Peri Rossi, C. - Cosmogonías

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Cada libro de Cristina Peri Rossi es una nueva incursión en las

profundidades de la condición humana, al mismo tiempo que una invitación


para que el lector ejercite su sensibilidad y su inteligencia. En esta brillante
colección de relatos, una ciudad prepara espacios apropiados para que los
suicidas se maten, un hombre debe descifrar un enigma para alcanzar a la
mujer amada y un comité político decide elegir un mártir. Erotismo, humor
y angustia están siempre presentes bajo la prosa elegante y refinada de una
de las mejores escritoras de nuestro tiempo.
Cristina Peri Rossi

Cosmoagonías
ePub r1.0
Titivillus 17-11-2021
Cristina Peri Rossi, 1988

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
A Matías Coll
«Los mudos dicen que sus sueños están llenos de voces».

(GEORGE STEINER)

«y confundamos su lengua, de modo que no se entiendan los unos a los otros».

(Génesis, XI, 7)
Rumores

A finales del siglo XX se propagaron rumores sobre las ciudades. Algunos


hablaban de su consunción; otros, de un raro renacimiento de los
escombros. Grupos clandestinos y secretos cuchicheaban sobre ciudades
todavía habitables, donde se podía caminar, ver un pájaro, recorrer un
museo o contemplar el color del cielo. Pero eran las menos. Poco a poco se
empezó a hablar de Berlín. No en público, ni en los diarios, ni en reuniones
sociales. El nombre de Berlín empezó a circular como una clave secreta,
una consigna mística, una cifra de iniciados sin sentido para los demás. Se
hablaba de Berlín recogidamente, en la intimidad de la conversación luego
del amor o en una habitación apartada, entre amigos escogidos. Una mujer
desnuda, a la tenue luz de un cuarto privado, decía a su amiga, por ejemplo:
—He oído decir que en las calles de Berlín todavía crecen los tilos y
hay cisnes en los lagos.
O:
—Los mirlos cantan entre la nieve, en Berlín, y se bebe té en tazas de
porcelana, con manteles de hilo.
El hecho de que Berlín estuviera entre muros no desestimulaba a nadie:
daba, a la ciudad, esa calidad de símbolo de los sueños que falta a tantas
otras.
Las amigas se pasaban recetas de strüdel entre ellas, como si de raros
poemas se tratara, y al atardecer, detrás de las ventanas de metal o en los
ásperos andenes deletreaban der traum in leben, a punto de comprender la
lengua solo por el deseo.
Otros hablaban de San Francisco, pero una horrible peste anuló su
prestigio: los elegidos eran también los apestados y la ciudad se hundió en
un letargo de sábanas y cloroformo, convertida, de pronto, en una célula
cancerosa en el redondel del mundo.
Había ciudades —como Madrid— donde cundía una breve euforia,
igual que la alegría antes de morir, y ciudades, como París, ensimismadas,
vueltas hacia su antiguo prestigio, ahora llenas de indolencia.
Pronto no quedó adonde ir y quienes huían hacia El Cairo, Praga,
Buenos Aires o Varsovia lo hacían sin ilusión, solo para demorar un poco
más la muerte. La declinación de las ciudades se extendió como una
mancha de petróleo sobre las aguas.
Quien esto escribe, en las postrimerías del siglo XX, no sabe si hay
futuro, no sabe si hay ciudades, no sabe si hay lectura.
El Club de los Amnésicos

Para pertenecer al Club de los Amnésicos no se necesita ninguna aptitud


especial —ni siquiera una gran falta de memoria, espontánea o provocada
por un golpe, el envejecimiento de las arterias o la escasa irrigación del
cerebro—, porque se parte del hecho de que desde el momento de nacer,
todos somos amnésicos, especialmente aquellos que creen recordar. En este
sentido, una mujer que pierde a menudo las gafas está en tan buenas
condiciones para acceder al club como aquella otra que jamás olvida el
lugar donde las dejó: de la primera se dice que respeta la autonomía de los
objetos, de esta, que gusta ejercer cierto dominio sobre las cosas.
Los amnésicos nunca dicen «recuerdo que», sino «imagino que»,
aunque de hecho, estén hablando de una experiencia del pasado. Del mismo
modo, rechazan el uso de la fotografía, sobre todo cuando son retratos. En
lo que concierne a objetos o paisajes, consideran que las fotografías son
cuadros o poemas, es decir, intervenciones deliberadas en el gran caos de lo
real. Si un amnésico quiere sacar una fotografía, se preocupa de que el
revelado sea parcial, no total, de suerte que grandes zonas del objetivo estén
veladas.
Es obligación de todos los integrantes del club llevar un diario
minucioso de sus vidas, pensamientos y deseos, por mediocres que sean, ya
que su lectura les permite comprobar hasta qué punto han olvidado, de un
momento a otro. No es una actividad simple, como podría pensarse.
Algunos amnésicos han abandonado el trabajo en la oficina, la tienda o el
ministerio para dedicarse exclusivamente a escribir el diario, procurando
que nada de lo sentido, nada de lo percibido, nada de lo pensado escape a
ese registro escrupuloso. Otros, han abandonado el hogar, la esposa y los
hijos, para sumergirse de lleno en esta tarea, pero no siempre pueden
escapar a la locura: anotar minuciosamente la vida interior —por escasa o
superflua que sea— provoca, a su vez, nuevos pensamientos, nuevas
imágenes y deseos, de modo que el escriba debe desdoblarse, y esas fisuras
no suelen suturarse eficazmente.
En el Club hay un cuestionario mínimo, a disposición de todos los
curiosos, destinado a comprobar la calidad de amnésico del aspirante. Las
preguntas son estas:
—¿Qué comió ayer al mediodía?
—¿De qué color era el vestido (o el traje, según los casos) de su
segunda amante, la sexta vez que hicieron el amor?
—¿Cuántas veces dijo no el ocho de diciembre de 1963?
—¿Dónde estaba hace 221 días a las seis de la tarde?
—¿Cuál fue el primer pájaro al que escuchó cantar?
—¿Cuántas cartas escribió el año pasado y qué decían?
—¿En qué gastó quinientas pesetas la mañana del lunes, hace hoy
exactamente dos años?
—¿Qué soñó la antepenúltima noche?
—¿Cuántas veces pronunció la frase: «Te quiero»?
—¿Qué dice la página número veintitrés de su libro favorito?
El carácter de este cuestionario es más pedagógico que informativo, y
tiene un acápite donde se lee: «Solo lo inmediato nos parece real».
Los amnésicos aseguran que es más fácil recordar el futuro que el
pasado, en la medida en que los deseos se proyectan hacia adelante, y no
hacia atrás. Según ellos, el deseo perfila mejor que la memoria, y el deseo
está siempre en mañana.
La otra actividad fundamental de los amnésicos consiste en la lectura de
diccionarios.
Lo hacen minuciosamente. Señalan en el borde de la hoja, con una cruz,
las palabras que reconocen, y luego, comparan con el total de la lengua. En
el desierto del campo, se elevan algunas cruces. En el gran silencio de la
amnesia, se elevan pequeñas voces. He olvidado ayer, hoy, la mañana de
muchos días. Solo algunos jirones, detritus membranosos en el mar plato de
la amnesia devoradora.
Cuando los amnésicos recuperan una palabra, suelen festejar. Como
quien descubre un fósil antiguo perdido en el fondo de una caverna, la
enseñan a los otros que, cautelosos y llenos de reverencia, se acercan a
tocarla, a palparla entre los dedos, entre los labios, y luego, con alegría,
comienzan a emplearla.
Convencidos de que la repetición anula, simplifica y reduce, los
amnésicos procuran que sus actos —aún cotidianos— se celebren como si
fuera la primera vez. No se reúnen jamás en el mismo lugar, ni se sientan en
el mismo sitio que la vez anterior. Miran el mar desde diferentes puntos de
la costa, cambian a menudo la marca de los cigarrillos, procuran no repetir
el camino hacia el trabajo y cultivan esmeradamente el arte de la
desorientación: en una calle cualquiera, hacen como si estuvieran en otra
ciudad, en otro mundo.
Un amnésico enamorado sabe, siempre, que el ser amado es él más otro,
antiguo, pasado, al que no recuerda, no revelado todavía, y no está seguro ni
de su sexo, ni de sus hábitos y costumbres, ni siquiera de la especie de
animal que fue.
Hace las mismas preguntas muchas veces a la misma persona, porque
está convencido de que ninguna de las respuestas es la definitiva y
cualquier certidumbre, transitoria.
Un amnésico enamorado no reconoce, sino que cada vez debe empezar
por conocer. Todos los días se asombra de las mismas cosas, ya que las
olvidó, y el color de la piel de la mujer que ama es una incógnita sostenida
por su imaginación —es decir: por su memoria— que las diferentes luces
del día y de la noche descubren cada vez, para hundir, luego, en el pozo
abismal de la amnesia.
El amnésico vive sin espejo, que lo induciría a error, pero, en cambio,
archiva los diarios atrasados. De este modo, puede tener una agradable
conversación acerca del campeonato de boxeo de 1924, en Buenos Aires, o
el último decreto del general De Gaulle, en 1948.
Solo no olvidan lo que no ha sucedido todavía.
Suicidios S. A.

La ciudad protege a los suicidas. Se han construido expresamente


viaductos, puentes y acantilados a fin de que los hombres y mujeres
decididos a suicidarse puedan ejecutar el acto con las mayores garantías de
éxito.
Primero, se construyó un enorme viaducto de cemento. El viaducto
corría por encima de una avenida amplia y ruidosa, a la suficiente altura
como para asegurar que el salto, la precipitación en el vacío fuera
irremediablemente mortal. Pero pronto surgieron dos inconvenientes: en
primer lugar, la nutrida circulación del tránsito en la avenida inferior solía
distraer a los suicidas que, en el momento exacto de precipitarse, descubrían
el reflejo de un farol azul en el pavimento o se entretenían calculando la
velocidad de los automóviles al pasar un semáforo, y estas pequeñas
intervenciones turbaban su ánimo o demoraban su decisión. El otro
inconveniente fue la protesta de los conductores que transitaban por la
avenida, ya que los suicidas, al caer, manchaban de sangre los parabrisas,
salpicaban con sus vísceras deshechas los guardabarros y los restos
humanos sobre el pavimento entorpecían la circulación. Pero la ciudad es
diligente: para solucionar ambos problemas, se decidió establecer un
horario preciso: los suicidas podían usar el viaducto los lunes, jueves y
domingo —el día más melancólico de la semana—, de cinco a doce de la
noche —las horas más lúgubres del día—, tiempo durante el cual se
prohibía el tránsito de vehículos por la avenida inferior.
El viaducto de cemento tiene una extraña y sugestiva melancolía, muy
apropiada para horas muertas. Es una cinta gris, tan extensa que de un
extremo a otro no se ve su fin, y suspendida del aire como si ya formara
parte del umbral del limbo. Por lo demás, la guardia urbana tiene la orden
de apartar a los curiosos de las inmediaciones del viaducto, para que con
sus vivas y sus hurras, con sus aplausos o sus silbidos no molesten ni
perturben el ánimo de los suicidas. En cambio, están permitidas las
fotografías y por todas partes se ven puestos de postales, con la bella
impresión del viaducto de cemento extendiéndose como un río de piedra, y
la figura de un hombre o de una mujer que ya emprendieron el salto.
También se han construido media docena de puentes, en la ciudad, de
uso preferencial para suicidas. El emplazamiento de los puentes no es
casual. Fueron erigidos según las estadísticas en aquellos sitios
tradicionalmente elegidos por los suicidas de varias generaciones, aunque
los motivos de esa preferencia no siempre sean claros. Sin embargo, del
mismo modo que las estadísticas comprueban que hay más suicidas varones
que mujeres, que el suicidio es más frecuente en invierno que en verano, en
otoño que en primavera, y al atardecer mejor que al amanecer, también
comprobaron que algunos lugares de la ciudad eran más estimulantes para
el suicidio que otros. Por ejemplo, hubo que construir un puente junto a la
autopista de acceso a la ciudad, ya que algunos automovilistas tenían la
costumbre —convertida, pronto, en un rito, como suele ocurrir con muchas
imprevisibles conductas— de abandonar el vehículo exactamente en el
momento de entrar a la ciudad e intentar las formas más ridículas y
descuidadas de suicidio —barbitúricos, veneno— en los bordes mismos de
la autopista, con el consiguiente embotellamiento del tránsito.
Ahora, el Ayuntamiento de nuestra ciudad ha colocado un cartel, en ese
preciso lugar, que dice: «Si desea suicidarse, tenga la amabilidad de usar el
puente a su izquierda» y un leve movimiento de cabeza —solo un leve
movimiento— alcanza para que el conductor apesadumbrado por cualquier
motivo descubra, a pocos metros, un puente de cemento —material más
adecuado que el hierro para proteger a los suicidas, por su escaso poder
imaginativo—, en la penumbra, en el silencio, tan dormido que parece
muerto.
La antigua costumbre de suicidarse atando una cuerda a un árbol había
caído ya en desuso, debido, principalmente, a la ausencia de árboles en la
ciudad y en las casas, por lo cual se decidió instalar un pequeño jardín
público donde cada árbol tiene su correspondiente soga y el Ayuntamiento
asegura a los aspirantes que la soga es completamente personal: una vez
usada, es entregada a los herederos o parientes próximos y cambiada por
otra. Puede decirse, sin lugar a dudas, que en la ciudad nadie se ha colgado
dos veces en la misma soga.
Para quienes prefieren suicidarse en la intimidad y desprecian el
exhibicionismo público, una empresa estatal se ocupa de fabricar
numerosos productos, de distinto aspecto, composición y precio, y que
aseguran un suicidio más o menos lento, casi imperceptible, para todos
aquellos que detestan las decisiones bruscas o los cambios violentos de
estado y situación.
Hay deliciosos bombones envenenados, sopas de langosta
delicadamente letales, dulces cigarrillos contaminados, íntimos perfumes
suavemente mortales. Hay flamantes automóviles con escape de gas interior
asegurado, botellas de champán deliciosamente combinado con belladona y
cajas de cerillas ilustradas con cuentos de Andersen que al encenderse,
despiden un carburante mortal.
Para quienes no pueden separar el sexo de la muerte, la misma empresa
estatal dispone de un lujoso surtido de artículos apropiados para suicidas.
Hay cálidas alfombras en forma de vagina, impregnadas de un veneno fatal;
se puede comprar un par de senos generosos y abundantes —de color
porcelana, dorados o negros—, provistos de una glándula que segrega un
licor mortal y grandes muñecos —de ambos sexos— que en el momento de
producirse el orgasmo, estrangulan eficazmente a quien ha llegado al
éxtasis. La habilidad de nuestros artesanos permite, además, fabricar
réplicas perfectas de hombres y mujeres reales —a partir solo de una
foto—, a fin de que los suicidas gocen y mueran a través del objeto amado.
Y para todos aquellos débiles de carácter, voluntad o coraje que se
sienten incapaces de suicidarse por sí mismos, la ciudad pone a su
disposición un eficaz y secreto servicio de asistencia, compuesto por
policías y soldados retirados, jóvenes sin empleo y revolucionarios
fracasados. Una llamada telefónica alcanza para que un pequeño grupo de
ellos —se ha demostrado que no son propensos a la actuación individual—
se presente en la casa del suicida débil de carácter y le proporcionen una
muerte rápida y segura, sin la responsabilidad de haber tenido que elegir el
medio.
Pero todavía hay quienes prefieren arrojarse inesperadamente por una
ventana o lanzarse al mar, de una manera egoísta y escasamente cívica. Los
transeúntes los desprecian, y los pescadores también.
El Club de los Indecisos

Los indecisos saben que cualquier decisión es parcialmente equivocada, no


por el sentido de la misma, sino por el mero hecho de elegir. Es tan
impertinente, en todo caso, salir o no salir a la calle, de modo que el hombre
que opta por abrir la puerta, cruzar el umbral e integrarse a la muchedumbre
anónima que circula por la ciudad no se equivoca menos que el otro,
cerrador de puertas, que decide instalarse en un sillón y no abandonar la
casa. Una u otra decisión, aparentemente opuestas, coinciden en un punto:
intervienen sobre la realidad, desencadenan una serie de hechos
imprevisibles y determinan otros, en un proceso incontrolable acerca del
cual una sola responsabilidad es excesiva, y ninguna, cobardía.
Como la mujer que debía cruzar un río para encontrarse con su amante,
y pereció en la empresa.
La historia de esta mujer ilustra mejor que ninguna otra hasta qué punto
cualquier decisión es equivocada y un sí o un no dichos de manera
aparentemente inofensiva, provocan consecuencias inconmensurables; las
cercanas, a veces podemos aquilatarlas; las lejanas, como olas sucesivas
que se forman más allá de nuestros ojos, no por imperceptibles son menos
importantes.
La casa estaba al borde de un río. El río, teñido por la áspera vegetación
circundante, era verde.
Las aguas provocan sueños. Son difusos, los sueños provocados por el
agua. Fluyen desde alguna parte lejana envueltos en la maleza, entretejidos
de lianas, con residuos de barro (memorias de quienes fuimos en otra edad
perdida, inevocable), dibujos en la niebla y el eco de ramas quebrantadas
como huesos partidos, dislocados. En la negra noche del deseo, las aguas
dan forma ilusoria a los anhelos vagos, a las ansiedades insatisfechas.
Mujer, río y sueño navegaban juntos en el lecho verde del agua, en la
cabellera de lianas mezcladas, en el vapor frágil del despertar.
La mujer tenía un amante. Los sauces caían con delicada levedad,
barrían la costa, evaporaban la maleza.
El amante vivía a la otra orilla del río. En una casa igual, pero habitada
por él, y a la noche, encendía la luz para esperarla. En medio de los
borborigmos del río nocturno resoplando en la oscuridad, la luz de la casa, a
la otra orilla, era un faro levitante, un meteoro suspendido, una nave que
promete viajes. La llamaba, con su luz, promesa de anhelos realizados, de
deseos que lentamente se satisfacen.
Hacía muchos años, muchísimos años atrás, hubo un puente de madera
para enlazar ambas orillas. Entonces, el puente, al reunir las dos márgenes,
impedía desarrollar sueños profundos. La vía de acceso a la otra orilla
deshilvanaba los deseos, los marchitaba. El puente había sido arrastrado por
la corriente hacía mucho tiempo, tanto tiempo que entonces no existía la
casa, ni la mujer, ni el marido celoso, ni la casa al otro lado. Pero al existir
una orilla poco accesible, existían también un deseo imperioso, un anhelo
urgente, una mujer que desea, un amante que espera.
La ausencia de puente era suplida por una barca cuyo barquero, tan
siniestro como el del Aqueronte, acechaba en la costa, dispuesto a cobrar
muy caro el sueño de los viajeros.
A la noche, el agua caía del cielo tiñéndose de verde en la arboleda.
Detrás de la ventana, la mujer miraba el río que crecía y la casa, del otro
lado, con una luz, flotando en la inmensidad como un arca.
—Iré —había prometido al amante urgente. Noche, tormenta, barca y
barquero le hacían recordar la promesa.
Pero el marido no consentía. El marido se había asomado a la puerta,
celoso, y observando la luz distante odiaba el deseo que encendía luces en
la noche, el ansia que era capaz de empujar una barca en la oscuridad. Y
cerraba la bolsa: sin puente, sin dinero, el deseo sería un deseo sin medios,
sin maderas flotantes, sin casa donde arribar. Un deseo ahogado entre lianas
de rencor. No muy lejos la barca rumiaba su soledad de botero sin víctima,
de viaje no empezado. Sacudía levemente las aguas y el barquero,
reconcentrado, miraba la casa donde marido y mujer disputaban, escuchaba
el latido de las aguas como un corazón en agonía.
Huye del marido y pone un pie en la barca; de lejos, la luz de la otra
casa la llama con urgencia. Vibra en la noche populosa de rumores y de
humedad como un élitro de fuego y ella responde con vísceras ardientes y
un deseo que le llena de agua la boca. Miente al barquero prometiéndole
una paga que no podrá dar. En el impulso, el impulso ascendente del deseo,
se encomienda a los dioses y no arbitra otro medio de pago: quizás el
barquero sea más piadoso de lo que parece y tolere una deuda que nace del
ardor.
El viaje es incómodo y lúgubre. En la soledad tormentosa de la noche
escucha rumores indescifrables, ramas que se resquebrajan, golpes secos de
piedras contra la orilla. El barquero la mira fijamente y en sus ojos fríos
sabe que se esconde otra clase de pasión, tan implacable como el deseo que
la conduce a ella de una orilla segura a la intemperie del río. Oscuramente
comprende que ambas pasiones no se compadecen, que la terrible sentencia
se cumplirá al fin del viaje, cuando la otra orilla deje de ser un sueño
enfebrecido y se recorte, nítida, al borde de la barca. Pero no procura
retroceder ni engaña al barquero con otra clase de promesas: solo la piedad
podría salvarla, esa que ni su marido ni su amante pueden sentir. La piedad
que ella tampoco siente. (De renunciar a su promesa el deseo crecería en la
noche como un tumor perverso. Y la luz lejana la excitaría con su temblor,
tambor).
Cuando las manos del barquero implacables se cierran sobre su cuello
(ve los juncos crecidos del otro lado y se asombra de que no sean más altos,
ve el barro junto a la orilla y se sorprende de que tenga el mismo color,
escucha el rumor del agua arrimando hierbas, troncos, piedras y es el
mismo rumor) sabe, de todos modos, que cualquier otra elección también
hubiera sido equivocada.
Para los indecisos, siempre hay un río que atravesar, un amante urgente,
un marido celoso y un barquero asesino. Y sea cual sea la decisión que se
tome, la catástrofe se produce, con independencia de la alternativa elegida.
Solo la ausencia de deseos podría garantizar, hasta cierto punto, y no
siempre, la irresponsabilidad.
Los indecisos se niegan a elegir aún en las cosas más veniales. No
seleccionan el menú en el restaurante (prefieren aquellos de platos fijos),
dejan que sea el otro quien encarga la ensalada y el postre, jamás confiesan
querer algo y cuando desean oír alguna clase de música, interrogan
gentilmente a sus vecinos acerca de si prefieren la ópera o el jazz. Si están
solos, echan una moneda al aire.
A los indecisos se los reconoce por su extraordinaria amabilidad.
Siempre dejan que sean los otros quienes eligen la película para ver, el color
de la ropa y el destino de los viajes. No se los puede interrogar acerca de la
ciudad, la playa o el campo: viven cualquier elección como pérdida y saben
que todo conduce inevitablemente a la muerte.
La ciudad de Luzbel

