El Martir de Las Catacumbas
El Martir de Las Catacumbas
El Martir de Las Catacumbas
PROLOGO
Hace muchos años que fue publicada una historia titulada El Mártir de las
Catacumbas: Un episodio de la Roma Antigua. Un ejemplar fue
providencialmente rescatado de un barco de vela americano y se encuentra en
poder del hijo del Capitán Richard Roberts, quien comandaba aquella nave y
tuvo que abandonarla en alta mar como consecuencia del desastroso huracán
ocurrido en enero de 1876.
Cuidadosamente reimpresa, presentamos aquí aquella obra, habiendo sido
celosamente fieles al original aun en su titulo. Sacamos a la luz esta edición,
animados de la viva esperanza de que El Señor la haya de emplear para
hacerles ver a los fieles que reflexionan, como también a los descuidados y
desprevenidos y a sus descendientes en estos últimos días malos, este
palpitante cuadro de como sufrieron los santos de los primeros tiempos por su
fe en nuestro Señor Jesucristo, bajo una de las persecuciones mas crueles de
la Roma pagana, y que en un futuro no lejano se pueden repetir con la misma
intensidad de la ira satánica, mediante el mismo Imperio Romano de inminente
renacimiento.
Ojalá pueda despertar nuestra conciencia al hecho de que, si el Señor tarda en
su venida, hemos de vernos en el imperativo de sufrir por El que
voluntariamente tanto sufrió por nosotros. La Biblia ya no ocupa el legitimo
lugar que le corresponde en nuestros colegios y universidades; la oración
familiar es un habito perdido; nuestro Señor Jesucristo, el unigénito y bien
amado Hijo del Dios viviente, es desacreditado y deshonrado precisamente en
casa de aquellos que profesan ser sus amigos; el testimonios en corporación
ha desaparecido de la tierra; no se obedece el llamado a Laodicea al
arrepentimiento; y es así que la promesa del Señor de la comunión con. EL
esta librada solo al individuo. Y aun a nosotros en estos días puede
alcanzarnos la promesa a Smirna: "Se fiel hasta muerte y yo te daré la corona
de la vida". La sangre de los mártires de Rusia y Alemania clama desde la
tierra, cual admonición a los cristianos de todos lo países. Pero aun podemos
arrancar de nuestras almas el clamor anhelante:
"VEN SEÑOR JESUS; VEN PRONTO".
Hartsdale, N.Y. Richard L. Roberts
EL MARTIR DE LAS CATACUMBAS (Parte I)
El Coliseo
Cruel carnicería para jolgorio de los romanos
Era uno de los grandes días de fiesta en Roma. De todos los extremos del país
las gentes convergían hacia un destino común. Recorrían el Monte Capitolino,
el Foro, el Templo de la Paz, el Arco de Tito y el palacio imperial en su desfile
por las innumerables puertas, desapareciendo en el interior.
Allí se encontraban frente a un escenario maravilloso: en la parte inferior la
arena interminable se desplegaba rodeada por incontables hileras de asientos
que se elevaban hasta el tope de la pared exterior que bordeaba los cuarenta
metros. Aquella enorme extensión se hallaba totalmente cubierta por seres
humanos de todas las edades y clases sociales. Una reunión tan vasta,
concentrada de tal modo, en la que solo se podían distinguir largas filas de
rostros fieros, que se iban extendiendo sucesivamente, constituían un
formidable espectáculo que en ninguna parte del mundo ha podido igualarse, y
que había sido ideado, sobre todo, para aterrorizar e infundir sumisión en el
alma del espectador. Mas de cien mil almas se habían reunido aquí, animadas
de un sentimiento común, e incitadas por una sola pasión. Pues lo que les
había atraído a este lugar era una ardiente sed de sangre de sus semejantes.
Jamás se hallara un comentario mas triste de esta alardeada civilización de la
antigua Roma, que este macabro espectáculo creado por ella.
Allí se hallaban presentes guerreros que habían combatido en lejanos campos
de batalla, y que estaban bien entrenados de lo que constituían actos de valor;
sin embargo, no sentían la menor indignación ante las escenas de cobarde
opresión que se desplegaban ante sus ojos. Nobles de antiguas familias se
hallaban presentes allí, pero no tenían ojos para ver en estas exhibiciones
crueles y brutales el estigma sobre el honor de su patria.
A su vez los filósofos, los poetas, los sacerdotes, los gobernadores, los
encumbrados, como también los humildes de la tierra, atestaban los asientos;
pero los aplausos de los patricios eran tan sonoros y ávidos como los de los
plebeyos. ¿Que esperanza había para Roma cuando los corazones de sus
hijos se hallaban íntegramente dados a la crueldad y a la opresión mas brutal
que se puede imaginar? El sillón levantado sobre un lugar prominente del
enorme anfiteatro se hallaba ocupado por el Emperador Decio, a quien
rodeaban los principales de los romanos. Entre estos se podía contar un grupo
de la guardia pretoriana, que criticaban los diferentes actos de la escena que
se desenvolvía en su presencia con aire de expertos. Sus carcajadas
estridentes, su alborozo y su espléndida vestimenta los hacían objeto de
especial atención de parte de
sus vecinos. Ya se habían presentado varios espectáculos preliminares, y era
hora de que empezaran los combates. Se presentaron varios combates mano a
mano, la mayoría de los cuales tuvo resultados fatales, despertando diferentes
grados de interés, según el valor y habilidad que derrochaban los
combatientes. Todo ello lograba el efecto de aguzar el apetito de los
espectadores, aumentando su vehemencia, llenándoles del mas vivo deseo por
los eventos aun mas emocionantes que habían de seguir. Un hombre en
particular había despertado la admiración y el frenético aplauso de la multitud.
Se trataba de un africano de Mauritania, cuya complexión y fortaleza eran de
gigante. Pero su habilidad igualaba a su fortaleza. Sabia blandir su espada con
destreza maravillosa, y cada uno de los contrincantes que hasta el momento
yacía muerto. Llego el momento en que había de medirse con un gladiador de
Batavia, hombre al cual solamente El le igualaba en fuerza y estatura. Pero los
separaba un contraste sumamente notable. El africano era tostado, de cabello
relumbrante y rizado y ojos chispeantes; el de Batavia era de tez ligera, de
cabello rubio y de ojos vivísimos de color gris. Era difícil decir cual de ellos
llevaba ventaja; tan acertado había sido el cotejo en todo sentido.
Pero, como primero había ya estado luchando por algún tiempo, se pensaba
que El tenia esto como desventaja. Llego, pues, el momento en que se trabo la
contienda con gran vehemencia y actividad de ambas partes. El de Batavia
asesto tremendos golpes a su contrincante, que fueron parados gracias a la
viva destreza de este. El africano era ágil y estaba furioso, pero nada podía
hacer contra la fría y sagaz defensa de su vigilante adversario.
Finalmente, a una señal dada, se suspendió el combate, y los gladiadores
fueron retirados, pero de ninguna manera ante la admiración o conmiseración
de los espectadores, sino simplemente por el sutil entendimiento de que era el
mejor modo de agradar al publico romano. Todos entendían, naturalmente, que
los gladiadores volverían. Llego ahora el momento en que un gran numero de
hombres fue conducido a la arena. Estos todavía estaban armados de espadas
cortas.
No bien paso un momento, cuando ya ellos habían empezado el ataque. No
era un conflicto de dos bandos opuestos, sino una contienda general, en la cual
cada uno atacaba a su vecino. Tales escenas llegaban a ser las mas
sangrientas, y por lo tanto las que mas emocionaban a los espectadores. Un
conflicto de este tipo siempre destruiría el mayor numero en el menor tiempo.
El Campamento Pretoriano
Cornelio, el centurión, varón justo y temeroso de Dios
Marcelo había nacido en Gades, y se había criado bajo la férrea disciplina del
ejercito romano. había estado en destacamentos en África, en Siria y Bretaña,
y en todas partes se había distinguido, no solamente por su valor en el campo
de batalla sino también por su sagaz habilidad administrativa, razones estas
por las cuales se había hecho merecedor de honores y ascensos. A su llegada
a Roma, adonde había venido portando importantes mensajes, había agradado
al Emperador de tal manera que le había destinado a un puesto honorable
entre los pretorianos.
Lúculo, por el contrario, jamás había salido de las fronteras de Italia, apenas
quizá de la ciudad. Pertenecía a una de las mas antiguas y notables familias
romanas, y era, naturalmente, heredero de abundantes riquezas, con la
correspondiente influencia que a estas compañías. Había sido cautivado por el
osado y franco carácter de Marcelo, siendo así que los dos jóvenes se
convirtieron en firmes amigos. El conocimiento minucioso que de la capital
poseía Lúculo, le deparaba la facilidad de servir a su amigo; y las escenas
descritas en el capitulo precedente fueron en una de las primeras visitas que
Marcelo hacia al renombrado Coliseo. El campamento pretoriano estaba
situado a la muralla de la ciudad, a la cual se hallaba unido por otra muralla que
lo circundaba. Los soldados vivían en cuartos a modo de celdas perforadas en
la misma pared. Era un cuerpo integrado por numerosos hombres
cuidadosamente seleccionados, y su posición en la capital les concedió tal
poder e influencia que por muchas edades mantuvieron el control del gobierno
de la capital. Un camino seguro hacia la fortuna, y Marcelo reunía todas las
condiciones para que se le augurara un futuro pletórico de perspectivas y todos
los honores que el favor del Emperador podía depararle.
En la mañana del día siguiente, Lúculo ingreso a su cuarto, y después de haber
cambiado los saludos usuales y de confianza, empezó a hablar respecto a la
lucha que había presenciado.
Marcelo dijo: - Tales escenas no son de las que en verdad me agradan. Son
actos de crasa cobardía.. A cualquiera le puede complacer el ver a dos
hombres bien entrenados trabarse en pareja lucha limpiamente; pero aquellas
carnecerías que se ven en el Coliseo son detestables. ¿Por qué había de
matarse a Macer? El era uno de los mas valientes de los hombres, y yo
tributo todo mi homenaje a su valentía inimitable. ¿Y por que se ha de
arrojar a las fieras salvajes a aquellos ancianos y niños?
- Es que esos eran cristianos. Y la ley es sagrada e inquebrantable.
- Esa es la respuesta de siempre. ¿Que delito han cometido los
cristianos?
Yo me he encontrado con ellos por todas partes del imperio, pero jamás los he
visto entregados no comprometidos siquiera en perturbaciones o cosa
semejante.
- Ellos son lo peor de la humanidad.
- Esa es la acusación. Pero ¿que pruebas hay?
