Canasybarro
Canasybarro
Canasybarro
Por
II
III
Cuando desistió el tío Paloma de la ruda educación de su nieto, éste
respiró.
Se aburría acompañando a su padre a las tierras del Saler, y pensaba con
inquietud en su porvenir viendo al tío Tono metido en el barro de los arrozales,
entre sanguijuelas y sapos, con las piernas mojadas y el busto abrasado por el
sol.
Su instinto de muchacho perezoso se rebelaba. No; él no haría lo que su
padre; no trabajaría los campos. Ser carabinero, para tenderse en la arena de la
costa, o guardia civil como los que llegaban de la huerta de Ruzafa con el
correaje amarillo y la blanca cogotera sobre el cuello, le parecía mejor que
cultivar el arroz sudando dentro del agua, con las piernas hinchadas de
picaduras.
En los primeros tiempos de acompañar a su abuelo por la Albufera, había
encontrado aceptable esta vida. Le gustaba ir errante por el lago, navegar sin
dirección fija, pasando de un canal a otro, y detenerse en medio de la Albufera
para conversar con los pescadores.
Alguna vez saltaba a las isletas de carrizales para excitar con sus silbidos a
los toros solitarios. Otras, se entraba en la Dehesa, cogiendo las moras de los
zarzales y hurgaba las madrigueras de los conejos, buscando un gazapo en el
fondo.
El abuelo le aplaudía cuando atisbaba una focha o un collvert dormidos a
flor de agua y los hacía suyos con certero escopetazo.
Además le gustaba estar en la barca horas enteras con la panza en alto,
oyendo al abuelo las cosas del pasado. El tío Paloma recordaba los hechos más
notables de su vida: su trato con los personajes; ciertas entradas de
contrabando allá en su juventud, con acompañamiento de tiros; y
remontándose en su memoria, hablaba de su padre, el primer Paloma,
repitiendo lo que él a su vez le había relatado.
Aquel barquero de otros tiempos también había visto cosas grandes sin
salir de allí. Y el tío Paloma contaba a su nieto el viaje de Carlos IV y su
esposa a la Albufera, cuando él aún no había nacido. Esto no le impedía
describir a Tonet las grandes tiendas con banderolas y tapices levantadas entre
los pinos de la Dehesa para el banquete real; las músicas, las traíllas de perros,
los lacayos de empolvada peluca custodiando los carros de víveres. El rey,
vestido de cazador, se rodeaba de los rústicos tiradores de la Albufera, casi
desnudos y con viejos arcabuces, admirando sus proezas, mientras María
Luisa paseaba por las frondosidades de la selva del brazo de don Manuel
Godoy.
Y el viejo, recordando esta visita famosa, acababa por entonar la copla que
le había enseñado su padre.
Debajo de un pino verde
le dijo la reina al rey:
«Mucho te quiero, Carlitos,
pero más quiero a Manuel».
Su temblona voz tomaba al cantar una expresión maliciosa, y acompañaba
con guiños cada verso, como si fuese días antes cuando la gente de la Albufera
había inventado la copla, vengándose de una expedición que con su fausto
parecía insultar la resignada miseria de los pescadores.
Pero esta época, feliz para Tonet, no fue de larga duración. El abuelo
comenzó a mostrarse exigente y tiránico. Cuando le vio hábil en el manejo de
la barca, ya no le dejó vagar a su capricho. Le aprisionaba por la mañana
llevándolo a la pesca. Tenía que recoger los mornells de la noche anterior,
grandes bolsas de red en cuyo fondo se enroscaban las anguilas, y calarlos de
nuevo: faenas de cierto esfuerzo, que le obligaban a estar de pie en el borde de
la barca, con la espalda ardiendo bajo el fuego del sol.
Su abuelo presenciaba inmóvil la maniobra, sin prestarle ayuda. Al volver
al pueblo, se tendía en el fondo de la barca como un inválido, dejándose
conducir por el nieto que respiraba jadeante manejando la percha.
Los barqueros, desde lejos, saludaban la arrugada cabeza del tío Paloma
asomada a la borda: «¡Ah, camastrón! ¡Qué cómodamente pasaba el día! Él
descansando como el cura del Palmar, y el pobre nieto sudando y perchando».
El abuelo contestaba con la gravedad de un maestro: «¡Así se aprende! ¡Del
mismo modo le enseñó a él su padre!»
Después venían las pescas a la ensesa: el paseo por el lago desde que se
ocultaba el sol hasta que salía, siempre en la obscuridad de las noches
invernales. Tonet vigilaba en la proa el haz de hierbas secas que ardía como
una antorcha, esparciendo sobre el agua negra una gran mancha de sangre. El
abuelo iba en la popa empuñando la fitora: una horquilla de hierro con las
puntas dentadas, arma terrible, que, una vez clavada, sólo podía sacarse con
grandes esfuerzos y horribles destrozos. La luz bajar hasta el fondo del lago.
Veíase el lecho de conchas, las plantas acuáticas, todo un mundo misterioso,
invisible durante el día, y el agua era tan clara, que la barca parecía flotar en el
aire, falta de apoyo. Los animales del lago, engañados por la luz, acudían
ciegos al rojo resplandor, y el tío Paloma, ¡zas! no daba golpe con la fitora que
no sacase del fondo un pez gordo coleando desesperado al extremo del agudo
tridente.
Tonet se entusiasmó al principio con esta pesca; pero la diversión fue
convirtiéndose poco a poco en esclavitud, y comenzó a odiar el lago, mirando
con nostalgia las blancas casitas del Palmar, que se destacaban sobre las
obscuras líneas de los carrizales.
Pensaba con envidia en sus primeros años, cuando, sin otra obligación que
la de asistir a la escuela, correteaba por las calles del pueblo, oyéndose llamar
guapo por todas las vecinas, que felicitaban a su madre.
Allí era dueño de su vida. La madre, enferma, le hablaba con pálida
sonrisa, excusando todas sus travesuras, y la Borda le soportaba con la
mansedumbre del ser inferior que admira al fuerte. La chiquillería que
pululaba entre las barracas le reconocía por jefe, y marchaban unidos a lo
largo del canal, apedreando a los ánades, que huían graznando entre las
protestas de las mujeres.
El rompimiento con su abuelo fue la vuelta a la antigua holganza. Ya no
saldría del Palmar antes del alba para permanecer en el lago hasta la noche.
Todo el día era suyo en aquel pueblo, donde no quedaban más hombres que el
cura en el presbiterio, el maestro en la escuela y el cabo de los carabineros de
mar paseando sus fieros bigotes y su nariz roja de alcohólico por la orilla del
canal, mientras las mujeres hacían red a la puerta de las barracas, quedando la
calle a merced de la gente menuda.
Tonet, emancipado del trabajo, reanudó sus amistades. Tenía dos
compañeros nacidos en las barracas inmediatas a la suya: Neleta y Sangonera.
La muchacha no tenía padre, y su madre era una vieja anguilera del
Mercado de la ciudad, que a media noche cargaba sus cestas en la barcaza del
ordinario, llamada el «carro de las anguilas». Por la tarde regresaba al Palmar,
con su blanducha y desbordante obesidad rendida por el diario viaje y las riñas
y regateos de la Pescadería. La pobre se acostaba antes de anochecer, para
levantarse con estrellas y seguir esta vida anormal, que no la permitía atender
a su hija. Ésta crecía sin más amparo que el de las vecinas, y especialmente el
de la madre de Tonet, que la daba de comer muchas veces, tratándola como
una nueva hija. Pero la muchacha era menos dócil que la Borda y prefería
seguir a Tonet en sus escapatorias antes que permanecer horas enteras
aprendiendo los diversos puntos de las redes.
Sangonera llevaba el mismo apodo de su padre, el borracho más famoso de
toda la Albufera, un viejo pequeño que parecía acartonado por el alcohol
desde muchos años. Al quedar viudo, sin más hijo que el pequeño
Sangonereta, se entregó a la embriaguez, y la gente, viéndole chupar los
líquidos con tanta ansia, lo comparó a una sanguijuela, creándole así su apodo.
Desaparecía del Palmar semanas enteras. De vez en cuando se sabía que
andaba por los pueblos de tierra firme pidiendo limosna a los labradores ricos
de Catarroja y Masanasa y durmiendo sus borracheras en los pajares. Cuando
permanecía mucho tiempo en el Palmar desaparecían durante la noche las
bolsas de red caladas en los canales; los mornells se vaciaban de anguilas
antes que llegasen los amos, y más de una vecina, al contar sus ánades, ponía
el grito en el cielo notando la falta de alguno. El carabinero de mar tosía fuerte
y miraba de cerca al viejo Sangonera, como si pretendiese meterle los recios
bigotes por los ojos; pero el borracho protestaba, poniendo por testigos a los
santos, a falta de fiadores de mayor crédito para su inocencia. ¡Era mala
voluntad de las gentes, deseo de perderle, como si aún no tuviera bastante con
su miseria, que le hacía habitar la peor barraca del pueblo! Y para apaciguar al
fiero representante de la ley, que más de una vez había bebido a su lado, pero
que fuera de la taberna no reconocía amigos, comenzaba de nuevo sus viajes
por la otra orilla de la Albufera, no volviendo al Palmar en algunas semanas.
Su hijo se negaba a seguirle en estas expediciones. Nacido en una choza de
perros, donde jamás entraba el pan, había tenido que ingeniarse desde pequeño
para conquistar la comida, y antes que seguir a su padre procuraba apartarse de
él, para no compartir el producto de sus mañas.
Cuando los pescadores sentábanse a la mesa, veían pasar y repasar por la
puerta de la barraca una sombra melancólica, que acababa por fijarse en un
lado del quicio, con la cabeza baja y la mirada hacia arriba, como un novillo
próximo a embestir. Era Sangonereta, que rumiaba su hambre con expresión
hipócrita de encogimiento y vergüenza, mientras brillaba en sus ojos de
pilluelo el afán de apoderarse de todo lo que veía.
La aparición causaba efecto en las familias. ¡Pobre muchacho! Y atrapando
al vuelo un hueso de fúlica a medio roer, un pedazo de tenca o un mendrugo,
llenaba la tripa de puerta en puerta. Si veía a los perros llamarse con sordo
ladrido y correr hacia alguna de las tabernas del Palmar, Sangonereta corría
también, como si estuviera en el secreto. Eran cazadores que guisaban su
paella, gentes de Valencia que habían venido al lago para comer un all y pebre;
y cuando los forasteros, sentados ante la mesita de la taberna, tenían que
defenderse a patadas, entre cucharada y cucharada, de los empujones de los
perros famélicos, veíanse ayudados por el haraposo muchachuelo, que, en
fuerza de sonrisas y de espantar los feroces canes, acababa por hacerse dueño
de los restos de la sartén. Un carabinero le había dado un gorro viejo de
cuartel; el alguacil del pueblo le regaló los pantalones de un cazador ahogado
en un carrizal, y sus pies, siempre desnudos, eran tan fuertes como débiles sus
manos, que jamás tocaron percha ni remo.
Sangonera, sucio, hambriento, metiendo su mano a cada instante bajo el
gorro lleno de mugre para rascarse con furia, gozaba de gran prestigio entre la
chiquillería. Tonet era más fuerte, le zurraba con facilidad, pero se reconocía
inferior a él, siguiendo todas sus indicaciones. Era el prestigio del que sabe
existir por cuenta propia, sin necesitar apoyo. La chiquillería le admiraba con
cierta envidia al verle vivir sin miedo a correcciones paternales y sin
obligación alguna. Además, su malicia ejercía cierto encanto, y los
muchachos, que en su barraca recibían una buena mano de bofetadas por la
menor falta, creían ser más hombres acompañando a aquel tuno, que todo lo
consideraba como propio y sabía aprovecharlo para su bien, no viendo un
objeto abandonado en las barcas del canal que no lo hiciese suyo.
Tenía guerra declarada a los habitantes del aire, ya que su captura exigía
menos trabajo que la de los animales del lago. Cazaba con artes ingeniosas de
su invención los gorriones llamados moriscos, que infestan la Albufera y son
temidos por los agricultores como una mala peste, pues devoran gran parte de
la cosecha de arroz. Su época mejor era el verano, cuando abundaban los
fumarells, pequeñas gaviotas del lago, que aprisionaba por medio de una red.
El nieto del tío Paloma le ayudaba en esta tarea. Iban a medias en el
negocio, según declaraba gravemente Tonet, y los dos muchachos pasaban las
horas en acecho en las riberas del lago, tirando de la cuerdecita y aprisionando
en la red a los incautos pájaros. Cuando tenían buena provisión, Sangonera,
viajero audaz, emprendía el camino de Valencia llevando a la espalda la bolsa
de red, dentro de la cual los fumarells agitaban sus alas obscuras Y mostraban
desesperados las panzas blancas. El pillete paseaba las calles inmediatas a la
Pescadería pregonando sus pájaros, y los chicos de la ciudad corrían a
comprarle los fumarells para hacerlos volar en las encrucijadas con un
bramante atado a las patas.
Al regreso eran los disgustos entre los consocios y el rompimiento
comercial. Imposible sacar cuentas con semejante tuno. Tonet se cansaba de
zurrar a Sangonera, sin conseguir un ochavo de la venta; pero siempre crédulo
y supeditado a su astucia, volvía a buscarlo en aquella barraca ruinosa y sin
puerta donde dormía solo la mayor parte del año.
Cuando Sangonera pasó de los once años comenzó a repeler el trato de sus
amigos. Su instinto de parásito le hizo frecuentar la iglesia, ya que ésta era el
mejor camino para introducirse en la casa del vicario. En una población como
el Palmar, el cura era tan pobre como cualquier pescador, pero Sangonera
sentía cierta tentación por el vino de las vinajeras, del que oía hablar con
grandes elogios en la taberna. Además, en los días de verano, cuando el lago
parecía hervir bajo el sol, la pequeña iglesia se le aparecía como un palacio
encantado, con su luz crepuscular filtrándose por las verdes ventanas, sus
paredes enjalbegadas de cal y el pavimento de rojos ladrillos respirando la
humedad del suelo pantanoso.
El tío Paloma, que despreciaba al pillete por ser enemigo de la percha,
acogió con indignación sus nuevas aficiones. ¡Ah, grandísimo vago! ¡Y qué
bien sabía escoger el oficio!
Cuando el vicario iba a Valencia le llevaba hasta la barca el ancho pañuelo,
de los llamados de hierbas, lleno de ropa, y seguía por los ribazos
despidiéndose del cura con tanta emoción como si no hubiera de verle más.
Ayudaba a la criada del eclesiástico en los menesteres de la casa; traía leña de
la Dehesa y agua de las fuentes que surgían en el lago, y sentía
estremecimientos de gato goloso cuando en el cuartucho que servía de
sacristía, solo y en silencio, se tragaba los restos de la mesa del vicario. Por las
mañanas, al tirar de la cuerda del esquilón despertando a todo el pueblo,
sentíase orgulloso de su estado. Los golpes con que los vicarios avivaban su
actividad parecíanle signos de distinción que lo colocaban por encima de sus
compañeros.
Pero este afán de vivir a la sombra de la iglesia debilitábase algunas veces,
cediendo el paso a cierta nostalgia por su antigua vida errante. Entonces
buscaba a Neleta y Tonet, y juntos volvían a emprender los juegos y correrías
por los ribazos, llegando hasta la Dehesa, que a sus simples compañeros les
parecía el límite del mundo.
Una tarde de otoño, la madre de Tonet los envió a la selva por leña. En vez
de molestarla jugueteando en el interior de la barraca, podían serla útiles
trayendo algunos haces, ya que se aproximaba el invierno.
Los tres emprendieron el viaje. La Dehesa estaba florida y perfumada
como un jardín. Los matorrales, bajo la caricia de un sol que parecía de
verano, se cubrían de flores, y por encima de ellos brillaban los insectos como
botones de oro, aleteando con sordo zumbido. Los pinos retorcidos y seculares
se movían con majestuoso rumor, y bajo las bóvedas que formaban sus copas
extendíase una dulce penumbra semejante a la de las naves de una catedral
inmensa. De vez en cuando, al través de dos troncos se filtraba un rayo de sol
como si entrase por un ventanal.
Tonet y Neleta, siempre que penetraban en la Dehesa, se sentían
dominados por la misma emoción. Tenían miedo sin saber a quién; se creían
en el palacio encantado de un gigante invisible que podía mostrarse de un
momento a otro.
Caminaban por los tortuosos senderos de la selva, tan pronto ocultos por
los matorrales que ondeaban por encima de sus cabezas, como subidos a lo
más alto de una duna, desde la cual, al través de la columnata de troncos, se
veía el inmenso espejo del lago, moteado por barcas pequeñas como moscas.
Sus pies resbalaban en el suelo, cubierto de capas de mantillo. Al ruido de
sus pasos, al menor de sus gritos, estremecíanse los matorrales con locas
carreras de animales invisibles. Eran los conejos que huían. A lo lejos sonaban
lentamente los cencerros de las vacadas que pastaban por la parte del mar.
Los muchachos parecían embriagados por la calma y los perfumes de
aquella tarde serena. Cuando entraban en la selva en los días de invierno, los
matorrales escuetos y secos, el frío levante que soplaba del mar helándoles las
manos, el aspecto trágico de la Dehesa a la luz gris de un cielo encapotado,
hacían que recogiesen apresuradamente sus fajos de leña en los mismos
linderos, huyendo en seguida hacia el Palmar. Pero aquella tarde avanzaban
confiados, deseosos de correr toda la selva, aunque llegasen al fin del mundo.
Marchaban de sorpresa en sorpresa. Neleta, con sus instintos de hembra
que desea hermosearse, en vez de buscar leña seca cortaba ramas de mirto,
blandiéndolas sobre su cabeza despeinada. Después formaba ramos de menta y
de otras hierbas olorosas cubiertas de florecillas, que la trastornaban con su
picante perfume. Tonet cogía campanillas silvestres, y formando una corona la
colocaba sobre los alborotados pelos de su amiga, riendo al ver cómo se
asemejaba a las cabecitas pintadas en los altares de la iglesia del Palmar.
Sangonera movía su hocico de parásito buscando algo aprovechable en aquella
Naturaleza tan esplendorosa y perfumada. Se tragaba los racimos rojos de
cerecitas de pastor, y con una fuerza que únicamente podía sacar a impulsos
del estómago, arrancaba los palmitos de la tierra, buscando el margalló, el
amargo troncho entre cuyas envolturas pulposas encontraba las tiernas hijuelas
de dulce sabor.
En las calvas de la selva, llamadas mallaes, terrenos bajos desprovistos de
árboles por estar inundados durante el invierno, revoloteaban las libélulas y las
mariposas. Al correr los muchachos recibían en sus piernas las picaduras de
los matorrales, los pinchazos de los juncos agudos como lanzas, pero reían del
escozor y seguían adelante, asombrados de la hermosura de la selva. En los
senderos encontraban gusanos cortos, gruesos y de vivos colores, como si
fuesen flores animadas arrastrándose con nerviosa ondulación. Cogían estas
orugas entre sus dedos admirándolas como seres misteriosos cuya naturaleza
no podían adivinar, y las volvían al suelo, siguiéndolas a gatas en sus lentas
ondulaciones hasta que se ocultaban en el matorral. Las libélulas les hacían
correr de un lado a otro, y los tres admiraban el vuelo nervioso de las más
vulgares y rojas, llamadas caballets, y de las maròtas, vestidas como hadas,
con las alas de plata, el dorso verde y el pecho cubierto de oro.
Vagando al azar por el centro de la selva, al que nunca habían llegado,
vieron de pronto transformarse el aspecto del paisaje. Se hundían en los
matorrales de las hondonadas hasta verse en una lobreguez de crepúsculo.
Sonaba un rugido incesante cada vez más cercano. Era el mar, que batía la
playa al otro lado de la cadena de dunas que cerraba el horizonte.
Los pinos no eran rectos y gallardos, como por la parte del lago. Sus
troncos estaban retorcidos; el ramaje era casi blanco y las copas se encorvaban
hacia abajo. Todos los árboles crecían de través en una misma dirección, como
si soplase un vendaval invisible en la profunda calma de la tarde. El viento del
mar, en las grandes tempestades, martirizaba este lado de la selva, dándole un
aspecto lúgubre.
Los muchachos retrocedieron. Habían oído hablar de esta parte de la
Dehesa, la más salvaje y peligrosa. El silencio y la inmovilidad de los
matorrales les causaba miedo. Allí se deslizaban las grandes serpientes
perseguidas por los guardas de la Dehesa; por allí pastaban los toros fieros que
se separaban del rebaño, obligando a los cazadores a cargar con sal gruesa sus
escopetas para espantarlos sin darles muerte.
Sangonera, como más conocedor de la Dehesa, guiaba a los suyos hacia el
lago, pero los palmitos que encontraba en el camino le hacían desviarse,
perdiendo el rumbo. Comenzaba a caer la tarde y Neleta se asustaba viendo
obscurecerse la selva. Los dos muchachos reían. Los pinos formaban una
inmensa casa; obscurecía allí dentro como en sus barracas cuando aún no se
había puesto el sol, pero fuera de la selva todavía quedaba una hora de luz. No
había prisa. Y continuaban en la busca de margallóns, tranquilizándose la
muchacha con las hijuelas que le regalaba Tonet, y que ella chupaba,
retardándose en el camino. Cuando en la revuelta de un sendero se veía sola,
corría para unirse con ellos.
Ahora sí que anochecía de veras… Lo declaraba Sangonera, como
conocedor de la Dehesa. Ya no sonaban a lo lejos los esquilones del ganado.
Había que salir pronto de la selva, pero después de recoger la leña, para
evitarse una riña al volver a casa. Buscaron al pie de los pinos, entre los
matorrales, las ramas secas. Formaron apresuradamente tres pequeños haces, y
casi a tientas comenzaron la marcha. A los pocos pasos la obscuridad era
completa. Por la parte donde debía estar la Albufera marcábase un resplandor
de incendio próximo a extinguirse, pero dentro de la selva apenas si los
troncos y los matorrales se destacaban como sombras más fuertes sobre el
lóbrego fondo.
Sangonera perdía la serenidad, no sabiendo ciertamente por dónde
marchaba. Estaban fuera del sendero; se hundían en espinosos matorrales que
les arañaban las piernas. Neleta suspiraba de miedo, y de pronto dio un grito y
cayó. Había tropezado con las raíces de un pino cortado a flor de tierra,
lastimándose un pie. Sangonera hablaba de continuar adelante, dejando
abandonada a aquella maula que sólo sabía gemir. La muchacha lloraba
sordamente, como si temiera alterar el silencio del bosque, atrayendo las
horribles bestias que poblaban la obscuridad, y Tonet amenazaba por lo bajo a
Sangonera con fabulosas cantidades de coces y bofetadas si no permanecía
con ellos sirviéndoles de guía.
Marchaban lentamente, tanteando con los pies el terreno, hasta que de
pronto no tropezaron ya con matorrales, encontrando el resbaladizo mantillo
de los senderos. Pero entonces, al hablar Tonet, no recibió contestación de su
compañero, que marchaba delante.
—¡Sangonera! ¡Sangonera!
Un ruido de ramas rotas, de matorrales rozados en la fuga, como si
escapase un animal salvaje, fue la única respuesta. Tonet gritó de rabia. ¡Ah,
grandísimo ladrón! Huía para salir pronto de la selva; no quería seguir con sus
compañeros por no ayudar a Neleta.
Al quedar solos los dos muchachos, sintieron desplomarse de golpe la poca
serenidad que les restaba. Sangonera, con su experiencia de vagabundo, les
parecía un gran auxiliar. Neleta, aterrada, olvidando toda prudencia, lloraba a
gritos, y sus sollozos resonaban en el silencio de la selva, que parecía inmensa.
El miedo de su compañera resucitó la energía de Tonet. Había pasado un brazo
por la espalda de la muchacha, la sostenía, la animaba, preguntándola sí podía
andar, si quería seguirle, marchando siempre adelante, sin que el pobre
muchacho supiera adónde.
Permanecieron los dos unidos mucho tiempo: ella sollozando, él con el
temblor que le producía lo desconocido, pero al cual deseaba sobreponerse.
