Educando A Darwin

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Como si de un espíritu terco y porfiado se tratara,

el de Charles Darwin despierta a fuerza de pura cu- 51 COLECCIÓN CIENCIA JOVEN 51


riosidad una noche de carnaval en Buenos Aires. El
encuentro –tal vez fortuito– con Ana, una flamante
licenciada en Ciencias Biológicas, reaviva la antigua
pasión por el conocimiento y abre nuevas preguntas.
Educando
“¿Qué pasó a lo largo de los años con mi teoría de la
evolución?”, se pregunta internamente el científico.
a Darwin
En un paseo por algunos museos, laboratorios y uni-
versidades –una especie de road movie evolutiva por

Educando a Darwin
la ciudad de Buenos Aires y alrededores, como lo de-
nomina aquí Ana–, la extraña pareja se encuentra con
distintas personalidades que colaboran, cada una
desde su disciplina, a disipar las dudas del anciano
Darwin, durante una velada misteriosa y hasta mítica
en la que queda demostrado que la curiosidad y el an- María Susana Rossi
sia de conocimiento nunca mueren. Marcos Imberti

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Educando
a Darwin

María Susana Rossi


Marcos Imberti

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Rossi, María Susana
Educando a Darwin / María Susana Rossi ; Marcos Imberti. - 1a ed - Ciudad
Autónoma de Buenos Aires : Eudeba, 2021.
86 p. ; 20 x 14 cm. - (Ciencia joven ; 51)

ISBN 978-950-23-3141-6

1. Biología Evolutiva. 2. Biología. I. Imberti, Marcos II. Título


CDD 570

Eudeba
Universidad de Buenos Aires

1ª edición: octubre de 2021

© 2021
Editorial Universitaria de Buenos Aires
Sociedad de Economía Mixta
Av. Rivadavia 1571/73 (1033) Ciudad de Buenos Aires
Tel.: 4383-8025 / Fax: 4383-2202
www.eudeba.com.ar

Diseño de tapa y diagramación general: Eudeba

Impreso en Argentina.
Hecho el depósito que establece la ley 11.723

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su almacenamiento


en un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier
medio, electrónico, mecánico, fotocopia u otros métodos, sin el permiso previo
del editor.

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Carnaval

El carnaval es uno de los momentos del año que más disfruto de Buenos
Aires, me gusta ese clima relajado que mata casi cualquier rutina, me gusta esa
ilusión de libertad, que por más ilusión que sea es un envión para apurar las
ganas de cosas nuevas. Además, esto que voy a contarles empezó, justamente,
un miércoles de ceniza. Suelo vagar de barrio en barrio para empaparme del
clima del carnaval, para ver a la gente saliendo a las calles. Aquel miércoles de
carnaval yo caminaba por la avenida Ángel Gallardo, el sol ya empezaba a caer
sobre mi espalda cuando vi el granito dorado por la resolana de los muros del
Museo Argentino de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia. Por esos días
yo era una flamante bióloga: acababa de recibirme de licenciada en Ciencias
Biológicas en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad
de Buenos Aires. Es decir, tenía un título, pero también muchas dudas sobre
mi futuro próximo. ¿Qué especialidad de la Biología era la que realmente me
entusiasmaba más? ¿Sería mejor convertirme en una especialista, conocedora
a fondo de una subdisciplina específica o lograr más bien un perfil de biólogo
generalista? Encima, por aquel entonces yo estaba de novia con un escribano
quien, cada vez que le hablaba de esas dudas desgarradoras, me decía: “Es fácil...
tenés que elegir lo que te de más plata”, o cosas por el estilo. Entenderán que
no podía contar con él para hablar de esos temas.
Los redobles de una murga lejana me habían traído de vuelta de mis cavila-
ciones, cuando levanté la vista tenía frente a mí las pesadas puertas del museo,
con sus enormes y elegantes arañas forjadas en hierro. Entonces me acordé
de una extraña historia que me habían contado sobre un joven estudiante de
Biología que había quedado atrapado durante toda una noche dentro del museo.
Esa noche había sido aleccionadora para él porque allí, en el museo, este
joven, que si no recuerdo mal se llamaba Marcos, decía haberse encontrado con...
Charles Darwin,1 bueno... digamos, con su fantasma. Les sonará increíble, ¿no?

1. Por aquel entonces yo no había leído el libro donde se relata la aventura de Mar-
cos, publicada un tiempo después por la editorial Siglo XXI bajo el nombre de Qué es

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A mí también, el muchacho estaría medio loco. Pero el caso es que, según contó
Marcos, esa noche le había dejado las huellas más profundas de su vida: las del
miedo y el asombro, y al mismo tiempo las de la teoría de la evolución misma,
contadas por boca del maestro Darwin. O de alguien que decía ser Charles Darwin.
El encuentro –me habían contado– había ocurrido en el Museo de Ciencias
Naturales Bernardino Rivadavia de Buenos Aires, el mismo que tenía frente a
mí aquel miércoles de ceniza. De pronto, sentí que un impulso irreflexivo me
arrastró hacia el interior del museo. Soportaré el miedo, gana mi curiosidad,
me dije. De muy mal modo el empleado de la entrada me dijo que faltaba muy
poco para el horario de cierre. No le hice caso y me apuré a pagar la entrada.
Ni yo misma me hubiese podido responder qué iba a buscar en el museo. Des-
pués de que el empleado me recordara la hora de cierre, entré. Había algún que
otro visitante que parecía estar terminando la recorrida en la Sala de Geología.
A medida que avanzaba por los pasillos, se apagaban las conversaciones y el
silencio iba ganando presencia las salas del museo.
Cuando vi la gigante estructura de un Amargasaurus en la Sala de Verte-
brados, un escalofrío me recorrió la nuca: ¡ese dinosaurio era el que casi había
matado a Marcos! Pero yo no sentía miedo. Me quedé inmóvil frente al enorme
esqueleto y por un momento me abstraje mirando cada detalle de aquel animal
monumental. Pensé que ese dinosaurio era apenas una de las miríadas de especies
que se extinguieron en la historia de la Tierra, la mayoría de las cuales nunca
podremos conocer totalmente. Los casi 300 millones de años que nos separan
de aquel dinosaurio eran apenas un instante en la historia de la vida. Me sentí
parte de un tiempo infinito, de una inmensidad que no podía concebir, arrastrada
hacia un espacio vertiginoso.
—Pensar que esta bestia amenazante es pariente cercano de una pequeña
golondrina, ¿no? —dijo un señor que también miraba al Amargasaurus.
—Sí —respondí sin prestarle demasiada atención.

(y qué no es) la evolución. Marcos se había encontrado con Darwin (sigan leyendo y
me van a tener que creer) y con otros grandes biólogos evolutivos. Aprendió de todos
ellos los fundamentos modernos de la teoría evolutiva. Charles Darwin, para quien no
lo conozca, fue uno de los naturalistas más célebre de todos los tiempos. Formó parte de
una expedición que recorrió el mundo cuando las grandes potencias de Europa gastaban
muchísimo dinero en explorar el mundo “salvaje”. Junto con otro naturalista inglés, Alfred
Wallace, formuló la teoría de evolución por selección natural, que está bien explicada
en el libro Qué es (y qué no es) la evolución.

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—Me pregunto cómo y por qué habrán aparecido las plumas en la evolución
de ciertos dinosaurios.2 Sería interesante saberlo.
Yo seguía ausente pero el hombre siguió.
—Me han contado que en los últimos años se han descubierto varios “esla-
bones” entre los dinosaurios y las aves actuales llamados manirraptores. Fueron
de los primeros dinosaurios emplumados. Excepto estas especies emplumadas,
todas las especies de dinosaurios se extinguieron. Las aves son descendientes
de los dinosaurios emplumados. Los fósiles de dinosaurios y los genes de las
aves actuales podrían darnos pistas interesantes sobre esta historia. Disfruté
tanto del trabajo con fósiles…
Su voz era la de alguien muy enfermo o anciano. ¿Este hombre habría sido
un paleontólogo? Giré la cabeza para mirarlo y me encontré con alguien de
aspecto francamente anacrónico. El hombre era muy viejo, de barba blanca y
descuidada, vestía ropas oscuras y gastadas. Parecía un pordiosero o algo así.
—Y ahora también me interesan mucho los genes. No puedo concebir cómo
una porción de ADN que contiene información para fabricar proteínas o ARN
pueda explicar una transformación tan compleja. No puedo concebirlo, pero
seguramente algo deben haber tenido que ver…
—¿Es usted paleontólogo? —cuando por un instante la luz de un farol del
parque me dejó ver su rostro, ¡casi me caigo de espaldas! Yo había visto esos
rasgos en algún lado. Yo conocía esos rasgos ¡Eran idénticos a los de la famosa
foto del viejo Charles Darwin asomando detrás de una columna en su jardín de
su casa en Down House!
—En aquella época era considerado un naturalista…
—Perdón, usted es... —dije, sin atreverme a mirarlo a los ojos.
—Cálmese. Sí, soy yo... —me dijo alzando la vista por encima de unas
cejas espesas.
No pude articular una sola palabra.
—Y usted... ¿Qué está haciendo aquí? ¿Y cómo se llama? —me dijo con
total naturalidad, como si él fuese un mortal más.
—Eh, no sé... Soy bióloga. Estaba recorrien...
—¡No me diga que usted es bióloga! ¡Pero esta es una coincidencia fantástica,
muchacha! ¿Cómo se llama?
—Ana.

2. Hace unas semanas encontré un video que da una idea de cómo podrían haber
sido los dinosaurios emplumados. Lo pueden ver en este link: youtu.be/bElVNx093vw.

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—¡Ana! Oh... ¡Como mi pequeña y querida Annie! —parecía profundamente
emocionado. Bajó la vista y vi humedecerse sus ojos—. Es que he perdido a mi
dulce y hermosa hijita Annie cuando ella apenas tenía diez años. Aunque haya
pasado mucho tiempo, la sola mención de su nombre... —dijo con voz temblorosa.
—Disculpe —atiné a decir.
—No es nada. Usted no se preocupe.... Yo soy… —balbuceó—. Me decía
usted que es bióloga...
—Sí, me recibí hace unos meses en la Facultad de Ciencias Exactas y Natu-
rales de la Universidad de Buenos Aires —dije con un mal disimulado orgullo.
—Ah, sí, sí, entonces usted me va a poder ayudar, sin duda.
—¿Yo? ¿Ayudarlo a usted?
—Usted me va a ayudar a... ¡estudiar Evolución!
Se imaginan que yo cada vez entendía menos la situación.
—Pero si usted es... Charles Darwin —dije con un tono casi reverencial.
—Sí, sí, Wallace y yo fuimos los padres de la teoría de la evolución, los
que pusimos los cimientos de esta gran disciplina, bla, bla, bla. Pero eso ya
es historia. Ahora quiero aprender lo nuevo de la evolución. Quiero saber qué
descubrimientos hubo, cómo se hicieron, qué nuevas ideas sobre evolución están
circulando. Como le decía, me interesa la relación entre los genes, el ambiente y
la evolución. Últimamente me he interesado por cuestiones que había dejado de
lado durante largo tiempo: ¿Cuál es la “receta” para hacer un dinosaurio como
el que tenemos enfrente?, ¿los genes pueden explicar la aparición, pongamos
por caso, de las plumas en el grupo de dinosaurios que evolucionó en las aves
actuales? Presiento que usted estaría muy bien predispuesta a ayudarme a en-
tender —hablaba con determinación, como si hubiese estado pensando esto que
me acababa de decir desde hace mucho tiempo.
Yo no podía creer lo que estaba sucediendo. El padre del evolucionismo,
bueno, más bien su fantasma estaba pidiéndome... ¡que lo ayude a aggiornarse!
¿Enseñarle yo, bióloga recién recibida, a Charles Darwin?
—¿Y por dónde quiere empezar? —sentí que no tenía más remedio que
seguirle la corriente.
—Por un laboratorio. Quisiera ir a un laboratorio en el que se hagan expe-
rimentos... Y para eso tendremos que salir de aquí, ¿está dispuesta?
—Sí, sí, claro... —lo que más me interesaba en ese momento era salir del
museo. El miedo a quedar encerrada, como le había sucedido a aquel pobre
muchacho Marcos iba creciendo dentro de mí.
—Bueno, le aclaro que yo, en mi condición actual, usted entenderá... Me
siento muy cómodo dentro de los museos de ciencias naturales, conozco los
de casi todo el mundo, pero afuera... Nunca estuve afuera, bueno, casi nunca.

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No sé cómo debería comportarme, cómo hablar con científicos de estos días.
Además, mi vestimenta sí ha sufrido el paso del tiempo. Y no sé cómo reno-
varla, ni siquiera sabría cómo pagar. No dispongo de dinero… Tendríamos que
evitar ser vistos por todos los medios posibles. El mundo me es extraño y yo
soy extraño para el mundo.
El golpe rotundo de una pesada puerta cerrándose lo interrumpió. ¿Sería la
puerta de entrada al museo? ¿Habría terminado el horario de visitas? Me carco-
mían los peores presagios. Estábamos frente a la Biblioteca, en ese hall circular
en el que está ubicada una estatua del gran naturalista argentino Florentino
Ameghino. Darwin se dio vuelta rápidamente y se paró frente a una pequeña
puerta de madera que está en una de las esquinas del hall.
—¡Mi querido Germán Burmeister! ¡Déjanos en paz! ¡La muchacha no tiene
nada que ver con nuestra vieja disputa!
Inmediatamente recordé que Germán Burmeister, había sido un antievolu-
cionista tenaz, tan tenaz como había sido su rivalidad con Florentino Ameghino,3
¡y que las lenguas supersticiosas decían que su espectro vivía (por decirlo de
alguna manera) dentro del museo!
—Este Burmeister... ¡Se divierte a costa mío! —dijo el viejo—. ¡Sigue en
pie mi invitación al diálogo!
Nadie respondió. Darwin hizo una mueca de decepción.
—Igualmente, quisiera explicarle Ana que el enfrentamiento con Germán
Burmeister data de hace mucho tiempo atrás, digamos desde que yo comencé a
reunirme con biólogos evolutivos en los museos de ciencias. Bueno, con biólogos
evolutivos ya fallecidos, como es mi caso... Ya fallecidos, pero con las capacida-
des mentales intactas, en fin, ya sé que le resultará extraño, pero le explicaré...

3. Les cuento quiénes fueron estos personajes en pugna: Germán Burmeister había
nacido en Alemania a principios del siglo XIX y ya tenía una cierta reputación como
naturalista cuando fue convocado por Domingo Faustino Sarmiento para dirigir el Mu-
seo Argentino de Ciencias Naturales de Buenos Aires. Cuando llegó a la Argentina, sus
trabajos en paleontología y zoología eran conocidos en toda Europa. Florentino Ame-
ghino fue su gran rival intelectual porque Burmeister no era evolucionista. Florentino
Ameghino fue uno de los pioneros en los estudios de historia natural en la Argentina
durante la segunda mitad del siglo XIX. Era un autodidacta, invertía en sus viajes los
exiguos fondos que sacaba de la librería “El gliptodonte”, que él mismo atendía. Fue
uno de los primeros en introducir los conceptos evolutivos en la paleontología argentina.
Describió más de nueve mil animales extinguidos, muchos descubiertos por él mismo.
Fue director del museo después de Germán Burmeister y Carlos Berg.

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—Después me sigue contando esa interesante historia —no quería escuchar
más, estábamos perdiendo minutos decisivos y ante la posibilidad de quedarme
toda la noche en el museo como Marcos, tomé firmemente a Darwin por la
manga de su saco y lo arrastré hacia las puertas de salida.
—Pero... —protestó— no puedo salir así como así a la calle, ¿qué va a decir
la gente? ¡Me van a ver como un fantasma o algo peor! No estoy preparado...
En ese momento tuve una idea brillante.
—Sí que lo está. ¡No podría estar mejor preparado! Hoy es noche de carnaval,
y usted, mi querido Darwin, va a salir disfrazado de... ¡Darwin! —desahogué mi
nerviosismo con una carcajada franca que las paredes del museo me devolvie-
ron con un eco algo siniestro. No había tiempo que perder: corrimos hacia las
puertas de hierro que empezaban a cerrarse... ¡solas!. Pasé primero. Las puertas
se cerraron a mis espaldas con un golpe brusco y finalmente quedé libre cuando
logré soltar el ruedo del vestido atrapado entre las dos hojas de la puerta. No
me pregunten cómo pasó Darwin porque no podría explicarlo. El hecho es que
los dos estábamos ya fuera del museo sanos y salvos. Bueno, eso es lo que sentí
en aquel momento. La alegría por estar fuera del museo me hizo desestimar la
pérdida de una mochila que llevaba conmigo. Creí que no debía haber más que
un buzo, algunos delineadores y un rouge. Nada tan importante, pensé. Pero
después recordé que en el bolso debía estar también mi libreta universitaria, que
indudablemente tenía un valor afectivo para mí. Pero ni loca hubiese regresado
al museo para buscarla.
¡Por fin el aire fresco de la noche! En la calle, un corso bochinchero se dirigía
hacia la esquina de Patricias Argentinas. Pasaron un arlequín, una bruja, un diablo
azul y otros disfrazados. A varios de ellos se los veía ya algo entonado. Colegialas
adolescentes le hacían mohines al vendedor de aerosoles de espuma para que les
regalara uno. Algunos chicos se corrían unos a otros por entre las piernas de sus
padres y abuelos. Unos cuantos, ya agotados por el calor y el bochinche, descan-
saban sentados en el borde de la vereda. En fin, una noche de carnaval.
—¡Bienvenido a Buenos Aires, maestro! —Darwin contemplaba la escena
con una mezcla de asombro y temor. Todo aquel barullo resultaría demasiado
para un hombre de la Inglaterra victoriana.
Estábamos rodeados por unas veinte personas que nos impedían el esca-
pe. De pronto, una chica del público deparó en Darwin: “Miren ahí, ¡Charles
Darwin, Charles Darwin!” gritaba entusiasmada señalando hacia nosotros. La
cara de Darwin era la de un anciano aterrorizado, como si se viniera encima
una horda de caníbales. Enseguida nos rodearon unos cinco o seis chicos que
comenzaron a tocarle la ropa. Trataban de tocarle la barba, fascinados con el
personaje. En una segunda línea comenzaron a agruparse disfrazados y vecinos.

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Todos admiraban a Darwin. De pronto vi que la chica que nos había descubierto
venia hacia nosotros abriéndose paso por entre la gente a los codazos limpios,
como si tuviese más derecho que nadie a acercarse a Darwin. Se paró a un metro
del viejo, lo inspeccionó de arriba abajo, volvió a tomar distancia y gritó: ¡Es
el mejor disfraz que ha tenido el barrio en doscientos años! Mientras gritaba
saltaba alrededor del pobre Darwin. La gente comenzó a aplaudir. Tenía que
sacarlo inmediatamente de entre la gente antes de que el asunto se pusiera más
pesado. Tuve una idea y funcionó.
—¡Sí, Darwin! ¡Darwin, rey del carnaval! —grité. Darwin me miró cons-
ternado—. ¡Pero le falta el libro, el gran libro de Darwin! ¡Al disfraz le falta
el gran libro de Charles Darwin, El origen de las especies! ¡Vamos a buscarlo!
—Pero ya es Darwin —me interrumpió la chica, que parecía enojada.
—¡Sin el libro no es Darwin! —le repliqué—. ¡Sin El origen… es un viejo
cualquiera del siglo XIX! ¡Sin El origen de las especies no es Darwin! —dicho
esto, lo tomé a Darwin del codo y lo arrastré fuera del círculo como pude.

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La sinfonía del embrión

Escapar del corso no fue fácil. El movimiento de la muchedumbre nos lle-


vaba como un barco a la deriva. Ahora hacia delante, al rato hacia el costado,
acercándome o alejándome de aquel extraño ser. Él, mientras tanto, parecía
estar en otro mundo, ningún empujón le molestaba y contemplaba todo con una
enorme curiosidad: los detalles arquitectónicos de la fachada del museo, los
puestos de comida callejeros, los semáforos... Parecía perplejo. Su larga barba
desviaba la mirada de los participantes de aquella gran fiesta. Luego de batallar
por varios minutos contra aquella impredecible marea, pudimos escapar por la
Avenida Patricias Argentinas.
Cuando a lo lejos se iban apagando los redoblantes y los tambores del corso
perdí de vista a Darwin. Pensé que lo había perdido en el camino. ¿Se habría
internado en el parque para observar algún ejemplar de Pinus sylvestris, un pino
nativo de Gran Bretaña, que le recordara a su tierra natal? ¿Dónde se había metido
el viejo? Comencé a buscarlo. De pronto apareció de la nada. Se me escapó un
grito que espantó a las palomas adormiladas en las ramas. Mi cara debió haberse
puesto igual de blanca que la suya. Ahí estaba Darwin, apareciendo desde atrás
de un árbol, pálido como un muerto. ¿Podría volver a morir este hombre?
—Tranquila, querida. ¿Está usted bien? Todo esto es más de lo que esperaba.
En fin... —balbuceó Darwin.
—Es más, ¡y es menos! Estamos acá afuera porque usted, mi querido Darwin
¡quiere estudiar evolución!
—Bueno, también recuerde que estamos afuera porque no nos querían
adentro del museo, jovencita.
Por fin encontramos un banco alejado.
—Sea como fuere ya estamos acá —a esa altura yo no podía abandonar a
Darwin— ¿Cómo quiere estudiar Evolución, maestro?
—En fin, quisiera ir a laboratorios y entender... toda la Biología actual. Cómo
se forma un organismo, desde embrión a adulto. Creo que ahí están muchas de
las claves de la Evolución...
—Ah, entonces usted quisiera ir a un laboratorio de Embriología Evolutiva...
—Eso mismo, supongo... Para empezar. Hay que aprovechar la noche.

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—¿Ahora? ¿A las diez de la noche? Justo en frente está el Instituto Leloir1...
Pero ¡obviamente está cerrado!
—¿Estamos frente al Instituto Leloir? ¡Fantástico! —dijo poniéndose rápi-
damente de pie—. ¡Al Leloir! ¡Me están esperando! —dijo entusiasmado como
un chico frente a la puerta de un zoológico.
—¿Cómo “me están esperando”? ¿Quiénes? ¡Usted me va a volver loca!
Se echó a caminar muy rápido, no tenía más remedio que seguirlo. Aceleré el
paso. Todavía se escuchaban a lo lejos los silbatos y tambores y mi ansiedad empe-
zaba a crecer. Empecé a hablar sin parar, me pasa cuando estoy nerviosa, siempre.
—¿Cómo vamos a entrar? —le pregunté—. Se está haciendo tarde. No debe
quedar nadie más que el sereno. Leí algunas cosas sobre usted… ¡Usted es un
intrépido! No me extrañaría que intente entrar por la fuerza, por una ventana, o
vaya a saber uno por dónde... Todo esto es una locura ¿Y si hay alguien adentro?
Hay investigadores que se quedan hasta tarde, ya sabe: experimentos que obligan
a trasnochar, manuscritos que les quitan el sueño. Además, todavía no me dijo
a qué íbamos... ¿con quiénes se tiene que encontrar en el Instituto?
Ya estábamos frente a las puertas del Instituto. El ancho edificio estaba casi
en plena oscuridad, salvo por algunas luces azuladas en la entrada: “Fundación
Instituto Leloir”, rezaba sobre la puerta.
—¡Es acá mismo! Venga conmigo que ya sé por dónde podemos entrar
—me dijo.
Parecía conocer el edificio. Se acercó velozmente a una pequeña ventana
lateral, sobre la ochava de la esquina de las calles Antonio Machado y Patricias
Argentinas, casi oculta a la vista de cualquier transeúnte. Un rincón oscuro, y
nadie alrededor.
—Señorita, ayúdeme a abrir esta ventana, por favor. Para mí sería sencillo
atravesarla, pero no pienso mover un ápice de mi incorporeidad hasta que usted
no haya pasado primero.
¿Incorporeidad? Mis nervios estaban por estallar. No solo por lo peligroso
de su pedido sino porque, ¡su forma rebuscada de hablar me crispaba! Estaba
tan furiosa que casi tropiezo con una piedra del tamaño de una pelota de fútbol.
—¡Qué carajo! —se me escapó.

