Lorrie Moore CÓMO HACERSE ESCRITORA

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Lorrie Moore, Cómo hacerse escritora (1985)

En primer lugar, intenta ser alguna otra cosa, lo que sea. Estrella de cine-
astronauta. Estrella de cine-misionera. Estrella de cine-maestra de jardín de
infancia. Presidenta del mundo. Fracasa estrepitosamente. Lo mejor es que
fracases a edad temprana, a los catorce años, digamos. La desilusión
temprana, grave, es necesaria para que a los quince años puedas escribir
largas secuencias de hai-kus sobre el deseo frustrado. Es un estanque, una flor
de cerezo, un viento que roza el ala de la alondra que vuela hacia la montaña.
Cuenta las sílabas. Enséñaselo a tu madre. Ella es dura y práctica. Tiene un
hijo en Vietnam y un marido que quizá tenga una aventura con otra. Es
partidaria de vestir de marrón porque disimula las manchas de la piel. Echará
una ojeada a lo que has escrito y después te volverá a mirar con cara tan
inexpresiva como una rosquilla. Te dirá: «¿Y si vacías el lavaplatos?». Aparta
la vista. Echa los tenedores al cajón de los tenedores. Rompe sin querer un
vaso de los que regalan en las gasolineras. Ese es el dolor y el sufrimiento que
se requiere. Y eso es sólo el comienzo.

En tu clase de Lengua y Literatura del instituto, mira la cara del señor Killian.
Llega a la conclusión de que las caras son importantes. Escribe unos tercetos
sobre los poros. Esfuérzate. Escribe un soneto. Cuenta las sílabas: nueve,
diez, once, trece. Decide experimentar con la ficción. En esto no hay que contar
las sílabas. Escribe un cuento corto acerca de una pareja de ancianos que se
matan el uno al otro de un tiro por accidente, a consecuencia de una avería
inexplicable de una escopeta de caza que una noche aparece misteriosamente
en su cuarto de estar. Dáselo al señor Killian como trabajo de fin de curso.
Cuando te lo devuelve, ves que ha escrito: «Algunas de tus imágenes están
muy bien, pero no tienes sentido del argumento». Cuando estés en casa, en la
intimidad de tu dormitorio, escribe a lápiz con letras tenues bajo sus
comentarios en tinta negra: «Los argumentos son para los muertos, cara de
cráter».

Coge todos los trabajos de canguro que puedas. Los niños se te dan de
maravilla. Te adoran. Les cuentas cuentos sobre viejos que se mueren de
manera absurda. Les cantas canciones como Las campanillas azules de
Escocia, su favorita. Y cuando están en pijama y han dejado de pellizcarse por
fin, cuando están bien dormidos, lees todos los manuales sobre la vida sexual
que hay en la casa y te preguntas cómo es posible que alguien pueda hacer
esas cosas con alguien a quien ama de verdad. Quédate dormida en una
butaca leyendo el Playboy del señor McMurphy. Cuando lleguen los McMurphy,
te darán un golpecito en el hombro, mirarán la revista que tienes en las rodillas
y sonreirán. Te darán ganas de morirte. Te preguntarán si Tracey se ha tomado
su medicina como es debido. Explícales que sí, que se la ha tomado, que le
prometiste que le contarías un cuento si se la tomaba como una niña mayor y
que al parecer ha dado muy buen resultado.
—¡Oh, maravilloso! —exclamarán.
Intenta sonreír con orgullo.
Matricúlate en la universidad para estudiar psicología infantil.

En los estudios de psicología infantil tienes varias optativas. Siempre te han


gustado los pájaros. Apúntate a una cosa que se llama «Estudio ornitológico de
campo». Se reúnen los martes y los jueves a las dos. Cuando el primer día de
clase llegas al aula 134, todo el mundo está sentado alrededor de una mesa de
seminario hablando de las metáforas. Has oído hablar de ellas. Después de un
rato corto, insoportable, levanta la mano y pregunta con timidez:
—Perdón, ¿no es esto Ornitología Uno?
La clase se interrumpe y todos se vuelven a mirarte. Parece que todos tienen
una única cara, gigante y vacía como un reloj destrozado. Alguien con barba
dice con voz atronadora:
—No, esto es Creación Literaria.
Replica:
—Ah, bueno. —Como si quizá lo supieras desde el primer momento.
Mira tu horario de clases. Pregúntate cómo demonios has ido a parar allí. Por lo
visto, el ordenador ha cometido un error. Empiezas a levantarte para irte pero
no te vas. Esta semana hay unas colas inmensas en secretaría. Quizá deberías
seguir adelante con este error. Quizá tu creación literaria no sea tan mala.
Quizá sea el destino. Quizá fuera esto lo que quería decir tu padre cuando dijo:
—Estamos en la era de los ordenadores, Francie, estamos en la era de los
ordenadores.

