Por Qué Hay Literatura y No Mas Bien Nada?

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¿Por qué hay literatura y no más bien nada?

Néstor García Canclini

Les voy a proponer un viaje un poco extraño: cómo, al discutir la pregun-


ta central de la metafísica, podemos re-enfocar algunas dificultades interdis-
ciplinarias en la relación de la literatura con las ciencias sociales. Quizá halle-
mos también por esta vía otro modo de averiguar si hoy la literatura arriesga
su desaparición: para esto será necesario tener en cuenta lo que sucede con
la digitalización de los libros y revistas, así como las prácticas fronterizas
entre literatura, artes y lenguajes audiovisuales y electrónicos en las nuevas
generaciones. Como estamos ante un proceso abierto, que apenas despega,
esta reflexión es, más que una conferencia, un programa de investigación.
No estoy reponiendo la pregunta acerca de qué es la literatura. Se trata
de algo distinto: cuáles son las relaciones de la literatura con la nada. Esta
interrogación evoca la pregunta primera de la metafísica, que es, según Lei-
bniz, por qué hay algo y no más bien nada. Heiddeger, quien la moduló de
otra manera –¿por qué es el ente y no más bien la nada?– escribió que esta es
la pregunta más digna por ser la más amplia, la más profunda y finalmente la
más originaria. No se está averiguando por qué existe un ente en particular
–ni siquiera el hombre o la Tierra– decía Heidegger, sino el fundamento ge-
neral de la existencia. Por eso, agrega, “lo interrogado en la pregunta retoma
y repercute sobre la pregunta misma. ¿Por qué el por qué?” (Heiddeger, 2003:
14). Podría decirse que al acotar la interrogación general a un ente particular
–la literatura– nos arriesgamos a dejar de lado la cuestión del fundamento de
la existencia y la reducimos a un tipo singular de objeto, uno entre los muchos
que existen. Quiero colocarme aquí en una posición distinta a la de Heidegger
y a la filosofía entendida como metafísica. Como alguien que desea continuar

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la práctica filosófica al trabajar como antropólogo y sociólogo de la cultura,
quiero indagar en qué dirección retomar esa pregunta histórica de la filosofía
cuando examinamos la literatura como práctica social. Para decirlo breve,
soy de los que piensa que estamos en una época que no acata a la metafísica
como fundamento de lo social, aunque sigan latiendo algunos interrogantes
que suscitaron los programas metafísicos.
No sólo la investigación social ha cambiado el modo de hacer las pre-
guntas radicales. Quiero recordar que también en el arte y la literatura con-
temporáneos se reelabora la pregunta por los fundamentos de la existencia y
de lo social. De dos maneras: a) al interrogarse en las novelas o la poesía por
qué existe el mundo o los hombres o determinadas relaciones y no más bien
la nada; b) al cuestionarse como lenguaje, modo de enunciación y representa-
ción y admitir que la propia literatura podría no ser necesaria.
Situar la pregunta en el campo de las ciencias sociales implica reconocer
que los distintos modos de hacer literatura y de cuestionarla están condicio-
nados por el momento histórico y los entornos sociales de la práctica literaria.
¿Qué significa afirmar que las preguntas por la existencia de las cosas y por
la existencia de la literatura varían en interacción con sus contextos? En la
modernidad supone tomar en cuenta la autonomía requerida por la literatura
(y por la sociología de la literatura) para asumir estos interrogantes.
La sociología demostró que la independencia del arte y la literatura no
fue sólo un movimiento filosófico o de mentalidades. Desde el siglo XVIII
en Europa, desde fines del XIX en América Latina, la creación de museos,
galerías, salones literarios y universidades modernas establecieron instancias
propiamente estéticas para valorar las obras artísticas y literarias. Se crea-
ron así, según muestran los estudios de Pierre Bourdieu, campos autónomos,
donde los creadores se vinculan con quienes tienen que ver específicamente
con su trabajo. Hacer arte y literatura son actividades que no dependen de
mandatos religiosos ni fundamentos metafísicos.
Tanto en las ciencias como en las artes el concepto de campo acabó con
la noción romántica e individualista del genio que descubre conocimientos
imprevistos o crea obras excepcionales sacadas de la nada. Sin caer, tampoco,
en el determinismo macrosocial que quería explicar las novelas o las pinturas
por la posición de clase y el modo de producción. Al ceñirse a la estructura
interna de cada campo y a las reglas específicas para producir arte o literatu-

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ra, la investigación sociológica dio instrumentos para leer las obras no como
aparecidas desde la nada sino en el marco de específicas relaciones entre
creadores, intermediarios y públicos. Sin embargo, hoy volvemos a sentir
insatisfacción ante las lecturas sociológicas de la literatura: ayudan a enten-
der sus marcas de época, pero hay algo más que emerge en el hecho literario.
Pese a los cambios culturales y tecnológicos –la competencia con el cine, la
televisión o la comunicación digital, que algunos creyeron condenaba a la
literatura a desaparecer– ésta reinicia una y otra vez su trabajo.