- ¿Pruebas? ¿Que necesidad tenemos de pruebas, si se sabe hasta la
saciedad lo que son y hacen. Conspiran en secreto contra las leyes y la
religión de nuestro estado. Y tanta es la magnitud de su odio contra las
instituciones que ellos prefieren morir antes que ofrecer sacrificio. No
reconocen rey ni monarca alguno en la tierra, sino a aquel judío
crucificado que ellos insisten en que vive actualmente. Y tanta es su
malevolencia hacia nosotros que llegan a afirmar que hemos de ser torturados
toda nuestra vida futura en los infiernos.
- Todo eso puede ser verdad. De eso no entiendo nada. Respecto a ellos yo no
conozco nada.
- La ciudad la tenemos atestada de ellos; el imperio ha sido invadido. Y
ten presente esto que te digo. La declinación de nuestro amado imperio
que vemos y lamentamos por todas partes, el que se hayan difundido la
debilidad y la insubordinación, la contracción de nuestras fronteras: todo
esto aumenta conforme aumentan los cristianos. ¿A quien mas se deben
todos estos males, si no a ellos?
- ¿Como así han llegado a originar todo esto?
- Por medio de sus enseñanzas y sus practicas detestables. Ellos enseñan
que el pelear es malo, que los soldados son los mas viles de los hombres,
que nuestra gloriosa religión bajo la cual hemos prosperado es una
maldición, y que nuestros dioses inmortales no son sino demonios
malditos. Según sus doctrinas, ellos tienen como objetivo derribar nuestra
moralidad. En sus practicas privadas ellos realizan los mas tenebrosos e
inmundos de los crímenes. Ellos siempre mantienen entre si el mas
impenetrable secreto, pero a veces hemos llegado a escuchar sus
perniciosos discursos y sus impúdicos cantos.
- A la verdad que, de ser todo esto así, es algo sumamente grave y merecen el
mas severo castigo. Pero, de acuerdo a tu propia declaración, ellos mantienen
el secreto entre ellos, y por consiguiente se sabe muy poco de ellos. Dime,
aquellos hombres que sufrieron el martirio ayer, ¿tenían apariencia de
todo esto? Aquel anciano ¿tenia algo que demostrara que había pasado
su vida entre escenas de vicio? ¿Eran acaso impúdicos los cantos que
elevaron esas bellísimas muchachas mientras esperaban ser devoradas
por los leones?
Al que nos amo;
Al que nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre.
Y Marcelo canto en voz baja y suave las palabras que el había oído.
- Te confieso, amigo, que yo en el fondo de mi alma lamente la suerte de ellos.
A lo que Marcelo Añadió, - Y yo habría llorado si no hubiera sido soldado
romano. Detente un momento y reflexiona. Tu me dices cosas respecto a los
cristianos que al mismo tiempo confiesas que solamente las sabes de oídos, de
labios de aquellos que también ignoran lo que dicen. te atreves a afirmar que
son infames y viles, el desecho de la tierra. Yo personalmente los contemplo
cuando afrontan la muerte, que es la que prueba las cualidades mas elevadas
del alma. Le hacen frente con toda nobleza, al extremo de morir alegremente.
Roma en toda su historia no puede exhibir un solo ejemplo de escena de mayor
devoción que la que presenciamos ayer. Tu dices que ellos detestan a los
soldados, pero son sobremanera valientes, me dices que son traidores, sin
embargo ellos no resisten a la ley; haces declaraciones de que ellos son
impuros, empero, si se puede decir que existía pureza en toda la tierra,
corresponde a las bellísimas doncellas que murieron ayer.
- Te entusiasmas excesivamente por aquellos parias.
- No es mero entusiasmo, Lúculo. Yo deseo saber la verdad. Toda mi vida
he oído estas referencias. Pero ante lo que vi ayer juntamente contigo, por
primera vez he llegado a sospechar de su veracidad. Y ahora te pregunto a ti
con todo mi afán, y descubro que tu conocimiento no se funda en nada. Y hoy
yo bien recuerdo que estos cristianos por todo el mundo son personas pacíficas
y honradas a toda prueba. jamás parte en levantamientos o perturbaciones, y
estoy convencido que ninguno de estos crímenes que se les imputa podrá
comprobarse contra ellos. ¿Por que, entonces, se les mata?
- Sin embargo el Emperador tiene que tener buenas razones para haberlo
dispuesto así.
- Bien puede el haber sido instigado por consejeros ignorantes o maliciosos.
- Tengo entendido que es una resolución tomada por el mismo. - El numero de
los que han sido entregados a la muerte de esa manera y por el mismo motivo
es enorme.
- OH, si, son algunos millares. Quedan muchos mas; pero es que no se les
puede capturar. Y precisamente eso me recuerda la razon de mi presencia
jaca. Te traigo la comisiona imperial.
Lúculo extrajo de los dobleces de su capa militar un rollo de pergamino, el cual
entrego a Marcelo. Este ultimo examino con avidez su contenido. Se le
ascendía a un grado mayor, al mismo tiempo que se le comisionaba para
buscar, perseguir y detener a los cristianos en donde fuera que se hallasen
ocultos, haciéndose mención en particular de las catacumbas.
Marcelo leyó con el ceño fruncido y luego puso el rollo a un lado
- No pareces estar muy contento
- Te confieso que la tares es desagradable. Soy un soldado y no me gusta eso
de andar a la caza de viejos y niños para los verdugos. Sin embargo, como
soldado debo obedecer. Dime algo acerca de esas catacumbas. - ¿las
catacumbas? Es un distrito subterráneo que hay debajo de las ciudad, y
cuyos limites nadie conoce. Los cristianos huyen a las catacumbas cada
vez que se hallan en peligro; también están ya habituados a enterrar a sus
muertos allí. Una vez que logran penetrar allí, se pueden considerar fuera
del alcance de los poderes del estado
- ¿Quien hizo las catacumbas?
- Nadie sabe con exactitud. El hecho es que han existido allí por muchos
siglos. Yo creo que fueron excavadas con el objeto de extraer arena para
edificaciones. Pues en la actualidad todo nuestro cemento proviene de allí, y
podrás ver innumerables obreros trayendo el cemento a la ciudad por todos los
caminos. En la actualidad tienen que ir hasta una gran distancia, porque con el
transcurso de los años han excavado tanto debajo de la ciudad que la han
dejado sin fundamento.
- ¿Existe alguna entrada?
- Hay entradas innumerables. Precisamente esa es la dificultad. Pues si
hubiera solamente unas pocas, entonces podríamos capturar a los fugitivos.
Pero así no podemos distinguir de que dirección hemos de avanzar contra
ellos.
- ¿Hay algún distrito del cual se sospecha?
- Si. Siguiendo por la Vía Apia, como a dos millas cerca a la tumba de Cecilia
Metella, la gran torre redonda que conoces, allí se han encontrado muchos
cadáveres. Hay conjeturas que esos son cuerpos de los cristianos que han sido
rescatados del anfiteatro y llevados allá para darles sepultura. Al acercarse los
guardias los cristianos han dejado los cadáveres y han huido. pero, después de
todo, eso no ayuda en nada, porque después que uno penetra a las
catacumbas, no puede considerar que esta mas cerca del objetivo que antes.
No hay ser humano que pueda penetrar a aquel laberinto sin el auxilio de
aquellos que viven allí mismo.
- ¿Quienes viven allí?
- Los excavadores, que aun se dedican a cavar la tierra en busca de arena
para las construcciones. Casi todos ellos son cristianos, y siempre están
ocupados en cavar tumbas para los cristinos que mueren. Estos hombres
han vivido allí toda la vida, y no solamente se puede decir que están
familiarizados con todos aquellos pasajes, sino que tienen una especie de
instinto que les guía.
- Has entrado algunas veces a las catacumbas, ¿verdad?.
- Una vez, hace mucho tiempo, cuando un excavador me acompañó. Pero solo
permanecí allí un corto tiempo. Me dio la impresión de ser el lugar mas
terrible que hay en el mundo.
- Yo he oído hablar de las catacumbas, pero en realidad no sabia nada
respecto a ellas. Es extraño que sean tan poco conocidas. ¿No podrían esos
escavadores comprometerse a guiar a los guardias por todo ese
laberinto?
- No, ellos no entregaran a los cristianos. - Pero ¿se ha intentado hacerlo?
- OH, si. Algunos obedecen y guían a los oficiales de la justicia a través de la
red de pasajes, hasta que llega un momento en que casi pierden el sentido.
Las antorchas casi se extinguen, llegando ellos a aterrorizarse. Y entonces
piden que se regrese. El excavador expresa que los cristianos deben haber
huido, y así regresa al oficial al punto de partida o ingreso.
- ¿y ninguno tiene la suficiente resolución de seguir hasta llegar a encontrar a
esos cristianos?
- Si insisten en continuar la busques a los excavadores les guían hasta cuando
quieran. Pero lo hacen por los incontables pasajes que intersecan algunos
distritos particulares.
- ¿Y no se ha encontrado uno solo que entregue a los fugitivos?
- Si, algunas veces. pero ¿de que sirve? A la primera señal de alarma todos los
cristianos desaparecen por los conductos laterales que se abren por todas
partes.
- Mis perspectivas de éxito son muy pocas.
- Podrán ser muy pocas, ero mucha esperanza se tiene cifrada en esta
empresa que se te comisiona, habrás asegurado tu fortuna. Y ahora,
¡Buena suerte! Te he dicho todo lo que conozco. No tendrás dificultad en
aprender mucho mas de cualquiera de los excavadores.
Eso decía Lúculo al mismo tiempo que se marchaba.
Marcelo hundió su rostro entre las manos, y se sumió en profundos
pensamientos. Empero, en medio de su meditación le perseguía, como
envolviéndole, la letra cada vez mas penetrante de aquella gloriosa melodía
que evidenciaba el triunfo sobre la muerte:
Al que nos amo
Al que nos ha lavado de nuestros pecados.
La Vía Apia
Sepulcros en despliegue de melancolía
Guardan de los poderosos las cenizas
Que duermen en la Vía Apia
Pero ¿que iba a hacer para poder continuar su búsqueda de los cristianos?
