Canasybarro

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Cañas y Barro

Por

Vicente Blasco Ibáñez


I

Como todas las tardes, la barca-correo anunció su llegada al Palmar con


varios toques de bocina.
El barquero, un hombrecillo enjuto, con una oreja amputada, iba de puerta
en puerta recibiendo encargos para Valencia, y al llegar a los espacios abiertos
en la única calle del pueblo, soplaba de nuevo en la bocina para avisar su
presencia a las barracas desparramadas en el borde del canal. Una nube de
chicuelos casi desnudos seguía al barquero con cierta admiración. Les infundía
respeto el hombre que cruzaba la Albufera cuatro veces al día, llevándose a
Valencia la mejor pesca del lago y trayendo de allá los mil objetos de una
ciudad misteriosa y fantástica para aquellos chiquitines criados en una isla de
cañas y barro.
De la taberna de Cañamèl, que era el primer establecimiento del Palmar,
salía un grupo de segadores con el saco al hombro en busca de la barca para
regresar a sus tierras. Afluían las mujeres al canal, semejante a una calle de
Venecia, con las márgenes cubiertas de barracas y viveros donde los
pescadores guardaban las anguilas.
En el agua muerta, de una brillantez de estaño, permanecía inmóvil la
barca-correo: un gran ataúd cargado de personas y paquetes, con la borda casi
a flor de agua. La vela triangular, con remiendos obscuros, estaba rematada
por un guiñapo incoloro que en otros tiempos había sido una bandera española
y delataba el carácter oficial de la vieja embarcación.
Un hedor insoportable se esparcía en torno de la barca. Sus tablas se
habían impregnado del tufo de los cestos de anguilas y de la suciedad de
centenares de pasajeros: una mezcla nauseabunda de pieles gelatinosas,
escamas de pez criado en el barro, pies sucios y ropas mugrientas, que con su
roce habían acabado por pulir y abrillantar los asientos de la barca.
Los pasajeros, segadores en su mayoría, que venían del Perelló, último
confín de la Albufera lindante con el mar, cantaban a gritos pidiendo al
barquero que partiese cuanto antes. ¡Ya estaba llena la barca! ¡No cabía más
gente…!
Así era; pero el hombrecillo, volviendo hacia ellos el informe muñón de su
oreja cortada como para no oírles, esparcía lentamente por la barca las cestas y
los sacos que las mujeres le entregaban desde la orilla. Cada uno de los objetos
provocaba nuevas protestas; los pasajeros se estrechaban o cambiaban de sitio,
y los del Palmar que entraban en la barca recibían con reflexiones evangélicas
la rociada de injurias de los que ya estaban acomodados. ¡Un poco de
paciencia! ¡Tanto sitio que encontrasen en el cielo…!
La embarcación se hundía al recibir tanta carga, sin que el barquero
mostrase la menor inquietud, acostumbrado a travesías audaces. No quedaba
en ella un asiento libre. Dos hombres se mantenían de pie en la borda,
agarrados al mástil; otro se colocaba en la proa, como un mascarón de navío.
Todavía el impasible barquero hizo sonar otra vez su bocina en medio de la
general protesta… ¡Cristo! ¿Aún no tenía bastante el muy ladrón? ¿Iban a
pasar allí toda la tarde bajo el sol de septiembre, que les hería de lado,
achicharrándoles la espalda…?
De pronto se hizo el silencio, y la gente del correo vio aproximarse por la
orilla del canal un hombre sostenido por dos mujeres, un espectro, blanco,
tembloroso, con los ojos brillantes, envuelto en una manta de cama. Las aguas
parecían hervir con el calor de aquella tarde de verano; sudaban todos en la
barca, haciendo esfuerzos por librarse del pegajoso contacto del vecino, y
aquel hombre temblaba, chocando los dientes con un escalofrío lúgubre, como
si el mundo hubiese caído para él en eterna noche. Las mujeres que le
sostenían protestaban con palabras gruesas al ver que los de la barca
permanecían inmóviles. Debían dejarle un puesto: era un enfermo, un
trabajador. Segando el arroz había atrapado las fiebres, las malditas tercianas
de la Albufera, y marchaba a Ruzafa a curarse en casa de unos parientes…
¿No eran acaso cristianos? ¡Por caridad! ¡Un puesto!
Y el tembloroso fantasma de la fiebre repetía como un eco, con los
sollozos del escalofrío:
—¡Per caritat! ¡Per caritat…!
Entró a empujones, sin que la masa egoísta le abriera paso, y no
encontrando sitio, se deslizó entre las piernas de los pasajeros, tendiéndose en
el fondo, con el rostro pegado a las alpargatas sucias y los zapatos llenos de
barro, en un ambiente nauseabundo. La gente parecía acostumbrada a estas
escenas. Aquella embarcación servía para todo; era el vehículo de la comida,
del hospital y del cementerio. Todos los días embarcaba enfermos,
trasladándolos al arrabal de Ruzafa, donde los vecinos del Palmar, faltos de
medicamentos, tenían realquilados algunos cuartuchos para curarse las
tercianas. Cuando moría un pobre sin barca propia, el ataúd se metía bajo un
asiento del correo y la embarcación emprendía la marcha con el mismo pasaje
indiferente, que reía y conversaba, golpeando con los pies la fúnebre caja.
Al ocultarse el enfermo volvió a surgir la protesta. ¿Qué esperaba el
desorejado? ¿Faltaba aún alguien…? Y casi todos los pasajeros acogieron con
risotadas a una pareja que salió por la puerta de la taberna de Cañamèl,
inmediata al canal.
—¡El tío Paco! —gritaron muchos—. ¡El tío Paco Cañamèl!
El dueño de la taberna, un hombre enorme, hinchado, de vientre hidrópico,
andaba a pequeños saltos, quejándose a cada paso con suspiros de niño,
apoyándose en su mujer, Neleta, pequeña, con el rojo cabello alborotado y
ojos verdes y vivos que parecían acariciar con la suavidad del terciopelo.
¡Famoso Cañamèl! enfermo y lamentándose, mientras su mujer, cada vez más
guapa y amable, reinaba desde su mostrador sobre todo el Palmar y la
Albufera. Lo que él tenía era la enfermedad del rico: sobra de dinero y exceso
de buena vida. No había más que verle la panza, la faz rubicunda, los carrillos
que casi ocultaban su naricilla redonda y sus ojos ahogados por el oleaje de la
grasa. ¡Todos que se quejasen de su mal! ¡Si tuviera que ganarse la vida con
agua a la cintura, segando arroz, no se acordaría de estar enfermo!
Y Cañamèl avanzaba una pierna dentro de la barca, penosamente, con
débiles quejidos, sin soltar a Neleta, mientras refunfuñaba contra las gentes
que se burlaban de su salud. ¡Él sabía cómo estaba! ¡Ay, Señor! Y se acomodó
en un puesto que le dejaron libre, con esa obsequiosa solicitud que las gentes
del campo tienen para el rico, mientras su mujer hacía frente sin arredrarse a
las bromas de los que la cumplimentaban viéndola tan guapa y animosa.
Ayudó a su marido a abrir un gran quitasol, puso a su lado una espuerta
con provisiones para un viaje que no duraría tres horas, y acabó por
recomendar al barquero el mayor cuidado con su Paco. Iba a pasar una
temporada en su casita de Ruzafa. Allí le visitarían buenos médicos: el pobre
estaba mal. Lo decía sonriendo, con expresión cándida, acariciando al
blanducho hombretón, que temblaba con las primeras oscilaciones de la barca
como si fuese de gelatina. No prestaba atención a los guiños maliciosos de la
gente, a las miradas irónicas y burlonas que después de resbalar sobre ella se
fijaban en el tabernero, doblado en su asiento bajo el quitasol y respirando con
un gruñido doloroso.
El barquero apoyó su larga percha en el ribazo, y la embarcación comenzó
a deslizarse por el canal seguida por las voces de Neleta, que siempre con
sonrisa enigmática recomendaba a todos los amigos que cuidasen de su
esposo.
Las gallinas corrían por entre las brozas del ribazo siguiendo la barca. Las
bandas de ánades agitaban sus alas en torno de la proa que enturbiaba el espejo
del canal, donde se reflejaban invertidas las barracas del pueblo, las negras
barcas amarradas a los viveros con techos de paja a ras del agua, adornadas en
los extremos con cruces de madera, como si quisieran colocar las anguilas de
su seno bajo la divina protección.
Al salir del canal, la barca-correo comenzó a deslizarse por entre los
arrozales, inmensos campos de barro líquido cubiertos de espigas de un color
bronceado. Los segadores, hundidos en el agua, avanzaban hoz en mano, y las
barquitas, negras y estrechas como góndolas, recibían en su seno los haces que
habían de conducir a las eras. En medio de esta vegetación acuática, que era
como una prolongación de los canales, levantábanse a trechos, sobre isletas de
barro, blancas casitas rematadas por chimeneas. Eran las máquinas que
inundaban y desecaban los campos, según las exigencias del cultivo.
Los altos ribazos ocultaban la red de canales, las anchas «carreras» por
donde navegaban los barcos de vela cargados de arroz. Sus cascos
permanecían invisibles y las grandes velas triangulares se deslizaban sobre el
verde de los campos, en el silencio de la tarde, como fantasmas que caminasen
en tierra firme.
Los pasajeros contemplaban los campos como expertos conocedores,
dando su opinión sobre las cosechas y lamentando la suerte de aquellos a
quienes había entrado el salitre en las tierras, matándoles el arroz.
Deslizábase la barca por canales tranquilos, de un agua amarillenta, con los
dorados reflejos del té. En el fondo, las hierbas acuáticas inclinaban sus
cabelleras con el roce de la quilla. El silencio y la tersura del agua aumentaban
los sonidos. En los momentos en que cesaban las conversaciones, se oía
claramente la quejumbrosa respiración del enfermo tendido bajo un banco y el
gruñido tenaz de Cañamèl al respirar, con la barba hundida en el pecho. De las
barcas lejanas y casi invisibles llegaban, agrandados por la calma, el choque
de una percha al caer sobre la cubierta, el chirrido de un mástil, las voces de
los barqueros avisándose para no tropezar en las revueltas de los canales.
El conductor desorejado abandonó la percha, y saltando sobre las rodillas
de los pasajeros fue de un extremo a otro de la embarcación arreglando la vela
para aprovechar la débil brisa de la tarde.
Habían entrado en el lago, en la parte de la Albufera obstruida de carrizales
e islas, donde había que navegar con cierto cuidado. El horizonte se
ensanchaba. A un lado, la línea obscura y ondulada de los pinos de la Dehesa,
que separa la Albufera del mar; la selva casi virgen, que se extiende leguas y
leguas, donde pastan los toros feroces y viven en la sombra los grandes
reptiles, que muy pocos ven, pero de los que se habla con terror durante las
veladas. Al lado opuesto, la inmensa llanura de los arrozales perdiéndose en el
horizonte por la parte de Sollana y Sueca, confundiéndose con las lejanas
montañas. Al frente, los carrizales e isletas que ocultaban el lago libre, y por
entre los cuales deslizábase la barca, hundiendo con la proa las plantas
acuáticas, rozando su vela con las cañas que avanzaban de las orillas. Marañas
de hierbas obscuras y gelatinosas como viscosos tentáculos subían hasta la
superficie, enredándose en la percha del barquero, y la vista sondeaba
inútilmente la vegetación sombría e infecta, en cuyo seno pululaban las bestias
del barro. Todos los ojos expresaban el mismo pensamiento: el que cayera allí,
difícilmente saldría.
Un rebaño de toros pastaba en la playa de juncos y charcas lindante con la
Dehesa. Algunos de ellos habían pasado a nado a las islas inmediatas, y
hundidos en el fango hasta el vientre rumiaban entre los carrizales, moviendo
con fuerte chapoteo sus pesadas patas. Eran unos animales grandes, sucios,
con el lomo cubierto de costras, los cuernos enormes y el hocico siempre
babeante. Miraban fieramente la cargada barca que se deslizaba entre ellos, y
al mover su cabeza esparcían en torno una nube de gruesos mosquitos que
volvía a caer sobre el rizado testuz.
A poca distancia, en un ribazo que no era más que una estrecha lengua de
barro entre dos aguas, vieron los de la barca un hombre en cuclillas. Los del
Palmar le conocieron.
—¡Es Sangonera! —gritaron—. ¡El borracho Sangonera!
Y agitando sus sombreros, le preguntaban a gritos dónde la había «pillado»
por la mañana y si pensaba dormirla allí. Sangonera seguía inmóvil; pero
cansado de las risas y gritos de los de la barca, púsose en pie, y girando en una
ligera pirueta, se dio unas cuantas palmadas en el dorso de su cuerpo con
expresión de desprecio, volviendo a agacharse gravemente.
Al verle de pie redoblaron las risas, excitadas por su bizarro aspecto.
Llevaba el sombrero adornado con un alto penacho de flores de la Dehesa y
sobre él pecho y en torno de su faja se enroscaban algunas bandas de
campanillas silvestres de las que crecían entre las cañas de los ribazos.
Todos hablaban de él. ¡Famoso Sangonera! No había otro igual en los
pueblos del lago. Tenía el firme propósito de no trabajar como los demás
hombres, diciendo que el trabajo era un insulto a Dios, y se pasaba el día
buscando quien le convidase a beber. Se emborrachaba en el Perelló para
dormir en el Palmar; bebía en el Palmar para despertar al día siguiente en el
Saler; y si había fiesta en los pueblos de tierra firme, se le veía en Silla o en
Catarroja buscando entre la gente que cultivaba campos en la Albufera una
buena alma que le invitase. Era milagroso que no apareciera su cadáver en el
fondo de un canal después de tantos viajes a pie por el lago, en plena
embriaguez, siguiendo las lindes de los arrozales, estrechas como un filo de
hacha, atravesando los portillos de las acequias con agua al pecho y pasando
por lugares de barro movedizo donde nadie osaba aventurarse como no fuese
en barca. La Albufera era su casa. Su instinto de hijo del lago le sacaba del
peligro, y muchas noches, al presentarse en la taberna de Cañamèl para
mendigar un vaso, tenía el contacto viscoso y el hedor de fango de una
verdadera anguila.
El tabernero murmuraba entre gruñidos al oír la conversación. ¡Sangonera!
¡Valiente sinvergüenza! ¡Mil veces le había prohibido la entrada en su casa…!
Y la gente reía recordando los extraños adornos del vagabundo, su manía de
cubrirse de flores y ceñirse coronas como un salvaje apenas comenzaba en su
hambriento estómago la fermentación del vino.
La barca penetraba en el lago. Por entre dos masas de carrizales,
semejantes a las escolleras de un puerto, se veía una gran extensión de agua
tersa, reluciente, de un azul blanquecino. Era el lluent, la verdadera Albufera,
el lago libre, con sus bosquecillos de cañas esparcidos a grandes distancias,
donde se refugiaban las aves del lago, tan perseguidas por los cazadores de la
ciudad. La barca costeaba el lado de la Dehesa, donde ciertos barrizales
cubiertos de agua se iban convirtiendo lentamente en campos de arroz.
En una pequeña laguna cerrada por ribazos de fango, un hombre de
musculatura recia arrojaba capazos de tierra desde su barca. Los pasajeros le
admiraban. Era el tío Tono, hijo del tío Paloma, y padre a su vez de Tonet el
Cubano. Y al nombrar a este último, muchos miraron maliciosamente a
Cañamèl, que seguía gruñendo como si no oyese nada.
No había en toda la Albufera hombre más trabajador que el tío Tono. Se
había metido entre ceja y ceja ser propietario, tener sus campos de arroz, no
vivir de la pesca como el tío Paloma, que era el barquero más viejo de la
Albufera; y solo —pues su familia únicamente le ayudaba a temporadas,
cansándose ante la grandeza del trabajo—, iba rellenando de tierra, traída de
muy lejos, la charca profunda cedida por una señora rica que no sabía qué
hacer de ella.
Era empresa de años, tal vez de toda la vida, para un hombre solo. El tío
Paloma se burlaba de él; su hijo le ayudaba de vez en cuando, para declararse
cansado a los pocos días; y el tío Tono, con una fe inquebrantable, seguía
adelante, auxiliado únicamente por la Borda, una pobrecilla que su difunta
mujer sacó de los expósitos, tímida con todos y tenaz para el trabajo lo mismo
que él.
¡Salud, tío Tono, y no cansarse! ¡Qué cogiera pronto arroz de su campo! Y
la barca se alejó, sin que el testarudo trabajador levantase la cabeza más que
un momento para contestar a los irónicos saludos.
Un poco más allá, en una barquichuela pequeña como un ataúd, vieron al
tío Paloma junto a una fila de estacas, calando sus redes para recogerlas al día
siguiente.
En la barca discutían si el viejo tenía noventa años o estaba próximo a los
cien. ¡Lo que aquel hombre había visto sin salir de la Albufera! ¡Los
personajes que tenía tratados…! Y agrandadas por la credulidad popular,
repetían sus insolencias familiares con el general Prim, al que servía de
barquero en sus cacerías por el lago; su rudeza con grandes señoras y hasta
con reinas. El viejo, como si adivinase estos comentarios y se sintiera ahíto de
gloria, permanecía encorvado, examinando las redes, mostrando su espalda
cubierta por una blusa de anchos cuadros y el gorro negro calado hasta las
acartonadas orejas, que parecían despegársele del cráneo. Cuando el correo
pasó junto a él, levantó la cabeza, mostrando el abismo negro de su boca
desdentada y los círculos de arrugas rojizas que convergían en torno de los
ojos profundos, animados por una punta de irónico resplandor.
El viento comenzaba a refrescar. La vela se hinchó con nuevas sacudidas y
la cargada barca inclinóse hasta mojar las espaldas de los que se sentaban en la
borda. En torno de la proa, las aguas, partidas con violencia, cantaban un
gluglu cada vez más fuerte. Ya estaban en la verdadera Albufera, en el
inmenso lluent, azul y terso como un espejo veneciano, que retrataba
invertidos los barcos y las lejanas orillas con el contorno ligeramente
serpenteado. Las nubes parecían rodar por el fondo del lago como vedijas de
blanca lana: en la playa de la Dehesa, unos cazadores seguidos de perros
duplicaban su imagen en el agua, andando cabeza abajo. En la parte de tierra
firme, los grandes pueblos de la Ribera, con sus tierras ocultas por la distancia,
parecían flotar sobre el lago.
El viento, cada vez más fuerte, cambió la superficie de la Albufera. Las
ondulaciones se hicieron más sensibles, las aguas tomaron un tinte verdoso
semejante al del mar, se ocultó el suelo del lago, y en las orillas de gruesa
arena formada de conchas comenzó a depositar el oleaje amarillentas vedijas
de espuma, pompas jabonosas que brillaban irisadas a la luz del sol.
La barca deslizábase a lo largo de la Dehesa y pasaban rápidamente ante
ella las colinas areniscas, con las chozas de los guardas en su cumbre; las
espesas cortinas de matorrales; los grupos de pinos retorcidos, de formas
terroríficas, como manojos de miembros torturados. Los viajeros, enardecidos
por la velocidad, excitados por el peligro que ofrecía la embarcación
arrastrando una de sus bordas a ras del lago, saludaban a gritos a las otras
barcas que pasaban a lo lejos y extendían su mano para recibir el choque de las
ondas conmovidas por la rápida marcha. En torno del timón arremolinábase el
agua. A corta distancia flotaban dos capuzones, pájaros obscuros que se
sumergían y volvían a sacar la cabeza tras larga inmersión, distrayendo a los
pasajeros con estas evoluciones de su pesca. Más allá, en las «matas», en las
grandes islas de cañares acuáticos, las fúlicas y los collvèrts levantaban el
vuelo al aproximarse la barca, lentamente, como si adivinasen que aquella
gente era de paz. Algunos se coloreaban de emoción viéndolos… ¡Qué
magnífico escopetazo! ¿Por qué habían de prohibir los hombres que cada cual
cazase sin permiso, como mejor le pareciera? Y mientras se indignaban los
belicosos, sonaba en el fondo de la barca el quejido del enfermo y Cañamèl
suspiraba como un niño, herido por los rayos del sol poniente que se
deslizaban bajo su sombrilla.
El bosque parecía alejarse hacia el mar, dejando entre él y la Albufera una
extensa llanura baja cubierta de vegetación bravía, rasgada a trechos por la
tersa lámina de pequeñas lagunas.
Era el llano de Sancha. Un rebaño de cabras guardado por un muchacho
pastaba entre las malezas, y a su vista surgió en la memoria de los hijos de la
Albufera la tradición que daba su nombre al llano.
Los de tierra adentro que volvían a sus casas después de ganar los grandes
jornales de la siega preguntaban quién era la tal Sancha que las mujeres
nombraban con cierto terror, y los del lago contaban al forastero más próximo
la sencilla leyenda que todos aprendían desde pequeños.
Un pastorcillo como el que ahora caminaba por la orilla apacentaba en
otros tiempos sus cabras en el mismo llano. Pero esto era muchos años antes,
¡muchos…! tantos, que ninguno de los viejos que aún vivían en la Albufera
conoció al pastor: ni el mismo tío Paloma.
El muchacho vivía como un salvaje en la soledad, y los barqueros que
pescaban en el lago le oían gritar desde muy lejos, en las mañanas de calma:
—¡Sancha! ¡Sancha…!
Sancha era una serpiente pequeña, la única amiga que le acompañaba. El
mal bicho acudía a los gritos, y el pastor, ordeñando sus mejores cabras, la
ofrecía un cuenco de leche. Después, en las horas de sol, el muchacho se
fabricaba un caramillo cortando cañas en los carrizales y soplaba dulcemente,
teniendo a sus pies al reptil, que enderezaba parte de su cuerpo y lo contraía
como si quisiera danzar al compás de los suaves silbidos. Otras veces, el
pastor se entretenía deshaciendo los anillos de Sancha, extendiéndola en línea
recta sobre la arena, regocijándose al ver con qué nervioso impulso volvía a
enroscarse. Cuando, cansado de estos juegos, llevaba su rebaño al otro
extremo de la gran llanura, seguíale la serpiente como un gozquecillo, o
enroscándose a sus piernas le llegaba hasta el cuello, permaneciendo allí caída
y como muerta, con sus ojos de diamante fijos en los del pastor, erizándole el
vello de la cara con el silbido de su boca triangular.
Las gentes de la Albufera le tenían por brujo, y más de una mujer de las
que robaban leña en la Dehesa, al verle llegar con la Sancha en el cuello hacía
la señal de la cruz como si se presentase el demonio. Así comprendían todos
cómo el pastor podía dormir en la selva sin miedo a los grandes reptiles que
pululaban en la maleza. Sancha, que debía ser el diablo, le guardaba de todo
peligro.
La serpiente crecía y el pastor era ya un hombre, cuando los habitantes de
la Albufera no le vieron más. Se supo que era soldado y andaba peleando en
las guerras de Italia. Ningún otro rebaño volvió a pastar en la salvaje llanura.
Los pescadores, al bajar a tierra, no gustaban de aventurarse entre los altos
juncales que cubrían las pestíferas lagunas. Sancha, falta de la leche con que la
regalaba el pastor, debía perseguir los innumerables conejos de la Dehesa.
Transcurrieron ocho o diez años, y un día los habitantes del Saler vieron
llegar por el camino de Valencia, apoyado en un palo y con la mochila a la
espalda, un soldado, un granadero enjuto y cetrino, con las negras polainas
hasta encima de las rodillas, casaca blanca con bombas de paño rojo y una
gorra en forma de mitra sobre el peinado en trenza. Sus grandes bigotes no le
impidieron ser reconocido. Era el pastor, que volvía deseoso de ver la tierra de
su infancia. Emprendió el camino de la selva costeando el lago, y llegó a la
llanura pantanosa donde en otros tiempos guardaba sus reses. Nadie. Las
libélulas movían sus alas sobre los altos juncos con suave zumbido, y en las
charcas ocultas bajo los matorrales chapoteaban los sapos, asustados por la
proximidad del granadero.
—¡Sancha! ¡Sancha! —llamó suavemente el antiguo pastor.
Silencio absoluto. Hasta él llegaba la soñolienta canción de un barquero
invisible que pescaba en el centro del lago.
—¡Sancha! ¡Sancha! —volvió a gritar con toda la fuerza de sus pulmones.
Y cuando hubo repetido su llamamiento muchas veces, vio que las altas
hierbas se agitaban y oyó un estrépito de cañas tronchadas, como si se
arrastrase un cuerpo pesado. Entre los juncos brillaron dos ojos a la altura de
los suyos y avanzó una cabeza achatada moviendo la lengua de horquilla, con
un bufido tétrico que pareció helarle la sangre, paralizar su vida. Era Sancha,
pero enorme, soberbia, levantándose a la altura de un hombre, arrastrando su
cola entre la maleza hasta perderse de vista, con la piel multicolor y el cuerpo
grueso como el tronco de un pino.
—¡Sancha! —gritó el soldado, retrocediendo a impulsos del miedo—.
¡Cómo has crecido…! ¡Qué grande eres!
E intentó huir. Pero la antigua amiga, pasado el primer asombro, pareció
reconocerle y se enroscó en torno de sus hombros, estrechándolo con un anillo
de su piel rugosa sacudida por nerviosos estremecimientos. El soldado
forcejeó.
—¡Suelta, Sancha, suelta! No me abraces. Eres demasiado grande para
estos juegos.
Otro anillo oprimió sus brazos, agarrotándolos. La boca del reptil le
acariciaba como en otros tiempos; su aliento le agitaba el bigote, causándole
un escalofrío angustioso, y mientras tanto los anillos se contraían, se
estrechaban, hasta que el soldado, asfixiado, crujiéndole los huesos, cayó al
suelo envuelto en el rollo de pintados anillos.
A los pocos días, unos pescadores encontraron su cadáver: una masa
informe, con los huesos quebrantados y la carne amoratada por el irresistible
apretón de Sancha. Así murió el pastor, víctima de un abrazo de su antigua
amiga.
En la barca-correo reían los forasteros oyendo el cuento, mientras las
mujeres agitaban sus pies con cierta inquietud, creyendo que lo que rebullía
cerca de sus faldas con sordos gemidos era la Sancha, refugiada en el fondo de
la embarcación.
Terminaba el lago. Otra vez la barca penetraba en una red de canales, y
lejos, muy lejos, sobre el inmenso arrozal, se destacaban las casas del Saler, el
pueblecito de la Albufera más cercano a Valencia, con el puerto ocupado por
innumerables barquichuelos y grandes barcas que cortaban el horizonte con
sus mástiles sin labrar, semejantes a pinos mondados.
Caía la tarde. La barca deslizábase con menos velocidad por las aguas
muertas del canal. La sombra de la vela pasaba como una nube sobre los
arrozales enrojecidos por la puesta del sol, y en el ribazo marcábanse sobre un
fondo anaranjado las siluetas de los pasajeros.
Continuamente pasaban moviendo la percha gentes que volvían de sus
campos, de pie en los barquichuelos negros, pequeñísimos, con la borda casi a
ras del agua. Estos esquifes eran los caballos de la Albufera. Desde la niñez,
todos los nacidos en aquella tribu lacustre aprendían a manejarlos. Eran
indispensables para trabajar en el campo, para ir a la casa del vecino, para
ganarse la vida. Tan pronto pasaba por el canal un niño, como una mujer, o un
viejo, todos moviendo la percha con ligereza, apoyándola en el fondo fangoso
para hacer resbalar sobre las aguas muertas el zapato que les servía de
embarcación.
En las acequias inmediatas se deslizaban otros barquitos, invisibles tras los
ribazos, y por encima de las malezas avanzaban los bateleros con el tronco
inmóvil, corriendo a impulsos de sus puños.
De vez en cuando los del correo veían abrirse en los ribazos anchas
brechas, por las que se esparcían sin ruido ni movimiento las aguas del canal,
durmiendo bajo una capa de verdura viscosa y flotante. Suspendidas de estacas
cerraban estas entradas las redes para las anguilas. Al aproximarse la barca,
saltaban de las tierras de arroz ratas enormes, desapareciendo en el barro de las
acequias.
Los que antes se habían enardecido con venatorio entusiasmo ante los
pájaros del lago, sentían renacer su furia viendo las ratas de los canales. ¡Qué
buen escopetazo! ¡Magnífica cena para la noche…!
La gente de tierra adentro escupía con expresión de asco, entre las risas y
protestas de los de la Albufera. ¡Un bocado delicioso! ¿Cómo podían hablar si
nunca lo habían probado? Las ratas de la marjal sólo comían arroz; eran plato
de príncipe. No había más que verlas en el mercado de Sueca, desolladas,
pendientes a docenas de sus largos rabos en las mesas de los carniceros. Las
compraban los ricos; la aristocracia de las poblaciones de la Ribera no comía
otra cosa. Y Cañamèl, como si por su calidad de rico creyese indispensable
decir algo, cesaba de gemir para asegurar gravemente que sólo conocía en el
mundo dos animales sin hiel: la paloma y la rata; con esto quedaba dicho todo.
La conversación se animó. Las demostraciones de repugnancia de los
forasteros servían para enardecer a los de la Albufera. El envilecimiento físico
de la gente lacustre, la miseria de un pueblo privado de carne, que no conoce
más reses que las que ve correr de lejos en la Dehesa y vive condenado toda su
vida a nutrirse con anguilas y peces de barro, se revelaba en forma bravucona,
con el visible deseo de asombrar a los forasteros ensalzando la valentía de sus
estómagos. Las mujeres enumeraban las excelencias de la rata en el arroz de la
paella; muchos la habían comido sin saberlo, asombrándose con el sabor de
una carne desconocida. Otros recordaban los guisados de serpiente,
ensalzando sus rodajas blancas y dulces, superiores a las de la anguila, y el
barquero desorejado rompió el mutismo de todo el viaje para recordar cierta
gata recién parida que había cenado él con otros amigos en la taberna de
Cañamèl, arreglada por un marinero que después de correr mucho mundo tenía
manos de oro para estos guisos.
Comenzaba a anochecer. Los campos se ennegrecían. El canal tomaba una
blancura de estaño a la tenue luz del crepúsculo. En el fondo del agua
brillaban las primeras estrellas temblando con el paso de la barca.
Estaban próximos al Saler. Sobre los tejados de las barracas erguíase entre
dos pilastras el esquilón de la casa de la Demaná, donde se reunían cazadores
y barqueros la víspera de las tiradas para escoger los puestos.
Junto a la casa se veía una enorme diligencia, que había de conducir a la
ciudad a los pasajeros del correo.
Cesaba la brisa; la vela caía desmayada a lo largo del mástil, y el
desorejado empuñaba la percha, apoyándose en los ribazos para empujar la
embarcación.
Pasó con dirección al lago una barca pequeña cargada de tierra. Una
muchacha perchaba briosamente en la proa, y en el otro extremo la ayudaba un
joven con un gran sombrero de jipijapa.
Todos los conocieron. Eran los hijos del tío Tono, que llevaban tierra a su
campo: la Borda, aquella expósita infatigable, que valía más que un hombre, y
Tonet el Cubano, el nieto del tío Paloma, el mozo más guapo de toda la
Albufera, un hombre que había visto mundo y tenía algo que contar.
—¡Adiós Bigòt! —le gritaron familiarmente.
Le daban tal apodo a causa del bigote que sombreaba su rostro moreno,
adorno desusado en la Albufera, donde todos llevan rasurado el rostro. Otros
le preguntaban con irónico asombro desde cuándo trabajaba.
Se alejó el barquito, sin que Tonet, que había lanzado una rápida ojeada a
los pasajeros, pareciese oír las bromas.
Muchos miraron con cierta insolencia a Cañamèl, permitiéndose las
mismas bromas brutales que se usaban en su taberna… ¡Ojo, tío Paco! ¡Él iba
a Valencia, mientras Tonet pasaría la noche en el Palmar…!
El tabernero fingió al principio no oírles, hasta que, cansado de sufrir, se
enderezó con nervioso impulso, pasando por sus ojos una chispa de ira. Pero la
masa grasienta del cuerpo pareció gravitar sobre su voluntad, y se encogió en
el banco, como aplastado por el esfuerzo, gimiendo otra vez dolorosamente y
murmurando entre quejidos:
—¡Indesents…! ¡Indesents…!

II

La barraca del tío Paloma se alzaba a un extremo del Palmar.


Un gran incendio había dividido la población, cambiando su aspecto.
Medio Palmar fue devorado por las llamas. Las barracas de paja se
convirtieron rápidamente en cenizas, y sus dueños, queriendo vivir en adelante
sin miedo al fuego, construyeron edificios de ladrillo en los solares calcinados,
empeñando muchos de ellos su escasa fortuna para traer los materiales, que
resultaban costosos después de atravesar el lago. La parte del pueblo que
sufrió el incendio se cubrió de casitas, con las fachadas pintadas de rosa, verde
o azul. La otra parte del Palmar conservó el primitivo carácter, con las
techumbres de sus barracas redondas por los dos frentes, como barcos puestos
a la inversa sobre las paredes de barro.
Desde la plazoleta de la iglesia hasta el final de la población por la parte de
la Dehesa, se extendían las barracas, separadas unas de otras por miedo al
incendio, como sembradas al azar.
La del tío Paloma era la más antigua. La había construido su padre en los
tiempos en que no se encontraba en la Albufera un ser humano que no
temblase de fiebre.
Los matorrales llegaban entonces hasta las paredes de las barracas.
Desaparecían las gallinas en la misma puerta de la casa, según contaba el tío
Paloma, y cuando volvían a presentarse, semanas después, llevaban tras ellas
un cortejo de polluelos recién nacidos. Aún se cazaban nutrias en los canales,
y la población del lago era tan escasa, que los barqueros no sabían qué hacer
de la pesca que llenaba sus redes. Valencia estaba para ellos al otro extremo
del mundo, y sólo venía de allá el mariscal Suchet, nombrado por el rey José
duque de la Albufera y señor del lago y de la selva, con todas sus riquezas.
Su recuerdo era el más remoto en la memoria del tío Paloma. El viejo aún
creía verle con el cabello alborotado y las anchas patillas, vestido con
redingote gris y sombrero redondo, rodeado de hombres de uniformes vistosos
que le cargaban las escopetas. El mariscal cazaba en la barca del padre del tío
Paloma, y el chiquitín, agazapado en la proa, le contemplaba con admiración.
Muchas veces reía del chapurreado lenguaje con que se expresaba el caudillo
lamentando el atraso del país o comentaba los sucesos de una guerra entre
españoles e ingleses, de la que en el lago sólo se tenían vagas noticias.
Una vez fue con su padre a Valencia para regalar al duque de la Albufera
una anguila maresa, notable por su tamaño, y el mariscal los recibió riendo,
puesto de gran uniforme, deslumbrante de bordados de oro, en medio de
oficiales que parecían satélites de su esplendor.
Cuando el tío Paloma fue hombre, y muerto su padre se vio dueño de la
barraca y dos barcas, ya no existían duques de la Albufera, sino bailíos, que la
gobernaban en nombre del rey su amo; excelentes señores de la ciudad que
nunca venían al lago, dejando a los pescadores merodear en la Dehesa y cazar
con entera libertad los pájaros que se criaban en los carrizales.
Aquéllas fueron las épocas buenas; y cuando el tío Paloma las recordaba
con su voz cascada de anciano en las tertulias de la taberna de Cañamèl, la
gente joven se estremecía de entusiasmo. Se pescaba y cazaba al mismo
tiempo, sin miedo a guardas ni multas. Al llegar la noche volvía la gente a
casa con docenas de conejos cogidos con hurón en la Dehesa, y a más de esto,
cestas de pescado y ristras de aves cazadas en los cañares. Todo era del rey, y
el rey estaba lejos. No era como ahora, que la Albufera pertenecía al Estado
(¡quién sería este señor!) y había contratistas de la caza y arrendatarios de la
Dehesa, y los pobres no podían disparar un tiro ni recoger un haz de leña sin
que al momento surgiese el guarda con la bandera sobre el pecho y la carabina
apuntada.
El tío Paloma había conservado las preeminencias de su padre. Era el
primer barquero del lago, y no llegaba a la Albufera un personaje que no lo
llevase él a través de las isletas de cañas mostrándole las curiosidades del agua
y la tierra. Recordaba a Isabel II joven, llenando con sus anchas faldas toda la
popa del engalanado barquito y moviendo su busto de buena moza a cada
impulso de la percha del barquero. Reía la gente recordando su viaje por el
lago con la emperatriz Eugenia. Ella en la proa, esbelta, vestida de amazona,
con la escopeta siempre pronta, derribando los pájaros que hábiles ojeadores
hacían surgir a bandadas de los cañares con palos y gritos; y en el extremo
opuesto, el tío Paloma, socarrón, malicioso, con la vieja escopeta entre las
piernas, matando las aves que escapaban a la gran dama y avisándola en un
castellano fantástico la presencia de los collvèrts: «Su Majestad… ¡ojo! Por
detrás le entra un collovierde».
Todos los personajes quedaban satisfechos del viejo barquero. Era
insolente, con la rudeza de un hijo de la laguna; pero la adulación que faltaba a
su lengua la encontraba en su escopeta, arma venerable, llena de composturas,
hasta el punto de no saberse qué quedaba en ella de la primitiva fabricación. El
tío Paloma era un tirador prodigioso. Los embusteros del lago mentían a sus
expensas, llegando a afirmar que una vez había muerto cuatro fúlicas de un
tiro. Cuando quería halagar a un personaje mediano tirador, se colocaba tras el
en la barca y disparaba al mismo tiempo con tal precisión, que las dos
detonaciones se confundían, y el cazador, viendo caer las piezas, se asombraba
de su habilidad, mientras el barquero, a sus espaldas, movía el hocico
maliciosamente.
Su mejor recuerdo era el general Prim. Lo había conocido en una noche
tempestuosa llevándolo en su barca a través del lago. Eran los tiempos de
desgracia. Los miñones andaban cerca; el general iba disfrazado de obrero y
huía de Valencia después de haber intentado sin éxito sublevar la guarnición.
El tío Paloma lo condujo hasta el mar; y cuando volvió a verle, años después,
era jefe del gobierno y el ídolo de la nación. Abandonando la vida política,
escapaba de Madrid alguna vez para cazar en el lago, y el tío Paloma, audaz y
familiarote después de la pasada aventura, le reñía como a un muchacho si
marraba el tiro. Para él no existían grandezas humanas: los hombres se
dividían en buenos y malos cazadores. Cuando el héroe disparaba sin hacer
blanco, el barquero se enfurecía hasta tutearle. «General de… mentiras. ¿Y él
era el valiente que tantas cosas había hecho allá en Marruecos…? Mira, mira y
aprende». Y mientras reía el glorioso discípulo, el barquero disparaba su
escopetucho casi sin apuntar y una fúlica caía en el agua hecha una pelota.
Todas estas anécdotas daban al tío Paloma un prestigio inmenso entre la
gente del lago. ¡Lo que aquel hombre hubiese sido de querer abrir la boca
pidiendo algo a sus parroquianos…! Pero él, siempre cazurro y malhablado,
tratando a los personajes como camaradas de taberna, haciéndolos reír con sus
insolencias en los momentos de mal humor o con frases bilingües y retorcidas
cuando quería mostrarse amable.
Estaba contento de su existencia, y eso que cada vez era más dura y difícil,
conforme entraba en años. ¡Barquero, siempre barquero! Despreciaba a las
gentes que cultivaban las tierras de arroz. Eran «labradores», y para él esta
palabra significaba el mayor insulto.
Enorgullecíase de ser hombre de agua, y muchas veces prefería seguir las
revueltas de los canales antes que acortar distancias marchando por los
ribazos. No pisaba voluntariamente otra tierra que la de la Dehesa, para
disparar unos cuantos escopetazos a los conejos, huyendo a la aproximación
de los guardas, y por su gusto hubiese comido y dormido dentro de la barca,
que era para él lo que el caparazón de un animal acuático. Los instintos de las
primitivas razas lacustres revivían en el viejo.
Para ser feliz solo le faltaba carecer de familia, vivir como un pez del lago
o un pájaro de los carrizales, haciendo su nido hoy en una isleta y mañana en
un canal. Pero su padre se había empeñado en casarlo. No quería ver
abandonada aquella barraca, que era obra suya, y el bohemio de las aguas
viose forzado a vivir en sociedad con sus semejantes, a dormir bajo una
techumbre de paja, a pagar su parte para el mantenimiento del cura y a
obedecer al alcaldillo pedáneo de la isla, siempre algún sinvergüenza —según
decía él—, que para no trabajar buscaba la protección de los señorones de la
ciudad.
De su esposa apenas si retenía en la memoria una vaga imagen. Había
pasado junto a él rozando muchos años de su vida, sin dejarle otros recuerdos
que su habilidad para remendar las redes y el garbo con que amasaba el pan de
la semana, todos los viernes, llevándolo a un horno de cúpula redonda y
blanca, semejante a un hormiguero africano, que se alzaba en un extremo de la
isla.
Habían tenido muchos hijos, muchísimos; pero, menos uno, todos habían
muerto «oportunamente». Eran seres blancuzcos y enfermizos, engendrados
con el pensamiento puesto en la comida, por padres que se ayuntaban sin otro
deseo que transmitirse el calor, estremecidos por los temblores de la fiebre
palúdica. Parecían nacer llevando en sus venas en vez de sangre el escalofrío
de las tercianas. Unos habían muerto de consunción, debilitados por el
alimento insípido de la pesca de agua dulce, otros se ahogaron cayendo en los
canales cercanos a la casa, y si sobrevivió uno, el menor, fue por agarrarse
tenazmente a la vida, con ansia loca de subsistir, afrontando las fiebres y
chupando en los pechos fláccidos de su madre la escasa substancia de un
cuerpo eternamente enfermo.
El tío Paloma encontraba estas desgracias lógicas e indispensables. Había
que alabar al Señor, que se acuerda de los pobres. Era repugnante ver cómo se
aumentaban las familias en la miseria; y sin la bondad de Dios, que de vez en
cuando aclaraba esta peste de chiquillos, no quedaría en el lago comida para
todos y tendrían que devorarse unos a otros.
Murió la mujer del tío Paloma cuando éste, anciano ya, se veía padre de un
chicuelo de siete años. El barquero y su hijo Tono quedaron solos en la
barraca. El muchacho era juicioso y trabajador como su madre. Guisaba la
comida, reparaba los desperfectos de la barraca y tomaba lecciones de las
vecinas para que su padre no notase la ausencia de una mujer en la vivienda.
Todo lo hacía con gravedad, como si la terrible lucha sostenida para subsistir
hubiese dejado en él un rastro inextinguible de tristeza.
El padre se mostraba satisfecho cuando marchaba hacia la barca seguido
por el muchacho, casi oculto bajo el montón de redes. Crecía rápidamente, sus
fuerzas eran cada vez mayores, y el tío Paloma enorgullecíase viendo con qué
impulso sacaba los mornells del agua o hacía deslizarse la barca sobre el lago.
—Es el hombre más hombre de toda la Albufera —decía a sus amigos—.
Su cuerpo se la venga ahora de las enfermedades que sufrió de pequeño.
Las mujeres del Palmar alababan no menos sus sanas costumbres. Ni
locuras con los jóvenes que se congregaban en la taberna, ni juegos con ciertos
perdidos que, una vez terminada la pesca, se tendían panza abajo sobre los
juncos, a espaldas de cualquier barraca, y pasaban las horas manejando una
baraja mugrienta.
Siempre serio y pronto para el trabajo, Tono no daba a su padre el más leve
disgusto. El tío Paloma, que no podía pescar acompañado, pues al menor
descuido se enfurecía e intentaba pegar al camarada, jamás reñía a su hijo, y
cuando, entre bufidos de mal humor, intentaba darle una orden, ya el
muchacho, adivinándola, había puesto manos a la obra.
Cuando Tono fue un hombre, su padre, aficionado a la vida errante y
rebelde a la existencia de familia, experimentó los mismos deseos que el
primitivo tío Paloma. ¿Qué hacían aislados los dos hombres en la soledad de la
vieja barraca? Le repugnaba ver a su hijo, un hombretón ancho y forzudo,
inclinarse ante el hogar, en el centro de la barraca, soplando el fuego y
preparando la cena. Muchas veces sentía remordimiento contemplando sus
manos cortas y velludas, con dedos de hierro, fregando las cazuelas y haciendo
saltar con un cuchillo las escamas duras, de reflejos metálicos, de los peces del
lago.
En las noches de invierno parecían náufragos refugiados en una isla
desierta. Ni una palabra entre ellos, ni una risa, ni una voz de mujer que los
alegrase. La barraca tenía un aspecto lúgubre. En el centro ardía el fogón a
nivel del suelo: un pequeño espacio cuadrado con orla de ladrillos. Enfrente el
banco de la cocina, con una pobre fila de cacharros y antiguos azulejos. A
ambos lados los tabiques de dos cuartos, construidos con cañas y barro, como
toda la barraca, y por encima de estos tabiques, que sólo tenían la altura de un
hombre, todo el interior de la techumbre negro con capas de hollín, ahumado
por el fuego de muchos años, sin otro respiradero que un orificio en la montera
de paja, por donde entraban silbando los vendavales de invierno. Del techo
pendían los trajes impermeables del padre y del hijo para las pescas nocturnas:
pantalones rígidos y pesados, chaquetas con un palo atravesado en las mangas,
la tela gruesa, amarilla y reluciente por las frotaciones de aceite. El viento, al
penetrar por el boquete que servía de chimenea, columpiaba estos extraños
monigotes, que reflejaban en su grasienta superficie la luz roja del hogar.
Parecía que los dos habitantes de la barraca se habían ahorcado de la
techumbre.
El tío Paloma se aburría. Gustábale hablar; en la taberna juraba a su gusto,
maltrataba a los otros pescadores, los deslumbraba con el recuerdo de los
grandes personajes que había conocido; pero en su casa no sabía qué decir, su
conversación no merecía la menor réplica del hijo obediente y callado,
perdiéndose sus palabras en un silencio respetuoso y abrumador. El barquero
lo declaraba a gritos en la taberna con su alegre brutalidad. Aquel hijo era muy
bueno, pero no se le parecía; siempre silencioso y sumiso. La difunta debía
haberle hecho alguna trampa.
Un día abordó a Tono con su expresión imperiosa de padre al uso latino,
que considera a los hijos faltos de voluntad y dispone sin consulta de su
porvenir y su vida. Debía casarse; así no estaban bien: en la casa faltaba una
mujer. Y Tono acogió esta orden como si le hubiera dicho que al día siguiente
había de aparejar la barca grande para esperar en el Saler a un cazador de
Valencia. Estaba bien. Procuraría cumplir cuanto antes la orden de su padre.
Y mientras el muchacho buscaba por cuenta propia, el viejo barquero
comunicaba sus propósitos a todas las comadres del Palmar. Su Tono quería
casarse. Todo lo suyo era del muchacho: la barraca, la barca grande con su
vela nueva y otra vieja que aún era mejor; dos barquitos, no recordaba cuántas
redes, y encima de esto, las condiciones del chico: trabajador serio, sin vicios
y libre del servicio militar por un buen número en el sorteo. En fin, no era un
gran partido, pero desnudo como un sapo de las acequias no estaba su Tono; ¡y
para las muchachas que había en el Palmar…!
El viejo, con su desprecio a la mujer, escupía viendo las jóvenes, entre las
cuales se ocultaba su futura nuera. No; no eran gran cosa aquellas vírgenes del
lago, con sus ropas lavadas en el agua pútrida de los canales, oliendo a barro y
las manos impregnadas de una viscosidad que parecía penetrar hasta los
huesos. El pelo, descolorido por el sol, blanquecino y pobre, apenas si
sombreaba sus caras enjutas y rojizas, en las que los ojos brillaban con el
fuego de una fiebre siempre renovada al beber las aguas del lago. Su perfil
anguloso, la sutilidad escurridiza de su cuerpo y el hedor de los zagalejos las
daba cierta semejanza con las anguilas, como si una nutrición monótona e
igual de muchas generaciones hubiera acabado por fijar en aquella gente los
rasgos del animal que les servía de sustento.
Tono escogió una: cualquiera, la que menos obstáculos opuso a su timidez.
Se verificó la boda, y el viejo tuvo en la barraca un ser más con quien hablar y
a quien reñir. Sentía cierta voluptuosidad al ver que sus palabras no quedaban
en el vacío y que la nuera oponía protestas a sus exigencias de malhumorado.
Con esta satisfacción coincidió un disgusto. Su hijo parecía olvidar las
tradiciones de la familia. Despreciaba el lago para buscar la vida en los
campos, y en septiembre cuando recogían el arroz y los jornales se pagaban
caros, abandonaba la barca, haciéndose segador, como muchos otros que
excitaban la indignación del tío Paloma. Esta tarea de trabajar en el barro, de
martirizar los campos, correspondía a los forasteros, a los que vivían lejos de
la Albufera. Los hijos del lago estaban libres de tal esclavitud. Por algo les
había puesto Dios junto a aquella agua que era una bendición. En su fondo
estaba la comida, y era un disparate, una vergüenza, trabajar todo el día con
barro a la cintura, las piernas comidas de sanguijuelas y la espalda tostada por
el sol, para coger unas espigas que, finalmente, no eran para ellos. ¿Iba su hijo
a hacerse «labrador»…? Y al formular esta pregunta, el viejo metía en sus
palabras todo el asombro, la inmensa extrañeza de un eco inaudito, como si
hablase de que algún día la Albufera podía quedarse en seco.
Tono, por primera vez en la vida, osaba oponerse a las palabras de su
padre. Pescaría, como siempre, el resto del año. Pero ahora era casado, las
atenciones de la casa resultaban mayores, y sería una imprudencia despreciar
los magníficos jornales de la siega. A él le pagaban mejor que a los otros, por
su fuerza y su asiduidad en el trabajo. Los tiempos había que tomarlos como
venían; cada vez se cultivaba más arroz en las orillas del lago, las antiguas
charcas se cubrían de tierra, los pobres se hacían ricos, y él no era tan tonto
que perdiese su parte en la nueva vida.
El barquero aceptaba refunfuñando esta transformación en las costumbres
de la casa. La sensatez y la gravedad de su hijo le imponían cierto respeto,
pero protestaba, apoyado en la percha, a orillas del canal, conversando con
otros barqueros de su buena época. ¡Iban a transformar la Albufera! Dentro de
pocos años nadie la conocería. Por la parte de Sueca colocaban ciertos
armatostes de hierro dentro de unas casitas con grandes chimeneas, y… ¡eche
usted humo! Las antiguas norias, tranquilas y simpáticas, con su rueda de
madera carcomida y sus arcaduces negros, iban a ser sustituidas por
maquinarias infernales que moverían las aguas con un estrépito de mil
demonios. ¡Milagro sería que toda la pesca no tomase el camino del mar,
fastidiada por tales innovaciones! Iban a cultivarlo todo; echaban tierra y más
tierra sobre el lago. Por poco que él viviese, aún había de ver cómo la última
anguila, falta de espacio, se marchaba moviendo el rabo por la boca del
Perelló, desapareciendo en el mar. ¡Y Tono metido en esta obra de piratas!
¡Habría que ver a un hijo suyo, a un Paloma, convertido en «labrador»…! Y el
viejo reía, como si imaginase un suceso irrealizable.
Pasó el tiempo, y su nuera le dio un nieto, un Tonet, que el abuelo llevaba
muchas tardes en brazos hasta la orilla del canal, ladeando la pipa en su boca
desdentada para que el humo no molestase al pequeño. ¡Demonio de
muchacho, y qué guapo era! La larguirucha y fea de su nuera era como todas
las hembras de la familia; lo mismo que su difunta: daban hijos que en nada se
parecían a sus progenitores. El abuelo, acariciando al pequeño, pensaba en el
porvenir. Lo enseñaba a los camaradas de su juventud, cada vez más escasos, y
vaticinaba el porvenir.
«Éste será de los nuestros: no tendrá más casa que la barca. Antes de que le
salgan todos los dientes ya sabrá mover la percha…»
Pero antes de que le salieran los dientes, lo que ocurrió para el tío Paloma
fue el hecho más inesperado de su vida. Le dijeron en la taberna que Tono
había tomado en arriendo, cerca del Saler, ciertas tierras de arroz propiedad de
una señora de Valencia; y cuando por la noche abordó a su hijo, quedó
estupefacto viendo que no negaba el crimen.
¿Cuándo se había visto un Paloma con amo? La familia había vivido
siempre libre, como deben vivir los hijos de Dios que en algo se estiman,
buscándose el sustento en el aire o en el agua, cazando y pescando. Sus
señores habían sido el rey o aquel guerrero franchute que era capitán general
en Valencia, amos que vivían muy lejos, que no pesaban y podían tolerarse por
su grandeza. ¿Pero un hijo suyo arrendatario de una lechuguina de la ciudad y
llevándola todos los años en metal sonante una parte de su trabajo…? ¡Vamos,
hombre! ¡Ya estaba tomando el camino para hablar con aquella señora y
deshacer el compromiso! Los Palomas no servían a nadie mientras en el lago
quedara algo que llevarse a la boca: aunque fuesen ranas.
Pero la sorpresa del viejo fue en aumento ante la inesperada resistencia de
Tono. Había reflexionado bien sobre el asunto y estaba dispuesto a no
arrepentirse. Pensaba en su mujer, en aquel chiquitín que llevaba en brazos, y
se sentía ambicioso. ¿Qué eran ellos? Unos mendigos del lago, viviendo como
salvajes en la barraca, sin más alimento que los animales de las acequias y
teniendo que huir como criminales ante los guardas cuando mataban algún
pájaro para dar mayor substancia al caldero. Unos parásitos de los cazadores,
que sólo comían carne cuando los forasteros les permitían meter mano en sus
provisiones. ¡Y esta miseria prolongándose de padres a hijos, como si viviesen
amarrados para siempre al barro de la Albufera, sin más vida ni aspiraciones
que las del sapo, que se cree feliz en el cañar porque encuentra insectos a flor
de agua!
No; él se rebelaba; quería sacar a la familia de su miserable postración;
trabajar, no sólo para comer, sino para el ahorro. Había que fijarse en las
ventajas del cultivo del arroz: poco trabajo y gran provecho. Era una verdadera
bendición del cielo; nada en el mundo daba más. Se planta en junio y se
recolecta en septiembre; un poco de abono y otro poco de trabajo; total, tres
meses; se coge la cosecha, las aguas del lago, hinchadas por las lluvias del
invierno, cubren los campos, y ¡hasta el año siguiente! La ganancia se guarda,
y en los meses restantes se pesca a la luz del sol y se caza ocultamente para
mantener la familia. ¿Qué más podía desear…? El abuelo había sido un pobre,
y después de una vida de perro sólo logró construir aquella barraca, donde
vivían eternamente ahumados. Su padre, a quien tanto respetaba, no había
conseguido guardar un mendrugo para la vejez. Que le dejasen a él trabajar a
gusto, y su hijo, el pequeño Tonet, sería rico, cultivaría campos cuyos límites
se perderían de vista, y sobre el solar de la barraca tal vez se levantase con el
tiempo una casa mejor que todas las del palmar. Hacía mal su padre en
indignarse porque sus descendientes cultivaban la tierra. Más valía ser
labrador que vivir errante en el lago, pasando hambre muchas veces y
exponiéndose a recibir el balazo de un guarda de la Dehesa.
El tío Paloma, pálido de rabia al oír a su hijo, miraba fijamente una percha
caída a lo largo de la pared, y las manos se le iban a ella para romperle de un
golpe la cabeza. Se la hubiera roto de ocurrir la rebeldía en otros tiempos, pues
se consideraba con derecho después de tal atentado a su autoridad de padre
antiguo.
Pero veía a la nuera con el nieto en brazos, y estos dos seres parecían
engrandecer a su hijo, poniéndolo a su nivel. Era un padre, un igual suyo. Por
primera vez se dio cuenta de que Tono ya no era el muchacho que guisaba la
cena en otros tiempos, bajando la cabeza aterrado ante una de sus miradas. Y
temblando de rabia al no poder pegarle como cuando cometía una torpeza en
la barca, exhaló su protesta entre bufidos. Estaba bien; cada cual a lo suyo: el
uno al lago y el otro a aplastar terrones. Vivirían juntos, ya que no había otro
remedio. Sus años no le permitían dormir en medio del lago, pues arrastraba
una vejez de reumático; pero, aparte de eso, como sí no se conocieran. ¡Ay, si
levantase la cabeza el primitivo Paloma, el barquero de Suchet, y viese la
deshonra de la familia…!
El primer año fue de incesantes tormentos para el viejo. Al entrar por la
noche en la barraca, encontraba instrumentos de labranza al lado de los
aparejos de pesca. Un día tropezó con un arado que Tono había traído de tierra
firme para recomponerlo durante la velada, y le Produjo el mismo efecto que
un dragón monstruoso tendido en medio de la barraca. Todas estas láminas de
acero le causaban frío y rabia. Le bastaba ver una hoz caída a unos cuantos
pasos de sus redes, para que al momento creyese que la corva hoja iba a
marchar por sí sola a cortarle los aparejos, y reñía a su nuera por descuidada,
ordenando a gritos que arrojase lejos, muy lejos, aquellas herramientas de…
«labrador». Por todas partes objetos que le recordaban el cultivo de la tierra.
¡Y esto en la barraca de los Palomas, donde no se había conocido más acero
que el de las facas para abrir el pescado…! ¡Vamos, que había para reventar de
rabia!
En la época de la siembra, cuando las tierras estaban secas y recibían el
arado, Tono llegaba sudoroso, después de arrear durante todo el día las
caballerías alquiladas. Su padre rondaba en torno de él, husmeándolo con
maligna fruición, y después corría a la taberna, donde dormitaban con el vaso
en la mano sus camaradas de los buenos tiempos. ¡Caballeros, la gran
noticia…! Su hijo olía a caballo. ¡Ji, ji! ¡Un caballo en la isla del Palmar! Ya
había llegado lo del mundo al revés.
Aparte de estos desahogos, el tío Paloma conservaba una actitud fría y
aislada en medio de la familia del hijo. Entraba por la noche en la barraca con
el monot al brazo, una bolsa de red y aros de madera que contenía algunas
anguilas, y empujaba con el pie a su nuera para que le dejase sitio en el fogón.
Él mismo se preparaba la cena. Unas veces enrollaba las anguilas
atravesándolas con una varita y las guisaba al ast, tostándolas pacientemente
por todos los lados sobre las llamas. Otras iba a buscar en la barca su antiguo
caldero lleno de remiendos, y guisaba en suc alguna tenca enorme o
confeccionaba una sebollá, mezclando cebollas con anguilas, como si
preparase la comida de medio pueblo.
La voracidad de aquel viejo pequeño y enjuto era la de todos los antiguos
hijos de la Albufera. No comía seriamente más que por la noche, al volver a la
barraca, y sentado en el suelo en un rincón, con el caldero entre las rodillas,
pasaba horas enteras silencioso, moviendo a ambos lados su boca de cabra
vieja, tragando cantidades enormes de alimento, que parecía imposible
pudieran contenerse en un estómago humano.
Comía lo suyo, lo que había conquistado durante el día, y no se cuidaba de
lo que cenaban sus hijos ni les ofrecía parte de su caldero. ¡Cada cual que
engordase con su trabajo! Sus ojillos brillaban con maligna satisfacción
cuando veía sobre la mesa de la familia, como único alimento, una cazuela de
arroz, mientras él roía los huesos de algún pájaro cazado en el interior de un
carrizal al ver lejos a los guardias.
Tono dejaba hacer su voluntad al padre. No había que pensar en someter al
viejo, y el aislamiento continuaba entre él y la familia. El pequeño Tonet era el
único lazo de unión. Muchas veces el nieto se aproximaba al tío Paloma, como
si le atrajese el buen olor de su caldero.
—¡Tin, pobret, tin! —decía el abuelo con cariñosa lástima, como si lo
viese en la mayor miseria.
Y le regalaba un muslo de fúlica, grasiento y estoposo sonriendo al ver
cómo lo devoraba el pequeñuelo.
Cuando arreglaba algún all y pebre con sus viejos amigotes en la taberna,
se llevaba al nieto sin decir palabra a los padres.
Otras veces la fiesta era mayor. Por la mañana, el tío Paloma, sintiendo la
comezón de las aventuras, había desembarcado con algún camarada tan viejo
como él en las espesuras de la Dehesa. Larga espera tendidos sobre el vientre
entre los matorrales, espiando a los guardas, ignorantes de su presencia. Así
que asomaban los conejos dando saltos en torno de los tallos de la maleza,
¡fuego en ellos! dos al saco y a correr, a ganar la barca, riéndose después,
desde el centro del lago, de las carreras de los guardas por la orilla buscando
en vano a los cazadores furtivos. Estas audacias rejuvenecían al tío Paloma.
Había que oírle por la noche, al guisar la caza en la taberna, entre sus amigotes
que pagaban el vino, cómo se vanagloriaban de su hazaña. ¡Ningún mozo del
día era capaz de hacer otro tanto! Y cuando los prudentes le hablaban de la ley
y sus penalidades, el barquero erguía fieramente su busto encorvado por los
años y el manejo de la percha. Los guardas eran unos vagos, que aceptaban el
empleo porque les repugnaba trabajar, y los señores que arrendaban la caza
unos ladrones, que todo lo querían para ellos… La Albufera era de él y de
todos los pescadores. Si hubiesen nacido en un palacio, serían reyes. Cuando
Dios les había hecho nacer allí, por algo sería. Todo lo demás eran mentiras
inventadas por los hombres.
Y después de devorar la cena, cuando apenas quedaba vino en los
porrones, el tío Paloma contemplaba al nieto dormido entre sus rodillas y se lo
mostraba a los amigos. Aquel pequeño sería un verdadero hijo de la Albufera.
Su educación corría a cargo suyo, para que no siguiese los malos caminos del
padre. Manejaría la escopeta con asombrosa habilidad, conocería el fondo del
lago como una anguila, y cuando el abuelo muriese, todos los que vinieran a
cazar encontrarían la barca de otro Paloma, pero remozado, tal como era él
cuando la misma reina venía a sentarse en su barquito riendo sus chuscadas.
Aparte de estos enternecimientos, la animosidad del barquero contra su
hijo continuaba latente. No quería ver las despreciables tierras que cultivaba,
pero las tenía fijas en su memoria y reía con diabólico gozo al saber que los
negocios de Tono marchaban mal. El primer año le entró salitre en los campos
cuando estaba granándose el arroz, y casi perdió la cosecha. El tío Paloma
relataba a todos esta desgracia con fruición; pero al notar en su familia la
tristeza y alguna estrechez a causa de los gastos, que habían resultado
improductivos, sintió cierto enternecimiento y hasta rompió el mutismo con su
hijo para aconsejarle. ¿No se había convencido aún de que era hombre de agua
y no labrador? Debía dejar los campos a la gente de tierra adentro, dedicada de
antiguo a destriparlos. Él era hijo de pescador, y a las redes había de volver.
Pero Tono contestó con gruñidos de mal humor, manifestando su propósito
de seguir adelante, y el viejo volvió a sumergirse en su odio silencioso. ¡Ah, el
testarudo…! Desde entonces deseó toda clase de calamidades para las tierras
del hijo, como un medio de domar su orgullosa resistencia. Nada preguntaba
en casa, pero al cruzarse su barquichuelo en el lago con las grandes barcazas
que venían de la parte del Saler, se enteraba de la marcha de la cosecha y
sentía cierta satisfacción cuando le anunciaban que el año sería malo. Su
testarudo hijo iba a morir de hambre. Aún tendría que pedirle de rodillas, para
comer, la llave del antiguo vivero con la montera de paja desfondada que tenía
junto al Palmar.
Las tormentas a fines de verano le llenaban de gozo. Deseaba que se
abriesen las cataratas del cielo; que viniera de orilla a orilla aquel barranco de
Torrente que desaguaba en la Albufera alimentándola; que se desbordase el
lago sobre los campos, como ocurría algunas veces, quedando bajo el agua las
espigas próximas a la siega. Morirían de hambre los labradores; pero no por
esto le faltaría a él la pesca en el lago, y tendría el gusto de ver a su hijo
royéndose los codos e implorando su protección.
Por fortuna para Tono, no se cumplían los deseos del maligno viejo. Los
años volvían a ser buenos; en la barraca reinaba cierto bienestar, se comía, y el
animoso trabajador soñaba, como una dicha irrealizable, con la posibilidad de
cultivar algún día tierras que fuesen suyas, que no impusieran la obligación de
ir una vez por año a la ciudad para entregar el producto de casi toda la
cosecha.
En la vida de la familia hubo un acontecimiento. Tonet crecía y su madre
estaba triste. El muchacho iba al lago con su abuelo; después, cuando fuese
mayor, acompañaría a su padre a los campos; y la pobre mujer pasaba el día
sola en la barraca.
Pensaba en su porvenir, y el aislamiento futuro la daba miedo. ¡Ay, si
tuviese otros hijos…! Una hija era lo que con más fervor pedía a Dios. Pero la
hija no venía; no podía venir, según afirmaba el tío Paloma. Su nuera estaba
descompuesta; cosas de mujeres. La habían asistido en su parto las vecinas del
Palmar, dejándola de modo que, según el viejo, cada cosa andaba por su lado.
Por esto parecía siempre enferma, con un color pálido, de papel mascado, no
pudiendo permanecer mucho tiempo de pie sin quejarse, andando ciertos días
como si se arrastrara, con quejidos que se sorbía entre lágrimas para no
molestar a los hombres.
Tono ansiaba cumplir los deseos de su mujer. No le disgustaba una niña en
la casa; serviría de ayuda a la enferma. Y los dos hicieron un viaje a la ciudad,
trayendo de allá una niña de seis años, una bestezuela tímida, arisca y fea, que
sacaron de la casa de expósitos. Se llamaba Visanteta, pero todos, para que no
olvidase su origen, con esa crueldad inconsciente de la incultura popular, la
llamaron la Borda.
El barquero refunfuñó indignado. ¡Una boca más…! El pequeño Tonet,
que tenía diez años, encontró muy de su gusto aquella chiquilla para hacerla
sufrir sus caprichos y exigencias de hijo mimado y único.
La Borda no encontró en la barraca otro cariño que el de aquella mujer
enferma, cada vez más débil y dolorida. La infeliz se forjaba la ilusión de que
tenía una hija, y por las tardes, haciéndola sentar en la puerta de la barraca,
cara al sol, peinaba los rabillos rojos de su cabeza, bien untados de aceite.
Era como un perrillo vivaracho y obediente que alegraba la barraca con sus
trotecitos, resignada a las fatigas, sumisa a todas las maldades de Tonet. Con
un supremo esfuerzo de sus bracitos arrastraba un cántaro tan grande como
ella, lleno de agua de la Dehesa, desde el canal hasta la casa. Corría al pueblo
a todas horas cumpliendo los encargos de su nueva madre, y en la mesa comía
con los ojos bajos, no atreviéndose a meter la cuchara hasta que todos estaban
a mitad de la comida. El tío Paloma, con su mutismo y sus feroces ojeadas, le
inspiraba gran miedo. Por la noche, como los dos cuartos estaban ocupados,
uno por el matrimonio y el otro por Tonet y su abuelo, dormía junto al fogón,
en medio de la barraca, sobre el barro que rezumaba a través de las lonas que
le servían de lecho, tapándose con las redes de las corrientes de aire que
entraban por la chimenea y por la puerta desvencijada, roída por las ratas.
Sus únicas horas de placer eran las de la tarde, cuando, en calma todo el
pueblo y los hombres en la laguna o en los campos, se sentaba ella con su
madre a coser velas o tejer redes a la puerta de la barraca. Las dos hablaban
con las vecinas, en el gran silencio de la calle solitaria e irregular, cubierta de
hierba, por entre la cual correteaban las gallinas y cloqueaban los ánades
extendiendo al sol sus dos mangas de húmeda blancura.
Tonet ya no iba a la escuela del pueblo, casucha húmeda pagada por el
Ayuntamiento de la ciudad, donde niños y niñas, en maloliente revoltijo,
pasaban el día gangueando las tablas del abecedario o entonando oraciones.
Era todo un hombre, según decía su abuelo, que le tentaba los brazos para
apreciar su dureza y le golpeaba con la mano el pecho. A su edad, el tío
Paloma podía comer de lo que pescaba y había disparado sobre todas las
clases de pájaros que existen en la Albufera.
El muchacho siguió con gusto al abuelo en sus expediciones por tierra y
agua. Aprendió a manejar la percha, pasaba como una exhalación por los
canales sobre uno de los barquitos pequeños del tío Paloma, y cuando llegaban
cazadores de Valencia se agazapaba en la proa de la barca o ayudaba a su
abuelo a manejar la vela, saltando al ribazo en los pasos difíciles para agarrar
la cuerda, remolcando la embarcación.
Después vino el amaestrarse en la caza. La escopeta del abuelo, un
verdadero arcabuz, que por su estampido se distinguía de todas las armas de la
Albufera, llegó a manejarla él con relativa facilidad. El tío Paloma cargaba
fuerte, y los primeros tiros hicieron tambalearse al muchacho, faltando poco
para que cayese de espaldas en el fondo de la barca. Poco a poco fue
dominando a la vieja bestia y lograba abatir las fúlicas, con gran contento del
abuelo.
Así se debía educar a los muchachos. Por su gusto, Tonet no comería otra
cosa que lo que matase con la escopeta o pescase con sus manos.
Pero al año de esta ruda educación, el tío Paloma notó una gran flojedad en
su discípulo. Le gustaba disparar tiros y sentía placer por la pesca. Lo que no
parecía complacerle tanto era levantarse antes del amanecer, pasar todo el día
con los brazos estirados moviendo la percha y tirar de la cuerda del remolque
como un caballo.
El barquero vio claro: lo que su nieto odiaba, con una repulsión instintiva
que ponía de pie su voluntad, era el trabajo. En vano el tío Paloma le hablaba
de la gran pesca que harían al día siguiente en el Recatí, el Rincón de la olla o
cualquier otro punto de la Albufera. Apenas el barquero se descuidaba, su
nieto había desaparecido. Prefería corretear por la Dehesa con los chicuelos de
la vecindad, tenderse al pie de un pino y pasar las horas oyendo el canto de los
gorriones en las redondas copas, o contemplando el aleteo de las mariposas
blancas y los abejorros bronceados sobre las flores silvestres.
El abuelo le amenazaba sin resultado. Intentó pegarle y Tonet, como una
bestiecilla feroz, se puso en salvo, buscando piedras en el suelo para
defenderse. El viejo se resignó a seguir en el lago solo como antes.
Había pasado su vida trabajando; su hijo Tono, aunque descarriado por las
aficiones agrícolas, era más fuerte que él para la faena. ¿A quién se parecía,
pues, aquel arrapíezo? ¡Señor! ¿De dónde había salido, con su resistencia
invencible a toda fatiga, con su deseo de permanecer inmóvil, descansando
horas enteras al sol como un sapo al borde de la acequia…?
Todo cambiaba en aquel mundo del que jamás había salido el viejo. La
Albufera la transformaban los hombres con sus cultivos y desfigurábanse las
familias, como si las tradiciones del lago se perdiesen para siempre. Los hijos
de los barqueros se hacían siervos de la tierra; los nietos levantaban el brazo
armado de piedras contra sus abuelos; en el lago se veían barcazas cargadas de
carbón; los campos de arroz se extendían por todas partes, avanzaban en el
lago, tragándose el agua, y roían la selva, trazando grandes claros en ella. ¡Ay,
Señor! ¡Para ver todo aquello, para presenciar la destrucción de un mundo que
él consideraba eterno, más valía morirse!
Aislado de los suyos, sin otro afecto que el amor profundo que sentía por
su madre la Albufera, la inspeccionaba, la pasaba revista diariamente, como si
en sus ojos vivos y astutos de viejo fuerte guardase toda el agua del lago y los
innumerables árboles de la Dehesa.
No derribaban un pino en la selva sin que inmediatamente lo notase a gran
distancia, desde el centro de la laguna. ¡Uno más…! El claro que dejaba el
caído entre la frondosidad de los árboles inmediatos le causaba un efecto
doloroso, como si contemplase el vacío de una tumba. Maldecía a los
arrendatarios de la Albufera, ladrones insaciables. La gente del Palmar robaba
leña en la selva; no ardían en sus hogares otras ramas que las de la Dehesa,
pero se contentaba con los matorrales, con los troncos caídos y secos; y
aquellos señores invisibles, que sólo se mostraban por medio de la carabina
del guarda y los trampantojos de la ley, abatían con la mayor tranquilidad los
abuelos del bosque, unos gigantes que le habían visto a él cuando gateaba de
pequeño en las barcas y eran ya enormes cuando su padre, el primer Paloma,
vivía en una Albufera salvaje, matando a cañazos las serpientes que pululaban
en la ribera, bichos más simpáticos que los hombres del presente.
En su tristeza ante el derrumbamiento de lo antiguo, buscaba los rincones
más incultos del lago, aquéllos adonde no llegaba aún el afán de explotación.
La vista de una noria vieja causábale estremecimientos, y contemplaba con
emoción la rueda negra y carcomida, los arcaduces desportillados, secos,
llenos de paja, de donde salían las ratas en tropel al notar su proximidad. Eran
las ruinas de la muerta Albufera; recuerdos, como él, de un tiempo mejor.
Cuando deseaba descansar, abordaba al llano de Sancha, con sus lagunas
de gelatinosa superficie y sus altos juncales, y contemplando el paisaje verde y
sombrío, en el que parecían crujir los anillos del monstruo de la leyenda, se
regocijaba al pensar que algo existía aún libre de la voracidad de los hombres
modernos, entre los cuales ¡ay! figuraba su hijo.