1. Para quienes no son científicos, el Instituto Leloir es un centro de investigación


científica dedicado a estudios de bioquímica, biología molecular y celular. Su nombre
es un homenaje a Luis Federico Leloir, un científico argentino que recibió el Premio
Nóbel en Química en 1970 por sus investigaciones en el metabolismo de los azúcares.

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—¿Cómo dice? ¿Es por mí? Usted sabe, Ana... Es propio de todo caballero
mantener su compostura, por más burlas o improperios que reciba de parte de
una dama. Es lo que decía mi padre...
—No, no... es por esta piedra, no por usted.
Me impacienté. Tomé la piedra. Sería una solución rápida.
—No es manera apropiada de un espíritu decoroso responder indebi…
Un estruendo. La piedra dio de lleno en el vidrio de la ventana que cayó
hecho astillas.
—Bien, gracias. Entendí —le dije—. Ahora ¿puede ayudarme a pasar, si
es tan amable?
Darwin masculló una larga queja en inglés que no entendí bien. Yo entré, y
me siguió. ¡Estábamos dentro del Leloir! Silencio total. El ruido del corso se
había apagado por completo.
La barba de Darwin era tan blanca que resplandecía en los oscuros pasillos
del Instituto.
—Apúrese, Ana ¡Nos aguarda algo grandioso! — el solo hecho de haber
entrado le había cambiado completamente el ánimo. Estaba tan emocionado que
era difícil seguir su ritmo. Avanzaba con tanta decisión que en algunos tramos
estuve a punto de perderle el rastro.
En un minuto estuvimos en la puerta del único laboratorio que tenía las
luces encendidas. Se quedó mirando el cartel que decía “Laboratorio de Bio-
logía del Desarrollo”.
—Es aquí. Me están esperando —tomó el picaporte.
—¡Espere! —dije tratando de no levantar la voz—. ¿Y si el sereno está adentro?
—No se preocupe, jovencita. Aquí estamos y de aquí no nos movemos.
Confíe en mí.
Lentamente abrió la puerta y me cedió el paso. Un murmullo de voces salió
de adentro del laboratorio. Eran voces masculinas entreveradas en una discusión.
Al viejo Darwin se le dibujó una sonrisa de oreja a oreja. Terminó de abrir la
puerta y entró:
—Caballeros, ¡al fin los encuentro! —dijo Darwin emocionado e ingresa-
mos—. Ana, le presento a dos estimados colegas: el profesor Karl von Baer, uno
de mis críticos más dignos e inteligentes —dijo Darwin señalando a un hombre
maduro, con anteojos redondos y barba rala— y el profesor Ernst Haeckel, uno
de mis amigos más entrañables —dijo mientras palmeaba a este último, un
hombre de abundante barba y de mirada muy vivaz.
Me sudaron las manos, ¿quiénes eran? ¿Los fantasmas de von Baer y Haec-
kel? ¿Dos fulanos que se hacían pasar por ellos? Cualquier biólogo sabe que
están muertos. Haeckel fue un divulgador de las ideas de Darwin en Alemania,

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mientras que von Baer, en cambio, había sido un rival del evolucionismo. Primero
Darwin, ahora estos dos maestros fundadores de la embriología…
Estábamos en un laboratorio de paredes blanquísimas, con grandes venta-
nales desde donde se veían las luces del Parque Centenario. Había unas cuantas
computadoras en los escritorios y, sobre las mesadas de acero inoxidable, lupas,
microscopios, termocicladores,2 y equipos para analizar ADN y proteínas. Todo
eso lo conocía bien, pero… ¡pero además había tres grandes personalidades de
la historia de la Biología de otras épocas!
—Mucho gusto, Ana —dijo von Baer, sosteniendo mi mano.
—Eh… lo mismo digo —repliqué—. Disculpe la confusión, pero encuentros
como este no son algo que me ocurra todos los días.
—Es un placer conocerla —dijo Haeckel—. Y no se preocupe, comprende-
mos perfectamente su sorpresa.
No pude evitar sonrojarme.
—Ana es una bióloga recién egresada de la Facultad de Ciencias Exactas y Natu-
rales de la Universidad de Buenos Aires —agregó Darwin dirigiéndose a sus colegas.
—¡Qué afortunada compañía, sir Darwin! —exclamó von Baer con una
amplia sonrisa.
—¡Lo mismo digo! ¡Una hermosa bióloga entre nosotros! La fortuna nos
acompaña esta noche. Sabrá entonces, Ana, por qué usted es tan importante para
nosotros ¿le explicó sir Charles? —dijo Haeckel.
—Bueno... no del todo —dije algo incómoda. De alguna manera tenía miedo
de defraudarlos. Quería que desaparecieran todos. ¡Por qué no volvía von Baer
a su Estonia natal y Haeckel a tomar unas cervezas a Brandeburgo! Eso era
para mí una pesadilla, como dar un examen con los profesores más exigentes.
—¡Ejem! Permítame adelantarme —interrumpió Haeckel—. Sabe usted,
señorita, que los espíritus de los naturalistas ocasionalmente vagabundeamos
por los museos de ciencias naturales de todo el mundo...
—No podemos entrar en contacto con los laboratorios donde hoy se hace
ciencia, al menos durante el día —continuó Darwin—. Produce una enorme
frustración no enterarnos del emocionante desarrollo de lo que viene aconte-
ciendo en esta ciencia desde nuestr…

2. Ya sé, algunos se preguntarán qué es un termociclador. Son equipos muy utilizados


en los laboratorios de Biología Molecular que permiten obtener, a partir de cantidades
mínimas de un ADN, por ejemplo, de una muestra de sangre, un gran número de copias
de segmentos de ADN específicos de interés, que sirven para identificar la especie de
esa muestra y hasta el individuo.

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—Ah, claro. Necesitan de mi ayuda para entender nuevos enfoques y ha-
llazgos sobre la Evolución —si esperaba a que Darwin terminara cada frase...
—Así es, mi querida Ana. Tenemos muchas preguntas para usted —dijo Darwin.
Asentí con una sonrisa.
—Ana: ¡qué me dice de aquella mosca con esas cosas en la cabeza! —dijo
von Baer mientras dirigía su atención a una lupa que se encontraba sobre una
de las mesadas del laboratorio—. Las cosas que están en la cabeza deberían ser
antenas, pero... ¿lo son?
Nos dirigimos los cuatro hacia una lupa que se hallaba sobre una de las me-
sadas. Darwin me invitó a observar primero. Miré por el ocular y, efectivamente,
había dos cabezas de mosca de la especie Drosophila melanogaster colocadas
de frente: una era normal, tenía antenas en la cabeza, la otra era una mutante,
en el lugar de las antenas, un par de patas le salían de la cabeza.3

Lo que se veía en el microscopio. A la izquierda, una cabeza de mosca sin nada des-
tacable, normal. A la derecha, la cabeza de una mosca mutante que había formado
¡patas en lugar de antenas!

3. Para que sepan, los autores de estas fotos fueron el Dr. Thomas C. Kaufman y sus
colaboradores, quienes allá por 1990 las publicaron en la revista Advances in Genetics
en un trabajo titulado “Molecular and genetic organization of the Antennapedia gene
complex of Drosophila melanogaster “. La reproducción de las fotos cuenta con la gentil
autorización del Dr. Thomas C. Kaufman, con quien me contacté por correo electrónico.

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—Qué buen observador es usted profesor von Baer, no son antenas, son
patas —dije.
—Sí, el profesor von Baer fue siempre un gran observador —interrumpió
el viejo Darwin.
—Bueno, bueno, dejemos ya de lado los elogios y vayamos al problema —
Haeckel parecía algo celoso por los elogios que Darwin le había hecho a von Baer.
—¡Ese insecto me deja estupefacto! ¡Nunca imaginé semejante monstruo!
—dijo Darwin mientras observaba por el ocular de la lupa—. Estimada Ana,
sus conocimientos son fundamentales esta noche ¿Es cierto que mutantes como
estas moscas se producen por una “falla” durante el desarrollo? —preguntó
Darwin dubitativo.
—Efectivamente.
—Tenemos entendido que modificaciones sutiles en el desarrollo temprano
de un organismo pueden tener importantes consecuencias cuando este llega a
adulto, ¿no es así, Ana? —dijo Haeckel sin sacarme la mirada de encima ¿Qué
le pasaba a este hombre? Hasta ese momento solo me había provocado una vaga
inquietud, pero estaba empezando a descolocarme.
—¿Qué sabe usted de estas “fallas” durante el desarrollo? y ¿qué rol tienen
los genes? —me preguntó lacónico von Baer.
—Bueno, piensen por un momento que el desarrollo de una mosca es como
la ejecución de una pieza musical ejecutada por una orquesta —esa noche es-
taba inspirada—. Volví a mirar a través de la lente de la lupa la mosca mutante,
dándome tiempo para pensar cómo encarar la explicación. Antes de levantar la
mirada, siento el roce del hombro de Haeckel que en voz baja me dice:
—¿Me permite, Ana? —evité su mirada y traté de continuar la explicación
sin perturbarme.
—Algunos instrumentos deben ejecutarse en un momento preciso —con-
tinué—, mientras otros deben esperar su entrada unos momentos después. Los
instrumentos de esta orquesta son los genes, las melodías son las proteínas que
expresan esos genes. Para que un instrumento entre a la sinfonía, debe recibir
como señal la melodía de otro instrumento que le dé la entrada, es decir, la
“melodía” de otro gen.
—Pero en una sinfonía es tan importante la entrada como la salida de los
instrumentos... ¿Eso sucede también en el desarrollo? —preguntó Darwin.
—Sería muy curioso que así fuera.... No lo creo —dijo en forma tajante Haeckel.
—Disculpe, profesor Haeckel, sin embargo, yo he leído que los genes pueden
“apagarse” —respondió von Baer.

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—Efectivamente, usted tiene razón profesor von Baer. Los genes pueden
“apagarse” —afirmé. —De la misma manera que un gen responde a otro entrando
a la “sinfonía” también puede reconocer otra señal y “silenciarse”.
Haeckel se dirigió hacia el gran ventanal del Leloir. Permaneció unos mi-
nutos contemplando en gran parque ya vacío a esas horas, habitado solo por las
sombras de los árboles. Parecía algo contrariado por el entredicho. Era un tipo
orgulloso, no debía tolerar perder una discusión.
—Se podrán imaginar que el orden de entrada y salida de los instrumentos
en el tiempo es muy importante para el resultado final de la obra, que en nuestro
caso es una cabeza de un insecto —continué.
—¿Y cómo sería en el caso de la mosca? —preguntó Darwin.
—En el caso de la cabeza de la mosca drosófila, vamos a focalizarnos en
dos instrumentos, es decir en dos genes llamados Hunchback y Antennapedia.
Hunchback en inglés significa “jorobado”; ese gen se expresa en la región dor-
sal, en la “joroba” del embrión de la mosca. El nombre de Antennapedia es la
fusión de las palabras griegas antenna, antena y poedia, patas. La melodía de
Hunchback ya está siendo ejecutada en el óvulo de la hembra, es decir que la
proteína de Hunchback ya está presente desde antes que el óvulo sea fecundado.
El embrión de drosófila y de los insectos en general está dividido en segmen-
tos que estructuran el cuerpo en segmentos de la cabeza, tórax y abdomen. La
proteína de Hunchback es muy abundante en el cuarto segmento del embrión
de la mosca. La melodía Hunchback le da pie al gen Antennapedia para que
comience a ejecutar su propia melodía. Entonces, en las regiones del embrión en
las que suena la melodía de Hunchback sonará luego la de Antennapedia. Una
vez que la música de Antennapedia esté ejecutándose, por sí misma, guiará la
sinfonía a la que llamamos “patas” —expliqué mientras buscaba en una de las
computadoras una imagen para mostrarles. En una página de internet de acceso
libre encontré una sencilla:

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La imagen resumía dos aspectos importantes acerca de los genes del desarrollo en
moscas: cuáles son los genes involucrados y cómo se sucede en el tiempo la expresión
de estos genes (en la mitad izquierda), y en qué partes del embrión se expresan (en
la mitad derecha). Si los genes no tienen mutaciones deletéreas y se expresan “en
casada” y en el momento adecuado, las patas se forman en los segmentos del tórax.

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—A su vez, la melodía de Antennapedia, es decir su proteína, “silencia” o
reprime a otros dos instrumentos: los genes eyeless y homothorax, que son los que,
cuando suenan, inician las sinfonías de los ojos y de las antenas, respectivamente...
—¡Entonces allí donde haya proteína de Antennapedia, no habrá ojos ni
antenas! —exclamó Haeckel desde el ventanal, levantando el dedo índice de
su mano derecha mientras se acercaba a nosotros ¡como un general que incita
a su tropa al avance! No tuve más remedio que darle la razón.
—Así es, profesor Haeckel...
—Ya comprendí: las sinfonías de la cabeza y del abdomen son distintas, pero
la orquesta es la misma —agregó Darwin—. Todas las células del cuerpo tienen
los mismos genes, pero no todos se expresan en los mismos tejidos.
—Ajá, estoy entendiendo, pero ¿cómo me explica las patas en la cabeza,
entonces? —insistió von Baer.
—Excelente pregunta, profesor von Baer. La imagen que vimos representa
el desarrollo de una mosca normal. Lo que origina las patas en la cabeza es la
presencia de una variante mutante del gen Antennapedia, que...
—¡Por error expresa su proteína en la cabeza! —interrumpió Haeckel.
—¡Así es! La variante normal de Antennapedia expresa su proteína solo en
el tórax... —agregué.
—Cuando el gen mutante de Antennapedia se expresa en la cabeza, dado
que los genes son los mismos en todas las células del cuerpo, en la cabeza de
esa mosca mutante se iniciará la formación de patas, en vez de antenas. Es así,
¿no, Ana? —otra vez Haeckel me fulminaba con la mirada de una ceja levantada,
inclinándose hacia mí—. ¿Verdad, Ana?
—Es correcto, profesor Haeckel. El segmento del embrión en el que se ex-
presa la proteína de un gen determinará si en ese lugar se formará una cabeza,
un tórax, una pata o una antena.
—Pero ¿cómo se llegó a saber cuáles son los genes que intervienen en la
formación de la cabeza, el tórax o las patas? —preguntó Darwin.
—Se han utilizado mutantes de esos genes, es decir, versiones defectuosas
—proseguí—. El organismo que lleve el gen mutante presentará una estructura
anormal, y se puede inferir entonces que la versión no mutada, “normal”, de ese
gen interviene en la formación de esa estructura. Como la aparición de mutantes
espontáneas es poco frecuente, en estas investigaciones se necesita una especie
que se reproduzca rápidamente y muy prolífica, que permita disponer de muchos
individuos y así aumentar las probabilidades de encontrar mutantes. Por esto,
los estudios se han focalizado en las llamadas especies modelo que cumplen con
estas condiciones, además de ser fáciles de mantener en el laboratorio, como la

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mosca Drosophila melanogaster, el gusano Caenorabditis elegans y la planta
Arabidopsis thaliana...
—Y los mutantes de estas especies modelo ¿aparecen espontáneamente o
se “fabrican”? —preguntó von Baer.
—Algunas aparecieron espontáneamente —continué—, como en el caso de
la mutación del gen Antennapedia. Se la encontró en una mosca nacida en un
laboratorio de Estados Unidos en 1949, que bien podría ser la tataratataraabue-
la de la que tenemos bajo la lupa. Casos de mutación espontánea se dan con
poca frecuencia. Por otra parte, hay varios métodos para inducir la mutación
de un gen, es decir para “fabricar” individuos mutantes: dañando pequeños
segmentos del ADN mediante la irradiación con luz ultravioleta o rayos X, o
bien interrumpiendo la secuencia del ADN de los genes insertándole fragmentos
de ADN que no pertenecen a ese gen. Ambas técnicas causan daños al azar en
algunos genes, provocando que dejen de funcionar. Estas técnicas mutagénicas
se aplican sobre los embriones. Muchos de estos embriones no sobreviven más
allá de los primeros estadios de desarrollo porque resultaron con una gran can-
tidad de genes no funcionales. Otros embriones que resultaron con pocos genes
afectados sí sobreviven, aunque presentan importantes anomalías morfológicas
como la mosca con patas en la cabeza.
—Pero ¿cómo se explica que el cambio morfológico sea tan grande si tiene
pocos genes afectados por los mutágenos? —preguntó von Baer.
—Los genes mutados en esta mosca son genes “maestros”, es decir en-
cienden o apagan, directa o indirectamente, una gran cantidad de otros genes,
afectando las formas y las estructuras principales del cuerpo de la mosca. ¿Se
comprende? —pregunté.
Mientras explicaba, el profesor Haeckel se me acercaba más y más.
—Pero no es suficiente con que los genes “maestros” no estén dañados
—continué—, también es importante que cada gen se exprese en un momento
preciso del desarrollo, ni antes ni después, como los instrumentos de una or-
questa. Debe haber una regulación temporal de la expresión de los genes, y si
esta regulación falla por algún motivo, el organismo puede presentar una ano-
malía —expliqué. Un ejemplo extremo: el axolotl, Ambystoma mexicanum, un
anfibio que habita en los lagos de cercanos a la ciudad de México, permanece
como una larva gigante toda su vida, en vez de metamorfosearse como otros
anfibios, que entre otras cosas reemplazan la respiración a través de branquias
cuando son larvas, por una respiración pulmonar cuando son adultos. En este
caso los genes “maestros” que disparan la metamorfosis del cuerpo nunca llegan
a encenderse, aunque la maduración sexual sí ocurre.

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—Ana, lo que está usted explicándonos, es un concepto que el profesor
Haeckel introdujo en 1875… —dijo el profesor von Baer.
—¡Y muchísimo antes que existiera alguna idea sobre los genes! —agregó
Haeckel acercándoseme todavía más—. Déjeme que lo explique yo mismo,
profesor von Baer. Es el ampliamente conocido concepto de heterocronía. Es
decir, el retraso o la aceleración del desarrollo de una estructura del cuerpo
en relación con otras. Otro ejemplo: si comparamos a los chimpancés con los
humanos, el desarrollo del cerebro de los chimpancés es más rápido y termina
poco después de su nacimiento, en cambio el de los humanos es más lento y se
completa recién varios años después del nacimiento. Dicho de otra forma, el
desarrollo de nuestro cerebro está retrasado en el tiempo con respecto al de los
chimpancés. Es decir, nuestro cerebro mantiene las capacidades de aprendizaje
del niño durante un período proporcionalmente mayor que el de los chimpan-
cés. ¿No le parece apasionante, Ana? —mientras decía esto me miraba con una
mueca de desdén que me puso furiosa. Traté de contenerme.
—Sí, profesor. Lo estudié en la universidad. Qué lástima que en su tiempo
no existiera todavía el concepto de gen, podría haber llegado usted mucho más
lejos... —dije dando un paso atrás—. ¿Les gustó la mosca-monstruo? —dije,
intrigante—. Tengo otro monstruo para presentarles... A mediados de los años
90 investigadores de la Universidad de Basel, en Suiza, introdujeron en embrio-
nes de Drosophila un gen “maestro” de calamar, llamado Pax6, que dispara
la formación de ojos durante el desarrollo del molusco. Lograron que Pax6 se
expresara en varios tejidos de la mosca donde normalmente no hay ojos, como
en antenas, en la boca y en los rudimentos de alas. El gen Pax6 de calamar
desencadenó en las moscas la formación de ojos en todos estos tejidos.
—Y los ojos ¿¡eran de calamar!? ¿O de mosca? —preguntó von Baer.
—Eran ojos de mosca —con la excusa de responderle a von Baer aproveché
para alejarme de Haeckel, que ya se había tomado la confianza de apoyar una
mano en mi hombro—. Obviamente, esos ojos no eran funcionales, no podían
ver, pero la mosca ¡era un verdadero monstruo!
—Me intriga este caso ¿cómo es posible que un gen de calamar funcione en
una mosca? —preguntó Darwin.
—Bueno, Pax6 es un gen “maestro”, que activa a otros genes “ejecutores”.
Las proteínas de estos genes ejecutores formarán estructuras complejas como
el ojo. Los genes maestros son muy antiguos. Estaban presentes en los primeros
animales. De hecho, el gen Pax6 de calamar es muy parecido al gen eyeless
de drosófila, lo que induce a pensar que ambos provienen de un mismo gen
ancestral. Un gen maestro, junto con sus genes ejecutores, funcionan en forma
coordinada como si fueran un equipo, al que podríamos llamar “módulo ojo”.

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En la mosca drosófila también pueden identificarse “módulo patas”, “módulo
antena”, “módulo cabeza”, etcétera. Un mismo gen puede participar en más de
un módulo, pero el rasgo morfológico del módulo está dado por la combinación
particular de los genes que lo conforman y, obviamente, de sus interacciones.
—Es muy interesante la idea de la organización modular a varios niveles de
la organización biológica de los organismos —agregó Haeckel—. De la misma
manera que un módulo está conformado por un conjunto de genes funcionalmen-
te muy relacionados entre sí, un organismo podría pensarse como una unidad
formada por distintos módulos también funcionalmente muy relacionados.
—¡Esta idea tiene una enorme potencia explicativa en la evolución! —dijo
Darwin—. Las diferencias en las formas, los comportamientos o la fisiología que
hay entre dos linajes podrían verse como una consecuencia de la desaparición de
un módulo o la aparición de uno nuevo en uno de ellos. O bien, si compartieran
exactamente los mismos módulos, podría ocurrir que las relaciones funcionales
entre esos mismos módulos fueran distintas en cada linaje.
—Se me ocurre —dijo von Baer— que la aparición del vuelo en las aves
puede ser un ejemplo que ilustre la idea de cambio de relaciones entre módulos.
En el grupo de vertebrados del cual se originaron las aves, el módulo de las
patas anteriores y el módulo de las patas posteriores habrían estado coordina-
dos, de manera tal que el animal se desplazaría reptando, serpenteando, en un
movimiento sincronizado. El vuelo de las aves pudo haberse originado por una
ruptura de esta relación coordinada entre el módulo de las patas anteriores, que
en el caso de las aves son las alas, y el módulo de las patas posteriores. Esa
ruptura de la relación entre los módulos dio lugar a la evolución del movimiento
de las alas, en forma independiente al de las patas.
—¡Qué increíble! ¡Vivan las orquestas de genes! —exclamó Darwin contento.
—Bueno, no se enamore tanto de los genes, sir Charles, el asunto tiene otras
aristas —me miró con decepción, pero continué—: hasta ahora hemos hablado
solo de una parte del desarrollo. En esta orquesta, además de los genes, participa
también otro protagonista muy importante. Digamos que también hay... un coro.
—¿Un coro? —preguntó von Baer.
—Así es, además de una orquesta, hay un coro. Las melodías que cante
ese coro se mezclarán con las de los instrumentos. El coro es el ambiente. El
desarrollo de los seres vivos depende también del ambiente en el que ocurre.
—¿Y qué sería el ambiente según lo que le enseñaron en la universidad,
Ana? —me dijo inquisidor Haeckel.
—La temperatura en la que se encuentra un individuo, la luz que recibe,
el tamaño de la población en la que vive, si está expuesto a depredadores o el
tipo de alimento que tenga a su alcance, la nutrición de su madre durante la

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gestación, si recibió cuidados en los primeros estadios de la vida... —me sentía
casi como en una mesa de examen.
—Hija, ¿usted nos está diciendo que el cuidado que da una madre, por ejem-
plo, puede afectar a genes de su cría durante el desarrollo? —preguntó Darwin.
—¿Y cómo es eso? ¿El ambiente enciende y apaga genes? ¿Entonces La-
marck4 de alguna manera tenía algo de razón? —von Baer parecía alarmado.
—¿Que Lamarck tenía razón? ¿Qué fundamento tiene esto? ¡Esto es un dis-
parate! El error de Lamarck ya fue reconocido por la Biología moderna —dijo
Haeckel mirando a Darwin como buscando su aprobación.
Dirigí la mirada a Darwin para ver su expresión, pero de pronto un apagón
nos dejó a oscuras. Un tablero de luces cercano estalló en destellos. El fulgor
de las chispas solo dejaba ver las siluetas fugaces de mis compañeros.
—Ana, ¿está usted bien? ¿Qué está pasando? —dijo Darwin.
La confusión era muy grande, pero un destello del tablero de luces reveló
claramente la forma de una figura humana pasando por delante del ventanal
que daba al parque.
—¿Quién está ahí adentro? —preguntó una voz desconocida. Supuse que
era un sereno del Instituto.
Quedé paralizada por el miedo. Con torpeza caminé hacia la puerta, y en
medio del susto empujé algo frío con mi mano. Se escuchó un estallido de
vidrio. Un líquido humeante comenzó a inundar el piso. Enseguida el líquido
serpenteó cerca de mis pies. Los vapores que despedía me irritaban los ojos y
la nariz. Era un olor penetrante y ácido.
Sentí cómo se cerraba la puerta del laboratorio e inmediatamente Darwin
me tomó del brazo. Con la otra mano sacudía el picaporte con violencia. Una
fuerza inusitada para el viejo, pero sus esfuerzos eran inútiles: la puerta no cedía
y el laboratorio se llenaba de una espesa nube tóxica.

