58837_TPC_La Casa Neville 3

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Florencia Bonelli

LA CASA
NEVILLE
Tercera Parte
Yo soy el viento
Capítulo I

Diciembre de 1834. San José de Flores, dos leguas al suroeste de Buenos Aires.
Después de tantos meses de espera, por fin Antonino Reyes le presen-
taría a su patrón, el todopoderoso Juan Manuel de Rosas, que se había
exiliado voluntariamente en la estancia de un amigo, un tal Terrero,
distante a dos leguas de la ciudad.
Estaba nervioso. Tanto había oído decir acerca del brigadier Rosas,
que lo imaginaba una especie de titán. En el carruaje, además de él y
de Reyes, venía un francés, un tal Federico Coret, también empleado de
Rosas, que aprovechaba el viaje para visitar al jefe, como lo llamaba. Era
un hombre más dispuesto a interrogar que a responder, por lo que se
cuidó de hablar demasiado. Había aprendido que Buenos Aires era un
polvorín construido sobre la desconfianza, los odios y las traiciones, y
cualquier chispa, por pequeña que fuese, podía hacerla explotar. Tenía
que moverse con cuidado.
En la casona del típico estilo colonial que ya le resultaba familiar,
Rosas salió a recibirlos con un aire relajado, acentuado por los ropajes
de hombre de campo —una camisa liviana dado el calor y esa extraña
prenda blanca, que usaban a modo de pantalón, llamada chiripá—, y
con un mate en la mano. Les destinó un saludo cordial.
—Excelencia —Antonino Reyes tomó la palabra—, le presento al
agente de la Casa Neville, Lucius Murray.
Rosas le estrechó la mano con un apretón doloroso. Era fornido, de
espaldas anchas, piel rubicunda, rasgos fuertes, aunque armoniosos, y
una espesa cabellera de una tonalidad rubio ceniza. Ya de cerca, advirtió
que sus ojos azules apenas se veían, pues los párpados los celaban. Rosas
sonrió y se mostró afable, pero a él no lo engañaba; detrás se escondía
el político al que la gente temía.

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Ocuparon unas sillas de mimbre en la galería que circundaba la
casa. Una jovencita pobremente vestida, pero pulcra, cebaba el mate
de plata labrada. Se lo pasó al francés Coret, que lo bebió con gusto.
—Me ha dicho mi mujer Encarnación que es usted de fiar, don
Murray —afirmó Rosas con un vozarrón grave que, era evidente, le
servía como un arma.
—Estoy a su disposición y a la de su estimada esposa, excelencia
—respondió en su recién adquirido español con un evidente acento
inglés.
—¿En qué puedo serle útil, muchacho?
—He viajado desde Londres meses atrás para ocuparme de un asun-
to de mi jefe, el señor Julian Porter-White, yerno de sir Percival Neville.
—Ajá —respondió Rosas.
—Mi jefe, el señor Porter-White, está llevando adelante el proyecto
de explotación del cerro Famatina, en la provincia de La Rioja.
—Lo sé —dijo Rosas—. Las autoridades firmaron la papeleta
tiempo atrás. El buen Reyes —lo señaló a su lado sin mirarlo— la llevó
a Londres. ¿Cómo va ese tema? Con lo de la campaña al desierto y las
desgracias que caen sobre este país no he tenido tiempo para ocuparme.
Murray tragó el nudo que repentinamente se le formó en la gar-
ganta.
—Verá, excelencia, el proyecto sigue en pie y el señor Porter-White
está llevando a cabo las diligencias necesarias para…
—Vaya al grano, mi amigo. El tiempo es poco.
—Sí, excelencia. El problema es que el duque de Guermeaux…
—¿Roger Blackraven? —lo interrumpió Rosas con una severidad
repentina.
—El mismo. Pues el señor duque y el general Quiroga se han
asociado para explotarlo, el Famatina —aclaró—. El duque se niega a
reconocer el acuerdo preexistente que su excelencia celebró con la Río
de la Plata Mining & Co.
La jovencita le pasó el mate al patrón, que lo recibió y se echó
hacia delante para sorberlo con una sonora chupada a la bombilla.
Los ojos de Rosas se fijaron en un punto de los mazaríes de la gale-
ría mientras disfrutaba la infusión o meditaba la noticia, Murray no
habría sabido discernir.

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—Blackraven afirma contar con la aprobación del gobierno riojano
—intervino Reyes—. Sostiene, en cambio, que Buenos Aires carece de
jurisdicción…
Se detuvo cuando Rosas elevó la mano para acallarlo.
—¿En qué estado se encuentran los preparativos para la explo-
tación?
—Estoy esperando la llegada de los mineros y de la maquinaria de
Inglaterra, excelencia —se apresuró a responder Murray, aunque en
realidad no tenía la confirmación de Porter-White—. Desconozco la
fecha exacta. Estimo que en un par de meses, tres a lo sumo.
—¿Trajo con usted la garantía que solicité de la Casa Neville?
El rostro de Murray adquirió una tonalidad encarnada. Rosas lanzó
una risotada.
—Su cara se ha puesto roja. ¿Haciendo honor a la santa Federa-
ción? —se burló, y Murray soltó una risita forzada.
—Siempre, excelencia —aseguró, y acarició la cinta obligatoria, de
un color rojo oscuro, que llevaba cosida a la manga de la chaqueta con
el lema «Federación o muerte».
—No hemos conseguido la garantía de la Casa Neville, excelencia
—terció Reyes, y Murray le lanzó un vistazo agradecido.
—Sucede que sir Percival es muy amigo del duque de Guermeaux
y no desea… —se detuvo, dudoso de la palabra que debía emplear.
—No desea un conflicto —volvió a asistirlo Reyes.
—Su hija menor, Manon Neville, se desposará con el hijo mayor
del duque —agregó Murray.
Rosas, que fijaba la vista en el suelo y asentía con aire reconcentra-
do, alzó la cabeza repentinamente.
—¿La casa de Neville y la casa de Guermeaux asociadas por un
matrimonio?
—Sí, excelencia —confirmó Murray.
Tras un silencio en el que Rosas lo paralizó fijándole la mirada, el
antiguo gobernador de Buenos Aires se puso de pie y dio por terminada
la reunión.

