El Amargo Sabor de La Victoria

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El Amargo Sabor de la Victoria

Por

Julio David Equistarain

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INV & B Corporation. 2500 Plaza 5 — PMB 2709
Jersey City, NJ 07311 US
Capítulo I

Zama

Como siempre, aun a pesar de la noche, hacía calor en las llanuras de Zama. Los dos
ejércitos llevaban varios meses acampados frente a frente.

Yo, Aníbal Barca, general en jefe del ejército cartaginés, estoy en estas desoladas llanuras
de suaves colinas procurando, con mis soldados, la defensa de mi patria. Por primera vez
afronto una batalla defensiva, aquí posicionado frente a los romanos. Y en las próximas horas,
cuando la sangre comience a correr, decidiremos el futuro de la civilización. ¿Ese futuro será
romano o fenicio? Todo se decidirá de manera inevitable en esta confrontación.

Mis antepasados provienen de Fenicia, y aun conservamos buena parte de sus


características; sobre todo los dioses y el profundo amor al comercio. Pero desde hace siglos
prosperamos en Cartago, al norte de África, desde donde dominábamos la navegación y el
comercio por todo el mundo conocido, incluso más allá de las columnas de Hércules.

Con Cartago, nuestros antepasados, construyeron la más bella ciudad y el mejor puerto,
donde diariamente atracan y desatracan navíos de todas las banderas y tamaños. La continua
llegada de viajeros y mercancías de los más diversos lugares, crea una vida alegre,
multicultural y dinámica en mí ciudad que le da una especial personalidad; cosa que no deja de
ser curioso que recuerde pues no he regresado a ella desde mi niñez. Pero así es como la evoco
en mi memoria, y de los recuerdos de la infancia surgen las emociones y lealtades de los
adultos.

Todo nuestro mundo existía de esta forma, razonablemente feliz, hasta que apareció Roma.
¡La maldita Roma, que hace unos años nos derrotó en una guerra y con ello puso en peligro
hasta nuestra propia existencia!

Por un momento abandoné los recuerdos pues el calor me obligó a salir de la tienda. A lo
lejos, sin necesidad de esforzar la vista demasiado, podía ver los fuegos del campamento
enemigo.

Esa misma tarde había tenido una reunión con el general Escipión, el favorito de Roma. Mi
intuición y experiencia me decían que debería evitar la batalla que se avecinaba y, por ello,
solicité la reunión al romano. Estaba convencido de que si ahora perdía, de nada habrían
servido las mil victorias obtenidas sobre ellos en territorio itálico. En cualquier caso, ¡qué lejos
quedaban aquellos días!

Escipión me recibió en su tienda cortésmente. ¿Se podía evitar la batalla? Ambos lo


analizamos. El general romano me comunicó que el Senado quería la rendición sin condiciones
de los cartagineses, pues, tras la devastación que habíamos producido en Italia, las ansias de
venganza predominaban sobre cualquier otro pensamiento en la Urbe.

Le respondí que eso no era posible; que no podía considerar la batalla perdida antes de
dirimirse, pues eso era, en definitiva, lo que me estaba pidiendo. Escipión lo entendió. Durante
un buen rato estuvimos repasando los motivos que nos condujeron a esta cruel y larga guerra.
Cada uno expusimos nuestros puntos de vista con firmeza, aunque con cortesía. Y, tras los
saludos de rigor, nos despedimos conscientes de que la batalla era inevitable. No existía
ninguna posibilidad de acuerdo.

Sentía aprecio por aquel general que era joven, culto y educado, a su vez que buen estratega
y hombre de convicciones profundas. Tenía la impresión de que también Escipión abrigaba
simpatías por mí. ¨Pero ambos —pensé— somos instrumentos del destino y de los errores
propios, y de nuestros gobiernos. Mas somos militares y hemos de cumplir con nuestro deber¨.
¡Si mi patria me hubiese ayudado cuando estaba a punto de alcanzar la victoria definitiva en
tierras itálica no nos encontraríamos aquí! Pero en fin, ya es demasiado tarde para lamentarse.

Comencé a pasear, como siempre antes de una batalla importante, caminando ente las
fogatas en torno a las que se arremolinaban mis veteranos. Estos, al reconocerme, me
saludaban con claras muestras de respeto. Yo hacía tiempo había aprendido a apreciarlos, pues
de su fuerza y entrega dependían siempre los resultados de la guerra, incluso más allá de las
tácticas. Siempre fui un convencido de que las riquezas dependían de la fuerza de las tropas,
que, a su vez, dependían de las riquezas. En este círculo estaba el poder.

Con estos hombres crucé los imposibles pasos de los Alpes; con ellos vencí a cuantas
legiones Roma nos envió en Italia, y con ellos me encontraba de nuevo a las puertas de una
batalla decisiva, en la que todo se jugaba a una sola carta. El que perdiera sería tragado por el
tiempo y por la historia; el vencedor obtendría, para siempre, el monopolio de la gloria y del
comercio.

Mientras me abordaban lúgubres sensaciones alcancé una colina desde la que era visible
todo mi campamento y también el de los romanos. Encontré una amplia roca y me senté en
ella, asaltado por una cierta sensación de cansancio. Perdí la mirada en la lejanía y dejé que mi
mente siguiera viajando por el pasado.

¿Por qué hemos llegado a esta situación? ¿Cómo comenzó todo? Las guerras en general —
pensé—, se sabe cómo terminan, pero siempre acabamos olvidando los motivos que las
provocaron. Aunque en este caso sí creo recordarlos. La actual no es más que una
consecuencia de la anterior que perdimos.

Aquella se inició cuando Grecia y Cartago se disputaban el comercio en el Mediterráneo. Y,


mientras luchábamos entre nosotros, nadie se percató de la potencia que se estaba
desarrollando en Roma. Ésta terminó interviniendo con la excusa de responder a la petición de
ayuda que, contra nosotros, los sicilianos le habían hecho. Más tarde los cobardes griegos
desaparecieron de la escena, y nos dejaron frente a frente a Roma y Cartago. Aquella guerra la
ganaron ellos y nos pusieron condiciones desatinadas, como siempre hacen los vencedores.

Por el tratado que puso fin a esa guerra Cartago hubo que pagar un alto precio. Los tributos
de toda Sicilia dejaron de pasar a Cartago para recibirlos Roma, y también ésta, de camino, se
incautó de Córcega y Cerdeña. Pero, habiendo sido esto muy negativo, aun fue peor para
nosotros tener que abandonar el monopolio del comercio y el transporte de mercancías por el
mar. Antes se lo habíamos disputado a Atenas, pero ahora, este competidor que no vimos
crecer, parecía más fuerte y peligroso que los volubles helenos.

En mi patria existían dos partidos políticos, el de la paz y el de la guerra. El primero lo


conformaban los conservadores, liderados por Hannon, y apoyados por el Consejo de
Ancianos. El segundo, dirigido por Asdrúbal, estaba compuesto fundamentalmente por
antiguos oficiales del derrotado ejército de Sicilia, y por el sector más progresista de nuestro
pueblo. Esos oficiales eran los que mi padre Amílcar había llevado tantas veces a la victoria,
aun cuando estas, finalmente, resultaron estériles.