Algo viscoso y helado pasó junto a ellos azotándoles la cara: tal vez un
murciélago; y este contacto, que les produjo escalofríos, los sacó de su
dolorosa inercia. Emprendieron la marcha apresuradamente, cayendo y
levantándose, enredándose en los matorrales, chocando con los árboles,
temblando ante los rumores que parecían espolearles en su fuga. Los dos
pensaban lo mismo, pero se ocultaban el pensamiento instintivamente para no
aumentar su miedo. El recuerdo de Sancha estaba fijo en su memoria. Pasaban
en tropel por su imaginación todos los cuentos del lago oídos por las noches
junto al hogar de la barraca, y al tropezar sus manos con los troncos, creían
tocar la piel rugosa y fría de enormes reptiles. Los gritos de las fúlicas
sonando lejanos, en los carrizales del lago, les parecían lamentos de personas
asesinadas. Su carrera loca a través de los matorrales, tronchando las ramas,
abatiendo las hierbas, despertaba bajo la obscura maleza misteriosos seres que
también corrían entre el estrépito de las hojas secas.
Llegaron a una gran mallada, sin adivinar en qué lugar estaban de la
interminable selva. La obscuridad era menos densa en este espacio
descubierto. Arriba se extendía el cielo de intenso azul, espolvoreado de luz,
como un gran lienzo tendido sobre las masas negras del bosque que rodeaban
la llanura. Los dos niños se detuvieron en esta isla luminosa y tranquila. Se
sentían sin fuerzas para seguir adelante. Temblaban de miedo ante la profunda
arboleda que se movía por todos lados como un oleaje de sombras.
Se sentaron, estrechamente abrazados, como si el contacto de sus cuerpos
les infundiese confianza. Neleta ya no lloraba. Rendida por el dolor y el
cansancio, apoyaba la cabeza en el hombro de su amigo, suspirando
débilmente. Tonet miraba a todas partes, como si le asustase, aún más que la
lobreguez de la selva, aquella claridad crepuscular, en la que creía ver de un
momento a otro la silueta de una bestia feroz, enemiga de los niños
extraviados. El canto del cuclillo rasgaba el silencio; las ranas de una charca
inmediata, que habían callado al llegar ellos, recobraban la confianza,
volviendo a reanudar su melopea; los mosquitos, pegajosos y pesados,
zumbaban en torno de sus cabezas, marcándose en la penumbra con negro
chisporroteo.
Los dos niños recobraban poco a poco la serenidad. No estaban mal allí;
podían pasar la noche. Y el calor de sus cuerpos, incrustados uno en otro,
parecía darles nueva vida, haciéndoles olvidar el miedo y las locas carreras a
través de la selva.
Encima de los pinos, por la parte del mar, comenzó a teñirse el espacio de
una blanquecina claridad. Las estrellas parecían apagarse sumergidas en un
oleaje de leche. Los muchachos, excitados por el ambiente misterioso de la
selva, miraban este fenómeno con ansiedad, como si alguien viniera volando
en su auxilio rodeado de un nimbo de luz. Las ramas de los pinos, con el tejido
filamentoso de su follaje, se destacaban como dibujadas en negro sobre un
fondo luminoso. Algo brillante comenzó a asomar sobre las copas de la
arboleda; primero fue una pequeña línea ligeramente arqueada como una ceja
de plata; después un semicírculo deslumbrante, y por fin, una cara enorme, de
suave color de miel, que arrastraba por entre las estrellas inmediatas su
cabellera de resplandores. La luna parecía sonreír a los dos muchachos, que la
contemplaban con adoración de pequeños salvajes.
La selva se transformaba con la aparición de aquel rostro mofletudo, que
hacía brillar como varillas de plata los juncos de la llanura. Al pie de cada
árbol esparcíase una inquieta mancha negra, y el bosque parecía crecer,
doblarse, extendiendo sobre el luminoso suelo una segunda arboleda de
sombra. Los buxqueròts, salvajes ruiseñores del lago, tan amantes de su
libertad, que mueren apenas los aprisionan, rompieron a cantar en todos los
límites de la mallada, y hasta los mosquitos zumbaron más dulcemente en el
espacio impregnado de luz.
Los dos muchachos comenzaban a encontrar grata su aventura.
Neleta ya no sentía el dolor del pie y hablaba quedamente al oído de su
compañero. Su precoz instinto de mujer, su astucia de gatita abandonada y
vagabunda, la hacía superior a Tonet. Se quedarían en la selva, ¿verdad? Ya
buscarían al día siguiente, al volver al pueblo, un pretexto para explicar su
aventura. Sangonera sería el responsable. Ellos pasarían la noche allí, viendo
lo que jamás habían visto; dormirían juntos: serían como marido y mujer. Y en
su ignorancia se estremecían al decir estas palabras, estrechando con más
fuerza sus brazos. Se apretaban, como si el instinto les dictase que su naciente
simpatía necesitaba confundir el calor de sus cuerpos.
Tonet sentía una embriaguez extraña, inexplicable. Nunca el cuerpo de su
compañera, golpeado más de una vez en los rudos juegos, había tenido para él
aquel calor dulce que parecía esparcirse por sus venas y subirse a su cabeza,
causándole la misma turbación que los vasos de vino que el abuelo le ofrecía
en la taberna. Miraba vagamente frente a él, pero toda su atención estaba fija
en la cabeza de Neleta, que pesaba sobre su hombro; en la caricia con que
aquella boca, al respirar, envolvía su cuello, como si le cosquillease la piel una
mano aterciopelada. Los dos callaban, y su silencio aumentaba el encanto. Ella
abría sus ojos verdes, en cuyo fondo se reflejaba la luna como una gota de
rocío, y revolviéndose para encontrar postura mejor, volvía a cerrarlos.
—Tonet… Tonet… —murmuraba como si soñase; y se apretaba contra su
compañero.
¿Qué hora era…? El muchacho sentía cerrarse sus ojos, más que por el
sueño, por la extraña embriaguez que parecía anonadarle. De los susurros del
bosque sólo percibía el zumbido de los mosquitos que aleteaban como un
nimbo de sombra sobre sus duras epidermis de hijos del lago. Era un extraño
concierto que los arrullaba, meciéndolos sobre las primeras ondas del sueño.
Chillaban nos como violines estridentes, prolongando hasta lo infinito la
misma nota; otros, más graves, modulaban una corta escala, y los gordos, los
enormes, zumbaban con sorda vibración, como profundos contrabajos o
lejanas campanadas de reloj.
A la mañana siguiente les despertó el sol, quemando sus caras, y el ladrido
de un perro de los guardas que les ponía los colmillos junto a los ojos.
Estaban casi en el límite de la Dehesa, y el camino fue corto para llegar al
Palmar.
La madre de Tonet, siempre bondadosa y triste, para indemnizarse de una
noche de angustia, corrió percha en mano a su hijo, alcanzándole con algunos
golpes a pesar de su ligereza. Además, por vía de adelanto, mientras venía la
madre de Neleta en el «carro de las anguilas», propinó a ésta varios mojicones,
para que otra vez no se perdiera en el bosque.
Después de esta aventura, todo el pueblo, con acuerdo tácito, llamó novios
a Tonet y Neleta, y ellos, como ligados para siempre por la noche de inocente
contacto pasada en la selva, se buscaron y se amaron sin decírselo con
palabras, como si quedase sobrentendido que sólo podían ser uno del otro.
Esta aventura fue el término de su niñez. Se acabaron las correrías, la
existencia alegre y descuidada, sin ninguna obligación. Neleta hizo la misma
vida que su madre: salía para Valencia todas las noches con las cestas de
anguilas, y no volvía hasta la tarde siguiente. Tonet, que sólo podía verla un
momento al anochecer, trabajaba en las tierras de su padre o iba a pescar con
éste y el abuelo.
El tío Tono, antes bondadoso, era ahora exigente, como el tío Paloma, al
ver crecido a su hijo, y Tonet, como bestia resignada, iba arrastrado al trabajo.
Su padre, aquel héroe tenaz de la tierra, era inquebrantable en sus
resoluciones. Cuando llegaba la época de plantar el arroz o de la recolección,
el muchacho pasaba el día en las tierras del Saler. El resto del año pescaba en
el lago, unas veces con su padre y otras con el abuelo, que le admitía de
camarada en su barca, pero jurando a cada momento contra la perra suerte que
hacía nacer tales vagos en su familia.
Además, el muchacho veíase impulsado al trabajo por el hastío. En el
pueblo no quedaba nadie con quien entretenerse durante el día. Neleta estaba
en Valencia, y sus antiguos compañeros de juegos, crecidos ya como él y con
la obligación de ganarse el pan, iban en las barcas de sus padres. Quedaba
Sangonera; pero este tuno, después de la aventura de la Dehesa, se alejaba de
Tonet, recordando la paliza con que había agradecido el abandono de aquella
noche.
El vagabundo, como si este suceso decidiese su porvenir, se había
refugiado en la casa del cura, sirviéndole de criado, durmiendo como un perro
detrás de la puerta, sin acordarse de su padre, que sólo aparecía de tarde en
tarde en aquella barraca abandonada, por cuya techumbre caía la lluvia como
en campo raso.
El viejo Sangonera tenía ahora una industria: cuando no estaba borracho se
dedicaba a cazar las nutrias del lago, que, perseguidas encarnizadamente a
través de los siglos, no llegaban a una docena.
Una tarde que digería su vino en un ribazo, vio ciertos remolinos y hervir
el agua en grandes burbujas. Alguien buceaba en el fondo, entre las redes que
cerraban el canal, buscando los mornells cargados de pesca. Metido en el agua,
con una percha que le prestaron, persiguió a palos a un animal negruzco que
corría por el fondo, hasta que consiguió matarlo, apoderándose de él.
Era la famosa lludria, de la que se hablaba en el Palmar como de un animal
fantástico; la nutria, que en otros tiempos pululaba en tal cantidad en el lago,
que imposibilitaba la pesca, rompiendo las redes.
El viejo vagabundo se consideró el primer hombre de la Albufera. La
Comunidad de Pescadores del Palmar, según antiguas leyes consignadas en los
librotes que guardaba su jefe el Jurado, venía obligada a dar un duro por cada
nutria que le presentasen. El viejo tomó su premio, pero no se detuvo aquí.
Aquel animal era un tesoro; y se dedicó a enseñarlo en el puerto de Catarroja,
en el de Silla, llegando hasta Sueca y Cullera en su viaje triunfal alrededor del
lago.
De todas partes le llamaban. No había taberna donde no le recibiesen con
los brazos abiertos. ¡Adelante, tío Sangonera! ¡A ver el animalucho que había
cazado! Y el vagabundo, después de hacerse obsequiar con varios vasos,
sacaba amorosamente de debajo de la manta la pobre bestia, blanducha y
hedionda, haciendo admirar su piel y permitiendo que la pasasen la mano por
encima —pero con gran cuidado, ¿eh?— para apreciar la finura de su pelo.
Jamás el pequeño Sangonereta, al venir al mundo, fue llevado en los
brazos de su padre con tan cariñosa suavidad como aquel animalejo. Pero
pasaron los días, la gente se cansó de la lludria, nadie daba por ella ni una
mala copa de aguardiente, y no hubo taberna de la que no despidieran a
Sangonera como un apestado, por el hedor insufrible de aquella bestia
corrompida que llevaba a todas partes bajo la manta. Antes de abandonarla
aún sacó de ella nuevo producto, vendiéndola en Valencia a un disecador de
animales, y desde entonces declaró a todo el mundo su vocación: sería cazador
de nutrias.
Se dedicó a buscar otra, como quien persigue la dicha. El premio de la
Comunidad de Pescadores y la semana de borrachera continua y gratuita, con
el gaznate a trato de rey, no se apartaban de su memoria. Pero la segunda
nutria no quería dejarse coger. Alguna vez creyó verla en las más apartadas
acequias del lago, pero se ocultaba inmediatamente, como si todas las de la
familia se hubieran pasado aviso de la nueva profesión de Sangonera. Su
desesperación le hacía emborracharse a crédito de las nutrias que había de
cazar, y ya llevaba bebidas más de dos, cuando una noche lo encontraron unos
pescadores ahogado en un canal. Había resbalado en el fango, e incapaz de
levantarse por su embriaguez, quedó en el agua acechando para siempre su
nutria.
La muerte del padre de Sangonera hizo que éste se refugiase para siempre
en la casa del vicario, no volviendo más a su barraca. Se sucedían los curas en
el Palmar, pueblo de castigo, donde sólo iban los desesperados o los que
estaban en desgracia, saliendo de esta miseria tan pronto como podían. Todos
los vicarios, al tomar posesión de la pobre iglesia, se encargaban igualmente
de Sangonera, como de un objeto indispensable para el culto. En el pueblo,
sólo él sabía ayudar una misa. Conservaba en su memoria todas las prendas
guardadas en la sacristía, con el número de desgarrones, remiendos y agujeros
de polilla; y solícito en todo y deseoso de agradar, no formulaba su amo una
orden que no estuviera cumplida al momento.
La consideración de que él era el único en el pueblo que no trabajaba
percha en mano ni pasaba las noches en medio de la Albufera causábale cierto
orgullo, haciendo que mirase con altanería a los demás.
Los domingos, al amanecer, él era quien abría la marcha con la cruz en alto
al frente del rosario de la Aurora. Hombres, mujeres y niños, en dos largas
filas, iban cantando con paso lento por la única calle del pueblo, esparciéndose
después por los ribazos y las barracas aisladas, para que la ceremonia fuese de
más duración. En la penumbra del amanecer brillaban los canales como
láminas de sombrío acero, coloreábanse de rojo las nubecillas por la parte del
mar, y los gorriones moriscos volaban en bandadas, surgiendo de las
techumbres de los viveros, contestando con sus piídos alegres de vagabundos
satisfechos de la vida y la libertad al canto triste y melancólico de los fieles.
«¡Despierta, cristiano…!», cantaba el rosario a lo largo del pueblo; y lo
gracioso de la llamada era que todo el vecindario iba en la procesión, y en las
casas, vacías, sólo despertaban los perros con sus ladridos y los gallos, que
rasgaban la triste melopea con su canto sonoro como un trompetazo saludando
la nueva luz y la alegría de un día más.
Tonet, al marchar en el rosario, miraba rabiosamente a su antiguo
camarada, al frente de todos como un general, enarbolando la cruz a guisa de
bandera. ¡Ah, ladrón! ¡Aquél había sabido arreglarse la vida a su gusto!
Él, mientras tanto, vivía sometido a su padre, cada vez más grave y poco
comunicativo: bueno en el fondo, pero llegando hasta la crueldad con los
suyos en la tenaz pasión por el trabajo. Los tiempos eran malos. Las tierras del
Saler no daban dos buenas cosechas seguidas, y la usura, a la que acudía el tío
Tono como auxiliar de sus empresas, devoraba la mayor parte de sus
esfuerzos. En la pesca, los Palomas tenían siempre mala suerte, llevándose los
peores sitios del lago en los sorteos de la Comunidad. Además, la madre se
consumía lentamente, agonizaba, cual si la vida se derritiese dentro de ella
como un cirio, escapándose por la herida de sus trastornadas entrañas, sin otra
luz que el brillo enfermizo de los ojos.
La existencia era triste para Tonet. Ya no conmovía con sus diabluras el
Palmar; ya no le besaban las vecinas, declarándole el chico más guapo del
pueblo; ya no era el preferido entre sus compañeros, el día del sorteo de los
redolíns, para meter la mano en la bolsa de cuero de la Comunidad y sacar las
suertes. Ahora era un hombre. En vez de hacer pesar en casa su voluntad de
niño mimado, le mandaban a él; era tan poca cosa como la Borda, y a la menor
rebelión alzábase amenazante la pesada mano del tío Tono, mientras el abuelo
aprobaba con chillona risa, afirmando que así se cría derecha a la gente.
Cuando murió la madre pareció renacer el antiguo afecto entre el abuelo y
su hijo. El tío Paloma lamentó la ausencia de aquel ser dócil que sufría en
silencio todas sus manías; sintió crearse el vacío en torno de él y se agarró al
hijo, poco obediente a su voluntad, pero que jamás osaba contradecirle en su
presencia.
Pescaron juntos, lo mismo que en otros tiempos; iban algún rato a la
taberna como camaradas, mientras en la barraca la pobre Borda atendía a los
quehaceres del hogar con la precocidad de las criaturas desgraciadas.
Neleta era también como de la familia, Su madre ya no podía ir al Mercado
de Valencia. La humedad de la Albufera parecía habérsele filtrado hasta la
médula de los huesos, paralizando su cuerpo, y la pobre mujer permanecía
inmóvil en su barraca, gimiendo a impulsos de los dolores de reumática,
gritando como una condenada y sin poder ganarse el sustento. Las compañeras
del Mercado la daban como limosna algo de sus cestas, y la pequeña, cuando
sentía hambre en su barraca, corría a la de Tonet, ayudando a la Borda en sus
tareas con una autoridad de niña mayor. El tío Tono la acogía bien. Su
generosidad de luchador en continuo combate con la miseria le hacía ayudar a
todos los caídos.
Neleta se criaba en la barraca de su novio. Iba a ella en busca del sustento,
y sus relaciones con Tonet tomaban un carácter más fraternal que amoroso.
El muchacho no se cuidaba mucho de su novia. Estaba seguro de ella. ¿A
quién podía querer? ¿Tenía derecho a fijarse en otro, después que todo el
pueblo los había reconocido como novios? Y tranquilo por la posesión de
Neleta, que crecía en la miseria como una flor rara, contrastando su hermosura
con la pobreza física de las otras hijas del Palmar, no la atendía gran cosa, y la
trataba con la misma confianza que si ya fuesen esposos. Transcurrían a veces
semanas enteras sin que él la hablase.
Otras aficiones atraían a aquel hombrecito, que pasaba por ser el mozo más
bien plantado del Palmar. Enorgullecíale el prestigio de valiente que había
adquirido entre sus antiguos compañeros de juegos, hombres ahora como él.
Se había peleado con unos cuantos, saliendo siempre vencedor. Percha en
mano había descalabrado a algunos, y una tarde corrió por los ribazos, con la
fitora de pescar, a un barquero de Catarroja que gozaba fama de temible. El
padre torcía el gesto al conocer estas aventuras, pero el abuelo reía,
reconciliándose momentáneamente con su nieto. Lo que más alababa el tío
Paloma era que el muchacho, en cierta ocasión, hubiera hecho frente a los
guardas de la Dehesa, llevándose por la brava un conejo que acababa de matar.
No era trabajador, pero tenía su sangre.
Aquel mocito que aún no había cumplido los dieciocho años, y del que se
hablaba mucho en el pueblo, tenía su escenario favorito, adonde corría apenas
dejaba atracada en el canal la barca del padre o la del abuelo.
Era la taberna de Cañamèl, un establecimiento nuevo del que se hacían
lenguas en toda la Albufera. No estaba, como las otras tabernillas, instalada en
una barraca de techo bajo y ahumado, sin más respiradero que la puerta. Tenía
casa propia, un edificio que entre las barracas de paja parecía portentoso, con
paredes de mampostería pintadas de azul, techo de tejas y dos puertas, una a la
única calle del pueblo y otra al canal. El espacio entre las dos puertas estaba
siempre lleno de cultivadores de arroz y de pescadores, gente que bebía de pie
frente al mostrador, contemplando como hipnotizada las dos filas de rojos
toneles, o se sentaba en los taburetes de cuerda, ante las anesillas de pino,
siguiendo interminables partidas de brisaca y de truque.
El lujo de esta taberna enorgullecía a los parroquianos. Las paredes estaban
chapadas de azulejos de Manises hasta la altura de las cabezas. Por encima
extendíanse paisajes fantásticos, verdes o azules, con caballos como ratas y
árboles más pequeños que los hombres, y de las vigas pendían ristras de
morcillas, alpargatas de esparto y manojos de cuerdas amarillas y piin antes
que se empleaban como jarcias en las grandes barcas del lago.
Todos admiraban a Cañamèl. ¡El dinero que tenía aquel gordo…! Había
sido guardia civil en Cuba y carabinero en España; después vivió muchos años
en Argelia; conocía algo de todos los oficios, y sabía tanto, ¡tanto! que, según
expresión del tío Paloma, se enteraba durante su sueño del lugar donde se
acostaba cada peseta, y al día siguiente corría a cogerla.
En el Palmar nunca se había bebido vino como el suyo. Todo era de lo
mejor en aquella casa. El amo recibía bien a los parroquianos y arañaba en los
precios de un modo razonable.
Cañamèl no era del Palmar, ni siquiera valenciano. Era de muy lejos, de
allá donde hablan en castellano. En su juventud había estado en la Albufera de
carabinero, casándose con una muchacha del Palmar, pobre y fea. Después de
una vida accidentada, al reunir algunos cuartos, había venido a establecerse en
el pueblo de su mujer, cediendo a los deseos de ésta. La pobre estaba enferma
y revelaba poca vida: parecía gastada por aquellos viajes que la hacían soñar
con su tranquilo rincón del lago.
Los demás taberneros del pueblo vociferaban contra Cañamèl al ver cómo
se apoderaba de los parroquianos. ¡Ah, grandísimo tunante! ¡Por algo daba tan
barato el vino bueno! Lo que menos le interesaba era la taberna: en otra parte
estaba su negocio, y por algo había venido de tan lejos a establecerse allí. Pero
Cañamèl ante tales palabras, sonreía bondadosamente. ¡Al fin todos habían de
vivir!
Los más íntimos de Cañamèl sabían que no eran infundadas estas
murmuraciones. La taberna le importaba poco. Su principal negocio era por la
noche, después de cerrarla; por algo había sido carabinero y recorrido las
playas. Todos los meses caían fardos en la costa, rodando en la arena a
impulsos de un enjambre de bultos negros que los levantaban en alto,
llevándolos a través de la Dehesa hasta las orillas del lago. Allí, las barcas
grandes, los laúdes de la Albufera, que podían cargar hasta cien sacos de arroz,
se abarrotaban con los fardos de tabaco, emprendiendo lentamente la marcha
en la oscuridad hacia tierra firme… Y al día siguiente, ni visto ni oído.
Escogía la tropa para estas expediciones entre los más audaces que
concurrían a su taberna. Tonet, a pesar de sus pocos años, fue agraciado dos o
tres veces con la confianza de Cañamèl, por ser muchacho valiente y
reservado. En este trabajo nocturno podía ganarse un hombre de bien dos o
tres duros, que después dejaba otra vez en manos de Cañamèl bebiendo en su
taberna. Y todavía los infelices, comentando al día siguiente los azares de una
expedición de la que eran ellos los principales protagonistas, se decían
admirados: «¡Pero qué agallas tiene ese Cañamèl…! ¡Con qué atrevimiento se
expone a que le metan mano…!»
Las cosas marchaban bien. En la playa todos eran ciegos, gracias a la
buena maña del tabernero. Sus antiguos amigos de Argel le enviaban con
puntualidad los cargamentos, y el negocio rodaba tan suavemente, que
Cañamèl, a pesar de que correspondía con extraordinaria generosidad al
silencio de los que podían perjudicarle, prosperaba a toda prisa. Al año de
estar en el Palmar ya había comprado tierras de arroz y tenía en el piso alto de
la taberna su talego de plata para sacar de apuros a los que solicitaban
préstamos.
Su respetabilidad crecía rápidamente. Al principio le habían dado el apodo
de Cañamèl por el acento suave y dulzón con que se expresaba en un
valenciano trabajoso. Después, al verle rico, la gente, sin olvidar el apodo, le
llamaba Paco, pues, según declaraba su mujer, así le llamaban en su país, y él
se enfurecía sordamente si le apelaban Quico, como a los otros Franciscos del
pueblo.
Al morir su mujer, pobre compañera de la época de infortunio, su hermana
menor, una pescadora fea, viuda y de carácter dominante, pretendió acampar
en la taberna con carácter de dueña, escoltada por todos los de la familia.
