La Canción Subterránea

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Un verano en el pueblo de la abuela de La canción

Clarisa podría matar de aburrimiento a subterránea


cualquiera. Es, definitivamente, el lugar más
aburrido del mundo. Clarisa no puede creer
Andrea Pérez

La canción subterránea
que vaya a pasar un mes entero sin amigos
Ilustraciones de Flavia Sorrentino
y sin internet. Además, su abuela, que no
es precisamente la alegría de la huerta,
prácticamente ni le habla. ¿Qué va a hacer
tanto tiempo allí sola?
Pero… ¿Está realmente sola? ¿Qué es esa
extraña melodía que escucha cada noche?
¿Quién es ese señor misterioso que habla
tan raro? ¿Qué está pasando en el pueblo?
Aunque su abuela se muestre tan seria como

Andrea Pérez
siempre, parece que Clarisa va a descubrir
algo que ni en sus sueños habría imaginado…
Un pueblo, una niña harta de todo y una extraña
melodía… ¿Qué clase de misterios esperan a
Clarisa en el lugar más aburrido del mundo?
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Te estaba esperando.
Al fin has llegado. He estado tanto tiempo
guardado que casi había olvidado lo que es
ser sostenido por unas manos.
Pero ya estás aquí, ante mis páginas,
listo para despegar los pies del suelo:
ha llegado el momento de LEER.
Colección Superletras
© tekman, 2021
www.tekmaneducation.com

© Andrea Pérez, 2021


© Flavia Sorrentino, 2021, por las ilustraciones

ISBN: 978-84-18422-19-5 (Obra completa)


ISBN: 978-84-18422-23-2
D.L.: B 8856-2021
Impreso por Impresión Offset Derra.

Reservados todos los derechos a favor del editor de la obra. El contenido


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o explotadas sin el permiso previo y por escrito de tekman.
La canción subterránea

Andrea Pérez
Ilustraciones de Flavia Sorrentino

A mi abuela Rosa.
4
Primera parte

5
6
Capítulo I
El pueblo en mitad de ninguna parte

Pasa algo bastante curioso en las casas de los


pueblos. A pesar de que parece que estén pensadas
para disfrutar del verano, a menudo terminan sien-
do los lugares perfectos para sufrir el aburrimiento
más mortal.
En ellas, primos, tíos y otros familiares pesadí-
simos consiguen hacerte la vida imposible obligán-
dote a levantarte a las siete de la mañana, incluso los
domingos. Los paseos por el campo son intermina-
bles y tu vida, la de todos los días, la que compartes
con tus amigos, desaparece por completo para dar
pie a una especie de burbuja campestre lenta y de
lo más aburrida.
Exactamente de este tipo era la casa del pueblo
de Clarisa: grande, soporífera y rodeada de campos
amarillos. En realidad, casi todas las casas de aquel

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pueblo eran así. Daba la impresión de que los funda-
dores del pueblo hubieran decidido establecerse en
el lugar más aburrido del mundo con una intención:
que ni una sola persona pudiera divertirse. La ciu-
dad más cercana estaba a veinte minutos en coche y
la mayor atracción del verano era la feria del queso.
Siempre que Clarisa pensaba en ir, una vez más, a
ese lugar lleno de puestecitos olorosos con inter-
minables tipos de quesos se le revolvía el estómago.
Todos los veranos sus padres la dejaban allí, en
aquella casa enorme, con la única compañía de su
abuela Isabel, que era alta y muy seria. Además, en
aquel pueblo perdido en mitad de la nada su móvil
nunca tenía cobertura. No podía comunicarse con
nadie ni entretenerse contemplando los emocionan-
tes veranos de sus amigos. Durante aquel tiempo,
Clarisa solo podía observar las paredes blancas de
su cuarto, leer —una actividad que detestaba—, y
hacer un montón de tareas interminables.
Cada verano, Clarisa esperaba a que sus padres
volvieran de sus largos viajes por Egipto, Marruecos,
Chile o Escocia. Esperaba con impaciencia a que
le contaran todas las aventuras que habían vivido,
toda la comida que habían probado y todas las per-
sonas a las que habían conocido. Cada último día
de agosto se subía a la terraza de la casa del pueblo,
desde la que se veía la vieja carretera serpenteante,
a esperarlos.

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Al final del verano siempre iba hasta allí y
observaba durante horas aquella calzada hasta
que veía aparecer el coche de sus padres. Cuan-
do aquello sucedía, significaba que, al fin, podía
volver a casa. Era la mejor sensación del mundo.
La casa del pueblo de la abuela de Clarisa
era gigantesca. Tenía varios pisos, millones de
habitaciones en las que nunca había entrado y
un sótano aterrador. En medio del enorme patio
había un árbol que daba membrillos y un pozo
seco de hace quién sabe cuántos años. No ha-
bía ni rastro de piscina. La abuela de Clarisa no
consentía que construyeran una, a pesar de los
ruegos y súplicas continuadas de su nieta. Em-
pezaba a pensar que lo hacía, únicamente, por
fastidiarla.
También en el patio, fuera de la casa princi-
pal, había un antiguo cobertizo enorme que, en
realidad, no era más que un trastero con millo-
nes —o eso le parecía a ella— de trastos inútiles
de hace quinientos mil años.
Todos los veranos Clarisa se adentraba en
el antiguo cobertizo y rebuscaba, aburrida, en-
tre los objetos llenos de polvo. Cuando alguno
llamaba especialmente su atención, lo cogía y,
corriendo, le preguntaba a su abuela:
—Abuela, ¿esto para qué sirve?
—¡Para nada! ¡No desordenes el cobertizo!

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¡Y deja eso exactamente en el mismo lugar en el
que lo has encontrado! —contestaba ella, siempre
enfadada.
Clarisa, entonces, soltaba un suspiro de pa-
ciencia y se marchaba con el extraño objeto entre
las manos. ¿Qué clase de orden era aquel? ¿Cómo
iba a dejarlo en el mismo sitio si estaba todo amon-
tonado y hecho un asco? Y, así, todos los veranos.
La abuela de Clarisa era una señora que daba
un poco de miedo. Clarisa solo la veía en verano,
en Navidad y en su cumpleaños. Y le parecía más
que suficiente.
Siempre que Clarisa tenía que encontrarse con
su abuela pensaba en los abuelos de sus amigos;
esos hombres y mujeres tiernos y amables que los
recogían de la escuela, que les preparaban boca-
dillos riquísimos y que les compraban un montón
de cosas. En cambio, su abuela nada tenía que
ver com ellos; estaba todo el día refunfuñando y
la obligaba a levantarse temprano, a recoger los
membrillos del árbol del patio y, lo más horrible
de todo, a comer la comida más aburrida, detes-
table y odiosa del mundo: las migas.
La abuela de Clarisa estaba absolutamente ob-
sesionada con las migas. Clarisa no podía enten-
der cómo un montón de trozos de pan remojados
en agua y fritos con ajo podía entusiasmar tanto
a su abuela. Ella siempre decía:

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—Este plato lo preparaba mi abuelo, que era
pastor. ¡No hay nada igual!
Entonces, Clarisa ponía los ojos en blanco y se
centraba en intentar acabarse el abominable plato
de pan mojado. Y es que en aquella casa se comían
migas día sí, día también. A mediados de agosto de
cada verano, el pan le salía por las orejas.
Clarisa no daba demasiados problemas a su
abuela. Se limitaba a vagar por aquella casa inmensa,
arrastrando los pies como un fantasma y sintiendo
el aburrimiento más descomunal de todos los abu-
rrimientos del mundo.
A veces Clarisa se preguntaba por qué su abuela
era tan severa. Recordaba, como si fuera un sue-
ño, sus días en el pueblo cuando era pequeña. En
su mente era casi como una visión fantástica: calor,
risas, carreras campo a través y una Isabel bastante
menos agria. Todo aquello había terminado. Con el
tiempo, y casi sin darse cuenta, Clarisa e Isabel se
habían distanciado tanto que era como si estuvieran
en polos opuestos. Por una parte, Clarisa se hizo ma-
yor, dejaron de interesarle las carreras y los juegos
de niños y, por otro, Isabel se volvió, con el paso de
los años, totalmente intratable. Nunca sonreía, casi
nunca hablaba y tenía una mirada que parecía decir:
nada está bien y más os vale arreglarlo. Sin embargo,
por más que Clarisa tratara de arreglar las cosas,
parecía que para su abuela nunca era suficiente.

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Alguna vez Clarisa había preguntado a su madre
por qué su abuela se comportaba de aquella manera,
pero, su madre, con su parquedad habitual, solo
había balbuceado algo sobre una vida en el campo
que no quería y lo dura que era la soledad. Clarisa
no entendía muy bien por qué si su abuela no que-
ría llevar esa vida seguía viviendo en aquella casa
gigantesca ella sola, pero lo cierto es que tampoco
le interesaba demasiado saberlo.
Aquel verano, de camino al pueblo en el coche
de sus padres, Clarisa, que acababa de cumplir ca-
torce años, estaba de un especial mal humor:
—Estoy harta de venir aquí —les dijo a sus pa-
dres—. ¿Hasta cuándo me vais a seguir sometiendo
a esta tortura?
—Clarisa… —contestó su padre—. Tienes que
ver a tu abuela y descansar de tanta ciudad.
—¡No quiero descansar! ¡Me gustan los coches
y el ruido! ¡Y mis cosas! ¡Y mi habitación! ¡Y mis
amigos!
—Bueno, ya está bien —dijo su madre, con se-
quedad—. Vas a quedarte con tu abuela en el pue-
blo. Y no hay nada más que hablar.
Clarisa, muy enfadada, se hizo un ovillo en el
asiento de atrás del coche. Su padre, sentado en el
asiento del copiloto, la miró pidiéndole comprensión,
y ella, que sabía que si fuera por él se ahorraría el
suplicio del pueblo en vacaciones, cedió un poquito,

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y siguió mirando por la ventana y pensando en cómo
iba a hacer para pasar otro interminable verano más
en aquel pueblo perdido en mitad de ninguna parte.

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Capítulo II
La noche en la que empezó todo

Cuando llegaron a la casa del pueblo estaba


atardeciendo. A Clarisa le dio un escalofrío: no se
podía creer que fuera a desperdiciar todo el verano
en aquel pueblo aburrido.
Clarisa había pasado toda la primaria y parte de
la ESO totalmente desapercibida. No se puede decir
que fuera un cero a la izquierda, pero tampoco era
la más popular del instituto. Era, como ella decía,
una chica del montón.
No sacaba muy buenas notas, pero tampoco
suspendía; no era la protagonista en las fiestas, pero
tampoco hacía de árbol en las obras de teatro; en
el comedor, no se sentaba en la mesa contigua a
la mesa de los profesores —la peor mesa en la que
un alumno se podía sentar—, pero tampoco en la
mesa central del comedor, esa desde la cual los más

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afortunados podían observar y controlar al resto
de mesas. Es decir, Clarisa era una chica de lo más
insignificante. O eso creía ella.
Sin embargo, estaba decidida a que su paso por
el instituto fuera memorable: iba a conseguir dejar
de pasar desapercibida, iba a sacar mejores notas,
iba a implicarse mucho más en las fiestas e iba a
conseguir llegar a la hora todos los días.
Esta última parte era, tal vez, la más complicada.
Clarisa odiaba madrugar. No había nada en el mun-
do que detestara más que el sonido del despertador
taladrándole los oídos. ¿Qué persona podía levan-
tarse con energía todas los días a las siete menos
cuarto de la mañana? ¿Quién podía meterse en la
horrible ducha en enero? Definitivamente, Clarisa
no era una de esas personas, pero estaba decidida
a que todo eso cambiase. Antes, sin embargo, tenía
que aguantar todo un verano en aquel pueblo per-
dido al que acababa de llegar. Sola, sin cobertura y
sin amigos. En realidad Clarisa no tenía demasiados
amigos, aunque los pocos que tenía eran fieles y lea-
les, algo que ella valoraba por encima de todas las
cosas. Era justa y un poco retraída. Por algún mo-
tivo, había cosas que le daban muchísima rabia de
la mayoría de personas de su edad, sin embargo, no
conseguía transformar aquel sentimiento en nada
beneficioso. Siempre acababa por aislarse, poner los
ojos en blanco y refugiarse en sus pensamientos.

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Cuando bajaron del coche, Isabel, su abuela,
los estaba esperando. Estaba más callada que de
costumbre. Clarisa, además, se dio cuenta de que
el árbol que daba los membrillos que cada año su
abuela le obligaba a recoger estaba completamente
pelado y seco.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó Isabel, seria.
—Largo —respondió Clarisa, por lo bajo.
La madre de Clarisa le echó una mirada furi-
bunda y contestó:
—Bien, el viaje ha ido bien, mamá, gracias.
Y le dio un abrazo un poco frío.
La relación de Isabel y la madre de Clarisa era,
por decirlo de alguna manera, intermitente. Cuando
se veían, que era básicamente durante las fiestas de
Navidad y algunos cumpleaños, solo hablaban de
cosas relacionadas con la casa del pueblo; papeleos
y cosas de lo más aburridas. La madre de Clarisa
llamaba a Isabel una vez al mes, aproximadamente.
La mujer le contaba cómo estaba o si necesitaba
alguna cosa y se despedían hasta el mes siguiente.
Clarisa nunca había entendido aquella relación,
pero tampoco se había atrevido nunca a pregun-
tarle a su madre.
Cuando los padres de Clarisa se despidieron de
ella y de su abuela, Clarisa cogió su maleta enorme
y la subió hasta su habitación, un lugar abuhardi-
llado, en realidad, bastante bonito.

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Aquella noche, después de cenar en silencio
con su abuela, Clarisa tardó en dormirse. Empezó a
pensar en sus amigos, en los divertidos veranos que
iban a pasar y en todas las cosas que iban a poder
hacer. Estaba desesperada; ¿cómo iba a aguantar
todo aquel verano?
Pero, de pronto, tuvo una iluminación:
—Escribiré un diario —dijo en voz alta y levan-
tándose de la cama con actitud categórica—. Y em-
pezaré ahora mismo.
Cuando quería, Clarisa podía ser bastante de-
cidida. Era una chica inteligente, aunque tal vez to-
davía no lo supiera. Aun siendo algo introvertida,
sabía cómo sacarse las castañas del fuego y no se
acobardaba ante las cosas que no le gustaban. Más
bien huía de ellas, con dejadez y abandono. Era,
sin embargo, una persona justa y honesta consigo
misma y con los demás.
Algo confundida por el sueño y la oscuridad,
Clarisa buscó el ordenador entre sus cosas, volvió
a la cama, se acomodó entre un montón de cojines
y lo abrió. La luz amarilla de la pantalla le hizo en-
tornar un poco los ojos. Dueña del entusiasmo por
haber encontrado algo que hacer durante el inter-
minable verano, comenzó a escribir.

18
1 de agosto
Día 1 de 31
He llegado esta tarde a la casa del pueblo.
Tiene pinta de que este verano va a ser el más
horrible de todos los veranos que he pasado en
esta casa espantosa, por eso, he decidido hacer
un diario para no volverme completamente
loca de aburrimiento. Además, voy a llevar
la cuenta atrás de los días que quedan para
que me rescaten.
Es un poco tarde y probablemente debe-
ría irme a dormir porque mañana tendré que
hacer un montón de cosas que odio, pero no
puedo porque tengo un nudo en el estómago.
Pienso en N. y en cómo lo debe estar pasando.
La semana pasada fue la última vez que ha-
blamos, cuando todavía estaba en casa. Creo
que no fue muy bien. No sé si estará pensando
en mí ahora mismo. Me gustaría que estuviera
pensando en mí.
A veces no entiendo la relación entre
mamá y la abuela. Alguna vez he pensado que
mamá creció en una casa distinta a la de la
abuela. Si no, no me explico por qué se tratan
así, como si no se conocieran mucho.

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Cuando hubo acabado la primera entrada del
diario, consiguió dormirse enseguida. Esa noche
soñó con cosas rarísimas; soñó con su colegio, con
sus amigos y con sus padres. Aunque, en realidad,
nada de aquellas cosas que conocía bien se apare-
cían en su mente tal y como eran.
En su sueño, Clarisa tenía la seguridad de cono-
cer todos esos lugares y a todas aquellas personas,
pero, al despertar, con una extrañísima sensación,
recordó que nada de lo que había soñado se parecía,
en realidad, a lo que conocía. Su colegio era más
bien una cueva inmensa llena de pasadizos, grutas
y salas enormes con objetos que nunca antes había
visto y sus amigos tenían unas caras que no podía
reconocer; algunos eran ancianos, otros parecían
animales mitológicos y su mejor amiga se le pre-
sentó como la viva imagen de su abuela Isabel. Era,
sin embargo, amigable y tierna, y no seria y severa,
como en realidad solía ser.
Además, Clarisa amaneció de su insólito sueño
con una melodía extraña en la cabeza. Un sonido
que no había escuchado nunca y que, a pesar de
darle vueltas durante un rato en la cama, no pudo
saber por qué le resultaba tan familiar.
Aquella fue la noche en la que empezó todo.

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Capítulo III
El árbol seco y la doble tuba

Desde la cama, Clarisa escuchó la voz de su


abuela:
—¡Son las siete! ¡Despierta!
Clarisa se despertó, asustada por el grito, y puso
cara de fastidio.
—Ya va… —dijo para sí misma.
—¡Ya es hora! —gritó de nuevo su abuela.
—Sí, hora de recoger membrillos… —volvió a
decir en voz baja.
Clarisa se vistió con la misma ropa del día an-
terior, salió de su habitación y bajó corriendo las
escaleras que llevaban hasta la cocina, desde donde
venía la voz de su abuela.
—¡No corras! —gritó Isabel.
Clarisa redujo el ritmo y empezó a bajar los es-
calones de uno en uno. No quería darle a su abuela

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ninguna excusa para que la sermoneara. Lo único
que quería es que los días pasaran lo más rápido y
de la manera más tranquila posible.
—Buenos días —dijo su abuela cuando vio a
Clarisa aparecer por la puerta.
—Buenos días, abuela —contestó ella, de mala
gana.
—¿Cómo has dormido?
—Bueno… Bien —contestó ella, un poco más
amable.
—Te he preparado el desayuno —continuó la
abuela—. El pan está recién hecho.
—Gracias —contestó ella tratando de no ser
desagradecida.
Clarisa se tomó el desayuno que le había prepa-
rado su abuela: dos tostadas con tomate, aceite, sal
y un poco de queso. Pensó que, en realidad, todo
estaba bastante bueno.
Cuando acabó, Clarisa supo que era momento
de ponerse manos a la obra.
—Supongo que debería recoger los membrillos,
¿no? —le dijo a su abuela.
—Este año no se va a poder —contestó Isabel.
Clarisa notó cierta preocupación en su cara.
—El árbol se ha secado —acabó la anciana.
Era cierto. Clarisa había notado el día anterior
que el árbol del patio estaba seco. Sus ramas estaban
desnudas y de ellas no colgaba ni medio fruto.