III
Cuando desistió el tío Paloma de la ruda educación de su nieto, éste
respiró.
Se aburría acompañando a su padre a las tierras del Saler, y pensaba con
inquietud en su porvenir viendo al tío Tono metido en el barro de los arrozales,
entre sanguijuelas y sapos, con las piernas mojadas y el busto abrasado por el
sol.
Su instinto de muchacho perezoso se rebelaba. No; él no haría lo que su
padre; no trabajaría los campos. Ser carabinero, para tenderse en la arena de la
costa, o guardia civil como los que llegaban de la huerta de Ruzafa con el
correaje amarillo y la blanca cogotera sobre el cuello, le parecía mejor que
cultivar el arroz sudando dentro del agua, con las piernas hinchadas de
picaduras.
En los primeros tiempos de acompañar a su abuelo por la Albufera, había
encontrado aceptable esta vida. Le gustaba ir errante por el lago, navegar sin
dirección fija, pasando de un canal a otro, y detenerse en medio de la Albufera
para conversar con los pescadores.
Alguna vez saltaba a las isletas de carrizales para excitar con sus silbidos a
los toros solitarios. Otras, se entraba en la Dehesa, cogiendo las moras de los
zarzales y hurgaba las madrigueras de los conejos, buscando un gazapo en el
fondo.
El abuelo le aplaudía cuando atisbaba una focha o un collvert dormidos a
flor de agua y los hacía suyos con certero escopetazo.
Además le gustaba estar en la barca horas enteras con la panza en alto,
oyendo al abuelo las cosas del pasado. El tío Paloma recordaba los hechos más
notables de su vida: su trato con los personajes; ciertas entradas de
contrabando allá en su juventud, con acompañamiento de tiros; y
remontándose en su memoria, hablaba de su padre, el primer Paloma,
repitiendo lo que él a su vez le había relatado.
Aquel barquero de otros tiempos también había visto cosas grandes sin
salir de allí. Y el tío Paloma contaba a su nieto el viaje de Carlos IV y su
esposa a la Albufera, cuando él aún no había nacido. Esto no le impedía
describir a Tonet las grandes tiendas con banderolas y tapices levantadas entre
los pinos de la Dehesa para el banquete real; las músicas, las traíllas de perros,
los lacayos de empolvada peluca custodiando los carros de víveres. El rey,
vestido de cazador, se rodeaba de los rústicos tiradores de la Albufera, casi
desnudos y con viejos arcabuces, admirando sus proezas, mientras María
Luisa paseaba por las frondosidades de la selva del brazo de don Manuel
Godoy.
Y el viejo, recordando esta visita famosa, acababa por entonar la copla que
le había enseñado su padre.
Debajo de un pino verde
le dijo la reina al rey:
«Mucho te quiero, Carlitos,
pero más quiero a Manuel».
Su temblona voz tomaba al cantar una expresión maliciosa, y acompañaba
con guiños cada verso, como si fuese días antes cuando la gente de la Albufera
había inventado la copla, vengándose de una expedición que con su fausto
parecía insultar la resignada miseria de los pescadores.
Pero esta época, feliz para Tonet, no fue de larga duración. El abuelo
comenzó a mostrarse exigente y tiránico. Cuando le vio hábil en el manejo de
la barca, ya no le dejó vagar a su capricho. Le aprisionaba por la mañana
llevándolo a la pesca. Tenía que recoger los mornells de la noche anterior,
grandes bolsas de red en cuyo fondo se enroscaban las anguilas, y calarlos de
nuevo: faenas de cierto esfuerzo, que le obligaban a estar de pie en el borde de
la barca, con la espalda ardiendo bajo el fuego del sol.
Su abuelo presenciaba inmóvil la maniobra, sin prestarle ayuda. Al volver
al pueblo, se tendía en el fondo de la barca como un inválido, dejándose
conducir por el nieto que respiraba jadeante manejando la percha.
Los barqueros, desde lejos, saludaban la arrugada cabeza del tío Paloma
asomada a la borda: «¡Ah, camastrón! ¡Qué cómodamente pasaba el día! Él
descansando como el cura del Palmar, y el pobre nieto sudando y perchando».
El abuelo contestaba con la gravedad de un maestro: «¡Así se aprende! ¡Del
mismo modo le enseñó a él su padre!»
Después venían las pescas a la ensesa: el paseo por el lago desde que se
ocultaba el sol hasta que salía, siempre en la obscuridad de las noches
invernales. Tonet vigilaba en la proa el haz de hierbas secas que ardía como
una antorcha, esparciendo sobre el agua negra una gran mancha de sangre. El
abuelo iba en la popa empuñando la fitora: una horquilla de hierro con las
puntas dentadas, arma terrible, que, una vez clavada, sólo podía sacarse con
grandes esfuerzos y horribles destrozos. La luz bajar hasta el fondo del lago.
Veíase el lecho de conchas, las plantas acuáticas, todo un mundo misterioso,
invisible durante el día, y el agua era tan clara, que la barca parecía flotar en el
aire, falta de apoyo. Los animales del lago, engañados por la luz, acudían
ciegos al rojo resplandor, y el tío Paloma, ¡zas! no daba golpe con la fitora que
no sacase del fondo un pez gordo coleando desesperado al extremo del agudo
tridente.
Tonet se entusiasmó al principio con esta pesca; pero la diversión fue
convirtiéndose poco a poco en esclavitud, y comenzó a odiar el lago, mirando
con nostalgia las blancas casitas del Palmar, que se destacaban sobre las
obscuras líneas de los carrizales.
Pensaba con envidia en sus primeros años, cuando, sin otra obligación que
la de asistir a la escuela, correteaba por las calles del pueblo, oyéndose llamar
guapo por todas las vecinas, que felicitaban a su madre.
Allí era dueño de su vida. La madre, enferma, le hablaba con pálida
sonrisa, excusando todas sus travesuras, y la Borda le soportaba con la
mansedumbre del ser inferior que admira al fuerte. La chiquillería que
pululaba entre las barracas le reconocía por jefe, y marchaban unidos a lo
largo del canal, apedreando a los ánades, que huían graznando entre las
protestas de las mujeres.
El rompimiento con su abuelo fue la vuelta a la antigua holganza. Ya no
saldría del Palmar antes del alba para permanecer en el lago hasta la noche.
Todo el día era suyo en aquel pueblo, donde no quedaban más hombres que el
cura en el presbiterio, el maestro en la escuela y el cabo de los carabineros de
mar paseando sus fieros bigotes y su nariz roja de alcohólico por la orilla del
canal, mientras las mujeres hacían red a la puerta de las barracas, quedando la
calle a merced de la gente menuda.
Tonet, emancipado del trabajo, reanudó sus amistades. Tenía dos
compañeros nacidos en las barracas inmediatas a la suya: Neleta y Sangonera.
La muchacha no tenía padre, y su madre era una vieja anguilera del
Mercado de la ciudad, que a media noche cargaba sus cestas en la barcaza del
ordinario, llamada el «carro de las anguilas». Por la tarde regresaba al Palmar,
con su blanducha y desbordante obesidad rendida por el diario viaje y las riñas
y regateos de la Pescadería. La pobre se acostaba antes de anochecer, para
levantarse con estrellas y seguir esta vida anormal, que no la permitía atender
a su hija. Ésta crecía sin más amparo que el de las vecinas, y especialmente el
de la madre de Tonet, que la daba de comer muchas veces, tratándola como
una nueva hija. Pero la muchacha era menos dócil que la Borda y prefería
seguir a Tonet en sus escapatorias antes que permanecer horas enteras
aprendiendo los diversos puntos de las redes.
Sangonera llevaba el mismo apodo de su padre, el borracho más famoso de
toda la Albufera, un viejo pequeño que parecía acartonado por el alcohol
desde muchos años. Al quedar viudo, sin más hijo que el pequeño
Sangonereta, se entregó a la embriaguez, y la gente, viéndole chupar los
líquidos con tanta ansia, lo comparó a una sanguijuela, creándole así su apodo.
Desaparecía del Palmar semanas enteras. De vez en cuando se sabía que
andaba por los pueblos de tierra firme pidiendo limosna a los labradores ricos
de Catarroja y Masanasa y durmiendo sus borracheras en los pajares. Cuando
permanecía mucho tiempo en el Palmar desaparecían durante la noche las
bolsas de red caladas en los canales; los mornells se vaciaban de anguilas
antes que llegasen los amos, y más de una vecina, al contar sus ánades, ponía
el grito en el cielo notando la falta de alguno. El carabinero de mar tosía fuerte
y miraba de cerca al viejo Sangonera, como si pretendiese meterle los recios
bigotes por los ojos; pero el borracho protestaba, poniendo por testigos a los
santos, a falta de fiadores de mayor crédito para su inocencia. ¡Era mala
voluntad de las gentes, deseo de perderle, como si aún no tuviera bastante con
su miseria, que le hacía habitar la peor barraca del pueblo! Y para apaciguar al
fiero representante de la ley, que más de una vez había bebido a su lado, pero
que fuera de la taberna no reconocía amigos, comenzaba de nuevo sus viajes
por la otra orilla de la Albufera, no volviendo al Palmar en algunas semanas.
Su hijo se negaba a seguirle en estas expediciones. Nacido en una choza de
perros, donde jamás entraba el pan, había tenido que ingeniarse desde pequeño
para conquistar la comida, y antes que seguir a su padre procuraba apartarse de
él, para no compartir el producto de sus mañas.
Cuando los pescadores sentábanse a la mesa, veían pasar y repasar por la
puerta de la barraca una sombra melancólica, que acababa por fijarse en un
lado del quicio, con la cabeza baja y la mirada hacia arriba, como un novillo
próximo a embestir. Era Sangonereta, que rumiaba su hambre con expresión
hipócrita de encogimiento y vergüenza, mientras brillaba en sus ojos de
pilluelo el afán de apoderarse de todo lo que veía.
La aparición causaba efecto en las familias. ¡Pobre muchacho! Y atrapando
al vuelo un hueso de fúlica a medio roer, un pedazo de tenca o un mendrugo,
llenaba la tripa de puerta en puerta. Si veía a los perros llamarse con sordo
ladrido y correr hacia alguna de las tabernas del Palmar, Sangonereta corría
también, como si estuviera en el secreto. Eran cazadores que guisaban su
paella, gentes de Valencia que habían venido al lago para comer un all y pebre;
y cuando los forasteros, sentados ante la mesita de la taberna, tenían que
defenderse a patadas, entre cucharada y cucharada, de los empujones de los
perros famélicos, veíanse ayudados por el haraposo muchachuelo, que, en
fuerza de sonrisas y de espantar los feroces canes, acababa por hacerse dueño
de los restos de la sartén. Un carabinero le había dado un gorro viejo de
cuartel; el alguacil del pueblo le regaló los pantalones de un cazador ahogado
en un carrizal, y sus pies, siempre desnudos, eran tan fuertes como débiles sus
manos, que jamás tocaron percha ni remo.
Sangonera, sucio, hambriento, metiendo su mano a cada instante bajo el
gorro lleno de mugre para rascarse con furia, gozaba de gran prestigio entre la
chiquillería. Tonet era más fuerte, le zurraba con facilidad, pero se reconocía
inferior a él, siguiendo todas sus indicaciones. Era el prestigio del que sabe
existir por cuenta propia, sin necesitar apoyo. La chiquillería le admiraba con
cierta envidia al verle vivir sin miedo a correcciones paternales y sin
obligación alguna. Además, su malicia ejercía cierto encanto, y los
muchachos, que en su barraca recibían una buena mano de bofetadas por la
menor falta, creían ser más hombres acompañando a aquel tuno, que todo lo
consideraba como propio y sabía aprovecharlo para su bien, no viendo un
objeto abandonado en las barcas del canal que no lo hiciese suyo.
Tenía guerra declarada a los habitantes del aire, ya que su captura exigía
menos trabajo que la de los animales del lago. Cazaba con artes ingeniosas de
su invención los gorriones llamados moriscos, que infestan la Albufera y son
temidos por los agricultores como una mala peste, pues devoran gran parte de
la cosecha de arroz. Su época mejor era el verano, cuando abundaban los
fumarells, pequeñas gaviotas del lago, que aprisionaba por medio de una red.
El nieto del tío Paloma le ayudaba en esta tarea. Iban a medias en el
negocio, según declaraba gravemente Tonet, y los dos muchachos pasaban las
horas en acecho en las riberas del lago, tirando de la cuerdecita y aprisionando
en la red a los incautos pájaros. Cuando tenían buena provisión, Sangonera,
viajero audaz, emprendía el camino de Valencia llevando a la espalda la bolsa
de red, dentro de la cual los fumarells agitaban sus alas obscuras Y mostraban
desesperados las panzas blancas. El pillete paseaba las calles inmediatas a la
Pescadería pregonando sus pájaros, y los chicos de la ciudad corrían a
comprarle los fumarells para hacerlos volar en las encrucijadas con un
bramante atado a las patas.
Al regreso eran los disgustos entre los consocios y el rompimiento
comercial. Imposible sacar cuentas con semejante tuno. Tonet se cansaba de
zurrar a Sangonera, sin conseguir un ochavo de la venta; pero siempre crédulo
y supeditado a su astucia, volvía a buscarlo en aquella barraca ruinosa y sin
puerta donde dormía solo la mayor parte del año.
Cuando Sangonera pasó de los once años comenzó a repeler el trato de sus
amigos. Su instinto de parásito le hizo frecuentar la iglesia, ya que ésta era el
mejor camino para introducirse en la casa del vicario. En una población como
el Palmar, el cura era tan pobre como cualquier pescador, pero Sangonera
sentía cierta tentación por el vino de las vinajeras, del que oía hablar con
grandes elogios en la taberna. Además, en los días de verano, cuando el lago
parecía hervir bajo el sol, la pequeña iglesia se le aparecía como un palacio
encantado, con su luz crepuscular filtrándose por las verdes ventanas, sus
paredes enjalbegadas de cal y el pavimento de rojos ladrillos respirando la
humedad del suelo pantanoso.
El tío Paloma, que despreciaba al pillete por ser enemigo de la percha,
acogió con indignación sus nuevas aficiones. ¡Ah, grandísimo vago! ¡Y qué
bien sabía escoger el oficio!
Cuando el vicario iba a Valencia le llevaba hasta la barca el ancho pañuelo,
de los llamados de hierbas, lleno de ropa, y seguía por los ribazos
despidiéndose del cura con tanta emoción como si no hubiera de verle más.
Ayudaba a la criada del eclesiástico en los menesteres de la casa; traía leña de
la Dehesa y agua de las fuentes que surgían en el lago, y sentía
estremecimientos de gato goloso cuando en el cuartucho que servía de
sacristía, solo y en silencio, se tragaba los restos de la mesa del vicario. Por las
mañanas, al tirar de la cuerda del esquilón despertando a todo el pueblo,
sentíase orgulloso de su estado. Los golpes con que los vicarios avivaban su
actividad parecíanle signos de distinción que lo colocaban por encima de sus
compañeros.
Pero este afán de vivir a la sombra de la iglesia debilitábase algunas veces,
cediendo el paso a cierta nostalgia por su antigua vida errante. Entonces
buscaba a Neleta y Tonet, y juntos volvían a emprender los juegos y correrías
por los ribazos, llegando hasta la Dehesa, que a sus simples compañeros les
parecía el límite del mundo.
Una tarde de otoño, la madre de Tonet los envió a la selva por leña. En vez
de molestarla jugueteando en el interior de la barraca, podían serla útiles
trayendo algunos haces, ya que se aproximaba el invierno.
Los tres emprendieron el viaje. La Dehesa estaba florida y perfumada
como un jardín. Los matorrales, bajo la caricia de un sol que parecía de
verano, se cubrían de flores, y por encima de ellos brillaban los insectos como
botones de oro, aleteando con sordo zumbido. Los pinos retorcidos y seculares
se movían con majestuoso rumor, y bajo las bóvedas que formaban sus copas
extendíase una dulce penumbra semejante a la de las naves de una catedral
inmensa. De vez en cuando, al través de dos troncos se filtraba un rayo de sol
como si entrase por un ventanal.
Tonet y Neleta, siempre que penetraban en la Dehesa, se sentían
dominados por la misma emoción. Tenían miedo sin saber a quién; se creían
en el palacio encantado de un gigante invisible que podía mostrarse de un
momento a otro.
Caminaban por los tortuosos senderos de la selva, tan pronto ocultos por
los matorrales que ondeaban por encima de sus cabezas, como subidos a lo
más alto de una duna, desde la cual, al través de la columnata de troncos, se
veía el inmenso espejo del lago, moteado por barcas pequeñas como moscas.
Sus pies resbalaban en el suelo, cubierto de capas de mantillo. Al ruido de
sus pasos, al menor de sus gritos, estremecíanse los matorrales con locas
carreras de animales invisibles. Eran los conejos que huían. A lo lejos sonaban
lentamente los cencerros de las vacadas que pastaban por la parte del mar.
Los muchachos parecían embriagados por la calma y los perfumes de
aquella tarde serena. Cuando entraban en la selva en los días de invierno, los
matorrales escuetos y secos, el frío levante que soplaba del mar helándoles las
manos, el aspecto trágico de la Dehesa a la luz gris de un cielo encapotado,
hacían que recogiesen apresuradamente sus fajos de leña en los mismos
linderos, huyendo en seguida hacia el Palmar. Pero aquella tarde avanzaban
confiados, deseosos de correr toda la selva, aunque llegasen al fin del mundo.
Marchaban de sorpresa en sorpresa. Neleta, con sus instintos de hembra
que desea hermosearse, en vez de buscar leña seca cortaba ramas de mirto,
blandiéndolas sobre su cabeza despeinada. Después formaba ramos de menta y
de otras hierbas olorosas cubiertas de florecillas, que la trastornaban con su
picante perfume. Tonet cogía campanillas silvestres, y formando una corona la
colocaba sobre los alborotados pelos de su amiga, riendo al ver cómo se
asemejaba a las cabecitas pintadas en los altares de la iglesia del Palmar.
Sangonera movía su hocico de parásito buscando algo aprovechable en aquella
Naturaleza tan esplendorosa y perfumada. Se tragaba los racimos rojos de
cerecitas de pastor, y con una fuerza que únicamente podía sacar a impulsos
del estómago, arrancaba los palmitos de la tierra, buscando el margalló, el
amargo troncho entre cuyas envolturas pulposas encontraba las tiernas hijuelas
de dulce sabor.
En las calvas de la selva, llamadas mallaes, terrenos bajos desprovistos de
árboles por estar inundados durante el invierno, revoloteaban las libélulas y las
mariposas. Al correr los muchachos recibían en sus piernas las picaduras de
los matorrales, los pinchazos de los juncos agudos como lanzas, pero reían del
escozor y seguían adelante, asombrados de la hermosura de la selva. En los
senderos encontraban gusanos cortos, gruesos y de vivos colores, como si
fuesen flores animadas arrastrándose con nerviosa ondulación. Cogían estas
orugas entre sus dedos admirándolas como seres misteriosos cuya naturaleza
no podían adivinar, y las volvían al suelo, siguiéndolas a gatas en sus lentas
ondulaciones hasta que se ocultaban en el matorral. Las libélulas les hacían
correr de un lado a otro, y los tres admiraban el vuelo nervioso de las más
vulgares y rojas, llamadas caballets, y de las maròtas, vestidas como hadas,
con las alas de plata, el dorso verde y el pecho cubierto de oro.
Vagando al azar por el centro de la selva, al que nunca habían llegado,
vieron de pronto transformarse el aspecto del paisaje. Se hundían en los
matorrales de las hondonadas hasta verse en una lobreguez de crepúsculo.
Sonaba un rugido incesante cada vez más cercano. Era el mar, que batía la
playa al otro lado de la cadena de dunas que cerraba el horizonte.
Los pinos no eran rectos y gallardos, como por la parte del lago. Sus
troncos estaban retorcidos; el ramaje era casi blanco y las copas se encorvaban
hacia abajo. Todos los árboles crecían de través en una misma dirección, como
si soplase un vendaval invisible en la profunda calma de la tarde. El viento del
mar, en las grandes tempestades, martirizaba este lado de la selva, dándole un
aspecto lúgubre.
Los muchachos retrocedieron. Habían oído hablar de esta parte de la
Dehesa, la más salvaje y peligrosa. El silencio y la inmovilidad de los
matorrales les causaba miedo. Allí se deslizaban las grandes serpientes
perseguidas por los guardas de la Dehesa; por allí pastaban los toros fieros que
se separaban del rebaño, obligando a los cazadores a cargar con sal gruesa sus
escopetas para espantarlos sin darles muerte.
Sangonera, como más conocedor de la Dehesa, guiaba a los suyos hacia el
lago, pero los palmitos que encontraba en el camino le hacían desviarse,
perdiendo el rumbo. Comenzaba a caer la tarde y Neleta se asustaba viendo
obscurecerse la selva. Los dos muchachos reían. Los pinos formaban una
inmensa casa; obscurecía allí dentro como en sus barracas cuando aún no se
había puesto el sol, pero fuera de la selva todavía quedaba una hora de luz. No
había prisa. Y continuaban en la busca de margallóns, tranquilizándose la
muchacha con las hijuelas que le regalaba Tonet, y que ella chupaba,
retardándose en el camino. Cuando en la revuelta de un sendero se veía sola,
corría para unirse con ellos.
Ahora sí que anochecía de veras… Lo declaraba Sangonera, como
conocedor de la Dehesa. Ya no sonaban a lo lejos los esquilones del ganado.
Había que salir pronto de la selva, pero después de recoger la leña, para
evitarse una riña al volver a casa. Buscaron al pie de los pinos, entre los
matorrales, las ramas secas. Formaron apresuradamente tres pequeños haces, y
casi a tientas comenzaron la marcha. A los pocos pasos la obscuridad era
completa. Por la parte donde debía estar la Albufera marcábase un resplandor
de incendio próximo a extinguirse, pero dentro de la selva apenas si los
troncos y los matorrales se destacaban como sombras más fuertes sobre el
lóbrego fondo.
Sangonera perdía la serenidad, no sabiendo ciertamente por dónde
marchaba. Estaban fuera del sendero; se hundían en espinosos matorrales que
les arañaban las piernas. Neleta suspiraba de miedo, y de pronto dio un grito y
cayó. Había tropezado con las raíces de un pino cortado a flor de tierra,
lastimándose un pie. Sangonera hablaba de continuar adelante, dejando
abandonada a aquella maula que sólo sabía gemir. La muchacha lloraba
sordamente, como si temiera alterar el silencio del bosque, atrayendo las
horribles bestias que poblaban la obscuridad, y Tonet amenazaba por lo bajo a
Sangonera con fabulosas cantidades de coces y bofetadas si no permanecía
con ellos sirviéndoles de guía.
Marchaban lentamente, tanteando con los pies el terreno, hasta que de
pronto no tropezaron ya con matorrales, encontrando el resbaladizo mantillo
de los senderos. Pero entonces, al hablar Tonet, no recibió contestación de su
compañero, que marchaba delante.
—¡Sangonera! ¡Sangonera!
Un ruido de ramas rotas, de matorrales rozados en la fuga, como si
escapase un animal salvaje, fue la única respuesta. Tonet gritó de rabia. ¡Ah,
grandísimo ladrón! Huía para salir pronto de la selva; no quería seguir con sus
compañeros por no ayudar a Neleta.
Al quedar solos los dos muchachos, sintieron desplomarse de golpe la poca
serenidad que les restaba. Sangonera, con su experiencia de vagabundo, les
parecía un gran auxiliar. Neleta, aterrada, olvidando toda prudencia, lloraba a
gritos, y sus sollozos resonaban en el silencio de la selva, que parecía inmensa.
El miedo de su compañera resucitó la energía de Tonet. Había pasado un brazo
por la espalda de la muchacha, la sostenía, la animaba, preguntándola sí podía
andar, si quería seguirle, marchando siempre adelante, sin que el pobre
muchacho supiera adónde.
Permanecieron los dos unidos mucho tiempo: ella sollozando, él con el
temblor que le producía lo desconocido, pero al cual deseaba sobreponerse.
Algo viscoso y helado pasó junto a ellos azotándoles la cara: tal vez un
murciélago; y este contacto, que les produjo escalofríos, los sacó de su
dolorosa inercia. Emprendieron la marcha apresuradamente, cayendo y
levantándose, enredándose en los matorrales, chocando con los árboles,
temblando ante los rumores que parecían espolearles en su fuga. Los dos
pensaban lo mismo, pero se ocultaban el pensamiento instintivamente para no
aumentar su miedo. El recuerdo de Sancha estaba fijo en su memoria. Pasaban
en tropel por su imaginación todos los cuentos del lago oídos por las noches
junto al hogar de la barraca, y al tropezar sus manos con los troncos, creían
tocar la piel rugosa y fría de enormes reptiles. Los gritos de las fúlicas
sonando lejanos, en los carrizales del lago, les parecían lamentos de personas
asesinadas. Su carrera loca a través de los matorrales, tronchando las ramas,
abatiendo las hierbas, despertaba bajo la obscura maleza misteriosos seres que
también corrían entre el estrépito de las hojas secas.
Llegaron a una gran mallada, sin adivinar en qué lugar estaban de la
interminable selva. La obscuridad era menos densa en este espacio
descubierto. Arriba se extendía el cielo de intenso azul, espolvoreado de luz,
como un gran lienzo tendido sobre las masas negras del bosque que rodeaban
la llanura. Los dos niños se detuvieron en esta isla luminosa y tranquila. Se
sentían sin fuerzas para seguir adelante. Temblaban de miedo ante la profunda
arboleda que se movía por todos lados como un oleaje de sombras.
Se sentaron, estrechamente abrazados, como si el contacto de sus cuerpos
les infundiese confianza. Neleta ya no lloraba. Rendida por el dolor y el
cansancio, apoyaba la cabeza en el hombro de su amigo, suspirando
débilmente. Tonet miraba a todas partes, como si le asustase, aún más que la
lobreguez de la selva, aquella claridad crepuscular, en la que creía ver de un
momento a otro la silueta de una bestia feroz, enemiga de los niños
extraviados. El canto del cuclillo rasgaba el silencio; las ranas de una charca
inmediata, que habían callado al llegar ellos, recobraban la confianza,
volviendo a reanudar su melopea; los mosquitos, pegajosos y pesados,
zumbaban en torno de sus cabezas, marcándose en la penumbra con negro
chisporroteo.
Los dos niños recobraban poco a poco la serenidad. No estaban mal allí;
podían pasar la noche. Y el calor de sus cuerpos, incrustados uno en otro,
parecía darles nueva vida, haciéndoles olvidar el miedo y las locas carreras a
través de la selva.
Encima de los pinos, por la parte del mar, comenzó a teñirse el espacio de
una blanquecina claridad. Las estrellas parecían apagarse sumergidas en un
oleaje de leche. Los muchachos, excitados por el ambiente misterioso de la
selva, miraban este fenómeno con ansiedad, como si alguien viniera volando
en su auxilio rodeado de un nimbo de luz. Las ramas de los pinos, con el tejido
filamentoso de su follaje, se destacaban como dibujadas en negro sobre un
fondo luminoso. Algo brillante comenzó a asomar sobre las copas de la
arboleda; primero fue una pequeña línea ligeramente arqueada como una ceja
de plata; después un semicírculo deslumbrante, y por fin, una cara enorme, de
suave color de miel, que arrastraba por entre las estrellas inmediatas su
cabellera de resplandores. La luna parecía sonreír a los dos muchachos, que la
contemplaban con adoración de pequeños salvajes.
La selva se transformaba con la aparición de aquel rostro mofletudo, que
hacía brillar como varillas de plata los juncos de la llanura. Al pie de cada
árbol esparcíase una inquieta mancha negra, y el bosque parecía crecer,
doblarse, extendiendo sobre el luminoso suelo una segunda arboleda de
sombra. Los buxqueròts, salvajes ruiseñores del lago, tan amantes de su
libertad, que mueren apenas los aprisionan, rompieron a cantar en todos los
límites de la mallada, y hasta los mosquitos zumbaron más dulcemente en el
espacio impregnado de luz.
Los dos muchachos comenzaban a encontrar grata su aventura.
Neleta ya no sentía el dolor del pie y hablaba quedamente al oído de su
compañero. Su precoz instinto de mujer, su astucia de gatita abandonada y
vagabunda, la hacía superior a Tonet. Se quedarían en la selva, ¿verdad? Ya
buscarían al día siguiente, al volver al pueblo, un pretexto para explicar su
aventura. Sangonera sería el responsable. Ellos pasarían la noche allí, viendo
lo que jamás habían visto; dormirían juntos: serían como marido y mujer. Y en
su ignorancia se estremecían al decir estas palabras, estrechando con más
fuerza sus brazos. Se apretaban, como si el instinto les dictase que su naciente
simpatía necesitaba confundir el calor de sus cuerpos.
Tonet sentía una embriaguez extraña, inexplicable. Nunca el cuerpo de su
compañera, golpeado más de una vez en los rudos juegos, había tenido para él
aquel calor dulce que parecía esparcirse por sus venas y subirse a su cabeza,
causándole la misma turbación que los vasos de vino que el abuelo le ofrecía
en la taberna. Miraba vagamente frente a él, pero toda su atención estaba fija
en la cabeza de Neleta, que pesaba sobre su hombro; en la caricia con que
aquella boca, al respirar, envolvía su cuello, como si le cosquillease la piel una
mano aterciopelada. Los dos callaban, y su silencio aumentaba el encanto. Ella
abría sus ojos verdes, en cuyo fondo se reflejaba la luna como una gota de
rocío, y revolviéndose para encontrar postura mejor, volvía a cerrarlos.
—Tonet… Tonet… —murmuraba como si soñase; y se apretaba contra su
compañero.
¿Qué hora era…? El muchacho sentía cerrarse sus ojos, más que por el
sueño, por la extraña embriaguez que parecía anonadarle. De los susurros del
bosque sólo percibía el zumbido de los mosquitos que aleteaban como un
nimbo de sombra sobre sus duras epidermis de hijos del lago. Era un extraño
concierto que los arrullaba, meciéndolos sobre las primeras ondas del sueño.
Chillaban nos como violines estridentes, prolongando hasta lo infinito la
misma nota; otros, más graves, modulaban una corta escala, y los gordos, los
enormes, zumbaban con sorda vibración, como profundos contrabajos o
lejanas campanadas de reloj.
A la mañana siguiente les despertó el sol, quemando sus caras, y el ladrido
de un perro de los guardas que les ponía los colmillos junto a los ojos.
Estaban casi en el límite de la Dehesa, y el camino fue corto para llegar al
Palmar.
La madre de Tonet, siempre bondadosa y triste, para indemnizarse de una
noche de angustia, corrió percha en mano a su hijo, alcanzándole con algunos
golpes a pesar de su ligereza. Además, por vía de adelanto, mientras venía la
madre de Neleta en el «carro de las anguilas», propinó a ésta varios mojicones,
para que otra vez no se perdiera en el bosque.
Después de esta aventura, todo el pueblo, con acuerdo tácito, llamó novios
a Tonet y Neleta, y ellos, como ligados para siempre por la noche de inocente
contacto pasada en la selva, se buscaron y se amaron sin decírselo con
palabras, como si quedase sobrentendido que sólo podían ser uno del otro.
Esta aventura fue el término de su niñez. Se acabaron las correrías, la
existencia alegre y descuidada, sin ninguna obligación. Neleta hizo la misma
vida que su madre: salía para Valencia todas las noches con las cestas de
anguilas, y no volvía hasta la tarde siguiente. Tonet, que sólo podía verla un
momento al anochecer, trabajaba en las tierras de su padre o iba a pescar con
éste y el abuelo.
El tío Tono, antes bondadoso, era ahora exigente, como el tío Paloma, al
ver crecido a su hijo, y Tonet, como bestia resignada, iba arrastrado al trabajo.
Su padre, aquel héroe tenaz de la tierra, era inquebrantable en sus
resoluciones. Cuando llegaba la época de plantar el arroz o de la recolección,
el muchacho pasaba el día en las tierras del Saler. El resto del año pescaba en
el lago, unas veces con su padre y otras con el abuelo, que le admitía de
camarada en su barca, pero jurando a cada momento contra la perra suerte que
hacía nacer tales vagos en su familia.
Además, el muchacho veíase impulsado al trabajo por el hastío. En el
pueblo no quedaba nadie con quien entretenerse durante el día. Neleta estaba
en Valencia, y sus antiguos compañeros de juegos, crecidos ya como él y con
la obligación de ganarse el pan, iban en las barcas de sus padres. Quedaba
Sangonera; pero este tuno, después de la aventura de la Dehesa, se alejaba de
Tonet, recordando la paliza con que había agradecido el abandono de aquella
noche.
El vagabundo, como si este suceso decidiese su porvenir, se había
refugiado en la casa del cura, sirviéndole de criado, durmiendo como un perro
detrás de la puerta, sin acordarse de su padre, que sólo aparecía de tarde en
tarde en aquella barraca abandonada, por cuya techumbre caía la lluvia como
en campo raso.
El viejo Sangonera tenía ahora una industria: cuando no estaba borracho se
dedicaba a cazar las nutrias del lago, que, perseguidas encarnizadamente a
través de los siglos, no llegaban a una docena.
Una tarde que digería su vino en un ribazo, vio ciertos remolinos y hervir
el agua en grandes burbujas. Alguien buceaba en el fondo, entre las redes que
cerraban el canal, buscando los mornells cargados de pesca. Metido en el agua,
con una percha que le prestaron, persiguió a palos a un animal negruzco que
corría por el fondo, hasta que consiguió matarlo, apoderándose de él.
Era la famosa lludria, de la que se hablaba en el Palmar como de un animal
fantástico; la nutria, que en otros tiempos pululaba en tal cantidad en el lago,
que imposibilitaba la pesca, rompiendo las redes.
El viejo vagabundo se consideró el primer hombre de la Albufera. La
Comunidad de Pescadores del Palmar, según antiguas leyes consignadas en los
librotes que guardaba su jefe el Jurado, venía obligada a dar un duro por cada
nutria que le presentasen. El viejo tomó su premio, pero no se detuvo aquí.
Aquel animal era un tesoro; y se dedicó a enseñarlo en el puerto de Catarroja,
en el de Silla, llegando hasta Sueca y Cullera en su viaje triunfal alrededor del
lago.
De todas partes le llamaban. No había taberna donde no le recibiesen con
los brazos abiertos. ¡Adelante, tío Sangonera! ¡A ver el animalucho que había
cazado! Y el vagabundo, después de hacerse obsequiar con varios vasos,
sacaba amorosamente de debajo de la manta la pobre bestia, blanducha y
hedionda, haciendo admirar su piel y permitiendo que la pasasen la mano por
encima —pero con gran cuidado, ¿eh?— para apreciar la finura de su pelo.
Jamás el pequeño Sangonereta, al venir al mundo, fue llevado en los
brazos de su padre con tan cariñosa suavidad como aquel animalejo. Pero
pasaron los días, la gente se cansó de la lludria, nadie daba por ella ni una
mala copa de aguardiente, y no hubo taberna de la que no despidieran a
Sangonera como un apestado, por el hedor insufrible de aquella bestia
corrompida que llevaba a todas partes bajo la manta. Antes de abandonarla
aún sacó de ella nuevo producto, vendiéndola en Valencia a un disecador de
animales, y desde entonces declaró a todo el mundo su vocación: sería cazador
de nutrias.
Se dedicó a buscar otra, como quien persigue la dicha. El premio de la
Comunidad de Pescadores y la semana de borrachera continua y gratuita, con
el gaznate a trato de rey, no se apartaban de su memoria. Pero la segunda
nutria no quería dejarse coger. Alguna vez creyó verla en las más apartadas
acequias del lago, pero se ocultaba inmediatamente, como si todas las de la
familia se hubieran pasado aviso de la nueva profesión de Sangonera. Su
desesperación le hacía emborracharse a crédito de las nutrias que había de
cazar, y ya llevaba bebidas más de dos, cuando una noche lo encontraron unos
pescadores ahogado en un canal. Había resbalado en el fango, e incapaz de
levantarse por su embriaguez, quedó en el agua acechando para siempre su
nutria.
La muerte del padre de Sangonera hizo que éste se refugiase para siempre
en la casa del vicario, no volviendo más a su barraca. Se sucedían los curas en
el Palmar, pueblo de castigo, donde sólo iban los desesperados o los que
estaban en desgracia, saliendo de esta miseria tan pronto como podían. Todos
los vicarios, al tomar posesión de la pobre iglesia, se encargaban igualmente
de Sangonera, como de un objeto indispensable para el culto. En el pueblo,
sólo él sabía ayudar una misa. Conservaba en su memoria todas las prendas
guardadas en la sacristía, con el número de desgarrones, remiendos y agujeros
de polilla; y solícito en todo y deseoso de agradar, no formulaba su amo una
orden que no estuviera cumplida al momento.
La consideración de que él era el único en el pueblo que no trabajaba
percha en mano ni pasaba las noches en medio de la Albufera causábale cierto
orgullo, haciendo que mirase con altanería a los demás.
Los domingos, al amanecer, él era quien abría la marcha con la cruz en alto
al frente del rosario de la Aurora. Hombres, mujeres y niños, en dos largas
filas, iban cantando con paso lento por la única calle del pueblo, esparciéndose
después por los ribazos y las barracas aisladas, para que la ceremonia fuese de
más duración. En la penumbra del amanecer brillaban los canales como
láminas de sombrío acero, coloreábanse de rojo las nubecillas por la parte del
mar, y los gorriones moriscos volaban en bandadas, surgiendo de las
techumbres de los viveros, contestando con sus piídos alegres de vagabundos
satisfechos de la vida y la libertad al canto triste y melancólico de los fieles.
«¡Despierta, cristiano…!», cantaba el rosario a lo largo del pueblo; y lo
gracioso de la llamada era que todo el vecindario iba en la procesión, y en las
casas, vacías, sólo despertaban los perros con sus ladridos y los gallos, que
rasgaban la triste melopea con su canto sonoro como un trompetazo saludando
la nueva luz y la alegría de un día más.
Tonet, al marchar en el rosario, miraba rabiosamente a su antiguo
camarada, al frente de todos como un general, enarbolando la cruz a guisa de
bandera. ¡Ah, ladrón! ¡Aquél había sabido arreglarse la vida a su gusto!
Él, mientras tanto, vivía sometido a su padre, cada vez más grave y poco
comunicativo: bueno en el fondo, pero llegando hasta la crueldad con los
suyos en la tenaz pasión por el trabajo. Los tiempos eran malos. Las tierras del
Saler no daban dos buenas cosechas seguidas, y la usura, a la que acudía el tío
Tono como auxiliar de sus empresas, devoraba la mayor parte de sus
esfuerzos. En la pesca, los Palomas tenían siempre mala suerte, llevándose los
peores sitios del lago en los sorteos de la Comunidad. Además, la madre se
consumía lentamente, agonizaba, cual si la vida se derritiese dentro de ella
como un cirio, escapándose por la herida de sus trastornadas entrañas, sin otra
luz que el brillo enfermizo de los ojos.
La existencia era triste para Tonet. Ya no conmovía con sus diabluras el
Palmar; ya no le besaban las vecinas, declarándole el chico más guapo del
pueblo; ya no era el preferido entre sus compañeros, el día del sorteo de los
redolíns, para meter la mano en la bolsa de cuero de la Comunidad y sacar las
suertes. Ahora era un hombre. En vez de hacer pesar en casa su voluntad de
niño mimado, le mandaban a él; era tan poca cosa como la Borda, y a la menor
rebelión alzábase amenazante la pesada mano del tío Tono, mientras el abuelo
aprobaba con chillona risa, afirmando que así se cría derecha a la gente.
Cuando murió la madre pareció renacer el antiguo afecto entre el abuelo y
su hijo. El tío Paloma lamentó la ausencia de aquel ser dócil que sufría en
silencio todas sus manías; sintió crearse el vacío en torno de él y se agarró al
hijo, poco obediente a su voluntad, pero que jamás osaba contradecirle en su
presencia.
Pescaron juntos, lo mismo que en otros tiempos; iban algún rato a la
taberna como camaradas, mientras en la barraca la pobre Borda atendía a los
quehaceres del hogar con la precocidad de las criaturas desgraciadas.
Neleta era también como de la familia, Su madre ya no podía ir al Mercado
de Valencia. La humedad de la Albufera parecía habérsele filtrado hasta la
médula de los huesos, paralizando su cuerpo, y la pobre mujer permanecía
inmóvil en su barraca, gimiendo a impulsos de los dolores de reumática,
gritando como una condenada y sin poder ganarse el sustento. Las compañeras
del Mercado la daban como limosna algo de sus cestas, y la pequeña, cuando
sentía hambre en su barraca, corría a la de Tonet, ayudando a la Borda en sus
tareas con una autoridad de niña mayor. El tío Tono la acogía bien. Su
generosidad de luchador en continuo combate con la miseria le hacía ayudar a
todos los caídos.
Neleta se criaba en la barraca de su novio. Iba a ella en busca del sustento,
y sus relaciones con Tonet tomaban un carácter más fraternal que amoroso.
El muchacho no se cuidaba mucho de su novia. Estaba seguro de ella. ¿A
quién podía querer? ¿Tenía derecho a fijarse en otro, después que todo el
pueblo los había reconocido como novios? Y tranquilo por la posesión de
Neleta, que crecía en la miseria como una flor rara, contrastando su hermosura
con la pobreza física de las otras hijas del Palmar, no la atendía gran cosa, y la
trataba con la misma confianza que si ya fuesen esposos. Transcurrían a veces
semanas enteras sin que él la hablase.
Otras aficiones atraían a aquel hombrecito, que pasaba por ser el mozo más
bien plantado del Palmar. Enorgullecíale el prestigio de valiente que había
