que no le pagaba para que repitiera la última
palabra de sus frases, como solía hacer. No solo su sexo sabía de él algo que
él mismo no sabía: además, había que escuchar preguntas insolentes.
—El daño está en otra parte —continuó. Si son cuarenta y dos pasos,
me siento más seguro. Pienso que no va a sucederme nada malo. ¿Por qué
iba a ocurrirme algo malo a mí? Soy un hombre correcto y responsable.
Amo a mi familia. He evitado siempre mezclarme en problemas. Tengo un
buen empleo y dos hijos bien educados. Pero al poner la llave en el auto…
—¿Qué ocurre cuando pone la llave en el auto?
—No sé bien. Una náusea repentina. Una aversión. Debo poner la llave
en la cerradura de la puerta, antes de entrar al auto. Y encuentro una
resistencia, en algún lugar. No en la cerradura, ni en la puerta: la resistencia
está en mi interior. Determinados actos se han vuelto casi imposibles.
Transpiro, quiero huir, no puedo hacerlo.
Dejó la ventana atrás y se dirigió hacia el otro lado de la habitación. En
cuanto a ella, sus sensaciones eran contradictorias. A veces la odiaba, por su
aspecto impersonal, que le recordaba el consultorio de un dentista, o las
comisarías alemanas, limpias, metálicas, alcanforadas. Las vio en películas.
Le horrorizó el predominio del blanco. Otras veces, en cambio, reconocía
en esa austeridad, en la funcionalidad de los elementos y la falta de
decoración un mensaje tranquilizador, benéfico.
—También me da miedo encontrar la puerta del baño cerrada. No lo
puedo explicar. Es como si temiera que alguien estuviera dentro,
acechándome. No temo solo por mí. También por la gente que quiero. Me
digo: no es posible que haya alguien adentro, sabes bien que la puerta está
cerrada por azar. Mi esposa dice que la cierra para que la casa ofrezca un
aspecto más ordenado. La entiendo. Pero la puerta cerrada me transmite un
terror incontrolable. Ahora duermo mucho. Más que antes. No recuerdo lo
que sueño. Leí por ahí que todos soñamos; debe ser cierto. Antes, me
acordaba. Si la quiero, si me atrae, ¿por qué no puedo hacer el amor con
ella? Tampoco con otra. No soporto la idea de desnudarme, es verdad. Me
siento protegido por la ropa. Ahora duermo siempre en pijama, aunque haga
calor.
No quiero que nadie me vea desnudo, ni siquiera mi mujer.
Descansó. Había hablado demasiado. Ahora se sentía un poco mejor.
El otro jugaba con un lápiz de metal, con el cual realizaba trazos
invisibles sobre una hoja de papel.
—¿Recuerda algo en particular, antes de esos seis meses, que lo haya
afectado mucho? —preguntó al hombre, mirándolo con cierta dulzura.
—Creo que no —contestó, reflexivamente. Las cosas habituales.
¿Por qué le parecía que el edificio gris oscilaba imperceptiblemente?
Bueno, todo el mundo sabe que las casas se mueven aunque no lo veamos.
Se acercó lentamente hacia el escritorio. Observó que el otro jugaba con
un lápiz. Se sentía más aliviado, más comunicativo. El lápiz tenía grabadas
unas letras: el nombre del médico.
—¿Quién le regaló ese lápiz? —le preguntó, de pronto, con mucha
curiosidad.
—Un paciente —respondió, sin precisar.
—Debí imaginármelo —comentó él. Es curioso.
—¿Qué es curioso? —dijo.
—La primera vez usted me preguntó porqué lo había elegido a usted.
Siempre me ha resultado una pregunta vanidosa. ¿Hay que emitir una serie
de elogios, en ese momento? ¿Hay que recurrir a alguna referencia ilustre,
para presentarnos, como un código cifrado? Me pareció una pregunta
innecesaria. Revisé la lista de médicos y me decidí por usted. Pero no fue
por azar. Es que su apellido coincide con el de un hombre que fue vecino
mío.