* * *

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Federico Coret observaba a Murray y a Reyes, que se dirigían hacia la
galera en la que habían llegado. Él pasaría la noche en la estancia de
Terrero; tenía muchas cuestiones que resolver con el jefe. Sin apartar
la mirada del coche que se alejaba por el camino polvoroso, comentó:
—Esos dos titanes, Neville y Guermeaux —aclaró—, unidos por
la sangre serán de temer, ¿verdad, excelencia?
—Ya lo creo, Coret —replicó Rosas, y guardó silencio mientras
estudiaba la correspondencia que el francés le había llevado.
Había una misiva de Encarnación, su esposa; la leería, pero de
seguro no la respondería. Juntaba tres o cuatro antes de sentarse a escri-
birle. Lo abrumaban sus cartas, llenas de quejas y de exigencias, aunque
debía admitir que pocos de sus colaboradores poseían la temeridad, la
resolución y la inteligencia de esa mujer menuda de casi cuarenta años.
Ella sola había provocado y dirigido la revuelta del 33 para proteger
su posición de poder en la ciudad. La creación del círculo de adeptos,
bautizado Sociedad Popular Restauradora, era otra invención genial de
Encarnación con la que perseguían e intimidaban a los federales tibios,
también llamados «lomos negros», que querían organizar el país bajo
una constitución nacional y negociar con los unitarios.
Rosas y Coret cenaron solos. Conversaban acerca de la postura
inflexible que mantenía la Asamblea de Representantes, decidida a
negarle los poderes especiales que Rosas exigía para convertirse en
gobernador.
—Se ha demostrado que dirigir a estas gentes sin una mano dura
es imposible —alegó.
—Imposible, excelencia —acordó Coret.
—Si no me conceden el poder para hacer y deshacer, no aceptaré
volver al fuerte en carácter de gobernador. Se precisa una mente clara
que sea capaz de tomar las decisiones por todos.
—Los necios de la Asamblea no lo entienden así, excelencia —le
recordó el francés—, ni siquiera cuando les enviamos a los de la Socie-
dad Popular a sus casas para que entren en razón.
Rosas se llevó un trozo de carne a la boca y lo masticó lentamente,
la vista fija hacia delante. El francés no se atrevió a interrumpir su
cavilación.
—¿Y cómo anda mi amigo Juan Facundo? —preguntó de repente.

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—El general Quiroga ahí anda, con su dolor de huesos a cuesta.
Braulio Costa lo tiene muy bien acomodado en su casa, a él y a su
familia —añadió.
—Hace tiempo que no me escribe. Por ejemplo, no me ha contado
lo de su acuerdo con Blackraven para explotar el Famatina. ¿Y qué anda
diciendo por estos días mi buen amigo acerca del país? —preguntó con
solapado interés.
—Lo de siempre, excelencia. Que sin una organización nacional,
sus provincias, las que le responden fielmente, todas pobres y maltra-
tadas, perecerán.
Rosas masculló un asentimiento y siguió comiendo.
—Y de la provincia de Córdoba, ¿qué dice?
Federico Coret soltó un bufido.
—Ese es un tema que levanta ampollas, excelencia. El general Qui-
roga sostiene que fue ultrajado cuando no se le concedió la goberna-
ción de Córdoba. Según él, le correspondía por derecho bien ganado.
Detesta a los hermanos Reynafé por ello.
—Y también detesta a mi amigo el general Estanislao López, que
fue quien los puso en la gobernación de Córdoba —añadió Rosas, y
buscó con la mirada la ratificación de su colaborador.
—Al general López, excelencia, lo detesta por partida doble: por la
trastada que le hizo con lo de Córdoba y porque le robó su caballo, ese
al que llaman el Moro. Realmente lo desprecia —remarcó.
Rosas apartó el plato al terminar de comer y se repantigó en la
silla. Se llevó las manos al estómago, que se había abultado en los
últimos tiempos.
—¿Sabe qué le digo, querido Coret?
—Mande, excelencia.
—Usted me va a hacer un servicio, que redundará en beneficios
para la patria. Se me va a Córdoba y me le susurra en voz muy baja a su
amigo Calixto Rodríguez que es preciso que hable con el gobernador
Reynafé y que lo convenza de barrer de la escena al general Quiroga
antes de que el Tigre de los Llanos lo barra a él. Más temprano que
tarde, las ocho provincias bajo la bota de Quiroga invadirán Córdoba
para anexarla a lo que mi amigo Facundo llama «la federación quiro-
gana» —dijo con tono de sorna y una sonrisa irónica— y los pasará a

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degüello a los tres hermanos Reynafé. Susúrreselo a Calixto Rodríguez,
porque tiene que ser solo para sus oídos, pero al mismo tiempo dígaselo
claramente. Sí, señor —masculló Rosas como si hablase para sí—, de
ese modo terminará el pastel si los Reynafé no toman el toro por las
astas y se ocupan de Quiroga.
Coret alzó las cejas en incontenible sorpresa, pero enseguida se
controló. Asintió.
—Entre los ministros de la gobernación cordobesa, mi amigo Ca-
lixto es el que posee el mayor ascendiente sobre el gobernador Reynafé
—declaró.
—Lo sé, Coret, lo sé —masculló Rosas.

* * *

Aldonza Ruiz pensaba rápidamente y en varios asuntos al mismo tiem-


po mientras caminaba deprisa hacia la puerta principal de la casa de
Daniel Neville después de que la hubiesen mantenido encerrada en la
biblioteca durante media hora, y todo para impedir que corriese a la calle
y alertase a Thibault Belloc de la trampa que les habían tendido a ella y a
su nieta Manon. Ahora ya era tarde; Manon estaba fuera de su alcance.
Avanzaba por la casa penumbrosa. La apabullaba el mutismo fic-
ticio y ensordecedor. Sabía que no estaba sola; sus enemigos se en-
contraban allí, al acecho. Temió que le impidiesen salir, o peor, que la
asesinasen. No le importaba morir excepto por Manon. No la abando-
naría en su hora más triste. Imaginarla en manos del corrupto doctor
James Monro, el director de Bedlam, el asilo para lunáticos, la perturbó
con tanta violencia que trastabilló y debió sujetarse al marco de una
puerta. «¡Vamos!», se urgió, inclemente. «¡Sal de aquí y piensa bien los
siguientes pasos!».
El mayordomo, el único doméstico con el que se topó en su huida,
la aguardaba en el recibo. Se inclinó ante ella y le abrió la puerta. Al-
donza salió fuera y llamó a gritos a Belloc, que saltó del pescante y se
aproximó a toda prisa, la expresión ceñuda del que sabe que recibirá
una mala noticia.
—¿Dónde está Manon? —la interrogó sin más—. ¿Dónde está
mi niña?