Halagaban a Cañamèl con los cuidados que inspira un pariente rico,
hablándole de lo difícil que era para un hombre solo seguir al frente de la
taberna. ¡Allí faltaba una mujer! Pero Cañamèl, que había odiado siempre a la
cuñada por su mala lengua y temblaba ante la posibilidad de que aspirase a
ocupar el puesto aún caliente de su hermana, la puso en la puerta, desafiando
sus protestas escandalosas. Al cuidado del establecimiento le bastaban dos
viejas, viudas de pescadores, que guisaban los all y pebres para los aficionados
que venían de Valencia, y limpiaban aquel mostrador en el que gastaba sus
codos todo el pueblo.
Cañamèl, al verse libre, hablaba contra el matrimonio. Un hombre de su
fortuna sólo podía casarse por conveniencia con alguna que tuviese más dinero
que él. Y por las noches reía oyendo al tío Paloma, que era elocuente cuando
hablaba de las mujeres.
El viejo barquero declaraba que el hombre debía ser como los buxqueròts
del lago, que cantan alegremente mientras están en libertad, y cuando los
meten en una jaula prefieren morir antes que verse encerrados.
Todas sus comparaciones se las facilitaban los pájaros de la Albufera. ¡Las
hembras…! ¡Mala peste! Eran los seres más ingratos y olvidadizos de la
creación. No había más que ver a los pobres collvèrts del lago. Vuelan siempre
en compañía de la hembra, y no saben ir sin ella ni a buscar la comida. Dispara
el cazador. Si cae muerta la hembra, el pobre macho, en vez de escapar, vuela
y vuela en torno del sitio donde pereció su compañera, hasta que el tirador
acaba también con él. Pero si cae el pobre macho, la hembra sigue volando tan
fresca, sin volver la cabeza, como si nada hubiese pasado, y al notar la falta
del acompañante se busca otro… ¡Cristo! Así son todas las hembras, lo mismo
las que llevan plumas que las que visten zagalejos.
Tonet pasaba las noches jugando al truque en la taberna y ansiaba la
llegada del domingo para estar allí todo el día. Le gustaba la vida de
inmovilidad, con el porrón al alcance de la mano, manejando los mugrientos
naipes sobre la manta que cubría la mesilla y apuntando con pequeños
guijarros o granos de maíz, que representaban el valor de las apuestas.
¡Lástima que no fuese rico como Cañamèl, para proporcionarse siempre esta
vida de señor! Rabiaba al pensar que al día siguiente tendría que fatigarse en la
barca, y tan creciente era su pasión por la pereza que Cañamèl ya no le
buscaba para los trabajos nocturnos, al ver con qué mal gesto cargaba los
fardos y cómo disputaba con los compañeros de trabajo para evitarse fatigas.
Sólo mostraba actividad y sacudía su somnolencia de perezoso ante una
diversión próxima. En la gran fiesta del Palmar en honor del Niño Jesús, el
tercer día de Navidad, Tonet se distinguía entre todos los mozos del lago.
Cuando en la víspera llegaba la música de Catarroja en una gran barca, los
jóvenes se metían en el agua del canal, pugnando por quién avanzaba más y
cogía el bombo. Era un honor que le hacía pavonearse altivo ante las
muchachas, apoderarse del enorme instrumento y cargárselo a la espalda,
paseándolo por el pueblo.
Tonet se metía hasta el pecho en el agua, fría como hielo líquido, disputaba
a puñetazos la delantera a los más audaces y se agarraba a la borda de la barca,
haciendo suya la voluminosa caja.
Después, en los tres días de fiestas, venían las diversiones tormentosas, que
las más de las veces acababan a palos. El baile en la plaza a la luz de teas
resinosas, donde obligaba a Neleta a permanecer sentada, pues por algo era su
novia, mientras él bailaba con otras menos guapas, pero mejor vestidas, y las
noches de albaes, serenatas de la gente joven, que iba hasta el amanecer de
puerta en puerta cantando coplas, escoltada por un pellejo de vino para tomar
fuerzas y acompañando cada canción con una salva de relinchos y otra de
tiros.
Pero transcurrida esta corta temporada, Tonet volvía a aburrirse en su vida
de trabajo, sin otro horizonte que el lago. Se escapaba a veces, despreciando la
cólera de su padre, y desembarcaba en el puerto de Catarroja, recorriendo los
pueblos de la tierra firme, donde tenía amigos de la época de la siega. Otras
veces tomaba el camino por el Saler, y llegaba a Valencia con el propósito de
quedarse en la ciudad, hasta que el hambre le empujaba de nuevo a la barraca
de su padre. Había visto de cerca la existencia de los que viven sin trabajar y
abominaba de su mala suerte, que le hacía permanecer como un anfibio en un
país de cañas y barro, donde el hombre, desde pequeño, tiene que encerrarse
en una barquichuela, eterno ataúd sin el cual no puede moverse.
El hambre de placeres se despertaba en él, rabiosa y dominadora. Jugaba
en la taberna hasta que Cañamèl lo ponía en la puerta a media noche; había
probado todos los líquidos que se beben en la Albufera, incluso la absenta pura
que traen los cazadores de la ciudad para mezclarla con el agua hedionda del
lago, y más de una noche, al tenderse en su camastro de la barraca, los ojos del
padre le habían seguido con expresión severa, percibiendo su paso inseguro y
su respiración jadeante de alcoholizado. El abuelo protestaba con palabras de
indignación. Santo y bueno que le gustase el vino; al fin vivían eternamente
sobre el agua, y el buen barquero debe conservar la panza caliente… ¿Pero
bebidas «compuestas»…? ¡Así empezó el viejo Sangonera!
Tonet olvidaba todos sus afectos. Golpeaba a la Borda, tratándola como a
una bestia sumisa, y apenas si prestaba atención a Neleta, acogiendo sus
palabras con bufidos de impaciencia. Si obedecía a su padre era de un modo
tan forzado, que el gran trabajador palidecía, moviendo sus manazas poderosas
como si fuese a despedazarle. El muchacho despreciaba a todo el pueblo,
viendo en él un rebaño miserable nacido para el hambre y la fatiga, de cuyas
filas debía salir a cualquier precio. Los que tornaban orgullosos de la pesca,
mostrando los cestones de anguilas y tencas, le hacían sonreír. Al pasar frente
a la casa del vicario veía a Sangonera, que, dedicado ahora a la lectura, pasaba
las horas sentado en la puerta leyendo libros religiosos y disfrazando su gesto
de pillo con una expresión compungida. ¡Imbécil! ¿qué le importarían aquellos
libracos que le prestaban los vicarios…?
Quería vivir, gozar de un golpe todas las dulzuras de la existencia. Se
imaginaba que cuantos habitaban al otro lado del lago, en los pueblos ricos o
en la ciudad grande y ruidosa, le robaban una parte de los placeres que le
correspondía por indiscutible derecho.
En la época de la siega del arroz, cuando miles de hombres llegaban a la
Albufera de todos los extremos de la provincia, atraídos por los grandes
jornales que ofrecían los propietarios faltos de brazos, Tonet se reconciliaba
momentáneamente con la vida en aquel rincón del mundo. Veía caras nuevas,
hacía amigos, encontraba una rara alegría en estos vagabundos que, con la hoz
en la mano y el saco de ropa a la espalda, iban de un punto a otro trabajando
mientras lucía el sol, para emborracharse así que llegaba la noche.
Le gustaba esta gente de existencia accidentada y le entretenían sus relatos,
más interesantes que los cuentos murmurados junto a la lumbre. Unos habían
estado en América, y olvidando su miseria en los remotos países, hablaban de
éstos como de un paraíso donde todos nadaban en oro. Otros contaban sus
largas estancias en la Argelia salvaje, en los mismos límites del Desierto,
donde se habían ocultado mucho tiempo por un navajazo dado en su pueblo o
un robo que les «acumulaban» los enemigos. Y Tonet, al oírles, creía percibir
en el vientecillo putrefacto de la Albufera el perfume exótico de aquellos
países maravillosos, y en el brillo de los azulejos de la taberna veía sus
portentosas riquezas.
Esta amistad con los vagabundos se estrechaba, hasta el punto de que, al
terminar la siega y cobrar ellos sus jornales, los acompañaba Tonet en una
orgía brutal a través de todas las poblaciones inmediatas al lago; carrera loca
de taberna en taberna, de albaes por la noche ante ciertas ventanas, que
terminaban con una pelea general cuando, escaseando el dinero, parecía el
vino más agrio y se disputaba por quién era el obligado a pagar.
Una de estas expediciones fue famosa en la Albufera. Duró más de una
semana, y en todo este tiempo el tío Tono no vio a su hijo en el Palmar. Se
supo que la banda de alborotadores iba como una fiera suelta por la parte de la
Ribera, que en Sollana apalearon a un guarda y en Sueca habían sido
descalabrados dos de la cuadrilla en una pelea de taberna. La guardia civil iba
al alcance de estas expediciones de locos.
Una noche avisaron al tío Tono que su hijo acababa de aparecer en casa de
Cañamèl con las ropas sucias de barro, como si hubiese caído en una acequia,
brillándole aún en los ojos la borrachera de siete días. El sombrío trabajador
fue allá, silencioso como siempre, con un ligero bufido que movía sus labios
como si se pegasen uno a otro.
Su hijo bebía en el centro de la taberna con la sed del ebrio, rodeado de un
público atento, al que hacía reír con el relato de las barrabasadas cometidas en
esta expedición de recreo.
De un revés, el tío Tono le rompió el porrón que llevaba a su boca,
abatiéndole la cabeza sobre un hombro. Tonet, anonadado por el golpe y
viendo a su padre frente a él, se encogió por unos momentos; pero después,
brillando en sus ojos una luz turbia e impura que daba miedo, se lanzó contra
él, gritando que nadie le pegaba impunemente, ni aun su mismo padre.
Pero no era fácil rebelarse contra aquel hombretón grave y silencioso,
firme como el deber, y que llevaba en sus brazos la energía de más de treinta
años de continua batalla con la miseria. Sin despegar los labios contuvo a la
fierecilla, que pretendía morderle, con una bofetada que le hizo tambalearse, y
casi al mismo tiempo, con el empuje de uno de sus pies lo envió contra el
muro, haciéndole caer de bruces en la mesilla de unos jugadores.
La gente se abalanzó sobre el padre, temiendo que en su cólera de atleta
silencioso aporrease a todos los concurrentes de la taberna. Cuando se
restableció la calma y soltaron al tío Tono, su hijo ya no estaba allí. Había
huido levantando los brazos en actitud desesperada… ¡Le habían pegado…!
¡A él, que tan temido era…! ¡Y en presencia de todo el Palmar…!
Transcurrieron algunos días sin que se tuvieran noticias de Tonet. Poco a
poco se supo algo por la gente que iba al mercado de Valencia. Estaba en el
cuartel de Monte Olivete, y muy pronto se embarcaría para Cuba. Había
sentado plaza. Al huir desesperado hacia la ciudad, se había detenido en las
tabernas inmediatas al cuartel donde estaba el banderín de enganche para
Ultramar. La gente que pululaba por allí, voluntarios en espera de embarque y
reclutadores astutos, le habían decidido a tal resolución.
El tío Tono en el primer momento quiso protestar. El muchacho no tenía
aún veinte años; se había cometido una ilegalidad. Además, era su hijo, su
único hijo. Pero el abuelo le hizo desistir con su habitual dureza. Era lo mejor
que podía hacer su nieto. Crecía torcido: ¡qué corriese mundo y que sufriera!
¡Ya se encargarían de enderezarlo! Y si moría, un vago menos; al fin, todos,
más pronto o más tarde, habían de morir.
El muchacho partió sin protesta. La Borda fue la única que, escapándose
de la barraca, se presentó en Monte-Olivete y le despidió llorando, después de
entregarle toda su ropa y los cuartos de que pudo apoderarse sin que se
enterara el tío Tono. A Neleta ni una palabra: el novio parecía haberla
olvidado.
Dos años transcurrieron sin que el muchacho diese señales de vida. Un día
llegó una carta para el padre, encabezada con frases dramáticas, de un
sentimentalismo falso, en la cual Tonet solicitaba su perdón, hablando luego
de su nueva existencia. Era guardia civil en Guantánamo y no lo pasaba mal.
Se notaba en su estilo cierto aplomo petulante, como de hombre que corría los
campos con un arma al hombro e inspiraba temor y respeto. Su salud era
magnífica. Ni una ligera enfermedad desde que desembarcó. La gente de la
Albufera soportaba perfectamente el clima de la isla. El que se criaba en
aquella laguna, bebiendo su agua de barro, podía ir sin miedo a todas partes:
estaba aclimatado.
Después surgió la guerra. En la barraca del tío Tono temblaba la Borda,
llorando por los rincones cuando llegaban al Palmar confusas noticias de los
combates que ocurrían allá lejos. En el pueblo dos mujeres llevaban luto. Se
marchaban los muchachos al entrar en quinta, entre llantos desesperados,
como si sus familias no los hubieran de ver más.
Pero las cartas de Tonet eran tranquilizadoras y revelaban gran confianza.
Ahora era cabo en una guerrilla montada y parecía muy contento de su
existencia. Él mismo se describía, con gran minuciosidad, vestido de rayadillo,
con un gran jipipaja, medias botas de charol, el machete golpeándole el muslo,
la carabina máuser cruzada en la espalda y la canana repleta de cartuchos. No
había cuidado; aquella vida era la suya: buena paga, mucho movimiento y la
gran libertad que proporciona el peligro. «¡Venga guerra!», decía alegremente
en sus cartas. Y adivinábase a larga distancia el soldado fanfarrón, satisfecho
de su oficio, encantado de sufrir fatigas, hambre y sed, a cambio de librarse
del trabajo monótono y vulgar, de vivir fuera de las leyes de los tiempos
normales, de matar sin miedo al castigo y considerar como suyo todo cuanto
ve, imponiendo su voluntad al amparo de las duras exigencias de la guerra.
Neleta se enteraba de tarde en tarde de las aventuras de su novio. Su madre
había muerto. Ella vivía ahora en la barraca de una tía suya, y para ganarse el
pan servía de criada en casa de Cañamèl los días en que llegaban parroquianos
extraordinarios y eran muchas las paellas.
Se presentaba en la barraca de los Palomas preguntando a la Borda si había
carta, y escuchaba su lectura con los ojos bajos, apretando los labios como
para concentrar más su atención. Parecía haberse enfriado su afecto por Tonet
desde aquella fuga, en la que no tuvo para la novia el más leve recuerdo. Le
brillaban los ojos y sonreía murmurando «¡grasies!» cuando al final de las
cartas la nombraba el guerrillero enviándole sus recuerdos; pero no mostraba
ningún deseo por que el muchacho regresase, ni se entusiasmaba cuando hacía
castillos en el aire, asegurando que aún volvería al Palmar con galones de
oficial.
Otras cosas preocupaban a Neleta. Se había convertido en la muchacha
más guapa de la Albufera. Era pequeña, pero sus cabellos, de un rubio claro,
crecían tan abundantes, que formaban sobre su cabeza un casco de ese oro
antiguo descolorido por el tiempo. Tenía la piel blanca, de una nitidez
transparente, surcada de venillas; una piel jamás vista en las mujeres del
Palmar, cuya epidermis escamosa y de metálico reflejo ofrecía lejana
semejanza con la de las tencas del lago. Sus ojos eran pequeños, de un verde
blanquecino, brillantes como dos gotas del ajenjo que bebían los cazadores de
Valencia.
Cada vez frecuentaba más la casa de Cañamèl. Ya no prestaba su ayuda en
circunstancias extraordinarias. Pasaba todo el día en la taberna, limpiándola,
despachando copas tras el mostrador, vigilando el hogar donde burbujeaban
las sartenes, y al llegar la noche marchaba ostentosamente hacia la barraca de
su tía, escoltada por ésta, llamando la atención de todos, para que se enterasen
bien las parientas hostiles de Cañamèl, las cuales comenzaban a murmurar si
Neleta veía salir el sol al lado de su amo.
Cañamèl no podía pasar sin ella. El viudo, que hasta entonces había vivido
tranquilo con sus viejas criadas, despreciando públicamente a las mujeres, era
incapaz de resistir el contacto de aquella criatura maliciosa que le rozaba con
gracia felina. El pobre Cañamèl sentíase inflamado por los ojos verdosos de
aquella gatita, que apenas le veía en calma procuraba hacérsela perder con
encontronazos hábiles que marcaban sus encantos ocultos. Sus palabras y
miradas sublevaban en el maduro tabernero una castidad de varios años. Los
parroquianos le veían unas veces con arañazos en la cara, otras con alguna
contusión junto a los ojos, y reían ante las excusas que confusamente
formulaba el tabernero. ¡Bien sabía defenderse la muchacha de los irresistibles
arranques de Cañamèl! ¡Lo inflamaba con los ojos para aplacarlo con las uñas!
A veces, en los cuartos interiores de la taberna rodaban con estrépito los
muebles, temblaban los tabiques con furiosos empujones, y los bebedores
reían maliciosamente… ¡Cañamèl que intentaba acariciar a su gata! ¡De
seguro que saldría al mostrador con un nuevo arañazo…!
Esta lucha había de tener fin. Neleta era demasiado firme para no rendir a
aquel panzudo, que temblaba ante sus amenazas de no volver más a la taberna.
Todo el Palmar se conmovió con la noticia del matrimonio de Cañamèl a pesar
de que era un suceso esperado. La cuñada del novio iba de puerta en puerta
vomitando injurias. Las mujeres formaban corrillos ante las barracas… ¡La
mosquita muerta! ¡Y qué bien había sabido manejarse para pescar al hombre
más rico de la Albufera! Nadie se acordaba del antiguo noviazgo con Tonet.
Habían transcurrido seis años desde que partió, y raramente se volvía de allá
donde él estaba.
Neleta, al tomar posesión como dueña legítima de aquella taberna, por la
que pasaba todo el pueblo y a la que acudían los menesterosos implorando la
usura de Cañamèl, no se enorgulleció ni quiso vengarse de las comadres que la
calumniaban en su época de servidumbre. A todas las trataba con cariño, pero
interponía el mostrador entre ella y las visitantes, para evitar familiaridades.
Ya no volvió a la barraca de los Palomas. Hablaba con la Borda como con
una hermana, cuando ésta iba a comprar algo, y al tío Paloma le servía el vino
en el vaso más grande, procurando olvidar sus pequeñas deudas. El tío Tono
frecuentaba poco la taberna; pero Neleta, al verle, lo saludaba con expresión
de respeto, como si aquel hombre silencioso y ensimismado fuese para ella
algo así como un padre que no quería reconocerla, pero al que veneraba en
secreto.
Éstos eran los únicos afectos del pasado que vivían en ella. Dirigía su
establecimiento como si nunca hubiese hecho otra cosa; sabía dominar a los
bebedores con una palabra; sus brazos blancos, siempre arremangados,
parecían atraer a la gente de todas las orillas de la Albufera; la taberna
marchaba bien, y ella se mostraba cada día más fresca, más hermosa, más
arrogante, como si de golpe hubiesen entrado en su cuerpo todas las riquezas
del marido, de las que se hablaba en el lago con asombro y envidia.
En cambio, Cañamèl mostraba cierta decadencia después de su
matrimonio. La salud y frescura de su mujer parecían robadas a él. Al verse
rico y dueño de la mejor moza de la Albufera, había creído llegado el
momento de enfermar por primera vez en su vida. Los tiempos no eran buenos
para el contrabando; los oficiales jóvenes e inexpertos encargados de la
vigilancia de la costa no admitían negocios, y como de la taberna entendía
Neleta mejor que Cañamèl, éste, no sabiendo qué hacer, se dedicaba a estar
enfermo, que es diversión de rico, según afirmaba el tío Paloma.
El viejo sabía mejor que nadie dónde estaba la dolencia del tabernero, y
hablaba de ella con expresión maliciosa. Se había despertado en él la bestia
amorosa, dormida durante los años en que no sintió otra pasión que la de la
ganancia. Neleta ejercía sobre él la misma influencia que cuando era su criada.
El brillo de las dos gotas verdes de sus ojos, una sonrisa, una palabra, el roce
de sus brazos que se encontraban al llenar las copas en el mostrador, bastaban
para que perdiese la calma. Pero ahora Cañamèl ya no recibía arañazos, ni al
quedar abandonado el mostrador se escandalizaban los parroquianos… Y de
este modo transcurría el tiempo: Cañamèl quejándose de extrañas
enfermedades; doliéndole tan pronto la cabeza como el estómago; grueso y
fláccido, con una creciente obesidad tras la cual se adivinaba la consunción de
su organismo; y Neleta cada vez más fuerte, como si al derretirse la vida del
tabernero cayese sobre ella cual lluvia fecundante.
El tío Paloma comentaba esta situación con cómica gravedad. La raza de
los Cañamèls iba a reproducirse tanto, que llenaría todo el Palmar. Pero
transcurrieron cuatro años sin que Neleta fuese madre, a pesar de sus
fervientes deseos. Deseaba un hijo para asegurar su posición, hábilmente
conquistada, y darles en los morros, como ella decía, a los parientes de la
difunta. Cada medio año circulaba por el pueblo la noticia de que estaba
encinta, y las mujeres, al entrar en la taberna, la examinaban con inquisitorial
atención, reconociendo la importancia que tendría este acontecimiento en la
lucha de la tabernera con sus enemigas. Pero siempre se deshacía la esperanza.
Las más atroces murmuraciones se cebaban en Neleta así que surgía la
posibilidad de que fuese madre. Las enemigas pensaban maliciosamente en
cualquier propietario de tierras de arroz de los que venían de los pueblos de la
Ribera y descansaban en la taberna; en algún cazador de Valencia; hasta en el
teniente de carabineros, que, aburrido de su soledad de Torre Nueva, venía
algunas veces a amarrar su caballo en un olivo ante la casa de Cañamèl,
después de atravesar el barro de los canales; en todos, menos en el enfermizo
tabernero, dominado más que nunca por aquella furia insaciable que parecía
consumirlo.
Neleta sonreía ante las murmuraciones. No amaba a su marido, estaba
segura de ello; sentía mayor afición por muchos de los que visitaban su
taberna, pero tenía la prudencia de la hembra egoísta y reflexiva que se casa
por la utilidad y desea no comprometer su calma con infidelidades.
Un día circuló la noticia de que el hijo del tío Tono estaba en Valencia. La
guerra había terminado. Los batallones, sin armas, con el aspecto triste de los
rebaños enfermos, desembarcaban en los puertos. Eran espectros del hambre,
fantasmas de la fiebre, amarillos como esos cirios que sólo se ven en las
ceremonias fúnebres, con la voluntad de vivir brillando en sus ojos profundos
como una estrella en el fondo de un pozo. Todos marchaban a sus casas,
incapaces para el trabajo, destinados a morir antes de un año en el seno de las
familias, que habían dado un hombre y recibían una sombra.
Tonet fue acogido en el Palmar con curiosidad y entusiasmo. Era el único
del pueblo que volvía de allá. ¡Y cómo volvía…! Demacrado por la miseria de
los últimos días de la guerra, pues era de los que habían sufrido el bloqueo en
Santiago. Pero aparte de esto, mostrábase fuerte, y las viejas comadres
admiraban su cuerpo enjuto y esbelto, las posturas marciales que tomaba al pie
del raquítico olivo que adornaba la plaza, atusándose el bigote, adorno viril
que en todo el Palmar sólo lo usaba el cabo de los carabineros, y exhibiendo la
gran colección de jipijapas, único equipaje que había traído de la guerra. Por
las noches se llenaba la taberna de Cañamèl para oír su relato de las cosas de
allá.
Había olvidado sus fanfarronadas de guerrillero, cuando apaleaba a los
pacíficos sospechosos y entraba en los bohíos revólver en mano. Ahora todos
sus relatos eran sobre los americanos, los yanquis que había visto en Santiago;
unos tíos muy altos, muy forzudos, que comían mucha carne y usaban unos
sombreros pequeños. Aquí terminaban sus descripciones. La enorme estatura
de los enemigos era la única impresión que sobrevivía en su memoria. Y en el
silencio de la taberna resonaban las carcajadas de todos al contar Tonet que
uno de aquellos tíos, viéndole cubierto de andrajos, le había regalado un
pantalón antes de embarcar, pero tan grande, ¡tan grande! que le envolvía
como una vela.
