San Isaac Jogues

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olor al Cordero inmolado

SAN ISAAC JOGUES – Sacrificio de agradable olor al Cordero


inmolado
Publicado el 10/23/2017
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En su empeño por salvar almas, este misionero jesuita


abandonó su patria, emprendió arduos viajes, enfrentó
dificultades monumentales y, al final, regó con su propia sangre
la evangelización de América del Norte.

la cubierta de la galera empezaron a escucharse gritos de


pavor, intercalados con el rimbombar de los truenos:

—¡El barco se están hundiendo! ¡Estamos perdidos!

El P. Jogues, que se encontraba arrodillado en su pequeño


camarote leyendo el libro de Isaías, oyó aquellos despavoridos
clamores e inmediatamente consagró a Dios la embarcación,
con sus tripulantes y pasajeros. Subió enseguida y se encontró
con una escena de desesperación y confusión.
Logró con mucho esfuerzo que todos hicieran silencio y lo
escucharan. Atraídos por aquella imponente figura, que
despuntaba como una aparición, los viajeros se olvidaron por
un instante del miedo. Con voz firme y apaciguadora, el
sacerdote empezó por las palabras de Isaías que acababa de
leer, invitándoles a pedir perdón por sus pecados. A
continuación, tras haberlos preparados de este modo, les dio la
absolución sacramental y en ese momento todos se dieron
cuenta de que “el estridente viento se había calmado. La
tormenta había pasado. Se habían salvado”.1 Y el barco siguió
tranquilamente su ruta.

Llenos de admiración, muchos de ellos asociaron la repentina


bonanza a la presencia de ese ministro de Dios y se
preguntaban, al igual que los Apóstoles en la barca: “¿Pero
quién es este? ¡Hasta el viento y el mar le obedecen!” (Mc 4,
41). Otros daban gracias por el milagro más grandioso todavía
que, a través de aquellas manos consagradas, se había obrado
en sus almas, al ser limpiadas de las manchas del pecado.

Conozcamos, aunque a grandes rasgos, la epopeya de San Isaac


Jogues, ese hijo de San Ignacio de Loyola que cruzó dos veces el
océano Atlántico, ávido de dar su propia vida por la
evangelización de América del Norte.

Temple de misionero
Fue la histórica ciudad de Orleans, marcada por el heroísmo de
Santa Juana de Arco, la que lo vio nacer en 1607. Desde el
comienzo de su formación religiosa e intelectual, ya sentía el
deseo de ser misionero y evangelizar tierras lejanas. Cuando
ingresó en el noviciado jesuita de Ruan, soñaba con las
misiones en Etiopía o en Japón. Sin embargo, el maestro de
novicios, el P. Louis Lalemant, le vaticinó: “No morirás en otro
sitio que no sea Canadá”.2

En Ruan hizo los votos de pobreza, castidad y obediencia, en el


perpetuo servicio de Dios dentro de la Compañía de Jesús; y
poco después lo enviaron al Colegio La Flèche, de Anjou, el
centro de enseñanza de los jesuitas más prestigioso de toda
Francia, para estudiar Filosofía. Cuando completó el curso lo
llamaron de vuelta al colegio de Ruan, donde impartiría clases.
Aquí se encontró con algunos hermanos de hábito recién
llegados de tierras canadienses. Entre ellos estaban los
sacerdotes Gabriel Lalemant, Jean de Brébeuf y Énemond
Massé, que le contaron las aventuras y riesgos por los que
habían pasado en el Nuevo Mundo. Encantado a la vista de tan
amplio campo de apostolado, también ansiaba conquistar
almas para Cristo en aquellas regiones distantes e ignotas.

La misión en América del Norte era considerada, en esa época,


una de las más difíciles, debido al rigor de su clima, a la
precariedad del alojamiento, a las enormes distancias que
había que recorrer y, sobre todo, a la ferocidad de los
aborígenes: las tribus de los hurones, de los iroqueses o
mohawks, de los montañeses o la de los algonquinos.
Los hurones, aunque todavía no habían dejado del todo la vida
nómada, ya cultivaban la tierra y daban sus primeros pasos
rumbo al sedentarismo, condición indispensable para que
pudiera fructificar cualquier apostolado. Mientras que ellos y
los algonquinos eran aliados de los franceses, los iroqueses
recibían armas e instrucciones de los holandeses e ingleses, los
cuales favorecían las rivalidades entre las tribus, creando con
eso un gran obstáculo a la evangelización.