Vende, por una suma decididamente inmoderada, espejitos de colores. El


precio forma parte del espejo, ya que si costara más barato, podría pensarse
que se trata solo de espejitos de colores, y la venta no se llevaría a cabo.
Recorre la ciudad (es una vendedora ambulante) con una pequeña
maleta negra que contiene los espejos de colores. Cuando descubre a un
cliente potencial (y es verdaderamente increíble la cantidad de gente
dispuesta a comprar un espejito rosado, o verde, o amarillo) se le acerca, lo
examina bien, y según la índole de sus deducciones (siempre muy agudas)
le ofrece el espejito que considera más adecuado. No se equivoca, y en
general, el cliente termina por comprar el espejito, convencido de que ha
hecho una gran adquisición. Si luego, en la intimidad de su hogar, el
comprador tiene alguna duda acerca del objeto que le ha sido vendido, es
solo una duda fugaz, porque los espejitos están bien adiestrados y son
persuasivos: reflejan solo aquello que el cliente quiere ver. Pero no lo
enseñan a nadie: un secreto temor, inconfesable, les hace guardar el espejito
en una caja, al amparo de miradas ajenas, y por eso mismo, quizás,
enemigas.
Eso impide saber cuántos espejos ha vendido, y el nombre de sus
compradores. No se exhiben en público, ni forman parte de un museo,
público o privado. Más aún: la mayoría de los compradores están
convencidos de que si intentaran venderlos, a su vez, fracasarían: serían
unos vulgares espejitos de colores, sin cotización en el mercado. Pero en
sus manos, eran unos hermosos espejos dotados de voz, emoción y
pensamiento. ¿Iba ella a ofrecer una baratija? ¿Iba a vender solo una lámina
de azogue?
Cierto cliente, una vez, lo sacó a la luz y comprendió la estafa. Al
examinarlo al sol, descubrió que se trataba de un vulgar espejito de colores,
sin ningún atributo particular. Primero, se sintió estafado. Tuvo deseos de
encontrar a la vendedora y echarle en cara su engaño. Había sido
sorprendido en su buena fe. Es más: si la mujer le hubiera dicho que se
trataba solo de un espejito de colores, lo habría comprado igual, pues ese
día se sentía generoso y estaba dispuesto a ayudar a los mendigos, a los
niños y a los animales abandonados. Entró a la casa, lleno de irritación.
Estaba dispuesto a denunciar a la vendedora por fraude. Indignado, sacó el
espejo del bolsillo y lo contempló otra vez, sin ninguna piedad. Estaba
frente a la ventana y todavía una débil, pálida luz se traslucía por el cristal.
Lo miró atentamente, como quien va a iniciar un sumario por una queja. El
borde era dorado: un marco de metal tallado, de escaso valor, pero con
cierta gracia. Se sintió tolerante hacia los dibujos de estrellas y caballos
alados del borde. En el azogue, había una pequeña mancha negra, una
imperfección que no descubrió la primera vez. Tenía una forma
incongruente, pero de alguna manera le inspiró piedad. Si esforzaba bien la
vista, advertía que la mancha en el azogue era hueca, como una minúscula
caverna, y en su interior, posiblemente, había helechos, ramas de muérdago,
hebras vegetales. Y adentro, muy adentro, un pequeño lago. Se sintió
hipnotizado por la visión, y tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad
para desviar la mirada. Pero se sentía menos irritado. Estaba claro que había
sido víctima de un engaño, pero no era el primero de una vida demasiado
larga como para sentirse inocente o culpable. Ni el primero, ni el último.
Con seguridad, algunas veces había sido engañado por su propia
ingenuidad, por sus fantasías o la debilidad de sus flancos bien visibles.
Otras, fue engañado a pesar suyo. Y era presumible que algunas veces había
sido engañado por alguien que lo hizo inadvertidamente. Volvió a mirar el
espejo, y en la oscuridad del anochecer, la muesca en el azogue parecía casi
imperceptible. No iba a denunciar a la vendedora: estaba demasiado
fatigado para pensar en acusar a nadie. Por lo demás, ¿ella era consciente
del engaño al que sometía a sus víctimas? ¿Conocía lo que vendía? Pensó
con simpatía en la vendedora ambulante; posiblemente, no había
conseguido vender más que ese espejo, y solo porque él, esa mañana, se
había sentido generoso. Es cierto que la cantidad pagada era exorbitante
para un vulgar espejito de colores, pero casi todo, en la vida, costaba
demasiado dinero. A ella le costaba mucho dinero vivir, respirar, comprarse
un vestido, una caja de polvos, un billete de autobús.
Por otra parte, era posible que ella, en su ignorancia, no supiere la
índole del engaño y estuviera convencida de que vendía otra cosa. Lo que él
había anhelado comprar. Lo que hasta ahora, ninguna otra mujer le ofreció.
Lo que había esperado, de manera inconfesable, sin animarse a pedirlo. Lo
que estaba en el fondo de su imaginación, agazapado, sin osar salir,
minotauro encerrado.
La volvió a encontrar, por casualidad, una mañana de invierno. Ella iba
casi desnuda, —él pensó que necesitaba ferozmente un abrigo—, con la
maleta negra en la mano. La saludó, y ella, confusamente, pareció
reconocerlo. Pero quizá lo confundía con un empleado de recaudaciones, un
fiscal o un alcalde. Sin embargo, cuanto lo tuvo más cerca, le dijo:
—¡Hola! ¿Está contento con su espejo?
Él declaró que sí. La vio sonreír, satisfecha. Orgullosa de su eficacia, de
su labor de buena vendedora. Acarició el espejito de colores que llevaba
siempre en el bolsillo, desde que lo compró —un vulgar espejito de colores
que le había costado un precio exorbitante— y se dijo que por nada del
mundo iba a confesarle la verdad: que vendía solo espejitos de colores.
Los espejos de colores

Un viajero me contó que se había enamorado de una mujer llamada Luzbel


en una ciudad extraña. Era una ciudad sin tiempo, sin pasado, suspendida
como en una pompa de jabón, y por eso mismo, exonerada del futuro.
«Carecer de futuro —me dijo— es haber penetrado en la inmortalidad, pero
no se penetra en la inmortalidad de cualquier manera, y la manera de
penetrar de la ciudad de Luzbel fue imperceptible, de modo que todo quedó
como estaba, lánguidamente». De Luzbel, no se puede salir. Nada lo
prohíbe, si no es el sueño, pero se trata de un sueño como una membrana, y
las tenues, embriagadoras secreciones de esta membrana —vaporosas como
los humores del viento— envuelven a sus habitantes, de modo que no saben
que sueñan, y por no saberlo, no atinan a despertar. «Al principio —me
confesó el viajero— creí que ese imperceptible efluvio se desprendía de los
árboles. La ciudad de Luzbel es alta y arbolada. Alta, por erigirse en el
descanso de una colina ligera, no muy por encima del nivel del mar, pero
lluviosa y sacudida por los vientos. Tanta agua, propicia el crecimiento de
los árboles, que lucen brillantes y numerosos, disparando sus ramas hacia la
luz celeste del cielo como arcos bien tendidos, y a veces, como suaves alas
de pájaros. En la ciudad se respira un aire siempre perfumado, pero en los
huecos de los troncos, húmedos todo el año, negros en las cuatro estaciones,
creí descubrir otro perfume, este subrepticio, inmerso en el otro como un
pasajero oculto y obstinado, como un náufrago adherido a un madero. El
efecto de este perfume es hipnotizador. Es imposible hablar de él con los
habitantes de Luzbel, que sonreirían escépticamente: tan acostumbrados
están a él, a tal punto nacen y se crían bajo sus efectos». De Luzbel no se
puede salir, pero en cambio, se puede entrar, aunque nadie parece haberlo
hecho deliberadamente. Se arriba por casualidad, se llega porque no se pudo
ir a otra parte. Son muchos los viajeros que se detuvieron en la ciudad de
Luzbel solo en tránsito, como etapa de un viaje más largo, y no volvieron a
salir de ella. Iban por un día, por una noche, pero algo —imperceptible—
los detuvo y ya no salieron más. «Lo que los retuvo es el tiempo —me
comentó el viajero—, la inmovilidad de un tiempo estancado, siempre el
mismo, para el cual no existe el mañana, ni el después». No dan
explicaciones, ni arguyen pretextos para quedarse, porque nadie les
pregunta nada, y porque, somnolientos, como hipnotizados, tampoco saben
que se están quedando. No podrían decir, por ejemplo, que los retienen los
negocios: la ciudad de Luzbel tiene una ínfima vida comercial, se fijó en el
tiempo —accedió a la inmortalidad, diría el viajero— mucho antes de que
los negocios fueran una actividad digna y respetable: cuando todavía era el
simple intercambio para vivir, ajeno a cualquier arte, y por ende,
despreciable. No podrían decir, por ejemplo, que los retienen el lujo y las
comodidades: Luzbel carece de esas fáciles seducciones apropiadas para
gente de dinero y que matan el tiempo. En la ciudad de Luzbel no es
necesario matar el tiempo, porque el tiempo ya murió, en un ayer
antepasado que se prolonga para siempre.
Los viajeros en tránsito depositaron un instante la maleta en una calle,
en un andén, en el banco de madera de una plaza, con la intención de
descansar un rato, pero algo los atrajo, algo que no aciertan a descifrar y
que en todo caso, no es motivo de conversación, ni se repite de unos a otros.
Según el viajero, a veces es la luz. Una luz lenta y prolongada,
todopoderosa, que nimba con tonos matizados cada hora del día y cambia el
aspecto de las cosas, de modo que lo que se ha visto hoy, a la rubia y
profunda luz de las diez de la mañana ha de verse de otra manera a la
grisácea luz de las once y a la luz celeste del mediodía. El viajero que
quiere fijar un contorno o guardar una imagen —como se atesoran las hojas
de un árbol o las piedras fosilizadas— no ve dos veces la misma luz, ni
aprecia, dos veces, la misma forma. Y se sume en un sueño de imágenes
que varían, de sombras cambiantes, detrás, siempre, de un contorno que
huye, como un buque fantasma. A otros, lo que los retuvo, fue una
conversación iniciada en un café y que no concluye jamás. Dado que la
ciudad de Luzbel carece de industria y de comercio, sus habitantes se
entregan, con sumo placer, a la conversación. Por todas partes hay pequeños
locales, destartalados y sin puertas, donde se celebran largas e intensas
conversaciones que no tienen principio ni fin. Se habla acerca del mundo,
porque en una ciudad de la cual no se puede salir, ni nadie ha salido en los
últimos años, el mundo está siempre presente, es el punto de referencia
imaginario de toda conversación. A miles de quilómetros y océanos por
medio de Francia, en la ciudad de Luzbel se habla de Francia con mucho
detalle, pues solo amamos aquello que nos parece distante. El
nombramiento de un nuevo ministro francés, la muerte de un escultor de la
rué Rivole, el encarecimiento de la gasolina en París o el estreno de una
obra en l’Opera —los habitantes de Luzbel están muy bien informados de
lo que ocurre en todas partes y son grandes lectores de diarios— tanto como
un artículo aparecido en Le Monde —y leído con veinticuatro horas de
retraso— son temas de ardientes y continuadas polémicas. Algún viajero ha
permanecido en la ciudad toda la vida, dispuesto a investigar en los
archivos un oscuro episodio de la guerra del 14, mejor conocida en Luzbel
que en su ciudad natal europea. Otros, han quedado prendidos y prendados
del agua. En Luzbel llueve muy a menudo, pero ninguna lluvia es igual a
otra. Los relatos acerca del agua son múltiples y cuando se escuchan,
invitan delicadamente a quedarse. Se habla de un agua purificadora, que
limpia las ventanas, destiñe el hollín de los tejados y hace crecer el cabello.
Otra, es el agua invasora, que recorre la ciudad haciendo estallar los
portales, segando árboles y arrastrando los muebles antiguos de las casas. Y
hay un agua rumorosa, que no se ve pero se escucha en el fondo de la
vegetación, entre los nudos de las plantas trepadoras y de las hierbas que
reptan. Según el viajero, el agua de Luzbel es recogida, íntima y
propiciatoria. Cercados por el agua que crea pequeñas islas en el pavimento
de la ciudad, una mujer y un hombre que no se conocen, pero que tienen por
delante varias horas de intimidad mirando llover, inician siempre una
conversación sin prisa que los lleva a divagar por los diversos senderos del
sueño, iguales a los del agua. En su isla de cemento, bajo la marquesina
reluciente de un café, detrás de un cristal o protegidos por un portal, se
sienten los todopoderosos dueños del tiempo, y aislados por el agua, tienen
algo de las criaturas primigenias, dotadas del don de la exploración y de la
nomenclatura. «Esa lluvia —me contó el viajero— invita a la intimidad y a
la fantasía. Establece una imprevista complicidad entre dos que antes no se
conocían, unidos ahora por el cerco de la lluvia que los aísla entre el reflejo
de las luces en el suelo y la duplicidad del agua en las ventanas». En la
ciudad de Luzbel no existen, casi, referencias al pasado, pues cuando se ha
abolido el tiempo, el pasado es eterno. No hay viejos edificios
reconstruidos, ni puertas históricas, ni museos. Nada se guarda, puesto que
durará para siempre. Por lo demás, los viajeros que llegaron un día de paso
y se quedaron, sumergidos en la hipnosis del agua o enfebrecidos por la
conversación, solo tienen memoria de su estancia en la ciudad de Luzbel.
Su propio pasado quedó abolido. No piensan regresar a ninguna parte, ni ir
a otra. «Llegué por azar al puerto —me confesó el viajero— dispuesto a
pasar solo una noche en la ciudad de Luzbel, de la cual, por lo demás,
nunca había oído hablar. Desde la baranda del barco me pareció una ciudad
extraña, como si flotara entre el mar y la colina. La había indicado un día
antes en mi mapa —me gusta viajar con mapas—, cuando supe que
haríamos una pequeña escala, para abastecer el barco. Desde la baranda se
divisa un cementerio muy blanco, lleno de curiosas esculturas, algunas de
pésimo gusto, todo sea dicho, un cementerio que produce un extraño
sobresalto: como si las estatuas y las fotografías, las inscripciones y la
música del viento —tañedor y lleno de zumbidos— no permitieran
establecer esa frontera definitiva entre los vivos y los muertos que es tan
rígida en otras partes». Como tantos, él había depositado su maleta en el
mostrador de estaño de un ínfimo café del puerto, dispuesto a volver al
barco en cuanto llegara la hora de la partida, pero algo lo retuvo: había
creído encontrar algo familiar y todavía indescifrable en la ciudad de
Luzbel. «Nunca había estado en ese lugar, según los datos de mi conciencia;
no por lo menos en esta vida, ni recordaba que alguno de mis antepasados
lo hubiera estado. Sin embargo, cuando levanté la cabeza del mostrador de
estaño, donde un silencio patrón me había servido un vaso de whisky
nauseabundo, destilado en la ciudad, vi mi nombre reflejado en el espejo,
con las letras rojas de la marquesina de un pequeño cabaret. Confieso que
me sobresalté. Mi apellido no es común, y por lo que sabía, se extinguiría
conmigo, si no tenía hijos. Jamás hubiera imaginado encontrarlo, en
grandes letras de neón, en la marquesina de una perdida ciudad casi
olvidada en los mapas. Me serené y le pregunté, con aparente indiferencia,
al hombre que se había servido, acerca del origen de ese nombre que
brillaba, rojamente, en la marquesina. Lo miró sin interés y me respondió
con displicencia: Algún ruso que se perdió por aquí». Los habitantes de la
ciudad de Luzbel —me informó el viajero— comprenden varias lenguas,
posiblemente porque es una ciudad de emigrantes, de vagabundos, hombres
y mujeres de origen diversos que llegaron un día y no regresaron más a su
lugar natal. Por eso mismo son profundamente indiferentes a las
genealogías. También, a las nacionalidades. «El lugar de origen les parece
un accidente trivial, poco significativo, y en todo caso, están mucho más
atentos a las afinidades que produce compartir el tiempo, no el espacio.
Luzbel está lleno de rusos, polacos, italianos, turcos, rumanos, alemanes,
vascos, holandeses y portugueses: si alguien nació en Luzbel, lo hizo hace
muy poco tiempo. Se hablan varias lenguas, por lo menos lo suficiente
como para entenderse en las cosas esenciales. Aunque las cosas esenciales,
en Luzbel, son algo extrañas. Es esencial, por ejemplo, aunque se esté
aparentemente de paso, albergarse en algún café. Se puede no tener casa,
pero no se puede vivir en Luzbel sin parar en un café que todo el mundo
pueda reconocer. Allí donde uno puede ser encontrado, cuando se lo busca.
De modo que el patrón, luego de servirme otra copa, “invitación de la
casa”, según sus palabras, me ofreció el bar como mi nueva residencia. “Si
le gusta —me dijo, con sencillez— puede quedarse todo el tiempo que
quiera. Cierro a las tres de la madrugada, pero usted puede quedarse
jugando a la baraja y dormir aquí. Podrá recibir a las visitas en el bar,
invitación de la casa, y conocerá mucha gente interesante. Si quiere, habla,
si no quiere, no habla”, me dijo el patrón. Acepté. Estaba intrigado por el
nombre en la marquesina del bar o cabaret, todavía no lo sabía, y por lo
demás, pasar la noche en un local del puerto de esas características me
pareció una empresa singular y quizá, bella».
El viajero intentó investigar el origen de ese nombre, igual al suyo,
inscrito en la marquesina brillante del pequeño cabaret. En efecto, se
trataba de un cabaret de mala muerte, con butacas de felpa roja raídas por el
uso y flecos dorados, retorcidos, que morían por el piso como restos de una
antigua cabellera. A algunas butacas les faltaba el respaldo, a otras un
brazo, pero también faltaban muchos caireles de la araña manchada de
grasa y las tablas del suelo, desiguales, mostraban grandes agujeros, como
caries. Las cuatro o cinco coristas que actuaban cada noche eran mujeres
flacas, lánguidas, desentendidas de su oficio que levantaban una pierna
machucada como si fuera una sesión de gimnasia y masticaban una rara
hierba —barba de choclo, le informó un espectador— que lanzaban, en
forma de bola, sobre la cara de los clientes con el impulso de una oscura
venganza.
Cuando le preguntó al dueño del cabaret por el nombre que lucía en la
marquesina del local, se alzó de hombros y le dijo: «Algún ruso que se
perdió por aquí. Se pierde mucha gente por aquí. Se perdió un griego
llamado Sócrates —el viajero no supo si reírse o no—, se perdieron varios
Homeros, se perdió una bailarina persa llamada Sirta, se perdió un
submarino alemán que todavía podrá ver en la costa, si le interesa, se perdió
un nazi especialista en abortos, se perdió un húngaro que había inventado el
bolígrafo, se perdió un japonés que tenía un récord de algo, se perdió una
bruja que había huido de Salem, se perdió un cantante de jazz y el holandés
del palito».
Según pudo averiguar en días y copas sucesivos —ya se había
acostumbrado al pésimo alcohol de orujo destilado en miserables
catacumbas de la ciudad—, el propietario del cabaret de mala muerte lo
había obtenido en una partida de cartas, una noche de invierno, hacía dos o
diez años: en la ciudad de Luzbel no existe la costumbre de datar con
precisión los acontecimientos, porque el tiempo es una eternidad gris, sin
ningún significado. El dueño del cabaret lo había ganado en una partida de
cartas hacía un año, dos, o diez: este hecho no revestía importancia. El
nombre del bar, entonces, ya lucía en la marquesina, y no se molestó en
cambiarlo, ni se le ocurrió preguntar su origen: en Luzbel nada se modifica,
porque el tiempo no existe. Educadamente, el viajero le preguntó al nuevo
propietario si podía ver los papeles de la cesión, porque tenía interés en
saber quién era el antiguo dueño, pero el hombre le dijo que no existían
esos papeles, ni creía que hubieran existido nunca, en Luzbel no hay
certificados, ni actas, ni documentos autentificados, ni a nadie se le ocurre
reclamarlos, porque las cosas que ocurren —compras, ventas, defunciones,
nacimientos, peleas, herencias— siguen ocurriendo y ocurrirán para
siempre, de modo que no se necesita ningún testimonio, más que la
memoria de la gente. «En su memoria —dijo entonces el viajero—, ¿quién
era el antiguo propietario del cabaret?». El hombre pensó un rato. Pareció
recordarlo, súbitamente, y dijo: «Un polaco que se perdió por aquí». A esa
altura —me contó el viajero— ya había comenzado a sentir los efluvios de
Luzbel y aunque conscientemente no se proponía quedarse, iba dejando
pasar los días subyugado por las diversas fantasías que flotaban sobre las
aguas de Luzbel como telas de araña. En el café, conversaba con hombres y
mujeres que le contaban historias de una manera tan dulce y lánguida, tan
envolvente, que llegó a sentirse como el marino perdido en un mar de
sirenas. Las historias nunca tenían fecha: empezaban «Una vez…», o «Hace
tiempo», de manera invariable, y cualquier pregunta que intentara situar en
el tiempo el relato era considerada una impertinencia, una grotesca
irrupción de la prosa en la poesía.
Envuelto en la marea de relatos que subyugaban la voluntad, hacían
flotar el horizonte y creaban inmensos espacios de existencia impersonal, el
viajero llegó a pensar que Luzbel era una ciudad Pandora: una gran caja sin
fondo de la cual los habitantes, memoriosos e imaginarios, sacaban conejos
y peces, plantas, murciélagos, corbatas, campanas, abalorios, luces y
pájaros. En los escasos raptos de lucidez que le sobrevenían a veces, como
luego de una borrachera, se proponía abandonar la ciudad, seguir el viaje.
Antes de partir, le preguntó, por casualidad, a un parroquiano del café
donde vivía cuáles eran las cosas de Luzbel que le faltaban ver. «Vi el viejo
submarino alemán que naufragó en la costa —enumeró, preciso—, la mujer
araña del parque, la piedra que gira en dirección opuesta al viento, el faro
del vigía suicida, el bosque de pinos azules, el ferrocarril que corre al borde
del mar y la estación de los ingleses. Pero nunca encontré al holandés del
palito» —dijo—. «Ni a Luzbel» —agregó el interlocutor, sin acentuar las
palabras, como un comentario al margen. El viajero no quiso caer en la
trampa. No se mostró interesado, ni curioso. Entonces el otro empezó a
contar, mirando la copa medio llena. «A Luzbel no la vio todavía porque no
sale nunca. El holandés del palito sí, sale, pero Luzbel, no sale. Ni los
domingos. No la puede ver por la calle, ni en una tienda, ni en una iglesia,
ni visitando un museo, ni en una confitería. Y para visitarla, hay que saber
la contraseña». «¿Cuál es la contraseña?», preguntó el viajero, que ahora no
podía disimular su interés. «Un verso», respondió su informante. «Pero no
cualquier verso. El verso cambia cada pocos días. Ella lo pronuncia detrás
de la puerta, y si usted sabe cómo sigue, tendrá acceso a la casa, de lo
contrario, deberá irse. Y Luzbel es implacable. No perdona a nadie que no
sepa cómo sigue. Al otro día, toda la ciudad sabe que usted es un ignorante
que no supo continuar el verso. Luzbel se burla de todos sus amantes
fracasados». Al viajero le pareció una prueba llena de azar, y trató de que su
interlocutor siguiera con el relato. «El que acierta la primera vez —continuó
el parroquiano, sin mirarlo— es bien recibido. Pero si quiere volver, y le
aseguro, amigo mío, que todos quieren volver, tendrá que cambiar el verso,
la próxima vez». El viajero meditó. En Luzbel, muchas palabras tienen
doble sentido, y él había cometido algunas ingenuidades, por no saberlo.
Las palabras significan lo que significan, más un espectro difuminado de
alusiones metafóricas que giran, como planetas diminutos, quizá porque la
única manera de salir de Luzbel es con la imaginación. «Tendrá que
cambiar el verso», la última frase de su interlocutor, podía querer decir,
también, que el amante aceptado por primera vez en la intimidad de Luzbel
debía cambiar su discurso, la segunda vez. «¿Quiere decir —preguntó,
cauteloso— que la contraseña no se repetirá la segunda vez?» dijo. «Ni la
segunda, ni la tercera, si es tan dichoso como para acertar más de una vez»,
respondió su interlocutor. Bebieron en silencio, como si no tuvieran interés
en seguir la conversación. «El secreto está en la pared», agregó el
parroquiano, luego de un rato. «¿Qué pared?» preguntó el viajero. «La
pared —insistió el otro—. Fíjese en la pared. Si consigue entrar una vez,
fíjese en las inscripciones de la pared. Luzbel escribe en las paredes, como
las antiguas mujeres del Egipto. Llena las paredes de su cuarto con signos,
cábalas, enigmas y los versos que prefiere. No escribe con lápiz de labio,
no. No escribe con pinceles. Ni con la sangre de sus amantes, ni de sus
menstruaciones. Escribe con una barra de cera roja como su sexo. A veces,
borra. O escribe encima, y las inscripciones se confunden, como
palimpsestos». El viajero llenó otra vez las copas. Dijo que un olor a cera lo
mareaba, y confundido, pensó que eran las velas del bar, sobresaliendo del
cuello de las botellas vacías como mástiles. «Luzbel es lenta —siguió el
parroquiano—. Desprecia la pasión confusa que omite detalles y precipita
los movimientos, en torpe entrevero. Luzbel ama la pasión lenta, larga, que
se detiene, morosa, en cada poro. Luzbel pulsa como quien pesa. Palpa
como quien no tiene ojos. Mira, a veces, la pared. Pero no es vista: el
amante enfebrecido se sumerge, ciego, y no ve, no oye. Jamás mira
alrededor; alrededor: los lugares en los que Luzbel, lenta como un siglo,
teje su tela de araña, enhebra hilos, tuerce cordeles. Luzbel es lenta.
Mientras el agitado amante se hunde en las fuentes, es posible que una de
sus manos, libre —con la otra guía la cabeza inmadura del viajero— trace
signos en la pared. Escritura que el apresurado no verá. Esté atento a esos
símbolos, tanto como a sus corvas. Porque en algún momento, Luzbel se
derrama en cascada. La lentitud de Luzbel es generosa. Cuando se han
recorrido todos sus caminos, intervenido en sus puertas, deslizado
suavemente por sus galerías, Luzbel se estremece hasta siete veces. Alguien
dice hasta setenta veces siete. Como esos temblores de tierra que empiezan
a oírse lejos y retumban difundiéndose cada vez en una superficie mayor;
como los truenos que repican a la distancia y su eco crece, golpea la tierra,
estremece los árboles, arranca los pájaros del nido. Los ecos de Luzbel se
escuchan como tambores en el pavimento de la ciudad, cada vez más fuerte.
El golpe de una lonja, hondo y repetidor».
La primera vez, el viajero consiguió penetrar en Luzbel gracias a Dante.
Escuchó, detrás de la puerta, el verso iniciático: «Por mí se va a la
escondida senda. Por mí se va al eterno dolor». Emocionado, respondió:
«Dejad toda esperanza, vosotros, los que entráis».
La puerta de Luzbel se abrió lentamente —no la vio, al principio,
cegado por la oscuridad— y accedió, temblando, al recinto sagrado.
Entonces supo —durante un instante de lucidez— que solo ese verso le
estaba destinado a él, viajero atrapado en la seducción de una ciudad como
un sueño.
Náufragos

