El Espanto de Bucarest - Valentino

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El espanto de Bucarest

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VALENTINO

© 2009 EDICIONES INFINITO


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___

«Si encontráis a un hombre virtuoso y bueno,

no lo apartéis de vosotros;

honradlo para que no tenga que huir

ni refugiarse en desiertos o cavernas u otros lugares solitarios,

lejos de vuestras insidias…»,

Leonardo da Vinci, Aforismos


___

Si mi hermano está herido y pobre, es mi deber, voluntario, que yo, su prójimo, lo sane
y le dé la mitad de lo que tengo, porque si no lo hago, ¿en qué estoy? No vaya a ser que
me convierta en fariseo, es decir, en oligarca –o cura o pastor evangélico–, que cree que el
mundo es él y de él únicamente y trata de convencer maliciosamente de ello a los demás
de que es así, diciéndole que Dios así lo ha querido y comisionado, cuando, en realidad,
falta a la verdad –pues Jesucristo mismo, el Dios hecho carne, fue un humilde obrero de la
carpintería que condenó y denunció la injusta repartición y arrebato de bienes por los
ricos fariseos y susodichos «nobles» contra los pobres– y miente más todavía el fariseo con
el único fin de aferrarse a sus riquezas, y lo hace tan estúpidamente, que da risa verlo
como las protege empleando todo tipo de artificios, dioses y leyes incluidos, como si fuera
a llevarse algo a la tumba, salvo por la desgracia de haber nacido él mismo, pues tantas
son sus ansias de acumular bienes, que no cesa un minuto de arrebatar y explotar las
fuerzas y recursos de los demás, el de los trabajadores, a quienes humilla por creerse casi
divino. Pobre diablo; su pecado es temer siempre, vivir con el miedo de verse una noche
arrebatado, por las manos justicieras del Pueblo, de sus bienes, atormentado por su
conciencia malévola que sabe que hace el mal y que, por tanto, lo hace agonizar día a día.
No, hermano, no hay que ser como el ave rapaz, que todo lo quiere para ella; tú, en cambio,
reparte a todos por igual, pues sabiamente sabes que nada te llevarás a la otra vida, ni
siquiera ese par de algodones que te pondrán en los oídos y las narices, y porque sabes
además que tú y tu hermano son uno mismo, una misma sangre, un mismo Pueblo. No
cabe entonces la mezquindad entre nosotros, los que hemos soportado desde el nacimiento
la pobreza provocada por el Gran Arrebatador y Acumulador de Bienes, el Oligarca, sino
la solidaridad, la conciencia limpia, la repartición igualitaria de los recursos, el trabajo a
brazo unido, el Uno en un Todo Total.
1
El monstruo del Baneasa

«Se estremece al paso de las cacerías y las hordas. La comedia gotea sobre los tablados
de césped. ¡Y la turbación de los pobres y los débiles sobre estos estúpidos planos! En su
visión esclava, Alemania se escalona hacia las lunas; los desiertos tártaros se iluminan,
las antiguas revueltas bullen en el centro del Celeste Imperio, por las escalinatas y los
sillones de reyes, un pequeño mundo descolorido y chato, África y Occidente, va a
edificarse. Luego un ballet de mares y de noches conocidas, una química sin valor, y
melodías imposibles. ¡La misma magia burguesa en todos los puntos donde nos depositará
la posta! El físico más elemental sabe que ya no es posible someterse a esta atmósfera
personal, bruma de remordimientos físicos, cuya comprobación misma es ya un dolor.»

–Arthur Rimbaud, Atardecer Histórico, Iluminaciones.

__

–Violenta, pero Libertad al fin y al cabo –se dijo Scott al arribar al aeropuerto
Baneasa, al norte de Bucarest, en Rumania, valija en mano, gozoso de pisar un
suelo libre de la represión comunista. «Adiós al odio hacia la Naturaleza
humana», suspiró satisfecho.
Caminaba despacio, feliz, pero desorientado, leyendo los letreros de la
Terminal en busca de la sala de espera. Mientras recorría aquellos pasillos, sus
ojos no daban crédito a lo que veía: un edificio grandísimo, con nombres de
aerolíneas desconocidas para él, «German Wings, My Air y Sky Europe»,
moderno y atestado de gente, muy lejano de la estrechez y el óxido en las
láminas y las canaletas del techo que imaginó, burdamente, a punto de caerle en
la cabeza cuando abordaba el avión de ida en Nueva York, la capital financiera
del nuevo Imperio, en el aeropuerto John F. Kennedy, quizá el más visitado del
mundo después del de Houston.
«Soy afortunado», pensaba, «de que hoy, puestos mis pies acá en la estación,
que por cierto creía primitiva, estemos ya en el ’92, a tres años de la Caída de ese
tirano socialista que respondía al nombre de Nicolae Ceausescu, y he tenido el
placer de pasar el registro sin haber sido esculcado desde las uñas hasta las
orejas».
Circulaba por los alerones de la edificación, husmeando en los quioscos,
ansioso por ver si se daba el lujo de comprarse un recuerdo; pronto se topó con
un busto del ex dictador.
«A ver, señor adusto», le dijo mentalmente a la figura en forma sarcástica.
«Sus camaradas dirán de usted que fue un personaje egregio, sin igual en el
mundo, un hombre que por fuerza transcendió en la idiosincrasia de los hijos de
esta nación, cuyos ojos contemplaron, (con un falso deje poético) –echó una
ojeada alrededor–, lustro tras lustro, su terca voluntad erigir grandiosos
complejos habitacionales, además de tejer una economía colectiva militante que
consiguió sacarlos de la época medieval hacia una de implacable industrialismo.
Bonito, sí, muy bonito; pero yo digo que usted, sí señor, que usted poco o nada
hizo por la libertad individual de su gente».
Carraspeó; se sentía observado; cogió la maleta, y en tanto andaba por los
pasadizos, asombrado de ver aquella obra, que nunca creyó posible en un país
ahora salido del comunismo, pues lo suponía campesino, atrasado, una clásica
aldea del Tercer Mundo. «Bueno; le reconoceré algo por la belleza de este
aeropuerto; en verdad que está magnifico; no obstante, le falta mucho para que
pueda compararse siquiera a uno de los más pequeños de mi país», exclamó. «Ya
veremos la nueva infraestructura, mil veces mejor, que surja gracias al capital
privado; sí, ya veremos. No más represión comunista, no más; su ciclo ha
terminado». Y este ciclo comunitario, se dijo, había acabado cuando cesó el
poderío de aquella voluntad hombruna, apagada en cuestión de minutos un día
decembrino de 1989. «Ah, estos líderes y su miopía histórica contemporánea»,
siguió. «Miopía y sordera histórica (y en esto no se equivocaron los hombres
anteriores a Lenin1, eh, que dijeron que la humanidad no estaba preparada
todavía para el comunismo) que hicieron que el Bloque2 cayera tan frágilmente,
cual piezas de domino, ante los soplidos verdes de un nuevo orden mundial: la
globalización. Aunque, si bien hubieron podido prever estas variables, la asfixia
ideológica les hubiera impedido resistirla».

1
Vladimir Ilich Ulianov: primer revolucionario del mundo y de todos los tiempos, y el primer hombre que llevó a la
práctica la teoría marxista del comunismo, que él mismo ayudó a desarrollar. Discípulo de Marx, creía que para la
aplicación del comunismo no se debía esperar a que la sociedad humana evolucionara (pues ésta lo haría muy
lentamente, quizá a través de miles de años, con las consecuentes tragedias humanas generadas por el capitalismo,
primera etapa para llegar al socialismo), sino que se podía llegar a ella por medio de la Revolución (ruptura y
aceleramiento evolutivo). Su teoría contaba con la estatalización de los medios de producción, que aprovecharía el
trabajo de
todos para luego repartir el producto en forma justa y equitativa; sin embargo, no tomó en cuenta el factor sicológico
humano, todavía en albores.
2
Bloque comunista formado por los países de Europa Oriental.
«Pasó ayer, en Babilonia, en Persia, en Grecia, en Roma, aquí mismo, y
volverá a pasar mañana», volvió a reflexionar. «Acaso no pase lo mismo en mi
país. ¡Dios quiera que eso nunca ocurra! Por otro lado, no ha sido el primer
hombre al que las masas lanzan esfuerzo e ideal (aunque retorcidos) al mar del
declive y la obsolescencia, lo que me ratifica aquel viejo, cruel e inequívoco dicho
de que “nadie sabe para quién trabaja”, como bien lo comprobó él mismo el día
de su ejecución. Pareciera que la gente actuara desagradecidamente, pero es que
el tipo se ganó las antipatías por derecho propio».
Mas ahora, según Scott, al parecer todo había cambiado para bien
(desvirtuando así la creencia de las viejas escuelas comunistas de que todo quedaría
en ciénagas negras o en la anarquía) y acontecía que la vida, como siempre ocurría
cuando se la reprime, empezó a surgir con muchísima más fuerza y dinamismo,
poblando las calles de la ciudad con hordas de flamantes burgueses,
comerciantes y otros en busca de lucro, quienes, una vez encontrado el medio,
produjeron una ola privatizadora gigantesca que arrasaría con todo: gobierno,
alfabeto, leyes y costumbres. Ya no se oía más acerca de granjas colectivas o
fábricas del pueblo, ni se escribía en cirílico, sino de propiedades privadas,
superávits, acciones bursátiles en alza, índice Dow Jones, anotadas en caracteres
latinos, y todo ello surfeando paladinamente sobre las aguas del Dambovita, ese
río caudaloso que vio nacer dinastías monárquicas ineptas, dictaduras
comunistas burócratas, pero que ahora vivía momentos únicos llevado de la
mano por una joven democracia de mercado abierto que día a día enriquecía al
más astuto y desamparaba al menos favorecido.
«Violenta, pero Libertad al fin y al cabo», repitió campante. «Como
corresponde al libre curso dictado por la Naturaleza».
Se imaginó a Bucarest como la había leído en los libros, enigmática, gustosa
de ufanarse de ser la perla más bella del Este, amante de lagos sugestivos que
encantan con su rumor la visión de los nuevos hombres, los del futuro, los
hombres del capital de inversión y del e-mundo. Y Rumania le resultaba bella
(esa era la palabra justa), bella eslavia latina, compuesta de dacios, eslovacos,
serbios, croatas, hogar de gitanos y hunos, patria de viejas lenguas escondidas en
la masa rocosa de los Cárpatos, colmada además de mujeres sublimes, como no
existen otras en Europa, hombres hercúleos, y tierras que exudan fantasía,
devoción y misterio, señoríos donde vagan, impunes, condes drácula que luchan
a duelo mortal contra hombres-lobo en noches de luna llena, y que hechizan a
todo aquel que se atreva a dar un paso por sus caminos, los que conducen,
inevitablemente, sin saber uno por qué, hacia los recónditos senderos de la
mágica Transilvania. Al ver esas grandes cordilleras y valles del centro rumano,
ningún occidental puede evitar el hecho, aun ahora, de pronunciar los nombres
de Polidori y Stoker3. Así es Rumania, evocadora de hombres y nombres célebres
de muertos, pero una fábrica entera de inéditos personajes de magnitud mundial.
Y a veces sucede que, al poner pie en tierra lejana, el espíritu se intranquiliza
al recordar las tradiciones y mitos de los lugares que visita, en reflejos
condicionados por la enseñanza y el estudio a través de los años, tanto que casi
termina por creer que en verdad existen monstruos quiméricos acechando atrás
de la esquina, listos para asaltarnos a mitad de la noche. Impresiones «fofas»,
tétricas, inconsistentes con la realidad, inoculadas en nuestro subconsciente, que
funcionan a la perfección para subordinar los sentidos y, sobretodo, la conducta.
Al darse cuenta uno de ello, pronto una sonrisa aflora en los labios. ¡Vaya tonto
en el que me habré convertido! ¡Cómo si pudiera existir algo así como un
nosferatu, y peor aún, temer estúpidamente a lo que nunca ha existido! ¡Cómo si
no bastara el horror de vivir encerrado por el comunismo!
Llegó Scott, pues, en el ’92 a Bucarest, y ni bien acababa de pensar en estas
palabras, de pie en una salita del aeropuerto, donde ya esperaba inquieto la
llegada de su anfitrión, cuando decidió distraerse leyendo el periódico, el
Evenimentul Zilei4, que cogió de un estante.
Lo abrió y, cosas de la vida, chocó con un titular de primera plana que le dejó
un desagradable sabor de boca:
«EL ‘BALAUR’5 ATACA DE NUEVO: OTRO ASESINATO EN EL BANEASA.
El mundo de la ciencia pierde otro gran científico. –EN PÁGINAS INTERIORES, 33. –
Redacción Central. Hecho acaecido a las 11:55 PM del 02/02/92. –En la madrugada de
hoy –ayer por la noche–, el profesor Ion Rahova, eminente biólogo molecular, fue
encontrado muerto junto a un desconocido a orillas del aeropuerto internacional
Aurel Vlaicu (conocido popularmente como Baneasa). Nuestros periodistas tan
sólo han podido hacerse de algunas declaraciones de testigos oculares que
presenciaron el suceso mientras transitaban por el bulevar a tales horas. Nuestra
Redacción transcribe sus impresiones, aunque advertimos que no podemos dar
fe de la seriedad de las mismas. Esta es la crónica del evento en palabras del
ciudadano Z… (Se omite el nombre por razones de seguridad):

3
John William Polidori, de los primeros autores modernos en componer un relato acerca de la existencia de los
vampiros. Compuso un cuento, «El vampiro», cuyo protagonista, Lord Ruthven, aparece como un hombre inmortal
lleno de vicio y corrupción, “empactado” con seres diabólicos griegos. Bram Stoker, autor de la novela «Drácula», el
vampiro, quien toma como escenario el paisaje campiño de Transilvania.
4
Periódico rumano sensacionalista fundado en 1991.
5
En el folclore rumano un balaur es una criatura similar a un dragón europeo, aunque distinto, pues los dragones,
como tales, también existen en el folclore rumano. Un balaur es bastante grande, tiene aletas, patas, y múltiples
cabezas de serpiente (normalmente tres, otras veces siete, o incluso doce). Cuando aparece esta figura tradicional en
la mayoría de cuentos rumanos, es para representar al Mal, que debe ser derrotado por Făt-Frumos para liberar a la
Princesa (Se le asocia con el Zmeu, otro monstruo mitológico rumano).
»Hacía un frío insoportable esa medianoche; yo venía en el auto con mi pequeño
Gheorghe, conduciendo el camión cargado de electrodomésticos desde uno de los mercados
de Brasov, y circulaba reposadamente por la calle, cuando vi que dos hombres, embutidas
las manos en sus americanas, discutían acaloradamente sepa Dios qué negocios (tampoco
me importan). Pues bueno, el clima era intenso, sí, plomizo, y recuerdo haber escuchado
por la radio que las autoridades habían tomado la decisión de suspender los vuelos.
Íbamos ya saliendo de la zona (Gheorghe se me había acomodado en las piernas), y eché
un vistazo por última vez, preguntándome en el fondo si los hombres habrían alcanzado
algún acuerdo, pero no, éstos seguían igual de acalorados y necios, vociferándose al borde
de la acera, junto a un auto rojo, reclamándose el uno al otro sin importarles una papa
que las gentes los vieran. De presto, y ponga oído, periodista, ya que Dios sabe que no
miento (Vea, mire el icono de Jesús, San José y Santa María en forma de dije colgando en
mi pecho, ¡soy un cristiano ortodoxo muy devoto!), vi… (¡Se habrá visto algo semejante
andar por los caminos del mundo, y créame lo que le digo! ¡Vea, vea mi horror!)… Vi una
figura grotesca… un Zmeu, una bestia, ¡cosa diabólica!, correr a una velocidad insólita y
brincar por arriba de sus cabezas, furiosa, emitiendo unos bufidos macabros que
espantaban a todo aquel que por ahí se moviera. ¡Los hombres gritaban, señor,
desesperados, agitando los brazos en la penumbra, lanzando y capeando puños, pero ahí
estaban las garras, las garras sangrientas (y los alaridos, los alaridos maléficos, debió
escucharlos usted, señor) que traspasaron en un santiamén el cuerpo de esos pobres
desgraciados! ¡Las garras, señor periodista, las garras, las garras! ¡Ay, Dios Santísimo,
protégeme del Diablo que se ha escapado de los Infiernos! […]».
Cerró el diario de inmediato: le repugnó haber visto la cruda fotografía de los
hombres desgarrados encima del pavimento. ¡Por Dios! ¡Qué plaga en el mundo
habrá hecho del sensacionalismo un dogma! Se sentía afectado por la noticia,
más que nada por la imagen, brutal y despiadada, de los cuerpos ensangrentados
y expuestos al aire libre. Un párpado empezó a temblarle, y el aciago recuerdo de
la muerte, hace dos días, en circunstancias casi similares, de su amigo Emile
Cerveni, ingeniero en genética del MIT6, a quien fuertes lazos de amistad lo
unían, paseó por su cabeza. Precisamente por esta razón de peso, se había visto
obligado a abandonar el Instituto para asistir a sus funerales aquí en Rumania. ¡Y
ahora esta noticia que parecía alargar esa pena! Se sintió conmocionado por lo
ocurrido al señor Rahova, un completo desconocido para él, pero un ser humano
digno de consideración. Volvió a sentarse en una de las butacas, contenido el
aliento. Veía a la gente caminar, presurosa, arrastrando el equipaje, y ya
empezaba a desesperarse, desenroscando las piernas a cada momento, cuando
escuchó una voz templada dirigiéndose a él:

6
Massachusetts Institute of Technology, centro educativo estadounidense que goza de gran prestigio a nivel mundial
por la formación de científicos eminentes.
–Buna –dijo la voz en rumano–: ¿El doctor Scott Fraiser, del Instituto de
Investigación Molecular de Illinois, supongo? –preguntó luego en perfecto inglés.
Se sobresaltó; echó la mirada hacia el frente: era una mujer, muy bella, por
cierto, velada por una mata de pelo negro, sedoso, cortado en capas grafiladas
que escondían unas finas arrugas en lo alto de su carita ovalada, algo macilenta,
propia de los treinta años, que le partían, además, el entrecejo por un frunce
perpendicular que terminaba en una nariz afilada. Pequeños detalles de la edad
que acentuaban su hermosura (aunque la dueña de estas facciones, al parecer y
por el semblante serio, lo ignoraba por completo), poquitín salvaje y díscola,
mezcla típica de nórdico y meridional. Asintió.
–Soy la agente Cecilia Baros –continuó, alcanzándole la mano, complaciente–,
de la Gendarmería de Bucarest. He venido a recibirlo. Espero que su disgusto por
la tardanza no sea muy duro conmigo.
–¿Gendarmería? O sea, ¿la policía de Bucarest? –exclamó sorprendido,
conectando involuntariamente lo que leyó en el periódico con el caso de Emile, y
él en el centro de alguna investigación oscura, de las que acostumbraba a ver en
los documentales de televisión, con la policía secreta arrestando y mandando a la
cárcel a los amigos del sospechoso.
–¡Oh, oh! –le respondió la mujer, divertida, al caer en la cuenta de la reacción
del americano–. Usted me malentiende, doctor Fraiser. Vengo de parte de la
Familia Cerveni. Emile y yo fuimos grandes amigos desde la infancia. Por favor,
no me malentienda.
–¡Ah! No hay problema. Por un momento creí… –iba diciendo, pero un ruido
polifónico muy parecido a las notas del teclado electrónico lo interrumpió.
Se oía dentro del cuerpo de Baros, que metió la mano en su chaqueta y,
excusándose, sacó un teléfono móvil.
«Atunci, putem discuta, Baros?7», se oyó a través de los micro parlantes,
puestos en altavoz, que la agente atendió con un «Nu, Popescu», sin preocuparse
de la presencia de Scott, creyendo, quizá, que éste no podría entender las
palabras. Acto seguido apagó el móvil y rió amablemente:
–¿En qué hotel va usted a hospedarse, doctor Fraiser? –Le cogió las maletas y,
halandolas, lo invitó a salir del aeropuerto en dirección al parqueo. Abordaron el
auto, un Fiat del 58, algo que no le sorprendió a Scott, pues para nadie era un
secreto que bajo los regímenes comunistas los bienes materiales de las gentes se
caracterizaban por la obsolescencia y vejez casi absolutas (y nadie se explica
tampoco por qué, teniendo en cuenta que la producción estatal, según sus
informes quinquenales, siempre fue exorbitante. En realidad la gente lo sabía, rió
para sus adentros, pues en el mero centro de la ciudad, Ceacescu había mandado

7
–¿Podemos hablar, Baros? –No, Popescu.
a construir un palacio que apenas puesta la primera piedra había consumido mil
millones de dólares). «He ahí su magnífica obra», coligió, viendo el cascarón
carcomido de las puertas del auto.
–In Hanul lui Manuc –respondió el doctor, abrochándose el cinturón.
Baros volvió a sonreír, por fórmula.
–¿Habla usted rumano? –exclamó, sorprendida ante sus improvisados
talentos lingüísticos.
–No mucho –respondió–, pero lo suficiente para defenderme de mujeres tan
bellas como usted –Baros se sonrojó.
–Oh, gracias –dijo en seco. Conducía en silencio.
–La verdad es que sólo conozco algunas frases básicas que aprendí de Emile,
cuando estudiábamos juntos en América, pues éste solía entonar canticos de la
Transilvania, cerveza en mano, bailando el Trilisesti8 a lo eslovaco en la viejas
barra del Pub. ¡Ah! No tiene idea de cuánto añoro esos días… Es una lástima que
el tiempo pase y que las cosas buenas se dejen atrás para siempre. ¿No es acaso
duro e injusto, agente Baros?
–Sí, muy duro, pero necesario.
Viéndola de reojo, seducido ya por la elegancia de su complexión atlética,
Scott no podía menos que caer subyugado al aura animal de aquella hembra para
él exótica, tentado por sus olores y por su simetría salvaje, advertido, sin
embargo, en el fondo, inconscientemente, de que esta misma hembra, en su
interior, esperaba la llegada de un hombre superior a ella, que la dominase, que
la realizara como mujer, actitudes lejanas de la psicología de Scott, un hombre
demasiado racional, nacido para la ciencia. Ante los ojos de Scott, Baros poseía
una personalidad inflexible, hermética, distante, pero provocadora. Eso le
agradaba, más aún, empezaba a sentirse atraído por ella.
«Quizá sea por su magnetismo animal», pensó, deslumbrado.
Baros le gustaba y, olvidándose por completo de sus prejuicios políticos, otra
vez se dejaba envolver por aquella sensación instintiva que en los últimos años
había estado acechándole día y noche. ¿Sería la típica crisis de los treinta? A lo
mejor. Lo que sí era cierto es que sentía, por todo el cuerpo, las ganas de decirle a
Baros que ella era muy bonita. Ambos rondaban la medianía de edad y se
encontraban en pleno vigor físico. Scott era soltero, y de un tiempo acá había
caído en la cuenta de que todas las mujeres le parecían bellas; aun a la menos
agraciada, Scott siempre supo encontrarle el lado bueno. Quizá la redondez de
una cadera, la protuberancia de un pecho generoso, o unos labios carnosos, tal

8
Baile folklórico tradicional transilvano similar al "Căluş" (Căluşari: baile existente especialmente en el sur de Rumanía
que se asemeja al baile inglés Morris en cuanto a la coreografía, al significado de la danza ritualistica con las espadas,
y los trajes, y se considera que fue prestado en el oeste de Europa desde la antigua Dacia –en España, más tarde en
Inglaterra– vía los celtas o los godos).
vez una ceja medio arqueada, incluso unos dientes rectilíneos. En otras unos pies
bonitos, y ya de pérdidas, la personalidad. Y con esta disposición de cuerpo y
mente se encontraba siempre en una eterna confusión emocional, por no añadir
que lo espoleaba una desmedida urgencia carnal.
Baros, por su parte, aunque por la mirada de Scott no ignoraba sus
intenciones, solía cohibirse prudentemente. Así veía en Scott a un personaje
común –a pesar de ser extranjero y un objeto nuevo para ella–, sin un ápice de
genialidad o emoción, y al alcanzar a verlo, sentado allí en su Fiat, ni siquiera se
le cruzaba por la mente mantener una relación con él, al contrario de Scott, que
vislumbraba una gran oportunidad de sentar cabeza, o de al menos sostener un
idilio. Y como a Baros no le interesaba aquel hombre, dedujo que lo más sensato
sería tratarlo a distancia, ya que quizá ni siquiera volvería a verlo después de los
funerales de Emile. Eso era lo lógico. Además, nada en él le inspiraba a soñar, y
hasta le parecía que no tenía sangre en las venas, dada la blancura de su piel y el
lento andar, por no mencionar que carecía por completo de una estructura física
membruda. Era un caso perdido. No obstante, podía distinguir en los ojos de
Scott cierto ataque visual, insinuaciones, pero no, no era su tipo de hombre.
Volvió a su semblante serio.
Scott no pudo captar esto desde el principio, aunque sabía que estaba
consciente de su debilidad física, pero a diferencia de Baros, las ganas de poseer
aquella hembra lo incitaban a llamar su atención por cualquier medio posible. En
tanto ésta ni siquiera tenía idea de los pensamientos de Scott, que le importaban
muy poco; de ahí que siempre ofreciera ese semblante tan circunspecto, a veces
exasperantemente sereno, que, no obstante y si otro hombre hubiera sido, la
habría condenado a reconstruirlo día a día en sus adentros, en una tarea
perpetua por frenar el avance del fuego avasallador del celo que la sometía.
–¿Puedo preguntarle algo? –tanteó Scott–, ¿por qué murió asesinado Emile?
Baros, inquieta, halló apresurada la pregunta, comprometedora, pero no
quiso ser descortés.
–Bueno… –titubeó–. ¿Cómo le digo? ¿Por qué no tratamos esto más adelante?
–Sé que la pregunta es incomoda –dijo Scott–, pero yo estimaba mucho a
Emile; era como mi hermano, y no me puedo creer todavía que siendo él un
científico, alguien que no guardaba ninguna postura política, casi un desclasado
además, y dedicado exclusivamente a sus trabajos de laboratorio, haya sido
asesinado con tanta saña. Simplemente se me hace inconcebible pensar en que
está muerto. ¿Por qué alguien tendría motivos para matarlo? A menos que… –
exclamó Scott anonadado–. ¿Por robarle, a él, que no tenía siquiera un centavo en
la bolsa?
Baros seguía muda. Scott calló.
–¿Hay siquiera indicios de quién pudo haber cometido esta atrocidad? –
preguntó luego titubeante.
–Ninguno –contestó Baros, ceñuda.
–¿Ninguno?
Baros seguía conduciendo en silencio. Pasados unos minutos, el auto recorría
ya la famosa avenida Kiseleff, bajo la sombra de las arboledas.
–Le juro que daré con el autor de este crimen –exclamó de repente Baros,
rompiendo el hielo, segura de sí misma, con las manos en el timón–; usted será el
primero en saberlo, doctor Fraiser. Y no se hable más del asunto. ¡Vea! –y le
señaló un monumento parecido al que erigió Napoleón en Francia–: Es el Arco
del Triunfo, aunque algo más pequeño. Se parece al de París, ¿verdad?
–Sí, sí, es idéntico –consintió el doctor, hechizado por la entereza de Baros.
–En los años treinta nos solían llamar el Pequeño París del Este.
–Por supuesto… Y eso me da cuenta del rico acervo cultural rumano.
–Aunque las costumbres del pueblo son mucho más ricas. Ya las verá usted
con el tiempo. Le aseguro que le encantarán.
–Pues yo creo que ya me encanta todo de Rumania –le respondió Scott,
buscando sus ojos, sonriendo, tratando de parecer agradable.
–Sin embargo, debo prevenirlo, doctor Fraiser –añadió Baros–. Usted sabrá
que estamos pasando por una extraordinaria crisis de personalidad nacional, es
decir, muchas cosas están cambiando rápidamente en pocos años, muchas
cosas –dijo espiando el panorama a través de la ventanilla.
Y no mentía. No habían pasado dos años siquiera desde la caída comunista,
un hecho que, en afán de la ciencia, jamás podría pasar desapercibido para
ningún científico que se precie de serlo, pues ¿cómo ignorar un hecho que no se
había dado desde los albores de la humanidad, en los tiempos en que todos los
miembros de un Estado, organización, tribu, o clan, trabajaban en conjunto para
el bienestar del ente comunal, un organismo social único, antes que para ellos
mismos como individuos? Finalmente algo digno de estudio. ¡El comunismo, que
le tocó vivir en su primera juventud, había sido un experimento social sin
parangón, semejante a las mentes que se esforzaron por crearlo! Ahora, en pocos
años, este proceso comunal se veía revertido por el capitalismo, que lo
apabullaba y desmembraba pedazo a pedazo, creando nuevos hombres, del tipo
Bernard Maddoff o Bill Gates, u Omar Hayssam en el caso rumano, poseedores
de fortunas más allá de los 10,000 mil millones de dólares (groseras y
monstruosas cantidades de recursos concentradas en manos de un sólo hombre,
absurdo financiero, pensarán los hombres del futuro lejano, que avergonzó a las
mejores mentes científicas del planeta pero que a los restantes cinco mil millones
y medio de seres humanos, que debieron vivir con menos de un 1 dólar al día, no
sólo avergonzó sino que martirizó al sumergirlos en un mundo de violencia y
muerte), y que ayudaron a revolucionar el pensamiento rumano, sumido tras
varias generaciones en un régimen comunitario después de la Segunda Guerra
Mundial, circunstancia que ahora lo hacía enfrentarse a una verdadera crisis de
identidad económica y social, manifestada en el siguiente axioma existencialista
para el sujeto común: «Si esta cosa antes no era ni mía ni tuya, sino de nosotros,
pero que ahora, después del cambio, debe ser de alguien (porque los nuevos
tiempos exigen tener, ya sea objetos, voluntades o conciencias, o lo que sea, ¡pero
debo tener!) entonces ¿qué debo hacer ante semejante dilema? Antes que nada
debo velar por mi supervivencia (¿no es acaso lógico), y para ello necesito
recursos. Así que la tomaré para mí (arrebatándola a otro; total, no es de nadie),
apropiándome de ella, y la explotaré, y llegaré a ser un gigante poderoso, si es
que puedo, si es que me dejan. ¿Y si no puedo, y si no me dejan? Entonces
utilizaré la fuerza. ¿Y si ésta no funciona, si me aplacan? Entonces me vendo,
venderé mi fuerza, y así obtendré recursos, y con ellos, una vez acumulados,
habré incrementado mi poder a tal grado que seré el gigante que me he creído,
un ser único separado de la masa uniforme, capaz de hacer lo que quiera y
cuando quiera; seré finalmente un ser humano, pero no uno común y corriente,
sino el mejor, uno reverenciado».
Así lo veían las viejas guardias comunistas; por doquier podían escucharse,
con su típica mescolanza ideológica, en boca de jubilados e intelectuales de
cafetín, razonamientos de esta ralea: «Los capitalistas creen que al menos hay
una esperanza con su sistema, pero obvian la coyuntura de que, si bien la
prosperidad económica individual parece factible, a la sombra, en el fondo es
ilusoria, sólo asequible para el más astuto, para el más listo, para el más fuerte,
para el inteligente que, quitando a uno y al otro, pueda volverse capaz de
comprar en rebajas esa fuerza, la que, en un pacto leonino, pagará desigualmente
con míseros centavos, para gozar de ganancias (esa diferencia entre mi
inteligencia y la tuya), mi derecho por ser más brillante que tú, y creado para ello
la Ley que la justifica –tómense para el caso las seudo-leyes esclavizadoras
pensadas por los no menos sesudos filósofos, jurisconsultos y científicos sociales
de la actualidad y del pasado, Ptah-hotep, Manú, Confucio, Platón, Cicerón,
Tomás de Aquino, Smith, Charles Darwin, Newman, entre muchos otros–, y que
es tu fuerza enriqueciéndome, y que el tonto que ahora me la vende por una
nada obligatoriamente tiene que aceptarla sin remilgos, y a menos que ese tonto
se vuelva tan listo y fuerte como yo, cosa que jamás logrará, porque no entiende
el proceso real detrás del capital, ni de la vida, donde existe una ley de
compensación (de la que estoy exento, por supuesto) que dice que entre más
tenga yo menos tendrás tú –¿una prueba palpable?: la existencia de miles de
millones de seres hundidos en la miseria–, seguiré siendo uno de los poquísimos
magnates que prevalece para dominar, no por vanidad, sino por un poder que
me sustente, a innumerables y miserables pueblos».
Y agregaban remilgándose en las sillas: «De esto se trata esencialmente el
cambio: de llegar a ser el más fuerte, el más inteligente, el número uno, el ser que
debe dictar las leyes que los demás deberán acatar. Así, no es anormal ver en sus
libros de texto ponencias como ésta: ‘El capitalismo nace en forma natural en el
Universo, y está en conformidad con sus leyes, pues genera competencia,
principal motor de la Evolución entre los seres humanos, lo que redunda en una
beneficiosa lucha por la conservación de la vida, tan saludable para avivar el
ingenio’. Y todavía exclaman: ‘¿No lo justifica para ello la Ciencia actual
dominada por el pensamiento de Darwin?’ De risa. Una lucha eterna entre lo mío
y lo tuyo, entre mi poder y tu fuercecita, entre mi inteligencia y tu idiotez. En una
palabra: Animalidad. ¿Y las víctimas resultantes de esta implacable teoría
científica? Muy bien, gracias. ‘¿Y no pasa lo mismo en el Universo entero pues,
donde segundo a segundo miles de millones de átomos se sacrifican para la
formación de otros?’, tienen el descaro de decir; y luego: ‘No tengo la culpa de
que la Naturaleza me haya creado así, ¿acaso no me reprende cuando trato de
hacer lo opuesto a lo que Ella me dicta? ¿No pierdo con ello mis ganancias, mis
propiedades, mi alma? ¿No es ésta una justificación válida? Algunos han nacido
para mandar y otros para obedecer. ¿Una analogía clásica, justificada por los
grandes filósofos, desde Aristóteles hasta Herbert Spencer?: El cuerpo humano:
¿No cumplen las células del corazón una función diferente a las del cerebro, y las
del hígado a las de los testículos?, ¿no debería suceder lo mismo en las
sociedades? Más clara no puede ser el agua: unos individuos han sido creados
para ser obreros, y otros empresarios, millonarios, como yo. La Naturaleza es
dura, implacable, y nosotros no podemos cambiarla, debemos acatarla y
convertirnos en lo que Ella manda.’ Entonces les pregunto: ‘¿No podemos
realmente?’ No. ‘¿Podrías imaginarte un mundo donde todos gozaran de
ganancias iguales, donde las células del cerebro y del hígado se juntaran en un
sólo órgano? Imposible. Sería un desastre. Sí, y la Ciencia lo comprueba.’ ¿La
ciencia? Será acaso la ciencia de tu conveniencia: la ciencia animal, la prehumana.
¿Ciencia prehumana? Sí, ¡hombre!, la ciencia que todavía es incapaz de
comprender (sí lo comprende pero se hace la sorda) que el ser humano ha
trascendido, esa misma ciencia que ha descubierto las formas de explicar las
leyes de la vida y del Universo, que sabe cómo funcionan la Naturaleza y sus
componentes, y que sabe que ese mundo animal regido por la inequidad, la
injusticia y la depredación puede cambiarse por uno humano, trascendente,
igualitario, esa misma ciencia, digo, que sabe que ya no soy un simple animal
que mata para vivir sino que vive para pensar y que se avergüenza de ver a su
prójimo en la miseria, esa misma ciencia, grito, es la que le niega al Mundo el
verdadero paso del cambio a uno mejor, libre de desigualdades, el paso de la
animalidad a la humanidad. ‘¿Y quién dice que has trascendido? Tu ciclo
existencial no se diferencia del animal. Naces, comes, duermes, te desarrollas,
matas a otros seres para vivir (en un juego maquiavélico), te reproduces y
mueres.’, me rebatirían. ¡Pues no! Soy un humano que he trascendido, si no,
¿cómo es que puedo pensar en cosas más elevadas que mi propia naturaleza
salvaje, creando nuevas formas de pensamiento, creyendo en que los hombres
podemos trabajar en conjunto, brazo a brazo, por alcanzar la felicidad y el
bienestar comunal, libre de egoísmo y deslealtad? ¿Cómo es que puedo
compadecerme del prójimo? He trascendido. Tengo pensamientos más nobles
que el de un animal. Creo en la buena voluntad de los hombres, en la solidaridad,
en que todos debemos ser iguales y libres, cosa que no sucede en la mente animal,
por ejemplo. ‘¡Otro idealista del montón!’. Sí, claro, del montón, de ese montón
que suma millones, de esos que empiezan clamando por las buenas el fin de este
absurdo sistema animal, pero que después se ven inevitablemente empujados a
matar por necesidad, por la imperiosa necesidad de sobrevivir luchando por las
migajas que caen desde arriba de la mesa. ¿No me crees? Abre tus ojos, imbécil,
heme aquí desnutrido, doblegado por la enfermedad, la violencia y la muerte en
las tierras de África, Asia, América Latina, y el resto del mundo. ¿Te ofendes…?
Más me ofendo yo que estoy siendo comido por mi propio cuerpo. Pero no
escucharás, te justificarás cínicamente diciéndome: ‘Hay algo de cierto en lo que
dices, pero ¿tengo el poder de cambiar las cosas?… No, no puedo… pues no se
trata de que yo pueda cambiarlas simplemente porque yo lo quiera, no; la
Naturaleza me supera, y no debo quebrantarla, porque entonces pagaría con mi
vida. Lo siento; no puedo hacer nada; tampoco tengo el valor de un Sea Shepperd,
que cuida de las ballenas de los océanos; soy un hombre común y corriente que
sabe que todo tiene su orden, su jerarquía, su propósito... No debo ni debes
engañarte a ti mismo; vive y deja vivir; esa es la Ley. Y no te engañes como lo
hicieron ésos de más allá del muro, que creyendo en la unión de los hombres
erigieron uno, pero que fracasó, cayendo, evidencia más que contundente que
nos muestra lo errados que estaban, pues tras ese maldito bloque sólo existía una
fabrica que transformaba seres humanos en robots, seres que debían dejar a un
lado su individualidad a favor de la totalidad, un lugar oscuro donde no existía
la Libertad, sólo represión. Más ahora, con la caída y el cambio, puedo gritar a
todo pulmón que este cuerpo, y su fuerza, es mío, y puedo hacer con él lo que se
me antoje, incluso matarme, o mejor aún, dominar a los otros. Y tú no puedes
cambiar eso, ni a la Naturaleza.’ Tienes razón, pero hazme un favor, ¿quieres?
Grita por mí: ‘Soy el necio más grande que la Evolución jamás haya podido
crear.’».
Ese era el mundo confuso y violento que ahora Baros encaraba y que no
entendía, un mundo incipiente, inseguro, que emergía en una feroz vorágine del
comunismo. ¿A quién no le parecería injusto, mórbido, hipócrita, lleno de una
implacable competencia? Por las condiciones que Rumania atravesaba, a
muchos… Y Baros no lo soportaba, quería huir de él, pero le era imposible. ¿Y
cómo hacerlo? El mundo entero era así. Surgía entonces la siguiente pregunta
acerca de la formación de su personalidad: ¿Sería esto el origen de su gravedad,
de su indiferencia, de su precavido silencio, o habría sido esto quizá producto de
un trauma de la infancia, algo así como un estado patológico sufrido por haber
nacido mujer, creyendo que la vida le debía una compensación, pues habiendo
sido perjudicada por la Naturaleza, asumía, en su subconsciente, una envidia
natural por el pene del hombre? ¡Quién para saberlo! Lo cierto es que Baros
ignoraba a Scott como macho, y éste podía captar esa apatía, que lo impulsaba a
acercársele todavía más, en sutiles pero fijas miradas.
Llegaron al hotel. Lo acompañó hasta el lobby. Verificaron la reservación.
Todo listo. Baros se despidió de Scott, dejándole una tarjeta.
–Vendré por usted mañana, doctor Fraiser –le dijo antes irse–. Espero que
disfrute de nuestro país.
–Gracias –le contestó Scott con los ojos brillantes, embrujado–. Puedo invitarle
un café ahora mismo, si gusta, agente.
Baros meneó la cabeza.
–No; gracias. Es usted muy amable, doctor Fraiser.
–Llámeme Scott, por favor, Baros –le suplicó.
–¿Scott? –le respondió ella, casi indiferente, sacudida por el atrevimiento de
haberla tuteado–. Está bien –y arrancó acelerando el auto a fondo en el cuarto
cambio.
Fue un escape brusco. Scott suspiró. «Sí, ella es la que me conviene», pensó,
animado. Volvió a la habitación. Era acogedora. El periódico vespertino estaba
doblado sobre la mesita de noche. Lo tomó. Se recostó en la cama, tranquilo,
satisfecho de saber que el Destino (¿el Destino? Ja, ja… ¡Qué sandez! ¡Yo, un
bioquímico, pensando en estas cosas tan sensibleras!) lo había mandado a
Rumania con algún propósito (y no tan sólo con la dolorosa tarea de venir al
funeral de su amigo Emile, quien, analizándolo bien, jugaba ahora un importante
papel), ¡el de conocer al amor de su vida!
Retozaba de sueños en su cabeza rubia y, dejando por un instante la figura de
Baros, echó un vistazo al periódico: otra vez aparecía ante sus ojos la amarga
noticia: dos hombres asesinados en el Baneasa. ¡Qué horror! ¡Cómo era posible
que alguna gente pudiera llegar a tales extremos de maldad! ¿Había acaso una
explicación biológica que pudiera aclarar tales perturbaciones en la psiquis de un
hombre? Claro que sí. Somos todos un compuesto de secreciones bioquímicas.
¿Pero qué circunstancias o condiciones podrían ocasionar tales perturbaciones?
¿Una alza repentina de testosterona, dopamina, oxiticina, adrenalina…? Es
sabido que éstas al sucumbir a las presiones ya sea del clima, ya del stress, en fin,
del entorno, son capaces de crear reacciones impredecibles… Scott seguía
pensando en estas cosas, recostado en la cabecera, enlazándolas con su cúmulo
de datos obtenido a través de sus investigaciones en el Instituto Molecular, en
donde, claro está, utilizaba, en vez de seres humanos y conejillos de india,
pequeños robots con inteligencia artificial. Incluso se volvió un experto en este
último campo, que logró unir con el de la genética, lo que le valió el honor de
pertenecer a esa generación X de grandes genetistas e ingenieros en robótica de
los años 90. Al tener aquellas fotografías sangrientas en la mano, entendía más o
menos el proceso de la conducta criminal, aunque, aun sabiéndolo perfectamente,
no le daba mucha importancia a una de sus variables más decisivas: la influencia
de la economía en el sistema biológico humano; es decir, el por qué, el cómo y
con qué fin emprende el hombre la creación de medios para la captación y
transformación de recursos con que logrará su sustento, y cuáles son sus
impactos en la psiquis durante el proceso. En palabras simples: ¿De qué modo
afecta el hambre al cuerpo del ser humano y qué procesos bioquímicos surgen
antes, durante y después de la inanición y qué cosas le incita a hacer para evitar
que ésta se produzca? O sea, ¿produce el hambre stress y se vería un hombre
desesperado a hacer lo que sea para contrarrestarla? Scott parecía no darle
importancia a esta variable, porque jamás se había visto enfrentado a una
situación como ésa, y gustaba de irse por otros razonamientos más complicados
y menos efectivos.
Razonaba, tranquilo, enhebrando un escenario demasiado académico para ser
creído, incluso si éste hubiera tenido una aplicación práctica en la realidad. Pero
eso no lo amilanaba; no. ¿Cuántas veces no se rieron de él muchos de sus colegas
cuando teorizó, utilizando algoritmos en un programa computacional, acerca del
«Juego del Prisionero», donde describía el comportamiento de las células? Y sin
embargo sus predicciones fueron ciertas al comprobarlas bajo el lente del
microscopio electrónico. Darwin había dado en el clavo desde el principio. Mata,
y vivirás. Un ruidillo empezó a vibrarle en el tímpano. Lo ignoró, ya que,
después de todo, Bucarest vivía en estos momentos muchos cambios de
infraestructura, y por doquier podían verse, estacionadas como reinas de la calle,
gigantescas grúas, o se podía escuchar el rugido de los taladros neumáticos
romper con fuerza las capas del pavimento. El sonido, a metros de la ventana, se
le antojaba la acción de un rotor, que parecía acercarse cada vez más. Se levantó
del camastro y puso el periódico en la mesita, dispuesto a aislar el chirrido
cerrando los ventanales. Luego escuchó algo no muy común, como el crujido de
ramas resquebrajándose en los matorrales de enfrente, bajo el balcón. Cogió uno
de los llamadores del ventanal cuando, como sacada de una escena que en el
pasado siglo XX hubiera sido catalogada como tremendista, sendos fragmentos
de bloque demolido le estallaban frente a la nariz, ¡crash!, reventando la pared en
añicos, inundando de polvo la habitación. Scott contuvo el aliento, desorientado,
turbada la vista, abriendo mucho los ojos, petrificado, y veía, estupefacto, el
blandir de unas garras en las brazos de una figura monstruosa que flotaba en el
aire.
Dio, quedito, unos pasitos hacia atrás, pasmado, ya enajenado por la visión,
tratando de huir de aquella figura que empezaba a acecharlo. Mudo, tropezó con
una silla y cayó de espaldas al suelo. La figura se posó justo enfrente de él,
alzando las manos como en el vuelo de un murciélago, con las garras brillando
por la luz que se filtraba por el gran agujero.
–¡Oh, Dios! –gritó, desvaneciéndose–. ¿Qué es lo que quiere de mí? –le
preguntó, aterrado.
El ser anómalo se le abalanzó, pero entonces sucedió lo impensable dentro de
lo increíble; en el preciso instante en que el espectro horrendo se arrojaba con
vehemencia en dirección a Scott, repentinamente, fue expelido por otra figura
igual de horrorosa que dio con él contra el piso. Traquidos y golpes hicieron
temblar la habitación, y pronto en la puerta se escucharon puñetazos y puntas de
pies que luchaban por derribarla. Un furioso ventarrón inundó la pieza,
desordenándola toda, empujando a Scott, que se sujetó de una pata de la cama, y
el primer ¿ente?, no sabría cómo definirlo, se elevó a un metro del piso y salió
proyectado del cuarto, por el agujero, seguido por la otra entidad, que se perdió
a saltos por los matorrales. Entonces cayó la puerta. Dos hombres, bien vestidos,
entraron empuñando sus armas, encontrando a Scott tendido en el suelo,
llorando, hecho un manojo de nervios.
–¡Agentes de la Interpol, agentes de la Interpol! –gritaron. Uno de ellos auxilió
al doctor, que tenía la lengua pegada en el cielo de la boca.
–¡Señor, señor!, ¿se encuentra usted bien? –le dijo el otro–. ¿Qué fue lo que
ocurrió?
Éste estaba en estado de shock, incapaz de comprender lo ocurrido, con los
ojos perdidos en el boquete, congelado por el ataque de pánico.
Finalmente Rumania le había dado la bienvenida.
2
Rosa & Blue

–Apuntes del diario de Rosa Reingold hallados en el Manuscrito del doctor


Scott–

«Del Estrecho de Índigo a los mares de Ossián, sobre la arena rosa y naranja que ha
lavado el cielo vinoso acaban de subir y de cruzarse bulevares de cristal habitados de
inmediato por jóvenes familias pobres que se alimentan en las fruterías. Nada de
riqueza. –¡La ciudad!»

–Arthur Rimbaud, Metropolitano, Iluminaciones.

[Nota del traductor: Aunque no me decidía por insertar estos apuntes que
encontré en los papeles del doctor Fraiser, pues temía que la novela se viera
afectada por cuestiones estéticas, tales como la asimetría estilística o la digresión
literaria, me vi forzado a hacerlo por una razón: la formación sicológica de los
personajes, que en el futuro serán relevantes para la estructuración del relato.
Que conste.]

__

3 de febrero de 1992. Bucarest, Rumania.

(Sucesos ocurridos el día 28 de enero en México, Distrito Federal).

¿Por qué las cosas tienen que ser como son? Sé que es una pregunta sin
sentido, idiota, y que hay miles de razones para criticarla, pero aún así no dejo de
hacérmela. Mis razones las tengo. Tenía seis meses de vivir en la ciudad de
México, esa abrumadora metrópoli trazada en un mural de infinitos contrastes…
Ay, no… se me quedan en la punta de la lengua las palabras idóneas que podrían
describir fielmente a una ciudad tan… tan llena de paradojas… y de las más
crueles y patéticas de la sociedad humana. ¿Por qué dónde, si no allí, podría
encontrarme, en el mismo sitio, con un solitario Carlos Slim, uno de los hombres
más ricos de Latinoamérica, al lado de millones de Juanes Pérez atribulados,
quizá de los más pobres del planeta?, ¿o, (esto sí es tragicómico), ver correr por
las calles a lujosos autos Bentley tratando de evadir Volkswagen destartalados
que ya se caen a pedazos? ¿En qué otro lugar podría contemplar, si no allí, la
absurdidad de mirar rascacielos tan colosales, como los de Nueva York, al lado
de casuchas de hojalata? Nunca pude explicarme estos… ¿contrastes? (¡Dilo, dilo,
no seas cobarde! Las palabras no se inventaron para encubrir la verdad sino para
decirla; ¡dilo, dilo!). Está bien; debo ser precisa, y no ocultar lo que siento, lo que
mi liliputiense raciocinio me impele a expresar: Nunca pude entender porque
hay tanta desigualdad, expuesta al rojo vivo, si su gente es muy industriosa.
Muchos culpan al gobierno, a sus funcionarios corruptos (yo misma he sido
testigo de esto), a su supuesta mediocridad, pero a mí me parece que existe una
razón más poderosa que la provoca, pero soy incapaz de definirla (en realidad sé
definirla, pero creo que, como hacen los demás que lo saben mucho mejor que yo
y que a fin de cuentas son los que sufren las consecuencias, y al parecer no les
importa, no debo meterme en camisas de once varas; basta con decir desigualdad,
y la expresión de esta definición se la dejo a los economistas y políticos, que son
los que deben cuidar del bienestar del pueblo; yo soy una simple ciudadana, y
extranjera, de remate; tampoco soy un Pilatos, no, no, cómo creen…). Por otro
lado, nunca tuve motivos para quejarme de su gente; siempre fui tratada con
cordialidad (fueron muy colaboradores conmigo); y gozan de un buen humor y
doblesentido, que es imposible no sentir un afecto de familia por ellos. Y hoy,
cuando estoy tan lejos y apenas puedo dormir, se me seca el alma… Gracias a
Dios, guardo uno de sus tesoros conmigo: mi bello Atón Blue, el hombre que ha
hecho de mi vida, y lo declaro sin ninguna duda, un paraíso colmado de
sublimes momentos. ¡Ay! Pero no logro detener esas visiones grotescas de la
ciudad que me acechan por las noches… nuestro trabajo como agentes en ella…
y esta situación desconcertante por la que ahora estamos pasando… No hay nada
perfecto en este mundo… quizá en el otro. Tengo mucho que apuntar en este
diario, tanto que decirme para el futuro, que no sé por dónde empezar, pues las
cosas se han sucedido unas a las otras sin orden ni concierto. Creo que
precisamente de eso se trata la vida, de no saber lo que te depara el mañana,
aunque creas que lo tienes todo bajo control. Se reciben a veces tantas buenas
como malas noticias. Lo que escribo ahora, que anoté con una fecha adelantada,
realmente lo viví siete días antes, ya que luego de los acontecimientos vividos,
apenas tenía fuerzas para caminar. Sin embargo, haré lo posible por sincronizar
las fechas. Y como ya días no escribía nada, algunas cosas las difuminó el
recuerdo, tan lento en grabar y rápido en olvidar. Creo que empezaré por las
buenas noticias, y dejaré que las malas surjan por sí mismas.
Intentaré rememorar mis últimos días en México, activos todavía en la
memoria debido a la carga emocional. Cómo empezar sino con los pensamientos
de Blue (mi bello, el que por cierto, había cumplido treinta tres añitos dos días
antes), pensamientos que le recordaré con este registro cuando tenga los sesenta,
ja, ja; ya puedo ver su cara arrugada apretando los ojos de censura; pues bien, esa
mañana (debo aclararme que es la del 28) lo veía sentado sobre ese sillón
escarlata que tantos recuerdos trae consigo a mi memoria, holgazaneado el muy
tremendo, dichoso de la vida, como si estuviera feliz del orden de las cosas en el
Universo, que cree perfecto (según acostumbra él a repetirme, y que yo sospecho
no se trata más que de la influencia de las palabras de Newman y su Teoría de los
Juegos que leyó no hace mucho) y retozando del gusto con un cigarrillo de menta
ensartado en la boca, rascándose flojamente las rodillas, mientras yo me afanaba
por darle los últimos retoques a una estatuilla de mármol (de un tiempo acá me
he aficionado demasiado a este pasatiempo de la escultura). Para mí brillaba
como esos bellos dionisios de la Antigüedad –y no dejaba de admirarlo, cosa que
nunca puedo evitar–, extático, parapetado tras esos enormes cojines de terciopelo,
hablándome de las cosas que a mí me encanta escuchar. Visto así de perfil, (amo
su perfil aguileño) Blue me parecía una obra de arte que emergía limpia y pura,
esplendente, del mismísimo corazón de una almeja acolchonada y recubierta de
seda; desde lo alto del andamio, me daba la impresión de que se deslizaba
silenciosa y gravemente a través del aroma desatado por las rosas y margaritas,
las que cultivé con primor en el jardín interior que compartía junto al taller, en la
mansión que la Agencia nos había alquilado en Ciudad Satélite, esa misma que
fue erigida, según me dijo el de la inmobiliaria, por el gran Pani Darqui, genio
monumental de la arquitectura, al poniente de la ciudad de México. Fue el único
requisito que pedí para la adquisición de la casa, mandar a construir ese jardín,
que sembré con las flores más bellas y delicadas, porque era la mejor forma de
apreciar la belleza poética de mi semidiós y amante terrestre. Me daba gusto
mirar a Blue prestar mucha atención a las punzadas del cincel y al poder de
corrosión de la lima, ansioso por ver mi obra finalmente erigida. Ese es mi
secreto placer de artista. Antes quise conversar cosas banales con él, para que no
sintiera el paso del tiempo y no se exasperara durante la espera.
–Será mi mayor contribución artística al mundo de la religión –le dije,
apurada en pulir el frío mármol, que había importado de las canteras italianas;
ya podía sentir, en mis manos, como el bloque de piedra caliza cobraba un
impulso de vida, relieve y movimiento–. ¿Te gusta, querido? –le pregunté,
sugerente, pasándome las muñecas por la frente empolvada–: Me parece un justo
homenaje a mi Creador Supremo.
Blue se repantigó en el sofá, alisándose el cabello; pegó una chupada al
cigarrillo, para luego ahogarlo en el cenicero. De fondo, se dejaba escuchar,
perdida entre las plantas, las partes de una melodía: «Oye, mi amor,/ no me
digas que no».
–¿Sabes qué es lo que se me viene a mientes, Rosa? –me respondió–. Así es,
querida, al Mercurio forjado por el gran Giambologna, el fascinante maestro de
las formas tenues y depuradas. ¿Te acuerdas de ese Hermes? Gira sobre sí mismo
erizando su gracioso pero amenazante dedo índice al tiempo en que simula
reposar, en puntillas de balletista y como si las rozara, su pie alado sobre ráfagas
de viento. ¡Es esplendido! Mi pobre gusto artístico la considera una de las
mejores esculturas de metal del arte moderno, de las mejores, y no cabe la menor
duda, cielo, de que tú asentirás conmigo.
Blue pronunciaba, como suele hacer (y esta afectación se la he reprochado
siempre), estas palabras con una estructurada cadencia, voz aflautada, sin poder
enterarse de que él mismo se asemejaba a ese estándar de guapura clásica,
aunque algo acrecentada por las trazas de belleza latinoamericana, que aflora en
la rasgadura de sus ojos y la espesura de las cejas. Es un galán de pe a pa, joven,
atento a la moda, culto y estilizado por otra pincelada de extravagancia que, si el
tiempo se pudiera retroceder, antes daban por llamar «dandismo». No me canso
de repetirlo, es un hombre sumamente bello, la envidia y el deseo consumado de
cualquier mujer, un hibrido hijo de la emigración, nacido en Houston, Texas, de
madre hondureña y padre estadounidense, de clase media alta. Se graduó en
Cambridge como ingeniero en genética, formado por las mejores mentes de esa
famosa escuela nacida en The Eagle Pub, donde Francis Crick y James Watson
anunciaron al mundo que el secreto de la vida residía en una doble hélice
genómica. Somos los dos tan diametralmente distintos. Yo, hija de mexicana y
padre norteamericano de raíces alemanas, estoy acostumbrada a arañar a fin de
mes los últimos centavos de mi quincena. Él, en cambio, posee una compañía de
software bioinformático que lo convirtió en millonario a los pocos años,
auxiliado por algunos empujoncitos de su padre, quien influyó para que sus
amigos de la CIA le dieran la oportunidad de probar una de sus creaciones en las
oficinas del departamento de policía local, el Codix Genetic 1.1, un decodificador
genómico que sirve de secuenciador de ADN, y que tanta ayuda nos brinda en
nuestras investigaciones. Por eso lo admiro, porque independientemente de la
ayuda de su padre, ha logrado demostrar su valía como científico al revolucionar
el mundo de la criminalística. De no haber sido por este su invento, ese
magnífico identificador de criminales de última generación que trabaja hoy en
conjunto con los sistemas de huella dactilar como herramienta de búsqueda y
evidencia, jamás nos hubiéramos conocido. Dice que en ese entonces asombró a
propios y extraños, permitiéndole ascender rápidamente dentro de la estructura
como asesor de la CIA; esta fue su mejor recomendación para ser trasladado a la
INTERPOL. Allí fue donde nos conocimos, donde… Lo vi por primera vez
cuando venía de una tarea de campo, y… Fueron sus grandes ojos marrones los
que me embrujaron… Y después de aquel encuentro, mi Blue ya no quiso ser
asesor, y sin que me diera cuenta, al poco tiempo ya trabajaba conmigo como
agente en las calles… ¡Qué soy el amor de su vida! Me encanta cuando me lo dice
al oído, lamiéndome los bordes de la orejita… ¡Mi pareja bombacha!, qué cosas se
te ocurren decir, mi cielo… No obstante esta felicidad, nuestro sentimiento,
obligado por las circunstancias y la incomprensión, ha tenido que fluir por
conductos clandestinos... ¡Estoy divagando mucho, y no habrá más páginas para
anotar los momentos que he vivido con él! La plática era intrascendente, y sin
embargo, al final de la misma, daría lugar un evento que…
–Sí, de esas que revolucionan al mundo –le respondí, ansiosa por ver su
reacción, retomando el tema (ahora sé que no debí haberlo hecho).
–Fíjate, amor, que, hasta el sol de hoy, no he visto ninguna otra que haga tanta
gala de fuerza, delicadeza y dinamismo, particularidades, creo yo, inusitadas
para su período, y que derribaron todo un aparato de teorías y creencias
ridículas, pero peligrosas, que la Iglesia, junto al Estado, y con su poder
omnímodo, asentó en la mente de los hombres.
–¡Ay, querido, dejemos eso a un lado! –le contesté, perturbada por un tema
escabroso que siempre evito tocar–. Es algo ya resabido; además, no quisiera
amargarme la conciencia al recordar esos tiempos feudales, oscuros, en los que la
vida de un hombre consistía en rendir culto y fidelidad al Gran Señor explotador
de las tierras y los espíritus etéreos. Tiempos de miedo, humillación y vasallaje,
donde se consideraba a las almas como un objeto cualquiera del que se podía
hacer y disponer como quisiera. No, mejor no hablemos de eso, mi Blue.
–¡Pero es que Rose, querida, no te has dado cuenta de cuánto retrocedió el
mundo en esos mil años! Hubo barbarie, hoguera, muertes monstruosas, vidas
honradas miserablemente destruidas… –exclamó Blue, enervado; yo alcé las
cejas, desatendiendo sus palabras, que me obligaban a desinteresarme de la
conversación–. ¡Por eso bendigo al Renacimiento! –continuó Blue, queriendo
ganar mi voluntad y fastidiarme, creo yo, a fin de cuentas.
–Recuerda que en aquellos días no existía la ética como ciencia. La religión era
su única ciencia –le dije casi indiferente, para salir del paso. Blue siguió con su
discursito:
–¡Ah, no, no, no me vengas con eso! ¡Y Aristóteles qué! ¡La Iglesia lo conocía
mejor que cualquiera! ¡Ah, el poder y la ambición, querida, tientan más que el
mismo diablo! Y ejemplos sobran por montones. ¿Sabes qué es lo más me
molesta de la Iglesia? La hipocresía, la codicia, la manipulación sicológica, de la
que no se arrepiente y que hundió pueblos enteros, incluyendo el de nuestros
antepasados. Sólo imagina el dolor y la miseria que vivió en carne propia esa
pobre gente, ¡sólo imagínatelo! No, no es posible olvidarlo con un silencio
simulado. Ella debió rescatarlos espiritual y económicamente, y bien pudo
hacerlo, porque en esos tiempos era la organización religiosa y financiera más
poderosa del mundo; en cambio, los explotó, se aprovechó de ellos, y vistas las
cosas hoy en día…, no cambia. Y nos condena a ti y a mí, Rose, ¡nos condena a
los abismos! No, no me mires así, Rose. Escúchame.
Me detuve, mareada por una honda espiración.
–¿Y quienes tuvieron el valor de oponérsele? –preguntó inspirado–. Los
hombres del Renacimiento. Les debemos mucho, Rose, mucho –moderó la voz–.
Fueron los únicos que se atrevieron a desafiar esos dogmas esclavizadores; en
forma solapada, es cierto, pero lo hicieron, y lograron romper los mitos creados
en torno al genio creador, al que amenazaban con infierno, terror, violencia y
muerte eterna. Los clérigos, con su escolasticismo, estigmatizaban cada nueva
palabra e idea, acusándolas injustamente de ser nuevos pecados y herejías. El
renacentista, al contrario, restauró la filosofía antigua del verdadero gozo y
entendimiento espiritual, aquella donde la exploración y reconocimiento de la
belleza de nuestros cuerpos es la base para conocer el origen del Universo entero.
¡Enaltecieron la idea, y le dieron esos toques de perfección que son insuperables
incluso en nuestros días! ¡Es más –yo dejé caer la cabeza en el pecho, hastiada–,
es más, fueron sus ideas y obras las que ayudaron a cambiar inclusive todo un
sistema económico: ¡el rígido y avasallante feudalismo fue convertido en el
dinámico capitalismo burgués! ¡Y hubo guerras por esto! La Historia no miente.
–Sí, Blue, tienes toda la razón –le contesté, cansina–. Pero debes aceptar
también que hubo clérigos tolerantes y que no participaron ni comulgaron con
tales extremismos. Había incluso científicos entre ellos, como Galileo…
Despegué mis dedos del tabique nasal, que me picaba por el polvillo del
mármol. Luego alcé la cabeza, y reanudé el trabajo, esmerándome por pulir los
ásperos miembros de la escultura marmórea, sorda al discurso de Blue. De
pronto, la lima resbaló de mis manos, pero Blue, ágil, corrió a recogerla.
–Corrígeme si me equivoco. –Blue estaba incontenible y yo, callada. –De no
haber sido por esos hombres, hoy estarías esculpiendo una masa cuadrada por
cabeza y un rectángulo por esqueleto, creyendo, además, ¡que la Luna es de
queso o que la Tierra descansa sobre lomos de tortuga o bien que el señor cura
Juan Rechoncho es tu dueño, señor y tu dios! –exclamó, mientras se recostaba en
el sillón, ahogándose en sonoras carcajadas. A mí la ironía me cayó como una
bomba a mi ego y, desviándome del tema, empecé a preguntarle acerca del
virtuosismo de la obra–. ¿Estéticamente, me preguntas? Querida, ya he dicho que
has esculpido con maestría; la pieza tiene proporción, simetría, ritmo, ¡por Dios!,
todas esas cosas chocarreras que la mente de los genios sabe cómo aprovechar al
transformar la materia bruta en una idea coherente y armónica. Me encanta,
querida, me encanta. ¿Cómo la llamas?
–Te he advertido que tiene un ingrediente religioso… –titubeé.
–Ay, amor, no por nada me he lanzado un discurso en vano.
Nos echamos a reír.
–Bueno… la he llamado… «Ello, la Deidad Andrógina».
–¡Caramba! –exclamó Blue–. Finalmente, por primera vez, he escuchado algo
coherente con las leyes del mundo físico. ¡Genial, querida, genial! Una especie de
ying yang humanizado, ¿eh? Muy acertado el título y, como te dije, muy
coherente.
–Sí. Tal como ocurre en nuestro cambiante Cosmos. Ahora, mi querido Blue,
quisiera que la contemplaras en todo su esplendor. Permíteme desvelarla por
completo –y cogí una punta de la sábana que cubría la parte inferior del cuerpo.
–A propósito del título –dijo Blue, ansioso por imbuirse en su retorica
filosófica–. Si Dios fuera en verdad únicamente uno masculino, entonces cómo se
le ocurrió crear a las mujeres… Me pregunto, ¿de dónde sacó la idea? Yo pienso
que…
Pero fue interrumpido por una voz cantarina procedente del pasillo que
conducía al taller.
–¡Órale, mi güera! –escuché desde el resquicio. Era Roger Almijar Hart que
reía con esa ambigua y tranquila picardía mexicana. Ambos, Blue y yo
enfocamos la mirada hacia la puerta y alargamos de oreja a oreja los labios al
descubrirlo allí, recostado, muy fresco; Hart no supo advertir la presencia de
Blue.
Almijar Hart ha sido siempre mi amigo, y lo conocí incluso antes que a Blue.
Precisamente por él fue que pude llegar a México, pues ha sido mi enlace policial
por años. Joven elegante, estaba vestido de negro riguroso, a lo Versace, como le
dije en bromas un día, anillado los dedos y con una pulsera de plata colgándole
de la muñeca izquierda, de la que pendía una medalla incrustada en oro con el
grabado de la virgen de Guadalupe. La primera vez que lo vi fue en un cursillo
de contrainteligencia dictado por la “Escuela de las Américas”, famosa
institución especializada en la producción de dictadores y temible centro de
formación ideológica capitalista que lucha por contener el avance de los
movimientos de reivindicación social auspiciados por el comunismo en
Latinoamérica. La presencia de Blue y la mía en el país se debía en realidad a un
caso muy especial: la captura y extradición del capo Eulogio Méndez, alias
«Pajarito».
–¡Ay, si ya siento que se me queman los chicharrones! –dijo el muy pícaro–.
¡No manches…! ¡Qué intelectual te ves subida en ese andamio! –se acercó, con los
brazos abiertos; Blue carraspeó la garganta–. ¡Ah qué chingado! ¡Si es el güey de
Blue! ¿Qué haces escondido en ese rincón, manito?
–Pues, viéndote, Hart –respondió; se levantó del sofá–. ¿Cómo estás, amigo?
Veo que has estado muy metido en tu papel de narco callejero, eh; digo… Por la
jerga…
–Je, je… ¡No mames, güey!
No pude contener las carcajadas.
–¡Ah, ta’ güeno, pues, ríanse! ¿A que no saben qué?
–¿Qué? –preguntamos Blue y yo a un tiempo, poniendo cara de
desconcertados.
–Qué el güey va pa’ abajo…
–¿Te refieres a «Pajarito»?
–El mero mero, tumbado… ¡Rosa, bájate, que también a ti te interesa!
Bajé del andamio, pero durante la maniobra volví a dejar caer
involuntariamente la lima y el cincel, provocando con ello un ruido agudo y
estridente que se estrelló en los oídos de Blue. Percatándome del escándalo, abrí
muchos los ojos, apenada y, titilando, me disculpé. Hart esta vez tomó un aire
formal.
–Méndez» está por caer en la jaula –dijo acelerando el curso de las palabras–.
Mañana irá a Iztacalco y los informes dicen que hará trámites de envío en una
empresa de encargos ubicada en la calle Albano García, de la Colonia Viaducto
Piedad, y que no es otra cosa que un centro de distribución de droga clandestino.
Acabo de recibirlo, y como el asunto se complica por la orden de extradición
gringa, pues salí corriendo de la oficina para avisarte.
Célebre mula del narcotráfico, Eulogio Méndez era el responsable del trasiego
de miles de toneladas de cocaína hacia los Estados Unidos, en donde se le había
formulado orden de arresto por tráfico de estupefacientes, sustancias prohibidas
y sicariato. ¿Por qué existía este tipo de gentes? ¿Sería acaso por qué habían
nacido ya con vocación criminal? Je, je… Méndez era originario de Sinaloa, una
de las regiones más pobres de México. Siendo sincera, debo admitir que veo en él
al típico latinoamericano: a un niño mal criado en el seno de una familia pobre,
rebelándose contra la miseria, la pésima educación pública (que había afectado
también la cabeza de las generaciones anteriores a él) y el cínico desinterés estatal,
y que lo habían condenado, como a muchos otros, a sobrevivir en aquel mundo
del «sálvese el que pueda». Y esto lo deduzco de mis estudios en criminología;
por ellos sé que, como todas las grandes mentes criminales, Méndez era
inteligente, ambicioso y, por estúpido que parezca, honrado. Mas estas virtudes
no bastaron en su mundo, especialmente en el laboral, donde seguro le habrían
negado un empleo bien remunerado debido a su poca instrucción académica.
Acosado, se habría dedicado a la venta de achinería y otros menudencias, que
pronto le fue negada también a falta de un permiso municipal, y ya luego se
vería en la penosa encrucijada de robar para vivir. Fue entonces cuando sus
amigos del barrio lo habrían socorrido. El trabajo es de puro mamey, brody, le
habrían dicho. Te subes a un micro con una maletincito, te bajas en la estación
del DF, y dejas el encargo en casa del guey Guzmán, y ahí nomás te suelta el
cabrón mil dólares por el acarreo; no manches, guey, está refacilito. Su primera
buena paga. Chales, se habría dicho, no me explico porque no lo hice antes. Si
aquí la cosa está buena. Y era cierto. Y lo que no me explico es cómo un país de
cien millones de almas –de las cuales ochenta por ciento vive miserablemente
(aunque el Gobierno exclama orgulloso que es sólo el cincuenta), un nueve en
condiciones de clase media baja y tan sólo un uno por ciento concentra casi toda
la riqueza nacional–, no se ha pasado entera al narcotráfico, si con él la riqueza
fluye a borbotones. Total, para una ocurrencia (la más cruel de todas: vivir
oprimido por un grupo económico voraz), otra. Y Pajarito no dejaría de ser
arrastrado por la desesperación: escurridizo como ninguno, muchos años
después sus hazañas serían comparadas con las del finado Escobar, a quien se
asemejaba físicamente; sin embargo, eran sus dotes de escapista los que
fascinaban a sus perseguidores. De ahí el apodo.
Durante meses, en colaboración con otros carteles rivales, varias de sus
intimidades salieron a flote, y la policía antinarcóticos había preparado un perfil
muy exacto de su vida. Conocían a la perfección sus métodos de trabajo y a los
hombres que ocupaban los puestos claves en el cártel. Uno de ellos, Fernando
Gutiérrez, «el Gavilán», el delegado en ejecutar las órdenes, era conocido por su
gusto sanguinario y por ser enemigo jurado de los «Aleros», primer máquina del
sicariato fabricada en México y la más poderosa. Hart mismo había estado
involucrado en los trabajos de campo, creando para ello una red intrincada de
contactos. De más está decir que si fallaba esta vez en la captura de Eulogio, al
día siguiente lo encontrarían decapitado en los potreros de alguna escuela. Se
estaba jugando la vida.
–¿Quién es el encargado de la operación? –preguntó Blue, calmado, pero
presintiendo en el fondo la llegada de una mala noticia.
–El coronel Joaquín Almeida –contestó Hart; Blue se llevó la mano a la frente–.
Escucha, Blue, esta vez no fallaremos; tú sabes que me ha llevado meses calcular
sus pasos… –al decir esto, Hart se compenetraba en la figura de Méndez con un
atisbo cercano a la clarividencia–. ¡Y mañana no se me irá de las manos! Se
desplegará el comando antidroga, la DEA, la cerca policial y algunos elementos
del Ejército.
»Para cuando nosotros lleguemos, «Pajarito» estará cogido en la mano. Estoy
aquí para que ustedes hagan los trámites de extradición.
–No te comas las naranjas antes de pelarlas, Hart –le reconvino Blue, que ya
ponía un pie fuera del taller, rumbo al dormitorio–. Mendez es astuto, como un
cuervo, y sabrá cómo eludir la cerca. Hay algo también que no cuadra. Así que lo
mejor es que nos preparemos enseguida. ¡Ven, Rose, deja eso!… Alista el equipo.
–Confío en el buen juicio del coronel Almeida –lo contradijo, muy tácito.
–Yo también –repuso Blue, retomando el paso–. Precisamente es a ese juicio lo
que más temo, amigo Hart.
–¡Aguarda, Blue! –le pidió, aunque algo áspero–. Este sobre me llegó en la
mañana. Viene con membrete de la Interpol. Te lo dirigieron a ti.
Se lo extendió. Blue lo tomó y, sin abrirlo, se lo metió en uno de los bolsillos.
«No sigamos perdiendo más tiempo aquí», dijo, y se perdió en la largura del
pasillo.
Yo, sin embargo, no quise dejar las cosas del taller en desorden, y Hart, al
verme en la labor, se aproximó. Percibió por vez primera el fulgor de la escultura
en sus pupilas.
–Oye –dijo, asombrado, dirigiéndoseme–, ¿tú la hiciste? Parece un ángel.
–Sí –le respondí con parquedad, por la premura.
–Pero… ¿Es hombre o mujer?
–Cómo te explico… –articulé, sin ánimos de entrar en debate, que no creía
conveniente dadas las circunstancias; además, advertí las oscilaciones de la
medallita guadalupana en su muñeca; no, no me entendería.
Blue apareció en la puerta con el sobrecejo arrugado. Me hizo una seña
enojosa y corrí a prepararme para la cacería, dejando con la duda a Hart.
–Voy a explicártelo después de apresar a «Pajarito» –le grité desde el
corredor–. ¿Vale?
Éste se encogió de hombros, sobándose la cabeza.
–¡Ah, qué chingados gringos éstos! –exclamó, y salió a prisas del taller.

(Sucesos ocurridos el día 29 de enero.)

El día señalado. Salimos. Hart, que conocía muy bien la ciudad, conducía el
auto y, habiendo dado vueltas por el circuito y salido por la Torre Satélite, tomó
la vía ampliada del Paseo de La Reforma, dobló hacia la derecha, luego a la
izquierda y pronto nos perdimos rumbo a Iztacalco. No hay que insistir en que
los nervios iban de punta, a pesar de los años. Cosa curiosa. Siempre ocurre, y he
escuchado decir que también les pasa hasta a los artistas más experimentados
antes de abrir el telón. Para mí es una realidad palpitante. Pues, bien, luego del
largo trayecto, llegamos a la colonia Viaducto Piedad, y pronto Blue divisó a lo
lejos al encargado y comandante de las fuerzas especiales, el coronel de policía
Joaquín Almeida, comisionado de la SIEDO, que se atrincheraba al borde de una
pared de esquina, una cuadra atrás de la zona de operaciones; los galones del
uniforme le daban un aspecto distinguido, aunque la torcedura en la boca
indicaba que era un hombre malhablado. El pasamontañas militar a medio
doblar en la frente le daba un aspecto todavía más fiero. Blue intuyó con quién
habría de tenérselas.
–Buenos días, coronel –lo saludó, sin levantar la mano, pues no vestía de
uniforme.
–Buenas –contestó el coronel, incomodado, inclinando nada más la cabeza;
tenía un mal carácter, inamistoso, muy comentado en la ciudad y que lo
traicionaba ante sus subalternos–. Voy a ser sincero con ustedes dos –agregó sin
tapujos–: No me caen bien, especialmente usted, agente Rosa Duarte –e hizo una
mueca de asco, montando en cólera gradualmente–; y ya sabe por qué; no
necesito decírselo –me quedé tiesa por la sorpresa, y eché una mirada a Blue–.
¡Así que déjese de mariconadas conmigo! ¡Me encabrona que usted y su
afeminamiento desacrediten el buen nombre de nuestra policía! Este es un país
de hombres bien machos, y reportajes como el del Excelsior, que lo presenta a
usted como un héroe, son indignantes. Sí, ya sé que ese diario está lleno de
maricas, pero no hay derecho para que se atrevan a ensuciar mi honor. ¡Un héroe!
¡Un gay que hace historia en la vida nacional mexicana! ¿Sabe usted que todo el
mundo se ríe de nosotros y que dicen por allí los muy desgraciados que todos en
la policía somos una bola de maricones? ¡No, no, no puedo tolerar su presencia,
agente, me da usted asco! Si no fuera porque vienen ustedes de parte de la
Interpol, ya días los hubiera…
–Con su permiso, coronel –irrumpió Blue, contrariado por el recibimient–.
¿Puedo preguntarle una cosa? –Almeida se hizo el sordo–. ¿Qué tiene que ver la
orientación sexual de mi compañero con el desempeño de su trabajo? A mí me
parece que asume usted una posición inconsecuente con su instrucción policial,
ya que nadie aquí, ni fuera de la institución, cree que la homosexualidad del
agente Rosa afecte el funcionamiento de su departamento. Además, ¿por qué
habría de hacerlo? Mezcla, usted coronel, tabúes del pasado con las
circunstancias del presente. Nada tiene que ver la orientación de mi compañero
con los problemas que usted le atañe. Su orientación, sexual, es eso, una
orientación sin ningún perjuicio ideológico, político o económico. ¿Cuál es el
problema? Es una vocación como muchas otras en la vida; la suya, por ejemplo –
Almeida encaró esta vez a Blue–, es una vocación militar, a la que, estoy más que
seguro, le disgustaría perderse entre balances y cuentas de contador o banquero.
¿Le molestan también los banqueros y contadores, coronel?
A Almeida se le saltaban los ojos de cólera; parecía balbucear frases
incoherentes, pero yo le salí al paso:
–Soy gay –dije lo más naturalmente posible–, y no me avergüenzo. ¿Se
avergüenza usted de su masculinidad y profesión, coronel? –Éste taconeó las
botas, reafirmándose. –¿No? Tampoco yo; siento en el alma que mi sola presencia
le desagrade, pero deberá aprender a lidiar con ella, como he lidiado yo con la de
los demás durante toda mi vida. Cada quien está obligado a cargar su cruz; la
mía no ha sido otra cosa que la discriminación.
Un camarón no se habría puesto tan rojo como el coronel, que no admitía
comparaciones de ningún tipo, peor de las que lo podrían relacionar con la
homosexualidad. «Maricas malditos», murmuró, «ante los ojos de Dios son
abominables».
–¿Perdón? –lo interpeló Blue, que había alcanzado a escuchar los murmullos–.
¿Qué clase de cristiano es usted que desea el tormento de su prójimo? ¿Católico o
protestante? ¡Ah, ya entiendo! –exclamó con leve ironía–. Veamos, ¿es usted de
los que nunca ha leído la Biblia o de los que la leen y citan por conveniencia?
Confiésese usted, coronel, sin miedos y rencores. Pero no importa, no importa;
como sea, imagino que si alguna vez la ha leído al menos aprendió de ella, o
escuchó de la boca del cura, que todas las almas pertenecen a Dios y que sólo Él
puede arrogarse el derecho de juzgar a los hombres por sus acciones. Así que no
juegue con su salvación, coronel, fiándose de su propio juicio, ya que puede
aparecer ante los ojos de Dios como un hipócrita abominable. Cuide su alma; a
ninguno nos gustaría que, por una postura plagada de ignorancia, vaya a usted a
quemarse en las llamas del Infierno.
–¡Maricón insolente! –le gritó Almeida en la cara, arrancándose el
pasamontañas negro de la cabeza, que arrojó cerca de un poste de tendido
eléctrico, abalanzándose contra Blue.
Pero entonces nos interrumpió una serie de disparos acompañados del ay de
un hombre; luego era la voz de Hart pidiendo refuerzos. De pronto se desarrolló
ante nosotros un espectáculo caótico. Los sicarios de «Pajarito», que aparecieron
sabe Dios de dónde, acometían a los hombres de Almeida, que los había
organizado en tres grupos: la vanguardia, compuesta por el comando especial
antidroga; el centro, con elementos del Ejército; y la retaguardia, donde se
hallaba el coronel, los agentes de investigación antinarcóticos nacionales y de la
DEA, las unidades blindadas y los efectivos de la policía. Este cuerpo compacto
tenía como radio de acción la larga y estrecha calle Albano García –antiguo
emplazamiento de vendedores ambulantes que tuvo su auge económico en los
años 80`s; hoy en decadencia–, colmada ahora de edificios comerciales
pesimamente planificados y construidos, lo que le daba un aspecto pobre y
vulgar; a mitad de la calle, sobresalía por entre los demás un gran rótulo, al
parecer pintado a mano, que decía: «ENVIOSA, Fletes al mundo entero», y debajo
de éste, con las puertas abiertas, estaba ubicado un local derruido donde, según
creían los agentes de la sección antidrogas, estaría escondido «Pajarito». Hart, a
quien la presión del evento abrumaba, dejándonos abandonados y rompiendo la
cerca policial, se había internado, sólo e imprudentemente, a la línea de fuego, y
no fue recibido precisamente con beneplácito.
–¡Por acá, por acá! –gritaba, abatido, la pierna herida, sangrante–. ¡Se escapa
calle arriba! ¡Por la avenida Coruña! ¡Persíganlo!
–¡Imbécil! –exclamó el coronel al escuchar aquella voz de aviso, dando
patadas al poste–. ¡Perdido! ¡Todo perdido por ese marica! Voy a poner la queja a
la Secretaría de Seguridad Pública. ¡Disparen, idiotas!
Yo había desenfundado mi Glock 9M, que acerrojé en el acto, y corrí tras los
gritos de Hart; lo encontré tendido atrás de un Mercedes, y me arrodillé para
levantarlo.
–¡Hart, Hart! –lo llamé–. ¿Estás bien? ¿Qué fue lo que pasó?
–Un poco mareado –me contestó, exangüe–. Tal parece que he metido las
patas, pero no, Rosa, no… Vi cuando «Pajarito» y sus hombres se escabullían, y
yo no podía darme ese lujo…; tenía que detenerlo, ¿me entiendes? –y cogido por
la ansiedad, gritó–. ¡Se escapa, Rosa, y lleva una escolta! ¡El de bigotes, es el que
lleva bigotes!
Le eché el brazo por debajo del hombro; una brisa me acarició las mejillas, y
sentí luego como si el pelo se me estuviera chamuscando. Comprobé,
horrorizada, que las balas me habían pasado rozando, y que éstas iban a
estrellarse contra las paredes de un edificio amarillo, perforándolas.
–¡Dios mío! –exclamé, trepidando entera, girando la cabeza de un lado a otro
en busca de refugio–. ¡Salgamos de aquí, Hart! –lo apuré, echándomelo en la
espalda–. ¡Rápido, rápido!
–Cúbrete tú, ¡cúbrete! –me arengaba, oponiéndose a abandonar el sitio, picado
por la facilidad con que lo habían atacado los sicarios; mas al verse desvalido en
medio del tiroteo, me gritó–: ¿Y Blue? ¿Dónde está Blue?
Blue, en cambio, estudiaba el plan de acción del coronel Almeida, quien había
desplegado a los elementos del ejército, apoderándose por completo de la vía y
respondiendo a locas el fuego de los esbirros, que escapaban, repeliéndolos, cerca
ya de la bocacalle, donde una flota de carros blindados los esperaba
tranquilamente. Al contrario de éstos, los automóviles estacionados en ambas
aceras a lo largo de la calle, que Almeida creyó utilizar como trincheras para sus
hombres, no paraban de estremecerse de aquí para allá, aventando cristales rotos
en mil pedazos y expulsando con violencia el aire de los neumáticos, que
golpeaban y rayaban el rostro de los comandos, los primeros en adelantarse. Uno
tras otro caían desesperados por la confusión. Estaba claro que Almeida era un
mal estratega, cuando en realidad, para lograr la captura, debió haber enviado
agentes encubiertos como paisanos, cosa sencilla que se hallaba muy lejos de la
parafernalia castrense ostentada por el coronel.
Así, los hombres de «Pajarito», algunos subiendo ya los autos blindados y
otros ocultos en posiciones bien estudiadas, en vez de disparar a mansalva,
atacaban blancos específicos y definidos. Los comandos fueron los primeros en
caer en las garras del cuervo por culpa de la torpeza de su jefe en mando.
A mí una bala certera me derribó de presto, pero el chaleco antibalas salvó mi
vida. Me reincorporé, ardida, con mi amigo en lomos, luchando por evadir el
plomo, y busqué refugio en una maltrecha tienda de abarrotes, cuyo dueño, no
por egoísmo, creía yo, sino por el terror, acrecentado por la bullaranga, nos
negaba la entrada.
–¡Cerrado! ¡Cerrado! –me decía en señas el tendero bajando la cortina de
metal.
Un proyectil rebotó en uno de los barrotes de la puerta anterior al cortinón. El
hombre tembló de espanto y tuve que agachar la cabeza para no recibir el
impacto.
–¡Espere! ¡Deténgase! –le grité enfurecida, indignada, apuntándolo con el
arma automática, entreviendo la sordera simulada del tendero que se apresuraba
a cerrar la cortina–. ¡Agente de la Interpol! ¡Agente de la Interpol! –exclamé,
sacándome la credencial y mostrándosela al hombre. Éste, llorando, se pasó el
delantal por la cara, resistiéndose todavía–. Si se atreve usted a negarnos la
entrada –le dije– o si tan sólo se le llegara a cruzar por la mente, señor, pues sepa
que los tribunales de justicia no le tendrán piedad por obstruir la actuación de
uno de sus agentes; se arrepentirá entonces, luego de pasar muchos años metido
en la cárcel. ¡Me oye, usted! ¡Levante esa cortina!
El tendero, nervioso, obedeció. Hart, lisiado, no dejaba de delirar.
–¡Hay que atrapar al maldito cuervo! –balbuceaba, perdiendo sangre–. ¡No
llegaremos a tener otra oportunidad…!
–Lo atraparemos –le dije, consolándolo; llamé al tendero, a quien pedí sanar
al herido–; lo atraparemos, Hart. Te lo juro –y diciendo estas palabras, salí
corriendo del establecimiento.
Alargaba el paso lo más que podía, ansiosa por alcanzar al ejército, que ya
había ganado tres cuartos de la calle, cuando me topé con un soldado que venía
en dirección contraria. Lo detuve. Parecía bastante agitado, y temblaba de forma
algo absurda. Tenía algunas partes del uniforme perforadas, y no paraba de
limpiarlo y ajustárselo al cuerpo. Molesta por lo que creí un acto de cobardía en
pleno combate, lo interrogué:
–¿Qué pasa? ¿Por qué te vuelves? ¿Han atrapado al «Pajarito»?
–No –respondió el otro, rehuyéndome la mirada–. Voy a avisarle al coronel
que él escapó subido en una limusina.
– ¿Qué? –exclamé, aturdida–. ¿Escapó? ¿Quién te ha dicho semejante
estupidez?
–Uno del comando que quedó medio vivo –contestó, dilatando los labios–.
Dijo que «Pajarito» es un hombre muy listo y que era imposible atraparlo.
Me enfurecí. Pero el soldado tenía razón. Eulogio Méndez volvía a ganarnos
la partida. Reventaba de frustración.
–¡No le da vergüenza que un sólo hombre lo haga pasar como tonto ante sus
superiores! ¡Dios mío, había un ejército entero persiguiéndolo!
El soldado hizo una mueca de indiferencia.
–Ya le dije que es un hombre muy listo, agente –dijo con los ojos brillantes–.
¡Y yo no tengo la culpa de que el coronel sea pendejo!
–Escuche –le dije, conteniendo la rabia–. En aquella tienda de abarrotes hay
un hombre herido; vaya y dígale al coronel que necesita una ambulancia
enseguida. ¡Pero hágalo ahora!
El soldado salió en dirección a las unidades blindadas que avanzaban por en
medio de la calle. Lo dejé ir, creyendo que iría a entrevistarse con Almeida, y
seguí tras los hombres del ejército.
Pero me llevé una gran sorpresa: Los milicianos, dejando ya de luchar,
volvían sobre sus pasos, gritando: «¡A las unidades blindadas, a las unidades!
¡Van hacia el norte!». Aquello hacía honor a las palabras del soldadito, y
comprobé que Eulogio Méndez había escapado subido en la limusina. Había que
ver que este «Pajarito» era arrogante. Arrastrada casi por la avalancha que me
caía encima, opté por unírmeles. «Hart», pensé. «Hay que llevarlo al Hospital».
Éste, en tanto, como me dijo después, se desangraba y empezaba a respirar
débilmente. Sentía la garganta seca, y pidió a gritos agua al tendero.
–¡Agua, agua! ¡Consígueme un poco de agua!
El tendero, que se había quedado en la puerta, sonreía, viendo correr a los
hombres. Caminó hacia uno de los estantes y regresó con una escopeta en la
mano. Lo apuntó.
–Chales, brody, ¿no eres tú el güey de Roger Almijar? –dijo rechinando los
dientes–. El culero amigo de los Aleros.
Entonces Hart lo reconoció: era «el Gavilán».
–Gutiérrez –balbuceó, buscándose el arma en las bolsas del pantalón, pero en
vano. Vacía. Alzando una mano, esperó tranquilo a que las balas le dieran en la
frente.
Me replegaba junto al ejército, con la idea fija de auxiliar a Hart, y me dirigí a
la tienda. Veía a Blue, al lado de Almeida, que me observaba mezclada entre el
gentío. Al distinguirme a lo lejos, sana y salva, suspiró, aunque molesto por la
ineptitud del coronel. En eso vio pasar al soldado que había hablado conmigo y
lo llamó.
–¿Qué ocurre? –le preguntó.
–«Pajarito» –dijo casi con satisfacción–, «Pajarito» escapó.
Almeida lo maldijo.
–No te muevas –le ordenó Blue.
–Pintaron llantas hacia el sur, señor –añadió el soldado–. Son tres grupos,
pero sólo uno de ellos va hacia el sur.
–¡Rosa! –gritó Blue–. ¿Dónde está Hart?
Apenas podía escucharlo, ya que el aquelarre de las unidades blindadas y los
gritos de los hombres en retirada apagaban mi voz. Me detuve en las puertas del
negocio y, apuntando el arma, ingresé. Entonces vi al tendero con el cañón de la
escopeta en la boca de Hart, y disparé, pero…sólo alcancé a escuchar los ecos
repetidos de munición, golpeándome.
–¡Dios mío, Rosa! –gritó Blue; dio grandes zancadas por la calle, temblorosas
las piernas del terror.
Podía verlo correr, angustiado y atónito, mientras salía aventada por las
puertas, abatida sobre el pavimento.
Venía enloquecido, llorando, jadeante, con el arma desenfundada. Llegó,
pude sentirlo, derramando lágrimas, mojándome las mejillas. Me cogió en sus
brazos, dándome besitos en los ojos y por toda la cara. Luego empezó a quitarme
las ropas que me ceñían, y dejé que dijera las cosas que con tanta ansiedad espero
escuchar de sus labios y que otros tomarían por cursis debido a su falta de
inteligencia emocional, pero que para mí fueron vitales, atollada como estaba en
el pozo de la penuria y la muerte: «Rosa», dijo en susurros, embargado, «no te
vayas, no me abandones, que yo te amo».
–No me iré, amor… –le susurré también al oído–. El chaleco…
Se sobresaltó. Mas al verme que alzaba los párpados, con una leve risita,
empezó a reír como loco. Reía de felicidad. «¡Estás viva!». Y me dio un gran
abrazo.
–Ve por Hart –le dije–. Está muy herido.
Encontró a Hart rezándole a la virgencita, imbuido en una laguna de sangre.
A un lado, boca arriba, reposaba el cuerpo de Gutiérrez, acribillado.
Sin embargo, «Pajarito» había hecho justicia a su apodo, eludiendo
magistralmente la operación. Era inatrapable. Habría que esperar ahora las
consecuencias de este acontecimiento. Blue pensaba que la vida de Hart, salvada
apenas de las garras del cuervo, todavía pendía de un hilo. Salió de la abarrotería
con Hart a cuestas; me levanté para ayudarlos. Cuando volvimos la vista hacia
Almeida, éste había desaparecido, junto a sus hombres; de seguro se había
enfrascado en la persecución de Eulogio Méndez. Todo había ocurrido tan
rápido… La operación había sido un rotundo fracaso…

(Continuación de los sucesos ocurridos el día 29 de enero, luego de un break para


descansar la mano).

Te doy y te quito. Es lo que parece comunicarme el destino. Sí, tal vez suene
trágica, confusa, pero hay que ver dónde me encuentro hoy, tan lejos del hogar
que con tanta alegría regocijó mi corazón. Me parece todo un sueño y una
pesadilla a la vez. Y hoy, aquí sentada en esta habitación tan extraña, y luego de
haber vivido unos acontecimientos tan increíbles… ¡Ni siquiera sé si soy yo, Rosa,
un gay que sueña que es una mariposa, o si soy una mariposa que sueña que es
Rosa! Retomaré mi escrito donde lo dejé hace poco, después de haberme tomado
un suspiro, que no había podido continuar por la remembranza de algunas
palabras que me harán sufrir por siempre… ¡Ay, duele tanto! Duele cuando lo
que amas, lo que aprecias te apuñala… y no digamos cuando se trata del
desprecio de un amigo… Pero no debo juzgarlo… ¡Él también sufre por la
incomprensión! Ahora estoy aquí, enfrentándome a algo casi inexplicable… Pero
he de volver al día de la operación, que creíamos fracasada, antes de que se
pierda en la nubosidad de los recuerdos…
Regresábamos con Hart, herido, al auto, convencidos de nuestro planchazo,
de nuestra ineptitud como agentes, cuando, ¡cosa extraña!, vimos a aquel mismo
soldadito, parado en la esquina, fumándose tranquilamente un cigarrillo. Blue se
detuvo.
–¡Hey, tú, soldado! ¿Por qué no estás con los de tu unidad? –le preguntó,
sorprendido.
–El coronel Almeida me pidió que los esperara a ustedes –le respondió muy
calmado.
Nos vimos a los ojos. Se le ocurrió una idea a Blue. Este soldadito, que fue el
primero en avisar a Almeida lo del escape, sabría más que ningún otro la
dirección que Eulogio habría tomado. Blue no estaba equivocado del todo en sus
suposiciones, pues intuía, además, que Méndez, con la división de sus hombres,
le hacía la tonta al coronel. Este soldado, por tanto, al ser el primero, habría visto
cuál era el verdadero grupo que llevaba consigo a Eulogio, escondiéndolo. Pero
no quiso alarmarlo.
–Súbete –le dijo Blue–. Vamos a la Delegación.
El hombre, que hasta entonces había estado sereno, echó a correr de repente,
alejándose de nosotros, y en el acto dejó caer la gorra que descubrió ante
nosotros unos rizos negros al aire.
–¡Es él! –grité, segura de haberlo reconocido–. Persíguelo. ¡Sal, sal, atrápalo!
–¿Él? –preguntó Blue, desorientado.
–¡Sí! –le insté empujándolo–: ¡«Pajarito» Méndez!
Efectivamente, era Eulogio Méndez camuflado de miliciano. Blue, al escuchar
el nombre, como un resorte, saltó del auto y se precipitó por coger a su presa; sin
embargo, andando unos cuantos pasos, quedó helado por las detonaciones que
resonaron justamente atrás de su espalda. Frenado, giró la cabeza lentamente a la
altura del hombro. Me vio apostada, los ojos entornados y la cara desdibujada
por un gesto de rabia repentino, apuntándole con la pistola. Yo había disparado.
«¿Fuiste tú?», me preguntó, cabizbajo.
–Para un cuervo astuto, la vista depredadora de un águila –le contesté.
Metros adelante, abatido, encima de unos recipientes de basura volcados
sobre la acera, yacía muerto «Pajarito». En el auto, Hart lloraba de alegría. Estaba
a salvo.
Sólo puedo calificar este hito en nuestra profesión como maravilloso (todavía
me late el corazón al recordarlo). La satisfacción de haber hecho bien el trabajo
era inconmensurable. ¡Qué delicia la que se siente el ser útil a la sociedad! Y no
obstante… cuando de prejuicios se trata, al parecer ninguna utilidad sirve para
aliviar el menosprecio…
Al día siguiente aparecían grandes titulares en los periódicos: «¡QUÉ DICHA
LA DE SER GAY!, “Pajarito”Méndez, jefe del Cártel del Centro, muere atrapado entre
plumas rosas», «¡JUSTICIA A LO CUILONI9!, Eulogio Méndez cae abatido por manos
gays justicieras», «OPERACIÓN VIOLETA: ROSA & BLUE. Íconos de la eficiencia
policial y la modernidad», y otros por el estilo.
Blue, en la cama, leía tranquilo uno de los diarios, riendo por la ocurrencia de
los editores. Se había arropado con el edredón, y esperaba a que yo le sirviera el
café en una tacita que había comprado en un viaje a las Guyanas. Finalmente las
cosas nos habían salido a la perfección, y gozábamos ya de una felicidad sin
límites. ¿Qué más nos hacía falta? Teníamos dinero, amor, y, sobretodo, fama.
–Aquí tienes el café, querido –le alcancé la bandeja de plata–. Está caliente;
cuidado.
–Gracias. –Me pasó el diario. –Lee, amor; ya verás que divertido.
–No –le contesté, agarrándolo pero sin abrirlo–. Estoy muy ocupada; además
casi no acostumbro a leerlos.
–Pero hay que informarse. –Blue se acomodó en el respaldar. –Ya ves que hay
que estar con los tiempos… Me parece que es imprescindible.
–Lo sé; prefiero el Internet, que tiene información más variada.
Blue dio un largo sorbo al café; echó a reír de repente.

9
Se refiere a la novela histórica «Cuiloni. Historia de una lágrima», escrita por el controvertido escritor mexicano
Bernabé Basul, que trata sobre el supuesto homosexualismo del emperador azteca Moctezuma.
–¿De qué te ríes? –pregunté, curiosa.
–¡Oh, de nada, de nada! –dijo Blue atragantándose–. Bueno, sí… Me río del
coronel Almeida. ¿Te imaginas la cara que pondrá al leer estos titulares? ¡De risa,
querida, de risa!
Sonó el timbre de la puerta.
–Atiéndelo tú –pidió Blue–, que yo me visto una vez que me haya tomado el
café.
Salí del dormitorio, y al poco rato volví con un Hart en muletas.
–¡Pero, Hart! –exclamó Blue, sorprendido–. ¡Tú aquí! ¡Ve a descansar, hombre,
ve a descansar que esa pierna no se ve buena!
Hart jaló una silla; tomó asiento en la salita de la habitación. Metió las manos
en el bolsillo y sacó un sobre.
–Lo olvidaste en el auto –le dijo y se lo aventó. –Gracias –dijo Blue–. Se me
habrá caído por accidente –lo colocó al lado de la almohada. –¿Quieres una taza
de café, Hart? –le ofrecí, vertiéndolo ya–. Está muy bueno, ¿cierto, Blue?
–Sí, sí, muy bueno –me secundó.
Le entregué un periódico a Hart.
–La gente se ha vuelto loca –dijo Blue, riendo, señalándole las noticias.
–Sí –respondió Hart, hosco–. Detesto cuando se comportan como unos idiotas.
Hoy, en camino, bajando por el Viaducto, dos señores me hicieron señas raras,
con los ojos. ¡Imbéciles!
–No me digas –prorrumpió Blue; con ingenuidad agregó–: A poco creen que
tú también eres gay. Ja, ja…
–No le veo el lado gracioso, Blue –repuso el otro, enrojecido–. Por primera vez
en la vida sentí vergüenza de que me asociaran con ustedes.
Quedé petrificada. Blue se quemó los labios con el café.
–Pero Hart, querido…
–Me molesta –siguió–, me molesta mucho que la gente piense de mí que soy
un ser depravado y perverso, un condenado a las tinieblas.
–Míranos –le dije en ruegos–. ¿Crees tú que somos gente depravada y
diabólica? Hart…
–La Iglesia, la gente, todo mundo dice que lo de ustedes es antinatural, y yo
no me atrevo a negarlo. ¡Cómo podría!
Rompí a gimotear.
–No… –le contesté, apenas podía articular las palabras–, no, Hart. Antinatural
es matar a tu prójimo por racismo, por dinero, por poder… Eso es antinatural.
–¡La Biblia dice que Dios hizo al hombre para la mujer y a la mujer para el
hombre! –exclamó Hart, indignado de súbito.
Aunque éramos muy amigos, entonces entendí que Hart nunca había
convivido con nosotros, ya que habíamos cultivado nuestra amistad más por
carta. Y ahora, la realidad afloraba a borbotones, en la calle, en la comisaría, en
todos lados.
–Sí, es cierto –le dije–. Pero en cosas del amor no hay tales máximas.
–¿El amor? –volvió a exclamar con fuerza–. ¿Qué sabes tú del amor? Eres un
hombre que se cree mujer, ¡cuando en realidad no lo eres!
–Hart… –Fue un golpe duro al corazón. –Te confundes. Yo no soy mujer, ni
hombre tampoco. Soy gay, ¿entiendes?, ¡gay! ¡Otro género! –dicho esto, corrí
fuera del dormitorio.
Hart quiso levantarse, apoyándose en las muletas, pero vaciló.
–Quédate un poco más –le pidió Blue, que había roto el sobre , y leía la carta.
Hart recogió las maletas hacia el frente y reposó la cabeza sobre la fría madera.
–Rosa tiene razón –dijo Blue, tranquilo–. ¿Sabes tú algo de biología? –le
preguntó.
–No.
–Entonces déjame explicarte algo.
Blue se levantó de la cama, caminó hacia un anaquel, cogió dos libros,
«Selección Social. Joan Roughgarden, Universidad de Stanford», «Wikipedia’s
Book», y abrió cada una de sus páginas, que había subrayado anteriormente.
–Lee y toma.
Hart se puso a leer el primer libro.
«La reducción de la diversidad sexual a dos sexos (uno masculino y agresivo
y otro femenino y cohibido) será, para los estudiosos del futuro, solamente un
mito; puesto que con numerosos ejemplos del reino animal y de culturas
distintas de la occidental, se muestra que la naturaleza y las diferentes
sociedades ofrecen soluciones sorprendentes a la sexualidad: peces con varios
tipos diferentes de machos o cuyos componentes cambian de sexo en caso de
necesidad; mamíferos que tienen a la vez órganos reproductores masculinos y
femeninos, etc.
»En el caso de la biología humana, la existencia de homosexuales,
transexuales y hermafroditas no es más una variación natural que se integra
perfectamente en la diversidad mostrada por los demás animales. La expresión
social de esta diversidad se encontraría en sociedades como la de los indios
norteamericanos, con sus dos espíritus, los mahu polinésicos, los hijra indios o los
eunucos, que identifica con personas transgénero.»
Luego tomó el otro a instancias de Blue:
«Así, las personas que generalmente tienen una orientación heterosexual
pueden sentir deseos leves u ocasionales hacia personas del mismo sexo, del
mismo modo que aquellos que generalmente tienen una orientación homosexual
pueden sentir deseos leves u ocasionales hacia personas del sexo opuesto.
»Hay personas con orientación homosexual que, por las condiciones de
intolerancia y violencia o de difícil acceso a otras personas del mismo sexo,
mantienen relaciones heterosexuales. La represión, la homofobia y la postura de
la mayor parte de las religiones obliga a los homosexuales a esconder su
orientación fingiendo ante la sociedad tener una orientación heterosexual, lo que
se denomina coloquialmente estar en el armario o en el clóset. Sin embargo, autores
como el doctor Joseph Nicolosi refieren que, si muchos homosexuales ocultan su
orientación sexual, no se debe tanto a la represión social, que no se niega como
factor secundario, sino a que la homosexualidad en sí misma representa para el
homosexual una condición de incompatibilidad tanto a las bases sociales
establecidas como a su particular sistema de valores morales, es decir, que existe
un conflicto entre lo que se es y lo que se debe ser según la educación familiar
que se haya dado, así como a ciertos grados de desorden en la identidad sexual.
» […] Los homosexuales han sido perseguidos cruelmente a través de la
Historia, entre los que destaca la Iglesia Católica, que fue constante a lo largo de
la Edad Media, acusándolos de sodomía. Procesos de pena, como el ataque
contra los Templarios, acusados de entregarse a prácticas homosexuales y
heréticas, son todos sospechosos y promovidos por razones políticas. Sin embargo,
en circunstancias normales los nobles y privilegiados rara vez eran acusados de esta clase
de delitos, que recaían casi enteramente sobre personas poco importantes y de las que
tenemos pocos datos.
»Durante los siglos V al XVIII, la tortura y la pena capital, generalmente en la
hoguera, eran los suplicios a los que se condenaba en la mayor parte de Europa a
los homosexuales. La Santa Inquisición de la Iglesia Católica no se diferencia
mucho, en su persecución de la homosexualidad, de lo que era corriente en casi
todas partes, y es culpable de la tortura y muerte de innumerables personas
acusadas del denominado pecado nefando.
»Aún se conservan expresiones en el lenguaje (en idiomas diversos) que
hacen referencia a la quema en la hoguera de los homosexuales: –Finocchio
('finoquio'), que en italiano significa 'maricón' y también 'hinojo' (porque se
envolvía a la persona en hojas de hinojo para retardar su agonía entre las
llamas); –faggot, que en inglés actual significa 'maricón' pero que en el pasado
quería decir 'haz de leña' y se relaciona con la leña con que los homosexuales
eran quemados vivos hasta morir por su pecado contra natura.
»Los nazi persiguieron también a los homosexuales, ya que consideraron la
homosexualidad una inferioridad y un defecto genético, por lo que se aplicó un
artículo de una ley del código penal alemán de 1871. Se trataba del párrafo 175,
que decía: "Un acto sexual antinatural cometido entre personas de sexo
masculino o de humanos con animales es punible con prisión. También se puede
disponer la pérdida de sus derechos civiles."
»“El triangulo rosa invertido”, fue el símbolo impuesto por los nazis a los
homosexuales en los campos de concentración, donde fueron asesinados unos
100,000 al finalizar la II Guerra Mundial.»
Hart tiró los libros al piso, sofocado.
–¿Entiendes a Rosa ahora? –le preguntó Blue, viéndolo dócilmente a los ojos.
–¡Qué estupidez! –gritó Hart dejando caer las muletas–. ¡Verborrea, teorías de
gente retorcida!
–Esa gente que tú tanto menosprecias trae tras de sí miles de años de ciencia
humana, Hart.
–¡Qué me importa la ciencia humana si el Obispo en su sermón de la mañana
dice que «tu condición homosexual es antinatural ante los ojos de Dios. Sodoma
y Gomorra fueron destruidas por esto». Mi conciencia clama pidiendo que me
aleje de ustedes.
–Ya veo que la religión y la presión de la sociedad te ciegan, Hart; pero te
pido que me contestes ahora con sinceridad, ¿vale?
Éste asintió de mala gana, previendo, en su interior, un ardid.
–Si un hombre, creado explícitamente por Dios para engendrar una familia, se
negara a tener sexo con la mujer que le fue concebida, ¿juzgarías tú esta negación
como una violación a la ley divina?
–¡Obviamente que sí! –exclamó Hart, convencido de decir una eterna verdad–.
Rehúye un mandato sagrado e inviolable. El hombre fue hecho para ser marido
de la mujer. Fuera de esto, no se cumple la Ley de Dios.
–No tengo más que decir –dijo Blue, serio, dando por terminada la
conversación.
–Espera, ¿qué quisiste darme a entender con esa pregunta?
–Habla con tu Obispo; él te lo explicará mejor que yo.
Y salió del dormitorio. Yo estaba sentada, lagrimeando, en un mueble. Hart,
pesadamente, se levantó y, con las muletas bajo el sobaco, se allegó a nosotros.
–No llores más, querida –me dijo Blue.
–He perdido un amigo –le contesté muy aturdida.
–Cálmate –me reconfortó–. Me tienes a mí. Ya pronto esto acabará.
–¿Acabar? –le grité en la cara, iracunda–. ¡Nunca acabará, Blue, nunca! He
vivido arrastrando este lastre toda mi vida, y en lugar de aligerarlo, pesa cada
vez más. ¡Estoy cansada, Blue, muy cansada! No creo que pueda resistirlo más.
–Lee –dijo, extendiéndome la carta.
La cogí. Leí:

«MEMORANDO

AGENCIA DE LA POLICIA INTERNACIONAL, INTERPOL


28 de enero de 1992, Oficinas de Nueva York, EUA

Dirigido a:

Blue Steward Perdomo (A 1988-45, CEL 16)


Rosa Duarte Reingold (A 1985-3, CEL 16):

Asunto: «OPERACIÓN BRAILA».

Se les manda a tomar parte de esta operación policial que se llevará a cabo en Bucarest,
Rumania, bajo las órdenes de la Unidad de Investigación Criminal de la Gendarmería.
Se ampliaran detalles una vez llegados al país anfitrión. Se les pide partir de México
en no menos de 72 horas.

Contactos en EUA:
Interpol@service.govdelivery.com

En el extranjero:
–Viorel Maior, Comisionado de la Gendarmería Rumana.
–Anton Popescu, Agente de la UCICG
–Cecilia Baros, Agente de la UCICG.
–Oficina de la Gendarmería Rumana, Bucarest, 1112, Mihai Eminescu.
–LE: Gucicg@infobureau.gov

Orden emitida,

y cúmplase:

Lyman O’Toole
SUBDIRECTOR».

Hart, que jamás había visto caras tan apesadumbradas, se compadeció.


–Rumania –dije llorando–. ¡Rumania! Nos expulsan malamente del país.
Blue asintió.
–¿Pero…? –titubeó Hart; parecía haber recapacitado y sentía como sus únicos
verdaderos amigos se le iban para siempre–. Debe haber alguna equivocación…
¡Almeida!
–He ahí la obra de tu jefe –le señaló Blue–. Al parecer le incomodan los sujetos
que hacen bien las cosas… Ya sabía yo que se las traía contra nosotros desde
hacía muchos días… Pero… ¡Ah!, ya tengo la mente aclarada…Ja, ja… Quiso
adjudicarse él solo la gloria…, ja, ja…, ¡pero la vida le ha jugado una mala pasada
al otorgárnosla! Deja que coja el primer periódico del día y se dará cuenta de
ello… Ja, ja… ¡Pobre Almeida! No llores más, Rosa…
–Blue… Rosa… –exclamaba sin hallar qué decir–: Esto es discriminación, la
más burda de las discriminaciones. ¡Me escuchará, Blue, me escuchará el imbécil!
–Adiós, Hart –dijo Blue–. Siempre vivirás en nuestros corazones.
Un episodio doloroso… que no me atrevo a seguir escribiendo… Si ha de
haber injusticia en la Tierra, esta es una de ellas, atizada más que nada por la
ignorancia, por la estupidez de los hombres, por la… No, no puedo seguir con
esto… ¡y sin embargo, tampoco puedo resignarme! Ahora he aprendido que la
vida está llena de sorpresas, de cosas increíbles que la mente jamás podría
desentrañar en una sola mirada… ¡Rumania! Qué hermoso país, enigmático, ¡y
nos ha recibido de una manera un tanto extraña, casi ilógica! Pero ahí viene mi
Blue… Seguiré escribiendo más tarde… ¡Hay muchas cosas de las que quisiera
hablar!
3
Los singulares agentes de la Interpol

«—Masturbador, en una palabra.