El comienzo de una epopeya

Ya ordenado sacerdote, en enero de 1636, y antes de concluir


sus estudios complementarios de su formación espiritual en el
Colegio Clermont, de París, fue enviado a Canadá, donde llegó
en julio de ese mismo año. Así le escribe a su madre al llegar a
la aldea misionera de Sainte Marie: “No sé que será el Cielo; lo
que sé es que sería difícil sentir una alegría mayor que la que
sentí cuando puse los pies en Nueva Francia y celebré la Misa
en Quebec en la fiesta de la Visitación”.3

Su contentamiento creció cuando fue designado para el


apostolado en Ossossané, región de los hurones, en Trois
Rivières. El viaje era penoso y peligroso, pues el único medio de
transporte eran las canoas de los aborígenes —que se
acercaban a la ciudad para el comercio de pieles— y si éstos se
sentían contrariados en alguna cosa, no lo dudaban un instante
y abandonaban al pasajero en la selva o lo arrojaban a las aguas
del río San Lorenzo.
Finalmente, la larga travesía de dieciocho días transcurrió sin
grandes sobresaltos. Esperando su llegada se encontraba el P.
Brébeuf, que lo recibió con muestras de fraternal afecto, y sin
demora el P. Jogues comenzó sus actividades, dividiendo el
tiempo entre el estudio de la lengua indígena, el cuidado de los
enfermos y la catequesis.

Habiendo pasado tan sólo cinco días, mientras estaba visitando


las aldeas de los alrededores, un cansancio profundo se
apoderó de él. Cuarenta y ocho horas más tarde ya estaba con
una fiebre altísima: había enfermado de viruela, epidemia que
se propagaba tanto entre los misioneros como en los nativos y
los dejaba postrados, debido a las pésimas condiciones
higiénicas.

Los aborígenes atribuyeron calumniosamente el origen de la


enfermedad a los “hombres de negro”, en alusión a la sotana
de los jesuitas. Según ellos, sus “palabras mágicas” provocaban
la muerte, y “el agua bautismal que derramaban en la cabeza
de los niños en peligro de muerte era el veneno que realmente
mataba”.4

Los meses iban pasando y las noticias de las bajas en las aldeas
eran alarmantes. También en la comunidad misionera los
religiosos caían enfermos uno tras otro. Esta fue una de las
varias epidemias que “en pocos años redujeron a doce mil una
población de treinta mil habitantes”.5
Entonces los jesuitas decidieron hacer una novena de Misas
con la intención de parar la campaña difamatoria levantada
contra ellos. En el día nono, hubo una calma repentina que
maravilló a todos. Y a finales de 1637 la predicación pasó a ser
muy bien recibida e incluso admirada, tanto en Ossossané,
donde estaba el P. Jean de Brébeuf, como en la misión de Saint
Joseph, en Ihonatiria, a donde había sido enviado el P. Isaac
Jogues.

Preparación para el martirio

Los resultados de la evangelización, no obstante, eran escasos.


En una de la misiones del P. Jogues, ciento veinte catecúmenos
fueron bautizados, pero todos estaban en grave riesgo de vida.
Solamente en 1637, seis años después de la llegada de los
jesuitas a Canadá, el P. Brébeuf había podido bautizar a un
adulto con salud.

Aun viendo que la Divina Providencia no premiaba con frutos


inmediatos tan arduas actividades de apostolado, los
misioneros estaban dispuestos a regar con su propia sangre
aquellas tierras. La caridad los había movido a abandonar su
patria para emprender viajes y enfrentar monumentales
dificultades, a fin de salvar almas, y la llevarían al auge a través
del martirio.

Enseña Santo Tomás de Aquino que “el martirio es, entre los
demás actos humanos, el más perfecto en su género, como
signo de máxima caridad, conforme a las palabras de San Juan:
‘Nadie tiene mayor amor que el dar uno la vida por sus amigos’
”.6 Siendo, pues, un acto tan sublime y grandioso, no fue de
repente que se despertó en nuestro santo la inclinación hacia
él. El anhelo de unirse a los sufrimientos de Cristo le inundaba
el alma, y así como el P. Brébeuf había hecho el ofrecimiento
formal de su vida, “el padre Isaac Jogues había suplicado:
‘Señor, dame a beber abundantemente el cáliz de tu pasión’; y
una voz interior le advirtió que su súplica había sido
escuchada”.7