adquirido entre sus antiguos compañeros de juegos, hombres ahora como él.
Se había peleado con unos cuantos, saliendo siempre vencedor. Percha en
mano había descalabrado a algunos, y una tarde corrió por los ribazos, con la
fitora de pescar, a un barquero de Catarroja que gozaba fama de temible. El
padre torcía el gesto al conocer estas aventuras, pero el abuelo reía,
reconciliándose momentáneamente con su nieto. Lo que más alababa el tío
Paloma era que el muchacho, en cierta ocasión, hubiera hecho frente a los
guardas de la Dehesa, llevándose por la brava un conejo que acababa de matar.
No era trabajador, pero tenía su sangre.
Aquel mocito que aún no había cumplido los dieciocho años, y del que se
hablaba mucho en el pueblo, tenía su escenario favorito, adonde corría apenas
dejaba atracada en el canal la barca del padre o la del abuelo.
Era la taberna de Cañamèl, un establecimiento nuevo del que se hacían
lenguas en toda la Albufera. No estaba, como las otras tabernillas, instalada en
una barraca de techo bajo y ahumado, sin más respiradero que la puerta. Tenía
casa propia, un edificio que entre las barracas de paja parecía portentoso, con
paredes de mampostería pintadas de azul, techo de tejas y dos puertas, una a la
única calle del pueblo y otra al canal. El espacio entre las dos puertas estaba
siempre lleno de cultivadores de arroz y de pescadores, gente que bebía de pie
frente al mostrador, contemplando como hipnotizada las dos filas de rojos
toneles, o se sentaba en los taburetes de cuerda, ante las anesillas de pino,
siguiendo interminables partidas de brisaca y de truque.
El lujo de esta taberna enorgullecía a los parroquianos. Las paredes estaban
chapadas de azulejos de Manises hasta la altura de las cabezas. Por encima
extendíanse paisajes fantásticos, verdes o azules, con caballos como ratas y
árboles más pequeños que los hombres, y de las vigas pendían ristras de
morcillas, alpargatas de esparto y manojos de cuerdas amarillas y piin antes
que se empleaban como jarcias en las grandes barcas del lago.
Todos admiraban a Cañamèl. ¡El dinero que tenía aquel gordo…! Había
sido guardia civil en Cuba y carabinero en España; después vivió muchos años
en Argelia; conocía algo de todos los oficios, y sabía tanto, ¡tanto! que, según
expresión del tío Paloma, se enteraba durante su sueño del lugar donde se
acostaba cada peseta, y al día siguiente corría a cogerla.
En el Palmar nunca se había bebido vino como el suyo. Todo era de lo
mejor en aquella casa. El amo recibía bien a los parroquianos y arañaba en los
precios de un modo razonable.
Cañamèl no era del Palmar, ni siquiera valenciano. Era de muy lejos, de
allá donde hablan en castellano. En su juventud había estado en la Albufera de
carabinero, casándose con una muchacha del Palmar, pobre y fea. Después de
una vida accidentada, al reunir algunos cuartos, había venido a establecerse en
el pueblo de su mujer, cediendo a los deseos de ésta. La pobre estaba enferma
y revelaba poca vida: parecía gastada por aquellos viajes que la hacían soñar
con su tranquilo rincón del lago.
Los demás taberneros del pueblo vociferaban contra Cañamèl al ver cómo
se apoderaba de los parroquianos. ¡Ah, grandísimo tunante! ¡Por algo daba tan
barato el vino bueno! Lo que menos le interesaba era la taberna: en otra parte
estaba su negocio, y por algo había venido de tan lejos a establecerse allí. Pero
Cañamèl ante tales palabras, sonreía bondadosamente. ¡Al fin todos habían de
vivir!
Los más íntimos de Cañamèl sabían que no eran infundadas estas
murmuraciones. La taberna le importaba poco. Su principal negocio era por la
noche, después de cerrarla; por algo había sido carabinero y recorrido las
playas. Todos los meses caían fardos en la costa, rodando en la arena a
impulsos de un enjambre de bultos negros que los levantaban en alto,
llevándolos a través de la Dehesa hasta las orillas del lago. Allí, las barcas
grandes, los laúdes de la Albufera, que podían cargar hasta cien sacos de arroz,
se abarrotaban con los fardos de tabaco, emprendiendo lentamente la marcha
en la oscuridad hacia tierra firme… Y al día siguiente, ni visto ni oído.
Escogía la tropa para estas expediciones entre los más audaces que
concurrían a su taberna. Tonet, a pesar de sus pocos años, fue agraciado dos o
tres veces con la confianza de Cañamèl, por ser muchacho valiente y
reservado. En este trabajo nocturno podía ganarse un hombre de bien dos o
tres duros, que después dejaba otra vez en manos de Cañamèl bebiendo en su
taberna. Y todavía los infelices, comentando al día siguiente los azares de una
expedición de la que eran ellos los principales protagonistas, se decían
admirados: «¡Pero qué agallas tiene ese Cañamèl…! ¡Con qué atrevimiento se
expone a que le metan mano…!»
Las cosas marchaban bien. En la playa todos eran ciegos, gracias a la
buena maña del tabernero. Sus antiguos amigos de Argel le enviaban con
puntualidad los cargamentos, y el negocio rodaba tan suavemente, que
Cañamèl, a pesar de que correspondía con extraordinaria generosidad al
silencio de los que podían perjudicarle, prosperaba a toda prisa. Al año de
estar en el Palmar ya había comprado tierras de arroz y tenía en el piso alto de
la taberna su talego de plata para sacar de apuros a los que solicitaban
préstamos.
Su respetabilidad crecía rápidamente. Al principio le habían dado el apodo
de Cañamèl por el acento suave y dulzón con que se expresaba en un
valenciano trabajoso. Después, al verle rico, la gente, sin olvidar el apodo, le
llamaba Paco, pues, según declaraba su mujer, así le llamaban en su país, y él
se enfurecía sordamente si le apelaban Quico, como a los otros Franciscos del
pueblo.
Al morir su mujer, pobre compañera de la época de infortunio, su hermana
menor, una pescadora fea, viuda y de carácter dominante, pretendió acampar
en la taberna con carácter de dueña, escoltada por todos los de la familia.
Halagaban a Cañamèl con los cuidados que inspira un pariente rico,
hablándole de lo difícil que era para un hombre solo seguir al frente de la
taberna. ¡Allí faltaba una mujer! Pero Cañamèl, que había odiado siempre a la
cuñada por su mala lengua y temblaba ante la posibilidad de que aspirase a
ocupar el puesto aún caliente de su hermana, la puso en la puerta, desafiando
sus protestas escandalosas. Al cuidado del establecimiento le bastaban dos
viejas, viudas de pescadores, que guisaban los all y pebres para los aficionados
que venían de Valencia, y limpiaban aquel mostrador en el que gastaba sus
codos todo el pueblo.
Cañamèl, al verse libre, hablaba contra el matrimonio. Un hombre de su
fortuna sólo podía casarse por conveniencia con alguna que tuviese más dinero
que él. Y por las noches reía oyendo al tío Paloma, que era elocuente cuando
hablaba de las mujeres.
El viejo barquero declaraba que el hombre debía ser como los buxqueròts
del lago, que cantan alegremente mientras están en libertad, y cuando los
meten en una jaula prefieren morir antes que verse encerrados.
Todas sus comparaciones se las facilitaban los pájaros de la Albufera. ¡Las
hembras…! ¡Mala peste! Eran los seres más ingratos y olvidadizos de la
creación. No había más que ver a los pobres collvèrts del lago. Vuelan siempre
en compañía de la hembra, y no saben ir sin ella ni a buscar la comida. Dispara
el cazador. Si cae muerta la hembra, el pobre macho, en vez de escapar, vuela
y vuela en torno del sitio donde pereció su compañera, hasta que el tirador
acaba también con él. Pero si cae el pobre macho, la hembra sigue volando tan
fresca, sin volver la cabeza, como si nada hubiese pasado, y al notar la falta
del acompañante se busca otro… ¡Cristo! Así son todas las hembras, lo mismo
las que llevan plumas que las que visten zagalejos.
Tonet pasaba las noches jugando al truque en la taberna y ansiaba la
llegada del domingo para estar allí todo el día. Le gustaba la vida de
inmovilidad, con el porrón al alcance de la mano, manejando los mugrientos
naipes sobre la manta que cubría la mesilla y apuntando con pequeños
guijarros o granos de maíz, que representaban el valor de las apuestas.
¡Lástima que no fuese rico como Cañamèl, para proporcionarse siempre esta
vida de señor! Rabiaba al pensar que al día siguiente tendría que fatigarse en la
barca, y tan creciente era su pasión por la pereza que Cañamèl ya no le
buscaba para los trabajos nocturnos, al ver con qué mal gesto cargaba los
fardos y cómo disputaba con los compañeros de trabajo para evitarse fatigas.
Sólo mostraba actividad y sacudía su somnolencia de perezoso ante una
diversión próxima. En la gran fiesta del Palmar en honor del Niño Jesús, el
tercer día de Navidad, Tonet se distinguía entre todos los mozos del lago.
Cuando en la víspera llegaba la música de Catarroja en una gran barca, los
jóvenes se metían en el agua del canal, pugnando por quién avanzaba más y
cogía el bombo. Era un honor que le hacía pavonearse altivo ante las
muchachas, apoderarse del enorme instrumento y cargárselo a la espalda,
paseándolo por el pueblo.
Tonet se metía hasta el pecho en el agua, fría como hielo líquido, disputaba
a puñetazos la delantera a los más audaces y se agarraba a la borda de la barca,
haciendo suya la voluminosa caja.
Después, en los tres días de fiestas, venían las diversiones tormentosas, que
las más de las veces acababan a palos. El baile en la plaza a la luz de teas
resinosas, donde obligaba a Neleta a permanecer sentada, pues por algo era su
novia, mientras él bailaba con otras menos guapas, pero mejor vestidas, y las
noches de albaes, serenatas de la gente joven, que iba hasta el amanecer de
puerta en puerta cantando coplas, escoltada por un pellejo de vino para tomar
fuerzas y acompañando cada canción con una salva de relinchos y otra de
tiros.
Pero transcurrida esta corta temporada, Tonet volvía a aburrirse en su vida
de trabajo, sin otro horizonte que el lago. Se escapaba a veces, despreciando la
cólera de su padre, y desembarcaba en el puerto de Catarroja, recorriendo los
pueblos de la tierra firme, donde tenía amigos de la época de la siega. Otras
veces tomaba el camino por el Saler, y llegaba a Valencia con el propósito de
quedarse en la ciudad, hasta que el hambre le empujaba de nuevo a la barraca
de su padre. Había visto de cerca la existencia de los que viven sin trabajar y
abominaba de su mala suerte, que le hacía permanecer como un anfibio en un
país de cañas y barro, donde el hombre, desde pequeño, tiene que encerrarse
en una barquichuela, eterno ataúd sin el cual no puede moverse.
El hambre de placeres se despertaba en él, rabiosa y dominadora. Jugaba
en la taberna hasta que Cañamèl lo ponía en la puerta a media noche; había
probado todos los líquidos que se beben en la Albufera, incluso la absenta pura
que traen los cazadores de la ciudad para mezclarla con el agua hedionda del
lago, y más de una noche, al tenderse en su camastro de la barraca, los ojos del
padre le habían seguido con expresión severa, percibiendo su paso inseguro y
su respiración jadeante de alcoholizado. El abuelo protestaba con palabras de
indignación. Santo y bueno que le gustase el vino; al fin vivían eternamente
sobre el agua, y el buen barquero debe conservar la panza caliente… ¿Pero
bebidas «compuestas»…? ¡Así empezó el viejo Sangonera!
Tonet olvidaba todos sus afectos. Golpeaba a la Borda, tratándola como a
una bestia sumisa, y apenas si prestaba atención a Neleta, acogiendo sus
palabras con bufidos de impaciencia. Si obedecía a su padre era de un modo
tan forzado, que el gran trabajador palidecía, moviendo sus manazas poderosas
como si fuese a despedazarle. El muchacho despreciaba a todo el pueblo,
viendo en él un rebaño miserable nacido para el hambre y la fatiga, de cuyas
filas debía salir a cualquier precio. Los que tornaban orgullosos de la pesca,
mostrando los cestones de anguilas y tencas, le hacían sonreír. Al pasar frente
a la casa del vicario veía a Sangonera, que, dedicado ahora a la lectura, pasaba
las horas sentado en la puerta leyendo libros religiosos y disfrazando su gesto
de pillo con una expresión compungida. ¡Imbécil! ¿qué le importarían aquellos
libracos que le prestaban los vicarios…?
Quería vivir, gozar de un golpe todas las dulzuras de la existencia. Se
imaginaba que cuantos habitaban al otro lado del lago, en los pueblos ricos o
en la ciudad grande y ruidosa, le robaban una parte de los placeres que le
correspondía por indiscutible derecho.
En la época de la siega del arroz, cuando miles de hombres llegaban a la
Albufera de todos los extremos de la provincia, atraídos por los grandes
jornales que ofrecían los propietarios faltos de brazos, Tonet se reconciliaba
momentáneamente con la vida en aquel rincón del mundo. Veía caras nuevas,
hacía amigos, encontraba una rara alegría en estos vagabundos que, con la hoz
en la mano y el saco de ropa a la espalda, iban de un punto a otro trabajando
mientras lucía el sol, para emborracharse así que llegaba la noche.
Le gustaba esta gente de existencia accidentada y le entretenían sus relatos,
más interesantes que los cuentos murmurados junto a la lumbre. Unos habían
estado en América, y olvidando su miseria en los remotos países, hablaban de
éstos como de un paraíso donde todos nadaban en oro. Otros contaban sus
largas estancias en la Argelia salvaje, en los mismos límites del Desierto,
donde se habían ocultado mucho tiempo por un navajazo dado en su pueblo o
un robo que les «acumulaban» los enemigos. Y Tonet, al oírles, creía percibir
en el vientecillo putrefacto de la Albufera el perfume exótico de aquellos
países maravillosos, y en el brillo de los azulejos de la taberna veía sus
portentosas riquezas.
Esta amistad con los vagabundos se estrechaba, hasta el punto de que, al
terminar la siega y cobrar ellos sus jornales, los acompañaba Tonet en una
orgía brutal a través de todas las poblaciones inmediatas al lago; carrera loca
de taberna en taberna, de albaes por la noche ante ciertas ventanas, que
terminaban con una pelea general cuando, escaseando el dinero, parecía el
vino más agrio y se disputaba por quién era el obligado a pagar.
Una de estas expediciones fue famosa en la Albufera. Duró más de una
semana, y en todo este tiempo el tío Tono no vio a su hijo en el Palmar. Se
supo que la banda de alborotadores iba como una fiera suelta por la parte de la
Ribera, que en Sollana apalearon a un guarda y en Sueca habían sido
descalabrados dos de la cuadrilla en una pelea de taberna. La guardia civil iba
al alcance de estas expediciones de locos.
Una noche avisaron al tío Tono que su hijo acababa de aparecer en casa de
Cañamèl con las ropas sucias de barro, como si hubiese caído en una acequia,
brillándole aún en los ojos la borrachera de siete días. El sombrío trabajador
fue allá, silencioso como siempre, con un ligero bufido que movía sus labios
como si se pegasen uno a otro.
Su hijo bebía en el centro de la taberna con la sed del ebrio, rodeado de un
público atento, al que hacía reír con el relato de las barrabasadas cometidas en
esta expedición de recreo.
De un revés, el tío Tono le rompió el porrón que llevaba a su boca,
abatiéndole la cabeza sobre un hombro. Tonet, anonadado por el golpe y
viendo a su padre frente a él, se encogió por unos momentos; pero después,
brillando en sus ojos una luz turbia e impura que daba miedo, se lanzó contra
él, gritando que nadie le pegaba impunemente, ni aun su mismo padre.
Pero no era fácil rebelarse contra aquel hombretón grave y silencioso,
firme como el deber, y que llevaba en sus brazos la energía de más de treinta
años de continua batalla con la miseria. Sin despegar los labios contuvo a la
fierecilla, que pretendía morderle, con una bofetada que le hizo tambalearse, y
casi al mismo tiempo, con el empuje de uno de sus pies lo envió contra el
muro, haciéndole caer de bruces en la mesilla de unos jugadores.
La gente se abalanzó sobre el padre, temiendo que en su cólera de atleta
silencioso aporrease a todos los concurrentes de la taberna. Cuando se
restableció la calma y soltaron al tío Tono, su hijo ya no estaba allí. Había
huido levantando los brazos en actitud desesperada… ¡Le habían pegado…!
¡A él, que tan temido era…! ¡Y en presencia de todo el Palmar…!
Transcurrieron algunos días sin que se tuvieran noticias de Tonet. Poco a
poco se supo algo por la gente que iba al mercado de Valencia. Estaba en el
cuartel de Monte Olivete, y muy pronto se embarcaría para Cuba. Había
sentado plaza. Al huir desesperado hacia la ciudad, se había detenido en las
tabernas inmediatas al cuartel donde estaba el banderín de enganche para
Ultramar. La gente que pululaba por allí, voluntarios en espera de embarque y
reclutadores astutos, le habían decidido a tal resolución.
El tío Tono en el primer momento quiso protestar. El muchacho no tenía
aún veinte años; se había cometido una ilegalidad. Además, era su hijo, su
único hijo. Pero el abuelo le hizo desistir con su habitual dureza. Era lo mejor
que podía hacer su nieto. Crecía torcido: ¡qué corriese mundo y que sufriera!
¡Ya se encargarían de enderezarlo! Y si moría, un vago menos; al fin, todos,
más pronto o más tarde, habían de morir.
El muchacho partió sin protesta. La Borda fue la única que, escapándose
de la barraca, se presentó en Monte-Olivete y le despidió llorando, después de
entregarle toda su ropa y los cuartos de que pudo apoderarse sin que se
enterara el tío Tono. A Neleta ni una palabra: el novio parecía haberla
olvidado.
Dos años transcurrieron sin que el muchacho diese señales de vida. Un día
llegó una carta para el padre, encabezada con frases dramáticas, de un
sentimentalismo falso, en la cual Tonet solicitaba su perdón, hablando luego
de su nueva existencia. Era guardia civil en Guantánamo y no lo pasaba mal.
Se notaba en su estilo cierto aplomo petulante, como de hombre que corría los
campos con un arma al hombro e inspiraba temor y respeto. Su salud era
magnífica. Ni una ligera enfermedad desde que desembarcó. La gente de la
Albufera soportaba perfectamente el clima de la isla. El que se criaba en
aquella laguna, bebiendo su agua de barro, podía ir sin miedo a todas partes:
estaba aclimatado.
Después surgió la guerra. En la barraca del tío Tono temblaba la Borda,
llorando por los rincones cuando llegaban al Palmar confusas noticias de los
combates que ocurrían allá lejos. En el pueblo dos mujeres llevaban luto. Se
marchaban los muchachos al entrar en quinta, entre llantos desesperados,
como si sus familias no los hubieran de ver más.
Pero las cartas de Tonet eran tranquilizadoras y revelaban gran confianza.
Ahora era cabo en una guerrilla montada y parecía muy contento de su
existencia. Él mismo se describía, con gran minuciosidad, vestido de rayadillo,
con un gran jipipaja, medias botas de charol, el machete golpeándole el muslo,
la carabina máuser cruzada en la espalda y la canana repleta de cartuchos. No
había cuidado; aquella vida era la suya: buena paga, mucho movimiento y la
gran libertad que proporciona el peligro. «¡Venga guerra!», decía alegremente
en sus cartas. Y adivinábase a larga distancia el soldado fanfarrón, satisfecho
de su oficio, encantado de sufrir fatigas, hambre y sed, a cambio de librarse
del trabajo monótono y vulgar, de vivir fuera de las leyes de los tiempos
normales, de matar sin miedo al castigo y considerar como suyo todo cuanto
ve, imponiendo su voluntad al amparo de las duras exigencias de la guerra.
Neleta se enteraba de tarde en tarde de las aventuras de su novio. Su madre
había muerto. Ella vivía ahora en la barraca de una tía suya, y para ganarse el
pan servía de criada en casa de Cañamèl los días en que llegaban parroquianos
extraordinarios y eran muchas las paellas.
Se presentaba en la barraca de los Palomas preguntando a la Borda si había
carta, y escuchaba su lectura con los ojos bajos, apretando los labios como
para concentrar más su atención. Parecía haberse enfriado su afecto por Tonet
desde aquella fuga, en la que no tuvo para la novia el más leve recuerdo. Le
brillaban los ojos y sonreía murmurando «¡grasies!» cuando al final de las
cartas la nombraba el guerrillero enviándole sus recuerdos; pero no mostraba
ningún deseo por que el muchacho regresase, ni se entusiasmaba cuando hacía
castillos en el aire, asegurando que aún volvería al Palmar con galones de
oficial.
Otras cosas preocupaban a Neleta. Se había convertido en la muchacha
más guapa de la Albufera. Era pequeña, pero sus cabellos, de un rubio claro,
crecían tan abundantes, que formaban sobre su cabeza un casco de ese oro
antiguo descolorido por el tiempo. Tenía la piel blanca, de una nitidez
transparente, surcada de venillas; una piel jamás vista en las mujeres del
Palmar, cuya epidermis escamosa y de metálico reflejo ofrecía lejana
semejanza con la de las tencas del lago. Sus ojos eran pequeños, de un verde
blanquecino, brillantes como dos gotas del ajenjo que bebían los cazadores de
Valencia.
Cada vez frecuentaba más la casa de Cañamèl. Ya no prestaba su ayuda en
circunstancias extraordinarias. Pasaba todo el día en la taberna, limpiándola,
despachando copas tras el mostrador, vigilando el hogar donde burbujeaban
las sartenes, y al llegar la noche marchaba ostentosamente hacia la barraca de
su tía, escoltada por ésta, llamando la atención de todos, para que se enterasen
bien las parientas hostiles de Cañamèl, las cuales comenzaban a murmurar si
Neleta veía salir el sol al lado de su amo.
Cañamèl no podía pasar sin ella. El viudo, que hasta entonces había vivido
tranquilo con sus viejas criadas, despreciando públicamente a las mujeres, era
incapaz de resistir el contacto de aquella criatura maliciosa que le rozaba con
gracia felina. El pobre Cañamèl sentíase inflamado por los ojos verdosos de
aquella gatita, que apenas le veía en calma procuraba hacérsela perder con
encontronazos hábiles que marcaban sus encantos ocultos. Sus palabras y
miradas sublevaban en el maduro tabernero una castidad de varios años. Los
parroquianos le veían unas veces con arañazos en la cara, otras con alguna
contusión junto a los ojos, y reían ante las excusas que confusamente
formulaba el tabernero. ¡Bien sabía defenderse la muchacha de los irresistibles
arranques de Cañamèl! ¡Lo inflamaba con los ojos para aplacarlo con las uñas!
A veces, en los cuartos interiores de la taberna rodaban con estrépito los
muebles, temblaban los tabiques con furiosos empujones, y los bebedores
reían maliciosamente… ¡Cañamèl que intentaba acariciar a su gata! ¡De
seguro que saldría al mostrador con un nuevo arañazo…!
Esta lucha había de tener fin. Neleta era demasiado firme para no rendir a
aquel panzudo, que temblaba ante sus amenazas de no volver más a la taberna.
Todo el Palmar se conmovió con la noticia del matrimonio de Cañamèl a pesar
de que era un suceso esperado. La cuñada del novio iba de puerta en puerta
vomitando injurias. Las mujeres formaban corrillos ante las barracas… ¡La
mosquita muerta! ¡Y qué bien había sabido manejarse para pescar al hombre
más rico de la Albufera! Nadie se acordaba del antiguo noviazgo con Tonet.
Habían transcurrido seis años desde que partió, y raramente se volvía de allá
donde él estaba.
Neleta, al tomar posesión como dueña legítima de aquella taberna, por la
que pasaba todo el pueblo y a la que acudían los menesterosos implorando la
usura de Cañamèl, no se enorgulleció ni quiso vengarse de las comadres que la
calumniaban en su época de servidumbre. A todas las trataba con cariño, pero
interponía el mostrador entre ella y las visitantes, para evitar familiaridades.
Ya no volvió a la barraca de los Palomas. Hablaba con la Borda como con
una hermana, cuando ésta iba a comprar algo, y al tío Paloma le servía el vino
en el vaso más grande, procurando olvidar sus pequeñas deudas. El tío Tono
frecuentaba poco la taberna; pero Neleta, al verle, lo saludaba con expresión
de respeto, como si aquel hombre silencioso y ensimismado fuese para ella
algo así como un padre que no quería reconocerla, pero al que veneraba en
secreto.
Éstos eran los únicos afectos del pasado que vivían en ella. Dirigía su
establecimiento como si nunca hubiese hecho otra cosa; sabía dominar a los
bebedores con una palabra; sus brazos blancos, siempre arremangados,
parecían atraer a la gente de todas las orillas de la Albufera; la taberna
marchaba bien, y ella se mostraba cada día más fresca, más hermosa, más
arrogante, como si de golpe hubiesen entrado en su cuerpo todas las riquezas
del marido, de las que se hablaba en el lago con asombro y envidia.
En cambio, Cañamèl mostraba cierta decadencia después de su
matrimonio. La salud y frescura de su mujer parecían robadas a él. Al verse
rico y dueño de la mejor moza de la Albufera, había creído llegado el
momento de enfermar por primera vez en su vida. Los tiempos no eran buenos
para el contrabando; los oficiales jóvenes e inexpertos encargados de la
vigilancia de la costa no admitían negocios, y como de la taberna entendía
Neleta mejor que Cañamèl, éste, no sabiendo qué hacer, se dedicaba a estar
enfermo, que es diversión de rico, según afirmaba el tío Paloma.
El viejo sabía mejor que nadie dónde estaba la dolencia del tabernero, y
hablaba de ella con expresión maliciosa. Se había despertado en él la bestia
amorosa, dormida durante los años en que no sintió otra pasión que la de la
ganancia. Neleta ejercía sobre él la misma influencia que cuando era su criada.
El brillo de las dos gotas verdes de sus ojos, una sonrisa, una palabra, el roce
de sus brazos que se encontraban al llenar las copas en el mostrador, bastaban
para que perdiese la calma. Pero ahora Cañamèl ya no recibía arañazos, ni al
quedar abandonado el mostrador se escandalizaban los parroquianos… Y de
este modo transcurría el tiempo: Cañamèl quejándose de extrañas
enfermedades; doliéndole tan pronto la cabeza como el estómago; grueso y
fláccido, con una creciente obesidad tras la cual se adivinaba la consunción de
su organismo; y Neleta cada vez más fuerte, como si al derretirse la vida del
tabernero cayese sobre ella cual lluvia fecundante.
El tío Paloma comentaba esta situación con cómica gravedad. La raza de
los Cañamèls iba a reproducirse tanto, que llenaría todo el Palmar. Pero
transcurrieron cuatro años sin que Neleta fuese madre, a pesar de sus
fervientes deseos. Deseaba un hijo para asegurar su posición, hábilmente
conquistada, y darles en los morros, como ella decía, a los parientes de la
difunta. Cada medio año circulaba por el pueblo la noticia de que estaba
encinta, y las mujeres, al entrar en la taberna, la examinaban con inquisitorial
atención, reconociendo la importancia que tendría este acontecimiento en la
lucha de la tabernera con sus enemigas. Pero siempre se deshacía la esperanza.
Las más atroces murmuraciones se cebaban en Neleta así que surgía la
posibilidad de que fuese madre. Las enemigas pensaban maliciosamente en
cualquier propietario de tierras de arroz de los que venían de los pueblos de la
Ribera y descansaban en la taberna; en algún cazador de Valencia; hasta en el
teniente de carabineros, que, aburrido de su soledad de Torre Nueva, venía
algunas veces a amarrar su caballo en un olivo ante la casa de Cañamèl,
después de atravesar el barro de los canales; en todos, menos en el enfermizo
tabernero, dominado más que nunca por aquella furia insaciable que parecía
consumirlo.
Neleta sonreía ante las murmuraciones. No amaba a su marido, estaba
segura de ello; sentía mayor afición por muchos de los que visitaban su
taberna, pero tenía la prudencia de la hembra egoísta y reflexiva que se casa
por la utilidad y desea no comprometer su calma con infidelidades.
Un día circuló la noticia de que el hijo del tío Tono estaba en Valencia. La
guerra había terminado. Los batallones, sin armas, con el aspecto triste de los
rebaños enfermos, desembarcaban en los puertos. Eran espectros del hambre,
fantasmas de la fiebre, amarillos como esos cirios que sólo se ven en las
ceremonias fúnebres, con la voluntad de vivir brillando en sus ojos profundos
como una estrella en el fondo de un pozo. Todos marchaban a sus casas,
incapaces para el trabajo, destinados a morir antes de un año en el seno de las
familias, que habían dado un hombre y recibían una sombra.
Tonet fue acogido en el Palmar con curiosidad y entusiasmo. Era el único
del pueblo que volvía de allá. ¡Y cómo volvía…! Demacrado por la miseria de
los últimos días de la guerra, pues era de los que habían sufrido el bloqueo en
Santiago. Pero aparte de esto, mostrábase fuerte, y las viejas comadres
admiraban su cuerpo enjuto y esbelto, las posturas marciales que tomaba al pie
del raquítico olivo que adornaba la plaza, atusándose el bigote, adorno viril
que en todo el Palmar sólo lo usaba el cabo de los carabineros, y exhibiendo la
gran colección de jipijapas, único equipaje que había traído de la guerra. Por
las noches se llenaba la taberna de Cañamèl para oír su relato de las cosas de
allá.
Había olvidado sus fanfarronadas de guerrillero, cuando apaleaba a los
pacíficos sospechosos y entraba en los bohíos revólver en mano. Ahora todos
sus relatos eran sobre los americanos, los yanquis que había visto en Santiago;
unos tíos muy altos, muy forzudos, que comían mucha carne y usaban unos
sombreros pequeños. Aquí terminaban sus descripciones. La enorme estatura
de los enemigos era la única impresión que sobrevivía en su memoria. Y en el
silencio de la taberna resonaban las carcajadas de todos al contar Tonet que
uno de aquellos tíos, viéndole cubierto de andrajos, le había regalado un
pantalón antes de embarcar, pero tan grande, ¡tan grande! que le envolvía
como una vela.
Neleta, detrás del mostrador, le oía mirándolo fijamente. Sus ojos eran
inexpresivos; las dos gotas verdes carecían de luz, pero no se apartaban un
instante de Tonet, como si tuviesen ansia por retener aquella figura marcial tan
distinta de las otras que la rodeaban y que en nada recordaba al muchacho que
diez años antes la tenía por novia.
Cañamèl, tocado de patriotismo y entusiasmado por la extraordinaria
concurrencia que Tonet atraía a la taberna, chocaba la mano con el soldado, le
ofrecía vasos y le hacía preguntas sobre cosas de Cuba, enterándose de las
modificaciones ocurridas desde el remoto tiempo en que él estuvo allá.
Tonet iba a todas partes escoltado por Sangonera, que admiraba a su
compañero de la infancia. Ya no era sacristán. Había abandonado los libros
que le prestaban los vicarios. Las aficiones de su padre a la vida errante y al
vino habíanse despertado en él, y el cura lo arrojó de la iglesia, cansado de las
chuscas torpezas que cometía ayudándole la misa en plena embriaguez.
Además, Sangonera no estaba conforme, según afirmaba gravemente, entre las
risas de todos, con las cosas de los curas. Y aviejado en plena juventud por una
embriaguez interminable, roto y mugriento, vivía al azar como en su infancia,
durmiendo en su barraca, peor que una pocilga, y asomando a todos los sitios
donde se bebía su enjuta figura de asceta, que apenas si marcaba en el suelo
una raya de sombra.
Al amparo de Tonet encontraba obsequios, y él era el primero en pedir en
la taberna que contase las cosas de allá, pues sabía que tras el relato llegaban
los vasos.
El repatriado se mostraba satisfecho de esta vida de descanso y
admiración. El Palmar parecíale ahora un lugar de delicias, recordando las
noches pasadas en la trinchera con el estómago desfallecido por el hambre y la
penosa travesía en el buque cargado de carne enferma, sembrando el mar de
cadáveres.
Al mes de esta vida regalada, su padre le habló una noche en el silencio de
la barraca. ¿Qué se proponía hacer? Ahora era un hombre y debía dar por
terminadas las aventuras, pensando seriamente en el porvenir. Él tenía ciertos
planes, de los que deseaba hacer partícipe al hijo, a su único heredero.
Trabajando sin descanso, con la tenacidad de hombres honrados, aún podían
crearse una pequeña fortuna. Una señora de la ciudad, la misma que le había
dado en arriendo las tierras del Saler, conquistada por su sencillez y su afán en
el trabajo, acababa de regalarle una gran extensión de terreno junto al lago: un
tancat de muchas hanegadas.
No había más que un inconveniente para comenzar el cultivo, y era que el
regalo estaba cubierto de agua y había que rellenar los campos trayendo
muchas barcas de tierra, ¡pero muchas!
Había que gastar dinero o trabajar por cuenta propia. Pero ¡qué demonio!
no debían desmayar; así se habían formado todas las tierras de la Albufera.
Las ricas posesiones de hoy eran lago cincuenta años antes, y dos hombres
sanos, animosos y sin miedo al trabajo pueden realizar grandes milagros.
Mejor era esto que pescar en malos sitios o trabajar en tierras ajenas.
A Tonet le sedujo la novedad de la empresa. Si le hubieran propuesto
cultivar los mejores y más antiguos campos inmediatos al Palmar, tal vez
habría torcido el gesto; pero le gustaba batallar con el lago, convertir en tierra
laborable lo que era agua, hacer surgir cosechas donde coleaban las anguilas
entre las hierbas acuáticas. Además, en su ligereza de pensamiento, sólo veía
los resultados, sin fijarse en el trabajo. Serían ricos y él podría alquilar las
tierras, dándose una vida de holgazán, que era su aspiración.
Padre e hijo se lanzaron a la faena, ayudados por la Borda, siempre
animosa para todo lo que diese prosperidad a la casa. Con el abuelo no había
que contar. El proyecto le había puesto de igual humor que al dedicarse su hijo
por primera vez al cultivo de tierras. ¡Otros que querían achicar la Albufera
convirtiendo el agua en campos! ¡Y eran de su familia los que cometían tal
atentado! ¡Bandidos…!
Tonet se entregó al trabajo con el ardor momentáneo de los seres de escasa
voluntad. Su deseo era llenar de un solo golpe aquel rincón del lago donde su
padre buscaba la riqueza. Desde antes del amanecer, Tonet y la Borda iban en
dos barquitos a buscar tierra, para llevarla después, en un viaje de más de una
hora, al gran espacio de agua muerta cuyos límites marcaban los ribazos de
barro.
El trabajo era penoso, aplastante; una tarea de hormigas. Sólo el tío Tono,
con su audacia de trabajador infatigable, podía acometerlo sin otro auxilio que
su familia y sus brazos.
Iban a los grandes canales que desembocan en la Albufera, a los puertos de
Catarroja y el Saler. Con perchas de ancha horquilla arrancaban del fondo
grandes pellas de barro, pedazos de turba gelatinosa, que esparcía un hedor
insoportable. Dejaban a secar en las orillas estos jirones del seno de las
acequias, y cuando el sol los convertía en terrones blancuzcos, cargábanlos en
los dos barquitos, que se unían, formando una sola embarcación. Percha que
percha, tras una hora de incesante trabajo, llevaban al tancat el montón de
tierra tan penosamente reunido, y la charca se la tragaba sin resultado
aparente, como si se disolviera la carga sin dejar rastro. Los pescadores veían
pasar todos los días dos o tres veces a la laboriosa familia deslizándose como
moscas de agua sobre la pulida superficie del lago.
Tonet se cansó pronto de esta tarea de enterrador. La fuerza de su voluntad
no llegaba a tanto; pasada la seducción del primer momento, vio la monotonía
del trabajo y calculó con terror los meses y aun los años que faltaban para dar
cima a la obra. Pensaba en lo que había costado de arrancar cada montón de
tierra, y temblaba de emoción viendo cómo se enturbiaba el agua al recibir la
carga, y después, al aclararse, mostraba el suelo siempre igual, siempre
profundo, sin la más pequeña giba, como si toda la tierra se escapase por un
agujero oculto.
Comenzó a faltar al trabajo. Pretextaba cierto recrudecimiento de las
dolencias adquiridas en la guerra para quedarse en la barraca, y apenas partían
su padre y la Borda, corría en busca del fresco rincón en casa de Cañamèl,
donde nunca le faltaban compañeros para un truque y el porrón al alcance de
la mano. A lo más, trabajaba dos días por semana.
El tío Paloma, en su odio a los enterradores que descuartizaban el lago,
celebraba con risas la pereza del nieto. ¡Ji, ji…! Su hijo era un tonto al confiar
en Tonet. Conocía bien al mozo. Había nacido con Un hueso atravesado que le
impedía agacharse para trabajar. De soldado se le había endurecido, y no había
que esperar remedio. Él sabía la medicina única: ¡a palos se rompía aquello!
Pero como en el fondo le alegraba ver a su hijo Sufriendo dificultades en la
empresa, aceptaba la pereza de Tonet y hasta sonreía al verlo en casa de
Cañamèl.
En el pueblo comenzaban las murmuraciones por la asiduidad con que
Tonet visitaba la taberna. Se sentaba siempre ante el mostrador, y Neleta y él
se miraban. La tabernera hablaba con Tonet menos que con los otros
parroquianos; pero en los ratos de poco despacho, cuando hacía alguna labor
sentada ante los toneles, cada vez que levantaba sus ojos, éstos iban
instintivamente hacia el joven. Los parroquianos también observaban que el
Cubano, al dejar los naipes, buscaba con su mirada a Neleta.
La antigua cuñada de Cañamèl hablaba de esto de puerta en puerta. ¡Se
entendían, no había más que verlos! ¡Bueno iban a poner al imbécil tabernero!
¡Entre los dos se comerían toda la fortuna que había amasado la pobre de su
hermana! Y cuando los menos crédulos hablaban de la imposibilidad de
aproximarse, en una taberna siempre llena de gente, la arpía protestaba. Se
entenderían fuera de casa. Neleta era capaz de todo y él un enemigo del
trabajo, que había dado fondo en la taberna, seguro de que allí le mantendrían.
Cañamèl, ignorando estas murmuraciones, trataba a Tonet como a su mejor
amigo. Jugaba a la baraja con él y reñía a su mujer si no lo convidaba. Nada
leía en la mirada de Neleta, en los ojos de extraño resplandor, ligeramente
irónicos, con que acogía estas reprimendas mientras ofrecía un vaso a su
antiguo novio.
Las murmuraciones que circulaban por el Palmar llegaron hasta el tío
Tono, y una noche, sacando éste a su hijo fuera de la barraca, le habló con la
tristeza del hombre fatigado que lucha inútilmente contra la desgracia.
Tonet no quería ayudarle, bien lo veía. Era el perezoso de otros tiempos,
nacido para pasar la existencia en la taberna. Ahora era un hombre; había ido a
la guerra, y su padre no podía levantar sobre él la mano, como en otros
tiempos. ¿No quería trabajar…? Bien; él continuaría la obra completamente
solo, aunque reventase como un perro, siempre con la esperanza de dejar al
morir un pedazo de pan al ingrato que le abandonaba.
Pero lo que no podía ver con calma era que su hijo pasase los días en casa
de Cañamèl, frente a su antigua novia. Podía ir si quería a otras tabernas; a
todas menos a aquélla.
Tonet protestó con vehemencia al oír esto. ¡Mentiras, todo mentiras!
¡Calumnias de la Samaruca, aquella bestia maligna, cuñada de Cañamèl, que
odiaba a Neleta y no reparaba en murmuraciones! Y Tonet decía esto con la
energía de la verdad, afirmando por la memoria de su madre no haber tocado
un dedo de Neleta ni haberle dicho la menor palabra que recordase su antiguo
noviazgo.
El tío Tono sonrió tristemente. Lo creía, no dudaba de sus palabras. Es
más: tenía la convicción de que hasta el presente eran calumnias todas las
murmuraciones. Pero él conocía la vida. Ahora sólo eran miradas, y mañana,
atraídos por el continuo roce, caerían en la deshonra, como consecuencia de
este juego peligroso. Neleta siempre le había parecido una casquivana, y no
sería ella la que diese ejemplo de prudencia.
Después de esto, el animoso trabajador tomó un acento tan sincero, tan
bondadoso, que impresionó a Tonet.
Debía pensar que era el hijo de un hombre honrado, con mala fortuna en
sus negocios, pero al cual nadie podía reprochar una mala acción en toda la
Albufera.
Neleta tenía marido, y el que busca la mujer ajena une la traición al
pecado. Además, Cañamèl era amigo suyo; pasaban el día juntos, jugaban y
bebían como compañeros, y engañar a un hombre en estas condiciones era una
cobardía, digna de pagarse con un tiro en la cabeza.
El tono del padre se hizo solemne.
Neleta era rica, su hijo pobre, y podían creer que la perseguía como un
medio para mantenerse sin trabajar. Esto era lo que le irritaba, lo que convertía
su tristeza en cólera.
Antes ver muerto a su hijo, que avergonzarse ante tal deshonra. ¡Tonet!
¡Hijo…! Había que pensar en la familia, en los Palomas, antiguos como el
Palmar: raza de trabajadores tan desgraciados como buenos; acribillados de
deudas por la mala suerte, pero incapaces de una traición.
Eran hijos del lago, tranquilos en su miseria, y al emprender el último
viaje, cuando los llamase Dios, podrían llegar perchando hasta los pies de su
trono, mostrándole al Señor, a falta de otros méritos, las manos cubiertas de
callos como las bestias, pero el alma limpia de todo crimen.