—¿Por qué ha dicho fue? ¿Ya no lo es? —preguntó el médico, algo
retóricamente.
No podía hacer un comentario sin que motivara una pregunta. Era un
juego entretenido, pero algo caro. No iba a volver: con el dinero que
ahorrara de esta manera podría invitar a su esposa a irse de vacaciones a la
costa. Dejarían a los chicos con los abuelos; daban poco trabajo, estaban
bien educados. Y con las vacaciones, el sol, el mar, la tranquilidad, la
impotencia se iría sola. Desaparecería, tan subrepticiamente como había
venido. Estaba seguro.
—No. Ya no lo es, —respondió, lacónicamente.
—¿Dónde está ahora? —insistió el médico, jugando con el lápiz.
—No lo sé, —respondió él, dirigiéndose hacia la ventana—. El edificio
gris. El árbol seco. La farmacia. Lovelys. Cuarenta y dos pasos, ni uno más,
ni uno menos. —No éramos amigos. Vecinos, simplemente. No había
observado nada particular en él. Uno no se pasa el día observando cosas
particulares, como si fuera un perro entrenado. Una vez yo fui a su casa a
mirar un partido de fútbol, porque mi televisor estaba roto. Otra vez los
invitamos a una fiesta, mi hijo menor cumplía diez años y nos reunimos a
celebrarlo. Pero nada más. No me gusta investigar la vida ajena. Nunca
podría tener la profesión que usted tiene. Se necesita una vocación especial,
¿no es cierto? Para ser psiquiatra o policía, hay que tener una clase de
interés yo diría que algo perverso. Soy un hombre común. Él también lo
parecía. ¿Lo era? Debía tener mi edad, más o menos. Hemos optado por no
averiguar quiénes son los demás. A veces, sería muy peligroso saberlo. Su
esposa era una mujer agradable, cortés pero discreta. Creo que les gustaba
la ópera; se oía la música desde casa. Ya no se conversa como antes. Ahora
estamos metidos entre las paredes, reservados, temerosos, sospechando de
nosotros mismos. De alguna manera, lamento no haberlos conocido mejor.
En otras circunstancias, quiero decir. No sé bien qué hacían: creo que él era
profesor y ella estaba empleada en un banco, o algo por el estilo. Es
curioso: ella tenía aspecto de maestra. Lo sé bien: mi madre lo fue. Puedo
reconocer a una maestra a simple vista. Pero esta vez me equivoqué—. De
pronto, se interrumpió. —¿Quién fue el loco que le puso ese nombre a la
farmacia?
El otro no creyó oportuno responder.
Se hizo un silencio pesado.
—¿Dónde están ahora? —preguntó el médico, como si fuera la primera
vez que hacía la pregunta.
Él se irritó.
—Le he dicho que no sé dónde están. Mucha gente se ha ido. De un día
para otro, una familia entera se va. Desaparecen. No envían postales. No
mandan cartas. Uno debe acostumbrarse a su ausencia como algo natural.
Tenían dos hijos: un varón y una niña. Ellos tampoco están. Fue difícil
explicárselo a los míos. Pero les dije que se habían ido de viaje. «¿Adónde
se fueron?», me preguntaban, igual que usted. Pero usted lo hace sin
ingenuidad. Ellos, quizás, también. Tienen esa edad en que las
explicaciones deben ser muy convincentes, pues están dispuestos a
verificarlas. Les dije que se habían ido a Alemania, me pareció un lugar
suficientemente lejano y poco atractivo; esperaba que se conformaran.
«Qué raro», comentó el mayor. «Se fueron sin avisar». «Sí, se fueron sin
avisar». Procuré que no insistieran. Ellos no se habían enterado de nada,
porque esa noche, por casualidad, durmieron en la casa de los abuelos.
—Usted sí, se enteró, ¿verdad?
—No pude evitarlo. Dormíamos. Era una noche aparentemente igual a
otras. De pronto, escuché ruidos en la calle. Un vehículo había estacionado
y varias personas descendieron de él, rápidamente. Me asomé a la ventana.