A pesar de que no se manifestaba de una manera explícita, la


gracia lo venía preparando en su interior para ese altísimo
holocausto, como lo narra uno de sus biógrafos: “Se mostraba
reacio a revelar cualquiera de las virtudes que practicaba y sólo
se persuadió a hablar de las gracias que Dios le había otorgado
a causa de las insistentes peticiones del P. Buteux. Fue obligado
por este amigo suyo a poner por escrito las visiones con las que
Dios le había confortado en momentos difíciles de su vida.
Otras intervenciones divinas, fue el propio Buteux quien las
dejó registradas; así supo que después de una visión en Sainte
Marie —en la cual le fue dicho al P. Jogues: ‘Tu oración ha sido
escuchada; hágase como me lo has pedido; sé fuerte y
valiente’— Isaac se ofreció a Dios como víctima extraordinaria
un centenar de veces al día”.8

Aceptación del ofrecimiento

El ofrecimiento del misionero parecía presto a concretarse


cuando, en agosto de 1642, fue capturado por los iroqueses
mientras viajaba hacia Quebec por el río San Lorenzo. En el
camino al cautiverio, su compañero, el donado René Goupil, en
medio de las torturas, le pidió la gracia de emitir los votos
religiosos, pues aún no los había hecho por problemas de salud.
Y, “en nombre del padre provincial de Francia, el P. Jogues le
dio permiso a René para que pronunciara los votos de
coadjutor temporal en la Compañía de Jesús”.9

Al llegar a la aldea de Ossernenon, en la región de Nueva York,


los sufrimientos y tormentos no hicieron más que aumentar.
Movidos por el odio, “los iroqueses golpearon al P. Jogues sin
piedad con palos y barras de hierro, le arrancaron la barba y las
uñas, le aplastaron las puntas de los dedos y de una cuchillada
le cortaron el pulgar de la mano derecha; los niños se divertían
aplicándole brasas e hierros incandescentes en su carne.
Finalmente, lo colgaron de dos postes con cuerdas muy
apretadas en sus muñecas”. 10 Uno de los salvajes, al ver que
aún quedaban “dos uñas enteras en una de las manos del P.
Jogues, se las arrancó con los dientes”.11 Por la noche lo
dejaron tendido en la tierra desnuda, cubierto de heridas y
atacado por una infinidad de insectos.

El Hno. Goupil fue asesinado pocas semanas después a golpe


de tomahawk, la temida hacha de los aborígenes. El P. Jogues,
no obstante, quedó como esclavo de los iroqueses durante
trece largos meses más de terrible cautiverio, en el cual sufrió
tanto en el cuerpo como en el espíritu, pues las pruebas y las
tentaciones lo asaltaban a cada instante. Pensaba que estaba
siendo castigado por Dios y temía condenarse eternamente si
aquellos tormentos no terminaban pronto.
¿Cómo podía debatirse en tamaña prueba, cuando se
encontraba en la inminencia de recibir la gracia que tanto
anhelaba? Suele ocurrir con las personas que se ofrecen como
víctima que, en el momento de la consumación del holocausto,
no relacionan sus sufrimientos con el ofrecimiento que
hicieron, y creen que están muriendo por su culpa. Dios
permite esto para aumentar sus méritos y, por consiguiente, su
gloria en el Cielo.

Una visión profética

Cerca de dos semanas después de la muerte del Hno. Goupil, el


P. Jogues había tenido, en sueños, una visión. Regresaba a la
aldea de Sainte Marie y, en lugar de viviendas sostenidas por
rústicas estacas, se encontró con algo que parecía una ciudad
venerablemente antigua, rodeada por fuertes murallas y
guarnecida por bellísimas torres. Estupefacto, se preguntaba si
estaría realmente en el mismo sitio. Algunos indios conocidos
que de allí salían le confirmaron que así era. Entonces cruzó el
portón y enseguida se topó con otra puerta, en la cual vio la
figura del Cordero inmolado, y grabadas encima de ésta dos
letras: “L. N.”, que significaban “Laudent Nomen eius – Alabad
su Nombre”.