Neleta, detrás del mostrador, le oía mirándolo fijamente. Sus ojos eran
inexpresivos; las dos gotas verdes carecían de luz, pero no se apartaban un
instante de Tonet, como si tuviesen ansia por retener aquella figura marcial tan
distinta de las otras que la rodeaban y que en nada recordaba al muchacho que
diez años antes la tenía por novia.
Cañamèl, tocado de patriotismo y entusiasmado por la extraordinaria
concurrencia que Tonet atraía a la taberna, chocaba la mano con el soldado, le
ofrecía vasos y le hacía preguntas sobre cosas de Cuba, enterándose de las
modificaciones ocurridas desde el remoto tiempo en que él estuvo allá.
Tonet iba a todas partes escoltado por Sangonera, que admiraba a su
compañero de la infancia. Ya no era sacristán. Había abandonado los libros
que le prestaban los vicarios. Las aficiones de su padre a la vida errante y al
vino habíanse despertado en él, y el cura lo arrojó de la iglesia, cansado de las
chuscas torpezas que cometía ayudándole la misa en plena embriaguez.
Además, Sangonera no estaba conforme, según afirmaba gravemente, entre las
risas de todos, con las cosas de los curas. Y aviejado en plena juventud por una
embriaguez interminable, roto y mugriento, vivía al azar como en su infancia,
durmiendo en su barraca, peor que una pocilga, y asomando a todos los sitios
donde se bebía su enjuta figura de asceta, que apenas si marcaba en el suelo
una raya de sombra.
Al amparo de Tonet encontraba obsequios, y él era el primero en pedir en
la taberna que contase las cosas de allá, pues sabía que tras el relato llegaban
los vasos.
El repatriado se mostraba satisfecho de esta vida de descanso y
admiración. El Palmar parecíale ahora un lugar de delicias, recordando las
noches pasadas en la trinchera con el estómago desfallecido por el hambre y la
penosa travesía en el buque cargado de carne enferma, sembrando el mar de
cadáveres.
Al mes de esta vida regalada, su padre le habló una noche en el silencio de
la barraca. ¿Qué se proponía hacer? Ahora era un hombre y debía dar por
terminadas las aventuras, pensando seriamente en el porvenir. Él tenía ciertos
planes, de los que deseaba hacer partícipe al hijo, a su único heredero.
Trabajando sin descanso, con la tenacidad de hombres honrados, aún podían
crearse una pequeña fortuna. Una señora de la ciudad, la misma que le había
dado en arriendo las tierras del Saler, conquistada por su sencillez y su afán en
el trabajo, acababa de regalarle una gran extensión de terreno junto al lago: un
tancat de muchas hanegadas.
No había más que un inconveniente para comenzar el cultivo, y era que el
regalo estaba cubierto de agua y había que rellenar los campos trayendo
muchas barcas de tierra, ¡pero muchas!
Había que gastar dinero o trabajar por cuenta propia. Pero ¡qué demonio!
no debían desmayar; así se habían formado todas las tierras de la Albufera.
Las ricas posesiones de hoy eran lago cincuenta años antes, y dos hombres
sanos, animosos y sin miedo al trabajo pueden realizar grandes milagros.
Mejor era esto que pescar en malos sitios o trabajar en tierras ajenas.
A Tonet le sedujo la novedad de la empresa. Si le hubieran propuesto
cultivar los mejores y más antiguos campos inmediatos al Palmar, tal vez
habría torcido el gesto; pero le gustaba batallar con el lago, convertir en tierra
laborable lo que era agua, hacer surgir cosechas donde coleaban las anguilas
entre las hierbas acuáticas. Además, en su ligereza de pensamiento, sólo veía
los resultados, sin fijarse en el trabajo. Serían ricos y él podría alquilar las
tierras, dándose una vida de holgazán, que era su aspiración.
Padre e hijo se lanzaron a la faena, ayudados por la Borda, siempre
animosa para todo lo que diese prosperidad a la casa. Con el abuelo no había
que contar. El proyecto le había puesto de igual humor que al dedicarse su hijo
por primera vez al cultivo de tierras. ¡Otros que querían achicar la Albufera
convirtiendo el agua en campos! ¡Y eran de su familia los que cometían tal
atentado! ¡Bandidos…!
Tonet se entregó al trabajo con el ardor momentáneo de los seres de escasa
voluntad. Su deseo era llenar de un solo golpe aquel rincón del lago donde su
padre buscaba la riqueza. Desde antes del amanecer, Tonet y la Borda iban en
dos barquitos a buscar tierra, para llevarla después, en un viaje de más de una
hora, al gran espacio de agua muerta cuyos límites marcaban los ribazos de
barro.
El trabajo era penoso, aplastante; una tarea de hormigas. Sólo el tío Tono,
con su audacia de trabajador infatigable, podía acometerlo sin otro auxilio que
su familia y sus brazos.
Iban a los grandes canales que desembocan en la Albufera, a los puertos de
Catarroja y el Saler. Con perchas de ancha horquilla arrancaban del fondo
grandes pellas de barro, pedazos de turba gelatinosa, que esparcía un hedor
insoportable. Dejaban a secar en las orillas estos jirones del seno de las
acequias, y cuando el sol los convertía en terrones blancuzcos, cargábanlos en
los dos barquitos, que se unían, formando una sola embarcación. Percha que
percha, tras una hora de incesante trabajo, llevaban al tancat el montón de
tierra tan penosamente reunido, y la charca se la tragaba sin resultado
aparente, como si se disolviera la carga sin dejar rastro. Los pescadores veían
pasar todos los días dos o tres veces a la laboriosa familia deslizándose como
moscas de agua sobre la pulida superficie del lago.
Tonet se cansó pronto de esta tarea de enterrador. La fuerza de su voluntad
no llegaba a tanto; pasada la seducción del primer momento, vio la monotonía
del trabajo y calculó con terror los meses y aun los años que faltaban para dar
cima a la obra. Pensaba en lo que había costado de arrancar cada montón de
tierra, y temblaba de emoción viendo cómo se enturbiaba el agua al recibir la
carga, y después, al aclararse, mostraba el suelo siempre igual, siempre
profundo, sin la más pequeña giba, como si toda la tierra se escapase por un
agujero oculto.
Comenzó a faltar al trabajo. Pretextaba cierto recrudecimiento de las
dolencias adquiridas en la guerra para quedarse en la barraca, y apenas partían
su padre y la Borda, corría en busca del fresco rincón en casa de Cañamèl,
donde nunca le faltaban compañeros para un truque y el porrón al alcance de
la mano. A lo más, trabajaba dos días por semana.
El tío Paloma, en su odio a los enterradores que descuartizaban el lago,
celebraba con risas la pereza del nieto. ¡Ji, ji…! Su hijo era un tonto al confiar
en Tonet. Conocía bien al mozo. Había nacido con Un hueso atravesado que le
impedía agacharse para trabajar. De soldado se le había endurecido, y no había
que esperar remedio. Él sabía la medicina única: ¡a palos se rompía aquello!
Pero como en el fondo le alegraba ver a su hijo Sufriendo dificultades en la
empresa, aceptaba la pereza de Tonet y hasta sonreía al verlo en casa de
Cañamèl.
En el pueblo comenzaban las murmuraciones por la asiduidad con que
Tonet visitaba la taberna. Se sentaba siempre ante el mostrador, y Neleta y él
se miraban. La tabernera hablaba con Tonet menos que con los otros
parroquianos; pero en los ratos de poco despacho, cuando hacía alguna labor
sentada ante los toneles, cada vez que levantaba sus ojos, éstos iban
instintivamente hacia el joven. Los parroquianos también observaban que el
Cubano, al dejar los naipes, buscaba con su mirada a Neleta.
La antigua cuñada de Cañamèl hablaba de esto de puerta en puerta. ¡Se
entendían, no había más que verlos! ¡Bueno iban a poner al imbécil tabernero!
¡Entre los dos se comerían toda la fortuna que había amasado la pobre de su
hermana! Y cuando los menos crédulos hablaban de la imposibilidad de
aproximarse, en una taberna siempre llena de gente, la arpía protestaba. Se
entenderían fuera de casa. Neleta era capaz de todo y él un enemigo del
trabajo, que había dado fondo en la taberna, seguro de que allí le mantendrían.
Cañamèl, ignorando estas murmuraciones, trataba a Tonet como a su mejor
amigo. Jugaba a la baraja con él y reñía a su mujer si no lo convidaba. Nada
leía en la mirada de Neleta, en los ojos de extraño resplandor, ligeramente
irónicos, con que acogía estas reprimendas mientras ofrecía un vaso a su
antiguo novio.
Las murmuraciones que circulaban por el Palmar llegaron hasta el tío
Tono, y una noche, sacando éste a su hijo fuera de la barraca, le habló con la
tristeza del hombre fatigado que lucha inútilmente contra la desgracia.
Tonet no quería ayudarle, bien lo veía. Era el perezoso de otros tiempos,
nacido para pasar la existencia en la taberna. Ahora era un hombre; había ido a
la guerra, y su padre no podía levantar sobre él la mano, como en otros
tiempos. ¿No quería trabajar…? Bien; él continuaría la obra completamente
solo, aunque reventase como un perro, siempre con la esperanza de dejar al
morir un pedazo de pan al ingrato que le abandonaba.
Pero lo que no podía ver con calma era que su hijo pasase los días en casa
de Cañamèl, frente a su antigua novia. Podía ir si quería a otras tabernas; a
todas menos a aquélla.
Tonet protestó con vehemencia al oír esto. ¡Mentiras, todo mentiras!
¡Calumnias de la Samaruca, aquella bestia maligna, cuñada de Cañamèl, que
odiaba a Neleta y no reparaba en murmuraciones! Y Tonet decía esto con la
energía de la verdad, afirmando por la memoria de su madre no haber tocado
un dedo de Neleta ni haberle dicho la menor palabra que recordase su antiguo
noviazgo.
El tío Tono sonrió tristemente. Lo creía, no dudaba de sus palabras. Es
más: tenía la convicción de que hasta el presente eran calumnias todas las
murmuraciones. Pero él conocía la vida. Ahora sólo eran miradas, y mañana,
atraídos por el continuo roce, caerían en la deshonra, como consecuencia de
este juego peligroso. Neleta siempre le había parecido una casquivana, y no
sería ella la que diese ejemplo de prudencia.
Después de esto, el animoso trabajador tomó un acento tan sincero, tan
bondadoso, que impresionó a Tonet.
Debía pensar que era el hijo de un hombre honrado, con mala fortuna en
sus negocios, pero al cual nadie podía reprochar una mala acción en toda la
Albufera.
Neleta tenía marido, y el que busca la mujer ajena une la traición al
pecado. Además, Cañamèl era amigo suyo; pasaban el día juntos, jugaban y
bebían como compañeros, y engañar a un hombre en estas condiciones era una
cobardía, digna de pagarse con un tiro en la cabeza.
El tono del padre se hizo solemne.
Neleta era rica, su hijo pobre, y podían creer que la perseguía como un
medio para mantenerse sin trabajar. Esto era lo que le irritaba, lo que convertía
su tristeza en cólera.
Antes ver muerto a su hijo, que avergonzarse ante tal deshonra. ¡Tonet!
¡Hijo…! Había que pensar en la familia, en los Palomas, antiguos como el
Palmar: raza de trabajadores tan desgraciados como buenos; acribillados de
deudas por la mala suerte, pero incapaces de una traición.
Eran hijos del lago, tranquilos en su miseria, y al emprender el último
viaje, cuando los llamase Dios, podrían llegar perchando hasta los pies de su
trono, mostrándole al Señor, a falta de otros méritos, las manos cubiertas de
callos como las bestias, pero el alma limpia de todo crimen.
IV
El segundo domingo de julio era para el Palmar el día más importante del
año.
Se sorteaban los redolíns, los puestos de pesca de la Albufera y sus
canales, entre los vecinos del Palmar, ceremonia solemne y tradicional
presidida por un delegado de la Hacienda, misteriosa señora que nadie había
visto, pero de la que se hablaba con respeto supersticioso, como dueña que era
del lago y la interminable pinada de la Dehesa.
A las siete, el esquilón de la iglesia había hecho correr a misa a todo el
pueblo. Solemnes resultaban las fiestas al Niño Jesús después de Navidad,
pero no pasaban de ser pura diversión; mientras que en la ceremonia del sorteo
se jugaba al azar el pan del año y hasta el riesgo de enriquecerse si la pesca era
buena.
Por eso la misa de este domingo era la que se oía con más devoción. Las
mujeres no tenían que ir en busca de sus maridos, llevándolos a empujones a
que cumpliesen el precepto religioso. Todos los pescadores estaban en la
iglesia con gesto de recogimiento, pensando en el lago más que en la misa, y
con la imaginación veían la Albufera y sus canales, escogiendo los puestos
mejores por si la suerte los agraciaba con los primeros números.
La iglesia, pequeña, con las paredes pintadas de cal y las altas ventanas con
cortinas verdes, no podía contener a todos los fieles. La puerta estaba de par en
par, y el público se esparcía por la plaza con la cabeza descubierta bajo el sol
de julio. En el altar mostraba su carita sonriente y su falda hueca el Niño
Jesús, patrón del pueblo; una imagen que no levantaba más de un palmo, pero
a pesar de su pequeñez, sabía llenar de anguilas, en las noches tempestuosas,
las barcas de los que conseguían los mejores puestos, con otros milagros no
menos asombrosos que relataban las mujeres del Palmar.
En las paredes se destacaban sobre el fondo blanco algunos cuadros
procedentes de antiguos conventos: tablas enormes con falanges de
condenados todos rojos, como si acabasen de ser cocidos, y ángeles de
plumaje de cotorras arreándolos con flamígeras espadas.
Sobre la pila de agua bendita, un cartelón con caracteres góticos rezaba así:
Si por la ley del amor
no es lícito delinquir,
no se permite escupir
en la casa del Señor.
No había en el Palmar quien no admirase estos versos, obra, según el tío
Paloma, de cierto vicario, allá en los tiempos en que el barquero era mozo.
Todos se habían ejercitado en la lectura, deletreándolos durante las
innumerables misas de su existencia de buenos cristianos. Pero si se admiraba
la poesía, no se aceptaba el consejo, y los pescadores, sin respeto alguno a «la
ley del amor» tosían y escupían con su crónica ronquera de anfibios,
deslizándose la ceremonia religiosa en un continuo carraspeo que ensuciaba el
piso y hacía volver al oficiante su colérica mirada.
Nunca había tenido el Palmar vicario como el pare Miquèl. Decíase que lo
habían enviado allí de castigo, pero él parecía tomar su desgracia muy a gusto.
Cazador infatigable, apenas terminaba su misa se calzaba las alpargatas de
esparto, encasquetábase la gorra de piel, y seguido por su perro, metíase
Dehesa adentro o hacía correr su barquito por entre los espesos carrizales para
tirar a las pollas de agua. Había que ayudarse un poco en su miserable
posición, según él decía. El sueldo era de cinco reales diarios, y estaba
condenado a morir de hambre, como sus antecesores, a no ser por la escopeta,
que toleraban los guardas de la selva, y surtía de carne su mesa todos los días.
Las mujeres admiraban su energía de varón fuerte, viendo cómo las dirigía
casi a puñetazos. Los hombres no celebraban menos la llaneza con que trataba
las funciones de su ministerio. Era un cura de escopeta. Cuando el alcalde
tenía que pasar la noche en Valencia, dejaba su autoridad en manos de don
Miguel; y éste, satisfecho de la transformación, llamaba al cabo de los
carabineros de mar.
—Usted y yo somos las únicas autoridades del pueblo. Velemos por él.
Y salían de ronda toda la noche, con la carabina pendiente del hombro,
entrando en las tabernas para enviar las gentes a dormir, deteniéndose en el
presbiterio varias veces para beber una copa de caña, hasta que apuntaba el
día, y don Miguel, dejando el arma y su traje de contrabandista, se entraba en
la iglesia para decir la misa a los pescadores.
Los domingos, mientras realizaba el sagrado acto, miraba con el rabillo del
ojo a los fieles, fijándose en los que escupían con insistencia, en las comadres
que charlaban murmurando de la vecina, en los chicuelos que se empujaban
cerca de la puerta; y al volverse, irguiendo su arrogante cuerpo para bendecir a
todos, miraba con tales ojos a los culpables, que éstos se estremecían
adivinando las próximas amenazas del pare Miquèl. Él era quien había
expulsado a patadas al ebrio Sangonera, al pillarle por tercera o cuarta vez
empuñando la botella de vino de la sacristía. En su casa sólo el cura podía
beber. El genio violento le acompañaba en todas sus funciones sagradas, y
muchas veces, en plena misa, al notar que el sucesor de Sangonera equivocaba
las respuestas o andaba tardo en trasladar el Evangelio de un lado a otro, le
largaba una coz por debajo de las randas del alba, chasqueando la lengua como
si llamase a su perro.
Su moral era sencilla: residía en el estómago. Cuando los penitentes
excusaban sus faltas en el confesonario, la penitencia era siempre la misma.
¡Lo que debían hacer era comer más! Por eso el demonio los agarraba al verlos
tan flacos y amarillentos. Lo que él decía: «Buenos bocados y menos
pecados». Y si alguien contestaba alegando su miseria, indignábase el cura,
soltando un taco redondo. ¡Recordóns! ¿Pobres y vivían en la Albufera, el
mejor rincón del mundo? Allí estaba él con sus cinco reales, y lo pasaba mejor
que un patriarca. Le habían enviado al Palmar creyendo hacerle la santísima, y
sólo cambiaba su puesto por una canonjía en Valencia. ¿Para qué habría criado
Dios los becadas de la Dehesa, que volaban en enjambre como las moscas, los
conejos, tan numerosos como las hierbas, y todos aquellos pájaros del lago,
que no había más que remover los cañares para que saltasen a docenas? ¿Es
que esperaban que la carne cayese ya desplumada y con sal en sus calderos…?
Lo que debían tener era más afición al trabajo y temor a Dios. No todo había
de ser pescar anguilas, pasando las horas sentados en una barca, como
mujeres, y comer carne blancuzca que olía a barro. Así estaban de
enmohecidos y pecadores, que daban asco. El hombre que es hombre,
¡cordones!, debía ganarse como él la comida… ¡a tiros…!
Después de Pascua Florida, cuando todo el Palmar vaciaba su saco de
pecados en el confesonario, menudeaban los escopetazos en la Dehesa y en el
lago, y los guardas iban locos de un lado a otro, sin poder adivinar a qué
obedecía este furor repentino por la caza.
Terminó la misa, y la muchedumbre se esparció por la plazoleta. Las
mujeres no volvían a sus barracas para preparar el caldero de mediodía. Se
quedaban con los hombres frente a la escuela, donde se verificaba el sorteo: el
mejor edificio del Palmar, el único con dos pisos, una casita que tenía abajo el
departamento de los niños y arriba el de las niñas. En el piso superior se
verificaba la ceremonia, y al través de las ventanas abiertas se veía al alguacil,
ayudado por Sangonera, arreglar la mesa con el sillón presidencial para el
señor que vendría de Valencia y los bancos de las dos escuelas para los
pescadores miembros de la Comunidad.
Los más viejos del pueblo se agrupaban junto al olivo retorcido y de
escasas hojas, único adorno de la plaza. Este árbol raquítico y antiguo,
arrancado de las montañas para languidecer en un suelo de barro, era el punto
de reunión del pueblo, el sitio donde se desarrollaban todos los actos de su
vida civil. Bajo sus ramas se hacían los tratos de la pesca, se cambiaban las
barcas y se vendían las anguilas a los revendedores de la ciudad. Cuando
alguien encontraba en aguas de la Albufera un mornell abandonado, una
percha flotando o cualquier otro útil de pesca, lo dejaba al pie del olivo, y la
gente desfilaba ante él, hasta que el dueño lo reconocía por la marca especial
que cada pescador ponía a sus útiles.
Todos hablaban del próximo sorteo con la emoción temblorosa del que
confía su porvenir al azar. Antes de una hora iba a decidirse para cada uno la
miseria de un año o la abundancia. En los corrillos se hablaba de los seis
primeros puestos, de los seis redolíns mejores, los únicos que podían hacer
rico a un pescador, y que correspondían a los seis primeros nombres que salían
de la bolsa. Eran los puestos de la Sequiòta, o los inmediatos a ella, el camino
que seguían las anguilas en las noches tempestuosas, huyendo hacia el mar,
para encontrarse con las redes de los redolíns, donde quedaban prisioneras.
Se recordaba con misterio a ciertos afortunados pescadores, dueños de un
puesto de la Sequiòta, que en una noche de tempestad, cuando alborotada la
Albufera se rizaba en ondas que dejaban al descubierto el barro del fondo,
habían cogido seiscientas arrobas de pesca. ¡Seiscientas arrobas, a dos
duros…! Brillaban los ojos con el fuego de la codicia, pero todos se hablaban
al oído, repitiendo misteriosamente las cifras de la pesca, temiendo que les
oyese alguien que no fuera del Palmar, pues desde pequeño cada cual
aprendía, con extraña solidaridad, la conveniencia de decir que se pescaba
poco, para que la Hacienda —aquella señora desconocida y voraz— no les
afligiera con nuevos impuestos.
El tío Paloma hablaba de los tiempos pasados, cuando la gente no se
multiplicaba como los conejos de la Dehesa y sólo entraban en el sorteo unos
sesenta pescadores, únicos que constituían la Comunidad. ¿Cuántos eran
ahora? En el sorteo del año anterior habían figurado más de ciento cincuenta.
Si continuaba creciendo la población, serían más los pescadores que las
anguilas y perdería el Palmar las ventajas de su privilegio de los redolíns, que
le daba cierta superioridad sobre los otros pescadores del lago.
El recuerdo de estos «otros», de los pescadores de Catarroja, que
compartían con los del Palmar el disfrute de la Albufera, ponía nervioso al tío
Paloma. Los odiaba tanto como a los agricultores que roían el agua creando
nuevos campos. Según decía el barquero, aquellos pescadores que vivían lejos
del lago, en las afueras de Catarroja, mezclados con los labradores y
trabajando la tierra cuando se pagaban bien los jornales, no eran más que
pescadores de ocasión, gentes que venían al agua empujadas por el hambre, a
falta de cosas más productivas en que ocuparse.
El tío Paloma tenía clavado en el alma el orgullo de estos enemigos, que se
consideraban los primeros pobladores de la Albufera. Según ellos, eran los de
Catarroja los pescadores más antiguos, aquellos a quienes el glorioso rey don
Jaime, después de conquistar Valencia, dio el primer privilegio para que
explotasen el lago, con el gravamen de entregar la quinta parte de la pesca a la
Corona.
—¿Qué eran entonces los del Palmar? —preguntaba irónicamente el viejo
barquero.
Y se indignaba recordando la respuesta que daban los de Catarroja. El
Palmar llevaba este nombre porque era remotamente una isleta cubierta de
palmitos. En otros siglos bajaba gente de Torrente y otros pueblos que se
dedicaban al comercio de escobas, se establecían en la isla, y después de hacer
provisión de palmitos para todo el año, levantaban el vuelo. Poco a poco
fueron quedándose algunas familias. Los escoberos se convirtieron en
pescadores, viendo que esto daba mayores ganancias, y, más listos y avezados
por su vida errante a los progresos del mundo, inventaron lo de los redolíns,
consiguiendo para éste un privilegio de los reyes y perjudicando a los de
Catarroja, gente sencilla que nunca había salido de la Albufera…
Había que ver la indignación del tío Paloma al repetir las opiniones de los
enemigos. ¡Los del Palmar, los mejores pescadores del lago, descendientes de
unos escoberos y viniendo de Torrente y otros lugares, donde jamás se había
criado una anguila…! ¡Cristo! Por menores motivos se mataban los hombres
en cualquier ribazo con la fitora. Él estaba bien enterado, y le constaba que
todo era mentira.
