La Muerte de Abelardo

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La muerte de Abelardo

Todavía en la mañana lo ví platicando con varios amigos suyos; merodeó, como


de costumbre, las fondas del vecindario y echóse a eso de las ocho de la mañana
precisamente frente al zaguán, en una hermosa mancha dorada de sol.
Cuando Jesusa, la portera, dueña suya, entró volviendo de la compra,
entregóse Abelardo a locas carreras por la calle; bien sabía que era hora del
almuerzo y seguía con la mirada atenta y la cola expresiva a la respetable señora.
Hubo risas de manteca hirviendo en el sartén, escapóse el aroma de la
salsa; en el sótano, que fungía de portería, y en torno de la estera, mueble de
innúmeros usos, se agrupó la familia, y Abelardo, sentado sobre las patas
traseras, ocupó un lugar entre el albañil y el niño que gateaba empuñando una
tortilla hecha del comal.
Jamás -una experiencia adquirida a fuerza de contusiones se lo había enseñado-
, jamás Abelardo se permitió avanzar el hocico, ladrar gruñir o externar
manifestación alguna de apetito; él miraba con ojos vivarachos de
perro bohemio cómo, de la cazuela central, pasaba a las otras el guiso, seguía el
ascenso de las manos del plato a la boca y esperaba su turno; alcanzaba un hueso
que a veces, para hacerlo desesperar, ponían a una altura exagerada o lo
lanzaban a muchas varas de distancia; aprendió a hacer solos, a pescar un frijol
en el aire y a dar la pata antes de recibir el mendrugo como premio de sus
habilidades.
Aquella mañana comió con apetito y lo perdí de vista. Quizá el
presentimiento hizo que recordase, en el trayecto de algunas calles, escenas de
las que él había sido actor. Por ejemplo, discutí el amor de la gente humilde por
un animal que paga con creces una mala pitanza y un peor trato. Abelardo no
hubiera salido de la casa en todo el día, si no fuera porque estorbaba al barrido
y al regado del patio; la escoba lanzada intencionalmente sobre sus espaldas, le
señalaba el rumbo de la calle; los vecinos ni le agradecían ni toleraban que
anunciara con ladridos a cuantos entraban o salían de la finca, y por eso el
vagabundeo constituía su principal ocupación.
A la hora del rancho jamás faltó, y dadas las nueve de la noche se le
arrojaba vergonzosamente al arroyo. Muchas veces llegué tarde y soñoliento, y
muchas veces ví proyectarse junto a la mía su sombra; me seguía desconfiado
y trotando a veces sobre mis pasos, a veces desde la acera de enfrente; pero al
tocar, pegábase a la puerta, se escurría y sólo así conseguía dormir en cualquier
rincón más abrigado que en la calle batida por los vientos.
Era feo, vulgar, de color amarillo ocre manchado de siena quemada, hijo
de padres viciosos; su constitución raquítica hacía pensar en las consecuencias
de la vida plebeya de los azotacalles. Llamóme de él la atención, su indiferencia
para con los gatos y su odio reconcentrado, implacable, patológico, contra las
gallinas, que le producían crisis de cólera rayanas en la hidrofobia. Oir cantar a
un gallo, lo ponía fuera de sí; ver a un plumífero de la especie, lo sacudía hasta
la convulsión. ¿Qué oculto drama, qué antecedentes misteriosos originaron ese
modo de ser? Lo ignoro. Odiaba la música, un piano lo ponía en fuga. Era dócil,
cariñoso, chancista con los niños, se captaba fácilmente la simpatía de los
terranovas y parecía afectuoso; noté en él tendencias a la sociedad de los
animales de collar o raza fina. había un aristócrata bajo su zalea de escuintle
vulgar y callejero.
Primero acercóse al lebrillo que había en el zaguán y bebió con avidez, como si
lo devorase la sed; la emprendió contra una palangana de agua jabonosa donde
vacían tres sábanas retorcidas y comenzó a tambalearse, arañó la tierra, lo
sacudió un calosfrío primero; el estremecimiento fue creciendo y los ojos fijos
como los de un hipnotizado, las fauces abiertas, sin un gruñido, rigidas las patas,
cayó al suelo sacudido por las convulsiones. Al verlo las criadas en ese estado,
se asustaron; la dueña no estaba ahí; en un momento circuló la noticia.
– Está envenenado el Abelardo.
