El Espanto de Bucarest - Valentino
El Espanto de Bucarest - Valentino
El Espanto de Bucarest - Valentino
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VALENTINO
no lo apartéis de vosotros;
Si mi hermano está herido y pobre, es mi deber, voluntario, que yo, su prójimo, lo sane
y le dé la mitad de lo que tengo, porque si no lo hago, ¿en qué estoy? No vaya a ser que
me convierta en fariseo, es decir, en oligarca –o cura o pastor evangélico–, que cree que el
mundo es él y de él únicamente y trata de convencer maliciosamente de ello a los demás
de que es así, diciéndole que Dios así lo ha querido y comisionado, cuando, en realidad,
falta a la verdad –pues Jesucristo mismo, el Dios hecho carne, fue un humilde obrero de la
carpintería que condenó y denunció la injusta repartición y arrebato de bienes por los
ricos fariseos y susodichos «nobles» contra los pobres– y miente más todavía el fariseo con
el único fin de aferrarse a sus riquezas, y lo hace tan estúpidamente, que da risa verlo
como las protege empleando todo tipo de artificios, dioses y leyes incluidos, como si fuera
a llevarse algo a la tumba, salvo por la desgracia de haber nacido él mismo, pues tantas
son sus ansias de acumular bienes, que no cesa un minuto de arrebatar y explotar las
fuerzas y recursos de los demás, el de los trabajadores, a quienes humilla por creerse casi
divino. Pobre diablo; su pecado es temer siempre, vivir con el miedo de verse una noche
arrebatado, por las manos justicieras del Pueblo, de sus bienes, atormentado por su
conciencia malévola que sabe que hace el mal y que, por tanto, lo hace agonizar día a día.
No, hermano, no hay que ser como el ave rapaz, que todo lo quiere para ella; tú, en cambio,
reparte a todos por igual, pues sabiamente sabes que nada te llevarás a la otra vida, ni
siquiera ese par de algodones que te pondrán en los oídos y las narices, y porque sabes
además que tú y tu hermano son uno mismo, una misma sangre, un mismo Pueblo. No
cabe entonces la mezquindad entre nosotros, los que hemos soportado desde el nacimiento
la pobreza provocada por el Gran Arrebatador y Acumulador de Bienes, el Oligarca, sino
la solidaridad, la conciencia limpia, la repartición igualitaria de los recursos, el trabajo a
brazo unido, el Uno en un Todo Total.
1
El monstruo del Baneasa
«Se estremece al paso de las cacerías y las hordas. La comedia gotea sobre los tablados
de césped. ¡Y la turbación de los pobres y los débiles sobre estos estúpidos planos! En su
visión esclava, Alemania se escalona hacia las lunas; los desiertos tártaros se iluminan,
las antiguas revueltas bullen en el centro del Celeste Imperio, por las escalinatas y los
sillones de reyes, un pequeño mundo descolorido y chato, África y Occidente, va a
edificarse. Luego un ballet de mares y de noches conocidas, una química sin valor, y
melodías imposibles. ¡La misma magia burguesa en todos los puntos donde nos depositará
la posta! El físico más elemental sabe que ya no es posible someterse a esta atmósfera
personal, bruma de remordimientos físicos, cuya comprobación misma es ya un dolor.»
__
–Violenta, pero Libertad al fin y al cabo –se dijo Scott al arribar al aeropuerto
Baneasa, al norte de Bucarest, en Rumania, valija en mano, gozoso de pisar un
suelo libre de la represión comunista. «Adiós al odio hacia la Naturaleza
humana», suspiró satisfecho.
Caminaba despacio, feliz, pero desorientado, leyendo los letreros de la
Terminal en busca de la sala de espera. Mientras recorría aquellos pasillos, sus
ojos no daban crédito a lo que veía: un edificio grandísimo, con nombres de
aerolíneas desconocidas para él, «German Wings, My Air y Sky Europe»,
moderno y atestado de gente, muy lejano de la estrechez y el óxido en las
láminas y las canaletas del techo que imaginó, burdamente, a punto de caerle en
la cabeza cuando abordaba el avión de ida en Nueva York, la capital financiera
del nuevo Imperio, en el aeropuerto John F. Kennedy, quizá el más visitado del
mundo después del de Houston.
«Soy afortunado», pensaba, «de que hoy, puestos mis pies acá en la estación,
que por cierto creía primitiva, estemos ya en el ’92, a tres años de la Caída de ese
tirano socialista que respondía al nombre de Nicolae Ceausescu, y he tenido el
placer de pasar el registro sin haber sido esculcado desde las uñas hasta las
orejas».
Circulaba por los alerones de la edificación, husmeando en los quioscos,
ansioso por ver si se daba el lujo de comprarse un recuerdo; pronto se topó con
un busto del ex dictador.
«A ver, señor adusto», le dijo mentalmente a la figura en forma sarcástica.
«Sus camaradas dirán de usted que fue un personaje egregio, sin igual en el
mundo, un hombre que por fuerza transcendió en la idiosincrasia de los hijos de
esta nación, cuyos ojos contemplaron, (con un falso deje poético) –echó una
ojeada alrededor–, lustro tras lustro, su terca voluntad erigir grandiosos
complejos habitacionales, además de tejer una economía colectiva militante que
consiguió sacarlos de la época medieval hacia una de implacable industrialismo.
Bonito, sí, muy bonito; pero yo digo que usted, sí señor, que usted poco o nada
hizo por la libertad individual de su gente».
Carraspeó; se sentía observado; cogió la maleta, y en tanto andaba por los
pasadizos, asombrado de ver aquella obra, que nunca creyó posible en un país
ahora salido del comunismo, pues lo suponía campesino, atrasado, una clásica
aldea del Tercer Mundo. «Bueno; le reconoceré algo por la belleza de este
aeropuerto; en verdad que está magnifico; no obstante, le falta mucho para que
pueda compararse siquiera a uno de los más pequeños de mi país», exclamó. «Ya
veremos la nueva infraestructura, mil veces mejor, que surja gracias al capital
privado; sí, ya veremos. No más represión comunista, no más; su ciclo ha
terminado». Y este ciclo comunitario, se dijo, había acabado cuando cesó el
poderío de aquella voluntad hombruna, apagada en cuestión de minutos un día
decembrino de 1989. «Ah, estos líderes y su miopía histórica contemporánea»,
siguió. «Miopía y sordera histórica (y en esto no se equivocaron los hombres
anteriores a Lenin1, eh, que dijeron que la humanidad no estaba preparada
todavía para el comunismo) que hicieron que el Bloque2 cayera tan frágilmente,
cual piezas de domino, ante los soplidos verdes de un nuevo orden mundial: la
globalización. Aunque, si bien hubieron podido prever estas variables, la asfixia
ideológica les hubiera impedido resistirla».
1
Vladimir Ilich Ulianov: primer revolucionario del mundo y de todos los tiempos, y el primer hombre que llevó a la
práctica la teoría marxista del comunismo, que él mismo ayudó a desarrollar. Discípulo de Marx, creía que para la
aplicación del comunismo no se debía esperar a que la sociedad humana evolucionara (pues ésta lo haría muy
lentamente, quizá a través de miles de años, con las consecuentes tragedias humanas generadas por el capitalismo,
primera etapa para llegar al socialismo), sino que se podía llegar a ella por medio de la Revolución (ruptura y
aceleramiento evolutivo). Su teoría contaba con la estatalización de los medios de producción, que aprovecharía el
trabajo de
todos para luego repartir el producto en forma justa y equitativa; sin embargo, no tomó en cuenta el factor sicológico
humano, todavía en albores.
2
Bloque comunista formado por los países de Europa Oriental.
«Pasó ayer, en Babilonia, en Persia, en Grecia, en Roma, aquí mismo, y
volverá a pasar mañana», volvió a reflexionar. «Acaso no pase lo mismo en mi
país. ¡Dios quiera que eso nunca ocurra! Por otro lado, no ha sido el primer
hombre al que las masas lanzan esfuerzo e ideal (aunque retorcidos) al mar del
declive y la obsolescencia, lo que me ratifica aquel viejo, cruel e inequívoco dicho
de que “nadie sabe para quién trabaja”, como bien lo comprobó él mismo el día
de su ejecución. Pareciera que la gente actuara desagradecidamente, pero es que
el tipo se ganó las antipatías por derecho propio».
Mas ahora, según Scott, al parecer todo había cambiado para bien
(desvirtuando así la creencia de las viejas escuelas comunistas de que todo quedaría
en ciénagas negras o en la anarquía) y acontecía que la vida, como siempre ocurría
cuando se la reprime, empezó a surgir con muchísima más fuerza y dinamismo,
poblando las calles de la ciudad con hordas de flamantes burgueses,
comerciantes y otros en busca de lucro, quienes, una vez encontrado el medio,
produjeron una ola privatizadora gigantesca que arrasaría con todo: gobierno,
alfabeto, leyes y costumbres. Ya no se oía más acerca de granjas colectivas o
fábricas del pueblo, ni se escribía en cirílico, sino de propiedades privadas,
superávits, acciones bursátiles en alza, índice Dow Jones, anotadas en caracteres
latinos, y todo ello surfeando paladinamente sobre las aguas del Dambovita, ese
río caudaloso que vio nacer dinastías monárquicas ineptas, dictaduras
comunistas burócratas, pero que ahora vivía momentos únicos llevado de la
mano por una joven democracia de mercado abierto que día a día enriquecía al
más astuto y desamparaba al menos favorecido.
«Violenta, pero Libertad al fin y al cabo», repitió campante. «Como
corresponde al libre curso dictado por la Naturaleza».
Se imaginó a Bucarest como la había leído en los libros, enigmática, gustosa
de ufanarse de ser la perla más bella del Este, amante de lagos sugestivos que
encantan con su rumor la visión de los nuevos hombres, los del futuro, los
hombres del capital de inversión y del e-mundo. Y Rumania le resultaba bella
(esa era la palabra justa), bella eslavia latina, compuesta de dacios, eslovacos,
serbios, croatas, hogar de gitanos y hunos, patria de viejas lenguas escondidas en
la masa rocosa de los Cárpatos, colmada además de mujeres sublimes, como no
existen otras en Europa, hombres hercúleos, y tierras que exudan fantasía,
devoción y misterio, señoríos donde vagan, impunes, condes drácula que luchan
a duelo mortal contra hombres-lobo en noches de luna llena, y que hechizan a
todo aquel que se atreva a dar un paso por sus caminos, los que conducen,
inevitablemente, sin saber uno por qué, hacia los recónditos senderos de la
mágica Transilvania. Al ver esas grandes cordilleras y valles del centro rumano,
ningún occidental puede evitar el hecho, aun ahora, de pronunciar los nombres
de Polidori y Stoker3. Así es Rumania, evocadora de hombres y nombres célebres
de muertos, pero una fábrica entera de inéditos personajes de magnitud mundial.
Y a veces sucede que, al poner pie en tierra lejana, el espíritu se intranquiliza
al recordar las tradiciones y mitos de los lugares que visita, en reflejos
condicionados por la enseñanza y el estudio a través de los años, tanto que casi
termina por creer que en verdad existen monstruos quiméricos acechando atrás
de la esquina, listos para asaltarnos a mitad de la noche. Impresiones «fofas»,
tétricas, inconsistentes con la realidad, inoculadas en nuestro subconsciente, que
funcionan a la perfección para subordinar los sentidos y, sobretodo, la conducta.
Al darse cuenta uno de ello, pronto una sonrisa aflora en los labios. ¡Vaya tonto
en el que me habré convertido! ¡Cómo si pudiera existir algo así como un
nosferatu, y peor aún, temer estúpidamente a lo que nunca ha existido! ¡Cómo si
no bastara el horror de vivir encerrado por el comunismo!
Llegó Scott, pues, en el ’92 a Bucarest, y ni bien acababa de pensar en estas
palabras, de pie en una salita del aeropuerto, donde ya esperaba inquieto la
llegada de su anfitrión, cuando decidió distraerse leyendo el periódico, el
Evenimentul Zilei4, que cogió de un estante.
Lo abrió y, cosas de la vida, chocó con un titular de primera plana que le dejó
un desagradable sabor de boca:
«EL ‘BALAUR’5 ATACA DE NUEVO: OTRO ASESINATO EN EL BANEASA.
El mundo de la ciencia pierde otro gran científico. –EN PÁGINAS INTERIORES, 33. –
Redacción Central. Hecho acaecido a las 11:55 PM del 02/02/92. –En la madrugada de
hoy –ayer por la noche–, el profesor Ion Rahova, eminente biólogo molecular, fue
encontrado muerto junto a un desconocido a orillas del aeropuerto internacional
Aurel Vlaicu (conocido popularmente como Baneasa). Nuestros periodistas tan
sólo han podido hacerse de algunas declaraciones de testigos oculares que
presenciaron el suceso mientras transitaban por el bulevar a tales horas. Nuestra
Redacción transcribe sus impresiones, aunque advertimos que no podemos dar
fe de la seriedad de las mismas. Esta es la crónica del evento en palabras del
ciudadano Z… (Se omite el nombre por razones de seguridad):
3
John William Polidori, de los primeros autores modernos en componer un relato acerca de la existencia de los
vampiros. Compuso un cuento, «El vampiro», cuyo protagonista, Lord Ruthven, aparece como un hombre inmortal
lleno de vicio y corrupción, “empactado” con seres diabólicos griegos. Bram Stoker, autor de la novela «Drácula», el
vampiro, quien toma como escenario el paisaje campiño de Transilvania.
4
Periódico rumano sensacionalista fundado en 1991.
5
En el folclore rumano un balaur es una criatura similar a un dragón europeo, aunque distinto, pues los dragones,
como tales, también existen en el folclore rumano. Un balaur es bastante grande, tiene aletas, patas, y múltiples
cabezas de serpiente (normalmente tres, otras veces siete, o incluso doce). Cuando aparece esta figura tradicional en
la mayoría de cuentos rumanos, es para representar al Mal, que debe ser derrotado por Făt-Frumos para liberar a la
Princesa (Se le asocia con el Zmeu, otro monstruo mitológico rumano).
»Hacía un frío insoportable esa medianoche; yo venía en el auto con mi pequeño
Gheorghe, conduciendo el camión cargado de electrodomésticos desde uno de los mercados
de Brasov, y circulaba reposadamente por la calle, cuando vi que dos hombres, embutidas
las manos en sus americanas, discutían acaloradamente sepa Dios qué negocios (tampoco
me importan). Pues bueno, el clima era intenso, sí, plomizo, y recuerdo haber escuchado
por la radio que las autoridades habían tomado la decisión de suspender los vuelos.
Íbamos ya saliendo de la zona (Gheorghe se me había acomodado en las piernas), y eché
un vistazo por última vez, preguntándome en el fondo si los hombres habrían alcanzado
algún acuerdo, pero no, éstos seguían igual de acalorados y necios, vociferándose al borde
de la acera, junto a un auto rojo, reclamándose el uno al otro sin importarles una papa
que las gentes los vieran. De presto, y ponga oído, periodista, ya que Dios sabe que no
miento (Vea, mire el icono de Jesús, San José y Santa María en forma de dije colgando en
mi pecho, ¡soy un cristiano ortodoxo muy devoto!), vi… (¡Se habrá visto algo semejante
andar por los caminos del mundo, y créame lo que le digo! ¡Vea, vea mi horror!)… Vi una
figura grotesca… un Zmeu, una bestia, ¡cosa diabólica!, correr a una velocidad insólita y
brincar por arriba de sus cabezas, furiosa, emitiendo unos bufidos macabros que
espantaban a todo aquel que por ahí se moviera. ¡Los hombres gritaban, señor,
desesperados, agitando los brazos en la penumbra, lanzando y capeando puños, pero ahí
estaban las garras, las garras sangrientas (y los alaridos, los alaridos maléficos, debió
escucharlos usted, señor) que traspasaron en un santiamén el cuerpo de esos pobres
desgraciados! ¡Las garras, señor periodista, las garras, las garras! ¡Ay, Dios Santísimo,
protégeme del Diablo que se ha escapado de los Infiernos! […]».
Cerró el diario de inmediato: le repugnó haber visto la cruda fotografía de los
hombres desgarrados encima del pavimento. ¡Por Dios! ¡Qué plaga en el mundo
habrá hecho del sensacionalismo un dogma! Se sentía afectado por la noticia,
más que nada por la imagen, brutal y despiadada, de los cuerpos ensangrentados
y expuestos al aire libre. Un párpado empezó a temblarle, y el aciago recuerdo de
la muerte, hace dos días, en circunstancias casi similares, de su amigo Emile
Cerveni, ingeniero en genética del MIT6, a quien fuertes lazos de amistad lo
unían, paseó por su cabeza. Precisamente por esta razón de peso, se había visto
obligado a abandonar el Instituto para asistir a sus funerales aquí en Rumania. ¡Y
ahora esta noticia que parecía alargar esa pena! Se sintió conmocionado por lo
ocurrido al señor Rahova, un completo desconocido para él, pero un ser humano
digno de consideración. Volvió a sentarse en una de las butacas, contenido el
aliento. Veía a la gente caminar, presurosa, arrastrando el equipaje, y ya
empezaba a desesperarse, desenroscando las piernas a cada momento, cuando
escuchó una voz templada dirigiéndose a él:
6
Massachusetts Institute of Technology, centro educativo estadounidense que goza de gran prestigio a nivel mundial
por la formación de científicos eminentes.
–Buna –dijo la voz en rumano–: ¿El doctor Scott Fraiser, del Instituto de
Investigación Molecular de Illinois, supongo? –preguntó luego en perfecto inglés.
Se sobresaltó; echó la mirada hacia el frente: era una mujer, muy bella, por
cierto, velada por una mata de pelo negro, sedoso, cortado en capas grafiladas
que escondían unas finas arrugas en lo alto de su carita ovalada, algo macilenta,
propia de los treinta años, que le partían, además, el entrecejo por un frunce
perpendicular que terminaba en una nariz afilada. Pequeños detalles de la edad
que acentuaban su hermosura (aunque la dueña de estas facciones, al parecer y
por el semblante serio, lo ignoraba por completo), poquitín salvaje y díscola,
mezcla típica de nórdico y meridional. Asintió.
–Soy la agente Cecilia Baros –continuó, alcanzándole la mano, complaciente–,
de la Gendarmería de Bucarest. He venido a recibirlo. Espero que su disgusto por
la tardanza no sea muy duro conmigo.
–¿Gendarmería? O sea, ¿la policía de Bucarest? –exclamó sorprendido,
conectando involuntariamente lo que leyó en el periódico con el caso de Emile, y
él en el centro de alguna investigación oscura, de las que acostumbraba a ver en
los documentales de televisión, con la policía secreta arrestando y mandando a la
cárcel a los amigos del sospechoso.
–¡Oh, oh! –le respondió la mujer, divertida, al caer en la cuenta de la reacción
del americano–. Usted me malentiende, doctor Fraiser. Vengo de parte de la
Familia Cerveni. Emile y yo fuimos grandes amigos desde la infancia. Por favor,
no me malentienda.
–¡Ah! No hay problema. Por un momento creí… –iba diciendo, pero un ruido
polifónico muy parecido a las notas del teclado electrónico lo interrumpió.
Se oía dentro del cuerpo de Baros, que metió la mano en su chaqueta y,
excusándose, sacó un teléfono móvil.
«Atunci, putem discuta, Baros?7», se oyó a través de los micro parlantes,
puestos en altavoz, que la agente atendió con un «Nu, Popescu», sin preocuparse
de la presencia de Scott, creyendo, quizá, que éste no podría entender las
palabras. Acto seguido apagó el móvil y rió amablemente:
–¿En qué hotel va usted a hospedarse, doctor Fraiser? –Le cogió las maletas y,
halandolas, lo invitó a salir del aeropuerto en dirección al parqueo. Abordaron el
auto, un Fiat del 58, algo que no le sorprendió a Scott, pues para nadie era un
secreto que bajo los regímenes comunistas los bienes materiales de las gentes se
caracterizaban por la obsolescencia y vejez casi absolutas (y nadie se explica
tampoco por qué, teniendo en cuenta que la producción estatal, según sus
informes quinquenales, siempre fue exorbitante. En realidad la gente lo sabía, rió
para sus adentros, pues en el mero centro de la ciudad, Ceacescu había mandado
7
–¿Podemos hablar, Baros? –No, Popescu.
a construir un palacio que apenas puesta la primera piedra había consumido mil
millones de dólares). «He ahí su magnífica obra», coligió, viendo el cascarón
carcomido de las puertas del auto.
–In Hanul lui Manuc –respondió el doctor, abrochándose el cinturón.
Baros volvió a sonreír, por fórmula.
–¿Habla usted rumano? –exclamó, sorprendida ante sus improvisados
talentos lingüísticos.
–No mucho –respondió–, pero lo suficiente para defenderme de mujeres tan
bellas como usted –Baros se sonrojó.
–Oh, gracias –dijo en seco. Conducía en silencio.
–La verdad es que sólo conozco algunas frases básicas que aprendí de Emile,
cuando estudiábamos juntos en América, pues éste solía entonar canticos de la
Transilvania, cerveza en mano, bailando el Trilisesti8 a lo eslovaco en la viejas
barra del Pub. ¡Ah! No tiene idea de cuánto añoro esos días… Es una lástima que
el tiempo pase y que las cosas buenas se dejen atrás para siempre. ¿No es acaso
duro e injusto, agente Baros?
–Sí, muy duro, pero necesario.
Viéndola de reojo, seducido ya por la elegancia de su complexión atlética,
Scott no podía menos que caer subyugado al aura animal de aquella hembra para
él exótica, tentado por sus olores y por su simetría salvaje, advertido, sin
embargo, en el fondo, inconscientemente, de que esta misma hembra, en su
interior, esperaba la llegada de un hombre superior a ella, que la dominase, que
la realizara como mujer, actitudes lejanas de la psicología de Scott, un hombre
demasiado racional, nacido para la ciencia. Ante los ojos de Scott, Baros poseía
una personalidad inflexible, hermética, distante, pero provocadora. Eso le
agradaba, más aún, empezaba a sentirse atraído por ella.
«Quizá sea por su magnetismo animal», pensó, deslumbrado.
Baros le gustaba y, olvidándose por completo de sus prejuicios políticos, otra
vez se dejaba envolver por aquella sensación instintiva que en los últimos años
había estado acechándole día y noche. ¿Sería la típica crisis de los treinta? A lo
mejor. Lo que sí era cierto es que sentía, por todo el cuerpo, las ganas de decirle a
Baros que ella era muy bonita. Ambos rondaban la medianía de edad y se
encontraban en pleno vigor físico. Scott era soltero, y de un tiempo acá había
caído en la cuenta de que todas las mujeres le parecían bellas; aun a la menos
agraciada, Scott siempre supo encontrarle el lado bueno. Quizá la redondez de
una cadera, la protuberancia de un pecho generoso, o unos labios carnosos, tal
8
Baile folklórico tradicional transilvano similar al "Căluş" (Căluşari: baile existente especialmente en el sur de Rumanía
que se asemeja al baile inglés Morris en cuanto a la coreografía, al significado de la danza ritualistica con las espadas,
y los trajes, y se considera que fue prestado en el oeste de Europa desde la antigua Dacia –en España, más tarde en
Inglaterra– vía los celtas o los godos).
vez una ceja medio arqueada, incluso unos dientes rectilíneos. En otras unos pies
bonitos, y ya de pérdidas, la personalidad. Y con esta disposición de cuerpo y
mente se encontraba siempre en una eterna confusión emocional, por no añadir
que lo espoleaba una desmedida urgencia carnal.
Baros, por su parte, aunque por la mirada de Scott no ignoraba sus
intenciones, solía cohibirse prudentemente. Así veía en Scott a un personaje
común –a pesar de ser extranjero y un objeto nuevo para ella–, sin un ápice de
genialidad o emoción, y al alcanzar a verlo, sentado allí en su Fiat, ni siquiera se
le cruzaba por la mente mantener una relación con él, al contrario de Scott, que
vislumbraba una gran oportunidad de sentar cabeza, o de al menos sostener un
idilio. Y como a Baros no le interesaba aquel hombre, dedujo que lo más sensato
sería tratarlo a distancia, ya que quizá ni siquiera volvería a verlo después de los
funerales de Emile. Eso era lo lógico. Además, nada en él le inspiraba a soñar, y
hasta le parecía que no tenía sangre en las venas, dada la blancura de su piel y el
lento andar, por no mencionar que carecía por completo de una estructura física
membruda. Era un caso perdido. No obstante, podía distinguir en los ojos de
Scott cierto ataque visual, insinuaciones, pero no, no era su tipo de hombre.
Volvió a su semblante serio.
Scott no pudo captar esto desde el principio, aunque sabía que estaba
consciente de su debilidad física, pero a diferencia de Baros, las ganas de poseer
aquella hembra lo incitaban a llamar su atención por cualquier medio posible. En
tanto ésta ni siquiera tenía idea de los pensamientos de Scott, que le importaban
muy poco; de ahí que siempre ofreciera ese semblante tan circunspecto, a veces
exasperantemente sereno, que, no obstante y si otro hombre hubiera sido, la
habría condenado a reconstruirlo día a día en sus adentros, en una tarea
perpetua por frenar el avance del fuego avasallador del celo que la sometía.
–¿Puedo preguntarle algo? –tanteó Scott–, ¿por qué murió asesinado Emile?
Baros, inquieta, halló apresurada la pregunta, comprometedora, pero no
quiso ser descortés.
–Bueno… –titubeó–. ¿Cómo le digo? ¿Por qué no tratamos esto más adelante?
–Sé que la pregunta es incomoda –dijo Scott–, pero yo estimaba mucho a
Emile; era como mi hermano, y no me puedo creer todavía que siendo él un
científico, alguien que no guardaba ninguna postura política, casi un desclasado
además, y dedicado exclusivamente a sus trabajos de laboratorio, haya sido
asesinado con tanta saña. Simplemente se me hace inconcebible pensar en que
está muerto. ¿Por qué alguien tendría motivos para matarlo? A menos que… –
exclamó Scott anonadado–. ¿Por robarle, a él, que no tenía siquiera un centavo en
la bolsa?
Baros seguía muda. Scott calló.
–¿Hay siquiera indicios de quién pudo haber cometido esta atrocidad? –
preguntó luego titubeante.
–Ninguno –contestó Baros, ceñuda.
–¿Ninguno?
Baros seguía conduciendo en silencio. Pasados unos minutos, el auto recorría
ya la famosa avenida Kiseleff, bajo la sombra de las arboledas.
–Le juro que daré con el autor de este crimen –exclamó de repente Baros,
rompiendo el hielo, segura de sí misma, con las manos en el timón–; usted será el
primero en saberlo, doctor Fraiser. Y no se hable más del asunto. ¡Vea! –y le
señaló un monumento parecido al que erigió Napoleón en Francia–: Es el Arco
del Triunfo, aunque algo más pequeño. Se parece al de París, ¿verdad?
–Sí, sí, es idéntico –consintió el doctor, hechizado por la entereza de Baros.
–En los años treinta nos solían llamar el Pequeño París del Este.
–Por supuesto… Y eso me da cuenta del rico acervo cultural rumano.
–Aunque las costumbres del pueblo son mucho más ricas. Ya las verá usted
con el tiempo. Le aseguro que le encantarán.
–Pues yo creo que ya me encanta todo de Rumania –le respondió Scott,
buscando sus ojos, sonriendo, tratando de parecer agradable.
–Sin embargo, debo prevenirlo, doctor Fraiser –añadió Baros–. Usted sabrá
que estamos pasando por una extraordinaria crisis de personalidad nacional, es
decir, muchas cosas están cambiando rápidamente en pocos años, muchas
cosas –dijo espiando el panorama a través de la ventanilla.
Y no mentía. No habían pasado dos años siquiera desde la caída comunista,
un hecho que, en afán de la ciencia, jamás podría pasar desapercibido para
ningún científico que se precie de serlo, pues ¿cómo ignorar un hecho que no se
había dado desde los albores de la humanidad, en los tiempos en que todos los
miembros de un Estado, organización, tribu, o clan, trabajaban en conjunto para
el bienestar del ente comunal, un organismo social único, antes que para ellos
mismos como individuos? Finalmente algo digno de estudio. ¡El comunismo, que
le tocó vivir en su primera juventud, había sido un experimento social sin
parangón, semejante a las mentes que se esforzaron por crearlo! Ahora, en pocos
años, este proceso comunal se veía revertido por el capitalismo, que lo
apabullaba y desmembraba pedazo a pedazo, creando nuevos hombres, del tipo
Bernard Maddoff o Bill Gates, u Omar Hayssam en el caso rumano, poseedores
de fortunas más allá de los 10,000 mil millones de dólares (groseras y
monstruosas cantidades de recursos concentradas en manos de un sólo hombre,
absurdo financiero, pensarán los hombres del futuro lejano, que avergonzó a las
mejores mentes científicas del planeta pero que a los restantes cinco mil millones
y medio de seres humanos, que debieron vivir con menos de un 1 dólar al día, no
sólo avergonzó sino que martirizó al sumergirlos en un mundo de violencia y
muerte), y que ayudaron a revolucionar el pensamiento rumano, sumido tras
varias generaciones en un régimen comunitario después de la Segunda Guerra
Mundial, circunstancia que ahora lo hacía enfrentarse a una verdadera crisis de
identidad económica y social, manifestada en el siguiente axioma existencialista
para el sujeto común: «Si esta cosa antes no era ni mía ni tuya, sino de nosotros,
pero que ahora, después del cambio, debe ser de alguien (porque los nuevos
tiempos exigen tener, ya sea objetos, voluntades o conciencias, o lo que sea, ¡pero
debo tener!) entonces ¿qué debo hacer ante semejante dilema? Antes que nada
debo velar por mi supervivencia (¿no es acaso lógico), y para ello necesito
recursos. Así que la tomaré para mí (arrebatándola a otro; total, no es de nadie),
apropiándome de ella, y la explotaré, y llegaré a ser un gigante poderoso, si es
que puedo, si es que me dejan. ¿Y si no puedo, y si no me dejan? Entonces
utilizaré la fuerza. ¿Y si ésta no funciona, si me aplacan? Entonces me vendo,
venderé mi fuerza, y así obtendré recursos, y con ellos, una vez acumulados,
habré incrementado mi poder a tal grado que seré el gigante que me he creído,
un ser único separado de la masa uniforme, capaz de hacer lo que quiera y
cuando quiera; seré finalmente un ser humano, pero no uno común y corriente,
sino el mejor, uno reverenciado».
Así lo veían las viejas guardias comunistas; por doquier podían escucharse,
con su típica mescolanza ideológica, en boca de jubilados e intelectuales de
cafetín, razonamientos de esta ralea: «Los capitalistas creen que al menos hay
una esperanza con su sistema, pero obvian la coyuntura de que, si bien la
prosperidad económica individual parece factible, a la sombra, en el fondo es
ilusoria, sólo asequible para el más astuto, para el más listo, para el más fuerte,
para el inteligente que, quitando a uno y al otro, pueda volverse capaz de
comprar en rebajas esa fuerza, la que, en un pacto leonino, pagará desigualmente
con míseros centavos, para gozar de ganancias (esa diferencia entre mi
inteligencia y la tuya), mi derecho por ser más brillante que tú, y creado para ello
la Ley que la justifica –tómense para el caso las seudo-leyes esclavizadoras
pensadas por los no menos sesudos filósofos, jurisconsultos y científicos sociales
de la actualidad y del pasado, Ptah-hotep, Manú, Confucio, Platón, Cicerón,
Tomás de Aquino, Smith, Charles Darwin, Newman, entre muchos otros–, y que
es tu fuerza enriqueciéndome, y que el tonto que ahora me la vende por una
nada obligatoriamente tiene que aceptarla sin remilgos, y a menos que ese tonto
se vuelva tan listo y fuerte como yo, cosa que jamás logrará, porque no entiende
el proceso real detrás del capital, ni de la vida, donde existe una ley de
compensación (de la que estoy exento, por supuesto) que dice que entre más
tenga yo menos tendrás tú –¿una prueba palpable?: la existencia de miles de
millones de seres hundidos en la miseria–, seguiré siendo uno de los poquísimos
magnates que prevalece para dominar, no por vanidad, sino por un poder que
me sustente, a innumerables y miserables pueblos».
Y agregaban remilgándose en las sillas: «De esto se trata esencialmente el
cambio: de llegar a ser el más fuerte, el más inteligente, el número uno, el ser que
debe dictar las leyes que los demás deberán acatar. Así, no es anormal ver en sus
libros de texto ponencias como ésta: ‘El capitalismo nace en forma natural en el
Universo, y está en conformidad con sus leyes, pues genera competencia,
principal motor de la Evolución entre los seres humanos, lo que redunda en una
beneficiosa lucha por la conservación de la vida, tan saludable para avivar el
ingenio’. Y todavía exclaman: ‘¿No lo justifica para ello la Ciencia actual
dominada por el pensamiento de Darwin?’ De risa. Una lucha eterna entre lo mío
y lo tuyo, entre mi poder y tu fuercecita, entre mi inteligencia y tu idiotez. En una
palabra: Animalidad. ¿Y las víctimas resultantes de esta implacable teoría
científica? Muy bien, gracias. ‘¿Y no pasa lo mismo en el Universo entero pues,
donde segundo a segundo miles de millones de átomos se sacrifican para la
formación de otros?’, tienen el descaro de decir; y luego: ‘No tengo la culpa de
que la Naturaleza me haya creado así, ¿acaso no me reprende cuando trato de
hacer lo opuesto a lo que Ella me dicta? ¿No pierdo con ello mis ganancias, mis
propiedades, mi alma? ¿No es ésta una justificación válida? Algunos han nacido
para mandar y otros para obedecer. ¿Una analogía clásica, justificada por los
grandes filósofos, desde Aristóteles hasta Herbert Spencer?: El cuerpo humano:
¿No cumplen las células del corazón una función diferente a las del cerebro, y las
del hígado a las de los testículos?, ¿no debería suceder lo mismo en las
sociedades? Más clara no puede ser el agua: unos individuos han sido creados
para ser obreros, y otros empresarios, millonarios, como yo. La Naturaleza es
dura, implacable, y nosotros no podemos cambiarla, debemos acatarla y
convertirnos en lo que Ella manda.’ Entonces les pregunto: ‘¿No podemos
realmente?’ No. ‘¿Podrías imaginarte un mundo donde todos gozaran de
ganancias iguales, donde las células del cerebro y del hígado se juntaran en un
sólo órgano? Imposible. Sería un desastre. Sí, y la Ciencia lo comprueba.’ ¿La
ciencia? Será acaso la ciencia de tu conveniencia: la ciencia animal, la prehumana.
¿Ciencia prehumana? Sí, ¡hombre!, la ciencia que todavía es incapaz de
comprender (sí lo comprende pero se hace la sorda) que el ser humano ha
trascendido, esa misma ciencia que ha descubierto las formas de explicar las
leyes de la vida y del Universo, que sabe cómo funcionan la Naturaleza y sus
componentes, y que sabe que ese mundo animal regido por la inequidad, la
injusticia y la depredación puede cambiarse por uno humano, trascendente,
igualitario, esa misma ciencia, digo, que sabe que ya no soy un simple animal
que mata para vivir sino que vive para pensar y que se avergüenza de ver a su
prójimo en la miseria, esa misma ciencia, grito, es la que le niega al Mundo el
verdadero paso del cambio a uno mejor, libre de desigualdades, el paso de la
animalidad a la humanidad. ‘¿Y quién dice que has trascendido? Tu ciclo
existencial no se diferencia del animal. Naces, comes, duermes, te desarrollas,
matas a otros seres para vivir (en un juego maquiavélico), te reproduces y
mueres.’, me rebatirían. ¡Pues no! Soy un humano que he trascendido, si no,
¿cómo es que puedo pensar en cosas más elevadas que mi propia naturaleza
salvaje, creando nuevas formas de pensamiento, creyendo en que los hombres
podemos trabajar en conjunto, brazo a brazo, por alcanzar la felicidad y el
bienestar comunal, libre de egoísmo y deslealtad? ¿Cómo es que puedo
compadecerme del prójimo? He trascendido. Tengo pensamientos más nobles
que el de un animal. Creo en la buena voluntad de los hombres, en la solidaridad,
en que todos debemos ser iguales y libres, cosa que no sucede en la mente animal,
por ejemplo. ‘¡Otro idealista del montón!’. Sí, claro, del montón, de ese montón
que suma millones, de esos que empiezan clamando por las buenas el fin de este
absurdo sistema animal, pero que después se ven inevitablemente empujados a
matar por necesidad, por la imperiosa necesidad de sobrevivir luchando por las
migajas que caen desde arriba de la mesa. ¿No me crees? Abre tus ojos, imbécil,
heme aquí desnutrido, doblegado por la enfermedad, la violencia y la muerte en
las tierras de África, Asia, América Latina, y el resto del mundo. ¿Te ofendes…?
Más me ofendo yo que estoy siendo comido por mi propio cuerpo. Pero no
escucharás, te justificarás cínicamente diciéndome: ‘Hay algo de cierto en lo que
dices, pero ¿tengo el poder de cambiar las cosas?… No, no puedo… pues no se
trata de que yo pueda cambiarlas simplemente porque yo lo quiera, no; la
Naturaleza me supera, y no debo quebrantarla, porque entonces pagaría con mi
vida. Lo siento; no puedo hacer nada; tampoco tengo el valor de un Sea Shepperd,
que cuida de las ballenas de los océanos; soy un hombre común y corriente que
sabe que todo tiene su orden, su jerarquía, su propósito... No debo ni debes
engañarte a ti mismo; vive y deja vivir; esa es la Ley. Y no te engañes como lo
hicieron ésos de más allá del muro, que creyendo en la unión de los hombres
erigieron uno, pero que fracasó, cayendo, evidencia más que contundente que
nos muestra lo errados que estaban, pues tras ese maldito bloque sólo existía una
fabrica que transformaba seres humanos en robots, seres que debían dejar a un
lado su individualidad a favor de la totalidad, un lugar oscuro donde no existía
la Libertad, sólo represión. Más ahora, con la caída y el cambio, puedo gritar a
todo pulmón que este cuerpo, y su fuerza, es mío, y puedo hacer con él lo que se
me antoje, incluso matarme, o mejor aún, dominar a los otros. Y tú no puedes
cambiar eso, ni a la Naturaleza.’ Tienes razón, pero hazme un favor, ¿quieres?
Grita por mí: ‘Soy el necio más grande que la Evolución jamás haya podido
crear.’».
Ese era el mundo confuso y violento que ahora Baros encaraba y que no
entendía, un mundo incipiente, inseguro, que emergía en una feroz vorágine del
comunismo. ¿A quién no le parecería injusto, mórbido, hipócrita, lleno de una
implacable competencia? Por las condiciones que Rumania atravesaba, a
muchos… Y Baros no lo soportaba, quería huir de él, pero le era imposible. ¿Y
cómo hacerlo? El mundo entero era así. Surgía entonces la siguiente pregunta
acerca de la formación de su personalidad: ¿Sería esto el origen de su gravedad,
de su indiferencia, de su precavido silencio, o habría sido esto quizá producto de
un trauma de la infancia, algo así como un estado patológico sufrido por haber
nacido mujer, creyendo que la vida le debía una compensación, pues habiendo
sido perjudicada por la Naturaleza, asumía, en su subconsciente, una envidia
natural por el pene del hombre? ¡Quién para saberlo! Lo cierto es que Baros
ignoraba a Scott como macho, y éste podía captar esa apatía, que lo impulsaba a
acercársele todavía más, en sutiles pero fijas miradas.
Llegaron al hotel. Lo acompañó hasta el lobby. Verificaron la reservación.
Todo listo. Baros se despidió de Scott, dejándole una tarjeta.
–Vendré por usted mañana, doctor Fraiser –le dijo antes irse–. Espero que
disfrute de nuestro país.
–Gracias –le contestó Scott con los ojos brillantes, embrujado–. Puedo invitarle
un café ahora mismo, si gusta, agente.
Baros meneó la cabeza.
–No; gracias. Es usted muy amable, doctor Fraiser.
–Llámeme Scott, por favor, Baros –le suplicó.
–¿Scott? –le respondió ella, casi indiferente, sacudida por el atrevimiento de
haberla tuteado–. Está bien –y arrancó acelerando el auto a fondo en el cuarto
cambio.