Siendo joven lo nombraron una vez Jurado de la Comunidad, y se llevó a
su casa el tesoro del pueblo, el archivo de los pescadores, un cajón repleto de
librotes, ordenanzas, privilegios de reyes y cuadernos de cuentas, que pasaba
de un Jurado a otro a cada nuevo nombramiento, y llevaba siglos rodando de
barraca en barraca, siempre guardado bajo los colchones, como si pudiesen
robarlo los enemigos del Palmar. El viejo barquero no sabía leer. En su época
no se pensaba en estas cosas y se comía mejor. Pero cierto vicario amigo suyo
le había descifrado por las noches el contenido de las patas de mosca que
llenaban las páginas amarillentas, y él lo retenía en su memoria con gran
facilidad. Primero el privilegio del glorioso San Jaime, el que mataba moros,
pues el barquero, en su respeto por el rey conquistador, que regaló el lago a los
pescadores, creía poca cosa la realeza y lo quería santo. Después venían las
concesiones de Don Pedro, Doña Violante, Don Martín, Don Fernando, todos
reyes y unos benditos siervos de Dios, que se acordaban de los pobres; y quién
el derecho a cortar troncos de la Dehesa para calar las redes, quién el
privilegio de aprovecharse de las cortezas del pino para teñir el hilo de las
mallas, todos regalaban algo a los pescadores. Aquéllos eran otros tiempos.
Los reyes, excelentes personas, con la mano siempre abierta para los pobres,
se contentaban con el quinto de la pesca; no como ahora, que la Hacienda y
demás invenciones de los hombres se llevan cada tres meses media arroba de
plata por dejarles vivir en un lago que era de sus abuelos. Y cuando alguien le
decía que el quinto representaba mucho más que la famosa media arroba de
plata, el tío Paloma rascábase con indecisión la cabeza por debajo del gorro.
Bueno: aceptaba que fuese más; pero no se pagaba en dinero y se sentía
menos.
Tras esto volvía a su manía contra los demás habitantes del lago. Era
verdad que al principio no existían otros pescadores en la Albufera que los que
vivían a la sombra del campanario de Catarroja. En aquellos tiempos no se
podía hacer vida cerca del mar. Los piratas berberiscos amanecían a lo mejor
en la playa, arramblando con todo, y la gente honrada y trabajadora tenía que
guarecerse en los pueblos para que no le adornasen el cuello con una cadena.
Pero, poco a poco, en tiempos más seguros, los verdaderos pescadores, los
puros, los que huían del trabajo de las tierras como de una abdicación
deshonrosa, se habían trasladado al Palmar, evitándose así todos los días un
viaje de dos horas antes de tender las redes. Amaban al lago y por eso se
quedaron en él. ¡Nada de escoberos! Los del Palmar eran tan antiguos como
los otros. A su abuelo le había oído muchas veces que la familia procedía de
Catarroja, y aún debían quedarle por allá parientes, de los que nada quería
saber.
La prueba de que eran los más antiguos y los más hábiles pescadores
estaba en la invención de los redolíns: una maravilla que los de Catarroja
nunca habían podido discurrir. Aquellos desdichados pescaban con redes y
anzuelos; los más de los días tenían que hacerse una cruz en el estómago, y
por bueno que se presentase el tiempo no salían de pobres. Los del Palmar,
con su sabiduría, habían estudiado las costumbres de las anguilas. Viendo que
durante la noche se aproximan hacia el mar, y en la oscuridad tempestuosa
juegan como locas, abandonando el lago para meterse en los canales, habían
encontrado más cómodo cerrar las acequias con barreras de redes sumergidas,
colocar junto a ellas las bolsas de malla de los mornells y monòts, y la pesca
por sí sola iba a colarse en el engaño, sin más trabajo para el pescador que
vaciar el seno de sus artefactos y volver a sumergirlos.
¡Y qué admirable organización la de la Comunidad del Palmar! El tío
Paloma se entusiasmaba hablando de esta obra de los antiguos. El lago era de
los pescadores. Todo de todos; no como en tierra firme, donde los hombres
han inventado esas porquerías del reparto de la tierra, y la ponen límites y
tapias, y dicen con orgullo «esto es tuyo y esto es mío», como si todo no fuese
de Dios y como si al morir se pudieran poseer otros terrones que los que llenan
la boca para siempre.
La Albufera para todos los hijos del Palmar, sin distinción de clases; lo
mismo para los vagos que se pasaban el día en casa de Cañamèl, que para el
alcalde, que enviaba anguilas lejos, muy lejos, y era casi tan rico como el
tabernero. Pero como al dividir el lago entre todos, unos puestos eran mejores
que otros, se había establecido el sorteo anual, y los buenos bocados pasaban
de mano en mano. El que hoy era un miserable, mañana podía ser rico: esto lo
ordenaba Dios, valiéndose de la suerte. El que había de ser pobre, pobre
quedaba, pero con una ventana abierta para que entrase la Fortuna si sentía el
capricho. Allí estaba él, que era el más viejo del Palmar, y pensaba cumplir el
siglo si el demonio no se metía de por medio. Había entrado en más de
ochenta sorteos: una vez sacó el quinto puesto, otra el cuarto; nunca había
conseguido el primero; pero no se quejaba, pues había vivido sin sufrir hambre
ni calentarse la cabeza para desnudar a su vecino, como la gente que llegaba
de tierra adentro. Además, al finalizar el invierno, cuando en los redolíns
terminaban las grandes pescas, el Jurado ordenaba una arrastrá, en la que
tomaban parte todos los pescadores de la Comunidad, juntando sus redes, sus
barcas y sus brazos. Y esta empresa en común de todo un pueblo barría el
fondo del lago con su gigantesco tejido de redes, y el producto de la enorme
pesca se repartía entre todos por partes iguales. Así deben vivir los hombres,
como hermanos, para no convertirse en fieras. Y el tío Paloma terminaba
diciendo que por algo el Señor, cuando vino al mundo, predicaba en lagos que
eran, poco más o menos, como la Albufera, y no se rodeaba de cultivadores de
campos, sino de pescadores de tencas y anguilas.
La muchedumbre era cada vez mayor en la plaza. El alcalde, con sus
adjuntos y el alguacil, estaba en el canal aguardando la barca que traía de
Valencia al representante de la Hacienda. Llegaban los personajes de la
contornada para consagrar con su presencia el sorteo. La gente abría paso al
teniente de carabineros, que venía de su soledad de Torre Nueva, entre la
Dehesa y el mar, al galope del caballo, manchado del barro de las acequias.
Presentábase el Jurado seguido de un mocetón que llevaba a cuestas la caja del
archivo de la Comunidad, y el pare Miquèl, el belicoso vicario, con el
balandrán al hombro y el gorrito ladeado, iba de grupo en grupo asegurando
que la suerte volvería la espalda a los pecadores.
Cañamèl, que no era hijo del pueblo y carecía de derecho para participar
del sorteo, mostrábase tan interesado como los pescadores. Nunca faltaba a
aquella ceremonia. Encontraba allí su negocio para todo el año, que le
compensaba de la decadencia del contrabando. Casi siempre, el que conseguía
el primer puesto era un pobre, sin otros bienes que un barquito y algunas
redes. Para explotar la Sequiòta necesitaba grandes artefactos, varias
embarcaciones, marineros a sueldo; y cuando el infeliz, anonadado por su
buena suerte, no sabía cómo empezar, se le aproximaba Cañamèl como un
ángel bueno. Él tenía lo preciso; ofrecía sus barcas, las mil pesetas de hilo
nuevo que se necesitaban para las grandes barreras que debían cerrar el canal y
el dinero necesario para adelantar jornales. Todo como ayuda a un amigo, por
el afecto que el agraciado le inspiraba; pero como la amistad es una cosa y el
negocio otra, se contentaría a cambio de sus auxilios con la mitad de la pesca.
De este modo los sorteos eran casi siempre en beneficio de Cañamèl, que
aguardaba con ansiedad el resultado, haciendo votos por que los primeros
puestos no correspondiesen a los vecinos del Palmar que tenían alguna
fortuna.
Neleta también había acudido a la plaza atraída por aquel acto, que era una
de las mejores fiestas del pueblo. Iba endomingada, parecía una señorita de
Valencia, y la Samaruca, su feroz enemiga, se burlaba en un corro hostil de su
moño alto, del traje de color de rosa, del cinturón con hebilla de plata y de su
olor de «mujer mala», que escandalizaba a todo el Palmar, haciendo perder la
calma a los hombres. La graciosa rubia, desde que era rica, se perfumaba de
un modo violento, como si quisiera aislarse del hedor de fango que envolvía al
lago. Se lavaba poco la cara, como todas las mujeres de la isla; su piel no era
muy limpia, pero jamás faltaba sobre ella una capa de polvos, y a cada paso
sus ropas despedían un rabioso perfume de almizcle, que hacía dilatar el olfato
con placentera beatitud a los parroquianos de la taberna.
En la muchedumbre se marcó una gran ondulación. ¡Ya estaba allí…! ¡La
ceremonia iba a comenzar! Y pasaron ante el gentío el alcalde con su bastón
de borlas negras, todos sus adláteres y el enviado de la Hacienda, un pobre
empleado al que miraban los pescadores con admiración —imaginando
confusamente su inmenso poder sobre la Albufera— y al mismo tiempo con
odio. Aquel lechuguino era el que se tragaba la media arroba de plata.
Todos fueron subiendo con lentitud por la estrecha escalerilla de la escuela,
que sólo podía contener una persona de frente. Una pareja de carabineros, fusil
en mano, guardaba la puerta para impedir la entrada de las mujeres y los
chicuelos, que alteraban las deliberaciones de la reunión. De vez en cuando la
curiosidad de la gente menuda pretendía arrollarlos, pero los carabineros
presentaban las culatas y hablaban de dar una paliza a toda la chiquillería, que
con sus gritos turbaba la solemnidad del acto.
Arriba era tanta la aglomeración, que los pescadores, no encontrando sitio
en los bancos, se apiñaban en los balcones. Unos, los más antiguos, llevaban el
gorro rojo de los viejos habitantes de la Albufera; otros cubrían su cabeza con
el pañuelo de largo rabo de los labriegos o con sombreros de palma. Todos
iban vestidos de colores claros, con alpargatas de esparto o descalzos, y de
esta muchedumbre sudorosa y apretada surgía el eterno hedor viscoso y frío de
los anfibios criados en el barro.
Sobre la plataforma del maestro estaba la mesa presidencial. En el centro el
enviado de la Hacienda dictando a su escribiente el encabezamiento del acta, y
a sus lados el cura, el alcalde, el Jurado, el teniente y otros invitados, entre los
que figuraba el médico del Palmar, un pobre paria de la ciencia, que por cinco
reales venía embarcado tres veces por semana a curar en bloque a los
tercianarios pobres.
Se levantó de su asiento el Jurado. Ante él tenía los libros de cuentas de la
Comunidad, maravillosos jeroglíficos, en los que no entraba ni una sola letra,
estando representados los pagos por figuras de todas clases. Así lo habían
inventado los antiguos Jurados, que no sabían escribir, y así continuaba. Cada
hoja contenía la cuenta de un pescador. Nada de inscribir su nombre en la
cabecera, sino la marca que cada cual ponía a su barquito y sus redes para
reconocerlos. Uno era una cruz, el otro unas tijeras, el de más allá un pico de
fúlica, el tío Paloma una media luna, y así se entendía el Jurado, no teniendo
más que mirar el jeroglífico para decir: «Ésta es la cuenta de Fulano». Y
después, en el resto de la página, rayas y más rayas, significando cada una de
ellas el pago de un mes de impuesto. Los viejos barqueros alababan este
sistema de contabilidad. Así cualquiera podía revisar las cuentas, y no había
trampas como en esos librotes de números y apretada escritura que sólo
entienden los señores.
El Jurado, un mocetón avispado, de cabeza rapada y ojos insolentes, tosió
y escupió varias veces antes de hablar. Los invitados, que ocupaban la
presidencia, echaron el cuerpo atrás y comenzaron a conversar entre sí. Iban a
tratarse primeramente los asuntos de la Comunidad, en los que ellos no podían
intervenir. Eran cosas que debían arreglarse entre pescadores. El Jurado
comenzó su peroración: «¡Caballers…!»
Y paseó su mirada imperiosa sobre el concurso, imponiendo silencio.
Abajo, en la plaza, chillaban los chicos como condenados y la charla de las
mujeres subía con molesto zumbido. El alcalde hizo salir al alguacil, saltando
por entre la gente para imponer silencio y que el Jurado siguiera su discurso.
Caballeros, las cosas claras. A él lo habían hecho Jurado para cobrar a cada
uno su parte y entregar todos los trimestres a la Hacienda cerca de mil
quinientas pesetas, la famosa media arroba de plata de que hablaba todo el
pueblo. Pues bien; las cosas no podían seguir así. Muchos se retrasaban en el
pago, y los pescadores mejor acomodados tenían que suplir la falta. Para evitar
en adelante este desorden, proponía que los que no estuviesen al corriente en
el pago no entrasen en el sorteo.
Una parte del público acogió con murmullos de satisfacción estas palabras.
Eran los que habían pagado, y al quedar excluidos del sorteo muchos de sus
compañeros, veían aumentada la probabilidad de conseguir los primeros
puestos. Pero la mayoría de la reunión, la de aspecto más mísero, protestaba a
gritos, poniéndose de pie, y durante algunos minutos el Jurado no pudo dejarse
oír.
Al restablecerse el silencio y ocupar todos sus sitios se levantó un hombre
enfermizo, de cara pálida, con un resplandor malsano en los ojos. Hablaba
lentamente, con voz desmayada; sus palabras se cortaban a lo mejor por un
escalofrío. Él era de los que no habían pagado: tal vez nadie debía tanto como
él. En el sorteo anterior le tocó uno de los últimos puestos y no había pescado
ni para dar de comer a su familia. En un año había perchado dos veces hacia
Valencia llevando en el fondo del barquito dos cajas blancas con galones
dorados, dos monerías, que le hicieron pedir dinero a préstamo… Pero ¡ay!
¡Qué menos puede hacer un padre que adornar bien a sus pequeños cuando se
van para siempre…! Se le habían muerto dos hijos por comer mal, como decía
el pare Miquèl, allí presente, y después él había pillado las tercianas
trabajando, y las arrastraba meses y meses. No pagaba porque no podía. ¿Y
por esto iban a quitarle su derecho a la fortuna? ¿No era él de la Comunidad de
Pescadores, como lo fueron sus padres y sus abuelos…?
Se hizo un silencio doloroso, en el que podía oírse el sollozar del infeliz,
caído sin fuerzas en su asiento con la cara entre las manos, como avergonzado
de su confesión.
—¡No, redèu, no! —gritó una voz temblona con una energía que conmovió
a todos.
Era el tío Paloma, que, puesto de pie, con el gorro encasquetado, los ojillos
llameantes de indignación, hablaba apresuradamente, mezclando en cada
palabra cuantos juramentos y tacos guardaba en su memoria. Los viejos
compañeros le tiraban de la faja para llamarle la atención sobre su falta de
respeto a los señores de la presidencia; pero él les contestaba con el codo y
seguía adelante. ¡Valiente cosa le importaban tales peleles a un hombre como
él, que había tratado reinas y héroes…! Hablaba porque podía hablar. ¡Cristo!
Él era el barquero más viejo de la Albufera, y sus palabras debían tomarse
como sentencias. Los padres y los abuelos de todos los presentes hablaban por
su boca. La Albufera pertenecía a todos, ¿estamos?, y era vergonzoso quitarle
a un hombre el pan por si había pagado o no a la Hacienda. ¿Es que esa señora
necesitaba para cenar las míseras pesetas de un pescador…?
La indignación del viejo animaba al público. Muchos reían a carcajadas,
olvidando la impresión penosa de momentos antes.
El tío Paloma recordaba que él también había sido Jurado. Bueno era tener
el puño duro con los pillos que huyen del trabajo; pero a los pobres que
cumplen su deber y por ser víctimas de la miseria no pueden pagar había que
abrirles la mano. ¡Cordones! ¡Ni que fuesen moros los pescadores del Palmar!
No; todos eran hermanos y a todos pertenecía el lago. Esas divisiones de ricos
y pobres quedaban para la tierra firme, para los «labradores», entre los cuales
hay amos y criados. En la Albufera todos eran iguales: el que no pagaba ahora
ya pagaría más adelante; y los que tuvieran más que supliesen las faltas de los
que nada tenían, pues así había ocurrido siempre… ¡Todos al sorteo!
Tonet dio la señal de la baraúnda aclamando a su abuelo. El tío Tono no
parecía muy conforme con las creencias de su padre, pero todos los pescadores
pobres se abalanzaron sobre el viejo, demostrándole su entusiasmo con tirones
de la blusa y cariñosas palmadas, tan vehementes, que caían sobre su nuca
arrugada como una lluvia de cachetes.
El Jurado cerró sus libros con expresión de desaliento. Todos los años
ocurría lo mismo. Con aquella gente antigua, que parecía siempre joven, era
imposible poner en orden los asuntos de la corporación. Y con gesto aburrido
fue escuchando las excusas de los que no habían pagado y se levantaban para
explicar su morosidad. Tenían enfermos en su familia; les había tocado un
puesto malo; estaban imposibilitados para el trabajo por las fiebres malditas,
que al anochecer parecían espiar desde los cañaverales la carne de pobre para
clavar en ella las garras; y toda la miseria, la vida triste de la laguna insalubre,
iba desfilando como un lamento interminable.
Para cortar esta exposición infinita de dolores se acordó no excluir a nadie
del sorteo, y el Jurado depositó sobre la mesa el bolsón de piel con las boletas.
—Demane la paraula —gritó una voz junto a la puerta.
¿Quién deseaba hablar para nuevas y abrumadoras reclamaciones? Se
abrieron los grupos, y una gran carcajada saludó la aparición de Sangonera,
que avanzaba gravemente, frotándose sus ojos enrojecidos de borracho,
haciendo esfuerzos por mostrarse en su apostura digno de tomar parte en la
reunión. Viendo desiertas todas las tabernas del Palmar, se había deslizado en
la escuela, y antes del sorteo creyó necesario pedir la palabra.
—¿Qué vòls tú? —dijo el Jurado con mal humor, molestado por una
intervención del vagabundo que venía a colmar su paciencia después de las
excusas de los deudores.
¿Qué quería…? Deseaba saber por qué causa no figuraba su nombre en los
sorteos de todos los años. Él tenía tanto derecho como el que más a gozar un
redolí en la Albufera. Era el más pobre de todos; pero ¿no había nacido en el
Palmar? ¿no le habían bautizado en la parroquia de San Valero de Ruzafa? ¿no
era descendiente de pescadores? Pues debía figurar en el sorteo.
Y la pretensión de este vagabundo, que jamás quiso tocar una red y
prefería pasar a nado los canales antes que empuñar una percha, pareció tan
inaudita, tan grotesca a los pescadores, que todos prorrumpieron en carcajadas.
El Jurado contestaba con displicencia. ¡Largo de allí, maltrabaja! ¿Qué le
importaba a la Comunidad que sus abuelos hubiesen sido honrados
pescadores, si su padre abandonó la percha para siempre, dedicándose a la
holganza, y él no tenía de marinero más que el haber nacido en el Palmar?
Además, su padre no había pagado nunca el impuesto y él tampoco; la marca
que en otros tiempos llevaban los Sangoneras en sus aparatos de pesca hacía
muchos años que había sido borrada de los libros de la Comunidad.
Pero el borracho insistió alegando sus derechos entre las crecientes risas
del público, hasta que intervino el tío Paloma con sus preguntas… Y si entraba
por fin en el sorteo y le tocaba uno de los mejores puestos, ¿qué haría de él?
¿cómo lo explotaría, si no era pescador ni conocía el oficio? El vagabundo
sonrió maliciosamente. Lo importante era conseguir el puesto; lo demás corría
de su cuenta. Ya se arreglaría de modo que trabajasen otros para él, dándole la
mejor parte del producto. Y en su cínica sonrisa vibraba la maligna expresión
del primer hombre que engañó a su semejante, haciéndolo trabajar para
mantenerse en la holganza.
La franca confesión de Sangonera indignó a los pescadores. No hacía más
que formular en voz alta el pensamiento de muchos, pero aquella gente
sencilla se sintió insultada por el cinismo del vagabundo y creyó ver en él la
personificación de todos los que oprimían su pobreza. ¡Fuera! ¡Fuera! A
empujones y pellizcos fue conducido hasta la puerta, mientras los pescadores
jóvenes se movían haciendo ruido con los pies y remedaban entre risas una
riña de perros y gatos.
El vicario don Miguel se levantó indignado, avanzando su cuerpo de
luchador, con la cara congestionada por la ira. ¿Qué era aquello? ¿Qué faltas
de respeto se permitían con las personas graves e importantes que formaban la
presidencia…? ¡A ver si bajaba él del estrado y le rompía los morros a algún
guapo…!
Al hacerse instantáneamente el silencio, el cura se sentó, satisfecho de su
poder, y dijo por lo bajo al teniente:
—¿Ve usted? A este ganado nadie lo entiende como yo. Hay que
enseñarles el cayado de vez en cuando.
Más aún que las amenazas del pare Miquèl, lo que restableció la calma fue
ver que el Jurado entregaba al presidente la lista de los pescadores de la
Comunidad para cerciorarse de que todos estaban presentes. Cuantos hombres
tenía el Palmar dedicados a la pesca estaban en ella. Bastaba ser mayor de
edad, aunque viviera al lado del padre, para figurar en el sorteo de los redolíns.
Leía el presidente los nombres de los pescadores, y cada uno de los
llamados contestaba «¡Ave María Purísima!» con cierta unción, por estar el
vicario presente. Algunos, enemigos del padre Miguel, respondían «¡Avant!»,
gozando con el mal gesto que ponía el vicario.
El Jurado vació un bolsón de cuero mugriento, casi tan antiguo como la
Comunidad, y rodaron las boletas sobre la mesa, unas bellotas huecas de
madera negra, en cuyo orificio se introducía un papel con el nombre del
sorteado.
Uno tras otro eran llamados los pescadores a la presidencia para recibir su
boleta y una tira de papel en la que habían puesto el nombre, en previsión de
que no supiera escribir.
Eran de ver las precauciones que una astucia recelosa hacía adoptar a la
pobre gente. Los pescadores más ignorantes iban en busca de los que sabían
leer para que viesen si era su nombre el que figuraba en el papel, y solamente
después de muchas consultas se daban por convencidos. Además, la costumbre
de ser designados siempre por el apodo les hacía experimentar cierta
indecisión. Sus dos apellidos sólo salían a la luz en un día como aquel, y
titubeaban como faltándoles la certeza de que fuesen los suyos.
Después venían las grandes precauciones. Cada uno se ocultaba volviendo
el rostro a la pared, y al introducir su nombre en la bellota metía con el papel
arrollado una brizna de paja, un fósforo de cartón, algo que sirviera de
contraseña para que no cambiasen su boleta. El recelo les acompañaba hasta el
momento en que la depositaban en el saco. Aquel señor que venía de Valencia
despertaba en ellos esa desconfianza que inspira siempre el funcionario
público a la gente rural.
Iba a comenzar el sorteo. El vicario don Miguel púsose de pie quitándose
el birrete, y todos le imitaron. Había que rezar una salve, según antigua
costumbre; esto traía la buena suerte. Y por largo rato los pescadores, con el
gorro en la mano y la vista baja, mascullaron la oración sordamente.
Silencio absoluto. El presidente agitaba el bolsón de cuero para que se
mezclasen bien las boletas, y su choque sonaba en el silencio como lejana
granizada. Avanzó hasta el estrado un niño pasando de brazo en brazo por
encima de los pescadores, y metió la mano en el bolsón. La ansiedad era
grande; todos tenían la vista fija en la bellota de madera, de la que iba saliendo
penosamente el papel arrollado.
El presidente leyó el nombre, y se notó cierta indecisión en la
concurrencia, habituada a los apodos y torpe en reconocer los apellidos, nunca
usados. ¿Quién era el del número uno? Pero Tonet se había levantado de un
salto gritando: «¡Presente…!» ¡Era el nieto del tío Paloma! ¡Qué suerte la del
muchacho…! ¡Alcanzaba el mejor puesto en el primer sorteo a que asistía!