4. Para que entiendan la discusión, les tengo que explicar algo respecto a las ideas de
Jean-Baptiste Lamarck. Según él, el uso o desuso de las partes del cuerpo de los animales
o las plantas a lo largo de las generaciones determinaba su forma, su tamaño, etcétera.
Ante un cambio en el ambiente, los organismos siguiendo un “impulso interno y natural”
producían una respuesta adecuada. Por esto fue considerado como un transformista. El
impulso interno era para Lamarck una respuesta del organismo al ambiente que de esta
manera moldeaba su morfología. Estos cambios podrían ser heredados de un organismo
a su descendencia. La idea de Lamarck de la herencia de los caracteres adquiridos fue
descartada, por ser considerada errónea, por la genética del siglo XX.

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Había perdido de vista a Haeckel, pero de pronto lo vi adelantarse con una
pinza picuda en su mano y con la mayor de las calmas la introdujo en la cerra-
dura. Una ganzúa improvisada. La puerta se abrió lentamente.
—¡Sir Charles! —oí vagamente la voz de Haeckel—, cuide a esta criatura.
No encontraremos a alguien parecido a ella ni en mil años. No le quite los
ojos de encima.
Sentí la mano de Darwin que aferrándome del brazo con más fuerza.
—Aguante, hija —es lo último que escuché, antes de que se apoderada de
mí un sopor pesado.

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El coro

Cuando volví en mí, distinguí las luces de los faroles de Parque Centenario
a través de la neblina perezosa que me envolvía.
—Annie, despierte, ya estamos afuera… —la voz de Darwin me llegaba
implorante desde un lugar indefinido—. Annie....
Darwin estaba arrodillado a mi lado. Me incorporé como pude y apenas
pude responderle.
—Aquí estoy... ¿Qué pasó?
—¿Me escucha? ¿Está bien? Un sabotaje, supongo. Calma. Ya está a
salvo, Annie.
— Pero... qué pasó ¿Dónde están Haeckel y von Baer?
—Haeckel y von Baer cubrieron nuestra huída...
En el momento en el que Darwin me decía estas palabras sentí una opresión
en el pecho. Por nuestros dos amigos, pero debo reconocer que en particular
por Haeckel ¿Acaso se había sacrificado por mí?, ¿estaría en riesgo de vida?
Bueno, no sé qué riesgo de vida podría correr un fantasma, pero sea como fuere,
ese hombre estaba dándome una prueba de su valor, de su interés en mí. Sentí
culpa por haberlo ofendido cuando discutimos. Me pregunté si lo volvería a ver.
—¡Volvamos a ayudarlos! —solté.
—Despreocúpese. No podemos volver allí. Si todo sale bien, los volveremos
a encontrar pronto.
Miré alrededor: estábamos en la vereda frente a la explanada del Instituto
Leloir. Debíamos irnos de allí inmediatamente.
—Vamos al museo entonces —dije, mientras intentaba torpemente incor-
porarme. Me sentía muy débil. Todavía estaba bajo los efectos de los vapores.
—¡De ninguna manera vamos a volver al museo! —dijo Darwin ayudándome
a ponerme de pie.
—¿Adónde quiere ir a estas horas?
—Todavía me quedan muchas cosas por aprender y las horas de la noche corren.
—¿Cómo dice? ¡Es demasiado tarde!
—Quiero saber... No. Corrijo: necesito saber.

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—Necesita saber...
—Sí, eso mismo. Von Baer y colegas embriólogos del siglo XIX sabían
que el ambiente influye sobre el desarrollo embrionario, pero no tenían las
herramientas teóricas ni experimentales para abordar este asunto. Necesito ir a
un laboratorio donde trabajen en este tema, querida Ana.
Respiré hondo. Esta noche no terminaría nunca, pensé. Me acordé de Marcos
atrapado en el museo. Yo, en cambio, había logrado escapar de ahí, pero estaba
atrapada en la voluntad de saber a toda costa del viejo. De cualquier manera, a
esa altura de la noche ya estaba resignada a acompañar a ese viejo loco donde
su curiosidad lo llevara.
—Bueno... vamos. No se me ocurre mejor lugar que el Laboratorio de Epi-
genética de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales.
Caminamos por la avenida Patricias Argentinas hacia Antonio Machado para
tomar el colectivo 42 que llega hasta la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales,
en la Ciudad Universitaria. Debía estar muy entrada la noche porque ya no se
escuchaban los redoblantes de las comparsas que horas antes llenaban el aire
del parque. Darwin caminaba muy lentamente, mirando con asombro lo poco
que le permitía la luz de los faroles. Un patrullero que circulaba por Patricias
Argentinas se nos aproximó y disminuyó la marcha cuando pasó a nuestro lado.
Casi con medio cuerpo afuera, uno de los policías nos miró de arriba abajo.
Imagínense qué dupla formábamos. Rogué que no se detuvieran; yo no tenía
ninguna explicación razonable que darles. Cuando vi que el patrullero se alejaba,
el alma me volvió al cuerpo.
El poste indicador del cruce de Ambrosetti y Machado parecía algo inclinado,
como a punto de caerse, pero todavía señalaba claramente que debíamos girar
a la izquierda para encontrar la parada del 42. Seguimos el camino acompaña-
dos por el silencio casi absoluto de la noche. Pero me di cuenta de que algo no
estaba bien cuando llegamos a la avenida Díaz Vélez ¡Díaz Vélez estaba del
otro lado del parque!
—Me parece que estoy perdida... Caminamos en la dirección equivocada.
—Mmm... Había un cartel indicador en una de las esquinas... Estaba mal
colocado, o bien había sido virado ¿En qué dirección estamos yendo? Veamos...
—dijo mientras alzaba la vista hacia el cielo despejado—. Estamos caminando
hacia el sur... y deberíamos dirigirnos al oeste, ¿verdad, Ana?
—Sí, sí, creo que sí.
—Ya sé qué pasó: no me extrañaría que alguien intentara apartarnos de
nuestro camino. Debe haber sido él quien viró el poste del cartel que indicaba
las calles. Volvamos sobre nuestros pasos.

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Por fin llegamos a la parada. El 42 llegó casi vacío. Pagué los dos pasajes,
tratando de obviar la mirada de perplejidad del conductor que de cualquier
manera no hizo ningún comentario, por suerte. Nos sentamos en los asientos
del medio del colectivo vacío, excepto por un hombre mayor y harapiento que
dormía en los del fondo. Veníamos en silencio Darwin y yo cuando una frenada
brusca en un semáforo despertó a nuestro acompañante.
—¡Ey, no somos ganado! ¡Fíjese lo que hace, chofer! —dijo una voz aguar-
dentosa que venía acercándose desde el fondo—. Acá hay gente, ¿no ve? —
agregó tambaleándose hacia nosotros. Parecía tener encima unos tragos de más.
—¡Eh, compadre! ¿Cómo está? Hace tanto que no me invita una ginebrita
—dijo el hombre poniéndole una mano en el hombro a Darwin.
—Disculpe, caballero. Me debe estar confundiendo con otra persona —
contestó Darwin.
—¡Vamos! ¿No tiene ganas de otra charla filosófica? Qué gran relator de
historias nos perdimos desde que dejó de ir al bar. Justo estoy yendo para ahí
ahora, los muchachos de la barra lo extrañan, don Eduardo ¡Súmese esta noche!
—dijo el hombre.
—Ciertamente, mi nombre no es Eduardo. Se lo repito: no soy quien usted pien-
sa —replicó Darwin mientras se ponía de pie, como protegiéndome del borracho.
—Ah, ahora entiendo... ¡Tiene mejores planes! ¡Jajaja! Qué envidia, com-
padre... —dijo coronando la frase con un hipo y dirigiéndome la mirada—. Un
gusto conocerla, señorita ¡Tenga cuidado con este galán! ¡Jajaja! —su risa era
como un estruendo.
—No le permitiré esa ofensa. Le voy a pedir que se retire —dijo cortante Darwin.
—No se preocupe, don Eduardo. La parada que viene es la del bar —el borracho
caminó a duras penas hasta la puerta del colectivo—. ¡Parada, chofer! —gritó.
El colectivo se acercó a la vereda, se abrió la puerta de salida y, levantando
la mano como sosteniendo una copa, antes de bajar lanzó al aire:
—¡Salud! ¡Por la selección natural! Nos vemos, don Eduardo.
Darwin volvió a su asiento e inmediatamente apartó su mirada de mí sin
decir nada. Quedé sorprendida. Hubo un minuto de silencio.
—Nunca había visto que a un fantasma se le pusiera la cara roja —le dije
para ver su reacción.
—Usted nunca había visto un fantasma, Ana. No saque conclusiones apresuradas.
El viaje continuó en silencio, pero yo por dentro me estaba muriendo de la risa.
Cuando bajamos en Ciudad Universitaria solo unas pocas luces del Pabellón
II de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales estaban encendidas. Subimos
las escalinatas. El muchacho que hacía guardia esa noche me conocía. Lo saludé
cordialmente y le dije al pasar algo vago sobre un experimento nocturno del que

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debía tomar datos. Pasamos sin problemas a pesar de su mirada de desconcierto.
Ayudó el que estuviese algo adormilado.
El Laboratorio de Epigenética quedaba en el cuarto piso, propuse subir por las
escaleras, sería más discreto y, además, según recordaba, los ascensores del viejo
edificio pocas veces funcionaban. Llegué al cuarto piso con mi último aliento,
pero Darwin en cambio parecía no haber hecho ningún esfuerzo. Empecé a toser.
—Le convendría hacer ejercicio más seguido, Ana.
—No es eso, es que aquí hay humo de tabaco y soy muy sensible ¿Usted
no lo siente?
De pronto al fondo de pasillo vimos la sombra de un hombre que caminaba
dejando tras sí una estela de humo.
—Esto es una pipa —dijo Darwin—. ¡Amigo Waddington!
¿Sería Conrad Hal Waddington, el biólogo escocés que creó el término
“epigenética”? El hombre giró sobre sí. Era delgado, alto y de piel muy blanca.
Su andar aristocrático hacía lucir el traje de fino tweed gris que llevaba puesto.
¡Era el primer fantasma elegante que conocía!
—Me parece que estamos buscando lo mismo, sir Charles —dijo el hombre.
—Efectivamente, querido Conrad. Le presento a Ana, recientemente gra-
duada como bióloga, ella nos guiará esta noche —dijo Darwin como si hubiese
visto al hombre ayer.
—Un placer conocerla, Ana. ¿Conoce usted el Laboratorio de Epigenética? —
dijo Waddington con una leve inclinación de su cabeza mientras me extendía la mano.
—Un placer conocerlo —respondí. Su mano estaba helada—. He leído
mucho sobre usted, por inquietud propia principalmente. Será un gran honor
guiarlo esta noche.
—Waddington se había interesado en cómo ocurre el desarrollo embrionario
–el proceso en sí y el ambiente en el que ocurre–. La visión de Waddington era
muy distinta a la visión en ascenso en su época, que sostenía que el fenotipo
de un organismo, es decir, rasgos como el color del pelaje, la forma del cuerpo
o si es carnívoro o herbívoro, por ejemplo, estaba determinado casi exclusiva-
mente por sus genes. Waddington representaba para mí un biólogo que se había
contrapuesto a la visión reduccionista1 sobre la relación entre los genes y el

1. La discusión es filosófica, pero tiene implicancias también en Biología. El reduc-


cionismo es una postura que sostiene que las características de un sistema complejo se
explican por las propiedades de las partes que lo componen. El funcionamiento del todo
se reduce al de sus partes. Un ejemplo de una explicación reduccionista sería suponer
que es suficiente conocer las propiedades de las moléculas de las células musculares,
es decir, las partes, para explicar todo el movimiento del animal, es decir, el todo. Una

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fenotipo. Para él no era suficiente conocer cuáles eran las variantes genéticas
de un organismo para predecir cuáles serían sus características. Tenía tantas
preguntas para hacerle…
—Aquí tenemos un laboratorio entero de Epigenética a nuestra disposición
—interrumpió Waddington—. Entremos… —por el filo de la puerta del labo-
ratorio se escapaba una luz pálida. ¿Habría alguien adentro?, me pregunté. En
ese momento me di cuenta de que Waddington traía una caja de herramientas
en su mano izquierda. Sin mediar palabra dejó la caja en el piso, se puso su
pipa en la boca, largó una gran bocanada de humo y, tomando aire, atravesó la
pared del laboratorio con sus dos manos. De adentro de la pared salió un ruido
de cañería rota. Enseguida sacó las manos de la pared ¡sin ni un solo rasguño!,
y golpeó la puerta del laboratorio.
—¿Quién es? —se escuchó una voz aguda del otro lado.
—Somos de mantenimiento, venimos a arreglar una pérdida en las cañerías...
—Pero a estas horas... —replicó una voz desde adentro, mientras alguien
abría tímidamente la puerta.
—Hay un problema en una de las calderas del edificio y se originó en una
pérdida en este laboratorio. Tenemos que repararla inmediatamente —dijo
Waddington mientras Darwin y yo nos miramos mudos de asombro. La puerta
se abrió lo suficiente como para distinguir dos ojitos brillantes detrás de un
enorme par de anteojos. Una cara enjuta de nariz puntiaguda, enmarcada por
orejas grandes como hechas de papiros, nos miraba con desconfianza.
—Pasen, pero estoy trabajando... ¿Dónde está la pérdida? —era un hombre-
cito pequeño o más bien empequeñecido por la curvatura de su espalda. Llevaba
puesto un guardapolvo azul marino y sostenía por la cola a un ratoncito que se
movía como nadando en el aire.
—La pérdida está en el desagüe, a sus espaldas... La licenciada Ana nos
asesorará —el hombrecito nos abrió la puerta e inmediatamente se volvió hacia
una celda de esas que se usan en experimentación con animales, y dejó con
delicadeza al ratoncito frente a un laberinto. Enseguida pareció olvidarse de
nosotros, lo único que parecía interesarle era el recorrido del ratón. Entramos.
El laboratorio estaba impregnado con olores a alimento para animales y aserrín.
Un asco. En un pequeño cuarto adjunto se veían repisas repletas de jaulitas de
acrílico. Los ratones más enérgicos arañaban inútilmente las paredes de sus
jaulas, produciendo un ruidito agudo muy molesto. Sobre las mesadas había

postura no reduccionista, en cambio, sostendría que el movimiento del gato ocurre como
consecuencia de eventos que suceden a varios niveles: a nivel molecular, celular, de los
órganos involucrados, y también de los estímulos que reciba el animal del ambiente.

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una decena de pequeñas celdas de plástico transparente, mucho más chicas
que una caja de zapatos. Por lo demás, me recordaba a cualquier laboratorio de
prácticas de Biología Molecular de la facultad: computadoras, lupas, balanzas
centrífugas, baños termostatizados, etc., paredes blancas. Tal vez más pequeño,
como en el que abandonamos a los profesores von Baer y Haeckel. Mi admirador,
Haeckel… ¿qué habría pasado con él? ¿Por qué ahora me interesaba por él?
No era el momento para buscar una respuesta. El hombrecito de guardapolvo
azul se sentó frente a una de las celdas y tomó un cronómetro en una mano.
Parecía ignorarnos por completo. Waddington se acercó con pasos decididos al
desagüe y apoyó la caja de herramientas sobre la mesada mientras Darwin y yo
lo seguimos sin chistar. Abrió la caja y tomó una llave inglesa que sostuvo con
poca pericia. Me pareció que ni siquiera sabía bien cómo manejarla. El agua
rezumaba lentamente desde el desagüe.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó Darwin a Waddington en un susurro.
—Usted sígame en todo lo que yo le pida, y tenga cuidado de no salirse del
personaje. Este ratón de laboratorio parece ser muy suspicaz —le respondió
Waddington—. Distráigalo, gánese su confianza mientras yo exploro el labora-
torio. Tome, aquí tiene esta… cosa —dijo mientras le entregaba la llave inglesa.
Darwin me dijo aún más bajo:
—Ana, póngase aquí tapando el desagüe, que nuestro anfitrión no vea este desas-
tre —mirando al hombrecito exclamó—: ¡Estos caños! ¡Cada día los hacen peores!
—Mmm… sí, sí —el hombrecito miraba su cronómetro y tomaba notas en
un cuaderno.
Waddington se detuvo frente a un poster colgado de la pared que mostraba
un gráfico. Lo miró abstraído durante un largo rato.
—A ver… —dijo Darwin mientras quitaba la tapa del desagüe sin esfuerzo.
Un borbotón formó un charco considerable—. ¡Diantres! Los problemas de
trabajar de emergencia a estas horas ¿Qué lo tiene tan ocupado a usted esta
madrugada, doctor?
—Sí, sí… —dijo el científico, sin prestarnos atención.
—Parece enfrascado en su experimento —me dijo Darwin, yo seguía enmu-
decida—. A ver si así nos toma en cuenta —levantó la llave inglesa por sobre su
cabeza y, con una velocidad fantasmal hizo la hizo caer sobre el borde del desagüe.
Se escuchó un estruendo que nos hizo saltar a todos.
—¡¿Quiere hacer menos ruido, por favor?! —dijo, desencajado, el científi-
co—. ¿No ve que este es un experimento importantísimo?
Otro borbotón más grande surgió desde las profundidades. Mis zapatillas
empezaban a mojarse. Me alejé un paso, dejándolo solo al viejo cerca de las
cañerías. Un fantasma corre con la ventaja de no mojarse. Me acerqué al hom-

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brecito. Miré el diseño de la celda e inmediatamente me recordó a una clase de
comportamiento animal que había tenido en la facultad años atrás.
—¿Está estresando a sus ratoncitos? —pregunté. El hombrecito giró muy
rápido, poniendo todo el empeño en abrir los párpados de sus pequeños ojos y
me miró desconcertado.
—¿Có-cómo di-dice, señorita? —me respondió tartamudeando, mi presencia
parecía intimidarlo —Sí. E-e-estoy mi-midiendo qué tan bien responden al estrés.
Les acabo de tomar una muestra de sangre. Y ahora los voy a colocar durante
20 minutos en estas cajitas en las que apenas caben. Ese espacio reducido los
estresa bastante. Luego les volveré a sacar sangre y les mediré la concentración
de hormonas del estrés...
—¿Y con este experimento qué quiere poner a prueba? —preguntó Darwin,
más interesado en el experimento que en el caño.
—Estoy tratando de reproducir los resultados de investigadores canadienses
y escoceses sobre el efecto del cuidado maternal. ¡Lo de ellos fue un hallazgo
increíble! El cuidado maternal que reciben las crías de ratas condiciona su ca-
pacidad de responder adecuadamente al estrés y la probabilidad de desarrollar
cáncer y diabetes cuando son adultas. Eso se sabía, pero lo asombroso es que
esto ¡no se debe a una diferencia genética sino epigenética! Yo estoy tratando
de ver si sucede lo mismo en Mus musculus, es decir en ratones, que es una
especie distinta a Rattus norvegicus, a la rata.
—Mmm… Epigenética... explíquenos un poco cómo fue ese experimento
—dijo Darwin.
Pero... usted no entendería. Es un experimento biológico muy complica-
do —dijo el hombrecito mirando a Darwin de arriba abajo con una mueca de
desdén. Si supiera que ese hombre era Darwin.
—Bueno, por más complejo que sea, debería ser usted capaz de explicármelo.
Hay un libro que escribió un tal Darwin que fue considerado una valiosa obra
científica, pero también el libro de divulgación con más éxito entre el público...
—...
El hombrecito se quedó mudo, tragó saliva, se acomodó las mangas del
guardapolvo. Estaba muy incómodo. ¿Un ordenanza que conociera El origen
de las especies?, debió pensar. Se repuso como pudo y comenzó a explicar.
—Ejem... bueno. Déjeme intentarlo. Entre las ratas hembra hay diferencias en
la forma de cuidar a sus crías. Algunas dedican mucho tiempo al acicalamiento y
limpieza de sus ratitas a las que envuelven arqueando el lomo para que mamen.
Son madres muy “dedicadas”. Otras, en cambio dedican mucho menos tiempo a
estos cuidados. Son las madres “poco dedicadas”. Las crías de los dos tipos de
madre tienen diferencias muy importantes en su supervivencia: las ratitas criadas

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por las madres “dedicadas” se estresan menos, contraen menos frecuentemente
cáncer y diabetes que las criadas por las madres “poco dedicadas”.
—Sí, sí… en aquel poster se ven las ratitas nerviosas y las tranquilas —dijo
Waddington, ignorando el charco de no sé qué líquido extraño que crecía desde
el fondo del laboratorio. El poster mostraba el siguiente esquema:

El esquema explicaba a la perfección el experimento que el científico intentaba repli-


car con sus ratoncitos en el laboratorio.

—¿Cuál era la razón de esas diferencias? —Waddington se nos unió.