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—¡Se la llevaron, Thibault! ¡Me la arrancaron de las manos y se la
llevaron!
El gascón, inconsciente de sus actos, la aferró por los hombros y
la sacudió.
—¿Dónde se la llevaron? ¡No la vimos salir! ¡Dónde, señora Al-
donza! ¡Dónde!
—Calmémonos, Thibault —propuso la mujer—. Sube conmigo
al coche e iré contándote en el camino. Vayamos a Burlington Hall.
¡Deprisa!
Belloc le dio indicaciones a su joven colaborador Jack Sweeney, que
se hizo de las riendas y se aprestó para conducir el carruaje a la casa de
los Neville. Los otros dos, Peter Robinson y David Mayo, treparon al
pescante con semblantes sombríos. El capitán Alex les había encomen-
dado la protección de su prometida y le habían fallado.
—Se la llevaron a Bedlam —informó Aldonza no bien Thibault
cerró la portezuela y dio la orden de arrancar.
—¡Bedlam! —se horrorizó el gascón.
—Allí estaba el médico que visitó a Manon las tres veces que sufrió
las alucinaciones. Es James Monro, el director de Bedlam. Nos tendie-
ron una trampa, Thibault. Lo de Timmy fue una trampa bien urdida.
Sabían que, apenas supiese que su tío Daniel se lo había llevado del
hospicio, Manon saldría como loca a buscarlo. Estaban esperándonos
en la biblioteca.
—¿Quiénes? —exigió saber Belloc.
—Sus tíos, los tres —aclaró con una nota dura—, David, Daniel
y Leonard —enumeró sin necesidad—. No faltaban sus esposas, las
harpías Charlotte y Louisa, ni la Serpiente, por supuesto.
—¡Maldito, maldito Porter-White! ¡Debí acabar con él tiempo
atrás! Ah, cuando le ponga las manos encima…
—También estaban Alba y Alexandrina —prosiguió Aldonza—.
Todos (Alba, Alexandrina, Leonard y la Serpiente), todos —subrayó—
han conjurado en su contra, pobre ángel mío. Todos han declarado que
está loca. Y ese maldito de James Monro lo ha ratificado.
—A ese matasanos del demonio, al tal James Monro, lo tra-
jo la Serpiente —acotó Belloc, más sereno, aunque con una actitud

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determinada—. Él fue a buscarlo cuando Manon comenzó a delirar.
Lo tenía todo preparado.
—Cuando estaban por llevársela, David ordenó que la sacaran por
la puerta trasera para evitar toparse contigo. A mí me mantuvieron
encerrada una media hora, calculo, para evitar que te alertase y que
tú fueses detrás de ella. —La mujer se cubrió el rostro y soltó un gri-
to más iracundo que angustiado—. Podría matarlos a todos con mis
propias manos.
—Déjeme ese placer a mí, señora Aldonza. ¿Qué haremos?
—Iremos a Burlington Hall, pero solo para recuperar las bolsas con
dinero. No podremos quedarnos allí. Es muy peligroso.
Belloc acordó con un asentimiento antes de sugerir:
—Pidamos asilo en Blackraven Hall. La señora Jago…
—Sé que Anne-Rose nos recibiría con gran hospitalidad, pero es
un sitio demasiado evidente. Plantarían una guardia para que siguiese
nuestros movimientos. Necesitamos un lugar donde no se les ocurri-
ría ir a buscarnos. Necesitamos libertad para movernos, ¿entiendes,
Thibault? Necesitamos libertad para planear el mejor modo de rescatar
a Manon.
—¿Está pensando en algún hospedaje, en un hotel tal vez?
—Estoy pensando en el sombrerero Harris.

* * *

El traqueteo de las ruedas de ese extraño carro la crispaba. Era un


cubo de madera completamente cerrado a excepción de un ventanuco
enrejado. Un olor nauseabundo le dificultaba aún más la respiración,
ya limitada por la mordaza y por la constricción a la que la sometía la
peculiar prenda que le habían puesto alrededor del torso, con los brazos
hacia atrás; no podía moverlos una pulgada. Iba sentada en una tabla
pegada a los adrales del carro. Los dos hombres que la habían reducido
en la biblioteca de su tío Daniel se ubicaban frente a ella. Sobre sus
cabezas se hallaba la única abertura con rejas. La noche iba cayendo,
inexorable, sobre Londres. Y sobre su vida.
No conseguía emerger del estupor en el que había caído tras hallar
a su familia complotada para destruirla. Aunque el cerebro detrás de

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la conjura era su cuñado Porter-White, sus tíos y sus tías, su cuñada
Alexandrina, la hermana de Porter-White, todos se habían convertido
en las piezas necesarias para llevar adelante el plan que les permitiría
hacerse de la administración de sus bienes. Pese a la ofuscación que la
dominaba, comprendía cabalmente el objetivo de la intriga, que no era
otra cosa que la respuesta a su estrategia de testar a favor de la Asocia-
ción de Amigos Hospitalarios.
Pensó en Alexander, y la mirada se le enturbió. Ya no eran lágrimas
de ira, ni de rabia, ni de humillación, sino lágrimas nacidas de la pro-
funda tristeza que la abatió tras recordarlo. ¿Volvería a verlo?
—Qué suculento bocadito —masculló uno de los guardias, el
que la había manoseado sin necesidad mientras la enfundaba en la
extraña camisa.
—Está en los huesos —rebatió el otro.
—Pero el hecho de que nos follaremos a la futura duquesa de Guer-
meaux compensa la falta de carnes.
—Dudo de que llegue a convertirse en la duquesa una vez que su
prometido se entere de que está como para llevarla a las gavias.
—¡De hecho, estamos llevándola! —se burló el otro, y los dos sol-
taron carcajadas vulgares.
El diálogo le inspiró un miedo como pocas veces había experimen-
tado. Se puso de pie y se movió hacia la puerta del carro, cerrada con
una traba. La pateó en un intento vano por abrirla. Los guardias la
sujetaron por detrás y la redujeron fácilmente. El libidinoso le propinó
una bofetada de revés que la dejó por tierra y enceguecida. Tuvo deseos
de vomitar, pero nada salió de su estómago vacío.
El carro se detuvo abruptamente, y ella se meció en el suelo. La
levantaron con la consideración que habrían destinado a un saco de
patatas. Seguía mareada, y un latido punzante y doloroso le ocupaba el
costado del rostro, donde el guardia la había golpeado. La ayudaron a
descender con movimientos bruscos.
El edificio de aspecto fantasmagórico, que se recortaba en el cielo
de un profundo gris oscuro, le causó un pánico visceral. De su gargan-
ta ya lastimada emergieron gritos, que pese a la mordaza, resultaban
desgarradores. Se sacudió en un esfuerzo inútil por zafar de las garras

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de esos dos miserables, que la sujetaron para elevarla varias pulgadas
sobre el suelo y transportarla dentro del asilo.
Manon alzó la vista y descubrió, talladas en la clave del arco de
ingreso, las ominosas palabras «Bethlem Royal Hospital». Nadie lo
conocía por ese nombre; toda Londres lo llamaba Bedlam.