—¿Y qué? ¿Por qué tener vergüenza de masturbarse? Un arte menor al lado
del otro, pero de todos modos con su divina proporción, sus unidades de tiempo,
acción y lugar, y demás retóricas. A los nueve años yo me masturbaba debajo de
un ombú, era realmente patriótico»,

–Julio Cortazar, Rayuela


__

Scott pensó que se estaba volviendo loco. Movía los ojos de un lado a otro,
sumamente nervioso, buscando con ellos y por instinto alguna salida en medio
de los escombros y el polvo, gritando que un monstruo había querido matarlo.
Manos fuertes lo aprehendieron. Los dos agentes de policía que habían entrado a
la habitación lo ayudaron a incorporarse. Lo sentaron en la cama. Luego otro,
corriendo, entró agitado.
–¡Popescu! –le gritaron los hombres–. ¡Consiga una ambulancia! Este señor
está al borde del colapso mental… Sufre de trastornos alucinatorios... ¡Salga,
vaya por un doctor!
–Pero… y todo este desorden… ¿Está demente? ¿Ha sido él el causante? ¿Qué
fue lo que pasó? ¡Díganmelo!
–No sabemos, Popescu –le contestó uno de ellos–. Cuando estábamos a punto
de entrar a nuestra habitación escuchamos un gran escándalo en la alcoba
contigua. Salimos a averiguar, y esto es lo que hemos encontrado, a este señor
tirado en el piso, enajenado…
–¿Y este gran agujero en la pared? –preguntó, asombrado, asomándose a la
ventana–. ¡Qué diablos!…
–Ya estaba allí cuando derribamos la puerta. Solamente él podrá explicarnos
lo sucedido… ¡Vaya por un médico, por favor!
Salió el Popescu del hotel pensando en que nada encajaba con el chocante
suceso. Como buen policía de investigación se preguntaba: ¿Por qué, por qué
ocurría esto justamente con la llegada de los agentes de la Interpol? ¿Qué señal le
estaba enviando la vida con dicho acontecimiento? Una desfavorable, sin duda
alguna, a él, que solía confesarse cada fin de semana en la iglesia protestante del
lago Tei. Había que tomar precauciones de aquí en adelante, no vaya a ser que le
pasara lo que a Saúl.
Y al parecer el infortunio se había ensañado con él desde la mañana, cuando,
a la espera de estos agentes en las salas de Aeropuerto Internacional Otopeni,
donde pataleaba de enojo, Baros le había colgado el teléfono. La maldijo, como
siempre, por haberle encargado la tarea de recibirlos; ahora éstos, que no tenían
ni dos horas de llegar a Rumania, ya lo estaban metiendo en problemas. ¡Los
extranjeros, de cualquier tipo, siempre son mensajeros del mal por venir!
Y ciertamente estos tipos traían mala vibra. Lo supo en el mismo momento en
que los había visto caminando, jalando sus maletas, con una gran sonrisa en la
cara. Su aspecto, para su sorpresa, era refinado, y vestían con cierto halo de
extravagancia, casi principesca, muy lejos de la austeridad a la que él estaba
acostumbrado. Pero lo que más lo había friqueado eran la cola de cabello rubio
que Rosa exhibía orgullosa, la elegancia Blue, la locuacidad y los modales de
estos personajes simpáticos, amables y educados en exceso, que lo cohibían de
alguna forma, mejor dicho, lo hacían sentirse vulgar.
Anton Popescu, el personaje clásico, maquiavélico, surgido de las no menos
clásicas novelas capitalistas, merece un estudio aparte en esta relación transversal
de los hechos, no por su brillantez como figurante (que es un asco y algo ya
resabido) sino por el proceso de la formación de su mente materialista, mal
encausada, llena de hedonismo, capaz de hacer vender a su propia madre por
dinero; trabajaba para el SRI (servicio secreto rumano), asignado al UCIC de la
Gendarmería rumana, renegando siempre del anguloso aparato de seguridad
estatal. Cristiano protestante ortodoxo a ultranza, de la minoría religiosa del país,
se decía fiel a su credo, aunque, como todos los que profesan abiertamente una
filosofía en extremo, gustaba de probar en silencio las delicias de lo que le estaba
prohibido, es decir, era un gran beatón. Lo de cristiano lo había heredado de
familia, por el lado de su padre, que había muerto martirizado en el año 1985 a
manos de la atea dictadura comunista, que lo consideró un enemigo peligroso
por su religiosidad pequeño-burguesa, siempre sumisa a las tentaciones del
capital antes que al verdadero espíritu comunitario predicado por fundadores
del cristianismo primitivo. El día de su desaparición, los agentes de la policía
secreta, con un sociólogo al lado, le hicieron ver su conducta equívoca,
manifestándole que, si no abjuraba de su fe, tan lejana del verdadero propósito
revolucionario de Jesucristo –«No creáis que vengo en son de paz, sino que
traigo la espada»10, “contra los avaros capitalistas”, le había recalcado el
sociólogo–, sería irremediablemente ejecutado. Le dijeron además que no se
dejara engañar por los sermones del pastor de la iglesia, de aquél que nunca
dejaba de clamar por la bondad hacia al prójimo, sin haberla practicado él mismo
nunca en las calles, en otras palabras, sermoneaba con el único fin de pedir
dinero, cuando en realidad, y lo podía comprobar si ampliaba la vista un poquito
más, detrás de ese hombre mendigante había una gigantesca maquinaria
financiera que, más que pedir para dar al necesitado, le arrebataba los únicos lei
11
de la boca. Su padre se mantuvo inflexible y se convirtió así en mártir.
Se jactaba con orgullo Popescu de esta hazaña familiar, sin embargo, por un
complejo que Freud llamaría de Edipo, él mismo paradójicamente había
adoptado el cariz de los verdugos su progenitor, corregido e incluso aumentado,
pues a diferencia de estos últimos, que habían matado en pos de una ideología y
cesaban de hacerlo una vez que los torturados suplicaban por perdón y
arrepentimiento, Popescu lo hacía por beneficio personal, y lo que es todavía
mejor, su mayor placer, gustaba de desacreditar sutilmente con esta actitud a la
misma policía que le daba de comer: era implacable, bestial, sin un ápice de
misericordia ante el ruego desesperado de los supuestos criminales, inculpados o
no. Recio y musculoso, su aspecto brutal recordaba al de Iván, el archirrival de
Rocky Balboa. No hay que añadir que, gracias al sistema de valores inculcado
desde su niñez, era homofóbico.
Se había acercado a los agentes recibiéndolos de acuerdo con su bronco
carácter:
–¿Blue Steward y Duarte Reingold? –Los pronunció muy forzado, alterado al
parecer por el olor penetrante de los perfumes.
–Los mismos –había contestado Blue sacando sus credenciales–. ¿El coronel
Viorel Maior?
–No –les había dicho, directo–. Soy el agente Anton Popescu

10
Mateo 10:34 «No penséis que he venido para traer paz a la Tierra; no he venido para traer paz sino espada». Lucas
12:49, «Fuego vine a echar en la Tierra; ¿y qué quiero, si ya se ha encendido? Lucas 13:51, «¿Pensáis que he venido
para dar paz en la Tierra? Os digo: No, sino disensión». Mateo 19: 23-24, «De cierto os digo, que difícilmente entrará
un rico al Reino de los Cielos. Otra vez os digo: que es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar
un rico en el Reino de Dios». Estas palabras, en su contexto histórico, son una voz de protesta en boca de
Jesucristo –un pensador que no podía cerrar los ojos ni dejar de denunciar los atropellos, la desigualdad y la injusticia
de su tiempo– contra el aplastamiento de los esclavos y la represión de las sublevaciones de las provincias sometidas
al Imperio Romano, en su caso, Judea. En la Historia, se sabe que Pablo, que era ciudadano del Imperio, invirtió los
verdaderos propósitos revolucionarios del cristianismo al exigir la subordinación de éstos a los representantes del
poder (o sea, el Imperio Romano), al aprobar la desigualdad social (en un pasaje dice: “Hay una gloria para el Sol y
otra para la Luna’) y al exigir que los esclavos se subordinen a sus señores, a quienes debían servir celosamente.
11
Plural de Leu, moneda rumana. Las fracciones se llaman bani, plural de ban.
–Mis disculpas –le había contestado Blue elaborando al momento un perfil de
la personalidad de su anfitrión–, señor Popescu –y guardando la credencial–.
¿Qué ha pasado con Maior? Creí que vendría a recibirnos.
Popescu se mostró indiferente, como si no le importara lo que Blue dijera. Un
momento después le había respondido con apatía:
–La verdad es que el comisionado le pidió a Baros que viniera por ustedes,
pero ésta me relegó la tarea…
–¡Ah, ya entiendo! –dijo Blue.
Aquel que ha trabajado en puestos de control podrá entender lo que diré a
continuación, ya que es allí donde uno adquiere, en forma natural y debido al
tipo de faena, una especie de empatía: Popescu había percibido, con ese su olfato
de perro labrador, cierta rara irradiación proveniente del interior de aquellas
personas –un aura de indefinible dualidad–, que podía oler y sentir fluir en el
aire emanado por estos sujetos finos, sin vislumbrar a cabalidad, no obstante, qué
pudiera ser. Quizá serían sus maneras de coger la maleta, la forma graciosa de
sonreír o el tono musical de su voz o esas miradas –aquí ese algo indefinible se le
definía en una certeza, pero que se negaba a creer todavía– que se cruzaban el
uno al otro con tanta suavidad. Decidió averiguar sobre esto más tarde y,
guardando silencio, se apresuró a llevarlos al hotel. Era lo mejor que podía hacer
para desembarazarse de estos raros.
Antes habían cruzado por las tiendas de la zona libre y Rosa se sintió urgida
por comprar un calmante. El viaje le había caído pesado. Pegó la vista en un
anuncio de grandes letras de neón: «Youngever. Vive más, vive tus sueños».
Abajo se explicaban las bondades del producto.
–Espera, Blue –le pidió, sobándose la espalda–. Déjame comprar un relajante
muscular en aquella farmacia.
Blue se negó. «No atrasemos al agente Popescu», le dijo; Rosa arrugó la cara,
doliente. Popescu blanqueó los ojos: «Qué frivolidad».
–A propósito –reanudó la plática Blue acordándose de la carta de O’Toole–, ¿y
la agente Cecilia Baros? ¿Es su compañera, verdad? ¿Por qué no vino? Me
hubiera gustado conocerla.
Como dicen en mi pueblo, ahí fue donde la mula botó a Genaro: Popescu, al
escuchar el nombre de Baros, había enrojecido y empuñado por reflejo la mano,
en tanto que Rosa había dejado caer la maleta, electrizada por la forma en que
fue entonada la pregunta; incluso llegó a sentir una ligera aprensión en el pecho,
como cuando se intuye el peligro ante una situación desconocida. Se adelantó:
–Oye, Blue, no fastidies al agente Popescu con esas trivialidades; ya sabrá él
cómo ponernos al corriente.
–¿Baros? –Popescu lo pronunció de mala gana. –Salió de franco esta mañana.
La escuché decir que saldría a recoger un amigo en el Baneasa…
–¿De franco? ¡Oh, qué lástima! En verdad me hubiera gustado…
Rosa había jalado el maletín con fuerza.
–Sí. Pidió licencia de dos días para asistir al funeral de su amigo Emile
Cerveni.
–¡Ah! –exclamó Rosa, cáustica–. ¡Lo siento por ella, de verdad que lo siento!
Al contrario de Rosa, que ya sentía celos de una mujer, Popescu aborrecía a la
agente Baros, pues, a su entender, la veía como una amenaza, pero nunca había
tenido el valor de decírselo en la cara. Cierto era que su credo religioso le exigía
probidad de alma y sentimientos, pero las obras de Popescu discrepaban en la
práctica de su ideal, y no por poseer una conciencia enteramente malévola, sino
por la ambición que los nuevos tiempos de competitividad y desarrollo surgidos
del colapso comunista le exigían. Su niñez fue dura en extremo, lúgubre y
reprimida, entre largas colas a la despensa estatal y los malditos racionamientos
de gas habitacional, avivada, sin embargo, por la esperanza de la llegada un
futuro mejor, más humano, a lo estadounidense, preferiblemente, al que veía
estupefacto y a escondidas por los canales de cable internacional. Muy en contra
de los deseos de su padre, que esperaba alcanzar la gloria en los cielos, Popescu
quería ganársela a toda costa en esta vida. Si Maquiavelo fue el ideólogo del
temprano capitalismo, Popescu sería el ideólogo de su fase intermedia.
Esta actitud, para él racionalísima, pronto le reportó buenos resultados. Como
ya hemos dicho, habiendo visto de pequeño los privilegios de pertenecer a los
cazadores de antaño, se había enrolado en los aparatos de seguridad secreto
rumanos, transferido luego a la GUCIC (Unidad de Investigacion Criminal de la
Gendarmería), en donde pronto se encontró escarbando en el mundo corrupto
del crimen organizado, en todas sus formas, desde la falsificación de documentos,
prostitución, trasiego de químicos, hasta la venta de narcóticos ilegales. Su
ambición lo había vuelto eficiente, y pronto cundió en la ciudad la figura de un
Popescu cazador exitoso; sobre todo, sonado fue aquel caso suyo que llevó a la
desaparición de Alexandru Dendiu, «el Químico», magnate y proveedor de
anfetaminas y esteroides para atletas olímpicos. Popescu se hallaba entonces
cerca de la gloria, pero ya dentro del infierno. Esta “captura” (en realidad, fue un
desaparecimiento a orillas de un lago) lo había obligado a relacionarse con otro
mafioso no menos famoso e influyente, «Estigia», el hombre incorpóreo, número
uno después de esta desaparición en la Mafia Roja –un grupo criminal formado
por viejos rusos venidos del Bloque soviético–, a quien nadie le había visto el
rostro, y su «padrino» de allí adelante en la carrera por el ascenso en el engranaje
de seguridad nacional, en donde desempeñaría un papel clave para la mafia. Era,
pues, famoso como detective y prosecutor del mal e hipócrita a partida doble.
«Estigia», por otra parte, le había enseñado de manera misteriosa y sin límites los
goces efímeros del vicio, el poder de subyugar a las mujeres apetecibles y
voluptuosas y a conducir autos de último modelo. Le había inoculado el veneno
de sentir necesidad por la materia, difícil de aprehender sin dinero, que él no
tenía, pero sí su invisible amigo. Sintió la urgente necesidad de venderse.
Esta asociación encubierta y jamás pronunciada no podía siquiera callar la
conciencia del Popescu devoto, no; al contrario, se la intensificaba. Pero cada mal
tiene su cura, y Popescu contaba con los bálsamos del pastor de iglesias de Ilfov,
Florin Faina, hombre verdaderamente santo que tenía la virtud de hacer
converger palabra y acción al forjar cada una de sus obras. Cualquiera que se
parara enfrente a escuchar sus sermones lo hubiera juzgado de ser un sujeto
impertérrito, casi severo, pero en realidad, al bajar del púlpito, aquella sonrisa de
bondad obligaba a quitarse el sombrero y cederle el puesto. Aunque la Iglesia era
rica en ornamentos y tesorería, el pastor Faina vivía como pobre, sin lujos ni
acomodos. «Si Cristo dormía encima de piedras, ¿quién soy yo para dormir en
una cama?», parecía decir con su humilde actitud. Quizá por este último defecto
jamás ninguno de sus hijos espirituales le tomaba el consejo en serio la primera
vez que acudían a él. «¿Por qué habría de hacerle caso a un perdedor en la vida?»,
dijo un penitente hacía ya mucho tiempo, cuando salía de la iglesia escupiendo
sobre la tierra. «Tengo problemas de dinero, y este pastorcito cree que con amar
al prójimo va a solucionármelos», y empuñando la mano: «¡Un consejo de
fracasado! No, no está bien venir a escuchar a Faina. ¡Pobreza es lo único que
promete! De acatar sus consejos, jamás nadie, sí, nadie, llegará a ser alguien en la
vida. ¡Mejor me voy a escuchar al Papa!». El pastor se había dado cuenta de esas
palabras de un hijo suyo, y lloró, mas no dijo nada, «por amor». Pasados unos
meses, ese mismo penitente, atribulado por duros reveses de la vida (los que le
enseñaron con gran dolor que los que más golpean no son los económicos
precisamente), volvía a pedirle dadivas a los pies del púlpito, afligido y
desesperado, pidiendo perdón por su insensatez y clamando por guía y
misericordia. Y él, el ministro necio, como un ángel divino, lo recibía con los
brazos abiertos y el rostro radiante, revelándole en toda su dimensión la
magnanimidad de su alma: que era grande, monumental, gloriosa y envuelta en
un halo de increíble humildad y santidad. Estaba claro que Dios lo había dotado
con una naturaleza y conciencia repletas de perdón y amor, pujantes y fuertes a
la vez, que lo hacía brotar entre la multitud de hombres como un gigante
invencible en lo moral, cualidad que le regalaba sin reparos una salud de roble
resistente a todos los males y maldiciones.
Popescu jamás dejaría de poner a prueba su invencibilidad, y no era raro que
se escucharan conversaciones tan ambiguas como éstas los sábados por la noche:
–Bendígame, pastor Faina.
–El Señor esté contigo, hijo mío, y te bendiga.
–Pastor: he pecado contra Dios y contra los hombres.
Faina se imbuía entonces en un largo silencio. Lo amonestaba con estas
palabras:
–Si te arrepientes de corazón, hijo mío, Dios te perdonará, y hará de tu piedra
de tropiezo una joya digna de admiración y ejemplo.
Al otro lado del púlpito, Popescu solía lamentarse lagrimeando. Balbuceaba:
–Sí, pastor Faina, me arrepiento de corazón; el Señor es testigo.
Luego una elipsis de tiempo.
–¿Te arrepientes de verdad, hijo mío?
–¡Sí, sí, sí, pastor Faina, me arrepiento, me arrepiento! ¡Dios tenga piedad de
mí!
El pastor habría bajado del púlpito y dejado descubierto su cara condolida y
severa, sólo para encontrar al otro llorando y abandonado sobre las reglillas del
banco.
–No vuelvas a hacerlo entonces, Popescu. Ya sabes discernir entre el bien y el
mal. Cuídate de que Dios no vea a un embustero en tu persona. No contravengas
sus leyes. Sé congruente tú, tu conciencia y tus obras, y verás como esos miedos
que te persiguen jamás volverán a agobiarte. Vete, pensando sobre todo que no
es Dios quien debe perdonarte, sino tú mismo, esa divinidad interior que reside
ti y que proviene de Él, esa misma que sabe que has hecho mal y que no será feliz
hasta que remedies lo malhecho. Vete en paz, Popescu, Dios te ha perdonado.
Nada más fácil para aliviar las penas de un hipócrita como decirle que Dios lo
ha perdonado con tan sólo la única condición de declarar que es un pecador
arrepentido. Así nuestro amigo Popescu salía, cada fin de semana, de la iglesia
con el alma más limpia y aliviada que nunca, bendecido por Dios y alabado por
sí mismo, acallando en el fondo esa vocecita interna que clamaba por redención,
y listo para volver a pecar una vez más. Ya habría tiempo para arrepentirse de
veras. Era joven, frisando los treinta, y los amigos adinerados, como Patricius, el
de los inmobiliarios, le salían al paso por doquier. ¿Qué le podría pasar a alguien
tan guapo, temido e inteligente? Nada, absolutamente nada. Y con tanto poder y
juventud se sentía el único de ser libre en el mundo, el único con facultad de
gozar y dar órdenes, el único de crear leyes y romperlas, el único elegido para
recibir respeto.
–Ojalá tenga el gusto de conocer a Baros mañana –había acabado diciendo
Blue ante la clara descomposición emocional de Rosa y el martirio hedónico de
Popescu.
La destestaba, y lo que un tramoyista no puede aguantar en la vida es que no
haya otra gente como él mismo. No lo toleran. Y Baros, con esa su personalidad
sincera, era la bestia negra que le impedía a Popescu ser dueño y señor absoluto
de las circunstancias, porque de alguna forma le hacía remorder la conciencia. La
odiaba de veras. Además, escudriñaba mucho, preguntaba cuando no debía y se
daba el lujo de tener un ego más grande que el de él. Y eso en la mente de
Popescu era una falta imperdonable. Incluso habían empezado a asignarle casos
importantes y ahora hasta la dejaban relacionarse con agentes de policía
internacional. ¿Qué se creía la tipa esta? ¿La mujer maravilla? ¿Margaret Tatcher?
¿Rigoberta Menchú? Sí, sentía grandes recelos. Esta mujer podría acabar con su
vida paradisíaca, su mayor terror. En el caso de Dendiu se comportó como una
estrella de Hollywood, opacándolo y hablando todo el tiempo a los reporteros
del Adevarul. Era tiempo ya de bajarle las rayas. Y rápido. A Baros le habían
encomendado el caso de la muerte del «Mulo», al que encontraron asesinado
ayer, junto al doctor Rahova cerca del aeropuerto Baneasa. Baros ignoraba
todavía quién era el «Mulo», Calin Dinga, el segundo de «Estigia». Y no se lo voy
a decir tampoco. ¡Voy a dejar que pendejee!
Pero como en todas las organizaciones ocultas, Popescu estaba informado a
medias y no sabía a ciencia cierta qué tipo de móviles existían entre la muerte del
«Mulo» y Rahova. ¿Por qué matarían al «Mulo», alguien con tanto poder en la
mafia? ¿Y quién habrá tenido los cojones de mandar a hacerlo? ¿Lo habría
mandado a asesinar el mismo «Estigia» tal vez inducido por los rumores de
alguna traición? El mundo de la mafia es así, violento y absurdo. Pero no le daría
ninguna a pista a Baros, aun cuando lo averiguaría en una visita al «Estigia». La
dejaría creyendo en la historia narrada por los testigos del crimen, ¡ah, qué
fabulas más tontas!, y ya vería como al pasar el tiempo Baros encajonaría el caso,
como lo ha hecho con los cinco casos anteriores. Sí, mi querida Baros, tendrás que
engavetarlo como a los demás. ¿Cómo podrías decirle a la opinión pública que
un monstruo ha sido el responsable de estas muertes? Ja, ja. Venirse a creer lo
que dice el “Evenimentul” sobre la existencia de un hombre sobrenatural, el
«Baraul del Baneasa» lo han apodado, de musculatura y fuerza extraordinarias,
que, armado con garras, los había atacado a zarpazos, matándolos de golpe,
escapando a grandes saltos por el bosque. Por supuesto, nadie en su sano juicio
creería tan estúpida historia, contada además por un fletero analfabeto y su hijo
mocoso.
Vacilante, desinformado, Popescu deducía que la mano del «Estigia» estaba
presente en los crímenes. Claro que no habían ocurrido tal como lo cuenta la
gente, claro que no. De eso estaba seguro; de lo que había husmeado en los
archivos de Baros, algunos nombres le eran muy conocidos. Uno de ellos era el
de Eugen Oprea, profesor de la Universidad de Bucarest y dirigente político, a
quien conoció en un curso de medicina forense. Y ahora que hacía memoria, sí,
me parece estar viéndolo allí mismo, lo había visto entrevistándose con el
«Estigia» en una fiesta de recaudación de fondos promovida por el PMRU, el
partido otrora anti-judío, para la campaña política que llevaría al financiero
Stefan David a ocupar un escaño en el Senat. Aquella ocasión, más que una
reunión pactada había sido un encuentro forzado y preparado por su «padrino»,
su amo.
–Nuestra amada Rumania, profesor, clama desde el polvo por el regreso de su
gloria pasada –había escuchado la voz metálica, con acento profético, del
«Estigia» provenir desde la penumbra del salón–. Y usted, sí, usted, profesor
Oprea, ha sido elegido por ella para devolvérsela. ¡Conquistaremos las cumbres
más altas, Oprea, las más altas! Nuestros jóvenes deben ser los mejores del
mundo, los más fuertes, los más inteligentes, y conquistarlo, y usted sabe cómo
lograrlo. Estudió genética en América y desarrolló productos bioquímicos que
han hecho de sus hombres los mejores. Convenga que ahora nos toca a nosotros
recibir su conocimiento y aplicarlo para el bienestar de nuestra nación por tanto
tiempo oprimida y lastimada. Estoy dispuesto a proporcionarle el equipo
necesario, el que usted me pida. Puede incluso empezar su trabajo mañana
mismo. Nada le hará falta conmigo, profesor Oprea, pues yo seré su mecenas.
Trabaje para mí, para nuestro grupo. ¡Vea, aquí está Dinga, a quien pongo a su
disposición!
–Es usted muy amable, señor…
–Aurelian –lo había atajado el «Estigia»–. Llámeme Aurelian…
–Es usted muy amable, señor Aurelian –le dijo Oprea, sorprendido por el
discuro filosofico del «Estigia»–. Sin embargo, las circunstancias en que hemos
concurrido, para nada agradables, me lo impiden.
–No tema, Oprea –le contestó–, si es que desconfía de mí. Le aseguro que mis
exigencias son más que nada patrióticas, y no busco ningún beneficio para mí.
–No dudo de sus buenas intenciones, señor Aurelian –carraspeó el profesor–,
pero ciertas cuestiones de orden ético me obligan a rechazar su ofrecimiento. Lo
siento: no puedo trabajar para usted.
–¿Aun cuando sabe que mis propósitos van encaminados al
engrandecimiento de Rumania? No es por mí que le propongo estas cosas, sino
por nuestra querida patria.
–Como sea –dijo Oprea con aplomo–. No deseo convertirme en un nazi.
–¿Se niega usted tajantemente, profesor Eugen Oprea? –«Estigia» había
lanzado la pregunta en un tono suave pero amenazante que parecía resoplarle en
las narices–. Le pido, por favor, que piense en Rumania, en sus glorias pasadas y
en las que están por venir bajo su mano. ¡Nuestros jóvenes tienen un potencial
grandísimo! ¡Todos pueden llegar a ser como Nadia12! No anteponga sus
intereses personales a los de nuestra gran nación…
–Yo le he dado a mi patria la vida entera, señor Aurelian –había respondido,
enfadado, con las órbitas salientes–. No necesito que nadie, mucho menos un

12
Nadia Comeaneci, atleta rumana que alcanzó puntaje perfecto (10 de 10) en los Juegos Olímpicos de Munich 74’.
desconocido, me lo recuerde de mala gana. ¿No ve que vivo pobremente aun
cuando pude haberme hecho rico, como usted, en América? Se equivoca usted
conmigo, señor. Y con su permiso, debo salir de aquí.
«Estigia» había apagado totalmente la habitación una vez salido el profesor y
dicho entre dientes:
–¡Bah! ¡Es usted un gran idiota!
El hombre había firmado su sentencia de muerte, que él mismo Popescu se
había empeñado en ejecutar. Meses después, hacía humos la vida de Oprea, pero
luego, en una locura homicida, otras mentes igual a las del profesor aparecerían
desgarradas en diferentes puntos de la ciudad, hasta llegar a la última, la del
biólogo molecular Ion Rahova. Ya en las posteriores no le había sido regado maíz
a Popescu, y estaba libre de culpa. No obstante, por lo primero, se decía que con
la muerte del «Mulo» en escena, la conexión entre el Estigia y los científicos era
evidente. Los peritos forenses, sin embargo, estaban desconcertados por el
patrón empleado en los asesinatos. En todas ellas, una ¿garra? acerada los había
partido por la mitad.
Por ello Popescu estaba convencido de que el «Estigia» había ordenado la
consumación de estos asesinatos, pues concluía que, como Oprea, los demás
científicos se habrían opuesto a trabajar con él. La entrevista, el «Estigia», el
hecho de que los asesinados habían sido todos hombres de ciencia (algunos hasta
dirigentes políticos), el mismo modo de ejecución y la historia sobrenatural
entorno a los casos, le revelaban palpablemente que sus supuestos eran
indudables. Entonces reía para sí mismo y se decía que con su silencio hacía un
gran favor al amo. La paga, por tanto, sería excelente. Y Baros no tenía derecho a
entrometerse en su vida, mucho menos a malograrla. Hablaría con «Estigia» para
sacársela de la cabeza para siempre. El asunto era sencillo.
Y hoy por la mañana, en camino, no podía ser más feliz. En un momento
dado temió que con la llegada de los agentes de la Interpol los planes se le
desbaratarían, mas al darse cuenta que le habían enviado un par de afeminados
para resolver los casos, no podía menos que echarse una gran carcajada. ¡Ah, qué
estúpidos! ¡Un par de maricas contra el «Estigia», el mafioso más temible de
Europa! ¡Era para reírse!
–¿En qué hotel nos hospedaremos, agente Popescu? –le había preguntado
Rosa, ya cansada de andar por el aeropuerto.
Ido como estaba en sus pensamientos, éste no respondió; un instante después,
le había contestado impasiblemente:
–En el Hanuc lui Manul.
Y ahora que conducía en el auto, Popescu estaba desconcertado con lo del
doctor Scott, pues no le encontraba una explicación racional. Ya desentrañaría el
caso, se dijo, y lo que urge ahora es conseguirle un medico al americano. ¡Qué
fastidio! Y todo por la llegada de esos agentes. Pero, ¿por qué? Si habíamos
llegado tranquilos al hotel y despedido a las puertas de la habitación y ni
siquiera había andado los diez metros cuando el berrinche me puso en alertas. El
gran boquete es el que me tiene pensativo, la brutalidad con que fue perforado.
No sé… ¡Ah, siento una conexión en el cerebro señalándome que ese agujero me
resulta familiar! ¡Qué, qué es! No; el americano está loco, y en su enajenación le
dio por destrozarlo todo. Así tiene que ser. Pero estos americanos traen mala
vibra; cuidado, eh, cuidado.
4
El encuentro con el doctor Scott

–Más apuntes en el diario de Rosa Reingold hallados en el diario del doctor


Scott–

«El más humilde novelista que intente proporcionar o recibir algún deleite con sus
esfuerzos puede, sin presunción, emplear en su narrativa una licencia, o, mejor dicho,
una regla, de cuya adopción tantas exquisitas combinaciones de sentimientos humanos
han dado como fruto los mejores ejemplos de poesía»,

Mary Shelley, Frankestein

__

(Final de lo escrito el 3 de febrero).

¡Uf! Estoy de vuelta. Ya mi Blue quedó bien atendido y ahora duerme,


después de haberle hecho compañía al señor Scott, un paisano oriundo de Illinois,
que nos ha hecho pasar un susto tremendo, y que a punto estuvo de hacerme
olvidar lo que viví en la tierra del maíz y el tequila (qué cliché más machacado, ja,
ja… y como no soy escritora, me lo permito; sí, sí, está bien, lo hice por vanidad
de artista), circunstancia que me obligó a escribir en este diario. No quería olvidar
esos días, tan dulces… y tan agrios. ¡Pero lo que nos ha ocurrido aquí en
Rumania, apenas instalados en el hotel, no puede sino ser descrito como
asombroso, o como producto de la locura, pues no sé, ni logro entender, a ciencia
cierta todavía qué pudo haber pasado! Todo apunta a que el doctor Scott Fraiser
(según el pasaporte) sufrió un ataque de demencia temporal. Es un bioquímico, y
Blue, que siempre tiene una explicación a la mano, me dice que tales
padecimientos no son infrecuentes en personas dedicadas a largos estudios.
«Échale una mirada al caso de Nietzsche», me dijo, casi cruelmente, «que quedó
loco de tanto leer libros y acabó creyendo que era Jesucristo. Así que cuida de tus
manías». (Ay, mi rey, cómo si no supiera que fue la sífilis lo que lo enajenó).
El caso es que ni Blue ni yo hemos podido ver nada, aunque el doctor, con los
ojos perdidos, asegura que no uno, sino dos seres demoníacos han querido
asesinarlo. ¡Y no cesa de repetir lo mismo! A veces no dejo de creerle, ¡pues hay
una hendidura enorme en la pared de la pieza que ninguna fuerza humana
podría haber perpetrado! ¡Mucho menos él, un hombre dedicado a la ciencia, que
no está acostumbrado a utilizar los músculos! Dimos una husmeada al sitio y,
por mucho que hayamos buscado, no pudimos dar con alguna herramienta
tampoco… ¡Es un asunto extraño, inverosímil! Por desgracia, nada que no sea la
información de su pasaporte hemos podido averiguar. No sabemos si tiene
familiares en Bucarest, si es que anda en viaje de vacaciones o cuestiones de
trabajo. De todas formas, sabremos algo de él hasta mañana. Yo, por mi lado, ya
le hice los trámites de cambio de habitación esta tarde, y Blue quiso obligarlo a
dormir pero fue hasta la llegada del agente Popescu, quien trajo al doctor Zamfir,
que pudo caer doblegado en la nueva cama.
Bueno, es todo lo que puedo escribir por hoy; han pasado horas desde este
suceso, y ya es de madrugada. Trataré de dormir… de olvidarme de todo…
olvidarme de los gritos de terror del doctor Fraiser, y de los seres
fantasmagóricos que lo agobian… Ah, me parece estar viviendo una aventura de
las novelas de Shelley… Me aterra pensar un poquito en eso, en la posibilidad…
No; sé que es pura ficción, ¿pero cuántas veces no se ha hecho la ficción, realidad?
¡Ay, desvarío! ¡Y cómo desearía estar en mi cuarto de Ciudad Satélite! Tendré
que obligarme a dormir… Silencio… ¡Ah, mi Blue ronca!
5
El amor no entiende de matices

«El alma, o, si se quiere, ese principio activo... vivificante, que nos ama, que nos mueve,
nos determina, no es otra cosa que la materia sutilizada hasta un cierto punto, medio por
el que ha adquirido las facultades que nos maravillan»,

Marques de Sade, Juliette.


__

Mientras Scott era atendido por el doctor, la agente Baros llegaba confiada al
hotel, ignorante de lo ocurrido, mas al toparse con Popescu caminando en el
lobby, enarcó las cejas de asombro.
–¿Qué haces aquí? –le preguntó–: ¿Recogiste a los agentes de la Interpol ayer?
Maior no me perdonaría si no lo hubieras hecho por haberte ido de fiestas con
esa mujercita tuya…
Popescu cuadriculó el rostro. Baros le era despreciable, contrario a lo que ella
sentía por él, un ligero sentimiento de esperanza.
–Primero que nada –afinó el tono a uno formal–: Buenos días.
Baros echó para atrás la cabeza, empuchando la boca.
–¿Los agentes? Claro, ¿qué me crees? Un tonto como tú. Voy por ellos, a
dejarle unos medicamentos que solicitó el doctor Zamfir…
–¿Están hospedados en este hotel?… ¿Al doctor Zamfir? ¿De qué hablas?
–¿Qué, no me escuchaste? Allá arriba… –y señalaba el segundo piso–, están
allá arriba… ¡Ah, pero qué te digo! Ya, ya… ¡Si tú estabas de franco ayer y, como
siempre, no sabes nada de nada! –Pospescu se envalentonó al encontrar a una
Baros boquiabierta–. Ah, y otra cosa, no vuelvas a colgarme el celular como ayer
ni a meterte en los asuntos de Sonia y míos, ¿eh? Se más educada… Porque si me
tomo el costo de llamarte es por algo, ¿sabes? Además, ¿qué te importa lo que
hagamos mi novia y yo?
Baros reculó. «Imbécil».
–Ayer fue un mal día para todos –añadió Popescu, cerca de los escalones.
–¿Un mal día? ¿Para quiénes? ¿Para ellos o para ti?
–¡Bah! No vale la pena acalorarse contigo; eres una tonta. Y a todo esto, ¿tú en
qué andas?
–A ti qué te importa.
–Cómo sea. Voy por Zamfir.
–¡Espera! –le gritó Baros cogiéndole un brazo–. Uno de los amigos del finado
Emile se hospeda aquí. Yo misma lo traje, por eso vine.
–¡Vaya, pero cómo se te ocurre!… ¿Ves lo que te digo? Este hotel está lleno de
locos; ayer un hombre rompió toda una habitación, precisamente la que está
próxima a la de los agentes. Ya les he pedido que se marchen…
–Vaya, qué extraño. ¿Y qué llevas en la bolsa?
–Unos medicamentos que me pidió ayer el doctor Zamfir, para curar al loco…
No pudimos dejar de ayudarlo.
–¿Al loco?
–Sí, mujercita, al hombre enloquecido, y americano, de remate.
A Baros la aturdió una corazonada.
–¿Americano?
–Es lo que pude averiguar de su pasaporte; responde al nombre de Scott
Fraiser, un hombre joven, treinta a lo sumo, pero que el doctor Zamfir dice…
Baros se puso amarilla; la sobrecogió un súbito sobresalto.
–Llévame donde él –le dijo a Popescu, angustiada, corriendo.
Abrió la puerta de un tirón y encontró al doctor Zamfir auscultando al
enfermo. Rosa y Blue estaban de pie, en la cabecera.
–Ya está mejor –les dijo el doctor–. Tuve que aplicarle ligeras dosis de
Imipramine, un antidepresivo tricíclico poderoso que es muy efectivo para
neutralizar los ataques iniciales de pánico.
–¿Se siente bien? –le preguntó enseguida a Scott.
–Sí, muy bien, doctor Zamfir –le contestó–. Pero ustedes han de creer que
estoy loco… que todo lo que les he dicho es producto de alguna paranoia –
lanzaba miradas a los costados–. Pero lo que vi es tan cierto como…
–¿Qué pasa aquí? –irrumpió Baros, ansiosa por escuchar explicaciones; vio a
Scott tendido en la cama–. ¿Qué es lo que tiene, doctor Fraiser –éste alzó la
cabeza–. Si ayer todo marchaba bien, lo dejé en el hotel y luego salí a recoger otra
gente…
–Discúlpenos, señora… –trató de interrumpirla Blue.
–Soy la agente Cecilia Baros, de la Gendarmería –le contestó de ramplón, sin
devolverle la mirada, ofendida por el título–; el doctor Fraiser está bajo mi
cargo…
–Es el amigo que fue a recoger al Baneasa –terció Popescu acodándose en un
armario y cayendo en la cuenta.
Blue no le apartaba la vista a la agente: lucía deliciosa. Rosa, en cambio, lo
espiaba. Baros, que estaba preocupada por Scott, apenas les prestó atención.
–Venga –dijo Baros–, venga conmigo, doctor Fraiser. Lo llevaré a mi casa.
Al escuchar aquellas palabras Scott olvidó sus temores y delirios de golpe.
–Estoy bien, estoy bien –exclamó agitando los brazos–. No es para tanto…
Gracias, agente Baros, por su bondad…
–De ninguna manera –insistió ésta–. Usted no pasará ningún otro día en este
hotel. Vendrá conmigo. Qué pensaría de mí Emile si estuviera vivo… Doctor –
dijo dirigiéndose a Zamfir–, ¿qué medicamentos hay que aplicar al paciente?
–Usted ha dicho que corre bajo su responsabilidad –acotó el doctor–: Aquí
tiene, Imipramine, en dosis diarias…
–¿Hablas en serio? –la inquirió Popescu.
–Claro que hablo en serio, ¿no ves? ¿Dónde está su equipaje, doctor Fraiser?
–En el guardarropa –le contestó.
Baros sacó la maleta y la colocó en el piso.
–¿Puede caminar?
El doctor Zamfir se le acercó y la tomó por un codo; le susurró al oído:
–Déjeme decirle algo: Me parece que el hombre presenta un cuadro de
ansiedad de separación, es decir, ya que se encuentra solo, fuera de su vida
habitual, reaccionó con un ataque de pánico al miedo anticipado de padecer un
daño o desgracia futuros (aun cuando no haya habido ningún objeto que lo
provoque), acompañado de síntomas somáticos de tensión. Es lo que creo; por
eso le receté el ansiolítico. Ahora bien, ya que usted asegura que se hará cargo de
él, le sugiero que pasen juntos el mayor tiempo posible, para que vaya
acostumbrándose a la cotidianidad rumana… No es nada grave; sucede a veces
con sujetos que no están acostumbrados a viajar a menudo.
Baros asentía con la cabeza. Se dijo que no sería por mucho tiempo, ya que
hacía falta un día nada más para el entierro de Emile.
–Está bien, doctor. Haré lo que usted recomiende.
Y ya salía con Scott a cuestas cuando Popescu la detuvo.
–Espera, Baros; cálmate: debes presentarte con los agentes de la Interpol.
–¿Ellos? –le respondió señalándolos con los labios, casi apenada por haberlos
ignorado.
–Él es el agente Atón Blue –le dijo en una seña. Baros le extendió la mano, en
forma mecánica, y lo vio a los ojos.
Hay que ver cómo le palpitó el corazón a Baros al apretar aquella mano y
topar con los ojos del bello Blue; advirtió que eran negros, azabaches, tan negros
como los mechones de cabello liso que le dividían en dos ese rostro
proporcionado y colmado de cejas gruesas. La mirada era profunda, elegante,
tanto que, como decirlo, se desprendía de ella una especie de energía que
empezaba a hormiguearle el cuerpo. Fue de menos a más. Al principio fue una
sacudida, sólo una; luego, al contacto de la piel, la inclinación de cabeza y la
exposición de una tenue sonrisa, la sensación se fue incrementando (en esta parte
la cuestión llegaba ya a seria), a tal punto que sintió unas punzaditas en el
corazón. Trató de repelerlas al principio, poniendo en orden la mente (soy una
mujer de prestigio, pensó, madura y reflexiva, que no se puede dejar llevar por la
atracción de un hombre al que ve por primera vez), pero fue inútil, el celo era
mayor. No pudo contra el poder de esos ojos negros y brillantes, tan parecidos a
los del héroe que de niña la salvaría liberándola de toda la vacuidad de su alma y
que ahí mismo le revelaban un nuevo mundo, bello, bellísimo, que valía la pena
disfrutar. ¿Por qué estar sola si ya está él aquí? ¿No se lo decían esas sacudidas
que le astringían el pecho? ¿Por qué entonces se sentía atraída por un hombre
desconocido? ¿Desconocido? No, no, no para ella, que ahora descubría con
alegría que lo conocía quizá de vidas anteriores. ¿Cómo olvidar esa mirada
penetrante que cortaba la piel como el cuchillo a la mantequilla? Esa mirada la
había visto antes, mucho antes, porque era suya, porque era la de su hombre, que
se la había regalado en otro lugar y en otro tiempo, bajo la promesa de que,
pasara lo que pasara y estuviera donde estuviera, él iría por ella, conducido por
el Destino, que es inmutable… Es la mirada de mi bello, de mi otra mitad por
mucho tiempo esperada. ¿Por qué tardaste tanto, querido? No, no, ya no odiaba
a los hombres, ya no sentía miedo de sus ojeadas, ahora francas, suaves bajo esos
parpados tan planos… Tú sabes que he nacido para hacerte feliz, mi amor, para
que me hagas tuya, tu mujer, la de ayer y siempre. ¿Amor a primera vista o
deseos largamente reprimidos? A Baros no le importaba lo que creyeran ustedes
en tanto que sintiera ese fuego arder dentro del corazón, que le quemaba todo,
licuándole y exprimiéndole, en remojos, los fluidos del cuerpo. Se sintió
perturbada, y en la medianía de edad esas perturbaciones no conducen a otro
lugar sino a la imaginación, al amor.
–Yo soy el agente Duarte Reingold –se presentó Rosa, apurada, estirándole
también la mano–, el compañero del señor Blue.
Blue ladeó la cara. ¿El compañero? ¿Pero si antes nos presentábamos como
“pareja”?
–Creo que ya me presenté antes –dijo Baros, confundida–, y pido disculpas
formales por mi entrada intempestiva.
Baros decía estas palabras evitando la presencia de Blue, pero, por más que
quisiera, sus ojos siempre terminaban en los de él, y le sonría, con suavidad, con
una atención que ella no creía desmedida. Por último dejó escapar un suspiro.
Todos lo notaron, incluso Scott, que arrugó la frente. Rosa paraba la cara.
–Perdón –dijo Baros, abochornada–; estoy muy cansada, y luego el problema
del doctor Fraiser…
–Sí; es mejor que se vaya a descansar –le dijo Rosa, sin tacto, celosa.
Popescu se lanzó una gran carcajada. Se volvieron a verlo.
–Es que me parece cómico que todos hayamos concurrido en el mismo hotel
sin habernos puesto de acuerdo previamente, ¿no les parece?
–Bueno –dijo el doctor Zamfir–, yo me marcho. El paciente está bien, Popescu
está alegre, los agentes despreocupados y el amor ha entrado en escena, ja, ja –rió,
mientras se acomodaba los instrumentos y jugando con la actitud de Rosa, y
añadió–. Es broma… ¡Si no se ríe no se puede ser feliz en la vida! Acompáñeme,
Popescu.
Blue, no menos serio, trató de no seguirle el juego. Baros se despidió de los
agentes y, dando la media vuelta, tropezó con el maletín de Scott, quien le
alcanzó el brazo para que no cayera. Popescu volvió a reír, para sus adentros.
–¿No irás a inspeccionar la habitación que destrozó tu amigo el doctor Fraiser?
Los agentes podrían asistirte –dijo Popescu con doble intención.
Baros se hallaba como atontada. El otro bajó la cabeza.
–¡Ya vendré después –repetía, saliendo a carreras por la puerta–, ya vendré
después!
–Por cierto –se escuchó al doctor Zamfir decir a Popescu–, el señor Stefan me
ha preguntado por usted diciéndome que le extrañaba no haberlo visto por el
Laboratorio… Yo le dije que ha estado usted muy ocupado. ¿Quiere que se lo
salude cuando llegue a la Corporación?
–Sí, por favor –le dijo Popescu, que ya se había despedido; marchaban juntos–.
Dígale que pasaré visitándole el jueves… ¡Ah, y gracias por haberme sacado de
este lío! Sé que usted ya no está para esto, doctor, pero no se me ocurrió acudir a
nadie más, sino a usted…
–Pierda cuidado, Popescu.
Rosa salió de la pieza sin esperar a Blue, que de pronto sintió una
indisposición en el cuerpo.
–Ha sido un placer haberlos conocido, agentes –les gritó Scott desde el final
del pasillo–. ¡Y gracias, muchas gracias…!
Baros volvió sobre sus pasos y le dijo adiós con la mano a Blue, que le
respondió con una sonrisa.
–¡Qué te aproveche! –le gritó Rosa a su compañero, descubriéndolo, recogidas
las manos en el pecho, enfadada, perdiéndose camino al lobby.
6
Cuando el despecho nos hace hablar

‒Más apuntes de Rosa Reingold hallados en el Manuscrito del doctor Scott‒

«Pero es precisamente el débil quien tiene que ser fuerte y saber marcharse cuando el
fuerte es demasiado débil para ser capaz de hacerle daño al débil»,

Milan Kundera, La insoportable levedad del ser

___

4 de febrero de 1992.

(Lagrimeando).

No sé si es inseguridad, no lo sé, ¡pero qué impotencia, Dios mío, qué


impotencia! ¡Por qué tuve que haber nacido el día en que mi estrella estaba
apagada! ¡Qué desgracia la mía! Vaya donde vaya, la desdicha se apodera de mi
vida entera. ¡Tú también me discriminas, Destino malhayado, haciéndome sufrir
terriblemente! ¡Ay, cómo extraño mi casa en el DF! ¡Quisiera perderme, huir,
volver a ser una niña libre de preocupaciones! Y todo por ser gay. No es que le
achaque todas mis desgracias a mi condición sexual, pero debo decir que ésta ha
sido una gran desventaja para mis relaciones con los demás, con las cosas que
más me importan, como el trabajo, lo social, el amor…
Cometí un grandísimo error que no me perdonaré, y que Blue tampoco me
perdonó luego de una larga discusión cuando volábamos desde América a
Europa acerca de la exposición de mi homosexualidad. Yo le había dicho a Blue
que la ocultaría a las autoridades rumanas (ahora veo que estúpidamente),
queriendo no sufrir la experiencia que vivimos en México. Blue, con justa razón,
se enfadó conmigo, ¡y sin embargo lo hice por él, para que tuviéramos una vida
normal y sedentaria, libre de las burlas y prejuicios! Pero fue un gran error no
haber enfrentado mis miedos y haber escondido mi ser natural, la esencia misma
de mi naturaleza. En cierta forma no culpo a esa… Baros… ¿Por qué tenía que ser
ella? ¡Ay, duele! La vi como lo miraba, como le brillaban los ojos, como se
arreglaba el pelo, y esos movimientos de cadera y pescuezo alargado no eran
sino signos de cortejo y atracción manifiestos. A mí no me engaña. Ella no sabe
que Blue es mi marido (cree igualmente que yo soy heterosexual), y no tiene ni
idea de que lo amo más que a mi vida. Él, por otro lado, me ha demostrado su
amor muchas veces… Aunque ya sabía yo que algún día pecaría, total, es
hombre, y la testosterona lo obliga… ¡Ay, ahora empiezo a sufrir el dolor que
sufren las mujeres por sus maridos infieles! ¡Qué cruel consuelo!… Tendré que
resignarme a creer que sea ésta una aventura sexual, pero no afectiva… y sí es
afectiva, que sea pasajera… ¡No quiero perderlo, no! Lo amo demasiado… Me
mataría a mí misma si eso ocurriera, pues, ¿qué sentido tendría mi vida sin él,
qué sentido? Ninguno, ninguno…
Sé que puedo parecer dramática, falsamente romántica, pero no, es un dolor
real, y estoy consciente que sólo aquéllas o aquéllos que han pasado por esto
podrían entenderme. ¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer? ¿Quedarme de brazos
cruzados y dejar que todo pase? Blue entonces podría volverse un tunante, un
gigoló… ¿O debería pedirle que evite el contacto con Baros? No; prohibir es
despertar el deseo… ¿Hablar con él de estas cosas? No me atrevería, y de seguro
él se justificaría diciéndome que estoy loca (lo vi molesto por el regaño que le di
esta mañana)... ¡Pero yo tengo el derecho de conservar y proteger a mi hombre, a
mi marido! Estoy en mi pleno derecho. ¿Pero cómo hacerlo valer? ¿Por la fuerza
o por la astucia? ¿Debería atacar este mal dándole celos a Blue con otro hombre
manteniéndole así ocupada la mente, quizá con Popescu? No tengo la suficiente
maldad e hipocresía para hacerles mal a dos hombres… ¿Qué hago, Dios santo,
qué hago?
Antes que nada, serenarte, y actuar según se vayan presentando los
problemas… Tengo tanta rabia y miedo… rabia contra Blue, y esa su sonrisita
estúpida respondiendo al saludo de Baros, a quien temo porque se ve una mujer
decidida y, peor aún, desconocedora del amor. Ella de seguro actúa por instinto,
por sexo, en busca de apareamiento, que al parecer ya días no tiene (hasta
suspira), pues luce bella, fresca, a pesar de la cara seria que pone. ¿Y Blue por
qué le coquetea? (Sí, porque le coquetea: yo misma vi cómo le echaba miradas a
su trasero y pechos). Porque es hombre y ella una mujer, porque él es un cazador
y ella una presa solitaria, porque el instinto lo obliga a acosar… ¿Y dónde está su
gran amor que dice tenerme? El amor está en la cabeza y no en las hormonas…
¿Quién puede contra las hormonas? Ni yo he podido… ¡Ah, lo tengo, lo tengo!
Todavía hay una esperanza… ¡Me haré amiga de Baros! ¡Seremos amigas y, con
suerte, la disuadiré de evitar los coqueteos de Blue! ¡Qué gran idea! A esto habría
de sumarle la suerte que tengo de saber que el señor Fraiser ha recuperado un
poco la razón (aunque sigue afirmando que fue atacado por dos entidades
fantásticas), y podría serme útil, ayudándome a distraer a la agente Baros. ¡Epa!
¡Ahí viene, Blue! ¡Él no puede ver este diario, mucho menos lo que acabo de
escribir! Me mataría… Adiós. Volveré luego.
7
El doctor Scott se enamora

«Quien no conoce nada, no ama nada. Quien no puede hacer nada, no comprende nada.
Quien nada comprende, nada vale. Pero quien comprende también ama, observa, ve...
cuanto mayor es el conocimiento inherente a una cosa, más grande es el amor... Quien
cree que todas las frutas maduran al mismo tiempo que las frutillas nada sabe acerca de
las uvas.»,

PARACELSO

___

Baros condujo a Scott al famoso barrio de Lipscani, donde vivía en la


trastienda de una librería que alquilaba a su tío Juvenal, el pariente bucarestino
que se hizo cargo de ella cuando ésta tenía dieciséis años, y en verdad el único
hombre que la comprendía. Sabía que Baros era demasiado franca, llegando a
ingenua, práctica, compasiva y, por último y su defecto más grave, posesiva.
Rara vez le conoció novio y al verla llegar, a través de los estantes, con aquel
sujeto rubio y el maletín a mano, alzó las cejas por el asombro.
–Él es mi tío –le dijo con ternura Baros a Scott–, mi tío querido.
Juvenal, tomándola por el brazo, le dio un beso en la mejilla. Scott sonreía
satisfecho.
–¿Y el señor es…? –preguntó a medias Juvenal riendo.
–El doctor Scott Fraiser, del Instituto Molecular de Illinois.
–¡Uf! Vaya… –dijo Juvenal.
Scott se sintió apenado.
–Gracias, señorita Baros –respondió Scott, rojo–; pero la verdad es que no soy
más que un bioquímico como cualquier otro.
–¡Ah, un bioquímico! –exclamó Juvenal–. Pues me alegro que mi querida
sobrina haya sabido escoger…
–¡Tío! –gritó Baros, avergonzada.
Scott estaba radiante de alegría.
–El doctor Fraiser ha venido a Rumania para asistir al funeral de Emile… –
agregó rápidamente Baros–. ¡No inventes, tío!
–De todos modos ya estás en edad, sobrinita… Ayúdela, doctor Fraiser, ja, ja.
–¡Tío! –volvió a gritar–. ¡No molestes! ¿Quieres que deje de cocinar para ti la
ciorba de perisoare13? Si sigues no volveré a preparártela.
–Ya, ya –dijo el tío.
–Tío –dijo Baros–, el doctor Fraiser pasará unos días conmigo –al decir estas
palabras inclinaba la cabeza gradualmente, cerrando los ojos, ante la mirada
pícara de Juvenal–. ¡Pero no es lo que tú te imaginas…!
–No; si no me imagino nada, sobrina… –le dijo, enronqueciendo la voz,
aplanando el rostro; se dirigió a Scott–. Bienvenido a Lipscani, doctor Fraiser, y le
pido que goce –hizo un guiño– de las atenciones de mi amada Cecilia.
–¡Tío Juvenal!
El tío quedó en los estantes acomodando los libros y Baros entró con Scott a la
trastienda. Se veía el toque de una mano femenina en la decoración de la pieza,
que era ancha, con salita y dos dormitorios.
–Tome asiento, doctor Fraiser –le pidió Baros; éste se sentó en un sofá
tapizado con motivos turcos.
–Agente Baros –dijo Scott con la frente arrugada–, le pido de por favor que no
me vuelva a llamar doctor; llámeme Scott o Fraiser, por favor… El título me limita
como hombre, es decir, mi personalidad entera como hombre.
–Discúlpeme, doc…, Scott –se anudó Baros–. Usted puede llamarme
simplemente Baros.
Se dirigió a la cocina. Volvió con vasos y botella en la mano.
–Voy a invitarle la mejor bebida de ciruelas rumana, la tuica. Tenga y dígame
si no es sabrosa.
Scott se la echó en un trago.
–Brandy –dijo.
Se levantó ella de la mesa y cogió unas llaves.
–Venga –le dijo–; vayamos a dar una vuelta por el vecindario.
Salieron.
Lipscani es más que todo una calle, una calle comercial e histórica, repleta de
bares, mercados, restaurantes y discotecas. Ningún otro lugar puede simbolizar
mejor la idiosincrasia de los rumanos citadinos que este lugar campesino y a la
vez cosmopolita, rumano y a la vez poliglota.
Llegaron a un café, el Casa Doina; sentados afuera, en la acera, sobre sillas
minimalistas, observaban a la gente caminar llevando grandes bolsas de
supermercado. La mayoría iba abrigada, lo que les daba ese aspecto distinguido

13
Sopa de albóndigas tradicional rumana.
y elegante propio de las gentes europeas, como el de la agente Baros. Otras, sin
embargo, las mujeres de mayor edad, conservaban la tradición y calzaban botas
de cuero con correas atadas alrededor del pie, falda blanca y camiseta con
chaleco. Podía vérseles flamear el delantal que llaman "catrinta",cubiertas las
cabezas con una "basma”. Scott, en cambio, vestía una sencilla camisa de mangas
largas, entalladas las piernas en un pantalón de tela inglés. Pidieron un
capuchino. Scott no le apartaba la vista, que enternecía para incomodidad de
Baros. Ésta, por otro lado, hablaba pero sin cruzar miradas. Scott lo percibió, y se
esforzaba por atraer su atención.
En eso vio a una señora que cargaba una canasta de flores, e hizo gala de esas
actuaciones que hacen muy célebres a los científicos en el mundo.
–¡Espere! –le gritó, levantándose de la silla y corriendo hacia la señora; la
alcanzó; volvió y encontró a una Baros asombrada–: ¿Sería usted muy amable de
acompañarme a cenar esta noche, Baros, la Bella? ‒le dijo alargándole un
ramillete de flores, con apostura dramática.
Baros reía, nerviosa, tapándose la boca con las palmas de la mano.
–¿Se compadecería usted de este pobre hombre? –arremetió Scott, excitado.
Baros ladeaba la cabeza, como rechazando la oferta en bromas. Scott le colocó
el ramo justamente por debajo de la línea de los ojos.
–Sí –dijo ella, cogiendo las flores.
Es lo bueno del hombre audaz, aun siendo feo luce bello cuando la práctica.
Scott en realidad no era feo, sino torpe. Hablaba de temas insulsos cuando no
debía, y cuando debía hablar no hallaba qué putas decir. Sin duda que tantas
lavadas de cerebro entre libros de biología y química, cálculos, probetas,
soluciones salinas y microscopios, más la eterna presencia de unos colegas poco
agraciados a los que nada perturbaba (salvo el cumplido de ser las mejores
mentes del mundo), no podrían haber formado un hombre del tipo scottiano:
torpe de principio a fin, impresionable ante la más mínima simpleza afuera de su
mundo, racional pero desconocedor de la compleja psicología humana, en una
frase, un hombre sin tacto en asuntos del amor. Sin embargo tenía Scott una
cualidad singular digno del más grande de los elogios: sabía escuchar. Aunque
esta vez lo había salvado la televisión, y un poquito de valor, pues la escena la
había visto miles de veces en las comedias de Hollywood, para el caso, en Pretty
Woman, con Richard Gere rogándole a Julia Roberts. ¡Y le había funcionado!
Pensaba, para sus adentros, que si sus compañeros llegaran a darse cuenta de lo
sucedido, sería fulminado a bromas o risas, o de admiración por parte de las
damas. ¿Eso era entonces? ¿Esa era clave? Saber jugar con las cartas de la
enajenación televisiva global. ¿Estaría el mundo entero condicionado, reprimido,
idiotizado por este tipo de cultura digital? De seguro tenía que ser así, si no ¿por
qué la mujer para ser bella tiene que ser delgada y esbelta? ¿Por qué el hombre
musculoso y brutal?, o ¿porqué el hombre o la mujer después de los treinta si no
tienen dinero son considerados unos fracasados, a pesar de que les queda toda
una vida productiva por delante?; más aún, ¿por qué la gente después de los
cincuenta años decía sentirse como una de cien?; o la más grande y ciega de las
sinrazones, ¿por qué la riqueza mundial debía estar concentrada en manos de
una élite conformada por tan sólo mil quinientos billonarios, los que, para mayor
estupidez, eran idolatrados como los plus ultra del género humano, y hasta con
orgullo, en vez de exigir una repartición justa, por el resto de los cinco mil
quinientos millones de seres desarrapados que se extinguen en medio de la
miseria? Era para reírse, pero de la vergüenza.
Baros se despidió de Scott porque dijo tener trámites pendientes en la Morgue.
Éste le dijo que la invitaría a la Charme, un restaurante, en ese entonces casi al
aire libre, que había visto cuando bajaban por Lipscani, y donde los camareros
servían pez espada a la parrilla, espárragos frescos y pasta con setas mientras se
escucha música de fondo relajante. Además podían tomar asiento en un sofá o
sentarse en sillas giratorias junto a la barra. Baros le sugirió que si no era mucha
la molestia, bien podía él prepararle la cena en la trastienda, que era muy
acogedora. Scott asintió felicísimo.
A partir de aquí Scott se vio arrastrado por una necesidad urgente de ligar, de
unirse. ¿Cómo se le había despertado este deseo desde la primera visión de Baros?
¿Qué tenía esta mujer que la hacía tan fatal? Le pareció que hasta entonces su
vida había estado completamente vacía y que había perdido el tiempo en sus
investigaciones. No, la vida sin una mujer como Baros, no es vida, se dijo. ¿Pero
qué digo? No; mis estudios tuvieron un propósito, sí, ¿cómo el de Emile? ¡Si
Emile está muerto! Y pensaba: «¿Y quién en esta puta vida le agradeció por tanta
dedicación al estudio? ¿El vecino de al lado? ¿El rector de la universidad? ¿Sus
padres? ¿Qué fue de la vida de este hombre? ¿Mujer e hijos? Ninguno. ¿A qué
vino a este mundo? ¿Fue feliz? ¿Amaría? Ah, el amor… ¿Qué era eso, quizá lo
que él estaba viviendo en ese momento por Baros? Sí, eso era el amor, algo más
allá de la compenetración física, algo que jamás podrá ser explicado pero sí
sentido, y con mucho ardor. Baros, te amo».
Efectivamente, Scott se había enamorado. ¿Un frío científico flechado en tan
sólo dos días? ¿Duda alguno de ustedes? ¿No era él acaso un ser humano? ¿No le
había pasado lo mismo a Tom Cruise y Nicole Kidman? ¿Acaso no te pasó a ti la
vez pasada, cuando no dormías ni dejabas de pensar en el objeto amado? Ahora
entiendes a Scott, que cayó presa del amor, de ese amor platónico, romántico,
obsesivo, en el que uno es el héroe, o la víctima, presto a sufrir por rescatar a su
amada, y ésta está más que dispuesta a recibir humillaciones, maltrato físico y
todos los males del mundo, de ese amor que jamás se te cruza por la mente creer
que es la imagen perversa y masoquista del verdadero amor. Pues ¿por qué se
imaginaba un amor sufrido en vez de uno feliz? ¿Y aun reunidas las condiciones,
por qué ser tan infeliz? Pero Scott, sin saber cómo o por qué, lo sentía así,
adversativo. Y entonces sentía mayor atracción por Baros, tanto que empezó a
darse cuenta de que la bioquímica le aburría, que ya no tendría el empuje y la
curiosidad por analizar una molécula más bajo el microscopio, que ¡qué putas me
importa a mí el genoma humano si ni siquiera he podido perpetuar el mío!
Necesitaba de Baros, pero de forma inconsciente, pues en sus cinco sentidos
trataba de reprimir este sentimiento, guardando silencio y yéndose por otros
medios, retardando el momento.
Y era el momento. A sus treinta años, ahora que lo vislumbraba, casarse era
una obligación, para dejar prole. ¿Y si moría mañana, como Emile, nadie en el
futuro lo recordaría, perdiéndose su semilla para siempre de los anales de la raza
humana? Por otra parte, Baros y yo somos casi idénticos, bueno, no idénticos
sino opuestos, como debería ser, tan disimiles como los polos magnéticos, pero
hechos, precisamente así, a la medida. Uno sabe dónde y el día que nace, pero no
dónde ni cuándo muere, como tampoco los contrasentidos que te obligará a
hacer en la vida. Si no, ¿por qué se sentía libre de hacer tonterías como el del
ramillete estando enfrente de Baros? ¿Y qué tenía ella que tanto le fascinaba a él?
Sería el cabello lacio, esa quijadita ligeramente pronunciada y puntuda, sus ojos
gatúbelos, esa voz afónica, sensual, o acaso ese cuerpo de diosa romana orgullosa
de sus pechos abundantes y ancas de yegua. ¿No? ¿No era eso? ¿El destino, qué
me trajo para enamorarme de Baros? Ja, ja. ¿Creer yo en esas boberías? No,
hombre. Scott, a pesar de querer encontrar una explicación racional, congruente
con las leyes del Universo, no daba con ella, ni tampoco se daba cuenta de que
percibía en Baros fortaleza, reciedumbre, serenidad, reflejos de una complexión
biológica que se manifestaba en su carácter a la vez salvaje y severo, que
despertaba en él su instinto de cazador por tanto tiempo adormecido por el
intelecto. Baros era su atracción fatal, su Sharon Stone en pelo negro, la única
mujer en el mundo que podría hacerlo feliz.
Baros, sin embargo y como hemos dicho, terca como es ella, no guardaba otro
sentimiento más que de distancia y respeto por Scott, el amigo extranjero de
Emile. Eran tan distintos. Ella, suspicaz; él, ingenuo; ella siempre lista a juzgar
con firmeza; él tan comedido; ella seria y directa al objetivo; él tan mal contador
de chistes y filósofo. En pocas palabras: «No había química». Palabras que lo
definieron todo desde el principio. Ella tenía otros planes en su vida,
profesionales más que todo, echando por fuera todo lo que oliera al amor. ¿Todo?
¿Y Blue, el latino bello? Fue nada más una impresión, una de la que no me puedo
confiar. Y se había repetido estas palabras desde hacía quince años, cuando lloró
por meses a un chico tatuado que, habiéndola hecho escapar de la casa,
desflorándola, e impeliéndola a desobedecer a sus padres, aprendiendo a fumar
y decir palabrotas, la había dejado por ‘una amiga’, de la pandilla. Eso fue todo,
y moldearía su personalidad a futuro. «¡Yo no necesito de ningún hombre!», le
gritó un día a su tío, que la salvó de la vagancia, y que con los años la apuraría a
buscar esposo, «para que tengas una vida normal, una familia, hijos». «¡Los
tendré por inseminación artificial», había rebatido. Pero la vida le había jugado
con ironías: al enrolarse en la policía, se había encontrado con Popescu, que se
parecía en mucho a su primer amor, y que la hacía sufrir tanto como aquél, pero
que ella era incapaz de odiar.
Llegó Baros por la noche a la trastienda. Scott la recibió con un plato de
langostas y le alcanzó una copa de tuica, proponiéndole un brindis, «por la
amistad», con una canción de Barry White en el fondo. Era ridículo, pensó ella,
pero divertido a fin de cuentas.
–Tiene usted una buena colección musical –abrió Scott la plática.
–Pero no es mía, sino de mi tío.
Scott inclinó el cuerpo sobre la mesa.
–Voy a revelarle un secreto –le susurró.
Baros tragó saliva. El asunto empezaba a teñirse de tintes comprometedores.
–Es muy temprano para contarlos –le respondió incómoda, tratando de
retardar lo que en el fondo intuía como una declaración de amor. Su experiencia
policial le había enseñado a reconocer ciertas actitudes en determinado tipo de
individuos. En su análisis, Scott era del tipo retraído y discreto pero con
arranques imprevistos de emoción, debido a la edad y la formación frívola
americana; o sea, del tipo científico, estructural, aunque, como todo individuo de
la clase media, formado bajo una intensa actividad comercial y mediática.
–¿Usted cree? –preguntó estúpidamente Scott.
–Dígame una cosa –dijo Baros enderezándose en la silla–; sé que le va a causar
cierta molestia, pero necesito saberlo. ¿Qué fue lo que ocurrió en el hotel?
Scott empezó a sentirse indispuesto.
–Es que me avergüenza decirlo –se disculpó; sudaba–, y lo he repetido tantas
veces que ya nadie me cree. Mejor cambiemos de tema, ¿quiere?
–Por favor, Scott –le suplicó Baros–, dígamelo, que yo sí le voy a creer.
–Antes que nada, Baros: yo no estoy loco. Y voy a decirle lo que pasó en pocas
palabras, ¿está bien?
–Siga.
–Mire… –Se trabó–, ¡es que no sé cómo explicarlo!
–Haga un esfuerzo.
Scott se dejó caer en la silla. Baros lo miraba atenta.
–Luego de haberme dejado usted en el hotel, entré a mi habitación, me recosté
en la cama y, mientras leía el periódico, escuché un zumbido afuera, cerca de la
ventana, que estaba abierta…
Se apretó los ojos, amordazándose la boca.
–¡Ni yo mismo sé lo que vi, Baros, ni yo mismo lo sé! De repente estalló la
pared en pedazos y llenó de polvo la habitación y yo… yo me sentía en otro
mundo, en otra dimensión… y vi, a través de la polvareda, una figura horrorosa
suspendida en el aire, con grandes uñas afiladas, abalanzándoseme… –Scott se
cubrió el rostro, a punto de llorar.
»La habitación se revolvía entera por las grandes ráfagas de viento… y luego
otra figura que aparece de la nada a grandes saltos luchando contra la primera en
el piso, atacándose en medio de bufidos y chirridos crujientes… Una de ellas
alcanzó a verme, yo intenté averiguar… pero el polvo y el aire me nublaron la
vista…»
Baros abría los ojos, incrédula ante la narración de Scott, a quien tomó por
alienado.
–Me parece estar escuchando un cuento de vampiros y hombres lobos –dijo,
destemplada.
Se afligió el pobre Scott.
–No me cree, ¿verdad? –le preguntó, aturdido–. ¿Cree usted que pude haber
hecho yo ese gran agujero utilizando solamente mis manos?
Baros se sorprendió al escuchar aquello.
–¿Sólo con mis manos? –siguió Scott, exaltado ya, casi con rabia–. ¿Podría
romper yo el concreto con estas uñas?
–¿Cuánto tiempo pasó desde que lo dejé en el parqueo hasta que las entidades
salieron de su habitación?
–¿Pero no se ha fijado usted en mi equipaje, Baros? Es un maletín pequeño,
como podría cargar yo un taladro, digamos, ¡y abrir un boquete tan grande con
tanta rapidez!
–¿Cuánto tiempo, Scott? –terció Baros.
–Unos diez minutos. ¡Pero acaso no vio el agujero! ¡Es enorme, mucho más
grande que el de un cuerpo humano! –gritó Scott alargando el cuello–. Y ya, ya
no quiero hablar nunca más del asunto –y cogió un tenedor para abrir la langosta.
Baros quedó pensativa. Un segundo después creyó conveniente hacer pasar
un buen momento a Scott, que parecía sentirse acosado.
–Discúlpeme –le dijo–, por ser tan insensible. Y no se preocupe, ya daremos
con los responsables de este ataque. Yo misma me haré cargo del caso.
Scott recuperó la alegría y pronto en la cara se le dibujó una sonrisa.
–Gracias, Baros –le contestó–. Usted ha sido la única en comprenderme…
–Oiga –le dijo–: está muy buena la langosta.
Sonrieron ambos. Aquel cumplido subió los ánimos de Scott, quien se levantó
y caminó hacia el reproductor de cd.
–Déjeme dedicarle una canción –le dijo, colocando el disco–. Hoy quiero
olvidarme de todo, menos de las cosas que han hecho que mi vida tenga
sentido –apretó el play–. ¿Escucha el intro? –preguntó; un arpegio sugestivo de
guitarras toca un son decidido y provocativo:

Do, do, do, do…

Tonight, I wanna give it all to you


In the darkness, so much I wanna do
And tonight, I wanna lay it at your feet

‘Cause, girl, I was made for you


Girl, you were made for me

Baros se sintió comprometida, y en medio de latigazos de guitarra, reía a


fuerzas, apenada. A Scott le brillaban los ojos.
–Muy buena canción. ¿Quién la canta?
Scott contoneó la voz.
–Kiss (en español «Beso») –dándole un doble sentido a las palabras.
–¿Perdón? –preguntó Baros, desconcertada.
–El grupo –dijo Scott–, así se llama, Kiss.
Sintió el doctor que había llegado el momento decisivo para el amor y
haciendo muecas solapadas que imitaban la letra de la canción, entornando los
ojos, que no apartaba de Baros, llegó a la mesa, se sentó y alargó la mano más allá
de la vela que hacía de centro. Baros escondió la suya.
–¿Sabe usted que es muy linda? –le dijo, fija la vista.
–Oh, gracias… –le contestó Baros, sin darle importancia al asunto.
–He tenido que guardarme muchas cosas –siguió Scott; Baros dio un saltito en
la silla.
–Así es la vida –le respondió ella, tratando de salir del terreno fangoso con
diplomacia.
–¿Cuántas personas en el mundo no darían lo que fuera por ser amadas? –
replicó torpemente, creyendo formular una gran pregunta que sería contestada
con un «y me lo dice a mí, que estoy sola, que ni novio tengo y que cómo me
gustaría encontrarme un día a un hombre que supiera amar de verdad».
Pero Baros le salió cortante.
–No hablemos de eso –le dijo, grave–. Me siento realmente incomoda con el
tema.
Se le vino al hombre el mundo abajo. La muralla estaba alzada. Y, sin
embargo, el asunto en la mente de Scott tomó otro rumbo: «¿No existe el esfuerzo
para sobrepasar estos obstáculos?»
–Mañana es el funeral de Emile –dijo Baros feamente–. Vendré por usted a las
dos de la tarde, luego de salir de la oficina.
–Sí, está bien –le contestó Scott, sin interés, frío.
Baros dejó que la cena se le enfriara, y se levantó para ir a la cocina, con paso
indiferente. Scott se alarmó: «Ámame u ódiame, pero no seas indiferente
conmigo»; se apresuró a decir:
–¿Y no le gustaría escuchar mi secreto?
Baros ladeó la cabeza. «¡Ay, la declaración de amor! ¡Qué fastidio!», se dijo.
–¡Pues que me quedo en Rumania!
Se escuchó el grifo romper con fuerza en el lavamanos.
–Pero, doctor Fraiser…
–He pensado en fundar una compañía de investigaciones genómicas, Baros.
Ya me verá triunfando en su bella tierra – acentúo las últimas palabras.
«Ay, qué dolor de cabeza», murmulló Baros. «Qué fatalidad…»
–¿Cómo dice? –preguntó Scott.
–¡No; nada, nada! Estoy segura que le irá muy bien en el negocio.
Y cerró el grifo con enfado.
«Tome», le dijo alargándole unas grajeas negras, «aquí están las pastillas que
le recetó el doctor Zamfir».
8
El financiero que ayuda a los pobres

«¿Qué es lo bueno? Todo lo que eleva en el hombre el sentimiento de poder, la voluntad


de poder, el poder mismo. ¿Qué es lo malo? Todo lo que proviene de la debilidad.»,

Federico Nietzsche, El Anticristo

___

–Llega tarde, doctor –le reconvino la mujer pelirroja–; el señor Stefan y los
demás gerentes han tenido que empezar la reunión dejándolo a usted a un lado.
–Lo siento –dijo Zamfir, grave–, pero tuve asuntos importantes que atender.
–¿Va a pasar?
–Claro, claro; anúncieme antes con el hombre grande.
La asistente personal se levantó de la silla de recepción y entró a la sala de
conferencias. «Pase», le dijo, escueta.
Zamfir tomó el picaporte y lo haló.
–¡Ah –dijo Stefan al verlo–, llega usted sin tiempo, doctor! Pero siéntese,
siéntese, que todavía falta algo que discutir. Así señores…
Se dice que hoy en día las corporaciones financieras son las que dominan al
mundo, y Stefan David, típico hombre de negocios, pulcro y acelerado, de los
que nunca se despegan el celular de la oreja, era uno de sus emperadores. Dirigía
una corporación financiera de inversiones y receptora de dividendos, Securities
Investments Corporation, lo que en el argot de los corredores de bolsa llaman un
holding, pero que en buen español viene a ser del tipo de compañías que reciben
las utilidades de empresas afiliadas para invertirlos en la creación o
apalancamiento (por medio de la compra o cesión de acciones) de nuevos
negocios. ¿Por qué existían este tipo de mega corporaciones? Porque las
operaciones son acaparadoras y redondas, ya que si el negocio recién creado o
apalancado llegara a generar utilidades, éstas vuelven al holding, y son
repartidas entre todas las participantes del mismo, pero con un miembro nuevo a
la par, y diversificado, por añadidura. Así, en cuestión de años y utilizando el
mismo dinero circulante, se habrán adquirido un sinfín de nuevas empresas,
erigiéndose así como un monopolio gigantesco. General Electric en Estados
Unidos y Elektra en México, para dar ejemplos conocidos, pueden dar fe de la
honradez de mis palabras. Lo que cuenta al principio para el buen
funcionamiento del ente, es tener una banca grande, como diría el dueño de un
casino, capaz de soportar la caída repentina de alguno de sus miembros; por
tanto, es imprescindible contar con un afiliado sólido y productivo que haga
ingresar fondos frescos en grandes proporciones, ya para invertir o ya para pagar
las ganancias de sus afiliados al final del ejercicio económico, afiliados, por otra
parte, siempre ávidos de dinero que, ¡he ahí la ironía de tanto esfuerzo creativo
financiero!, como gusta de quejarse el señor Stefan, sus gerentes aprovechan en
gastarlo para sí mismos adquiriendo partidas de activos sobrevalorados que
compran al amigo del club de la esquina.
Seicorp, siglas del holding, al contrario, estaba compuesto por esa clase de
negocios que en las clases de administración general acostumbran a clasificar
como mediana empresa: la mayoría eran farmacias y droguerías. Stefan, que
antes del colapso del ‘89 había vivido oscuramente en los suburbios de Bucarest,
las había creado todas, extendiéndolas tres años después por todo el país. Era
judío, y el genio empresarial y financiero detrás de este monopolio ahora sin
límites en Rumania, además de su presidente ejecutivo. Era evidente que no
solamente era una bestia de carga incansable, sino que era inteligente, y mucho,
tanto que su carácter afable, dicharachero, siempre sonriente, en apariencias,
conocedor del suelo que pisa, había seducido a las masas pobres, que lo
convirtieron en un político de éxito, en deputatilor, el Hammurabi rumano, como
lo halagó un día el presidente del Consejo Legislativo, promulgador de leyes
acorde con la realidad económica del país. Y esto había sido en verdad una
hazaña, pues antes de la llegada de Stefan al escenario político, el PRMU, Partido
de la Gran Rumania Unida, el partido que lo hizo diputado, era conocido por su
posición antisemita y extremista. Pero hubo cambios. El entonces líder de partido,
Tudescu, había sido acusado de ser leal al régimen de Ceaucescu y de haber
confeccionado una "lista nacional de la traición", en la que reservó un lugar para
casi todas las figuras políticas y culturales notables, principalmente las de origen
judío. Stefan, como buen empresario y apoyándose en esta coyuntura, hizo un
arreglo por salvar la imagen de Tudescu, que luego apareció como «arrepentido
y compungido» ante la opinión pública, presentándolo a él a manera de prueba
viviente de su conversión. Jugada intrépida. «Sentido común», se decía Stefan.
Hombre hecho a sí mismo, con una espalda triangular en la que se apoyaba una
cabeza noble, embellecida por una mandíbula saliente, no podía menos que creer
que el mundo era una gran autopista de carreras donde él estaba destinado a
llegar primero a la meta. Frialdad de mente, inflexibilidad de ánimo y sentido de
urgencia se combinaban en una extraordinaria simbiosis de ferocidad de alma e
intranquilidad de espíritu. A la par de estas virtudes dignas de un santo o de un
guerrero, afloraba, sorprendentemente, un gran defecto que adquirió al saborear
las mieles de la riqueza: era el más grande manirroto de Europa. Quizá éste
último apareciera el día en que, tras años de arduo trabajo, vio por primera vez
su cara en las aguas límpidas del lago Colentina: supo que envejecía. Era su pena
secreta, y sufría en silencio por esta desgracia, que nunca creyó que lo alcanzaría.
Se imbuyó entonces por conseguir un medio para rejuvenecer, pero todos los
hombres de ciencia lo habían desalentado con sus teorías, excepto Zamfir, que
logró crear una droga que le retardó la vejez, y que, gracias a su instinto
financiero, comercializaría con éxito. Rejuvenecido, decidió gozar de la vida,
pero no como cuando lo había hecho en su juventud, cuando cualquier nadería le
alegraba el corazón, sino de una forma ciertamente extravagante: le gustaba ver
cómo otros disfrutaban de sus dádivas. Algunos decían que era filantropía, otros,
perversión. Los envidiosos aseguraban que lo hacía para olvidarse de la muerte,
para olvidarse de que igual tendría que morir como los otros hombres o como
cualquier otro perro, ¡ay, qué injusta es la Naturaleza con sus mejores
especímenes!, y lo reflejaba en su rostro, confundiendo por momentos a la gente.
Los más egoístas decían que lo de Stefan era rapacidad.
Al recibir a Zamfir, se encontraba afectado por una jaqueca, sin duda
ocasionada la noche anterior por el exceso de alegría gozado en la fiesta ofrecida
por Marko Belinca, amigo suyo, y uno de sus socios minoritarios. Aun de mal
humor, había partido a la oficina y convocado la rutinaria sesión mensual de
gerentes. Sentado en su silla ejecutiva, había abierto el Consejo:
–¿Cómo van las ventas en Baia Mare? –preguntó al del distrito de Maramures.
Stefan era imponente, y siempre, aunque sin quererlo, opacaba el ánimo de
sus subalternos.
–La capital de este judet ha sido siempre uno de los mejores mercados para
Seicorp, señor David –le contestó, tratando de hacer cuentas en el aire, retardando
la respuesta.
–Eso ya lo sé –le dijo Stefan, molesto por la obviedad–. Lo que necesito saber
es cuánto han aumentado.
El hombre se cohibió, reprimido por el seco tono de voz.
–Bueno… En un quince por ciento, señor.
Stefan apoyó los codos sobre la mesa.
–¿A qué se debe el aumento?
–Eh, bueno… Verá… Ha habido varios factores…
–Sea especifico, por favor, Copos. Rápido, hable.
Copos calló, agitado, la cara encarnada. Los demás gerentes empezaron a
hojear a conciencia sus informes.
–¡Ah, con que se ha dejado venir desde Baia Mare sin estudiar el libreto! –
exclamó Stefan, sardónico, hinchado los ojos–. Coja el Estado de Resultados, vea
el renglón de ingresos y remítase al pie de página, Copos.
Copos obedeció.
–¿Qué dice ahí? –le preguntó, recorriendo con la mirada a los otros.
–Eh…
–¡Por Dios, Copos! No lee usted que dice “que el aumento del mes en
comparación al año anterior se debe a la introducción del producto hormonal
llamado «Youngever»”.
«Youngever» era una droga sintética, creada por Zamfir, como hemos dicho,
y que Stefan había logrado legalizar gracias a su poderío político, ofreciéndola al
público como un regenerador celular que utilizaba los avances de la ciencia
genética. Manipulaba este compuesto la molécula «Resveratrol», encontrada en
forma natural en el vino, que activaba a su vez al gen controlador y maestro del
ADN encargado de alertar a las células su momento de regeneración, –, además
de aumentar las sinapsis neuronales y lograr con ello una mayor velocidad del
pensamiento y revitalización del cerebro. Desde su aparición en el mercado, a
finales de año pasado, las ventas habían sobrepasado todas las expectativas,
medicándose para el uso terapéutico, desde el tratamiento de la diabetes,
Alzheimer, hasta el rejuvenecimiento. Prometía, en dos palabras, alargar y
mejorar la calidad de vida.
–Sí, señor Stefan David –le respondió Copos–. Además, en un efecto curioso,
los clientes que vienen por él también compran otros productos.
–Al fin dijo usted algo bueno de escuchar…
Stefan rió, y los demás, al verlo, echaron a reír también. Encendió un cigarrillo,
echó para atrás la silla y cruzó las piernas. Sus gerentes se pusieron en alerta;
sabían que pronto empezaría por pasar el cepillo.
Y Stefan lo pasó.
Luego sonó el teléfono. Lo contestó.
–¿Sabe que el profesor Rahova ha muerto? –le dijo la voz, susurrante, por la
línea.
–¿Quién habla?
–Partido por la mitad, desgarrado, una muerte dolorosa…
Stefan cambió de color. Sus ojos verdes parpadearon.
–Dígame quién es usted, sino le cuelgo el teléfono.
–Stefan… Stefan… ¿Ya no reconoces mi voz?
Le colgó el teléfono, y puso la mirada fija hacia el otro lado de la mesa
ovalada. Estaban todos a la espera de que dijera algo, pero entonces Stefan habló:
–Bueno –dijo casi en un epílogo–, voy a incentivarlos. Como necesito buenos
resultados para el mes que viene, el que rebase las estimaciones de utilidad –que
no de ventas, ¿eh? – será premiado con un viaje en yate al Mar Negro.
Se vieron las caras unos a los otros, sorprendidos, pero no queriendo
incomodar al jefe, se pusieron a celebrar sus palabras.
–Y hablo en serio –dijo.
Enseguida se dirigió a Copos.
–En cuanto a usted –le dijo–, no crea que me tiene contento.
Copos se estremeció.
–Así que voy inyectarle capital a su farmacia, ¿me oyó?
–Sí, sí. –Apenas podía articular por los nervios.
–Necesito incrementar los márgenes de utilidad en Baia Mare, así que invierta
ese dinero aumentando el volumen de ventas, bien con la compra de inventarios
renovados…
–Yo pienso que…
–¿Piensa usted algo inteligente? –le espetó Stefan, molesto por la interrupción;
sin embargo, era la llamada recibida lo que lo fastidiaba.
Copos sacó el pañuelo, y se enjuagó la frente.
–Yo pienso que con incrementar los inventarios las ventas no subirán.
–¿Qué dice, Copos?
–Digo que cómo piensa usted que yo pueda venderlos… Vea, vea las
estadísticas, señor David, las ventas están al límite en este distrito. Sólo
lograríamos inflar los inventarios sin necesidad.
–Mire, Copos, aquí el único que piensa soy yo, ¿entiende?
Copos bajó la cabeza.
–El mercado está abarrotado, además la competencia extranjera, la interna…
Stefan se rascó la frente.
–Déjeme terminar, Copos –dijo–. Lo que le pedí fue que dinamizara el
comercio, ¿ahora me entiende? Voy a hacerle la transferencia de todos modos. Si
dice que no puede, pues entonces no se puede. Pero yo digo que sí. Publicite más,
haga obras sociales, repare asilos, maternales, escuelas, ¡lo que sea! Ayude a la
gente pobre, que más adelante nos ayudarán… Lo que se le ocurra.
Copos retrocedió, atónito. Esperaba otra reprimenda, pero a cambio recibía de
Stefan una respuesta fuera de cualquier protocolo comercial. ¿Se habrá
desquiciado el señor Stefan después de aquella llamada? No, no. Esta vez le tocó
a él. Ya era tiempo que la otra faceta de David se le revelara, ya era hora de que
la filantropía de Stefan lo alcanzara a él.
–Gracias, señor David –le dijo–. Tiene usted un corazón muy noble.
Entonces había entrado Zamfir por la puerta.
–Así señores –dijo Stefan levantándose de la silla, dando por terminado el
Consejo y recibiendo al doctor–, es todo por este mes. Salgan allá afuera ¡y
tráiganme resultados que merezcan la pena de ser vistos para el siguiente! Copos,
contáctese con Mircea para tramitar la transferencia. ¡Y recuerden: hay un viaje
en yate al Mar Negro, en primera clase y con los gastos pagados! ¡Buenos días y
hasta la próxima!
Los reunidos abandonaron la sala. Stefan se volvió hacia Zamfir.
–Razvan me trae por un fregadero –dijo–; está molesto porque sigo arriba en
las encuestas de opinión popular. Ha jurado que hará lo imposible por verme
desgraciado.
Zamfir no pronunció palabra.
–Ha dicho el idiota que se las desquitará conmigo sacando del mercado al
«Youngever».
–¿Pero cómo? –se atrevió a preguntar Zamfir.
–Pues sencillo: se ha ido al Ministerio de Sanidad y ha dado con unos reportes
estadísticos de laboratorio que nada bueno auguran para el futuro del producto.
–¡Cómo!¿En qué se basa Razvan?
–En los efectos secundarios: comportamiento agresivo, estados periódicos
maniaco-depresivos, psicosis, y toda una laya de tonterías.
–¡Pues dígale al señor Razvan que me presente esos resultados a mí, que yo se
los rebatiré punto por punto!
–Confío en usted, doctor; mas no en Razvan, un viejo lleno de ardides.
Y se dejó caer en la silla, estirando los brazos.
Se escuchó el toc toc resonar en la puerta: era su asistente de gerencia, Valeria.
–Señor Stefan –le dijo–, aquí están las revistas y los periódicos.
Los tomó. Zamfir estaba como abatido, alargado el rostro, lo que afligió a
Valeria.
–¿Puedo traerles una taza de café? –les dijo, dirigiéndose a Zamfir, mientras
Stefan abría el periódico.
–¿Alguna noticia importante? –le preguntó a Valeria; dependiendo de su
respuesta los leería; luego, tras un escalofrío y acordándose de la llamada, la
indagó.
–¿Sabe, Valeria, quién me llamó hace unos veinte minutos?
–Eh… ¿Hace veinte minutos?
–Sí, sí. Veinte minutos.
Valeria había estado arreglándose las uñas y transferido la llamada
automáticamente.
–Creo que fue un señor llamado Aurel… o Gabriel… ¡No recuerdo! –acabó
exclamando con voz chillona y riendo de la vergüenza.
–No sería acaso ¿Aurelian?
–Sí, ¡Aurelian!, así lo dijo el hombre.
Stefan empalideció.
–Con su permiso, señor Stefan –dijo Valeria–. Voy a atender a la gente que
espera en la recepción.
–Está bien –le dijo, pensativo y tenso.
De pronto se sobresaltó. El teléfono volvió a sonar. Temblorosas las manos, lo
cogió. Zamfir no le despegaba la vista.
–Aló.
–Señor Stefan –dijo Valeria por la línea–. Tiene llamada. ¿Se la pasó?
–¿De parte de quién?
–Permítame. –Segundos después. –Es el señor Aurelian.
La piel se le puso de gallina.
–Pásala.
Entonces escuchó la voz susurrándole al oído:
–Voy a matarte, Stefan David, voy a matarte. Mi venganza será plena.
–¿Quién es el imbécil que se atreve…?
–Lee las noticias del periódico, Stefan y date cuenta de tu destino –y colgó el
teléfono.
Stefan cogió uno de los periódicos y ante sus ojos una escena burda y cruel
aparecía en primera plana: la fotografía de dos hombres asesinados, uno encima
del otro, tirados en plena calle. Sintió tremendas ganas de vomitar.
–¿Le pasa algo? –preguntó Zamfir, preocupado por el semblante de su patrón.
–No, no, nada, nada; la jaqueca, la jaqueca… Debo salir en este momento,
doctor; dispénseme. Hablaremos luego. ¡Ah! Y avíseme a qué horas empieza el
funeral de Emile.
Se encajó su largo capote y salió de la oficina.
9
La Mafia Roja, el «Estigia»

«Decíame mi padre: “Hijo, esto de ser ladrón no es arte mecánica sino liberal.” Y de allí a
un rato, habiendo suspirado, decía de manos: “Quien no hurta en el mundo, no vive.
¿Por qué piensas que los alguaciles y jueces nos aborrecen tanto? Porque no querrían que
donde están hubiese otros ladrones sino ellos y sus ministros.»,

Francisco de Quevedo, Historia del Buscón de Sevilla

___

Atrás de los portones de la gran bodega, se estacionaron sendos furgones.


«Entra tú, tú y tú», dijo el capataz. El bufido de los escapes y el balanceo brusco
de los cabezales, que arrancaron en dirección al centro del almacén, ralentizaron
el frío de los callejones. En el fondo y en una esquina, estaba plantada una
oficinita y, dentro, tres personajes, uno de ellos velado por un biombo no mayor
de seis pies de alto. Tenía el rostro cubierto por una máscara blanca. Salió del
bombo y se interpuso entre los dos restantes.
–Es lo que ha dicho el pobre hombre –dijo uno de ellos.
–¡Pendejadas! –gritó el otro–. ¿Quién puede creer una historia como ésa?
–Yo sé que está loco, que le falta un tornillo, pero es más necio que un burro.
–Si él, un científico, asegura que fue atacado por ese tipo de entidades
extrañas –replicó el Estigia con voz susurrante y metálica– es porque hay algo de
verdad en el asunto.
El hombre incorpóreo, así llamaban al líder de la Mafia Roja, la cruenta y
temible máquina de horrores del crimen organizado rumana. A diferencia de la
Cosa Nostra siciliana, cuyo cuerpo estaba integrado por familias, la Mafia Roja era
como una arteria humana, delgada y disuelta en ramificaciones. No había en ella
una familia que la comandará sino jefes, lores, hombres sangrientos que
luchaban a muerte por mantener protegida –más que todo por fomentar una alta
productividad– la inviolabilidad de sus territorios. Había nacido está mafia en la
Rusia de los años setentas, entre judíos y eslavos, quienes se vieron obligados a
conseguir recursos, de manera clandestina y en medio de la tensión y el
empobrecimiento de presupuestos gubernamentales que el Estado ruso había
decidido en aquellos días a destinar más al armamentismo y la tecnología que al
mejoramiento de la calidad de vida de la población, durante la Guerra Fría. En
sus inicios habrían comenzado con la comercialización al menudeo de fármacos
ilegales entre los atletas, luego, con el exceso de circulante monetario, dedicado a
la compra de mercadería, la adquisición y producción de bienes inmuebles y, por
último, con la inyección de capital al sector financiero y bancario. El proceso
evolutivo les había tomado años y muchos crímenes, pero ahora, tras largas
décadas de luchas internas, el poder político empezaba a concentrarse en unas
pocas manos, y la de Estigia era una de ellas. La lucha entre dos titanes se libraba
en Rumania desde antaño y ahora dos figuras importantes habían surgido de los
suburbios: Dragos, hijo del Alexandru el Químico y el Estigia, el hombre
incorpóreo.
–El doctor Zamfir arguye que se trata de un caso de ansiedad extrema –dijo al
Estigia el primero de sus capitanes de la mafia–, que todo se debe a las
alucinaciones.
–Y se parece al caso del Mulo –agregó el segundo– donde los testigos afirman
haber visto un ser con garras monstruosas matándolos de golpe.
–Cállate, Muma –lo reprendió el Estigia–. Deja hablar a Popescu.
–Yo no creo en seres sobrenaturales… –dijo éste.
–Me preocupa que este ataque haya tenido que ver con otro científico –lo
interrumpió el Estigia–. Ya van seis muertes.
–¿Dragos? –preguntó Muma, adelantándose en teoría–. ¿Y quién es ese doctor
Fraiser?
–Un amigo de Emile Cervini.
–¿Cervini? –inquirió el Estigia con asombro–. Ya veo… –Su aspecto era
singular por el fulgor de la máscara, que brillaba en bajo la luz mortecina de la
habitación. –Sí, Popescu –le dijo–, aquí hay una conexión con el caso de Rahova y
Dinga.
»Ah, Dragos, Dragos, vas a pagarme cada una de tus afrentas… –acabó.
–Sigue dolido por la muerte de Alexandru, el Químico –añadió Muma–. No
cesará hasta verte destruido. ¿Sería por esto que atacó a ese doctorcito en el hotel?
–Pues viéndolo bien –dijo Popescu–, yo creo que sí. A lo mejor cree que
podríamos aprovecharnos de sus conocimientos.
–¿Y ya averiguaste, Popescu, por qué anda este señor en Rumania?
–¿El doctor Fraiser? –le contestó el otro–. Al parecer vino para despedir a
Emile en el funeral.
–Entiendo –dijo el Estigia, encendiendo un cigarrillo; estelas de humo podían
verse cruzar entre sus dedos–. Déjalo en paz –le ordenó–; no vale la pena.
–¿Y qué hay de Dragos? –preguntó Popescu–. La muerte del Mulo y Rahova
son signos manifiestos de provocación. ¿Qué hacemos? Respondemos. Creerá
que estamos debilitados si no lo hacemos. Si quiere –continuó–, podría proceder
con la incautación de la mercancía que éste suele enviar al Báltico. A mí me
resulta fácil hacerlo.
–Ya veremos –le respondió el Estigia–, ya veremos. Por ahora, cautela,
Popescu, cautela –agregó–. A propósito, ¿qué hay de la presencia de los agentes
americanos? ¿Sigue Baros sin resolver el caso de los científicos?
–Pues sí –añadió Popescu, carcajeándose–. Está recargada de trabajo, además
de que me he hecho el desatendido. A propósito, quisiera pedirle un favor:
¿podríamos silenciar a Baros? Ya últimamente se adentra mucho en mis
asuntos…
–Ya veremos –le contestó el Estigia–. Dime mejor, ¿qué has podido deducir de
esos americanos?
–Que son unos afeminados, unos maricas sobahuevos.
–Ten cuidado –le dijo el Estigia– y no te confíes. Pueda que tengan cara de
tontos pero pero, por experiencia, sé que son muy listos, calculadores.
Estas palabras se perdían en el gran movimiento de brazos dentro del
almacén, donde la voz del capataz, mezclada entre gritos de hombres formados
en hileras, urgía la carga de cilindros al interior de largos contenedores,
pasándoselos el uno al otro hasta colocarlos en estribas.
–¡Más rápido, más rápido! –Era un hombre gordo y calvo que recorría a
zancadas las filas, palmoteando las manos. –¡Hey, cabrón, el del rincón!, ¿qué
diablos haces allí? –Se detuvo en medio de las hileras, dándose cachetadas en la
cara, sorprendido de encontrar a un sujeto atisbando a tientas en la oscuridad. –
¡Ven a trabajar, hijueputa! ¡Acaso los cilindros se suben solos!
–Señor –le respondió el otro desde la penumbra–, aquí hay un tipo dormido.
¿Sería usted tan amable de despertarlo para que nos ayude en el trabajo? –le
espetó con sarcasmo.
Se acercó el capataz embravecido al lugar y husmeó alrededor de las estribas:
efectivamente, había un hombre dormido. Se jaló los pelos de cólera y lo agarró a
patadas.
–¡Ah, gran tunante!
Los golpes despertaron al tipo, que lanzaba miradas perdidas, ignorante de su
mala suerte.
–¿Quieres probar las balas de mi AK47? –le gritó el capataz dándole en la
cabeza con la cacha.
El hombre parecía no entender todavía.
–¡Toma! –Le dejó ir otro cachazo.
Pero el sujeto le atajó la mano y lo aventó contra la pared, matándolo. Pegó un
grito de ardor y salió corriendo, arremetiendo a la muchedumbre, desmadejando
la hileras, que no pestañeaban del asombro al contemplar tanta fuerza en un sólo
individuo. El capataz seguía tendido en el suelo, con la cabeza rota y el arma
clavada en la boca. La gente, una vez pasada la fascinación, corrió detrás del
atacante, más por la curiosidad que por atraparlo, olvidándose del cuerpo del
caporal. Uno de ellos entró a la oficinita y alertó al Estigia, que guardó un
profundo silencio.
–Un sujeto acaba de matar a Vadim –les gritó, asustado.
–¿Vadim muerto? –preguntó Muma, furioso.
Y salieron.
–¡Huyó corriendo! –les gritaron los acarreadores.
No lo pudieron atrapar; Muma ordenó a los hombres que volvieran a trabajar;
regresaron a la oficina. No había dudas: Dragos les declaraba abiertamente la
guerra.
–Mataron a Vadim –le dijo Muma al Estigia.
–¡Ah, Dragos! –exclamó el Estigia golpeando el biombo con su puño anillado.
–¡Vayamos por el sicario! –reclamó Popescu–. Podría darnos información.
–¡No! –volvió a exclamar el Estigia–. Déjalo, y deja que Dragos se haga más
temerario, que se acerque un poco más, y entonces, ¡zas!, directo al corazón.
Se echaron a reír todos.
–Por cierto –le dijo Estigia–; necesito que vayas mañana al funeral de Emile;
quiero que te concentres en la persona del ingeniero Hristov Tassus, Popescu.
–¿Hristov Tassus?
–Sí; el profesor de la universidad de Bucarest; guarda algo para mí. Así que
encárgate de vigilarlo mañana.
–Está bien –contestó Popescu, intrigado.
Horas después arrancaron motores, y los furgones se perdieron en la bruma
de la medianoche.
10
Un funeral de excéntricos

«Si no tuviéramos defectos no sentiríamos tanto placer descubriendo los de los demás.»,

Francois de Larochefoucauld, Máximas

___

–Un minuto –gritó Scott desde el dormitorio.


–Sólo vengo a decirle que vendré por usted en la tarde –dijo Baros, en la
puerta, llaves en mano–. Mi tío Juvenal ya está en la librería. Si desea pasar un
tiempo con él, hablando o leyendo algún libro, creo que no sería una mala idea.
Scott, en el interior, hizo una mueca. «Yo pensaba en salir contigo, Baros». Se
resintió.
–Bueno: me voy. Adiós.
–¡Espere! –contestó Scott, abriendo la puerta, con una corbata en la mano;
Baros se había esfumado dejando tras de sí un delicioso olor a mujer.
Volvió al cuarto. Se cambió la corbata. «No; la violeta sienta mal para un
funeral», y cogió una café oscuro de entre unas cuantas de estilo circense que,
por las bolitas multicolores, no hacían juego ni con el traje ni con la camisa de
centro. Y todavía, teniéndola cogida en la mano, deliberó: ¿Color rosa con
puntitos violeta o una de rojo eléctrico a rayas diagonales cárdenas? No; la café;
me tiro por la café. Se vistió frente al espejo: «No, no eres feo, Scott. ¡Todo un
gentleman inglés! Ve por ella, vamos, Scott, es tuya», monologaba haciendo
monerías con la cara.
Baros pasó recogiéndolo a las dos, como habían acordado. Scott sintió un goce
inmenso al verla llegar a su lado. Subieron al auto y, minutos después, llegaban
al cementerio, justamente cuando el pastor Faina pronunciaba el panegírico.
Había bastante concurrencia, y la gente se agolpaba una tras otra cerca del
prelado. Scott y Baros se ubicaron los últimos, al lado de dos hombres de cabeza
cuadrada y semblante serio.
–¡Pobre Cervini! –dijo uno de ellos, el bajito, que hablaba al de barba espesa–.
Fue un gran hombre de ciencia y un gran amigo.
–Sí, es una verdadera lástima que haya muerto de la manera en que murió.
–Lo único que le recrimino es la desventura de haber defendido este sistema
capitalista que tanto abruma a Rumania y que acabó con su vida.
–¡Qué dices! –le espetó el otro–. ¡Vaya, un jacobino de finales del siglo XX! ¡Ah,
qué el sistema capitalista abruma a Rumania y que mató a Cervini! ¿Eres bruto, o
qué?
–Ay, Tassus, qué ciego estás –le devolvió el primero.
–¡Vaya! ¿Me dices ciego a mí? ¿Acaso no ves el inmenso progreso que hemos
alcanzado en tan sólo tres años?
–¿Progreso? Ja, ja… ¡No me vengas con ésas!
–¿Cuándo en los días de Ceacescu podrías tú tener tu propio negocio o
siquiera tener la esperanza de alcanzar la riqueza por tus propios medios? ¡Jamás!
El comunismo lo impedía.
–¿Ah? ¿Y ahora sí puedo?
–Claro que puedes. Eres libre de hacer lo que quieras, mi querido Iliescu, ¿o
no?
–Sí; tan libre, pero tan libre –repetía el otro con sorna–, que me doy el lujo de
enriquecer a otros sin que éstos me retribuyan las ganancias de mi trabajo.
–¡Bah! ¡Porque tú así lo quieres! ¿Y por qué trabajas para otros si puedes
trabajar para ti mismo?
–Porque no tengo capital, tonto.
–Pues consíguelo.
–¿Cómo? ¿Robando, sobornando gente o contrabandeando? Pues no, señor.
Lo único que tengo es mi fuerza, la que vendo, con tal mala suerte que me pagan
unos míseros centavos por ella; apenas me alcanza para comer y no digamos
para ahorrar…
–¿Y cómo han hecho los demás para llegar a tenerlo?
El pastor Faina pidió un minuto de silencio en memoria de Emile.
–Soy tan libre –siguió el bajito–, que me da por matar a los otros cuando no
tengo con qué dar pan a mis hijos; tan libre que, en la desesperación, junto con
otros desamparados como yo nos asociamos en una mafia para delinquir en
busca del capital…
–¡Chisst! –lo calló el otro–. ¡Cállate! El pastor empieza a hablar –después–:
¿Matar? Siempre ha habido muertes, aquí y en la China, viejo loco.
–Sí, como las de Oprea, Constantine, Vasile, Florin y Rahova. ¡Qué estúpido
eres! ¿Cuándo en los tiempos de Ceacescu se daban muertes tan espeluznantes
como éstas? Y estoy seguro que fueron provocadas por la ambición al maldito
dinero…
–No, si nadie mataba por dinero, sino por una migaja de pan… ¡Ah, aparte de
viejo, tonto! Ni siquiera haber vivido en carne propia la sumisión comunista
pudo haberte abierto los ojos… Tú y yo bien sabemos que pasó con ellos. ¡Hazte
a un lado, viejo loco!
–Loco tal vez, pero no estúpido… como algunos que conozco… Sé
perfectamente lo que estoy diciendo, Hristov. ¿Por qué crees que la violencia se
ha apoderado del país? ¡Eh, dímelo, dímelo, viejo oportunista, eh! Por el dinero,
¡por el maldito dinero, que el capitalismo se niega a retribuirles por dárselo a los
ricos…! ¿No es acaso esto la más vil de las inequidades!… Y esto es sólo el
principio…
–¿Y qué quieres? ¿Qué regalen los empresarios el capital que con tanto
esfuerzo les costó acumular? ¡Vete a otro lado con tus sandeces!
–¿Qué les costó acumular? Les cuesta a los otros… a los pobres diablos que
trabajan para ellos… Ellos invierten, solamente invierten el dinero que ganaron
con el trabajo de otro. ¿Por qué no reparten en partes iguales el excedente de ese
trabajo entre ellos, los inversionistas, y los demás, los que realmente crearon la
riqueza con la fuerza de su trabajo? ¡No! ¡Todo tenía que quedárseles en los
bolsillos, y a los demás les dan una mísera fracción de los ingresos!
–¡Bah! ¡Así es el mundo, así es la vida, así lo ha dictado la Naturaleza! ¿No los
justifica para ello la Selección Natural? El más apto, el más fuerte, óyeme, ése está
destinado para sobrevivir y mandar a los demás… Lo he comprobado yo mismo
en mis experimentos genéticos de laboratorio, a nivel celular… Todo este
Universo trata sobre cómo obtener los mejores recursos para llegar a ser el mejor,
para tener más opciones de sobrevivencia. Supervivencia, psicología
conquistadora, hombre, ¡y ve a revisar tus viejos postulados comunistas, que no
me causan más que risa…!
–Je, je… Vaya respuesta… ¡Si me parece estar escuchando al Dorval del
Marqués de Sade o a Hitler! ¡Cómo que esas teorías capitalistas te han carcomido
los sesos!
–Ay, Yakob, no quisiera ni pensar en las teorías que enseñas a tus pupilos –le
cuchicheó el barbón–. ¡Santo Dios! ¡Me dices que prefieres volver a los tiempos
en que trabajabas como burro solamente para ir a hacer fila por una taza de
azúcar! No, hombre. Se ve que estás lejos de conocer las necesidades humanas.
¿Has leído alguna vez a Maslow y su pirámide, a Newman? ¡Qué va! ¡Si Marx te
ha secado el cerebro!
–Bah, ¿cuándo te hizo falta un pedazo de pan en los días de Ceacescu? ¡Viejo
mezquino, eso es lo que tú eres!
–¡Qué! No, no me hizo falta, sino que nunca lo tuve. ¿Cómo debía sobrevivir
entonces? ¿Acaso podía vender algo y así ganarme unos lei para comer esa
migaja de pan que tú tanto glorificas? ¿Ah? Pues no: el santo comunismo me lo
impedía. ¿Y cómo andaba vestido en ese entonces? ¡En harapos, en harapos!
Mírame hoy, sí, échame un ojo, tócame si quieres, tócame, ¡casimir inglés! Ja, ja,
ja… ¿A ver si puedes con eso? ¡Ah, hermosa libertad! ¡Marx, Lenin, Mao,
Ceacescu y todas esas teorías acerca de la unidad e igualdad humana no son más
que conceptos represores que atentan contra las Leyes de la Naturaleza, contra el
Universo mismo! ¡Vive y deja vivir!
–Ya sabía que me saldrías con ese famoso “sálvese quién pueda” capitalista.
No, Hristov, te equivocas… El capitalismo es la expresión animal del hombre…
Un paso obligado en la evolución humana, además. Yo tengo paciencia, y he
comprendido que este paso no puede obviarse, y que también se ha de
sobrepasar. ¡El hombre ha evolucionado, Hristov, ha evolucionado, sí, y lo ha
hecho desde el mismo momento en que ha descubierto la composición de su
propia naturaleza y la de los demás! Sabe que es un animal, pero que ha logrado
trascender, conociéndose a sí mismo. Ahora viene lo mejor de él, Tassus:
cambiará su naturaleza animal por una mejor, una naturaleza verdaderamente
humana, de espíritu comunal. Esa es su finalidad. Tampoco es la primera vez
que ocurre, ya que nuestras propias células acometieron la misma empresa hace
miles de millones de años al evolucionar de seres unicelulares a pluricelulares…
–¿Adónde me quieres llevar con tu palabrería barata, Iliescu?
–A que te guste o no, la humanidad en un futuro no muy lejano se volcará
toda hacia el comunismo… quizá en ese entonces tenga otro nombre, pero será el
sistema del futuro. ¿Crees tú que seguirá robando las energías del prójimo
sabiendo que con ello se aniquila a sí misma? ¡No, viejo oportunista, no!… Ya
verás cómo una vez que alcance cierto grado de civilización tecnológica se
inclinará inevitablemente hacia el comunismo, ya lo verás. ¡Y es algo inevitable!
Y no será porque se le vaya a ocurrir a una sola persona, sino porque será
forzada por cuestiones de evolución sociológica… El comunismo es la expresión
más virtuosa del hombre… Sólo un tonto como tú es incapaz de predecirlo.
El barbón, enrojecido, iba ya a lanzarle un grueso discurso, pero las palabras
del pastor Faina los interrumpieron:
–Dios, hijitos míos, no olvida nunca sus promesas de amor, perdón, paz y
justicia, ¡nunca olvida, nunca! ¿Acaso se olvidó de este pueblo rumano? No. Lo
hizo libre, así como libró muchos pueblos en la Antigüedad; ¿se olvidó acaso del
pueblo judío esclavizado en Egipto? He allí un ejemplo digno de mención y del
poder justiciero de sus promesas… –la multitud agachaba la cabeza,
acomodándose sus lentes negros–. ¿No sacó a los patriarcas de Egipto (ese
pueblo inicuo que padeció el terror de las diez plagas por oponérsele),
acarreándolos a través del Desierto (donde los guardo del mal arrasando a sus
pérfidos enemigos) hasta que los instaló en Palestina, la tierra que tiempo atrás
les hubo prometido? ‒y pronunció el obispo estas palabras con gran inocencia.
–¡Qué discurso más disparatado es ése! –susurró el bajito, riendo–. ¡Ese sí es
amor de los que matan… pero a los otros! –y acabó carcajeándose.
–Como tampoco se olvidará de hacer justicia a este siervo suyo –siguió Faina–,
a este gran hombre de ciencia llamado en vida Emile Cervini…
–¡Cómo no se olvidará nunca de mí cuando vea cómo se me queman las patas
en el Infierno! –El bajito no podía contener la risa. –¡Y de ti también, Hristov,
viejo oportunista! Deja de poner esa cara de serio que aquí nadie se la cree…
Evidentemente, estos dos personajes sostenían una de las conversaciones más
aburridas y peor tratadas del globo, y tanto Scott como Baros no podían ser
menos sensibles a tales fruslerías. Éste pellizcó a Baros en el codo y, buscando la
forma de sacarse a los inagotables parlanchines, empezó por señalarle a Baros un
sitio más allá de la esquina, pero tuvo la mala fortuna de que, abriéndose paso en
medio de las gentes, pisó el pie de uno de ellos, el del bajito.
–Disculpe usted… –le dijo, apenado, en inglés.
El señor bajito hablaba la lengua sajona.
–¿Es usted uno de los amigos de finado Cervini?
–Sí –le contestó escuetamente Scott–; fuimos compañeros de estudio en el MIT.
–¡Oh, qué bien! –exclamó el viejito, alegre, tratando de agradar al recién
llegado–. Permítame una ligera presentación: soy el profesor Yakob Iliescu, de la
Universidad de Bucarest, y su decano en sociología. ¡Es un gusto grande
conocerlo! –v le tendió la mano; enseguida añadió–: Y mi amigo, aquí presente,
es el ingeniero en bioinformática Hirstov Tassus.
Al tenderle la mano a Tassus, Scott se sintió en familia. Le dijo que él era
bioquímico. Luego les presentó a Baros.
–¿Cómo es que Cervini no nos hubo hablado de usted antes? –exclamó Tassus
acariciándose las barbas–. Le conocí a todos sus allegados, menos a usted, doctor
Scott.
–Ya últimamente hablábamos muy poco debido a la acumulación del trabajo.
¿Quizá habrá sido por esto?
–Lo más probable. Pero es una pena que no nos hayamos conocido antes.
–Sí, una pena, ciertamente.
–¡Todavía más para nosotros, doctor! –siguió Tassus, condescendiente–.
Cervini y nuestro equipo de Laboratorio estábamos muy avanzados en el
desarrollo de aplicaciones bioinformáticas para estudiar el material genético en
los cromosomas. Para ustedes en el MIT han de ser cosas rutinarias, supongo,
pero para nosotros son descubrimientos muy, muy interesantes, dignos de
alabanza… –carraspeó–. Y ya que está aquí en esta florida Rumania, ¿por qué no
nos hace una visita a la Universidad? Le encantará conocernos… Le aseguro
que…
Le frenó el discurso un espectáculo que empezaba a desarrollarse al otro lado
de la calle. El obispo había estado pronunciando el sermón al pie de la tumba de
Cervini, que se hallaba cerca de las puertas del cementerio, así que la gente podía
levantar la vista hacia afuera, a la calle. No hacía mucho, justo después de
haberse iniciado el panegírico, la atención del grupo había sido arrebatada por la
presencia de una limusina negra que se estacionaba lentamente frente al portón.
Acto seguido, dos hombres bajaban del auto con gran rapidez y abrían
diligentemente la puerta trasera para que desabordara de él un señor elegante. El
obispo había quedado hablando prácticamente solo.
–¡Puta madre! –Tassus rechinó los dientes por encima del hombro de su
interlocutor–: ¿Qué demonios hace el imbécil aquí?
Scott giró la cabeza y, tras él Baros, luego Iliescu.
–¡Stefan David!
–¡Salgamos de aquí! –dijo Iliescu, malhumorado.
Scott, ignorante del asunto, no dijo nada, pero Baros, al reconocer al poderoso
financiero y farmacéutico, abrió mucho los ojos. Los profesores se dirigieron a
Scott:
–¿Cuánto tiempo va a quedarse en Rumania?
–Pues… Había pensado salir mañana para Illinois, pero…
–¿Illinois?
–Sí, soy de allá, y trabajo para el Instituto Molecular del Estado.
–En ese caso, es un honor para mí rogarle que nos visite al Laboratorio, para
cambiar impresiones antes de que se vaya… Quiero enseñarle un caso muy
interesante.
Esto último lo dijeron ya desde lejos, apremiados por evadir la presencia de
Stefan.
–Eh… –No pudo decirle nada; luego a Baros–: ¿Qué les pasa a estos tipos?
–¡No deje usted de ir al Laboratorio, doctor, que lo estaremos esperando! –le
gritaron y se perdieron entre la multitud.
Stefan, caminando como si fuera el rey del circo, se ubicó cerca de Scott y
Baros.
–Al parecer no les cae muy bien el vecino –le dijo Baros a Scott, apuntado con
los labios al financiero.
Y Stefan, que por casualidad había puesto los ojos en ella, en su liso cabello
negro, le sonrió al notar que aquella boquita carmesí lo recibía con tanta ternura.
Ésta se sonrojó. Pasada una hora, la ceremonia había terminado.
Ya Baros y Scott cruzaban el portón cuando una voz los detuvo:
–¡Agente Baros, un segundo, por favor!
Era Faina, el pastor de iglesias. Se acercó.
–Sé que no es el momento adecuado para sermonearla –dijo–, pero todos estos
días me he estado preguntado si anda algo mal en usted –siguió–. Hace mucho
que no la veo llegar a la iglesia… ¿Qué es lo que pasa? ¿Se ha peleado usted con
Popescu? Ya sé que éste es un niño a veces insolente pero…
Baros arrugó el entrecejo.
–No; nada de eso, pastor –le respondió–. Es que no he podido despegar un
sólo parpado de los casos que me han encomendado… Estoy realmente muy
ocupada; por favor, discúlpeme por haberme desatendido de usted. A propósito,
pastor Faina, ¿puedo darle un aventón a la iglesia, si a usted no le molesta? ¡Ah,
mil perdones por mi falta de cortesía! Pastor Faina: el doctor Scott Fraiser, amigo
íntimo de Emile y mío.
Ese “mío” final entusiasmó a Scott, que se sentía profundamente honrado por
la presentación de Baros. Saludó al pastor Faina. Luego todos subieron al coche;
dejaron una larga línea de pisadas en la tierra lodosa.
Baros echó una última ojeada. Stefan la miraba, fijo. Se apenó ella. Reculó el
asiento y con el rabillo lo espió.
Sucedió en aquel momento: salido del bosquecillo de enfrente, un hombre
descomunal apareció rompiendo a gritos entre la muchedumbre, que chillaba
horrorizada, dispersándose por en medio de las tumbas del lugar; Stefan, que
había estado embelesado con Baros, dio media vuelta tratando de averiguar que
era todo aquel alboroto, sólo para encontrarse con que la fiera se dirigía hacia él,
a pocos pasos. Inclinó el cuerpo, evadiendo las garras del animal, que abría la
boca enseñando los dientes. Baros, asombrada, se estremeció en la ventanilla; a la
carrera, salió del carro descerrajando su Beretta y disparó antes que el engendro
cayera encima de Stefan, asestándole dos descargas en el hombro. Gritó la
monstruosidad, furiosa, ardida, afilando las zarpas, dirigiéndose a saltos en
dirección a ella, que no cesaba de disparar. Stefan aprovechó para escapar en su
limosina.
–¡El balaur! –gritó Scott, espantado–. ¡El balaur!
–Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre… –oraba
Faina, arrodillado en el asiento de atrás; se dirigió a Scott, lloriqueando–. ¡Hay
que salvarla, hay que salvarla! ¡Salgamos del auto!
El balaur se plantó en las narices de Baros, arqueando los brazos, blandiendo
sus manazas, emitiendo ensordecedores bufidos, y el aliento nuboso golpeando
la cara de ésta, que cayó aplanada por la diabólica impresión, arma en mano,
barrida. La encaró, husmeando, ojo a ojo. Baros temblaba, fluctuante la boca. El
engendró alzó la cabeza, olió en el ambiente, y tras unos gruñidos, elevándose en
impulsos del suelo, inexplicablemente, se perdió en la sombra de los árboles del
bosque. Baros, acodada, se dejó caer, muda, presa del terror. ¡Después de todo,
Scott había dicho la verdad!
–Gracias a Dios que estás viva, hijita mía –le dijo Faina, llorando–. Ven, toma
mi mano; marchémonos a casa.
Y salieron con una Baros petrificada rumbo a Lipscani.
11
Un poco de rachiu

___

La sentaron en el sofá turco, el cuerpo todavía sacudido por las visión de la


figura encimándosele. Scott no sabía qué hacer y se puso a sobarle el pelo,
diciéndole a puchitos que controlara la respiración. El pastor Faina salió de la
cocina con una tacita de rachiu, el brandy de frutas nacional.
–Beba –le dijo acercándole la taza a los labios, que Baros consumió en un solo
trago; la tomó de la mano–. Tranquilícese; ya pasó.
Baros dirigió la vista hacia Scott, que le sonreía con una sonrisa trémula, como
si tratara al máximo de darse valor, cuando en realidad no lo tenía; lo miraba
atónita, y parecía que sus ojos negros le transmitían la pena de una disculpa. «Lo
que usted me había dicho resultó ser una verdad palpable», simulaba decir con la
mirada. «Y yo que lo tomé por loco».
–Dios –dijo Faina al fin, colocando la taza en rústica mesita de sala– sabe por
qué hace las cosas…
–Yo creo, pastor Faina –lo interrumpió Scott haciéndole una seña con la que
trataba de acallar el sermón del párroco–, que deberíamos dejar descansar a
Baros; la veo muy afectada por lo ocurrido.
–No, no… –dijo ésta, que se echó el pelo para atrás, irguiendo la espalda en el
sillón–; estoy bien. Me gustaría repensar un poco las cosas… Y perdóneme por
no haberle creído antes, Scott.
–Es lo de menos –le contestó el otro–. Lo importante ahora es que usted se
recupere.
–Entonces lo que vi en la escena del caso Rahova… –balbuceó Baros como
iluminada por un destello de lucidez– y lo que decían las gentes sobre el balaur,
todas esas garras y gritos…
–¿Y la forma en que murió Emile? –añadió ingenuamente Scott, asestándole
un duro golpe moral.
–Emile… –Baros apenas pudo pronunciarlo; se sentía inútil, inepta; enseguida
se echó a reír, luego se agarró la cabeza, y las lágrimas que le desleían el
maquillaje.
–No sigas, hijita –la consoló Faina con su afectado tono religioso–. Olvida lo
que has visto hoy; cesa de atormentarte.
Baros se tiró al sillón suspirando.
–Tiene que haber una explicación racional –irrumpió Scott tronándose los
dedos de la mano; empezó a recorrer la sala moviendo la cabeza–. ¡Por supuesto
que tiene que haber una explicación racional!
–Claro, claro –lo secundó Faina, a la deriva.
–¡No, no puede ser…! –mascullaba Baros–. No puedo concebir la idea de que
existan seres sobrenaturales rondando y matando a la gente por la noche en las
calles… –el tono de voz iba apagándosele de a poco–: sin embargo… –se le
anudó la garganta–, lo vi con mis propios ojos, olí su aliento, su boca llena de
dientes, contemplé su cara diabólica; no, no tengo ya dudas de los relatos
ofrecidos por los testigos que aseguraban haber visto a ese fenómeno atacar a las
pobres víctimas –se le achinaron los ojos, la voz la lejana, perdida en sus
pensamientos–. No me queda otra que reformular mis métodos de trabajo, echar
por la borda mis investigaciones, mi hipótesis…
–Ya que lo dice –habló Scott–; me pregunto: ¿y yo qué tengo que ver con ese
engendro? Me agredió en el hotel.
Baros se alzó del sillón.
–No lo sé –dijo, confundida, quitándose la chaqueta y sacándose el arnés de
policía–, no lo sé –puso el arma en la mesa–. Pero usted y Emile eran muy amigos,
¿verdad?
–Por supuesto; charlábamos sobre nuestras vidas, nuestros descubrimientos
en el laboratorio… Claro, todo por correo, por carta. Desde que abandonamos el
MIT, no nos volvimos a ver las caras.
–Estoy confundida –dijo Baros–; no sé qué pensar ni a quién recurrir por
consejo.
–¿Y qué hay de Popescu? –preguntó Scott–. Debe saber algo, podría ayudarle.
–No lo creo –le respondió inquieta, limpiándose la cara frente a un espejo–.
Por otra parte, sepa algo o no, a mí no me importa, me da igual. Jamás me ha
tendido una mano…
–Pero sí son compañeros de trabajo. No puedo creer que se traten así.
–Pues créalo, Scott… –dijo ella nada más.
–El Señor me perdone –dijo el pastor Faina–, pero si existe el Diablo, entonces
existe la posibilidad de que ésta sea una criatura venida de los infiernos.
–Por Dios, pastor –exclamó Scott–, ¡qué cosas las que dice usted! ¡Cómo se le
ocurre!
–Ciertamente Dios es un dios vivo, y su contraparte, el Maligno, también –le
contestó cabalmente Faina–. He visto muchos casos de posesión demoníaca en
los que los hijos de la oscuridad hacían levitar a sus víctimas, arrojar objetos de
una esquina a la otra y transfigurarse en seres de materia ordinaria. ¿No cree
usted en las Escrituras?
Scott calló, indignado.
–Dejando a un lado eso –dijo Baros, apretando los ojos–, me preocupa el
hecho de que esa criatura haya querido matar al financiero Stefan; a mí me atacó
por defenderlo a él.
–¿Y por qué habrá sido? –respondió Faina con una pregunta, como si le
hubieran pedido consejo a él–. De mi parte, no tengo ni idea. ¡Sabrá Dios!
–Voy por un poco de rachiu –dijo Scott, enfilándose a la cocina.
–Lo acompaño –dijo Baros.
Se escuchó un golpeteo en la puerta de la trastienda. Ambos se detuvieron.
–Yo atiendo –dijo Faina.
–¡Pastor! –le gritó Baros, que aún temblaba, desde el resquicio de la cocina;
temía la llegada de otra sorpresa.
Faina, sin pensar en nada malo, cogió el pomo, y lo giró; la puerta cedió. Scott
se acercó a Baros con la botella en la mano.
–¡Oh, Dios! –exclamó Faina.
–¿Pastor Faina? –preguntó Baros, intrigada, dejando a Scott derramar el
brandy al vacío, cogiendo la Beretta de la mesa.
–¡Oh Dios! –repitió el pastor Faina, pasmado–. ¡Popescu! Qué bueno que se
haya aparecido. Pase, pase –lo animó–. ¡Es el agente Popescu! –le dijo a Baros sin
saber que ella estaba atrás de su espalda con el arma desenfundada; la guardó,
encrespada.
–Tengo que darle un recado a Baros –dijo Popescu, acompañado de un mujer
atractiva.
Baros hizo a un lado a Faina. «Con permiso».
–El comisionado Maior desea hablar contigo mañana, en la oficina –añadió
Popescu–. Yo creo que es para presentarte formalmente a los agentes extranjeros.
Baros asintió con la cabeza; le echó una mirada a la acompañante.
–A propósito –siguió–, escuché que tuviste una eventualidad en el
Cementerio. ¿Te encuentras bien? Se hicieron varias denuncias en la
Gendarmería.
–Ya hablaremos en la oficina –le dijo Baros, sucinta.
–¿No les gustaría beber un trago de rachiu? –les ofreció Scott, con una
inocencia que desencajó el espíritu de Baros.
–Oh, no –le contestó Popescu, sonriente, tomando a la mujer por la cintura–.
Me marcho. Gracias, pastor Faina. Qué tengan un buen día.
12
Las viejas guardias desean recuperar el control

«–Dime una cosa, compadre: ¿por qué estás peleando?