Quiso seguir adelante, pero un guarda le impidió el paso y le


explicó que sólo podía trasponer aquel portal el que ya había
sido juzgado. Fue llevado a un bellísimo salón, similar a una sala
capitular, donde estaba un hombre mayor, majestuoso y
venerable como el Anciano de las Escrituras (cf. Dan 7, 9.13.22).
Éste oyó algunas acusaciones hechas por alguien contra el P.
Jogues y, sin preguntarle nada al reo, lo azotó tres veces. Sintió
un dolor intenso, como los golpes recibidos de los indios
feroces, y el santo misionero lo soportó con entera resignación,
aunque no entendía lo que estaba pasando.

Finalmente, decía, “mi juez, casi como si estuviera admirado de


mi paciencia, dejó de lado la vara con la que me había pegado,
me rodeó el cuello con sus brazos apretándome con mucha
dulzura, aliviando mi sufrimiento y transmitiéndome una
alegría totalmente divina y enteramente inexplicable”.12

La fuerza y la confianza que sacó de esta visión le amenizaron


todos sus esfuerzos, trabajos y cruces.

Tregua para la lucha final

Liberado de su cautiverio gracias a la intervención de algunos


holandeses que le ayudaron a huir, el P. Jogues volvió a Francia
para recuperarse de este casi primer martirio, aunque deseaba
haber permanecido en la misión para continuar bautizando,
convirtiendo y padeciendo.
Cuando llegó a Rennes, ¡estaba irreconocible! Hasta tal punto
de que el rector jesuita, que lo había conocido antes de su
marcha a Canadá, le preguntó:

—¿Conoció al P. Jogues en Nueva Francia?

—De una manera muy próxima, reverendo padre.

—¿Y trae noticias de él? ¿Aún vive o, como dicen algunos, ha


sido quemado por los iroqueses?

—No, padre mío, está vivo. Porque es él mismo el que está aquí
delante de usted y le pide que lo bendiga…

Por tener sus dedos mutilados, el heroico misionero estaba


canónicamente impedido de celebrar la Santa Misa. Entonces le
escribió al Papa Urbano VIII una carta en la que le explicaba los
detalles de su situación y le imploraba su autorización para, a
pesar de su deficiencia, ofrecer el Santo Sacrificio.

Con vivo interés, el Sumo Pontífice pidió más información sobre


el P. Isaac Jogues, su misión en el Nuevo Mundo y todo cuanto
había sufrido en su cautiverio entre los iroqueses.
Profundamente conmovido por la narración, el Santo Padre
exclamó: “Sería vergonzoso que a un mártir de Cristo no se le
permitiera beber la sangre de Cristo”.13 Y le concedió la
autorización requerida. Mientras subía los escalones del altar,
después de veinte meses, “le parecía como si fuera a celebrar
de nuevo su primera Misa”.14
Se consuma el holocausto

Estuvo en Francia un corto período para recomponerse de los


tormentos padecidos. Su más ardiente deseo, no obstante, era
regresar al frente de batalla para continuar su misión de salvar
almas y, sobre todo, de sufrir. En el viaje de vuelta a Canadá, en
1644, fue cuando pasó el episodio de la tempestad que
narramos al comienzo de estas líneas. A partir de entonces,
todos consideraban al P. Jogues, más que nunca, un auténtico
hombre de Dios.

Después de dos años de misión en Montreal, recibió en


septiembre de 1646 la incumbencia de agenciar un tratado de
paz con los iroqueses. A pesar de la natural repugnancia de
volver al lugar donde tanto había sido atormentado, no
retrocedió, pues no temía sufrir mil y una muertes aquel cuyo
único anhelo era hacer todo lo que Dios le pedía.

Unas semanas más tarde, aprovechando la transitoria paz


alcanzada, el P. Jogues fue elegido para ir, junto con el Hno.
Jean de Lalande, a intentar ahora evangelizar a los iroqueses. Al
recibir la orden dada por su superior, exclamó jubiloso: “Me
tendría por feliz si el Señor quisiere completar mi sacrificio en
el mismo sitio en que comenzó”. 15

El 17 de octubre de 1646, al pisar de nuevo Ossernenon, el P.


Isaac Jogues fue capturado y cruelmente torturado. Al día
siguiente un indio lo mató a golpes de hacha y a continuación lo
decapitó. Así se consumaba su holocausto, como sacrificio de
agradable olor al Cordero inmolado. Sacrificio este que, unido
al de sus hermanos de hábito también martirizados en aquellas
rudas tierras, revelarían en los siglos futuros su fecundidad, con
el florecimiento de la Iglesia Católica en territorio canadiense.

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