Multitud de personas pasaban junto a el, pero el no podía descubrir uno solo
capaz de ayudarle. Edificios de variados tamaños, murallas, tumbas y templos
le rodeaban por todas partes, pero el no veía lugar alguno que pudiera
conducirle a las catacumbas. Se hallaba completamente perdido y sin saber
que hacer. Entro por una calle caminando lentamente, tratando de hacer un
escrutinio cuidadoso de cada persona a quien encontraba, y examinando
minuciosamente cada edificio. Con todo, no obtuvo el menor resultado, salvo el
haber descubierto que la apariencia exterior de cuanto le rodeaba no mostraba
señales que se relacionasen con moradas subterráneas. El día paso, y empezó
a hacerse tarde; pero Marcelo recordó que le habían dicho que había muchas
entradas a las catacumbas, y fue así que continuo su búsqueda, esperando
hallar un derrotero antes de la caída del día. Al fin fue compensada su
búsqueda. Había caminado en todas direcciones, a veces recorriendo sus
propias pisadas y volviendo de nuevo al mismo punto de partida para
reorientarse. Las sombras crepusculares se acercaban y el sol se aproximaba
a su ocaso. En esas circunstancias su ojo avizor fue atraído hacia un hombre
que en dirección opuesta caminaba seguido de un pequeñuelo. La vestimenta
del hombre era de burda confección y además manchada de arena, barro y
arcilla. Su aspecto enjuto y pálido rostro evidenciaban que era alguien que
había estado largo tiempo en prisiones, y así toda su apariencia exterior atrajo
la atenta mirada del joven soldado. Se acerco a aquel hombre, y no sin antes
ponerla la mano sobre el hombro, le dijo:
- Tu eres cavador. Ven conmigo Al levantar el hombre la mirada, se dio con un
rostro severo. Y la presencia del vestido del oficial le atemorizo. Al instante
desapareció, y antes que Marcelo pudiera dar el primer paso en su
persecución, había tomado un encaminamiento lateral y se había perdido de
vista Pero Marcelo cogió al muchacho
- Ven conmigo - le dijo. El pobre niño no pudo hacer mas que mirarlo, pero con
tal agonía y miedo que Marcelo fue conmovido.
- Tenga misericordia de mi, le pido por mi madre. Si Ud. me detiene, ella
morirá.
El niño se echo así a sus pies, balbuciendo solamente aquello en forma
entrecortada.
- No te voy a hacer ningún daño; ven conmigo - y así lo condujo hacia un
espacio abierto apartado del lugar por donde tanta gente estaba circundando.
- Ahora que estamos solos - le dijo deteniéndose y mirándolo -, dime la verdad
¿Quien eres tu?
- Me llamo Polio - dijo en niño.
- ¿Donde vives?
- En Roma.
- ¿Que estas haciendo aquí?
- Salí a hacer un mandado.
- ¿Quien era ese hombre?
- Un cavador.
- ¿Que estabas haciendo tu con el ?
- El me estaba llevando un bulto.
- ¿Que contenía el bulto?
- Provisiones.
- ¿A quien se lo llevabas?
- A una persona menesterosa por allá
- ¿Donde vive esa persona?
- Acá cercan no mas
- Ahora muchacho, dime la verdad, ¿Sabes tu algo sobre las catacumbas?
- He oído hablar de ellas - dijo el niño tranquilamente.
- ¿NUnca estuviste dentro de ellas?
- Si, he estado en algunas de ellas.
- ¿Conoces a alguien que vive allí?
- Si, algunas personas. Los cavadores viven allí.
- ¿Tu te ibas a las catacumbas con el?
- ¿Que voy a ir a hacer allí a esta hora? - dijo el niño inocentemente.
- Eso precisamente es lo que quiero saber. ¿Te ibas para allá?
- ¿Como me voy a atrever a ir allá, cuando es prohibido por la ley?
Marcelo dijo abruptamente, - Ya es de noche. Vamos al servicio de la noche
en aquel templo.
El menor vacilo, y luego dijo - Estoy de prisa.
- Pero en este momento tu eres mi prisionero. Yo nunca dejo de ir a
adorar a mis dioses. Tu tienes que venir conmigo y ayudarme en mis
servicios devocionales.
A lo que el niño contesto firmemente, - Yo no puedo,
- ¿Por que no puedes?
- Pues soy cristiano.
- Yo lo sabia. y tu tienes amigos en las catacumbas, y tu te vas para allá
ahora. Ellos son la gente menesterosa a quienes les estas llevando esas
provisiones, y el mandado que dices es en beneficio de ellos.
El niño inclino la cabeza y guardo silencio.
- Quiero que tu me lleves ahora mismo a la entrada a las catacumbas.
- Oh, usted que veo que es un oficial generoso, ¡tenga misericordia de mi!
No me pida una tal cosa, porque no puedo hacerlo. Jamás voy a traicionar
a mis amigos.
- Tu no vas a traicionarlos. No quiere decir nada que me muestres una
entrada entre las muchas que conducen allá abajo. ¿Crees que los guardias no
las conocen a cada una?
El muchacho reflexiono por un momento, y finalmente manifestó su
asentamiento.
Marcelo lo toma de la mano y se entrego para que lo condujese. El niño volteo
hacia la derecha de la Vía Apia, y después de recorrer una corta distancia llego
a una casa inhabitada. Entró en ella y bajo al sótano. Allí había una puerta que
aparentemente daba a un sencillo deposito. El niño señalo ese lugar y se
detuvo.
- Yo deseo bajar allá - dijo Marcelo firmemente
- ¿Seguro que usted no se atrevería a bajar allí solo?
- Dicen que los cristianos no cometen delitos. ¿De que habría yo de temer?
Sigamos.
- Yo no tengo antorchas.
- Pero yo tengo una. Yo vine preparado. Vamos.
- Yo no puedo seguir mas.
- ¿Te niegas?
El muchacho replico: - Debo negarme. Mis amigos y mis parientes se hallan
allá abajo. Antes que conducirle a Ud. allá donde están ellos yo moriría cien
veces.
- Tu eres muy osado. Pero no sabes lo que es la muerte.
- ¿Que yo no se? ¿Que cristiano hay que tema a la muerte? Yo he visto a
muchos de mis amigos morir en agonía, y aun he ayudado a sepultarlos. Yo no
le conduciré a Ud. allá. lléveme a la prisión El niño dio media vuelta.
- Pero si yo te llevo ¿que pensaran tus amigos? ¿Tienes madre?
El niño inclino la cabeza y se echo a llorar amargamente. La mención de aquel
nombre querido le había vencido.- Ya veo que tienes madre y que la amas.
Llévame abajo y la volverás a ver.
- Yo jamás les traicionare, ya le he dicho. Antes moriré. Haga conmigo lo
que quiera Ud.
- Si yo tuviera malas intenciones, ¿crees tu que bajaría con hacerme
acompañar por soldados? - dijo Marcelo.
- Pero ¿que puede querer un soldado, o un pretoriano, con los perseguidos
cristianos, sino destruirlos?
- Muchacho, yo no tengo malas intenciones. Si tu me guías abajo te juro que no
haré nada contra tus amigos. Cuando yo este abajo, yo seré un prisionero, y
ellos pueden hacer conmigo lo que quieran.
- ¿Me jura Ud. que no los traicionara?
- Yo juro por la vida del Cesar, y por los dioses inmortales, - dijo Marcelo
solemnemente.
- Vamos, entonces - dijo el niño - . No necesitamos antorchas. Sígame
cuidadosamente.
Y el menor penetro por la estrechísima abertura.
Las catacumbas
Nada de luz, sino solo tinieblas
Que descubrían cuadros de angustia,
Regiones de dolor, funestas sombras
Siguieron en la densa oscuridad, hasta que al fin el pasaje se torno mas ancho
y llegaron a unas gradas que conducían hacia abajo. Marcelo, cogido del
vestido del niño, lo seguía.
Era ciertamente una situación que provocaba alarma. Pues estaba entregando
en manos de aquellos hombres, a quienes precisamente la clase a que el
pertenecía los había privado del aire libre, hundiéndolos en aquellas tétricas
moradas. Para ellos el no podía ser reconocido de otro modo sino como
perseguidor. pero la impresión que en el había dejado la gentileza y humildad
de ellos era tal que el no tenia el menos temor de sufrir daño alguno. Estaba
sencillamente en manos de este niño que bien podía conducirlo a la muerte en
las densas tinieblas de este impenetrable laberinto, pero ni siquiera pensaba en
ello. Era el deseo ferviente de conocer mas de estos cristianos, lograr su
secreto, lo que le guiaba a seguir adelante; y conforme había jurado, así
había resuelto que esta visita no seria utilizada para traicionarlos o
herirlos.
Lo que Marcelo expreso produjo un efecto maravilloso. Los ojos de los
que escuchaban resplandecían de gozo y vehemencia. Cuando el
menciono a Macer ellos se miraron los unos a los otros con señas
significativas. Cuando el hablo del anciano, Honorio inclino la cabeza.
Cuando hablo de los niños y muchachas, y musito las palabras del himno
que cantaron, todos voltearon al rostro y lloraron.
Y Marcelo hundió su rostro en sus manos. Honorio elevo hundió sus ojos al
cielo y oro. Los dos habían quedado solos, porque sus compañeros de habían
retirado. la tenue luz de una lámpara que estaba en una hornacina detrás de
Honorio, iluminaba débilmente la escena. y así ambos permanecieron en
silencio por un largo tiempo. Finalmente Marcelo levanto la cabeza.- Yo siento -
dijo el -, que yo también tuve culpa y cause la muerte del Santo. Leedme mas
de esas palabras de vida, porque mi vida depende de ellas. Entonces Honorio
le volvió a leer la historia de la crucifixión y la sepultura de Jesús, la
resurrección la mañana del tercer día, y su ascensión a la diestra de Dios.
También leyó la venida del espíritu Santo el día de Pentecostés, que bautizo a
los creyentes en un solo cuerpo, de su permanente morada que hace su templo
el cuerpo del creyente, y de su maravilloso ministerio de glorificar a Cristo y de
revelarle a los pecadores arrepentidos. Empero el no termino allí, sino que
procuro traer la paz al alma de Marcelo, leyéndole las palabras de Jesús
invitando al pecador a venir a El, y asegurándole la vida eterna como posesión
real y presente en el momento en que se le acepta como Señor y Salvador.
leyó también sobre "el nuevo nacimiento",'la nueva vida y la promesa de Jesús
de volver otra vez para recoger a todos aquellos que han sido lavados con su
sangre para encontrarse con El en las alturas.
Tampoco era su interés por los muertos menor que por los vivos. Al pasar al
lado de sus tumbas leía cuidadosamente las inscripciones en ellas y en todas
ellas descubría la misma fe inconmovible y la sublime esperanza. Se deleitaba
leyéndolas, y el devoto interés que Honorio prestaba a estas piadosas
memorias lo convertía en el mas simpático de los guías.
- Aquí, dijo Honorio - , reposa un testigo de la verdad Marcelo miro hacia donde
le señaló y leyó lo siguiente
PRIMICIO, EN PAZ, DESPUES DE MUCHOS TORMENTOS, EL MAS
VALIENTE DE LOS MARTIRES. EL VIVIO COMO TREINTA Y OCHO AÑOS.
ESTE ES UN RECUERDO DE SU ESPOSA QUE AMABA AL QUE BIEN LO
MERECIA.
- Estos hombre - dijo Honorio -, nos enseñan como deben como deben morir
los cristianos. Mas allá hay otro, que también sufrió si mismo que Primicio.