Fue un escape brusco. Scott suspiró. «Sí, ella es la que me conviene», pensó,
animado. Volvió a la habitación. Era acogedora. El periódico vespertino estaba
doblado sobre la mesita de noche. Lo tomó. Se recostó en la cama, tranquilo,
satisfecho de saber que el Destino (¿el Destino? Ja, ja… ¡Qué sandez! ¡Yo, un
bioquímico, pensando en estas cosas tan sensibleras!) lo había mandado a
Rumania con algún propósito (y no tan sólo con la dolorosa tarea de venir al
funeral de su amigo Emile, quien, analizándolo bien, jugaba ahora un importante
papel), ¡el de conocer al amor de su vida!
Retozaba de sueños en su cabeza rubia y, dejando por un instante la figura de
Baros, echó un vistazo al periódico: otra vez aparecía ante sus ojos la amarga
noticia: dos hombres asesinados en el Baneasa. ¡Qué horror! ¡Cómo era posible
que alguna gente pudiera llegar a tales extremos de maldad! ¿Había acaso una
explicación biológica que pudiera aclarar tales perturbaciones en la psiquis de un
hombre? Claro que sí. Somos todos un compuesto de secreciones bioquímicas.
¿Pero qué circunstancias o condiciones podrían ocasionar tales perturbaciones?
¿Una alza repentina de testosterona, dopamina, oxiticina, adrenalina…? Es
sabido que éstas al sucumbir a las presiones ya sea del clima, ya del stress, en fin,
del entorno, son capaces de crear reacciones impredecibles… Scott seguía
pensando en estas cosas, recostado en la cabecera, enlazándolas con su cúmulo
de datos obtenido a través de sus investigaciones en el Instituto Molecular, en
donde, claro está, utilizaba, en vez de seres humanos y conejillos de india,
pequeños robots con inteligencia artificial. Incluso se volvió un experto en este
último campo, que logró unir con el de la genética, lo que le valió el honor de
pertenecer a esa generación X de grandes genetistas e ingenieros en robótica de
los años 90. Al tener aquellas fotografías sangrientas en la mano, entendía más o
menos el proceso de la conducta criminal, aunque, aun sabiéndolo perfectamente,
no le daba mucha importancia a una de sus variables más decisivas: la influencia
de la economía en el sistema biológico humano; es decir, el por qué, el cómo y
con qué fin emprende el hombre la creación de medios para la captación y
transformación de recursos con que logrará su sustento, y cuáles son sus
impactos en la psiquis durante el proceso. En palabras simples: ¿De qué modo
afecta el hambre al cuerpo del ser humano y qué procesos bioquímicos surgen
antes, durante y después de la inanición y qué cosas le incita a hacer para evitar
que ésta se produzca? O sea, ¿produce el hambre stress y se vería un hombre
desesperado a hacer lo que sea para contrarrestarla? Scott parecía no darle
importancia a esta variable, porque jamás se había visto enfrentado a una
situación como ésa, y gustaba de irse por otros razonamientos más complicados
y menos efectivos.
Razonaba, tranquilo, enhebrando un escenario demasiado académico para ser
creído, incluso si éste hubiera tenido una aplicación práctica en la realidad. Pero
eso no lo amilanaba; no. ¿Cuántas veces no se rieron de él muchos de sus colegas
cuando teorizó, utilizando algoritmos en un programa computacional, acerca del
«Juego del Prisionero», donde describía el comportamiento de las células? Y sin
embargo sus predicciones fueron ciertas al comprobarlas bajo el lente del
microscopio electrónico. Darwin había dado en el clavo desde el principio. Mata,
y vivirás. Un ruidillo empezó a vibrarle en el tímpano. Lo ignoró, ya que,
después de todo, Bucarest vivía en estos momentos muchos cambios de
infraestructura, y por doquier podían verse, estacionadas como reinas de la calle,
gigantescas grúas, o se podía escuchar el rugido de los taladros neumáticos
romper con fuerza las capas del pavimento. El sonido, a metros de la ventana, se
le antojaba la acción de un rotor, que parecía acercarse cada vez más. Se levantó
del camastro y puso el periódico en la mesita, dispuesto a aislar el chirrido
cerrando los ventanales. Luego escuchó algo no muy común, como el crujido de
ramas resquebrajándose en los matorrales de enfrente, bajo el balcón. Cogió uno
de los llamadores del ventanal cuando, como sacada de una escena que en el
pasado siglo XX hubiera sido catalogada como tremendista, sendos fragmentos
de bloque demolido le estallaban frente a la nariz, ¡crash!, reventando la pared en
añicos, inundando de polvo la habitación. Scott contuvo el aliento, desorientado,
turbada la vista, abriendo mucho los ojos, petrificado, y veía, estupefacto, el
blandir de unas garras en las brazos de una figura monstruosa que flotaba en el
aire.
Dio, quedito, unos pasitos hacia atrás, pasmado, ya enajenado por la visión,
tratando de huir de aquella figura que empezaba a acecharlo. Mudo, tropezó con
una silla y cayó de espaldas al suelo. La figura se posó justo enfrente de él,
alzando las manos como en el vuelo de un murciélago, con las garras brillando
por la luz que se filtraba por el gran agujero.
–¡Oh, Dios! –gritó, desvaneciéndose–. ¿Qué es lo que quiere de mí? –le
preguntó, aterrado.
El ser anómalo se le abalanzó, pero entonces sucedió lo impensable dentro de
lo increíble; en el preciso instante en que el espectro horrendo se arrojaba con
vehemencia en dirección a Scott, repentinamente, fue expelido por otra figura
igual de horrorosa que dio con él contra el piso. Traquidos y golpes hicieron
temblar la habitación, y pronto en la puerta se escucharon puñetazos y puntas de
pies que luchaban por derribarla. Un furioso ventarrón inundó la pieza,
desordenándola toda, empujando a Scott, que se sujetó de una pata de la cama, y
el primer ¿ente?, no sabría cómo definirlo, se elevó a un metro del piso y salió
proyectado del cuarto, por el agujero, seguido por la otra entidad, que se perdió
a saltos por los matorrales. Entonces cayó la puerta. Dos hombres, bien vestidos,
entraron empuñando sus armas, encontrando a Scott tendido en el suelo,
llorando, hecho un manojo de nervios.
–¡Agentes de la Interpol, agentes de la Interpol! –gritaron. Uno de ellos auxilió
al doctor, que tenía la lengua pegada en el cielo de la boca.
–¡Señor, señor!, ¿se encuentra usted bien? –le dijo el otro–. ¿Qué fue lo que
ocurrió?
Éste estaba en estado de shock, incapaz de comprender lo ocurrido, con los
ojos perdidos en el boquete, congelado por el ataque de pánico.
Finalmente Rumania le había dado la bienvenida.
2
Rosa & Blue
«Del Estrecho de Índigo a los mares de Ossián, sobre la arena rosa y naranja que ha
lavado el cielo vinoso acaban de subir y de cruzarse bulevares de cristal habitados de
inmediato por jóvenes familias pobres que se alimentan en las fruterías. Nada de
riqueza. –¡La ciudad!»
[Nota del traductor: Aunque no me decidía por insertar estos apuntes que
encontré en los papeles del doctor Fraiser, pues temía que la novela se viera
afectada por cuestiones estéticas, tales como la asimetría estilística o la digresión
literaria, me vi forzado a hacerlo por una razón: la formación sicológica de los
personajes, que en el futuro serán relevantes para la estructuración del relato.
Que conste.]
__
¿Por qué las cosas tienen que ser como son? Sé que es una pregunta sin
sentido, idiota, y que hay miles de razones para criticarla, pero aún así no dejo de
hacérmela. Mis razones las tengo. Tenía seis meses de vivir en la ciudad de
México, esa abrumadora metrópoli trazada en un mural de infinitos contrastes…
Ay, no… se me quedan en la punta de la lengua las palabras idóneas que podrían
describir fielmente a una ciudad tan… tan llena de paradojas… y de las más
crueles y patéticas de la sociedad humana. ¿Por qué dónde, si no allí, podría
encontrarme, en el mismo sitio, con un solitario Carlos Slim, uno de los hombres
más ricos de Latinoamérica, al lado de millones de Juanes Pérez atribulados,
quizá de los más pobres del planeta?, ¿o, (esto sí es tragicómico), ver correr por
las calles a lujosos autos Bentley tratando de evadir Volkswagen destartalados
que ya se caen a pedazos? ¿En qué otro lugar podría contemplar, si no allí, la
absurdidad de mirar rascacielos tan colosales, como los de Nueva York, al lado
de casuchas de hojalata? Nunca pude explicarme estos… ¿contrastes? (¡Dilo, dilo,
no seas cobarde! Las palabras no se inventaron para encubrir la verdad sino para
decirla; ¡dilo, dilo!). Está bien; debo ser precisa, y no ocultar lo que siento, lo que
mi liliputiense raciocinio me impele a expresar: Nunca pude entender porque
hay tanta desigualdad, expuesta al rojo vivo, si su gente es muy industriosa.
Muchos culpan al gobierno, a sus funcionarios corruptos (yo misma he sido
testigo de esto), a su supuesta mediocridad, pero a mí me parece que existe una
razón más poderosa que la provoca, pero soy incapaz de definirla (en realidad sé
definirla, pero creo que, como hacen los demás que lo saben mucho mejor que yo
y que a fin de cuentas son los que sufren las consecuencias, y al parecer no les
importa, no debo meterme en camisas de once varas; basta con decir desigualdad,
y la expresión de esta definición se la dejo a los economistas y políticos, que son
los que deben cuidar del bienestar del pueblo; yo soy una simple ciudadana, y
extranjera, de remate; tampoco soy un Pilatos, no, no, cómo creen…). Por otro
lado, nunca tuve motivos para quejarme de su gente; siempre fui tratada con
cordialidad (fueron muy colaboradores conmigo); y gozan de un buen humor y
doblesentido, que es imposible no sentir un afecto de familia por ellos. Y hoy,
cuando estoy tan lejos y apenas puedo dormir, se me seca el alma… Gracias a
Dios, guardo uno de sus tesoros conmigo: mi bello Atón Blue, el hombre que ha
hecho de mi vida, y lo declaro sin ninguna duda, un paraíso colmado de
sublimes momentos. ¡Ay! Pero no logro detener esas visiones grotescas de la
ciudad que me acechan por las noches… nuestro trabajo como agentes en ella…
y esta situación desconcertante por la que ahora estamos pasando… No hay nada
perfecto en este mundo… quizá en el otro. Tengo mucho que apuntar en este
diario, tanto que decirme para el futuro, que no sé por dónde empezar, pues las
cosas se han sucedido unas a las otras sin orden ni concierto. Creo que
precisamente de eso se trata la vida, de no saber lo que te depara el mañana,
aunque creas que lo tienes todo bajo control. Se reciben a veces tantas buenas
como malas noticias. Lo que escribo ahora, que anoté con una fecha adelantada,
realmente lo viví siete días antes, ya que luego de los acontecimientos vividos,
apenas tenía fuerzas para caminar. Sin embargo, haré lo posible por sincronizar
las fechas. Y como ya días no escribía nada, algunas cosas las difuminó el
recuerdo, tan lento en grabar y rápido en olvidar. Creo que empezaré por las
buenas noticias, y dejaré que las malas surjan por sí mismas.
Intentaré rememorar mis últimos días en México, activos todavía en la
memoria debido a la carga emocional. Cómo empezar sino con los pensamientos
de Blue (mi bello, el que por cierto, había cumplido treinta tres añitos dos días
antes), pensamientos que le recordaré con este registro cuando tenga los sesenta,
ja, ja; ya puedo ver su cara arrugada apretando los ojos de censura; pues bien, esa
mañana (debo aclararme que es la del 28) lo veía sentado sobre ese sillón
escarlata que tantos recuerdos trae consigo a mi memoria, holgazaneado el muy
tremendo, dichoso de la vida, como si estuviera feliz del orden de las cosas en el
Universo, que cree perfecto (según acostumbra él a repetirme, y que yo sospecho
no se trata más que de la influencia de las palabras de Newman y su Teoría de los
Juegos que leyó no hace mucho) y retozando del gusto con un cigarrillo de menta
ensartado en la boca, rascándose flojamente las rodillas, mientras yo me afanaba
por darle los últimos retoques a una estatuilla de mármol (de un tiempo acá me
he aficionado demasiado a este pasatiempo de la escultura). Para mí brillaba
como esos bellos dionisios de la Antigüedad –y no dejaba de admirarlo, cosa que
nunca puedo evitar–, extático, parapetado tras esos enormes cojines de terciopelo,
hablándome de las cosas que a mí me encanta escuchar. Visto así de perfil, (amo
su perfil aguileño) Blue me parecía una obra de arte que emergía limpia y pura,
esplendente, del mismísimo corazón de una almeja acolchonada y recubierta de
seda; desde lo alto del andamio, me daba la impresión de que se deslizaba
silenciosa y gravemente a través del aroma desatado por las rosas y margaritas,
las que cultivé con primor en el jardín interior que compartía junto al taller, en la
mansión que la Agencia nos había alquilado en Ciudad Satélite, esa misma que
fue erigida, según me dijo el de la inmobiliaria, por el gran Pani Darqui, genio
monumental de la arquitectura, al poniente de la ciudad de México. Fue el único
requisito que pedí para la adquisición de la casa, mandar a construir ese jardín,
que sembré con las flores más bellas y delicadas, porque era la mejor forma de
apreciar la belleza poética de mi semidiós y amante terrestre. Me daba gusto
mirar a Blue prestar mucha atención a las punzadas del cincel y al poder de
corrosión de la lima, ansioso por ver mi obra finalmente erigida. Ese es mi
secreto placer de artista. Antes quise conversar cosas banales con él, para que no
sintiera el paso del tiempo y no se exasperara durante la espera.
–Será mi mayor contribución artística al mundo de la religión –le dije,
apurada en pulir el frío mármol, que había importado de las canteras italianas;
ya podía sentir, en mis manos, como el bloque de piedra caliza cobraba un
impulso de vida, relieve y movimiento–. ¿Te gusta, querido? –le pregunté,
sugerente, pasándome las muñecas por la frente empolvada–: Me parece un justo
homenaje a mi Creador Supremo.
Blue se repantigó en el sofá, alisándose el cabello; pegó una chupada al
cigarrillo, para luego ahogarlo en el cenicero. De fondo, se dejaba escuchar,
perdida entre las plantas, las partes de una melodía: «Oye, mi amor,/ no me
digas que no».
–¿Sabes qué es lo que se me viene a mientes, Rosa? –me respondió–. Así es,
querida, al Mercurio forjado por el gran Giambologna, el fascinante maestro de
las formas tenues y depuradas. ¿Te acuerdas de ese Hermes? Gira sobre sí mismo
erizando su gracioso pero amenazante dedo índice al tiempo en que simula
reposar, en puntillas de balletista y como si las rozara, su pie alado sobre ráfagas
de viento. ¡Es esplendido! Mi pobre gusto artístico la considera una de las
mejores esculturas de metal del arte moderno, de las mejores, y no cabe la menor
duda, cielo, de que tú asentirás conmigo.
Blue pronunciaba, como suele hacer (y esta afectación se la he reprochado
siempre), estas palabras con una estructurada cadencia, voz aflautada, sin poder
enterarse de que él mismo se asemejaba a ese estándar de guapura clásica,
aunque algo acrecentada por las trazas de belleza latinoamericana, que aflora en
la rasgadura de sus ojos y la espesura de las cejas. Es un galán de pe a pa, joven,
atento a la moda, culto y estilizado por otra pincelada de extravagancia que, si el
tiempo se pudiera retroceder, antes daban por llamar «dandismo». No me canso
de repetirlo, es un hombre sumamente bello, la envidia y el deseo consumado de
cualquier mujer, un hibrido hijo de la emigración, nacido en Houston, Texas, de
madre hondureña y padre estadounidense, de clase media alta. Se graduó en
Cambridge como ingeniero en genética, formado por las mejores mentes de esa
famosa escuela nacida en The Eagle Pub, donde Francis Crick y James Watson
anunciaron al mundo que el secreto de la vida residía en una doble hélice
genómica. Somos los dos tan diametralmente distintos. Yo, hija de mexicana y
padre norteamericano de raíces alemanas, estoy acostumbrada a arañar a fin de
mes los últimos centavos de mi quincena. Él, en cambio, posee una compañía de
software bioinformático que lo convirtió en millonario a los pocos años,
auxiliado por algunos empujoncitos de su padre, quien influyó para que sus
amigos de la CIA le dieran la oportunidad de probar una de sus creaciones en las
oficinas del departamento de policía local, el Codix Genetic 1.1, un decodificador
genómico que sirve de secuenciador de ADN, y que tanta ayuda nos brinda en
nuestras investigaciones. Por eso lo admiro, porque independientemente de la
ayuda de su padre, ha logrado demostrar su valía como científico al revolucionar
el mundo de la criminalística. De no haber sido por este su invento, ese
magnífico identificador de criminales de última generación que trabaja hoy en
conjunto con los sistemas de huella dactilar como herramienta de búsqueda y
evidencia, jamás nos hubiéramos conocido. Dice que en ese entonces asombró a
propios y extraños, permitiéndole ascender rápidamente dentro de la estructura
como asesor de la CIA; esta fue su mejor recomendación para ser trasladado a la
INTERPOL. Allí fue donde nos conocimos, donde… Lo vi por primera vez
cuando venía de una tarea de campo, y… Fueron sus grandes ojos marrones los
que me embrujaron… Y después de aquel encuentro, mi Blue ya no quiso ser
asesor, y sin que me diera cuenta, al poco tiempo ya trabajaba conmigo como
agente en las calles… ¡Qué soy el amor de su vida! Me encanta cuando me lo dice
al oído, lamiéndome los bordes de la orejita… ¡Mi pareja bombacha!, qué cosas se
te ocurren decir, mi cielo… No obstante esta felicidad, nuestro sentimiento,
obligado por las circunstancias y la incomprensión, ha tenido que fluir por
conductos clandestinos... ¡Estoy divagando mucho, y no habrá más páginas para
anotar los momentos que he vivido con él! La plática era intrascendente, y sin
embargo, al final de la misma, daría lugar un evento que…
–Sí, de esas que revolucionan al mundo –le respondí, ansiosa por ver su
reacción, retomando el tema (ahora sé que no debí haberlo hecho).
–Fíjate, amor, que, hasta el sol de hoy, no he visto ninguna otra que haga tanta
gala de fuerza, delicadeza y dinamismo, particularidades, creo yo, inusitadas
para su período, y que derribaron todo un aparato de teorías y creencias
ridículas, pero peligrosas, que la Iglesia, junto al Estado, y con su poder
omnímodo, asentó en la mente de los hombres.
–¡Ay, querido, dejemos eso a un lado! –le contesté, perturbada por un tema
escabroso que siempre evito tocar–. Es algo ya resabido; además, no quisiera
amargarme la conciencia al recordar esos tiempos feudales, oscuros, en los que la
vida de un hombre consistía en rendir culto y fidelidad al Gran Señor explotador
de las tierras y los espíritus etéreos. Tiempos de miedo, humillación y vasallaje,
donde se consideraba a las almas como un objeto cualquiera del que se podía
hacer y disponer como quisiera. No, mejor no hablemos de eso, mi Blue.
–¡Pero es que Rose, querida, no te has dado cuenta de cuánto retrocedió el
mundo en esos mil años! Hubo barbarie, hoguera, muertes monstruosas, vidas
honradas miserablemente destruidas… –exclamó Blue, enervado; yo alcé las
cejas, desatendiendo sus palabras, que me obligaban a desinteresarme de la
conversación–. ¡Por eso bendigo al Renacimiento! –continuó Blue, queriendo
ganar mi voluntad y fastidiarme, creo yo, a fin de cuentas.
–Recuerda que en aquellos días no existía la ética como ciencia. La religión era
su única ciencia –le dije casi indiferente, para salir del paso. Blue siguió con su
discursito:
–¡Ah, no, no, no me vengas con eso! ¡Y Aristóteles qué! ¡La Iglesia lo conocía
mejor que cualquiera! ¡Ah, el poder y la ambición, querida, tientan más que el
mismo diablo! Y ejemplos sobran por montones. ¿Sabes qué es lo más me
molesta de la Iglesia? La hipocresía, la codicia, la manipulación sicológica, de la
que no se arrepiente y que hundió pueblos enteros, incluyendo el de nuestros
antepasados. Sólo imagina el dolor y la miseria que vivió en carne propia esa
pobre gente, ¡sólo imagínatelo! No, no es posible olvidarlo con un silencio
simulado. Ella debió rescatarlos espiritual y económicamente, y bien pudo
hacerlo, porque en esos tiempos era la organización religiosa y financiera más
poderosa del mundo; en cambio, los explotó, se aprovechó de ellos, y vistas las
cosas hoy en día…, no cambia. Y nos condena a ti y a mí, Rose, ¡nos condena a
los abismos! No, no me mires así, Rose. Escúchame.
Me detuve, mareada por una honda espiración.
–¿Y quienes tuvieron el valor de oponérsele? –preguntó inspirado–. Los
hombres del Renacimiento. Les debemos mucho, Rose, mucho –moderó la voz–.
Fueron los únicos que se atrevieron a desafiar esos dogmas esclavizadores; en
forma solapada, es cierto, pero lo hicieron, y lograron romper los mitos creados
en torno al genio creador, al que amenazaban con infierno, terror, violencia y
muerte eterna. Los clérigos, con su escolasticismo, estigmatizaban cada nueva
palabra e idea, acusándolas injustamente de ser nuevos pecados y herejías. El
renacentista, al contrario, restauró la filosofía antigua del verdadero gozo y
entendimiento espiritual, aquella donde la exploración y reconocimiento de la
belleza de nuestros cuerpos es la base para conocer el origen del Universo entero.
¡Enaltecieron la idea, y le dieron esos toques de perfección que son insuperables
incluso en nuestros días! ¡Es más –yo dejé caer la cabeza en el pecho, hastiada–,
es más, fueron sus ideas y obras las que ayudaron a cambiar inclusive todo un
sistema económico: ¡el rígido y avasallante feudalismo fue convertido en el
dinámico capitalismo burgués! ¡Y hubo guerras por esto! La Historia no miente.
–Sí, Blue, tienes toda la razón –le contesté, cansina–. Pero debes aceptar
también que hubo clérigos tolerantes y que no participaron ni comulgaron con
tales extremismos. Había incluso científicos entre ellos, como Galileo…
Despegué mis dedos del tabique nasal, que me picaba por el polvillo del
mármol. Luego alcé la cabeza, y reanudé el trabajo, esmerándome por pulir los
ásperos miembros de la escultura marmórea, sorda al discurso de Blue. De
pronto, la lima resbaló de mis manos, pero Blue, ágil, corrió a recogerla.
–Corrígeme si me equivoco. –Blue estaba incontenible y yo, callada. –De no
haber sido por esos hombres, hoy estarías esculpiendo una masa cuadrada por
cabeza y un rectángulo por esqueleto, creyendo, además, ¡que la Luna es de
queso o que la Tierra descansa sobre lomos de tortuga o bien que el señor cura
Juan Rechoncho es tu dueño, señor y tu dios! –exclamó, mientras se recostaba en
el sillón, ahogándose en sonoras carcajadas. A mí la ironía me cayó como una
bomba a mi ego y, desviándome del tema, empecé a preguntarle acerca del
virtuosismo de la obra–. ¿Estéticamente, me preguntas? Querida, ya he dicho que
has esculpido con maestría; la pieza tiene proporción, simetría, ritmo, ¡por Dios!,
todas esas cosas chocarreras que la mente de los genios sabe cómo aprovechar al
transformar la materia bruta en una idea coherente y armónica. Me encanta,
querida, me encanta. ¿Cómo la llamas?
–Te he advertido que tiene un ingrediente religioso… –titubeé.
–Ay, amor, no por nada me he lanzado un discurso en vano.
Nos echamos a reír.
–Bueno… la he llamado… «Ello, la Deidad Andrógina».
–¡Caramba! –exclamó Blue–. Finalmente, por primera vez, he escuchado algo
coherente con las leyes del mundo físico. ¡Genial, querida, genial! Una especie de
ying yang humanizado, ¿eh? Muy acertado el título y, como te dije, muy
coherente.
–Sí. Tal como ocurre en nuestro cambiante Cosmos. Ahora, mi querido Blue,
quisiera que la contemplaras en todo su esplendor. Permíteme desvelarla por
completo –y cogí una punta de la sábana que cubría la parte inferior del cuerpo.
–A propósito del título –dijo Blue, ansioso por imbuirse en su retorica
filosófica–. Si Dios fuera en verdad únicamente uno masculino, entonces cómo se
le ocurrió crear a las mujeres… Me pregunto, ¿de dónde sacó la idea? Yo pienso
que…
Pero fue interrumpido por una voz cantarina procedente del pasillo que
conducía al taller.
–¡Órale, mi güera! –escuché desde el resquicio. Era Roger Almijar Hart que
reía con esa ambigua y tranquila picardía mexicana. Ambos, Blue y yo
enfocamos la mirada hacia la puerta y alargamos de oreja a oreja los labios al
descubrirlo allí, recostado, muy fresco; Hart no supo advertir la presencia de
Blue.
Almijar Hart ha sido siempre mi amigo, y lo conocí incluso antes que a Blue.
Precisamente por él fue que pude llegar a México, pues ha sido mi enlace policial
por años. Joven elegante, estaba vestido de negro riguroso, a lo Versace, como le
dije en bromas un día, anillado los dedos y con una pulsera de plata colgándole
de la muñeca izquierda, de la que pendía una medalla incrustada en oro con el
grabado de la virgen de Guadalupe. La primera vez que lo vi fue en un cursillo
de contrainteligencia dictado por la “Escuela de las Américas”, famosa
institución especializada en la producción de dictadores y temible centro de
formación ideológica capitalista que lucha por contener el avance de los
movimientos de reivindicación social auspiciados por el comunismo en
Latinoamérica. La presencia de Blue y la mía en el país se debía en realidad a un
caso muy especial: la captura y extradición del capo Eulogio Méndez, alias
«Pajarito».
–¡Ay, si ya siento que se me queman los chicharrones! –dijo el muy pícaro–.
¡No manches…! ¡Qué intelectual te ves subida en ese andamio! –se acercó, con los
brazos abiertos; Blue carraspeó la garganta–. ¡Ah qué chingado! ¡Si es el güey de
Blue! ¿Qué haces escondido en ese rincón, manito?
–Pues, viéndote, Hart –respondió; se levantó del sofá–. ¿Cómo estás, amigo?
Veo que has estado muy metido en tu papel de narco callejero, eh; digo… Por la
jerga…
–Je, je… ¡No mames, güey!
No pude contener las carcajadas.
–¡Ah, ta’ güeno, pues, ríanse! ¿A que no saben qué?
–¿Qué? –preguntamos Blue y yo a un tiempo, poniendo cara de
desconcertados.
–Qué el güey va pa’ abajo…
–¿Te refieres a «Pajarito»?
–El mero mero, tumbado… ¡Rosa, bájate, que también a ti te interesa!
Bajé del andamio, pero durante la maniobra volví a dejar caer
involuntariamente la lima y el cincel, provocando con ello un ruido agudo y
estridente que se estrelló en los oídos de Blue. Percatándome del escándalo, abrí
muchos los ojos, apenada y, titilando, me disculpé. Hart esta vez tomó un aire
formal.
–Méndez» está por caer en la jaula –dijo acelerando el curso de las palabras–.
Mañana irá a Iztacalco y los informes dicen que hará trámites de envío en una
empresa de encargos ubicada en la calle Albano García, de la Colonia Viaducto
Piedad, y que no es otra cosa que un centro de distribución de droga clandestino.
Acabo de recibirlo, y como el asunto se complica por la orden de extradición
gringa, pues salí corriendo de la oficina para avisarte.
Célebre mula del narcotráfico, Eulogio Méndez era el responsable del trasiego
de miles de toneladas de cocaína hacia los Estados Unidos, en donde se le había
formulado orden de arresto por tráfico de estupefacientes, sustancias prohibidas
y sicariato. ¿Por qué existía este tipo de gentes? ¿Sería acaso por qué habían
nacido ya con vocación criminal? Je, je… Méndez era originario de Sinaloa, una
de las regiones más pobres de México. Siendo sincera, debo admitir que veo en él
al típico latinoamericano: a un niño mal criado en el seno de una familia pobre,
rebelándose contra la miseria, la pésima educación pública (que había afectado
también la cabeza de las generaciones anteriores a él) y el cínico desinterés estatal,
y que lo habían condenado, como a muchos otros, a sobrevivir en aquel mundo
del «sálvese el que pueda». Y esto lo deduzco de mis estudios en criminología;
por ellos sé que, como todas las grandes mentes criminales, Méndez era
inteligente, ambicioso y, por estúpido que parezca, honrado. Mas estas virtudes
no bastaron en su mundo, especialmente en el laboral, donde seguro le habrían
negado un empleo bien remunerado debido a su poca instrucción académica.
Acosado, se habría dedicado a la venta de achinería y otros menudencias, que
pronto le fue negada también a falta de un permiso municipal, y ya luego se
vería en la penosa encrucijada de robar para vivir. Fue entonces cuando sus
amigos del barrio lo habrían socorrido. El trabajo es de puro mamey, brody, le
habrían dicho. Te subes a un micro con una maletincito, te bajas en la estación
del DF, y dejas el encargo en casa del guey Guzmán, y ahí nomás te suelta el
cabrón mil dólares por el acarreo; no manches, guey, está refacilito. Su primera
buena paga. Chales, se habría dicho, no me explico porque no lo hice antes. Si
aquí la cosa está buena. Y era cierto. Y lo que no me explico es cómo un país de
cien millones de almas –de las cuales ochenta por ciento vive miserablemente
(aunque el Gobierno exclama orgulloso que es sólo el cincuenta), un nueve en
condiciones de clase media baja y tan sólo un uno por ciento concentra casi toda
la riqueza nacional–, no se ha pasado entera al narcotráfico, si con él la riqueza
fluye a borbotones. Total, para una ocurrencia (la más cruel de todas: vivir
oprimido por un grupo económico voraz), otra. Y Pajarito no dejaría de ser
arrastrado por la desesperación: escurridizo como ninguno, muchos años
después sus hazañas serían comparadas con las del finado Escobar, a quien se
asemejaba físicamente; sin embargo, eran sus dotes de escapista los que
fascinaban a sus perseguidores. De ahí el apodo.
Durante meses, en colaboración con otros carteles rivales, varias de sus
intimidades salieron a flote, y la policía antinarcóticos había preparado un perfil
muy exacto de su vida. Conocían a la perfección sus métodos de trabajo y a los
hombres que ocupaban los puestos claves en el cártel. Uno de ellos, Fernando
Gutiérrez, «el Gavilán», el delegado en ejecutar las órdenes, era conocido por su
gusto sanguinario y por ser enemigo jurado de los «Aleros», primer máquina del
sicariato fabricada en México y la más poderosa. Hart mismo había estado
involucrado en los trabajos de campo, creando para ello una red intrincada de
contactos. De más está decir que si fallaba esta vez en la captura de Eulogio, al
día siguiente lo encontrarían decapitado en los potreros de alguna escuela. Se
estaba jugando la vida.
–¿Quién es el encargado de la operación? –preguntó Blue, calmado, pero
presintiendo en el fondo la llegada de una mala noticia.
–El coronel Joaquín Almeida –contestó Hart; Blue se llevó la mano a la frente–.
Escucha, Blue, esta vez no fallaremos; tú sabes que me ha llevado meses calcular
sus pasos… –al decir esto, Hart se compenetraba en la figura de Méndez con un
atisbo cercano a la clarividencia–. ¡Y mañana no se me irá de las manos! Se
desplegará el comando antidroga, la DEA, la cerca policial y algunos elementos
del Ejército.
»Para cuando nosotros lleguemos, «Pajarito» estará cogido en la mano. Estoy
aquí para que ustedes hagan los trámites de extradición.
–No te comas las naranjas antes de pelarlas, Hart –le reconvino Blue, que ya
ponía un pie fuera del taller, rumbo al dormitorio–. Mendez es astuto, como un
cuervo, y sabrá cómo eludir la cerca. Hay algo también que no cuadra. Así que lo
mejor es que nos preparemos enseguida. ¡Ven, Rose, deja eso!… Alista el equipo.
–Confío en el buen juicio del coronel Almeida –lo contradijo, muy tácito.
–Yo también –repuso Blue, retomando el paso–. Precisamente es a ese juicio lo
que más temo, amigo Hart.
–¡Aguarda, Blue! –le pidió, aunque algo áspero–. Este sobre me llegó en la
mañana. Viene con membrete de la Interpol. Te lo dirigieron a ti.
Se lo extendió. Blue lo tomó y, sin abrirlo, se lo metió en uno de los bolsillos.
«No sigamos perdiendo más tiempo aquí», dijo, y se perdió en la largura del
pasillo.
Yo, sin embargo, no quise dejar las cosas del taller en desorden, y Hart, al
verme en la labor, se aproximó. Percibió por vez primera el fulgor de la escultura
en sus pupilas.
–Oye –dijo, asombrado, dirigiéndoseme–, ¿tú la hiciste? Parece un ángel.
–Sí –le respondí con parquedad, por la premura.
–Pero… ¿Es hombre o mujer?
–Cómo te explico… –articulé, sin ánimos de entrar en debate, que no creía
conveniente dadas las circunstancias; además, advertí las oscilaciones de la
medallita guadalupana en su muñeca; no, no me entendería.
Blue apareció en la puerta con el sobrecejo arrugado. Me hizo una seña
enojosa y corrí a prepararme para la cacería, dejando con la duda a Hart.
–Voy a explicártelo después de apresar a «Pajarito» –le grité desde el
corredor–. ¿Vale?
Éste se encogió de hombros, sobándose la cabeza.
–¡Ah, qué chingados gringos éstos! –exclamó, y salió a prisas del taller.
El día señalado. Salimos. Hart, que conocía muy bien la ciudad, conducía el
auto y, habiendo dado vueltas por el circuito y salido por la Torre Satélite, tomó
la vía ampliada del Paseo de La Reforma, dobló hacia la derecha, luego a la
izquierda y pronto nos perdimos rumbo a Iztacalco. No hay que insistir en que
los nervios iban de punta, a pesar de los años. Cosa curiosa. Siempre ocurre, y he
escuchado decir que también les pasa hasta a los artistas más experimentados
antes de abrir el telón. Para mí es una realidad palpitante. Pues, bien, luego del
largo trayecto, llegamos a la colonia Viaducto Piedad, y pronto Blue divisó a lo
lejos al encargado y comandante de las fuerzas especiales, el coronel de policía
Joaquín Almeida, comisionado de la SIEDO, que se atrincheraba al borde de una
pared de esquina, una cuadra atrás de la zona de operaciones; los galones del
uniforme le daban un aspecto distinguido, aunque la torcedura en la boca
indicaba que era un hombre malhablado. El pasamontañas militar a medio
doblar en la frente le daba un aspecto todavía más fiero. Blue intuyó con quién
habría de tenérselas.
–Buenos días, coronel –lo saludó, sin levantar la mano, pues no vestía de
uniforme.
–Buenas –contestó el coronel, incomodado, inclinando nada más la cabeza;
tenía un mal carácter, inamistoso, muy comentado en la ciudad y que lo
traicionaba ante sus subalternos–. Voy a ser sincero con ustedes dos –agregó sin
tapujos–: No me caen bien, especialmente usted, agente Rosa Duarte –e hizo una
mueca de asco, montando en cólera gradualmente–; y ya sabe por qué; no
necesito decírselo –me quedé tiesa por la sorpresa, y eché una mirada a Blue–.
¡Así que déjese de mariconadas conmigo! ¡Me encabrona que usted y su
afeminamiento desacrediten el buen nombre de nuestra policía! Este es un país
de hombres bien machos, y reportajes como el del Excelsior, que lo presenta a
usted como un héroe, son indignantes. Sí, ya sé que ese diario está lleno de
maricas, pero no hay derecho para que se atrevan a ensuciar mi honor. ¡Un héroe!
¡Un gay que hace historia en la vida nacional mexicana! ¿Sabe usted que todo el
mundo se ríe de nosotros y que dicen por allí los muy desgraciados que todos en
la policía somos una bola de maricones? ¡No, no, no puedo tolerar su presencia,
agente, me da usted asco! Si no fuera porque vienen ustedes de parte de la
Interpol, ya días los hubiera…
–Con su permiso, coronel –irrumpió Blue, contrariado por el recibimient–.
¿Puedo preguntarle una cosa? –Almeida se hizo el sordo–. ¿Qué tiene que ver la
orientación sexual de mi compañero con el desempeño de su trabajo? A mí me
parece que asume usted una posición inconsecuente con su instrucción policial,
ya que nadie aquí, ni fuera de la institución, cree que la homosexualidad del
agente Rosa afecte el funcionamiento de su departamento. Además, ¿por qué
habría de hacerlo? Mezcla, usted coronel, tabúes del pasado con las
circunstancias del presente. Nada tiene que ver la orientación de mi compañero
con los problemas que usted le atañe. Su orientación, sexual, es eso, una
orientación sin ningún perjuicio ideológico, político o económico. ¿Cuál es el
problema? Es una vocación como muchas otras en la vida; la suya, por ejemplo –
Almeida encaró esta vez a Blue–, es una vocación militar, a la que, estoy más que
seguro, le disgustaría perderse entre balances y cuentas de contador o banquero.
¿Le molestan también los banqueros y contadores, coronel?
A Almeida se le saltaban los ojos de cólera; parecía balbucear frases
incoherentes, pero yo le salí al paso:
–Soy gay –dije lo más naturalmente posible–, y no me avergüenzo. ¿Se
avergüenza usted de su masculinidad y profesión, coronel? –Éste taconeó las
botas, reafirmándose. –¿No? Tampoco yo; siento en el alma que mi sola presencia
le desagrade, pero deberá aprender a lidiar con ella, como he lidiado yo con la de
los demás durante toda mi vida. Cada quien está obligado a cargar su cruz; la
mía no ha sido otra cosa que la discriminación.
Un camarón no se habría puesto tan rojo como el coronel, que no admitía
comparaciones de ningún tipo, peor de las que lo podrían relacionar con la
homosexualidad. «Maricas malditos», murmuró, «ante los ojos de Dios son
abominables».
–¿Perdón? –lo interpeló Blue, que había alcanzado a escuchar los murmullos–.
¿Qué clase de cristiano es usted que desea el tormento de su prójimo? ¿Católico o
protestante? ¡Ah, ya entiendo! –exclamó con leve ironía–. Veamos, ¿es usted de
los que nunca ha leído la Biblia o de los que la leen y citan por conveniencia?
Confiésese usted, coronel, sin miedos y rencores. Pero no importa, no importa;
como sea, imagino que si alguna vez la ha leído al menos aprendió de ella, o
escuchó de la boca del cura, que todas las almas pertenecen a Dios y que sólo Él
puede arrogarse el derecho de juzgar a los hombres por sus acciones. Así que no
juegue con su salvación, coronel, fiándose de su propio juicio, ya que puede
aparecer ante los ojos de Dios como un hipócrita abominable. Cuide su alma; a
ninguno nos gustaría que, por una postura plagada de ignorancia, vaya a usted a
quemarse en las llamas del Infierno.
–¡Maricón insolente! –le gritó Almeida en la cara, arrancándose el
pasamontañas negro de la cabeza, que arrojó cerca de un poste de tendido
eléctrico, abalanzándose contra Blue.
Pero entonces nos interrumpió una serie de disparos acompañados del ay de
un hombre; luego era la voz de Hart pidiendo refuerzos. De pronto se desarrolló
ante nosotros un espectáculo caótico. Los sicarios de «Pajarito», que aparecieron
sabe Dios de dónde, acometían a los hombres de Almeida, que los había
organizado en tres grupos: la vanguardia, compuesta por el comando especial
antidroga; el centro, con elementos del Ejército; y la retaguardia, donde se
hallaba el coronel, los agentes de investigación antinarcóticos nacionales y de la
DEA, las unidades blindadas y los efectivos de la policía. Este cuerpo compacto
tenía como radio de acción la larga y estrecha calle Albano García –antiguo
emplazamiento de vendedores ambulantes que tuvo su auge económico en los
años 80`s; hoy en decadencia–, colmada ahora de edificios comerciales
pesimamente planificados y construidos, lo que le daba un aspecto pobre y
vulgar; a mitad de la calle, sobresalía por entre los demás un gran rótulo, al
parecer pintado a mano, que decía: «ENVIOSA, Fletes al mundo entero», y debajo
de éste, con las puertas abiertas, estaba ubicado un local derruido donde, según
creían los agentes de la sección antidrogas, estaría escondido «Pajarito». Hart, a
quien la presión del evento abrumaba, dejándonos abandonados y rompiendo la
cerca policial, se había internado, sólo e imprudentemente, a la línea de fuego, y
no fue recibido precisamente con beneplácito.
