CRÓNICA
CRÓNICA
CRÓNICA
de literatura
jalisciense
contemporánea
Crónica
bien y de buenas
Talleres de literatura jalisciense contemporánea
Talleres
de literatura
jalisciense
contemporánea
Crónica
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Talleres de literatura jalisciense contemporánea
Primera edición digital. Agosto de 2023
ⓒ David Izazaga
ⓒ Vanesa Robles
ⓒ Hiram Ruvalcaba
(*) Se debe dar crédito de manera adecuada. No se puede hacer uso del
material con propósitos comerciales.
Talleres de literatura jalisciense contemporánea
Prólogo
L
eemos bien y de buenas. Las dependencias del Gobierno
de Guadalajara trabajamos por una cultura de paz: aquella
donde todos los ciudadanos colaboran en equipo por el
desarrollo de sus comunidades y crean una relación de amistad
y comprensión mediante lazos de cooperación y asociación. En
la Dirección de Cultura del Gobierno de Guadalajara creemos
en la lectura, la reflexión, la escritura y la discusión como
herramientas para incentivar la paz, la justicia y la igualdad.
A todos estos objetivos responde la creación y producción de
estos Talleres de literatura jalisciense contemporánea.
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Talleres de literatura jalisciense contemporánea
Belenes,
veinticinco
años atrás
David Izazaga Márquez
H
ace veinticinco años en el cruce de la avenida de Los
Laureles y Parres Arias había una glorieta. Llegar a
ella era la señal para bajarse del camión. O el olor a
pescado, pues a unos metros estaba (y ese sí sigue estando ahí)
el mercado del mar de Zapopan. En las orillas de la glorieta
(sobre la cual podría jurar que había una estatua de un hombre
a caballo, pero no: mejor no juro porque a lo mejor fue sólo
un sueño) se podía ver todos los días, sentados, acostados,
solitarios o en grupos a varios hombres. Eran los que esperaban
la llegada de algún camión cargado de pescados o mariscos, que
los solicitara para bajar la carga en el mercado. El que pasara
uno y los viera ahí acostados, sentados, sin hacer prácticamente
nada creó la idea de que eran desquehacerados, desobligados y
flojos de la ciudad, que habían decidido compartir sus vicios
con otros de su misma condición y habían escogido la glorieta
del mercado del mar para exhibirse.
Por eso, cuando el camión ruta 275 (en cualquiera de
sus versiones de sub ramas: Diagonal, “A”, “B”, “C”, “D” o “F”)
pasaba por ahí y llevaba básicamente estudiantes (de la prepa
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Talleres de literatura jalisciense contemporánea
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Talleres de literatura jalisciense contemporánea
7 o de Belenes), algunos de ellos, desde la condición de impunidad que les otorgaba ir arriba,
a velocidad y en bola, comenzaron a gritarles al pasar: ¡Huevooooneeees!
Aquella práctica llegó a perfeccionarse de tal forma que, a la manera que hoy todo
el estadio grita en coro cuando despeja el portero, la sincronía de aquel tumultuoso grito
parecía, al pasar el camión por la glorieta, uno solo: ¡Huevoneeeeees! En ocasiones el chofer
del camión, tan divertido como los pasajeros, volvía a dar la vuelta a la glorieta, sólo para que
aquel grito se escuchara de nuevo. Y observar cómo alguno de aquellos “desquehacerados”
se paraba, indignado, a proferir alguna maledicencia, a mentar madres, a maldecir. Otros ni
se inmutaban.
En esa glorieta, pues, había que bajarse del camión y emprender una larga caminata
hacia Belenes, si es que no había uno logrado abordar el 275 F, única ruta que tomaba Parres
Arias y después el Periférico (que contaba con sólo dos carriles llenos de baches), ruta que
tardaba al menos una hora en pasar, no como el Diagonal, que pasaba y pasaba y pasaba.
La organización del transporte en Guadalajara, o “movilidad”, como les encanta llamarla
ahora, ha estado jodida siempre.
¿Qué había por Parres Arias? Sólo una agencia de autos y de ahí en fuera puro campo:
maizales, maleza. Nada de lo que ven ahora: ni el Telmex, ni todo lo que hay por ahí hoy. A
las siete y media de la mañana aquello era un paisaje con neblina. Más o menos a la altura
de donde está hoy el Foro Alterno había que tomar un atajo para cortar camino y llegar a
Belenes (lo que hoy es la Prepa 10), por la parte de atrás.
Las clases en Belenes o, como lo llamaban eufemísticamente: Desarrollo de la
Comunidad, estaban compuestas por tres bloques. El primero era Teoría, en donde
básicamente le recetaban marxismo tapatío al alumnado, mediante unos manuales que eran
copias en mimeógrafo, engrapadas, con letra arial de 6 puntos en bold y a renglón seguido y
que se vendían como si se tratara de incunables. El segundo, Técnicas de estudio, una clase
que se convertía en modelo de lo que no se debía hacer… pero se hacía. Empezando porque
los grupos eran como de noventa alumnos, muchos de los cuales tenían que permanecer
o parados o en el suelo, pues no alcanzaban las bancas. El tercer bloque era escoger entre
practicar un deporte o meterte a un taller de arte.
A los grupos que les tocaba hacer deporte primero y luego irse a meter al aula a
escuchar la cantaleta de: “las empresas privadas lucran”, también les tocaba sufrir el que
medio salón llegara sudado y enterregado. El olor a zorrillo se disfrazaba con el tierno
tufo que se colaba por las celosías: el de la basura recién recogida de los hogares tapatíos,
pues a escasos metros estaba (y creo que sigue estando) un basurero al que también
eufemísticamente llamaban “planta de transferencia”.
Si había la necesidad de sacar una copia, comprar una pluma o una carpeta (porque
a los maestros marxistas formadores de principios idem no les importaba que el trabajo
estuviese bien hecho, sino que estuviera en carpetita), la única opción en kilómetros a la
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redonda era una combi vieja que se encontraba en la entrada, estacionada permanentemente
y que atendía un bigotón que también era maestro.
Hoy que las cosas son tan distintas, más que nostalgia por aquellos días le dan a uno
ganas de haber sido estudiante en esta época. A ver qué cuentan, dentro de veinticinco años,
los que andan por ahí ahora.
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Juamski y
Las Monjas
David Izazaga Márquez
J
uamski parecía la viva imagen de El Yeti “el hombre de las
nieves”. Sólo que luego de hibernar unos catorce años: flaco,
alto, encorvado, pelo y bigote cano y un cigarro, siempre
un cigarro encendido, así fueran las seis de la mañana o las
doce de la noche. Llegamos a pensar que un día iba a morir
quemado en su colchón por culpa de esa colilla encendida
que parecía uno más de sus dedos.
Juamski vivía debajo de nosotros: más precisamente,
nosotros habitábamos en el departamento que estaba
arriba de su casa. Aún más precisamente: aquella era una
casa antigua, grandísima, a la que habían dividido en
cuatro partes para convertirla en una especie de conjunto
habitacional, pero a partir de una sola casa. De ahí que los
“departamentos” tuvieran una muy extraña distribución. Y
de ahí también el extraño asunto de que las únicas ventanas
de nuestra recámara dieran a un cubo de luz en el que abajo se
encontraba la cocina de Juamski. Cuando nos acostábamos a
ver el noticiero, a punto de dormir, Juamski acostumbraba a
gritarle a su familia: “¿Van a querer los huevos con chorizo?”
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Talleres de literatura jalisciense contemporánea
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Talleres de literatura jalisciense contemporánea
Cuando la respuesta era afirmativa, Juamski se ponía a cocinar los huevos con chorizo y
hasta cantaba y hacía bromas. Cuando la respuesta era negativa se ponía de pésimo humor
y de todos modos cocinaba los huevos con chorizo (muy probablemente sólo los suyos) y
entonces se ponía a gritar y a maldecir por cualquier nimia cosa a todos y cada uno de los
integrantes de su familia. Durante siete años siempre conciliamos el sueño con el olor del
chorizo frito.
Los primeros años juraba que, a causa de la ingesta de chorizo diario -¡y por las noches!-
Juamski moriría de exceso de colesterol en las venas. Pero al parecer la vida es incoherente,
pues todavía hace unos días lo vi, “vivito y coleando”, agarrado de su colilla de cigarro como
si de ella dependiera su vida.
Las Monjas
La parte de atrás de nuestra casa daba a una enorme finca. No había que hacer mucho esfuerzo
para observar un gran patio arbolado, con matorrales y macetones en el que bien hubieran
cabido al menos dos canchas de vóleibol. Al fondo se veían unos grandes ventanales, lugar
por el que se entraba (o salía, depende la perspectiva) a la casa. Esa gran finca albergaba a
un puñado de monjas a las que se les veía muy poco, excepto cuando dos o tres veces al año
organizaban una especie de retiros espirituales con puras niñas de entre diez y quince años a
las que les ponían unas faldotas que les llegaban a los tobillos y a las que encerraban durante
un fin de semana largo que iba del viernes al domingo.