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—¿Qué ha pasado? —preguntó Clarisa.
—No lo sé… —contestó su abuela—. Es la pri-
mera vez que pasa. Esta primavera no dio flores.
Después se quedó completamente desnudo y en
junio se secó, como si le hubiera entrado algún pa-
rásito. Así que, este año, no hay membrillos.
Aunque Clarisa se alegró un poco de no tener
que comer aquella especie de dulce pastoso que le
parecía completamente repugnante y que su abue-
la siempre presentaba en la mesa como un postre
—como si aquella pasta afrutada fuera el pastel de
chocolate más delicioso del mundo—, sintió lástima
por ella.
Aquel árbol llevaba muchísimos años en la fa-
milia. Su abuela siempre contaba que, de pequeña,
solía recoger las frutas con su padre, y era una de
las pocas veces, como cuando hablaba de su abuelo
pastor, que podía ver en su cara una cosa parecida
a la alegría.
Clarisa, algo triste por ella, preguntó:
—¿Necesitas que haga algo, abuela?
La cara de Isabel volvió a hacerse áspera, como
de costumbre.
—Sí, necesito que limpies la entrada del cober-
tizo —dijo con seriedad—. Y luego que vayas a la
tienda a por aceite.
Isabel volvía a ser la misma de siempre. Dio un
billete a Clarisa y ella, sin dudar, se puso en marcha.

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La entrada del cobertizo estaba llena de polvo,
hojas y ramas. El viento lo había arremolinado todo
frente al gran portón metálico que Clarisa había
abierto tantas veces para acceder al antiguo espacio
en el que su familia acumulaba millones de trastos.
Clarisa cogió la gran escoba y empezó a barrer.
Tardó un buen rato en hacer un gran montón de
hojas que dejó junto a la pared.
La puerta del cobertizo estaba entornada y Cla-
risa no pudo contenerse. Como no encontraba las
bolsas de basura para recoger lo que había barrido,
decidió dejar el montón apartado y entrar en la an-
tigua caseta.
Al entrar, sintió una especie de sacudida; reco-
noció todos aquellos objetos inservibles, llenos de
polvo y acumulados a lo largo de años y años. Pensó
en cada uno de los usos que habían tenido. Pensó en
todas las manos que los habían sostenido y utilizado
y, de nuevo, volvió a sacudirse.
Había algo mágico en aquel lugar, pero nunca se
lo reconocería a su abuela ni a su madre. Era un edi-
ficio pequeño y ruinoso, oscuro y lleno de objetos
antiguos. Por las rendijas de las desvencijadas pare-
des se colaba siempre un rayo de luz que iluminaba
algunos de aquellos objetos. Era como si el sol los
señalara con algún tipo de finalidad. Clarisa siem-
pre seguía con sus ojos aquel haz de luz y depositaba
la mirada en el cachivache iluminado, entonces, con

24
un impulso casi animal, se ponía a rebuscar entre
los objetos con los ojos llenos de curiosidad.
Aquel día, mientras observaba el viejo y conoci-
do lugar durante un segundo, se chocó, caminando
hacia atrás, contra una gran cómoda que parecía
tener millones de años. Se asustó cuando el golpe
tiró una lámpara horripilante al suelo que llenó el
aire de polvo.
Clarisa contuvo la respiración; si su abuela se
enteraba de que no había recogido la basura del pa-
tio y de que no había ido a comprar el aceite se iba
a enfadar de lo lindo.
De pronto, un objeto extrañísimo que nunca
había visto llamó su atención. Era una especie de
instrumento de metal de color bronce con dos aper-
turas a los lados y un hueco grande en el centro con
una caja llena de cuerdas, como si fueran de guita-
rra. Este gran artefacto de metal estaba sostenido
por una especie de mecanismo que parecía hacerlo
girar. En la base de todo ello había un gran disco
de madera pesada que aguantaba todo el artilugio.
Clarisa se acercó al objeto, que era gigantesco, y
limpió el polvo de encima con la camiseta.
¿Qué era aquello? ¿Para qué servía? ¿Cómo se
utilizaba? No podía preguntárselo a su abuela; no
quería que se enfadara ni que supiera que no había
acabado lo que le había mandado hacer, así que de-
cidió investigar por su cuenta.

25
2 de agosto
Día 2 de 31
Anoche tuve un sueño de lo más raro. Debe
ser por esta casa… Siento escalofríos al pen-
sarlo. El caso es que me he despertado con una
canción en la cabeza. No tiene nada que ver
con la música que normalmente escucho, así
que no sé dónde puedo haberla escuchado. Es
lenta, como si estuviera vacía, y la melodía es
bastante rara, como de otra época.
Hoy, además, mientras hacía una de las
tareas horribles que me ha mandado la abue-
la, he entrado en el cobertizo y he encontrado
una cosa. Es una especie de instrumento, pare-
ce antiguo pero al mismo tiempo nuevo. No sé
explicarlo bien. Como no sabía para qué servía
o cómo se utilizaba, he investigado un poco.
Aquí viene lo mejor: estaba totalmente lleno de
polvo, y como medio instituto sabe, soy alérgi-
ca al polvo, así que he estornudado encima y,
al tirar el aire por uno de los lados, ha sonado
una melodía por uno de los agujeros. Aunque
es bastante guay, me he asustado un poco.
Es todo un poco extraño. Encima el árbol
de los membrillos se ha secado. O sea, no es
que tenga unas ganas locas de recogerlos, pero
siento una pena rara. Como si algo hubiera
cambiado.

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Me gustaría poder contarle todo esto a
Amelia, pero no tengo cobertura. Seguro que
debe estar con sus padres en la playa, tirada
en la arena sin nada que hacer en todo el día.
Y mientras tanto, yo, aquí, sola y aburrida.
Voy a buscar el aceite a la tienda. No quie-
ro que la abuela se enfade.

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28
Capítulo IV
El señorAlcibíades

De camino a la tienda, Clarisa no podía dejar


de pensar en aquel extraño artilugio que había en-
contrado. De alguna manera, sentía cierta conexión
entre la melodía con la que había despertado en la
cabeza aquella mañana y el extraño sonido que había
salido de aquel instrumento al estornudar sobre él.
¿Qué quería decir todo aquello? ¿Cómo había
podido despertarse con una melodía en la cabeza
que nunca antes había escuchado? ¿Aquella casa ha-
bía conseguido volverla completamente loca de una
vez por todas?
Mientras Clarisa cavilaba, sin darse cuenta, ha-
bía llegado a la tienda y había cogido una garrafa
de aceite de cinco litros que sostenía con la mano
derecha mientras miraba a la pared con la mirada
perdida.

29
—¡Della nobtendrás respuesta!
Clarisa salió de su ensimismamiento.
—¿Qué? —preguntó, mirando a un lado y a
otro, intentando adivinar quién le hablaba.
—Digo, que della nobtendrás respuesta —con-
testó un señor extraño y enjuto.
—¿Della? —volvió a preguntar Clarisa, que no
entendía absolutamente nada.
—¡De la pared, niña! —contestó el anciano.
Clarisa pegó un salto a causa del grito de aquel
hombre.
—¡Ay! —chilló Clarisa—. No, si es que estaba
en la parra…
—O también dixo «estar en Babia». Una comarca
leonesa que limita con Asturies —contestó el hombre.
—Perdone… —empezó Clarisa—. Pero no entien-
do absolutamente nada de lo que me está diciendo.
De pronto, una señora un poco estirada que es-
taba comprando unos bizcochos se acercó a Clarisa
y le susurró:
—No le hagas caso… No rige —dijo mientras
hacía un gesto con la mano indicando a Clarisa que
aquel hombre tenía algún tipo de problema.
El hombre se quedó mirando a aquella señora
con seriedad y Clarisa, que no entendía por qué
aquella cacatúa tenía que meterse en las conversa-
ciones ajenas, dijo en voz alta y con gravedad:
—Esta es una conversación privada, ¿sabe?

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Y la señora, que no esperaba aquella contesta-
ción de una niña de catorce años, se giró con cara
de sorpresa y consternación y se dirigió a la caja a
pagar sus bizcochos sin decir ni una palabra más.
—¡Ja, ja, ja! —estalló de pronto el hombre—.
¡Bien hecho, niña!
Clarisa sonrió. Aquel hombre le caía simpático.
—Me llamo Clarisa, encantada de saludarlo
—dijo ella.
—¡A los buenos días! Soy Alcibíades —contestó él.
¿Alcibíades? Clarisa nunca había escuchado un
nombre igual. También el aspecto de aquel anciano
era inusual. Era delgado, calvo, estaba encorvado
y tenía una larga barba blanca. Vestía una camisa
gastada y una especie de pantalones de saco.
Tras pagar el aceite, Alcibíades acompañó un
rato a Clarisa hasta la casa de su abuela. Mientras
caminaban por las calles, bajo el sol, Alcibíades iba
recitando una especie de cantinela:

¡Papadel desde su gruta


remueve el caldo ancestral!
¡Los caballos en la ruta
de su comarca natal!
¡No dejéis que seque el árbol!
¡Que nadie beba del pozo!
¡Que los frutos quedan rancios
y resuena un gran sollozo!

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—¿Esa canción la ha inventado usted? —pre-
guntó Clarisa con cara de perplejidad.
En realidad, no entendía ni la mitad de las pa-
labras que Alcibíades había dicho, pero sentía una
gran curiosidad por aquel hombre y por su extraña
manera de hablar.
—¡Ja, ja, ja! Pero… ¡¿cómo?! —gritó el señor Al-
cibíades—. Aquesta cançon es milenaria. La cantan
las gentes cada muxos annos, cuando Papadel canta
para que no se sequen los árboles y los campos.
Definitivamente, Clarisa no entendía nada de
nada. ¿Qué canción milenaria? ¿Quién era Papadel?
¿Tendría algo que ver con que el árbol del membri-
llo se hubiera secado?
Al llegar a casa, Clarisa puso el aceite en la mesa
de la cocina y se sentó en un extremo mientras ob-
servaba a su abuela hacer la comida. Apoyó la ca-
beza en una mano y bostezó. Entonces pensó que,
a pesar de lo excepcional que había sido aquel en-
cuentro, el señor Alcibíades le parecía un anciano
estrafalario muy gracioso.

32
Capítulo V
La confesión

—Abuela… —empezó Clarisa.


—¿Qué pasa? —dijo ella, sin apartar la visa de la
sartén—. Dime.
—¿Tú conoces al señor Alcibíades? —preguntó.
La abuela Isabel se giró con los ojos abiertos como
platos. Parecía asustada. Entonces, se quedó mirando
a su nieta sin decir nada.
—¿Abuela…? —dijo Clarisa, intentando reani-
marla.
—Eh… ¡Sí, sí! —dijo, girándose de nuevo hacia las
migas que tenía en el fuego—. Bueno… Sí, lo conozco
un poco. Quiero decir, ¡en el pueblo somos cuatro
gatos! ¡Aquí todos nos conocemos!
Parecía bastante molesta.
—Lo he conocido en la tienda, cuando he ido a
comprar el aceite —dijo Clarisa, intentado sonsacar

33
algo de información a su abuela—. Es un poco raro,
pero he estado hablando con él y…
—¡¿Qué has estado hablando con él?! —gritó
Isabel.
Y volvió a girarse hacia su nieta, alzando la cucha-
ra con la que estaba removiendo las migas.
—Bueno… ¡Sí! —dijo ella, con miedo—. Pero me
ha parecido un señor bastante guay y…
—¡Tonterías! —gritó su abuela—. No hables con
extraños y pon la mesa, que ya está l a comida.
Clarisa puso los ojos en blanco. No había mane-
ra humana de conseguir entablar una conversación
civilizada con su abuela. ¿Por qué siempre estaba tan
enfadada? ¿Qué había de malo en hablar con la gen-
te? ¿Pretendía que estuviera callada y mirando a una
pared todo el mes de agosto?
La abuela y la nieta se sentaron a la mesa y co-
mieron las migas que la primera había preparado.
Clarisa, que tenía el sabor de las migas grabado en
el cerebro, recordó, con la primera cucharada, todas
las veces que se había sentado con su abuela a co-
mer aquel plato típico de los pastores de la zona y no
pudo evitar pensar en todo el pan que había comido
a lo largo de su vida.
Al acabar, la abuela salió de la cocina sin decir
nada y con la cara tensa. Clarisa, que entendió por
aquel silencio que podía hacer lo que quisiera, subió a
su habitación dispuesta a echarse una larguísima siesta.

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2 de agosto
Día 2 de 31
Es el primer día que como aquí y… SOR-
PRESA. La abuela ha hecho migas. O sea, en
mi vida debo haber comido…, no sé, ¿un mi-
llón de migas? ¿Diez millones? Yo qué sé, se me
dan fatal los números. Por lo visto me espera
un verano exactamente igual al resto de vera-
nos que he pasado aquí.
Bueno, en realidad he conocido a un señor
un poco raro en la tienda. Era extraño, pero
me ha caído bien. Habla como si tuviera cien-
to veinte mil años y canta por la calle. Lo he
defendido de una señora de lo más estúpida.
La abuela está con cara agria, como siem-
pre. No puedo hablarle de nada.
Me llama. ¿Qué querrá ahora?

Clarisa bajó corriendo las escaleras y entró en


la cocina. Su abuela estaba de pie, frotándose las
manos con nerviosismo.
—¿Qué pasa? —preguntó, preocupada.
—Clarisa… Hay algo que no te he dicho —em-
pezó Isabel—. El caso es que conozco muy bien al
señor Alcibíades.
—Ah… ¿Sí? —preguntó Clarisa, muy curiosa.
—Sí —siguió su abuela—. Verás… Fue mi pri-
mer novio, hace ya muchos años.

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Clarisa no podía creer lo que estaba oyendo. Era
la primera vez en la vida que su abuela le hacía una
confidencia de ese tipo.

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Capítulo VI
La herencia

Al día siguiente, Clarisa se despertó pensando


en lo que le había contado su abuela. ¿El señor Al-
cibíades y ella habían sido novios? Era la primera
vez que Isabel le contaba algo así. Clarisa pensaba
que su abuela solo había tenido un novio, con el
que más tarde se casaría, y que acabaría siendo su
abuelo.
Clarisa nunca había conocido a su abuelo ma-
terno. Había muerto cuando su madre tenía tan solo
trece años. Su abuela Isabel jamás hablaba de él y
ella nunca se había atrevido a preguntarle. Había
algunas fotos por la casa, pero poco más conocía
del padre de su madre.

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3 de agosto
Día 3 de 31
Ayer la abuela me confesó que el señor Al-
cibíades y ella habían sido novios. Yo, ni en un
millón de años, me habría podido imaginar
que la abuela había tenido otro novio que no
fuera mi abuelo.
Quise aprovechar el momento y pregun-
tarle un poco más sobre el señor Alcibíades,
pero enseguida se marchó diciendo que tenía
cosas que hacer. ¡Tengo un montón de pregun-
tas! ¿Cuándo se conocieron? ¿Por qué dejaron
de ser novios? ¿Se querían mucho? ¿Por qué ya
no se hablan?
Tengo que encontrar el momento perfecto
para preguntarle a la abuela sobre todas estas
cosas. A veces parece que se relaja, pero de re-
pente se le vuelve a tensar la cara y desaparece
o me obliga a hacer alguna cosa cansadísima.
¡Ah! He vuelto a soñar con esa melodía
tan rara. De verdad, parece que sea de otro
mundo. Además, me he despertado con la
imagen del instrumento ese tan extraño que
encontré ayer en el cobertizo. Me gustaría sa-
ber más cosas sobre él, pero me da miedo que
la abuela se entere de que he estado rebuscan-
do otra vez entre sus cosas.

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Después de desayunar, Clarisa dobló junto a su
abuela un montón de sábanas y telas que no sabía muy
bien para qué servían. La abuela Isabel siempre estaba
lavando sábanas y telas, la mayoría blancas como la
leche, que tendía en el patio, en una cuerda larguísima
que iba de lado a lado. Aquellas sábanas eran las más
blancas que Clarisa había visto nunca. Ni las sábanas
de su casa ni las de ninguna casa en la que hubiera
estado eran tan blancas como las de la casa del pueblo.
Cuando era pequeña, Clarisa jugaba sola a correr
entre las sábanas tendidas que ondeaban al viento.
Con tanto tiempo entre las manos y tan pocas cosas
que hacer, llenaba las horas con cualquier cosa que
hubiera por el medio. Sin embargo, con el paso de
los años, todos esos juegos de niños habían dejado de
divertirle y la distancia entre su abuela y ella se había
hecho inmensa.
Cuando Isabel y Clarisa hubieron acabado de do-
blar las sábanas, la abuela se despidió de Clarisa y se
dirigió al pueblo a hacer unos recados, lo que permitió
a Clarisa entrar en el cobertizo para seguir investigan-
do a sus anchas.
—A ver… ¿Dónde estaba? —dijo Clarisa en voz
alta.
Clarisa se abrió camino entre los montones de
trastos oxidados y llenos de polvo y llegó hasta el ins-
trumento que, el día anterior, había descubierto sin
querer.

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Allí estaba, de nuevo, aquella cosa tan rara:
—¿Cómo funcionaba esto? —dijo.
Y, acordándose de lo que había pasado al estor-
nudar sobre una de las aperturas, sopló muy fuerte
por una de ellas.
De pronto, una melodía polvorienta llenó el am-
biente. Clarisa paró de soplar. No podía creer lo que
estaba oyendo.
Tras unos segundos, volvió a soplar muy fuerte
y reconoció perfectamente lo que estaba escuchan-
do: era la canción con la que había soñado las dos
noches anteriores.
Movida por la curiosidad, y pensando que se
había vuelto completamente loca, empezó a rebus-
car entre los objetos que había alrededor del extra-
ño instrumento intentando encontrar alguna pista
sobre todo aquello.
Movió jarras y vasos, muñecas rotas, lámpa-
ras de hace cien siglos, utensilios de cocina y hasta
orinales de latón. Abrió baúles y cajas, cajones y
armarios y, de pronto, encontró unos papeles en el
cajón de un escritorio de madera devorado por las
termitas.
Era un documento antiguo, escrito a mano con
una caligrafía preciosa. Lo que llamó la atención de
Clarisa fue la primera frase de aquella carta: «A mi
nieta Isabel». Lo que Clarisa leyó en aquella carta
la dejo sin respiración.

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A mi nieta Isabel.
Querida Isabel:
De entre todas las cosas que tengo y de to-
dos los objetos peculiares que he acumulado
a lo largo de los años, sabes que atesoro este
como ningún otro. La doble tuba ha formado
parte de mi historia en este lugar. He pasado
los mejores momentos de mi vida junto a esta
melodía y junto a ti, y nada me gustaría más
en el mundo que siguiera formando parte de tu
día a día. Sé que nadie como tú sabe apreciar
este sonido, por eso, cuando yo no esté, quiero
que la tengas, que la utilices y que me recuer-
des a través de ella.
Nunca olvides de dónde vienes, ni quién
eres, ni lo que te ofrece esta tierra en la que
vives. Si eso pasa algún día, recuerda siempre
la canción subterránea.
Te quiere y te adora, tu abuelo.

Clarisa tenía cientos de preguntas.


¿Aquel instrumento era una doble tuba? ¿Había
pertenecido al abuelo de la abuela Isabel? Si la abue-
la Isabel la había heredado, ¿significaba eso que
sabía cómo funcionaba? De modo que, ¿el abuelo
pastor de su abuela, aquel del que ella hablaba con
tanta ternura, era un amante de la música?

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Clarisa no tenía ni idea de que existiera tradi-
ción musical en su familia y nunca se habría imagi-
nado que Isabel supiera tocar ningún instrumento,
mucho menos uno tan peculiar como aquel.
Fuera como fuera, tenía que encontrar la ma-
nera de hablar de ello con su abuela.