PABLO FUE MUERTO SUFRIENDO TORTURAS, A FIN DE QUE GOZARA
DE LAS ETERNAS BIENAVENTURANZAS
- Y allá - dijo Honorio -, esta la tumba de una noble dama, quien mostró una
fortaleza tal que solamente Jesucristo puede conceder aun al mas débil de sus
seguidores en la hora de la necesidad:
CLEMENCIA, TORTURADA, REPOSA, ELLA RESUCITARA
- Si fueres llamado - dijo Honorio -, a pasar por el articulo de muerte, el espíritu
instantáneamente es "ausente del cuerpo y presente con el Señor". La
prometida vuelta de nuestro Señor, la cual puede suceder en cualquier
momento, constituye "la bendita esperanza" de los cristianos adoctrinados.
"Porque el mismo Señor descenderá del cielo con aclamación, con voz de
arcángeles, y con trompeta de Dios; y los muertos en Cristo resucitaran
primero: luego nosotros, los que vivimos, los que quedamos, seremos
arrebatados juntamente con ellos en las nubes a recibir al Señor en el aire, y
así estaremos siempre con el Señor".Honorio continuo diciendo, - Aquí reposa
Constancio, quien en doble sentido fue constante a su Dios mediante una doble
prueba. primero le dieron veneno; pero como esto no le hiciera ningún efecto,
fue muerto a espada.
EL TRAGO MORTAL NO SE ATREVIO A PRESENTAR A CONSTANCIO LA
CORONA QUE SOLO AL ACERO
FUE PERMITIDO OFRECERLE.
Así caminaron a lo largo de las murallas leyendo las inscripciones que se les
presentaba a ambos lados. Nuevos sentimiento asaltaron a Marcelo, conforme
leía el glorioso catálogo de nombres. Para el fue toda una historia de la Iglesia
de Jesucristo. Aquí estaban los actos de los mártires expuestos ante el en
palabras de fuego. Los rudos cuadros que adornaban muchas de las tumbas
llevaban en si todo el sentimiento que las
mas bellas obras de los hábiles artistas no podían producir. las letras
rudamente labradas, la escritura y los errores gramaticales que caracterizaban
a muchos de ella, constituían las pruebas tangibles de los tesoros del
Evangelio a los pobres y a los humildes. "No muchos sabios, no muchos
poderosos son los llamados"; pero "a los pobres es anunciado el Evangelio".
- Allí también - dijo Honorio -, hay un ancla, signo de la esperanza por la cual
los cristianos, mientras se hallan arrojados de un lado a otro por las
implacables olas de la ida, se mantienen firmes hacia su hogar celestial.- allá
puedes ver el gallo; es el símbolo de la vigilancia, porque el Señor nos dice,
"Velad y orad". Igualmente allá tenemos el cordero, símbolo de inocencia y
ternura, que al mismo tiempo trae a nuestra memoria al Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo, que levo nuestros pecados y por cuyo sacrificio
tenemos la vida eterna y el perdón. Allí de nuevo tenemos la paloma, que como
el cordero representa la inocencia; y otra vez mas la tienes allá, portando la
rama de oliva de las paz.- allá están las letras alfa y omega, la primera y la
ultima del alfabeto griego, que representan a nuestro Señor; porque tu ya
sabes que EL dijo: Yo soy el Alfa y la Omega". Y allí este la corona, que nos
recuerda esa corona incorruptible que el Señor, juez justo, nos ha de dar. Es
así como nos complace rodearnos con todo lo que nos aviva el recuerdo del
gozo que nos espera. Enseñados de ese modo, miramos desde este ambiente
de tristeza y tinieblas, y gracias a una viva fe vemos sobre nosotros la luz de la
gloria eterna.
- Aquí - dijo Marcelo, deteniéndose -, hay algo que parece adaptarse a mi
condición. Suena realmente profético. Quizás yo también me vea llamado a dar
mi testimonio de Jesucristo. ¡Oh, que yo sea llamado fiel!.
EN CRISTO, EN TIEMPO DEL EMPERADOR ADRIANO, MARIO, UN JOVEN
OFICIAL MILITAR, QUE VIVIO LO SUFICIENTE, DERRAMO SU SANGRE
POR CRISTO Y MURIO EN PAZ. ESTE ES UN RECUERDO DE SUS
AMIGOS CON LAGRIMAS Y TEMOR.
- "En el mundo tendréis tribulación; mas confiad; yo he vencido al mundo". así
nos asegura Cristo; pero al mismo tiempo que nos previene contra el mal, nos
consuela con su promesa de apoyo. En El hallamos gracia suficiente para
nosotros.
- Que el ejemplo del joven oficial sea para mi - dijo Marcelo -. Yo puedo
derramar mi sangre por Cristo Jesús lo mismo que el. ¡Que yo muera
igualmente fiel como el! Morar aquí entre mis hermanos con epitafio semejante
será el honor supremo, y no un mausoleo como el de Cecilia Metela. Y de ese
modo siguieron caminando
Marcelo dijo con entusiasmo - ¡Cuan dulce es la muerte del cristiano! El horror
de la muerte ha huido. para el se trata solo de un sueño bienaventurado,
mientras el espíritu esta con el Señor esperando la resurrección, y la muerte,
en vez de causar terror, esta asociada con pensamientos de victoria y reposo...
En medio de todo este nuevo ambiente, aprendia mas de la verdad cada dia, e
igualmente contemplaba lo que tenian que sufrir los seguidores del Señor. La
vida de las catacumbas abrio ante el sin la menor reserva todos sus secretos
maravillosos y su variedad.
La vasta muchedumbre que moraba en las entrañas de la tierra recibia sus
provisiones, gracias a su permanente comunicación con la ciudad hostil que
estaba arriba. Esta osada y peligrosa tarea se cumplia por los hombres mas
resueltos que se ofrecían voluntariamente para ello. Empero aun mujeres y
niños desempeñaban estos menesteres, siendo uno de los mas sagaces el
pequeño Polio, cuyos exitos eran dignos de la alabanza de los suyos. Entre la
vasta población de la cuidad de Roma no era difícil pasar desapercibido, y era
asi que las provisiones no escaseaban. No obstante, habia veces en que esas
correrias terminaban abrupta y fatalmente, y no se volvia a ver mas a los
osados aventureros.
En cuanto el agua, contaban con abundante provisión en el extremo inferior de
los pasillos. Allí contaban con pozos y fuentes de aprovisionamiento suficientes
para todas sus necesidades.
Era tambien en la noche que se hacian ciertas expediciones, las mas tristes de
todas. Estas consistían en la búsqueda de los cuerpos de aquellos que habían
sido despedazados por las fieras salvajes o quemados en las piaras.
Estos despojos bien amados se lograban rescatar a costa de los mayores
peligros, y se transportaban rodeados de miles de riesgos . en seguida los
amigos y parientes de los muertos celebraban los sencillos servicios fúnebres
como también la fiesta en que se les daba sepultura. Después de todo esto
solían depositar los restos en su estrechísima tumba, cubriéndola con la
correspondiente losa en que se grababa el nombre del difunto.
Aquellos primitivos cristianos, vivamente inspirados de la gloriosa doctrina de la
resurrección, miraban hacia el futuro con la más ardiente esperanza de la
llegada del momento cuando la corrupción habría de ser absorbida por la
incorrupción, y lo mortal por la inmortalidad. Y era así que ellos no querían
permitir que el cuerpo de ellos, al que tan sublime destino esperaba, fuera
reducido a cenizas, llegando hasta pensar que aun las sagradas llamas
funerales eran una deshonra para el cuerpo que era el templo de Dios y que
tanto favor había merecido de las alturas celestiales. Era en tal virtud que los
estimados cuerpos de los muertos se procuraban traerlos allí, fuera de la vista
de los hombres, en donde ninguna mano irreverente perturbaba la solemne
quietud del último lugar de reposo, en donde habían de yacer "hasta la final
trompeta," que sería la voz del llamado que la primitiva Iglesia esperaba con
vivo anhelo como lo más importante y real. Arriba en la ciudad en donde se
respiraba, la Cristiandad había estado aumentando en las generaciones
sucesivas, y durante todo el tiempo transcurrido así, los muertos habían
ingresado allí en proporciones cada vez mayores, de tal manera que ahora las
catacumbas constituían una vasta ciudad de los muertos, cuyos silenciosos
moradores dormitaban en filas innumerables, hilera sobre hilera, esperando
hasta que se oiga la aclamación del Señor, llamando a congregarse al pueblo
lavado con su sangre, "en un momento de tiempo, en un cerrar del ojo," a
encontrar al Señor en el aire.
En muchos lugares se había derribado los arcos con el objeto de elevar el
techo a fin de tomar habitaciones. Ninguno de ellos era demasiado espacioso,
sino que eran solamente recintos de mayor expansión en donde los fugitivos
podrían reunirse en asambleas mayores, pudiendo al mismo tiempo respirar
con desahogo. Allí pasaban ellos su mayor tiempo, y al mismo tiempo
realizaban sus asambleas de fraterna comunión.
Su situación se explica por la naturaleza de los tiempos en que vivieron. Pues
las sencillas virtudes de la república habían pasado a la historia, la libertad
había huido para siempre del territorio. La corrupción había tomado posesión
del imperio, y lo había avasallado todo bajo su mortal influencia.
Conspiraciones, rebeliones, traiciones azotaban sucesivamente al estado. Pero
el pueblo, víctima de todo, permanecía a la distancia en silencio. Ellos veían
sufrir a los valientes de los suyos, y veían morir a los más nobles, sin siquiera
conmoverse. Nada tenía la virtud de despertar el corazón generoso no hacer
arder el alma. Sus degenerados sentimientos solamente podían moverse ante
las más bajas pasiones.
Empero, contra un tal estado de cosas hizo impacto valientemente la verdad de
Jesucristo, y contra enemigos tan enormes como éstos tuvo que luchar y
abrirse paso cuerpo a cuerpo por entre tales obstáculos, haciendo un avance
lento, pero firme. Aquellos que tomaban las armas bajo su bandera, no podían
esperar un futuro muy fácil y de comodidad. El sonido de la trompeta no era de
incertidumbre. El conflicto era severo y comprendía el nombre, la fama, la
fortuna, los amigos y la vida: todo aquello que es tan querido para el ser
humano. Así el tiempo seguía su marcha. Si bien era verdad que los
seguidores de la verdad aumentaban en número; así también el vicio
intensificaba su poder maligno; el pueblo se iba hundiendo cada día en la más
profunda corrupción, y el estado era arrastrado aceleradamente a la ruina más
segura.
Fue entonces cuando se levantaron aquellas terribles persecuciones que
tenían por objeto extirpar de la tierra los últimos vestigios del Cristianismo. La
más terrible ordalía espera al cristiano si resistía al decreto de la autoridad
imperial. A los que la seguían era inexorable la orden de la verdad, y una vez
que se tomaba una decisión, era final e irrevocable. A veces solía suceder que
tomar la decisión de hacerse cristiano era aceptar la muerte instantánea, o al
menos ser arrojado fuera de la ciudad, proscrito de los goces normales del
hogar y de la luz del día.