Los más inmediatos le felicitaban con envidia; pero él, con la ansiedad del
que no cree aún en su buena fortuna, sólo miraba al presidente… ¿Podía
escoger el puesto? Apenas le contestaron con un signo afirmativo, hizo la
petición: quería la Sequiòta. Y cuando vio que el escribiente tomaba nota,
salió como un rayo del local, atropellando a todos, empujando las manos que
le tendían los amigos para saludarle.
En la plaza, la multitud aguardaba con tanto silencio como arriba. Era
costumbre que los primeros agraciados bajasen inmediatamente a comunicar
su buena suerte, tirando el sombrero en alto como signo de alegría. Por esto,
apenas vieron a Tonet bajar casi rodando la escalerilla, una aclamación
inmensa le saludó.
—¡Es el Cubano…! ¡Es Tonet el del bigòt! ¡Té el ú! ¡Te el ú…!
Las mujeres se abalanzaban a él con la vehemencia de la emoción,
abrazándolo, llorando, como si las pudiera tocar algo de su buena suerte, y
recordando a su madre. ¡Cómo se alegraría la pobre si viese aquello! Y Tonet,
revuelto entre las faldas, enardecido por la cariñosa ovación, abrazó
instintivamente a Neleta, que sonreía, brillándole de contento los verdes ojos.
El Cubano quería celebrar su triunfo. Envió por cajones de gaseosas y
cervezas a casa de Cañamèl para todas aquellas señoras; que bebiesen los
hombres cuanto quisieran; ¡él pagaba! En un instante, la plaza se convirtió en
un campamento. Sangonera, con la actividad siempre despierta cuando se
hablaba de beber, había secundado los deseos de su generoso amigo trayendo
de casa de Cañamèl todas las pastas viejas y duras almacenadas en los cristales
del escaparate; y pasaba de corro en corro, llenando vasos y deteniéndose con
frecuencia en el reparto para obsequiarse a sí mismo.
Iban bajando los agraciados con los otros primeros puestos, y echaban su
sombrero en alto, gritando: «¡Vítol! ¡vítol!» Pero sólo acudían a ellos su
familia y sus amigos. Toda la atención era para Tonet, para el número uno, que
tan rumboso se mostraba.
Los pescadores abandonaban la escuela. Habían ya salido unas treinta
boletas; sólo quedaban los redolíns malos, los que apenas daban para comer, y
la gente desocupaba el local, sin sentir interés por el sorteo.
El tío Paloma iba de grupo en grupo recibiendo felicitaciones. Por primera
vez se mostraba satisfecho de su nieto. ¡Je, je…! La suerte es siempre de los
pillos: ya lo decía su padre. Allí estaba él, con sus ochenta sorteos, sin
conseguir nunca el uno, y llegaba el nieto de correrla por tierras lejanas, y al
primer año, la suerte. Pero en fin… todo caía en la familia. Y se entusiasmaba
pensando que iba a ser durante un año el primer pescador de la Albufera.
Enternecido por la suerte, se aproximó a su hijo, grave y ensimismado
como de costumbre. ¡Tono, la fortuna había entrado en su barraca, y había que
aprovecharla! Ayudaría al pequeño, que no entendía mucho de las cosas de
pesca, y el negocio sería grande. Pero el viejo quedó estupefacto al ver la
frialdad con que contestaba su hijo. Sí; aquel primer puesto era una suerte
poseyendo los útiles necesarios para su explotación. Se necesitaban más de mil
pesetas sólo para las redes. ¿Tenían ellos ese dinero?
El tío Paloma sonrió. No faltaría quien lo prestase. Pero Tono, al oír hablar
de préstamos, hizo un gesto doloroso. Debían mucho. No era flojo tormento el
que le hacían sufrir unos franceses establecidos en Catarroja, que vendían
caballerías a plazos y adelantaban dinero a los labradores. Había tenido que
solicitar su auxilio, primeramente en los años de mala cosecha, ahora para
impulsar un poco el enterramiento de su laguna, y hasta en sueños veía a los
tales hombres, vestidos de pana, que chapurreaban amenazas y sacaban a cada
paso la terrible cartera en la que inscribían los préstamos con su complicada
red de intereses. Ya tenía bastante. El hombre, cuando se ve metido en una
mala aventura, debe salvarse como pueda, sin buscar otra. Le bastaban las
deudas de agricultor, y no quería enredarse en nuevos préstamos para la pesca.
Su único deseo era sacar sus tierras a flote de agua, sin entramparse más.
El barquero volvió la espalda al hijo. ¿Y aquélla era su sangre…? Prefería
a Tonet con toda su pereza. Se iba con su nieto, y ya se ingeniarían los dos
para salir del paso. Al dueño de la Sequiòta nunca le falta dinero.
Tonet, rodeado de amigos, agasajado por las mujeres, enorgullecido por la
húmeda mirada de Neleta fija en él, sintió que le llamaban tocándole en un
hombro.
Era Cañamèl, que parecía cobijarle con sus ojos cariñosos. Tenían que
hablar; por algo habían sido siempre buenos amigos, y la taberna era como la
casa de Tonet. No había que dejarlo para luego: los negocios entre amigos se
arreglan pronto. Y se apartaron algunos pasos, seguidos por las curiosas
miradas del gentío.
El tabernero abordó el asunto. Tonet no dispondría de lo necesario para
explotar el puesto que le había tocado en suerte. ¿No era así…? Pues allí le
tenía a él, un amigo verdadero, dispuesto a ayudarle, a asociarse para el
negocio común. Él le proporcionaría todo.
Y como Tonet callase, no sabiendo qué contestar, el tabernero, tomando su
silencio por una negativa, volvió a la carga. ¿Eran camaradas o no? ¿Es que
pensaba acudir, como su padre, a aquellos extranjeros de Catarroja que se
chupaban a los pobres? Él era un amigo: hasta se consideraba casi un pariente;
porque ¡qué demonio! no podía olvidar que su mujer, su Neleta, se había
criado en la barraca de los Palomas, que muchas veces le habían dado allí de
comer, y que a Tonet lo quería ella como a un hermano.
El codicioso tabernero usaba con el mayor aplomo de estos recuerdos,
insistiendo sobre el cariño fraternal que su mujer sentía por el joven.
Luego apeló a una resolución más heroica. Si dudaba de él, si no lo quería
por compañero, llamaría a Neleta para que le convenciese. Seguramente que
ella lograba atraerlo al buen camino. ¿Qué…? ¿La llamaba?
Tonet, seducido por estas proposiciones, dudó antes de aceptarlas. Temía
las murmuraciones de la gente; pensaba en su padre, recordando sus severos
consejos. Miró en torno suyo, como si pudiera inspirarle el aspecto de la gente,
y vio a su abuelo que desde lejos le hacía signos afirmativos con la cabeza.
El barquero adivinaba las palabras de Cañamèl. Justamente había pensado
en el rico tabernero para que fuese su auxiliar. Y animó a su nieto con nuevos
gestos. No debía negarse: aquél era el hombre que necesitaban.
Decidióse Tonet, y el marido de Neleta, adivinando en sus ojos la
resolución, se apresuró a formular las condiciones. Él facilitaría todo lo
necesario, y Tonet y su abuelo trabajarían: los productos a partir. ¿Estaba
conforme…?
Conforme. Los dos hombres se estrecharon la mano, y seguidos de Neleta
y el tío Paloma, marcharon hacia la taberna con el propósito de comer juntos
para solemnizar el trato.
Por la plaza circuló inmediatamente la noticia. ¡El Cubano y Cañamèl se
habían juntado para explotar la Sequiòta!
A la Samaruca hubo que llevársela de la plaza por orden del alcalde.
Escoltada por algunas mujeres, emprendió el camino de su barraca, rugiendo
como una poseída, llamando a gritos a su hermana, que había muerto hacía
años, afirmando a todo pulmón que Cañamèl era un sinvergüenza, ya que por
realizar un negocio no vacilaba en meter en casa al amante de su mujer.
VI
VII
Al pasar Tonet dos días fuera de la taberna, se dio cuenta de lo mucho que
amaba a Neleta.
Tal vez influía en su desesperación la pérdida del alegre bienestar que
antes gozaba, de aquella abundancia en la que se sumía como en una ola de
felicidad. Faltábale, a más de esto, el encanto de los ocultos amores adivinados
por todo el pueblo, la malsana dicha de acariciar a su amante en pleno peligro,
casi en presencia del esposo y de los parroquianos, expuesto a una sorpresa.
Arrojado de casa de Cañamèl, no sabía dónde ir. Probó a contraer
amistades en las otras tabernas del Palmar, míseras barracas sin más fortuna
que un tonelillo, donde sólo de tarde en tarde entraban los que por deudas
atrasadas no podían ir a casa de Cañamèl. Tonet huyó de estos sitios, como un
potentado que penetrase por error en un bodegón.
Pasó los días vagando por las afueras del pueblo. Cuando se cansaba, iba al
Saler, al Perelló, al puerto de Catarroja, a cualquier sitio, para matar el tiempo.
Él, tan perezoso, perchaba horas enteras en su barquito para ver a un amigo,
sin otro propósito que fumar un cigarro con él.
La situación le obligaba a vivir en la barraca de su padre, examinando con
cierta inquietud al tío Tono, que alguna vez, en la fijeza de su mirada, parecía
revelarle su conocimiento de todo lo ocurrido. Tonet cambió de conducta, a
impulsos del tedio. Para vagar de un lado a otro de la Albufera como un
animal enjaulado, mejor era prestar su ayuda al pobre padre. Y desde el día
siguiente, con la pasajera furia de los perezosos cuando se deciden al trabajo,
fue, como en otros tiempos, a arrancar barro de las acequias.
El tío Tono demostró su gratitud por este arrepentimiento desarrugando el
ceño y dirigiendo algunas palabras a su hijo.
Lo sabía todo. Las cosas ocurrían tal como él las anunciaba. Tonet no había
procedido como un Paloma, y el padre sufrió mucho oyendo lo que se decía de
él. Le hería dolorosamente ver a su hijo viviendo a costa del tabernero y
robándole además la mujer.
—¡Mentira… mentira! —contestaba el Cubano con la ansiedad del
culpable—. ¡Son calumnies…!
Mejor: el tío Tono celebraba que fuese así. Lo importante era haber salido
del peligro. Ahora a trabajar, a ser hombre honrado, a ayudar al padre en la
tarea de enterrar sus charcas. Cuando éstas se convirtiesen en campos y en el
Palmar viesen a los Palomas recoger muchos sacos de arroz, ya encontraría
Tonet una compañera. Podría escoger entre todas las muchachas de los
pueblos inmediatos. A un rico nadie le contesta negativamente.
Y Tonet, animado por las palabras de su padre, entregábase al trabajo con
verdadera rabia. La pobre Borda se fatigaba a su lado más aún que yendo con
el tío Tono. El Cubano siempre creía que trabajaba poco; era exigente y brutal
con la infeliz muchacha; la cargaba como si fuese una bestia, pero comenzaba
él por dar ejemplo de fatiga. La pobre Borda, jadeante bajo el peso de las
espuertas de tierra y el continuo manejo de la percha, sonreía alegre, y por la
noche, cuando con los huesos doloridos preparaba la cena, miraba con
agradecimiento a su Tonet, aquel hijo pródigo que tanto había hecho sufrir al
padre, y ahora, con su buena conducta, daba un aire de serenidad y confianza
al rostro del fuerte trabajador.
Pero en la voluntad del Cubano nunca soplaba el mismo viento. La
conmovían furiosas ráfagas de actividad y reaparecía después la calma de una
pereza dominadora y absoluta.
Al mes de este continuo trabajo, Tonet se cansó, como otras veces. Una
gran parte de los campos estaba ya cubierta, pero quedaban profundos hoyos,
que eran su desesperación: agujeros incegables, por los cuales parecían volver
las derrotadas aguas, royendo lentamente la tierra acumulada a costa de
inmensos trabajos. El Cubano sentía miedo y desaliento ante la magnitud de la
empresa. Acostumbrado a las abundancias de casa de Cañamèl, rebelábase
además pensando en los guisotes de la Borda, el vino escaso y flojo, la dura
torta de maíz y las sardinas mohosas, único alimento de su padre.
La tranquilidad de su abuelo le indignaba. Seguía visitando la casa de
Cañamèl, como si nada hubiese ocurrido. Allí comía y cenaba, entendiéndose
perfectamente con el tabernero, que parecía satisfecho de la actividad con que
el viejo explotaba la Sequiòta. ¡Y al nieto que lo partiera un rayo! ¡Sin decirle
una palabra cuando lo veía por las noches en la barraca, como si no existiera,
como si no fuese el verdadero dueño de la Sequiòta!
El abuelo y Cañamèl se entendían para explotar, y sufrirían un chasco. Tal
vez toda la indignación del tabernero no había tenido otro fin que quitarle de
en medio para que las ganancias fuesen mayores. Y con esa codicia rural,
feroz y sin entrañas, que no reconoce afectos ni familia en asuntos de dinero,
Tonet abordó al tío Paloma una noche en que se embarcaba para ir al redolí. Él
era el dueño de la Sequiòta, el verdadero dueño, y hacía mucho tiempo que no
veía un céntimo. Ya sabía que la pesca no era tan excelente como otros años,
pero se hacía negocio, y el abuelo y el tío Paco buenos duros se metían en la
faja. Lo sabía por los compradores de anguilas. ¡A ver…! Él quería cuentas
claras: que le diesen lo suyo, o de lo contrario se quedaría con el redolí,
buscando socios menos rapaces.
El tío Paloma, con la autoridad despótica que creía tener de derecho sobre
toda su familia, se consideró en los primeros instantes obligado a abrirle la
cabeza a su nieto con el extremo de la percha. Pero pensó en los negros que el
Cubano había muerto allí lejos, y ¡recordóns! a un hombre así no se le pega
aunque sea de la familia. Además, la amenaza de recobrar el redolí le infundía
espanto.
El tío Paloma se encastilló en la moral. Si no le daba dinero era porque
conocía su carácter, y el dinero, en manos de jóvenes, es la perdición. Se lo
bebería, iría a jugárselo con los pillos que manejaban la baraja a la sombra de
cualquier barraca del Saler; prefería guardarlo él, y así prestaba un favor a
Tonet. Al fin, cuando él muriese, ¿para quién sería lo suyo más que para el
nieto…?
Pero Tonet no se ablandaba con esperanzas. Quería lo suyo, o volvía a
apoderarse del redolí. Y tras penosos regateos, que duraron más de tres días, el
barquero se decidió una tarde a escarbar su faja, sacando con gesto doloroso
un cartucho de duros. Podía tomarlo… ¡Judío…! ¡Mal corazón…! Cuando lo
hubiese gastado en pocos días, que volviese por más. No debía tener
escrúpulos. ¡A reventar al abuelo! Ya veía claro cuál era su porvenir en plena
ancianidad: ¡trabajar como un esclavo, para que el señor se diese la gran
vida…! Y se alejó de Tonet, como si perdiese para siempre el escaso afecto
que aún sentía por él.
El Cubano, al verse con dinero, no volvió por la barraca de su padre. Quiso
entretener su ociosidad con la caza, haciendo una vida de hombre de guerra,
sacando su comida de la pólvora, y comenzó por comprar una escopeta algo
mejor que las armas venerables que se guardaban en su casa. Sangonera, que
había sido despedido de casa Cañamèl al día siguiente de la expulsión de
Tonet, rondaba en torno de éste viéndole ocioso y disgustado de la vida
laboriosa que llevaba en la barraca de su padre.
El Cubano se asoció al vagabundo. Era un buen compañero, del que podía
sacar cierto partido. Tenía una vivienda que, aunque peor que una perrera,
podía servirles de refugio.
Tonet sería el cazador y Sangonera el perro. Todo pertenecería a los dos
por igual: la comida y el vino. ¿Estaba conforme el vagabundo? Sangonera se
mostró alegre. Él también contribuiría al mantenimiento común. Tenía unas
manos de oro para sacar los mornells de los canales y apoderarse de la pesca,
volviendo otra vez las redes al agua. No era cual ciertos rateros sin escrúpulos,
que, como decían los pescadores del Palmar, no sólo robaban el alma, sino que
se llevaban el cuerpo, o sea los bolsones de malla. Tonet buscaría la carne y él
el pescado. Trato hecho.
Desde entonces, sólo de tarde en tarde vieron en el pueblo al nieto del tío
Paloma con la escopeta al hombro, silbando cómicamente a Sangonera, que
marchaba tras de sus pasos con la cabeza baja, mirando astutamente a todos
lados por si había algo aprovechable al alcance de sus zarpas.
Pasaban semanas enteras en la Dehesa, haciendo una vida de hombres
primitivos. Tonet, en medio de su tranquila existencia en el Palmar, había
pensado muchas veces con melancolía en sus años de guerra, en la libertad sin
límites y llena de peligros del guerrillero, que teniendo la muerte ante los ojos,
no ve obstáculos ni barreras, y carabina en mano, cumple sus deseos sin
reconocer otra ley que la de la necesidad.
Los hábitos contraídos en sus años de vida belicosa en plena selva los
resucitaba ahora en la Dehesa, a cuatro pasos de poblaciones donde existían
leyes y autoridad; con ramaje seco fabricábanse chozas él y su compañero en
cualquier rincón de la arboleda. Cuando tenían hambre, mataban un par de
conejos o palomas salvajes de las que revoloteaban entre los pinos; y si
necesitaban dinero para vino y cartuchos, Tonet se echaba la escopeta a la cara
y en una mañana lograba formar un racimo de piezas, que el vagabundo
vendía en el Saler o en el puerto de Catarroja, volviendo con un pellejo que
ocultaba en los matorrales.
La escopeta de Tonet sonando con insolencia por toda la Dehesa fue un
reto para los guardas, que hubieron de abandonar su tranquila vida de
solitarios.
Sangonera estaba al acecho como un perro mientras cazaba Tonet, y al ver
con su aguda mirada de vagabundo la aproximación de los enemigos, silbaba a
su compañero para ocultarse. Varias veces se encontró el nieto del tío Paloma
frente a frente con los perseguidores y sostuvo gallardamente su voluntad de
vivir en la Dehesa. Un día disparó un guarda contra él; pero momentos
después como amenazadora respuesta, oyó el silbido de una bala junto a su
cabeza. Con el antiguo guerrillero no valían indicaciones. Era un perdido que
no temía ni a Dios ni al diablo. Tiraba tan bien como su abuelo, y cuando
enviaba la bala cerca, era porque sólo quería hacer una advertencia. Para
acabar con él era preciso matarle. Los guardas, que tenían numerosa familia en
sus chozas, acabaron por transigir mudamente con el insolente cazador, y
cuando sonaba el estampido de su escopeta fingían oír mal, corriendo siempre
en dirección opuesta.
Sangonera, aporreado y despedido de todas partes, sentíase fuerte y
orgulloso bajo la protección de Tonet, y cuando entraba en el Saler miraba con
insolencia a todos, como un perrillo ladrador que cuenta con el amparo del
amo. A cambio de esta protección afinaba sus condiciones de vigilante, y si de
tarde en tarde alguna pareja de la Guardia civil venía de la huerta de Ruzafa,
Sangonera la adivinaba antes de verla, como si la husmease.
—¡Els tricornios! —decía a su compañero—. ¡Ya están ahí!
Los días en que se veían por las inmediaciones de la Dehesa correajes
amarillos y tricornios charolados, Tonet y Sangonera se refugiaban en la
Albufera. Metidos en uno de los barquitos del tío Paloma, iban de mata en
mata disparando sobre las aves, que recogía el vagabundo, habituado a
meterse en agua hasta la barba en pleno invierno.
Las noches de tempestad, obscuras y lluviosas, que esperaba el tío Paloma
como una bendición, por ser las de las grandes pescas, las pasaban Tonet y
Sangonera metidos en la barraca de éste, refugiados en un rincón, pues el agua
entraba a chorros por los desgarrones de la cubierta.
Tonet estaba a dos pasos de su padre, pero evitaba verle, temiendo su
mirada severa y triste. La Borda venía cautelosamente a cambiar la ropa de
Tonet, a prestar esos cuidados de que sólo es capaz una mujer. La pobre
muchacha, fatigada del trabajo del día, remendaba los harapos a la luz de un
farol, cerca de los dos vagabundos, sin dirigirles una palabra de reproche,
osando únicamente alguna mirada a su hermano con expresión de pena.
Cuando los dos compañeros pasaban la noche solos, hablaban, sin dejar de
beber, de sus pensamientos más íntimos. Tonet, habituado por el ejemplo de
Sangonera a una continua embriaguez, no pudo resistir el peso de su secreto, y
comunicó al camarada sus amores con Neleta.
El vagabundo intentó protestar en el primer momento. Aquello estaba mal
hecho. «No desearás la mujer de tu prójimo». Pero a continuación, llevado del
agradecimiento a Tonet, encontró excusas y justificaciones para la falta, con su
burda casuística de antiguo sacristán. La verdad era que tenían cierto derecho
para quererse. De haberse conocido después de casada Neleta, sus relaciones
resultarían un enorme pecado. Pero se trataban desde niños, habían sido
novios, y la culpa era de Cañamèl, por meterse donde nadie le llamaba,
turbando sus relaciones. Bien merecía lo ocurrido. Y recordando las veces que
el gordinflón le arrojó de la taberna, reía satisfecho de su infortunio conyugal
y se daba por vengado.
Después, cuando no quedaba vino en la bota y comenzaba a languidecer el
farolillo, Sangonera, con los ojos cerrados por la embriaguez, hablaba
desordenadamente de sus creencias.
Tonet, acostumbrado a esta charla, dormitaba sin oírle, mientras la montera
de paja de la barraca se conmovía con los empujones del vendaval, dejando
filtrar la lluvia.
Sangonera no se cansaba de hablar. ¿Por qué era desgraciado él? ¡Por qué
sufría Tonet, ensimismado y aburrido desde que no podía aproximarse a
Neleta…! Porque en el mundo todo era injusticia; porque la gente, dominada
por el dinero, se empeñaba en vivir al revés de como Dios manda.
Y aproximándose al oído de Tonet, le despertaba, hablando con voz
misteriosa de la próxima realización de sus esperanzas. Los buenos tiempos se
acercaban. «Él» estaba ya en el mundo. Lo había visto, como veía ahora a
Tonet, y le había tocado a él, pobre pecador, con su mano de una divina
frialdad. Y por décima vez relataba su encuentro misterioso en la orilla de la
Albufera. Volvía del Saler con un paquete de cartuchos para Tonet, y en el
camino que bordea el lago había sentido una profunda emoción, como si se
aproximase algo que paralizaba sus fuerzas. Las piernas se le doblaron y cayó
al suelo, deseando dormir, anularse, no despertar más.
—Era que’estabes borracho —decía Tonet al llegar a este punto.
Pero Sangonera protestaba. No, no estaba ebrio. Aquel día bebió poco. La
prueba era que permaneció despierto a pesar de que el cuerpo se negaba a
obedecerle.
Terminaba la tarde; la Albufera tenía un color morado; a lo lejos, en las
montañas, se enrojecía el cielo con oleadas de sangre, y sobre este fondo,
avanzando por el camino, vio Sangonera un hombre que se detuvo al llegar
junto a él.
El vagabundo se estremecía al recordarlo. La mirada dulce y triste, la barba
partida, la cabellera larga. ¿Cómo iba vestido? Sólo recordaba una envoltura
blanca, algo así como túnica o blusa muy larga, y a la espalda, como
abrumado por su peso, un enorme armatoste que Sangonera no podía definir.
Tal vez era el instrumento de un nuevo suplicio, con el cual se redimirían los
hombres… Se inclinó sobre él, y toda la luz del crepúsculo pareció
concentrarse en sus ojos. Tendió una mano y rozó con sus dedos la frente de
Sangonera, con un contacto frío que le estremeció desde la raíz del cabello
hasta los talones. Murmuró con voz dulce unas palabras armoniosas y
extrañas, que el vagabundo no pudo comprender, y se alejó sonriendo,
mientras él, a impulsos de la emoción, caía en un profundo sueño, para
despertar horas después en la obscuridad de la noche.