Imágenes y escrituras: modos de dudar


La pregunta que orienta esta exploración se me ocurrió al leer el libro
organizado por Raphael Cuir, Pourquoi y a-t-il de l’art plutôt que rien? El
doctor Cuir, historiador del arte e investigador de la Escuela de Altos Estu-
dios en Ciencias Sociales de París, logró que esta desviación hacia el arte de
la pregunta de Leibniz y Heidegger fuera respondida seriamente –y a veces
también con humor– por 71 historiadores, artistas y críticos.
Varias respuestas aceptan el registro metafísico o relacionado con las
cuestiones primarias o últimas que el interrogante insinúa. “Hay arte porque
hay muerte”. “Todo arte, dice Daniel Abadie, es ante todo, para el creador,
una respuesta a la muerte y a la absurdidad de una existencia que va a desa-
parecer”. Jacques Lenhard, por su lado, sostiene que el arte sería la vía para
reconstruir, mediante el desvío de la cultura, “la tarea infinita de situarse a la
vez dentro y fuera de la naturaleza”. O, en una versión humanista moderna,
según Tzvetan Todorov hay arte “porque los seres humanos tienen necesidad
de trascendencia”, de algo que esté “más allá de la satisfacción” de las nece-
sidades inmediatas y la percepción material de la vida.
Sin embargo, para otros traer la pregunta de Leibniz al arte produce des-
concierto, porque lo propio del arte sería salirse de la metafísica, la religión y
cualquier otra “solución reconfortante”. Itzhak Goldberg recurre a escritores
como Beckett, que valoran la tarea de las novelas y la poesía en tanto sea la
de no tener ninguna tarea organizadora frente a la desesperación, a la noche
profunda, al vacío.
Pregunta Jacques Henric: ¿no será la función del arte insuflar nada donde
hay alguna cosa? En otra aproximación de lo artístico con la literatura, Nor-
bert Hillaire evoca la frase de Hölderlin –“El arte es siempre una catástrofe

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del sentido”– y relee en esa clave las máquinas solteras de Duchamp, las
puestas en abismo de Warhol. Minimalismo, arte conceptual, desconstruc-
ción serían propensiones a la nada, rechazos a la repetición ritual de un mun-
do demasiado cargado de signos e imágenes.
Dos autores con veleidades posmodernas, Jean Baudrillard y Nicolás
Bourriaud, discrepan con esta visión de la radicalidad estética. Baudrillard
sostiene que “normalmente” el arte debería ser “potencia de la nada”, “una
especie de fuerza, de seducción, de magia”. Sin embargo, el “trabajo de lo ne-
gativo” exaltado por algunos artistas modernos y contemporáneos se habría
diluido al devenir el arte “alguna cosa” y al producir instituciones, mercado,
al precipitarse en compromisos entre creadores, productores y públicos.
Nicolás Bourriaud sostiene que “la utilidad del arte” reside en asumir las
relaciones sociales existentes para modificarlas. Según su libro clave sobre
este asunto, Estética relacional, los artistas que importan son los que abren
“intersticios” en el orden imperante, los que crean otras posibilidades de
encuentro cotidiano, comunidades instantáneas generadoras de innovación
(Bourriaud, 2006: 9, 15). En su contestación a esta encuesta el arte busca
“no reducir lo útil a la esfera del provecho”. Al hacer esto, el arte, además
de cuestionarse a sí mismo, pone entre signos de interrogación otras formas
de organizar lo social. Los artistas asumirían las cuestiones antropológicas
como “por qué hay economía en vez de nada” o “por qué hay política en vez
de nada”. El arte como instalador de dudas sobre la existencia.
La postura de Bourriaud, al ampliar lo artístico de modo tan indefinido a
cualquier tipo de performance o instalaciones que desacomoden las relacio-
nes entre sujetos, tiene el inconveniente de disparar una negatividad difusa,
cuya potencia “subversiva y crítica” se diluye rápido, como en buena parte
de las acciones neodadaístas o neoanarquistas que este autor recomienda.
Comparto el pedido de Claire Bishop de examinar la cualidad de las relacio-
nes que produce el arte relacional. ¿No está regresando la estética relacional
a cierto romanticismo comunitarista del 68 y del situacionismo? No todos
los performanceros e instalacionistas conciben su inserción en las relacio-
nes sociales con el experimentalismo angelical que Bourriaud adjudica a esta
corriente al suponer que se trata simplemente de “inventar modos de estar
juntos” (Bourriaud, 2006: 75) y promover el diálogo sobre el monólogo.
Diría que la capacidad del arte de volver dudosas las convenciones orga-