–Por qué ha de ser, compadre –contestó el coronel Gerineldo Márquez–: por el gran
partido liberal.
–Dichoso tú que lo sabes –contestó él–. Yo, por mi parte, apenas ahora me doy cuenta que
estoy peleando por orgullo.
–Eso es malo –dijo el coronel Gerineldo Márquez»,

García Márquez, Cien Años de Soledad

___

–Vea el titular de primera plana, señor Razvan –le pidió el secretario.


Razvan cogió el diario y se lanzó una gran carcajada: «OTRO ATENTADO
CONTRA EL FINANCIERO STEFAN».
–¡Ahí tienes, pendejo David! –gritó; siguió leyendo; luego sus ojos tomaron un
cariz oscuro–. Pero, ¿de qué se trata esto?
–Del balaur –dijo el secretario soplando el vidrio de los anteojos–. El de las
leyendas transilvanas.
–Vamos, Pita, déjese de pendejadas –dijo, serio–. Es pura paja –continuó–, una
treta de Stefan que quiere hacerse pasar por víctima de cara a las elecciones
preliminares; el tonto cree que así puede ganar las intenciones de voto de la
gente. ¡Es pura paja! –arrugó el periódico y lo aventó al basurero.
–El caso es –dijo sereno Pita– que no ha sido la primera vez que el balaur
aparece en escena: la gente en la calle dice que ya ha matado seis personas.
–¿Seis personas? Pero hasta ahora escucho sobre el balaur.
–¿No recuerda lo del Evenimentul? El testigo dice que vio a un balaur matar a
Rahova y ahora la gente le achaca las muertes de Oprea, Gaspar y Rahova. Ayer,
para no ir más lejos, me dijo una señora que el PMRU estaba maldito.
–Por favor, Pita… No sé, pero me parece que aquí, tras esto, anda la Mafia
Roja. ¿No trabajaba Rahova para Stefan? Ya sabe… las murmuraciones.
–Bueno, es lo que dice la gente ‒–se acomodó en la silla–. Y hablando de
Stefan: le tengo reservada a usted una cita con Adrian Dendiu.
–¿Dendiu?
–Digo, Dendiu el hijo, y no el «Químico».
–¿Por qué debería hablar con él?
–Porque él, ese joven, es el que más ha aportado al Partido.
–¿Y qué relación tiene él y su aporte al PRMU con lo que estamos
discutiendo? –preguntó enrabiado–. Por Dios, Pita, ¿me está pidiendo que hable
con el hijo de un bandido, un narcotraficante?
–Eso es lo que dice el vulgo. Pero usted, querido presidente, y yo sabemos
que no es así.
–¡Yo no sé nada! –le gritó molesto Razvan–, ¡no sé nada! Y no quiero hablar
con él ni tampoco verme inmiscuidos en esos asuntos.
–Pues debería –le dijo, riendo, la boca torcida, cogiendo el cigarrillo del
cenicero.
–¿Debería qué?
–Hablar con él. Podría serle útil en la lucha contra Stefan.
–¿Y en qué me puede ayudar a mí?
–Con fondos y otras cositas.
–Ya cállese, Pita –le dijo encrespado–. Esto no puede seguir así –pegó un
puñetazo en el escritorio de roble–. Exigiré al Comité Central que expulse del
Partido a ese hombre, a ese criminal... ¿No puedo tolerar que siga aportando? Me
incomoda, me molesta…
–Vamos, Razvan, no sea usted puritano.
–Es una cuestión de honor –le contestó Razvan, decoroso–. ¿Sabe usted lo que
nos podría pasar si la prensa se diera cuenta de que el Partido está siendo
subvencionado por mafiosos? La ruina, la cárcel, la deshonra y el descredito
público…
–No es para tanto, Razvan –le contestó Pita–. Desde que Ceaucescu murió y
con el nuevo sistema, dinero en mano, todo es posible, hasta callar la boca de la
prensa, y de mucho otros.
Pita se levantó de la silla ubicada al otro lado del escritorio, quebró el
cigarrillo en dos a escondidas de Razvan, que veía a través de los cristales de la
Casa del Partido ubicada en Bucurestii Noi, distrito del sector uno al norte de la
ciudad, y se acercó a la puerta.
–Venga –le dijo Pita–. Vayamos a las instalaciones de la fábrica de Dendiu hijo.
Acompáñeme al distrito del Colentina, y ya verá lo que nos depara el futuro.
–¡Pero qué descaro, Pita! ¡Qué cosas las que me pide!
–Venga, venga… –le reconvino Pita con picardía–, deje a un lado la modestia.
Ya es hora de mojarse los pies para coger el pescado. ¿Quién cree que me
proporcionó los reportes de laboratorio donde se prueban los perjuicios contra la
salud mental que provoca el uso del «Youngever»? –sentenció, ante la mirada
atónita de Razvan.
–¿No fue Mihail Tudor, del Ministerio de Sanidad? –dijo Razvan tragando
saliva.
–¡No, hombre, no! No sea usted ingenuo –le increpó en sarcasmos, a
carcajadas–. Tudor forma parte de los asesores científicos de Stefan. ¡Vaya
bonitas ideas las suyas! Mejor sígame –acabó por decirle.
Razvan se sintió humillado; en Rumania era considerado una figura
importante de la Revolución del 89’, por su capacidad organizadora, que había
ejercitado por años en la clandestinidad al unir en un sólo frente a los demás
partidos políticos opositores. Se le tributaban laureas de héroe, y fue de los pocos
valientes que se atrevieron a capturar en Targoviste al dictador y de enjuiciarlo,
en colaboración con miembros del Ejército, en un tribunal militar creado ex-
profeso bajo los cargos de genocidio, daños a la economía nacional y abuso del
poder para ejecutar acciones militares contra el pueblo rumano.
Y ahora que Pita, con una desvergüenza insólita, lo incitaba a contactarse con
el hijo de un reconocido criminal, el color rojo en las escleróticas de sus ojos
reflejaba toda su rabia contenida. «¡Luchar toda una vida, arriesgando el pellejo
propio, para que un pendejo como Pita, un lameculos, lo ridiculizara y tomara
por estúpido. ¡Qué sabía Pita del honor en los tiempos de hambre y persecución,
de caminar lanzando miradas de temor a medianoche en las calles, o de ser
torturado por la Securitate! Pita era simplemente un parasito del Partido, un títere
oportunista de los poderosos que acabaron por posesionarse de los ideales de
libertad y justicia para convertirlos en ganancias y ambición personal».
Y, sin embargo, Razvan conocía de sacrificios, de cerrar los ojos para ceder
incluso en lo irrevocable, porque no era tonto, tenía visión y enfoque, que
adquirió con gran dolor a punta de golpes y balas. Por ello había dejado que
Tudescu asumiera la presidencia del PRMU dos años atrás, «nueva savia», pero
con tal mala fortuna que éste, debido a su carácter retrogrado y racista, llevó al
Partido a la decrepitud; luego aceptó la llegada de Stefan, y de otros hombres,
seres que se habían hecho ricos de la noche a la mañana, «y que harían resurgir
de las cenizas al fénix», mas fue en balde: éstos, en su soberbia, le desconocieron
cualquier mérito. Sin embargo, él era un héroe, y los héroes nunca mueren en la
batalla, sufren, eso sí, pero al final logran realizar su cometido. El populacho, que
siempre suele ser amnésico cuando se le agrada, no olvida a los hombres que han
sufrido con él: Y Razvan volvería a la presidencia del Partido que él mismo había
fundado. Pero hubo que transgredir, pues supo que para sobrevivir debía
apegarse a una regla simple: si hay cambios, cambia, o al menos no te opongas a
la mayoría cuando ésta piensa en cambiar. Y el pueblo rumano quería cambiar de
rumbo, mejorarlo; estaba harto del gobierno transicional dirigido por el FSN
(Frente de Salvación Nacional) que conducía al país, según los partidos de
derecha, hacia un fracaso económico piramidal, ya que –esta vez sus detractores
utilizaban una lógica irrebatible– los miembros que lo componían habían sido
dirigentes de segunda línea del Partido Comunista, como Ion Iliescu, su
presidente. Razvan aprovecharía este vínculo, y en sus mítines solía preguntarse
siempre entre murmullos por el micrófono: Entonces, ¿no es esto un deseo
largamente esperado de gente obtusa por alcanzar la primera dirigencia? ¿No era
esto un cambio de dirigentes por otros? La gente quería caras nuevas,
pensamiento renovado, y no viejos rojos tirándoselas de jóvenes verdes.
Verdades eternas, aplausos, votaciones y una presidencia en marcha.
Razvan poseía un alma de joven verde, aunque en lo físico rondaba los
cincuenta años. ¿No era tiempo ya de que sus esfuerzos y sacrificios culminaran
con la presidencia, no del Partido, sino del país? ¿No se lo merecía acaso él, a
quien tantas veces le arrancaron las uñas con alicates o electrocutaban mientras
sostenía, parado un banquito de madera, un aparato lleno de cables en la cabeza?
Él y los que vivieron ese terror decían que sí. Pero este mundo que canta con
orgullo las gestas heroicas no las agradece, al contrario, las desdeña, porque con
el tiempo se vuelven una verdadera amenaza. Así, el FSN, olvidándose de su
función libertadora y democrática, perdía credibilidad por dentro y por fuera, y
tras él los demás partidos que hicieron frente al partido comunista, incluyendo al
PRMU, arrastrando al propio Razvan en la caída. El FSN y su dirigencia era
capitaneado por Ion Iliescu, un antiguo comunista, cuyo pensamiento estaba
regido por una falsa formalidad socialista, y quien, para salvaguardar su
posición en el gobierno, no había vacilado en emplear los viejos métodos de
presión: recurrir a sus partidarios para amedrentar al pueblo; así, había llamado
no hace mucho a un mitin a los mineros de Valea Juilui, quienes, acompañados
por la policía y convocados por el propio gobierno, invadieron las calles de
Bucarest para arremeter contra las protestas opositoras al nuevo régimen. Eso era
de cobardes. Rumania hervía, y clamaba por nuevas elecciones. Tierra adentro,
los conflictos interétnicos afloraban –en Transilvania el movimiento nacionalista
magiar, encabezado por Laszlo Tokes, provocó el enfriamiento de las relaciones
rumano-húngaras–; y con ellos los religiosos –fricciones entre la Iglesia Católica y
la Iglesia Ortodoxa–, amén de varios retrocesos en la economía nacional.
En este frenesí político que borbollaba en las plazas, los financieros poderosos
harían su agosto. Razvan veía ahora que se enfrentaba a un poder tan duro e
implacable como el comunista, el del dinero, con Stefan de adalid. Si antes se
compraban conciencias entregando puestos dentro de la maquinaria
gubernamental, ahora se compraban por unos cuantos lei. Y dinero era lo menos
que Razvan tenía, pues de tanta lucha y lucha apenas pudo adquirir algo de
reputación. ¿Cómo luchar entonces contra un poder tan imbatible, cuando todo
mundo se había volcado tras las vendimias del dinero dejando atrás todo
escrúpulo? Nadie lo seguiría, a menos que una figura igualmente poderosa lo
auspiciara. Aun así, se dijo, haré frente a ese espantajo con mi honor. Pero supo
luego que pecaba de ingenuo. Se vio obligado a emplear uno de los mejores
recursos que el capitalismo había traído consigo: el maquiavelismo. Aunque él
era incapaz de utilizarlo a plenitud, ya que después de todo era se consideraba
un caballero honorable, un hombre que había forjado sus ideales por décadas en
el fuego de la perseverancia, la rectitud, la pobreza, y el juicio prudente.
Así Razvan había empezado a desacreditar a Stefan, presentando al público
pruebas palpables de los daños que ocasionaban algunos fármacos elaborados
por sus farmacéuticas, a ganarle la partida en las calles tomando el dinero de la
caja del PMRU para hacer sus propios mítines, pero no había llegado al punto de
asociarse con otros tan poderosos como su némesis, no; se había abstenido,
regido por otro principio capitalista: no clames por ayuda a alguien más grande
que tú, ni te alíes con él, porque éste acabara robándote todo lo tuyo, hasta tu
alma. Pero a estas alturas de su vida, ¿qué podía perder? De niño soñó que sería
alguien importante, ¿y no se le presentaba la oportunidad ahora, en este
momento que el imbécil de Pita le proponía aliarse con Adrian Dendiu, uno de
los zares de la química? Sería su último sacrificio, su última pena oculta y su
primera impudicia. ¿Por qué no hacerlo si es muy común en el mundo? Por
ejemplo, sucedió en el país más rico y libre del orbe, en el Imperio yanqui: ¿No
había matado George Bush un sinfín de árabes para no verse perjudicado en sus
negocios de petróleo, bajo el pretexto de que los pobres musulmanes guardaban
armas atómicas? Y qué habían hecho las demás naciones del planeta: aplaudirle,
ovacionarle, entregarle soldados para que no cayeran las utilidades de sus
empresas. Y si lo hizo Bush, figura mundial y representativa de la Libertad, ¿por
qué no podría perdonarse él esta alianza con Dendiu?
«Hay que hacerlo para salvaguardar la libertad democrática», se dijo al fin,
cogiendo el pomo de la puerta de roble, pisándole los talones a Pita. «Por la
Democracia».
13
Carta de Almijar Hart a Rosa Duarte Reingold

(Escrita desde mi departamento en el Conjunto Urbano Nonoalco Tlatelolco y enviada


al correo electrónico personal: rosadeoro@yahoo.com)

___

4 de febrero de 1992, Ciudad de México, DF.

Querida Rosa, amiga mía:

Sé que ni siquiera te dignaras a leer esta carta, pues con justa razón puedes creer de
mí que soy un idiota, un mezquino, un hipócrita descarado, y todo lo que corresponde a
un mal amigo. Y no dejaría de darte la razón. Me duele, Rosa, me duele que te hayas ido
como te fuiste, ultrajada por todos, y por mí principalmente, por este desgraciado que te
debe la vida y la conciencia de existir. Te pido perdón, sinceramente, Rosa, por lo que te
hice, por lo que te dije, tontamente, influenciado y acosado por los demás. Sí, fui un
cobarde al dejarme amedrentar por otros que poco o nada saben de la vida, del juicio de sí
mismos, del amor. Y yo he entendido eso, Rosa, lo he entendido, y lloro, lloro porque lo
comprendí muy tarde, cuando tú estás ya tan lejos.

Si supieras que desde que saliste de México no he hecho otra cosa que llorar, estar
triste y compungido, y que no soporto ya más esta maldita vida, estas malditas dudas de
no saber lo que siento, de no saber quién soy yo en realidad, de verme perdido entre tus
recuerdos y tu caridad hacia mí. Rosa, mi Rosa, yo no puedo ser tan valiente como tú;
simplemente no tengo la fuerza, la dignidad, la voluntad de sobreponerme al qué dirán de
los demás. Temo, y le temo a todo aquel que pueda ver en mí un ser degenerado, un ser
antinatural, antes que a un puño de balas lanzadas por algún sicario. Las dudas me
atormentan, Rosa, y no sé qué hacer, si matarme o dejar que me maten. Y tú, ¿cómo
puedes ser tan fuerte, tan decidida?
Déjame revelarte un secreto, querida: me he vengado del hombre que te sacó de mi
vida, del coronel Joaquín Almeida, a quien mandé al carajo en su propia oficina,
asestándole dos puñetazos en la cara, para que aprenda a respetar el imbécil. Sé que esto
no remediará lo ocurrido, pero aún así me alivió, en lo personal, un poco la carga. Además
debo decirte que, después de la muerte de «Pajarito» Méndez, la lucha entre carteles del
narcotráfico se ha intensificado, luchando cada uno por posicionarse a la cabeza de una
nueva organización y nuevos territorios, y casi a diario pueden leerse entre 30 a 40
asesinatos brutales, decapitaciones más que todo, en la prensa. Yo he sufrido, en estos seis
días, como dos atentados de los hombres leales al finado, pero he sido salvado por los
nuevos dirigentes que, sin saberlo, se dieron a la tarea de eliminarlos.

Todavía no estoy fuera de la policía, sino que he escuchado que me transferirán quizá
a algún organismo internacional (ojo, no sé si a la Interpol, y cuánto desearía que así
fuera), dada mi vasta experiencia en asuntos transfronterizos.

Rosa, por favor, contéstame esta carta, te lo ruego. Eres muy importante para mí, para
mi salud mental, y desearía decirte que yo también… ¡No, no tengo el valor tuyo!
Perdóname, Rosa, perdóname, por favor, te lo suplico…

Tu amigo por siempre,

Roger Almijar Hart.


14
Contestación de Rosa Duarte Reingold a la carta de Almijar Hart

(Escrita desde la habitación #26 del hotel Hanul lui Manuc y enviada al correo
electrónico: rogeralmha@yahoo.com)

___

4 de febrero de 1992, Bucarest, Rumania.

Roger, amado mío:

¿Me pides que te perdone? ¡Ay, Dios, qué cosa más difícil la que me imploras! Sí, sí,
sí, te perdono, perrito travieso, te perdono todo lo que tú quieras, porque para eso eres mi
amigo, mi amigo de siempre, que amo y adoro como a ninguno (salvo a Blue, mi semidiós).
En verdad te perdoné desde el primer momento que te vi, cuando te vi allá en Houston,
porque eres de mi afecto, porque me caíste bien, porque fue del primer hombre que me
enamoré en la vida, aunque tú nunca lo supiste. Pero no te equivoques, eh, que ahora amo
a Blue, y a ti te amo como a un amigo, como a mi mejor amigo.

Me preocupa que sigas estando allí en México, luego de la muerte de «Pajarito», y


mucho más ahora que Almeida te ha retirado la protección policial. Eso me aflige, y ya
logro entrever la cadena de acontecimientos macabros que estarán mortificando a la
sociedad mejicana entera. Es horrible. ¡Qué no daría por verte transferido a la Interpol!
Ojalá pasara, así podría contactarme con O’Toole y le pediría que te mandara a Bucarest,
a esta Rumania linda pero un tanto extraña. ¡No me creerías ni una sola palabra si te
contara lo que ya hemos vividos en apenas dos días de estadía, y eso que no hemos puesto
siquiera un pie en la Gendarmería donde nos asignaran los casos que, por otro lado, no
quiero ni imaginármelos!
Roger, debo dejarte ahora, ya que me tomé nada más un suspiro para escribir en mi
diario, y al encender el computador me encontré con tu email (gracias a Dios que el hotel
brinda el servicio de internet, si no, no te estaría contestando). Te escribiré luego una
carta más larga, en donde te daré los pormenores de todo, de mis compañeros rumanos, de
los casos asignados, en fin, una relación bien hecha. Le enseñaré a Blue tu carta, de
seguro se alegrará muchísimo de verla y de comprobar que tú sí eres un amigo de verdad.
Te quiero, Roger, y cuídate. Mantente en contacto, que yo siempre te responderé.

¡Ah, yo también voy a revelarte un secreto: nunca temas de decir la verdad al mundo,
esa que es visible para todos, que quita unos centavos y comodidad, es cierto, pero que
añade seguridad, paz interna y honor, y que muchos callan por miedo, por beneficio
propio, y a veces por ignorancia! Dila, dásela, te golpeara la gente, es seguro, pero dásela
de todos modos. Es la única forma de alcanzar la felicidad y la realización como ser
humano, de ser fiel a ti mismo y a los demás. Haces más bien siendo franco que hipócrita,
y yo nunca te he tenido por tal. Yo misma estoy pagando ahora un error de esa naturaleza;
sé muy bien porque te lo digo. Quizá te lo cuente más adelante. Ahora debo atender a
Blue.

¡Y no me vuelvas a pedir perdón, escuincle taimado (ja, ja, te lo dije con cariñito),
porque ya estás perdonado de antemano!

Tu amiga que te quiere y adora mucho,

Rosa Duarte Reingold.


15
La asignación de los casos

___

–¡Pero qué cara la que trae usted! –le dijo el comisionado Maior a Baros,
sorprendido–. ¿Le ocurre algo? Luce demacrada. ¡Popescu! –llamó al otro–. ¿Qué
es lo que tiene Baros?
Se alzó de hombros el doble agente.
–Tengo visitas en la casa –se adelantó Baros a contestar.
–¡Ah! Ya veo… –dijo Maior–. Una fiestecita, eh…
–Sí, eso fue –respondió Baros de mal genio.
–Entonces ponga su mejor cara –apuntó Maior–. Los de la Interpol no
tardarán en llegar y debemos dar lo mejor de nosotros, la mejor impresión. Dicen
que son los primeros cinco minutos los que cuentan en una entrevista, je, je –y rió,
poniendo los pies en el escritorio, que bajó al ver a los americanos caminar por
los cubículos del departamento–. ¡Ya vienen! –dijo, apurado.
Blue abrió la puerta: entraron. Baros sintió un hormigueo en la espalda;
Popescu levantó la ceja y rió calladamente.
–Buenos días, comisionado –lo saludó Blue; Rosa le tendió la mano. Luego se
dijeron cada uno los nombres.
–Espero que estén bien instalados en Bucarest –dijo el comisionado–. Les
encantará la ciudad, pintoresca y llena de historia. ¿Ya visitaron el Palacio del
Parlamento? Baros –le dijo–, ¿los llevó ya a conocer el Museo del Pueblo?
Baros le echó una mirada a Popescu.
–Yo me he encargado de recibirlos –dijo éste, nervioso.
–Sí –dijo Rosa–; hemos quedado impresionados por belleza de la ciudad, una
verdadera obra de arte en sí misma, ecléctica, una mezcla que funde el pasado
con el presente.
–Je, je –rió Maior–. ¡Qué bien lo pinta usted, agente Reingold!
Todos rieron.
–Pues bien –continuó Maior–, ya hablando de cosas serias, creo que es hora de
entrar en materia.
Los demás asintieron gravemente.
–Verán –dijo, y luego se disculpó por su parquedad–; Bucarest, como
cualquier otra ciudad del mundo, se ha visto afectada en estos últimos años dos
años por una ola de criminalidad inaudita, repleta de violencia y asesinatos
macabros que no han podido ser refrenados ni diagnosticados en la mayoría de
los casos. Nada de esta violencia y muertes importaría –comentó sin tacto–, si los
asesinados fueran, como normalmente lo son, gente de baja categoría,
ladronzuelos o miembros de la más pésima calaña, que poco contribuyen al bien
de la ciudad. Lo terrible aquí es que han sido científicos y dirigentes políticos de
renombre los ultimados, muertos salvajemente y sin piedad alguna, y más
terrible aún, sin que nosotros hayamos podido determinar quiénes y qué motivos
llevaron a los perpetradores a cometer estas atrocidades.
»La agente Baros, aquí presente, ha sido la delegada de manejar los casos –
dijo bajando la vista–, auxiliada en ocasiones por el agente Popescu, pero al
parecer ha tenido problemas serios durante la investigación, imposibilitándole la
detención y procesamiento de los responsables.
Baros se echó para atrás, flanqueada por un Popescu carialegre.
–Dada la catadura moral de los extintos –se aclaró la garganta–, que es digna,
y dada la importancia de su trabajo como científicos y políticos, estamos un poco
desconcertados por el patrón empleado en las ejecuciones, y también porque no
logramos entrever a cabalidad las razones que pudieran incitar a sus ejecutores a
cometerlas. Así, en conjunto con la Interpol, el alto mando de la Gendarmería, en
combinación con su departamento de investigación policíaca, ha decidido llevar
a cabo la operación «Braila», para dar de una vez por todas con los autores no
sólo materiales sino intelectuales de estos atentados –se rascó una mejilla–.
Precisamente por esto los hemos llamado. En el otro lado de la moneda, los casos
ameritan ser resueltos lo más pronto posible, pues la comunidad científica
internacional, de la que estos honorables eran miembros distinguidos, exige, por
medio de la embajada americana, aquí en Bucarest, su más expedita resolución.
Blue asintió junto con Rosa.
»Asistirán pues a Baros, primero, en el proceso tendiente a comprobar la
existencia de estos crímenes, y, segundo, a comprobar la responsabilidad del
autor, o autores –se sentó en la silla–. Bueno, no queda más que decirles sino que
vayan a la oficina de Baros –cogió un lápiz y empezó a escribir en una especie de
esquela–, vean los expedientes y traten de formular la hipótesis que corresponde.
Se les asignará un carro para que hagan sus averiguaciones… –le alcanzó el papel
a Popescu–. Y Baros –dijo dirigiéndose a ella–, atiéndalos como debe ser,
proporcionándoles la mayor cantidad de datos y material de investigación
posibles. ¡Y es todo, señores! –les dijo alcanzándoles la mano–. ¡Bienvenidos a
Rumania!
Se apersonaron al cubículo de Baros, y, como ella, era ordenado y nítido. Ésta
extrajo unos folios de la papelera y los guardó en una gaveta; luego se dirigió a
un anaquel con cerradura, sacó unas llaves de su arnés, y lo abrió: eran las
carpetas amarillas las que importaban.
–Podrían empezar por estudiar estos informes técnicos –apuntó Baros,
ordenándose el cabello. Blue los tomó–. Son seis.
–¿Es todo? –preguntó luego–. ¿Es todo lo que hay?
–Bueno –le contestó Baros, impresionada por las facciones de Blue; se sentía
cortejada y le dijo con cierto halo de ternura–. Ahí están las actas que levanté yo,
mis notas de las escenas del crimen, las fotografías, los informes forenses y de la
policía científica…
–No –dijo Blue–, no me refería a eso; quise decir, ¿la asistiremos en seis casos
nada más?
–Debido al alcance de sus facultades, es decir, a las cosas que conciernen a su
trabajo como policías internacionales, sí.
–Bien –dijo Blue circunspecto–. Entiendo.
–Por cierto –dijo Rosa–, me gusta la lasitud de su cabello.
–Oh, gracias –le respondió Baros–. Y a mí el brillo y lo blondo de su cola de
caballo.
«El rubio no está feo tampoco; tiene buen cuerpo, aunque lo veo un poco
delicado», se dijo. Sin embargo, era Blue quien había captado toda su atención.
Éste leía; pronto una sonrisa afloró en sus labios; Baros, inquieta, le preguntó:
–¿Y qué opina?
El otro se acarició la cara.
–Bien… –Lo que decían los documentos le parecía inverosímil. –Siempre,
desde niño, me imaginé a Rumania como un país extravagante, misterioso –
divagó, sosteniendo el dossier–, y al ver estos recortes de periódico, más las
declaraciones de algunos testigos, pues éstos acaban por darme la razón. ¿El
balaur? –le dijo a Baros, elevando el entrecejo, lanzándole una mirada de
travesura.
Baros se apenó. ¿Cómo explicarlo? Se reiría de ella, como ella lo hizo con Scott.
Se le descompusieron las facciones.
–Y aquí aparece lo mismo –añadió Rosa, casi con sarcasmo–. ¡Es increíble lo
que dice la gente! ¿Cómo han llegado a declarar tales cosas? ¿Quizá
influenciados por alguna leyenda del país? –le preguntó.
Y Baros muda; empezó a transpirar, a sentirse acosada, con las ganas de gritar
y decirles que ella misma se había topado con él en el funeral de Emile, y estaba a
punto de hacerlo, pero entonces entró Popescu.
–Aquí están las llaves del auto –dijo; le dio las llaves a Blue; lo vio con los
dossiers en la mano–. ¿Ya habrán leído lo del balaur, supongo? –añadió, riendo–.
Je, je… Aquí existe la superstición, muy popular entre los campesinos, que lo
presentan como un dragón diabólico que gusta de raptar princesas. Es un cuento
de hadas.
Baros parecía quitarle el pellejo con la mirada.
–¿Y por qué se le habrá ocurrido a la gente hablar de este balaur si sólo existe
en los cuentos? –inquirió Rosa, extrañada.
–Porque no hemos podido darles una respuesta contundente, una que
satisfaga sus ansias por conocer la verdadera identidad de los asesinos. ¿No les
pasa a ustedes lo mismo con un tal Chupacabras?
Blue calló; hojeaba los informes, sin darle importancia a las palabras de
Popescu; Rosa, en cambio, se echó una gran carcajada.
–Es cierto –admitió–. Nada más que allá las victimas no son humanas, sino
animales de hacienda. Por otra parte, no se han podido encontrar indicios
racionales que puedan probar su existencia, aunque algunos investigadores
aficionados aseveran que se trata de perros salvajes. Pero no hay nada concreto.
–Ya ve –dijo Popescu, triunfante–. Aquí sucede igual. Por eso digo, que esas
ideas, mejor dicho, esas fantasías son producto de nuestra incompetencia como
investigadores –repasó la vista en Baros.
Ésta tenía los ojos vidriosos, con el llanto contenido.
–Como sea –dijo Blue en auxilio de Baros–, estas declaraciones pertenecen a
testigos oculares, y habrá que tomarlas, de alguna forma, en cuenta.
Baros suspiró, medio aliviada.
–De esto –dijo Blue–, por el momento no podemos deducir nada; son sólo
cuentos, y lo que más me aflige es que ni la policía científica haya podido
encontrar indicios materiales en las zonas donde ocurrieron los ataques. Así que,
si a usted no le molesta, Baros, he pensado en llevarme estos documentos al hotel;
Rosa y yo los estudiaremos; ya veremos después la estrategia que conviene
tomar. Por lo pronto, me gustaría que empezáramos con el caso del doctor
Rahova, el más reciente; ¿no han pasado siquiera dos días desde que ocurrió,
verdad?
–No –dijo Baros–. El cuerpo está todavía en la morgue.
–Ah, qué bueno –exclamó–. Pues iremos allá ahora mismo. Salgamos.
–Yo los guiaré –señaló Baros–. Andaré despacio en el auto.
Abandonaron la Gendarmería, cada uno en su auto, excepto Popescu, que se
excusó, y Baros que sentía al mundo moverse como una alfombra voladora bajo
sus pies. «Aunque se los dijera, no me creerían», se decía. «Y el estúpido de
Popescu que se reía de mí, como si fuera yo un payaso. ¡Imbécil!», los dientes
incrustados en los labios rojos, llorosa, impotente. «Ahora sé lo que sufrió Scott.
¡Es tan terrible lo que siente al pasar uno por tonto!».
16
El regreso del «Químico»

«Hace poco, S. Pfeifer ha ofrecido un resumen y una apreciación psicoanalítica de las


diversas teorías sobre el juego infantil; puedo remitirme aquí a su trabajo. Estas teorías se
esfuerzan por colegir los motivos que llevan al niño a jugar, pero no lo hacen dando
precedencia al punto de vista económico, vale decir, considerando la ganancia de placer.
Por mí parte, y sin pretender abarcar la totalidad de estos fenómenos, he aprovechado una
oportunidad que se me brindó para esclarecer el primer juego, autocreado, de un
varoncito de un año y medio. […] pues conviví durante algunas semanas con el niño y
sus padres bajo el mismo techo, y pasó bastante tiempo hasta que esa acción enigmática y
repetida de continuo me revelase su sentido.»,

Sigmund Freud, Más allá del principio del placer

___

Colentina es uno de los distritos más hermosos de Bucarest, sobre todo por su
río, de quien tomó el nombre, y que es inigualable, romántico, medieval. Existen
ahí caserones viejos, y bien se podría figurar uno al fantasma del temible
príncipe Vlad Tepes en las alturas de algún balcón barroco, observando
inclemente el paso de los viajeros. También puede apreciarse entre estas reliquias
arquitectónicas, imponentes edificios, ultramodernos, imposibles de imaginar,
como inspirados por la paleta del anárquico Dadá.
Pita conducía a Razvan hacia uno de esos nuevos edificios; se detuvieron bajo
un gran rótulo: «INDUSTRIAS QUIMICAS COLENTINA». Entraron; una
recepcionista les tomó el pedido. «Pasen», le dijo. Las hojas de las puertas
automáticas se abrieron fantásticamente.
–El señor Adrian Dendiu –dijo Pita presentándoselo a Razvan–, el hombre
que mantiene libre a nuestro pueblo gracias a sus generosas aportaciones.
Razvan cerró los ojos, avergonzado por el servilismo de Pita.
–Todo sea en nombre de la democracia –agregó Adrian–, costosa, es cierto,
pero que vale la pena disfrutar, por su libertad.
Razvan recelaba, no obstante, hizo un gesto de condescendencia.
–Todo tiene su sacrificio en la vida –le respondió.
–Y es para mí todo un honor tender la mano al presidente del PRMU –
exclamó Adrian–, a quien tanto admira la gente, por su honradez, por su carácter
irrenunciable...
–No siga –lo detuvo Razvan–, no siga. Me incomoda; parece una parodia…
Adrian calló, molesto. «¿Qué te crees, eh, pelagatos? Serás el primero en ser
borrado de la planilla».
–Lo siento –dijo–. Tiene usted todo el derecho –luego los condujo al final del
salón, apretó el botón de un caja electrónica apostada en la pared; se abrió una
puerta–. Me gustaría mostrarle uno de nuestros adelantos científicos, señor
Razvan.
Tenían ante sí una sala de recipientes de vidrio transparente llenos con
líquidos salinos. Razvan se vio desconcertado.
–¿Qué es esto? –preguntó.
–Somos la industria líder en la fabricación de químicos, señor Razvan –dijo
Adrian, orgulloso–, lo que ve usted aquí es una parte de la maquinaria de
procesamiento –parpadeó los ojos; mentía–. Son batidores industriales. Pero no
es esto lo que quiero mostrarle. Acompáñenme –acabó.
Subieron a un ascensor, que empezó a bajar los pisos.
–A propósito, presidente Razvan –dijo Adrian–, he sabido que ha tenido
usted algunas fricciones ideológicas con Stefan, debido al Programa presentado
por éste. ¿Discrepa de las intenciones del judío?
Razvan maldijo entre dientes.
–Stefan, de llegar a la presidencia, convertirá al partido en uno nazi. Y luego
al país entero, una vez que sea elegido candidato por el PMRU para las
elecciones nacionales.
–¿Por qué lo dice? –preguntó Adrian con malicia; y sondeando–: A mí parece
que el hombre tiene buenas ideas para mejorar la calidad de vida de la gente
común. Lo único que resiento es que vaya a tener que hacerlo a usted a un lado.
Razvan murmuró: «De la misma calaña; son de la misma calaña». Enseguida
dijo:
–Créame, Adrian, que usted será el primero en discrepar con él una vez que
conozca a fondo la ideología de ese patán.
–Mis asesores me han dicho algo al respecto; sin embargo, no encontré nada
que pueda disgustarme ni que afecte mis intereses como empresario.
–¿Le parece bien que lo agrupe a usted, una gran industria, y a sus gerentes,
bajo la directriz de un organismo político sujeto a los caprichos de un tirano que
le diga lo qué tiene que hacer? ¡Por favor, Adrian!
–Discúlpeme, Razvan, pero creo que no es así. Lo que Stefan quiere es que
exista una especie de «economía corporativa», ¿entiende? Es decir, el desea que
los gerentes de empresas, y sus dueños, se agrupen en torno a la ideología del
Partido, siendo leales y siguiendo a puntualidad sus dictados y lineamientos, que,
por otra parte, no creo sean innobles, ¿o sí? Además, está favor de la propiedad
privada, la libre empresa y el mercado abierto; lo que él desea, según pude
entender de su proclama, es redirigir la economía, que en cierta forma está
sumergida en un enorme caos, con un grado de desempleo grandísimo y un bajo
poder de adquisitivo por parte de la población.
–¿Ideología del Partido? Ja, ja… No me haga reír, Adrian. ¿Me lo dice a mí,
que fundé y formulé sus bases?
–Le agradezco que me lo haya recordado, presidente insigne Razvan –lo dijo
casi burlonamente–. Pero se quedó usted en generalidades por aquel entonces, en
conceptos abstractos, y la excelencia, la perfección, reside en los detalles. Y en eso,
Stefan le lleva ventaja. El hombre es preciso, concreto, y sus ideas no son vagas,
al contrario, son prácticas, en conformidad a las necesidades básicas y cotidianas
de la gente.
–¿Y qué? ¿Está dispuesto a seguirlo? –le espetó Razvan, enrabiado.
–Por supuesto que no, presidente, por supuesto que no –rió calladamente–.
No simpatizo con Stefan. Yo tengo mis propias ideas.
–Ah –exclamó Razvan–. ¿Y puedo saber por qué no congenian?
–No por el momento, mi querido presidente; se trata más que todo de asuntos
personales.
–Ya veo. ¿Cuestiones de competencia comercial? ¿Es por eso que usted aporta
tan generosamente a la caja del Partido y exige que los fondos sean destinados a
mi Movimiento, además de hacerme llegar reportes de laboratorio que
incriminan a Stefan como responsable de la reciente ola de violencia?
Adrian sonrió.
–Claro –dijo en seco–. Adivinó usted en la segunda y tercera parte, pero no en
la primera.
Razvan captó las intenciones de Adrian. «Oh, sí, cómo si no supiera de su
espionaje industrial».
–¿Y qué es lo que usted desea, cuál es su ideario político? –le dijo de sopetón,
tomándolo por sorpresa.
Adrian se inclinó hacia atrás. Carraspeó. Lo vio directo a los ojos. El ascensor
continuaba bajando.
–Usted es un hombre político –habló con gravedad–, y en su biografías
siempre salen a relucir sus esfuerzos por la lucha a favor de la democracia, sus
días de juventud en la oscuridad y la persecución… –se detuvo; después
pausado–. Yo, en cambio, fui criado en el extranjero, fuera de mi patria, y mi
mentalidad es otra; suelo pensar en términos económicos antes que en revueltas
populares, en frías palabras científicas antes que en proclamaciones ardorosas; en
cierta forma soy discreto –Razvan estaba impaciente–. Sin embargo, cometería
usted un error tremendo si creyera que soy ajeno a los problemas políticos; se
equivoca –Pita asentía–. La política, la economía y la ciencia son tan de mi gusto,
como de usted la formulación de decretos y estatutos de algún partido o
congreso; las he estudiado por años con fervor. Y mientras las estudiaba,
presidente Razvan, descubrí algo, algo poderoso…
«Está demente», pensó Razvan.
–Descubrí que tres cosas serán cruciales para la política, la economía y la
ciencia del futuro, señor –siguió Adrian–, y el que tenga acceso al conocimiento
de ellas, y las domine, será quien rija los destinos de la humanidad –el otro lo
veía escéptico, extrañado. «Definitivamente está loco»–. Éstas se encuentran en
un mundo que, aunque pareciera alejado de nuestra habitualidad, es el mismo y
se rige por los mismos métodos: el de la ciencia. Lo primero que descubrí fue el
dominio de la biotecnología, precisamente del tipo que usted vio allá arriba, en
aquellos batidores industriales; lo segundo fue el avance y la aplicación de la
física, especialmente de la teoría cuántica, el dominio de la materia a nivel
molecular, para el caso las nanofibras de carbono…
Pita empezó a sonreír estúpidamente, mientras Razvan escuchaba, pero sin
entender una palabra.
–Y lo tercero –agregó, sigiloso; el ascensor se detuvo; salieron–, lo tercero fue
el empleo de la cibernética –finalizó y apuntó un objeto con el dedo a Razvan,
que echó la vista al frente, sorprendido por una visión para él incomprensible.
A diez metros del elevador, en una límpida sala de ensamblaje, embutido en
un receptáculo atiborrado de plasma rojo, un obrero del circuito reparaba y
limpiaba el cuerpo de un ente brillante y metálico, que se mantenía sumiso en un
profundo silencio; al verse descubierto, giró mecánicamente la testa,
localizándolos, y se les acercó, abandonando el puesto con velocidad prodigiosa,
haciendo corvetas en el aire. Adrian levantó la mano, ordenándole: «Alto», en
tanto que Razvan retrocedía, atemorizado, volviendo al interior del ascensor.
–Descuide –le dijo Adrian tranquilamente–. No le hará daño; está controlado,
y no es enteramente robótico, pues hay un hombre adentro. Venga; deseo que lo
vea con detenimiento.
Razvan, nervioso, caminó hacia el frente.
–Aquí tiene a los nuevos hombres del PRMU –le dijo a Razvan–, los únicos
que podrán reactivar la economía con su fuerza multiplicadora y, de paso, barata.
Será como en la antigua Roma, Razvan, donde el pueblo era libre, y los esclavos
hacían el trabajo manual. ¡Es el advenimiento de un nuevo orden, Razvan, uno
jamás visto ni conocido!
Razvan seguía atónito.
–¿Es este su ideario político? ¡Convertir a la gente en autómatas, en esclavos!
¡Está loco! Jamás nadie, escúcheme bien, nadie ha tenido semejantes ideas, ni
siquiera los comunistas.
–Espere –dijo Adrian tranquilamente–. Usted no ha entendido todavía. ¿Por
qué es necesario que exista este nuevo tipo de hombres? ¿Se le ocurre alguna idea?
–¿Si se me ocurre alguna idea? ¡No, hombre, no! ¡Cómo se me va a ocurrir!
–Ya ve porque digo que usted se pierde siempre en conceptos abstractos.
Ahora piense en términos cotidianos, reales, en situaciones que le suceden a
diario.
Razvan enmudeció.
–Bien –continuó Adrian–, cuando sale usted de su casa y sabe que debe
trasladarse al trabajo, ¿en qué piensa?
–No puedo seguir escuchándolo –exclamó Razvan, bloqueado del cerebro–.
Me habla usted como si fuera yo un idiota. ¿Qué tipo de preguntas son ésas?
–Son muy importantes, tanto como las palabras de «libertad, igualdad,
justicia y equidad» que gusta usted de gritar en sus mítines. Retomando lo dicho,
¿en qué piensa para trasladarse al trabajo? –preguntó sin tomar en cuenta la
irritación de Razvan–. Pues piensa en un auto, en un autobús, en un tren, en una
herramienta locomotora que lo traslade.
–¿Y qué con eso?
–Ah, lo suyo es un rasgo típico de los fundadores –filosofó Adrian–; cuando
conquistan un territorio virgen, no reparan en cómo habrán de construirse las
casas, si son convenientes tal o por cual tipo de material para una edificación
segura; no les importa si el suelo que ahora pisan es fértil, aunque se engañan
con la apariencia sublime del lugar; tampoco les importa si serán bien recibidos
por los aborígenes que lo reclaman como suyo. Acometen la empresa
comprometidos con un ideal primario, el de una nueva vida, libre y feliz, lejos de
la asfixia, la represión y la corrupción del suelo materno. En ese punto, sé
comprenderlo.
Razvan, sardónico, echó a reír. «Vaya, loco».
–Y usted –volvió Adrian–, usted sólo ve el mundo en blanco y negro. Se vio
movido por el ardor natural del hombre de ser libre, y luchó por liberarse del
yugo unipartidista que lo reprimía, que lo mantenía en la pobreza y la sujeción.
Lo logró. ¿Pero qué fue lo que logró en realidad? ¿La libertad suya y de su
pueblo? Ciertamente que sí. Pero no reparó en los detalles, mi querido presidente
Razvan, no reparó usted en los detalles. Ahora vea, objetivamente, lo que usted
logró: guerras internas, desigualdad, crimen organizado y más miseria.
Razvan se sintió indignado, aunque en el fondo, viéndolo bien, Dendiu tenía
razón; bajó la cabeza; Pita sonreía.
–Lo que puedo decirle, Adrian –dijo Razvan–, es que mi lucha fue sincera.
–No lo dudo –le contestó el otro–. Pero todo tiene su límite, incluso la
libertad –y al decir esto, posó su fría mirada en el presidente del PMRU.
»No puede usted dejar sólo, en una habitación, a un niño con una arma sobre
la mesa. De seguro se matará con ella, jugando. ¿Existe entonces un límite natural
para la libertad? Yo pienso que sí. Todo tiene su contraparte, una que es
inherente a todas las cosas. No puede haber vida sin muerte, ni recompensa sin
castigo, como lo prueban las ciencias de la conducta, como tampoco puede haber
un fotón sin su contraparte virtual, según nos dice la física cuántica, de igual
manera no puede existir libertad sin control, ni bienestar físico sin gasto
energético. Lo que se deduce de esto es que –aquí existe un detalle, el Deus ex
machina14 al que nuestros sabios ancestros llegaron–, no puede haber libertad ni
igualdad si no existen otros seres que hagan el trabajo y el sacrificio por nosotros.
–¡Por Dios! ¿De qué seres me habla usted? –preguntó Razvan, afligido–. ¿De
estos? –y señaló al autómata.
–Le puse el ejemplo de la sociedad romana y, por extensión, de los sistemas
políticos, económicos y éticos que gobernaban a las comunidades de la
Antigüedad; luego le pregunté sobre cómo trasladarse de X a Y utilizando el
principio del mínimo esfuerzo sobre una base de mayor productividad. Fueron
símiles poco apropiados, lo acepto, que no lograron estimular su intelecto. Ahora
voy a jugar en su campo, en su mentalidad abstracta.
Pita careaba al robot, las piernas temblorosas, y pronto soltó un chillido
cuando éste le hizo un ademan de entrega repentino.
–Es cierto que hoy somos libres –dijo Adrian–, pero en apariencias, pues en la
vida real somos esclavos del trabajo, del miedo y la envidia a los avances
materiales del prójimo; y esto es así con justa razón. Darwin dice que sólo lo más
adaptados, los más fuertes, tendrán la posibilidad de sobrevivir, de pasar sus
genes de una generación a otra. Esto implica luchar, competir, perfeccionarse,
matar al diablo antes de que él nos mate. Es algo duro de escuchar, pero cierto.
Entonces, ¿qué papel juega la Libertad aquí? El de dar ventaja al más fuerte, el de
perfeccionar la especie dominante eliminando a la más débil. Y esa es la caja de
pandora que acabó usted por abrir, y las contrapartes que no fue capaz de
avizorar.
Razvan sintió, esta vez con dolor al distinguir la cruda realidad, un
encogimiento del corazón. «Por Dios, ¿qué he hecho?», se repetía.
–Usted, en sus fulgurantes proclamas, insiste en que su futuro gobierno se
regirá por los principios de probidad y equidad, creyendo que, una vez sentado
en la silla presidencial del país, podrá con ellos eliminar la corrupción –que roba
hasta el ochenta por ciento de los ingresos públicos– y distribuir la riqueza

14
Solución feliz aunque inverosímil.
nacional, ya mejorada, con equidad. ¿Pero cómo hará para eliminar la corrupción
si supuestamente cada quién es libre de hacer lo que quiera, donde los más
fuertes, apoyados en este principio, arrebatan la mejor tajada al más débil,
condenándolo a vivir en la miseria, obligándolo a sustraer subrepticiamente
recursos para evitar su extinción? ¿Cómo distribuir la riqueza nacional
equitativamente cuando cada hombre fuerte es libre de esclavizar, encerrándolo
todo el día en una fábrica, al débil, a aquel que apenas tiene un centavo para
sobrevivir? Lo suyo es un sueño, fue un sueño, y ha sido siempre un sueño, la
utopía de un hombre noble pero acaso desligado del complejo razonamiento
humano, y como usted hay miles, cientos de miles; para muestra un botón: ¿Le
dicen algo estos nombres impuestos por caballeros de su tipo a sus agrupaciones:
Partido Demócrata, Partido Nacional Liberal, Partido Socialdemócrata, Partido
de la Gran Rumanía Unida? A mí no me dicen nada. ¿Demócrata, Liberal,
Nacional, Socialdemocracia? ¿Qué es eso? Ja, ja. Retórica barata. ¿Se consideran
paladines de la libertad y la democracia cuando en realidad se rigen por
principios de rapacidad y beneficio personal? Sé, y lo veo en su caso, que los
fundadores no son así ni fueron motivados por cosas ajenas a su ideal, mas no es
así con los continuadores. Es lo más triste del asunto, que iniciadores, los
idealistas pragmáticos, no participen ya de sus creaciones, acaso quede
solamente usted. Sus organismos políticos ahora sirven de catapulta a hombres
como Stefan, que han llegado para adquirir más poder y recursos.
«He cometido un error imperdonable», se decía Razvan.
–Y todo porque usted no pudo reparar en los detalles, mi querido
presidente –le lanzó una mirada inquisitiva, de coacción, pero con una
conmiseración implícita–. Ahora veamos el caso del mencionado Stefan –Razvan
aguzó los oídos–: Por lo que he estudiado de sus proclamas, y aun conociendo yo
sus raíces humildes, lo que desea, en cierta forma, es reglamentar, como en una
especie de control, ese proceso voraz sin necesidad de reprimir la libertad de la
gente –se sobó el pelo–; pero no se engañe, presidente, que no estoy hablando de
la gente común, sino de la gente de élite, los fuertes, para que puedan hacer lo
que quieran a sus anchas y a la vez evitar que se devoren entre ellos mismos. Lo
de él no es nada nuevo, y puede usted encontrar su analogía, muy imprecisa, por
cierto, en los días de Lenin, allá por la década de 1910, cuando creó una especie
de comunismo empresarial, ¿recuerda usted el capitalismo de Estado, que fue
vital en la primera etapa de construcción del comunismo? Pero me equivoco con
este ejemplo, sería mejor decir que lo de Stefan se parece más bien a la política
económica pensada por los nacionalsocialistas de Hitler, con su unión de
corporaciones, en el supuesto de que éstas son las mejores líderes naturales,
probadas, debido a su productividad y riqueza, en conformidad con los
lineamientos darwinianos. Y en esto estoy de acuerdo con lo que usted me había
dicho minutos antes, pero que me contuve de confirmar hasta conocer a fondo su
posición, presidente Razvan. Y ahora que la conozco, y que usted me conoce,
creo que seremos buenos amigos.
«Estoy perdido», se dijo Razvan, «no tengo ni el más mínimo chance de
enfrentarme a esta gente. Son inteligentes, sumamente inteligentes y poderosos
en recursos».
–¿Logrará Stefan –preguntó Adrian con falsa ingenuidad– hacer que el pueblo
rumano goce de libertad y justicia, como él dice?
Pita escrutaba la cara del autómata; Razvan lo jaló.
–Lo dudo –exclamó Adrian–, lo dudo. Mi padre me enseñó a conocerlo –
Razvan arrugó el entrecejo–. Hizo negocios con él y perdió la vida. Pero yo no le
guardo ningún rencor. Sé perdonar, y me he interesado más en su ideario
político que en las desavenencias familiares. Y aunque me conviene estar de su
lado, como le he dicho, presidente, tengo mis propias ideas políticas.
»Y lo que Stefan quiere en realidad es legitimar la oligarquía, a la que ahora él
pertenece y erigirse con el tiempo en un dictador, en un tirano. ¿Recuerda a
Hitler, Mussolini, Franco, en Europa; a Porfirio Díaz, Pinochet, en América? Ni
más ni menos. Hablan del incremento en la riqueza nacional, del alza en sus
índices de prosperidad, que son inigualables, pero no de la distribución de la
riqueza, que en la vida real de la gente común no existe, no se vive, mientras los
corporativos, los dirigentes de la economía, desprecian groseramente el comer
caviar, o viajar al Tibet, por ser cosas ya vulgares para ellos. Eso es lo que quiere,
dinero, más dinero, y con esto el poder, el poder absoluto, la perpetuación de su
especie, la salvaguarda de sus genes fuertes.
Razvan estaba horrorizado. «Si yo creé estos monstruos, yo mismo he de
destruirlos», se dijo, firme, con la ira renaciendo en su pecho.
–¿Le parece ahora que podemos hablar de cómo trasladarse para ir al
trabajo? –le preguntó Adrian con ironía, que el otro tomó por desagravio.
–¿Pero usted –sondeó Razvan, cauteloso–, hablando sinceramente, qué
pretende con estos artefactos?
Pita se adelantó, retardando la respuesta de Adrian:
–¿Y este robot también vuela, Adrian, digo, por las acrobacias que lo vi hacer?
¿Y este líquido rojo? ¿Es sangre?
Adrian se carcajeó.
–Por supuesto –le contestó–. Vuela tan alto y rápido como un avión. Está
equipado con rotores y propulsores instalados en ambos lados, en los hombros.
Ah, ¿el líquido rojo? Es aceite.
–Es increíble –exclamó–. ¿Podemos verlo por dentro?
Adrian alzó las manos a la altura del pecho. «Claro».
–Quítese el exoesqueleto, profesor Cervini –le ordenó, autoritario, al mecano,
que empezó a abrirse por todas partes, como quien rasga un traje, liberando al
hombre atrapado dentro de sí.
–¿Cervini? –exclamó Razvan, incrédulo y estupefacto–. Pero si usted está
muerto; ayer celebraron sus funerales. ¡Cómo es posible!
Adrian reía a estruendos; Cervini sonreía al presidente del Partido, silencioso,
y Pita que se echaba para atrás, riendo maravilladamente.
«Estás más dócil que un corderito, Razvan», lo midió Adrian. «Una mente
débil, una de la que no creí fuera tan fácil hacerla operar bajo mi control.»
17
El choque de enfoques

___

–Gracias por acompañarme, pastor Faina –le dijo Scott mientras se cerraba los
puños de la camisa.
–Para esos son los amigos –le contestó el párroco–. Además, Baros está
pasando por un momento crítico, y es menester auxiliarla.
–¿Conoce usted la Universidad de Bucarest, pastor?
–Claro –dijo–. En mi juventud tomé clases de teología ahí –siguió–. Ahora,
usted sabe que yo ando a pie, no tengo carro, así que tendremos que
desplazarnos en trolebús, tranvía o en metro. La universidad está en el centro.
–¿Trolebús?
–¿No tienen uno allá en Illinois?
–No recuerdo; tal vez hubo alguno en el siglo pasado, pero no recuerdo.
–Pero si tiene efectivo podríamos tomar un taxi.
–De eso no se preocupe, pastor; iremos en lo que usted quiera. ¿Un taxi?
Bueno.
Se despidieron de Juvenal, que ayudaba a una señora con una vieja colección
gramática de Ienachita Vacarescu, abuelo de Iancu, el primer gran poeta rumano.
«Qué San Demetrio los proteja», los bendijo. Faina dejó escapar una sonrisita.
–¿Y esa risa? –le preguntó Scott.
–Es que siempre que escuchó los nombres de santos me da por reír.
–¿Por qué?
–No me entendería, Scott –le contestó.
–Mire, pastor Faina, yo no creo en santos ni en dioses, pero respeto las buenas
intenciones de los demás.
–Igualmente yo –se apresuró a decir Faina–. Pero lo mío es más que nada un
asunto teológico que usted no podrá comprender, precisamente debido a su
ateísmo. Lo llamamos idolatría.
–¿Idolatría? –preguntó Scott sorprendido.
–Es el acto de adorar a seres, o santos, distintos del Dios Único.
–O sea que usted no comulga con la veneración de los santos.
–No, no; está escrito en los Mandamientos: «Non habebis deos alienos coram
me; non facies tibi sculptile neque omnem similitudinem quae est in caelo
desuper et quae in terra deorsum nec eorum quae sunt in aquis sub terra».
–En ese punto tiene usted razón, pastor Faina –le dijo Scott riendo y tomando
al pastor por sabiondo.
–Lo que ocurre con Juvenal es que está infectado de paganismo.
–Ah, ya veo. He leído sobre ello –dijo Scott, haciéndole parada a un taxi–.
Aunque siendo honesto, me parece que por los tiempos que atravesaba en
aquella época la Iglesia (eran millones de personas las que desconocían la
doctrina cristiana), esa variante pagana está más que justificada, ¿no cree? De no
haber sido así, no estaría hoy usted siquiera hablándome en ese latín tan
perfecto… Ja, ja…
El pastor calló; Scott no dejaba de tener en algo la razón, pues ¿quién no sabe
que es más fácil dejarse matar antes que ceder a abandonar las costumbres de
uno? A menos que le faciliten las cosas, asimilándoselas a la creencia habitual, en
otras palabras, nada hay mejor que una atención personalizada, al gusto de uno.
El taxi los dejó en la entrada de la Universidad. Ingresaron.
–Es por aquí –le señaló Faina, en el recodo de un largo pasillo. «Departamento
de Sociología. Yakob Iliescu, decano».
El decano estaba firmando unos documentos; al alzar la vista, se topó con los
recién llegados.
–Mi querido doctor Fraiser –lo saludó–, ¿cómo le va? Vaya, se dignó usted a
visitarnos.
Scott le presentó al pastor Faina.
–Claro que he escuchado de usted entre mis alumnos. Es usted muy famoso,
eh, y peligroso también, ja, ja… –se echó a reír tendiéndole la mano–. ¿Gustan de
algún café? ¡Marian, Marian! ¡Ah, esta asistenta que tengo…! Discúlpenme –se
levantó–. ¡Marian, café, por favor!
Al poco rato Marian llegaba con tres tacitas; las sirvió.
–Bueno –dijo Scott–, aquí estoy pagándole lo prometido. ¿Y el profesor
Tassus?
–Permítame –agarró la bocina del teléfono–. Dígale a Tassus que se presente
al departamento de sociología, que es urgente –colgó–. No tardará en venir.
¿Azúcar, pastor?
–No; así está bien.
–A causado usted un revuelo con el sermón del domingo, Faina –le dijo
Iliescu–. Sigue usted al pie de la letra los consejos de Cristo, eh, de que los ricos
no entraran al Reino de los Cielos. ¡Y decirlo en estos tiempos, cuando todo
mundo se ha lanzado como loco a la búsqueda de la riqueza material, es un
suicidio religioso! Muchos lo han acusado de comunista.
Faina escuchaba impertérrito.
–No me importa lo que digan los demás –dijo finalmente–. El que no quiera
creer ¡pues que no crea! Mi discurso se basó en las vivencias de la primera iglesia,
cuando era comunal, tal como lo dejó establecido Cristo. ¿No murió Ananías, y
su mujer, por haber retenido en secreto una parte del precio de la venta de un
solar en Palestina?15
Iliescu rió, estupefacto, ante las palabras certeras de Faina, y le parecía estar
viendo a un émulo de Lazlo Tokes, el pastor luterano magiar que, en un discurso
memorable, acusó abiertamente a Ceaucescu de propiciar el odio racial,
ganándose ipso facto la antipatía gubernamental, que presionó a la Iglesia para
que lo destituyera de su cargo eclesiástico, además de exigirle que lo privara del
derecho de ocupar su piso residencial en Timisoara; fue la peor jugada de
Ceaucescu, pues al día siguiente de este vejamen, los simpatizantes del religioso,
queriendo evitar el desalojo y desahucio de Tokes, prendieron fuego a la sede del
Comité Distrital del Partido Comunista Rumano, y luego esta inadvertida chispa
encendería toda la pradera rumana, arrasando en menos de diez días todo
vestigio del régimen dictatorial. Pero Iliescu se equivocaba al pensar que Faina
pudiera tener la combatividad de Tokes, se equivocaba por completo. Él era más
bien un consejero antes que un guerrero.
–Lo que le puedo aconsejar, pastor –le dijo Iliescu–, es que aunque crea que
somos libres, no lo somos en absoluto, y un día de estos tendrá a los miembros
de la nueva policía secreta tocándole a las puertas de su iglesia. Tenga cuidado.
–Ya le dije que no me importa –sentenció Faina, decidido–. Sobreviví a
Ceaucescu, ¿qué más quiere? Mire, yo no opongo a las riquezas, no; me opongo,
eso sí, a la inequidad y a lo cínica e hipócrita que se ha vuelto la sociedad.
–En eso estamos de acuerdo, pues ¿acaso no es inequidad que de 23 millones
de rumanos sólo 300 majaderos posean fortunas tan infladas que equivalgan, y
mal contadas, eh, a un tercio de nuestro PIB nacional? ¿Sabe cuánto es eso? Se lo
diré en dólares, que es la moneda mundial: ¡Más de 47,500 millones! ¡Y en poder
de 300 personas solamente! ¡Y a los demás que se los lleve putas viviendo con
5,500 dólares al año! ¡15 dólares diarios, óigame, mientras los otros se la pasan
regodeando con 130 millones al día! Es inconcebible. Y aún así la gente no
entiende, no quiere ver, y se obstina en seguir los dictados del capitalismo,
creyendo que se hará rica, sin poder entender que, en tanto que su fuerza sea mal
pagada, mal retribuida, como individuos, ni aunque vivieran tres vidas seguidas
podrán llegar a acumular tanto capital con el que creen instalarán su negocio.

15
Se refiere a Hechos 5:1‒11
–Es el lado feo del capitalismo.
–Y muy feo… ¡Ah, aquí no estamos hablando de la violencia que deriva del
frenesí por la lucha del capital, eh, qué conste! Nos han vendido gato por liebre.
–¡Es increíble lo que se ve en estos días! Tal pareciera que la vida no vale nada.
Pero tampoco estoy a favor de que regrese el comunismo, eso sí que no, eh,
¡nunca!
–¿Pero si en la venida del Reino de Dios? –le preguntó Iliescu riendo a
carcajadas.
–¿De qué se ríe? –le espetó Faina, medio indignado–. El Reino de Dios vendrá,
porque es verdadero, porque allí sí habrá una auténtica comunión de almas, y no
como el aparato político que se decía comunista, y que no pasaba de dar
privilegios a los altos miembros de su Comité, olvidándose de la gente.
Iliescu arrugó las facciones:
–Es cierto –dijo–. Y sirve como experiencia; además, para ser el primer intento
no estuvo mal, ¿eh? Llegamos a ser una potencial mundial en pocos años, cuando
a los países capitalistas les toma (y aquí el verbo ‘tomar’ lo empleo en presente,
porque de ciento y tantas naciones capitalistas que existen, apenas una veintena
han alcanzado cierta prosperidad económica, y que no es para todos, eh, qué
conste), como iba, cuando a los países capitalistas les toma siglos llegar a tal
instancia, y eso debe reconocerlo, Faina.
–Mire, Iliescu, por más que me hable de las bondades del comunismo, no
logrará convencerme. Yo sólo creo en la Palabra de Dios y en su promesa de que
algún día vendrá por su iglesia, a quien le dará la Tierra para que viva en ella
eternamente en un sistema teocrático de autentica igualdad, en donde cada uno
de los seres le adoraran en cuerpo y alma, día y noche, postrados a Sus pies,
felices de hacerlo por siempre. ¡Véngase tu Reino, oh Señor! Amén. ¡Y, en el
nombre de Jesús, profetizo que usted se hallará entre ellos!
–¡Vaya, hallarme yo dentro de otra dictadura! ¡No, qué va! Y una que en vez
de temporal será eterna, ¡no! Si hubiera campito para la democracia, quizá, pero,
¡ojo!, que no hablo de la democracia tipo burguesa, la mangoneada por los
pudientes, donde engañan a la gente diciéndole que es libre (cuando en verdad
el pobre pueblo es esclavo de sus fábricas) y que puede votar a discreción por su
candidato favorito, ja, ja, ¿y adivine quiénes son esos candidatos favoritos? Pues
los dueños de las fábricas, los del sistema financiero… ¡Qué ironía, y la gente que
es pendeja porque se deja! Sólo espero que en el Cielo no pase lo mismo, pastor,
¿o acaso voy a estar supeditado a las órdenes de alguna arcángel?
Faina enrojeció. «Para que sigo, si usted no entiende nada de las cosas del
espíritu», reflexionó. «Es en balde; los ateos son las personas más cerradas del
mundo».
–Discúlpenme que me entrometa –irrumpió Scott, hastiado de tanto fuego
cruzado–, pero podríamos encaminarnos al laboratorio. ¡Estoy un poco
impaciente con lo que me dijo Tassus la vez pasada!
–Bueno –le respondió Iliescu–, ya que la montaña no viene a Mahoma,
Mahoma irá a ella –y echaron a andar los tres.
Encontraron a Tassus en el pasillo. Se saludaron efusivamente, y pronto Faina
como Scott se hallaron sumergidos en el alquímico mundo de las probetas,
balanzas electrónicas, cromatografos y microscopios. Scott se sentía a sus anchas,
en cambio Faina, totalmente desencajado. Iliescu se disculpó diciendo que
necesitaba firmar unos papeles de trabajo.
–Le prometí que le mostraría algo interesante, ¿cierto, doctor Fraiser? –dijo
Tassus–. Pues bien, vea.
Scott echó una mirada al monitor de una computadora conectada a un
microscopio electrónico que apuntaba al interior de una cajuela de vidrio.
–Sangre; células satélite –dijo, sin encontrarle un gran misterio a lo que veía,
alejándose. Faina se acercó. «¿Células satélite?», preguntó.
Tassus sonrió. «Son las células precursoras de fibra muscular», le respondió.
–Ahora vea, doctor Fraiser –le dijo a Scott, y giró perilla de un cilindro que
dejó escapar un gas en el interior de la cajuela por medio de una manguerita.
Al contacto de las moléculas del gas con las células, éstas empezaron a crecer
exponencialmente, de forma desordenada, creando a nivel molecular grandes
cambios físicos. Scott, estupefacto, limpió la pantalla del monitor.
–¿No es un engaño? –le preguntó a Tassus, que reía de verle la cara roja y
desarticulada.
–No, mi querido doctor –le contestó, sereno, orgulloso–, y todo se debe a este
compuesto químico –palmeó el cilindro, que tenía un etiqueta roja con un «NO»
visible a metros de distancia.
–Explíqueme el proceso, por favor, doctor Tassus –le rogó Scott, todavía
confundido–. ¿Qué fue lo que vi?
–Antes que nada –dijo muy formal Tassus–, esto es un asunto de seguridad
nacional, doctor, y me vería comprometido si pudiera revelarle en toda su
dimensión el proceso. Pero, ¡bah!, qué importa, entre colegas, y habiendo sido
usted amigo íntimo de Emile, ¿por qué habría de ser yo mezquino?
Scott asintió complacido.
–Esto –siguió Tassus–, es el resultado de años de investigaciones, doctor,
realizadas por un grupo de colegas, ya fallecidos todos, por desgracia, entre los
que hay que incluir a Emile.
Scott empezó a hacer memoria. Con Emile había mantenido por años una
larga correspondencia, donde éste le revelaba siempre el rumbo de sus proyectos
de laboratorio. Sin embargo, en esta ocasión, al parecer Emile no le dijo una sola
palabra, y se encontraba ahora con la sorpresa de su vida.
–Aunque he de decir –continuó Tassus–, que el iniciador del proyecto fue el
desaparecido profesor en bioquímica, Eugen Oprea, quien reunió tras de sí una
pléyade de jóvenes y brillantes científicos, algunos, incluso, con estudios en el
extranjero.
Scott estaba azorado ya por el discurso. Faina husmeaba en los alrededores.
–Nosotros –siguió Tassus–, somos simplemente sus legatarios, y como tales,
hemos llevado a la práctica la suma de estos estudios.
–¿Llevado a la práctica? –preguntó Scott atónito–. Es decir, me está diciendo
que ese crecimiento celular monstruoso que acabo de atestiguar ha sido
experimentado en organismos complejos, en un animal, un conejillo de indias,
por ejemplo.
–Eso es amoral –irrumpió Faina–. No se puede jugar con las creaciones de
Dios.
–Usted, Faina, que es pastor, sabe más que nadie que los animales no tiene
alma –le respondió Tassus más por verse inmiscuido en un debate religioso que
por defender sus manipulaciones genéticas–. ¿O es que los animales van al cielo?
Faina aplanó la cara:
–La palabra para alma en la Biblia se escribía en hebreo «nefesch», y se
designaba con ésta a todos los seres vivos, incluyendo a los animales. Muere el
alma, y se acabó todo, el hombre y los animales, pero para eso habrá una
resurrección…
–No hablemos de religión –los interrumpió Scott–; además, si Dios le otorgó
un alma al hombre, también le dio con ella una inteligencia, y no precisamente
una animal (aunque con nuestras acciones pareciera que es así), para que
inquiera y descubra todo lo que acontece en su entorno. Así pues, si esta
inteligencia proviene de Dios, y la Ciencia de ésta, entonces estos estudios tienen
un elemento divino. ¡Y sanseacabó!
–¡Qué barbaridad! –exclamó Faina–. ¡Cómo tuercen la Santa Palabra ustedes
los científicos! ¡Qué temeridad!
–Bueno –dijo Scott–, acabemos con esta discusión teológica que nada tiene
que ver con la ciencia. ¿Está bien?
–¡Cómo que no tiene que ver con la ciencia! –volvió a exclamar el pastor–. Si
ustedes están manipulando la creación de Dios de una forma jamás vista en la
Historia; yo mismo vi como esas células acabaron convirtiéndose en seres
grotescos, anómalos…
–Y eso que no ha visto nada todavía, pastor –le dijo riendo Tassus, entonando
la voz con gusto resabio.
–¿Qué es lo que hay que ver? –preguntó intrigado Scott–. Dígame.
–Bueno, el impacto de estos estudios en un organismo complejo, como usted
sugirió.
–Yo me refería –respondió Scott– a que si ustedes tienen un ejemplar vivo
afectado por este experimento celular.
–Para su mala fortuna, doctor, no en este momento, quizá en otro tiempo.
–Y gracias a Dios que es así –exclamó Faina en un suspiro–. Es un pecado
gravísimo jugar con la vida de otros seres, incluso la de animales.
Scott sonrió satisfecho. «Están todavía en la etapa de formulación», se dijo.
«De seguro que Tassus miente cuando dice que ya han probado el proceso en
animales». Se sintió con más confianza y pronto el pensamiento se le aclaró,
incluso pudo distinguir ciertas mezclas y productos químicos que, al principio
por la fascinación, no supo de que se trataban.
–Creo que ya entendí como está el asunto, ingeniero Tassus –le dijo Scott,
sobando el cilindro etiquetado–. Este es Oxido Nítrico, o monóxido de Nitrógeno,
¿verdad?
–Bueno; lo adivinó usted por la etiqueta.
–Soy bioquímico –dijo–. Aquí viene cómo funciona la aplicación –Tassus jaló
una silla; Faina se recostó la espalda cerca de una mezcladora.
–Pero antes –lo interrumpió Tassus–, voy a ayudarle dándole un anticipo,
¿sabe usted qué procesos se producen en la Hyperplasia muscular?
–A eso quería llegar –le respondió Scott, seguro de sí mismo–. Ocurre que
cuando las células satélites se ven estimuladas por el nitróxido se forman nuevas
fibras musculares por medio de la Hyperplasia. Es decir, los vasos dilatadores
inundan literalmente con fluidos el músculo, ensanchándolo anormalmente, con
cantidades masivas de compuestos de éter etílico de L-arginina y Citrullina,
creando así nuevas fibras, más grandes y resistentes. En el caso que estamos
estudiando, se me vinieron enseguida a la mente los trabajos del científico
hondureño Moncada acerca de las células endoteliales, donde identificó al
monóxido de Nitrógeno u Oxido Nítrico, molécula simple altamente reactiva y
lipofílica que puede difundirse fácilmente a través de las membranas sin la
necesidad de receptores activos, como factor relajante del endotelio, lo que
implica un número de diversos procesos fisiológicos que incluyen la relajación
del músculo liso, inhibición plaquetaria, neurotransmisión, regulación inmune y
erección peneana, entre otros.
–Brillante, doctor Scott, muy brillante –dijo Tassus, conciso–. Otra razón más
para creer que la vida nos ofrece sus grandes misterios, e invenciones, en frascos
simples, ¿no le parece? No me equivoqué al invitarlo… Sin embargo, me veo en
la penosa necesidad de pedirle un favor, ¿puedo?
–Sí, claro.
–Mantenga esto en reserva –le dijo en susurros, directo–. Los hombres que
como usted llegaron a esta conclusión terminaron muertos, y acaso soy el único
que sabe de ello y sigue vivo para contarlo.
–Dios sabe dar a cada quien lo suyo –balbuceó Faina, casi imperceptible.
–Pero me gustaría preguntarle dos cosas, ingeniero Tassus: primero, ¿por qué
se embarcaron en este estudio?; segundo, ¿cree usted que Emile haya muerto por
esto?
–Verá, ¿ya le había dicho que el profesor Oprea fue el promotor de estos
estudios? ¿Sí? Pues bien, verá, la formación científica del profesor, y su renombre
como docto, estuvo influida por sus trabajos genómicos en América, sobre todo
por aquellos que sabían cómo mejorar el rendimiento de los atletas; trabajó
incluso en la empresa privada creando nuevos productos. Aquí en Rumania, bajo
Ceaucescu, empezó a experimentar a finales de los años ochenta, por orden
gubernamental expresa, y en este punto, no necesito recordarle acerca de la
obsesión comunista por llegar a lo alto del pódium olímpico. Esto, lo otro, y la
presión comunista, hizo que el profesor, angustiado por la enormidad de la tarea,
creara un grupo, uno científico, de amigos y conocidos suyos, entre los que me
encuentro yo. En el caso de la inducción a la hiperplasia por medio del oxido
nítrico sin necesidad de recurrir a una hipertrofia muscular previa, se debió
precisamente al conocimiento adquirido por cada uno de estos hombres en el
exterior.
»Así, Oprea, mientras estudiaba en la Universidad de los Ángeles, conoció a
varios jóvenes, científicos en ciernes, deslumbrantes, y de diversa nacionalidad,
mexicanos, hondureños, rumanos exiliados, en fin, se formó en un ambiente
cosmopolita, erudito, en el centro del más alocado y extremo ideario científico. A
pesar de la mala fama del óxido nítrico por la producción de numerosas
enfermedades que afectan el sistema nervioso, fundamentalmente las ligadas con
la isquemia cerebral o neurodegenerativas, el profesor estaba convencido que
éste poseía, más allá del perjuicio, un sinfín de propiedades benéficas,
precisamente las del tipo que usted mencionó antes. Espero que esto responda a
su primera pregunta. En lo que respecta a Emile, estoy seguro de que fue
asesinado por tener un conocimiento pleno sobre estos trabajos, y puedo
asegurarle también que los otros igualmente sufrieron… –Se abrió de pronto la
puerta del laboratorio; Tassus calló; entró una mujer muy guapa, ojos tan
castaños como su pelo–. ¡Oh, Sonia! Doctor Fraiser –cambió la plática; se la
presentó–: mi asistente.
–Mucho gusto, Sonia –la saludó Scott–; lindo nombre.
–«Sabiduría»… –dijo Faina.
–¿Qué? –le preguntó Scott, desconcertado por el giro del pastor.
–Sonia es un nombre procedente del griego, y se traduce «sabiduría».
Tassus se echó a reír. «Quizá ‘arpía’ le quede mejor», pensó.
–Bien, doctor Fraiser –siguió–, me alegra saber que su venida al Laboratorio
no fue en vano; ¿espero que haya aprendido algo de esta vieja tierra?
–Oh, sí, y estoy agradecido…
–¿Y cuándo sale para Illinois?
–Pues, fíjese, ingeniero Tassus, que ya no me voy para allá; me quedo en
Rumania.
–¡Se queda en Rumania! –exclamó–. Ja, ja… Ah, ya veo: ¿no será acaso por
aquellos ojos de la bella joven de pelo negro que vi junto a usted ayer?
–Je, je… No; cómo cree. Las razones son empresariales más que todo. Pienso
fundar una compañía de estudios genómicos. De antemano le hago una oferta de
trabajo…
–Ja, ja –rió Tassus–. Gracias, doctor Fraiser, pero estoy bien aquí en mi
laboratorio.
–Con tal de que no siga haciendo de los animales unos monstruos
horrendos –exclamó al desgaire Faina; la asistente le echó una mirada de
extrañeza; luego dijo–: Le recomiendo que lea la Biblia todos los días por la
mañana, ingeniero Tassus.
–No se preocupe, pastor –le respondió–. Leo un capítulo todos los días,
completándola toda en un año. Para felicidad suya, este proyecto ha sido
abandonado; es asunto concluido –prendió el antebrazo de Scott y lo arrastró
lejos de Faina y Sonia–: De nuevo, doctor Fraiser, espero discreción de su parte.
–La tiene –le contestó el otro, comedido.
Salieron los tres muy sonrientes de la sala. Se despidieron.
–Y dígamele adiós al profesor Iliescu –le pidió Scott, ya bajando las gradas del
edificio, tomando la mano de Faina, que las pisaba lentamente y pidiéndole que
diera el siguiente recado a Iliescu–: ¡Y dígale al decano que él llegará a ser el
mejor soldado de Dios!
Abordaron un taxi y se alejaron de la universidad.
«¿Sería por esto que mataron a Emile?», se preguntó Scott a sí mismo. «¿Y
Rahova? ¿Trabajaba para la Universidad? ¡Se me olvidó preguntar! ¡No sé por
qué, pero hay algo, sí, quizá una premonición, que no es del todo desatinada si
tomamos en cuenta el ataque que sufrí en el hotel, que me dice que Tassus será el
próximo en morir! ¡Oh, Dios! ¿Es posible, es posible que el balaur haya sido el
producto de un experimento genético salido de este laboratorio? Me lo dice esa
manipulación celular ocasionada por el uso de óxido nítrico. Vi la actuación del
gas... Me pregunto, ¿y cómo se vería afectado un organismo complejo, un ser
humano, digamos, al influjo de una alta concentración del gas en conjunción de
otros compuestos químicos como la arginina o la citrullina? ¿Podría convertirse
en un ser con masa muscular extraordinaria, en un engendro musculoso
aquejado por una enfermedad neurodegenerativa? ¡Oh Dios, Faina tiene razón!
Pero no, no es posible, ¿cuántos casos no hay en el mundo de personas que
inhalan este gas para curar sus dolencias de hipertensión pulmonar? No obstante,
en este caso, el compuesto químico es diferente, muy especifico. ¡Por Dios, han
creado un monstruo! Apostaría lo que fuera… Calma, no te apresures. Ahora
viene el dilema, ¿debería comunicarle a Baros, mi amada por tanto tiempo
esperada, a quien por amor no debo guardarle ningún secreto, mi suposición,
anticipada, porque eso es lo que es, una suposición anticipada y sin fundamento,
en la que insinúo la tragedia que le espera a Tassus y el posible enlace entre la
existencia del balaur y los trabajos de laboratorio con el óxido nítrico? Eso se
llama traición, darle la espalda a una promesa hecha al amigo. Aun así, ¿debería?
¡Se trata de la vida de un hombre, por Dios santo!».
–¿Le pasa algo? –le preguntó Faina–. Está pálido.
–No, pastor, nada. Es que las calles son nuevas para mí, su gente, los edificios,
hay tanta historia bajo esas fachadas… que me siento abrumado –e hizo un
ademán hacia el exterior, por la ventanilla–. Rumania es demasiada carga para
mí… –le dijo, aterrado por sus pensamientos.
«¿Y qué pasará ahora que estoy en posesión de este secreto? Tassus dice que
muchos han muerto después de haberlo descubierto. Mi vida corre un verdadero
peligro. ¡Pero si he estado en peligro desde llegué acá! ¡Oh Dios! ¡Oh Dios, qué
confusión, qué confusión! ¿Qué tendré que ver yo en esto? Lo mejor será que me
largue de este país».
18
Otro ataque del balaur

___

Popescu, que se había disculpado por no poder asistir a la morgue, atendía el


celular cuando vio que Baros y los agentes de la Interpol subían a los autos. La
voz en la línea era tenue, pero opresora.
–Necesito verte en el almacén –le dijo–. Hubo un problema con los
contenedores.
–Voy para allá.
Llegó al almacén situado al nordeste del centro, en la Piata Obor, escondido
en una de las calles más desoladas de su mercado, y entró a la oficinita. El Estigia
y Muma lo esperaban.
–Aquí estoy –les dijo–. ¿Puedo saber qué pasa?
–Los contenedores, destruidos.
–¿Destruidos? ¿Qué quieres decir con eso, Muma?
–Lo que escuchas, Popescu –dijo susurrante el Estigia–: Destruidos, pieza por
pieza. Apenas un hombre quedó vivo para contarlo.
–¿Pero qué están diciendo? ¿Cómo pueden ser destruidos contenedores y
cabezales, pieza por pieza, en una sola noche? ¡Es absurdo!
–Muma, ve por Catalin –le ordenó el Estigia–, para que le relate al agente
Popescu la devastación.
Obedeció Muma; llegó con un Catalin muy nervioso.
–Y bien –le dijo Popescu–, ¿qué te pasó a ti?
Catalin estaba en estado catatónico.
–¡Habla, imbécil, que no tengo todo el día!
Catalin empezó a balbucear:
–No puedo, señor… no puedo…
Popescu le lanzó una cachetada: «¡No vas a hablar, pendejo!».
El pobre hombre comenzó a llorar como un niño.
–Yo sabía que con la muerte, anoche, de Vadim la desgracia nos alcanzaría…
Primero fue esa figura monstruosa que nos atacó en el almacén… y luego que se
pierde en las calles… Estábamos todos horrorizados, sin hallar qué creer o pensar.
¡Pero bien sabíamos que era el Diablo mismo que andaba suelto!
–¡Ya! –le gritó Popescu golpeándolo otra vez–, ya déjate de mariconadas.
¡Habla, qué ocurrió cuando iban en camino a Brasov!
Catalin de nuevo llorando, aterrorizado, dijo:
–Corneliu me había ordenado: «Súbete al camión; van a ir detrás de ti cinco
más, Claudiu, Dan, Simion, Aurel y Ene; conducirán a Brasov y luego cambiarán
al oeste, hacia los Montes Metálicos, pasando por Alba Iulia». A la media noche,
arrancamos; íbamos ya saliendo de Bucarest, sobrepasando ya casi de la
jurisdicción de Ilfov, cuando… ¡Ay, no sé cómo decirlo, señor, usted no me
creería…!
–¡Habla, pedazo de idiota, o te juro que aquí nomás te parto la madre!
–Ay, señor…
–¡Habla!
–Íbamos conduciendo por la autopista (yo iba adelante, el primero), y como
estamos todavía en invierno, usted sabe que la visibilidad es escasa, muy nubosa
(apenas se podía ver más allá de los diez metros)… Iba hablando por la radio con
Claudiu, y le preguntaba si acaso podría pagarme unos lei que me debía, porque
quería comprarle unos cerdos a mi hermano en el mercado de Alba Iulia, que
dejaría pagados una vez que regresáramos de los Montes Metálicos; y como le
digo, había mucha niebla, bastante… De pronto que veo un estallido de luz
enfrente, en el aire… ¡Esa cosa volaba!... Al principio supuse que podría tratarse
de las neblineras de algún camión, pero me equivoque… ¡Era ese balaur que se
lee en las páginas del periódico! Un demonio que vuela, ¡porque tenía unas alas
redondas a los lados, en los hombros, y toda aquella figura como si fuera de
aluminio, brillante, con garras, y haciendo un ruido insoportable!... Se me aventó
contra el parabrisas, rompió los vidrios delanteros, me descontrolé, giré en
brusco y me di vuelta con el camión… Salí de él, me tiré a las zacateras y
entonces vi con gran miedo como la criatura hacía lo mismo con los demás… En
unas se les aventaba de frente, en otras aterrizaba arriba de la cabina, alzaba las
manos y las ensartaba en el metal, rasgándolo, abriendo agujeros y sacando a
Claudiu, a Simion, a Dan, ¡a todos!, de los camiones. Los tiraba, hacia un lado,
hacia el otro, rasgándolos en el vacío, sin piedad…
–¡Estás loco! –lo reprendió Popescu–. Di la verdad, imbécil, ¡habla! Te pagó
Dragos para que te inventaras esta historia. ¡Te pagó Dragos!
–¡No, señor, no, no! –suplicaba Catalin–. Le juro que estoy hablándole con la
verdad. ¡Se lo juro!
Popescu sacó el arma, y se la puso en la sien a Catalin, que no dejaba de llorar
y de gritar que lo visto por él era más que verídico.
–¡Estoy harto de escuchar lo mismo! –gritó Popescu fuera de sí–. ¡Harto, harto!
–Déjalo, Popescu –le ordenó el Estigia–. Déjalo. Sal, Catalin, te llamaré luego.
Popescu estaba enfurecido, y se daba golpecitos con el arma en la frente,
incapaz de creer en las palabras del camionero, enrabiado, porque intuía que
Dragos le había pagado a los hombres para que destruyeran los camiones,
metiéndoles fuego, y luego matándolos, sin pagarles un centavo por su tamaña
ingenuidad y estupidez.
–¿Cuál es tu hipótesis, Popescu? –le preguntó el Estigia, confiando en la
intuición de su mejor peón–. ¿No le crees una jota a Catalin?
–Obviamente que no. Dragos los habrá sobornado, prometiéndoles una paga
por la destrucción de los camiones. Una vez que los estúpidos procedieron, los
mató a todos para no pagarles. Es sencillo, además forma parte de su Corredor.
–¿Y qué hay de Catalin? –preguntó Muma.
–Pues que escapó, como él mismo lo dijo. Esa parte sí se la creo.
Estigia guardaba silencio. Luego dijo, como afectado por un leve temor:
–Y si yo te dijera, Popescu, que le creo a las palabras de Catalin.
Éste se inquietó. Rió.
–Vamos, jefe, ¿cómo puede salirme con eso? Y con el respeto que usted se
merece, lo que me ha dicho suena infantil, irracional.
–Estoy convencido de que Dragos ha dado finalmente con un conocimiento
superior a nuestro poder –le respondió el Estigia, preocupado–. ¿No estudió en el
extranjero? ¿No sabe acaso de robótica, de electrónica? Tiene una arma letal,
estoy convencido, desconocida para nosotros, pero que a la larga puede darle
una gran ventaja –se calló; el ambiente se tornó tétrico.
–Ahora bien –finalmente habló de nuevo–, me pregunto cómo se daría cuenta
Dragos de que haríamos este viaje.
Muma echó una mirada de aflicción a Popescu, que enmudeció.
–No lo sé –dijo Popescu, nervioso.
–El asunto es sencillo –dijo el Estigia–. Lo sabíamos simplemente tú,
Popescu –éste sintió que los miembros se le paralizaban al escuchar el
señalamiento–, Muma y yo. ¿Quién de los tres abrió el pico?
Ninguno se atrevió a teorizar.
–¿Acaso le insinuaste algo a Baros, Popescu?
Éste rechinó los dientes.
–¡No, no, no! –exclamó enervado–, ¿cómo podría? Baros y yo apenas nos
soportamos. Y aunque ella lo supiera, ¿cómo podría darle un aviso a Dragos? La
conozco, y sé que es honesta, en el estricto sentido de la palabra, y no logro
imaginármela en tratos con Dendiu. Por eso la detesto.
–¿Y tu novia? ¿Podría estar haciéndonos un dobleplay?
–¿Sonia? ¡Ah, qué va, jefe, si ella es más roma que una piedra! Ni siquiera
sabe que la utilizo. Y aunque me hubiera escuchado hablar de esta operación con
Muma, ¿qué sentido hubiera tenido para ella esa información? Apenas tiene
amigos y quizá sea yo el único ser en el mundo que la hace sentir mujer y no
animal de laboratorio.
El Estigia encontró coherente el argumento de Popescu. Guardó un minuto de
silencio. Le pidió a Muma que se acercara al biombo.
–Prepara tu gente para que le hagas una visita de cortesía, dentro de una
semana, a Adrian en su fábrica del Colentina; quiero que destruyas sus depósitos
y lo que guarda allí con esmero –luego llamó a Popescu–. A ti te quiero fuera de
esto, por el momento. Ya me ayudaras a cubrir este atentado entorpeciendo las
labores de la policía. A propósito, ¿vigilaste al profesor Tassus ayer, en el
funeral? –acabó; en sus adentros sabía que Popescu no se había presentado al
lugar.
Popescu empalideció. Había prometido que iría pero a última hora se había
citado con Sonia, la chica de ojos castaños que era su novia, en las orillas del
Dambovita. Entonces se acordó del accidente de Baros.
–Sí –le contestó fríamente–. Por cierto, que un desequilibrado apareció
espantando a la gente y se enfrentó a Baros en el cementerio.
–¿Y eso? –preguntó, ansioso por conocer la versión de Baros.
–Ya usted sabe, señor, cómo andan las cosas en estos días –concluyó diciendo,
enojado; minutos después salió del almacén rumbo a la Morgue, en busca de
Baros y de los demás.
19
El caso Rahova

–Más apuntes del diario de Rosa Reingold hallados en el Manuscrito del


doctor Scott–

___

7 de febrero de 1992. Bucarest, Rumania.