—¡Cuánto interés por la ciencia! Bueno, les explico entonces, una pista la
dio un experimento de adopción cruzada, que en el poster se muestra como
flechas cruzadas: algunas de las ratitas nacidas de madres “dedicadas” fueron
adoptadas por madres “poco dedicadas” y viceversa —le respondió el hom-
brecito mientras introducía un pobre ratón dentro de la pequeñísima celda de

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acrílico—. Sorpresivamente, las ratitas adoptadas por madres “dedicadas” pre-
sentaban respuestas al estrés igualmente buenas que las de las hijas biológicas,
y viceversa. ¿Se entiende?
—¡Sí, perfectamente! ¡En este caso la crianza tiene muchísima más impor-
tancia que la genética! —exclamó Darwin.
—¡Efectivamente! —dijo el hombrecito a Darwin achinando sus ojos mio-
pes—. Disculpe, pero usted me recuerda a alguien…
—Bueno, es que tengo rasgos muy vulgares —dijo Darwin sin convicción.
—Entonces —me apresuré a decir para desplazar el centro de la atención.
Me aterrorizaba la idea de que nuestra farsa fuese descubierta—, seguramente
tienen diferencias epigenéticas, y no genéticas.
—Epigenética… —suspiró Waddington.
—¿Me permite explicarles a los señores, doctor? —le pregunté al hombrecito.
No quería herir susceptibilidades científicas.
—A-adelante, doc-doc-doctora.
—Lo que hallaron los investigadores que desarrollaron este experimento en
ratas fue revelador: el insuficiente cuidado maternal desencadena en las crías
–sean biológicas o adoptivas– una baja expresión de genes que intervienen en
una buena respuesta al estrés.
—¿Y las ratitas criadas por madres “dedicadas”? —preguntó Darwin.
—Las ratas criadas por esas madres tendrán, cuando sean adultas, menos
probabilidad de adquirir enfermedades asociadas al estrés, como el cáncer —se
apuró a responder Waddington.
—Pero... ¿ustedes son ordenanzas o... biólogos? —sentí que el hombrecito
empezaba a sospechar de nosotros.
—Eh... Por supuesto que el señor y yo somos ordenanzas... La señorita
sí es bióloga.
—¡Se nota que la señorita es una científica muy inteligente! —dijo el
hombrecito de laboratorio mientras su cara pasaba de un enojo a una sonrisa
embobada que me estaba destinada—. ¿Y ustedes dos?
—Es que… usted se puede imaginar: tantos años reparando las cañerías de
los laboratorios de ciencia que al final uno, modestamente, algo aprende… —dijo
Darwin y soltó una risita nerviosa.
—...
—¿Quiere usted, doctor, seguir explicándole a los señores ordenanzas el
experimento que está tratando de reproducir?—dije.
—Intentaré. Como les explicaba la doc… doctora —siguió el hombrecito
algo incómodo—, los investigadores encontraron que los dos tipos de crianza
generan diferencias en la expresión de un gen relacionado con una hormona clave

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en el control de estrés. Este gen se expresa en el cerebro y está muy relacionado
con el normal funcionamiento de un subsistema endocrino que regula el estrés.
Si este gen se expresa, la respuesta al estrés es adecuada, en cambio si la expre-
sión es pobre, también será pobre la respuesta al estrés, y por lo tanto las crías,
biológicas o adoptadas, tendrían mayor probabilidad de contraer enfermedades.
Las secuencias de los genes en las dos camadas de ratitas eran idénticas, es
decir las diferencias no eran genéticas. En cambio, en los dos casos, los genes
tenían marcas químicas diferentes, aunque como les decía, la secuencia de este
gen era la misma en ambos casos. Estas marcas químicas, llamadas en general
marcas epigenéticas, permiten o no la expresión del gen.
—Ah, ya entiendo. Las ratitas criadas por ratonas “dedicadas” expresaban
este gen y las criadas por las “poco dedicadas”, no lo hacían. Ahora bien, ¿cómo
funcionan estas marcas epigenéticas? —intervino Waddington.
—Las “marcas” son compuestos químicos pequeños que se unen al ADN, sin
alterar su secuencia —continué—. La presencia y la naturaleza química de estas
marcas epigenéticas determinará que el gen se exprese o no. Su funcionamiento
es relativamente sencillo: estas pequeñas moléculas inducen a la doble hélice del
ADN a descomprimirse, y esto permite que las enzimas que transcriben el ADN
a ARN2 puedan acceder al ADN y “operar” sobre él, es decir, transcribirlo—el
hombrecito seguía mi explicación extasiado.
—Eso deja en claro que la secuencia de ADN de un gen no contiene toda la
información necesaria para el funcionamiento de ese gen —dijo Waddington.
—¡Así es! Hasta hace unos 15 o 20 años —agregó el hombrecito entusiasma-
do por la atención que le ofrecían los “ordenanzas”—, uno de los dogmas de la
biología molecular sostenía que toda la información contenida en un gen estaba
en su ADN; la secuencia del ADN determinaba qué tipo de función cumplía ese
gen. Así de simples eran las cosas. Pero quedaba aún algo por responder: cómo
era posible que individuos con genes cuyas secuencias fuera idénticas tuvieran
fenotipos distintos. La información contenida en la secuencia de ADN no podía
explicar las diferencias.
—Las marcas epigenéticas regulan el funcionamiento de los genes, pero a
diferencia de la información genética, pueden modificarse como respuesta al

2. Para quienes no lo recuerden, el ARN es el ácido ribonucleico. Hay muchos tipos


de moléculas de ARN dentro de las células que cumplen distintas funciones. Una de
ellas es la molécula de ARN mensajero, que es fabricada en el núcleo de la célula. Si
el ADN total de un organismo fuese un libro de miles de capítulos, el ARN mensajero
sería la fotocopia de uno de esos capítulos. Este ARN se desplaza desde el núcleo hacia
el citoplasma donde su información es utilizada para fabricar proteínas.

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ambiente —dijo Waddington entusiasmado—. En el caso de este experimento
hay dos condiciones ambientales de crianza de las ratitas, y esos dos ambientes
produjeron estados epigenéticos diferentes del mismo gen. ¿Es así?
—¿Dónde aprendió tantos términos biológicos, señor ordenanza? —dijo el
hombrecito mirando de reojo a Waddington—. Está usted en lo correcto, efec-
tivamente esa es la diferencia entre las variantes genéticas y las epigenéticas.
Ambas pueden heredarse, pero la herencia genética persiste a lo largo de muchas
generaciones, en cambio las epigenéticas persisten unas pocas generaciones.
—Recuerdo de una clase un ejemplo de marca epigenética heredable —agre-
gué—. Es la marca provocada por el pesticida “metoxicloro” en la descendencia
de ratas expuestas a él. Esto fue estudiado por un equipo de investigación de
la Universidad del Estado de Washington en 2005. En mamíferos tiene efectos
semejantes a ciertas hormonas porque su estructura química es parecida. Cuando
inyectaron con metoxicloro ratas preñadas que atravesaban un momento crucial
del desarrollo de los fetos, la camada, tal como se esperaba, tuvo un desarrollo
anómalo de óvulos y espermatozoides cuando llegaron a adultos. Pero lo que
les llamó la atención a los investigadores fue que estos defectos persistieron
en los nietos de las ratas inyectadas… ¡aún sin haber sido expuestos nunca al
pesticida! El metoxicloro fue muy usado en agricultura, pero está prohibido en
la Argentina desde el año 2000.
—¡Entonces la influencia del ambiente persistió por tres generaciones!
—exclamó Darwin—. Qué contento se pondría mi gran colega Lamarck si
escuchara todo esto…
—Ciertamente. Lamarck fue duramente criticado por su teoría de la herencia
de los caracteres adquiridos. Hoy, la Epigenética pone este asunto de nuevo
sobre la mesa —dijo Waddington con una mirada nostálgica… dirigida al caño
que seguía goteando. La situación se ponía cada vez peor: el charco avanzaba
por el piso del laboratorio sin que ninguno de los ordenanzas se mosqueara.
—Bueno, no deberíamos arriesgarnos a generalizar sobre epigenética —dijo
el hombrecito—. El experimento que estoy llevando a cabo busca responder si
lo que ocurre en ratas ocurre también en otras especies de mamíferos.
—¿Y en humanos? —preguntó Darwin.
—En los seres humanos… —dijo Waddington en voz baja—. Me pregunto
si las consecuencias de la hambruna del invierno de 1944-1945 en Holanda no
habrán tenido relación con un proceso epigenético.
—¿Qué pasó en aquel invierno? —preguntó el hombrecito intrigado. Yo
también estaba muy interesada.
—Un gran amigo y su mujer vivieron en Holanda durante la ocupación
nazi. En el invierno de 1944 a 1945 su mujer estaba embarazada. Durante ese

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invierno, el último antes de su derrota definitiva, el ejército nazi castigó a la
población por su resistencia a la ocupación sometiéndola a una hambruna sin
precedentes. La dieta “normal” era de unas 1.800 calorías por día y fue reduci-
da a 600 calorías. Esta brutal restricción duró siete meses, hasta que las tropas
aliadas entraron en Holanda. Como era esperable, la hambruna afectó sobre
todo a las mujeres que cursaron su embarazo durante aquel terrible invierno.
El hijo de mi amigo, como todos los bebés nacidos durante ese invierno, tuvo
muy bajo peso al nacer. Cuando los aliados ocuparon Holanda, inmediatamente
se proveyó a la población de cantidades de comida adecuada. A pesar de las
condiciones degradantes de la guerra y la posguerra, los controles de salud de
estos bebés continuaron siendo registrados por parteras y médicos. Años más
tarde, los registros de salud de aquellos bebés que habían sufrido malnutrición
fetal mostraban que habían desarrollado obesidad, diabetes y enfermedades
cardiovasculares en la adultez —por un momento la Biología dejó de ser im-
portante frente al sufrimiento de aquella gente.
—¿Y qué tiene que ver esto con la Epigenética? —el hombrecito cortó el
silencio que se había producido.
—Siempre me pregunté si los embriones habrían “registrado” que el am-
biente en el que se desarrollaban era escaso en nutrientes y sus metabolismos
habrían comenzado a funcionar en “modo ahorrativo”, evitando gastarlos y
almacenándolos en forma de grasas.
— Comprendo —dije—, el “ahorro” de nutrientes se dispara cuando la
disponibilidad en el ambiente es baja. Cuando el ambiente ofreció alimentos
adecuados, el “modo ahorrativo” adquirido durante la etapa embrionaria conti-
nuó, lo cual se volvió desventajoso porque llevó a la obesidad.
—¡Qué mujer tan inteligente! —mientras el hombrecito me miraba em-
bobado un segundo ratón consiguió su libertad—. ¿Y qué relación tendría ese
metabolismo “ahorrativo” con las marcas epigenéticas?
—Bueno, como el cambio metabólico se produjo en un mismo individuo,
entonces no sería la secuencia de sus genes la que cambió, sino el estado de
actividad de esos genes. Tal vez el “modo ahorrativo” sea la consecuencia de
marcas epigenéticas en algunos genes clave del metabolismo, adquiridas durante
la etapa embrionaria que perduraron el resto de la vida de esos niños.
—Muy razonable tu explicación, querida Ana —me dijo Waddington.
Se me escapó un “gracias, profesor” que precipitó los hechos. Un desastre.
—¿¡Profesor!? ¿Cómo que profesor? ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen
en mi laboratorio? —el hombrecito se incorporó de golpe, con tanta torpeza
que volteó la caja con los ratones. De un momento a otro el laboratorio era un
cuadro dantesco. Los ratoncitos corrían por todos lados. La pileta desbordada,

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un charco que ocupaba ya casi todo el laboratorio y el hombrecito rojo de furia
subido a la mesada gritándonos desaforado. No había más remedio que escapar.
—Con su permiso —dije. Los tres corrimos hacia la puerta de salida, tirando
dos sillas y otra caja con ratones de paso.
—¡Ana! ¡Usted no! ¡No se vaya, por favor!
Es lo último que escuchamos. Ya estábamos en las escaleras casi llegando
a la planta baja. El guardia estaba ahora totalmente dormido y salimos de la
facultad corriendo pero sin ser vistos.
—Hay que irse rápido de aquí —dijo Waddington palmeando el hombro
de Darwin.
—Pero... ¿Cómo? A esta hora no hay colectivos ni taxis… —le repliqué.
—Síganme —dijo Waddington mientras se lanzaba por las escalinatas hacia
el estacionamiento. Se acercó a una rural azul con la chapa bastante descascarada.
En ese momento no tenía idea de lo que iba a hacer ese hombre. No se lo hubie-
se permitido, pero no me quedó alternativa. La mano derecha de Waddington
atravesó la puerta del auto y levantó el seguro. Abrió la puerta del conductor,
se sentó, destrabó el resto de las puertas y nos dijo: “¡Adelante!”. Darwin se
ubicó rápidamente en el asiento de atrás.
—¡Estamos robando un auto! —estaba realmente indignada con ambos.
Ninguno me respondió. Waddington se limitó a ordenarme con un grito:
“¡Entre ahora!”. Haeckel no me hubiese tratado así, él era un caballero, pensé.
La verdad es que lo extrañaba. Evalué la posibilidad de abandonarlos a su suerte,
pero quedarme sola a esas horas en el estacionamiento no me gustaba para nada.
No me quedó más remedio que seguirlos. A Waddington le tomó unos minutos
juntar unos cables y hacer que el auto arranque de a trancos breves y cortados.
—¿Hacia dónde vamos? —pregunté, insidiosa.
—Bueno, todavía es temprano...—dijo Darwin. Me queda claro que la
herencia epigenética es una herencia “blanda” porque tiene que ver con la
activación o el silenciamiento de los genes y no con su secuencia de ADN... Y
además es susceptible de la influencia del ambiente, claro, del ambiente en un
sentido amplio, puede ser una sustancia presente en el ambiente, pero también el
ambiente de crianza, como en el caso del experimento de nuestro pobre amigo...
Darwin estaba muy entusiasmado. El auto salió del estacionamiento del
Pabellón II y avanzó lentamente hacia la rotonda de salida. No había un alma.
—Ahora bien —siguió el viejo— según tengo entendido, durante los años
90 del sigo XX hubo grandes avances técnicos en los métodos de obtención
de secuencias de ADN que han permitido conocer la secuencia completa del
genoma de un individuo… ¿Es cierto, querida Annie?
Yo no estaba de humor para responderle. Asentí de mala gana.

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—¡Así es, Charles! —le respondió Waddington, girando peligrosamente la
cabeza hacia el asiento de atrás. ¡Lo único que nos faltaba era chocar! Además,
el motor de la rural tosía de vez en cuando...
—Profesor Waddington, mire hacia adelante, por favor… —supliqué.
—¡El genoma de un organismo debe ser como un yacimiento fósil! Debe
haber rastros de diferentes épocas, debe haber herencias de ancestros muy re-
cientes y también de ancestros muy, muy antiguos. ¿O me equivoco? —Darwin
nos hablaba casi a los gritos, sentado en medio del asiento de atrás. De la com-
postura que guardaba cuando lo conocí al atardecer del día anterior, no quedaba
casi nada. Con los brazos apoyados en los asientos de adelante, gesticulaba feliz
como un chico que va de pícnic.
—¡Quiero conocer un laboratorio en el que se estudien las secuencias de
ADN de genomas enteros! —gritó abriendo los brazos como quien pide a su
dios una gran bendición. Estaba realmente eufórico.
—¡Esta noche sus deseos son ordenes, mi querido Charles! —dijo Wadding-
ton mirándolo con admiración. Un volantazo que llegué a dar a tiempo impidió
que nos diéramos contra un poste de luz, pero ellos ni lo notaron.
—Entonces, Ana, ¿cuál podría ser nuestro próximo laboratorio? Dígame rá-
pido, estamos saliendo de Ciudad Universitaria —dijo Waddington sin mirarme.
—Ocurre que estos proyectos se realizan en colaboración con universi-
dades o centros extranjeros… —respondí con la intención de desalentar este
alocado tour nocturno.
—Pero alguno debe haber que... —insistió el viejo.
—Quizás la Universidad de San Martín... no está tan lejos de aquí —res-
pondí ya resignada.
—¡Entonces, allá iremos! —dijo Waddington, sin percatarse que el motor
del auto empezaba a dar signos preocupantes.
Para resumir, llegamos con el motor tosiendo cada vez más y echando un
humo azulado, sí azulado. Finalmente, el auto se detuvo por completo en General
Paz y 25 de Mayo. Cuando Waddington abrió el capó, en medio de la humareda
azul verdosa, encontramos una cruz del tipo de las germánicas.
—¡Aquí estuvo Burmeister! —exclamó Darwin—. ¡Esta es una réplica de
una cruz de la Orden de la Corona del Imperio Alemán con la que fue conde-
corado Burmeister en 1879!
— ¿Cuándo dejarás de actuar como un niño, Germán Burmeister? Sigan uste-
des solos, yo voy a intentar convencerlo de que nos deje en paz —dijo Waddington.
Subimos el terraplén de la autopista como pudimos. Darwin no mostró ningún
signo de cansancio. Yo estaba exhausta, pero resignada.

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Toneladas de información

Empezamos a caminar a tientas las cinco cuadras que separan la Avenida


General Paz del ingreso al campus de la Universidad de San Martín.
—Entonces, le preguntaba, querida: ¿el genoma de un individuo contiene
también información de sus ancestros?
No respondí, estaba furiosa, cansada y no veía cómo iba a terminar esa
larga noche.
—Pero antes, ¿podría explicarme detalladamente cómo está conformado el
genoma de un organismo?
—...
—¿Le ocurre algo, Annie? —preguntó como si nada.
Anduvimos unos minutos en silencio, pero me di cuenta de que Darwin
no iba a dejarme en paz. Él quería saber. Me rendí y decidí explicarle algunos
conceptos básicos.
—Un genoma —comencé—, es la totalidad de las secuencias de ADN de
una célula de un individuo de una cierta especie. Por ejemplo, en el caso de
bacterias, en la división que dará origen a las dos células hijas, se replica el ADN
que heredarán ambas hijas por igual. En cambio, en el caso de los organismos
con reproducción sexual, como muchos animales, la mitad del genoma del
organismo proviene de la madre y la otra mitad del padre...
—Todas las secuencias de ADN de un genoma, ¿son genes? –—me
interrumpió Darwin.
—No, en realidad solo una parte minoritaria son genes. La mayor parte del
ADN de un genoma son secuencias que no codifican genes, aunque sí tienen
funciones muy importantes: por ejemplo, regulan qué genes se encienden y qué
genes se apagan en un determinado momento y tejido del organismo. La genó-
mica es la disciplina que estudia genomas completos: cómo están constituidos
y cuáles son las funciones de cada una de sus partes.
—¿Usted me quiere decir que conociendo todas las secuencias de ADN del ge-
noma de un individuo podemos saber cuál es la función de cada una de sus partes?
—No necesariamente, cuidado. Conocer la secuencia de ADN no necesa-
riamente permite asegurar cuál es la función de esa porción del genoma. No

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es sencillo conocer las funciones de los genes y es aún más difícil conocer las
funciones de las otras secuencias que no son genes. Por ahora, la mayor parte de
la información que se obtuvo de los genomas es información “cruda”, preliminar.
Sin darme cuenta habíamos dejado las cinco cuadras atrás y mi enojo se
había ido diluyendo. El guardia de la entrada al campus dormía tranquilamente
sentado en una silla, dentro de una mínima casilla blanca. Desde el ingreso,
vimos cinco edificios. Todos estaban iluminados por luces exteriores, pero no
había señales de actividad dentro de ellos, excepto uno en el que se veían luces
en el interior de un sector que da a la calle 25 de Mayo. Nos dirigimos hacia allí.
—¿Esa información “cruda” ha permitido extraer conclusiones valederas?
—Bueno, la comparación del genoma “crudo” de muchos individuos fue
suficiente para estudiar de algunas enfermedades genéticas. Esta rama de la
genómica es la genómica médica.
—Vayamos entonces al laboratorio que usted conocía… —¡De nuevo íbamos
a entrar de contrabando en un laboratorio a la noche! ¡Para él era fácil!
Yo había estado ya en aquel campus y creía recordar que en edificio al que
íbamos funcionaba el Laboratorio de Genómica de la universidad, pero no estaba
segura. Caminamos en esa dirección sin que nadie nos viera. Apenas entramos nos
dimos cuenta de que las luces provenían de una cafetería. Yo estaba sedienta y quise
entrar. Cuando pasamos por delante de la puerta, escuchamos la voz de un hombre:
—¿…acaso no apostaría usted que dentro de 15 años la medicina persona-
lizada será moneda corriente? —hablaba un señor mayor, de nariz afilada y de
pelo totalmente canoso que lucía una finísima corbata celeste. Estaba sentado a
una de las mesas, frente a una mujer de cabellera roja y desordenada que llevaba
puestos unos jeans y una camisa blanca. Después supe que ella era profesora de
la universidad y él... ¡ya verán quién resultó ser! —Me atrevo a afirmar que un
número muy grande de enfermedades estarán prácticamente curadas gracias a
un simple test de diagnóstico genético— continuó el hombre.
Darwin inmediatamente me detuvo sujetándome del brazo por un momento.
—Medicina personalizada... ¿qué es? —me preguntó.
—Bueno, me tomará unos minutos explicarle, entremos a la cafetería. Ade-
más, la conversación que acabamos de escuchar parece interesante —le propuse.
Nos sentamos a una mesa próxima a la del hombre y la mujer, que ahora se
dirigían a la máquina de café.
—La medicina personalizada es una subdisciplina de los estudios de ge-
nómica médica en humanos. Intenta que los pacientes reciban tratamientos
especialmente diseñados, según qué variante o variantes de los genes afectados
tuviera cada uno. En general, las enfermedades genéticas son el resultado de
una versión “fallada” de uno o varios genes —continué—. Por ejemplo, los

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pacientes con fibrosis quística tienen una versión fallada del gen CFTR, que
son las siglas en inglés para “regulador de la conductancia transmembrana de
la fibrosis quística”. La fibrosis quística es una enfermedad hereditaria que
provoca la acumulación de moco espeso y pegajoso en los pulmones, el tubo
digestivo y otros órganos del cuerpo. La proteína CFTR regula el balance de
sales en mucosas como las del sistema digestivo y respiratorio. Es una de las
enfermedades pulmonares crónica más comunes en niños y adultos jóvenes.
Una de las drogas con la que se intentó tratar esta enfermedad es el Ivacaftor,
pero solo en el 5% de los pacientes esta droga es efectiva. La razón es que la
versión del gen CFTR que tienen les permite responder a la droga está en una
frecuencia del 5% entre los pacientes de fibrosis quística.
—Ah, entiendo. El resto de los pacientes deben tener otras versiones de
CFTR, también falladas, pero que no responden a la droga.
—Exacto. Es por esto que se la llama medicina personalizada, el tratamiento
sería específico para cada grupo de pacientes dependiendo de qué variante del gen
CFTR tengan. Hay otras 1.800 variantes del gen CFTR que producen esta enfer-
medad, quizás muchos de ellos responderían a otras drogas aún no desarrolladas.
El hombre y la pelirroja volvieron a la mesa.
—… pero piense, doctor Cruck —venía diciendo la mujer mientras se sen-
taban a la mesa—, que muchas de las “fallas” pueden no residir solo en genes,
sino en regiones regulatorias no codificantes del ADN, que no son genes...
Darwin, inclinándose sobre la mesa, hizo un gesto con la mano para que
me acercara a él.
—¿Qué son las regiones regulatorias no codificantes? —me preguntó. Intenté
una respuesta sencilla y breve porque no quería perderme la conversación entre
el tal doctor Cruck y la mujer.
—El encendido de un gen ocurre cuando ciertas proteínas específicas se
unen a segmentos de ADN relativamente cercanos al gen, que no codifican para
aminoácidos (por eso se las llama regiones no codificantes). Estas proteínas es-
pecíficas una vez unidas a segmentos regulatorios interactúan con las porciones
codificantes del gen, iniciándose la transcripción del gen en un ARN específico
de ese gen, llamado ARN mensajero, ¿recuerda?
—Sí, sí, recuerdo... —respondió Darwin.
—Los segmentos regulatorios están siendo estudiados por la Biología
Molecular desde hace décadas, doctora —exclamó el tal Cruck—. Es solo una
cuestión de tiempo y de dinero. ¡La genómica no tendrá límites!
—¡La genómica estructural sí tiene límites! ¡Es solo una foto del genoma!
La genómica funcional, la que trata de elucidar la función de cada componente

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del genoma descubrió que muchas enfermedades dependen de la interacción
entre varios genes. Eso hace las cosas bastante complejas —le retrucó la mujer.
—Usted, mi querida doctorcita Claudia, ha dicho las palabras mágicas:
Genómica Funcional… —dijo Cruck.
—Nada de doctorcita, soy tan doctora como usted. ¿O no, querido doctor Cruck?
—el tono no denotaba resentimiento, sino más bien una profunda convicción.
—En mi época, la única ocupación respetable para una mujer fuera de su
familia y su casa era la poesía... y hasta ahí nomás —murmuró Darwin.
—¡Por suerte las cosas fueron cambiando, aunque todavía parece que Cruck
no termina de aceptarlo del todo! —dije por lo bajo.
—Bien, doctora Claudia —dijo Cruck carraspeando con un dejo de displi-
cencia—, como le decía... la Genómica Funcional está levantando vuelo, y hay
grandes expectativas en los resultados que dará. Ya en las últimas dos décadas,
la Genómica Estructural hizo importantes aportes: reveló, por ejemplo, que el
ADN del genoma humano está formado por 3.000.000.000 de pares de bases,1
en las cuales están contenidos aproximadamente 20.000 genes. Y de esos
3.000.000.000 de pares de bases, ¡el 70% no son genes! Y del 30% restante,
solo el 5% son secuencias que contienen información para fabricar proteínas y
ARN. Es decir que la mayoría de los componentes del genoma son secuencias
no codificantes, pero muy importantes en la estructura y el funcionamiento de
las regiones génicas ¡Quien hubiese esperado esto antes del Proyecto Genoma
Humano! Ahora, la genómica funcional está comenzando a usar esta informa-
ción para develar la función de todas las secuencias del genoma. Está solo en
sus inicios, y le apostaría que tiene un gran futuro, más bien que es el futuro.
—Bueno, eso está por verse. Además, en la gran mayoría de las enfermedades
no está involucrado un solo gen, sino varios genes y eso las hace difíciles de
caracterizar y tratar. Pero esto no es todo. Las cosas son más complejas todavía.
Las enfermedades tampoco dependen exclusivamente de los genes, sino también
del ambiente —replicó la mujer—. Por ejemplo, en el caso de la diabetes tipo
II, hay cuatro genes candidatos cuyas versiones anómalas fueron relacionados a
la enfermedad. Entre el 40% y el 60% de los pacientes, aun teniendo versiones
anómalas de estos genes puede no desarrollar la enfermedad si lleva un estilo de
vida que incluye actividad física y nutrición saludable. Es decir, que el ambiente
juega un rol muy importante en la aparición -o no- de la diabetes tipo II, aún en
portadores de genes anómalos.