Pasaron años sin que tuviera noticia de las monjas de esa casa, fuera de los gritos
de las niñas durante el recreo de los encierros espirituales. Hasta que un día tocaron a la
puerta, abrí y vi a una de las monjas que muy seria sostenía con sus deditos santos -pulgar
e índice- una bolsita negra. En esos segundos que pasaron entre que ella dijo lo que dijo
y yo quedara petrificado lo único que pensé fue que estaba ahí para obsequiarme algo. La
imaginaba diciéndome: “queremos de alguna manera agradecerle que tolere los gritos de
nuestras niñas invitadas y le hicimos estas galletitas”. Pero no, la monja, muy seria, mientras
estiraba su mano para darme la bolsita y yo la agarraba, me espetó: “Esto es de su perro.
Parece que alguien ha estado echándolas a nuestro patio” Y se dio la media vuelta para irse.
Juro que en ese momento no entendí nada. Y mucho menos cuando abrí la bolsa y vi
que lo que contenía eran cacas de perro. Muchas. Secas. Sí: la monja había tenido el cuidado
que seguramente tiene en procurar el bien al prójimo, para recolectar las cacas de mi perro
en una bolsita, salir de su casa, dar la vuelta a la esquina, subir las escaleras y, en lugar de
bendecirme, devolverme las heces de mi mascota.
Subí al lugar donde vivía el perro para tratar de explicarme lo que sucedía, pues no me
imaginaba a alguien aventando las cacas de “Benito” al otro lado, nomás por deporte.
Y, efectivamente descubrí el misterio: existía, oculto en una esquina, un bajante que
enviaba el agua desde mi azotea hacia el patio de la casa de las monjas. En tiempo de lluvias el
agua arrastraba todo a su paso –incluidas las heces de “Benito”- e iban a parar a las jardineras
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de esa casona santa. Sucedió que de repente ellas quitaron las jardineras para ganar espacio en
su patio y todo lo que bajaba desde mi azotea iba a dar allá.
Las monjas pudieron ir a hablar conmigo y pedirme que solucionara el problema, pero
en cambio realizaron una acción que, según yo, las debe colocar, a su muerte, en el décimo
círculo del infierno: en el que llueven eternamente cacas de perro.
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CFE
(proble)Mático
o las trampas
de la fe
(Crónica de un día cualquiera)
David Izazaga Márquez
P
uerto Vallarta, México. Viernes por la mañana, se
levanta uno con la esperanza de que no haya tanta
gente en la cola para pagar la luz, esperanza que pronto
se desvanece cuando, al llegar apenas a la esquina, se ve ya
la gran fila de gente que, para seguir con las tradiciones,
para no olvidarlas nunca, para reforzar su mexicanidad, ha
dejado el pago de la luz para el último día antes que la corten.
Mi pantano es de esos, así que me aproximo, consolándome
porque he traído conmigo un par de revistas y el periódico
del día. Antes siquiera de llegar a formarme, observo que
otra cola, más pequeña, apenas unas cinco personas quizá,
sale del lado izquierdo de las oficinas de la Comisión.
¡Ah, qué alivio!, cómo olvidar que hace ya un buen rato la
Comisión Federal de Electricidad hizo llegar la modernidad
a Puerto Vallarta instalando un cajero automático, para que
uno pague de la manera más rápida y sencilla. Voy allá y
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desde la pequeña fila observo a la multitud que no abandona la tradicional forma: frente a
una ventanilla en donde una señorita, malhumorada, recibe el pago y quizá no tenga ganas
ni de esbozar una sonrisa.
Ah, la modernidad, el pago electrónico, la rapidez en el trámite, ¿para qué formarme
hora y media si pueden ser sólo diez minutos? ¿Alguien desconfiará acaso de que la sabia y
exacta máquina de CFE Mático no devuelva el cambio o bien otorgue recibos falsos? Pobres
los desconfiados, porque Bill Gates nunca los volteará ni a ver.
Ni siquiera abrí el periódico, pues creí que tardaría más en hacerlo que en llegar
frente al cajero. Pobres los que seguían formados allá, en la fila tradicional. Observé mi
recibo detalladamente: soy uno de los favorecidos por el subsidio y me dice también que
consumo 2.13 kilowatts por día. “Total a pagar: 73.32 pesos”. Luego, leo detalladamente las
instrucciones para pagar frente al cajero, no parece muy complicado: pasar el código de
barras del recibo frente a la máquina, luego de que identifique la máquina a quien paga,
procede uno a meter los billetes y/o monedas con cuidado de hacerlo de la manera que se
indica, es decir, al frente y con la carita (de Sor Juana, de Juárez o de Zaragoza) hacia abajo.
Y ya, a esperar su comprobante y a marchar por el mundo feliz.
Pero hay problemas, porque ya han pasado más de quince minutos y la fila no avanza.
Hay como seis personas delante de mí y todos hemos empezado a desesperarnos. Sucede que
quien está pagando tiene problemas porque la máquina no le acepta los billetes nuevos de
veinte pesos, pequeño detalle. El tipo se enoja cuando el policía le dice que sólo billetes de
veinte pesos de los viejitos. “Pues pongan un letrero aquí”, dice. Nadie le dijo al CFE Mático
que ahora iban a ser de plástico y tonto no es, así que los escupe. Mientras, la otra fila, la
de quienes se han negado a irse rápido y le han dado la espalda a la modernidad, avanza
y avanza. Yo sigo ecuánime, pensando que todo va a ir mejor, ahora que un acomedido
ciudadano que está detrás de mí, le ha cambiado sus billetes de plástico a quien está a punto
de patear la máquina, para que le meta monedas. Ya está, uno menos. Pero todavía me faltan
cinco lugares para llegar. Ahora es una señora la que tiene problemas: no le quiere aceptar
sus billetes de cien, el policía dice que por que están “muy arrugados”, así que, ya entrado en
gastos, le pide uno y se pone a plancharlo a mano. Como que ya tiene práctica, porque en
pocos minutos el billete ha quedado lisito y ya no lo escupe la CFE Mático. Pero son cinco
los desgraciados, y bien arrugados. “Señora, pues cuánta luz gasta”, dice en voz muy baja
una mujer que está detrás, observando con desesperación el planchado. Mientras, la otra
fila, la larga, cada vez se hace más y más corta. Yo empiezo a desesperarme un poco, y de
paso inicio el planchado de mi billete de cien, por si las dudas.
Diez minutos después, una persona más deja la fila en la que me encuentro. Ya nomás
quedan cuatro, me consuelo, pidiendo a Dios que a quien le toque no le escupa la CFE Mático
los billetes. El policía acomedido sigue planchando billetes y la gente comienza a renegar: que
cómo es posible que sólo una de las dos máquinas CFE Mático esté funcionando, que mejor
me hubiera formado en la otra fila, dice otra señora. Y a muchos nos comienza a latir la idea
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de irnos a la otra, a la fila más larga que continúa su interminable avance. Pero no, eso sería
desertar y mi pantano no es de esos. Otro detalle que tensa más la situación es que en este
reducido espacio en el que esperamos no hay aire acondicionado y con el inusitado “calor
austral” que se ha dejado sentir por estos días en Puerto Vallarta, la espera parece más larga.
Alguien ha cometido ahora un error esencial, que más tarde nos afectará a
todos: como la viejita a quien le tocaba el turno de enfrentarse a la CFE Mático luchaba
desesperadamente por meter unos billetes que no le aceptaba, el tipo que estaba atrás de
ella decidió hacer su buena obra del día cual scout costeño, cambiándole cinco billetes de
a cien por uno de a quinientos. La viejita agradeció el gesto y todos los demás estuvieron a
punto de proponer el levantamiento de un monumento para el buen hombre caritativo, pero
yo dudé en adherirme, pues vi en su rostro tal ingenuidad, que pensé si no sería el único
billete que él traería y entonces, bonita cosa, llegado su turno iba a pasar por las mismas. Y
dicho y hecho, el héroe se tornó en villano, porque cuando le hubo tocado su turno, la horda
enardecida olvidó la buena obra que había hecho hace unos minutos y pedía su cabeza a
gritos. La masa no tiene memoria, se ha dicho ya a lo largo de la vida. Y es cierto.
Huelga decir que la otra fila, la más larga, avanzaba y avanzaba sin detenerse. Ya
hacía yo memoria de en qué parte iría de no haber confiado en la tecnología como los
otros, los afortunados que ya se habían deshecho temprano de la tediosa tarea de pagar la
luz. Con angustia y un dejo de nostalgia veía yo a la señorita que atendía en la caja de la fila
ordinaria: esa maestría con la que tomaba el recibo y la precisión al poner el sello, la rapidez
de sus manos contando el dinero (que no escupía por estar arrugado o por ser de plástico,
eso es muy corriente), su eficiencia sin duda debería ponerla pronto en rápido ascenso
dentro del escalafón de la compañía. En cambio la otra, la máquina lenta, la torpe e incapaz
de aceptar billetes arrugados o puestos al revés, la fría tecnología que muchos prefieren
sobre la humanidad, ahí estaba con su indiferencia. A dónde hemos llegado.