IV

El segundo domingo de julio era para el Palmar el día más importante del
año.
Se sorteaban los redolíns, los puestos de pesca de la Albufera y sus
canales, entre los vecinos del Palmar, ceremonia solemne y tradicional
presidida por un delegado de la Hacienda, misteriosa señora que nadie había
visto, pero de la que se hablaba con respeto supersticioso, como dueña que era
del lago y la interminable pinada de la Dehesa.
A las siete, el esquilón de la iglesia había hecho correr a misa a todo el
pueblo. Solemnes resultaban las fiestas al Niño Jesús después de Navidad,
pero no pasaban de ser pura diversión; mientras que en la ceremonia del sorteo
se jugaba al azar el pan del año y hasta el riesgo de enriquecerse si la pesca era
buena.
Por eso la misa de este domingo era la que se oía con más devoción. Las
mujeres no tenían que ir en busca de sus maridos, llevándolos a empujones a
que cumpliesen el precepto religioso. Todos los pescadores estaban en la
iglesia con gesto de recogimiento, pensando en el lago más que en la misa, y
con la imaginación veían la Albufera y sus canales, escogiendo los puestos
mejores por si la suerte los agraciaba con los primeros números.
La iglesia, pequeña, con las paredes pintadas de cal y las altas ventanas con
cortinas verdes, no podía contener a todos los fieles. La puerta estaba de par en
par, y el público se esparcía por la plaza con la cabeza descubierta bajo el sol
de julio. En el altar mostraba su carita sonriente y su falda hueca el Niño
Jesús, patrón del pueblo; una imagen que no levantaba más de un palmo, pero
a pesar de su pequeñez, sabía llenar de anguilas, en las noches tempestuosas,
las barcas de los que conseguían los mejores puestos, con otros milagros no
menos asombrosos que relataban las mujeres del Palmar.
En las paredes se destacaban sobre el fondo blanco algunos cuadros
procedentes de antiguos conventos: tablas enormes con falanges de
condenados todos rojos, como si acabasen de ser cocidos, y ángeles de
plumaje de cotorras arreándolos con flamígeras espadas.
Sobre la pila de agua bendita, un cartelón con caracteres góticos rezaba así:
Si por la ley del amor
no es lícito delinquir,
no se permite escupir
en la casa del Señor.
No había en el Palmar quien no admirase estos versos, obra, según el tío
Paloma, de cierto vicario, allá en los tiempos en que el barquero era mozo.
Todos se habían ejercitado en la lectura, deletreándolos durante las
innumerables misas de su existencia de buenos cristianos. Pero si se admiraba
la poesía, no se aceptaba el consejo, y los pescadores, sin respeto alguno a «la
ley del amor» tosían y escupían con su crónica ronquera de anfibios,
deslizándose la ceremonia religiosa en un continuo carraspeo que ensuciaba el
piso y hacía volver al oficiante su colérica mirada.
Nunca había tenido el Palmar vicario como el pare Miquèl. Decíase que lo
habían enviado allí de castigo, pero él parecía tomar su desgracia muy a gusto.
Cazador infatigable, apenas terminaba su misa se calzaba las alpargatas de
esparto, encasquetábase la gorra de piel, y seguido por su perro, metíase
Dehesa adentro o hacía correr su barquito por entre los espesos carrizales para
tirar a las pollas de agua. Había que ayudarse un poco en su miserable
posición, según él decía. El sueldo era de cinco reales diarios, y estaba
condenado a morir de hambre, como sus antecesores, a no ser por la escopeta,
que toleraban los guardas de la selva, y surtía de carne su mesa todos los días.
Las mujeres admiraban su energía de varón fuerte, viendo cómo las dirigía
casi a puñetazos. Los hombres no celebraban menos la llaneza con que trataba
las funciones de su ministerio. Era un cura de escopeta. Cuando el alcalde
tenía que pasar la noche en Valencia, dejaba su autoridad en manos de don
Miguel; y éste, satisfecho de la transformación, llamaba al cabo de los
carabineros de mar.
—Usted y yo somos las únicas autoridades del pueblo. Velemos por él.
Y salían de ronda toda la noche, con la carabina pendiente del hombro,
entrando en las tabernas para enviar las gentes a dormir, deteniéndose en el
presbiterio varias veces para beber una copa de caña, hasta que apuntaba el
día, y don Miguel, dejando el arma y su traje de contrabandista, se entraba en
la iglesia para decir la misa a los pescadores.
Los domingos, mientras realizaba el sagrado acto, miraba con el rabillo del
ojo a los fieles, fijándose en los que escupían con insistencia, en las comadres
que charlaban murmurando de la vecina, en los chicuelos que se empujaban
cerca de la puerta; y al volverse, irguiendo su arrogante cuerpo para bendecir a
todos, miraba con tales ojos a los culpables, que éstos se estremecían
adivinando las próximas amenazas del pare Miquèl. Él era quien había
expulsado a patadas al ebrio Sangonera, al pillarle por tercera o cuarta vez
empuñando la botella de vino de la sacristía. En su casa sólo el cura podía
beber. El genio violento le acompañaba en todas sus funciones sagradas, y
muchas veces, en plena misa, al notar que el sucesor de Sangonera equivocaba
las respuestas o andaba tardo en trasladar el Evangelio de un lado a otro, le
largaba una coz por debajo de las randas del alba, chasqueando la lengua como
si llamase a su perro.
Su moral era sencilla: residía en el estómago. Cuando los penitentes
excusaban sus faltas en el confesonario, la penitencia era siempre la misma.
¡Lo que debían hacer era comer más! Por eso el demonio los agarraba al verlos
tan flacos y amarillentos. Lo que él decía: «Buenos bocados y menos
pecados». Y si alguien contestaba alegando su miseria, indignábase el cura,
soltando un taco redondo. ¡Recordóns! ¿Pobres y vivían en la Albufera, el
mejor rincón del mundo? Allí estaba él con sus cinco reales, y lo pasaba mejor
que un patriarca. Le habían enviado al Palmar creyendo hacerle la santísima, y
sólo cambiaba su puesto por una canonjía en Valencia. ¿Para qué habría criado
Dios los becadas de la Dehesa, que volaban en enjambre como las moscas, los
conejos, tan numerosos como las hierbas, y todos aquellos pájaros del lago,
que no había más que remover los cañares para que saltasen a docenas? ¿Es
que esperaban que la carne cayese ya desplumada y con sal en sus calderos…?
Lo que debían tener era más afición al trabajo y temor a Dios. No todo había
de ser pescar anguilas, pasando las horas sentados en una barca, como
mujeres, y comer carne blancuzca que olía a barro. Así estaban de
enmohecidos y pecadores, que daban asco. El hombre que es hombre,
¡cordones!, debía ganarse como él la comida… ¡a tiros…!
Después de Pascua Florida, cuando todo el Palmar vaciaba su saco de
pecados en el confesonario, menudeaban los escopetazos en la Dehesa y en el
lago, y los guardas iban locos de un lado a otro, sin poder adivinar a qué
obedecía este furor repentino por la caza.
Terminó la misa, y la muchedumbre se esparció por la plazoleta. Las
mujeres no volvían a sus barracas para preparar el caldero de mediodía. Se
quedaban con los hombres frente a la escuela, donde se verificaba el sorteo: el
mejor edificio del Palmar, el único con dos pisos, una casita que tenía abajo el
departamento de los niños y arriba el de las niñas. En el piso superior se
verificaba la ceremonia, y al través de las ventanas abiertas se veía al alguacil,
ayudado por Sangonera, arreglar la mesa con el sillón presidencial para el
señor que vendría de Valencia y los bancos de las dos escuelas para los
pescadores miembros de la Comunidad.
Los más viejos del pueblo se agrupaban junto al olivo retorcido y de
escasas hojas, único adorno de la plaza. Este árbol raquítico y antiguo,
arrancado de las montañas para languidecer en un suelo de barro, era el punto
de reunión del pueblo, el sitio donde se desarrollaban todos los actos de su
vida civil. Bajo sus ramas se hacían los tratos de la pesca, se cambiaban las
barcas y se vendían las anguilas a los revendedores de la ciudad. Cuando
alguien encontraba en aguas de la Albufera un mornell abandonado, una
percha flotando o cualquier otro útil de pesca, lo dejaba al pie del olivo, y la
gente desfilaba ante él, hasta que el dueño lo reconocía por la marca especial
que cada pescador ponía a sus útiles.
Todos hablaban del próximo sorteo con la emoción temblorosa del que
confía su porvenir al azar. Antes de una hora iba a decidirse para cada uno la
miseria de un año o la abundancia. En los corrillos se hablaba de los seis
primeros puestos, de los seis redolíns mejores, los únicos que podían hacer
rico a un pescador, y que correspondían a los seis primeros nombres que salían
de la bolsa. Eran los puestos de la Sequiòta, o los inmediatos a ella, el camino
que seguían las anguilas en las noches tempestuosas, huyendo hacia el mar,
para encontrarse con las redes de los redolíns, donde quedaban prisioneras.
Se recordaba con misterio a ciertos afortunados pescadores, dueños de un
puesto de la Sequiòta, que en una noche de tempestad, cuando alborotada la
Albufera se rizaba en ondas que dejaban al descubierto el barro del fondo,
habían cogido seiscientas arrobas de pesca. ¡Seiscientas arrobas, a dos
duros…! Brillaban los ojos con el fuego de la codicia, pero todos se hablaban
al oído, repitiendo misteriosamente las cifras de la pesca, temiendo que les
oyese alguien que no fuera del Palmar, pues desde pequeño cada cual
aprendía, con extraña solidaridad, la conveniencia de decir que se pescaba
poco, para que la Hacienda —aquella señora desconocida y voraz— no les
afligiera con nuevos impuestos.
El tío Paloma hablaba de los tiempos pasados, cuando la gente no se
multiplicaba como los conejos de la Dehesa y sólo entraban en el sorteo unos
sesenta pescadores, únicos que constituían la Comunidad. ¿Cuántos eran
ahora? En el sorteo del año anterior habían figurado más de ciento cincuenta.
Si continuaba creciendo la población, serían más los pescadores que las
anguilas y perdería el Palmar las ventajas de su privilegio de los redolíns, que
le daba cierta superioridad sobre los otros pescadores del lago.
El recuerdo de estos «otros», de los pescadores de Catarroja, que
compartían con los del Palmar el disfrute de la Albufera, ponía nervioso al tío
Paloma. Los odiaba tanto como a los agricultores que roían el agua creando
nuevos campos. Según decía el barquero, aquellos pescadores que vivían lejos
del lago, en las afueras de Catarroja, mezclados con los labradores y
trabajando la tierra cuando se pagaban bien los jornales, no eran más que
pescadores de ocasión, gentes que venían al agua empujadas por el hambre, a
falta de cosas más productivas en que ocuparse.
El tío Paloma tenía clavado en el alma el orgullo de estos enemigos, que se
consideraban los primeros pobladores de la Albufera. Según ellos, eran los de
Catarroja los pescadores más antiguos, aquellos a quienes el glorioso rey don
Jaime, después de conquistar Valencia, dio el primer privilegio para que
explotasen el lago, con el gravamen de entregar la quinta parte de la pesca a la
Corona.
—¿Qué eran entonces los del Palmar? —preguntaba irónicamente el viejo
barquero.
Y se indignaba recordando la respuesta que daban los de Catarroja. El
Palmar llevaba este nombre porque era remotamente una isleta cubierta de
palmitos. En otros siglos bajaba gente de Torrente y otros pueblos que se
dedicaban al comercio de escobas, se establecían en la isla, y después de hacer
provisión de palmitos para todo el año, levantaban el vuelo. Poco a poco
fueron quedándose algunas familias. Los escoberos se convirtieron en
pescadores, viendo que esto daba mayores ganancias, y, más listos y avezados
por su vida errante a los progresos del mundo, inventaron lo de los redolíns,
consiguiendo para éste un privilegio de los reyes y perjudicando a los de
Catarroja, gente sencilla que nunca había salido de la Albufera…
Había que ver la indignación del tío Paloma al repetir las opiniones de los
enemigos. ¡Los del Palmar, los mejores pescadores del lago, descendientes de
unos escoberos y viniendo de Torrente y otros lugares, donde jamás se había
criado una anguila…! ¡Cristo! Por menores motivos se mataban los hombres
en cualquier ribazo con la fitora. Él estaba bien enterado, y le constaba que
todo era mentira.
Siendo joven lo nombraron una vez Jurado de la Comunidad, y se llevó a
su casa el tesoro del pueblo, el archivo de los pescadores, un cajón repleto de
librotes, ordenanzas, privilegios de reyes y cuadernos de cuentas, que pasaba
de un Jurado a otro a cada nuevo nombramiento, y llevaba siglos rodando de
barraca en barraca, siempre guardado bajo los colchones, como si pudiesen
robarlo los enemigos del Palmar. El viejo barquero no sabía leer. En su época
no se pensaba en estas cosas y se comía mejor. Pero cierto vicario amigo suyo
le había descifrado por las noches el contenido de las patas de mosca que
llenaban las páginas amarillentas, y él lo retenía en su memoria con gran
facilidad. Primero el privilegio del glorioso San Jaime, el que mataba moros,
pues el barquero, en su respeto por el rey conquistador, que regaló el lago a los
pescadores, creía poca cosa la realeza y lo quería santo. Después venían las
concesiones de Don Pedro, Doña Violante, Don Martín, Don Fernando, todos
reyes y unos benditos siervos de Dios, que se acordaban de los pobres; y quién
el derecho a cortar troncos de la Dehesa para calar las redes, quién el
privilegio de aprovecharse de las cortezas del pino para teñir el hilo de las
mallas, todos regalaban algo a los pescadores. Aquéllos eran otros tiempos.
Los reyes, excelentes personas, con la mano siempre abierta para los pobres,
se contentaban con el quinto de la pesca; no como ahora, que la Hacienda y
demás invenciones de los hombres se llevan cada tres meses media arroba de
plata por dejarles vivir en un lago que era de sus abuelos. Y cuando alguien le
decía que el quinto representaba mucho más que la famosa media arroba de
plata, el tío Paloma rascábase con indecisión la cabeza por debajo del gorro.
Bueno: aceptaba que fuese más; pero no se pagaba en dinero y se sentía
menos.
Tras esto volvía a su manía contra los demás habitantes del lago. Era
verdad que al principio no existían otros pescadores en la Albufera que los que
vivían a la sombra del campanario de Catarroja. En aquellos tiempos no se
podía hacer vida cerca del mar. Los piratas berberiscos amanecían a lo mejor
en la playa, arramblando con todo, y la gente honrada y trabajadora tenía que
guarecerse en los pueblos para que no le adornasen el cuello con una cadena.
Pero, poco a poco, en tiempos más seguros, los verdaderos pescadores, los
puros, los que huían del trabajo de las tierras como de una abdicación
deshonrosa, se habían trasladado al Palmar, evitándose así todos los días un
viaje de dos horas antes de tender las redes. Amaban al lago y por eso se
quedaron en él. ¡Nada de escoberos! Los del Palmar eran tan antiguos como
los otros. A su abuelo le había oído muchas veces que la familia procedía de
Catarroja, y aún debían quedarle por allá parientes, de los que nada quería
saber.
La prueba de que eran los más antiguos y los más hábiles pescadores
estaba en la invención de los redolíns: una maravilla que los de Catarroja
nunca habían podido discurrir. Aquellos desdichados pescaban con redes y
anzuelos; los más de los días tenían que hacerse una cruz en el estómago, y
por bueno que se presentase el tiempo no salían de pobres. Los del Palmar,
con su sabiduría, habían estudiado las costumbres de las anguilas. Viendo que
durante la noche se aproximan hacia el mar, y en la oscuridad tempestuosa
juegan como locas, abandonando el lago para meterse en los canales, habían
encontrado más cómodo cerrar las acequias con barreras de redes sumergidas,
colocar junto a ellas las bolsas de malla de los mornells y monòts, y la pesca
por sí sola iba a colarse en el engaño, sin más trabajo para el pescador que
vaciar el seno de sus artefactos y volver a sumergirlos.
¡Y qué admirable organización la de la Comunidad del Palmar! El tío
Paloma se entusiasmaba hablando de esta obra de los antiguos. El lago era de
los pescadores. Todo de todos; no como en tierra firme, donde los hombres
han inventado esas porquerías del reparto de la tierra, y la ponen límites y
tapias, y dicen con orgullo «esto es tuyo y esto es mío», como si todo no fuese
de Dios y como si al morir se pudieran poseer otros terrones que los que llenan
la boca para siempre.
La Albufera para todos los hijos del Palmar, sin distinción de clases; lo
mismo para los vagos que se pasaban el día en casa de Cañamèl, que para el
alcalde, que enviaba anguilas lejos, muy lejos, y era casi tan rico como el
tabernero. Pero como al dividir el lago entre todos, unos puestos eran mejores
que otros, se había establecido el sorteo anual, y los buenos bocados pasaban
de mano en mano. El que hoy era un miserable, mañana podía ser rico: esto lo
ordenaba Dios, valiéndose de la suerte. El que había de ser pobre, pobre
quedaba, pero con una ventana abierta para que entrase la Fortuna si sentía el
capricho. Allí estaba él, que era el más viejo del Palmar, y pensaba cumplir el
siglo si el demonio no se metía de por medio. Había entrado en más de
ochenta sorteos: una vez sacó el quinto puesto, otra el cuarto; nunca había
conseguido el primero; pero no se quejaba, pues había vivido sin sufrir hambre
ni calentarse la cabeza para desnudar a su vecino, como la gente que llegaba
de tierra adentro. Además, al finalizar el invierno, cuando en los redolíns
terminaban las grandes pescas, el Jurado ordenaba una arrastrá, en la que
tomaban parte todos los pescadores de la Comunidad, juntando sus redes, sus
barcas y sus brazos. Y esta empresa en común de todo un pueblo barría el
fondo del lago con su gigantesco tejido de redes, y el producto de la enorme
pesca se repartía entre todos por partes iguales. Así deben vivir los hombres,
como hermanos, para no convertirse en fieras. Y el tío Paloma terminaba
diciendo que por algo el Señor, cuando vino al mundo, predicaba en lagos que
eran, poco más o menos, como la Albufera, y no se rodeaba de cultivadores de
campos, sino de pescadores de tencas y anguilas.
La muchedumbre era cada vez mayor en la plaza. El alcalde, con sus
adjuntos y el alguacil, estaba en el canal aguardando la barca que traía de
Valencia al representante de la Hacienda. Llegaban los personajes de la
contornada para consagrar con su presencia el sorteo. La gente abría paso al
teniente de carabineros, que venía de su soledad de Torre Nueva, entre la
Dehesa y el mar, al galope del caballo, manchado del barro de las acequias.
Presentábase el Jurado seguido de un mocetón que llevaba a cuestas la caja del
archivo de la Comunidad, y el pare Miquèl, el belicoso vicario, con el
balandrán al hombro y el gorrito ladeado, iba de grupo en grupo asegurando
que la suerte volvería la espalda a los pecadores.
Cañamèl, que no era hijo del pueblo y carecía de derecho para participar
del sorteo, mostrábase tan interesado como los pescadores. Nunca faltaba a
aquella ceremonia. Encontraba allí su negocio para todo el año, que le
compensaba de la decadencia del contrabando. Casi siempre, el que conseguía
el primer puesto era un pobre, sin otros bienes que un barquito y algunas
redes. Para explotar la Sequiòta necesitaba grandes artefactos, varias
embarcaciones, marineros a sueldo; y cuando el infeliz, anonadado por su
buena suerte, no sabía cómo empezar, se le aproximaba Cañamèl como un
ángel bueno. Él tenía lo preciso; ofrecía sus barcas, las mil pesetas de hilo
nuevo que se necesitaban para las grandes barreras que debían cerrar el canal y
el dinero necesario para adelantar jornales. Todo como ayuda a un amigo, por
el afecto que el agraciado le inspiraba; pero como la amistad es una cosa y el
negocio otra, se contentaría a cambio de sus auxilios con la mitad de la pesca.
De este modo los sorteos eran casi siempre en beneficio de Cañamèl, que
aguardaba con ansiedad el resultado, haciendo votos por que los primeros
puestos no correspondiesen a los vecinos del Palmar que tenían alguna
fortuna.
Neleta también había acudido a la plaza atraída por aquel acto, que era una
de las mejores fiestas del pueblo. Iba endomingada, parecía una señorita de
Valencia, y la Samaruca, su feroz enemiga, se burlaba en un corro hostil de su
moño alto, del traje de color de rosa, del cinturón con hebilla de plata y de su
olor de «mujer mala», que escandalizaba a todo el Palmar, haciendo perder la
calma a los hombres. La graciosa rubia, desde que era rica, se perfumaba de
un modo violento, como si quisiera aislarse del hedor de fango que envolvía al
lago. Se lavaba poco la cara, como todas las mujeres de la isla; su piel no era
muy limpia, pero jamás faltaba sobre ella una capa de polvos, y a cada paso
sus ropas despedían un rabioso perfume de almizcle, que hacía dilatar el olfato
con placentera beatitud a los parroquianos de la taberna.
En la muchedumbre se marcó una gran ondulación. ¡Ya estaba allí…! ¡La
ceremonia iba a comenzar! Y pasaron ante el gentío el alcalde con su bastón
de borlas negras, todos sus adláteres y el enviado de la Hacienda, un pobre
empleado al que miraban los pescadores con admiración —imaginando
confusamente su inmenso poder sobre la Albufera— y al mismo tiempo con
odio. Aquel lechuguino era el que se tragaba la media arroba de plata.
Todos fueron subiendo con lentitud por la estrecha escalerilla de la escuela,
que sólo podía contener una persona de frente. Una pareja de carabineros, fusil
en mano, guardaba la puerta para impedir la entrada de las mujeres y los
chicuelos, que alteraban las deliberaciones de la reunión. De vez en cuando la
curiosidad de la gente menuda pretendía arrollarlos, pero los carabineros
presentaban las culatas y hablaban de dar una paliza a toda la chiquillería, que
con sus gritos turbaba la solemnidad del acto.
Arriba era tanta la aglomeración, que los pescadores, no encontrando sitio
en los bancos, se apiñaban en los balcones. Unos, los más antiguos, llevaban el
gorro rojo de los viejos habitantes de la Albufera; otros cubrían su cabeza con
el pañuelo de largo rabo de los labriegos o con sombreros de palma. Todos
iban vestidos de colores claros, con alpargatas de esparto o descalzos, y de
esta muchedumbre sudorosa y apretada surgía el eterno hedor viscoso y frío de
los anfibios criados en el barro.
Sobre la plataforma del maestro estaba la mesa presidencial. En el centro el
enviado de la Hacienda dictando a su escribiente el encabezamiento del acta, y
a sus lados el cura, el alcalde, el Jurado, el teniente y otros invitados, entre los
que figuraba el médico del Palmar, un pobre paria de la ciencia, que por cinco
reales venía embarcado tres veces por semana a curar en bloque a los
tercianarios pobres.
Se levantó de su asiento el Jurado. Ante él tenía los libros de cuentas de la
Comunidad, maravillosos jeroglíficos, en los que no entraba ni una sola letra,
estando representados los pagos por figuras de todas clases. Así lo habían
inventado los antiguos Jurados, que no sabían escribir, y así continuaba. Cada
hoja contenía la cuenta de un pescador. Nada de inscribir su nombre en la
cabecera, sino la marca que cada cual ponía a su barquito y sus redes para
reconocerlos. Uno era una cruz, el otro unas tijeras, el de más allá un pico de
fúlica, el tío Paloma una media luna, y así se entendía el Jurado, no teniendo
más que mirar el jeroglífico para decir: «Ésta es la cuenta de Fulano». Y
después, en el resto de la página, rayas y más rayas, significando cada una de
ellas el pago de un mes de impuesto. Los viejos barqueros alababan este
sistema de contabilidad. Así cualquiera podía revisar las cuentas, y no había
trampas como en esos librotes de números y apretada escritura que sólo
entienden los señores.
El Jurado, un mocetón avispado, de cabeza rapada y ojos insolentes, tosió
y escupió varias veces antes de hablar. Los invitados, que ocupaban la
presidencia, echaron el cuerpo atrás y comenzaron a conversar entre sí. Iban a
tratarse primeramente los asuntos de la Comunidad, en los que ellos no podían
intervenir. Eran cosas que debían arreglarse entre pescadores. El Jurado
comenzó su peroración: «¡Caballers…!»
Y paseó su mirada imperiosa sobre el concurso, imponiendo silencio.
Abajo, en la plaza, chillaban los chicos como condenados y la charla de las
mujeres subía con molesto zumbido. El alcalde hizo salir al alguacil, saltando
por entre la gente para imponer silencio y que el Jurado siguiera su discurso.
Caballeros, las cosas claras. A él lo habían hecho Jurado para cobrar a cada
uno su parte y entregar todos los trimestres a la Hacienda cerca de mil
quinientas pesetas, la famosa media arroba de plata de que hablaba todo el
pueblo. Pues bien; las cosas no podían seguir así. Muchos se retrasaban en el
pago, y los pescadores mejor acomodados tenían que suplir la falta. Para evitar
en adelante este desorden, proponía que los que no estuviesen al corriente en
el pago no entrasen en el sorteo.
Una parte del público acogió con murmullos de satisfacción estas palabras.
Eran los que habían pagado, y al quedar excluidos del sorteo muchos de sus
compañeros, veían aumentada la probabilidad de conseguir los primeros
puestos. Pero la mayoría de la reunión, la de aspecto más mísero, protestaba a
gritos, poniéndose de pie, y durante algunos minutos el Jurado no pudo dejarse
oír.
Al restablecerse el silencio y ocupar todos sus sitios se levantó un hombre
enfermizo, de cara pálida, con un resplandor malsano en los ojos. Hablaba
lentamente, con voz desmayada; sus palabras se cortaban a lo mejor por un
escalofrío. Él era de los que no habían pagado: tal vez nadie debía tanto como
él. En el sorteo anterior le tocó uno de los últimos puestos y no había pescado
ni para dar de comer a su familia. En un año había perchado dos veces hacia
Valencia llevando en el fondo del barquito dos cajas blancas con galones
dorados, dos monerías, que le hicieron pedir dinero a préstamo… Pero ¡ay!
¡Qué menos puede hacer un padre que adornar bien a sus pequeños cuando se
van para siempre…! Se le habían muerto dos hijos por comer mal, como decía
el pare Miquèl, allí presente, y después él había pillado las tercianas
trabajando, y las arrastraba meses y meses. No pagaba porque no podía. ¿Y
por esto iban a quitarle su derecho a la fortuna? ¿No era él de la Comunidad de
Pescadores, como lo fueron sus padres y sus abuelos…?
Se hizo un silencio doloroso, en el que podía oírse el sollozar del infeliz,
caído sin fuerzas en su asiento con la cara entre las manos, como avergonzado
de su confesión.
—¡No, redèu, no! —gritó una voz temblona con una energía que conmovió
a todos.
Era el tío Paloma, que, puesto de pie, con el gorro encasquetado, los ojillos
llameantes de indignación, hablaba apresuradamente, mezclando en cada
palabra cuantos juramentos y tacos guardaba en su memoria. Los viejos
compañeros le tiraban de la faja para llamarle la atención sobre su falta de
respeto a los señores de la presidencia; pero él les contestaba con el codo y
seguía adelante. ¡Valiente cosa le importaban tales peleles a un hombre como
él, que había tratado reinas y héroes…! Hablaba porque podía hablar. ¡Cristo!
Él era el barquero más viejo de la Albufera, y sus palabras debían tomarse
como sentencias. Los padres y los abuelos de todos los presentes hablaban por
su boca. La Albufera pertenecía a todos, ¿estamos?, y era vergonzoso quitarle
a un hombre el pan por si había pagado o no a la Hacienda. ¿Es que esa señora
necesitaba para cenar las míseras pesetas de un pescador…?
La indignación del viejo animaba al público. Muchos reían a carcajadas,
olvidando la impresión penosa de momentos antes.
El tío Paloma recordaba que él también había sido Jurado. Bueno era tener
el puño duro con los pillos que huyen del trabajo; pero a los pobres que
cumplen su deber y por ser víctimas de la miseria no pueden pagar había que
abrirles la mano. ¡Cordones! ¡Ni que fuesen moros los pescadores del Palmar!
No; todos eran hermanos y a todos pertenecía el lago. Esas divisiones de ricos
y pobres quedaban para la tierra firme, para los «labradores», entre los cuales
hay amos y criados. En la Albufera todos eran iguales: el que no pagaba ahora
ya pagaría más adelante; y los que tuvieran más que supliesen las faltas de los
que nada tenían, pues así había ocurrido siempre… ¡Todos al sorteo!
Tonet dio la señal de la baraúnda aclamando a su abuelo. El tío Tono no
parecía muy conforme con las creencias de su padre, pero todos los pescadores
pobres se abalanzaron sobre el viejo, demostrándole su entusiasmo con tirones
de la blusa y cariñosas palmadas, tan vehementes, que caían sobre su nuca
arrugada como una lluvia de cachetes.
El Jurado cerró sus libros con expresión de desaliento. Todos los años
ocurría lo mismo. Con aquella gente antigua, que parecía siempre joven, era
imposible poner en orden los asuntos de la corporación. Y con gesto aburrido
fue escuchando las excusas de los que no habían pagado y se levantaban para
explicar su morosidad. Tenían enfermos en su familia; les había tocado un
puesto malo; estaban imposibilitados para el trabajo por las fiebres malditas,
que al anochecer parecían espiar desde los cañaverales la carne de pobre para
clavar en ella las garras; y toda la miseria, la vida triste de la laguna insalubre,
iba desfilando como un lamento interminable.
Para cortar esta exposición infinita de dolores se acordó no excluir a nadie
del sorteo, y el Jurado depositó sobre la mesa el bolsón de piel con las boletas.
—Demane la paraula —gritó una voz junto a la puerta.
¿Quién deseaba hablar para nuevas y abrumadoras reclamaciones? Se
abrieron los grupos, y una gran carcajada saludó la aparición de Sangonera,
que avanzaba gravemente, frotándose sus ojos enrojecidos de borracho,
haciendo esfuerzos por mostrarse en su apostura digno de tomar parte en la
reunión. Viendo desiertas todas las tabernas del Palmar, se había deslizado en
la escuela, y antes del sorteo creyó necesario pedir la palabra.
—¿Qué vòls tú? —dijo el Jurado con mal humor, molestado por una
intervención del vagabundo que venía a colmar su paciencia después de las
excusas de los deudores.
¿Qué quería…? Deseaba saber por qué causa no figuraba su nombre en los
sorteos de todos los años. Él tenía tanto derecho como el que más a gozar un
redolí en la Albufera. Era el más pobre de todos; pero ¿no había nacido en el
Palmar? ¿no le habían bautizado en la parroquia de San Valero de Ruzafa? ¿no
era descendiente de pescadores? Pues debía figurar en el sorteo.
Y la pretensión de este vagabundo, que jamás quiso tocar una red y
prefería pasar a nado los canales antes que empuñar una percha, pareció tan
inaudita, tan grotesca a los pescadores, que todos prorrumpieron en carcajadas.
El Jurado contestaba con displicencia. ¡Largo de allí, maltrabaja! ¿Qué le
importaba a la Comunidad que sus abuelos hubiesen sido honrados
pescadores, si su padre abandonó la percha para siempre, dedicándose a la
holganza, y él no tenía de marinero más que el haber nacido en el Palmar?
Además, su padre no había pagado nunca el impuesto y él tampoco; la marca
que en otros tiempos llevaban los Sangoneras en sus aparatos de pesca hacía
muchos años que había sido borrada de los libros de la Comunidad.
Pero el borracho insistió alegando sus derechos entre las crecientes risas
del público, hasta que intervino el tío Paloma con sus preguntas… Y si entraba
por fin en el sorteo y le tocaba uno de los mejores puestos, ¿qué haría de él?
¿cómo lo explotaría, si no era pescador ni conocía el oficio? El vagabundo
sonrió maliciosamente. Lo importante era conseguir el puesto; lo demás corría
de su cuenta. Ya se arreglaría de modo que trabajasen otros para él, dándole la
mejor parte del producto. Y en su cínica sonrisa vibraba la maligna expresión
del primer hombre que engañó a su semejante, haciéndolo trabajar para
mantenerse en la holganza.
La franca confesión de Sangonera indignó a los pescadores. No hacía más
que formular en voz alta el pensamiento de muchos, pero aquella gente
sencilla se sintió insultada por el cinismo del vagabundo y creyó ver en él la
personificación de todos los que oprimían su pobreza. ¡Fuera! ¡Fuera! A
empujones y pellizcos fue conducido hasta la puerta, mientras los pescadores
jóvenes se movían haciendo ruido con los pies y remedaban entre risas una
riña de perros y gatos.
El vicario don Miguel se levantó indignado, avanzando su cuerpo de
luchador, con la cara congestionada por la ira. ¿Qué era aquello? ¿Qué faltas
de respeto se permitían con las personas graves e importantes que formaban la
presidencia…? ¡A ver si bajaba él del estrado y le rompía los morros a algún
guapo…!
Al hacerse instantáneamente el silencio, el cura se sentó, satisfecho de su
poder, y dijo por lo bajo al teniente:
—¿Ve usted? A este ganado nadie lo entiende como yo. Hay que
enseñarles el cayado de vez en cuando.
Más aún que las amenazas del pare Miquèl, lo que restableció la calma fue
ver que el Jurado entregaba al presidente la lista de los pescadores de la
Comunidad para cerciorarse de que todos estaban presentes. Cuantos hombres
tenía el Palmar dedicados a la pesca estaban en ella. Bastaba ser mayor de
edad, aunque viviera al lado del padre, para figurar en el sorteo de los redolíns.
Leía el presidente los nombres de los pescadores, y cada uno de los
llamados contestaba «¡Ave María Purísima!» con cierta unción, por estar el
vicario presente. Algunos, enemigos del padre Miguel, respondían «¡Avant!»,
gozando con el mal gesto que ponía el vicario.
El Jurado vació un bolsón de cuero mugriento, casi tan antiguo como la
Comunidad, y rodaron las boletas sobre la mesa, unas bellotas huecas de
madera negra, en cuyo orificio se introducía un papel con el nombre del
sorteado.
Uno tras otro eran llamados los pescadores a la presidencia para recibir su
boleta y una tira de papel en la que habían puesto el nombre, en previsión de
que no supiera escribir.
Eran de ver las precauciones que una astucia recelosa hacía adoptar a la
pobre gente. Los pescadores más ignorantes iban en busca de los que sabían
leer para que viesen si era su nombre el que figuraba en el papel, y solamente
después de muchas consultas se daban por convencidos. Además, la costumbre
de ser designados siempre por el apodo les hacía experimentar cierta
indecisión. Sus dos apellidos sólo salían a la luz en un día como aquel, y
titubeaban como faltándoles la certeza de que fuesen los suyos.
Después venían las grandes precauciones. Cada uno se ocultaba volviendo
el rostro a la pared, y al introducir su nombre en la bellota metía con el papel
arrollado una brizna de paja, un fósforo de cartón, algo que sirviera de
contraseña para que no cambiasen su boleta. El recelo les acompañaba hasta el
momento en que la depositaban en el saco. Aquel señor que venía de Valencia
despertaba en ellos esa desconfianza que inspira siempre el funcionario
público a la gente rural.
Iba a comenzar el sorteo. El vicario don Miguel púsose de pie quitándose
el birrete, y todos le imitaron. Había que rezar una salve, según antigua
costumbre; esto traía la buena suerte. Y por largo rato los pescadores, con el
gorro en la mano y la vista baja, mascullaron la oración sordamente.
Silencio absoluto. El presidente agitaba el bolsón de cuero para que se
mezclasen bien las boletas, y su choque sonaba en el silencio como lejana
granizada. Avanzó hasta el estrado un niño pasando de brazo en brazo por
encima de los pescadores, y metió la mano en el bolsón. La ansiedad era
grande; todos tenían la vista fija en la bellota de madera, de la que iba saliendo
penosamente el papel arrollado.
El presidente leyó el nombre, y se notó cierta indecisión en la
concurrencia, habituada a los apodos y torpe en reconocer los apellidos, nunca
usados. ¿Quién era el del número uno? Pero Tonet se había levantado de un
salto gritando: «¡Presente…!» ¡Era el nieto del tío Paloma! ¡Qué suerte la del
muchacho…! ¡Alcanzaba el mejor puesto en el primer sorteo a que asistía!
Los más inmediatos le felicitaban con envidia; pero él, con la ansiedad del
que no cree aún en su buena fortuna, sólo miraba al presidente… ¿Podía
escoger el puesto? Apenas le contestaron con un signo afirmativo, hizo la
petición: quería la Sequiòta. Y cuando vio que el escribiente tomaba nota,
salió como un rayo del local, atropellando a todos, empujando las manos que
le tendían los amigos para saludarle.
En la plaza, la multitud aguardaba con tanto silencio como arriba. Era
costumbre que los primeros agraciados bajasen inmediatamente a comunicar
su buena suerte, tirando el sombrero en alto como signo de alegría. Por esto,
apenas vieron a Tonet bajar casi rodando la escalerilla, una aclamación
inmensa le saludó.
—¡Es el Cubano…! ¡Es Tonet el del bigòt! ¡Té el ú! ¡Te el ú…!
Las mujeres se abalanzaban a él con la vehemencia de la emoción,
abrazándolo, llorando, como si las pudiera tocar algo de su buena suerte, y
recordando a su madre. ¡Cómo se alegraría la pobre si viese aquello! Y Tonet,
revuelto entre las faldas, enardecido por la cariñosa ovación, abrazó
instintivamente a Neleta, que sonreía, brillándole de contento los verdes ojos.
El Cubano quería celebrar su triunfo. Envió por cajones de gaseosas y
cervezas a casa de Cañamèl para todas aquellas señoras; que bebiesen los
hombres cuanto quisieran; ¡él pagaba! En un instante, la plaza se convirtió en
un campamento. Sangonera, con la actividad siempre despierta cuando se
hablaba de beber, había secundado los deseos de su generoso amigo trayendo
de casa de Cañamèl todas las pastas viejas y duras almacenadas en los cristales
del escaparate; y pasaba de corro en corro, llenando vasos y deteniéndose con
frecuencia en el reparto para obsequiarse a sí mismo.
Iban bajando los agraciados con los otros primeros puestos, y echaban su
sombrero en alto, gritando: «¡Vítol! ¡vítol!» Pero sólo acudían a ellos su
familia y sus amigos. Toda la atención era para Tonet, para el número uno, que
tan rumboso se mostraba.
Los pescadores abandonaban la escuela. Habían ya salido unas treinta
boletas; sólo quedaban los redolíns malos, los que apenas daban para comer, y
la gente desocupaba el local, sin sentir interés por el sorteo.
El tío Paloma iba de grupo en grupo recibiendo felicitaciones. Por primera
vez se mostraba satisfecho de su nieto. ¡Je, je…! La suerte es siempre de los
pillos: ya lo decía su padre. Allí estaba él, con sus ochenta sorteos, sin
conseguir nunca el uno, y llegaba el nieto de correrla por tierras lejanas, y al
primer año, la suerte. Pero en fin… todo caía en la familia. Y se entusiasmaba
pensando que iba a ser durante un año el primer pescador de la Albufera.
Enternecido por la suerte, se aproximó a su hijo, grave y ensimismado
como de costumbre. ¡Tono, la fortuna había entrado en su barraca, y había que
aprovecharla! Ayudaría al pequeño, que no entendía mucho de las cosas de
pesca, y el negocio sería grande. Pero el viejo quedó estupefacto al ver la
frialdad con que contestaba su hijo. Sí; aquel primer puesto era una suerte
poseyendo los útiles necesarios para su explotación. Se necesitaban más de mil
pesetas sólo para las redes. ¿Tenían ellos ese dinero?
El tío Paloma sonrió. No faltaría quien lo prestase. Pero Tono, al oír hablar
de préstamos, hizo un gesto doloroso. Debían mucho. No era flojo tormento el
que le hacían sufrir unos franceses establecidos en Catarroja, que vendían
caballerías a plazos y adelantaban dinero a los labradores. Había tenido que
solicitar su auxilio, primeramente en los años de mala cosecha, ahora para
impulsar un poco el enterramiento de su laguna, y hasta en sueños veía a los
tales hombres, vestidos de pana, que chapurreaban amenazas y sacaban a cada
paso la terrible cartera en la que inscribían los préstamos con su complicada
red de intereses. Ya tenía bastante. El hombre, cuando se ve metido en una
mala aventura, debe salvarse como pueda, sin buscar otra. Le bastaban las
deudas de agricultor, y no quería enredarse en nuevos préstamos para la pesca.
Su único deseo era sacar sus tierras a flote de agua, sin entramparse más.
El barquero volvió la espalda al hijo. ¿Y aquélla era su sangre…? Prefería
a Tonet con toda su pereza. Se iba con su nieto, y ya se ingeniarían los dos
para salir del paso. Al dueño de la Sequiòta nunca le falta dinero.
Tonet, rodeado de amigos, agasajado por las mujeres, enorgullecido por la
húmeda mirada de Neleta fija en él, sintió que le llamaban tocándole en un
hombro.
Era Cañamèl, que parecía cobijarle con sus ojos cariñosos. Tenían que
hablar; por algo habían sido siempre buenos amigos, y la taberna era como la
casa de Tonet. No había que dejarlo para luego: los negocios entre amigos se
arreglan pronto. Y se apartaron algunos pasos, seguidos por las curiosas
miradas del gentío.
El tabernero abordó el asunto. Tonet no dispondría de lo necesario para
explotar el puesto que le había tocado en suerte. ¿No era así…? Pues allí le
tenía a él, un amigo verdadero, dispuesto a ayudarle, a asociarse para el
negocio común. Él le proporcionaría todo.
Y como Tonet callase, no sabiendo qué contestar, el tabernero, tomando su
silencio por una negativa, volvió a la carga. ¿Eran camaradas o no? ¿Es que
pensaba acudir, como su padre, a aquellos extranjeros de Catarroja que se
chupaban a los pobres? Él era un amigo: hasta se consideraba casi un pariente;
porque ¡qué demonio! no podía olvidar que su mujer, su Neleta, se había
criado en la barraca de los Palomas, que muchas veces le habían dado allí de
comer, y que a Tonet lo quería ella como a un hermano.
El codicioso tabernero usaba con el mayor aplomo de estos recuerdos,
insistiendo sobre el cariño fraternal que su mujer sentía por el joven.
Luego apeló a una resolución más heroica. Si dudaba de él, si no lo quería
por compañero, llamaría a Neleta para que le convenciese. Seguramente que
ella lograba atraerlo al buen camino. ¿Qué…? ¿La llamaba?
Tonet, seducido por estas proposiciones, dudó antes de aceptarlas. Temía
las murmuraciones de la gente; pensaba en su padre, recordando sus severos
consejos. Miró en torno suyo, como si pudiera inspirarle el aspecto de la gente,
y vio a su abuelo que desde lejos le hacía signos afirmativos con la cabeza.
El barquero adivinaba las palabras de Cañamèl. Justamente había pensado
en el rico tabernero para que fuese su auxiliar. Y animó a su nieto con nuevos
gestos. No debía negarse: aquél era el hombre que necesitaban.
Decidióse Tonet, y el marido de Neleta, adivinando en sus ojos la
resolución, se apresuró a formular las condiciones. Él facilitaría todo lo
necesario, y Tonet y su abuelo trabajarían: los productos a partir. ¿Estaba
conforme…?
Conforme. Los dos hombres se estrecharon la mano, y seguidos de Neleta
y el tío Paloma, marcharon hacia la taberna con el propósito de comer juntos
para solemnizar el trato.
Por la plaza circuló inmediatamente la noticia. ¡El Cubano y Cañamèl se
habían juntado para explotar la Sequiòta!
A la Samaruca hubo que llevársela de la plaza por orden del alcalde.
Escoltada por algunas mujeres, emprendió el camino de su barraca, rugiendo
como una poseída, llamando a gritos a su hermana, que había muerto hacía
años, afirmando a todo pulmón que Cañamèl era un sinvergüenza, ya que por
realizar un negocio no vacilaba en meter en casa al amante de su mujer.

Cambió por completo la situación de Tonet en el establecimiento de


Cañamèl. Ya no era un parroquiano: era el socio, el compañero, del dueño de
la casa, y penetraba en la taberna desafiando con altivo gesto la murmuración
de las enemigas de Neleta.
Si pasaba allí los días enteros, era para hablar de sus negocios. Entrábase
con gran confianza en las habitaciones interiores, y para demostrar que estaba
como en su casa, franqueaba el mostrador, sentándose al lado de Cañamèl.
Muchas veces, si éste y su mujer andaban por dentro y algún parroquiano
pedía algo, saltaba el mostrador y con cómica gravedad, entre las risas de los
amigos, servía los géneros, remedando la voz y los ademanes del tío Paco.
El tabernero estaba satisfecho de su asociado. Un excelente muchacho,
según declaraba ante los concurrentes de la taberna cuando Tonet no estaba
presente; un buen amigo, que, si guardaba buena conducta y era laborioso, iría
lejos, muy lejos, contando con el apoyo de un protector como él.
El tío Paloma también frecuentaba la taberna más que antes. La familia,
después de borrascosas escenas por la noche en la soledad de la barraca, se
había dividido. El tío Tono y la Borda marchaban a sus campos todas las
mañanas a continuar la batalla con el lago, pretendiendo ahogarlo bajo los
capazos de tierra traídos de lejos penosamente. Tonet y su abuelo iban a casa
de Cañamèl a hablar de su próxima empresa.
En realidad, los únicos que hablaban de ésta eran el tabernero y el tío
Paloma. Cañamèl se ensalzaba a sí mismo, alabando la generosidad con que
había aceptado el negocio. Exponía su capital sin conocer el resultado de la
pesca, y hacía este sacrificio contentándose con la mitad del producto. No era
como los prestamistas extranjeros de tierra firme, que sólo daban el dinero con
la seguridad de buenas hipotecas y un interés crecido. Y todo su odio contra
los intrusos, la rivalidad feroz en el oficio de explotar al prójimo, vibraba en
sus palabras. ¿Quién era aquella gente que poco a poco se apoderaba del país?
Franceses venidos a la tierra valenciana con los zapatos rotos y un traje de
pana vieja pegado al cuerpo. Gentes de una provincia de Francia cuyo nombre
no recordaba, pero que venían a ser, poco más o menos, como los gallegos de
su país. Ni siquiera era propio el dinero que prestaban. En Francia, los
capitales producían escaso interés, y estos gabachos los tomaban en su tierra al
dos o al tres por ciento para prestar el dinero a los valencianos al quince o al
veinte, realizando un negocio magnífico. Además, compraban caballerías al
otro lado de los Pirineos, las entraban tal vez de contrabando, y las vendían a
plazos a los labradores, arreglando el negocio de modo que el comprador
nunca tenía la bestia por suya. Había a quien costaba un jaco ruin como si
fuese el mismo caballo de Santiago. Un robo, tío Paloma; un despojo indigno
de cristianos. Y Cañamèl se encolerizaba hablando de estas cosas con toda la
indignación y la secreta envidia del usurero que no osa, por cobardía, emplear
los mismos procedimientos de sus rivales.
El barquero aprobaba sus palabras. Por esto quería a los suyos dedicados a
la pesca, por esto se enfurecía al ver a su hijo contrayendo deudas y más
deudas en su empeño de ser agricultor. Los labradores pobres eran unos
esclavos; rabiaban todo el año trabajando, ¿y para quién era el producto? Toda
su cosecha se la llevaban los extranjeros: el francés que les presta el dinero y
el inglés que les vende el abono a crédito… ¡Vivir rabiando para mantener a
gente de fuera! No; mientras hubiese anguilas en el lago podían las tierras
cubrirse tranquilamente de juncos y aneas, con la seguridad de que no sería él
quien las roturase.
Mientras hablaban el barquero y Cañamèl, Tonet y Neleta, sentados tras el
mostrador, se miraban tranquilamente. Los parroquianos se habían habituado a
verlos horas y horas con los ojos fijos, como si se devorasen; con una
expresión en la mirada que no correspondía a sus palabras, muchas veces
insignificantes. Las comadres que llegaban por aceite o vino permanecían
inmóviles frente a ellos, con los ojos bajos y la expresión abobada, dejando
que colasen las últimas gotas del embudo en la botella, mientras aguzaban el
oído para coger alguna palabra de su conversación; pero ellos desafiaban este
espionaje y seguían hablando, como si se encontraran en un lugar desierto.
El tío Paloma, alarmado por tales intimidades, habló seriamente a su nieto.
Pero ¿era que había algo entre los dos, como afirmaban la Samaruca y otras
malas lenguas del pueblo? ¡Ojo, Tonet! ¡A más de que esto sería indigno de la
familia, les haría perder el negocio! Pero el nieto, con la firmeza del que dice
la verdad, se golpeaba el pecho protestando, y el abuelo se daba por
convencido, aunque con cierto recelo de que las amistades terminasen mal.
El reducido espacio detrás del mostrador era para Tonet un paraíso.
Recordaba con Neleta los tiempos de la infancia; le relataba sus aventuras de
allá lejos, y cuando callaban sentía una dulce embriaguez —la misma de la
noche en que se perdieron en la selva, pero más intensa, más ardiente— con la
proximidad de aquel cuerpo cuyo calor parecía acariciarle a través de las
ropas.
Por las noches, después de cenar con Cañamèl y su mujer, Tonet sacaba de
su barraca un acordeón, único equipaje que con los sombreros de jipijapa
había traído de Cuba, y asombraba a todos los de la taberna con las lánguidas
habaneras que hacía ganguear al instrumento. Cantaba guajiras de una poesía
dulzona, en las que se hablaba de auras, arpas y corazones tiernos como la
guayaba; y el acento meloso de cubano con que entonaba sus canciones hacía
entornar los ojos a Neleta, echando el cuerpo atrás como para desahogar su
pecho, estremecido por ardorosa opresión.
Al día siguiente de estas serenatas, Neleta, con los ojos húmedos, seguía a
Tonet en todas sus evoluciones por la taberna de grupo en grupo.
El Cubano adivinaba esta emoción. Había soñado con él, ¿verdad? Lo
mismo le había ocurrido a Tonet en su barraca. Toda la noche viéndola en la
obscuridad, extendiendo sus manos como si realmente fuese a tocarla. Y
después de esta mutua confesión quedaban tranquilos; seguros de una posesión
moral de la que no se daban exacta cuenta; ciertos de que al fin habían de ser
uno del otro fatalmente, por más obstáculos que se levantasen entre los dos.
En el pueblo no había que pensar en otra intimidad que las conversaciones
de la taberna. Todo el Palmar los rodeaba durante el día, y Cañamèl, enfermizo
y quejumbroso, no salía de casa. Algunas veces, conmovido por un relámpago
pasajero de actividad, el tabernero silbaba a la Centella, una perra vieja, de
cabeza enorme, famosa en todo el lago por su olfato, y metiéndola en su
barquito, iba a los carrizales más próximos para tirar a las pollas de agua. Pero
a las pocas horas volvía tosiendo, quejándose de la humedad, con las piernas
hinchadas como un elefante, según él decía; y no cesaba de gemir en un
rincón, hasta que Neleta le hacía sorber algunas tazas de líquidos calientes,
anudándole en cabeza y cuello varios pañuelos. Los ojos de Neleta iban hacia
el Cubano con una expresión reveladora del desprecio que sentía por su
marido.
Terminaba el verano y había que pensar seriamente en los preparativos de
la pesca. Los dueños de los otros redolíns arreglaban ante sus casas las grandes
redes para cerrar las acequias. El tío Paloma estaba impaciente. Los artefactos
que poseía Cañamèl, restos de su pasada asociación con otros pescadores, no
bastaban para la Sequiòta. Había que comprar mucho hilo, dar trabajo a
muchas mujeres de las que tejían red, para explotar cumplidamente el redolí.
Una noche cenaron en la taberna Tonet y su abuelo para tratar seriamente
del negocio. Había que comprar hilo del mejor, del que se fabrica en la playa
del Cabañal para los pescadores de mar. El tío Paloma iría a comprarlo, como
conocedor experto, pero le acompañaría el tabernero, que quería pagar
directamente, temiendo ser engañado si entregaba el dinero al viejo. Después,
en la beatitud de la digestión, Cañamèl comenzó a sentirse aterrado por el
viaje del día siguiente. Había que levantarse al amanecer, sumiéndose en la
húmeda bruma desde el lecho caliente, atravesar el lago, ir por tierra a
Valencia, dirigirse después al Cabañal y luego desandar todo el camino. Su
corpachón, blanducho por la inmovilidad, se estremecía ante el viaje. Aquel
hombre, que había pasado gran parte de su vida rodando por el mundo, tenía
echadas tan profundas raíces en el barro del Palmar, que se angustiaba
pensando en un día de agitación.
El deseo de quietud le hizo modificar su propósito. Se quedaría al cuidado
del establecimiento y Neleta acompañaría al tío Paloma. Nadie como las
mujeres para regatear y comprar bien las cosas.
A la mañana siguiente, el barquero y la tabernera emprendieron el viaje.
Tonet iría a esperarles en el puerto de Catarroja a la caída de la tarde, para
cargar en su barca la provisión de hilo.
Aún estaba muy alto el sol cuando el Cubano entró a toda vela por el canal
que penetraba en tierra firme con dirección a dicho pueblo. Los grandes laúdes
venían de las eras cargados de arroz, y al pasar por el canal, el agua que
desplazaban con sus panzas formaba tras la popa un oleaje amarillo, que
invadía los ribazos y alteraba la tranquilidad cristalina de las acequias
afluentes.
A un lado del canal estaban amarradas centenares de barcas: toda la flota
de los pescadores de Catarroja, odiados por el tío Paloma. Eran ataúdes
negros, de diversos tamaños y madera carcomida. Los barquitos pequeños,
llamados zapatos, sacaban fuera del agua sus agudas puntas, y las grandes
barcazas, los laúdes, capaces de cargar cien sacos de arroz, hundían en la
vegetación acuática sus anchos vientres, formando sobre el horizonte un
bosque de mástiles burdos, sin desbastar y de punta roma, adornados con
cordajes de esparto.
Entre esta flota y la ribera opuesta sólo quedaba libre un estrecho espacio,
por donde pasaban a la vela las embarcaciones, distribuyendo con su proa
golpes estremecedores y violentos encontronazos a las barcas amarradas.
Tonet fondeó su embarcación frente a la taberna del puerto y echó pie a
tierra.
Vio enormes montones de paja de arroz, en los que picoteaban las gallinas,
dando al amarradero el aspecto de un corral. En la ribera construían barquitos
los carpinteros, y el eco de sus martilleos se perdía en la calma de la tarde. Las
embarcaciones nuevas, de madera amarilla recién cepillada, estaban sobre
bancos, esperando la mano de alquitrán con que las cubrían los calafates. En la
puerta de la taberna cosían dos mujeres. Más allá alzábase una choza de paja,
donde estaba el peso de la Comunidad de Catarroja. Una mujer con una
balanza formada por dos espuertas pesaba las anguilas y tencas que
desembarcaban los pescadores, y terminado el peso, arrojaba una anguila en
una gran cesta que conservaba a su lado. Era el tributo voluntario de la gente
de Catarroja. El producto de esta sisa servía para costear la fiesta de su patrón
San Pedro. Algunos carros cargados de arroz se alejaban, chirriando, con
dirección a los grandes molinos.
Tonet, no sabiendo qué hacer, fue a meterse en la taberna, cuando oyó que
alguien le llamaba. Tras uno de los grandes pajares, asustando a las gallinas,
que huían en desbandada, una mano le hacía señas para que se aproximase.
El Cubano fue allá, y vio tendido, con el pecho al aire y los brazos
cruzados tras la cabeza a guisa de almohada, al vagabundo Sangonera. Sus
ojos estaban húmedos y amarillentos; sobre su cara, cada vez más pálida y
enjuta por el alcohol, aleteaban las moscas, sin que él hiciera el más leve
movimiento para espantarlas.
Tonet celebró este encuentro, que podía entretenerle durante su espera.
¿Qué hacía allí…? Nada: pasaba el tiempo, hasta que llegase la noche.
Esperaba la hora de ir en busca de ciertos amigos de Catarroja, que no le
dejarían sin cenar; descansaba, y el descanso es la mejor ocupación del
hombre.
Había visto a Tonet desde su escondrijo y lo llamó, sin abandonar por esto
su magnífica posición. Su cuerpo se había acomodado perfectamente en la
paja, y no era caso de perder el molde… Después explicó por qué estaba allí.
Había comido en la taberna con unos carreteros excelentes personas, que le
dieron unos mendrugos, pasándole el porrón a cada bocado y riendo sus
chuscadas. Pero el tabernero, igual a todos los de su clase, apenas se fueron los
parroquianos le había puesto en la puerta, sabiendo que por propia cuenta nada
podía pedir. Y allí estaba matando al tiempo, que es el enemigo del hombre…
¿Había amistad entre ellos o no? ¿Era capaz de convidarle a una copa?
El gesto afirmativo de Tonet pudo más que su pereza, y aunque con cierta
pena, se decidió a ponerse de pie. Bebieron en la taberna, y después,
lentamente, fueron a sentarse en un ribazo del puerto resguardado por tablas
negras.
Tonet no había visto a Sangonera en muchos días, y el vagabundo le contó
sus penas.
Nada tenía que hacer en el Palmar. Neleta la de Cañamèl, una orgullosa
que olvidaba su origen, le había despedido de la taberna con el pretexto de que
ensuciaba los taburetes y los azulejos del zócalo con el barro de sus ropas. En
las otras tabernas todo era miseria: no acudía un bebedor capaz de pagar una
copa, y él se veía forzado a salir del Palmar, a correr el lago, como en otros
tiempos lo hacía su padre; a pasar de pueblo en pueblo, siempre en busca de
generosos amigos.
Tonet, que con su pereza tanto había disgustado a su familia, se atrevió a
darle consejos. ¿Por qué no trabajaba…?
Sangonera hizo un gesto de asombro. ¡También él…! ¡También el Cubano
se permitía repetir los mismos consejos de los viejos del Palmar! ¿Le gustaba
a él mucho el trabajo? ¿Por qué no estaba con su padre enterrando los campos,
en vez de pasarse el día en casa de Cañamèl al lado de Neleta, repantigado
como un señor y bebiendo de lo más fino…?
El Cubano sonreía, no sabiendo qué contestar, y admiraba la lógica del
ebrio al repeler sus consejos.
El vagabundo parecía enternecido por la copa que le había pagado Tonet.
La calma del puerto, interrumpida a ratos por el martilleo de los calafates y el
cloquear de las gallinas, excitaba su locuacidad, impulsándola a las
confidencias.
No, Tonet; él no podía trabajar; él no trabajaría aunque le obligasen. El
trabajo era obra del diablo: una desobediencia a Dios, el más grave de los
pecados. Sólo las almas corrompidas, los que no podían conformarse con su
pobreza, los que vivían roídos por el deseo de atesorar, aunque fuese miseria,
pensando a todas horas en el mañana, podían entregarse al trabajo,
convirtiéndose de hombres en bestias. Él había reflexionado mucho; sabía más
de lo que se imaginaba el Cubano, y no quería perder su alma entregándose al
trabajo regular y monótono para tener una casa y una familia y asegurar el pan
del día siguiente. Esto equivalía a dudar de la misericordia de Dios, que no
abandona nunca a sus criaturas; y él, ante todo, era cristiano.
Reía Tonet escuchando estas palabras, considerándolas como divagaciones
de la embriaguez, y daba con el codo a su harapiento compañero. ¡Si esperaba
otra copa por sus tonterías sufriría un desengaño! Lo que le ocurría a él era
que odiaba el trabajo. Lo mismo les pasaba a los otros; pero, unos más y otros
menos, todos encorvaban el lomo, aunque fuese a regañadientes.
Sangonera vagaba su vista por la superficie del canal, teñida de púrpura
con la última luz de la tarde. Su pensamiento parecía volar lejos; hablaba
lentamente, con cierto misticismo que contrastaba con su hálito aguardentoso.
Tonet era un ignorante, como todos los del Palmar. Lo declaraba él con la
valentía de la embriaguez, sin miedo a que su amigo, que tenía vivo el genio,
le arrojase de un empellón en el canal. ¿No declaraba que todos torcían la
espina a regañadientes? ¿Y qué demostraba esto sino que el trabajo es algo
contrario a la Naturaleza y a la dignidad del hombre…? Él sabía más de lo que
se figuraban en el Palmar; más que muchos de los vicarios a los que sirvió
como un esclavo. Por eso había reñido para siempre con ellos. Poseía la
verdad y no podía vivir con los ciegos de espíritu.
Mientras Tonet andaba por aquellas tierras del otro lado del mar, metido en
batallas, leía él los libros de los curas y pasaba las tardes a la puerta del
presbiterio, reflexionando sobre las abiertas páginas en el silencio de un
pueblo cuyo vecindario huía al lago. Había aprendido de memoria casi todo el
Nuevo Testamento, y aún parecía estremecerse recordando la impresión que le
produjo el sermón de la Montaña la primera vez que lo leyó. Creyó que se
rompía una nube ante sus ojos. Había comprendido de pronto por qué su
voluntad se rebelaba ante el trabajo embrutecedor y penoso. Era la carne, era
el pecado quien hacía vivir a los hombres abrumados como bestias para la
satisfacción de sus apetitos terrenales. El alma protestaba de su servidumbre,
diciendo al hombre: «No trabajes», esparciendo por los músculos la dulce
embriaguez de la pereza, como un adelanto de la felicidad que a los buenos
aguarda en el Cielo.
—Ascolta, Tonet, ascolta —decía Sangonera a su amigo con acento
solemne.
Y recordaba desordenadamente sus lecturas evangélicas, los preceptos que
habían quedado impresos en su memoria. No había que preguntarse con
angustia por la comida y el vestido, porque, como decía Jesús, las aves del
cielo no siembran ni siegan y, a pesar de esto, comen; ni los lirios del campo
necesitaban hilar para vestirse, pues los viste la bondad del Señor. Él era
criatura de Dios, y a Él se confiaba. No quería insultar al Señor trabajando,
como si dudase de la bondad divina, que había de socorrerle. Solamente los
gentiles o, lo que es lo mismo, las gentes del Palmar, que se guardaban el
dinero de la pesca sin convidar a nadie, eran capaces de afanarse por el ahorro,
dudando siempre del mañana.
Él quería ser como los pájaros del lago, como las flores que crecían en los
carrizales: vago, inactivo y sin otro recurso que la divina Providencia. En su
miseria, nunca dudaba del mañana. «Le basta al día su propio afán». Ya le
traería el día siguiente su disgusto. Por el momento, le bastaba la amargura del
día presente, la miseria que le proporcionaba su intento de conservarse puro,
sin la menor mancha de trabajo y de terrenal ambición en un mundo donde
todos se disputaban a golpes la vida, molestando y sacrificando cada cual al
vecino para robarle un poco de bienestar.
Tonet seguía riendo de estas palabras del borracho, dichas con exaltación
creciente. Admiraba sus ideas con tono zumbón, proponiéndole abandonar el
lago para meterse en un convento, donde no tendría que batallar con la
miseria. Pero Sangonera protestaba indignado.
Había reñido con el vicario, saliendo del presbiterio para siempre, porque
él repugnaba ver en sus antiguos amos un espíritu contrario al de los libros que
leían. Eran iguales a los demás: vivían atenazados por el deseo de la peseta
ajena, pensando en la comida y el vestido, quejándose del decaimiento de la
piedad cuando no entraba dinero en casa, con la zozobra del Mañana, dudando
de la bondad de Dios, que no abandona a sus criaturas.
Él tenía fe y vivía con lo que le daban o con lo que encontraba a mano.
Ninguna noche le faltaba un puñado de paja donde acostarse ni sentía hambre
hasta el punto de desfallecer. El Señor, al ponerle en el lago, había colocado a
su alcance todos los recursos de la vida para que fuese ejemplo de un
verdadero creyente.
Tonet se burlaba de Sangonera. Ya que era tan puro, ¿por qué se
emborrachaba? ¿Le mandaba Dios ir de taberna en taberna para correr después
los ribazos casi a gatas, con el tambaleo de la embriaguez…? Pero el
vagabundo no perdía su solemne gravedad. Su embriaguez a nadie causaba
daño, y el vino era cosa santa: por algo sirve en el diario sacrificio a la
Divinidad. El mundo era hermoso; pero, visto a través de un vaso de vino,
parecía más sonriente, de colores más vivos, y se admiraba con mayor
vehemencia a su poderoso autor.
Cada uno tiene sus diversiones. Él no encontraba mejor placer que
contemplar la hermosura de la Albufera. Otros adoraban el dinero, y él lloraba
algunas veces admirando una puesta de sol, sus fuegos descompuestos por la
humedad del aire, aquella hora del crepúsculo, que era en el lago más
misteriosa y bella que tierra adentro, La hermosura del paisaje se le metía en el
alma, y si la contemplaba al través de varios vasos de vino suspiraba de
ternura como un chiquillo. Lo repetía: cada cual gozaba a su modo. Cañamèl,
por ejemplo, apilando onzas; él, contemplando la Albufera con tal
arrobamiento, que dentro de la cabeza le saltaban unas coplas más hermosas
que las que se cantaban en las tabernas, y estaba convencido de que, a ser
como los señores de la ciudad que escriben en los papeles, sabría decir cosas
muy notables en medio de su embriaguez.
Después de un largo silencio, Sangonera, aguijoneado por su locuacidad,
se oponía a sí mismo objeciones para rebatirlas inmediatamente. Se le diría,
como cierto vicario del Palmar, que el hombre estaba condenado a ganar el
pan con el sudor de su rostro después del primer pecado; mas para esto había
venido Jesús al mundo: para redimirlo de la primitiva falta, volviendo la
Humanidad a la vida paradisíaca, limpia de todo trabajo. Pero ¡ay!, los
pecadores, aguijoneados por la soberbia, no habían hecho caso de sus
palabras: cada uno quería vivir con mayores comodidades que los demás;
había pobres y ricos, en vez de ser todos hombres: los que desoían al Señor
trabajaban mucho, muchísimo; pero la Humanidad era infeliz, y se fabricaba el
infierno en el mundo. Le decían a él que si la gente no trabajase se viviría mal.
Conforme; serían menos en el mundo; pero los que quedasen permanecerían
felices y sin cuidados, subsistiendo de la inagotable misericordia de Dios… Y
esto forzosamente había de ocurrir: el mundo no sería siempre igual. Jesús
había de volver para enderezar de nuevo a los hombres por el buen camino. Lo
había soñado muchas veces, y hasta en cierta ocasión que estuvo enfermo de
tercianas, cuando le entraba el frío de la fiebre, tendido en un ribazo o
agazapado en un rincón de su ruinosa barraca, veía la túnica de Él, morada,
estrecha, rígida, y el vagabundo extendía sus manos para tocarla y sanar
repentinamente.
Sangonera mostraba una fe tenaz al hablar de ese regreso a la Tierra. No
volvería para mostrarse en las grandes poblaciones dominadas por el pecado
de la riqueza. La otra vez no se presentó en la inmensa ciudad que se llama
Roma, sino que había predicado por pueblecillos no mayores que el Palmar, y
sus compañeros fueron gente de percha y de red, como la que se reunía en casa
de Cañamèl. Aquel lago sobre cuyas olas andaba Jesús con asombro de los
apóstoles, seguramente que no era más grande ni hermoso que la Albufera.
Allí, entre ellos, vendría el Señor cuando volviese al mundo al rematar su
obra; buscaría los corazones sencillos, limpios de toda codicia; él sería uno de
los suyos. Y el vagabundo, con una exaltación en la que entraban por igual la
embriaguez y su extraña fe, se erguía mirando el horizonte, y por el borde del
canal, donde se quebraban los últimos rayos del sol, creía ver la figura esbelta
del Deseado, como una línea morada, avanzando sin mover los pies ni rozar
las hierbas, con un nimbo de luz que hacía brillar su cabellera dorada de
suaves ondulaciones.
Tonet ya no le oía. Un fuerte cascabeleo sonaba en el camino de Catarroja,
y por detrás de la choza del peso de los pescadores avanzaba el toldo agrietado
de una tartana. Eran los suyos que llegaban. Con su vista de hijo del lago,
Sangonera reconoció a larga distancia a Neleta en la ventanilla del vehículo.
Después de su expulsión de la taberna, nada quería con la mujer de Cañamèl.
Se despidió de Tonet Y fue a tenderse de nuevo en el pajar, entreteniéndose
con sus sueños mientras llegaba la noche.
Se detuvo el carruaje frente a la tabernilla del puerto, y bajó Neleta. El
Cubano no ocultó su asombro. ¿Y el abuelo…? La había dejado emprender
sola el viaje de regreso con todo el cargamento de hilo, que llenaba la tartana.
El viejo quería volver a casa por el Saler para hablar con cierta viuda que
vendía a buen precio varios palangres. Ya llegaría al Palmar por la noche en
cualquier barca de las que sacaban barro de los canales.
Los dos, al mirarse, tuvieron el mismo pensamiento. Iban a hacer el viaje
solos; por primera vez podrían hablarse, lejos de toda mirada, en la profunda
soledad del lago. Y ambos palidecieron, temblaron, como en presencia de un
peligro mil veces deseado, pero que se presentaba de golpe, inopinadamente.
Tal era su emoción, que no apresuraban la marcha, como si los dominara un
extraño rubor y temiesen los comentarios de la gente del puerto, que apenas se
fijaba en ellos.
El tartanero acabó de sacar del vehículo los gruesos paquetes de hilo, y,
ayudado por Tonet, fue arrojándolos en la proa de la barca, donde formaron un
montón amarillento, que esparcía el olor del cáñamo recién hilado.
Neleta pagó al tartanero. ¡Salud Y buen viaje! Y el hombre, chasqueando
el látigo, hizo emprender a su caballo el camino de Catarroja.
Aún permanecieron los dos un buen rato inmóviles en la ribera de barro,
sin atreverse a embarcar, como si esperasen a alguien.
Los calafates llamaban al Cubano. Debía emprender pronto el viaje: el
viento iba a caer, y si marchaba al Palmar, aún tendría que darle a la percha un
buen rato. Neleta, con visible turbación, sonreía a toda aquella gente de
Catarroja, que la saludaba por haberla visto en su taberna.
Tonet se decidió a romper el silencio, dirigiéndose a Neleta. Ya que el
abuelo no venía, había que embarcar cuanto antes; aquellos hombres tenían
razón. Y su voz era ronca, con un temblor de angustia, como si la emoción le
apretase la garganta.
Neleta se sentó en el centro de la barca, al pie del mástil, empleando como
asiento un montón de ovillos, que se aplastaban bajo su peso. Tonet tendió la
vela, quedando en cuclillas junto al timón, y la barca comenzó a deslizarse,
aleteando la lona contra el mástil con los estremecimientos de la brisa, blanda
y moribunda.
Pasaban lentamente por el canal, viendo a la última luz de la tarde las
barracas aisladas de los pescadores, con guirnaldas de redes puestas a secar
sobre las encañizadas del corral, y las norias viejas, de madera carcomida, en
torno de las cuales comenzaban a aletear los murciélagos. Por los ribazos
caminaban los pescadores, tirando penosamente de sus barquitos,
remolcándolos con la faja atada al extremo de las cuerdas.
—¡Adiós! —murmuraban al pasar.
—¡Adiós…!
Y otra vez el silencio, cercado por el susurro de la barca al cortar el agua y
el monótono canto de las ranas. Los dos iban con la vista baja, como si
temiesen darse cuenta de que estaban solos; y si, al levantar los ojos, se
encontraban sus miradas, las huían instantáneamente.
Se ensanchaban las orillas del canal. Los ribazos se perdían en el agua. Las
grandes lagunas de los campos por enterrar se extendían a ambos lados. Sobre
la tersa superficie ondeaban las cañas en el crepúsculo, como la cresta de una
selva sumergida.
Estaban ya en la Albufera. Avanzaron algo más con los últimos
estremecimientos de la brisa, y en derredor sólo vieron agua.
Ya no soplaba el viento. El lago, tranquilo, sin la menor ondulación,
tornaba su suave tinte ópalo, reflejando los últimos resplandores del sol tras
las lejanas montañas. El cielo tenía un color de violeta y comenzaba a
agujerearse por la parte del mar con el centelleo de las primeras estrellas. En
los límites del agua marcábanse como fantasmas los lienzos desmayados e
inmóviles de las barcas.
Tonet arrió la vela y, agarrando la percha, comenzó a hacer marchar la
barca a fuerza de brazos. La calma del crepúsculo rompió su silencio.
Neleta, con sonora risa, poníase en pie, queriendo ayudar a su compañero.
Ella también manejaba la percha. Tonet debía de acordarse de los tiempos de
la niñez, de sus juegos revoltosos, cuando desenganchaban los barquitos del
Palmar sin saberlo sus amos y corrían los canales, teniendo muchas veces que
huir de la persecución de los pescadores. Cuando se cansase comenzaría ella.
—Estate queta… —respondió él con el resuello cortado por la fatiga; y
seguía perchando.
Pero Neleta no callaba. Como si le pesase aquel silencio peligroso, en el
que ambos se huían las miradas; como si temiera revelar sus confusos
pensamientos, la joven hablaba con gran volubilidad.
En el fondo marcábase lejana, como una playa fantástica a la que nunca
habían de llegar, la línea dentellada de la dehesa. Neleta, con incesantes risas,
en las que había algo forzado, recordaba a su amigo la noche pasada en la
selva, con sus miedos y su sueño tranquilo; aquella aventura que parecía del
día anterior: tan fresca estaba en su memoria.
Pero el silencio del compañero, su vista fija en el fondo de la barca con
expresión ansiosa, le llamaron la atención. Entonces vio que Tonet devoraba
con los ojos sus zapatos amarillos, pequeños y elegantes, que se marcaban
sobre el cáñamo como dos manchas claras, y algo más que con los
movimientos de la barca había ella dejado al descubierto. Se apresuró a
cubrirse y quedó silenciosa, con la boca apretada por un gesto duro y los ojos
casi cerrados, mientras una arruga dolorosa se trazaba en su entrecejo. Neleta
parecía hacer esfuerzos para vencer su voluntad.
Seguían avanzando lentamente. Era un trabajo penoso atravesar la
Albufera a fuerza de brazos con la barca cargada. Otros barquitos vacíos, sin
más peso que el del hombre que empuñaba la percha, pasaban rápidos como
lanzaderas por cerca de ellos, perdiéndose en la penumbra, cada vez más
densa.
Tonet llevaba cerca de una hora de manejar la pesada percha, resbalando
unas veces sobre el fuerte suelo de conchas y enredándose otras en la
vegetación del fondo, que los pescadores llaman el pelo de la Albufera. Bien
se veía que no estaba habituado a tal trabajo. De ir sólo en la barca se hubiera
tendido en el fondo, esperando que volviese el viento o le remolcara otra
embarcación. Pero la presencia de Neleta despertaba en él cierto pundonor y
no quería detenerse hasta que cayera reventado de fatiga. Su pecho jadeante
lanzaba un resoplido al apoyarse en la percha empujando la barca. Sin
abandonar el largo palo, llevaba de cuando en cuando un brazo a su frente para
limpiarse el sudor.
Neleta le llamó con voz dulce, en la que había algo de arrullo maternal.
Sólo se veía su sombra sobre el montón de ovillos que llenaba la proa. La
joven quería que descansase, debía detenerse un momento; lo mismo era llegar
media hora antes que después.
Y le hizo sentar junto a ella, indicando que en el montón de cáñamo estaría
más cómodamente que en la popa.
La barca quedó inmóvil. Tonet, al reanimarse, sintió la dulce proximidad
de aquella mujer, lo mismo que cuando permanecía tras el mostrador de la
taberna.
Había cerrado la noche. No quedaba otra claridad que el difuso resplandor
de las estrellas, que temblaban en el agua negra. El silencio profundo era
interrumpido por los ruidos misteriosos del agua estremecida por el coleteo de
invisibles animales. Las lubinas, viniendo de la parte del mar, perseguían a los
peces pequeños, y la negra superficie se estremecía con un chap-chap continuo
de desordenada fuga. En una mata cercana lanzaban las fúlicas su lamento
como si las matasen y cantaban los buxqueròts con interminables escalas.
Tonet, en este silencio poblado de rumores y cantos, creía que no había
transcurrido el tiempo, que era pequeño aún y estaba en un claro de la selva, al
lado de su infantil compañera, la hija de la vendedora de anguilas. Ahora no
sentía miedo; únicamente le intimidaba el calor misterioso de su compañera, el
ambiente embriagador que parecía emanar de su cuerpo, subiéndosele al
cerebro como un licor fuerte.
Con la cabeza baja, sin atreverse a levantar los ojos, avanzó un brazo,
ciñéndolo al talle de Neleta. Casi en el mismo instante sintió una caricia dulce,
un contacto aterciopelado, una mano que resbalaba por su cabeza y,
deslizándose hasta la frente, secaba el sudor que aún la humedecía.
Levantó la mirada y vio a corta distancia, en la oscuridad, unos ojos que
brillaban fijos en él, reflejando el punto de luz de una lejana estrella. Sintió en
las sienes el cosquilleo de los pelos rubios y finos que rodeaban la cabeza de
Neleta como una aureola. Aquellos perfumes fuertes de que se impregnaba la
tabernera parecieron entrar de golpe hasta lo más profundo de su ser.
—¡Tonet, Tonet! —murmuró ella con voz desmayada, como un tierno
vagido.
¡Lo mismo que en la dehesa! Pero ahora ya no eran niños; había
desaparecido la inocencia que les hacía apretarse uno contra otro para recobrar
el valor, y al unirse tras tantos años con un nuevo abrazo, cayeron en el
montón de cáñamo, olvidados de todo, con el deseo de no levantarse más.
La barca siguió inmóvil en el centro del lago, como si estuviera
abandonada, sin que sobre sus bordas se marcase la más leve silueta.
Cerca sonaba la perezosa canción de unos barqueros. Perchaban sobre el
agua poblada de susurros, sin sospechar que a corta distancia, en la calma de la
noche, arrullado por el gorjeo de los pájaros del lago, el Amor, soberano del
mundo, se mecía sobre unas tablas.