Mi padre primero y yo después intentamos recuperar la dignidad de Cartago, y las


condiciones que nos permitieran volver a dominar el comercio por el mundo. Intenté con mi
campaña por la península itálica vengar el deshonor de aquella derrota. Pero, quizás demasiado
tarde, he comprendido que Roma es intratable. Durante años la he derrotado mil veces, y
siempre ha sido capaz de preparar otro nuevo ejército contra mí.

Tras la gran victoria de Cannas me encontré a las puertas de la Urbe, pero, ni aun así,
pidieron la paz. No me atreví a asaltarla con los escasos y agotados hombres que me quedaban.
¿Me equivoqué y debería haberlo intentado? ¿Quién puede saberlo a estas alturas?

Después ellos, viendo que no me podían derrotar, atacaron mis bases en Hispania para
destruir mis rutas de suministros. ¡Cómo lloré cuando me enseñaron la cabeza de mi hermano
Asdrúbal, al que derrotaron cuando acudía en mi auxilio!

¡Qué fatalidad se extiende sobre mi familia, que parece condenada a perseguir eternamente
una victoria definitiva sobre Roma sin conseguirlo! ¿Querrán los dioses que mañana sea el día?
Para lograrlo me harán falta las fuerzas sumadas de los espíritus de mi padre Amílcar y de mi
tío Asdrúbal, que lucharon y derrotaron a múltiples pueblos. Necesitaré toda mi experiencia y
la de mis veteranos en la lucha contra las legiones. Nunca perdí una sola batalla con Roma.
¿Será esta la primera? ¿O, tal vez no? Sé que es distinta. Y también sé que en estos campos de
Zama nos jugamos nuestra existencia como pueblo, porque tras nosotros no queda nadie para
defenderlo.

¿Es esto lo que me crea la zozobra que padezco? Siempre antes de las batallas me he
sentido inquieto, pero nunca como esta noche. Cuando he obtenido una victoria,
invariablemente, me he sentido vacío y estéril. Pero ¡oh dioses! qué horrible debe ser la derrota
cuando las victorias te hacen sentir así...

¿Nacen quizás estás inquietudes porque la personalidad de Escipión ha conseguido inundar


mi corazón de dudas? Es un hecho que este general romano fue superviviente de dos batallas
que perdieron contra nosotros, y de esas experiencias parece haber aprendido de mis propias
tácticas, si he de creer lo que me han contado sobre sus victorias en Iberia.

Fijé la vista en los hombres más próximos a mí. Unos charlaban y bebían, mientras otros
dormían en el suelo envueltos en sus capas. Y me pregunté: ¿cuántos de estos hombres, que
ahora descansan al calor de las hogueras, se hallarán ante los últimos instantes de sus vidas?

Me levanté e intuitivamente dirigí la mirada hacia el campamento romano. Todo parecía


quieto e inocente en la lejanía. Después miré en dirección a mi ciudad, Cartago, que, a
cincuenta millas de allí dormía ajena al infierno que estaba a punto de desatarse. Sentí una
especie de punzada de dolor en el corazón al recordarla. ¡Qué mal me habían tratado siempre
los ambiciosos políticos y poderosos comerciantes de mi patria, a los que yo, con mis victorias,
había aportado grandes beneficios!

¡Qué estúpidos y torpes egoístas han sido, pues jamás han sabido valorar los dones que con
mis tropas les proporcionamos! Si nos hubiesen ayudado un poco, solamente un poco cuando
se lo solicité... Pero no, a ellos solo les interesaba su beneficio inmediato.

— ¡Duerme, Cartago! —dije en voz alta, como si alguien desde allí pudiese oírme—. Pues
cuando el día amanezca y despierten los dioses de la guerra, tu futuro se decidirá a cara o cruz
en estos calcinados campos de Zama.
Capítulo II

El juramento

Aún recuerdo nítidamente el día que mi padre nos llevó al templo de Bal—Haman. Yo
tendría unos 11 años, y como hermano mayor guiaba a mis hermanos Asdrúbal y Magón que
me acompañaban, pues padre había querido que realizara aquel juramento con mi familia como
testigos del compromiso que iba a adquirir.

El templo se hallaba en la parte vieja y alta de Cartago, y múltiples veces había ido a orar en
él. Siempre me impresionaban sus solemnes formas. Era inmenso y lleno de grandes columnas
que sostenían una alta bóveda.

A la luz incierta de las antorchas del templo, que dibujaban sombras que parecían moverse
como espectros sobre las paredes, mi padre nos hablaba en voz baja, tanto que nos costaba
oírle. Casi en un susurro nos recordó cómo los romanos le habían derrotado en Sicilia por
culpa de los partidarios de Hannon, que se negaron a proveerle de lo necesario para
complementar las pérdidas de su ejército tras varias batallas victoriosas. Y eso que con dicho
ejército defendía a nuestra patria. Esos miserables comerciantes y políticos jamás entendieron
las ventajas que para Cartago hubiera significado el triunfo sobre Roma.

Tras la derrota, cuando se pidieron condiciones de paz, Roma las impuso de forma severa,
pues apenas nos dejó marina de guerra suficiente como para proteger a nuestros barcos
mercantes con los que comerciábamos. Nuestro pueblo, que procede de Fenicia, siempre ha
llevado en la sangre el amor al comercio. Roma, tras su victoria, se podría convertir en una
fuerte competidora. Aunque la realidad es que no sucedió así, pues los romanos eran, por
entonces, agricultores poco amigos del mar. Pero en aquella guerra se perdió buena parte del
honor y gloria de Cartago, y era urgente recuperarlo para que los demás pueblos volvieran a
respetarnos.

Mi padre nos hablaba de los generales y soldados que vio morir en las batallas y que
entregaron su sangre por la gloria de Cartago, aunque ésta nunca lo agradeció. Pero aun así era
nuestra patria, y él la amaba por encima de cualquier otra circunstancia.

También, como parte del acuerdo tras la guerra anterior, nos habían sido vedados los
mercados de Córcega, Sicilia y sur itálico, donde ya no podíamos comerciar. Por ello mi padre,
para compensarlo, comenzó a extender nuestro dominio por la península Ibérica, con el fin de
situar allí unas bases sólidas con el fin de conseguir minerales, cereales y hombres para la
guerra de venganza que algún día habría de venir.

Recuerdo aun con precisión como mi padre Amílcar, aquella mañana en el templo y ante el
altar de Bal—Haman, me hizo jurar en presencia de mis hermanaos, que cuando la edad me lo
permitiera emplearía el fuego y el hierro para romper el destino de Roma. A pesar de mi corta
edad era totalmente consciente de lo que estaba haciendo, y recuerdo a mi hermano Asdrúbal,
y al pequeño Magón, mirándome con admiración, aun sin entender bien lo que pasaba, pero
sobrecogidos por la solemnidad del momento. Tras aquello, siguiendo a mi padre, me fui a
Hispania.