Estaba a punto de ganar la costa, cuando escuché los gritos de una mujer
que pedía auxilio. Con gran dificultad había conseguido acercarme a la
playa, y no tenía intención de retroceder. Fue cierto sentimiento de vanidad,
de suficiencia, más que la generosidad, lo que me llevó a cambiar de
parecer. Oscurecía, el cielo amenazaba tormenta, y hubiera sido más fácil
nadar unos metros más hacia la orilla. Pero yo ya estaba salvado, y nada
hay más peligroso en este mundo que un hombre que ha vuelto a nacer: en
su interior, está convencido de que ya nada grave le ocurrirá y
especialmente, sospecha que su salvación se debe a ciertos méritos
personales —la astucia, la inteligencia o la imaginación— a partir de los
cuales es invencible. Pronto olvidé que era un sobreviviente y las fatigas
que eso me había causado: retrocedí con arrojo, con el excedente de vida
que me sobraba.
El mar estaba picado y una luz confusa, amarillenta, presagiaba vientos
y relámpagos. Las olas, cada vez más altas, comenzaban a precipitarse con
mayor rapidez. El mar era azul, profundo, pero a lo lejos se ennegrecía,
como un tumor.
No había visto nunca antes a aquella mujer, y no me pregunté nada
acerca de su naufragio: procediera de donde procediera, se estaba
ahogando, y aunque gritaba, no hacía gran cosa por evitarlo. Viéndola
sumergirse y reaparecer, con los cabellos sueltos y los ojos desorbitados,
llegué a pensar que esa mujer, por algún raro fenómeno, no flotaba. De
modo que procuré ayudarla con mis gritos:
—¡Flexione las piernas! ¡Muévalas! ¡Agite los brazos en círculo!
¡Cierre la boca!
No sabía si oía mis instrucciones, pero pensé que de todos modos, si el
eco de mi voz le llegaba, iba a tranquilizarse un poco: comprendería que no
estaba sola, que otro náufrago —recién salvado— se precipitaba en su
ayuda. Creo que no me equivoqué, porque a poco de escuchar mi voz,
súbitamente su cuerpo se aflojó, adquirió una consistencia de medusa, y
comenzó a flotar. Esto me tranquilizó. Sin embargo, no flotaba todo el
tiempo. Como sacudida por bruscos impulsos, difíciles de contener, de
pronto se sumergía otra vez, repleta de agua, y volvía a reaparecer,
extenuada y convulsa. Entonces, yo insistía con mis gritos.
La distancia que nos separaba ya no era tan grande, pero yo estaba
cansado y muchas veces las olas, aprovechando mi extenuación, me hacían
retroceder. Tenía los ojos enrojecidos, la mandíbula inferior me dolía y
respiraba con mucha dificultad. Pero me concentré en dos brazadas largas y
los metros que nos separaban los superé con un supremo esfuerzo: cuando
el agua estaba a punto de arrebatarla conseguí sostenerle por el cuello.
—Tranquilícese —conseguí balbucear.
Aflojó tan súbitamente todo el peso de su cuerpo, que sentí como si un
enorme globo, lleno de gas, se precipitara sobre mí. El impacto fue tan
inesperado que me impelió otra vez al fondo, y la solté: esa nueva incursión
a las entrañas del mar, con su sucio lodo verde y los residuos calcáreos me
llenó de horror y por un instante me dejé arrastrar en la corriente, como un
pez envenenado que ha perdido el sentido de la orientación. Pero me
recuperé enseguida y recordando a la náufraga, estiré los brazos y la atrapé
otra vez. Ella bufaba y lanzaba agua como el hocico de una ballena; en
realidad, parecía pesar lo mismo. Cuando conseguí asirla por el cuello, dio
patadas al aire, gruñó y yo tuve que aconsejarla.
—Tranquilícese. No tenga miedo. Pronto habremos ganado la orilla y ya
habrá pasado todo.
Decidí remolcarla asiéndola por la nuca, pero ella se revolvía como
ciertos peces cuando han mordido el anzuelo: conducirlos hasta la costa es
una tarea lenta, pesada, que exige enorme habilidad. Igual que el hombre
que ha conseguido enganchar un pez espada, para atraerlo, debe soltar línea
y dejarlo sacudirse y alejarse, yo debía, por momentos, permitir que el agua
se la llevara un poco, y aprovechar los momentos en que su resistencia
disminuía —o era menor la presión de las olas— para arrastrarla.
Entretanto, el cielo había oscurecido por completo y algunos
relámpagos brillantes lo cortaban en dos, con trazo desigual. Yo
aprovechaba esas fugaces iluminaciones para orientarme. Cuando conseguí
colocar una de mis manos bajo su axila, pensé que iba a ser más fácil
transportarla, pero una violenta sacudida de su cuerpo volvió a separarnos,
y no tuve más remedio que reconvenirla.
—¡Un poco de cordura, por favor! —le grité, mientras un relámpago
nos iluminó con su amarillento fulgor. Había comenzado a llover, y el agua
que me golpeaba la cara, en medio de la oscuridad, me parecía salida de un
pozo. Tuve miedo de perderla, en el forcejeo con el agua, pero de pronto me
di cuenta de que ella se había aferrado muy hábilmente a mí: sentí el ardor
de dos heridas abiertas, en mis costados, allí donde sin duda hubiera sido
conveniente que yo tuviera dos asas, como las vasijas, para que pudiera
agarrarse mejor.
—¡No apriete tanto, señora! —le grité en medio de un borbotón de
espuma que me cubrió la boca.
Fuera como fuera, ella había encontrado una posición bastante cómoda
para deslizarse, y no creí oportuno rectificar: debía nadar un buen trecho,
todavía, para llegar a la costa; luego me haría curar las heridas.
Nadé unos cuantos metros, en esa posición, con ella a mis costados.
Pero un golpe muy fuerte de agua debió separarla, porque de pronto sentí
que su presión aflojaba, y cuando me volví para ayudarla a mantenerse a
flote, un feroz puntapié en el vientre me impelió lejos. Sentí que las aguas
me desplazaban hacia adentro, sin resistencia, como un barco desarbolado.
Yo iba conducido, mecido por ellas, en un sueño lleno de reflejos, de náusea
y de gruñidos. Estaba tan agotado, que no tuve deseos de oponerme a esa
corriente.
Cuando conseguí abrir los ojos y volver a flotar, en la penumbra alcancé
a divisar a la náufraga. Ahora se deslizaba sobre un madero. Había
conseguido asirlo con ambas manos y navegaba en la corriente, esta vez en
dirección correcta, hacia la costa. De vez en cuando, sin embargo, lanzaba
gritos de terror, como si tuviera miedo de soltarse o de no llegar. En cambio,
a mí, las olas me empujaban hacia adentro, aprovechando mi languidez.
Tenía los ojos turbios y las piernas, heladas, ya no me respondían. Pero era
un hombre salvado, de modo que le grité:
—¡No se suelte! ¡Déjese llevar!
Estaba a punto de desmayarme, pero tuve miedo de que el cansancio la
venciera, de modo que conseguí elevar la voz:
—¡No se duerma! ¡Pronto hará pie! ¡Conserve su valor!
Aunque las olas me impulsaban hacia adentro, yo era un hombre
salvado y los sobrevivientes suelen ser generosos, por lo menos, durante un
rato. Esa pobre mujer podía ahogarse, de modo que gasté mis últimas
energías en proporcionarle apoyo moral para llegar a la costa. El cielo había
aclarado, con la misma rapidez con que oscureció, y aunque yo tenía los
ojos entrecerrados, pude ver la oscura figura de la mujercita, a caballo del
madero, muy próxima a la orilla. Seguramente mi voz ya no alcanzaba, para
decirle que podía soltar ya su salvavidas y ganar la costa a pie. Pero era
posible que se diera cuenta por sí sola; en cuanto a mí, no había ningún
peligro: aunque las olas me conducían hasta el fondo y sentía los pulmones
llenos de agua, nada podía ocurrirme: era un hombre salvado, al que ya
nada más puede sucederle.
La cabalgata

Una vez por semana, los verdugos cabalgan sobre sus víctimas. No siempre
es el mismo día, de lo contrario la cabalgata perdería el elemento de
sorpresa que constituye uno de sus mayores atractivos; el día es elegido al
azar, del mismo modo que la cabalgadura.
El ejercicio de equitación se realiza en la escalera que conduce de la
primera planta de la prisión a la segunda, y en dirección ascendente. El día
señalado, los verdugos irrumpen sorpresivamente en la celda de los
prisioneros, eligen a aquellos que han de cabalgar, y de inmediato, les
colocan las capuchas negras, a fin de que no reconozcan el territorio ni los
accidentes de la prueba.
Los prisioneros, empujados por sus jinetes, son conducidos hasta el
borde de la escalera, y sus cabezas, bajo las capuchas, se sacuden y agitan
como los caballos en la pista.
Debemos reconocer que el lugar elegido para la prueba es muy
adecuado: la escalera en angosta y sombría, de cemento, los peldaños están
muy distantes entre sí y lo suficientemente gastados como para que la
cabalgadura, ciega, trastabille al apoyar el bazo.
Los jinetes montan a hombros de sus víctimas y si alguno resbala, la
cabalgadura es duramente castigada: hay que procurar mantener el
equilibrio, encajar con precisión las botas de los jinetes bajo las axilas y
evitar cualquier clase de vacilación.
Una vez en fila, las cabalgaduras deben iniciar la ascensión.
Los jinetes azuzan a sus víctimas con el látigo, profieren amenazas y
disputan el primer lugar, pero los obstáculos son muy numerosos y
desconocidos, la ascensión se torna muy difícil.
Muchas cabalgaduras caen, otras chocan entre sí, se escuchan gritos y
estertores; aquellos que consiguen subir los primeros peldaños ignoran
cuántos faltan, la inclinación de la pista y la índole de los próximos
obstáculos. Sucios, manchados de sangre, con los dientes quebrados
consiguen reptar la escalera, pero no tienen ninguna certeza acerca del
próximo paso.
Aquellos prisioneros que no han sido elegidos para esta prueba tienen,
sin embargo, la obligación de animar a las cabalgaduras, y son incitados a
ello por severos oficiales que presencian el ejercicio.
El jinete ganador obtiene un trofeo otorgado por el capitán, y la
cabalgadura recibe un terrón de azúcar como premio.
El mártir