* * *

Aldonza y Thibault salieron de la casa del sombrerero Harris, un apar-


tamento en Cork Street, en cuya planta baja había funcionado la som-
brerería. En el presente, el negocio se encontraba en un lujoso local del
Royal Exchange, que los Harris habían adquirido gracias a la ayuda
de Manon.
Subieron al carruaje. Sweeney, Robinson y Mayo habían cubierto
con pintura negra la insignia de los Neville impresa en ambas por-
tezuelas; necesitaban pasar inadvertidos. Llegaron a la City en me-
nos de veinte minutos; los sábados por la tarde las calles del distrito
financiero de Londres se vaciaban y reinaba una anormal quietud.
Emplearon la entrada trasera para acceder a la cantina del famoso
pugilista Daniel Mendoza, donde también funcionaba su academia
de boxeo. Mendoza los saludó con respeto y les destinó una mirada
cargada de preocupación.
—Por aquí —indicó, y los acompañó hasta una salita privada.
Apenas cruzaron el umbral, Edward Jago y su socio, el abogado
Ernest Ruffus, se pusieron de pie. Aldonza, mujer práctica y sensata,
quiso ir enseguida al grano.
—¿Cuándo podremos sacarla de Bedlam? —preguntó—. Hace dos
días que mi nieta está encerrada en ese infierno.
—No será tan fácil, señora Aldonza —admitió Ruffus—. La tram-
pa ha sido bien urdida. La sentencia que declara a Manon non compos
mentis ha sido correctamente dictada de acuerdo con los testimonios
y el diagnóstico médico.
—Ayer nos presentamos en los juzgados de Old Bailey —terció
Jago— y solicitamos ver el expediente. Allí pudimos leer la sentencia.
El juez declaró la insania y ordenó que se la encerrase en Bedlam ba-
sado en la opinión del médico más reputado en materia de demencia.

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—James Monro —masculló Thibault, y Edward asintió.
—¿Quién es el juez? —preguntó Mendoza.
—El ya conocido sir Theodore Blansfield —apuntó Ernest Ruffus.
—El mismo que intervino en la causa de Alex —acotó Jago.
—¡Maldito! —se ofuscó Belloc—. ¡Corrupto!
—Ese trabaja para Porter-White —afirmó Aldonza—. Pero no
nos vayamos del tema. ¿Qué podemos hacer nosotros para impugnar
la decisión del juez?
—Estamos preparando un doble golpe —dijo Edward Jago—. Por
un lado, apelaremos la decisión del juez para revocar la declaración de
insania de Manon y por el otro, denunciaremos en el Tribunal de la
Cancillería el complot de su familia para despojarla de la administra-
ción de sus bienes. Para ambos procedimientos nos servirá la asistencia
de un médico especializado en cuestiones de demencia y alteraciones
mentales. —Extrajo el reloj de su chaleco y lo consultó—. Dennis
Fitzroy está al llegar. Prometió venir con un médico, un amigo suyo,
que se ocupa de estos temas.
—Quiero a Manon fuera de Bedlam —declaró Aldonza—. No
soporto imaginarla en ese pozo ciego. Estoy volviéndome loca. Mi nieta
en manos de esos inescrupulosos —dijo, y se calló, de pronto dominada
por un quebranto impropio en ella.
—Señora Aldonza —tomó la palabra el abogado Ruffus—, mi so-
cio y yo queremos ser francos con usted: sacar a Manon de Bedlam no
será fácil. —Un ominoso silencio ocupó la pequeña sala—. Su familia
se ha movido hábilmente. Tienen a la ley de su parte.
—¿De cuánto tiempo estamos hablando? —preguntó Thibault.
—Semanas —respondió Jago—. Tal vez meses.
Aldonza ahogó un sollozo y se cubrió la boca. Llamaron a la puerta.
Mendoza se apresuró a abrir. Se trataba del cirujano Dennis Fitzroy, un
cuáquero de corazón bondadoso y de férreos principios morales, que
Manon había colocado al frente del hospital para pobres, construido
con los fondos de la Asociación de Amigos Hospitalarios. Lo acompa-
ñaba un hombre de unos cuarenta años, alto y delgado, con facciones
toscas que se contraponían a la suavidad de su mirada. Era el doctor
Gerard Craig. Al saludar, Craig evidenció su origen escocés a causa del
duro acento y que era cuáquero.

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—Amiga Aldonza, Dennis me ha contado todo acerca de tu nieta
Manon. Estoy aquí para ayudarte.
—Gracias, doctor Craig.
Fitzroy, que se había reunido el día anterior con Aldonza y Belloc
en la casa del sombrerero Harris, tomó la palabra.
—Gerard es de mi misma opinión: Manon fue envenenada con
cornezuelo, que provoca alucinaciones.
—¿Qué es el cornezuelo? —preguntó Edward Jago en nombre
de todos.
—Un hongo parasitario del centeno —respondió Craig—. Su con-
sumo prolongado provoca una enfermedad, el ergotismo o fuego de
San Antonio. Causa la muerte. Uno de los síntomas son las alucina-
ciones. Suele confundirse con la demencia.
—Manon jamás come pan de centeno —declaró Aldonza—. Lo
detesta desde pequeña.
—El cornezuelo puede adquirirse en alguna que otra botica —ex-
plicó el doctor Craig—. Se usa para provocar abortos. Si estamos
hablando de un complot, pudieron suministrárselo a través de las
comidas o de las bebidas. Basta muy poco para inducir a un estado
de locura.
Aldonza dejó caer los párpados e inspiró profundamente.
—Sí —confirmó—, de ese modo la envenenó su ayuda de cámara,
colocándolo en la infusión de valeriana que le preparaba cada noche.
En verdad mi nieta parecía loca.
Los abogados Jago y Ruffus hablaron con el médico escocés acerca
de la estrategia que emplearían para liberar a Manon y del modo en
que él podía ayudarlos.
—¿Creen que sería conveniente que la prensa supiese el estado de
las cosas? —preguntó Belloc, la mirada fija en Edward Jago, hermano
de Goran, uno de los periodistas más reputados de Londres.
—Podría ser un arma de doble filo —opinó el abogado Ruffus—.
La locura siempre es un tema que causa rechazo en la opinión pública.
—De acuerdo con lo que me ha contado el amigo Dennis —inter-
vino el doctor Craig—, Manon es una joven muy peculiar, que lleva una
vida fuera de las convenciones de la clase a la que pertenece. —Guardó