Habían de pasar muchísimos años antes de retornar de nuevo a mi patria. En realidad nunca
había podido volver hasta ahora, y solo regresé como consecuencia de la llamada agónica que
Cartago me hizo para que, como su general, la defendiera de Roma, pues ésta había
desembarcado sus legiones en nuestras costas; y por eso estoy aquí hoy en Zama frente a las
legiones romanas de Escipión.
Capítulo III

La boda

Realmente toda mi juventud la pasé en Hispania peleando con las tribus de allí, e
intentándolas unir a nuestra causa. Esa fue mi escuela. Aunque, con mi preceptor griego, no
descuidé mi aprendizaje del latín y griego, además de la historia.

Un horrible y caluroso día, tras una batalla con una tribu local, trajeron al campamento a
Amílcar, mi padre, gravemente herido. Yo me acerqué a su lecho de muerte donde me tomó de
la mano con fuerza y sólo me dijo: “Hijo, recuerda siempre tu juramento”.

A partir de entonces mi tío Asdrúbal se convirtió en el general en jefe de nuestro ejército,


continuando brillantemente las operaciones iniciadas por mi padre. Durante años yo aprendí a
su lado todos los secretos de la guerra y de la diplomacia para negociar con tribus, con el fin de
conseguir que nos proporcionaran hombres y alimentos.

Fuimos capaces de poner en eficaz funcionamiento la extracción de minerales, incluido oro


y plata en el centro y sur de Hispania, con el que pagábamos al ejército, aunque otra buena
parte la enviábamos a Cartago enriqueciendo a nuestra patria. Aun hoy, no deja de producirme
amargura el hecho de que jamás oí una sola palabra de agradecimiento por las riquezas que
proporcionábamos a Cartago y a sus habitantes con nuestras conquistas.

También, en Iberia, desarrollamos la agricultura, incluido el regadío para obtener mejores


cosechas, y modernizamos la ganadería.

Poco a poco las rebeldes tribus hispánicas fueron aceptándonos, bien por acuerdos políticos
o bien por el uso de la fuerza. Y, paulatinamente, nuestro ejército comenzó a nutrirse de
guerreros ibéricos, complementando a los libios que nos llegaban de nuestra tierra. Era tropa
aguerrida, habituada a duras condiciones de vida, y nos ayudaron con mucha eficacia a tomar
prácticamente el control de la mayor parte de la península Ibérica, hasta el Ebro.

Este rio, el Ebro, era la última frontera romana. Hasta ahí hacían llegar su poder los
orgullosos itálicos. Así que nosotros nos vimos, eventualmente, obligados a respetar esos
límites, pues aún no había llegado el tiempo de provocar a Roma.
También en mi mente, todavía, aparece con fuerza la imagen de mi tío Asdrúbal cuando, en
nuestro propio campamento, fue acuchillado por un esclavo. Murió rápidamente, y con la
misma rapidez despedazamos al esclavo que lo había asesinado supuestamente por una
venganza, según gritó al tiempo que apuñalaba a nuestro general.

Asdrúbal había sido un gran comandante militar y un buen político, muy querido por los
oficiales y soldados, y su ausencia hizo crecer muchas inquietudes en todo el ejército. En éste
hubo discusiones sobre quién lo sustituiría, y pronto surgieron voces entre la oficialidad que
solicitaban que yo asumiera la responsabilidad de liderarlos, como hijo mayor del Gran
Amílcar.

En realidad, aunque entonces contaba sólo veinte y nueve años, era un soldado de amplia
experiencia puesto que había participado con mi padre y mi tío en la mayor parte de las
batallas que habían sostenido con las tribus hispánicas. Nunca me dio miedo entrar en la lucha
directamente, de alguna manera era el sitio donde mejor me encontraba. Normalmente solía ser
el primero en entrar en la batalla y el último en salir. Supongo que fue por eso que los
soldados, casi por unanimidad, me eligieron general en jefe de todas las tropas cartaginesas, y
a partir de aquí comenzó mi labor para intentar satisfacer el juramento que había realizado a mi
padre: pasar Roma a sangre y fuego. Me sentía plenamente preparado para ello. Estaba
convencido de que había llegado el momento de la venganza y no lo iba a desaprovechar.

Mi primera labor tenía que ser terminar de pacificar las tribus hostiles hispánicas que aún no
nos aceptaban. Una parte de ellas me vi obligado a destruirlas, y para que sirviese de ejemplo a
estas las arrasé hasta los cimientos, no dejando piedra sobre piedra, y vendiendo a sus
pobladores como esclavos. Pero con la mayor parte de tribus, pueblos y ciudades, establecimos
relaciones pacíficas producto de pactos políticos.

En concreto la ciudad de Cástulo, en la parte sur de Hispania, tenía una gran importancia
pues era una ciudad rica y con una amplia población, que dominaba un extenso territorio. Su
rey Mucro tenía tres hijas, a cada cual más hermosa. Moví mi ejército hasta las puertas de
Cástulo, pero procurando que no pareciese en actitud demasiado amenazadora. Quería
sencillamente que su rey supiera que estábamos allí. Le envié como mensajero a mi hermano
Asdrúbal para que negociara un pacto con ese rey. Tras varias conversaciones llegaron al
acuerdo de que un matrimonio sería un buen arreglo para dar solidez a las relaciones entre
nuestros dos pueblos.

Como consecuencia de ese pacto el rey Cástulo organizó una fiesta, donde estaban presentes
todos los altos representantes de la ciudad, con el fin de presentarme a sus tres hijas. Departí
con cada una de ellas un rato y recuerdo como me impresionó Himilce. Era una belleza sureña,
de formas ajustadas para sus dieciséis años, y con una conversación en fluido y culto griego y
latín. Me decidí por ella, y ella aceptó de buen grado.
Apenas un mes más tarde el rey Mucro, junto con el Sumo Sacerdote, nos casaba en el
templo mayor de Cástulo.

No deja de producirme sensaciones gratificantes el recordar que quizás fue la única etapa en
mi vida en la que no estuve relacionado con la guerra. Himilce y yo viajamos por las zonas
más tranquilas de Hispania, sencillamente disfrutando el uno del otro. Durante tres meses casi
me olvidé de Roma.

Mi esposa, hija de Iberia y por tanto culturalmente distanciada de mí, se adaptó con rapidez
a su nueva situación. Y aunque muchos no lo creyeron nuestro afecto era real, a pesar de que
nuestra relación naciera de un pacto político.

La de Himilce era una belleza de suaves líneas, ojos castaños y labios cuyo dibujo, sobre
todo cuando sonreía, parecía una invitación a besarlos. Unos largos cabellos negros ponían
marco a sus facciones.

Durante nuestro viaje a ninguna parte aprendí a conocer mejor a los ibéricos a través de ella,
pues representaba un modelo genuino. Era un pueblo terco e ignorante, con un componente de
salvajismo que lo convertía en impredecible. La única posibilidad de utilidad que encontré era
el convertirlos en buenos soldados de Cartago, si conseguía domesticar sus caracteres.

Un día, tras la relajación que sucede al acto del amor y ambos aun desnudos y acostados,
Himilce se volvió de repente hacia mí, diciéndome:

—Así pues, ya has decidido atacar a Roma

Por un instante quedé desconcertado porque aquel lugar y tiempo no era el más indicado
para hablar de guerra. Pero ella, como buena ibérica, era imprevisible.

