Estructura de La Historia de La Salvación
Estructura de La Historia de La Salvación
Estructura de La Historia de La Salvación
Roberto E. Bustamante
INTRODUCCIÓN
El humano siempre contó historias para describir sus experiencias pasadas o imaginar otros
mundos. Es que las historias nos proporcionan la oportunidad de salir de nuestra cotidianeidad
y entrar en el mundo que el narrador crea para nosotros, sus oyentes. Desde ese lugar
intermedio (de participación y no pertenencia), somos beneficiados con el privilegio de
contemplar una historia desde un punto de vista aventajado y, al mismo tiempo, de
experimentar las funciones a las que el narrador nos invita: celebrar y disfrutar logros, lamentar
y dolernos por fracasos o tragedias, juzgar entre el bien y el mal encarnados en los sucesos y
personajes, volver a la propia realidad con la mirada renovada que es conferida en la escucha
de un relato.
Si la Confesión de Augsburgo (1530) pertenece a un género literario, ciertamente no es
al narrativo. No obstante ello, queremos invitarla aquí para que sea nuestro guía en el recuento
de una historia: la historia de salvación.i
Ésta es la razón por la que Pablo hace tan frecuente práctica de conectar a Jesucristo con Dios el Padre:
para enseñarnos qué es la religión cristiana verdadera. Ella no comienza desde arriba, como lo hacen
todas las otras religiones; ella comienza desde abajo. Nos prohíbe subir por la escalera de Jacob, pues
Dios mismo se reclina por ella hasta que su pie toca la tierra, justo al lado de la cabeza de Jacob (Gn
28:12). Por lo tanto, cuando estés interesado en pensar y en actuar con respecto a tu salvación, debes
dejar a un lado todas las especulaciones sobre la majestad [de Dios], todo pensamiento de las obras,
tradiciones y filosofía – en fin, de la misma ley de Dios. Y debes correr derecho al pesebre y al seno de la
madre, abrazar a este niño e hijo de la virgen en tus brazos y poner la mirada en él: nacido, siendo
alimentado, creciendo, moviéndose en medio de la sociedad humana, enseñando, muriendo y volviendo
a resucitar, ascendiendo por encima de todos los cielos y tomando autoridad sobre todas las cosas. De
esta forma puedes desprenderte de todos los terrores y errores, como el sol disipa las nubes. Esta visión
te mantendrá en el camino apropiado, de modo que puedas seguir adonde Cristo ha ido (LW vol. 26, p.
30).
En Cristo, Dios no solamente se muestra, sino que allí se configura como lo que él es
para nosotros (Braaten, 2007, pp. 84‐85). No hay eternidad, bondad, preservación, justicia, ni
potencia de Dios para nosotros (CA I), sino en Cristo (Elert, 1962, p. 213);vii en quien los
atributos divinos, lo que Dios es para nosotros, hallan su matriz y son revelados (a los ojos de la
fe), al tiempo que se ocultan bajo sus opuestos (a los ojos de la carne).viii Esto es: sólo en Cristo
aquello que, por ejemplo, parece debilidad extrema, en verdad, manifiesta y hace realidad
concreta su inmenso poder (Ro 1:16; 1Co 1:18‐2:5).ix
Pero la encarnación de Jesucristo desde la que Dios es definido en nuestro relato (CA I),
a la vez de exponer y hacer realidad concreta su médula salvífica (Deus pro nos), presupone la
historia toda del trato de Dios con nosotros. En esta historia, Dios no solamente es el que crea y
sustenta al humano por pura bondad y misericordia y el que asume su realidad caída en la
encarnación del Logos para derramar su gracia. En esta historia él también es legislador y juez
implacable que repudia al humano por su pecado y se vuelve su enemigo airado, el magnus et
horribilis (Mal 4:5), el tremendum en cuyas manos es “horrenda cosa” caer (Heb 10:31), el
“inmenso, incomprensible, infinito e intolerable para la naturaleza humana” (LW vol. 26, p. 29).
“El Creador crea a la creatura, la cuida y la guía. Pero la crea de tal modo que ella es capaz de
luchar en su contra, sí, de odiarlo. Como resultado, él mismo responde con muerte y
destrucción” (Elert, 1962, p. 32). Y esta polaridad entre creador‐salvador y juez‐enemigo,
sostiene Elert (p. 39), es “la ofensa más profunda para la razón”, es, en sí, el arista más terrible
de nuestro dilema: que, por causa de nuestro pecado, el Padre Creador, inmenso en poder y
sabiduría, se haya vuelto en nuestra contra como enemigo y destructor. “El que no tiene fe… es
arrojado por debajo de todas las criaturas. Ni siquiera hay una criatura que pueda consolarlo.
Pues el que tiene a Dios como enemigo, también tiene a todas las criaturas de Dios en su
contra” (WA vol. 24, p. 23).
El pecado original es un mal execrable y una corrupción tan completa de la naturaleza humana que no
resta nada puro o bueno en ella y en todas sus facultades internas y externas, sino que todo es corrupto,
de manera que debido al pecado original, el hombre es verdadera y espiritualmente muerto ante los ojos
de Dios, y con todas sus facultades muerto a todo lo que es bueno (FC DS I.60).
Las Escrituras y las Confesiones Luteranas, por tanto, nos presentan un cuadro
verdaderamente dramático en el que nos encontramos los humanos. Por nosotros mismos no
podríamos alcanzar esta comprensión de nuestra realidad, y es esto (lo insospechado), lo que la
hace ofensiva. Particularmente el hombre latino, por su larga historia de padecimiento
estructural, político y social, atraviesa la vida con una clara conciencia del dilema humano, pero
lo identifica casi inevitablemente con los efectos destructivos del aparato opresor del imperio
de turno (España, Portugal, Estados Unidos, el gobierno local o el vecino anglo). Mi dilema,
entonces, es el otro que me flagela con pobreza, injusticia, expoliación y muerte. Y vaya que
estos son dilemas padecidos hasta el hartazgo por el pueblo latino. Pero mi Dilema (con
mayúscula), mi verdadera tragedia, sigue siendo aquélla que Dios mismo me revela: es mi
pecado y mi enemistad contra Dios, que me transforma en culpable; es la sentencia divina que
me condena; es la ira eterna y la enemistad con la que Dios se vuelve en mi contra; es la tiranía
bajo los poderes antagónicos del pecado, la muerte, el diablo, la ley y la ira de Dios; es la
imposibilidad de hacer algo para cambiar todo esto. Todo intento “teológico” de traducir el
dilema esencial del humano a otro tipo de conceptos (como por ejemplo, injusticia social,
discriminación, soledad, etc.), lejos de ser un “avance” de contextualización y modernización
del discurso de la iglesia, es un abandono de los lentes escriturales con los que necesitamos
comprender nuestra realidad. Desde la perspectiva de Dios, el dilema fundamental del humano
es el pecado y es de él que se desprende todo el resto de nuestra historia de tragedia.
EL PIVOTE DE LA HISTORIA
1 1
Asimismo se enseña que Dios el Hijo se hizo También enseñan que los humanos no pueden ser
hombre, habiendo nacido de la inmaculada virgen justificados delante de Dios por su propia fuerza,
María, y que las dos naturalezas, la divina y la méritos u obras, 2 sino que son justificados
humana, 2 están tan inseparablemente unidas en gratuitamente por causa de Cristo, mediante la fe,
una persona de modo que son un solo Cristo, 3 el cual cuando ellos creen que son recibidos en el favor y que
es verdadero Dios y verdadero hombre, que sus pecados les son perdonados por causa de Cristo,
realmente nació, padeció, fue crucificado, muerto y quien, por medio de su muerte, hizo satisfacción por
sepultado con el fin de ser un sacrificio, no sólo por nuestros pecados. 3 Dios imputa esta fe por justicia
el pecado hereditario, sino también por todos los delante de él (CA IV.1‐3a ‐ Triglotta). xxix
demás pecados y expiar la ira de Dios. 4 El mismo
1
Cristo descendió al infierno, al tercer día resucitó Para que obtengamos esta fe, fue instituido el
verdaderamente de los muertos, ascendió al cielo y ministerio de la enseñanza del evangelio y de la
está sentado a la diestra de Dios, a fin de reinar administración de los sacramentos. 2 Pues, por medio
eternamente y tener dominio sobre todas las de la Palabra y los sacraentos, como por
criaturas; 5 y a fin de santificar, purificar, fortalecer y instrumentos, el Espíritu Santo es conferido, quien
consolar mediante el Espíritu Santo a todos los que obra la fe, donde y cuando le place a Dios, en
en él creen, proporcionándoles la vida y toda suerte aquellos que oyen el evangelio, 3 a saber: que Dios, no
de dones y bienes y defendiéndolos y protegiéndolos por nuestros méritos, sino por causa de Cristo,
contra el diablo y el pecado. 6 El mismo Señor Cristo justifica a aquellos que creen que son recibidos en la
finalmente vendrá de modo visible para juzgar a los gracia por causa de Cristo. 4 Ellos condenan a los
vivos y a los muertos, etc., de acuerdo con el Credo anabaptistas y otros que piensan que el Espíritu
Apostólico (CA III.1‐6). Santo viene a los hombres sin la palabra externa, por
su propia preparación y obras (CA V.1‐4 ‐ Triglotta).
Cuando Dios no está en la balanza para hacer peso, nos hundimos con nuestro platillo. Con esto quiero
decir lo siguiente: Si no es verdad la afirmación de que Dios murió por nosotros, sino sólo un hombre,
estamos perdidos. Mas si la muerte de Dios y «Dios sufrió la muerte» está en el platillo, éste baja y
nosotros subimos como un platillo liviano y vacío (OL vol. 7, p. 213).
Pero éste que es verdadero Dios de verdadero Dios (vere Deus – qeo.j avlhqino.j evk qeou/
avlhqinou/), se hizo verdadero hombre (vere homo) y así asumió nuestro dilema para resolverlo,
pues no lo quiso resolver desde afuera, desde su majestad irresistible, sino desde adentro de
nuestra propia humanidad. De modo que, como lo expresa la Definición de fe del Concilio de
Calcedonia (451 dC), él es “consubstancial con el Padre en lo que hace a su divinidad y
consubstancial con nosotros en lo que hace a su humanidad;xxxvi hecho en todas las cosas como
nosotros, exceptuando sólo el pecado”xxxvii (NPNF‐2 vol. 14, p. 350). Su verdadera humanidad
también tuvo que ser defendida contra múltiples ataques desde los inicios de la iglesia,xxxviii y
esto, nuevamente, por tratarse del testimonio indiscutible de las Escrituras (Ro 1:3; Gá 4:4; 1Ti
2:5) y de aquella doctrina junto con la que nuestra redención se sostiene o cae por el piso.
“Pues lo que no es asumido, no es sanado (to. avpro,slhpton avqera,peuton), pero lo que queda
unido a su divinidad, también queda rescatado” (Gregorio Nacianceno, NPNF‐2 vol. 7, p.
650),xxxix de modo que “cuanto más traemos a Cristo adentro de [nuestra] naturaleza y adentro
de la carne, tanto más consuelo obtenemos” (LW vol. 52, p. 12). Lutero completa de este modo
la ilustración de la balanza arriba citada:
Pero [Dios hijo] no podría estar en el platillo a menos que se hiciera un hombre igual a nosotros, de modo
que se pueda afirmar que Dios murió, y hablar de la pasión de Dios, su sangre y muerte. Pues Dios en su
naturaleza no puede morir, pero estando unidos Dios y hombre en una sola persona, bien puede hablarse
de la muerte de Dios cuando muere el hombre que con Dios es una sola cosa o una persona… Por este
artículo bendito y consolador siempre se debiera estar gozoso en la fe verdadera; en lugar de entrar en
disputas y dudas habría que cantar, alabar y dar gracias a Dios Padre por su misericordia inefable con que
hizo que su amado Hijo llegara a ser igual a nosotros, un hombre y nuestro hermano (OL vol. 7, p. 213).
Dos naturalezas diferentes en grado sumo, por cierto, pero que no están allí, una al lado
de la otra, como si se tratara de dos Cristos: uno divino y el otro humano (nestorianismo).xl La
unio personalis (unión de las dos naturalezas en la única persona de Cristo) es rechazada o
confesada junto con la communio naturarum (comunión de esas dos naturalezas). Esto no
significa mezclar o confundir las dos naturalezas, haciendo de Cristo una especie de minotauro
(monofisismo o eutiquianismo).xli Pero esto sí tiene, al menos dos implicancias: En primer lugar,
que “una vez asumida [la naturaleza humana], nunca más es dejada de lado” (NPNF‐2 vol. 7, p.
535),xlii por lo que allí donde está Cristo, indefectiblemente están sus dos naturalezas (FC DS
VIII.11).xliii La segunda implicancia es que los atributos de cada naturaleza (sus características,
obras y pasiones particulares), sin dejar de ser propios de cada una, son comunicados a la otra
naturaleza (communicatio idiomatum) en virtud de la unión personal.xliv Juan Damasceno habla
de una “interpenetración” (pericw,rhsij) de las naturalezas (NPNF‐2, vol. 9, p. 502). De modo
que aquel que nace en un establo, es amamantado por su madre, cuya carne es desgarrada,
que padece, muere y es sepultado, no es solamente el humano Jesús, sino el Dios‐hombre; de
la misma forma, quien perdona pecados, vivifica a los muertos y derrota a Satanás y al infierno
no es solamente el Logos preexistente, sino el Dios‐hombre. Precisamente de esto nos hablan
las Escrituras cuando afirman que “en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad”
(Col 2:9), que Dios compró la iglesia “con su propia sangre” (Hch 20:28) o que “el que come de
mi carne y bebe de mi sangre tiene vida eterna” (Jn 6:54).xlv Lo que está en juego aquí, una vez
más, no es un mero sistema de pensamiento, sino la realidad de la encarnación y de la
redención como un todo, esto es: la médula misma del evangelio. Solamente por estas unio,
communio y communicatio, aquello que sólo podría ser objeto de vergüenza y desprecio (la
crucifixión de un galileo) se vuelve poder de Dios para salvación (Ro 1:16; 1Co 1:22‐24).
Este uno y el mismo Jesucristo, el hijo unigénito, debe ser confesado siendo en dos naturalezas sin
confusión (avsugcu,twj), sin mutación (avtre,ptwj), sin división (avdiare,twj) y sin separación (avcwri,stwj), y
[debe confesarse] que, sin que se elimine la diferencia de naturalezas por tal unión, las propiedades de
cada naturaleza son preservadas y son unidas en la única persona o subsistencia (Definición de fe del
Concilio de Calcedonia – NPNF‐2 vol. 14, p. 350).