–¡Por acá, por acá! –gritaba, abatido, la pierna herida, sangrante–. ¡Se escapa
calle arriba! ¡Por la avenida Coruña! ¡Persíganlo!
–¡Imbécil! –exclamó el coronel al escuchar aquella voz de aviso, dando
patadas al poste–. ¡Perdido! ¡Todo perdido por ese marica! Voy a poner la queja a
la Secretaría de Seguridad Pública. ¡Disparen, idiotas!
Yo había desenfundado mi Glock 9M, que acerrojé en el acto, y corrí tras los
gritos de Hart; lo encontré tendido atrás de un Mercedes, y me arrodillé para
levantarlo.
–¡Hart, Hart! –lo llamé–. ¿Estás bien? ¿Qué fue lo que pasó?
–Un poco mareado –me contestó, exangüe–. Tal parece que he metido las
patas, pero no, Rosa, no… Vi cuando «Pajarito» y sus hombres se escabullían, y
yo no podía darme ese lujo…; tenía que detenerlo, ¿me entiendes? –y cogido por
la ansiedad, gritó–. ¡Se escapa, Rosa, y lleva una escolta! ¡El de bigotes, es el que
lleva bigotes!
Le eché el brazo por debajo del hombro; una brisa me acarició las mejillas, y
sentí luego como si el pelo se me estuviera chamuscando. Comprobé,
horrorizada, que las balas me habían pasado rozando, y que éstas iban a
estrellarse contra las paredes de un edificio amarillo, perforándolas.
–¡Dios mío! –exclamé, trepidando entera, girando la cabeza de un lado a otro
en busca de refugio–. ¡Salgamos de aquí, Hart! –lo apuré, echándomelo en la
espalda–. ¡Rápido, rápido!
–Cúbrete tú, ¡cúbrete! –me arengaba, oponiéndose a abandonar el sitio, picado
por la facilidad con que lo habían atacado los sicarios; mas al verse desvalido en
medio del tiroteo, me gritó–: ¿Y Blue? ¿Dónde está Blue?
Blue, en cambio, estudiaba el plan de acción del coronel Almeida, quien había
desplegado a los elementos del ejército, apoderándose por completo de la vía y
respondiendo a locas el fuego de los esbirros, que escapaban, repeliéndolos, cerca
ya de la bocacalle, donde una flota de carros blindados los esperaba
tranquilamente. Al contrario de éstos, los automóviles estacionados en ambas
aceras a lo largo de la calle, que Almeida creyó utilizar como trincheras para sus
hombres, no paraban de estremecerse de aquí para allá, aventando cristales rotos
en mil pedazos y expulsando con violencia el aire de los neumáticos, que
golpeaban y rayaban el rostro de los comandos, los primeros en adelantarse. Uno
tras otro caían desesperados por la confusión. Estaba claro que Almeida era un
mal estratega, cuando en realidad, para lograr la captura, debió haber enviado
agentes encubiertos como paisanos, cosa sencilla que se hallaba muy lejos de la
parafernalia castrense ostentada por el coronel.
Así, los hombres de «Pajarito», algunos subiendo ya los autos blindados y
otros ocultos en posiciones bien estudiadas, en vez de disparar a mansalva,
atacaban blancos específicos y definidos. Los comandos fueron los primeros en
caer en las garras del cuervo por culpa de la torpeza de su jefe en mando.
A mí una bala certera me derribó de presto, pero el chaleco antibalas salvó mi
vida. Me reincorporé, ardida, con mi amigo en lomos, luchando por evadir el
plomo, y busqué refugio en una maltrecha tienda de abarrotes, cuyo dueño, no
por egoísmo, creía yo, sino por el terror, acrecentado por la bullaranga, nos
negaba la entrada.
–¡Cerrado! ¡Cerrado! –me decía en señas el tendero bajando la cortina de
metal.
Un proyectil rebotó en uno de los barrotes de la puerta anterior al cortinón. El
hombre tembló de espanto y tuve que agachar la cabeza para no recibir el
impacto.
–¡Espere! ¡Deténgase! –le grité enfurecida, indignada, apuntándolo con el
arma automática, entreviendo la sordera simulada del tendero que se apresuraba
a cerrar la cortina–. ¡Agente de la Interpol! ¡Agente de la Interpol! –exclamé,
sacándome la credencial y mostrándosela al hombre. Éste, llorando, se pasó el
delantal por la cara, resistiéndose todavía–. Si se atreve usted a negarnos la
entrada –le dije– o si tan sólo se le llegara a cruzar por la mente, señor, pues sepa
que los tribunales de justicia no le tendrán piedad por obstruir la actuación de
uno de sus agentes; se arrepentirá entonces, luego de pasar muchos años metido
en la cárcel. ¡Me oye, usted! ¡Levante esa cortina!
El tendero, nervioso, obedeció. Hart, lisiado, no dejaba de delirar.
–¡Hay que atrapar al maldito cuervo! –balbuceaba, perdiendo sangre–. ¡No
llegaremos a tener otra oportunidad…!
–Lo atraparemos –le dije, consolándolo; llamé al tendero, a quien pedí sanar
al herido–; lo atraparemos, Hart. Te lo juro –y diciendo estas palabras, salí
corriendo del establecimiento.
Alargaba el paso lo más que podía, ansiosa por alcanzar al ejército, que ya
había ganado tres cuartos de la calle, cuando me topé con un soldado que venía
en dirección contraria. Lo detuve. Parecía bastante agitado, y temblaba de forma
algo absurda. Tenía algunas partes del uniforme perforadas, y no paraba de
limpiarlo y ajustárselo al cuerpo. Molesta por lo que creí un acto de cobardía en
pleno combate, lo interrogué:
–¿Qué pasa? ¿Por qué te vuelves? ¿Han atrapado al «Pajarito»?
–No –respondió el otro, rehuyéndome la mirada–. Voy a avisarle al coronel
que él escapó subido en una limusina.
– ¿Qué? –exclamé, aturdida–. ¿Escapó? ¿Quién te ha dicho semejante
estupidez?
–Uno del comando que quedó medio vivo –contestó, dilatando los labios–.
Dijo que «Pajarito» es un hombre muy listo y que era imposible atraparlo.
Me enfurecí. Pero el soldado tenía razón. Eulogio Méndez volvía a ganarnos
la partida. Reventaba de frustración.
–¡No le da vergüenza que un sólo hombre lo haga pasar como tonto ante sus
superiores! ¡Dios mío, había un ejército entero persiguiéndolo!
El soldado hizo una mueca de indiferencia.
–Ya le dije que es un hombre muy listo, agente –dijo con los ojos brillantes–.
¡Y yo no tengo la culpa de que el coronel sea pendejo!
–Escuche –le dije, conteniendo la rabia–. En aquella tienda de abarrotes hay
un hombre herido; vaya y dígale al coronel que necesita una ambulancia
enseguida. ¡Pero hágalo ahora!
El soldado salió en dirección a las unidades blindadas que avanzaban por en
medio de la calle. Lo dejé ir, creyendo que iría a entrevistarse con Almeida, y
seguí tras los hombres del ejército.
Pero me llevé una gran sorpresa: Los milicianos, dejando ya de luchar,
volvían sobre sus pasos, gritando: «¡A las unidades blindadas, a las unidades!
¡Van hacia el norte!». Aquello hacía honor a las palabras del soldadito, y
comprobé que Eulogio Méndez había escapado subido en la limusina. Había que
ver que este «Pajarito» era arrogante. Arrastrada casi por la avalancha que me
caía encima, opté por unírmeles. «Hart», pensé. «Hay que llevarlo al Hospital».
Éste, en tanto, como me dijo después, se desangraba y empezaba a respirar
débilmente. Sentía la garganta seca, y pidió a gritos agua al tendero.
–¡Agua, agua! ¡Consígueme un poco de agua!
El tendero, que se había quedado en la puerta, sonreía, viendo correr a los
hombres. Caminó hacia uno de los estantes y regresó con una escopeta en la
mano. Lo apuntó.
–Chales, brody, ¿no eres tú el güey de Roger Almijar? –dijo rechinando los
dientes–. El culero amigo de los Aleros.
Entonces Hart lo reconoció: era «el Gavilán».
–Gutiérrez –balbuceó, buscándose el arma en las bolsas del pantalón, pero en
vano. Vacía. Alzando una mano, esperó tranquilo a que las balas le dieran en la
frente.
Me replegaba junto al ejército, con la idea fija de auxiliar a Hart, y me dirigí a
la tienda. Veía a Blue, al lado de Almeida, que me observaba mezclada entre el
gentío. Al distinguirme a lo lejos, sana y salva, suspiró, aunque molesto por la
ineptitud del coronel. En eso vio pasar al soldado que había hablado conmigo y
lo llamó.
–¿Qué ocurre? –le preguntó.
–«Pajarito» –dijo casi con satisfacción–, «Pajarito» escapó.
Almeida lo maldijo.
–No te muevas –le ordenó Blue.
–Pintaron llantas hacia el sur, señor –añadió el soldado–. Son tres grupos,
pero sólo uno de ellos va hacia el sur.
–¡Rosa! –gritó Blue–. ¿Dónde está Hart?
Apenas podía escucharlo, ya que el aquelarre de las unidades blindadas y los
gritos de los hombres en retirada apagaban mi voz. Me detuve en las puertas del
negocio y, apuntando el arma, ingresé. Entonces vi al tendero con el cañón de la
escopeta en la boca de Hart, y disparé, pero…sólo alcancé a escuchar los ecos
repetidos de munición, golpeándome.
–¡Dios mío, Rosa! –gritó Blue; dio grandes zancadas por la calle, temblorosas
las piernas del terror.
Podía verlo correr, angustiado y atónito, mientras salía aventada por las
puertas, abatida sobre el pavimento.
Venía enloquecido, llorando, jadeante, con el arma desenfundada. Llegó,
pude sentirlo, derramando lágrimas, mojándome las mejillas. Me cogió en sus
brazos, dándome besitos en los ojos y por toda la cara. Luego empezó a quitarme
las ropas que me ceñían, y dejé que dijera las cosas que con tanta ansiedad espero
escuchar de sus labios y que otros tomarían por cursis debido a su falta de
inteligencia emocional, pero que para mí fueron vitales, atollada como estaba en
el pozo de la penuria y la muerte: «Rosa», dijo en susurros, embargado, «no te
vayas, no me abandones, que yo te amo».
–No me iré, amor… –le susurré también al oído–. El chaleco…
Se sobresaltó. Mas al verme que alzaba los párpados, con una leve risita,
empezó a reír como loco. Reía de felicidad. «¡Estás viva!». Y me dio un gran
abrazo.
–Ve por Hart –le dije–. Está muy herido.
Encontró a Hart rezándole a la virgencita, imbuido en una laguna de sangre.
A un lado, boca arriba, reposaba el cuerpo de Gutiérrez, acribillado.
Sin embargo, «Pajarito» había hecho justicia a su apodo, eludiendo
magistralmente la operación. Era inatrapable. Habría que esperar ahora las
consecuencias de este acontecimiento. Blue pensaba que la vida de Hart, salvada
apenas de las garras del cuervo, todavía pendía de un hilo. Salió de la abarrotería
con Hart a cuestas; me levanté para ayudarlos. Cuando volvimos la vista hacia
Almeida, éste había desaparecido, junto a sus hombres; de seguro se había
enfrascado en la persecución de Eulogio Méndez. Todo había ocurrido tan
rápido… La operación había sido un rotundo fracaso…
Te doy y te quito. Es lo que parece comunicarme el destino. Sí, tal vez suene
trágica, confusa, pero hay que ver dónde me encuentro hoy, tan lejos del hogar
que con tanta alegría regocijó mi corazón. Me parece todo un sueño y una
pesadilla a la vez. Y hoy, aquí sentada en esta habitación tan extraña, y luego de
haber vivido unos acontecimientos tan increíbles… ¡Ni siquiera sé si soy yo, Rosa,
un gay que sueña que es una mariposa, o si soy una mariposa que sueña que es
Rosa! Retomaré mi escrito donde lo dejé hace poco, después de haberme tomado
un suspiro, que no había podido continuar por la remembranza de algunas
palabras que me harán sufrir por siempre… ¡Ay, duele tanto! Duele cuando lo
que amas, lo que aprecias te apuñala… y no digamos cuando se trata del
desprecio de un amigo… Pero no debo juzgarlo… ¡Él también sufre por la
incomprensión! Ahora estoy aquí, enfrentándome a algo casi inexplicable… Pero
he de volver al día de la operación, que creíamos fracasada, antes de que se
pierda en la nubosidad de los recuerdos…
Regresábamos con Hart, herido, al auto, convencidos de nuestro planchazo,
de nuestra ineptitud como agentes, cuando, ¡cosa extraña!, vimos a aquel mismo
soldadito, parado en la esquina, fumándose tranquilamente un cigarrillo. Blue se
detuvo.
–¡Hey, tú, soldado! ¿Por qué no estás con los de tu unidad? –le preguntó,
sorprendido.
–El coronel Almeida me pidió que los esperara a ustedes –le respondió muy
calmado.
Nos vimos a los ojos. Se le ocurrió una idea a Blue. Este soldadito, que fue el
primero en avisar a Almeida lo del escape, sabría más que ningún otro la
dirección que Eulogio habría tomado. Blue no estaba equivocado del todo en sus
suposiciones, pues intuía, además, que Méndez, con la división de sus hombres,
le hacía la tonta al coronel. Este soldado, por tanto, al ser el primero, habría visto
cuál era el verdadero grupo que llevaba consigo a Eulogio, escondiéndolo. Pero
no quiso alarmarlo.
–Súbete –le dijo Blue–. Vamos a la Delegación.
El hombre, que hasta entonces había estado sereno, echó a correr de repente,
alejándose de nosotros, y en el acto dejó caer la gorra que descubrió ante
nosotros unos rizos negros al aire.
–¡Es él! –grité, segura de haberlo reconocido–. Persíguelo. ¡Sal, sal, atrápalo!
–¿Él? –preguntó Blue, desorientado.
–¡Sí! –le insté empujándolo–: ¡«Pajarito» Méndez!
Efectivamente, era Eulogio Méndez camuflado de miliciano. Blue, al escuchar
el nombre, como un resorte, saltó del auto y se precipitó por coger a su presa; sin
embargo, andando unos cuantos pasos, quedó helado por las detonaciones que
resonaron justamente atrás de su espalda. Frenado, giró la cabeza lentamente a la
altura del hombro. Me vio apostada, los ojos entornados y la cara desdibujada
por un gesto de rabia repentino, apuntándole con la pistola. Yo había disparado.
«¿Fuiste tú?», me preguntó, cabizbajo.
–Para un cuervo astuto, la vista depredadora de un águila –le contesté.
Metros adelante, abatido, encima de unos recipientes de basura volcados
sobre la acera, yacía muerto «Pajarito». En el auto, Hart lloraba de alegría. Estaba
a salvo.
Sólo puedo calificar este hito en nuestra profesión como maravilloso (todavía
me late el corazón al recordarlo). La satisfacción de haber hecho bien el trabajo
era inconmensurable. ¡Qué delicia la que se siente el ser útil a la sociedad! Y no
obstante… cuando de prejuicios se trata, al parecer ninguna utilidad sirve para
aliviar el menosprecio…
Al día siguiente aparecían grandes titulares en los periódicos: «¡QUÉ DICHA
LA DE SER GAY!, “Pajarito”Méndez, jefe del Cártel del Centro, muere atrapado entre
plumas rosas», «¡JUSTICIA A LO CUILONI9!, Eulogio Méndez cae abatido por manos
gays justicieras», «OPERACIÓN VIOLETA: ROSA & BLUE. Íconos de la eficiencia
policial y la modernidad», y otros por el estilo.
Blue, en la cama, leía tranquilo uno de los diarios, riendo por la ocurrencia de
los editores. Se había arropado con el edredón, y esperaba a que yo le sirviera el
café en una tacita que había comprado en un viaje a las Guyanas. Finalmente las
cosas nos habían salido a la perfección, y gozábamos ya de una felicidad sin
límites. ¿Qué más nos hacía falta? Teníamos dinero, amor, y, sobretodo, fama.
–Aquí tienes el café, querido –le alcancé la bandeja de plata–. Está caliente;
cuidado.
–Gracias. –Me pasó el diario. –Lee, amor; ya verás que divertido.
–No –le contesté, agarrándolo pero sin abrirlo–. Estoy muy ocupada; además
casi no acostumbro a leerlos.
–Pero hay que informarse. –Blue se acomodó en el respaldar. –Ya ves que hay
que estar con los tiempos… Me parece que es imprescindible.
–Lo sé; prefiero el Internet, que tiene información más variada.
Blue dio un largo sorbo al café; echó a reír de repente.
9
Se refiere a la novela histórica «Cuiloni. Historia de una lágrima», escrita por el controvertido escritor mexicano
Bernabé Basul, que trata sobre el supuesto homosexualismo del emperador azteca Moctezuma.
–¿De qué te ríes? –pregunté, curiosa.
–¡Oh, de nada, de nada! –dijo Blue atragantándose–. Bueno, sí… Me río del
coronel Almeida. ¿Te imaginas la cara que pondrá al leer estos titulares? ¡De risa,
querida, de risa!
Sonó el timbre de la puerta.
–Atiéndelo tú –pidió Blue–, que yo me visto una vez que me haya tomado el
café.
Salí del dormitorio, y al poco rato volví con un Hart en muletas.
–¡Pero, Hart! –exclamó Blue, sorprendido–. ¡Tú aquí! ¡Ve a descansar, hombre,
ve a descansar que esa pierna no se ve buena!
Hart jaló una silla; tomó asiento en la salita de la habitación. Metió las manos
en el bolsillo y sacó un sobre.
–Lo olvidaste en el auto –le dijo y se lo aventó. –Gracias –dijo Blue–. Se me
habrá caído por accidente –lo colocó al lado de la almohada. –¿Quieres una taza
de café, Hart? –le ofrecí, vertiéndolo ya–. Está muy bueno, ¿cierto, Blue?
–Sí, sí, muy bueno –me secundó.
Le entregué un periódico a Hart.
–La gente se ha vuelto loca –dijo Blue, riendo, señalándole las noticias.
–Sí –respondió Hart, hosco–. Detesto cuando se comportan como unos idiotas.
Hoy, en camino, bajando por el Viaducto, dos señores me hicieron señas raras,
con los ojos. ¡Imbéciles!
–No me digas –prorrumpió Blue; con ingenuidad agregó–: A poco creen que
tú también eres gay. Ja, ja…
–No le veo el lado gracioso, Blue –repuso el otro, enrojecido–. Por primera vez
en la vida sentí vergüenza de que me asociaran con ustedes.
Quedé petrificada. Blue se quemó los labios con el café.
–Pero Hart, querido…
–Me molesta –siguió–, me molesta mucho que la gente piense de mí que soy
un ser depravado y perverso, un condenado a las tinieblas.
–Míranos –le dije en ruegos–. ¿Crees tú que somos gente depravada y
diabólica? Hart…
–La Iglesia, la gente, todo mundo dice que lo de ustedes es antinatural, y yo
no me atrevo a negarlo. ¡Cómo podría!
Rompí a gimotear.
–No… –le contesté, apenas podía articular las palabras–, no, Hart. Antinatural
es matar a tu prójimo por racismo, por dinero, por poder… Eso es antinatural.
–¡La Biblia dice que Dios hizo al hombre para la mujer y a la mujer para el
hombre! –exclamó Hart, indignado de súbito.
Aunque éramos muy amigos, entonces entendí que Hart nunca había
convivido con nosotros, ya que habíamos cultivado nuestra amistad más por
carta. Y ahora, la realidad afloraba a borbotones, en la calle, en la comisaría, en
todos lados.
–Sí, es cierto –le dije–. Pero en cosas del amor no hay tales máximas.
–¿El amor? –volvió a exclamar con fuerza–. ¿Qué sabes tú del amor? Eres un
hombre que se cree mujer, ¡cuando en realidad no lo eres!
–Hart… –Fue un golpe duro al corazón. –Te confundes. Yo no soy mujer, ni
hombre tampoco. Soy gay, ¿entiendes?, ¡gay! ¡Otro género! –dicho esto, corrí
fuera del dormitorio.
Hart quiso levantarse, apoyándose en las muletas, pero vaciló.
–Quédate un poco más –le pidió Blue, que había roto el sobre , y leía la carta.
Hart recogió las maletas hacia el frente y reposó la cabeza sobre la fría madera.
–Rosa tiene razón –dijo Blue, tranquilo–. ¿Sabes tú algo de biología? –le
preguntó.
–No.
–Entonces déjame explicarte algo.
Blue se levantó de la cama, caminó hacia un anaquel, cogió dos libros,
«Selección Social. Joan Roughgarden, Universidad de Stanford», «Wikipedia’s
Book», y abrió cada una de sus páginas, que había subrayado anteriormente.
–Lee y toma.
Hart se puso a leer el primer libro.
«La reducción de la diversidad sexual a dos sexos (uno masculino y agresivo
y otro femenino y cohibido) será, para los estudiosos del futuro, solamente un
mito; puesto que con numerosos ejemplos del reino animal y de culturas
distintas de la occidental, se muestra que la naturaleza y las diferentes
sociedades ofrecen soluciones sorprendentes a la sexualidad: peces con varios
tipos diferentes de machos o cuyos componentes cambian de sexo en caso de
necesidad; mamíferos que tienen a la vez órganos reproductores masculinos y
femeninos, etc.
»En el caso de la biología humana, la existencia de homosexuales,
transexuales y hermafroditas no es más una variación natural que se integra
perfectamente en la diversidad mostrada por los demás animales. La expresión
social de esta diversidad se encontraría en sociedades como la de los indios
norteamericanos, con sus dos espíritus, los mahu polinésicos, los hijra indios o los
eunucos, que identifica con personas transgénero.»
Luego tomó el otro a instancias de Blue:
«Así, las personas que generalmente tienen una orientación heterosexual
pueden sentir deseos leves u ocasionales hacia personas del mismo sexo, del
mismo modo que aquellos que generalmente tienen una orientación homosexual
pueden sentir deseos leves u ocasionales hacia personas del sexo opuesto.
»Hay personas con orientación homosexual que, por las condiciones de
intolerancia y violencia o de difícil acceso a otras personas del mismo sexo,
mantienen relaciones heterosexuales. La represión, la homofobia y la postura de
la mayor parte de las religiones obliga a los homosexuales a esconder su
orientación fingiendo ante la sociedad tener una orientación heterosexual, lo que
se denomina coloquialmente estar en el armario o en el clóset. Sin embargo, autores
como el doctor Joseph Nicolosi refieren que, si muchos homosexuales ocultan su
orientación sexual, no se debe tanto a la represión social, que no se niega como
factor secundario, sino a que la homosexualidad en sí misma representa para el
homosexual una condición de incompatibilidad tanto a las bases sociales
establecidas como a su particular sistema de valores morales, es decir, que existe
un conflicto entre lo que se es y lo que se debe ser según la educación familiar
que se haya dado, así como a ciertos grados de desorden en la identidad sexual.
» […] Los homosexuales han sido perseguidos cruelmente a través de la
Historia, entre los que destaca la Iglesia Católica, que fue constante a lo largo de
la Edad Media, acusándolos de sodomía. Procesos de pena, como el ataque
contra los Templarios, acusados de entregarse a prácticas homosexuales y
heréticas, son todos sospechosos y promovidos por razones políticas. Sin embargo,
en circunstancias normales los nobles y privilegiados rara vez eran acusados de esta clase
de delitos, que recaían casi enteramente sobre personas poco importantes y de las que
tenemos pocos datos.
»Durante los siglos V al XVIII, la tortura y la pena capital, generalmente en la
hoguera, eran los suplicios a los que se condenaba en la mayor parte de Europa a
los homosexuales. La Santa Inquisición de la Iglesia Católica no se diferencia
mucho, en su persecución de la homosexualidad, de lo que era corriente en casi
todas partes, y es culpable de la tortura y muerte de innumerables personas
acusadas del denominado pecado nefando.
»Aún se conservan expresiones en el lenguaje (en idiomas diversos) que
hacen referencia a la quema en la hoguera de los homosexuales: –Finocchio
('finoquio'), que en italiano significa 'maricón' y también 'hinojo' (porque se
envolvía a la persona en hojas de hinojo para retardar su agonía entre las
llamas); –faggot, que en inglés actual significa 'maricón' pero que en el pasado
quería decir 'haz de leña' y se relaciona con la leña con que los homosexuales
eran quemados vivos hasta morir por su pecado contra natura.
»Los nazi persiguieron también a los homosexuales, ya que consideraron la
homosexualidad una inferioridad y un defecto genético, por lo que se aplicó un
artículo de una ley del código penal alemán de 1871. Se trataba del párrafo 175,
que decía: "Un acto sexual antinatural cometido entre personas de sexo
masculino o de humanos con animales es punible con prisión. También se puede
disponer la pérdida de sus derechos civiles."
»“El triangulo rosa invertido”, fue el símbolo impuesto por los nazis a los
homosexuales en los campos de concentración, donde fueron asesinados unos
100,000 al finalizar la II Guerra Mundial.»
Hart tiró los libros al piso, sofocado.
–¿Entiendes a Rosa ahora? –le preguntó Blue, viéndolo dócilmente a los ojos.
–¡Qué estupidez! –gritó Hart dejando caer las muletas–. ¡Verborrea, teorías de
gente retorcida!
–Esa gente que tú tanto menosprecias trae tras de sí miles de años de ciencia
humana, Hart.
–¡Qué me importa la ciencia humana si el Obispo en su sermón de la mañana
dice que «tu condición homosexual es antinatural ante los ojos de Dios. Sodoma
y Gomorra fueron destruidas por esto». Mi conciencia clama pidiendo que me
aleje de ustedes.
–Ya veo que la religión y la presión de la sociedad te ciegan, Hart; pero te
pido que me contestes ahora con sinceridad, ¿vale?
Éste asintió de mala gana, previendo, en su interior, un ardid.
–Si un hombre, creado explícitamente por Dios para engendrar una familia, se
negara a tener sexo con la mujer que le fue concebida, ¿juzgarías tú esta negación
como una violación a la ley divina?
–¡Obviamente que sí! –exclamó Hart, convencido de decir una eterna verdad–.
Rehúye un mandato sagrado e inviolable. El hombre fue hecho para ser marido
de la mujer. Fuera de esto, no se cumple la Ley de Dios.
–No tengo más que decir –dijo Blue, serio, dando por terminada la
conversación.
–Espera, ¿qué quisiste darme a entender con esa pregunta?
–Habla con tu Obispo; él te lo explicará mejor que yo.
Y salió del dormitorio. Yo estaba sentada, lagrimeando, en un mueble. Hart,
pesadamente, se levantó y, con las muletas bajo el sobaco, se allegó a nosotros.
–No llores más, querida –me dijo Blue.
–He perdido un amigo –le contesté muy aturdida.
–Cálmate –me reconfortó–. Me tienes a mí. Ya pronto esto acabará.
–¿Acabar? –le grité en la cara, iracunda–. ¡Nunca acabará, Blue, nunca! He
vivido arrastrando este lastre toda mi vida, y en lugar de aligerarlo, pesa cada
vez más. ¡Estoy cansada, Blue, muy cansada! No creo que pueda resistirlo más.
–Lee –dijo, extendiéndome la carta.
La cogí. Leí:
«MEMORANDO
Dirigido a:
Se les manda a tomar parte de esta operación policial que se llevará a cabo en Bucarest,
Rumania, bajo las órdenes de la Unidad de Investigación Criminal de la Gendarmería.
Se ampliaran detalles una vez llegados al país anfitrión. Se les pide partir de México
en no menos de 72 horas.
Contactos en EUA:
Interpol@service.govdelivery.com
En el extranjero:
–Viorel Maior, Comisionado de la Gendarmería Rumana.
–Anton Popescu, Agente de la UCICG
–Cecilia Baros, Agente de la UCICG.
–Oficina de la Gendarmería Rumana, Bucarest, 1112, Mihai Eminescu.
–LE: Gucicg@infobureau.gov
Orden emitida,
y cúmplase:
Lyman O’Toole
SUBDIRECTOR».
Scott pensó que se estaba volviendo loco. Movía los ojos de un lado a otro,
sumamente nervioso, buscando con ellos y por instinto alguna salida en medio
de los escombros y el polvo, gritando que un monstruo había querido matarlo.
Manos fuertes lo aprehendieron. Los dos agentes de policía que habían entrado a
la habitación lo ayudaron a incorporarse. Lo sentaron en la cama. Luego otro,
corriendo, entró agitado.
–¡Popescu! –le gritaron los hombres–. ¡Consiga una ambulancia! Este señor
está al borde del colapso mental… Sufre de trastornos alucinatorios... ¡Salga,
vaya por un doctor!
–Pero… y todo este desorden… ¿Está demente? ¿Ha sido él el causante? ¿Qué
fue lo que pasó? ¡Díganmelo!
–No sabemos, Popescu –le contestó uno de ellos–. Cuando estábamos a punto
de entrar a nuestra habitación escuchamos un gran escándalo en la alcoba
contigua. Salimos a averiguar, y esto es lo que hemos encontrado, a este señor
tirado en el piso, enajenado…
–¿Y este gran agujero en la pared? –preguntó, asombrado, asomándose a la
ventana–. ¡Qué diablos!…
–Ya estaba allí cuando derribamos la puerta. Solamente él podrá explicarnos
lo sucedido… ¡Vaya por un médico, por favor!
Salió el Popescu del hotel pensando en que nada encajaba con el chocante
suceso. Como buen policía de investigación se preguntaba: ¿Por qué, por qué
ocurría esto justamente con la llegada de los agentes de la Interpol? ¿Qué señal le
estaba enviando la vida con dicho acontecimiento? Una desfavorable, sin duda
alguna, a él, que solía confesarse cada fin de semana en la iglesia protestante del
lago Tei. Había que tomar precauciones de aquí en adelante, no vaya a ser que le
pasara lo que a Saúl.
Y al parecer el infortunio se había ensañado con él desde la mañana, cuando,
a la espera de estos agentes en las salas de Aeropuerto Internacional Otopeni,
donde pataleaba de enojo, Baros le había colgado el teléfono. La maldijo, como
siempre, por haberle encargado la tarea de recibirlos; ahora éstos, que no tenían
ni dos horas de llegar a Rumania, ya lo estaban metiendo en problemas. ¡Los
extranjeros, de cualquier tipo, siempre son mensajeros del mal por venir!
Y ciertamente estos tipos traían mala vibra. Lo supo en el mismo momento en
que los había visto caminando, jalando sus maletas, con una gran sonrisa en la
cara. Su aspecto, para su sorpresa, era refinado, y vestían con cierto halo de
extravagancia, casi principesca, muy lejos de la austeridad a la que él estaba
acostumbrado. Pero lo que más lo había friqueado eran la cola de cabello rubio
que Rosa exhibía orgullosa, la elegancia Blue, la locuacidad y los modales de
estos personajes simpáticos, amables y educados en exceso, que lo cohibían de
alguna forma, mejor dicho, lo hacían sentirse vulgar.
Anton Popescu, el personaje clásico, maquiavélico, surgido de las no menos
clásicas novelas capitalistas, merece un estudio aparte en esta relación transversal
de los hechos, no por su brillantez como figurante (que es un asco y algo ya
resabido) sino por el proceso de la formación de su mente materialista, mal
encausada, llena de hedonismo, capaz de hacer vender a su propia madre por
dinero; trabajaba para el SRI (servicio secreto rumano), asignado al UCIC de la
Gendarmería rumana, renegando siempre del anguloso aparato de seguridad
estatal. Cristiano protestante ortodoxo a ultranza, de la minoría religiosa del país,
se decía fiel a su credo, aunque, como todos los que profesan abiertamente una
filosofía en extremo, gustaba de probar en silencio las delicias de lo que le estaba
prohibido, es decir, era un gran beatón. Lo de cristiano lo había heredado de
familia, por el lado de su padre, que había muerto martirizado en el año 1985 a
manos de la atea dictadura comunista, que lo consideró un enemigo peligroso
por su religiosidad pequeño-burguesa, siempre sumisa a las tentaciones del
capital antes que al verdadero espíritu comunitario predicado por fundadores
del cristianismo primitivo. El día de su desaparición, los agentes de la policía
secreta, con un sociólogo al lado, le hicieron ver su conducta equívoca,
manifestándole que, si no abjuraba de su fe, tan lejana del verdadero propósito
revolucionario de Jesucristo –«No creáis que vengo en son de paz, sino que
traigo la espada»10, “contra los avaros capitalistas”, le había recalcado el
sociólogo–, sería irremediablemente ejecutado. Le dijeron además que no se
dejara engañar por los sermones del pastor de la iglesia, de aquél que nunca
dejaba de clamar por la bondad hacia al prójimo, sin haberla practicado él mismo
nunca en las calles, en otras palabras, sermoneaba con el único fin de pedir
dinero, cuando en realidad, y lo podía comprobar si ampliaba la vista un poquito
más, detrás de ese hombre mendigante había una gigantesca maquinaria
financiera que, más que pedir para dar al necesitado, le arrebataba los únicos lei
11
de la boca. Su padre se mantuvo inflexible y se convirtió así en mártir.
Se jactaba con orgullo Popescu de esta hazaña familiar, sin embargo, por un
complejo que Freud llamaría de Edipo, él mismo paradójicamente había
adoptado el cariz de los verdugos su progenitor, corregido e incluso aumentado,
pues a diferencia de estos últimos, que habían matado en pos de una ideología y
cesaban de hacerlo una vez que los torturados suplicaban por perdón y
arrepentimiento, Popescu lo hacía por beneficio personal, y lo que es todavía
mejor, su mayor placer, gustaba de desacreditar sutilmente con esta actitud a la
misma policía que le daba de comer: era implacable, bestial, sin un ápice de
misericordia ante el ruego desesperado de los supuestos criminales, inculpados o
no. Recio y musculoso, su aspecto brutal recordaba al de Iván, el archirrival de
Rocky Balboa. No hay que añadir que, gracias al sistema de valores inculcado
desde su niñez, era homofóbico.
Se había acercado a los agentes recibiéndolos de acuerdo con su bronco
carácter:
–¿Blue Steward y Duarte Reingold? –Los pronunció muy forzado, alterado al
parecer por el olor penetrante de los perfumes.
–Los mismos –había contestado Blue sacando sus credenciales–. ¿El coronel
Viorel Maior?
–No –les había dicho, directo–. Soy el agente Anton Popescu
10
Mateo 10:34 «No penséis que he venido para traer paz a la Tierra; no he venido para traer paz sino espada». Lucas
12:49, «Fuego vine a echar en la Tierra; ¿y qué quiero, si ya se ha encendido? Lucas 13:51, «¿Pensáis que he venido
para dar paz en la Tierra? Os digo: No, sino disensión». Mateo 19: 23-24, «De cierto os digo, que difícilmente entrará
un rico al Reino de los Cielos. Otra vez os digo: que es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar
un rico en el Reino de Dios». Estas palabras, en su contexto histórico, son una voz de protesta en boca de
Jesucristo –un pensador que no podía cerrar los ojos ni dejar de denunciar los atropellos, la desigualdad y la injusticia
de su tiempo– contra el aplastamiento de los esclavos y la represión de las sublevaciones de las provincias sometidas
al Imperio Romano, en su caso, Judea. En la Historia, se sabe que Pablo, que era ciudadano del Imperio, invirtió los
verdaderos propósitos revolucionarios del cristianismo al exigir la subordinación de éstos a los representantes del
poder (o sea, el Imperio Romano), al aprobar la desigualdad social (en un pasaje dice: “Hay una gloria para el Sol y
otra para la Luna’) y al exigir que los esclavos se subordinen a sus señores, a quienes debían servir celosamente.
11
Plural de Leu, moneda rumana. Las fracciones se llaman bani, plural de ban.
–Mis disculpas –le había contestado Blue elaborando al momento un perfil de
la personalidad de su anfitrión–, señor Popescu –y guardando la credencial–.
¿Qué ha pasado con Maior? Creí que vendría a recibirnos.
Popescu se mostró indiferente, como si no le importara lo que Blue dijera. Un
momento después le había respondido con apatía:
–La verdad es que el comisionado le pidió a Baros que viniera por ustedes,
pero ésta me relegó la tarea…
–¡Ah, ya entiendo! –dijo Blue.
Aquel que ha trabajado en puestos de control podrá entender lo que diré a
continuación, ya que es allí donde uno adquiere, en forma natural y debido al
tipo de faena, una especie de empatía: Popescu había percibido, con ese su olfato
de perro labrador, cierta rara irradiación proveniente del interior de aquellas
personas –un aura de indefinible dualidad–, que podía oler y sentir fluir en el
aire emanado por estos sujetos finos, sin vislumbrar a cabalidad, no obstante, qué
pudiera ser. Quizá serían sus maneras de coger la maleta, la forma graciosa de
sonreír o el tono musical de su voz o esas miradas –aquí ese algo indefinible se le
definía en una certeza, pero que se negaba a creer todavía– que se cruzaban el
uno al otro con tanta suavidad. Decidió averiguar sobre esto más tarde y,
guardando silencio, se apresuró a llevarlos al hotel. Era lo mejor que podía hacer
para desembarazarse de estos raros.
Antes habían cruzado por las tiendas de la zona libre y Rosa se sintió urgida
por comprar un calmante. El viaje le había caído pesado. Pegó la vista en un
anuncio de grandes letras de neón: «Youngever. Vive más, vive tus sueños».
Abajo se explicaban las bondades del producto.
–Espera, Blue –le pidió, sobándose la espalda–. Déjame comprar un relajante
muscular en aquella farmacia.
Blue se negó. «No atrasemos al agente Popescu», le dijo; Rosa arrugó la cara,
doliente. Popescu blanqueó los ojos: «Qué frivolidad».
–A propósito –reanudó la plática Blue acordándose de la carta de O’Toole–, ¿y
la agente Cecilia Baros? ¿Es su compañera, verdad? ¿Por qué no vino? Me
hubiera gustado conocerla.
Como dicen en mi pueblo, ahí fue donde la mula botó a Genaro: Popescu, al
escuchar el nombre de Baros, había enrojecido y empuñado por reflejo la mano,
en tanto que Rosa había dejado caer la maleta, electrizada por la forma en que
fue entonada la pregunta; incluso llegó a sentir una ligera aprensión en el pecho,
como cuando se intuye el peligro ante una situación desconocida. Se adelantó:
–Oye, Blue, no fastidies al agente Popescu con esas trivialidades; ya sabrá él
cómo ponernos al corriente.
–¿Baros? –Popescu lo pronunció de mala gana. –Salió de franco esta mañana.
La escuché decir que saldría a recoger un amigo en el Baneasa…
–¿De franco? ¡Oh, qué lástima! En verdad me hubiera gustado…
Rosa había jalado el maletín con fuerza.
–Sí. Pidió licencia de dos días para asistir al funeral de su amigo Emile
Cerveni.
–¡Ah! –exclamó Rosa, cáustica–. ¡Lo siento por ella, de verdad que lo siento!
Al contrario de Rosa, que ya sentía celos de una mujer, Popescu aborrecía a la
agente Baros, pues, a su entender, la veía como una amenaza, pero nunca había
tenido el valor de decírselo en la cara. Cierto era que su credo religioso le exigía
probidad de alma y sentimientos, pero las obras de Popescu discrepaban en la
práctica de su ideal, y no por poseer una conciencia enteramente malévola, sino
por la ambición que los nuevos tiempos de competitividad y desarrollo surgidos
del colapso comunista le exigían. Su niñez fue dura en extremo, lúgubre y
reprimida, entre largas colas a la despensa estatal y los malditos racionamientos
de gas habitacional, avivada, sin embargo, por la esperanza de la llegada un
futuro mejor, más humano, a lo estadounidense, preferiblemente, al que veía
estupefacto y a escondidas por los canales de cable internacional. Muy en contra
de los deseos de su padre, que esperaba alcanzar la gloria en los cielos, Popescu
quería ganársela a toda costa en esta vida. Si Maquiavelo fue el ideólogo del
temprano capitalismo, Popescu sería el ideólogo de su fase intermedia.
