Durkheim-La División Del Trabajo Social

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DURKHEIM- LA DIVISIÓN DEL TRABAJO SOCIAL

LA DIVISIÓN DEL TRABAJO SOCIAL


EMILE DURKHEIM
PREFACIO

No queremos extraer la moral de la ciencia, sino construir la ciencia de la moral, lo cual es muy
diferente. Los hechos morales constituyen fenómenos como los otros; consisten en reglas de
acción que se reconocen en ciertos caracteres distintivos; debe, pues, ser posible observarlos,
describirlos, clasificarlos y buscar las leyes que los explican.

Esta ciencia se desenvuelve en la historia y bajo el imperio de causas históricas, y que tiene
una función en nuestra vida temporal. Si es tal o cual en un momento dado, débese a que las
condiciones cambian, y, solo en ese caso. Hoy no es posible creer que la evolución moral
consista en el desenvolvimiento de una misma idea que, confusa e indecisa en el hombre
primitivo, se aclara y precisa poco a poco mediante el progreso espontáneo de las luces.

La moral se forma, se transforma y se mantiene por razones de orden experimental; solo esas
razones son las que la ciencia de la moral quiere determinar.

Se objeta que el método de observación carece de reglas para juzgar los hechos recogidos.
Pero esta regla se desprende de los hechos mismos. En primer lugar, hay un estado de salud
moral que sólo la ciencia puede determinar con competencia. Además, las condiciones de ese
estado cambian porque las sociedades se transforman. La ciencia, proporcionándonos la ley de
las variaciones por las cuales ha pasado ya, nos permite anticipar las que están en vías de
producirse y que el nuevo orden de cosas reclama. En fin, comparando el tipo normal con sí
mismo podremos encontrar que no está enteramente de acuerdo consigo propio, que
contiene contradicciones. La ciencia prevé pero no manda.

Pero si la ciencia de la moral no hace de nosotros espectadores indiferentes o resignados de la


realidad, nos enseña al mismo tiempo a tratarla con la más extremada prudencia.

En fin, y sobre todo, todo hecho de orden vital –como son los hechos morales- no puede
generalmente durar si no sirve para algo, si no responde a alguna necesidad; mientras pues, no
se haga la prueba en contrario, tiene derecho a nuestro respeto. Ocurre, sin duda, que no es
todo lo que debe ser y que, por consiguiente hay motivo para intervenir; acabamos de
reconocerlo nosotros mismos. Pero la intervención es entonces limitada, tiene por objeto, no
el construir en todas sus piezas una moral al lado o por encima de la que reina, sino corregir
ésta o mejorarla parcialmente.

De esta manera desaparece la antítesis que con frecuencia se ha intentado establecer entre la
ciencia y la moral.

Si uno no se libra de esos juicios consagrados, es evidente que no deberá entrar en las
consideraciones que siguen: la ciencia, aquí como en todas partes, supone una entera libertad
de espíritu. Es preciso librarse de esas maneras de ver y juzgar, que un uso prolongado ha
fijado en nosotros; es preciso someterse rigurosamente a la disciplina de la duda metódica.
Esta duda no ofrece, por lo demás, peligro, pues recae, no sobre la realidad moral que no se
discute, sino sobre la explicación que proporciona una reflexión incompetente o mal
informada.

Debemos imponernos el no admitir explicación alguna que no descanse sobre pruebas


auténticas.

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En cuanto a la cuestión que ha dado origen a este trabajo, es la de las relaciones de la


personalidad individual y de la solidaridad social.

Nos ha parecido que lo que resuelve esta aparente antinomia es una transformación de la
solidaridad social, debida al desenvolvimiento cada vez más considerable de la división del
trabajo.

INTRODUCCIÓN

El problema

Aunque la división del trabajo no sea cosa que date de ayer, solamente a finales del siglo
último es cuando las sociedades han comenzado a tener conciencia de esta ley, cuyos efectos
sentían casi sin darse cuenta.

Hoy en día se ha generalizado ese fenómeno hasta un punto tal que salta a la vista de todos.
No solamente en el interior de las fábricas se han separado y especializado las ocupaciones
hasta el infinito, sino que cada industria es ella misma una especialidad que supone otras
especialidades.

En fin, el mismo comercio se ingenia en seguir y reflejar, en todos sus matices, la diversidad
infinita de las empresas industriales, y mientras esta evolución se realiza con una
espontaneidad irreflexiva, los economistas que escrutan las causas y aprecian los resultados,
lejos de condenarlas y combatirla, proclaman su necesidad. Ven en ella la ley superior de las
sociedades humanas y la condición de progreso.