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silencio y fijó la vista en Aldonza, que se limitó a asentir—. Transgredir
los principios y los valores de la clase alta se asocia con la locura, y la
locura con el confinamiento.
—Además —apuntó Dennis Fitzroy—, existe un prejuicio en con-
tra de las mujeres. La demencia y la condición de mujer parecen ser la
misma cosa para muchos académicos.
—¡Como si el ministro Castlereagh no hubiese perdido la cordura
en el 22 y se hubiese degollado con un cortaplumas! —se quejó Jago
en una infrecuente muestra de enojo.
—Y no te olvides del rey Jorge, loco como una cabra —acotó Ruffus.
—Ya —acordó el doctor Craig—, pero así están las cosas. Tenemos
que movernos con cuidado.
—Si esto es así —adujo Daniel Mendoza—, estoy seguro de que los
Neville darán a conocer la noticia del encierro de Manon, conscientes
de que tendrán a la opinión pública de su parte. Ya hubo un artículo
del tal Disraeli que insinuaba la posibilidad de que la señorita Manon
no estuviese bien de la cabeza.
—Lo leí —admitió Edward—. Pero Manon no es solo una joven
de la aristocracia, Dani —le recordó—. Manon es la prometida del
futuro duque de Guermeaux y la ahijada del duque de Wellington, sin
mencionar que su tío, el príncipe de Talleyrand, la adora. Se cuidarán
de exponerse innecesariamente.
—Pero la cuestión es demasiado grave e importante para que no
llegue a la prensa tarde o temprano —razonó Mendoza—. Manon
fue encerrada el jueves por la tarde. Su ausencia de ayer y de hoy
en la bolsa ha despertado toda clase de suspicacias. El mercado ha
quedado muy sensible tras la muerte de sir Percival. Están atentos a
cualquier anomalía.
—Dejemos de lado la prensa por un momento —propuso Ruffus—.
Concentrémonos en las demandas que presentaremos el lunes en Old
Bailey y en el Tribunal de la Cancillería.
Después de una conversación en la que la jerga legal y la médica
excluyeron a Aldonza, esta se dirigió a Gerard Craig.
—Doctor, no me ahorre nada y dígame qué están haciéndole a mi
nieta en Bedlam. Quiero saber —insistió ante la mirada compasiva
del cuáquero.

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—Es un sitio terrible, amiga Aldonza —le confió tras un mutismo
pesaroso—. Muchos estamos levantando las voces en contra de lo in-
humano que es el trato que se brinda a los enfermos en ese sitio.
—Sí, sí —se impacientó Aldonza—, pero ¿qué están haciéndole
a mi nieta?
—Lo más probable es que la tengan dopada la mayor parte del día
suministrándole opio. O bien obligándola a ingerir grandes cantidades
de infusión de sen o de aceite de castor, que causan diarrea y vómito
hasta el límite de la extenuación. Los mantienen débiles, esa es la ma-
nera en que los controlan.

* * *

El cirujano Fitzroy y el doctor Craig se habían retirado. Un silencio


cargado de pesimismo ocupó la escueta habitación. Se oían los so-
nidos provenientes de la cantina —las carcajadas de los clientes, la
charla incesante, el sonido de la vajilla, las órdenes vociferadas de los
camareros—, que profundizaban el mutismo en el que habían caído
los ocupantes de la sala privada.
—Mi nieta no soportará mucho tiempo dentro de ese hueco infer-
nal —dijo Aldonza con voz firme—. Tenemos que rescatarla a como
dé lugar.
—Señora Aldonza —tomó la palabra el abogado Ernest Ruffus—,
le pido prudencia. Una medida tan radical como esa traería graves
consecuencias desde el punto de judicial.
—Señor Ruffus, me importa un cuerno —declaró la anciana—. Si
me siento a esperar las decisiones de los jueces corruptos de Old Bailey
solo obtendré una cosa: el cadáver de Manon. —Se alzó un murmullo
entre los hombres—. Manon está débil y muy delgada. El sufrimiento
por las tres pérdidas que padeció en los últimos meses imprimió una
honda huella en su cuerpo y en su espíritu. No sobrevivirá a una tortu-
ra como la que el doctor Craig acaba de describir. Si ustedes, dada su
posición de abogados, no quieren participar de esto, les ruego que se
retiren. No hay tiempo que perder.
Los socios compartieron una mirada elocuente y decidieron que-
darse. Aldonza hizo un seco asentimiento con la cabeza, tras lo cual
alternó miradas con Thibault Belloc y Daniel Mendoza.

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—Quiero que concierten una entrevista con Jonathan Wild —exi-
gió la anciana—. Él es el único que puede ayudarnos en estas circuns-
tancias.

* * *

Dos días más tarde, pasadas las diez de la noche, Aldonza y su fiel ser-
vidor Thibault Belloc se dirigían hacia la zona conocida como Wapping,
el barrio de los marineros. Belloc iba sentado frente a la butaca ocupa-
da por la señora Aldonza, que estudiaba una llave con reconcentrada
atención.
—¿Y esa llave? —se interesó Belloc—. ¿Qué abre, señora Aldonza?
La mujer soltó una risita irónica y la levantó para mostrársela.
—Abre la caja fuerte que la Serpiente hizo instalar en el dormitorio
de su hermana Alba. Ahora que por fin la he conseguido no nos sirve
para nada.
—¡Oh! —se asombró el gascón—. No sabía que le hubiese echado
el guante.
—Lo hice demasiado tarde. No conté con el tiempo suficiente para
abrirla.
—¿Dónde la encontró?
—Alba la llevaba a todas partes con ella —le explicó—, por eso
nunca dieron resultados nuestras búsquedas en su habitación. La es-
condía en una bolsita cosida al cubrecorsé. Creerá que la ha perdido,
que el peso de la llave agujereó el lienzo. —Aldonza se encogió de
hombros y sonrió con una mueca triste—. Pero como te decía antes,
querido Thibault, de nada sirve.
—Servirá, señora Aldonza —la contradijo el hombre—. Algún día
servirá. Este atropello no quedará impune y nos vengaremos de todos
los que han atentado contra mi niña.
Aldonza se inclinó hacia delante, palmeó la mano de Belloc y son-
rió con melancolía.
—Así será, Thibaudot, así será.
Pocos minutos más tarde, llegaron a la famosa taberna del barrio de
Wapping, The Prospect of Whitby, la más antigua de Londres. Aldonza
percibió el olor nauseabundo que, junto con la bruma, ascendía desde