Los corazones de los romanos fueron endurecidos, y sus ojos fueron cegados.
No les podía conmover en sus sentimientos no despertarles la menos
compasión, ni la inocencia de la niñez, ni la pureza de la mujer, ni la noble
hombría de bien, ni los venerables cabellos canos del anciano, no la
inconmovible fe, no el amor victorioso sobre la muerte. No tenían ojos para ver
a tiempo la negra nube de desolación que pendía sobre el impero, condenado
irrevocablemente a muerte por los actos de los suyos. No tuvieron visión para
comprender que del furor de ese destino, solamente les podría haber salvado
aquellos a quienes ellos perseguían.
Empero, en la plana vigencia de ese reino de terror, las catacumbas abren las
puertas delante de los cristianos, cual una ciudad de refugio. Allí reposaban los
huesos de sus antecesores, que de generación en generación había luchado
por la verdad, y el polvo de sus cuerpos esperaba aquí la aclamación de la
resurrección. Allí traían ellos a sus amados parientes, conforme uno por uno les
iba dejando para volar a las alturas. Hasta aquí elijo había traído en hombros el
cuerpo de la anciana madre, y el progenitor había visto a su menor depositado
en la tumba. Hasta aquí ellos habían portado piadosamente los mutilados
despojos por las fieras salvajes en la arena, los cuerpos chamuscados de
aquellos que habían sido entregados a las llamas, o aun los enjutos cuerpos de
los más desdichados de todos, que habían exhalado el último suspiro de su
vida tras la larga agonía que constituía la muerte por crucifixión. Cada uno de
los cristianos tenía algún amigo o pariente cuyo cuerpo yacía ahí. El mismo
campo era en todo sentido un campo santo. Nada, pues, podía extrañar que
ellos buscaran refugio y seguridad en un lugar tal.
En estas moradas subterráneas, sobre todo, habían hallado su único lugar de
refugio contra la enconada persecución.
En aquel tiempo no podía buscar auxilio en países extranjeros, o más allá de
los mares, porque para ellos no existían países de refugio, y no había tierra
allende los mares en que tuvieran la menor esperanza. El poder imperial de
Roma mantenía atrapado en sus garras poderosas a todo el mundo civilizado;
su tremendo sistema policiaco se extendía por todas las tierras, y ni uno solo
podría escapar de su implacable ira. Su poder era tan irresistible, que desde el
noble mas encumbrado hasta el esclavo más humilde, todos eran igualmente
súbditos de Roma. Ningún emperador destronado podría escapar de su
venganza, ni siquiera se podía esperar el tal escape. Cuando Nerón cayó, lo
único que alcanzó a hacer fue ir a una villa cercana y matarse. Empero, aquí
abajo, en estos infinitos laberintos, aun el poder de Roma no tenía valor alguno,
pues sus burlados emisarios vacilaban en la misma entrada.
En estos providenciales refugios los cristianos permanecían, poblando
densamente los innumerables pasajes y grutas. En el día se reunían para
intercambiarse el verbo de consolación y de aliento, o también para compartir
condolencias por un nuevo mártir. Por las noches despedían a los más osados
de entre ellos en desesperadas empresas de traerles noticias de ese mundo
exterior, o bien a traer los cuerpos ensangrentados de las nuevas víctimas. En
el transcurso de las diferentes persecuciones, ellos se replegaron aquí bajo una
seguridad tal, que aunque millones perecieron por todo el vasto imperio, el
genuino poder del Cristianismo en Roma a penas fue sacudido.
De ese modo fue puesta a cubierto su seguridad y preservada su vida, pero
¿bajo qué condiciones? ¿Por ventura, qué es la vida sin luz, y qué es la
seguridad del cuerpo en aquellas húmedas tinieblas que deprimen el alma? La
naturaleza física del hombre se estremece ante tal destino, y su delicadísimo
organismo no tarda en percatarse de la falta de aquel sutil principio renovador
que tan estrechamente vinculado se halla con la luz. Las funciones del cuerpo
van perdiendo una por una las facultades y aquel tono normal de energía.
Aquel debilitamiento del cuerpo afecta la mente, predispone a la tristeza, la
aprehensión, la duda y hasta la desesperación. No deja de ser un honor mayor
para el hombre mantenerse firme y fiel bajo tales circunstancias, que haber
ofrecido su vida en heroica muerte en la arena, o haber muerto ardiendo
resueltamente en la pira. Allí, en donde las más densas sombras de las
tinieblas envolvían amortajando a los cautivos, fue donde estos hicieron frente
con valentía suprema a las más duras de las pruebas. La valiente presencia de
ánimo bajo la persecución misma era lo más admirable; pero se torno tanto
más sublime al haberla resistido, no obstante sus horrores indescriptibles.
Las ráfagas de aire helado que siempre recorrían este laberinto les enfriaban
hasta los huesos, pero traía aire renovado de la superficie. Tanto los pisos,
como las murallas y los techos, se hallaban cubiertos de depósitos inmundos
de vapores húmedos que siempre circulaban; pues la atmósfera se hallaba
espesa de exhalaciones impuras y miasmas deletéreas. El denso humo de las
antorchas siempre encendidas podría haber mitigado los aires nocivos, pero
oprimía a los moradores con su mortal influencia, que además de cegar
sofocaba. Empero, en medio de este cúmulo de horrores, el alma del mártir se
mantuvo firme e inconmovible sin rendirse. El revivido espíritu que resistió todo
esto se irguió a proporciones que nunca fueron alcanzadas ni en los orgullosos
días de la vieja república. Aquí fue sobrepujada la fortaleza de Régulo, la
devoción de Curtio, la constancia de Bruto, y no por hombres adultos y fuertes
solamente, sino por tiernas vírgenes y niños endebles.
Así, desdeñando el rendirse ante el más cruel de los poderes de la
persecución, se mantuvieron firmes y sin fluctuar en la pureza de corazón, en el
bien, en la valentía y en la nobleza. Para ellos la muerte no tenía terrores, ni
tampoco la aterradora muerte en vida a que se vieron obligados y que
prefirieron soportar allí en esas regiones del desmayo entre los muertos. Ellos
sabían lo que les esperaba cuando se decidían a seguir a Jesucristo, y lo
aceptaban todo gustoso. Ellos descendían allí voluntariamente, llevando
consigo todo lo que era más precioso al alma del hombre, y ellos todo lo sufrían
por aquel gran amor con que ellos habían sido y eran amados.
El constante esfuerzo que ellos hacían por disminuir la intensidad de las
tinieblas de su morada, ha quedado visible en todo el rededor de las murallas.
En algunos lugares, éstas se hallaban cubiertas de estucado blanco, y en otras
se hallaban adornados con cuadros; pero de ninguna manera con mortales
deificados por adorarlos, idolátricamente, sino sencillamente monumentos de
recuerdo de aquellos grandes héroes antiguos de la verdad, "que por fe
ganaron reinos, obraron justicia, alcanzaron promesas, taparon la boca de los
leones, apagaron fuegos impetuosos, evitaron filo de cuchillo, convalecieron de
enfermedades, fueron hechos fuertes en batallas, trastornaron campos
extraños" (Heb. 11:33-34). Si en estas horas de angustia y amargura, habían
menester ellos buscar escenas o pensamientos que pudieran aliviarles sus
almas e inspirarles con nuevas fuerzas para el futuro, pues no podían ellos
haber encontrado otros objetos más acertados en que inspirarse, de tanto valor
y de tan bien fundado consuelo.
Tales eran los ornamentos de las capillas. Pues los únicos inmuebles que
contenían era una sencilla mesa de madera, sobre la cual se colocaba el pan y
el vino de la Cena del Señor, los símbolos del cuerpo y de la sangre de su
Señor crucificado.
La cristiandad llevaba largo tiempo de lucha, y esta era una lucha contra la
corrupción. Por consiguiente, no de be considerarse extraño si la iglesia
contrajo algunas señales de su contrato demasiado estrecho con su enemigo, o
si ella llevo algunas de aquellas señales hasta allí a su lugar de refugio.
Empero, si ellos practicaban algunas variaciones con relación al modelo
apostólico, éstas eran muy triviales, y todas podían pasarse por
desapercibidas, si no fuera porque ellas abrieron el paso para otras mayores.
Con todo ello, las doctrinas esenciales del Cristianismo no sufrieron la menor
contaminación, ni cambio alguno. El pecado del hombre, la misericordia del
Padre, la expiación del Hijo, la unción del Espíritu Santo, la salvación por la fe
en el Redentor, el valor de su preciosa sangre, su resurrección física, la
bienaventurada esperanza de su regreso: todas estas verdades fundamentales
eran para ellos de tanta estima y las guardaban con tanto fervor y energía, que
no alcanza el mero lenguaje a hacer el tributo de la debida justicia.
De ellos era aquella esperanza celestial, el ancla del alma, tan fuerte y tan
segura que la tormenta de la ira del imperio fracasó en su empeño de
derribarlos de la Roca de los siglos en la cual ellos se hallaban refugiados.
De ellos era aquella excelsa fe que les sostuvo frente a las pruebas más duras.
En el nombre de Cristo Jesús glorificado a la diestra de Dios, era quien
reposaba su fe y su esperanza, y nada ni nadie más. La fe en El era todo. Era
el mismo hálito de la vida, la respiración normal de ello, tan real que les sostuvo
en la hora de los crueles sacrificios, tan duradera que aun cuando parecía que
todos los seguidores se habían desvanecido de la tierra, ellos con todo podían
mirar a las alturas y esperar en El.
De ellos era la plenitud de aquel amor que definió Cristo cuando estaba en la
tierra, diciendo que era el resumen de la ley y los profetas. Era desconocida en
aquellos días la lucha sectaria y las amarguras denominacionales. Es que ellos
tenían un grande enemigo general contra quien luchar, y ¿cómo habían de
altercar unos con otros? Allí se cultivaba el amor al semejante, que no conocía
distinción e raza o clase, sino que abrazaba a toda la inmensa circunferencia,
de tal manera que uno podía poner su vida por su hermano. Allí pues, el amor
de Dios, derramado copiosamente en el corazón por el Espíritu Santo, no temía
llegar hasta el sacrificio de la misma vida. La persecución, que les rodeaba
como león rugiente, les fortaleció en su celo, fe y amor que alumbraban
brillantemente en medio de las tinieblas de la edad. Su número se limitaba a los
que eran verdaderos y sinceros. Era el mejor antídoto de la hipocresía. Al
valiente le investía del más osado heroísmo, y al temeroso le inspiraba con
valor y devoción. Ellos vivieron en una época en la que ser cristiano era
arriesgar la vida misma. Ellos no retrocedían ni vacilaban, sino que
atrevidamente proclamaban su fe y aceptaban las consecuencias. Ellos
trazaban una línea divisoria perfectamente visible entre ellos y el mundo, y se
mantenían valientemente en su puesto. La sencilla pronunciación de unas
cuantas palabras, la ejecución de un acto sencillo, bastaría para salvar de la
muerte; pero la lengua se negaba a pronunciar la fórmula de a idolatría, y la
mano firme rehusaba hacer el derramamiento de la libación. Las doctrinas
vitales del Cristianismo hallaban en ellos mucho más que el mero asentimiento
intelectual. Cristo mismo no era para ellos solamente una idea, un
pensamiento, sino una existencia personal y real. La vida de Cristo sobre la
tierra era para ellos una verdad vivificante. Ellos la aceptaban como el más
adecuado ejemplo para todo hombre. Su ternura, su humildad, su paciencia, y
su mansedumbre, pensaban ellos que se les ofrecían para que fueran imitadas;
jamás separaron ellos el Cristianismo ideal del Cristianismo real. Ellos
pensaban que la fe del hombre consistía tanto en si vida como en su
sentimiento, y no habían aprendido a hacer distinción entre el Cristianismo
experimental y el Cristianismo práctico. Para ellos la muerte de Cristo era el
gran evento, ante el cual todos los otros eventos en la vida del El eran
solamente secundarios. Que El murió es el hecho por excelencia, y que fue por
los hijos de los hombres, nadie en absoluto podría entenderlo mejor que ellos.