1. Para que tengan una idea del tamaño de nuestro genoma: si cada par de bases
fuese una letra, los 3.000.000.000 de pares de un genoma humano, equivaldrían ¡a 749
Biblias en castellano, incluyendo Antiguo y Nuevo Testamento!

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Darwin estaba interesadísimo. Asomaba medio cuerpo de la mesa, inclinado
hacia la de Cruck y la doctora. Era más que evidente que estaba tratando de
escucharlos. Le pedí que fuera más discreto, me incomodaba su desfachatez.
—Es que no escucho muy bien, querida. Los años me han dejado un poco
sordo —me respondió sin moverse un centímetro.
—El Proyecto Genoma Humano2 se inició en 1990 —continuaba la docto-
ra—, y en el 2003 se presentaron los datos crudos completos del genoma de un
individuo. Ya han pasado muchos años de ese primer genoma y a pesar de que se
han incorporado datos de muchísimos otros individuos, no se han cumplido las
expectativas de hallar la causa genética y la cura de la mayoría de las enfermeda-
des. Al día de hoy, tantos años de investigación en genómica nos han facilitado
tratamiento personalizado ¡para tan solo cinco o siete enfermedades, doctor Cruck!
—¿Tan pocas? —me preguntó Darwin volviendo a enderezar su cuerpo,
desilusionado.
—Sí, solo cinco enfermedades para las que hay tratamiento personalizado:
ciertos cánceres de pulmón y de mama, melanoma, algunos casos de infección
con VIH, fibrosis quística… —dije en voz baja.
—... y en realidad no se trata de curas definitivas de estas enfermedades —
continuó explicando la doctora—, sino de indicaciones, por ejemplo, sobre qué
medicación debe eliminarse del cóctel anti VIH en el caso de los pacientes que
tengan cierta variante del gen HLA-B, que está relacionado con la respuesta inmu-
ne al virus. Tampoco el descubrimiento de ciertas variantes de los genes BRCA1 y
BRCA2 relacionados con cánceres de mama y ovario fue suficiente para curarlos,
sino que llevó a la indicación de extirpaciones preventivas de mamas y ovarios,
como en el caso de la actriz Angelina Jolie. Sin duda se trata de hallazgos muy
importantes, pero están muy lejos de la promesa inicial de que el conocimiento
de los genomas humanos llevaría a la cura de todas las enfermedades.
Cruck murmuraba por lo bajo, incómodo. Sin duda preparaba mentalmente
una defensa de la genómica. El viejo y yo nos quedamos callados para no
perdernos el contrapunto.

2. Para quienes no lo conocen, el Proyecto Genoma Humano fue un proyecto de inves-


tigación científica realizado gracias a la colaboración internacional entre Estados Unidos,
Canadá, Nueva Zelanda, el Reino Unido y España. Tuvo como objetivo determinar la
secuencia de ADN completa del genoma de la especie humana, así como identificar y
“cartografiar” todos los genes que lo componen. Fue iniciado en el año 1990 y concluyó
en 2003, dos años antes de los quince años proyectados inicialmente. La Corporación
Celera, una empresa privada estadounidense de biología molecular llevó adelante un
proyecto paralelo con el mismo objetivo.

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—¿Le parece poco lo logrado hasta ahora? Todas las aplicaciones de las
innovaciones tecnológicas fueron caras en sus comienzos... —respondió
Cruck—. Se estima que un genoma humano completo costará 1.000 dólares y
tardará menos de una semana en obtenerse. Si comparamos con los 13 años y
los 3.300 millones de dólares que tardó en obtenerse el primer genoma “crudo”
completo, el avance es impresionante...
—Me parece importante, pero son muy desiguales los esfuerzos invertidos en
genómica y medicina personalizada comparados a los que se invierte en preven-
ción —dijo la doctora—, es decir en asegurar ambientes más sanos y propicios
para la salud de las personas para que las enfermedades no ocurran. Por ejemplo,
hay un tipo de melanoma, asociado a una mutación de un gen llamado BRAF, que
aparece como consecuencia de una alta exposición a los rayos ultravioletas de la
luz del sol durante la niñez. En este caso, la prevención debería tomar medidas
a nivel ambiental: detener la disminución de la capa de ozono,3 e individual:
evitar la exposición a los rayos del sol y fomentar el uso de protectores. Estas
medidas bajarían la probabilidad de la aparición del melanoma…
—Sí, sí, pero; ¿qué hacemos con las personas que ya tienen la enfermedad
en forma incipiente y no lo saben? En esos casos, la detección temprana de esa
mutación en BRAF, puede salvarle la vida si el melanoma se extrae antes que
se expanda —replicó Cruck enfáticamente.
—La vieja controversia en medicina: ¿prevenir o curar? —dijo la doctora
mirando hacia la ventana que daba a las viejas vías del tren—. Usted estará de
acuerdo, doctor Cruck, que una visión de las enfermedades centrada exclusiva-
mente en los genes llevaría a descuidar los factores ambientales y sociales que
favorecen la aparición de las enfermedades...

3. El tema es tan importante para la salud que me voy a permitir repetir lo que ya
seguramente leyeron en los diarios o vieron en la televisión. Los rayos ultravioletas,
también conocidos como rayos UV, son parte de la radiación que emite el Sol junto con
la radiación visible que denominamos “luz”, y que se propagan por el espacio hasta llegar
a nuestro planeta. Un exceso de exposición a los rayos UV puede ser dañino para el ADN
de las células, pudiendo provocar mutaciones que desencadenan diversas enfermedades,
principalmente el melanoma. Pero no todos los rayos UV que llegan a nuestro planeta
logran traspasar las capas más altas de la atmósfera, como la capa de ozono. La capa
de ozono filtra alrededor del 90% de los rayos UV que llegan a ella. Diversos gases de
origen industrial, como los clorofluorocarbonados o CFC, presentes en algunos aerosoles
y en motores de máquinas refrigeradoras, dañan esta capa de la atmósfera. El espesor
de la capa de ozono fue un asunto preocupante a partir de mediados de los años 1980,
cuando se empezó a detectar un adelgazamiento de la capa como consecuencia del uso
indiscriminado de estos gases.

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—Podríamos seguir discutiendo hasta el amanecer, mi querida. Pero hay un
tema en el que sí estamos de acuerdo: la Genómica Comparada puede aportar
datos muy interesantes en Biología Evolutiva, ¿no es así?
Apenas escuchó estas palabras, el viejo empujó hacia atrás su silla, se puso de
pie con una agilidad que no le conocía y se dirigió sin más a la mesa de Cruck y
la doctora. Hasta me pareció ver que sus mejillas se coloreaban del entusiasmo.
Quise detenerlo, pero ya estaba frente a ellos.
—Disculpen la interrupción —dijo con total descaro—. Me presento: estoy
acompañando a mi nieta Ana.... Interrumpo porque los temas evolutivos me
interesan sobremanera…
—Ajá —dijo Cruck escrutando al viejo. Ambos sostuvieron la mirada por
un momento, en silencio. Tuve la sensación de que entre ellos estaba pasando
algo que me dejaba afuera.
—Vamos, abuelo. Estamos interrumpiendo a los doctores, que están trabajan-
do —dije tomando a Darwin del brazo. Pero el viejo no quería irse. Era una mula.
—Díganme doctores, ejem, una pregunta, ¿podría la genómica comparada
demostrar que ha ocurrido selección natural durante la evolución de la especie
humana? —preguntó el viejo a boca de jarro. La doctora lo miró sorprendida.
Cruck, incómodo. El embrollo estaba ya en ciernes.
—¡Por supuesto! ¡Y ya se han hecho estudios muy interesantes en ese sen-
tido! —se adelantó a responder la doctora—. ¡Pero qué abuelo más curioso que
tiene usted, señorita Ana! ¡Y qué informado está!
—¿Por ejemplo? —preguntó ansioso el viejo que ya se había sentado a la
mesa, sin que mediara invitación.
Me incorporé al grupo, no me quedó más remedio.
—Hay numerosos ejemplos —comenzó la doctora—. Poblaciones humanas
que viven en sitios de altura donde el oxígeno es escaso. Los tibetanos, por ejem-
plo; la genómica comparada ha encontrado variantes de genes relacionados con
la capacidad de transportar grandes cantidades de oxígeno; estas variantes son
exclusivas de los tibetanos. En cambio, en la etnia china Han, muy cercanamente
emparentada a la tibetana pero que no vive en altura, estas variantes están ausentes.
—Como puede ver, mi querido señor —dijo Cruck—, la selección natural
siguió andando mucho tiempo después de que usted…
¿Cruck se había dado cuenta de que mi “abuelo” era Darwin?
—¡Fantástico! —interrumpió secamente Darwin mirando con dureza a
Cruck. Sentí otra vez que ahí había gato encerrado—. La escucho, estimada
doctora, muy interesante este caso… continúe, por favor.
—Hay varios ejemplos más. Como ustedes sabrán —continuó la doctora—,
en muchas poblaciones de nuestra especie el consumo de leche continúa más allá

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de la etapa de amamantamiento, es decir durante la vida adulta. Esto no ocurre
en otros mamíferos en los cuales, después del destete, se pierde la capacidad
de digerir lactosa, un azúcar presente en la leche. Por eso la leche deja de ser un
recurso nutricional para los mamíferos adultos. Podríamos pensar, entonces, que en
los pueblos que han domesticado ganado y que tienen la costumbre de consumir su
leche durante toda la vida, el poseer variantes genéticas que permitan la digestión
de la lactosa constituye una ventaja. Esto es lo que sucede, por ejemplo, entre el
pueblo africano maasái, que ha domesticado el ganado cebú y que consume su
leche. Las variantes genéticas que permiten la digestión de la lactosa son mayo-
ritarias entre los maasái, y mucho menor en otros pueblos africanos que no son
pastores o que han desarrollado la cría de ganado mucho más recientemente. La
genómica comparada ha confirmado que estas variantes se han expandido en el
pueblo maasái como producto de un proceso de selección natural muy reciente.
A partir de la interrupción de Cruck, el clima de la mesa se tensó. Algo pa-
saba entre Cruck y Darwin. En ese momento no entendí qué estaba ocurriendo,
percibí que entre ellos había algo, un cierto vínculo, pero no podía precisar de
qué se trataba. La doctora, en cambio, parecía estar al margen de todo y continuó:
—Algo similar sucede con las poblaciones que se alimentan esencialmente de
tubérculos y raíces que tienen escasas cantidades de ácido fólico. El déficit de ácido
fólico es dramático para el desarrollo del feto porque es crítico para la formación
completa de su columna. Entonces, en estas poblaciones es muy ventajoso poseer
ciertas variantes genéticas del gen MTRR que permiten fabricar el ácido fólico
a partir de otras sustancias precursoras presentes en los mismos tubérculos. La
genómica comparada permitió estudiar la abundancia de estas variantes genéticas
en poblaciones del Amazonas y de la isla de Nueva Guinea en el sudeste asiático
que basan su dieta en tubérculos como el ñame de Nueva Guinea.
—Entonces —agregó Darwin—, la historia evolutiva de nuestra especie no
solo está registrada en los cambios morfológicos que se observan en los fósiles,
sino también en los genes de las poblaciones actuales...
—En las actuales y en las extinguidas —agregué.
—¿En las extinguidas? —preguntó Darwin.
—En efecto, es posible extraer ADN... —comenzó a explicar Cruck, que
parecía dar por sentado que él era la única persona adecuada para responder.
Darwin ignoró de forma deliberada la respuesta de Cruck y se dirigió a la doctora:
—¿Se pueden estudiar los genes de poblaciones extinguidas? —preguntó.
—Bueno —respondió la doctora—, se puede, pero no es fácil. En primer
lugar, las muestras de tejidos antiguos son muy difíciles de hallar. Además,
como el ADN es una molécula que se degrada con el tiempo, nunca pueden
estudiarse genomas antiguos completos sino solo fragmentos. Encima, está la

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contaminación con bacterias y hongos que requiere un arduo trabajo posterior
para discriminar las secuencias de los organismos contaminantes de las que a
uno le interesan. Y, como si fuera poco, en el caso de homínidos, se suma el
peligro de contaminar la muestra con el ADN de células de la piel de la persona
que está manipulándola. Hay que tener cuidados extremos. Por ejemplo, en el
caso de homínidos, el ADN más antiguo es el de huesos de un ejemplar de Homo
heidelbergensis encontrado en una cueva del norte de España junto con los de
otros 27 esqueletos que datan de unos 400.000 años, ¡todo un record! De este
ejemplar se obtuvo un fragmento muy pequeño del genoma.
En medio de la explicación de la doctora, observé a Cruck. Tenía una palidez
extrema en las mejillas y en la frente, un hombre extraño, pero a la vez su rostro
me resultaba familiar. Cruzamos las miradas con Cruck, pero inmediatamente
desvió la mirada fingiendo un interés, por lo demás poco creíble, por la expli-
cación de la doctora.
—...los paleontólogos consideran a los Homo heidelbergensis como posibles
ancestros de otra especie de Homo, los Homo neanderthalensis, o neandertales,
que habitaron Europa y Medio Oriente antes que nuestra especie, Homo sapiens,
arribara allí desde África. Los neandertales, a quienes se suele considerar nuestra
especie hermana eran hasta el 2010 el único caso de homínidos de los cuales se
habían obtenido genomas completos y de varios individuos. La comparación de
los genomas de humanos actuales con los de neandertales permitió confirmar
que ambas especies hibridaron, es decir que se mezclaron, lo que ya se proponía
a partir de estudios de genomas parciales. Más precisamente, los investigadores
alemanes que secuenciaron genomas neandertales hallaron que ¡hay entre un 2%
y un 4% de ADN neandertal en los humanos actuales de pueblos no africanos!
—Entonces la genómica comparada amplió la información sobre la vieja contro-
versia acerca de la relación entre humanos y neandertales... —dijo Darwin para sí.
La doctora miró extrañada a Darwin, creo que a esa altura empezaba a no
entender del todo quién era mi “abuelo”. De cualquier manera, prosiguió:
—Hay otro caso que aporta información sobre la evolución de los homínidos.
Es el hallazgo de una falange y un molar en una cueva de Denisova, al sur de
Siberia. A partir de la falange se pudo recuperar material genético de suficiente
calidad como para obtener un genoma completo. Al intentar determinar si era
neandertal o humano moderno, se encontraron con una sorpresa: ¡no era nean-
dertal ni humano! Se los llama –provisoriamente– denisovanos. Otro resultado
notable de la investigación es que los habitantes actuales de Melanesia, región
de Oceanía que incluye la isla de Nueva Guinea, comparten entre un 4% y un
6% del material genético denisovano. Ninguna otra población humana actual
comparte genes con el genoma denisovano. Esto sugiere que hubo algún tipo

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de mestizaje de los denisovanos con los antepasados de los melanesios. Para
que quede más claro... —la doctora sacó una birome y una pequeña libreta del
bolsillo de su camisa y trazó un esquema—, esta fue la posible ruta migratoria
de los humanos fuera de África y por estas regiones estaban distribuidos nean-
dertales y denisovanos:

Las primeras migraciones de especies de homínidos desde África hacia Europa ocu-
rrieron hace aproximadamente 1,8 millones de años atrás, en el límite entre el Plio y
Pleistoceno, en la era Cenozoica. El Homo sapiens, nuestra especie, también migró
desde África hacia Europa y Asia, pero mucho tiempo después, hace unos 150.000
años. La flecha traza la posible ruta migratoria y el encuentro de los Homo sapiens
con neandertales en Europa y Medio Oriente, y con denisovanos en Asia.

—Entonces, durante cierto tiempo coexistieron fuera de África por lo menos


tres linajes de humanos, que hibridaron entre sí… —concluyó Darwin.
—Los neandertales y los humanos modernos hibridaron probablemente en
Oriente Medio y en algunos sitios de Europa. Los denisovanos parecen haber
hibridado con humanos de la región de Melanesia —agregó Cruck.

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—Efectivamente. Una manera de representar esta historia podría ser, más o
menos la siguiente —continuó la doctora en otra página de su libreta.

El segundo esquema de la doctora mostraba algo que se parecía a un árbol, una


alegoría muy utilizada en Biología Evolutiva, pero acostado. El tronco central de los
árboles evolutivos representa el linaje ancestral. En este árbol, Homo heidelbergensis
es la especie más cercana desde el punto de visa evolutivo al linaje ancestral. Las
ramas representan el origen y el derrotero de otras especies de homínidos derivadas
del tronco ancestral. Este árbol en particular tiene una curiosa diferencia con los
árboles de un bosque: algunas de sus ramas ¡vuelven a unirse! Es lo que en Biología
conocemos como hibridación entre linajes. En los árboles del bosque ha hibridación
podría ser una liana que va de una rama a otra.

—Los neandertales y denisovanos, aunque dejaron huellas en los humanos


modernos, por motivos difíciles de dilucidar, se extinguieron; nuestra especie,
en cambio, se expandió en todo el planeta —dijo la doctora cruzando una mirada
extrañada con mi “abuelo”. En ese momento percibí que Darwin estaba nervioso.
Mientras la doctora había estado dibujando los esquemas, tuve tiempo para
mirar con detenimiento al doctor Cruck. ¡Yo había visto esa cara en algún sito!
¡Y, además, qué pálido era!

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—¡Es interesantísima la información que está dando la secuenciación del
ADN de genomas! —dijo Cruck—. ¡El bendito ADN! ¡Si mi colega Wat...!
—antes de terminar la frase, Cruck se cortó en seco.
¿Colega Wat…? ¿Y un fanático del ADN? Este tipo que se hace pasar por el
doctor Cruck, ¡es Francis Crick!, pensé. A Francis Crick y a James Watson se
les atribuyó la exclusividad4 de la descripción de la estructura del ADN. ¡Este
hombre era un fantasma, como Darwin! Tuve un arranque del que me arrepiento
hasta el día de hoy:
—¡Usted es Francis Crick! —le espeté en la cara al falso Cruck, que casi
se cae de su silla.
—…
—¡Usted es Francis Crick! —insistí. La doctora me miró desencajada.
—¡¿Qué está diciendo?! ¿Usted dice que el doctor Cruck es Francis
Crick? —dijo la doctora Claudia mirando al doctor “Cruck”—. Abuelo, ¿su
nieta está bien?
—Es que… ¡Qué tarde se ha hecho, Annie! —dijo Darwin mirando un viejo
reloj de bolsillo con leontina que sacó de su chaleco—. Tenemos que irnos ya.
—¡Dígale a la doctora quién es realmente usted, doctor Crick! —preferí el
escándalo que se venía antes que pasar por loca frente a la doctora que, al fin
y al cabo, era una colega.
—Ana, es la hora de tu remedio —¡ahora era mi “abuelo” el que quería
hacerme pasar por loca! La doctora me echó una mirada compasiva. Yo estaba
furiosa con Darwin, él sabía perfectamente que de qué estaba hablando.
—¡Yo no tomo ningún remedio! ¡No estoy loca! ¡Y usted no es mi abuelo!
¡Ustedes saben de qué se trata todo esto! —dije indignada.
—Cálmese, Ana —dijo la doctora palmeándome suavemente el hombro—.
Cálmese.
—Usted acaba de hablar del “bendito ADN” y se le escapó el nombre de su
colega James Watson —dije poniéndome de pie y acercándome al falso Cruck—.
Y vino aquí por los mismos motivos que él —dije señalando a Darwin—. Querían
conocer los nuevos descubrimientos derivados de la secuenciación del ADN.

4. El premio Nobel que James Dewey Watson y Francis Crick recibieron por el
descubrimiento de la estructura del ADN fue, al menos, parcialmente injusto. El descu-
brimiento de la estructura del ADN se basó en estudios muy reveladores de fotografías
de rayos X de esta molécula realizados por Rosalind Franklin, una investigadora del
King’s College de Londres que, en mi opinión, y la de muchos, debiera haber recibido
también aquel Nobel.