No le había visto más, pero era Él, estaba seguro. Volvía al mundo para
salvar su obra, comprometida por los hombres; iba otra vez en busca de los
pobres, de los sencillos, de los míseros pescadores de las lagunas. Sangonera
debía ser uno de los elegidos: por algo le había tocado con su mano. Y el
vagabundo anunciaba con el fervor de la fe el propósito de abandonar a su
compañero apenas se presentase de nuevo el dulce aparecido.
Pero Tonet protestaba con mal humor viendo interrumpido su sueño, y le
amenazaba con voz fosca. ¿Quería callar? Le había dicho muchas veces que
aquello no era más que un sueño de borracho. De estar «claro» y «en seco»,
que es como debía cumplir sus encargos, hubiese visto que el hombre
misterioso era cierto italiano vagabundo que pasó dos días en el Palmar
afilando cuchillos y tijeras, y llevaba a la espalda la rueda de su oficio.
Enmudecía Sangonera por miedo a la mano de su protector, pero su fe se
escandalizaba, rebelándose en silencio contra las vulgares explicaciones de
Tonet… ¡Volvería a verle! Tenía la certeza de oír de nuevo su lenguaje dulce y
extraño, de sentir en su frente la mano helada, de ver su sonrisa suave.
Únicamente le entristecía la posibilidad de que el encuentro se repitiera al
terminar la tarde, cuando él hubiese apagado muchas veces su sed y viera
paralizadas las piernas.
Así pasaban el invierno los dos compañeros: Sangonera acariciando las
más extravagantes esperanzas; Tonet pensando en Neleta, a la que no veía
nunca, pues el joven, en sus raros viajes al Palmar, se detenía en la plaza de la
Iglesia, no osando aproximarse a la casa de Cañamèl.
Esta ausencia, prolongándose meses y meses, hacía crecer en su memoria
el recuerdo de la pasada felicidad, agrandándola con engañosa desproporción.
La imagen de Neleta llenaba sus ojos. La veía en la selva, donde se perdieron
de niños; en el lago, donde se entregaron rodeados del dulce misterio de la
noche. No podía moverse en el círculo de agua y fango donde se desarrollaba
su vida, sin tropezar con algo que se la recordase. Aguijoneado por la
abstinencia y enrudecido por el vigor de su vida errante, dormía Tonet muchas
noches con sueño agitado, y Sangonera le oía llamar a Neleta con el rugido del
macho inquieto.
Un día, Tonet, arrastrado por esta pasión que le enloquecía, sintió la
necesidad de verla. Cañamèl, cada vez más enfermo, había ido a la ciudad. El
Cubano entró resueltamente en la taberna a mediodía, cuando todos los
parroquianos estaban en sus casas y podía encontrar a Neleta sola tras el
mostrador.
La tabernera, al verle en la puerta, dio un grito, como si se presentara un
resucitado. Un relámpago de alegría pasó por sus ojos; pero inmediatamente se
entenebrecieron, como si la razón reapareciese en ella y bajó la cabeza con
gesto huraño e inabordable.
—¡Vesten, vesten…! —murmuró—. ¿Es que vòls pèdrem?
¡Perderla él…! Y esta suposición le causó tal pena, que no osó protestar.
Instintivamente retrocedió, y por pronto que quiso arrepentirse de su debilidad,
ya estaba en la plaza, lejos de la taberna.
No intentó volver. Cuando pensaba ir a ella, a impulsos de su contenida
pasión, bastaba el recuerdo de aquel gesto para que inmediatamente le
dominara una gran frialdad. Todo estaba acabado entre los dos. Cañamèl, de
quien se burlaba en otro tiempo, era un obstáculo insuperable.
El odio que sentía hacia el marido le hacía ir en busca de su abuelo,
creyendo que cuanto realizara contra éste era en perjuicio del esposo de
Neleta. ¡Dinero! ¡Quería dinero! ¡Se enriquecían con la Sequiòta, y a él, que
era el amo, lo olvidaban! Estas demandas producían entre abuelo y nieto y
discusiones y enfados, que milagrosamente no acababan a golpes en la orilla
del canal. Los barqueros viejos se asombraban ante la paciencia que mostraba
el tío Paloma para convencer a su nieto. El año era malo; la Sequiòta no daba
el resultado que esperaban; además, Cañamèl estaba enfermo y se mostraba
intratable. El mismo tío Paloma deseaba en ciertos momentos que acabase el
año y viniera nuevo sorteo, para enviar al diablo un negocio que tantos
disgustos le proporcionaba. Su antiguo sistema era el bueno: que cada uno
pescase para él; ¡compañías, ni con la mujer…!
Cuando Tonet conseguía arrancar algunos duros a su abuelo, silbaba
alegremente a Sangonera, y de taberna en taberna iban hasta Valencia, pasando
varios días de crápula en los bodegones de los arrabales, hasta que la ligereza
de los bolsillos les obligaba a volver a la Albufera.
En las conversaciones con su abuelo se había enterado de la enfermedad de
Cañamèl. En el Palmar no se hablaba de otra cosa, por ser el tabernero la
primera persona del pueblo, ya que casi todos, en los momentos de apuro,
solicitaban sus favores. Cañamèl se agravaba en sus dolencias: no era
aprensión, como todos creían al principio. Su salud estaba quebrantada; pero
al verle cada vez más grueso, más hinchado, desbordando grasa, la gente
declaraba con gravedad que iba a morir de exceso de salud y buena vida.
Cada vez se quejaba más, sin poder precisar dónde estaba su mal. El reúma
traidor, producto de aquella tierra pantanosa, ayudado por una vida de
inmovilidad, se paseaba por su corpachón, jugando al escondite, perseguido
por las cataplasmas y los remedios caseros, que nunca podían alcanzarle en su
loca carrera. El tabernero se quejaba por la mañana de la cabeza y a la tarde
del vientre o de la hinchazón de las extremidades. Las noches eran terribles, y
más de una vez saltaba del lecho y abría la ventana en pleno invierno,
afirmando que se ahogaba en la habitación, no encontrando en ella aire para
sus pulmones.
Hubo un momento en que creyó haber desenmascarado su enfermedad. ¡Ya
la tenía! ¡Y conocía el nombre de la pícara! Cuando comía mucho, era mayor
la dificultad en la respiración y sentía violentas náuseas. Su enfermedad estaba
en el estómago. Y comenzó a medicinarse, reconociendo que el tío Paloma era
un sabio. Lo que él tenía era exceso de comodidades, como decía el barquero;
la enfermedad de comer demasiado y beber bien. La abundancia era su
enemigo.
La Samaruca, su terrible cuñada, se había aproximado a él desde que
expulsó a Tonet de la taberna. Al fin, como afirmaba ella con fiereza de arpía,
su cuñado había tenido vergüenza una vez.
Salía a su encuentro cuando Cañamèl paseaba por el pueblo, le llamaba
fuera de la taberna —pues no se atrevía a presentarse ante Neleta dentro de su
casa, segura de que la pondría en la puerta—, y en estas entrevistas se enteraba
con exagerado interés de la salud del cuñado, lamentando sus locuras. Debía
haber permanecido solo después de la pérdida de «la difunta». Había querido
hacer el chaval casándose con una muchacha, y todo lo tenía: disgustos y falta
de salud. Aquella imprudencia le salía al exterior, y gracias que no le costase
la vida.
Cuando Cañamèl le habló de la enfermedad del estómago, la maliciosa
comadre fijó en él una mirada de asombro, como si por su pensamiento pasase
una idea que a ella misma la asustaba. ¿Era realmente en el estómago donde
tenía el mal…? ¿No le habrían dado algo, para acabar con él? Y el tabernero,
en los malignos ojos de la mala vieja vio una sospecha tan clara, tan odiosa
contra Neleta, que se enfureció, faltando poco para que la pegase. ¡Arre allá,
mala bestia! Ya lo decía la pobre difunta, que temía a su hermana más que al
demonio. Y volvió la espalda a la Samaruca, proponiéndose no verla más.
¡Sospechar tales horrores de Neleta…! Nunca se había mostrado su mujer
tan buena y solícita con él. Si algo de rencor quedaba en el tío Paco de la
época en que Tonet se hacía dueño de la taberna con el apoyo silencioso de su
mujer, había desaparecido ante la conducta de Neleta, que olvidaba todos los
asuntos del establecimiento para pensar sólo en su marido.
Dudaba ella del saber de aquel médico casi ambulante —triste jornalero de
la ciencia que llegaba dos veces por semana al Palmar, aconsejando la quinina
a todo pasto, como si no conociera otro medicamento—, y arrollando la
creciente pereza de su marido, le vestía como un pequeño, colocándole cada
prenda entre quejidos y protestas de reumático, y lo llevaba a Valencia para
que le examinasen los médicos de fama. Ella hablaba por él, aconsejándole
como una madre para que hiciese todo cuanto le mandaban aquellos señores.
La respuesta era siempre la misma. No tenía más que un reúma, pero un
reúma fuerte, que no se localizaba en parte alguna, que dominaba todo el
organismo, como resultado de su juventud agitada de vagabundo y de la vida
perezosa y sedentaria que llevaba ahora. Debía agitarse, trabajar, hacer mucho
ejercicio y, sobre todo, privarse de excesos. Nada de beber, pues se adivinaba
en él la profesión de tabernero aficionado a trincar con los parroquianos. Nada
de otros abusos. Y los médicos bajaban la voz, completando con guiños
significativos sus recomendaciones, que no osaban formular claramente en
presencia de una mujer.
Volvían a la Albufera animados por repentina energía después de oír a los
médicos. Él estaba dispuesto a todo: quería agitarse, para echar lejos aquella
grasa que envolvía su cuerpo, abrumando sus pulmones; iría a los baños que le
recomendaban; obedecería a Neleta, que sabía más que él y asombraba con su
desparpajo a aquellos señores tan graves. Pero apenas entraba en la taberna,
toda su voluntad se desplomaba; se sentía agarrado por la voluptuosidad de la
inercia no atreviéndose a mover un brazo más que a costa de quejidos y
supremos esfuerzos. Pasaba los días junto a la chimenea, mirando el fuego con
la cabeza vacía, bebiendo copas a instancias de los amigos. ¡Por una más no
iba a morir! Y si Neleta le miraba severamente, riñéndole como a un niño, el
hombretón se excusaba con humildad. Él no podía despreciar a los
parroquianos; había que atenderlos; el negocio era antes que la salud.
En este desaliento, con la voluntad muerta y el cuerpo agarrotado por el
dolor, su instinto carnal parecía crecer, aguzándose de tal modo, que le
atormentaba a todas horas con pinchazos de fuego. Experimentaba cierto
alivio buscando a Neleta. Era un latigazo que conmovía su ser y tras el cual los
nervios parecían calmarse. Ella le reñía. ¡Se estaba matando! ¡Debía recordar
los consejos de los médicos! Pero el tío Paco excusábase lo mismo que al
beber una copa. ¡Por una vez más no iba a morir! Y ella cedía con resignación,
brillando en sus ojos de gata una chispa de maligno misterio, como si en el
fondo de su ser sintiera un goce extraño por este amor de enfermo que
aceleraba el fin de una vida.
Cañamèl gemía, dominado por el carnal instinto. Era su única diversión, su
constante pensamiento en medio de la dolorosa inmovilidad del reúma. Por la
noche se ahogaba al tenderse en el lecho; tenía que esperar el amanecer
sentado en un sillón de cuerda junto a la ventana, con doloroso resuello de
asmático. De día sentíase mejor, y cuando se cansaba de tostar sus piernas ante
el fuego, entrábase con paso vacilante en las habitaciones interiores.
—¡Neleta…! ¡Neleta! —gritaba con voz ansiosa, en la que su mujer
adivinaba una súplica.
Y Neleta iba allá con gesto resignado, abandonando el mostrador a su tía,
permaneciendo oculta más de una hora, mientras sonreían los parroquianos,
enterados de todo por su vida casi en común con los taberneros.
El tío Paloma, que así como se aproximaba el término de la explotación del
redolí era menos respetuoso con su consocio, decía que Cañamèl y su mujer se
perseguían en la taberna como los perros en plena calle.
La Samaruca afirmaba que estaban asesinando a su cuñado. La tal Neleta
era una criminal y su tía una bruja. Entre las dos habían dado algo al tío Paco
que le trastornaba el juicio: tal vez los «polvos seguidores» que sabían fabricar
ciertas mujeres para vencer el desvío de los hombres. Así andaba el pobre,
rabioso tras ella, sin apagar nunca su sed, perdiendo cada día un nuevo jirón de
salud. ¡Y no había justicia en la tierra para castigar este crimen…!
El estado del tío Paco justificaba las murmuraciones. Los parroquianos le
veían inmóvil junto al hogar, aun en pleno verano, buscando el fuego en el que
hervían las paellas. Las moscas revoloteaban junto a su cara, sin que mostrase
voluntad para espantarlas. En los días de sol se envolvía en la manta, gimiendo
como un niño, quejándose del frío que le producían los dolores. Sus labios
tomaban un color azulado; las mejillas, fláccidas y abultadas, tenían la palidez
amarillenta de la cera, y los ojos saltones estaban rodeados de una aureola
negra, en la que parecían hundirse. Era un fantasma enorme, grasiento y
temblón que entristecía con su presencia a los parroquianos. El tío Paloma,
que había terminado con Cañamèl el negocio del redolí, no iba por la taberna.
Aseguraba que el vino le parecía menos gustoso mirando aquel fardo de
dolores y gemidos. Como el viejo tenía ahora dinero, frecuentaba una
tabernilla adonde le habían seguido sus amigos, y la concurrencia de casa
Cañamèl sufrió gran disminución.
Neleta aconsejaba a su marido que fuese a los baños que recomendaban los
médicos. Su tía le acompañaría.
—Més avant —respondía el enfermo—. Después… después.
Y seguía inmóvil en la silleta de esparto, sin voluntad para separarse de la
mujer y de aquel rincón, al que parecía agarrada su existencia.
Los tobillos comenzaron a hinchársele, tomando monstruosas dimensiones.
Neleta esperaba esto. Era la hinchazón de los… maleolos (eso es, recordaba
bien el nombre) que le había anunciado un médico en su último viaje a
Valencia.
Esta manifestación de la enfermedad sacó a Cañamèl de su sopor. Ya sabía
él lo que era aquello: la humedad maldita del Palmar que se le metía por los
pies al permanecer quieto. Y obedeció a Neleta, que le ordenaba trasladarse a
otro terreno. En Ruzafa tenían, como todos los ricos del Palmar, su casita
alquilada para casos de enfermedad. Allí podría valerse de los médicos y las
farmacias de Valencia. Cañamèl emprendió el viaje, acompañado de la tía de
su mujer, y estuvo ausente unos quince días. Pero apenas la hinchazón
decreció un poco, el tío Paco quiso volver, afirmando que ya estaba bueno. No
podía vivir sin su Neleta. En Ruzafa sentía el frío de la muerte cuando, al
llamar a su esposa, se presentaba la tía, con su cara arrugada y hocicuda de
anguila vieja.
Volvió a reanudar los antiguos hábitos, sonando en la taberna el débil
quejido de Cañamèl como un continuo lamento.
A principios del otoño tuvo que volver a Ruzafa en peor estado. La
hinchazón comenzaba a extenderse por sus piernas enormes, desfiguradas por
el reúma, verdaderas patas de elefante, que arrastraba con dificultad,
apoyándose en el más cercano y lanzando un quejido al colocar el pie en el
suelo.
Neleta acompañó a su marido hasta la barca-correo. La tía había ido
delante, por la mañana, en el «carro de las anguilas», para preparar la casita de
Ruzafa.
Por la noche, al acostarse, después de cerrada la taberna, Neleta creyó oír
por el lado que daba al canal un silbido tenue que conocía desde niña.
Entreabrió una ventana para mirar. ¡Él estaba allí! Paseaba como un perro
triste, con la vaga esperanza de que le abrieran. Neleta cerró, volviéndose a la
cama. Resultaba una locura el propósito de Tonet. No era tonta para
comprometer su porvenir en un rapto de apasionamiento juvenil. Como decía
su enemiga la Samaruca, ella sabía más que una vieja.
Halagada, sin embargo, por el apasionamiento de Tonet, que corría a ella
tan pronto como la consideraba sola, la tabernera se durmió pensando en su
amante. Había que dejar correr el tiempo. Tal vez, cuando menos lo esperasen,
retoñaría la antigua felicidad.
La vida de Tonet había sufrido un nuevo cambio. Volvía a ser bueno, a
vivir con su padre, a trabajar en los campos, que estaban casi cubiertos de
tierra gracias a la tenacidad del tío Tono.
Los desmanes del Cubano en la Dehesa habían terminado. La Guardia civil
de la huerta de Ruzafa visitaba con frecuencia la selva. Aquellos soldados
bigotudos, de cara inquisitorial, hacían llegar hasta él su resolución de
contestar con una bala de máuser el primer escopetazo que disparase entre los
pinos. El Cubano aprovechó la advertencia. Las gentes del correaje amarillo
no eran como los guardas de la Dehesa; podían dejarlo tendido al pie de un
árbol y después pagaban con un pedazo de papel dando cuenta del hecho.
Licenció a Sangonera, y otra vez volvió el vagabundo a su vida errante,
coronándose de flores de los ribazos cuando estaba ebrio y buscando por el
lago la mística aparición que tanto le había impresionado.
Tonet, por su parte, colgó la escopeta en la barraca de su padre y juró ante
éste un arrepentimiento eterno. Quería que le tuvieran por hombre grave. Sería
para el tío Tono respetuoso y bueno, como éste lo había sido con el abuelo.
Acababan para siempre las calaveradas. El padre, enternecido, abrazó a Tonet,
lo que no había hecho desde que volvió de Cuba, y juntos se entregaron al
enterramiento de los campos con el ardor del que ve su obra próxima a
terminar.
La tristeza daba nuevas fuerzas a Tonet, endureciendo su voluntad.
Impulsado por la pasión, que le roía las entrañas, había rondado varias noches
en torno de la taberna, sabiendo que Neleta estaba sola. Había visto
entreabrirse levemente las hojas de una ventana y volver a cerrarse. Sin duda
le había reconocido, y a pesar de esto, permanecía muda, inabordable. Nada
debía esperar. Sólo le quedaba el cariño de los suyos. Y cada vez se unía más
al tío Tono y la Borda, participando de sus ilusiones y sus penas, compartiendo
con ellos la miseria y admirándoles con la sencillez de sus costumbres, pues
apenas bebía y pasaba las veladas relatando al padre sus aventuras de
guerrillero. La Borda mostrábase radiante de felicidad, y cuando hablaba con
alguna vecina, era para elogiar a su hermano. ¡El pobre Tonet! ¡Cuán bueno
era! ¡Cómo alegraba al padre cuando quería…!
Neleta abandonó repentinamente la taberna para ir a Ruzafa. Tan grande
fue su prisa, que no quiso esperar la barca-correo, y llamó al tío Paloma para
que en su barquito la condujese al Saler, al puerto de Catarroja, a cualquier
punto de tierra firme desde donde pudiera dirigirse a Ruzafa.
Cañamèl estaba muy grave: agonizaba. Para Neleta no era esto lo más
importante. Su tía había llegado por la mañana con noticias que la dejaron
inmóvil de sorpresa tras el mostrador. La Samaruca estaba en Ruzafa hacía
cuatro días. Se había metido en la casa como parienta, y la pobre tía no osaba
protestar. Además llevaba con ella a un sobrino, al que quería como un hijo, y
que vivía con ella: el mismo a quien Tonet había pegado la noche de les
albaes. Al principio la enfermera calló, con su bondad de mujer sencilla: eran
parientes de Cañamèl y no tenía tan mal corazón que fuese a privar al enfermo
de estas visitas. Pero después oyó algunas de las conversaciones de Cañamèl y
su cuñada. Aquella bruja se esforzaba por convencerle de que nadie le quería
como ella y el sobrino. Hablaba de Neleta, asegurando que, tan pronto como él
emprendió el viaje, el nieto del tío Paloma entraba en su casa todas las noches.
Además… —aquí vacilaba de miedo la vieja— el día anterior se presentaron
en la casa dos señores conducidos por la Samaruca y su sobrino: uno que
preguntaba a Cañamèl con voz queda y otro que escribía. Debía ser cosa de
testamento.
Ante esta noticia, Neleta se mostró tal como era. Su vocecita mimosa, de
dulzonas inflexiones, se tornó ronca; brillaron como si fuesen de talco las
claras gotas de sus ojos, y por su piel blanca corrió una oleada de verdosa
palidez.
—¡Recordóns! —gritó, como un barquero de los que concurrían a la
taberna.
¿Y para esto se había casado ella con Cañamèl? ¿Para esto aguantaba una
enfermedad interminable, esforzándose por aparecer dulce y cariñosa? Vibraba
en pie dentro de ella, con toda su inmensa fuerza, el egoísmo de la muchacha
rústica que coloca el interés por encima del amor.
En el primer impulso quiso golpear a su tía, que le comunicaba tales
noticias a última hora, cuando tal vez no había remedio. Pero la explosión de
cólera le haría perder tiempo, y prefirió correr a la barca del tío Paloma, con
tanta prisa, que ella misma empuñó una percha para salir cuanto antes del
canal y tender la vela.
A media tarde entró como un huracán en la casita de Ruzafa. Al verla, la
Samaruca, palideció, e instintivamente fue de espaldas a la puerta; pero apenas
intentó retirarse, la alcanzó una bofetada de Neleta, y las dos mujeres se
agarraron del pelo mudamente, con sorda rabia, revolviéndose, yendo de un
lado a otro, chocando contra las paredes, haciendo rodar los muebles, con las
manos crispadas hundidas en el moño, como dos vacas uncidas que se
pelearan con las cabezas juntas sin poder separarse.
La Samaruca era fuerte e inspiraba cierto miedo a las comadres del Palmar,
pero Neleta, con su sonrisita dulce y su voz melosa, ocultaba una vivacidad de
víbora, y mordía a su enemiga en la cara con un furor que la hacía tragarse la
sangre.
—¿Qu’es aixó? —gemía en una habitación inmediata la voz de Cañamèl,
asustado por el estruendo—. ¿Qué pasa…?
El médico que estaba con él salió del dormitorio, y ayudado por el sobrino
de la Samaruca, pudo separar a las dos mujeres, después de grandes esfuerzos
y de recibir no pocos arañazos. En la puerta se agolpaban los vecinos.
Admiraban el ciego ensañamiento con que riñen las mujeres, y alababan el
coraje de la rubia pequeñita, que lloraba por no poder «desahogarse» más.
La cuñada de Cañamèl huyó, seguida de su sobrino; cerróse la puerta de la
casa, y Neleta, con los pelos en desorden y la blanca tez enrojecida por los
arañazos, entró en el cuarto del marido después de limpiarse la sangre ajena
que manchaba sus dientes.
Cañamèl era una ruina. Las piernas hinchadas, monstruosas, el edema,
según decía el médico, se extendía ya por el vientre, y la boca tenía la lividez
azul de los cadáveres.
Parecía aún más enorme sentado en un sillón de cuerda, con la cabeza
hundida entre los hombros, sumido en un sopor de apoplético, del que sólo
lograba salir a costa de grandes esfuerzos. No preguntó la causa del estruendo,
como si la hubiese olvidado instantáneamente, y sólo al ver a su mujer hizo un
torpe gesto de alegría y murmuró:
—Estic molt mal… molt mal.
No podía moverse. Tan pronto como intentaba acostarse se ahogaba, y
había que correr a levantarlo, como si hubiese llegado su última hora.
—Neleta hizo sus preparativos para quedarse allí. La Samaruca no se
burlaría más. No soltaba a su marido hasta llevárselo bueno al pueblo.
Pero ella misma hacía un gesto de incredulidad ante la esperanza de que
Cañamèl pudiera volver a la Albufera. Los médicos no ocultaban su triste
opinión. Se moría de un reumatismo cardíaco, de asistolia. Era enfermedad sin
remedio; el corazón quedaría falto de contracción en el momento menos
esperado, y acabaría la vida.