29
el Támesis. Se cubrió la nariz con un pañuelo perfumado, que mantuvo
al entrar en el local. Daniel Mendoza y Edward Jago les salieron al
encuentro. Mendoza los condujo escaleras arriba. Belloc conocía bien
el recorrido que conducía a la habitación en el piso superior. Allí los
esperaba Jonathan Wild, el rey del inframundo londinense.
—Señora —dijo Wild, y se inclinó delante de Aldonza con sincero
respeto—, es un honor volver a verla.
—El honor es mío, señor Wild. Gracias por aceptar reunirse con
nosotros con tan poco tiempo de aviso.
—Estoy a su servicio, señora —aseguró el delincuente, y le señaló
una silla. Esperó que la anciana la ocupase antes de sentarse del otro
lado de la pequeña mesa—. Imagino que esta reunión se relaciona con
lo que publicaron ayer lunes los periódicos acerca de la salud mental
de su nieta.
—Todas patrañas, señor Wild.
—No lo dudo, señora. Pero lo cierto es que la Formidable Señorita
Manon está prisionera en Bedlam, por lo que deduzco que sus parien-
tes actuaron con mucha astucia.
—Nos tendieron una trampa bien pergeñada. Hace cinco días que
mi nieta está en manos de ese perverso doctor James Monro. Sufro ima-
ginando los tormentos a los que está sometiéndola. Temo por su vida.
Wild, inusualmente circunspecto, asintió.
—Su temor, señora Aldonza, no es exagerado. ¿En qué puedo
serle útil?
—Quería pedirle su ayuda para rescatar a mi nieta de ese infierno.
—Aldonza se quedó mirándolo con fijeza; en sus cansados ojos era
fácil adivinar la aflicción que padecía—. Usted es el único que puede
hacerlo, señor Wild.
El famoso delincuente apartó la vista de la anciana y la posó pri-
mero en Belloc, luego en Edward Jago, por último en Mendoza. Los
tres parecían contener la respiración mientras aguardaban la respuesta.
—Señor Wild —retomó Aldonza—, sé que lo que estoy pidiéndole
no es fácil, pero…
Se calló al ver que Wild alzaba una mano.
—Lo haré, señora Aldonza —anunció, y la anciana sonrió con ale-
gría por primera vez en mucho tiempo—. Pero no será fácil. Necesitaré

30
planearlo bien. Precisaré armas y muchos hombres. Necesitaré también
sobornar a uno o a varios empleados de Bedlam. Necesito los planos
del edificio… En fin, no será una empresa sencilla.
Aldonza extrajo del bolsillo de su dominó un talego con monedas
y lo depositó sobre la mesa con una ruidosa determinación.
—Esto es solo un anticipo, señor Wild. Con él podrá adquirir lo
que necesita para trazar el plan. Después me dirá cuál es la compen-
sación que requiere por un servicio que es tan importante para mí y
para Thibault.
Wild sacudió la mano en un gesto que pretendía subestimar la
cuestión del pago.
—Ya nos pondremos de acuerdo —acotó—. Ahora lo único que
cuenta es liberar de esa injusta encarcelación a la señorita Manon, la
prometida de mi buen amigo, el conde de Stoneville.
—Señor Wild —habló Belloc por primera vez—, Dani y yo que-
remos formar parte del grupo que asalte el edificio de Bedlam. Quiero
estar al frente con usted, señor.
—Será un honor pelear junto a un antiguo artillero del emperador
Napoleón —afirmó Jonathan Wild con el espíritu burlón por el que
era famoso en los bajos fondos.

* * *

Julian Porter-White ocupaba el escritorio que había pertenecido a


sir Percival y, desde esa ubicación, observaba el amplio despacho que
siempre había codiciado ocupar. Lo invadía una emoción única, inex-
plicable. Por fin había logrado su objetivo: era el nuevo director de la
Casa Neville y el presidente del Consejo de Administración. Deseó
tener a su padre frente a él para echarle en cara su inmenso logro. «Soy
el hombre más potente de la City, padre. ¿Te atreverías a llamarme
un bueno para nada, un inútil?». Se le esfumó la sonrisa al evocar la
expresión de William Porter-White el día en que lo halló en el sótano
de la tienda haciendo el amor con su hermana. Ese era un pecado que
jamás limpiaría a los ojos de su padre. No existía manera de enmendar
su acción. Igualmente, no habría dejado a Alba por nada del mundo.
«Ni siquiera por todo el oro Neville», se convenció.

31
La puerta del despacho se abrió repentinamente. Se puso de pie al
ver entrar a su esposa Cassandra, que se detuvo de un modo abrupto
cuando cayó en la cuenta de que ocupaba el escritorio que había per-
tenecido a su padre. Las comisuras de sus labios finos y sin gracia se
elevaron lentamente en una sonrisa sarcástica.
—No has esperado un instante para hacerte del lugar de papá
—dijo, y le destinó un vistazo que comunicaba con deliberada inten-
ción el desprecio que le inspiraba.
—Alguien tenía que hacerse cargo de este barco a la deriva. Tus tíos
juzgaron que yo era el más adecuado para ponerme al timón.
—¡Esos tres cuervos despreciables! —soltó con una ira que le im-
primió color a sus mejillas y le inyectó los pequeños ojos oscuros—.
Traidores. Tú y ellos no son otra cosa que viles traidores. ¡Judas!
Porter-White rodeó el escritorio y caminó en dirección a su esposa,
que retrocedió con un miedo evidente, pese al esfuerzo por ocultarlo.
—Cassie, no deseo pelear contigo —dijo, y estiró la mano para
acariciarla.
—No te atrevas a llamarme Cassie ni a tocarme, maldito pervertido.
La palabra «pervertido» lo incomodó. Le dio la espalda para volver
a su butaca.
—¿Cuándo has regresado de Bath? —preguntó simulando un tono
banal.
—Acabo de llegar. Nos enteramos por los periódicos de que Manon
fue recluida en Bedlam. Viajé apenas me fue posible.
Porter-White mojó la péñola en el tintero y se puso a firmar unas
órdenes de pago.
—¿Y sir Alistair? —preguntó como al pasar—. ¿No ha viajado
contigo?
—Mi abuelo sufrió otra apoplejía al enterarse de lo que tú y esos
buenos para nada de mis tíos le han hecho a su nieta. Se quedó en Bath
al cuidado de mis abuelos. Su estado es muy delicado.
—Oh, Cassie, cuánto lo siento.
Cassandra, furiosa por el tono burlón de Porter-White, caminó
deprisa hasta el escritorio y se inclinó para hablarle a la cara.
—Manon siempre supo que eras una basura. A mí me tomó mucho
más tiempo darme cuenta. Pero ahora lo sé. Sé que eres un pervertido.