—Sí. En poco tiempo estaré dispuesto –le contesté— Pero cada cosa en su momento…

—Sé que ni yo ni nadie puede influir sobre tus decisiones cuando las has tomado, pero te
has preguntado ¿a qué conducirá?

—A la destrucción de Roma

—O a la de Cartago. No olvides que ya os derrotaron en el pasado.

—Esta vez no será así. No obstante, siempre existen riesgos cuando se busca la venganza y
la gloria.

Himilce se quedó pensativa mirando el techo. Al cabo de un momento musitó:


—La Gloria… ¿Qué es eso? ¿Cuál es su color? ¿A qué sabe?

—Sabe a victoria.

—¿Y las derrotas, a qué saben?

—No lo sé, pues jamás me han derrotado.

Hubo otro silencio largo. Oíamos nítidamente nuestras respiraciones uno al lado del otro. Al
cabo de un rato, y en el mismo tono susurrante tras acurrucarse junto a mí, continuó.

—¿Sabes que el día que te reuniste por primera vez con mi padre te espié por entre las
cortinas de la sala del trono, junto con mis hermanas? Te observé pues quería saber cómo eras.
Me gustaste desde el primer momento. Parecías un león enjaulado, tan confiado en tus fuerzas
que sólo parecía tener que estirarte para que los demás temblaran.

—¡Cuanta imaginación derrochas! En cualquier caso, hubieses tenido graves problemas si


tu padre se hubiese enterado.

—Lo sé, pero él estaba deseando emparentar con los bárcidas que controlaban a sangre y
fuego Iberia. Pues aunque es poderoso os temía.

—Lo sé.

Himilce se revolvió sobre sí misma, mordiendo suavemente mi brazo.


Capítulo IV

Sagunto

A la orilla del rio Palancia, en la costa Este ibérica, está ubicada Sagunto, ciudad que,
aunque situada al sur del rio Ebro límite de la frontera de Roma, era aliada de ésta. Lo pensé
durante un tiempo, pero ahí encontré una buena oportunidad para molestar a Roma y comenzar
a construir mi venganza.

Yo era consciente de que si atacaba esta ciudad, Roma me declararía la guerra. Pero me
pareció más conveniente, para evitar las críticas de la oposición política dentro del senado
cartaginés, que fuera Roma quien nos declarara la guerra y no nosotros a ella, pues este
proceder me permitiría ampliar los apoyos en mi patria.

Ya contaba con que los partidarios de Hannon, los pacifistas, se opondrían con virulencia a
este asedio ante el temor de las posibles represalias romanas. Pero sé que para los partidarios
de los bárcidas, es decir de mi familia, sería más aceptable este método.

En definitiva, aun consciente de que esta acción no estaba exenta de peligros tanto políticos
como militares, tomé definitivamente la decisión de atacar Sagunto. El posible premio
merecería el riesgo.

Para ello, lo primero que tenía que lograr era afianzar mis alianzas con las tribus más
importantes de las tierras hispánicas, y para conseguirlo, entre otras medidas, solicité rehenes
de las familias más notables de las ciudades importantes, y los envié para su custodia a
Cartago. Tenía que garantizarme que una vez que entrara en guerra con Roma no me
traicionaran desde la retaguardia. La península Ibérica debería ser mi fuente de suministros,
tanto de alimentos, como de armas y hombres. Tendría que dejar a uno de mis hermanos al
frente de una parte de mi ejército en Hispania, de forma que protegiera mis rutas de
abastecimientos.

La parte más dolorosa para mí fue que tuve que despedirme de mi esposa Himilce antes del
inicio de las hostilidades, a la cual también envié a Cartago. Aún recuerdo su mirada de
reproche pues se sabía un rehén, por mucho que yo intentara que pareciera otra cosa, con el fin
de garantizarme el apoyo de su ciudad, regida por su padre. El gran sequito que mandé para
que le acompañara no la engañó con respecto a la intención de dicho viaje. Lo leí en sus ojos
llenos de triste reproche. No la volví a ver nunca, pues ella murió mientras yo batallaba por la
península itálica. Curiosamente, de ella, el recuerdo más profundo que me quedó fue el
reproche silencioso de aquella última mirada. Pero a pesar de todos mis intentos, o quizás
precisamente por aquel viaje de Himilce, su padre el rey Mucro y la ciudad de Cástulo, poco
tiempo más tarde, se terminaron aliando con los romanos.

Cuando finalmente puse término a los preparativos levanté el campamento y con todo el
ejército me dirigí hacía Sagunto. La ciudad estaba amurallada y situada en un altozano elevado
de difícil acceso, lo que suponía una gran dificultad para poderla tomar en un asalto frontal.
Estas circunstancias me determinaron a montar un asedio, rodeándola de forma que le
cortáramos todos los suministros, y esperando que fuese suficiente para que, cuanto antes, se
rindiera por hambre.

Llevábamos unos ocho meses de asedio cuando una embajada romana vino a verme en el
campamento. Eran dos senadores, los cuales me entregaron un escrito en el que me
conminaban a abandonar inmediatamente el cerco a Sagunto para evitar la guerra con Roma.
Me argumentaron que esta ciudad, desde hacía muchos años, era aliada de ellos y que
cualquier ataque a la misma significaba una declaración de guerra a la propia Roma. Y que
Roma –explicaron— nunca abandona a sus aliados.

Yo les recordé que las fronteras de Roma terminaban en el Ebro, mucho más al norte, de
acuerdo con los antiguos tratados, y que Sagunto, al estar por debajo del cauce de ese rio,
correspondía a la zona de influencia de Cartago y no a la de ellos. Por tanto, que lo que allí
sucedía era sólo un asunto interno de los cartagineses.

La embajada romana salió de mi campamento y continuó hacia Cartago, donde nuestros


senadores, un mes después, los recibieron cortésmente. Los representantes de Roma
expresaron a nuestra Asamblea los mismos términos que me habían expuesto a mí. Tras hablar,
los romanos salieron para dejar debatir libremente al Senado cartaginés sobre la respuesta que
querían darle. Según me informaron, los Hannon pidieron mi inmediata destitución como
general en jefe de las tropas cartaginesas, por poner en riesgo a la patria con una posible y
peligrosa guerra. Exigieron que nuestros senadores me entregaran a Roma, y que levantara el
asedio de Sagunto inmediatamente. Pero mis partidarios se opusieron. Las discusiones, según
parece, fueron muy violentas entre los seguidores de unos y de otros.

Dos semanas más tarde aún no había sido resuelta la discusión entre los partidarios de los
bárcidas y de los Hannon. Por ello, los dos representantes de Roma se volvieron a presentar en
el Senado, pidiendo permiso, el principal de ellos, para hablarles de nuevo. Una vez
autorizado, de pie en medio de toda nuestra asamblea plenaria, aquel romano se dirigió a los
senadores con las siguientes palabras: “Señores de Cartago. Aquí, en una mano, traigo una
espada y en la otra una rama de olivo. Vosotros senadores decidme por cuál os decidís, sin más
esperas”.
Los representantes cartaginenses se levantaron unánimemente contestando que fuesen ellos,
los romanos, los que decidieran con cuál quedarse. El romano arrojó al suelo la rama de olivo.