Los vi. No tenían uniforme, pero llevaban armas largas, de esas que usa el
ejército. Todo fue muy veloz. Con el ruido, muchas ventanas se abrieron, se
encendieron algunas luces. Pero se cerraron enseguida, y las luces, se
apagaron. Escuché una orden, en la calle: «¡Que nadie se asome!». Los
ruidos estaban muy próximos. Subieron la escalera; parecía una estampida
de búfalos. De esas del oeste, ¿las vio en el cine? Mi esposa se despertó,
también, y estaba muy asustada. Los pasos se acercaban hasta nuestra
puerta, pero se detuvieron un poco antes: en la casa del vecino. Golpearon.
Nadie abrió. No esperaron: rompieron la puerta a patadas, a culatazos. Se
escucharon gritos, golpes; oímos llorar a los niños; parecía que estaban
arrancando las cosas de su lugar, los muebles de su sitio. Debieron resistirse
de alguna manera. Después se oyó cómo los arrastraban por el corredor. A
los cuatro. La mujer gritaba, pedía auxilio. Todas las ventanas estaban
cerradas, pero estoy seguro de que la gente espiaba detrás de las cortinas.
Ella se rebelaba, era muy difícil dominarla. Escupía sangre, pero se
defendía. Por fin, consiguieron asirla por los cabellos y así se la llevaron. A
él alcancé a verlo cuando lo metieron dentro del vehículo: estaba atontado
por los golpes, no gritaba. Los niños iban en pijama. Ella alcanzó a lanzar
un grito, antes de subir, un último pedido de ayuda. Desaparecieron,
velozmente, por la avenida. Un zapato de ella quedó en el suelo; era una de
esas sandalias que las mujeres usan para dormir. Celeste. Recién entonces
reaccioné. Lo había visto todo, como fascinado. Me di cuenta de que mi
mujer también estaba gritando, y que eso era muy peligroso. La sacudí.
Creo que se puso un poco histérica, porque no me oía. La abofeteé.
«Cállate, por favor, cállate, ¿qué quieres?», le dije. Yo también estaba
aterrado. Por fin dejó de gritar. Encendí la luz. La llevé bajo la lámpara,
como si fuera una prisionera, y le dije: «Tú no has visto nada, ¿me oyes?
No sabes nada… Esta noche dormiste sin despertarte. Yo también. No
oímos ninguna clase de ruido. No conocíamos a los vecinos. No sucedió
nada. Júramelo». Ella lloraba, ahora más bajo, y me imaginé escenas
iguales en las casas de alrededor. «Nunca hablaremos de esto con nadie»,
insistí, para reforzar. «No lo sabrás. Lo habrás olvidado». Me acordé de que
en la casa había un frasco con tranquilizantes, así que le di dos, juntos, y yo
también me tragué dos. A la mañana siguiente desayunamos como todos los
días, pero ella rompió una taza. Esto me puso furioso. Además, estaba
pálida y ojerosa. Solo una vez la había visto con ese aspecto: cuando murió
su padre. Después, llegaron los niños. Le prohibí que llorara delante de
ellos. Salí a la calle. Enseguida, me encontré con un vecino. Conversamos
animadamente acerca del próximo partido de fútbol de la selección
nacional, del tiempo, de las vacaciones. Nadie dijo nada. Mi mujer iría a
hacer las compras y todo sería igual: nadie abriría la boca. Comentarían los
precios, las enfermedades de los niños y luego volverían a sus casas. Todo
estaba en orden. Nadie haría una sola pregunta, se pasaría con disimulo
frente a la ventana del vecino desaparecido. Yo dije que se fueron para
Alemania, otros dirían algo semejante. Nos desempeñamos muy bien
cuando vinieron a hacer la investigación de rutina. Yo le había advertido a
mi esposa, aquella noche: «Cuando vengan a preguntar, tú no sabes nada,
no has oído nada. Dormiste toda la noche. Trátalos con cordialidad, y por
favor, si reconoces a uno de ellos, si te das cuenta de que el oficial que te
interroga es uno de los que estuvo en la casa, no hagas la mínima señal de
reconocimiento. ¿Me oyes? Olvida para siempre los rostros, las voces, las
expresiones. Ni te muestres asombrada ni se te ocurra hacer alguna
pregunta». Vinieron. Eran dos. Amistosos, falsamente cordiales. Dijimos
que esa noche habíamos ido al cine y que nos dormimos profundamente
después, porque estábamos muy cansados. Les pareció bien la respuesta.