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nizadoras de la sociabilidad y del poder necesita tomar en cuenta el contexto
que da sentido a su práctica negativa y la vuelve comunicable. No para alcan-
zar eficacia pragmática, como si fuera un programa de transformaciones so-
ciales, sino para que sus intervenciones no sean neutralizadas por sus propias
inercias institucionales.
Considerar el contexto en el que nos interrogamos por qué hay arte y
cómo se confronta con la nada sirve para evidenciar algunos supuestos desde
los que Cuir organizó esta encuesta: todos los entrevistados son franceses o
actúan en el área francófona y citan casi exclusivamente a artistas y autores
que se mueven en esa lengua. ¿Fuera de la francofonía sólo existe la nada?
Habría que explorar cómo se ubica esta averiguación metafísica en la geopo-
lítica de la cultura.
Una consecuencia de esta restricción lingüística y sociocultural de la ex-
ploración (que Cuir no problematiza) es reincidir en la tendencia del pensa-
miento hegemónico francés a situar el arte contemporáneo en relación con
una cultura letrada, literaria o de una visualidad de élite. Casi nadie habla
de los medios o de redes digitales, pese a que las respuestas fueron pedidas
para una cadena de televisión en Internet. Los pocos entrevistados que se
refieren a los medios los tratan como enemigos del arte, distorsionadores de
lo real. Bernard Goy, citando el imaginario aristocrático de Malraux, declara:
“en nuestra época democrática”, dominada por las “luces deformantes de los
medios que se jactan de no retener más que los hechos”, sólo el arte “ilumina
al mundo”.
Una perspectiva más atenta a la reestructuración mundial de las prácticas
culturales puede registrar cómo se han desmaterializado las artes y la lite-
ratura en la época de su reproductibilidad tecnológica. Las relaciones de la
escritura y la lectura con lo audiovisual y lo digital nos conducen a un nuevo
régimen simbólico. ¿Se disuelve la consistencia del arte y la literatura, como
algo distinto de la nada, que la resiste, en este tiempo de flujo digital genera-
lizado de imágenes y escrituras?
La desmaterialización, como sabemos, no comenzó con el predominio
de la comunicación digital sobre el arte de objetos y la literatura en papel. Ya
desde Mallarmé y Duchamp las prácticas artísticas basadas en objetos fueron
cediendo lugar a prácticas ancladas en contextos y procesos temporales, en
experiencias abismales de desdefinición de lo estético.

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Podrían rastrearse las relaciones de la literatura y el arte con la nada ana-
lizando si los modos en que los escritores y artistas tratan con la ausencia, el
vacío u otras formas de negatividad corresponden a su diversa ubicación en
distintas estructuras sociales, etapas históricas, rituales y la transgresión de
todo eso. Hablo de correspondencia, no de que los contextos explicarían el
carácter de las obras, porque la sociología y la antropología del arte no pre-
tenden ya suministrar claves de determinaciones sociales sobre la creación;
se interrogan, más bien, si las formas abiertas y polisémicas de la producción,
la comunicación y la recepción del arte y la literatura son correlacionables
con el orden social y sus cambios. Si partimos de la hipótesis de que los actos
que forman parte del proceso literario –escribir, publicar, leer, interpretar, e
incluso vender y comprar textos– son modos de estar en la sociedad, es posi-
ble también indagar qué sentido social tienen las apariciones de lo negativo
en ese proceso: no escribir, escribir y no publicar, no querer reeditar, no leer,
etcétera. Sabemos que muchos escritores han incorporado estos rechazos,
prescindencias, fracasos y desconstrucciones a sus narraciones y poemas.
¿Cuál es su sentido social?
Al estudiar las transgresiones del arte contemporáneo –entre ellas las más
radicales: vaciar las obras de contenido– Natalie Heinich buscó el significado
de las operaciones de desmaterialización como prácticas de una estética ne-
gativa. Cuadros de un solo color (Azul, de Yves Klein), el vaciamiento de la
galería de arte durante el período de la exposición (Exposición del vacío, del
mismo Klein), abstenerse de crear objetos y mostrar como “obra” la firma del
autor o un certificado que acredita la creación (Manzoni), o sustituir la obra
por el relato del proceso de su producción o por los discursos que la anuncian,
la interpretan o publicitan.
En la época moderna, sostiene Heinich, el valor artístico se concentraba
en el objeto y todo lo exterior sólo importaba en tanto expresaba el valor
intrínseco de la obra; “para el paradigma contemporáneo el valor artístico
reside en el conjunto de conexiones –discursos, acciones, redes, situaciones,
efectos de sentido– establecidos en torno del objeto, el cual no es más que
ocasión, pretexto, punto de pasaje, ni siquiera obligado teniendo en cuenta
la tendencia a la desmaterialización de las obras” (Heinich, 1998: 324). En
un tiempo en el que la inflación de las operaciones de mercado, los discur-
sos críticos, museográficos y mercadotécnicos, remplazan a la obras, tanto