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Capítulo VII
El nieto

7 de agosto
Día 7 de 31
QUE ALGUIEN MANDE AYUDA.
Llevo siete días en casa de la abuela. He
hecho todo tipo de cosas aburridas. Limpiar
el patio, hacer mil recados, sacar la basura,
fregar los platos y doblar millones de sábanas.
Hace una semana que prácticamente no
me dirige la palabra. Pensaba que, después de
la confesión que me hizo, podríamos hablar
del señor Alcibíades, ¡o de lo que fuera! Pero
nada de eso. Sigue tan seria como siempre.
De vez en cuando me escapo al cobertizo a
tocar la doble tuba y a escuchar la canción, con
la que sigo soñando por las noches. Es rara,
pero tiene algo que hace que no pueda dejar de

43
oírla. Si no fuera por este descubrimiento, me
habría vuelto absolutamente LOCA.
Me gustaría preguntarle a la abuela por
ella y por la carta que encontré en el cobertizo.
Me gustaría preguntarle por su abuelo, pero
no sé cómo hacer para que no se enfade con-
migo o se dé la vuelta y se vaya.
Si vuelvo a comer un plato más de migas,
creo que voy a gritar. De verdad, voy a gritar
tan fuerte que me van a oír desde el pueblo de
al lado.
Y, para colmo, como me aburro como una
ostra, tengo muchísimas horas para pensar en
N. ¿Por qué no me lo puedo quitar de la ca-
beza? Si casi no sabe ni que existo… ¿Por qué
me tenía que gustar la persona más guay de
toda la clase?

Isabel había mandado a Clarisa a la tienda a


por sal, lavavajillas y leche y, ella, sin rechistar, ha-
bía cogido el dinero y se había dirigido al pueblo.
Cuando hubo comprado las tres cosas, salió de la
tienda pensando en volver a casa, pero se topó de
frente con el señor Alcibíades.
—¡Niña! —gritó Alcibíades con una sonrisa de
oreja a oreja—. ¡Ya son muxos días sense verte!
—¡Señor Alcibíades! —dijo Clarisa, contenta de
verlo—. Sí, he estado ocupada en casa…

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—¿Ocupada? —dijo él, acariciándose la barba—.
¿Y quién te mantiene tan ocupada? ¿Tu abuela Isabel?
Entonces, Clarisa recordó la confesión de su
abuela y se puso roja como un tomate. Alcibíades
no ocultaba que conocía a Isabel.
—Sí… —dijo, cortada—. La abuela necesita
ayuda con la casa…
—¡Pamplinas! —gritó el anciano—. ¿Qué hay
tan importante?
—Bueno… —empezó a decir Clarisa.
—¡Pamplinas! —volvió a gritar Alcibíades—. Es-
cucha… Me gustaría presentarte a alguien. ¡Vente!
El señor Alcibíades le caía bien, aunque es cier-
to que a veces podía ser un poco intenso. ¿A quién
querría presentarle? Por otro lado, tenía toda la ra-
zón, ¿por qué parecía que doblar las sábanas, lim-
piar el lavabo o barrer eran tareas de vida o muerte?
¿Qué había de malo en divertirse un poco?
—Claro, sí, vamos —concluyó.
—¡En marcha! —dijo él, contento.
Clarisa siguió a Alcibíades por las callejas del
pueblo. No tardaron mucho rato hasta llegar a una
casa blanca de dos plantas, pequeña, pegada a otras
dos y de aspecto humilde. Clarisa notó enseguida la
diferencia entre aquella casa y la de su abuela, que
era espaciosa, con patio, de tres plantas y llena de
habitaciones, y, por un momento, fue consciente del
privilegio que era poder vivir en un lugar así.

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—¡Adelante! —la invitó Alcibíades, sacándola
de sus reflexiones.
Clarisa entró por la pequeña puerta. Una vez
dentro, el señor Alcibíades la invitó a sentarse en
un sofá antiquísimo y roído. Él cogió una silla de
madera pegada a la pared, se colocó delante y gritó:
—¡A las buenas tardes!
Clarisa, que estaba hundiéndose en el sofá a
causa de los finísimos almohadones, dio un salto:
—¡Señor Alcibíades! —dijo ella—. No grite así,
que me asusta.
—¡¡¡A las buenas tardes!!! —gritó con más fuer-
za el anciano.
Clarisa estaba empezando a ponerse realmen-
te nerviosa cuando, de pronto, un joven moreno,
grande y alto bajó por la desvencijada escalera con
una escoba en la mano. Clarisa abrió los ojos como
platos. Aquello sí que no se lo esperaba.
—¡Buenas tardes, abuelo! —dijo él, enérgico—.
¡No me habías dicho que ibas a traer nadie!
La cara de Clarisa se puso completamente roja.
—Clarisa —dijo Alcibíades, amable—. Este es
Nico, mi único nieto. ¡Un muchacho de lo más lo-
zano!
—Hola… —dijo Clarisa mirando al suelo—.
Encantada.
—¡Hola, Clarisa! —dijo él—. Estaba barriendo
el piso de arriba.

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—¡Qué buen muchacho! —dijo Alcibíades para
sí mismo.
—Abuelo… —dijo Nico, con un poco de vergüenza.
Clarisa no sabía qué decir. Entonces…, ¿el señor
Alcibíades tenía un nieto?
—Clarisa es la nieta de Isabel —dijo Alcibíades.
A Nico le cambió la cara. De repente, su boca
acumuló toda la tensión de sus músculos en una
de las comisuras y sus ojos miraron hacia un lado.
—Encantado —dijo, sin mirar a Clarisa.
—¡Oye, niño! —le gritó Alcibíades—. ¡Mira a
los olhos cuando hables!
Nico se ruborizó.
Clarisa se sintió muy incómoda. ¿Por qué Nico
había puesto esa cara cuando el señor Alcibíades
había nombrado a su abuela? ¿Qué cosa tan horrible
había pasado entre Alcibíades e Isabel para que su
nieto actuara de esa manera?
—Perdona… —dijo Nico, un poco más ama-
ble—. ¿Quieres un café?
Clarisa no había bebido café en su vida. El ofre-
cimiento le hizo reflexionar acerca de la edad de
Nico. ¿Cuántos años debía tener? ¿Quince? ¿Die-
ciséis? Sin darse cuenta, Clarisa se había quedado
embobada pensado.
—Ho… ¿Hola? —dijo Nico a Clarisa.
—¡Sí! —dijo, saliendo de su ensimismamien-
to—. Sí, claro, ¿por qué no?

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Clarisa aceptó el café, a pesar de que no tenía
demasiado claro que le gustara, porque estaba un
poco cohibida y porque había decidido probar co-
sas nuevas.
Cuando Nico salió de la cocina con las dos ta-
zas, el señor Alcibíades se levantó de la silla y dijo:
—¡Uno que marcha! ¡A las buenas tardes!
Y subió las escaleras con una inusual ligereza
para la edad que tenía.
Nico ofreció una de las dos tazas de café a Clarisa
y se sentó en la silla que su abuelo había dejado libre.
—Así que… eres la nieta de Isabel —dijo.
—Sí… ¿La conoces? —preguntó Clarisa.
—Bueno, mi abuelo me ha hablado mucho de
ella. Fueron novios hace mucho tiempo, ¿sabes?
—contestó él.
Clarisa pensó con tristeza en la suerte que tenía
Nico de poder hablar abiertamente de estas cosas
con su abuelo.
—Sí, lo sé —dijo Clarisa—. Bueno, me enteré
hace poco… En realidad, no hablo demasiado con
mi abuela.
—Me lo puedo imaginar —dijo Nico, altivo—.
Debe ser una persona muy seca.
—¡Oye! —dijo Clarisa, molesta—. ¡Que estás
hablando de mi abuela! Ni siquiera la conoces.
Su abuela podía ser un poco seca, pero al fin y al
cabo era la única que tenía. Además, nadie más que

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ella misma tenía el derecho a quejarse sobre ella.
Era su privilegio como nieta, pero el de nadie más.
Clarisa pensó que Nico era un poco impertinente.
—¡Ja, ja, ja! —rio Nico—. Perdona, no quería
ofenderte.
Clarisa se ruborizó. Había algo en aquel chico
que la ponía nerviosa.
—Qué va, no pasa nada —dijo, quitándole im-
portancia—. En realidad tengo una relación un
poco rara con ella. Cuando era más pequeña solía-
mos jugar, incluso diría que alguna vez la he visto
reír. Pero con el tiempo se ha ido haciendo más
seria y todo se ha vuelto un poco extraño entre las
dos. Odio venir a este pueblo aburrido.
—¡Oye! —dijo Nico, fingiendo que se enfada-
ba—. ¡Que estás hablando de mi pueblo!
Clarisa sonrió. También se relajó un poco.
—Creo que tienes razón —dijo Nico.
—¿Cómo? —preguntó Clarisa, confundida.
—Que tienes razón. No conozco a tu abuela y
no puedo juzgarla —afirmó Nico.
Clarisa volvió a sonreír.
—De igual manera que tú no puedes criticar un
pueblo que no conoces —continuó.
¿Qué quería decir? Llevaba años yendo a aquel
pueblo.
—¡Pero si vengo todos los veranos! —le dijo.
—Sí, pero seguro que nunca has ido a la Cue-

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va de la Paloma o que nunca has paseado por los
campos de trigo… Y que ni siquiera conoces los
enormes árboles que hay en el bosque de al lado
—intuyó Nico—. Si hubieras ido, jamás se te ocu-
rriría decir que este pueblo es aburrido, ¿sabes?
Lo cierto era que Clarisa no conocía ninguno
de aquellos lugares. Ni siquiera había oído hablar
de ellos.
Durante un buen rato, Nico estuvo hablando
de un montón de sitios del pueblo que Clarisa no
conocía. Ella le explicó más cosas sobre la relación
con su abuela, también le habló de sus padres y de
su vida en la ciudad. Le habría gustado pregun-
tarle por la relación entre sus abuelos, pero no se
atrevió.
Cuando se quiso dar cuenta, era tardísimo, se
había bebido toda la taza de café, había anocheci-
do y no había vuelto a casa con las cosas que Isabel
le había pedido de la tienda.
—¡Tengo que irme corriendo! —dijo Clarisa—.
Mi abuela debe estar muy preocupada…
—Se ha hecho un poco tarde… —dijo Nico mi-
rando el reloj—. ¡Vuelve mañana! Podemos ir a la
Cueva de la Paloma.
Sin saber muy bien por qué, a Clarisa se le hizo
un nudo en el estómago.
—Claro… Sí, ¡mañana hablamos! —dijo nervio-
sa—. Despídeme de tu abuelo, ¿vale?

50
Y salió corriendo por la puerta. Era de noche y
no había nadie en la calle. Su abuela iba a enfadarse
muchísimo.
Cuando entró en casa, Isabel la estaba espe-
rando en la mesa de la cocina con una luz tenue
encendida.
—¿¡Se puede saber dónde estabas!? —le dijo su
abuela con cara severa—. ¿No has visto que ya ha
anochecido? ¡Estaba muy preocupada! ¿En qué es-
tabas pensando?
—Abuela… —dijo Clarisa, consciente de que no
había hecho bien llegando tan tarde—. Es que… fui
a la tienda y me encontré con el señor Alcibíades y…
—¡Otra vez ese viejo loco! —gritó su abuela muy
enfadada.
—¡No pasa nada! —dijo Clarisa, intentando cal-
mar a su abuela—. He ido a su casa y…
—¿¿¿A su casa??? —continuó Isabel—. ¿Quién
te manda ir a molestar a casa de nadie?
—¡No molestaba! ¡Me ha invitado él! —dijo
Clarisa, alzando un poco la voz.
¿Por qué se enfadaba tanto su abuela? ¿Por qué
estaba empeñada en hacer de su vida la cosa más
monótona y aburrida del mundo? ¿Qué había de
malo en conocer gente y divertirse un poco?
—Clarisa —dijo su abuela muy seria—. Me has
dado un susto horrible. Vete a la cama.
Y se marchó dejándola plantada en la cocina.

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7 de agosto
Día 7 de 31
¡NO AGUANTO MÁS!
No entiendo por qué la abuela está siem-
pre tan enfadada. Vale, es verdad que he lle-
gado tarde, ¡pero me he disculpado! Intento
hacer bien las cosas todo el rato, hago todo lo
que me pide y nunca consigo que esté contenta.
Además, ¿por qué odia tanto al señor Alcibía-
des? Ni siquiera me ha dado tiempo a decirle
que al fin he conocido a alguien de mi edad en
este pueblo perdido.
Diga lo que diga la abuela, no me arre-
piento de haber conocido a Nico y de haber
estado hablando con él toda la tarde.
Al principio me ha puesto un poco ner-
viosa…, pero luego me ha parecido bastante
simpático. Incluso me ha hecho reír. Me ha
dicho que vaya mañana a verlo. Quiere que
visitemos algunos de los lugares de los que me
ha hablado. No sé… A lo mejor es una manera
de que los días pasen más rápido.
No pierdo nada por acompañarlo, pero
tengo que conseguir que la abuela me deje ir.
No quiero que vuelva a preocuparse…
Ay… Ahora me siento fatal.

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Capítulo VIII
El voto de silencio

Al día siguiente, Clarisa se despertó con un sa-


bor de boca horrible. Había tenido pesadillas toda la
noche; había soñado con su abuela, con Nico, con
el señor Alcibíades, con sus padres y con el profesor
de Educación Física, al que, por cierto, detestaba.
Estaban todos juntos en una especie de gruta negra.
Ninguno de ellos hacía caso a los demás, pero to-
dos rodeaban una especie de caldero enorme que no
tenía demasiado líquido, pero que borboteaba ha-
ciendo un ruido pesado. El fondo sonoro de aquella
escena era, de nuevo, la extraña canción que sonaba
al tocar la doble tuba.
Clarisa pensó que, tal vez, debía empezar a regis-
trar sus sueños. Su actividad cerebral por las noches
estaba desatada.

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8 de agosto
Día 8 de 31
Voy a empezar a anotar todo lo que sueño.
Yo siempre he tenido sueños de lo más comunes.
O sea, sueño cosas bastante normales, como
que le pego una patada a un balón o que me
compro el almuerzo en la cafetería del instituto.
Todo bastante… soso. Así que no entiendo qué
me está pasando. Cada noche es una aventura
en mi cabeza.
Hoy he tenido pesadillas. El sueño que he
tenido no era especialmente horrible, pero ha-
bía algo que me hacía estar nerviosa todo el
rato, como si tuviera que hacer algo importante
y no pudiera recordar el qué.
Una noche más, he vuelto a soñar con la
canción que sale de la doble tuba. En realidad,
sonaba de fondo. En el sueño estaba Nico, mis
padres y la abuela con una cara larguísima.
Y el señor Alcibíades y hasta Jaime, el de Edu-
cación Física. Estábamos en un sitio como…
subterráneo. Cada uno iba a lo suyo y yo sentía
muchos nervios. En el centro había una olla
enorme en la que hervía una especie de caldo
verde que no tenía demasiada buena pinta.
Me gustaría hablar con Amelia y explicarle
las cosas tan raras que estoy soñando. Seguro

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que estará pensando en mí y en el infierno que
estoy viviendo.
No tengo ningunas ganas de bajar a de-
sayunar. Después de lo de ayer, no sé de qué
humor me voy a encontrar a la abuela.

A pesar de las pocas ganas que tenía, Clarisa bajó


a la cocina a desayunar. Le esperaban unas tostadas y
un zumo, pero no había rastro de su abuela. ¿Dónde
estaría?
Clarisa desayunó a toda prisa por si su abuela
volvía a la cocina. Sin embargo, cuando hubo acaba-
do, Isabel seguía sin aparecer. Clarisa se alegró, no le
apetecía nada encontrársela.
Fregó el plato y el vaso y volvió a su habitación
corriendo; si su abuela quería algo, ya la avisaría.
La mañana transcurrió inusualmente tranquila.
Isabel no mandó a Clarisa a hacer ningún recado, ni
siquiera apareció por su habitación. Clarisa tampoco
la oyó en toda la mañana.
Algo no iba bien. Normalmente, a aquella hora,
Clarisa ya había acabado un par de tareas y todavía
tenía trabajo por hacer.
Mientras miraba el techo de su habitación, Cla-
risa empezó a preocuparse: ¿dónde estaba su abuela?
Decidió bajar a buscarla. Una cosa era que es-
tuviera enfadada, y otra, muy distinta, que hubiera
desaparecido.

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La buscó en el patio, en su habitación, en el la-
vabo, en la cocina, en el salón y en todas las habita-
ciones de la casa. Isabel no estaba por ninguna parte.
Clarisa, inquieta, volvió a subir a su habitación.
Tal vez no era una buena idea quedar con Nico para
ir a la Cueva de la Paloma. En aquel momento, lo
único que quería era que apareciera su abuela. Se
sentía terriblemente mal.
Se volvió a acostar en la cama, esperando que su
abuela volviera a casa para hacer la comida, pero se
quedó dormida y, cuando despertó y miró el reloj,
eran las cuatro de la tarde.
Definitivamente su abuela la estaba castigando.
Clarisa, nerviosa, bajó la escaleras y volvió a bus-
car por toda la casa. De nuevo, no había ni rastro de
ella.
—Un momento… —dijo Clarisa en voz alta.
Había un sitio en el que no había buscado: el
cobertizo.
Fue corriendo al patio y abrió el enorme portón.
Allí estaba Isabel, con el delantal, limpiando el polvo
antiguo de los muebles.
—¡Abuela! —gritó Clarisa, aliviada—. ¡No te en-
contraba! ¿Has estado aquí todo el día?
—Pues claro —dijo ella, seria—, ¿dónde iba a
estar si no?
—Bueno… —empezó Clarisa—. Es que no me
has dicho nada en todo el día.

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—No tengo nada que decirte, Clarisa —añadió
ella—. Puedes hacer lo que quieras e ir donde te ape-
tezca.
A pesar de que su abuela le había dado la libertad
para que se fuera con Nico, había algo en su voz que
hacía que no estuviera tranquila. Clarisa se quedó
callada reflexionando y, tras un rato, sabiendo bien
lo que debía hacer, dijo:
—Abuela, no voy a ir a ninguna parte —dijo con
voz suave—, estaré en mi habitación si me necesitas,
¿vale?
Isabel destensó un poco la cara y le hizo un gesto
afirmativo a su nieta con la cabeza.
Clarisa fue a la cocina, cogió unos restos de la
nevera, se los comió, y se fue a su habitación.
No volvió a hablar con su abuela en todo el día.

57
Capítulo IX
La visita

Clarisa se despertó en mitad de la noche de un


sobresalto. Lo primero que le vino a la mente fue
Nico. Acto seguido, se levantó de la cama y miró
por la ventana; la noche era negra.
Volvió a la cama y estuvo un buen rato dando
vueltas. No consiguió dormirse hasta las siete de
la mañana, cinco minutos antes de que su abuela
la llamara.
A pesar de no haber dormido prácticamente
nada en toda la noche, Clarisa se alegró de que su
abuela la reclamara, así que se vistió a toda prisa y
acudió al patio, donde la esperaba con un capazo
enorme lleno de sábanas y toallas que había que
tender.
—Buenos días, abuela —dijo Clarisa—. ¿Ne-
cesitas ayuda?