Pero la división de trabajo no es especial al mundo económico, se puede observar su influencia


creciente en las regiones más diferentes de la sociedad. Las funciones políticas,
administrativas, judiciales, se especializan cada vez más.

La función científica, que antes casi siempre se acumulaba con alguna otra más lucrativa, como
la del médico, la del sacerdote, la del magistrado, la del militar, se basta cada vez más a sí
misma.

La ley de la división de la división del trabajo se aplica a los organismos como a las sociedades;
se ha podido incluso decir que un organismo ocupa un lugar tanto más elevado en la escala
animal cuanto más especializadas son las funciones. La división del trabajo social ya no se
presenta sino como una forma particular de ese processus general, y las sociedades,
conformándose a esta ley, ceden a una corriente nacida bastante antes que ellas y que
conduce en el mismo sentido a todo el mundo viviente.

Una cuestión apremiante se presenta: entre esas dos direcciones, ¿cuál debemos querer?
Nuestro deber ¿es buscar y llegar a constituir un ser acabado y completo, un todo que se baste
a sí mismo, o bien, por el contrario, limitarnos a formar parte de un todo, el órgano de un
organismo? En una palabra, la división del trabajo, al mismo tiempo que es una ley de la
naturaleza, ¿es también una regla moral de la conducta humana, y , si tiene este carácter, por
qué causas y en qué medida?. No es necesario demostrar la gravedad de este problema
práctico, pues sea cual fuere el juicio que se tenga sobre la división del trabajo, todo el mundo
sabe muy bien que es y llega a ser cada vez más, una de las bases fundamentales del orden
social.

Este problema, la conciencia moral de las naciones se lo ha planteado con frecuencia, pero de
una manera confusa y sin llegar a resolver nada.

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Así; el ideal moral, de uno, de simple y de impersonal que era, se va diversificando cada vez
más. No pensamos ya que el deber exclusivo del hombre sea realizar en él las cualidades del
hombre en general; creemos que está no menos obligado a tener las de su empleo. Un hecho,
entre otros, hace sensible este estado de opinión, y es de carácter cada vez más especial que
toma la educación. En resumen, desde uno de sus aspectos, el imperativo categórico de la
conciencia moral está en vías de tomar la forma siguiente: ponte en estado de llenar útilmente
una función determinada.

Tocqueville: “A medida, dice, que el principio de la división del trabajo recibe una aplicación
más completa, el arte hace progresos, el artesano retrocede”. De una manera general, la
máxima que nos ordena especializamos hállase, por todas partes, como negada por el principio
contrario, que nos manda realizar a todos un mismo ideal y que está lejos de haber perdido
toda su autoridad.

La vida moral, como la del cuerpo y el espíritu, responde a necesidades diferentes e incluso
contradictorias; es natural, pues, que sea hecha, en parte, de elementos antagónicos que se
limitan y se ponderan mutuamente. No deja de ser menos cierto que, con un antagonismo tan
acusado, hay para turbar la conciencia moral de las naciones, ya que además es necesario que
pueda explicarse de dónde procede una contradicción semejante.

La única manera de apreciar objetivamente la división del trabajo es estudiarla primero en sí


misma en una forma completamente especulativa, buscar a quien sirve y de quién depende;
en una palabra, formarnos de ella una noción tan adecuada como sea posible. Hecho esto,
hallarémonos en condiciones de compararla con los demás fenómenos morales y ver qué
relaciones mantiene con ellos. Si encontramos que desempeña un papel semejante a
cualquiera otra práctica cuyo carácter moral y normal es indiscutible; que si en ciertos casos,
no desempeña ese papel es a consecuencia de ciertas desviaciones anormales; que las causas
que la producen son también las condiciones determinantes de otras reglas morales, podemos
llegar a la conclusión de que debe ser clasificada entre estas últimas. Y así, sin querer
sustituirnos a la conciencia moral de las sociedades, sin pretender legislar en su lugar,
podemos llevarle un poco de luz y disminuir sus perplejidades.

Para saber lo que objetivamente es la división del trabajo, no basta desenvolver el contenido
de la idea que nosotros nos hacemos, sino que es preciso tratarla como un hecho objetivo,
observarlo, compararlo, y veremos que el resultado de esas observaciones difiere con
frecuencia del que nos sugiere el sentido íntimo.

LIBRO PRIMERO

LA FUNCIÓN DE LA DIVISIÓN DEL TRABAJO

CAPÍTULO PRIMERO- MÉTODO PARA DETERMINAR ESTA FUNCIÓN.