Es este Dios‐hombre quien, nace, cumple toda justicia, padece hasta la muerte,
desciende a los infiernos, resucita y es exaltado a la diestra del Padre. Todas estas cosas las
hace tanto en su capacidad divina como humana, de modo que lo que él hace es omnipotente y
vivificador, y al mismo tiempo es mío, es nuestro, en el sentido más lato de la palabra.xlvi Todas
estas cosas las hace “para que yo fuese suyo y viviese bajo él en su reino, y le sirviese en
justicia, inocencia y bienaventuranza eternas” (CMe II.4). ¿Pero cómo estas obras suyas
efectúan semejante resultado? Las Escrituras describen el mecanismo de la redención lograda
por medio del oficio de Cristo bajo un sinnúmero de modelosxlvii o “metáforas”.xlviii Para
concentrar el tratamiento del tema y mantener una continuidad con la primera parte del
capítulo,xlix tomaremos sólo tres de estos modelos de redención para describir cómo la vida,
muerte y exaltación de Cristo efectuó nuestra salvación:
Cristo, nuestro sustituto:l El Hijo de Dios se hizo humano para quedar sujeto bajo la ley
(gene,sqai u`po. no,mon – Gá 4:4) y así tomar nuestro lugar delante del juez divino. A él se le
imputa nuestra culpa y “es contado con los pecadores” (Is 53:12), así como él mismo lo
confiesa al bautizarse en el Jordán (Mr 1:4‐5) y al declarar que “el Hijo del Hombre vino
para dar su vida en rescate por muchos” (lu,tron avnti. pollw/n – Mr 10:45). “Al que no
conoció pecado, por nosotros [Dios] lo hizo pecado” (2Co 5:21), y fue hecho maldito
delante de la ley (evpikata,ratoj tou/ no,mou – Gá 3:13) y abandonado de Dios (Sal 22:2; Mt
27:46). Su obediencia pasiva (por la que él camina hacia la cruz a fin de pagar la
sentencia del transgresor – Fil 2:8; Heb 5:7‐9) y su obediencia activa (el cumplimiento
efectivo de la justicia demandada por la ley – Dt 18:13; Ro 5:18‐19) conforman la justicia
perfecta de Cristo. Dios, como juez supremo, pronuncia su veredicto final y reconoce
públicamente la justicia de este condenado al resucitarlo por el poder del Espíritu
(dikaiwqh/nai evn pneu,mati – 1Ti 3:16; Ro 1:4; Hch 13:27‐30). Siendo nuestro sustituto,
Cristo es hecho “justicia nuestra” (o]j evgenh,qh h`mi/n dikaiosu,nh – 1Co 1:30), por la que el
juez airado se pone en paz y se reconcilia con el mundo (2Co 5:19; Ef 2:12‐18). Por la
vida, muerte y resurrección de nuestro sustituto, “Dios mismo convierte su justicia
condenatoria (ley) en justicia salvadora (evangelio), y los creyentes comienzan a ver la
bondad de Dios” (Scaer, 2008, p. 45).
El otro campo semántico (y de la realidad) que pertenece al mismo modelo de
sustitución es el sacrificial. Cristo, el cordero inmaculado (Is 53:9; Heb 9:14; 1P 1:19), fue
designado y enviado por Dios desde la eternidad como instrumento de propiciación
(i`lasth,rioj/i`lasmo,j – Ro 3:25; 1Jn 4:10), a fin de que, derramando su sangre, expiara los
pecados de todo el mundo (aivrei/n th.n a`marti,an tou/ ko,smou – Jn 1:29; Is 53:10‐12; 1Jn
2:2). Pues “sin derramamiento de sangre no hay perdón” (Heb 9:22). Ahora bien, la
perfección absoluta de este sacrificio hizo posible la purificación (sacrum facere) de
aquello que estaba contaminado (Heb 9:11‐14) y nos abrió la entrada al Dios santo e
inaccesible (Heb 10:19‐22; Col 1:21‐22; 1P 3:18). Es precisamente ésta la perspectiva
desde la que CA III.3 entiende al oficio de Cristo.
Christus Victor (conquistador de nuestros enemigos):li Estando sujetos bajo los poderes
de este mundo, “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que
redimiese a los que estaban bajo la ley” (Gá 4:4‐5). El tomar la “semejanza de carne de
pecado” (o`moi,wma sarko.j a`marti,aj) lo habilita a Cristo al menos para dos cosas: derrotar a
sus enemigos en su propia carne humana (Ro 8:3; Col 2:14‐15)lii y ocultar su identidad
divina bajo el velo de la carne mortal, de modo que, al crucificar por ignorancia al Señor
de la gloria (1Co 2:8), las potestades de este mundo fueran devoradas desde adentro de
sus propias entrañas (2Ti 1:10).
[S]e ocultó a sí mismo bajo el velo de nuestra naturaleza para que, como sucede con los peces insaciables,
junto con el señuelo de la carne también fuera tragado el anzuelo de la divinidad. Así, al meterse la Vida
adentro de la muerte y la Luz en la tiniebla, aquello que está en oposición a la Vida y a la Luz pueda ser
destruido. Pues la tiniebla no puede permanecer cuando brilla la Luz ni puede la muerte permanecer en
existencia donde está activa la Vida (Gregorio de Nisa – NPNF‐2 vol. 5, p. 678).
Así, al ser mordido por la serpiente, el hijo de Eva le pisa a cambio su cabeza (Gn 3:15);
al derramar su sangre, el Cordero obtiene la victoria (nikei/n dia. to. ai-ma tou/ avrni,ou – Ap
12:11); al entregar la vida, Cristo vence al mundo (evgw. neni,khka to.n ko,smon – Jn 16:33); al
quedar atrapado en los dolores de la muerte (Sal 18:6), ésta no es capaz de retenerlo
(ouvk h=n dunato.n kratei/sqai auvto.n u`pV auvtou/ – Hch 2:24).liii Este mismo poder divino que
opera al resucitar a Cristo de entre los muertos es el que lo exalta a la diestra del Padre
y el que somete bajo sus pies todas las cosas (Ef 1:20‐23; 1P 3:22). Al despojar a sus
poderes enemigos (Col 2:15), Cristo reparte el botín de guerra (Ef 4:8) “entre todos los
que en él creen, proporcionándoles la vida y toda suerte de dones y bienes y
defendiéndolos y protegiéndolos contra el diablo y el pecado” (CA III.5).
Cristo, el nuevo Adán:liv Hablar del nuevo Adán es hablar en el lenguaje de la apocalíptica
judía que, tomando las imágenes de los profetas mayores, entiende que la presente
realidad de corrupción y muerte tendrá su reversión al final de los tiempos, cuando
Yahvé intervenga a favor de su pueblo para hacer nuevas todas las cosas. Entonces
habrá una nueva creación, un nuevo éxodo, un nuevo Moisés, un nuevo David y una
nueva Jerusalén. Todo esto sucedió en Cristo, que es “el cuerpo” (la realidad)
prefigurado por todo aquello que, en verdad, era sombra de lo que habría de venir (Col
2:17). Esta estructura tipológica de la realidad supone una relación de continuidad y
otra de discontinuidad entre Cristo y todo aquello que lo prefigura. Cristo es el nuevo
Adán, no tanto por reproducir algo del primer humano, sino a la inversa. Cristo no
solamente desciende de Adán y porta realmente su naturaleza (Lc 3:38). Tampoco
simplemente atraviesa por el mismo evento crítico de la tentación (Mr 1:13; 14:32‐41).
Como “primogénito de toda la creación” (prwto,tokoj pa,shj kti,sewj ‐ Col 1:15), Cristo es
la cabeza legítima de la humanidad (Ef 1:22; 4:13‐16), él es el verdadero Adán (Jn 19:5;
1Ti 2:5), de modo que su historia y trayectoria determinan lo que es ser humano, tanto
más de lo que lo hizo la historia del primer Adán (pollw/| ma/llon – Ro 5:12‐19). Todavía
más, que él sea “cabeza” y no solamente “prototipo” de esta humanidad implica que no
se tiene parte en esa nueva humanidad imitando al modelo, sino siendo insertado en su
cuerpo como uno de sus miembros (1Co 12:12‐13; Ign. Tral. XI.2). Pero la correlación
entre el primero y el segundo Adán se interrumpe cuando contrastamos sus trayectorias
y el efecto de las mismas. El primer Adán, cayendo en la tentación de ser igual a Dios
(Gn 3:1‐6), desobedeció el mandato divino (Ro 5:19; Gn 2:16‐17) y atrajo sobre toda la
humanidad condena (Ro 5:16, 18), pecaminosidad (Ro 5:12, 19), corrupción, deshonra,
debilidad (1Co 15:42‐43), imagen de barro (Gn 3:19; Jn 3:31; 1Co 15:48‐49) y tiranía de
la muerte (Ro 5:17; 6:23; 1Co 15:21‐22). El segundo Adán, en cambio, dejando a un lado
lo que le era propio como Dios, tomó forma de siervo (Fil 2:6:7), resistió a la tentación
(Mr 1:13) y fue obediente hasta el extremo (Ro 5:19; Fil 2:8), de modo que derramó
sobre la humanidad gracia divina (Ro 5:15‐17), justicia de vida (Ro 5:18),
incorruptibilidad, gloria, poder (1Co 15:42‐43), la imagen de Dios (Jn 3:31; 1Co 15:48‐49)
y la resurrección de los muertos (1Co 15:21‐22).
Cada uno de estos modelos de redención muestra tener una conexión particular con una
faceta del dilema humano descripto en la sección anterior: Cristo, nuestro sustituto, revierte la
enemistad y a la ira divina satisfaciendo la ley y la ira de Dios en nuestro lugar (u`pe.r–avnti. h`mw/n);
Christus victor derrota a los poderes antagónicos en nuestro favor (peri.–u`pe.r h`mw/n); el nuevo
Adán inaugura en su propio cuerpo (evn auvtw/)| una nueva humanidad marcada por la justicia y la
incorruptibilidad (y ya no por el pecado y la corrupción). Pese a estas aparentes conexiones
particulares, separar los tres modelos de redención o a cualquiera de ellos de las otras facetas
del dilema humano no solamente violenta el modo en que las Escrituras integran una imagen
con la otra, sino que al mismo tiempo hace perder de vista que aquí estamos hablando de una y
la misma tragedia humana y de uno y el mismo oficio por medio del que Cristo obró nuestra
salvación de una vez y para siempre (a[pax).
La obra es completada en la cruz, pero nadie sabe de la redención excepto el Padre y el Hijo. De modo
que al acto [de redención] debe añadirse el uso de ese acto para que sea declarado por medio de la
Palabra y que uno pueda aferrarse a él por la fe, y así, creyendo, ser salvo… El Cristo crucificado… no me
sirve de nada a menos que lo reciba en la Palabra que me trae a este Cristo en el bautismo, el sacramento
del altar y el evangelio (LW, vol. 28, pp. 268‐69).
Para que esta realidad ajena (justificación objetiva) se vuelva mía (justificación
subjetiva), necesita ser dada por vía del don, de la gracia, de la promesa (Nagel, 1997, p. 28). La
vía del don (dw/ron) es aquella que no surge de nosotros (ouvk evx u`mw/n – Ef 2:8), no funciona por
las obras (ouvk evx e;rgwn – Ro 11:6; Ef 2:9), ni por vía de la ley (ouv dia. no,mou – Gá 2:21; Ro 4:14). El
don me es entregado desde afuera o no es don. El don se vuelve mío o también deja de ser
don. La vía del don, por tanto, le opone a mis propias obras una entrega que me viene “desde
afuera” (extra me), y al mismo tiempo le opone a lo indefinido e impersonal esa entrega
personalísima que es “para mí” (pro me). Esta vía del don impregna todas las aristas del
concepto bíblico, paulino y luterano del modo en que Dios nos aplica la salvación lograda por
Cristo:
[E]l pobre hombre pecador es justificado delante de Dios (coram Deo iustificetur), esto es, absuelto y
declarado libre y exento de todos sus pecados (absolvatur ab omnibus suis peccatis) y de la bien merecida
sentencia de la condenación, y hecho hijo y heredero de la vida eterna, sin ningún mérito o dignidad
alguna de nuestra parte, y sin ningunas obras precedentes, presentes o subsiguientes, de pura gracia (ex
mera gratia), sólo por causa del único mérito, completa obediencia, amarga pasión y muerte, y
resurrección de nuestro Señor Jesucristo (propter unicum meritum Christi), cuya obediencia se nos cuenta
a nosotros por justicia (nobis ad iustitiam imputatur – FC DS III.9).
[O]btenemos el perdón del pecado y llegamos a ser justos delante de Dios (iustificentur coram Deo) por
gracia, por causa de Cristo mediante la fe (gratis propter Christum per fidem)… Pues Dios ha de considerar
e imputar esta fe como justicia (imputat pro iustitia) delante de sí mismo (CA IV.2‐3).
Dios condensa el multifacético logro obtenido por Cristo que precede y la ilimitada
realidad de salvación que aquí se abre en un “punto matemático” indivisible, totalitario y
absoluto (Elert, 1962, pp. 81‐82): el acto forense por el que él absuelve al pecador (Lc 18:9‐14;
Hch 13:38‐39; Ro 4:7‐8) y le imputa la justicia de Cristo (Ro 3:22‐26; Fil 3:9). Desde el auge del
Iluminismo (siglo 18), este carácter jurídico del actuar divino ha sido atacado y entendido como
una perversión y un reduccionismo del evangelio, propios del escolasticismo medieval (Aulén,
1931).lv Lejos de esto, lo forense de la justificación es un dato escritural indiscutiblemente
establecido.lvi Todavía más, éste no es meramente un modo occidental de describir la acción
divina, sino que es el carácter propio del acto en sí por el que Dios rectifica nuestra relación con
él. Dios decidió aplicarle al individuo la reversión de su dilema, empezando por el nudo y la raíz
tanto de ese dilema (la condena), como también del logro obtenido por Cristo (su justicia). Esto,
por cierto, es un reduccionismo, pero no en el modo teológico de describir la acción de Dios
(modus loquindi), sino en el actuar de Dios en sí (modus operandi). Él recoge las diferentes
facetas del dilema humano y de la obra de Cristo y abre las diferentes facetas de la nueva vida
en Cristo en este “punto matemático” de su nuevo veredicto sobre el pecador. “Porque donde
hay perdón de pecados, hay también vida y salvación” (CMe VI.6).
Esta imputación es absolutamente real (realissima), ya sea vista desde el punto de vista de la justicia que
es imputada o desde el acto de la imputación. La justicia de Cristo que consiste en su obra y sufrimiento es
totalmente verdadera y real (verissima et realisima). Y esto es lo que se nos imputa… El acto de la
imputación o la imputación en sí también es real porque su medida es la mente infalible de Dios… Pues el
juicio de Dios funciona según la verdad. Por lo tanto, el que es considerado por Dios como justo es
verdaderamente justo (Johannes Quenstedt, Systema theologicum § II.755 – citado en Preus, 1997, p. 73).