Si no me salí de la fila, si no deserté, fue porque sólo faltaba ya un individuo de
pasar. La gente detrás estaba toda encima, desesperada, mesándose los cabellos, con la vista
puesta en quien se enfrentaba a la máquina y su incapacidad para aceptar billetes, aunque
fuera tantito arrugados. El mío ya no lo podía planchar más y mientras pensaba que me
iban a dar muchos nervios cuando me tocara, pues decenas de ojos estarían observándome
cual inquilino de La Academia que va al baño, escuché cómo la gente se le quería ir encima
al muchachito que estaba delante de mí, la razón era sencilla: traía cuatro recibos para
pagar. “No es justo”, “de a uno nada más”, “es cajero exprés”, “si hubiera sabido me traigo
los recibos de toda la vecindad”, gritaba la gente, queriendo linchar al jovenzuelo que para
entonces metía y metía un billete que la máquina, sistemáticamente, le escupía. Yo estaba
en medio del linchamiento, sin decidirme cuál causa apoyar. Nunca he estado a favor de
los linchamientos públicos masivos, pero tampoco me animaba a defenderlo. Y es que,
en ningún lado dice ahí que uno no puede llegar con más de dos recibos o algo parecido.
Ante los ojos inyectados de la gente, el muchacho batalló y batalló con los billetes y lo que
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nadie pensó que sucedería sucedió: a punto de terminar su última operación, la máquina,
la infalible CFE Mático, se trabó. Y no quería, por más golpecitos que le daba el policía, por
más apretones que le daba el jovenzuelo, destrabarse para que pudiera completar los más de
veinte pesos que le faltaban para terminar de pagar.
Todo mundo gritaba, la desesperación hizo que incluso un anónimo karateca frustrado
le diera una patada a la máquina, alguien más incluso propuso que la secuestráramos y
aunque a gritos pedíamos la llegada de algún responsable, más pronto llegó el anónimo
integrante de la sociedad civil armado de una navaja y metió hábilmente la misma en la
hendidura de las monedas. El silencio sepulcral de los espectadores hubiera permitido
escuchar los chasquidos de una cuiza (*), todos veíamos en ese acto la venganza a nuestra
espera: la máquina había sido herida, pero como sucede en la vida real y este relato es
de esos, la máquina entonces se destrabó e inmediatamente y sin exigirle el faltante al
jovenzuelo, expidió su comprobante de pago. Alivio general, risas y aplausos, no sé si fue mi
imaginación, pero creí haber escuchado el descorche de una botella. Para entonces estaba
yo, nervioso, metiendo mi billete, recibiendo mi cambio y mi comprobante.
Salí de ahí lo más rápido posible, sin voltear atrás, sólo observando que, en el otro
lado, frente a la ventanilla ordinaria, ya no había gente esperando. Lo único que pensé fue
que la próxima vez no pago en el CFE Mático, ni aunque esté vacío, o me formo como la
gente decente, en la fila larga, o de plano me quedo sin luz.
(*) Creo conveniente aclarar, para los que no estén familiarizados con la rica fauna vallartense,
que las cuizas son una especie de lagartijas transparentes, como de goma, con grandes ojos,
que abundan tanto como las cucarachas en tiempo de calor en Guadalajara. Las cuizas emiten
un sonido parecido al que hace uno cuando le avienta un beso tronado a una mujer cuando
pasa cerca (bonita tradición que se ha perdido gracias a la corrección política) o al que hacen
también ciertas personas (afortunadamente las menos) cuando quieren llamar a un mesero.
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La cocinera
que se volvió
cazadora de
piojos
Va n e s a R o b l e s
13 de o c tubre de 2012
S
usana S. era cocinera hasta que una epidemia de piojos
la colocó en el ramo patronal. La suya es, textualmente,
un ejemplo de éxito microempresarial. Desde marzo
de 2012, Susana S., 31 años, madre de dos, esposa y en los
últimos tiempos autoempleada en el ramo de las cabezas,
cobra por espulgar a los prójimos.
Debería estar un poco agradecida con los artrópodos
que, en cambio, siempre acaban sus vidas en una palangana
de agua, tras una borrachera tremenda. Gracias a ellos, en
poco tiempo pasó de la visita domiciliaria a una oficina
pequeña, pero eficaz, a donde sus clientes más tímidos
pueden acudir sin miedo de ser vistos por un cizañero.
El método de despioje de Susana S. es “100%
natural. 100% efectivo. 100% garantizado. Con resultados
inmediatos”, como mandó escribir ella en los miles volantes
y carteles que ha distribuido por la ciudad. “Es que el piojo
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mutó”, afirma con aires de bióloga. Y vaya que lo conoce. En su corta carrera como empresaria
ha limpiado por lo menos cien cabezas y posee fotografías dignas para la colección del
Museo Ripley o el Récord Guinness. Foto 1. Peine piojero entre cuyos dientes yace una
masa de medio centímetro de Pediculus humanis capitis. Foto 2. Receptáculo transparente
conocido como tóper, medio lleno de agua, con varias decenas de artrópodos muertos por
inmersión. Foto 3. Receptáculo con agua hirviente de liendres... Y puras de esas.
¿Cómo fue que una mañana Susana S. decidió cambiar las cazuelas y las prestaciones
sociales por un trabajo de cocinera por un peine piojero y una vida sin Seguro Social? La
primera repuesta es una larga experiencia en el asunto. La segunda, una oportunidad de
mejora, para ponerlo en la jerga empresarial.
Invierno de 2010: discreto, silencioso, diminuto —de entre dos y cuatro milímetros—,
el Pediculus invade los cueros cabelludos de las hijas de Susana S., y más tarde los de ella y su
marido Manuel. Verano de 2011: tras sufrir varios intentos de erradicación, los animalitos se
aferran a las melenas brillantes de las niñas. Otoño de 2011: sin éxito, la madre ha recurrido
a todo, incluso a la clásica rociada de oko y posterior embolsada de cholla. La abuela de las
nenas ya les prohibió visitarla. El resto de la familia murmura cosas horribles… Otoño de
2011: harta del sufrimiento, Susana S. decide acabar con el asunto. Lee tratados de herbolaria
hasta indigestarse y, en esas, su prima de Estados Unidos le manda un peine especial. Logra
el éxito en un par de días, gracias al artefacto gringo, a un menjurje natural embriagante de
piojos que ella creó y, sobre todo, a dosis de paciencia infinita. Invierno de 2011: Susana S.
decide capitalizar la pesadilla.
Mandó hacer unos volantes en copias simples: “Expertos en la eliminación de piojos.
¿Ya utilizó todo y nada le funciona?”. Pegó la publicidad en postes, teléfonos públicos, bardas
perimetrales... Nadie la llamó, sino hasta abril de 2012. De ahí empezó su buena racha.
Al principio trabajaba siempre en las casas de los agraviados. Jocotán, Providencia,
Polanco, Chapalita, Jardines Universidad, Santa Margarita. Oriente bronco y poniente
aséptico. Zonas ajardinadas y calles maltrechas. Cotos y colonias de autoconstrucción.
Zapopan y Tonalá... Luego, en julio pasado, se aventó con la renta de un local: los clientes
siempre piden discreción. “Nos preguntan si el carro tiene un rótulo o nosotros una bata
con un letrero muy evidente”, dice, divertido, Manuel el marido, chalán y chofer.
Lo malo, o tal vez lo bueno, es que los piojos son demandantes. Un día Susana S.
debió dejar su empleo de cocinera. Han pasado varios meses y la cazadora no se da abasto.
“Hábleme en diez minutos; estoy en un trabajo, en la oficina. Voy a ver mi agenda”, le dice
por teléfono a quien podría ser un cliente desesperado.
El despacho de Susana S. está en una calle ruidosa del centro de Guadalajara. Es una
habitación limpia de unos nueve metros cuadrados, donde caben algunos sillones de espera
y un escritorio. Sobre éste reposan las herramientas de exterminio: la peineta piojera, un
cepillo de dientes para limpiarla de piojos, un peine para separar la cabellera en mechones,
varias pinzas para sujetar los mechones, el atomizador con la solución atarantadora, un
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paquete nuevo de vasos desechables transparentes, dos toallas fluorescentes para limpiar las
herramientas…
Cuántas cabezas han pasado por ese peine. Y cada cabeza es un mundo, y varias son,
incluso, un mundo sobrepoblado. Estas son las cabezas de “sangre caliente”, afirma la espulgadora.