Esta actitud, para él racionalísima, pronto le reportó buenos resultados. Como
ya hemos dicho, habiendo visto de pequeño los privilegios de pertenecer a los
cazadores de antaño, se había enrolado en los aparatos de seguridad secreto
rumanos, transferido luego a la GUCIC (Unidad de Investigacion Criminal de la
Gendarmería), en donde pronto se encontró escarbando en el mundo corrupto
del crimen organizado, en todas sus formas, desde la falsificación de documentos,
prostitución, trasiego de químicos, hasta la venta de narcóticos ilegales. Su
ambición lo había vuelto eficiente, y pronto cundió en la ciudad la figura de un
Popescu cazador exitoso; sobre todo, sonado fue aquel caso suyo que llevó a la
desaparición de Alexandru Dendiu, «el Químico», magnate y proveedor de
anfetaminas y esteroides para atletas olímpicos. Popescu se hallaba entonces
cerca de la gloria, pero ya dentro del infierno. Esta “captura” (en realidad, fue un
desaparecimiento a orillas de un lago) lo había obligado a relacionarse con otro
mafioso no menos famoso e influyente, «Estigia», el hombre incorpóreo, número
uno después de esta desaparición en la Mafia Roja –un grupo criminal formado
por viejos rusos venidos del Bloque soviético–, a quien nadie le había visto el
rostro, y su «padrino» de allí adelante en la carrera por el ascenso en el engranaje
de seguridad nacional, en donde desempeñaría un papel clave para la mafia. Era,
pues, famoso como detective y prosecutor del mal e hipócrita a partida doble.
«Estigia», por otra parte, le había enseñado de manera misteriosa y sin límites los
goces efímeros del vicio, el poder de subyugar a las mujeres apetecibles y
voluptuosas y a conducir autos de último modelo. Le había inoculado el veneno
de sentir necesidad por la materia, difícil de aprehender sin dinero, que él no
tenía, pero sí su invisible amigo. Sintió la urgente necesidad de venderse.
Esta asociación encubierta y jamás pronunciada no podía siquiera callar la
conciencia del Popescu devoto, no; al contrario, se la intensificaba. Pero cada mal
tiene su cura, y Popescu contaba con los bálsamos del pastor de iglesias de Ilfov,
Florin Faina, hombre verdaderamente santo que tenía la virtud de hacer
converger palabra y acción al forjar cada una de sus obras. Cualquiera que se
parara enfrente a escuchar sus sermones lo hubiera juzgado de ser un sujeto
impertérrito, casi severo, pero en realidad, al bajar del púlpito, aquella sonrisa de
bondad obligaba a quitarse el sombrero y cederle el puesto. Aunque la Iglesia era
rica en ornamentos y tesorería, el pastor Faina vivía como pobre, sin lujos ni
acomodos. «Si Cristo dormía encima de piedras, ¿quién soy yo para dormir en
una cama?», parecía decir con su humilde actitud. Quizá por este último defecto
jamás ninguno de sus hijos espirituales le tomaba el consejo en serio la primera
vez que acudían a él. «¿Por qué habría de hacerle caso a un perdedor en la vida?»,
dijo un penitente hacía ya mucho tiempo, cuando salía de la iglesia escupiendo
sobre la tierra. «Tengo problemas de dinero, y este pastorcito cree que con amar
al prójimo va a solucionármelos», y empuñando la mano: «¡Un consejo de
fracasado! No, no está bien venir a escuchar a Faina. ¡Pobreza es lo único que
promete! De acatar sus consejos, jamás nadie, sí, nadie, llegará a ser alguien en la
vida. ¡Mejor me voy a escuchar al Papa!». El pastor se había dado cuenta de esas
palabras de un hijo suyo, y lloró, mas no dijo nada, «por amor». Pasados unos
meses, ese mismo penitente, atribulado por duros reveses de la vida (los que le
enseñaron con gran dolor que los que más golpean no son los económicos
precisamente), volvía a pedirle dadivas a los pies del púlpito, afligido y
desesperado, pidiendo perdón por su insensatez y clamando por guía y
misericordia. Y él, el ministro necio, como un ángel divino, lo recibía con los
brazos abiertos y el rostro radiante, revelándole en toda su dimensión la
magnanimidad de su alma: que era grande, monumental, gloriosa y envuelta en
un halo de increíble humildad y santidad. Estaba claro que Dios lo había dotado
con una naturaleza y conciencia repletas de perdón y amor, pujantes y fuertes a
la vez, que lo hacía brotar entre la multitud de hombres como un gigante
invencible en lo moral, cualidad que le regalaba sin reparos una salud de roble
resistente a todos los males y maldiciones.
Popescu jamás dejaría de poner a prueba su invencibilidad, y no era raro que
se escucharan conversaciones tan ambiguas como éstas los sábados por la noche:
–Bendígame, pastor Faina.
–El Señor esté contigo, hijo mío, y te bendiga.
–Pastor: he pecado contra Dios y contra los hombres.
Faina se imbuía entonces en un largo silencio. Lo amonestaba con estas
palabras:
–Si te arrepientes de corazón, hijo mío, Dios te perdonará, y hará de tu piedra
de tropiezo una joya digna de admiración y ejemplo.
Al otro lado del púlpito, Popescu solía lamentarse lagrimeando. Balbuceaba:
–Sí, pastor Faina, me arrepiento de corazón; el Señor es testigo.
Luego una elipsis de tiempo.
–¿Te arrepientes de verdad, hijo mío?
–¡Sí, sí, sí, pastor Faina, me arrepiento, me arrepiento! ¡Dios tenga piedad de
mí!
El pastor habría bajado del púlpito y dejado descubierto su cara condolida y
severa, sólo para encontrar al otro llorando y abandonado sobre las reglillas del
banco.
–No vuelvas a hacerlo entonces, Popescu. Ya sabes discernir entre el bien y el
mal. Cuídate de que Dios no vea a un embustero en tu persona. No contravengas
sus leyes. Sé congruente tú, tu conciencia y tus obras, y verás como esos miedos
que te persiguen jamás volverán a agobiarte. Vete, pensando sobre todo que no
es Dios quien debe perdonarte, sino tú mismo, esa divinidad interior que reside
ti y que proviene de Él, esa misma que sabe que has hecho mal y que no será feliz
hasta que remedies lo malhecho. Vete en paz, Popescu, Dios te ha perdonado.
Nada más fácil para aliviar las penas de un hipócrita como decirle que Dios lo
ha perdonado con tan sólo la única condición de declarar que es un pecador
arrepentido. Así nuestro amigo Popescu salía, cada fin de semana, de la iglesia
con el alma más limpia y aliviada que nunca, bendecido por Dios y alabado por
sí mismo, acallando en el fondo esa vocecita interna que clamaba por redención,
y listo para volver a pecar una vez más. Ya habría tiempo para arrepentirse de
veras. Era joven, frisando los treinta, y los amigos adinerados, como Patricius, el
de los inmobiliarios, le salían al paso por doquier. ¿Qué le podría pasar a alguien
tan guapo, temido e inteligente? Nada, absolutamente nada. Y con tanto poder y
juventud se sentía el único de ser libre en el mundo, el único con facultad de
gozar y dar órdenes, el único de crear leyes y romperlas, el único elegido para
recibir respeto.
–Ojalá tenga el gusto de conocer a Baros mañana –había acabado diciendo
Blue ante la clara descomposición emocional de Rosa y el martirio hedónico de
Popescu.
La destestaba, y lo que un tramoyista no puede aguantar en la vida es que no
haya otra gente como él mismo. No lo toleran. Y Baros, con esa su personalidad
sincera, era la bestia negra que le impedía a Popescu ser dueño y señor absoluto
de las circunstancias, porque de alguna forma le hacía remorder la conciencia. La
odiaba de veras. Además, escudriñaba mucho, preguntaba cuando no debía y se
daba el lujo de tener un ego más grande que el de él. Y eso en la mente de
Popescu era una falta imperdonable. Incluso habían empezado a asignarle casos
importantes y ahora hasta la dejaban relacionarse con agentes de policía
internacional. ¿Qué se creía la tipa esta? ¿La mujer maravilla? ¿Margaret Tatcher?
¿Rigoberta Menchú? Sí, sentía grandes recelos. Esta mujer podría acabar con su
vida paradisíaca, su mayor terror. En el caso de Dendiu se comportó como una
estrella de Hollywood, opacándolo y hablando todo el tiempo a los reporteros
del Adevarul. Era tiempo ya de bajarle las rayas. Y rápido. A Baros le habían
encomendado el caso de la muerte del «Mulo», al que encontraron asesinado
ayer, junto al doctor Rahova cerca del aeropuerto Baneasa. Baros ignoraba
todavía quién era el «Mulo», Calin Dinga, el segundo de «Estigia». Y no se lo voy
a decir tampoco. ¡Voy a dejar que pendejee!
Pero como en todas las organizaciones ocultas, Popescu estaba informado a
medias y no sabía a ciencia cierta qué tipo de móviles existían entre la muerte del
«Mulo» y Rahova. ¿Por qué matarían al «Mulo», alguien con tanto poder en la
mafia? ¿Y quién habrá tenido los cojones de mandar a hacerlo? ¿Lo habría
mandado a asesinar el mismo «Estigia» tal vez inducido por los rumores de
alguna traición? El mundo de la mafia es así, violento y absurdo. Pero no le daría
ninguna a pista a Baros, aun cuando lo averiguaría en una visita al «Estigia». La
dejaría creyendo en la historia narrada por los testigos del crimen, ¡ah, qué
fabulas más tontas!, y ya vería como al pasar el tiempo Baros encajonaría el caso,
como lo ha hecho con los cinco casos anteriores. Sí, mi querida Baros, tendrás que
engavetarlo como a los demás. ¿Cómo podrías decirle a la opinión pública que
un monstruo ha sido el responsable de estas muertes? Ja, ja. Venirse a creer lo
que dice el “Evenimentul” sobre la existencia de un hombre sobrenatural, el
«Baraul del Baneasa» lo han apodado, de musculatura y fuerza extraordinarias,
que, armado con garras, los había atacado a zarpazos, matándolos de golpe,
escapando a grandes saltos por el bosque. Por supuesto, nadie en su sano juicio
creería tan estúpida historia, contada además por un fletero analfabeto y su hijo
mocoso.
Vacilante, desinformado, Popescu deducía que la mano del «Estigia» estaba
presente en los crímenes. Claro que no habían ocurrido tal como lo cuenta la
gente, claro que no. De eso estaba seguro; de lo que había husmeado en los
archivos de Baros, algunos nombres le eran muy conocidos. Uno de ellos era el
de Eugen Oprea, profesor de la Universidad de Bucarest y dirigente político, a
quien conoció en un curso de medicina forense. Y ahora que hacía memoria, sí,
me parece estar viéndolo allí mismo, lo había visto entrevistándose con el
«Estigia» en una fiesta de recaudación de fondos promovida por el PMRU, el
partido otrora anti-judío, para la campaña política que llevaría al financiero
Stefan David a ocupar un escaño en el Senat. Aquella ocasión, más que una
reunión pactada había sido un encuentro forzado y preparado por su «padrino»,
su amo.
–Nuestra amada Rumania, profesor, clama desde el polvo por el regreso de su
gloria pasada –había escuchado la voz metálica, con acento profético, del
«Estigia» provenir desde la penumbra del salón–. Y usted, sí, usted, profesor
Oprea, ha sido elegido por ella para devolvérsela. ¡Conquistaremos las cumbres
más altas, Oprea, las más altas! Nuestros jóvenes deben ser los mejores del
mundo, los más fuertes, los más inteligentes, y conquistarlo, y usted sabe cómo
lograrlo. Estudió genética en América y desarrolló productos bioquímicos que
han hecho de sus hombres los mejores. Convenga que ahora nos toca a nosotros
recibir su conocimiento y aplicarlo para el bienestar de nuestra nación por tanto
tiempo oprimida y lastimada. Estoy dispuesto a proporcionarle el equipo
necesario, el que usted me pida. Puede incluso empezar su trabajo mañana
mismo. Nada le hará falta conmigo, profesor Oprea, pues yo seré su mecenas.
Trabaje para mí, para nuestro grupo. ¡Vea, aquí está Dinga, a quien pongo a su
disposición!
–Es usted muy amable, señor…
–Aurelian –lo había atajado el «Estigia»–. Llámeme Aurelian…
–Es usted muy amable, señor Aurelian –le dijo Oprea, sorprendido por el
discuro filosofico del «Estigia»–. Sin embargo, las circunstancias en que hemos
concurrido, para nada agradables, me lo impiden.
–No tema, Oprea –le contestó–, si es que desconfía de mí. Le aseguro que mis
exigencias son más que nada patrióticas, y no busco ningún beneficio para mí.
–No dudo de sus buenas intenciones, señor Aurelian –carraspeó el profesor–,
pero ciertas cuestiones de orden ético me obligan a rechazar su ofrecimiento. Lo
siento: no puedo trabajar para usted.
–¿Aun cuando sabe que mis propósitos van encaminados al
engrandecimiento de Rumania? No es por mí que le propongo estas cosas, sino
por nuestra querida patria.
–Como sea –dijo Oprea con aplomo–. No deseo convertirme en un nazi.
–¿Se niega usted tajantemente, profesor Eugen Oprea? –«Estigia» había
lanzado la pregunta en un tono suave pero amenazante que parecía resoplarle en
las narices–. Le pido, por favor, que piense en Rumania, en sus glorias pasadas y
en las que están por venir bajo su mano. ¡Nuestros jóvenes tienen un potencial
grandísimo! ¡Todos pueden llegar a ser como Nadia12! No anteponga sus
intereses personales a los de nuestra gran nación…
–Yo le he dado a mi patria la vida entera, señor Aurelian –había respondido,
enfadado, con las órbitas salientes–. No necesito que nadie, mucho menos un
12
Nadia Comeaneci, atleta rumana que alcanzó puntaje perfecto (10 de 10) en los Juegos Olímpicos de Munich 74’.
desconocido, me lo recuerde de mala gana. ¿No ve que vivo pobremente aun
cuando pude haberme hecho rico, como usted, en América? Se equivoca usted
conmigo, señor. Y con su permiso, debo salir de aquí.
«Estigia» había apagado totalmente la habitación una vez salido el profesor y
dicho entre dientes:
–¡Bah! ¡Es usted un gran idiota!
El hombre había firmado su sentencia de muerte, que él mismo Popescu se
había empeñado en ejecutar. Meses después, hacía humos la vida de Oprea, pero
luego, en una locura homicida, otras mentes igual a las del profesor aparecerían
desgarradas en diferentes puntos de la ciudad, hasta llegar a la última, la del
biólogo molecular Ion Rahova. Ya en las posteriores no le había sido regado maíz
a Popescu, y estaba libre de culpa. No obstante, por lo primero, se decía que con
la muerte del «Mulo» en escena, la conexión entre el Estigia y los científicos era
evidente. Los peritos forenses, sin embargo, estaban desconcertados por el
patrón empleado en los asesinatos. En todas ellas, una ¿garra? acerada los había
partido por la mitad.
Por ello Popescu estaba convencido de que el «Estigia» había ordenado la
consumación de estos asesinatos, pues concluía que, como Oprea, los demás
científicos se habrían opuesto a trabajar con él. La entrevista, el «Estigia», el
hecho de que los asesinados habían sido todos hombres de ciencia (algunos hasta
dirigentes políticos), el mismo modo de ejecución y la historia sobrenatural
entorno a los casos, le revelaban palpablemente que sus supuestos eran
indudables. Entonces reía para sí mismo y se decía que con su silencio hacía un
gran favor al amo. La paga, por tanto, sería excelente. Y Baros no tenía derecho a
entrometerse en su vida, mucho menos a malograrla. Hablaría con «Estigia» para
sacársela de la cabeza para siempre. El asunto era sencillo.
Y hoy por la mañana, en camino, no podía ser más feliz. En un momento
dado temió que con la llegada de los agentes de la Interpol los planes se le
desbaratarían, mas al darse cuenta que le habían enviado un par de afeminados
para resolver los casos, no podía menos que echarse una gran carcajada. ¡Ah, qué
estúpidos! ¡Un par de maricas contra el «Estigia», el mafioso más temible de
Europa! ¡Era para reírse!
–¿En qué hotel nos hospedaremos, agente Popescu? –le había preguntado
Rosa, ya cansada de andar por el aeropuerto.
Ido como estaba en sus pensamientos, éste no respondió; un instante después,
le había contestado impasiblemente:
–En el Hanuc lui Manul.
Y ahora que conducía en el auto, Popescu estaba desconcertado con lo del
doctor Scott, pues no le encontraba una explicación racional. Ya desentrañaría el
caso, se dijo, y lo que urge ahora es conseguirle un medico al americano. ¡Qué
fastidio! Y todo por la llegada de esos agentes. Pero, ¿por qué? Si habíamos
llegado tranquilos al hotel y despedido a las puertas de la habitación y ni
siquiera había andado los diez metros cuando el berrinche me puso en alertas. El
gran boquete es el que me tiene pensativo, la brutalidad con que fue perforado.
No sé… ¡Ah, siento una conexión en el cerebro señalándome que ese agujero me
resulta familiar! ¡Qué, qué es! No; el americano está loco, y en su enajenación le
dio por destrozarlo todo. Así tiene que ser. Pero estos americanos traen mala
vibra; cuidado, eh, cuidado.
4
El encuentro con el doctor Scott
«El más humilde novelista que intente proporcionar o recibir algún deleite con sus
esfuerzos puede, sin presunción, emplear en su narrativa una licencia, o, mejor dicho,
una regla, de cuya adopción tantas exquisitas combinaciones de sentimientos humanos
han dado como fruto los mejores ejemplos de poesía»,
__
«El alma, o, si se quiere, ese principio activo... vivificante, que nos ama, que nos mueve,
nos determina, no es otra cosa que la materia sutilizada hasta un cierto punto, medio por
el que ha adquirido las facultades que nos maravillan»,
Mientras Scott era atendido por el doctor, la agente Baros llegaba confiada al
hotel, ignorante de lo ocurrido, mas al toparse con Popescu caminando en el
lobby, enarcó las cejas de asombro.
–¿Qué haces aquí? –le preguntó–: ¿Recogiste a los agentes de la Interpol ayer?
Maior no me perdonaría si no lo hubieras hecho por haberte ido de fiestas con
esa mujercita tuya…
Popescu cuadriculó el rostro. Baros le era despreciable, contrario a lo que ella
sentía por él, un ligero sentimiento de esperanza.
–Primero que nada –afinó el tono a uno formal–: Buenos días.
Baros echó para atrás la cabeza, empuchando la boca.
–¿Los agentes? Claro, ¿qué me crees? Un tonto como tú. Voy por ellos, a
dejarle unos medicamentos que solicitó el doctor Zamfir…
–¿Están hospedados en este hotel?… ¿Al doctor Zamfir? ¿De qué hablas?
–¿Qué, no me escuchaste? Allá arriba… –y señalaba el segundo piso–, están
allá arriba… ¡Ah, pero qué te digo! Ya, ya… ¡Si tú estabas de franco ayer y, como
siempre, no sabes nada de nada! –Pospescu se envalentonó al encontrar a una
Baros boquiabierta–. Ah, y otra cosa, no vuelvas a colgarme el celular como ayer
ni a meterte en los asuntos de Sonia y míos, ¿eh? Se más educada… Porque si me
tomo el costo de llamarte es por algo, ¿sabes? Además, ¿qué te importa lo que
hagamos mi novia y yo?
Baros reculó. «Imbécil».
–Ayer fue un mal día para todos –añadió Popescu, cerca de los escalones.
–¿Un mal día? ¿Para quiénes? ¿Para ellos o para ti?
–¡Bah! No vale la pena acalorarse contigo; eres una tonta. Y a todo esto, ¿tú en
qué andas?
–A ti qué te importa.
–Cómo sea. Voy por Zamfir.
–¡Espera! –le gritó Baros cogiéndole un brazo–. Uno de los amigos del finado
Emile se hospeda aquí. Yo misma lo traje, por eso vine.
–¡Vaya, pero cómo se te ocurre!… ¿Ves lo que te digo? Este hotel está lleno de
locos; ayer un hombre rompió toda una habitación, precisamente la que está
próxima a la de los agentes. Ya les he pedido que se marchen…
–Vaya, qué extraño. ¿Y qué llevas en la bolsa?
–Unos medicamentos que me pidió ayer el doctor Zamfir, para curar al loco…
No pudimos dejar de ayudarlo.
–¿Al loco?
–Sí, mujercita, al hombre enloquecido, y americano, de remate.
A Baros la aturdió una corazonada.
–¿Americano?
–Es lo que pude averiguar de su pasaporte; responde al nombre de Scott
Fraiser, un hombre joven, treinta a lo sumo, pero que el doctor Zamfir dice…
Baros se puso amarilla; la sobrecogió un súbito sobresalto.
–Llévame donde él –le dijo a Popescu, angustiada, corriendo.
Abrió la puerta de un tirón y encontró al doctor Zamfir auscultando al
enfermo. Rosa y Blue estaban de pie, en la cabecera.
–Ya está mejor –les dijo el doctor–. Tuve que aplicarle ligeras dosis de
Imipramine, un antidepresivo tricíclico poderoso que es muy efectivo para
neutralizar los ataques iniciales de pánico.
–¿Se siente bien? –le preguntó enseguida a Scott.
–Sí, muy bien, doctor Zamfir –le contestó–. Pero ustedes han de creer que
estoy loco… que todo lo que les he dicho es producto de alguna paranoia –
lanzaba miradas a los costados–. Pero lo que vi es tan cierto como…
–¿Qué pasa aquí? –irrumpió Baros, ansiosa por escuchar explicaciones; vio a
Scott tendido en la cama–. ¿Qué es lo que tiene, doctor Fraiser –éste alzó la
cabeza–. Si ayer todo marchaba bien, lo dejé en el hotel y luego salí a recoger otra
gente…
–Discúlpenos, señora… –trató de interrumpirla Blue.
–Soy la agente Cecilia Baros, de la Gendarmería –le contestó de ramplón, sin
devolverle la mirada, ofendida por el título–; el doctor Fraiser está bajo mi
cargo…
–Es el amigo que fue a recoger al Baneasa –terció Popescu acodándose en un
armario y cayendo en la cuenta.
Blue no le apartaba la vista a la agente: lucía deliciosa. Rosa, en cambio, lo
espiaba. Baros, que estaba preocupada por Scott, apenas les prestó atención.
–Venga –dijo Baros–, venga conmigo, doctor Fraiser. Lo llevaré a mi casa.
Al escuchar aquellas palabras Scott olvidó sus temores y delirios de golpe.
–Estoy bien, estoy bien –exclamó agitando los brazos–. No es para tanto…
Gracias, agente Baros, por su bondad…
–De ninguna manera –insistió ésta–. Usted no pasará ningún otro día en este
hotel. Vendrá conmigo. Qué pensaría de mí Emile si estuviera vivo… Doctor –
dijo dirigiéndose a Zamfir–, ¿qué medicamentos hay que aplicar al paciente?
–Usted ha dicho que corre bajo su responsabilidad –acotó el doctor–: Aquí
tiene, Imipramine, en dosis diarias…
–¿Hablas en serio? –la inquirió Popescu.
–Claro que hablo en serio, ¿no ves? ¿Dónde está su equipaje, doctor Fraiser?
–En el guardarropa –le contestó.
Baros sacó la maleta y la colocó en el piso.
–¿Puede caminar?
El doctor Zamfir se le acercó y la tomó por un codo; le susurró al oído:
–Déjeme decirle algo: Me parece que el hombre presenta un cuadro de
ansiedad de separación, es decir, ya que se encuentra solo, fuera de su vida
habitual, reaccionó con un ataque de pánico al miedo anticipado de padecer un
daño o desgracia futuros (aun cuando no haya habido ningún objeto que lo
provoque), acompañado de síntomas somáticos de tensión. Es lo que creo; por
eso le receté el ansiolítico. Ahora bien, ya que usted asegura que se hará cargo de
él, le sugiero que pasen juntos el mayor tiempo posible, para que vaya
acostumbrándose a la cotidianidad rumana… No es nada grave; sucede a veces
con sujetos que no están acostumbrados a viajar a menudo.
Baros asentía con la cabeza. Se dijo que no sería por mucho tiempo, ya que
hacía falta un día nada más para el entierro de Emile.
–Está bien, doctor. Haré lo que usted recomiende.
Y ya salía con Scott a cuestas cuando Popescu la detuvo.
–Espera, Baros; cálmate: debes presentarte con los agentes de la Interpol.
–¿Ellos? –le respondió señalándolos con los labios, casi apenada por haberlos
ignorado.
–Él es el agente Atón Blue –le dijo en una seña. Baros le extendió la mano, en
forma mecánica, y lo vio a los ojos.
Hay que ver cómo le palpitó el corazón a Baros al apretar aquella mano y
topar con los ojos del bello Blue; advirtió que eran negros, azabaches, tan negros
como los mechones de cabello liso que le dividían en dos ese rostro
proporcionado y colmado de cejas gruesas. La mirada era profunda, elegante,
tanto que, como decirlo, se desprendía de ella una especie de energía que
empezaba a hormiguearle el cuerpo. Fue de menos a más. Al principio fue una
sacudida, sólo una; luego, al contacto de la piel, la inclinación de cabeza y la
exposición de una tenue sonrisa, la sensación se fue incrementando (en esta parte
la cuestión llegaba ya a seria), a tal punto que sintió unas punzaditas en el
corazón. Trató de repelerlas al principio, poniendo en orden la mente (soy una
mujer de prestigio, pensó, madura y reflexiva, que no se puede dejar llevar por la
atracción de un hombre al que ve por primera vez), pero fue inútil, el celo era
mayor. No pudo contra el poder de esos ojos negros y brillantes, tan parecidos a
los del héroe que de niña la salvaría liberándola de toda la vacuidad de su alma y
que ahí mismo le revelaban un nuevo mundo, bello, bellísimo, que valía la pena
disfrutar. ¿Por qué estar sola si ya está él aquí? ¿No se lo decían esas sacudidas
que le astringían el pecho? ¿Por qué entonces se sentía atraída por un hombre
desconocido? ¿Desconocido? No, no, no para ella, que ahora descubría con
alegría que lo conocía quizá de vidas anteriores. ¿Cómo olvidar esa mirada
penetrante que cortaba la piel como el cuchillo a la mantequilla? Esa mirada la
había visto antes, mucho antes, porque era suya, porque era la de su hombre, que
se la había regalado en otro lugar y en otro tiempo, bajo la promesa de que,
pasara lo que pasara y estuviera donde estuviera, él iría por ella, conducido por
el Destino, que es inmutable… Es la mirada de mi bello, de mi otra mitad por
mucho tiempo esperada. ¿Por qué tardaste tanto, querido? No, no, ya no odiaba
a los hombres, ya no sentía miedo de sus ojeadas, ahora francas, suaves bajo esos
parpados tan planos… Tú sabes que he nacido para hacerte feliz, mi amor, para
que me hagas tuya, tu mujer, la de ayer y siempre. ¿Amor a primera vista o
deseos largamente reprimidos? A Baros no le importaba lo que creyeran ustedes
en tanto que sintiera ese fuego arder dentro del corazón, que le quemaba todo,
licuándole y exprimiéndole, en remojos, los fluidos del cuerpo. Se sintió
perturbada, y en la medianía de edad esas perturbaciones no conducen a otro
lugar sino a la imaginación, al amor.
–Yo soy el agente Duarte Reingold –se presentó Rosa, apurada, estirándole
también la mano–, el compañero del señor Blue.
Blue ladeó la cara. ¿El compañero? ¿Pero si antes nos presentábamos como
“pareja”?
–Creo que ya me presenté antes –dijo Baros, confundida–, y pido disculpas
formales por mi entrada intempestiva.
Baros decía estas palabras evitando la presencia de Blue, pero, por más que
quisiera, sus ojos siempre terminaban en los de él, y le sonría, con suavidad, con
una atención que ella no creía desmedida. Por último dejó escapar un suspiro.
Todos lo notaron, incluso Scott, que arrugó la frente. Rosa paraba la cara.
–Perdón –dijo Baros, abochornada–; estoy muy cansada, y luego el problema
del doctor Fraiser…
–Sí; es mejor que se vaya a descansar –le dijo Rosa, sin tacto, celosa.
Popescu se lanzó una gran carcajada. Se volvieron a verlo.
–Es que me parece cómico que todos hayamos concurrido en el mismo hotel
sin habernos puesto de acuerdo previamente, ¿no les parece?
–Bueno –dijo el doctor Zamfir–, yo me marcho. El paciente está bien, Popescu
está alegre, los agentes despreocupados y el amor ha entrado en escena, ja, ja –rió,
mientras se acomodaba los instrumentos y jugando con la actitud de Rosa, y
añadió–. Es broma… ¡Si no se ríe no se puede ser feliz en la vida! Acompáñeme,
Popescu.
Blue, no menos serio, trató de no seguirle el juego. Baros se despidió de los
agentes y, dando la media vuelta, tropezó con el maletín de Scott, quien le
alcanzó el brazo para que no cayera. Popescu volvió a reír, para sus adentros.
–¿No irás a inspeccionar la habitación que destrozó tu amigo el doctor Fraiser?
Los agentes podrían asistirte –dijo Popescu con doble intención.
Baros se hallaba como atontada. El otro bajó la cabeza.
–¡Ya vendré después –repetía, saliendo a carreras por la puerta–, ya vendré
después!
–Por cierto –se escuchó al doctor Zamfir decir a Popescu–, el señor Stefan me
ha preguntado por usted diciéndome que le extrañaba no haberlo visto por el
Laboratorio… Yo le dije que ha estado usted muy ocupado. ¿Quiere que se lo
salude cuando llegue a la Corporación?
–Sí, por favor –le dijo Popescu, que ya se había despedido; marchaban juntos–.
Dígale que pasaré visitándole el jueves… ¡Ah, y gracias por haberme sacado de
este lío! Sé que usted ya no está para esto, doctor, pero no se me ocurrió acudir a
nadie más, sino a usted…
–Pierda cuidado, Popescu.
Rosa salió de la pieza sin esperar a Blue, que de pronto sintió una
indisposición en el cuerpo.
–Ha sido un placer haberlos conocido, agentes –les gritó Scott desde el final
del pasillo–. ¡Y gracias, muchas gracias…!
Baros volvió sobre sus pasos y le dijo adiós con la mano a Blue, que le
respondió con una sonrisa.
–¡Qué te aproveche! –le gritó Rosa a su compañero, descubriéndolo, recogidas
las manos en el pecho, enfadada, perdiéndose camino al lobby.
6
Cuando el despecho nos hace hablar
«Pero es precisamente el débil quien tiene que ser fuerte y saber marcharse cuando el
fuerte es demasiado débil para ser capaz de hacerle daño al débil»,
___
4 de febrero de 1992.
(Lagrimeando).
«Quien no conoce nada, no ama nada. Quien no puede hacer nada, no comprende nada.
Quien nada comprende, nada vale. Pero quien comprende también ama, observa, ve...
cuanto mayor es el conocimiento inherente a una cosa, más grande es el amor... Quien
cree que todas las frutas maduran al mismo tiempo que las frutillas nada sabe acerca de
las uvas.»,
PARACELSO
___
13
Sopa de albóndigas tradicional rumana.
y elegante propio de las gentes europeas, como el de la agente Baros. Otras, sin
embargo, las mujeres de mayor edad, conservaban la tradición y calzaban botas
de cuero con correas atadas alrededor del pie, falda blanca y camiseta con
chaleco. Podía vérseles flamear el delantal que llaman "catrinta",cubiertas las
cabezas con una "basma”. Scott, en cambio, vestía una sencilla camisa de mangas
largas, entalladas las piernas en un pantalón de tela inglés. Pidieron un
capuchino. Scott no le apartaba la vista, que enternecía para incomodidad de
Baros. Ésta, por otro lado, hablaba pero sin cruzar miradas. Scott lo percibió, y se
esforzaba por atraer su atención.
En eso vio a una señora que cargaba una canasta de flores, e hizo gala de esas
actuaciones que hacen muy célebres a los científicos en el mundo.
–¡Espere! –le gritó, levantándose de la silla y corriendo hacia la señora; la
alcanzó; volvió y encontró a una Baros asombrada–: ¿Sería usted muy amable de
acompañarme a cenar esta noche, Baros, la Bella? ‒le dijo alargándole un
ramillete de flores, con apostura dramática.
Baros reía, nerviosa, tapándose la boca con las palmas de la mano.
–¿Se compadecería usted de este pobre hombre? –arremetió Scott, excitado.
Baros ladeaba la cabeza, como rechazando la oferta en bromas. Scott le colocó
el ramo justamente por debajo de la línea de los ojos.
–Sí –dijo ella, cogiendo las flores.
Es lo bueno del hombre audaz, aun siendo feo luce bello cuando la práctica.
Scott en realidad no era feo, sino torpe. Hablaba de temas insulsos cuando no
debía, y cuando debía hablar no hallaba qué putas decir. Sin duda que tantas
lavadas de cerebro entre libros de biología y química, cálculos, probetas,
soluciones salinas y microscopios, más la eterna presencia de unos colegas poco
agraciados a los que nada perturbaba (salvo el cumplido de ser las mejores
mentes del mundo), no podrían haber formado un hombre del tipo scottiano:
torpe de principio a fin, impresionable ante la más mínima simpleza afuera de su
mundo, racional pero desconocedor de la compleja psicología humana, en una
frase, un hombre sin tacto en asuntos del amor. Sin embargo tenía Scott una
cualidad singular digno del más grande de los elogios: sabía escuchar. Aunque
esta vez lo había salvado la televisión, y un poquito de valor, pues la escena la
había visto miles de veces en las comedias de Hollywood, para el caso, en Pretty
Woman, con Richard Gere rogándole a Julia Roberts. ¡Y le había funcionado!
Pensaba, para sus adentros, que si sus compañeros llegaran a darse cuenta de lo
sucedido, sería fulminado a bromas o risas, o de admiración por parte de las
damas. ¿Eso era entonces? ¿Esa era clave? Saber jugar con las cartas de la
enajenación televisiva global. ¿Estaría el mundo entero condicionado, reprimido,
idiotizado por este tipo de cultura digital? De seguro tenía que ser así, si no ¿por
qué la mujer para ser bella tiene que ser delgada y esbelta? ¿Por qué el hombre
musculoso y brutal?, o ¿porqué el hombre o la mujer después de los treinta si no
tienen dinero son considerados unos fracasados, a pesar de que les queda toda
una vida productiva por delante?; más aún, ¿por qué la gente después de los
cincuenta años decía sentirse como una de cien?; o la más grande y ciega de las
sinrazones, ¿por qué la riqueza mundial debía estar concentrada en manos de
una élite conformada por tan sólo mil quinientos billonarios, los que, para mayor
estupidez, eran idolatrados como los plus ultra del género humano, y hasta con
orgullo, en vez de exigir una repartición justa, por el resto de los cinco mil
quinientos millones de seres desarrapados que se extinguen en medio de la
miseria? Era para reírse, pero de la vergüenza.
Baros se despidió de Scott porque dijo tener trámites pendientes en la Morgue.
Éste le dijo que la invitaría a la Charme, un restaurante, en ese entonces casi al
aire libre, que había visto cuando bajaban por Lipscani, y donde los camareros
servían pez espada a la parrilla, espárragos frescos y pasta con setas mientras se
escucha música de fondo relajante. Además podían tomar asiento en un sofá o
sentarse en sillas giratorias junto a la barra. Baros le sugirió que si no era mucha
la molestia, bien podía él prepararle la cena en la trastienda, que era muy
acogedora. Scott asintió felicísimo.
A partir de aquí Scott se vio arrastrado por una necesidad urgente de ligar, de
unirse. ¿Cómo se le había despertado este deseo desde la primera visión de Baros?
¿Qué tenía esta mujer que la hacía tan fatal? Le pareció que hasta entonces su
vida había estado completamente vacía y que había perdido el tiempo en sus
investigaciones. No, la vida sin una mujer como Baros, no es vida, se dijo. ¿Pero
qué digo? No; mis estudios tuvieron un propósito, sí, ¿cómo el de Emile? ¡Si
Emile está muerto! Y pensaba: «¿Y quién en esta puta vida le agradeció por tanta
dedicación al estudio? ¿El vecino de al lado? ¿El rector de la universidad? ¿Sus
padres? ¿Qué fue de la vida de este hombre? ¿Mujer e hijos? Ninguno. ¿A qué
vino a este mundo? ¿Fue feliz? ¿Amaría? Ah, el amor… ¿Qué era eso, quizá lo
que él estaba viviendo en ese momento por Baros? Sí, eso era el amor, algo más
allá de la compenetración física, algo que jamás podrá ser explicado pero sí
sentido, y con mucho ardor. Baros, te amo».
Efectivamente, Scott se había enamorado. ¿Un frío científico flechado en tan
sólo dos días? ¿Duda alguno de ustedes? ¿No era él acaso un ser humano? ¿No le
había pasado lo mismo a Tom Cruise y Nicole Kidman? ¿Acaso no te pasó a ti la
vez pasada, cuando no dormías ni dejabas de pensar en el objeto amado? Ahora
entiendes a Scott, que cayó presa del amor, de ese amor platónico, romántico,
obsesivo, en el que uno es el héroe, o la víctima, presto a sufrir por rescatar a su
amada, y ésta está más que dispuesta a recibir humillaciones, maltrato físico y
todos los males del mundo, de ese amor que jamás se te cruza por la mente creer
que es la imagen perversa y masoquista del verdadero amor. Pues ¿por qué se
imaginaba un amor sufrido en vez de uno feliz? ¿Y aun reunidas las condiciones,
por qué ser tan infeliz? Pero Scott, sin saber cómo o por qué, lo sentía así,
adversativo. Y entonces sentía mayor atracción por Baros, tanto que empezó a
darse cuenta de que la bioquímica le aburría, que ya no tendría el empuje y la
curiosidad por analizar una molécula más bajo el microscopio, que ¡qué putas me
importa a mí el genoma humano si ni siquiera he podido perpetuar el mío!
Necesitaba de Baros, pero de forma inconsciente, pues en sus cinco sentidos
trataba de reprimir este sentimiento, guardando silencio y yéndose por otros
medios, retardando el momento.
Y era el momento. A sus treinta años, ahora que lo vislumbraba, casarse era
una obligación, para dejar prole. ¿Y si moría mañana, como Emile, nadie en el
futuro lo recordaría, perdiéndose su semilla para siempre de los anales de la raza
humana? Por otra parte, Baros y yo somos casi idénticos, bueno, no idénticos
sino opuestos, como debería ser, tan disimiles como los polos magnéticos, pero
hechos, precisamente así, a la medida. Uno sabe dónde y el día que nace, pero no
dónde ni cuándo muere, como tampoco los contrasentidos que te obligará a
hacer en la vida. Si no, ¿por qué se sentía libre de hacer tonterías como el del
ramillete estando enfrente de Baros? ¿Y qué tenía ella que tanto le fascinaba a él?
Sería el cabello lacio, esa quijadita ligeramente pronunciada y puntuda, sus ojos
gatúbelos, esa voz afónica, sensual, o acaso ese cuerpo de diosa romana orgullosa
de sus pechos abundantes y ancas de yegua. ¿No? ¿No era eso? ¿El destino, qué
me trajo para enamorarme de Baros? Ja, ja. ¿Creer yo en esas boberías? No,
hombre. Scott, a pesar de querer encontrar una explicación racional, congruente
con las leyes del Universo, no daba con ella, ni tampoco se daba cuenta de que
percibía en Baros fortaleza, reciedumbre, serenidad, reflejos de una complexión
biológica que se manifestaba en su carácter a la vez salvaje y severo, que
despertaba en él su instinto de cazador por tanto tiempo adormecido por el
intelecto. Baros era su atracción fatal, su Sharon Stone en pelo negro, la única
mujer en el mundo que podría hacerlo feliz.
Baros, sin embargo y como hemos dicho, terca como es ella, no guardaba otro
sentimiento más que de distancia y respeto por Scott, el amigo extranjero de
Emile. Eran tan distintos. Ella, suspicaz; él, ingenuo; ella siempre lista a juzgar
con firmeza; él tan comedido; ella seria y directa al objetivo; él tan mal contador
de chistes y filósofo. En pocas palabras: «No había química». Palabras que lo
definieron todo desde el principio. Ella tenía otros planes en su vida,
profesionales más que todo, echando por fuera todo lo que oliera al amor. ¿Todo?