Quedóse en medio del patio, inmóvil; más al querer incorporarse, lo sacudía un
nuevo acceso.
Temiendo que fuese rabia, todo el mundo cerró sus puertas, y desde los
corredores, o tras de los vidrios, o por una puerta entornada, lo contemplaron.
– ¿Qué sucede?
– Que quién sabe qué tiene el perro de doña Jesusita.
– Le han de haber dado yerba.
– Estricnina -dijo el estudiante de la principal, asomándose al corredor en
pechos de camisa, con la izquierda dentro de un zapato y la diestra armada del
cepillo de bolear-. Estrictina -repitió-, convulsiones tetánicas. Sáquenlo a la
calle.
Nadie se atrevió a hacerlo. Un muchachillo acudió por fin y lo tomó de las patas
traseras, lo meció dos o tres veces y lo arrojó al empedrado. Al golpe, el animal
volvió en sí, pudo incorporarse un poco, se arrastró con el flanco dejando un
reguero de babas, y el ojo quemado por el sol del mediodía, el estómago con
expansiones y contracciones de fuelle, con ansias de jadeo, las narices abiertas,
los blancos colmillos al aire y la lengua caída, así estuvo breve rato. No había
perdido el conocimiento; el ruido de los vehículos le sobresaltaba y el amor a la
vida, el temor de perecer triturado, lo espoleaban para arrastrarse hasta la acera.
Entretanto, el vecindario estaba conmovido, en los balcones y en los zaguanes
se asomaban caras curiosas, los mandaderos interrumpían su marcha para
formar círculo a la víctima, y los niños, movidos por malsana curiosidad, o lo
lapidaban o lo punzaban con palos y bastones.
Se llamó al gendarme para que le diera un tiro; si era rabia, matarlo; si estaba
envenenado, ¿por qué no acortarle la vida? El joven guardián se negó; los
balazos tronaban fuerte y se hacía escándalo.
El animal, en tanto, volvía los ojos a la calle de la Granja, como si por ella
esperara ver llegar a doña Jesús; pero doña Jesús no aparecía. El licenciado del
6, que se había bajado del tren, se detuvo en la esquina y no entró en su casa;
precisamente frente al zaguán de ella expiraba Abelardo. Acercóse para
retroceder, no podía evitarlo, tenía un miedo mortal a los perros y hubo de tomar
un coche que lo dejó precisamente a cinco varas del intoxicado, trepando
escaleras con prisa de perseguido. después, risueño y valeroso, se asomó al
balcón; era una de los que gritaban al gendarme.
– Mátelo, gendarme, ¿no ve que tiene rabia? Babea y eso es malo.
Tres o cuatro perros lo olieron y los mismos se pasaron de largo sin parecer
inquietados en lo más mínimo por aquella bárbara y lenta agonía.
Por fin apareció doña Jesús; ya lo sabía todo, hacía cinco calles que se lo habían
dicho. No sólo, ya le azuzaba la sospecha de que la autora del canicidio fuera la
portera de enfrente, enemiga suya. Era muy sospechoso que todos menos ella
contemplaran el fin del animal, y más sospechoso todavía que tuviera amarrado
a su Confite del barandal de la escalera. Doña Jesusa no pareció conmoverse
mucho.
– La ve a usted, doña Jesusita. Pobrecito perro, ¡hasta se diría que llora! No le
falta más que hablar. ¡Ánimas, qué saltos! ¿Qué sentirá? Es una inhumanidad
que los martiricen así. ¿Qué hacen los pobres? A ver tú, Jazmín, ven acá,
cuidado y te vas y te pasa lo mismo.
– Por eso el mío tiene collar.
– Y el mío no come nada que yo no le dé; está muy bien enseñado.
– Seis centavos dan por cada uno que matan …
– Ahora sí creo que se murió.
En efecto, un largo sacudimiento volteó boca arriba el Abelardo; las cuatro
patas, rígidas, hacia el cielo; el hocico abierto, como si aspirase una ancha
bocanada de aire. Después cayó de lado, aflojáronse los miembros, la cabeza
doblóse sobre el pecho y una oreja, una hermosa oreja lanuda, cubrió el ojo que
veía fijamente las lejanías. Lo sacudieron, lo alzaron de la patas y la cola …
Había muerto.
Todos se dispersaron, quedóse en medio de la calle. Doña Jesusa comió sin
aquel huésped de su mesa, y a las dos horas un perro que pasaba olfateólo por
última vez. El licenciado, tranquilo y sin recelo, encendió un cigarro esperando
el tren junto a los rieles, y se entretuvo en picotear al cadáver con la punta de su
paraguas.

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