Llega a la conclusión de que te gusta la vida de la universidad. En la residencia


conoces a mucha gente agradable. Algunos son más listos. Y observas que
algunos son más tontos que tú. Por desgracia, seguirás viendo el mundo
exactamente en estos términos durante el resto de tu vida.

La tarea de esta semana en Creación Literaria es narrar un suceso violento.


Presenta un relato en el que cuentas un viaje en coche con tu tío Gordon y otro
sobre dos ancianos que se electrocutan por accidente cuando intentan
encender una lámpara de escritorio que tiene una conexión suelta. El profesor
te las devolverá con comentarios: «Buena parte de lo que escribes posee
soltura y energía. Pero tienes un concepto absurdo de lo que es un
argumento». Escribe otro relato sobre un hombre y una mujer que, ya en el
primer párrafo, pierden accidentalmente la parte inferior del tronco por una
explosión de dinamita. En el segundo párrafo se compran entre los dos un
puesto de helados de yogur con el dinero del seguro. Hay seis párrafos más.
Lo lees todo en voz alta en la clase. No le gusta a nadie. Dicen que tienes un
sentido del argumento escandaloso e incompetente. Después de la clase,
alguien te pregunta si estás loca.

Llega a la conclusión de que quizá debas dedicarte a las comedias. Empieza a


salir con un chico divertido, con un chico de aquellos que, cuando estabas en el
instituto, decía que tenían «un sentido del humor estupendo», y que ahora los
de tu clase de Creación Literaria llaman «el autodesprecio que hace surgir las
formas cómicas». Apúntate todos sus chistes, pero no se lo digas. Inventa
anagramas del nombre de su antigua novia y pónselos como nombre a todos
tus personajes con desajustes sociales. Dile que su antigua novia sale en todos
tus cuentos y verás entonces lo divertido que puede ser, verás el gran sentido
del humor que puede llegar a tener.

Tu tutor de psicología infantil te dice que estás descuidando las asignaturas de


tu especialidad. Debes dedicar la mayor parte de tu tiempo a los estudios de tu
especialidad. Di que sí, que lo entiendes.

En los seminarios de Creación Literaria de los dos años siguientes, todo el


mundo sigue fumando cigarrillos y preguntando las mismas cosas: «Pero
¿funciona?». «¿Por qué debe importarnos este personaje?». «¿Te has ganado
este cliché?». Parecen preguntas importantes.
Los días que te toca a ti, miras a los demás con esperanza mientras leen tus
fotocopias en busca de un argumento. Después ellos te miran a ti, respiran
hondo y te sonríen con amabilidad.

Pasas demasiado tiempo hundida y desmoralizada. Tu novio te recomienda


que realices paseos en bicicleta. Tu compañera de habitación te recomienda
que cambies de pareja. Te dicen que te estás automutilando y que pierdes
peso, pero sigues escribiendo. La única felicidad que tienes es escribir algo
nuevo, en plena noche, con las axilas húmedas, el corazón palpitante, algo que
no ha visto nadie todavía. Sólo tienes esos momentos breves, frágiles, no
probados, de regocijo en los que lo sabes: eres un genio. Comprende lo que
debes hacer. Cambia de especialidad. Los niños de tus prácticas de guardería
se llevarán una desilusión, pero tienes una vocación, un impulso, un engaño,
un hábito desafortunado. Como diría tu madre, te has juntado con malas
compañías.
¿Por qué escribir? ¿De dónde sale la escritura? Son cuestiones que te debes
plantear. Como ¿de dónde sale el polvo?; o ¿por qué hay guerra?; o, si hay
Dios, ¿por qué se ha quedado cojo mi hermano?
Son preguntas que te guardas en la cartera, como tarjetas de visita. Tu
profesor de Creación Literaria dice que son preguntas que está bien que te
plantees en tus diarios, pero rara vez en tus obras de ficción.
En este semestre de otoño, el catedrático de Creación Literaria hace hincapié
en el poder de la imaginación. Lo cual significa que no quiere largos relatos
descriptivos de tu acampada de julio pasado. Quiere que empieces en un
contexto realista pero que lo cambies después. Como una nueva combinación
del ADN. Quiere que dejes volar las velas de tu imaginación, que se hinchen al
viento. Es una frase de Shakespeare.