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los artistas como los públicos participan de esta reubicación de los gestos
artísticos. El arte puede actuar adhiriendo al protagonismo de los contextos,
proclamando el vaciamiento de la obra o denunciándolo o parodiándolo, pero
no ignorar esta desmaterialización. Por eso, es pertinente una lectura socio-
lógica del vacío.

No escribir, no leer
La pregunta que sigue es con qué recursos conceptuales y con qué mé-
todo podríamos explorar el sentido social de los vínculos de la literatura con
la nada. Se ha buscado, con diversa fortuna, entender sociológicamente la
producción, circulación y recepción de las obras literarias. Pero ¿cómo ac-
ceder al sentido social de la literatura de quienes Enrique Vila-Matas llama
“escritores del No”? Este autor ha documentado “la atracción por la nada”
de Bartleby con su “preferiría no hacerlo”, la idea de Robert Walser de que
escribir que no se puede escribir también es hacer literatura; los silencios
tempranos de Rimbaud y de Rulfo; los cuentos que no acaban de Felisberto
Hernández; los heterónimos de Fernando Pessoa, un modo de ausentarse de
la obra que lleva al extremo el barón de Teive, el heterónimo suicida.
En el archivo literario de Vila-Matas aparecen algunos de los argumentos
sociológicos registrados también en el arte. Walser se negaba a ser enaltecido
“allí donde impera la fuerza y el prestigio”. Rimbaud se despidió para estar
“lejos de la gente que muere en las estaciones”. Se suspende la escritura para
evitar que la búsqueda literaria se malgaste en compromisos con las “batallas
del poder”, la fama y sus fracasos.
También hay razones íntimas para no escribir, por ejemplo la relación
personal con el trabajo literario. Antonio Tabucchi se refiere en Historia
de una historia que no existe al narrador que decidió guardar su relato en un
cajón porque la “oscuridad y el olvido les sientan bien a las historias”. Bor-
ges se asombró, en un artículo sobre las “bodas de plata con el silencio”, de
Enrique Banchs, de que ese poeta, luego de publicar La urna en 1911, enmu-
deciera. Ese libro, decía Borges, admirable por la “limpidez y el temblor”, no
incurría en la “invención escandalosa ni el experimento cargado de porvenir
[…] La urna ha carecido del prestigio guerrero de las polémicas”. ¿Sería por
no haber entrado en estos juegos de méritos sociales –el escándalo, la avan-
zada vanguardista o los debates– que Banchs calló? Tal vez, según Borges,

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“la carrera literaria le parezca irreal”. “Tal vez no quiere fatigar el tiempo con
su nombre y fama”. Sin descartar estas explicaciones sociologizantes, al final
Borges prefiere situar el enigma en el modo de posicionarse personalmente:
“Tal vez su propia destreza le hace desdeñar la literatura como un juego de-
masiado fácil”.