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—Sir Charles, controle por favor a esta chica… —dijo Crick golpeando la
mesa con el puño.
—¿Sir Charles? ¿Me pueden explicar de qué se trata todo esto? ¿Qué está
pasando aquí? —la doctora Claudia estaba más que confundida.
—¡Sí! ¡Él es Charles Darwin! —dije. El viejo y Crick se quedaron mudos.
—¿Cómo que es Darwin? —percibí que la doctora estaba pasando de la confu-
sión al miedo. Darwin y Crick se miraron previendo lo que fatalmente iba a suceder.
—Mi estimada doctora, esta situación es un poco embarazosa para nosotros,
pero usted podrá entender… Efectivamente, el doctor es Francis Crick, coautor
del descubrimiento de la estructura del ADN y yo soy Charles Darwin, autor
de El origen de las especies. Hemos acordado encontrarnos en su prestigiosa
institución con la intención de aggiornarnos en asuntos relacionados con bio-
logía y evolución, a las que dedicamos nuestras vidas. Imaginará usted que no
tenemos la misma afortunada libertad que los vivos para investigar. Espero no
le ofenda nuestra inesperada visita —dijo y soltó una risita nerviosa.
La doctora se levantó de su silla y quedó petrificada por unos segundos.
—Eh… bueno… les pido calma, por favor. No se muevan de la cafetería.
Hay una guardia médica no muy lejos de la universidad. Voy a traer ayuda —la
doctora retrocedió paso a paso hasta la puerta. Una vez afuera, salió corriendo
por el pasillo en penumbras.
—¡Estoy furiosa! ¡Y con los dos! Me hubiese avisado que nos íbamos a
encontrar con Crick —le reproché a Darwin—. ¡Me han hecho quedar como una
loca frente a una colega! ¡Ustedes podrán desaparecer de este mundo, pero yo
estoy aquí, no quiero ni voy a desaparecer! ¡Y sobre todo pretendo trabajar en
Biología! Vayámonos ya mismo, antes de que vengan los médicos y terminemos
los tres internados en un loquero.
—Usted es una indiscreta, no tenía por qué desenmascararnos frente a la
doctora. Era totalmente innecesario —dijo Crick acomodándose unos gemelos
de plata del puño de su saco ¿Habrá tenido el mismo desdén por Rosalind
Franklin?, pensé.
Tenía ganas de matarlo a ese tipo, por más Crick que fuera. Decidí tratar de
mantenerme callada porque les hubiese respondido a los gritos. De milagro no
se despertó la guardia.
—Quizá usted tenga razón, Annie, pero vayámonos de aquí cuanto antes
—dijo Darwin en tono conciliador.
—El único medio de transporte a esta hora es el tren. La estación está a unas
cuadras… —dije dándoles la espalda y dirigiéndome a la puerta.
El guardia no estaba en la casilla, por suerte. Las cuadras que separaban el
campus de la universidad de la estación las hicimos yo adelante, a paso rápido y

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sin mirar atrás, Darwin y Crick unos metros más atrás y en silencio. Seguramente
les costó bastante seguirme el ritmo, sobre todo al viejo, pero yo no estaba para
consideraciones para con la gente mayor.
La estación estaba vacía y cerrado el típico barcito al paso de las estaciones
del conurbano bonaerense. La espera se hizo una eternidad.
Finalmente, el silbato del tren. Por fin.

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La pasajera

El tren entró perezoso en la estación. El único ruido de la noche era el chi-


rrido de las ruedas que demoraban en detenerse más allá de mi paciencia. Los
vagones estaban casi en penumbras y algunas lámparas de tulipa –que habrían
conocido épocas mejores– todavía emitían una luz amarilla. Un tono de inti-
midad decadente entre los pocos extraños que viajaban a esa hora. Subimos al
vagón que quedó detenido frente a nosotros. Crick ayudó al viejo Darwin, que
ya no tenía la agilidad que había mostrado al salir del museo, a trepar por los
escalones empinados del vagón. Me pregunté si los fantasmas –o lo que sea que
fueran Darwin y Crick– no debieran cansarse como cualquier hijo de vecino…
En fin, hay preguntas que nunca pude responderme.
En uno de los asientos del fondo dormían dos hombres sentados frente a
frente abrazados a sus mochilas. Trabajadores a contraturno, pensé. Crick subió
también con cierta dificultad, buscó la esquina más oscura del vagón, y tan
pronto como se sentó, se quedó profundamente dormido.
Uno de los faroles de la vera de las vías recortó una escena intrigante: en ese
tren suburbano, en medio de la noche, una mujer leía un libro. Si estuviésemos
en el siglo XIX la mujer estaría seguramente en un camarote y quizá estuviese
leyendo una novela buscando asomarse a la plenitud de una aventura sentimental
y completar así, de alguna manera, la modesta cuota que de eso habría en su
propia vida. Era una mujer de mediana edad, llevaba el pelo recogido en la nuca
y unos anteojos de lectura de marco rojo, como sus sandalias. Levantó la vista y
nos inspeccionó en detalle a cada uno, pero sobre todo al viejo. ¿Lo reconocerá?
¿Más problemas?, pensé. Fue y vino varias veces del libro a nosotros, sin poder
volverse a concentrar en el la lectura. Nos sentamos pasillo por medio del otro
lado del vagón. Darwin estaba intrigado con el libro que la mujer estaba leyendo
y miraba descaradamente. En un momento veo que el viejo comienza a bajar
lentamente su cabeza girándola hacia la derecha, intentando leer el título del
libro. En ese momento se produce un espasmo, un sacudón en el vagón y el viejo
casi termina en el piso. Lo sostuve a tiempo, lo regañé con la mirada para tratar
de que se comportara durante el viaje. Enseguida toda la formación comenzó a
moverse y nos alivió la brisa leve que entró por las ventanillas abiertas. Por un

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momento, Darwin, la mujer y yo simulamos estar atentos al movimiento que
iniciaba el tren, pero en realidad cada uno estaba pendiente del otro.
El viejo siguió intentando averiguar algo sobre el libro mediante algunas
maniobras mal disimuladas. Me mostré indignada frente a él, pero en el fondo lo
entendía: un lector siempre produce curiosidad. ¿Qué libro lee un extraño? Saberlo
nos puede decir todavía más del sujeto que la impresión directa. El libro como marca
de identidad. Muchas veces me descubrí a mi misma en un subte o en un colectivo
tratando de leer el nombre del autor o el título del libro que llevaba un desconocido.
Yo misma años atrás había utilizado los libros como escudos: las zapatillas, el jean, la
remera, mi mochila, el pelo como sea, un libro bien elegido en la mano, y ¡a la calle!
En este caso, todas las circunstancias despertaban curiosidad: la noche que
dormía afuera, la mujer solitaria, el tren corriendo por el cordón suburbano y
la lectura, sobre todo la lectura. De repente, Darwin se para, cruza el pasillo y
ocupa el asiento frente a la mujer.
—Qué linda noche, ¿no? —no esperó la respuesta y se despachó—. Disculpe
mi impertinencia, ¿usted viene viajando desde muy lejos?
—…
— ¿Y qué está leyendo? Pero antes nos presentamos: mi nombre es Carlos
y ella es mi nieta Ana. ¡Qué bueno compartir el viaje con una lectora! —dijo
dando por sentado que la mujer querría compartir el viaje con nosotros—. Debe
ser interesante su lectura… —agregó inclinándose hacia ella. Darwin estaba
decidido a entablar diálogo con la lectora y saciar su curiosidad. Al final de
cuentas, esto último es lo que lo que lo había impulsado al viejo a salir del museo
y emprender esa inolvidable recorrida nocturna de la que fui partícipe necesaria.
—Estoy leyendo algo sobre lenguaje… Sí, es interesante… —dijo la mujer
entre asombrada y vacilante, mirando a Darwin como mucha curiosidad. Eran
dos raros estudiándose mutuamente —Sobre el lenguaje humano —agregó.
—Ah, ¿es usted lingüista o antropóloga?
—No, no. No exactamente quiero decir…
—Veo que el título de su libro es Origen del lenguaje. ¡Qué coincidencia!
¡Yo también me interesé en el origen del lenguaje humano!
—Ah, no me diga… ¡Sí que es una coincidencia! Y permítame que le diga,
usted se parece mucho a…
—Exactamente… ¡me parezco solo a mí mismo! —la interrumpió Darwin—.
Siempre me confunden, ¿no es cierto, Ana? —dijo dirigiéndome una mirada
que pedía complicidad—. Ven con nosotros, querida Ana, no te quedes ahí sola.
Calculé: lo mejor que podía pasar era dedicar el viaje a conversar sobre un tema
que desde ya me resultaba apasionante; lo peor: un nuevo escándalo que nos obligara
a bajarnos del tren y quedar varados en una estación cualquiera del conurbano en

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medio de la noche. Me dije que mi función sería tratar de evitar esto último. Entonces,
obedecí, me levanté de mi asiento y me senté frente a la pasajera, al lado del viejo.
—Buenas noches, señora…
—¡El origen del lenguaje humano! ¡Interesantísimo! —dijo Darwin entu-
siasmado, sin darme tiempo a presentarme—. Y pensar que en 1866 la Real
Academia de Ciencias de Francia prohibió estudiar los orígenes del lenguaje
por considerarlo un tema demasiado especulativo.
—Así es… —la mujer estaba perpleja, pero Darwin evitaría durante todo el
viaje los esfuerzos de la mujer por entender quiénes éramos en realidad.
—Las prohibiciones van con los dogmas, no con la ciencia, ¿está usted de
acuerdo? —dijo Darwin.
—Mmm… sí, claro. ¿Trabajó usted en ciencia? —la mujer insistía en ave-
riguar algo sobre ese viejo extraño y anacrónico.
—El lenguaje, obviamente, no ha fosilizado, y esa es una dificultad a la
hora de entender su origen. Pero esa no es razón por la cual no puedan hacerse
hipótesis plausibles sobre cómo, cuándo y dónde comenzó su evolución. ¿Qué
me dice usted de la teoría del Big Bang? Se refiere a un hecho remotísimo. La
única forma de describir lo que sucedió en ese origen es estudiar empíricamente,
es decir experimentar con los fenómenos cosmológicos actuales y… contrastar
hipótesis alternativas —se apuró a decir Darwin.
La conversación se ponía atractiva. Quise intervenir corrigiendo, o más bien
completando lo último que había dicho Darwin.
—Actualmente en ciencia —intervine—, se testean múltiples hipótesis simul-
táneamente, es decir se contraponen modelos que involucran varios aspectos de un
fenómeno. Cuando la pregunta que se formula y el hecho que se estudia es sencillo,
uno puede contraponer una hipótesis “nula” a una hipótesis alternativa. Pero…
—Qué interesante esto que usted está diciendo —me interrumpió la pasaje-
ra—. Justamente uno de los aspectos centrales del lenguaje es que es un rasgo
cognitivo complejo y por lo tanto multicausal. Los modelos deben contemplar
esta multicausalidad.
—En el caso del Big Bang, los modelos pueden explicar cómo ocurrió esa
gran expansión si se supone que los principios y leyes generales de la Física y
la Química actuales fueron válidos también en ese pasado remoto. El estudio
científico sobre el origen del lenguaje es tan válido como otro rasgo que evolu-
cionó en el pasado sin dejar rastro fósil —agregó Darwin con énfasis.
—Sí, en el caso del lenguaje habría que suponer que la Genética y la Neu-
robiología funcionaron de la misma manera desde hace seis millones de años
cuando nuestros ancestros se separaron del ancestro de los chimpancés. Con esto

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no hay problemas, podemos suponer que las leyes de la herencia, o el mecanismo
de conexión entre las neuronas, por ejemplo, no cambiaron demasiado —dijo.
La mujer miró por la ventanilla; se veían las casitas bajas, sus fondos, los
faroles de las esquinas y también los paredones que de vez en cuando interrumpen
el candor de los barrios de la periferia.
—Pero hay otros componentes —continuó— que necesariamente tuvieron
un rol en el origen del lenguaje: el contexto social y las habilidades de la mente,
es decir, las que desarrollan durante la resolución de problemas, la adaptación
a situaciones nuevas y la actividad creativa, son los llamados rasgos cognitivos.
Estos dos aspectos seguramente sufrieron muchos cambios durante la evolución
de las especies de Homo, de los neandertales o denisovanos, tres linajes claves
en la emergencia del lenguaje complejo. El ambiente social y los rasgos cogni-
tivos son los dos sistemas sobre los cuales tenemos menos certezas sobre cómo
pudieron haber evolucionado durante el proceso del origen del lenguaje humano.
De cualquier manera, hace “apenas” 500.000 años los humanos modernos nos
separamos de los neandertales y denisovanos…
—Bueno, pero ¿de qué hablamos cuando hablamos de lenguaje humano?
Hay animales que se comunican pero que no tienen lenguaje en sentido estric-
to… —interrumpí.
—Así es, muchacha. Muchos animales como los chimpancés, algunas aves
cantoras y loros, utilizan sistemas de comunicación sonora. Esos sistemas com-
parten con el lenguaje humano algunas “piezas” del “engranaje” del habla. Hay
varios sistemas que directa o indirectamente intervienen en la producción del
habla. Los sistemas externos al organismo son el ambiente en que vive, el sistema
ecológico del que forma parte, y también las condiciones culturales y sociales.
Estas condiciones influencian no solo los sistemas del habla, sino muchos otros.
Del mismo modo, la respiración, la digestión, la circulación y también las activi-
dades mentales como la memoria subyacen a muchas otras funciones. Pero yendo
específicamente a la facultad del lenguaje, los animales y el hombre comparten
muchos rasgos de sistema sensor del habla… Por ejemplo, la anatomía y el modo
de funcionamiento del sistema auditivo es bastante similar en todos los vertebrados.
Es más, en particular el oído medio, la cóclea y hasta el córtex y las vías al encéfalo
tienen una anatomía semejante en todos los mamíferos. Respecto a la emisión del
habla, la lengua, la faringe y los pulmones son bastante parecidos desde el punto
de vista fisiológico y anatómico en casi todos los mamíferos.
La posición de la laringe… —interrumpió Darwin—, durante mucho tiempo
se pensó que la capacidad descender la laringe durante el habla en los humanos
fue lo que hizo la diferencia en la flexibilidad en producción de sonidos variados.
Sin embargo, hay otras especies de primates en las que la laringe descendió aún

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más que en el hombre y el único primate que tiene capacidad de emitir sonidos
muy variados y un lenguaje complejo es el hombre.
—Entonces no fue la posición de la laringe la que hizo la diferencia —dije
con un tono de cierta desilusión. Inmediatamente pensé que un proceso que
involucra tantos sistemas seguramente no tiene una causa única. En todo caso,
lo que desilusionan son las explicaciones de “causa única”.
—Sin embargo, hay una diferencia entre los mamíferos no humanos y los hu-
manos: los primeros solo pueden emitir un fonema por exhalación, en cambio todas
las lenguas pueden ser dichas de modo que varios fonemas, que además combinan
vocales y consonantes, puedan ser dichos en forma secuencial en la misma exhala-
ción. Pero esencialmente el sistema auditivo-emisor es muy parecido en todos los
primates y está “básicamente listo” para la producción de habla —concluyó Darwin.
—Entonces no hay que buscar por ese lado… La diferencia ¿no estará en
las capacidades cognitivas? —pregunté.
—¡Buena pregunta! La respuesta es sí y… no —dijo la mujer—. Hay algunas
capacidades cognitivas necesarias para el habla que evolucionaron independien-
temente varias veces en algunos linajes animales, algunos que no tienen habla, y
otros que sí. Es decir, no es necesaria el habla para que el cerebro pueda trabajar y
producir ciertos procedimientos mentales. Para mí —dijo la mujer inclinándose hacia
el viejo, como si le contara un preciado secreto—, una de las más asombrosas de esas
habilidades cognitivas es la llamada “teoría de la mente” o “mente maquiavélica”.
—¿Qué es la “teoría de la mente”? —pregunté curiosa.
—Es la capacidad de una mente de representar, de hacer hipótesis, digamos,
sobre los pensamientos, los estados de ánimo, los deseos de otra mente que no
es la propia, de la mente de otro individuo. Es una capacidad fundamental para
actual sobre el contexto social —explicó la mujer.
—¡Es obvio que los humanos la tenernos! —agregué. Para mis adentros
recordé que esa era la obsesión del novio de una amiga: controlar todo lo que
pasaba por la mente de mi amiga. Corrijo: de un ex novio, por suerte.
—Sí… —continuó la mujer. Pero lo más asombroso es que experimentacio-
nes demostraron que también los chimpancés y… ¡los cuervos! pueden elaborar
en forma rudimentaria “teorías” sobre lo que está pasando en las mentes de otros
chimpancés o de otros cuervos.
Darwin y yo quedamos impactados por este último dato. Ese fue uno de los
viajes más interesantes que compartí con un desconocido.
—Y no son las únicas facultades cognitivas que tienen algunos animales.
La capacidad de categorización, es decir, de clasificar, la de planear acciones
en forma anticipada, la de hacer inferencias mentales forman parte del día a

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día en la supervivencia primates y aves, como mínimo. Y digo como mínimo
porque los estudios comparados no alcanzaron todavía a todos los vertebrados.
—El viejo método comparado —interrumpió Darwin—. Comparar un
mismo rasgo en las especies actuales permite saber en qué ancestro se originó,
cuán antiguo es.
—Así es, tal como lo empleó… el propio Darwin —dijo la mujer mirando
fijamente al viejo.
Darwin comenzó a toser y toser. Yo me adelanté para asistirlo y evitar que la
mujer lo tocara… Se daría cuenta de lo frío que estaba Darwin en esa noche caliente.
—Acá somos todos biólogos, parece… —dijo la mujer con una media sonrisa.
—No exactamente… Bueno, Ana, sí es bióloga ¿No, Ana? —el viejo trataba
desesperadamente de sacar la atención de la pasajera sobre él.
—Sí, soy bióloga —me apuré a decir—. Pero volvamos al punto del método
comparado: si un rasgo que hoy interviene en el lenguaje humano está presente
en otros animales que no tienen lenguaje, significa que inicialmente su evolución
estuvo ligada a otra función, y no al lenguaje. ¿Es así de simple?
—Así de simple —dijo Darwin —. Por ejemplo, la habilidad cognitiva de
clasificar objetos, que es necesaria para reconocer adecuadamente el ambiente,
está presente en las chinchillas, y hasta en pájaros. Forma parte esencial del
lenguaje humano complejo, pero inicialmente no jugó ese rol. Y la prueba está
en que las chinchillas no tienen un lenguaje complejo.
En ese momento recordé un ejemplo muy claro sobre la importancia de hacer
comparaciones muy amplias, entre linajes muy distintos, para no cometer errores.
—Si me permiten, acabo de recordar un ejemplo clarísimo: la evolución
de la visión en colores. Los humanos, los chimpancés y los macacos tenemos
visión tricromática, pero otros mamíferos como los gatos, no. Los gatos no
distinguen colores, solo ven grises. Una hipótesis más razonable es que la visión
tricromática se originó en el ancestro de los primates. Pero si estudia la visión
en otros vertebrados, nos encontramos con la sorpresa de que los peces, las
lagartijas y los pájaros tienen también visión tri o tetracromática. Al incluir una
comparación filogenética más amplia, desde insectos a vertebrados, el origen
de la visión en colores se corre mucho más atrás. En particular, en el ancestro
de los mamíferos, que era algo así como una musaraña arborícola y de hábitos
nocturnos, se perdió la visión en colores. Y se recuperó en algunos linajes de
primates a lo largo de los últimos 10 o 20 millones de años de evolución.
—¡Excelente ejemplo! —dijo la mujer.
—Sigamos buscando los rasgos relacionados con el lenguaje —propuse.
—Bien —continuó la pasajera—. Algunos animales pueden aprender vocali-
zaciones y usarlas correctamente frente a cierto estímulo, por ejemplo, frente a un

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predador, los macacos y otros monos emiten un grito que sus pares reconocen, las
palomas arrullan, los perros ladran o gruñen según el estímulo. Otros, pueden hacer
algo más complejo: las crías de delfines y los pichones de los pájaros cantores lo
hacen muy bien, pero también las focas, los murciélagos, los elefantes y algunos
primates no humanos pasan un período de aprendizaje por imitación, como resultado
del cual pueden reconocer y reproducir las vocalizaciones de su especie y en algunos
casos las específicas de su clan y utilizarlas correctamente en situaciones adecuadas.
—Lo mismo ocurre con las crías humanas… —interrumpí.
—Efectivamente. Pero las crías humanas poseen la capacidad de aprendizaje
de vocalizaciones complejas y, además, luego de aprenderlas, pueden producirlas
y combinarlas en forma original y al mismo tiempo siguiendo ciertas reglas.
Y pueden hacer lo que otros animales no: pueden crear vocalizaciones nuevas
frente a situaciones nuevas. Y esta es una de las claves que diferencia el lenguaje
humano del de otros animales.
Cada vez me interesaban más todo lo que esa mujer —todavía no sabía su
nombre—, sabía sobre lenguaje.
—¿Siguiendo ciertas reglas? —preguntó Darwin.
—Sí, la mente utiliza un sistema combinatorio para generar una multiplicidad
de sentidos en el lenguaje, pero también en otras áreas como el arte, la matemá-
tica, la computación, la música… En realidad, el procedimiento combinatorio
no es exclusivo de la cognición humana, pero lo que sí lo es un procedimiento
específico: la recursión.
—¿Qué es la recursión? —preguntó el viejo, intrigado.
—Es procedimiento aplicado a los componentes básicos de un sistema, que
dé por resultado otro componente más complejo. A su vez, a este resultante se le
aplica nuevamente el mismo procedimiento que lo generó. Y así sucesivamente.
El resultado de un paso del procedimiento es sustrato del próximo. Esto es com-
binatoria y recursión. En el caso del lenguaje, el procedimiento es la combinación
de fonemas, que da por resultado palabras. A su vez, la combinación de palabras
da por resultado oraciones. Las oraciones al combinarse dan un enunciado, que
contiene el significado de las palabras, las oraciones que lo componen pero que,
a su vez, genera un sentido como resultado del contexto y del destinatario.
—Las reglas aseguran que un texto tenga sentido… ¿Es así? —Darwin trataba
de confirmar algo que para mí era obvio. Pero me encontré con una sorpresa.
—Usted se refiere a las reglas sintácticas de una oración, ¿no? —preguntó
Darwin.
—Mmm… Aún cuando la combinación sea correcta desde el punto de vista
sintáctico, puede no tener sentido o tener un sentido demasiado ambiguo. Noam

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Chomsky,1 un lingüista americano, puso el siguiente ejemplo: Colorless green ideas
sleep furiously. En español la traducción más adecuada sería: “Las ideas verde claro
duermen furiosamente”. Esta frase es correcta desde el punto de vista sintáctico,
pero… hay que inventar el sentido, y para muchos directamente no lo tiene.
—Entonces, la sintaxis no garantiza la semántica, es decir, el sentido —concluí.
—Así es. El lenguaje humano tiene tres componentes: el habla, que es una
capacidad que utilizan la mayoría de los humanos, pero que no es….
—No es imprescindible —en ese momento recordé a un amiguito de mi
infancia que había nacido con un grado de hipoacusia muy severa, con el que
compartí varias vacaciones en Córdoba y con el que me entendía muy bien—.
Las personas sin la capacidad de la audición son capaces de aprender lenguaje
escrito a pesar de no hablar.
—Bien —dijo la pasajera—. Si la duración del viaje me permite les contaré
algo sobre los “otros” lenguajes, el escrito, el de gestos, y demás.
El tren estaba detenido desde hacía un largo rato entre dos estaciones. Me
había subido a ese tren impaciente por llegar, pero ahora esperaba que se re-
trasase lo suficiente.
—Como les contaba, el habla requiere de órganos auditivos y motores: oído,
laringe, lengua, cuerdas vocales, etcétera. Y también de la capacidad de imitación
vocal. Y como vimos, esto no es exclusivo de los humanos. Además, el leguaje
humano emplea un sistema generativo o sintaxis jerárquica que combina un
número limitado de unidades fonéticas y produce una combinación virtualmente
infinita de estructuras jerárquicas. Este procedimiento recursivo es exclusivo
de los humanos.2 Los animales no humanos no tienen la capacidad de producir
una sintaxis jerárquica compleja.