En una clara recuperación del mensaje bíblico, CA IV.2 modifica al acto de la justificación
con tres predicados: ella sucede por gracia (gratis), por causa de Cristo (propter Christum) y
mediante la fe (per fidem). Éstas, sostiene la Fórmula, son las variables que hacen a la doctrina
bíblica de la justificación (FC DS III.24‐25, 30). No se trata aquí de tres elementos que funcionan
en recíproca competencia o independencia, sino que el sola gratia, solus Christus y sola fide
conforman un bloque unificado que excluye toda pretensión de mérito humano.
El catolicismo medieval había desarrollado, sobre la base de San Agustín (NPNF‐1 vol. 5,
pp. 252‐305, 719‐764), una comprensión de la gracia como cualidad (habitus o qualitas) que
Dios infunde en el alma de la persona a fin de que ésta llegue a serle agradable (ST I‐II, Q. 109‐
114; CIC § 1999). Los reformadores rechazan este concepto y lo devuelven a su sentido bíblico:
“gracia significa propiamente benevolencia o favor de Dios (favor Dei) que él abriga consigo
mismo hacia nosotros” (OL vol. 10, p. 14). Aquello que se había transformado en una categoría
antropocéntrica, recupera su definición teocéntrica y, fundamentalmente, cristocéntrica, pues
es sólo por causa de Cristo (proter Christum) que Dios llega a ser para nosotros un Dios de
gracia (CA V.3).
Lo mismo sucede con la fe como factor determinante en la justificación (fides
justificans).lix Dios cuenta o imputa esa fe como justicia (CA IV.3), “somos considerados justos o
aceptos a Dios propia y verdaderamente por la fe misma” (ACA IV.72), no porque esa fe tenga
algún poder o mérito inherente. Al contrario, es precisamente su carácter no meritorio y anti‐
sinergista lo que transforma a la fe en el único órgano válido para apropiarse del don que le es
entregado desde afuera (medium lhmptiko,n – Pieper, 1950‐1957, vol. 2, p. 438).lx De hecho, allí
cuando entendemos a la fe como algo meritorio o como un logro humano y no como un don
divino obrado por el Espíritu Santo (1Co 12:3; Fil 2:13; CA V.2), es cuando nos ubicamos
exactamente en el lugar golpeado por el apóstol que asevera que “el hombre es justificado por
la [sola] fe (allein durch den Glauben) sin las obras de la ley” (pi,stei cwri.j e;rgwn no,mou – Ro
3:28).lxi Robert Preus (1997, p. 95) lo coloca con notable claridad: “la fe justifica no porque
reciba, sino por lo que recibe”, a saber: el perdón de los pecados que le es ofrecido por causa de
Cristo (propter Christum). “Así pues, la fe que recibe gratuitamente el perdón de los pecados,
no opone a la ira de Dios nuestros méritos o nuestro amor, sino que le opone a Cristo, el
mediador y propiciador” (ACA IV.46). Ahora bien, funcionando por la vía del don de un modo
insuperable, la fe que justifica es aquella que, confiando (fiducia) en la promesa del evangelio
(que le dice “la obra de Cristo es para ti”), abraza y hace suyo el don de salvación (fides
personalis) de modo que confiesa: “la obra de Cristo es mía” (Elert, 1962, p. 68; ACA IV.45).lxii
La última arista de la entrega del don mencionada por la Confesión de Augsburgo es
aquella a la que dedica el artículo V: la “palabra externa” (externum verbum), sin la cual nada de
toda esta historia puede suceder:
A fin de que la dádiva sea entregada, que la dádiva sea recibida (esto es fe), el Señor hizo todos los
arreglos necesarios para su entrega como dádiva. Pues no hay una pizca del bien, a menos que sea
entregada. De aquí que tenemos el artículo V, sin el cual el artículo IV permanecería sin ser entregado. La
dádiva entregada, sí, eso es fe. Para que tal fe suceda, Dios instituyó el oficio del ministerio (Predigtamt),
el ministerio de la enseñanza del evangelio y de la entrega de los sacramentos. Donde estos funcionan, allí
trabaja el Espíritu Santo, entregando las dádivas que crean la fe “en aquellos que oyen el evangelio”
(Nagel, 1997, p. 27).
Una cosa es que Dios esté presente, pero otra es que esté presente para ti. Él está allí para ti cuando
añade su Palabra y se ata a sí mismo, diciendo: “Ustedes han de hallarme aquí”. Así, cuando tienes la
Palabra, puedes tomarlo, tenerlo con certeza y decir: “Aquí te tengo, según tu Palabra”. Así como digo
respecto de la diestra de Dios: pese a que está en todas partes (como no podemos negarlo), de todos
modos, puesto que también está en ninguna parte (tal como ha sido dicho), tú no puedes agarrarlo
concretamente en ningún lado, a menos que, para tu beneficio, se ate a sí misma para ti y te convoque a
un lugar específico (LW vol. 37, pp. 68‐69).
Así, el evangelio es oído desde afuera, y no es abandonado a alguna clase de duda por falta de
orientación. Más bien, está localizado alí, donde el Señor lo ha puesto, en el Amt, el oficio, que es donde
no somos dejados en la duda de si es el Señor el que hace la tarea (Nagel, 1997, p. 28).
EL DESENLACE
1 1
Se enseña también que tal fe debe produci Se enseña también que habrá de existir y permanecer para
buenos frutos y buenas obras y que se deben siempre una santa iglesia cristiana, que es la asamblea de
realizar toda clase de buenas obras que Dios todos los creyentes, entre los cuales se predica
haya ordenado, por causa de Dios. Sin genuinamente el evangelio y se administran los santos
embargo, no debemos fiarnos en tales obras sacramentos de acuerdo con el evangelio.
para merecer la gracia ante Dios. 2 Pues 2
Para la verdadera unidad de la iglesia cristiana es
recibimos el perdón del pecado y la justicia suficiente que se predique unánimemente el evangelio
mediante la fe en Cristo, como él mismo dice: conforme a una concepción genuina de él y que los
“Cuando hayáis hecho todo esto, decid: sacramentos se administren de acuerdo a la palabra divina.
Siervos inútiles somos” (Lc 17:10). 3 Así 3
Y no es necesario para la verdadera unidad de la iglesia
enseñan también los padres, pues Ambrosio cristiana que en todas partes se celebren de modo uniforme
afirma: “Así lo ha constituido Dios, que quien ceremonias de institución humana. 4 Como Pablo dice a los
cree en Cristo sea salvo y tenga el perdón de efesios en 4:4‐5: “Un cuerpo y un Espíritu, como fuisteis
los pecados no po obra, sino sólo por la fe y llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un
sin mérito” (CA VI). Señor, una fe, un bautismo” (CA VII).
Pero, a fin de que el artículo de la justificación continúe puro, es preciso que se preste mucha atención,
con especial diligencia, a fin de evitar que aquello que precede a la fe [contrición] o lo que le sigue
[cambio moral, unión mística, santificación] sea mezclado en el artículo de la justificación, o insertado en
él como algo necesario y perteneciente a él; viendo que no es una sola o una misma cosa hablar de
conversión y de justificación (FC DS III.24).lxv
Pero, al mismo tiempo, esa misma justificación encierra en sí, de un modo germinal, la
totalidad de las aristas de la historia que ella dispara.lxvi Dicho de otro modo: todo ese “resto”
de nuestra salvación, lejos de agregar algo o de superar en algo a la justificación, no es otra
cosa que el despliegue y el retorno constante al punto matemático y sublime en el que somos
hechos nada para que él sea todo en nosotros (1Co 15:28; Col 3:11).lxvii
Es dentro de este marco de continuidad y distinción con la doctrina de la justificación
que CA VI‐VII nos describen dos de los efectos o resultados del pivote de nuestra historia (las
buenas obras y la iglesia), como si se tratara de un botón de muestra del desenlace de nuestra
redención.
LA NUEVA OBEDIENCIA
Aunque escrito bajo un claro programa apologético (defenderse de las acusaciones y
exponer el error de los adversarios), CA VI articula la doctrina de la santificación de un modo
magistral en tan sólo tres párrafos. Tomando como punto de partida la afirmación alcanzada en
CA IV.3 (es la fe lo que Dios nos imputa como justicia), nuestro artículo expone la doctrina de
las buenas obras contrastando cuatro pares de opuestos: a) esa fe que justifica no supone un
laxismo antinomista ni promueve las malas obras, sino que “debe producir buenos frutos y
buenas obras” (CA VI.1a); b) una obra nunca es buena si es de invención humana, sino que debe
tratarse de aquello que Dios, el único que es bueno en sí mismo, haya ordenado y revelado en
su palabra de la ley (CA VI.1b);lxviii c) pero la conformación externa a la letra de la ley no hace de
por sí buena a la obra, sino que ésta brota de un corazón que ama a Dios y quiere hacer esa
obra “por causa de Dios” (CA VI.1c); y d) en cuanto esta obra pretende ser meritoria, se despoja
de Cristo y de la fe y usurpa el lugar de éstos en el ámbito de la justificación, volviéndose así
doblemente pecado;lxix la buena obra, en cambio, reconoce que no tiene mérito alguno, sino el
de Cristo que le es imputado por medio de la fe (CA VI.2‐3).
Cualquiera de las opciones de la izquierda (los “no”) hacen de nuestra obra pecado y
están en diametral oposición con aquello que es gestado y producido por la justificación por la
fe. Las opciones de la derecha (los “sí”), en cambio, funcionan como una unidad monolítica y
constituyen la nueva obediencia, que, lejos de estar en contraposición con la justificación por la
fe, mantiene con ella la relación más estrecha posible, pues ella sólo es posible en el marco de
la fe,lxx ella es gestada por la misma felxxi y ella no hace otra cosa que llevarnos una y otra vez a
esa instancia insuperable de morir al viejo hombre para ser justificados nuevamente por
gracia.lxxii De aquí que CA VI (las buenas obras) vuelve explícita su funcionalidad y dependencia
de CA IV (la justificación por la fe).
Como retorno al pivote de nuestra historia (CA III‐V), la nueva obediencia encarna
concretamene la reversión del dilema del humano (CA II):
Liberados para servir a la justicia: “Que yo sea suyo y viva bajo él en su reino, y le sirva
en justicia, inocencia y bienaventuranza eternas” (CMe II.4) es el propósito por el que el
Christus Victor derrotó a nuestros enemigos y nos liberó de su esclavitud. En nuestra
justificación fuimos redimidos a fin de que dediquemos nuestras vidas a la realización de
obras de justicia y de misericordia (Ef 2:1‐10). Las Escrituras entienden a esta nueva
vocación como manumisión (el paso de la esclavitud a la libertad – Tit 3:2‐8), pero
también como cambio de servidumbre (Ro 6:12‐23; Tit 2:11‐14). Aunque esto no
parezca “buenas nuevas”, es precisamente en esta nueva servidumbre donde hallamos
nuestra verdadera libertad. La Apología, al mismo tiempo, entiende a las buenas obras
como el modo en que Cristo sigue haciendo frente a nuestros enemigos mortales,
puesto que “con ellas, él santifica los corazones y reprime al diablo, y a los efectos de
mantener el evangelio entre los hombres, opone públicamente al reino del diablo la
confesión de los santos, y manifiesta su poder en nuestra flaqueza” (ACA IV.189).
Hechura suya, creados para buenas obras: La voz del veredicto evangélico que nos
declara perdonados y nos imputa la justicia de Cristo, es la voz todopoderosa de aquel
que “da vida a los muertos, y llama las cosas que no son, como si fuesen” (Ro 4:17).
Cuando esa voz nos declara justos, nos hace justos y nos crea de nuevo conforme a la
imagen de su Hijo (Ro 8:29). Así, esa justicia ajena se hace “nuestra y propia” (nostra et
propia – LW vol. 31, p. 299).
Pues como la fe trae hacia nosotros el Espíritu Santo y origina nueva vida en nuestros corazones,
necesariamente produce también impulsos espirituales en nuestros corazones… Por tanto, después de
haber sido justificados por la fe y haber nacido de nuevo en ella, empezamos a temer y amar a Dios, pedir
su ayuda y poner nuestra esperanza en ella, darle gracias y alabanzas, y obedecerle en las aflicciones.
Empezamos también a amar a nuestro prójimo, porque nuestros corazones tienen impulsos espirituales
santos (ACA IV.124‐25).
LA IGLESIA
CA VII da por sentado aquello en lo que queremos poner la mirada (lo que fue hecho de
la iglesia) para concentrar su atención en la cuestión previa y más fundamental: ¿de qué
depende eso que fue hecho de la iglesia? En nuestro recorrido de la historia de la salvación
hemos hecho el camino inverso. Habiendo visto ya que todo esto depende del externum
verbum (“que se predique unánimemente el evangelio conforme a una concepción genuina de
él y que los sacramentos se administren de acuerdo a la palabra divina” – CA VII.2), ahora
queremos fijar nuestra mirada en la iglesia en sí y en sus rasgos distintivos como elementos
constitutivos del desenlace de nuestra historia de la salvación.
La existencia de la iglesia como “asamblea de todos los creyentes” (die Versammlung
aller Gläubigen) o “comunidad de los santos” (congregatio sanctorum – CA VII.1) es, en sí
misma, una realidad escatológica. Pues ella, como ecclesia catholica (evkklhsi,a kuri,ou / ְק ַ ֖הל
הוה
ֽ ָ ְ – יMiq 2:5), es el “remanente” ( ) ְשׁ ֵא ִ ֔ריתde los electos (evklektoi,) que serían recogidos de los
cuatro confines de la tierra en el final de los tiempos (Miq 2:12‐13; Is 11:12 – Küng, 1984, pp.
100‐128).
Ahora bien, los atributos que CA VII nos recuerda que confesamos en los credos
Apostólico y Niceno acerca de la iglesia (santidad, eternidad y unidad) son todos ellos atributos
cristológicos y trinitarios que le fueron comunicados a la iglesia como dones de salvación:
Ella es la sanctorum communio, no solamente porque los que la conforman son santos
(CMa II.49) en virtud de la justicia perfecta de Cristo (su sustituto en el pecado y la
condena) que les ha sido imputada por la fe. Decimos que la iglesia es sancta,
fundamentalmente porque ella tiene “participación en las cosas santas” (koinwni,a tw/n
lxxv
a`gi,wn), esto es: en los sacramentos (ta. a`gi,a) y la palabra, que constituyen su
verdadera santidad (Ef 5:25‐32; ACA VII‐VIII.7‐8; AE III.12.3).