32
Sé lo que existe entre tu hermana y tú. Los vi en París. Si no quieres
que el mundo entero sepa de vuestra relación incestuosa, quiero que te
ocupes de liberar a Manon en los próximos días. De lo contrario, le haré
una visita al famoso periodista Goran Jago y le contaré todo lo que vi.
Cassandra le clavó una mirada venenosa. Él se la sostuvo, ya sin
necesidad de máscaras. Se sentía libre, ligero. Sin embargo, no la sub-
estimaría. Había cometido ese error en el pasado y se había equivocado.
De hecho, no le conocía esa mirada. Era la primera vez que lo desafiaba.
—Hoy es viernes 23 de enero —señaló Cassandra—. Te doy una
semana para que Manon recupere la libertad. El 30 quiero a mi her-
mana fuera de ese infierno al que tú y mis tíos la han arrojado. Estás
advertido, Julian.
Dio media vuelta y se marchó a un paso veloz. Porter-White in-
tentó seguirla, pero, al alcanzar el umbral del despacho, se topó con el
irlandés Patrick O’Brian.
—¿Problemas conyugales? —preguntó con talante divertido mien-
tras seguía con la vista a Cassandra, que descendía la escalera prácti-
camente corriendo.
—Está muy inquieta por la penosa situación de su hermana.
El semblante risueño de O’Brian cobró una sobriedad instantánea
que le resaltó la enorme cicatriz que le surcaba el rostro desde el lado
izquierdo de la frente hasta acabar en la nariz, por completo deformada.
—Terrible asunto —masculló—. Lo leí en The Times. Pobre mu-
chacha —se conmiseró el irlandés.
—No soportó las muertes de su hermano, su tía y su padre —jus-
tificó Porter-White—. Muy seguidas, muy dolorosas. El doctor James
Monro asegura que es casi lógico que haya sufrido un quebranto ner-
vioso. Las mujeres son por naturaleza muy frágiles en ese sentido.
—Perder a un ser querido es una dura prueba para nuestras faculta-
des mentales, no importa si se es hombre o mujer —afirmó O’Brian—.
Lo sé bien.
—Pasa, Paddy, pasa —lo invitó Porter-White.
Convocó a Nora, que se presentó enseguida. La joven se ruborizó
ante la presencia del irlandés, que la saludó con una deferencia notable.
—¿Has horneado esas sabrosas galletas de jengibre? —la interrogó.
—Sí, señor O’Brian. Le traeré unas cuantas.

33
—Buena chica —masculló el irlandés una vez que Nora abandonó
el despacho.
—Tengo que admitir que Manon poseía un buen ojo para la con-
tratación del personal —comentó Porter-White—. Nora es un ejemplo
de esa habilidad.
—También lo son Ignaz Bauer y Ross Chichister, según se dice
por ahí. Los he visto a los dos trabajando como siempre. —El irlandés
guardó silencio y lo miró a los ojos a la espera de una explicación.
—Son excelentes empleados —admitió Porter-White—. No tiene
sentido despedirlos solo porque respondían fielmente a mi cuñada.
Ahora lo harán conmigo. Están muy agradecidos por el hecho de que
los he confirmado en sus posiciones. Más aún, Bauer seguirá ocupando
el apartamento del ático —señaló con el pulgar hacia el cielo raso— y
sin pagar un penique.
—Es una decisión sabia, Julian —aprobó O’Brian.
Nora regresó con el servicio del té y las galletas de jengibre.
O’Brian mordió una e hizo una mueca beatífica. Nora se cubrió la
boca para reír, halagada y divertida. Se marchó tras servir las tazas
de humeante té.
—¿Cómo han ido las cosas en estos primeros días de trabajo como
director de la Casa Neville? —se interesó el irlandés.
Porter-White torció la boca en una clara expresión de descontento.
—Tenemos que revertir de inmediato el retiro de depósitos, una
hemorragia constante de oro que terminará por desangrarnos, sin men-
cionar la cuestión del papel moneda con el que mi suegro inundó las
calles de Londres.
—Y de otras ciudades —le recordó O’Brian—. ¿Muchos están so-
licitando su conversión en oro?
—La muerte de sir Percival y el encierro de Manon en un loquero
han sido muy perjudiciales para nuestra reputación —argumentó.
—Lo sé —acordó el irlandés—. No se habla de otra cosa. Pero
no olvides que la Casa Neville tiene espaldas para soportar el retiro
de varios depósitos. Se dice que las existencias auríferas son enormes.
Poco a poco los chismes cesarán y la Casa Neville volverá a funcionar
como siempre.

34
—Estoy de acuerdo contigo, Paddy. Sucede que las existencias que
poseemos en el tesoro están acabándose y no consigo acceder a las de
la bóveda, las verdaderas existencias auríferas de la Casa Neville.
O’Brian hizo un ceño, de pronto alerta, y se movió hacia delante,
buscando intimidad.
—¿Cómo? ¿Tú no puedes acceder a la bóveda? —Porter-White
negó con un movimiento casi imperceptible—. ¿No tienes la llave?
—susurró el irlandés con un tono incrédulo.
—Según Bauer y Chichister, existen tres llaves: una la tenía mi
suegro, otra Belloc, su hombre de confianza, y la última Manon. No
hemos encontrado ninguna de las tres.
O’Brian se repantingó contra el respaldo en una actitud de franco
desconcierto.
—Es de no creer —murmuró y asumió un aire meditabundo—.
Imagino que Belloc se niega a entregarte su llave —adujo de repente.
—Belloc ha desaparecido, al igual que la abuela de Manon. No
sabemos dónde se encuentran. Estoy seguro de que no se han movido
de Londres. Jamás la abandonarían.
—¿Has consultado con un cerrajero? Creo que no te queda otra
alternativa que forzar la cerradura.
—La bóveda posee un sistema endiablado. Es casi imposible
forzarlo.
—Haz un hueco en la puerta —sugirió O’Brian.
—La puerta misma es casi infranqueable. Varias capas de hie-
rro y hojalata y, entre ellas, tablones de gruesa madera empapada en
alumbre y cubierta por una arcilla especial, mezclada con grafito y
mica, esto último para proteger el contenido de la bóveda en caso de
incendio. —Lanzó un bufido y se recostó contra el respaldo—. Me
he informado bien durante estos días en los que he buscado desespe-
radamente una solución.
—Haz un hueco en el muro —insistió O’Brian.
—La bóveda no es una habitación, sino una caja gigantesca cons-
truida con paredes de hierro. Es infranqueable —admitió con aire ven-
cido—. Forzar la cerradura es la única opción. Es cuestión de encontrar
el cerrajero adecuado o consultar al fabricante. Tarde o temprano, lo
conseguiré.