De la inminencia a las mediaciones


¿Qué buscaba Macedonio Fernández al iniciar una novela con 56 pró-
logos? Ese exceso introductorio podría interpretarse como un recurso para
diferir la lectura de la obra. Es coherente con el desapego del autor de Museo
de la Novela Eterna hacia la literatura y hacia el mundo, muestra la dificultad
de situar en el tiempo ese arte secuencial que es la narración (Prólogo a la
eternidad). También fue una incorporación temprana de su novela a la serie
de los no escritores, años antes de que la sociología de la literatura los reco-
nociera como partícipes del sentido de la obra: por eso, dedica un prólogo a
los críticos; otro a los lectores; otro al lector de tapa en la vidriera o Lector
No-conseguido; dos prólogos se ocupan de los personajes y de los candidatos
a personajes, incluido uno que quería ser empleado, no personaje de la novela
porque lo ponía nervioso que lo estuvieran leyendo; otro prólogo está dedica-
do a los no peritos en Metafísica; otro al lector salteado; otro a la persona de
autor; y por la mitad, ni al principio ni al final, coloca una guía a los prólogos,
que según advierte no es confiable porque hay un “prólogo mudable, que, me
avisan, se anda cambiando de página”.
De las muchas interpretaciones propuestas de esta tarea fundacional de
Macedonio, no me interesa tanto aquí ver los prólogos como una estrategia
de producir lectores o modos de leer (Piglia) o de problematizar la paternidad
o el vínculo con el padre (Germán García). Me atrae la instauración de un es-
pacio que antecede a la obra, donde se elabora una estética de lo inminente, o
sea la manera propia en que la literatura se posiciona en la sociedad: no tanto
ante lo que es como ante lo que no es o lo que podría ser. Se ha argumentado
desde las teorías literarias y desde las teorías sociales de la cultura por qué el
arte y la literatura no pueden confundirse con discursos políticos, sociológi-
cos u otros intentos de representar lo real. El trato irreverente o distraído con
lo real hace ver al arte y la literatura como modos de situarse entre los hechos
y la nada. ¿De qué forma, en qué lugar?

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Macedonio Fernández lo practicó en su narrativa con una radicalidad
inaugural que Borges formuló después en La muralla y los libros. Leemos
en ese texto: “La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras tra-
bajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos
algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo;
esta inminencia de una revelación que no se produce, es, quizá, el hecho es-
tético” (Borges, 1994: 13).
Encontré en esta definición del proceso estético como el trabajo con lo
que se halla en estado de inminencia, lo que se insinúa sin llegar a nombrar,
una clave del arte contemporáneo. En el libro La sociedad sin relato do-
cumenté un posible linaje de este pensamiento estético en textos de Walter
Benjamín, Maurice Merleau-Ponty, Gilles Deleuze y Christine Buci-Gluck-
smann. También cultivan ese lugar de inminencia muchos artistas, desde el
“Zero dollar” de Cildo Meireles y la serie On traslation de Antoni Muntadas
hasta las piezas de León Ferrari que combinan elementos de los discursos
políticos, religiosos y bélicos quedando en el umbral de todos ellos, porque
es desde esa zona incipiente donde el arte puede hacer preguntas que esos
discursos no se formulan.
Como en el arte, la literatura opera desde los prólogos, desde la inminen-
cia, cuando lo social es acontecimiento más que estructura, donde el escribir
y el leer presentan un estatus distinto de los actos sociales ordinarios. Es un
modo de hacer que trabaja en la zona de lo indeciso, lo irresuelto, lo que aún
es posible.
Hay arte y literatura donde no se afirma rotundamente lo que es y donde
tampoco se asiste a la simple desposesión de la nada. Lo artístico y lo literario
existen en tanto lo que es aparece con la nada y donde la nada se muestra con
lo que puede ser. Hacer arte o escribir es algo que sucede cuando se evitan
declaraciones absolutas y también cuando el creador no se abandona de modo
total al vértigo de la nada. Se llega a ser artista y escritor aprendiendo a tratar
con lo que es como si pudiera no ser y con lo que no es como si pudiera llegar
a ser. Como actor social, el escritor es el que no pertenece enteramente a su
etnia, su nación o su lengua, transita entre pertenencias frágiles, vive en su
entorno como extranjero, habla pero duda de lo que dice.
La escena de la literatura no es la realidad social estructurada, empíri-
camente observable, ni la de la nada que antecede a lo real. Pero esta expe-