59
Clarisa estaba completamente decidida a hacer
cualquier cosa con tal de que su abuela la perdonara.
—Buenos días —contestó ella—. Ayúdame a
tender estas sábanas.
Entre las dos, colgaron del hilo que cruzaba el
patio un montón de sábanas y toallas. A veces Cla-
risa pensaba que su abuela hacía la colada de todo
el pueblo, si no, no se explicaba de dónde sacaba
tantas cosas que tender y que doblar.
—¿Tienes hambre? —preguntó, severa, a
Clarisa.
—Me rugen las tripas —dijo ella cogiéndose
la barriga.
Ambas se dirigieron a la cocina a preparar el
desayuno. Clarisa ayudó a su abuela a hacerlo todo
sin necesidad de que esta le dijera nada. Tomó la
iniciativa y colocó el mantel sobre la mesa, tostó las
rebanadas de pan, exprimió zumo y cortó tomate
y queso. Isabel hizo un gesto de gratitud.
Ambas se sentaron a la mesa y comieron lo que
habían preparado. Aunque Isabel seguía sin ha-
blar, su cara estaba un poco menos tensa. Clarisa
iba por el buen camino.
De pronto, llamaron al timbre. Y era algo ex-
cepcional, porque prácticamente nadie visitaba a
Clarisa ni a su abuela en todo el verano.
Isabel hizo un gesto de extrañeza y dijo:
—¿Quién debe ser?

60
Clarisa se levantó de la silla:
—Yo abro, abuela.
Corrió hacia el portón que daba al patio y pre-
guntó antes de abrir:
—¿Sí?
—¡Abre, Clarisa! —dijo una voz al otro lado.
—¿Quién es? —volvió a preguntar ella.
—¡Soy Nico, tonta! —respondió la voz.
Clarisa se ruborizó, pero, por suerte, Nico no
pudo verla. ¿Qué hacía allí? ¿Qué se supone que te-
nía que hacer ella? Tras un rato, Nico volvió a gritar
desde el otro lado de la puerta:
—¿Me abres o qué? ¡Me estoy asando aquí fuera!
No tenía opción. Clarisa abrió la puerta.
—Hola… —saludó—. ¿Qué haces aquí?
—Pues, como ayer no apareciste —dijo él desde
el umbral—, pensé que tu abuela se había enfadado
por lo del otro día y que lo mejor era que yo viniera
a verte.
La cara de Clarisa volvió a ponerse de color rojo
intenso.
—Sí… —aclaró Clarisa—. Está bastante enfa-
dada. Así que pensé que lo mejor era quedarme en
casa ayudándola.
—Creo que hiciste muy bien —dijo Nico, son-
riendo—. ¿Qué? ¿No me invitas a entrar?
—Ah… ¿Quieres entrar? —dijo ella, muy con-
fundida.

61
—¡Hombre, si te parece me quedo aquí todo el
día! —dijo él riendo.
—Pero, es que mi abuela… —empezó a decir
Clarisa.
—Mira, el otro día tenías razón, yo no conozco
a tu abuela y, por cómo hablabas de ella, parece
que la quieres mucho, así que quiero conocerla
—dijo Nico, decidido.
Clarisa se sorprendió con las palabras de Nico.
¿De dónde se había sacado que ella quería mucho
a su abuela? Nunca había hablado de Isabel con
demasiado cariño... De pronto, se sintió mal.
Nico entró en la casa y, tras cerrar el portón,
siguió a Clarisa a través del patio. Cuando entraron
a la cocina, Isabel abrió la boca y los ojos como
platos.
—Abuela… —dijo Clarisa, con miedo—. Mira,
este es Nico, el nieto del señor Alcibíades.
—Hola, Isabel —saludó Nico—. Mi abuelo me
ha hablado mucho de ti.
Isabel estaba paralizada.
—Abuela, ¿estás bien? —preguntó Clarisa, pre-
ocupada.
—Eh… Sí, sí, perdona —dijo ella, saliendo de
su ensimismamiento.
—El otro día se nos hizo un poco tarde y pen-
sé que tal vez se había preocupado por Clarisa…
—dijo Nico—. Así que he pensado que lo mejor

62
era que nos conociéramos en persona. Ya era hora,
¿no?
Isabel no pudo evitar sonreír con vergüenza.
Aunque se habían visto algunas veces por el pue-
blo, los prejuicios de uno y de otra nunca les habían
dejado intercambiar ni una palabra.
—Claro —dijo Isabel, más tranquila—. Hola,
Nico, encantada de conocerte.
Los tres se sentaron a la mesa. Clarisa preparó
algo de desayuno para Nico, que se lo comió con
gusto mientras charlaba con ella y su abuela. La
cara tensa de Isabel había desaparecido.
Estuvieron hablando un rato largo del pueblo,
de la feria del queso y de los lugares a los que Nico
quería llevar a Clarisa.
Aunque a Clarisa le hubiera gustado sacar el
tema de la relación de su abuela con el abuelo de
Nico, pensó que lo mejor era ir poco a poco. Quería
saborear el triunfo de aquella mañana.
Isabel se levantó de la mesa para fregar los pla-
tos, y cuando Nico estaba a punto de levantarse para
despedirse, la abuela se giró hacia los dos jóvenes:
—Oye, ¿por qué no te quedas a comer? Voy a
hacer migas.
Era la primera vez en todo el verano que Clarisa
veía a su abuela relajarse.

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64
Capítulo X
El sabor del pan

Tal vez animada por la presencia de Nico o tal


vez por la paz que le daba ver a su abuela más rela-
jada, por primera vez en la vida, Clarisa mostró in-
terés en saber de qué manera Isabel preparaba las
migas. Nico, que conocía bien aquel plato típico
del pueblo, sonreía mientras observaba a Clarisa
preguntar acerca de las cantidades de pan que de-
bían ponerse a remojo, el tiempo que debían estar
en la sartén o los tipos de guarniciones con las que
podía acompañarse el plato. Isabel iba contestan-
do, un poco sorprendida, a todas las preguntas de
su nieta.
—¿Podemos echarle cualquier ingrediente
que se nos ocurra? —preguntó Clarisa.
—De eso nada —contestó Isabel—. Las
hago exactamente como las hacía mi abuelo.

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Nico se rio y le explicó a Clarisa que había
una manera tradicional de hacer aquel plato, aun-
que él, que sabía cocinarlas gracias a su abuelo,
solía echarles queso y, alguna vez, las había acom-
pañado hasta de lechuga.
Isabel, que era una mujer de costumbres,
estaba horrorizada. Nico y Clarisa reían viéndola
ofenderse al escuchar unas mezclas de alimentos
que le parecían espantosas. A pesar de ello, Clarisa
intuyó una sonrisa en su cara mientras removía las
migas con la cuchara de madera.
Cuando el plato estuvo listo, Isabel sirvió
tres raciones que colocó en la mesa. Como si fuera
una especie de ritual, Nico y Clarisa se sentaron y,
a la vez, tomaron la primera cucharada.
De manera casi mágica, la brisa que entraba
del patio movió el pelo de Clarisa y los tres, con la
boca llena de aquella comida que habían cocinado,
se miraron en silencio.
Clarisa había comido migas un millón de
veces en su vida, sin embargo, aquella vez le pare-
ció como la primera. Nunca había probado algo
tan delicioso.

66
Segunda parte

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68
Capítulo XI
La feria del queso

11 de agosto
Día 11 de 31
Creo que nunca había dormido tan bien
en esta cama. Me estoy acostumbrando a so-
ñar con esa melodía que cada día me gusta
más. De repente, me sorprendo a mí misma
tarareándola.
Hace dos días Nico vino a casa… ¡POR
SORPRESA! La abuela, aunque estaba bas-
tante enfadada, lo recibió de muy buen hu-
mor, comimos migas y fue… No sé describirlo.
Me pareció la comida más buena del mundo,
¡como si no las hubiera comido un millón se-
tecientas mil una veces!
Hoy vamos a la feria del queso. Normal-
mente me parecería lo más aburrido del mun-

69
do, pero desde hace un par de días la abuela
está bastante amable. Creo que es gracias a
Nico. Hay algo en ese chico…

Clarisa bajó a desayunar de un inusual buen


humor. No solo había dormido como los ángeles,
sino que, además, le hacía ilusión acompañar a su
abuela a la feria del queso. Isabel, aunque seguía
fría como el hielo, lo habitual, llevaba un par de
días algo más afectuosa que de costumbre. Para
empezar, había despertado a Clarisa a las ocho
y media de la mañana, en vez de a las siete; una
hora y media más de sueño no era una cosa cual-
quiera para Clarisa, a la que le costaba horrores
despedirse de la cama. Además, el día anterior,
en vez de migas, para darle un gusto a su nieta,
Isabel había cocinado sopa de pan. Cierto que el
ingrediente principal de la comida era, de nuevo,
el pan, pero Clarisa valoraba la buena intención
de su abuela.
—Buenos días, abuela —dijo Clarisa entrando
por la puerta de la cocina—. ¿Preparo el desayuno?
—¡De eso nada! —dijo su abuela.
Ante aquella respuesta, Clarisa pensó que, de
nuevo, había hecho algo que había provocado el
enfado de su abuela:
—¿No…? —preguntó con algo de miedo.
—¡Hoy desayunamos queso! —contestó su abuela.

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—Como cada día…, ¿no? —dijo Clarisa con me-
dia sonrisa.
—En la feria del queso, ¡Clarisa!
A Clarisa le enternecieron las buenas intencio-
nes de su abuela. A pesar de que la feria del queso
era el lugar más espantoso que Clarisa pudiera ima-
ginar, aquel día estaba contenta. Tal vez, incluso, se
cruzara con Nico…
Isabel y Clarisa salieron de casa con una bolsa de
tela. Isabel, que adoraba el queso, estaba decidida a
comprar, como cada año, sus piezas favoritas a los
queseros de la zona. Clarisa se preparaba para la
intensa peste que tendría que soportar.
De camino a la feria, Clarisa encontró el mo-
mento para preguntarle a su abuela algo que hacía
días que quería saber:
—Abuela… —dijo con timidez mientras cami-
naban bajo el sol.
—Dime —dijo ella, seca pero contenta.
—Tu abuelo era pastor, ¿verdad? —preguntó
Clarisa.
—Sí —contestó ella sorprendida—. Nunca me
habías preguntado por él.
Clarisa se dio cuenta de que, en realidad, nun-
ca se había interesado demasiado por la vida de su
abuela.
—Y… ¿le querías mucho? —se atrevió a preguntar.
A Isabel se le humedecieron los ojos.

71
—Fue la persona más importante de mi vida
hasta que murió —dijo ella con una sonrisa—. Lo
sigue siendo.
—¿Estabais muy unidos? —insistió Clarisa.
—Muchísimo —dijo su abuela, un poco más
animada—. Se pasaba el día cantándome canciones,
me llevaba a pasear por los campos de trigo, visitá-
bamos las cuevas y los ríos y me enseñaba el nombre
de todos los árboles que nos encontrábamos por el
camino. Era pastor, ¿sabes?
—Sí —dijo Clarisa, sonriendo—, ya me lo ha-
bías dicho. Él te enseñó a hacer migas, ¿verdad?
—Sí, él me enseñó todo lo que sé de cocina —dijo,
satisfecha—. ¿Sabes por qué los pastores comían migas?
—No, ¿por qué? —preguntó Clarisa.
—Como tenían que estar en el monte varios
días, utilizaban las sobras de pan duro para hacer-
las. No desaprovechaban absolutamente nada.
De pronto, Clarisa se imaginó sentada en una
roca en mitad del monte comiendo migas y rodeada
de cabras y ovejas, y se echó a reír. Cuando su abue-
la le preguntó por qué se reía, ella cambió de tema:
—Y… ¿tu abuela? —continuó preguntando—.
¿También era pastora?
—Uy… Qué va —dijo Isabel tensando de nuevo
la cara—. No me gusta hablar de ella.
Clarisa volvió a ver el mismo gesto de amargura
en la cara de su abuela. Entonces supo con certeza

72
que su vida no había sido fácil, ni feliz, y que gran
parte de la culpa de que su abuela fuera de aquella
manera se debía a la tristeza y a la soledad en la
que había estado tantos años. Cuando una persona
deja de hablar con los demás, se hace dura como
la roca. La joven entendió que no es que su abuela
se hubiera quedado sin palabras, sino que estas no
podían salir.
Isabel, que se había parado junto a su nieta, y
que la observaba mientras ella tenía aquella reve-
lación, casi como si se tratara de un conjuro para
hacer hablar, de repente, dijo:
—La familia de mi abuela tenía mucho dinero.
Nunca vio con buenos ojos que se casara con un
pastor… Y le dieron la espalda. Después de eso…
se volvió algo triste. Siempre fue muy dura conmigo
y con mi madre.
Clarisa, de pronto, entendió muchas más cosas.
—La casa en la que vivo era de mis bisabuelos
—añadió—. Nunca conocieron a su nieta, pero le
dejaron una casa, ya ves tú…
Clarisa miró a su abuela con cariño. ¿Cómo
nunca antes habían hablado de esto? Quiso abra-
zarla, pero le pareció un gesto un poco raro para
ellas y no se atrevió a hacerlo.
—Pero, bueno, ¡ya está! —dijo Isabel alzando la
voz y poniéndose seria de nuevo—. ¿Desde cuándo
te interesan a ti estas cosas?

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Era como si hubiera vuelto de un trance a su
dureza habitual, pero a Clarisa no le importó. De
repente, sentía un afecto cálido por su abuela: algo
había cambiado en ellas.
Cuando llegaron a la feria del queso, ambas se
quedaron un tanto sorprendidas:
—Uy… No hay casi nadie —notó la anciana.
Efectivamente, aquel año había muy poca gen-
te. Clarisa contó cuatro hombres y una mujer y
absolutamente ninguna persona joven.
—Las personas de este pueblo están despare-
ciendo… —dijo Isabel por lo bajo.
Clarisa, que ya se estaba mareando con el olor
del queso, oyó un grito a sus espaldas:
—¡Oye, Clarisa!
Era Nico. A Clarisa le dio un vuelco al cora-
zón. ¿Se puede saber por qué aquel chico le ponía
tan nerviosa? Fue corriendo hacia él para saludar-
lo, mientras su abuela se quedaba en un puestecito
probando un queso especialmente maloliente.
—¡Hola! —dijo ella—. ¡Hola, señor Alcibíades!
Estoy con mi abuela.
—¡A los buenos días, niña! —contestó conten-
to el anciano.
Y siguió cantando una canción en voz alta
para sí mismo.
—¿Vamos a saludarla? —dijo Nico mirando a
su abuelo.

74
El señor Alcibíades, de pronto, dejó de cantar:
—¡Ja, ja, ja! ¡Hace annos ya!
—Pues por eso… —le dijo Nico.
Clarisa no comprendía cómo Nico entendía a
su abuelo cuando hablaba.
—¡Muchacho, muchacho! —dijo Alcibíades
con cara de pillo—. Con lo poco que me queda ya
neste mundo… ¡Qué importancia tiene!
Nico miró a Clarisa sonriendo y mostrando su
dentadura blanquísima.
—¡Vamos! —gritó, de pronto.
Y los tres fueron hacia donde estaba su abuela.
Al principio, el encuentro fue un poco in-
cómodo. El señor Alcibíades se abalanzó sobre
Isabel, que recibió el saludo con cara de inconve-
niencia. Clarisa miró a su abuela y, en silencio y
con los ojos, le suplicó que fuera amable. Isabel,
entonces, se relajó y dio dos besos al señor Al-
cibíades. Tras el primer encuentro embarazoso,
ambos parecían estar bastante cómodos y desa-
parecieron entre los puestecitos de queso. Clarisa
no daba crédito. Aquella no era la abuela que ella
conocía.
Clarisa y Nico, por su parte, pasaron la ma-
ñana comiendo trozos de pan con aceite y queso,
riéndose de la peste que desprendían los puestos
y olvidándose de que parecían ser las dos únicas
personas jóvenes de aquel pueblo casi olvidado.

75
Capítulo XII
La voz perdida

12 de agosto
Día 12 de 31
¡El queso me sale por las orejas! Ayer, la
abuela y yo estuvimos toda la mañana en la
feria. Nico y su abuelo también fueron y, no sé
cómo, Nico consiguió que el señor Alcibíades
saludara a la abuela después de… Bueno, no
sé exactamente después de cuantos años por-
que la abuela se niega a hablar de ello y Nico
no lo sabe, pero muchos. Después estuvieron
charlando y paseando entre los puestecitos.
¿Hola? ¿Mi abuela? ¿Hablando con gente y
animada? No entiendo absolutamente nada,
pero me da igual. Me empieza a gustar pasar
tiempo con ella.

77
Hoy voy a casa de Nico a merendar. El
señor Alcibíades quiere explicarme o enseñar-
me no sé qué… Una canción o algo así. No sé,
nunca entiendo lo que dice.

Después de hacer algunas tareas en la casa, co-


mer con su abuela y echarse una siesta de la que se
despertó tarareando la canción que ya se sabía de
memoria, Clarisa se fue corriendo a casa del señor
Alcibíades, que la esperaba para enseñarle algo con
mucho interés.
Cuando llegó a la pequeña casita de dos plantas,
llamó a la puerta y, enseguida, al otro lado, se oyó
la potente voz del señor Alcibíades:
—¡A las buenas tardes!
—¡A las buenas tardes, señor Alcibíades! —dijo
Clarisa, que estaba empezando a hablar su idioma.
Dentro estaba Nico leyendo un libro en el sofá
destartalado. Le esperaba un café caliente en la
mesa.
—Parece que el otro día te gustó, así que te he
preparado uno —dijo Nico cerrando el libro.
Clarisa tomó el café y se sentó al lado de Nico
en el sofá.
—Bueno, ¿qué es lo que quería enseñarme? —
preguntó al señor Alcibíades.
—¡Niña! —gritó él—. ¡Acabas de arribar! Toma
el café primero.

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Clarisa bebió un sorbo grande de aquella bebida
amarga que empezaba a gustarle mucho.
—¡Es que tengo curiosidad! —insistió.
—¡La curiosidad mató al gato, niña! ¡Ja, ja, ja!
—gritó el señor Alcibíades, y continuó, sin dejar
casi tiempo y respondiéndose a sí mismo—. ¡Pam-
plinas! ¡Ja, ja, ja! Nunca creí en ese dicho tonto. La
curiosidad es como la sal de las migas. ¡Ja, ja, ja!
Clarisa, como siempre, no entendió ni una pa-
labra de lo que dijo el anciano. Miró a Nico, como
pidiéndole que la ayudara a comprender, pero él
solo se reía junto a su abuelo.
—¡Nico! ¡Qué bruto! ¡No te muevas tanto que
me tiras el café! —se quejó Clarisa.
De pronto, el señor Alcibíades paró en seco de
reír y empezó a recitar una especie de poema que a
Clarisa le resultaba de lo más familiar:

¡Papadel desde su gruta


remueve el caldo ancestral!
¡Los caballos en la ruta
de su comarca natal!
¡No dejéis que seque el árbol!
¡Que nadie beba del pozo!
¡Que los frutos quedan rancios
y resuena un gran sollozo!