Que El fue levantado y que se halla glorificado a la diestra de Dios, y que toda
potestad le ha sido dada en el cielo y en la tierra, era divina realidad para ellos.
Pues entre sus propios hermanos sabían de muchos que habían sido colgados
en una cruz por amor a sus hermanos, o muerto en la pira por su Dios. Ellos
tomaban su cruz y seguían a Cristo, llevando su vituperio. Aquella cruz y aquel
vituperio no eran solamente figurados. Todo eso nos testifican esos tenebrosos
laberintos, recinto propio para los muertos solamente, que sin embargo por
muchos años se abrió para refugiar a los vivientes. Nos lo testifican aquellos
nombres de mártires, aquellas palabras de triunfo. Las murallas conservan para
las generaciones venideras las palabras de dolor y de lamento, y de
sentimientos siempre variantes que escribieron sobre ellas durante las
sucesivas generaciones por aquellos que tuvieron que acudir a albergarse en
estas catacumbas.
Ellas transmiten su doliente historia a los tiempos venideros y los hechos de
aquellos que fueron confinados allí. Así como la forma física de la vida se fija
en las placas de la cámara fotográfica, así las grandes voces que una vez se
arrancaron por la intensidad del sufrimiento desde el fondo del alma misma del
mártir quedaron estampadas sobre la muralla desafiando a los siglos
venideros.
Las reuniones más frecuentes por todas las catacumbas eran las de oración y
alabanza. Habiendo sido así providencialmente apartados de las ocupaciones
comunes de los negocios del mundo, se dedicaban por entero a más elevados
y sublimes objetivos en que ponían todo su empeño. Privados aquí como se
hallaban de la oportunidad de hacer algún esfuerzo por el sostén del cuerpo, se
veían constreñidos a dedicar su vida íntegramente al cuidado del alma. Y ellos
lograban con creces lo que buscaban. Pues la tierra, con sus cuidados
afanosos y sus atracciones y sus miles de distracciones, habían perdido sobre
ellos todo influjo; dejándolos libres. Los cielos se les habían acercado; sus
pensamientos y su lenguaje eran justamente los del reino. A ellos les
complacía hablar y pensar en el gozo inconmensurable y digno que esperaba a
los que fueren fieles hasta la muerte. Les deleitaba conversar y departir sobre
aquellos hermanos que ya habían partido, y que solamente les llevaban la
delantera. No se les ocurría siquiera pensar que se hubieran perdido. Todo ello
les hacía prever el momento cuando su propia partida también llegaría. Pero
por sobre todas las cosas, ellos miraban mayormente a aquel día del gran
llamamiento final, que levantaría a los muertos, transformaría a los vivos, y
traería alrededor de El a los comprados con su sangre, a su pueblo lavado con
su sangre, hasta ese lugar de encuentro en el aire; y esperaban el
establecimiento del tribunal de Cristo, donde El otorgará sus recompensas por
el servicio fiel, (I Tes. 4:13-18; Fil. 3:20,21; I Cor. 3)
Hasta época la comunicación con la ciudad era relativamente fácil para los
refugiados, porque los cristianos que arribas habían quedado, aunque pobres
en medios, no descuidaban a los que estaban en las profundidades del
escondite, ni olvidaban sus necesidades. Fácilmente, pues, se podía adquirir
provisiones y auxilio no faltaba. Pero llegó la hora en que precisamente
aquellos en cuyo auxilio confiaban los fugitivos, también habían sido víctimas
de la persecución y obligados a compartir su destino con sus hermanos de las
grutas y tener ellos mismos que recibir caridad en vez de darla.
- Si -dijo Marcelo. Nuestro Señor nos ha dicho lo que hemos de tener: "En el
mundo tendréis aflicción..."
- Ah, pero también El dice: "Más confiad; yo he vencido al mundo... Donde yo
estoy, vosotros también estaréis."
- Por medio de El -dijo Marcelo-, podemos salir más que vencedores sobre la
muerte sobre la muerte. Las aflicciones de este tiempo presente no son dignas
de compararse con la glorias que nos ha de ser revelada.
Así se consolaban ellos con las promesas seguras de la bendita Palabra de
vida que en todos los tiempos y en todas las circunstancias es capaz de dar tal
consolación celestial. Finalmente llegaron a su destino sanos y salvos portando
sus cargas, con la más íntima gratitud en sus corazones hacia Aquel que les
había preservado.
No muchos días después, Marcelo volvió a salir en busca de provisiones. Esta
vez él fue solo. Fue a la casa de un hombre que era muy amigo para con ellos
y les había sido de gran ayuda. Estaba por fuera de las murallas, en las
inmediaciones de la Vía Apia.
- Ah, ¿sabe usted el nombre del nuevo oficial de los pretorianos que está
encargado de perseguir a los cristianos?
- Lúculo.
- ¡Lúculo! -Exclamó Marcelo-. ¡Qué extraño!
- Dicen que es un hombre de mucha habilidad y energía.
- He oído hablar de él. Y a la verdad estas son malas noticias para los
cristianos.
- La conversión al cristianismo del otro oficial de los pretorianos ha enfurecido
al emperador hasta enloquecerlo. A tal extremo que se ofrece un cuantioso
rescate por él. Y si tú, amigo, por ventura lo vez o te hallas en condiciones de
hacérselo saber, procura por todos los medios comunicárselo. Dicen todos que
él está en las catacumbas con vosotros.
- El debe estar allí, puesto que no hay otro lugar de seguridad.
- Verdaderamente, estos son tiempo terribles. Tiene necesidad de tomar todas
las precauciones posibles.
- Marcelo contestó, humilde, pero firmemente,- No pueden matarme más de
una vez.
- ¡Oh vosotros los cristianos derrocháis la fortaleza más excelente. Yo admiro
con toda mi alma vuestra valentía; pero yo pienso que podríais conformaros
exteriormente al decreto del emperador. ¿Por qué, pues, habéis de precipitaros
así tan locamente a la muerte?
-Oh, amigo -exclamó una voz ruda-, no te des tanta prisa. ¿Quién eres tú, y
adónde vas?
-¡Deje el paso libre! -exclamó Marcelo en tono de mando, natural en quien ha
tenido hábito de mandar y tener hombres a sus órdenes, indicando al hombre
que se apartara.
La multitud se sorprendió por el modo autoritario y el tono imperioso, pero el
vocero de ellos se mostró más valiente.
-¡Dínos quién eres o no pasas!
A lo que Marcelo replicó -Hombre, apártate a un lado. ¿No me conoces que soy
pretoriano?
Ante aquel hombre tan pavoroso como venerable, la multitud se abrió
rápidamente, y Marcelo pasó por en medio de ellos. Pero apenas habíase
alejado él unos cinco pasos, cuando una voz exclamó:
- ¡Prendédle! ¡Es Marcelo, el cristiano!
- Todavía podremos frustrar sus planes -dijo Marcelo con aire de esperanza.
- Pero ellos están vigilando nuestra entrada principal -dijo Honorio.
- Entonces podemos hacer nuevas. Las grietas son innumerables.
- Ellos están ofreciendo recompensa por todos los hermanos prominentes.
- ¿Y qué, pues? Cuidaremos a esos hermanos, guardándolos más que nunca.
- Nuestros medios de subsistencia están disminuyendo gradualmente.
- Pero hay tantos osados y fieles corazones como siempre. ¿Quién tiene temor
de arriesgar su vida ahora? Nunca faltará la provisión de alimento mientras
permanezcamos en las catacumbas. Pues si nosotros logramos escapar de la
persecución, traeremos el auxilio a nuestros hermanos; y si morimos,
recibiremos la corona del martirio.
"El que hubiere vencido y hubiere guardado mis obras hasta el fin, yo le daré
potestad sobre las gentes;... y le daré la estrella de la mañana."
"Al que venciere, yo lo haré columna en el templo de Dios, y nunca más saldrá
fuera; y escribiré sobre él el nombre de Dios, y el nombre de la ciudad de mi
Dios, la nueva Jerusalem, la cual desciende del cielo con mi Dios, y mi nombre
nuevo."
"Al que venciere, yo le daré que se siente conmigo en mi trono; así como yo he
vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono."
- Ellos han volado a unirse a aquel noble ejército de mártires. Ellos, pues, han
sido fieles hasta la muerte, y recibirán la corona de vida, -dijo Marcelo con vivo
entusiasmo.
Pero en esos instantes fueron interrumpidos por un tumulto en el exterior. En el
acto se pararon todos asustados.
-¡Los soldados! -exclamaron.
Pero no; no eran soldados. Era mas bien un cristianos, un mensajero de ese
hostil mundo exterior. Pálido y temblando se arrojó al suelo. Contorsionándose
clamó como con sus últimos hálitos de vida:
-¡ay! ¡ay!
La presencia de este hombre produjo un efecto extraordinariamente aterrador
sobre Cecilia. Ella tambaleó, cayendo hacia atrás contra la pared, temblorosa
desde los pies a la cabeza, trabando sus manos una con otra. Sus ojos
parecían salirse al mirar, sus labios se contraían como si quisiera hablar, pero
no se le oía el menor sonido.
-¡Habla! ¡Habla, hermano! ¡Dínoslo todo! -exclamó Honorio.
-¡Polio! -balbució el mensajero.
-¿Qué le pasa a él? -dijo vehementemente Marcelo.
- Ha sido capturado. ¡Está en prisión!
Oído aquello, un grito agudo de mortal amargura se difundió por todas las
inmediaciones sembrando el terror. Era el grito de la hermana Cecilia, quien no
tardó en caer al suelo.