--¿Cómo son las de sangre caliente?
--Pos guardan más calor y atraen a los animales.
Es el caso de la dueña de los piojos de una de las fotografías, una adolescente que,
harta de la carrilla, renunció a la secundaria. De aquella cabecita acomplejada salieron unos
mil parásitos, afirma la empresaria, con los ojos muy abiertos. Retirarlos implicó siete horas,
distribuidas en dos días.
“Ayer vi otro caso grave, en un pent-house de Providencia”, añade, mientras muestra
cómo realiza su trabajo, al cual acude muy bien arreglada.
Que la gente no crea que los piojos son de los pobres y de los que no se bañan: ésa es la
filosofía de la empresa, a la cual Susana S. no le ha puesto nombre, por lo difícil que eso resulta.
Por cada sesión de cacería de Pediculus humanis, Susana S. cobra 350 pesos, y la
experiencia la ha llevado a armar paquetes escolares y familiares. Lo malo, le digo, es que su
autoempleo se va a terminar cuando ella misma haya limpiado todas las cabezas infectadas.
“¡Eso no va a pasar! Los piojos ya no respetan ni cambios de estación ni condición económica”,
afirma mientras sus ojos siguen a sus dedos hábiles, que abren caminos entre una cabellera
recién llegada.
Alguien debería proponer a Susana S. como la emprendedora del año.
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El padre de
Romario, Bebeto
y Rivaldo
Va n e s a R o b l e s
13 de ju lio de 2014
S
i se tratara de escoger nombres para sus hijos, Nacho
Robles les pondría así: a uno Hristo Stoichkov; a otro
Cuauhtémoc y al tercero Giovanni, dice él y hay que
creerle. La vida de Nacho es el futbol. “El futbol me gusta
más que el trabajo”, resume como si quedara alguna duda de
que a uno el trabajo le puede gustar más que otra cosa.
Como no es rico y ya ronda las 45 primaveras, el
tiempo se le va en combinar milimétricamente la necesidad
con la pasión. Seis meses le pega duro como operador de
una máquina en una fábrica de salsas de jitomate de Los
Baños, California, donde es residente y hasta ciudadano. Y
seis meses le pega duro al balón, en Tepatitlán, Jalisco, de
donde también es residente y ciudadano. Eso sí, Tepa es una
pachanga en el corazón del emigrante mexicano. Pura patada,
pura cáscara, puro descanso para reponer electrolitos. Así,
hasta que llega el temporal del puré y debe partir.
Si hoy tuviera que ponerles nombre a sus hijos, Nacho
Robles les pondría Hristo Stoichkov; Cuauhtémoc y Giovanni
Robles. Como los hijos llegaron en los años en los que Brasil
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era otra cosa, Nacho Robles los bautizó así: el que tiene 21 años se llama Raí Romario; el de
18, Bebeto; y el de 12, Rivaldo. Al tercero, Nacho siempre tuvo ganas de ponerle Cuauhtémoc,
nomás que Nico, su mujer, brincó; la fonética de Cuauhtémoc no combina con la de los otros.
Hay que decir que entre Bebeto y Rivaldo nació una niña, que cumplió los 16. Iba a
registrarla como Ronaldiha, nomás que Nico volvió a brincar. La llamaron Yaritsel.
El que no lo haya notado, debe saber que Nacho es americanista, aunque allá, en Los
Baños California, juega con la camiseta de los Pumas de la UNAM, en un equipo donde,
por cierto, abundan los peruanos. De este lado de la frontera su madre lo inscribió en el
Industrial de Tepatitlán, apenas él cumplió los cinco años.
En los años 80 corrían buenos tiempos para el Industrial. Ahí Nacho se lució como
jugador de segunda profesional, bajo la dirección técnica de Ernesto, el “Teto Cisneros”, y
con un sueldo de dos mil pesotes mensuales. Nunca llegó a la primera porque no tenía más
palancas que las del “Teto”, afirma. Luego, en 1987 el goleador Robles debió seguir el camino
de miles de mexicanos. El Norte. Allá se anotó en el Razzari, un equipo de portugueses, que
entonces abundaban en Los Baños, California.
—¿Qué no había mexicanos por allá?
—Fue pura conveniencia. Los portugueses jugaban poquito mejor. Luego los
mexicanos tenían que cooperarse que pagar: que por usar la cancha, que por los árbitros,
que las camisetas. El Razzari por lo menos le invitaba a uno el agua o una cerveza, y yo venía
acostumbrado a ganarme un sueldo por jugar.
Cuando arregló sus papeles en el gabacho y pudo volver a su tierra, Nacho ya no era
tan joven para el Industrial, así que se anotó en el Franceses de Tepatitlán, donde ha jugado
los últimos medios años de su vida.
Jugar: las definiciones de la Real Academia Española no le llegan ni a los talones a
lo que siente Nacho Robles cuando oye esa palabra. Y ahí está otra cosa digna de un diván;
al padre del Romario, Bebeto y Rivaldo no le gusta ver partidos: le gusta que lo vean a él.
Con todo lo hueso colorado que es, conoció el estadio una vez en su vida. Vio un partido
América - Atlas. Fue en el Jalisco, pero ya ni se acuerda cuándo. Nunca volvió ni al Jalisco
ni a ningún otro coloso.
En cambio no lo inviten a jugar porque no se resiste: tanto año en Estados Unidos y
Nacho no se ha hecho ni medianamente rico, porque nunca ha trabajado un año completo.
Mal se acerca noviembre, Nacho, Nico, Romario, Bebeto, Rivaldo y Yaritsel, la “Ronaldinha”
Robles, se olvidan un rato de la Liberty Packing, la procesadora de salsas que emplea también
a Romario y a Nico, y todos emprenden el viaje a Los Altos de Jalisco.
La cancha los llama. Los llama a todos; hasta Yaritsel juega en el equipo de la high
school, a donde asiste a medias.
Termina la primera quincena de julio y es tiempo de hacer puré.
Estamos en una madrugada de agosto, es casi la una de la mañana de sábado. Por fin,
Nacho me responde el teléfono con voz jadeante y ufana. Recién llegó de jugar, se disculpa.
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Donde puso
el ojo puso
la bala
Va n e s a R o b l e s
19 de ju lio de 2007
H
a vivido 88 y parece de 60 años. Va y regresa todos
los días del campo y todavía laza vacas. Camina
erguido, como un roble. Es un residente legal
en Estados Unidos, pero prefiere el silencio absoluto de
Cuautla, Jalisco, su pueblo natal. De las paredes de su casa
cuelga un permiso de curandero, firmado por el expresidente
de México, Adolfo López Mateos. Bebe diario: apenas un
trago, no se desvela y nunca le gustó fumar. El vicio de Juan
Rodríguez es otro. Juan Rodríguez tuvo 51 hijos.
—51 hijos son... (¿existe un calificativo que describa
a 51 hijos?)
—Se los puedo comprobar con actas de nacimiento,
—se encoge de los hombros, como si hablara de la factura de
un electrodoméstico.
Para que el trámite de las actas no sea tan tardado,
los comprueba con fotos: “Efrén, Fausto, Miguel, Julián
Nicolás, Andrés, Amador, José, Guadalupe, María, Eva,
Ramón, Daniel, Carmina, Rafael. Julián chico. Tengo cuatro
o cinco Juanes...”.
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El caso del
notificador
confundido,
torturado y sordo
Va n e s a R o b l e s
9 de junio de 2013
L
as salas de tortura de la Fiscalía Central de Jalisco
están en la Calle 14. Son cuartos con seguro, a los que
se llega esposado luego de una caminata ciega por
varios pasillos. Quienes los han recorrido escucharon el
ruido de las máquinas Olivetti y el chacoteo de las mujeres
que trabajan tras las paredes.
El notificador pasó por esos corredores, el 23 de
mayo de 2013. Por la mañana unos ladrones lo confundieron
con el familiar de su víctima, unos policías lo confundieron
con un ladrón y unos agentes del Ministerio Público dijeron
que era un asesino. Pero no. Ni pariente ni ratero ni matón:
nomás el empleado con mala suerte de un juzgado penal,
que aquel jueves fue designado para entregar un exhorto.
Fue un día de coincidencias. La primera, sin duda, de
lugar y hora; Francisco Zarco ciento veintitantos, barrio del
Santuario, 11:20 de la mañana. Desde la calle, el notificador
hacía el intento de entregar el exhorto. Había llegado diez
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minutos antes, pero como la destinataria no estaba, y se trataba de un caso penal, la anciana
madre de la aludida la puso al teléfono. Cuando el mensajero intentaba explicar de qué iba
el asunto, sintió que le ponían un cañón en las costillas derechas, al tiempo que la voz de un
hombre estresado ordenaba: “¡Sube los brazos! ¡Métete a la casa!”.