¿Y Blue, el latino bello? Fue nada más una impresión, una de la que no me puedo
confiar. Y se había repetido estas palabras desde hacía quince años, cuando lloró
por meses a un chico tatuado que, habiéndola hecho escapar de la casa,
desflorándola, e impeliéndola a desobedecer a sus padres, aprendiendo a fumar
y decir palabrotas, la había dejado por ‘una amiga’, de la pandilla. Eso fue todo,
y moldearía su personalidad a futuro. «¡Yo no necesito de ningún hombre!», le
gritó un día a su tío, que la salvó de la vagancia, y que con los años la apuraría a
buscar esposo, «para que tengas una vida normal, una familia, hijos». «¡Los
tendré por inseminación artificial», había rebatido. Pero la vida le había jugado
con ironías: al enrolarse en la policía, se había encontrado con Popescu, que se
parecía en mucho a su primer amor, y que la hacía sufrir tanto como aquél, pero
que ella era incapaz de odiar.
Llegó Baros por la noche a la trastienda. Scott la recibió con un plato de
langostas y le alcanzó una copa de tuica, proponiéndole un brindis, «por la
amistad», con una canción de Barry White en el fondo. Era ridículo, pensó ella,
pero divertido a fin de cuentas.
–Tiene usted una buena colección musical –abrió Scott la plática.
–Pero no es mía, sino de mi tío.
Scott inclinó el cuerpo sobre la mesa.
–Voy a revelarle un secreto –le susurró.
Baros tragó saliva. El asunto empezaba a teñirse de tintes comprometedores.
–Es muy temprano para contarlos –le respondió incómoda, tratando de
retardar lo que en el fondo intuía como una declaración de amor. Su experiencia
policial le había enseñado a reconocer ciertas actitudes en determinado tipo de
individuos. En su análisis, Scott era del tipo retraído y discreto pero con
arranques imprevistos de emoción, debido a la edad y la formación frívola
americana; o sea, del tipo científico, estructural, aunque, como todo individuo de
la clase media, formado bajo una intensa actividad comercial y mediática.
–¿Usted cree? –preguntó estúpidamente Scott.
–Dígame una cosa –dijo Baros enderezándose en la silla–; sé que le va a causar
cierta molestia, pero necesito saberlo. ¿Qué fue lo que ocurrió en el hotel?
Scott empezó a sentirse indispuesto.
–Es que me avergüenza decirlo –se disculpó; sudaba–, y lo he repetido tantas
veces que ya nadie me cree. Mejor cambiemos de tema, ¿quiere?
–Por favor, Scott –le suplicó Baros–, dígamelo, que yo sí le voy a creer.
–Antes que nada, Baros: yo no estoy loco. Y voy a decirle lo que pasó en pocas
palabras, ¿está bien?
–Siga.
–Mire… –Se trabó–, ¡es que no sé cómo explicarlo!
–Haga un esfuerzo.
Scott se dejó caer en la silla. Baros lo miraba atenta.
–Luego de haberme dejado usted en el hotel, entré a mi habitación, me recosté
en la cama y, mientras leía el periódico, escuché un zumbido afuera, cerca de la
ventana, que estaba abierta…
Se apretó los ojos, amordazándose la boca.
–¡Ni yo mismo sé lo que vi, Baros, ni yo mismo lo sé! De repente estalló la
pared en pedazos y llenó de polvo la habitación y yo… yo me sentía en otro
mundo, en otra dimensión… y vi, a través de la polvareda, una figura horrorosa
suspendida en el aire, con grandes uñas afiladas, abalanzándoseme… –Scott se
cubrió el rostro, a punto de llorar.
»La habitación se revolvía entera por las grandes ráfagas de viento… y luego
otra figura que aparece de la nada a grandes saltos luchando contra la primera en
el piso, atacándose en medio de bufidos y chirridos crujientes… Una de ellas
alcanzó a verme, yo intenté averiguar… pero el polvo y el aire me nublaron la
vista…»
Baros abría los ojos, incrédula ante la narración de Scott, a quien tomó por
alienado.
–Me parece estar escuchando un cuento de vampiros y hombres lobos –dijo,
destemplada.
Se afligió el pobre Scott.
–No me cree, ¿verdad? –le preguntó, aturdido–. ¿Cree usted que pude haber
hecho yo ese gran agujero utilizando solamente mis manos?
Baros se sorprendió al escuchar aquello.
–¿Sólo con mis manos? –siguió Scott, exaltado ya, casi con rabia–. ¿Podría
romper yo el concreto con estas uñas?
–¿Cuánto tiempo pasó desde que lo dejé en el parqueo hasta que las entidades
salieron de su habitación?
–¿Pero no se ha fijado usted en mi equipaje, Baros? Es un maletín pequeño,
como podría cargar yo un taladro, digamos, ¡y abrir un boquete tan grande con
tanta rapidez!
–¿Cuánto tiempo, Scott? –terció Baros.
–Unos diez minutos. ¡Pero acaso no vio el agujero! ¡Es enorme, mucho más
grande que el de un cuerpo humano! –gritó Scott alargando el cuello–. Y ya, ya
no quiero hablar nunca más del asunto –y cogió un tenedor para abrir la langosta.
Baros quedó pensativa. Un segundo después creyó conveniente hacer pasar
un buen momento a Scott, que parecía sentirse acosado.
–Discúlpeme –le dijo–, por ser tan insensible. Y no se preocupe, ya daremos
con los responsables de este ataque. Yo misma me haré cargo del caso.
Scott recuperó la alegría y pronto en la cara se le dibujó una sonrisa.
–Gracias, Baros –le contestó–. Usted ha sido la única en comprenderme…
–Oiga –le dijo–: está muy buena la langosta.
Sonrieron ambos. Aquel cumplido subió los ánimos de Scott, quien se levantó
y caminó hacia el reproductor de cd.
–Déjeme dedicarle una canción –le dijo, colocando el disco–. Hoy quiero
olvidarme de todo, menos de las cosas que han hecho que mi vida tenga
sentido –apretó el play–. ¿Escucha el intro? –preguntó; un arpegio sugestivo de
guitarras toca un son decidido y provocativo:
___
–Llega tarde, doctor –le reconvino la mujer pelirroja–; el señor Stefan y los
demás gerentes han tenido que empezar la reunión dejándolo a usted a un lado.
–Lo siento –dijo Zamfir, grave–, pero tuve asuntos importantes que atender.
–¿Va a pasar?
–Claro, claro; anúncieme antes con el hombre grande.
La asistente personal se levantó de la silla de recepción y entró a la sala de
conferencias. «Pase», le dijo, escueta.
Zamfir tomó el picaporte y lo haló.
–¡Ah –dijo Stefan al verlo–, llega usted sin tiempo, doctor! Pero siéntese,
siéntese, que todavía falta algo que discutir. Así señores…
Se dice que hoy en día las corporaciones financieras son las que dominan al
mundo, y Stefan David, típico hombre de negocios, pulcro y acelerado, de los
que nunca se despegan el celular de la oreja, era uno de sus emperadores. Dirigía
una corporación financiera de inversiones y receptora de dividendos, Securities
Investments Corporation, lo que en el argot de los corredores de bolsa llaman un
holding, pero que en buen español viene a ser del tipo de compañías que reciben
las utilidades de empresas afiliadas para invertirlos en la creación o
apalancamiento (por medio de la compra o cesión de acciones) de nuevos
negocios. ¿Por qué existían este tipo de mega corporaciones? Porque las
operaciones son acaparadoras y redondas, ya que si el negocio recién creado o
apalancado llegara a generar utilidades, éstas vuelven al holding, y son
repartidas entre todas las participantes del mismo, pero con un miembro nuevo a
la par, y diversificado, por añadidura. Así, en cuestión de años y utilizando el
mismo dinero circulante, se habrán adquirido un sinfín de nuevas empresas,
erigiéndose así como un monopolio gigantesco. General Electric en Estados
Unidos y Elektra en México, para dar ejemplos conocidos, pueden dar fe de la
honradez de mis palabras. Lo que cuenta al principio para el buen
funcionamiento del ente, es tener una banca grande, como diría el dueño de un
casino, capaz de soportar la caída repentina de alguno de sus miembros; por
tanto, es imprescindible contar con un afiliado sólido y productivo que haga
ingresar fondos frescos en grandes proporciones, ya para invertir o ya para pagar
las ganancias de sus afiliados al final del ejercicio económico, afiliados, por otra
parte, siempre ávidos de dinero que, ¡he ahí la ironía de tanto esfuerzo creativo
financiero!, como gusta de quejarse el señor Stefan, sus gerentes aprovechan en
gastarlo para sí mismos adquiriendo partidas de activos sobrevalorados que
compran al amigo del club de la esquina.
Seicorp, siglas del holding, al contrario, estaba compuesto por esa clase de
negocios que en las clases de administración general acostumbran a clasificar
como mediana empresa: la mayoría eran farmacias y droguerías. Stefan, que
antes del colapso del ‘89 había vivido oscuramente en los suburbios de Bucarest,
las había creado todas, extendiéndolas tres años después por todo el país. Era
judío, y el genio empresarial y financiero detrás de este monopolio ahora sin
límites en Rumania, además de su presidente ejecutivo. Era evidente que no
solamente era una bestia de carga incansable, sino que era inteligente, y mucho,
tanto que su carácter afable, dicharachero, siempre sonriente, en apariencias,
conocedor del suelo que pisa, había seducido a las masas pobres, que lo
convirtieron en un político de éxito, en deputatilor, el Hammurabi rumano, como
lo halagó un día el presidente del Consejo Legislativo, promulgador de leyes
acorde con la realidad económica del país. Y esto había sido en verdad una
hazaña, pues antes de la llegada de Stefan al escenario político, el PRMU, Partido
de la Gran Rumania Unida, el partido que lo hizo diputado, era conocido por su
posición antisemita y extremista. Pero hubo cambios. El entonces líder de partido,
Tudescu, había sido acusado de ser leal al régimen de Ceaucescu y de haber
confeccionado una "lista nacional de la traición", en la que reservó un lugar para
casi todas las figuras políticas y culturales notables, principalmente las de origen
judío. Stefan, como buen empresario y apoyándose en esta coyuntura, hizo un
arreglo por salvar la imagen de Tudescu, que luego apareció como «arrepentido
y compungido» ante la opinión pública, presentándolo a él a manera de prueba
viviente de su conversión. Jugada intrépida. «Sentido común», se decía Stefan.
Hombre hecho a sí mismo, con una espalda triangular en la que se apoyaba una
cabeza noble, embellecida por una mandíbula saliente, no podía menos que creer
que el mundo era una gran autopista de carreras donde él estaba destinado a
llegar primero a la meta. Frialdad de mente, inflexibilidad de ánimo y sentido de
urgencia se combinaban en una extraordinaria simbiosis de ferocidad de alma e
intranquilidad de espíritu. A la par de estas virtudes dignas de un santo o de un
guerrero, afloraba, sorprendentemente, un gran defecto que adquirió al saborear
las mieles de la riqueza: era el más grande manirroto de Europa. Quizá éste
último apareciera el día en que, tras años de arduo trabajo, vio por primera vez
su cara en las aguas límpidas del lago Colentina: supo que envejecía. Era su pena
secreta, y sufría en silencio por esta desgracia, que nunca creyó que lo alcanzaría.
Se imbuyó entonces por conseguir un medio para rejuvenecer, pero todos los
hombres de ciencia lo habían desalentado con sus teorías, excepto Zamfir, que
logró crear una droga que le retardó la vejez, y que, gracias a su instinto
financiero, comercializaría con éxito. Rejuvenecido, decidió gozar de la vida,
pero no como cuando lo había hecho en su juventud, cuando cualquier nadería le
alegraba el corazón, sino de una forma ciertamente extravagante: le gustaba ver
cómo otros disfrutaban de sus dádivas. Algunos decían que era filantropía, otros,
perversión. Los envidiosos aseguraban que lo hacía para olvidarse de la muerte,
para olvidarse de que igual tendría que morir como los otros hombres o como
cualquier otro perro, ¡ay, qué injusta es la Naturaleza con sus mejores
especímenes!, y lo reflejaba en su rostro, confundiendo por momentos a la gente.
Los más egoístas decían que lo de Stefan era rapacidad.
Al recibir a Zamfir, se encontraba afectado por una jaqueca, sin duda
ocasionada la noche anterior por el exceso de alegría gozado en la fiesta ofrecida
por Marko Belinca, amigo suyo, y uno de sus socios minoritarios. Aun de mal
humor, había partido a la oficina y convocado la rutinaria sesión mensual de
gerentes. Sentado en su silla ejecutiva, había abierto el Consejo:
–¿Cómo van las ventas en Baia Mare? –preguntó al del distrito de Maramures.
Stefan era imponente, y siempre, aunque sin quererlo, opacaba el ánimo de
sus subalternos.
–La capital de este judet ha sido siempre uno de los mejores mercados para
Seicorp, señor David –le contestó, tratando de hacer cuentas en el aire, retardando
la respuesta.
–Eso ya lo sé –le dijo Stefan, molesto por la obviedad–. Lo que necesito saber
es cuánto han aumentado.
El hombre se cohibió, reprimido por el seco tono de voz.
–Bueno… En un quince por ciento, señor.
Stefan apoyó los codos sobre la mesa.
–¿A qué se debe el aumento?
–Eh, bueno… Verá… Ha habido varios factores…
–Sea especifico, por favor, Copos. Rápido, hable.
Copos calló, agitado, la cara encarnada. Los demás gerentes empezaron a
hojear a conciencia sus informes.
–¡Ah, con que se ha dejado venir desde Baia Mare sin estudiar el libreto! –
exclamó Stefan, sardónico, hinchado los ojos–. Coja el Estado de Resultados, vea
el renglón de ingresos y remítase al pie de página, Copos.
Copos obedeció.
–¿Qué dice ahí? –le preguntó, recorriendo con la mirada a los otros.
–Eh…
–¡Por Dios, Copos! No lee usted que dice “que el aumento del mes en
comparación al año anterior se debe a la introducción del producto hormonal
llamado «Youngever»”.
«Youngever» era una droga sintética, creada por Zamfir, como hemos dicho,
y que Stefan había logrado legalizar gracias a su poderío político, ofreciéndola al
público como un regenerador celular que utilizaba los avances de la ciencia
genética. Manipulaba este compuesto la molécula «Resveratrol», encontrada en
forma natural en el vino, que activaba a su vez al gen controlador y maestro del
ADN encargado de alertar a las células su momento de regeneración, –, además
de aumentar las sinapsis neuronales y lograr con ello una mayor velocidad del
pensamiento y revitalización del cerebro. Desde su aparición en el mercado, a
finales de año pasado, las ventas habían sobrepasado todas las expectativas,
medicándose para el uso terapéutico, desde el tratamiento de la diabetes,
Alzheimer, hasta el rejuvenecimiento. Prometía, en dos palabras, alargar y
mejorar la calidad de vida.
–Sí, señor Stefan David –le respondió Copos–. Además, en un efecto curioso,
los clientes que vienen por él también compran otros productos.
–Al fin dijo usted algo bueno de escuchar…
Stefan rió, y los demás, al verlo, echaron a reír también. Encendió un cigarrillo,
echó para atrás la silla y cruzó las piernas. Sus gerentes se pusieron en alerta;
sabían que pronto empezaría por pasar el cepillo.
Y Stefan lo pasó.
Luego sonó el teléfono. Lo contestó.
–¿Sabe que el profesor Rahova ha muerto? –le dijo la voz, susurrante, por la
línea.
–¿Quién habla?
–Partido por la mitad, desgarrado, una muerte dolorosa…
Stefan cambió de color. Sus ojos verdes parpadearon.
–Dígame quién es usted, sino le cuelgo el teléfono.
–Stefan… Stefan… ¿Ya no reconoces mi voz?
Le colgó el teléfono, y puso la mirada fija hacia el otro lado de la mesa
ovalada. Estaban todos a la espera de que dijera algo, pero entonces Stefan habló:
–Bueno –dijo casi en un epílogo–, voy a incentivarlos. Como necesito buenos
resultados para el mes que viene, el que rebase las estimaciones de utilidad –que
no de ventas, ¿eh? – será premiado con un viaje en yate al Mar Negro.
Se vieron las caras unos a los otros, sorprendidos, pero no queriendo
incomodar al jefe, se pusieron a celebrar sus palabras.
–Y hablo en serio –dijo.
Enseguida se dirigió a Copos.
–En cuanto a usted –le dijo–, no crea que me tiene contento.
Copos se estremeció.
–Así que voy inyectarle capital a su farmacia, ¿me oyó?
–Sí, sí. –Apenas podía articular por los nervios.
–Necesito incrementar los márgenes de utilidad en Baia Mare, así que invierta
ese dinero aumentando el volumen de ventas, bien con la compra de inventarios
renovados…
–Yo pienso que…
–¿Piensa usted algo inteligente? –le espetó Stefan, molesto por la interrupción;
sin embargo, era la llamada recibida lo que lo fastidiaba.
Copos sacó el pañuelo, y se enjuagó la frente.
–Yo pienso que con incrementar los inventarios las ventas no subirán.
–¿Qué dice, Copos?
–Digo que cómo piensa usted que yo pueda venderlos… Vea, vea las
estadísticas, señor David, las ventas están al límite en este distrito. Sólo
lograríamos inflar los inventarios sin necesidad.
–Mire, Copos, aquí el único que piensa soy yo, ¿entiende?
Copos bajó la cabeza.
–El mercado está abarrotado, además la competencia extranjera, la interna…
Stefan se rascó la frente.
–Déjeme terminar, Copos –dijo–. Lo que le pedí fue que dinamizara el
comercio, ¿ahora me entiende? Voy a hacerle la transferencia de todos modos. Si
dice que no puede, pues entonces no se puede. Pero yo digo que sí. Publicite más,
haga obras sociales, repare asilos, maternales, escuelas, ¡lo que sea! Ayude a la
gente pobre, que más adelante nos ayudarán… Lo que se le ocurra.
Copos retrocedió, atónito. Esperaba otra reprimenda, pero a cambio recibía de
Stefan una respuesta fuera de cualquier protocolo comercial. ¿Se habrá
desquiciado el señor Stefan después de aquella llamada? No, no. Esta vez le tocó
a él. Ya era tiempo que la otra faceta de David se le revelara, ya era hora de que
la filantropía de Stefan lo alcanzara a él.
–Gracias, señor David –le dijo–. Tiene usted un corazón muy noble.
Entonces había entrado Zamfir por la puerta.
–Así señores –dijo Stefan levantándose de la silla, dando por terminado el
Consejo y recibiendo al doctor–, es todo por este mes. Salgan allá afuera ¡y
tráiganme resultados que merezcan la pena de ser vistos para el siguiente! Copos,
contáctese con Mircea para tramitar la transferencia. ¡Y recuerden: hay un viaje
en yate al Mar Negro, en primera clase y con los gastos pagados! ¡Buenos días y
hasta la próxima!
Los reunidos abandonaron la sala. Stefan se volvió hacia Zamfir.
–Razvan me trae por un fregadero –dijo–; está molesto porque sigo arriba en
las encuestas de opinión popular. Ha jurado que hará lo imposible por verme
desgraciado.
Zamfir no pronunció palabra.
–Ha dicho el idiota que se las desquitará conmigo sacando del mercado al
«Youngever».
–¿Pero cómo? –se atrevió a preguntar Zamfir.
–Pues sencillo: se ha ido al Ministerio de Sanidad y ha dado con unos reportes
estadísticos de laboratorio que nada bueno auguran para el futuro del producto.
–¡Cómo!¿En qué se basa Razvan?
–En los efectos secundarios: comportamiento agresivo, estados periódicos
maniaco-depresivos, psicosis, y toda una laya de tonterías.
–¡Pues dígale al señor Razvan que me presente esos resultados a mí, que yo se
los rebatiré punto por punto!
–Confío en usted, doctor; mas no en Razvan, un viejo lleno de ardides.
Y se dejó caer en la silla, estirando los brazos.
Se escuchó el toc toc resonar en la puerta: era su asistente de gerencia, Valeria.
–Señor Stefan –le dijo–, aquí están las revistas y los periódicos.
Los tomó. Zamfir estaba como abatido, alargado el rostro, lo que afligió a
Valeria.
–¿Puedo traerles una taza de café? –les dijo, dirigiéndose a Zamfir, mientras
Stefan abría el periódico.
–¿Alguna noticia importante? –le preguntó a Valeria; dependiendo de su
respuesta los leería; luego, tras un escalofrío y acordándose de la llamada, la
indagó.
–¿Sabe, Valeria, quién me llamó hace unos veinte minutos?
–Eh… ¿Hace veinte minutos?
–Sí, sí. Veinte minutos.
Valeria había estado arreglándose las uñas y transferido la llamada
automáticamente.
–Creo que fue un señor llamado Aurel… o Gabriel… ¡No recuerdo! –acabó
exclamando con voz chillona y riendo de la vergüenza.
–No sería acaso ¿Aurelian?
–Sí, ¡Aurelian!, así lo dijo el hombre.
Stefan empalideció.
–Con su permiso, señor Stefan –dijo Valeria–. Voy a atender a la gente que
espera en la recepción.
–Está bien –le dijo, pensativo y tenso.
De pronto se sobresaltó. El teléfono volvió a sonar. Temblorosas las manos, lo
cogió. Zamfir no le despegaba la vista.
–Aló.
–Señor Stefan –dijo Valeria por la línea–. Tiene llamada. ¿Se la pasó?
–¿De parte de quién?
–Permítame. –Segundos después. –Es el señor Aurelian.
La piel se le puso de gallina.
–Pásala.
Entonces escuchó la voz susurrándole al oído:
–Voy a matarte, Stefan David, voy a matarte. Mi venganza será plena.
–¿Quién es el imbécil que se atreve…?
–Lee las noticias del periódico, Stefan y date cuenta de tu destino –y colgó el
teléfono.
Stefan cogió uno de los periódicos y ante sus ojos una escena burda y cruel
aparecía en primera plana: la fotografía de dos hombres asesinados, uno encima
del otro, tirados en plena calle. Sintió tremendas ganas de vomitar.
–¿Le pasa algo? –preguntó Zamfir, preocupado por el semblante de su patrón.
–No, no, nada, nada; la jaqueca, la jaqueca… Debo salir en este momento,
doctor; dispénseme. Hablaremos luego. ¡Ah! Y avíseme a qué horas empieza el
funeral de Emile.
Se encajó su largo capote y salió de la oficina.
9
La Mafia Roja, el «Estigia»
«Decíame mi padre: “Hijo, esto de ser ladrón no es arte mecánica sino liberal.” Y de allí a
un rato, habiendo suspirado, decía de manos: “Quien no hurta en el mundo, no vive.
¿Por qué piensas que los alguaciles y jueces nos aborrecen tanto? Porque no querrían que
donde están hubiese otros ladrones sino ellos y sus ministros.»,
___
«Si no tuviéramos defectos no sentiríamos tanto placer descubriendo los de los demás.»,
___
___
___
___
Sé que ni siquiera te dignaras a leer esta carta, pues con justa razón puedes creer de
mí que soy un idiota, un mezquino, un hipócrita descarado, y todo lo que corresponde a
un mal amigo. Y no dejaría de darte la razón. Me duele, Rosa, me duele que te hayas ido
como te fuiste, ultrajada por todos, y por mí principalmente, por este desgraciado que te
debe la vida y la conciencia de existir. Te pido perdón, sinceramente, Rosa, por lo que te
hice, por lo que te dije, tontamente, influenciado y acosado por los demás. Sí, fui un
cobarde al dejarme amedrentar por otros que poco o nada saben de la vida, del juicio de sí
mismos, del amor. Y yo he entendido eso, Rosa, lo he entendido, y lloro, lloro porque lo
comprendí muy tarde, cuando tú estás ya tan lejos.
Si supieras que desde que saliste de México no he hecho otra cosa que llorar, estar
triste y compungido, y que no soporto ya más esta maldita vida, estas malditas dudas de
no saber lo que siento, de no saber quién soy yo en realidad, de verme perdido entre tus
recuerdos y tu caridad hacia mí. Rosa, mi Rosa, yo no puedo ser tan valiente como tú;
simplemente no tengo la fuerza, la dignidad, la voluntad de sobreponerme al qué dirán de
los demás. Temo, y le temo a todo aquel que pueda ver en mí un ser degenerado, un ser
antinatural, antes que a un puño de balas lanzadas por algún sicario. Las dudas me
atormentan, Rosa, y no sé qué hacer, si matarme o dejar que me maten. Y tú, ¿cómo
puedes ser tan fuerte, tan decidida?
Déjame revelarte un secreto, querida: me he vengado del hombre que te sacó de mi
vida, del coronel Joaquín Almeida, a quien mandé al carajo en su propia oficina,
asestándole dos puñetazos en la cara, para que aprenda a respetar el imbécil. Sé que esto
no remediará lo ocurrido, pero aún así me alivió, en lo personal, un poco la carga. Además
debo decirte que, después de la muerte de «Pajarito» Méndez, la lucha entre carteles del
narcotráfico se ha intensificado, luchando cada uno por posicionarse a la cabeza de una
nueva organización y nuevos territorios, y casi a diario pueden leerse entre 30 a 40
asesinatos brutales, decapitaciones más que todo, en la prensa. Yo he sufrido, en estos seis
días, como dos atentados de los hombres leales al finado, pero he sido salvado por los
nuevos dirigentes que, sin saberlo, se dieron a la tarea de eliminarlos.
Todavía no estoy fuera de la policía, sino que he escuchado que me transferirán quizá
a algún organismo internacional (ojo, no sé si a la Interpol, y cuánto desearía que así
fuera), dada mi vasta experiencia en asuntos transfronterizos.
Rosa, por favor, contéstame esta carta, te lo ruego. Eres muy importante para mí, para
mi salud mental, y desearía decirte que yo también… ¡No, no tengo el valor tuyo!
Perdóname, Rosa, perdóname, por favor, te lo suplico…
(Escrita desde la habitación #26 del hotel Hanul lui Manuc y enviada al correo
electrónico: rogeralmha@yahoo.com)
___
¿Me pides que te perdone? ¡Ay, Dios, qué cosa más difícil la que me imploras! Sí, sí,
sí, te perdono, perrito travieso, te perdono todo lo que tú quieras, porque para eso eres mi
amigo, mi amigo de siempre, que amo y adoro como a ninguno (salvo a Blue, mi semidiós).
En verdad te perdoné desde el primer momento que te vi, cuando te vi allá en Houston,
porque eres de mi afecto, porque me caíste bien, porque fue del primer hombre que me
enamoré en la vida, aunque tú nunca lo supiste. Pero no te equivoques, eh, que ahora amo
a Blue, y a ti te amo como a un amigo, como a mi mejor amigo.
¡Ah, yo también voy a revelarte un secreto: nunca temas de decir la verdad al mundo,
esa que es visible para todos, que quita unos centavos y comodidad, es cierto, pero que
añade seguridad, paz interna y honor, y que muchos callan por miedo, por beneficio
propio, y a veces por ignorancia! Dila, dásela, te golpeara la gente, es seguro, pero dásela
de todos modos. Es la única forma de alcanzar la felicidad y la realización como ser
humano, de ser fiel a ti mismo y a los demás. Haces más bien siendo franco que hipócrita,
y yo nunca te he tenido por tal. Yo misma estoy pagando ahora un error de esa naturaleza;
sé muy bien porque te lo digo. Quizá te lo cuente más adelante. Ahora debo atender a
Blue.
¡Y no me vuelvas a pedir perdón, escuincle taimado (ja, ja, te lo dije con cariñito),
porque ya estás perdonado de antemano!
___
–¡Pero qué cara la que trae usted! –le dijo el comisionado Maior a Baros,
sorprendido–. ¿Le ocurre algo? Luce demacrada. ¡Popescu! –llamó al otro–. ¿Qué
es lo que tiene Baros?
Se alzó de hombros el doble agente.
–Tengo visitas en la casa –se adelantó Baros a contestar.
–¡Ah! Ya veo… –dijo Maior–. Una fiestecita, eh…
–Sí, eso fue –respondió Baros de mal genio.
–Entonces ponga su mejor cara –apuntó Maior–. Los de la Interpol no
tardarán en llegar y debemos dar lo mejor de nosotros, la mejor impresión. Dicen
que son los primeros cinco minutos los que cuentan en una entrevista, je, je –y rió,
poniendo los pies en el escritorio, que bajó al ver a los americanos caminar por
los cubículos del departamento–. ¡Ya vienen! –dijo, apurado.
Blue abrió la puerta: entraron. Baros sintió un hormigueo en la espalda;
Popescu levantó la ceja y rió calladamente.
–Buenos días, comisionado –lo saludó Blue; Rosa le tendió la mano. Luego se
dijeron cada uno los nombres.
–Espero que estén bien instalados en Bucarest –dijo el comisionado–. Les
encantará la ciudad, pintoresca y llena de historia. ¿Ya visitaron el Palacio del
Parlamento? Baros –le dijo–, ¿los llevó ya a conocer el Museo del Pueblo?
Baros le echó una mirada a Popescu.
–Yo me he encargado de recibirlos –dijo éste, nervioso.
–Sí –dijo Rosa–; hemos quedado impresionados por belleza de la ciudad, una
verdadera obra de arte en sí misma, ecléctica, una mezcla que funde el pasado
con el presente.
–Je, je –rió Maior–. ¡Qué bien lo pinta usted, agente Reingold!
Todos rieron.
–Pues bien –continuó Maior–, ya hablando de cosas serias, creo que es hora de
entrar en materia.
Los demás asintieron gravemente.
–Verán –dijo, y luego se disculpó por su parquedad–; Bucarest, como
cualquier otra ciudad del mundo, se ha visto afectada en estos últimos años dos
años por una ola de criminalidad inaudita, repleta de violencia y asesinatos
macabros que no han podido ser refrenados ni diagnosticados en la mayoría de
los casos. Nada de esta violencia y muertes importaría –comentó sin tacto–, si los
asesinados fueran, como normalmente lo son, gente de baja categoría,
ladronzuelos o miembros de la más pésima calaña, que poco contribuyen al bien
de la ciudad. Lo terrible aquí es que han sido científicos y dirigentes políticos de
renombre los ultimados, muertos salvajemente y sin piedad alguna, y más
terrible aún, sin que nosotros hayamos podido determinar quiénes y qué motivos
llevaron a los perpetradores a cometer estas atrocidades.
»La agente Baros, aquí presente, ha sido la delegada de manejar los casos –
dijo bajando la vista–, auxiliada en ocasiones por el agente Popescu, pero al
parecer ha tenido problemas serios durante la investigación, imposibilitándole la
detención y procesamiento de los responsables.
Baros se echó para atrás, flanqueada por un Popescu carialegre.
–Dada la catadura moral de los extintos –se aclaró la garganta–, que es digna,
y dada la importancia de su trabajo como científicos y políticos, estamos un poco
desconcertados por el patrón empleado en las ejecuciones, y también porque no
logramos entrever a cabalidad las razones que pudieran incitar a sus ejecutores a
cometerlas. Así, en conjunto con la Interpol, el alto mando de la Gendarmería, en
combinación con su departamento de investigación policíaca, ha decidido llevar
a cabo la operación «Braila», para dar de una vez por todas con los autores no
sólo materiales sino intelectuales de estos atentados –se rascó una mejilla–.
Precisamente por esto los hemos llamado. En el otro lado de la moneda, los casos
ameritan ser resueltos lo más pronto posible, pues la comunidad científica
internacional, de la que estos honorables eran miembros distinguidos, exige, por
medio de la embajada americana, aquí en Bucarest, su más expedita resolución.
Blue asintió junto con Rosa.
»Asistirán pues a Baros, primero, en el proceso tendiente a comprobar la
existencia de estos crímenes, y, segundo, a comprobar la responsabilidad del
autor, o autores –se sentó en la silla–. Bueno, no queda más que decirles sino que
vayan a la oficina de Baros –cogió un lápiz y empezó a escribir en una especie de
esquela–, vean los expedientes y traten de formular la hipótesis que corresponde.
Se les asignará un carro para que hagan sus averiguaciones… –le alcanzó el papel
a Popescu–. Y Baros –dijo dirigiéndose a ella–, atiéndalos como debe ser,
proporcionándoles la mayor cantidad de datos y material de investigación
posibles. ¡Y es todo, señores! –les dijo alcanzándoles la mano–. ¡Bienvenidos a
Rumania!
Se apersonaron al cubículo de Baros, y, como ella, era ordenado y nítido. Ésta
extrajo unos folios de la papelera y los guardó en una gaveta; luego se dirigió a
un anaquel con cerradura, sacó unas llaves de su arnés, y lo abrió: eran las
carpetas amarillas las que importaban.
–Podrían empezar por estudiar estos informes técnicos –apuntó Baros,
ordenándose el cabello. Blue los tomó–. Son seis.
–¿Es todo? –preguntó luego–. ¿Es todo lo que hay?
–Bueno –le contestó Baros, impresionada por las facciones de Blue; se sentía
cortejada y le dijo con cierto halo de ternura–. Ahí están las actas que levanté yo,
mis notas de las escenas del crimen, las fotografías, los informes forenses y de la
policía científica…
–No –dijo Blue–, no me refería a eso; quise decir, ¿la asistiremos en seis casos
nada más?
–Debido al alcance de sus facultades, es decir, a las cosas que conciernen a su
trabajo como policías internacionales, sí.
–Bien –dijo Blue circunspecto–. Entiendo.
–Por cierto –dijo Rosa–, me gusta la lasitud de su cabello.
–Oh, gracias –le respondió Baros–. Y a mí el brillo y lo blondo de su cola de
caballo.
«El rubio no está feo tampoco; tiene buen cuerpo, aunque lo veo un poco
delicado», se dijo. Sin embargo, era Blue quien había captado toda su atención.
Éste leía; pronto una sonrisa afloró en sus labios; Baros, inquieta, le preguntó:
–¿Y qué opina?
El otro se acarició la cara.
–Bien… –Lo que decían los documentos le parecía inverosímil. –Siempre,
desde niño, me imaginé a Rumania como un país extravagante, misterioso –
divagó, sosteniendo el dossier–, y al ver estos recortes de periódico, más las
declaraciones de algunos testigos, pues éstos acaban por darme la razón. ¿El
balaur? –le dijo a Baros, elevando el entrecejo, lanzándole una mirada de
travesura.
Baros se apenó. ¿Cómo explicarlo? Se reiría de ella, como ella lo hizo con Scott.
Se le descompusieron las facciones.
–Y aquí aparece lo mismo –añadió Rosa, casi con sarcasmo–. ¡Es increíble lo
que dice la gente! ¿Cómo han llegado a declarar tales cosas? ¿Quizá
influenciados por alguna leyenda del país? –le preguntó.
Y Baros muda; empezó a transpirar, a sentirse acosada, con las ganas de gritar
y decirles que ella misma se había topado con él en el funeral de Emile, y estaba a
punto de hacerlo, pero entonces entró Popescu.
–Aquí están las llaves del auto –dijo; le dio las llaves a Blue; lo vio con los
dossiers en la mano–. ¿Ya habrán leído lo del balaur, supongo? –añadió, riendo–.
Je, je… Aquí existe la superstición, muy popular entre los campesinos, que lo
presentan como un dragón diabólico que gusta de raptar princesas. Es un cuento
de hadas.
Baros parecía quitarle el pellejo con la mirada.
–¿Y por qué se le habrá ocurrido a la gente hablar de este balaur si sólo existe
en los cuentos? –inquirió Rosa, extrañada.
–Porque no hemos podido darles una respuesta contundente, una que
satisfaga sus ansias por conocer la verdadera identidad de los asesinos. ¿No les
pasa a ustedes lo mismo con un tal Chupacabras?
Blue calló; hojeaba los informes, sin darle importancia a las palabras de
Popescu; Rosa, en cambio, se echó una gran carcajada.
–Es cierto –admitió–. Nada más que allá las victimas no son humanas, sino
animales de hacienda. Por otra parte, no se han podido encontrar indicios
racionales que puedan probar su existencia, aunque algunos investigadores
aficionados aseveran que se trata de perros salvajes. Pero no hay nada concreto.
–Ya ve –dijo Popescu, triunfante–. Aquí sucede igual. Por eso digo, que esas
ideas, mejor dicho, esas fantasías son producto de nuestra incompetencia como
investigadores –repasó la vista en Baros.
Ésta tenía los ojos vidriosos, con el llanto contenido.
–Como sea –dijo Blue en auxilio de Baros–, estas declaraciones pertenecen a
testigos oculares, y habrá que tomarlas, de alguna forma, en cuenta.
Baros suspiró, medio aliviada.
–De esto –dijo Blue–, por el momento no podemos deducir nada; son sólo
cuentos, y lo que más me aflige es que ni la policía científica haya podido
encontrar indicios materiales en las zonas donde ocurrieron los ataques. Así que,
si a usted no le molesta, Baros, he pensado en llevarme estos documentos al hotel;
Rosa y yo los estudiaremos; ya veremos después la estrategia que conviene
tomar. Por lo pronto, me gustaría que empezáramos con el caso del doctor
Rahova, el más reciente; ¿no han pasado siquiera dos días desde que ocurrió,
verdad?
–No –dijo Baros–. El cuerpo está todavía en la morgue.
–Ah, qué bueno –exclamó–. Pues iremos allá ahora mismo. Salgamos.
–Yo los guiaré –señaló Baros–. Andaré despacio en el auto.
Abandonaron la Gendarmería, cada uno en su auto, excepto Popescu, que se
excusó, y Baros que sentía al mundo moverse como una alfombra voladora bajo
sus pies. «Aunque se los dijera, no me creerían», se decía. «Y el estúpido de
Popescu que se reía de mí, como si fuera yo un payaso. ¡Imbécil!», los dientes
incrustados en los labios rojos, llorosa, impotente. «Ahora sé lo que sufrió Scott.
¡Es tan terrible lo que siente al pasar uno por tonto!».
16
El regreso del «Químico»
___
Colentina es uno de los distritos más hermosos de Bucarest, sobre todo por su
río, de quien tomó el nombre, y que es inigualable, romántico, medieval. Existen
ahí caserones viejos, y bien se podría figurar uno al fantasma del temible
príncipe Vlad Tepes en las alturas de algún balcón barroco, observando
inclemente el paso de los viajeros. También puede apreciarse entre estas reliquias
arquitectónicas, imponentes edificios, ultramodernos, imposibles de imaginar,
como inspirados por la paleta del anárquico Dadá.
Pita conducía a Razvan hacia uno de esos nuevos edificios; se detuvieron bajo
un gran rótulo: «INDUSTRIAS QUIMICAS COLENTINA». Entraron; una
recepcionista les tomó el pedido. «Pasen», le dijo. Las hojas de las puertas
automáticas se abrieron fantásticamente.
–El señor Adrian Dendiu –dijo Pita presentándoselo a Razvan–, el hombre
que mantiene libre a nuestro pueblo gracias a sus generosas aportaciones.
Razvan cerró los ojos, avergonzado por el servilismo de Pita.
–Todo sea en nombre de la democracia –agregó Adrian–, costosa, es cierto,
pero que vale la pena disfrutar, por su libertad.
Razvan recelaba, no obstante, hizo un gesto de condescendencia.
–Todo tiene su sacrificio en la vida –le respondió.
–Y es para mí todo un honor tender la mano al presidente del PRMU –
exclamó Adrian–, a quien tanto admira la gente, por su honradez, por su carácter
irrenunciable...
–No siga –lo detuvo Razvan–, no siga. Me incomoda; parece una parodia…
Adrian calló, molesto. «¿Qué te crees, eh, pelagatos? Serás el primero en ser
borrado de la planilla».
–Lo siento –dijo–. Tiene usted todo el derecho –luego los condujo al final del
salón, apretó el botón de un caja electrónica apostada en la pared; se abrió una
puerta–. Me gustaría mostrarle uno de nuestros adelantos científicos, señor
Razvan.
Tenían ante sí una sala de recipientes de vidrio transparente llenos con
líquidos salinos. Razvan se vio desconcertado.
–¿Qué es esto? –preguntó.
–Somos la industria líder en la fabricación de químicos, señor Razvan –dijo
Adrian, orgulloso–, lo que ve usted aquí es una parte de la maquinaria de
procesamiento –parpadeó los ojos; mentía–. Son batidores industriales. Pero no
es esto lo que quiero mostrarle. Acompáñenme –acabó.
Subieron a un ascensor, que empezó a bajar los pisos.