Tras recibir toda esta información decidí acelerar la toma de Sagunto, y para ello
construimos torres y escalas con el fin de forzar sus murallas antes de que Roma fuese a enviar
refuerzos por mar a los sitiados. Al final hubo que tomarla al asalto.

La lucha fue intensa, y a mí personalmente me hirieron en una pierna, pero la ciudad cayó y
la arrasamos, con el fin de dar ejemplo a todo aquel que pensara en oponerse a nosotros.

Con la toma de Sagunto quedó abierto el camino de mi venganza contra Roma.


Capítulo V

Los Alpes

Reuní un ejército de noventa mil soldados de infantería, doce mil de caballería y treinta
elefantes. De estas tropas las dos terceras partes eran africanos y el resto hispanos. Además,
para proteger mi retaguardia y mis rutas de suministro, envié veinte mil hombres a África, y
dejé otro ejército en Iberia al mando de mi hermano Asdrúbal.

No tuve dudas al respecto sobre la acción que emprendía, aunque era consciente de sus
riesgos. Crucé el Ebro sabiendo que el hacerlo suponía la declaración definitiva de guerra
contra Roma, y que ya no habría posibilidad de vuelta atrás.

Con mis soldados pasé los Pirineos entrando en la provincia romana de Marsella, al sur de
la Galia. Allí me llegaron noticias del desembarco en la costa de un ejército romano para
interceptarnos, dirigido por Escipión, padre del mismo general que hoy se me opone en Zama.
Pero decidí que todavía no había llegado el momento de los enfrentamientos. Las batallas
deberían suceder en suelo itálico para que mi plan de conseguir que las ciudades se revelasen
contra Roma pudiese funcionar. Si combatíamos tan lejos dichas ciudades ni se enterarían.

Recuerdo que, por aquella época, mis generales comenzaron a informarme de que en el
ejército corrían múltiples rumores de que íbamos a atravesar los Alpes, y esto asustaba a
muchos de aquellos soldados los cuales pertenecían a zonas cálidas, poco habituados a tan
altas montañas, pero sobre todo al frio.

Mahárbal, el jefe de mi caballería, insistió en que sería un peligro continuar con ellos y
entrar en la península Itálica donde, a la primera dificultad, nos traicionarían. Pensé que podía
tener razón, y que suponía un riesgo añadido a tan compleja expedición que una parte del
ejército estuviese amedrentado y dubitativo.

Busqué rápida solución al problema. Reuní a mis soldados y oficiales, franqueado por mis
generales, y utilizando voceadores para que todos me pudieran oír les expliqué los objetivos de
la campaña. Les recordé los agravios que Roma había inferido a Cartago en la anterior guerra,
en la cual muchos de sus padres y hermano mayores habían perdido la vida; había llegado el
tiempo de la venganza. Les señalé que una vez pasadas las altas montañas que veían a lo lejos,
nos esperaban unos valles verdes con magníficos campos de siembra, y ricas ciudades que,
cuando nos vieran allí con el ejército, abandonarían sus alianzas con Roma y se unirían a
nosotros. Que el premio de esta campaña no sólo sería el honor y la gloria de Cartago, sino
también el acceso de ellos a todas las riquezas de Italia. Tras expresar el motivo y los objetivos
de la campaña, les explique también que teníamos dos caminos para poder acceder a la
península itálica; uno llano por la costa, evitando las montañas; pero ese era precisamente el
lugar por donde los romanos nos esperaban con sus legiones. El otro, aunque más difícil, era
atravesar los nevados Alpes. De forma que cuando apareciéramos por el lado itálico de los
mismos no nos encontrásemos ningún ejército esperándonos, ya que la sorpresa para el
enemigo sería absoluta. Así que había decidido, les informé, de que este último era el camino
que íbamos a seguir.

Percibí rumores de descontento entre los soldados, por ello les comuniqué que aquellos que
tuvieran miedo a seguir la expedición podían abandonar en ese mismo instante el ejército; que
les licenciaría y no se les reprocharía nada; y que además les serían abonadas las pagas que
hubiera pendientes.

Pude observar a mis generales mirándome con preocupación por esta determinación. Pero,
la misma, era firme. Tenía muy claro que para subir la cordillera que íbamos a tener que
escalar, y las previsibles dificultades que ello conllevaría tanto para hombres como para
bestias, era preferible prescindir de todo soldado dubitativo o asustado, pues supondría un
problema más.

Nos abandonaron unos cuarenta mil infantes y tres mil jinetes de caballería, que volvieron a
sus casas en Hispania y en África. Y sin más dilación, con el resto, decidí iniciar la subida de
las primeras estribaciones de los Alpes. Les aseguré a mis generales que nuevos hombres se
incorporarían a nuestro ejército una vez que llegásemos a la península itálica.

Pero antes de comenzar a subir las primeras estribaciones teníamos que atravesar el rio
Ródano, y no era fácil con las legiones romanas lanzadas tras nuestros pasos, pues les habían
advertido algunas tribus de galos sobre nuestra presencia. Era rápida la corriente del rio y
profundas sus aguas, y no teníamos ni una sola embarcación.

Di orden de que se comprara inmediatamente por aquel país cualquier cosa capaz de flotar.
Teníamos que lograr que el ejército pasara lo más rápidamente posible el obstáculo que el
Ródano significaba. La mayor dificultad la representaban los treinta elefantes. Sus cuidadores
me comunicaron que no podrían pasarlos, que los animales se negaban a subir a cualquier
nave.

Estuve reflexionando sobre la posibilidad de dejarlos allí, o que sus cuidadores los llevaran
de vuelta a Hispania con el ejército de Asdrúbal. En realidad en el campo de batalla su mayor
utilidad consistía en su capacidad para asustar y desordenar las filas contrarias cuando sus
hombres no estaban habituados a ver ese tipo de animal, tan común en mi patria. No servían
para mucho más. Pero a uno de sus cuidadores se le ocurrió que si conseguíamos llevarlos
juntos como una manada, y con las hembras por delante, tal vez podríamos conseguir que
pasaran. Con este fin puse a cientos de soldados a talar árboles y construir almadias de gran
tamaño. Cuando, en pocas horas, estuvieron acabadas las suficientes para todos los animales,
comenzamos la operación del paso de orilla. Hubo momentos que pensé que volcaría alguna de
aquellas almadias, pero no sucedió y, aunque los enormes animales se mostraban nerviosos,
terminaron siguiendo a las hembras que fueron las primeras en desembarcar en la orilla
opuesta. Tras los elefantes pasé al resto del ejército. Y una vez al otro lado del rio Ródano
iniciamos la subida de las primeras estribaciones de los Alpes.

Indudablemente este paso supuso uno de los instantes más difíciles de toda mi vida militar.
Aún hay noches que recuerdo los profundos desfiladeros, las veredas heladas y los fuertes
vientos ululantes que se filtraban por los barrancos. Recuerdo como anduvimos muchas veces
torpemente por estar hundidos en metro y medio de nieve, mientras salvajes tribus galas
atacaban alguna parte de la inmensa columna que formaba nuestro ejército. Eran una pesadilla,
pues cuando conseguíamos reunir soldados para rechazar a los feroces galos estos, grandes
conocedores de la zona, habían desaparecido.