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riencia de lo inminente, donde ocurre el acontecimiento literario, rastreable
también en el arte y la literatura de otras épocas, muestra cambios históricos.
El acto de escribir es un movimiento en apariencia solitario, pero que puede
enunciarse como dificultad de sobrevivencia, en ocasiones lucha por la signi-
ficación, en otras vértigo ante lo que desaparece.
Ilumina ciertos textos, a veces, mirar los tratos de los escritores con la
nada en relación con los acontecimientos contextuales que exaltan o desinte-
gran una vida. Pero necesitamos atender a las ambigüedades de este vínculo,
que no se deja razonar ni bajo las teorías deterministas ni como simple opción
entre lo individual y lo social. Fue lo que le sucedió a Sartre cuando decía
que el marxismo demuestra que Valéry era un intelectual pequeño burgués,
pero no puede explicarnos por qué todos los intelectuales pequeño burgueses
no son Valéry. El defecto de esa fórmula es el antagonismo extremo entre
escritor y clase.
La sociología del arte y la literatura han refinado sus trabajos como so-
ciología de las mediaciones. Hallamos a menudo, como en los escritores del
no, el intento de prescindir del contexto, pero su abstención es también un
modo de admitir el peso de esas condiciones. A la larga, cuando la publi-
cación y el reconocimiento convierten a esos gestos prescindentes en actos
literarios, en parte de la historia de la literatura, hacen patente el papel de las
editoriales, los críticos, los movimientos culturales y sociales, en suma, las
mediaciones que acaban mostrándose, más temprano o más tarde, como parte
de la obra, entendida no como objeto sino como proceso.
Las experiencias de la nada, o más bien de las tensiones entre lo que es y
lo inexistente, pueden diferenciarse si suceden en una guerra, en el exilio, en
la migración, o en otras condiciones sociales que no pueden ser homologa-
das. Se han hallado analogías entre los modos de narrar esas distintas expe-
riencias –y esa potencialidad es lo que confiere universalidad a descripciones
del absurdo o de la nada como las de Kafka o Sebald. Pero necesitamos tomar
en cuenta el modo peculiar de vivir la inminencia en cada situación para cap-
tar mejor su sentido.
La literatura, cuanto menos realista es, conduce las experiencias de nega-
tividad particulares –sea el conflicto bélico o el desarraigo cultural– a relatos
en los que pueden reconocerse lectores que no atravesaron las mismas situa-
ciones del autor. Sin embargo, la historia de la recepción ha vuelto evidente

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que el objeto literario es, más que la obra, la historia de las relaciones entre
obras, intermediarios y lectores. Como escribe Nathalie Heinich, la idea de
una simple confrontación entre escritor y lector es una “idea presociológica”
si no se hace cargo de la “cadena de intermediarios” que van remodelando,
una u otra vez, el significado de los gestos de inminencia literaria.
Este papel de las mediaciones es visible en los escritores que incluyen
en sus obras dispositivos destinados a movilizar a los intermediarios para
que sus innovaciones sean leídas como legítimas o productivas. Se habla del
proceso de “artificación” (Heinich, 2009: 14) al describir, a propósito de Du-
champ, las operaciones con las que movilizó a los expertos autorizados para
que los comentarios, reproducciones, exposiciones e incluso vandalización
de sus ready-made consagraran como arte lo que había propuesto como ob-
jetos extraños al canon.
¿En qué escritores se les ocurre pensar? Alan Pauls ha exhibido la capa-
cidad de Borges para “manipular contextos”: distribuía citas, controversias e
injurias, administraba las reediciones con añadidos, prólogo a los prólogos y
posfacios. Juan Villoro analiza a Hemingway como el narrador antiintelec-
tual que se deleitó al forjar su imagen pescando salmones, viendo partidos de
béisbol y corridas de toros. En años recientes los críticos de Roberto Bolaño
encuentran en sus notas ocasionales, discursos para agradecer premios y para
ironizar sobre los de otros con qué constancia elaboró su figura social de “in-
sufrible” como parte de su literatura.
Sea o no intención del autor orientar la circulación y recepción, el mundo
del arte y el de la literatura están organizados para que aun las formas más
radicales de alternatividad o prescindencia respecto de sus reglas funcionen
como contextos. Con frecuencia los gestos marginales se convierten en jue-
gos de mediaciones. La literatura, y el estudio sobre ella, necesitan pensarse
entonces, como “co-construcción” (Heinich, 2009: 28) entre autores, media-
dores y públicos.
Todo esto tiene consecuencias epistemológicas. Me detengo en una: el
trabajo interdisciplinario. El sentido intrínseco de la obra requiere análisis
específicamente literarios. Pero el estudio del conjunto de operaciones me-
diante las cuales los objetos alcanzan apreciación estética, son rechazados,
y pasan luego, a veces, de la nada al canon, vuelve pertinentes enfoques so-
cioantropológicos y de economía de la cultura. Sólo una perspectiva interdis-

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ciplinaria, o mejor: transdisciplinaria, logra abarcar el complejo de gestos,
redes y usos sin los cuales una novela o un poema no transitarían de quienes
los hacen a quienes los leen.