En la última sesión de nuestro comité, celebrada el veintidós de junio


pasado, con asistencia de todos los miembros, a excepción del número
ciento cincuenta y ocho, afectado por una fuerte gripe, y del número
doscientos treinta y uno, ausente por duelo, analizamos detalladamente el
primer punto del orden del día, denominado: «La situación actual de
nuestro movimiento y la correlación de fuerzas con el enemigo». Por
tratarse de un tema tan complejo y de tan amplia repercusión sobre el
futuro, constituyó el único punto y a él dedicamos toda nuestra atención.
El primer informe leído y aprobado por unanimidad fue obra de uno de
los más antiguos miembros de este comité y venerable fundador del
movimiento. Destacó el alto grado de fidelidad de nuestros afiliados, su
abnegada dedicación a la lucha, el noble espíritu de sacrificio que inspira la
mayoría de sus actos, la generosidad de sus conductas y la solidez de sus
principios, la fe en el futuro y en el triunfo definitivo de nuestra causa,
acerca del cual ninguna duda cabe. Sin embargo, el informe reconocía que
no alcanza con la confianza en la victoria final, pues esta se logrará solo si
perseveramos en el esfuerzo y en el noble espíritu de sacrificio de cada uno
de nuestros militantes. Este párrafo del discurso fue recibido con una gran
ovación. El informe prosiguió destacando que el camino hasta la meta era
largo, pero ya se divisaba la luz que iluminaba el final. De inmediato, el
informe pasó a considerar la situación actual de nuestro movimiento y la
correlación de fuerzas con el enemigo.
Es cierto que en los últimos tiempos hemos alcanzado grandes éxitos.
Nuestro movimiento ha avanzado, lenta pero firmemente, hasta constituirse
en una fuerza sólida y prestigiosa. Los altibajos en la lucha deben
considerarse solo como etapas del largo proceso que hemos iniciado y cuya
culminación no está lejos. Pero debemos realizar, todavía, nuevos esfuerzos,
antes del éxito final.
Nuestros enemigos son muchos, como sabemos, y poderosos. A veces
están enmascarados, o se ocultan en las sombras. Pero no desistiremos hasta
derrotarlos. Este párrafo también fue festejado con una gran ovación. De
inmediato, el informe analizó la capacidad ofensiva de nuestros enemigos.
A pesar de los éxitos alcanzados en los últimos tiempos, es necesario
reconocer que la correlación de fuerzas todavía no nos favorece. Hemos de
luchar más aún y concentrar nuestros esfuerzos en alcanzar una correlación
favorable, a partir de la cual podamos enfrentarnos al enemigo desde una
posición superior. Para ello, necesitamos dar un gran paso. Este paso,
imprescindible para modificar la actual situación, nos abrirá las puertas a
una nueva etapa, desde la cual la meta final brillará con todo su esplendor.
Se trata, pues, de acelerar el proceso que nos conducirá hasta el gran triunfo
final. Pero ¿cuál será ese salto que nos permita pasar a otra etapa, sin
desaprovechar toda la experiencia acumulada y los logros anteriores?
Debemos confesar que la pregunta no tenía una contestación inmediata
y segura. Nuestros queridos militantes dedicaron todo su esfuerzo a diseñar
la estrategia de esta fase, diferente a la anterior y que exigía toda su
concentración.
Después de un análisis minucioso y exhaustivo de la situación actual, de
nuestras últimas luchas, de la capacidad de respuesta del enemigo, de la
historia de nuestro glorioso movimiento y de las expectativas de futuro,
llegamos a la conclusión, unánimemente, de que necesitábamos un mártir.
La conclusión tardó en aparecer, pero una vez deducida, nos iluminó a
todos con su claridad. En esta etapa de nuestra lucha, necesitamos un mártir.
Un mártir tendrá la virtud de desequilibrar la correlación de fuerzas con
nuestro enemigo, renovando las fuerzas, concentrando las energías
dispersas y haciendo avanzar rápidamente nuestro objetivo. Un mártir
proporcionará un símbolo nuevo a la causa y emocionará a los espíritus más
jóvenes, que necesitan estímulos fuertes. Un mártir teñirá nuestra causa de
un vigor renovado, alentará a los más débiles e inflamará de pasión a los ya
iniciados.
Luego de algunos debates, acerca de la oportunidad del mártir, sus
características y el momento adecuado para su elección, el proyecto fue
aprobado por unanimidad. De inmediato, nos entregamos a la dura tarea de
elegir al mártir. Pensamos que lo más oportuno era decidir aquellas
características que debería tener nuestro mártir, para que su acción fuera
más eficaz. Sabemos, por experiencia, que los mártires espontáneos causan
menos efecto que los idóneos, ya que suelen cometer errores que debilitan
su sacrificio. Hay mártires de nombre imposible de pronunciar por el
pueblo llano, y esto los hace caer muy pronto en el olvido. Decidimos, pues,
que nuestro mártir debía tener un nombre sin diptongos complicados, sin
letras mudas ni consonantes dobles. Para ello, estudiamos minuciosamente
la lista de nuestros afiliados y descartamos a todos aquellos que tenían
nombres eslavos, sajones, etc. Sabemos, por experiencia, que los mártires
deben tener determinada edad, no cualquiera, para que su acción sea más
positiva. Desgraciadamente, entre los mártires espontáneos hemos tenido
muchas veces a hombres maduros, mujeres ancianas y niños de pecho: su
sacrificio, con ser noble, rindió poco afecto a la causa, porque nadie se
compadece de un hombre de mediana edad, en esa época incierta de la vida
en que ya no asombran por su juventud ni pueden gozar de los privilegios
de una vejez célebre. Y los niños de pecho, aunque son muy apropiados
para suscitar la piedad de todo el mundo, no tienen las ideas
suficientemente claras como para alumbrar con su ejemplo a los indecisos.
Descartamos, pues, a los hombres maduros, a las mujeres ancianas y a los
niños de pecho. Nos pareció adecuado que nuestro mártir tuviera una edad
comprendida entre los veinticinco y los treinta años, cuando ya no es tan
sensible a los entusiasmos de la primera juventud ni cumplió la edad de
Cristo, considerada, por nuestra asamblea, como el límite del buen gusto
entre los mártires. Otra cuestión que tuvimos en cuenta fue el sexo. Como la
política es un quehacer masculino, nos pareció adecuado descartar a las
mujeres, que si bien están en el santoral, en cambio no lucen tanto como
mártires, ya que su solidez política suele dejar mucho que desear. En cuanto
a la profesión, decidimos que no nos convenía un estudiante, juzgado
habitualmente por la opinión pública como revoltoso, rebelde y díscolo, ni
un simple obrero, tenido por huelguista: necesitábamos un empleado,
profesión bien considerada y nada propensa a los desbordes emotivos o
políticos. Después de todas estas consideraciones, como comprenderá, la
lista iba disminuyendo de candidatos, y todos estábamos muy satisfechos.
Por fin, analizamos la cuestión más difícil, es decir, el sacrificio. Pensamos
que lo mejor sería que nuestro mártir fuera asesinado por la policía en el
curso de una manifestación, de carácter pacífico, y celebrada con asistencia
de todos nuestros militantes. Esto permitirá que el espectáculo sea filmado
por las cámaras de televisión y luego difundido abundantemente por la
prensa y la radio. La bala, de gran calibre y disparada con la precisión
habitual de la policía deberá entrar por la cabeza, sin orificio de salida.
El informe fue aprobado por unanimidad, así como la decisión final, que
contó con el caluroso aplauso de los asistentes.
Esta carta tiene por objeto informarle que usted es el mártir elegido y
que esperamos de su amor a la causa, su capacidad de sacrificio y su
espíritu de lucha el cumplimiento fiel de la resolución de nuestro estimado
comité.
Te adoro

Le dije que le enseñaría la ciudad.


—¿De veras, Alex, lo harás? ¿Lo harás? —preguntó, entusiasmada y de
un brinco saltó a mi lado, estampándome un sonoro beso en la frente. Era
muy alta. Demasiado alta para sus diecinueve años, y demasiado atractiva
para mí. No estaba acostumbrado a lidiar con mujeres tan jóvenes. «¿Crees
que seguiré creciendo?» me había preguntado esa mañana, con un rictus de
preocupación en la cara. Por ese rictus, yo era capaz de crearle más
preocupaciones que la altura, los estudios, su carrera universitaria y el
incierto porvenir de una actriz en ciernes. «Según las últimas
investigaciones biológicas sobre el desarrollo del homo sapiens, se puede
estimar que muchos adolescentes crecerán hasta los veinticinco años, sus
huesos se estirarán por lo menos dos centímetros al año, esto siempre que
estén bien alimentados (no ocurrirá lo mismo en el Tercer Mundo, por
supuesto). Pero si tenemos en cuenta —agregué— que en tu caso se trata de
una encantadora fémina sapiens, me inclino a pensar que de aquí a los
próximos seis años, que son los que te faltan para llegar a la horrible edad
de veinticinco, no crecerás ni un solo centímetro más, porque aún siendo
alta, hay en tus proporciones una admirable armonía —algo ambigua, todo
sea dicho— y sería un acto contranatura —a propósito, debes leer Á
rebours, de Huysmanns— arruinar esta magnífica estructura con un par de
centímetros que no te hacen falta».
La respuesta me había valido dos besos en la boca, más un rápido aleteo
de lengua, mientras me decía, con radiante expresión de felicidad:
—Te adoro. Adoro tus discursos. Adoro cómo me hablas. Adoro que me
enseñes cosas.
Cada vez que le proponía algo (y en las últimas veinticuatro horas
—que eran, por lo demás, todas las que llevábamos juntos— le había
propuesto diversas cosas: un viaje —«Podríamos ir a París. ¿Te gusta
París?», dijo, con admirable ingenuidad. «Adoro París», mentí como un
enano), dos libros («¿Es cierto que los escritores cuando se enamoran
escriben diferente?» me había preguntado, hojeando uno de mis libros. «¿A
quién amabas cuando escribiste este?». «No la conoces», mentí. «Me
gustaría saber si escribirías también sobre mí», agregó. «Mi amor —le
dije—, uno no escribe sobre lo que está, sino sobre lo que no está».
«¿Tendría que irme para que escribieras acerca de mí?». El diálogo me
parecía detestable, pero estaba dispuesto a continuarlo otras veinticuatro
horas más, o veinticuatro meses, o veinticuatro siglos. Desde que la había
visto, no hacíamos más que conversar y cuando nos metíamos en la cama,
no podíamos concentrarnos en las caricias o en los besos porque los dos
queríamos hablar, seguir hablando y nos entusiasmábamos hasta tal punto
que semidesnudos nos poníamos de pie, íbamos a la cocina, abríamos la
heladera, sacábamos una coca cola o un zumo de naranja, me encendía los
cigarrillos en su propia, arrebatadora boca, yo me estaba orinando pero no
conseguía llegar al baño: a medio camino me acordaba de algo que todavía
no le había dicho, reanudaba la marcha, ahora era ella la que venía
corriendo y me besaba en la nuca, entonces yo me volvía y la abrazaba,
«¿Cómo me dijiste que se llama esa novela de Huysmanns que tengo que
leer?». «Á rebours», decía yo, a punto de entrar en el baño. «Tengo que leer
muchísimas cosas. El tiempo no me alcanza. Solo leí medio libro tuyo. Y
además, en verano hago de azafata en Swissair». Sorpresivamente se me
ocurrió que podía empezar a viajar en Swissair los veranos, fuera adonde
fuera, pero yo detestaba los aviones).
Además de un viaje, dos libros, una excursión a la costa, una película
que ella no había visto, una cena en un restaurante honolulú, la pesca
submarina (enseguida me arrepentí: yo no sabía nadar), la lectura de la
mitología celta, una visita el Museo de Paleontología, ayudarle a hacer los
deberes de la Universidad, escuchar a Kiri Te Kanawa interpretando los
últimos heder de Strauss («No sabía que a los japoneses les gustaba la
ópera». «No, mi amor, es australiana. Y canta como los dioses». «Creí que
en Australia solo se dedicaban a criar canguros». «Siempre se aprende algo
nuevo», comenté miserablemente) en las últimas veinticuatro horas, que
eran, por lo demás, todas las que llevábamos juntos, le había propuesto: un
viaje a Trieste («¿Por qué Trieste?». «Me gusta la palabra»), enseñarle
francés, contarle la Segunda Guerra Mundial, jugar al ajedrez, coleccionar
cerámica precolombina y armar un puzzle de cinco mil piezas. Mi última
propuesta consistió en hacer el amor escuchando el Aria de Amor y Muerte
de Tristán e Isolda. «¿Lo has hecho alguna vez de esa manera?» le pregunté.
«Me parece que no —me contestó, encantadoramente dubitativa—. Si
escucho música, no puedo concentrarme». «¿Concentrarte en qué?»,
pregunté, confuso. «En hacer el amor, tonto», me dijo. «¿Te concentras con
facilidad?» Dudé un instante. Debía estar desfasado, como un mapa
antiguo. «Creo que nunca me lo he planteado en esos términos», le dije.
«¿Quieres decir que vas muy rápido?», siguió. «A mí me gusta más bien
lento». «En fin, verás —farfullé—. En realidad, no me lo planteo en
términos automovilísticos. La primera marcha, la segunda, todo eso». Sentí
que me hundía en un pozo irremediable. «Quiero decir: según el caso»
—respiré, aliviado. «De todos modos —dijo ella— no creo que me gustara
hacer el amor escuchando ópera». «A mí no me resulta imprescindible»
—dije, estúpidamente. «Lo que no soporto es el rock», agregué, a la
defensiva. «Es estupendo para bailar. ¿Tú no eres de la época de Elvis
Presley?». «Corazón —le dije— soy de una época remotísima,
antediluviana, digamos, la época del psicoanálisis, el existencialismo, la
radicalidad y de haga el amor, no la guerra. Después, vino el diluvio»,
especifiqué. Me hundí, semidesnudo, en el sofá. Pensé que en cualquier
momento iba a tener vergüenza de mi torso, de mis ojos azules, de contraer
enfermedades, de ser sensible al polen, la bomba atómica, la
contaminación, las pesadillas, los microbios y de ser muy sensible a algunas
mujeres. Sin embargo, ella se rio. Era así: se reía espléndidamente en
cualquier momento. «Te adoro —me dijo—. Eres un tipo estupendo. Me
encantas». «Tú a mí también», le dije, con una voz demasiado profunda. No
estaba seguro de que estimara en algo la profundidad. Además, le había
propuesto un gato, los sellos de la Reina Victoria con filigrana de doble
corona, un caleidoscopio helicoidal y dejarla ganar al Trivial Pursuite.
Estaba dispuesto a cualquier cosa, en los próximos dos siglos. «No me
gusta que me quiten la ropa», dijo, enseguida, aunque hacía rato que estaba
casi desnuda. «A mí tampoco», comenté, recordando que nos habíamos
desnudado al borde de la cama, uno junto al otro, como dos atletas antes de
la ducha. «¿Dónde está tu mujer?» me preguntó, mientras yo luchaba
indecorosamente con los calcetines. «Fue a visitar a su hijo a cien
quilómetros de aquí», contesté yo. «Es mi profesora de griego», me informó
amablemente, mientras se desprendía el sujetador. Yo hubiera preferido que
se quitara el sujetador más lentamente, que no fuera su alumna en la
Universidad, no llevar calcetines, tocarle los senos con la yema húmeda de
los dedos, que el teléfono no sonara. «Mejor atiendes» —dijo—. «Puede ser
tu mujer». No era mi mujer.
—Alex —dijo una voz turbia, al otro lado del tubo.
—Sí —contesté yo, y le hice una señal para que se quedara tranquila.
Sonrió y empezó a lamerme una rodilla.
—Me he enamorado de ella, Alex —afirmó la voz opaca de un hombre
que no podía dormir—. Es ridículo, ya lo sé, no me lo digas.
—No te he dicho nada —observé, lacónicamente.
—Ya lo sé. A mi edad, es completamente estúpido. Estas cosas no
debieran pasar a partir de los cuarenta años. Y tengo cuarenta y seis. No
estoy preparado para esto. Me siento ridículo, fuera de lugar. Me pongo
autocompasivo. No quiero que nadie lo sepa.
—Me lo estás diciendo a mí —apunté, resignadamente. Ahora me
estaba lamiendo el pecho, y me buscaba las cosquillas. Detesto las
cosquillas tanto como la palabra cosquillas. Hubiera preferido que me
acariciara las piernas con su vulva. En cambio, vulva es sombría como el
umbral. Me pregunté si sabría que tenía vulva, o cómo la llamaría. Soy
hipersensible a los nombres.
—Pero a ti no me avergüenza decírtelo. Estoy enamorado, Alex. Tengo
unas terribles fantasías…
—Sexuales —completé, casi sin darme cuenta.
—A mi edad. Pensaba que a los cuarenta y seis años uno estaba libre de
esas cosas. ¿Crees que hay pastillas para esto?
—Tranquilízate —dije, en vano. Había descubierto mi lunar en la última
costilla, a mano izquierda, y parecía muy entretenida en averiguar su índole.
—No puedo estar tranquilo, Alex. No como. No duermo. Doy unas
clases aborrecibles. No me renovarán el contrato. ¿Cómo voy a estar
hablando de romanticismo alemán si solo pienso en su culo? Ayer dije diez
veces la palabra sexo en clase. Y eso, a propósito de aquel verso de Goethe
«como una vieja melodía, algo olvidada».
—¿Cómo sabes que dijiste eso? —pregunté, mientras ella me exploraba
el pubis. Me sentí como un babuino en el laboratorio.
—Me lo dijo ella. Ella misma. Me esperó a la salida de la clase. Estaba
divertida, arrebatadora. Me dijo: «¿Qué te pasa?». Le pregunté: «¿Por
qué?». «Has dicho la palabra sexo diez veces en la clase de hoy». Y se
había dado cuenta.
—¿Por qué te tutea?
—No lo sé, Alex. Tú no sabes lo que es esto de dar clases de
romanticismo alemán mientras tienes fuego en la entrepierna. Todo el
mundo se tutea. Pregúntale a Marga. ¿Dónde está Marga?
—Se fue a ver a su hijo —respondí.
—No quiero que nadie se entere. Estoy destrozado, Alex. Coquetea
conmigo todo el tiempo. Cuando estamos juntos…
—¿Por qué no te vas de viaje? —lo interrumpí bruscamente.
—No seas estúpido, Alex. No puedo dejar el curso por la mitad. Tengo
que dar de comer a mis hijos. Creo que quiero casarme con ella. Irme de
viaje con ella casarme, divorciarme, enseñarle Roma, Babilonia, Pérgamo…
Me ha pedido que le enseñe alemán. Y a sacar fotografías. Quiere tener su
propio taller de revelado. Le voy a enseñar todo lo que quiera. Para eso
tengo veinticinco años más que ella. ¿Te das cuenta? Un cuarto de siglo.
Tiene la edad de mi hija mayor.
Me gustaba que me acariciara, pero no conseguía detenerla, y me estaba
babeando junto al tubo del teléfono.
—Preferiría que me lo contaras todo mañana, en un café. Ahora,
tranquilízate. No tienes nada que decidir. Cálmate y lee algo. ¿Por qué no te
vas a dar una vuelta por ahí?
—No quiero encontrarla.
—No la encontrarás.
—Siempre me la encuentro. No sé si ella me encuentra a mí, o yo a ella.
Y cuando me la encuentro, siempre está con otro o con otra. Es así. Le
gusta todo el mundo. Cree que el mundo está lleno de gente encantadora. Su
profesor de alemán, su entrenador de gimnasia, el periodista de arriba, la
locutora de la tercera cadena, los extras y los recogebalones.
—Tranquilízate —repetí. Conseguí sujetarla por la nuca y la subí a mis
rodillas. Se rio tan fuerte que tuve que tapar el tubo con mi mano. No me
gusta mucho la gente que se ríe en estas ocasiones. No me parece divertido
el deseo de empalar a alguien. Lo haga uno o no lo haga.
—Esta historia no te conviene —le dije, con voz glacial.
—Necesito ayuda, Alex.
—Mañana hablaremos —intenté cortar. No era muy cómoda la posición
en que estábamos, y su sexo, mojado, se escurría entre mis muslos.
—No sé qué quiere decir mañana —me respondió la voz.
—Te estás poniendo histérico —le dije.
—Me excita como nadie en el mundo —murmuró, medio borracho.
—Siempre ocurre lo mismo —intenté disuadirlo.
—No me acuerdo de otras veces. Todo es presente.
—De acuerdo. Entonces olvídalo.
—No puedo.
—No te quiere, lo sabes. A esa edad no se quiere a nadie. No se puede
querer. No sería espontáneo. A esa edad, ni siquiera se desea. Y tú te
hundirás mientras ella descubre la aparente variedad del mundo. Un día
estará asombrada con la poesía, otro con la navegación espacial, se dejará
seducir por un director de cine, un guionista, un piloto noruego, un
filatelista belga y un rockero berlinés. Quizá, por alguna pintora corsa,
también. Te guardará una cierta gratitud, es cierto, porque en el fondo, los
jóvenes tiene buen corazón. Pero tú no quieres gratitud. Te vaciarás para
llenarla, como si fuera un molde.
Eso era lo que yo quería hacer: vaciarme en ella. Pero algo la molestó, y
de pronto, se desprendió de mí. Creo que fue un ruido. Era el ascensor del
edificio, y ya se había alejado.
—Con ese ruido, no puedo concentrarme —comentó, molesta, mirando
hacia la puerta.
—¿Con quién hablas? —me preguntó, alterada, la voz al otro lado del
tubo. ¿No me dijiste que Marga no está? Oye, no me gustaría que alguien se
enterara de esto… Me dijiste que no había nadie.
—Marga no está, tranquilízate. Fue la portera.
—¿Estás seguro?
—Claro que sí.
Ahora había encendido un cigarrillo y se paseaba, desnuda y mohína
por la habitación. Fuma poco. Se cuida la salud.
—Creo que tienes razón, Alex —reflexionó mi interlocutor. Estoy loco.
Tengo que controlarme. Es que despierta mis fantasías más…
—Antiguas —completé.
—Sí. Creo que en realidad quiero ser su padre.
—Su hermano.
—Sí. Padre y hermano incestuosos.
—Pero ella no quiere.
—No, no quiere. ¿Sabes? Tiene muy poco morbo.
—Piensa en otra cosa.
—Estoy obsesionado.
—Haz footing o algo así.
—Tengo un soplo al corazón.
—Entonces, tómate dos valium.
Empezó a vestirse. Es así: le gusta vestirse y desvestirse sola,
Autónomamente. Trieste. ¿Por qué no Trieste?
—Duérmete y descansa. Mañana…
Gracias, Alex. Y por favor, no le digas nada a Marga…
—No está. Tranquilízate.
—No me gustaría que Marga… Somos colegas…
Colgué suavemente. Solo se había puesto la blusa y me gustaba mirarla
así, alta, con los senos duros al aire, el cabello corto, la espalda con la
espina dorsal algo sobresaliente.
—¿Qué miras? —me preguntó, volviéndose.
—Tu espalda —dije. Hay una escultura de Pradier… En El Louvre. Es
Niobe, herida por una flecha. Me acerqué a ella. Cerré mi mano suavemente
sobre su nuca. Así… le dije, y procuré muy lentamente que su cuerpo se
torneara como la figura de Pradier. Se rio.
—¿Iremos a verla? —me dijo, festiva.
—Sí —respondí, con voz demasiado profunda.
—Si me tocas, que sea suavemente —me dijo.
—No pensaba hacerlo de otra manera —mentí.
—Te adoro —declaró, y se abalanzó sobre mí. Caí sobre la cama.
Hundió su lengua dentro de mi boca. Se separó enseguida. ¿Con quién
hablabas?— me preguntó.
—Con tu profesor de letras.
Soltó una carcajada.
—Me lo imaginé —dijo—. Es un tipo fenomenal. Sabe muchísimo de
romanticismo alemán. Y de pintura. Además, le gusta el jazz. Lo adoro. Lo
paso muy bien con él.
—Creo que lo has seducido —comenté, ambiguamente.
—¿Sí? ¿Tú crees? —me pregunté, con aparente o real inocencia. Nunca
se sabe. Yo no sabía. Él no sabía. ¿Ella, sabía?
Aproveché su instante de vacilación para cambiar de posición en la
cama. Soy un escritor tradicional: escribo con máquina manual y prefiero
hacer el amor, la primera vez, como es debido. Y o arriba, y ella abajo. Por
lo menos, la primera vez. Hasta estar seguro. No creo que ella tuviera esa
clase de principios.
—Me parece que tú seduces a todo el mundo —comenté, mientras le
acariciaba los brazos, procurando que los mantuviera altos.
—¿Lo dices por Marga? —me preguntó, mientras me besaba el lóbulo
de la oreja. ¿Qué pasaba en la última media hora, que todo el mundo me
preguntaba por mi mujer? Mi mujer estaba de viaje. Había ido a ver a su
hijo.
—¿Qué tiene que ver Marga? —le dije, pasando un dedo húmedo por la
línea esbelta de su cuello.
—Es mi profesora de griego.
—Ya lo sé —dije, con resignación.
—Es una mujer formidable —agregó.
—Cierto.
—Tú también.
—Cierto.
—Y muy atractiva.
—Cierto.
—Me acosté con ella algunas veces —dijo, y se puso de lado. En
realidad, la adoro.
La índole del lenguaje

Había borrado con el dedo y además los castillos en la arena se deshacían.