Estoy alegre por la carta que me envió Roger; la verdad, no me la esperaba. Y


es que después de haber sido amigos por tantos años, un vínculo tan fuerte no
podía ser quebrantado con tanta facilidad y premura. No creo que Roger sea
homosexual, no lo creo. Siente dudas, puede ser, y quizá sienta remordimiento
por lo que nos ocurrió en el DF, buscando por ello enmendar el ultraje, lo que le
provoca un dolor y ansias terribles. Lo siento por él, que es tan lindo y tan buena
persona. Pero para una alegría una pena: mis celos por Baros no han disminuido.
Sé que ella no tiene la culpa, que no sabe lo de Blue conmigo. Creo que deberé
esperar lo inevitable. Hoy mientras estábamos en la morgue, inspeccionando el
cuerpo del doctor Rahova (que murió asesinado el 02 de febrero), vi como ella
fijaba los ojos en Blue, ¡hasta le temblaban los párpados!, buscando siempre su
cercanía. Lo que temo es que llegue a enamorarme verdaderamente de él, ¡mi
mayor terror! Y parece tan sincera, con esos grandes ojos llenos de ingenuidad,
como los de un bebé, ¡qué me da pena recriminarle algo! He tenido que
contenerme la rabia, halagándola (aclaro que con sinceridad), pero no quiero
pasar por hipócrita. Si veo que el asunto se asoma al punto del no retorno, tendré
que decirle la verdad a Baros, y atenerme a las consecuencias. ¡Sólo te pido una
vida normal, Dios mío! ¡Qué tan difícil puede ser! Ja, ja. Amarga sonrisa.
«Tendría que cambiar la mentalidad del mundo entero, hija». ¡Pobre de mí! ¡Pero
no debe sentir lástima por mí misma! ¡Qué te pasa!
He echado una ojeada a los papeles de los casos rumanos archivados por
Baros, aunque Blue me pidió que me concentrara en el de Rahova, para después
encontrar posibles conexiones entre éste y los demás. Tengo que decir que Baros
ha hecho un trabajo de investigación estupendo, meticuloso, y que estaba cerca
ya del objetivo. Haré una relación de este tema: el doctor Ion Rahova trabajaba
como asesor químico en una droguería, Farmadei, en la calle Mosilor, al sur de la
ciudad. Esta droguería, asimismo, pertenece a un grupo financiero llamado
Seicorp, propiedad de un político de renombre, Stefan David, diputado en el
Senado por el partido PRMU (Partidul Romania Mare Unitari –Partido de la
Gran Rumania Unida–), y del que Rahova mismo era miembro. Daba clases
también el finado de Física Avanzada en la Universidad de Bucarest, y era
integrante de un grupo científico que apodaban «Libertatea», lo que le dio el
derecho de ser proclamado como uno de los renombrados hombres de ciencia de
la ciudad. Hasta aquí, la vida del doctor era convencional, lo que puede
esperarse de una mente igual a la suya. Ahora viene lo bueno, lo intrigante de la
cuestión: entre las conexiones que Baros pudo relacionar existe una que es más
que evidente, todos los asesinados pertenecían al grupo científico Libertad, que es
como se traduce del rumano el apodo. Salta la pregunta en el aire: ¿Habrían
muerto por culpa de alguna de sus investigaciones? ¿Qué tan importantes eran
éstas, tanto que les costó la vida? ¿Y por qué tuvieron que morir? ¿Quién los
mandaría a matar y por qué? ¿Y qué hay de sus quehaceres políticos? Habrá que
inquirir en esto también.
Tengo en mi mano los nombres de los finados, que detallaré a continuación
en una pequeña ficha: a) Eugen Oprea, biólogo molecular, graduado de la UCLA
(Universidad de los Ángeles, CA, EUA), profesor de la Universidad de Bucarest,
miembro del PRMU; b) Constantine Gaspar, físico (Universidad de Bucarest –
UB–), profesor de la UB, miembro del PRMU; c) Vasile Iorgulescu,
bioinformático (Universidad de Cambridge, Inglaterra), profesor de la UB; d)
Florin Nastase, astrofísico y profesor de la UB; Emile Cervini, ingeniero en
genética (MIT) y profesor de la UB; y el mismo Ion Rahova, del que hemos
hablado ampliamente. De todos ellos, pudimos Blue y yo sonsacar una cosa:
solamente Rahova trabajó para la empresa privada aquí en Rumania, extraño,
dado el vasto currículo de los otros.
Habiendo sido todos miembros de un mismo grupo, el caso está ya a medio
camino por resolverse. Y como me dijo Blue, habría que ir al laboratorio de la
Universidad, entrevistar a los encargados y sacar conclusiones de la visita.
Además visitaremos, en el caso de Rahova, la droguería, preguntaremos sobre el
alcance de sus asesoramientos, y por allí, a fuerzas, saldrá a colación la conexión
que nos llevará a la solución del misterio. Asiento con Blue en este punto, pero ¿y
en el otro? ¿En el relato de los testigos acerca de este supuesto balaur, esa bestia
asesina que recorre la ciudad por las noches en busca de sangre?, ¿existe o no?
Por las muertes de estos científicos parece evidente que sí, que hay una
posibilidad de que exista, aunque ¿no suena acaso el rollo como a sobrenatural?
¡Y en este mundo donde las leyes físicas naturales no pueden ser omitidas! Pero
lo que vimos en la morgue, los cuerpos de Rahova y su acompañante, un tal
Calin Dinga, no puede pasar desapercibido. Fueron rasgados como por un
cuchillo de carnicería, o un machete (para poner un ejemplo latino), cortados casi
a la mitad por la garganta, salvo en el caso de Dinga, a quien la bestia mató con
saña y furia insólitas, desgarrándole la carne en pedazos.
Yo hubiera omitido en este asunto macabro la figura del balaur, por su
incoherencia con la realidad, pero un motivo me fuerza a repensarlo: el
testimonio del doctor Scott Fraiser. Este hombre es un bioquímico que ha
trabajado por años en Estados Unidos, y es considerado una mente respetable en
su campo. ¿Por qué habría de inventar la historia del balaur? Y lo que es más
interrogador: él desconocía por completo esta figura cuando arribó a Rumania. Si
hubiera sido el caso uno de neurosis de transferencia colectiva, pues cabía la
posibilidad de que fuera por esto, pero, definitivamente, era la primera vez que
nuestro hombre pisaba suelo rumano. Ahora bien, Blue me dice que el doctor
Fraiser mantenía un contacto permanente con el ingeniero Cervini, y es posible
que éste le haya rumoreado acerca de los últimos acontecimientos en el país,
meses antes de morir, inoculándole así la fantástica idea, que afloró en la mente
de Fraiser una vez que, sólo y estresado, llegó a tierra extranjera. Sí, cabe esa
posibilidad. Tendré que entrevistarme con el doctor Fraiser para llegar a lo
profundo.
Bueno, las expectativas son prometedoras, y estoy segura de que los casos se
resolverán pronto. Mañana iremos a la Universidad de Bucarest y hablaremos
con el encargado del Laboratorio, el señor Hristov Tassus. Ya Baros nos facilitó
los trámites. El asunto será sencillo: le preguntaremos al hombre acerca del
trabajo de los miembros del grupo, su relación con ellos, y la hipótesis que él
maneja en relación con lo sucedido a sus compañeros. Como dije, Baros, a pesar
de mis celos, ha hecho un excelente trabajo, y las pistas son más que obvias,
aunque a ella se le haya enmarañado la cabeza. El comandante Maior posee una
perspicacia aguda, y pienso que intuyó que Baros había llegado a un punto
muerto con sus averiguaciones. Eso siempre pasa entre nosotros, y a veces es
necesario que un segundo venga a decirnos dónde estamos parados, aun cuando
sabemos perfectamente qué tierra pisan los pies. Es como cuando buscas el lápiz
por toda la habitación habiendo olvidado que segundos antes te lo habías puesto
en la oreja.
Por otra parte, me alegra acariciar la creencia de que volveremos pronto a
Houston, porque ya en México nos sería imposible vivir, aunque nada me haría
más feliz en el mundo que regresar a la casa de Ciudad Satélite. Por cierto, le
escribiré a Hart pidiéndole que recoja la estatuilla de mármol y que me la guarde
en su casa, hasta que pase por ella cuando acabemos aquí. Ya es hora de dormir.
Hasta mañana, diario mío; algún día volverás a hacer que mi corazón palpite,
cuando las canas cubran mis mechones rubios.
20
Stefan David, el líder de las multitudes

«“M” mezcla en falso –en las manos, Zarrow o por extirpación, según las condiciones–
dos o tres veces. A continuación un corte falso acorde con el método de mezcla utilizado.
Reparte de nuevo cuatro manos de póker. Muestra el contenido de las tres primeras
manos: NADA –normalmente, claro–. Ruega que lean la predicción y muestra su mano:
¡POKER DE OCHOS!»,

Gavi, Libro de Magia

___

«¡Qué maldito dolor de cabeza!», se dijo Stefan, arrugando la cara, los dedos
presionando la dermis del cráneo. La noche la pasó en desvelos, atemorizado por
la idea abrumadora del balaur.
–Vamos, mi líder –le dijo el vicepresidente del Comité Central del PRMU,
Chilia Gusa–, es hora del discurso, y tiene usted la suerte de que la noche esté
fresca.
Subió Stefan, tembloroso, al estrado de madera, que sus correligionarios
habían mandado a fabricar en el centro de la Piata Romana, plaza que alberga
algunos de los mejores sitios turísticos de Bucarest. Tomó el micrófono; la gente
vitoreaba, ondeando un sinfín de banderines multicolores.
–Correligionarios –le falseó la voz, a la luz de los reflectores–, amigos de
Rumania… –tosió; tenía la mente bloqueada; Gusa corrió para ayudarlo,
agarrando el micrófono.
–Al parecer nuestro amado líder Stefan David se encuentra indispuesto… –
dijo, excusándose; Stefan le arrebató la bocina, molesto, recuperado súbitamente.
–Podría empezar este discurso –dijo, en sus cabales, alzando la mano–
rogándoles que voten por mí –guardó un segundo de silencio–; podría
empezarlo denostando al Gobierno, al Senado, fustigando la fofa actuación de los
partidos de derecha o denunciando las oscuras conspiraciones de la izquierda;
¿pero no sería esto un acto de desvergonzado cinismo, cuando yo mismo formo
parte de ese engranaje político? –miraba a la gente con los ojos afianzados y la
voz ronca–. ¡Oh sí, mírenlo allí, al héroe de Stefan, diáfano y sin macula,
enfrentándose él sólo contra esos tenebrosos poderes!
La multitud callaba, en suspenso.
–¡Pues no, mi gente, no! ¡No soy ningún héroe, ni muchos un salvador político!
¡Soy un hombre común, como ustedes, embargado de temores y de
preocupaciones que me aterrorizan por las noches, y que me hacen pensar en
cómo haré para salir adelante el día siguiente!
La gente empezó a aplaudir con fuerza: «Estamos contigo, Stefan», vitoreaban.
–¿Creen ustedes que duermo tranquilo sabiendo que el crimen se ha
apoderado de nuestra ciudad y de cómo la violencia campea libremente en cada
uno de nuestros barrios, matando a mi gente, imbuyéndola más aún en la
miseria…? ¿Creen que puedo dormir tranquilo en la espera de saber si seré yo el
próximo en la lista del crimen? ¿Es esto lo que nos depara la Libertad, por la que
tanto luchamos? Muerte, violencia, miseria. ¡Yo digo que no!
»Creo en Dios, en las Tres Divinas Personas, en sus señales y favores, y que
mejor señal para nosotros que la del 25 de diciembre, el día en que nació el
Salvador del Mundo, nuestro Cristo, ese preciso día en que recobramos nuestra
libertad al liberarnos del yugo comunista. ¡Qué mejor señal divina quieren,
compañeros míos de Partido!
El ardor en la multitud se acrecentaba, y de entre ellos, algunos se arrancaban
sus dijes icónicos, empuñándoles en el aire como prueba de su fidelidad.
–Convengan conmigo que Dios quiere mejores cosas para nuestra patria…
«¡Síííí!», gritaban los de abajo, eufóricos. «Los tiene en la mano», dijo Gusa,
sonriente.
–Y Dios ha sabido de mis temores, de mis preocupaciones –se aclaró la
garganta–; y me ha hablado en sueños, diciéndome: ¿Has comprendido a tu
pueblo, Stefan? Velo allí azotado por el crimen organizado, la falta de empleo, los
bajos salarios, la enfermedad, y ha dicho ¡basta! No sufrirán más.
«Stefan, Stefan, Stefan», aclamaba el populacho. «Te queremos, te queremos;
tú eres el elegido».
–¡Basta! –e hizo un movimiento rígido y autoritario–. ¡Esas fueron sus
palabras! ¡Basta, basta, basta! ¡No más males para nuestra ciudad!
«Ahhhhhh», gritaba la gente, arrebatada.
–Sí –dijo con un aire de pobretón enriquecido, girando levemente la quijada–,
sí, me habló en sueños, aunque ustedes no lo crean. ¡Y dije yo aquella noche:
¿Señor, qué hacer?! Ya conoces las respuestas, hijo, me dijo: «Libertad y Justicia».
¡Y ustedes ya conocen también las proclamas de mi Movimiento: «Libertad y
Justicia»! Libertad para crear nuevas fuentes de empleo, que son los medios por
los cuales nos llegará la riqueza, ¡a todos!, me dijo mi Dios, porque he allí que la
bonanza que gozan tus países vecinos, los Estados Unidos, el Japón, se debe al
poder de su libre empresa. Cualquiera puede poner su negocio y hacerse rico,
¡cualquiera! –se limpió la boca.
«Stefan, Stefan, Stefan»
–Otra de las proclamas es la de Justicia, sí, justicia para meter en la cárcel a
toda esa sarta de criminales, vagos sin rumbo, demonios que luchan por
desbaratar los planes del Señor y de la Democracia, y que no hacen otra cosa que
oprimir la libertad de nuestro pueblo. ¡Habrá seguridad en nuestras calles,
señores! ¡Lo prometo! ¡Y Dios está conmigo para que pueda cumplirlo!
«¡Wiiiii! Stefan, Stefan, Stefan».
–Después de haber sido bendecido con este sueño, hice la proclama, mi
Programa, en el que propongo un nuevo orden político, económico y social.
¡Propongo que los ricos, los pudientes que todo lo poseen, den a los que menos
tienen, para que los últimos, subvencionados, puedan llegar a tener la
oportunidad de acceder a un capital barato con el cual podrán instalar su propio
negocio! ¡Eso es lo que Dios me ha mandado a decirles!
Esta vez el entusiasmo de la gente desbordó los límites, y sus gritos resonaban
en los lugares del derredor, en el interior de los restaurantes, como la Jaristea,
donde los convidados salieron a unirse a la fiesta política, o en el bar The Office,
cuyos candelabros tintineaban por los rugidos, ante los ojos expectantes de sus
atractivas camareras.
–Me ha sido ordenado crear un organismo político-empresarial que deberá
encargarse de dirigir la economía nacional, que es un desastre, transformándola
en una corporativa, fuerte y pujante. ¿Quiénes pueden traer la riqueza a tu patria
sino aquellos que saben cómo adquirirla?, me ha preguntado mi Dios. Coge a los
hombres de industria, aúnalos, me dijo, y yo te prometo que haré de Rumania un
país donde fluya a raudales la miel y la leche. ¡Me lo ha prometido! Habrá
mejores sueldos, mejores hospitales privados, mejores proyectos de seguridad, ¡y
hasta mejores partidos de futbol!
«¡Ehhhhhhh!». Gusa reía, alegre. «Muy bien, Stefan, ya estuvo; son tuyos».
–En nuestro Gobierno no se hablará más de política partidaria sino de
resultados, resultados económicos, palpables. ¡No más charlatanería barata, no
más! Tengo los mejores hombres conmigo, elegidos, hombres probados, que han
tenido éxito en sus negocios. ¡Vean! –les dijo, y pronto un señor elegante y
sonriente se puso a su lado; era el propietario de uno de los clubes de futbol de la
ciudad, además de ser el poderoso zar de los inmobiliarios; le agarró la mano y la
alzaron juntos–. ¡Aquí está Belinca!
«Belinca, Belinca, Belinca».
–No les pediré que voten por mí, no –dijo con aire melancólico–. Hoy
gozamos de libertad y dejaré que ustedes decidan por sí mismos.
«Ehhhhhhh» «Stefan votaré por ti» «Stefan te amo» «Stefan, Stefan, Stefan»
Stefan saludó a la multitud, que se alborozó hasta los cimientos, y abandonó
el escenario, sudando. Gusa lo esperaba en un rincón.
–Todo bien, mi líder; ¡es usted espectacular!
–Ya, Gusa –le recriminó; le sonó el celular; lo contestó–. ¿Alo?
–Señor David –le dijo la voz–, ¿qué ha pasado con la materia prima? La
estuvimos esperando ayer…
«El capital es el único ser inorgánico que se multiplica a sí mismo», se oía por
el micrófono gritar a Belinca. «¡Y el PRMU es el único partido que les
multiplicará los goces de la vida!»
–No sé preocupe, Dobre –le contestó Stefan por la línea–: se la haré llegar
mañana –y colgó el teléfono, disgustado; luego a Gusa–. ¿Has escuchado algo de
Razvan?
–No; la última vez lo vi salir de la Casa del Partido al lado de Pita.
–¿Y no sabes para dónde agarraría?
–Ni idea, mi líder.
«¡Somos su única esperanza, pueblo rumano, los únicos que podremos
sacarlos del atolladero. Es como en el fútbol, si no tienes a los mejores hombres
en la cancha, perderás siempre ante otros superiores a los tuyos. No se engañen;
no escuchen a aquellos que prometen equidad y probidad, y lo primero que
hacen cuando están en el poder es reprimir con odio a los pueblos que les dieron
el voto. Pero no es así con nosotros, porque no tenemos necesidad de mentir,
porque confiamos en nuestra fuerza, porque tenemos recursos (nuestras
empresas lo comprueban), por tanto, no tenemos ya necesidad de poder, ¿y para
qué?, si ya lo tenemos todo. Lo único que queremos ahora es ayudar a este
pueblo que sufre, que llora sus desgracias por haber sido conducido por hombres
ineptos y burócratas corruptos. Reorganizaremos la economía, la política, ¡la
sociedad entera!, en un sólo organismo productivo», y los gritos de Belinca que
se perdían en los oídos de la gente, que escuchaba eufórica, exaltada, como un
gigante entumecido de la cabeza pero ardido por la emoción. «¡PMRU, PMRU,
PMRU! ¡Stefan, Stefan, Stefan!», y se tocaban el pecho con la palma de la mano.
21
Sonia

«El propio Simbad pudo dar con una descripción verdadera gracias a una suerte favorable,
y un razonamiento equivocado puede llevar, en ocasiones, a los pobres mortales a
conclusiones acertadas.»,

George Elliot, Middlemarch

___

Cuando Sonia vio a Scott salir del laboratorio por la mañana sintió una leve
depresión en el cuerpo. Quizá le caía simpático el doctor, que era joven, brillante,
rubio. Siempre había sentido fascinación por los rubios como Scott o Popescu.
Tassus habría entrado unos minutos después por la puerta de vidrio, pidiéndole
en el acto que volviera a revisar unas hojas donde estaban anotadas las
secuencias de ADN de una muestra rutinaria.
A cada mancha del marcador amarillo, con las que subrayaba los patrones
secuenciales, se imaginaba a Scott en el justo momento que éste escuchaba el
discurso de Tassus. Se había sentido cautivada por la atención y seriedad que
irradiaba su persona entera. «Lindo nombre», le había dicho el doctor. «Ah,
cómo quisiera que Popescu fuera así, atento, solícito y brillante; mas no, es brutal,
impulsivo y prejuicioso; en otras, siempre anda calculando los pasos. No sirve
nada más que para hacer el amor, y ya ni este funciona; donde no hay
correspondencia, no puede haber amor ni placer».
–Sonia –le dijo una voz vieja–, ¿en qué piensas tanto? Ve y prepárame una
sopa.
–Voy –contestó ella–. Sabes algo, papá, hoy conocí a un doctor del extranjero
que llegó al laboratorio a visitar al ingeniero.
–¿Y? –preguntó indiferente el viejo Brudan.
–Bueno, que es un hombre amable.
–Ay, hija, conociendo tus gustos… A propósito, ¿sigues andando con aquel
patán de policía? ¿Cómo es que se llama?
–Ay, papá; ¡Popescu! Po-pes-cu…
–Pues el tipo me cae de la patada, eh… No sé cómo pudiste enamorarte de él.
Ni ella lo sabía tampoco. ¿Y cómo ocurrió aquello? Los primeros días creyó
que sus fantasías se habían hecho realidad cuando Popescu la sedujo con su
atracción animal, ¡y que le hubiera ocurrido a ella, la nerd de la universidad, la
simplona, la anteojuda, era para no creérselo! Él era impetuoso, enérgico, el tipo
atlético de la escuela, y ella una debilucha, una pan sin sal, a quien cualquier otra
aventajaba con creces en lo físico, pero no en inteligencia. Se había graduado con
honores en química como la más apreciada de las alumnas. A pesar de esto, antes
de la llegada de Popescu a su vida, había sentido un vacío oscuro en el alma, en
su corazón. Nadie la había hecho estremecer como él, hacerla sentir tan viva, tan
humana. El cambio había sido radical, y mucho. Empezó a transformarse
físicamente, a usar faldas cortas, a cambiar los anteojos por unos lentes de
contacto, a maquillarse conforme a las revistas, a instalarse un dispositivo
uterino, en una oración: a ser una mujer apetecible, y todo esto sin que ella
misma se diera cuenta, bajo el silencioso influjo de su amado Popescu. Le
agradecía a él por este cambio. Pero hubo igualmente cambios no deseados:
reducción en la libertad de expresarse como era ella misma, lo que pensaba en
verdad de las cosas, el de abandonar ciertos gustos, el de la lectura y el juicio
crítico antañones, por otros más animales, como el sexo. Pero esto no le
desagradaba, al contrario, le gustaba mucho… al inicio.
Y de a poco había comenzado a cansarse del carácter inescrupuloso de
Popescu. Ya no sentía el mismo fervor en la cama, que era la llave secreta del otro,
ni encontraba en éste ningún ideal de excelsitud como cuando la cortejó
salvajemente la primera vez. Ella quería algo más, buscaba ahora algo más que
sexo, algo más que despatarrarse en la cama chupándole el miembro o dejándose
penetrar por el ano. Buscaba un ideal, un hombre que la escuchara, que
entendiera sus preocupaciones y descubrimientos, que riera con ella feliz de ser
su otra mitad, mejor dicho, su complemento, que apreciara las caídas de sol
mientras navegaban en una barca sobre las olas del lago, que se imaginara con
ella cómo serían ya de viejitos, que tuviera pues un halo de romanticismo
aflorándole por encima de la cabeza. Era lo justo. Quería alguien equilibrado, si
no pensante por lo menos comprensivo. Y Popescu era todo lo opuesto, mucho
músculo, todo él, egocentrista, pervertido, vacilador, mujeriego, mudo enfrente
de ella, si bien poseía una personalidad que exteriorizaba seguridad (cosa que
odiaba de él) era un arrogante estúpido de primer orden. Sabelotodo cuando no
en realidad no sabía nada, en tres palabras, era un imbécil pagado de sí mismo.
La hacía vivir, imbuyéndola en excitaciones, pero no soñar, y en un mundo sin
sueños la vida es como la muerte, nula, aburrida, eternamente negra.
Necesitaba expresarse, decir lo que pensaba y lo que sentía, sin miedo ni
burlas, ni que la tomaran por loca, idearse mundos nuevos, ilógicos pero con
sentido para ella. Popescu jamás le entendería una sola palabra, porque estaba
convencido de que cualquier otra cosa fuera de sus juicios, que tomaba por
inteligentes y sabios, no eran sino que tonterías, ideales pensados por algún
idiota inválido, por un pendejo incapaz de hacer frente a la vida, un marica
miedoso que se refugiaba en su mente al no tener el valor de hacer algo concreto
por temor al fracaso. Y ese algo «concreto» para Popescu era el dinero, y aquel
que no lo tenía era un fracasado, porque el dinero es la mejor vara con la que se
puede medir el éxito de un ser humano. Sin él, no hay felicidad ni seguridad, no
hay propiedades, no se inclina la gente a tus pies ni te palmean el hombro, ni se
ríen al verte llegar. Sonia detestaba estos juicios de Popescu, por mentecatos, y
sin embargo no lo podía abandonar, pues ¿quién más la haría gritar en la
oscuridad del cuarto, o dejarle ir unas cachetadas en la cara cuando estaba
molesto, haciéndola sufrir, sentir, vivir?
Pero ahora que veía a Scott un nuevo día había amanecido. No era pedante,
sino agradable; se interesaba por cosas más dignas que el dinero, que para ella
era solamente papel, un maldito papel que a muchos hacía desgraciados al
alejarles los pies del piso, creyendo, como Popescu, que todo tiene un precio en la
vida.
–Te noto rara –volvió a hablar Brudan, echándose un sorbo de sopa a la boca–.
¿Qué tienes, hija?
–Nada, papá –le respondió Sonia, la cabeza inclinada–. Estoy en mis días.
–Ah, vaya –bajó la cuchara al plato–. ¿No estarás afligida por ese malandro de
Popescu? –le preguntó–. A mí no me gustan los policías, por corruptos. Pero a ti
te aguanto todo, hijita, todo, hasta esos desahogos ridículos que te hace pasar el
tipejo ése que se cree detective.
Sonó el timbre de la puerta. Sonia se levantó y abrió la puerta.
–Popescu –dijo, entristecida–. Pasa.
–No –le contestó el otro, apremiado–. Sólo venía a preguntarte una cosa.
Sonia ladeó la cabeza. Brudan se hizo el desatendido, sorbiendo la sopa.
–¿Es sobre Tassus? –le preguntó.
–Sí –le contestó el otro–. Me han dicho que Stefan ha mantenido
conversaciones con él. ¿Qué hay de cierto en eso?
–Pues no sé –le respondió Sonia, seca, molesta por la actitud escrutadora
Popescu, quien ni siquiera le había saludado con un beso–. ¿Qué es lo quieres de
él? Es un hombre bueno.
–A mí no me importa si es bueno o no –le respondió enrabiado–. Lo que
quiero es que sigas manteniéndome informado de todo lo que haga en el
laboratorio, ¿me entendiste?
Sonia cogió el pomo de la puerta y le dio una cuantas vueltas, indignada. Ya
iba a cerrarla, pero entonces Popescu dijo:
–Discúlpame, linda, no quise ofenderte. ¿Me perdonas?
Sonia sonrió.
–Está bien. Ven, pasa.
–Lo siento, querida –dijo con aire afectuoso–. Acabo de salir de la morgue –
peló los dientes–, y he perdido mucho tiempo en el camino; estoy apurado
porque tengo que salir a investigar un incidente que ocurrió en las cercanías de
Brasov. ¿Me perdonas también esta grosería, amorcito?
–Si entraras tal vez te dijera que el ingeniero tuvo visitas hoy en el
laboratorio –habló Sonia conquistada por el encanto físico de Popescu.
–¿Visitas?
–Bueno, ¿entras o no?
–Vamos, cielo, dímelo, sí, que estoy muy urgido.
–Sólo por esta vez; la próxima no te la perdono.
–Por eso te quiero, mi bella –le acarició la barbilla.
–Pues que llegó el pastor Faina con un señor llamado Fraiser a la universidad.
¡Pero no me preguntes para qué, eh, porque de eso sí que no sé nada! Te lo juro.
Popescu contrajo la nariz, ofuscado. Luego le cayó una llamada al celular. Lo
abrió. Era Muma. Le pidió un minuto a Sonia, y se recostó en la pared de afuera.
«Necesito los planos de construcción de la fábrica de Dragos», oyó por el
parlante.
«¿Y qué, me has visto cara de ingeniero civil? Consíguelos tú; es tu trabajo», le
respondió, fastidiado. «¿Acaso se te hace tan difícil volar el edificio de Adrian en
el Colentina?».
Cuando Sonia escuchó los nombres de Adrian y Colentina pronto los empalmó
con la reconocida fábrica de Dendiu, que tantos recuerdos le traía a la memoria.
Sintió una fea contracción en el pecho.
«¡Si serás el asno más grande que jamás hayan escuchado hablar mis oídos,
Popescu!», le espetó el otro por la línea. «¿Cómo podría implosionar el lugar sin
conocer la ubicación de la entrada y las bases donde he de colocar los explosivos?
Vete al Catastro Municipal, ojete, y ¡consíguemelos tú! ¿Eres agente de
investigación, no? Invéntate cualquier pretexto. Debería serte fácil. Si no lo haces,
le pondré la queja al Estigia».
«Está bien», dijo Popescu. «Ahora, ¡largo, imbécil!», y colgó el teléfono. Se
volvió hacia la puerta, que tomó del borde, sonriendo falsamente.
–¿No supiste entonces qué fue lo que trataron, querida? –dijo retomando la
plática con Sonia.
–No; llegué tarde, cuando ya se despedían –le contestó, sumisa, un tanto
nerviosa.
–¿No viste ni escuchaste nada?
–Mira, Popescu, ¿por qué siempre andas preguntando tanto? No vi ni escuché
nada –se sentía ya desesperada de su presencia.
–¿Y no dejaron nada alrededor que pudiera dejarte una pista de qué fue lo
que estuvieron haciendo?
–Que yo recuerde, nada. Llegué, limpié los instrumentos como de costumbre,
y luego vi que se marcharon por la puerta. Es todo.
–¿Es todo?
–¡Sí! ¿Acaso quieres que te nombre cada uno de los instrumentos del
laboratorio? –luego en forma sarcástica–: Bueno, tenemos probetas, tubos de
ensayo, morteros, balanzas, capsulas de Petri, micrótomos, un microscopio
electrónico, ¡ah, se me olvidaba!, y varios cilindros de óxido nítrico, además de
pipetas de succión. ¿Satisfecho?
Popescu contenía la ira, los ojos rojos, y sin emitir comentarios, se giró,
dejando a Sonia con la palabra en la boca.
Ésta arrojó la puerta de un sólo envión. «Te odio, te odio, Popescu, te odio»,
masculló entre dientes, con lágrimas en los ojos. «Un día de estos me voy a armar
de valor y te abandonaré; lo prometo. Te llevarás la sorpresa de tu vida».
–Ya ves que te dije que ese hombre era un completo idiota –le dijo Brudan,
casi a gritos, irritado por la ceguedad de la hija–. ¿Qué es lo quería ahora el tonto
ése? –la tomó del codo–. ¿Tassus? Es tu jefe, el del laboratorio, ¿verdad? ¿Qué le
importa a Popescu lo que hace tu jefe? –la soltó, iracundo–: ¿Y por qué te
interrogó tanto?
Sonia no halló qué decir, y acorralada, sin querer comprometer el nombre de
Tassus, habló:
–Es que un amigo de Popescu piensa ir a visitar a Adrian al Colentina. Por
negocios, creo.
El viejo Brudan al escuchar aquello sacó a relucir su ojo avizor. Se levantó de
la mesa, cogió el abrigo, metió lápiz y papel en el bolsillo, y se enfiló hacia la
puerta.
–¿A dónde vas, papá? –le preguntó Sonia, preocupada.
–¡A despejar la mente! –le gritó–. ¡Ah, las mujeres! ¡Quién las entiende! Si les
das de todo, se sienten mal y aburridas, pero si les das de palos son más felices
que una gata ronroneando sobre la almohada. ¡No sé qué diablos le has visto a
ese detectivillo bruto!… ¿Y qué es lo que tiene ese tunante de bueno? –preguntó,
ingenuo, la frente hinchada, saliendo por el resquicio, arrebatado.
Sonia gimió, tocándose el vientre, mareada, corriendo hacia la lobreguez de
su cuarto.
22
La devastación de Brasov

___

Habían pasado dos horas desde que Baros dejó a los agentes en el hotel, luego
de abandonar juntos la morgue. Ya el sol se ocultaba, y la ciudad se cubría de
una fina neblina, que ocultaba en parte los bosquecillos de los parques
recreativos creados alrededor de los lagos; conducía cerca de uno de ellos, el
Parque Tineretului, el trazado por Valentin Donose, aquel mago que diseñó la
mayor parte de las áreas de esparcimiento de la zona sur de Bucarest. Mientras lo
recorría, desde la carretera, vio en la parte sureste del parque un rótulo
fosforescente que decía: «Oraselul Copiilor», o lo que es lo mismo, la "Ciudad de
los Niños", donde por las tardes éstos suelen jugar alegres, correteando en torno
a todo tipo de juegos lúdicos.
–Ciudad de los Niños –se dijo, riendo–. ¿Cómo será tener un hijo? O sea,
parirlo y criarlo –echó la cabeza en el almohadón del asiento–. ¡Pero en qué estoy
pensado! Si apenas me sostengo y aguanto yo misma, no digamos a un bebé… –
apretó el timón con aplomo; luego se enterneció–… a un bebito lindo, de brazos y
manos gorditas… ¡Ya, ya! Pareces una loca hablando contigo misma. ¡Olvídalo!
Pero las imágenes no cesaban de rondar por el cerebro. «Es que no puedo», se
decía. «No tengo tiempo…, el trabajo…». Un ruido la sacó de lugar. Se alteró. Era
el celular.
–¿Aló?
–Soy Maior, Baros; necesito que vayas ahorita a la periferia, exactamente a la
intersección que conecta Ilfov con Brasov.
–¿Qué ocurre?
–Al principio creíamos que se trataba de un accidente de tránsito, masivo, tan
comunes en estos días en que todo mundo tiene carro, pero al parecer…
–¿Qué? No le entiendo, comisionado.
–Que te apersones al lugar, por San José. Investiga a cabalidad de qué se trata
esto, pues a mí tampoco me han explicado con claridad. Al parecer hubo un
accidente de tráfico tremendo, pero las declaraciones de los testigos dicen otra
cosa. ¡Yo no entiendo! Hablan de algo sobrenatural… ¡del balaur ése! Yo qué sé.
¿Dónde estás ahora?
–En el sur, cerca del Tineretului.
–Pues condúcete hacia el norte, a Brasov. Y mañana quiero un reporte de lo
que inquieras esta noche, ¿entendido? No llames a los agentes de la Interpol;
llévalos mañana; saca tú misma las conclusiones que se te presenten; cuando
ellos pregunten, que no te agarren desprevenida, ¿de acuerdo?
–Entendido, comisionado.
Baros llegó al poco tiempo, y había restos de luz todavía; se asombró: el
desastre era descomunal.
–Para un mal, otro –escuchó.
Al voltear se topó con Popescu, que reía con evidente enfado.
–Sí, para un idiota, un sabio.
Popescu cerró la mano.
–Atrévete –le dijo–. ¿Tú qué me crees? Una Sonia tontita.
Popescu le arrancó el parabrisas del auto.
–Vas a pagarme este daño –le dijo Baros con firmeza, descerrajando su
Beretta–. Imbéciles como tú son los que ponen en mal a la policía entera. ¡Ve a
esculcar piojos a otro lado, pendejo!
Popescu retrocedió descubriendo su risa macabra, como si tuviera un
mondadientes en los caninos, sacándole el dedo de en medio.
Baros empezó a caminar por entre los escombros. Pronto encontró los trazos
amarillos de spray que esbozaban figuras humanas. «Uno, dos, tres, cuatro…».
Empezó a inspeccionar los camiones: las cabinas destrozadas, los contenedores,
volcados; cilindros fragmentados por la mitad.
–¡Pero qué diablos! –exclamó al ver cientos de cilindros divididos por la
mitad–. ¿Quién podría haberlos desgarrados de esta manera? ¡Por Dios, esto es
inaudito! ¿Y de qué estaban cargados por dentro? ¿Gas inflamable? Si ese
hubiera sido el caso, estarían todos reventados y el lugar prendido en llamas.
Echó un vistazo a las cabinas, por dentro. Estaba confundida. Entreveía, en el
interior, la mano depredadora, furiosa e implacable, del monstruo que la había
atacado en el camposanto.
–Rotas y abiertas por arriba. ¡Un segundo! ¡Hay sangre en las crestas, en las
molduras! ¡Dios mío, a qué me estoy enfrentando! Los motoristas fueron sacados
por estas brechas y aventados a la carretera como si fueran muñecas de trapo.
Se le acercó un agente de la policía científica.
–¡Ah! Hola, Orban; ¿y los cuerpos? –le preguntó.
–En la ambulancia.
–¿A qué horas sucedió esta calamidad?
–Fuimos avisados en la madrugada, a las cuatro, por alguna gente angustiada,
de las que salen a comerciar desde temprano. Por la descomposición de los
cuerpos, creemos que fue entre la una y las dos de la mañana.
Se aproximaron a la ambulancia; la abrieron. Un hedor fétido les alargó la
cara.
–El cuello… –le señaló el forense–; los tomaron por el cuello, suspendiéndolos
en el aire… Aquí están las marcas… Fue con una especie de objeto punzante,
puesto que las heridas muestran que las garras… –titubeaba–; no se me ocurre
pensar en otra cosa… Lo cierto es que al parecer fue utilizada una especie de
manopla de acero en la ejecución…
–¿Manopla de acero?
–Cómo te digo… ¿Has visto alguna vez las películas de Freddy Krugger? Las
manos filosas, pero no tanto, ya que se pueden asir objetos con ellas. ¡Algo así!
–¡Freddy Krugger! ¡Por Dios, Orban!
–Y aquí no acaba el asunto, Baros.
El forense jaló un cuerpo de la camilla y lo expuso a la vista de Baros. Ésta se
arrodilló para captar mejor lo que el forense le diría.
–Ves los intestinos por fuera.
Baros espiró con fuerza.
–Se debió a que la piel fue sometida a una acción cortante de gran presión.
–Es decir que los cortaron con una hoja de arma blanca.
–Así es.
–¿Pero no me habías dicho que se trataba de un objeto punzante?
–Por eso te puse el ejemplo de Krugger. ¿Cómo explicarlo? Yo podría decir
que se trata de una manopla de acero, roma en las bases y filosa en las puntas.
Una mano con dedos metálicos.
–¡Santísimo! –Baros se irguió bruscamente, e hizo un ademán de alejamiento.
–Las sorpresas no acaban todavía –siguió el forense, acomodándose la
mascarilla–. Pon atención –agarró un brazo del cadáver y empezó a blandirlo;
ondulaba–. Quebrado.
Baros, aterrada; sus fuerzas la abandonaban. «No puedo seguir viendo esto»,
se dijo, pensando en la suerte que tuvo de haber salido en aquel enfrentamiento.
–Y en los demás cadáveres que hemos examinado –dijo el forense–, la
mayoría de las extremidades se encuentran resquebrajadas; algunos presentan
fracturas y traumatismos en la zona craneal, el esternón, las caderas…
–Esto va en contra de toda lógica –murmulló Baros. «Mis deducciones calzan
una con otra. Es el balaur. ¿Pero cómo cobraría vida una criatura así?», pensó.
–Voy a darte una hipótesis de lo que ocurrió, agente Baros –continuó el
forense–. Aunque… ¡te va a sonar ilógico, hasta estúpido!, pero ya tienes las
evidencias enfrente.
Baros convino.
–En realidad, no hay ningún testigo que haya presenciado directamente el
incidente; los que han hablado, relataron lo visto horas después de la acción, y
han machado este desastre a la actuación del balaur, y yo no me atrevo ahora a
negarlo.
Baros quedó petrificada. Orban le pidió que lo siguiera mientras le hacía la
reconstrucción de los hechos:
–Supongamos que existe el balaur –dijo, quitándose la mascarilla–, ¿sí? –Baros
cerró los ojos, como afirmando–. El caso es que este engendro subió al techo de la
cabina, rompió el metal con sus inmensas garras, sacó al conductor y lo aventó,
despedazándolo cuando éste caía en el aire.
Baros pálida, temblorosa, bloqueada.
–Eso explica las marcas en el cuello, la sangre en las molduras, los cortes
abdominales y de pecho, y los huesos fracturados del cuerpo que, lógicamente,
sucumbieron al caer contra la dureza del pavimento. Suena descabellado, lo sé,
de película nada más, porque en las novelas nunca lo he leído… –rió
tímidamente, ante la perplejidad de la otra–. Pero no explica una cosa –este
último comentario la trajo a la realidad–. Sí, no explica lo otro.
–¿Lo otro?
–Sí: la destrucción de los cilindros de Óxido Nítrico.
–¿Óxido Nítrico?
–Veo que no has entendido nada, Baros. Los cilindros destruidos que están
desparramados en la calle contenían óxido nítrico, un gas común que se utiliza
con bastante frecuencia en la industria química y farmacéutica.
Ésta se contuvo.
–Sé que esto ya no es de mi incumbencia, pero me pregunto: ¿habrá sido
ocasionada esta destrucción para impedir el acarreo de los cilindros de óxido
nítrico a la ciudad vecina, a su industria farmacéutica? Recuerda que en los otros
casos estuvieron involucrados científicos dedicados a esta rama. Es lo único que
se me ocurre, ¿no te parece?
–Deberías estar en mi puesto, señor forense Orban –le dijo con amargura
Baros, pues hasta ahora, desde que había llegado, las cosas le habían sido
aclaradas perfectamente y no precisamente de la manera que a ella le hubiera
gustado–. Tienes una capacidad de deducción sorprendente. Gracias por
haberme abierto los ojos.
–De nada –dijo el otro con modestia, tendiéndole la mano y alejándose del
lugar–. ¡Te enviaré el informe al mediodía! –le gritó desde la ambulancia. Baros le
alzó la mano, consintiendo.
De pronto se le acercó Popescu.
–¿Ya caíste en la cuenta? –le dijo, carcajeándose, tomándola por ingenua–. Me
imagino que te lo explico el forensillo aquel que se las tira de detective –y quiso
darle una palmada en la espalda.
–¡No me toques, majadero! –le espetó Baros, enfurecida–. ¡Lárgate, lárgate,
demonio!
–¿Demonio? Ja, ja… El demonio eres tú con lo fea que eres, tanto que ningún
hombre se atreve a llevarte a la cama. Ja, ja… ¡Demonio! ¡Vaya que si eres un
demonio horripilante! ¡No logró imaginarme la clase de hijos que parirás algún
día, si es que podría existir un hombre con agallas para cortejarte! Ja, ja… ¡Prueba
con el balaur, ja, ja, si es que lo encuentras…!
Baros se tocó el cinto, pero echó a correr, lastimada, conteniendo las lágrimas,
con la imagen del gran rótulo del parque Tineretului descubriéndosele en la
mente. Entró al auto; se desahogaba. Popescu sabía cómo cobrárselas siempre.
«Ha hablado el imbécil de hijos», se dijo, gimoteando. «¡Nadie se mete con mi
hijo, nadie! », gritaba, golpeando el timón, y pronto se figuraba cargando un bebé
que reía limpia e ingenuamente bajo unos ojos grandotes y luminosos. «Lo que
me has dicho hoy, Popescu, lo apuntaré en el hielo, ¿oíste?, lo apuntaré en el
hielo».
Arrancó el auto y se dirigió a casa, sintiéndose la más fea y desgraciada de las
mujeres, sola, con el alma rajada hasta los cimientos.
23
Baros y Scott se hacen amigos

___

En la cocina de la trastienda Scott se esmeraba por prepararle la comida,


alejando de su mente todo pensamiento negativo y prestando mucha atención al
recetario, alegre porque creía que le jugaría una sorpresa con la elaboración de
un platillo típico rumano, la tocatura –una forma de estofado de cerdo–, servido
junto con el mamaliga –especie de mousse de maíz– y vino. Cocinar le levantaba
los ánimos y lo hacía olvidar por completo de sus problemas, de sus temores, de
sí mismo.
Se abrió la puerta, y Scott, limpiándose las manos con el delantal, espió por la
ventanilla interior. Baros lucía desencajada, perdida, y parecía que los años le
habían caído de golpe; se sentó en el sillón, escondiendo el rostro entre las manos,
sin percatarse de la presencia del primero.
–¿Todo bien? –le preguntó el otro, alarmado.
Baros levantó la cabeza.
–Scott… –dijo nada más.
–Sí –agregó éste, feliz de escuchar su nombre en los labios de su amada–.
Acabo de cocinarle un platillo que usted no podrá despreciar, querida.
¿«Querida»?; Scott lo pronunció con todo el cariño del mundo, pero a Baros
le sonó a frustración.
–¿Platillo? Oh, no se hubiera molestado; no tengo mucha hambre.
El delantal cayó al suelo, y Scott, que había guardado las esperanzas de
agradarle aunque sea un poquito, tomó, envuelto en un silencio desolador, un
tazón hondo y lo llenó de unas cuantas porciones. Sirvió la cena en la mesa.
–Venga –le pidió–, coma un poco, por favor.
Baros pandeó la cara.
–No me desprecie –le dijo Scott con un atisbo de dignidad–. Sé que no soy de
su agrado, y precisamente por ello, desde mañana, me iré alquilar una habitación
al hotel –dicho esto, caminó hacia uno de los dormitorios con paso vacilante y
mortuorio.
Baros no era de mal corazón, y lo que sucedía realmente era que Scott no le
gustaba como hombre; y por más que éste se esforzara por atraer su atención, el
efecto sería siempre el contrario: si había de amarlo alguna vez, tendría que ser
por decisión propia, sin necesidad de halagos, regalos o cuidados; tendría que
nacerle a ella del corazón. Había que sincerarse. Sí, despreciaba un tanto a Scott,
así como sentía una atracción por Popescu, quien no le había dado más que
bochornos, y no obstante ella le había regalado sus sentimientos desde el
principio, sin miramientos, sin esperar nada a cambio, cuando este Don Juan
rumano ni siquiera la tomaba en cuenta como mujer. Era un sacrificio, pensaba,
el pago de un error pasado, karma, masoquismo, el gusto estúpido de sentirse
humillada por un ser supuestamente superior, en la creencia de que algún día,
después de tantos golpes lanzados y recibidos, éste recapacitaría, arrepentido de
descubrir que su actitud había sido por mucho tiempo abusiva para con un ser
inferior, volcándose entonces con gran amor al objeto despreciado. Baros sabía
perfectamente que, en este punto, era una estúpida. Ego. Tenía ego, ése que bien
educado es capaz de enviar a un hombre al planeta Marte tan sólo con socar
tornillos y tuercas, pero que, en el otro lado de la moneda, es igualmente capaz
de dejarse matar con tal de hacerse valer. Y ella lo tenía grande, tan grande como
el de Popescu. Sufría, sufría casi por todo, por lo nuevo y por lo viejo, por lo
pasado y por lo que estaba por venir, por los casos resueltos y por los que habría
de descubrir, por la felicidad de Popescu con Sonia, por su soledad, por saberse
estúpida, en fin, por ser cobarde.
¿Habría un hombre en la Tierra que tendría el valor de enamorarse de una
mujer así? «No», se decía, «no existen tales hombres». Y a los tres que ella había
amado eran todos del tipo fuerte, dominantes, como su padre, el tatuado o
Popescu. Y la habían despreciado, abandonándola, mortificándola. Con ellos
había aprendido una cosa: a callar. Pero no era un silencio de boca, sino del
corazón. Así, había dejado de buscar a los hombres, y los que se le acercaban
debían de guardar un parecido al carácter de sus anteriores amores, porque era
allí donde se sentía a gusto, como cuando de niña su padre la cargaba en brazos,
arrullándola y haciéndole caritas, donde encontraba perdón en el castigo,
recompensa en el éxito, redención en el pecado. Baros, estudiada en la rama de la
criminología, sabía esto más que ninguno. Esta misma ciencia excusaba a sus
hombres, pues ésta le respondía en parte el por qué de sus caracteres tumultuosos;
sabía que, tanto su padre, el tatuado, o Popescu, se habían encontrado todo el
tiempo en problemas económicos, luchando a toda costa por mantener viva una
familia o un estilo de vida, sin importar cómo, hubieran escrúpulos o no. Su
mundo interior, debido a las presiones del sistema, era muy inestable, siempre
imbuido en la tenebrosa pregunta de «¿qué tendremos para comer mañana?» o
«si mañana muriera, sin un centavo de ahorro, mi familia se vería hundida en la
más baja miseria», y para más inri, «estoy sin trabajo, ¿dónde podré conseguir
pan para mis hijos». Entonces ella les perdonaba todo aspaviento, y hasta los
admiraba en el fondo, porque siempre amó y admiró a su padre. En cambio, en
forma inconsciente, no sentía ninguna atracción por Scott, incluso lo despreciaba,
pues se imaginaba que éste jamás había pasado por una situación como esta.
¿Qué había de heroico en él? Que había pasado toda su vida mantenido por la
familia, bailando en las discotecas, concibiendo ideas tales como filmarse
haciendo pendejadas en la calle, o metiéndose drogas por diversión y placer en
las venas. No; eso no era ser un hombre, sino un payaso, un títere debilucho. Y
ella quería un hombre, uno de verdad, que la amara con toda su potencia, que la
despedazara en la cama, que la hiciera acabar gritando a todo pulmón en el
dormitorio, que la defendiera del mal con valentía y pudiera darle hijos fuertes y
bellos en un hogar estable y libre de estrecheces.
«Pero no hay excusa para ser una desagradecida», reflexionó. «Scott ha sido
bueno conmigo, me ha atendido y servido como nadie en la vida mientras ha
vivido en la casa. Sé que le gusto, que siente algo profundo por mí, pero yo… yo
soy una estúpida, una que conoce el precio de todo pero el valor de nada», dijo
por último, y se levantó del sofá rumbo al dormitorio.
–¿Scott? –preguntó dando golpecitos a la puerta–. Quiero que me acompañe a
cenar, por favor –alzó la vista hacia el cielo raso; tenía que dar el brazo a torcer–.
Perdóneme, ¿sí? Usted ha sido muy atento conmigo, y yo lo he recibido de mala
gana… He tenido problemas, ¿sabe, Scott?, muchos problemas… Sé que usted no
está aquí para pagar por ellos, que no tengo por qué desquitármelos con usted,
pero es que a veces prefiero estar sola, repensar, y como en ese momento usted se
apareció de repente…
No se escuchaba ruido alguno en la casa, únicamente la voz de Baros; ésta
sintió que algo raro ocurría. Volvió a tocar la puerta, aunque con más fuerza y
repetición.
–¿Scott? ¿Me escucha? ¡Hábleme!
La voz afónica de Baros retumbaba en un eco tremebundo.
–¿Scott? –exclamó cogiendo el picaporte y empujando la puerta, que estaba
cerrada. Siguió con los empellones–. ¡Ábrame! ¿Qué es lo que está pasando!
¡Abra, por favor!
Nada. «No, no puede ser que haya habido una tragedia», se dijo, balbuceando.
«Soy una tonta, una tonta». Se sacó el arma del arnés, apuntó el llavín y
retrocedió, apoyándose en la pierna izquierda. Ya iba apretando el gatillo,
cuando la hoja de madera se desabotonó de presto.
–¡Por Dios! –exclamó Scott con los ojos hinchados del sueño–. ¿Por qué me
apunta con esa pistola?
Baros levantó el arma, evitando con todas sus fuerzas presionar el gatillo,
arrojándola por lo alto de la salita. Se echó a reír de un modo extraño.
–Casi lo mato –le dijo a Scott.
–¿Pero por qué?
–Tengo cinco minutos de estar tocándole la puerta, porque quería invitarlo a
que cenáramos juntos; usted no me contestaba, y creí que habría ocurrido una
tragedia…
–¿Una tragedia?
–Sí, un suicidio, digamos. Iba a volar el llavín de un balazo.
Scott blanqueó los ojos.
–¿Por qué anda usted tan trágica, Baros?
–No lo sé –le contestó agachando los ojos–. Será que todo esto del balaur, la
muerte de Cervini, y las de hoy…
–¿Las de hoy?
–¿No ha visto usted los periódicos, los noticieros?
–No.
–Acompáñeme a cenar, Scott –le suplicó–. Le contaré lo que pasó.
Scott salió del cuarto en un pijama a rayas. «Qué divertido», pensó Baros, que
fue a la cocina y volvió con un plato hondo que alargó al americano. Estaban
sentados ya en la mesa. Baros quiso abrir la conversación.
–¿Y qué hizo hoy en todo el día, Scott?
–Pues visité temprano al doctor Tassus en su laboratorio; el pastor Faina me
acompañó, y me dijo que vendría mañana también. Dice que le encanta hablar
conmigo.
–Ja, ja. Qué bueno que se haya encontrado un buen amigo, ¡y de los mejores!
Se lo aseguro.
–Pero, ¿no iba usted a contarme algo que sucedió hoy por la tarde?
–¡Ah, es cierto! Perdóneme. En realidad ocurrió en la madrugada, a la una.
Unos camiones fueron destruidos en pleno bulevar, y sus ocupantes
asesinados…
–Dios mío –exclamó Scott–. ¿Un ataque terrorista?
–Sí –le contestó Baros viéndolo fijamente.
–No me diga que…
–Adivinó, Scott: el balaur.
–Por Dios, ¿qué es lo quiere ese engendro? Destruye y mata sin razón.
–Hubiera visto cómo desgarró el cuerpo de los pobres conductores: los sacó
de la cabina, ¡por el techo, por arriba!, los aventó al vacío y, mientras éstos caían
al pavimento, los partió en dos.
–¡Qué horror!, ¡qué es lo que quiere ese maldito! ¡Destruirnos a todos,
matarnos, causar terror!
Baros comía, ya tranquila, pues de alguna manera el nerviosismo de Scott la
envalentonó.
–¿Qué sabe usted del óxido nítrico? –le preguntó.
Scott sintió una sacudida que le estremeció el cuerpo al escuchar aquellas
palabras.
–¿Óxido Nítrico?
–Es usted bioquímico, ¿no? –le dijo Baros.
–Bueno –le respondió Scott–, la explicación es un poco enredada, pero ahí le
va: El Oxido Nítrico es una molécula con funciones biológicas trascendentales,
pero que tiene una estructura muy simple. Transporta un electrón no apareado, y
se comporta como un radical libre que reacciona ávidamente con otras moléculas.
Su misión consiste en la de ser un mensajero intercelular fugaz que trasmite la
información y desaparece.
–Vaya, ¡uf, uf! –exclamó Baros, sonrosada–. No debí preguntar.
–En medicina –continuó Scott–, para darle un ejemplo práctico del empleo de
esta molécula, es apreciada por ser la responsable de que el tono basal del
aparato circulatorio sea la vasodilatación; se utiliza mucho en la creación de
fármacos que estimulan la sexualidad o para tratar la hipertensión pulmonar. En
realidad existen una gran variedad de drogas que hacen buen uso de sus
propiedades.
–Lo único que le entendí fue que se utiliza para hacer fármacos.
–Sí, sí –le respondió Scott, tratando de acallar en el fondo lo que descubrió en
el laboratorio de Tassus.
–¿Y por qué el balaur destruiría los cilíndricos de oxido nítrico? –murmuró
Baros para sí misma.
–¿Qué dice? –preguntó Scott.
–Verá, Scott, el asunto es que los muertos de esta madrugada acarreaban en
sus cabezales grandes contenedores con cilindros de óxido nítrico en su interior.
El hecho que salta a la vista es que el balaur no mata simplemente por placer,
sino que tiene un radio de acción definido. ¡Ataca y mata a la industria
química! –al decir esto quedó como fosilizada en la silla, con los ojos abiertos, sin
pestañear, dándole la razón al forense, pero más a ella misma, que ya lo sabía a
cabalidad desde hacía mucho tiempo, aunque había carecido de valor y
seguridad para tomarlo seriamente como una posibilidad real–. Los informes del
Libertad, químicos; eso es lo que tienen en común Oprea, Constantine, Vasile,
Florin, Rahova, Emile y usted, Scott, por ejemplo.
Scott guardaba un silencio sepulcral. «No siga, no siga», se repetía. «Caliente,
caliente».
–Espere –se levantó del sofá y corrió a una alacena; cogió unas carpetas
amarillas y viejas, repaginó algunos folios–. ¡Lea! –le pidió a Scott–. ¿Óxido
nítrico?
Scott leyó un artículo, precisamente uno que le recordaba las palabras de
Tassus.
–¿Pero y el balaur? ¿Qué relación hay entre la muerte de Rahova y los otros
científicos? Eso es lo que me confundió desde el principio –posó sus ojos en los
de Scott–. ¿Qué relación existe entre ellos?
–Pues… pues… no sé… no sé –tartamudeaba el otro. «Ay, si le dijera lo que
pienso, lo que vi en el laboratorio de Tassus y lo que dicen estos informes… Pero
no puedo. Es sólo una conjetura mía».
Callaron; el continente de Baros tomó un cariz de desconcierto y laguidez.
–¿Y ya averiguó para quién iban destinados los contenedores? Papeles,
facturas, números de placa y ese montón de cosas que ustedes suelen investigar –
preguntó Scott.
–No –dijo Baros; de pronto la faz de su rostro se iluminó–. ¡Lo tengo! –
exclamó, exulta–. ¡Lo tengo! Dio usted con la clave del misterio. Se merece usted
que le dé un beso –y acercó los labios a las mejillas de Scott, que sonreía
satisfecho, feliz por vez primera de ser hombre y útil, además, a la mujer que
ama–. Verá, todo este tiempo he estado pensando en que sólo existen dos
grandes industrias químicas hoy en Rumania: la del señor Stefan y la de Adrian
Dendiu, el hijo del «Químico». ¡Y Rahova trabajaba para Stefan!
–¿No me estará diciendo que alguno de estos señores pueda ser el balaur? –
tanteó Scott, sin hallar ninguna relación de lo que decía Baros.
–Claro que no –le contestó sonriente–. Claro que no. Y no es el balaur el que
me importa, sino el autor intelectual de los crímenes. Desafortunadamente,
aunque haya tenido a estos dos hombres en mente, nunca he podido encontrar
una conexión entre las muertes y ellos. No sé si me entiende, Scott. Verá, para
que pueda acusar a cualquiera de estos necesito recopilar pruebas contundentes,
y no contingentes. Y Rahova me ha abierto esa conexión.
–¿Pero no pensará que estos señores, poderosos en recursos, hayan mandado
a asesinar a estos hombres?
–No, Scott, no pienso eso. Sin embargo, ¿quién no podría conjeturar que es
posible que haya feroz competencia comercial entre ellos? “Si no lo tengo yo, no
lo tendrás tú”. Cómo probarlo, he ahí la cuestión... ¡Por supuesto! El cargamento
de óxido nítrico me ayudará a encontrar la madeja que hila esta historia…
Scott no supo entender a Baros y la dejó sola con su suposición. Terminaron
de cenar, y se distendieron en el sofá. Baros se puso juguetona, cariñosa; un
momento después le pidió que le diera un masaje en la espalda, a la altura del
cuello.
–¿Segura? No respondo –le dijo Scott en bromas.
–¿Por qué no? –le contestó Baros–. Usted y yo seremos grandes amigos de hoy
en adelante. ¡Ah, y no es necesario que se vaya a ningún hotel, Scott! Viva aquí,
en mi apartamento, todo el tiempo que quiera.
–Voy a ser una molestia –dijo el otro haciéndose el rogado–. Además, tiene
usted una vida por vivir…
–No, Scott, no; he estado sola por muchos años y necesito de un amigo,
sincero, alguien con quien pueda hablar. ¿Sabe que hoy por la tarde estuve
pensando en tener un bebé? Ja, ja… ¡Yo, madre!
–Se vería usted hermosa con la batita, Baros.
–¿Usted cree?
Scott respondió con una gran sonrisa. «Oh, mi diosa, lucirías admirable,
¡divina! Dejame ser el padre de tu hijo, tu esposo, tu amante, tu amigo». Un
hermoso presintimiento le acarició el corazón. «Ya es hora de ir a dormir», dijo
Baros. «Buenas noches, Scott», y el beso en la mejilla que le elevaba el alma hasta
el cenit de séptimo cielo.
24
El secreto de Tassus

___

Ese mismo día, por la mañana, después de recibir a Scott y Faina, aparte de
ordenar algunas tareas a Sonia, Tassus había salido de la universidad rumbo al
Barrio Viejo de Bucarest, a tres cuadras del Hanuc lui Manul, en la Strada Saleri.
Entró a un hostal derruido, el «Arges», del que colgaban unas letras en rojo
arriba de la solera.
–Habitación 39 –le dijo a la matrona, que lo quedó viendo con rareza y
repudio.
Tocó la puerta. Se abrió. El hombre del otro lado le hizo una seña de espera y
luego fue a taparse rostro y cuerpo con una cobija.
–Los contenedores han sido destruidos –dijo Tassus, satisfecho–. Lo vi en la
televisión.
–Sí –le contestó el otro, forzado.
–Un golpe duro para Stefan –dijo Tassus, contento–. Hiciste un trabajo limpio,
aunque no había que matar a los pobres conductores; ¿por qué?
–Porque no he sido yo el autor de esa masacre.
–¿No?¿Si no fuiste tú, entonces quién? Me dijiste que habías pensado en
detener ese envío.
–Lo intenté, pero estaba ya falto de fuerzas. Fue Dragos, Dendiu.
–¡Adrian Dendiu! No, no es posible. ¿Cómo puede ser?
–No lo sé. Quizá puso trampas en la carretera, los camiones se volcaron…
Hay tantas cosas que pudieron haber ocurrido…
–No. Las noticias son precisas: hablan del balaur, cuerpos despedazados,
cilindros fragmentados…
–Pero no he sido yo; te lo aseguro.
Tassus enmudeció. ¿Si no él, quién? ¿Adrian? Sí, era posible.
–El asunto es –dijo el otro, resoplando trabajosamente– que hemos llegado
tarde a la fiesta. Aunque este cargamento haya sido destruido, Stefan proseguirá
con sus investigaciones.
–No lo creo –dijo Tassus, confiado–. Sin el óxido nítrico, se hallará incapaz de
continuar con sus experimentos genéticos.
–Escucha, Tassus –le dijo el hombre encubierto–: A Stefan no le hacen ni
cosquillas estas interrupciones. Su equipo científico se encuentra más allá de la
etapa de experimentación, y puedo asegurarte que cuenta con creaciones ya
maduras. ¡De nada han servido mis esfuerzos por impedirlo! Me decidí muy
tarde por atajar a Rahova, ese tonto que, en el afán de volverse rico y faltando a
su juramento ético, le vendió el grueso de nuestros descubrimientos,
maldiciendo con ello el nombre del «Libertad». Demasiado tarde, demasiado
tarde. No sé qué podrá ocurrir de aquí en adelante, pero sé que las cosas
empeoraran y ya puedo escuchar redobles de guerra a dos pasos de la esquina.
–¿Lo crees?
–¿Quién podrá contra Stefan? Nadie, nadie. Tres son los medios que utiliza
para lograr lo que se le antoje: dinero, política y ahora la confianza de que
empleará a sus nueva creaciones en la vida pública, a las que presentará como los
“salvadores de la economía rumana”. Piensa utilizarlas como “nuestros
ayudantes corporativos”, en el supuesto de que harán el trabajo de la gente, a la
que piensa convencer de su aceptación subvencionándola con dinero,
confiriéndole el estatus de amos de estos engendros. Una vez aceptados, los
volverá contra ella, y luego se apoderará de todo el país, haciéndolo su
principado. Es que lo he podido entrever de sus discursos.
–Eso es inconcebible para estos tiempos. ¿Crees tú que la gente vaya a aceptar
sus creaciones monstruosas como sus ayudantes, tal si fueran sus esclavos? No
vivimos ya en la era de las polis griegas ni del Palatinado.
–¿Y por qué no habrían de aceptar si a cambio les ofrecen ser amos de estos
engendros? A la gente le gusta lo fácil, la comodidad, el buen vivir. ¡Mira qué
bien se la pasan explotando a las máquinas! Es una cuestión de perspectivas. Al
principio habrá algo de repudio, como es natural, pero ya se acostumbraran con
el tiempo; créemelo. ¿No aceptaron en el pasado, y por miles de años, a tener a su
hermano como esclavo, incluso pensadores como Aristóteles justificaron este
hecho diciendo que eran herramientas sin alma, y no seres humanos? Y nadie
pegó el grito al cielo aun sabiendo que no era así. Entonces hoy, ¡cómo no lo
harán con algo que no tiene nada que ver con ellos! Sólo échale un ojo a las
naciones industrializadas: no ves cómo mantienen a las naciones
subdesarrolladas en la esclavitud. Échale un ojo al África, a sus zonas
diamantíferas; en América Latina, a las zonas bananeras; hay tantos ejemplos…
–Pero en el fondo son humanos, aunque modificados genéticamente.
–Pasará mucho tiempo para que descubran que lo son, para que sepan que
provienen de sus bancos de esperma, sí, pasará mucho tiempo.
–Dios mío, y todo a causa de Rahova.
–Sí; sin embargo, el muy tonto se llevó la sorpresa de su vida con Stefan,
quien al final se negó a pagarle por las investigaciones; molesto, Rahova quiso
vengarse, e intentó ventilar el asunto en la prensa, incluso alertar a la policía.
Comenzó por comentarle todo a Emile, que tenía una amiga agente ahí. Traté
también de impedir tales tratos. Y lo siento por Emile, pero fue necesario para
que el honor del grupo no se viera empañado. El día que encontraron los cuerpos
de Rahova y Dinga en el bulevar del aeropuerto, éstos habían estado concertando
un acuerdo: el de emplearlo en el Laboratorio que tiene Stefan en los Montes
Metálicos. Aunque esto ya no era necesario.
–¿Quieres decir que Stefan…?
–Sí, Tassus –le respondió el otro, casi en murmullos–. ¡Un ejército entero está
por emerger!
–¡Un ejército entero! ¡Por Dios! Hemos llegado tarde.
–Pero se me ocurrió una idea cuando descubrí esto…
–¿Una idea?
–Ya sabes el odio que Adrian siente por Stefan debido a la desaparición de
Alexandru a manos del agente Popescu. Me he aprovechado de esta debilidad,
haciendo creer a Stefan que Dragos lo ataca.
–¿Pero cómo?
–Matando a su gente y alertándole a Dragos anónimamente sobre los
maniobras de Stefan. Yo mismo he querido matarlo, pero éste sabe cómo
moverse.
–¿Y cómo has podido informarle todo esto a Dragos sin que él recele de ti?
–Por medio del viejo Brudan, el padre de tu asistente. Los dos son amigos;
Brudan fue amigo del «Químico» cuando el último lo ayudó a zafarse de la
policía secreta hace mucho tiempo.
–¿Brudan?
–¿Te acuerdas de aquel congreso de partidos clandestinos organizado por
Razvan? Bueno, yo fui el secretario. Y aunque ahora esté yo maltrecho, he podido
enviarle cartas a Dragos por medio del viejo Brudan, quien tiene buenos
recuerdos de mí y de Razvan; su hija trabajó para Dendiu, y se conocen bien.
Además Brudan odia a Popescu, que se hizo novio de ella, para espiarte.
–¿Quién es este Popescu?
–El agente de la policía de investigación a quien quise eliminar yo mismo
hace cuatro días, en el Hotel lui Manuc, cuando lo vi pasar estando yo en la
ventana. Pero fallé, pues alguien, otro ser que no podría describirte ni conocer su
origen, se me adelantó. Luché con él, y escapó de mis manos, volando. No sé si es
un ente de Stefan o de Dragos, que he escuchado sabe muy bien de robótica; no
lo sé. Pero lo que sí sé es que este Popescu trabaja para Stefan. Y lo supe porque
fue el mismo que me detuvo en una camioneta negra el día en que me dirigía a la
universidad en la Calle Victoria. Me pegó un tiro en la boca, pero por suerte mal
dirigido. Me salió por atrás de la campanilla, sin tocar el cerebelo ni las cervicales;
luego me aventó en un estanque de Pod Izvor, a orillas del Dambovita. Fue una
noche oscura, pero sobreviví –cerró el puño y bajó el rostro–. Sin embargo, el
muy maldito acabó después con mi familia… Pagará, lo juro, pagará. Desde
entonces he calculado sus pasos, los que me han llevado a dar con un mafioso
que se hace llamar el Estigia, y que yo sé que es Stefan, el líder del crimen
organizado de la ciudad, como te dije.
–¿Es decir que he estado todo este tiempo en el centro de una gran
conspiración sin que yo me diera cuenta lo más mínimo?
–Siento haberte dado migas en bocados, pero no podía menos; con Sonia a tu
lado, y Popescu detrás de ella, hubiera sido imposible. Ahora lo sabes, así que
cuídate las espaldas. Es seguro que Dragos, quien ya sabe de las acciones de
Stefan, te quiera muerto, pues eres el único del grupo que queda, y de seguro que
no se arriesgará a tenerte con vida sabiendo que Stefan necesita asesoría
científica de primera mano. Por otro lado, Stefan tampoco te desea vivo, pues
recela del otro, creyendo que te empleará como asesor.
–Stefan mismo me pidió que trabajara en una de sus fábricas químicas, pero
no acepté; le tengo desconfianza, pues desde la primera vez que llegó a la
universidad, a buscarte, las muertes de los demás se sucedieron unas a otras.
Tassus se asomó a la ventana, agobiado de saberse condenado de por vida.
–¿Qué debo hacer?
–Huir.
–¡Cómo! ¿Y adónde?
–A América. Tengo amigos allá.
–Pero Stefan te conoce; sabe de ti más que ninguno; dará conmigo fácilmente.
–Tengo amigos en México.
–¿En México? ¡Por Dios! ¿Qué lugar es ése?
–Te encantará. Hablaré con un profesor de la Universidad pública de ese país
que conocí en Harvard, en un intercambio de la UCLA; ahora el tipo es canciller,
y los trámites para que residas allá se te facilitarán. ¿Aceptas? Recuerda: tu vida
está de por medio.
–Pero… pero…
–Tómate esta semana, Tassus; piénsalo; te conviene.
–¿Y tú? ¿Qué pasará contigo?
–¿Conmigo? ¿Acaso me queda algo después de lo que Stefan me hizo a mí y a
mi familia? Mis pensamientos, mi vida misma, mi razón de existir se centran en
una cosa: la muerte de Stefan. Pagará el muy maldito. ¡Lo juro!
Tassus abrió el paquete que traía consigo.
–Aquí tienes el compuesto de óxido nítrico; ya está preparado –le dijo–.
Arginina, cetrullina…
–Bien; déjalos por allí.
–¿Qué piensas hacer?
–Ya lo verás. Sé que el PMRU tendrá un mitin esta noche. He mandado un
aviso a Dragos para que enfrente a Stefan. Si acaso Dendiu se viera incapaz de
vencerlo, entraré yo mismo en escena y lo eliminaré con mis propias manos.
Tassus sonrió débilmente, como previendo que el mundo se perdería. «Es el
fin», se dijo. «Salimos de las brasas para caer en el fuego». Y salió de la habitación
muy compungido, mientras el otro se aprestaba a inhalar el compuesto químico.
25
El heroísmo de Razvan

«—Cuando yo estudiaba física en Taiwan — dijo Huang — la llamábamos Wu Li. Eso


significa “Modelos de Energía Orgánica”. Es decir: “Wu” significa, indistintamente,
“materia” o “energía”. “Li” es una palabra muy rica en contenido poético. Significa
“orden universal” o “ley universal”. Pero también “modelos orgánicos”. Las vetas en un
panel de madera son Li. El dibujo orgánico de una hoja es Li, como lo es la textura de un
pétalo de rosa. En resumen, Wu Li, la palabra china para decir “física”, significa
“modelos de energía orgánica” (“materia-energía” [Wu] + “orden universal/modelos
orgánicos” [Li]).»,

Gary Zukav, La danza de los Maestros

___

La noche en que Baros y Scott se hacían los mejores amigos, Razvan, al lado
de Adrian y luego de percatarse de aquel rostro y su semejanza con el del finado
Cervini, no quiso seguir encerrado en aquel edificio del Colentina, y pidió a
Adrian salir del lugar, diciéndose, casi alienado, que jamás hubiera creído que, a
su edad, llegaría a ver tales cosas: máquinas humanas y muertos salidos de la
tumba, o escuchar crudas teorías acerca del funcionamiento de la vida. Adrian
Dendiu le había dado duros golpes a su perspectiva política. ¡Un joven de treinta
años que se atrevía a explicarle las cosas de la vida a un viejo guerrero como él, y
no sólo a explicarle sino a demostrarle con hechos lo que ocurría en el presente y
lo que pasaría en el futuro! De pronto se sintió muy viejo, desfasado. ¿Era tiempo
ya de abandonar el barco, de volver a ceder el puesto a los jóvenes? ¿En dónde
quedaría su sueño de niño? ¿Y su aspiración de llegar a ser presidente de
Rumania?
Adrian supo de la fuerte impresión que le había causado a Razvan, y lo
acompañó al parqueo, dejando a Pita en la sala de ensamblaje.
–Presidente Razvan –le dijo con plante humilde y amigable–, siento mucho
que se marche con tanta premura. Me hubiera gustado terminar mi discurso,
para que se enterara de mis proyectos, de mi convicción política.
–Discúlpeme, Adrian –le contestó–, pero tengo una entrevista con los líderes
de comités locales, en el Ateneo Rumano. Ya ve que las elecciones están a la
vuelta de la esquina… Pero habrá tiempo para escucharlo más adelante.
–Por cierto, ya que habla de comités locales y del Ateneo, ahora recuerdo que
tengo un viejo amigo que vive cerca de ahí, contiguo a la Catedral, en la Strada
Stirbei Voda… El viejo Víctor Brudan… ¿Usted tomará la calle Mosilor y luego el
bulevar de Balcescu, supongo?
–¿Brudan?
–Sí; ¿lo conoce usted?
–Claro –dijo Razvan, satisfecho–, claro que sí. ¡Ah, el gran Brudan! Juntos
trabajamos en la preparación de un congreso clandestino allá por el 85’ cuando
aunamos la ideología de las fuerzas opositoras del país preparándolas para la
Revolución. ¿No me diga que lo conoce usted? ¿Cómo?
–Brudan fue amigo de padre.
–Brudan amigo de Alexandru, el «Químico»? –al momento se dio cuenta
Razvan de que, al mencionar el apodo, Adrian contrajo los músculos de la cara.
–Sí –contestó el otro–; su hija hizo la práctica doctoral aquí en la fábrica. Era
una chica rara entonces, de las de su tipo, Sonia, creo que se llama. Aunque
últimamente el viejo dice que ella cambiado muchísimo… Al parecer por
influencia del novio, je, je…
–Por supuesto que me acuerdo de esa niñita. Siempre fue así, huraña… ¿Y
mantiene usted viva esa relación de su padre con Brudan?
Adrian sonrió.
–Claro; los que fueron amigos de mi padre, son amigos míos también.
Aunque ya días no hablamos, je, je… El viejo Brudan dice que pasa más a gusto
en casa que en la calle.
–Vaya. Haré lo posible por visitarlo. ¿En dónde me dijo que vivía? Ah, en la
Strada Stirbei Voda. Bueno… debo marcharme.
–Le ruego, presidente Razvan, que tenga consideración de mí. Siempre le he
sido incondicional, aunque nunca lo supo usted; ahora sé, por desgracia, que he
cometido un error al no haber corrido el velo desde el principio. Perdóneme. Con
todo, estoy dispuesto a apoyarlo hasta el final.
Se vieron a los ojos fijamente.
–Está bien –le contestó Razvan, impersonal–. Tomaré en cuenta sus
palabras… –encendió el auto–. Es que lo que usted hace allí adentro… no sé…
Me parece que algo no funciona como debiera…
–A usted muchas cosas le parecerán extrañas, presidente, pero se debe más
que nada a una apreciación tecnológica mal interpretada, o acaso hasta
desconocida. Lo suyo es la política campechana, las calles, el contacto con la
gente, el ardor en la sangre; lo mío, en cambio, es la ciencia, los instrumentos
silentes, la frialdad del pensamiento y la rigurosa estructuración de los métodos.
Sin embargo, la meta que ambos deseamos alcanzar, querido presidente, es una
sola, la misma, aunque los medios que empleamos son diametralmente opuestos.
Tenga plena confianza en mí, como yo en usted, y pronto habrán cambios
importantes, y mejores, dentro del Partido. ¿Quiere la salida de Stefan? La tendrá;
se lo aseguro. Tengámonos confianza, por sobre todo.
–Hablaremos luego –le respondió Razvan, que manejaba el auto en reversa–.
Adiós.
Tomó el bulevar del Colentina y subió pasando por Obor, para conectarse con
la arteria de Dacia, justamente en dirección a la Piata Romana. Pensaba, ¿qué es
lo que pretende Adrian con sus robots? ¿Emplearlos como herramientas para que
hagan nuestro trabajo domestico? La idea no es del todo descabellada y es
funcional. ¿Pero cómo presentarlos a la gente? Tal como se presenta y vende un
artículo normal, una lavadora por ejemplo, sí, ¿acaso no es ésta un robot? Me
gusta la idea, me gusta. Sin embargo… ¿bajo el control de quién estarían? Adrian
(creo, pues no me lo dijo directamente, pero lo deduzco) pretende que estas
máquinas estén supeditadas bajo el control del gobierno, el que establecerá las
normas de creación y utilización de los mismos. Eso está bien, incluso es hasta
previsor, pues ¿quién no podría pensar que tales artefactos sean utilizados para
propósitos ominosos? ¡Robotizar a la Rumania entera! ¡Qué ideas las de los
jóvenes de hoy! En mis tiempos ni siquiera pensábamos en tales cosas. Será por
esto que quizá Adrian tenga razón: no sé reparar en los detalles. Es cierto. Soñé
con liberar a mi pueblo de la dictadura, pero no les dije cómo y en qué debían
emplearla. Generalicé; cosas de juventud. ¿Pero quién soy para decirles a los
demás lo que deben hacer con su libertad? Y sin embargo, este liberalismo mío
hizo que el país se atacara a sí mismo. ¡Qué desgracia!
Una calle antes de llegar a la Piata Romana, en la calle Dorobantilor, se
detuvo, alertado por un millar de ovaciones en boca de gente eufórica. «PRMU,
PRMU». Era el nombre de su partido, pero no se alegró. Sabía que era uno de los
mítines de Stefan. El que daba el discurso era Belinca.
–¡Sí, compañeros, nos espera una nueva era triunfal y redentora! Todos los
miembros del partido serán amos de su propia vida, de su patrimonio, ¡de una
empresa! ¿No me creen? Soy un ejemplo viviente de lo que está por venir, de lo
que Stefan les ofrece. Y éste me ha preguntado, “Belinca, ¿cómo podemos hacer
que nuestra gente sea igual nosotros?” “Haciéndolos empresarios”, le dije.
“¿Pero cómo, quién se encargará de barrer, de limpiar los baños, de atendernos la
casa o de hacer los cómputos por nosotros?” “No lo sé”, le contesté. “Creo que sé
cómo remediar esto”, me dijo. “Lo haremos como a la antigua, usaremos
servidores”. “¿Servidores?”, le pregunté extrañado. “Sí”, me contestó.
“Ayudantes corporativos, seres no humanos, aunque lo parezcan, que harán las
tareas por nosotros, en nuestras casas, en nuestras empresas. La era de la
manipulación genética nos da esa ventaja”. “¿En nuestras empresas?”, le
pregunté. “Imagínate los bajos costos de producción, ventas y administración.
Serán las empresas más rentables del mundo”… Sí, cómo cuando nuestros
equipos de futbol ganan títulos gracias a que los mejores jugadores juegan por
nosotros!
La multitud calló. «¿De qué hablas, Belinca?», preguntó una voz airada;
enseguida pulularon una después de otra, hasta convertirse en un demoledor
rumor de descontento.
Razvan rió. «Qué discurso más estúpido».
–¡Hablo de su futuro! –gritó Belinca, autócrata–. Hablo de que ustedes serán
los verdaderos romanos de nuestra era, los conquistadores de naciones, los
creadores de un sistema político y económico jamás visto. ¡Vivirán libres del
trabajo, porque habrá otros que lo harán por ustedes! ¡Gozarán por primera vez
en siglos de una verdadera riqueza económica y existencial!
«Eso es antiético», dijo una voz dentro del populacho. «Eso es llama
esclavizar al prójimo».
–¿Antiético? –se preguntó Belinca recorriendo el estrado–. Les diré lo qué es
antiético. Antiético es que ustedes no aprovechen los adelantos de la ciencia para
generar su propia riqueza o para que su equipo no gane en la cancha,
volviéndose así en perdedores, no por ignorancia sino por pusilanimidad. Eso es
antiético, porque ¿qué fin tiene la ciencia si no es para que gocemos de bienestar
y plenitud victoriosa? Se sacrificaran vidas, es cierto, pero no las nuestras, sino la
de seres artificiales que nada tienen que ver con nosotros. ¿Acaso es antiético que
este micrófono me amplifique la voz? ¡No! ¡No! Y eso es lo que quiero que
entiendan ustedes. ¡Por Dios! ¿Quieren llegar a ser ricos y poderosos? ¡Pues que
salga de ustedes, de adentro de su corazón, ese espíritu guerrero y conquistador!
El gentío guardó un minuto de silencio. Segundos después, un grito unísono
se dejó escuchar por toda la plaza. Hombres y mujeres se golpeaban el pecho.
«PMRU, PMRU, PMRU».
Razvan abrió mucho los ojos. «Son exactamente las palabras de Adrian…».
Un frío se apoderó de su cuerpo. «Esto hay que detenerlo, hay que detenerlo; qué
clase de vida nos espera».
Subió al auto, nervioso. «Ya veo el lineamiento», se dijo. «Por todos lados veo
autocracia, absolutismo, esclavitud. Si antes, en el comunismo, la policía secreta y
los dogmas nos oprimían, hoy por hoy nos enfrentamos a otro tipo de dictadura:
la de los oligarcas, que se aferrarán al poder con la ayuda de las máquinas, “con
los servidores corporativos”. ¿Y yo qué puedo hacer? Como presidente del
partido, expulsar de él a estos tiranos embaucadores. ¿Y qué lograría con esto?
Que se vayan y edifiquen otro más fuerte y poderoso. No les hacen falta recursos.
¿Y entonces, qué estrategia tomar? ¡Por Dios, no lo sé!
»¿Pero la gente por qué les sigue el juego? ¿Por qué, si ella es la que sale
perdiendo? Sin duda tendrá que ver con la desesperación en la que está imbuida
a causa de la pobreza, que la ciega. Ve un futuro prometedor a corto plazo,
incapaz de captar las verdaderas intenciones de personas como Stefan, Belinca y
toda esa sarta de vampiros mercantiles. La esclavizaran a largo plazo, la
oprimirán. ¡Dios mío, dame fuerzas para salir avante en estos momentos de
locura y consternación!».
Y de verdad que la necesitaría. De pronto una bola de luz pasó velozmente
por arriba del techo del auto, dejando tras de sí una estela de viento y zumbido
vibratorios que estremecieron las hojas de lirio y castaño plantados al margen de
las aceras. Sacó la cabeza por la ventanilla y lo siguió con la vista: iba en
dirección a la concentración partidaria. Frenó, dio media vuelta y aceleró a fondo.
Llegó justamente cuando el ente se posaba por encima de la multitud, que lo veía,
algunos con asombro, creyendo que era un espectáculo circense, pero otros con
terror, pues desconocían la naturaleza del artefacto.
«Los servidores corporativos», gritó uno de la muchedumbre, señalándolo.
«¡Es un robot!». Todos empezaron a celebrar. «Eeeeehhh». El ente se sostenía
silencioso en el aire. «Stefan, Stefan, Stefan, Belinca, Belinca, Belinca», empezaron
a gritar con fuerza.
Razvan, que presentía una horrible tragedia, se abrió paso y subió al estrado,
sudoroso. Belinca se sorprendió al verlo.
–¿Qué hace usted aquí, presidente? –le dijo con tono molesto.
–¿Y Stefan? –preguntó Razvan y se metió atrás del telón.
Al instante apareció David.
–¿Ya vio lo que cuelga allá afuera en el aire? ¿Es eso suyo? ¿Es un truco de
magia?
Stefan lo vio, turbado. No sabía de lo que hablaba Razvan y, en forma
automática, salió a inspeccionar, apareciendo juntos en el estrado.
Apenas puso un pie en la tarima, la gente empezó a gritar, ovacionándolo;
alzó la vista, y entonces se dio cuenta de que aquel artefacto se le arrojaba con
gran presteza. Tomó a Razvan del brazo, escudándose en él, pero jalándolo,
corriendo en pos de la cortina. El ente robótico cayó del cielo como un halcón
peregrino, en picada, y arrancó el telón en una embestida, ante la estupefacción
de la gente, que comenzó a gritar, aterrorizada. Subía y bajaba, dejándose caer
sobre la plataforma, en colisiones impresionantes, astillándola a golpes de maza.
Algunos dirigentes, en su bien pagada soberbia, quisieron oponérsele, pero éste
los tomó del cuello, suspendiéndolos en lo alto y aventándolos contra la multitud
dispersa.
Stefan corría junto a Razvan y Belinca en dirección al bulevar Ana Ipatescu,
cuyas aceras hacían de parqueo, evadiendo los fragmentos que habían quedado
de la célebre Statuia Lupoaica, la escultura donde aparece una loba amamantado
a Rómulo y Remo, los míticos fundadores de Roma, cuando el ente los detectó; se
les abalanzó con rápida frialdad; a un metro de distancia de Razvan, que parecía
ya cogido de la cabeza, sin previo aviso, una figura monstruosa cayó,
milagrosamente y sin saber de dónde, encima del robot, que se desplomó en
estrépitos por el pavimento del bulevar, arrastrando al otro consigo y chocando
contra los autos que bajaban por la vía. ¡Bum, bum! Más bumes y chirridos
metálicos, humo, heridos saliendo de las cabinas, gente enloquecida que clamaba
horrorizada en medio de la avalancha de hierro que se derrapaba con violencia
por la avenida. Se detuvieron, uno lejos del otro. Se erigió el ente y, levantando
un auto que arrojó por los aires, se enfrentó al monstruo que lo atacaba. Éste, que
gritó rapazmente, saltó varios metros, dando una patada al vehículo, y se le
encimó con furia asesina. Ninguno se intimidó, y el primero saltó también
empuñando las manos, sacando sus grandes garras. El choque fue brutal, tanto
que, al expandirse la onda, dejó boquiabiertos y ensordecidos a todos en el lugar.
Ambos cayeron noqueados en el pavimento.
Razvan, al otro lado del bulevar, introducía a Stefan en la limusina; el robot
logró percatarse de esto, y quiso volver a alzarse, pero el balaur lo cogió de una
pata, jalándolo y estrellándolo contra el piso, mientras gritaba furioso y ardido.
El otro le dejó ir un zarpazo, que hirió a su contrincante, que no lo soltó y
arremetió sacudiéndolo más contra el pavimento. Cuando el auto había
arrancado y escapado rumbo a la plaza Victoria, al norte, donde bajó por la
Strada Buzesti, directo al Palacio del Ministerio de Transporte, en busca de
protección, los dos seres diabólicos luchaban todavía, pero ya debajo de la plaza,
por el bulevar Balcescu, al sur; rompían lo que había a su paso, coches,
ventanales de tiendas, fuentes de agua; abrían boquetes en los edificios, y
derribaron tres columnas de las ocho que luce orgulloso el frontis del Ateneo,
perdiéndose a golpes en la oscuridad de la noche.
26
¿Quién dice que los viejos no saben de espantos?

___

Amanecieron en el Palacio del Ministerio, desesperados y aterrorizados por lo


ocurrido la pasada noche. Razvan estaba recostado sobre un mueble de la oficina
del ministro, Miron Mitrea, miembro del FSN, quien había llamado al
comisionado Maior con la mayor de las urgencias posibles. El primero en
apersonarse fue Popescu, seguido de Baros, y no fue sino hasta por la mañana
que llegaron Rosa y Blue, avisados por Maior en la Gendarmería. Stefan
caminaba de un lado a otro, nervioso, desesperado por la serenidad de Belinca,
que dormía en un sofá.
–¿Podría usted describirnos qué fue lo que observó, diputado Stefan? –le
preguntó Baros.
–Ah, Cecilia –le dijo el otro como enternecido–. Hace mucho tiempo que no
charlábamos… Cuando la vi, allá, en el funeral de Emile, pues… Estaba usted tan
bella.
Baros le respondió con una sonrisa.
–No sabe usted cuán feliz me hace verla sonreír de ese modo… –volvió a
hablar Stefan–. Desde que la vi por primera vez, años atrás, supe que era usted
muy especial.
La otra se ruborizó.
–Gracias, señor diputado –le contestó amablemente Baros, desviando los ojos,
quizá apenada de verse halagada en medio de sus compañeros y más que nada
desubicada por los piropos, ya que imperaba una gran estupefacción en la
ciudad–. ¿Pero podría decirme lo que vio esa noche?
–Es usted mi salvadora –siguió el financiero sin escuchar la petición de Baros–.
De no haber sido por usted, hoy sería hombre muerto. Sé que no le he agradecido
todavía, que salí huyendo, pero es que los nervios se apoderaron de mí, y ayer…
¡ayer ocurrió de nuevo! ¡Ese monstruo quiso matarme!
Baros se compadeció de él; al menos podía hablar con libertad, ya que la
aparición del balaur había sido en público, ante la vista de todos.
–¿Un monstruo? –preguntó Popescu, aún incrédulo.
–No sólo uno –irrumpió Razvan–, sino dos, ¡dos!
–No cabrá la posibilidad de que haya sido la actuación de agentes terroristas,
de algún grupo de separación, de lo excomunistas, por ejemplo; digo, hay que
dejar de lado las afirmaciones de índole sobrenatural…
El ministro Mitrea apretó los labios, sintiéndose aludido, pues fue uno de los
miembros insignes del PCR.
–¿Terroristas? ¡Por supuesto que son terroristas! –lo reprendió Razvan–. ¿Qué
otra cosa se imagina usted que podían ser? Ya vio la destrucción de la plaza… ¡Y
si le estamos diciendo que fueron dos engendros horrorosos los que nos atacaron,
es porque le estamos diciendo la verdad! ¿Acaso nos cree unos tipos idiotas?
¡Fueron dos, dos, me oye, dos! –le mostraba los dedos de la mano, sacándole
cuentas.
–Pero usted convendrá conmigo, con el debido respeto, señor presidente, que
esas afirmaciones suyas son absurdas –le dijo Popescu–. ¿Cuándo se ha visto algo
así en el mundo? Que yo sepa, nunca.
Razvan se enfureció y, dando dos pasos adelante, se proyectó hacia Popescu,
pero Stefan lo detuvo.
–¿Es usted tonto? –le gritó–. ¿Acaso no ve que dos figuras importantes de la
vida política del país le están diciendo que vieron a dos seres monstruosos
atacándolos? ¿No oye, usted? ¿Está sordo? –y blandía el puño, mostrándoselo a
Popescu.
–Cálmese, presidente –le dijo Stefan–, cálmese.
Popescu calló. Rosa y Blue se acercaron a ellos.
–Entendemos su situación, presidente Razvan –dijo Blue–. No hace mucho,
fuimos testigos de un incidente como el que usted menciona. Le creemos.
–¿Y estos tipos quiénes son? –preguntó Razvan al aire, todavía ardido.
–Soy Blue Steward, agente de la Interpol, y él mi compañero Rosa Duarte –le
contestó con aplomo–. Hemos sido comisionados precisamente para revelar el
origen de estos ataques.
Razvan se tranquilizó.
–Vaya gobierno el del FSN –dijo irónico–. ¿Acaso no hay agentes de
investigación competentes en toda Rumania como para que los anden llamando
a ustedes?
Baros se hundía de la vergüenza.
–Verá, señor presidente –le contestó Rosa–. Antes que nada, déjeme decirle
que sabemos de la conmoción por la están pasando en estos momentos. Es
terrible. Y lo sentimos mucho. En lo que concierne a nuestra estadía en el país,
pues, no se trata de competencia, sino de colaboración. Tratamos de cooperar con
la gendarmería para esclarecer los orígenes que motivaron las muertes de
algunos científicos rumanos, hombres de ciencia vinculados con institutos
americanos, y personas valiosas para el mundo de la ciencia en general. En
consecuencia, estamos empeñados en resolver estos asesinatos y llevar ante la
justicia a los criminales que los perpetraron. Lo ocurrido a usted y sus amigos,
horas antes, se nos ha presentado en forma circunstancial, y mi compañero y yo
concluimos que no podíamos obviar este atentado manifiesto, pues ciertamente
existe una conexión entre este ataque y los otros. De todas formas, disculpe usted
nuestra intromisión en el asunto.
Stefan meneaba la cabeza, avisado por el discurso de Rosa.
–¿Y han avanzado en los casos? –preguntó.
Rosa se dirigió a él:
–Perdone usted, diputado, y aunque parezca inoportuna, me gustaría hacerle
una pregunta.
Stefan dio el permiso con un gesto de manos.
–¿Es usted uno de los miembros directivos de Farmadei?
–Claro –le contestó con seguridad el otro.
–¿Conoció usted al señor Ion Rahova?
–Sí, fue uno de los tantos asesores químicos que tenemos en la corporación.
¿A qué viene la pregunta?
Rosa iba contestar, pero Blue la contuvo.
–Pues que pensábamos entrevistarlo a usted, precisamente, para saber del
tipo de asesorías que ofrecía Rahova a Farmadei.
–Mis excusas –los interrumpió Popescu–. ¿Pero podríamos dejar eso para más
tarde? Lo crucial ahorita es encontrar a los responsables de este atentado en
contra de los señores diputados. Lo de ustedes no es importante en estos
momentos.
Los agentes de la Interpol callaron.
–Hay que presentarse al lugar de los hechos y tratar de hacer un recuento de
lo sucedido –acotó.
–No sé ustedes –prorrumpió Razvan–, pero lo que nosotros les hemos dicho,
se los dirá cualquier otro en la calle. ¿Quieren testigos? Pues aquí nos tienen, y ya
hemos confesado lo que vimos y lo que sufrimos a manos de esas criaturas.
–Entonces iremos directo al grano –dijo Baros–. No hay por qué dar vueltas
cuando las perjudicados aquí presentes están dispuestos a colaborar.
–Ya hemos dicho lo que teníamos que decir –le contestó Razvan.
–¿Podría usted, señor diputado Razvan, contestarnos algunas preguntas? Sólo
por formula –le pidió Blue.
–Adelante –dijo el otro con el garbo digno de un héroe.
–¿Tiene usted enemigos? ¿Lo atacarían, presuntamente, por mantener alguna
postura política dura?
Razvan reculó.
–Mire –respondió–: en primer lugar, el ataque no iba dirigido a mí sino a
Stefan. En lo que respecta a mis posturas políticas son muy bien conocidas por
todos.
–¿A mí? –inquirió sorprendido el financiero–. ¿Cómo lo sabe?
–Porque yo venía bajando por la plaza cuando vi al ente por encima de mi
cabeza dirigiéndose a la concentración. Por tanto, creo que las preguntas
deberían ser orientadas hacia usted, mi querido compañero de partido.
–Pero yo qué sé… Fui una víctima inocente…
–Mire, Stefan –dijo Razvan, molesto–, ¿cree usted que no me he dado cuenta
de lo que le está ofreciendo a la gente? ¿Qué hay de esos «ayudantes
corporativos» y de la «ventaja que les da la manipulación genética» que se han
sacado en último minuto de la manga para ganar las elecciones y de la que
hablaba Belinca anoche? No podrían ser estos engendros productos suyos salidos
de sus laboratorios. Es usted un hombre inconsciente, inescrupuloso. ¿Cómo se
atreve a proponer tales ideas a la gente y a manipular seres humanos?
Los demás, al escuchar aquella declaración, quedaron pasmados. Ninguno,
hasta entonces, tuvo siquiera la mínima sospecha. Aún así, aquello sonaba a celo
profesional, a despecho.
–¿De qué habla usted? –exclamó indignado Stefan–. Sí, dígamelo ahora
mismo, ¿de qué putas está hablando usted?
–¡De sus ayudantes corporativos! –le recriminó Razvan–. De crear esclavos
infrahumanos que harán el trabajo de otros. ¿No fue lo que dijo Belinca en su
discurso?
–¡Usted está loco! –le gritó Stefan–. ¡Me oye: loco!
–Todo este tiempo ha estado preparando a la gente, sugestionándola, para
que en un futuro cercano no se sorprendan de verse rodeados por seres
genéticamente manipulados, que usted dice utilizará como esclavos. ¡Usted, sí,
usted y los de su calaña, como Adrian Dendiu, no buscan más que su propio
engrandecimiento! Son la basura de la humanidad, eso es lo que son, faltos de
ética, de conmiseración… ¡Estoy más que seguro que una de esas bestias era
creación suya porque enfrentó al engendro que podía elevarse!
–¡Qué alguien calle la locura de este hombre! –exclamó Stefan, riendo a
carcajadas–. No lo hubiera creído –siguió–, no en usted. Ha caído muy bajo,
señor presidente Razvan, muy bajo y pagado con estupideces las ansias de
eternizarse en el poder…
–Nadie ha tenido los huevos de denigrarme como usted lo ha hecho –gritó
Razvan, y enseguida desafió a golpes a Stefan.
Popescu y Mitrea mediaron entre ellos.
–Calma, señores –les dijo Popescu–. No hay por qué cambiarse los calzones en
pleno escenario.
–Será imposible conseguir una entrevista con ellos –le susurró Baros a Blue–.
Pelean como niños.
–Las haremos por separado –le contestó Blue–. ¿Y quién es ese Adrian Dendiu
del que habla Razvan?
–Es el hijo de un reconocido traficante de drogas que Popescu hizo
desaparecer ya hace tiempo. Le decían el «Químico».
–Interesante –dijo Blue–. ¿Y qué tiene que ver en este enredo político?
–No sé. Es la primera vez que oigo su nombre en boca del presidente del
PMRU.
No obstante, Baros empezó a entender ciertas cosas, principalmente las que
atañían al balaur. ¿Cabría la posibilidad de que éste haya sido una creación de
Stefan, el poderoso farmacéutico, como aseguraba Razvan? ¿Con qué fin, sí, con
qué finalidad lo habría creado? Este hombre era un político de éxito, ¿qué
necesidad habría tenido para crear tales engendros? ¿La curiosidad científica?
¿Ambición política? ¿Pretendería este hombre crear un ejército para apoderarse
del país con ellos? Eso es impensable para el pensamiento de la gente moderna.
Hum… ¿Pero no había sabido ella de los experimentos nazis, del de los
estadounidenses que aplicaban drogas a sus soldados para no quedarse
dormidos en la guerra o para desplegar un físico espectacular más allá de la
resistencia normal humana? ¿No había escuchado ella a uno de sus científicos
decir que la existencia futura de seres humanos mejorados sería inevitable? ¿No
querían los padres de los países del G-8, la élite de las naciones ricas, hijos más
altos, más fuertes e inteligentes? ¿Y no se embarcó entonces el dinero de estas
naciones para el mapeo del genoma humano? La justificación que ofrecieron al
mundo fue que era necesario descifrarlo para así obtener información de los
genes, con la cual, una vez en mano, podría darles la oportunidad de detectar
posibles enfermedades congénitas, evitando de antemano su posterior desarrollo.
Pero ¿no habría algo implícito más allá de estas buenas intenciones?
Entonces hizo una relación fugaz de los casos de homicidio: primero, los
asesinados habían sido todos científicos pertenecientes a un grupo que investigó,
bajo Ceaucescu, cómo mejorar el rendimiento de los atletas; segundo, algunos
eran miembros directivos del PMRU, del que Stefan era presidente en ese
entonces; tercero, Stefan, estando dentro del maquinaria partidaria y siendo su
líder, bien pudo conocer sus investigaciones, y de seguro que éstos no le habrían
ocultado nada a su presidente. ¿Pero por qué habrán muerto estos hombres si
Stefan lo sabía todo, supuestamente, de ellos? ¿Se habrían opuesto a revelarle sus
secretos, o quizá habrían encontrado en sus experimentos algo que escapó de su
control, costándoles la vida, y que ahora andaba suelto, buscando a su creador,
como Frankestein, para vengarse? Entonces se acordó de la conversación con
Scott la noche anterior, cuando le preguntó por el óxido nítrico. ¿Habría alguna
relación entre el gas y los seres anormales? Ciertamente que tendría que haber,
pues ella había encontrado una fuerte relación entre la industria química y las
muertes, muy obvia, claro está, lo que le manifestaba que el misterio estaba a la
mitad de ser resuelto. Empezaba con Rahova, tal como habían deducido los de la
Interpol. Y ahora que Razvan acusaba a Stefan de estar creando nuevos seres por
medio de la manipulación genética, el eslabón perdido comenzaba por emerger
de la oscuridad. ¡Era el más grande químico de Rumania! ¿Pero cómo es que
nadie sabía de sus manipulaciones? Ahora comprendía el mutismo de Tassus en
la universidad, su falta de colaboración. ¡Tassus se había convertido en la llave
que abriría los casos, pues era el único y último miembro del grupo Libertad que
aún vivía! ¿Y no cabría la posibilidad de que estuviera trabajando en secreto para
Stefan? ¿Cómo hacerlo hablar? He ahí el problema. ¿Y si consiguiera una orden
judicial y allanara la casa y su laboratorio? ¿Y si lo presionaba obligándolo a
servir de testigo en la Fiscalía? No; sería contraproducente. ¿Qué hacer para que
el hombre hable? ¡Scott! Me dijo que lo había visitado ayer por la mañana. ¡Por
Dios, él sabrá cómo sacarme de este embrollo!
Blue se le acercó, en devaneos. Lo captó, dejando a un lado sus pensamientos,
embrujada por su belleza masculina. Sí, era bello.
–¿Qué propone, agente? –le dijo él.
–Pues yo diría, como Popescu, que vayamos al lugar de los hechos. Aunque la
policía científica ha estado trabajando desde la madrugada, y es probable que
hayan recogido evidencia materiales –acabó diciéndole en una sonrisa.
–Me encantan esos chocoyos suyos –le dijo, sorpresivamente; Blue, que en
realidad era bisexual, últimamente se había sentido inquieto por la esbeltez de
Baros. Tenía erecciones a cada momento, al recordarla.
–Ay, por Dios, agente Blue; me hace sonrojar… –aplanó la cara, intimidada,
pero feliz de verse contra las cuerdas. Aunque por la forma de vestir de Blue –
definitivamente no era de su tipo rudo–, Baros se sentía sumamente atraída por
él, debido a la elegancia y compostura del cuerpo.
–Para usted soy Blue nada más –la voz enronquecida.
–Usted también tiene un físico privilegiado, Blue –dijo ella, entregándose por
completo, temblorosa.
–Espero que la estén pasando bien –los interrumpió Rosa, sarcástica, que los
espiaba desde una esquina–, porque, lo que es a nosotros, nos va de la patada. Y
estos viejitos que no quieren ni declarar quién los atacó. Se conforman con
describir, uno a un hombre de hojalata, y el otro a una figura musculosa.
Se echaron a reír, aunque Rosa falseaba el humor. Sabía que Blue congeniaba
demasiado con Baros. Popescu le hizo una seña a la última, que se encaminó
hacia él.
–Blue –le dijo Rosa, ya a solas–, ¿eres feliz conmigo?
–Santo cielo, Rosa, ¿por qué me preguntas eso? ¡Los diputados, el ministro y
los agentes están aquí, están tratando nada menos que de esclarecer los motivos
que ocasionaron estos homicidios, y no sólo eso, sino un hecho criminal que tiene
en la confusión y el desastre a la ciudad!… Me parece que no es el momento
adecuado para salir con esas cosas. ¡Qué frívola eres!
–¿Acaso me importan más que tus sentimientos? –le contestó ésta dócilmente,
como si Blue la estuviera abandonando–. Sabes que te amo, que he sido tuya por
mucho tiempo, que te he sido fiel y responsable…
–Sí, lo sé; ¿me lo estás sacando en cara?
–No, no; no lo tomes a mal, por favor, querido. Sólo quiero que sepas…
–¿Sabe usted, agente Rosa, que tiene usted un compañero muy guapo? –
intervino Baros, que aparecía contenta, bromeando, plena y libre de reprensiones,
pero ignorante de la vida sentimental de éstos.
–No sabría decirlo –le contestó Rosa, de mala gana–. ¿Lo ve usted guapo?
Cualquiera diría... –la pregunta y comentario apenas pronunciado los entonó con
un claro efecto de agresividad, que Baros apenas percibió y que interpretó como
natural, pues no se le puede hacer tal pregunta de un hombre a otro.
–Porque no vamos a ver lo que ha conseguido Popescu –dijo Blue, incómodo
de encontrarse rozando el filo de dos puyas–. Tal vez haya inquirido algo que se
nos desparrama del plato.
Empero, los resultados de las entrevistas eran los mismos del principio: un
ataque acometido por dos seres que nadie sabría cómo describirlos. Eso era todo.
Dieron las gracias a los honorables por su encomio y valentía, tendiéndoles la
mano, aunque Stefan le dio, mirándola fijamente a los ojos, un beso francés en la
mano a Baros, que estaba alegre porque creía que ese era su día; luego se
despidieron del ministro Mitrea, quien, haciendo chiste de la penosa situación
que atravesaba la ciudad, les convidó un trago de vodka. Ninguno aceptó.
«Beban», insistió. «Ni yo, al que a fin de cuentas le va a tocar andar reparando las
calles que estos infelices destruyeron, dejo de echarme uno. Vaya; no sean
tímidos. Les ayudara a superar este “espanto de Bucarest”». Y salieron del
edificio; Baros, pensando en Tassus y la masculinidad de Blue, Popescu, feliz de
llevar una buena noticia al Estigia y por la ineptitud de los agentes de la Interpol,
Rosa que iba encendida por los celos, y Blue, que soñaba con los pechos y las
nalgas de la agente rumana.
27
Eugenetics Industries

___

Stefan rabiaba de ira. Llamó a Zamfir por el teléfono, para que lo pasara
recogiendo. Abandonó el Ministerio sin despedirse de Mitrea, echándole fuego a
Razvan con la mirada, quien lo retó con una elevación de cabeza.
–El centro de la ciudad está sumergido en una completa desolación –le dijo
Zamfir, turbado–. La prensa dice que…
Éste cerró los ojos, sobándose la frente con las manos abiertas. Suspiró
hondamente.
–Ayer hubo un ataque… –le dijo.
–¿Un ataque? ¿A usted, como dice la prensa?
–Sí; a mí –dijo casi en un murmullo–. A mí.
Zamfir, pasmado, detuvo el auto.
–¡No se detenga! –le gritó Stefan, encolerizado por la acción–. ¡Maldita sea!
¡Arranque!
El auto volvió a andar.
–Discúlpeme, señor Stefan –siguió Zamfir, nervioso–. ¿A usted, realmente,
por qué? ¿Qué motivos?
Stefan David se acomodó en el asiento.
–Necesito que salgamos de la ciudad, Zamfir…
–Salir de Bucarest. ¿Hacia dónde?
–A los Montes Metálicos.
–Pero, señor Stefan… Eso está más allá de la jurisdicción de Ilfov, y a no sé
cuántas horas de la ciudad… Yo tengo un apartamento cerca del Parque
Floreasca, al norte de la ciudad…
David posó su mano en el hombro.
–Es la hora de la verdad, amigo mío –le dijo con un atisbo de humildad
resplandeciéndole en los ojos.
–¿La hora de la verdad?
–Sí –le dijo, con rigor–. Los que no están conmigo, en mi contra están –y por
primera vez el tono de su voz tomó aquella modulación metálica y profética que
tanto amedrentaba a sus subalternos.
A Zamfir le tembló el cuerpo.
–Yo le he sido leal, señor Stefan –dijo, apocado–. Y usted lo sabe.
–¿En serio? –le preguntó el otro, sonriendo para sí–. Entonces demuéstremelo.
Venga conmigo.
–Usted no debe guardar dudas acerca de mi lealtad, señor –le respondió,
ofendido–. He hecho por usted lo que ningún otro se atrevió a hacer.
Stefan asintió. «Sí; aparte de hacerme rico, me ha devuelto la juventud. ¿Pero
podría confiar en usted una vez que vea lo que escondo en los Montes
Metálicos?».
–Entonces conduzca hacia los Cárpatos, a la Transilvania –fue lo único que le
dijo–. Debemos llegar a Alba Iulia antes del mediodía.
Alba Iulia es considerada una ciudad símbolo de la unidad rumana. Situada
en el centro de Transilvania, al oeste se encuentran los Montes Metálicos y al este
el Vallejo conocido por el nombre de "Podisul Ardelean", debido a que se
encuentra flanqueado por dos ríos, "Sebes " y "Secas". En la época del imperio
traco-dacio (en el primer siglo a. de c.) esta ciudad –Apoulon, por entonces– fue
un bastión importante gracias a su prospera economía, además de ser útil en la
resistencia contra las invasiones romanas. Y Stefan, emulando a su gran rey,
Decebal, que luchó por librarse de la sujeción romana, había erigido en los
Montes un laboratorio químico, Eugenetics Industries, donde, en una derivación
de las investigaciones de Zamfir y de las del grupo «Libertad», que consiguió por
medio de Rahova, experimentaba con embriones humanos, aplicando en ellos las
teorías eugenésicas sobre el mejoramiento de la raza humana. Esto no lo hacía
tanto por el progreso de Rumania, sino por él mismo, ya que deseaba engendrar
hijos con genes superiores al resto de los mortales, principalmente a los de sus
enemigos, entre ellos Adrian «Dragos» Dendiu, que no vacilarían en exterminar
todo rastro de su obra y gloria. Esa última razón era contraria a la Naturaleza,
decía, y no permitiría que su sangre se perdiera en las roídas hojas de la Historia.
Él tendría que pervivir por siempre, y no sólo en recuerdos, sino en vida. Y
necesitaría ayudantes para lograr dicha tarea, pero no ayudantes del montón,
sino escogidos, hijos suyos, para que en el futuro no se volvieran en su contra.
Zamfir, por otro lado, desconocía totalmente la elaboración de estos ensayos y
conducía fielmente, como si prestara una gran ayuda a su patrón, acelerando por
las escarpadas carreteras del centro rumano.
–Por aquí –le dijo Stefan cuando habían llegado a Alba Iulia–. Tome a la
derecha, ¡ahí está el letrero!, suba.
Conducía Zamfir por la tierra polvosa, salvando baches, tratando de no caer
en los abismos hendidos al borde de la carretera, internándose en el bosque. Una
ligera neblina los recibió justo antes de llegar a Eugenetics; Zamfir se lió una
bufanda. El aullido de los lobos podía escucharse más allá de las cercas de
alambre.
–No tenga miedo –le dijo Stefan, riendo–. Estos parajes están llenos de lobos y
osos.
Zamfir, preocupado, pareció no darle importancia a su nerviosismo y abrió la
puerta del auto. Stefan lo acompañó a la posta de vigilancia; sacó una credencial.
El portón cedió. Subieron al auto y entraron.
Una vez dentro, Stefan cambió de carácter. No era ya aquel hombre desvalido
que se dejaba conducir por otro de menor categoría, sino uno seguro, campante,
poseedor de un control infinito. Se dirigió hacia un cubículo, cogió la bocina de
un teléfono y llamó a un señor por el nombre:
–¿Dobre?... Sí, soy yo. Venga a mi oficina.
Cinco minutos después llegó Dobre, vestido por un largo capote blanco.
–¡Señor Stefan! ¿Por qué no me avisó de que vendría? Estábamos más bien en
espera del cargamento…
–El cargamento tendrá que esperar. Mire –le dijo y lo tomó por el brazo–, le
presento al doctor Zamfir.
Éste extendió la mano, que el otro cogió amistosamente.
–Me agradaría mucho que trabajaran juntos –les dijo Stefan–, para que
aceleren el curso de los experimentos. Han pasado dos años desde que los
iniciamos, y desearía ver resultados concretos de aquí a un mes, a lo menos.
Dobre reculó.
–Pero señor Stefan, usted sabe que necesitamos del oxido nítrico…
–¿Y no le ajusta con lo que tiene en la bodega?
–Sí… pero las incubaciones son muchas… Y en esta etapa de crecimiento, es
esencial…
–¡Ya! Lleve consigo al doctor al laboratorio; quiero que vea en lo que estamos
trabajando. Y, por favor, doctor –dijo dirigiéndose a Zamfir–, recuerde que el que
no está conmigo, en mi contra está.
Zamfir respiraba penosamente. ¿De qué trataba toda aquella conversación?
¿Óxido nítrico, incubaciones, experimentos de laboratorio? Siguió los pasos de
Dobre, y pronto tuvo ante sí una sala enorme, gigantesca, muy limpia y
resplandeciente por la cerámica blanca del piso. Del techo, recorriéndolo por
intrincados recovecos, bajaban sendos tubos que se conectaban a una especie de
cilindros transparentes, en cuyo interior flotaban, suspendidos, unos cuerpos
humanos ya maduros que se alimentaban de un líquido de compuestos químicos.
–De película, ¿no? –le dijo Dobre, riendo–. Pero esto es la vida real, y lo que ve
usted allí son humanos, humanos mejorados.
Zamfir quedó boquiabierto. ¿Dónde estaba la ética en este punto?
–Sé que, como científico –continuó Dobre–, esto le repugna.
El otro estaba mudo.
–No obstante –Dobre hablaba hasta con orgullo–, muchas cosas en la vida
deben ser sacrificadas, doctor Zamfir, y ya usted entiende a lo que me refiero…
–No, no sé a qué se refiere usted, Dobre –le contestó, irritado–. ¡No es posible,
no es posible! Puedo aceptar mejorar algo que esté enfermo, pero ¡esto, esto!,
¡esto no lo puedo tolerar!
–¿Y por qué no? ¿Lo que usted hizo con sus investigaciones geriátricas no es
acaso lo mismo que hacemos nosotros aquí? Mejorar la calidad de vida humana.
–¡No! ¡Cómo se le puede ocurrir decir eso! ¡Usted, usted no tiene conciencia
de lo que hace!
–Cálmese, doctor, cálmese.
–¡Cómo podría! Esto es… ¡es monstruoso!
–¿Monstruoso? ¿Por qué? Imagínese, digamos, a usted con una inteligencia
más alta de lo normal, con una fuerza y vitalidad superior a la de los demás…
¿No es acaso esplendido?
–¿Esplendido? ¿Con qué fin han creado estos… estos seres?
–Pues con el único fin de que ellos sean perfectos y felices desde el mismísimo
instante del nacimiento, con el fin de que no padezcan de las enfermedades que
nosotros hemos sufrido y sufrimos, con el fin de que no cometan las tonterías
que nosotros hemos hecho y todavía hacemos…
–¡Una locura, una locura! –e hizo un ademán de abandonar el sitio, pero
Dobre lo atajó.
–¿Qué me dice del Youngever? –le espetó Dobre, suspicaz, recordándole su
creación a Zamfir–. ¿No hace acaso que la gente rejuvenezca y viva más años?
Pues bien, esto es lo igual, pero con la variable de que estos futuros seres, estos
hiperhumanos, como les llamamos, no tendrán que acudir a su famosita droga,
¡porque ellos ya no tendrán que sufrir las imperfecciones que nosotros sufrimos!
Zamfir estaba espantado, y no podía creer que Stefan, el dirigente y científico,
guardara tales ideas en su cabeza. «Pero debí sospecharlo desde el principio», se
dijo, cabizbajo. «De ahí que guarde un ideario político parecido al de Hitler. ¡Y
yo que creí que hablaba así debido a mis descubrimientos!». El despecho era
supremo. No; me negaré a trabajar en este laboratorio. Aún así, pensó, por
principio científico, debo conocer estos procedimientos.
–Es decir, que estos son los futuros «ayudantes corporativos» de los que tanto
habla Stefan y su cofradía.
–Éstos son.
–Pero la gente ha creído que se trataba de robots, o algo por el estilo…
Cuando vean esto, de plano, les parecerá inaceptable…
–Ja, ja… –se carcajeó Dobre–. Ya verá que no.
–¿No?
–¿Cuándo un producto superior ha hecho mal en la existencia del hombre?
Nunca. La mejora, en cambio.
–Pero…
–No hay pero que valga. Le recordaré la historia natural de la vida terrestre
desde el principio, pero la historia verdadera, tal como es.
Zamfir ladeó la cabeza, negando.
–Remóntese a miles de millones de años atrás, cuando se produjo una enorme
colisión en nuestra galaxia, cuyo producto fue el surgimiento de nuestro Sol y
sus planetas. Luego recuerde aquella luz, solar, la lluvia de meteoritos bañando
nuestra superficie terrestre con agua, con vida. El caldo químico. Átomos
chocando unos con otros, electrones combinándose infinitamente en
configuraciones nuevas, que llevaron a la aparición de moléculas complejas,
como el carbono, la molécula de la vida. Procesos que significaron un cambio de
menor a mayor, de ceder el paso unas moléculas a otras, es decir, de sacrificarse
unas a favor de otras. Así surgió la vida unicelular, la unión de moléculas para
formar un ente único.
»¿Pero bastaba esta simplicidad? No, no bastaba. La evolución habría sido
imposible en este cuadro. ¿Qué sucedió entonces? El cambio de escenario. Había
agua, sol, tierra, comida. Pero había otros seres únicos también que luchaban por
la misma fuente de refacción. Luchar, he ahí la palabra mágica, el elixir de la
evolución, y luchar implica desarrollo, adelantarse al otro por cualquier medio,
evitando la extinción. Hubo acuerdos, unión de células, y apareció en escena la
vida pluricelular. Otra vez la cadena, otra vez el deseo de vivir. Los nuevos seres
fueron perfeccionándose, creando para sí nuevos órganos, la vista, el oído, el
olfato y los demás conocidos, y todo por sobrepasar al otro, a aquel que era su
amenaza presente, a aquel que vivía de lo que ellos subsistían. Este
perfeccionamiento continuó hasta llegar a nosotros, los seres humanos, que
somos su máxima expresión, la aglomeración de sus progresos.
»¿Pero somos en realidad su máxima expresión? Por los hechos sabemos que
no, que nos hace falta mucho para llegar a serlo, y la Naturaleza sabe que es así,
porque ella misma nos ha creado, ¡ella misma nos ha dado esta inteligencia para
que podamos sobrevivir y perfeccionarnos! Entonces, regido por este principio,
el de la Naturaleza, ¿no es acaso natural lo que estamos haciendo si sabemos que
desde siempre fue así? Todo comienzo, y cambio, es doloroso, ominoso, pero al
final, a la larga, es benéfico para los seres que se atrevieron a realizarlo. ¡Y estos
nuevos hombres, más inteligentes, más longevos, que guardan en sí mismos un
cúmulo de años de larga existencia universal, serán el futuro de nuestra
humanidad, que se transformará en hiperhumanidad, la que está más allá de
nosotros mismos, tal como ocurrió en aquella evolución de seres unicelulares a
pluricelulares, como la del neandertal a la del homo sapiens! ¡Y la Naturaleza lo
ha dictado así, porque nosotros, los que la escrutamos, somos también un
producto, aunque imperfecto, de Ella!
Zamfir no pronunciaba palabra.
–Es decir –dijo luego–, que usted justifica estos experimentos porque aduce
que ha sido comisionado por la Naturaleza para realizarlos.
–Por supuesto –dijo el otro cabalmente–. ¿Proviene acaso mi inteligencia de
otra dimensión, o los metales, químicos y máquinas de otro universo? Todo lo he
tomado de Ella, de sus entrañas.
–Pero según Stefan, en su ideario, estos seres ayudarán a la gente, como
«sirvientes corporativos».
–Es un juego de palabras, y usted lo sabe. Estos hombres serán los que
dirigirán los destinos de nuestra nación, ¡y es mucho mejor para nosotros, que
somos unos seres imperfectos cegados por la falsa ambición materialista!
–Pero hay una contradicción en lo que me dice: ¿Y no ambicionarán ellos
también la vida material, o la inmaterial incluso? De algo tendrán que vivir,
alimentos, seguridad, realización personal.
–No –dijo secamente–. Ellos tendrán otras cosas en qué pensar. Y Stefan, por
medio del Partido, se encargará de proveerles todo lo que concierne a sus
necesidades básicas y de dirigirlos intelectualmente.
–¿Pero qué cosas les meterá en la cabeza? ¿Lo sabe usted?
–Pues sencillo: no lo ha dicho en todo momento en sus discursos. Hará de
Rumania una nación rica y poderosa. Ya ve como hay en qué pensar, y mucho.
–¿Pero confía usted en la inteligencia de un hombre como Stefan, que es igual
a nosotros, imperfecto?
–Precisamente por eso hemos creado a estos seres: para que encuentren
nuestras imperfecciones y las subsanen.
–¿Y si después estos seres deciden eliminarnos, por inferiores?
–No habrá tal cosa; se lo aseguro. ¿Hemos eliminado acaso nosotros a los
monos? ¿Sí? No, ¿verdad? Allí están, colgando de los árboles y en los zoológicos,
llevando una vida sosegada y tranquila.
–No creo que usted viendo todo el cuadro, Dobre, no lo creo. Está tan absorto
en sus creaciones que no lo ve en todo su conjunto.
–¡Por favor, doctor Zamfir! ¡Si le he explicado la Historia Natural desde sus
comienzos, y aun así cree que soy tonto! ¡Por supuesto que he visto todo el
cuadro, y mucho más allá del marco!
Zamfir dio media vuelta y empezó a examinar los cilindros por fuera. Los
«hiperhumanos», como los llamaba Dobre, parecían unos gigantes, como unas
estatuas sacadas del Partenón griego. Era casi perfectos anatómicamente,
simétricos, musculosos, y dormían plácidamente nadando en el líquido. Hubo
algo que le llamó la atención: todos eran iguales, idénticos físicamente. ¿Por qué?
¿Eran acaso clonaciones de un mismo embrión humano?
–Ya veo que está pasmado por la visión –le dijo Dobre, orgulloso–. Y sí: todos
han sido clonados de un mismo embrión.
–¿Un solo embrión? ¿No han recurrido a un banco de esperma?
–No, hombre. ¿Cómo podríamos? Caería el telón. Stefan nos suministró el
semen; los óvulos los hemos conseguido de una muchacha universitaria llamada
Sonia, hija de un campesino, según me dijo Stefan, que se ofreció como
voluntaria.
–¿Hija de un campesino? ¿Por qué? Si querían seres perfectos, ¿por qué de
alguien sin instrucción? Sus genes guardarían una información muy pobre.
–Je, je… Nacionalismo… ¿Y qué tal si esta niña fuera acaso nieta del poeta
Iancu? Aquí todos estamos emparentados.
–¡Ah, vaya! Se dejaron llevar por un sentimiento nacionalista.
–Después de todo, queríamos que la esperanza de la humanidad surgiera de
Rumania, un país pequeño y pobre, es cierto, pero igualmente compuesto por un
crisol de razas mundial. Aquí encuentra usted latinos, eslavos, sajones, gitanos,
africanos, en fin, de todo y bien mezclado. ¡Qué mejor muestra que Stefan, un
judío rumano! Un nacionalismo mundial, digamos, para ser más exactos, je, je…
–Por lo menos no podrán alegar pureza de sangre.
–¿Y por qué no?
–Pues porque no la hay. Simple.
–Pues se equivoca. ¿Qué mejor pureza de sangre que aquella que aúna la de
toda la raza humana? Una sangre pura. No muchos pueden alegar lo mismo. Y
este hibridismo sanguíneo, precisamente, salvaguarda a los genes de
deformaciones genéticas y le da más vigor a la raza. Es una raza única de sangre.
Como le dije, no muchos pueden decir lo mismo.
–Pues mi padre era húngaro.
–Ah, húngaro. Pues somos los mismos eslavos.
Dobre se echó a reír.
–¿Sorprendido, doctor Zamfir? –escuchó el doctor. Se volteó.
Era Stefan que aparecía caminando poderosamente por el pasillo y
acariciando, en tramos, los cilindros.
–¿Qué opina?
Zamfir lo vio fijamente.
–¿No está de acuerdo? –volvió Stefan, sonriente.
–Es un científico –lo secundó Dobre–; debe de estarlo.
–Pues no lo estoy –dijo finalmente Zamfir, en enojos–. ¿Por qué no me había
dicho sobre estos experimentos? –le reclamó–. Me hace dudar de querer trabajar
aquí.
–No desespere, Zamfir –le dijo Stefan, tranquilo–. Ha de saber que usted
también ha contribuido al desarrollo de estos hijito míos –dijo, mimando de
nuevo los cilindros.
–¿Qué? ¿Ha utilizado la molécula de Resveratrol en la modificación de los
embriones? –preguntó con gran sorpresa–. Eso es inmoral; no debió usted
hacerlo nunca.
–Creo que soy libre de hacer uso de mis producciones genéticas según me
plazca –le respondió, tajante–. Ni usted, ni ningún otro, podrán decirme lo que
tengo que hacer. ¿Entendido?
Zamfir calló.
–Olvidémonos de estas manifestaciones –dijo Stefan, con falso
remordimiento–. Discúlpeme el exabrupto.
Dobre se acercó a Stefan, dejando a Zamfir solo.
–Mire, Zamfir –continuó–; lo he traído aquí porque confío en usted, en su
ética profesional, en sus conocimientos como científico, y no he querido dejarlo
por fuera en los créditos. Desde que desarrolló usted el Youngever, mi vida ha
dado un vuelco extraordinario. Nunca pude ser el mismo desde entonces. Veía
día a día, con gran placer, frente a mi espejo, como mi cuerpo recuperaba la
frescura y el vigor de antaño, como las arrugas desaparecían y como mi cerebro
mejoraba sus funciones sicomotoras e intelectuales. Dejé de sentirme viejo, inútil,
y de pensar en que mi vida, a esas alturas, carecía de algún propósito. Usted me
ha brindado lo mejor de mí, de mi naturaleza como hombre, haciendo emerger lo
noble de mi corazón. Le debo mucho. Y pensé: ¿por qué habría de gozar yo sólo
este milagro científico? Es injusto. Entonces decidí emprender esta tarea, esta
empresa jamás conocida en la historia del Universo. ¿Cuándo se ha visto esto
antes? Nunca, nunca. Ni siquiera el Universo mismo puede hacer lo que yo hago,
no, no puede, porque todo lo que Él ha creado es imperfecto y nace para
envejecer y morir. Y yo lo he superado a Él en ese sentido. ¡Míreme, soy joven a
mis cincuenta años, y día tras día rejuvenezco más, y estos seres, mis hijos, no
conocerán jamás la muerte! ¿Podría el Universo rehacerse a sí mismo como yo lo
hago? No, no puede. Y esto se lo debo a usted, querido doctor Zamfir. Y ya ve
que la empresa que ahora promuevo es monumental, única en su género, y yo
deseo que usted se una a ella, a nosotros.
Zamfir, a pesar de los halagos, estaba sobrecogido, incapaz de responder.
–Sé que le parece monstruoso, antinatural, ¿pero pensó lo mismo cuando
desarrolló su producto geriátrico? ¿Se imaginó usted las consecuencias de hacer
eterno a un hombre? Yo pienso que sí. Y pienso además que confió en mí, en que
no le daría mal uso a su descubrimiento, a su elixir, su piedra filosofal. ¡Y no lo
hecho! En cambio, pensé en crear una nueva estirpe, una nueva raza de hombres
perfectos, incluso superiores a mí, dejando a un lado mi naturaleza egoísta. Lo
hice pensando en Rumania, en usted como hombre de ciencia que busca la
perfección del género humano. ¿No es acaso cierto lo que digo?
–En cierto sentido, sí… pero llegar a esto… –señaló a los seres flotantes.
–Lo es en todos los sentidos, doctor; créame. Y existe otra razón para que me
haya atrevido a hacerlo…
Zamfir esta vez levantó el entrecejo. «De seguro que aquí saldrá a colación la
verdad».
–¿Recuerda usted al profesor Eugen Oprea?
–Por supuesto, fuimos colegas en la universidad…
–¿Y al grupo «Libertad»?
Zamfir parpadeó insistentemente.
–Pues bien, yo me hice de sus investigaciones…
–¿Pero cómo?
–En parte por medio de sus publicaciones universitarias, ¿las recuerda usted?
–Sí, pero las investigaciones se presentaban allí de manera superficial, fuera
de todo tecnicismo.
–Supe también que usted se apoyó en sus investigaciones para llegar al
descubrimiento de la molecula del Resveratrol. ¿Recuerda usted este artículo? Lo
citaré textualmente.
Sacó Stefan un folletín que cargaba en la chaqueta; se lo alcanzó a Dobre, que
lo leyó ante la mirada atónita de Zamfir:
–El resveratrol es una fitoalexina presente en las uvas y en productos
derivados como vino, mosto, etc., y en otros alimentos como las ostras, el maní
(cacahuete) y las nueces. El resveratrol tambien se produce por síntesis química,
y posee propiedades antioxidantes y anticancerígenas que prolongan la
longevidad de las células. Estudios recientes efectuados por Eugen Oprea,
biólogo molecular y por Vasile Iorgulescu, bioinformático, han revelado que esta
sustancia es también beneficiosa en el tratamiento de la obesidad. En cuanto a su
papel como sustancia ergogénica en el deporte, se ha demostrado en animales de
experimentación que mejora la capacidad física una vez sometidos a dieta
enriquecida con este producto, no obstante son necesarios estudios en humanos
para aclarar su verdadero papel en la fisiología y nutrición deportivas. Estas
futuras pruebas, según los científicos, de los efectos del resveratrol en el
metabolismo humano estarán listas en aproximadamente un año. Un
conocimiento completo de los efectos de determinados compuestos naturales en
la salud humana puede ayudar directamente a la formulación de fármacos e
incluso a la mejora mediante biotecnología de determinadas especies vegetales
para cumplimentar nuestra dieta y aumentar nuestra esperanza de vida.
El doctor se vio como descubierto, abochornado, como si hubiera cometido un
gran fraude.
–Así sucede en las ciencias –respondió dignamente Zamfir–: el conocimiento
de los precursores sirve para crear nuevas formas de pensamiento, nuevas
teorías científicas y, por ende, nueva creación de productos. Nada ocurre al azar
o por acción espontanea. Las lecciones del maestro concluyen cuando el pupilo
crea algo diferente con la base de lo enseñado. Supe de esto, por supuesto, y ese
artículo que Dobre sostiene en sus manos fue mi inspiración para crear el
Youngever. Por todos es sabido que mis estudios tienen como base las
investigaciones del grupo «Libertad». ¿Qué busca con ello? ¿Coaccionarme?
–De ningún modo –le dijo Stefan–, de ningún modo. Ya que me reclamó por
el uso del Youngever en mis experimentos, me vi en la penosa necesidad de
recordarle que, como usted mismo lo dijo, las lecciones del maestro concluyen
cuando el pupilo crea algo diferente con la base de lo enseñado. ¡Y he aquí mis
creaciones! ¿Podemos ver algo concreto ya, Dobre, o por lo menos dejar que uno
de estos hiperhumanos salga de ese vientre artificial?
–No todavía, señor Stefan –dijo Dobre–. Quizá, y siendo optimista, de aquí a
unas cuantas semanas.
–Está bien –le dijo; luego a Zamfir–. Pero no se preocupe, doctor, ya ve que yo
también me he nutrido con las investigaciones del grupo, en lo que se refiere a la
parte biogenética de los embriones.
–Me pregunto –dijo Zamfir–, cómo haría para obtener esa información.
–En esta vida, como en la otra, todo se compra, doctor –y echó a reírse.
Zamfir escondió el rostro.
–Ahora entiendo el porqué de las muertes…
Stefan se inquietó.
–¿Qué dijo usted? –le preguntó alterado.
–Las muertes de mis colegas… –dijo Zamfir, envalentonado; un súbito
pensamiento le decía que Stefan los había mandado a matar–. ¡Usted, usted es el
responsable de los asesinatos…! ¡No sé cómo… por Dios, no lo sé… no sé cómo
he podido trabajar para usted cuando es el asesino de mis amigos! ¡Oh, Dios!
–Pues se equivoca totalmente –le dijo Stefan, ya reposado–. ¿Recuerda usted a
Alexandru, el «Químico», el proveedor de anabólicos a los atletas?
Zamfir cayó en la cuenta.
–Pues bien –siguió Stefan–, él los asesinó a todos.
–Se ríe usted de mi inteligencia, Stefan –le replicó–. Alexandru estaba muerto,
desaparecido, cuando las muertes ocurrieron.
–No; no suelo equivocarme a menudo, Zamfir –le contestó–. Haga memoria.
¿No tenía Alexandru un hijo? Si mal no recuerdo se llama Adrian, «Dragos» lo
apodan en el bajo mundo.
–Adrian Dendiu. Lo recuerdo. Pero ese joven no siguió los pasos del padre; es
un empresario de éxito, estudiado en el extranjero, desconocedor de los asuntos
criminales que manejó Alexandru.
–Eso es lo que usted cree, Zamfir; pero Adrian es dos veces más terrible que
su padre. ¿Por qué cree que me empeñé en sacar adelante este proyecto?
«Al fin salieron a relucir tus verdaderas intenciones, Stefan», pensó Zamfir.
–No tengo ni idea.
–Pues porque Adrian se ha hecho de los descubrimientos del «Libertad». ¿No
se le hace curiosa la existencia del «Balaur», ese espanto que azota la ciudad y
que anoche me atacó a mí, a Belinca y a los dirigentes del PMRU? Y tome notas
de esto: apareció justamente después de la muerte de Oprea. ¿No cree que
Adrian haya mandado a asesinar al hombre una vez que le hubo arrebatado sus
conocimientos? ¿Para qué le serviría después? ¿Para que hablara algún día?
Además era dirigente del PMRU. Era mejor matarlo. Y fue lo que hizo. Y no
contento con esto empezó a asesinar a los demás científicos, y a los que eran
dirigentes del partido, como Constantine Gaspar, buscando con ello dañar el
seno de la dirigencia.
–No veo la conexión –dijo Zamfir, acometiendo el ataque–. ¿Qué tiene que ver
el PMRU, las investigaciones de mis colegas, con los ataques del balaur, que dice
usted es una creación de Adrian?
–Vamos, Zamfir, no cierre usted los ojos. El PMRU es el partido que está por
arriba de los demás, y después de las elecciones internas, será el que pondrá en la
silla presidencial a su candidato. Adrian desea mantener a Rumania en la
anarquía. En cuanto a los estudios del grupo, pues el balaur es la mejor prueba
de lo que digo.
–Pero, ¿por qué? ¿Qué gana él con eso?
–¡Que qué gana con eso? Ay, Zamfir; ¿está usted ciego? “En río revuelto,
ganancia de pescadores”.
Zamfir se encontraba ante un gran dilema. En cierta forma, Stefan tenía razón,
y, por otra parte, en el caso del balaur, que según las noticias había sido la bestia
que asesinó a sus colegas, había atacado a éste la noche del mitin; así, ¿cómo se
mandaría a matar él mismo? Era ilógico y, por deducción, lo exculpaba de ser el
responsable de los crímenes. El balaur, ese monstruo, tendría que haber seguido
las instrucciones de Adrian, el otro poderoso de la industria química, el único
con vastos recursos para crear una criatura como ese espanto, tal como Stefan
hacía lo propio en los Montes Metálicos, defendiéndose del otro. Pero, aún así,
¿por qué? Pues porque Stefan era el gigante de la industria que Adrian quería
liderar, además de ser prácticamente el próximo candidato del PMRU para las
elecciones presidenciales. ¿No podría Stefan, una vez en el poder, arruinar sus
negocios? ¿Era una cuestión de competencia comercial entonces? Allí estaba el
meollo del asunto.
Zamfir encaró a Stefan.
–Entonces, ¿todo esto se trata de ganar una competencia comercial y
política? –le preguntó, fijo los ojos.
–Voy a serle sincero, Zamfir –le contestó Stefan, aclarándose la garganta–. En
parte, sí. Pero en el fondo, me veo motivado por los argumentos que le manifesté
antes. Usted es de mi confianza, Zamfir, de mi equipo de científicos, y no tengo
ya más razones que ocultarle. Sé que ante sus ojos pueda parecer un necio
incurable, un pervertido de la ciencia, pero ya ve qué cosas me han impulsado a
actuar de esta manera un tanto extraña para el común de las gentes. Usted me
conoce, y sabe que no soy un hombre malo. Soy bueno; estoy de parte de los
hombres de espíritu superior, como el suyo. Por eso le pido, mejor dicho, le
ruego, que acepte mi oferta de trabajar para Eugenetics. ¿Le gustaría trabajar en
este laboratorio? Descubrirá cosas interesantes en él. En el futuro, usted será
recordado como el padre de la Nueva Humanidad.
El doctor caminó unos cuantos pasos hacia los cilindros, e hizo como si se
concentrara en ellos, con las manos enlazadas atrás de la espalda. ¿Qué camino
seguir? ¿El de Stefan, que se decía inocente y un patriota que añoraba el
engrandecimiento de Rumania, además de ser un promotor científico sin igual?
¿O hacerse a un lado, y dejar que Adrian continuara matando a los hombres de
ciencia del país, creyendo que con esto debilitaba el poder de Stefan? Esto último
lo decidió. ¿Sería yo el próximo en morir?, se dijo. Todo apunta a que sí.
Entonces debía buscar refugio, y que mejor que el de Stefan, quien era superior
en fuerzas a Adrian. Se tapó el rostro con una mano, palpándose la frente y
ladeando la testa.
–Sí –le dijo–. Acepto la oferta.
Stefan se lanzó una gran carcajada y lo abrazó, efusivo.
–Ya sabía que podía confiar en usted, mi querido Zamfir. No se arrepentirá. Y
ahora, con su permiso, debo volver a Bucarest, a la sede del PMRU. Y usted,
Dobre –el otro tenía el folletín en la mano, que enseguida le arrebató–, estese listo;
mañana vendrá el cargamento.
28
Una visita inesperada

___

En tanto el pastor Faina, temprano en esa mañana, sin saber nada de la


catástrofe ocurrida, pues no tenía televisor ni radio en el dormitorio, luego de
comer el desayuno, se había alistado para hacer su rutinario paseo en chalana
por el lago Tei, que le quedaba a dos cuadras, cruzando el bulevar, y reflexionar
así un poco sobre las creaciones de Dios en medio de la brisa y los montículos de
agua que se encrespaban sobre la lisura de la superficie. Luego partiría a Lipscani,
tomando el Metrorex, en busca de Scott, su nuevo amigo, que en parte le había
hecho menos aburridos sus días en la iglesia, donde las lecturas de los viejos
libros doctrinales de las Sociedades Bíblicas Internacionales empezaban a
fastidiarlo, después de tantos años. Empezó a bucear las llaves de la casa pastoral,
al tiempo que pensaba en los experimentos que había visto ayer en el laboratorio,
y que eran sorprendentes, hasta heréticos. «Pero qué mejor forma de vencer al
Enemigo, al Maligno, que conociendo sus secretos», se dijo. Había algo, sin
embargo, una sentencia, un sofismo, como dirían los eruditos, que no dejaba de
hacerlo cavilar y que había escuchado en boca de Scott:
«Si Dios le otorgó un alma al hombre, también le dio con ella una inteligencia,
para que inquiera y descubra todo lo que acontece en su entorno. Así pues, si
esta inteligencia proviene de Dios, y la Ciencia de ésta, entonces estos estudios
tienen un elemento divino».
No podía sacárselas de la cabeza. ¿No había algo de cierto en ello? No había
leído en los Salmos16 aquel proverbio pronunciado por Dios, «Yo mismo he dicho:
‘Ustedes son dioses y todos ustedes son hijos del Altísimo’», y que Jesús
igualmente utilizó, en vísperas de una fiesta de dedicación, para defenderse de
las pedradas aventadas por los fariseos, bajo la columnata del Templo de
Salomón.
Pero no; no había correlación alguna. ¿En qué estaba Faina pensando? ¿En
sacralizar a la ciencia? ¡Por Dios, eso es impensable! Sólo en la Antigüedad se

16
Se refiere al Salmo 82:6; Juan 10:33-34
daban esas cosas, cuando unos pocos versados, que gustaban de hacer ciencia
experimental en la oscuridad de las cuevas o en los húmedos rincones,
hábilmente, manipulando sus conocimientos sobre algunos hechos naturales que
dejaban boquiabierta a la gente vulgar, lograban convertirse en sacerdotes
mediante estos artificios, e incluso en dioses.
Sí; había errado el camino. Lo que Jesús quiso decir fue esto: que todos somos
dioses porque Dios nos creó de su propia esencia; y nada fuera de esta
interpretación podía darse por válido. Y la ciencia proviene del hombre, pero no
por ello es divina, no, pues cabe la posibilidad de que provenga de una de las
dos fuerzas que se ciernen sobre él, la una que lo aconseja y la otra, que lo
desaconseja, o sea: de Dios o del Diablo. El primero era pura sabiduría, paz; el
segundo, necedad, rebelión. Y si la ciencia negaba la existencia de Dios –porque
la niega, y no puede retractarse de esto; si no, ahí están sus campeones: Descartes,
Lavoisier, Rosseau, Voltaire, Diderot–, entonces la fuente de la que proviene es la
del Diablo. Y él, el ministro de Dios, lo había comprobado en el laboratorio de
Tassus y con el ataque que sufrió Baros en el cementerio.
Salió de la casa pastoral y entró al salón de la iglesia; abrió las puertas, para
marcharse.
–Pastor Faina. –Era una voz ronca que lo requería. –Un minuto, por favor.
Cerró rápidamente la puerta, sin atender el llamado, un tanto nervioso.
–¿Puedo hablar con usted, adentro, en la iglesia? –le dijo el hombre,
penetrando en su espacio vital.
Faina le echó una mirada de pies a cabeza: era muy robusto, y vestía un gabán
largo y negro, de cuello alto, embutida la cabeza en un sombrero también negro,
ala ancha, que le escondía el rostro. La disposición del cuerpo le sugería al pastor
que el hombre estaba decidido a no dejarlo ir, a menos que lo atendiera. Le
recordaba a los hombres de la policía secreta comunista. ¿Tendría razón Iliescu
cuando, en la universidad, lo alertó de lo revolucionario de sus sermones?
–Claro, hijo –le dijo Faina, abriendo dificultosamente la puerta–. Pasa, pasa.
Estás en la Casa de Dios, tu casa.
El hombre de negro ni siquiera lo veía a los ojos, que ocultaba en el ancho
cuello del sobretodo. Metió la mano en uno de sus bolsillos. Faina advirtió, con
miedo, aquella acción.
–¿En qué puedo ayudarte, hijo? –le preguntó dócilmente–. ¿Tienes algún
problema? Habla, que Dios te escuchará.
El otro estaba allí, parado, sin emitir palabra, y las manos en el gabán, como si
escondiese algo, un cuchillo, por ejemplo.
–¿Conoce usted al agente Popescu? –la pregunta fue hecha de ramplón, sin
miramientos ni entonación.
Faina se alarmó. ¿Qué decir o qué pensar? No lo conocía; muchas cosas
pueden salir muy mal cuando se abre la boca; sentía reventar la cabeza por la
presión de una prensadora. Pero Dios está conmigo.
–Sí, por supuesto –le contestó, expectante–. Es uno de los hermanos de la
iglesia.
El hombre sacó rápidamente una mano del bolsillo, y Faina, que imaginaba
saltar de él un arma, se retrajo; sin embargo, el otro sacó una hoja de papel bond
doblada por la mitad, y se la alcanzó.
–Entonces entréguele esta nota.
–Pero…
El hombre no lo dejó que hablara; salió de la iglesia con paso medido y seguro,
sin percatarse de las gotitas de sudor que resbalaban de la frente de Faina.
¿Quién era ese extraño que expedía un olor cercano al azufre? ¡El Diablo! Muchas
cosas raras estaban ocurriendo en la ciudad los últimos días, muchas. ¿Y esto?
¿Qué hago con este papel? ¿Me dijo que se lo diera a Popescu, eso fue lo que dijo,
verdad? Oh, Dios, pero si hoy es jueves y éste no se asoma al púlpito sino hasta
el sábado por la noche.
Curioso, desdobló la nota; decía:

Popescu, eres hombre muerto. A.