VI

Llegó la gran fiesta del Palmar, la del Niño Jesús.


Era en diciembre. Sobre la Albufera soplaba un viento frío que entumecía
las manos de los pescadores, pegándolas a la percha. Los hombres llevaban
gorros de lana hundidos hasta las orejas y no se quitaban el chubasquero
amarillo, que al andar producía un frufrú de faldas huecas. Las mujeres apenas
salían de las barracas; todas las familias vivían en torno del hogar,
ahumándose tranquilamente en una atmósfera densa de cabaña de esquimales.
La Albufera había subido de nivel. Las lluvias del invierno engrosaban las
aguas, y campos y ribazos estaban cubiertos por una capa líquida, moteada a
trechos por las hierbas sumergidas. El lago parecía más grande. Las barracas
aisladas, que antes estaban en tierra firme, aparecían como flotando sobre las
aguas, y las barcas atracaban en la misma puerta.
Del suelo del Palmar, húmedo y fangoso, parecía salir un frío crudo e
insufrible, que empujaba a las gentes dentro de sus viviendas. Las comadres
del pueblo no recordaban un invierno tan cruel. Los gorriones moriscos,
inquietos y rapaces, caían de las techumbres de paja, encogidos por el frío, con
un grito triste que parecía un lamento infantil. Los guardas de la Dehesa
hacían la vista gorda ante las necesidades de la miseria, y todas las mañanas
un ejército de chiquillos se esparcía por el bosque, buscando leña seca para
calentar sus barracas.
Los parroquianos de Cañamèl sentábanse en torno de la chimenea, y sólo
se decidían a abandonar sus silletas de esparto junto al fuego para ir al
mostrador en busca de nuevos vasos.
El Palmar parecía entumecido y soñoliento. Ni gente en las calles, ni
barcas en el lago. Los hombres salían para recoger la pesca caída en las redes
durante la noche, y volvían rápidamente al pueblo. Los pies mostrábanse
enormes con sus envolturas de paño grueso dentro de las alpargatas de esparto.
Las barcas llevaban el fondo cubierto de una capa de paja de arroz para
combatir el frío. Muchos días, al amanecer, flotaban en el canal anchas
láminas de hielo, como cristales deslustrados. Todos se sentían vencidos por el
tiempo. Eran hijos del calor, habituados a ver hervir el lago y humear los
campos con su hálito corrompido bajo la caricia del sol. Hasta las anguilas,
según anunciaba el tío Paloma, no querían sacar sus morros fuera del barro en
aquel tiempo de perros. Y para agravar la situación, caía con gran frecuencia
una lluvia torrencial que obscurecía el lago y desbordaba las acequias. El cielo
gris daba un ambiente de tristeza a la Albufera. Las barcas que navegaban en
la bruma tenían el aspecto de ataúdes, con sus hombres inmóviles metidos en
la paja y cubiertos hasta la nariz por gruesos andrajos.
Pero al llegar Navidad, con su fiesta del Niño Jesús, el Palmar pareció
reanimarse, repeliendo el sopor invernal en que estaba sumido.
Había que divertirse, como todos los años, aunque se helase el lago y se
anduviera sobre él, como contaban que ocurría en lejanas tierras. Más aún que
el deseo de divertirse, les impulsaba el de molestar con su alegría a los rivales,
a la gente de tierra firme, aquellos pescadores de Catarroja que se burlaban del
Niño del Palmar, despreciando su pequeñez. Estos enemigos sin fe ni
conciencia llegaban a decir que los del Palmar sumergían a su divino patrón en
las acequias cuando la pesca no era buena. ¡Oh, sacrilegio…! Por eso el Niño
Jesús castigaba su lengua pecadora, no permitiendo que gozasen el privilegio
de los redolíns.
Todo el Palmar se preparaba para las fiestas. Las mujeres desafiaban el frío
atravesando el lago para ir a Valencia a la feria de Navidad. Al volver en la
barca del marido, la impaciente chiquillería las esperaba en el canal, ansiosa
por ver los regalos. Los caballitos de cartón, los sables de hojalata, los
tambores y trompetas, eran acogidos con exclamaciones de entusiasmo por la
gente menuda, mientras las mujeres mostraban a sus amigas las compras de
mayor importancia.
Las fiestas duraban tres días. El segundo día de Navidad llegaba la música
de Catarroja y se rifaba la anguila más gorda de todo el año, para ayuda de
gastos. El tercero era la fiesta del Niño Jesús, y al día siguiente la del Cristo;
todo con misas y sermones y bailes nocturnos al son del tamboril y la
dulzaina.
Neleta se proponía este año gozar como nunca en las fiestas. Su felicidad
era completa. Le parecía vivir en una eterna primavera tras el mostrador de la
taberna. Cuando cenaba, teniendo a un lado a Cañamèl y al otro al Cubano,
todos tranquilos y satisfechos, en la santa paz de la familia, se consideraba la
más dichosa de las mujeres y alababa la bondad de Dios, que permite vivir
felices a las buenas personas. Era la más rica y la más guapa del pueblo; su
marido estaba contento; Tonet, supeditado a su voluntad, mostrábase cada vez
más enamorado… ¿Qué le quedaba por desear? Pensaba que las grandes
señoras que había visto de lejos en sus viajes a Valencia no eran de seguro tan
dichosas como ella en aquel rincón de barro rodeado de agua.
Sus enemigas murmuraban; la Samaruca la espiaba; ella y Tonet, para
verse a solas, sin excitar sospechas, tenían que inventar viajes a las
poblaciones inmediatas al lago. Neleta era la que aguzaba para esto el ingenio,
con una facundia que hacía sospechar al Cubano si serían ciertas las
murmuraciones sobre amores anteriores a los suyos, que acostumbraron a la
tabernera a tales astucias. Pero ésta se mostraba tranquila ante la maledicencia.
Lo que ahora hablaban sus enemigas era lo mismo que decían cuando entre
ella y Tonet no se cambiaban más que palabras indiferentes. Y con la certeza
de que nadie podía probar su falta, despreciaba las murmuraciones, y en plena
taberna bromeaba con Tonet de un modo que escandalizaba al tío Paloma.
Neleta se daba por ofendida. ¿No se habían criado juntos? ¿No podía querer a
Tonet como a un hermano, recordando lo mucho que su madre había hecho
por ella?
Cañamèl asentía, alabando los buenos sentimientos de su mujer. En lo que
no mostraba tanta conformidad el tabernero era en la conducta de Tonet como
asociado. Aquel mozo había cogido su buena suerte lo mismo que si fuera un
premio de la Lotería, y como el que no hace daño a nadie y se come lo suyo,
divertíase, sin preocuparse de la pesca.
El puesto de la Sequiòta daba buen rendimiento. No eran las pescas
fabulosas de otra época, pero había noches en que se llegaba muy cerca del
centenar de arrobas de anguilas, y Cañamèl gozaba las satisfacciones del buen
negocio, regateando el precio con los proveedores de la ciudad, vigilando el
peso y presenciando el embarque de las banastas. Por este lado no iba mal la
compañía; pero a él le gustaba la igualdad: que cada cual cumpliese su deber,
sin abusar de los demás.
Había prometido su dinero y lo había dado: suyas eran todas las redes,
aparejos y bolsas de malla, que podían formar un montón tan grande como la
taberna. Pero Tonet prometió ayudarle con su trabajo, y podía decirse que aún
no había cogido una anguila con sus pecadoras manos.
Las primeras noches fue al redolí, y sentado en la barca, con el cigarro en
la boca, veía cómo su abuelo y los pescadores a sueldo vaciaban en la
obscuridad las grandes bolsas, llenando de anguilas y tencas el fondo de la
embarcación. Después, ni esto. Le molestaban las noches obscuras y
tempestuosas, en las que el agua está movida y se realizan las grandes pescas;
no gustaba del esfuerzo que había que hacer para tirar de las redes pesadas y
repletas; le causaba cierta repugnancia la viscosidad de las anguilas
escurriéndose entre las manos, y prefería quedarse en la taberna o dormir en su
barraca. Cañamèl, para animarlo con el ejemplo, echándole en cara su pereza,
se decidía algunas noches a ir al redolí tosiendo y quejándose de sus dolores;
pero el maldito, bastaba que hiciese él este sacrificio, para que mostrase mayor
empeño en quedarse, llegando en su desvergüenza a manifestar que Neleta
tendría miedo si se veía sola en la taberna.
Era cierto que el tío Paloma se bastaba para llevar adelante el negocio:
nunca había trabajado con tanto entusiasmo como al verse dueño de la
Sequiòta; pero ¡qué demonio! el trato era trato, y a Cañamèl le parecía que el
muchacho le robaba algo viéndolo tan satisfecho de la vida y despegado por
completo de su negocio.
¡Qué suerte la de aquel bigardo! El miedo a perder la Sequiòta era lo único
que contenía al tío Paco. Mientras tanto, Tonet, viviendo en la taberna como si
fuese suya, engordaba sumido en aquella felicidad de tener satisfechos todos
sus deseos con sólo tender la mano. Se comía lo mejor de la casa, llenaba su
vaso en todos los toneles, grandes y pequeños, y alguna vez, con loco y
repentino impulso, como para afirmar más su posesión, se permitía la audacia
de acariciar a Neleta por debajo del mostrador, en presencia de Cañamèl y
estando a cuatro pasos los parroquianos, entre los cuales había algunos que no
les perdían de vista.
A veces experimentaba un loco deseo de salir del Palmar, de pasar un día
fuera de la Albufera, en la ciudad o en los pueblos del lago, y se plantaba ante
Neleta con expresión de amo.
—Dònam un duro.
¡Un duro! ¿Y para qué? Los ojos verdes de la tabernera se clavaban en él
imperiosos y fieros; erguíase con la soberbia de la adúltera que no quiere ser
engañada a su vez; pero al ver en la mirada del mocetón únicamente el deseo
de vagar, de desentumecerse de su vida de macho bien cebado, Neleta sonreía
satisfecha y le daba cuanto dinero pedía, recomendándole que volviese pronto.
Cañamèl se indignaba. Podría tolerársele aquello si atendiera al negocio;
pero no: ¡le defraudaba en sus intereses, y además se comía media taberna,
pidiendo encima dinero! Su mujer era muy buena: la perdía el agradecimiento
que profesaba a aquellos Palomas desde la niñez. Y con su minuciosidad de
avaro, iba contando lo que Tonet consumía en el establecimiento y la
prodigalidad con que convidaba a sus amigos, siempre a costas del dueño.
Hasta Sangonera, aquel piojoso expulsado de la taberna porque llenaba de
miseria los taburetes, volvía ahora al amparo del Cubano, que le hacía beber
hasta la embriaguez, y usaba para ello licores de botella, los más costosos,
todo por el gusto de oír los disparates que se había forjado en sus lecturas de
sacristán.
El mejor día va a apoderarse hasta de mi cama, decía el tabernero
quejándose a su Neleta. Y el infeliz no sabía leer en aquellos ojos, no veía una
sonrisa diabólica en la mirada de malicia con que acogía ella tal suposición.
Cuando Tonet se cansaba de estar en la taberna días enteros, sentado junto
a Neleta, con la expresión de un gozquecillo que espera el momento propicio
para sus caricias, cogía la escopeta y la perra de Cañamèl y se iba a los
carrizales. La escopeta del tío Paco era la mejor del palmar: un arma de rico,
que Tonet consideraba como suya, y con la que rara vez marraba el golpe. La
perra era la famosa Centella, conocida en todo el lago por su olfato. No había
pieza que se le escapara, por espeso que fuera el carrizal, buceando como una
nutria para sacar del fondo de los hierbajos acuáticos el p jaro herido.
Cañamèl afirmaba que no había dinero en el mundo para comprarle este
animal; pero veía con tristeza que su Centella mostraba mayor predilección
por Tonet, que la llevaba de caza todos los días, que por su antiguo amo,
cubierto de pañuelos y mantas junto a la lumbre. ¡Hasta de la perra se
apoderaba aquel tuno…!
Tonet, entusiasmado por el magnífico ¸arreglo que el tío Paco tenía para la
caza, consumía la provisión de cartuchos guardada en la taberna para los
cazadores. Nadie del Palmar había cazado tanto. En los estrechos callejones de
agua de las matas más cercanas al pueblo sonaba continuamente el escopetazo
de Tonet, y la Centella, enardecida por el trabajo, chapoteaba en los carrizales.
El Cubano sentía una voluptuosidad feroz en este ejercicio, que le recordaba
sus tiempos de guerrillero. Se ponía al acecho, esperando los pájaros, con las
mismas precauciones de astucia salvaje que empleaba al emboscarse en la
manigua para cazar a los hombres. La Centella le traía a la barca las fòches y
los collvèrts, con el cuello blando y el plumaje manchado de sangre. Después
venían los pájaros del lago menos vulgares, cuya caza llenaba de satisfacción a
Tonet; y admiraba, muertos en el fondo de la embarcación, el gallo de cañar,
con plumaje azul turquí y pico rojo; el agró o garza imperial, con su color
verde y púrpura y un penacho de plumas estrechas y largas sobre la cabeza; el
oroval, con su color leonado y el buche rojo; el piuló o pato florentino, blanco
y amarillento; el morell o pelucón, con cabeza negra de reflejos dorados, y el
singlòt, hermosa zancuda, de espléndido plumaje de un verde brillante.
Por la noche entraba en la taberna con aire de vencedor, arrojando en el
suelo su cargamento de carne muerta envuelta en un arco iris de plumas. ¡Allí
tenía el tío Paco materia para llenar el caldero! Se lo regalaba generosamente:
al fin, la escopeta era suya.
Y cuando, de tarde en tarde, cazaba un flamenco, llamado bragat por la
gente de la Albufera, con enormes patas, largo cuello, plumaje blanco y rosa y
cierto aire misterioso, semejante al de los ibis de Egipto, Tonet se empeñaba
en que Cañamèl lo hiciese disecar en Valencia, para su dormitorio; un adorno
elegante, pues por algo lo buscaban tanto los señores de la ciudad.
El tabernero acogía estos regalos con mugidos que revelaban una
satisfacción muy relativa. ¿Cuándo dejaría quieta su escopeta? ¿No sentía frío
en los carrizales? Ya que tan fuerte era, ¿por qué no ayudaba por las noches al
abuelo en el trabajo del redolí? Pero el condenado acogía con risotadas las
lamentaciones del enfermizo tabernero, y se dirigía al mostrador.
—Neleta, una copa…
Bien se la había ganado pasando el día entre los carrizales, con las manos
heladas sobre la escopeta para traer aquel montón de carne. ¡Y aún
murmuraban que huía del trabajo…! En un arranque de impudor alegre,
acariciaba las mejillas de Neleta por encima del mostrador, sin importarle la
presencia de la gente ni temer al marido. ¿No eran como hermanos y habían
jugado juntos de pequeños…?
El tío Tono nada sabía ni quería saber de la vida de su hijo. Se levantaba
antes del alba y no volvía hasta la noche. Comía con la Borda, en la soledad de
sus campos sumergidos, algunas sardinas y torta de maíz. Su lucha por crear
nueva tierra le tenía en la pobreza, no permitiéndole mejores alimentos. Al
volver a la barraca, cerrada ya la noche, se tendía en su camastro con los
huesos doloridos, sumiéndose en el sopor del cansancio; pero su pensamiento
velaba calculando entre las nieblas del sueño las barcas de tierra que aún
faltaban en sus campos y las cantidades que debía satisfacer a los acreedores
antes de considerarse dueño de unos arrozales creados con su sudor palmo a
palmo. El tío Paloma pasaba las más de las noches fuera de la barraca,
pescando en la Sequiòta. Tonet no comía con la familia, y sólo a altas horas,
cuando se cerraba la taberna de Cañamèl, llamaba a la puerta con impaciente
pataleo, levantándose la pobre Borda soñolienta y fatigada, para abrirle.
Así transcurrió el tiempo, hasta que llegaron las fiestas del Palmar.
La víspera de la fiesta del Niño, por la tarde, casi todo el pueblo se agolpó
entre la orilla del canal y la puerta trasera d la taberna de Cañamèl.
Era esperada la música de Catarroja, el principal aliciente de las fiestas, y
aquel pueblo, que durante el año no oía otros instrumentos que la guitarra del
barbero y el acordeón de Tonet, estremeciase al pensar en el estrépito de los
cobres y el zumbido del bombo por entre las filas de barracas. Nadie sentía los
rigores de la temperatura. Las mujeres, para lucir sus trajes flamantes, habían
abandonado los mantones de lana y mostraban los brazos arremangados,
violáceos por el frío. Los hombres llevaban fajas nuevas y gorros rojos o
negros que aún conservaban los pliegues de la tienda. Aprovechando la charla
de sus compañeras, se escurrían hasta la taberna, donde la respiración de los
bebedores y el humo de los cigarros formaban un ambiente denso que olía a
lana burda y alpargatas sucias. Hablaban a gritos de la música de Catarroja,
asegurando que era la mejor del mundo. Los pescadores de allí eran mala
gente, pero había que reconocer que música como aquélla no la oía ni el rey.
Algo bueno habían de tener los pobres del lago. Y al notar que en la ribera del
canal se arremolinaba la gente, lanzando gritos anunciadores de la proximidad
de los músicos, todos los parroquianos salieron en tropel y la taberna quedó
vacía.
Por encima de los cañares pasaba el extremo de una gran vela. Al aparecer
en un recodo del canal el laúd que conducía a la música, la muchedumbre
prorrumpió en un grito, como si la enardeciera la vista de los pantalones rojos
y los blancos plumeros que ondeaban sobre los morrioncillos.
La chavalería del pueblo, siguiendo la costumbre tradicional, luchaba por
apoderarse del bombo. Metíanse los mozos agua adentro en aquel canal de
hielo líquido, hundiéndose hasta el pecho con una intrepidez que hacía
castañetear los dientes a los que estaban en la ribera.
Las viejas protestaban:
—¡Condenats…! ¡Pillaréu una pulmonía!
Pero los muchachos abalanzábanse a la barca, se agarraban a la borda,
entre las risas de los músicos, pugnando por que les entregasen el enorme
instrumento: «¡A mí! ¡A mí…!» Hasta que uno más audaz, cansado de pedir,
lo agarró con tal ímpetu, que casi fue al agua el gran tambor, y echándoselo al
hombro, salió de la acequia, seguido por sus envidiosos compañeros.
Los músicos, al desembarcar, se formaban frente a la casa de Cañamèl.
Desenfundaban sus instrumentos, los templaban, y el compacto gentío seguía a
los músicos, silencioso y con cierta veneración, admirando aquel
acontecimiento que se esperaba todo un año.
Al romper a tocar el ruidoso pasodoble, todos experimentaban sobresalto y
extrañeza. Sus oídos, acostumbrados al profundo silencio del lago,
conmovíanse dolorosamente con los rugidos de los instrumentos, que hacían
temblar las paredes de barro de las barracas. Pero repuestos de esta primera
sorpresa que turbaba la calma conventual del pueblo, la gente sonreía
dulcemente, acariciada por la música, que llegaba hasta ellos como la voz de
un mundo remoto, como la majestad de una vida misteriosa que se
desarrollaba más allá de las aguas de la Albufera.
Las mujeres se enternecían sin saber por qué, y deseaban llorar; los
hombres, irguiendo sus espaldas encorvadas de barquero, marchaban con paso
marcial detrás de la banda, y las muchachas sonreían a sus novios, con los ojos
brillantes y las mejillas coloreadas.
Pasaba la música como una ráfaga de nueva vida sobre aquella gente
soñolienta, sacándola del amodorramiento de las aguas muertas. Gritaban sin
saber por qué, daban vivas al Niño Jesús, corrían en grupos vociferantes
delante de los músicos, y hasta los viejos se mostraban vivarachos y
juguetones como los pequeñuelos que, con sables y caballitos de cartón,
formaban la escolta del músico mayor, admirando sus galones de oro.
La banda pasó y repasó varias veces la única calle del Palmar, prolongando
la carrera para que el público quedase satisfecho, metiéndose en los callejones
que quedaban entre las barracas y saliendo al canal para retroceder otra vez a
la calle, y el pueblo entero la seguía en estas evoluciones tarareando a gritos
los pasajes más vivos del pasodoble.
Hubo por fin que dar término a este delirio musical, y la banda se detuvo
en la plaza, frente a la iglesia. El alcalde procedió al alojamiento de los
músicos. Se los disputaban las comadres según la importancia de los
instrumentos, y el encargado del bombo, precedido por su enorme caja,
tomaba el camino de la mejor vivienda. Los músicos, satisfechos de haber
lucido sus uniformes, se arrebujaban en mantas de labriego, echando pestes
contra la húmeda frialdad del Palmar.
Con la dispersión de la banda no se aclaró el gentío de la plaza. En un
extremo de ella comenzó a sonar el redoble de un tamboril, y al poco rato se
anunció una dulzaina con prolongadas escalas que parecían cabriolas
musicales. La muchedumbre aplaudió. Era Dimòni, el famoso dulzainero de
todos los años: un alegre compadre, tan célebre por sus borracheras como por
la habilidad en la dulzaina. Sangonera era su mejor amigo, y cuando el
dulzainero venía a las fiestas, el vagabundo no se separaba de él un momento,
sabiendo que al final se beberían fraternalmente el dinero de los clavarios.
Iba a rifarse la anguila más gorda del año para ayuda de la fiesta. Era una
costumbre antigua, que respetaban todos los pescadores. El que de ellos cogía
una anguila enorme, la guardaba en su vivero, sin atreverse a venderla. Si
alguien pescaba otra más grande, se guardaba ésta, y el dueño de la anterior
podía disponer de ella. De este modo los clavarios poseían siempre la más
enorme que se había cogido en la Albufera.
Este año, el honor de la anguila gorda correspondía al tío Paloma: por algo
pescaba en el primer puesto. El viejo experimentaba una de las mayores
satisfacciones de su vida enseñando el hermoso animal a la muchedumbre de
la plaza. ¡Aquello lo había pescado él…! Y sobre sus brazos temblones
mostraba el serpentón de lomo verde y vientre blanco, grueso como un muslo
y con una piel grasienta en la que se quebraba la luz. Había que pasear la
apetitosa pieza por todo el pueblo al son de la dulzaina, mientras los
individuos más respetables de la Comunidad vendían los números de la rifa de
puerta en puerta.
—Tin: treballa una vegá —dijo el barquero soltando el animal en brazos de
Sangonera.
Y el vagabundo, orgulloso de la confianza que ponía en él, rompió la
marcha con la anguila en los brazos, seguido de la dulzaina y el tambor y
rodeado de las cabriolas y gritos de la chiquillería. Corrían las mujeres para
ver de cerca la enorme bestia, para tocarla con religiosa admiración, como si
fuese una misteriosa divinidad del lago, y Sangonera las repelía con gravedad.
«¡Fòra, fòra…!» ¡La iban a corromper con tantos tocamientos!
Pero al llegar frente a casa de Cañamèl creyó que había gozado bastante de
la admiración popular. Le dolían los brazos, debilitados por la pereza; pensó
que la anguila no era para él, y entregándola a la chiquillería, se metió en la
taberna, dejando que siguiera adelante la rifa, llevando al frente, como trofeo
de victoria, el vistoso animal.
La taberna tenía poco público. Tras el mostrador estaba Neleta, con su
marido y el Cubano, hablando de la fiesta del día siguiente. Los clavarios eran,
según costumbre, los agraciados con los mejores puestos en el sorteo de los
redolíns, y a Tonet y su consorcio les correspondía el lugar de preferencia. Se
habían hecho en la ciudad trajes negros para asistir a la gran misa en el primer
banco, y estaban ocupados en discutir los preparativos de la fiesta.
En la barca-correo llegarían al día siguiente los músicos y cantores y un
cura célebre por su elocuencia, que diría el sermón del Niño Jesús, ensalzando
de paso la sencillez y virtudes de los pescadores de la Albufera.
Una barcaza estaba en la playa de la Dehesa cargando mirto y arrayán para
esparcirlo en la plaza, y en un rincón de la taberna guardaba el polvorista
varios capazos de masclets, petardos de hierro que se disparaban como
cañonazos.
En la madrugada siguiente, el lago se conmovió con el estrépito de los
masclets, como si en el Palmar se librase una batalla. Después se aglomeró en
el canal la gente, mordiendo sus almuerzos metidos entre el pan. Esperaba a
los músicos que venían de Valencia, y se hacía lenguas de la esplendidez de
los clavarios. ¡Bien arreglaba las cosas el nieto del tío Paloma! ¡Por algo tenía
a su alcance el dinero de Cañamèl!
Al llegar la barca-correo, bajó a tierra primeramente el predicador, un cura
gordo, de entrecejo imponente, con una gran bolsa de damasco rojo que
contenía sus vestiduras para el púlpito. Sangonera, impulsado por sus antiguas
afabilidades de sacristán, se apresuró a encargarse del equipaje oratorio,
echándoselo a la espalda. Después fueron saltando a tierra los individuos de la
capilla musical: los cantores, con cara de gula y rizadas melenillas, los
músicos, llevando bajo el brazo los violines y flautas enfundados de verde, y
los tiples, adolescentes amarillos y ojerosos, con gesto de precoz malicia.
Todos hablaban del famoso all y pebre que se hacía en el Palmar, como si
hubiesen hecho el viaje sólo para comer.
La gente les dejaba entrar en el pueblo sin moverse de la ribera. Quería ver
de cerca los instrumentos misteriosos depositados junto al mástil de la barca, y
que unos cuantos mocetones comenzaban a remover. Los timbales, al ser
trasladados a tierra, causaban asombro, y todos discutían el empleo de
aquellos calderos, semejantes a los que se usaban para guisar el pescado. Los
contrabajos alcanzaron una ovación, y la gente corrió hasta la iglesia siguiendo
a los portadores de las «guitarras gordas».
A las diez comenzó la misa. La plaza y la iglesia estaban perfumadas por la
olorosa vegetación de la Dehesa. El barro desaparecía bajo una gruesa capa de
hojas. La iglesia estaba llena de candelillas y cirios, y desde la puerta se veía
como un cielo obscuro moteado por infinitas estrellas.
Tonet había preparado bien las cosas, ocupándose hasta de la música que
se cantaría en la fiesta. Nada de misas célebres, que hacían dormir a la gente.
Eso era bueno para los de la ciudad, acostumbrados a las óperas. En el Palmar
querían la misa de Mercadante, como en todos los pueblos valencianos.
Durante la fiesta se enternecían las mujeres oyendo a los tenores, que
entonaban en honor del Niño Jesús barcarolas napolitanas, mientras los
hombres seguían con movimientos de cabeza el ritmo de la orquesta, que tenía
la voluptuosidad del vals. Aquello alegraba el espíritu, según decía Neleta:
valía más que una función de teatro, y servía para el alma. Y mientras tanto,
fuera, en la plaza, trueno va y trueno viene, se disparaban las largas filas de
masclets, conmoviendo las paredes de la iglesia y cortando muchas veces el
canto de los artistas y las palabras del predicador.
Al terminar, la muchedumbre se detuvo en la plaza esperando la hora de la
comida. La banda de música, algo olvidada después de los esplendores de la
misa, rompió a tocar a un extremo. La gente se sentía satisfecha en aquel
ambiente de plantas olorosas y humo de pólvora, y pensaba en el caldero que
le aguardaba en sus casas con los mejores pájaros de la Albufera.
Las miserias de su vida anterior parecían ahora de un mundo lejano al cual
no habían de volver.
Todo el Palmar creía haber entrado para siempre en la felicidad y la
abundancia, y se comentaban las frases grandilocuentes del predicador
dedicadas a los pescadores, a media onza que le daban por el sermón, y la
espuerta de dinero que costaban seguramente los músicos, la pólvora, las telas
con franja de oro manchadas de cera que adornaban el portal de la iglesia y
aquella banda que los ensordecía con sus marciales rugidos.
Los grupos felicitaban al Cubano, rígido dentro de su traje negro, y al tío
Paloma, que se consideraba aquel día dueño del Palmar. Neleta se pavoneaba
entre las mujeres, con la rica mantilla sobre los ojos, luciendo el rosario de
nácar y el devocionario de marfil de su casamiento. De Cañamèl nadie se
acordaba, a pesar de su aspecto majestuoso y de la gran cadena de oro que
aserraba su abdomen. Parecía que no era su dinero el que pagaba la fiesta:
todos los plácemes iban a Tonet, en su calidad de dueño de la Sequiòta. Para
aquella gente, el que no era de la Comunidad de Pescadores no merecía
respeto. Y el tabernero sentía crecer en su interior el odio hacia el Cubano, que
poco a poco se apoderaba de lo suyo.
Este mal humor le acompañó todo el día. Su mujer, adivinando el estado de
su ánimo, tuvo que hacer esfuerzos de amabilidad durante la gran comida con
que obsequiaron en el piso alto de la taberna al predicador y a los músicos.
Hablaba de la enfermedad de su pobre Paco, que le ponía muchas veces de un
humor endiablado, rogando a todos que le perdonasen. A media tarde, cuando
la barca-correo se llevó a la gente de Valencia, el irritado Cañamèl, viéndose
solo con su mujer, pudo soltar toda la bilis.
Ya no toleraba por más tiempo al Cubano. Con el abuelo si se entendía
bien, por ser hombre trabajador, que cumplía sus compromisos; pero aquel
Tonet era un perezoso, que se burlaba de él, aprovechando su dinero para
darse una vida de príncipe, sin más méritos que su fortuna en el sorteo de la
Comunidad. Hasta le quitaba la poca satisfacción que podía proporcionarle
gastar tanto dinero en la fiesta. Todo se lo agradecían al otro, como si Cañamèl
no fuese nadie, como si no saliese de su bolsillo el dinero para la explotación
del redolí y todos los resultados de la pesca no se le debieran a él. Acabaría
por echar de su casa a aquel vago, aunque perdiese con ello el negocio.
Neleta intervenía, asustada por la amenaza. Le recomendaba la calma;
debía pensar que era él quien había buscado a Tonet. Además, a los Palomas
los miraba ella como de la familia: la habían protegido en la mala época.
Pero Cañamèl, con una testarudez de niño, repetía SUS amenazas. Con el
tío Paloma, bueno: estaba dispuesto a ir a todas partes. Pero o Tonet se
enmendaba, o rompía con él. Cada cual en su puesto; no quería partir más sus
ganancias con aquel majo que sólo sabía explotarle a él y al pobre abuelo. El
dinero le costaba mucho de ganar, Y no toleraba abusos.
La discusión entre los esposos fue tan acalorada, que Neleta lloró, y por la
noche no quiso ir a la plaza, donde se celebraba el baile.
Grandes hachones de cera, que servían en la iglesia para los entierros,
iluminaban la plaza. Dimòni tocaba con su dulzaina las antiguas contradanzas
valencianas, la cháquera vella o el baile al estilo de Torrente, y las muchachas
del Palmar danzaban ceremoniosamente, dándose la mano, cruzándose las
parejas, como damas de empolvada peluca que se hubieran disfrazado de
pescadores para bailar una pavana a la luz de las antorchas. Después venía el ú
y el dos, baile más vivo, animado por coplas, y las parejas saltaban
briosamente, promoviéndose una tempestad de gritos y relinchos cuando
alguna muchacha, al girar como una peonza, mostraba sus medias bajo la
ondeante rueda de los zagalejos.
Antes de media noche, el frío disolvió la fiesta. Las familias se retiraban a
sus barracas, pero quedaron en la plaza los jóvenes, la gente alegre y brava del
pueblo, que se pasaba los tres días de fiesta en continua embriaguez.
Presentábanse con la escopeta o el retaco al hombro, como si para divertirse en
un pueblo pequeño, donde todos se conocían, fuese preciso tener el arma al
alcance de la mano.
Organizábanse les albaes. Había que pasar la noche, según la costumbre
tradicional, corriendo el pueblo de puerta en puerta, cantando en honor de
todas las mujeres jóvenes y viejas del Palmar, y para esta tarea los cantadores
disponían de un pellejo de vino y varias botellas de aguardiente. Algunos
músicos de Catarroja, muchachos de buena voluntad, se comprometieron a
corear la dulzaina de Dimòni con sus instrumentos de metal, y la serenata de
les albaes comenzó a rodar en la noche obscura y fría, guiada por una antorcha
del baile.
Toda la juventud del Palmar, con su vieja arma al hombro, marchaba en
apretado grupo tras el dulzainero y los músicos, que agarraban sus
instrumentos con la manta, temiendo el frío contacto del metal. Sangonera
cerraba la comitiva, cargado con el pellejo de vino. Con frecuencia creía
llegado el momento de echar la carga en el suelo y preparaba el vaso para
«refrescar».
Comenzaba la copla uno de los cantores, entonando los dos primeros
versos con acompasado baqueteo del tamborcillo, y le contestaba otro
completando la redondilla. Generalmente, los dos últimos versos eran los más
maliciosos, y mientras la dulzaina y los instrumentos de metal saludaban la
terminación de la copla con un ruidoso ritornello, la gente joven prorrumpía en
gritos y agudos relinchos y hacía salva disparando al aire sus retacos.
¡El diablo que durmiera aquella noche en el Palmar! Las mujeres, desde la
cama, seguían mentalmente la marcha de la serenata, estremeciéndose con el
estrépito y el tiroteo, y adivinaban su paso de una puerta a otra por las
alusiones mortificantes con que saludaban a cada vecino.
En esta expedición, el pellejo de Sangonera no permanecía quieto mucho
tiempo. Los vasos circulaban por los grupos, aumentando el calor en medio de
la helada noche, y los ojos eran cada vez más brillantes, así como las voces se
hacían roncas.
En una esquina, dos jóvenes fueron a las manos por cuestión de quién
debía beber antes, y después de abofetearse se separaron algunos pasos,
apuntándose con las escopetas. Todos intervinieron, y a golpes les quitaron las
armas. ¡A dormir! ¡Les había hecho daño el vino: debían irse a la cama! Y los
de les albaes siguieron adelante en sus cantos y relinchos. Estos incidentes
entraban en la diversión: todos los años ocurrían.
A las tres horas de lento paseo por el pueblo, todos iban borrachos.
Dimòni, con la cabeza pesada y los ojos entrecerrados, parecía estornudar en
la dulzaina, y el instrumento gemía indeciso y vacilante como las piernas del
tañedor. Sangonera, viendo el pellejo casi vacío, quería cantar, y coreado por
un continuo «¡fòra, fòra!» entre silbidos y relinchos, improvisaba coplas
incoherentes contra los «ricos» del pueblo.
No quedaba vino, pero todos confiaban en dar fondo a la mitad de su viaje
frente a casa de Cañamèl, donde renovarían la provisión.
Cerca de la taberna, obscura y cerrada, los de les albaes encontraron a
Tonet envuelto en la manta hasta los ojos y enseñando por bajo de ella la boca
del retaco. El Cubano temía la indiscreción de aquella gente; recordaba lo que
él había hecho en noches iguales, y creía contenerlos con su presencia.
La comitiva, abrumada por la embriaguez y el cansancio, pareció recobrar
nueva vida frente a la casa de Cañamèl, como si al través de las rendijas de la
puerta llegase a todos el perfume de los toneles.
Uno cantó una canción respetuosa al señor don Paco, halagándole para que
abriese, apellidándolo «la flor de los amigos» y prometiendo las simpatías de
todos si llenaba el pellejo. Pero la casa permaneció silenciosa: no se movió
una ventana; no sonó el más leve ruido en su interior.
En la segunda copla ya le hablaban de tú al pobre Cañamèl, y la voz de los
cantores temblaba con cierta irritación que prometía una lluvia de insolencias.
Tonet mostrábase inquieto.
—¡Che…! ¡no en feu el pòrc! —decía a sus amigos con acento paternal.
¡Pero buena estaba la gente para oír consejos!
La tercera copla fue para Neleta, «la mujer más resalada del Palmar»,
compadeciéndola por estar casada con el tacaño Cañamèl, «que para nada
servía»… Y a partir de esta copla, la serenata se convirtió en un venenoso
chaparrón de escandalosas alusiones. La concurrencia se divertía. Encontraban
las coplas más gustosas aún que el vino, y reían con esa preferencia que
muestra la gente rural por divertirse a costa de los infortunios. Se enfurecían
todos, haciendo causa común, si a un pescador le quitaban un mornell que
valía unos reales, y reían como locos cuando a alguien le robaban la mujer.
Tonet temblaba de ansiedad y de cólera. En ciertos momentos deseaba huir,
presintiendo que sus amigotes irían demasiado lejos; pero le retenía el orgullo,
con la falsa esperanza de que su presencia sería un freno.
—¡Che…! ¡miréu lo que feu! —decía con un tono de sorda amenaza.
Pero los cantores se tenían por los muchachos más bien plantados del
pueblo; eran los matoncillos que habían salido a la luz mientras él rodaba por
las tierras de Ultramar. Tenían deseos de hacer ver que no les inspiraba ningún
miedo el Cubano, y reían de sus recomendaciones, inventando
apresuradamente coplas, que lanzaban como proyectiles contra la taberna.
Un muchachuelo, sobrino de la Samaruca, hizo desbordar la cólera de
Tonet. Cantó una copla sobre la asociación de Cañamèl y el Cubano, diciendo
que no sólo explotaban juntos la Sequiòta, sino que se repartían a Neleta, y
terminó afirmando que pronto tendría la tabernera la sucesión que en vano
pedía a su marido.
El Cubano se plantó de un salto en medio del corro, y a la luz de la
antorcha se le vio levantar la culata del retaco, golpeando la cara del cantor.
Como éste se rehiciera, echando mano a su escopeta, Tonet dio un salto atrás,
disparando su carabina casi sin apuntar… ¡La tormenta que se armó…!
Perdióse la bala en el espacio, pero Sangonera creyó oír su silbido junto a la
nariz, y se arrojó al suelo dando espantosos alaridos.
—¡M’ han mòrt…! ¡Asesino…!
En las casas se abrían las ventanas con estrépito, asomando sombras
blancas, algunas de las cuales avanzaban el cañón de la escopeta sobre el
alféizar.
Tonet fue desarmado en un instante, y empujado por muchos brazos,
acorralado contra la pared, se agitaba como un furioso, pugnando por sacar el
cuchillo que guardaba en la faja.
—¡Solteume! —gritaba entre espumarajos de rabia—. ¡Solteume! ¡A eixe
pillo el mate yo!
El alcalde y su ronda, que seguían de cerca a les albaes, presintiendo el
escándalo, se mezclaron entre los combatientes. El pare Miquèl, con gorra de
pelo y carabina, comenzó a repartir culatazos, con la satisfacción que le
causaba pegar impunemente ejerciendo de autoridad.
El cabo de los carabineros se llevó a Tonet hacia su barraca, amenazándole
con el máuser, y al sobrino de la Samaruca lo metieron en una casa para
lavarle la sangre del culatazo.
Sangonera dio más que hacer. Seguía revolcándose en el suelo, asegurando
entre berridos que estaba muerto. Le daban el último vino del pellejo para
animarlo, y el vagabundo, satisfecho del remedio, juraba que estaba pasado de
parte a parte y no podía levantarse; hasta que el enérgico vicario, adivinando
su marrullería, le largó dos saludables patadas, que instantáneamente le
pusieron en pie.
El alcalde ordenó que les albaes siguieran su marcha. Ya habían cantado
bastante a Cañamèl. El funcionario sentía por el tabernero ese respeto que
inspira en los pueblos el hombre rico, y quería evitarle nuevos disgustos.
Se alejó la serenata, como desmayada; en vano hacía escalas la dulzaina de
Dimòni, pues los cantores, viendo seco el pellejo, sentían obstruida su
garganta.
Fueron cerrándose las ventanas, la calle quedó solitaria, pero los últimos
curiosos, al retirarse, creyeron oír en el piso alto de la taberna rumores de
voces, choque de muebles y algo como un lejano llanto de mujer interrumpido
por las exclamaciones sordas de una voz furiosa.
Al día siguiente sólo se hablaba en el Palmar de lo ocurrido en les albaes
frente a la casa de Cañamèl.
Tonet no osaba presentarse en la taberna. Temía abordar la penosa
situación en que le había colocado la imprudencia de los amigos. Durante la
mañana vagó por la plaza de la Iglesia, sin atreverse a ir más adelante, viendo
de lejos la puerta de la taberna llena de gente. Era el último día de jolgorio y
vagancia para el pueblo. Se celebraba la fiesta del Cristo, y por la tarde la
música se embarcaría para Catarroja, dejando al Palmar sumido en su
tranquilidad de convento para todo un año.
Tonet comió en la barraca con su padre y la Borda, que, durante los tres
días de fiesta, para no dar que hablar a los vecinos, habían suspendido a
regañadientes el rudo trabajo contra las aguas. El tío Tono debía ignorar lo
ocurrido en la noche anterior. Su gesto grave, pero igual al de todos los días,
así lo revelaba. Además, había pasado el tiempo reparando los desperfectos
que el invierno causaba en su barraca, pues el rudo trabajador no podía
descansar un instante.
La Borda debía saber algo: se leía en sus ojos puros, que parecían iluminar
su fealdad; en la mirada compasiva y tierna que fijaba en Tonet,
estremeciéndose por el peligro que había arrostrado en la noche anterior. En
un momento que los dos jóvenes quedaron solos, ella se quejó con dolorosas
exclamaciones. ¡Señor! ¡Si el padre sabía lo ocurrido…! ¡Lo iba a matar a
disgustos…!
El tío Paloma no se presentó en la barraca: sin duda comía con Cañamèl.
Por la tarde, lo encontró Tonet en la plaza. Su rostro arrugado no reflejaba
ninguna impresión, pero habló a su nieto con sequedad, aconsejándole que
fuese a la taberna. El tío Paco tenía algo que decirle.
Tonet retardó algún tiempo la visita. Se entretuvo en la plaza viendo cómo
se formaba la banda para tocar por última vez lo que la gente llamaba el
«pasacalle de las anguilas». Los músicos se consideraban chasqueados si al
volver del Palmar no llevaban alguna pesca a sus familias. Todos los años,
antes de partir, recorrían el pueblo entonando el último pasodoble, mientras al
frente del bombo algunos chiquillos con espuertas iban recogiendo lo que cada
vecina quería darles; anguilas, tencas y lisas, sin contar el llobarro (la buscada
lubina) que los clavarios reservaban para el músico mayor.
La música rompió a tocar, andando con paso lento para que las pescadoras
depositasen sus ofrendas. Entonces fue cuando Tonet se decidió a entrar en
casa de Cañamèl.
—¡Buenas tardes, caballers! —gritó alegremente para darse ánimos.
Neleta, tras el mostrador, le lanzó una mirada indefinible y bajó la cabeza
para que no viese sus ojeras profundas y los párpados enrojecidos por el llanto.
Cañamèl le contestó desde el fondo del establecimiento, señalando
majestuosamente la puerta de las habitaciones interiores.
—Pasa, pasa; tenim que parlar.
Los dos hombres entraron en un estudi inmediato a la cocina, que servía
algunas veces de dormitorio a los cazadores de Valencia.
Cañamèl no dio tiempo a su socio para sentarse. Estaba lívido; sus ojillos
brillaban más hundidos que nunca entre los bullones de grasa, y su nariz corta
y redonda temblaba con un tic nervioso. El tío Paco abordó la cuestión.
«Aquello» había de acabarse: ya no podían seguir juntos el negocio ni ser
amigos. Y como Tonet intentase protestar, el gordo tabernero, que estaba en un
momento de pasajera energía, tal vez el último de su existencia, le detuvo con
un gesto. Nada de palabras: era inútil. Estaba resuelto a concluir; hasta el tío
Paloma reconocía su razón. Habían emprendido el negocio con el trato de que
él pondría el dinero y el Cubano el trabajo. Su dinero no había faltado: el
esfuerzo del socio es lo que nadie veía. El «señor» lo pasaba a lo grande,
mientras su pobre abuelo se mataba trabajando por él… ¡Y si sólo fuese esto!
Se había metido en aquella casa como si fuese de su propiedad. Parecía el amo
de la taberna. Comía y bebía de lo mejor; disponía del cajón como si no
tuviese dueño; se permitía libertades que no quería recordar; se apoderaba de
su perra, de su escopeta, y según decía ahora la gente… hasta de su mujer.
—¡Mentira… mentira! —gritó Tonet, con el ansia del culpable.
Cañamèl le miró de un modo que le hizo ponerse en guardia, con cierto
miedo. Sí; seguramente era mentira. También creía él lo mismo. Esto les valía
a Neleta y a Tonet; porque si él llegase a sospechar remotamente que pudieran
ser ciertas las porquerías que aquellos canallas habían cantado la noche
anterior, era hombre para retorcerle el pescuezo a ella y meterle un escopetazo
a él entre ceja y ceja. ¿Qué se había figurado? El tío Paco era muy bueno, pero
a pesar de su enfermedad, resultaba tan hombre como cualquiera cuando le
tocaban lo suyo.
Y el tabernero, temblando de sorda cólera, se paseaba, como el caballo
viejo y enfermo, pero de raza fuerte, que sabe encabritarse hasta el último
momento, Tonet miraba con admiración al antiguo aventurero, que, en su
enfermiza indolencia, panzudo y ablandado, encontraba aún la energía de sus
tiempos de luchador libre de escrúpulos.
En el silencio de la habitación resonaba el eco lejano de los instrumentos
de metal que recorrían el pueblo.
Cañamèl volvió a hablar, y sus palabras fueron acompañadas por la
música, cada vez más próxima.
Sí; todo era mentira. Pero él no estaba allí para ser burla de la gente.
Además, le cargaba ver a Tonet siempre en la taberna, tomándose con Neleta
aquellas familiaridades de hermano. No quería en su casa más hermanazgos
postizos: se acabó. Estaba de acuerdo con el tío Paloma. En adelante seguirían
el negocio de la Sequiòta los dos solos, y el abuelo ya se entendería con el
nieto para que cobrase su parte. Tonet nada tenía que tratar con Cañamèl. Si no
estaba conforme, podía decirlo. Él era el amo de la Sequiòta por el sorteo, pero
el tío Paco retiraría sus redes y su capital, Tonet disgustaría a su abuelo, y ¡allí
veríamos cómo se las arreglaba solo!
Tonet no protestó ni opuso resistencia. Lo que acordase su abuelo bien
hecho estaba.
La música llegó enfrente de la taberna. Se detuvo, y su armónico estrépito
hizo estremecer las paredes.
Cañamèl levantó la voz para ser oído. Una vez resuelto lo del negocio,
quedaba el hablar los dos, de hombre a hombre. Y él, con su autoridad de
marido que no quiere que se le rían y de hombre que cuando era preciso sabía
poner en la puerta a un parroquiano molesto, ordenaba a Tonet que no se
acercase más por la taberna. ¿Lo entendía bien? ¡Se acabó la amistad! Era lo
más acertado, para impedir murmuraciones y mentiras… La puerta de aquella
casa debía de ser en adelante para el Cubano tan alta… tan alta como el
Miguelete de Valencia.
Y mientras los trombones lanzaban sus rugidos a la puerta de la casa,
Cañamèl erguía su figura casi esférica sobre las puntas de los pies y elevaba el
brazo al techo para expresar la altura enorme, inconmensurable, que en
adelante había de separar al Cubano del tabernero y su mujer.