Borró con el dedo índice de la mano derecha, frotando contra la hoja, hasta
hacer desparecer casi por entero la hache de ojo, aunque una lagunita azul,
en el borde superior de la línea, indicaba allí la presencia turbadora de la
hache. Mojó el dedo con un poco de saliva y empezó a frotar. Primero, frotó
suavemente, pero la tinta del bolígrafo no se diluía con facilidad. Su padre
le había contado que en otros tiempos y siempre había otros tiempos, por lo
que había llegado a saber se escribía con unas largas lapiceras en cuyo
extremo se adosaba una pluma de metal. Había plumas con forma de
lágrima, una gruesa lágrima de madre, azulada, con huellas de pintura;
otras, eran finas como espadas; había plumas casi redondas, y otras con
aspecto de hojas de árbol. Borró con el dedo porque en el colegio no
dejaban usar goma. Después, frotó con un poco más de fuerza. En la yema
del índice le quedaron adheridas algunas briznas de papel.
—Tengo una cosa que tú no tienes —había dicho su hermana Valeria,
mirándolo con suficiencia y superioridad.
—Un caracol —contestó él, tratando de adivinar.
No era.
—Una estrella de mar —insistió, sin demasiada convicción. No le
gustaban las adivinanzas. Ni las adivinanzas, ni los interrogatorios. Y
detestaba el colegio, donde no podía borrar con el dedo y casi todo el
tiempo uno corría el riesgo de estar sometido a interrogatorios acerca de
diversísimas cosas. Cosas como la ubicación de un río, de una montaña, la
descripción del aparato circulatorio, las normas cívicas y morales y las
obras públicas que el gobierno había realizado desde que estaba en el poder.
«Puentes, carreteras, pavimentación, orden, progreso, cordilleras».
¿Cordilleras? ¿El gobierno había realizado cordilleras? La memoria le
fallaba. Iba a tener que dejar de fumar a escondidas en el lavabo: su padre
dijo que el cigarrillo se fumaba la memoria.
—Un cortaplumas un encendedor una billetera una goma de borrar un
equinodermo un reloj aerodinámico antideslizable biodegradable no
escurridizo sumergible con pantalla radiante y malla inoxidable —dijo, sin
pausa, convencido de que la palabra equinodermo la iba a impresionar. Las
relaciones con las mujeres no eran fáciles. Seguramente pertenecían a otro
género, de ahí la rivalidad. Aunque entre él y los demás también había
rivalidad. No todos detestaban al oficial que tenían por maestro, por
ejemplo. Algunos optaban por adularlo, sonreírle bobaliconamente, y en los
últimos tiempos, además, advirtió que el número de militares en las familias
de sus compañeros de colegio, progresaba escandalosamente.
—¿Tenemos algún pariente militar? —preguntó cautelosamente a sus
progenitores. Estos se miraron entre sí, algo incómodos.
—No —contestó su madre, secamente. Era raro, pues siempre estaba
hablando mucho de las familias, de ambas familias.
—Ah —dijo él, con resignación. Iba a inventarse un tío almirante.
Hecho. Y algún primo capitán, por las dudas.
—No es nada de eso —contestó Valeria, chupándose un dedo y muy
segura de sí misma.
Él estaba desconcertado.
—No tienes nada —dijo, cobardemente. Era un recurso que Valeria
conocía muy bien y no iba a caer en la trampa.
Por lo que sabía, tenía un tío extrañamente enfermo, desde hacía años,
tantos años que el tío ni siquiera lo conocía, ya estaba enfermo desde que él
nació. Vivía en un hospital, muy lejos, del cual llegaban muy pocas
noticias. Tampoco lo iban a visitar, y la índole de la enfermedad del tío
nadie la sabía. De vez en cuando su madre decía: «Pobre Daniel. Ojalá
estuviera con nosotros», pero nunca se sabía si mejoraba o no, cuándo
volvería. Poca gente preguntaba por él y cuando lo hacían, era en voz baja.
Le habían colocado un cero en la libreta. Un cero grande y rojo como un
sol, y él se lo quedó mirando fijamente, muy fijamente. Era el primer cero
de la vida. Sin saber porqué, tuvo la sensación de que ese era el primer
eslabón de una larga cadena que incluiría cosas amargas y difíciles,
impuestas por la autoridad, el orden, las normas, el exterior, en fin.
Su madre no demostró demasiada sorpresa. Le dijo algunas cosas acerca
de la obediencia, se estuviera o no de acuerdo, sobre la disciplina, sin
discusiones, y no tocó más el tema. Quizá porque él la había mirado con
ojos sorprendidos. Su padre se fue a dormir sin comer y él se sintió
oscuramente culpable. No estaba muy seguro si la falta de apetito de su
padre era culpa suya, pero en todo caso, algo no estaba funcionando bien.
Valeria también vino a observar el cero ignominioso en la libreta.
—Vete —le dijo él, fastidiado.
Ella no se fue. Tenía sus propias ideas acerca de las cosas, y aquel
redondel púrpura en medio de la página, con su perfil obsceno, le parecía
algo divertido y digno de celebrarse.
Él guardó la libreta y resbaló hacia la sala. Le encantaba patinar sobre el
parquet recién encerado. Su padre y su madre estaban hablando y alcanzó a
escuchar algunos fragmentos de la conversación. En general, no hablaban
delante de los hijos, desde hacía un tiempo, y él había observado el cambio.
Con seguridad, existían secretos, y aunque los secretos le inspiraban
curiosidad, por otro lado lo fastidiaban.
—… Disciplina…, no podemos permitir…, injusticia…, ellos no son
quiénes…, ¿qué vamos a decir?…, impotente…, me gustaría… el futuro…
—Escuchó palabras deshilvanadas, pronunciadas por la madre entre
sollozos.
El padre estaba más tiempo callado.
—Aceptar un orden, cualquier que sea —creyó escuchar; no como
Daniel, no como Daniel.
Al primer intento, nunca sabía bien si hoja se escribía con jota y con
hache y ojo con jota pero sin hache. Lo que iba a dificultar enormemente la
traducción de sus poemas, en el futuro. Se esforzó en asociar la forma de las
hojas al empleo de la hache y en mirar ojos sin hache, pero no estaba seguro
de que ese procedimiento sirviera para no tener que volver a borrar con el
dedo. Con las hojas tuvo un poco más de éxito, porque cada vez que
encontraba una en el suelo, color ocre, imaginaba una hache espectacular
desarrollándose desde el cabo hasta la extremidad, pero con los ojos era
más difícil, ojos sin hache resultaban increíblemente desnudos, desprovistos
de pestañas. La única manera de pensar ojo sin hache era recordando los
ojos de los peces. Esos sí van sin hache, pensó.
Como los jugadores precoces, experimentaba el vértigo de la derrota, de
modo que volvió a intentar.
—Una araña, un renacuajo, una luciérnaga, un saltamontes, una
cucaracha.
—No es un animal —dijo Valeria, orgullosa y presumida.
La lagunita de la hache había quedado bastante visible, y además, el
dedo, al frotar, había afectado la pasta del papel, que se desmenuzó, y él fue
arrancando, en menudas capas, la pelusilla que se desprendía de la hoja
(con hache, como las del árbol). Al final, un pequeño agujero se formó allí
donde él había borrado con el dedo. Así fue como supo que el papel, pese a
su apariencia, no era un todo compacto, sino que estaba formado por un
abigarrado conjunto de cosas que se deshacían y se desintegraban. Cosas
tan frágiles que podían destruirse con el fuego, junto con lo que se había
escrito. Por más importante que fuera lo que estaba escrito, se consumía con
el papel. Tendría que escribir sus poemas en los troncos de los árboles, para
que resistieran. Aunque estos también se quemaban. En piedra; iba a
escribir los poemas en piedra. Siempre y cuando no se decidiera a ser
astronauta, cosa que también le gustaba mucho.
Una vez había escrito un poema sensacional, formidable, que decía así
(lo había aprendido de memoria, por ser este un material que no podía
destruirse con el fuego, ni borrado con el agua ni con el dedo; por ser solo
erosionable por el tiempo, igual que la piedra y por carecer, en ese
momento, en el sagrado y embriagador instante de la escritura, de rocas
próximas donde fijar el texto): «Tierra y polvo; // Mar y humo; / luna y
cuervos; / sol y túneles / en el espacio, flotan como agujeros».
No se lo enseñó a nadie; no les tenía confianza. En cuanto al oficial que
impartía clases en su colegio, solo entendía del orden correcto de la frase, es
decir, sujeto, verbo y predicado. No pensaba discutir con él acerca del
carácter notoriamente superfluo de los artículos; él era un poeta, no un
superfluo narrador. La única persona que podía apreciar la belleza de la
enumeración que había conseguido y el valor de la elipsis, era Valeria; a
pesar de que él la consideraba terriblemente vanidosa, reconocía que se
trataba de una persona tan inteligente por lo menos como él.
¿Qué tendría ahora, tan interesante como para esconderlo y provocarlo
de esa manera? «Algo efímero», pensó, se entretuvo imaginando cuántas
cosas efímeras podría tener su hermana. Había aprendido la palabra el día
anterior y tenía muchos deseos de usarla. Si continuaba provocándolo, iba a
terminar por darle un buen golpe. Estaba a punto de hacerlo, pero pensó que
iba a tener remordimientos, como la última vez, cuando a Valeria le salió
sangre de la nariz a consecuencia del golpe y él se asustó mucho, se asustó
muchísimo. «Hermanita, hermanita», le decía, tratando de que no sangrara
más, Valeria lloraba como una condenada, ¿por qué no dejaba de llorar y de
sangrar, o una de las dos cosas, por lo menos?, él era un sanguinario, sin
lugar a dudas, uno de esos terroristas cuyas fotos pasaban por la televisión y
aparecían en todas las paredes. Él, un terrorista, asesino de hermanas
pequeñas, también algunas mujeres eran terroristas, las había visto, aunque
las fotografías tenían el raro poder de alejarlo a uno de la contemplación; a
uno le daba una especie de secreta vergüenza, se pasaba de costado para no
verlas, ¿por qué sería?, y él iba a estar en la lista por haber matado a su
hermana, iba a tener que esconderse como la gente de la fotografía, si no
quería pasarse el resto de la vida en un campo de concentración, seguido
por los perros, apuntado por las ametralladoras, como Daniel, ¿o era verdad
que Daniel estaba enfermo? ¿El terrorismo era una enfermedad? ¿Alguien
estaba dispuesto a explicárselo?
—Debe ser algo efímero —contestó esta vez, para confundirla.
—No es un efffímero —respondió Valeria rápidamente, para no olvidar
la palabra nueva. No es ni un lápiz, ni un libro, ni un efffímero.
—A lo mejor, son dos efímeros —dijo él, burlón.
—Ni dos, ni tres, ni cuatro efímeros —respondió Valeria, triunfalmente.
Aprendía las palabras nuevas con más rapidez que él y además: aunque
no supiera qué significaban, un secreto instinto la hacía emplearlas bien. Él
la envidiaba un poco por eso.
—No me fastidies más —rezongó él, vilmente, soslayando la cuestión.
Efímero se parecía a efemérides, y cuando había efemérides no se iba al
colegio, en cambio había que hacer una cosa muchísimo peor: desfilar.
Había que desfilar y siempre había militares en los palcos que hacían gestos
marciales y los discursos eran muy largos, además, hacía frío, o hacía calor,
muchísimo calor, y algún niño se mareaba y se desmayaba y estaba
deseando llegar a ser mayor para no ir más a ningún desfile. A él,
efemérides, le parecía el nombre de una enfermedad. «—¿Quién le puso el
nombre a las cosas?». Le preguntó a su padre. El primero, el primero que
las nombró. El que eligió los sonidos y dijo: «El lugar donde vivimos se
llama casa y el astro que brilla a lo lejos se nombra con la palabra sol».
Porque para imponerlo, para dar la orden de que fuera así (y en el mundo
siempre había imposiciones y órdenes, por lo que él iba observando) era
necesario hablar, y para hablar, era preciso antes saber que querían decir los
sonidos. «¿Cómo dar la orden de llamar al sol, sol, sin antes llamar de
alguna manera a las demás cosas? —“Es un acuerdo hijo —dijo el padre,
fastidiado— lo que se llama una convención”. ¿Quién había establecido que
las cosas que desparecían, las cosas pasajeras, eran efímeras? ¿Cómo había
sido aceptada la primera orden?».
Cuando vio la hoja con aquel agujero en el lugar que antes había
ocupado la hache, el oficial, que estaba dictando una frase, continuó, sin
inmutarse, su paseo, pero asió la hoja, la miró a trasluz, como si sospechara
que había una inscripción velada, confidencial, y luego, continuando la
frase y el paseo, la rompió en cien pedazos. Todos continuaron escribiendo
en silencio. Él, sin su hoja, se sintió terriblemente desamparado. Tuvo
deseos de llorar. El oficial no lo miraba. Él pensó que había un castigo peor
que el cero, que la libreta: estar desposeído. El oficial se había llevado su
hoja y además la había roto en mil pedazos. Él ya no tenía la hoja, los
fragmentos estaban dispersos por el suelo.
Fue corriendo hasta su casa, sin detenerse a comprar un helado, como
hacía siempre, ni a mirar la vidriera con mecanos. Abrió la puerta de la sala.
Vio a su padre leyendo el diario. La luz estaba encendida. Había un
cenicero limpio, encima de la mesa, y al costado, estaba la radio.
—Ya lo sé, papá —entró, gritando—. Le parecía una revelación de
extrema importancia. Quizás había vivido los primeros siete años de su vida
para llegar a saberlo: —El lenguaje es de los que mandan.
Mis cartas