Neleta no abandonaba a su marido. Aquellos señores que habían escrito
papeles cerca de él no se apartaban de su pensamiento. La enfurecía el
amodorramiento de Cañamèl, quería saber qué es lo que había dictado bajo la
maldita inspiración de la Samaruca, y le sacudía para hacerle salir de su sopor.
Pero el tío Paco, al reanimarse un momento, contestaba siempre lo mismo.
Todo lo había dispuesto bien. Sí ella era buena, si le quería como tantas veces
se lo había jurado, nada debía temer.
A los dos días murió Cañamèl en su sillón de esparto, asfixiado por el
asma, hinchado, con las piernas lívidas.
Neleta apenas lloró. Otra cosa la preocupaba. Cuando el cadáver hubo
salido para el cementerio y ella se vio libre de los consuelos que le prodigaban
las gentes de Ruzafa, sólo pensó en buscar al notario que había redactado el
testamento y enterarse de la voluntad de su esposo.
No tardó en lograr su deseo. Cañamèl había sabido hacer bien las cosas,
como afirmaba en sus últimos momentos.
Declaraba su heredera a Neleta, sin mandas ni legados. Pero ordenaba que
si ella volvía a casarse o demostraba con su conducta sostener relaciones
amorosas con algún hombre, la parte de su fortuna de que podía disponer
pasase a su cuñada y a todos los parientes de la primera esposa.
VIII
IX
Su carrera fue corta. Al salir a la Albufera vio cerca algunas barcas, oyó
gritos de los que las tripulaban y quiso ocultarse, con el rubor del que se ve
desnudo ante gentes extrañas.
El sol parecía herirle; la inmensa superficie del lago le causaba miedo;
necesitaba agazaparse en un rincón obscuro, no ver, no oír, y viró, volviendo a
meterse en los carrizos.
No fue muy lejos. La proa del barquito se hundió entre las cañas, y el
miserable, soltando la percha, se dejó caer en el fondo de la embarcación con
la cabeza oculta entre las manos. Por mucho tiempo callaron los pájaros,
cesaron los ruidos en el carrizal, como si la vida oculta entre las cañas callase,
aterrada por un rugido salvaje, un lamento entrecortado, que parecía el hipo de
un moribundo.
El miserable lloraba. Después del embrutecimiento, que le había
conservado en completa insensibilidad, el crimen levantábase ante él, como si
no hubiera transcurrido el tiempo, como si acabase de cometerlo. Cuando creía
próximo a borrarse para siempre el recuerdo de su delito, la fatalidad lo hacía
renacer, lo paseaba ante sus ojos, ¡y en qué forma!
El remordimiento resucitaba en él los instintos de padre, muertos desde
aquella noche fatal. El horror le hacía sentir su delito con cruel intensidad.
Aquella carne abandonada a los reptiles del lago era carne suya; aquella
envoltura de materia, vivero de sanguijuelas y gusanos, era el fruto de sus
arrebatos apasionados, de su amor insaciable en el silencio de la noche.
La enormidad del crimen le abrumaba. Nada de excusas; no debía buscar
pretextos, como otras veces, para seguir adelante. Era un miserable, indigno de
vivir: una rama seca del árbol de los Palomas, siempre recto, siempre
vigoroso, con aspereza salvaje, pero sano en medio de su aislamiento. La mala
rama debía desaparecer.
Su abuelo tenía razón al despreciarlo. Su padre, su pobre padre, al que
ahora contemplaba con la grandeza de los santos, hacía bien en repelerle como
un brote infame de su existencia. La infeliz Borda, con su vergonzoso origen,
era más hija de los Palomas que él.
¿Qué había hecho durante su vida? Nada; su voluntad sólo tenía fuerzas
para huir del trabajo. El desdichado Sangonera había sido mejor que él: solo
en el mundo, sin familia, sin necesidades en su dura existencia de vagabundo,
podía vivir inactivo, con la dulce inconsciencia de los pájaros. Pero él,
devorado por ardorosos apetitos, huyendo egoístamente del deber, había
querido ser rico, vivir descansado, siguiendo tortuosas sendas, despreciando
los consejos de su padre, que adivinaba el peligro; y de la pereza sin dignidad,
había venido a caer en el crimen.
Le espantaba su delito. Su conciencia de padre arañábale al despertar, pero
aún sufría de una herida mayor y más sangrienta. La soberbia viril, aquel afán
de ser fuerte y dominar a los hombres por el arrojo, le hacía sufrir el tormento
más cruel. Veía en lontananza el castigo, el presidio, ¡quién sabe si el carafalet,
última apoteosis del hombre-bestia! Todo lo aceptaba; pues al fin, para los
hombres se había hecho; pero por algo digno de un ser fuerte, por reñir, por
matar cara a cara, tinto en sangre hasta los codos, con la locura salvaje del ser
humano que se trueca en fiera… ¡Pero matar a un recién nacido sin otra
defensa que su llanto! ¡Confesar ante el mundo que él, el valentón, el antiguo
guerrillero, para caer en el crimen, sólo había osado asesinar a un hijo suyo!
Y lloraba, lloraba, sintiendo, más que los remordimientos, la vergüenza de
su cobardía y el despecho por su vileza.
En las tinieblas de su pensamiento brillaba como un punto de luz cierta
confianza en sí mismo. Él no era malo. Tenía la buena sangre de su padre. Su
delito era el egoísmo, la voluntad débil, que le había hecho apartarse de la
lucha por la vida. La perversa era Neleta, aquella fuerza superior que le
encadenaba, aquel egoísmo férreo que arrollaba el suyo, plegándolo a todos
sus contornos como una vestidura dúctil. ¡Ay, si no la hubiese conocido! ¡Si al
volver de tierras lejanas no hubiera encontrado fijos en él los ojos glaucos que
parecían decirle: «Tómame: ya soy rica; he realizado la ilusión de mi vida:
ahora me faltas tú»!
Ella había sido la tentación, el impulso que le arrojó en la sombra, el
egoísmo y la codicia con la careta del amor que le guiaron hasta el crimen. Por
conservar migajas de su fortuna, no vacilaba ella en abandonar un trozo de sus
entrañas; y él, esclavo inconsciente, completaba la obra aniquilando su propia
carne.
¡Cuán miserable le parecía su existencia! Pasaba confusamente por su
memoria la vieja tradición de la Sancha, aquel cuento de la serpiente que
repetían las generaciones en las riberas del lago. Él era como el pastor de la
leyenda: había acariciado de pequeña a la serpiente, la había alimentado,
prestándola hasta el calor de su cuerpo, y al volver de la guerra asombrábase
viéndola grande, Poderosa, embellecida por el tiempo, mientras ella se le
enroscaba con un abrazo fatal, causándole la muerte con sus caricias.
Su serpiente estaba en el pueblo, como la del pastor en el llano salvaje.
Aquella Sancha del Palmar, desde su asiento de la taberna, era la que le
mataba con los anillos inflexibles del crimen.
No quería volver al mundo. Imposible vivir entre gentes: no podría
mirarlas; vería en todas partes la cabecita deforme, hinchada, monstruosa, con
sus cuencas profundas devoradas por los gusarapos. Sólo al pensar en Neleta
un velo de sangre pasaba por sus ojos, y en medio de su arrepentimiento
alzábase el deseo homicida, el impulso de matar a la que consideraba ahora
como su enemiga implacable… ¿Para qué un nuevo crimen?
Allí, en la soledad, lejos de toda mirada, se sentía mejor, y allí quería
quedarse.
Además, un miedo absorbente surgía en él con toda la fuerza del egoísmo,
única pasión de su vida. Tal vez a aquellas horas circulaba por el Palmar la
noticia del horrible suceso. Su abuelo callaría, pero aquel extraño venido de la
ciudad no tenía por qué guardar silencio. Buscarían, averiguarían, vendrían los
tricornios charolados desde la huerta de Ruzafa; él no tendría valor para
sostener las miradas, no sabría mentir, confesaría el crimen, y su padre, aquel
trabajador puro ante Dios, moriría de vergüenza… Y sí lograba encerrarse en
su mentira, salvando la cabeza, ¿qué ganaba con ello? ¿Habría de volver a los
brazos de Neleta, a verse oprimido otra vez por los anillos del reptil…? No;
todo había acabado. Era la mala rama y debía caer; no obstinarse en seguir
muerto y sin jugo, agarrado al árbol, paralizando su vida.
Ya no lloraba. Con un supremo esfuerzo de su voluntad salió del doloroso
ensimismamiento.
Caída en la proa de la barca estaba la escopeta de Cañamèl. Tonet la miró
con expresión irónica. ¡Bien reiría el tabernero si le viese! Por primera vez, el
parásito engordado a su sombra iba a emplear para una acción buena algo de
lo que le había usurpado.
Con tranquilidad de autómata se descalzó un pie, arrojando lejos la
alpargata. Montó las dos llaves de la escopeta, y desabrochándose la blusa y la
camisa, se inclinó sobre el arma hasta apoyar en el doble cañón su pecho
desnudo.
El pie descalzo subió dulcemente a lo largo de la culata buscando los
gatillos, y una doble detonación conmovió con tanta fuerza el carrizal, que de
todos lados salieron revoloteando las aves, locas de miedo.
El tío Paloma no volvió al Palmar hasta la caída de la tarde.
Había dejado en el Saler a su cazador, que deseaba cuanto antes salir del
lago y llegar a la ciudad, jurando no volver a aquellos sitios. ¡En dos viajes,
dos desgracias! La Albufera sólo guardaba para él sorpresas terribles. La
última le iba a costar una enfermedad. El tranquilo ciudadano, padre de
numerosa prole, no podía apartar de su memoria el lúgubre envoltorio que
había pasado ante sus ojos. Seguramente que al llegar a su casa tendría que
meterse en cama pretextando cualquier dolencia. La sorpresa le había
conmovido profundamente.
El mismo cazador aconsejaba al tío Paloma una reserva absoluta. ¡Qué no
se le escapase una palabra! Nada habían visto. Debía recomendar el silencio a
su pobre nieto, fugitivo, sin duda, por la impresión de la terrible sorpresa. El
lago había vuelto a tragarse el secreto, y sería una candidez que ellos hablasen,
sabiendo cómo marea la justicia a los inocentes cuando cometen la tontería de
ir en su busca. Los hombres honrados deben evitar todo contacto con la ley…
Y el pobre señor, después de desembarcar en tierra firme, no se metió en su
tartana hasta que el barquero, cada vez más pensativo, le juró varias veces que
sería mudo.
Cuando, al anochecer, llegó el tío Paloma al Palmar, amarró frente a la
taberna los dos barquitos en que habían salido por la mañana.
Neleta, derecha tras el mostrador, buscó en vano a Tonet con su mirada.
El viejo adivinó.
—No’l esperes —dijo con voz fosca—. No tornará més…
Y con acento reconcentrado le preguntó si se sentía mejor, hablando de la
palidez de su rostro con una intención que hizo estremecerse a Neleta.
La tabernera adivinó inmediatamente que el tío Paloma conocía su secreto.
—Pero ¿y Tonet? —volvió a preguntar con voz angustiosa.
El viejo hablaba volviendo los ojos, como si deseara no verla, para
conservar su forzada calma. Tonet no volvería más. Había huido lejos, muy
lejos, a un país de donde nunca se vuelve. Era lo mejor que podía haber
hecho… Así, todo quedaba arreglado y en el misterio.
—¿Pero vosté…? ¿Vosté…? —gimió Neleta con angustia, temiendo que el
viejo hablase.
El tío Paloma callaría. Lo afirmó golpeándose el pecho. Despreciaba a su
nieto, pero tenía interés en que nada se supiera. El nombre de los Palomas,
después de siglos de honrado prestigio, no estaba para ser arrastrado por un
perezoso y una perra.
—¡Plòra, gosa, plòra! —decía el barquero con irritación.
Debía llorar toda su vida, ya que era la perdición de una familia. ¡Qué
conservase su dinero! No sería él quien viniera a pedírselo a cambio del
silencio… Y si quería saber dónde estaba su amante, dónde su hijo, no tenía
más que mirar al lago. La Albufera, madre de todos, guardaba el secreto con
tanta fidelidad como él.
Neleta quedó aterrada por esta revelación; pero aún en medio de su
inmensa sorpresa miraba con inquietud al viejo, temiendo por su porvenir al
verlo confiado al mutismo del tío Paloma.
El viejo se golpeó una vez más el pecho. ¡Qué viviese feliz y gozase su
riqueza! Él callaría siempre.
La noche fue lúgubre en la barraca de los Palomas. A la luz moribunda del
candil, el abuelo y el padre, sentados frente a frente, hablaron mucho tiempo,
con su gravedad de seres distanciados por el carácter, que sólo podían
aproximarse a impulsos de la desgracia.
El tío Paloma no usó de paliativos para dar la noticia. Había visto al chico
muerto, con el pecho destrozado por dos cargas de perdigones, hundido en el
barro de la mata, con los pies fuera del agua, junto al barquito abandonado. El
tío Tono apenas pestañeó. Sólo sus labios se apretaron convulsivamente, y con
las manos crispadas se arañó las rodillas.
Un lamento prolongado, estridente, salió del ángulo obscuro de la barraca
donde estaba la cocina, como si en esta lobreguez degollasen a alguien. Era la
Borda que gemía, aterrada por la noticia.
—¡Silènsi, chiqueta! —gritó imperiosamente el viejo.
—¡Calla, calla! —dijo el padre.
Y la infeliz sollozó sordamente, oprimida en su dolor por la firmeza de
aquellos dos hombres de férrea voluntad, que, al ser mordidos por la
desgracia, permanecían con el exterior impasible, sin la más leve emoción en
los ojos.
El tío Paloma relataba lo ocurrido a grandes rasgos: la aparición de la perra
con su horrible presa; la fuga de Tonet; después, a la vuelta del Saler, su
minuciosa exploración por la mata, presintiendo una desgracia, y su hallazgo
del cadáver. Él lo adivinaba todo. Recordaba la desaparición de Tonet la
víspera de la tirada; la palidez y el desfallecimiento de Neleta; su aspecto de
enferma después de aquella noche, y con su astucia de viejo reconstruía el
parto doloroso en el silencio nocturno, con el terror a ser oída por los vecinos,
y después el infanticidio, un crimen que le hacía despreciar a Tonet, más por
cobarde que por criminal.
El viejo, después de soltar su secreto, se sentía aliviado. A su tristeza
sucedía la indignación. ¡Miserables! Aquella Neleta resultaba una perra
ardorosa que había perdido al muchacho, empujándolo al crimen por
conservar su dinero; pero Tonet era cobarde dos veces, y más que por su
delito, renegaba de él viendo que se mataba, loco de miedo, ante las
consecuencias. El «señor» se disparaba dos tiros antes que dar la cara;
encontraba más cómodo desaparecer que pagar su falta, sufriendo el castigo.
Siempre huyendo de la obligación, buscando las sendas fáciles por miedo a la
lucha. ¡Qué tiempos, Cristo! ¿Qué juventud era aquella…?
Su hijo apenas le escuchaba. Seguía inmóvil, anonadado por la desgracia, y
doblaba la cabeza, como sí las palabras de su padre fuesen un golpe que le
abatía para siempre.
La Borda volvió a gemir.
—¡Siènsi! ¡He dit silènsi! —dijo con voz fosca el tío Tono.
A su pena inmensa, reconcentrada y muda, le molestaba que otros se
aliviasen con el llanto, mientras él, por su dureza de varón fuerte, no podía
desahogar el dolor en lágrimas.
El tío Tono habló por fin. Su voz no temblaba, pero velábase con la débil
ronquera de la emoción.
La muerte vergonzosa de aquel desdichado era un final digno de su
conducta. Se lo había predicho: acabaría mal. Cuando se nace pobre, la pereza
es el crimen. Así lo ha arreglado Dios, y hay que conformarse… Pero ¡ay! era
su hijo… ¡su hijo! ¡La carne de su carne! Su férrea rectitud de hombre
honrado mostrábase insensible ante la catástrofe; pero allá dentro del pecho
sentía cierta opresión, como si le hubieran arrancado parte de sus entrañas y
estuviesen a aquellas horas sirviendo de pasto a las anguilas de la Albufera.
Quería verlo por última vez, ¿le entendía su padre…? Quería tenerle en sus
brazos, como de pequeño, cuando lo adormecía cantándole que el pare
trabajaba para hacerle labrador rico, dueño de muchos campos.
—¡Pare… pare! —decía con voz angustiosa al tío Paloma—. ¿Ahón
está…?
El viejo contestó indignado. Debían dejar las cosas como las había
arreglado la casualidad. Era una locura torcer su curso. Nada de escándalos ni
de levantar la punta del misterio. Así estaba bien: oculto todo.
La gente, al no ver a Tonet, creería que había huido en busca de aventuras
y de vida regalada, como al marchar a América. El lago conservaba bien sus
secretos; transcurrirían años antes que una persona pasase por el sitio donde
estaba el suicida. La vegetación de la Albufera lo tapa todo. Además, si
hablaban, si publicaban la muerte, todos querrían saber más, intervendría la
justicia, se averiguaría la verdad, y en vez de un Paloma desaparecido, cuya
vergüenza sólo conocían ellos, tendrían un Paloma deshonrado que se daba
muerte por huir del presidio y tal vez del carafalet. No, Tono; lo decía él con
su autoridad de padre. Por unos cuantos meses de existencia que le quedaban,
debía respetarle, no amargar sus últimos días con la deshonra. Quería beber
tranquilo con los demás barqueros, pudiendo mirarlos cara a cara. Todo estaba
bien; a callar, pues… Además, si descubrían el cadáver, no lo enterrarían en
sagrado. Su crimen y su suicidio le privaban de la misma sábana de tierra que
los demás. Mejor estaba en el agua, hundido en el barro, rodeado de cañas,
como último vástago maldito de una famosa dinastía de pescadores.
Excitado por los lloros de la Borda, el viejo la amenazaba. Debía callar.
¿Es que quería perderlos?
La noche fue interminable, de un silencio trágico. El lóbrego ambiente de
la barraca parecía aún más denso, como si sobre él proyectasen su sombra las
alas negras de la desgracia.
El tío Paloma, con la insensibilidad del viejo duro y egoísta que desea
prolongar su vida, dormitaba en la silleta de esparto. Su hijo pasaba las horas
inmóvil, con los ojos desmesuradamente abiertos, fijos en el oleaje de las
sombras que la trémula luz del candil trazaba en la pared. La Borda, sentada
en el fogón, sollozaba débilmente, oculta en la sombra.
Hubo un momento en que el tío Tono se estremeció como si despertase. Se
irguió, fue a la puerta de la barraca, y abriéndola, miró al cielo estrellado.
Debían ser las tres. La calma de la noche pareció penetrar en él, afirmando la
resolución que acababa de surgir en su voluntad.
Se aproximó al viejo y lo empujó, hasta despertarlo.
—¡Pare… pare! —dijo con voz suplicante—. ¿Ahón está…?
El tío Paloma, medio dormido, protestó furioso. Debía dejarle en paz.
Aquello no tenía remedio. Quería dormir, y ¡ojalá no despertase nunca…!
Pero el tío Tono continuaba suplicando. Debía pensar que era su nieto; él,
que era el padre, no podría vivir mientras no lo contemplase por última vez. Se
lo imaginaría a todas horas en el fondo del lago, corrompido por las aguas,
devorado por las bestias, sin la sepultura en tierra que alcanzaban los más
miserables, hasta aquel Sangonera que vivió sin padre. ¡Ay! ¡Trabajar
sufriendo toda la vida para asegurar el pan al hijo único, y abandonarlo
después, sin saber dónde está su tumba, como los perros muertos que se
arrojan en la Albufera! ¡No podía ser, padre! ¡Era muy cruel! Jamás tendría
valor para navegar en el lago, pensando que tal vez su barca pasaba sobre el
cadáver del hijo.
—¡Pare… pare! —imploraba moviendo al viejo casi dormido.
El tío Paloma se irguió como si fuese a pegarle. ¿Quería dejarle en paz…?
¿Buscar él otra vez a aquel cobarde…? ¡Qué le dejasen dormir! No quería
revolver el barro, con peligro de hacer pública la deshonra de su familia.
—Pero… ¿ahón está? —preguntaba ansioso el padre.
Él iría solo; pero ¡por Dios! debía decirle el sitio. Si el abuelo no hablaba
sentíase capaz de pasar el resto de la vida registrando el lago, aunque hiciera
público su secreto.
—En la mata del Bolodró —dijo por fin el viejo—. Te costará d’encontrar.
Y cerró los ojos, inclinando la cabeza para reanudar aquel sueño del que no
quería salir.
El tío Tono hizo un gesto a la Borda. Cogieron sus azadones de
enterradores, sus perchas de barqueros, los agudos tridentes que servían para
la pesca de las piezas gruesas, encendieron un farol en la luz del candil, y en el
silencio de la noche atravesaron el pueblo para embarcarse en el canal.
El negro barquito, con el farol en la proa, pasó toda la noche
evolucionando por el interior de los carrizales. Veíasele como una estrella roja
errando a través de las cañas.
Cerca del amanecer la luz se apagó. Habían encontrado el cadáver, después
de dos horas de busca angustiosa, tal como lo vio el abuelo: con la cabeza
hundida en el barro, los pies fuera del agua y el pecho convertido en una masa
sanguinolenta, destrozado a boca de jarro por la metralla de los cartuchos de
caza.
Lo recogieron con sus tridentes del fondo del agua. El padre, al clavar su
fitora en aquel bulto blanducho, izándolo a la barca con sobrehumano
esfuerzo, creyó que la hundía en su propio pecho.
Después fue la marcha lenta, angustiosa, mirando a todos lados, como
criminales que temen ser sorprendidos. La Borda, siempre sollozante,
perchaba en la proa; el padre ayudábala en el otro extremo de la barca; y entre
estas dos figuras rígidas, que recortaban su negra silueta en la difusa luz de la
noche estrellada, yacía tendido el cadáver del suicida.
Abordaron a los campos del tío Tono, aquel suelo artificial, formado
espuerta sobre espuerta, a fuerza de puños, con una tenacidad loca.
El padre y la Borda, cogiendo el cadáver, lo descendieron cuidadosamente
a tierra, como si fuese un enfermo que podía despertar. Después, con sus
azadones de enterradores infatigables, comenzaron a abrir una fosa.
Una semana antes aún traían tierra allí desde todos los extremos del lago.
Ahora la quitaban para ocultar la deshonra de la familia.
Comenzaba a amanecer cuando bajaron el cadáver al fondo de la fosa, que
rezumaba agua por todos lados. Una luz fría y azulada extendíase sobre la
Albufera, dando a su superficie el duro reflejo del acero. Por el espacio gris
pasaban en triángulo las primeras bandadas de pájaros.
El tío Tono miró por última vez a su hijo. Después volvió la espalda, como
si le avergonzasen las lágrimas que rompían por fin la dureza de sus ojos.
Su vida estaba terminada. ¡Tantos años de batalla con el lago, creyendo
que formaba una fortuna, y preparando, sin saberlo, la tumba de su hijo…!
Hería con sus pies aquella tierra que guardaba la esencia de su vida.
Primero la había dedicado su sudor, su fuerza, sus ilusiones; ahora, cuando
había que abonarla, la entregaba sus propias entrañas, el hijo, el sucesor, la
esperanza, dando por terminada su obra.
La tierra cumpliría su misión: crecería la cosecha como un mar de espigas
cobrizas sobre el cadáver de Tonet. Pero a él… ¿qué le restaba que hacer en el
mundo?
Lloró el padre contemplando el vacío de su existencia, la soledad que le
esperaba hasta la muerte, lisa, monótona, interminable, como aquel lago que
brillaba ante sus ojos, sin una barca que cortase su rasa superficie.
Y mientras el lamento del tío Tono rasgaba como un alarido de
desesperación el silencio del amanecer, la Borda, viendo de espaldas a su
padre, inclinóse al borde de la fosa y besó la lívida cabeza con un beso
ardiente, de inmensa pasión, de amor sin esperanza, osando, ante el misterio
de la muerte, revelar por primera vez el secreto de su vida.
FIN