La iglesia es eterna y victoriosa sobre los poderes sobrehumanos de la muerte y el
infierno. Ella es la comunidad “que habrá de existir y permanecer para siempre” (CA
VII.1), es el “cuerpo viviente de Cristo” (vivum corpus Christi ‐ ACA VII‐VIII.12) que las
puertas del Hades no pueden retener (Mt 16:18; Hch 2:24). Es que aquellos cautivos no
son un simple botín de guerra que el Christus Victor recuperó de las garras del enemigo,
sino que fueron hechos herederos (Mt 5:3; 25:34; Stg 2:5) y corregentes en su reino (Lc
22:28‐30; Ro 5:17; Ap 5:10).
Finalmente, ella es una en esencia y amor (communio), puesto que, de aquellos que
estábamos distanciados y enemistados, Cristo creó en sí mismo “un solo y nuevo
hombre” (ei-j kaino.j a;nqrwpoj – Ef 2:15). La comunidad misma de creyentes es nueva
humanidad (Ef 4:13) y cuerpo místico de Cristo (Ro 12:4‐5; Ef 4:11‐16; 5:23‐32) al ser
todos “bautizados en un cuerpo” (eivj e]n sw/ma evbapti,sqhmen – 1Co 12:12‐13) y
participantes del mismo cuerpo eucarístico (ei-j a;rtoj( e]n sw/ma – 1Co 10:16‐17).
Estas dos doctrinas, la nueva obediencia y la iglesia, conforman una porción realmente
representativa de la realidad presente de salvación que resultó como efecto del pivote de
nuestra historia. Ellas dos, al mismo tiempo, son signos fundamentales que anticipan el futuro
hacia la que caminamos, futuro de santidad perfecta e incorruptibilidad, por un lado (1Co
15:35‐58; Fil 3:20‐21), y de comunión y unidad absolutas, por el otro (1Ts 4:13‐18; Ap 22:1‐5).
La realidad presente, empero, es una de abierta contradicción, pues el creyente sigue siendo
totus peccator al mismo tiempo de haber sido hecho totus iustus en Cristo. La realidad de la
iglesia, como comunidad escatológica de la fe, en nada es mejor, pues ella camina detrás de un
Señor crucificado como sierva sufriente, marcada por una tremenda debilidad y pequeñez, al
punto que la angustia de Elías (“yo soy el único que ha quedado” – 1R 19:1‐18) se repite sin
cesar. Este contexto de contradicción, no obstante, no transforma a esa salvación presente en
algo irreal o imaginario (platónico), pero sí delata su carácter oculto (absconditus). Los ojos de
la carne no ven más que la miseria del pecado (Ro 7:21‐25), la desdicha de las cruces (1Co
15:14‐19) y la insignificancia de esa “pequeña manada” (Lc 12:32). Sin dudas que esta realidad,
por dolorosa que parezca, es parte del designio de este Dios que no abandonó nada al azar,
sino que nos lleva una y otra vez a despojarnos de lo que somos en nosotros mismos y a
reposar en aquello único certero y firme: su palabra creadora y vivificadora del evangelio.
Anclada en ella, la fe que reconocen al Deus revelatus que “da vida a los muertos, y llama las
cosas que no son, como si fuesen” (Ro 4:17), puede ver con claridad epifánica todo lo que está
por detrás de estos rasgos incipientes de redención, por lo que confiesa diciendo:
ya que ha comenzado la santificación y aumentado a diario, esperamos que nuestra carne sea matada y
sepultada con toda su suciedad, resurja gloriosa y resucite para una santidad total y completa en una
nueva vida. Porque actualmente sólo en parte somos puros y santos, de modo que el Espíritu Santo
siempre tiene que influir en nosotros por la palabra y distribuirnos diariamente el perdón de los pecados,
hasta aquella vida en que ya no habrá más perdón, sino hombres enteramente puros y santos, llenos de
piedad y de justicia, sacados y libertados del pecado, la muerte y toda desdicha, en cuerpo nuevo,
inmortal y transfigurado (CMa II.57‐58).
CONCLUSIÓN
Ésta es la historia de todo humano. Ya sea que se dé cuenta o no. Ya sea que se detenga
al final de la primera sección (el dilema humano) o atraviese el recorrido completo (el pivote de
la historia y el desenlace). En su intimidad más visceral, así como quedó expuesta por el Hijo
unigénito (Jn 1:16‐18), el Padre anhela que la historia personal de cada humano salga de la
“primera estación” (de su dilema – Ez 18; Jn 3:16‐17; 1Ti 2:3‐7).
Es en esta narrativa donde se encuentran las dos realidades que pretendemos conectar
no sólo en la presente obra, sino en el ejercicio del ministerio y en la misión de la iglesia toda: la
historia del hombre común (con sus dolores, temores y fascinaciones) y la historia que Dios
mismo condensó en los medios de gracia a fin de otorgarnos su salvación. Sin esta meta‐
narrativa, toda historia personal será, sin dudas, informada y configurada de alguna forma,
aunque no del modo en que Dios la diseñó en su amor y misericordia y la reveló por medio de
su Hijo. Dentro del marco de esta meta‐narrativa, la historia del hombre común queda expuesta
hasta su médula y se abre por primera vez a aquello que él más anhela (librarse de la muerte, la
injusticia y la debilidad y disfrutar, a cambio, vida eterna, paz y plenitud),lxxvi pero que le es
absolutamente inalcanzable, fuera del don que Dios nos abrió en Cristo Jesús. En el marco de
esta meta‐narrativa, los medios de gracia hallan su espacio propio y su centralidad absoluta en
los planes de salvación. Finalmente, es en el marco de esta meta‐narrativa, que ambos (el
hombre común y los medios de gracia) descubren su feliz punto de encuentro, de modo que la
historia del hombre perdido es reconfigurada a la luz y bajo el molde de la vida, la justicia y la
plenitud de Cristo mismo.
Por lo tanto, la justicia que por pura gracia es atribuida a la fe o al creyente es la obediencia, la pasión y la
resurrección de Cristo, pues él ha satisfecho la ley por nosotros y ha pagado nuestros pecados. Pues ya
que Cristo no es únicamente hombre, sino que es Dios y hombre –en una sola persona indivisible‐ tan
innecesario le era estar sujeto a la ley (porque es Señor de la ley) como le era padecer y morir por su
propia persona. Por esta razón, pues, su obediencia (no sólo al padecer y morir, sino también al
someterse voluntariamente a la ley y al cumplirla mediante esa obediencia) se nos atribuye para justicia,
de modo que por causa de esta obediencia completa que él rindió al padre celestial por nosotros en lo
que hacía y padecía, en su vida y en su muerte, Dios perdona nuestros pecados, nos considera santos y
justos y nos concede la salvación eterna. Esta justicia nos la ofrece el Espíritu Santo por medio del
evangelio y en los sacramentos, y se nos aplica, es apropiada y recibida mediante la fe. Por medio de esa
justicia los creyentes tienen reconciliación con Dios, el perdón de los pecados, la gracia de Dios, la
adopción de hijos y la herencia de la vida eterna (FC DS III.14‐16).
i
Haremos entrar en juego aquí solo los siete primeros artículos de la Confesión (de veintiocho). La selección de
esta porción del documento (algo arbitraria, por cierto) responde a que la lógica (teo‐lógica) con que los
confesores organizaron su presentación ante el Emperador Carlos V, particularmente en estos primeros artículos,
representa la dinámica de la historia de salvación en las tres fases narrativas en las que queremos organizar
nuestro recuento: el dilema del humano (CA I‐II), el pivote de la historia (CA III‐V) y desenlace (CA VI‐VII).
ii
El texto de CA I (Dios) se extiende hasta § 6: “Con la palabra persona no se entiende una parte ni una cualidad en
otro, sino lo que subsiste por sí mismo, tal como los padres han empleado la palabra en esta materia. Por lo tanto,
se rechazan todas las herejías contrarias a este artículo, tales como la de los maniqueos, que afirmaron dos dioses,
uno malo y otro bueno; también las de los valentinianos, los arrianos, los eunomianos, los mahometanos y todos
sus similares. También la de los samosatenses antiguos y modernos, que sostienen que sólo hay una persona y
aseveran sofísticamente que las otras dos, el Verbo y el Espíritu Santo, no son necesariamente personas distintas,
sino que el Verbo significa la palabra externa o la voz, y que el Espíritu Santo es una energía engendrada en los
seres creados” (CA I.4‐6).
El uso de una parte del texto de cada artículo de la Confesión nuevamente responde a los propósitos prácticos de
nuestro recuento de la historia de la salvación (ver arriba, nota i). Consistentemente omitiremos en el presente
capítulo la porción del rechazo de cada artículo. Lejos de tratarse de algún tipo de cuestionamiento o repudio por
este oficio esencial de una confesión de la fe (el de anatematizar las herejías), esta medida nuestra es
estrictamente práctica. Nuestra suscripción a sus “antítesis” o anatemas no sólo responde a que son parte legítima
del texto y constituyen el oficio propio de las Confesiones (Schlink, 1961, pp. xv‐xxix), sino también al hecho
hermenéutico que Norman Nagel (1997, p. 27) destaca particularmente en relación con la Augustana: cada artículo
“dice lo que confiesa, y entonces lo opuesto es rechazado. Cualquier interpretación que falla en expresar esta
oposición/contradicción es, por tanto, una falsa representación” de su significado.
iii
El texto de CA II (El pecado original) se extiende hasta § 3: “Al respecto se rechaza a los pelagianos y otros que
niegan que el pecado hereditario sea pecado, porque consideran que la naturaleza se hace justa mediante poderes
naturales, en menoscabo de los sufrimientos y el mérito de Cristo” (CA II.3).
iv
La Confesión de Augsburgo es un exponente de la prioridad lógica, teológica y discursiva que tuvo la doctrina
trinitaria en el pensamiento de Lutero (lo mismo sucede en los Artículos de Esmalcalda) y de la primera generación
de la Reforma Luterana (Elert, 1962, pp. 217‐219).
v
Aunque, como demuestra J. Kelly (2006, pp 205‐331), es recién a partir del Concilio de Constantinopla (381 dC)
que la fe expresada en Nicea toma mayor preponderancia.
vi
Puede pensarse en dos o tres escritos de Lutero como formulaciones clásicas de su teología de la cruz, como La
Disputación de Heidelberg de 1519 (OL vol. 1, pp. 3‐46), La Voluntad Esclava de 1526 (OL vol. 4) y El Magnificat de
1521 (OL vol. 6, pp. 371‐436), aunque, como demuestra Walther von Loewenich (1988), la teología de la cruz no es
la marca característica del Lutero temprano, sino que se trata, quizá, de la matriz fundamental que atravesó el
pensamiento del Reformador a lo largo de su vida, como puede ser considerado en las siguientes citas:
1519 Por tanto, no es suficiente ni provechoso para nadie conocer a Dios en su gloria y majestad, si no se le
conoce también en la humildad y en la vergüenza de la cruz… Por consiguiente, en Cristo crucificado está
la verdadera teología y el conocimiento de Dios” (OL vol. 1, pp. 41‐42).
1526 Por lo tanto, debemos abstenernos de hacer especulaciones en cuanto a Dios en su majestad y esencia;
pues en este plano nada tenemos que ver con él, ni tampoco quiso él que en este plano tuviésemos que
ver con él. Pero en cuanto que se vistió y manifestó en su palabra en la cual se nos ofreció, sí tenemos que
ver con él, porque ésta es su adorno y su gloria con que está vestido, como lo hace resaltar el salmista (OL
vol. 4, p. 164).
1532 De este modo, puedes hallar a Dios en Cristo, pero no puedes hallar a Dios fuera de Cristo, en el cielo (WA
vol. 40/3, p. 56).
1536 Yo sigo esta regla general: evitar todo lo que sea posible cualquier cuestión que nos lleva al trono de la
Suprema Majestad. Es mejor y más seguro quedarnos en el pesebre de Cristo hombre. Pues hay gran
peligro en enredarse en los laberintos del Ser de Dios… Es por esta razón que Dios se rebaja al nivel de
nuestra comprensión débil y se nos presenta con apariencia [externa], como si fuera con velos, en
simpleza se adaptó a [la forma de] un niño, para que, de alguna forma, le sea posible hacerse conocido
por nosotros (LW vol. 2, p. 45).
1542 Él dice: “Déjame permanecer oculto. De otra forma, caerías en el abismo del infierno, como está escrito:
«El que investiga en la majestad de Dios será destruido por él» [Pr 26:27]. Déjame intacto allí. La sabiduría
carnal tendrá aquí su límite. Aquí quiero permanecer sin revelarme… Desde [aquí,] el Dios oculto, me
volveré Dios revelado. Encarnaré a mi Hijo y te lo daré… Haz esto: abandona tus especulaciones que están
distanciadas de la Palabra de Dios, arráncalas de raíz y mándalas al diablo, en el infierno. «Éste es mi hijo
amado. Escúchenlo a él.» [Mt 17:5] Mira su muerte, su cruz y su pasión. Míralo colgando del pecho de su
madre y de la cruz. Debes estar seguro de lo que él dice y hace. «Nadie viene al Padre, sino por mí» [Jn
14:6], dice el Señor, y a Felipe le dijo: «el que me ha visto, ha visto al Padre» [Jn 14:9]. Aquí me tienes y
aquí me verás” (Lutero, 1960, pp. 131‐132).
A decir verdad, los rasgos distintivos de esta “teología de la cruz” no son pertenencia ni mucho menos invención
de Lutero. Es el modo de hacer teología que las Escrituras todas enseñan, que el apóstol Pablo esgrime frente a sus
opositores en Corinto (1Co 1‐2) y que expone algunas de sus aristas en teólogos como Máximo Confesor (siglo 7 dC
‐ Congar, 1983, p. 460) o en el misticismo medieval cristiano y judío (Otto, 2008, pp. 25‐93).
vii
“Para Lutero, por supuesto, la eficacia de la misericordia es, de hecho, atada al acto histórico de la redención.
Pero, en primer lugar, ella apunta hacia el pasado, al decreto eterno que ya presupone la realidad del amor de
Dios. Pero, en segundo lugar, la eficacia de la misericordia se ha vuelto una realidad en lo que resultó de su ira en
la cruz de Cristo –evento que, del mismo modo‐ tiene significación en la eternidad” (Elert, 1962, p. 213).
viii
“Pero el hecho es que la potencia de Dios no aparece sino bajo su debilidad, su sabiduría bajo su insensatez, su
bondad bajo su rigor, su justicia bajo los pecados, su misericordia bajo la ira… Nosotros pedimos que nos salve, y
él, para salvarnos, nos hunde aún más en la condenación, y bajo tal tempestad esconde su respuesta favorable”
(OL vol. 10, p. 295). “Considerando que nuestra naturaleza corrompida es completamente incapaz de comprender
la divinidad, no somos capaces de tener una visión de Dios como él es. Por eso Dios decidió adoptar nuestra
naturaleza que está corrompida e infectada con el veneno satánico y se revistió en esa manifestación externa y en
los sacramentos para que seamos capaces de asirlo” (WA vol. 39/1, p. 217). “Dios no puede ser Dios a no ser que él
se vuelva un diablo” (LW vol. 14, p. 31).
ix
Protestando contra la separación que Santo Tomás de Aquino impuso entre el artículo acerca de Dios (De Deo
Uno) y el artículo acerca de la trinidad (De Deo Trino), el teólogo católico‐romano Karl Rahner (1970, p. 17)
propuso que la trinidad económica (Dios actuando en la historia) constituye la trinidad inmanente (Dios, así como
es en sí mismo). Sobre esta base, el teólogo protestante Eberhard Jüngel (1983, p. viii) avanza sugiriendo que la
teología de la cruz expone que Dios se redefine a sí mismo en el evento de Cristo, golpeando así la comprensión
histórica de Dios como inmutable, impasible e imperecedero.
x
Los títulos de la CA fueron incorporados tres años después (1533) de su composición (1530 – Meléndez, 1989, p.