Escribo muchas cartas a la Administración. A la compañía eléctrica, a la


gerencia telefónica, al Ayuntamiento de la ciudad, a la distribuidora del gas
y al Ministerio de Hacienda. Mis cartas versan sobre el funcionamiento de
los servicios públicos, que como es notorio, dejan mucho que desear. La
propia administración de correos comete errores, equivocaciones, y no
siempre las cartas son repartidas o llegan a destino. En realidad, hubo un
tiempo en que la administración de correos estuvo a punto de dejar de
existir. Se escribían pocas cartas; el teléfono y el mensaje entregado
rápidamente por un veloz motorista convirtieron en anacrónico el uso de la
escritura, del buzón y de las estampillas. Pero luego la situación cambió.
Los fabricantes de papel imprimieron delicadas hojas de suaves colores,
sobres con pequeñas filigranas doradas; por alguna oscura razón, se volvió
al uso de la pluma, de la tinta, y en las tiendas se veía a señoras comprando
hojas de carta con el tenue dibujo de una carabela y adolescentes
silenciosos que elegían sobres con hilos de agua. Las administraciones de
correos tuvieron que emitir nuevas estampillas, contratar carteros y colocar
buzones en las esquinas, al lado de las cabinas telefónicas. Un hombre que
se hubiera trasladado (por cualquier motivo) de Chile a Viena, por ejemplo,
y enviara cartas nostálgicas desde la Friedrich Strasse a Santiago era tan
frecuente como la mujer que había nacido y vivido sus primeros veinticinco
años en La Plata y los últimos cinco en Barcelona, calle de La Paja. Escribir
y recibir cartas volvió a ser un hecho común. Es cierto que las cartas
demoraban varios días en cruzar el océano (tantos o tan pocos como un
pájaro, un martinete o una gaviota), y a veces, al llegar la carta, el
corresponsal había muerto, o ya no estaba en el mismo estado de ánimo, o
la postal enviada desde un buzón de la rué de L’Eperon se extraviaba en una
saca en el fondo de la bodega del avión, pero en todos los casos las cartas
habían sido escritas y los pequeños accidentes que sufrieran después de
enviadas correspondían a esa suerte de azar misterioso que preside los actos
de la administración, la forma más habitual que asume el destino en
nuestros días. Así me lo dijo el Inspector de Correos, distrito XXV, cuando
reclamé por cierta carta que había enviado de una ciudad mediterránea a
una balcánica, carta que jamás llegó a su destinatario, aunque es posible que
haya llegado a quien no lo era, pues jamás me fue devuelta. «Siento mucho
que no hayas contestado a mi carta anterior», escribí a mi corresponsal en
Atenas, quince días después de haberle enviado la primera. Luego de un
tiempo, recibí la siguiente respuesta. «Difícilmente podría haber contestado
tu primera carta, ya que jamás llegó hasta mi». Entonces envié una protesta
por escrito a la Administración de Correos, reclamando la devolución de la
carta, ya que no había sido entregada, y lo que decía en ella, hacía más de
un mes, quizá no era lo mismo que quería decir ahora, a mi corresponsal de
Atenas. Mi carta a la Administración de Correos decía: «Estimado señor
director: El día siete de diciembre del corriente año deposité una carta,
debidamente sellada, en el buzón que corresponde al distrito XXV, orlado,
como siempre, con guardas rojas. Dicha carta estaba dirigida a un
corresponsal de Atenas, Grecia, cuyo nombre y dirección exactos figuraban
en el sobre, de color blanco y bordes azules y rojos. Pero la carta jamás
llegó a destino, ni me fue devuelta, como hubiera sido correcto, en caso de
ausencia o de error. Le ruego tenga la bondad de informarme acerca de este
suceso, que me llena de zozobra».
El Inspector de la Administración de Correos era un hombre muy
correcto, aunque inaprehensible. Se presentó en mi casa, sin avisar, ocupó
una de mis dos sillas, encendió un cigarrillo y me explicó que la
Administración de Correos recibía diariamente una gran cantidad de cartas.
Las cartas habían sido depositadas por los corresponsales en los buzones y
en las oficinas de toda la ciudad.
—En realidad —me dijo— creo que en los últimos años se ha
producido un notable incremento en el tráfico epistolar.
A mi no me gustaba la palabra «incremento», y sentí una leve irritación.
Tampoco me gustaba la expresión «tráfico epistolar».
—Hemos realizado una estadística —siguió— y pudimos comprobar
que en los dos últimos años, la cantidad de cartas se multiplicó por cuatro,
lo cual nos ha creado ciertos problemas.
—Las emigraciones —dije—. Ya nadie vive en el lugar en que nació.
No me escuchó.
—La clasificación de cuatro veces más el volumen habitual de cartas
nos ha causado muchas dificultades. Las máquinas están atiborradas y a
veces se producen pequeños errores.
—De irreparables consecuencias —agregué. La garganta de la máquina
se atragantaba en un matasellos redondo de Londres, y la carta destinada a
una muchacha de Orly era depositada en el fondo de una saca de Boston. Y
la muchacha de Orly se desayunaba con cierta melancolía, vinculada a un
buzón vacío, en el vestíbulo del apartamento.
—Sea como sea, la eficacia de nuestro correo está fuera de dudas,
aunque a veces, alguien se pueda sentir perjudicado —agregó el Inspector.
—Mi carta no llegó ni me fue devuelta —insistí.
—Pero esos pequeños errores —continuó— son la interferencia del
destino en una cadena de casualidades irreprochable. De alguna manera,
son la intervención del destino que de lo contrario, no tendría modo de
manifestarse en nuestras vidas.
Me pareció una explicación muy poética, y se la agradecí. No dejo
nunca de agradecer una pequeña dosis de poesía, en medio de la prosaica
realidad. Me gustó tanto la explicación que me emocioné, lo invité a otro
café, le ofrecí un habano y decidí no hacerle ningún reproche.
Cualquiera podría pensar que hay métodos más rápidos y sencillos para
emitir las quejas a la administración, pero yo estoy convencido de que las
cartas son el más adecuado. Al recibir una carta, el conserje se siente
justificado y cuando coloca la carta sobre la mesa del despacho del director,
es un hombre que participa en una cadena aparentemente útil. Trasladar la
carta desde conserjería al despacho del director le obliga a ponerse de pie,
caminar unos metros, pulsar el botón del ascensor, golpear a la puerta del
despacho, decir «Con permiso», emitir algún comentario acerca del estado
—más bien desapacible— del tiempo y depositar la carta encima de la
mesa, junto al calendario y al pisapapeles. Por lo demás, el director del
servicio, cuando debe leer una carta —así sea una carta de protesta— siente
alguna clase de satisfacción: el servicio deja de ser abstracto, de pronto se
convierte en algo material y tangible. Por ejemplo, el director de la
compañía eléctrica. Siendo la electricidad algo inmaterial y de cierto modo
abstracto, sobre lo cual no tenemos ideas muy claras, hasta que un corte de
luz nos obliga a volver al viejo sistema de las velas, o una distracción nos
hace recibir una descarga impensada, es comprensible que el director
general de la compañía se sienta como el distribuidor de alguna clase de
bien espiritual, irrelevante y posiblemente prescindible. Hasta que una carta
le hace comprender lo contrario.
Escribí al director general de la compañía de la luz a causa del contador.
El contador que contaba los pasos de la electricidad giraba como una
peonza, su aptitud para el cálculo se había vuelto descabellada y los
números rojos y blancos saltaban como conejos. No usé estas expresiones
en mi carta, porque seguramente hubieran sido consideradas excesivamente
literarias. Pero le dije que uno no puede saber nunca cuando un contador
enloquece. Por lo demás, al haberse extraviado, el contador contaba los
pasos imaginarios de una electricidad inexistente haciendo un ruido que me
mortificaba. El director general fue muy gentil: me envió a un inspector.
Era un hombrecito gordo y pequeño, con un abdomen considerable, poco
pelo y aspecto asombrado e inquieto. Traía una maletita negra bajo el brazo,
de la cual sacó una linterna de metal y una pinza. Me dijo que las usaba
habitualmente para revisar los contadores. La linterna y la pinza me
parecieron extraordinariamente grandes para un hombre tan pequeño y con
seguridad él sentía lo mismo, porque su manejo le resultaba harto
complicado. Cortamos la luz y nos dirigimos hacia la caja de contadores.
Me pareció que al resultarle tan difícil el manejo de ambos instrumentos, y
tan poco útil, en todo caso, como a mí, el hombrecito se sentía mejor si yo
le hacía compañía.
La caja de contadores está en el oscuro recibidor de mi apartamento,
adosada a la pared, pero a considerable altura. Coloqué un paisaje de los
Alpes suizos sobre la tapa, para que le diera un toque de exotismo al
recibidor. De modo que cuando alguien entra a mi casa, divisa apenas las
colinas nevadas sobre un fondo intensamente azul y no tiene porqué pensar
en fusibles y en tapones.
En la oscuridad, nos dirigimos hacia la caja de Alpes suizos. El hombre
iluminaba con su linterna espacios opacos. Caminamos con sigilo, como
dos hombres inmersos en la oscuridad.
—Los contadores son de alta precisión —me informó el hombrecito—.
De todos modos —agregó— algunas veces sufren alteraciones —concedió.
—Igual que el cerebro —le dije. No me pareció contento con la
observación, por lo cual preferí permanecer callado. No es bueno perturbar
el ánimo de aquellos que tienen como tarea controlar el funcionamiento de
los contadores. Son instrumentos muy sensibles.
—Pero todas las cosas muy precisas son, al mismo tiempo, muy
delicadas —siguió. Sigilosamente, nos habíamos acercado un poco más a la
primera montaña suiza, los Ardennes, con seguridad.
—¿No lo habrá tocado, verdad? —me preguntó el hombre, de pronto
asustado.
—Le aseguro que no —contesté.
—Tiene razón —dijo. No conviene que manos inexpertas se inmiscuyan
en su funcionamiento.
—Por nada del mundo tocaría un contador eléctrico —agregué, para que
se sintiera más confiado. No tengo la menor idea de qué cosa es la
electricidad, y mi ignorancia me vuelve sumamente respetuoso.
—Eso está muy bien —sentenció el hombrecito. Nadie sabe lo que es la
electricidad, y sin embargo, la usan.
—Creo que habría que ganársela —apoyé—. Merecerla, como la
poesía. No estoy seguro de que aquel hombre considerada muy oportuna mi
comparación, porque me miró seriamente, pero yo tenía el aspecto inocente
de un usuario apabullado por su ignorancia.
—La gente es muy desaprensiva —continuó, mientras con la linterna ya
había escalado el pico suizo, uno de los más altos del mundo. ¿Ha estado
alguna vez en ese lugar? Preguntó, enfocando bien el cono nevado. Meten
la mano donde no deben, y luego acusan a la compañía del desperfecto.
—No estuve nunca en Suiza —le dije—, pero me gusta el paisaje y no
meto mano en lo que no conozco. Verá: el contador gira alocadamente y
suena de manera muy rara, estruendosa, como para hacerse notar.
—Seguro —dijo el hombre, antes de abrir la tapa—: a veces, se
descontrolan. El ruido que oye debe ser de las fichas numéricas cayendo
unas sobre otras.
Después de decir esto, alargó la mano y descubrió la tapa. Esto lo hizo
con decisión, pero de inmediato se detuvo, contemplando suspicazmente el
aparato. Yo retuve la respiración. El hombre bajó un poco más la linterna,
como para mirar la base del contador, y se alejó unos pasos. Yo me alejé
con él. Estábamos en silencio. Solo se escuchaba el ruido de las fichas al
caer, atorbellinadas. El hombre parecía querer ignorar aquel ruido. Casi de
común acuerdo, nos aproximamos un poco, no mucho, a mirar sin tocar,
como si los ojos pudieran develar aquel misterio.
—No toque —me dijo el hombre, supongo que solo por costumbre, ya
que yo no había hecho ningún movimiento ni pensaba hacerlo en los
próximos minutos.
—Es muy raro —comentó el empleado, casi para adentro.
Alentado por esta observación, le dije:
—Y lo hace a todas horas, continuamente, de noche y de día.
El hombre bajó la luz y la dirigió hacia mi cara.
—¿Dice que lo hace a todas horas? —me preguntó, incrédulo.
—Por supuesto —dije—. También a la noche. Me he levantado varias
veces, sigilosamente, a altas horas de la madrugada. Me he levantado con la
luz apagada, en pijama, y me he asomado al recibidor.
—¿A este mismo recibidor? —inquirió el funcionario, asombrado,
aunque no había ningún otro en la casa.
—En efecto —agregué—. He venido casi en cuclillas, sin hacer ruido, y
lo he descubierto sonando igual, enloquecido, sin parar.
—Hummmmmm —masculló el hombre, dirigiendo otra vez la luz hacia
el contador, pero sin acercarla mucho. La pinza estaba en el suelo, muy
cerca de nuestros pies.
El hombre observó atentamente el aparato. Lo hacía con tanta
concentración que no quise interrumpirlo. Lo miraba fijo, de lejos, y pensé
que de ese modo yo habría mirado a un dinosaurio en la playa, sin
acercarme, o a una mujer muy hermosa e insaciable.
—Los objetos, créase o no —dijo el hombre, tienen sus leyes propias.
Yo estaba de acuerdo—. Cuanto más complejo es un aparato, más
posibilidades de azar interfieren en su funcionamiento —agregó—. Por
supuesto, no ocurre muy a menudo. Hasta hay quienes son capaces de
prever las intervenciones del azar, aunque no el sentido de ellas. Ahora
iluminaba el contador con más confianza. —Veo— agregó —que tal como
usted indica, este aparato suena demasiado alto.
—No solo eso —dije yo, excitado. Además, gira a una velocidad
extraordinaria.
El hombre volvió a mirar el contador. Como el ojo de un cíclope
enloquecido, por la ranura se sucedían las fichas numéricas descontroladas.
El ojo de un cíclope que descompusiera imágenes a la velocidad de un
cerebro ensoberbecido.
—Veintitrés mil doscientos cincuenta y ocho —leyó el hombre,
apresuradamente, atrapando una cifra al azar—. Creo que esto no es normal
—concluyó—, alejando la linterna del contador. El cíclope nos miraba
desde lo alto. Me pareció que aquel hombre tenía dificultad para apagar la
linterna, de modo que miré hacia otro lado, pero solo divisé la pared oscura.
Me entretuve en recomponer el paisaje suizo.
—Verdaderamente —dijo el hombre— será mejor que no hagamos
nada. La pinza estaba en el suelo, como un objeto sin importancia. Podemos
considerar que se trata de una profunda alteración en el funcionamiento del
contador, como sin duda usted registró, pero de índole inconcebible. Y
cuando digo inconcebible, quiero decir exactamente eso —agregó,
mirándome fijamente, como para saber si yo había comprendido el valor
exacto de la palabra.
—Eso es —dije yo: Inconcebible.
—No sucede muy a menudo —corroboró el hombre—. Es más: puedo
decirle que en mi larga vida de empleado de la compañía eléctrica, pocas
veces he tenido la oportunidad de comprobar una intervención del azar de
estas características.
—Seguro —confirmé yo.
—Aunque, y todo hay que decirlo —siguió el hombre— el hecho de no
haberlo visto con anterioridad no significa que lo desconociera
completamente, ya que en teoría, podía suceder. Se trata, como
comprenderá, de la participación del azar en nuestras vidas, algo incómodo,
podrá decirse, pero inevitable.
Me pareció una teoría muy poética, y se lo agradecí. Restablecí la luz
general y ya mucho más aliviados con nuestro acuerdo, nos sentamos a la
mesa, a fumar un cigarrillo y conversar de temas generales. Ambos
estábamos mucho más tranquilos, y una vez que el hombre hubo guardado
la pinza y la linterna, el ruido del contador enloquecido nos pareció más
soportable.
—Si es tan amable —dijo al final el hombre— firmará este papel, donde
consta mi visita técnica, su conformidad con lo actuado y la fecha. Esto será
elevado a la dirección, la cual tendrá que supervisar toda la gestión, y le
enviaremos los documentos pertinentes.
Firmé sin chistar, pero me las ingenié para leer lo que el hombre había
escrito, en la línea correspondiente al desperfecto. Decía: «Intervención
imprevisible del azar».
Escribo muchas cartas a la administración. No siempre encuentro
respuesta, pero me parece el método más adecuado. Mis cartas versan sobre
el funcionamiento de los servicios públicos, que como es notorio, deja
mucho que desear.
Los aledaños

La preocupación por encontrar el centro del mundo lo sorprendió una


mañana, luego de un sueño aparentemente tranquilo. Fue una ansiedad, una
tensión desconocida, junto a la certidumbre —irresistible— de que estar
alejado del centro del mundo lo sustraía, de una manera irreparable, de los
juicios verdaderos, del espectáculo que era necesario ver, de las
informaciones que debía recibir para que su tránsito por la vida fuera más
parábola que azar. El centro del mundo no excluía, seguramente, lo fortuito,
pero por ser el centro —y no un aledaño— obligaba a participar —a sufrir,
padecer, pero también a conocer— con la mayor intensidad y de las
corrientes más verdaderas. Pensó —esa mañana en que despertó como si los
años anteriores hubieran sido una especie de tranquilo limbo, un líquido
amniótico en el que flotó, pez imberbe y ajeno, carente de cualquier clase
de sabiduría que no fuera la instintiva, la que solo consistía en los
movimientos fijos de las aletas y de la cola— que el centro del mundo
estaba en otra parte, siempre, diferente al lugar de nacido, porque con
seguridad era necesario partir algún día, alguna mañana en busca del centro,
muchos años después de parido, y la búsqueda del centro era un viaje que
solo se podía emprender luego de flotar, evanescente, de haber vivido lejos
de él y sentir de pronto con claridad que el limbo, la pecera, eran una suerte
de hipnosis. La inercia del nacimiento se rompió esa mañana en que
despertó con la clara certeza de que el aledaño era una sustracción, una
manera de perder. Solo en el centro del mundo deberían recibirse —o
conquistarse— las revelaciones fundamentales, esas que permitirían el
acierto en el juicio y la construcción de una imagen del mundo hecha a
partir de lo esencial y no un juego de espejos deformantes, desplazados de
su órbita, como frágiles meteoros. Vivir en los aledaños —y no en el centro
del mundo— era como el destino de los cometas, astros tan débiles que
pueden ser expulsados del espacio por la influencia de un planeta potente.
Vivir fuera del centro era haber sido arrojado del espacio, excluido de la
órbita, y la imagen del mundo que entonces se obtenía era desplazada,
contenía una serie de errores que solo se advertían cuando la imagen
verdadera demostraba las diferencias.
Descubrir el centro del mundo le pareció una empresa difícil, aunque
perentoria. En primer lugar, porque la clase de alucinación que provocaba el
nacimiento inducía a todos los individuos a una suerte de espejismo:
considerar que la aldea, el pueblo, el caserío o la ciudad eran el centro del
mundo, construir sus imágenes a partir de esos reflejos y formar parte,
entonces, de esa legión de astros que han sido expulsados del espacio sin
siquiera saberlo. Era inútil intentar convencerlos de otra cosa, y pensó que
la certidumbre con la que despertó esa mañana era incomunicable: una
revelación interior, un impulso claro pero individual. Rompía la especie de
hechizo en el que había vivido hasta ahora, nadando y florando en aguas
posnatales, las aguas de un estrecho acuario que jamás llegaría a ser océano.
Y del mismo modo que el pez de superficie no recibe información acerca de
la profundidad, pero se mueve feliz y contento entre las algas y el borde de
las rocas, ignorando el abismo del fondo, la lucha de corrientes, las
transformaciones de la base y lo que bulle en el plancton, sus años
anteriores habían sido una clase de sueño, la dormidera de un animal tan
pequeño y tan ajeno que confunde el acuario con el mar.
Seguramente esa mañana, cuando despertó y comprendió súbitamente
que vivía lejos del centro del mundo y que si quería tener alguna clase de
información real y no aparente debía considerar los aledaños como un
espejismo, fue precisamente porque había llegado el momento oportuno
para la búsqueda del centro, y no antes. Pensó que las revelaciones deben
merecerse, y estaba agradecido —no sabía bien a quién— por el hecho de
que esta certidumbre le hubiera llegado ahora. Ahora que la búsqueda del
centro del mundo le parecía una tarea noble, urgente y que no estaba
dispuesto a entretenerse, a demorar la empresa con hechizos y espejismos
que lo retuvieran en el acuario, como en el líquido materno.
Consideró, sin embargo, las diversas hipótesis acerca del centro del
mundo que conocía, porque era un hombre juicioso y responsable, no un
impulsivo, ni un inescrupuloso.
La posibilidad de que el yo fuera el centro del mundo, como había visto
tantas veces, le parecía frágil y poco digna de aprecio. Del mismo modo que
el aledaño daba una imagen parcial, fragmentaria y sujeta a toda clase de
limitaciones del mundo real, le parecía que el yo era demasiado pobre,
vulnerable, rígido y limitado como para constituir el verdadero centro del
mundo. Sin duda, lo era para muchos, pero experimentaba una secreta pena
por ellos. El yo no iba muy lejos: asomaba la cabeza, salía alguna vez de su
ensimismamiento, pero incapaz de comprender lo diferente, demasiado
frágil como para admirar lo ajeno, rápidamente volvía sobre sus pasos y se
refería a sí mismo, construyendo falsas analogías que tenían por misión
reparar la angustia de su pobreza y dando vuelta la espalda a todo aquello
que pusiera en riesgo su estabilidad, tan precaria que debía sostener en la
repetición. En cuanto a la posibilidad de que el centro del mundo fuera el
ser amado, le parecía una clase de alucinación que decía mucho más acerca
de quien se alucinaba que acerca del mundo. Se había enamorado una vez
apasionadamente de una mujer, aunque con certeza, no podía decir que la
había amado a ella. La exacerbación de los sentidos que tal pasión le
despertó le produjo una enorme confusión; envenenado por los olores que
aspiraba con mayor intensidad que nunca, por el reflejo de las luces
diferentes en el cuerpo de la mujer, por los sonidos de su voz y de los
objetos que en su presencia hablaban, crujían, envenenado por la hipnosis
que le provocaban sus movimientos, todo el tiempo tuvo la enervante
sospecha de que en esa mujer las amaba a todas, de que al buscar a tientas
—como un ciego, como un desesperado, como un huérfano— los bordes de
su piel, las arrugas de su vientre, la carne de sus flancos realizaba una
operación muy antigua, una búsqueda muy interior, palpaba una cintura
remota, transfiguraba los gestos, murmuraba sonidos desprendidos de un
pantano donde bullían restos de un pasado de especie del cual él, inseguro y
balbuceante, era un portador inconsciente. Si ella era el centro del mundo,
se trataba de un mundo cuyas lianas lo encerraban en una memoria confusa,
en un placer doloroso y fugitivo, irrevocable. Si ella era el centro del
mundo, debía confesar que se trataba de un mundo larvario, envuelto
todavía en la miasma prenatal, más vinculado a las nociones primitivas y a
los primeros gestos que el aledaño.
Descartadas estas dos posibilidades, el centro del mundo era difuso y
exigía una enorme concentración para descubrir su ruta. Pensó que como
los antiguos exploradores, debía dibujar él mismo, con los escasos recursos
a su alcance en ese momento, el mapa. La intuición era un elemento
fundamental, y a partir de ella debía guiarse, aún ignorando el fin. Se cree
que se viaja hacia un lado, y en realidad se va hacia otro, se dijo a sí mismo,
y pensó que de todos modos, era un procedimiento lleno de encanto.
«Seguramente creeré que viajo hacia el centro del mundo, pero volveré a
estar en un aledaño, conservaré la ilusión durante un tiempo, como en el
acuario, luego volveré a despertar una mañana con la certidumbre de que
debo buscar el centro del mundo, emprenderé el camino, llegaré a otro
suburbio que confundiré con el centro, y así sucesivamente». La dificultad
no lo disuadía. Solo estaba convencido de que el centro del mundo no
estaría allí donde él llegara. El centro del mundo no viajaba con él: si
existía, estaba afuera, le era ajeno, era algo que debía conquistar, no una
cosa que se desplazaba con sus camisas y sus corbatas. La índole del centro
del mundo era huidiza, intangible.
Estaba seguro, en cambio, de encontrar muchos lugares y a muchas
personas convencidas de que eran el centro del mundo. En primer lugar, las
ciudades. Había nacido en un aledaño llamado pueblo y del mismo modo
que durante su infancia creyó —igual que el boticario, el cura, la mujer de
la limpieza y el maestro de geografía— que esa aldea era el centro del
mundo, la primera ciudad que visitó le pareció el centro del mundo. Amplió
sus costumbres, cambió sus horarios, visitó museos, compró diversos
objetos, se sintió excitado por el torbellino, el torbellino lo hizo sentirse
anónimo y solitario otras veces, y cuando miraba las calles pobladas, leía
los periódicos o contemplaba a los rubios turistas con sus bolsos y sus caras
de curiosidad, pensó que estaba en el centro del mundo. El centro del
mundo era ruidoso, una enorme caldera que bullía sin descanso, sin pausa;
hervía, consumía una cantidad incalculable de combustible, agotaba las
reservas, se multiplicaba: gastaba y producía sin cesar. El centro del mundo
era ruidoso y superpoblado: un escaparate eternamente iluminado, donde el
tiempo no existía; el tiempo era sucedido por otras rodajas de tiempo, sin
fisuras, como si se tratara de una continuidad plana. El centro del mundo
era una caldera hirviente bajo los andenes, un magma informe que corría a
lo largo de los subterráneos, una máquina devoradora —como las máquinas
tragamonedas en los salones de luces fluorescentes— que consumía y a la
vez lanzaba hacia afuera, expulsaba cosas, fabricaba seres y objetos. A
pesar de la variedad y de la dispersión del exceso y de la fragilidad, durante
un tiempo creyó que todo, en el centro del mundo, participaba de un
proyecto común. Si algo debía tener de diferente el centro del mundo era,
precisamente, un proyecto esencial, definidor, que abarcara toda la
multiplicidad en un orden lanzado hacia el futuro. Una secreta urdimbre,
como la trama invisible de una tela que combinara las formas, los colores,
la abundancia y la escasez. En esa trama compleja y casi inabarcable, como
los minúsculos trazos de una porcelana china, debía inscribirse cada
proyecto personal, exonerado de la estulticia de ser individual por la pátina
de sentido del centro del mundo. No lo encontró. Los múltiples proyectos
personales se reproducían como insectos luego de la lluvia; eran líneas
disparadas hacia la inmensidad del espacio que se perdían, sinsentidamente,
se desdibujaban en la pantalla, languidecían o desaparecían sin dejar
información. Nada los unía, nada los tejía; el hilo de Ariadna se había
perdido, y cuando despertó, una mañana, con la clara certidumbre de que el
laberinto carecía de clave, comprendió que había caído en éxtasis, otra vez,
en otra clase de aledaño. La multiplicidad, la diversidad fueron una clase de
espejismo donde durmió, como en el acuario posnatal, fascinado por el
ruido, las formas y los colores. Agradeció —no supo bien a quién— esta
nueva revelación, hizo sus valijas y abandonó la ciudad, con una decisión
tan firme como la primera vez. Debía buscar el centro del mundo, viajero
sin mapa de una travesía para la cual no servían ni los diccionarios ni las
crónicas antiguas.
Cambió de país. Todo hacía suponer que había países que estaban más
cerca del centro del mundo que otros. Le pareció una revelación muy
significativa: con seguridad, la había recibido en el momento oportuno, y no
antes. El centro del mundo se concentraba en un lugar, porque la dispersión
le era ajena: la fuerza, la energía del centro se irradiaba, es verdad, hacia los
costados, pero era necesario aproximarse hacia el punto mismo en que se
producía. El centro, inalterado, se generaba a sí mismo por su propia
dinámica, permanecía fijo, inmutable, aunque proyectaba visiones hacia
todas partes.
Aprendió la lengua nueva, fue cordial y sensible a los usos y costumbres
del centro del mundo. El inmenso privilegio de vivir en él, de gozar de su
proximidad lo volvieron humilde y sumiso. Estaba dispuesto a aprender, a
olvidar el pasado y a merecer, con un generoso esfuerzo de adaptación, los
beneficios de participar del centro del mundo.
Al principio, experimentó una gran excitación. Había llegado, por fin, al
centro del mundo, y que este lo recibiera le parecía un singular privilegio.
Como Dante, en su viaje experimental, sentía piedad hacia quienes estaban
condenados a no participar de él y fue capaz de admirar aún lo que no
comprendía. La gracia nos vuelve humildes, y haber llegado al centro del
mundo lo convertiría en un puro de corazón.
El centro del mundo le pareció cruelmente insolidario, frívolo y egoísta,
características que por lo demás había observado en diversos lugares que no
eran el centro del mundo, lo cual le hizo experimentar las primeras dudas
acerca de su elección. Si existía un centro, no era posible que ignorara el
resto —fantasía que correspondía solo a los aledaños— dado que un centro
girando sobre sí mismo, como el eje enloquecido de una máquina,
descomponía el conjunto. La condición del centro del mundo era la
armonía, una armonía secreta, no perceptible a primera vista, pero cuya
eficaz, silenciosa y ordenada concepción de la totalidad la distinguieran de
otras fantasías de centro, proyectadas sobre sí mismas como la
megalomanía. La ignorancia acerca de lo que no era el centro del mundo lo
descalificaba como centro, pensó; su insolidaridad, su egoísmo
demostraban que pese a las apariencias, no se trataba del verdadero centro
del mundo, sino de un punto vanidoso, otro punto elevado al espacio por su
propia egolatría. Y huyó del país la mañana en que despertó con la clara
certidumbre de que había estado viviendo en un acuario, menudo pez de
ojos dilatados y membranas cartilaginosas que confunde las aguas.
Peregrina. Desde entonces, peregrina. El carácter huidizo del centro del
mundo lo obliga a buscarlo, de manera incesante, y quizá los pocos años de
su vida individual, como los de cualquier hombre, no le alcancen para
hallarlo. Secretamente piensa que es una búsqueda desplazada, siempre
desplazada, y que el centro del mundo, intangible, evanescente, flota sobre
los ríos, sobre las casas, sobre los rostros de mujeres que hablan lenguas
diversas, dividido y fragmentario, pálido reflejo del sol. A veces, cree
descubrirlo en el perfil de un retrato veneciano, en un museo. Seguramente
el centro del mundo estuvo, hace tiempo, concentrado en el dibujo del
cuello de la joven dama, en la línea perfecta y satinada de los hombros. Un
reflejo de ese centro —como una bola de cristal— fue atrapado en el
abalorio que cuelga, azabache, y dispara luces distintas sobre el cuadro. A
veces, cree ver el centro del mundo en un puente que se iza y se pierde en la
niebla, como la aspiración de su búsqueda. De lo que está seguro, ahora, es
de que el centro, infinito y pequeño al mismo tiempo, roza con su secreto
prestigio el cuerno rosado del unicornio, en una tela antigua, la cuerda de un
laúd tallado en la penumbra de un bosque occidental y de que sus huellas,
sus menudos rastros están presentes en la diversidad, y hay que buscarlos
como un zahorí. O que el centro del mundo se esconde, como una fruta
podrida, como una manzana madurada en exceso, cuyo perfuma
envenenado y enervante yace bajo los escombros. Escarbar entre los huesos
calcinados y los terrones húmedos es su función.
La sintaxis