***
Después de unos minutos las víctimas oyeron que, desde la calle, un hombre gritaba:
“¡Señora! ¿Está bien?”, y oyeron que los saqueadores huían y que el sonido de una sirena se
acercaba a la casa. “Ya la libramos”, han de haber creído todos.
Para el notificador, la pesadilla estaba empezando.
Además del asalto, la segunda coincidencia funesta de aquel jueves fue el asesinato
del policía José Sandoval, del Grupo Gama de la Policía de Guadalajara.
Como el mensajero penal no colgó el teléfono durante el atraco, su interlocutora
llamó a la Policía y, antes, mandó a dos empleados a la casa de su madre —los que desde la
calle preguntaron “¡Señora! ¿Está bien?”—, y fueron los que causaron la huida súbita de los
cacos a bordo de un coche verde. O más bien el intento de huida de los asaltantes; el policía
José Sandoval y dos de sus compañeros comenzaron una persecución. Hubo balazos. Uno le
dio a Sandoval en la cara. Murió al instante, en Mariano Bárcenas con Herrera y Cairo.
“En pocos minutos fueron retenidas dos personas y detenidos seis sujetos, quienes
fueron entregados a un agente del Ministerio Público de la Fiscalía para ser investigados”,
declaró enseguida el director operativo de la Policía de Guadalajara, Francisco Ornelas.
El notificador estaba entre los sospechosos.
***
Tras la fuga de los ladrones, y sin saber que unas cuadras más adelante iba a haber balazos, los
empleados de la mujer a quien estaba dirigido el exhorto fueron los primeros que entraron
a la casa de Francisco Zarco. Reconocieron y desataron a todos… menos al notificador.
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Igual pasó con la anciana, cuando llegó la policía. Del único que no supo decir la identidad
fue del empleado de los juzgados. Él les rogó a todos que buscaran su identificación en la
cartera, que abrieran su coche, que llamaran a su oficina. Nadie quiso: “Vas a ir a chingar a
tu madre. Tus amigos mataron a un policía”, le advirtió un agente.
Aquí y allá, primero lo tuvieron dos horas a cal y canto dentro de una patrulla,
bajo el sol de mayo. Y eso no fue nada. Luego lo llevaron al patio de la Fiscalía, en la Calle
14. Ahí fue donde ocurrió la tercera coincidencia del día, y la única feliz: reconoció a un
abogado conocido —el amigo de un amigo—, cuando cruzaba el patio. A gritos le suplicó
que llamara a su trabajo y a su familia.
Apenas alcanzó a decirlo cuando un policía municipal vino por él y se lo entregó a
un agente disfrazado de civil. Éste lo hizo caminar por un pasillo, que está a un costado de
la agencia. A la mitad del corredor le pidió que se detuviera y agachara. Le jaló la camiseta
desde la panza hasta la cabeza para encapucharlo. A ciegas, lo hizo subir cuatro o cinco
peldaños. Tocó una puerta —se oyó que quitaron un seguro y abrieron— y se lo entregó a
otro agente que lo hizo caminar por otros pasillos, subir y bajar otros peldaños y cruzar otra
puerta. Ahí fue donde el interrogatorio comenzó.
Quiénes son tus padres, tienes hermanos, con quién vives, qué andabas haciendo en
Francisco Zarco ciento veintitantos. Apenas intentaba decir que iba a notificar un asunto del
juzgado penal, cuando sintió el primer golpe a puño abierto en la cabeza.
Siguieron horas de golpes. Ellos preguntándole qué estaba haciendo en Francisco
Zarco. Él contestándoles que andaba notificando, ellos pegándole, diciéndole que iba a ir a
chingar a su madre, que ya confesara.
No sabe cuánto tiempo pasó, pero al fin lo sacaron de ese cuarto. Un hombre volvió
a encaminarlo por los pasillos, hacerlo subir peldaños, conducirlo a otro cuarto, entregarlo
en otra habitación. Acá, una voz le ordenó al notificador que se sentara; cuando quiso
hacerlo, una bota lo aventó al piso. “¿Tú eres el notificador?”.
Apenas iba a responder que sí cuando sintió una cacheteada en la oreja izquierda.
No una cachetada de telenovela, una de dictadura. Lo tumbó y lo dejó sordo. La misma voz
le ordenó: “Levántate hijo de tu tal por cual”. Cuando el notificador intentó hacerlo, la mano
volvió a caerle en la oreja y él volvió a caer. Levántate, hijo de tu tal por cual… Cuando
el notificador quiso dejarse morir, unas patadas en la cabeza lo revivieron. Cuando iba a
pararse, sintió las patadas en los testículos. La voz de su torturador le pedía algo sencillo:
“Confiesa, no te hagas pendejo, sabemos que tú mataste al policía”.
Se había quedado sordo, estaba mareado y sentía que la cabeza se le iba a caer.
Lo regresaron al pasillo, donde oyó pasos y voces. Algunos preguntaban cuál era el crimen.
Su guardia contestaba que había matado a un policía. Los preguntones se desquitaban a golpes.
Llegó a otro cuarto, donde volvieron a interrogarlo, ahora sin golpes. Ahí se dio la
orden de que lo llevaran a la agencia del Ministerio Público. Alguien le quitó la capucha.
Alguien se le acercó para decirle perdón, nos confundimos.
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En la Calle 14 caminar por un pasillo lateral o entrar a una de las oficinas públicas
pueden hacer la diferencia entre la tortura y la hospitalidad, vino a enterarse el notificador.
Ahora estaba en las oficinas: “Siéntese, licenciado”, le rogó un hombre. “¿No quiere una
Coca? Ándeleee, no me la desprecie. ¿No quiere? Bueno. Fíjese, licenciado que encontraron,
debajo de un tocador el exhorto que iba a entregar en Francisco Zarco ciento veintitantos.
¡Hubiera dicho, licenciado! Se puede ir, ándele, acépteme un coquita”.
Pensó que era una broma. ¿Y si afuera había otros pasillos con otros cuartos con
otros interrogatorios? Estaba asustado, pero cogió fuerza para alejarse, a toda prisa.
***
Afuera estaba el mundo real: su familia con cara de velorio y el secretario de acuerdos
del juzgado penal, el que la tarde anterior le había pedido que entregara el exhorto en
Francisco Zarco ciento veintitantos, y ahora él mostraba a un policía una copia certificada
del documento.
La última casualidad del día: iban llegando, para ampliar su denuncia del asalto, la
anciana dueña de la casa de Francisco Zarco ciento veintitantos y su hija, a quien iba dirigido
el documento. El secretario aprovechó para leérselos y la destinataria firmó de recibido.
Eran las siete de la tarde. El notificador sintió que el sol de verano lo encandilaba y
se le escurrieron las lágrimas: seguía sordo del oído izquierdo.
Un parte médico de lesiones de la Cruz Verde, del 23 de mayo, dice que tiene un
trauma de tímpano de hueso temporal izquierdo, posterior a un mioma. Un examen que se
hizo en el Seguro Social señala una “perforación timpánica de 80% en el oído izquierdo”.
Tiene las dos muñecas amoratadas y pérdida severa de la fe. Se graduó como abogado
y siempre quiso ser penalista. Ahora sabe que muchos detenidos morirán mientras son
torturados y que otros mentirán.
Se está animando a presentar una denuncia. Cree que los agentes que investigarán el
caso son los mismos que lo golpearon. Lo va a pensar mejor.
Jesús Muñoz Dueñas, el secretario general del Sindicato Único de Trabajadores al
Servicio del Poder Judicial de Jalisco, acusa que los notificadores siempre están en riesgo,
que trabajan 14 horas diarias, que ponen su carro y pagan la gasolina. Pero, dice, nunca
habían tenido tan mala suerte.
La tortura no es mala suerte ni una coincidencia. Eso lo dice el notificador.
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Clásico de
clásicos: Madres
vs Desesperanza
Va n e s a R o b l e s
27 de mayo de 2012
E
l Barcelona, el Alemania y otra docena de equipos
de gran nombre tienen su estadio en la colonia
Santa Paula, en Tonalá: en un campo de tierra suelta,
piedras bravas y límites confusos. A las seis de la tarde el
sol podría cegar a cualquiera, pero unos 400 jugadores
moldean el músculo, sin lamentos. A silbatazos, el cuerpo
técnico vigila, exige, motiva. El cuerpo técnico tiene forma
de mujer. De una decena de amas de casa pobres, que con
mallas ceñidas y playeras flojas pitan el clásico del barrio. El
clásico es entre decenas de niños —los jugadores—, contra
el tonzol, el thiner y la seducción del narcomenudeo.
Para enfrentar al contrincante, ni balones caros ni
pasto y a veces ni zapatos tenis.
Acá a la bola se la respeta para que siga rodando. El
terregal es sagrado porque significa juego. Los pies descalzos
son suficientes para andar por calles sin empedrar.
