Enfermedad y Fragilidad Humana

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Enfermedad y fragilidad humana

M.Rvda. Belina Carranza


Seminario de San Andrés

Como hemos visto en las sesiones anteriores, la enfermedad ocurre


cuando hay un desequilibrio en las esferas bio-psico-sociales del individuo.
Desde mi perspectiva, también incluye el aspecto espiritual.
Muchas veces, nos olvidamos del entorno espiritual, sin embargo, es
notorio que cuando tenemos una espiritualidad fuerte, podemos enfrentar
muchas de las situaciones emocionales y sentimentales que nos son
adversas, pero no así, cuando no hay una fortaleza espiritual ya que
entonces, los sentimientos y las emociones se convierten en resentimiento,
rencor, deseos de venganza, amargura, añoranza del pasado, etc.
Una espiritualidad fortalecida, nos enseña dos cosas fundamentales:
a) La vida es como es
b) Amar es aceptar al otro como es
Lo anterior no quiere decir que tengamos entonces que vivir situaciones
que nos disgustan con la otra persona, implica simplemente esa
posibilidad de poder ser asertivo y en ocasiones, considerar que si alguien
nos hace daño, separarnos de ese alguien es también un acto de amor,
pues de esa manera, ni dañamos al otro, ni nos dañamos a nosotros
mismos.
Podemos sí, sentir tristeza por las relaciones que terminan, pero también
podemos estar en el presente quedándonos con aquello que es positivo
para las relaciones en nuestro entorno.
Este, podríamos decir que es el ideal, pero en realidad, la vida humana en
cotidianidad es mucho más compleja, pues las más de las veces, nuestra
forma de amar, es egoísta y posesiva.
La enfermedad, forma parte de este cuadro.
¿Cuántas veces hemos visto a personas en relaciones enfermas que
manifiestan su sufrimiento en dolor con alguna enfermedad, sea ésta
emocional o física?, creo que más de las que quisiéramos. Incluso,
nosotros mismos.
Esto tiene estrecha relación con nuestra fragilidad. Los humanos, somos
mucho más frágiles de lo que podemos imaginar.
Uno de los estereotipos más usados para ejemplificar lo que es el dolor y el
sufrimiento, es nada menos que el cuento de Job.
Job pertenece a una historia que era parte de la cultura popular
aparentemente en Edom o Hurán (Leveque, 1987). Es la historia de un

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hombre que lo pierde todo: esposa, riqueza, hijos y salud. Lo único que
mantiene a Job es la fe en Dios. En algunos momentos de la historia, le
reclama a Dios sus desventuras, pero no pierde la fe.
Job es el libro de la tragedia humana, un relato sobre la esperanza.
Al final, en el cuento original, el protagonista muere, sin embargo, en el
texto que encontramos dentro de la Escritura, Dios restituye a Job todo lo
que había perdido y más.
Decimos entonces, que le restaura “la salud plena”.
¿Qué es para nosotros la salud plena?
Si lo pensamos con detenimiento, la salud plena la alcanzamos en el
momento en que somos llamados a la presencia del Señor. Oramos
muchas veces porque nuestro Señor restaure la salud de los que amamos,
¿sabemos entonces realmente por qué oramos?
Muchas veces, es nuestro egoísmo el que habla. Quisiéramos, y es
perfectamente entendible, que quienes amamos nunca se fueran de
nuestro lado. La enfermedad, por simple que sea, nos confronta con
nuestra fragilidad, con nuestra finitud. Son oportunidades también para
cambiar de vida, pero muchas veces, no lo entendemos de esa forma,
generalmente vamos también a buscar las causas de la enfermedad en el
exterior: contagio, descuido, mala alimentación, e incluso, problemas
emocionales. Hoy sabemos, que muchas enfermedades tienen estrecha
relación con las emociones y que evidentemente, al no estar fortalecidos
emocionalmente, bajan nuestras defensas naturales y enfermamos.
Es necesario entonces, conocer un poco acerca de lo que el cuerpo dice, lo
que en ocasiones “grita” sobre nosotros mismos, sobre nuestra relación
con el entorno.
Hoy, dentro de las constelaciones familiares, hay profesionales que
constelan más allá de las relaciones humanas, los mandatos familiares y
las relaciones que éstos tienen con el cuerpo y sus enfermedades.
La enfermedad, es también un lenguaje simbólico que nos dice de manera
indirecta “de qué estamos enfermos”. Por ejemplo, la ansiedad es temor al
futuro, temor al fracaso. El estómago tiene que ver mucho con enojo, el
corazón con relaciones, la diabetes con amargura, una simple gripa con
llorar aquello que no podemos aún expresar con palabras por ser muy
doloroso o vergonzoso, incluso. Enfermedades respiratorias con ambientes
“asfixiantes”, en fin, hay relación, sí, pero tampoco quisiera que se pensara
que es lo único.
Tanto las enfermedades como las personas, somos multifactoriales y
estamos expuestos de muchas formas a diferentes formas de reacción ante
eventos externos que nos incomodan en nuestro interior y buscamos
siempre, por nuestra misma naturaleza, adaptarnos a circunstancias, por
difícil que ello sea, por tanto, la enfermedad es también una forma de