Mi padre no hablaba nunca, y si lo hacía, era con frases ambiguas; decía,


por ejemplo. «Como usted quiera», «Como guste» y «Si lo desea». Eran
frases extremadamente gentiles, pero las pronunciaba con un tono helado e
incoloro de voz; tan opacamente, que en realidad, podía decirse que no
había hablado. Si mi madre le proponía un paseo, jamás decía que sí o que
no; respondía, invariablemente: «Si tú quieres…» y uno pensaba que
efectivamente, para él daba lo mismo salir de paseo o quedarse. Mientras yo
crecía, esta tendencia se fue acentuando, y también la irritación de mi
madre. En realidad, no se le podía hacer ningún reproche. Él no se
destemplaba nunca; no padecía accesos de ira, ni resultaba injusto; no
maldecía, ni soltaba improperios. Pero también era imposible halagarlo: no
confesaba jamás un deseo. Hasta a la hora de comer, parecía que si ingería
algún alimento era por no rechazarlos, sin voluntad propia. Si mi madre le
decía, por ejemplo: «¿Te gustaría un trozo de cordero para el mediodía?», él
contestaba, invariablemente: «Si quieres…», y el trozo de cordero podía ser
sustituido por una pechuga de pollo, un plato de fideos, una pata de cerdo o
una tortilla de ajos, sin que la respuesta sufriera ninguna modificación. No
asumir ningún deseo lo liberaba quizá de cualquier responsabilidad, y
también, de cualquier gratitud. Y la exasperación de mi madre, librada a su
propia iniciativa en el placer y en la desdicha, resultaba en apariencia un
acceso histérico.
Crecí en el rencor. Era cariñoso conmigo, su única hija, pero yo rehuía
sus expresiones de afecto y me mostraba distante. Entretanto, los accesos
nerviosos de mi madre iban en aumento. Exasperada por la indiferencia
gentil de mi padre, ella perdía el sentido progresivamente. A veces, agitada,
abría y cerraba cajones por toda la casa sin saber qué buscaba. Eran gestos
nerviosos, completamente despegados de cualquier objetivo. O repetía el
mismo acto varias veces, histéricamente, sin atención ni memoria: doblaba
en dos triángulos la servilleta, abría el cajón del armario, la metía adentro,
cerraba el cajón; en seguida, abría el mismo cajón, sacaba la servilleta, la
desplegaba, volvía a plegarla y a guardarla. Sus ofrecimientos a mi padre ya
no eran tan firmes. Con un hilo de voz, decía: «¿Quieres que me ponga el
vestido blanco o el azul?», y él contestaba, opacamente: «El que prefieras».
Durante un rato, ella vacilaba. Tenía dos vestidos: uno blanco y uno azul.
Pero también, ahora lo recordaba, tenía uno rosa. ¿Acaso él hubiera deseado
que ella le propusiera el rosa? Vacilante, insistía: «Si no quieres ni el blanco
ni el azul, me puedo poner el rosa». Él la miraba inexpresivamente y
contestaba: «Como gustes». Al fin, exasperada, ella gritaba: «Se trata de
saber cuál te gusta más a ti». Él la miraba como si su grito destemplado
fuera la comprobación de su locura y muy lentamente, respondía: «Me
gustan de la misma manera», pero con un tono tan gris y opaco que más que
una afirmación, parecía un rechazo. Sin embargo, algo de verdad había en
sus palabras: si mi madre se ponía el vestido azul o el blanco, nada en la
helada gentileza de mi padre cambiaba. Ninguna fisura se abriría en la
hermética oscuridad de su deseo inexpresivo.
Dolorosamente, me di cuenta de que las relaciones más profundas se
estructuraban muy sólidamente en fórmulas rígidas y repetitivas: la
imposibilidad de romper el lazo se manifestaba en la imposibilidad de
modificar la sintaxis. La fórmula de relación entre dos —y entre tres: yo
también me configuraba, menuda esfera en mitad de sus órbitas—
permanecía tan fija como la rigidez del lenguaje, y quizá solo una súbita
interrupción de la monotonía de la sintaxis podría provocar una ruptura en
el nudo de la relación. Quizá porque me di cuenta de eso fue que busqué, en
la maraña de fórmulas fijas, una variación. Había advertido el peso
desproporcionado de la repetición. Cada vez que mi madre le decía:
«¿Quieres entremeses o ensalada?», y él, mecánicamente, respondía: «Lo
que quieras», sobre nosotros se desmoronaba el alud montañoso de la
repetición: no era el peso de una sola pregunta ambiguamente contestada:
era la acumulación de los días, de las frases la que caía sobre nuestras
espaldas. A la vez, la pregunta esclerosada invita a la respuesta conocida.
Era como un nervio estimulado siempre en el mismo sentido, capaz de
responder al estímulo solo con la repetición de las condiciones anteriores.
Pensé que era más fácil introducir una modificación en la estructura de la
frase que en la relación entre mi padre y mi madre. Quizá, mágicamente, el
nuevo orden de las palabras o la incorporación de unas nuevas tuviera la
facultad de resquebrajar la estructura total. Hay estructuras en apariencia
muy sólidas, pero que se vienen abajo rápidamente, tal es el deterioro
interno que se ha producido de manera invisible.
Esa tarde, íbamos a salir de paseo los tres: así lo había proyectado mi
madre ante la silenciosa indiferencia de él. Nerviosa, mi madre bajó las
escaleras con esa leve excitación que denunciaba su inseguridad. Traía un
par de sandalias en la mano, y en la otra, unos zapatos de tela. Mi padre
jugaba distraídamente con las llaves en el fondo de su bolsillo. Ella se
acercó alegremente y blandió ante él las sandalias, los zapatos. «Estoy tan
contenta de dar un paseo», exclamó. No estaba mal, pero cualquiera podía
darse cuenta de que se trataba, en definitiva, del prólogo a la pregunta, a la
alternativa que de inmediato le propondría. Él también lo sabía, por
supuesto. Yo cerré los ojos, y pensé: «Otra vez. Otra vez lo haré. Va a
decirle qué prefiere». En efecto, con aire aparentemente ingenuo y
juguetón, pero un poco afectado, mi madre agregó «Querido, ¿qué
prefieres, las sandalias o los zapatos?». Mi padre no dejó de jugar con las
llaves en su bolsillo. Si miraba, era hacia alguna parte, más allá de la pared,
invisible para nosotras. Esbozó una imperceptible sonrisa —fría como el
muro— y contestó, sobriamente: «Haz lo que quieras». Mi madre
permaneció de pie en el último peldaño, con las sandalias y los zapatos en
las manos, como niños muertos. La sonrisa levemente eufórica desapareció
de sus labios y yo, aterrada, vi cómo bajaba los ojos y concentraba la
mirada en aquellos objetos que ahora parecían desprovistos de cualquier
encanto. De pronto, se ausentó: mirando fijamente ambos pares de zapatos
estaba a punto de una de sus crisis nerviosas, mientras él, distante, esperaba.
Lentamente, me acerqué a la escalera. Mi madre temblaba
imperceptiblemente, y yo también. Iba a hacer lo de siempre: escoger uno
de los pares —creo que yo prefería las sandalias— y ayudarla a ponérselos,
cuando mi madre, con suma dificultad, hizo un último esfuerzo: «Me
gustaría saber si te gustan más las sandalias o los zapatos», le dijo a mi
padre, con una voz algo atildada, marcando mucho las palabras. Él la miró
incoloramente. «Cualquiera de los dos», respondió con voz opaca.
Entonces, de pie en el último peldaño de la escalera, me volví hacia él, de
modo que mi cuerpo, más pequeño que el suyo, quedaba de frente a su
perfil, y le dije, con voz firme y aparentemente tranquila: «Mentira. Estás
mintiendo». La introducción de esta frase en la fórmula convencional tuvo
un efecto de relámpago: mi padre volvió la cabeza rápidamente, como
tocado por un filamento eléctrico, como si regresara de un sueño de espuma
muy antiguo y me enfrentó. Si, por primera vez un brillo fulgurante en sus
ojos, un chispazo de orgullo y de valor. Era una mirada inteligente, tan
aguda que obligaba a bajar los ojos. Estaba segura de no poder sostenerla,
sin embargo, esforzándome, agregué: «En realidad, no quieres ninguno de
los dos. Ni zapatos, ni sandalias. Ni ir de paseo, ni quedarte. Ni a ella, ni a
mí. Ni a ti. Esa es la verdad». Siguió mirándome con curiosidad, único
animal vivo entre los zapatos, las sandalias y sus deseos ocultos. Esta
curiosidad le encendía la mirada. El esfuerzo me había extenuado. Pensé
que iba a sufrir yo también un acceso nervioso y que entonces él me
despreciaría, pero fue mi madre quien comenzó a temblar, a sacudirse
convulsivamente y la escena —prevista en el antiguo guion— tuvo el efecto
de apagar la mirada de mi padre. Otra vez, la gramática conocida, la
sintaxis rígida. Mecánicamente, mi padre fue a buscar un vaso de agua. Yo
asistí a mi madre, que gemía y temblaba. Las sandalias y los zapatos, muy
ordenados, esperaban, al pie de la escalera, el viaje imposible.
En la cocina, mi padre había tenido tiempo de recomponer la mirada.
Volvía a ser fría y distante. Ayudó a mi madre a ponerse de pie, la guio
hasta una silla. Consolada por su asistencia, ella se volvió hacia mí. «No
debes hablarle de esa manera a tu padre», me dijo, severamente. «No
vuelvas a hacerlo», agregó, mientras se sentaba.
Sentí una violenta rebeldía. Las palabras se atorbellinaban en mi boca,
pero me contuve. Hice un esfuerzo por controlar mis nervios. Busqué la
mirada más opaca que podía encontrar y la alcé hasta mis ojos. La sentí
cuajar como un lago helado. Cristalizó en pequeños espejos que miraban
hacia adentro. Dirigí el lago helado en dirección a mi madre. «Como
quieras», respondí con afectada suavidad y gentileza, marcando bien las
palabras. Abrí la puerta, y me fui a dar un paseo. Mientras salía, escuché
decir a mi madre: «Creo que me pondré las sandalias. Combinan mejor con
el vestido. ¿No crees?» y la voz de mi padre, metálica: «Como quieras,
querida».
Lovelys