1. Noam Chomsky es un destacado lingüista y activista político norteamericano. A fines


de la década de 1950, desde la prestigiosa Universidad de Harvard, y años más tarde desde
el Massachusetts Institute of Technology, hizo aportes muy importantes a su disciplina
académica. Uno de estos aportes en los cuales fue pionero es el inicio de nuevos programas
de investigación en gramática generativa. Una gramática generativa es un conjunto de meto-
dologías que permitirían describir todas las construcciones posibles correctas de un idioma,
basadas en reglas sintácticas básicas, en el ordenamiento jerárquico de sus componentes y en
procedimientos recursivos. Además, los programas de investigación de gramática generativa
intentan entender cómo los niños adquieren y utilizan las estructuras sintácticas de las lenguas
maternas. Durante la guerra colonial de Estados Unidos contra Vietnam, tomó parte activa del
movimiento en su contra. Es un crítico del capitalismo, en general y muy especialmente de
la política exterior de Estados Unidos. Es uno de los intelectuales más influyentes de su país.
2. Hay un trabajo realizado con estorninos europeos (Sturnus vulgaris) que concluye
que estos pájaros reconocen patrones sonoros ordenados mediante sintaxis jerárquicas

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—¿El tercer componente es el semántico? —preguntó Darwin.
—Efectivamente. Funciona porque hay una capacidad de formular concep-
tos abstractos y una intención comunicacional. Como les conté, esta habilidad
cognitiva en formas básicas evolucionó varias veces en vertebrados, es decir no
es exclusivo de los humanos. Pero en los humanos es compleja y sofisticada.
—Disculpe, pienso en voz alta —dije—. Estos tres componentes, habla,
sintaxis y semántica tuvieron un origen y evolución independientes uno de otro;
el aparato del habla es muy antiguo, mientras que la sintaxis y la semántica son
mucho más recientes… Entonces, si el sistema sensorial y motor evolucionó
mucho antes que el leguaje, cumplía al principio una función distinta.
—Sí. Una de las hipótesis plausibles es que inicialmente las vocalizaciones no
eran utilizadas en la comunicación entre individuos, sino en el recuento de objetos,
marcando cada unidad con una vocalización. O facilitando las relaciones sociales
en general, sin comunicar algo en particular. Una de las hipótesis es que las vocali-
zaciones reemplazaron al acicalamiento físico cuando el número de los individuos
que componían los grupos comenzó a aumentar y el grooming, el acicalamiento
entre individuos, actividad que refuerza lazos sociales, tomaba demasiado tiempo.
Algunas de estas funciones evolucionaron en animales confiriéndoles ventajas
adaptativas, y podrían haber estado en humanos antiguos que no utilizaban lenguaje.
—Hace muchos años —dijo el viejo, que había seguido palabra por palabra
el diálogo—, yo pensaba que todos los caracteres complejos, como los ojos, o
muy complejos como el lenguaje humano habían evolucionado desde el inicio
por selección natural para la función que actualmente cumple, la visión y la
comunicación. Hoy pienso que pude haber estado equivocado.
—Ajá… —la mujer miró a Darwin fijamente y dijo—: el mismo Darwin, uno
de los padres del evolucionismo, en su libro El origen del hombre y la selección
en relación al sexo publicado en 1871, fue uno de los primeros en sostener el
origen selectivo del lenguaje. Intuitivamente, el razonamiento parecería acepta-
ble: si el carácter es complejo, es poco probable que haya evolucionado por azar.
—Esto es cierto —agregué—. Un nuevo contexto o ambiente pudo haber
iniciado la evolución por selección natural de un carácter complejo ya sea por
evolución de novo como por cooptación de estructuras preexistentes.

y los diferencian de los patrones agramaticales. Muchos pájaros cantores reconocen se-
cuencias sonoras lineales diferentes pero estos estorninos podrían reconocer la estructura
jerárquica además de la lineal. El trabajo fue realizado por un grupo de investigación de
la Universidad de California y publicado por la revista Nature el 27 de abril de 2006, en
el volumen 440, pp.1204-1207.

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—Efectivamente —continuó la mujer—, está claro que el que un carácter
resulte adaptativo no asegura su aparición, el argumento de que el lenguaje
evolucionó porque le confería una ventaja adaptativa es confundir causa con
consecuencia. Un carácter se mantiene a lo largo de las generaciones porque
confiere una ventaja a sus portadores, pero no se origina porque exista la ventaja
potencial. El lenguaje complejo también les hubiese conferido ventajas adap-
tativas a los chimpancés o a los gorilas, ¡qué duda cabe! Sin embargo, ningún
otro primate más que el hombre tiene lenguaje complejo. Entonces el lenguaje
es una habilidad humana emergente, resultado de la interacción de aspectos
anatómicos, fisiológicos, genéticos, mentales y cognitivos algunos compartidos
con otros animales, con un contexto social que únicamente ocurrió en grupos de
humanos modernos. De hecho, el aprendizaje vocal pone en relación los sistemas
auditivos, los movimientos de la boca, la lengua, la laringe, y también el sistema
límbico-emocional y su correspondiente sustrato neurológico. Estos, a su vez
deben tener conexión directa con las áreas respiratorias y vocales en la médula.
—Un aporte interesante de la teoría de juegos al estudio del origen del lenguaje
es que predice que las primeras comunicaciones debieron ocurrir en situaciones en
las que no habría habido conflicto de intereses, por ejemplo, en la actividad de caza
colectiva, en la cual no habría ninguna ventaja para ninguno de los participantes
en la deshonestidad en lo que se comunica. La comunicación deshonesta en estos
contextos sería muy “costosa” y en ese caso el carácter no hubiese evolucionado
hasta fijarse como efectivamente lo hizo —continuó nuestra “maestra” de la
evolución del lenguaje—. Eso no quiere decir que siempre el lenguaje se haya
utilizado para comunicaciones honestas, sino que inicialmente debió evolucionar
en contextos en los que si uno miente, todos pierden, inclusive quien mintió.
—¡Muy interesante! —dijo Darwin—. ¿Y qué se sabe del sustrato genético?
Increíblemente, justo en ese momento, Crick se despertó, y además totalmen-
te lúcido. Se levantó, se dirigió directamente hacia donde estábamos nosotros
y se sentó al lado de la mujer.
—Eh… usted ¿viaja con ellos? —balbuceó ella un poco intimidada.
—Sí, sí. El señor… Cuello,3 sí, el señor Cuello viaja con nosotros. Acaba
de despertarse —dije.
—Cuello, sí. Un gusto, para servirle —dijo Crick, pero por suerte no le
extendió la mano—¿Decían? Creí escuchar que decían algo sobre genética.
Siempre me interesó la genética.

3. Esta fue una broma. Crick significa tortícolis en inglés.

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—La señora es especialista en temas de origen del lenguaje, y… —comenzó
a explicar Darwin.
—¿Usted es biólogo? —le preguntó la mujer a Crick, abriendo bien
grande los ojos.
—Sí y no… Más bien era... En realidad, lo seré siempre —la cosa podía
embarrarse.
—Mejor retomemos el punto —propuso Darwin.
Urgente, me dije. Hay que salir del embrollo que está por armar “el señor
Cuello”. Pero esta vez el mismo Crick se encargó de enmendase.
—Como le decía —dijo inmediatamente—, me interesa la Genética. Respecto a
las bases genéticas del lenguaje, quería comentarles que, hacia el año 2000, científi-
cos de la Universidad de Oxford en Gran Bretaña descubrieron que, en una familia
con dificultades tanto en la comprensión como en la enunciación del habla, un gen
llamado FOXP2 estaba mutado. Este gen tiene mucha importancia, tanto durante el
desarrollo embrionario como en la adultez porque sus variantes defectuosas afectan el
desarrollo de centros neuronales necesarios para la planificación y el aprendizaje del
habla, en particular cuando requieren enunciados largos o complejos. En el cerebro
la proteína de FOXP2 interviene en la regulación de la migración de cierto tipo de
neuronas que forman los llamados circuitos corticotalamoestriatales.
El tren comenzó a ponerse en marcha justo cuando dijo la última palabra
que quedó tapada por el chirrido del engranaje.
—Y un dato interesante —agregó nuestra interlocutora que evidentemente
estaba más interesada en el tema y que había desistido en averiguar quiénes
éramos—. De restos óseos de neandertales y denisovanos se ha podido extraer
ADN antiguo. Cuando se compararon el gen FOXP2 de estos dos linajes con
el de los humanos actuales, las secuencias codificantes eran idénticas y por lo
tanto las proteínas las mismas. Sin embargo, cuando se compararon las regiones
del genoma que regulan la expresión del gen, se encontraron diferencias. Estas
diferencias se habrían fijado apenas después de la separación de los humanos
modernos de los neandertales, en forma muy temprana en la evolución humana.
—Es decir —intervino el señor “Cuello”—, los neandertales tendrían algunas
facultades del leguaje, pero quizá no otras que sí estuvieron casi desde el inicio
en los humanos modernos.
—Así es —continuó nuestra maestra—. Pero eso no quiere decir que los
humanos tuviésemos la facultad del lenguaje completamente desarrollada desde
ese momento. Probablemente los primeros humanos tuvieran un protolenguaje
que no incluía la capacidad de sintaxis jerárquica ni semántica. Y… ¡otra vez
Darwin!, propuso que las primeras formas de lenguaje, el protolenguaje, habría
sido musical, algo así como un canto o murmullo.

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Cuando escuchó otra vez su nombre, el viejo Darwin se quedó inmóvil y
volteó los ojos hacia el techo, haciéndose el distraído como el más tonto entre
los tontos. Como varias veces en esa noche, hice lo que hacen los magos para
hacer sus trucos: desviar la atención del público hacia otro lado.
—Y hay otro gen candidato a relacionarse con el lenguaje —dijo el señor
“Cuello” acomodándose la corbata, uno de esos gestos mecánicos con los que
ocupamos las manos en las situaciones incómodas—. En la prestigiosa revista
Cell se publicó en el 2012 un trabajo que describía la triple duplicación del gen
SRGAP2 en el linaje humano, luego de que nos separáramos del linaje que con-
duciría a los chimpancés. Esta familia de genes está involucrada en el aumento
en la cantidad y el largo de las espinas dendríticas, prolongaciones que dan
forma de estrella a las neuronas de nuestro sistema nervioso, lo que modifica el
funcionamiento de los circuitos neuronales. Se conoce muy poco sobre los siste-
mas genéticos relacionados con el habla. La forma de estudiarlo, además de las
mutaciones espontáneas que afectan al habla como en el caso del gen FOXP2, es
la comparación de los genomas de humano y chimpancé, para buscar diferencias
en genes candidatos. Es decir, genes que intervengan en el desarrollo del sistema
neuronal o en la conexión sensorial-motora entre sí y con el sistema neuronal.
—Por lo que veo, la evolución del lenguaje es todavía un gran desafío…
—dijo Darwin como interrogando a su maestra.
—Sí, hoy sabemos que no podría haber tenido una única causa, que es quizá
el carácter más complejo del hombre. Cambia a lo largo de tres escalas de tiempo:
la filogenética, es decir, los caracteres que evolucionaron en el ancestro común
con los chimpancés y luego de la separación y la evolución separada de los
linajes que conducirían al hombre; la ontogenética, o sea durante la adquisición
del lenguaje en los años que le siguen al nacimiento; y la escala intermedia, que
son los cambios que acumulan las lenguas a lo largo de la evolución cultural, que
tiene una transmisión principalmente horizontal, entre miembros de generacio-
nes coetáneas. Y tiene que ser abordado por varias disciplinas: neurobiología,
ciencias cognitivas, evolución genética y cultural, lingüística...
—Aprendí mucho sobre origen del lenguaje en este viaje —dijo Darwin—.
¿Y qué se sabe de la evolución de las lenguas y las palabras?
—Las similitudes entre la evolución biológica y la evolución de las lenguas,
de los idiomas, es muy interesante —comenzó a explicar nuestra maestra—.
Obviamente tienen una diferencia básica: las variantes biológicas no pueden ser
inventadas a voluntad y en cambio nuevas palabras, sí. Pero en los dos casos se
heredan de una generación a otra, una herencia vertical, y también se difunden
horizontalmente, entre individuos de la misma generación o de generaciones cer-
canas. En este libro hay un esquema —me dijo y me entregó el libro abierto. En

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el esquema se mostraba que el idioma inglés y el alemán están más relacionados
entre sí que con el francés, aunque las tres son lenguas de origen indoeuropeo.
Pero tres palabras: “carne de vaca”, “carne de cerdo” y “carne de cordero” habrían
pasado horizontalmente del francés al inglés durante la invasión normanda a Gran
Bretaña en el año 1066. Estas palabras no derivan de las palabras sajonas de los
respectivos animales, sino de las francesas. Lo reproduzco acá:

El esquema del libro mostraba la diferencia entre herencia vertical y transferencia hori-
zontal de palabras. El inglés y el alemán derivan del stock lingüístico ancestral anglo-
sajón por herencia vertical. Se muestran la evolución de algunas palabras para referir-
se a vaca, cerdo y oveja, en los dos idiomas, pero el inglés además adoptó del francés
otras palabras para los mismos significados, en este caso por transferencia horizontal.

Los tres, Darwin, Crick y yo nos concentramos en el esquema. La herencia ver-


tical en este caso sería la transmisión de las palabras de generación en generación,
donde cada término evolucionó de manera distinta en cada lengua, pero conservando
su raíz. Es lo que hace que palabras de idiomas emparentados sean similares, como
las palabras cow y kuh, que significan “vaca”, en inglés y en alemán, respectivamente.
La transmisión horizontal ocurre por la adopción de palabras de otra lengua, con la
que no necesariamente comparte una raíz. Por lo visto, el esquema nos enseñaba
que la manera en la que se nombra a la carne de vaca en inglés (beef) fue tomada del
francés (boeuf), por lo que es tan distinta de la palabra sajona que nombra al animal.
En la página siguiente había otro esquema que explicaba esta herencia vertical
de las palabras. También lo reproduzco:

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El segundo esquema que nos mostró la pasajera: arriba, la evolución de un rasgo bio-
lógico, abajo la evolución de un rasgo cultural, lingüístico. Recuerdo nuestra sorpresa
al notar las semejanzas entre ambas. En la herencia vertical, tanto en la biológica como
cultural, se conservan rasgos estructurales del ancestro en las formas derivadas.

El esquema comparaba la similitud entre un carácter homólogo, como


partes de una extremidad tetrápoda heredada tanto en mamíferos, como en
reptiles y pájaros. En los tres casos la forma de las extremidades es distintas,
pero conservan similitudes básicas estructurales de la condición tetrápoda. De
la misma manera, la raíz pede del latín está en las lenguas derivadas, por más
que en cada lengua haya evolucionado de manera distinta.

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Mientras mirábamos los esquemas del libro de la misteriosa pasajera, ella
se levantó intempestivamente de su asiento, se hizo paso por entremedio de
nosotros y dijo: “Hasta aquí llego. Tengo que bajarme en esta estación”.
No nos dio tiempo a reaccionar.
—¡Su libro! —alcancé a decirle cuando ya casi estaba en el extremo del vagón.
—Se los regalo. Se lo merecen, nunca disfruté tanto un viaje —dijo. Me aso-
mé y vi su silueta caminar por el andén. Sin darse vuelta saludó con el brazo en
alto, agitando la mano. Desapareció en la luz ambigua del alba que ya comenzaba.
Revisamos el libro para encontrar algún rastro. En la primera hoja en blanco,
escrito en tinta roja decía: Mary Reds.

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Tertulia

Cuando llegamos a la puerta del museo yo ya estaba extenuada física y


mentalmente. En las escalinatas el viento hacía rodar las serpentinas de la no-
che anterior. El cielo rojizo anunciaba ya el amanecer. Hasta allí habría llegado
mi paciencia para con el viejo; en aquel momento estuve a punto de dar por
terminada definitivamente aquella noche increíble. Quería volver a casa. Pero
Darwin mencionó algo que me hizo cambiar de opinión enseguida.
—Nuestros amigos Haeckel, von Baer y Waddington deberían estar en la
Biblioteca. Podemos intentar entrar al museo en forma discreta… —murmuró
el viejo con la mirada clavada en el suelo.
Haeckel… Finalmente él era el único de todos ellos por quien me había
sentido de alguna manera reconocida, además de Darwin, claro. Quería ver a
Haeckel al menos una vez más.
—Además, si no me equivoco, usted Ana ha perdido su bolso cuando tuvimos
que salir precipitadamente —dijo Darwin con el evidente propósito de convencerme.
En ese mismo momento, la puerta se abrió sin que nadie la tocara, una de
las hojas giró hacia el hall, casi sin chirriar. La luz amarilla de los faroles de la
calle inundó el piso de mármol de la entrada del museo. Nos quedamos mudos.
Darwin al fin dio unos pasos hacia el interior del edificio.
—¡Mi querido Haeckel! ¡Qué alegría verlo! —exclamó emocionado el viejo.
Se abrazaron como padre e hijo.
—¿Temía por nosotros? ¿Tenía alguna duda de que seríamos capaces de
escapar del laboratorio, Sir Charles? —dijo von Baer emergiendo de las sombras
hacia el halo de luz amarilla.
—¡De ninguna manera, querido amigo! —respondió Darwin palmeando la
espalda del estonio—. Confiaba plenamente en ustedes.
Haeckel se me acercó sonriendo.
—No dejé de preguntarme por usted —dijo sosteniéndome la mirada. Traté
de permanecer impasible pero el corazón me golpeaba el pecho con fuerza.
—Yo… yo… también… Eh… Quiero decir, estaba afligida por usted. Digo…
por ustedes —en estos casos, cualquier cosa que se diga la delata a una, no tanto
por lo que se dice sino por cómo lo dice.

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—Entremos, amigos, antes de que la noche se apague —el viejo me salvó
esa vez—. Las salutaciones, en la Biblioteca.
Darwin, Crick y von Baer se adelantaron por el pasillo que sale a la izquierda
del hall hacia la Biblioteca. Haeckel y yo caminamos en silencio unos metros
detrás de ellos. En un momento su mano rozó la mía, sentí el frío que emanaba
de su cuerpo y me llenó de angustia. Era, finalmente, un fantasma. Él y yo
seríamos siempre dos islas.
Unos metros antes de la Biblioteca, un aroma a tabaco de pipa anticipaba
la presencia de Waddington.
Entramos a la gran sala de la Biblioteca. Era un espacio rectangular con
anaqueles del piso al techo llenos de ejemplares muy viejos que tapaban las
paredes. Algunos de aquellos libros debían tener más de un siglo. Al entrar sentí
que algo en aquella atmósfera nos rechazaba.
—¡Tenía un simple cable desconectado! Si me hubieran esperado cinco mi-
nutos podría haberlos llevado a la puerta de la Universidad —dijo Waddington
asomándose desde un enorme sillón de cuero en el que estaba cómodamente
instalado, mientras se sacudía las cenizas de la pipa de su elegante saco de tweed.
—Siento que nos vigilan… ¿Hay alguien más en la Biblioteca? —dije con
un dejo de aprensión.
—No se preocupe, Ana —dijo Haeckel.
—Tomemos asiento, queridos amigos. Acompáñenme —dijo el viejo
dirigiéndose a una de las mesas en el centro de la sala—. Esta noche hemos
aprendido mucho de Biología y Evolución por gentileza de mi querida amiga
Ana. Y sin ella tampoco hubiésemos podido conocer modernos laboratorios.
No respondí. Todos me devolvieron una sonrisa de agradecimiento que tenía
también algo de conmiseración.
—Lo que aprendí esta noche me sirvió para darme cuenta de que la Biología
y la Evolución están atravesando una gran transformación —continuó Darwin—.
He visto cuán fructíferas pueden ser las investigaciones que integran el estudio
del desarrollo embrionario, de la expresión de los genes y del ambiente del
embrión para entender la morfología del organismo adulto. Al inicio de esta
noche, yo concebía la evolución de los seres vivos según la versión de la teoría
sintética, es decir que los cambios evolutivos son siempre graduales y lentos, y
ocurren por simples y pequeñas mutaciones de los genes…
—¿No es así, acaso? —interrumpió Crick—. Una mutación, a menos que
resulte dañina, probablemente produzca un cambio mínimo en los rasgos del
organismo. ¿Y no son estas pequeñas diferencias entre los individuos sobre las
cuales actúa la selección natural, tal como usted lo propuso, sir Charles?

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—Eso es lo que discutíamos con el doctor Ernst Mayr en un encuentro en
este mismo museo1 hace unos años —replicó Darwin—, que estos cambios
mínimos, sobre los cuales actúa la selección natural, resultan en una evolución
gradual, sin modificaciones abruptas. La mayor parte del tiempo la evolución
ocurre a una velocidad regular y mediante pequeños cambios.
—Ciertamente, la acumulación de una gran cantidad de pequeños cambios
ocurridos durante una enorme cantidad de tiempo ¡explicaría la gran diversi-
dad de formas de vida! —siguió Crick—. El gran paleontólogo George Gaylor
Simpson, que como usted sabe, señorita, estuvo buscando huesos en estas tie-
rras, estudió en el registro fósil la transformación de aletas en patas que ocurrió
cuando algunos peces primitivos evolucionaron en los primeros vertebrados
terrestres. Esa fue una transformación gradual ocurrida a lo largo de un gran
periodo de tiempo, durante el cual estos organismos originalmente acuáticos
habitaron ambientes terrestres.
—Sí, eso es correcto. La teoría sintética puede explicar la transformación
de las aletas a lo largo de miles de generaciones, pero no explica cómo apa-
reció la primera aleta en peces —dijo Haeckel, que hasta el momento había
seguido en silencio la charla—. La aparición de la primera aleta es asunto de
la Embriología Evolutiva.
—Así es, mi estimado amigo —dijo Darwin—. Sin embargo, en mi época la
discusión acerca de la aparición de novedades estructurales, tales como aletas,
plumas u ojos, era muy controversial.
—¡Justamente! Es muy difícil explicar la aparición de un ojo, una aleta,
un cerebro. ¡Maravillas de la naturaleza como estas solo pueden ser obras del
Creador! —dijo una voz que vibraba de emoción. La figura de un hombre de
contextura fuerte, de mediana edad, de una elegancia que parecía a todas luces
natural, avanzo unos pasos hacia nosotros en medio de un murmullo de asombro.
—Buenas noches, doctor Burmeister. Es bienvenido. Hace tiempo nos de-
bemos un encuentro pacífico en este museo —dijo Darwin.
¡Burmeister! ¡Al fin lo veía! No parecía un personaje tan temible como me
lo había imaginado. A lo sumo, un caballero muy formal. Además, me sentía
en cierta forma protegida por el viejo Darwin.
—¡Lo que ustedes llaman novedades evolutivas solo son obras del plan del
Creador! Pero, en fin, no vine a batallar. Soy el anfitrión... —Burmeister no
parecía estar en una postura beligerante.

1. Admiré desde siempre a Ernst Mayr gracias a mi padre que era aficionado a la
ornitología, el estudio de las aves. Mayr estudió, sobre todo, los mecanismos de formación
de nuevas especies. Se lo llamó el Darwin del siglo XX.