—Un momento… —dijo Clarisa—. Eso es lo

79
que iba diciendo por la calle el día que lo conocí,
¿verdad?
—¡Ja, ja, ja! —rio el anciano—. La cançon de los
mil annos. Papadel está pidiendo ayuda. Los árboles
y los campos se secan. Las gentes mueren y la tierra
con ellas.
—No entiendo muy bien lo que dice, señor Al-
cibíades… —dijo Clarisa.
—Papadel pide ayuda —repitió él.
Clarisa se giró hacia Nico y, en voz baja, le dijo:
—De verdad que no tiene ningún sentido para
mí lo que está diciendo… ¿Qué o quién es Papadel?
—A veces parece que mi abuelo esté loco… Pero
sabe cosas que muchísima gente no sabe —le dijo
Nico.
Clarisa se sintió mal por sus palabras.
—Perdone, señor Alcibíades, ¿quién es Papadel?
—dijo, tratando de rectificar su actitud—. ¿Qué es
lo que quiere decir?
Alcibíades se puso muy serio:
—Niña, puede que hayas estado escuchando
una cançon. Tal vez en sueños, tal vez despierta.
Clarisa se quedó petrificada. ¿Cómo sabía lo de
la canción? Todo aquello parecía una broma.
—Pero… —empezó a decir, asustada—. ¿Usted
cómo sabe lo de la canción?
—¡Ah! ¡Es de veras entonces! —gritó Alcibía-
des—. Has estado escuchando la cançon subterrá-

80
nea. No todo el mundo puede escuchar a Papadel…
—Pero ¿quién es Papadel? ¿Cómo sabe que he
estado escuchando una canción? Estoy empezando
a asustarme… —dijo Clarisa, levantándose del sofá.
—Clarisa —dijo Nico—, tranquila. Escucha a
mi abuelo.
Clarisa trató de tranquilizarse y volvió a sentar-
se en el sofá, pero entre el café y el susto, no pudo
evitar volver a levantarse enseguida.
—¡Es que no entiendo cómo sabe lo que sueño!
—insistió—. Es de locos, ¿no?
De pronto, el señor Alcibíades comenzó a tara-
rear una melodía con la voz entrecortada. Clarisa la
reconoció enseguida: era la canción de sus sueños.
—¡Esa, sí, esa es! —gritó Clarisa.
Y empezó a tararearla en voz alta junto al señor
Alcibíades. De pronto, el pequeño y oscuro salón
se llenó de una energía extraña y el aire se llenó de
olor a tierra. Clarisa, al notarlo, se calló de repente.
—Lo has notado, ¿verdad? —dijo Nico con una
sonrisa.
—Por favor… —pidió Clarisa—, explicadme lo
que está pasando y por qué estoy escuchando esa
canción todas las noches.
Nico y su abuelo se miraron y a Clarisa le dio la
sensación de que su compenetración era absoluta.
—¿No has notado nada distinto a tu alrededor?
—preguntó Nico.

81
—¿Distinto? —preguntó Clarisa, que no enten-
día nada—. ¿En qué sentido?
—Madre mía… —dijo Nico llevándose una mano
a la cabeza—. Realmente odias este pueblo, ¿eh?
Clarisa se ruborizó.
—Bueno… Tampoco es eso… —se disculpó—.
Odiar, lo que se dice odiar…
—Lo que sea —dijo Nico, quitándole importan-
cia—. Entonces, ¿no te has dado cuenta de que los
campos se están secando, de que la tierra está seca
y de que los árboles no dan frutos?
—Espera… —dijo Clarisa—. Es cierto que el
árbol de casa de la abuela no ha dado membrillos
este año. Me lo dijo al llegar y ella misma no sabía
qué pasaba…
—¡Ahí lo tienes! —gritó el señor Alcibíades—.
Los pozos han quedado secos, las aguas no corren
ya, las gentes no cantan y el pueblo se vacía.
—Vale, es cierto, el pueblo está cada vez más
vacío y todo está un poco más seco —concedió Cla-
risa—, pero ¿eso qué tiene que ver con la canción
de mis sueños?
—Es Papadel, Clarisa —dijo Nico, con los ojos
muy abiertos.
—¡No paráis de decir ese nombre y no sé qué sig-
nifica! —dijo Clarisa levantándose de nuevo del sofá.
—¡Tranquila, niña! —dijo Alcibíades—. La bru-
ja Papadel, desde su gruta subterránea, con su voz

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milenaria, canta una cançon. Es su manera de man-
tener el equilibrium y pedir ayuda.
—Estáis de broma… —dijo Clarisa mirando a
Nico.
Nico se puso muy serio y negó con la cabeza.
—¿Una bruja? —dijo Clarisa con sorna—. ¡Ven-
ga ya!
—¿Entonces cómo explicas lo de la canción de
tus sueños? —preguntó Nico—. ¿Y que mi abuelo
también la conociera?
—Aqueste pueblo se muere —afirmó el ancia-
no—. Papadel necesita ayuda.
Clarisa no podía dar crédito a lo que estaba es-
cuchando. ¿Estaban todos locos? ¿Brujas? ¿Grutas?
¿Canciones milenarias? Vale, era cierto que todo
aquello era muy raro, también era verdad que el
pueblo estaba triste y sin vida, pero jamás habría
imaginado una historia como aquella.
—Y ¿mi abuela? —preguntó Clarisa con incre-
dulidad—. ¿Cómo es posible que ella no sepa nada
de esto?
—¡Ah, niña! —dijo Alcibíades—. Y tanto que
lo sabe.
—¿Lo sabe? —preguntó Clarisa—. ¿Cómo es
posible? ¿Por qué nunca me ha hablado de ello?
—Lo sabe mellor que nadie —afirmó el ancia-
no—. Su abuelo construyó, hace ya muxos annos,
la doble tuba, que reproduce la cançon de Papadel.

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Antes de que muriera, los dos cantaban a diario
mientras hacían sonar la doble tuba.
Clarisa se quedó de piedra:
—La… la… —dijo, tartamudeando—. La doble
tuba… Ese instrumento tan extraño del cobertizo.
Clarisa se iluminó. De pronto, todo tenía sentido.

84
Capítulo XIII
El pueblo encontrado

13 de agosto
Día 13 de 31
No he podido dormir en toda la noche. La
canción de Papadel suena en mi cabeza, incluso,
estando despierta. Suena con fuerza y de manera
clara. Ahora entiendo de dónde viene, ahora sé
que es real. Desde ayer, me acompaña un profun-
do olor a tierra y a musgo. Estoy preparada para
desvelar un secreto que no sé muy bien cuál es.
Tengo que hablar con la abuela de todo esto.
Tenemos que decir las palabras que me enseñó el
señor Alcibíades mientras suena la doble tuba. Él
me dijo que la conocía mejor que nadie.

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Nico había ido a por Clarisa aquella mañana
con un propósito muy claro: enseñarle el pueblo,
sus lugares y su historia. Ella, a pesar de haber
sentido siempre un rechazo tan profundo
por aquel lugar, enseguida sintió unas ganas
irrefrenables de conocerlo todo.
—Quería hablar antes con la abuela… —dijo
Clarisa para sí misma.
Pero Nico, que lo había escuchado, le dijo:
—Otro día. Hoy vamos a visitar la Cueva de la
Paloma. Solo vas a estar dos semanas más aquí…
¡Tenemos que aprovechar el tiempo!
Era cierto. Sin darse apenas cuenta, habían
pasado casi dos semanas.
—¡Vamos! —gritó Nico.
Y la cogió de la mano mientras empezó a
correr por la calle, prácticamente sin dar tiempo
a que Clarisa cerrase el portón de entrada de la
casa.
Nico y Clarisa cruzaron todo el pueblo
y llegaron hasta la pequeña carretera. Esta
estaba rodeada de campos de trigo, que ambos
observaron unos minutos bajo el sol de la mañana,
antes de adentrarse campo a través.
—¡Por aquí! —gritó Nico, emocionado.
Clarisa se preguntaba cómo podía saber el
camino entre tanto campo amarillo que parecía
exactamente igual, pero se fiaba de él.

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—¡Un poco más despacio! —gritó ella, que no
estaba acostumbrada a correr tanto.
—¡Eres la persona más lenta del universo!
—dijo Nico dos metros por delante.
Era extraordinariamente rápido.
Tras un rato corriendo campo a través, podía
verse el límite del campo y, al fondo, en la ladera
de la montaña, el comienzo de un bosque no muy
frondoso.
—Tenemos que darnos prisa si queremos llegar
a tiempo —dijo Nico, parándose en seco.
—¿A tiempo para qué? —preguntó Clarisa—.
¡Si tenemos todo el día!
—A tiempo para visitar la cueva en su mejor
hora —contestó él.
—¿No es siempre igual? —preguntó Clarisa,
que no entendía como unas cuantas rocas podían
cambiar en función del día.
—¡Pero qué de ciudad eres! —dijo él riendo—.
¡No preguntes tanto y sígueme, pesada!
Y salió corriendo hacia el bosque mientras
Clarisa tardaba un rato en recuperar el aliento.
—¡Nico, espera! —gritó agachada en el suelo.
Pero Nico estaba varios metros por delante, así
que tuvo que apretar el ritmo.
Por fin entraron en el bosque y, a lo lejos,
se escuchaba el sonido de un río. Clarisa se
lamentaba: ¿cómo nunca había visitado el río? Si

87
lo hubiera hecho, tal vez los días de otros veranos
le hubieran pasado más rápido. Aunque, por otro
lado, tampoco conocía a Nico y eso marcaba una
diferencia muy grande entre aquel y cualquier otro
tiempo que hubiera pasado en el pueblo.
Una vez que entraron en el bosque, Nico ami-
noró el ritmo, algo que Clarisa agradeció, y se co-
locó a su lado. Él iba explicándole cosas acerca
de aquel lugar y ella escuchaba fascinada, aunque
nunca le había interesado lo más mínimo la natu-
raleza. Había algo en aquel lugar que le interesaba,
que llamaba su atención y que hacía que quisiera
pasar allí el mayor tiempo posible.
—Ya casi estamos —dijo Nico a Clarisa.
La Cueva de la Paloma era un lugar muy espe-
cial para Nico:
—Antes de morir, mi padre siempre me traía
aquí, ¿sabes?
Clarisa se giró hacia a Nico. Aunque alguna vez
se había preguntado dónde estarían los padres de
Nico, qué hacía el resto del año en aquel pueblo o
dónde iba al instituto, se había guardado para ella
todas estas preguntas. Ante lo que le había dicho
Nico, Clarisa solo pudo callar y tomarse muy en
serio la visita a la cueva.
Anduvieron un rato más, pero pronto llega-
ron al lugar más increíble que Clarisa había visto
nunca. Una preciosa cueva tallada naturalmente en

88
la roca se abría ante ellos. Las rocas, los arbustos
que decoraban salvajemente la entrada y la luz de
aquella mañana hicieron que a Clarisa casi se le
saltaran las lágrimas. Nico, que la observaba son-
riente, le dijo:
—Te lo había dicho. Es flipante, ¿eh?
Y tomó su mano para entrar con cuidado en
la cueva.
Cuando estuvieron dentro, el paisaje era inclu-
so más mágico, la luz se filtraba entre las ramas y
aquel espacio cerrado y rocoso le pareció a Clarisa
el lugar más reconfortante del mundo. Estaba sin
palabras. Los dos jóvenes se sentaron en una roca
a escuchar los sonidos que rebotaban en las pare-
des de la cueva.
—Me gustaría guardar este momento en un
frasquito —dijo, de pronto, Clarisa—. No creo que
nunca encuentre las palabras para describirlo. Me
gustaría guardarlo, tal cual, en un frasquito, para
siempre.
Nico sonrió. La había impresionado.
—Todo esto es nuevo para mí, pero, de algu-
na manera, me suena. Es como si ya lo conociera,
¿sabes? —volvió a decir Clarisa—. No sé, es raro.
Nico lo entendía perfectamente:
—No es raro, es tu pueblo.

89
Capítulo XIV
La música milenaria

Tras horas recorriendo el pueblo y sus alrededores


que a Clarisa se le hicieron minutos, la joven quiso
volver a casa para enseñarle su descubrimiento a Nico:
—Quiero enseñarte algo.
—¿El qué? —preguntó Nico.
—El instrumento del que habló ayer tu abuelo
—contestó Clarisa—. Lo encontré en el cobertizo.
—Mi abuelo nunca me había hablado de él…
—dijo Nico.
—Es la cosa más guay que vas a ver en tu vida
—dijo Clarisa emocionada por, al fin, poder com-
partir su hallazgo con alguien.
Nico miró a Clarisa cautivado:
—Vamos.
Los jóvenes volvieron al pueblo por la carretera
serpenteante y cruzaron las callejas pasando todas

91
las casas blancas. Cuando llegaron a casa, Isabel no
estaba.
—Perfecto —dijo Clarisa—. Mi abuela ha salido.
Y los dos se miraron fijamente, claramente alte-
rados por el secreto que compartían.
—Ven, te lo enseñaré —dijo Clarisa, que había
adoptado un tono de misterio afectado que incluso
a ella misma le parecía un poco exagerado.
—Parece que hayamos descubierto el santo
grial… —dijo Nico, bromeando sobre sí mismos.
Los dos rieron nerviosos.
Clarisa abrió con cuidado la puerta del coberti-
zo. La luz del mediodía inundó la estancia llena de
polvo flotante.
Enseguida, dirigió a Nico hasta la doble tuba,
pero no estaba donde la había dejado la última vez.
¿Cómo podía ser? ¿Quién si no ella había podido
cambiarla de sitio?
—No lo entiendo… —dijo Clarisa—. Estaba aquí.
—Tal vez tu abuela la ha cogido… —sugirió Nico.
Clarisa abrió los ojos como platos. Entonces,
¿era posible que su abuela todavía la tocara? Y em-
pezó a mirar a su alrededor buscándola desespe-
radamente; esperaba que no la hubiera escondido.
De pronto, un destello de latón brilló en la es-
quina del cobertizo.
—¡La veo! —gritó Clarisa—. ¡Está allí!
—¡Chsss! —indicó Nico—. ¡No grites!

92
Clarisa puso cara de precaución y cogió la mano
de Nico para dirigirlo hacia donde se encontraba
la doble tuba. Cuando la tuvieron delante, Nico se
quedó sin palabras.
—Mola, ¿eh? —dijo Clarisa sonriendo—. Pues
ya verás cómo suena.
Acto seguido sopló fuerte por una de las aper-
turas y la canción sonó clara y limpia, inundando
toda la habitación.
Nico cerró los ojos.
—Es increíble —dijo tras un rato.
—¿Verdad? —dijo Clarisa, satisfecha—. Y lo más
increíble de todo es que la construyera el abuelo de
mi abuela, y que yo misma escuche esa canción en
sueños. Bueno, ahora la escucho incluso estando
despierta. ¿Será cosa de tradición familiar?
—Seguro —dijo Nico—. De tradición familiar y
del lugar en el que estamos. ¿No te da la sensación
de que compartimos algo?
Clarisa se quedó un rato pensativa:
—Sí, me da esa sensación.
Y los dos se miraron con los ojos brillantes.
—Tenemos que hacer caso a mi abuelo —dijo
Nico interrumpiendo el momento—. Hay que en-
contrar a la bruja Papadel para que el pueblo no
desaparezca.
Clarisa, que todavía no entendía muy bien lo
que pasaba, frunció un poco el ceño. ¿Cómo iban a

93
encontrarla? ¿Dónde se supone que viven las brujas
en pleno siglo xxi?
Nico se despidió, muy serio, y le dijo a Clarisa
que tenía que ir a casa para hablar con su abuelo
y tratar de averiguar algo más sobre aquel asunto.
La doble tuba y su sonido habían causado un gran
efecto en él.
Clarisa subió a su habitación para escribir un
rato en su diario antes de que llegara su abuela a
casa.

13 de agosto
Día 13 de 31
La mañana de hoy ha sido… mágica. Nico
me ha llevado hasta la Cueva de la Paloma,
me ha enseñado el bosque y hemos corrido por
los campos de trigo. Después, hemos venido a
casa y le he enseñado la doble tuba. Aún me
cuesta un poco creer todo lo que está pasando,
pero estoy totalmente decidida a llegar hasta
el fondo de esto.

94
Capítulo XV
Las torrijas

A la mañana siguiente, Clarisa recibió a un Nico


visiblemente nervioso en la puerta de casa.
—¿Qué pasa? —dijo Clarisa, que se acababa de
levantar—. Mi abuela está haciendo el desayuno,
¿te quedas?
—No hay tiempo que perder —dijo Nico—. Te-
nemos que ir al pozo.
—¿Al pozo? —dijo Clarisa, reteniéndolo un mo-
mento—. ¡Espera! ¿No crees que deberíamos hablar
antes con mi abuela? Ayer me quedé dormida en
cuanto te fuiste y no me quiso despertar, así que
todavía no he podido hablar con ella. Seguro que
nos podría decir algo sobre la doble tuba, y sobre
Papadel, y… ¡Yo qué sé! ¡Sobre todo esto!
—¡Tenemos que ir al pozo! —gritó Nico, que
parecía tenerlo muy claro.

95
Clarisa no quiso oponerse y decidió confiar en
él antes de hablar con su abuela. Así que lo invitó a
entrar y cerró el portón de la casa.
—Pero… ¿Qué te ha dicho tu abuelo? —pregun-
tó mientras cruzaban el patio—. ¿Por qué quieres
ir al pozo?
—No lo sé, es una intuición —contestó él—. Me
dijo algo de un mundo subterráneo, algo de una
cueva o una gruta o algo así. Además me habló de
que hace muchos años la gente venía a casa de tu
abuela para coger agua.
—Sí… —afirmó Clarisa—. Mi abuela me dijo
que es la única casa con pozo de todo el pueblo.
—¡Eso es! —dijo él.
Clarisa no entendía absolutamente nada.
—Pero, Nico… —empezó a decir Clarisa—. El
pozo lleva seco millones de años. O sea, millones
tampoco, quiero decir que siempre ha estado seco.
Al menos desde que yo vengo aquí.
—¡Precisamente! —volvió a insistir él.
—¡De verdad que no entiendo nada de lo que
dices! —dijo Clarisa, nerviosa.
—Pero ¿qué no entiendes? —dijo él, nervioso—.
Tenemos que explorar el pozo. ¡La clave de todo
está allí!
De pronto, la abuela de Clarisa la llamó para
desayunar:
—¡Clarisa! ¡Ya está el desayuno!

96
Clarisa paró en seco. Su abuela no sabía nada
de lo que estaban tramando y no quería que se en-
fadara.
—¡Abuela! —gritó desde el patio Clarisa—. ¡Ha
venido Nico!
Y lo miró con los ojos muy abiertos como di-
ciéndole que actuara como si todo fuera normal.
—¡Nico! —gritó su abuela desde la cocina con
simpatía—. ¿Te quedas a desayunar?
Nico y Clarisa se miraron. Tenían que ir a la
cocina si no querían que la abuela sospechara.
—¡Claro, Isabel! —gritó el joven.
—Tenemos que desayunar y actuar como si no
pasara nada —dijo Clarisa en voz baja—. Luego,
exploraremos el pozo.
Nico y Clarisa entraron en la cocina tratando de
disimular su turbación. Aunque Isabel los encon-
tró algo raros, no preguntó, estaba contenta de que
su nieta hubiera hecho un amigo. Además, Nico le
parecía un joven muy agradable.
—Hoy he hecho torrijas —dijo Isabel, contenta.
—Abuela… —dijo Clarisa, saliendo de su tran-
ce—. ¡Eso sí que es nuevo!
A Clarisa le apasionaban las torrijas, pero su
abuela las hacía de uvas a peras. De hecho, no re-
cordaba la última vez que las había comido.
Isabel sonrió y colocó el plato sobre la mesa.
Clarisa, al verlas, empezó a salivar.