Por la ventana se veía un edificio gris, las ramas de un árbol seco, y el perfil
de una vieja farmacia. La farmacia la había instalado un inglés, hacía
muchos años, y se llamaba Lovelys. El edificio gris, el árbol seco, la
farmacia de nombre extraño, repitió, como si intentara memorizar. A veces
lo acometían urgencias de esa clase. Contar los pasos que había desde el
borde de la acera hasta la puerta del consultorio. Como si de eso dependiera
algo muy importante, la vida de alguien, la suya, por ejemplo. ¿Y si se
olvidaba de una cosa que era fundamental, de un pequeño detalle, sin
embargo, decisivo?
—Hace calor —le dijo al hombre que del otro lado del escritorio lo
miraba con suave atención, sin precipitarse. ¿Sabía él que por la ventana se
veía, puntualmente, un edificio gris, las ramas de un árbol seco y el perfil de
una farmacia que un loco inglés bautizó Lovelys? ¿Había necesitado alguna
vez fijar ansiosamente esas cosas en la memoria?
—Antes —dijo, hablando en voz baja, como para sí mismo—, yo
pensaba que los detalles no tenían importancia. De pronto, se han vuelto
fundamentales. Un pequeño descuido, una distracción involuntaria, un
accidente imprevisto y toda nuestra seguridad se derrumba. Es necesario
estar muy atento, de día y de noche. Ya no puedo confiar en mí mismo,
tengo miedo de que algo de mí me traicione. Si olvido los documentos antes
de salir, por ejemplo. Si atravieso una calle a velocidad excesiva, o dejo de
ver —por distracción— una señal frente a un cuartel. Entonces, nos
volvemos esclavos. Somos esclavos de nuestra atención, de nuestra
memoria. Un pequeño error, un descuido, precipita una catástrofe. Es una
esclavitud inconfesable, aunque sé que todos la compartimos. Usted
también. Mi mujer, mis hijos, aunque no hablemos de ello. Una condición
es no hablarlo. La regla del sumo silencio. En cambio, ahora yo tengo el
pretexto. Estoy aquí para hablar, pago por ello, pero dentro de algunos
límites. Yo no me arriesgaría. Usted no se arriesgaría. Creo que todos nos
sentimos inseguros. Que de pronto hemos empezado a depender de cosas
imperceptibles, como los pasos exactos que hay desde la parada del autobús
a la oficina, el largo de los cabellos o del pantalón, una palabra que suena
ambigua y no nos habíamos dado cuenta. No me gusta esa dependencia,
pero cada vez me parece más necesaria.
El hombre calló y el otro no dijo nada. Estaba acostumbrado a sus
silencios. A lo mejor le pagaba para que lo oyera hablar sin decir nada. Ese
era quizás el orden establecido, y él no iba a modificar las reglas del juego.
De ningún juego. No él, inseguro, dependiente, temeroso. Si las reglas no
eran correctas, si no eran las justas, algún día se modificarían solas. Era lo
lógico. No había que impacientarse.
Podía ir hasta la ventana y asomarse un poco. Eso estaba permitido, por
lo menos el otro nunca le había dicho que no podía hacerlo. A lo mejor
estaba incluido en el precio de la entrevista. Asomarse por la ventana, mirar
la fachada de la farmacia de nombre pintoresco, el dibujo dorado de las
letras en la pieza de laca, los potes de hierbas curativas llenos de polvo y un
gato durmiendo en la vidriera. Un gato negro y somnoliento. Gente
apresurada que iba y venía, encerrados en sí mismos, respetando el orden
establecido de las cosas: las paradas del autobús, los lugares de circulación
prohibida, las luces de los semáforos, el reflejo de la lluvia sobre el
pavimento. Ningún imprevisto, ninguna deserción escandalosa. Macadam,
murmuró.
—Hace seis meses que no tengo una erección —declaró el hombre
frente a la ventana, procurando hablar sin énfasis—. Ahora había
comenzado a llover, la tenue llovizna de los veranos muy húmedos. —Al
principio, no le di importancia. He oído hablar de impotencias pasajeras.
Siempre he sido un hombre sano, no he padecido más que las enfermedades
habituales. Quiero a mi esposa. Desde que nos casamos, no he deseado a
otra mujer, más que fugazmente. Tenemos dos hijos. Estamos contentos con
ellos. Nos agrada estar juntos, en casa, o salir de paseo. Pero desde hace un
tiempo, observo que nadie tiene mucho interés en salir de casa. No lo
hemos hablado, porque cada uno parece haberlo decidido por sí mismo, y
casualmente, los cuatro hemos coincidido. Esto me preocupa un poco. Mi
esposa me ha ahorrado todas esas preguntas absurdas acerca de otras
mujeres. Ha sido paciente. Pero su propia paciencia me parece un oscuro
reproche. No he hablado con nadie del asunto. ¿Para qué? Me parece fácil
hacerle esta confesión a usted, porque antes le he pagado. Sé que usted me
cobra un precio por esta revelación. Jamás la haría gratuitamente: mi
narcisismo sufriría— comentó, procurando parecer jovial.
El otro lo miró con cierta sorpresa. ¿Dónde había aprendido a usar esa
palabra?
Él comprendió y dijo, serenamente:
—Estuve leyendo algunas cosas sobre la impotencia. Sus posibles
causas psicológicas. Nada importante, en revistas de divulgación.
El hombre que estaba sentado, jugó un momento con un lápiz de metal
que sostenía en la mano izquierda, sin énfasis:
—¿Observó algo más?
Esa fría voz que le hacía sentirse en una clínica. Estuvo un rato en
silencio.
—No sé a qué se refiere —contestó.
El otro lo miró inquisidor, fijamente. Su fuerte mirada lo incomodó. Le
pareció más oportuno seguir caminando.
—Entonces fui al médico —declaró, como si no hubiera existido la
pausa anterior—. Me revisó exhaustivamente. Me dijo que no presentaba
ningún trastorno físico. No hay nada, en mi organismo, que justifique la
impotencia. La causa está en otra parte. Es curioso, ¿no le parece? —rio
falsamente—. De pronto hay algo que ignoramos de nosotros mismos. Un
mecanismo que se ha echado a andar sin que lo supiéramos. Eso me turba y
me llena de confusión. Me parece que hay un intruso acechándome.
—¿Qué clase de intruso? —preguntó el otro, aparentemente sin mucho
interés.
—¿Es que mi sexo sabe de mí algo que yo no sé? —interrogó el
hombre, angustiado.
Por la ventana se veía un edificio gris, las ramas de un árbol seco y el
perfil de una vieja farmacia, que un inglés loco había bautizado Lovelys.
—Son cuarenta y dos pasos desde la acera donde estaciono el auto hasta
la puerta del consultorio; los he contado bien —agregó el hombre. Si la
cuenta no me sale, me pongo nervioso.
—¿Nervioso? —inquirió el otro.
Tuvo deseos de decirle que no le pagaba para que repitiera la última
palabra de sus frases, como solía hacer. No solo su sexo sabía de él algo que
él mismo no sabía: además, había que escuchar preguntas insolentes.
—El daño está en otra parte —continuó. Si son cuarenta y dos pasos,
me siento más seguro. Pienso que no va a sucederme nada malo. ¿Por qué
iba a ocurrirme algo malo a mí? Soy un hombre correcto y responsable.
Amo a mi familia. He evitado siempre mezclarme en problemas. Tengo un
buen empleo y dos hijos bien educados. Pero al poner la llave en el auto…
—¿Qué ocurre cuando pone la llave en el auto?
—No sé bien. Una náusea repentina. Una aversión. Debo poner la llave
en la cerradura de la puerta, antes de entrar al auto. Y encuentro una
resistencia, en algún lugar. No en la cerradura, ni en la puerta: la resistencia
está en mi interior. Determinados actos se han vuelto casi imposibles.
Transpiro, quiero huir, no puedo hacerlo.
Dejó la ventana atrás y se dirigió hacia el otro lado de la habitación. En
cuanto a ella, sus sensaciones eran contradictorias. A veces la odiaba, por su
aspecto impersonal, que le recordaba el consultorio de un dentista, o las
comisarías alemanas, limpias, metálicas, alcanforadas. Las vio en películas.
Le horrorizó el predominio del blanco. Otras veces, en cambio, reconocía
en esa austeridad, en la funcionalidad de los elementos y la falta de
decoración un mensaje tranquilizador, benéfico.
—También me da miedo encontrar la puerta del baño cerrada. No lo
puedo explicar. Es como si temiera que alguien estuviera dentro,
acechándome. No temo solo por mí. También por la gente que quiero. Me
digo: no es posible que haya alguien adentro, sabes bien que la puerta está
cerrada por azar. Mi esposa dice que la cierra para que la casa ofrezca un
aspecto más ordenado. La entiendo. Pero la puerta cerrada me transmite un
terror incontrolable. Ahora duermo mucho. Más que antes. No recuerdo lo
que sueño. Leí por ahí que todos soñamos; debe ser cierto. Antes, me
acordaba. Si la quiero, si me atrae, ¿por qué no puedo hacer el amor con
ella? Tampoco con otra. No soporto la idea de desnudarme, es verdad. Me
siento protegido por la ropa. Ahora duermo siempre en pijama, aunque haga
calor.
No quiero que nadie me vea desnudo, ni siquiera mi mujer.
Descansó. Había hablado demasiado. Ahora se sentía un poco mejor.
El otro jugaba con un lápiz de metal, con el cual realizaba trazos
invisibles sobre una hoja de papel.
—¿Recuerda algo en particular, antes de esos seis meses, que lo haya
afectado mucho? —preguntó al hombre, mirándolo con cierta dulzura.
—Creo que no —contestó, reflexivamente. Las cosas habituales.
¿Por qué le parecía que el edificio gris oscilaba imperceptiblemente?
Bueno, todo el mundo sabe que las casas se mueven aunque no lo veamos.
Se acercó lentamente hacia el escritorio. Observó que el otro jugaba con
un lápiz. Se sentía más aliviado, más comunicativo. El lápiz tenía grabadas
unas letras: el nombre del médico.
—¿Quién le regaló ese lápiz? —le preguntó, de pronto, con mucha
curiosidad.
—Un paciente —respondió, sin precisar.
—Debí imaginármelo —comentó él. Es curioso.
—¿Qué es curioso? —dijo.
—La primera vez usted me preguntó porqué lo había elegido a usted.
Siempre me ha resultado una pregunta vanidosa. ¿Hay que emitir una serie
de elogios, en ese momento? ¿Hay que recurrir a alguna referencia ilustre,
para presentarnos, como un código cifrado? Me pareció una pregunta
innecesaria. Revisé la lista de médicos y me decidí por usted. Pero no fue
por azar. Es que su apellido coincide con el de un hombre que fue vecino
mío.
—¿Por qué ha dicho fue? ¿Ya no lo es? —preguntó el médico, algo
retóricamente.
No podía hacer un comentario sin que motivara una pregunta. Era un
juego entretenido, pero algo caro. No iba a volver: con el dinero que
ahorrara de esta manera podría invitar a su esposa a irse de vacaciones a la
costa. Dejarían a los chicos con los abuelos; daban poco trabajo, estaban
bien educados. Y con las vacaciones, el sol, el mar, la tranquilidad, la
impotencia se iría sola. Desaparecería, tan subrepticiamente como había
venido. Estaba seguro.
—No. Ya no lo es, —respondió, lacónicamente.
—¿Dónde está ahora? —insistió el médico, jugando con el lápiz.
—No lo sé, —respondió él, dirigiéndose hacia la ventana—. El edificio
gris. El árbol seco. La farmacia. Lovelys. Cuarenta y dos pasos, ni uno más,
ni uno menos. —No éramos amigos. Vecinos, simplemente. No había
observado nada particular en él. Uno no se pasa el día observando cosas
particulares, como si fuera un perro entrenado. Una vez yo fui a su casa a
mirar un partido de fútbol, porque mi televisor estaba roto. Otra vez los
invitamos a una fiesta, mi hijo menor cumplía diez años y nos reunimos a
celebrarlo. Pero nada más. No me gusta investigar la vida ajena. Nunca
podría tener la profesión que usted tiene. Se necesita una vocación especial,
¿no es cierto? Para ser psiquiatra o policía, hay que tener una clase de
interés yo diría que algo perverso. Soy un hombre común. Él también lo
parecía. ¿Lo era? Debía tener mi edad, más o menos. Hemos optado por no
averiguar quiénes son los demás. A veces, sería muy peligroso saberlo. Su
esposa era una mujer agradable, cortés pero discreta. Creo que les gustaba
la ópera; se oía la música desde casa. Ya no se conversa como antes. Ahora
estamos metidos entre las paredes, reservados, temerosos, sospechando de
nosotros mismos. De alguna manera, lamento no haberlos conocido mejor.
En otras circunstancias, quiero decir. No sé bien qué hacían: creo que él era
profesor y ella estaba empleada en un banco, o algo por el estilo. Es
curioso: ella tenía aspecto de maestra. Lo sé bien: mi madre lo fue. Puedo
reconocer a una maestra a simple vista. Pero esta vez me equivoqué—. De
pronto, se interrumpió. —¿Quién fue el loco que le puso ese nombre a la
farmacia?
El otro no creyó oportuno responder.
Se hizo un silencio pesado.
—¿Dónde están ahora? —preguntó el médico, como si fuera la primera
vez que hacía la pregunta.
Él se irritó.
—Le he dicho que no sé dónde están. Mucha gente se ha ido. De un día
para otro, una familia entera se va. Desaparecen. No envían postales. No
mandan cartas. Uno debe acostumbrarse a su ausencia como algo natural.
Tenían dos hijos: un varón y una niña. Ellos tampoco están. Fue difícil
explicárselo a los míos. Pero les dije que se habían ido de viaje. «¿Adónde
se fueron?», me preguntaban, igual que usted. Pero usted lo hace sin
ingenuidad. Ellos, quizás, también. Tienen esa edad en que las
explicaciones deben ser muy convincentes, pues están dispuestos a
verificarlas. Les dije que se habían ido a Alemania, me pareció un lugar
suficientemente lejano y poco atractivo; esperaba que se conformaran.
«Qué raro», comentó el mayor. «Se fueron sin avisar». «Sí, se fueron sin
avisar». Procuré que no insistieran. Ellos no se habían enterado de nada,
porque esa noche, por casualidad, durmieron en la casa de los abuelos.
—Usted sí, se enteró, ¿verdad?
—No pude evitarlo. Dormíamos. Era una noche aparentemente igual a
otras. De pronto, escuché ruidos en la calle. Un vehículo había estacionado
y varias personas descendieron de él, rápidamente. Me asomé a la ventana.
Los vi. No tenían uniforme, pero llevaban armas largas, de esas que usa el
ejército. Todo fue muy veloz. Con el ruido, muchas ventanas se abrieron, se
encendieron algunas luces. Pero se cerraron enseguida, y las luces, se
apagaron. Escuché una orden, en la calle: «¡Que nadie se asome!». Los
ruidos estaban muy próximos. Subieron la escalera; parecía una estampida
de búfalos. De esas del oeste, ¿las vio en el cine? Mi esposa se despertó,
también, y estaba muy asustada. Los pasos se acercaban hasta nuestra
puerta, pero se detuvieron un poco antes: en la casa del vecino. Golpearon.
Nadie abrió. No esperaron: rompieron la puerta a patadas, a culatazos. Se
escucharon gritos, golpes; oímos llorar a los niños; parecía que estaban
arrancando las cosas de su lugar, los muebles de su sitio. Debieron resistirse
de alguna manera. Después se oyó cómo los arrastraban por el corredor. A
los cuatro. La mujer gritaba, pedía auxilio. Todas las ventanas estaban
cerradas, pero estoy seguro de que la gente espiaba detrás de las cortinas.
Ella se rebelaba, era muy difícil dominarla. Escupía sangre, pero se
defendía. Por fin, consiguieron asirla por los cabellos y así se la llevaron. A
él alcancé a verlo cuando lo metieron dentro del vehículo: estaba atontado
por los golpes, no gritaba. Los niños iban en pijama. Ella alcanzó a lanzar
un grito, antes de subir, un último pedido de ayuda. Desaparecieron,
velozmente, por la avenida. Un zapato de ella quedó en el suelo; era una de
esas sandalias que las mujeres usan para dormir. Celeste. Recién entonces
reaccioné. Lo había visto todo, como fascinado. Me di cuenta de que mi
mujer también estaba gritando, y que eso era muy peligroso. La sacudí.
Creo que se puso un poco histérica, porque no me oía. La abofeteé.
«Cállate, por favor, cállate, ¿qué quieres?», le dije. Yo también estaba
aterrado. Por fin dejó de gritar. Encendí la luz. La llevé bajo la lámpara,
como si fuera una prisionera, y le dije: «Tú no has visto nada, ¿me oyes?
No sabes nada… Esta noche dormiste sin despertarte. Yo también. No
oímos ninguna clase de ruido. No conocíamos a los vecinos. No sucedió
nada. Júramelo». Ella lloraba, ahora más bajo, y me imaginé escenas
iguales en las casas de alrededor. «Nunca hablaremos de esto con nadie»,
insistí, para reforzar. «No lo sabrás. Lo habrás olvidado». Me acordé de que
en la casa había un frasco con tranquilizantes, así que le di dos, juntos, y yo
también me tragué dos. A la mañana siguiente desayunamos como todos los
días, pero ella rompió una taza. Esto me puso furioso. Además, estaba
pálida y ojerosa. Solo una vez la había visto con ese aspecto: cuando murió
su padre. Después, llegaron los niños. Le prohibí que llorara delante de
ellos. Salí a la calle. Enseguida, me encontré con un vecino. Conversamos
animadamente acerca del próximo partido de fútbol de la selección
nacional, del tiempo, de las vacaciones. Nadie dijo nada. Mi mujer iría a
hacer las compras y todo sería igual: nadie abriría la boca. Comentarían los
precios, las enfermedades de los niños y luego volverían a sus casas. Todo
estaba en orden. Nadie haría una sola pregunta, se pasaría con disimulo
frente a la ventana del vecino desaparecido. Yo dije que se fueron para
Alemania, otros dirían algo semejante. Nos desempeñamos muy bien
cuando vinieron a hacer la investigación de rutina. Yo le había advertido a
mi esposa, aquella noche: «Cuando vengan a preguntar, tú no sabes nada,
no has oído nada. Dormiste toda la noche. Trátalos con cordialidad, y por
favor, si reconoces a uno de ellos, si te das cuenta de que el oficial que te
interroga es uno de los que estuvo en la casa, no hagas la mínima señal de
reconocimiento. ¿Me oyes? Olvida para siempre los rostros, las voces, las
expresiones. Ni te muestres asombrada ni se te ocurra hacer alguna
pregunta». Vinieron. Eran dos. Amistosos, falsamente cordiales. Dijimos
que esa noche habíamos ido al cine y que nos dormimos profundamente
después, porque estábamos muy cansados. Les pareció bien la respuesta.
¿Los vecinos? Apenas los conocíamos. ¿Oímos algo especial, esa noche?
«Sí. Mi esposa estornudó dos veces», dije, bromeando. Se fueron. Nos
miramos, más tranquilos. Nunca más hablamos del asunto. Ahora lo recordé
por el lápiz. De todos modos —dijo— es un apellido bastante frecuente.
El edificio gris. El árbol seco. La farmacia. Lo importante era poder dar
siempre cuarenta y dos pasos entre el borde de la acera y el umbral.
Cuarenta y dos. Ni uno más, ni uno menos. ¿A quién podía habérsele
ocurrido un nombre tan ridículo para una farmacia?
Los desarraigados

A menudo se ven, caminando por las calles de las grandes ciudades, a


hombres y mujeres que flotan en el aire, en un tiempo y espacio
suspendidos. Carecen de raíces en los pies, y a veces, hasta carecen de pies.
No les brotan raíces de los cabellos, ni suaves lianas atan su tronco a alguna
clase de suelo. Son como algas impulsadas por las corrientes marinas y
cuando se fijan a alguna superficie, es por casualidad y dura solo un
momento. Enseguida vuelven a flotar y hay cierta nostalgia en ello.
La ausencia de raíces les confiere un aire particular, impreciso, por eso
resultan incómodos en todas partes y no se los invita a las fiestas, ni a las
casas, porque resultan sospechosos. Es cierto que en apariencia realizan los
mismos actos que el resto de los seres humanos: comen, duermen, caminan
y hasta mueren, pero quizás el observador atento podría descubrir que en su
manera de comer, de dormir, caminar y morir hay una leve y casi
imperceptible diferencia. Comen hamburguesas Mac Donald o
emparedados de pollo Pokins, ya sea en Berlín, Barcelona o Montevideo. Y
lo que es mucho peor todavía: encargan un menú estrafalario, compuesto
por gazpacho, puchero y crema inglesa. Duermen por la noche, como todo
el mundo, pero cuando despiertan en la oscuridad de una miserable
habitación de hotel tienen un momento de incertidumbre: no recuerdan
dónde están, ni qué día es, ni el nombre de la ciudad en que viven.
Carecer de raíces otorga a sus miradas un rasgo característico: una
tonalidad celeste y acuosa, huidiza, la de alguien que en lugar de sustentarse
firmemente en raíces adheridas al pasado y al territorio, flota en un espacio
vago e impreciso.
Aunque algunos al nacer poseían unos filamentos nudosos que sin duda
con el tiempo se convertirían en sólidas raíces, por alguna razón u otra las
perdieron, les fueron sustraídas o amputadas, y este desgraciado hecho los
convierte en una especie de apestados. Pero en lugar de suscitar la
conmiseración ajena, suelen despertar animadversión: se sospecha que son
culpables de alguna oscura falta, el despojo (si lo hubo, porque podría
tratarse de una carencia de nacimiento) los vuelve culpables.
Una vez que se han perdido, las raíces son irrecuperables. En vano el
desarraigado permanece varias horas parado en una esquina, junto a un
árbol, contemplando de soslayo esos largos apéndices que unen la planta
con la tierra: las raíces no son contagiosas ni se adhieren a un cuerpo
extraño. Otros piensan que permaneciendo mucho tiempo en la misma
ciudad o país es posible que alguna vez le sean concedidas una raíces
postizas, unas raíces de plástico, por ejemplo, pero ninguna ciudad es tan
generosa.
Sin embargo, hay desarraigados optimistas. Son los que procuran ver el
lado bueno de las cosas y afirman que carecer de raíces proporciona gran
libertad de movimientos, evita las dependencias incómodas y favorece los
desplazamientos. En medio de su discurso, sopla un viento fuerte y
desaparecen, tragados por el aire.
El centinela

La guerra terminó hace varios años, pero él permanece allí, en el que fuera
campo de batalla, custodiando los despojos. A ambos lados del suelo
yermo, se han construido largas autopistas por donde los autos resbalan,
raudos, en fila, con las plateadas carrocerías incendiando el horizonte.
También se eleva un supermercado. La enorme mole se yergue
solitariamente, como una torre, pero tiene un rótulo en el techo y luces de
colores. Antes, en ese lugar, los tanques se disponían en orden, para la
batalla. Es posible, todavía, tropezar con el casco de una bomba o una bala
perdida. Pero los atareados transeúntes no reparan en estas cosas: los ve
bajar de los autos en la playa de estacionamiento, sumergirse en las grandes
bocas de la tienda y luego reaparecer —han pasado un par de horas—
cargados con bolsos y paquetes. No le interesa el destino de esa gente.
Monta guardia a la boca de la trinchera, donde ahora crecen pastos secos.
Da cinco pasos hacia el este y ocho hacia el oeste; cuando ha recorrido ese
camino, vuelve a repetirlo.
Se alimenta de latas de conserva y de las naranjas que roba, por la
noche, de un campo vecino. Es el único momento en que abandona la
guardia, aunque propiamente, no puede decirse que se trate de un abandono:
por la noche las escaramuzas se suspenden y puede reposar un poco, comer
naranjas, aflojar las botas. No le preocupa el estado de su uniforme. En el
foso de la trinchera se conservan dos fusiles herrumbrosos, una gorra de
soldado quemada por una bala, la quilla de una granada y la quijada de un
muerto.
Al principio, se organizaban excursiones para disuadirlo. Autoridades
municipales, el juez de paz, un médico y un abogado. No les prestó
atención. Una vez llegó también su mujer; le habló de tiernos mejores, de la
construcción de la casa, de cierta pensión que podría tramitar. No la
escuchó. Miró hacia arriba, el blanco cielo, y le pareció que entre las nubes
deshilachadas se escondía un avión.
En cuanto al territorio que custodia, no ha crecido una sola planta, ni lo
permitiría. Tampoco permitiría que se erigieran casas, tiendas, autopistas.
Ha de quedar yermo y desolado, repleto de cascos, como estaba antes.
Con el tiempo, los embajadores dejaron de asistir. Él respiró, tranquilo.
El juez de paz, el abogado, el alcalde y el médico se olvidaron de él. Por lo
demás, el territorio que ocupa —que custodia— está en pleito, desde el fin
de la guerra, y todos creen que morirá antes de que tenga dueño. Se lo
disputan el supermercado y una cadena de parkings. Construirán un
almacén de mercaderías o la prolongación de la playa de estacionamiento.
Antes, va a limpiar los fusiles, colocará la gorra del soldado sobre un poste
de telégrafos, lustrará la quilla de la granada y la quijada del muerto. No
confía en la memoria de los vivos y sabe que los museos están vacíos.

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