VII

Al pasar Tonet dos días fuera de la taberna, se dio cuenta de lo mucho que
amaba a Neleta.
Tal vez influía en su desesperación la pérdida del alegre bienestar que
antes gozaba, de aquella abundancia en la que se sumía como en una ola de
felicidad. Faltábale, a más de esto, el encanto de los ocultos amores adivinados
por todo el pueblo, la malsana dicha de acariciar a su amante en pleno peligro,
casi en presencia del esposo y de los parroquianos, expuesto a una sorpresa.
Arrojado de casa de Cañamèl, no sabía dónde ir. Probó a contraer
amistades en las otras tabernas del Palmar, míseras barracas sin más fortuna
que un tonelillo, donde sólo de tarde en tarde entraban los que por deudas
atrasadas no podían ir a casa de Cañamèl. Tonet huyó de estos sitios, como un
potentado que penetrase por error en un bodegón.
Pasó los días vagando por las afueras del pueblo. Cuando se cansaba, iba al
Saler, al Perelló, al puerto de Catarroja, a cualquier sitio, para matar el tiempo.
Él, tan perezoso, perchaba horas enteras en su barquito para ver a un amigo,
sin otro propósito que fumar un cigarro con él.
La situación le obligaba a vivir en la barraca de su padre, examinando con
cierta inquietud al tío Tono, que alguna vez, en la fijeza de su mirada, parecía
revelarle su conocimiento de todo lo ocurrido. Tonet cambió de conducta, a
impulsos del tedio. Para vagar de un lado a otro de la Albufera como un
animal enjaulado, mejor era prestar su ayuda al pobre padre. Y desde el día
siguiente, con la pasajera furia de los perezosos cuando se deciden al trabajo,
fue, como en otros tiempos, a arrancar barro de las acequias.
El tío Tono demostró su gratitud por este arrepentimiento desarrugando el
ceño y dirigiendo algunas palabras a su hijo.
Lo sabía todo. Las cosas ocurrían tal como él las anunciaba. Tonet no había
procedido como un Paloma, y el padre sufrió mucho oyendo lo que se decía de
él. Le hería dolorosamente ver a su hijo viviendo a costa del tabernero y
robándole además la mujer.
—¡Mentira… mentira! —contestaba el Cubano con la ansiedad del
culpable—. ¡Son calumnies…!
Mejor: el tío Tono celebraba que fuese así. Lo importante era haber salido
del peligro. Ahora a trabajar, a ser hombre honrado, a ayudar al padre en la
tarea de enterrar sus charcas. Cuando éstas se convirtiesen en campos y en el
Palmar viesen a los Palomas recoger muchos sacos de arroz, ya encontraría
Tonet una compañera. Podría escoger entre todas las muchachas de los
pueblos inmediatos. A un rico nadie le contesta negativamente.
Y Tonet, animado por las palabras de su padre, entregábase al trabajo con
verdadera rabia. La pobre Borda se fatigaba a su lado más aún que yendo con
el tío Tono. El Cubano siempre creía que trabajaba poco; era exigente y brutal
con la infeliz muchacha; la cargaba como si fuese una bestia, pero comenzaba
él por dar ejemplo de fatiga. La pobre Borda, jadeante bajo el peso de las
espuertas de tierra y el continuo manejo de la percha, sonreía alegre, y por la
noche, cuando con los huesos doloridos preparaba la cena, miraba con
agradecimiento a su Tonet, aquel hijo pródigo que tanto había hecho sufrir al
padre, y ahora, con su buena conducta, daba un aire de serenidad y confianza
al rostro del fuerte trabajador.
Pero en la voluntad del Cubano nunca soplaba el mismo viento. La
conmovían furiosas ráfagas de actividad y reaparecía después la calma de una
pereza dominadora y absoluta.
Al mes de este continuo trabajo, Tonet se cansó, como otras veces. Una
gran parte de los campos estaba ya cubierta, pero quedaban profundos hoyos,
que eran su desesperación: agujeros incegables, por los cuales parecían volver
las derrotadas aguas, royendo lentamente la tierra acumulada a costa de
inmensos trabajos. El Cubano sentía miedo y desaliento ante la magnitud de la
empresa. Acostumbrado a las abundancias de casa de Cañamèl, rebelábase
además pensando en los guisotes de la Borda, el vino escaso y flojo, la dura
torta de maíz y las sardinas mohosas, único alimento de su padre.
La tranquilidad de su abuelo le indignaba. Seguía visitando la casa de
Cañamèl, como si nada hubiese ocurrido. Allí comía y cenaba, entendiéndose
perfectamente con el tabernero, que parecía satisfecho de la actividad con que
el viejo explotaba la Sequiòta. ¡Y al nieto que lo partiera un rayo! ¡Sin decirle
una palabra cuando lo veía por las noches en la barraca, como si no existiera,
como si no fuese el verdadero dueño de la Sequiòta!
El abuelo y Cañamèl se entendían para explotar, y sufrirían un chasco. Tal
vez toda la indignación del tabernero no había tenido otro fin que quitarle de
en medio para que las ganancias fuesen mayores. Y con esa codicia rural,
feroz y sin entrañas, que no reconoce afectos ni familia en asuntos de dinero,
Tonet abordó al tío Paloma una noche en que se embarcaba para ir al redolí. Él
era el dueño de la Sequiòta, el verdadero dueño, y hacía mucho tiempo que no
veía un céntimo. Ya sabía que la pesca no era tan excelente como otros años,
pero se hacía negocio, y el abuelo y el tío Paco buenos duros se metían en la
faja. Lo sabía por los compradores de anguilas. ¡A ver…! Él quería cuentas
claras: que le diesen lo suyo, o de lo contrario se quedaría con el redolí,
buscando socios menos rapaces.
El tío Paloma, con la autoridad despótica que creía tener de derecho sobre
toda su familia, se consideró en los primeros instantes obligado a abrirle la
cabeza a su nieto con el extremo de la percha. Pero pensó en los negros que el
Cubano había muerto allí lejos, y ¡recordóns! a un hombre así no se le pega
aunque sea de la familia. Además, la amenaza de recobrar el redolí le infundía
espanto.
El tío Paloma se encastilló en la moral. Si no le daba dinero era porque
conocía su carácter, y el dinero, en manos de jóvenes, es la perdición. Se lo
bebería, iría a jugárselo con los pillos que manejaban la baraja a la sombra de
cualquier barraca del Saler; prefería guardarlo él, y así prestaba un favor a
Tonet. Al fin, cuando él muriese, ¿para quién sería lo suyo más que para el
nieto…?
Pero Tonet no se ablandaba con esperanzas. Quería lo suyo, o volvía a
apoderarse del redolí. Y tras penosos regateos, que duraron más de tres días, el
barquero se decidió una tarde a escarbar su faja, sacando con gesto doloroso
un cartucho de duros. Podía tomarlo… ¡Judío…! ¡Mal corazón…! Cuando lo
hubiese gastado en pocos días, que volviese por más. No debía tener
escrúpulos. ¡A reventar al abuelo! Ya veía claro cuál era su porvenir en plena
ancianidad: ¡trabajar como un esclavo, para que el señor se diese la gran
vida…! Y se alejó de Tonet, como si perdiese para siempre el escaso afecto
que aún sentía por él.
El Cubano, al verse con dinero, no volvió por la barraca de su padre. Quiso
entretener su ociosidad con la caza, haciendo una vida de hombre de guerra,
sacando su comida de la pólvora, y comenzó por comprar una escopeta algo
mejor que las armas venerables que se guardaban en su casa. Sangonera, que
había sido despedido de casa Cañamèl al día siguiente de la expulsión de
Tonet, rondaba en torno de éste viéndole ocioso y disgustado de la vida
laboriosa que llevaba en la barraca de su padre.
El Cubano se asoció al vagabundo. Era un buen compañero, del que podía
sacar cierto partido. Tenía una vivienda que, aunque peor que una perrera,
podía servirles de refugio.
Tonet sería el cazador y Sangonera el perro. Todo pertenecería a los dos
por igual: la comida y el vino. ¿Estaba conforme el vagabundo? Sangonera se
mostró alegre. Él también contribuiría al mantenimiento común. Tenía unas
manos de oro para sacar los mornells de los canales y apoderarse de la pesca,
volviendo otra vez las redes al agua. No era cual ciertos rateros sin escrúpulos,
que, como decían los pescadores del Palmar, no sólo robaban el alma, sino que
se llevaban el cuerpo, o sea los bolsones de malla. Tonet buscaría la carne y él
el pescado. Trato hecho.
Desde entonces, sólo de tarde en tarde vieron en el pueblo al nieto del tío
Paloma con la escopeta al hombro, silbando cómicamente a Sangonera, que
marchaba tras de sus pasos con la cabeza baja, mirando astutamente a todos
lados por si había algo aprovechable al alcance de sus zarpas.
Pasaban semanas enteras en la Dehesa, haciendo una vida de hombres
primitivos. Tonet, en medio de su tranquila existencia en el Palmar, había
pensado muchas veces con melancolía en sus años de guerra, en la libertad sin
límites y llena de peligros del guerrillero, que teniendo la muerte ante los ojos,
no ve obstáculos ni barreras, y carabina en mano, cumple sus deseos sin
reconocer otra ley que la de la necesidad.
Los hábitos contraídos en sus años de vida belicosa en plena selva los
resucitaba ahora en la Dehesa, a cuatro pasos de poblaciones donde existían
leyes y autoridad; con ramaje seco fabricábanse chozas él y su compañero en
cualquier rincón de la arboleda. Cuando tenían hambre, mataban un par de
conejos o palomas salvajes de las que revoloteaban entre los pinos; y si
necesitaban dinero para vino y cartuchos, Tonet se echaba la escopeta a la cara
y en una mañana lograba formar un racimo de piezas, que el vagabundo
vendía en el Saler o en el puerto de Catarroja, volviendo con un pellejo que
ocultaba en los matorrales.
La escopeta de Tonet sonando con insolencia por toda la Dehesa fue un
reto para los guardas, que hubieron de abandonar su tranquila vida de
solitarios.
Sangonera estaba al acecho como un perro mientras cazaba Tonet, y al ver
con su aguda mirada de vagabundo la aproximación de los enemigos, silbaba a
su compañero para ocultarse. Varias veces se encontró el nieto del tío Paloma
frente a frente con los perseguidores y sostuvo gallardamente su voluntad de
vivir en la Dehesa. Un día disparó un guarda contra él; pero momentos
después como amenazadora respuesta, oyó el silbido de una bala junto a su
cabeza. Con el antiguo guerrillero no valían indicaciones. Era un perdido que
no temía ni a Dios ni al diablo. Tiraba tan bien como su abuelo, y cuando
enviaba la bala cerca, era porque sólo quería hacer una advertencia. Para
acabar con él era preciso matarle. Los guardas, que tenían numerosa familia en
sus chozas, acabaron por transigir mudamente con el insolente cazador, y
cuando sonaba el estampido de su escopeta fingían oír mal, corriendo siempre
en dirección opuesta.
Sangonera, aporreado y despedido de todas partes, sentíase fuerte y
orgulloso bajo la protección de Tonet, y cuando entraba en el Saler miraba con
insolencia a todos, como un perrillo ladrador que cuenta con el amparo del
amo. A cambio de esta protección afinaba sus condiciones de vigilante, y si de
tarde en tarde alguna pareja de la Guardia civil venía de la huerta de Ruzafa,
Sangonera la adivinaba antes de verla, como si la husmease.
—¡Els tricornios! —decía a su compañero—. ¡Ya están ahí!
Los días en que se veían por las inmediaciones de la Dehesa correajes
amarillos y tricornios charolados, Tonet y Sangonera se refugiaban en la
Albufera. Metidos en uno de los barquitos del tío Paloma, iban de mata en
mata disparando sobre las aves, que recogía el vagabundo, habituado a
meterse en agua hasta la barba en pleno invierno.
Las noches de tempestad, obscuras y lluviosas, que esperaba el tío Paloma
como una bendición, por ser las de las grandes pescas, las pasaban Tonet y
Sangonera metidos en la barraca de éste, refugiados en un rincón, pues el agua
entraba a chorros por los desgarrones de la cubierta.
Tonet estaba a dos pasos de su padre, pero evitaba verle, temiendo su
mirada severa y triste. La Borda venía cautelosamente a cambiar la ropa de
Tonet, a prestar esos cuidados de que sólo es capaz una mujer. La pobre
muchacha, fatigada del trabajo del día, remendaba los harapos a la luz de un
farol, cerca de los dos vagabundos, sin dirigirles una palabra de reproche,
osando únicamente alguna mirada a su hermano con expresión de pena.
Cuando los dos compañeros pasaban la noche solos, hablaban, sin dejar de
beber, de sus pensamientos más íntimos. Tonet, habituado por el ejemplo de
Sangonera a una continua embriaguez, no pudo resistir el peso de su secreto, y
comunicó al camarada sus amores con Neleta.
El vagabundo intentó protestar en el primer momento. Aquello estaba mal
hecho. «No desearás la mujer de tu prójimo». Pero a continuación, llevado del
agradecimiento a Tonet, encontró excusas y justificaciones para la falta, con su
burda casuística de antiguo sacristán. La verdad era que tenían cierto derecho
para quererse. De haberse conocido después de casada Neleta, sus relaciones
resultarían un enorme pecado. Pero se trataban desde niños, habían sido
novios, y la culpa era de Cañamèl, por meterse donde nadie le llamaba,
turbando sus relaciones. Bien merecía lo ocurrido. Y recordando las veces que
el gordinflón le arrojó de la taberna, reía satisfecho de su infortunio conyugal
y se daba por vengado.
Después, cuando no quedaba vino en la bota y comenzaba a languidecer el
farolillo, Sangonera, con los ojos cerrados por la embriaguez, hablaba
desordenadamente de sus creencias.
Tonet, acostumbrado a esta charla, dormitaba sin oírle, mientras la montera
de paja de la barraca se conmovía con los empujones del vendaval, dejando
filtrar la lluvia.
Sangonera no se cansaba de hablar. ¿Por qué era desgraciado él? ¡Por qué
sufría Tonet, ensimismado y aburrido desde que no podía aproximarse a
Neleta…! Porque en el mundo todo era injusticia; porque la gente, dominada
por el dinero, se empeñaba en vivir al revés de como Dios manda.
Y aproximándose al oído de Tonet, le despertaba, hablando con voz
misteriosa de la próxima realización de sus esperanzas. Los buenos tiempos se
acercaban. «Él» estaba ya en el mundo. Lo había visto, como veía ahora a
Tonet, y le había tocado a él, pobre pecador, con su mano de una divina
frialdad. Y por décima vez relataba su encuentro misterioso en la orilla de la
Albufera. Volvía del Saler con un paquete de cartuchos para Tonet, y en el
camino que bordea el lago había sentido una profunda emoción, como si se
aproximase algo que paralizaba sus fuerzas. Las piernas se le doblaron y cayó
al suelo, deseando dormir, anularse, no despertar más.
—Era que’estabes borracho —decía Tonet al llegar a este punto.
Pero Sangonera protestaba. No, no estaba ebrio. Aquel día bebió poco. La
prueba era que permaneció despierto a pesar de que el cuerpo se negaba a
obedecerle.
Terminaba la tarde; la Albufera tenía un color morado; a lo lejos, en las
montañas, se enrojecía el cielo con oleadas de sangre, y sobre este fondo,
avanzando por el camino, vio Sangonera un hombre que se detuvo al llegar
junto a él.
El vagabundo se estremecía al recordarlo. La mirada dulce y triste, la barba
partida, la cabellera larga. ¿Cómo iba vestido? Sólo recordaba una envoltura
blanca, algo así como túnica o blusa muy larga, y a la espalda, como
abrumado por su peso, un enorme armatoste que Sangonera no podía definir.
Tal vez era el instrumento de un nuevo suplicio, con el cual se redimirían los
hombres… Se inclinó sobre él, y toda la luz del crepúsculo pareció
concentrarse en sus ojos. Tendió una mano y rozó con sus dedos la frente de
Sangonera, con un contacto frío que le estremeció desde la raíz del cabello
hasta los talones. Murmuró con voz dulce unas palabras armoniosas y
extrañas, que el vagabundo no pudo comprender, y se alejó sonriendo,
mientras él, a impulsos de la emoción, caía en un profundo sueño, para
despertar horas después en la obscuridad de la noche.
No le había visto más, pero era Él, estaba seguro. Volvía al mundo para
salvar su obra, comprometida por los hombres; iba otra vez en busca de los
pobres, de los sencillos, de los míseros pescadores de las lagunas. Sangonera
debía ser uno de los elegidos: por algo le había tocado con su mano. Y el
vagabundo anunciaba con el fervor de la fe el propósito de abandonar a su
compañero apenas se presentase de nuevo el dulce aparecido.
Pero Tonet protestaba con mal humor viendo interrumpido su sueño, y le
amenazaba con voz fosca. ¿Quería callar? Le había dicho muchas veces que
aquello no era más que un sueño de borracho. De estar «claro» y «en seco»,
que es como debía cumplir sus encargos, hubiese visto que el hombre
misterioso era cierto italiano vagabundo que pasó dos días en el Palmar
afilando cuchillos y tijeras, y llevaba a la espalda la rueda de su oficio.
Enmudecía Sangonera por miedo a la mano de su protector, pero su fe se
escandalizaba, rebelándose en silencio contra las vulgares explicaciones de
Tonet… ¡Volvería a verle! Tenía la certeza de oír de nuevo su lenguaje dulce y
extraño, de sentir en su frente la mano helada, de ver su sonrisa suave.
Únicamente le entristecía la posibilidad de que el encuentro se repitiera al
terminar la tarde, cuando él hubiese apagado muchas veces su sed y viera
paralizadas las piernas.
Así pasaban el invierno los dos compañeros: Sangonera acariciando las
más extravagantes esperanzas; Tonet pensando en Neleta, a la que no veía
nunca, pues el joven, en sus raros viajes al Palmar, se detenía en la plaza de la
Iglesia, no osando aproximarse a la casa de Cañamèl.
Esta ausencia, prolongándose meses y meses, hacía crecer en su memoria
el recuerdo de la pasada felicidad, agrandándola con engañosa desproporción.
La imagen de Neleta llenaba sus ojos. La veía en la selva, donde se perdieron
de niños; en el lago, donde se entregaron rodeados del dulce misterio de la
noche. No podía moverse en el círculo de agua y fango donde se desarrollaba
su vida, sin tropezar con algo que se la recordase. Aguijoneado por la
abstinencia y enrudecido por el vigor de su vida errante, dormía Tonet muchas
noches con sueño agitado, y Sangonera le oía llamar a Neleta con el rugido del
macho inquieto.
Un día, Tonet, arrastrado por esta pasión que le enloquecía, sintió la
necesidad de verla. Cañamèl, cada vez más enfermo, había ido a la ciudad. El
Cubano entró resueltamente en la taberna a mediodía, cuando todos los
parroquianos estaban en sus casas y podía encontrar a Neleta sola tras el
mostrador.
La tabernera, al verle en la puerta, dio un grito, como si se presentara un
resucitado. Un relámpago de alegría pasó por sus ojos; pero inmediatamente se
entenebrecieron, como si la razón reapareciese en ella y bajó la cabeza con
gesto huraño e inabordable.
—¡Vesten, vesten…! —murmuró—. ¿Es que vòls pèdrem?
¡Perderla él…! Y esta suposición le causó tal pena, que no osó protestar.
Instintivamente retrocedió, y por pronto que quiso arrepentirse de su debilidad,
ya estaba en la plaza, lejos de la taberna.
No intentó volver. Cuando pensaba ir a ella, a impulsos de su contenida
pasión, bastaba el recuerdo de aquel gesto para que inmediatamente le
dominara una gran frialdad. Todo estaba acabado entre los dos. Cañamèl, de
quien se burlaba en otro tiempo, era un obstáculo insuperable.
El odio que sentía hacia el marido le hacía ir en busca de su abuelo,
creyendo que cuanto realizara contra éste era en perjuicio del esposo de
Neleta. ¡Dinero! ¡Quería dinero! ¡Se enriquecían con la Sequiòta, y a él, que
era el amo, lo olvidaban! Estas demandas producían entre abuelo y nieto y
discusiones y enfados, que milagrosamente no acababan a golpes en la orilla
del canal. Los barqueros viejos se asombraban ante la paciencia que mostraba
el tío Paloma para convencer a su nieto. El año era malo; la Sequiòta no daba
el resultado que esperaban; además, Cañamèl estaba enfermo y se mostraba
intratable. El mismo tío Paloma deseaba en ciertos momentos que acabase el
año y viniera nuevo sorteo, para enviar al diablo un negocio que tantos
disgustos le proporcionaba. Su antiguo sistema era el bueno: que cada uno
pescase para él; ¡compañías, ni con la mujer…!
Cuando Tonet conseguía arrancar algunos duros a su abuelo, silbaba
alegremente a Sangonera, y de taberna en taberna iban hasta Valencia, pasando
varios días de crápula en los bodegones de los arrabales, hasta que la ligereza
de los bolsillos les obligaba a volver a la Albufera.
En las conversaciones con su abuelo se había enterado de la enfermedad de
Cañamèl. En el Palmar no se hablaba de otra cosa, por ser el tabernero la
primera persona del pueblo, ya que casi todos, en los momentos de apuro,
solicitaban sus favores. Cañamèl se agravaba en sus dolencias: no era
aprensión, como todos creían al principio. Su salud estaba quebrantada; pero
al verle cada vez más grueso, más hinchado, desbordando grasa, la gente
declaraba con gravedad que iba a morir de exceso de salud y buena vida.
Cada vez se quejaba más, sin poder precisar dónde estaba su mal. El reúma
traidor, producto de aquella tierra pantanosa, ayudado por una vida de
inmovilidad, se paseaba por su corpachón, jugando al escondite, perseguido
por las cataplasmas y los remedios caseros, que nunca podían alcanzarle en su
loca carrera. El tabernero se quejaba por la mañana de la cabeza y a la tarde
del vientre o de la hinchazón de las extremidades. Las noches eran terribles, y
más de una vez saltaba del lecho y abría la ventana en pleno invierno,
afirmando que se ahogaba en la habitación, no encontrando en ella aire para
sus pulmones.
Hubo un momento en que creyó haber desenmascarado su enfermedad. ¡Ya
la tenía! ¡Y conocía el nombre de la pícara! Cuando comía mucho, era mayor
la dificultad en la respiración y sentía violentas náuseas. Su enfermedad estaba
en el estómago. Y comenzó a medicinarse, reconociendo que el tío Paloma era
un sabio. Lo que él tenía era exceso de comodidades, como decía el barquero;
la enfermedad de comer demasiado y beber bien. La abundancia era su
enemigo.
La Samaruca, su terrible cuñada, se había aproximado a él desde que
expulsó a Tonet de la taberna. Al fin, como afirmaba ella con fiereza de arpía,
su cuñado había tenido vergüenza una vez.
Salía a su encuentro cuando Cañamèl paseaba por el pueblo, le llamaba
fuera de la taberna —pues no se atrevía a presentarse ante Neleta dentro de su
casa, segura de que la pondría en la puerta—, y en estas entrevistas se enteraba
con exagerado interés de la salud del cuñado, lamentando sus locuras. Debía
haber permanecido solo después de la pérdida de «la difunta». Había querido
hacer el chaval casándose con una muchacha, y todo lo tenía: disgustos y falta
de salud. Aquella imprudencia le salía al exterior, y gracias que no le costase
la vida.
Cuando Cañamèl le habló de la enfermedad del estómago, la maliciosa
comadre fijó en él una mirada de asombro, como si por su pensamiento pasase
una idea que a ella misma la asustaba. ¿Era realmente en el estómago donde
tenía el mal…? ¿No le habrían dado algo, para acabar con él? Y el tabernero,
en los malignos ojos de la mala vieja vio una sospecha tan clara, tan odiosa
contra Neleta, que se enfureció, faltando poco para que la pegase. ¡Arre allá,
mala bestia! Ya lo decía la pobre difunta, que temía a su hermana más que al
demonio. Y volvió la espalda a la Samaruca, proponiéndose no verla más.
¡Sospechar tales horrores de Neleta…! Nunca se había mostrado su mujer
tan buena y solícita con él. Si algo de rencor quedaba en el tío Paco de la
época en que Tonet se hacía dueño de la taberna con el apoyo silencioso de su
mujer, había desaparecido ante la conducta de Neleta, que olvidaba todos los
asuntos del establecimiento para pensar sólo en su marido.
Dudaba ella del saber de aquel médico casi ambulante —triste jornalero de
la ciencia que llegaba dos veces por semana al Palmar, aconsejando la quinina
a todo pasto, como si no conociera otro medicamento—, y arrollando la
creciente pereza de su marido, le vestía como un pequeño, colocándole cada
prenda entre quejidos y protestas de reumático, y lo llevaba a Valencia para
que le examinasen los médicos de fama. Ella hablaba por él, aconsejándole
como una madre para que hiciese todo cuanto le mandaban aquellos señores.
La respuesta era siempre la misma. No tenía más que un reúma, pero un
reúma fuerte, que no se localizaba en parte alguna, que dominaba todo el
organismo, como resultado de su juventud agitada de vagabundo y de la vida
perezosa y sedentaria que llevaba ahora. Debía agitarse, trabajar, hacer mucho
ejercicio y, sobre todo, privarse de excesos. Nada de beber, pues se adivinaba
en él la profesión de tabernero aficionado a trincar con los parroquianos. Nada
de otros abusos. Y los médicos bajaban la voz, completando con guiños
significativos sus recomendaciones, que no osaban formular claramente en
presencia de una mujer.
Volvían a la Albufera animados por repentina energía después de oír a los
médicos. Él estaba dispuesto a todo: quería agitarse, para echar lejos aquella
grasa que envolvía su cuerpo, abrumando sus pulmones; iría a los baños que le
recomendaban; obedecería a Neleta, que sabía más que él y asombraba con su
desparpajo a aquellos señores tan graves. Pero apenas entraba en la taberna,
toda su voluntad se desplomaba; se sentía agarrado por la voluptuosidad de la
inercia no atreviéndose a mover un brazo más que a costa de quejidos y
supremos esfuerzos. Pasaba los días junto a la chimenea, mirando el fuego con
la cabeza vacía, bebiendo copas a instancias de los amigos. ¡Por una más no
iba a morir! Y si Neleta le miraba severamente, riñéndole como a un niño, el
hombretón se excusaba con humildad. Él no podía despreciar a los
parroquianos; había que atenderlos; el negocio era antes que la salud.
En este desaliento, con la voluntad muerta y el cuerpo agarrotado por el
dolor, su instinto carnal parecía crecer, aguzándose de tal modo, que le
atormentaba a todas horas con pinchazos de fuego. Experimentaba cierto
alivio buscando a Neleta. Era un latigazo que conmovía su ser y tras el cual los
nervios parecían calmarse. Ella le reñía. ¡Se estaba matando! ¡Debía recordar
los consejos de los médicos! Pero el tío Paco excusábase lo mismo que al
beber una copa. ¡Por una vez más no iba a morir! Y ella cedía con resignación,
brillando en sus ojos de gata una chispa de maligno misterio, como si en el
fondo de su ser sintiera un goce extraño por este amor de enfermo que
aceleraba el fin de una vida.
Cañamèl gemía, dominado por el carnal instinto. Era su única diversión, su
constante pensamiento en medio de la dolorosa inmovilidad del reúma. Por la
noche se ahogaba al tenderse en el lecho; tenía que esperar el amanecer
sentado en un sillón de cuerda junto a la ventana, con doloroso resuello de
asmático. De día sentíase mejor, y cuando se cansaba de tostar sus piernas ante
el fuego, entrábase con paso vacilante en las habitaciones interiores.
—¡Neleta…! ¡Neleta! —gritaba con voz ansiosa, en la que su mujer
adivinaba una súplica.
Y Neleta iba allá con gesto resignado, abandonando el mostrador a su tía,
permaneciendo oculta más de una hora, mientras sonreían los parroquianos,
enterados de todo por su vida casi en común con los taberneros.
El tío Paloma, que así como se aproximaba el término de la explotación del
redolí era menos respetuoso con su consocio, decía que Cañamèl y su mujer se
perseguían en la taberna como los perros en plena calle.
La Samaruca afirmaba que estaban asesinando a su cuñado. La tal Neleta
era una criminal y su tía una bruja. Entre las dos habían dado algo al tío Paco
que le trastornaba el juicio: tal vez los «polvos seguidores» que sabían fabricar
ciertas mujeres para vencer el desvío de los hombres. Así andaba el pobre,
rabioso tras ella, sin apagar nunca su sed, perdiendo cada día un nuevo jirón de
salud. ¡Y no había justicia en la tierra para castigar este crimen…!
El estado del tío Paco justificaba las murmuraciones. Los parroquianos le
veían inmóvil junto al hogar, aun en pleno verano, buscando el fuego en el que
hervían las paellas. Las moscas revoloteaban junto a su cara, sin que mostrase
voluntad para espantarlas. En los días de sol se envolvía en la manta, gimiendo
como un niño, quejándose del frío que le producían los dolores. Sus labios
tomaban un color azulado; las mejillas, fláccidas y abultadas, tenían la palidez
amarillenta de la cera, y los ojos saltones estaban rodeados de una aureola
negra, en la que parecían hundirse. Era un fantasma enorme, grasiento y
temblón que entristecía con su presencia a los parroquianos. El tío Paloma,
que había terminado con Cañamèl el negocio del redolí, no iba por la taberna.
Aseguraba que el vino le parecía menos gustoso mirando aquel fardo de
dolores y gemidos. Como el viejo tenía ahora dinero, frecuentaba una
tabernilla adonde le habían seguido sus amigos, y la concurrencia de casa
Cañamèl sufrió gran disminución.
Neleta aconsejaba a su marido que fuese a los baños que recomendaban los
médicos. Su tía le acompañaría.
—Més avant —respondía el enfermo—. Después… después.
Y seguía inmóvil en la silleta de esparto, sin voluntad para separarse de la
mujer y de aquel rincón, al que parecía agarrada su existencia.
Los tobillos comenzaron a hinchársele, tomando monstruosas dimensiones.
Neleta esperaba esto. Era la hinchazón de los… maleolos (eso es, recordaba
bien el nombre) que le había anunciado un médico en su último viaje a
Valencia.
Esta manifestación de la enfermedad sacó a Cañamèl de su sopor. Ya sabía
él lo que era aquello: la humedad maldita del Palmar que se le metía por los
pies al permanecer quieto. Y obedeció a Neleta, que le ordenaba trasladarse a
otro terreno. En Ruzafa tenían, como todos los ricos del Palmar, su casita
alquilada para casos de enfermedad. Allí podría valerse de los médicos y las
farmacias de Valencia. Cañamèl emprendió el viaje, acompañado de la tía de
su mujer, y estuvo ausente unos quince días. Pero apenas la hinchazón
decreció un poco, el tío Paco quiso volver, afirmando que ya estaba bueno. No
podía vivir sin su Neleta. En Ruzafa sentía el frío de la muerte cuando, al
llamar a su esposa, se presentaba la tía, con su cara arrugada y hocicuda de
anguila vieja.
Volvió a reanudar los antiguos hábitos, sonando en la taberna el débil
quejido de Cañamèl como un continuo lamento.
A principios del otoño tuvo que volver a Ruzafa en peor estado. La
hinchazón comenzaba a extenderse por sus piernas enormes, desfiguradas por
el reúma, verdaderas patas de elefante, que arrastraba con dificultad,
apoyándose en el más cercano y lanzando un quejido al colocar el pie en el
suelo.
Neleta acompañó a su marido hasta la barca-correo. La tía había ido
delante, por la mañana, en el «carro de las anguilas», para preparar la casita de
Ruzafa.
Por la noche, al acostarse, después de cerrada la taberna, Neleta creyó oír
por el lado que daba al canal un silbido tenue que conocía desde niña.
Entreabrió una ventana para mirar. ¡Él estaba allí! Paseaba como un perro
triste, con la vaga esperanza de que le abrieran. Neleta cerró, volviéndose a la
cama. Resultaba una locura el propósito de Tonet. No era tonta para
comprometer su porvenir en un rapto de apasionamiento juvenil. Como decía
su enemiga la Samaruca, ella sabía más que una vieja.
Halagada, sin embargo, por el apasionamiento de Tonet, que corría a ella
tan pronto como la consideraba sola, la tabernera se durmió pensando en su
amante. Había que dejar correr el tiempo. Tal vez, cuando menos lo esperasen,
retoñaría la antigua felicidad.
La vida de Tonet había sufrido un nuevo cambio. Volvía a ser bueno, a
vivir con su padre, a trabajar en los campos, que estaban casi cubiertos de
tierra gracias a la tenacidad del tío Tono.
Los desmanes del Cubano en la Dehesa habían terminado. La Guardia civil
de la huerta de Ruzafa visitaba con frecuencia la selva. Aquellos soldados
bigotudos, de cara inquisitorial, hacían llegar hasta él su resolución de
contestar con una bala de máuser el primer escopetazo que disparase entre los
pinos. El Cubano aprovechó la advertencia. Las gentes del correaje amarillo
no eran como los guardas de la Dehesa; podían dejarlo tendido al pie de un
árbol y después pagaban con un pedazo de papel dando cuenta del hecho.
Licenció a Sangonera, y otra vez volvió el vagabundo a su vida errante,
coronándose de flores de los ribazos cuando estaba ebrio y buscando por el
lago la mística aparición que tanto le había impresionado.
Tonet, por su parte, colgó la escopeta en la barraca de su padre y juró ante
éste un arrepentimiento eterno. Quería que le tuvieran por hombre grave. Sería
para el tío Tono respetuoso y bueno, como éste lo había sido con el abuelo.
Acababan para siempre las calaveradas. El padre, enternecido, abrazó a Tonet,
lo que no había hecho desde que volvió de Cuba, y juntos se entregaron al
enterramiento de los campos con el ardor del que ve su obra próxima a
terminar.
La tristeza daba nuevas fuerzas a Tonet, endureciendo su voluntad.
Impulsado por la pasión, que le roía las entrañas, había rondado varias noches
en torno de la taberna, sabiendo que Neleta estaba sola. Había visto
entreabrirse levemente las hojas de una ventana y volver a cerrarse. Sin duda
le había reconocido, y a pesar de esto, permanecía muda, inabordable. Nada
debía esperar. Sólo le quedaba el cariño de los suyos. Y cada vez se unía más
al tío Tono y la Borda, participando de sus ilusiones y sus penas, compartiendo
con ellos la miseria y admirándoles con la sencillez de sus costumbres, pues
apenas bebía y pasaba las veladas relatando al padre sus aventuras de
guerrillero. La Borda mostrábase radiante de felicidad, y cuando hablaba con
alguna vecina, era para elogiar a su hermano. ¡El pobre Tonet! ¡Cuán bueno
era! ¡Cómo alegraba al padre cuando quería…!
Neleta abandonó repentinamente la taberna para ir a Ruzafa. Tan grande
fue su prisa, que no quiso esperar la barca-correo, y llamó al tío Paloma para
que en su barquito la condujese al Saler, al puerto de Catarroja, a cualquier
punto de tierra firme desde donde pudiera dirigirse a Ruzafa.
Cañamèl estaba muy grave: agonizaba. Para Neleta no era esto lo más
importante. Su tía había llegado por la mañana con noticias que la dejaron
inmóvil de sorpresa tras el mostrador. La Samaruca estaba en Ruzafa hacía
cuatro días. Se había metido en la casa como parienta, y la pobre tía no osaba
protestar. Además llevaba con ella a un sobrino, al que quería como un hijo, y
que vivía con ella: el mismo a quien Tonet había pegado la noche de les
albaes. Al principio la enfermera calló, con su bondad de mujer sencilla: eran
parientes de Cañamèl y no tenía tan mal corazón que fuese a privar al enfermo
de estas visitas. Pero después oyó algunas de las conversaciones de Cañamèl y
su cuñada. Aquella bruja se esforzaba por convencerle de que nadie le quería
como ella y el sobrino. Hablaba de Neleta, asegurando que, tan pronto como él
emprendió el viaje, el nieto del tío Paloma entraba en su casa todas las noches.
Además… —aquí vacilaba de miedo la vieja— el día anterior se presentaron
en la casa dos señores conducidos por la Samaruca y su sobrino: uno que
preguntaba a Cañamèl con voz queda y otro que escribía. Debía ser cosa de
testamento.
Ante esta noticia, Neleta se mostró tal como era. Su vocecita mimosa, de
dulzonas inflexiones, se tornó ronca; brillaron como si fuesen de talco las
claras gotas de sus ojos, y por su piel blanca corrió una oleada de verdosa
palidez.
—¡Recordóns! —gritó, como un barquero de los que concurrían a la
taberna.
¿Y para esto se había casado ella con Cañamèl? ¿Para esto aguantaba una
enfermedad interminable, esforzándose por aparecer dulce y cariñosa? Vibraba
en pie dentro de ella, con toda su inmensa fuerza, el egoísmo de la muchacha
rústica que coloca el interés por encima del amor.
En el primer impulso quiso golpear a su tía, que le comunicaba tales
noticias a última hora, cuando tal vez no había remedio. Pero la explosión de
cólera le haría perder tiempo, y prefirió correr a la barca del tío Paloma, con
tanta prisa, que ella misma empuñó una percha para salir cuanto antes del
canal y tender la vela.
A media tarde entró como un huracán en la casita de Ruzafa. Al verla, la
Samaruca, palideció, e instintivamente fue de espaldas a la puerta; pero apenas
intentó retirarse, la alcanzó una bofetada de Neleta, y las dos mujeres se
agarraron del pelo mudamente, con sorda rabia, revolviéndose, yendo de un
lado a otro, chocando contra las paredes, haciendo rodar los muebles, con las
manos crispadas hundidas en el moño, como dos vacas uncidas que se
pelearan con las cabezas juntas sin poder separarse.
La Samaruca era fuerte e inspiraba cierto miedo a las comadres del Palmar,
pero Neleta, con su sonrisita dulce y su voz melosa, ocultaba una vivacidad de
víbora, y mordía a su enemiga en la cara con un furor que la hacía tragarse la
sangre.
—¿Qu’es aixó? —gemía en una habitación inmediata la voz de Cañamèl,
asustado por el estruendo—. ¿Qué pasa…?
El médico que estaba con él salió del dormitorio, y ayudado por el sobrino
de la Samaruca, pudo separar a las dos mujeres, después de grandes esfuerzos
y de recibir no pocos arañazos. En la puerta se agolpaban los vecinos.
Admiraban el ciego ensañamiento con que riñen las mujeres, y alababan el
coraje de la rubia pequeñita, que lloraba por no poder «desahogarse» más.
La cuñada de Cañamèl huyó, seguida de su sobrino; cerróse la puerta de la
casa, y Neleta, con los pelos en desorden y la blanca tez enrojecida por los
arañazos, entró en el cuarto del marido después de limpiarse la sangre ajena
que manchaba sus dientes.
Cañamèl era una ruina. Las piernas hinchadas, monstruosas, el edema,
según decía el médico, se extendía ya por el vientre, y la boca tenía la lividez
azul de los cadáveres.
Parecía aún más enorme sentado en un sillón de cuerda, con la cabeza
hundida entre los hombros, sumido en un sopor de apoplético, del que sólo
lograba salir a costa de grandes esfuerzos. No preguntó la causa del estruendo,
como si la hubiese olvidado instantáneamente, y sólo al ver a su mujer hizo un
torpe gesto de alegría y murmuró:
—Estic molt mal… molt mal.
No podía moverse. Tan pronto como intentaba acostarse se ahogaba, y
había que correr a levantarlo, como si hubiese llegado su última hora.
—Neleta hizo sus preparativos para quedarse allí. La Samaruca no se
burlaría más. No soltaba a su marido hasta llevárselo bueno al pueblo.
Pero ella misma hacía un gesto de incredulidad ante la esperanza de que
Cañamèl pudiera volver a la Albufera. Los médicos no ocultaban su triste
opinión. Se moría de un reumatismo cardíaco, de asistolia. Era enfermedad sin
remedio; el corazón quedaría falto de contracción en el momento menos
esperado, y acabaría la vida.
Neleta no abandonaba a su marido. Aquellos señores que habían escrito
papeles cerca de él no se apartaban de su pensamiento. La enfurecía el
amodorramiento de Cañamèl, quería saber qué es lo que había dictado bajo la
maldita inspiración de la Samaruca, y le sacudía para hacerle salir de su sopor.
Pero el tío Paco, al reanimarse un momento, contestaba siempre lo mismo.
Todo lo había dispuesto bien. Sí ella era buena, si le quería como tantas veces
se lo había jurado, nada debía temer.
A los dos días murió Cañamèl en su sillón de esparto, asfixiado por el
asma, hinchado, con las piernas lívidas.
Neleta apenas lloró. Otra cosa la preocupaba. Cuando el cadáver hubo
salido para el cementerio y ella se vio libre de los consuelos que le prodigaban
las gentes de Ruzafa, sólo pensó en buscar al notario que había redactado el
testamento y enterarse de la voluntad de su esposo.
No tardó en lograr su deseo. Cañamèl había sabido hacer bien las cosas,
como afirmaba en sus últimos momentos.
Declaraba su heredera a Neleta, sin mandas ni legados. Pero ordenaba que
si ella volvía a casarse o demostraba con su conducta sostener relaciones
amorosas con algún hombre, la parte de su fortuna de que podía disponer
pasase a su cuñada y a todos los parientes de la primera esposa.

VIII

Nadie supo cómo volvió Tonet a la taberna del difunto Cañamèl.