97
—¡Me encantan las torrijas! —dijo Nico.
—No has probado las de mi abuela… —dijo
Clarisa.
Isabel sonrió a su nieta.
—¿Qué hacíais ahí fuera? —preguntó mientras
desayunaban.
Clarisa y Nico casi se atragantaron. Clarisa
quería hablar con su abuela, explicárselo todo, pre-
guntarle por la doble tuba, por su abuelo, por la
canción, por el pozo y por un millón de cosas más,
pero Nico abrió mucho los ojos indicándole que se
quedara callada.
—Nada… —dijo entonces Clarisa, visiblemente
nerviosa—. Vamos a estar un rato fuera, si no te
importa, tenemos cosas que hablar.
Clarisa no tenía ni idea de lo que había dicho;
era lo primero que se le había ocurrido.
Isabel levantó un poco la ceja, pero no se preo-
cupó. Pensó que, aunque tramaban algo, no quería
entrometerse. Por primera vez en mucho tiempo,
veía a su nieta disfrutar en verano.
—No os preocupéis —dijo la anciana—. Tengo
que salir. Así que no voy a molestaros.
Clarisa y Nico tragaron los últimos mordiscos
de torrija y, decididos, se dirigieron de nuevo al
pozo tras despedirse de Isabel.

98
Capítulo XVI
El umbral

Cuando estuvieron frente al antiguo pozo de piedra,


Clarisa se asomó por el agujero y sintió un vértigo que
la hizo marearse.
—Es muy profundo… —dijo ella—. Da un poco de
miedo toda esa oscuridad.
—¡No seas cagueta! —le dijo Nico.
Clarisa se molestó. A veces Nico podía ser un poco
bruto.
—¡No soy cagueta! —contestó—. Pensar en algo tan
profundo y subterráneo hace que sienta un hormigueo
en la cabeza.
Nico se disculpó:
—Ya… En realidad entiendo lo que dices.
Y los dos se asomaron por encima del muro de
piedra. Definitivamente, aquel pozo seco era muy
profundo.

99
—Vale… —dijo Clarisa mirando a Nico—. Y
ahora, ¿qué?
—Ahora bajamos, claro —dijo él, convencido.
Clarisa se apartó del muro de piedra:
—¡¿Pero tú estás loco?! —gritó asustada—. Yo
ahí no bajo.
—Sé que ahí abajo hay algo —le dijo Nico.
—Sí, la oscuridad más absoluta, el silencio más
terrorífico, la profundidad más horripilante, el…
—¡Ya! ¡Ya te he entendido! —dijo Nico, cor-
tándola—. Bueno, yo voy a bajar.
Clarisa casi se cayó al suelo mientras caminaba
hacia atrás alejándose instintivamente del pozo.
—¿E… estás seguro? —titubeó.
—Segurísimo —dijo él con confianza—. Nece-
sito una cuerda resistente y larga.
Clarisa no las tenía todas consigo; a pesar de
que quería descubrir el misterio de Papadel, no te-
nía nada claro que bajar hasta el fondo del pozo
fuera la mejor idea. Sin embargo, Nico parecía tan
decidido que fue al cobertizo a por varias cuerdas
de tender que, recordaba, su abuela guardaba en
una especie de armario con herramientas de jardín.
Cuando volvió con ellas, Nico estaba asomado
al pozo con casi medio cuerpo dentro.
—¡Ten cuidado! —gritó Clarisa—. ¡Que te vas a caer!
—¡Ay! —gritó él—. ¡Si me das estos sustos, seguro!
Y le cogió la robusta cuerda de entre las manos.

100
—He escalado un millón de veces —intentó tran-
quilizarla, sin conseguirlo demasiado—. Esto es pan
comido.
Acto seguido, se ató la cuerda en la cintura e hizo
un nudo fuerte. Después, ató el extremo de la cuerda
a un árbol cercano al pozo haciendo un nudo que a
Clarisa le pareció extremadamente profesional.
—¿Dónde has aprendido a hacer eso? —se sor-
prendió Clarisa.
—Soy de pueblo, ¿sabes? —y le guiñó un ojo.
Clarisa puso los ojos en blanco.
—Qué tonto… —dijo con media sonrisa.
Enseguida, Nico se encaramó al muro del pozo,
con tan mala suerte que tropezó y empezó a tamba-
learse sobre el bordillo.
—¡¡¡Nico!!! —gritó Clarisa.
Y fue corriendo a sujetarlo. Clarisa tiró de Nico
hacia sí misma e hizo tanta fuerza que los dos aca-
baron en el suelo.
—¡Me has dado un susto de muerte! —dijo ella,
respirando agitadamente—. ¡Te he dicho que no era
buena idea!
Nico, que se había asustado muchísimo, lo pensó
mejor:
—Creo… Creo que tienes razón. Es un poco
peligroso.
—¡Claro que lo es! —gritó Clarisa.
Nico le pidió disculpas con los ojos.

101
—Tenemos que pensar en otra forma de llegar
hasta abajo —dijo él.
Clarisa, de pronto, tuvo una idea:
—La escalera kilométrica.
—¿Cómo? —preguntó Nico, aún asustado por
la caída.
—En el cobertizo hay una escalera kilométrica
—añadió Clarisa—. Siempre me he preguntado para
qué servía una escalera tan larga… Y empiezo a pen-
sar que no somos los primeros en bajar al pozo.
—¡Eso es! —gritó Nico—. ¡Una escalera! ¡Pero
qué lista eres!
Clarisa se ruborizó hasta el punto de que se le pu-
sieron las orejas rojas como un tomate. Para disimu-
larlo, se levantó corriendo y fue al cobertizo a coger
la escalera, sin embargo, era tan larga que necesitó
la ayuda de Nico para transportarla. La cogieron y,
entre los dos, la introdujeron con muchísimo cuida-
do dentro del pozo.
—Es el pozo más profundo que he visto en mi
vida —dijo Clarisa.
—No creo que hayas visto muchos… —la picó
Nico.
Clarisa volvió a poner los ojos en blanco.
—¡Venga, voy a bajar! —dijo Nico, exaltado.
—¡Espera! —dijo Clarisa—. Te acompaño.
Nico se giró hacia ella:
—Pero ¿no te daba miedo?

102
—Bueno… Me da miedo, pero no te voy a dejar
solo. Además, no niegues que la escalera es una for-
ma de bajar bastante más segura que la tuya… —dijo
Clarisa, metiéndose con él—. Para ser de ciudad, no
tengo malas ideas, ¿eh?
Nico se rio ante la broma de Clarisa:
—Sí y, además, también eres bastante divertida.
Clarisa volvió a ponerse como un tomate.
—¡Venga! ¡Baja ya! —dijo, tratando de disimular.
—Ya voy… —dijo Nico, que se había dado cuen-
ta de la vergüenza de Clarisa.
Acto seguido, los dos se subieron al borde del
pozo y, con mucho cuidado, comenzaron a descen-
der por la escalera. Nico, que iba primero, bajaba
muy despacio para no tropezar.
—No hay prisa —le dijo desde abajo a Clarisa—.
Vamos a ir despacio para no caernos.
Siguieron descendiendo, cada vez más seguros
de sus pisadas, y pronto vieron el fondo de piedra
del pozo.
—La vista desde aquí abajo es increíble… —dijo
Clarisa mirando hacia arriba—. Es como un agujero
de cielo.
—¡Ya toco suelo! —gritó Nico, de pronto.
Clarisa se impacientó y trató de bajar un poco
más rápido, pero las palabras de Nico la hicieron
detenerse:
—Cla… Clarisa… Aquí hay algo.

103
—¡No me asustes! —gritó ella—. ¿Qué es?
—Parece una puerta —contestó él.

104
Capítulo XVII
El grabado en la piedra

Cuando los dos estuvieron abajo, Clarisa sacó


el móvil, que siempre llevaba consigo aunque en
el pueblo nunca hubiera cobertura ni internet, e
iluminó el espacio a su alrededor. Definitivamente,
lo que había ante ellos era una puerta de madera
antiquísima.
—Pero… —empezó a decir Clarisa—. ¿Cómo es
posible que haya una puerta aquí abajo?
—Está cerrada —dijo Nico mientras intentaba
abrirla.
—¡Espera! —lo paró Clarisa—. ¿Quién te ha di-
cho que yo quiera entrar ahí?
—¿No te da curiosidad? —preguntó Nico.
Y, mientras iluminaba la puerta, vio una especie
de grabado en una de las piedras del pozo.
—Nico… —empezó a decir—. ¿Qué pone ahí?

105
—¿Dónde? —preguntó él.
—¡Ahí, en esa piedra! —dijo Clarisa.
Nico miró hacia donde apuntaba Clarisa con la
linterna del móvil:
—Parece una especie de mensaje en clave…
Clarisa lo leyó en voz alta:

Cuando todos se hayan ido


y no quede ya ninguno,
la sequedad de la tierra
traerá un profundo ayuno.

Salva el pueblo del olvido,


de la muerte y la desidia,
que vuelva a cantar la gente,
que ya no exista la envidia.

Sé que encontrarás la clave:


busca bien en el establo.
Solo tú, Isabel, mi nieta,
sabes bien de lo que hablo.

Clarisa se había quedado completamente muda.


—Clarisa… —empezó a decir Nico—. Es un
mensaje para tu abuela… ¡Es de su abuelo!
Pero Clarisa no era capaz de volver en sí.
—Nico… —dijo ella con voz entrecortada—.
No me encuentro bien.

106
Cuando Nico se giró, Clarisa estaba apoyada en
el muro de piedra del pozo prácticamente sin poder
aguantarse.
—¿Qué te pasa? —dijo Nico, preocupado.
—No sé… —dijo ella con voz débil—. Tengo
mucho frío.
—Estás ardiendo —dijo Nico mientras le tocaba
la frente—. Tenemos que salir de aquí.
Nico ayudó a Clarisa a salir del pozo con mu-
cha dificultad. Cuando estuvieron fuera, Clarisa no
tenía fuerzas para mantenerse en pie.
—Tienes que acostarte, Clarisa —dijo Nico lle-
vándola a su habitación—. Yo espero a tu abuela y
le explico lo que ha pasado.
—¡No! —dijo Clarisa, con las pocas fuerzas que
le quedaban—. ¡No le digas nada! Si sabe que he-
mos bajado hasta el fondo del pozo se va a enfadar
muchísimo.
—Pero, Clarisa… —dijo Nico.
—¡No le digas nada! —gritó Clarisa—. Yo ha-
blaré con ella.
—Vale, vale… —dijo Nico.
Y la ayudó a subir hasta su habitación.
Cuando llegaron, cayó desplomada en la cama.

107
Capítulo XVIII
El frasquito

Clarisa despertó a la mañana siguiente con su


abuela colocándole paños fríos sobre la cabeza; la
fiebre había ascendido a cuarenta grados. Isabel es-
taba muy preocupada. A causa de la fiebre, Clarisa
vivió durante tres días en una especie de sueño lúcido
en el que confundía la realidad con la imaginación y
en el que no entendía absolutamente nada de lo que
ocurría a su alrededor.
Después de tres días en los que perdió la noción
del tiempo y tuvo sueños rarísimos, Clarisa se en-
contraba mucho mejor. Sin embargo, su abuela no
la dejaba salir de la cama:
—De verdad… ¡Me encuentro mucho mejor!
—¡Tú te quedas en la cama hasta que yo te diga!
—le gritó su abuela—. ¿Se puede saber qué has hecho
para ponerte así?

109
Después de cuatro días convaleciente, Clarisa no
se veía con fuerzas de explicarle a su abuela lo que
Nico y ella habían descubierto.
—No sé… —dijo—. A lo mejor cogí frío…
—¡Qué frío ni qué frío! —gritó su abuela—. ¡Si
estamos en agosto y hace un calor horrible!
—No sé, abuela… —dijo Clarisa, todavía un poco
débil.
Isabel la miró con ternura, le dio un beso en la
frente, le acarició la mejilla con la mano y le dijo con
cariño:
—Me has dado un susto de muerte.
Clarisa le cogió la mano a su abuela y la miró con
afecto.
—¡Menos mal que estaba Nico! —añadió la an-
ciana—. Si no hubiera sido por él, no sé ni cómo ha-
brías subido a tu habitación.
—Sí, menos mal, sí… —dijo Clarisa, haciéndose
la despistada.
Y se dio la vuelta en la cama para que su abuela
no percibiera la incomodidad en su cara.
—Voy a bajar a preparar la comida —dijo Isabel
mientras salía por la puerta—. Luego, te la subo.
—Vale, gracias, abuela —agradeció Clarisa.
—¡Ah! —dijo la abuela volviendo a entrar en la
habitación—. Nico ha venido todos los días para
saber cómo estabas. Ayer me dijo que se volvería a
pasar esta tarde.

110
—Vale… —dijo Clarisa con un poco de timidez.
—Cómo te cuida este chico… —añadió Isabel
con picardía.
—¡Abuela! —gritó Clarisa muerta de vergüenza.
Pero Isabel ya estaba en el pasillo camino de la
cocina.

18 de agosto
Día 18 de 31
¡Madre mía! ¿Por dónde empiezo?
Llevo cuatro días en la cama con fiebre. La
abuela me ha cuidado muchísimo y hoy me en-
cuentro un poco mejor.
No tengo ni idea de cómo han pasado cua-
tro días sin enterarme. Todo ha pasado como en
un sueño. Las imágenes del pozo, del abuelo de
la abuela, de su mensaje, de Papadel y de no sé
cuántas cosas más aparecían en mi mente como
en una pesadilla en espiral.
El caso es que, antes de caer enferma, Nico
y yo bajamos al antiguo pozo y descubrimos
una puerta. Estaba cerrada, pero al lado había
un mensaje para la abuela de parte de su abue-
lo. No recuerdo bien qué decía, algo así como
que era muy importante que encontrara algo en
un establo… ¿Algo como qué? ¿Otro instrumen-
to? ¿Dónde hay un establo? Estoy todavía más
perdida que antes de bajar al pozo. También

111
algo más asustada. No entiendo qué tengo que
hacer ni qué significa todo esto.
La abuela me ha dicho que Nico ha venido
cada día a verme… Me da muchísima vergüen-
za haberme puesto tan enferma delante de él…

Después de comer lo que su abuela le había subi-


do, Clarisa se durmió. Aunque estaba mucho mejor,
todavía no se encontraba del todo bien, así que su
abuela le pidió que descansara. Cuando hubo dormi-
do un par de horas, una voz, que parecía que viniera
del espacio exterior, la despertó:
—Clarisa…
Ella abrió los ojos con dificultad. Sentía como si
hubiera dormido una semana entera.
—Clarisa… —volvió a decir la voz.
Era Nico.
En cuanto Clarisa vio a su amigo, se puso muy
nerviosa, trató de arreglarse un poco el pelo y de co-
locarse la camiseta de algodón gigante que llevaba
puesta desde hace cuatro días. Su aspecto no podía
ser muy bueno.
—Llevo unas pintas… —dijo con vergüenza.
—¡Ja, ja, ja! —rio Nico—. Estás hecha un desastre.
Clarisa lo miró con odio y le tiró un almohadón:
—¡Todo esto es por tu culpa!
Nico soltó una carcajada enorme mientras trataba
de esquivar el almohadón.

112
—Calla, tonta —dijo Nico con cariño.
Clarisa sonrió. Le costaba mantener el enfado con
él durante mucho rato.
—Bueno, ¿a qué has venido? —dijo, haciéndose
la dura mientras sonreía.
—A saber cómo estabas —contestó Nico.
—¡Pues ya ves que estoy mucho mejor! —dijo con
la misma actitud burlona.
—Y a traerte esto —dijo él mientras le daba una
pequeña botellita tapada con un corcho que parecía
estar vacía.
—¿Qué es? —dijo Clarisa examinándola.
—El otro día, en la cueva, dijiste que te gustaría
guardar ese momento en un frasco —dijo Nico con
un poco de vergüenza—. Pues eso… Lo he metido en
un frasquito para ti. No puedes abrirlo nunca.
Clarisa abandonó la actitud burlona y se quedó
mirándolo muy seria. No podía creer que aquel chi-
co, al que conocía desde hacía apenas unos días, le
hubiera hecho el mejor regalo del mundo.
—Voy a guardarlo siempre —dijo ella.
Y colocó en la mesita de noche aquel frasquito,
aparentemente vacío, para que le recordara siempre
uno de los momentos más bonitos que había vivido
en aquel pueblo.

113
114
Capítulo XIX
La olla musga

19 de agosto
Día 19 de 31
Estoy totalmente recuperada. Tengo mu-
chísima energía y necesito saber qué está pa-
sando en el pueblo y qué significa todo lo que
Nico y yo hemos descubierto, pero sé que, para
avanzar, tengo que hablar antes con la abue-
la. No puedo esperar más.

Clarisa cerró su ordenador con fuerza, se duchó


por primera vez en varios días, se vistió y bajó a la
cocina a encontrarse con su abuela. Sin embargo, se
había despertado tan temprano, que todavía estaba
amaneciendo e Isabel aún no estaba despierta.
Aquel día quería hablar con su abuela; quería
saberlo todo acerca de la doble tuba, la canción de

115
sus sueños y la puerta del fondo del pozo. No había
tiempo que perder, de manera que empezó a prepa-
rar un gran desayuno para que, cuando Isabel ba-
jara, pudieran hablar de todo enseguida. Exprimió
zumo, hizo café, tostó pan, cortó tomate y queso y lo
dispuso todo en la mesa, tal como había aprendido.
Cuando Isabel bajó, en bata, se pegó un susto
de muerte:
—¡Clarisa! Pero ¿qué haces aquí tan pronto?
—Quiero hablar contigo —dijo ella, muy seria.
—Debe ser importante si has preparado el de-
sayuno… —dijo Isabel medio en broma.
Pero Clarisa no mudó el gesto. Isabel, entonces,
se sentó en la silla y añadió:
—Vale, vale… Dime, ¿qué pasa?
Clarisa sirvió el café y el zumo, se sentó en su
silla y, sin más rodeos, dijo:
—Abuela, háblame de la doble tuba que hay en
el cobertizo.
Isabel tensó cada músculo de su cara:
—¿Cómo sabes…?
—Eso no importa ahora —la interrumpió su
nieta—. Lo sé todo. O… casi todo. Por eso necesito
que aclares mis dudas y que me expliques todo lo
que sabes.
Isabel destensó la cara y adoptó un gesto muy
serio:
—Muy bien. ¿Qué quieres saber?

116
Clarisa supo entonces que su abuela debía saber
muchas más cosas de las que ella pensaba en un
principio.
—Quiero que me hables de la doble tuba —insistió.
La anciana titubeó unos momentos antes de
hablar:
—El otro día te hablé de mi abuelo, ¿verdad?
Clarisa asintió. Isabel carraspeó.
—Como sabes, estábamos muy unidos —aña-
dió—. Solíamos pasarnos el día en el monte, en los
campos y en las cuevas. Él me enseñó todo lo que sé
de este pueblo. Me enseñó a observar las rocas, los
árboles, a entender el viento y su dirección, a saber
el tiempo que iba a hacer. Era un hombre profun-
damente ligado a la tierra. Él me trasladó ese amor
por lo que le rodeaba.
Clarisa pensó entonces que nunca había ima-
ginado a su abuela como una persona que amara
especialmente la tierra en la que vivía, pero no quiso
interrumpirla.
Isabel continuó:
—Mi abuelo era pastor y conocía cada rincón,
cada grieta, cada río subterráneo… Antes las perso-
nas se relacionaban mucho más con la tierra. No solo
por el tipo de trabajos que hacían, que eran más du-
ros, tampoco nos vamos a engañar, sino también por-
que conocían muchísimo más su entorno. Pues bien,
mi abuelo era una especie de mago trashumante.

