Los Come Muertos I N o
Los Come Muertos I N o
Los Come Muertos I N o
II
Los Giuseppe eran una familia
calabresa, hambrienta, desarrapada y
sucia que vivían en un rincón de tierra,
en cabaña hecha de pedazos de palo, de
duelas, de restos de urnas robados en el
Cementerio de Morillo, una cuyas tapias
derruidas lindaba con la vivienda de los
Giuseppe, si es que puede llamarse
vivienda un cacho de tierra colorada,
diez o doce matas de cambur, un mango,
y bajo el mango los techos de la zahúrda
de latas y piedras y bajo la casa, la
familia: dos muchachos como hechos a
hachazos, con los brazos muy largos y
las manos muy grandes y los pies
enormes. Rojos, de pelambre erizada
como los pelos de los gatos monteses y
que ayudaban al viejo en trabajos de
mozo de cuadra en la ciudad a veces, y a
veces en el merodeo de los corrales.
Además, una chica rubia, también
pecosa y peli-roja, con nombre lindo de
princesa: Mafalda. Cuatro cacharros,
hambre, vagancia, fealdad del paisaje,
de los habitadores, del concepto mismo
que tenía la ciudad hacia aquel torpe
rincón de cementerio donde vivían unos
italianos que "comían muertos".
III
-¡Los come-muertos! ¡Los come-muertos!
Y todos los chiquillos, cuando
pillábamos de paso a la pelirroja y a sus
hermanos, los acosábamos a motes, a
injurias, a pedradas... Sólo el viejo -
torvo, mugriento, con una de esas
barbas aborrascadas que no terminan de
crecer nunca y la pipa de barro
colgándole de la mandíbula-, se libraba
de nuestra agresión. Inspiraba temor
aquel calabrés de hombros cuadrados y
aire vago de sepulturero. . .
IV
Un día, Giuseppe padre fue arrestado.
Parece que se desaparecieron unas
gallinas muy gordas del corral de las
Hermanitas de los Pobres; qué sé yo...
Lo vimos desfilar, amarrado por
las muñecas, feroz y sombrío, entre dos
agentes que le empujaban, brutales,
calle abajo. Tenía el traje más
desgarrado que de costumbre y
marchaba cabizbajo, tambaleante,
avergonzado probablemente de su
horrible delito, con las faldas de la
camisa por fuera, al extremo de un
eterno chaleco de casimir indefinible
que usaba a manera de chaqueta.
Cobardes como seres débiles,
como mujeres, como hombres mal
sexuados, gritamos todos al paso del
vagabundo:
-¡Juío!... ¡Juío come-muertos!
Y seguimos gritando, en procesión
tras del cortejo, por muchas cuadras.
.
En seguida alguien tuvo una idea
luminosa:
-Ahora que están solos los hijos de
Come-muerto, vamos a tirarles piedras.
V
Caímos como una tromba sobre la
barraca. Los dos Giuseppe contestaron
al ataque vigorosamente, rechazándonos
a pedrada limpia desde las bardas del
corral. De los doce o trece que éramos,
alguno se retiró cojeando otro con la
cabeza rota y un tercero al tratar de huir
ante la furiosa carga que los dos
muchachos, desesperados intentaron
más allá de la palizada, rodó barranco
abajo, estropeándose la nariz. .
Pero cercados por todas partes,
lapidados por veinte manos, tuvieron
que ampararse de nuevo tras las tapias
de la vivienda. .
No obstante, nos tenían a raya.
Sus pedradas, certeras, furiosas,
pasaban zumbando por nuestros oídos.
Otras dos bajas: uno que gritó al
lado .mío poniéndose ambas manos
sobre un ojo, otro que saltaba en una
sola pierna, cogiéndose el pie aporreado
en lo alto del muslo:
-¡Ay, carrizo, ayayay, carrizo!
El ala de la derrota batió un
instante sobre nosotros. Hubo una
vacilación. Pero alguno, estratégico, me
gritó:
-¡Tú, que te metas por el
cementerio y los cojas de atrás pa
alante!
Comprendí. Y sin vacilar, los ojos
inyectados de ira y los bolsillos repletos
de piedras, trepé la tapia, y con un
"guarataro" en cada mano, por entre las
tumbas viejísimas, de ahora un siglo, y
los montículos cubiertos de ásperos
cujíes y las cruces de madera podrida,
avancé, cauteloso, con todo el instinto
malvado de la asechanza, en plena
alevosía de pequeña alimaña feroz.
A pocas varas, entre dos
sarcófagos, una sombra fugitiva, un
harapo oscuro, un ser que huía, trató de
ocultarse tras de una tumba, pero antes
de conseguirlo, una certera pedrada lo
tendió, pataleando, entre la hierba.
Corrí hacia mi presa lanzando un
alarido de triunfo,
Sobre un montículo cubierto de
yerbajos, una fosa sin duda, estaba
Mafalda, la peli-roia. Tenía la frente
abierta por un golpe horrible, y un hilillo
de sangre iba desde la sien hasta la
hierba, trazando un caminito rojo, muy
delgado; era como la cinta encarnada
del rabo de los "papagayos".
Entorpecido, alocado, corrí hacia
la muchachita caída que abría los ojos
llenos de estupor…
Luego se llevó la mano a la herida,
sintióse la humedad de la sangre y
rompió a llorar:
-¡Son ellos, son ellos! A mí no me
hagan nada; yo no sé tirar piedras…
Y arrodillada, se arrastraba a mis
pies, las mechas en desorden, semejante
a una gran trágica, con todo el pelo rojo
como una llamarada.
Ya no sé cómo ni cuándo la tuve
sobre mi brazo; con mi pañuelo sequé en
su rostro lágrimas y sangre, y luego le
vendé la frente.
Lloraba a pequeños sollozos y
explicaba que huyendo de la pedrea
había saltado la tapia refugiándose en el
cementerio.
Estaba avergonzado, lleno de dolor
y de desesperación contra los demás,
contra mí mismo.
Cuando, ya más tranquila, la
guiaba para salir de aquel recinto lleno
de frescuras vegetales, de vetustez de
piedra, del misterioso encanto que
tienen las tierras donde los hombres
duermen para siempre, Mafalda me
miraba a los ojos con sus pupilas
amarillentas como las de una bestezuela
asustada,
Había un gran silencio; una suave
paz en la tarde. Los otros, o habían
huido o reñían ya lejos…
VI
En la tapia, al saltar, apoyando sus
manecitas en mis hombros, acercó a mí
su carita pecosa, sucia, con la frente
vendada y sangrienta.
Todavía recuerdo aquella
expresión de sus ojos amarillentos que
tenían la dulzura de la tarde amarilla
sobre las tumbas.
VII
Yo no supe cómo explicar en casa
por qué tenía las manos y el traje
manchados de sangre. No lo supe
explicar entonces. Hoy tampoco podría
hacerlo.