La palabra función se emplea en dos sentidos diferentes; o bien designa un sistema de


movimientos vitales, abstracción hecha de sus consecuencias, o bien expresa la relación de
correspondencia que existe entre dos movimientos y algunas necesidades del organismo.

Preguntarse cuál es la función de la división del trabajo es, pues, buscar a qué necesidad
corresponde;

Cuando hayamos resuelto esta cuestión, podremos ver si esta necesidad es de la misma clase
que aquellas a que responden otras reglas de conducta cuyo carácter moral no se discute.

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Lo que nos importa es saber si existe y en qué consiste, no si ha sido antes presentida ni
incluso si ha sido sentida con posterioridad.

Nada parece más fácil, a primera vista, como determinar el papel de la división del trabajo.
Puesto que aumenta a la vez la fuerza productiva y la habilidad del trabajador, es la condición
necesaria para el desenvolvimiento intelectual y material de las sociedades, es la fuente de
civilización.

En efecto, los servicios que así presta son casi por completo extraños a la vida moral, o al
menos no tienen con ella más que relaciones muy indirectas y muy lejanas.

La conciencia moral de las naciones no se engaña: prefiere un poco de justicia a todos los
perfeccionamientos industriales del mundo. Sin duda que la actividad industrial no carece de
razón de ser, responde a necesidades, pero esas necesidades no son morales.

La moral es el mínimum indispensable, lo estrictamente necesario, el pan cotidiano sin el cual


las sociedades no pueden vivir.

De todos los elementos de la civilización, la ciencia es el único que, en ciertas condiciones,


presenta un carácter moral. En efecto, las sociedades tienden cada vez más a considerar como
un deber para el individuo el desenvolvimiento de su inteligencia, asimilando las verdades
científicas establecidas. Como los medios en que viven se hacen cada vez más complejos, y por
consiguiente, cada vez más movibles, para conciencia, más refractaria es al cambio. Una
conciencia esclarecida sabe por adelantado prepararse la forma de adaptación. He aquí por
qué es preciso que la inteligencia, guiada por la ciencia, tome una mayor parte en el curso de
la vida colectiva.

Se reduce, en efecto, a un pequeño número de conocimientos indispensables que a todos se


exigen porque están al alcance de todos. La ciencia propiamente dicha pasa muy por encima
de ese nivel vulgar. Es un campo de acción abierto a la iniciativa de todos, pero en el que nadie
está obligado a penetrar. Nadie está obligado a ser ni un sabio ni un artista. La ciencia está,
pues, como el arte y la industria, fuera de la moral.

Si tantas controversias han tenido lugar sobre el carácter moral de la civilización, es que, con
gran frecuencia, los moralistas no han tenido un criterio objetivo para distinguir los hechos
morales de los hechos que no lo son. Si, pues, la división del trabajo no tuviera otra misión que
hacer la civilización posible, participaría de la misma neutralidad moral.

Por no ver generalmente otra función en la división del trabajo, es por lo que las teorías que se
han presentado son, hasta ese punto, inconsistentes. Es imposible que la división del trabajo
forme parte de una zona neutra en moral.

Si la división del trabajo no llena otra misión, no solamente no tiene carácter moral, sino que
además, no se percibe cuál sea su razón de ser. Veremos, en efecto, cómo por si misma la
civilización no tiene valor intrínseco y absoluto; lo que la hace estimable es que corresponde a
ciertas necesidades. Esta proposición se demostrará más adelante, esas necesidades son
consecuencias de la división del trabajo.

II

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Todo el mundo sabe que amamos a quien se nos asemeja, a cualquiera que piense y sienta
como nosotros. Pero el fenómeno contrario no se encuentra con menos frecuencia.

Esta oposición de doctrinas prueba que existen una y otra amistad en la naturaleza. La
desemejanza, como la semejanza, puede ser causa de atracción. Sin embargo, no van a
producir este efecto cualquier clase de desemejanzas. Existen diferencias de cierto género que
mutuamente se atraen; son aquellas que, en lugar de oponerse y excluirse, mutuamente se
completan. Buscamos en nuestros amigos las cualidades que nos faltan, porque uniéndonos a
ellos, participamos en cierta manera de su naturaleza y nos sentimos entonces menos
incompletos.

La historia de la sociedad conyugal nos ofrece del mismo fenómeno un ejemplo más evidente
todavía.

La división del trabajo sexual es susceptible de ser mayor o menor; puede o no limitarse su
alcance a los organismos sexuales y a algunos caracteres secundarios que de ellos dependan, o
bien, por el contrario, extenderse a todas las funciones orgánicas y sociales.