117
Clarisa interrumpió a su abuela:
—¿De mago qué?
—Trashumante —aclaró Isabel—. Significa pas-
tor o persona que pasa el ganado de un lugar a otro
en función de la época del año. Además, tenía un
oído absoluto. Eso quiere decir que conocía las no-
tas sin necesidad de haberlas estudiado. Era capaz
de escuchar cualquier sonido de su entorno y saber
qué nota era.
—Qué pasada —dijo Clarisa con la boca abierta.
—Sí… —dijo su abuela con nostalgia—. Era una
persona muy especial.
—Y gracias a su oído absoluto pudo construir
la doble tuba, ¿no? —preguntó Clarisa.
Isabel se sorprendió con la cantidad de informa-
ción que poseía su nieta, pero siguió con su relato:
—Sí —afirmó—. Verás, se dice que muchas gen-
tes de este pueblo escuchan una canción en sueños.
Algunos, como mi abuelo, la escuchaban incluso
estando despiertos. La llaman la canción subterrá-
nea, porque quien la escucha despierto, afirma que
parece que el sonido sale de la tierra.
Clarisa comprendió entonces aquella sensación
que había tenido cuando escuchó la canción estan-
do despierta por primera vez.
Isabel continuó:
—Mi abuelo quiso crear un instrumento que
reprodujera esta canción ancestral para que no se

118
perdiera, para que cualquier persona que viniera al
pueblo pudiera escucharla y nunca despreciara la
tierra, la roca, los campos de trigo, el monte… Ni
siquiera los ladrillos de su casa.
Clarisa empezó a comprender muchas cosas:
—La tocabais juntos, ¿verdad?
—Sí. La construyó casi al final de su vida y nos
la llevábamos a todas partes. Hay, además, una letra
que crearon las gentes del pueblo hace muchísimos
años que se cantaba acompañando a la canción. Ya
casi nadie la conoce… Hasta yo la he olvidado —se
lamentó la abuela.
—Hay una persona que la sigue cantando —dijo
Clarisa.
—¿Quién? —preguntó sorprendida Isabel.
—El señor Alcibíades —añadió Clarisa—. La
cantó el día que lo conocí.
—Ese viejo loco… —dijo Isabel con cariño.
—Abuela… —preguntó Clarisa con miedo—.
¿Por qué…? ¿Por qué nunca me hablaste de él?
Isabel, de pronto, se abandonó a sí misma.
Como si hiciera muchísimo tiempo que no hablara,
de verdad, con nadie.
—Llevo tantos años sola… Al principio yo mis-
ma buscaba esa soledad. Después de la muerte de
tu abuelo, tuve que criar a mis hijos sola y, cuan-
do crecieron y se fueron del pueblo, no me quedó
nadie más. Con el tiempo me encerré en esta casa

119
enorme, me lamentaba por la vida que podría haber
tenido si no hubiera hecho…
Clarisa interrumpió a su abuela para abrazarla.
Al crecer, ella tampoco se lo había puesto fácil.
—¿Si no hubieras… qué abuela?
—Si no hubiera hecho caso a mis padres —dijo
ella con la mirada perdida.
—Abuela, ¿estás bien? —preguntó Clarisa, pre-
ocupada—. Cuéntame qué paso.
—Yo quise mucho al señor Alcibíades… Pero, a
diferencia de mi abuela, que se casó con un pastor,
a pesar de que su familia estaba totalmente en con-
tra, yo sí accedí a los deseos de la mía. Me casé con
quien me tenía que casar. Un hombre de clase alta
y no un cualquiera sin nombre ni apellido.
—El señor Alcibíades sí tiene nombre y apellido
—dijo Clarisa, confusa.
—Es una forma de hablar —dijo su abuela—. El
caso es que me casé con tu abuelo, que tenía tierras
y un título. Fue un hombre maravilloso, no digo
lo contrario, pero mi vida cambió drásticamente.
Empecé a dedicarme a la casa, a mis hijos…
Clarisa lo comprendió todo. Miró a su abuela
y sintió una profunda ternura por ella. Le tomó de
la mano y siguió preguntando:
—¿Y qué tiene que ver Papadel en todo esto?
—¡Ah! Ese cuento… Dicen que Papadel es la
bruja que, desde su gruta subterránea canta la can-

120
ción para que no se sequen los campos, para que
florezcan los bosques y el pueblo no desaparezca.
Esto es solo una leyenda… Mi abuelo siempre me
hablaba de ella y de la olla musga, una especie de
caldo milenario que Papadel remueve constante-
mente mientras canta y que mantiene vivo el pueblo.
—Pero… —dudó Clarisa—. Si Papadel no existe…
¿Cómo explicas que tanta gente conozca la canción?
—Es una melodía que ha pasado de madres a
hijas, de abuelos a nietos, de tíos a sobrinos… Es
cultura popular del pueblo. No es tan raro que to-
dos la conozcamos. Es como esas canciones que
suenan en la radio sin parar… Sin saber cómo, se
te meten en la cabeza.
Clarisa no lo tenía tan claro. Ella nunca había
escuchado aquella melodía hasta aquel verano… ¿O
tal vez sí?
—Entonces… —empezó a decir—. ¿La bruja
Papadel no canta ninguna canción subterránea…?
Isabel negó con la cabeza con cariño.
—¿Y cómo explicas que el árbol de los membri-
llos se haya secado o que ya no quede casi gente en
el pueblo? —insistió Clarisa.
—Clarisa… Son cuentos —dijo su abuela—. Los
tiempos cambian. El clima es cada vez más duro y
la gente no quiere vivir en los pueblos… Lo cierto
es que los entiendo. A mí cada vez se me hace más
pesado mantener todo esto.

121
Clarisa se quedó pensativa y algo triste, sin em-
bargo, había varias cosas que todavía no encajaban.
—Fuiste tú quien cambió la doble tuba de sitio
el otro día, ¿verdad? —preguntó.
—El otro día estuve ordenando las cosas del es-
tablo, sí —dijo su abuela.
—¿Del establo? —preguntó Clarisa, confundida.
—¡Calla! Del cobertizo —se corrigió su abue-
la—. Antiguamente el cobertizo era un establo y a
veces me despisto y lo llamo así. Entonces, ¿has es-
tado rebuscando entre las cosas del cobertizo?
Pero Clarisa ya no estaba escuchando. ¿Su abue-
la acababa de decir que el cobertizo era un establo?
Tenía que comprobar algo enseguida. Se levantó co-
rriendo de la silla y subió a zancadas las escaleras
mientras su abuela gritaba su nombre desde la co-
cina sin entender demasiado lo que estaba pasando.

19 de agosto
Día 19 de 31
Sé que hay algo más detrás de todo esto y
sé dónde encontrar la llave de la puerta del
pozo. Sé que existe la canción subterránea.

122
Capítulo XX
La llave

Clarisa bajó corriendo las escaleras, se discul-


pó con su abuela por haberla dejado con la palabra
en la boca y le dijo que no contara con ella en toda
la mañana. La avisó de que estaría en el cobertizo
y de que no la molestara.
Aunque a Isabel todo aquello no le hacía de-
masiada gracia, no quiso entorpecer a su nieta ni
poner freno a la intimidad que se estaba forjan-
do entre las dos, así que permitió a Clarisa que
siguiera con sus planes, aunque no supiera muy
bien cuáles eran. Confiaba en su nieta, y sabía que,
pasase lo que pasase, podría hablar con ella más
tarde.
Clarisa se dirigió rápidamente al patio, abrió
la puerta del antiguo cobertizo, entró y miró a su
alrededor:

123
—Exacto —afirmó en voz alta—. Esto era un establo.
Ahora que lo sabía, tenía todo el sentido del mundo.
—¿Dónde escondería yo una llave que quisiera
que alguien encontrara? —se preguntó a sí misma
en voz alta.
Hablar consigo misma la ayudaba a pensar.
Primero, buscó en todos los cajones de todos
los muebles que había en el cobertizo. Uno a uno,
fue abriéndolos y encontró todo tipo de cosas,
pero ninguna era la que buscaba. Encontrar una
llave en aquel lugar era un verdadero reto. Además,
¿quién le decía a ella que no hubiera cientos de lla-
ves guardadas allí? En ese caso, debería probarlas
todas… Clarisa empezó a agobiarse, pero siguió
buscando.
Buscó en cada recoveco, cada armario, cada
vasija y cada hueco. En cada cajita, cada estuche y
hasta en un montón de macetas amontonadas, pero
no había ni rastro de nada parecido a una llave.
Después de tres horas buscando, estaba a punto de
darse por vencida cuando, de pronto, dijo en voz alta:
—Y si…
Clarisa decidió mirar en el primer lugar en
el que se le había ocurrido mirar, pero que había
descartado por ser demasiado obvio: la doble tuba.
Inspeccionó el extraño instrumento, sus aper-
turas, su estructura de latón y su base. Ni rastro
de la llave.

124
—Un momento… —volvió a decir en voz alta.
En la base del extraño instrumento, práctica-
mente escondida, había una pequeña apertura de
madera, como una especie de cajoncito diminu-
to que Clarisa no había advertido antes. Intentó
abrirlo, pero estaba atascado, así que cogió un
antiguo tenedor que había por allí e hizo palanca
intentando no romper la doble tuba. No tuvo que
hacer demasiada fuerza; el cajón se abrió y descu-
brió una antigua y reluciente llave hueca.
Clarisa estaba segura, era la llave de la puerta
que Nico y ella habían descubierto.
—La tengo —dijo entre emocionada y nervio-
sa—. Tengo que avisar a Nico.

125
126
Tercera parte

127
Capítulo XXI
La clave de todo

Tras encontrar la llave, Clarisa salió corriendo


del antiguo cobertizo y avisó a su abuela de que no
la esperara para comer. Para que no se preocupara,
le dijo que iría a comer a casa de Nico y el señor
Alcibíades y se despidió hasta la tarde.
De camino, Clarisa advirtió que muchas de las
flores del pueblo estaban marchitas, que las plantas
estaban secas y que los árboles estaban pelados y sin
hojas. El deterioro del lugar era más que evidente.
Cuando llegó a casa de Nico, este no la espe-
raba:
—¡Espera! —dijo desde su habitación—. ¡Que
voy en pijama!
El señor Alcibíades había abierto a Clarisa y
había salido pitando sin darle tiempo a explicarle
absolutamente nada de su hallazgo.

129
Clarisa esperó, sentada en el sofá, a que Nico
bajara:
—¡Date prisa! Tengo algo que decirte.
Nico se dio toda la prisa que pudo y bajó co-
rriendo las escaleras. Antes de que pudieran salu-
darse, Clarisa no pudo aguantar más:
—La he encontrado.
—¿El qué? —preguntó Nico—. ¿Qué has encon-
trado? Por cierto, ¿cómo te encuentras?
—¡Eso ahora no importa! —gritó Clarisa levan-
tándose y sacando la llave del bolsillo—. He encon-
trado la llave de la puerta del pozo.
Nico puso cara de duda:
—¿Dónde? ¿Cuándo?
—En el antiguo cobertizo —contestó ella.
—¿Y cómo estás tan segura de que es la llave de
la puerta del pozo? —dijo él, incrédulo y un poco
altivo—. No sé, podría ser cualquier llave.
—Podrías mostrar algo de emoción, ¿no? —dijo
Clarisa, visiblemente enfadada—. ¿Por qué no me
crees?
Nico bajó la cabeza:
—Perdona…
Clarisa se molestó. ¿Por qué tenía la sensación
de que a veces los chicos dudaban de su inteligen-
cia? En realidad, Nico no era como los chicos de su
clase. Es cierto que podía ser un poco bruto, pero
nunca la había infravalorado. Aquella era una de

130
las cosas que más le gustaba de él y no entendía
porque reaccionaba de esa manera ante un hallazgo
tan importante.
—La he encontrado en una cajita, dentro de la
doble tuba. No hay que ser muy lista para atar todos
los cabos —añadió, ofendida.
Nico se dio cuenta de que su actitud no había
sido la más adecuada y trató de enmendar su error:
—Perdona... —repitió—. Es que me has pillado
en pijama y…
Clarisa puso los ojos en blanco y Nico se cortó
a sí mismo:
—No tengo excusa. No sé por qué he dudado
de ti, pero te pido disculpas.
Aquello estaba mucho mejor.
—No pasa nada —dijo Clarisa, sonriendo.
Clarisa se tranquilizó.
—Bueno, ¿qué? —añadió Nico, con énfasis—.
Vamos a abrir esa puerta, ¿no?

131
Capítulo XXII
El valor recobrado

Clarisa y Nico salieron de casa corriendo,


dispuestos a abrir la puerta del fondo del pozo
y a averiguar si todas aquellas leyendas que sus
abuelos contaban eran reales o no eran más que
cuentos.
Sin embargo, de camino a casa de Clarisa, se
toparon de frente con Isabel:
—¡Pero, bueno! —dijo Isabel, sorprendida al
verlos—. ¿Dónde vais tan rápido? ¿Habéis comido?
—Eh… —balbuceó Clarisa, sin saber muy bien
qué decir.
—¡No! No hemos comido aún —la salvó
Nico—. Tenemos que esperar a que vuelva mi
abuelo.
—¿Dónde está tu abuelo? —preguntó Isabel
con la mosca detrás de la oreja.

133
—Ha… ¡Ha salido! —dijo Nico para salir del
paso.
—Pero ¿dónde vais? —volvió a insistir Isabel.
—Vamos a casa —soltó Clarisa—. Se me ha
olvidado una cosa para… Para una cosa que que-
remos hacer.
Isabel frunció el ceño. Aquello no olía nada
bien, pero, de nuevo, no quiso interponerse. Ade-
más, tenía recados que hacer.
—Bueno… —dijo la anciana—. Yo estaré un
rato fuera. Supongo que cuando llegue ya no es-
taréis.
—No, supongo que no —dijo Clarisa, que
quería acabar con aquello pronto—. Pues… Pues
nada, ¡hasta luego!
—¡Hasta luego! —dijo Nico siendo arrastrado
por Clarisa.
Isabel se quedó plantada en la calle viéndolos
marchar, entornó los ojos con gesto de sospecha y
siguió su camino.
—Uf… ¡Por poco! —dijo Clarisa aminorando
la marcha.
—Tampoco pasaría nada si le hubiéramos di-
cho lo que vamos a hacer… —dijo Nico.
Clarisa paró en seco.
—¿Estás loco? Jamás nos habría dejado —dijo
ella—. Venga, date prisa. Tenemos que hacerlo an-
tes de que vuelva a casa.

134
Nico asintió con la cabeza y empezó a correr
junto a Clarisa. Al fin estaban a punto de descubrir
lo que pasaba.
Llegaron corriendo a casa, abrieron el portón
y entraron deprisa en el cobertizo para coger la
escalera que Nico había devuelto a su sitio para
que Isabel no sospechara. Una vez más, colocaron
la escalera dentro del pozo seco y comenzaron a
bajar los peldaños con mucho cuidado de no tro-
pezar.
—Llevas la llave, ¿verdad? —preguntó Nico
desde abajo.
—¡Si te la acabo de enseñar! —refunfuñó ella.
—¡Vale, vale! —dijo Nico—. Es que estoy un
poco nervioso.
Clarisa sonrió, aunque él no pudo verlo.
—Yo también, no pasa nada —añadió.
Cuando estuvieron abajo, Clarisa encendió la
linterna del móvil y apuntó al mensaje del abuelo
de su abuela una vez más. Estaba claro: definitiva-
mente esperaba que alguien encontrara la llave y
entrara por aquella puerta. Y eso era exactamente
lo que ella iba a hacer.
—Dame la llave —dijo Nico.
—De eso nada —dijo Clarisa.
Y metió la llave en la cerradura.
—Vaya… —dijo Nico sonriendo—. Parece que
ya no tienes ningún miedo.

135
Entonces, la puerta se abrió y, ante ellos, apa-
reció un pasadizo que descendía hasta donde no
podían ver sus ojos. Clarisa se giró hacia Nico son-
riendo:
—No, no lo tengo.

136
Capítulo XXIII
El camino que guía la voz

Un pasadizo que parecía interminable se presen-


taba ante ellos. Clarisa miró a Nico a los ojos y dijo:
—Vamos.
Los dos empezaron a caminar por aquel túnel
que descendía hacia lo que parecían las entrañas
de la tierra.
—Menos mal que has traído el móvil… —dijo
Nico—. Aquí no hay nada de luz.
Siguieron caminando por aquel túnel un buen
rato hasta que el camino se separó en dos.
—Y, ahora, ¿qué hacemos? —preguntó Clarisa.
—Escucha —dijo Nico.
Clarisa aguzó el oído. Si escuchaba atentamente,
podía oír la canción subterránea a lo lejos.
—Es por allí —afirmó Clarisa señalando el
camino de la izquierda.