–A propósito, presidente Razvan –dijo Adrian–, he sabido que ha tenido
usted algunas fricciones ideológicas con Stefan, debido al Programa presentado
por éste. ¿Discrepa de las intenciones del judío?
Razvan maldijo entre dientes.
–Stefan, de llegar a la presidencia, convertirá al partido en uno nazi. Y luego
al país entero, una vez que sea elegido candidato por el PMRU para las
elecciones nacionales.
–¿Por qué lo dice? –preguntó Adrian con malicia; y sondeando–: A mí parece
que el hombre tiene buenas ideas para mejorar la calidad de vida de la gente
común. Lo único que resiento es que vaya a tener que hacerlo a usted a un lado.
Razvan murmuró: «De la misma calaña; son de la misma calaña». Enseguida
dijo:
–Créame, Adrian, que usted será el primero en discrepar con él una vez que
conozca a fondo la ideología de ese patán.
–Mis asesores me han dicho algo al respecto; sin embargo, no encontré nada
que pueda disgustarme ni que afecte mis intereses como empresario.
–¿Le parece bien que lo agrupe a usted, una gran industria, y a sus gerentes,
bajo la directriz de un organismo político sujeto a los caprichos de un tirano que
le diga lo qué tiene que hacer? ¡Por favor, Adrian!
–Discúlpeme, Razvan, pero creo que no es así. Lo que Stefan quiere es que
exista una especie de «economía corporativa», ¿entiende? Es decir, el desea que
los gerentes de empresas, y sus dueños, se agrupen en torno a la ideología del
Partido, siendo leales y siguiendo a puntualidad sus dictados y lineamientos, que,
por otra parte, no creo sean innobles, ¿o sí? Además, está favor de la propiedad
privada, la libre empresa y el mercado abierto; lo que él desea, según pude
entender de su proclama, es redirigir la economía, que en cierta forma está
sumergida en un enorme caos, con un grado de desempleo grandísimo y un bajo
poder de adquisitivo por parte de la población.
–¿Ideología del Partido? Ja, ja… No me haga reír, Adrian. ¿Me lo dice a mí,
que fundé y formulé sus bases?
–Le agradezco que me lo haya recordado, presidente insigne Razvan –lo dijo
casi burlonamente–. Pero se quedó usted en generalidades por aquel entonces, en
conceptos abstractos, y la excelencia, la perfección, reside en los detalles. Y en eso,
Stefan le lleva ventaja. El hombre es preciso, concreto, y sus ideas no son vagas,
al contrario, son prácticas, en conformidad a las necesidades básicas y cotidianas
de la gente.
–¿Y qué? ¿Está dispuesto a seguirlo? –le espetó Razvan, enrabiado.
–Por supuesto que no, presidente, por supuesto que no –rió calladamente–.
No simpatizo con Stefan. Yo tengo mis propias ideas.
–Ah –exclamó Razvan–. ¿Y puedo saber por qué no congenian?
–No por el momento, mi querido presidente; se trata más que todo de asuntos
personales.
–Ya veo. ¿Cuestiones de competencia comercial? ¿Es por eso que usted aporta
tan generosamente a la caja del Partido y exige que los fondos sean destinados a
mi Movimiento, además de hacerme llegar reportes de laboratorio que
incriminan a Stefan como responsable de la reciente ola de violencia?
Adrian sonrió.
–Claro –dijo en seco–. Adivinó usted en la segunda y tercera parte, pero no en
la primera.
Razvan captó las intenciones de Adrian. «Oh, sí, cómo si no supiera de su
espionaje industrial».
–¿Y qué es lo que usted desea, cuál es su ideario político? –le dijo de sopetón,
tomándolo por sorpresa.
Adrian se inclinó hacia atrás. Carraspeó. Lo vio directo a los ojos. El ascensor
continuaba bajando.
–Usted es un hombre político –habló con gravedad–, y en su biografías
siempre salen a relucir sus esfuerzos por la lucha a favor de la democracia, sus
días de juventud en la oscuridad y la persecución… –se detuvo; después
pausado–. Yo, en cambio, fui criado en el extranjero, fuera de mi patria, y mi
mentalidad es otra; suelo pensar en términos económicos antes que en revueltas
populares, en frías palabras científicas antes que en proclamaciones ardorosas; en
cierta forma soy discreto –Razvan estaba impaciente–. Sin embargo, cometería
usted un error tremendo si creyera que soy ajeno a los problemas políticos; se
equivoca –Pita asentía–. La política, la economía y la ciencia son tan de mi gusto,
como de usted la formulación de decretos y estatutos de algún partido o
congreso; las he estudiado por años con fervor. Y mientras las estudiaba,
presidente Razvan, descubrí algo, algo poderoso…
«Está demente», pensó Razvan.
–Descubrí que tres cosas serán cruciales para la política, la economía y la
ciencia del futuro, señor –siguió Adrian–, y el que tenga acceso al conocimiento
de ellas, y las domine, será quien rija los destinos de la humanidad –el otro lo
veía escéptico, extrañado. «Definitivamente está loco»–. Éstas se encuentran en
un mundo que, aunque pareciera alejado de nuestra habitualidad, es el mismo y
se rige por los mismos métodos: el de la ciencia. Lo primero que descubrí fue el
dominio de la biotecnología, precisamente del tipo que usted vio allá arriba, en
aquellos batidores industriales; lo segundo fue el avance y la aplicación de la
física, especialmente de la teoría cuántica, el dominio de la materia a nivel
molecular, para el caso las nanofibras de carbono…
Pita empezó a sonreír estúpidamente, mientras Razvan escuchaba, pero sin
entender una palabra.
–Y lo tercero –agregó, sigiloso; el ascensor se detuvo; salieron–, lo tercero fue
el empleo de la cibernética –finalizó y apuntó un objeto con el dedo a Razvan,
que echó la vista al frente, sorprendido por una visión para él incomprensible.
A diez metros del elevador, en una límpida sala de ensamblaje, embutido en
un receptáculo atiborrado de plasma rojo, un obrero del circuito reparaba y
limpiaba el cuerpo de un ente brillante y metálico, que se mantenía sumiso en un
profundo silencio; al verse descubierto, giró mecánicamente la testa,
localizándolos, y se les acercó, abandonando el puesto con velocidad prodigiosa,
haciendo corvetas en el aire. Adrian levantó la mano, ordenándole: «Alto», en
tanto que Razvan retrocedía, atemorizado, volviendo al interior del ascensor.
–Descuide –le dijo Adrian tranquilamente–. No le hará daño; está controlado,
y no es enteramente robótico, pues hay un hombre adentro. Venga; deseo que lo
vea con detenimiento.
Razvan, nervioso, caminó hacia el frente.
–Aquí tiene a los nuevos hombres del PRMU –le dijo a Razvan–, los únicos
que podrán reactivar la economía con su fuerza multiplicadora y, de paso, barata.
Será como en la antigua Roma, Razvan, donde el pueblo era libre, y los esclavos
hacían el trabajo manual. ¡Es el advenimiento de un nuevo orden, Razvan, uno
jamás visto ni conocido!
Razvan seguía atónito.
–¿Es este su ideario político? ¡Convertir a la gente en autómatas, en esclavos!
¡Está loco! Jamás nadie, escúcheme bien, nadie ha tenido semejantes ideas, ni
siquiera los comunistas.
–Espere –dijo Adrian tranquilamente–. Usted no ha entendido todavía. ¿Por
qué es necesario que exista este nuevo tipo de hombres? ¿Se le ocurre alguna idea?
–¿Si se me ocurre alguna idea? ¡No, hombre, no! ¡Cómo se me va a ocurrir!
–Ya ve porque digo que usted se pierde siempre en conceptos abstractos.
Ahora piense en términos cotidianos, reales, en situaciones que le suceden a
diario.
Razvan enmudeció.
–Bien –continuó Adrian–, cuando sale usted de su casa y sabe que debe
trasladarse al trabajo, ¿en qué piensa?
–No puedo seguir escuchándolo –exclamó Razvan, bloqueado del cerebro–.
Me habla usted como si fuera yo un idiota. ¿Qué tipo de preguntas son ésas?
–Son muy importantes, tanto como las palabras de «libertad, igualdad,
justicia y equidad» que gusta usted de gritar en sus mítines. Retomando lo dicho,
¿en qué piensa para trasladarse al trabajo? –preguntó sin tomar en cuenta la
irritación de Razvan–. Pues piensa en un auto, en un autobús, en un tren, en una
herramienta locomotora que lo traslade.
–¿Y qué con eso?
–Ah, lo suyo es un rasgo típico de los fundadores –filosofó Adrian–; cuando
conquistan un territorio virgen, no reparan en cómo habrán de construirse las
casas, si son convenientes tal o por cual tipo de material para una edificación
segura; no les importa si el suelo que ahora pisan es fértil, aunque se engañan
con la apariencia sublime del lugar; tampoco les importa si serán bien recibidos
por los aborígenes que lo reclaman como suyo. Acometen la empresa
comprometidos con un ideal primario, el de una nueva vida, libre y feliz, lejos de
la asfixia, la represión y la corrupción del suelo materno. En ese punto, sé
comprenderlo.
Razvan, sardónico, echó a reír. «Vaya, loco».
–Y usted –volvió Adrian–, usted sólo ve el mundo en blanco y negro. Se vio
movido por el ardor natural del hombre de ser libre, y luchó por liberarse del
yugo unipartidista que lo reprimía, que lo mantenía en la pobreza y la sujeción.
Lo logró. ¿Pero qué fue lo que logró en realidad? ¿La libertad suya y de su
pueblo? Ciertamente que sí. Pero no reparó en los detalles, mi querido presidente
Razvan, no reparó usted en los detalles. Ahora vea, objetivamente, lo que usted
logró: guerras internas, desigualdad, crimen organizado y más miseria.
Razvan se sintió indignado, aunque en el fondo, viéndolo bien, Dendiu tenía
razón; bajó la cabeza; Pita sonreía.
–Lo que puedo decirle, Adrian –dijo Razvan–, es que mi lucha fue sincera.
–No lo dudo –le contestó el otro–. Pero todo tiene su límite, incluso la
libertad –y al decir esto, posó su fría mirada en el presidente del PMRU.
»No puede usted dejar sólo, en una habitación, a un niño con una arma sobre
la mesa. De seguro se matará con ella, jugando. ¿Existe entonces un límite natural
para la libertad? Yo pienso que sí. Todo tiene su contraparte, una que es
inherente a todas las cosas. No puede haber vida sin muerte, ni recompensa sin
castigo, como lo prueban las ciencias de la conducta, como tampoco puede haber
un fotón sin su contraparte virtual, según nos dice la física cuántica, de igual
manera no puede existir libertad sin control, ni bienestar físico sin gasto
energético. Lo que se deduce de esto es que –aquí existe un detalle, el Deus ex
machina14 al que nuestros sabios ancestros llegaron–, no puede haber libertad ni
igualdad si no existen otros seres que hagan el trabajo y el sacrificio por nosotros.
–¡Por Dios! ¿De qué seres me habla usted? –preguntó Razvan, afligido–. ¿De
estos? –y señaló al autómata.
–Le puse el ejemplo de la sociedad romana y, por extensión, de los sistemas
políticos, económicos y éticos que gobernaban a las comunidades de la
Antigüedad; luego le pregunté sobre cómo trasladarse de X a Y utilizando el
principio del mínimo esfuerzo sobre una base de mayor productividad. Fueron
símiles poco apropiados, lo acepto, que no lograron estimular su intelecto. Ahora
voy a jugar en su campo, en su mentalidad abstracta.
Pita careaba al robot, las piernas temblorosas, y pronto soltó un chillido
cuando éste le hizo un ademan de entrega repentino.
–Es cierto que hoy somos libres –dijo Adrian–, pero en apariencias, pues en la
vida real somos esclavos del trabajo, del miedo y la envidia a los avances
materiales del prójimo; y esto es así con justa razón. Darwin dice que sólo lo más
adaptados, los más fuertes, tendrán la posibilidad de sobrevivir, de pasar sus
genes de una generación a otra. Esto implica luchar, competir, perfeccionarse,
matar al diablo antes de que él nos mate. Es algo duro de escuchar, pero cierto.
Entonces, ¿qué papel juega la Libertad aquí? El de dar ventaja al más fuerte, el de
perfeccionar la especie dominante eliminando a la más débil. Y esa es la caja de
pandora que acabó usted por abrir, y las contrapartes que no fue capaz de
avizorar.
Razvan sintió, esta vez con dolor al distinguir la cruda realidad, un
encogimiento del corazón. «Por Dios, ¿qué he hecho?», se repetía.
–Usted, en sus fulgurantes proclamas, insiste en que su futuro gobierno se
regirá por los principios de probidad y equidad, creyendo que, una vez sentado
en la silla presidencial del país, podrá con ellos eliminar la corrupción –que roba
hasta el ochenta por ciento de los ingresos públicos– y distribuir la riqueza
14
Solución feliz aunque inverosímil.
nacional, ya mejorada, con equidad. ¿Pero cómo hará para eliminar la corrupción
si supuestamente cada quién es libre de hacer lo que quiera, donde los más
fuertes, apoyados en este principio, arrebatan la mejor tajada al más débil,
condenándolo a vivir en la miseria, obligándolo a sustraer subrepticiamente
recursos para evitar su extinción? ¿Cómo distribuir la riqueza nacional
equitativamente cuando cada hombre fuerte es libre de esclavizar, encerrándolo
todo el día en una fábrica, al débil, a aquel que apenas tiene un centavo para
sobrevivir? Lo suyo es un sueño, fue un sueño, y ha sido siempre un sueño, la
utopía de un hombre noble pero acaso desligado del complejo razonamiento
humano, y como usted hay miles, cientos de miles; para muestra un botón: ¿Le
dicen algo estos nombres impuestos por caballeros de su tipo a sus agrupaciones:
Partido Demócrata, Partido Nacional Liberal, Partido Socialdemócrata, Partido
de la Gran Rumanía Unida? A mí no me dicen nada. ¿Demócrata, Liberal,
Nacional, Socialdemocracia? ¿Qué es eso? Ja, ja. Retórica barata. ¿Se consideran
paladines de la libertad y la democracia cuando en realidad se rigen por
principios de rapacidad y beneficio personal? Sé, y lo veo en su caso, que los
fundadores no son así ni fueron motivados por cosas ajenas a su ideal, mas no es
así con los continuadores. Es lo más triste del asunto, que iniciadores, los
idealistas pragmáticos, no participen ya de sus creaciones, acaso quede
solamente usted. Sus organismos políticos ahora sirven de catapulta a hombres
como Stefan, que han llegado para adquirir más poder y recursos.
«He cometido un error imperdonable», se decía Razvan.
–Y todo porque usted no pudo reparar en los detalles, mi querido
presidente –le lanzó una mirada inquisitiva, de coacción, pero con una
conmiseración implícita–. Ahora veamos el caso del mencionado Stefan –Razvan
aguzó los oídos–: Por lo que he estudiado de sus proclamas, y aun conociendo yo
sus raíces humildes, lo que desea, en cierta forma, es reglamentar, como en una
especie de control, ese proceso voraz sin necesidad de reprimir la libertad de la
gente –se sobó el pelo–; pero no se engañe, presidente, que no estoy hablando de
la gente común, sino de la gente de élite, los fuertes, para que puedan hacer lo
que quieran a sus anchas y a la vez evitar que se devoren entre ellos mismos. Lo
de él no es nada nuevo, y puede usted encontrar su analogía, muy imprecisa, por
cierto, en los días de Lenin, allá por la década de 1910, cuando creó una especie
de comunismo empresarial, ¿recuerda usted el capitalismo de Estado, que fue
vital en la primera etapa de construcción del comunismo? Pero me equivoco con
este ejemplo, sería mejor decir que lo de Stefan se parece más bien a la política
económica pensada por los nacionalsocialistas de Hitler, con su unión de
corporaciones, en el supuesto de que éstas son las mejores líderes naturales,
probadas, debido a su productividad y riqueza, en conformidad con los
lineamientos darwinianos. Y en esto estoy de acuerdo con lo que usted me había
dicho minutos antes, pero que me contuve de confirmar hasta conocer a fondo su
posición, presidente Razvan. Y ahora que la conozco, y que usted me conoce,
creo que seremos buenos amigos.
«Estoy perdido», se dijo Razvan, «no tengo ni el más mínimo chance de
enfrentarme a esta gente. Son inteligentes, sumamente inteligentes y poderosos
en recursos».
–¿Logrará Stefan –preguntó Adrian con falsa ingenuidad– hacer que el pueblo
rumano goce de libertad y justicia, como él dice?
Pita escrutaba la cara del autómata; Razvan lo jaló.
–Lo dudo –exclamó Adrian–, lo dudo. Mi padre me enseñó a conocerlo –
Razvan arrugó el entrecejo–. Hizo negocios con él y perdió la vida. Pero yo no le
guardo ningún rencor. Sé perdonar, y me he interesado más en su ideario
político que en las desavenencias familiares. Y aunque me conviene estar de su
lado, como le he dicho, presidente, tengo mis propias ideas políticas.
»Y lo que Stefan quiere en realidad es legitimar la oligarquía, a la que ahora él
pertenece y erigirse con el tiempo en un dictador, en un tirano. ¿Recuerda a
Hitler, Mussolini, Franco, en Europa; a Porfirio Díaz, Pinochet, en América? Ni
más ni menos. Hablan del incremento en la riqueza nacional, del alza en sus
índices de prosperidad, que son inigualables, pero no de la distribución de la
riqueza, que en la vida real de la gente común no existe, no se vive, mientras los
corporativos, los dirigentes de la economía, desprecian groseramente el comer
caviar, o viajar al Tibet, por ser cosas ya vulgares para ellos. Eso es lo que quiere,
dinero, más dinero, y con esto el poder, el poder absoluto, la perpetuación de su
especie, la salvaguarda de sus genes fuertes.
Razvan estaba horrorizado. «Si yo creé estos monstruos, yo mismo he de
destruirlos», se dijo, firme, con la ira renaciendo en su pecho.
–¿Le parece ahora que podemos hablar de cómo trasladarse para ir al
trabajo? –le preguntó Adrian con ironía, que el otro tomó por desagravio.
–¿Pero usted –sondeó Razvan, cauteloso–, hablando sinceramente, qué
pretende con estos artefactos?
Pita se adelantó, retardando la respuesta de Adrian:
–¿Y este robot también vuela, Adrian, digo, por las acrobacias que lo vi hacer?
¿Y este líquido rojo? ¿Es sangre?
Adrian se carcajeó.
–Por supuesto –le contestó–. Vuela tan alto y rápido como un avión. Está
equipado con rotores y propulsores instalados en ambos lados, en los hombros.
Ah, ¿el líquido rojo? Es aceite.
–Es increíble –exclamó–. ¿Podemos verlo por dentro?
Adrian alzó las manos a la altura del pecho. «Claro».
–Quítese el exoesqueleto, profesor Cervini –le ordenó, autoritario, al mecano,
que empezó a abrirse por todas partes, como quien rasga un traje, liberando al
hombre atrapado dentro de sí.
–¿Cervini? –exclamó Razvan, incrédulo y estupefacto–. Pero si usted está
muerto; ayer celebraron sus funerales. ¡Cómo es posible!
Adrian reía a estruendos; Cervini sonreía al presidente del Partido, silencioso,
y Pita que se echaba para atrás, riendo maravilladamente.
«Estás más dócil que un corderito, Razvan», lo midió Adrian. «Una mente
débil, una de la que no creí fuera tan fácil hacerla operar bajo mi control.»
17
El choque de enfoques
___
–Gracias por acompañarme, pastor Faina –le dijo Scott mientras se cerraba los
puños de la camisa.
–Para esos son los amigos –le contestó el párroco–. Además, Baros está
pasando por un momento crítico, y es menester auxiliarla.
–¿Conoce usted la Universidad de Bucarest, pastor?
–Claro –dijo–. En mi juventud tomé clases de teología ahí –siguió–. Ahora,
usted sabe que yo ando a pie, no tengo carro, así que tendremos que
desplazarnos en trolebús, tranvía o en metro. La universidad está en el centro.
–¿Trolebús?
–¿No tienen uno allá en Illinois?
–No recuerdo; tal vez hubo alguno en el siglo pasado, pero no recuerdo.
–Pero si tiene efectivo podríamos tomar un taxi.
–De eso no se preocupe, pastor; iremos en lo que usted quiera. ¿Un taxi?
Bueno.
Se despidieron de Juvenal, que ayudaba a una señora con una vieja colección
gramática de Ienachita Vacarescu, abuelo de Iancu, el primer gran poeta rumano.
«Qué San Demetrio los proteja», los bendijo. Faina dejó escapar una sonrisita.
–¿Y esa risa? –le preguntó Scott.
–Es que siempre que escuchó los nombres de santos me da por reír.
–¿Por qué?
–No me entendería, Scott –le contestó.
–Mire, pastor Faina, yo no creo en santos ni en dioses, pero respeto las buenas
intenciones de los demás.
–Igualmente yo –se apresuró a decir Faina–. Pero lo mío es más que nada un
asunto teológico que usted no podrá comprender, precisamente debido a su
ateísmo. Lo llamamos idolatría.
–¿Idolatría? –preguntó Scott sorprendido.
–Es el acto de adorar a seres, o santos, distintos del Dios Único.
–O sea que usted no comulga con la veneración de los santos.
–No, no; está escrito en los Mandamientos: «Non habebis deos alienos coram
me; non facies tibi sculptile neque omnem similitudinem quae est in caelo
desuper et quae in terra deorsum nec eorum quae sunt in aquis sub terra».
–En ese punto tiene usted razón, pastor Faina –le dijo Scott riendo y tomando
al pastor por sabiondo.
–Lo que ocurre con Juvenal es que está infectado de paganismo.
–Ah, ya veo. He leído sobre ello –dijo Scott, haciéndole parada a un taxi–.
Aunque siendo honesto, me parece que por los tiempos que atravesaba en
aquella época la Iglesia (eran millones de personas las que desconocían la
doctrina cristiana), esa variante pagana está más que justificada, ¿no cree? De no
haber sido así, no estaría hoy usted siquiera hablándome en ese latín tan
perfecto… Ja, ja…
El pastor calló; Scott no dejaba de tener en algo la razón, pues ¿quién no sabe
que es más fácil dejarse matar antes que ceder a abandonar las costumbres de
uno? A menos que le faciliten las cosas, asimilándoselas a la creencia habitual, en
otras palabras, nada hay mejor que una atención personalizada, al gusto de uno.
El taxi los dejó en la entrada de la Universidad. Ingresaron.
–Es por aquí –le señaló Faina, en el recodo de un largo pasillo. «Departamento
de Sociología. Yakob Iliescu, decano».
El decano estaba firmando unos documentos; al alzar la vista, se topó con los
recién llegados.
–Mi querido doctor Fraiser –lo saludó–, ¿cómo le va? Vaya, se dignó usted a
visitarnos.
Scott le presentó al pastor Faina.
–Claro que he escuchado de usted entre mis alumnos. Es usted muy famoso,
eh, y peligroso también, ja, ja… –se echó a reír tendiéndole la mano–. ¿Gustan de
algún café? ¡Marian, Marian! ¡Ah, esta asistenta que tengo…! Discúlpenme –se
levantó–. ¡Marian, café, por favor!
Al poco rato Marian llegaba con tres tacitas; las sirvió.
–Bueno –dijo Scott–, aquí estoy pagándole lo prometido. ¿Y el profesor
Tassus?
–Permítame –agarró la bocina del teléfono–. Dígale a Tassus que se presente
al departamento de sociología, que es urgente –colgó–. No tardará en venir.
¿Azúcar, pastor?
–No; así está bien.
–A causado usted un revuelo con el sermón del domingo, Faina –le dijo
Iliescu–. Sigue usted al pie de la letra los consejos de Cristo, eh, de que los ricos
no entraran al Reino de los Cielos. ¡Y decirlo en estos tiempos, cuando todo
mundo se ha lanzado como loco a la búsqueda de la riqueza material, es un
suicidio religioso! Muchos lo han acusado de comunista.
Faina escuchaba impertérrito.
–No me importa lo que digan los demás –dijo finalmente–. El que no quiera
creer ¡pues que no crea! Mi discurso se basó en las vivencias de la primera iglesia,
cuando era comunal, tal como lo dejó establecido Cristo. ¿No murió Ananías, y
su mujer, por haber retenido en secreto una parte del precio de la venta de un
solar en Palestina?15
Iliescu rió, estupefacto, ante las palabras certeras de Faina, y le parecía estar
viendo a un émulo de Lazlo Tokes, el pastor luterano magiar que, en un discurso
memorable, acusó abiertamente a Ceaucescu de propiciar el odio racial,
ganándose ipso facto la antipatía gubernamental, que presionó a la Iglesia para
que lo destituyera de su cargo eclesiástico, además de exigirle que lo privara del
derecho de ocupar su piso residencial en Timisoara; fue la peor jugada de
Ceaucescu, pues al día siguiente de este vejamen, los simpatizantes del religioso,
queriendo evitar el desalojo y desahucio de Tokes, prendieron fuego a la sede del
Comité Distrital del Partido Comunista Rumano, y luego esta inadvertida chispa
encendería toda la pradera rumana, arrasando en menos de diez días todo
vestigio del régimen dictatorial. Pero Iliescu se equivocaba al pensar que Faina
pudiera tener la combatividad de Tokes, se equivocaba por completo. Él era más
bien un consejero antes que un guerrero.
–Lo que le puedo aconsejar, pastor –le dijo Iliescu–, es que aunque crea que
somos libres, no lo somos en absoluto, y un día de estos tendrá a los miembros
de la nueva policía secreta tocándole a las puertas de su iglesia. Tenga cuidado.
–Ya le dije que no me importa –sentenció Faina, decidido–. Sobreviví a
Ceaucescu, ¿qué más quiere? Mire, yo no opongo a las riquezas, no; me opongo,
eso sí, a la inequidad y a lo cínica e hipócrita que se ha vuelto la sociedad.
–En eso estamos de acuerdo, pues ¿acaso no es inequidad que de 23 millones
de rumanos sólo 300 majaderos posean fortunas tan infladas que equivalgan, y
mal contadas, eh, a un tercio de nuestro PIB nacional? ¿Sabe cuánto es eso? Se lo
diré en dólares, que es la moneda mundial: ¡Más de 47,500 millones! ¡Y en poder
de 300 personas solamente! ¡Y a los demás que se los lleve putas viviendo con
5,500 dólares al año! ¡15 dólares diarios, óigame, mientras los otros se la pasan
regodeando con 130 millones al día! Es inconcebible. Y aún así la gente no
entiende, no quiere ver, y se obstina en seguir los dictados del capitalismo,
creyendo que se hará rica, sin poder entender que, en tanto que su fuerza sea mal
pagada, mal retribuida, como individuos, ni aunque vivieran tres vidas seguidas
podrán llegar a acumular tanto capital con el que creen instalarán su negocio.
15
Se refiere a Hechos 5:1‒11
–Es el lado feo del capitalismo.
–Y muy feo… ¡Ah, aquí no estamos hablando de la violencia que deriva del
frenesí por la lucha del capital, eh, qué conste! Nos han vendido gato por liebre.
–¡Es increíble lo que se ve en estos días! Tal pareciera que la vida no vale nada.
Pero tampoco estoy a favor de que regrese el comunismo, eso sí que no, eh,
¡nunca!
–¿Pero si en la venida del Reino de Dios? –le preguntó Iliescu riendo a
carcajadas.
–¿De qué se ríe? –le espetó Faina, medio indignado–. El Reino de Dios vendrá,
porque es verdadero, porque allí sí habrá una auténtica comunión de almas, y no
como el aparato político que se decía comunista, y que no pasaba de dar
privilegios a los altos miembros de su Comité, olvidándose de la gente.
Iliescu arrugó las facciones:
–Es cierto –dijo–. Y sirve como experiencia; además, para ser el primer intento
no estuvo mal, ¿eh? Llegamos a ser una potencial mundial en pocos años, cuando
a los países capitalistas les toma (y aquí el verbo ‘tomar’ lo empleo en presente,
porque de ciento y tantas naciones capitalistas que existen, apenas una veintena
han alcanzado cierta prosperidad económica, y que no es para todos, eh, qué
conste), como iba, cuando a los países capitalistas les toma siglos llegar a tal
instancia, y eso debe reconocerlo, Faina.
–Mire, Iliescu, por más que me hable de las bondades del comunismo, no
logrará convencerme. Yo sólo creo en la Palabra de Dios y en su promesa de que
algún día vendrá por su iglesia, a quien le dará la Tierra para que viva en ella
eternamente en un sistema teocrático de autentica igualdad, en donde cada uno
de los seres le adoraran en cuerpo y alma, día y noche, postrados a Sus pies,
felices de hacerlo por siempre. ¡Véngase tu Reino, oh Señor! Amén. ¡Y, en el
nombre de Jesús, profetizo que usted se hallará entre ellos!
–¡Vaya, hallarme yo dentro de otra dictadura! ¡No, qué va! Y una que en vez
de temporal será eterna, ¡no! Si hubiera campito para la democracia, quizá, pero,
¡ojo!, que no hablo de la democracia tipo burguesa, la mangoneada por los
pudientes, donde engañan a la gente diciéndole que es libre (cuando en verdad
el pobre pueblo es esclavo de sus fábricas) y que puede votar a discreción por su
candidato favorito, ja, ja, ¿y adivine quiénes son esos candidatos favoritos? Pues
los dueños de las fábricas, los del sistema financiero… ¡Qué ironía, y la gente que
es pendeja porque se deja! Sólo espero que en el Cielo no pase lo mismo, pastor,
¿o acaso voy a estar supeditado a las órdenes de alguna arcángel?
Faina enrojeció. «Para que sigo, si usted no entiende nada de las cosas del
espíritu», reflexionó. «Es en balde; los ateos son las personas más cerradas del
mundo».
–Discúlpenme que me entrometa –irrumpió Scott, hastiado de tanto fuego
cruzado–, pero podríamos encaminarnos al laboratorio. ¡Estoy un poco
impaciente con lo que me dijo Tassus la vez pasada!
–Bueno –le respondió Iliescu–, ya que la montaña no viene a Mahoma,
Mahoma irá a ella –y echaron a andar los tres.
Encontraron a Tassus en el pasillo. Se saludaron efusivamente, y pronto Faina
como Scott se hallaron sumergidos en el alquímico mundo de las probetas,
balanzas electrónicas, cromatografos y microscopios. Scott se sentía a sus anchas,
en cambio Faina, totalmente desencajado. Iliescu se disculpó diciendo que
necesitaba firmar unos papeles de trabajo.
–Le prometí que le mostraría algo interesante, ¿cierto, doctor Fraiser? –dijo
Tassus–. Pues bien, vea.
Scott echó una mirada al monitor de una computadora conectada a un
microscopio electrónico que apuntaba al interior de una cajuela de vidrio.
–Sangre; células satélite –dijo, sin encontrarle un gran misterio a lo que veía,
alejándose. Faina se acercó. «¿Células satélite?», preguntó.
Tassus sonrió. «Son las células precursoras de fibra muscular», le respondió.
–Ahora vea, doctor Fraiser –le dijo a Scott, y giró perilla de un cilindro que
dejó escapar un gas en el interior de la cajuela por medio de una manguerita.
Al contacto de las moléculas del gas con las células, éstas empezaron a crecer
exponencialmente, de forma desordenada, creando a nivel molecular grandes
cambios físicos. Scott, estupefacto, limpió la pantalla del monitor.
–¿No es un engaño? –le preguntó a Tassus, que reía de verle la cara roja y
desarticulada.
–No, mi querido doctor –le contestó, sereno, orgulloso–, y todo se debe a este
compuesto químico –palmeó el cilindro, que tenía un etiqueta roja con un «NO»
visible a metros de distancia.
–Explíqueme el proceso, por favor, doctor Tassus –le rogó Scott, todavía
confundido–. ¿Qué fue lo que vi?
–Antes que nada –dijo muy formal Tassus–, esto es un asunto de seguridad
nacional, doctor, y me vería comprometido si pudiera revelarle en toda su
dimensión el proceso. Pero, ¡bah!, qué importa, entre colegas, y habiendo sido
usted amigo íntimo de Emile, ¿por qué habría de ser yo mezquino?
Scott asintió complacido.
–Esto –siguió Tassus–, es el resultado de años de investigaciones, doctor,
realizadas por un grupo de colegas, ya fallecidos todos, por desgracia, entre los
que hay que incluir a Emile.
Scott empezó a hacer memoria. Con Emile había mantenido por años una
larga correspondencia, donde éste le revelaba siempre el rumbo de sus proyectos
de laboratorio. Sin embargo, en esta ocasión, al parecer Emile no le dijo una sola
palabra, y se encontraba ahora con la sorpresa de su vida.
–Aunque he de decir –continuó Tassus–, que el iniciador del proyecto fue el
desaparecido profesor en bioquímica, Eugen Oprea, quien reunió tras de sí una
pléyade de jóvenes y brillantes científicos, algunos, incluso, con estudios en el
extranjero.
Scott estaba azorado ya por el discurso. Faina husmeaba en los alrededores.
–Nosotros –siguió Tassus–, somos simplemente sus legatarios, y como tales,
hemos llevado a la práctica la suma de estos estudios.
–¿Llevado a la práctica? –preguntó Scott atónito–. Es decir, me está diciendo
que ese crecimiento celular monstruoso que acabo de atestiguar ha sido
experimentado en organismos complejos, en un animal, un conejillo de indias,
por ejemplo.
–Eso es amoral –irrumpió Faina–. No se puede jugar con las creaciones de
Dios.
–Usted, Faina, que es pastor, sabe más que nadie que los animales no tiene
alma –le respondió Tassus más por verse inmiscuido en un debate religioso que
por defender sus manipulaciones genéticas–. ¿O es que los animales van al cielo?
Faina aplanó la cara:
–La palabra para alma en la Biblia se escribía en hebreo «nefesch», y se
designaba con ésta a todos los seres vivos, incluyendo a los animales. Muere el
alma, y se acabó todo, el hombre y los animales, pero para eso habrá una
resurrección…
–No hablemos de religión –los interrumpió Scott–; además, si Dios le otorgó
un alma al hombre, también le dio con ella una inteligencia, y no precisamente
una animal (aunque con nuestras acciones pareciera que es así), para que
inquiera y descubra todo lo que acontece en su entorno. Así pues, si esta
inteligencia proviene de Dios, y la Ciencia de ésta, entonces estos estudios tienen
un elemento divino. ¡Y sanseacabó!
–¡Qué barbaridad! –exclamó Faina–. ¡Cómo tuercen la Santa Palabra ustedes
los científicos! ¡Qué temeridad!
–Bueno –dijo Scott–, acabemos con esta discusión teológica que nada tiene
que ver con la ciencia. ¿Está bien?
–¡Cómo que no tiene que ver con la ciencia! –volvió a exclamar el pastor–. Si
ustedes están manipulando la creación de Dios de una forma jamás vista en la
Historia; yo mismo vi como esas células acabaron convirtiéndose en seres
grotescos, anómalos…
–Y eso que no ha visto nada todavía, pastor –le dijo riendo Tassus, entonando
la voz con gusto resabio.
–¿Qué es lo que hay que ver? –preguntó intrigado Scott–. Dígame.
–Bueno, el impacto de estos estudios en un organismo complejo, como usted
sugirió.
–Yo me refería –respondió Scott– a que si ustedes tienen un ejemplar vivo
afectado por este experimento celular.
–Para su mala fortuna, doctor, no en este momento, quizá en otro tiempo.
–Y gracias a Dios que es así –exclamó Faina en un suspiro–. Es un pecado
gravísimo jugar con la vida de otros seres, incluso la de animales.
Scott sonrió satisfecho. «Están todavía en la etapa de formulación», se dijo.
«De seguro que Tassus miente cuando dice que ya han probado el proceso en
animales». Se sintió con más confianza y pronto el pensamiento se le aclaró,
incluso pudo distinguir ciertas mezclas y productos químicos que, al principio
por la fascinación, no supo de que se trataban.
–Creo que ya entendí como está el asunto, ingeniero Tassus –le dijo Scott,
sobando el cilindro etiquetado–. Este es Oxido Nítrico, o monóxido de Nitrógeno,
¿verdad?
–Bueno; lo adivinó usted por la etiqueta.
–Soy bioquímico –dijo–. Aquí viene cómo funciona la aplicación –Tassus jaló
una silla; Faina se recostó la espalda cerca de una mezcladora.
–Pero antes –lo interrumpió Tassus–, voy a ayudarle dándole un anticipo,
¿sabe usted qué procesos se producen en la Hyperplasia muscular?
–A eso quería llegar –le respondió Scott, seguro de sí mismo–. Ocurre que
cuando las células satélites se ven estimuladas por el nitróxido se forman nuevas
fibras musculares por medio de la Hyperplasia. Es decir, los vasos dilatadores
inundan literalmente con fluidos el músculo, ensanchándolo anormalmente, con
cantidades masivas de compuestos de éter etílico de L-arginina y Citrullina,
creando así nuevas fibras, más grandes y resistentes. En el caso que estamos
estudiando, se me vinieron enseguida a la mente los trabajos del científico
hondureño Moncada acerca de las células endoteliales, donde identificó al
monóxido de Nitrógeno u Oxido Nítrico, molécula simple altamente reactiva y
lipofílica que puede difundirse fácilmente a través de las membranas sin la
necesidad de receptores activos, como factor relajante del endotelio, lo que
implica un número de diversos procesos fisiológicos que incluyen la relajación
del músculo liso, inhibición plaquetaria, neurotransmisión, regulación inmune y
erección peneana, entre otros.
–Brillante, doctor Scott, muy brillante –dijo Tassus, conciso–. Otra razón más
para creer que la vida nos ofrece sus grandes misterios, e invenciones, en frascos
simples, ¿no le parece? No me equivoqué al invitarlo… Sin embargo, me veo en
la penosa necesidad de pedirle un favor, ¿puedo?
–Sí, claro.
–Mantenga esto en reserva –le dijo en susurros, directo–. Los hombres que
como usted llegaron a esta conclusión terminaron muertos, y acaso soy el único
que sabe de ello y sigue vivo para contarlo.
–Dios sabe dar a cada quien lo suyo –balbuceó Faina, casi imperceptible.
–Pero me gustaría preguntarle dos cosas, ingeniero Tassus: primero, ¿por qué
se embarcaron en este estudio?; segundo, ¿cree usted que Emile haya muerto por
esto?
–Verá, ¿ya le había dicho que el profesor Oprea fue el promotor de estos
estudios? ¿Sí? Pues bien, verá, la formación científica del profesor, y su renombre
como docto, estuvo influida por sus trabajos genómicos en América, sobre todo
por aquellos que sabían cómo mejorar el rendimiento de los atletas; trabajó
incluso en la empresa privada creando nuevos productos. Aquí en Rumania, bajo
Ceaucescu, empezó a experimentar a finales de los años ochenta, por orden
gubernamental expresa, y en este punto, no necesito recordarle acerca de la
obsesión comunista por llegar a lo alto del pódium olímpico. Esto, lo otro, y la
presión comunista, hizo que el profesor, angustiado por la enormidad de la tarea,
creara un grupo, uno científico, de amigos y conocidos suyos, entre los que me
encuentro yo. En el caso de la inducción a la hiperplasia por medio del oxido
nítrico sin necesidad de recurrir a una hipertrofia muscular previa, se debió
precisamente al conocimiento adquirido por cada uno de estos hombres en el
exterior.
»Así, Oprea, mientras estudiaba en la Universidad de los Ángeles, conoció a
varios jóvenes, científicos en ciernes, deslumbrantes, y de diversa nacionalidad,
mexicanos, hondureños, rumanos exiliados, en fin, se formó en un ambiente
cosmopolita, erudito, en el centro del más alocado y extremo ideario científico. A
pesar de la mala fama del óxido nítrico por la producción de numerosas
enfermedades que afectan el sistema nervioso, fundamentalmente las ligadas con
la isquemia cerebral o neurodegenerativas, el profesor estaba convencido que
éste poseía, más allá del perjuicio, un sinfín de propiedades benéficas,
precisamente las del tipo que usted mencionó antes. Espero que esto responda a
su primera pregunta. En lo que respecta a Emile, estoy seguro de que fue
asesinado por tener un conocimiento pleno sobre estos trabajos, y puedo
asegurarle también que los otros igualmente sufrieron… –Se abrió de pronto la
puerta del laboratorio; Tassus calló; entró una mujer muy guapa, ojos tan
castaños como su pelo–. ¡Oh, Sonia! Doctor Fraiser –cambió la plática; se la
presentó–: mi asistente.