Cuéntale a tu compañera de habitación tu gran idea, tu gran ejercicio de poder


imaginativo: una adaptación de Melville a la vida contemporánea. Tratará de la
monomanía y del mundo de los seguros de vida en Rochester, estado de
Nueva York, donde el pez grande se come al chico. La primera frase será
«Llamadme Pescael», y su protagonista será un marido menopáusico de un
barrio residencial llamado Richard, que está siempre de un lado para otro y por
esa razón Elaine, su mujer, ingeniosa, lo llama «Móvil Dick». Dile a tu
compañera de habitación: «Móvil Dick, ¿lo pillas?». Tu compañera de
habitación te mira con la cara tan inexpresiva como un kleenex. Se acerca a ti
en plan amiga y te pasa un brazo por esos hombros en los que llevas tanta
carga.
—Mira, Francie —dice, hablando tan despacio como en una sesión de
fonoterapia—. Vamos a salir a tomarnos una buena cerveza.
•••
Tampoco les resulta convincente a los del seminario. Sospechas que empiezan
a tenerte lástima. Te dicen:
—Debes pensar en lo que pasa. ¿Qué se explica aquí?

En el semestre siguiente, el catedrático de Creación Literaria está obsesionado


por la escritura a partir de vivencias personales. Debes escribir sobre lo que
sabes, sobre lo que te ha pasado. Quiere muertes, quiere acampadas. Piensa
en tus vivencias. En tres años te han ocurrido tres cosas: has perdido la
virginidad, tus padres se han divorciado y tu hermano volvió de un bosque a
dieciséis kilómetros de la frontera camboyana sólo con medio muslo y una
mueca permanente alojada en un ángulo de la boca.
Sobre lo primero, escribes: «Creó un espacio nuevo, que dolía y gritaba en una
voz que no era la mía, “Ya no soy la misma, pero estaré bien”».
Sobre lo segundo escribes un relato complicado acerca de un matrimonio de
ancianos que se encuentran una mina desconocida en su cocina y explotan
accidentalmente. Lo titulas: «En la salud o en la encimera».
Sobre lo último no escribes nada. Para eso no hay palabras. No encuentras
palabras.

En los cócteles de estudiantes, la gente te dice: «Vaya, ¿escribes? ¿Sobre qué


escribes?». Tu compañera de habitación, que ha tomado demasiado vino,
demasiado poco queso y ninguna galleta salada, suelta:
—Ay, Dios mío, siempre escribe del tonto de su novio.
Más adelante, a lo largo de tu vida, aprenderás que los escritores no son más
que textos abiertos, impotentes, que carecen de una verdadera comprensión
de lo que han escrito, y que por lo tanto deben creerse en parte todo y
cualquier cosa que digan de ellos. Pero aún no has llegado a esa etapa de
crítica literaria. Te pones rígida y dices: «No es verdad», del mismo modo que
lo dijiste cuando una compañera de cuarto de primaria te acusó de que ibas a
clase de oboe porque te gustaba, y no porque te obligaban tus padres.
Insiste en que no te interesa mucho ningún tema único, que lo que te interesa
es la música del lenguaje, que te interesan las… las… sílabas, porque son los
átomos de la poesía, las células de la mente, el aliento del alma. Empieza a
sentirte indispuesta. Mira fijamente el interior de tu vaso de plástico lleno de
vino.
Oirás que alguien pregunta «¿las sílabas?» con una voz que se va perdiendo
mientras se desliza despacio hacia el blanco tranquilizador de la salsera.