137
Tras un rato avanzando por el camino de la iz-
quierda, Nico se paró y miró hacia atrás. Todo es-
taba oscuro.
—Oye… —dijo a Clarisa—. Creo que nos esta-
mos alejando demasiado.
—No mires atrás —dijo Clarisa con seriedad—.
Sigue la música.
Entonces, cogió la mano de Nico y siguió des-
cendiendo por aquel túnel sombrío. Ambos se
sintieron reconfortados en aquel lugar tenebroso
gracias al apoyo que sentían el uno del otro.
Habían caminado un buen rato cuando, de
pronto, una luz se vislumbró al final del túnel.
—¡Mira! —gritó Nico—. ¡Ya casi hemos llegado!
—¡La canción suena cada vez más fuerte! —dijo
Clarisa, un poco nerviosa.
Corrieron todo lo que pudieron el último tra-
mo de aquel pasillo subterráneo. Clarisa, de pronto,
tropezó y cayó al suelo.
—¡Cuidado! —dijo Nico, ayudándola.
Pero Clarisa se había quedado pálida y con la
mandíbula totalmente desencajada. Todavía desde
el suelo, consiguió balbucear:
—Ni… Nico… Mira…
Ante ellos se alzaba una majestuosa sala con las
paredes, el techo y el suelo de un mármol negro bri-
llante. En el centro, una especie de peana hexago-
nal altísima se erguía sobre el suelo. Sobre ella, una

138
enorme olla negra humeaba encima de un fuego que
parecía arder sin madera. Pero lo más sobrecogedor
de todo no eran aquellas paredes monumentales y
preciosas, ni aquella gran olla, ni siquiera aquel fue-
go elevado. Sobre la peana y removiendo el caldo
de aquella olla, se alzaba una visión descomunal.
Entre brumas negras espesas, se entreveían unas
enormes y largas manos; una especie de figura de
mujer descomunal y gigantesca se alzaba sobre ellos
difuminada por el humo denso del caldero.
Nico y Clarisa no alcanzaban a ver sus ojos, pero
intuían una mirada negra y penetrante. Su cabello
negro, tan largo que le llegaba hasta el suelo, des-
aparecía y se confundía con el mármol de la gruta.
No podían ver su boca, pero de ella salía una
voz grave, cálida y potente. Aquel sonido etéreo
llenaba la sala oscura. Clarisa y Nico no supieron
reconocer aquel idioma que parecía ancestral, pero
sí advirtieron enseguida que aquella voz llevaba
consigo una melodía: la canción subterránea que
ambos conocían tan bien.
La garganta de aquella bruja colosal llenaba de
magnificencia el impresionante espacio.
—Es la bruja Papadel… —dijo Nico en voz baja.
—Realmente existe…. —añadió Clarisa con la
razón prácticamente suspendida.
De pronto, la música cesó y una magnífica voz
comenzó a hablar:

139
—Hace años que espero que la persona adecua-
da llegue hasta aquí. Pasad, por favor.
Clarisa y Nico se miraron. Nico ayudó a Clarisa
a levantarse y, con muchísima prudencia, pisaron
aquel suelo negro que se abría imponente ante ellos.
—Escuchadme con atención porque solo lo re-
petiré una vez —anunció con severidad Papadel—.
La olla musga es el caldo milenario que mantiene
la tierra que pisáis con vida. No podéis verlo, pero
no queda apenas líquido.
Aunque estaba demasiado elevado como para
que Clarisa y Nico pudieran observarlo, el caldo
verde y denso que borboteaba en la gran olla no
superaba los dos dedos.
—Si se vacía, todo lo que conocéis desaparecerá
y todos olvidarán este lugar. Será como si nunca
hubiera existido —declaró la mujer—. Pero eso ya
lo sabíais… Si no, ¿por qué habríais de estar aquí?
Clarisa y Nico seguían callados ante la grandio-
sidad velada de aquel ser sobrehumano.
—¿Me equivoco? —añadió la bruja.
—No… No —se atrevió a decir Clarisa—.
Pero… ¿qué podemos hacer nosotros?
Papadel se movió el pelo con sus manos y un pro-
fundísimo olor a tierra inundó toda la sala de már-
mol. Nico y Clarisa cerraron los ojos y respiraron
aquel olor penetrante. Por un momento, se quedaron
absortos. La voz de la bruja interrumpió su trance:

140
—Debéis cantar.
Ambos salieron del hechizo que les había pro-
vocado aquella fragancia.
—Vuestra voz es lo único que puede salvaros
—añadió Papadel—. Es la única manera de que la
olla musga vuelva a hervir con abundante caldo mi-
lenario.
Clarisa y Nico se miraron atónitos.
—Ya nadie canta… —se lamentó con un tono de
voz que expresaba una mezcla tristeza y furia y que
puso los pelos de punta a los jóvenes—. Únicamente
aquel viejo.
Y miró con sus profundos ojos negros a Clarisa
y a Nico.
—Ya sabéis de quién hablo —dijo, cautivadora.
—Habla de mi abuelo… —dijo Nico en voz baja.
—Aquello que recitaba el día que lo conocí…
—añadió Clarisa.
De repente, la bruja Papadel dejó de remover
el caldo y Clarisa y Nico sintieron un frío interior
indescriptible, como si una pena enorme se hubiera
apoderado de ellos y no les dejara respirar. La des-
comunal mujer volvió a mirarlos:
—Ahora ya sabéis lo que podría pasaros.
Y siguió removiendo aquel caldo entre brumas
mientras volvía a entonar la eterna canción subte-
rránea.

141
Capítulo XXIV
El canto que no cesa

Tras la advertencia de la bruja Papadel, Clari-


sa y Nico abandonaron la gruta a toda velocidad,
atravesando los túneles y llegando hasta la puerta
que conectaba el mundo subterráneo con el pozo.
Abrieron la puerta y, cuando estuvieron en el
fondo del pozo, se aseguraron de cerrarla bien.
De pronto, una voz asustada gritó desde arriba:
—¡¡¡Clarisa!!!
Era Isabel. Estaba asomada al borde del pozo,
pero ni Clarisa ni Nico podían verla porque era de
noche y no había ni un poco de luz.
—Pero… ¿cuánto rato hemos estado ahí dentro?
—dijo Nico en voz alta.
—Por lo visto el suficiente para que mi abue-
la se haya vuelto loca buscándome… —se lamentó
Clarisa.

143
La anciana volvió a gritar:
—¡Sube aquí ahora mismo!
Clarisa tragó saliva. Le esperaba una buena.
Subieron con cuidado la escalera y, cuando sa-
lieron del pozo, Clarisa vio a su abuela con la cara
absolutamente desencajada.
—¿¡Se puede saber qué hacíais ahí abajo!? —gritó
Isabel—. ¿¡Os habéis vuelto locos!?
—Abuela… —empezó a decir Clarisa.
—¡Ni abuela ni abuelo! —la interrumpió—.
¡Nunca en la vida vuelvas a desaparecer así! ¡Y me-
nos para bajar hasta el fondo de un pozo de hace
quinientos años!
—Isabel… De verdad, no pasa nada. Estamos
bien —trató de disculparse Nico.
—¡Vete a tu casa! —contestó ella—. Es tardísimo
y tu abuelo debe estar preocupadísimo.
Nico se despidió de Clarisa. Lo mejor era no ha-
cer enfadar aún más a Isabel.
—Y tú vete a la cama ahora mismo —dijo la
abuela a su nieta—. Mañana hablaremos de todo
esto.
Y se fue cruzando el jardín como una exhalación.
Clarisa la siguió y subió corriendo a su habita-
ción con la intención de acostarse, pero, aunque eran
más de las doce, estaba demasiado excitada como
para poder dormir, así que abrió el ordenador y co-
menzó a escribir:

144
20 de agosto
Día 20 de 31
Todo era cierto. La bruja Papadel existe.
La canción subterránea es real. ¡No estoy loca!
Papadel la canta eternamente en su gruta
de mármol mientras remueve la olla musga.
¡Nico y yo la hemos visto con nuestros propios
ojos!
El pueblo está desapareciendo porque na-
die canta con ella. Las plantas están murien-
do y la tierra se está secando. Cada vez hay
menos gente… No hay casi nadie por la calle.
Tenemos que hacer algo para que eso no pase.
Tenemos que hablar con el señor Alcibíades y
con la abuela.
El abuelo de la abuela sabía todo esto.
Construyó la doble tuba, dejó pistas antes de
morir, pero la abuela nunca supo verlas…
Ahora mismo está enfadadísima, pero
tiene que entenderlo… Tendrá que hacerlo si
quiere que el pueblo no desaparezca.

Al día siguiente, Clarisa se levantó tarde. Su


abuela, como de costumbre cuando estaba enfa-
dada, no la había despertado, por lo que bajó las
escaleras y se dirigió a la cocina esperando a una
Isabel furibunda o, en el peor de los casos, ausente.

145
Lo que encontró fue algo muy distinto. Cuan-
do entró en la cocina, Nico, el señor Alcibíades y
su abuela estaban desayunando tranquilamente.
Clarisa se quedó totalmente desconcertada en el
marco de la puerta:
—Buenos días… —dijo con incredulidad.
—¡A los buenos días! —gritó el señor Alcibía-
des.
Su abuela se levantó de la mesa y le puso un
plato y un café con leche.
—Ya me han dicho que te encanta el café…
—dijo Isabel.
No estaba, lo que se dice, contenta, pero ni
mucho menos estaba enfadada, ni tensa, ni ausen-
te. De hecho, se la veía bastante relajada, aunque
con su seriedad habitual.
—Sí… Me gusta, sí —dijo Clarisa sentándose
en la mesa.
Todos callaron mientras la miraban fijamente.
—Bueno —dijo Clarisa con vehemencia—, ¿al-
guien va a explicarme qué es lo que está pasando?
Nico sonrió mientras Isabel y el señor Alcibía-
des se miraban con complicidad.
—Se lo he explicado todo —dijo Nico—. No
me parecía justo que, después de todo lo que has
hecho, cargaras con las culpas de lo que ha pasado.
Clarisa no podía creer cómo Nico había con-
vencido a su abuela para que no se enfadara. Em-

146
pezó a balbucear y él, como entendiendo a lo que
se refería, le dijo:
—Ha sido mi abuelo.
Isabel sonrió por lo bajo mientras miraba al se-
ñor Alcibíades.
—Pero… —insistió Clarisa.
—Pero nada —la interrumpió su abuela—. Lo
que hicisteis fue muy peligroso, pero no puedo en-
fadarme porque hicierais algo que yo debí haber
hecho hace muchos años…
—Abuela… —empezó a decir Clarisa—. Tu
abuelo hizo todo lo posible para que siguieras can-
tando la canción subterránea… Dejó la llave en el
cobertizo y…
—Lo sé... —la interrumpió su abuela—. Lo sé.
Y puso una cara de nostalgia que Clarisa supo
interpretar perfectamente. Echaba de menos a su
abuelo, pero también se echaba de menos a sí mis-
ma. Clarisa le cogió la mano y le sonrió, compren-
diendo.
El señor Alcibíades, de pronto, soltó una enor-
me y sincera risotada asustando a todos:
—¡Ja, ja, ja! ¡Acaba el desayuno, niña, y salga-
mos al patio!
Clarisa terminó las tostadas y el café y todos sa-
lieron juntos al patio.
—Aquí nos colocaremos, bajo lárbol del meli-
melum.

147
Nico tradujo a su abuelo para Clarisa:
—Se refiere al árbol del membrillo.
A Isabel se le escapó una risa. Clarisa pensó que
su abuela era feliz por primera vez en mucho tiempo.
—Tomad —dijo Nico repartiendo unos papelitos
con la canción que el señor Alcibíades había canta-
do por la calle acompañando a Clarisa—. Así todos
podremos cantar a la vez.
Isabel entró en el antiguo cobertizo y sacó la do-
ble tuba, que puso en el suelo. Los cuatro se colo-
caron alrededor. El viento que corría era suficiente
para que la doble tuba se accionase y emitiera aque-
lla canción que Nico y Clarisa habían escuchado en
boca de Papadel un día antes.
El señor Alcibíades empezó a cantar, a él se unió
Isabel, después Nico y, por último, Clarisa. Los cua-
tro empezaron a cantar aquellas palabras antiguas
sobre la música que salía de la doble tuba.
Estuvieron un buen rato cantando, pero nada
pareció cambiar a su alrededor.
Clarisa se decepcionó un poco, pero se le olvidó
pronto viendo a su abuela reír junto al señor Alci-
bíades.
Desde aquella mañana, los cuatro se reunieron
cada día para comer en casa de Isabel. Hicieron de
cantar bajo el árbol del membrillo una tradición y,
cada tarde, sacaban la doble tuba y entonaban sus
voces al unísono.

148
Clarisa empezó a dudar de que todo aquello
sirviera para algo, pero disfrutaba tanto que se le
olvidó el objetivo de todo aquello. Simplemente se
dejó llevar y pasó los días disfrutando de largos pa-
seos por el monte, comiendo migas que cocinaban
entre todos, escuchando los monólogos absurdos del
señor Alcibíades, haciendo la siesta e investigando
aquel caserón antiguo que, al fin, la abuela Isabel
había abierto de par en par.

149
150
Capítulo XXV
Los días lentos

28 de agosto
Día 28 de 31
He pasado la mejor semana de mi vida.
Nico, el señor Alcibíades, la abuela y yo hemos
hecho un montón de cosas juntos. Comemos
todos los días en casa. Casi siempre migas,
aunque ya no me molesta. Las hacemos entre
todos y me saben riquísimas. Después, canta-
mos todas las tardes en el patio. Parece que no
sirve para mucho, pero nos da un poco igual.
Me da la impresión de que hace un año de
la visita al mundo subterráneo. Solo ha pasa-
do una semana, pero los días son tan lentos
que parece que hayan pasado setecientos años.
Quiero decir, los días son lentos, pero no como
antes. Son lentos en el buen sentido. No tengo

151
que preocuparme por cosas y personas que no
me interesan y han empezado a interesarme
cosas que antes me aburrían muchísimo, como
ir a coger almendras o doblar sábanas o coci-
nar o limpiar el patio. Ahora hago todas esas
cosas con Nico, y es mucho más divertido.
La abuela pasa mucho tiempo con el señor
Alcibíades. Han vuelto a hacerse amigos. Ella
está más contenta y él… Bueno, él está como
siempre, despreocupado.
Me ha explicado muchísimas más cosas de
su familia. Bueno, de la mía. Me ha hablado
de la fundación del pueblo y de los montes y
de un montón de cosas más.
Estoy tan a gusto que ni siquiera pienso
en N. En realidad, me da igual lo que piense
sobre mí. ¿Por qué me preocupo por personas
que me tratan como si no existiera?
No tengo ganas de volver a casa… No sé
cómo he pasado del aburrimiento más mortal
a intentar alargar lo máximo posible los días
que me quedan para irme. Me recogen en tres
días y no sé cómo voy a sobrevivir a la vuelta
al instituto. Le he dicho a Nico que se compre
un móvil y a la abuela y al señor Alcibíades
que se pongan internet para que podamos ha-
blar durante el resto del año. También me han
dicho que puedo venir algún fin de semana en

152
invierno, cuando haga frío y todo esté nevado.
La abuela me ha dicho que podemos encender
la chimenea y asar cosas en el fuego. Tiene que
ser guay esta casa en invierno.
Nico me ha contado más cosas sobre su
familia. No ha tenido una vida muy fácil y
quiero ayudarlo a que le vaya un poco me-
jor en el instituto. Me ha dicho que le gustaría
estudiar algo relacionado con la tierra y los
montes, así que le he prometido que investigaré
un poco y le aconsejaré lo mejor que pueda.
Nunca, ni en mis mejores sueños, habría
imaginado un verano como el que he pasado.
Cantara es el mejor pueblo del mundo.

153
154
Capítulo XXVI
El florecimiento

Un día antes de que los padres de Clarisa la


recogieran del pueblo para llevarla de vuelta a la
ciudad, su abuela la despertó totalmente emocio-
nada:
—¡Clarisa! ¡Tienes que ver esto!
Clarisa bajó corriendo en pijama. Su abuela
la esperaba en el patio.
—¿Qué pasa? —dijo ella frotándose los ojos.
—¡Mira! —volvió a gritar Isabel—. ¡Mira el
árbol!
Clarisa miró hacia donde le indicaba su abue-
la y, con los ojos muy abiertos, dijo:
—Tengo que contárselo a Nico.
Las hojas del árbol del membrillo volvían a ser
verdes y unos pequeñísimos frutos empezaban a
percibirse en las ramas.

155
Clarisa salió corriendo de casa, sin darse cuen-
ta de que iba en pijama, para avisar a Nico de que
el árbol del membrillo volvía a dar frutos. Por el
camino, advirtió que había pequeñas plantitas ver-
des brotando en las calles y que los árboles, aun-
que pelados, empezaban a mostrar algunas hojas.
Cuando llegó a casa de Nico y el señor Alci-
bíades, Clarisa llamó a la puerta con fuerza, sin ni
siquiera pensar en la hora que era.
—¿¡Qué pasa!? —gritó una voz desde dentro.
—¡Nico! —gritó Clarisa—. ¡Soy yo! ¡Abre!
—¡Ya voy! —dijo él, dándose prisa.
Cuando abrió la puerta, Nico iba en pijama y
tenía el pelo alborotado. Clarisa se quedó emboba-
da un momento mirándolo y pensando que aquel
pelo le quedaba bastante bien.
—Bueno, ¿qué pasa? —dijo él, interrumpiendo
sus pensamientos.
—¡Ay! —dijo ella saliendo de su trance.
—Oye… ¿Por qué vas en pijama? —preguntó
confuso mientras bostezaba.
—¡El árbol! —gritó ella.
—¿Qué árbol? —preguntó Nico rascándose la
cabeza.
—El árbol del membrillo —dijo ella, nerviosa.
—¿Qué le pasa? —volvió a insistir él.
—Ha vuelto a dar frutos —dijo Clarisa son-
riendo ampliamente.

156
A Nico, de pronto, se le iluminó la cara.
—¿Lo hemos conseguido? —preguntó, son-
riente.
—Lo hemos conseguido —contestó ella.
Todo había funcionado. La olla musga volvía
a hervir.

157
158
Capítulo XXVII
La vuelta a casa

31 de agosto
Día 31 de 31 (¿¿¿YA???)
Hoy me recogen mis padres de Cantara.
Estoy muy triste por dejar aquí a la abuela…
Y a Nico y al señor Alcibíades. La abuela me
ha dicho que me llamará y yo le he dicho que
volveré en otoño. Aunque sé que la dejo en
buenas manos.
Esta mañana había más gente en la plaza
y las plantas y los árboles empiezan a recupe-
rarse. He comido migas con la abuela por últi-
ma vez. Parece que el pueblo vuelve a la vida.

Clarisa recogió toda su habitación. Metió la


ropa en la maleta, guardó el ordenador y recogió
su neceser y sus cosas de aseo. Hizo la cama y abrió

159
las ventanas. Antes de bajar, echó un último vistazo
a la habitación abuhardillada; era realmente bonita.
Dejó la maleta en la cocina y subió a la terraza
junto a Nico, que la aguardaba abajo, a observar la
vieja carretera y a esperar a sus padres, como cada
verano. Este, sin embargo, lo hacía acompañada y
no sola.
—No te olvides de nosotros, ¿eh? —le dijo Nico,
tímido.
—Pero ¿cómo iba a olvidarme de este verano?
—le dijo Clarisa mirándolo.
—¿Te llevas el frasquito que te di? —preguntó él
con la cabeza agachada.
Clarisa sonrió.
—Lo llevó aquí —dijo, sacándoselo del bolsillo.
Nico lo miró un instante y se lo cogió a Clarisa
de las manos con cariño.
—¿Qué crees que pasaría si lo abriese? —dijo
entonces, con picardía.
—¡No lo abras! —gritó Clarisa, quitándoselo de
las manos.
Nico soltó una gran risotada:
—No pensaba hacerlo, tonta…
A lo lejos, vieron el coche de los padres de Cla-
risa avanzar por la antigua carretera.
—Bueno… —añadió Nico—. Pues… Hasta el
verano que viene.
—Volveré antes —le recordó Clarisa—. Estare-

160
mos en contacto… Pero cómprate el móvil, ¿eh?
—Que sí, pesada —dijo él dándose la vuelta para
dar una patada a una piedra que había en el suelo.
Clarisa aprovechó el momento para abrazarlo
por detrás. Nico se quedó paralizado, pero luego
se relajó y se dejó abrazar por ella.
—Yo también recordaré este verano —dijo Nico
sonriendo y girándose.
Clarisa mostró una amplia sonrisa:
—El verano que cantamos la canción subte-
rránea.

161
162
Cuando quieras saber, lee.
Cuando quieras reír, lee.
Cuando quieras pensar, lee.
Cuando quieras crecer, lee.

Cuando quieras leer, lee.


164
Un verano en el pueblo de la abuela de La canción
Clarisa podría matar de aburrimiento a subterránea
cualquiera. Es, definitivamente, el lugar más
aburrido del mundo. Clarisa no puede creer
Andrea Pérez

La canción subterránea
que vaya a pasar un mes entero sin amigos
Ilustraciones de Flavia Sorrentino
y sin internet. Además, su abuela, que no
es precisamente la alegría de la huerta,
prácticamente ni le habla. ¿Qué va a hacer
tanto tiempo allí sola?
Pero… ¿Está realmente sola? ¿Qué es esa
extraña melodía que escucha cada noche?
¿Quién es ese señor misterioso que habla
tan raro? ¿Qué está pasando en el pueblo?
Aunque su abuela se muestre tan seria como

Andrea Pérez
siempre, parece que Clarisa va a descubrir
algo que ni en sus sueños habría imaginado…
Un pueblo, una niña harta de todo y una extraña
melodía… ¿Qué clase de misterios esperan a
Clarisa en el lugar más aburrido del mundo?
XXI9788418422232
TKM001565

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