Los parroquianos le vieron una mañana sentado ante una mesilla, jugando
al truque con Sangonera y otros desocupados del pueblo, y nadie lo extrañó.
Era natural que Tonet frecuentase un establecimiento del que era Neleta la
única dueña.
Volvió el Cubano a pasar allí su vida, abandonando de nuevo al padre, que
había creído en una total conversión. Pero ahora ya no se reproducía entre él y
la tabernera aquella confianza que escandalizaba al Palmar con sus alardes de
fraternidad sospechosa. Neleta, vestida de luto, estaba tras el mostrador,
embellecida por cierto aire de autoridad. Parecía más grande al verse rica y
libre. Bromeaba menos con los parroquianos; mostrábase de una virtud arisca;
acogía con torvo ceño y apretando los labios las bromas a que estaban
habituados los concurrentes, y bastaba que algún bebedor rozase al tomar el
vaso sus brazos arremangados, para que Neleta sacase las uñas, amenazando
con plantarlo en la puerta.
La concurrencia aumentaba desde que había desaparecido el doliente e
hinchado espectro de Cañamèl. El vino servido por la viuda parecía mejor, y
las tabernillas del Palmar volvían a despoblarse.
Tonet no osaba fijar sus ojos en Neleta, como temiendo los comentarios de
la gente. ¡Ya hablaba bastante la Samaruca viéndole otra vez en la taberna!
Jugaba, bebía, se sentaba en un rincón, como lo hacía Cañamèl en otros
tiempos, y parecía dominado a distancia por aquella mujer que a todos miraba
menos a él.
El tío Paloma comprendía con su habitual astucia la situación del nieto.
Estaba siempre allí por no disgustar a la viuda, que deseaba tenerle bajo su
vista, ejercer sobre él una autoridad sin límites. Tonet «montaba la guardia»,
como decía el viejo, y aunque de vez en cuando sentía deseos de salir a los
carrizales a disparar unos cuantos escopetazos, callaba y permanecía quieto,
temiendo sin duda las recriminaciones de Neleta cuando se viesen a solas.
Mucho había sufrido ella en los últimos tiempos aguantando las exigencias
del dolorido Cañamèl, y ahora que era rica y libre se resarcía, haciendo pesar
su autoridad sobre Tonet.
El pobre muchacho, asombrado de la prontitud con que la muerte arreglaba
las cosas, dudaba aún de su buena fortuna al verse en casa de Cañamèl, sin
miedo a que apareciese el irritado tabernero. Contemplando aquella
abundancia, de la que Neleta era única dueña, obedecía todas las exigencias de
la viuda.
Ella le vigilaba con duro cariño, semejante a la severidad de una madre.
—No begues més —decía a Tonet, que, incitado por Sangonera, se atrevía
a pedir nuevos vasos en el mostrador.
El nieto del tío Paloma, obediente como un niño, se negaba a beber y
permanecía inmóvil en su asiento, respetado por todos, pues nadie ignoraba
sus relaciones con la dueña de la casa.
Los parroquianos que habían presenciado su intimidad en tiempos de
Cañamèl, encontraban lógico que los dos se entendiesen. ¿No habían sido
novios? ¿No se habían querido, hasta el punto de excitar los celos del
cachazudo tío Paco…? Se casarían ahora, tan pronto como pasasen los meses
de espera que la ley exige a la viuda, y el Cubano daríase aires de legítimo
dueño tras aquel mostrador que ya había asaltado como amante.
Los únicos que no aceptaban esta solución eran la Samaruca y sus
parientes. Neleta no se casaría: estaban seguros de ello. Era demasiado mala
aquella mujercita de melosa lengua para hacer las cosas como Dios manda.
Antes que realizar el sacrificio de ceder a los parientes de la primera esposa lo
que era muy suyo, preferiría vivir enredada con el Cubano. Para ella nada
tenía esto de nuevo. ¡Cosas más grandes había visto el pobre Cañamèl antes de
morir…!
Espoleados por el testamento que les ofrecía la posibilidad de ser ricos y
por la convicción de que Neleta no había de allanarles el camino casándose, la
Samaruca y los suyos ejercían un minucioso espionaje en torno de los
amantes.
Por las noches, a altas horas, cuando se cerraba la taberna, la feroz
mujerona, arrebujada en su mantón, espiaba la salida de los parroquianos,
buscando entre ellos a Tonet.
Veía a Sangonera que se retiraba a su barraca con paso inseguro. Los
compañeros le perseguían con sus burlas, preguntándole si había vuelto a
encontrar al afilador italiano. Él, en medio de su embriaguez, se serenaba…
¡Pecadores! ¡Parecía imposible que siendo cristianos se burlasen de aquel
encuentro…! Ya vendría el que todo lo puede, y su castigo sería no
reconocerlo, no seguirlo, privándose de la felicidad reservada a los escogidos.
Algunas veces, al quedarse solo Sangonera ante su barraca, lo abordaba la
Samaruca, surgiendo de la obscuridad como una bruja. ¿Dónde estaba
Tonet…? Pero el vagabundo sonreía maliciosamente, adivinando las
intenciones de la mujerona. ¡Preguntitas a él! Y extendiendo sus manos con un
gesto vago, como si quisiera abarcar toda la Albufera, contestaba:
—¿Tonet…? Per lo mon; per lo mon.
La Samaruca era infatigable en sus averiguaciones. Antes de romper el día
ya estaba frente a la barraca de los Palomas, y al abrir la puerta la Borda
entablaba conversación con ella, mientras lanzaba vivas miradas al interior de
la vivienda para ver si Tonet estaba dentro.
La implacable enemiga de Neleta adquirió la convicción de que el joven se
quedaba por las noches en la taberna. ¡Qué escándalo! ¡Cuándo sólo hacía
unos meses que había muerto Cañamèl! Pero lo que más le irritaba de esta
audacia amorosa era que el testamento del tabernero quedase sin cumplir y la
mitad de sus bienes siguiera en poder de la viuda, en vez de pasar a los
parientes de la primera mujer. La Samaruca hizo viajes a Valencia: se enteró
de personas que conocían las leyes por las puntas de las uñas, y pasó el tiempo
en continua agitación, acechando noches enteras por los alrededores de la
taberna acompañada de parientes que habían de servirla de testigos. Esperaba
que Tonet saliese de la casa antes del amanecer, para probar de este modo sus
relaciones con la viuda. Pero las puertas de la taberna no se abrían en toda la
noche: la casa permanecía obscura y silenciosa, como si todos durmiesen en su
interior el sueño de la virtud. Por la mañana, cuando la taberna se abría, Neleta
mostrábase tras el mostrador tranquila, sonriente, fresca, mirando a todos
frente a frente, como la que nada tiene que reprocharse; y mucho tiempo
después, Tonet aparecía como por arte de encantamiento, sin que los
parroquianos supiesen ciertamente si había entrado por la puerta que daba a la
calle o la del canal.
Era difícil pillar en falta a aquella pareja. La Samaruca se desesperaba,
reconociendo la astucia de Neleta. Para evitar confidencias había despedido a
la criada de la taberna, reemplazándola con su tía, aquella vieja sin voluntad,
resignada a todo, que sentía cierto respeto no exento de miedo ante el genio
violento de la sobrina y las riquezas de su viudez.
El vicario don Miguel, enterado de los sordos trabajos de la Samaruca,
agarró más de una vez a Tonet, sermoneándole para que evitase el escándalo.
Debían casarse: cualquier día podían sorprenderles los del testamento, y se
hablaría del hecho en toda la Albufera. Aunque Neleta perdiese una parte de
su herencia, ¿no era mejor vivir como Dios manda, sin tapujos ni mentiras? El
Cubano movía los hombros. Él deseaba el matrimonio, pero ella debía
resolver. Neleta era la única mujer del Palmar que, con su acostumbrada
dulzura, hacía frente al rudo vicario; por esto se indignaba al oír sus
reprimendas. ¡Todo eran mentiras! Ella vivía sin faltar a nadie. No necesitaba
hombres. Precisaba un criado en la taberna, y tenía a Tonet, que era su
compañero de la niñez… ¿Es que no podía escoger, en una casa como la suya,
llena de «intereses», al que le mereciese más confianza? Ya sabía ella que todo
eran calumnias de la Samaruca para que la regalase los campos de arroz de «su
difunto»: la mitad de una fortuna a cuya creación había contribuido como
esposa honrada y laboriosa. Pero ¡estaba fresca aquella bruja si esperaba la
herencia! ¡Primero se secaría la Albufera!
La avaricia de la mujer rural se revelaba en Neleta con una fogosidad
capaz de los mayores arrebatos. Despertábase en ella el instinto de varias
generaciones de pescadores miserables roídos por la miseria, que admiraban
con envidia la riqueza de los que poseen campos y venden el vino a los pobres,
apoderándose lentamente del dinero. Recordaba su niñez hambrienta, los días
de abandono, en los que se colocaba humildemente en la puerta de los
Palomas esperando que la madre de Tonet se apiadase de ella; los esfuerzos
que tuvo que hacer para conquistar a su marido y sufrirle durante su
enfermedad; y ahora que se veía la más rica del Palmar, ¿tendría por ciertos
escrúpulos que repartir su fortuna con gentes que siempre la habían hecho
daño? Sentíase capaz de un crimen, antes que entregar un alfiler a los
enemigos. La posibilidad de que pudiese ser de la Samaruca una parte de las
tierras de arroz que ella cuidaba con tanta pasión le hacía ver rojo de cólera, y
sus manos se crispaban con la misma furia que en Ruzafa le hizo arrojarse
sobre su enemiga.
La posesión de la riqueza la transformaba. Mucho quería a Tonet; pero
entre éste y sus bienes, no dudaba en sacrificar al amante. Si abandonaba a
Tonet, volvería más o menos pronto, pues su vida estaba encadenada para
siempre a ella; pero si soltaba la más pequeña parte de su herencia, ya no la
vería nunca.
Por esto acogió con indignación las tímidas proposiciones que le hizo por
la noche Tonet en el silencio del piso alto de la taberna.
Al Cubano le pesaba esta vida de huida y ocultaciones. Deseaba ser dueño
legal de la taberna, deslumbrar a todo el pueblo con su nueva posición,
hombrearse con las gentes que le habían despreciado. Además —y esto lo
ocultaba cuidadosamente—, siendo marido de Neleta, le pesaría menos el
carácter dominador de ésta, su despotismo de mujer rica, que puede poner al
amante en la puerta y abusa de la situación. Ya que le quería, ¿por qué no se
casaban?
Pero en la oscuridad de la alcoba, al decir esto Tonet, sonaban los jergones
de maíz del lecho con los movimientos impacientes de Neleta. Su voz tenía la
ronquera de la rabia… ¿El también…? No, hijo; sabía lo que necesitaba hacer,
y no pedía consejos. Bien estaban así. ¿Le faltaba algo? ¿No disponía de todo
como si fuera el dueño? ¿Para qué darse el gusto de que los casase don
Miguel, y después, tras la ceremonia, abandonar la mitad de su fortuna en las
manos puercas de la Samaruca? ¡Antes se dejaría cortar un brazo que amputar
su herencia! Además, ella conocía el mundo; salía algunas veces del lago, iba
a la ciudad, donde los señores admiraban su desparpajo, y no se le ocultaba
que lo que en el Palmar aparecía como una fortuna, fuera de la Albufera no
llegaba a una decorosa miseria. Tenía sus pretensiones de ambiciosa. No
siempre había de estar llenando copas y tratando con beodos; quería acabar sus
días en Valencia, en un piso, como una señora que vive de sus rentas. Prestaría
el dinero mejor que Cañamèl; se ingeniaría para que su fortuna se reprodujese
con incesante fecundidad, y cuando fuese rica de veras, tal vez se decidiera a
transigir con la Samaruca, entregándole lo que ella miraría entonces como una
miseria. Cuando esto llegase, podía hablarle de casamiento si seguía
portándose bien y obedeciéndola Sin disgustos. Pero en el presente, no,
¡recordóns!, nada de casorios ni de dar dinero a nadie; primero se dejaría abrir
por el vientre como una tenca.
Y era tanta su energía al expresarse de esta manera, que Tonet no osaba
replicar. Además, aquel mozo que pretendía imponerse por su valor a todo el
pueblo, sentíase dominado por Neleta y le tenía miedo, adivinando que no
estaba tan seguro de su afecto como creyó al principio.
No era que Neleta se cansase de aquellos amores. Le quería; pero su
riqueza le daba sobre él una gran superioridad. Además, la mutua posesión
durante las noches interminables de invierno, en la taberna cerrada y sin correr
riesgo alguno, había amortiguado en ella la excitación del peligro, la
temblorosa voluptuosidad que la dominaba en tiempos de Cañamèl al besarse
tras las puertas o tener sus citas rápidas en los alrededores del Palmar, siempre
expuestos a una sorpresa.
A los cuatro meses de esta vida casi marital, sin otro obstáculo que la
vigilancia de la Samaruca, fácilmente burlada, Tonet creyó por un momento
que podrían realizarse sus deseos matrimoniales… Neleta se mostraba
preocupada y grave. La arruga vertical de su entrecejo delataba penosos
pensamientos. Por los más insignificantes pretextos reñía con Tonet; le
insultaba, repeliéndole y lamentándose de su amor, maldiciendo el momento
de debilidad en que le había abierto los brazos; pero después, a impulsos de la
carne, le aceptaba de nuevo, entregándose con abandono, como si la pena que
la dominaba fuese irreparable.
Su humor desigual y nervioso convertía las noches de amor en agitadas
entrevistas, durante las cuales alternaban las caricias con las recriminaciones,
y faltaba poco para que se mordieran las bocas que momentos antes se
besaban. Por fin, una noche, Neleta, con palabras entrecortadas por la rabia,
reveló el secreto de su estado. Había enmudecido hasta entonces, dudando de
su desgracia; pero ahora, tras dos meses de observación, estaba segura. Iba a
ser madre… Tonet se sintió aterrado y satisfecho al mismo tiempo, mientras
ella continuaba sus lamentaciones. Aquello podía haber ocurrido viviendo
Cañamèl sin peligro alguno. Pero el demonio, que, sin duda, andaba de por
medio, había creído mejor hacer surgir el obstáculo en momentos difíciles,
cuando ella estaba interesada en ocultar sus amores para no dar gusto a los
enemigos.
Tonet, pasado el primer momento de sorpresa, le preguntó con timidez qué
pensaba hacer. En el temblor de su voz adivinó ella los ocultos pensamientos
del amante, y rompió a reír con una carcajada irónica, burlona, que revelaba el
temple de su alma. ¡Ah! ¿Creía que por esto iba a casarse? No la conocía.
Podía estar seguro de que antes se mataba que ceder ante sus enemigos. Lo
suyo era muy suyo, Y lo defendería. ¡De ésta no se casaba Tonet, pues para
todo hay remedio en el mundo…!
Pasó esta explosión de rabia Por la jugarreta que se permitía la Naturaleza,
sorprendiéndolos cuando más seguros se creían; y Neleta y Tonet continuaron
su vida como si nada ocurriese, evitando hablar del obstáculo que surgía entre
ellos, familiarizándose con él, tranquilos Porque su realización era aún remota,
y confiando vagamente en cualquier circunstancia inesperada que pudiera
salvarlos.
Neleta, sin hablar de ello al amante, buscaba el medio de deshacerse de la
nueva vida que sentía latir en sus entrañas como una amenaza para su avaricia.
La tía, asustada por sus confidencias, hablaba de remedios poderosos.
Recordaba sus conversaciones con las viejas del Palmar al lamentarse de la
rapidez con que se reproducen las familias en la miseria. Por consejo de su
sobrina iba a Ruzafa o entraba en la ciudad para consultar a las curanderas que
gozaban de oscura fama en las últimas capas sociales, y volvía allí con
extraños remedios, compuestos de ingredientes repugnantes que revolcaban el
estómago.
Tonet, muchas noches, sorprendía en el cuerpo de Neleta emplastos
hediondos, a los que la tabernera concedía la mayor fe: cataplasmas de hierbas
silvestres, que daban a sus veladas de amor un ambiente de brujería.
Pero todos los remedios demostraban su ineficacia con el curso del tiempo.
Pasaban los meses, y Neleta se convencía con gran desesperación, de la
inutilidad de sus esfuerzos.
Como decía la tía, aquel ser oculto estaba bien agarrado, Y en vano
luchaba Neleta por anularlo dentro de sus entrañas.
Las entrevistas de los amantes durante la noche eran borrascosas. Parecía
que Cañamèl se vengaba, resucitando entre los dos para empujarlos el uno
contra el otro.
Neleta lloraba de desesperación, acusando a Tonet de su desgracia. Él era
el culpable; por él veía comprometido su porvenir. Y cuando, con la
nerviosidad de su estado, se cansaba de insultar al Cubano, fijaba sus ojos
iracundos en el vientre, que, libre de la opresión a que estaba sometido durante
el día para burlar la curiosidad de los extraños, parecía crecer cada noche con
monstruosa hinchazón. Neleta odiaba con furor salvaje al ser oculto que se
movía en sus entrañas, y con el puño cerrado se golpeaba bestialmente, como
si quisiera aplastarlo dentro de la cálida envoltura.
Tonet también lo odiaba, viendo en él una amenaza. Contagiado por la
codicia de Neleta, pensaba con terror en la pérdida de una parte de aquella
herencia que consideraba como suya.
Todos los remedios de que había oído hablar confusamente en las libres
conversaciones entre los barqueros los aconsejaba a su amante. Eran pruebas
brutales, atentados contra la Naturaleza que ponían los pelos de punta o
remedios ridículos que hacían sonreír; pero la salud de Neleta se burlaba de
todo. Aquel cuerpo, en apariencia delicado, era fuerte y sólido, Y seguía en
silencio cumpliendo la más augusta función de la Naturaleza, sin que los
malvados deseos pudieran torcer ni retardar la santa obra de la fecundidad.
Pasaban los meses. Neleta tenía que hacer grandes esfuerzos, sufrir
inmensas molestias para ocultar su estado a todo el pueblo. Se apretaba el
corsé por las mañanas de un modo cruel, que hacía estremecer a Tonet.
Muchas veces le faltaban las fuerzas para contener el desbordamiento de la
maternidad.
—¡Tira… tira! —decía, ofreciendo al amante los cordones de su corsé con
un gesto fiero, apretando los labios para contener los suspiros de dolor.
Y Tonet tiraba, sintiendo en la frente un sudor frío, estremeciéndose de la
voluntad que demostraba aquella mujercita, rugiendo sordamente y tragándose
en silencio las lágrimas de su angustia.
Se pintaba el rostro Y echaba mano de toda la perfumería barata para
mostrarse en la taberna fresca, tranquila y hermosa como siempre, sin que
nadie pudiese leerle en el rostro los síntomas de su estado. La Samaruca, que
husmeaba como un perdiguero en torno de la casa, presentía algo anormal al
lanzar sus rápidas miradas pasando por la puerta. Las demás mujeres, con la
experiencia de su Sexo, adivinaban lo que ocurría a la tabernera.
Un ambiente de sospecha Y de vigilancia Parecía formarse en torno d
Neleta. Se murmuraba mucho en las puertas de las barracas. La Samaruca y
los parientes disputaban con las mujeres que no querían aceptar sus
afirmaciones. Las comadres chismosas, en vez de enviar a sus pequeños a la
taberna por vino o aceite, iban en persona a plantarse ante el mostrador,
buscando con varios pretextos que la tabernera se levantase de la silla, que se
moviera para servirlas, mientras ellas la seguían con mirada voraz, apreciando
las líneas de su talle agarrotado.
—Sí qu’ está —decían unas con aire de triunfo al avistarse con las vecinas.
—No está —gritaban otras—. Tot son mentires.
Y Neleta, que adivinaba la causa de tantas idas y venidas, acogía con
sonrisa burlona a las curiosas… ¡Tanto bueno por aquí! ¿Qué mosca las había
picado, que no podían pasar sin verla…? ¡Parecía que en su casa se ganaba el
jubileo…!
Pero esta alegría insolente, la audacia con que provocaba la curiosidad de
las comadres, evaporábase por la noche, después de una jornada de
sufrimientos asfixiantes y de forzada serenidad. Al despojarse de la coraza de
ballenas caía repentinamente su valor, como el del soldado que se ha excedido
en un empeño heroico y no puede más. El desaliento se apoderaba de ella, al
mismo tiempo que las hinchadas entrañas se esparcían libres de opresión.
Pensaba con terror en el suplicio que había de sufrir al día siguiente para
ocultar su estado.
No podía más. Ella, tan fuerte, lo declaraba a Tonet en el silencio de unas
noches que ya no eran de amor, sino de zozobra y dolorosas confidencias.
¡Maldita salud! ¡Cómo envidiaba ella a las mujeres enfermizas, en cuyas
entrañas jamás germina la vida…!
En estos instantes de desaliento hablaba de huir, de dejar la taberna
encomendada a su tía, refugiándose en un barrio apartado de la ciudad hasta
que saliera del mal paso. Pero la reflexión le hacía ver inmediatamente lo
inútil de la fuga. La imagen de la Samaruca surgía ante ella. Huir equivaldría a
acreditar lo que hasta entonces sólo eran sospechas. ¿Adónde iría que no la
siguiese la feroz Cuñada de Cañamèl?
Además, estaban a fines de verano. Iba a recoger la cosecha de sus campos
de arroz y despertaría la curiosidad de todo el pueblo una ausencia
injustificada, tratándose de una mujer que con tanto celo cuidaba sus intereses.
Se quedaría. Afrontaría cara a cara el peligro: permaneciendo en su sitio la
vigilarían menos. Pensaba con terror en el parto, misterio doloroso que aún
aparecía más lúgubre envuelto para ella en las sombras de lo desconocido, y
procuraba olvidar su miedo ocupándose de las operaciones de la siega,
regateando con los braceros el precio de su trabajo. Reñía a Tonet, que, por
encargo suyo, iba a vigilar a los jornaleros, pero llevando siempre en el
barquito la escopeta de Cañamèl y su fiel perra la Centella, y ocupándose más
de disparar a las aves que de contar las gavillas del arroz.
Algunas tardes abandonaba la taberna al cuidado de la tía y marchaba a la
era, una replaza de barro endurecido en medio del agua de los campos. Estas
excursiones eran un calmante para su dolorosa situación.
Oculta tras las gavillas, arrancabase el corsé con gesto angustioso Y se
sentaba al lado de Tonet, sobre la enorme pila de paja de arroz, que esparcía
un olor punzante. A sus pies daban vueltas los caballos en la monótona tarea
de la trilla, y ante ellos extendía la Albufera su inmensa lámina verde,
reflejando invertidas las montañas rojas y azuladas que cortaban el horizonte.
Estas tardes serenas calmaban la inquietud de los dos amantes. Se sentían
más felices que en la cerrada alcoba, cuya oscuridad se poblaba de terrores. El
lago sonreía dulcemente al arrojar de sus entrañas la cosecha anual; los cantos
de los trilladores y de los tripulantes de las grandes barcas cargadas de arroz
parecían arrullar a la Albufera madre después de aquel reparto que aseguraba
la vida a los hijos de sus riberas.
La calma de la tarde dulcificaba el carácter irritado de Neleta,
infundiéndole nuevas confianzas. Contaba con los dedos el curso de los meses
y el término de la gestación que se verificaba en sus entrañas. Faltaba poco
tiempo para el penoso suceso, que podía cambiar la suerte de su vida. Sería al
mes siguiente, en noviembre, tal vez cuando se celebrasen en la Albufera las
grandes tiradas llamadas de San Martín y Santa Catalina. Al contar, recordaba
que aún no hacía un año que Cañamèl había muerto; y con un instinto de
perversa inconsciente, deseosa de arreglar su vida de acuerdo con la dicha, se
lamentaba de no haberse entregado meses antes a Tonet. De haberlo hecho,
hubiera podido ostentar su estado sin miedo, atribuyendo al marido la
paternidad del nuevo ser.
La posibilidad de que la muerte interviniese en sus asuntos reanimaba su
confianza. ¿Quién sabe si después de tantos terrores iba a nacer muerta la
criatura? No sería la primera. Y los amantes, engañados por esta ilusión,
hablaban del niño muerto como de una circunstancia segura, inevitable, y
Neleta espiaba los movimientos de sus entrañas, mostrándose satisfecha
cuando el oculto ser no daba señales de vida. ¡Se moriría! Era indudable. La
buena suerte que la había acompañado siempre no iba a abandonarla.
El término de la recolección la distrajo de estas preocupaciones. Los sacos
de arroz se amontonaban en la taberna. La cosecha ocupaba los cuartos
interiores de la casa, se apilaba junto al mostrador, quitando sitio a los
parroquianos, y hasta ocupaba los rincones del dormitorio de Neleta. Ésta
admiraba la riqueza encerrada en los sacos, embriagándose con el polvillo
astringente del arroz. ¡Y pensar que la mitad de aquel tesoro podía haber sido
de la Samaruca…! Sólo al recordar esto, Neleta sentía renacer sus fuerzas a
impulsos de la cólera. Sufría mucho con la dolorosa ocultación de su estado;
pero antes morir que resignarse al despojo.
Bien necesitaba de estas resoluciones enérgicas. Su situación se agravaba,
Hinchábanse sus pies, sentía un irresistible deseo de no moverse, de
permanecer en la cama; y, a pesar de esto, bajaba al mostrador todos los días,
pues el pretexto de una enfermedad podía avivar las sospechas. Movíase con
lentitud cuando los parroquianos la obligaban a levantarse, y su forzada
sonrisa era una crispación dolorosa que hacía estremecerse a Tonet. El talle
agarrotado parecía próximo a hacer estallar la fuerte envoltura de ballenas.
—¡No puc més! —gemía, desesperada, al desnudarse, arrojándose de
bruces en el lecho.
Los dos amantes, en el silencio de la alcoba, cambiaban sus palabras con
cierto terror, como si viesen levantarse entre ellos el fantasma amenazante de
su falta… ¿Y si el niño no nacía muerto…? Neleta estaba segura de ello. Lo
sentía rebullir en las entrañas con una fuerza que desvanecía su criminal
esperanza.
Sus rebeldías de mujer codiciosa, incapaz de confesar el pecado con
perjuicio de la fortuna, infundíanle la audaz resolución de los grandes
criminales.
Nada de llevar la criatura a un pueblo inmediato de la Albufera, buscando
una mujer fiel que le criase. Había que temer las indiscreciones de la nodriza,
la astucia de los enemigos y hasta la falta de prudencia de ellos, que, como
padres, tomarían afecto al pequeñuelo, acabando por descubrirse. Neleta
razonaba con una frialdad aterradora, mirando los sacos de arroz amontonados
en su dormitorio. Tampoco había de pensar en ocultarle en Valencia. La
Samaruca, una vez sobre la pista, buscaría la verdad en el mismo infierno.
Neleta clavaba en el amante sus ojos verdes, que parecían extraviados por
la angustia del dolor y el peligro de la situación. Había que abandonar al
recién nacido, fuese como fuese. Debía tener ánimo. En los peligros se
muestran los hombres. Le llevaría por la noche a la ciudad, le abandonaría en
una calle, a la puerta de una iglesia, en cualquier sitio: Valencia es grande… ¡y
adivina quiénes fueron los padres…!
La dura mujer, después de proponer el crimen, intentaba encontrar excusas
a su maldad. Tal vez sería una suerte para el pequeño este abandono. Si moría,
mejor para él; y si se salvaba, ¡quién sabe en qué manos podía caer! Quizá le
esperase la riqueza; historias más asombrosas se habían conocido. Y recordaba
los cuentos de la niñez, con sus hijos de reyes abandonados en una selva o sus
bastardos de pastoras, que, en vez de ser comidos por los lobos, llegaban a
poderosos personajes.
Tonet la oía aterrado. Intentó resistirse; pero la mirada de Neleta impuso
cierto miedo a su voluntad, siempre débil. Además, también él se sentía
mordido por la codicia: todo lo de Neleta lo consideraba como suyo, y se
indignaba ante la idea de partir con los enemigos la herencia de la amante. Su
indecisión le hacía cerrar los ojos, confiando en el porvenir. La cosa no era
para desesperarse; ya vería de arreglarlo todo. Tal vez su buena suerte vendría
a resolver el conflicto a última hora.
Y gozaba de una tranquilidad momentánea, dejando transcurrir el tiempo
sin pensar en las criminales proposiciones de Neleta.
Estaba unido a ella para siempre: constituía toda su familia. La taberna era
ya su único hogar. Había roto con su padre, que, enterado por las
murmuraciones del pueblo de su vida marital con la tabernera, y viendo que
transcurrían las semanas y los meses sin que el hijo durmiese una sola noche
en la barraca, tuvo con éste una entrevista rápida y dolorosa. Lo que hacía
Tonet era deshonroso para los Palomas. Y no podía tolerar que se llamara hijo
suyo un hombre que vivía públicamente a expensas de una mujer que no era su
esposa. Ya que quería vivir en el deshonor, alejado de su familia y sin prestarla
auxilio… ¡cómo si no se conocieran! Se quedaba sin padre: únicamente podría
encontrarlo otra vez cuando recobrase su honra. Y el tío Tono, después de esta
explicación, continuó con el fiel auxilio de la Borda el enterramiento de sus
campos. Ahora que la gran empresa tocaba a su fin, se sentía desalentado;
preguntábase con tristeza quién había de agradecerle tantas fatigas, y
únicamente por su tenacidad de trabajador siguió adelante en el empeño.
Llegó la época de las grandes tiradas: San Martín y Santa Catalina, las
fiestas del Saler.
En todas las reuniones de los barqueros se hablaba con entusiasmo del gran
número de pájaros que este año había en la Albufera. Los guardas de la caza,
que vigilaban de lejos los rincones y las matas donde se congregaban las
fúlicas, las veían aumentar rápidamente. Formaban grandes manchas negras a
flor de agua. Al pasar una barca por cerca de ellas, abrían las alas volando en
grupo triangular e iban a posarse un poco más allá, como una nube de
langosta, hipnotizadas por el brillo del lago e incapaces de abandonar unas
aguas en las que les esperaba la muerte.
La noticia se había esparcido por la provincia, y los cazadores serían más
numerosos que otros años.
Las grandes tiradas de la Albufera ponían en conmoción a todas las
escopetas valencianas. Eran fiestas antiquísimas, cuyo origen conocía el tío
Paloma de la época en que guardaba los papeles de Jurado, relatándolo a sus
amigos en la taberna. Cuando la Albufera era de los reyes de Aragón y sólo
podían cazar en ella los monarcas, el rey don Martín quiso conceder a los
ciudadanos de Valencia un día de fiesta, y escogió el de su santo. Después la
tirada se repitió igualmente el día de Santa Catalina. En estas dos fiestas toda
la gente podía entrar libremente en el lago con sus ballestas, cazando los
innumerables pájaros de los carrizales; y el privilegio, convertido en tradición,
venía reproduciéndose a través de los siglos. Ahora las tiradas gratuitas tenían
un prólogo de dos días, en los cuales se pagaba al arrendatario de la Albufera
por escoger los mejores puestos, viniendo a ellas los tiradores de todos los
pueblos de la provincia.
Escaseaban los barquitos y los barqueros para el servicio de los cazadores.
El tío Paloma, conocido tantos años por los aficionados, no sabía cómo
atender a las demandas. Él estaba enganchado desde mucho tiempo antes a un
señor rico que pagaba espléndidamente su experiencia de las cosas de la
Albufera. Mas no por esto los cazadores dejaban de dirigirse al patriarca de los
barqueros, y el tío Paloma andaba de un lado a otro buscando barquitos y
hombres para todos los que le escribían desde Valencia.
La víspera de la tirada, Tonet vio entrar a su abuelo en la taberna. Venía en
su busca. Aquel año la Albufera iba a tener más escopetas que pájaros. Él ya
no sabía de dónde sacar barqueros. Todos los del Saler, los de Catarroja y aun
los del Palmar estaban comprometidos; y ahora, un antiguo parroquiano, a
quien nada podía negar, encargábale un hombre y un barquito para un amigo
suyo que cazaba por primera vez en la Albufera. ¿Quería ser Tonet ese
hombre, sacando a su abuelo de un compromiso?
El Cubano se negó. Neleta estaba mala. Por la mañana había abandonado
el mostrador, no pudiendo resistir los dolores. El momento tan temido
sobrevendría tal vez muy pronto, y necesitaba estar en la taberna.
Pero su lacónica negativa fue interpretada como un desprecio por el viejo,
que se mostró furioso. ¡Cómo ahora era rico, se permitía despreciar a su pobre
abuelo, dejándolo en una situación ridícula! Él lo toleraba todo; había sufrido
su pereza cuando explotaban el redolí; cerraba los ojos ante su conducta con la
tabernera, que no honraba mucho a la familia; ¿pero dejarle en un apuro que él
consideraba como de honor? ¡Cristo! ¿Qué dirían de él sus amigos de la
ciudad cuando viesen que en la Albufera, donde le creían el amo, no
encontraba un hombre para servirles? Y su tristeza era tan grande, tan visible,
que Tonet se arrepintió. Negar su auxilio en las grandes tiradas era para el tío
Paloma un insulto a su prestigio y al mismo tiempo algo así como una traición
a aquel país de cañas y barro donde habían nacido.
El Cubano aceptó con resignación el ruego de su abuelo. Pensó, además,
que Neleta podría esperar. Hacía tiempo que la alarmaban falsos dolores y la
crisis del momento sería igual a las otras.
Al cerrar la noche, Tonet llegó al Saler. Como barquero, debía asistir a la
demaná, presenciando con su cazador la distribución de los puestos.
El caserío del Saler —lejos ya del lago, al extremo de un canal por la parte
de Valencia— presentaba un aspecto extraordinario con motivo de las grandes
tiradas.
En la replaza del canal que llamaban el Puerto, agolpábanse a docenas los
negros barquitos, sin espacio para moverse, haciendo crujir sus delgadas
bordas unos contra otros y estremeciéndose con el peso de enormes cubos de
madera que habían de fijarse al día siguiente sobre estacas en el barro. En el
interior de estos cubos se ocultaban los cazadores para disparar a los pájaros.
Entre las casas del Saler, algunas buenas mozas de la ciudad habían
establecido sus mesas de garbanzos tostados y turrones mohosos,
alumbrándose con bujías resguardadas por cucuruchos de papel. En las puertas
de las barracas, las mujeres del pueblo hacían hervir las cafeteras, ofreciendo
tazas «tocadas» de licor, en las cuales era más la caña que el café; y una
población extraordinaria discurría por el pueblo, aumentada a cada momento
por los carros y tartanas que llegaban de la ciudad. Eran burgueses de
Valencia, con altas polainas y grandes fieltros, como guerreros del Transvaal,
contoneando fieramente su blusa de innumerables bolsillos, silbando al perro y
exhibiendo con orgullo su escopeta moderna dentro del estuche amarillo
pendiente del hombro; labradores ricos de los pueblos de la provincia, con
vistosas mantas y la canana sobre la faja, unos con el pañuelo arrollado en
forma de mitra, otros llevándolo como un turbante o dejándolo flotar en largo
rabo sobre el cuello, delatando todos en el tocado de su cabeza los diversos
rincones valencianos de que procedían.
La escopeta parecía igualar a los cazadores. Tratábanse con la fraternidad
de compañeros de armas, animándose al pensar en la fiesta del día siguiente; y
hablaban de la pólvora inglesa, de las escopetas belgas, de la excelencia de las
armas de fuego central, estremeciéndose con fiera voluptuosidad de árabes,
como si en sus palabras aspirasen ya el humo de los disparos. Los perros,
enormes y silenciosos, con la viva mirada del instinto, iban de grupo en grupo
oliendo las manos de los cazadores hasta quedar inmóviles al lado del amo. En
todas las barracas, convertidas en posadas, guisaban la cena las mujeres con la
actividad propia de unas fiestas que ayudaban a vivir gran parte del año.
Tonet vio la casa llamada de los Infantes, un piso bajo de piedra, con alta
montera de tejas rasgada por varias lucernas: un caserón del siglo XVIII, que
se desmoronaba lentamente desde que los cazadores de sangre real no venían a
la Albufera, y que en la actualidad estaba ocupado por una taberna. Enfrente
estaba la casa de la Demaná, edificio de dos pisos, que parecía gigantesco
entre las barracas, mostrando en sus desconchadas paredes varias rejas curvas
y sobre el tejado un esquilón para llamar a los cazadores al reparto de los
puestos.
Tonet entró en esta casa, echando una mirada a la sala del piso bajo, donde
se verificaba la ceremonia. Un enorme farol despedía turbia luz sobre la mesa
y los sillones de los arrendatarios de la Albufera. El estrado se aislaba del resto
de la pieza con una barandilla de hierro.
El tío Paloma estaba allí, en su calidad de barquero venerable, bromeando
con los cazadores famosos, fanáticos del lago a los que conocía medio siglo.
Eran la aristocracia de la escopeta. Los había ricos y pobres: unos eran grandes
propietarios y otros carniceros de la ciudad o labradores modestos de los
pueblos inmediatos. No se veían ni se buscaban en el resto del año, pero al
encontrarse en la Albufera todos los sábados, en las pequeñas tiradas, o al
juntarse en las grandes, se aproximaban con cariño de hermanos, se ofrecían el
tabaco, se prestaban los cartuchos y se oían mutuamente, sin pestañear, los
estupendos relatos de cacerías portentosas verificadas en los montes durante el
verano. La comunidad de gustos y la mentira los unían fraternalmente. Casi
todos ellos llevaban visibles en su cuerpo los riesgos de esta afición que
dominaba su vida. Unos, al mover sus manos con la fiebre del relato,
mostraban los dedos amputados por la explosión de la escopeta; otros tenían
surcadas las mejillas por la cicatriz de un fogonazo. Los más viejos, los
veteranos, arrastraban el reúma como consecuencia de una juventud pasada a
la intemperie; pero en las grandes tiradas no podían permanecer quietos en sus
casas, y venían, a pesar de sus dolencias, a lamentarse de la torpeza de los
cazadores nuevos.
La reunión se disolvió. Llegaban los barqueros para anunciarles que la
cena estaba pronto, y salían en grupos, distribuyéndose por las iluminadas
barracas, que marcaban las manchas rojas de sus puertas sobre el suelo de
barro. En el ambiente flotaba un fuerte olor de alcohol.
Los cazadores temían el agua de la Albufera; no podían beber el líquido
del lago como la gente del país, por miedo a las fiebres, y traían consigo un
verdadero cargamento de absenta y ron, que al destaparse impregnaba el aire
con fuertes aromas.
Tonet, al ver tan animado el Saler, como si en él acampase un ejército,
recordaba los relatos de su abuelo: las orgías organizadas en otros tiempos por
los cazadores ricos de la ciudad, con mujeres que corrían desnudas,
perseguidas por los perros; las fortunas que se habían deshecho en las míseras
barracas durante largas noches de juego, entre tirada y tirada: todos los
placeres estúpidos de una burguesía de rápida fortuna, que al verse lejos de la
familia, en un rincón casi salvaje, excitada por la vista de la sangre y el humo
de la pólvora, sentía renacer en ella la humana bestialidad.
El tío Paloma buscó al nieto para presentarle su cazador. Era un señor
gordo, de aspecto bonachón y pacífico: un industrial de la ciudad, que,
después de una vida de trabajo, creía llegado el momento de divertirse como
los ricos y copiaba los placeres de sus nuevos amigos. Parecía molesto por su
terrorífico aparato: le pesaban las bolsas para la caza, la escopeta, las altas
botas, todo nuevo, recién comprado. Pero al fijarse en la canana en forma de
bandolera que le cruzaba el pecho, sonreía bajo su enorme fieltro, juzgándose
igual a uno de aquellos héroes boers cuyos retratos admiraba en los periódicos.
Cazaba por primera vez en el lago, y confiábase a la experiencia del barquero
para escoger el sitio cuando llegase su número.
Los tres cenaron en una barraca con otros cazadores. La sobremesa era
ruidosa en veladas como aquélla. Medíase el ron a vasos, y en torno de la
mesa, como perros hambrientos, se agrupaban los vecinos del pueblo, riendo
los chistes de los señores, aceptando cuanto les ofrecían y bebiéndose uno solo
lo que los cazadores creían suficiente para todos.
Tonet apenas comía, escuchando como a través de un sueño los gritos y
risas de aquella gente, la regocijada protesta con que acogían las mentirosas
hazañas de los cazadores fanfarrones. Pensaba en Neleta; se la imaginaba
encogida de dolor en el piso alto de la taberna, revolcándose en el suelo,
ahogando sus rugidos, sin poder gritar para alivio de su sufrimiento.
Fuera de la barraca sonaba el esquilón de la casa de la Demaná, con un
timbre tembloroso de campana de ermita.
—Ya’n van dos —dijo el tío Paloma, que contaba el número de toques con
gran atención, temiendo más llegar tarde a la demaná que perder una misa.
Cuando sonó el esquilón por tercera vez, abandonaron la mesa cazadores y
barqueros, acudiendo todos al lugar donde se designaban los puestos.
La luz del farolón había sido aumentada con la de dos quinqués, colocados
sobre la mesa del estrado. Detrás de la verja estaban los arrendatarios de la
Albufera, y tras ellos, hasta la pared del fondo, los cazadores abonados
perpetuamente al lago, que ocupaban este sitio por derecho propio. Al otro
lado de la verja, llenando el portal y esparciéndose fuera de la casa, estaban los
barqueros, los cazadores pobres, toda la gente menuda que acudía a las tiradas.
Un hedor de mantas húmedas, de pantalones manchados de barro, de
aguardiente y tabaco malo, esparciase sobre el gentío que se estrujaba contra
la verja. Las blusas impermeables de los cazadores resbalaban sobre los
cuerpos cercanos con un chirrido que aguzaba los dientes. En el gran marco de
sombra de la puerta abierta se marcaban como indecisas manchas los blancos
frontones de las barracas inmediatas.
A pesar de esta aglomeración no se alteraba el silencio que parecía
dominar a todos apenas pisaban el umbral. Se notaba la misma ansiedad muda
que reina en los tribunales cuando se resuelve la suerte de un hombre, o en los
sorteos al decidirse la fortuna. Si alguien hablaba era en voz baja, con tímido
cuchicheo, como en la alcoba de un enfermo.
El arrendatario principal se levantó:
—Caballers…
El silencio se hizo aún más profundo. Iba a procederse a la demanda de los
puestos.
A ambos lados de la mesa, erguidos como heraldos de la autoridad del
lago, estaban los dos guardas más antiguos de la Albufera: dos hombres
delgados, pardos de color, de ondulantes movimientos y rostro hocicudo, dos
anguilas con blusa, que parecían vivir en el fondo del agua para no presentarse
más que en las grandes solemnidades cinegéticas.
Un guarda pasaba lista para saber si todos los puestos estarían ocupados en
la tirada del día siguiente.
—¡El ú…! ¡el dos…!
Iban por turno, según la cantidad que pagaban anualmente y su antigüedad.
Los barqueros, al oír el número de sus amos, contestaban por éstos:
—¡Avant! ¡avant!
Después de pasar lista venía el momento solemne, la demaná, la
designación que cada barquero, de acuerdo con su cazador o por propia cuenta
como más experto, hacía del sitio para la tirada.
—¡El tres! —decía uno de los guardas.
E inmediatamente el que tenía dicho número lanzaba el nombre que
llevaba pensado. «La mata del Siñor…» «La barca podrida…» «El rincó de
l’Antina». Así iban sonando los sitios de la caprichosa geografía de la
Albufera; lugares bautizados al gusto de los barqueros; títulos muchos de ellos
que no podían repetirse sin rubor ante mujeres o que revolvían el estómago al
nombrarse en la mesa, a pesar de lo cual sonaban en este acto con solemnidad,
sin producir la más ligera sonrisa.
El segundo guarda, que tenía una voz de clarín, al oír la designación hecha
por los barqueros erguía la cabeza, y con los ojos cerrados y las manos en la
verja, decía a todo pulmón, con un grito desgarrador que se extendía en el
silencio de la noche:
—El tres va a la mata del Siñor… El cuatre va al rincó de San Ròc… El
sinc a la ca… del barber.
Duró cerca de una hora la designación de los puestos; y mientras los
cantaban los guardas con lentitud, un muchachuelo los inscribía en un gran
libro sobre la mesa.
Terminada la designación se extendían las licencias de caza ambulantes
para la gente menuda: unos permisos que sólo costaban dos duros y con los
cuales podían ir los labradores en sus barquitos por toda la Albufera, a cierta
distancia de los puestos, rematando los pájaros que escapaban del escopetazo
de los ricos.
Los grandes cazadores se despedían estrechándose las manos. Unos
querían dormir en el Saler, con el propósito de ir a su puesto cuando rompiese
el día; otros, más fogosos, partían inmediatamente para el lago queriendo
vigilar por sí mismos la instalación del enorme tanque dentro del cual habían
de pasar la jornada. «¡Vaya…! ¡Bòna sòrt y divertirse!» Y cada uno llamaba a
su barquero para convencerse de que nada faltaba en los preparativos.
Tonet ya no estaba en el Saler. En el silencio del acto de la demaná le había
acometido una angustia grande. Tenía ante sus ojos la imagen dolorida de
Neleta retorciéndose con los sufrimientos, sola allá en el Palmar, caída en el
suelo, sin encontrar quien la consolase, amenazada por la vigilancia de los
enemigos.
No pudo resistir su pena y salió de la casa de la Demaná dispuesto a volver
inmediatamente al Palmar, aunque esto le costase reñir con su abuelo. Cerca
de la casa de los Infantes, donde estaba la taberna, oyó que le llamaban. Era
Sangonera. Tenía hambre y sed; había rondado las mesas de los cazadores
ricos sin alcanzar la más insignificante piltrafa; todo se lo comían los
barqueros.
Tonet pensó en ser sustituido por el vagabundo; pero el hijo del lago se
extrañó de que le propusieran tripular una barca más aún que si el vicario del
Palmar le invitase a pronunciar la plática del domingo. Él no servía para eso;
además, no le gustaba perchar para nadie. Ya conocía su pensamiento: el
trabajo era cosa del demonio.
Pero Tonet, impaciente y angustiado, no estaba para oír las tonterías de
Sangonera. Nada de resistencias, o le aliviaba el hambre y la sed echándolo en
el canal de una patada. Los amigos sirven para sacar de un apuro a los amigos.
¡Bien sabía perchar en barquitos ajenos cuando iba a meter sus uñas en las
redes de los redolíns, robando las anguilas! Además, si tenía hambre, podía
refocilarse como nunca en el cargamento de provisiones que aquel señor traía
de Valencia. Al ver dudoso a Sangonera por la esperanza del hartazgo, acabó
de decidirle con fuertes empujones, llevándolo hasta la barca del cazador y
explicándole cómo había de disponer todos los preparativos. Cuando se
presentase el amo, podía decirle que él estaba enfermo y lo había buscado
como sustituto.
Antes de que el absorto Sangonera acabase de titubear, ya Tonet había
montado en su ligero barquito y emprendía la marcha, perchando como un
desesperado.
El viaje era largo. Había que atravesar toda la Albufera para ir al Palmar, y
no soplaba viento. Pero Tonet sentíase espoleado por el miedo, por la
incertidumbre, y su barquito resbalaba como una lanzadera sobre el obscuro
tisú del agua, moteado por los puntos de luz de las estrellas.
Era más de media noche cuando llegó al Palmar. Estaba fatigado, con los
brazos rotos por el desesperado viaje, y deseaba encontrar tranquila la taberna
para caer como un leño en la cama. Al amarrar su barquichuelo frente a la
casa, la vio cerrada y silenciosa como todas las del pueblo, pero las rendijas de
las puertas marcábanse con líneas de roja luz.
Le abrió la tía de Neleta, y al reconocerle hizo un gesto de atención,
designando con el rabillo del ojo a unos hombres sentados ante el hogar. Eran
labradores de la parte de Sueca que habían venido a la tirada; antiguos
parroquianos, que tenían campos cerca del Saler, y a los que no se podía
despedir, so pena de inspirar sospechas. Habían cenado en la taberna y
dormitaban junto al fuego, para montar en sus barquitos una hora antes de
romper el día y esparcirse por el lago, esperando los pájaros que escapasen
ilesos de los buenos puestos.
Tonet los saludó a todos, y después de cambiar algunas palabras sobre la
fiesta del día siguiente, subió al dormitorio de Neleta.
La vio en camisa, pálida, las facciones desencajadas, oprimiéndose los
riñones con ambas manos y con una expresión de locura en los ojos. El dolor
la hacía olvidar la prudencia, y lanzaba rugidos que asustaban a su tía.
—¡Te van a oír! —exclamaba la vieja.
Neleta, sobreponiéndose al sufrimiento, se ponía los puños en la boca o
mordía las ropas de su cama para ahogar los gemidos.
Por consejo de ella, Tonet bajó a la taberna. Nada había de remediar
permaneciendo arriba. Acompañando a aquellos hombres, distrayéndolos con
su conversación, podía impedir que oyesen algo que les infundiera sospechas.
Tonet pasó más de una hora calentándose en el rescoldo de la chimenea,
hablando con los labradores de la pasada cosecha y de las magníficas tiradas
que se preparaban. Hubo un momento en que se cortó la conversación. Todos
oyeron un grito desgarrado, salvaje: un chillido semejante al de una persona
asesinada. Pero la impasibilidad de Tonet los tranquilizó.
—L’ama está un pòc mala —dijo.
Y siguieron hablando, sin prestar atención a los pasos de la vieja que iban
de un lado a otro apresuradamente, haciendo temblar el techo. Pasada media
hora, cuando Tonet creyó que todos habían olvidado el incidente, volvió a
subir al dormitorio. Algunos labradores cabeceaban, dominados por el sueño.
Arriba vio a Neleta tendida en el lecho, blanca, pálida, inmóvil, sin más
vida que el brillo de sus ojos.
—¡Tonet… Tonet! —dijo débilmente.
El amante adivinó en su voz y en su mirada todo lo que quería decirle. Era
una orden, un mandato inflexible. La fiera resolución que tantas veces había
asustado a Tonet volvía a reaparecer en plena debilidad, después de la crisis
anonadadora. Neleta habló lentamente, con una voz débil como un suspiro
lejano. Lo más difícil había pasado ya: ahora le tocaba a él. A ver si mostraba
coraje.
La tía, temblando, con la cabeza perdida, sin darse cuenta de sus actos,
presentaba a Tonet un envoltorio de ropas, dentro del cual se revolvía un
pequeño ser, sucio, maloliente, con la carne amoratada.
Neleta, al ver próximo a ella al recién nacido, hizo un gesto de terror. ¡No
quería verlo: temía mirarlo! Se tenía miedo a sí misma, segura de que si fijaba
un instante la vista en él, renacería la madre y le faltaría valor para dejar que
se lo llevasen.
—¡Tonet… en seguida… empòrtatelo!
El Cubano dio sus instrucciones rápidamente a la vieja y bajó para
despedirse de los labradores, que ya dormían. Fuera de la taberna, por la parte
del canal, la vieja le entregó el animado paquete a través de una ventana del
piso bajo.
Cuando se cerró la ventana y Tonet quedó solo en la obscuridad de la
noche, sintió que de golpe se desplomaba todo su valor. El lío de ropas y de
carne blanducha que llevaba bajo su brazo le infundía miedo. Parecía que
instantáneamente se había despertado en él una nerviosidad extraña que
aguzaba sus sentidos. Oía todos los rumores del pueblo, hasta los más
insignificantes, y le parecía que las estrellas tomaban un color rojo. El viento
estremeció un olivo enano inmediato a la taberna, y el rumor de las hojas hizo
correr a Tonet como si todo el pueblo despertase y se dirigiera hacia él
preguntando qué llevaba bajo el brazo. Creyó que la Samaruca y sus parientes,
alarmados por la ausencia de Neleta durante el día, rondaban la taberna como
otras veces y que la feroz bruja iba a aparecer en la orilla del canal. ¡Qué
escándalo si le sorprendían con aquel envoltorio…! ¡Qué desesperación la de
Neleta…!
Arrojó en el fondo de su barquito el paquete de ropas, del cual comenzó a
salir un llanto desesperado, rabioso, y cogiendo la percha, pasó el canal con
una velocidad loca. Perchaba furiosamente, como espoleado por los lloros del
recién nacido, temiendo ver iluminadas las ventanas de las casas y que las
sombras de los curiosos le preguntasen adónde iba.
Pronto dejó atrás las viviendas silenciosas del Palmar y salió a la Albufera.
La calma del lago, la penumbra de una noche tranquila y estrellada,
pareció darle valor. Arriba el azul obscuro del cielo; abajo el azul blanquecino
del agua, conmovido por estremecimientos misteriosos que hacían temblar en
su fondo el reflejo de las estrellas. Chillaban los pájaros en los carrizales y
susurraba el agua con el coleteo de los peces persiguiéndose. De vez en
cuando confundíase con estos rumores el llanto rabioso del recién nacido.
Tonet, cansado por aquella noche de continuos viajes, seguía moviendo su
percha, empujando el barquito hacia el Saler. Su cuerpo sentíase embrutecido
por la fatiga; pero el pensamiento, despierto y aguzado por el peligro,
funcionaba con más actividad aún que los brazos.
Ya estaba lejos del Palmar, pero aún le faltaba más de un ahora para llegar
al Saler. De allí a la ciudad, otras dos horas largas de camino. Tonet miró al
cielo: debían ser las tres. Antes de dos horas surgiría el alba y el sol estaría ya
en el horizonte cuando llegase él a Valencia. Además, pensaba con terror en la
larga marcha por la huerta de Ruzafa, vigilada siempre por la Guardia Civil;
en la entrada en la ciudad bajo la mirada de los del resguardo de Consumos,
que querrían examinar el paquete que llevaba bajo el brazo; en las gentes que
se levantaban antes del amanecer y le encontrarían en el camino,
reconociéndolo. ¡Y aquel llanto desesperado, escandaloso, que cada vez era
más fuerte y constituía un peligro aun en medio de la soledad de la
Albufera…!
Tonet veía ante él un camino interminable, infinito, y sentía que las fuerzas
le abandonaban. Nunca llegaría a las calles de la ciudad, desiertas al amanecer,
a los portales de las iglesias, donde se abandona a los niños como un fardo
enojoso. Era fácil desde el Palmar, en la soledad silenciosa del dormitorio,
decir: «Tonet, haz esto»; pero la realidad se encargaba después de ponerse
delante con sus obstáculos infranqueables.
Aun en el mismo lago crecía por momentos el peligro. Otras veces podía
navegarse de una orilla a otra sin encontrar a nadie; pero aquella noche la
Albufera estaba poblada. En cada mata, en cada replaza, notábase el trabajo de
hombres invisibles, los preparativos de la tirada.
Todo un pueblo iba y venía en la obscuridad sobre los negros barquitos. En
el silencio de la Albufera, que transmitía los ruidos a prodigiosas distancias,
sonaban los mazos clavando las estacas de los puestos de los cazadores, y
como rojas estrellas brillaban a flor de agua los manojos de inflamadas
hierbas, a cuya luz terminaban sus preparativos los barqueros. ¿Cómo seguir
adelante, entre gentes que le conocían, acompañado por el lloro del recién
nacido, lamento incomprensible en medio del lago? Cruzóse con una barca
que pasó a larga distancia, pero al alcance de la voz. Sin duda se habían
extrañado de aquel llanto.
—Compañero —gritó una voz lejana—, ¿qué pòrtes ahí?
Tonet nada dijo, pero sus fuerzas le abandonaron para seguir el viaje, y se
sentó en un extremo del barquito, soltando la percha. Quería permanecer allí,
aunque le sorprendiese el amanecer. Tenía miedo a continuar, y se
abandonaba, con el anonadamiento del rezagado que se arroja al suelo
sabiendo que va a morir. Reconocíase impotente para cumplir su promesa.
¡Qué le sorprendiesen, que todos se enteraran de lo ocurrido, que Neleta
perdiese su herencia…! ¡Él no podía más!
Pero apenas hubo adoptado esta resolución desesperada, comenzó a
marcarse en su cerebro una idea que parecía quemarle con su contacto.
Primero fue un punto de fuego, después un ascua, luego una llamarada, hasta
que por fin rompió como formidable incendio que hinchaba su cabeza,
amenazándola como un estallido, mientras un sudor helado se esparcía por su
frente como la respiración de este hervidero.
¿Para qué ir más lejos…? El deseo de Neleta era que desapareciese el
testigo de su falta, para no perder una parte de la fortuna; abandonarlo, ya que
con su presencia podía comprometer la tranquilidad de los dos; y para esto,
ningún sitio como la Albufera, que había ocultado muchas veces a hombres
buscados por la justicia, salvándolos de minuciosas persecuciones.
Temblaba al pensar que el lago no conservaría la existencia de aquel
cuerpecillo débil y naciente; ¿pero acaso el pequeño tenía más asegurada la
vida si lo abandonaba en cualquier callejón de la ciudad? «Los muertos no
vuelven para comprometer a los vivos». Y Tonet, al pensar esto, sentía
resucitar en él la dureza de los viejos Palomas, la cruel frialdad de su abuelo,
que veía morir sus hijos pequeños sin una lágrima, con el pensamiento egoísta
de que la muerte es un bien en la familia del pobre, pues deja más pan para los
que sobreviven.
En un momento de lucidez, Tonet se avergonzó de su maldad, de la
indiferencia con que pensaba en la muerte del ser que estaba a sus pies y que
callaba ahora, como fatigado por el llanto rabioso. Le había contemplado un
instante, y sin embargo, su vista no le produjo ninguna emoción. Recordaba su
rostro amoratado, el cráneo puntiagudo, los ojos saltones, la boca enorme, que
se contraía, estirándose de oreja a oreja: una ridícula cabeza de sapo que le
había dejado frío, sin que latiese en él el más débil sentimiento. ¡Y sin
embargo, era su hijo…!
Tonet, para explicarse esta frialdad, recordaba lo que muchas veces había
oído a su abuelo. Sólo las madres sienten una ternura instintiva e inmensa por
sus hijos desde el momento que nacen. Los padres no los aman en seguida:
necesitan que transcurra el tiempo, y sólo cuando crece el pequeño se sienten
unidos a él por un continuo contacto, con cariño reflexivo y grave.
Pensaba en la fortuna de Neleta, en la integridad de aquella herencia que
consideraba como propia. Alterábanse sus duras entrañas de perezoso que ve
resuelto para siempre el problema de la existencia, y su egoísmo se preguntaba
si era prudente comprometer la buena fortuna de su vida por conservar un ser
pequeño y feo, igual a todos los recién nacidos, y que no le causaba la más
leve emoción.
Porque él desapareciese nada malo ocurriría a los padres; y si él vivía,
tendrían que regalar a gentes odiadas la mitad del pan que se llevaban a la
boca. Tonet, confundiendo la crueldad y el valor con esa ceguera propia de los
criminales, se reprochaba su indecisión, que le tenía como clavado en la popa
de la barca, dejando pasar el tiempo.
La obscuridad era cada vez más tenue. Se adivinaba la proximidad del día.
Sobre el cielo gris del amanecer pasaban, como resbaladizas gotas de tinta,
algunos grupos de aves. Lejos, por la parte del Saler, sonaban los primeros
escopetazos. El pequeñuelo comenzó a llorar, martirizado por el hambre y el
frío de la mañana.
—¡Cubano…! ¿Eres tú?
Tonet creyó oír este llamamiento desde una barca lejana.
El miedo a ser reconocido le hizo ponerse de pie, empuñando la percha. En
sus ojos lucía una punta de fuego, semejante a la que iluminaba algunas veces
la verde mirada de Neleta.
Lanzó su barquito por dentro de los carrizales, siguiendo los tortuosos
callejones de agua abiertos entre las cañas. Iba a la ventura, pasando de una
mata a otra, sin saber ciertamente dónde se encontraba, redoblando sus
esfuerzos como si alguien le persiguiese. La proa del barquito separaba los
carrizos, rompiéndolos. Se abrían las altas hierbas para dar paso a la
embarcación, y los locos impulsos de la percha la hacían deslizarse por sitios
casi en seco, sobre las apretadas raíces de las cañas, que formaban espesas
madejas.
Huía sin saber de quién, como si sus criminales pensamientos bogasen a su
espalda persiguiéndolo. Se inclinó varias veces sobre el barquito, tendiendo
una mano a aquel envoltorio de trapos del que salían furiosos chillidos, y la
retiró inmediatamente. Pero al enredarse la barca en unas raíces, el miserable,
como si quisiera aligerar la embarcación de un lastre inmenso, cogió el
envoltorio y lo arrojó con fuerza, por encima de su cabeza, más allá de los
carrizos que le rodeaban.
El paquete desapareció entre el crujido de las cañas. Los harapos se
agitaron un instante en la penumbra del amanecer, como las alas de un pájaro
blanco que cayese muerto en la misteriosa profundidad del carrizal.
Otra vez sintió el miserable la necesidad de huir, como si alguien fuese a
sus alcances. Perchó como un desesperado a través del carrizal, hasta
encontrar una vena de agua; la siguió en todas sus tortuosidades entre las altas
matas, y al salir a la Albufera, con el barquito libre de todo peso, respiró,
contemplando la faja azulada del amanecer.
Después se tendió en el fondo de la embarcación y durmió con sueño
profundo y anonadador: el sueño de muerte que sobreviene tras las grandes
crisis nerviosas y surge casi siempre a continuación de un crimen.