Empieza a preguntarte de qué escribes. O si tienes algo que decir. O si existe


algo que decir. Limita esos pensamientos a diez minutos al día; te pueden
hacer adelgazar, como los abdominales.
Leerás en alguna parte que todo lo que es escribir tiene que ver con los propios
órganos genitales. No le des vueltas. Te pondrá nerviosa.
•••
Vendrá a visitarte tu madre. Verá las ojeras que tienes y te entregará un libro
marrón en cuya portada aparece un maletín también marrón. Se titula Cómo
hacerse ejecutivo. También te ha traído el libro de Nombres para niños y
niñas que le pediste; uno de tus personajes, el maestro-payaso viejo, necesita
un nombre nuevo. Tu madre sacudirá la cabeza y dirá:
—Francie, Francie, ¿te acuerdas de cuando querías licenciarte en psicología
infantil?
Di:
—Mamá, a mí me gusta escribir.
Ella dirá:
—Claro que te gusta escribir. Por supuesto. Claro que te gusta escribir.

Escribe un relato acerca de un estudiante de música confuso y


titúlalo: Schubert era el de gafas, ¿verdad? No tiene mucho éxito, aunque a tu
compañera de habitación le gusta la parte en que los dos violinistas explotan
accidentalmente en una sala de conciertos.
—Una vez salí con un violinista —comenta, y haz estallar un globo de chicle.

Da gracias a Dios de que estás cursando otras asignaturas. Puedes encontrar


refugio en las pegas ontológicas del siglo XIX y en los rituales de apareamiento
de los invertebrados. Ciertos moluscos globulares practican lo que se llama «el
sexo por el brazo». Por ejemplo, el pulpo macho pierde el extremo de un
tentáculo al ponerlo dentro del cuerpo femenino durante el apareamiento. Los
biólogos marinos lo llaman «el séptimo cielo». Alégrate de saber esas cosas.
Alégrate de no ser simplemente escritora. Solicita el ingreso en la facultad de
Derecho.

A partir de aquí pueden ocurrir muchas cosas. Pero la principal será ésta: al
final decides no ir a la facultad de Derecho, y en su lugar pasar una parte
importante, sustancial, de tu vida adulta contando a la gente por qué razón
finalmente decidiste no ir a la facultad de Derecho. De alguna manera acabas
escribiendo otra vez. Quizá hagas cursos de posgrado. Quizá trabajes aquí y
allá y asistas a cursos nocturnos de Creación Literaria. Quizá trabajes en una
novela y estés anotando todos los comentarios ingeniosos y las confesiones
personales íntimas que oyes a lo largo del día. Quizá estés perdiendo a tus
amigos, a tus conocidos, tu equilibrio.
Has roto con tu novio. Ahora sales con hombres que, en lugar de susurrarte «te
quiero», te gritan «házmelo, nena». Eso es bueno para ti como escritora.
Antes o después tienes un manuscrito, más o menos terminado. La gente lo
mira con una vaga inquietud y te dice:
—Estoy seguro de que siempre tuviste la fantasía de ser escritora, ¿verdad?
Los labios se te quedan secos como la sal. Di que, de todas las fantasías
posibles que hay en el mundo, no te puedes imaginar que la de ser escritora
esté siquiera entre las veinte más interesantes. Explícales que ibas a licenciarte
en psicología infantil.
—Estoy seguro de que se te darían muy bien los niños —suspiran siempre.
Haz una mueca feroz. Di que eres un cardo andante.

Deja las clases. Deja los trabajos. Vende los antiguos bonos de ahorro. Ahora
tienes tiempo en las manos, como si fueran verrugas. Copia despacio todas las
direcciones de tus amigos en una agenda nueva.
Pasa la aspiradora. Mastica caramelos para la tos. Ten una carpeta llena de
fragmentos.

Un párpado que se oscurece de lado.


El mundo como conspiración.
¿Posible argumento? Una mujer se sube a un autobús.
¿Y si organizases una relación amorosa y no se presentara nadie?

En casa bebe mucho café. En el restaurante Howard Johnson pide la ensalada


de col. Piensa que se parece al confeti esponjoso de un mapa: los sitios donde
has estado, adonde vas. «Usted está aquí», dice la estrella roja en el dorso del
menú.
De vez en cuando, un hombre con quien sales, con la cara tan inexpresiva
como una hoja de papel, te pregunta si los escritores se desaniman con
frecuencia. Dile que unas veces sí y otras también. Dile que se parece mucho a
tener la polio.
—Interesante —responde él sonriendo, y después se mira el vello de los
brazos y comienza a alisárselo, todo, siempre, en la misma dirección.

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