–Mucho gusto, Sonia –la saludó Scott–; lindo nombre.
–«Sabiduría»… –dijo Faina.
–¿Qué? –le preguntó Scott, desconcertado por el giro del pastor.
–Sonia es un nombre procedente del griego, y se traduce «sabiduría».
Tassus se echó a reír. «Quizá ‘arpía’ le quede mejor», pensó.
–Bien, doctor Fraiser –siguió–, me alegra saber que su venida al Laboratorio
no fue en vano; ¿espero que haya aprendido algo de esta vieja tierra?
–Oh, sí, y estoy agradecido…
–¿Y cuándo sale para Illinois?
–Pues, fíjese, ingeniero Tassus, que ya no me voy para allá; me quedo en
Rumania.
–¡Se queda en Rumania! –exclamó–. Ja, ja… Ah, ya veo: ¿no será acaso por
aquellos ojos de la bella joven de pelo negro que vi junto a usted ayer?
–Je, je… No; cómo cree. Las razones son empresariales más que todo. Pienso
fundar una compañía de estudios genómicos. De antemano le hago una oferta de
trabajo…
–Ja, ja –rió Tassus–. Gracias, doctor Fraiser, pero estoy bien aquí en mi
laboratorio.
–Con tal de que no siga haciendo de los animales unos monstruos
horrendos –exclamó al desgaire Faina; la asistente le echó una mirada de
extrañeza; luego dijo–: Le recomiendo que lea la Biblia todos los días por la
mañana, ingeniero Tassus.
–No se preocupe, pastor –le respondió–. Leo un capítulo todos los días,
completándola toda en un año. Para felicidad suya, este proyecto ha sido
abandonado; es asunto concluido –prendió el antebrazo de Scott y lo arrastró
lejos de Faina y Sonia–: De nuevo, doctor Fraiser, espero discreción de su parte.
–La tiene –le contestó el otro, comedido.
Salieron los tres muy sonrientes de la sala. Se despidieron.
–Y dígamele adiós al profesor Iliescu –le pidió Scott, ya bajando las gradas del
edificio, tomando la mano de Faina, que las pisaba lentamente y pidiéndole que
diera el siguiente recado a Iliescu–: ¡Y dígale al decano que él llegará a ser el
mejor soldado de Dios!
Abordaron un taxi y se alejaron de la universidad.
«¿Sería por esto que mataron a Emile?», se preguntó Scott a sí mismo. «¿Y
Rahova? ¿Trabajaba para la Universidad? ¡Se me olvidó preguntar! ¡No sé por
qué, pero hay algo, sí, quizá una premonición, que no es del todo desatinada si
tomamos en cuenta el ataque que sufrí en el hotel, que me dice que Tassus será el
próximo en morir! ¡Oh, Dios! ¿Es posible, es posible que el balaur haya sido el
producto de un experimento genético salido de este laboratorio? Me lo dice esa
manipulación celular ocasionada por el uso de óxido nítrico. Vi la actuación del
gas... Me pregunto, ¿y cómo se vería afectado un organismo complejo, un ser
humano, digamos, al influjo de una alta concentración del gas en conjunción de
otros compuestos químicos como la arginina o la citrullina? ¿Podría convertirse
en un ser con masa muscular extraordinaria, en un engendro musculoso
aquejado por una enfermedad neurodegenerativa? ¡Oh Dios, Faina tiene razón!
Pero no, no es posible, ¿cuántos casos no hay en el mundo de personas que
inhalan este gas para curar sus dolencias de hipertensión pulmonar? No obstante,
en este caso, el compuesto químico es diferente, muy especifico. ¡Por Dios, han
creado un monstruo! Apostaría lo que fuera… Calma, no te apresures. Ahora
viene el dilema, ¿debería comunicarle a Baros, mi amada por tanto tiempo
esperada, a quien por amor no debo guardarle ningún secreto, mi suposición,
anticipada, porque eso es lo que es, una suposición anticipada y sin fundamento,
en la que insinúo la tragedia que le espera a Tassus y el posible enlace entre la
existencia del balaur y los trabajos de laboratorio con el óxido nítrico? Eso se
llama traición, darle la espalda a una promesa hecha al amigo. Aun así, ¿debería?
¡Se trata de la vida de un hombre, por Dios santo!».
–¿Le pasa algo? –le preguntó Faina–. Está pálido.
–No, pastor, nada. Es que las calles son nuevas para mí, su gente, los edificios,
hay tanta historia bajo esas fachadas… que me siento abrumado –e hizo un
ademán hacia el exterior, por la ventanilla–. Rumania es demasiada carga para
mí… –le dijo, aterrado por sus pensamientos.
«¿Y qué pasará ahora que estoy en posesión de este secreto? Tassus dice que
muchos han muerto después de haberlo descubierto. Mi vida corre un verdadero
peligro. ¡Pero si he estado en peligro desde llegué acá! ¡Oh Dios! ¡Oh Dios, qué
confusión, qué confusión! ¿Qué tendré que ver yo en esto? Lo mejor será que me
largue de este país».
18
Otro ataque del balaur
___
___
«“M” mezcla en falso –en las manos, Zarrow o por extirpación, según las condiciones–
dos o tres veces. A continuación un corte falso acorde con el método de mezcla utilizado.
Reparte de nuevo cuatro manos de póker. Muestra el contenido de las tres primeras
manos: NADA –normalmente, claro–. Ruega que lean la predicción y muestra su mano:
¡POKER DE OCHOS!»,
___
«¡Qué maldito dolor de cabeza!», se dijo Stefan, arrugando la cara, los dedos
presionando la dermis del cráneo. La noche la pasó en desvelos, atemorizado por
la idea abrumadora del balaur.
–Vamos, mi líder –le dijo el vicepresidente del Comité Central del PRMU,
Chilia Gusa–, es hora del discurso, y tiene usted la suerte de que la noche esté
fresca.
Subió Stefan, tembloroso, al estrado de madera, que sus correligionarios
habían mandado a fabricar en el centro de la Piata Romana, plaza que alberga
algunos de los mejores sitios turísticos de Bucarest. Tomó el micrófono; la gente
vitoreaba, ondeando un sinfín de banderines multicolores.
–Correligionarios –le falseó la voz, a la luz de los reflectores–, amigos de
Rumania… –tosió; tenía la mente bloqueada; Gusa corrió para ayudarlo,
agarrando el micrófono.
–Al parecer nuestro amado líder Stefan David se encuentra indispuesto… –
dijo, excusándose; Stefan le arrebató la bocina, molesto, recuperado súbitamente.
–Podría empezar este discurso –dijo, en sus cabales, alzando la mano–
rogándoles que voten por mí –guardó un segundo de silencio–; podría
empezarlo denostando al Gobierno, al Senado, fustigando la fofa actuación de los
partidos de derecha o denunciando las oscuras conspiraciones de la izquierda;
¿pero no sería esto un acto de desvergonzado cinismo, cuando yo mismo formo
parte de ese engranaje político? –miraba a la gente con los ojos afianzados y la
voz ronca–. ¡Oh sí, mírenlo allí, al héroe de Stefan, diáfano y sin macula,
enfrentándose él sólo contra esos tenebrosos poderes!
La multitud callaba, en suspenso.
–¡Pues no, mi gente, no! ¡No soy ningún héroe, ni muchos un salvador político!
¡Soy un hombre común, como ustedes, embargado de temores y de
preocupaciones que me aterrorizan por las noches, y que me hacen pensar en
cómo haré para salir adelante el día siguiente!
La gente empezó a aplaudir con fuerza: «Estamos contigo, Stefan», vitoreaban.
–¿Creen ustedes que duermo tranquilo sabiendo que el crimen se ha
apoderado de nuestra ciudad y de cómo la violencia campea libremente en cada
uno de nuestros barrios, matando a mi gente, imbuyéndola más aún en la
miseria…? ¿Creen que puedo dormir tranquilo en la espera de saber si seré yo el
próximo en la lista del crimen? ¿Es esto lo que nos depara la Libertad, por la que
tanto luchamos? Muerte, violencia, miseria. ¡Yo digo que no!
»Creo en Dios, en las Tres Divinas Personas, en sus señales y favores, y que
mejor señal para nosotros que la del 25 de diciembre, el día en que nació el
Salvador del Mundo, nuestro Cristo, ese preciso día en que recobramos nuestra
libertad al liberarnos del yugo comunista. ¡Qué mejor señal divina quieren,
compañeros míos de Partido!
El ardor en la multitud se acrecentaba, y de entre ellos, algunos se arrancaban
sus dijes icónicos, empuñándoles en el aire como prueba de su fidelidad.
–Convengan conmigo que Dios quiere mejores cosas para nuestra patria…
«¡Síííí!», gritaban los de abajo, eufóricos. «Los tiene en la mano», dijo Gusa,
sonriente.
–Y Dios ha sabido de mis temores, de mis preocupaciones –se aclaró la
garganta–; y me ha hablado en sueños, diciéndome: ¿Has comprendido a tu
pueblo, Stefan? Velo allí azotado por el crimen organizado, la falta de empleo, los
bajos salarios, la enfermedad, y ha dicho ¡basta! No sufrirán más.
«Stefan, Stefan, Stefan», aclamaba el populacho. «Te queremos, te queremos;
tú eres el elegido».
–¡Basta! –e hizo un movimiento rígido y autoritario–. ¡Esas fueron sus
palabras! ¡Basta, basta, basta! ¡No más males para nuestra ciudad!
«Ahhhhhh», gritaba la gente, arrebatada.
–Sí –dijo con un aire de pobretón enriquecido, girando levemente la quijada–,
sí, me habló en sueños, aunque ustedes no lo crean. ¡Y dije yo aquella noche:
¿Señor, qué hacer?! Ya conoces las respuestas, hijo, me dijo: «Libertad y Justicia».
¡Y ustedes ya conocen también las proclamas de mi Movimiento: «Libertad y
Justicia»! Libertad para crear nuevas fuentes de empleo, que son los medios por
los cuales nos llegará la riqueza, ¡a todos!, me dijo mi Dios, porque he allí que la
bonanza que gozan tus países vecinos, los Estados Unidos, el Japón, se debe al
poder de su libre empresa. Cualquiera puede poner su negocio y hacerse rico,
¡cualquiera! –se limpió la boca.
«Stefan, Stefan, Stefan»
–Otra de las proclamas es la de Justicia, sí, justicia para meter en la cárcel a
toda esa sarta de criminales, vagos sin rumbo, demonios que luchan por
desbaratar los planes del Señor y de la Democracia, y que no hacen otra cosa que
oprimir la libertad de nuestro pueblo. ¡Habrá seguridad en nuestras calles,
señores! ¡Lo prometo! ¡Y Dios está conmigo para que pueda cumplirlo!
«¡Wiiiii! Stefan, Stefan, Stefan».
–Después de haber sido bendecido con este sueño, hice la proclama, mi
Programa, en el que propongo un nuevo orden político, económico y social.
¡Propongo que los ricos, los pudientes que todo lo poseen, den a los que menos
tienen, para que los últimos, subvencionados, puedan llegar a tener la
oportunidad de acceder a un capital barato con el cual podrán instalar su propio
negocio! ¡Eso es lo que Dios me ha mandado a decirles!
Esta vez el entusiasmo de la gente desbordó los límites, y sus gritos resonaban
en los lugares del derredor, en el interior de los restaurantes, como la Jaristea,
donde los convidados salieron a unirse a la fiesta política, o en el bar The Office,
cuyos candelabros tintineaban por los rugidos, ante los ojos expectantes de sus
atractivas camareras.
–Me ha sido ordenado crear un organismo político-empresarial que deberá
encargarse de dirigir la economía nacional, que es un desastre, transformándola
en una corporativa, fuerte y pujante. ¿Quiénes pueden traer la riqueza a tu patria
sino aquellos que saben cómo adquirirla?, me ha preguntado mi Dios. Coge a los
hombres de industria, aúnalos, me dijo, y yo te prometo que haré de Rumania un
país donde fluya a raudales la miel y la leche. ¡Me lo ha prometido! Habrá
mejores sueldos, mejores hospitales privados, mejores proyectos de seguridad, ¡y
hasta mejores partidos de futbol!
«¡Ehhhhhhh!». Gusa reía, alegre. «Muy bien, Stefan, ya estuvo; son tuyos».
–En nuestro Gobierno no se hablará más de política partidaria sino de
resultados, resultados económicos, palpables. ¡No más charlatanería barata, no
más! Tengo los mejores hombres conmigo, elegidos, hombres probados, que han
tenido éxito en sus negocios. ¡Vean! –les dijo, y pronto un señor elegante y
sonriente se puso a su lado; era el propietario de uno de los clubes de futbol de la
ciudad, además de ser el poderoso zar de los inmobiliarios; le agarró la mano y la
alzaron juntos–. ¡Aquí está Belinca!
«Belinca, Belinca, Belinca».
–No les pediré que voten por mí, no –dijo con aire melancólico–. Hoy
gozamos de libertad y dejaré que ustedes decidan por sí mismos.
«Ehhhhhhh» «Stefan votaré por ti» «Stefan te amo» «Stefan, Stefan, Stefan»
Stefan saludó a la multitud, que se alborozó hasta los cimientos, y abandonó
el escenario, sudando. Gusa lo esperaba en un rincón.
–Todo bien, mi líder; ¡es usted espectacular!
–Ya, Gusa –le recriminó; le sonó el celular; lo contestó–. ¿Alo?
–Señor David –le dijo la voz–, ¿qué ha pasado con la materia prima? La
estuvimos esperando ayer…
«El capital es el único ser inorgánico que se multiplica a sí mismo», se oía por
el micrófono gritar a Belinca. «¡Y el PRMU es el único partido que les
multiplicará los goces de la vida!»
–No sé preocupe, Dobre –le contestó Stefan por la línea–: se la haré llegar
mañana –y colgó el teléfono, disgustado; luego a Gusa–. ¿Has escuchado algo de
Razvan?
–No; la última vez lo vi salir de la Casa del Partido al lado de Pita.
–¿Y no sabes para dónde agarraría?
–Ni idea, mi líder.
«¡Somos su única esperanza, pueblo rumano, los únicos que podremos
sacarlos del atolladero. Es como en el fútbol, si no tienes a los mejores hombres
en la cancha, perderás siempre ante otros superiores a los tuyos. No se engañen;
no escuchen a aquellos que prometen equidad y probidad, y lo primero que
hacen cuando están en el poder es reprimir con odio a los pueblos que les dieron
el voto. Pero no es así con nosotros, porque no tenemos necesidad de mentir,
porque confiamos en nuestra fuerza, porque tenemos recursos (nuestras
empresas lo comprueban), por tanto, no tenemos ya necesidad de poder, ¿y para
qué?, si ya lo tenemos todo. Lo único que queremos ahora es ayudar a este
pueblo que sufre, que llora sus desgracias por haber sido conducido por hombres
ineptos y burócratas corruptos. Reorganizaremos la economía, la política, ¡la
sociedad entera!, en un sólo organismo productivo», y los gritos de Belinca que
se perdían en los oídos de la gente, que escuchaba eufórica, exaltada, como un
gigante entumecido de la cabeza pero ardido por la emoción. «¡PMRU, PMRU,
PMRU! ¡Stefan, Stefan, Stefan!», y se tocaban el pecho con la palma de la mano.
21
Sonia
«El propio Simbad pudo dar con una descripción verdadera gracias a una suerte favorable,
y un razonamiento equivocado puede llevar, en ocasiones, a los pobres mortales a
conclusiones acertadas.»,
___
Cuando Sonia vio a Scott salir del laboratorio por la mañana sintió una leve
depresión en el cuerpo. Quizá le caía simpático el doctor, que era joven, brillante,
rubio. Siempre había sentido fascinación por los rubios como Scott o Popescu.
Tassus habría entrado unos minutos después por la puerta de vidrio, pidiéndole
en el acto que volviera a revisar unas hojas donde estaban anotadas las
secuencias de ADN de una muestra rutinaria.
A cada mancha del marcador amarillo, con las que subrayaba los patrones
secuenciales, se imaginaba a Scott en el justo momento que éste escuchaba el
discurso de Tassus. Se había sentido cautivada por la atención y seriedad que
irradiaba su persona entera. «Lindo nombre», le había dicho el doctor. «Ah,
cómo quisiera que Popescu fuera así, atento, solícito y brillante; mas no, es brutal,
impulsivo y prejuicioso; en otras, siempre anda calculando los pasos. No sirve
nada más que para hacer el amor, y ya ni este funciona; donde no hay
correspondencia, no puede haber amor ni placer».
–Sonia –le dijo una voz vieja–, ¿en qué piensas tanto? Ve y prepárame una
sopa.
–Voy –contestó ella–. Sabes algo, papá, hoy conocí a un doctor del extranjero
que llegó al laboratorio a visitar al ingeniero.
–¿Y? –preguntó indiferente el viejo Brudan.
–Bueno, que es un hombre amable.
–Ay, hija, conociendo tus gustos… A propósito, ¿sigues andando con aquel
patán de policía? ¿Cómo es que se llama?
–Ay, papá; ¡Popescu! Po-pes-cu…
–Pues el tipo me cae de la patada, eh… No sé cómo pudiste enamorarte de él.
Ni ella lo sabía tampoco. ¿Y cómo ocurrió aquello? Los primeros días creyó
que sus fantasías se habían hecho realidad cuando Popescu la sedujo con su
atracción animal, ¡y que le hubiera ocurrido a ella, la nerd de la universidad, la
simplona, la anteojuda, era para no creérselo! Él era impetuoso, enérgico, el tipo
atlético de la escuela, y ella una debilucha, una pan sin sal, a quien cualquier otra
aventajaba con creces en lo físico, pero no en inteligencia. Se había graduado con
honores en química como la más apreciada de las alumnas. A pesar de esto, antes
de la llegada de Popescu a su vida, había sentido un vacío oscuro en el alma, en
su corazón. Nadie la había hecho estremecer como él, hacerla sentir tan viva, tan
humana. El cambio había sido radical, y mucho. Empezó a transformarse
físicamente, a usar faldas cortas, a cambiar los anteojos por unos lentes de
contacto, a maquillarse conforme a las revistas, a instalarse un dispositivo
uterino, en una oración: a ser una mujer apetecible, y todo esto sin que ella
misma se diera cuenta, bajo el silencioso influjo de su amado Popescu. Le
agradecía a él por este cambio. Pero hubo igualmente cambios no deseados:
reducción en la libertad de expresarse como era ella misma, lo que pensaba en
verdad de las cosas, el de abandonar ciertos gustos, el de la lectura y el juicio
crítico antañones, por otros más animales, como el sexo. Pero esto no le
desagradaba, al contrario, le gustaba mucho… al inicio.
Y de a poco había comenzado a cansarse del carácter inescrupuloso de
Popescu. Ya no sentía el mismo fervor en la cama, que era la llave secreta del otro,
ni encontraba en éste ningún ideal de excelsitud como cuando la cortejó
salvajemente la primera vez. Ella quería algo más, buscaba ahora algo más que
sexo, algo más que despatarrarse en la cama chupándole el miembro o dejándose
penetrar por el ano. Buscaba un ideal, un hombre que la escuchara, que
entendiera sus preocupaciones y descubrimientos, que riera con ella feliz de ser
su otra mitad, mejor dicho, su complemento, que apreciara las caídas de sol
mientras navegaban en una barca sobre las olas del lago, que se imaginara con
ella cómo serían ya de viejitos, que tuviera pues un halo de romanticismo
aflorándole por encima de la cabeza. Era lo justo. Quería alguien equilibrado, si
no pensante por lo menos comprensivo. Y Popescu era todo lo opuesto, mucho
músculo, todo él, egocentrista, pervertido, vacilador, mujeriego, mudo enfrente
de ella, si bien poseía una personalidad que exteriorizaba seguridad (cosa que
odiaba de él) era un arrogante estúpido de primer orden. Sabelotodo cuando no
en realidad no sabía nada, en tres palabras, era un imbécil pagado de sí mismo.
La hacía vivir, imbuyéndola en excitaciones, pero no soñar, y en un mundo sin
sueños la vida es como la muerte, nula, aburrida, eternamente negra.
Necesitaba expresarse, decir lo que pensaba y lo que sentía, sin miedo ni
burlas, ni que la tomaran por loca, idearse mundos nuevos, ilógicos pero con
sentido para ella. Popescu jamás le entendería una sola palabra, porque estaba
convencido de que cualquier otra cosa fuera de sus juicios, que tomaba por
inteligentes y sabios, no eran sino que tonterías, ideales pensados por algún
idiota inválido, por un pendejo incapaz de hacer frente a la vida, un marica
miedoso que se refugiaba en su mente al no tener el valor de hacer algo concreto
por temor al fracaso. Y ese algo «concreto» para Popescu era el dinero, y aquel
que no lo tenía era un fracasado, porque el dinero es la mejor vara con la que se
puede medir el éxito de un ser humano. Sin él, no hay felicidad ni seguridad, no
hay propiedades, no se inclina la gente a tus pies ni te palmean el hombro, ni se
ríen al verte llegar. Sonia detestaba estos juicios de Popescu, por mentecatos, y
sin embargo no lo podía abandonar, pues ¿quién más la haría gritar en la
oscuridad del cuarto, o dejarle ir unas cachetadas en la cara cuando estaba
molesto, haciéndola sufrir, sentir, vivir?
Pero ahora que veía a Scott un nuevo día había amanecido. No era pedante,
sino agradable; se interesaba por cosas más dignas que el dinero, que para ella
era solamente papel, un maldito papel que a muchos hacía desgraciados al
alejarles los pies del piso, creyendo, como Popescu, que todo tiene un precio en la
vida.
–Te noto rara –volvió a hablar Brudan, echándose un sorbo de sopa a la boca–.
¿Qué tienes, hija?
–Nada, papá –le respondió Sonia, la cabeza inclinada–. Estoy en mis días.
–Ah, vaya –bajó la cuchara al plato–. ¿No estarás afligida por ese malandro de
Popescu? –le preguntó–. A mí no me gustan los policías, por corruptos. Pero a ti
te aguanto todo, hijita, todo, hasta esos desahogos ridículos que te hace pasar el
tipejo ése que se cree detective.
Sonó el timbre de la puerta. Sonia se levantó y abrió la puerta.
–Popescu –dijo, entristecida–. Pasa.
–No –le contestó el otro, apremiado–. Sólo venía a preguntarte una cosa.
Sonia ladeó la cabeza. Brudan se hizo el desatendido, sorbiendo la sopa.
–¿Es sobre Tassus? –le preguntó.
–Sí –le contestó el otro–. Me han dicho que Stefan ha mantenido
conversaciones con él. ¿Qué hay de cierto en eso?
–Pues no sé –le respondió Sonia, seca, molesta por la actitud escrutadora
Popescu, quien ni siquiera le había saludado con un beso–. ¿Qué es lo quieres de
él? Es un hombre bueno.
–A mí no me importa si es bueno o no –le respondió enrabiado–. Lo que
quiero es que sigas manteniéndome informado de todo lo que haga en el
laboratorio, ¿me entendiste?
Sonia cogió el pomo de la puerta y le dio una cuantas vueltas, indignada. Ya
iba a cerrarla, pero entonces Popescu dijo:
–Discúlpame, linda, no quise ofenderte. ¿Me perdonas?
Sonia sonrió.
–Está bien. Ven, pasa.
–Lo siento, querida –dijo con aire afectuoso–. Acabo de salir de la morgue –
peló los dientes–, y he perdido mucho tiempo en el camino; estoy apurado
porque tengo que salir a investigar un incidente que ocurrió en las cercanías de
Brasov. ¿Me perdonas también esta grosería, amorcito?
–Si entraras tal vez te dijera que el ingeniero tuvo visitas hoy en el
laboratorio –habló Sonia conquistada por el encanto físico de Popescu.
–¿Visitas?
–Bueno, ¿entras o no?
–Vamos, cielo, dímelo, sí, que estoy muy urgido.
–Sólo por esta vez; la próxima no te la perdono.
–Por eso te quiero, mi bella –le acarició la barbilla.
–Pues que llegó el pastor Faina con un señor llamado Fraiser a la universidad.
¡Pero no me preguntes para qué, eh, porque de eso sí que no sé nada! Te lo juro.
Popescu contrajo la nariz, ofuscado. Luego le cayó una llamada al celular. Lo
abrió. Era Muma. Le pidió un minuto a Sonia, y se recostó en la pared de afuera.
«Necesito los planos de construcción de la fábrica de Dragos», oyó por el
parlante.
«¿Y qué, me has visto cara de ingeniero civil? Consíguelos tú; es tu trabajo», le
respondió, fastidiado. «¿Acaso se te hace tan difícil volar el edificio de Adrian en
el Colentina?».
Cuando Sonia escuchó los nombres de Adrian y Colentina pronto los empalmó
con la reconocida fábrica de Dendiu, que tantos recuerdos le traía a la memoria.
Sintió una fea contracción en el pecho.
«¡Si serás el asno más grande que jamás hayan escuchado hablar mis oídos,
Popescu!», le espetó el otro por la línea. «¿Cómo podría implosionar el lugar sin
conocer la ubicación de la entrada y las bases donde he de colocar los explosivos?
Vete al Catastro Municipal, ojete, y ¡consíguemelos tú! ¿Eres agente de
investigación, no? Invéntate cualquier pretexto. Debería serte fácil. Si no lo haces,
le pondré la queja al Estigia».
«Está bien», dijo Popescu. «Ahora, ¡largo, imbécil!», y colgó el teléfono. Se
volvió hacia la puerta, que tomó del borde, sonriendo falsamente.
–¿No supiste entonces qué fue lo que trataron, querida? –dijo retomando la
plática con Sonia.
–No; llegué tarde, cuando ya se despedían –le contestó, sumisa, un tanto
nerviosa.
–¿No viste ni escuchaste nada?
–Mira, Popescu, ¿por qué siempre andas preguntando tanto? No vi ni escuché
nada –se sentía ya desesperada de su presencia.
–¿Y no dejaron nada alrededor que pudiera dejarte una pista de qué fue lo
que estuvieron haciendo?
–Que yo recuerde, nada. Llegué, limpié los instrumentos como de costumbre,
y luego vi que se marcharon por la puerta. Es todo.
–¿Es todo?
–¡Sí! ¿Acaso quieres que te nombre cada uno de los instrumentos del
laboratorio? –luego en forma sarcástica–: Bueno, tenemos probetas, tubos de
ensayo, morteros, balanzas, capsulas de Petri, micrótomos, un microscopio
electrónico, ¡ah, se me olvidaba!, y varios cilindros de óxido nítrico, además de
pipetas de succión. ¿Satisfecho?
Popescu contenía la ira, los ojos rojos, y sin emitir comentarios, se giró,
dejando a Sonia con la palabra en la boca.
Ésta arrojó la puerta de un sólo envión. «Te odio, te odio, Popescu, te odio»,
masculló entre dientes, con lágrimas en los ojos. «Un día de estos me voy a armar
de valor y te abandonaré; lo prometo. Te llevarás la sorpresa de tu vida».
–Ya ves que te dije que ese hombre era un completo idiota –le dijo Brudan,
casi a gritos, irritado por la ceguedad de la hija–. ¿Qué es lo quería ahora el tonto
ése? –la tomó del codo–. ¿Tassus? Es tu jefe, el del laboratorio, ¿verdad? ¿Qué le
importa a Popescu lo que hace tu jefe? –la soltó, iracundo–: ¿Y por qué te
interrogó tanto?
Sonia no halló qué decir, y acorralada, sin querer comprometer el nombre de
Tassus, habló:
–Es que un amigo de Popescu piensa ir a visitar a Adrian al Colentina. Por
negocios, creo.
El viejo Brudan al escuchar aquello sacó a relucir su ojo avizor. Se levantó de
la mesa, cogió el abrigo, metió lápiz y papel en el bolsillo, y se enfiló hacia la
puerta.
–¿A dónde vas, papá? –le preguntó Sonia, preocupada.
–¡A despejar la mente! –le gritó–. ¡Ah, las mujeres! ¡Quién las entiende! Si les
das de todo, se sienten mal y aburridas, pero si les das de palos son más felices
que una gata ronroneando sobre la almohada. ¡No sé qué diablos le has visto a
ese detectivillo bruto!… ¿Y qué es lo que tiene ese tunante de bueno? –preguntó,
ingenuo, la frente hinchada, saliendo por el resquicio, arrebatado.
Sonia gimió, tocándose el vientre, mareada, corriendo hacia la lobreguez de
su cuarto.
22
La devastación de Brasov
___
Habían pasado dos horas desde que Baros dejó a los agentes en el hotel, luego
de abandonar juntos la morgue. Ya el sol se ocultaba, y la ciudad se cubría de
una fina neblina, que ocultaba en parte los bosquecillos de los parques
recreativos creados alrededor de los lagos; conducía cerca de uno de ellos, el
Parque Tineretului, el trazado por Valentin Donose, aquel mago que diseñó la
mayor parte de las áreas de esparcimiento de la zona sur de Bucarest. Mientras lo
recorría, desde la carretera, vio en la parte sureste del parque un rótulo
fosforescente que decía: «Oraselul Copiilor», o lo que es lo mismo, la "Ciudad de
los Niños", donde por las tardes éstos suelen jugar alegres, correteando en torno
a todo tipo de juegos lúdicos.
–Ciudad de los Niños –se dijo, riendo–. ¿Cómo será tener un hijo? O sea,
parirlo y criarlo –echó la cabeza en el almohadón del asiento–. ¡Pero en qué estoy
pensado! Si apenas me sostengo y aguanto yo misma, no digamos a un bebé… –
apretó el timón con aplomo; luego se enterneció–… a un bebito lindo, de brazos y
manos gorditas… ¡Ya, ya! Pareces una loca hablando contigo misma. ¡Olvídalo!
Pero las imágenes no cesaban de rondar por el cerebro. «Es que no puedo», se
decía. «No tengo tiempo…, el trabajo…». Un ruido la sacó de lugar. Se alteró. Era
el celular.
–¿Aló?
–Soy Maior, Baros; necesito que vayas ahorita a la periferia, exactamente a la
intersección que conecta Ilfov con Brasov.
–¿Qué ocurre?
–Al principio creíamos que se trataba de un accidente de tránsito, masivo, tan
comunes en estos días en que todo mundo tiene carro, pero al parecer…
–¿Qué? No le entiendo, comisionado.
–Que te apersones al lugar, por San José. Investiga a cabalidad de qué se trata
esto, pues a mí tampoco me han explicado con claridad. Al parecer hubo un
accidente de tráfico tremendo, pero las declaraciones de los testigos dicen otra
cosa. ¡Yo no entiendo! Hablan de algo sobrenatural… ¡del balaur ése! Yo qué sé.
¿Dónde estás ahora?
–En el sur, cerca del Tineretului.
–Pues condúcete hacia el norte, a Brasov. Y mañana quiero un reporte de lo
que inquieras esta noche, ¿entendido? No llames a los agentes de la Interpol;
llévalos mañana; saca tú misma las conclusiones que se te presenten; cuando
ellos pregunten, que no te agarren desprevenida, ¿de acuerdo?
–Entendido, comisionado.
Baros llegó al poco tiempo, y había restos de luz todavía; se asombró: el
desastre era descomunal.
–Para un mal, otro –escuchó.
Al voltear se topó con Popescu, que reía con evidente enfado.
–Sí, para un idiota, un sabio.
Popescu cerró la mano.
–Atrévete –le dijo–. ¿Tú qué me crees? Una Sonia tontita.
Popescu le arrancó el parabrisas del auto.
–Vas a pagarme este daño –le dijo Baros con firmeza, descerrajando su
Beretta–. Imbéciles como tú son los que ponen en mal a la policía entera. ¡Ve a
esculcar piojos a otro lado, pendejo!
Popescu retrocedió descubriendo su risa macabra, como si tuviera un
mondadientes en los caninos, sacándole el dedo de en medio.
Baros empezó a caminar por entre los escombros. Pronto encontró los trazos
amarillos de spray que esbozaban figuras humanas. «Uno, dos, tres, cuatro…».
Empezó a inspeccionar los camiones: las cabinas destrozadas, los contenedores,
volcados; cilindros fragmentados por la mitad.
–¡Pero qué diablos! –exclamó al ver cientos de cilindros divididos por la
mitad–. ¿Quién podría haberlos desgarrados de esta manera? ¡Por Dios, esto es
inaudito! ¿Y de qué estaban cargados por dentro? ¿Gas inflamable? Si ese
hubiera sido el caso, estarían todos reventados y el lugar prendido en llamas.
Echó un vistazo a las cabinas, por dentro. Estaba confundida. Entreveía, en el
interior, la mano depredadora, furiosa e implacable, del monstruo que la había
atacado en el camposanto.
–Rotas y abiertas por arriba. ¡Un segundo! ¡Hay sangre en las crestas, en las
molduras! ¡Dios mío, a qué me estoy enfrentando! Los motoristas fueron sacados
por estas brechas y aventados a la carretera como si fueran muñecas de trapo.
Se le acercó un agente de la policía científica.
–¡Ah! Hola, Orban; ¿y los cuerpos? –le preguntó.
–En la ambulancia.
–¿A qué horas sucedió esta calamidad?
–Fuimos avisados en la madrugada, a las cuatro, por alguna gente angustiada,
de las que salen a comerciar desde temprano. Por la descomposición de los
cuerpos, creemos que fue entre la una y las dos de la mañana.
Se aproximaron a la ambulancia; la abrieron. Un hedor fétido les alargó la
cara.
–El cuello… –le señaló el forense–; los tomaron por el cuello, suspendiéndolos
en el aire… Aquí están las marcas… Fue con una especie de objeto punzante,
puesto que las heridas muestran que las garras… –titubeaba–; no se me ocurre
pensar en otra cosa… Lo cierto es que al parecer fue utilizada una especie de
manopla de acero en la ejecución…
–¿Manopla de acero?
–Cómo te digo… ¿Has visto alguna vez las películas de Freddy Krugger? Las
manos filosas, pero no tanto, ya que se pueden asir objetos con ellas. ¡Algo así!
–¡Freddy Krugger! ¡Por Dios, Orban!
–Y aquí no acaba el asunto, Baros.
El forense jaló un cuerpo de la camilla y lo expuso a la vista de Baros. Ésta se
arrodilló para captar mejor lo que el forense le diría.
–Ves los intestinos por fuera.
Baros espiró con fuerza.
–Se debió a que la piel fue sometida a una acción cortante de gran presión.
–Es decir que los cortaron con una hoja de arma blanca.
–Así es.
–¿Pero no me habías dicho que se trataba de un objeto punzante?
–Por eso te puse el ejemplo de Krugger. ¿Cómo explicarlo? Yo podría decir
que se trata de una manopla de acero, roma en las bases y filosa en las puntas.
Una mano con dedos metálicos.
–¡Santísimo! –Baros se irguió bruscamente, e hizo un ademán de alejamiento.
–Las sorpresas no acaban todavía –siguió el forense, acomodándose la
mascarilla–. Pon atención –agarró un brazo del cadáver y empezó a blandirlo;
ondulaba–. Quebrado.
Baros, aterrada; sus fuerzas la abandonaban. «No puedo seguir viendo esto»,
se dijo, pensando en la suerte que tuvo de haber salido en aquel enfrentamiento.
–Y en los demás cadáveres que hemos examinado –dijo el forense–, la
mayoría de las extremidades se encuentran resquebrajadas; algunos presentan
fracturas y traumatismos en la zona craneal, el esternón, las caderas…
–Esto va en contra de toda lógica –murmulló Baros. «Mis deducciones calzan
una con otra. Es el balaur. ¿Pero cómo cobraría vida una criatura así?», pensó.
–Voy a darte una hipótesis de lo que ocurrió, agente Baros –continuó el
forense–. Aunque… ¡te va a sonar ilógico, hasta estúpido!, pero ya tienes las
evidencias enfrente.
Baros convino.
–En realidad, no hay ningún testigo que haya presenciado directamente el
incidente; los que han hablado, relataron lo visto horas después de la acción, y
han machado este desastre a la actuación del balaur, y yo no me atrevo ahora a
negarlo.
Baros quedó petrificada. Orban le pidió que lo siguiera mientras le hacía la
reconstrucción de los hechos:
–Supongamos que existe el balaur –dijo, quitándose la mascarilla–, ¿sí? –Baros
cerró los ojos, como afirmando–. El caso es que este engendro subió al techo de la
cabina, rompió el metal con sus inmensas garras, sacó al conductor y lo aventó,
despedazándolo cuando éste caía en el aire.
Baros pálida, temblorosa, bloqueada.
–Eso explica las marcas en el cuello, la sangre en las molduras, los cortes
abdominales y de pecho, y los huesos fracturados del cuerpo que, lógicamente,
sucumbieron al caer contra la dureza del pavimento. Suena descabellado, lo sé,
de película nada más, porque en las novelas nunca lo he leído… –rió
tímidamente, ante la perplejidad de la otra–. Pero no explica una cosa –este
último comentario la trajo a la realidad–. Sí, no explica lo otro.
–¿Lo otro?
–Sí: la destrucción de los cilindros de Óxido Nítrico.
–¿Óxido Nítrico?
–Veo que no has entendido nada, Baros. Los cilindros destruidos que están
desparramados en la calle contenían óxido nítrico, un gas común que se utiliza
con bastante frecuencia en la industria química y farmacéutica.
Ésta se contuvo.
–Sé que esto ya no es de mi incumbencia, pero me pregunto: ¿habrá sido
ocasionada esta destrucción para impedir el acarreo de los cilindros de óxido
nítrico a la ciudad vecina, a su industria farmacéutica? Recuerda que en los otros
casos estuvieron involucrados científicos dedicados a esta rama. Es lo único que
se me ocurre, ¿no te parece?
–Deberías estar en mi puesto, señor forense Orban –le dijo con amargura
Baros, pues hasta ahora, desde que había llegado, las cosas le habían sido
aclaradas perfectamente y no precisamente de la manera que a ella le hubiera
gustado–. Tienes una capacidad de deducción sorprendente. Gracias por
haberme abierto los ojos.
–De nada –dijo el otro con modestia, tendiéndole la mano y alejándose del
lugar–. ¡Te enviaré el informe al mediodía! –le gritó desde la ambulancia. Baros le
alzó la mano, consintiendo.
De pronto se le acercó Popescu.
–¿Ya caíste en la cuenta? –le dijo, carcajeándose, tomándola por ingenua–. Me
imagino que te lo explico el forensillo aquel que se las tira de detective –y quiso
darle una palmada en la espalda.
–¡No me toques, majadero! –le espetó Baros, enfurecida–. ¡Lárgate, lárgate,
demonio!
–¿Demonio? Ja, ja… El demonio eres tú con lo fea que eres, tanto que ningún
hombre se atreve a llevarte a la cama. Ja, ja… ¡Demonio! ¡Vaya que si eres un
demonio horripilante! ¡No logró imaginarme la clase de hijos que parirás algún
día, si es que podría existir un hombre con agallas para cortejarte! Ja, ja… ¡Prueba
con el balaur, ja, ja, si es que lo encuentras…!
Baros se tocó el cinto, pero echó a correr, lastimada, conteniendo las lágrimas,
con la imagen del gran rótulo del parque Tineretului descubriéndosele en la
mente. Entró al auto; se desahogaba. Popescu sabía cómo cobrárselas siempre.
«Ha hablado el imbécil de hijos», se dijo, gimoteando. «¡Nadie se mete con mi
hijo, nadie! », gritaba, golpeando el timón, y pronto se figuraba cargando un bebé
que reía limpia e ingenuamente bajo unos ojos grandotes y luminosos. «Lo que
me has dicho hoy, Popescu, lo apuntaré en el hielo, ¿oíste?, lo apuntaré en el
hielo».
Arrancó el auto y se dirigió a casa, sintiéndose la más fea y desgraciada de las
mujeres, sola, con el alma rajada hasta los cimientos.
23
Baros y Scott se hacen amigos
___
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Ese mismo día, por la mañana, después de recibir a Scott y Faina, aparte de
ordenar algunas tareas a Sonia, Tassus había salido de la universidad rumbo al
Barrio Viejo de Bucarest, a tres cuadras del Hanuc lui Manul, en la Strada Saleri.
Entró a un hostal derruido, el «Arges», del que colgaban unas letras en rojo
arriba de la solera.
–Habitación 39 –le dijo a la matrona, que lo quedó viendo con rareza y
repudio.