Aún recuerdo nítidamente el famoso día de la roca. El ejército en marcha, casi en hilera de
uno, medía varios kilómetros de longitud. A duras penas conseguíamos transitar por las
estrechas veredas heladas, bordeando peligrosos desfiladeros, cuando la cabeza se detuvo de
golpe. Nadie avanzaba. Tras un buen rato y esfuerzo, me fue posible llegar a la vanguardia de
la expedición para intentar conocer qué sucedía. Pronto pude comprobar que el sendero que
habíamos tomado estaba interrumpido por una inmensa roca.

Por un instante me sentí desesperado, pero haciendo un esfuerzo logré que los demás no
advirtieran mi estado de ánimo. Hubiera sido fatal para todos. El retorno ya no era posible, y el
quedarnos allí parados significaba una muerte segura por congelación y hambre.

Mis hombres se encolerizaban. Todos los días se perdían caballos y soldados con caídas por
los profundos barrancos y desfiladeros, y por los ataques de los malditos galos. Y ahora, tras
tantos esfuerzos, una roca impedía nuestro acceso al otro lado de los Alpes.

Esa noche, como siempre, dormimos cada cual donde pudimos, envueltos en las pieles con
las que intentábamos protegernos del crudo frio, y con los peores presagios. Pero cuando
amaneció hallé la solución al problema, pues parece que muchas veces las mejores ideas
brotan con el sol, igual que el día. Ordené que todo el vino que tuviera cada soldado lo
entregara. Cogí un pequeño equipo y comenzamos a verter dicho vino por encima de la roca.
Le prendimos fuego y el vino comenzó a arder. En un principio no sucedió nada, pero
continuamos echando más vino y por tanto el fuego aumentaba. Al cabo de tres horas la roca
comenzó a resquebrajarse, y un rato después se partió definitivamente en varios trozos, lo que
nos permitió moverla y hacerla caer por el barranco más próximo, dejando expedito el camino.
A pesar del agotamiento hubo un suspiro de alivio de todos los que presenciaron lo sucedió,
pues incluso la retaguardia de la columna del ejército ya era conocedora de la causa de nuestra
detención. Inmediatamente organicé con la máxima premura posible, dadas las dificultades del
terreno, la aceleración del paso de todo el ejército.

Tras diecisiete días de horror y sufrimiento nos llegó el premio. Ante nosotros se extendía la
verde campiña del norte de Italia, y no había ninguna legión romana esperándonos. Era
evidente que no creían que fuésemos capaces de cruzar los Alpes. Así que nos podríamos
recuperar de las tremendas privaciones sufridas en nuestro tránsito por la enorme cordillera,
pues era indudable que la sorpresa había funcionado.
Capítulo VI

Cannas

Los supervivientes del ejército descansamos durante unas semanas tras el paso de los Alpes
para reponernos. Habíamos perdido muchos hombres por el camino, pero, rápidamente,
conectamos con algunas tribus galas del norte de la península itálica, y con una combinación
de regalos y amenazas, conseguimos que alistaran tropas con nosotros. Saqué la impresión que
esos galos eran muy volubles, y retuve en la mente que debía cuidarme de ellos. Eran altos,
fuertes y les encantaba luchar. Pero eran desordenados, inconstantes, supersticiosos y poco
dados al esfuerzo, así como alérgicos a cualquier tipo de organización. Además parecían tener
un miedo reverencial a Roma. En definitiva, no eran muy fiables como aliados.

Pero aun no habíamos terminado completamente de recuperarnos cuando me trajeron


noticias de que un ejército romano se dirigía hacia nosotros a toda prisa, indudablemente
alertado de nuestra presencia por los lugareños.

Había llegado el momento de las espadas y hablé a los hombres. Les expliqué que lo más
difícil había pasado, y ahora se nos brindaba la oportunidad de recoger el premio del que
nuestros sacrificios nos hacían merecedores.

Decidí no esperar y atacar a los romanos antes de que se atrincheraran.

Tesino fue nuestra primera victoria contra Roma. Tras ésta vinieron después las de Trevia,
la del lago Trasimeno y la de Festia. Y, según mis informadores, en Roma, tras tantas derrotas,
ya cundía el pánico, conscientes de que un invencible ejército cartaginés estaba bajando desde
el Norte de Italia hacia la Urbe, con la evidente determinación de destruirla.

Cada victoria consiguió ampliar mi ejército. Miles de galos se incorporaron al mismo con la
esperanza del saqueo de las ciudades itálicas. Mi política a estos respectos era muy clara. La
ciudad que no nos abría las puertas voluntariamente la destruíamos hasta sus cimientos,
vendiendo como esclavos a los habitantes que sobreviviesen al asalto. En cambio aquella otra
que nos aportaba víveres y soldados la respetábamos, y jamás permití que mis tropas
incomodasen a sus poblaciones.
Es cierto que ya entonces me sorprendió que, a pesar de esas victorias, la mayor parte de
ciudades continuaban cerrándonos las puertas, y seguían siendo leales a Roma. Fue entonces
cuando supe que me hacía falta una batalla definitiva que acabara, de una vez, con todo el
poder militar de Roma, y esta oportunidad vino a presentarse en Cannas.

Roma había reunido allí a todo su ejército, bajo el mando de sus dos cónsules. A él se
incorporó la elite senatorial y la nobleza. Sólo los demasiado jóvenes o muy mayores quedaron
en casa. Cuando supe esto tuve la convicción de que estaba ante el momento definitivo. Que la
victoria irreversible se produciría entonces o nunca. Así que no podía dejar pasar esta
oportunidad que el destino ponía a mi alcance.

Jamás los siglos habían visto una batalla como esta que se presagiaba. Ni siquiera Alejandro
el magno había tenido que disputar una batalla con tan grandes ejércitos, uno frente al otro.

Durante varios días comencé a buscar el terreno que más nos conviniera para dar la batalla;
quería un terreno donde mi rápida caballería pudiese maniobrar con eficacia. Lo encontré en
un amplio campo llano cerca de Cannas, población itálica, donde en mi cabeza se dibujaron
rápidamente las líneas maestras que debía de seguir la lucha que se aproximaba.

El cincuenta por ciento de mis tropas eran galos; y el resto, mis veteranos hispanos y del
norte de áfrica.

Cuando vi ante mí la disposición de las legiones romanas, que se presentaron con ochenta
mil hombres, comprendí que los derrotaría y que se produciría el final de ellos.

Protegiendo mi retaguardia con un pequeño riachuelo que por allí corría, con el fin de no
poder ser atacado por la espalda, coloqué mis hombres de la siguiente manera. En el ala
derecha mis tropas africanas, en el ala izquierda mis veteranos hispánicos y en el centro ubiqué
a todos los galos, mientras ocultaba mi caballería tras una loma próxima.

La disposición estaba preparada de tal forma que la masa de soldados galos destacaba como
una saliente, en forma de semicírculo, mientras las dos alas eran ocupadas por los veteranos.
Se trataba de que cuando los romanos pusieran en marcha sus pesadas legiones serían con esos
galos con los que tendrían el primer impacto.