29 nota 25).
xi
“Las Confesiones no evaden la cuestión [la paradoja que aquí se produce] restringiendo la actividad creativa de
Dios al estado prístino, ni tampoco restringiendo el pecado a los actos individuales o a una parte de la naturaleza
humana, a fin de excluir a la persona humana o a cualquier posibilidad humana de la corrupción… El hombre es
una criatura y un pecador al mismo tiempo” (Schlink, 1961, p. 45). La imposibilidad de mantener esta tensión entre
el simul sive totus creatio et peccator es el germen de la polarización de posturas entre la herejía sinergista y
flaciana que confronta la Fórmula de Concordia (FC Ep I y FC DS I).
xii
Es en su Tratado sobre los méritos y el perdón de los pecados y sobre el bautismo de infantes (NPNF‐1, vol. 5, pp.
91‐196) que San Agustín interpreta de este modo la frase preposicional evfV w-| de Ro 5:12 (en latín in quo),
tomando como antecedente del pronombre relativo ya sea el neutro peccatum o el masculino unum hominem. El
original femenino a`marti,a (pecado) deja fuera de lugar la primera alternativa considerada por Agustín (que trabaja
sobre el texto de la Vulgata), mientras que la segunda opción, aunque técnicamente posible, tiene pocas chances
por la gran distancia que media entre diV e`no.j avnqrw,pou (por medio de un hombre) y la frase preposicional evfV w-|
(Wallace, 1996, pp. 342‐343). Aunque desde un punto de vista gramatical es más viable que evfV w-| sea una frase de
causa o razón (“la muerte pasó a todos porque todos pecaron” – BDF § 235.2), el sentido de la sección de Ro 5:12‐
19 como un todo es exactamente el que cristaliza San Agustín con su frase “todos fueron aquel un hombre”
(Cranfield, 1990, p. 277).
xiii
Aquí estamos dando voz a una comprensión individualista del pecado hereditario, opuesta a la comprensión de
las Escrituras. De hecho, participamos en la condena de Adán porque participamos concreta y efectivamente en su
culpa. “Ésta es la razón por la que estamos unidos al padre de la raza: en virtud del juicio divino todos los hombres
están unidos en una comunidad culpable. El veredicto divino es pronunciado sobre nuestro pecado comunal
porque toda la comunidad es responsable. Todos los humanos participan en el pecado de Adán” (Elert, 1957, pp.
148‐149).
xiv
Ésta es una de las contiendas claras que levanta Lutero en contra de Erasmo: el mundo sin Dios (carne) es el
mundo contra Dios (OL vol. 4, p. 242). “Tú que te imaginas que la voluntad humana se halla colocada en un campo
neutral y libre [in medio libero positam] y está librada a sus propios impulsos, fácilmente te imaginas también que
existe un esfuerzo de la voluntad tanto en dirección a lo bueno como en dirección a lo malo, puesto que en
opinión tuya, tanto Dios como el diablo se hallan a enorme distancia, y no son más que simples espectadores de lo
que hace aquella mutable y libre voluntad; en cambio, que precisamente ellos, tan enemistados entre sí, son los
que impulsan y dirigen esta voluntad esclava [serva], esto no lo crees” (OL vol. 4, p. 268). Pero, “la conclusión
evidente [de las palabras de Jesús a Nicodemo] es que todo lo que es carne, es impío y está bajo la ira divina y se
halla lejos del reino de Dios. Pero si algo está lejos del reino y Espíritu de Dios, necesariamente sigue que está bajo
el reino y el espíritu de Satanás; porque entre el reino de Dios el de Satanás, los cuales se combaten mutua y
perpetuamente, no hay ningún reino intermedio” (OL vol. 4, p. 259).
xv
“Los doctores escolásticos atenúan la gravedad del pecado original, porque no entienden lo suficiente la
definición del pecado original que recibieron de los Padres. Sostienen que el fomes, es una cualidad del cuerpo…
cuando hablan del pecado original, pasan por alto faltas más graves de la naturaleza humana, a saber, no conocer
a Dios, no temer a Dios ni confiar en él, odiar el juicio de Dios, huir del Dios que juzga, estallar en ira contra Dios,
desesperar de la gracia, poner la confianza en las cosas presentes” (ACA II.8).
xvi
“El pecado original (en la naturaleza humana) no consiste únicamente en la ausencia total de todo lo bueno en
asuntos espirituales y divinos, sino que… ese pecado es al mismo tiempo también una corrupción profunda,
malvada, horrible, insondable, inescrutable e indecible de toda la naturaleza humana y sus facultades… el hombre
hereda la disposición malvada y la impureza impía del corazón, de los malos deseos y de las malas inclinaciones”
(FC DS I.11).
xvii
“Yo no he pecado en tu contra, ni contra la ley, ni contra mi conciencia, ni contra hombre alguno, ni contra un
ángel, sino sólo contra Dios” (LW vol. 12, p. 346). “Si el pecado fuera sólo desobediencia, esto es, la desviación de
una norma moral, el daño podría ser reparado simplemente con obediencia… En realidad, empero, el pecado, en
su sentido estricto, es «enemistad contra Dios», esto es, oposición activa en contra de la voluntad de Dios” (Elert,
1962, p. 27).
xviii
Tomás de Aquino (ST I‐II, Q. 82.3), distinguiendo la materia (concupiscencia) de la forma (la privación de la
justicia original, esto es: una voluntad no sujeta a Dios) como partes de la sustancia del “pecado original”, conecta
el concepto de culpa y condena con la materia, pero no con la forma del pecado original. Elaborando sobre estos
conceptos, Duns Escoto (Sentencias II, d.37) llega al extremo de entender al pecado original como mero término
genérico sin referencia a realidad alguna (Elert, 1957, p. 160). El pecado actual, en cambio, como acto concreto
contario a la ley de Dios, sí es verdaderamente pecado.
xix
Dice Lutero en uno de sus Kirchenpostillen de 1522 (WA vol. 10/1/1): “Este pecado no es cometido, como
cualquier otro, sino que vive y realiza todo acto pecaminoso y es el pecado esencial que no peca por una hora o
por un cierto espacio de tiempo, sino que, en tanto y en cuanto que la persona esté viva, este pecado está
presente” (citado en Elert, 1957, p. 149). En la misma línea definen los concordistas: “[L]os cristianos deben
considerar y reconocer como pecado no sólo las transgresiones actuales cometidas contra los mandamientos de
Dios, sino que también y ante todo deben considerar y reconocer como pecado real, aun más, como el pecado
mayor, que es la raíz y fuente de todos los pecados actuales, la horrible y temible enfermedad hereditaria
mediante la cual toda la naturaleza humana se ha corrompido (Ro 7:18). El Dr. Lutero lo llama pecado de
naturaleza o pecado de persona, dando a entender así que, aunque una persona no piense, diga, ni haga algo malo
(cosa que en realidad es imposible…), su naturaleza y persona son no obstante pecaminosas, esto es, completa y
totalmente infestadas y corrompidas ante Dios mediante el pecado original, como por una lepra espiritual; y por
causa de esta corrupción y caída del primer hombre, la naturaleza o persona es acusada y condenada por la ley de
Dios, de modo que somos por naturaleza hijos de ira (Ef 2:3), muerte y condenación” (FC DS I.5‐6).
xx
“El pecado original es… «una fuerza irresistible que nos arrastra por siempre adentro del pecado». Es la
verdadera fuerza vital… que, desde el nacimiento, se apodera de la dirección de mi vida e intenta ser Dios, que
trata de volverme confiado en mi propia habilidad y de ponerme en contra de la dirección de Dios” (Elert, 1957, p.
151).
xxi
“Lutero considera una monstruosa ficción esta capacidad, atribuida al hombre, de decidirse libre y
absolutamente. La voluntad así entendida… sería el puente hacia aquel «Seréis como Dios» con el cual queda
circunscrita toda apostasía de Dios en que el hombre incurre. Es por esto que también dicha idea de «libertad» es
para Lutero «algo satánico»” (Iwand, 1976, p. 124). “Pues Satanás sabe que si los hombres tuviesen noción de su
miseria, él no podría retener a ninguno de ellos en su reino” (OL vol. 4, p. 153).
xxii
“Este pecado original es una corrupción tan profunda y perniciosa de la naturaleza humana que ninguna razón
la puede comprender, sino que tiene que ser creída basándose en la revelación de la Escritura” (AE III.I.3). “La
Escritura, en cambio, nos presenta al hombre no sólo como un ser atado, miserable, cautivo, enfermo y muerto,
sino uno que a causa del obrar de Satanás, su príncipe, añade a sus otras miserias esa miseria de su ceguedad que
le hace creerse libre, feliz, desatado, fuerte, sano y vivo” (OL vol. 4, p. 153).
xxiii
“Por lo tanto, llegar a ser un pecador es, por una parte, destruir esa mentalidad que nos hace pensar
tercamente que nuestra manera de vivir, hablar y actuar es buena, santa y justa, y por otra parte, revestirnos de
otra mentalidad (que proviene de Dios) que hace que de todo corazón creamos que somos pecadores, que nuestra
manera de obrar, hablar y vivir es mala, que andamos en la senda del error, y que así nos acusemos, juzguemos,
condenemos y detestemos a nosotros mismos” (OL vol. 10, p. 120).
xxiv
Esta murmuración, la conclusión blasfema a la que llega el hombre acosado por la ley (“Dios me odia” ‐ odit me
Deus), fue entendida por Lutero como “la tentación máxima” (summa temptatio – Elert, 1962, p. 43). “El hombre
nunca peca más terriblemente que en ese momento en que [por la obra del Espíritu – tesis 37] comienza a sentir o
a comprender la ley” (Tesis sobre ley 41 – LW vol. 34, p. 116).
xxv
“La muerte de los humanos, por lo tanto, no es como la muerte de los animales. Éstos mueren por una ley de la
naturaleza. Tampoco la muerte del hombre es un evento que sucede accidentalmente… Al contrario, la muerte del
humano, si puedo decirlo así, fue advertida por Dios como amenaza y es causada por un Dios encendido y
distanciado” (LW vol. 13, p. 94).
xxvi
“La justicia y la veracidad de Dios que lo compelen a mantener su palabra en forma incondicional, le hacen ser
un Zelota que no puede tolerar el pecado (WA vol. 40/2, p. 332). En contra del pecador, este celo por su justicia
deviene en ira que debe consumir al pecador precisamente porque sus pecados son manifestaciones del ser
completo del pecador (WA vol. 14, p. 595)” (Elert, 1962, p. 39).
xxvii
“Por necesidad todo lenguaje acerca de Dios, esto es, lenguaje teológico, es analógico. Aunque es realmente
descriptivo de Dios y relata cómo es él realmente, no relata cómo es él completamente. El lenguaje humano finito,
aunque capaz de transmitir afirmaciones verdaderas sobre el Dios infinito, no puede transportarlo a él
completamente” (Preus, 2000, p. 38 nota 3). En la misma línea, San Agustín se refiere al problema encerrado en la
articulación doctrinal del misterio de la trinidad, señala que “el lenguaje humano trabaja bajo una grave
deficiencia. Decimos tres personas no para expresar la realidad de un modo comprensivo, sino a fin de no
mantenernos enteramente en el silencio” (NPNF‐1 vol. 3, pp. 125‐126). La teología liberal, construyendo sobre el
dogma del Iluminismo, considera que todo lenguaje teológico es, en el mejor de los casos, conectable con una
realidad subjetiva o meramente fenomenológica (lo que un individuo experimenta o piensa acerca de Dios). El
habla acerca de Dios de las Escrituras Sagradas, aunque finito y limitado (e incluso, en aquellos casos que es
abiertamente metafórico), tiene como referente una realidad objetiva y externa. (Ver también abajo, nota xlviii.)
xxviii
Si hay un aporte fundamental que hace Gustaf Aulén (1931) es precisamente la reivindicación de esta
comprensión dramática y tiránica de nuestra tragedia como esencial en la revelación bíblica, en el testimonio de
los padres apostólicos y en el de Lutero mismo (ver también Otto, 2008, pp. 117‐132).
xxix
El texto de CA IV.3b (La justificación) reza: “como San Pablo dice a los romanos en los capítulos 3 y 4”.
xxx
Robert Preus (1997, p. 117 nota 6) argumenta que tanto Lutero como las Confesiones Luteranas hablan de
forma indiscriminada de los artículos de Cristo, la justificación, la fe en Cristo, la obra del Espíritu Santo y los
medios de gracia como de una unidad que constituye el “artículo primero y principal” (der erste und Hauptartikel –
AE II.I.1‐5) o el articulus stantis et cadentis ecclesiae de la justificación, en un sentido amplio. La atomización de
estos artículos como esencialmente susceptibles a la mutua separación u oposición es el error en el que cayó la
teología liberal, que arguye que, en el sistema teológico de Pablo, la justificación es una doctrina periférica y
limitada a la discusión anti‐judaizante.
xxxi
Así confronta Lutero al cuestionamiento de los teólogos suizos: “Por supuesto que es verdad que esto [la
entrega de la vida y la salvación] puede suceder aparte de los sacramentos. También puede suceder aparte del
cuerpo de Cristo que está a la diestra de Dios. ¿Debería Cristo, por tanto, salir de la diestra de Dios? Otra vez, esto
podría suceder aparte del evangelio, pues ¿quién puede impedirle a Dios si él realmente quisiera redimirnos, pero
hubiese decidido no proclamarlo y no volverse humano?... Pero si es su voluntad el darte salvación a través de la
humanidad de Cristo, a través de la Palabra, del pan en la cena, ¿quién eres tú, diablo insolente y desgraciado, para
atreverte a preguntar por qué no hace las cosas de un modo diferente y sin estos medios? ¿Vas a prescribir y
escoger medios y medidas para Dios? Deberías saltar de gozo porque él lo hace en el modo en el que él elige, si
solamente lo obtuvieras. ¿No crees que yo también podría preguntar: si el evangelio y el recuerdo de Cristo
pueden ser obtenidos en toda predicación, cuál es, entonces, la necesidad de celebrar la cena también y de tomar
el pan y el vino allí? ¿Cuál es la necesidad de que cada uno lea las Escrituras por su cuenta? ¿Cuál es la necesidad
de que nos amonestemos y consolemos unos a otros en forma individual, puesto que todo esto puede suceder en
la predicación pública regular? ¿No son estos pensamientos infantiles y ciegos usados para cuestiones de tanta
importancia? Dios pretende llenar el mundo y dársenos a sí mismo de muchas y diferentes formas para ayudarnos
y fortalecernos por medio de su Palabra y sus obras; ¿seremos tan autosuficientes y obtusos como para estorbarlo
y no tolerar nada más que los caminos que se nos ocurren y agradan a nosotros? ¡Eres un demonio negro,
desesperado! Esto es suficiente por ahora” (LW vol. 37, pp. 140‐141).