Literatura sin papel


Hemos relocalizado la cuestión de por qué existe literatura y no más bien
nada al girar la formula metafísica hacia las condiciones sociales en las que
la practica la literaria ejerce su negatividad y va reconfigurando su sentido.
El objeto literario es, más que las obras o el acto inapresable de la creación,
el proceso sociocultural de su elaboración, su tráfico y las modulaciones en
que se innova el sentido.
Necesitamos hablar, aunque sea en un breve apéndice, del proceso más
reciente: la deriva digital de la literatura. Oímos a editores, libreros y autores
describir la transición de los libros en papel a su reproducción y acceso vir-
tual como si pasáramos de la literatura a la nada. ¿Desaparecerán los libros
ante el avance de internet? O para decirlo de otro modo: ¿qué nuevos tratos
con lo virtual, con la obsolescencia y con la negatividad está construyendo
ya la literatura en los blogs, las descargas libres y la lectura fragmentada e
intertextual que impulsan las tecnologías digitales?
También en este caso es útil dejarse instruir por la historia social de la
cultura. La primera lección es que los medios creativos y comunicaciona-
les no operan por sustitución. La fotografía no reemplazó a la pintura, ni
el cine acabó con el teatro, ni la televisión con el cine. Si tantas muertes
anunciadas quedaron en incitaciones a rehacer los modos de pintar, filmar,
narrar en pantallas grandes y domésticas, ¿por qué obsesionan los temores
a la desaparición del libro debido al auge de internet? Además de que esta
insistente desesperación ha servido para escribir y publicar muchos libros
sobre el tema, viene estimulando una reflexión literaria y cultural compleja
que apenas podemos aludir aquí.
Tanto en relación con el soporte que llamamos libro como en otros mo-
dos de hacer literatura las inquietudes de que nos precipitemos en la nada
parecen ecos de pánicos de otras épocas. ¿Las nuevas formas de publicar en
redes digitales abolirán la escritura de largo aliento y la edición en papel?
Temores semejantes, explica Robert Darnton, surgieron cuando la invención
de tipos móviles por parte de Gutenberg hizo prever el desinterés por los ma-

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nuscritos, pero en verdad la publicación de manuscritos aumentó y prosiguió
tres siglos después de inventarse la imprenta: lo que cambió fue la difusión,
en varios formatos, de lo que se escribía. De modo análogo, la posibilidad de
publicar en papel y hacer disponible el mismo texto en internet, o editar rápi-
do cantidades pequeñas de un libro todas las veces que se requiera, modifica
la experiencia de escribir, comunicar y leer. Pero no como agonía del libro,
sino como convivencia de formatos y medios antiguos con los recientes.
Sabemos que los tiempos de las innovaciones hoy se aceleran. No dis-
ponemos de los largos períodos de la época posgutenberguiana o de la ex-
pansión del cine para digerir los cambios. Más que amenazas de sustitución,
vivimos la coexistencia incierta entre formatos y medios de comunicación.
Esta convivencia tensa estimula la innovación literaria.
Si bien la alteración provocada por los dispositivos electrónicos de escri-
tura y lectura es significativa, cabe recordar que gran parte de las transforma-
ciones que ahora asombran nacieron antes de las computadoras personales,
internet y las redes sociales: los relatos no lineales, la interactividad con el
lector, la subversión de la metafísica que imaginaba la lengua como repre-
sentación del mundo. Mallarmé, Perec, Calvino y Cortázar ensayaron con
lápices o en máquinas de escribir hipertextos y reescrituras. Las desviaciones
e intervenciones de Robert Walser, los relatos en que Walter Benjamin des-
cribe el “arte de perderse” y la enciclopedia que agrupa en un solo conjunto
los animales pertenecientes al emperador, los que se agitan como locos y los
pintados con un pincel finísimo de pelo de camello fueron escritos a mano.
¿Qué hay de nuevo entonces en las novelas hechas con emails, con blogs,
literatura sin papel, multiautoría de internautas? Tal vez la investigación re-
vele que los procesos de combinatoria textual e interactividad aparecen, por
ahora, más como un cambio de escala social y reformulación de la autono-
mía literaria, que como una mutación de lo que entendíamos como literatura.
Al decir esto no quiero disminuir el impacto de los cambios que quitan la
jerarquía al autor inicial de una novela o una crónica, desdibujan la frontera
entre una y otra. Los papeles de escritor, editor y lector se entremezclan. Se
amplía y facilita el acceso a la producción literaria de más lenguas y países
que los exhibidos en librerías. Por otro lado, si es posible la autoedición y
autopromoción de los escritores se modifica el papel del editor y los críticos
como curadores de lo que se publica.