Estaba convencido de que los galos, al empuje de las disciplinadas legiones romanas,
cederían y que los legionarios al verlos retroceder irían introduciéndose poco a poco en la
trampa; y cuando estuvieran dentro de ella yo mandaría cerrar la tenaza con las dos alas de mis
veteranos, que les atacarían desde ambos costados. Según esto fuera aconteciendo, velozmente
lanzaría mi caballería, que hasta entonces la tendría en reposo, a la espalda de las legiones y
con ello cerraría la trampa. Así, aquella noche, tracé el plan de batalla en mi cabeza e informé
a mis oficiales de estas disposiciones.
Amaneció un día frio, pero soleado. Las legiones romanas se veían formadas,
disciplinadamente, frente a nosotros cuando ordené a mis tropas, por medio de los oficiales,
ocupar las posiciones que la noche anterior había previsto.

Estuvimos durante más de una hora contemplándonos cartagineses y romanos sin actuar,
pero sin deshacer las formaciones. Hasta que de pronto las legiones se pusieron en lenta
marcha caminando ordenadamente, al compás del redoble de los tambores, hacia nuestra
vanguardia de galos. Poco después entraron en contacto con estos y comenzó la lucha.

Tras resistir durante algún tiempo los galos, como había sospechado, comenzaron a ceder y
a retroceder. Según esto iba sucediendo las legiones romanas empezaron a perseguirlos, y poco
a poco fueron entrando en la tenaza constituida por mis dos alas de veteranos.

Cuando pude comprobar que prácticamente todo el ejército de Roma estaba ya metido en la
trampa, di orden a Mahárbal para que con la caballería, rápidamente, comenzara a atacarlos
por detrás, simultáneamente que mis dos alas de veteranos empezaron a cerrar la tenaza. Fue
una carnicería.

Al terminar el día se pudieron contar más de cuarenta mil cadáveres romanos, y, entre otros,
ochenta senadores que regaron con su sangre los campos de Cannas. De los nuestro apenas
faltaron dos mil hombres, y casi todos galos.

La victoria se había consumado. Jamás los tiempos habían visto una tan concluyente entre
dos naciones tan poderosas. A partir de entonces sólo quedaba esperar que los dirigentes
romanos pidieran la paz, y yo les estableciera mis condiciones para concedérsela como ellos
habían hecho tras la guerra anterior. Mi padre, Amílcar, estaba vengado y nuestra fama y gloria
restablecida.

Mi sorpresa fue comprobar que, pasaban los días, y no enviaban parlamentario alguno. Por
tanto levanté mi ejército y comencé a acercarme a Roma con él, y, de forma amenazadora, me
situé a unos pocos kilómetros de la capital. Maharbal me insistía en que la tomáramos al asalto.
Me negué. Recuerdo que entonces, mirándome con cierta pesadumbre, me dijo: “Los dioses no
conceden todos sus dones a una sola persona. Tú sabes conseguir las victorias, pero no sabes
emplearlas”.

Pero no creo que tuviese razón. Maharbal, guiado por el entusiasmo de la victoria, no era
consciente de que con las castigadas tropas que contábamos, y todavía sin llegar refuerzos de
Hispania o Cartago, no podíamos pensar en tomar una enorme ciudad amurallada, que según
mis espías continuaba teniendo defensores armados en su interior. Es por ello que decidí
retirarme de allí y buscar sitios en los que descansara mi ejército para reponerse de las heridas.

Recuerdo que el resultado de la batalla de Cannas tuvo eco en todo el mundo. Filipo, rey de
Macedonia, me envió embajadores para aliarse conmigo, con la evidente intención de
participar en el entonces previsible reparto de los despojos de Roma. Yo los recibí, como a
tantos otros, con agrado aunque después supe que los romanos lo habían entretenido en Grecia
y nunca llegó a aparecer por la península itálica.

Entonces, viendo que Roma no tomaba la iniciativa para establecer la paz, tomé cien
prisioneros romanos encomendándoles que expusieran en el senado mis condiciones para
concederles la paz, con el compromiso de que si no eran aceptadas volvieran a mi
campamento.

El orgulloso senado despreció mis propuestas, contestando que Roma no realiza tratado
alguno bajo la extorsión de un ejército que se movía por su territorio, saqueándolo. De los cien
hombres que envié, noventa y nueve volvieron con la negativa respuesta. Uno sólo faltó al
compromiso. Pero, días más tarde, me llegó devuelto y encadenado por el Senado romano. He
de reconocer que este gesto nubló buena parte de mi alegría por la victoria de Cannas, pues,
por primera vez, comencé a entender con qué tipo de gente estaba tratando, para la que
rendirse no era una opción.

Tras esto, decidí enviar a sus casas a todos los prisioneros no romanos, con el fin de que
expandieran por todas partes la noticia de mi victoria. Y a los que procedían de Roma los
obligué, a manera de gladiadores, a luchar a muerte entre ellos para entretener a mis soldados.
Organicé una fiesta para mis tropas y les divertí con los romanos matándose unos a otros. A los
que quedaron con vida los vendí como esclavos.
Capítulo VII

Devastando la península Itálica

Tras la gran victoria de Cannas algunas ciudades itálicas se me unieron, aunque otras
muchas siguieron siendo fieles a Roma.

Entendí que la única forma de terminar con ésta iba a ser aniquilando, una por una, las
ciudades que aún le eran leales. Con este fin nos dedicamos a destruir a esas ciudades con sus
cosechas y ganados; y a apresar, para vender como esclavos en el mercado de Delfos, a sus
ciudadanos, hombres, mujeres y niños. Talábamos sus bosques y arrasamos miles de alquerías,
de manera que a los romanos y sus aliados no les quedasen lugar alguno donde asentarse con
seguridad. Pensé que así, antes o después, abandonarían a la Urbe y ésta se rendiría.

Durante años pusimos en práctica esta estrategia, como una forma de continuar la guerra.
Pero Roma, en menos tiempo del que yo había previsto, puso en pie dos nuevos ejércitos. Uno
de ellos lo situó continuamente tras mis pasos, pero eludiendo presentar batalla, pues tenían la
convicción de que la perderían igual que había sucedido anteriormente, y habían decidido
contemporizar y dedicarse exclusivamente a perseguirme por donde quiera que fuera, con el
fin de obligarme a mantener a mis hombres en continua situación de alerta, o a aprovechar
algún error que pudiera cometer.

Y simultáneamente, al mando de Publio Cornelio Escipión oficial superviviente de las


batallas de Tesino y de Cannas, y que entonces contaba sólo veinticuatro años, prepararon otro
ejército que enviaron a Hispania para atacar mis bases de suministros. Este general comenzó
en Iberia a tener los éxitos que no conseguían contra mí en la península itálica. De hecho, mi
propio hermano Asdrúbal, que estaba al cargo de nuestras tropas en la península Ibérica, se vio
obligado a salir de allí y cruzando también los Alpes, como yo había hecho años atrás, entró
por el norte Itálico con la intención de reunirse conmigo. Pero el enemigo se enteró y esta vez,
cuando consiguió descender de los montes, lo esperaba un ejército romano que lo derrotó.

Uno de los días más triste de mi vida fue cuando unos jinetes romanos, acercándose al
campamento donde me encontraba, tiraron un saco por encima de la muralla que nos protegía.
Al abrirlo, reconocí la cabeza decapitada de mi hermano.