xxxii
El mundo greco‐romano tuvo la práctica de exaltar a sus figuras heroicas (particularmente filósofos, sabios,
taumaturgos y finalmente a los emperadores) atribuyéndoles poderes sobrenaturales. A estos se los conoce como
“hombres divinos” (qei,oi avnh,rej). En su intento por atribuir un origen ficticio y un carácter mitológico a la narrativa
de los evangelios, la exégesis liberal sostiene que los actos sobrenaturales de Jesús no son históricos, sino que
representan el modo en que la iglesia primitiva llevó adelante la propaganda de su héroe Jesús en su contexto
greco‐romano.
xxxiii
El modo en que la iglesia censuró la herejía (por medio de la excomunión y de la eliminación de sus escritos)
alimenta hoy día la popular “teoría de la conspiración”, que sostiene que la cúpula católica, desde sus inicios (y,
particularmente, al alcanzar el estatus de religión oficial del imperio) manipuló la verdad para asegurarse el control
de las masas (Atwill, 2005; Bushby, 2001). Nuestro NT, por tanto, se transforma para algunos, precisamente en la
cortina de humo con la que se buscó ocultar la verdad histórica de Jesús. Bart Ehrman (2003, p. 5) pregunta,
entonces, “¿Y qué si [la historia del cristianismo] hubiese sido diferente? ¿Qué si alguna otra forma de cristianismo
hubiese alcanzado la hegemonía en vez de esta forma que sí la obtuvo?” Más allá de que, una vez que Constantino
incorpora a la iglesia en su plan de unificación del imperio, la iglesia se vio involucrada más y más en el poder
secular, hasta llegar a los extremos del final de la Edad Media, es obvio que la actual promoción y popularidad de
esta “teoría de la conspiración eclesiástica” responde a lo anti‐eclesiástico y a lo anti‐dogmático propios de nuestra
cultura pos‐cristiana.
xxxiv
Es obvio que son las Escrituras y no la iglesia quienes afirman la divinidad de Cristo (ver el interesante
tratamiento del tema en Wainwright, 2001, pp. 53‐195), de modo que, lo que antes que defender una teoría
soteriológica, lo que la iglesia ortodoxa hizo a lo largo de los siglos es preservar el claro testimonio apostólico.
xxxv
En su revisión de los Concilios ecuménicos, Lutero enlista tres series de atributos divinos (idiomata) que le
fueron dados al humano Jesús: “[1] vencer el pecado, la muerte, el infierno y el diablo… [2] quitar el pecado, la
muerte, el infierno y la maldición de Dios… [3] que implantará una justicia eterna en la tierra, es decir, que quitará
de en medio la muerte, el pecado y el infierno” (OL vol. 7, p. 226). En la misma línea, FC DS VIII.55 sostiene que
“Dar vida [Vivificare enim], tener toda potestad para juzgar [omne iudicium] y gobernar en el cielo y en la tierra
[omnemque potestatem in coelo et in terra], tenerlo todo en sus manos, tenerlo todo sometido bajo sus pies,
limpiar de pecados [a peccatis mundare], etc., no son dones creados, sino propiedades divinas, infinitas, que no
obstante fueron dadas y comunicadas al hombre Cristo.” Estos atributos se corresponden casi con exactitud con
los que Martin Chemnitz (1971, pp. 257‐266), en su obra De duabus naturis, señala que la naturaleza humana de
Cristo fue revestida en la encarnación: [1] omnipotencia, [2] vida vivificante (vita vivificans), [3] poder para juzgar
(potestas judicium faciendi), [4] gloria de Dios (gloria Dei) y [5] capacidad para limpiar o destruir el pecado
(mundare seu delere peccata).
xxxvi
“Naturalmente el o`moou,sioj en relación con el Padre indica que él es de una esencia en número (secundum
numerum); en relación con los hombres, que él es de una esencia en cuanto clase (secundum speciem)” (Pieper,
1950‐1957, vol. 2, p. 70).
xxxvii
Pese al soporte bíblico de esta afirmación (Is 53:9; Lc 1:35; 2Co 5:21; 1P 2:22; Heb 4:15; 7:26), Wolfhart
Pannenberg (1968, p. 361) pregunta cómo puede Cristo haber asumido realmente nuestra humanidad sin haber
tomado también nuestra misma predisposición a pecar. Pannenberg muestra funcionar en base al mismo error
maniqueo de Flacius Illyricus refutado por la FC I: que el pecado original es parte esencial de la naturaleza humana
(FC Ep I.17‐25 – Bente, 1921, pp. 144‐152). “Lo que fue asumido de la madre del Señor es la naturaleza, no la falta;
pero este nacimiento maravilloso de nuestro Señor Jesucristo, habiendo sucedido del vientre de la virgen, tampoco
implica que su naturaleza es diferente a la nuestra. Pues el mismo que es realmente Dios, también es realmente
hombre” (León Magno, NPNF‐2 vol. 14, pp. 341‐342). Donald Guthrie (1981, p. 235) le responde a Pannenberg
diciendo que “hacerle asumir la naturaleza humana corrompida no lo haría ser más humano, sino menos”. (Ver
también Pieper, 1950‐1957, vol. 2, pp. 75, 79‐80).
xxxviii
Algunos de los casos más paradigmáticos son el apóstol Juan (Jn 1:14; 1Jn 1:1‐4; 4:1‐3), Ignacio de Antioquía
(Ign. Tral. 9:1; Ign. Esm. 12:2), Ireneo (ANF vol. 1, p. 655‐657) y Tertuliano (ANF vol. 3, pp. 463‐465).
xxxix
Francis Pieper (1950‐1957, vol. 2, p. 92) sintetiza la comprensión de Lutero sobre la necesidad de que Cristo
sea tanto hombre como Dios de esta forma: “Si Cristo ya no es un verdadero hombre, no podemos reclamar nada
para nosotros, como Lutero nos lo recuerda (St. L. vol. 7, p. 1557), de su obra redentora, puesto que, según la
Escritura, la verdadera humanidad de Cristo era necesaria para nuestra redención (1Ti 2:5: «Un Mediador entre
Dios y los hombres, el Hombre Cristo Jesús»). Pero si Cristo no es verdadero Dios, su obra de redención no tiene
valor redentor (Ro 5:10: «Fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo»). Toda y cualquier fusión,
conversión o estrechamiento de las naturalezas deshace la persona teantrópica y la obra teantrópica.”
xl
Nestorio (monje antioqueño, elevado a la dignidad de obispo de Constantinopla en 428 dC), reconocido por su
rechazo de que María fuera “madre de Dios” (zeotókos), separó lo humano de lo divino en Cristo al punto de hacer
dos Cristos de él. En uno de sus sermones, él sostiene: “María no llevó a la divinidad… sino a un hombre,
instrumento de la divinidad, y el Espíritu Santo no hizo de la Virgen al Dios‐Palabra… sino que le edificó un templo”
(Sermón IX – citado en Smulders, 1980, p. 362). El Concilio de Éfeso (431 dC) condena a Nestorio, confirmando la
refutación de su herejía realizada por Cirilo, obispo de Alejandría: “Confesamos un Cristo y Señor… pues si
rechazamos la unión personal como imposible o inadecuada, caemos en el error de hablar de dos hijos… No
debemos, por tanto, dividir al único Señor Jesucristo en dos hijos, ni tampoco aportará a la fe saludable sostener,
como algunos lo hacen, una unión de [dos] personas, pues la Escritura no dice que la Palabra se unió a la persona
humana, sino que se hizo carne” (NPNF‐2 vol. 14, p. 273).
xli
León Magno reporta en su Tomo a Flaviano la confesión de Eutiques (superior de un monasterio de la ciudad de
Constantinopla): “Confieso que nuestro Señor era de dos naturalezas antes de la unión, pero después de la unión
confieso una naturaleza” (NPNF‐2 vol. 14, p. 344). Eutiques fue condenado por el Concilio de Calcedonia (451 dC).
xlii
San Atanasio afirma este concepto en su obra Sobre la Encarnación del Verbo (NPNF‐2 vol. 4, pp. 182‐236). León
Magno, por su parte, da voz a la fe calcedónica diciendo que “La iglesia Católica vive y avanza por esta fe: que
debemos creer en Cristo Jesús no la humanidad existe sin su verdadera divinidad, ni la divinidad sin su verdadera
humanidad” (NPNF‐2 vol. 14, p. 344).
xliii
Éste es uno de los puntos más críticos de la confrontación entre el luteranismo y toda la tradición Reformada,
que considera que, a partir de la ascensión al cielo, la naturaleza humana de Cristo quedó confinada a un espacio
limitado (la diestra del Padre), de donde no podrá salir hasta la segunda venida. La naturaleza divina, por su parte,
sostienen los reformados, sí subsiste extra carnem (sin su naturaleza humana). A esta separación de las
naturalezas se la llama el extra calvinisticum (Pieper, 1950‐1957, vol. 2, p. 124).
Lutero escribe en su Gran Confesión de 1528: “Ya que nuestro credo sostiene que Cristo es Dios y hombre, y las
dos naturalezas son una sola persona de modo que la misma persona no puede ser dividida… fuera de este
hombre no hay Dios” (OL vol. 5, p. 421). “¿Cómo es posible que Dios esté en alguna parte donde no sea hombre?
¿Cómo puede suceder sin división de la persona que Dios esté aquí sin humanidad y allí con la misma? No
tenemos, pues, dos dioses, sino sólo un Dios y él es totalmente hombre de acuerdo con una persona, a saber la del
Hijo… Si Dios y hombre es una persona… Cristo tendrá que ser hombre allí donde él es Dios” (OL vol. 5, p. 423). En
el Coloquio de Marburgo (1529), por su parte, sostiene Lutero: “No conozco otro Dios fuera de aquél que se hizo
carne ni quiero tener otro. Pues no hay otro Dios que nos pueda salvar, fuera del Dios encarnado” (Sasse, 2003, p.
191). Los teólogos luteranos posteriores, por su parte, acuñaron el principio “ni la carne fuera del Logos ni el Logos
fuera de la carne” (neque caro extra logon neque logos extra carnem – Pieper, 1950‐1957, vol. 2, p. 124).
xliv
La teología luterana normalmente identifica tres modos o géneros en que sucede esta comunicación de
atributos divinos y humanos en la persona de Cristo:
1. Genus idiomaticum = Por causa de la unión personal, las propiedades de cada naturaleza son comunicadas
a la única persona de Cristo, de modo que éste, pese a ser verdaderamente Dios, posee los rasgos
característicos, actúa y padece como humano, y, al mismo tiempo, pese a ser verdaderamente humano,
posee los rasgos característicos y efectúa las obras propias de Dios (FC DS VIII.41; Pieper, 1950‐1957, vol.
2, pp. pp. 135‐152).
2. Genus majestaticum = “la naturaleza humana en Cristo, a causa y por el hecho de haber sido unida
personalmente con la naturaleza divina de Cristo, y glorificada y exaltada a la diestra de la majestad y el
poder de Dios… recibió también ciertas prerrogativas y excelencias adicionales, y que sobrepasaban sus
propiedades naturales, esenciales y permanentes, a saber: gloria, poder y señorío sobre todo nombre que
se nombra, no sólo en este siglo sino también en el venidero (Ef 1:21). De ahí resulta que en el ejercicio
del oficio de Cristo, la naturaleza humana en Cristo es usada juntamente con la divina, en su medida y a su
manera, teniendo también su poder y eficacia, no sólo a base de y conforme a sus propiedades naturales
y esenciales o sólo hasta donde alcanza la capacidad de las mismas, sino ante todo a base de y conforme a
la majestad, gloria, poder y señorío que recibió por medio de la unión, glorificación y exaltación
personales” (FC DS VIII.51; Pieper, 1950‐1957, vol. 2, pp. 152‐243).
3. Genus apotelesmaticum = Las obras salvíficas que constituyen el oficio de Cristo no son realizadas unas
por la naturaleza humana y otras por la naturaleza divina. Todas las acciones de Cristo son simultánea y
totalmente divinas y humanas y, por tanto, únicas en su especie: salvíficas y realmente consoladoras (FC
DS VIII.46; Pieper, 1950‐1957, vol. 2, pp. 243‐271).
xlv
Ulrico Zwinglio, teólogo reformado suizo que se confrontó con Lutero particularmente en lo que respecta a la
doctrina de la presencia real de Cristo en el sacramento del altar, partiendo del axioma ya mencionado finitum non
est capax infiniti, repite la herejía de Nestorio de separar las dos naturalezas de Cristo. Esto lo lleva a sostener que,
cuando las Escrituras le atribuyen al humano Jesús propiedades divinas, no están enseñando la comunicación de
atributos, sino que allí tiene lugar una transición o intercambio de referente (alloeosis) de una naturaleza a la otra.
Consideremos cómo Zwinglio aplica su teoría de la alloeosis en su explicación de Jn 12:32‐34 (“Y yo, si fuere
levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo. Y decía esto dando a entender de qué muerte iba a morir. Le
respondió la gente: Nosotros hemos oído de la ley, que el Cristo permanece para siempre. ¿Cómo, pues, dices tú
que es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado? ¿Quién es este Hijo del Hombre?”). Explica Zwinglio:
“Vean cómo esa gente necia era más hábil de lo que somos nosotros para manejar tropos. Ellos se daban cuenta
de que al usar la expresión «ser levantado» él estaba hablando de morir. A menos que ellos negaran que Cristo
podía morir, y él mismo lo está afirmando, es evidente que aquí está haciendo una transición de lo más veloz de
una de sus naturalezas a la otra. Pues la expresión «Y yo, si fuere levantado de la tierra» contempla su naturaleza
humana, mientras que las palabras que siguen («a todos atraeré a mí mismo»), sin dudas, miran más rápido que
un rayo a su naturaleza divina” (Zwinglio, 1984, p. 324).