Tampoco se necesitan concentraciones ni dietas especiales.
En Santa Paula, el entrenamiento principal de muchos
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niños consiste en ocho horas de trabajo en las ladrilleras, a la par de sus papás, por sueldos
familiares de entre 800 y cinco mil pesos al mes. Centenares de chicos tienen los pulmones
grises por el humo de la quema de leña y llantas que se usan en los hornos para hacer el
ladrillo. Varios se disputan el segundo y el tercer grado de desnutrición, relata Guadalupe
Pérez, supervisora del centro de Children International, un organismo que trabaja en varias
comunidades miserables del mundo y tiene un centro en esta zona de Tonalá.
Ni cervecerías ni bebidas energizantes.
Los patrocinadores de las bardas de Santa Paula son los grafiteros locales. Los
electrolitos son cortesía de los pozos artesianos, cavados bajo un suelo donde también
abundan las fosas sépticas y humanas. Sus pobladores aquí forman parte del medio millón
de tapatíos que en mayo de 2008 recibieron promesas de agua y drenaje e incluso recibieron
tuberías y un par de años más tarde se enteraron de que todos aquellos tubos no tenían de
dónde abastecerse.
Ni Menottis ni Capellos ni Bastistutas: ya quisieran ellos.
Aquí las amas de la cancha se llaman Alejandra Gallardo, Juanita Gutiérrez, Chuy Virgen,
Miriam Estrada, Lety Rendón, Isela Cruz, Irene Sánchez, Araceli Santiago y Silvia y Pilar
González. No reciben un cinco por su labor. Hace tres años, todas pelaban los ojos cuando
escuchaban palabrotas como “fuera de lugar”, “pelotazo” y “zona técnica”; hoy esos conceptos
les son tan familiares como sopa de fideo, cazuelas, ropa sucia, fiebre.
Cuenta Alejandra Gallardo que el alma futbolera le afloró de una mezcla entre
lo que aprendió en un taller de autoestima y empoderamiento que recibió en Children
International y el miedo por el futuro de sus hijos.
El miedo es un gas incoloro que flota sobre las calles de Santa Paula, donde la
mayoría tiene en la memoria una balacera reciente y se rumora de la existencia de un cártel
local, cuyos miembros gozan exhibiendo desnudos y torturados a sus enemigos, a pleno día,
durante el tianguis de los miércoles.
En este ambiente de miseria y violencia extrema, en el verano de 2010, Alejandra
Gallardo decidió recuperar un rectángulo del espacio público escaso en el barrio: el campo
de futbol.
Una tarde salió a jugar con sus hijos, pero se dio cuenta de que de soccer sabía lo
mismo que de física cuántica. Con el apoyo del organismo que las había empoderado, ella
y sus vecinas acudieron al Consejo Municipal del Deporte de Tonalá y gestionaron clases
con un entrenador profesional; Children también les donó los balones que hasta ahora
conservan como joyas preciadas.
En pocos meses las madres de familia se hicieron expertas en patear bolas, hacer
fintas, meter goles y proteger portería. Entonces surgió un detalle: de las reglas del juego
desconocían hasta la “r”. Lo que siguió fue la gestión para curso de arbitraje: “Ahora ya
sé cuándo no me están contando los goles”, se ríe Alejandra Gallardo, brava en el juego,
cálida en el trato. Al final lo que faltaba eran alumnos. Lo resolvieron con una campaña de
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volantes por las calles el barrio, a través de los cuales citaron a los niños y niñas de la colonia
en la unidad deportiva.
Los niños llegaron por centenares; 380 hasta hoy. A algunos pudieron conseguirles
zapatos tenis y uniformes, pero la ropa deportiva es lo que menos le interesa a los jugadores,
cuya pasión no distingue entre un par de guaraches y uno de zapatos con tacos.
Para las diez entrenadoras de futbol de Santa Paula sí hay diferencia en el antes y el
después, desde que comenzaron su oficio de coach. Ahora no dejan la cancha casi por nada:
“Diario tenemos quehacer, pero lo dejamos a un lado para estar con los niños”, afirma Chuy
Virgen, quien se infla de orgullo cuando cuenta que por las calles chuecas de Santa Paula,
los niños y adolescentes le gritan: “¡Adiós, entrenadora!”.
En algunos casos, las doñas no se han incapacitado del balón ni por el embarazo
ni por la cuarentena que sigue al parto y, según se sabe, eso no le ha ocurrido a Menotti,
Capello y Batistuta.
Miriam Estrada entrenó a su equipo casi hasta el momento de su parto, amamantó
entre la polvareda del campo de futbol y hoy su hija, de siete meses, sonríe bajo el sol
mientras la madre pita partidos.
Más todavía, varias jefas de la cancha decidieron compartir sus conocimientos en
manualidades y planean rentar un localito para vender sus productos de punto de cruz,
listón, repujado, tejido. Todo esto lo cuentan aguja en mano, cinco minutos antes de partir
a la unidad deportiva.
Ellas creen que los niños y adolescentes del barrio también han cambiado la
perspectiva de su destino. Podría ser cierto. Cuando uno les pregunta qué quieren hacer
de su vida, no mencionan al cartel de Santa Paula ni al “Chapo” Guzmán. Los que menos
saben, saben bien que Maradona creció en un barrio que se parecía mucho a Santa Paula,
Tonalá, paradójicamente ambos igual de olvidados de la mano de Dios.
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H
e aquí la gran tragedia de la humanidad: amamos lo
que algún día morirá.
El área de pediatría se encuentra en el tercer
piso de la Torre de Especialidades del Hospital Civil Fray
Antonio Alcalde. Es el amanecer más frío de febrero de 2021,
las lámparas temblorosas de la calle escupen su luz amarillenta
sobre todas las cosas. Desde la puerta, abarrotada de familias,
observo el edificio y busco, en el tercer piso, la cuarta ventana
de izquierda a derecha. La cortina está abierta y puedo ver
la silueta de Milico que alza la mano para saludarme. Naím,
en sus brazos, me busca entre la multitud y alza también sus
manos para hacerme saber que me ha visto. En la penumbra
de aquel amanecer de febrero, mi hijo —lo juro— brilla.
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casa y dejan su coche en uno de los tres estacionamientos que están en la periferia del hospital.
Junto al estacionamiento donde dejé el coche familiar hay una funeraria: los ataúdes parecen
balsas que naufragan en la oscuridad de Guadalajara. Aunque seguramente los habrá en la
bodega, he notado que no hay féretros infantiles en exhibición. Cada vez que llego al hospital,
secretamente, agradezco la prudencia de los comerciantes.
Naím, mi hijo que entonces tenía dos años, enfermó en los primeros días de febrero.
Nos dimos cuenta la noche del 14 (día del amor) cuando su abuelo materno anunció un
comportamiento inusual que, por extraño que parezca, nadie más había notado: mi bebé
torcía la cabeza a la izquierda, como si el peso la venciera hacia un costado. “Revisen a ese
chiquillo, porque eso no es normal”, dijo con el tono del padre experimentado, del padre que
sabe que hasta el más mínimo síntoma debe atenderse como si fuera de vida o muerte.
Recuerdo haber mirado a mi hijo pensando que era una exageración. En días recientes
su comportamiento había sido normal: el de un niño sano, fuerte, que podía correr o saltar
toda la tarde sin cansarse. Le pedí que se acercara a mí. Naím, obediente, dio un par de
pasos seguros, pero se golpeó la cabeza con la silla, como si no la hubiera visto o la silla
no existiera. En ese momento lo supe. (¿No lo sabemos siempre, desde el instante en que
nos volvemos padres?) Aquello era el horror, que había llegado a nuestra puerta: el instante
que zanja la historia familiar, el acto quizás divino, quizás azaroso, que dirige nuestro futuro
a un desfiladero. Todos los planes, todas las expectativas, todas las esperanzas derribadas
por el más sencillo y subrepticio ataque de la casualidad. “Nuestros hijos son rehenes de la
fortuna”, escribió Joan Didion. “Crees en Dios, pero no obtienes ninguna dispensa especial
por esta creencia en este momento”, escribió Nick Cave. He aquí la gran tragedia de ser padres:
amamos lo que puede morir.
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Durante la primera resonancia magnética que tuvo Naím, éste fue el único pensamiento
que ocupó nuestra mente. Llegamos al laboratorio a las 8 de la mañana. En los brazos
penitentes de su madre, mi hijo lloraba de hambre y de sueño —los niños pequeños no están
acostumbrados al ayuno de 12 horas, ¿cómo podrían estarlo?—. Más tarde, cuando llegó
el momento de desaparecer tras una cortina con los radiólogos, lloraría también de miedo.
A partir de entonces, la espera. Y toda espera en una clínica encierra diversas formas de
penitencia: la explicación del procedimiento, la angustia de los otros pacientes, los rezos que
salían de mis labios temblorosos y que volaban como mariposas hasta el cuarto donde a mi
hijo, finalmente, lo había capturado aquel silencio de muerte que provoca la anestesia general.