Mi otro hermano, el pequeño Magón, también murió por aquellos tiempos, mientras
intentaba reunirse conmigo cruzando el mar desde Hispania huyendo de las legiones romanas,
que habían tomado casi todas nuestras bases. Pero su navío zozobró. Nunca volví a verlo tras
mi salida de la península ibérica. ¿Estamos malditos los Bárcidas?

Fue por entonces cuando en mi cerebro, por primera vez, comenzaron a nacer dudas con
respecto al resultado de esta aciaga guerra. Y mucho más cuando a pesar de los emisarios que
enviaba repetidamente a Cartago en busca de refuerzos, ésta, una y otra vez, me los negaba.
Sentí que mi patria me abandonaba a pesar de todas las riquezas que le había aportado desde
Hispania y la península Itálica, pues siempre, una parte importante del producto de nuestros
saqueos, los enviaba a Cartago.

En cualquier caso es evidente que los romanos nunca pudieron derrotarme durante el tiempo
que permanecí en la península itálica; pero mi ejército poco a poco, con los años, se iba
diluyendo y perdiendo su motivación para la lucha.

¿Es posible que todos estos esfuerzos y todas estas muertes, incluidas la de mi padre, mi tío
y mis hermanos, hayan sido estériles? ¿Es posible que Roma este bendecida por los dioses y no
exista forma alguna de derrotarla definitivamente? Yo he vencido a los romanos en muchas
batallas, pero, como la hidra, siempre le aparecen nuevas cabezas en forma de nuevas legiones.
Jamás han pedido la paz, y ahora nos han derrotado en Hispania, donde nuestra influencia ha
desaparecido. Y tras ello aparecieron en África para atacar directamente a nuestra patria
Cartago.

Ante esta situación de alama el senado cartaginés me envió emisarios para pedirme que
abandonase la península itálica, y me fuese allí con toda urgencia para defender la patria.
Muchos de mis hombres se negaron a seguirme y hube de ordenar matarlos. Con el resto
embarqué, tras tantos años, para Cartago.

Y por eso aquí me encuentro hoy, en las llanuras de Zama, ante las legiones romanas
lideradas por Publio Cornelio Escipión.
Capítulo VIII

Epílogo

Según las crónicas, corría el día diez y nueve de octubre del año 202 a. C., cuando al
amanecer comenzó la batalla de Zama.

Por primera vez en su vida, Aníbal, en vez de imponer la iniciativa, hubo de soportar la del
adversario que, para batirlo, usó la misma táctica de tenaza que aquel empleara tantas veces
con éxito. A los cuarenta y cinco años, Barca encontró de nuevo, en el desastre, las energías de
cuando tenía veinte.

En los primeros momentos de la batalla algunos elefantes del ejército cartaginés, espantados
por los sonidos de las trompetas que los romanos pusieron a sonar, y de las jabalinas que les
lanzaban, dieron la vuelta y en vez de lanzarse sobre las ordenadas legiones romanas,
arremetieron contra la propia caballería púnica. Aprovechando la confusión que esa situación
provocó, la caballería itálica se arrojó sobre la cartaginesa poniéndola rápidamente en fuga.

Entonces entraron en acción las legiones con la infantería pesada. Los cartagineses,
inicialmente, aguantaron bien el primer choque. Los veteranos de Aníbal rechazaban
valerosamente la presión de las líneas romanas, y el éxito de la batalla permaneció indeciso
durante bastante tiempo.

Pero de pronto volvieron a aparecer los jinetes romanos, que venían de regreso de la
persecución que habían realizado sobre la caballería cartaginesa, y arremetieron por la
retaguardia contra los veteranos.

Allí perdió Aníbal su primera batalla, y así terminó la de Zama.

Durante la misma incluso el general cartaginés se había enfrentado con Escipión en duelo
individual y le hirió. Formó y reformó cinco, seis y diez veces a sus falanges desbaratadas por
los legionarios para llevarlas al contraataque. Pero no se podía hacer nada. Veinte mil de sus
hombres yacían en el campo. Y a él no le cupo más que montar a caballo y galopar hacia
Cartago, donde llegó cubierto de sangre. Reunió el Senado, anunció que había perdido no una
batalla, sino la guerra, y aconsejó mandar una embajada para pedir la paz. Así se hizo.
Escipión se mostró generoso. Pidió la entrega de toda la flota cartaginesa, excepto diez
trirremes, la renuncia a toda conquista en Europa, y una indemnización de diez mil talentos.
Pero dejó a Cartago sus posesiones tunecinas y argelinas, aunque prohibiéndole agregar otras,
y renunció a la entrega de Aníbal, que el pueblo de Roma hubiera querido ver uncido al carro
del vencedor el día del triunfo.

A tanta caballerosidad por parte del enemigo, no correspondieron a Aníbal sus propios
compatriotas. El tratado de paz no estaba ratificado aún, cuando algunos cartagineses
informaban secretamente a Roma que Aníbal pensaba en el desquite, y que se había entregado
en cuerpo y alma a organizarlo. En realidad, lo que él buscaba era solamente poner orden de
nuevo en su patria y, al frente del partido de los Barcidas, trataba de destruir los privilegios de
la corrompida oligarquía senatorial y mercantil, que era en buena parte responsable del
desastre al no haber ayudado a su caudillo cuando este vencía, batalla tras batalla, en la
península itálica.

Escipión usó de toda su influencia para disuadir a sus compatriotas de que pidiesen la
cabeza de su gran enemigo. Pero en vano. Así que, para huir de la detención y la entrega,
Aníbal escapó a caballo de Cartago durante la noche; galopó más de doscientos kilómetros
hasta Tapsos, y de aquí embarcó para Antioquía.

Por esa época, el rey Antíoco titubeaba entre la paz y la guerra contra Roma. Aníbal le
aconsejó la guerra y se convirtió en uno de sus expertos militares. Pero, no obstante su pericia,
Antíoco fue derrotado en Magnesia y los romanos, entre otras condiciones, impusieron la
entrega del general cartaginés.

Éste volvió a huir. Primero a Creta y luego a Bitinia. Los romanos no le dieron tregua y al
fin rodearon su escondrijo. El viejo general prefirió la muerte a la captura. Se cuenta que, al
llevarse el veneno a la boca, dijo irónicamente: «Devolvamos la tranquilidad a los romanos,
visto que no tienen paciencia para aguardar el fin de un viejo como yo.» Tenía sesenta y siete
años. Pocos meses después, su vencedor y admirador Publio Cornelio Escipión le siguió en la
tumba.

Fue esta segunda guerra púnica la que decidió durante siglos la suerte del Mediterráneo y de
la mayor parte del mundo conocido de entonces. Roma emergió, como producto de esta guerra,
como superpotencia única durante todos los siguientes siglos.

Con respecto a Aníbal, muchos historiadores, posteriormente, lo calificarían como el


“Terror de Roma”. Aunque, en realidad, terminó siendo el verdadero terror de Cartago, pues
ésta fue la que quedó destruida hasta sus cimientos tras la arriesgada aventura emprendida por
el brillante general cartaginés, que, con sus acciones, terminó incitando la venganza romana
como precio por la devastación que aquél había producido, durante años, en la península
itálica.
FIN

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