Bilioso por el aturdimiento, enseguida salió de la iglesia, subió al Metro, y se


dirigió a Lipscani, ya no en busca de Scott, sino de Baros, la compañera. Cuando
bajo del andén, quedó pasmado por la visión apocalíptica del centro de la ciudad.
Rapidamente tomó un taxi y le dio la dirección de la librería.
Juvenal lo recibió.
–¿En busca de Scott, pastor? Está en la trastienda –le dijo el librero–. A
propósito, ¡qué calamidad la de ayer! ¿Ya vio las noticias?
–No, todavía no –le respondió apenas.
Abrió la puerta. Scott se preparaba un café. Cuando vio venir al pastor, lanzó
un grito de alegría.
–Gracias, gracias por venir.
Faina sudaba todavía.
–Rachiu; deme un poco de rachiu –le pidió a Scott, que pronto se dio cuenta
del estado neurasténico del párroco–. ¡Dios mío –exclamó–, se ha desatado el
apocalipsis!
–¿Qué, pasa algo malo? –le preguntó el otro, quien tampoco se hallaba
informado.
–¿Y Baros? –preguntó luego Faina, acordándose de su misión.
–No sé; ya había salido cuando me levanté de la cama.
El pastor, sin poder contenerse, le alargó la hoja.
–Léala –le pidió, atragantándose de rachiu.
Después de haberla leído, a Scott se le cayó de las manos.
–¿Va dirigida a Popescu, el compañero de Baros?
–Sí –le contestó Faina.
–¿Y cómo lo sabe? Popescu es un patronímico muy común en Rumania, y
estoy seguro que en su iglesia abundan los sujetos que se hacen llamar por ese
nombre.
–Sí –le dijo, chispeando la bebida por la boca–; pero, en este caso, estoy seguro
que se trata de Anton Popescu, el agente y compañero de Baros.
–¿Por qué lo cree?
–Porque el extraño me preguntó por el agente Popescu; además éste ha estado
siguiéndole la pista a algunos tipos que pertenecen al crimen organizado, y
ninguno de los otros Popescu de la iglesia están liados en esas cosas.
–¿Le ha insinuado él eso?
–En varias confesiones personales, pero mi ética como pastor me impide
revelarlas. Lo siento.
Scott se sentó en el sofá.
–¿Qué hacer entonces? –preguntó.
–Pues ir inmediatamente a la Gendarmería y entregarle la nota. Es lo único
que podemos hacer, además de orar por su alma.
–Me parece bien –asintió Scott, y se metió al dormitorio, para sacar una
chaqueta–. Bien –dijo, ya en medio de la sala–. Salgamos, pastor.
Cuando llegaron a la Gendarmería preguntaron por Baros; Maior los atendió:
–¡Pastor Faina! –lo saludó el comisionado–. ¡Qué gusto de verlo por aquí!
Venga, asómese a mi oficina.
Entraron. Scott lo seguía.
–¿En qué puedo ayudarle, pastor? No me diga que se le metieron los ladrones
a la iglesia, ¿no?
–No, no –le respondió Faina–. Aunque pregunté por Baros, en realidad ando
en busca de Popescu.
–Ah –dijo el otro–. ¿Popescu? Anda con Baros y los agentes de la Interpol
cubriendo el caso del ataque de ayer en la noche. Qué tremendo, ¿verdad, pastor?
¿Ya se dio una vuelta por el bulevar Balcescu? ¡Un desastre, un desastre! Estamos
todos conmocionados en la ciudad, y lo peor es que no se sabe qué es lo que está
pasando. Al menos una cosa es cierta: el balaur existe. ¿Ya vio las fotografías en
el Adevarul? Jamás creí que vería algo similar en la vida. ¿Será extraterrestre?
Ambos, Faina y Scott desconocían de lo que hablaba Maior, excepto por la
destrucción del centro de la ciudad, que era más que evidente.
–¿Extraterrestre–preguntó Faina, pasmado.
–Y son dos, dos criaturas. ¿Qué dice la Biblia al respecto?
–¿La Biblia?
–Digo, acerca de la existencia de estas criaturas que no son terrestres; de eso
estoy seguro. ¡Vea las fotografías! ¿Cómo explicar su existencia? Se supone que
Dios solamente creó a Adán y Eva en esta Tierra, que fueron su única creación
inteligente; la verdad es que las Escrituras nunca tocan el tema de la vida
extraterrestre con precisión, y no dice si Dios creó otros seres con razonamiento
en algún otro lugar de la galaxia, salvo, claro está, en el caso de los ángeles…
pero ya se sabe que estos viven en el Cielo, fuera de esta dimensión.
–Perdóneme, comisionado, pero no sé de lo que me habla.
–Vea –le dijo alcanzándole el diario.
Faina vio las fotografías en primera plana de dos figuras que luchaban en la
calle, aventándose autos, en unas, y chocando entre sí, en otras. En las páginas
interiores se veía al ente partiendo la tarima del estrado en dos, ante los ojos
estáticos de la multitud partidaria. Scott observaba por arriba del hombro del
pastor. «Increíble», susurró.
–Ahora conocemos a los autores materiales… –siguió Maior, pero luego calló.
–Es el balaur –le dijo Scott a Faina–; el del hotel y del cementerio. ¡Y este otro
también! Ahora lo veo con claridad… Parece un robot.
–¿Un robot? –exclamó Faina, desconcertado.
–Sí –le dijo Scott–. Vea la lumbre metálica. Los conozco muy bien porque yo
mismo he trabajado en la creación de estos aparatos, aunque a escalas mucho
más pequeñas.
–¿Usted? –le preguntó Maior–. ¿Usted sabe de estas cosas? A propósito,
¿quién es usted?
–Bueno…
–Él es el doctor Scott Fraiser, del Instituto Molecular de Illinois –se coló
Faina–. Es amigo de Baros; también lo fue del finado Emile Cervini, el de la
Universidad Bucarest.
–Oh, de Cervini –Maior–. Es una lástima que una mente tan lúcida…
–Disculpe, comisionado –lo interrumpió Faina–; pero me urge dar con
Popescu, o con Baros, en su defecto.
–¿Y por qué anda tan aprisa? Tal pareciera que va a darle la extremaunción al
hombre… Perdón; olvidaba que usted es usted un ministro protestante.
Maior era cristiano ortodoxo; Faina apretó los ojos, crispado por las niñerías
de éste, que no dejó de sentirse incomodo por el gesto del primero.
–¿No está aquí entonces? –preguntó al fin Faina.
–Espere –le dijo Maior–. Voy a ver si lo localizo por el celular…
Marcó. Sin respuesta.
–¡Vaya, sin señal!
–¿Y si llamara a Baros? –insistió el pastor.
Maior volvió a marcar.
–¿Aló? ¿Dónde estás? En el Ateneo… El pastor Faina anda buscando a
Popescu… ¿Al laboratorio? Bien; yo le digo –y colgó el celular.
Faina aguzaba los oídos.
–Siéntese, pastor –le pidió Maior–. ¿Quiere una tacita de café? Me gustaría
saber que piensa de las palabras de patriarca Alexis acerca de la unión ecuménica.
–No, gracias –le dijo Faina, desesperado–. ¿Y bien?
–Permítame –se excusó Maior, que empezó a firmar un reporte–. ¡Ionel! ¡Ven
acá! Aquí tienes; dáselo en la mano al fiscal Chiliman, ¿entendido?
Faina se palmeó las piernas.
–Vea, pastor –le dijo Maior de frente, con una estúpida sonrisita burócrata
aflorándole a flor de piel–, los muchachos andan muy ocupados ahorita, y me
apena tener que decirle que no podrán atenderlo.
La cólera empezó a enrojecerle la cara, que disimuló bajándola al pecho.
Maior se compadeció.
–Sin embargo –siguió–, si el asunto es de verdad urgente, podrá usted
encontrarlos en la universidad, en su laboratorio, de aquí en una hora. ¿Sabe
usted dónde es?
El otro asintió, aliviado, levantándose de la silla y saliendo del cubículo.
–¡Pregunte usted por el profesor Tassus! –le gritó Maior–. ¡Él le podrá ayudar!
¡Ah, y pídale a Dios por mí! ¡Dígale que, aunque yo no diezme, le estoy
agradecido por darme el doble de lo que doy a los que no me conocen! ¡Adiós,
adiós! ¡Ah, gusto de conocerlo, doctor Fraiser! ¡Estaremos en contacto! ¡Me
interesa lo que dijo acerca del robot! ¡Cuidado con andar por la calle en las
noches! ¡Adiós! ¡Qué San José y Santa María los cuiden!
29
El amor, los celos y la ciencia

___

–Está a punto de caerse –le dijo Baros a Blue–. Si no fuera por la columna
interior, el Ateneo ya se habría derrumbado.
–Parece una boca sin dientes –agregó Rosa–; je, je, una boca jocha, ja, ja…
«Ay, qué trío de tontos», farfulló Popescu. «Los tres chiflados».
Como el tráfico estaba cargado en el bulevar Dacia, debido a la destrucción
del centro de la ciudad, los agentes, que habían pensado llegar a la Piata Romana
por el norte, bajaron por la calle Golescu y cogieron la Strada Stirbei Voda, al sur,
para dar justamente con lo que quedaba del Ateneo. Por donde alzaran la vista,
encontraban destrucción y desolación: autos con las ruedas hacia arriba o
canteados, edificios perforados y vitrinas rotas. Los equipos de emergencia
empezaban a limpiar aquel alboroto y los bomberos apagaban incendios fatuos.
De la policía científica apenas había quedado un agente, que se acercó a ellos. Era
Orban, el perito.
–¿Fijaron la escena del crimen ya? ¿Evidenciaron algún indicio de los
autores? –le preguntó Baros.
–Sí –le contestó el otro con frialdad pero en el fondo asustado–; hemos ido
tomando fotos y estableciendo croquis y diagramas, partiendo de lo general a lo
particular, buscando relevamientos de huellas y toda clase de indicios.
Empezamos por la Piata Romana, lugar primigenio del crimen, y luego hemos
venido descendiendo en inspección ocular por más rastros.
–Bien. ¿Qué hay de los muertos?
–Ya en la morgue. Aquí tienes algunas fotografías que se revelaron esta
mañana. Como sabía que vendrías, pues me tomé el costo de traértelas –y le hizo
el perito un guiño.
–Esto es en la Piata Romana –dijo Baros.
–Sí; en la zona del ataque. Los fallecidos son tres: Chilia Gusa, Gheorghe
Barbu e Ilie Puwak: vicepresidente y vocales del Comité Central del PMRU.
Todos ellos celebraban un mitin político esa noche…
–Sí, sí, lo sabemos, ya lo sabemos –irrumpió Popescu, hastiado–. Mejor
dígame, ¿qué indicios materiales han podido encontrar?
–Verá –sacó una libreta de apuntes–, para mí, tres indicios levantados valen la
pena de ser objeto de explotación…
–Pues diga cuáles son de una vez –volvió a interrumpirlo Popescu–. ¡No sé
por qué da usted tantas vueltas!
–Si me dejara hablar quizá se los dijera, pero…
Popescu levantó las manos al cielo, impaciente. Baros lo hizo a un lado y
retomó el diálogo con el perito forense.
–Hazme el favor de continuar, Orban. –Le devolvió el guiño.
–Bien –le dijo, acercándosele, contento; luego en susurros–, ¿cómo puedes
aguantar a ese tipo? Es un majadero impertinente. Pídele a Maior que lo releve. –
Popescu parecía leerle los labios; entonces dijo, con voz templada. –Como te
decía, Baros, para mí son tres los indicios dignos de explotación: el primero, la
causa de muerte de los diputados –le señaló las fotografías–; ¿ves las marcas?: la
manopla de acero. ¿Te acuerda de lo que vimos ayer en la tarde, en la salida a
Brasov, y también de los casos anteriores? Las mismas. El segundo indicio: este
rótulo –extrajo otra fotografía del bolso donde aparecía un objeto metálico
parecido a un armazón para cubrir el pecho, rubricado con una escritura
futurista–. ¿Puedes leer lo que dice allí, agente? QROBOT. Y el tercer indicio –de
nuevo otra foto–, para todos el más importante: sangre. La huella genética del
autor.
Baros, atónita. Cogió las fotografías y se las mostró a los demás.
–¿Tenemos los medios de laboratorio para hacer los análisis clínicos?
–Por desgracia, no; he hablado con Maior sobre el mal estado de los equipos,
pero éste siempre arguye que están bajos de presupuestos. Habrá que mandar a
hacer los análisis a Hungría o tal vez a algún laboratorio privado.
–Ah, me lo dices a mí –dijo penosamente Baros, y echó una mirada a Blue–,
que tengo una cartera de mil homicidios. ¡Estoy que reviento! Pero para hacer
política sí tienen… Bueno, bueno, a lo nuestro. ¿Qué han pensado hacer ustedes
con esta evidencia biológica? ¿Existe un laboratorio privado aquí en Bucarest que
pueda ayudarnos?
El forense hizo un gesto de indolencia.
–No –le contestó–. En eso estamos muy atrasados. ¿Pero te acuerdas de aquel
señor Oprea? El que nos dio clases de medicina forense en la universidad. ¿Ya?
Creo que Popescu lo conoce también. Asistimos juntos. ¿Te acuerdas?
Baros arrugó los pliegues de la frente. «Sí; ahora me acuerdo.» Y se acordó
también de la idea de Scott de fundar un centro de investigaciones genómicas en
Bucarest. «Al final tenía razón Fraiser.»
–Claro.
–Bueno, él manejó, hasta antes de su desaparición, un laboratorio que hizo
instalar en la universidad. Ahora, que después de morir, no sé si todavía estará
en funcionamiento.
–Nosotros podríamos ayudar –terció Blue–. Antes de enrolarme en la policía,
trabajé como ingeniero en genética; incluso creé un programa bioinformático
para estos casos.
Baros, al escuchar aquella declaración, se sintió más atraída. «Además de
bello, inteligente», pensó. «Por eso te amo, mi bello». Rosa notó esta disposición
y se acercó para espiar. Popescu emblanqueció los ojos.
El forense vio a Blue con cierto recelo. «Usted, que parece un muñeco de
porcelana, sabe de ingeniería genética. No lo creo».
–Digo, sí me lo permiten ustedes los de la Policía Científica –acabó por decir
Blue.
–Habría que hablar con Maior –dijo el forense.
–No son necesarias ninguna de las dos medidas –dijo Baros–: el laboratorio
aún funciona. El encargado ahora es el profesor Tassus.
–¿Y tú cómo lo sabes? –le preguntó Orban.
–Ah, porque precisamente hablé con él no hace mucho; siempre en relación
con los casos del balaur.
–¿Habías encontrado sangre antes?
–No, no… –le contestó Baros–. Recuerda, Orban, que la mayoría de los
asesinados eran científicos de la universidad –al decir esto echó una mirada de
extrañeza hacía el final de la calle–. ¿Pero qué hacen estos dos aquí?
Los demás le siguieron la vista, y pronto vislumbraron las figuras de Scott y
Faina, que caminaban trabajosamente, cansinos. El pastor venía ahogado.
«¡Vaya, lo que faltaba!», exclamó Popescu, irritado. Rosa y Blue se alegraron
de encontrarse nuevamente con el doctor Fraiser y de verlo sano y recuperado de
sus espantos.
–Disculpen que nos hayamos aparecido cuando están ustedes en pleno
trabajo –dijo Faina, sofocado–, pero es que teníamos que dar un aviso importante.
–¿Un aviso importante? –preguntó Popescu, más irritado todavía–.
Perdóneme, pastor, pero debieron ustedes esperar a su amiga por la tarde –lo dijo
recriminando a Baros con la mirada.
–En realidad soy yo el verdadero causante de esta interrupción –acotó Faina,
ya sereno–. El doctor Scott me hizo el favor de acompañarme. Íbamos a buscarlos
en la universidad, a unas cuantas cuadras de aquí y hasta donde nos podía dejar
llegar el tráfico, cuando los vimos. ¡Y no sea insolente, muchachito –lo amonestó
de pronto Faina–, que es por usted que vengo!
–¿Por mí? –inquirió el otro–. Si iba ir a la iglesia hasta el sábado, como
siempre.
–No –lo contradijo Faina–, no es por eso tampoco. Tome –le dijo
extendiéndole la hoja de papel–. Y ustedes disculpen, señores –les dijo a los
demás–; tengo que hablar a solas con el agente Popescu –lo cogió por el brazo.
El otro se dejó acarrear mansamente hacia el bordillo de la calle.
–¿De qué se trata esto, Popescu? –le reclamó Faina–. ¿En qué cosas anda
metido? No sabe el susto tremendo que me ha hecho pasar.
–Pero si yo no sé nada –le respondió–; ni siquiera sé porque me da este
pedazo de papel.
–Ábralo.
Popescu desplegó la hoja. Se le abrieron los ojos con desmesura. Giró la
cabeza y vio a Faina de frente. La ira le hizo brotar las venas.
–¿Quién se lo dio? –le preguntó.
–Un tipo extraño, hediondo a azufre, vestido de negro.
–¿Le dijo algo más?
–No; nada. Me pidió solamente que le entregara esta nota.
–¡Apúrate, Popescu! –le gritó Baros desde la otra acera, despidiéndose y
dándole las gracias a Orban–. Nos vamos al laboratorio.
–¿Al laboratorio? –exclamó Popescu, desorientado.
–Blue y el agente Rosa quieren entrevistar a Tassus en el laboratorio de la
universidad. Además le preguntaremos si nos puede ayudar con los exámenes
clínicos. ¿Viene usted también, pastor? Scott irá conmigo.
–Sí, sí, hijita –le contestó Faina–. Dame un segundo. ¿Y bien, Popescu? –le dijo.
–No se preocupe, pastor –le respondió éste–. Esto es muy común en mi oficio.
Partamos.
Subieron a los autos y arrancaron. Ya adentro de la universidad caminaron
directo al laboratorio. Se presentaron. Los atendió Sonia, quien al ver a Popescu
adquirió un matiz sonrosado. Le gustaba verlo junto a los demás agentes, ya que
lo hacía lucir interesante, importante, pero éste le había lanzado una certera
mirada de menosprecio. Se le ajó la cara.
–El profesor Tassus no vino a trabajar hoy –dijo dirigiéndose a él, con tiento–.
Al parecer ha tenido problemas para desplazarse.
–Vaya jefe el que tienes, querida –le respondió, encrespado; Sonia se sintió
avergonzada–. ¿Y cuándo se aparece tu jefito?
–Qué mala pasada –exclamó Rosa, a un lado–, y precisamente hoy que
necesitamos su ayuda.
Blue, en cambio, seguido por Baros, merodeaba en los estantes del laboratorio.
«Está bien equipado», pensaba. «Me pregunto en qué estará trabajando
Tassus en este momento».
–Jamás hubiera creído que usted entendiera de estas cosas –le dijo Baros,
meliflua, sacándolo de sus introspecciones–. Se ve tan joven…
Blue la escuchó, contento, guardando silencio. Esa voz afónica le atraía.
–Ah, perdón, Baros, ¿me decía que quería que saliéramos a darnos una vuelta
juntos? –le contestó al fin con picardía. Definitivamente Baros le gustaba mucho.
–Ja, ja –rió la otra, ruborizada–. ¿Y su amigo? ¿No lo irá a meter en problemas
con su jefe?
–No; ¡qué va! Lo podemos llevar también. Ja, ja. No hay ningún problema.
Ambos empezaron a sonreír, adyacentes, uno al lado del otro, compenetrados
en uno sólo, amándose en un cruce de miradas encendidas. Baros le hizo un
guiño con la nariz, que Blue respondió con una contracción de labios. La deseaba
él a ella y ella a él. Rosa se clavó de por medio.
–Qué bien lucen juntitos –les dijo, devorando con la vista a Blue–. ¿Quiere que
le revele un secreto, agente Baros? –Blue empalideció. «No irás a cometer una
barbaridad», decía en gestos a Rosa, «no en este momento». Baros se dijo: «¡Otro
secreto!», e involuntariamente se enfiló hacia Scott.
–¿No me diga que Blue está casado?
–Peor todavía –le respondió Rosa con un sarcasmo que la hacía gustar de las
delicias del mal.
–¿Peor? –Baros esta vez sintió dudas.
–Sip –dijo Rosa, jugando.
Blue, patitieso. «Eso pasa cuando se juega con fuego. Aquí viene a flote mi
bisexualidad».
Rosa tomó a Baros por la mano y se le acercó al oído. Le susurró:
–Este hombre es todo un Casanova.
La otra empezar a reír a carcajadas.
–Noooo… Si con ese talante, cualquiera…
Blue no sabía que pensar. «¿Le habrá dicho que soy gay? Se ríe de mi
condición».
Ya iba a replicar con una negación, cuando apareció Scott, Faina en la cola,
hablando:
–Dice Sonia que va a tratar de comunicarse con Tassus, pero que sería mejor
venir a visitarlo en la tarde, o bien mañana…
Popescu le daba la espalda a su novia, que veía a los otros con miedo.
–Sería mejor que viniéramos mañana –alegó–. Hay trabajo hoy con los
forenses de la Policía Científica.
–Está bien –dijo Baros–. ¿Ustedes que dicen?
–De mi parte –le respondió Rosa–, se hará como ustedes quieran.
Blue coincidió con ésta.
–Volveremos mañana –dijo Baros.
Y salieron todos del laboratorio.
–Adiós, Popescu –le masculló Sonia, dolida por que éste salía sin despedirse
de ella.
Popescu hizo un gesto de asco con la nariz, al tiempo en que resoplaba por la
boca, rechinando los dientes, como esos animales que, una vez satisfecho el
instinto, menosprecian a su presa. La otra, despreciada, se echó a llorar,
compungida. «Qué estúpida soy, qué estúpida soy», se reclamaba, sentada en un
rincón del recinto. «Pero me las vas a pagar algún día, Popescu; te lo juro», y
salió del laboratorio, arrebatada por el llanto, corriendo. ¿Qué hacer con esta
maldita vida?, se decía mientras escapaba por pasillo, dejando atrás la
universidad. Se mantendría así, corriendo y corriendo, sin escuchar el claxon de
los autos ni los gritos de la gente avisándole que por poco moría atropellaba,
¡fíjate por dónde vas, muchacha loca!, sí, correría sin saber adónde, hasta
perderse, sí, perderse bajo las llantas de un autobús o del metro, o en la horrible
oscuridad de su dolor, que esperaba amainar con el cansancio.
30
Los remordimientos de un libertador

«Y sola, sin su nido, volará el águila cruzando el sol. Entonces, cuando llegó al pie de la
colina, miró al mar otra vez y vio a su barco acercándose al puerto y, sobre la proa, los
marineros, los hombres de su propia tierra. Y su alma los llamó, diciendo: “Hijos de mi
anciana madre, jinetes de las mareas; ¡cuántas veces habéis surcado mis sueños! Y ahora
llegáis en mi vigilia, que es mi sueño más profundo. Estoy listo a partir y mis ansias, con
las velas desplegadas, esperan el viento”.»,

Gibran Khalil, El Profeta

___

Razvan, deprimido, se negó a aceptar el vaso de vodka que Mitrea le


alcanzaba.
–Por el neoliberalismo –le dijo con sorna.
–No; gracias ministro –respondió Razvan, zaherido–. Necesito salir de aquí.
El funcionario, encogiéndose de hombros, lo tomó para sí. «Como quiera.
¡Viva Adam Smith!», empujó la bebida hasta el fondo.
Abandonó el diputado y presidente de partido el lugar y, caminando por la
calle Golcescu en giro al bulevar Dacia, llegó un tiempo después a la Piata
Romana, donde cayó conmocionado de ver tanta ruina, y no sólo la material.
«¿Qué he hecho, qué he hecho?», se preguntaba, contrito. «Dios sabe que lo
hice en nombre de la Libertad, del libre albedrio. Todos necesitábamos
expresarnos de acuerdo a nuestra propia naturaleza, a nuestros propios instintos,
para evitar la sujeción de un poder doctrinal horrendo como el comunismo.
Teníamos el derecho de pensar como quisiéramos, de emprender empresas a
nuestro modo».
«¿Pero esto? Esto no era lo que yo quería. ¡No! ¡Luché para que fuéramos
libres, para que gozáramos juntos de la libertad como hermanos unidos! Pero ha
acontecido justo lo opuesto: hipocresía, alevosía, ventaja, desigualdad,
competencia feraz, ruina moral y económica. Sólo unos cuantos gozan de la
riqueza. ¿Por qué? ¿En qué falló el sistema? Ay, el capital es como la manzana de
Eva, deliciosa pero mortal. Me dejé engañar por el idealismo. ¿Pero no había
visto yo a otras naciones vivir cómodamente gracias al capital? A los Estados
Unidos y el Japón, por ejemplo. ¿Por qué me volví ciego entonces? ¿No sabía yo
que Estados Unidos es el país donde más homicidios hay en el mundo, o el Japón
donde más se suicida la gente? ¿Pero y qué hay de los países nórdicos, Suecia,
digamos? Pero si allí son más socialistas que la Rusia de tres años antes».
Entonces recordó las palabras de Marx, que de niño escuchó en boca de sus
padres.
«Mis inquisiciones me llevaron a la conclusión de que las relaciones jurídicas,
igual que las formas de Estado, cuyo conjunto, al ejemplo de los ingleses y
franceses, no pueden ser comprendidas por sí mismas, ni por el llamado
desarrollo del espíritu humano, por cuanto descansan en las relaciones
materiales de la vida, y porque además, la anatomía de la sociedad civil hay que
buscarla en la economía política».
O sea, que sólo aquello que concerniera a los medios de producción que
sirven al ser humano para sostenerse con vida puede determinar el futuro rumbo
de sus acciones, de su actitud frente a la vida, de sus creencias, ya religiosas,
jurídicas o económicas, o cualquiera otra que algún pensante se le ocurriera. ¿No
era esto acaso verdad? ¿Por qué se devoraba la gente una a la otra
sumergiéndose en una espiral de violencia bajo el sistema dominado por el
capital? ¿Sería acaso por qué no todos tenían acceso a los medios de producción
con que sostenerse? Y si este era el caso, ¿entonces no se sentiría un ser humano
frágil, inseguro de saber qué es lo que le depara el mañana? ¿No podría incluso
volverse paranoico, loco, de verse zambullido en un mar incontenible de
competencia, una competencia, hay que decirlo, que presionaba a todos por igual?
Aun así, ¿por qué? ¿Por qué existía la competencia? Porque no todos tienen un
medio de producción seguro que los pueda salvaguardar de los tiempos de mala
cosecha, porque los medios pertenecen a los que tienen capital, a los pudientes, a
los listos que se adelantaron, a aquel que dijo un día, con una estaca en la mano y
tomando para sí una parcela de tierra de este planeta que nos pertenece a todos:
«Esta tierra es mía», y clavando la estaca, tuvo ante sí a otros tontos que le
creyeron.
«Pero de ninguna manera hubiera seguido viviendo bajo Ceaucescu», se dijo.
«Era tan anacrónico, autócrata, endiosado, egoísta y despiadado, tal como Stefan
y Dendiu. De ninguna manera».
Entonces cayó en la cuenta: «¡Por Dios, el problema era Ceaucescu mismo y
no el sistema! ¿Por qué no lo vi antes?». ¿Le había pasado lo mismo que a
Gorbachov? Achacó sus desmanes a su juventud. Razvan había soñado con la
Libertad de forma idílica, sin prever a cabalidad la base económica en la que se
sustentaría. Se había imaginado a sí mismo como un libertador que desatara a la
gente de las cadenas de la opresión ideológica y económica, pues el comunismo
prohibía el librepensamiento y la libre empresa. Y el de joven se habría
preguntado por qué, si el mundo entero era libre de hacerlo. Mas ahora que veía
a Rumania desangrándose, matándose unos a otros, y a grandes tiburones
financieros surgiendo voraces de la oscuridad devorándolos doblemente, supo
por qué. Había roto la cadena comunista, pero hoy las cadenas que atan a la
gente son más pesadas, empezando por las de arriba, pasando por en medio,
hasta llegar al último eslabón: el capital. Una gente se subía encima de la otra,
ansiosa por llegar al primer peldaño, el de la riqueza, ahí donde el dinero brinda
seguridad, respeto y prestigio. La selva moderna, la animalidad en su máxima
expresión.
¿Pero, en este Universo, no había acaso el derecho de comportarse como uno
quisiera, sin que nadie le dijera lo que tenía que hacer? Claro que lo hay, y se
llama fuerza, pues la libertad consiste en gozar de bienestar sin quebrantar el del
prójimo. Y no como ahora, que mi goce depende de las lágrimas derramadas por
el duro trabajo del otro. Es la dura realidad. ¿Debían todos gozar de un bienestar
y paz iguales? ¿Y por qué no? Ah, porque yo soy más bello que este zopenco
rudo, soy más inteligente que aquel bruto hilador, me merezco una atención
personalizada. No me digas… ¿Quieres entonces reírte de los humildes, por la
calidad de tu clase, superior, y vanagloriarte ante ellos de la configuración única
y sin parangón de tu personalidad? ¿Quieres gritarles en la cara que tú eres el
plus ultra de la raza humana? Te engañas: una hormiga de tierra es más lista que
tú.
–¿Una hormiga? –se dijo–. Una hormiga…
¿En dónde había escuchado él estas hermosas palabras?: «No puede haber
igualdad ni libertad real, efectiva, mientras no se haya hecho imposible la
explotación de una clase por otra».
Y esto quería decir que nadie podía arrogarse el derecho de poseer los medios
de producción para sí mismo, pues éstos nos pertenecían a todos. ¿No era el
planeta Tierra de todos y no habíamos sido engendrados por ella? ¿Y los medios
de producción no provenían de Ella, de sus metales, de su ingenio? Entonces por
qué alguien tendría el derecho de decir «¡esto es mío!» cuando en realidad
sabemos que es de todos. ¿Residía entonces la violencia en la desigualdad, en el
arrebato de bienes terrestres por unos a otros, por la existencia de algunos
individuos aglomerados en una clase, rica, ilustrada, sabedora
maquiavélicamente de estas reflexiones, que utilizaba el trabajo de la otra clase,
la pobre, menos instruida, ignorante de ellas? ¿No se llama eso cinismo,
hipocresía, alevosía y ventaja?
–Soy un traidor –se dijo Razvan, conmovido, llorando–. La vanidad me ha
pasado la factura.
Y una gran factura. ¿Qué hacer? Ya no tenía fuerzas de seguir contemplando
la plaza. Se sentó en una fuente de agua hecha pedazos, con las manos
cubriéndole el rostro, el llanto. «Soy un idiota, un grandísimo idiota». Le parecía
claro ahora que su juventud se había dejado llevar por un ideal pervertido por
otros más inteligentes que él, del tipo Stefan, Dendiu, que sabían a la perfección
la verdad de las cosas, pero que se negaban a revelarlas o las utilizaban para su
propio beneficio. ¿Pero por qué? Pues porque hay seres que no desean ser igual a
los otros, sino, al contrario, superiores y magnificentes, porque son
individualistas, egocentristas, la sal de mundo, o como el azadón, “que todo jale
para dentro de mí”, en tres palabras, son humanos todavía con rasgo animal,
seres en quienes la evolución es todavía incompleta, seres que ya sea en este
sistema económico o en el otro se comportarían igual, salvajemente, “primero me
harto yo y, si queda, después tú”, de los que dicen atrás del escritorio, “tu trabajo
no sirve para nada, porque me haces ganar pocos céntimos”, en vez de decir,
“toma tu parte de la ganancia, y trabajemos duro para que saquemos adelante
esta empresa mañana”. Ceaucescu era así, ¡y eso que se decía comunista! ¿Era eso
malo, que fueran individualistas? Mientras no afectara el desarrollo de los demás,
no. Pero es común que en los seres arraigados de animalidad el concepto de
territorialidad, dominio y ganancia sea crucial para su bienestar. ¿Por qué?
¡Porque no soy un pendejo como ustedes! A mí me gusta la buena vida, los
carros de lujo, el trabajo fácil (el duro me lo hacen ustedes), los amigos y mujeres
bien parecidas y, sobretodo, ¡la sensación única e intransferible de sentirme
dueño de su destino, de tenerlos en mi despacho rogándome para que les haga
un favor! ¿Y yo? ¿No padeceré de este mal? La verdad era que no, pues había
pasado por un sinfín de tormentos, sin que nadie se lo agradeciera, y aun así no
se había visto reducido su empeño lo más mínimo. Pero hoy, en esta hora
maldita, el único que podía aplacar su capacidad de resistencia y empuje era él
mismo. Y ya estaba cansado de su vida, de sus yerros monumentales, de sus
sacrificios. Había caído engañado por ideales preconcebidos por otros más vivos
que él.
–Abandonaré la lucha política –dijo en susurros, gimoteando–. Lo abandonaré
todo.
Se irguió, caminó unos pasos y trastabilló contra uno de los fragmentos de la
Estatua Lupoaica, la cabeza de la loba. «Pobre», dijo. «Descabezada». Se apoderó
entonces de su mente un pensamiento horroroso. «Matarme», caviló. «¿Por qué
no? Es lo menos que puedo hacer para pagar por el desastre al que he llevado al
país. La gente hasta me lo agradecerá. Voy a matarme ahora mismo».
A la izquierda, a unas cuadras, se ubica el bellísimo Museo Nacional de Arte
que se erige colosal y orgulloso. Razvan pensaba arrojarse desde uno de los
pretiles de sus galerías.
«No me recordarán como su libertador sino como el hombre que les desgració
la vida», se decía mientras subía los escalones.
«Que soy un cobarde, dirán mis enemigos. ¡Bah! ¡Qué me importa ya! Moriré
y descansaré para siempre», y los ojos inundados, más por el supuesto desprecio
que se imaginaba en el rostro de la gente, que por la acción misma de su suicidio.
Se acercó al balcón, suspirando.
«Tú me diste la vida, Rumania querida», dijo mientras alzaba el pie de la
baldosa, lacrimoso. «Hice lo que creí correcto de hacer. ¡Ahora tómala!»
–¡Un señor va a aventarse por los ventanales! –gritó una mujer bonita–.
¡Auxilio, auxilio!
Razvan giró la cabeza, para observarla, y dio el paso, pero la mujer le agarró
un brazo.
–¡No, señor, por favor! ¡No lo haga, no se mate!
–¿Sonia…? –dijo él, consumido, reconociendo a la hija de Brudan y tratando
de arrancarse de su mano, arrastrando a la otra consigo, fustigado todavía más
por el recuerdo de su lucha política.
–¡Auxilio, auxilio! ¡Guardias, guardias! –gritaba Sonia, que se veía ya abatida
sobre el duro concreto.
–¡Suéltame! –le gritó Razvan–. ¡Debo morir! –esta vez se deslizó por la
baldosa, quedando colgado del balcón, y la otra tirada al final del pasillo, tirando
con sus últimas fuerzas.
–¡Ayuda, ayuda! ¡Se me va, se me va!
–¡Déjame morir, muchacha! ¡Suéltame! –gritaba Razvan, golpeándola con la
otra mano–. ¡Suéltame y sálvate! ¡No has tenido tú la culpa de mi necedad!
¡Suéltame, suéltame! ¡Ahora! ¡No sabes del mal que le haces a la patria rumana al
salvarme! –y empezó a retorcerse en el aire.
Se le resbalaba de las manos, cuyos dedos, sudorosos y escurridizos, luchaban
por retenerlo, y no obstante Sonia, que hacía hasta lo imposible por atenazarlo
con sus uñas largas, ensartándoselas en las muñecas y presionando su delgado
cuerpo recostado contra lo plano del piso, se sentía rechazaba por un Razvan que
pujaba hacia abajo con todo su peso; entonces sucedió lo inevitable: el cuerpo de
Sonia despegó de la superficie y juntos se despeñaron derechamente al vacío…
–¡Nooo! –gritó Sonia, aterrada, frente a la muerte; evocó la figura de Popescu
que se le aparecía fustigándola y tratándola como a un ser repudiado; arrugó el
entrecejo y exclamó furiosamente–. ¡Me las vas a pagar en el infierno, Popescu! –
luego este juramento era acallado por el alarido heroico de Razvan, que
vociferaba enloquecido–: ¡Regreso a tu seno, madre mía, mi patria inmortal!
Ya iban perdiéndose en la obertura del balcón cuando apareció uno de la
seguridad del Museo que, alertado por las exclamaciones terroríficas de los
turistas, se arrojó cuan largo era por el suelo, cogiendo del talón a Sonia en el
último segundo. Llegaron los demás guardias y los rescataron. Razvan deliraba,
sollozando, perdido en sus pensamientos, y Sonia del mismo modo, pero
fortalecida en espíritu por la nobleza de su corazón, olvidándose por completo
del odio que sentía por Popescu, así como de la idea estúpida de matarse por un
mal amor.
31
El Qrobot

« “Oh Sibila; he venido a interrogarte en cuanto al destino de Roma y el mío.” El rostro


de la mujer cambió de manera gradual, el poder profético se apoderó de ella, se retorció y
jadeó, y en todas las galerías hubo un ruido como de carreras, portazos, alas que me
rozaron el rostro, la luz se apagó. La sibila musitó un verso griego con la voz del dios:
“La que gime bajo la púnica maldición y se ahoga bajo el peso de su oro, antes de sanar,
aún más enfermar. Su boca viva engendrará moscones y gusanos en sus ojos bullirán
[…].” Luego agitó los brazos sobre la cabeza y continuó: […] cincuenta y tres días, y
Clau-Clau-Claudio recibirá un regalo que todos codician menos él. Mas cuando haya
enmudecido y ya no esté –mil novecientos años, más o menos–, Clau-Clau-Claudio
hablará con claridad.” El dios rió entonces por su boca, con un sonido encantador y sin
embargo terrible, ¡jo,jo, jo! Hice una reverencia, me volví deprisa y salí tambaleándome;
caí de cabeza por el primer tramo de rotos escalones, me herí la frente y las rodillas y así,
penosamente, salí, perseguido por la tremenda carcajada.»,

Robert Graves, Yo, Claudio

___

En la sala de ensamblaje del Colentina, Adrian reventaba de ira, incontrolado,


reclamándole a Cervini el porqué de su fallida misión, la de eliminar a Stefan. El
otro apenas hablaba, muy lastimado por la paliza que recibió del balaur.
–Mira lo que le has hecho al Qrobot –le reprochó, furioso, señalándole las
partes que hacían falta del exoesqueleto–. ¡Y es precisamente el caparazón del
pecho donde está el nombre y logo de la compañía! ¡Eres un imbécil, Cervini! No
faltará mucho para que tengamos a los detectives de la policía en mi despacho.
¡Estúpido!
Cervini callaba, sumiso.
–Fui atacado por el balaur –habló al fin–. Esa bestia maldita al que los
periódicos le achacan los asesinatos.
–¡Santo Dios! –exclamó Adrian–. ¿No irás a creer en esas tonterías cuando tú
sabes que no es así?
–Luché con ella –le contestó el otro contrariadamente–. Es muy poderosa; creo,
además, que Stefan es su creador porque lo salvó de mis acometidas.
–¿El creador? ¿Cómo?
–Stefan, como usted, se hizo de los descubrimientos del grupo «Libertad».
¿No podría habérsele adelantado en los experimentos? Él mismo lo ha dado a
entender solapadamente en sus últimos discursos. Recuerde lo de los “ayudantes
corporativos”.
Adrian viró sobre sí mismo. Era cierto. Otra vez Stefan le ganaba la carrera.
¿Pero cómo, si él había hecho desaparecer a los que podrían ayudarle? ¿Cómo lo
logró? Ahora tendría que acelerar el proyecto Qrobot, que incluía además la
creación, del mismo modo que Stefan había procedido, de seres clonados, los que
se encargarían de utilizar los exoesqueletos que había estado fabricando.
¿Cuál era la finalidad del proyecto Qrobot? El de llegar a ser su guardia civil,
su ejército personal. ¿Por qué? Adrian pensaba en controlar a la dirigencia de
PMRU por medio de manipulaciones a Razvan, pues, elucubraba, una vez que el
honorable libertador llegue a la presidencia del país, me convertiré en el poder
detrás del sillón, y más tarde en su señor. Así, sería libre de arruinar a su peor
enemigo, Stefan, a quien destruiría, vengándose a sus anchas por la muerte de su
padre. Pero más allá de esto, en el plano político, ¿cuáles eran verdaderamente
los ideales que lo impulsaban a invertir en sus creaciones biotecnológicas? Eran
muy simples: transfigurarse no en presidente del país, sino en el «Emperador del
Tecno Cuarto Reino Romano». ¿Suena ridículo, no? Pero nada hay más peligroso
y delicioso que bulla en la mente de los hombres ricos que sentirse señorones de
un imperio propio, a su medida, y, en este punto, no creo necesario decir que
todos los oligarcas han encontrado para ello siempre inspiración en las ideas
hitlerianas, «por su fuerza, glamur, exclusividad y superioridad», que pueden ser
raciales, económicas, religiosas, morales, intelectuales y toda esa palabrería
intelectiva que puedan ustedes inventar. ¿Escépticos todavía? Bien, les
demostraré que no miento al ofrecerles un ejemplo real y de actualidad, aunque
vergonzoso para mí como hondureño, pues se trata del primer golpe de Estado
que la humanidad, a estas alturas de desarrollo intelectual y revolución científica,
cuando ya se han enviado hombres al espacio, descubierto exoplanetas en otras
galaxias y convertido al mundo en una aldea global, haya podido ver en este
tercer milenio: Sucede que en Honduras, un señor de estos, el inconfundible
oligarca, soberbio, irracional, con garrote en mano y de los que cree aún que el
pueblo y el mundo es inculto y tonto, decidió hacerse de la soberanía nacional
por medio de las armas al derrocar sangrientamente al presidente
constitucionalmente elegido, Manuel Zelaya, con la excusa de que el último –que
es un hombre populista y que deseaba realizar un referéndum de consulta a la
población para mejorar sus condiciones de participación ciudadana en el
gobierno– había violado las leyes del país. Nadie le creyó el cuento, ni el
campesino, ni el obrero, ni la ONU, ni la OEA, ¡ninguno que se precie de vivir en
estos tiempos de supuesta civilidad!, muy a pesar de que nuestro aprendiz de
dictador utilizó todos sus recursos disponibles, represión militar, cercos
mediáticos y religiosos, slogans de diálogo, paz y democracia –estos últimos
causaron una hilaridad jamás vista entre la gente hondureña, que veía con
comicidad extrema cómo muchos medios de comunicación, periodistas,
cardenales y pastores evangélicos se arrodillaban a lamer las botas del oligarca,
pues él mismo había llegado al poder con violencia y furor antidemocrático, lo
que les ganó el honor por parte de los obreros y campesinos de que iniciaran la
costumbre de llamar a sus animales domésticos por sus nombres, agregando la
primera letra del apellido al final de los mismos, y no era raro escuchar a la gente
llamar a sus cerdos, perros o gatos, con un ¡Uche, Renatoa!, ¡Zape, Edgardom!,
¡Uchu, Cardenalo!, ¡Tate, Evelior! –, como tampoco cuando sus amigos de clase
quisieron revestirlo con autoridad diciéndole a la gente que no había sido un
golpe de Estado, sino una sucesión presidencial –Déjenme tomar aire para echarme
una gran carcajada–, ¡ja, ja, ja!, como si Honduras estuviera regida por una
monarquía. El pueblo sabía que este pobre hombre –de espíritu e inteligencia,
digo–, después de vegetar treinta años en el Congreso y de acariciar la idea de
llegar a la presidencia sin haber hecho nada por la población, se había visto
movido por su rapacidad mercantil, por su frustración de no haber gozado
nunca del gusto y clamor popular –¿Y cómo, si nunca hizo nada por la pobrería,
ni siquiera darle un centavo de sus millones de dólares? ¿Qué pensaba el tipejo
éste? ¿Qué con sólo discursitos y sonrisitas bajo unos lentes raiban se creaba la
democracia y el bienestar del pueblo? – y que por tanto, carcomido por su
ineptitud y su vanidad de convertirse en prócer inmortal, además, como hemos
dicho, por su voracidad mercantil de clase, procedió a tomar el poder por la
fuerza, para erigir su imperio personal. Me reservo de mencionar el nombre de este
«ilustre caballero» –en el sentido literal de la palabra, o sea, de caballo, por su
animalidad– RMB…, para más señas, y para que sienta el repudio del pueblo
humilde a través de esta voz y sepa también que jamás será rememorado como
hijo de esta nación, pues sirvió rastrera e injustamente a los que tienen en
abundancia, pero traicionó, aplacó, golpeó, asesinó y empobreció, relegándolos a
una hambre perpetua, a los débiles y humildes. Sin embargo, este «personaje» al
final de cuentas sí logró su cometido: el de ser recordado tristemente en los
anales de la Historia como el primer golpista gubernamental y el último bárbaro
de la familia oligarcus caverniculis gorilleti idiotus, rama extinguida a principios del
milenio tercero después de Cristo y de la era común, según rezará al pie de
página de la Enciclopedia Mundial. Por eso digo, para reírse, pero de la
vergüenza.
Nuestro querido Adrian Dendiu pertenecía a esta familia, aunque de cierta
forma su ideario político se había refinado gracias a la influencia de lo aprendido
de los modelos de gobierno de la Antigüedad, al estilo de las polis griegas y
comunidades romanas, donde el pueblo gozaba de una relativa libertad, más no
prosperidad, del trabajo por medio de la utilización de esclavos, en su caso, el de
los Qrobots, que daría en licencia a la gente común. Así, como dicen acá en
Honduras, quería «pegar patada y mordida» de una sola vez. Sería el fabricante
de los Qrobots (acrónimo de Químico-Robot, en honor a su padre y al hecho de
que éstos utilizarían seres bioquímicos, es decir, humanos, en su interior),
volviéndose así inmensamente rico, además de procurarse el poder de controlar
con ellos la vida diaria de sus propietarios, por ende, de sus pensamientos,
actitudes y opiniones; en consecuencia, se haría de un poder político sin igual. En
esto, a pesar de su odio contra Stefan, a fin de cuentas, sus ideas políticas eran
casi las mismas, pues ambos pertenecían a una misma clase, la de los oligarcas, y
guardaban secretamente en su pecho el mismo deseo: el de convertirse en
soberanos, el deseo irrefrenable de exclamar como el Rey Sol: «Yo soy el Estado».
Mas para llegar a estas instancias había que convencer a la gente, sin necesidad
de emplear la fuerza, su último recurso. Ahí entraba el Qrobot como artículo de
consumo.
A diferencia de Stefan, que carecía de formación académica en robótica, y a
resultas había decidido clonar únicamente seres humanos para ofrecerlos como
servidores al pueblo, solapadamente y sin dejar al descubierto el tapete –no
obstante, la pobre gente desconocía que estos seres jamás llegarían a sus manos,
pues Stefan había planeado (con la excusa de hacer una prueba piloto) utilizarlos
como sus testaferros al proclamarse como dictador vitalicio–, Adrian sí pensaba
realmente en dejar que el grueso de los ciudadanos poseyera un Qrobot en casa.
Pero lo que la gente no sabría nunca de los qrobots es que éstos esconderían
dentro de sí mismos a seres clonados y que, en determinado momento y bajo los
derechos de propiedad, estarían dispuestos a seguir las órdenes de su creador.
Era una jugada típica de las corporaciones, pues saben que la gente no
despreciaría nunca las herramientas que le facilitarán el trabajo y que por ello
estarían dispuestos a pagar una cuota.
¿Parece inverosímil aún? No para el ojo atento, si tomamos por cuestión a una
corporación como Microsoft: cuando le compramos un software quedamos
sujetos de por vida a pagar una licencia, sin incluir aquí los pagos para «parches»
del sistema, además de sufrir el hecho de que nuestras máquinas se vuelven
prácticamente inutilizables en caso de querer cargarle otro sistema operativo
distinto del de esta corporación, quedándonos así atados por siempre a su
control y dominio. No por nada Bill Gates es el hombre más rico del mundo. Mas
Adrian quería ir más allá del comercio y la riqueza, quería el poder político, el
poder total. Y esto significaba propiciar un cambio radical en la economía, la
jurisprudencia y la política, incluso en la moral. ¿Por qué? Pues porque las
relaciones patrono-obrero serían abolidas (el Qrobot se encargaría de trabajar por
el titular de la licencia), incluyendo las gobierno-empresariales (pues el
fabricante y dueño del Qrobot sería Adrian, futuro «Emperador del Cuarto
Reino», quien exigiría, como Estado, una participación en la empresa
contratante). ¿Cómo trataría la ley actual estos casos? La economía, por otra parte,
sufriría un alza tremenda en los márgenes de productividad, pues la eficiencia
del Qrobot sería muy relevante. ¿Producirían más las empresas, tanto que
podrían exportar sus productos y hacer entrar divisas frescas a las arcas del
gobierno? Por supuesto, y éste entonces podría invertir más en infraestructura y
superestructura, como puentes, carreteras, nueva tecnología, edificios
habitacionales de primera clase para la gente común, en el primer caso, y creando
nuevos códigos, en el segundo, civiles, laborales, penales, regidos por los
principios del «Cuarto Reino» y la sapiencia biotecnológica, los mismos que
habrían eliminado el desempleo, pues ya no sería necesario trabajar sino vivir en
el ocio de las subvenciones ganadas gracias al trabajo de los qrobots, los mismos
que después harían que las empresas aceptaran al gobierno como su socio, para
dirigir a la economía por el camino correcto, los mismos que darían poder al
Estado para crear nuevos órganos de administración pública, de seguridad
nacional y religiosa, los mismos que, y esto es lo mejor de todo –ya que habría un
tiempo de desocupación tremendo–, ¡harían de la vida un eterno circo! Y él, el
Adrian majestuoso, el erudito que cambiaría con su ciencia el actual régimen de
injusticia y rapacidad, sería el emperador de este nuevo orden, de esta nueva
nación sin paralelo en el mundo, la que al poco tiempo de ser erigida, estaría
deseosa de compartir su progreso, de ensanchar su estrechez geográfica y de
pedir a otras naciones un poco de «espacio vital». Sería aclamado como el sabio
que, gracias a su ingenio tecnológico y político, salvó al mundo de la debacle
neoliberal, tan miope, egoísta, diabólica y asesina.
Pero con lo sucedido al Qrobot la noche anterior, parecía que sus planes se le
atrasarían. Stefan, al parecer, se le estaba adelantando. Eso ya lo sospechaba, y lo
supo por medio de Brudan, quien además le había alertado sobre la supuesta
visita de un amigo del ejecutor de su padre, Popescu. Sabía Adrian también que
Stefan poseía un laboratorio en los Montes Metálicos, avisado anónimamente por
un informante para él inesperado, aunque, debido a la lejanía, lo escarpado del
lugar y sus tareas investigativas, Adrian se había negado a actuar. No obstante,
dado el acontecimiento ocurrido, era hora ya de fajarse los pantalones. Atacaría a
Stefan en su propia casa; la devastaría con el poder del Qrobot, de los que tenía
miles en el almacén, pero que no había podido utilizar debido a que las
clonaciones no se encontraban maduras.
«Iré yo mismo», se dijo. «Me pondré el exoesqueleto y demoleré su
laboratorio. Cervini vendrá conmigo».
–¿Sabes algo de Stefan y su empresa en los Montes Metálicos? –le preguntó a
Cervini, ya sosegado.
–No –le dijo el otro–. Desconozco de lo que me habla.
Adrian apretó los labios. «Inepto». ¿Cómo averiguar dónde quedaba ese
bendito laboratorio? ¡Popescu! Él debe saberlo; trabaja para el Estigia. Entonces
se reprochó el haber mandado a destruir los contenedores de óxido nítrico en las
cercanías de Brasov. «Debí haberlos dejado ir hasta el laboratorio», se dijo. «Pero
hay tiempo todavía, antes de que los hombres del Estigia vengan a atacarme. Le
mandaré una nota a Brudan, para que, a través de Sonia, saque alguna
información a Popescu. ¡Voy a hacerlo ahora mismo».
–Repara el qrobot, y estate listo para cualquier emergencia –le dijo a Cervini–.
En tanto, ve y revisa el proceso de gestación de los clones en la segunda planta –
acabó por ordenarle.
Salió del laboratorio y subió por el ascensor rumbo a la oficina, meditabundo,
pensando en las palabras que escribiría al viejo Brudan. Tendría que hacerlo
rápido, si no el Estigia, como su nombre que tanto aterroriza, lo evaporaría de la
faz rumana, y ya no habría más «Tecno Cuarto Reino Romano».
Mientras escribía lo asaltó un súbito terror en la forma de la siguiente
pregunta: «¿Qué harás cuando los agentes vengan con la coraza que tiene
adosado el logo de tu compañía? ¿Qué voy a decirles?». De seguro que le pedirán
hacer una inspección a las instalaciones. ¿Y entonces? «Pues, a menos que tengan
buen ojo, no sabrán que el taller de robótica y el de biotecnología los tengo
reservados tierra adentro, en el sótano, tres pisos abajo. Aun así, no me puedo
confiar. ¡Por Dios, ya es hora que me deshaga de Popescu! He de eliminarlo a él y
al otro agente que lo acompañe. ¡No voy a arriesgarme!».
Dejó ir un plumazo enérgico sobre la hoja. «Mis enemigos han de morir. Son
ellos o yo».
32
Tassus y la ira del balaur

___

Tassus, al ver las noticias por la televisión, había llegado por la madrugada al
hostal en busca del balaur, pues le preocupaba que éste estuviera seriamente
herido; sin embargo, la habitación, al entrar, estaba vacía. «¿Qué le pasaría?», se
preguntó afligido. «¿Caería muerto a manos del otro engendro?». Decidió
esperar. Dos horas después, entraba el hombre, cubierto enteramente de negro.
Fue a cambiarse detrás de una cortina. Salió con la cabeza tapada.
Tassus advirtió que su cuerpo manaba sangre por los costados y de las
extremidades.
–Déjame desinfectarte las heridas –le dijo–. ¿Dónde estabas?
–Volví a pelear con esa criatura –dijo el otro calladamente, doliente–, la del
hotel. Ahora sé que se trata de un robot.
–¿Un robot? –preguntó Tassus, escéptico.
–Sí; es una creación de Dragos.
–¿Por qué lo dices?
–Porque Dragos estudió robótica en el extranjero.
Tassus quedó pensativo. ¿Cuáles eran las intenciones de Dragos con la
creación de estos artefactos? No tenía la más mínima idea. ¿Curiosidad científica,
empeño empresarial, o –aquí se le erizó la piel– sicarios disfrazados? Su padre
había sido un poderoso líder del crimen organizado, ¿no podría el hijo seguir sus
pasos? Era lo más seguro, pues desde lejos podía distinguir que luchaba contra
Stefan por control y poder.
–Al principio dejé que atacara a Stefan –dijo el hombre encubierto–, pero una
vez que vi a Razvan a su lado, lo enfrenté para evitar que lo asesinara. Es crucial
que viva.
–Entiendo –le dijo Tassus–. ¿Pero y esa gran destrucción?
–El robot insistía en eliminar a todo aquel que le estorbara el paso… decidido
a matar a quienquiera quesea…
Tassus guardó silencio.
–Es por eso que debes decidirte pronto por partir del país, Tassus –le dijo la
criatura–. Estoy seguro de que Dragos atacará a Stefan en los Montes Metálicos;
necesitará ayuda. Tendré que abandonarte, y estando Popescu en la ciudad…
–¿Qué hay con Popescu?
–Stefan ha de estar reorganizándose, planeando las formas de atacar a Dragos,
y a todos aquellos que guarden una relación con el grupo Libertad. Popescu es
uno de sus sicarios; recuerda que las elecciones internas se acercan: el judío no
querrá ver su nombre apañado. Vete, huye… Habrá una gran mortandad.
A Tassus le tembló el cuerpo.
–Con nuestra aparición en público, es casi un hecho que la policía de
investigación llegará a interrogarte, y con ella Popescu. Te matará.
–No veo en qué podría incriminarme la policía…
–¡Por favor, Tassus! No te pases de ingenuo. ¡Piensa! Casi todos los
asesinados han sido miembros del grupo y aunque la agente Baros no ha podido
dar con la conexión que nos inculpa a todos, ya ha logrado entrevistarte. Es
seguro que sólo una pieza le haga falta. Serás identificado, servirás de testigo, y
estarás a merced de Popescu, que no te perdonará.
Tassus empezó a costurarle y vendarles las heridas, que eran profundas y
cortantes.
–Te atacó a cuchillazos… –le dijo.
–Con garras de acero. ¡El muy maldito!
–¿Pero Dragos?
–Sí; estoy seguro.
Tassus terminó la labor. Se tiró en un silla, suspirando. Estaba tenso y las
dudas empezaban a acecharle. ¿Qué hacer? Huir o revelar la verdad. De todas
formas, algún día tendría que morir. ¿Y morir en vano, dejando a los culpables
vivir una vida tranquila, impune, riéndose de la justicia, no sólo la humana, sino
la Natural, no era acaso injusto?
–¿Qué tal si le confesara toda la verdad a la agente Baros? –dijo en tanteos.
–¿La verdad? –le dijo el hombre–. ¿Cuál verdad? ¿Habrá algún agente o juez
que te pueda creer lo que le estás diciendo? Te tomarán por loco, por un
científico loco.
–Pero los sucesos de ayer por la noche me avalan, mis archivos científicos, las
pruebas de laboratorio.
–¿Y tú crees que Estigia o Dragos dejarán que éstos sobrevivan? Los
quemarán y a ti con ellos… ¡Vete, Tassus, huye, huye! Tu fin está próximo. Estos
días serán de furia…
Un silencio abrumador se hizo en la habitación en tanto que Tassus observaba
aquella gran masa deforme compuesta de músculos desproporcionados y voz
quejumbrosa y profunda. Daba terror verlo.
–Entonces habla con tu amigo el canciller –le dijo de presto Tassus–. Estoy
dispuesto a abandonar Rumania si con ello evito que nuestras investigaciones se
salven de las llamas del fuego.
El monstruo, quitándose la sabana que le cubría el rostro, le lanzó una mirada
recriminadora.
–Échame una ojeada –le dijo–. Soy un producto de esas investigaciones, ¿te
parece correcto, ético, que sigas ensayando con ellas?
Tassus calló. Ciertamente la pregunta era capciosa.
–Tú estás en una etapa experimental –le dijo–. ¿Quién dice que en el futuro no
perfeccionaremos las técnicas? Sería horroroso y estúpido botar a la basura todos
estos años de investigación por un experimento fallido.
La masa deforme descargó un grito de espanto. Tassus empalideció.
–¡Márchate! –exclamó furiosa–. ¡Vete!
Tassus se levantó de la silla, a tientas.
–La próxima vez que vengas, vente preparado, porque te irás a México –le
dijo la figura cuando éste cerraba la puerta–. ¡Será el fin de este experimento que
jamás tuve que haber realizado! –y volvió a gritar con fuerza.
33
La quema del laboratorio

___

«Todo listo, jefe», le dijo Muma por la línea. «¿Procedo a destruir el lugar?»
«Hazlo», le confirmó el Estigia. «Y te quiero acá después».
«Entendido».
El laboratorio se encontraba al final de las columnatas dorias de la
universidad, que sostenían sobre sí sublimes estatuillas griegas; Muma tenía en
sus manos el detonador de explosivos. A esa hora de la tarde, el movimiento
estudiantil se había vuelto escaso y apenas unos cuantos educandos charlaban,
retozones, sentados bajo las escalinatas del frontis muy al estilo del Partenón
ateniense.
En el justo momento en que Estigia daba la orden de detonación, Tassus subía
por las graderías, a unos cuantos metros del laboratorio. Entonces Muma
oprimió el botón, ante la perplejidad de Tassus, que salía expulsado por la
liberación de la energía contenida. Se levantó el profesor y salió corriendo como
loco, sin que Muma lo advirtiera. Luego éste montó una motocicleta que lo
esperaba en el bulevar Republicii y se escapó rumbo a Obor, para entrevistarse
con el Estigia.
–Hecho –le dijo al Estigia.
–A si me gusta –le respondió el jefe–, que las cosas que se hagan sin dilación.
Muma se sintió halagado.
–¿Había gente en el laboratorio? –le preguntó el Estigia.
Para colocar los explosivos, Muma se había introducido por los ductos de aire
acondicionado y, desde arriba, no había podido ver con claridad hacia abajo, por
lo que desconocía la existencia de personas en el laboratorio. Sin embargo, para
complacer al jefe, que no tardaría en castigarlo si se daba cuenta de que no había
hecho el trabajo completo, le dijo que sí.
–El profesor Tassus y sus asistentes estaban adentro.
–¿Seguro? –Estigia notó que Muma no le decía la verdad.
–Estoy seguro que fue así como le digo –le respondió el otro tomando aire.
–¿Todo quemado, destruido? ¿Archivos, papeles, Tassus y sus asistentes?
–Como usted lo requirió, jefe.
Estigia se sintió reconfortado.
–Un retraso más para los agentes –dijo–. Sin Tassus, el eslabón vuelve a estar
perdido.
Fumaba el Estigia un cigarrillo detrás de biombo, pensando en que ya era
hora de enfrentar a Dragos en su propio patio; lo apagó con el pulgar, que al
sentir la brasa en la piel, lo llenó de ardor.
–¿Tienes alistada a tu gente? –dijo a Muma.
–Sí –recibió en respuesta.
–Óyeme, entonces –la voz se volvió grave y silenciosa–. Quiero ese edificio
del Colentina derribado. ¿Me sigues? ¡Derribado! Luego te vas hacia los Montes
Metálicos, a la fábrica de Stefan David, con un cargamento de óxido nítrico.
Llama a Blaga, el serbio, para tal propósito.
–¿A los Montes Metálicos? ¿Stefan David, no es el diputado que sufrió otro
atentado ayer?
–Sí. Me ha pedido protección por esto. Seguirás sus órdenes al pie de la letra.
No hagas caso de lo que veas allí.
–¿Y qué pasará con los negocios de acá? Radiu me ha pedido un cargamento
de anfetaminas. Ya he hablado con Sergiu, en Hungría, para que me lo envíe; y
como usted me había dicho que hasta el otro miércoles derrumbara el edificio de
Dragos, pues me comprometí…
–Ya encargaré esa tarea a Pupa… Déjame eso a mí. Por lo pronto, obedece,
llama a Blaga antes de atacar a Dragos, y después llévate a la gente a los
Cárpatos.
–Por cierto, que aquí tengo el dinero de la operación con Varujan; me dijo que
para la próxima semana iba a necesitar más anabólicos. Tenga –y le alcanzó un
maletín a través de una abertura del biombo.
–No –le dijo el Estigia, rechazándolo–. Me has sido leal por muchos años
Muma, y ya es hora que delegue en ti ciertas funciones.
El otro irguió la cabeza, emocionado. Finalmente sus esfuerzos habían dado
frutos. Pronto el Estigia le asignaría funciones financieras, alejándolo ya de las
operacionales. Después de tantos años, se merecía un ascenso.
–Haz un depósito a nombre de Mircea P… cuenta no. 1155122… –y se perdió
en detalles.
–Está bien –le contestó Muma, alegre, y salió de la oficinita en dirección al
banco.
«Ya veremos quién gana esta competencia, Dragos», susurró el Estigia. «Por si
se te ocurre devolverme la gracia, te estaré esperando en los Cárpatos. Ese será tu
fin».
34
La exposición de los casos

___

Los agentes salieron de la morgue con la idea de volver al Laboratorio, por


Tassus. Empero, Faina les pidió pasar por una cafetería del Parque Sportiv
Dinamo, al norte de la ciudad, que el párroco suele frecuentar después de sus
paseos en chalana.
–No sería mala idea –dijo Blue–. Además deberíamos sentarnos para hilar los
cabos que aún andan sueltos.
–Ay, sí –exclamó Rosa–; me muero por tomar un capuchino.
Baros estuvo de acuerdo, pero Popescu condenó con la cabeza. «Par de
maricas», se dijo. «¿Y no les gustaría una copita de champán mejor?».
–Cinco capuchinos, por favor, Sofía –le pidió Faina a la camarera–, ¿y usted,
mi estimado Popescu, qué va a tomar?
–Nada –le contestó éste, esquivo–; quizá un poco de agua.
Baros, a pesar de sus treinta años, estaba emocionada con Blue, a quien en
verdad creía el amor de su vida, el príncipe que habría recorrido el mundo para
rescatarla de la fortaleza del castillo, como el que tenía a su izquierda, cruzando
el bulevar Stefan Cel Mare, el hermoso Palacio Victoria. Además Popescu, el ser
que la había despreciado, se encontraba a su lado: a veces la revancha
proporciona sus pequeñas delicias. Sin embargo, fuera de esto, Baros se
interesaba realmente por Blue, y guardaba serias intenciones por parte de él,
aunque fueran compañeros de policía. ¿Pero qué importa eso si tenía al hombre
con quien habría de pasar todo lo que le restaba de vida? En este punto, Baros
tenía fija la atención en su latino bello, y ningún otro de los presentes le
importaba tanto como éste, ninguno. Rosa, muy suspicaz, sabiendo de los
sentimientos de Baros desde el principio, los miraba a los dos resignada. Scott
también pudo percibir esto, y en conocimiento de un oponente superior a sus
fuerzas y talento, se entristeció sobremanera.
Así, estando los seis sentados en aquella glorieta, dos soles de amor opacaban
con su luz a los restantes cuatro corazones, salvo el de Popescu que ardía de ira,
pues una oveja se le había descarriado.
–Bien –dijo Baros–, empecemos a sacar una relación de los hechos hasta el día
de hoy.
–¿Y ellos? –Rosa señaló a Faina y Scott–. No creo conveniente que escuchen lo
que tenemos que decir. Es un trabajo oficial.
–Sí –la secundó Popescu–. Es inapropiado. La Ley de Investigación Criminal
lo prohíbe.
–Al demonio la ley criminal –le espetó Baros–. Son de mi confianza –siguió–,
¿y el pastor no debería ser de la tuya? –Popescu crujió los dientes.
–Yo soy uno de los que está involucrado directamente en la cuestión –dijo
Scott–. ¿No me atacó el balaur en el Hanuc lui Manul? ¿Y no fui rescatado por
ustedes? Acuérdense… acuérdense.
–Y yo vi cuando esa criatura del demonio la arremetió contra Baros en el
cementerio –dijo Faina, imprudente.
Los demás se inquietaron. ¿Cómo es que Baros sabía de esto y no lo había
comunicado a las autoridades, a sus compañeros y superiores? ¿Acaso escondía
algo?
–¿Tú? –la inquirió un incrédulo Popescu.
–¿Es verdad lo que dice el pastor, Baros? –le preguntó Blue–. ¿Fue usted
atacada por el balaur?
Baros, avergonzada, asintió en un balbuceo:
–Sí…
–¿Pero por qué no nos lo dijo antes?
–Has cometido un delito –la censuró Popescu, cetrino–, al obstruir la labor de
la Justicia…
La otra callaba. Faina tomaba el café dándoles la espalda, sudoroso. «Vaya,
qué metida de pata».
–Me imagino que debe existir una razón poderosa para que usted nos haya
ocultado este hecho tan importante –le dijo Rosa, ansiosa por recriminar a la
intrusa, a la mujer que le apartaba de sí lo que más quería en la vida–. Creo que
Popescu tiene razón: ha cometido usted un delito muy grave.
–Un momento –irrumpió Blue, digno, heroico–. A ella la ampara el secreto
profesional: recuerden que estos casos están en proceso de formulación, y Baros
bien puede discernir qué hechos conviene investigar o relacionar con ellos.
Baros le sonrió: «Me has salvado, mi bello». Los agentes acusadores pusieron
una cara de gran disgusto. «Sí, claro, como estás enculado17 de la mujer por eso la
defiendes; pero si hubiera sido yo, ya me hubieras metido al mamo18 hace rato».

17
En Honduras: enamorado
18
Cárcel.
–Como dijo aquí el apuesto Blue –dijo finalmente Baros ante la perplejidad de
los demás, que no daban crédito a tanta devoción; incluso el aludido se vio
sorprendido–… Perdón… –tosió–. Como dijo el agente Blue –esta vez se irguió; el
tono de voz se volvió seguro–, estoy en mi pleno derecho de actuar según
convenga a la demostración de mi hipótesis acerca de los crímenes. Esto quiere
decir que las pruebas o evidencias ya materiales, ya circunstanciales, puedo
utilizarlas según lo crea yo conveniente, en el supuesto de que la posición de
unas no se superponga en la aclaración de las otras al momento de resolver mis
cálculos. ¿Estamos de acuerdo?
–¿Pero si usted misma sabía de la existencia de este monstruo, por qué no lo
comentó antes? Bien pudo haberse salvado la vida de esos tres dirigentes del
PMRU –machacó Rosa, recelosa–. ¿No cree que cometió una gran imprudencia al
ocultar este hecho? ¿No lo cree así?
Baros se desanimó.
–¿Y cómo saberlo? –preguntó al aire–. Ni siquiera tenía la certeza de saber si
era real.
–Pero el pastor Faina dijo haberlo visto agrediéndote en el cementerio –le
achacó Popescu–. ¿Cómo es que ahora dices que no tenías la certeza de saber que
existía? Te contradices, mujer…
–¿Le creyeron ustedes a Scott cuando fue atacado por esta criatura en el
hotel? –se rehizo Baros–. ¿Verdad que no? ¡Creyeron que estaba loco! Y yo
también creí que ustedes me tomarían por loca si les decía lo que había visto ese
día… –se levantó del banco de madera.
Popescu rió, en tanto que Rosa ladeaba la cabeza; ambos deseaban que Baros
sufriera por sus errores. En cambio Faina y Scott sancionaban con la cabeza; Blue,
levantándose, la tomó de la mano, que ésta cogió muy tiernamente, y la sentó de
nuevo en el banco. Aquí sí todos se disgustaron, unos por el descaro y otros por
la osadía.
–Bien –dijo Blue–. A lo que venimos; hagamos una relación de los casos.
Primero dígame a qué conclusiones ha llegado usted, Baros, que luego le diré si
estamos en la misma onda.
Entonces Baros habló:
–Empezaré con el primer caso: el del profesor Eugen Oprea, científico de la
Universidad de Bucarest que desapareció hace un año sin dejar rastro alguno.
–¿Oprea? –preguntó Popescu de mala gana–. Pero si ya se sabe que lo de este
hombre fue un suicidio.
–¿Un suicidio? –preguntó Blue.
–Sí –replicó Popescu, recordando el «suicidio»–: Alguna gente lo vio cuando
se aventó contra las aguas del Dambovita. Tú tienes esos testigos a la mano,
Baros, ¿por qué no cierras de una vez el caso? Fue un suicidio; tú bien lo sabes.
–Es cierto –afirmó Baros–: ahí están los testigos, pero ¿y el cuerpo? –le
preguntó; Popescu se mordió el labio inferior–. Yo lo hubiera declarado como
suicidio, de no haber sido porque al mes siguiente uno de sus compañeros de
universidad también apareció asesinado; es, precisamente, el segundo de los
casos.
–¿El del físico Constantine Gaspar, supongo? –se le adelantó Blue.
–Sí –le contestó Baros–. Este hombre fue encontrado desgarrado en las
cercanías del mercado de Obor un día sábado 16 de marzo. Era dirigente (vocal
uno) del PMRU, igual que Oprea.
–¿Por qué cree que murió este hombre?
–Lo primero que anoté en mi bitácora fue su filiación universitaria y política.
Al inicio, pensé en un atentado político, porque en lo que concernía a sus
investigaciones –en la casa tengo algunas revistas universitarias que hablan al
respecto (bueno, ustedes ya vieron los archivos) – pronto caí en la cuenta de que
descubrimientos tales como –tomó un tonó irónico–, «la vida es un estado de la
energía experimentado por algunos sistemas termodinámicos cuasi-estables, que
permite que éstos establezcan, autónomamente, una serie de intervalos que
demoran la difusión o dispersión de su energía local hacia más microestados
disponibles» o «que la Vida no reside ni en las moléculas de ADN y ARN, ni en
las proteínas autocatalíticas, sino en el citosol o citoplasma. En consecuencia, el
estado de la energía cuántica (en partículas y ondas) en seres vivientes sólo
puede ser experimentado y sólo puede ser mantenido por un arreglo específico
de la materia, es decir, sólo por estados con posiciones y movimientos específicos
de las moléculas completamente incorporadas al citosol», no podrían justificar
sus muertes. ¿Me captan? Y lo cito así, integro, porque de tanto querer encontrar
un rastro –la evidencia, la prueba que me llevaría al posible autor de sus muertes,
que me figuraba habrían sido provocadas por algún descubrimiento importante–,
se me quedaron muy grabadas en la memoria, aunque ni siquiera sepa, hasta el
sol de hoy, qué me están dando a entender con eso. Me equivoqué.
Blue, sin embargo, no pensó lo mismo. «Siga, siga», la instó.
–Pero cuál no sería mi sorpresa cuando a los cuatro meses, en julio,
encontrarían unos veraneantes el cuerpo del bioinformático Vasile Iorgulescu a
orillas de un lago artificial en el Parque Cismigiu. Otro desgarro. Ya no era
cuestión de coincidencias…
–¿Entonces se dio usted cuenta de que estos hombres pertenecían al grupo
«Libertad»? –le preguntó Rosa, caustica.
–Eso ya lo sabía –le contestó ésta, enojosa–. Pero, como les dije, me había
apretado los sesos estudiando sus informes científicos y no pude encontrar
ningún descubrimiento que valiera su asesinato.
–¿Y no se te ocurrió pensar de que podría haber una conexión política de por
medio? –le dijo Popescu, dejando entrever la incapacidad de Baros como agente.
‒Claro que lo hice, fue mi primera y más importante de las hipótesis. ¿Pero en
este caso de Iorgulescu, qué pensar? No era político, como los demás, sino un
hombre de ciencia, graduado en Cambridge. Fue entonces cuando le pedí ayuda
a mi amigo Emile.
–Ahhh –exclamó Scott, asombrado de escuchar todo aquello–. Emile…
–Le pedí que me dijera qué cosas investigaba su grupo. Me respondió –
arriesgándose a ser encarcelado por violar un secreto de Estado– diciéndome que
trabajaban en cómo mejorar el rendimiento de los atletas con fármacos y
manipulaciones genéticas. Entonces me acordé del «Químico», Alexandru…
–¿Pero qué tiene que ver Alexandru en esto? –volvió a exclamar Popescu–. Yo
mismo di por cerrado el caso con su desaparición.
–¿Y si estuviera vivo? –preguntó Baros–. ¿Quién ha visto su cuerpo?
–Sin embargo –objetó Rosa–, ¿qué tiene que ver este señor con las muertes?
–Pues nada –siguió Baros–. Pero asocié el rendimiento de los atletas con las
actividades clandestinas de Alexandru. Me dije, ¿cabría la posibilidad de que el
hombre esté vivo y que sea el verdugo de estos hombres?
–¡Ah, por favor, Baros! –prorrumpió Popescu–. ¡Estás que revientas de loca! Si
el hombre está muerto, ¡muerto, muerto! ¿Qué? ¿No entiendes?
–Déjela hablar, Popescu –le solicitó Blue.
–Entonces volví a la ciencia. Le pregunté, viéndolo a los ojos, a Emile si sabía
qué causas habrían llevado a la muerte a estos científicos. Él me dijo:
«Sinceramente, Baros, no lo sé». Luego le pregunté por la filiación política: «No
lo creo», me dijo. «Incluso he visto al señor Stefan, su presidente de partido,
rondar por aquí. Pero creo que nadie ha podido decirle nada, pues desconfían de
él por la muerte de Oprea y Constantine».
–¿Stefan David, el diputado que vimos hoy por la mañana? –preguntó
asombrada Rosa.
–El mismo. Es un reconocido químico y financiero de la ciudad. Es judío. Se
cree que sus padres, judíos-rumanos, lo trajeron de Palestina hace tres años.
Habla rumano como cualquier otro, pero nadie sabe dónde vivió y qué hizo
antes del ’89.
–¿Y? –dijo Popescu con un tono de «y a mí que me importa».
–El caso es –continuó Baros– que me fui a la casa del partido sin saber a qué
iba. Me atendió, precisamente, uno de los hombres que cayó asesinado anoche,
Ilie Puwak; en ese entonces era el secretario. Le dije que dos de sus dirigentes
habían sido asesinados en menos de dos meses y le pregunté qué pensaba al
respecto: «No tengo ni idea, agente», respondió. «Aquí seguimos llorando su
pérdida, especialmente Stefan, quien guardaba un gran afecto por ellos y que
incluso los había propuesto para un curul en la banca del partido en el Senado;
esto es si llega a ganar la campaña que comienza a principios del próximo año».
–Humm… –gruñó Blue–. Qué extraño, qué extraño…
–¿Qué es lo que le parece extraño? –le preguntó Baros.
–Pues la falta de coherencia tuya –le contestó Popescu.
–No importa –le dijo Blue–. Continúe.
–No obstante –volvió a hablar Baros–, no me di por vencida. Volví a revisar
las cuentas de banco de los fallecidos, sus amistades, su labor profesional y
política; traté de reconstruir los últimos días de su vida, pero…
–¿Pero? –preguntó Rosa, en suspenso.
–De nuevo otra muerte, en noviembre.
–La de Florin Nastase, el astrofísico y profesor de la Universidad –añadió Blue.
–Exacto –le contestó Baros–. Aquí fue cuando descarté lo de la filiación
política, pues era evidente que estos hombres, los de un mismo grupo científico,
estaban siendo asesinados debido a sus trabajos de laboratorio.
–¡Vaya, al fin! –exclamó sardónico Popescu–. ¡Al fin te cayó el veinte!
–Volví a hablar con Emile, pero éste siguió diciéndome lo mismo: «Las
investigaciones son rutinarias…bueno, tú tienes en tu casa todas las
publicaciones de la revista del grupo, que es el medio por donde damos a
conocer nuestros descubrimientos. Si quieres puedes venir al laboratorio»...
Scott, casi alterado, la escuchaba atento, aunque desviaba la vista cuando
Baros tocaba el tema del laboratorio. ¿Cómo decirlo?, pensaba. ¿Cómo revelar el
experimento que vio cuando visitó a Tassus? Además, aquello no era de su
incumbencia, y pronto la verdad saldría a flote. Se quedaría entonces callado, sin
inmiscuirse en los asuntos de los demás; sin embargo, le remordía la conciencia
de ver cómo su amor se partía el cerebro por dar con alguna pista.
–Fue lo último que me dijo: el 1 de febrero moriría vilmente asesinado –los
ojos se le nublaron, humedeciéndosele; Blue volvió a cogerla de una mano–.
Gracias –le contestó Baros–. Emile era en verdad uno de mis pocos amigos; nos
conocimos de niños… Era el único buen recuerdo que tenía de mí misma, en la
infancia…
–¿Y por qué no fue al laboratorio en el acto? –le preguntó Rosa, agujándola,
resentida. La acción de Blue no podía ser menos que insoportable. Incluso Scott
aplanó los labios. «Perdido, todo perdido», se dijo.
–Pues por una pequeñísima razón –le contestó Baros, dolida–. Sucede que
tengo en mi cartera mil casos de homicidio por resolver…
–¡Mil casos! –exclamó Blue–. ¡Cómo puede ser!
–Pues porque apenas hay una veintena de agentes de investigación para
contrarrestar la criminalidad en una ciudad tan grande como Bucarest.
–¿Pero por qué no buscan remediar esto? –preguntó Blue.
–Siempre salen con el mismo cuento: «No hay presupuesto».
Faina, por otra parte, se había quedado dormido sobre el banquillo. Los
demás al verlo se echaron a reír. Retomaron el dialogo.
–¿Y luego la muerte de Rahova? –abrió el debate Blue.
–Sí –contestó Baros–. Fue aquí donde por primera vez salió a relucir la figura
del balaur. Hasta entonces nadie sabía que existía tal criatura, aunque por las
muertes anteriores no desconocían lo insólito de los hechos. Todo empezó con las
declaraciones de un camionero al Evenimentul Zilei, llamado Zsolt Puscas y su
hijo Gheorghe, que venían de Brasov y vieron al monstruo partiendo en dos a
Rahova y Calin Dinga (el que vimos en la morgue) –Popescu al escuchar el
nombre de Dinga se hizo el desatendido–. Eso fue hace cinco días, si no me
equivoco, antes de la llegada de ustedes. Y así se me ha ido el tiempo sin que
pueda finalmente dar con los autores de estos crímenes.
–¿Entonces hemos llegado a un punto muerto en las investigaciones? –
preguntó Rosa, minimizando la labor de Baros–. Es decir, con lo que nos ha dicho,
no podemos hacer nada.
–No te apresures, Rosa –la reprendió Blue–. Claro que hay elementos que nos
pueden conducir al autor de estas masacres.
–Dejeme decirles algo –irrumpió Baros–. Hace poco… ¿No sé si Maior les
informó acerca de la devastación de Brasov? ¿No? –Los agentes americanos
negaron con un movimiento de testa. –Bueno, quizá habrá sido porque no
encontró una conexión entre este acontecimiento y los otros…
–Pero debió informarnos –dijo Rosa.
–La cuestión es –siguió Baros–, que cuando me apersoné al lugar, a la entrada
del distrito de Brasov, lo primero que vi fue una destrucción masiva de trailers y
contenedores, además de cientos de cilindros de óxido nítrico…
Popescu aguzó los oídos y, queriendo desacreditar de antemano la versión de
la otra, dijo:
–Te pierdes, Baros. ¿Qué tiene que ver la destrucción de esos contenedores
con las muertes de los científicos? No quieras inventarnos ahora una historia,
después de que no hayas podido hacer nada en un año. ¡Por Dios! ¡Estás tirando
manotadas de ahogado!
–¡Cállate, Popescu –lo riñó Baros; los demás, no muy extrañados, hicieron un
leve movimiento de cabeza–, que estoy hablando! Como les decía, encontré
cabinas destrozadas, contenedores volcados sobre el pavimento, hombres
rasgados y, ¡aquí viene lo interesante!, cilindros de óxido nítrico partidos por la
mitad.
Los demás se vieron desconcertados. ¿Qué con eso?
–Debo dar las gracias, antes que nada, a mi amigo Scott Fraiser por este
descubrimiento. –Scott sonrió débilmente, arreglándose los puños de la camisa. –
Por esta conexión que me revela en parte algo de la hipotética trama que urde en
mi mente.
–Explíquese –la arengó Rosa–. Nos tiene a todos en suspenso.
–Sí, explícate –le urgió Popescu. Para sus adentros rió. «Pobrecita; estoy
seguro que saldrá con una pendejada. Ni siquiera sabe que Muma y yo fuimos
los encargados de enviar ese cargamento hacia el centro de los Cárpatos. Ja, ja…
¡Andas muy lejos, bruta! Nunca sabrá que el Estigia está detrás de todo esto».
–Bueno –prosiguió–. Resulta que todas las víctimas eran químicos o físicos
que estudiaban cómo mejorar el rendimiento de los atletas, o sea, en otras
palabras, la composición bioquímica de seres humanos. Pues bien, el óxido
nítrico es la conexión que existe entre los científicos y las dos grandes empresas
químicas de Rumania: «Seicorp», que es el holding que reúne a la mayoría de
ellas, y «Químicas Colentina», del señor Adrian Dendiu.
Los demás iban hilando sus palabras.
–El cargamento de óxido nítrico iba rumbo a Brasov, o posiblemente a los
Cárpatos (de seis conductores, cinco murieron y el otro ha sido reportado como
desaparecido); debido a que era un lote grande, se deduce que era para uso
industrial, para una fábrica, en concreto.
»Si ya sabemos que hay sólo dos, entonces hagamos una pequeña ficha de los
dueños de estas empresas: Stefan David de Seicorp y Adrian Dendiu de Químicas
Colentina –luego empezó a narrar el historial de estos personajes.
»Si sabemos que Adrian es hijo de Alexandru, un reconocido traficante de
compuestos químicos y estupefacientes, y que los asesinados sabían mucho de
bioquímica (muy bien pudieron haber descubierto algo que negaron al resto de
los mortales, incluyéndonos), podríamos deducir que Adrian se halla inmiscuido
en estos asuntos. Primera hipótesis. Segunda: Stefan, no hace siquiera un año,
sacó al mercado un producto hormonal llamado «Youngever». ¿Quién no podría
aventurarse a decir que él obtuvo esta información de los científicos y luego los
mandaría a asesinar?
–¿Pero y el óxido nítrico; por qué asesinarlos? –le preguntó Rosa.
–El nitrógeno, creo, puede llevarnos al balaur –le dijo Baros de sopetón;
añadió con un aire de sigilo–, y si lo relacionamos con la muerte de los científicos,
pues, se ve entonces que se trata de algún tipo de competencia, una comercial.
–¿Balaur –exclamó Rosa– igual a competencia comercial? ¿Qué está
sugiriendo?
–Que podría ser que estos hombres estén experimentando con el genoma de
seres vivos. ¿Escudriñen bien los reportes del grupo Libertad y los informes
emitidos por medicina forense en la Gendarmería? Pareciera que lo que digo es
pura ciencia ficción, pero ahora que hago un recuento más ponderado no puedo
sino pensar que cada vez hay una fuerte relación entre un hecho y otro.
–No sé –dijo Blue–. Hay algo que no encaja, pues estos señores son personas
de conocido renombre en la ciudad, incluso en el país, ¿qué necesidad tendrían
de hacer estas cosas? Estas son para criminarles comunes u hombres
mentalmente desquiciados. No sé, no sé… Habría que estudiar un poco esas
hipótesis, sí, volver al laboratorio y examinar todos los informes emitidos acerca
de esos descubrimientos, desde el principio.
–Las hipótesis más estúpidas que he escuchado en mi vida –agregó Popescu–.
¡Cómo se te ocurre señalar a reconocidos políticos de Rumania! ¡Definitivamente
estás loca! Además, con esa hipótesis tuyas, el rumbo de la investigación cambia
por completo. Primero tendríamos que enviar dichos informes a personas
competentes en el ramo. ¿Sabes que es eso? Y por el otro, habría que volver al
oscuro mundo de los narcóticos y sustancias químicas ilegales. Yo no creo que
estas muertes tengan que ver con esas gentes. Aquí estamos hablando de
científicos y no de traficantes… –decía esto Popescu con la intención de desviar el
tema.
–Bueno –dijo Baros, positiva–, ¿qué me dicen de esta fotografía? –les mostró
aquella donde aparece la coraza con un logo impreso–. ¿Pueden leer lo que dice
allí?
Blue la cogió; Rosa atisbaba por detrás, con las manos sobre los hombros.
Apenas se podían leer las letras, debido a su pequeñez; en el centro se hallaba
incrustado un símbolo heráldico:

QROBOT

QC

Scott se acercó, abriéndose paso; Popescu se arrimó también:


–Sí –confirmó–, es el logo de la fábrica del Colentina.
Y al decir esto, recordó la nota con la «A» al final del escrito que le
proporcionó Faina. Sintió una ligera alteración en el cuerpo. «Ya veremos quién
es el que muere primero, Adrian», se dijo en pensamientos. «Tus horas están
contadas hasta el miércoles, cuando Muma derribe tu horrendo edificio y a ti
junto con él». Aunque pronto recapacitó: «¿Y si Baros estuviera en lo cierto? No
podría ese monstruo atacarme, incluso, ahora mismo. Debo cuidarme las
espaldas. Le informaré al Estigia sobre esto».
–¿Seguro? –le preguntó Rosa, irrumpiendo en sus planes.
–Claro –le respondió éste–. Nací en Bucarest; debo saberlo mejor que usted.
Faina despertó de su dulce sueño.
–¿Qué es lo que están viendo? –preguntó.
–Una fotografía –le contestó Baros–. Venga, acérquese. Véala.
–Oh –exclamó Faina al ver el escudo heráldico–. El león imperial.
–¿Y qué significa eso? –preguntó Rosa, perturbada.
–Bueno –siguió Faina–, en la Antigüedad, mejor dicho, en todas las edades y
sociedades antiguas, los hombres han hecho uso de figuras de animales vivos,
árboles, flores, objetos inanimados, como signos simbólicos para distinguirse en
la guerra, o para denotar bravura y coraje como nación gobernante. En el caso del
león, la fuerza, el coraje y su majestuosa postura entre sus semejantes del Reino
Animal le ha hecho ganar el título de monarca de la selva y rey de las bestias.
Los antiguos heraldistas seleccionaban esta figura del león como símbolo de
mando, fuerza, poder, coraje y otras cualidades inherentes a este animal, además
de los atributos de majestuosidad, potencia, clemencia, y todos los concernientes
a la autoridad –dijo finalmente–. Ahora, que esa mancha morada detrás del león
es ininteligible para mí…
–Supongo que es la representación de los átomos que integran una molécula –
dijo Blue–, ilustrada a la manera de Fisher y Hirschfelder, donde los primeros
son presentados como bolas interpenetradas que son unidas mediante varillas. Y
siendo ésta el logo de una compañía química, pues está muy acertado el
simbolismo.
–¡Uf! –exclamó Rosa–. Muy ambicioso el hombre: el «Emperador de la Vida».
–¿Quién? –preguntó Faina.
–Adrian Dendiu –le contestó Baros–. Es el logo de su compañía.
–Ah, vaya –dijo solamente el pastor; luego como inspirado súbitamente–: ¿No
me digan que él tiene que ver con la existencia del balaur?
–No, no –le contestó rápidamente Baros–. Sin embargo, la noche de ayer,
luego del ataque a Stefan, apareció tirada en la calle esa pieza que ve usted en la
fotografía.
Entonces Faina arrugó la frente.
–Pero bien pudo haber sido este objeto arrancado de uno de los autos que
fueron destruidos esa noche, ¿no cree? Quizá circulaba por el bulevar…
Los demás le dieron la razón.
–Es cierto –dijo Baros, achicada–. No obstante… ¿Por qué Orban, el perito, se
interesaría por ella? Tendré que hablar con él –sacó el celular de su chaqueta y
marcó el número.
–Es una pista falsa –dijo Popescu–. No me extraña…
«¿Orban?», dijo Baros por el teléfono: «Habla Baros. Sabes, quería preguntarte
sobre una de las fotografías que me diste esta mañana… Sí, sí... La del logo.
¿Sabías que te preguntaría por ella?... Ja, ja… ¡Eres tremendo, Orban! ¿Esta noche?
¿Al Onx Club? Oh, no, no puedo, querido… Entonces, ¿no había, anoche, ningún
vehículo de la fábrica volcado en la autopista? ¿Seguro, Orban? Es importante
para mí. ¿No es de metal? ¿Carbono? Raro, muy raro… De acuerdo… Me
gustaría salir contigo, Orban, pero se me hace imposible, por el trabajo. Tal vez
otro día... ¡Sí, sí, te escucho! ¿Cómo? Pero es posible… ¿Hace media hora? ¿Y
cómo te diste cuenta?... ¿Ibas a visitarlo para hacer los análisis clínicos?… ¡Por
Dios, Orban! ¡Ahora mismo voy para allá!», colgó el celular y exclamó,
sobrecogida: «¡Tassus!»
–¿Y qué averiguaste? –le preguntó un Popescu agriado: había digerido mal la
conversación de Baros.
–¡Acaban de destruir el laboratorio de Tassus en la universidad! –les gritó–.
¡Vayámonos de aquí!
35
La encrucijada de Tassus

___

Tassus sigue corriendo por el bulevar Kogalniceanu rumbo al hostal Arges;


pasados unos minutos, llega. Toca la puerta, pero nadie le responde. Saca
entonces una copia de la llave y entra. Se halla desorientado y tiembla como
pajarillo sacudido por la lluvia y el viento. «¿Y ahora qué hago? Hombres malos
buscan mi muerte», y se echa a llorar sobre la cama. Se arropa, entero, con la
cobija, sollozando.
–No más investigaciones genómicas –susurra–. No más.
»Hemos creado monstruos asesinos. Tuvo razón Oprea al negarse a develar
estos descubrimientos a hombres como Stefan… ¡Y ahora Dendiu! Lo peor del
caso es que no sé quién es el que me ataca, por Dios, ¡no lo sé! ¿Largarme a
México? Es lo único que me queda por hacer, ¡largarme!, ¡lejos, muy lejos de
aquí!».
Se levanta de presto. Ya se apresta a salir de nuevo cuando ve un papel sobre
la mesa. Lo toma; dice:
Tassus: Partí hacia los Montes Metálicos, y no sé cuánto tiempo tardaré en llegar,
pero llegaré; te lo aseguro. Me adelantaré a Adrian. La venganza será mía. En lo que a ti
concierne, llama a este teléfono, el de la embajada de México acá en Bucarest: (004) 021-
210-45-77. Te atenderá el cónsul Molina. Dile que deseas hablar con su canciller, A.E…,
y que vienes de parte mía. No temas. Te recibirá. Hablé con él esta mañana. O, mejor aún,
ve tú mismo a la embajada, y entrevístate; esta es la dirección: 124C Strada Mihail
Eminescu. Como te dije, la guerra se ha desatado, y no habrá más vida para los
involucrados en ella. Quizá será esta la última vez que sabrás de mí. ¡Vete, huye,
márchate! Si no lo haces, serás asesinado. No le digas nada a la Policía hasta que tu vida
se vea comprometida y bajo peligro inminente…
Luego los trazos de tinta comienzan a desfigurarse y se pierden en lances
largos y temblorosos, que hacen de la escritura un mensaje ininteligible. Tassus
guarda la nota en su bolsillo, y de nuevo se tiende sobre la cama, llorando,
atenazado por el terror.
Entonces se hace quizá la pregunta más importante de su vida:
–¿Qué hacer ahora? ¿Emigrar o alertar a la policía? ¡Ay, ay, ay! De verdad que
no deseo largarme de mi país. He pasado mi vida entera aquí; no, no podría
resistir el uso de otras costumbres. ¡Y México, México, una nación tan lejana y tan
diferente de la rumana! ¿Qué cosas me esperan allí? ¿Cómo podría mantenerme?
Ni siquiera sé hablar español. Pero lo que sí sé es que los tentáculos de Stefan o
Adrian no llegarán hasta allá; ¿cómo podrían? Me desligaría por completo de la
química y la genómica, ¡por siempre! Existe todavía una esperanza…
»Sin embargo, viviría como pobre, desempleado, mendigando en las calles…
¿Qué credenciales presentar? ¿Y en la embajada, acaso no debo explicar el por
qué de mi salida de Rumania? ¡Oh Dios! Sé que te he fallado, que incluso he
negado tu existencia, pero si en verdad existes, ¡ayúdame ahora! ¡Te lo suplico!
No tengo a nadie que me auxilie en este día macabro…
Se revuelca el pobre Tassus en la cama como un demente, histérico. Se
descobija.
–¿Si le revelo la verdad a Baros, la agente de investigación? ¿Si le dijera que
Stefan y Adrian siguen mis huellas para matarme? ¿Si le revelara que Stefan
posee un laboratorio clandestino en los Montes Metálicos y que Adrian ha
fabricado un robot asesino? ¿Pero qué pruebas tengo para sustentarme?
¡Ninguna, ninguna! Apenas la advertencia de un ser monstruoso, el balaur… ¡Oh,
Dios, me encarcelarían por ello!
»¿Quién podrá auxiliarme? ¿Yakob? Pero qué sabe Iliescu de mis actuaciones.
Es mi mejor amigo, y al darse cuenta de la verdad me despreciará como a un
hipócrita. ¡No, no lo soportaría! Aun así, ¿debería recurrir a él? Me preguntará
por lo ocurrido en el laboratorio. ¿Qué le diré? ¿Y a la policía? ¡Ay, de nuevo me
encuentro en el círculo de la muerte! Ha llegado el momento de comportarse
como un verdadero hombre y enfrentar los problemas que se me presentan. Diré
la verdad, diré la verdad, ¡la diré toda! No me importan que no crean una
palabra de lo que diga o de que me tomen por loco…
Se levanta envalentonado de la cama, abre la puerta y sale como llegó,
corriendo, desandando lo andado.
36
El Contador de la Vida de Dobre

«“La reina de Saba, al conocer la gloria de Salomón, vino a tentarlo proponiéndole


enigmas.” ¿Y cómo podía esperar que iba a inducirlo a la tentación? ¡Claro que el diablo
también quiso tentar a Jesús! Pero Jesús triunfó porque era Dios, y Salomón acaso lo
hiciera gracias a sus artes de mago. ¡Son sublimes esas artes! Pues el mundo –así me lo
explico un filósofo– forma un conjunto en que todas las partes influyen unas sobre otras,
como los órganos de un solo cuerpo. ¿Se tratará, pues, de conocer los amores y
repulsiones naturales de las cosas y luego aplicar este conocimiento?... ¿Sería posible,
entonces, modificar lo que, según nosotros creemos, pertenece al orden inmutable?»,

Gustave Flaubert, Las tentaciones de San Antonio

___

En Eugenetics, el doctor Zamfir escuchaba, atento, las relaciones científicas de


Dobre, quien lo conducía hacia un cubículo que tenía por paredes láminas de
vidrio polarizado. Entraron. Dobre le señaló un monitor:
–El «Contador de la Vida» –le dijo, orgulloso–. Está conectado a cada uno de
los vientres artificiales y saca un promedio general de la duración de las
gestaciones, que es parecida a la humana, de nueve meses calendario, es decir,
270 días; no obstante, nuestros hijitos –parafraseó las palabras Stefan–, en vez de
nacer tan frágiles como un bebé, nacerán ya formados, como en su etapa adulta.
Esto se lo debemos al empleo del óxido nítrico en combinación con otros
compuestos bioquímicos, entre ellos el resveratrol, cuya aplicación práctica ha
sido un acierto suyo, doctor Zamfir.
–¿Qué? –preguntó Zamfir, ignaro.
–Bueno –siguió Dobre, creyendo que la exclamación de sorpresa de Zamfir
exigía una explicación más clara–. Así es cómo funciona el Contador: utilizamos
un scanner que mide a diario el crecimiento interno de los órganos; en realidad,
de todo el cuerpo. El principio es simple, je, je, pues funciona como un radar… –
luego se escandalizó: ¡Oh! ¡Espere a que el señor Stefan se dé cuenta de esto!
El Contador marcaba:
PROCESO DÍAS HORAS MINUTOS SEGUNDOS
GESTACIÓ
N 265 18 6 59…

–El Contador se ha adelantado en quince días –dijo Dobre–. ¡Fabuloso!