Cuanto más nos remontamos en el pasado más se reduce la división del trabajo sexual. La
mujer de estos tiempos lejanos no era, en modo alguno, la débil criatura que después ha
llegado a ser con el progreso de la moralidad. Restos de osamentas prehistóricas atestiguan
que la diferencia entre la fuerza del hombre y de la mujer era en relación mucho más pequeña
que hoy día lo es.

Viajeros hay que, nos cuentan que en algunas tribus de América del Sur, el hombre y la mujer
presentan en la estructura y aspecto general una semejanza que sobrepasa a todo lo que por
otras partes se ve. El Dr. Lebon ha podido establecer directamente y con una precisión
matemática esta semejanza original de los dos sexos por el órgano eminente de la vida física y
psíquica, el cerebro. El volumen del cráneo del hombre y de la mujer, incluso cuando se
comparan sujetos de la misma edad, de igual talla e igual peso, presenta considerables
diferencias en favor del hombre, y esta desigualdad va igualmente en aumento con la
civilización, en forma que, desde el punto de vista de la masa cerebral y, por consiguiente, de
la inteligencia, la mujer tiende a diferenciarse cada vez más del hombre.

Esas semejanzas anatómicas van acompañadas de semejanzas funcionales. Uno de los


atributos que hoy en día distingue a la mujer, la dulzura, no parece haberle correspondido
primitivamente. Ya en algunas especies animales la hembra se hace más bien notar por el
carácter contrario.

Ahora bien, en esos mismos pueblos el matrimonio se halla en un estado completamente


rudimentario. Las relaciones de la madre con sus hijos se hallan muy definidas, pero las de
ambos esposos son muy flojas. La fidelidad conyugal no se exige todavía. En una sociedad
dada, el conjunto de esas reglas jurídicas que constituyen el matrimonio no hace más que
simbolizar el estado de la sociedad conyugal. El estado del matrimonio en las sociedades en
que los dos sexos no se hallan sino débilmente diferenciados, es testimonio, pues, de que la
solidaridad conyugal es muy débil.

A medida que se avanza hacia los tiempos modernos, se ve al matrimonio desenvolverse. La


red de lazos que crea se extiende cada vez más; las obligaciones que sanciona se multiplican. El
deber de fidelidad se organiza. La unión de los esposos es una asociación íntima, durable, con
frecuencia incluso indisoluble, de dos existencias completas.

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Ahora bien, es indudable que, al mismo tiempo, el trabajo sexual se ha dividido cada vez más.

Hace tiempo que la mujer se ha retirado de la guerra y de los asuntos públicos. En los pueblos
cultos, la mujer lleva una existencia completamente diferente a la del hombre. Se diría que las
dos grandes funciones de la vida psíquica se han disociado, que uno de los sexos ha acaparado
las funciones afectivas y el otro las funciones intelectuales. Si el arte y las letras comienzan a
hacerse cosas femeninas, el otro sexo parece abandonarlas para entregarse más
especialmente a la ciencia.

En todos esos ejemplos, el efecto más notable de la división del trabajo no es que aumente el
rendimiento de las funciones divididas, sino que las hace más solidarias. Su papel, en todos los
casos, no es simplemente embellecer o mejorar las sociedades existentes, sino hacer posibles
sociedades que sin ellas no existirían.

Si con frecuencia se las ha hecho consistir tan sólo en el cambio de relaciones sociales a que da
origen la división del trabajo, ha sido por desconocer lo que el cambio implica y lo que de él
resulta. Supone el que dos seres dependan mutuamente uno de otro, porque uno y otro son
incompletos, y no hace más que traducir al exterior esta dependencia mutua.

Por corto que este análisis resulte, basta para mostrar que este mecanismo no es idéntico al
que sirve de base a los sentimientos de simpatía cuya semejanza es la fuente. Sin duda, no
puede haber jamás solidaridad entre otro y nosotros, salvo que la imagen de otro se une a la
nuestra. Pero cuando la unión resulta de la semejanza de dos imágenes, consiste entonces en
una aglutinación. Las dos representaciones se hacen solidarias porque siendo indistintas
totalmente o en partes, se confunden y no forman más que una, y no son solidarias sino en la
medida en que se confunden. Por el contrario, en los casos de división del trabajo, se hallan
fuera una de otra y no están ligadas sino porque son distintas. Los sentimientos no deberían,
pues, ser los mismos en los dos casos, ni las relaciones sociales que de ellos se derivan.