Los que a su lado estaban acudieron a atenderla. La llevaron a su cuarto. Una
vez allí, le aplicaron los usuales estimulantes hasta revivirla. Pero el golpe la
había afecta gravemente, y aunque volvió en sí, quedó en tal estado que
parecía que soñaba.
Mientras tanto el mensajero había recuperado las fuerzas, y había dicho todo lo
que sabía.
Marcelo le preguntó:
- Polio fue contigo, ¿no es así?
- No, él estaba solo.
- ¿En qué diligencia había ido?
- Estaba tratando de saber noticias. Yo estaba en un lado de la calle, un poco
atrás. El ya se venía. Caminaos hasta que llegamos a donde había una
multitud de hombres. Para sorpresa mía Polio fue detenido y sometido a
interrogatorios. Yo ya no oí lo que pasó, pero alcancé a ver sus gestos de
amenaza, y finalmente ví que le prendieron.
Nada pude hacer yo por él. Me mantuve a una distancia de seguridad y
observé. Como media hora después se hizo presente una tropa de pretorianos.
Polio fue entregado a ellos y se lo llevaron.
- ¿Pretorianos? -dijo Marcelo-. ¿Conoces al capitán?
- Si, era Lúculo.
- Está bien -dijo Marcelo, y quedó sumido en profunda meditación.
- El no hace distinción de edades. ¿No has visto niños tan menores como éste
sufrir la muerte en el Coliseo?
- Ay, sí lo he visto -dijo Marcelo, al volver sus pensamientos a las niñas cuyo
canto de muerte le impresionó, causándole tanta pena y al mismo tiempo le fue
tan dulce al corazón-. Este muchacho, entonces ¿también tiene que sufrir la
muerte?
- Sí -dijo Lúculo-, salvo que renuncie solemnemente al cristianismo.
- Y eso jamás lo hará él.
- Entonces de inmediato se le aplicará la sentencia. Es la ley lo que lo hace y
no yo, Marcelo. Yo sólo el instrumento.
No me avergüences, ni me lo imputes a mí.
- Yo no te estoy culpando. Yo se muy bien lo severo que eres tú en la
obediencia. Si tú desempeñas tu puesto, tienes que cumplir con tu deber.
Empero, déjame hacerte otra propuesta. El entregar prisioneros no es
permitido, pero el canje sí es legal.
- Sí.
- Si yo te dijera de un prisionero mucho más importante que este muchacho, lo
canjearías ¿no es verdad?
- Pero no nos has tomado a ninguno de nosotros.
- No, pero tenemos potestad sobre todo nuestro pueblo. Y hay algunos de
nosotros por cuyas cabezas el emperador ha ofrecido una gran recompensa.
Pues por la captura de éstos, cientos de muchachos como éste serían
gustosamente entregados.
- ¿Es entonces costumbre entre los cristianos entregarse los unos a los otros?
-preguntó Lúculo sorprendido.
- No, pero algunas veces un cristiano ofrecerá su propia vida para salvar la del
otro.
- ¡Imposible!
- Tal es el caso en este ejemplo.
- ¿Quién es el que se ofrece por este muchacho?
- ¡Yo, Marcelo!
Ante esa asombrosa declaración Lúculo retrocedió.
- ¡Tú ¡ -exclamó él.
- ¡Sí, yo mismo!
- Esta bromeando. Es imposible.
- Te hablo con toda seriedad. Es por eso que ya he expuesto mi vida al venir
ante ti. He demostrado el interés que tengo por él al arriesgarme a tanto
peligro. Yo te explicaré. Este niño Polio es el último de una antigua noble
familia romana. Es el único hijo de su madre. Su padre murió en el campo de
batalla. El pertenece a los Servilii.
- ¡Los Servilii! ¿Luego su madre es la señora Cecilia?
- Sí. Ella es una de las refugiadas de las catacumbas. Toda su vida y su amor
no son sino este muchacho. Cada día lo deja ella que salga a la ciudad en una
peligrosa aventura, pero en su ausencia ella sufre indescriptible agonía. Con
todo, ella teme retenerlo sin salir de allí, por temor de que aire húmedo que es
tan fatal para los niños vaya a originarle la muerte. Y así ella lo expone a lo que
ella cree que es el peligro menor. Este es el niño que tienes prisionero. Esa
madre lo ha sabido y ahora ella yace debatiéndose entre la vida y la muerte. Si
tú lo sacrificas, ella también morirá, y ya no será uno de los más nobles y puros
espíritus de Roma.
- Por estas razones es que yo vengo a ofrecerme en canje. ¿Qué soy yo? Yo
estoy solo en el mundo. Ninguna vida se halla vinculada a la mía. No hay nadie
que dependa de mí para el presente y el futuro. Yo no le temo a la muerte.
Puede venir tan igualmente ahora mismo, como puede venir en otra ocasión.
Tarde o temprano tiene que venir, y yo prefiero mucho mejor dar mi vida por mi
amigo que ofrecerla inútilmente. Por todas estas razones, oh Lúculo, es que te
lo imploro, por sagrados lazos de amistad, por tu compasión, por tu promesa
que me hiciste, dame esta ayuda que te pido, y toma mi vida en canje por la de
él.
Lúculo se puso de pie y se paseó por la sala, conteniendo una gran agitación
dentro de sí.
- ¿Por qué, oh Marcelo -exclamó al último-, me sometes a tan terrible prueba?
- Mi propuesta es fácil de que la recibas.
- ¿Te olvidas acaso que tu vida me es igualmente preciosa?
- Pero, piensa en este pequeño niño.
- Efectivamente, yo lo compadezco en el alma. ¿Pero piensas que yo puede
recibir tu vida en prenda?
- Pues mi vida ya está dada en prenda, y yo la ofreceré tarde o temprano. Y por
eso te imploro que me des la oportunidad de ofrecerla en la forma en que
puede ser útil.
- Tú no morirás, mientras esté a mi alcance evitarlo. Tu vida no está todavía en
prenda. Por los dioses juro que pasará mucho antes que tu puedas ocupar un
lugar en la arena.
- Nadie me podrá salvar una vez que yo sea aprehendido, aunque hicieras todo
lo que pudieras. ¿Qué puedes hacer para salvar a uno sobre quien está
cayendo la inexorable ira del emperador?
- Yo puedo hacer mucho para desviarla. Tu no estás en condiciones de saber
cuánto se puede hacer. Pero, aun cuando yo no pudiera hacer nada, con todo
no voy a acceder a esta tu propuesta ahora.
- Si yo mismo me presentara ante el emperador, él tendría que oír mi petición.
- En te pondría en presión en el acto, y a ambos los haría matar.
- Yo podría enviar un mensaje con mi propuesta.
- El mensaje nunca llegaría a él; o al menos no llegaría hasta cuando ya fuera
demasiado tarde.
- Entonces, ¿no hay esperanza alguna? -dijo Marcelo tristemente.
- Absolutamente ninguna.
- ¿Y en absoluto también te niegas a concederme mi petición?
- Al, Marcelo ¿cómo podría hacerme responsable de la muerte de mi más
querido amigo? Tú no tienes misericordia de mí. Perdóname si me tengo que
negar a aceptar tu temeraria propuesta.
- Hágase la voluntad del Señor, mi Dios dijo Marcelo amargamente-. Debo,
pues, regresar a prisa. ¡Hay! ¿Cómo puedo yo presentarme con este mensaje
de desesperación?
Los dos amigos se abrazaron en silencio y Marcelo partió, dejando a Lúculo
agobiado con su asombrosa y temeraria propuesta.
Marcelo regresó sano y salvo a las catacumbas. Los hermanos que allí estaban
y que sabían de los propósitos con que había salido, le recibieron gozosos en
medio de su dolor.
- Yo no puedo.
- Tú eres el último de una familia noble. El estado reconoce la dignidad y la
nobleza de los Servilii. Tus antepasados disfrutaron de pompa, de riqueza y de
poder. Tú ahora eres un mozuelo pobre y miserable y prisionero. Se, pues,
sabio, Polio. Piensa en la gloria de tus antecesores y arroja a un lado el
miserable obstáculo que te está segregando de toda la ilustrísima fama de
ellos.
- Yo no puedo.
- Has vivido como un reprobado miserable. El mendigo más pobre de Roma la
pasa mucho mejor que tú. Su alimento lo obtiene con menos afanes y menos
humillación. Su refugio se halla a la luz y al aire del día. Y sobre todo él
siempre está seguro. Su vida es propia de él. El no tiene necesidad de vivir en
permanente temor de la justicia de Roma. Pero tú has tenido que arrastrar una
vida, la más miserable siempre en necesidad apremiante, en peligro, en las
tinieblas. ¿Qué, pues, te ha dado tu ponderada religión? ¿Qué ha hecho por ti
aquel judío deificado? Nada. Y peor que nada. Vuélvete pues, de en pos de
este engañador. En cambio tendrás la riqueza, la comodidad, los amigos y los
honores del estado y el favor del emperador. Todo será tuyo.
- Yo no puedo.
- Tu padre fue un súbdito leal y un valiente soldado. El murió por su patria en el
campo de batalla. Te dejó muy pequeño, pero como el único heredero de todos
sus honores y como el último puntal de su noble casa. Lejos estaría de él
pensar siquiera en las pérfidas influencias que te cercarían descarriándote a la
perdición. Tu madre, con su mente debilitada por el dolor, se rindió a las
insidiosas astucias de los falsos maestros, y de la misma manera ella en su
ignorancia labró la ruina tuya. Si tu padre viviera, tú serías ahora la esperanza
de su nobilísima casta; tu misma madre también habría seguido fiel la fe de sus
ilustres antepasados. ¿No valoras tú la memoria de tu padre? ¿Acaso no te
corresponde hacia él principalmente un deber filial? ¿No piensas tu que es
pecado amontonar deshonra sobre el glorioso nombre que debes
enorgullecerte en llevar, arrojando sobre él el baldón de tu traición, siendo un
nombre que se te ha transmitido sin mancha? Deja, pues, esas ilusiones locas
que te ciegan. Por la memoria de tu padre, por el honor de tu familia, apártate
de ese camino que has tomado.
- De ninguna manera les hago yo deshonor. Mi fe es pura y santa. Yo puedo
morir, pero no puedo traicionar a mi salvador.
- Tú estás viendo que mostramos misericordia contigo. Tu noble nombre, como
tu inexperiencia nos causan lástima. Si tu fueras un prisionero común te ofrecer
pocas palabras la simple elección entre retractarte o morir. Pero en este caso
queremos razonar contigo, porque no queremos que se extinga una noble
familia por la ignorancia u obstinación de un heredero degenerado.
- Os agradezco de todas vuestras consideraciones -dijo Polio-, pero vuestros
argumentos no significan nada para mí ante la suprema autoridad de mi Dios.
- ¡Muchacho temerario e irreflexivo! Acaso puedes tú encontrar un argumento
más poderoso. La ira del emperador es irresistible.
