Del Illimani

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Del Illimani, ahicitos

Willy Camacho Escritor

Primero fue el frío de la altiplanicie, el viento gélido que aplacó los


ánimos belicosos de la codicia conquistadora, ante la curiosa y acaso
temerosa mirada de una raza de bronce que sobrevive hasta hoy.
Después fue el valle, el abrigo de los cerros que puso ambigüedad al
pacto con la tibieza de su ambiente, y que también amalgamó culturas
que habían de recorrer los siglos hasta reconocerse como imágenes de
un mismo espejo.

Laja y Chuquiago, dos lugares para sellar un pacto, dos fundaciones para
bifurcar un destino. Los discordes en concordia, en paz y amor se
juntaron, y pueblo de paz fundaron, para perpetua memoria... o
desmemoria, quién sabe, pues La Paz no representa un concepto
unívoco, ni un recuerdo cerrado.

Pueblo en perpetua búsqueda de su utopía bautismal, padeciendo el


asedio de la piedra milenaria. Desde las alturas el clamor guerrero de los
pututus, y en la hoyada el milagro de una deidad andina devenida
diosecillo criollo: fervor de miniatura con esperanza agigantada. Tan
grande como el anhelo libertario que encendió una tea bicentenaria, cuyo
fuego es protegido por las montañas sa(n)gradas: vigilantes de poncho
albo, al mismo tiempo que celadores de rostro pétreo, impiden que el
horizonte se extienda, disimulando la prohibición con la hipnótica belleza
de su cordillera.

Si lo extenso siempre ha sido una ilusión obligatoria, la intensidad ha sido


una cualidad voluntaria. De ahí que la cuna de héroes pueda también ser
tumba de tiranos. De ahí que la efigie de un torero haya sido testigo
silente de múltiples partos y defunciones. De ahí que el kilómetro cero
signifique que el país aún no ha dado su primer paso. Adoquines teñidos
de sangre, faroles adornados con cadáveres, calles convertidas en
trincheras... Ciudad de golpes y revoluciones, su historia no refleja el
fracaso de su nacimiento, sino la tenaz lucha por encontrar el sentido de
su existencia.

Y acaso ese sentido haya sido intuido/imaginado por discursos ajenos al


histórico, quizá incluso por sensibilidades de otros lares, como la de
Calvino, que concibió en Irene los rasgos de La Paz, ciudad invisible pero
imaginable. Acaso ese sentido sea distinto para cada habitante, y su
descubrimiento, reservado al ojo perspicaz de quien explora la urbe para
hallar el gesto estético en lo cotidiano. Quizá las artes, cada cual con su
lenguaje, puedan expresar qué es, o mejor dicho, qué podría ser la
ciudad que habitamos.

Habitamos una ciudad bulímica, que vomita Febreros y Octubres para


volvérselos a tragar, de tan hambrienta. Sí, pero también habitamos una
ciudad mágica, cuenca de cíclope tuerto, construida con ingenio y, sobre
todo, con imaginación. Y aunque no tuvimos un Arzáns que nos fundara
en la ficción, tenemos una memoria colectiva que se encarga de erigir
imaginarios, de crear una verosimilitud que hace posible la vida en medio
del caos de esta ciudad con nombre, más que irónico, farsante. Sí, La
Paz, desde su nombre, es ficción. Ficción que habitamos y que nos
habita, que es escape y retorno, y que nos reclama, a aquellos que
hemos sido embaucados por sus coqueterías, perpetuar en el lenguaje la
imposibilidad de lo absoluto.

Así, pues, del Illimani, ahicitos, no sólo habrá un hueco lleno de hormigas
multicolores, sino también universos enteros, prestos a ser explorados,
conquistados y colonizados. Porque habrá acaso en la nasal voz de los
postmodernos copilotos andinos algo más que la promesa de un destino,
algo similar a un coro polifónico que irrumpe en medio de la sinfonía
bocinesca, en medio de un escenario caótico repleto de extras y efectos
de humareda, para conjurar el hechizo del frío, que entumece piernas y
corazones, con la naturalidad que impone el hambre a los 3600 días de
vida.

Habrá acaso debajo de los toldos multicolores algo más que frutas de
temporada, ropa gringa made in Bolivia o radio grabadoras Panatonic,
algo más cercano al ingenio que al contrabando, una especie de picardía
regida por las leyes de sobrevivencia, que manda al carajo los miles de
artículos del aparato legislativo/justiciero.
Habrá acaso en las esquinas algo más que cebras de peluche, corruptela
verde olivo, malabaristas gauchos o manos extendidas suplicando
monedas, algo más que una pausa folklórica en el irritante ritmo
vehicular, algo que provoca sonrisas, caridad, simpatía, desobediencia o
maldiciones entre la intermitencia tricolor de los semáforos.
Habrá acaso en las paredes algo más que blancura monopol, algo
parecido a versos clandestinos, a memorias de poetas anónimos que
plasman su impotencia, frustración, alegría, desengaño, esperanza, furia,
ideología, ánimo, amor, odio, calumnias, verdades, amenazas o
declaraciones, en ese maravilloso e inacabable papel que se extiende
por cuadras y cuadras y se ofrece, tentador/seductor, a las brochas o
aerosoles de la creatividad urbana, que no se cansa de escribir cosas
tales como: Cristo viene... ¡Hazte pepa!

Habrá acaso en la ínclita ciudad algo más que el reflejo del Illimani, algo
más que calles orinadas, crucificados en pelotas, marchadores de tiempo
completo, burócratas que esperan el viernes para ocultar el aro de
matrimonio y gastarse la quincena con una negra interesada, minibuses–
sardineras contagiadores de gripe, discos de Julio Iglesias con tapa de
Los Panchos, perros cagadores/cogedores/mordedores, travestis
cuarentones con minifaldas fucsias, bailarines de tilín,
carteristas/albertos/monreros/campanas/juglares que han aprendido las
historias del tío. Habrá acaso algo más que eso –y también eso, por qué
no–, junto –revuelto–, en paz –¿será?– y amor –¿será?–, para cantarlo,
contarlo, pintarlo, gritarlo, archivarlo y hacerlo conocer para perpetua
memoria.

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