Lutero, por su parte, delata las implicancias de esta teoría: “dividen la persona de Cristo como si fueran dos
personas. Pues donde la aleosis existe, como aduce Zwinglio, Cristo tendrá que ser dos personas, una divina y una
humana, ya que los pasajes de la pasión los refiere solamente a la naturaleza humana excluyéndolos
completamente de la divinidad. Donde las obras son divididas y separadas, también la persona ha de ser dividida,
porque toda obra o pasión no son atribuidas a las naturalezas sino a las personas. Es la persona quien todo lo obra
y sufre, una vez según esta naturaleza y la otra, según aquella” (OL vol. 5, p. 417). “Cuídate, cuídate, digo, de la
aleosis; es la máscara del diablo porque construye finalmente un Cristo según el cual no quisiera ser un cristiano,
es decir, que Cristo no es ni hace más con su pasión y vida que otro simple santo. Si creo que sólo la naturaleza
humana ha padecido por mí, entonces Cristo es un mal salvador que necesitaría él mismo también de un salvador”
(OL vol. 5, p. 415).
xlvi
“Por lo tanto, procura no hacer de Cristo un nuevo Moisés, ni del evangelio un compendio de leyes y doctrinas…
Así, aún no tienes conocimiento del evangelio cuando conoces esas doctrinas y mandamientos (dados por Cristo y
los apóstoles a la iglesia), sino cuando viene la voz que dice: Cristo es tuyo con su vida, enseñanzas, obras, muerte
y resurrección, y con todo lo que es, tiene, hace y puede” (OL vol. 6, pp. 125‐126).
xlvii
El triple oficio (triplex munus) de profeta, sacerdote y rey es, sin dudas, el tratamiento clásico por excelencia del
tema. Un análisis relativamente comprensivo de las diferentes metáforas bajo las que el NT describe la obra
redentora de Cristo es el pequeño libro titulado Just Words, de Jacob Preus (2000). Preus identifica allí seis
imágenes cristológicas: 1) dador de vida (metáforas de creación); 2) redentor (metáforas de comercio); 3) juez
(metáforas legales); 4) mediador (metáforas relacionales); sacerdote y cordero (metáforas sacrificiales) y salvador
(metáforas de liberación). El mismo judaísmo del tiempo de Jesús representaba sus expectativas mesiánicas bajo,
por lo menos, los siguientes modelos: 1) rey y guerrero (como David); 2) profeta y legislador (como Moisés); 3) juez
celestial (el Hijo del hombre); 4) sacerdote y rey (como Melquisedek); 4) sabio y exorcista (como Salomón); 5) y
mártir reivindicado (como José, hijo de Jacob).
xlviii
Llamar “metáforas” a los modelos con los que el NT describe el oficio de Cristo no es una alternativa de las más
felices. En base a su comprensión radicalmente cristocéntrica de la realidad, Lutero sostiene que, en el caso de las
aseveraciones bíblicas particularmente referentes a Cristo y su obra, éste (Cristo) es la verdadera esencia o
acepción de los términos a él aplicados. Así, por ejemplo, cuando Cristo dice “yo soy la vid”, “la palabra vid se
transforma en un tropo [metáfora] o en una nueva palabra que no puede referirse en sentido inverso a la vieja vid
[la planta] que es semejanza de la nueva [Cristo], sino que señala hacia adelante a la verdadera vid nueva que no
es símil. Pues Cristo no es semejante a la vid, sino que la vid es semejante a Cristo” (OL vol. 5, p. 447). Ésta no
solamente es una atractiva teoría subversiva en el campo de la lingüística con la que Lutero buscó complicar el
argumento de Eclampadio a favor de una interpretación figurada de las palabras de la institución. Cristo como
matriz de la realidad es un concepto claramente bíblico (Col 1:16), por lo que la postura de Lutero demanda seria
consideración. En esta misma línea de pensamiento, sostiene Jacob Preus (2000, p. 29): “Dios no es una metáfora;
él es real. Las descripciones de Dios que tenemos en la Escritura no son metafóricas. Dios realmente es Padre,
aunque de un modo mucho más profundo y perfecto de lo que alguna vez hayamos visto o podamos imaginar.”
(Ver también arriba, nota xxvii.)
xlix
Estamos dejando de lado aquí un sinnúmero de imágenes, conceptos y estampas cristológicas y soteriológicas.
Quizá, el hueco más notable en nuestra presentación es el que tiene que ver con el oficio profético y revelador de
Cristo, quien, como Palabra, se hace carne para revelar al Padre y sacar a la luz el misterio del evangelio. Esta
revelación no solamente sucede por medio de la predicación y enseñanza de Cristo, sino también de cada estadío
de su intervención en la historia: encarnación, bautismo, ministerio público de anuncio, enseñanza y portentos,
crucifixión, resurrección y envío de sus apóstoles a predicar el evangelio.
l
Este modelo sustitutorio de redención ha sido atacado desde que el evangelio es evangelio. A la sustitución en sí
se le opuso un concepto de redención centrado en una justicia propia o inherente en el humano. La lista de
exponentes de esta teoría es interminable, destacándose el cristianismo judaizante, el catolicismo antiguo con sus
conceptos de mérito y justicia habitual, el pelagianismo, el sinergismo o semi‐pelagianismo del tiempo de la
Reforma, el pietismo protestante y toda la teología liberal que “estalla” a partir del Iluminismo. En su clasificación
de teorías sobre reconciliación, Gustaf Aulén (1931) denomina a esta oposición al concepto sustitutorio de
redención “teoría subjetiva” (articulada particularmente por Pedro Abelardo). Cristo es reducido aquí a la función
de maestro o de ejemplo de martirio.
Ahora bien, cualquiera de las dos formas con las que expusimos aquí el modelo sustitutorio (comprensión forense
y el sacrificio expiatorio) ha sido objeto de un ataque intenso y creciente durante los últimos siglos. La
comprensión forense de la redención es entendida como la tergiversación del evangelio producida por el
catolicismo occidental que reformula la doctrina bíblica según los moldes conceptuales de la jurisprudencia
romana. Aulén (1931) llama a esta versión de la redención “teoría latina”, y traza una línea de sucesión entre
Tertuliano, Cipriano, Anselmo de Canterbury, Melanchton y Calvino. Es indiscutible que la afección occidental por
lo jurídico fue un factor determinante en la comprensión de la redención dominante en esta parte de la iglesia,
orientación ésta que contrasta claramente con el énfasis oriental en la divinización del humano (qeopoi,hsij o
qe,wsij – McGrath, 1998, p. 3). No obstante ello, como sostiene Peter Scaer (2008, p. 229), “temas tales como la
justicia de Dios, la culpa del humano, la necesidad de satisfacción, el pago de las deudas, ser justificado y estar
delante de Dios en su corte son también absolutamente bíblicos.” Por último, el concepto del sacrificio
propiciatorio (la necesidad de que haya derramamiento de sangre para que suceda la expiación) suena a oídos de
la teología liberal y, particularmente las teologías feminista y antiimperialista, como marca de primitivismo
supersticioso y patriarcalismo opresivo (Carlson Brown & Parker, 1989; Finlan, 2005).
li
Gustaf Aulén (1931) reivindica esta comprensión de la redención como dominante no solamente en la teología
bizantina, sino también en los padres de la iglesia antigua y en Lutero mismo. Por cierto, el segundo artículo del
Credo es explicado en los dos catecismos de Lutero bajo esta misma luz (CMe II.4; CMa II.27‐31). El grave error que
comete Aulén es entender al modelo del Christus victor, al que él llama “la idea clásica”, en oposición y mutua
exclusión con el modelo sustitutorio y forense. La misma cita que hace Aulén del teólogo bizantino expone el error
de su propio: “¿Salvación de qué? ¿Del pecado o de la muerte? A los teólogos occidentales les gusta poner este
contraste y aseveran que los ortodoxos ponen a la muerte en primera plana, en vez del pecado. Pero esto es
difícilmente cierto. La Ortodoxia es propensa, es cierto, a concebir al pecado original como el resultado del primer
pecado y a la muerte como la paga por el pecado; no obstante, como ha sido dicho, desde un punto de vista
empírico, uno no está separado del otro; donde hay pecado, también hay muerte, y viceversa… Para el ortodoxo la
pregunta «¿Por qué salvación?» es muy clara: A fin de que seamos libres del pecado y de la muerte, a fin de
derribar el muro de partición entre Dios y los hombres, para entrar en una comunión íntima y completa con Dios,
para ser uno con él” (Zankow, 1929, pp. 49‐50 – citado en Aulén, 1931, pp. 22‐23).
lii
“Si el humano no hubiese derrotado al enemigo del humano, el enemigo no habría sido vencido de un modo
justo. Otra vez, si Dios no hubiese conferido la salvación, no la tendríamos de un modo seguro. Y si el humano no
se hubiese unido a Dios, no sería capaz de participar de la inmortalidad. Pues el mediador entre Dios y el hombre
debe, por medio de su relación con ambos, unir en amistad y concordia a los dos juntos, a fin de que le pueda
presentar a Dios los humanos y que el humano pueda aprender a conocer a Dios” (Ireneo, Adversus Haeresies III.18
– ANF vol. 1, 646).
liii
Lutero explica la victoria de Cristo sobre el poder antagónico de la ley (en línea con Gá 4:4‐5) utilizando la imagen
que Juan Crisóstomo acuñó con referencia al diablo: “Oyeron que Cristo fue atrapado en la misma esclavitud en la
que estamos sujetos, fue puesto bajo la ley, fue un hombre pleno de toda gracia, justicia, etc., pleno de vida, sí, él
fue incluso la vida misma. Pero ahora viene la ley y se arroja encima suyo y pretende tratar con él como con los
demás humanos. Cristo ve esto y deja que el tirano lleve adelante su deseo con él, permite que el reproche por
toda culpa caiga en su contra como un maldito, sí, lleva por nombre que él mismo es la maldición, y va a sufrir por
esta causa, muere y es sepultado. Ahora, piensa la ley, él está vencido; pero no tiene idea de que se ha equivocado
muy gravemente y que ha condenado y acogotado al hijo de Dios; y, como ahora [la ley] ha juzgado y condenado al
que no tiene culpa y sobre el que no tiene autoridad, debe, a cambio, ser tomada, hecha cautiva, crucificada y
debe perder todo su poder, quedando así bajo los pies de aquél a quien había condenado” (WA vol. 23, p. 709).
liv
El lenguaje típico neotestamentario de nueva creación, nuevo nacimiento, adopción‐filiación y estar “en Cristo”
(evn Cristw/)| , entre otros conceptos, tienen una evidente relación con este modelo de redención.
lv
Un gran cometido de la teología liberal es demostrar que Lutero no entendió correctamente a Pablo. Dos son las
vías más significativas por las que se mueve este intento: 1) Se arguye que Pablo no entendió al concepto de
“justicia” (dikaiosu,nh) desde una perspectiva forense, sino desde la perspectiva bélica y vindicativa de la raíz
hebrea qdc (McGrath, 1998, pp. 7‐16). Así, la justificación por la fe, más que hablar del veredicto divino por el que
el pecador es perdonado e imputado con la justicia de Cristo, habla de la intervención liberadora por medio de la
que Dios reivindica. 2) Desde otro frente se cuestiona la centralidad que el luteranismo le atribuyó a la doctrina de
la justificación en el pensamiento paulino. Aunque de un modo radical, Albert Schweizer (1930, p. 220) representa
esta postura: “La doctrina de la justificación por la fe es un crácter subsidiario que se ha formado en la periferia del
cráter principal: la doctrina mística de la redención a través del «estar en Cristo».”
lvi
Ver arriba, nota l [número 50 en romano].
lvii
En abierta oposición a este concepto se la comprensión católica de la justificación como acto médico. El Concilio
de Trento sostiene que la justificación no sólo incluye el acto forense de “la remisión de pecados, sino también la
santificación y la renovación del hombre interior por medio de la recepción voluntaria de la gracia y de los dones
por los que el hombre injusto se vuelve justo y pasa a ser de enemigo a amigo [de Dios]” (Sesión VI.7 – Clerus,
2007). Así, no es el pecador el que es justificado, sino aquel que ya presenta en sí mismo una justicia que, aunque
incipiente (justitia inchoata), constituye la base sobre la que Dios como juez dicta el veredicto favorable.
Básicamente en la misma línea se posicionó el teólogo luterano Andreas Osiander, quien en 1549 rechaza la
comprensión forense de la justificación, considerándola como un sacramentalismo y dogmatismo muerto que
promueve el deterioro moral de la iglesia. Osiander propone, entonces, que la justificación es el proceso por el que
Dios no nos declara justos, sino que nos transforma en justos (iustum efficere). Y es por esta justicia divina que
habita en el creyente (iustitia Dei inhabitans) que somos contados como justos. “Según Osiander, el criterio por el
que el humano juzga la divina disposición de gracia hacia él es la transformación interna que el Dios que reside en
su interior obró en él [el cristiano]. De este modo, así como Roma, él [Osiander] basa la certeza del perdón de
pecados en la santificación y las buenas obras” (Pieper, 1950‐1957, vol. 2, p. 529). Esta herejía es refutada en FC III.
lviii
En su escrito Las dos Clases de Justicia de 1519, Lutero distingue entre “nuestra propia justicia” (como frutos de
la justificación) y la “justicia ajena” de Cristo (su obediencia, que nos es imputada en la justificación). Merecen ser
citados algunos de los conceptos allí vertidos: “La primera es la justicia ajena, que es la justicia de otro, infundida
desde afuera. Ésta es la justicia de Cristo por la que él justifica por medio de la fe… Esta justicia, entonces, es dada
a los hombres en el bautismo y cuando sea que ellos son verdaderamente penitentes. Así pues, un hombre puede
jactarse confiadamente en Cristo y decir: «Míos son la vida, la obra y las palabras de Cristo, su sufrimiento y su
muerte; tan míos como si yo mismo hubiese vivido, hecho, dicho, sufrido y muerto como él lo hizo»” (LW vol. 31,
p. 297). “Esta justicia es primaria, es la base, la causa, la fuente de toda nuestra justicia actual. Pues es la justicia
dada en lugar de la justicia original perdida en Adán… Así pues, esta justicia ajena infundida en nosotros por gracia
y sin nuestras obras… es puesta en oposición al pecado original que, igualmente ajeno, hemos adquirido sin
nuestras obras, solamente por nacimiento” (LW vol. 31, pp. 298‐299). En la introducción al argumento de la carta a
los Gálatas, Lutero contrasta a esta justicia con la justicias política, ceremonial y la de la ley y la que llama “justicia
pasiva” (passiva iustitia), “pues aquí no obramos nada ni le presentamos nada a Dios; solamente recibimos y
padecemos a un «otro» que obra en nosotros, a saber: Dios” (LW vol. 26, p. 5).