- Aun más terrible es la ira del Cordero.
- Eso que tú hablas es un lenguaje sin inteligencia. ¿Qué es eso que llamas "la
ira del Cordero:? ¿Por qué no piensas en lo que es inminente sobre ti?
- Mis hermanos y amigos ya han soportado todo lo que vosotros podéis hacer
al cuerpo. Y yo confío que me sostendrá igual fortaleza.
- Pero, ¿Puedes tú soportar los terrores de la arena?
- Yo cuento con la fortaleza del que venció la muerte.
- ¿Puedes tú enfrentarte con los leones y tigres salvajes que se precipitarán
sobre ti?
- Aquel en quien yo confío no me abandona en el momento que lo necesito.
- Tú estás muy confiado.
- Precisamente confío en que me amó a tal extremo que se entregó a sí mismo
por mí.
- Pero, ¿No has pensado tú en la muerte por el fuego? ¿Estás listo para hacer
frente a la muerte en las llamas de la pira?
- ¡Ah! Si debo sufrirlas, no me estremece. En lo peor de ellas cuento con mi
Dios, y luego por siempre estaré con él.
- Estás poseído del fanatismo y de la superstición. No sabes tú qué es en
realidad lo que te espera. Es, pues, muy fácil hacer frente a las amenazas, es
fácil pronunciar palabras y hacer alarde de valor. Pero, ¿qué será de ti cuando
te veas frente a la terrible realidad?
- Pues miraré hacia Aquel que nunca abandona a los suyos en la hora de la
prueba.
- ¡El no ha hecho nada por ti hasta este momento!
- El ha hecho todo por mí. El dio su propia vida para que yo viva. Por El yo
tengo una vida que es más noble y que es eterna y que no se puede compara
con la que vosotros me quitáis.
- Eso no es sino un sueño tuyo. ¿Cómo es posible que un judío miserable
pueda hacer eso?
- El es la plenitud de la divinidad. Dios manifestado en carne. El sufrió la muerte
del cuerpo para que nosotros recibamos vida para el alma.
- Pero ¿nada puede abrirte los ojos? ¿No te basta que hasta ahora esa loca
creencia no te ha traído nada más que miseria y dolor? ¿Vas a insistir en tu
creencia? Ahora que ves que la muerte te es inevitable, ¿no vas a volverte de
tus errores?
- El mismo me da fortaleza para vencer a la muerte. No la temo. La muerte
para mi no es más que un sencillo paso de esta vida de dolor y de gemido a
una bienaventuranza inmortal. Bien sea que yo muera devorado por las fieras
salvajes o por las llamas, dará lo mismo. El me fortalecerá para que pueda
permanecerle fiel. El me sostendrá y llevará mi espíritu en el mismo instante a
la vida inmortal en los cielos. La muerte, que vosotros teméis y con la que me
amenazáis, no tiene terrores; empero la vida, esa vida a que me invitáis, tiene
consecue4ncias más terribles que mil muertes en las llamas.
- Por última vez, muchacho, te damos una oportunidad. Niño temerario,
cálmate y medita por un momento en tu necia carrera de insensatez. Prescinde
por un instante de los dementes consejos de tus fanáticos maestros. Reflexiona
en todo lo que se te ha dicho. Tienes todavía a tu disposición la vida, una vida
llena de gozo y de placer, una vida rica en toda bendición. El honor, los amigos,
la riqueza, el poder: todo es tuyo. Un nombre noble y las posesiones de tu
familia te están esperando. ¡Todo eso es tuyo por herencia! Hoy para ganar
estas cosas no tienes que hacer nada sino tomar esta copa y derramar su
contenido en aquel altar. ¡Tómala, hijo! ¡Es el acto más sencillo, el que se te
pide que hagas! ¡Resuélvete y ejecútalo! ¡Salva tu vida, sálvate a ti mismo de
esa muerte angustiosa!
- Todos los ojos de los presentes estaban clavados sobre Polio en el momento
en que se le hacía esta última oferta. Pues hasta aquí les había llenado de
asombrosa admiración la firmeza en que sostenía. Eso sobrepujaba el
entendimiento de todos ellos.
- Pero aun esta última instancia tan insidiosamente tentadora, no le causó el
menor efecto. Pues el niño Polio con palidez en su rostro pero con fuego
vehemente en el alma, hizo a un lado con firme serenidad la copa que le era
propuesta.
- ¡Jamás traicionaré a mi Salvador, que está a mi lado!
- Ante aquellas palabras se hizo una pausa momentánea. Y luego se oyó la voz
del magistrado supremo de la justicia romana:
- Tú has pronunciado tu propia sentencia mortal, Sacadlo de aquí, -dijo a
continuación a los soldados que se hallaban presentes.
Para saciar los apetitos de la multitud, ahora se demandaba una mayor y más
desalmada matanza. Pues por aquel día no tenía atracción el mirar combates
entre hombres cortejados.!Ah! Pero ya se sabía que los cristianos habían sido
reservados para cerrar el espectáculo, y la aparición de ellos se esperaba y se
imponía impacientemente.
Lúculo estaba entre los guardas cerca del escaño del emperador. Mas su
semblante, de alegre que era, se había tornado pensativo.
Mucho más arriba, en los asientos detrás de él, había un rostro severo y
palidísimo que sobresalía entre todos, por la mirada concentrada hacia la arena
que tenía. Ese rostro era preso de una expresión de ansiedad tan profunda que
hacia notable contraste con todos los que se encontraban reunidos en tan
vasta asamblea.
De pronto se oyó el sonido del bronco rechinar de las rejas, y se vio saltar el
primer tigre a la arena .Levantó la cabeza desafiante y se azotaba con su
propia cola, acechando amenazante por todo el rededor, relumbran
De sus feroces ojos sobre la enorme masa de seres humanos que colmaban el
enorme anfiteatro.
No tardó en oírse un murmullo. Un muchacho fue arrojado a la arena.
De rostro pálido y contextura ligera, desnutrido en extremo, era nada ante la
mole de la bestia furiosa. Y en son de escarnio se le había vestido como
gladiador .
Y sin embargo, a despecho de su tierna infancia y su debilidad, no había nada
en su rostro ni en su actitud que revelara el menor asomo de miedo. Revelaba
posesión de si mismo en su mirada apacible. Avanzó hacia adelante
serenamente hasta el centro de la arena, y allí, a la vista de todos, elevó sus
manos juntas levantó sus miradas al cielo y hablo a su Dios.
Mientras tanto el tigre seguía amenazante, desplazándose como al entrar.
Había visto al niño, pero no le había hecho efecto alguno. Seguía levantando
las miradas de sus ojos sanguinarios hacia las enormes murallas y de vez en
cuando lanzaba salvajes rugidos.
El hombre del rostro severo y triste miraba absorto como si toda su alma
acompañara esa mirada.
El tigre por su parte no parecía mostrar el menor deseo de atacar al muchacho
cristiano que seguía orando.
La multitud ya se tornó impaciente. Surgieron murmullos y exclamaciones y
gritos con la intención de
Enfurecer a la fiera para que atacara a su víctima.
Pero ahora de en medio del tumulto surgió el sonido de una voz profunda y
terrible:
El tigre al verlo se encamino saltando hacia el. Empero, a una corta distancia la
fiera embravecida se agazapo. El niño, que había estado de rodillas, se puso
en pie y miro. Por su parte Cina no veía tigre alguno.
Sus miradas se dirigían a la turba, y agitando en alto su brazo macilento, clamo
muy alto y en los mismos tonos admonotivos:
-!Ay ,ay, ay de los habitantes de la tierra!
Su voz fue acallada por torrentes de sangre. No hubo sino un salto, una caída,
y ante los ojos humanos, nada mas.
Y ahora el tigre se encamino hacia el niño. Su sed de sangre habíase excitado.
Su pelaje erecto, flamantes los ojos, y azotándose con la cola, se mantenía
inmóvil frente a su presa.
Lúculo naturalmente fue uno de ellos. Habiendo volteado a mirar, vio toda la
escena. Detuvo brevemente su mirada y palideció a muerte.
- ¡Marcelo! - exclamó él. Por un momento casi cayó hacia atrás, pero no tardó
en recuperarse y se dirigió apresuradamente a la escena del disturbio.
Peor ahora había estallado un murmullo profundo entre el gentío. El tigre que
había estado paseándose alrededor del niño una y otra vez, azotándose él
mismo con creciente furia, ahora se había agazapado en preparativos para dar
su final zarpazo.
El niño se levantó. En su rostro resplandecía una expresión angelical. Sus ojos
despedían de sublime entusiasmo. El ya no veía la arena, ni las murallas
gigantescas que le rodeaban, ni tampoco las largas hileras de asientos y las
innumerables caras hostiles; ya no veía los implacables ojos de los crueles
espectadores, ni menos la forma gigantesca del salvaje enemigo.
Su espíritu ya parecía ingresar victorioso por las puertas de oro de la Nueva
Jerusalén, y la gloria inefable del pleno día de los cielos le inundó el rostro de
sus fulgores.
- ¡Madre, vengo contigo! ¡Señor Jesús, recibe mi espíritu!
Esas palabras sonaron con toda nitidez y claridad en el oído de aquella
multitud. Todos permanecieron en quietud sepulcral, y el tigre saltó. Los
siguientes momentos no hubo más que una masa que se removía cubierta a
medias por una nube de polvo.
La lucha concluyó. El tigre regresó; la arena había sido teñida de rojo, y sobre
ella yacían los despojos mutilados del real y noble Polio.
Una vez al amparo del silencio que siguió, se dejó oír un clamor que tenía la
intensidad de una trompeta que sobrecogió a cada uno de los presentes.
- Traedme acá una urna cineraria - dijo al personal que se hallaba en las
inmediaciones, al mismo tiempo que se encaminaba hacia las ascuas que ya
se extinguían.
Unos cuantos fragmentos de husos carbonizados y hechos polvo por la
violencia de las llamas era todo lo que quedaba del cuerpo de Marcelo.
Lúculo volvió a su casa, pero era un hombre nuevo. Su ufanía personal parecía
haber sido subyugada bajo las severas aflicciones que había sufrido.
Fueron esos sentimientos los que le llevaron a prestarles su ayuda. Les ofreció
la amistad y las promesas de auxilio que una vez había prodigado a Marcelo.
Largos siglos han transcurrido sobre la ciudad de los Césares, desde que la
persecución de Decio arrojó a los humildes seguidores de Jesús a las lóbregas
y gélidas catacumbas. Tomemos la Vía Apia y veamos que nos enseña.
Pero la memoria de los perseguidos que yacen debajo, la asamblea del Dios de
la tierra contempla con reverencia. Sus sepulcros se han tornado en santuarios
de peregrinaje; y esa obra en la cual desempeñaron ellos un papel tan noble ha
sido transmitida a nosotros para que la continuemos hasta que Jesús venga.