IX

El día comenzó con grandes contrariedades para el cazador confiado a la


pericia de Sangonera.
Antes de amanecer, al clavar el puesto, el prudente burgués tuvo que
implorar el auxilio de algunos barqueros, que rieron mucho viendo el nuevo
oficio del vagabundo.
Con la presteza de la costumbre, clavaron tres estacas en el fondo fangoso
de la Albufera y colocaron, apoyado en ellas, el enorme tanque que había de
servir de refugio al cazador. Después rodearon de cañas el puesto, para
engañar a las aves y que se acercaran confiadas, creyendo que era un pedazo
de carrizal en medio del agua. Para ayudar a este engaño, en torno del puesto
flotaban los bots: unas cuantas docenas de patos y fúlicas esculpidos en
corcho, que, con las ondulaciones del lago, movíanse a flor de agua. De lejos
causaban la impresión de una manada de pájaros nadando tranquilamente
cerca de las cañas.
Sangonera, satisfecho de haberse librado de todo trabajo, invitó al amo a
ocupar el puesto. Él se alejaría en el barquito a cierta distancia para no
espantar la caza, y cuando llevase muertas varias fúlicas, no tenía más que
gritar, e iría a recogerlas sobre el agua.
—¡Vaya…! ¡Bòna sòrt, don Joaquín!
El vagabundo hablaba con tanta humildad y mostraba tales deseos de ser
útil, que el bondadoso cazador sintió desvanecerse su enfado por las torpezas
anteriores. Estaba bien; él le llamaría tan pronto como tumbase un pájaro. Para
no aburrirse durante la espera, podía ir dando alguna mojada en los guisos de
sus provisiones. La señora le había pertrechado con tanta abundancia como si
fuese a dar la vuelta al mundo.
Y señalaba tres enormes pucheros cuidadosamente tapados, a más de
abundantes panes, una cesta de fruta y una gran bota de vino. El hocico de
Sangonera tembló de emoción viendo confiado a su prudencia aquel tesoro
que venía tentándole en la proa desde la noche anterior.
No le había engañado Tonet al hablar de lo bien que se trataba el
parroquiano. ¡Gracias, don Joaquín! Ya que era tan bueno y le invitaba a
mojar, se permitiría alguna ligera sucaeta, para entretener el tiempo. Una
mojadita nada más.
Y alejándose del puesto, se situó al alcance de la voz del cazador,
encogiéndose después en el fondo del barquito.
Había amanecido y los escopetazos sonaban en toda la Albufera,
agrandados por el eco del lago. Apenas si se veían sobre el cielo gris las
bandas de pájaros, que levantaban el vuelo espantados por el estruendo de las
descargas. Bastaba que en su veloz aleteo descendiesen un poco, buscando el
agua, para que inmediatamente una nube de plomo cayese sobre ellos.
Al quedar don Joaquín solo en su puesto, no pudo evitar una emoción
semejante al miedo. Se veía aislado en medio de la Albufera, dentro de un
pesado cubo, sin otro sostén que unas estacas, y temía moverse, con la
sospecha de que todo aquel catafalco acuático viniera abajo, sepultándolo en el
fango. El agua, con suaves ondulaciones, venía a chocar en el borde de
madera, a la altura de la barba del cazador, y su continuo chap-chap le causaba
escalofríos. Si aquello se hundía, —pensaba don Joaquín—, por pronto que
llegase el barquero ya estaría en el fondo con todo el peso de la escopeta, los
cartuchos y aquellas botas enormes, que le causaban insoportable picazón,
hundidas en la paja de arroz de que estaba atiborrado el cubo. Le ardían las
piernas, mientras sus manos estaban ateridas por el fresco del amanecer y el
frío glacial de la escopeta. ¿Y esto era divertirse…? Comenzaba a encontrar
pocos lances a un placer tan costoso.
¿Y los pájaros? ¿Dónde estaban aquellas aves que sus amigos cazaban a
docenas? Hubo un momento en que se revolvió impetuosamente en su asiento
giratorio, llevándose a la cara la escopeta con trémula emoción. ¡Ya estaban
allí…! Nadaban descuidadamente en torno del puesto. Mientras él
reflexionaba, casi adormecido por el fresco del amanecer, habían llegado a
docenas, huyendo de los lejanos escopetazos, y nadaban junto a él con la
confianza del que encuentra un buen refugio. No tenía más que tirar a ciegas…
¡Caza segura! Pero al ir a hacer fuego, reconoció los bots, toda la banda de
pájaros de corcho que había olvidado por la falta de costumbre, y bajó la
escopeta, mirando en torno, con el temor de encontrar en la soledad los ojos
burlones de sus amigos.
Volvió a esperar. ¿Contra qué demonios tiraban aquellos cazadores, cuyas
escopetas no cesaban de conmover la calma del lago…? Poco después de salir
el sol, don Joaquín pudo disparar por fin su arma virgen. Pasaron tres pájaros
casi a flor de agua. El novel cazador hizo fuego temblando. Le parecían
aquellas aves enormes, monstruosas, verdaderas águilas, agigantadas por la
emoción. El primer tiro sirvió para que avivasen aún más el vuelo; pero
inmediatamente partió el segundo, y una fúlica, plegando las alas, cayó
después de varias volteretas, quedando inmóvil sobre el agua.
Don Joaquín se levantó con tal ímpetu, que hizo temblar el puesto. En
aquel instante se consideraba superior a todos los hombres: admirábase a sí
mismo, adivinando en él una fiereza de héroe que nunca había sospechado.
—¡Sangonera…! ¡Barquero! —gritó con voz trémula de emoción—.
¡Una…! ¡ya’n tenim una!
Le contestó un gruñido casi ininteligible: una boca llena, atascada, que
apenas abría paso a las palabras…
¡Estaba bien! Ya iría a recogerlas cuando fuesen más.
El cazador, satisfecho de su hazaña, volvió a ocultarse tras la cortina de
carrizos, seguro de que se bastaba él solo para acabar con los pájaros del lago.
Toda la mañana la pasó disparando, sintiendo cada vez con más intensidad la
embriaguez de la pólvora, el placer de la destrucción. Tiraba y tiraba sin fijarse
en distancias, saludando con la escopeta a todos los pájaros que pasaban ante
su vista, aunque volasen cerca de las nubes. ¡Cristo! ¡Sí que era divertido
aquello! Y en estas descargas a ciegas, alguna vez tocaba su plomo a infelices
pájaros, que caían por obra de la fatalidad víctima de una mano torpe, después
de haber escapado ilesos de los cazadores más hábiles.
Mientras tanto, Sangonera permanecía invisible en el fondo de la barca.
¡Qué día, redèu! El arzobispo de Valencia no estaría mejor en su palacio que él
en el barquito, sentado sobre la paja, con una pataca de pan en la mano y
oprimiendo un puchero entre las piernas. ¡Qué no le hablasen a él de las
abundancias de casa de Cañamèl! ¡Miseria y presunción que únicamente
podían deslumbrar a los pobres! ¡Los señores de la ciudad eran los que se
trataban bien…!
Había comenzado por pasar revista a los tres pucheros, cuidadosamente
tapados con gruesas telas amarradas a la boca. ¿Cuál sería el primero…?
Escogió a la ventura, y abriendo uno, se dilató su hocico voluptuosamente con
el perfume del bacalao con tomate. Aquello era guisar. El bacalao estaba
deshecho entre la pasta roja del tomate, tan suave, tan apetitoso, que al tragar
Sangonera el primer bocado creyó que le bajaba por la garganta un néctar más
dulce que el líquido de las vinajeras que tanto le tentaba en sus tiempos de
sacristán. ¡Con aquello se quedaba! No había por qué pasar adelante. Quiso
respetar el misterio de los otros dos pucheros; no desvanecer las ilusiones que
despertaban sus bocas cerradas, tras las cuales presentía grandes sorpresas.
¡Ahora a lo que estábamos! Y metiendo entre sus piernas el oloroso puchero,
comenzó a tragar con sabia calma, como quien tiene todo el día por delante y
sabe que no puede faltarle ocupación. Mojaba lentamente, pero con tal pericia,
que al introducir en el perol su mano armada de un pedazo de pan, bajaba
considerablemente el nivel. El enorme bocado ocupaba su boca, hinchándole
los carrillos. Trabajaban las mandíbulas con la fuerza y la regularidad de una
rueda de molino, y mientras tanto, sus ojos fijos en el puchero exploraban las
profundidades, calculando los viajes que aún tendría que realizar la mano para
trasladarlo todo a su boca.
De vez en cuando arrancábase de esta contemplación. ¡Cristo! El hombre
honrado y trabajador no debe olvidar sus obligaciones en medio del placer.
Miraba fuera de la barca, y al ver aproximarse los pájaros, lanzaba su aviso:
—¡Don Joaquín! ¡Per la part del Palmar… Don Joaquín! ¡Per la part del
Saler!
Después de avisar al cazador por dónde venían las aves, sentíase fatigado
de tanto trabajo y daba un fuerte tentón a la bota de vino, reanudando el mudo
diálogo con el puchero.
Llevaba el amo derribadas unas tres fòchas, cuando Sangonera dejó a un
lado el perol casi vacío. En el fondo, adheridas a las paredes de barro,
quedaban unas cuantas hilachas. El vagabundo sintió el llamamiento de su
conciencia. ¿Qué iba a quedar para el amo si se lo comía todo? Debía
contentarse con una mojadita nada más. Y guardando el puchero bajo la proa
cuidadosamente tapado, su curiosidad le impulsó a abrir el segundo.
¡Redèu, que sorpresa! Lomo de cerdo, longanizas, embutido del mejor;
todo frío, pero con un tufillo de grasa que conmovió al vagabundo. ¡Cuánto
tiempo hacía que su estómago, habituado a la carne blanca e insípida de las
anguilas, no había sentido el peso de las cosas buenas que se fabrican tierra
adentro…! Sangonera se reprochó como una falta de respeto al amo despreciar
el segundo puchero. Sería tanto como manifestar que él, hambriento
vagabundo, no se enternecía ante las buenas cosas que guisaban en casa de
don Joaquín. Por una mojada más o menos no iba a enfadarse el cazador.
Y otra vez volvió a acomodarse en el fondo de la barca, con las piernas
cruzadas y el puchero entre ellas. Sangonera se estremecía voluptuosamente al
tragar los bocados; cerraba los ojos para apreciar mejor su lento descenso al
estómago. ¡Qué día, Señor, qué gran día…! Parecíale que mascaba por
primera vez en toda la mañana. Ahora miraba con desprecio el primer
puchero, metido bajo la proa. Aquel guiso era bueno como entretenimiento,
para engañar el estómago y divertir las mandíbulas. Lo bueno era esto: las
morcillas, la longaniza, el lomo apetitoso que se deshacía entre los dientes,
dejando tal sabor, que la boca buscaba otro pedazo, y otro después, sin tener
nunca bastante.
Al ver la facilidad con que se vaciaba el segundo puchero, Sangonera
sentía afán por servir al amo, cumpliendo minuciosamente sus obligaciones; y
siempre con las mandíbulas ocupadas, miraba a todos lados, lanzando unos
gritos que parecían mugidos:
—¡Per la part del Saler…! ¡Per la part del Palmar!
Para que no se formase un tapón en su garganta, apenas si dejaba quieta la
bota. Bebía y bebía de aquel vino, mucho mejor que el de Neleta; y el rojo
líquido parecía excitar su apetito, abriendo nuevas simas en el estómago sin
fondo. Sus ojos brillaban con el fuego de una embriaguez feliz; su cara, en
fuerza de colorearse, tomaba un tinte violáceo, y los eructos ruidosos le
conmovían de pies a cabeza. Con sonrisa placentera se golpeaba el hinchado
vientre.
—¡Eh! ¿qué tal? ¿cóm va aixó? —preguntaba a su estómago, como si
fuese un amigo, dándole palmadas.
Y su embriaguez era más dulce que nunca: una embriaguez de hombre bien
comido que bebe en plena digestión; no la borrachera triste y lóbrega que le
acometía en su miseria cuando arrojaba copas y copas en el estómago vacío,
encontrando en las riberas del lago gentes que le convidaban siempre a beber,
pero nadie que le ofreciera un pedazo de pan.
Sumíase en su borrachera sonriente, sin dejar por esto de comer. La
Albufera la veía de color de rosa. El cielo, de un azul luminoso, parecía
rasgarse con una sonrisa igual a aquella que le acarició una noche en el camino
de la Dehesa. Únicamente veía negro, con la lobreguez de una tumba vacía, el
puchero que guardaba entre las piernas. Se lo había comido todo. Ni restos
quedaban del embutido.
Quedó como aterrado un momento por su voracidad. Pero después su
apetito le dio risa, y para pasar la amargura de la falta, empinó la bota largo
rato.
Reía a carcajadas pensando en lo que dirían en el Palmar al conocer su
hazaña, y con el deseo de completarla probando todos los víveres de don
Joaquín, destapó el tercer puchero.
¡Rediel! Dos capones atascados entre las paredes de barro, con la piel
dorada y chorreando grasa: dos adorables criaturas del Señor, sin cabeza, con
los muslos unidos al cuerpo por varias vueltas de tostado bramante y la
pechuga saliente y blanca como la de una señorita. ¡Si no metía mano a
aquello no era hombre! ¡Aunque don Joaquín le soltase un escopetazo…!
¡Cuánto tiempo que no probaba tales golosinas! No había comido carne desde
la época en que servía de perro a Tonet y cazaban por bravura en la Dehesa.
Pero pensando en la carne estoposa y áspera de los pájaros del lago,
amontonábase el placer con que devoraba las blancas fibras de los capones, la
piel dorada, que crujía entre sus dientes mientras chorreaba la grasa por la
comisura de sus labios.
Comía como un autómata, con la voluntad tenaz de tragar y tragar,
mirando ansiosamente lo que quedaba en el fondo del puchero, como si
estuviera empeñado en una apuesta.
De vez en cuando sentía arrebatos infantiles: deseos de ebrio, de alborotar
y hacer jugarretas. Cogía manzanas del cesto de la fruta y las arrojaba contra
los pájaros que volaban lejos, como si pudiera alcanzarlos.
Sentía hacia don Joaquín una gran ternura por la felicidad que le había
proporcionado; deseaba tenerle cerca para abrazarlo; le hablaba de tú con
tranquila insolencia; y sin que se viera un ave en el horizonte, bramaba con
mugido interminable:
—¡Chimo! ¡Chimo…! ¡Tira… que t’entren!
En vano se revolvía el cazador mirando a todas partes. No se veía un
pájaro. ¿Qué quería aquel loco? Lo que debía hacer era aproximarse para
recoger las fúlicas muertas que flotaban en torno del puesto. Pero Sangonera
volvía a encogerse en la barca sin obedecer el mandato. ¡Tiempo quedaba! ¡Ya
iría después! ¡Qué matase mucho era su deseo…! En su afán de probarlo todo,
destapaba ahora las botellas, gustando tan pronto el ron como la absenta pura,
mientras la Albufera comenzaba a obscurecerse para él en pleno sol y sus
piernas parecían clavarse en las tablas de la barca, sin fuerzas para moverse.
A mediodía, don Joaquín, hambriento y deseoso de salir de aquel cubo que
le obligaba a permanecer inmóvil, llamó al barquero. En vano sonaba su voz
en el silencio.
—¡Sangonera…! ¡Sangonera!
El vagabundo, con la cabeza por encima de la Borda, le miraba fijamente,
repitiendo que iba en seguida, pero continuaba inmóvil, como si no lo
llamasen a él. Cuando el cazador, rojo de tanto gritar, le amenazaba con un
escopetazo, hizo un esfuerzo, se puso en pie tambaleando, buscó la percha por
toda la barca teniéndola junto a sus manos, y por fin comenzó a aproximarse
lentamente.
Al saltar don Joaquín al barquito pudo estirar sus piernas, entumecidas por
tantas horas de espera. El barquero, por su mandato, comenzó a recoger los
pájaros muertos; pero lo hacía a tientas, como si no los viese, echando el
cuerpo fuera con tanto ímpetu, que varias veces hubiese caído al agua a no
sostenerlo el amo.
—¡Malaít! —exclamaba el cazador—. ¿Es que estás borracho?
Pronto tuvo la explicación examinando sus provisiones ante la mirada
estúpida de Sangonera. ¡Los pucheros vacíos; la bota arrugada y mustia, las
botellas abiertas; de pan sólo algunos mendrugos, y la cesta de la fruta podía
volcarse sobre el lago sin miedo a que cayera nada!
Don Joaquín sintió deseos de levantar la culata de su escopeta sobre el
barquero; pero pasado este impulso, quedóse contemplándolo con asombro.
¿Aquel destrozo lo había hecho él solo…? ¡Vaya un modo de dar mojaditas
que tenía el bigardo! ¿Dónde se había metido tanta cosa…? ¿Podía caber en
estómago humano…?
Pero Sangonera, oyendo al enfurecido cazador, que le llamaba pillo y
sinvergüenza, sólo sabía contestar con voz quejumbrosa:
—¡Ay, don Joaquín…! ¡Estic mal! ¡molt mal…!
Sí que se sentía mal. No había más que ver su cara amarillenta, sus ojos
que en vano pugnaban por abrirse, sus piernas que no podían sostenerse
erguidas.
Enfurecido el cazador, iba a golpear a Sangonera, cuando éste se desplomó
en el fondo del barquito, clavándose las uñas en la faja como si quisiera
abrirse el vientre. Encorvábase hecho una pelota, con dolorosas convulsiones
que crispaban su cara, dando a los ojos una vidriosa opacidad.
Gemía y al mismo tiempo arqueábase con profundas convulsiones,
pugnando por arrojar del cuerpo el prodigioso atracón, que parecía asfixiarle
con su peso.
El cazador no sabía qué hacer, y otra vez encontraba enojoso su viaje a la
Albufera. Tras media hora de juramentos, cuando ya se creía condenado a
coger la percha y emprender por sí mismo la marcha hacia el Saler, se
apiadaron de sus gritos unos labradores de los que cazaban sueltos por el lago.
Reconocieron a Sangonera y adivinaron su mal. Era un atracón de muerte:
aquel vagabundo debía acabar así.
Movidos por esa fraternidad de las gentes del campo, que les impulsa a
prestar ayuda hasta a los más humildes, cargaron a Sangonera en su barca para
llevarlo al Palmar, mientras uno de ellos se quedaba con el cazador, satisfecho
de servirle de barquero a cambio de disparar su escopeta.
A media tarde vieron las mujeres del Palmar caer al vagabundo a la orilla
del canal, con la inercia de un fardo.
—¡Pillo…! ¡Alguna borrachera! —gritaban todas.
Pero los buenos hombres que hacían la caridad de llevarlo en alto como un
muerto hasta su mísera barraca movían la cabeza tristemente. No era sólo
embriaguez, y si el vago escapaba de aquélla, bien podía decirse que su carne
era de perro. Relataban aquel atragantamiento portentoso que le ponía a morir,
y las gentes del Palmar reían asombradas, sin ocultar al mismo tiempo su
satisfacción, contentas de que uno de los suyos demostrase tan inmenso
estómago.
¡Pobre Sangonera! La noticia de su enfermedad circuló por todo el pueblo,
y las mujeres fueron en grupos hasta la puerta de la barraca, asomándose a este
antro del que todos huían antes. Sangonera, tendido en la paja, con los ojos
vidriosos fijos en el techo y la cara de color de cera, se estremecía, rugiendo
de dolor, como si le desgarraran las entrañas. Expelía en torno de él
nauseabundos arroyos de líquidos y alimentos a medio masticar.
—¿Cóm estás, Sangonera? —preguntaban desde la puerta.
Y el enfermo contestaba con un gruñido doloroso, cambiando de posición
para volver la espalda, molestado por el desfile de todo el pueblo.
Otras mujeres más animosas entraban, arrodillándose junto a él, y le
tentaban el abdomen, queriendo saber dónde le dolía. Discutían entre ellas
sobre los medicamentos más apropiados, recordando los que habían surtido
efecto en sus familias. Después buscaban a ciertas viejas acreditadas por sus
remedios, que gozaban de mayor respeto que el pobre médico del Palmar.
Llegaban unas con cataplasmas de hierbas guardadas misteriosamente en sus
barracas; presentábanse otras con un puchero de agua caliente, queriendo que
el enfermo se lo tragase de golpe. La opinión de todas era unánime. El infeliz
tenía «parada» la comida en la boca del estómago y había que hacer que
«arrancase»… ¡Señor, qué lástima de hombre! Su padre muerto de una
borrachera y él estirando la pata de un atracón. ¡Qué familia!
Nada revelaba a Sangonera la gravedad de su estado como esta solicitud de
las mujeres. Se miraba en la conmiseración general como en un espejo y
adivinaba el peligro al verse atendido por las mismas que el día anterior se
burlaban de él, riñendo a los maridos y a los hijos cuando los encontraban en
su compañía.
—¡Pobret! ¡pobret! —murmuraban todas.
Y con esa valentía de que sólo es capaz la mujer ante la desgracia, le
rodeaban, saltando sobre los residuos hediondos que salían a borbotones de su
boca. Ellas sabían lo que era aquello: tenía «un nudo» en las tripas; y con
caricias maternales le decidían a que abriese sus mandíbulas, apretadas por la
crispación, haciéndole tragar toda clase de líquidos milagrosos, que al poco
rato devolvía a los pies de las enfermeras.
Al cerrar la noche lo abandonaron; habían de guisar la cena en sus casas. Y
el enfermo quedó solo en el fondo de la choza, inmóvil bajo la luz rojiza de un
candil que las mujeres colgaron de una grieta. Los perros del pueblo asomaban
a la puerta sus hocicos y consideraban largamente con sus ojos profundos al
enfermo, alejándose después con lúgubre aullido.
Durante la noche fueron los hombres los que visitaron la barraca. En la
taberna de Cañamèl se hablaba del suceso, y los barqueros, asombrados de la
hazaña de Sangonera, querían verle por última vez.
Se asomaban a la puerta con paso vacilante, pues los más de ellos estaban
ebrios después de haber comido con los cazadores.
—Sangonera… ¡Fill meu! ¿Cóm estás?
Pero inmediatamente retrocedían, heridos por el hedor del lecho de
inmundicias en que se revolvía el enfermo. Algunos más animosos llegaban
hasta él, para bromear con brutal ironía, invitándolo a beber la última copa en
casa de Cañamèl; pero el enfermo sólo contestaba con un ligero mugido y
cerraba los ojos, sumiéndose de nuevo en su sopor, cortado por vómitos y
estremecimientos. A media noche el vagabundo quedó abandonado.
Tonet no quiso ver a su antiguo compañero. Había vuelto a la taberna,
después de un largo sueño en la barca; sueño profundo, embrutecedor, rasgado
a trechos por rojas pesadillas y arrullado por las descargas de los cazadores,
que rodaban en su cerebro como truenos interminables.
Al entrar se sorprendió viendo a Neleta sentada ante los toneles, con una
palidez de cera, pero sin la menor inquietud en sus ojos, como si hubiese
pasado la noche tranquilamente. Tonet se asombraba ante la fuerza de ánimo
de su amante.
Cambiaron una mirada profunda de inteligencia, como miserables que se
sienten unidos con nueva fuerza por la complicidad.
Después de larga pausa, ella se atrevió a preguntarle. Quería saber cómo
había cumplido su encargo. Y él contestó, con la cabeza inclinada y los ojos
bajos, cual si todo el pueblo le contemplase… Sí; lo había dejado en lugar
seguro. Nadie podría descubrirlo.
Tras estas palabras, cambiadas con rapidez, los dos quedaron silenciosos,
pensativos: ella tras el mostrador; él sentado en la puerta, de espaldas a Neleta,
evitando verla. Parecían anonadados, como si gravitase sobre ellos un peso
inmenso. Temían hablarse, pues el eco de su voz parecía avivar los recuerdos
de la noche anterior.
Habían salido de la situación difícil; ya no corrían ningún peligro. La
animosa Neleta se asombraba de la facilidad con que todo se había resuelto.
Débil y enferma, encontraba ánimos para permanecer en su sitio; nadie podía
sospechar lo ocurrido durante la noche, y sin embargo, los amantes se sentían
súbitamente alejados. Algo se había roto para siempre entre los dos. El vacío
que dejaba al desaparecer aquel pequeñuelo apenas visto se agrandaba
inmensamente, aislando a los dos miserables. Pensaban que en adelante no
tendrían más aproximación que la mirada que cruzasen recordando su antiguo
crimen. Y en Tonet aún era más grande la inquietud al recordar que ella
desconocía la verdadera suerte del pequeño.
Al llegar la noche, se llenó la taberna de barqueros y cazadores que volvían
a sus tierras de la Ribera, mostrando los manojos de pájaros muertos
ensartados por el pico.
¡Gran tirada! Todos bebían, comentando la suerte de determinados
cazadores y la brutal hazaña de Sangonera. Tonet iba de grupo en grupo con el
deseo de distraerse, discutiendo y bebiendo en todos los corrillos. Su propósito
de olvidar por medio de la embriaguez le hacía beber y beber con forzada
alegría, y los amigos celebraban el buen humor del Cubano. Nunca le habían
visto tan alegre.
El tío Paloma entró en la taberna y sus ojillos escudriñadores se fijaron en
Neleta.
—¡Reina…! ¡Qué blanca! ¿Es qu’estás mala…?
Neleta habló vagamente de una jaqueca que no la había dejado dormir,
mientras el viejo guiñaba sus ojos maliciosamente, uniendo la mala noche a la
fuga inexplicable de su nieto. Después se encaró con éste. Le había puesto en
ridículo ante aquel señor de Valencia. Su conducta no era digna de un barquero
de la Albufera. Con menos motivo había dado de bofetadas a más de uno en
sus buenos tiempos. Sólo a un perdido como él podía ocurrírsele convertir en
barquero a Sangonera, que había reventado de hartura apenas lo dejaron solo.
Tonet se excusó. Tiempo le quedaba de servir a aquel señor. Dentro de dos
semanas sería la fiesta de Santa Catalina, y Tonet se prestaba a ser su
barquero. El tío Paloma, aplacando su cólera ante las explicaciones del nieto
dijo que ya había invitado a don Joaquín a una cacería en los carrizales del
Palmar. Vendría a la semana siguiente, y él y Tonet serían sus barqueros.
Había que contentar a la gente de Valencia, para que la Albufera tuviera
siempre buenos aficionados. Si no, ¿qué sería de la gente del lago?
Aquella noche se emborrachó Tonet, y en vez de subir a la habitación de
Neleta se quedó roncando junto al hogar. Ninguno de los dos se buscó;
parecían huir uno del otro, encontrando cierto alivio en su aislamiento.
Temblaban de verse juntos en la habitación. Temían que resucitase el recuerdo
de aquel ser que había pasado entre los dos como el lamento de una vida
inmediatamente sofocada.
Al día siguiente Tonet volvió a embriagarse. No quería verse a solas con su
razón; necesitaba embrutecerla con el alcohol para conservarla muda y
dormida.
Llegaban a la taberna nuevas noticias sobre el estado de Sangonera. Se
moría sin remedio. Los hombres habían vuelto a sus faenas y las mujeres que
entraban en la barraca del vagabundo reconocían la impotencia de sus
remedios. Las más viejas explicaban la enfermedad a su modo. Se le había
podrido el tapón de alimentos que cerraba la boca de su estómago. No había
más que ver cómo se le hinchaba el vientre.
Llegó el médico de Sollana, en una de sus visitas semanales, y lo llevaron
a la barraca de Sangonera. El jornalero de la ciencia movió la cabeza
negativamente. Nada quedaba que hacer. Era una apendicitis mortal: la
consecuencia de un abuso extraordinario que llenaba de asombro al médico. Y
por el pueblo repetían lo de la apendicitis, recreándose las mujeres en
pronunciar una palabra tan extraña para ellas.
El vicario don Miguel creyó llegado el momento de entrar en la barraca de
aquel renegado. Nadie como él sabía despachar a la gente con prontitud y
franqueza.
—¡Che! —dijo desde la puerta—, ¿tú eres cristiá?
Sangonera hizo un gesto de asombro. ¿Qué si era cristiano? Y como
escandalizado por la pregunta, miró al techo de su barraca, acariciando con
arrobamiento y esperanza el pedazo de cielo azul que se veía por los
desgarrones de la cubierta.
Bueno; pues, entre hombres, ¡fuera mentiras! continuó el vicario. Debía
confesarse, porque iba a morir. Ni más ni menos… Aquel cura de escopeta no
usaba rodeos con sus feligreses.
Por los ojos del vagabundo pasó una expresión de terror. Su existencia
llena de miserias se le apareció con todo el encanto de la libertad sin límites.
Vio el lago, con sus aguas resplandecientes; la Dehesa rumorosa, con sus
espesuras perfumadas, llena de flores silvestres, y hasta el mostrador de
Cañamèl, ante el cual soñaba, contemplando la vida de color de rosa al través
de los vasos… ¡Y todo aquello iba a abandonarlo…! De sus ojos vidriosos
comenzaron a rodar lágrimas. No había remedio: le llegaba la hora de morir.
Contemplaría en otro mundo mejor la sonrisa celestial, de inmensa
misericordia, que una noche le acarició junto al lago.
Y con repentina tranquilidad, entre náuseas y crispamientos, confesó en
voz baja al sacerdote sus raterías contra los pescadores, tan innumerables, que
no podía recordarlas más que en masa. Junto con sus pecados revelaba sus
esperanzas: su fe en Cristo, que vendría nuevamente a salvar a los pobres; su
encuentro misterioso de cierta noche en la orilla del lago. Pero el vicario le
interrumpía con rudeza:
—Sangonera, menos romansos. ¡Tú delires…! La veritat… digues la
veritat.
La verdad ya la había dicho. Todos sus pecados consistían en huir del
trabajo, por creer que era contrario a los mandatos del Señor. Una vez se había
resignado a ser como los demás, a prestar sus brazos a los hombres,
poniéndose en contacto con la riqueza y sus comodidades, y ¡ay! pagaba esta
inconsecuencia con la vida.
Todas las mujeres del Palmar se mostraron enternecidas por el final del
vagabundo. Había vivido como un hereje después de su fuga de la iglesia, pero
moría como un cristiano. Su enfermedad no le permitía recibir al Señor, y el
vicario le administró el último sacramento, manchándose la sotana con sus
vómitos.
Sólo entraban en la barraca algunas viejas animosas que se dedicaban por
abnegación a amortajar a todos los que morían en el pueblo. En la choza era
insoportable el hedor. La gente hablaba con misterio y asombro de la agonía
de Sangonera. Desde el día anterior no eran alimentos lo que arrojaba su boca:
era algo peor; y las vecinas, apretándose las narices, se lo imaginaban tendido
en la paja, rodeado de inmundicias.
Murió al tercer día de enfermedad, con el vientre hinchado, la cara
crispada, las manos contraídas por el sufrimiento y la boca dilatada de oreja a
oreja por las últimas convulsiones.
Las mujeres más ricas del Palmar, que frecuentaban el presbiterio, sentían
tierna conmiseración por aquel infeliz que se había reconciliado con el Señor
después de una vida de perro. Quisieron que emprendiese dignamente el
último viaje, y marcharon a Valencia para los preparativos del entierro,
gastando una cantidad que jamás había visto Sangonera en vida.
Lo vistieron con un hábito religioso, dentro de un ataúd blanco con galones
de plata, y el vecindario desfiló ante el cadáver del vagabundo.
Sus antiguos compañeros se frotaban los ojos enrojecidos por el alcohol,
conteniendo la risa que les causaba ver a su amigote tan limpio, en una caja de
soltero y vestido de fraile. Hasta su muerte parecía cosa de broma. ¡Adiós,
Sangonera…! ¡Ya no se vaciarían los mornells antes de la llegada de sus
dueños; ya no se adornaría con las flores de los ribazos, como un pagano
ebrio! Había vivido libre y feliz, sin las fatigas del trabajo, y hasta en el trance
de la muerte sabía marchar al otro mundo, con aparato de rico, a costa de los
demás.
A media noche metieron el féretro en el «carro de las anguilas», entre los
cestones de la pesca, y el sacristán del Palmar, con otros tres amigos, condujo
el cadáver al cementerio, deteniéndose en todas las tabernas del camino.
Tonet no se dio exacta cuenta de la muerte de su compañero. Vivía entre
tinieblas, siempre bebiendo, y la embriaguez causaba en él un mutismo
profundo. El miedo contenía su verbosidad, temiendo hablar demasiado.
—¡Sangonera ha mòrt! ¡El teu compañero! —le decían en la taberna.
Él contestaba con gruñidos, bebiendo y dormitando, mientras los
parroquianos atribuían su silencio a la pena por la muerte del camarada.
Neleta, blanca y triste, como si a todas horas pasase y repasase un fantasma
ante sus ojos, pretendía evitar que su amante bebiera.
—Tonet, no begues —decía con dulzura.
Y se asustaba ante el gesto de rebelión, de sorda cólera con que le
contestaba el borracho. Adivinaba que su imperio sobre aquella voluntad se
había desvanecido. Algunas veces veía brillar en sus ojos un odio naciente,
una animosidad de esclavo resuelto a chocar con el antiguo opresor,
aniquilándole.
No prestaba atención a Neleta, y llenaba su vaso en todos los toneles de la
casa. Cuando le sorprendía el sueño, tendíase en cualquier rincón, y allí
permanecía como muerto, mientras la Centella, con el dulce instinto de los
perros, acariciaba su rostro y sus manos.
Tonet no quería que despertase su pensamiento. Tan pronto como la
embriaguez comenzaba a desvanecerse, sentía una inquietud penosa. Las
sombras de los que entraban en la taberna, al proyectarse en el suelo, le hacían
levantar la cabeza con alarma, como si temiese la aparición de alguien que
turbaba sus sueños con el escalofrío del terror. Necesitaba reanudar la
embriaguez, no salir de su estado de embrutecimiento, que le amodorraba el
alma embotando sus sensaciones.
Al través de los velos con que la embriaguez envolvía su pensamiento,
todo le parecía lejano, difuso, borroso. Creía que iban transcurridos muchos
años desde aquella noche pasada en el lago: la última de su existencia de
hombre, la primera de una vida de sombras, que atravesaba a tientas con el
cerebro obscurecido por el alcohol. El recuerdo de aquella noche le hacía
temblar apenas se sentía libre de la embriaguez. Solamente borracho podía
tolerar este recuerdo, viéndolo indeciso, como una de esas vergüenzas lejanas
cuya evocación duele menos perdida en las brumas del pasado.
Su abuelo vino a sorprenderle en este embrutecimiento. El tío Paloma
aguardaba al día siguiente la llegada de don Joaquín para una cacería en los
carrizales. ¿Quería cumplir el nieto su palabra? Neleta le instó a que aceptase.
Estaba enfermo, le convenía distraerse, llevaba más de una semana sin salir de
la taberna. El Cubano se sintió atraído por la promesa de un día de agitación.
Su entusiasmo de cazador volvió a renacer. ¿Iba a vivir siempre lejos del lago?
Pasó el día cargando cartuchos, limpiando la magnífica escopeta del
difunto Cañamèl; y ocupado en esto, bebió menos. La Centella saltaba en
torno de él, ladrando de alegría al ver los preparativos.
A la mañana siguiente se presentó el tío Paloma, trayendo en el barquito a
don Joaquín con todos sus arreos vistosos de cazador.
El viejo estaba impaciente y daba prisa a su nieto. Sólo quería detenerse el
tiempo preciso para que el señor tomase un bocado, y en seguida a los
carrizales. Había que aprovechar la mañana.
Al poco rato partieron: Tonet delante llevando la Centella en su barquito,
como un mascarón de proa, y a continuación la barca del tío Paloma, donde
don Joaquín examinaba con asombro la escopeta del viejo, aquella arma
famosa llena de remiendos, de la que tantas proezas se contaban en el lago.
Los dos barquitos salieron a la Albufera. Tonet, viendo que su abuelo
perchaba hacia la izquierda, quiso saber adónde iban. El viejo se asombró de
la pregunta. Iban al Bolodró, la mata más grande de las inmediatas al pueblo.
Allí abundaban más que en otros puntos los gallos de cañar y las pollas de
agua. Tonet quería ir lejos: a las matas del centro del lago. Y entre los dos
barqueros comenzó una empeñada discusión. Pero el viejo acabó por
imponerse, y Tonet tuvo que seguirle de mala voluntad, moviendo sus
hombros como resignado.
Los dos barquitos entraron en un callejón de agua entre los altos carrizos.
La anea crecía a manojos entre los senills; las cañas se confundían con los
juncos, y las plantas trepadoras, con sus campanillas blancas y azules, se
enredaban en esta selva acuática formando guirnaldas. La confusa maraña de
raíces daba una apariencia de solidez a los macizos de cañas. En el callejón, el
agua mostraba en su fondo extrañas vegetaciones que subían hasta la
superficie, no sabiéndose en ciertos momentos si navegaban los barquitos o se
arrastraban sobre campos verdosos cubiertos por un débil cristal.
El silencio de la mañana era profundo en este rincón de la Albufera, que
aún parecía más salvaje a la luz del sol; de vez en cuando, un chillido de
pájaro en la espesura, un ruido de burbujas en el agua, delatando la presencia
de bichos ocultos entre las viscosidades del fondo.
Don Joaquín preparaba la escopeta, esperando que pasasen los pájaros de
un lado a otro del espeso carrizal.
—Tonet, dona una vòlta —ordenó el viejo.
Y el Cubano salió con su barquito a toda percha para rodar en torno de la
mata, sacudiendo las cañas, a fin de que, asustados los pájaros, se trasladasen
de una punta a otra del carrizal.
Tardó más de diez minutos en dar la vuelta al cañar.
Cuando volvió al lado de su abuelo ya disparaba don Joaquín contra los
pájaros que, inquietos y asustados, cambiaban de guarida, pasando por el
espacio descubierto.
Asomábanse las pollas a aquel callejón desprovisto de cañas que dejaba su
paso al descubierto. Dudaban un momento en arriesgarse, pero por fin, unas
volando y otras a nado pasaban la vía de agua, y en el mismo momento
alcanzábalas el disparo del cazador.
En este espacio angosto el tiro era seguro, y don Joaquín gozaba las
satisfacciones de un gran tirador viendo la facilidad con que abatía las piezas.
La Centella se arrojaba del barquito, alcanzaba a nado los pájaros, todavía
vivos, y los traía con expresión triunfante hasta las manos del cazador. La
escopeta del tío Paloma no estaba inactiva. El viejo tenía empeño en halagar al
parroquiano, adulándole a tiros, como era su costumbre. Cuando veía un
pájaro próximo a escapar, disparaba, haciendo creer al burgués que era él
quien lo había derribado.
Pasó a nado una hermosa zarceta, y por pronto que tiraron don Joaquín y el
tío Paloma, desapareció en el carrizal.
—¡Va ferida! —gritó el viejo barquero.
El cazador mostrábase contrariado. ¡Qué lástima! Moriría entre las cañas,
sin que pudiesen recogerla…
—¡Búscala, Sentella…! ¡Búscala! —gritó Tonet a su perra.
La Centella se arrojó de la barca, lanzándose en el carrizal, con gran
estrépito de las cañas que se abrían a su paso.
Tonet sonreía, seguro del éxito: la perra traería el pájaro. Pero el abuelo
mostraba cierta incredulidad. Aquellas aves las herían en una punta de la
Albufera, y como ganasen el cañar, iban a morir al extremo opuesto. Además,
la perra era una antigualla como él. En otros tiempos, cuando la compró
Cañamèl, valía cualquier cosa, pero ahora no había que confiar en su olfato.
Tonet, despreciando las opiniones de su abuelo, se limitaba a repetir:
—¡Ya vorá vosté…! ¡Ya vorá vosté!
Se oía el chapoteo de la perra en el fango del carrizal, tan pronto inmediato
como lejano, y los hombres seguían en el silencio de la mañana sus
interminables evoluciones, guiándose por el chasquido de las cañas y el rumor
de la maleza rompiéndose ante el empuje de la vigorosa bestia. Después de
algunos minutos de espera, la vieron salir del carrizal con aspecto desalentado
y los ojos tristes, sin llevar nada en la boca.
El viejo barquero sonreía triunfante. ¿Qué decía él…? Pero Tonet,
creyéndose en ridículo, apostrofaba a la perra, amenazándola con el puño para
que no se aproximara a la barca.
—¡Búscala…! ¡búscala! —volvió a ordenar con imperio al pobre animal.
Y otra vez se metió entre los carrizos, moviendo la cola con expresión de
desconfianza.
Ella encontraría el pájaro. Lo afirmaba Tonet, que la había hecho realizar
trabajos más difíciles. De nuevo sonó el chapoteo del animal en la selva
acuática. Iba de una parte a otra con indecisión, cambiando a cada momento
de pista, sin confianza en sus desordenadas carreras, sin osar mostrarse
vencida, pues tan pronto como tornaba hacia las barcas, asomando su cabeza
entre las cañas, veía el puño del amo y oía el «¡búscala!» que equivalía a una
amenaza.
Varias veces volvió a husmear la pista, y al fin se alejó tanto en sus
invisibles carreras, que los cazadores dejaron de oír el ruido de sus patas.
Un ladrido lejano, repetido varias veces, hizo sonreír a Tonet. ¿Qué tal? Su
vieja compañera podría tardar, pero nada se le escapaba.
La perra seguía ladrando lejos, muy lejos, con expresión desesperada, pero
sin aproximarse. El Cubano silbó.
—¡Aquí, Sentella, aquí…!
Comenzó a oírse su chapoteo cada vez más próximo. Se acercaba
tronchando cañas, abatiendo hierbas, con gran estrépito de agua removida. Por
fin apareció con un objeto en la boca, nadando penosamente.
—¡Aquí, Sentella, aquí…! —seguía gritando Tonet.
Pasó junto a la barca del abuelo, y el cazador se llevó la mano a los ojos
como si le hiriese un relámpago.
—¡Mare de Deu! —gimió aterrado, mientras la escopeta se le iba de las
manos.
Tonet se irguió, con la mirada loca, estremecido de pies a cabeza, como si
el aire faltase de pronto en sus pulmones. Vio junto a la borda de su barca un
lío de trapos, y en él algo lívido y gelatinoso erizado de sanguijuelas: una
cabecita hinchada, deforme, negruzca, con las cuencas vacías y colgando de
una de ellas el globo de un ojo; todo tan repugnante, tan hediondo, que parecía
entenebrecer repentinamente el agua y el espacio, haciendo que en pleno sol
cayese la noche sobre el lago.
Levantó la percha con ambas manos, y fue tan tremendo el golpe, que el
cráneo de la perra crujió como si se rompiese, y el pobre animal, dando un
aullido, se hundió con su presa en las aguas arremolinadas.
Después miró con ojos extraviados a su abuelo, que no adivinaba lo
ocurrido, al pobre don Joaquín, que parecía anonadado por el terror, y
perchando instintivamente, salió disparado cual una flecha por la vía de agua,
como si se incorporase el fantasma del remordimiento, adormecido durante
una semana, y corriera tras él, rasgándole la espalda con sus uñas implacables.

Su carrera fue corta. Al salir a la Albufera vio cerca algunas barcas, oyó
gritos de los que las tripulaban y quiso ocultarse, con el rubor del que se ve
desnudo ante gentes extrañas.
El sol parecía herirle; la inmensa superficie del lago le causaba miedo;
necesitaba agazaparse en un rincón obscuro, no ver, no oír, y viró, volviendo a
meterse en los carrizos.
No fue muy lejos. La proa del barquito se hundió entre las cañas, y el
miserable, soltando la percha, se dejó caer en el fondo de la embarcación con
la cabeza oculta entre las manos. Por mucho tiempo callaron los pájaros,
cesaron los ruidos en el carrizal, como si la vida oculta entre las cañas callase,
aterrada por un rugido salvaje, un lamento entrecortado, que parecía el hipo de
un moribundo.
El miserable lloraba. Después del embrutecimiento, que le había
conservado en completa insensibilidad, el crimen levantábase ante él, como si
no hubiera transcurrido el tiempo, como si acabase de cometerlo. Cuando creía
próximo a borrarse para siempre el recuerdo de su delito, la fatalidad lo hacía
renacer, lo paseaba ante sus ojos, ¡y en qué forma!
El remordimiento resucitaba en él los instintos de padre, muertos desde
aquella noche fatal. El horror le hacía sentir su delito con cruel intensidad.
Aquella carne abandonada a los reptiles del lago era carne suya; aquella
envoltura de materia, vivero de sanguijuelas y gusanos, era el fruto de sus
arrebatos apasionados, de su amor insaciable en el silencio de la noche.
La enormidad del crimen le abrumaba. Nada de excusas; no debía buscar
pretextos, como otras veces, para seguir adelante. Era un miserable, indigno de
vivir: una rama seca del árbol de los Palomas, siempre recto, siempre
vigoroso, con aspereza salvaje, pero sano en medio de su aislamiento. La mala
rama debía desaparecer.
Su abuelo tenía razón al despreciarlo. Su padre, su pobre padre, al que
ahora contemplaba con la grandeza de los santos, hacía bien en repelerle como
un brote infame de su existencia. La infeliz Borda, con su vergonzoso origen,
era más hija de los Palomas que él.
¿Qué había hecho durante su vida? Nada; su voluntad sólo tenía fuerzas
para huir del trabajo. El desdichado Sangonera había sido mejor que él: solo
en el mundo, sin familia, sin necesidades en su dura existencia de vagabundo,
podía vivir inactivo, con la dulce inconsciencia de los pájaros. Pero él,
devorado por ardorosos apetitos, huyendo egoístamente del deber, había
querido ser rico, vivir descansado, siguiendo tortuosas sendas, despreciando
los consejos de su padre, que adivinaba el peligro; y de la pereza sin dignidad,
había venido a caer en el crimen.
Le espantaba su delito. Su conciencia de padre arañábale al despertar, pero
aún sufría de una herida mayor y más sangrienta. La soberbia viril, aquel afán
de ser fuerte y dominar a los hombres por el arrojo, le hacía sufrir el tormento
más cruel. Veía en lontananza el castigo, el presidio, ¡quién sabe si el carafalet,
última apoteosis del hombre-bestia! Todo lo aceptaba; pues al fin, para los
hombres se había hecho; pero por algo digno de un ser fuerte, por reñir, por
matar cara a cara, tinto en sangre hasta los codos, con la locura salvaje del ser
humano que se trueca en fiera… ¡Pero matar a un recién nacido sin otra
defensa que su llanto! ¡Confesar ante el mundo que él, el valentón, el antiguo
guerrillero, para caer en el crimen, sólo había osado asesinar a un hijo suyo!
Y lloraba, lloraba, sintiendo, más que los remordimientos, la vergüenza de
su cobardía y el despecho por su vileza.
En las tinieblas de su pensamiento brillaba como un punto de luz cierta
confianza en sí mismo. Él no era malo. Tenía la buena sangre de su padre. Su
delito era el egoísmo, la voluntad débil, que le había hecho apartarse de la
lucha por la vida. La perversa era Neleta, aquella fuerza superior que le
encadenaba, aquel egoísmo férreo que arrollaba el suyo, plegándolo a todos
sus contornos como una vestidura dúctil. ¡Ay, si no la hubiese conocido! ¡Si al
volver de tierras lejanas no hubiera encontrado fijos en él los ojos glaucos que
parecían decirle: «Tómame: ya soy rica; he realizado la ilusión de mi vida:
ahora me faltas tú»!
Ella había sido la tentación, el impulso que le arrojó en la sombra, el
egoísmo y la codicia con la careta del amor que le guiaron hasta el crimen. Por
conservar migajas de su fortuna, no vacilaba ella en abandonar un trozo de sus
entrañas; y él, esclavo inconsciente, completaba la obra aniquilando su propia
carne.
¡Cuán miserable le parecía su existencia! Pasaba confusamente por su
memoria la vieja tradición de la Sancha, aquel cuento de la serpiente que
repetían las generaciones en las riberas del lago. Él era como el pastor de la
leyenda: había acariciado de pequeña a la serpiente, la había alimentado,
prestándola hasta el calor de su cuerpo, y al volver de la guerra asombrábase
viéndola grande, Poderosa, embellecida por el tiempo, mientras ella se le
enroscaba con un abrazo fatal, causándole la muerte con sus caricias.
Su serpiente estaba en el pueblo, como la del pastor en el llano salvaje.
Aquella Sancha del Palmar, desde su asiento de la taberna, era la que le
mataba con los anillos inflexibles del crimen.
No quería volver al mundo. Imposible vivir entre gentes: no podría
mirarlas; vería en todas partes la cabecita deforme, hinchada, monstruosa, con
sus cuencas profundas devoradas por los gusarapos. Sólo al pensar en Neleta
un velo de sangre pasaba por sus ojos, y en medio de su arrepentimiento
alzábase el deseo homicida, el impulso de matar a la que consideraba ahora
como su enemiga implacable… ¿Para qué un nuevo crimen?
Allí, en la soledad, lejos de toda mirada, se sentía mejor, y allí quería
quedarse.
Además, un miedo absorbente surgía en él con toda la fuerza del egoísmo,
única pasión de su vida. Tal vez a aquellas horas circulaba por el Palmar la
noticia del horrible suceso. Su abuelo callaría, pero aquel extraño venido de la
ciudad no tenía por qué guardar silencio. Buscarían, averiguarían, vendrían los
tricornios charolados desde la huerta de Ruzafa; él no tendría valor para
sostener las miradas, no sabría mentir, confesaría el crimen, y su padre, aquel
trabajador puro ante Dios, moriría de vergüenza… Y sí lograba encerrarse en
su mentira, salvando la cabeza, ¿qué ganaba con ello? ¿Habría de volver a los
brazos de Neleta, a verse oprimido otra vez por los anillos del reptil…? No;
todo había acabado. Era la mala rama y debía caer; no obstinarse en seguir
muerto y sin jugo, agarrado al árbol, paralizando su vida.
Ya no lloraba. Con un supremo esfuerzo de su voluntad salió del doloroso
ensimismamiento.
Caída en la proa de la barca estaba la escopeta de Cañamèl. Tonet la miró
con expresión irónica. ¡Bien reiría el tabernero si le viese! Por primera vez, el
parásito engordado a su sombra iba a emplear para una acción buena algo de
lo que le había usurpado.
Con tranquilidad de autómata se descalzó un pie, arrojando lejos la
alpargata. Montó las dos llaves de la escopeta, y desabrochándose la blusa y la
camisa, se inclinó sobre el arma hasta apoyar en el doble cañón su pecho
desnudo.
El pie descalzo subió dulcemente a lo largo de la culata buscando los
gatillos, y una doble detonación conmovió con tanta fuerza el carrizal, que de
todos lados salieron revoloteando las aves, locas de miedo.
El tío Paloma no volvió al Palmar hasta la caída de la tarde.
Había dejado en el Saler a su cazador, que deseaba cuanto antes salir del
lago y llegar a la ciudad, jurando no volver a aquellos sitios. ¡En dos viajes,
dos desgracias! La Albufera sólo guardaba para él sorpresas terribles. La
última le iba a costar una enfermedad. El tranquilo ciudadano, padre de
numerosa prole, no podía apartar de su memoria el lúgubre envoltorio que
había pasado ante sus ojos. Seguramente que al llegar a su casa tendría que
meterse en cama pretextando cualquier dolencia. La sorpresa le había
conmovido profundamente.
El mismo cazador aconsejaba al tío Paloma una reserva absoluta. ¡Qué no
se le escapase una palabra! Nada habían visto. Debía recomendar el silencio a
su pobre nieto, fugitivo, sin duda, por la impresión de la terrible sorpresa. El
lago había vuelto a tragarse el secreto, y sería una candidez que ellos hablasen,
sabiendo cómo marea la justicia a los inocentes cuando cometen la tontería de
ir en su busca. Los hombres honrados deben evitar todo contacto con la ley…
Y el pobre señor, después de desembarcar en tierra firme, no se metió en su
tartana hasta que el barquero, cada vez más pensativo, le juró varias veces que
sería mudo.
Cuando, al anochecer, llegó el tío Paloma al Palmar, amarró frente a la
taberna los dos barquitos en que habían salido por la mañana.
Neleta, derecha tras el mostrador, buscó en vano a Tonet con su mirada.
El viejo adivinó.
—No’l esperes —dijo con voz fosca—. No tornará més…
Y con acento reconcentrado le preguntó si se sentía mejor, hablando de la
palidez de su rostro con una intención que hizo estremecerse a Neleta.
La tabernera adivinó inmediatamente que el tío Paloma conocía su secreto.
—Pero ¿y Tonet? —volvió a preguntar con voz angustiosa.
El viejo hablaba volviendo los ojos, como si deseara no verla, para
conservar su forzada calma. Tonet no volvería más. Había huido lejos, muy
lejos, a un país de donde nunca se vuelve. Era lo mejor que podía haber
hecho… Así, todo quedaba arreglado y en el misterio.
—¿Pero vosté…? ¿Vosté…? —gimió Neleta con angustia, temiendo que el
viejo hablase.
El tío Paloma callaría. Lo afirmó golpeándose el pecho. Despreciaba a su
nieto, pero tenía interés en que nada se supiera. El nombre de los Palomas,
después de siglos de honrado prestigio, no estaba para ser arrastrado por un
perezoso y una perra.
—¡Plòra, gosa, plòra! —decía el barquero con irritación.
Debía llorar toda su vida, ya que era la perdición de una familia. ¡Qué
conservase su dinero! No sería él quien viniera a pedírselo a cambio del
silencio… Y si quería saber dónde estaba su amante, dónde su hijo, no tenía
más que mirar al lago. La Albufera, madre de todos, guardaba el secreto con
tanta fidelidad como él.
Neleta quedó aterrada por esta revelación; pero aún en medio de su
inmensa sorpresa miraba con inquietud al viejo, temiendo por su porvenir al
verlo confiado al mutismo del tío Paloma.
El viejo se golpeó una vez más el pecho. ¡Qué viviese feliz y gozase su
riqueza! Él callaría siempre.
La noche fue lúgubre en la barraca de los Palomas. A la luz moribunda del
candil, el abuelo y el padre, sentados frente a frente, hablaron mucho tiempo,
con su gravedad de seres distanciados por el carácter, que sólo podían
aproximarse a impulsos de la desgracia.
El tío Paloma no usó de paliativos para dar la noticia. Había visto al chico
muerto, con el pecho destrozado por dos cargas de perdigones, hundido en el
barro de la mata, con los pies fuera del agua, junto al barquito abandonado. El
tío Tono apenas pestañeó. Sólo sus labios se apretaron convulsivamente, y con
las manos crispadas se arañó las rodillas.
Un lamento prolongado, estridente, salió del ángulo obscuro de la barraca
donde estaba la cocina, como si en esta lobreguez degollasen a alguien. Era la
Borda que gemía, aterrada por la noticia.
—¡Silènsi, chiqueta! —gritó imperiosamente el viejo.
—¡Calla, calla! —dijo el padre.
Y la infeliz sollozó sordamente, oprimida en su dolor por la firmeza de
aquellos dos hombres de férrea voluntad, que, al ser mordidos por la
desgracia, permanecían con el exterior impasible, sin la más leve emoción en
los ojos.
El tío Paloma relataba lo ocurrido a grandes rasgos: la aparición de la perra
con su horrible presa; la fuga de Tonet; después, a la vuelta del Saler, su
minuciosa exploración por la mata, presintiendo una desgracia, y su hallazgo
del cadáver. Él lo adivinaba todo. Recordaba la desaparición de Tonet la
víspera de la tirada; la palidez y el desfallecimiento de Neleta; su aspecto de
enferma después de aquella noche, y con su astucia de viejo reconstruía el
parto doloroso en el silencio nocturno, con el terror a ser oída por los vecinos,
y después el infanticidio, un crimen que le hacía despreciar a Tonet, más por
cobarde que por criminal.
El viejo, después de soltar su secreto, se sentía aliviado. A su tristeza
sucedía la indignación. ¡Miserables! Aquella Neleta resultaba una perra
ardorosa que había perdido al muchacho, empujándolo al crimen por
conservar su dinero; pero Tonet era cobarde dos veces, y más que por su
delito, renegaba de él viendo que se mataba, loco de miedo, ante las
consecuencias. El «señor» se disparaba dos tiros antes que dar la cara;
encontraba más cómodo desaparecer que pagar su falta, sufriendo el castigo.
Siempre huyendo de la obligación, buscando las sendas fáciles por miedo a la
lucha. ¡Qué tiempos, Cristo! ¿Qué juventud era aquella…?
Su hijo apenas le escuchaba. Seguía inmóvil, anonadado por la desgracia, y
doblaba la cabeza, como sí las palabras de su padre fuesen un golpe que le
abatía para siempre.
La Borda volvió a gemir.
—¡Siènsi! ¡He dit silènsi! —dijo con voz fosca el tío Tono.
A su pena inmensa, reconcentrada y muda, le molestaba que otros se
aliviasen con el llanto, mientras él, por su dureza de varón fuerte, no podía
desahogar el dolor en lágrimas.
El tío Tono habló por fin. Su voz no temblaba, pero velábase con la débil
ronquera de la emoción.
La muerte vergonzosa de aquel desdichado era un final digno de su
conducta. Se lo había predicho: acabaría mal. Cuando se nace pobre, la pereza
es el crimen. Así lo ha arreglado Dios, y hay que conformarse… Pero ¡ay! era
su hijo… ¡su hijo! ¡La carne de su carne! Su férrea rectitud de hombre
honrado mostrábase insensible ante la catástrofe; pero allá dentro del pecho
sentía cierta opresión, como si le hubieran arrancado parte de sus entrañas y
estuviesen a aquellas horas sirviendo de pasto a las anguilas de la Albufera.
Quería verlo por última vez, ¿le entendía su padre…? Quería tenerle en sus
brazos, como de pequeño, cuando lo adormecía cantándole que el pare
trabajaba para hacerle labrador rico, dueño de muchos campos.
—¡Pare… pare! —decía con voz angustiosa al tío Paloma—. ¿Ahón
está…?
El viejo contestó indignado. Debían dejar las cosas como las había
arreglado la casualidad. Era una locura torcer su curso. Nada de escándalos ni
de levantar la punta del misterio. Así estaba bien: oculto todo.
La gente, al no ver a Tonet, creería que había huido en busca de aventuras
y de vida regalada, como al marchar a América. El lago conservaba bien sus
secretos; transcurrirían años antes que una persona pasase por el sitio donde
estaba el suicida. La vegetación de la Albufera lo tapa todo. Además, si
hablaban, si publicaban la muerte, todos querrían saber más, intervendría la
justicia, se averiguaría la verdad, y en vez de un Paloma desaparecido, cuya
vergüenza sólo conocían ellos, tendrían un Paloma deshonrado que se daba
muerte por huir del presidio y tal vez del carafalet. No, Tono; lo decía él con
su autoridad de padre. Por unos cuantos meses de existencia que le quedaban,
debía respetarle, no amargar sus últimos días con la deshonra. Quería beber
tranquilo con los demás barqueros, pudiendo mirarlos cara a cara. Todo estaba
bien; a callar, pues… Además, si descubrían el cadáver, no lo enterrarían en
sagrado. Su crimen y su suicidio le privaban de la misma sábana de tierra que
los demás. Mejor estaba en el agua, hundido en el barro, rodeado de cañas,
como último vástago maldito de una famosa dinastía de pescadores.
Excitado por los lloros de la Borda, el viejo la amenazaba. Debía callar.
¿Es que quería perderlos?
La noche fue interminable, de un silencio trágico. El lóbrego ambiente de
la barraca parecía aún más denso, como si sobre él proyectasen su sombra las
alas negras de la desgracia.
El tío Paloma, con la insensibilidad del viejo duro y egoísta que desea
prolongar su vida, dormitaba en la silleta de esparto. Su hijo pasaba las horas
inmóvil, con los ojos desmesuradamente abiertos, fijos en el oleaje de las
sombras que la trémula luz del candil trazaba en la pared. La Borda, sentada
en el fogón, sollozaba débilmente, oculta en la sombra.
Hubo un momento en que el tío Tono se estremeció como si despertase. Se
irguió, fue a la puerta de la barraca, y abriéndola, miró al cielo estrellado.
Debían ser las tres. La calma de la noche pareció penetrar en él, afirmando la
resolución que acababa de surgir en su voluntad.
Se aproximó al viejo y lo empujó, hasta despertarlo.
—¡Pare… pare! —dijo con voz suplicante—. ¿Ahón está…?
El tío Paloma, medio dormido, protestó furioso. Debía dejarle en paz.
Aquello no tenía remedio. Quería dormir, y ¡ojalá no despertase nunca…!
Pero el tío Tono continuaba suplicando. Debía pensar que era su nieto; él,
que era el padre, no podría vivir mientras no lo contemplase por última vez. Se
lo imaginaría a todas horas en el fondo del lago, corrompido por las aguas,
devorado por las bestias, sin la sepultura en tierra que alcanzaban los más
miserables, hasta aquel Sangonera que vivió sin padre. ¡Ay! ¡Trabajar
sufriendo toda la vida para asegurar el pan al hijo único, y abandonarlo
después, sin saber dónde está su tumba, como los perros muertos que se
arrojan en la Albufera! ¡No podía ser, padre! ¡Era muy cruel! Jamás tendría
valor para navegar en el lago, pensando que tal vez su barca pasaba sobre el
cadáver del hijo.
—¡Pare… pare! —imploraba moviendo al viejo casi dormido.
El tío Paloma se irguió como si fuese a pegarle. ¿Quería dejarle en paz…?
¿Buscar él otra vez a aquel cobarde…? ¡Qué le dejasen dormir! No quería
revolver el barro, con peligro de hacer pública la deshonra de su familia.
—Pero… ¿ahón está? —preguntaba ansioso el padre.
Él iría solo; pero ¡por Dios! debía decirle el sitio. Si el abuelo no hablaba
sentíase capaz de pasar el resto de la vida registrando el lago, aunque hiciera
público su secreto.
—En la mata del Bolodró —dijo por fin el viejo—. Te costará d’encontrar.
Y cerró los ojos, inclinando la cabeza para reanudar aquel sueño del que no
quería salir.
El tío Tono hizo un gesto a la Borda. Cogieron sus azadones de
enterradores, sus perchas de barqueros, los agudos tridentes que servían para
la pesca de las piezas gruesas, encendieron un farol en la luz del candil, y en el
silencio de la noche atravesaron el pueblo para embarcarse en el canal.
El negro barquito, con el farol en la proa, pasó toda la noche
evolucionando por el interior de los carrizales. Veíasele como una estrella roja
errando a través de las cañas.
Cerca del amanecer la luz se apagó. Habían encontrado el cadáver, después
de dos horas de busca angustiosa, tal como lo vio el abuelo: con la cabeza
hundida en el barro, los pies fuera del agua y el pecho convertido en una masa
sanguinolenta, destrozado a boca de jarro por la metralla de los cartuchos de
caza.
Lo recogieron con sus tridentes del fondo del agua. El padre, al clavar su
fitora en aquel bulto blanducho, izándolo a la barca con sobrehumano
esfuerzo, creyó que la hundía en su propio pecho.
Después fue la marcha lenta, angustiosa, mirando a todos lados, como
criminales que temen ser sorprendidos. La Borda, siempre sollozante,
perchaba en la proa; el padre ayudábala en el otro extremo de la barca; y entre
estas dos figuras rígidas, que recortaban su negra silueta en la difusa luz de la
noche estrellada, yacía tendido el cadáver del suicida.
Abordaron a los campos del tío Tono, aquel suelo artificial, formado
espuerta sobre espuerta, a fuerza de puños, con una tenacidad loca.
El padre y la Borda, cogiendo el cadáver, lo descendieron cuidadosamente
a tierra, como si fuese un enfermo que podía despertar. Después, con sus
azadones de enterradores infatigables, comenzaron a abrir una fosa.
Una semana antes aún traían tierra allí desde todos los extremos del lago.
Ahora la quitaban para ocultar la deshonra de la familia.
Comenzaba a amanecer cuando bajaron el cadáver al fondo de la fosa, que
rezumaba agua por todos lados. Una luz fría y azulada extendíase sobre la
Albufera, dando a su superficie el duro reflejo del acero. Por el espacio gris
pasaban en triángulo las primeras bandadas de pájaros.
El tío Tono miró por última vez a su hijo. Después volvió la espalda, como
si le avergonzasen las lágrimas que rompían por fin la dureza de sus ojos.
Su vida estaba terminada. ¡Tantos años de batalla con el lago, creyendo
que formaba una fortuna, y preparando, sin saberlo, la tumba de su hijo…!
Hería con sus pies aquella tierra que guardaba la esencia de su vida.
Primero la había dedicado su sudor, su fuerza, sus ilusiones; ahora, cuando
había que abonarla, la entregaba sus propias entrañas, el hijo, el sucesor, la
esperanza, dando por terminada su obra.
La tierra cumpliría su misión: crecería la cosecha como un mar de espigas
cobrizas sobre el cadáver de Tonet. Pero a él… ¿qué le restaba que hacer en el
mundo?
Lloró el padre contemplando el vacío de su existencia, la soledad que le
esperaba hasta la muerte, lisa, monótona, interminable, como aquel lago que
brillaba ante sus ojos, sin una barca que cortase su rasa superficie.
Y mientras el lamento del tío Tono rasgaba como un alarido de
desesperación el silencio del amanecer, la Borda, viendo de espaldas a su
padre, inclinóse al borde de la fosa y besó la lívida cabeza con un beso
ardiente, de inmensa pasión, de amor sin esperanza, osando, ante el misterio
de la muerte, revelar por primera vez el secreto de su vida.

FIN

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