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adaptación, al tiempo que nos pide atender algo específicamente y que
implica en las más de las ocasiones, un cambio de relación con el otro, con
el medio, consigo mismo.
De alguna manera, nos marca ciclos, y a su vez, los mismos ciclos de vida,
nos marcan la finitud de un tiempo, una etapa, una circunstancia, la vida
misma.
No nos es muy fácil entonces, confrontarnos con nuestra propia finitud.
Pero la vida misma nos va preparando para ello a través de muchas
vivencias y circunstancias. Nos permite entonces sistemáticamente hacer
una revisión de vida, retomar el camino, aunque a veces, no lo entendemos
así, ¿cuántas veces hemos visto personas que han estado al borde de la
muerte y al recuperarse, regresan a tener la misma vida y a cometer los
mismos errores?
La enfermedad, en el fondo, nos pide un cambio de actitud, es un
encuentro con uno mismo, es entonces cuando si podemos hacerlo,
revisamos nuestro existir con objetividad (en el mejor de los casos) y
encontramos enojos, rencores, insatisfacciones… la vida misma nos coloca
en situaciones que nos permite “renovar”, pero muchas veces, nos
quedamos más en la posición de las víctimas de enfermedades, relaciones,
situaciones, cuando gran parte de lo que deberíamos de hacer, es con
objetividad ver las oportunidades que tenemos para terminar con
actitudes, formas de vida, incluso, relaciones.
Es complejo, complicado. Las emociones a veces “secuestran” nuestra
razón; y de forma paralela, a veces dañamos nuestra fe, nuestro propio
desarrollo espiritual.
Si nosotros entonces, somos conscientes de esto, y hemos sido llamados
para acompañar a los enfermos, a sus familiares, debemos estar también
alerta para poder conocer un poco aquello de lo que no tiene palabras y
está siendo expresado en la enfermedad, en la relación, en el contexto.
Nuestra función es acompañar, simplemente. Nosotros no curamos o
sanamos. Ungimos o llevamos la comunión, como parte de un servir, de
ese ser compañero de viaje, pero no podemos hablar nada de lo que sucede
en el entorno. Lo que sí podemos hacer, es estar, y parece de verdad
“mágico”, pero el hecho de acompañar y entender lo que sucede, aunque
no se hable, da claridad emocional y espiritual al otro. Ese es el gran valor
que tiene el ministrar a los enfermos y su familia.
¡Claro que podemos platicar de la enfermedad!, de cómo se vive, cómo se
siente, las fantasías de su origen o las preocupaciones ante la finitud.
Lo que debemos cuidar, es nunca, pero nunca, decir “échale ganas”, hacer
promesas, “tú puedes”, “todo está bien”… o peor aún, preguntar a alguien
cómo está, cuando es evidente (la pregunta es ¿cómo te sientes hoy?,
¿quisiera compartir como se siente hoy?).

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Es importante que no olvidemos, que debemos marcar que estamos para
acompañar, para escuchar, principalmente, no juzgamos, no aconsejamos,
no opinamos. Es siempre importante pedir al enfermo o la familia, la
autorización para ministrar, para orar, incluso en ocasiones, preguntar al
enfermo si desea que durante la oración o el ministrar, esté la familia
presente.
No olvidemos también, subrayar siempre que lo que se habla es
confidencial, que lo que el enfermo comparta, no lo sabrá la familia o si es
la familia quien comparte temores y sentimientos, el enfermo no lo sabrá.
No somos ni intermediarios ni mucho menos mensajeros, somos seres
humanos que estamos entrenando nuestra sensibilidad para ser más
compasivos, perceptivos y sobre todo, respetuosos del dolor y sufrimiento
de otros, pues nosotros mismos, en algún momento, necesitaremos de
alguien que nos acompañe.

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