Comte es el primero que ha señalado en la división del trabajo algo más que un fenómeno
puramente económico. Ha visto en ella “la condición más esencial para la vida social”, siempre
que se la conciba toda su extensión racional. Considerada bajo ese aspecto, dice, “conduce
inmediatamente a contemplar, no sólo a los individuos y a las clases, sino también, en muchos
respectos, a los diferentes pueblos, como participando a la vez, con arreglo a su propia manera
y grado especial, exactamente determinado. La distribución continua de los diferentes trabajos
humanos es la que constituye, principalmente, pues, la solidaridad social y la que es causa
elemental de la extensión y de la complicación creciente del organismo social”.

Si esta hipótesis fuera demostrada, la división del trabajo desempeñaría un papel mucho más
importante que el que de ordinario se le atribuye. Gracias a ella, se aseguraría su cohesión, se
puede desde ahora entrever que, si la función de la división del trabajo es realmente tal, debe
tener un carácter moral.

III

Más, ¿cómo procederemos para esta comprobación?

No tenemos solamente que investigar si, en estas clases de sociedades, existe una solidaridad
social originaria de la división del trabajo. Trátase de una verdad evidente, puesto que la
división del trabajo está en ellas muy desenvuelta y produce solidaridad. Es preciso, pues,

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comparar ese lazo social con los otros, a fin de calcular la parte que le corresponde en el efecto
total, y para eso es indispensable comenzar por clasificar las diferentes especies de solidaridad
social.

La solidaridad social es un fenómeno completamente moral que, por sí mismo, no se presta a


observación exacta ni al cálculo.

Allí donde la solidaridad social existe, a pesar de su carácter inmaterial, no permanece en


estado de pura potencia, sino que manifiesta su presencia mediante efectos sensibles. Cuanto
más solidarios son los miembros de una sociedad, más relaciones diversas sostienen. El
número de esas relaciones es necesariamente proporcional al de las reglas jurídicas que las
determinan. La vida general de la sociedad no puede extenderse sobre un punto determinado
sin que la vida jurídica se extienda al mismo tiempo y en la misma relación.

El derecho no refleja, pues, más que una parte de la vida social y, por consiguiente, no nos
proporciona más que datos incompletos para resolver el problema. Hay más; con frecuencia
ocurre que las costumbres no están de acuerdo con el derecho.

Pero esta oposición no se produce más que en circunstancias completamente excepcionales.


Para ello es preciso que el derecho no se halle en relación con el estado presente de la
sociedad y que, por consiguiente, se mantenga, sin razón de ser, por la fuerza de la costumbre.
Puede haber relaciones sociales que sólo toleren esa reglamentación difusa procedente de las
costumbres: pero es que carecen de importancia y de continuidad, salvo, bien entendido, los
casos anormales a que acabamos de referirnos.

La ciencia no hace más que escoger entre esos resultados aquellos que son más objetivos y se
prestan mejor a la medida.

Lo que le proporciona sus caracteres específicos es la naturaleza del grupo cuya unidad
asegura; por eso varía según los tipos sociales.

El estudio de la solidaridad depende de la Sociología. Es un hecho social que no se puede


conocer bien sino por intermedio de sus efectos sociales.

La solidaridad es algo demasiado indefinido para que se pueda fácilmente llegar a ella. Trátase
de una virtualidad intangible que no ofrece un objeto a la observación.

Nuestro método hállase, pues, trazado por completo. Ya que el derecho reproduce las formas
principales de la solidaridad social, no tenemos sino que clasificar las diferentes especies del
mismo, para buscar en seguida cuáles son las diferentes especies de solidaridad social que a
aquéllas corresponden. Es, pues, probable que exista una que simbolice esta solidaridad
especial de la que es causa la división del trabajo.

Todo el derecho es privado en el sentido de que siempre y en todas partes se trata de


individuos, que son los que actúan, pero, sobre todo, todo el derecho es público en el sentido
de ser una función social, y de ser todos los individuos, aunque a título diverso.

Para proceder metódicamente necesitamos encontrar alguna característica que, aun siendo
esencial a los fenómenos jurídicos, sea susceptible de variar cuando ellos varían. Todo
precepto jurídico puede definirse como una regla de conducta sancionada. Por otra parte, es
evidente que las sanciones cambian según la gravedad atribuida a los preceptos. Conviene,
pues, clasificar las reglas jurídicas.

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Las hay de dos clases. Consisten esencialmente unas en un dolor que tienen por objeto
perjudicarle en su fortuna o en su honor, o en su vida, o en su libertad, privarle de alguna cosa
de que disfruta. Se dice que son represivas; tal es el caso del derecho penal. En cuanto a la otra
clase, no implican necesariamente un sufrimiento del agente, sino que consisten tan sólo en
poner las cosas en su sitio, en el restablecimiento de relaciones perturbadas bajo su forma
normal. La primera comprende todo el derecho penal; la segunda, el derecho civil.

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