—Tenemos que sedar a su hijo, tiene que estar completamente quieto durante la resonancia.
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Los hospitales pediátricos son repositorios para las crisis de fe. Mi padre solía decirme
que un hospital es la suma de todas las angustias. Durante los días que Naím ha permanecido
en el Hospital Civil, aquella frase ha vuelto a mí como un oleaje encrespado, acentuando las
navajas de la incertidumbre que laceran mi cuerpo. En cada encuentro con los neurólogos, en
cada plática en los elevadores con otros padres de otros hijos enfermos, en cada desencuentro
con Milico que lleva casi una semana sin dormir, aquellas palabras se me revelan epifánicas, el
temible recordatorio de nuestra pequeñez, nuestra impotencia ante la enfermedad y la muerte.
Resuenan las palabras de mi padre con las de Anaxágoras, cuando lo enteraron de la muerte
de sus hijos: “sabía que los había engendrado mortales”. Aprendí la sentencia del griego pocos
meses después de la muerte de mi primer hijo, Tristán. En un par de semanas, cumplirá ocho
años de fallecido. Pienso. Y pienso también que la muerte de un primer hijo no te protege
contra la muerte de un segundo, o un tercero.
Los hospitales son también el lugar que mejor conjuga aquel tenso conflicto que —
supuestamente— existe entre la ciencia y la religión. Los niños conectados al suero, a los
respiradores artificiales, a los lectores de signos vitales, son la manifestación de un horror
que cada progenitor vive con distinta intensidad, pero que invariablemente sofoca. Niños
enérgicos, alegres, amados, que lloran en cada inyección, en cada toma de sangre, y en cada
canalización porque el movimiento natural de la infancia dobla las agujas dentro de sus venas
y los obliga a tener varias intervenciones. Cuán difícil es amar a Dios entonces. Qué absurda
puede ser la fe a la vera de un niño enfermo.
Al mismo tiempo, sabernos arropados por los avances médicos del siglo XXI es
siempre un consuelo. Una promesa, a veces mínima, contra la zozobra. Stephen Jay
Gould, en su bello tratado Ciencia versus religión. Un falso conflicto, dedica unas líneas a
esta sensación de alivio: “si alguien me dice que preferiría haber vivido hace un siglo, le
recordaré simplemente la única carta que es un triunfo irrefutable para elegir el ahora como
el mejor mundo que jamás hayamos conocido: gracias a la medicina moderna, las personas
de recursos adecuados en el mundo industrial gozarán probablemente de un privilegio que
nunca antes se dispensó a ningún grupo humano. Nuestros hijos crecerán; no perderemos
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Desde la primera vez que lo vi, el mural del piso de pediatría me hizo pensar en los
grabados que Edward Linley Sambourne, cartonista satírico de la Inglaterra victoriana, creó
para la novela Los niños del agua, del sacerdote Charles Kingsley. Fue la obra de Gould la que
me condujo a Kingsley apenas unos meses después de la salida de mi libro de crónicas que,
por una curiosa coincidencia, resultó homónimo. Se trata de una obra infantil que relata la
vida de Tom, un pequeño deshollinador que un día escapa de su patrón tirano y, en el afán
de lavarse el hollín que lo cubre por completo, se queda dormido en las profundidades de un
río. Sin embargo, en lugar de morir, Tom se transforma en un niño del agua, que iniciará una
nueva vida —y una nueva educación moral— en un mundo de seres mágicos. El pasaje de la
transformación de Tom siempre me ha cautivado por la encantadora esperanza que depara a
los niños muertos:
Las hadas se pusieron tristes porque no podían jugar con su nuevo hermanito; sin
embargo, siempre hacían lo que les mandaban. Su reina se alejó flotando por el río hacia
el lugar de donde había venido. Pero claro, todo esto Tom ni lo vio ni lo oyó; y quizá, si lo
hubiera visto u oído, nada de esta historia habría cambiado, pues tenía tanto calor y sed, y
deseaba tanto estar limpio de una vez, que se zambulló tan rápido como pudo en el arroyo frío
y transparente.
Dos minutos después de entrar en el agua, se durmió profundamente y tuvo el sueño más
tranquilo, alegre y apacible de toda su vida. Soñó con los prados verdes por los que había andado
esa mañana, los altos olmos, las vacas durmiendo y, después de eso, ya no soñó nada de nada.
La razón por la que cayó en un sueño tan delicioso es muy simple y, sin embargo, casi
nadie la ha averiguado: las hadas simplemente se lo llevaron.
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Este dibujo particular esconde todavía otra resonancia que, por su lejanía temporal y
espacial, me parece casi prodigiosa. Aquel juego infantil entre animales y humanos recuerda al
鳥獣人物戯画絵巻 [Chōjū-jinbutsu-giga emaki, “Caricaturas de animales antropomorfos”],
ilustración del siglo XIII que muestra a un grupo de monos, ranas y conejos en situaciones
de la vida cotidiana en algún punto del periodo Heian [794-1185], y que ha sido considerada
como el “primer manga de Japón”. La comparación quizás pueda resultar ingenua, pero no
deja de esconder cierta belleza. Los rollos en verdad se asemejan al manga moderno: vemos a
los animales enfrascados en una lucha de sumo, protegiéndose de la lluvia, o persiguiéndose
en una travesura que nunca termina. En el viejo emaki no hay niños, pero no es necesario:
la atmósfera del juego expresa la misma inocencia que tiene el grabado de Sambourne. Es
difícil saber si el cartonista inglés llegó a conocer el emaki antes de producir sus propias
ilustraciones. Es posible que sí, pero no es importante: lo que resalta es la actitud festiva que
permite imaginar una vida feliz para los niños ahogados, un espacio especial en la eternidad
donde el juego sea la única realidad posible.
(El estudio Ghibli, por cierto, animó el Chōjū-jinbutsu-giga emaki para un comercial
en marzo de 2016.)
Fue Álvaro, uno de nuestros vecinos de cuarto, quien me hizo notar los niños del
agua que habitaban el hospital. “A mi hijo le gustan mucho las ranas, siempre le digo que es
un mural que mandé a hacer para él”. Edén, su niño de ocho años, se aplastó la mano en un
molino en su natal Teocaltiche. Lo conocí al tercer día de llegar al hospital, aquella ocasión en
que Naím se fue corriendo a su cuarto para regresarle un juguete. El niño, aunque adolorido,
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estiró su mano sana por debajo de la camilla y acarició la cabeza de mi hijo. Aquel contacto
ha quedado grabado en mi memoria, como grabada está la sonrisa de Edén, idéntica a la del
jinete de anfibios que adorna la pared del pasillo. A veces, cuando empieza a oscurecer, el frío
alcanza la extremidad y le provoca un dolor intenso que lo hace llorar. El llanto de Edén se
arrastra como un animalito hasta el cuarto de Naím, quien alza la cabeza y reconoce la voz de
su amigo.
En la noche de los hospitales pediátricos, el llanto y la risa son dos espejos que abarcan
toda la realidad soportable. Puestos frente a frente, multiplican hasta el infinito los rostros
afligidos de los padres, y el aura de los niños que todos los días ingresan y, en el mejor de los
casos, son dados de alta en un desfile triunfal que todos —pacientes, enfermeros, médicos—
aplaudimos sin el más mínimo atisbo de envidia. Un niño no debería estar ahí. Un niño no
debería conocer tan pronto la posibilidad de la muerte. Y, sin embargo, sabemos que hay
tantos que no saldrán vivos del piso de pediatría. Los doctores han dicho que Edén tuvo
mucha suerte: algunos pacientes en accidentes similares perdieron mucho más que una mano.
El 11 de mayo de 1935, Walt Disney presentó su propia versión de Los niños del
agua de la mano del director Wilfred Jackson —famoso por su participación en películas
como Alicia en el país de las maravillas, Peter Pan, La dama y el vagabundo, entre otras—.
La producción, basada en los grabados de Sambourne, muestra también el carácter lúdico
de la novela de Kingsley. En la versión de Disney, un grupo de bebés desnudos aparece en
un estanque gigantesco, donde duermen cubiertos por capullos que los arrullan durante la
noche. Con el amanecer, estos niños —todos son caucásicos, cosa común en las producciones
de Disney de la época— se arrojan al agua y comienzan un ritual de juegos que maravilla por
su inocencia, por la certeza de que en aquel paisaje paradisíaco ninguno de ellos conocerá
el dolor. Van sonrientes, desnudos, montados en cisnes, en ranas, en tortugas y hasta en
libélulas. Bailan con las ranas, torean a un sapo bravo, corretean a las lagartijas y juegan
alrededor de flores tan grandes como ellos mismos. El espectáculo termina con la caída de
la noche, cuando al son de las trompetas los niños vuelven a sus capullos, envueltos para
siempre en sus sueños de agua.