¿Los vecinos? Apenas los conocíamos. ¿Oímos algo especial, esa noche?
«Sí. Mi esposa estornudó dos veces», dije, bromeando. Se fueron. Nos
miramos, más tranquilos. Nunca más hablamos del asunto. Ahora lo recordé
por el lápiz. De todos modos —dijo— es un apellido bastante frecuente.
El edificio gris. El árbol seco. La farmacia. Lo importante era poder dar
siempre cuarenta y dos pasos entre el borde de la acera y el umbral.
Cuarenta y dos. Ni uno más, ni uno menos. ¿A quién podía habérsele
ocurrido un nombre tan ridículo para una farmacia?
Los desarraigados
La guerra terminó hace varios años, pero él permanece allí, en el que fuera
campo de batalla, custodiando los despojos. A ambos lados del suelo
yermo, se han construido largas autopistas por donde los autos resbalan,
raudos, en fila, con las plateadas carrocerías incendiando el horizonte.
También se eleva un supermercado. La enorme mole se yergue
solitariamente, como una torre, pero tiene un rótulo en el techo y luces de
colores. Antes, en ese lugar, los tanques se disponían en orden, para la
batalla. Es posible, todavía, tropezar con el casco de una bomba o una bala
perdida. Pero los atareados transeúntes no reparan en estas cosas: los ve
bajar de los autos en la playa de estacionamiento, sumergirse en las grandes
bocas de la tienda y luego reaparecer —han pasado un par de horas—
cargados con bolsos y paquetes. No le interesa el destino de esa gente.
Monta guardia a la boca de la trinchera, donde ahora crecen pastos secos.
Da cinco pasos hacia el este y ocho hacia el oeste; cuando ha recorrido ese
camino, vuelve a repetirlo.
Se alimenta de latas de conserva y de las naranjas que roba, por la
noche, de un campo vecino. Es el único momento en que abandona la
guardia, aunque propiamente, no puede decirse que se trate de un abandono:
por la noche las escaramuzas se suspenden y puede reposar un poco, comer
naranjas, aflojar las botas. No le preocupa el estado de su uniforme. En el
foso de la trinchera se conservan dos fusiles herrumbrosos, una gorra de
soldado quemada por una bala, la quilla de una granada y la quijada de un
muerto.
Al principio, se organizaban excursiones para disuadirlo. Autoridades
municipales, el juez de paz, un médico y un abogado. No les prestó
atención. Una vez llegó también su mujer; le habló de tiernos mejores, de la
construcción de la casa, de cierta pensión que podría tramitar. No la
escuchó. Miró hacia arriba, el blanco cielo, y le pareció que entre las nubes
deshilachadas se escondía un avión.
En cuanto al territorio que custodia, no ha crecido una sola planta, ni lo
permitiría. Tampoco permitiría que se erigieran casas, tiendas, autopistas.
Ha de quedar yermo y desolado, repleto de cascos, como estaba antes.
Con el tiempo, los embajadores dejaron de asistir. Él respiró, tranquilo.
El juez de paz, el abogado, el alcalde y el médico se olvidaron de él. Por lo
demás, el territorio que ocupa —que custodia— está en pleito, desde el fin
de la guerra, y todos creen que morirá antes de que tenga dueño. Se lo
disputan el supermercado y una cadena de parkings. Construirán un
almacén de mercaderías o la prolongación de la playa de estacionamiento.
Antes, va a limpiar los fusiles, colocará la gorra del soldado sobre un poste
de telégrafos, lustrará la quilla de la granada y la quijada del muerto. No
confía en la memoria de los vivos y sabe que los museos están vacíos.