Zamfir, aunque ya tenía una idea general de los acontecimientos, decidió
guardar silencio.
–¿No me diga que en cinco días estarán listos para nacer? –le preguntó
segundos después.
–Creo que en menos –dijo Dobre, muy feliz.
«¡Por Dios!», reflexionó Zamfir. «Las criaturas están por emerger. No puedo
tolerar esto, y no logro imaginarme, tampoco, qué clase de vida nos espera bajo
los dictados de estos seres contranaturales. De alguna forma detendré su
nacimiento».
–Dígame, Dobre –habló–, ¿cómo funciona todo el proceso? ¿Dónde está la
máquina procesadora que mezcla el líquido salino, el de la vida, que alimenta y
hace crecer estos seres?
–Hiperhumanos –rectificó Dobre–. «Los que están más allá de la naturaleza
animal humana», y puedo asegurarle que lo están en todos los sentidos: físico,
intelectual y moral.
–Bien, bien –le contestó Zamfir–; tiene usted razón. Por lo que veo, ha hecho
usted sólo el trabajo; no veo en que pueda ayudarle…
Zamfir decía estas palabras confiando en que Dobre le asignaría alguna tarea
y le mostrara así, finalmente, el mezclador de sustancias químicas que
alimentaba los conductos.
–Je, je –rió Dobre, más presuntuoso todavía–. Ha llegado usted tarde, doctor
Zamfir. Ya sólo resta esperar. Aunque –esta vez lo vio a los ojos con sinceridad–,
para serle franco, yo sólo he sido el hombre que armó este gran rompecabezas, ya
que, hay que decirlo, no he hecho más que aplicar los lineamientos descubiertos
por otros, como Oprea o usted, por ejemplo.
–No sé si agradecerle o llorar –dijo tristemente Zamfir– por lo que acaba usted
de decir, Dobre.
–Ni lo uno ni lo otro –le respondió Dobre–. Quienes le agradecerán por su
trabajo serán estos hiperhumanos, que lo llamarán a usted padre, mi creador…
–¿Y usted dónde se deja? –lo contradijo Zamfir–. Usted ha sido quién en
realidad los ha creado…
–Es cierto –dijo Dobre–; pero no lo hubiera hecho jamás sin los
descubrimientos del grupo «Libertad», del que usted tomó muy
convenientemente apuntes. Fue una asociación científica sin igual, que aunó en
su tiempo a las mentes más brillantes y geniales, no sólo del país, sino del
planeta. Es una lástima que hayan sido asesinados todos cruelmente…
–Uno de ellos murió hace unos siete días…
–Sí, sí… –se apresuró a decir Dobre–. Emile, el del MIT… Fue un hombre
excepcional. ¡Ah! –exclamó, como acordándose de algo importante–. Recuerde la
muerte de Rahova, poco tiempo después… Sin embargo –hizo un pausa–, aún
queda Tassus, ¿no es así?
–Oh, sí, por supuesto –dijo Zamfir.
–Ahora que recuerdo –siguió Dobre–, el señor Stefan quiso, en un
determinado momento, que Tassus trabajara conmigo, aquí en Eugenetics, junto
con Rahova, pero el hombre se negó, por razones éticas, creo.
–¿Rahova trabajó aquí?
–Sí; un tiempo nada más; de hecho, gran parte de la estructura física de este
laboratorio fue creada por él. ¿No lo recuerda usted? Salía en la nómina de
Farmadei como asesor.
–Sí, sí, lo recuerdo, lo recuerdo; pero no creí jamás… ¡En realidad nunca supe
de la existencia de este laboratorio hasta ahora!
–Es raro –dijo Dobre.
–¿El qué? –preguntó Zamfir–. ¿Qué cosa?
–Que usted no haya sabido nunca de Eugenetics. Es usted parte de la directiva
de Seicorp, ¿no?
–Sí; pero represento solamente los intereses de la jerarquías científicas del
holding; apenas he visto un estado financiero en mi vida, como tampoco sé cómo
obtiene ni a dónde destina los fondos la Corporación.
–Pero siendo usted el director de científicos de la entidad, ¿cómo es que usted
no sabe nada de mí, ni supo de Rahova o de un proyecto tan ambicioso como
Eugenetics?
–Stefan… –susurró Zamfir.
–¿Sí? –preguntó Dobre, que no alcanzó a escuchar claramente.
–Usted sabe que los negocios de Stefan son muchos y que están dispersos por
toda la geografía del país. A mí me bastaba con informarme de los avances en las
investigaciones de las droguerías situadas en Bucarest, por demás las más
importantes…
–Ah, ya veo… –musitó Dobre–. Modorra corporativa…
–¿Qué dijo? –le preguntó Zamfir con recelo.
–No, no, nada, nada –se excusó el otro–. Que hay diferencias de perspectiva…
–No lo entiendo.
–Que siendo usted científico, pues, es lógico que le preocuparan más que
nada los laboratorios donde en verdad fluía la acción. Eso está bien justificado,
ya que de no haber sido así, jamás hubiera salido a la luz el «Youngever». Lo
entiendo, doctor Zamfir, lo entiendo.
Zamfir se vio reflejado en uno de los cristales del cubículo, percibiendo en él
la estampa de un hombre alto y alargado, cubierto el pelo de canas. Había
envejecido, él, la mente que hizo al hombre eterno. ¿Por qué no había probado su
creación en sí mismo? ¿Le había pasado lo que a los adivinos que prometen
revelar el número gordo de la lotería, sin que ellos mismos, que supuestamente
lo saben por conexión telepática o con los espíritus, jamás se hayan ganado uno?
No, no era así la cosa. A pesar de todo, él tenía un cierto sentido de la ética, o
mejor dicho, quería ganarse un puesto en la Historia a base de sacrificarse a sí
mismo, como un cabrito. Quería ser recordado como el hombre que contribuyó
significativamente al bien de la humanidad –a la que le alargó la vida gracias a
una formula jamás creada por ningún otro terrestre–, pero no deseaba estar allí,
en las laureas venideras que le tributarían las masas, por temor a ver vulgarizada
su personalidad, por miedo a que éstas descubrieran que él, el científico
eminente, el prohombre, también se equivocaba, como ellos. Sería mejor que lo
recordasen en las biografías como alguien lejano de alcanzar, fuera de esta
realidad, subido en un pedestal, tal como Einstein lo fue para el común de los
mortales del siglo XX. En definitiva, gozaba de sentirse endiosado para el futuro,
saboreando la gloria de figurarse como el hombre que le dio un giro de vuelta, de
360 grados, a los registros de la existencia humana.
Dobre lo instó a salir del cubículo.
–Venga –le dijo–: vayamos a ver cómo va el «Procesador Genómico».
–¿Procesador genómico?
–Sí –le contestó Dobre–; allí dónde se juntan las mezclas que modifican el
citoplasma.
En biología, el citoplasma es la parte del protoplasma que rodea al núcleo y es
también parte sistémica del hialoplasma, la masa fundamental de la célula que
está formada la mayor parte por agua, sales minerales, proteínas, polisacáridos y
sustancias lipídicas. En otras palabras, es el lugar donde –como la agente Baros
había dicho irónicamente a los demás agentes sin que ella supiera la enormísima
importancia que encerraban sus palabras– reside la vida misma, es decir, la única
fase de la materia que puede experimentar el estado de energía de la vida, por lo
tanto, el único lugar donde realmente pueden llevarse a cabo modificaciones
estructurales de gran envergadura; sí, allí donde está la información que
almacena una macromolécula hallada en todas las células: el ADN, el que está
dividido en gran cantidad de sub-unidades llamadas genes, las que contienen la
información necesaria para que la célula sintetice una proteína, siendo así que el
genoma (conjunto de cromosomas de una célula) es el responsable de las
características del individuo, pues controla todos los aspectos de la vida de cada
organismo, incluyendo metabolismo, forma, desarrollo y reproducción. Por
ejemplo, la síntesis una proteína X hará que en el individuo se manifieste el rasgo
“pelo oscuro”, mientras que la proteína Y determinará el rasgo “pelo claro”.
El grupo «Libertad» había hecho este vital descubrimiento, y no sólo eso, sino
que había hallado la forma de modificar estos estados energéticos por medio de
sustancias químicas y minerales, como el óxido nítrico o el resveratrol; en la
genómica, había sido el mayor de los descubrimientos de su corta historia.
Zamfir, por fin satisfecho, lo siguió a través de los cilindros transparentes.
Llegaron a una habitación igualmente deslumbrante, que sorprendió al doctor,
pues se le aparecía ante los ojos un gigantesco batidor, en forma de turbina, que
rotaba una y otra vez a una velocidad cercana a la de las partículas de un
acelerador nuclear.
–¿Maravillado? –le preguntó Dobre, riendo.
–Claro, claro –dijo apenado Zamfir–. Es impresionante.
–Lo llamamos el «Procesador Genómico», y creo que no necesito decirle por
qué.
–Ya lo creo…
–Los ingredientes principales son el óxido nítrico y el resveratrol –continuó
Dobre–, además de un sinfín de sustancias bioquímicas que hacen de la formula
un compuesto único.
–Ya veo, ya veo –le contestó trabajosamente Zamfir–. Claro, claro… Entiendo,
entiendo…
–Este procesador funciona prácticamente como una turbina hidroeléctrica, o
un reactor nuclear, si prefiere esta analogía, y necesita mucha energía para
operar al cien por cien, como ahora…
–¿Y cómo hacen para obtenerla? –preguntó Zamfir.
–Por medio de la fuerza hidráulica que nos proporciona la garganta donde
afluyen, violentamente, el río Sormes, Mures y Olt; además hacemos uso del gas
natural de la región.
–¡Dios mío! –exclamó Zamfir–. Stefan debió haber invertido miles de millones
de lei en esta empresa. Me pregunto de dónde habrá adquirido los fondos…
–No tengo ni idea –le contestó Dobre–. Pero, en realidad, cuando llegué acá,
hace unos dos años, ya había una estructura química bien formada en este
lugar…
–Es decir –dijo sorprendido Zamfir–, que ya existía un laboratorio aquí, en los
Montes Metálicos.
–Uy, sí –respondió ingenuamente Dobre–; desde mucho antes, creo… ¡Vea
por esta ventanilla! Allá están los Montes Bihar. ¡Esplendido!
–Sublime.
–A pesar de la talla ciclópea del Procesador –dijo Dobre señalando una oficina
dentro de la habitación, la que alcanzaron luego de caminar unos cuantos pasos;
Dobre abrió la puerta metálica–: esta es la computadora que lo controla –vio
Zamfir un conjunto de ordenadores conectados a un monitor nodriza.
»Este monitor fiscaliza, por principio, los procedimientos de la fecundación in
vitro. ¿Quiere ver algunos datos? Vea –tecleó Dobre la palabra «Transferencia
Intratubárica de Gametos »; enseguida apareció el número «99»–: han sido
fecundados en los vientres artificiales noventa y nueve hiperhumanos.
–Pero… ¿No se ha dado cuenta usted si esto lo permite la ley, Dobre? ¡En
vientres artificiales, sin el consentimiento de nadie! ¡Antitético, antitético! ¿Acaso
hace oídos sordos a la prohibición de clonar humanos o al veto de la creación
genética de razas humanas, según lo establece la «Ley sobre técnicas de
reproducción asistida»? Se está buscando un gran problema, Dobre; recuerde que
a esta ley la regula el código penal, que en uno de sus artículos castiga la
alteración del genotipo con finalidad experimental y la fecundación de óvulos
humanos con distinto fin de la procreación humana. Por favor, Dobre, recapacite;
podrían encarcelarlo, pues el Genoma Humano se considera como un bien
jurídico protegido y protegible. Yo pienso que, en este punto, ha cruzado usted
los límites de la cordura humana.
–Je, je –rió Dobre–. ¿Limites? ¿Cuáles? ¿Sabe usted cuál ese límite? ¿Quién lo
fija? ¿Usted, aquel mengano ignorante o el otro zungano sabihondo? ¿Y no dice
nuestra Ley, por ejemplo lo que está en nuestro Código Penal: «Queda prohibida
toda manipulación sobre el genoma excepto que sea para suprimir taras o
enfermedades graves»? ¿No me justifica esto entonces? Sea razonable, Zamfir, abra
los ojos.
–Se equivoca usted al pretender tergiversar las palabras del Código. Oiga:
«Excepto que sea para suprimir taras o enfermedades graves». Lo que usted hace
no suprime ninguna enfermedad; al contrario, ¡procrea, en forma asistida,
empleando un procedimiento de manipulación que consiste en crear una persona
de modo artificial! Es decir, da vida a un ser humano sin el acto sexual, y peor
aún, ¡modifica su estructura genómica!
–¡No es acaso la imperfección una enfermedad! ¡No es envejecer y morir un
proceso enfermizo y corrupto del cuerpo! –exclamó Dobre, indignado por la
incomprensión de Zamfir–. Por favor, doctor, vea las cosas tal como son.
Zamfir empezaba a abrir la boca, pero el walkie talkie en la cintura de Dobre
siseó.
«Doctor», dijo el guardia de la posta en la entrada. «Acaban de llegar unos
trailers. ¿Los dejo pasar? Vienen de Bucarest… ¿Cómo dijo que se llama?
¿Catalin? Bien... ¿Doctor Dobre? El hombre viene cargado con cilindros. Dice
llamarse Catalin. ¿Qué pasen?»
«Déjalos pasar», contestó Dobre; luego marcó otra banda en la radio, y dijo:
«Florin, recibe a los señores de Bucarest; traen cilindros de óxido nítrico. ¡No te
olvides de firmar los comprobantes!».
El doctor Dobre posó los ojos en los de su colega:
–Ya me entenderá con el tiempo, Zamfir; se lo aseguro. Sígame –continuó,
cruzando por debajo del Procesador–; veamos que nos envió Stefan desde Ilfov –
y ya frente al Contador de la Vida en la sala de vidrios resplandecientes–. Vaya –
exclamó al ver que las cifras habían caído un día más–, después de todo, creo no
necesitaremos ese óxido nítrico que, por cierto, me tenía muy preocupado. Al
parecer las gestaciones avanzan rápidamente. ¡No me extrañaría ver de aquí a
dos días a un hiperhumano romper con la fuerza de sus brazos uno de esos
vientres artificiales!
Zamfir, espantado de escuchar aquella declaración, tragó un buen pucho de
saliva. «¿Cómo impedirlo?», se dijo.
–Veamos, pues, que encontramos en la bodega –lo apuró Dobre–. Caminemos.
¡Por aquí, doctor, por aquí!
37
El lavador financiero

___

Stefan, ya en su oficina de Bucarest, mandó a llamar a su contralor financiero,


Mircea Pogea, que llegó apenas el primero había colgado el teléfono. Lo recibió
en la sala de juntas; en la mano cargaba unas carpetas abultadas.
–¿Estás bien, Stefan? –le preguntó, preocupado Mircea–. Vi los noticieros…
¿Otro atentado? ¿Qué es lo que pasa? ¿Tienes problemas dentro del Partido?
–Estoy bien –le contestó Stefan, tranquilo, voz firme.
–Yo creí que con la muerte de Alexandru se acabarían este tipo de
problemas… ¿Qué es lo que ocurre? Dímelo.
–El hijo del maldito «Químico»…
–¿Adrian?
–Sí –le respondió Stefan–. No sé en qué cosas anda, pero te aseguro que se ha
vuelto muy fuerte. Debí matarlo mucho antes.
–Sufres porque quieres, Stefan: lo hubieras hecho desde hace tiempo.
–No podía –le dijo el otro, molesto–. Alexandru lo escondió en el extranjero,
¡y tú lo sabes! Regresó el tonto ya convertido en un hombre de estudios, sin que
yo pudiera darme cuenta, y para cuando lo hice, no preví que éste trataría de
vengar tan insistentemente la sangre de su padre. ¡Era todavía un adolescente!
Además, tú eres testigo de esto, al percatarme de que no me afectaba en los
negocios, supuse que había tomado la buena senda, la legal. Y fue lo que hizo –
pegó un puñetazo en el escritorio–: recogió la fortuna que su padre le dejó con
sus testaferros y apoyado en sus conocimientos gerenciales levantó el negocio de
la química de forma lícita. Me confié. Ahora estoy pagando las consecuencias de
ese error.
–¿Pero estás seguro que es él, Stefan? No podría ser otro, el italiano Meola,
por ejemplo.
–No –le contestó, circunspecto–, no es la mafia italiana; guardo buenas
relaciones con los sicilianos; nuestros negocios no se cruzan. Yo sé que es
Adrian… ¿Sabes por qué?
Mircea negó con la cabeza.
–Pues porque la vez pasada, cuando estaba en la reunión de gerentes, me
llamó uno de sus sicarios, el que ha matado a todos los científicos que yo he
cortejado para que trabajaran conmigo, y me amenazó con que yo pasaría por
ello aludiendo a la muertes de Rahova y Dinga.
–Eso no lo incrimina –le dijo Mircea, temeroso.
–¡Ah, Mircea! –exclamó Stefan, irritado–. Te digo que es él, Adrian, porque es
el único que sabe que necesito de estos hombres de ciencia para seguir en el
negocio. Como no conoce la estructura de mi organización a cabalidad, se ha ido
por lo más fácil: destruir a mis asesorías científicas.
–¿No hay posibilidad de que esté Razvan, tu presidente de partido que tanto
recela de ti, se halle detrás de esto?
–¿Razvan? ¡No, hombre! Ese pobre señor es un soñador ingenuo, un pobre
pelele que no pasa de hablar de términos tan vagos como «libertad,
democracia»… No tiene ningún cinco en la bolsa… ¿Cómo podría hacerme frente?
–Te quitó la presidencia.
–Mira, Mircea, tú sabes que se la cedí porque estoy imbuido en mis
investigaciones científicas. Pero Adrian… Adrian es diferente. Sigiloso como un
tigrillo, salta donde menos se lo espera uno… Y ahora, después de ver con mis
propios ojos a su sicario, no sé que puedo esperar de él. ¡Esa cosa levantaba vuelo,
Mircea, levantaba vuelo! Lo vi cuando colgaba en el aire, aventándose en mi
contra… ¡No logro descifrar su naturaleza! Si es humano… ¡por Dios, no lo sé!
Y se dejó caer en la silla, con los dedos sobándole la frente.
–Bueno –dijo recuperándose de pronto–. Ya estuvo bien de lamentaciones.
¿Ya le hiciste la transferencia monetaria a Copos, Mircea? –le preguntó, sosegado,
erguido.
–Cinco minutos después de que terminara la reunión que tú mencionaste –le
contestó el otro, eficiente, expedito, sin dilaciones–; aunque… –se contuvo.
–¿Aunque…? –lo inquirió Stefan.
–No sé, Stefan… –dijo Mircea, como desconcertado–. Voy a decirte lo que
pienso de esta transferencia…
–Adelante –lo urgió Stefan. No estaba para demoras.
–Copos es un buen gerente, honesto, y se asombró cuando le hice la
transferencia de cinco millones de dólares… ¡El hombre no sabía qué hacer con
tanto dinero! Incluso me dijo que temía, en caso de que llegaran en marzo los
auditores fiscales, de no saber cómo justificarles ese ingreso… He tenido que
ingeniármelas para decirle que hiciera una partida donde hiciera constar de que
se trataba de ingresos por dividendos provenientes del holding. «¿Pero cómo?», me
respondió. «Si allí están los estados financieros del ejercicio pasado de
Farmacorp –la empresa del holding que gerencia Copos–, y en éstos consta que ni
siquiera tuvimos ganancias que sobrepasaran los cuatro millones, ¡en todo el
año!», volvió a contestarme. Le dije que no se preocupara por eso, que el holding,
como entidad financiera autorizada por el Banco Central, recoge las ganancias de
las demás empresas y las reparte en su pleno derecho como le venga en gana de
acuerdo con su plan de inversiones… Pero creo que no me creyó.
–Déjalo así, Mircea, y no te muelas los sesos con esas cositas. Copos, por otra
parte, quedará satisfecho con tu explicación, créeme, pues es un hombre que ha
sido formado para obedecer. Es un animal bien adiestrado, como un perro de
carreras, fijo los ojos en la meta que el amo le ha impuesto, y aunque la duda lo
torture, jamás ampliara la vista más allá de su hocico; se la guardará para sí y
encontrará consuelo en la obediencia, justificando con ello sus remordimientos.
¡Debo agradecer por esto a la esplendida formación educativa nacional! Ja, ja,
ja…
Mircea calló, ya que, después de todo, le había caído el guante. Pero por la
plata baila el mono, dice un refrán, y no tardó en emitir unas sonoras carcajadas.
–Ahora a los asuntos que de verdad importan –dijo Stefan–. ¿Recibiste un
depósito no hace mucho, como a las nueve?
–Oh, sí –le contestó Mircea–. Del Banco Bucarestino, en la cuenta online.

–Es el pago por la venta de anabólicos que le hice a Varujan –siguió–.


Computa la mitad en la otra cuenta, y al resto hazlo pasar por el holding como
ingresos por fletes: alquiler de camiones a compañías asociadas.
–Bien –dijo Mircea.
–Habla con Pupa, en Transarum (Transportes Rumania; otra empresa del
holding), y dile que altere de nuevo el kilometraje de los camiones según los
cálculos que tú le presentes para alcanzar esa cifra… ¿De cuánto es el depósito?
–Diez millones de dólares, Stefan –le respondió el contralor.
–Bien; calcula entonces tú el kilometraje y se lo das a Pupa no más tardar hoy
por la tarde. ¿Entendido? ¡Ah, y que no se les olvide anotarlos en los reportes!
Mircea, muy obediente, se levantó de la silla. Stefan lo detuvo.
–Espera –le dijo–. Todavía falta por hacer.
El contralor volvió a sentarse.
–Hazle un cheque a Blaga por la compra de óxido nítrico y otro a nombre del
húngaro Sergiu, por la compra de anfetaminas que venderemos a Radiu, el del
judet de Teleorman, en Alexandria.
El otro hacía los apuntes en su agenda; Stefan lo veía, con satisfacción
contenida, riendo deliciosamente. «Me encanta ver a los hombres así, bien
aplicaditos y sin rechistar», se dijo. «Sin embargo», continuó reflexionando,
«cuando mis hijitos nazcan, los haré amo y señores de estas pobres gentes,
miopes e inseguras. Habrá potencia, fuerza, intelecto».
–¿Algo más? –preguntó Mircea, que se sorprendió de encontrar a Stefan con
una mirada maliciosa puesta en él.
–Sí –dijo Stefan, parco–. Me ausentaré unos días de Seicorp, Mircea; así que tú
estarás a cargo del negocio.
Mircea alargó los labios, sonriente:
–¿Buscas relajarte un poco? –le dijo–. Te mereces unas vacaciones, ¿no crees?
–Sí –le dijo Stefan, riendo casi macabramente–: unas largas vacaciones…
38
Un encuentro de amigos de antaño

«No soy otra cosa que un buscador de la verdad. Considero que encontré un sendero que
me conduce hacia ella, y hago todo lo posible para concretar mi propósito. Aunque
confieso que no la alcancé todavía. El hecho en sí de descubrir la verdad significa que uno
ha alcanzado la perfección y ha cumplido su destino. Conozco bastante bien mis
lamentables defectos, pero toda la fuerza me viene de tal conocimiento.»,

Gandhi, Reflexiones sobre la Verdad

___

Una vez que Tassus hubo salido de aquel cuarto, con la carta de su amigo en
manos, se encontraba todavía subiendo por el bulevar Busezti, a tres cuadras de
la Plaza Victoria, en el cruce con la Calea Grivitei. De pronto, vio hacia su
derecha una multitud reunida que esperaba bajo las puertas del Museo de Arte.
Intrigado, pensando en que el movimiento de gentes podría aplacarle en cierto
modo las penas, decidió averiguar.
–¿Hubo algún robo en el Museo? –preguntó a un concurrente.
–No –le contestó el otro como lamentándose de una gran tragedia–; al parecer
el gran Razvan Snagov estuvo a punto de suicidarse.
–¿Razvan Snagov? –se preguntó Tassus, sorprendido. No había terminado
siquiera de subrayarse esto, cuando de pronto fue apartado por algunos
miembros de la policía que iban abriéndose paso a través de la multitud–.
¿Sonia? –exclamó al ver a su asistenta cogida del brazo de Razvan–. ¡Sonia, Sonia,
Sonia! –empezó a gritar, siguiendo tras el cuerpo de seguridad y dando
empellones a la gente que le obstaculizaba el paso–. ¡Sonia! ¡Soy yo, Tassus! ¡Yo,
el profesor Tassus! ¡Tassus!...
Sonia, por el alboroto, no podía escucharlo. Se acercó lo más que pudo, pero
un policía lo sacudió con una cachiporra. «¡Atrás, atrás!», le gruñó. «Gracias a
Dios que estás a salvo, hijita», se dijo aliviado. «Sin embargo», razonó, «¿qué
haces allí, junto a Razvan y la policía? ¿Por qué no estabas en el laboratorio?
Aquí hay algo raro. ¿Cómo es posible?». Sonia tendría que contestarle.
Reemprendió la persecución, y vociferando lo más fuerte que pudo, llamó:
–¡Sonia, Sonia! ¡Escúchame! Aquí, aquí, aquí… ¡Soy yo, Tassus! ¡Sonia!
El llamamiento fue sonoro, tanto que el último policía que escoltaba a Razvan
lo advirtió.
–¡Cállese! –le gritó blandiendo la macana.
Sonia, alterada y nerviosa, finalmente vio aquella acción.
–¡No! ¡Déjelo! ¡No le pegue! –lo increpó; entonces percibió la figura de su jefe;
empalideció–: Profesor Tassus –dijo–. Usted aquí…
–¡Sí! –le devolvió la seña–. Soy yo, Tassus… ¡No! ¡Esperen!
Un policía intentaba meter a Sonia en la patrulla, a la fuerza, sin embargo ésta,
furiosa, atizó más el escándalo al oponérsele, en la esperanza de que Tassus
terciara, y fuera así capturado, puesto que éste parecía desear acompañarla
adonde fuera. Sucedió tal como ella lo previó. Casi el cuerpo enteró se le encimó
con sus garrotes.
–¡Viene conmigo! –exclamó Sonia, horrorizada de ver la paliza que sufría
Tassus–. ¡No lo golpeen! Es mi padre.
Al escuchar esto los policías se detuvieron y dejaron que Tassus se le acercara,
incluso lo subieron y sentaron dentro de la patrulla, junto con Razvan, que
aparentaba estar desecho físicamente, caída la cabeza sobre el pecho, como un
hombre muerto en vida.
Ya en la patrulla, Tassus, ansioso por escuchar las justificaciones de Sonia, le
preguntó:
–¿Qué haces aquí?
–Me llevan a la Gendarmería para explicar por qué el diputado Razvan quería
suicidarse.
–Pero tú… ¡tú qué les vas a explicar! Nadie sabe por qué un hombre decide
matarse…
–Pues yo no sé, profesor –le dijo Sonia–; eso fue lo que me dijo la policía.
Tassus hacía como si se limpiaba el rostro.
–Sabes –le dijo pensando en la destrucción del laboratorio–; estoy feliz de que
estés viva.
–Gracias –le contestó Sonia con una sonrisa amarga–. Pero me preocupa más
el vecino –añadió señalándole a Razvan–. Está muy deprimido…
El profesor le tomó una mano al diputado y, dándole palmaditas con la otra,
le dijo:
–¿Qué te pasa, mi viejo guerrero de mil batallas?
Razvan abrió los ojos lentamente. «Esa voz la conozco», pensó y, con el rabillo
del ojo, vio a su interlocutor.
–¡Tassus! –balbuceó.
–Ja, ja. ¡Todavía te acuerdas de mí, ah, mi díscolo rebelde! ¡Venga ese abrazo,
mi querido amigo!
–¿Se conocen? –preguntó conmovida Sonia.
No obstante, Razvan estaba muy lastimado y apenas alcanzó a estirar la mano.
Entonces Tassus empezó a relatar los días de universidad, en los años ’60,
cuando ya Razvan, todavía lampiño y adolescente, alzaba la voz clamando por
reformas universitarias, lo que llevó al régimen comunista, allá por el año ’75, a
crear varios centros de investigación científica. Tassus se había beneficiado
directamente de esta lucha, aunque no hubiera movido un dedo siquiera debido
a su carácter introvertido por ese entonces. Pero recordaba a Razvan como un
héroe y, aunque no participó nunca abiertamente de la política, lo consideraba su
amigo, y el otro decía sentir lo mismo por él. En ocasiones, a escondidas de
Iliescu, habían gozado de algunas copas. Ahora que veía a su amigo allí,
derrotado, lo desconocía, pues Razvan poseía una personalidad extrovertida,
carismática y sincera. Le dolía verlo así, cabizbajo, sin ansias de vivir.
–¿Qué es lo que tienes, viejo? –le preguntó enternecido.
El otro, llorando, viéndolo con los ojos vidriosos, le contestó:
–Soy un estúpido, Tassus, un estúpido…
El profesor se compadeció y, recordando él mismo su vida, se echó a llorar
junto con Razvan.
–No te preocupes, hermano –lo consoló–. La vida es una escuela donde nunca
terminas de aprender –balbuceando–: Sea lo que sea que hayas hecho, acéptalo, y
trata de asimilar lo ocurrido. ¡Vamos, hermano, recuerda aquellos días de lucha y
combate! –apenas pudo articular estas palabras.
–No, Tassus –le respondió–. No más lucha. Me rindo. Ahora sé, con gran
dolor de mi parte, que todo lo que hice fue producto de una fantasía deformada,
un ideal pervertido por otros. ¡Bah! ¡Libertad, democracia, libre competencia! ¡En
qué diablos estaba pensando, por Dios! ¿Por qué no fui capaz de prever las
consecuencias que estas simples palabras encerraban! Mi juventud me cegó…
–Razvan –habló Tassus–, no has hecho ningún mal. ¡No! Ve, ve por la
ventanilla. ¿Los ves? ¿Ves esas grandes estructuras, modernas y elegantes? Esas,
sí, esas son producto de tu lucha, de tu esfuerzo… La ciudad luce imponente.
Nadie podrá robarte esa gloria.
–¿Gloria, dices? –lo contradijo–. ¿Gloria, gloria? ¿Cuál gloria? ¿Es glorioso
acaso que veinte millones de mis hermanos vivan en la miseria, en tanto que, al
otro lado de la moneda, únicamente 300 vegeten como reyes? ¿Te parece glorioso
eso, Tassus? ¡Qué me importa a mí que se erijan esos grandes edificios si mi
gente trabaja en ellos ganando unos pocos centavos que apenas les ajustan para
sobrevivir! ¿Les pertenecen a ellos esos edificios? ¡No! ¿No lo entiendes todavía,
verdad Tassus?
El otro, asombrado de escuchar los reniegos de Razvan, ladeó la cabeza.
–Tampoco yo lo entendía, hasta hace poco… –siguió–, hasta hace poco en que
me vi atacado por las fauces de los monstruos que yo mismo creé.
Esta vez Tassus abrió muchos los ojos: «¿Qué era aquello de monstruos?
¿Estaba acaso confabulado con Stefan o Dendiu?».
–¿De qué monstruos me hablas, Razvan? –preguntó Tassus simulando
ingenuidad.
–De esos –le dijo apuntándole con el dedo un rótulo gigantesco que mostraba,
en flashes electrónicos, las palabras: «Youngever. Vive más, vive tus sueños.
Farmadei, tu droguería de confianza».
–¿Stefan David, tu correligionario?
–Sí –le contestó ácidamente el otro–. Adrian Dendiu también es uno de ellos.
–¿Pero me dices que son unos monstruos? O sea, lo dices, ¿literalmente?
–Sí; literalmente.
Tassus estaba desconcertado.
–¿Y cómo lo sabes? –tanteó.
–Escucha, Tassus –dijo Razvan, desganado, casi sin voz–. Quizá no entiendas
lo que te voy a decir, o pueda ser que me tomes por loco, dado el estado
emocional en el que me encuentro.
El profesor no hallaba qué decir.
–Tú sabes que yo desde joven fui un rebelde –continuó Razvan–, un paria
entre las filas comunistas. Eso era precisamente lo que me alentaba, lo que me
daba el poder y la voluntad de seguir adelante, pues me gustaba ese desprecio
que las autoridades del partido me dedicaban, y cuánto más hubiera, mejor, más
poderoso me volvía. Yo tenía en mente un solo objetivo: mi libertad. Es decir,
deseaba gozar de todas aquellas cosas que a mí me se antojaran, por prohibidas
que fueran, y sin restricciones. Si el Partido comunista la prohibía, para mí quería
decir que aquello era una tentación fatal que yo debía disfrutar. Siempre me
decía, ¿qué hay de malo en hacer lo que yo quiera? ¿No dicen en otros países que
todos hemos nacido libres? Acá dicen lo mismo, argüía, y sin embargo, nos
obligan a trabajar los sábados, a reunirnos cada tiempo en la casa del partido
local y a rendirle tributo a un cretino que se la pasaba dando órdenes todo el
tiempo. Eso no era vida. Lo peor era que debías pensar como pensaba el partido.
Tú sabes lo que es eso. Tú sabes lo horrible que es el recitar, tal si fuera una
religión, los dogmas de una doctrina como la del comunismo. Pero entonces,
Tassus, ahora, en mi etapa adulta, me he dado cuenta de algo, y ese algo es que
yo no nunca supe escuchar en mi juventud. Yo nunca escuché, nunca. Hoy he
creado con mi actitud esos monstruos que te he señalado con el dedo.
Tassus afinaba el oído.
–¿Sabes por qué? –El profesor negó con la cabeza. –Porque yo fui un necio, un
necio sordo. Imagínate que yo de joven añoraba con alcanzar la «libertad» para
llegar a ser alguien rico y poderoso. Ay, ¿por qué no escuché a otros que habían
pensado estas cosas antes, a Marx o Lenin, por ejemplo? No sabía yo acaso que
para llegar a ser un humano poderoso debía arrebatar los recursos a otros. Es
decir, aquí me apartaré un poco y te hablaré en palabras que tú conoces como
científico, para que me captes, y que yo hasta ahora, después de repasar algunas
máximas comunistas de gente de ciencia como tú, y vivido cruelmente, he
aprendido con sangre: tú sabes que la energía no se destruye, sino que cambia
solamente de forma, en el caso de la materia, de manos. Existe entonces lo que
dice una ley de compensación. Pues bien, he llegado a la conclusión de que
sucede igual en la vida material de los hombres. Si yo, como ser humano, he
llegado a desear ser un hombre poderoso y lleno de riqueza, debo, por fuerza,
quitarles a otros sus recursos. ¿Me captas? Si yo tengo veinte lei en mi bolsa y tú
otros veinte, para que yo llegue a tener cuarenta, debo quitártelos a ti, porque tú
no me los darás gratuitamente, pues te quedarías sin recursos, es decir, falto de
energía. No obstante, todos hemos nacido con los mismos potenciales y con los
mismos derechos y recursos que nuestra Madre Tierra nos ha regalado
gratuitamente; ¿por qué entonces alguien debería tener más que yo? Y si los
recursos de nuestra Madre son explotados, ¿no deberían ser repartidos entre
todos por igual? Ella nos pertenece a todos, ¿entiendes lo que digo? Veo que me
tomas por un demente. Y lo siento, pero a esta conclusión he llegado. Lo que está
sucediendo ahora en mi patria, regida hoy por el capital, no es sino una forma
descarada de explotar los recursos de mi Madre: tierra, agua, bosques y seres
humanos. Y lo que es peor, el capital genera desigualdad, pues los ricos, los que
lo poseen, quitan a los pobres lo poco que tienen, y como estos últimos no tienen
ningún capital por mínimo que sea, entonces se ven obligados a vender su fuerza,
que el capitalista paga miserablemente para gozar de ganancia, sumergiendo a
esta pobre gente en un círculo vicioso del que nunca escapará, salvo el capitalista
mismo, que se enriquecerá más y más con el tiempo. Yo de joven no vislumbré
esto, aunque no lo desconocía, soy sincero, pero que me negaba a creer porque
no lo había experimentado. ¿Me eximirá la Historia por pecar de ignorante? Yo
pregonaba una libertad falsa, que escuchaba en boca de gentes americanas, pues
no me daba cuenta que aquella libertad estaba encausada para servir al más
fuerte, a aquel que no tiene conmiseración para con el más débil. La ciencia
capitalista incluso justifica esta ley del más fuerte, y Darwin no me dejaría mentir
por un segundo. A eso me refería con lo de los monstruos, a quienes yo les abrí la
senda para entraran a devorar a mis hermanos.
Tassus bajó la cabeza; él era uno de los que proclamaba en sus clases esta
teoría.
–Y como era joven y fuerte estaba de acuerdo. Quería conquistar, fundar
imperios, ser victorioso. No obstante, al no haber un espejo que pudiera
reflejarme, seguí empeñado en derribar la cortina comunista. ¿Y sabes qué? No
me arrepiento, ya que, para ser honesto, no hubiera deseado vivir todo el tiempo
bajo un control tan acérrimo como el del Partido. Hoy me di cuenta de dos cosas:
Primera, que la verdadera libertad consiste en que todos gocemos de iguales
derechos y obligaciones, tanto materiales como espirituales, pero esta igualdad
solamente se puede alcanzar (para que sea efectiva) cuando ya no existan unas
clases que opriman a las otras, es decir, que no deben existir ni ricos ni pobres, tal
como Jesucristo, ahora que lo pienso, quería y dejó establecido, o dicho en
términos económicos, los medios de producción, las fuentes creadoras y
procesadoras de nuestros recursos nos pertenecen a todos por igual. No puede
haber ningún tipo de clase que explote a la otra. Fue precisamente por esto,
inconscientemente y a pesar de mi juventud, que odie tanto al Partido, porque
éste se había convertido en una clase que nos oprimía a nosotros, a la otra, la del
ciudadano común.
–Pero… pero… Razvan, ¿perjuras de tu lucha por la democracia?
–¿Democracia? Ja, ja. ¡Y me lo dices a mí que estoy metido en la política! La
democracia, tal como tú o yo nos la imaginábamos, no existe, Tassus; no en este
momento ni en este sistema. Esta democracia es la de los poderosos, la de Stefan
o Dendiu, que han tomado de la gente muchos recursos para mangonearla. Sólo
fíjate en las leyes que acaba sancionar el Senado: ¿a quiénes benefician? A las
grandes corporaciones, pero cuando el pueblo clama por una mísera alza al
salario mínimo, los diputados, que son empresarios, ponen el grito en el cielo, a
pesar de que las ganancias en sus estados financieros son millonarias –Tassus se
rascó la cabeza, incrédulo de escuchar aquellas palabras en los labios de Razvan–.
¿Ya ves que te dije? No sabes escuchar, pues no has entendido nada de lo que te
he dicho. Te pido que, una vez que lleguemos a la Gendarmería y salgamos de
ella, vayas a reflexionar sobre mis palabras. Y sí, sí reniego en parte de mi lucha,
que fue necia, pero que en cierta forma me ayudó a abrir los ojos, aunque para
ello me haya condenado yo mismo pues es duro ver a mi gente en condiciones
miserables… Es duro –y dejó escapar un par de lágrimas–. ¡Y yo los metí en
esto! –tomó aire; siguió hablando–. Lo segundo que pude advertir fue que mi
rebeldía me llevó a subestimar a los que sí sabían de lo que hablaban, por
ejemplo, Marx. Ahora que hago un recuento de sus enseñanzas, veo que esta
gente se esforzó por crear un ideal noble y sin prejuicios. ¡Ah, y pensar que Marx,
por el ánimo de escribir el Capital, la más humana de las obras económicas de la
Historia, tuvo que padecer una gran miseria, y no sólo eso, sino que tuvo que
sacrificar la vida de su esposa e hijos! ¡Eso te da cuenta de la nobleza de sus
ideales, que los hombres, si en verdad se consideran hombres, deberían
perseguir e imitar siempre! ¿Qué afán lo mantuvo a él con aliento? El afán que
ningún capitalista daría siquiera por uno de sus empleados, el de que la gente, el
pueblo, tu prójimo, fuera libre, feliz. Yo no pude ver eso, por mi egoísmo y por
culpa de la dirigencia del Partido, a quienes, como te dije, odiaba a más no poder.
Terminó de caer la venda, Tassus: el problema no era el sistema comunista, que
era noble, como su pensador, sino los dirigentes del Partido. Una cosa es
diferente de la otra. El Partido estaba compuesto por hombres, por seres
imperfectos, ambiciosos la mayoría, que incluso eran anticomunistas, pero que
habían caído allí gracias a su astucia y búsqueda de lucro personal. ¡Qué mejor
ejemplo que el de Ceaucescu!
–¿Me dices que quieres volver a los tiempos de represión, Razvan? ¡Por Dios!
–Es inútil, Tassus; tú no escuchas. Te estoy diciendo que ahora comulgo con
los principios del comunismo, pero no a la manera en que los aplicaban los
dirigentes del Partido. ¿Me entiendes? Si hemos de volver a los tiempos de
Ceaucescu, de plano, te lo digo, yo volvería a ejecutarlo. Hay lo que se dice una
visión contemporánea de las cosas, Tassus. El mismo comunismo te lo enseña,
pues es dinámico y no dogmatico. El problema con los dirigentes es que lo
vuelven dogmatico, y el socialismo es, por principio, muy dinámico. ¿O qué?
¿Prefieres servir de esclavo a gente tan perversa como Stefan o Dendiu, sujetos
que sólo piensan en ellos mismos sin importarles que el vecino de al lado muera
de hambre o frío?
Tassus quedó pensativo. Luego preguntó:
–Dime, ¿por qué querías suicidarte?
–Por lo que te he hablado antes, Tassus: he sido un fracaso de principio a fin.
Llegaron a la Gendarmería. Antes de bajar, Tassus le volvió a preguntar:
–¿Y qué piensas hacer ahora? ¿Intentarás matarte otra vez?
Razvan esbozó una gran sonrisa. Había recuperado su fuerza combativa de
presto, quizá por haberse sincerado y encontrado la paz y sabiduría interior que
por tantos años buscó.
–No, Tassus –le dijo–, no. Trataré de enmendar lo que he malhecho.
–Es decir, ¿lucharás para que vuelva el régimen comunista? –le preguntó
Tassus, preocupado.
Entonces fueron apurados por los policías. «Con su perdón, señor diputado»,
dijeron, «podría usted acompañarnos a la oficina del comisionado Maior».
–Por supuesto, señor oficial –le contestó Razvan, regenerado, con el
continente mejor dispuesto–. ¿Vendrán conmigo la señorita Sonia y el señor
Tassus, supongo?
–Sí, claro –le respondió el oficial, abriendo la puerta de vidrio de la comisaría,
que más parece una iglesia parisina que un edificio gubernamental–. Pase, por
aquí.
Y entraron todos muy bien escoltados.
«Ah, Razvan», reflexionó Tassus mientras iba caminando, «siempre serás un
rebelde; has nacido para ello».
39
El furor de la venganza

«Si en la casa de un hombre hay un incendio y algún hombre que había venido a apagarlo
desea algún objeto y se queda con el objeto del dueño de la casa, ese hombre será quemado
en ese mismo fuego.»,

Rey Hammurabi de Babil, El Código

___

–¿Por qué alguien querría destruir el laboratorio de Tassus? –preguntó Rosa,


desconcertada, mientras caminaba con los demás en dirección a los autos, listos
para abandonar el parque del Sportiv Dinamo. El bosquecillo de fondo, que
atrapaba los vientos del sur, dejaba escapar de vez en cuando unas ráfagas que
mecían su rubia cola de caballo.
–Tassus fue compañero de Rahova en el grupo Libertad –dijo Baros, apurada,
temiendo en su interior lo peor, la muerte del profesor, digamos–, y trabajaron
juntos muchos años en la universidad.
–Por tanto –agregó Blue, agitado por la adrenalina que sentía subir por la
médula–, los que acaban de atentar contra él son los mismos que asesinaron a los
demás científicos…
Popescu callaba. «¿Estigia?», se preguntó. «No sé, no sé. En lo que respecta a
la muerte de Oprea, sí hay responsabilidad, pues yo mismo hice el encarguito. Sé,
por lo que escuché en aquella fiesta de recaudación, que todo empezó porque
Oprea se negó a trabajar con él allá en el laboratorio de los Montes Metálicos,
donde éste crea y procesa las drogas que trafica. Pero es que Estigia mismo me
dijo aquella vez en el almacén, cuando cargábamos los cilindros óxido nítrico,
que no estaba inmiscuido en las muertes de esta gente. Y le creo, pues, ¿no murió
asesinado Calin al lado de Rahova en el bulevar del aeropuerto? Muma dice que
Dendiu está detrás de los crímenes. ¡Es cierto! Vi el logo de la fábrica del
Colentina en la fotografía. ¡Muma tiene razón! ¿Cómo acusar a Dragos? Ese
pedazo de carbono no es una evidencia contundente para acusarlo por los
homicidios. ¡No lo incrimina! Hay tantas cosas que puede inventar para justificar
su existencia en el lugar de los hechos… Ahora, que si es Dendiu quien
realmente ha pasado a la ofensiva, debo cuidarme… ¡Yo hice desaparecer a su
padre en las riadas del Pod Izvor!».
Ni bien hubo reflexionado Popescu estas palabras, al lado de Faina y Scott,
cuando de repente uno de los autos, extrañamente, levitó del suelo y empezó a
surcar los aires, girando sobre sí mismo en volteretas violentas y siguiendo una
trayectoria mortal que acababa en la de ellos, que pronto se vieron derribados al
suelo gracias a los reflejos de evasión de Blue, quien se arrojó para salvarlos. El
auto apenas les rozó el cabello. Al descubierto, una bestia descomunalmente
musculosa descargaba, en gritos horrorosos y cerraduras de puño, toda su furia
reprimida.
Rosa, tirada sobre la grama y por instinto policial, descerrajó su Glock en
aquella criatura virulenta, que saltó varios metros de altura fuera toda ley física,
encimándose sobre el grupo. Blue también sacó su arma y empezó a disparar
como loco; Baros hizo lo mismo, en tanto que Popescu, aterrado, desenfundó la
suya y, en menos de un minuto, la había descorrido. Faina alertó a Scott y
salieron corriendo en dirección al bosque, a esconderse.
–¡El balaur! –gritó Baros–. ¡Dispárenle, dispárenle! ¡Nos matará a todos!
Éste aterrizó justo a los pies de Popescu, que empezó a llorar de la angustia.
Lo tomó del cuello y le lanzó un grito de ardor espeluznante a los ojos. Popescu
parecía desmayar. Atrayéndolo para sí, abrió su boca llena de dientes, de la que
salió una voz estentórea:
–¿Me recuerdas, Popescu? –le dijo, alzándolo–. Mírame, soy miles de veces
más fuerte que tú, mucho más que cuando me humillabas, torturándome a mí y
mi familia, sintiéndote el señor de nuestras vidas. ¿Te parece que tengo ahora el
derecho de despedazarte como a un perro, maldito animal? –los músculos del
cuello y brazos de la bestia daban la impresión de que estallarían por su
desmedida potencia–. ¡Contéstame! –le gritó mostrándole sus filosos dientes–.
Voy a formularte la misma pregunta que me hiciste antes de ejecutarme: ¿Cómo
te gustaría morir? ¿De un sólo balazo en la boca o atado, para que mueras
ahogado bajo las aguas?
Éste negó con la cabeza, espantado, y se revolvía frenéticamente sofocado por
la asfixia.
Baros y los demás recargaron sus armas y las descerrajaron en el cuerpo del
balaur, que volvió a emitir sus terribles alaridos. Se volteó, cogido en su puño el
cogote de Popescu, a quien bamboleaba como un estropajo, utilizándolo como un
escudo que explayaba hacia el frente.
–Este maldito morirá hoy –les dijo–. Es un mal hombre, y no merece vivir –
volvió a mecerlo ante los ojos atónitos de los demás.
Baros se adelantó; su instinto femenino y experiencia en la mediación de
conflictos que involucraba a rehenes, le decía que aquellas palabras las
pronunciaba no un monstruo diabólico sino un hombre que buscaba hacer
justicia.
–Yo misma sé que usted no se equivoca –le dijo a tientas–. Pero he de decirle
que la violencia no es la forma más adecuada para solucionar el problema.
Aunque en verdad no tengo siquiera la más mínima idea de la profundidad del
suyo. ¿Podemos hablar, si gusta?
El balaur emitió otro grito de furia; al parecer los agentes eran incapaces de
entender.
–Soy lo que soy por culpa de él –respondió–. Popescu quiso matarme, pero
falló.
Rosa se allegó a Baros, y pudo percibir que la bestia hablaba con justa razón.
–¿Por eso quiere matarlo? –le preguntó. Aquella obviedad lo enardeció.
–¡Espere! –medió Baros–. Pídanos lo que quiera, pero no lo mate.
El balaur cesó de hacer sus jadeos iracundos.
–Busco justicia –dijo–. La merezco. Mi familia y yo hemos sido víctimas de la
maldad de este balandro.
–¿Usted y su familia? –inquirió Baros, sorprendida.
–Sí –le respondió–. Este hombre la asesinó sin piedad alguna… –volvió a
levantar el cuerpo de Popescu por los aires–. Hoy debe pagar. La venganza me
da ese derecho.
–Pero… pero… –tartamudeó Rosa–. Existe hoy lo que se llama cortes de
justicia, figuras representativas de la ley donde puede usted procesar estos
asuntos por vía legal y civilizada, como corresponde a los seres humanos…
–¿Justicia humana? –le espetó el balaur con su voz de ultratumba–. ¿La de
quién? La de sujetos como éste que cuelga de mi mano y que, jugándole la vuelta
a la pobre y vendada Temis, hacen lo que se les antoja según sus inclinaciones
alevosas y asesinas. ¡Bah! ¡Qué patéticos! ¡No! –vociferó, y una corriente de aire
se fusionó con su alarido, zarandeando de lleno la cara de los agentes–. ¡Lo
mataré ahora mismo! –plegó la otra mano para coger con ella la mollera de
Popescu.
–¡Si intenta cobrar justicia por su propia mano, nos veremos en la necesidad
de dispararle! –le gritó Rosa–. ¡Y no queremos hacer eso! ¡Por favor, señor, no lo
haga!
El balaur esta vez hizo caso omiso a los clamores de los agentes y agarró con
sus dedos nudosos el cráneo de Popescu. Ya lo iba a arrancar del cuerpo, cuando
entró Blue con un auto acelerado a fondo, atropellándolo, pero éste resistió el
embate como si fuera un duro bloque de concreto, aunque algo sorprendido por
la audacia. Baros y Rosa, aprovechando este descuido, comenzaron a disparar a
discreción, apuntándole a la cabeza, que el monstruo procuró proteger, y pronto
se vio obligado a soltar al otro que caía desmayado sobre la grama.
Se les abalanzó, furioso, aullando; Blue, en tanto, bajó de la cabina, introdujo a
Popescu en el auto y arrancó a mil revoluciones del lugar. El balaur, gritando
horrendamente, siguió tras ellos a grandes saltos. Los alcanzó en la siguiente
cuadra. Pegó un golpe sobrehumano al tonó, que desgarró de un zarpazo, y
removió del soporte al motor que aventó lejos de la bocacalle. Blue le disparaba a
través de los vidrios rotos de la cabina, pero el animal rompió la puerta, y lo
arrojó hacia la otra acera. Luego sacó a Popescu.
–¿Quieren vivo a este hombre? –les dijo, ronco, ardido–. Pues tendrán que
venir por él. Hoy es el día de mi venganza; él y su jefe pagarán por haberme
desgraciado la vida. ¡Juré, en el más pesaroso y tenebroso dolor de mis penas,
que me vengaría! ¡Y estoy cumpliendo ese juramento! Estaré en los Montes
Metálicos, por si deciden buscarme.
Rosa y Baros bajaron sus armas y corrieron a auxiliar a Blue, que se había
levantado y limpiaba sus pantalones. Faina y Scott, cubiertos de malva,
aparecieron temblando del horror. Se quedaron viendo el uno al otro sin
pronunciar palabra.
–¡Ay, Dios mío! –exclamó dando un brinco del susto Faina por la
manifestación de un sonido repentino.
–Tranquilo, pastor –lo amainó Baros metiendo una mano en la chaqueta–. Es
mi celular.
El grupo estaba a la expectativa.
«¿Sí?», atendió Baros. «Ah, comisionado… ¿Qué? No, no… Nada tenemos
que ver con esa decisión, comisionado, y usted lo sabe. ¿Presión sicológica?...
¡Por favor, comisionado, si apenas le hicimos unas dos preguntas! Los agentes de
la Interpol son testigos… No hemos sido los causantes de que él haya querido
matarse; acaso tendrá que haber de por medio problemas de partido… Tengo
que decirle, comisionado, que más bien, en la entrevista que le hicimos en el
Palacio del Ministerio, él acusó a Stefan de estar manipulando el genoma
humano… ¡No entiendo nada de eso! –echó una mirada a los demás–. En todo
caso, comisionado, tenga por seguro que no hemos presionado a Razvan de tal
manera que haya decidido intentar suicidarse debido a nuestras investigaciones.
Eso puedo asegurárselo… ¿Qué vayamos a la Gendarmería ahora mismo? Está
bien… –posó la vista en los ojos espantados de Scott–. ¿Comisionado? ¿Me oye?
Tengo que darle una lamentable noticia. Sí, sí, una noticia muy lamentable…
¡Pero espere!... No cuelgue… No…», y la línea que comenzó a emitir ese bip
repetitivo y característico que tan feliz nos hace a la hora de querer comunicar un
mensaje importante.
–¿No me diga que ha ocurrido otra tragedia? –preguntó Blue, hastiado.
Baros afirmó con la cabeza. Scott se tapó el rostro con las manos. «¡No puede
ser!», suspiró.
–En realidad casi una tragedia –corrigió–: el diputado Razvan quiso
suicidarse.
–¿Cómo? –exclamó Rosa–. ¿Por qué? ¿Habrá sido por nuestra entrevista?
–No, no lo creo –le respondió Baros–. Lo que nos dijo allá en el Palacio en
nada lo compromete.
–¿Y entonces? –preguntó Blue, enredado.
–A mí parece que se trata de política. Ya saben, el ambiente es sucio…
–Ya lo creo –dijo Rosa–, ya lo creo…
Guardaron silencio. Ninguno quería tocar el tema que se les venía por delante.
Scott escondió las manos en los bolsillos y Faina las recogió en su pecho. Blue y
Rosa colocaron sus armas en los arneses. Baros seguía con la vista puesta en la
ruta que había tomado el balaur a la hora de escapar. «Al norte», dijo, «hacia la
Transilvania». Blue se le acercó apoyando la mano en su hombro. «Hay que
serenarnos», le dijo. «Tomemos esto con calma».
–Los Montes Metálicos –añadió–. El balaur dijo que nos estaría esperando en
los Montes Metálicos. Eso queda hacia el norte, ¿verdad, Baros?
–Sí –le contestó–: en la masa rocosa de los Cárpatos.
–¿En la Transilvania? –le preguntó, tragando saliva, recordando enseguida la
novela de Stoker. Luego quiso aligerar la tensión en la atmosfera.
–El hogar del conde Drácula –dijo Rosa, influida por el tono de Blue, con un
halo que parecía de misterio.
A Scott y Faina un sudor frío empezó a bajarles desde la coronilla, pues
estaban en un estado de temor casi hipnótico, donde se lo creían todo, y no
cesaban de lanzarse miradas silenciosas entre sí. «¡Drácula!», exclamó Blue
girando de presto; Faina y Scott soltaron un chillido.
–¡Ya, ya! –irrumpió Baros–. Que esto es algo serio… Hay que rescatar a
Popescu –acabó.
–Es que no me pude contener –dijo Blue, riendo; luego en un tono formal–:
¿Le parece si comenzamos ya? Nuestro compañero necesita ayuda, y debemos
brindársela sin dilaciones. Vamos, andando. ¡Un momento! ¿Y lo del Laboratorio?
–Todo se nos complica –se quejó Baros–. El comisionado Maior nos espera en
la Gendarmería, para que hablemos con Razvan… –a Blue le extrañó esta
petición; Baros, como excusándose, dijo–: No sé qué sentido tiene que lo
hagamos… Por lo menos en este momento no tiene ninguno…
De pronto, a unos diez metros, vio un artefacto tirado en la calle. Corrió a
levantarlo.
–¿Un cilindro? –se preguntó y volvió al grupo–. Revíselo, Scott –se lo tendió–.
¿Qué contiene?
–Óxido nítrico –le contestó éste con las piernas temblorosas.
–Me lo imaginé –respondió Baros–. Hoy más que nunca debemos llegar al
laboratorio de la universidad.
–Sólo me gustaría decir –irrumpió Rosa–, que deberíamos reportarnos con
Maior antes de tomar cualquier decisión, ya sea la de partir hacia los Montes o la
de inspeccionar lo que queda del laboratorio.
–De acuerdo –la secundó Blue–. Por procedimiento…
–Bien –dijo Baros–. Y ya es hora que ustedes vayan a descansar –dirigiéndose
a Scott y Faina–. Es peligroso que sigan andando con nosotros. Pasaremos
dejando primero al pastor y luego a Scott en Lipscani. ¿Está bien? –finalizó
preguntándoles.
–Pues yo… –tartamudeó Scott–… No es por nada, Baros, agente Rosa y agente
Blue, pero me gustaría ir con ustedes a los Cárpatos. ¿Puedo?
–De ninguna manera –exclamó Baros–. Usted es ya parte de mi familia –Scott
sintió como si los ángeles habían bajado del cielo, hablándole–, y no me
perdonaría a mí misma si, Dios jamás lo quiera, en determinado momento esa
criatura intentara atacarlo; no, Scott, no puede venir con nosotros. El riesgo es
demasiado alto.
–Yo lo protegeré –intervino Faina–, y Dios me protegerá a mí.
–¡Pero es que se han vuelto locos ustedes dos! –exclamó Baros, enervada–.
¿No ven la gran destrucción que acaba de producir ese monstruo? ¡No, no, no,
nunca, ni Dios lo quiera! ¡No pueden venir!
–Por favor, agente Baros –le rogó Scott–. Le juro que trataré de no entrometer
mis narices donde no me llamen. ¿Sí?
Rosa y Blue, cansados de ver este cruel cuadro, intercedieron.
–Déjelos venir –dijo Blue–. Podrían servirnos de algo.
–Pero es que… –le respondió Baros, pero al ver aquellos ojos negros
brillándole con ternura, se rindió–. Está bien, está bien. Vayamos a la
Gendarmería, pues.
Rosa, en cambio, enfadada por la actitud de Baros para con Blue, exclamó:
–La vida de estos hombres corre por cuenta suya, Baros.
Blue le tomó a escondidas una mano, y se la apretó: «Cállate», le dijo en señas.
«Cobarde», le contestó Rosa en una mueca. Subió cada quien en su auto y
tomaron camino hacia la Gendarmería, pensando, en unas, con encontrarse a un
Razvan desesperado que corría demente por los cubículos y, en otras, con la
penosa tarea de explicarle a Maior lo sucedido y de pedirle, además, un permiso
para que los dejara ir a rescatar a su compañero Popescu, que se hallaba raptado
en la maciza elevación de los Cárpatos.
40
Los preparativos para la movilización

___

En tanto que Stefan conducía nuevamente hacia los Montes Metálicos,


cansado, pues los había recorrido en ida y venida en un mismo día, Adrian
«Dragos» hacía los preparativos para la guerra. Bajó al taller de robótica para
encontrarse con Cervini.
–¿Cómo van las gestaciones de los humanos mejorados? –lo requirió; así
llamaba él a sus creaciones genéticas–. Supongo que falta poco para que nazcan.
–Muy poco –le contestó Cervini–. Quizá una semana.
Adrian rechinó los dientes; quería pasar a la agresión de inmediato. Una
permanente preocupación lo espoleaba: el ataque sorpresivo del monstruo, ese
balaur como lo llama la gente, el mismo que había luchado con el Qrobot y lo
había vencido.
«Mi creación es una máquina asesina perfecta», se decía. «¿Cómo, pues, había
caído derrotada a manos de ese engendro que ni siquiera utiliza una armadura
tan poderosa como el exoesqueleto?»
En este punto Adrian tenía razón. El exoesqueleto era la esencia misma del
Qrobot, pues era un ente robótico autónomo que se plegaba a voluntad del
usuario, quien podía, debido a esta versatilidad, emprender maniobras hasta
imposibles de hacer para cualquier otra máquina u organismo conocido. Estaba
hecho de nanofibras de carbono, lo que le daba una resistencia millones de veces
superior al acero y una flexibilidad que ningún otro revestimiento era capaz de
simular. Además estaba dotado con rotores y propulsores que, como un tren
Maglev, utilizaban los principios electromagnéticos de levitación –audaz
aplicación de la física que empleaba el manto magnético terrestre como un
gigantesco electroimán–.
Pero lo que no sabía Adrian era que, en una combinación extrema de óxido
nítrico, resveratrol y otras sustancias químicas, el balaur era prácticamente
indestructible, pues su cuerpo poseía una capacidad de regeneración casi
espontánea. Si la piel era cortada –al modo de esas lagartijas a las que les cortan
una cola y a los días vuelve a aparecer o como a los mismos seres humanos
cuando les hacen crecer los huesos por medios artificiales (rompiéndoselos y
luego dejando que el organismo vuelva a unir o sellar)– volvía a renovarse en
milisegundos en un proceso hiperactivo. Pero había un excepción a la regla: el
proceso de hiperplasia muscular era temporal; es decir, duraba veinticuatros
horas. Como todas las manipulaciones genómicas que tiene por base a las drogas,
había, por supuesto, efectos secundarios, entre ellos, una pérdida significativa de
células neuronales, pues el cuerpo destinaba sus fuerzas y energías a la
consecución de procesos musculares excesivos, lo que provocaba a largo plazo
una enfermedad parecida al Alzheimer, aparte de acelerar una irrefrenable
disfunción de la tiroides por la producción exorbitante de hormonas –en este
caso, hipertiroidismo–, con el subsiguiente desarrollo de una enfermedad
conocida como de Graves, que hace que el sistema inmunológico ataque a las
células del propio organismo. Ese era el sacrificio. Por tanto, con el tiempo, el
balaur, aparte de sufrir el menoscabo de sus procesos neurológicos, moriría
vencido por sí mismo.
–Alístame uno de los qrobots –le dijo a Cervini–, y el tuyo también. Mañana
partiremos a una exploración en los Montes Metálicos.
–¿Montes Metálicos? –exclamó el otro, sorprendido.
–Sí –le contestó lanzándole una mirada de animadversión–. Arrasaremos con
el Laboratorio del Estigia.
Cervini en su interior padecía grandes remordimientos. Aliarse con Adrian
había sido, a la larga, su peor desgracia. No creyó jamás que aquel resentimiento
que sentía contra Stefan lo llevaría convertirse en asesino. Fue un día de otoño,
días después de la muerte de Oprea, días después de llorarlo y de sentirse
ofendido por tal brutalidad. ¿Pero cómo cobrarse tal afrenta si el judío era
todopoderoso? Ideó un plan sencillo, el de visitarlo y ofrecerle sus servicios, para
luego, según su ingenua razón, atacarlo en silencio. Sin embargo, Stefan era muy
listo. Con artilugios, le había sacado la información y despedido en el acto. El
furor le llegó al límite. Fue entonces cuando conoció a Adrian, a ese joven
silencioso pero con ideas progresivas para los tiempos rudos y turbulentos de
aquel momento. Le había dicho el joven Dendiu que, si quería, podía trabajar con
él, juntos en un proyecto novedoso que involucraría la bioquímica y la
cibernética, una propuesta deliciosa para cualquier inteligencia cerebral. Sabía,
como todos en Bucarest, que Adrian aborrecía a Stefan, y entonces vio la
oportunidad de vengar el nombre de su maestro y del suyo propio. El quería
también alcanzar la gloria, la inmortalidad.
Fue el principio de una competición letal, en la que él tuvo que mancharse las
manos de sangre. Las ideas de Adrian sobrepasaban los límites de la moralidad
humana, y sin embargo, en los últimos días, Adrian lo había convencido de
utilizar al Qrobot. Él mismo había provocado la destrucción de Brasov y el
ataque a Stefan en la Piata Romana. Se había avergonzado al prinicipio, pero la
impunidad de los crímenes no había hecho otra cosa que acrecentarle el gusto
por la sangre. Pero al parecer el judío, tras varias pérdidas humanas, humillado,
había respondido con la creación de un engendro casi invencible. Ahora Adrian,
con esa su dialéctica demoledora, lo había convencido de emprender una guerra
abierta, la última, que decidiría la vida de ambos. Vencer, dominar, o ser vencido
y dominado. No había vuelta de hoja.
–Necesitaremos armas para destruir el edificio –le dijo Cervini.
–No es necesario –le contestó Adrian–. El exoesqueleto es un arma en sí
misma. Me imagino que Stefan ha de poseer un procesador genómico alimentado
por una planta hidroeléctrica o de gas. Es su punto débil. Ahí golpearemos, y el
edificio caerá como uno de arena. Prepárate.
Cervini obedeció; Adrian volvió a sus oficinas.
«La policía no tardará en venirme a buscar», caviló. «¿Qué les diré? Pues que
no tengo ni idea de que hacía esa pieza de metal en la calle. ¿Se habrá caído de
alguno de mis camiones? Sí. Eso es. ¡Bah! Me preocupo por nada. ¿Cómo podrían
incriminarme? Mis experimentos han sido llevados en secreto, en el más
impasible de todos. Nadie sabe de ellos, ¡nadie! Algo se me escapa… Salvo por…
¡Razvan! ¡Por Dios! Sólo espero que éste no abra la boca. Tendré que deshacerme
de él, así como de Popescu. Y voy a hacerlo ahora mismo. Espera. ¿Quién
quedará en la dirigencia del PMRU? Ah, ya está. Pita. Mihail Pita es uno de mis
sirvientes más apegados, aunque es algo estúpido y rastrero, cosa que me
fastidia», y volvió a salir de la oficina en busca de Cervini; con gran sorpresa
suya, como si le hubieran estado leyendo el pensamiento, se topó con Pita, que se
había quedado junto a Cervini en uno de los apartamentos que la fábrica había
mandado a construir para los ingenieros provenientes del extranjero.
–¿Usted aquí? –le preguntó–. No podía ser mejor su aparición en este
momento.
–Me quedé para esperar alguna orden suya –le contestó Pita–. ¿Ya vio los
noticieros?
–No, no –contestó Adrian Dragos.
–Pues que nuestro querido presidente ha intentado suicidarse, ¡en el Palacio
del Museo! ¡Ha hecho el papelón de su vida!
–¡Vaya! –exclamó Adrian; para sí mismo, dijo–. «El destino me ha dado luz
verde para actuar y seguir adelante con mi plan».
–Sin embargo –continuó Pita–, el hombre vive todavía. Fue rescatado por la
Seguridad del lugar. Ahora está en la Gendarmería, declarando, imagino, el por
qué de su actitud vergonzosa.
»Creo, además, que esta bochornosa conducta merece una sanción por parte
del Partido. Se ve a todas luces que el hombre está desequilibrado
sicológicamente, y tal estado lo incapacita para seguir en funciones como
presidente.»
Adrian se alegró mucho de escuchar esto. «La vida me da la oportunidad en
bandeja de plata».
–Bueno –dijo Adrian–, en vista de que el vicepresidente Gusa ha fallecido, así
como los demás miembros de la cúpula, creo que usted es el indicado para
asumir la presidencia.
–Oh –pronunció Pita, contento; finalmente alcanzaría su tan anhelado sueño
de hacerse del poder después de tantos años de servicio de sumisión y servilismo
a los poderosos.
–Yo –agregó Adrian muy circunspecto–, como uno de los miembros que más
aporta a las finanzas partidarias, lo propondré para tal cargo mañana. Usted ha
sido un hombre fiel a los principios de nuestra Carta Magna, salvaguardando
siempre los intereses de personas que, como yo, invierten en el futuro de
Rumania.
–Oh –volvió a exclamar Pita, libido, sintiéndose finalmente honrado por sus
patrones–. Lo he hecho todo por el bienestar de la juventud, en nombre de los
ideales de la libertad democrática. Me honra usted, querido Adrian, con esa
proposición. Se lo agradezco.
–No tiene porqué –contestó el otro amigablemente pasándole el brazo por el
hombro–. Deberían tributársele a usted galardones de prócer –siguió–. Mire el
bienestar que goza la gente del pueblo, sólo mírelo: hacen lo que les convenga en
gana hacer sin que haya un poder contralor que los reprima; se gozan de sus
partidos de futbol a diario y trabajan alegremente en las fábricas, donde no les
hace falta nada, ni dinero para comer, ni estimación por parte de los gerentes. En
fin, su vida, lejos de aquellos días de oscuridad comunista, es ahora un paraíso
celestial en la Tierra –le lanzó una mirada de picardía–. Todos ganamos ahora,
ellos sus jugosos sueldos, su libertad de hacer lo que se les antoje, y yo mis
ganancias, aunque pocas, es cierto, pero que sacrifico alegremente con tal de
verlos sonreír en la calle o en el estadio.
–¿Me propondrá usted entonces como presidente del Partido? –preguntó el
otro, inquisitivo, deseando que Adrian, el poderoso, no volviera a repensar sus
palabras.
–¡Claro que sí! –exclamó, sonriente–. Usted es el indicado, el hombre que sabe
lo que le conviene al pueblo… –dicho esto, se despidió de Pita, urgiéndolo a que
saliera a preparar las bases de su Movimiento para que las agitara a favor de la
asunción presidencial.
Llegó al taller de robótica más determinado que nunca.
–¿Ya está listo el qrobot? –le preguntó a Cervini.
–Sí, señor. Listo.
Adrian arrimó la espalda a aquel artefacto que se abría tan largo y alto como
los tentáculos de un pulpo extendido, y en un santiamén fue engullido por ellos,
que se ajustaron simétricamente a su cuerpo. Empuñó las manos, alzándolas en
señal de victoria, se introdujo en un conducto subterráneo que acababa en una
compuerta instalada en la lejanía de uno de sus solares baldíos y salió surcando
los cielos tras la caza de Razvan y Popescu.
41
El éxito y el amor muchas veces no congenian

___

Rosa y Blue seguían a Baros, que bajó, inadvertidamente, por el bulevar


Dorobantilor, rumbo al centro, en vez de tomar la Strada Tunari, a tres cuadras
de la Mihai Eminescu, en el nordeste, donde se ubica el edificio de la
Gendarmería.
–Ya me lo imaginaba –dijo Blue.
–¿El qué? –preguntó Rosa, ajena.
–Baros va hacia la Universidad –le dijo sonriendo–. No podía dejar pasar la
ocasión de ver por sí misma el suceso.
–Pero Maior se enfadará…
–Qué importa –le contestó Blue–. Primero los hechos, luego las parrafadas…
Rosa se sintió zaherida, pues Blue empezaba a justificar cualquier actuación,
por estúpida que fuera, de Baros. «Se ha enamorado de ella», caviló tristemente.
«¿Qué es lo que tiene ella que no pueda darle yo?», se reclamó por último.
–Baros es estupenda –dijo Blue–. Una buena agente de investigación.
Aquello le cayó a Rosa como un balde de agua helada. «Sí, es la mismísima
Sherlock Holmes en persona», satirizó. «Y tú, su estúpido Watson».
–Te diste cuenta como resistió al balaur, ¡ella, que es una mujer! ¡Tiene un
aplomo que me saca de ondas!
«Ay, sí. Qué valiente, qué valiente… Si me parece estar viendo a la Mujer
Maravilla», masculló Rosa.
–¿Decías? –le preguntó Blue que alcanzó a escuchar el murmullo.
–Blue –le contestó acomodándose en el asiento–: Tú y yo tenemos que hablar.
–Dime –le respondió tranquilamente.
–Sabes que he notado que tú y… –Éste le echó una mirada inquisidora–…
¡cómo decirlo!... es que no sé… será mi imaginación, pero… –el otro levantó la
barbilla, mirando por el retrovisor–… Lo cierto es que he notado que tú y Baros
se gustan –dijo al fin.
Blue se carcajeó brutalmente.
–¿En serio? –le dijo, jovial, acaso feliz de advertir en los ojos de Rosa la
simpatía que Baros le manifestaba. «Entonces sí, definitivamente le gusto a
Baros».
Se sintió ofendida por aquel gesto. «Está bien», se dijo. «Todo lo que empieza
algún día tiene que terminar. Nada dura para siempre», y bajó la cabeza,
derrotada.
–Voy a decirte algo… –le dijo viéndolo fijamente a los ojos; Blue le devolvía
por momentos la mirada, ocupado en esquivar el tráfico–. Detén el auto, por
favor –le pidió luego.
–No puedo, Rosa –le contestó, enfadado inesperadamente–, ¿no ves que no
debo perder de vista a Baros?
–Bien –continuó Rosa, muy grave–. Sólo quería decirte que, pase lo pase, tú
has sido, eres y serás siempre el amor de mi vida –al decir estas palabras alargó
la mano hacia la palanca de cambios en busca de la de Blue, que éste retiró
enseguida.
Calló la pobre Rosa: entendía perfectamente que Blue, a pesar de haber
pasado muchos años, felices, con ella, se había cansado de su amor. Sabía que
habían llegado al punto máximo de sus vidas, colmados de fama y honores,
como los que recibió de la prensa en México y por parte de O’Toole, que ahora
les asignaba los casos más difíciles por resolver; por ende, pensó, llegados a las
máximas alturas, era el momento ya de bajar, de estrellarse contra el pavimento.
Empezaría con ella, con el sacrificio de su amor. Después de esto, se dijo, me
largaré a Houston y no volveré a saber de él, que ha encontrado el sentido de su
vida en los ojos de Baros. «En un momento dado quise revelarle la verdad a ella,
pero, ¡ha sido tan infeliz la desdichada!, que sería un crimen sacarla de sus
fantasías. Yo, por otra parte, no deseo más que amor y felicidad para Blue. Y si él
es feliz con ella, yo seré feliz con mis recuerdos. No, no lucharé por él cuando
desde el principio debió respetarme».
–Mira, Rosa –dijo Blue–… de un tiempo para acá… no sé lo que te pasa. ¿Por
qué me dices eso? ¿Qué tiene que ver con lo que estamos pasando ahorita? Por
favor, no me vengas con tus celos en este momento.
–Perdóname –le contestó Rosa, suspirando hondamente, bajo una sonrisa
tenue–. He estado muy sensible estos días… –y tocándose el pecho–: ¡A lo mejor
será por la aparición del balaur ése! –exclamó riendo, aunque amarga y
tristemente para sus adentros–. No me hagas caso, ¿quieres? Hazte de cuenta que
no existo…
Blue, impasible.
–Pues déjame decirte que ganas no me hacen falta de ignorarte cuando me
sales con esas tonterías –le dijo bruscamente, en un golpe demoledor que la
ahuecó desde el corazón hasta el fondo de sus entrañas–. A veces hasta siento
vergüenza de lo que pueda decir la gente.
«El fin», se dijo Rosa, muy dolida. «Yo no nací para esto. La vida es un asco».
–Te prometo no volver a hablar de estas cosas –le dijo apesadumbrada–. Me
haré a un lado, ¿te parece?, para que jamás tengas que avergonzarte de mí –luego
extendió la mirada, lacrimosa, hacia el frente, cambiando de repente el tema,
para evitar los desplantes de Blue. «Quizá me extrañes cuando estés en los
brazos de Baros», suspiró–. Espera –dijo–. Creo que la agente ha hecho parada en
la siguiente cuadra.
Habían llegado a la Universidad. Se bajaron del auto y pronto hicieron una
inspección ocular.
–C 4 –dijo Baros.
–¿Explosivos? –preguntó Faina, que había escuchado esas palabras antes.
–Lo que ocurrió aquí –dijo Blue acariciando las bases quemadas de la
habitación–, por lo que veo, es que colocaron los explosivos en el cielo raso y
luego la onda expansiva terminó por inflamarlo todo…
–¿Ustedes son? –preguntó una voz gruñona desde el pasillo–. ¡Oh, vaya, qué
sorpresa! ¡Doctor Fraiser! ¡Ah, y usted es la mujer que lo acompañaba en el
cementerio!
Era Iliescu, el decano, que había estado haciendo guardia, en la espera de la
llegada de Tassus y Sonia.
–Efectivamente –recibió como contestación–, soy la agente de investigación
Cecilia Baros. Y sí, nos conocimos en el funeral de Emile. Ellos son los agentes
Rosa y Blue, y aquí sus amigos Scott y el pastor Faina.
–Mucho gusto; mi nombre es Yakob Iliescu –les contestó saludándolos con la
mano–. Con Scott y Faina somos buenos amigos, ¿verdad, señores? –El prelado
rió, abrazándolo; Scott hizo lo mismo.
–¿Tiene alguna idea de por qué ocurrió esto? –le preguntó Baros, directa.
–¿Quiere que le sea sincero, agente Baros? –La otra asintió. –Esto me tiene
desconcertado, ya que Tassus es un hombre que vive para su trabajo, y no veo
por dónde haya podido ganarse antipatías de gente tan vil como la que acaba de
destruir la razón de su existencia. Es decir, ¡el hombre ni siquiera está metido en
política! ¡No logro entender cómo han podido ensañarse con él!
–Voy a sincerarme con usted también, señor Iliescu –le dijo Baros–. Todos los
hombres que han trabajado en los últimos dos años en este laboratorio han sido
asesinados. Y yo me pregunto ¿por qué?; estoy segura, además, de que usted
debe saber algo, pues han sido amigos suyos, especialmente el profesor Tassus,
según pude ver la otra vez.
Iliescu se descoloró.
–Bueno –dijo–; usted sabe que con la caída del régimen algunos de ellos se
hicieron miembros del PMRU. Si habrá una conexión entre este vínculo político y
sus muertes, ¡eso sí no lo sé, eh!
–¿PMRU? –preguntó Blue–. ¿Quién ha sido su presidente en estos dos últimos
dos años?
–El año antepasado, en el período 90-91, Stefan David; y desde el año pasado,
Razvan. Las elecciones internas por la presidencia del partido son a finales de
este mes de marzo. El ganador de la contienda, además de adjudicarse la
presidencia del Comité Central, podrá postularse como candidato a la
presidencia de la nación.
–Ah, ya veo.
–No entiendo –dijo Rosa–. ¿Qué tiene que ver la política con la destrucción de
este laboratorio?
–Pues –intervino Baros–, por lo que les dije allá en el parque: Stefan David es
el primer financiero y químico de Rumania; el segundo es Dendiu.
Iliescu rió sagazmente. Blue lo captó al instante.
–Dígame, Iliescu –le dijo–, ¿sabe usted algo de las investigaciones que se han
llevado en este laboratorio?
–Mire –le contestó–, quien podría responderle esa pregunta es mi amigo el
profesor Tassus. Él es el indicado. Y aunque yo podría decirles algo, sería en
vano; entorpecería la labor de ustedes.
–Lo dice como si estuviera al tanto de los eventos –lo encaró Baros.
–Por los momentos, es lo único que puedo decirles.
–Pero estaría usted de acuerdo a colaborar con nosotros si habido el caso
necesitáramos de su testimonio.
–Por supuesto –le respondió Iliescu–; siempre y cuando Tassus me lo autorice.
–¿Por qué habría usted de esperar la autorización del profesor Tassus? –le
preguntó, extrañado, Blue–. ¿Hay alguna amenaza contra su vida de por medio?
–No, no; je, je… –rió Iliescu–. Lo que quise decir es que estas cosas no me
incumben, y que no debo meter la cuchara en el sartén sino en la olla.
–Esto algo muy serio –lo reconvino Baros–. Seis compañeros suyos han sido
ultimados. Si usted tiene algo que decir al respecto, dígalo, que tendrá
inmediatamente nuestra protección. No tema.
–No, no temo por mi vida –se ajustó el saco–, sino por la de Tassus.
Baros entonces repensó sus suposiciones. Sí, no estaba errada en lo que
concernía a la labor de investigación de Tassus; incluso, en un momento dado,
creyó necesario pedir ayuda a Scott. Sin embargo, con la aparición de Iliescu,
quien prácticamente estaba dispuesto a revelar los motivos por los que sus
colegas murieron, el caso tomaba otro cariz.
–¿Sabe dónde está el profesor Tassus ahorita? –le preguntó.
–Lo vi en los noticieros cuando entraba a la Gendarmería, por lo de Razvan,
ya sabe, que se quiso suicidar. ¡Pobre hombre! ¡Ya sabía yo que terminaría
matándose por tanto dolor y pena que lleva en la conciencia! Ahora, que no sé
por qué motivos se encuentra allí.
–Pues nosotros vamos para allá –le dijo Baros–, ¿no le gustaría acompañarnos?
–Por supuesto –respondió–. Quisiera saber también qué sucedió con Sonia.
42
El día en que los enemigos son amigos y los amigos, enemigos

___

Anochecía, y sobre el horizonte nubloso de Bucarest, Dragos remontaba vuelo,


muy próximo a la Piata Obor, cerca de la Gendarmería, donde los agentes, Scott,
Faina e Iliescu, que estaba ávido por saber qué había pasado con Tassus, hacían
su entrada. Solamente los agentes entraron al despacho de Maior, que tomaba
café y charlaba graciosamente junto a los supuestos desquiciados.
–¡Así que Brudan le dijo en la cara a Ceaucescu que le tenía más miedo a la
suegra que a sus hombres de la policía secreta! ¡Ja, ja, ja! –lloraba de las
carcajadas el comisionado por las anécdotas de Razvan–. ¿Y la cara de Dumitru
Burlan? ¿El jefe de la Securitate? –Razvan hizo una mueca tétrica–. ¡Ja, ja, ja! Ya,
ya –se limpió los ojos, aquietándose–. ¿Ya ve lo tremendo que ha sido su padre,
jovencita? –le dijo a Sonia, enrojecido–. ¿Sí, Baros? Ah, aquí está el diputado:
quiere hablar contigo.
–¿Conmigo? Está bien. Antes debo comunicarle una noticia muy lamentable,
comisionado… Popescu…
–Después, después… –e hizo un ademán de fastidio, exigiéndole que
atendiera al honorable–. Sí, con usted quiere hablar, ¿no es cierto, diputado?
Razvan confirmó.
–Pues, dígame, diputado Razvan: ¿en qué puedo servirle?
–En dos cosas –le respondió Razvan–. La primera es que vayan a la fábrica de
Adrian Dendiu e investiguen en qué cosas está trabajando allí. Yo estuve en ese
lugar temprano en la noche, antes del atentado, y vi algunas cosas que, me
parece, están fuera de la ley.
–¿Cosas fuera de la ley? –preguntó una Baros perturbada, incluso Maior
quedó asombrado. Rosa y Blue escuchaban con atención.
–¿Nos está diciendo, diputado, que el señor Dendiu anda en malos pasos?
–Mire; no sé si lo que está haciendo es ilegal o no; de verdad, no lo sé, pero de
todas formas, por algunas manifestaciones verbales que me dirigió, y algunos
artefactos que vi en su taller, creo que las cosas merecen atención por parte de
ustedes, las autoridades. Es lo que pienso.
–Para entrar allí necesitaríamos una orden de cateo, diputado –le contestó
Maior, circunspecto–. No, no es así nada más, sólo de ir y decir, hola, cómo van…
No, no… Necesitamos una orden de cateo, o sea, una orden emitida por un
tribunal de justicia, en otras palabras, necesitaríamos presentar un hecho
delictivo que lo incrimine ante un juez para que éste nos emita la dichosa orden.
Y hasta el sol de hoy, no he recibido una tan sola queja o denuncia en contra del
señor Dendiu para que merezca tal tratamiento. Cierto es que el padre fue un
mal hombre… pero de eso, a creer que el hijo… No, no. Hay que pensar bien esto,
Baros, ¿me entiende? Tendrá que investigar mucho, antes de que se le ocurra
cometer un acto de tal naturaleza, como entrar sin autorización legal a un
domicilio.
–Sí, comisionado, lo entiendo.
Razvan flaqueó: Maior lo había decepcionado. Ni siquiera quiso utilizar su
investidura de diputado. Tassus y Sonia, por otra parte, pasaban desapercibidos.
–¿Y la otra cosa? –preguntó Baros; le hizo un guiño a Razvan, como dándole a
entender que ella sí lo comprendía.
–Bueno… –se tocó la quijada; no sabía si decirlo enfrente de Maior–. Se trata
de Stefan.
–¿Stefan? –exclamó sorprendido otra vez Maior; Tassus tembló–. ¿Qué hay
con este señor que es todo un filántropo?
–¿Un filántropo? ¡Por Dios, Maior!
–Nos ha donado varios vehículos de patrullaje, gasolina, pagado los sueldos
caídos, en fin, es todo un benefactor de la policía.
Se peinó el pelo Razvan. No, no seguiría hablando; sería en vano. Sin
embargo, Baros le extendió su tarjeta de presentación. «Llámeme cuando quiera»,
le dijo suavemente y añadió: «¿Podría hablar con usted en privado después de
mi entrevista con el comisionado Maior? Será corta». Razvan aceptó. «Espéreme
en el salón de denuncias». Se levantó Razvan de la silla y, despidiéndose de
Maior, seguido por Sonia y Tassus, le dijo:
–Ha sido un placer haber pasado la tarde con usted, comisionado Maior.
Gracias por compartir conmigo.
–De nada, de nada –le contestó el otro, festivo, cogiéndole la mano–. Para eso
son los amigos, para los malos tiempos, aunque aquí parecen ser eternos –y lo
apuntó con los dedos índices de las manos, chasqueando la lengua, como en una
pose de chico donairoso–. Ja, ja, ja… Qué les vaya bien, diputado y amigos, que
les vaya bien. San José me los proteja.
Una vez que Razvan salió por la puerta, se encontró en la sala con Iliescu, que
arrugó la frente al ver a su némesis. Se odiaban por razones políticas y morales,
desde jóvenes. Iliescu siempre fue uno de los miembros más leales del Partido
comunista, y luchaba, si era preciso, hasta la muerte por la instauración de sus
políticas. En la universidad, fue un dirigente estudiantil brillante, notable, y no
tardó mucho para que entablara una encarnizada lucha en contra de Razvan, a
tal grado de enfrentarse ambos en peleas a puño cerrado. El primer incidente fue
así: Razvan, como buen rebelde, había puesto al desnudo la deficiencia educativa
comunista al escribir un panfleto donde exponía que la «Edad de Oro» de la
Universidad había terminado y que lejos estaban los tiempos en que ésta podía
vanagloriarse de ser «una de las mayores del mundo, como la de Columbia, en
Nueva York, o la Sorbona de París, mucho menos podría compararse con la de
Oxford, en Londres». Apoyaba al libelo una serie de informes y datos estadísticos
que mostraban la baja calidad de la enseñanza, el alto índice de deserción
estudiantil y la expulsión del país de sus mejores profesores, algunos todavía
encarcelados por oponerse al régimen, además de que se manifestaba
bravíamente en contra de la política que prohibía el libre pensamiento y la libre
competencia. Iliescu, en ese entonces muy robusto, le había recetado una paliza
de padre y Dios mío al joven Razvan.
El segundo, años más tarde y la revancha del rebelde, ocurrió cuando el rector
de aquel entonces, en los años 70’s, por orden del Buro Político de PCR, había
instaurado la Aprobación de la Ley de Reforma Educativa, al modelo soviético, lo que
llevó a una profunda reestructuración de la universidad. Se suprimirían algunas
facultades como las de Teología, Medicina Humana y Medicina Veterinaria, para
crearse otras nuevas, en diferentes institutos subordinados a la UB. Razvan no
podría dejar de lado esta oportunidad para encender los ánimos. Armado de
nuevo con libelos y las fuerzas de algunos círculos pro americanos clandestinos,
hizo del ambiente universitario uno en estado de guerra. E Iliescu, ya dentro de
la maquinaria partidista del profesorado, utilizando su nueva fuerza política,
luchó por desterrar a Razvan para siempre de las aulas. Pero éste era además un
zorro, ahora uno mucho más robusto y vocinglero, y un día invernal, bajo los
castaños del Parque Cismigiu, encontró a su némesis paseando solo junto a las
orillas del lago. «Soy tu enemigo», le dijo únicamente Razvan, y le lanzó un
puñetazo a la nariz, dejándolo caer a las aguas. Desde entonces, donde se vieran,
se atacaban a golpes.
Casi veinte años después, Iliescu no había desterrado ese antagónico suceso
de sus recuerdos. Lo vio fijamente a los ojos, entornándolos. Pero Razvan, que
había pasado por luchas más duras con el tiempo, había aprendido a olvidar y
guardaba aquel pasaje juvenil como una vieja anécdota. Tassus apareció por
delante, alcanzado por Sonia.
–¡Mi querido Iliescu! –exclamó Tassus abrazándolo–. No te preocupes: estoy
bien –aunque en el fondo la confusión emocional iba incrementándose, en parte
por el peligro que corría todavía su vida; pero las aflicciones de Razvan lograban
consolarlo un tanto–. Sonia anda conmigo, a salvo –añadió.
–¿Qué pasó en el laboratorio? –le preguntó exaltado–. La cosa se ha vuelto
peligrosa.
–Ya te contaré todos los detalles más adelante, amigo.
Iliescu lo tomó por un codo, alejándolo lo más posible de Razvan.
–¿Qué haces al lado de ese cretino? –le preguntó señalándole al diputado.
–Escucha, Iliescu –le respondió Tassus–: tú sabes que los tiempos han
cambiado, y te juro que Razvan ha cambiado con ellos. Te lo puedo jurar.
–Ese imbécil solamente cambiaría si viera a un capitalista aquí mismo
aflojándole unos billetes verdes para que grite a todo pulmón que tener dinero es
tener libertad –contestó Iliescu–. El dinero es lo único que le preocupa.
–No, Iliescu; te equivocas –le dijo Tassus–. Ahora es más comunista que tú.
–¡Qué! –exclamó–. ¡Vaya, cómo que haber visto la muerte de cerca le trastornó
los sesos! ¡Cómo crees, Tassus! Tú sí eres ingenuo.
–¿Por qué crees que se iba a suicidar?
–¿Sabes por qué? –apuntó los dedos hacia el suelo–. Te lo diré, para que no te
tome por tonto: porque Stefan le lleva la delantera en las intenciones de voto de
la gente, a él, que se las tiraba de invencible, y que hoy no halla dónde meter el
culo cuando ve que existen otros más grandes dentro de su partido. A ti te contó
un cuento chino.
–No, no, Tassus –le dijo el otro, excitado–. Dice que piensa en luchar a favor
de que regrese el comunismo. ¿Puedes creerlo?
Esta vez Iliescu se carcajeó en estruendos. Razvan volteó a ver qué pasaba, y
bajó la cabeza al advertir las risotadas del primero.
–¡No seas estúpido, Tassus! –lo provocó Iliescu–. ¡Poder es lo que él quiere!
Cómo ve que se le escapa el del PMRU, y que Stefan lo sepultará políticamente,
pues anda en busca de otras fuerzas en que apoyarse. ¡Resucitar al Partido
Comunista!, ja, ja, ja…, en estos días, ¡cuando él mismo, ese cretino imbécil, lo
ilegalizó! –esta vez Iliescu se acaloró de la ira–. ¡Al diablo con ese idiota!
Salgamos de aquí; no puedo tolerar su presencia.
Tassus se negó.
–Merece una oportunidad –le dijo a Iliescu.
–¿Te niegas a venir conmigo, Tassus? –exclamó Iliescu, resentido.
–Entiéndeme, Iliescu; no podemos darle la espalda en estos momentos. Podría
intentar matarse de nuevo, ¿no crees?
–Por mí, ya días se hubiera matado –contestó el otro con frialdad–. Mira en
qué condiciones vive el país por su culpa.
–Vamos, Iliescu, perdonar es de dioses y odiar, de demonios. Se clemente –lo
suavizó Tassus–. Hazlo por mí, ¿puedes?
Iliescu suspiró meneando la cabeza, con los dedos hurgando en los ojales
superiores del saco. Sonia se acercó en puntillas, pues le rendía un absoluto
respeto al decano.
–¿Tú estás bien, muchachita? –le preguntó.
–Sí, decano, gracias a Dios que sí.
–¿Qué hacías al lado de ese señor que llaman Razvan?
–Pues… es que yo había salido a tomar el fresco por la mañana, y se me
ocurrió dar una vuelta por el Museo… –se entrecortaba por la vergüenza–… Lo
vi en uno de los balcones, con la intención de tirarse a la plazoleta; entonces lo
cogí del brazo y otro guardia me ayudó con él. Fue así cómo tuvo la suerte de no
morir.
–¡Ay, por Dios, muchachita, no sabes lo que has hecho! –exclamó Iliescu.
Sonia puso una cara de aflicción y entrelazaba las manos constantemente,
pegando pequeños golpecitos con el pie en la cerámica italiana que recubría el
piso.
–Él es amigo de mi padre –le respondió, temerosa.
–Sí, ya sé –le contestó Iliescu secamente; en susurros: «Ya sé que son los
mismos tontos de siempre».
–Con su permiso –dijo Sonia–. Voy a tomar un vaso de agua, allá, en aquel
oasis.
–Anda, ve, muchachita –le dijo Iliescu–. Me alegro de que estés viva.
Razvan, al otro lado, arrinconado, estaba sentado lejos de Faina y Scott, que
charlaban entre sí amenamente; salió de la Gendarmería a fumar un cigarro y se
arrimó junto a una de las bases romanas del edificio. Expulsaba el humo hacia
arriba, pensando en su nueva lucha, pero sobretodo en la presencia de Iliescu, a
quien se figuraba burlándose de su nueva conversión ideológica, contrario en
todos los aspectos a su vida pasada, pero que él sentía ahora como justa,
verdadera e ineludible para alcanzar la igualdad social. «Es el único instrumento
social, económico y político posible que puede repartir la riqueza en forma
equitativa y justa. Pero no será en ningún modo parecido a los de la dirigencia
comunista. No habrá allí dictadores, no; habrá una autentica participación
ciudadana, incluso será factible la existencia de diversos partidos, para que nos
salven de alguna desviación política, como pasó con el PCR y Ceaucescu. Es
necesario: no más dictadores ni imposiciones tiránicas. Habrá libertad,
participación, libertad de prensa y de movimiento. Nada será reprimido, nada.
¿Y si alguien decide trabajar para sí mismo y no para la comunidad? Bueno,
entonces que lo haga. Habrá una tercera vía, una especie de comunismo mixto.
Mi visión contemporánea me dice, y la Historia lo confirma, que es necesario que
estas dos fuerzas contrarias coexistan por un tiempo determinado, hasta que el
individuo mismo acepte cobijarse bajo las premisas del bienestar comunal por
conciencia propia, como en el caso mío, que renuncié al capitalismo por elección
propia, por decisión mía, a favor del bien de los demás». Sin embargo, dudaba.
¿Quién le creería a él, el individualista reconvencido, el Saulo de Tarso rumano
que había perseguido a los comunistas que decían luchar por el bienestar del
pueblo, de los trabajadores? No, no le creerían una sola palabra ni aunque dijera
que había estado ciego o resucitado de entre los muertos. Entonces se dio cuenta
de que su tarea sería doblemente monumental, pues había que desconvencer a
los convencidos y hacer creer a los descreídos. Jalaba inquieto del cigarro,
gozando del espectáculo juguetón que le ofrecía una estrella vespertina, mientras
adentro, en la oficina, Baros le explicaba a Maior, que no creía lo que escuchaba,
lo del incidente en el Sportiv Dinamo.
–Es el mismo de las fotografías –le dijo Blue.
–¡Esto es increíble! –exclamó Maior sudando de la aflicción–. ¡Inconcebible!
–Pero así es, comisionado –agregó Rosa–. Nos ha dicho el engendro que
vayamos por él a los Montes Metálicos.
–¿Ir por él? –preguntó atónito Maior–. ¡No, por Dios! ¡Le enviaremos a la
Brigada Vlad Tepes! Son expertos en antiterrorismo.
–Como usted quiera, comisionado –dijo Blue–, entre más ayuda policial,
mejor. Le advertimos que nosotros iremos junto a la Brigada. No podemos
hacernos a un lado.
–¡No, no, no! –lo contradijo Maior–. Petición denegada.
–Comisionado –le respondió Blue–, por favor. Escuche: el balaur aniquilará a
Popescu si descubre que elementos del ejército o agentes distintos de nosotros
llegan a socorrerlo.
Maior se tiró en la silla, descompuesto. Tenía razón. ¿Entonces, debía
arriesgar la vida de los agentes de la Interpol y la de los suyos? Si los enviaba
solos y encontraban la muerte, no corría acaso el grandísimo riesgo de sufrir un
tropel de graves amonestaciones por parte de la policía y la comunidad
internacional. Su nombre sería el hazmerreír planetario y el de su institución se
vendría abajo, por su ineptitud y falta de planificación. ¿No le habían dicho los
periódicos desde hace meses que este monstruo medraba por las calles matando
a gente importante? ¿Y él que había hecho?: Salir del paso todo el tiempo con
palabritas, con el ya desgastado «estamos trabajando en los casos», cuando todo
mundo sabía que debió haber asignado un agente especial para que los
resolviera, y no a Baros, que tenía una cartera de homicidios francamente
abultada. ¿No había sido por esto que la comunidad científica había pedido a la
policía internacional que se hiciera cargo del esclarecimiento de los crímenes y
llevara a cabo la «Operación Braila»? ¿Qué había estado pensando? Que la
prensa se los resolviera con sus periodistas de investigación. Tonto. Mira ahora el
problema que enfrentas por no haber prevenido esto desde el inicio. Dejadez
policial, modorra burocrática, la maldita costumbre de dejar todo para después.
Ahora tendría que pagar. Todo policía en el mundo diría de él, mientras comía
donas y tomaba café repantigado cómodamente en algún callejón de suburbio,
que Maoir el rumano era un grandísimo idiota, un estratega con la inteligencia
de un burro, el director de los dundos. No se decidía por actuar.
Así hubieran pasado todo el día los agentes, tratando de convencerlo, de no
haber sido por un homérico estrépito que se dejó escuchar en el frontispicio de la
entrada y que hizo temblar todo el edificio. Aturdidos, salieron rápidamente de
la oficinita, con las armas desenfundadas y agitados por la devastación, para
encontrarse sumergidos en un borrascoso vórtice de polvo, trozos de madera,
panelit y concreto, que se revolvía furioso como en un torbellino y les cegaba la
vista.
–¡Scott! –gritó Baros, conmovida, en medio de los escombros, esquivándolos,
seguida por los demás que levantaban fragmentos por aquí o acullá–. ¡Scott! ¡Me
escucha! ¡Gríteme! ¡Gríteme! ¡Necesito saber dónde está!
Del núcleo mismo de la polvareda, arrastrando en pos de sí largos cables
retorcidos, un ente robótico de aspecto arrogante y resuelto apareció ante sus
ojos.
«¿Dónde está Popescu?», les preguntó fríamente, sin articulación.
Baros, petrificada, calló.
«¡Dónde está Popescu!», vociferó, cogiéndola del cuello. «¡Donde, Dónde!»
Maior, llevándose una mano al pecho, colapsó de la impresión; no obstante,
Rosa, apuntándolo con su Glock, auxiliada por la Magnum de Blue, lo enfrentó a
balazos. El otro ni siquiera parpadeó.
«La desnucaré en su presencia si no me dicen dónde está Popescu», les dijo.
«¡Díganmelo!», la apretó de la cerviz.
Rosa le cruzó una mirada a Blue. –Díselo –le dijo con una inclinación.
–Se lo diremos si la baja al piso –le dijo Rosa–. Lo prometemos.
El ente accedió. Se acercó a ellos y los cogió a cada uno de la garganta.
«Si me mienten, vendré por ustedes enseguida», los amenazó. «Es mejor que
me digan la verdad.»
Los dos se sometieron.
–En los Montes Metálicos –apenas pudieron balbucear.
El ente los volvió a apretar con fuerza.
«¿Y Razvan?», les preguntó. «¿Dónde está Razvan?»
No lo sabían. Sin embargo, Baros, que había recuperado el conocimiento, al
escuchar aquel nombre, vio al invocado quejándose debajo de una pieza de
panelit que hacía de biombo en un cubículo, a tres metros del ente, quien hubiera
podido detectarlo de no haber sido porque gozaba de hacer una cruda
ostentación de su fuerza a los oficiales de la Interpol. Se arrastró la agente en
sigilo hacia el sitio, le tapó con una mano la boca y lo ocultó, cubriéndolo con
unas delgadas láminas de plywood, de la vista del robot. Rosa, advertida por
esta noble acción, le inventó una historia al ente robótico.
–Salió de la Gendarmería no hace siquiera una hora.
«¡Mientes!», la contradijo el ente apretujándole más con sus luminosos dedos.
«Me enteré por los noticiarios que Razvan estaba bajo protección policial».
–Él dice la verdad –agregó Blue, ahogado–. Lo de Razvan fue en la mañana.
Es diputado, goza de inmunidad y, por ley, no podemos retenerlo. Va contra la
Constitución –esto último fue apenas audible.
Así como dijeron estas palabras, asimismo fueron arrojados violentamente al
suelo, donde cayeron de espaldas y sofocados. El ente alzó vuelo, provocando un
alboroto desmedido durante el despegue, en tanto que los cuerpos de auxilio, las
tropas élites de la policía y el ejército recorrían las calles, armados hasta los
dientes y haciendo sonar sus sirenas de emergencia, prestos a rescatar a los
heridos que se encontraban sepultados en el lugar. Al ver pasar aquella bola de
luz por encima de sus unidades blindadas, no tuvieron tiempo siquiera de
enfocar sus binoculares, y ésta se perdió al norte de su horizonte.
43
Donde los humanos se convierten en dioses

«Osiris, Jehovah y Siva simbolizan por excelencia el principio activo de la Naturaleza, las
fuerzas que presiden la transformación de la materia, la vida y la muerte que
perpetuamente construyen y destruyen bajo la continuada influencia del anima–mundi,
alma universal o invisible y omnipotente e inmutable Espíritu que preside la correlación
de fuerzas siempre en armonía con la inmanente ley del universo.»,

H. P. Blavatsky, Isis sin velo

___

Subiendo con tremenda rapidez las empinadas carreteras del centro rumano,
Stefan veía a la luz de la luna llena, en forma suavizada y romántica, el gran
esplendor e imponencia de los Montes Metálicos, y se urgía, cada vez más, por
llegar a Eugenetics. El aullido de las bestias salvajes parecía darle la bienvenida.
–Están muy inquietos –dijo para sí mismo, pensando en los lobos–. ¿Qué
pasará?
Echó la mirada hacia uno de los abismos que lo cercaban por ambos lados.
Aunque era ya de noche, había un resquicio de luz tenue que lo dejaba
contemplar la silueta de los árboles, la redondez de las rocas, incluso el vuelo de
los murciélagos. Se sintió seguro, en su ambiente.
«Nada podrá detenerme ya», pensaba mientras cogía con fuerza el timón.
«Nada, nada. No existe nada ni nadie en este Universo que pueda hacerlo, ni
siquiera la muerte. En dos semanas, con el nacimiento de mis hijos, me habré
convertido en un dios, en un ser inmortal que dará a luz un nuevo orden natural,
a un nuevo orden mundial que beneficiará a la humanidad entera. Seré su líder;
las masas me adoraran. ¿Y cómo no? ¡Cómo no, por Mí Mismo! Seré justo con la
gente. No habrá ya más nadie encima unos de otros, no. Todos estarán por
debajo de mí, porque representaré para ellos a su Mesías esperado. “Nuevos
cielos y nueva Tierra, y el Rey de Reyes gobernará para la Eternidad”. Fui
engendrado para ello; mi sangre proviene de ese pueblo elegido. Soy el Mesías
anunciado por Isaías, por David, por las leyendas hindúes, por los relatos mayas.
2012: he ahí el año de mi expansión mundial. Tengo veinte años de aquí en
adelante para lograr ese cometido. Generaré ese Apocalipsis; lucharé contra las
fuerzas que se me opongan, pero finalmente mis hijos y yo triunfaremos;
haremos de la Tierra una sola nación donde fluya leche y miel en abundancia».
Acariciaba Stefan dulcemente este sueño, irreal para cualquier otro humano,
pero no por ello libre de ser pensado o gustado por los sentidos. De allí que
Stefan buscara por cualquier medio justificar su proceder, llegando incluso a
extremos risibles para todo el mundo, salvo para él mismo, que se había
convencido de su misión redentora debido al carácter de sus logros científicos y
de los que él era un ejemplo vivo. Y cada día más de contemplación en el espejo
le convencía de que su existencia estaba marcada por un sino divino. Sin duda
alguna, pensaba, he sido elegido por este Universo para acometer esta empresa
magna, digna de mí. Y no fallaré, no ahora que conozco lo que debo hacer:
perfeccionar a la Naturaleza misma.
Hizo un gesto arrogante con la mano y la sacó por la ventanilla. De pronto vio,
enfrente y bajo las faldas de una colina, algo que lo sacó de sus abstracciones.
Entornó los ojos. ¿Qué es eso? Le parecía ver a una gigantesca roca subir por los
barrancos, a saltos. «No es posible», se dijo. «No puede ser que las rocas suban en
vez de caer». Aceleró a fondo, pero entonces vio con amargura como aquella
aparición se le perdía tras el recodo de la colina, a la que llegó en cuestión de
minutos. Se bajó del auto, para inspeccionar. Caminaba despacio, cauteloso,
conteniendo la respiración. «Es por aquí», dijo, «giró por el lado de este peñasco».
Anduvo dos pasos, pero en segundos se vio detenido. A sus ojos, una fiera le
salía al paso, enseñándole furiosamente los dientes. «¡Dios santo!», exclamó. «Un
lobo». Dio a tientas unos pasitos hacia atrás. El animal se le abalanzó; entonces
sacó su arma y lo ajustició. Corrió al auto, lo arrancó y condujo directamente
hasta el laboratorio.
En tanto Zamfir, en Eugenetics, hastiado de tragar polvo en la bodega, pidió
permiso a Dobre para descansar en una de las oficinas del Laboratorio. Seguía
empeñado en detener aquellos experimentos. «Estos seres jamás darán un
respiro en esta Tierra», articulaba, «¡jamás!». Se acercó al Contador:

PROCESO DÍAS HORAS MINUTOS SEGUNDOS


GESTACIÓ
N 268 10 12 03…

–¡Santo Dios! –exclamó–. Están listos para nacer, quizá ahora mismo.
Dicho esto, empezó a trastear el artefacto. Pronto se dio cuenta que era inútil;
a los seres había que eliminarlos cortándoles la alimentación, el liquido
bioquímico que los sustentaba con vida.
«No», pensó. «No debo sabotear este contador; sería en vano, pues no
detendría el proceso de suministro. ¡El procesador genómico!», salió del lugar;
antes cogió uno de los walkie talkies, para estar enterado de los pasos de Dobre.
Subió unos escalones de la sala contigua y dio con la monumental mezcladora.
¿Dónde buscar? ¿Puntos de conexión críticos? ¿Bajar algún switch o apretar un
botón? Empezó a trajinar de un lado a otro, buscando. Temía que Dobre llegara a
la oficina y no lo encontrara; peor aún, que lo descubriera hurgando en la
maquinaria del procesador. Buscaba con rapidez, pero, por más que hiciera, nada.
–Necesito un diagrama –dijo angustiado, sudando–, un diagrama. Debe estar
por aquí, en una de estas paredes.
Efectivamente, había uno, pero del procesador y no de los sistemas de
operación interconectos:

Empezó por husmear el panel de control. Las cifras, reflejadas en un


flujograma de la pantalla del monitor que estaba arriba de su cabeza, daban
cuenta del perfecto funcionamiento de los procesos. ¿Qué tecla tocar? No había
un botón que dijera «apagado». ¡Maldición! ¡Las válvulas, sí, he de cerrarlas!
Corrió hacia al lado izquierdo. Se enfrentó a ella.
Era demasiado grande y pesada para él; ni siquiera empleando toda su
potencia podría moverla. ¿Y ahora? El tiempo se le estaba acabando. ¡El principio
de Arquímedes!, se dijo. ¡La palanca! Salió del cuarto de máquinas y empezó a
explorar alrededor. Un tubo metálico se le presentó de presto debajo de una
despensa. Lo pescó. Volvió al procesador, a la válvula. Ensartó una punta en uno
de los bordes y jaló con fuerza. Una alarma lo sacó de su empeño.
«Doctor Dobre», escuchó sisear al guardia de posta por el walkie talkie, «el
señor Stefan acaba de llegar».
–Debo apresurarme –dijo, desesperado, jalando con energía, hasta quedar
exhausto–. Tengo que hacerlo –seguía tirando–, aunque después, cuando
descubran lo que he hecho, me maten –atraía la palanca para sí apretando los
dientes.
«Voy para allá», respondió Dobre por el intercomunicador. «Llegaré con el
doctor Zamfir».
–¡Tarde, tarde! –exclamó frustrado–. Va para la oficina del laboratorio; de no
hallarme en el lugar, se preguntará muchas cosas, y pueda ser que empiece a
desconfiar de mí. ¡Qué importa! –se dijo bregando–. Una vez que Stefan entré al
lugar me será imposible proceder…
«Florin», volvió a escuchar la voz de Dobre por la radio. «¿Has visto al doctor
Zamfir por allí?»
«Negativo», le contestó el guardia.
–Viene por mí –pensó Zamfir mientras tiraba de aquella cuña.
Oyó pasos en los escalones. Hizo el último intento.
–¿Qué hace aquí, doctor Zamfir? –le preguntó Dobre.
Descubierto, se afirmó la bata, aclarándose la garganta.
–Estudiando el proceso de las mezclas –le contestó. Había escondido,
milisegundos antes, la palanca por entre la tubería del procesador, fuera de la
vista de Dobre.
–Venga –lo reconvino éste–. Vayamos a recibir al señor Stefan.
Zamfir, todavía con gotas de sudor en el entrecejo, asintió. «Perdido», se dijo.
«El nacimiento es inevitable». Llegaron a la oficina justamente cuando Stefan
abría la puerta. Los saludó con efusión. Cada uno tomó asiento.
–¡Vaya! –exclamó Stefan–. Veo que su llegada a Eugenetics ha sido muy
beneficiosa. ¡Vean! –les dijo señalándole con inmensa alegría el Contador–. ¡Un
día, solamente un día para que mis sueños se hagan realidad! Gracias, doctor
Zamfir.
–¿A mí? –le preguntó el doctor, extrañado–. ¿Por qué?
–Antes de venir usted hacía falta casi un mes para que maduraran mis hijitos.
¡Y vea ahora! Sólo un día… Le aseguro que será usted bien recompensado.
–No he tenido nada que ver con esto –le contestó Zamfir un poco ofuscado;
sin embargo, advirtió una recriminación repentina en los ojos de Stefan, y agregó,
como disculpándose–: Pero ya que me ofrece tal premio, pues no he de
rechazarlo. ¡Ah, no se olvide del doctor aquí presente! –acabó, riendo.
–Por supuesto que no me olvidaré de Dobre –dijo Stefan, emocionado–. Él es
el brazo hacedor, el obrero divino, detrás de la genialidad de la mente –Zamfir, al
escuchar esto, dio un saltito en la silla–, de mentes igual a la suya.
»Ahora –prosiguió–, ya va siendo tiempo de proceder con el siguiente paso,
Dobre –éste se irguió e hizo un ademán de sorpresa–. Sí, sí, doctor. Muéstreme
como van los dispositivos de memoria cibernética.
Dobre les pidió que salieran a caminar rumbo al taller de electrónica, que
quedaba en el primer piso. Como en la sala de gestaciones, había allí un sinfín de
ordenadores en marcha, cada uno trabajando en cargar una biblioteca electrónica
entera en los dispositivos de memoria cibernética, como llamaba Stefan a los
dispositivos de memoria virtual.
–¿Qué es esto? –preguntó Zamfir, asombrado.
–Son los cargadores de memoria cibernética que instalaremos en cada uno de
los cerebros de mis hijitos –le respondió Stefan–. Verá, Zamfir –se explayó en
explicaciones–, mis niños, cuando nazcan, y como cualquier otro ser humano,
nacerán con la memoria prácticamente en blanco, es decir, necesitarían pasar por
la niñez y la adolescencia, para llegar a la adultez. Ya sabe lo difícil que es eso,
con todo y su periodo de aprendizaje. Sería horroroso ver a un adulto pensar y
actuar como un recién nacido, ¿no cree?
»Así, siempre apoyado en los estudios del «Libertad», se me ocurrió una idea,
no muy original, pero sí atrevida: darles a mis hijitos una memoria, contenida en
un dispositivo, que reuniera en sí mismo toda la Historia de la humanidad, o sea,
todo lo que concierne a sus descubrimientos científicos, sociales, políticos,
económicos, en fin, todo lo referente a las ciencias.
–¿Todo? –lo requirió Dobre, perplejo–. ¿Pero cómo?
–Sencillo: recurrí a la literatura, por una parte, y a los medios tecnológicos que
están muy en boga en estos días, por la otra.
–Pero usted sabe que los que escribieron la Historia no han sido del todo
objetivos –lo objetó Zamfir.
Stefan se lanzó una sonora carcajada.
–Lo sé, lo sé. Yo aposté a lo seguro –le dijo, todavía riendo–. Me fui con los
ganadores que documentaron la versión triunfadora de la misma.
–Eso es… inhumano, antiético, fuera de toda moral…
–Si el mundo pensara como usted, Zamfir, con tanto miramiento, jamás
hubiera fabricado siquiera una punta de flecha de pedernal, y estuviéramos
como los monos, dando con piedras romas en el cascaron de las frutas… ¡Vamos,
doctor, no sea usted tan quisquilloso!
–Piense, por favor, Stefan, en el carácter dominador que tendrán estos…
hiperhumanos.
–¿Qué hay de malo en eso? ¿No han sido los dominantes los que han hecho la
Historia? ¿Quién se acuerda de, digamos, Euno, aquel esclavo que se sublevó
contra la pujante Roma imperialista, creando un Estado libre en Sicilia? Nadie,
¿verdad? ¿Y sabe por qué? Porque al final fueron sometidos, vencidos por su
poquedad de carácter, quedando, ¿podría escucharme bien?, ¡nada de ellos,
nada!, quizá apenas una mínima mención que sólo conocen unos pocos eruditos.
Es menester entonces que nada de esto ocurra a mis hijitos, por tanto, no estoy de
acuerdo en inocularles tales debilidades.
«Monstruoso, monstruoso», murmuraba por dentro Zamfir.
–Estos dispositivos serán insertados, una vez que mis creaciones salgan de sus
vientres artificiales, a través de la corteza cerebral, hasta llegar al tálamo del
órgano, donde se ubica la parte neuronal encargada de la memoria. Sígame,
doctor –le pidió–. Aquí están las cámaras cibernéticas, como las llamo, donde se
harán los trasplantes. Aquí hay un brazo robótico que operará con exactitud
nanométrica. Luego, con una precisa descarga eléctrica, se activará el proceso
neuronal de recepción y transmisión de datos. ¿Qué le parece?
Zamfir se esforzó para lograr una respuesta adecuada:
–Impresionante –dijo.
–Es mucho más que eso –lo rebatió Stefan, orgulloso.
–¿Y esta cámara? –preguntó el doctor al ver un cubículo estrecho parecido al
de una bañera.
Esta vez Dobre, sin previa autorización de Stefan, habló inoportunamente:
–Es la «Caja» –apuntó–. Sirve para convertirlo a usted en hiperhumano. La
llamamos «Cámara de Alteración Genómica», por sus siglas «CAGE», cuya
grafía se parece a una palabra inglesa que, ya traducida a nuestra lengua,
significa «CAJA», je, je… Suena claustrofóbico, ¿no?
–¿Cómo? –exclamó Zamfir–. ¿Cámara de Alteración Genómica?
–Es decir –se disculpó–, que está en etapa experimental. Usted sabe que los
hiperhumanos lo son desde la concepción; pero se ha preguntado usted si un
humano normal puede llegar a serlo.
–¡No, jamás! –volvió a exclamar Zamfir–, ¡jamás, jamás!
–Pues nosotros sí –dijo Dobre–. Y está cámara ya está lista, acaso falte nada
más probar si funciona como debiera. El señor Stefan tiene pensado… –pero el
financiero judío lo detuvo de seguir hablando, reprendiéndolo.
–¡Basta, Dobre! Es suficiente –lo reconvino.
El semblante de Stefan adquirió una tonalidad blancuzca, de seriedad.
Enseguida salieron del taller y subieron de nuevo al laboratorio.
–Usted –dijo apuntando a Zamfir– sabe ya todo lo que tiene que saber. Por
tanto, doctor, se quedará conmigo hasta el final de sus días.
Zamfir palideció. «Soy su esclavo», pensó. «He pagado muy caro el haber
hecho mal uso de mi libertad».
Stefan cogió el teléfono; llamó a Florin.
«¿Ya llegó el señor Muma Serban con sus operadores?», le preguntó.
«No, señor».
«Avísame cuando vengan. Serán muchos, así que estate atento, Florin», colgó.
–¿Tenemos visitas? –indagó Dobre.
–Sí –le contestó–. Pedí prestados unos hombres. Los necesitaremos para
trasladar a los niños al taller de electrónica.
–Oh…
Zamfir, al otro lado, temblaba, acongojado y contrito por ser uno de los
responsables directos de aquellas creaciones. Si Dios existía, pensó, entonces
debía haber un infierno, que él se había ganado a pulso de pervertir la naturaleza
de sus hijos terrestres. No quedaba más alternativa que sufrir en silencio,
sometido, o… ¿había alguna otra salida acaso? ¿Morir? Sí, morir, pero no en vano,
sino ganándose la salvación en el acto. Al menor descuido, antes de las
veinticuatro horas, el rompería los cristales del procesador y se dejaría caer
dentro del mismo, acabando de una vez con las soluciones salinas y con su vida.
Esa era la vía, la única que podría impedir el surgimiento de los engendros, de
esas anormalidades surgidas de una mente pervertida como la de Stefan y,
sincerándose, de él mismo.
44
Los sucesores de van Helsing

«Ella le susurró al oído: “Te amé desde el primer momento en que te vi.” Y él respondió:
“Para mí no ha habido otra en el mundo que tú.”»,

Hjalmar Soderberg, El beso

___

En Bucarest, la muchedumbre se congregaba a los pies de las columnatas de


la comisaría, y no tardó mucho tiempo para que las brigadas especiales y el
ejército la dispersaran. Se oía el rugido de los megáfonos.
«¡Abran paso, señores, abran paso!».
Entraron los efectivos militares al interior del edificio. En sus manos sostenían
sendas armas de grueso calibre. Uno de los sargentos irrumpió con ardor y
prestancia gritando en medio de los escombros:
–¡Todos al suelo, al suelo, todos!
Baros, llorando y luego de atender a Razvan, clamaba por encontrar a Scott,
quien no daba visos de estar con vida.
–¡Scott, Scott, Scott! –cogía pedazos de madera, bloques de concreto, que
aventaba contra las paredes–. ¡Oh, mi Dios, socórreme! ¡Scott…!
El sargento le lanzó una reprimenda:
–¡Usted, señora, tírese al suelo!
Baros estaba inconsolable.
–¿Ha visto a Scott? –le preguntó, enjuagada en lágrimas, hipando; luego
tembló, como atacada por un calambre, y se llevó las manos al pelo–. ¿Lo ha
visto? –volvió, pero esta vez la faz de su rostro lucía enteramente torcida.
–¡Tírese al suelo, señora! –continuó exigiéndole el militar–. ¡Ahora! –y la
apuntó con el arma.
–Oh, Scott… –exclamaba, desgreñada, con la vista perdida–. Yo, yo lo maté…
yo lo maté… No debí traerlo…
El sargento, compadecido y bajando el fusil, se le acercó.
–Cálmese, señora –le dijo–. Lo encontraremos.
Baros se acurrucó en un rincón: aquel brutal evento empezaba, aunque en un
efecto retardado, a turbarle la razón. En cambio, Rosa se había levantado y daba
los primeros auxilios a Maior; Blue, adolorido, se sobaba el cuello, tratando de
respirar. Poco a poco, la gente sepultada emergía pidiendo agua desde el fondo
de los despojos.
–¡Baros…! –partió el salón un alarido.
–¿Scott? –preguntó ésta, irguiéndose y corriendo hacia el lugar; una mano
colgaba por entre los escombros–. ¿Scott? –removió unos cuantos bloques de
concreto. Al fin dio con el herido. Era Faina–. ¡Pastor! –exclamó–. ¿Está bien?
Scott estaba con usted, ¿dónde está?
El clérigo asintió diciéndole:
–El triángulo de la vida… –barbulló, sofocado–. ¿Lo recuerda? En caso de
terremotos… El triángulo de la vida… Debajo de mí…
Baros empezó a escarbar lo más rápido que pudo y sacó, arrastrándolo hacia
un claro despejado, el cuerpo del pastor. Emprendió de nuevo la labor; dio
enseguida con Scott, cuyo cuerpo, congestionado, sucio y frío, no daba señales de
vida.
–¿Scott? –le preguntó, afligida, previendo en el fondo la concreción del mayor
de sus horrores–. ¡Scott, Scott, respóndame! –le dio dos bofetadas, que el doctor
no contestó, en tanto que sus ojos gatúbelos empezaban a inundarse de lágrimas–.
¡No, no puede ser…! No, Scott, no me haga esto, no, por favor, no se muera... –Su
cabello, suelto, liso y brioso, le cubría el rostro, y sollozaba, descontrolada,
gimiendo dolorosamente–… Yo, yo lo maté… lo maté –entonces Baros dejó
escurrir toda su sensibilidad de mujer, sentimientos hondos que desde hace
mucho tiempo no dejaba traslucir–. Ay, mi Dios, si existes, si en verdad estás allá
arriba –las lágrimas le entrecortaban el habla, mientras se aferraba al cuerpo de
Scott como una madre lo hace cuando llora la enfermedad de su hijo–… Tú sabes
que yo nunca te he pedido nada, que jamás te he suplicado por un favor… pero
hoy… hoy… –gimoteó con fuerza; el dolor le llegaba hasta las entrañas–… hoy te
pido por la vida de este hombre… ¡Devuélvele la vida, devuélvele la vida –
percibió un silencio que le ensordecía el tímpano de los oídos–, te lo imploro,
devuélvele la vida, maldita sea…!
Blue alcanzó a advertir los desconsolados lamentos de Baros y se le aproximó.
Ésta lo recibió agachada, con los ojos agrandados por la pena:
–Es Scott –le dijo sosteniéndolo en brazos; luego tocándole con la mano el
rostro a Blue, clamó–. Revívelo, te lo suplico, revívelo.
Blue le besó la frente, justamente cuando el sargento reaparecía con el arma
cargada y un talante de disgusto.
–Hay que salir del lugar, señora –le ordenó–. Los equipos de rescate deben
entrar en acción.
–¡Vete al diablo, maldito insolente! –le espetó Baros, herida como una loba.
El militar hizo un intento por cogerla a la fuerza, pero Blue lo contuvo:
–Espere –le dijo–. Es una agente de investigación que llora la muerte de un
amigo.
–Como sea –le respondió–. Salgan del lugar: es una orden.
–Sólo déjeme que vaya por los paramédicos –le pidió Blue–, mientras ella
digiere este duro momento.
El sargento le hizo una seña con un leve movimiento de cabeza: «Que sea
rápido». Los equipos de rescate empezaron a bucear por el lugar. Blue, cargando
el cuerpo de Scott, salió con una Baros doliente a la calle. Rosa, por otro lado,
volvía con los paramédicos que acarreaban a Maior, Razvan y Tassus en camillas.
Faina, Sonia e Iliescu los seguían.
–Estamos bien –dijo Iliescu a Blue– quizá un poco magullados, ¿verdad,
niña? –Sonia afirmó con la cabeza–. ¿Y usted? Oh… me alegro. ¿Y qué tal Tassus?
Éste, que iba rumbo a la ambulancia, detuvo a los paramédicos:
–Alto, alto –les dijo–. Estoy bien… Voy a bajarme.
–No, no… –le contestó uno de ellos–. No sabemos si tiene golpes internos…
–¡Eh, Iliescu, viejo fregón! Ven, ayúdame con estos señores…
El decano intercedió por él ante los rescatistas.
–¿Y Razvan? –fue lo primero que dijo Tassus–. ¿Está vivo?
Iliescu hizo una mueca de desprecio.
–Yo qué sé…
–Debe vivir –le dijo Tassus–… Debe vivir…
–¿Por qué? –le preguntó extrañado Iliescu–. A ver, dime por qué –un gesto
irónico se desplegó en sus labios–. ¡Si ahora el hombre dice que es comunista! A
ti no te conviene.
–No podría decirlo –le respondió el otro–, pero un buen amigo me dijo que él
debía permanecer con vida.
En eso vio al comisionado y al diputado siendo encajonados en la ambulancia.
Suspiró el viejo Tassus. «Estarán bien». Se volvió y encontró a Baros llorando
encima del cuerpo de Scott. Se compadeció en gran manera. Caminando,
vacilante, llegó a consolarla.
–Fortaleza, agente Baros –habló–. Fortaleza.
Baros no escuchaba. Un paramédico se hizo presente.
–¿Estaba en la comisaría? –preguntó señalando al cuerpo de Scott–. ¿No lo
han revisado?
Al decir esto, comenzó a auscultarlo, tomándole el pulso.
–¿Es usted la esposa? –le preguntó a Baros.
Descompuesta, sin hallar qué decir, se echó a llorar con más fuerza.
–No llore –le dijo–; está inconsciente nada más…
–¿Inconsciente? –indagó Blue, a tientas.
–Sí –le contestó–. Mire –sacó un botecito de amoníaco, que ubicó cerca de la
nariz de Scott, quien empezó a espirar con enfado.
Baros, equilibrándose en medio de un suspenso mortal, contenía la
respiración, a la vez que una gran sonrisa expandía gradualmente la comisura de
sus rojos labios.
–¿Scott? –le preguntó, casi en un murmullo, limpiándose las lágrimas–. ¿Se
encuentra bien? ¿Está vivo?
–Ah, ah… –Scott estaba desorientado; al ver a Baros recobró el entendimiento;
sonrió–: Pero qué cara más fea tiene usted –le dijo al descubrir el maquillaje
desleído en su rostro.
Los demás se echaron a reír. Razvan, que había luchado con los rescatistas
por bajar de la ambulancia, llegó tambaleando y, sacando chiste de la situación,
dijo mofándose bonachonamente de Scott:
–Si se parece a Albert Einstein con ese pelo de loco, todo alborotado. –Scott,
pillado, empezó a peinarse el cabello, mientras el buen humor se apoderaba del
ambiente, contagiándolos a todos.
–Padre Santísimo que estás en los cielos, oh gran Jehová, gracias te doy por
otorgarnos la dicha de tener con vida al doctor Scott entre nosotros. Amen –oró
Faina; luego abrazándolo–. Nos tuvo usted muy preocupado, querido amigo,
especialmente a la agente Baros –le hizo un guiño.
–¿A Baros? –Scott se levantó.
–No tiene idea de cuánto lo ha llorado.
–¿A mí?
–Sí: a usted, Scott –le confirmó Baros, rodeándolo con sus brazos y dándole
besos en las mejillas–. Es usted como el hermanito que nunca tuve –otras
lagrimitas le inundaron las cuencas de los ojos–. Si usted hubiera muerto, yo me
hubiera matado.
Scott, en este punto, empezó sentir no amor por ella, sino adoración. Jamás
nadie lo había llorado tan sinceramente, excepto su madre, a la que amaba como
a ninguna otra mujer. Aquella acción tan conmovedora lo había hecho sentirse,
por fin, un hombre, uno de valía. Pensaba, viéndola a los ojos, que nunca
volvería a apartarse de su lado, no mientras el corazón le palpitara en el pecho.
Se fundieron ambos en un abrazo de amor, fraternal, por el lado de Baros, y de
hombre, por el de Scott. Blue se unió al festejo, y la primera, al sentir el roce de
esos dedos latinos, le cogió una mano. Rosa, resignada, suspiró agachando la
cabeza.
–Maior va rumbo al hospital –dijo–. No nos dijo cómo debíamos de proceder
en el caso de Popescu.
Nadie la atendía.
–¿Popescu? –inquirió de repente Tassus–. ¿Qué hay con él?
Rosa no supo qué decir, pues el asunto era oficial; calló, disimuladamente.
–Sí –añadió Sonia, como pidiendo una explicación–: ¿Qué pasó con Popescu,
mi novio?
Rosa le echó una mirada de asombro. «¿Su novio? ¿Ese hombrón es su
novio?».
–Así es –agregó Baros, acercándose–. Sonia –se dirigió a ella–, tengo que
decirte algo importante…
Sonia retrocedió, más por una mala corazonada que por la solicitud de la
agente.
–¿Le pasa algo malo a Popescu?
–Me prometes que no te vas a acongojar si te digo la verdad –le dijo Baros.
–Sí, lo prometo.
–Popescu ha sido secuestrado.
–¡Cómo! ¡Cuándo y por qué…!
–Te lo diré luego. Lo que urge ahora es que vayamos por él.
–Saldremos esta noche –completó Scott.
–Lo siento –lo contradijo Baros–, pero con lo sucedido hoy, creo que
definitivamente usted y Faina no podrán acompañarnos.
–Yo quiero ir con ustedes –dijo Sonia, tímida y entristecida.
–No, no, no –se revolvió la agente–. Ustedes nada saben de tácticas policíacas
o militares. Corren, a nuestro lado, un peligro grandísimo. Nadie, salvo nosotros
los agentes, irá a los Montes Metálicos.
–¿Montes Metálicos? –preguntó Tassus–. Yo he escuchado ese lugar antes.
–Ah, sí –le señaló Baros, que sabía de la complicidad de éste en los eventos–.
¿Adónde? ¿En qué contexto?
Tassus movió los ojos hacia la derecha y los posó en Razvan.
–Yo creo que usted tiene algo que decirme, Tassus –lo apretó–. Y usted
también, diputado Razvan. Ya es hora de que saquen a colación lo que esconden
en sus recuerdos.
Los dos se cruzaron miradas de interrogación.
–Ya ve, Tassus, la destrucción de su laboratorio –siguió Baros–, y ya ve, usted
diputado, cómo esas bestias no tendrán compasión de usted. Al uno y al otro los
buscan para matarlos, desollarlos. Por favor, si tienen algo que decir, díganlo,
que no los desatenderemos.
Razvan se sacó las manos del pantalón, aunque fue Tassus quien dio el
primer paso.
–Me gustaría hablar con usted, a solas…
–Está bien –le respondió Baros, acercándosele y tomándolo por un brazo.
–No, no, no en este lugar –la rechazó Tassus–. Hay mucha gente… en otro
lugar.
–Sí –lo respaldó Razvan–, en otro sitio. Conozco un buen lugar en el centro, el
club La Cocosatu, en la Strada Neagoe Voda. Además, deseo tomarme un trago,
¡ah, uf, uf!, pues tengo reseca la boca de tragar tanto polvo… –acabó, estirándose
el cuello de la camisa.
–¿Entonces, Baros? –le preguntó Blue, haciendo un ademán con la cabeza en
dirección a los demás.
–¿Entonces qué?
–¿Qué haremos con esta gente?
–Bueno, ya es de noche, tengo hambre –se sobó el estomago–, ¿y ustedes? ¿No
les gustaría echarse un traguito para superar este espanto?
Todos respondieron que sí.
–¿Qué les parecería ir a darnos una vueltecita a La Cocosatu? El diputado
Razvan invita.
Y Razvan que abría los ojos, atosigado, apuntándose con el dedo: «¿Yooo…?».
Baros, sonriendo, le hizo una señal, dándose golpecitos en el codo. «No sea usted
tacaño», parecía decirle. «Afloje, afloje, aunque sea para las aguas».
–Bueno –dijo Razvan rascándose la cabeza–, síganme los buenos…
Subieron a los autos.
Ya en el club, decorado con flores y música pop de fondo, unieron varias
mesas en una sola y empezaron a pedir cada uno bebidas. Baros y Blue,
enfrentando a Tassus y Razvan, se sentaron juntos y Scott al lado de Rosa,
circundados por el resto.
–¡Ahhh, qué rico! –exclamó Razvan empinando un vaso del mejor whisky
escocés–. Siento que me vuelve la vida.
–No, no, yo no… –le reñía Faina al mesero–: Vino; tráigame vino, por favor. Y
a la joven acá una bebida de cola –Sonia, que veía a los demás con sendas copas
en la mano, inclinó la cabeza–. Es que no se ve bien que usted tome alcohol
enfrente de los adultos, niña –la amonestó Faina.
–Pero si ya tengo veinticinco años, pastor.
Blue le pidió hacer un brindis a Baros.
–¡Por el amor!
–¿Por el amor? ‒exclamaron Rosa y Scott, asombrados.
–O sea –repuso Blue, rojo–, por el amor del que gozamos, juntos, los aquí
presentes… –los demás no entendían–; es decir… ya vio, Scott, cuánto amor
siente Baros por usted… –Rosa entornó los ojos, con los que simulaba decir, «ah,
qué patético»–… ¡Bueno, ustedes entienden por lo que hemos pasado, toda esta
tragedia! ¿Ya? ¿No es cierto? ¡Salud a todos, pues!
–¡Salud! –corearon, alegres.
La música comenzó a reanimarlos, y pronto se imbuyeron los convidados en
la conversación. Tassus se acomodó hacia el frente, en busca de la atención de
Baros.
–Quisiera hablarle unas cuantas palabras, agente, pero hay muchos monitos
colgados en el alambre…
–Hable ‒le dijo Blue–. Ellos son todos de nuestra confianza.
–Una palabra, señores, por favor –solicitó Baros; callaron–. Creo que todos ya
me conocen, y a mis compañeros agentes también –los señaló–; asumo
igualmente que saben acerca del objeto de nuestras investigaciones.
»Pues bien, debido a que juntos hemos pasado por muchas circunstancias
adversas, no he de negar que he sentido un afecto de familia por ustedes –la
aplaudieron–. Incluso, obviando y transgrediendo mis funciones como agente de
investigación, he dado a conocer a ustedes algunos hechos que únicamente me
conciernen a mí y mis compañeros, y lo he hecho así debido a que ustedes
mismos se han visto envueltos en ellos, para el caso el del doctor Scott o Faina,
quienes han sufrido y enfrentado conmigo al principal autor de estas masacres, el
balaur, que ahora sabemos no es sólo uno sino dos.
Tassus cerró los ojos, y los otros, boquiabiertos.
–El profesor –continuó anunciándolo– ha decidido dirigirme algunas palabras
que competen al ejercicio de mis funciones. He de escucharlo, y ustedes conmigo,
pues serán mis testigos. Pido, entonces, con toda la seriedad y discreción del
mundo, que lo escuchen y que guarden asimismo en sus corazones sus palabras
y que no deben ser comunicadas a nadie, oigan bien, ¡a nadie! No hasta que el
caso haya sido elucidado por nosotros, la Unidad de Investigación Criminal de
Bucarest. Sé que algunas palabras serán ásperas para la sensibilidad de ustedes,
así que, por favor, si creen que no podrán soportar las declaraciones que se
expresarán aquí, por favor, de nuevo, siéntase libre de abandonar esta mesa.
Nadie objetó.
–Cedo la palabra al profesor Tassus –acabó.
El profesor, amainándose, enmudecía. Baros, comprendiendo su situación, lo
estimuló:
–Primero que nada, Tassus, ¿qué sabe usted del balaur?
La pregunta fue demasiado directa, y éste, temiendo decirlo todo, con el
consecuente empañamiento de su reputación como científico, decidió dar un
rodeo:
–Todo empezó con las investigaciones llevadas a cabo por el grupo científico
llamado «Libertad», del que usted lo conoce todo.
Baros asintió.
»Sin embargo –siguió–, debido a lo novedoso y extraordinario de los
descubrimientos –también a la poca instrucción de la Policía científica en estos
asuntos–, aun teniendo ustedes las pruebas en la mano, no han podido dar con el
origen que motivó la existencia de este ser sobrenatural.
Blue y Rosa eran todo oídos, en tanto Razvan escuchaba incrédulo, pues estas
palabras distaban mucho de sus circunstancias y trataba, por otro lado, de
mantener la vista fuera del radio de Iliescu. Faina sostenía su quijada con una
mano, en tanto que Sonia no apartaba los ojos de Scott, a quien consideraba
atractivo.
–Yo –prosiguió Tassus– no sé, ni me consta, quién pudo haber cometido los
crímenes que le achacan al balaur. Eso quiero dejarlo bien claro. No obstante, a lo
largo de estos meses, tras la muerte de mis colegas, me sentí obligado a
investigar sobre lo que estaba ocurriendo. Fue así como pude advertir ciertos
indicios que apuntaban en dirección hacia ciertos personajes importantes de la
ciudad…
–¿Indicios? –preguntó Baros–. ¿De qué clase?
Tassus se acomodó en la silla.
–¿Leyó usted los informes acerca de nuestras investigaciones cuando llegó
después de la muerte de Emile?
–Sí.
–¿Y ustedes? –les preguntó a Rosa y Blue.
Estos afirmaron.
–Bien –continuó–, en uno de ellos, el más importante, aparece la siguiente
afirmación: «La vida no reside ni en las moléculas de ADN y ARN, ni en las
proteínas autocatalíticas, sino en el citosol o citoplasma»…
–Sí, sí; por supuesto que lo recuerdo bien –dijo Baros–. Yo misma lo tengo
grabada en la cabeza. ¿Qué significa eso?
–Pues que en seres vivientes el estado de la energía cuántica –en partículas y
ondas– sólo puede ser experimentado y sólo puede ser mantenido por un arreglo
específico de la materia, es decir, sólo por estados con posiciones y movimientos
específicos de las moléculas completamente incorporadas al citosol.
–Vaya –se lamentó la agente–, me dejó en las mismas.
–No se detenga, profesor –intervino Blue–, que yo le entiendo.
–¿En serio? –dijo sorprendido Tassus.
–Soy ingeniero en genética –replicó Blue–, incluso creé un programa
bioinformático de huella genética para las agencias de investigación en mi país.
–Oh, sorprendente. No lo hubiera creído –dijo Tassus–. ¿Sabía usted que Scott
es bioquímco? ¿No? Pues sépalo –Scott sonrió–. En lo que iba. Bien, ustedes
saben que en el citosol (o citoplasma) podemos encontrar a las mitocondrias, que
son orgánulos celulares encargados de suministrar la mayor parte de la energía
necesaria para la actividad celular; al mismo tiempo, son el centro principal de
producción de radicales libres, que es uno de los efectos secundarios de la acción
de convertir comida en energía y también el responsable del deterioro celular.
Oprea y nuestro equipo descubrieron que la catalasa extra, una enzima, situada
en la mitocondria conseguía aumentar significativamente la vida de los ratones
en alrededor de cinco meses, un tiempo muy importante teniendo en cuenta que
los ratones viven una media de tres años y medio.
»Pero esto no era lo más relevante en los descubrimientos, no: lo que nos
asombró fue haber visto ante nuestros ojos los procesos de oxidación del DNA
mitocondrial y citoplasmático, a los que podíamos, según nuestra voluntad,
manipular genéticamente. De ahí vino todo, todo ‒se limpió los labios y empuñó
el vaso de whisky, del que sorbió silenciosamente‒. Es decir, empezamos a
entender a cabalidad todos esos procesos que llevan al deterioro de las funciones
fisiológicas generales del organismo, en otras palabras, el proceso del
envejecimiento, y a cómo retardarlo empleando los principios de la ingeniería
genética. Empezamos a experimentar con las catalasas que las células fabrican y
que se dirigen normalmente al interior de unos orgánulos celulares conocidos
como peroxisomas. Los peroxisomas son orgánulos pequeños y esféricos
limitados por membranas que disponen de contenidos enzimáticos como las
catalasas y las oxidasas, y que sirven para contrarrestar en el organismo la acción
de los radicales libres. Sin embargo, nosotros alteramos algunos genes de los
ratones para que la catalasa se dirigiera a la mitocondria celular en lugar de a los
perixosomas. Como les dije, aumentamos la vida media de estos seres en un 20%.
»Motivados, seguimos experimentando con soluciones químicas; ello nos
llevó varios años. Luego descubrimos el empleo del resveratrol, el óxido nítrico y
otro sinfín de compuestos bioquímicos.
–¿Óxido nítrico? –inquirió Baros, muy sorprendida–. ¿Me está diciendo que el
óxido nítrico sirve para alargar la vida?
–No sólo eso –le respondió Tassus aclarándose la garganta–. Me avergüenza
decir esto… –se silenció un momento y volvió a tomar otro trago–. A pesar de
que el óxido nítrico al entrar en contacto con el oxígeno produce radicales libres e
inhibe los mecanismos de respiración oxidativa intracelular, disminuyendo el
consumo de oxígeno al lesionar la cadena respiratoria mitocondrial, nosotros,
como he explicado, pudimos contrarrestar estos procesos degenerativos por
medio de un compuesto bioquímico singular –de los que ya hablé antes– y
aumentar, por medio de la inhalación, las vasodilatación local de las regiones
bien ventiladas, mejorando con ello la relación ventilación-perfusión, y con ésta
la oxigenación arterial; por ende, conseguimos crear una especie de hiperplasia
muscular, con el consecuente incremento instantáneo de las fibras musculares, al
dividirlas en dos, y a esta altura cada nueva fibra era la mitad de su tamaño
original…
Blue no podía creer lo que escuchaba. ¿Habían creado ellos al balaur, a un ser
humano monstruosamente musculado por medio de estas manipulaciones
genéticas?
–Discúlpeme, profesor Tassus –lo interrumpió–, pero no puedo evitar
relacionar su relato con la aparición del balaur en la ciudad. Díganos con
sinceridad, ¿qué relación existe entre éste y los descubrimientos científicos del
grupo «Libertad» y con la industria química?
Tassus tomó un cariz amarillento. No, no lo diría, a pesar de lo prometido al
principio, no enfrente de los demás. Por otra parte, la presencia de Sonia entre los
comensales le incomodaba, pues veía, a través de sus ojos, la figura tenebrosa de
Popescu. Además, no podía traicionar a su amigo, a aquel que había tomado
rumbo a los Montes Metálicos en busca de Stefan.
–Mire –le contestó–, lo que sí puedo asegurarle es que vi este proceso en
ratones, vi su crecimiento espectacular, pero no puedo conjeturar que el balaur
sea un producto de nuestras investigaciones. Por otra parte, la industria
química…
Baros irrumpió.
–Permitame, profesor. Diganos quiénes participaron directamente en estos
experimentos?
–Bueno –le contestó–, si ustedes han investigado nuestros trabajos han de
conocer a los involucrados en ellos.
–¿Y Stefan David?
Tassus sudaba.
–Lo vi en el Laboratorio varias veces, en visitas que les hizo a sus
correligionarios de partido, Oprea y Constantine.
–¿Supo él algo de estos experimentos?
–No estoy seguro; no lo creo –le contestó–; sin embargo, debido a su filiación
política, además de que el financiero era su presidente, no podría meter las
manos al fuego por ellos.
–¿Qué me dice de Rahova? –le preguntó Rosa–. Trabajaba como asesor para el
señor David.
–Sí, sí, es cierto.
–¿Participó él directamente en los experimentos?
–¿Quién? ¿Rahova o Stefan?
–Hablo de Rahova.
–Sí, sí. Era el encargado de la infraestructura para la implementación de estos
procesos pues era biólogo molecular.
–¿Tiene usted idea de por qué murieron sus colegas?
Tassus volvió a callar, el rostro tenso, pálido. Casi no podía contener el
secreto que guardaba por dentro. Le echó una mirada a Iliescu.
–Creo que fue debido a las investigaciones.
–¿Quién cree que pudo haberlos matado?
–No lo sé…
–Vamos, Tassus –le suplicó Baros–, haga el esfuerzo. Le juró que yo me
encargaré de protegerlo. Le doy mi palabra.
Éste se mantuvo enmudecido. Ya iba a confesarlo todo, pero entonces,
inesperadamente, habló Razvan.
–Miren –les dijo–. He escuchado la relación del profesor Tassus, y aunque no
le entendí ni una papa, sí pude relacionar una de sus palabras con algunas
acciones legales que emprendí en contra de uno de los químicos más grandes de
Rumania, Stefan David.
Los agentes se asombraron. ¿Qué tenía que ver Razvan con esto de la ciencia?
–Verán –prosiguió–, ustedes quizá sepan que estamos en campaña proselitista:
este fin de mes vamos a elecciones internas dentro del PMRU, y Stefan David es
mi principal contrincante. Por ello, la corriente de mi partido ha incrementado
los ataques contra mi estimado y potentado rival, tomando como base de la
ofensiva la exhibición de spots publicitarios que revelan los perjuicios –
comportamiento agresivo, estados periódicos maniacodepresivos, psicosis–
infligidos a la población mayor-adulta por la droga que llaman «Youngever»,
elaborada en los laboratorios Farmadei, propiedad del judío.
»Precisamente, entre los componentes de esta droga, y ustedes pueden verlo
en las etiquetas, aparece la fórmula del resveratrol, que ahora sé, por lo que
escuché en boca de Tassus, que en combinación con el óxido nítrico, puede
causar riesgos aún mayores. Ojo, que no estoy diciendo que Stefan tenga algo
que ver con el balaur, eh.
–Cuando usted me habló de Stefan –le salió al paso Baros–, allá en la oficina
de Maior, fue para referirse a esto.
–Sí, sí.
–¿Usted qué piensa al respecto, profesor Tassus? –le preguntó Baros.
–Rahova estuvo junto con el doctor Zamfir detrás de la creación de la droga.
–¿El doctor Zamfir?
–Sí, ¿se acuerda usted? Él dio clases en la universidad antes de la caída de
Ceaucescu.
–Claro que me acuerdo, pues ha sido uno de los que más ha ayudado en la
reestructuración de la Policía Científica. Es un muy buen amigo de Popescu.
Al otro lado de la mesa, Sonia y Scott cuchicheaban.
–¿Así que usted es la novia de Popescu? –le preguntó éste.
–Bueno –contestó la otra, apenada–, digamos que más o menos soy una amiga
intima…
Scott se carcajeó. Ella lo veía con apego.
–¿Y sus padres viven todavía?
–Mi papá solamente. Se llama Brudan.
Tassus al escuchar el nombre se inquietó; a Razvan, por otro lado, le trajo a la
memoria la persona de Adrian Dendiu.
–¿Y qué me decía usted de Químicas Colentina? –lo indagó Baros.
Razvan se llevó una mano al cuello, que empezó a girar, afectado por la
tortícolis.
–En el caso de Adrian –habló–, voy a decirle lo que vi en su laboratorio.
Blue y Rosa se acodaron en la mesa.
–Antes del ataque que sufrí con Stefan en la Piata Romana, había estado yo
reunido con él, a solicitud de Pita, en su compañía. Estando allí, me llevó hacia
un elevador, bajamos varios pisos y luego me encontré ante una visión espantosa:
un robot.
–¿Un robot? –exclamó Scott–. ¿Seguro que fue un robot?
–Sí –dijo Razvan; se le acentuaron las arrugas del rostro–: y dentro del
autómata, había un hombre…
El ambiente se había vuelto asfixiante.
–Y ese hombre era Cervini.
–¿Cervini? –Baros se levantó de la silla, Scott la siguió–. ¡Cómo puede ser!
Pero si Emile está…
–Muerto –la completó Razvan, imprudente–. No obstante, lo vi con mis
propios ojos.
Ya no sabía ninguno qué pensar. La historia era por demás inverosímil.
¿Habría exhumado Adrian el cuerpo de Cervini y dado la vida por medio de
alguna manipulación genética? ¿Si podían hacer de un hombre normal una bestia
sobrenatural, no podrían acaso revivir a un muerto?
–Calma, Baros –la consoló Blue; Scott, que pensaba en hacer lo mismo, se
contrarió al ver cómo aquel latino le ganaba la partida–. Sé que ha pasado por
muchos momentos críticos últimamente, lo siento, lo siento mucho.
Efectivamente, Baros se había descompuesto emocionalmente debido a los
sucesos trágicos vividos en los últimos seis días. Había llorado tanto, que sus ojos
habían adquirido un color rojizo permanente. Ni siquiera podía dormir por las
noches. Al recordar las palabras de Razvan, se sintió indignada, y sobre todo
pensaba en la acción macabra que Adrian habría consumado con el cuerpo de su
amado amigo Cervini. ¿Dónde estaba la ética humana, dónde?
–Ahora entiendo el logo de Adrian –repuso Rosa.
–¿Qué logo? –preguntó Iliescu.
Rosa sacó la foto del bolso de Baros.
–Este mismo –le dijo extendiéndosela.
–Oh –exclamó Iliescu–. El león imperial.
–Se llama a sí mismo el «Emperador de la Vida» –añadió Rosa.
–¡Qué insensatez! –rugió Iliescu, devolviéndole la fotografía–. ¡La típica
soberbia, estupidez e irracionalidad de un oligarca!
–Hoy, más que nunca –continuó Rosa–, es necesario investigar a este señor.
–Ya que Razvan habló de robots –agregó Scott–, pues déjenme decirles que yo
vi uno en las fotografías del periódico, en la Gendarmería, ¿cierto, pastor?
Faina convino.
–Siéntese, Baros, por favor –le pidió tiernamente Blue–. Vaya. Aquí.
Volvieron a acomodarse. La agente Baros dejó escapar unas cuantas lágrimas.
–Ya está confirmado, Baros –le dijo Rosa–: Adrian Dendiu está involucrado en
los ataques de ayer a la convención política. Aquí está logo, la declaración de un
testigo –señaló a Razvan– y la opinión de un científico –y apuntó a Scott con el
dedo.
–Lo que puedo decir –repuso Razvan–, es que vi un robot y otros artefactos
robóticos en el laboratorio de Dendiu, pero no estoy asegurando que las criaturas
que nos atacaron en la convención sean propiedad de Adrian.
–Sin embargo –replicó Rosa–, la Policía Científica encontró esta pieza de
carbono, y aquí, en ella, adosada, puede verse el logo de la compañía de Adrian
Dendiu.
–Por mi parte –dijo Scott–, puedo dar fe de que lo visto por mí en el periódico
sí es un robot, por lo menos uno de ellos. Yo mismo los he fabricado muchas
veces.
–Ahora bien –tomó la palabra Razvan–, luego de haber escuchado las
palabras del agente Rosa acerca de la interpretación del logo de la compañía de
Dendiu, no dejo de tener cierta tentación de comentar algunas cosas que él me
dijo.
Llegó el mesero con la comida y empezó a repartir las raciones.
–¿Y qué le dijo? –preguntó Baros, precipitada, pensando en Emile–. ¿Qué, qué
fue?
–¿Podríamos comer primero? –le pidió Razvan cogiendo tenedor y cuchillo.
Baros pegó un golpe en la mesa: «No. Hable ahora». Éste bajó los utensilios,
molesto.
–Paciencia, Baros –le susurró Blue, tomándole una mano.
–¡No ves que se trata de Emile! –le dijo, tuteándolo.
Rosa cimbró los labios. Scott agachó la cabeza.
–Siento lo de su amigo –le formuló Razvan, humilde–, de verdad. Voy a
decirle en palabras generales lo que Dendiu trató de decirme, pues yo no lo dejé
hablar mucho.
–Adelante –le dio la palabra Blue, diplomáticamente.
–El hombre me presentó a uno de sus robots y me dijo que esos serían los
hombres del futuro dentro del Partido. Hasta el día de hoy no sé qué quiso
decirme con eso, pero después pude entrever que deseaba comercializar esos
artefactos para uso doméstico. Algo así como los «ayudantes corporativos» de los
que habla Stefan.
–¿Ayudantes corporativos? –preguntó Blue, extrañado.
–Tampoco sé con qué fin emplearía Stefan esas figuras retóricas en sus
discursos; no lo sé, en verdad que no. Pero yo escuché a Belinca, su socio y
correligionario, hablar de ellos en la disertación de la convención. Incluso, ahora
me acuerdo, al principio la gente se mostró confundida al dar oídos a aquella
proposición y lo tomaron por loco, aunque después, al ver aquella criatura que
nos atacó flotar en el aire, empezaron a vitorearla, llamándola «ayudante
corporativo». Lo que sucedió luego, pues, es sabido por todos.
–Interesante –dijo Blue–, interesante.
Maquinaba. Robots, Adrian, balaur, Stefan. ¿Cómo saber si aquel era un robot
de Adrian y si la otra criatura era de Stefan? Ahora, la criatura defendió a Stefan
y el robot tenía adosado el logo de la fábrica de Adrian. Estaba claro, ¿no? ¿Pero
cómo incriminarlos? ¿Qué pruebas? Las muertes. ¿Cómo conectarlas? Necesitaba
un testigo, uno ocular. No obstante, ¿quién? ¿Cervini? Sí, Cervini, el muerto
viviente. ¡Qué locura! ¿Pero no podría documentar todo aquello para que tomara
suficiente fuerza de ley? ¿Y cómo reconstruiría las escenas del crimen? ¿Matando
a un ratón, para revivirlo luego? Sería un escándalo de proporciones mundial. La
Interpol reviviendo un muerto.
–Es urgente que vayamos al laboratorio de Dendiu –expresó Blue.
–Maior me dijo que no podríamos entrar allí si no había una orden de cateo –
repuso Baros, entristecida, pero enrabiada.
–Tenemos el logo –dijo Rosa–. Podríamos ir a preguntar solamente.
–Tendremos suerte si logramos que pueda atendernos –le contestó Baros.
–Lo hará –irrumpió Razvan, masticando–. Yo le pediré una cita. Prueben la
comida –les dijo después–. ¡Ah, la tocatura está exquisita!
Baros la hizo a un lado, en cambio los demás se atragantaron con los platillos.
Minutos después, al sopor de la digestión, la música empezó a deleitarles los
sentidos, imbuyéndolos en un tropel de sensaciones. Sonia le sonreía a Scott, que
enfocaba, a intervalos, su vista en Baros, a quien quería impresionar con el regalo
de una flor que había tomado del centro de mesa; en tanto que Rosa, mortificada,
espiaba a Blue, y éste trataba de consolar a la agente rumana, diciéndole cosas
dulces al oído. La primera recuperó finalmente el buen semblante y se
acomodaba, a cada palabra del latino, su cabello grafilado sobre la oreja. Iliescu
le dirigía la palabra a Tassus y le señalaba con el dedo, abiertamente, sobre la
voracidad de Razvan.
–¿Bailamos? –le pidió Blue a la agente.
–¿Aquí, enfrente de todos?
–¿Por qué no? –le preguntó el otro con picardía.
Se levantaron de la mesa justamente en el momento que Scott había tomado el
envión para obsequiarle el pimpollo. Subieron a la pista, mezclándose en un mar
de cuerpos. Rosa, en la silla, veía acremente aquella escena y sentía como una
rasgadura enorme le partía el alma. «No hay que ser tan descarado», se dijo. Los
ojos se le humedecieron, vidriosos, enrojecidos. A Scott no le iba mucho mejor,
llamó al camarero y le pidió otro trago.
Bailaban. El dijay los saludó por el parlante y éstos, alegres, vitoreados por los
bailadores, le devolvieron el detalle. Despacio, se siente el golpe de la rodilla en
la entrepierna, los labios carnosos, carmesíes, tentadores, se rozan bajo unos ojos
entrecerrados que van abriéndose al paso de un ritmo con aceleración sostenida,
pasándose las manos de una cadera a la otra, exudando pasión y ansias de
fundirse en uno sólo.
Escenas simplemente insoportables para los espíritus sensibles de Rosa y
Scott; el último dejó caer la rosa al suelo, impotente, y corrió a refugiarse en el
bar, pero la primera, encolerizada, subió al cubil del dijay, a quien le preguntó:
–¿Tienes a Taylor Dayne?
–¿A quién? –Se quitó los audifonos.
–¡Taylor Dayne!
Por fin entendió el dijay. «Sí; ¿cuál quieres?». Rosa se tocó el corazón: «Tell it
to my heart». Okay, le dijo, levantando el pulgar. Sonó la melodía, en medio de
una herida sinfonía de liras:

I feel the night explode


When we’re together
The emotions overload
In the heat of pleasure

Take me I’m yours


Into your arms
Never let me go
Tonight, I really need to know 19

Al primer cambio de melodía, Baros alzó la vista, junto a los concurrentes,


hacia el dijay, que le contestó con una sonrisa, señalándole con un giro de cabeza
que el hombre de al lado había sugerido el tema. Blue, al ver a Rosa en la cabina,
sintió una contorsión que lo tronchaba de pies a cabeza. Ésta lo veía con dureza,
apagada e iluminada la faz sucesivamente por las luces multicolores. Con el
puño derecho se golpeaba el corazón al tiempo en que la composición alcanzaba
el clímax total, seguida por un azote sonoro de la batería:

Tell it to my heart
Tell me I’m the only one
Is this really love or just a game

Tell it to my heart
I can feel my body rock
Every time you call my name 20

El espectáculo era duro, atroz; cuando la mirada de ambos convergió, Rosa


salió corriendo de la cabina, para salir de una vez del club. Blue, excusándose con
Baros, la siguió.
–¡Espera, Rosa! ¡Detente! ¡Déjame explicarte!
Era en vano. Rosa dobló una de las esquinas, y se echó a llorar sobre unos
latones.
–¡Espera! –le dijo Blue, ahogado–. Te equivocas… Estás confundida.
–¿Confundida? –le espetó Rosa–. ¡Vi cómo la rozabas! ¡Sé que estás
enamorada de ella!
–Por favor, escúchame –le rogó Blue–, escúchame, ¿sí?
A la pobre Rosa, las lágrimas le caían de los párpados tan pesadamente, que
le habían mojado la cara entera, como si hubiera estado lloviendo, y apenas la
dejaban hablar. Jadeaba constantemente.
–Me discriminas porque soy gay –balbuceó–, y ella, ella es una mujer…
–Rosa –le dijo Blue y trató de abrazarla; pero ésta lo rechazó con furor.
–¡Vete, vete! –le gritó–. Tú y yo hemos terminado. ¡Para siempre!
Lo dijo con todo el rencor del mundo. Blue supo, entonces, lo que había hecho,
mejor dicho, malhecho. Recordó al instante lo que juntos habían pasado, en

19
«Siento que explota la noche/ cuando estamos juntos./ Se sobrecargan las emociones/ al calor del placer./
¡Tómame, soy tuya!, / entre tus brazos / nunca dejes que me vaya;/ esta noche en verdad necesito saberlo…»
20
«Díselo a mi corazón,/ dime que soy la única,/ si esto es verdadero amor o un juego solamente./ Díselo a mi
corazón; / puedo sentir que vuela mi cuerpo, / cada vez que mencionas mi nombre…»
Houston, en México, en tantos lugares que habían conocido y recorrido. Los
esfuerzos de ella por complacerlo, por la paciencia de escuchar sus tonterías, por
sonreír al son de sus ocurrencias magras, aun cuando sabía que lo dicho era el
aborto mental de un retrasado, por mantenerse sumisa, por las caricias y las
palabras de agradecimiento que le manifestaba por las noches antes de dormir,
junto a la cama, donde le decía que él era el rey del mundo cuando en realidad
sabía que era un pobre diablo ricachón, y entonces empezó a sentir un dolor en el
estómago, a sentir que le hacía falta el aire en los pulmones, a sentir que las
piernas le fallaban y que iba cayendo de poquito a poco, arrodillado, en la acera.
«Un beso», le pidió suplicante. «Dame un beso.»
Él era su amor, su alma gemela, el único ser en quién podía confiar, hablar
con soltura, sentirse acompañada, humana, y no una perversión de la naturaleza,
sino precisamente lo contrario, la naturaleza en su concepción más refinada, con
sus dos géneros unidos en uno sólo; al contemplar la caída de su otro yo contra el
pavimento, por instinto, corrió a rescatarlo.
Lo cogió del brazo, lentamente, acariciándole el rostro con la otra mano, que
elevó hasta los labios suyos. Lo besó, lo besó con todo su amor contenido, al
tiempo en que Baros venía doblando la esquina, seguida por un Scott maltrecho
que traía consigo la flor marchita entre sus dedos flacos, herido de amor, y que la
había visto, alarmado, salir segundos antes por la puerta.
No se puede tapar el sol con un dedo. Petrificada, Baros abrió los ojos y se
estrelló de frente con la cruda realidad: su hombre, su amor de todos los tiempos,
sus esperanzas de vivir una vida plena alejada de aquella existencia mortecina,
besaba a otro hombre, y lo que era peor, parecía amarlo de verdad. Enseguida
lanzó un grito de horror que se dejó escuchar por los callejones oscuros, y que le
agrietó hasta el último compartimento del pecho a Blue. Comenzó ella a
tartamudear para sí misma, perpleja, a levantar las manos al cielo como pidiendo
una explicación divina y a temblar, a temblar como si hubiera sido atrapada por
una repentina ráfaga de frío. Se tocó el arnés.
–Lo siento –le dijo llorando Blue, sujetado todavía de la cintura de Rosa–. Soy
gay.
–¿Gay? –Scott hizo una mueca de asco.
Baros no pudo resistir aquella confesión y cayó desmayada. Fue demasiado
para su corazón lastimado.
–Lo siento, lo siento –le decía Blue, gimoteando y corriendo al encuentro‒, lo
siento, Baros…
Blue pidió que lo dejaran solo, hundido en su dolor; Rosa y Scott condujeron
a Baros hacia el club, cargada en brazos, mientras ésta se sumía en un sueño
profundo, uno que le era recurrente desde sus días de infancia:
«Soñaba que caminaba alegre por el parque Cismigiu junto a su padre,
husmeando y raspando el tallo de los castaños, que se erguían monumentales y
frondosos. Al arrancar una cáscara del árbol, había girado contenta, para
mostrárselo a su papito amado, pero esté había desaparecido. Sola, con frío,
comenzó a llorar con su llanto de niña y había ido a esconderse en la abertura de
uno de los árboles. Un duende le había salido al encuentro. No era verde sino
rojo. Sin embargo, ella no tuvo miedo: «Toma», le dijo. «Es una cáscara». El
duende la tomó, pero antes le dijo: «Este es mi árbol, y tú, desde hoy y para
siempre, mía». Entonces ella empezó a llorar de nuevo. Quería ver a su papito.
«Te dejaré libre si le pides perdón al árbol de donde arrancaste esta cáscara», le
dijo el duende. «Él, como tú, también está vivo». Ella obedeció. Corría entonces
hacia el árbol, y con su voz dulce de niñita le había dicho: «Aquí tienes tu cáscara,
perdóname por habértela arrancado». El árbol, mágicamente, extendía sus ramas
y la cogía con ellas: «Dilo de corazón», le exigía, «y serás libre». Ella repetía la
frase. «No, no lo has dicho bien. Lo dices solamente porque quieres volver a ver a
tu padre. Dilo de nuevo, de corazón, sintiendo en verdad el haberme hecho
daño». Ella volvía a repetir una y otra vez, pero el árbol no la soltaba».
Despertó de presto, descontrolada. Rosa le acariciaba el cabello.
«Ya abrió los ojos», se dijo.
Se levantó del sofá.
–¿En dónde estamos?
–En la casa del diputado Razvan –le contestó Rosa–. ¿Quiere una taza de té?
Podría preparársela.
–¿Y los demás?
–En la sala de juegos.
–¿Y…? –Un aciago recuerdo la contuvo.
Rosa lo captó en el aire.
–Baros –le dijo–. Perdónenos por no haberle dicho antes acerca de nuestra
condición sexual.
–¿Perdonarlos? –una ira súbita se apoderó de ella–. No quiero volver a saber
nada de ustedes –acabó.
–Al menos podríamos mantener una relación profesional con cordialidad.
Baros se arregló el arnés y se entalló la chaqueta. Volvió a sentarse en el sofá y
comenzó a llorar.
«¿Por qué, por qué? ¿Por qué a mí?», susurraba. «Yo lo amaba; llegué a sentir
un verdadero amor por él». Se desgreñaba el pelo. «¿Es qué acaso estoy
maldita?».
–No, no, Baros –la consoló Rosa–. Usted es una mujer muy bella; ya verá
cómo encontrará al amor de su vida. Se lo aseguro.
Baros la miró con ternura. «Gracias». La abrazó. «Perdóneme».
–No hay nada que perdonar, Baros –le aclaró Rosa–. Más bien, somos Blue y
yo quienes le debemos dar una gran disculpa.
–No me hable de Blue, por favor, Rosa –le dijo Baros, todavía dolida–. No
soportaría siquiera verlo a la cara, por la vergüenza.
Aparecieron riendo los otros, excepto Blue, que se quedó en la sala contigua.
Faina se le acercó:
–Me alegro que esté usted bien, agente Baros –le dijo–. Ha pasado una semana
muy tensa.
–Sí –agregó Razvan–, ya los muchachos me han relatado las circunstancias
terribles que ha tenido usted que sobrellevar. Descanse, se lo suplico, aquí, en mi
casa, por esta noche.
Baros se irguió del sofá.
–No ha pasado nada –dijo–. Fue sólo un desvanecimiento originado por el
exceso de trabajo. Ya descansé lo suficiente…
–Hágale caso al diputado –la rogó Scott–, por favor, Baros. Yo sí estoy muy
preocupado por su salud. Sé que…
–Está bien, está bien –le contestó–. No siga. ¿Y qué? ¿Qué se supone que debo
hacer mientras tanto?
–Venga –le dijo Sonia–; el diputado tiene un spa en la casa, con sauna incluido.
Vayamos a relajarnos un poco.
–Vayan, vayan –terció Iliescu.
Y caminaron hacia un recorredor por donde, para su amargura, Blue
transitaba del lado contrario. Al advertir Baros su presencia, se detuvo.
–¿Qué ocurre? –le preguntó Sonia.
–Baros –le dijo Blue, grave–, puedo hablar con usted un momento. Sonia,
déjanos solos un segundo.
–Es que vamos al sauna –le contestó ésta, preocupada más que nada por
asegurar el bienestar de Baros–. Si van a hablar de problemas, ¿por qué mejor no
lo hacen mañana?
–Por favor, Sonia –le recalcó Blue–. Déjanos solos.
–Anda, Sonia –le solicitó Baros–, ve a preparar el baño. Ya llego.
Blue alargó las manos, pero la agente, con un manifiesto gesto de repudio, las
resistió.
–Sé que herí tus sentimientos, Baros –le dijo con voz temblorosa, tuteándola
por primera vez–; sin embargo, si pudiera decirte cuánto te…
–Cállate –le demandó ésta, furiosa–. ¡Eres un canalla, un imbécil hipócrita,
un…!
–Sshhh… –le susurró Blue cogiéndola por la fuerza de la cadera–. Calla,
calla –le dio un gran beso que la otra no pudo interrumpir.
Luego, acordándose de lo que vio en la callejuela, lo alejó de sí en forma
brusca.
–¡Tú, tú.. tú eres un desgraciado marica! –y corrió rumbo al baño, ahogada en
lágrimas.
Blue, más confundido que en sus tiempos de adolescente, caminó
tortuosamente hacia la sala principal. No entendía por qué tenía sentimientos
encontrados; ¿se había equivocado la Naturaleza con él? ¿Cómo era posible que
amara a hombres y mujeres a la vez? Recordó sus clases de biología, donde en
cierta época había encontrado justificación. Pero la vida real era más dura,
arrolladora, que la teoría. Rosa lo recibió con gran contento.
–¿Todo bien, querido? –le cuchicheó–. Ya hablé con Scott y le pedí que
guardara silencio, por mor de las investigaciones y la estabilidad emocional de
Baros.
–Bien hecho –le contestó, seco, sin ápice de simpatía.
Razvan medió entre ellos.
–Me gustaría saber, señores agentes –dijo–, qué es lo que se nos viene ahorita.
–Popescu –terció Faina–; me preocupa la vida de Popescu.
–Sí –lo secundó Sonia–, ¿qué va a pasar con él? Iremos mañana a rescatarlo.
La cuestión quedó en el aire.
–¿Y la visita que teníamos planificada a la fábrica de Dendiu? –persistió
Razvan.
Blue se masajeó las sienes de la frente. ¿Cómo decidirse? No en estos
momentos en que a él todo le daba vueltas en la cabeza. Salvaguardar la vida de
un ser humano es el primer principio de un policía, se dijo.
–Iremos por Popescu a los Montes Metálicos.
–A mí me parece que, en primer lugar y por el poco riesgo, deberíamos ir
donde Dendiu –objetó Scott–; quizá nos tome una media hora hacerle unas
cuantas preguntas. Luego salimos por Popescu. ¿Qué dicen?
Era lo más razonable. Con una mirada, todos concordaron.
–De acuerdo –confirmó finalmente Rosa–. Iremos primero a la fábrica del
Colentina y después por Popescu.
Sonia, en su interior, sentía un temor infinito al escuchar el nombre de los
Montes Metálicos. Ese era, según las leyendas, el hogar de bestias lupinas y
draculeas devoradoras de hombres. «Y yo», se decía, «no soy ciertamente la
mejor ni más brillante hija del profesor van Helsing. Pero al menos intentaré
hacer frente a esos espantos con la filuda estaca del valor», y sonreía, para sí,
posando sus ojos claros en el rubio Scott.
45
Aun en medio de la tempestad, las caras no dejan de sonreír

«El misticismo y el quietismo son enfermizas engendraciones de una religiosidad. Buscan


la Obra, pero no la buscan por la vía correcta sino que confían en sus propios esfuerzos y
como por derecho de poseer aquélla, que corresponde esperar de la misericordia Divina, y
que corresponde a recibir como don de esta misericordia. Sus escritos atraen, porque
hablan al corazón de cosas que le son caras, pero ellos solamente atraen, pero no dan
nada.»,

Obispo Teofan, el asceta, Cartas acerca de la vida espiritual

___

A pesar de este escenario lúgubre y sin retorno, había espíritus contentos,


llenos de esperanza. Scott era uno de ellos. Supo, ¡y de qué forma más oportuna!,
que los agentes eran homosexuales. «Lo que es de Juan, Pedro no se lo quita»,
pensó. Había estado a un paso, esta vez sí lo había pensado seriamente, de
suicidarse. La vida, reflexionó, es como la política, un día arriba, en la cumbre del
poder, y el otro, en la llanura, en la cárcel.
El sereno del alba le había entrado por la grieta de un tragaluz, y lo primero
que hizo al bajar de la cama, fue salir al jardín de la casa para arrancar una flor, la
más bella, la glaseada de rojo y amarillo. Baros, como es su costumbre, estaba ya
levantada y preparaba en la cocina unos huevos fritos.
–Tenga –le dijo ella, sirviéndole la comida–. Que la disfrute.
Scott le entregó la flor con un gesto de sumisión.
–Para usted, la más hermosa de las mujeres.
Baros sonrió tenuemente; seguía lastimada.
–Scott –le dijo–. ¿Puedo hablar con usted, como amigo mío que es?
–Por supuesto –le contestó éste.
–Estoy muy mal –le dijo.
–¿Enferma?
–Sí, aquí –se tocó el pecho–. Me faltan las fuerzas, el ánimo… –empezó a
gimotear–. Perdone mi sensiblería…
El doctor se levantó y la abrazó. «Tranquila; todo está bien».
–Ya no quiero vivir más… –le dijo llorando–. No tengo las ganas… El mundo
para mí es un ser maligno e ingrato…
–No piense así, Baros –la consoló Scott–, por favor. ¿Blue? ¿Él es el motivo?
Dio la media vuelta y escondió el rostro por la vergüenza.
–Todos nos equivocamos en esta vida –continuó Scott–, sin excepción. Es
parte del proceso de aprendizaje que todo ser humano, rico o pobre, Baros, debe
sobrepasar. No se mortifique. Lo que conviene aquí es aprender de la experiencia,
sacarle provecho y considerar a futuro el hecho de que no debemos volver a
tropezar con la misma piedra.
–Me gustaría que fuera así de simple –le contestó ella–. Pero no lo es. Tengo
corazón, ¿sabe? ¡Duele, duele! –arrimó la cara hacia una alacena.
–Lo sé –dijo Scott–, lo sé, Baros.
–¿Por qué? –se limpió las lágrimas–. Si hubiera sido con otra mujer, igual lo
habría condenado, aunque esperado su arrepentimiento a la larga… ¡Habría
habido una oportunidad de recibirlo de nuevo!, pero, ¿con otro hombre?, ¡con
otro hombre! ¡No hay que ser tan cruel con uno, vida maldita!
Scott finalmente se cargó de valor y le dijo con un tacto próximo a la suplica:
–Un clavo con otro clavo se saca.
Baros se volvió con gravedad y lo vio a los ojos.
–¿Usted? –le preguntó–. No, Scott, no… Usted es como mi hermano, y no
puedo sentir un amor de mujer por alguien a quien amo como a mí misma…
–El tiempo puede ayudarle a cambiar esa percepción –la apretó de los brazos,
audazmente, atrayéndola para sí; habló con una premura que denunciaba su
timidez–. No tiene idea, Baros, de cuánto la amo, desde la primera vez que la vi,
del sentimiento profundo que me abate por conquistar un beso suyo, dispuesto a
hacer lo que sea por ganarme su amor… Yo… yo pueda que no tenga la apostura
de Blue, pero tengo un corazón que ama, que se desangra por una gota de amor,
que grita por hacerse escuchar…
Baros sonrió.
–Gracias, Scott –le dijo dándole un beso en la mejilla, alejándolo–. Usted es un
hombre de verdad, que sabe cómo amar a una mujer. Sin embargo, yo soy una
tonta…
Él la volvió a abrazar.
–La amo, te amo –le dijo al fin, tuteándola apocadamente–. Y estaré allí, para
usted, para ti, esperándola, haciendo un trabajo de Hércules por alcanzar ese
derecho de ocupar un lugar en su corazón. ¿Quiere que le baje el sol, la luna?
La ocurrencia le pareció graciosa a la agente rumana.
–Ni el sol ni la luna es lo que quiero –le dijo–. Tan sólo pido un poco de amor.
–¡Pues lo tiene conmigo! –exclamó Scott.
–Lo sé –le dijo–. Por eso lo amo, como hermano. Quizá el tiempo… como
usted dice.
No hay más que decir. Casi le había dicho que sí. El doctor Fraiser entonces
supo lo que es estar vivo en esta vida, para qué y por qué nacen los hombres en
este universo, y supo también que sus esfuerzos, sus estudios, su preparación
académica, de algo le iban a servir y que habían tenido, aunque no lo había
sabido, un propósito, no la de hacer un descubrimiento que haría evolucionar a
la humanidad, sino la de hacerle un castillo a su amada. ¿Qué cosa más rara es el
amor, no es cierto? Se pierde toda ambición, todo orgullo, todo egoísmo. Ya no es
uno el que importa, ni las conquistas gloriosas que alguna vez soñamos con
emprender, sino el otro, ese alguien que había estado ajeno de nuestros intereses
y que de repente, en una ojeada, se convierte en el objeto de nuestro existir.
Hasta la miel sabe amarga si ese otro yo nos dice que no. «Es pasajero», dicen
algunos. «Dura de seis meses a dos años». Lo es cuando te enamoras de la
persona que no es la adecuada en edad y madurez. Pero cuando estos factores
coinciden, el amor dura toda la vida, hasta el final de los tiempos, tal es así que,
yo mismo he sido testigo, cuando uno de los dos amantes muere, al poco tiempo
el otro deja también de vivir. Parece romántico, ¿verdad? Al contrario, es lo más
duro de ver, de sentir. No se lo deseo a nadie, no le deseo a nadie atestiguar
cómo se desmorona, pedazo a pedazo, un ser humano, cómo se le escapa el
aliento de vida en cada suspiro, cómo pierde la noción de sí mismo y de lo que lo
rodea en cada mirada, para luego caer exánime, emblanquecido por el dolor, con
una sonrisa sombría sobre las sabanas de una destartalada cama o sentado en
una vieja silla.
Pero Scott no era el único que gozaba de una felicidad extrema: también
Mihai Pita, el secretario del PMRU, que no cabía dentro de sí por la alegría.
Había mandado a reunir a los miembros del Comité Central para realizar una
sesión extraordinaria, en donde urgiría el relevo de cargos gerenciales ostentados
por los miembros fallecidos en el ataque a la Piata Romana. Los reunidos eran
ocho, secretario, fiscal, tesorero, contralor y cuatro vocales.
–Señores –les dijo–: como secretario del partido, los he congregado para que
tratemos asuntos de magna importancia, entre ellos, los funerales en capilla
ardiente del vicepresidente Chilia Gusa y los vocales Gheorghe Barbu e Ilie
Puwak. Se harán en la Iglesia de Stavropoleo.
Todos ratificaron.
–En consecuencia –siguió–, considero prudente acelerar el proceso de
reposición de estos honorables por nuevos hombres.
Se sancionó la moción.
–Yo propongo a Stefan David como vicepresidente –dijo un Belinca en
muletas, apresurado por acrecentar el status político de su favorito.
Pita se acaloró por este nombramiento, pues deseaba colocar allí a uno de los
vocales, aunque en el fondo veía la oportunidad como inmejorable. Los demás
pidieron sancionar la proposición.
–El que esté de acuerdo que levante la mano –dijo.
El concurso fue unánime.
–Bien –dijo–. Ahora sigamos con las dos vocalías que hacen falta.
–Yo propongo a Teodor Barbu y Luisa Macovei –planteó un vocal–. Han
hecho un trabajo excelente con las bases de los judetes del Ialomita y Arges…
Tienen fuerza en esos distritos, que ahora son prácticamente amarillos –acabó
haciendo referencia al color de la bandera partidista pemerruiana.
Pita hizo un gesto de consulta con la quijada.
«Sancionado por unanimidad», exclamó.
Luego se limpió la nariz y se acomodó los lentes.
–Ahora quiero tratar un asunto de igual trascendencia –dijo, hojeando unos
papeles–. Me refiero al caso de nuestro presidente Razvan Snagov.
Los miembros del comité se vieron unos a otros. ¿Qué pena, qué pena con lo
de Razvan?
–Ya todos sabemos lo que pasó con mi buen amigo y correligionario –
continuó; trataba de no alterar la mirada y evitaba cualquier parpadeo
inoportuno–, ese líder de masas a quien tanto le debe la democracia rumana,
pero que, por desgracia, como pudimos ver ayer por la noche en los noticieros,
aparentemente se encuentra sicológicamente dislocado. Me preguntó, y por favor,
no me malinterpreten, que no estoy sugiriendo ninguna sustitución, ¿si no será
conveniente que se tome un descanso? Por su salud, digo.
Dos de los vocales restantes se abstuvieron; Belinca calló: había metido la pata.
El tesorero, el contralor y el fiscal, que habían hablado con Pita la noche anterior,
hicieron una observación que apoyó más su punto de vista.
–Es lo mejor –dijo el fiscal–. Sumémosle a esto la presión de las elecciones
internas que podrían enfermarlo todavía más. Lo del descanso es una decisión
sensata, y hasta humanitaria. Sé que el hombre está incapacitado para manejar
los destinos del partido. Voto porque le demos una pausa al presidente.
–¿Suspenderlo del cargo? –preguntó molesto Belinca, que empezó a
contemplar la idea de enfrentar a un rival menoscabado, incrementando con ello
las expectativas de triunfo de Stefan–. Yo pienso que no existe en los Estatutos
ninguna ley que facilite tal licencia.
–Déjeme explicarle, honorable vocal –dijo Pita hojeando el Manual de
Estatutos–. Tome el compendio, por favor, Belinca, allí está, a su izquierda.
Remítase al artículo 3, del capítulo VIII, sobre la Terminación de la Afiliación de un
Miembro Directivo: «En caso de enfermedad de algún miembro directivo del
partido, véase el caso previsto por el artículo 104, Capítulo VII». ¿Lo tiene? Léalo
ahora.
–Articulo 104, Capítulo VII, de la Suspensión de un Miembro Directivo –habló
Belinca–: «Si algún miembro directivo es víctima de una enfermedad que no sea
profesional ni causada por accidentes de trabajo, tiene derecho a la
correspondiente suspensión de su membresía o afiliación hasta por seis (6) meses,
pasados los cuales la Dirigencia podrá dar por terminado su membresía sin
responsabilidad de su parte».
–¿Satisfecho? –le preguntó ensoberbecido.
–¿Y quién asumirá la presidencia? –le espetó Belinca; luego recordó el
heroísmo de Razvan durante el ataque, de cómo salvó a su líder y a él mismo–.
¿Y qué hay de su campaña política? Si lo suspenden, Stefan quedaría solo en la
contienda, y no logro imaginarme cómo responderá la gente de Razvan ante este
atropello. ¡Se indignarán!
–Déjeme eso a mí –lo calmó Pita–. Allí está la prensa. La gente se cree todo lo
que le dicen… A la gente le gusta que la engañen…
–Pues a mí no –dijo Belinca, encrespado–, y de antemano me opongo a esta
suspensión.
–Bueno –dijo riendo Pita–, como usted quiera. Ahora veamos lo que piensan
al respecto los demás respetables miembros. ¿Que levante la mano el que está de
acuerdo con la suspensión?
De los ocho, cinco la levantaron. Belinca se acomodó con los restantes tres
miembros y les cuchicheó: «Esto se llama traición al Partido».
–Ahora –dijo Pita, cauteloso, rascándose la frente, con un cinismo que dejaría
perplejo hasta el mismo diablo–, es hora de elegir al presidente de relevo.
¿Alguna propuesta? Yo propongo a nuestro fiscal Saftoiu.
–Y yo a Sorin –propuso un vocal.
–Bien –dijo Pita–. Como hay varios candidatos, anotaremos en esta pizarra los
nombres e iremos marcando los votos uno por uno y a quien corresponde.
¿Entendido? ¿Es todo? ¿Nadie más se propone?
Todos callaron.
–Entonces empecemos con la votación –dijo Pita.
–Espere, señor secretario –lo detuvo el tesorero–. Yo lo propongo a usted para
la presidencia.
–¿A mí? –exclamó con una hipocresía que le afloraba de cada célula de su
cuerpo rechoncho–. No, no puedo aceptar su propuesta. Va contra mis principios.
Es decir, Razvan podría creer que ha sido una conspiración de mi parte, y yo…
Lo siento, declino su oferta.
–Al contrario –repuso el tesorero–, siendo usted su mejor amigo, es lo menos
que podemos hacer nosotros para honrar al presidente Razvan. Insisto: lo
propongo para presidente.
–No lo había visto de esa manera –le contestó–. Me siento conmovido por sus
palabras, y espero que mi gran amigo Razvan pueda reflexionar de la misma
forma.
Y dicho esto, se anotó en la pizarra. Empezó a computar los sufragios. De
ocho, ganó cinco. Hiló su discurso, pronunciado ahora con una pose orgullosa
que dejaba escapar un haz de altivez dictatorial.
–Quiero expresar a todos mi satisfacción por haberme elegido como su
presidente, y quiero –remarcaba las palabras– decirles que yo asumiré
personalmente la campaña de Razvan: seré el nuevo candidato.
–Pero no puede… –exclamó Belinca–. Razvan llegó a la presidencia por la vía
popular y se ganó el derecho de participar en la contienda por medio de la
Asamblea General. Esto es un golpe técnico ilegal. Las bases deben ser
consultadas…
–La ley me da ese derecho –le respondió secamente–. Además aquí están los
representantes de las bases populares, elegidos por ellos en la Convención que
usted indica; véalos usted mismo –señaló a cada uno de los miembros del
Directorio.
Belinca, enfurecido, se levantó de la silla, y mientras caminaba, gritó:
«Traición, traición. Usted está violentando la institucionalidad por medio de
subterfugios técnicos y políticos, derrocando así a Razvan como presidente y
candidato a elección popular. ¿Cómo puede ser? A usted nadie lo ha elegido en
las urnas para ostentar tales cargos. ¡Ah, su estúpida ambición no tiene límites,
Pita! ¡Me opongo a sus elucubraciones! Para mí, todo lo que se haga de aquí en
adelante, es ilegal». Pita lo escuchó nítidamente y, reprendiéndolo, dijo: «Una
palabra más, y me veré obligado a suspenderlo también». Los demás, al
escucharlo, se replegaron en sus cojines.
–¿Me está amenazando? –le preguntó Belinca, furioso.
–Tómelo como quiera –le contestó, desafiante–. Dios sabe que estoy
procediendo correctamente, pues Razvan está siendo inhabilitado en base a la
legalidad, ya que, como toda Rumania lo ha visto, sufre de demencia. ¡Se quiso
suicidar! El Estatuto me respalda –Capítulo VII, artículo 104– y si el Directorio lo
dejara seguir en el cargo, entonces éste sería violentado e inutilizaría cualquier
acción futura del partido. Usted sabe que nadie puede estar por encima de la Ley.
–¡Bah! –le gritó el otro–. ¡No me venga con esas palabritas de falsa retórica,
grandísimo idiota! ¡La Ley la creamos nosotros, a nuestra conveniencia!
Y salió, aventando la puerta, gritándole: «¡Ha cometido un error suicida! Yo
me encargaré de desnudarlo ante la gente». Pita se quedó con las manos puestas
sobre el mesón, riendo, e inmensamente feliz por su logro. Al fin, después de
haberse arrastrado por tanto tiempo a los poderosos, había llegado a ser
presidente del partido; pero quería más, la presidencia del país, e iría por ella,
con la ayuda de Adrian. «Tus días están contados, Belinca; te lo aseguro».
Así pues, aun en este mundo tan adverso, injusto y voraz, siempre hay un
resquicio para la felicidad, que no se le veda a ninguno, tanto bueno como
malvado. Como diría el balaur: «Todo es cuestión de perspectivas…»
46
Todo se paga en esta vida, hasta las malas miradas

___

Popescu despertó en medio de un cúmulo de rocas; estaba casi desnudo,


dolido y desubicado, con la ropa hecha jirones. Tenía un hambre que le pegaba el
estómago a los huesos. «Ay, mi cuello», gemía, sobándoselo. «¿Qué lugar es
éste?». Vio a su alrededor un tupido bosque de coníferas, y a lo lejos, en una
panorámica de fotografía, una especie de castillo fortificado en medio de dos
colinas.
–¿El laboratorio de Estigia? –se preguntó a sí mismo. Dudaba; aunque había
sabido de su existencia, por el continuo envío de sustancias químicas, no estaba
seguro siquiera si estaba en… ¿los Montes Metálicos?... Pero ¿por qué?
«¿Cómo llegué aquí?», volvió a cuestionarse.
Entonces se interpuso una masa musculosa entre él y el paisaje.
«¡Oh, Dios mío!», exclamó para sí. «El monstruo del Baneasa».
Se le acercó con la pesadez y el sigilo de un depredador, acechándolo, y lo
observaba sin pronunciar palabra con los ojos entrecerrados. De pronto le lanzó
un espeluznante rugido que lo hizo cabecear y aferrarse contra las rocas. Se sintió
cogido por los sobacos, elevado en el aire.
–¿Me tienes miedo, Popescu? –le preguntó el balaur. El agente calló; los ojos
abrochados, en espera de la descarga de un golpe tremendo–. ¡Habla, habla! –lo
zarandeó.
–Sí, sí –le contestó al fin, lloriqueando–. Le temo, ¡le temo, le temo…!
–¿Dónde está tu pose orgullosa, tu arrogancia sabionda y tu seguridad de
asesino? –le dijo, riendo macabramente, enseñándole los puntiagudos dientes–.
No eres más que un pobre diablo, uno que creyéndose fuerte vivió para oprimir
a los más débiles e ignorantes. Ahora tienes enfrente a uno más fuerte que tú:
¡Enfréntame, enfréntame, maldito! ¡Saca tus armas y pelea conmigo! –y lo aventó
en dirección a los árboles.
Popescu cayó de panza, dando con la cabeza en las ramas de un abeto. Tuvo
la intención de escapar, pero el balaur, en un salto increíble, le salió por delante.
Agarrándolo de los cabellos, despaciosamente, lo alzó hasta la altura de su pecho
hipertrofiado.
–¿Sientes dolor? –lo indagó. Popescu afirmó dando gritos; el balaur le cogió
un dedo, el meñique–. No seas mariquita –le dijo sarcásticamente–; ya empezarás
a quejarte de verdad –y le arrancó el dedo de un sólo tirón. Un chorro de sangre
le salpicó los pies al monstruo.
No obstante, Popescu volvió a desmayarse, incapaz de resistir el dolor y la
impresión siniestra que le causaba la visión y los actos del balaur.
El balaur había echado un vistazo lejano a las instalaciones del laboratorio la
misma noche de su llegada cuando siguió el auto de Stefan, quien, para su
contento, no pudo distinguirlo entre la maleza.
Para su mala fortuna, ignoraba que Stefan, a kilómetros del parador, urgía a
Dobre y a sus ingenieros en la preparación de dispositivos cibernéticos que
implantaría en la cabeza de sus hiperhumanos, quienes ya estaban a horas del
nacimiento, según marcaba el Contador de la Vida.

PROCESO DÍAS HORAS MINUTOS SEGUNDOS


GESTACIÓ
N 269 13 59 37…

–Ocho horas –le dijo a Zamfir–, a ocho horas de la gloria divina.


–¿Puedo preguntarle algo, Stefan? –le pidió el doctor–. Con sinceridad y sin
ánimos de debatir.
–Hágalo –le contestó serenamente Stefan.
–¿Cómo hará para controlar estos seres? Serán miles de veces más poderosos
físicamente que usted. Imagine que algún día decidieran no obedecerle, por
cualquier motivo, digamos, por un simple enfado, ¿no cree que correría peligro
su vida? Recuerde lo que le pasó a Cronos, el dios griego.
–Je, je… –rió el financiero–. Ya lo había pensado antes, Zamfir. Y sí: ya
solucioné ese problema.
–¿Puedo saber cómo?
–Se lo diré, aunque no debiera, por mi propia protección: utilizaré dos
mecanismos de control, uno, la mente, y el otro, la fuerza.
–Lo de la mente lo entiendo por los dispositivos, pero si uno de ellos falla, que
es lo más seguro, por el principio de entropía, entonces, ¿cómo procederá?
–Con el segundo: la fuerza.
–Eso es imposible –dijo Zamfir–. No podrán ser vencidos ni con armas, a
menos que con una bomba atómica. Ellos –los señaló– serán casi perfectos en
fuerza e inteligencia desde el nacimiento, pero usted, a quien estoy viendo ahora
mismo, no es más que un humano corriente como nosotros, es decir, que no se
diferencia en fuerzas e inteligencia del común de los mortales.
–¿Recuerda la «CAJA», aquella cámara que lo cautivó, y de la que tanto habló
Dobre?
–Sí –Zamfir lo entendió enseguida–. O sea que usted piensa alterar su genoma
para intentar convertirse en hiperhumano.
–Seré su líder natural.
–Pero la cámara está en etapa experimental, ¿no teme usted por su vida, por
algún proceso fallido durante la operación o quizá en alguno degenerativo a
futuro?
–Claro que sí –le respondió Stefan–. Sin embargo, Zamfir, si algo he
aprendido en la vida es que si no arriesgo, jamás llegaré a ganar. Esa sola forma
de ver las cosas, de proceder ante los desafíos, ha sido la máxima que ha
enhebrado los hilos de mi destino. Hasta el día de hoy, a pesar de que pegué de
narices muchas veces contra el fracaso, puedo decir, satisfechamente, por lo que
he logrado, que no me equivoqué al aplicarla.
–Es usted osado, Stefan –le dijo Zamfir–. En verdad podría emplearse en
usted la otra máxima, de que «el mundo es de los audaces».
–Como dicen –le contestó carcajeándose–: Los locos crean al mundo, pero los
tontos lo viven… Ja, ja… Yo tengo tanto de loco como de tonto… Ja, ja, ja…
–En gran medida –Zamfir se echó a reír–. Aunque esté en desacuerdo con
usted, Stefan, déjeme decirle que posee usted una personalidad fascinante,
carismática. Es difícil que alguien se le resista… ¿Me imagino que le va bien con
el bello sexo?
–¿Bello sexo? –Stefan se extrañó.
–¡Las mujeres!, digo –le aclaró Zamfir.
–¡Ah!, ya le entendí. Es que ya me había olvidado de ese eufemismo –se rascó
la barbilla–. Las mujeres… ¿Qué bellas son, verdad? –encendió un cigarro–.
¿Quiere que le diga una cosa? –Zamfir parpadeó, inclinando la cabeza–. Yo jamás
me he enamorado en la vida… –el doctor contrajo la boca–. ¿Se asombra? Véame,
y eso que tuve muchas en la cama. Sin embargo… no sentí por ellas un amor
verdadero. No sé por qué.
–Pero si no las amó es porque usted no hizo el esfuerzo por amarlas…
–Lo hice, créame –chupó del cigarro–. Ahora que lo pienso, a esta edad, caigo
en la cuenta de que quizá mi mente estaba más ocupada en hacer dinero que en
el amor. Por otra parte, sincerándome, ellas, en muchas ocasiones, se me daban
tan fácilmente, que era natural para mí el despreciarlas. Total, ya pronto vendría
la otra. Pero otras veces creo que, de alguna forma, influyó el haberme criado sin
mi madre. ¿Me entiende? La amaba tanto –se tragó el humo–, y no la tenía
conmigo, que esperaba ver su cara en el rostro y la personalidad de mis amantes,
la cara y figura de ella, así como sus hipotéticas atenciones para con un hijo,
caricias, consejos, ¡qué sé yo, si nunca la tuve!, en una oración, deseaba encontrar
en las mujeres esa figura materna que me fue negada. Todas ellas, según mi
retorcida opinión, me decepcionaron en ese punto con el correr del tiempo, y así
seguí buscando más y más mujeres, no tan sólo para complacerme físicamente
sino para encontrar un refugio emocional que me estabilizara. Lo conseguía a
medias, pero en cuanto empezaban los problemas, daba marcha atrás y las
despedía.
–¿Y qué pasó con su madre?, si es que puedo hacerle la pregunta –lo indagó
Zamfir.
–Se alejó de mi padre y volvió a Israel –le respondió tristemente.
–¿Y ha intentado últimamente con otra relación sentimental?
–Ja, ja… Claro. No puedo vivir sin ellas… Aunque, no hace mucho, me
enamoré de ojos –el famoso amor de pendejo, je, je– de una mujer que vi en el
cementerio y de quien he sentido un afecto por años.
–¿En el cementerio? Dios mío…
–Je, je… Es decir, ¿se acuerda de Emile Cervini? Pues bien, yo asistí a su
funeral. Fue allí donde por primera vez sentí lo que podría yo calificar de amor.
¿Sabe por qué? Porque jamás antes –tengo cincuenta años– lo había sentido bullir
en mi corazón. Fue tal el sentimiento, que ni siquiera pensé en lo que
normalmente busco en una mujer, el sexo. No; lo que sentí fue ternura, deseos de
hacerla feliz, de llenarla de obsequios, los más caros si era posible, de hacer lo
que ella me pidiera y sin rechistar, de entregarme, sin condiciones, a su mandato.
Ella, por otra parte, me salvó la vida.
–¿Y la conoce usted, sabe quién es ella?
–Es lo más insólito del asunto: sí, la conozco, por años, aunque de vista y por
un amigo, pues nunca hemos sostenido una charla íntima juntos. Siempre la tuve
a mi alcance, o sea, a mi vista, como le dije, y yo creo que de tanto verla, pues, el
tiempo, usted sabe, termina por hacer su trabajo. La olvidaba por algún tiempo,
pero luego volvía a pensar en ella, e incluso hice algunas cosas contra mis
adversarios para que ella brillara en su trabajo. Vea, doctor Zamfir, lo divertido
que es el asunto: muchos me catalogan de conquistador, y no obstante, en su
presencia, me apoco, y se me nubla el pensamiento, sin saber qué decir ni cómo
atenderla, en fin, me vuelvo una nulidad como hombre. Tiene un cabello negro
tan lindo… hasta parece judía…
–Vaya –rió Zamfir–, ya veo… ¿Me dijo que ella lo había salvado?
–Sí, del balaur.
–No le creo.
–Por cierto, doctor –le dijo Stefan, taciturno–, ¿qué sabe usted del balaur?
¿Cree que sea una creación de Adrian Dendiu?
–Por los datos que he obtenido, creo que se trata de una criatura parecida a
los hiperhumanos que usted intenta engendrar –le dijo con seriedad.
–Entonces Dendiu… –se apostó frente a las paredes de vidrio–… Dendiu me
sigue los pasos. ¿No cree que esté haciendo lo mismo que yo?
–Por la existencia del balaur, creo que sí.
–En cierta forma –dijo Stefan amargamente–, el grupo Libertad fue tanto
como una bendición y maldición al mismo tiempo. Lo pregonan los gerentes de
mis empresas cuando tratan de justificarse: «Fue un mal necesario».
Dobre apareció abriendo la puerta.
–Ya el equipo está listo, señor Stefan –dijo.
–Bien –le contestó–, ahora a esperar ocho horas nada más, ocho horas…
Ocho horas, las suficientes para que Stefan hiciera historia en los anales
humanos, aunque muchas para que el ser que ahora emprendía camino, con un
Popescu en hombros, iracundo, llegara por él con el único objetivo de aplacar su
sed de venganza.
–¡Stefan, Stefan! –gritaba la bestia a cada salto que daba por la campiña
transilvana, rompiendo árboles, deshuesando lobos, evadiendo ríos y el atisbo
asesino puesto en las instalaciones–. ¡Tú, tú me pagaras con sangre hasta la
última de tus malas miradas!
47
El Leviatán del Colentina

«Los frutos del destino caen por su propio peso cuando están maduros»,

Proverbio popular.
___

–¡Maldito Popescu! –exclamó Muma–. No me contesta el teléfono. Le dije que


fuera a Catastro Municipal por los planos del edificio.
En pleno día, contemplaba, desde el auto y con dos de sus ayudantes, el
edificio de Adrian en el Colentina. Aunque ya había planeado cómo introducirse,
no sabía qué puntos de apoyo derribar con los explosivos para hacer implosionar
el edificio.
«No debí haber ido a la fiesta de Sergiu», se dijo, atontado por la resaca.
«¿Pero y cómo? ¡Las mujeres estaban de miedo! ¡Ay, Daniela, Daniela, te amo, te
amo!», hacía memoria, gozoso de verse en una cama de agua, bebiendo ron
mezclado con cerveza, fumando hierba y con la morena retorciéndose bajo su
pelvis. Jaló del cigarrillo, sin apartar la vista del blanco.
–Bueno, idiotas –incitó a sus asistentes–: es hora de trabajar. Tú, Voiculescu –
le pidió a uno de ellos–, toma, aquí tienes la credencial de la compañía de
jardinería; no olvides el maletín. ¡Pascu! –le gritó al otro–. No vayas a abrir la
boca en ningún momento; déjame hablar a mí, ¿entendido? –asintió–. Lo mismo
va para ti, Voiculescu: silencio, silencio…
Se asomaron al portón de la entrada principal. El guardia los recibió.
–De la Compañía Nazdravan, oficial –dijo con naturalidad Muma, sacando
una hoja de itinerarios del bolsillo y unas credenciales, que le entregó en el acto–.
¿No me recuerda? Estuvimos aquí hace quince días… ¿verdad, chicos? Qué
raro…
El guardia negó; luego, como acordándose, dijo:
–Quizá ha de ser porque estuve haciendo el turno de noche. En fin,
muchachos –dijo, haciéndoles una seña con la mano e ingresando a la posta, para
llamar al jefe de planta y comprobar las palabras de Muma–. «¿Ingeniero Rus?
Soy yo, Karoly, el guardia de turno del portón principal… Fíjese que los
empleados de una compañía de jardinería están aquí… ¿Que cómo se llama?
Permítame…» –salió de la posta y le gritó a Muma–. ¿Cuál es el nombre de la
compañía? –Muma le dijo que echara un vistazo a las credenciales que le había
dado en las manos–. ¡Bien, bien! «¿Ingeniero Rus? De la Compañía Nazdravan…
¿Los dejo pasar? No. Entendido».
Se volvió el guardia con las malas noticias.
–Dice el ingeniero que vuelvan otro día.
Muma, escondiendo su cólera, le respondió:
–No hay problema, oficial. Volveremos cuando realmente nos necesite el
señor Adrian –dio la media vuelta junto a sus hombres.
El guardia los despidió con una sonrisa. «Que les vaya bien, muchachos»;
segundos después, los llamó precipitadamente. «Chicos, chicos: no olviden estas
credenciales», se las alcanzó.
Las tomaron.
–Por cierto –le dijo Muma–, si el señor Adrian Dendiu pregunta por nosotros
en la Compañía, dígale que vinimos pero que no pudimos ser recibidos porque
están ustedes con mucho trabajo. ¿Nos haría ese favor, oficial? Es que si no, nos
deducen el día de la planilla…
–Sí, claro –le contestó; sin embargo, al escuchar la última parte del discurso de
Muma, sintió un impulso por ayudarles–. Esperen –les pidió–. ¡Ah! Primero
díganme si en verdad le urge al señor Dendiu el trabajo que vayan a hacer
ustedes.
–Yo mismo hablé con él y me pidió que le limpiara unos solares de la parte de
atrás de las instalaciones, que están bastante enmontados y que empiezan a ser
una molestia para la gente de la planta, por las alimañas. Mire –sacó una
pequeña maquina podadora manual, de lazo.
El oficial se levantó el kepis. «Cada quién tiene derecho a ganarse el pan del
día», pensó. «Estos buenos hombres sólo buscan hacer su trabajo». Cogiendo las
llaves que le colgaban de la cintura, abrió el candado y las hojas del portón.
–Pasen –les dijo–. Hagan las cosas rápido, ¡y cuídense de que no los vaya a
ver el ingeniero Rus! ¿Avisados, eh?
–Sí, oficial –le dijo un Muma sonriente–. Pierda cuidado: terminaremos lo más
rápido posible.
No lejos de allí, en casa del diputado, el equipo de agentes y los demás se
habían reunido para tomar decisiones de último minuto.
–Ustedes –dijo Rosa señalando a Tassus y cofradía–, deberán volver a sus
labores, a vivir su vida normal.
–¿Labores, vida normal? ¡Por Dios, agente! –la refutó el profesor–, ¡cómo
puede pedirnos eso después de lo que hemos vivido juntos! Mi laboratorio está
destruido. ¡Cómo podría!
–Entiéndanos, profesor –le replicó Rosa–. Estos asuntos nos competen ya
como autoridades.
–Pero podríamos ayudarles como peritos –intervino Scott–. Es decir, Tassus,
Sonia y yo estamos capacitados para emitir, al momento, un dictamen científico
en caso de presentarse alguna evidencia.
–Tiene razón –dijo Blue.
–Pues yo creo que no –lo contradijo Baros–: podrían entorpecer las labores de
investigación…
–Yo pienso… –quiso opinar Blue.
–Déjeme terminar –lo interrumpió la agente–. Señores –dirigiéndose a ellos–:
agradezco su interés por acompañarnos; no obstante, dadas las circunstancias,
como miembro de la policía que soy, debo pedirles que vuelvan cada uno a su
casa. No insistan, por favor.
Los afectados conciliaron entre ellos.
–Pues yo no me muevo de aquí –dijo Razvan–, si mis amigos no me
acompañan. Lo siento.
–No importa –dijo Baros–. Pediremos una cita sin la intervención suya.
–¿Qué es lo que tiene, agente Baros? –le preguntó Faina, acercándosele–. La
veo como resentida. ¿Descansó bien?
Se le encarnó el rostro a Baros, y sentía, con dolor, que estaba siendo vejada
por todos. Calló. Blue y Rosa concertaron entre sí..
–Está bien –les dijo Blue–. Ustedes ganan. Iremos todos juntos.
El ambiente se tornó festivo, aunque Baros, ensombrecida, se alejó en busca
de la puerta.
–Espérenos –le pidieron–, que Faina, Scott y Razvan subirán con usted en el
auto.
Ella no dijo palabra.
Llegaron a Químicas Colentina justamente cuando el guardia acerrojaba el
portón. Bajaron Baros y Razvan.
–Agente Cecilia Baros de la Policía de Investigación Criminal –le dijo,
alargando lo más que podía el título para intimidarlo–. El señor, aquí presente,
diputado del Senado, Razvan Snagov. Tenemos una cita con el señor Adrian
Dendiu.
Tales presentaciones y el cariz de los recién llegados no requerían de mucha
documentación ni recomendación de ningún tipo. Empero, el guardia, aun con
sus temores, les pidió ceremoniosamente que le otorgaran un minuto de su
paciencia, pues debía hacer una consulta.
«¿Ingeniero Rus?»
«¿Qué putas quieres ahora?»
«Tengo a una señora de la policía en la entrada…»
«Pregúntale, imbécil, qué es lo que busca.»
«Además un diputado la acompaña…»
«¿Un diputado? Espérame en la línea.» Bip, bip, bip…
«¿Señor Adrian? Habla, Rus. Muy bien, gracias a Dios. Fíjese que el guardia
de posta me dice que un policía y un diputado quieren verlo. ¡Ah, que pasen!
Está bien. Gracias, señor.» Bip, bip, bip… «¿Karoly? Déjalos pasar.»
«Captado».
El oficial, complaciente, se allegó:
–Pasen –les dijo; Razvan le preguntó si podían ingresar los autos–: Sí, sí, que
pasen. Enfrente de las oficinas está el parqueo. Qué tengan buen día.
Muma, que rondaba las bases del edificio, observó aquel movimiento de
vehículos. De pronto, creyó reconocer algunos rostros.
«Yo a esas mujeres las conozco», e hizo memoria. «¿Ésa, la de pelo castaño, no
es acaso la novia de Popescu? ¡Qué diablos! ¡La otra es la agente Baros, su
compañera!».
–¿Qué ocurre, jefe? –le preguntó Voiculescu, con el carrete de cable eléctrico
en la mano.
–Sácame de una duda, ¿no es ésa, la que va caminando junto a la otra, novia
de Popescu?
Voiculescu aguzó la vista.
–¡Sí, sí, es la maldita perra del Pope! ¿Ahora qué hacemos? Cuando caiga el
edificio, morirá soterrada.
–Pues ni modo: no vimos ni supimos nada. Je, je… Le haremos un gran favor
al Pope, que no sé a qué horas se le ocurrió meterse con una mujercita tan
simplona como ésa…
–Pero está bonita, jefe, por lo menos para el gasto.
–Para el gasto… ¡para pellejo de perro, tal vez!
–Ah, entonces sí hizo bien el Pope…
–¿Por qué?
–Ese hijueputa es gran perro, jefe. Ja, ja…
Se echaron a reír a carcajadas; Baros, que se sentía observada, giró la cabeza
hacia ellos; éstos hicieron como si podaban las flores, viéndola, empero, de reojo.
Segundos después, apareció Pascu con uniforme de obrero electricista.
–Le traigo una novedad, jefe, aunque no le va a caer nada bien…
–Déjate de pendejedas, y habla.
–El edificio tiene sótano.
–¿Sótano?
–Sí. Entré al área de producción por una puerta trasera, luego, en busca de las
bases, di con las oficinas administrativas, que logré husmear disfrazado de
electricista con este uniforme que robé de unos lockers. Exploré los salones. En
uno de ellos, encontré un pasamano que acababa en una puerta de metal, con
cerrojo electrónico. No la pude abrir. ¿No cree que Dragos tenga su oficina allí
abajo?
–No importa, Pascu, el peso de la estructura lo sepultará por completo.
–¿Usted cree?
–Mira lo colosal que es este edificio, Pascu. ¡No seas pendejo!
–¿Y si no ocurre como usted cree? Estigia no nos perdonará, jefe.
–¡Empieza a podar, empieza a podar! –le cuchicheó al detectar los
movimientos de Baros.
Cuando ésta, seguida por los demás, ingresó junto con Razvan a la recepción
donde los recibía una bella mujer con la típica cordialidad de los ejecutivos de
alto nivel, Muma le pedía a Pascu que no la perdiera de vista. «Síguela, síguela».
Dentro del edificio:
–El señor Dendiu los espera en la Sala de Juntas –les dijo amablemente la
ejecutiva con esa provocativa rigidez de cuerpo que tanto gustan de conquistar
los hombres de poder–. Acompáñenme.
A Scott le gustó la ejecutiva, bien perfumada, frágil y delicada pero a la vez
ruda y fortísima. Baros, por su parte, no vio aquello con buenos ojos, pues se
sintió desvalorizada, aunque no sabía por qué, pues días antes esto ni siquiera le
hubiera importado. Trataba, además, de alejarse de la presencia de Blue, a quien
no le dirigía la mirada, sino a escondidas, cuando éste se hallaba de espaldas.
–Ah, mi estimado Razvan Snagov –lo saludó Dendiu abriendo la puerta de la
Sala, abotonándose el saco, y consultando enseguida el reloj de muñeca–. ¿Se
encuentra bien? Supe que tuvo usted un percance…
–Un desliz nada más –le contestó secamente el diputado.
–Espero que haya sido involuntario –ironizó sutilmente Adrian–. Bien, ¿en
qué puedo ayudarlos?
Razvan se enardeció, aunque, guardándoselo para sí, dijo:
–La agente de investigación desea hacerle unas consultas.
Baros se presentó y, sin irse por las ramas, sacó la fotografía del bolso que le
mostró a Adrian. Ya había recreado los crímenes en su mente, desde el ataque en
la Piata Romana, pasando por la muerte de Rahova y Dinga, hasta llegar a los
anteriores a éste.
–¿Es el logo de su compañía? –le preguntó.
–Por supuesto –le contestó Adrian, sereno.
–¿Puede decirme cómo llegó este logo al bulevar Ana Ipatescu?
Adrian alargó los labios, confiado de enfrentarse a una Baros ingenua.
–No tengo idea –le contestó–. Podría ser que un empleado descontento la
tomara de los talleres…
–¿Podría ser? –lo inquirió, incrédula–. ¿Pero es su logo, verdad? Como
gerente y propietario de esta fábrica, debería saber todo acerca de las operaciones
que aquí se realizan; eso incluye la aparición, en el bulevar Ipatescu y la noche
del ataque, de esta marca registrada.
–¿Cómo puedo saberlo todo? Yo no soy Dios –le respondió, carcajeándose–.
Por eso delego; tengo jefes de planta, de producción, almacén…
–De acuerdo –suspiró Baros–. Está bien.
Guardó las fotografías, y riendo también, le preguntó a Adrian de frente:
–¿Qué me dice de los nuevos hombres del PMRU de los que usted habla? He
recibido informes de que pretende usted comercializar robots para uso
doméstico.
Adrian, repentinamente azorado, desvió los ojos hacia Razvan. « Delator».
–Je, je… Es una posibilidad que contemplo como hombre de industria.
¿Quiere que le explique cómo se me ocurrió? Seré brevísimo. Acaricié la idea de
«empoderar al ciudadano común» al facilitarle, vía licencia comercial, por un
lado, y la vía política, por el otro, un medio de producción. Es decir, adquirirían
estos ciudadanos un poder completo sobre su vida al relegar la tarea de
obtención de recursos al robot. ¿De eso me habla?
–No –lo contradijo Baros; sacó un periódico del bolso–. ¡De esto! –y le aventó
el diario con la página abierta donde aparecía la fotografía, a colores, del balaur
luchando contra el qrobot.
–Oh –exclamó–. Impresionante. ¿Asume que son robots?
–Usted ha de saberlo –le replicó Baros, concentrada–. ¿No estudió robótica en
el extranjero?
Adrian cogió el diario.
–Uno de ellos lo parece –agregó.
–¿En serio? –exclamó Baros con ironía–. ¿Ya se fijó en la armadura de pecho
del que aparece a la izquierda?
Adrian no podía negar ya más su participación. Nítidamente, se leía la
palabra «QROBOT» en el tronco de una criatura, la que emitía destellos
luminosos. «Maldito Cervini», pensó. «Te dije que me meterías en problemas».
–Ah, robots… robots… –murmuró mientras se acariciaba la mejilla.
–Me pregunto –inquirió Baros–, ¿por qué? ¿Por qué, señor Adrian Dendiu?
–¿El qué?
–Es evidente que esta criatura es un robot propiedad suya. Y cómo aquí no
hay más tonto que yo, los demás han advertido que a pesar de las buenas
intenciones que usted profesa, sus artefactos sirven para algo más que trabajar
para la gente –se llevó la mano al arnés–: ¡Sirven para matar!
Adrian se vio al descubierto. ¿Cómo rebatirla? No podía hacerlo en este
momento de presión. La había subestimado. Observó a los demás, a Rosa y Blue,
que estaban estupefactos por la perfecta lógica de una desconocida Baros para
ellos, una perspicaz agente que tenía la habilidad de ver más allá de la agudeza.
En menos de cinco minutos, había resuelto un misterio de dos años. Adrian,
sonriendo y sin perder el control, negó con una sonrisa.
–Me acusa injustamente de crímenes que no he cometido. Soy un industrial y
científico antes que un vulgar asesino. ¿Qué pruebas físicas tiene para acusarme?
Parecía tan convincente, tan bien embotado en su traje de Armani, que incluso
Tassus y Razvan, sus enemigos, le dieron un beneficio más allá de la duda. ¿Qué
necesidad tiene un hombre tan poderoso de hacer tales cosas?, se preguntaron.
Sólo hay que verlo nada más: correcto, educado, bien vestido. Incluso Baros
flaqueó cuando éste le preguntó por las pruebas que supuestamente lo
incriminaban.
–La policía posee evidencias tanto biológicas como materiales que lo
involucran a usted en los asesinatos.
–Ah, sí, ¿cuáles? –Adrian lo dijo con sorna.
–El logo de su compañía adosado en el cuerpo del robot que asesinó a los
señores Chilia Gusa, Illie Puwak y Geoghe Barbu en la Piata Romana, aparte de
cientos de declaraciones de testigos presenciales que estaban en el lugar esa
noche. Súmele a esto, la declaración de otro testigo y su hijo que lo vieron
cuando segaba la vida de los señores Ion Rahova y Calin Dinga en las cercanías
del aeropuerto Baneasa el día 2 de febrero. Y por el patrón de ejecución de las
víctimas, las garras metálicas, la descripción de testigos, las fotografías del robot
y el logo de su compañía, asumimos que fue este mismo robot quien asesinó a los
señores Eugen Oprea, biólogo molecular, Constantine Gaspar, físico, Vasile
Iorgulescu, bioinformático, Florin Nastase, astrofísico, así como al ingeniero en
genética, Emile Cervini, todos profesores de la Universidad de Bucarest y
miembros del grupo «Libertad».
Adrian, soliviantado de verse cogido por la cola, decidió acabar con la
entrevista. «Bien», caviló. «Me ha atrapado. Sin embargo, ninguno de ustedes
verá la luz del día. Los eliminaré ahora mismo, en el taller de robótica, utilizando
el poder del qrobot».
–Le repito –dijo, tranquilo–: me acusa injustamente. La pobreza material de
sus evidencias no podrá adquirir nunca la suficiente fuerza legal de un medio de
prueba con que pueda usted establecer la autenticidad de sus afirmaciones.
–Su forma de replicar me lo confirma totalmente –lo atajó Baros, segura de sí
misma–, y tendrá que demostrar mi equívoco en los tribunales.
–¿Quiere que le demuestre que sus acusaciones son infundadas? –le dijo
Adrian–: Sígame: quiero que vea mis robots para que me diga si es el mismo que
usted dice ver en las fotografías. Por otra parte, Sé quién es el verdadero culpable.
Baros pronto maquinó: «El hombre trata de hacer su coartada. Ahora va a
decirme que el autor de los crímenes es Stefan David».
–Si considera que enfrentará un juicio injusto a causa de mis suposiciones
erróneas, dígame entonces quién es el verdadero autor de los crímenes.
–Stefan David –le dijo Adrian lavándose las manos–. Él, él ha estado creando,
por medio de manipulaciones genéticas, a seres sobrenaturales. Lo sé, lo sé,
porque mis informantes me lo han confirmado. Me aseguran también que él lo
pregona públicamente, con lo de sus «ayudantes corporativos».
–Es cierto –lo secundó ingenuamente Razvan, que había estado atónito
durante el interrogatorio, mas al ver la apostura y corrección de Adrian, sentía
que Baros había tomado el sendero equivocado–. Yo mismo escuché a Belinca
hablar al respecto, e incluso vi cómo una de esas criaturas nos salvó la noche del
ataque.
–No acostumbro a decir mentiras, agente Baros –dijo Adrian, reconfortado–.
El diputado Razvan me da la razón. De todas formas, sígame. Quiero que salga
del error por usted misma.
Salieron de la Sala de Juntas, al tiempo en que Adrian, por el teléfono celular,
le pedía a Cervini que se colocara el qrobot. Cuando introducía los datos en el
cerrojo electrónico, de reojo, percibió que un sujeto lo observaba desde el fondo
del pasillo; se volteó.
–¿Por qué no estás en la planta de producción? –lo requirió, enojado; Pascu,
uniformado de electricista, hizo a creer a Adrian que era uno de sus empleados.
–Ando en labores de mantenimiento, señor –le contestó Pascu–. Me pareció
ver que pispileaban algunas lámparas. Usted perdone, señor Dendiu –y giró al
final del pasillo.
Volvió Adrian al llavín electrónico, y la hoja metálica se movió, tras lo cual
entró junto a sus concurrentes a una sala enorme, asestada de cilindros saturados
con una especie de líquido amniótico, en tanto que Pascu corría por Muma, a
quien relataba todo lo sucedido.
–Jefe –le dijo todavía jadeante–: ya tengo la clave para entrar al sótano. Es un
taller de robótica; lo escuché decir en boca del señor Adrian.
–¿Dragos con un taller de robótica? Estigia tenía razón.
–Tengo la clave, jefe –repitió Pascu, contento–. ¿Qué dice, entramos?
–No –le respondió Muma, montando el detonador–. Ya no hay tiempo. Casi
estamos listos para implosionar el lugar. ¡Va a ser impresionante, Pascu, ya lo vas
a ver, impresionante!
–¡Impresionante! –exclamaron igualmente Scott y Tassus al dar de narices con
aquellos cilindros; estaban perplejos–. ¿Esto señor Adrian es…?
–Es parte de la maquinaria de procesamiento químico –les contestó, rápido,
temeroso de que éstos pudieran descubrir lo que yacía en el interior y lo oscuro
de las soluciones‒. Vengan, por acá, señores. No se despeguen de mí.
Cruzaron el largo salón, hasta que llegaron a una pared donde había
incrustado otro llavín electrónico. Hizo de nuevo la operación Adrian. Era un
elevador. Le pidió a cada uno que lo abordara. «Por favor, agente Baros», le dijo.
«Después de usted». Se condujeron pisos abajo.
–Lo que van ustedes a ver –habló– los sacará de cualquier duda para siempre.
Se los aseguro.
Se abrió la puerta. Cervini, con un aspecto fiero, los esperaba del otro lado.
Faina y Scott se retrajeron ante la visión. Al salir, no pudieron más que pensar en
que ¡éste era el mismo robot que habían visto en las fotografías y el mismo ente
que Scott alcanzó a entrever en el hotel! Blue cogió a Sonia de la mano, pues ésta
lo abrazó por el miedo, a la vez que Iliescu, Tassus y Rosa, siguiendo a Razvan,
se adelantaron.
–No es el balaur –le susurró Faina a Baros–. No es el mismo que nos atacó en
el Sportiv Dinamo.
Baros asintió. Por dentro, sabía que el balaur, a pesar de la mala prensa, no
era el asesino, sino este robot. ¿Por qué? Porque aquél les había dicho que él sólo
estaba interesado en vengarse de Stefan y Popescu, y lo confirmó cuando recordó
el enfrentamiento que tuvo con él en el cementerio. Stefan había estado allí. Las
declaraciones de Tassus acerca de sus investigaciones y el uso del óxido nítrico le
señalaban que se trataba de otro personaje, lejano a las acciones de Adrian. Aun
así, ¿por qué se empeñaría Adrian en asesinar a los científicos? ¿Por qué el balaur
no atacaba Adrian sino a Stefan?
–Este el qrobot –dijo el químico.
–El que asesinó a políticos y científicos –lo acusó Baros–. ¡El mismo!
Adrian se lanzó una gran carcajada. Con una mirada maquiavélica, siniestra,
le dijo:
–Sí, agente, mi creación asesina!
Lo supieron en aquel momento: morirían como becerros en el degolladero.
Sin despeinarse, implacable, Adrian le ordenó con pasmosa tranquilidad al
qrobot:
–Mátalos.
–¡Es usted un hombre vil! –le gritó Baros, sacándose el arma.
–Espera –contuvo Adrian al qrobot–. Debo hacer las cosas bien, como
corresponde a cualquier otro personaje novelesco de un asesino. Confesaré mi
crímenes a la agente antes de que ella muera, para que sepa lo tonta que fue y
vanagloriarme de lo listo que soy.
»Sí, agente Baros, yo los asesiné, yo mismo, con mis propias manos, uno por
uno –parecía regodearse de sus hazañas; habló después de una manera
desconcertante para sus oyentes–. Un Imperio, un Árbol de la Vida como el que
erigiré, necesita ser regado con sangre. No ponga esa cara de perturbación y
repudio, agente Baros. Ya verá cómo me dará la razón con el tiempo y hasta
justificará mis actos.
»Usted sabe que mi padre fue un gran hombre entre los suyos, el «Químico»
le apodaban, un hombre a quien yo amé muchísimo. Pero murió asesinado,
vilmente asesinado, por otro hombre, el más ruin de esta Tierra, y usted sabe
quién es: El Estigia.
–¿El Estigia? –preguntó Baros, que sabía de la existencia de este mafioso, pero
que jamás nadie había podido ver en público.
–¿No sabe usted quién es el Estigia? –le preguntó Adrian, riendo–. ¿De
verdad no lo sabe? Pues debió preguntarle a su compañero Popescu que trabaja
para él.
–¿Popescu, un soldado del Estigia?
–Más que soldado, es ya capitán dentro de la organización. Y también uno de
los asesinos de mi padre.
Blue y Rosa no se creían lo que escuchaban.
–Pero yo participé en la detención de su padre Alexandru y no trabajo para el
Estigia.
–Pues se ha pasado de tonta. ¡Vea cómo vive Popescu! ¿Cree que con su
sueldito de investigador podría pagarse esa vida? ¡Ni en sueños! Estigia le da
dinero; es uno de sus sicarios. Popescu, mandado por el Estigia, hizo desaparecer
a mi padre y al profesor Oprea…
–Es decir que Oprea fue asesinado por Popescu. ¿Por qué?
–Por los descubrimientos del grupo «Libertad» y por temor a que yo me
hiciera de sus investigaciones.
–¿Pero cómo se dio cuenta el Estigia de ellas?
–La respuesta la tiene enfrente: Cervini.
–¿Tú, Cervini? –se dirigió al robot–. Tú iniciaste esto…
El qrobot se mantuvo inmóvil.
–Sí, mi querida, agente –continuó Adrian–. Estigia supo que yo deseaba
desarrollar un proyecto de laboratorio ambicioso, pero no lo conocía al detalle:
creyó que yo me embarcaría en la creación de alguna droga sintética que podría
afectarlo en sus negocios de tráfico ilegal de estupefacientes. Erró en ese punto.
Como le dije, receloso, decidió crear la suya propia, por miedo a que, aún si
habría eliminado a Oprea, yo me hubiera hecho de sus conocimientos. En este
punto, el cazador se volvió cazado. No dejaría por ningún motivo que se me
adelantara. Fue entonces cuando decidí eliminar a todos los miembros del grupo
que se le acercaran…
Al llegar a este punto, el qrobot se volvió a verlo.
–¿Pero y el balaur? –le preguntó Baros, nerviosa.
–¡El balaur, el balaur! –exclamó irónicamente Dendiu–. Es una creación de
Stefan, una criatura maldita que ha sido creada para frenarme. ¡El Estigia es un
pobre tonto! Nada ni nadie podrá resistir el poder del qrobot.
–¿Ha luchado contra él?
–Yo –le respondió indiferente–, una vez, y Cervini otra, en suma, dos veces.
La primera fue cuando quise borrar de esta tierra al estúpido de Popescu en el
Hanuc lui Manuc.
Scott y Faina se volvieron a ver entrecruzando miradas con Rosa y Blue.
–La segunda fue Cervini, allá, en la Piata Romana, durante el mitin político...
–¿Por qué quiere matar a Stefan?
–¡Por qué quiero matar a Stefan, por qué quiero matar a Stefan! –gritó
encolerizado Dendiu–. ¡Bah, usted es una tonta, Baros! ¿Acaso no entiende?
Se le acercó y, mirándola fijamente, le dijo:
–¡Stefan David es el Estigia, el líder de la Mafia Roja!
Cayó la venda de la agente rumana.
–El maldito judío no se conforma ahora con ser un hombre poderoso en
recursos económicos, no; quiere el poder político. ¡Eso jamás lo permitiré! –
continúo–. Fue entonces cuando decidí emprender el «Proyecto Qrobot». Me le
opondría en igualdad de fuerzas a ese maldito que hizo de mi vida un desastre,
un dolor permanente en vez de una alegría. Usted no sabe, Baros, lo que es el
sufrimiento todavía, y no hablo solamente del físico sino del emocional. Fui
enviado años antes al extranjero por mi padre a causa de los atentados del Estigia.
Sufrí, sufrí mucho en tierra extraña, solo y sin consejo, exiliado en el extranjero y
sin posibilidad de vengarme… ¿Sabe usted lo qué es estar bajo la tutela de gente
que uno no conoce, de personas que no hablan tu idioma, seres a quienes les
importa un pepino si estás bien o no? Yo sufrí ese calvario por muchos años,
sumido en mis estudios, pero me juré que volvería a Rumania, y juré también de
que jamás volvería a ser ese chico miedoso y tímido a quien cualquiera podía
pegarle una patada en la escuela. ¡Lo juré por mi padre, por su memoria!
»Regresé al morir mi progenitor, henchido de orgullo, ávido de venganza. Mi
objetivo: el judío Stefan, el Estigia. Sin embargo, el muy maldito se había vuelto
poderoso y yo todavía era incapaz de pensar como guerrero; era timorato e
indeciso. Los amigos de mi padre me ayudaron, me enseñaron las artes de la
guerra encubierta y de la necesidad de poder. Asumí la única empresa legal de
mi padre, su lavandería, pero que yo convertí en una industria, una gigantesca
gracias a mis contactos en el extranjero. Rápidamente me volví más poderoso
que el mismo Estigia, y le planteé batalla, la que después de hoy será la última.
»A propósito de batallas –reemprendió el dialogo como acordándose de
presto–. Hoy he ganado otra, en el campo político. Me refiero a usted, diputado
Razvan, ahora ex candidato y ex presidente del PMRU…
–¿Ex?
–En primer lugar debió aliarse conmigo desde el principio, Razvan, aunque
no lo hubiera hecho por afinidad, a lo menos por la cantidad de recursos que
poseo. Verá, antes de entrar a este salón, recibí una llamada que me declaró las
buenas nuevas: Pita es el nuevo presidente del partido y candidato a elección
popular. Como ve, no debe usted desafiar a los que manejamos los destinos de
este país. Con Pita en la presidencia del PMRU, y después de Rumania, seré el
poder detrás de la silla y consumaré en un golpe mis ansias por tanto contenidas:
destruir al Estigia y crear mi propio reino.
Adrian había adoptado una postura arrogante, de apatía manifiesta, y una
vez que hubo concluido de hablar, le ordenó al qrobot con un gesto acabar con la
vida de Baros. Éste encombó la manos, y del reverso, por encima de sus dedos
relucientes, surgieron, chillantes, unas grandes cuchillas.
–¡Ustedes al elevador! –les gritó Baros a sus acompañantes cuando vio aquella
amenaza–. ¡Rápido, rápido, busquen refugio! –y descerrajó la Beretta.
Cerrado, el elevador estaba cerrado. El qrobot se elevó en el aire con la
elegancia y gracia de un gimnasta olímpico, girando enteramente el cuerpo, para
caer silenciosamente a los ojos de Baros. Extrañamente, lo único que hizo el ente
fue tocarle la barbilla.
–¡Mátala, Cervini! –le exigió Adrian, desenfundado también su arma, una
Smith & Wesson.
–¿Emile? –Baros alzó la mano con ternura y le tocó el rostro–. ¿Eres tú? ¿En
verdad eres tú?
Adrian, furioso, disparó contra ésta, pero el qrobot se interpuso en la
trayectoria de la bala, al tiempo en que advertía además que Blue descargaba su
arma en el químico. Volvió a elevarse, y con un rozón de pie derribó al agente.
Rosa, que había estado en suspenso, al ver la caída de su compañero, empezó a
disparar descontrolada contra el ente robótico. Los demás, gritando del horror,
corrían a esconderse debajo de los mesones donde se ensamblan los dispositivos
electrónicos. Baros, arrebatándole la pistola, cayó encima de Adrian, en tanto que
el qrobot cogía a los agentes del cuello.
–¡No, Cervini! –le suplicó–. ¡No los mates! ¡No! Por favor…
Adrian, que logró zafarse de Baros, corrió en dirección a la zona de
ensamblaje. Uno de los qrobots, silente y con sus partes extendidas, lo esperaba.
Se embutió en él. Sintió que una gran potencia lo revestía.
–¡Debiste haberme obedecido, Cervini! –dijo, haciendo volteretas en dirección
a Baros–. ¡Debiste matarla!
Cuando Cervini escuchó la voz sin articulación de Adrian emitida desde el
interior del qrobot, lo buscó con la mirada, girándose, pero entonces se percató
de que las paredes, el techo y el piso, se agrietaban. Sendos escombros
empezaron a caer desde arriba, inundando de polvo la habitación, y uno de ellos
tumbó a Adrian al suelo.
–¡Se derrumba, todo se derrumba! –gritó Scott.
Cervini, cargado con los agentes, se acercó a Baros: «Sígueme», le dijo. «Llama
a tus amigos, ¡pronto!». Los condujo hacia una puerta, la misma por donde salían
para hacer sus incursiones nocturnas. Era un conducto subterráneo.
–Huye, huye con tus amigos.
–¿Pero tú te quedarás aquí? –Baros no pudo contener el llanto.
–No –le contestó Cervini–. Ayudaré a Adrian y saldremos juntos…
No pudo terminar la frase, ya que, comprometido, veía con espanto cómo lo
abatían cantidad de brozas sobre la cabeza. «¡Fuera!», le gritó y la empujó
cerrando la puerta. En medio de aquella catástrofe, Cervini luchaba por
encontrar a su patrón, perdido en una espesa cortina de polvo mortal.
Con Baros en la cola, los demás corrieron por aquel pasadizo como si tuvieran
patas de gacela, y a los pocos minutos se encontraban ya tendidos, atrás de las
instalaciones, sobre la grama del solar baldío, tosiendo ceniza y agitados por el
terror. Se escuchó el chillido de un barrido de llantas al otro lado, en la calle.
Pronto avizoraron la existencia de un gentío enloquecido que se aglomeraba
en el parqueo de la fábrica, gentes que gritaban con horror desmedido,
arañándose las caras y clamando a Dios que les hiciera amainar el delirio.
Poco a poco, empezaron a levantarse del suelo, cogiéndose de las manos unos
a otros; fue entonces cuando advirtieron que, del fondo mismo de aquel océano
destructivo, surgía, tras unos crujidos apocalípticos y a la velocidad del sonido,
un leviatán robótico poderoso que ascendía en la forma de una bola de luz y que
maldecía con extremo furor el nombre de su enemigo:
–¡Stefan! ¡Stefan!
Se perdió del cielo.
–Partamos enseguida hacia los Montes Metálicos –dijo únicamente Baros,
perpleja–. Debemos atrapar al asesino.
Los demás, todavía conmocionados y sin saber a cabalidad lo que había
ocurrido, arrugaron el rostro. Iban de pena en pena, aunque al parecer, mientras
aún alzaban la vista en busca de aquella infausta señal en el firmamento,
sospechaban que sufrirían la última en la rocosidad de los Cárpatos.
48
El que mal anda, mal acaba

___

Habían pasado cuatro horas desde que el balaur pudiera contemplar el


castillo a lo lejos. Cargaba a un desmayado Popescu bajo el brazo, como si fuera
un perrito chihuahueño, mientras recorría a saltos el boscaje en aquella plenitud
de sol continental, guiándose por el curso de la carretera, que bordeaba para
evitar ser descubierto. Escuchó, cuando ya subía un otero, motores como a medio
kilometro de su ubicación. Giró la cabeza y, estriando la cara, echó un vistazo.
«Muma», jadeó, colérico, reconociendo el auto. «Distingo a cuatro vehículos:
mínimo, son veinte hombres. ¡Morirán!».
Bajó del altozano con rapidez y se apostó en medio de la carretera, donde
acostó el cuerpo de Popescu. Luego, en un salto, buscó un escondite entre los
matorrales. Esperó unos cuantos minutos, ardido, crujiendo los dientes. Atrás,
cada vez más cerca, el bufido de los escapes, la nube de polvo y los gritos de
algarabía, le indicaban que la carnicería estaba por empezar.
Chilló la primera llanta.
–¡Espera! –le gritó Voiculescu a Muma–. No sigas. ¿Qué es eso?
–¿Ah? –exclamó Muma, asombrado.
Bajaron del auto, armados cada cual con una arma de fuego.
–Diles a los demás que se detengan –le dijo Muma al primero–. ¡Por Dios! –
vociferó, reconociendo en el acto a su socio del mal–: ¡Es Popescu! ¿Pero qué
putas está haciendo aquí, en la Transilvania, tirado sobre la carretera, a cientos
de millas de Bucarest! Esto es de locos… ¡Detén, detén a los demás, Voiculescu! –
el otro estaba perplejo–. ¡Detenlos, maldita sea! –le ordenó furioso.
–¿Está muerto? –preguntó Pascu palpando el cuerpo con el cañón del arma.
Muma, arrodillándose, empezó a auscultarlo. Le pulsó la vena yugular, pero
una espesa cortina de polvo lo envolvió: eran los camorristas que, detenidos por
Voiculescu, bajaban a ver lo que pasaba.
–Está vivo –les dijo, incrédulo–. ¡Rápido! Súbanlo al auto.
Fue lo último que dijo antes de ver cómo una sombra se le agigantaba a cada
milímetro sobre el pavimento. Cuando ya intentaba descubrir lo que ocurría,
alzando la vista, el balaur se desplomaba desde lo alto, cayéndole encima y
aplastándolo con todo su peso. Rugiendo horrendamente, a una velocidad
sorprendente, cogía al mismo tiempo de los brazos Voiculescu y Pascu; empezó a
jugar con ellos, chocándolos entre sí y retorciéndolos como a trapos viejos, para
aventarlos contra el resto de la camarilla, quienes comenzaron a disparar
atolondradamente, aterrados. Agarró el cuerpo de Popescu y lo tiró en los
matorrales.
Furioso por el golpeteo de las balas en su cuerpo, el balaur se escudó en el
auto de Muma. Los hombres idearon el plan de rodearlo, pero entonces la bestia
levantó el auto y se los arrojó. Luego saltó sobre el otro auto, lo elevó y volvió a
arrojarlo, pero esta vez derrapándolo por la carretera; después el tercero, que
lanzó por los aires, hasta llegar al último que de nuevo derrapó por la superficie.
Actuaron como enormes guillotinas, que no dejaron jinete sin cabeza.
Vertiginoso, rugió el nombre de su más odiado enemigo:
–¡Stefan, Stefan, Stefan!
El mismo nombre que pronunciaba Baros, a veinte millas de allí, mientras
conducía el auto, acompañada por Scott e Iliescu. Siete metros atrás, Rosa y Blue,
con Tassus en el asiento de atrás, la seguían. Sonia se había quedado en Bucarest,
junto con Faina y Razvan, quien había tomado la determinación de visitar a
Brudan y contarle la difícil situación que ahora enfrentaban.
–Lo que no me explico –decía Baros– es por qué Dendiu llegó a tal extremo, el
de asesinar con el fin de destruir a Stefan.
–Sencillo –le contestó Iliescu–: usted sabe que los hombres son lo que
producen, y en el caso de Adrian, que es dueño de esos medios que sirven a la
producción, o sea, el dueño de ese poder sobre los individuos y el que hace que
por fuerza exista la propiedad privada, no tolera el verse amenazado por otro
igual a sí mismo, por temor a perderlo todo, es decir, su señoría, su reino sobre
estos sujetos y la propiedad. Es él o ninguno, es él arriba y los otros abajo. Se ve,
pues, que el sistema capitalista mismo lo induce a pensar y actuar de esa manera.
La competencia, usted sabe…
–¿Me dice que se convirtió en asesino por culpa del capitalismo y la
competencia? –preguntó Baros, escéptica.
–¡Por Dios, Iliescu! –exclamó Scott–. Lo que dice es una incongruencia.
–Mire, Scott –siguió Iliescu–. Voy a ponérselo más claro: En el capitalismo, la
gran industria y la competencia funden todas las condiciones de existencia,
condicionalidades y unilateralidades de los individuos bajo dos formas simples:
la propiedad privada y el trabajo. ¿Me entiende, ahora? –Scott frunció le cejo–. Y
la competencia aísla a los individuos, enfrentándolos los unos con los otros, a
pesar de que los aglutine en una misma clase, la oligarquía, en el caso de Adrian.
De aquí que tenga que pasar largo tiempo antes de que estos individuos puedan
agruparse, y cuando lo hacen se vuelven muy poderosos, imperialistas. Es lo que
piensa hacer Adrian con los suyos, el mismo Stefan, pero para ello debe medir
fuerza con los dominantes de esa clase, los alfas.
–Le creo, profesor Iliescu –le contestó Baros–. Lo dijo usted muy claro.
–Pues yo no lo veo de esa manera –repuso Scott–. Me parece que lo de Adrian
es un desorden siquiátrico de su personalidad como individuo y que nada tiene
que ver con las relaciones materiales de las que nos habla el profesor. En todo
caso, me inclinaría más por la biopisicología, en donde se verían más claras las
bases biológicas de sus pensamientos, sentimientos y conductas, antes que las
relaciones con la materia. Eso viene después.
–¿No me diga? –ironizó Iliescu–. O sea que usted cree que el cerebro piensa
por sí mismo sin necesidad de verse forzado a actuar debido a las exigencias de
la materia. ¿Si tengo hambre es porque el cuerpo lo pide por capricho, por
programación automática? ¡Esto es increíble de escuchar!
–No, claro; yo no he querido decir eso –le replicó Scott–. Contésteme ahora:
¿Habían o no desordenes mentales entre ustedes cuando eran comunistas?
–Por supuesto que los había –le respondió Iliescu–, y se debía a lo mismo: a
que las relaciones materiales influyeron sobre nosotros. No se nos cumplió lo
prometido, es decir, la igualdad social y económica ofrecida por el comunismo.
¿Pero sabe qué? No fue por el sistema, sino por los hombres, que todavía no
están preparados para sacrificarse por el bien de los demás.
–Entonces me da la razón en cuanto a lo de la sicología…
–Se la doy en parte. Pero no en todo. Sucede que la humanidad,
tecnológicamente, no está desarrollada todavía. Espere a que alcance un grado
muy amplio de adelanto científico y tecnológico, y ya verá cómo volverá el
comunismo a triunfar. Ya lo verá… Se lo aseguro…
–¡Oh, Dios mío! –exclamó Baros, frenando bruscamente.
–¿Qué ocurre? –prorrumpió Scott, asustado.
Y al punto vio ante sí una visión atroz: automóviles destruidos, hombres
esparcidos, muertos, sobre el pavimento. Descendieron del auto; Blue se detuvo
y bajó corriendo. Empezaron a hurgar entre las muchedumbre y pronto
encontraron a un hombre agonizante. Baros lo reconoció: era el rostro del mismo
electricista que vio en el Colentina. Se agachó para asistirlo. Él también supo
quién era ella.
–Un monstruo… horripilante… –balbuceó.
–¿Cómo era? ¿Brillaba?
Pero el hombre cayó en un estado de inconsciencia profunda. Lo subieron al
auto de Blue.
–¿El balaur? –le preguntó Blue.
–No lo creo –le dijo Baros desdeñosamente–. Pueda ser que Adrian ya esté
cerca… ¡Vaya preguntita la suya!
Blue, apenado por la contestación, trató de comprenderla: estaba muy dolida.
Aunque Stefan, en Eugenetics, sí presentía que su peor amenaza lo acechaba.
Mandó a llamar a Dobre, que se apareció con una gran sonrisa en la cara. Al
parecer los engendros empezaban a dar muestras de vitalidad, pues ya se
revolvían dentro de los vientres. El contador señalaba:

PROCESO DÍAS HORAS MINUTOS SEGUNDOS


GESTACIÓ
N 269 2 01 44…

–A cada momento se acelera todavía más –le indicó Dobre.