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con las abejas, o volando en la cola de un mirlo hacia un cielo para siempre azul. Y por un
instante mi hijo muerto aparece frente a mis ojos. Y lo siento cercano. Y feliz. Y vivo. Al ver
el episodio de Disney, que formaba parte de las Silly Symphonies, puedo participar también de
la maravilla que producía en Kingsley la naturaleza, y que llevaría a Lafcadio Hearn a afirmar
que ella “le hablaba a Kingsley mediante el susurro de las hojas, el murmullo de los cauces, el
zumbido de las abejas; incluso en los rayos de sol sobre las rocas veía él un mensaje”.
El error divino. La posibilidad de un Dios falible que deja “lagunas” en algunas de sus
creaturas. ¿En qué otra cosa se equivoca? La idea circuye con frecuencia el hospital pediátrico:
¿por qué mi hijo? ¿Por qué no el hijo de mis vecinos? ¿Por qué la brújula de la casualidad no
se desvió un grado, un minuto, un segundo, para llevarse la tragedia a otra casa? Me lamento,
con cierta vergüenza, mientras las agujas para los estudios de sangre penetran la piel nueva de
mi niño.
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susurro palabras de amor que se quedan revoloteando en su cabeza como colibríes ciegos.
Cuando ha terminado, la mujer me indica que todo está listo para llevarlo a su estudio. Casi
simultáneamente, el camillero entra en el cuarto y pide permiso para moverlo. Naím me mira
con un terror legítimo. ¿Imagina o intuye que lo hemos engendrado mortal?
Charles Darwin tuvo, también, una niña del agua. El 23 de abril de 1851, al mediodía,
Anne Elizabeth Darwin murió a la edad de diez años en una clínica de Malvern. Su muerte no
fue sorpresiva, sino que fue el resultado de una larga enfermedad de meses. Murió acompañada
por su padre, quien expresaría que la muerte fue apacible. “Nuestra pobre y amada niña tuvo
una vida muy corta, pero confío en que fuera feliz. Sólo Dios sabe qué miserias podrían
haberle esperado en un futuro. Murió sin emitir un suspiro”. Su enfermedad había empeorado
apenas un mes antes, en marzo, y esto condujo a los Darwin a tomar la resolución de enviarla
a la clínica del Dr. Gully, sitio donde el propio Charles había mejorado su salud gracias a
cierto “tratamiento con agua”. La salud de Annie, al principio, mejoró. Pero en pocos días se
deterioró tan rápidamente que no hubo nada que hacer. Nada más que resignarse a su partida
de este mundo.
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primo William Darwin Fox, el 29. “¡Oh, que pudiera saber ahora cuán profundamente, cuán
tiernamente amamos todavía y amaremos para siempre su querida y alegre cara! Bendita sea”,
se lamentó, en el memorial que hizo para su hija el último día de abril.
Durante décadas se ha asegurado que la muerte de Annie Elizabeth fue el zarpazo que
separó a Charles Darwin de la religión. Lo que lo llevó a abandonar las visitas dominicales
a la iglesia, y a renunciar a las prácticas de la fe de manera definitiva. A esta sucesión de
eventos se le ha llegado a conocer como la “hipótesis Annie”, y ha sido tomada como una
verdad axiomática en su biografía. No obstante, Gould cree reconocer que lo que se operó
en el corazón de Darwin fue mucho más complejo que el mero renegar de un Dios que no
entiende la misericordia —o, al menos, no como nos gustaría a los humanos—. Dice Gould:
“Se afligió tan profundamente como lo haya hecho cualquier hombre, y siguió adelante.
Conservó su gusto por la vida y por aprender, y se alegró en el calor y los éxitos de su
familia. Perdió consuelo y creencia personales en la práctica convencional de la religión,
pero no desarrolló deseo alguno de transmitir esta opinión a otros; porque comprendió
la diferencia entre cuestiones objetivas con respuestas universales bajo el magisterio de
la ciencia, y temas morales que cada persona debe resolver por sí misma”. La pérdida de
Darwin, su conflicto con la fe, constantemente me han orillado a preguntarme: ¿puede un
hombre que ha perdido todo perdonar a Dios?
El daguerrotipo de Anne Elizabeth revela que, en verdad, era una niña muy hermosa.
Contemplo sus rasgos delicados, su cabello recogido en dos trenzas, su templanza y su paciencia
admirables —ya he dicho lo difícil que era mantener a un niño quieto el tiempo suficiente
para que el daguerrotipista recogiera su imagen mientras estaban vivos—. Y por un momento
siento que algo me conecta con su padre; cierto conflicto con la fe, cierto reclamo imposible
de pronunciar contra nuestro Dios que nos condujo a yacer a un costado de nuestros hijos
en la cama del hospital, que nos ha dejado verlos vomitar, retorcerse ante la invasión de las
agujas, o convulsionarse o perder el conocimiento, o morir, finalmente, en una mañana del 23
de abril, que es como todas las mañanas en las que se fractura el mundo.
Cuán frágil es la salud de los hijos. Cuán fácilmente la vida nos recuerda su mortalidad.
Mientras veo a Josué internándose en el cuarto de la resonancia, mientras el neuropediatra
me da una palmada en la espalda y me dice que todo estará bien, no puedo dejar de pensar
en Annie y de decirme que no existe mayor prueba —de fe, de vida, de muerte— que la que
plantea un niño enfermo. Y al tiempo que lo veo, ya inconsciente, en manos de los médicos,
pienso también en mi hijo Tristán, y me digo que a falta de un Dios misericordioso quizás
pueda permitirme rezarle a él, a mi hijo muerto, para que cuide de su hermano y lo cubra con
su amor que desde hace años me sigue a todas partes.
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Luego viene el silencio. Un par de sonidos mecánicos. Mi hijo Naím que yace a la
espera de la misericordia divina. ¿Es posible amar al Dios de los niños enfermos? Me pregunto,
mientras el rugido familiar de la resonancia magnética inunda todo a mi alrededor y yo junto
las manos frente a mí y pienso en un futuro cuando la enfermedad de Naím haya pasado
y estemos en algún bosque o playa o ciudad lejana contándonos todos los pormenores del
hospital pediátrico y lloro porque llorar es la única plegaria que me queda. ¿Es posible amar
al Dios de los niños enfermos? Me repito.
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Semblanzas
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Vanesa Robles
(Guadalajara, 1973). Periodista. Ha ganado los premios Jalisco
de Periodismo (en 2001 y en 2008), Nacional de Periodismo
Cultural Fernando Benítez (2000) y el Nuevo Periodismo en
la categoría de radio (FNPI, 2002), entre otros. Es egresada de
Ciencias de la Comunicación del ITESO, donde es profesora
en la carrera de Periodismo en Comunicación Pública y
encargada de Comunicación del Centro para la Dignidad y
la Justicia Francisco Suárez. En 2013 obtuvo el Premio Jalisco
de Periodismo.
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Hiram Ruvalcaba
(Zapotlán el Grande, México, 1988) es narrador, atlista y
profesor de literatura. Actualmente estudia el Doctorado en
Humanidades de la Universidad de Guadalajara. Es licenciado
en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara e
Ingeniero Ambiental por el Instituto Tecnológico de Ciudad
Guzmán, además de maestro en Estudios de Asia y África
por El Colegio de México. Ha sido becario del Programa de
Estímulos a la Creación y al Desarrollo Artístico en Jalisco en
la categoría Jóvenes Creadores en 2006 y 2019 y becario del
FONCA en la categoría Jóvenes Creadores en 2021. Ganador
del Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela, en 2016,
del Premio Nacional de Cuento Joven Comala, en 2018, del
Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay, así como
del Premio Nacional de Cuento José Alvarado, en 2020, y
del Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez, en 2021.
Ha publicado los libros de cuentos El espectador (2013), Me
negarás tres veces (2017), La noche sin nombre (2018), Padres
sin hijos (2021) y el libro de crónicas Los niños del agua (2021),
así como las traducciones Kwaidan. Extrañas narraciones del
Japón antiguo (2018) y El romance de la Vía Láctea (2017),
ambas del autor Lafcadio Hearn.
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Índice
Crónica
David Izazaga Márquez
05 Belenes, veinticinco años atrás
09 Juamski y Las Monjas
13 CFE (proble)Mático o las tramas de la fe
(Crónica de un día cualquiera)
Vanesa Robles
19 La cocinera que se volvió cazadora de piojos
23 El padre de Romario, Bebeto y Rivaldo
27 Donde puso el ojo puso la bala
30 El caso del notificador confundido, torturado y
sordo
36 Clásico de clásicos: Madres vs Desesperanza
Hiram Ruvalcaba
40 Revisita a los niños del agua. El caso de Charles
Darwin y Charles Kingsley
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bien y de buenas
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