lix
Robert Preus (1997, pp. 79‐80) marca una distinción fundamental entre esta fe, como instrumento receptor en el
acto de la justificación, y todo otro tipo de acepción de la fe: fe como virtud del creyente, fe como corpus
doctrinae. La fe “que nos hace santos y justos delante de Dios” (ACA IV.61 – texto alemán) es definida propiamente
por las Confesiones como “confianza (fiducia) en Dios y en sus promesas” (ACA IV.330, 381; CMa III.89).
lx
“Para una mejor comprensión de este tema, suelo quitarme de encima cualquier idea de que existe alguna
cualidad en mi corazón [que hace posible la conversión o justificación], ya sea que se llame fe o amor, y en su lugar
coloco a Cristo y digo: él es mi justicia” (Lutero – citado en Pieper, 1950‐1957, vol. 2, pp. 440‐441). “«La fe es por el
oír». Esto nos permite sacar la conclusión de que la fe justifica, porque si la justificación se efectúa sólo por la
palabra, y la palabra sólo se aprehende por la fe, se sigue que la fe justifica” (ACA IV.67). “Estos tesoros nos los
ofrece el Espíritu Santo en la promesa del santo evangelio; y la fe es el único medio por el cual nos asimos de ellos”
(FC DS III.10). “Somos, más bien, justificados por fe, en cuanto que ella aprehende a Cristo, quien nos fue hecho
justicia por Dios, santificación y redención, y en cuanto que la fe en cuestión se aplica a sí misma el mérito de
Cristo” (Jacob Heerbrand – citado en Preus, 1997, pp. 95‐96).
lxi
Irónicamente, el propio Melanchton, que en 1531 justifica la traducción de Lutero de Ro 3:28 señalando que con
el sola [solamente por la fe] “excluímos la idea del mérito” (ACA IV.73), casi 30 años más tarde, en su edición de
1559 del Loci Communes ubica a la fe como la tercera causa efficiens de la justifcación (junto con la palabra de Dios
y el Espíritu Santo) y la transforma así en obra humana y meritoria (Elert, 1962, pp. 99‐101). Es contra esta
perversión sinergista que FC DS III.13 aclara que la fe justifica “no porque sea una obra tan buena o una virtud tan
ilustre, sino porque acepta y se apropia los méritos de Cristo que son ofrecidos en el evangelio”.
lxii
En sus Tesis sobre Fe y Ley de 1535, Lutero señala que la marca propia de la fe verdadera es el hacer suyas las
promesas del evangelio. Así dice en la Tesis 12: “esta fe [verdadera], como lo hemos planteado, se apropia de
Cristo, el que murió por nuestros pecados y se levantó otra vez para nuestra justificación” (LW 34, p. 110). Otras
formulaciones representativas pueden ser las dos siguientes citas de sermones: “La fe consiste en que creamos
firmemente que Cristo, el hijo de Dios, estuvo en nuestro lugar y llevó todos nuestros pecados sobre su nuca, y es
la satisfacción eterna por nuestros pecados e hizo expiación por nosotros para Dios el Padre; el que cree esto tiene
un lugar también en este sacramento y ni el diablo, el infierno o el pecado pueden hacerle daño. ¿Por qué? Porque
Dios es su defensa y su ayuda y si yo he creído así, entonces sé que con seguridad Dios pelea por mí en contra del
diablo, la muerte, el infierno y el pecado que pueden dañarme; éste es el gran e inestimable tesoro que nos es
dado en Cristo” (WA vol. 10/3, p. 49). “[E]sa fe que es correcta, rica en gracia, demandada por la palabra y los actos
de Dios, es que creas firmemente que Cristo ha nacido para ti, que su nacimiento es tuyo y llegó a suceder en tu
beneficio” (LW vol. 52, p. 14).
lxiii
De aquí la conexión constante que se hace entre la palabra y cualquiera de los dones de salvación: es por la
palabra que tenemos el Espíritu (Gá 3:2), la fe (Ro 10:17), la justificación (Ro 8:30), la purificación (Ef 5:26), la vida
eterna (Fil 2:16).
lxiv
Nótese el marcado tono escatológico con el que Lutero relata su hallazgo del evangelio (del sentido propio de la
frase “justicia de Dios” en Ro 1:17): “Yo odiaba la frase «justicia de Dios», porque por el uso y la costumbrede
todos los doctos se me había enseñado a entenderla filosóficamente como la llamada justicia formal o activa, por
la cual Dios es justo y castiga a los pecadores y a los injustos… No amaba, sino más bien odiaba a ese Dios justo que
castiga a los pecadores… Entonces Dios tuvo misericordia de mí. Día y noche yo estaba meditando para
comprender la conexión de las palabras, es decir: «La justicia de Dios se revela en él [el evangelio], como está
escrito: el justo por la fe». Ahí empecé a entender la justicia de Dios como una justicia por la cual el justo vive
como por un don de Dios, a saber, por la fe. Noté que esto tenía el siguiente sentido: por el Evangelio se revela la
justicia de Dios, la justicia «pasiva», mediante la cual Dios misericordioso nos justifica por la fe, como está escrito:
«El justo vive por la fe». Ahora me sentí totalmente renacido. Las puertas se habían abierto y yo había entrado en
el paraíso. De inmediato toda la Escritura tomó otro aspecto para mí… Si antes había odiado con gran encono la
frase «justicia de Dios», con tanto más amor la ensalcé ahora porque me resultaba dulcísima. De este modo aquel
pasaje de Pablo fue para mí la puerta del paraíso” (OL vol. 1, pp. 337‐338).
lxv
“De la misma manera, es preciso conservar el orden entre la fe y las buenas obras e igualmente entre la
justificación y la renovación o la santificación. Las buenas obras no anteceden a la fe, ni tampoco la santificación
antecede a la justificación sino que primero el Espíritu Santo enciende la fe en nosotros en la conversión. La fe se
apropia la gracia de Dios en Cristo, y por esta gracia la persona es justificada. Luego una vez que la persona es
justificada, es también renovada y santificada por el Espíritu Santo, y de esa renovación y santificación surgen
después los frutos en forma de buenas obras. Esto no ha de entenderse como si la justificación y la renovación
estuviesen separadas la una de la otra de tal modo que la fe genuina no pudiese existir y continuar por un tiempo
juntamente con una inclinación hacia lo malo, sino que aquí sólo queremos indicar el orden como una antecede o
sigue a la otra” (FC DS III.40‐41a).
“Concedemos por cierto que también es menester instruir respecto al amor y las buenas obras, pero de tal manera
que éste se haga cuándo y donde sea necesario, es decir, cuando se trata de las buenas obras fuera del artículo de
la justificación. Aquí empero, el asunto principal de que se trata no es si debemos también hacer buenas obras y
ejercer el amor, sino por qué medios podemos ser justificados delante de Dios y ser salvos. Y sobre este asunto no
podemos menos que responder con San Pablo (Ro 3:28): Somos justificados delante de Dios por medio de la fe
únicamente y no por las obras de la ley o por el amor, como nos acusan falsamente los adversarios, sino que no
permitimos ser desviados, como lo desea Satanás, del asunto principal de que se trata aquí para entrar en otro
asunto completamente ajeno. Por consiguiente, en tanto que versamos sobre este artículo de la justificación,
tenemos que rechazar y condenar las obras; pues el carácter de este artículo es tal que no puede permitir intrusión
alguna por parte de las obras. Por lo tanto, en este artículo suprimimos todo lo que es ley y obras de la ley” (LW
vol. 26, p. 137).
lxvi
“[L]a justificación no viene por medio de obras, sino solamente de la fe sin obra alguna, no [viene] en partes,
sino en un único paquete; pues el testamento incluye todo: justificación, salvación, herencia y propiedad. Y todo
esto es poseído de una vez por medio de la fe, no de a poco” (WA vol. 10/1/1, p. 343).
Otro aspecto de la unidad inseparable entre el acto forense de la justificación y el resto de nuestra historia de
salvación es que, desde un punto de vista cronológico o empírico, todo el don de salvación es entregado y
realizado por Dios al mismo tiempo. Johannes Quenstedt utiliza para esto el mismo concepto del “punto
matemático” con el que Lutero distingue a la justificación del resto de nuestra nueva vida: “La justificación, la
unión con Cristo y la renovación, todas suceden al mismo tiempo, pues su unidad es mayor que la de un punto
matemático: no pueden ser separadas ni divorciadas. No obstante, según nuestro modo de concebirlas (desde el
punto de vista de la noción), la regeneración [la generación de la fe] y la justificación preceden a la unio mystica”
(Quenstedt – citado en Pieper, 1950‐1957, vol. 3, p. 8 nota 9).
lxvii
“Progresar no es otra cosa que comenzar siempre” (WA vol. 4, p. 350), sostiene Lutero, por el hecho que “la
justificación por la fe representa el clímax de la vida terrena del hombre, ya que, en cuanto hombre, en esta vida
no puede obtener un estatus mayor” (Pieper, 1950‐1957, vol. 2, p. 405). En la misma línea, el Reformador expone
cómo el bautismo llega a completarse en aquel día de nuestra muerte: “El sacramento o signo del bautismo se
realiza pronto, como lo veremos con nuestros ojos. Pero la significación, el bautismo espiritual, el ahogamiento del
pecado, dura mientras vivamos. Sólo se consume en la muerte. En ella, el hombre se sumerge de veras en el agua
bautismal y se efectúa lo que el bautismo significa. Por ello, toda esta vida no es otra cosa que un continuo
bautizar espiritual hasta la muerte… Así la vida de un cristiano no es sino un comienzo de morir dichosamente,
desde el bautismo hasta el sepulcro” (OL vol. 6, p. 226).
lxviii
“La directiva según la que deben ser hechas y evaluadas las buenas obras es la palabra de la ley divina, la que
contiene la más perfecta regla de la justicia divina y prescribe tanto aquello que debe ser hecho como aquello que
debe quedar sin hacer” (Quenstedt – citado en Pieper, 1950‐1957, vol. 3, p. 38).
lxix
Propone Lutero en la tesis 16º de La Disputación de Heidelberg: “El hombre que crea tener la voluntad de
alcanzar la gracia haciendo aquello que él es en sí mismo, agrega pecado sobre pecado, de modo tal que
permanece doblemente culpable” (OL vol. 1, p. 30). “En estas condiciones, las obras buenas del hombre aquel son
doblemente malas: primero porque no emanan de una voluntad buena, lo que les da el carácter de malas;
segundo, porque con una soberbia sin igual son declaradas buenas y defendidas como tales” (OL vol. 10, pp. 122‐
123).
lxx
Esta nueva obediencia sólo es posible en el marco de la fe, porque sólo allí Dios se nos revela como Padre, nos
da a conocer lo que es bueno ante sus ojos y se complace en nosotros y en nuestras obras por causa de Cristo (CA
VI.1b). Es allí, en el marco de la fe, donde el Espíritu Santo engendra en nosotros el amor y la capacidad ante
voluntad de Dios (CA VI.1c). Es sólo allí, en el marco de la fe, donde tenemos a Cristo y su justicia perfecta, que
siguen teniendo que cubrir no solamente nuestra desobediencia, sino también nuestra obediencia, siempre
corrompida y condenable por nuestro pecado (CA VI.2‐3).
lxxi
La fe es una obra divina en nosotros que nos transforma y nos hace nacer de nuevo de Dios… mata al viejo Adán
y nos hace ser un hombre distinto de corazón, de ánimo, de sentido y de todas las fuerzas, trayendo el Espíritu
Santo consigo. La fe es una cosa viva, laboriosa, activa, poderosa, de manera que es imposible que no produzca el
bien sin cesar. Tampoco interroga si hay que hacer obras buenas, sino que antes que se pregunta las hizo (OL vol
10, p. 15).
lxxii
“Esto [lo que dice ACA XX.13 sobre 2P 1:10 (de hacer firme la vocación por medio de las obras)], en cambio, no
quiere decir que la fe sola al principio se apodera de la justicia y la salvación y más tarde entrega su oficio a las
obras como si éstas en lo sucesivo tuviesen que conservar la fe, la justicia recibida y la salvación. Pero a fin de que
la promesa, no sólo de recibir, sino también de retener la justicia y la salvación, nos pueda ser firme y segura, San
Pablo, en Romanos 5:2, atribuye a la fe no sólo la entrada en la gracia, sino también que perseveremos en esa
gracia y nos gloriemos en la bienaventuranza futura; o expresado en otras palabras, atribuye a la fe sola, el
comienzo, el medio y el fin” (FC DS 4.34). Por esto Francis Pieper sostiene que “la lucha del espíritu en contra de la
carne no apunta a una mejora o reforma, sino a la crucifixión y mortificación de la carne” (1950‐1957, vol. 3, pp.
15‐16).
lxxiii
“La ley que los cristianos cumplen por fe es la ley cumplida en y por Cristo, que es el verdadero Adán de Dios, el
Hombre universal, a partir de quien Dios construyó para sí una nueva humanidad. El cristiano ya no es cristiano en
lo externo, mirando a un Dios que le prohíbe y lo castiga, sino que queda incluido en Cristo, el principio y el fin de
la ley. En Cristo la demanda de la ley es cumplida, esto es: él es el evangelio” (Scaer, 2008, p. 65).
lxxiv
“Un hombre piadoso peca en todas sus buenas obras” (Lutero – citado en Pieper, 1950‐1957, vol. 3, p. 35).
lxxv
Éste, por cierto, es el sentido original de la frase koinwni,a tw/n a`gi,wn (tw/n a`gi,wn, genitivo del neutro plural ta.
a`gi,a con el que la iglesia oriental designa a los sacramentos) que entró en el símbolo latino como sanctorum
communio, y que terminó siendo entendido por la iglesia occidental como referente a la unidad de los santos que
conforman la iglesia (Kelly, 2006, pp. 388‐397; Elert, 1966, pp. 15‐22, 209‐223). Es realmente notable que, pese a
no contar con este dato histórico descubierto recién durante el siglo XX, tanto Lutero, en su explicación del Tercer
Artículo del Credo (CMa II.34‐62) como Melanchton (ACA VII‐VIII.7‐8) hacen todo lo posible por conectar la frase
“la comunión de los santos” con los sacramentos.
lxxvi
Severino Croatto (2002, p. 43) caracteriza de este modo la búsqueda existencial que es volcada en la
experiencia de lo sagrado: “el ser humano persigue el nivel positivo (… [ser, vida, fuerza, orden y conocimiento]),
pero para eso debe liberarse de lo negativo que son la nada, la muerte, la impotencia, el caos y la nesciencia.
Ahora bien, porque esto es tan existencial y fundamental, lo es también en la experiencia religiosa: porque es
humana, es la del ser humano contingente y sujeto a todos los riesgos de la finitud. El «plus» que otorga la vivencia
religiosa es justamente la referencia a otra Realidad: la trascendente.”