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Con un gesto Darwin lo invitó a sentarse a su lado, pero Burmeister solo
avanzó unos pasos y permaneció de pie tras el respaldo de una silla de cuero
que parecía ofrecerle cierta protección.
—Bueno, doctor, dejemos por el momento de lado las discusiones teológi-
cas. La Embriología basta para explicar muy bien el surgimiento de novedades
evolutivas —dijo Haeckel—. Justamente, como decíamos, la aparición de las
primeras aletas en peces ocurrió durante el desarrollo embrionario de un linaje
de peces sin aletas en los que un gen preexistente, uno de los genes HoxD, que
también interviene en otros procesos del desarrollo, adquirió una nueva función.
La expresión de este gen HoxD en una nueva localización del cuerpo del animal,
en sus flancos, coincide con las protuberancias que presenta el embrión en los
lugares en los que se desarrollarán las aletas.
—Si retomamos la metáfora de la orquesta —von Baer miraba a Burmeis-
ter con una mirada iluminada—, HoxD sería un instrumento que comienza a
ejecutar su melodía en un momento y en un lugar del cuerpo donde antes no lo
hacía. Esto induce a su vez la expresión de otros genes, es decir que resulta en
una sinfonía nueva, en este caso, las aletas.
—Si me permite profesor... —agregó Waddington—, es muy sugestivo que
la Embriología haya tenido un rol muy marginal o casi nulo en los contenidos
de la teoría sintética. Hoy, en cambio la subdisciplina de la Biología llamada
Embriología Evolutiva, es decir el estudio de la base embrionaria del cambio
evolutivo, que combina Biología molecular, celular, Epigenética, y estudios
morfológicos y ambientales, es uno de los pilares de la Evolución.
—Así es —dije entusiasmada por el vuelo que estaba tomando la conver-
sación—. Un fenómeno inicialmente simple, como la alteración del momento
o del lugar en el cuerpo del embrión en el que se expresa un gen durante el
desarrollo embrionario, puede desencadenar un cambio rápido y que puede
modificar radicalmente la estructura del cuerpo del organismo, es decir, generar
una novedad evolutiva. ¿Es así, doctor Haeckel?, ¿o me equivoco?
—Efectivamente —dijo Haeckel con un dejo de jactancia.
Burmeister seguía parapetado detrás de la silla, pero ahora más atento
que desconfiado.
—La Embriología... la Embriología... Mmm… Al final de cuentas, como
siempre, es el ADN el que da la explicación última —dijo Crick—. La altera-
ción en la expresión de un gen se debe a... la mutación en otro gen que regula
su expresión. Así de sencillo.
—Permítame puntualizar un par de cosas —dije con seguridad—. En primer
lugar, se olvida usted, doctor Crick, de los fenómenos epigenéticos. No es ne-
cesaria una mutación en el ADN para alterar la expresión de un gen. Basta que

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cambie su marca epigenética. Además, está la influencia indirecta del ambiente
sobre estas marcas epigenéticas. Y, en segundo lugar, muchos cambios no se
producen a expensas de un único gen sino de la interacción de los productos de
muchos genes en las llamadas redes génicas. Y, además, como si fuera poco,
estas redes génicas se ven influenciadas por el ambiente, que puede ser cam-
biante en el tiempo.
—Tomando la metáfora de la orquesta —balbuceó Darwin—, algunos carac-
teres podrían ser la sinfonía resultante de una orquesta sencilla como esta… No
soy muy bueno dibujando, pero lo intentaré —Darwin se acercó a un pizarrón
a punto de ser jubilado pero todavía útil y dibujó:

Al principio, Darwin esquematizó una orquesta en la que los instrumentos ingresaban


uno después de otro, en forma secuencial.

—En esta orquesta la entrada de los instrumentos es secuencial —dijo el


viejo señalando las flechas de su esquema con la tiza—. Es decir: inicia el timbal
que da pie a la flauta traversa, esta da pie al violín y, finalmente, el violín da pie
al piano y así es como se forma la sinfonía. Si en esta orquesta el flautista se
enfermara, como no hay nadie que lo pueda reemplazar para dar pie al violín,
la sinfonía no podría sonar. Puede haber caracteres morfológicos o fisiológicos
que, como en esta orquesta, dependan de genes regulados en forma secuencial.
Si fallara un gen, probablemente el carácter en cuestión se vería muy perturbado.
Pero algunos caracteres deben ser el resultado de orquestas de genes mucho
más complejas, como esta otra:

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Pero la relación entre los instrumentos en una orquesta es en general más compleja...

—En esta orquesta los pies que se dan los instrumentos unos a otros son
en forma de red —Darwin estaba exaltado—. El timbal da pie a la entrada de
la flauta, pero también al violín. La flauta, a su vez, da pie al violín, el violín
al piano y este… ¡también da pie nuevamente al timbal! Además, ciertas notas
ejecutadas por el timbal en otro momento de la sinfonía dan pie al piano y este,
a su vez, da pie al violín. Como los instrumentos de esta orquesta se dan pie
recíprocamente a lo largo de su ejecución, si faltara el flautista, a diferencia de la
otra orquesta, la sinfonía resultante ocurriría igual. Una sinfonía tal vez distinta,
pues falta un instrumento. Pero sinfonía al fin. En estos casos, la mutación en
un solo gen no sería suficiente para que cambie drásticamente un carácter. Más
bien, cabría esperar que caracteres que dependen de redes génicas sean más
estables desde el punto de vista evolutivo, es decir que cambien menos.

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—Totalmente de acuerdo, sir Charles —dijo Waddington con un gesto de
satisfacción—. Los conceptos de redes génicas y de modularidad son funda-
mentales para describir el potencial evolutivo de un linaje, es decir su capacidad
de originar cambios evolutivos. Estos cambios pueden ocurrir a expensas de la
reorganización de la relación entre módulos y redes preexistentes. Una receta
nueva con los mismos ingredientes.
Darwin y Haeckel celebraron la metáfora. Crick, en cambio, no compartía
la efusividad de Waddington y sus compañeros. Yo, que estaba sentada cerca
de Burmeister, noté cómo murmuraba por lo bajo:
—El cambio permanente de las especies tirará por tierra el trabajo de siglos
para establecer jerarquías zoológicas y botánicas. No se dan cuenta, no se dan
cuenta... —miraba hacia abajo mientras negaba con la cabeza. Pero nadie al-
canzó a escucharlo.
Darwin comenzó a caminar rodeando la mesa, concentrado y entusiasmado
a la vez, con las manos entrelazadas en su espalda.
—Esta noche —dijo—, también trajo a mi cabeza algunas preguntas sobre
la herencia de los caracteres adquiridos. Lamarck había propuesto que, por
ejemplo, el hábito continuo de las jirafas de buscar hojas tiernas en las ramas
más altas de los árboles resultaría en nuevas generaciones de jirafas de cuello
más largo, puesto que las hijas heredarían el cuello que estiraron las jirafas de
la generación anterior. A esto llamaba él “herencia de caracteres adquiridos”.
Es un asunto que me provocó más de un dolor de cabeza. ¡Cuántas veces habré
mantenido discusiones imaginarias con nuestro querido colega Lamarck! Cuando
los trabajos de Mendel2 postularon la existencia de lo que hoy llamamos genes...
parecía que las ideas de Lamarck debían quedar descartadas: se pensaba que
los genes no recibían ninguna influencia ambiental. Hoy, después de la visita al
Laboratorio de Epigenética, hemos aprendido que los genes pueden responder
al ambiente adquiriendo cambios epigenéticos y, más aún, ¡que estos cambios
epigenéticos puedan transmitirse a la descendencia al menos algunas genera-
ciones! Entonces, me pregunto… ¿La herencia de marcas epigenéticas no es
una forma de herencia de los caracteres adquiridos?
—Cómo le hubiera gustado a nuestro colega Lamarck ser parte de esta
discusión... —dijo Haeckel.

2. Gregor Mendel fue una rareza en la historia de la ciencia. En todo sentido. En


primer lugar, no se llamaba Gregor sino Johann, adoptó el nombre Gregor cuando decidió
ordenarse como sacerdote. Segundo, se hizo sacerdote para poder seguir estudiando cien-
cia. Y tercero, no estudió ni zoología ni botánica, sino física. Fue el padre de la genética
moderna. La genética no nació en un laboratorio sino en un monasterio.

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—Efectivamente, nuestro chevallier se hubiera sentido revindicado —dijo
Darwin—. En el Laboratorio de Epigenética vimos un claro ejemplo de cómo
las marcas epigenéticas pueden ser condicionadas por el ambiente del individuo,
y además pueden heredarse a las generaciones siguientes. Aunque esta sea una
herencia más inestable que la herencia genética, claro está, es un hallazgo que
actualiza la idea de la herencia de los caracteres adquiridos que originalmente
planteó Lamarck.
—Sí, acepto que la epigenética abre una dimensión nueva en el concepto
de herencia —dijo Crick—. Pero todavía no sabemos cuánta relevancia tiene
en el cambio evolutivo. Es un área en pleno desarrollo...
—Sea como fuere —intervino Waddington—, creo que todos podemos
acordar con lo que dijo un reconocido biólogo evolutivo de la Universidad de
Oxford, Thomas Cavalier-Smith: “La idea popular de que el ADN contiene ‘toda
la información necesaria para hacer un gusano’, es simplemente falsa”. El ADN
contiene la información genética, pero no la epigenética, ni la fenotípica, ni la
comportamental, ni la ambiental, que como vimos son esenciales para definir
las características de un organismo.
—“Hacer un gusano”… –—murmuró Burmeister, con gesto de asco.
—Finalmente, todo conocimiento científico es una explicación provisoria
en el sentido de que puede ser refutado o, en el mejor de los casos, ampliado
y profundizado —dijo Crick con inesperada humildad—. El descubrimiento
de la estructura del ADN y del funcionamiento de los genes no puede ser la
explicación última de toda la biología.
Hubo unos segundos de silencio. Darwin miraba a Crick. Me pregunté si
algo similar pensaría él respecto a la selección natural, y no me equivoqué.
—Así es —dijo el viejo—. Comencé esta noche preguntándome sobre el
origen de las plumas en las aves cuando me encontré con Ana en la sala con-
tigua. Antes hubiera explicado cualquier cambio evolutivo solo a expensas de
la selección natural. El aprendizaje de esta noche transformó radicalmente mi
forma de pensar la Evolución y la Biología.
Me sentí muy halagada por las palabras del viejo. Nunca imaginé que po-
dría… ¡educar a Darwin!
—Además de la selección natural, hay otros personajes protagónicos en esta
historia —continuó el viejo Darwin—. Aprendí que el ámbito de surgimiento
de una novedad evolutiva puede ser el del embrión. Cambios relativamente
pequeños en el momento y el lugar de la expresión de unos pocos genes puede
resultar en una modificación importante en la estructura del organismo. Tam-
bién aprendí que la expresión de los genes no es independiente del ambiente…
Antes pensaba que el ambiente de un organismo no tenía casi trascendencia en

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su herencia. Ahora que he aprendido qué es la Epigenética me doy cuenta de
que el ambiente no es solo el telón de fondo donde se desarrolla la sinfonía, sino
otro de los instrumentos principales, que se trata de una herencia más “blanda”
pero que puede ser muy importante.
Sentí que todos, inclusive Burmeister, escuchaban al viejo con verdadero
interés. Haeckel era el único que estaba ocupado en otra cosa. Parecía tomar
notas, pero en un momento se detuvo. Cerró el libro que tenía entre manos,
levantó la vista y la fijó en mí por unos instantes. Sentí la calidez de su mirada,
no parecía salir de un ser frío como el que percibí en el pasillo.
—Aprendí también que la teoría sintética tenía una visión fragmentada del
organismo. Era más fácil concebir la acción de la selección natural sobre genes
que funcionan independientemente unos de otros. Sin embargo, ahora tengo
claro que los productos de los genes interactúan en las redes génicas y, por lo
tanto, su evolución no es independiente. Los genes evolucionan en conjunto y
la selección natural ve a los organismos como un todo.
La luz de la mañana avanzaba dentro de la sala, poco a poco se iba derra-
mando desde las altas ventanas de la Biblioteca y dejaba ver, como en un fondo
marino, minúsculas partículas que flotaban entre nosotros. Caminé unos pasos
hacia una de las ventanas y miré hacia arriba para ver mejor un haz de pequeñas
motas flotantes que comenzaban a fulgurar cada vez con más intensidad. Intuí
que esta especie de road movie evolutivo estaba llegando a su fin y eso me
produjo alivio y tristeza a la vez. Miré hacia el círculo que se había formado
alrededor de Darwin. Me pregunté qué tenía de especial aquel hombre, y me
respondí que era extraordinario pero que también fueron sus circunstancias las
que habían sido tan especiales.
—Confieso que me da una enorme satisfacción ver que la Evolución
evoluciona —estaba diciendo el viejo—. En tiempos de la teoría sintética, la
evolución fue una ciudad dominada por una enorme torre, regular y monolítica
que era la selección natural. La selección natural imponía allí el orden. Era una
ciudad elegante, predecible y confortable. Pero algo empezó a hacer agua en la
vieja torre, y dejó de ser el único edificio imaginable para esa ciudad. Entonces,
nuevos estilos arquitectónicos florecieron su lado. No eran tan enormes ni tan
simétricos ni elegantes, pero incorporaban más colores al paisaje urbano: la
complejidad y la contingencia. Y aquí estamos...
En un momento la voz de Darwin comienza a apagarse, me doy cuenta de
que las figuras de Waddington y von Baer comenzaban poco a poco a deshacerse.
También las de Burmeister y Crick, y la de Darwin. Así, recordaba, había termi-
nado también la aventura aquel muchacho Marcos en el museo. Dos aventuras
distintas, dos finales iguales, o casi.

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Miré a Haeckel, pero su mirada ya se desvanecía frente a mis ojos.
Simplemente ya no estaban más. Ni siquiera los había podido despedir.
Comencé a recorrer el camino hacia la puerta de salida, guiada por la luz
azulada de un fondo marino. Las puertas de hierro estaban entreabiertas, como
si alguien las hubiese abierto para mí, lo mismo que mi mochila, que estaba
cuidadosamente colocado frente a la puerta. Lo tomé y salí al mar caótico de un
jueves en Buenos Aires. Caminé hacia cualquier lado con el cuerpo aletargado.
En un momento me di cuenta de que la mochila pesaba demasiado. La abrí y vi
un ejemplar viejísimo de El origen de las especies en inglés. Era una primera
edición. Abro en la primera página y leo:

Liebe Ana,
Nur die unendlich Zeit kann zwei Inseln verbinden erleben.
Ernst Haeckel

No sabía alemán. Me pregunté si hablaría de un encuentro o de una despedida.


El sol de la mañana empezaba ya a ahuyentar el fresco de la noche.

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Bibliografía recomendada

Carey, Nessa. La revolución epigenética. Barcelona, Biblioteca Buridán, 2010.


Ofrece una multitud de ejemplos de cómo la epigenética influye en nuestro
desarrollo y en nuestras enfermedades. Muestra cómo la epigenética pone en
jaque la idea de que el éxito o el fracaso social están determinados genéticamente.

Jablonka, Eva y Marion Lamb. Evolución en cuatro dimensiones. Madrid,


Capital Intelectual, 2013.
Este libro, más tarde o más temprano, se convertirá en un clásico de la evo-
lución de principios del siglo XXI. En él, las autoras amplían el concepto de
herencia que incluye, además de la genética, la epigenética, la comportamental
y la simbólica, esta última clave en la evolución de la cultura humana.

Lewontin, Richard. Genes, organismo y ambiente. Barcelona, Gedisa, 2000.


Entre otras cosas, discute si las diferencias entre dos organismos, aun de la
misma especie, residen o no solo en sus genes.

Lewontin Richard. El sueño del genoma humano y otras ilusiones. Barcelona,


Paidós, 2001.
Lewontin es un gran desmitificador. En este caso, lo hace muy bien con el
genoma humano.

Gilbert, Scott F. y David Epel. Ecological developmental biology: integrating


epigenetics, medicine and evolution. Sunderland, Sinauer Associates, 2009.
Wagner, Gunther P. Homology, Genes and Evolutionary Innovation. Princeton,
Princeton University Press, 2014.

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Películas recomendadas

La duda de Darwin (Creation)


Director: Jon Amiel, 2009.
Narra la historia de las tensiones internas de Darwin en el momento de pu-
blicar El origen de las especies. En ese momento se agudiza el conflicto entre
el impacto que su teoría evolutiva –y la pérdida de su querida hija Anne– tiene
sobre sus sentimientos religiosos.

La guerra del fuego (La guerre du feu)


Director: Jean-Jacques Annaud, 1981.
Muestra un escenario posible de la evolución humana, donde distintas es-
pecies de homínidos se vinculan entre ellas, compitiendo por el territorio y la
comida, pero también compartiendo descendencia.

Gattaca
Director: Andrew Niccol, 1997.
Cuenta la historia y los conflictos entre dos hermanos nacidos en una sociedad
futura, uno planificado genéticamente y el otro no. Vale la pena.

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Sobre los autores

María Susana Rossi


Es doctora en Biología por la Universidad de Buenos Aires. Fue becaria del
INTA y del CONICET. Realizó sus estudios doctorales con la orientación de
Osvaldo A. Reig, uno de los biólogos evolutivos más inspiradores y prolíficos
que tuvo Argentina. Trabajó en la Universidad Autónoma de Barcelona y en la
Universidad de Pavía. Es investigadora del CONICET en temas de Biología
Evolutiva, en los que integra evolución genómica y molecular y divergencia de
especies a lo largo del tiempo y del espacio, temas en los cuales ha dirigido tesis
doctorales de científicos que actualmente trabajan en Argentina, Brasil, Canadá
y Europa. Además, estudia aspectos de la estructura y origen del lenguaje con
un enfoque evolutivo. Ha publicado numerosos artículos en revistas científicas
especializadas y ha trabajado también en divulgación científica. Es coautora
de “Qué es (y no es) la Evolución” publicado por Siglo XXI Editores (Buenos
Aires), que va por la 7ª edición. Escribe también ficción; “El cautivo y otros
relatos”, Editorial Colihue (Buenos Aires).

Marcos Imberti
Es profesor y doctor en Ciencias Biológicas por la Universidad de Buenos
Aires. Realizó sus estudios doctorales en temas de Biología Evolutiva, utilizando
en sus investigaciones especies de moscas de la fruta, uno de los “organismos-
modelo” que más aportó a los conocimientos en Biología. Ha difundido el
resultado de sus investigaciones en numerosas revistas científicas. Desde en-
tonces se desempeña como profesor en escuelas y en universidades de Buenos
Aires y Córdoba. Su práctica cotidiana como docente alimenta su pasión por la
divulgación de las ciencias.

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Índice

Carnaval..........................................................................................................5
La sinfonía del embrión................................................................................12
El coro............................................................................................................26
Toneladas de información............................................................................41
La pasajera....................................................................................................54
Tertulia........................................................................................................... 69
Bibliografía recomendada............................................................................79
Películas recomendadas................................................................................80
Sobre los autores........................................................................................... 81

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Colección Ciencia joven

1. Una expedición al mundo subatómico. Átomos, núcleos y partículas


elementales, Daniel de Florian
2. Números combinatorios y probabilidades, Ricardo Miró
3. Las plantas, entre el suelo y el cielo, Jorge Casal
4. Introducción a la geología. El planeta de los dragones de piedra, Andrés
Folguera, Víctor A. Ramos y Mauro Spagnuolo (coords.)
5. Biomateriales. Una mejor calidad de vida, Gustavo S. Duffó
6. Reproducción humana, Marta Tesone
7. La física y la edad de la información, Marcelo J. Rozenberg
8. Biodiversidad y ecosistemas. La naturaleza en funcionamiento, Claudio
M. Ghersa
9. 100 años de relatividad, Diego Harari y Diego Mazzitelli
10. Entre el calamar y el camello. O del control del medio interno, Carlos
Amorena y Alejandra Goldman
11. Por los senderos de la noche. Guía de viaje para mochileros del Universo,
Pedro Saizar
12. La física de los instrumentos musicales, Javier Luzuriaga y Raúl O. Pérez
13. La intimidad de las moléculas de la vida. De los genes a las proteínas,
Martín Vázquez
14. El lenguaje de las neuronas, Osvaldo Uchitel
15. Biología marina, Pablo E. Penchaszadeh y Martín I. Brögger
16. El universo de las radiaciones, Jorge Fernández Niello
17. Construyendo con átomos y moléculas, Índigo
18. Evolución y selección natural, Esteban Hasson
19. El aire y el agua en nuestro planeta, Inés Camilloni y Carolina Vera
20. Respuesta inmune. Anticuerpos, alergias, vacunas y reproducción hu-
mana, Ana Cauerhff, Guillermo Horacio Docena, Carlos Alberto Fossati
y Fernando Alberto Goldbaum
21. Contaminación y medio ambiente, Daniel Cicerone
22. El sol, Marta Rovira

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23. Drogas hoy. Problemas y prevenciones, Wilbur Ricardo Grimson
24. El origen de los primeros Estados. La “revolución urbana” en América
Precolombina, Marcelo Campagno
25. Investigación en cáncer y citogenética, Christiane Dosne Pasqualini y
Susana Acevedo
26. El VIH/Sida desde una perspectiva integral, Fundación Huésped
27. El mundo mediterráneo entre la Antigüedad y la Edad Media 300-800
d.C, Pablo Ubierna
28. Introducción a la filosofía, Francisco Bertelloni y Antonio Tursi
29. Los juegos de Minerva. La historia de las ciencias de la naturaleza en
trece escenas con comentarios, Miguel de Asúa
30. El derecho de elegir. Conversaciones con los jóvenes, Héctor Shalom
31. Biología Tumoral. Claves celulares y moleculares del cáncer, Elisa Bal
de Kier Joffé, Lydia Puricelli y Daniel F. Alonso
32. La memoria animal: adquisición, persistencia y olvido, Héctor
Maldonado
33. Una mirada fisicoquímica a través del vidrio, Horacio R. Corti
34. La razón de las hormonas. El porqué de las glándulas endocrinas,
Ernesto J. Podestá
35. Los primeros americanos. Arqueología y bio-antropología de los prime-
ros americanos, Gustavo Politis, Luciano Prates e Ivan Perez
36. Citoesqueleto y vida celular, Walter Berón, María Isabel Colombo, Luis
Alberto López, Luis Segundo Mayorga y Miguel Ángel Sosa
37. Genética y salud, Víctor B. Penchaszadeh
38. Nanotecnología. El desafío del siglo XXI, Galo Soler Illía
39. ¿Qué es la justicia? Argumentos filosóficos sobre lo justo y lo injusto.
Discusión sobre los cupos de raza y género, Marina Velasco
40. Camélidos sudamericanos, Bibiana Vilá
41. Minerales y rocas en el arte, la ciencia y la tecnología, José Sellés-
Martínez y Liliana N. Castro
42. Domesticación: moldeando la naturaleza, Bibiana Vilá y Hugo Yacobac-
cio
43. Geología y manejo costero, Silvia Cristina Marcomini y Rubén Álvaro
López
44. Satélites. De la luna al Arsat. Ricardo Cabrera
45. Sexo Salvaje. Una aproximación darwiniana a la sexualidad humana,
Ricardo Cabrera
46. Hongos comestibles. El cultivo de Flammulina velutipes (enokitake),
Bernardo Lechner, Maximiliano Rugolo y Julieta Mallerman

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47. Genoma y salud. Cómo la capacidad de leer nuestro ADN está revolu-
cionando la medicina, Marcelo Martí
48. Terrae incognitae. Modos de pensar y mapear geografías desconocidas,
Carla Lois
49. Enfermedades tropicales, María Elisa Solana, Paula Ruybal y Stella Maris
González-Cappa
50. El lenguaje de los isótopos, Jorge Fernandez Niello y Agustín Negri

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