–Bueno –le dijo Stefan–. Es hora de alistarse para emprender la siguiente
fase –consultó el reloj–. ¿Qué habrá pasado con Muma? Debió estar aquí desde la
mañana.
–¿Quién? –preguntó Zamfir.
–Muma –le contestó–. Contraté a un equipo de acarreadores para que nos
ayuden en el traslado de mis hijitos al taller de cibernética.
–Entiendo.
«¿Florin?», preguntó Stefan por el intercomunicador. «¿Alguna noticia de los
acarreadores?»
«No, señor».
–¡Maldición! –vociferó Stefan; giró hacia Dobre–. Llame a los muchachos de la
seguridad: tendrán que ayudarnos en la labor. No nos queda de otra. Apresúrese.
»Y usted, doctor Zamfir, vendrá conmigo: iniciaremos, como le dije, con la
siguiente fase.»
Ya iban saliendo de la oficina, hacia el taller de cibernética, cuando le cayó
una llamada al celular de Stefan.
«¿Aló?»
«Stefan: soy Belinca».
«Sí, dime, ¿qué pasa?»
«Malas noticias».
«Sigue».
«El pendejo de Dendiu acaba de poner en la presidencia del PMRU al
lameculos de Pita. Derrocaron a Razvan».
«Eso es imposible.»
«¿No supiste del intento de suicidio de Razvan? Pita alegó demencia, y por
medio de un tecnicismo sacó a Razvan del poder. Ahora dice que lo sustituirá
como candidato a la presidencia del PMRU, buscando la reelección. Ya sabes que
con Adrian en la oscuridad, será una contienda difícil. Además, ya empezó Pita a
enviar auditores fiscales a tus empresas; me lo comunicó Mircea, y hace poco
recibí una llamada de Copos, el de Maramures, a quien intervinieron esta
mañana.»
«Maldito. Déjame eso a mí, Belinca. Saldré hoy por la noche hacia Bucarest.
Adrian me las pagará todas juntas. No te preocupes.»
Y colgó el teléfono. El rostro, agrio y reverdecido, por primera daba muestras
de vejez. Había que actuar con celeridad y precisión más que nunca.
Precisamente virtudes que le hacían falta a Dendiu, quien sobrevolaba los
Montes Metálicos. Eran tan vastos y monumentales, que era difícil dar con el
laboratorio. Al momento enfocó el hilillo de una carretera y decidió orientarse
por ella. Unos minutos después, desde las alturas, vio una aglomeración de
gentes. Descendió.
«Muertos», dijo. Observó todo alrededor. «Destrucción masiva. Voy por la
senda correcta».
Alzó vuelo elegantemente, pensando en cómo atacaría. Tomó el trazo del
camino por referencia y pronto advirtió a la distancia las dos colinas donde se
asentaba el laboratorio. Sonrió para sí y potenció al máximo los motores.
49
Tras un gustazo, el trancazo

«Cuando los que no entienden el Dhamma actúan indebidamente, miran alrededor para
asegurarse de que nadie los esté vigilando. Pero nuestro kamma siempre está vigilando.
En realidad, nunca nos salimos con la nuestra sin ninguna consecuencia.»,

Ajahn Chah, Reflexiones

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Razvan no perdió un minuto. Se dirigió a casa de Brudan y le devolvió a su


hija. Éste la recibió con lágrimas.
–Fui a buscarte a la comisaría, hijita –le dijo llorando el viejo–. Creí que
estabas muerta –la abrazó fuertemente–. ¡Ay, gracias a Dios que vives!
–Sí –añadió Faina–. Dios se ha apiadado de nosotros.
–Oh, pastor Faina –le dijo Brudan, reconociéndolo–. Bienvenido a mi humilde
hogar. Mi hija y yo le estamos en verdad agradecidos…
–¡A Dios, hijo, retribúyele tu alegría a Dios! –le contestó Faina apuntando al
cielo, abrazándolos.
La escena era tierna, tanto que Razvan se les unió, abarcándolos.
–¿Por qué, viejo amigo? –Brudan se había repuesto y trataba de entender lo de
Razvan.
–Tu hija es una heroína –le contestó el otro–, tan digna como su padre.
Brudan le dio un beso en la mejilla.
–Viejo amigo, viejo amigo –tarareaba–: ¿Cuándo dejarás de ser noticia?
Mírame, soy un viejo pobre, pero feliz.
–Créeme, amigo Brudan, que yo desearía estar en tu lugar. Pero es que a
veces siento que la vida se me escapa tan rápido, que me da miedo desperdiciarla.
–Descansa, Razvan, descansa. Ya has hecho suficiente por Rumania.
–¿Descansar? No, Brudan, hoy más que nunca debo trabajar el doble que
antes. ¡Es imperativo!
–Por Dios, Razvan, eres un héroe, una leyenda. Duérmete en tus laureles.
–Ni héroe ni leyenda, amigo, sino un estúpido egoísta que en vez de hacer un
bien, hizo un grandísimo mal.
–¿Qué quieres decir?
–Que acabo de descubrir que mi lucha fue desde todos los aspectos una gran
estupidez. ¡Mira ahora lo que pasa con nuestra patria! ¡Miseria, crímenes,
tiburones que se han convertido en amos de la pobre gente!
–¡Qué dices! Por Dios…
–Mírate tú, Brudan, mírate. ¿Cómo vives, eh? Miserablemente. ¿Y sabes qué?
No esperes que Sonia viva mejor que tú. No podrá, créemelo, no podrá, por lo
menos si se atreve a hacerlo honradamente… Es necesario que alguien la ayude,
y ese alguien no será el financiero de enfrente, ni el empresario de al lado, a
quienes poco le importamos ella, tú o yo, sólo él mismo. ¿Me entiendes? Es
necesario que el Pueblo vuelva al poder y se apoderé de los medios de
producción para que forje con ellos su propia riqueza.
–Me hablas como si fueras tú un comunista, tú, el mismo que derrocó a esa
maquinaria totalitaria, el mismo que enjuició a Ceaucescu, el mismo que
proclamó que desde entonces tendríamos libertad para hacer lo que quisiéramos.
–Sí, el mismo. Pero que ahora te dice que lo que hizo no estuvo bien, porque
esa «libertad» que yo proclamaba la tenía pensada para todos por igual, y no me
daba cuenta que ésta era un ideal deformado por otras mentes más inteligentes
que la mía, por otros, los fuertes, quienes aprovechándose de esa coyuntura hoy
nos oprimen reciamente, con trabajo mal retribuido y pobreza. ¿Sabes que de
millones que crean la riqueza sólo unos cientos se dan el lujo de disfrutarla y
malgastarla a su antojo? ¿Y todo por qué? Porque dicen: «Este medio de
producción –o sea, los instrumentos de trabajo y la propiedad–, es mío y debo
gozar de mis ganancias, porque son mías y no tuyas, aunque seas tú quien me la
hayas producido. ¿No es acaso esto una forma de pensar y actuar injusta y
desigual?
–Pero está en su derecho, en su libre derecho…
–¿Derecho de qué? ¿De enriquecerse con tu trabajo? ¿Por qué no dice: «Tú y
yo hemos fabricado y vendido bien esta mercancía en el mercado. Toma tu
mitad»?
–Pero los medios de producción son de él…
–¿De él? ¿No es la Madre Tierra de todos? Porque alguien puede arrogarse el
derecho a decir que una parte de ella es suya. Sólo un tonto puede pensar que es
así.
–Pero y su derecho a la propiedad…
–No confundas la propiedad individual con la propiedad privada. La
individual es tuya, inherente a ti como ser humano, como hijo de esta Tierra que
te ha engendrado. La propiedad privada es diferente, es la acumulación del
trabajo de otros para servicio tuyo. Ahí está el error. Y nadie debe obligar a
trabajar a su semejante sino le retribuirá con justicia e igualdad, es decir, mitad y
mitad, como corresponde.
–No te entiendo, Razvan… Antes luchabas contra esas ideas, y ¿ahora? ¿Qué
ha ocurrido?
–La miseria y la violencia que vive mi pueblo me han abierto los ojos,
Brudan… Hay mucha desigualdad, y al parecer, de seguir así, se acentuará
más…
–Pero si fuera tal como tú dices, ¿por qué entonces hay países que gozan de
esta prosperidad económica capitalista?
–¿Por qué? Porque se aprovechan del trabajo de países pequeños como
nosotros, a quienes hunden en la miseria mientras ellos viven holgadamente de
nuestro esfuerzo. ¿Sabes qué? Ni aun en esos países que tú mencionas la
igualdad y riqueza es para todos. En el fondo, es apenas una fracción de gente la
que vive en una clase media, porque una poquísima parte vive con grandes
capitales que toman de los demás y no la reparten, en tanto que una gran
mayoría vive miserablemente, en condiciones infrahumanas, paupérrimas. Ahí
tienes a los Estados Unidos, que está siendo mantenido por 30 millones de
inmigrantes que trabajan como esclavos para generar las grandes riquezas que
gozan unos pocos, sin incluir aquí a la esclavitud a la que someten a países
latinoamericanos y de todo el mundo. ¿Recuerdas las clases de economía política?
¿Te acuerdas de Roma y otros imperios del pasado? ¿De qué vivían? De la
rapacidad, el pillaje, la conquista, el sometimiento de pueblos. ¡Abre los ojos,
Brudan! ¡El capitalismo es un sistema animal y depredador, irracional, el de la
ley del más fuerte! Y los hechos lo demuestran, aunque ellos traten de argüir lo
contrario. Te lo puedo jurar sobre una Biblia.
–Eso fue lo que motivó a suicidarte.
–Sí. Al comprender que había cometido el error más grande de mi vida,
pues…
–Ya; no sigas, amigo. ¿Y qué harás ahora?
–Te he dicho que hay una clase fuerte que oprime a la otra, ¿verdad? Pues
bien, en este momento estoy siendo atacado por un elemento de esa clase, el
oligarca, como lo llamaban los comunistas. Me han despojado vilmente de mi
presidencia en el PMRU y de mi derecho de ser candidato a elección popular.
Mihai Pita, ese es el nombre del traidor. El muy rastrero es un agente de Adrian
Dendiu, el industrial, hijo de Alexandru, el Químico.
–¿El hijo de Alexandru?
–Sé que tú lo conoces. El me lo contó todo.
Brudan se sonrojó.
–Alexandru me salvó una vez de una redada…
–Lo sé, lo sé. Pero ahora escucha atentamente: Adrian es un asesino; lo
confesó ante la policía, ante mí, ante Sonia, tu hija… Quiso asesinarnos también.
Esta vez el viejo pareció desvanecerse y buscó los ojos de Sonia. «¿Es verdad,
mi niña?». Asintió; Faina la asistió al reafirmar esta confesión con una mímica.
–Te diré lo quiere hacer: poner a Pita en la presidencia del país, por la vía
política, pero fraudulentamente. Una vez allí, lo manipulará para que modifique
la Constitución a su conveniencia. Luego se hará él mismo el regente de la nación.
Dice el loco que creara un Imperio. ¿Puedes creerlo? ¡Está loco, loco! Y hay que
detenerlo, Brudan, y pronto.
–¿Y cómo?
–Llamando a las bases, preparándolas para que desobedezcan el gobierno
pemerruiano de Pita. Hay que matar al engendro antes de que nazca. Yo mismo
llamaré a mis dirigentes, a mi gente, la de los barrios, y nos apoderaremos del
Comité Central. Convocaré a una Asamblea General. ¿Qué dices, me ayudas?
–Adrian es muy fuerte, Razvan –le dijo entristecido el viejo–. No creo que
tengamos ni el mínimo chance de vencerlo. ¿Y los Estatutos del Partido?
–Vamos, Brudan, ¿no derrocamos una maquinaria tan gigantesca como el
régimen comunista? ¡Ánimos, ánimos! ¡Lo lograremos! ¿Los Estatutos?
¿Recuerdas el capítulo III? «Nadie debe obediencia a un poder usurpador…». La
Ley está conmigo. Por otra parte, creo que Adrian tiene los días contados, pues se
ha enfrascado en una lucha a muerte contra Stefan. Yo mismo lo he visto salir en
su busca.
–Pero… no te entiendo.
–Adrian mismo ha salido en busca de Stefan para matarlo.
–Esto es… es una animalidad.
–¿Qué puedes esperar de alguien que ha tenido en sus manos el destino de
millares de gente y que por tanto cree que el mundo es de él y que puede hacer,
impunemente, lo que se le antoje?
–Ya a finales del siglo XX. ¡Es inconcebible! Sólo un cavernícola puede
proceder así.
–Pero es una realidad, Brudan, tanto como me ves aquí respirando. ¿Entonces?
–Sí, te ayudaré.
–Yo quiero ir con ustedes –les dijo Sonia.
–¿Tú? –le preguntó Brudan, inquieto–. No, hija. Esto es de hombres.
–Déjala –pidió Razvan–. Debe aprender a luchar en la vida. Además, es su
derecho.
–Dios mío –clamó Faina–, ayúdame a pasar esta copa…
Después de finalizada la reunión, en la Casa del Partido de Bucurestii Noi,
Pita conversaba por teléfono con Traian Flutur, jefe a nivel nacional en materia
de ingresos tributarios y buen amigo de Razvan. Desde el intento de suicidio de
éste, Pita, siguiendo las directrices de Adrian, lo había convencido de que
interviniera en los negocios de Stefan, pues habían corrido rumores –que todo
mundo en Bucarest conocía perfectamente, pero callado por temor a represalias–
de que los negocios del judío eran subvencionados por la Mafia Roja.
«¿Entonces, Flutur, digamos que han encontrado algo en Maramures?»
«Se trata de una transacción financiera», le contestó Traian. «Son comunes
entre empresas afiliadas a un holding.»
«¿Qué tipo de transacción? ¿Está justificada?»
«El gerente, un tal Copos, argumenta que se trata de un ingreso por prorrateo
de ganancias. Usted sabe, al parecer Farmacorp, que es la empresa que este señor
dirige, invirtió sus ganancias en Seicorp, y ahora ésta se las devuelve con
intereses.»
«Sin embargo, ¿me habla usted de cinco millones de dólares? No cree que sea
mucho para una empresa mediana. ¿Cuánto ganó este negocio en todo el año
pasado?»
«Ya he visto todos sus Estados Financieros, especialmente el de Resultados…
Y sí, hay algo que no cuaja…»
«¿Qué no cuaja?»
«Ganaron en todo el año pasado cuatro millones, principalmente por la venta
de un fármaco denominado «Youngever» que compran a otra afiliada, Farmadei.
Pero como le digo, los cinco millones son injustificables por la naturaleza del
negocio…».
«¿Habló usted con Stefan David?»
«No. Sólo con Mircea, el contralor financiero. El hombre es abierto, pero habla
mucho y con aire sabihondo. Dice que lo de Copos no es en ningún momento la
retribución de una ganancia por capital, sino que se trata de la ejecución del Plan
de Inversiones de Seicorp. Esto huele mal, pues contradice las palabras de Copos.
Ya he pedido a los auditores que se centren en Seicorp…»
«Gracias, Flutur, por tu ayuda. Y descuida, de llegar el PMRU a la presidencia,
tendrás un ministerio. Prometido.»
«Como cree, Pita. Lo hago por amor al país. Me conformaría con saber que
usted me tiene en alta estima.»
Se repantigó felizmente Pita en el sillón. Empezaba a deleitarse de su triunfo,
a sentir por fin millones de ovaciones dirigidas a su persona, a escuchar los
discursos que exaltarían su personalidad, a ver su fotografía y su nombre en los
diccionarios enciclopédicos del mundo. Una deliciosa fantasía. ¿Quién lo hubiera
creído? Él, un hijo de la clase media rumana, perezoso pero con una astucia
engendrada por esta misma molicie y a quien nadie tomaba en cuenta sino para
darle ordenes, estaba a paso de la inmortalidad política. ¿Y qué haría para ser
recordado por la posteridad como un hombre sin igual? ¿Ayudar al pueblo? ¡Por
Dios, si ese ganado de ignorantes apenas puede diferenciar entre una a y una o!
No. Se aliaría con Adrian, su padrino, su amo, para que juntos crearan la más
grande de las naciones. Adrian le ayudaría, porque tiene recursos e inteligencia,
en cambio el pueblo ¿qué tiene? Nada, ¡y nada le basta tampoco! «Sólo pide que
pide, como si sus estómagos no tuvieran fondo». Pita se justificaba por cualquier
medio posible y obviaba el hecho de que este mismo pueblo era quien le pagaba
el sueldo a él, y a todo el gobierno, con sus aportaciones y que era el verdadero
creador y motor de la economía.
Empezó a razonar más «concienzudamente». Veamos. No, no podré hacer lo
que me propongo en cuatro años. Necesito más. ¿Cuánto? Si a Roma le llevó
siglos crear un imperio, pues... ¿Y a los Estados Unidos? Decenas de años. No
bastarán siquiera ocho, u doce, ni siquiera dieciséis. Necesito más. ¿Pero, si la
gente no quiere? ¡Bah, qué me importa la gente si no tiene poder político!
Hablemos, ¿si los empresarios no quieren? Por ejemplo, ¿Adrian? He aquí un
problema grave. Esta gente tiene recursos, ejércitos armados. ¿No es el general en
mando Petru Rodica primo de ese estúpido de Belinca? No puedo oponérmeles,
no. Debo pensar… No me queda otra que plegármeles, principalmente a Adrian,
que es muy poderoso, pues en un día puede paralizar la industria al dejar de
producir sus químicos. Le temen y estiman por ello. Hablemos de negocios
entonces… Ahora se me aclara el panorama… Promulgaré, como lo he hecho
siempre, leyes que los beneficien, que les generen ganancias, y me ganaré así su
favor, su apoyo. ¿Que soy rastrero y títere de la oligarquía me acusará el pueblo?
¿Y qué? ¿Qué podrán hacer en mi contra? Nada, nada… ¿Qué ya antes botaron a
un régimen comunista? ¡Por Dios santo! Todos sabemos que si el ejército no
hubiera traicionado a Ceaucescu, ¡éste todavía estaría en la silla! No tiene fuerza
esa gentuza miserable… Je, je… ¡La suerte está echada!
Encendió un cigarrillo, cruzó los pies en el escritorio y empezó a canturrear,
casi en forma inconsciente, el estribillo de un proverbio rumano muy popular:

Porcul mananca orice,


dar se-ngrasa pentru altii

Sarut-mana pentru masa,


c-a fost buna si gustoasa,
si bucatareasa frumoasa

Multumescu-ti tie Doamne


c-am mancat si iar mi-e foame 21

Reía Pita por el logro consumado. Alguien tenía que honrarlo algún día por
ello, ya que, se decía, su actuación era una faena encaminada al fortalecimiento
de la democracia, la paz y la cordura. De seguro que con el tiempo el pueblo
mismo, ese hatajo de ignorantes, le diría agradecido: «Es usted un hombre
extraordinario, Mihai Pita, pues desde el mismo instante en que supo usted que
un loco nos podría gobernar, decidió, aun en contra del Mundo entero, eliminar
valientemente al mal de raíz. Tenga, aquí tiene una rama de olivo. Es usted
nuestro héroe y prócer. ¡Erijámosle una estatua!». Claro que se negaría a ello, por
modestia. No, no quería una estatua, tan sólo seguir allí, a la cabeza, gobernando
con sabiduría y tesón, sufriendo, en ocasiones, la amargura de la ingratitud.
Estaba tan embebido, que no se dio cuenta de que hordas de gentes rodeaban
los bajos del edificio. De pronto escuchó, magnificado por un altavoz, el grito de
un hombre:
«Esto, señores, correligionarios míos, es un atentado contra el ejercicio de la
Democracia. No puede ser que un político, justificando su proceder en base a una
libre interpretación de un estatuto jurídico, viole la institucionalidad de un
organismo, en el caso que ahora se nos presenta, de un organismo integrado por
cada una de las conciencias de ustedes, ¡el pueblo que me eligió en las urnas
como su presidente y candidato a elección popular!»
Se atragantó Pita con el humo. Esa voz le era conocida.
–¡Razvan! –gruñó–. ¡El maldito desquiciado de Razvan!
Tiró el cigarrillo al piso y, asomándose quedamente por la ventana, observó
arengar la bizarra figura de aquel hombre mientras era vitoreado por una
gigantesca muchedumbre, escoltado por una lánguida Sonia y un Brudan con
nuevos bríos. Dio un paso en falso hacia el escritorio; los gritos de la gente le
machacaban el cerebro.
«Hoy sentaremos un precedente para las democracias de la Tierra», predicaba
Razvan. «Este es el mensaje: ¡Ningún político puede estar por arriba de la
voluntad popular, ninguno! Aquel que cree que el pueblo es un objeto que sólo
existe para ser manipulado, explotado y no un conjunto de seres humanos que
vive, que sueña, que desea lo mejor para sí y sus hermanos, sabrá hoy que no hay
otro mandamiento en la Constitución u otro código que no sea el bienestar del
pueblo mismo. ¡No a las intenciones arteras de los que buscan un beneficio
personal o para lucrar a un determinado grupo económico o social, no!»
Y la gente que ahogaba estas palabras en medio de una euforia incontenible.

21
«El cerdo come de todo,/ y los demás comemos su grasa./ Gracias por el almuerzo/ ha estado bueno y sabroso/ y la
cocinera era muy bonita./ Gracias, mi Señor, por haber comido/ y por seguir teniendo hambre»
Pita, tomado por sorpresa, se arrinconó en una esquina, nervioso. ¿Y ahora?
Me lincharán. Cogió el teléfono y empezó a marcar a cada uno de los directivos,
incluso a Belinca. Nadie contestaba.
«Convocaremos hoy, en este momento, a una Asamblea General», siguió
Razvan. «Elegiremos nuevas autoridades del partido.»
–¿Asamblea General? –exclamó Pita, que veía con tristeza y rabia como sus
sueños se le esfumaban–. ¡No, nunca!
En el ambiente resonaban estas palabras que exclamaba con ardor el pueblo:
«Fuera golpistas, fuera golpistas, fuera golpistas».
Volvió a marcar; esta vez era un número directo, el de la Policía: «955». Le
contestó Ionel.
«Hay una gentuza en la planta baja del edificio, subcomisionado. Piensan
apoderarse de las instalaciones y destruirlas. Venga usted y sus comandos a
reprimirlos. ¡Es urgente!»
Espiaba entreabriendo las cortinas. «La Ley es la ley», se dijo. «Y nadie podrá
quebrantarla, ni siquiera esa chusma. Como presidente, sé que estoy en mi
derecho. No cederé». Los guardias habían cerrado los portones y la
muchedumbre empezaba a sacudirlos. «Ábranlos, golpistas, ábranlos, golpistas»,
gritaban, enardecidos.
Pita marcó el número de Adrian, pero no consiguió respuesta alguna. Sudaba
copiosamente. Un segundo después, tronaron los candados y un río tumultuoso
de exclamaciones arreció por los pasillos, invadiendo el lugar. Pita escuchaba ya
los pasos, cuando Razvan apareció rompiendo la puerta.
–¡Maldito loco! –le gritó Pita desenfundando un arma y apuntándolo–.
¡Maldito loco! ¡Soy el presidente del PMRU, soy el presidente del PMRU, soy el
presidente…! –le disparó a la vez que se le abalanzaba, el rostro desfigurado, la
boca tortuosa y las cejas punteadas hacia arriba, signos manifiestos de su
ambición y codicia.
Los estruendos zumbaron en la oquedad de la sala para ahogarse
rápidamente en un silencio profundo, y Pita que era sofocado por manos que
parecían emerger de un hipogrifo de mil cabezas.
–¡Soy el presidente del PMRU, me deben obediencia, me deben obediencia!
¡Soy su presidente, su presidente…!
Tarde, muy tarde, Pita. La traición, aunque velada por un halo de legalidad,
es el único delito que el pueblo no perdona, porque no es ignorante ni borrego
como tú creías. Se ahogaron, sus gritos desesperados se ahogaron entre las voces
que clamaban por redención y justicia, por aquellos brazos fuertes que lo
sujetaban y exprimían, sintiendo él mismo el dolor de la opresión.
«¡Golpista, golpista, golpista!», le gritaba el mar de gentes en la cara,
absorbiéndolo: «¡Golpista, golpista, golpista, fuera, fuera, fuera!».
50
Una encerrona por falta de decisión

___

El doctor Dobre observaba con júbilo el desarrollo de los engendros que se


movían con fuerza dentro de los vientres artificiales, y tal era la revuelta, que
golpeaban, astillándolas, las paredes de vidrio que los enclaustraban. Agrupó a
los guardias de seguridad, que lucían asustados, incapaces de comprender lo que
veían sus ojos.
‒Cada uno de ustedes –les dijo–, en el momento que yo se los solicite, subirá
al pedestal de los vientres y apretará este botón –se los señaló–. Éste sirve para
que las láminas de vidrio se levanten, salga el líquido amniótico y puedan los
hiperhumanos quedar expuestos al aire libre –bajó de la plataforma–. Sé que
tienen miedo, pues es la primera vez que contemplan algo así; los entiendo. Pero
quiero que sepan que este tipo de experimentos son muy comunes en la ciencia;
por tanto, no teman.
»Cuando el cuerpo de cada hiperhumano esté a su alcance, lo recogerán
suavemente y lo colocarán en esta banda. Ya finalizada la tarea, necesito que
bajen en el elevador y me esperen en la sala que tendrán ustedes allí enfrente.
¿Entendido?»
«Sí.»
–Bien. En media hora estaremos listos para proceder. No se muevan de aquí –
les recalcó.
Se encontró a Stefan, que caminaba junto a Zamfir, en el pasillo.
–La fase dos –le dijo el judío.
–No cree prudente, Stefan –lo reconvino Dobre–, esperar a que nazcan los
hiperhumanos? Sólo falta media hora.
–No –le contestó con sequedad–. Necesito estar ya preparado para asumir las
responsabilidades del momento. No puedo retrasarme.
–Sin embargo…
–Zamfir me ayudará –lo detuvo Stefan–; él también es científico.
Dobre se sintió menospreciado por estas palabras. «Así me paga el muy
cretino», pensó.
–Está bien –le contestó–: usted manda.
Retomaron el paso y, bajando por el elevador, llegaron al taller de robótica.
Enfrente, silente y misteriosa, se ubicaba la «CAJA», el alterador genómico, para
cuyo funcionamiento era necesario suministrar óxido nítrico, resveratrol y otras
sustancias químicas a través de miles de cañerías microscópicas instaladas en las
paredes interiores. Stefan entraría en ella, inhalaría el compuesto bioquímico y
lograría transformarse así en hiperhumano, su sueño y máximo deseo.
Deseo que no compartía el balaur, pues él mismo era un intento fallido de esa
aspiración científica. Había llegado ya a las proximidades del laboratorio, que
rodeaba ocultamente, ideando la forma de ingresar lo más desapercibidamente
posible. No obstante, después de ciertas rondas, reparó que ningún elemento
hacía de guardia.
«Romperé el portón principal», dijo, dejando al aire unos dientes deformados
y cubiertos de espuma.
Actuó como lo había pensado: ingresó, echó un vistazo al edificio por fuera y
volvió a razonar.
«El techo», prosiguió y a continuación escaló la estructura con Popescu en
lomos. Subía furioso, concibiendo en cada escalada, en cada manotada puesta
sobre el concreto, en cada sinapsis neuronal, la dulce consumación de su
expiación.
Baros y los agentes llegaron unos cuantos minutos después; les causó
extrañeza encontrar un portón hecho pedazos, aparte de la soledad que imperaba
en el patio. Scott y Tassus lo percibieron también en los gestos de ella. Blue, con
Rosa e Iliescu, parqueó el auto a un lado.
Se encaminaron; frente a las puertas de vidrio, decidieron echar una espiada
alrededor del edificio.
–Nada –le dijo Blue; la agente rumana no lo atendió.
–Vacío –agregó Rosa–. Ningún elemento de seguridad.
–¿Es posible que este edificio esté vacío? El balaur nos engañó –terció Iliescu.
Tassus, que sabía toda la verdad acerca del monstruo, enmudecía.
–No lo creo –dijo Baros.
–¿Será este el refugio del monstruo? –preguntó Scott, como dando de repente
con la clave del borroso enigma–. Quizá sea aquí donde él haya modificado su
genoma…
–No –lo contradijo Baros–. Este laboratorio pertenece a la Mafia Roja, al
Estigia, como dijo Adrian; tal vez se procesen drogas allí adentro.
–Yo no acabo de creerme eso –dijo Scott–. He escuchado decir que es un
empresario exitoso, un político de renombre… ¿Qué necesidad hay?
–Je, je –rió con sorna Iliescu–. Ay, doctor Scott, usted no sabe lo que es la
codicia. Hace que lo bueno se convierta en malo, y lo malo, en perverso.
–En mi país no suceden estas cosas –rearguyó el americano.
–No estaría tan seguro de ello –intervino Blue–. Yo mismo he llevado muchos
casos de la mafia en los que han estado inmiscuidos alcaldes, gobernadores,
senadores… En fin, como dijo el decano, la codicia no tiene límites.
Baros se molestó al escuchar la voz de Blue.
–Entremos pues –les dijo, ignorando su presencia.
Empujó la puerta, y entraron con cautela, las armas desenfundadas. Scott e
Iliescu iban atrás, sudando por la expectación, lanzando miradas. La recepción,
desolada. No obstante, escucharon voces en el segundo piso. Baros, apuntando
con la pistola, le hizo una seña a Rosa en dirección hacia unas escaleras, para que
las subieran.
–Aquí hay un elevador –le susurró Tassus a Rosa.
Ésta se lo comunicó a Baros.
–No –le respondió con la cabeza–; por las escaleras, por las escaleras. Es más
seguro.
Avanzaron. Ya en el filo de una pared de esquina, Baros espió la sala que los
recibía. Vio a Dobre alejarse de algunos hombres. Pero fue Scott y Tassus los que
caían pasmados, sin poder creer lo que divisaban: decenas de engendros que
flotaban, pataleando ya, en el fondo de aguas salinas.
–¡Esto es espantoso! –exclamó Tassus a quien una horrible culpa lo abatió–.
¡Espantoso! –e hizo un ademán por adelantarse; Scott lo cogió de un brazo.
–Calma, Tassus –lo detuvo–. Ya encontraremos el tiempo y modo de
eliminarlos.
–Silencio –les pidió Baros.
Sin embargo, los agentes estaban confundidos. El balaur les había dicho que
estaría esperándolos allí, como dándoles a entender de que ése era su hogar. No
obstante, Adrian les había asegurado que este edificio era el laboratorio de Stefan.
Y se habían enredado más cuando no fueron recibidos por nadie. Fue así que
Baros decidió entrar con arma en mano, yéndose por la versión del balaur, en vez
de esperar una acogida pacifica por parte del judío. ¿Qué hacer entonces si uno
de los allí presentes, Dobre, por ejemplo, los descubría? ¿Bajar las armas y
aceptar con gran vergüenza que penetraban aquel recinto privado sin la orden de
allanamiento respectiva o justificarse diciendo que habían sido informados que
éste era el nicho del balaur? ¿No se reiría Stefan de semejante pendejada,
pudiendo incluso interponer una demanda a la policía por abuso de autoridad?
Era necesario bajar las pistolas y tratar de entablar conversación con alguno de
los hombres del laboratorio.
Dirigiéndose a Rosa, le dijo:
–Guardémoslas –pronto metió la suya en el arnés–. Estamos desprovistos de
instrumentos legales para entrar con ellas levantadas. Concluyo en que nos
entrevistemos con ellos en primer lugar.
–¿Por qué? –preguntó molesto Blue–. ¡Mire en lo que trabajan! –le indicó en
gestos la existencia de los seres encilindrados–. ¡Son una abominación de la
Naturaleza!
–No me consta –dijo Baros–. Además no nos asiste ningún recurso legal –le
recalcó.
–Pues yo creo que sí –le contestó Tassus–. Esta es una clara violación al
Código Penal rumano, donde reza: «Queda prohibida toda manipulación sobre
el genoma excepto que sea para suprimir taras o enfermedades graves». Y lo que
estoy viendo aquí es precisamente eso, una manipulación del genoma en forma
asistida. Usted puede actuar de oficio.
–O sea que el balaur planeaba crear otras criaturas a partir de sí mismo –
irrumpió Scott, afligido–, como en la novela de Frankestein…
–No es así –lo rebatió Tassus–. Razvan dijo que Stefan planeaba crear seres
artificiales, ¿se acuerda de los «ayudantes corporativos»?
–Ahora lo veo claro… –dijo Blue.
–En todo caso –lo interrumpió rápidamente Baros–, hablaremos con Stefan, si
es que se encuentra aquí, o en su defecto con el encargado de este laboratorio, y
le pediremos las explicaciones correspondientes. Ya les dije, creo que debemos
dialogar primero.
–¿Y si trata de eliminarnos, como quiso hacer Dendiu? –lo inquirió Iliescu,
preocupado–. Ya sabe que esta gente es capaz de todo…
–Yo estoy de acuerdo con Baros –la secundó Rosa–. Es lo que procede, como
gente civilizada que somos y en respeto a las políticas policiales.
Los demás ladearon la cabeza, irritados. ¡Qué ingenuidad, por Dios! Sin
embargo, se sometieron a los ruegos de Baros, pues cualquiera de sus
actuaciones debía apegarse en conformidad a los estatutos judiciales; había algo,
no obstante, que no andaba bien. Temerosa de verse ella y sus compañeros en
serio aprietos como los que pasaron con Dendiu y acordándose de respetar las
palabras de Maior, cogió el teléfono e hizo una llamada a la gendarmería. La
atendió Ionel, el segundo en mando.
«Necesito un juez o un fiscal de público, Ionel», le pidió. «Envíanos refuerzos
a los Montes Metálicos, donde estamos encerrados los agentes de la Interpol y yo
en un laboratorio que se presume es propiedad del señor Stefan David,
investigando los casos del balaur. Mándanos al equipo forense, a los de
inspecciones oculares y también a la brigada “Vlad Tepes”. Hay algo grande
cocinándose en este lugar. Hazlo rápido, Ionel».
Apenas cortó la llamada y escuchó una voz fría exclamar desde el pasillo:
–¡Guardias, detengan a esos intrusos! ¡Esta es una zona restringida, zona
restringida!
Era Dobre quien los increpaba con rabia, blandiendo los brazos «¡Seguridad,
seguridad!», siguió el doctor. «¡Deténganlos!». Los hombres abandonaron la sala
y rodearon a los agentes, que se mantuvieron serenos, en un intento por justificar
su presencia. Con lentitud, Baros sacó su placa policial.
–Agente de Investigación –le dijo.
–¿Tiene orden de allanamiento? –le preguntó Dobre–. Si no es así, salgan de
inmediato…
Blue intercedió:
–Necesitamos entrevistar al señor Stefan David –le dijo.
–¿El señor David? Salió hace quince minutos. Tendrán que volver.
–Acabamos de llegar, señor…
–Dobre –lo completó el doctor–. Lo siento, señores, pero tendrán volver otro
día.
Y al decir esto, ordenó a sus hombres sacar a los agentes. Uno de ellos tomó a
Baros por un brazo y la arrastró por el corredor, en tanto que hacían lo mismo
con la compañía.
–¡Suélteme! –le gritó Baros–. ¿No sabe lo que está haciendo? –dirigiéndose al
doctor–. Obstruye usted la labor de la justicia.
–No hasta que me muestre una orden judicial, señorita –le respondió Dobre–.
Salga, por favor.
–Pues no nos iremos –le espetó Baros–, hasta que regrese el señor David; lo
esperaremos.
–Si es lo que desea –le contestó Dobre con una sonrisa maliciosa–, pues
tendrán que esperarlo en una sala especial –y ordenándole a sus hombres–:
Llévenlos al sotano, a uno de los habitáculos de la bodega. Hablaré con Florin.
Los sacaron a empellones. Dobre, en su interior, estaba frenético. No en vano
había escuchado que las mentiras no son eternas. Se veía descubierto por la
policía y era seguro que, de emprenderse acciones legales, tendría que someterse
a la justicia. ¿Cuántos años de prisión le aguardarían? Quince, veinte, treinta.
Pasaría su vejez en la soledad de los barrotes. ¡No, no lo permitiría! Corrió en
busca de Stefan hacia el taller de cibernética, sudando, las piernas temblorosas,
pensando en que la vida era injusta con los hombres que luchan a favor de
perfeccionar la Naturaleza. ¿Qué mal había hecho él sino guardar en su pecho el
deseo de despojar a la humanidad de su animalidad al convertirla en una raza
homínida superior? ¿No era acaso esto lo que deseaba Dios para nosotros, que
fuéramos perfectos? ¿Y entonces por qué debía él enfrentarse a la justicia por ello?
Sí, era injusto, barbárico, tal como la ley de los hombres, dura e irracional.
51
La voluntad del pueblo

«Y aquel foco ardiente era el sol, pero un sol nuevo, sin manchas, de incomparable
magnificencia que, forjado y encendido por la comunión de las almas, saludaba con la
áurea pompa de sus resplandores a una nueva Humanidad»,

–Baldomero Lilo, El rapto del Sol

___

Los balazos le habían dado en la cintura a Razvan, quien, aun caído, agarró
fuerzas de los ánimos del pueblo para derribar a Pita. La gente cayó sobre el
usurpador, que no cesaba de insultarlos y pedir que no lo sacudieran
violentamente.
–Yo soy el presidente del PMRU, hijueputas –gritaba Pita, enloquecido del
terror–. Yo, yo, Mihai, Mihai…
–¡Vete a la mierda, golpista cavernícola! –le espetó un señor anciano–. ¡Eres
un vil ladrón, hipócrita descarado!
–Pero la Ley, viejo ignorante, la Ley está conmigo –invocaba el pobre
secretario–. Nadie puede estar por encima de la Ley…
–La Ley la creamos nosotros –le rebatió otro dignamente–, el Pueblo. Nadie
puede estar por encima de la voluntad del pueblo… Hasta yo, que sólo hice
educación primaria y no como tú que tienes doctorados, sé que las leyes las
creamos nosotros, el pueblo. ¡Ya cállate, manipulador desgraciado!
–La voz del pueblo es la voz de Dios –recalcó un tímido Faina.
Con las mismas cadenas con que le había cerrado los portones a la gente, con
esas mismas lo ataron. Lo llevaron al salón de Asambleas y sentaron en un
banquillo. Brudan levantó a Razvan; lo ayudó Sonia con la ayuda de Faina y
condujeron al diputado hacia el lugar. La herida no era de muerte, pero se
desangraba con rapidez. Un doctor apareció entre la muchedumbre y lo asistió.
Uno de los líderes locales tomó el micrófono.
«Hoy someteremos a juicio político al impostor de Mihai Pita», dijo, «a este
traidor de la Patria, a este ignominioso ser que no tuvo escrúpulos para
desbancar a nuestro amado presidente Razvan Snagov, elegido por nosotros en
las urnas y electo por nuestra voluntad en la Asamblea como candidato a
elección popular».
La gente empezó a aplaudirlo con frenesí desmedido.
«Y hoy enjuiciaremos a los politicastros que se aliaron con este hombrecillo.
¡Señor, Tariceanu! –le pidió a uno de los dirigentes locales–. Tráiganos el Acta
donde se plasmó el derrocamiento».
El hombre le llevó el documento.
«Aquí están los nombres de los traidores –gritó y empezó a nombrarlos uno
por uno–: Mihai Pita, secretario; Petru Săftoiu, fiscal –los reunidos, exaltados,
comenzaron a gritar y silbar los nombres–; Ismail Seres, tesorero; Mihail Borbely,
contralor…», hasta que finalizó con los cinco personajes que avalaron la
deposición.
–¡A la mierda con los traidores! –gritaron al unísono, zarandeando las sillas.
El rugido era ensordecedor–. ¡Traidores, traidores, traidores!
Pita temblaba de frustración y los incitaba diciéndoles:
–¡Todos ustedes son un hatajo de ignorantes! ¡Ustedes no son el Pueblo,
ustedes no son el Pueblo! ¡El verdadero pueblo es aquel que les da trabajo a
ustedes para que no se mueran de hambre, ése es el verdadero pueblo, el que
hace crecer a este país con sus empresas! ¡Son todos unos ignorantes, unos
ignorantes! ¡No se saldrán con la suya, no; lo juro por Dios!
–¡Qué alguien calle a ese gran idiota! –gritó otro–. ¿Y qué, grandísimo tonto,
crees tú que las herramientas y las máquinas se trabajan solas o que tú patrón se
quiebra la espina como nosotros rumbándole riata todo el santo día en la fábrica?
¿Quién crees que le crea la riqueza a él? ¿Acaso la crea él solito, con sus manitas
de mujercita? ¡Vete a la mierda, golpista basura! ¡Nosotros queremos como
presidente a nuestro amado Razvan!
«Calma, señores», apareció Brudan en el estrado. «Dejemos que tome la
palabra nuestro presidente elegido en las urnas: Razvan Snagov».
El eco de aquellas voces populares resonó tan fuertemente en el auditorio que
pudo escucharse a cuadras de la casa partidaria. Razvan tomó el micrófono.
«Veo que tenemos quórum esta tarde», dijo. «Por tanto, los convoco a una
Asamblea General».
–¡Sí: votamos a favor de la Asamblea! –exclamaron alzando los brazos.
Llamó Razvan a algunos ciudadanos y les pidió tomar posiciones: «Usted
hará de secretario», le señaló. «Tome asiento y anote todo lo que aquí se diga». Se
llevó a cabo la Asamblea y entre los puntos tratados se exigió su restablecimiento
a la presidencia y la remoción, con expulsión del partido, de los directivos
conspiradores. El resultado de la votación fue absoluto, plenario.
Liberaron a Pita de sus vergonzosas cadenas y lo echaron en medio de
abucheos tremendos.
–¡Adiós, títere y payaso de la oligarquía! –le gritaban–. ¿Con que te gusta lo
fácil, eh? Porque fácil y bonito es ponerse de lado de los fuertes y de los ricos –lo
rechiflaron–. ¡Ten vergüenza, Pita, lameculos, golpista de mierda!
Y el pobre Pita que no hallaba donde esconder la cola.
–¡Agarra huevos y ponte de lado de nosotros, los pobres, los débiles en
recursos! –lo seguían pinchando–. ¡Rastrero!
Al clamor de esta palabra, todos empezaron a gritar al unísono:
–¡Rastrero, rastrero, rastrero! ¡Lameculos, lameculos, lameculos! ¡Golpista,
golpista, golpista!
Pita juraba y perjuraba que se vengaría. Pero el rugido atronador de la gente
humilde lo intimidaba; corría por la sala lloriqueando por la humillación.
–¡Ay, está llorando la niña! –dijo otro desde el fondo–. ¡Pero cuándo te
opusiste a que nos aumentaran unos centavos al salario mínimo se te veía
sonriente al lado de tus patrones! ¡Vete a llorar a la mierda, lameculos farsante!
¡Eres el peor hijo que hayan podido parir los vientres de nuestras mujeres!
Razvan hizo detener las arremetidas verbales. Se tocaba constantemente los
vendajes y hacía un esfuerzo extraordinario por hablar.
«Señores», continuó. «Quisiera empezar por decirles que yo también estoy
avergonzado de mí mismo por la actitud que mantuve años atrás. Acepto que me
equivoqué. Hoy me he dado cuenta que no existe otra finalidad para la política
que no sea la de hacer cumplir y buscar la voluntad y el bienestar del pueblo. No
valen constituciones, códigos, ni reglamentos que obvien o estén por encima de
esta voluntad soberana. Y me he dado cuenta también de que nuestra actual
constitución no beneficia al Pueblo sino a aquellos que se benefician de su trabajo
y esfuerzo, a aquellos que no cesan de explotarlo. ¡Juro, en el nombre de Dios,
que lucharé por cambiar este estado de cosas, lo juro!
Otra vez la algarabía general.
«Juro que lucharé para que el pueblo vuelva a poseer los medios de
producción, los trabaje para sí mismo y goce así de la generación de su propia
riqueza. ¡Lo juro!»
No creo necesario volver a repetir lo mismo: la exaltación era suprema.
Finalmente, Razvan era acogido como el héroe que siempre fue, como el hombre
que estaba destinado a sufrir sus propios desatinos, pero igualmente como el
hombre que estaba señalado a enseñarle a su pueblo que no existe otra finalidad
en la vida que servir en pos de la voluntad popular, que no había otro destino
para el hombre que el de ayudar a su prójimo y luchar por alcanzar su igualdad,
en todos los aspectos –económico, social y político–, pues todos hemos nacido de
un mismo vientre, de una misma madre, la Tierra, quien ha investido a todos sus
hijos, otorgándoles libremente sus recursos, con los mismos derechos y
obligaciones. Faina, emotivo, lloraba al lado de un Brudan victorioso que
acariciaba los flequillos cobrizos de su hija Sonia. El gentío entero se levantó para
ovacionarlo. Razvan Snagov, el libertador, hacía historia de nuevo, no porque él
lo hubiera querido, sino porque poseía un corazón noble, generoso, atento y
siempre solícito por defender y auxiliar al más pobre y débil, antes que velar por
su propia suerte.
52
El verdadero espanto de Bucarest

«“¿Qué hacer con el Monte de los Sustentos?” Va Quetzalcóatl en seguida y hace


intentos de cargarlo. Lo ató con cuerdas, pero no pudo levantarlo. Con los granos de maíz
echa suertes Oxomoco y su esposa Cipactónal empieza a leer los destinos. Y los dos
dijeron juntos: “Lo ha de quebrantar el dios llagado [Nanáhuatl]”. Y ellos echaban sus
suertes.»,

Anónimo, Poemas épicos aztecas


___

Stefan se apostó frente a la «CAJA», los ojos fijos, seguros, con la sensación en
el pecho de que un nuevo orden mundial estaba por ser erigido. Sonrió. Él era el
predilecto de sangre, el mesías redivivo, la encarnación de lo perfecto. Dio un
paso hacia adelante al tiempo en que las puertas se abrían de par en par.
–Espere, Stefan –le pidió Zamfir–. ¿Está seguro de lo que va a hacer?
–Es mi destino –le contestó éste, positivo–. Soy eterno. Ahora debo convertir
mi naturaleza humana, todavía débil e imperfecta, en una superior,
hiperhumana, plena de fortaleza física, intelectualidad, ¿y por qué no?, de
divinidad.
Zamfir cimbró los labios. «Esto es una locura». Se consolaba con imaginar que
la CAJA, como los humanos que Stefan tanto despreciaba, funcionara
imperfectamente. ¿Qué pasaría si así fuera? Por experiencia sabía que un
organismo complejo se deformaría en vez de perfeccionar, se convertiría en
bestia en vez de un dios. También se le cruzó otra idea premeditada: «Cuando
Stefan entre a la cámara del alterador genómico, yo subiré al tercer piso y me
lanzaré en el interior del Procesador». Encontraría la muerte con ello, era cierto,
pero podría por fin aplacar el dolor que le destrozaba minuto a minuto la
conciencia.
–Adelante, pues –le sugirió Zamfir–. Si la ciencia termina con la creación de
usted como hiperhumano, no hay porque demorar más el acontecimiento –
manipuló una clavija del panel de control–. Adelante.
Stefan, levantando una mano, caminó con paso decidido e ingresó a la cámara.
Tenía Zamfir el botón rojo encendido sin marca ni nombre a pocos centímetros
del dedo. «No, no lo haré», y lo alejó. Era hora de salir corriendo hacia el
Procesador y evitar así el nacimiento de los engendros. Dio entonces media
vuelta, sudoroso, en tanto que Stefan, quien esperaba en la cámara, empezó a
exigirle a gritos: «¡Proceda, proceda!».
Pero Dobre le cortó el paso.
–¿Hacia dónde va, doctor Zamfir? –le dijo con sarcasmo–. ¿No tiene acaso una
tarea que hacer?
Dobre se acercó a los controles, trasteó el monitor y echó un vistazo al «Menú
de Tareas en Proceso». Volvió a reír.
–Vamos, doctor –lo espoleó amañadamente–: Púlselo; no hay nada que temer.
Desde el instante en que usted lo presione, entrará la especie humana a un nuevo
umbral, maravilloso y jamás visto. Conquistaremos las estrellas, Zamfir, y este
planeta se nos quedará pequeño.
«No, no puedo hacerlo», deliberaba punzantemente Zamfir para sus adentros,
ante la vista depredadora de Dobre que reía con una perversidad manifiesta.
–¿Flaquea, Zamfir? –le preguntó–. ¿A qué le teme?
Se escuchó el grito de Stefan proveniente del interior:
«¡Proceda, proceda, proceda!».
–Vamos –siguió Dobre–, púlselo. ¿No tiene confianza en la ciencia? ¿No?
Dijo esto con ambigüedad y, haciéndolo a un lado, le gritó, «¡cobarde!», a la
vez que presionó el botón escarlata. Zamfir, que vio la acción con espanto, se le
abalanzó para tratar de frenarlo, sin embargo Dobre le dejó ir un golpe certero a
la quijada. Se levantó el doctor, ardido, ganoso por cobrarse el puñetazo; pronto
cayó en la cuenta de que sería mejor dirigirse al Procesador y sabotearlo.
Salió corriendo, delirante, por lo lúgubre de los pasillos, evadiendo la fiereza
de un Dobre que, alcanzando a captar sus intenciones, se apresuraba a
perseguirlo con arma en mano. Subió al segundo piso sólo para encontrarse con
los guardias de seguridad que esperaban el momento indicado para asistir los
nacimientos y que al verlo se extrañaron, ajando las caras, por el intempestivo
efugio. Dobre apareció y los increpó exigiéndoles que apresaran al fugitivo.
–¡Tras él, imbéciles, tras él! ¡Dispárenle si es necesario!
Zamfir llegó a la sala del gran procesador y cerró con llave la puerta. Jadeaba.
Se acercó a la máquina, abrió el escotillón, y el chispeo de las emulsiones en el
ruedo de su blanco pantalón; oyó, antes de arrojarse, el derribo de la puerta.
–¡Deténgase, doctor Zamfir! –lo reconvino Dobre–. Dialoguemos. Seamos
sensatos.
–¿Dialogar? –le espetó el doctor con ironía–. ¿Dialogar cuando me apunta
usted con esa pistola? ¿Me cree un idiota?
Dobre bajó el arma, mas no la de sus hombres, y dio muy despacio algunas
pisadas, a tientas y con un halo de sumisión. Atrás de la espalda escondía una
mano con la que hacía señas a los guardias para que dispararan en el momento
que abriera el índice y el pulgar simultáneamente.
–Escúcheme, Zamfir –le dijo–. Baje de allí y alcancemos un acuerdo.
Zamfir dio un paso atrás, y la seña de Dobre que a alertaba a sus secuaces:
dispararon con la rapidez propia de un asesino; tras el estallido, las balas
recorrieron con velocidad milimétrica el espacio entre el cañón y el pecho de
Zamfir, que cayó desde lo alto al piso.
Rendido el doctor, Dobre se acercó para rematarlo; antes lo tomó por los
cabellos, diciéndole a los oídos:
–Se pasó usted de estúpido, Zamfir: Nada ni nadie podrá impedir el
nacimiento de los hiperhumanos, como tampoco podrá ser impedido el
perfeccionamiento de la Naturaleza por sí misma. La evolución de las especies es
inevitable, es la Ley –le colocó el arma en la sien–. Hasta la vista, doctor…
–Usted y Stefan están locos… –apenas logró decir Zamfir, agónico–… Me
escucha… locos, están locos…
–¡Cuidado, doctor Dobre! –le gritó uno de los guardias–. ¡Alce la vista!
Fue algo terrible de contemplar: las láminas del techo crujían por la acción de
unas garras filosas que lo rasgaban por entero, y de en medio del agujero,
veladas por la luz solar, unas fauces tremendas rugían y daban paso a la figura
de una bestia corpulenta que se desprendía de los horcones con cólera impetuosa.
Era el balaur. Cayó al suelo y, cogiendo a Dobre del torso, lo lanzó al interior del
Procesador Genómico que empezó a estremecerse por la incapacidad de
comprimir el volumen de un cuerpo más pesado que las moléculas que
acostumbraba a alterar. Los hombres atacaron al monstruo, mas, para su
desgracia, éste acabó con ellos y también los arrojó al batidor industrial que en
minutos reventó en medio de una explosión de plasma.
Segundos antes, la alarma del contador, que anunciaba el nacimiento de los
engendros, había empezado a zumbar con potencia:

PROCESO DÍAS HORAS MINUTOS SEGUNDOS


GESTACIÓ
N 270 00 00 00…

Retrueno que pudo ser escuchado por Baros, quien luchaba por contener los
reclamos de Scott, Tassus y de los agentes: se hallaban encerrados en un cuartito
macilento de la bodega.
–¿Lo escuchó usted? –le preguntó Scott.
–Sí –le contestó la agente–. ¿Qué habrá sido?
–No lo sé –le dijo el americano–, pero creo que es necesario que
investiguemos. ¡Salgamos de aquí!
Blue secundó este pronunciamiento; sacó su arma y disparó contra el llavín,
que voló por los aires. Rosa empujó la puerta y se cercioró de que no hubiera
guardias alrededor.
–Limpio –les dijo–. Subamos.
Ascendían por las gradillas, ignorantes de lo que acontecía y en un santiamén
llegaron al primer piso; al fondo, aislado por una puerta metálica, se escondía el
taller de cibernética. Decidieron empezar por inspeccionarlo.
–Iré yo primero –dijo Blue.
Ya iba cogiendo el picaporte cuando la hoja de la puerta se esfumó de sus
manos.
–¡Dios mío! –gritaron todos–. ¿Qué… qué es esto? ¡El balaur!
Efectivamente, al otro lado del resquicio, estaba apostado un ser sobrenatural
que reía con satisfacción extrema. Era Stefan David que se había convertido en
hiperhumano. Empero, algo había salido mal durante el experimento, y la
transformación, en vez de perfeccionarlo, lo había deformado físicamente,
aunque éste consideró la operación como exitosa. Bramaba de júbilo. Al
encontrarse a los agentes, advirtió la silueta de Baros.
–Mi reina –dijo en una especie de gruñido–. ¡Serás mi reina!
Se lanzó contra ellos. Sonaron los disparos. Scott, desarmado, huyó al lado de
Tassus, que halaba a Iliescu, escaleras arriba; Baros, atrás, les gritaba a Rosa y
Blue que escaparan. Stefan simplemente les propinó un manotazo en la cara:
cayeron desmayados.
Alcanzaron el segundo piso, eludiendo los resuellos de Stefan. Pero lo que
vieron ante sí los desalentó por completo.
–Muertos –sollozó Scott–. Estamos muertos…
Rompiendo el vidrio de los vientres artificiales, decenas de criaturas habían
salido a inundar los pasillos en una marcha tremulante. Parecían zombis que
circulaban bajo el comando de un poder oscuro y gritaban horridamente del
hambre. Pronto apareció Stefan dando saltos. Estaban atrapados. Baros lo encaró.
–¿Dónde está Popescu? –le preguntó creyendo que era el balaur del Baneasa.
Stefan rió.
–Mi reina –le contestó, obviando la pregunta que, por su lado, no le
importaba–. El destino te trajo hacia mí para que seas mi reina.
Baros no comprendía aquellas palabras; Scott se acercó para defenderla.
–¿Quién es usted? –lo inquirió.
–Yo –le respondió Stefan– soy el futuro, el logos, el principio y el fin de la
humanidad.
Se apoderó de ellos un frío terrorífico.
–Ellos –continuó– son mi hijitos, sus amos.
Se adelantó Stefan para coger a su presa, pero, inesperadamente, un golpe
contundente lo derribó a tierra. Era el balaur quien lo acometía con furia
homicida y, sin dejarle espacio a que maniobrara, lo atacó a zarpazos.
Uno de los hiperhumanos, tremebundo, agarró a Tassus de un brazo con
tanta fuerza que éste lanzó un gemido de dolor. El balaur lo escuchó y se volvió a
rescatarlo, circunstancia que aprovechó Stefan para encimársele.
Liberado, Tassus urgió a Baros y Scott para que se escabulleran gradas abajo,
pese a que los hiperhumanos los perseguían en busca de alimento, pues habían
sido los primeros en ser vistos y los consideraban, por instinto, sus padres.
–Salgamos por puerta principal –les dijo Tassus–. ¡Escondámonos en los
bosques!
–¿En los bosques? –exclamó Scott–. Pero ese lugar está lleno de bestias.
Entonces repararon en que un hiperhumano se aproximaba al cuerpo de Rosa.
¡Oh, Dios, los agentes americanos! Empuñó Baros el arma y disparó una y otra
vez contra los seres.
–¡Vayan por ellos! –les gritó a Scott y Tassus–. ¡Rápido! Yo los cubriré.
Lo seres contranaturales eran indestructibles. Caían rugiendo pero luego se
volvían a alzar. Scott cogió a Blue y Tassus a Rosa, y los arrastraron por en medio
de la balacera y de los cientos de brazos de aquellos engendros que se
desplomaban a su lado. Uno de ellos agarró el talón de Scott, que se derrumbó.
Elevó una mirada de pena y amor a Baros. Enfurecida, recargó su Beretta y se
acercó a rescatarlo.
–¡Salga ahora, Scott, salga!
No tardó mucho para que Stefan y el balaur aparecieran en la sala,
destruyéndolo todo. La lucha era impresionante, titánica. Stefan se adentró al
taller de cibernética y surgió de él con una estaca metálica.
–Me has buscado por meses para asesinarme –le dijo el judío–. Hoy será tu
último día. Antes dime, ¿es Dendiu tu creador?
El balaur bufó de ardor.
–Stefan, voy a despedazarte asesino –vociferó.
Aun sabiendo de las intenciones de Stefan, surcó un espacio de diez metros
para caer encima del judío, que, sacando la estaca que tenía escondida, se la
ensartó en el pecho. El balaur empezó a balbucear y chorrear sangre por la boca,
despeñándose en su presencia. Stefan, victorioso, lo levantó y lanzó al taller de
robótica.
Se volvió hacia Baros, que lo había reconocido por las palabras del balaur.
Rosa y Blue despertaron y lo que vieron les pareció horroroso. Tassus y Scott los
atendieron.
–Vaya –dijo sardónico Stefan–, usted aquí, profesor Tassus: creí que estaba
muerto.
–Usted.. ¿usted mandó a destruir el laboratorio? ¿Quién es usted?
–Es Stefan David –le dijo Baros haciéndolo a un lado; enfrentó al judío–. ¿Por
qué se embarcó usted en esto? –La rabia casi la hacía llorar.
–¿Por qué? –le contestó irónicamente–. ¿No son los resultados palpables por sí
mismos?
Baros negó con la cabeza; no entendía aquella megalomanía. Stefan bramó.
–Veo que no puede distinguir entre lo perfecto y lo imperfecto. ¿No ve que yo
soy el futuro de la humanidad? ¿No ve en mí a un ser evolucionado en su
máxima expresión?
–No –le respondió Baros–. Lo único que veo es una bestia asesina, repugnante.
–¿Asesino? –exclamó sorprendido–. No, mi querida agente Baros, no soy
ningún asesino. Él –señaló al balaur– es el autor material de los asesinatos y
Adrian Dendiu, el intelectual. Yo me he dedicado a defenderme.
–Cómo creerle, señor Stefan –siguió Baros, conmocionada–. Si es usted igual
al balaur.
–Yo acabo de hacerme perfecto hasta muy poco, agente, allá, en aquella
cámara de gases ‒la señaló.
–¿Es usted el Estigia? –volvió a preguntarle.
Stefan se contuvo un momento; después, reflexionando en que ya no
importaba si lo afirmaba o no, pues acabaría con ellos ese mismo día, le dijo:
–Sí.
–¿Mandó a matar a Alexandru, el Químico?
–Sí.
Entonces apareció un Popescu convaleciente.
–Él hizo el trabajo por mí –levantó el dedo y lo punteó.
–¿Yo? –exclamó el agente que no sabía de lo que hablaban.
–Sí –prosiguió–, Popescu. Yo, Stefan David, soy el Estigia.
El otro quedó pasmado por aquella declaración. Ni él sabía que trabajaba para
uno de los hombres más poderosos de Rumania.
–Es por eso que usted nunca se dejó ver de mí –le reclamó el agente.
–No podía hacerlo. Soy el líder de la Mafia Roja y hubiera sido inadmisible
que las autoridades lo supieran, especialmente tú, Popescu, pues me habrías
extorsionado y habría tenido que eliminarte. Me eras más útil vivo.
Baros le echó una mirada de desprecio a Popescu: siempre supo que era un
traidor. Sin embargo, sintió una herida en el alma.
–¿Vendiste tu conciencia por una ficha? –le dijo–. Me da pena saber que eres
un interesado y sobornado, pero más me duele aceptar que me hayas traicionado
todo este tiempo. ¡Aléjate de mi vista, aléjate, cerdo!
Popescu, que estaba desarmado, hizo un ademán por agredirla. Pero Stefan lo
detuvo.
–No te muevas –le dijo–. Ahora que te has enterado de la verdad, ¿seguirás
bajo mis órdenes?
El agente le contestó afirmativamente.
–Bien –lo amonestó–. ¿Y ustedes? –se dirigió a la cofradía–. ¿Se someterán a
mis designios?
–¿Por qué habríamos de hacerlo? –le espetó Scott.
Stefan dio un salto tremendo y se apostó bajo el gran intersticio de la entrada
principal, cuyos cristales transparentes dejaban escurrir una gama esplendida de
partículas fotónicas que se desprendían de un sol rojo medio oculto en el
horizonte lejano. La escena era davídica, deslumbrante. Alzó ambos brazos y
empezó a gritar con fuerza ante el empuje de los engendros que se le agolpaban
alrededor:
–¡Yo soy Dios! ¡Yo soy Dios!
Gozoso, magnificente, impregnado de su propia gloria, apenas pudo darse
cuenta de que los cristales reventaban en mil pedazos, como tampoco advirtió
que el espectro de Adrian emergía, hermético y expedito de la nada, con el brazo
desplegado en posición supina.
–Si tú eres dios –le dijo Dendiu–, entonces yo soy el diablo, y ¡triunfo! ¡Muere,
maldito bastardo! –y traspasó el cuerpo del dios sin dominio, quebrantándole la
medula espinal.
Stefan, trémulo, agarró el brazo que lo atravesaba e intentó arrancárselo, pero
Adrian, insertándolo más, le susurraba por detrás del oído:
–Heme aquí vengando el nombre de mi padre y el mío. Paga ahora todo el
daño que me has infligido. ¡Muere, muere!
Se arrodilló Stefan maldiciendo el nombre de Dendiu, y trataba de razonar el
por qué de aquella injusticia, él, el hombre que sólo deseaba evolucionar al
género humano a su máxima expresión, estaba siendo asesinado vilmente por un
homicida consumado. Sus hijos, los hiperhumanos recién nacidos, lo rodearon,
pero advirtió el judío que ellos eran como niñitos, que no sabían lo que en
verdad ocurría ni tampoco el futuro funesto que les esperaba. Bañado en sangre,
abatido más por la impotencia que por la herida, cerró Stefan los ojos y murió en
manos de Adrian Dendiu.
Caído el rey y satisfecho consigo mismo, Adrian comenzó a hacer ostentación
de su poderío. En una carnicería brutal, exterminó a cada uno de los engendros,
mientras los agentes subían nuevamente hasta el tercer piso, huyendo de su
locura parricida. Encontraron a Zamfir, que aún respiraba. Al toparse con
Popescu, gimió:
–Hay que detener a Stefan David… Está enloquecido…
Baros se hincó para consolarlo.
–Ya terminó, doctor; todo ha terminado…
–No… –le dijo–. Hay que destruir el lugar, los archivos, documentos de
investigación, ¡todo!, para que nadie pueda hacer lo mismo en un futuro
cercano…
Tassus le pasó una mano por debajo del cuello.
–Soy el único del grupo «Libertad» que vive, doctor Zamfir –le dijo–. Tenga
por seguro que no revelaré una palabra de lo que sé. Me marcharé de Rumania
una vez que esto termine.
–¿Terminar? –lo remedó Adrian pasando el soportal de la puerta–. Esto
apenas empieza. Lo único que lamento es que tendré que eliminarlos, excepto a
usted, Tassus, y a usted, Zamfir, que vivirán para recomenzar mi obra.
–No, señor –le contestó Tassus–. No trabajaré para usted si uno de mis amigos
llegara a dejar de existir. Eso se lo juro.
–Ah sí –le respondió con sarcasmo y se arrojó contra Blue, al que cogió del
cuello–. Aquí soy yo quien tiene el poder, la fuerza y la inteligencia, por tanto,
me arrogo el derecho de hacer lo que me plazca –socó el gollete del agente–. ¿Me
entiende ahora?
–Está bien –le dijo Tassus, sometido–. Usted gana. Déjelo que viva, por favor.
Haré lo que me pida.
Lanzó Adrian a Blue por entre los escombros del Procesador.
–Ya es hora de aniquilarlos –emergieron unas garras del dorso de su mano–,
pues no me conviene que queden testigos, mucho menos del tipo policíaco –se
carcajeó cruelmente.
–Aunque nos mate –le dijo Rosa–, las piedras hablarán por nosotros. Está
escrito en la Biblia.
–Hay que dejar la literatura sacra a un lado. Ata más que libera…
Caminó Adrian con engreimiento hacia ellos, seguro de su potencia; no
dejaría tronco con cabeza. Los agentes se dispersaron por las cuatro esquinas de
la habitación, en tanto que Scott y Tassus corrieron hacia los ventanales.
–Lo haré de a uno –dijo riéndose–. ¡Usted será el primero! –se elevó en
dirección a Rosa.
Blue, en el suelo y entre los escombros, descargó su arma en Adrian, pero éste
no sufrió menoscabo alguno y cayó enfrente del gay latino, con las garras al
descubierto. Circunstancia que aprovechó Scott para correr rumbo a la puerta en
busca de la escalera. Dendiu se percató de la acción y volvió a elevarse, pero
entonces Baros, en una tetra imprevista, se dirigió a las ventanas, las abrió e hizo
como si escaparía por ellas. Apenas puso un pie en el suelo, Adrian se alzó para
detenerla. Jugaban al gato y al ratón.
De pronto se escuchó el retumbo de un rotor en las cercanías. Adrian enfocó
la visión.
–La brigada Vlad Tepes –exclamó Baros–. Será mejor que se rinda, Dendiu.
–¿Rendirme? –le contestó, irónico.
«¡Gendarmería, gendarmería!», vociferó por un altoparlante Ionel, el
subcomisionado, desde el apeadero del helicóptero frente al edificio: «Repito:
¡Gendarmería, gendarmería! De acuerdo con el artículo 200 de nuestro código
penal, mediante auto motivado, se ha ordenado el allanamiento de este lugar,
pues hay una denuncia de que existen personas retenidas y que deben ser
rescatadas. ¡Depongan las armas, repito, depongan las armas!»
–Desista, Adrian –le dijo Baros–. Le prometo que tendrá usted un juicio justo.
Dendiu hizo como si reflexionara. ¿Y si acababa con todos, incluyendo a los
policías? ¿A quién culparían por la masacre? ¿No estaba Stefan allá abajo? He
aquí una magnífica oportunidad para liquidarlos de una vez y en un mismo sitio.
–Está bien –le comunicó a la agente con falsa irresolución–. Me rindo. Dígales
que bajen para que puedan aprehenderme.
–Tendré que esposarlo –le advirtió Baros–. Por seguridad.
–Haga como le plazca –le contestó Adrian–. Tome, aquí están mis muñecas.
Lo arrestaron y condujeron al patio de afuera. Cuando pisaron la sala de
recepción, Tassus se acordó de su amigo el balaur y, entrando al taller de
robótica, lo encontró desvanecido en la blanca cerámica. Extrañamente, su
cuerpo había vuelto a su configuración original. Tassus, condolido, se postró ante
él. Baros, intrigada, encargó a Adrian a los agentes, e ingresó al taller: sus ojos
destellaban de asombro.
–No puede ser él –exclamó.
–Sí, agente, es él –le contestó Tassus–. Mi amigo querido.
–¿Pero por qué?
–¿Por qué? Por lo que nos dijo allá en el Sportiv Dinamo: Stefan lo mandó a
eliminar a él y a su familia.
–Stefan tendrá que pagar por esto, Tassus.
–Ahora no importa, Baros. De verdad que no… –se lamentó sobre el cuerpo–.
Cuando esto acabe me largaré de Rumania, agente. Los recuerdos me abruman…
Levantó a su amigo y lo llevó a espaldas. Baros notó que las aletas de la nariz
se le expandían.
–¡Espere, Tassus! –le pidió–. Este hombre respira todavía. Cárguelo con
cuidado.
–¿Vive? –lo bajó de nuevo y lo esculcó–. ¡Sí, gracias a Dios!
Sus ánimos gozaron de una revitalización desmedida. Lo cargó en lomos y lo
escoltó hasta donde los esperaba Adrian, sumiso, vigilado por Blue. Vio a Ionel
que, resguardado por la brigada y con los cabellos revueltos por la ventisca
emanada de las aspas, caminaba a su encuentro. Popescu iba pensativo: ¿Se
dejaría conducir a la cárcel? Estaba rodeado, sin chances de escapar.
–¿Y esto? –preguntó sorprendido Ionel al ver a aquel ente robótico–. ¿Qué
pasa?
–Es el autor de los asesinatos achacados al balaur –le contestó Baros–. Es un
asesino confeso, y el fin de la investigación de los casos.
–¿Segura?
–Aquí están los testigos –señaló a Scott, Zamfir y los agentes–, la confesión del
autor material, y las evidencias materiales que lo incriminan podemos
recopilarlas en el laboratorio del Colentina, en Bucarest, y en el de acá, los
Montes Metálicos. Mandé usted a inspeccionar a los equipos forenses y
especialistas en escenas del crimen.
–¿Quién se esconde tras la máscara y el traje de superhéroe? –siguió
preguntándole en bromas.
–El señor Adrian Dendiu –le dijo.
–¿El renombrado químico del Colentina? ¿Es usted, señor Dendiu? –se dirigió
a él.
Adrian bajó la cabeza, a la vez que, en un ademán rapidísimo, rompió las
esposas que lo sujetaban. Dio un golpe a Ionel y embistió a la brigada. Scott
corrió hacia el helicóptero, seguido por los agentes y Tassus. Baros recogió a
Ionel y juntos subieron.
–¡Ascienda! –le ordenó Baros al piloto–. ¡Ascienda, ascienda! ¡Rápido, rápido!
El piloto maniobró con presteza y se alejaron dejando atrás a la brigada Vlad
Tepes, que se enfrascaba en una lucha a muerte en contra de Adrian.
53
El ocaso de un imperio maligno

___

–Es un hecho –le dijo Copos a Mircea Pogea por el teléfono–. Los auditores
han encontrado muchas partidas que son injustificables de mi parte. No sé qué
decirles. Han amenazado con meterme a la cárcel…
–¡Idiota! –le gritó el contralor–. Debiste haber llevado una doble contabilidad.
Mircea le reprochó a Stefan, en la distancia, el exceso de confianza puesto en
su poder político, así como a su irónica pedantería de rechazar la sabia tarea de
adquirir consejos prudentes. Jamás creyó en la advertencia de que las
autoridades fiscales, una vez caído, le examinarían con minuciosidad los estados
financieros de sus compañías. Confió demasiado en los medios de compensación
monetarias para cegar a las autoridades o en la pretensión de que le bastaba su
sola celebridad para evitar cualquier descargo público, creyendo que era único
en su género, despreciando el poder de sus enemigos. No fue esto un craso error
hasta ahora en que él no podía ya defenderse con sus prerrogativas. Flutur
fiscalizaba sus empresas con la escrupulosidad propia de un burócrata neurótico,
y al final del día había acordado entablar sendas demandas contra el judío ante el
Ministerio Público rumano, donde exponía las razones que llevaron a Seicorp a
cometer dos de los más grandes delitos tributarios de la nación: defraudación
fiscal y lavado de activos.
–En los próximos días –continuaba Copos–, según me lo ha explicado el
auditor, el Estado investigará a Seicorp, colocará a un Interventor en la caja, a
efecto de recuperar lo evadido, enjuiciará a Stefan, sus gerentes y contralores por
la creación de partidas arbitrarias y fraudulentas, y les impondrá cinco años de
cárcel, mínimo, según el monto.
–¡Maldición! –se quejaba Mircea–. ¿Qué voy a decirle a Stefan?
–Pues yo no sé –le respondió Copos–. Pero en lo que a mí respecta, renuncio
de mi puesto.
–¡Renuncia usted! –le gritó el contralor–. ¡Cómo que va a renunciar! ¡No,
señor! Usted se queda allí mismo, sentadito y esperando los resultados de la
auditoría.
–Ya le dije que renuncio, señor Pogea –volvió a decirle Copos–. ¡Renuncio, me
oye, renuncio! Ya estoy harto de sus transacciones misteriosas… –le colgó el
teléfono.
Segundos después recibió otra llamada, de Belinca.
–Salvado por la campana, amigo –le anunció.
–¿Salvado? ¡Santo Dios, Belinca, la Dirección de ingresos tributarios está por
meterme en la cárcel! El pendejo de Flutur lo ha descubierto todo…
–¿Todo qué?
–Olvídalo –le dijo Mircea ocultándole la verdad; Belinca, aunque amigo de
Stefan, no tenía conocimiento de la otra faceta del judío.
–La cuestión es –prosiguió Belinca– que Pita ha sido destituido del cargo por
Razvan. Me lo acaban de comunicar.
–Será mucho peor todavía –le dijo el contralor–. Redoblará los ataques contra
Stefan.
–No, no lo creo. Hablaré con él y le ofreceré una tregua, para tratar de
limpiarle la vergüenza. ¿No está mala la idea, eh? Quizá así le pida a Flutur que
cese de auditar a Seicorp.
Mircea encontró aquella propuesta como imponderable. No obstante,
desconocía que Belinca no había sopesado correctamente el problema: Traian
Flutur era amigo de Razvan, y al darse cuenta de que Pita volvía a la llanura, no
quiso desperdiciar su trabajo. Además, durante la auditoría se habían
descubierto más irregularidades no sólo en las declaraciones juradas sino en
otros aspectos operativos de la corporación: por ejemplo, la súbita rentabilidad
de algunas afiliadas que aportaban grandes masas monetarias al holding –como
el caso de Transarum (la empresa de transporte que gerencia Pupa) o Farmadei
(laboratorio y droguería– o el irregular flujo patrimonial que inflaba
considerablemente los activos en menoscabo de los pasivos. Por supuesto que
tales descubrimientos merecían ser recompensados. Llamó al libertador y
presidente del PMRU, que estaba en casa del viejo Brudan, para extenderle sus
inquietudes:
–Mi querido señor y amigo Razvan Snagov –le dijo con la vulgar alabanza
correligionaria–. ¿Todo bien ya?
–¿Flutur? –contestó Razvan–. ¡Hola, viejo amigo! ¿Qué me tienes?
–De las mejores noticias, viejo –respondió–. ¿Sabes que Stefan David está
intervenido?
–No me digas…
–Sí –continuó–. Al principio detectamos una partida de ingresos que no se
justificaba por la naturaleza del negocio; creíamos que la había hecho para evadir
impuestos, defraudación fiscal, digo, pero ahora, después de haber escrutado los
estados financieros de Seicorp hemos caído en la cuenta de que, efectivamente, el
judío ha cometido otro delito, quizá el más gravoso: lavado de activos.
–¿Lavado de activos?
–Sí, amigo. Y las cantidades son millonarias. Es una lavandería bien
estructurada. Ya he confeccionado algunas demandas, sin embargo, estoy por
entablar otras por el delito que te mencioné antes. ¡Stefan David está perdido,
amigo, perdido!
–Pobre hombre, su ambición lo llevó a la ruina.
–Si quieres, puedo enviarte el informe de las investigaciones y las demandas,
Razvan. Sólo pídemelo.
vJe, je… Gracias, Flutur. Créeme, estoy complacido de que hayas pensado en
mí como tu amigo. Y aunque me gustaría pedirte que me lo envíes, debo ser
sincero: no, no lo quiero. La ética me lo impide. Dejaré, en cambio, que ustedes
como autoridades fiscales ejerciten las acciones civiles y penales que
corresponden ante el Ministerio Público. Cada quien debe pagar el mal que ha
hecho.
–A propósito –acotó el director de ingresos–. Espero que ganes las elecciones
internas y de ser posible las generales. ¿No irás a sacarme del puesto cuando seas
presidente, eh? Ja, ja…
–No, amigo –le dijo Razvan–. Descuida. Ni siquiera sé si podré seguir
adelante, pero haré la fuerza, je, je… Te prometo que si llego a la presidencia
rumana, te dejaré seguir trabajando.
–Estando las cosas así –le respondió Flutur con alegría–, pues no queda más
que hundir a ese maldito judío. Adiós, amigo. Cuídate.
Cuando hubo terminado, Razvan se giró hacia sus amigos; Faina había
escuchado la conversación y apenas alcanzó a decirle:
–Dios vuelve a derribar al falso mesías y a su reino de mal.
–Así es, pastor, así es –le contestó Razvan.
–La cena está lista –irrumpió Sonia sirviendo la comida en los platos–. Coman,
por favor.
Y, sonriendo todos, se sentaron a comer felizmente a la mesa.
54
Cuando el amor es verdadero

«Govinda se inclinó profundamente: las lágrimas rodaron por sus mejillas arrugadas, sin
que él siquiera lo notara; sintió como fuego su más profundo amor, su más modesta
veneración en el alma. Se inclinó ante Siddharta casi hasta el suelo; Siddharta permanecía
sentado, sin moverse, y su sonrisa recordaba que jamás había amado, que nunca en la
vida había tenido algo que considerase valioso y sagrado.»,

Hermann Hesse, Siddaharta

___

Minutos después, escapando en el helicóptero y cerca ya de Bucarest, Baros


no paraba de lamentarse por el aparente fracaso de la misión y urgía al capitán
de la aeronave para que llegara pronto a la azotea de la Gendarmería.
–Qué terrible, qué terrible. ¡Más rápido, vuele más rápido! Ionel necesita
asistencia médica.
La espoleaba, por otra parte, la idea de que el asesino anduviera suelto. «No
tardará en interceptarnos», pensó, preocupada. Ya sobrevolaban los lagos de la
ciudad cuando Blue trató de tranquilizarla:
–Todo saldrá bien, Baros. –La acarició; ésta le hizo una mueca de desprecio. –
Lo entiendo… –y se alejó muy triste.
–Hemos tenido una faena violenta –dijo Rosa–. Sin saberlo, hemos luchado
contra todo un engranaje del mal: empresarios inescrupulosos, científicos
desquiciados, mafia y policía corrupta.
Baros, levantando la cabeza, colocó a Ionel en un resquicio y se acercó a
Popescu:
–Tendré que arrestarte –le formuló–. Siempre te consideré un hombre malo y
veo que mis corazonadas nunca estuvieron equivocadas. El líder mismo de la
mafia roja te acusó de ser uno de sus soldados. Ten dignidad y entrégate por ti
mismo.
Popescu se carcajeó.
–¿Le crees a un asesino como Stefan? –le dijo, frío–. Eres ingenua, Baros…
–¿Por qué, Popescu, por qué lo hiciste?
–Yo no he hecho nada –le respondió–. ¿Eres una tonta o qué? –exclamó,
volviendo a su antiguo carácter, como para normalizar el ambiente.
Desde esta perspectiva, el rubio agente tenía razón: ¿cómo incriminarlo? No
había evidencias que lo inculparan. Baros, furiosa, sintiéndose impotente, le
arrimó los labios al oído:
–Tú eres un maldito criminal; estoy segura de ello y, ¡óyeme!, no descansaré
por dar con las pruebas que te incriminen. Lo prometo.
En tanto que Popescu se burlaba de su compañera, Tassus atendía a su amigo
en una esquina de la nave, casi a escondidas, pues ninguno de los presentes se
había percatado de su presencia, salvo por Scott, que le comentaba a Iliescu que
le había parecido haber visto algo entre el ropaje del hombre.
–Es un cilindro –le dijo en susurros–. Posiblemente de óxido nítrico.
–¿Y usted cómo lo sabe?
Scott tragó saliva. ¿Debía confesar que lo sabía desde el principio?
–Soy científico –le respondió–. Conozco de estas cosas.
El hombre que había caído a manos de Stefan finalmente abrió los ojos. Su
aspecto, vuelto al estado normal, se veía muy demacrado, casi agonizante. Hizo
un intento por hablar, cuando de repente vio a Popescu del otro lado. Enrojeció
de la ira y, tocándose el gran agujero que le abría el pecho y afectado los
pulmones, entre jadeos y respiros forzados, gritó:
–¡Miserable, asesino! ¡Él es mi asesino! –señalaba a Popescu con furia.
El agente escuchó el alarido y giró la testa reconociéndolo en el acto:
–Eugen Oprea… –No pudo reprimirse y silbó en nombre en forma
mecánica. –Es imposible… yo mismo me encargué de…
–Profesor Oprea –le dijo Baros–, ¿reconoce usted al homicida de su familia?
–Sí, es él, ¡el maldito Popescu! –metió la mano en la bolsa delantera del
pantalón, cogió el cilindro e hizo por inhalar el gas. Tassus se lo arrebató.
–¡No! Basta, Oprea. No más sangre.
–Debo vengar a mi familia… ¡Stefan! ¿Dónde está Stefan?
–Acabado, amigo –lo consoló Tassus–. Adrian ha acabado con él.
Popescu derribó a Rosa y la despojó de su arma, que apuntó hacia Oprea.
Blue se le opuso amenazándolo con la suya:
–Si se atreve a hacer algún movimiento, agente –le dijo–, créame, no tendré
compasión de usted. Ahora está bajo investigación policial.
–En serio – masculló, riendo sagazmente, y pronto alzó la mirada hacia la
lejanía, sobre el horizonte, donde entreveía la silente formación de una parábola
dibujada por una esfera luminosa que se les aproximaba.
–¡Están perdidos! –les dijo–. ¡Adrian Dendiu viene en camino y aniquilará a
los que se rebelaron en contra de sus disposiciones!
–¡Cállate, hipócrita! –lo reprochó Baros–. Eres una vergüenza para la policía.
El piloto no veía ya la esfera sino una vaporosa silueta antropomorfa
avecinándoseles y se lo comunicó a la agente:
–¡Objeto volador no identificado a la vista! ¡Descenderé a una altura de treinta
metros sobre el lago, para esquivarlo!
Sin embargo, el ente recorría los metros con pasmosa velocidad y, en minutos,
cerca ya del andén del helicóptero, se detuvo. El ambiente era tenso. Siguió
acercándose el robot, lentamente, como un fantasma tenebroso, bajo las aspas.
Baros, de alguna forma, sintió una punzada en el corazón.
–¿Emile? –le preguntó.
–¡No! –le devolvió el ente robótico.
Popescu triunfaba; Baros empalideció. La muerte era segura.
–¡Prepárate para morir entonces! –le gritó Baros, furiosa, empuñando el arma
y adelantándose al enemigo.
–Espera –le dijo el ente sacándose el casco–. Soy Nelson… Nelson Cervini, el
hermano de Emile, tu amigo. Vengo en son de paz y en su nombre. No podría
atacarte, Baros, aunque Adrian me lo pidiera. ¿Sabes por qué he seguido las
órdenes de Dendiu?
Baros entró en shock: otra vez la sombra del asesino la golpeaba duramente.
Ella negó.
–Siento un profundo dolor –continuó Cervini–; debo limpiar mi conciencia y
el nombre de mi familia con una confesión: yo inicié esta competencia mortal,
pues, años atrás, me ofrecí a Stefan para desarrollar y llevar a cabo experimentos
de alteración genómica; él me utilizó y luego me botó como a cualquier baratija.
Ardido, busqué apoyo en Adrian, quien me abrió las puertas en Colentina. Sí, él
fue el ejecutor de los colegas de Emile y soy testigo de sus salidas nocturnas…
–¡Él fue el verdugo de Emile, cómo pudiste haberte callado! ¡Por qué no lo
denunciaste conmigo!
–Me convenció diciéndome que Stefan lo había ejecutado por medio de su
sicario, el balaur. Yo le creí… En respuesta destruí los camiones del judío en la
intersección de Brasov e intenté atacarlo en la Piata Romana…
–¿Pero tú, Nelson…?
–Sí, Baros. He manchado con sangre el nombre de Emile.
–¿Quién mató a Rahova?
–Adrian…
Otra confesión y testigo a la orden. Sintió que una ligera brizna le recorría por
las mejillas. Por desgracia, el hermano de su mejor amigo se había convertido en
homicida.
–Sufrirás prisión, Nelson –le dijo–. Has hecho mucho mal.
–Lo sé –le respondió: sabía que su futuro había terminado con la destrucción
de la fábrica del Colentina–. Estoy arrepentido.
–Entra –le pidió Baros, complacida, pues finalmente había colocado la última
pieza del cuadro–, por favor. Tenemos que hablar.
No obstante, como todas las cosas buenas que a ella le habían sucedido en su
dura existencia, el contento no le duraría mucho: en un flash, Nelson Cervini era
expelido contra las aguas del lago por un Adrian que lo encordaba y le
reclamaba con sumo despecho: «¡Eres un traidor, Cervini, un traidor!», mientras
luchaban desmoronándose hacia el oscuro abismo. Se perdieron en la
profundidad del Floreasca.
Popescu, aprovechando esta distracción, le disparó a Rosa que, herida del
hombro, cayó hacia la turbiedad de las marismas desde el helicóptero. Blue,
indignado, sacó su Magnum y la descerrajó en un Popescu que se desmoronó en
el acto. Apoderado por la desesperación, el latino pescó el metal frío de una
manija y se apostó en la apeadora de la nave con la intención de arrojarse en
busca de Rosa. El piloto apenas podía controlar el helicóptero y Blue, con los
cabellos agitados por las rachas de viento y los torbellinos de provocados por el
rotor, se bamboleaba prendido del manubrio, gimiendo e invocando el nombre
de su compañera bombacha a los cielos.
–¡Rosa! –gritaba, lamentándose–. ¡Mi Rosa!
Despegando de a poco los dedos de la manija y proyectando su cuerpo hacia
el interior del lago, Blue daba ya el paso mortal, cuando Baros, corriendo y
abrazándolo por detrás, lo cogió de la cintura.
–¡No, Blue! –le rogó la agente–. No, no te arrojes, por favor...
»Yo, yo te necesito. ¡Te amo, me escuchas, te amo! –le suplicó–. No saltes, no.
Blue no cesaba de lagrimear y, girándose, fijó sus ojos azabaches en los de
Baros.
–¿Sabes lo que es el amor? –le preguntó con las gotitas rodándole por la cara–.
¿Lo sabes? –Ésta negó con la cabeza, hipando. –El amor no es un sentimiento,
tampoco una necesidad, ni siquiera tiene que ver con el intelecto, la física, la
biología o cualquier otra ciencia. No tiene lógica ni filosofía y no le importa si tú
eres rico o pobre, hombre o mujer. –Baros lo veía con ojos suplicantes y parecía
decirle con la mirada: «Lo entiendo, lo entiendo perfectamente». –El amor es la
interpenetración física de dos almas en una sola, es el «yo» entregándose al «tú»
para crear un «nosotros». ¿Me entiendes ahora? No existe ya más el «mío» o el
«tuyo» sino lo «nuestro». Y en el momento mismo en que este binomio se rompe,
ambos componentes de la unión sucumben.
–No, Blue –lo rogaba–. Tómame, soy tuya. No saltes. ¿Por qué has de
sacrificarte por tu compañero, un gay, sabiendo que yo te amo y que puedes
amarme, a mí, que soy una mujer? ¿Por qué, dime, por qué?
Otro golpe duro para su corazón magullado: Blue, desprendiéndose de sus
brazos y aventándose al vacío, le contestó a través de la bruma:
–¡Porque la amo y porque Rosa es mi único mundo!
Se esfumó en medio del chapoteo de las olas.
Scott vio aquella escena con gran dolor en el corazón y advirtió luego con
terror cómo el amor de su vida, Baros, la bella, desgarrada del alma, intentaba
arrojarse contra la frialdad de las aguas, apenas sostenida por su propio
equilibrio, sollozando y gritando:
–Blue… ¡Blue!
Oscilaba la agente, por aquí, por allá, sujeta de la manija, recordando los
momentos de cortejo al lado de su amor, el único que la había hecho sentirse una
mujer deseada y amada, el único por el que podría… ¿morir? ¿Cuáles habían
sido sus últimas palabras? El amor es el «yo» entregándose al «tú» para crear un
«nosotros». Y ella, ¿qué entregaría en esta hora de la verdad? ¿Era real su amor?
¿Estaría dispuesta a vivir la vida sin él? Otra vez la negritud de una vida sin
sentido. ¡No, no, no! ¡Preferiría morir antes que volver a estar sola, vacía! Sí,
saltaría… ¿Pero no era gay él acaso? ¿Valía la pena el sacrificio? No, no lo valía…
¡Siempre fuiste una cobarde, Baros, siempre! ¡Jamás sabrás lo que es el amor! ¿El
amor? Yo, yo debo vivir, gozar de la vida… ¿sola, hundida en el sofá del
apartamento, asqueada de las cosas que te rodean por falta de amor? ¿Amor? Sí,
no tú sino él, tu otro yo. ¿Has sentido alguna vez el atolondrado palpitar de tu
corazón? ¿Te has vuelto loca por un hombre siquiera una vez en tu vida? No. ¿Y
Blue? ¿Lo dejarás ir? ¡Lucha, lucha por primera vez en tu vida, Baros, por Dios
santo! ¡Lucha, salta, salta! No… Es gay, un maldito gay, un bello gay, un hombre
que… ¿te ama? Sí, lo pude ver en sus ojos, en sus gestos, en su rostro. El corazón
sabe reconocer cuando ama verdaderamente…
–¡Baros –le gritó Scott en un ruego patético–, no dé un paso más, no! Por favor,
hágalo por mí, ¿sí?
Dio media vuelta la agente rumana, el talante sombrío y la sonrisa tenue bajo
unos párpados caídos y apaciguados por un halo de despreocupación en el
rostro que, de repente, se le contrajo; se sobó el pecho y le respondió a su amigo
en susurros:
–Dígaselo a mi corazón, Scott.
Y saltó del helicóptero con los brazos abiertos, perdiéndose en el vacío. Scott
chilló de horror y se precipitó hacia el apeadero, mas Iliescu, estremecido, lo
agarró de una mano; lo consolaba, reteniéndolo, con la sabiduría propia de los
años, en tanto que Tassus luchaba por salvar la vida del profesor Eugen Oprea.
Scott cedió finalmente y cayó al piso clamando.
–No tengo el valor… no tengo el valor…
Baros. El poder del autosacrificio, el poder de liberarse de uno mismo para
dar paso a un estado de compenetración espiritual excepcional e incomprensible,
la del «nosotros» en vez del «mío». Algunos lo llaman amor, otros, enajenación.
Pero lo cierto es que cuando los sentimientos son verdaderos y bullen en un
corazón ardiente, la vida no es más que un vehículo que sirve para creación de
otro ser, uno comunitario, uno que trasciende más allá de la materia o de
cualquier límite racional y el único que puede hacernos expresar con satisfacción
que la vida no es tal ni vale la pena vivirla si no existe una razón para cual
sacrificarla. Baros lo había entendido con el ejemplo de Blue y decidió gozar de
esa comunión dejándose caer en las aguas y dando con ello un fin violento a esta
historia. ¿Lo habría hecho por amor o por una falsa pasión? No, no fue pasión,
sino amor, de ese amor que es el más lindo de todos, de ese mismo que compelió
a Abraham a sacrificar el hijo, de ese amor que siente un patriota cuando
enfrenta, solo, el cañón y las orugas de un tanque militar en la calle, de ese amor
que hace que un rey erija un monumento como el Taj Mahal en honor a su esposa,
de ese mismo que obliga al hombre pobre y en harapos a robar, humillándose
indignamente, para dar de comer a sus hijos, de ese mismo que sientes tú al besar
a tu amada en espera de que sea eterno. Ella lo había sentido profundo en su
pecho y no estaba dispuesta a perderlo, no; le era mejor morir antes que verse
desvalida en la vida. ¿No es acaso esto una estupidez? ¿No habría de conocer
otros amores? Sí, pero habría vivido con aquella herida lacerándola hasta el
último día de su existencia, frustrándola y acidándole perennemente el humor.
Era el final, triste y nada heroico, pero su final esperado.
55
Las últimas palabras de un espíritu condolido

–Últimos apuntes de Rosa Reingold encontrados en los Manuscritos del


doctor Scott–

___

2 de abril de 1992. Houston, EUA.

(Cincuenta tres días después)

Todo ha terminado. Estoy muy cansada y triste, sin ganas ya de seguir


escribiendo. No ceso de pensar en Baros, en su muerte, que tan nefastamente me
ha golpeado el corazón. ¿Qué pensar de la vida sino que es injusta? Cómo se
preguntaría esa noble mujer: ¿Por qué? ¿Por qué debe ser así? Blue ya no es el
mismo conmigo, y no lo responsabilizo por ello. Pasa ahora los días taciturno,
lejos de mí, sentado bajo la sombra de los castaños y sin habla.
¿Dónde quedó nuestro esfuerzo? Al parecer, en ningún lugar. Después de
haber sido rescatados de las aguas del Floreasca, nuestra vida como pareja se
convirtió en un rotundo fracaso. Hasta me hace pensar que soy yo la culpable. Es
necesario que relate para mí misma lo que pasó al final –obviaré el núcleo
historia, pues me duele el recordarlo– para extraer las conclusiones que nos
llevaron a tan dolorosa situación.
Aunque, pensándolo bien, seré breve, lacónica. Diré que los cuerpos de
Adrian y Nelson Cervini fueron encontrados flotando en la superficie del lago,
ahogados y con señales de violencia; sin embargo, no pudimos encontrar al de
Baros y se presume que yace en la profundidad del embalse. Popescu, en cambio,
quedó vivo, no obstante, días después, en pleno juicio, fue secuestrado mientras
era conducido a los tribunales y encontrado muerto en las orillas del lago Tei.
Este suceso le fue achacado a la acción de individuos del crimen organizado. Es
el mejor castigo que pudo habérsele dado a ese patán.
Luego de las investigaciones, las autoridades judiciales confiscaron el edificio
del señor Stefan en los Montes Metálicos y los laboratorios que estaban dispersos
en todo el país. Desbarataron igualmente el holding, Seicorp, propiedad de la
Mafia Roja y varios de sus integrantes fueron encarcelados, entre ellos, los
señores Pupa Radiu, Mircea Pogea, un tal Copos y todos los que hacían de
gerentes en el consorcio. Se nacionalizó la industria química para evitar la
expansión y el tráfico de estupefacientes, además de endurecer las leyes sobre la
manipulación genética. Y este fue el informe que presentamos al general Lyman
O’Toole, el subdirector de la Interpol.
El profesor Eugen Oprea, el balaur del Baneasa, lastimosamente, murió a
causa de la gravedad de sus heridas, así como el doctor Zamfir, que no pudo
resistir las balas del pecho. Tassus, por otra parte, voló con nosotros a Houston,
aunque me ha dicho que desea marcharse a México, en busca de un amigo de
Oprea. Ya he hablado con la cancillería, con su titular, A.E., quien prometió
darme una respuesta lo más pronto posible. Me ha dicho que espera colocar a
Tassus en el Departamento de Ciencias Naturales de la UNAM y presentarle al
decano del mismo, el señor Casamanta. Le he pedido a mi amigo Hart, aparte del
envío de mi estatuilla, que acompañe al profesor en todas sus actividades, por
protección.
En cuanto al presidente Razvan, he de decir que ganó de manera apoteósica
las elecciones internas, no obstante, lo encuentro con pocas posibilidades de
alcanzar la primera magistratura del país, pues el cambio de su ideología liberal
a una comunista no está en consonancia con los nuevos aires que se respiran en
Rumania. La adorable Sonia y su padre Brudan trabajan ahora activamente en la
campaña del PMRU.
Debo añadir aquí que el doctor Scott está muy afectado por lo de Baros, tanto
que decidió largarse del país hacia un lugar desconocido. No habló con nadie
después de los acontecimientos, y al parecer estaba resentido con Blue, a quien le
achacó el origen de todas sus desgracias.
¿Qué aprendimos del caso rumano? Voy a decirlo con sinceridad: en la parte
de la criminalística, pues a descubrir y enriquecer el perfil sicológico de ciertos
personajes, la formación de su psiquis, su megalomanía, sed de poder y
venganza. ¿Debería llegar más lejos con este análisis? Por supuesto, y utilizaré
aquí una de las técnicas sencillas que aprendí del profesor Iliescu, el decano en
sociología de la Universidad de Bucarest: todo accionar humano tiene su base en
la economía y lo demás surge de ella. ¿Suena demasiado materialista? ¿No es la
figura de Baros la contradicción de esta enunciación? No, si se escruta lo
suficiente.
¿Por qué se suicidó Baros? ¿Por amor? Sí, fue por amor. Y más allá están los
motivos reales que la indujeron a pensar que era así: Baros fue una mujer
desdichada, desde la niñez, pues padeció mucha pobreza. Sufrió por ello de
mucha baja estima, en unas, originada por la vía natural de sus padres, y en otras,
por la incomprensión de individuos tan hedonistas como Popescu, cuyos fines se
concretaban en alcanzar el máximo placer y gozo en la materia. He de decir que
Blue, con todas sus virtudes y buenas intenciones, fue simplemente el detonante
que hizo estallar en mil virutas su frágil personalidad.
El contenido caótico de esta historia trágica solamente refleja la idiosincrasia
mal encaminada de su debilitada protagonista, Cecilia Baros. Así lo veo yo, en mi
humilde opinión.
Y ya es hora que deje de escribir y que empiece a replantearme mis objetivos
en esta vida. ¿Seguir con Blue? ¿Por qué no? Él es todo lo que yo amo, por lo que
respiro. Sin él, nada soy, apenas otro solitario grano de arena. Renunciaré a la
Interpol y me dedicaré al arte, a la escultura, que es que lo más he deseado hacer
desde niña.
No seguiré escribiendo tampoco en mi diario, ya no más. Hasta acá llego,
¡para siempre! Me duele mucho el corazón cuando hago un recuento de lo que he
anotado en él, y yo no estoy para sufrir más, sino para vivir, vivir una vida plena
y abundante. Esta es la última página que yacerá bajo mis manos. Ay, me siento
sola, hace frío afuera y cae la última nevada del año. Adiós, diario mío, adiós.
Debo cerrar este libro. RDR.

To the truly lovers

FIN

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