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Entre los procesos incipientes que alteran la materia y la forma de lo lite-
rario, destacan las novelas electrónicas que combinan el hipertexto, el video
y el audio. Ya existen hasta premios a la literatura de textos en hipermedia,
como el UCM/Microsoft que ganó la novela Golpe de gracia, del colombia-
no Jaime Alejandro Rodríguez, en su primera edición, en 2011 (http://www.
javeriana.edu.co/golpedegracia). ¿Serán variaciones de lo que hace décadas
ocurre con la literatura practicada bajo la forma de guiones de películas o
difundida como audiolibros?
No sólo la reconfiguración de lo escrito en vínculos con lo audiovisual
está modificando la autonomía del campo literario. También el predominio
del texto sobre el contexto, que marcó la teoría de la literatura en el siglo XX,
disminuye cuando los lectores accedemos en la red a las novelas o los poemas
junto con enlaces a performances de los autores, blogs de interpretación de
los lectores y sondeos de marketing que sitúan en el debate del día a día la
fortuna de los textos. Los libreros que aconsejan y los críticos especializados
coexisten con tráileres en You Tube y My Space.
Un futuro indeciso, narrativas sin desenlace. ¿Puede calmarse la ansie-
dad recordando cuántos escritores anticiparon este vértigo? Hace más de me-
dio siglo Pedro Salinas decía en el mismo poema que “la nada tiene prisa”,
pero en su enunciación lírica “lo exacto triunfa de lo incalculable” (Salinas,
1946). Prefiero seguir pensando en la literatura como los múltiples modos de
tratar con la nada, no como desaparición sino como inminencia.
Escribir desde la inminencia, desde lo que todavía no es, no significa
abstraerse de lo socialmente existente. Es habitar un lugar donde el mundo
puede pensarse como algo que podría ser de otro modo. La literatura no se
sitúa en una nada ahistórica, sino en esa instancia de enunciación poética que
desafía la prosa del mundo, las estructuras sedimentadas en una sociedad
específica. Lo que justifica la existencia de la literatura es, en palabras de
Jacques Ranciére, esa capacidad poética del arte de escribir que desnaturaliza
los vínculos entre un sistema de relaciones prácticas, las formas de visibilidad
de esas prácticas y sus modos de inteligibilidad. La literatura interviene “en
el recorte de los objetos que forman un mundo común, de los sujetos que lo
pueblan, y de los poderes que estos tienen de verlo, de nombrarlo y de actuar
sobre él” (Ranciére, 2011: 20-21).
Por eso, hacer poética es hacer política, ese modo radical de hacer polí-

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tica que no busca solo conservar el mundo o cambiarlo sino empezar a verlo
de nuevo desde el asombro.

Bibliografía
Bardotti, S. (18 de marzo de 2012). Entrevista a Robert Darnton: Los libros y
los ebooks se complementan. Revista de Cultura Ñ, 438.
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Completas. Buenos Aires: Emecé.
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Editor de América Latina.
Gache, B. (2006). Escrituras nomádes. Del libro pérdido al hipertexto. Gijón:
Ediciones Trea.
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la inminencia. Buenos Aires: Katz Editores.
Heiddeger, M. (2003). Introducción a la Metafísica. Barcelona: Gedisa.
Heinich, N. (1997). L’art contemporain expose aux rejets. Étude de cas.
Nimes: Éditions Jacqueline Chambon.
Heinich, N. (1998). Le triple jeu de l’art contemporain. Paris: Les Éditions
de Minuit.
Helft, N. y Pauls, A. (2000). El factor Borges. Nueve ensayos ilustrados.
Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Ranciére, J. (2011). Política de la literatura. Buenos Aires: Libros del Zorzal.
Salinas, P. (1946). Poema “Civitas Dei”, serie Variaciones número XII (de
XIV). En: P. Salinas. El Contemplado. México: Nueva Floresta/Stylo.
Vila-Matas, E. (2009). Bartleby y compañía. Barcelona: Anagrama.
Villoro, J. (2008). De eso se trata. Ensayos literarios. México: Anagrama.

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