35
—Solo que precisas que sea más temprano que tarde —le recordó
el irlandés.
—Ya —admitió Porter-White—. Otra alternativa sería conseguir
que Manon me confiase dónde escondió la llave. Podría ir a visitarla a
Bedlam y preguntarle.
—Podrías intentarlo —dijo O’Brian con acento cauto—. Sin em-
bargo, dudo de que ella quiera confiártelo.
—En sitios como Bedlam, hay métodos para lograr que las perso-
nas se muestren dispuestas a colaborar.
O’Brian guardó silencio y fijó la vista en la del flamante director
de la Casa Neville, que se la sostuvo con un gesto de intencionada
neutralidad.
—Está en juego la Casa Neville —se justificó tras esa pausa si-
lenciosa—. Estoy seguro de que no será necesario llegar a métodos
extremos. Manon no querrá que el banco de su familia se derrumbe en
una quiebra ignominiosa. Entrará en razón y me dará la llave.
—Solo que ha perdido la razón, Julian. Al menos eso se asegura
en los periódicos.
—Yo mismo la vi desvariando tras la muerte de sir Percival. Un
espectáculo lamentable. Pero cambiemos de tema —propuso repenti-
namente y sonrió—. Hablemos de las cuestiones que nos conciernen.
Hablemos de la mina del Famatina. Tengo buenas noticias —anun-
ció—. He recibido carta de mi asistente. Por fin logró reunirse con
Rosas a principios de diciembre.
—¿Y? —se animó el irlandés—. ¿Cómo ha ido el encuentro?
—A Rosas no le cayó en gracia enterarse de que no contaba con la
garantía de la Casa Neville, problema que ya he subsanado. Mi primer
acto como director de este banco ha sido extender la garantía para la
Río de la Plata Mining & Co. La he despachado en las sacas de un
clíper que zarpará desde Liverpool en unos días.
—Tal vez el bergantín en el que viajan nuestros mineros y la ga-
rantía que zarpará desde Liverpool llegarán casi al mismo tiempo a las
costas de Sudamérica —calculó el irlandés, animado.
—Ojalá así sea —deseó Porter-White.

* * *

36
Alrededor de las dos de la tarde, Porter-White y O’Brian decidieron
concurrir a la sede de la bolsa, a unas calles de la Casa Neville. Había
nevado, y el aire gélido les golpeó el rostro al poner pie fuera de la sede
del banco. Se arrebujaron en sus redingotes e iniciaron una caminata
enérgica mientras seguían hablando del emprendimiento minero. A
O’Brian lo preocupaba el pago de los primeros dividendos, cuya fecha
se aproximaba. Su incauto socio lo había anunciado en la prensa sir-
viéndose de un artículo del periodista Benjamin Disraeli.
—Dijiste que los pagarías con los ingresos obtenidos de la venta de
nuevas acciones —le recordó el irlandés.
—Ahora que comenzaremos a ofrecerlas sin necesidad de ocultar-
nos, la venta aumentará ostensiblemente —se justificó con un optimis-
mo inquebrantable.
Porter-White entró en el edificio de la bolsa y el murmullo se
acalló durante un par de segundos. Las miradas de los agentes y de los
especuladores se dirigieron a él. No lo sorprendió. Los escándalos de
la familia Neville eran la comidilla del momento. A la conmoción que
había significado la muerte repentina de un hombre sano y vigoroso
como sir Percival se le sumaba la declaración de insania de su hija, la
heredera del imperio Neville. La reacción de la bolsa había sido más
que comprensible, y no solo la de Londres. La onda destructiva había
cruzado el canal y provocado caídas en los precios de los bonos y de
las acciones en París, Fráncfort y Nápoles, donde la Casa Neville tenía
sus otras sedes.
Se dedicó a conversar con los brókeres más prestigiosos para infun-
dirles seguridad: la Casa Neville seguía siendo digna de confianza; el
timón estaba en manos seguras. Aprovechó también para promocionar
las maravillas de la Río de la Plata Mining & Co. y para prometer
grandes riquezas a los que se sumasen a la explotación del cerro Fa-
matina. No se olvidó de mencionar el hecho de que pronto pagarían
los primeros dividendos. Sus palabras se repetían como un eco dentro
del recinto de la bolsa, que se tradujo en un aumento de la venta de las
acciones a un precio cercano a la par. Abandonó el recinto de la bolsa
bastante conforme.
Apenas salió, alguien le tocó el brazo, no un roce propio del gentío
que se agolpaba a esa hora en Capel Court, sino un apretón deliberado.

37
Se volvió rápidamente. Era Catrin, la ayuda de cámara de Manon y
su espía en Burlington Hall, la mansión de los Neville. Hacía más de
una semana que la joven había desaparecido. Le indicó con un ademán
de la cabeza que lo aguardase. Se despidió de Patrick O’Brian con la
promesa de encontrarse para almorzar al día siguiente. Se aproximó
a la muchacha y, mientras simulaba consultar la hora en su reloj de
leontina, le susurró:
—Ve a la taberna The City of London y dile a cualquier camarero
que vas de mi parte, que te ubiquen en el saloncito dorado. En un rato
me reuniré allí contigo.
Faltando pocos minutos para las cuatro de la tarde, Porter-White
entró en la famosa taberna y se dirigió al salón privado que los cama-
reros, gracias a sus generosas propinas, mantenían libre para él. Catrin
se puso de pie al verlo entrar. Le indicó con la mano que se sentase.
—¿Dónde te habías metido? —le recriminó.
—Tuve que huir. La señora Marta Ibáñez y Piana, mi antigua pa-
trona, me vio con la señorita Manon. Supe que, apenas tuviese opor-
tunidad, le iría con el cuento de que me había despedido por ladrona.
No tuve alternativa.
Porter-White asintió sin mirarla mientras se quitaba los guantes.
Meditaba las consecuencias de la huida de la joven.
—Estando de ese modo las cosas —dijo Porter-White con acento
desapegado—, no tengo otra alternativa excepto que despedirte. Ya no
me eres de utilidad.
—Antes de huir, me enteré de algo suculento —se apresuró a
confesar Catrin—, algo que podría ser de extrema importancia para
su señoría.
—Dímelo.
—No sin obtener algo a cambio.
—¿Qué?
—Deseo seguir trabajando en Burlington Hall.
—Manon ya no vive allí y dudo de que regrese.
—Lo sé. Sé que está en Bedlam. Podría ser la ayuda de cámara de la
señora Alba —propuso—. Soy muy buena. La señorita Manon siempre
me decía que hacía los mejores tocados. Además —agregó con un acen-
to conspirativo—, la señora Alba no sabe que hablo y leo en español.

38
«La ayuda de cámara de Alba», repitió Porter-White para sí. Estaba
claro que no podía confiar en su hermana; lo había traicionado con sir
Percival.
—Muy bien, te pondrás al servicio de Alba. Ahora dime lo que
sabes.
—No antes de que me asegure el puesto con ella.
Porter-White sonrió con malicia. Era rápida, la muy zorra. Por eso
mismo era una buena espía. Asintió. Un rato más tarde, y tras haber
convencido a Alba de que la aceptase como su nueva camarera, Catrin
le confió una noticia inesperada.
—El prometido de la señorita Manon y la señora Alexandrina
tuvieron un hijo.
—¿Estás segura? —Catrin asintió—. ¿Qué más has podido ave-
riguar?
—Que la señora Alexandrina lo abandonó en un convento de
Dublín. La señorita Manon contrató a alguien para que lo buscase
y se lo trajese.
—¿Alguien? ¿A quién?
—No entendí su nombre —admitió la joven.

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