Tocó la puerta. Se abrió. El hombre del otro lado le hizo una seña de espera y
luego fue a taparse rostro y cuerpo con una cobija.
–Los contenedores han sido destruidos –dijo Tassus, satisfecho–. Lo vi en la
televisión.
–Sí –le contestó el otro, forzado.
–Un golpe duro para Stefan –dijo Tassus, contento–. Hiciste un trabajo limpio,
aunque no había que matar a los pobres conductores; ¿por qué?
–Porque no he sido yo el autor de esa masacre.
–¿No?¿Si no fuiste tú, entonces quién? Me dijiste que habías pensado en
detener ese envío.
–Lo intenté, pero estaba ya falto de fuerzas. Fue Dragos, Dendiu.
–¡Adrian Dendiu! No, no es posible. ¿Cómo puede ser?
–No lo sé. Quizá puso trampas en la carretera, los camiones se volcaron…
Hay tantas cosas que pudieron haber ocurrido…
–No. Las noticias son precisas: hablan del balaur, cuerpos despedazados,
cilindros fragmentados…
–Pero no he sido yo; te lo aseguro.
Tassus enmudeció. ¿Si no él, quién? ¿Adrian? Sí, era posible.
–El asunto es –dijo el otro, resoplando trabajosamente– que hemos llegado
tarde a la fiesta. Aunque este cargamento haya sido destruido, Stefan proseguirá
con sus investigaciones.
–No lo creo –dijo Tassus, confiado–. Sin el óxido nítrico, se hallará incapaz de
continuar con sus experimentos genéticos.
–Escucha, Tassus –le dijo el hombre encubierto–: A Stefan no le hacen ni
cosquillas estas interrupciones. Su equipo científico se encuentra más allá de la
etapa de experimentación, y puedo asegurarte que cuenta con creaciones ya
maduras. ¡De nada han servido mis esfuerzos por impedirlo! Me decidí muy
tarde por atajar a Rahova, ese tonto que, en el afán de volverse rico y faltando a
su juramento ético, le vendió el grueso de nuestros descubrimientos,
maldiciendo con ello el nombre del «Libertad». Demasiado tarde, demasiado
tarde. No sé qué podrá ocurrir de aquí en adelante, pero sé que las cosas
empeoraran y ya puedo escuchar redobles de guerra a dos pasos de la esquina.
–¿Lo crees?
–¿Quién podrá contra Stefan? Nadie, nadie. Tres son los medios que utiliza
para lograr lo que se le antoje: dinero, política y ahora la confianza de que
empleará a sus nueva creaciones en la vida pública, a las que presentará como los
“salvadores de la economía rumana”. Piensa utilizarlas como “nuestros
ayudantes corporativos”, en el supuesto de que harán el trabajo de la gente, a la
que piensa convencer de su aceptación subvencionándola con dinero,
confiriéndole el estatus de amos de estos engendros. Una vez aceptados, los
volverá contra ella, y luego se apoderará de todo el país, haciéndolo su
principado. Es que lo he podido entrever de sus discursos.
–Eso es inconcebible para estos tiempos. ¿Crees tú que la gente vaya a aceptar
sus creaciones monstruosas como sus ayudantes, tal si fueran sus esclavos? No
vivimos ya en la era de las polis griegas ni del Palatinado.
–¿Y por qué no habrían de aceptar si a cambio les ofrecen ser amos de estos
engendros? A la gente le gusta lo fácil, la comodidad, el buen vivir. ¡Mira qué
bien se la pasan explotando a las máquinas! Es una cuestión de perspectivas. Al
principio habrá algo de repudio, como es natural, pero ya se acostumbraran con
el tiempo; créemelo. ¿No aceptaron en el pasado, y por miles de años, a tener a su
hermano como esclavo, incluso pensadores como Aristóteles justificaron este
hecho diciendo que eran herramientas sin alma, y no seres humanos? Y nadie
pegó el grito al cielo aun sabiendo que no era así. Entonces hoy, ¡cómo no lo
harán con algo que no tiene nada que ver con ellos! Sólo échale un ojo a las
naciones industrializadas: no ves cómo mantienen a las naciones
subdesarrolladas en la esclavitud. Échale un ojo al África, a sus zonas
diamantíferas; en América Latina, a las zonas bananeras; hay tantos ejemplos…
–Pero en el fondo son humanos, aunque modificados genéticamente.
–Pasará mucho tiempo para que descubran que lo son, para que sepan que
provienen de sus bancos de esperma, sí, pasará mucho tiempo.
–Dios mío, y todo a causa de Rahova.
–Sí; sin embargo, el muy tonto se llevó la sorpresa de su vida con Stefan,
quien al final se negó a pagarle por las investigaciones; molesto, Rahova quiso
vengarse, e intentó ventilar el asunto en la prensa, incluso alertar a la policía.
Comenzó por comentarle todo a Emile, que tenía una amiga agente ahí. Traté
también de impedir tales tratos. Y lo siento por Emile, pero fue necesario para
que el honor del grupo no se viera empañado. El día que encontraron los cuerpos
de Rahova y Dinga en el bulevar del aeropuerto, éstos habían estado concertando
un acuerdo: el de emplearlo en el Laboratorio que tiene Stefan en los Montes
Metálicos. Aunque esto ya no era necesario.
–¿Quieres decir que Stefan…?
–Sí, Tassus –le respondió el otro, casi en murmullos–. ¡Un ejército entero está
por emerger!
–¡Un ejército entero! ¡Por Dios! Hemos llegado tarde.
–Pero se me ocurrió una idea cuando descubrí esto…
–¿Una idea?
–Ya sabes el odio que Adrian siente por Stefan debido a la desaparición de
Alexandru a manos del agente Popescu. Me he aprovechado de esta debilidad,
haciendo creer a Stefan que Dragos lo ataca.
–¿Pero cómo?
–Matando a su gente y alertándole a Dragos anónimamente sobre los
maniobras de Stefan. Yo mismo he querido matarlo, pero éste sabe cómo
moverse.
–¿Y cómo has podido informarle todo esto a Dragos sin que él recele de ti?
–Por medio del viejo Brudan, el padre de tu asistente. Los dos son amigos;
Brudan fue amigo del «Químico» cuando el último lo ayudó a zafarse de la
policía secreta hace mucho tiempo.
–¿Brudan?
–¿Te acuerdas de aquel congreso de partidos clandestinos organizado por
Razvan? Bueno, yo fui el secretario. Y aunque ahora esté yo maltrecho, he podido
enviarle cartas a Dragos por medio del viejo Brudan, quien tiene buenos
recuerdos de mí y de Razvan; su hija trabajó para Dendiu, y se conocen bien.
Además Brudan odia a Popescu, que se hizo novio de ella, para espiarte.
–¿Quién es este Popescu?
–El agente de la policía de investigación a quien quise eliminar yo mismo
hace cuatro días, en el Hotel lui Manuc, cuando lo vi pasar estando yo en la
ventana. Pero fallé, pues alguien, otro ser que no podría describirte ni conocer su
origen, se me adelantó. Luché con él, y escapó de mis manos, volando. No sé si es
un ente de Stefan o de Dragos, que he escuchado sabe muy bien de robótica; no
lo sé. Pero lo que sí sé es que este Popescu trabaja para Stefan. Y lo supe porque
fue el mismo que me detuvo en una camioneta negra el día en que me dirigía a la
universidad en la Calle Victoria. Me pegó un tiro en la boca, pero por suerte mal
dirigido. Me salió por atrás de la campanilla, sin tocar el cerebelo ni las cervicales;
luego me aventó en un estanque de Pod Izvor, a orillas del Dambovita. Fue una
noche oscura, pero sobreviví –cerró el puño y bajó el rostro–. Sin embargo, el
muy maldito acabó después con mi familia… Pagará, lo juro, pagará. Desde
entonces he calculado sus pasos, los que me han llevado a dar con un mafioso
que se hace llamar el Estigia, y que yo sé que es Stefan, el líder del crimen
organizado de la ciudad, como te dije.
–¿Es decir que he estado todo este tiempo en el centro de una gran
conspiración sin que yo me diera cuenta lo más mínimo?
–Siento haberte dado migas en bocados, pero no podía menos; con Sonia a tu
lado, y Popescu detrás de ella, hubiera sido imposible. Ahora lo sabes, así que
cuídate las espaldas. Es seguro que Dragos, quien ya sabe de las acciones de
Stefan, te quiera muerto, pues eres el único del grupo que queda, y de seguro que
no se arriesgará a tenerte con vida sabiendo que Stefan necesita asesoría
científica de primera mano. Por otro lado, Stefan tampoco te desea vivo, pues
recela del otro, creyendo que te empleará como asesor.
–Stefan mismo me pidió que trabajara en una de sus fábricas químicas, pero
no acepté; le tengo desconfianza, pues desde la primera vez que llegó a la
universidad, a buscarte, las muertes de los demás se sucedieron unas a otras.
Tassus se asomó a la ventana, agobiado de saberse condenado de por vida.
–¿Qué debo hacer?
–Huir.
–¡Cómo! ¿Y adónde?
–A América. Tengo amigos allá.
–Pero Stefan te conoce; sabe de ti más que ninguno; dará conmigo fácilmente.
–Tengo amigos en México.
–¿En México? ¡Por Dios! ¿Qué lugar es ése?
–Te encantará. Hablaré con un profesor de la Universidad pública de ese país
que conocí en Harvard, en un intercambio de la UCLA; ahora el tipo es canciller,
y los trámites para que residas allá se te facilitarán. ¿Aceptas? Recuerda: tu vida
está de por medio.
–Pero… pero…
–Tómate esta semana, Tassus; piénsalo; te conviene.
–¿Y tú? ¿Qué pasará contigo?
–¿Conmigo? ¿Acaso me queda algo después de lo que Stefan me hizo a mí y a
mi familia? Mis pensamientos, mi vida misma, mi razón de existir se centran en
una cosa: la muerte de Stefan. Pagará el muy maldito. ¡Lo juro!
Tassus abrió el paquete que traía consigo.
–Aquí tienes el compuesto de óxido nítrico; ya está preparado –le dijo–.
Arginina, cetrullina…
–Bien; déjalos por allí.
–¿Qué piensas hacer?
–Ya lo verás. Sé que el PMRU tendrá un mitin esta noche. He mandado un
aviso a Dragos para que enfrente a Stefan. Si acaso Dendiu se viera incapaz de
vencerlo, entraré yo mismo en escena y lo eliminaré con mis propias manos.
Tassus sonrió débilmente, como previendo que el mundo se perdería. «Es el
fin», se dijo. «Salimos de las brasas para caer en el fuego». Y salió de la habitación
muy compungido, mientras el otro se aprestaba a inhalar el compuesto químico.
25
El heroísmo de Razvan
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La noche en que Baros y Scott se hacían los mejores amigos, Razvan, al lado
de Adrian y luego de percatarse de aquel rostro y su semejanza con el del finado
Cervini, no quiso seguir encerrado en aquel edificio del Colentina, y pidió a
Adrian salir del lugar, diciéndose, casi alienado, que jamás hubiera creído que, a
su edad, llegaría a ver tales cosas: máquinas humanas y muertos salidos de la
tumba, o escuchar crudas teorías acerca del funcionamiento de la vida. Adrian
Dendiu le había dado duros golpes a su perspectiva política. ¡Un joven de treinta
años que se atrevía a explicarle las cosas de la vida a un viejo guerrero como él, y
no sólo a explicarle sino a demostrarle con hechos lo que ocurría en el presente y
lo que pasaría en el futuro! De pronto se sintió muy viejo, desfasado. ¿Era tiempo
ya de abandonar el barco, de volver a ceder el puesto a los jóvenes? ¿En dónde
quedaría su sueño de niño? ¿Y su aspiración de llegar a ser presidente de
Rumania?
Adrian supo de la fuerte impresión que le había causado a Razvan, y lo
acompañó al parqueo, dejando a Pita en la sala de ensamblaje.
–Presidente Razvan –le dijo con plante humilde y amigable–, siento mucho
que se marche con tanta premura. Me hubiera gustado terminar mi discurso,
para que se enterara de mis proyectos, de mi convicción política.
–Discúlpeme, Adrian –le contestó–, pero tengo una entrevista con los líderes
de comités locales, en el Ateneo Rumano. Ya ve que las elecciones están a la
vuelta de la esquina… Pero habrá tiempo para escucharlo más adelante.
–Por cierto, ya que habla de comités locales y del Ateneo, ahora recuerdo que
tengo un viejo amigo que vive cerca de ahí, contiguo a la Catedral, en la Strada
Stirbei Voda… El viejo Víctor Brudan… ¿Usted tomará la calle Mosilor y luego el
bulevar de Balcescu, supongo?
–¿Brudan?
–Sí; ¿lo conoce usted?
–Claro –dijo Razvan, satisfecho–, claro que sí. ¡Ah, el gran Brudan! Juntos
trabajamos en la preparación de un congreso clandestino allá por el 85’ cuando
aunamos la ideología de las fuerzas opositoras del país preparándolas para la
Revolución. ¿No me diga que lo conoce usted? ¿Cómo?
–Brudan fue amigo de padre.
–Brudan amigo de Alexandru, el «Químico»? –al momento se dio cuenta
Razvan de que, al mencionar el apodo, Adrian contrajo los músculos de la cara.
–Sí –contestó el otro–; su hija hizo la práctica doctoral aquí en la fábrica. Era
una chica rara entonces, de las de su tipo, Sonia, creo que se llama. Aunque
últimamente el viejo dice que ella cambiado muchísimo… Al parecer por
influencia del novio, je, je…
–Por supuesto que me acuerdo de esa niñita. Siempre fue así, huraña… ¿Y
mantiene usted viva esa relación de su padre con Brudan?
Adrian sonrió.
–Claro; los que fueron amigos de mi padre, son amigos míos también.
Aunque ya días no hablamos, je, je… El viejo Brudan dice que pasa más a gusto
en casa que en la calle.
–Vaya. Haré lo posible por visitarlo. ¿En dónde me dijo que vivía? Ah, en la
Strada Stirbei Voda. Bueno… debo marcharme.
–Le ruego, presidente Razvan, que tenga consideración de mí. Siempre le he
sido incondicional, aunque nunca lo supo usted; ahora sé, por desgracia, que he
cometido un error al no haber corrido el velo desde el principio. Perdóneme. Con
todo, estoy dispuesto a apoyarlo hasta el final.
Se vieron a los ojos fijamente.
–Está bien –le contestó Razvan, impersonal–. Tomaré en cuenta sus
palabras… –encendió el auto–. Es que lo que usted hace allí adentro… no sé…
Me parece que algo no funciona como debiera…
–A usted muchas cosas le parecerán extrañas, presidente, pero se debe más
que nada a una apreciación tecnológica mal interpretada, o acaso hasta
desconocida. Lo suyo es la política campechana, las calles, el contacto con la
gente, el ardor en la sangre; lo mío, en cambio, es la ciencia, los instrumentos
silentes, la frialdad del pensamiento y la rigurosa estructuración de los métodos.
Sin embargo, la meta que ambos deseamos alcanzar, querido presidente, es una
sola, la misma, aunque los medios que empleamos son diametralmente opuestos.
Tenga plena confianza en mí, como yo en usted, y pronto habrán cambios
importantes, y mejores, dentro del Partido. ¿Quiere la salida de Stefan? La tendrá;
se lo aseguro. Tengámonos confianza, por sobre todo.
–Hablaremos luego –le respondió Razvan, que manejaba el auto en reversa–.
Adiós.
Tomó el bulevar del Colentina y subió pasando por Obor, para conectarse con
la arteria de Dacia, justamente en dirección a la Piata Romana. Pensaba, ¿qué es
lo que pretende Adrian con sus robots? ¿Emplearlos como herramientas para que
hagan nuestro trabajo domestico? La idea no es del todo descabellada y es
funcional. ¿Pero cómo presentarlos a la gente? Tal como se presenta y vende un
artículo normal, una lavadora por ejemplo, sí, ¿acaso no es ésta un robot? Me
gusta la idea, me gusta. Sin embargo… ¿bajo el control de quién estarían? Adrian
(creo, pues no me lo dijo directamente, pero lo deduzco) pretende que estas
máquinas estén supeditadas bajo el control del gobierno, el que establecerá las
normas de creación y utilización de los mismos. Eso está bien, incluso es hasta
previsor, pues ¿quién no podría pensar que tales artefactos sean utilizados para
propósitos ominosos? ¡Robotizar a la Rumania entera! ¡Qué ideas las de los
jóvenes de hoy! En mis tiempos ni siquiera pensábamos en tales cosas. Será por
esto que quizá Adrian tenga razón: no sé reparar en los detalles. Es cierto. Soñé
con liberar a mi pueblo de la dictadura, pero no les dije cómo y en qué debían
emplearla. Generalicé; cosas de juventud. ¿Pero quién soy para decirles a los
demás lo que deben hacer con su libertad? Y sin embargo, este liberalismo mío
hizo que el país se atacara a sí mismo. ¡Qué desgracia!
Una calle antes de llegar a la Piata Romana, en la calle Dorobantilor, se
detuvo, alertado por un millar de ovaciones en boca de gente eufórica. «PRMU,
PRMU». Era el nombre de su partido, pero no se alegró. Sabía que era uno de los
mítines de Stefan. El que daba el discurso era Belinca.
–¡Sí, compañeros, nos espera una nueva era triunfal y redentora! Todos los
miembros del partido serán amos de su propia vida, de su patrimonio, ¡de una
empresa! ¿No me creen? Soy un ejemplo viviente de lo que está por venir, de lo
que Stefan les ofrece. Y éste me ha preguntado, “Belinca, ¿cómo podemos hacer
que nuestra gente sea igual nosotros?” “Haciéndolos empresarios”, le dije.
“¿Pero cómo, quién se encargará de barrer, de limpiar los baños, de atendernos la
casa o de hacer los cómputos por nosotros?” “No lo sé”, le contesté. “Creo que sé
cómo remediar esto”, me dijo. “Lo haremos como a la antigua, usaremos
servidores”. “¿Servidores?”, le pregunté extrañado. “Sí”, me contestó.
“Ayudantes corporativos, seres no humanos, aunque lo parezcan, que harán las
tareas por nosotros, en nuestras casas, en nuestras empresas. La era de la
manipulación genética nos da esa ventaja”. “¿En nuestras empresas?”, le
pregunté. “Imagínate los bajos costos de producción, ventas y administración.
Serán las empresas más rentables del mundo”… Sí, cómo cuando nuestros
equipos de futbol ganan títulos gracias a que los mejores jugadores juegan por
nosotros!
La multitud calló. «¿De qué hablas, Belinca?», preguntó una voz airada;
enseguida pulularon una después de otra, hasta convertirse en un demoledor
rumor de descontento.
Razvan rió. «Qué discurso más estúpido».
–¡Hablo de su futuro! –gritó Belinca, autócrata–. Hablo de que ustedes serán
los verdaderos romanos de nuestra era, los conquistadores de naciones, los
creadores de un sistema político y económico jamás visto. ¡Vivirán libres del
trabajo, porque habrá otros que lo harán por ustedes! ¡Gozarán por primera vez
en siglos de una verdadera riqueza económica y existencial!
«Eso es antiético», dijo una voz dentro del populacho. «Eso es llama
esclavizar al prójimo».
–¿Antiético? –se preguntó Belinca recorriendo el estrado–. Les diré lo qué es
antiético. Antiético es que ustedes no aprovechen los adelantos de la ciencia para
generar su propia riqueza o para que su equipo no gane en la cancha,
volviéndose así en perdedores, no por ignorancia sino por pusilanimidad. Eso es
antiético, porque ¿qué fin tiene la ciencia si no es para que gocemos de bienestar
y plenitud victoriosa? Se sacrificaran vidas, es cierto, pero no las nuestras, sino la
de seres artificiales que nada tienen que ver con nosotros. ¿Acaso es antiético que
este micrófono me amplifique la voz? ¡No! ¡No! Y eso es lo que quiero que
entiendan ustedes. ¡Por Dios! ¿Quieren llegar a ser ricos y poderosos? ¡Pues que
salga de ustedes, de adentro de su corazón, ese espíritu guerrero y conquistador!
El gentío guardó un minuto de silencio. Segundos después, un grito unísono
se dejó escuchar por toda la plaza. Hombres y mujeres se golpeaban el pecho.
«PMRU, PMRU, PMRU».
Razvan abrió mucho los ojos. «Son exactamente las palabras de Adrian…».
Un frío se apoderó de su cuerpo. «Esto hay que detenerlo, hay que detenerlo; qué
clase de vida nos espera».
Subió al auto, nervioso. «Ya veo el lineamiento», se dijo. «Por todos lados veo
autocracia, absolutismo, esclavitud. Si antes, en el comunismo, la policía secreta y
los dogmas nos oprimían, hoy por hoy nos enfrentamos a otro tipo de dictadura:
la de los oligarcas, que se aferrarán al poder con la ayuda de las máquinas, “con
los servidores corporativos”. ¿Y yo qué puedo hacer? Como presidente del
partido, expulsar de él a estos tiranos embaucadores. ¿Y qué lograría con esto?
Que se vayan y edifiquen otro más fuerte y poderoso. No les hacen falta recursos.
¿Y entonces, qué estrategia tomar? ¡Por Dios, no lo sé!
»¿Pero la gente por qué les sigue el juego? ¿Por qué, si ella es la que sale
perdiendo? Sin duda tendrá que ver con la desesperación en la que está imbuida
a causa de la pobreza, que la ciega. Ve un futuro prometedor a corto plazo,
incapaz de captar las verdaderas intenciones de personas como Stefan, Belinca y
toda esa sarta de vampiros mercantiles. La esclavizaran a largo plazo, la
oprimirán. ¡Dios mío, dame fuerzas para salir avante en estos momentos de
locura y consternación!».
Y de verdad que la necesitaría. De pronto una bola de luz pasó velozmente
por arriba del techo del auto, dejando tras de sí una estela de viento y zumbido
vibratorios que estremecieron las hojas de lirio y castaño plantados al margen de
las aceras. Sacó la cabeza por la ventanilla y lo siguió con la vista: iba en
dirección a la concentración partidaria. Frenó, dio media vuelta y aceleró a fondo.
Llegó justamente cuando el ente se posaba por encima de la multitud, que lo veía,
algunos con asombro, creyendo que era un espectáculo circense, pero otros con
terror, pues desconocían la naturaleza del artefacto.
«Los servidores corporativos», gritó uno de la muchedumbre, señalándolo.
«¡Es un robot!». Todos empezaron a celebrar. «Eeeeehhh». El ente se sostenía
silencioso en el aire. «Stefan, Stefan, Stefan, Belinca, Belinca, Belinca», empezaron
a gritar con fuerza.
Razvan, que presentía una horrible tragedia, se abrió paso y subió al estrado,
sudoroso. Belinca se sorprendió al verlo.
–¿Qué hace usted aquí, presidente? –le dijo con tono molesto.
–¿Y Stefan? –preguntó Razvan y se metió atrás del telón.
Al instante apareció David.
–¿Ya vio lo que cuelga allá afuera en el aire? ¿Es eso suyo? ¿Es un truco de
magia?
Stefan lo vio, turbado. No sabía de lo que hablaba Razvan y, en forma
automática, salió a inspeccionar, apareciendo juntos en el estrado.
Apenas puso un pie en la tarima, la gente empezó a gritar, ovacionándolo;
alzó la vista, y entonces se dio cuenta de que aquel artefacto se le arrojaba con
gran presteza. Tomó a Razvan del brazo, escudándose en él, pero jalándolo,
corriendo en pos de la cortina. El ente robótico cayó del cielo como un halcón
peregrino, en picada, y arrancó el telón en una embestida, ante la estupefacción
de la gente, que comenzó a gritar, aterrorizada. Subía y bajaba, dejándose caer
sobre la plataforma, en colisiones impresionantes, astillándola a golpes de maza.
Algunos dirigentes, en su bien pagada soberbia, quisieron oponérsele, pero éste
los tomó del cuello, suspendiéndolos en lo alto y aventándolos contra la multitud
dispersa.
Stefan corría junto a Razvan y Belinca en dirección al bulevar Ana Ipatescu,
cuyas aceras hacían de parqueo, evadiendo los fragmentos que habían quedado
de la célebre Statuia Lupoaica, la escultura donde aparece una loba amamantado
a Rómulo y Remo, los míticos fundadores de Roma, cuando el ente los detectó; se
les abalanzó con rápida frialdad; a un metro de distancia de Razvan, que parecía
ya cogido de la cabeza, sin previo aviso, una figura monstruosa cayó,
milagrosamente y sin saber de dónde, encima del robot, que se desplomó en
estrépitos por el pavimento del bulevar, arrastrando al otro consigo y chocando
contra los autos que bajaban por la vía. ¡Bum, bum! Más bumes y chirridos
metálicos, humo, heridos saliendo de las cabinas, gente enloquecida que clamaba
horrorizada en medio de la avalancha de hierro que se derrapaba con violencia
por la avenida. Se detuvieron, uno lejos del otro. Se erigió el ente y, levantando
un auto que arrojó por los aires, se enfrentó al monstruo que lo atacaba. Éste, que
gritó rapazmente, saltó varios metros, dando una patada al vehículo, y se le
encimó con furia asesina. Ninguno se intimidó, y el primero saltó también
empuñando las manos, sacando sus grandes garras. El choque fue brutal, tanto
que, al expandirse la onda, dejó boquiabiertos y ensordecidos a todos en el lugar.
Ambos cayeron noqueados en el pavimento.
Razvan, al otro lado del bulevar, introducía a Stefan en la limusina; el robot
logró percatarse de esto, y quiso volver a alzarse, pero el balaur lo cogió de una
pata, jalándolo y estrellándolo contra el piso, mientras gritaba furioso y ardido.
El otro le dejó ir un zarpazo, que hirió a su contrincante, que no lo soltó y
arremetió sacudiéndolo más contra el pavimento. Cuando el auto había
arrancado y escapado rumbo a la plaza Victoria, al norte, donde bajó por la
Strada Buzesti, directo al Palacio del Ministerio de Transporte, en busca de
protección, los dos seres diabólicos luchaban todavía, pero ya debajo de la plaza,
por el bulevar Balcescu, al sur; rompían lo que había a su paso, coches,
ventanales de tiendas, fuentes de agua; abrían boquetes en los edificios, y
derribaron tres columnas de las ocho que luce orgulloso el frontis del Ateneo,
perdiéndose a golpes en la oscuridad de la noche.
26
¿Quién dice que los viejos no saben de espantos?
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Stefan rabiaba de ira. Llamó a Zamfir por el teléfono, para que lo pasara
recogiendo. Abandonó el Ministerio sin despedirse de Mitrea, echándole fuego a
Razvan con la mirada, quien lo retó con una elevación de cabeza.
–El centro de la ciudad está sumergido en una completa desolación –le dijo
Zamfir, turbado–. La prensa dice que…
Éste cerró los ojos, sobándose la frente con las manos abiertas. Suspiró
hondamente.
–Ayer hubo un ataque… –le dijo.
–¿Un ataque? ¿A usted, como dice la prensa?
–Sí; a mí –dijo casi en un murmullo–. A mí.
Zamfir, pasmado, detuvo el auto.
–¡No se detenga! –le gritó Stefan, encolerizado por la acción–. ¡Maldita sea!
¡Arranque!
El auto volvió a andar.
–Discúlpeme, señor Stefan –siguió Zamfir, nervioso–. ¿A usted, realmente,
por qué? ¿Qué motivos?
Stefan David se acomodó en el asiento.
–Necesito que salgamos de la ciudad, Zamfir…
–Salir de Bucarest. ¿Hacia dónde?
–A los Montes Metálicos.
–Pero, señor Stefan… Eso está más allá de la jurisdicción de Ilfov, y a no sé
cuántas horas de la ciudad… Yo tengo un apartamento cerca del Parque
Floreasca, al norte de la ciudad…
David posó su mano en el hombro.
–Es la hora de la verdad, amigo mío –le dijo con un atisbo de humildad
resplandeciéndole en los ojos.
–¿La hora de la verdad?
–Sí –le dijo, con rigor–. Los que no están conmigo, en mi contra están –y por
primera vez el tono de su voz tomó aquella modulación metálica y profética que
tanto amedrentaba a sus subalternos.
A Zamfir le tembló el cuerpo.
–Yo le he sido leal, señor Stefan –dijo, apocado–. Y usted lo sabe.
–¿En serio? –le preguntó el otro, sonriendo para sí–. Entonces demuéstremelo.
Venga conmigo.
–Usted no debe guardar dudas acerca de mi lealtad, señor –le respondió,
ofendido–. He hecho por usted lo que ningún otro se atrevió a hacer.
Stefan asintió. «Sí; aparte de hacerme rico, me ha devuelto la juventud. ¿Pero
podría confiar en usted una vez que vea lo que escondo en los Montes
Metálicos?».
–Entonces conduzca hacia los Cárpatos, a la Transilvania –fue lo único que le
dijo–. Debemos llegar a Alba Iulia antes del mediodía.
Alba Iulia es considerada una ciudad símbolo de la unidad rumana. Situada
en el centro de Transilvania, al oeste se encuentran los Montes Metálicos y al este
el Vallejo conocido por el nombre de "Podisul Ardelean", debido a que se
encuentra flanqueado por dos ríos, "Sebes " y "Secas". En la época del imperio
traco-dacio (en el primer siglo a. de c.) esta ciudad –Apoulon, por entonces– fue
un bastión importante gracias a su prospera economía, además de ser útil en la
resistencia contra las invasiones romanas. Y Stefan, emulando a su gran rey,
Decebal, que luchó por librarse de la sujeción romana, había erigido en los
Montes un laboratorio químico, Eugenetics Industries, donde, en una derivación
de las investigaciones de Zamfir y de las del grupo «Libertad», que consiguió por
medio de Rahova, experimentaba con embriones humanos, aplicando en ellos las
teorías eugenésicas sobre el mejoramiento de la raza humana. Esto no lo hacía
tanto por el progreso de Rumania, sino por él mismo, ya que deseaba engendrar
hijos con genes superiores al resto de los mortales, principalmente a los de sus
enemigos, entre ellos Adrian «Dragos» Dendiu, que no vacilarían en exterminar
todo rastro de su obra y gloria. Esa última razón era contraria a la Naturaleza,
decía, y no permitiría que su sangre se perdiera en las roídas hojas de la Historia.
Él tendría que pervivir por siempre, y no sólo en recuerdos, sino en vida. Y
necesitaría ayudantes para lograr dicha tarea, pero no ayudantes del montón,
sino escogidos, hijos suyos, para que en el futuro no se volvieran en su contra.
Zamfir, por otro lado, desconocía totalmente la elaboración de estos ensayos y
conducía fielmente, como si prestara una gran ayuda a su patrón, acelerando por
las escarpadas carreteras del centro rumano.
–Por aquí –le dijo Stefan cuando habían llegado a Alba Iulia–. Tome a la
derecha, ¡ahí está el letrero!, suba.
Conducía Zamfir por la tierra polvosa, salvando baches, tratando de no caer
en los abismos hendidos al borde de la carretera, internándose en el bosque. Una
ligera neblina los recibió justo antes de llegar a Eugenetics; Zamfir se lió una
bufanda. El aullido de los lobos podía escucharse más allá de las cercas de
alambre.
–No tenga miedo –le dijo Stefan, riendo–. Estos parajes están llenos de lobos y
osos.
Zamfir, preocupado, pareció no darle importancia a su nerviosismo y abrió la
puerta del auto. Stefan lo acompañó a la posta de vigilancia; sacó una credencial.
El portón cedió. Subieron al auto y entraron.
Una vez dentro, Stefan cambió de carácter. No era ya aquel hombre desvalido
que se dejaba conducir por otro de menor categoría, sino uno seguro, campante,
poseedor de un control infinito. Se dirigió hacia un cubículo, cogió la bocina de
un teléfono y llamó a un señor por el nombre:
–¿Dobre?... Sí, soy yo. Venga a mi oficina.
Cinco minutos después llegó Dobre, vestido por un largo capote blanco.
–¡Señor Stefan! ¿Por qué no me avisó de que vendría? Estábamos más bien en
espera del cargamento…
–El cargamento tendrá que esperar. Mire –le dijo y lo tomó por el brazo–, le
presento al doctor Zamfir.
Éste extendió la mano, que el otro cogió amistosamente.
–Me agradaría mucho que trabajaran juntos –les dijo Stefan–, para que
aceleren el curso de los experimentos. Han pasado dos años desde que los
iniciamos, y desearía ver resultados concretos de aquí a un mes, a lo menos.
Dobre reculó.
–Pero señor Stefan, usted sabe que necesitamos del oxido nítrico…
–¿Y no le ajusta con lo que tiene en la bodega?
–Sí… pero las incubaciones son muchas… Y en esta etapa de crecimiento, es
esencial…
–¡Ya! Lleve consigo al doctor al laboratorio; quiero que vea en lo que estamos
trabajando. Y, por favor, doctor –dijo dirigiéndose a Zamfir–, recuerde que el que
no está conmigo, en mi contra está.
Zamfir respiraba penosamente. ¿De qué trataba toda aquella conversación?
¿Óxido nítrico, incubaciones, experimentos de laboratorio? Siguió los pasos de
Dobre, y pronto tuvo ante sí una sala enorme, gigantesca, muy limpia y
resplandeciente por la cerámica blanca del piso. Del techo, recorriéndolo por
intrincados recovecos, bajaban sendos tubos que se conectaban a una especie de
cilindros transparentes, en cuyo interior flotaban, suspendidos, unos cuerpos
humanos ya maduros que se alimentaban de un líquido de compuestos químicos.
–De película, ¿no? –le dijo Dobre, riendo–. Pero esto es la vida real, y lo que ve
usted allí son humanos, humanos mejorados.
Zamfir quedó boquiabierto. ¿Dónde estaba la ética en este punto?
–Sé que, como científico –continuó Dobre–, esto le repugna.
El otro estaba mudo.
–No obstante –Dobre hablaba hasta con orgullo–, muchas cosas en la vida
deben ser sacrificadas, doctor Zamfir, y ya usted entiende a lo que me refiero…
–No, no sé a qué se refiere usted, Dobre –le contestó, irritado–. ¡No es posible,
no es posible! Puedo aceptar mejorar algo que esté enfermo, pero ¡esto, esto!,
¡esto no lo puedo tolerar!
–¿Y por qué no? ¿Lo que usted hizo con sus investigaciones geriátricas no es
acaso lo mismo que hacemos nosotros aquí? Mejorar la calidad de vida humana.
–¡No! ¡Cómo se le puede ocurrir decir eso! ¡Usted, usted no tiene conciencia
de lo que hace!
–Cálmese, doctor, cálmese.
–¡Cómo podría! Esto es… ¡es monstruoso!
–¿Monstruoso? ¿Por qué? Imagínese, digamos, a usted con una inteligencia
más alta de lo normal, con una fuerza y vitalidad superior a la de los demás…
¿No es acaso esplendido?
–¿Esplendido? ¿Con qué fin han creado estos… estos seres?
–Pues con el único fin de que ellos sean perfectos y felices desde el mismísimo
instante del nacimiento, con el fin de que no padezcan de las enfermedades que
nosotros hemos sufrido y sufrimos, con el fin de que no cometan las tonterías
que nosotros hemos hecho y todavía hacemos…
–¡Una locura, una locura! –e hizo un ademán de abandonar el sitio, pero
Dobre lo atajó.
–¿Qué me dice del Youngever? –le espetó Dobre, suspicaz, recordándole su
creación a Zamfir–. ¿No hace acaso que la gente rejuvenezca y viva más años?
Pues bien, esto es lo igual, pero con la variable de que estos futuros seres, estos
hiperhumanos, como les llamamos, no tendrán que acudir a su famosita droga,
¡porque ellos ya no tendrán que sufrir las imperfecciones que nosotros sufrimos!
Zamfir estaba espantado, y no podía creer que Stefan, el dirigente y científico,
guardara tales ideas en su cabeza. «Pero debí sospecharlo desde el principio», se
dijo, cabizbajo. «De ahí que guarde un ideario político parecido al de Hitler. ¡Y
yo que creí que hablaba así debido a mis descubrimientos!». El despecho era
supremo. No; me negaré a trabajar en este laboratorio. Aún así, pensó, por
principio científico, debo conocer estos procedimientos.
–Es decir, que estos son los futuros «ayudantes corporativos» de los que tanto
habla Stefan y su cofradía.
–Éstos son.
–Pero la gente ha creído que se trataba de robots, o algo por el estilo…
Cuando vean esto, de plano, les parecerá inaceptable…
–Ja, ja… –se carcajeó Dobre–. Ya verá que no.
–¿No?
–¿Cuándo un producto superior ha hecho mal en la existencia del hombre?
Nunca. La mejora, en cambio.
–Pero…
–No hay pero que valga. Le recordaré la historia natural de la vida terrestre
desde el principio, pero la historia verdadera, tal como es.
Zamfir ladeó la cabeza, negando.
–Remóntese a miles de millones de años atrás, cuando se produjo una enorme
colisión en nuestra galaxia, cuyo producto fue el surgimiento de nuestro Sol y
sus planetas. Luego recuerde aquella luz, solar, la lluvia de meteoritos bañando
nuestra superficie terrestre con agua, con vida. El caldo químico. Átomos
chocando unos con otros, electrones combinándose infinitamente en
configuraciones nuevas, que llevaron a la aparición de moléculas complejas,
como el carbono, la molécula de la vida. Procesos que significaron un cambio de
menor a mayor, de ceder el paso unas moléculas a otras, es decir, de sacrificarse
unas a favor de otras. Así surgió la vida unicelular, la unión de moléculas para
formar un ente único.
»¿Pero bastaba esta simplicidad? No, no bastaba. La evolución habría sido
imposible en este cuadro. ¿Qué sucedió entonces? El cambio de escenario. Había
agua, sol, tierra, comida. Pero había otros seres únicos también que luchaban por
la misma fuente de refacción. Luchar, he ahí la palabra mágica, el elixir de la
evolución, y luchar implica desarrollo, adelantarse al otro por cualquier medio,
evitando la extinción. Hubo acuerdos, unión de células, y apareció en escena la
vida pluricelular. Otra vez la cadena, otra vez el deseo de vivir. Los nuevos seres
fueron perfeccionándose, creando para sí nuevos órganos, la vista, el oído, el
olfato y los demás conocidos, y todo por sobrepasar al otro, a aquel que era su
amenaza presente, a aquel que vivía de lo que ellos subsistían. Este
perfeccionamiento continuó hasta llegar a nosotros, los seres humanos, que
somos su máxima expresión, la aglomeración de sus progresos.
»¿Pero somos en realidad su máxima expresión? Por los hechos sabemos que
no, que nos hace falta mucho para llegar a serlo, y la Naturaleza sabe que es así,
porque ella misma nos ha creado, ¡ella misma nos ha dado esta inteligencia para
que podamos sobrevivir y perfeccionarnos! Entonces, regido por este principio,
el de la Naturaleza, ¿no es acaso natural lo que estamos haciendo si sabemos que
desde siempre fue así? Todo comienzo, y cambio, es doloroso, ominoso, pero al
final, a la larga, es benéfico para los seres que se atrevieron a realizarlo. ¡Y estos
nuevos hombres, más inteligentes, más longevos, que guardan en sí mismos un
cúmulo de años de larga existencia universal, serán el futuro de nuestra
humanidad, que se transformará en hiperhumanidad, la que está más allá de
nosotros mismos, tal como ocurrió en aquella evolución de seres unicelulares a
pluricelulares, como la del neandertal a la del homo sapiens! ¡Y la Naturaleza lo
ha dictado así, porque nosotros, los que la escrutamos, somos también un
producto, aunque imperfecto, de Ella!
Zamfir no pronunciaba palabra.
–Es decir –dijo luego–, que usted justifica estos experimentos porque aduce
que ha sido comisionado por la Naturaleza para realizarlos.
–Por supuesto –dijo el otro cabalmente–. ¿Proviene acaso mi inteligencia de
otra dimensión, o los metales, químicos y máquinas de otro universo? Todo lo he
tomado de Ella, de sus entrañas.
–Pero según Stefan, en su ideario, estos seres ayudarán a la gente, como
«sirvientes corporativos».
–Es un juego de palabras, y usted lo sabe. Estos hombres serán los que
dirigirán los destinos de nuestra nación, ¡y es mucho mejor para nosotros, que
somos unos seres imperfectos cegados por la falsa ambición materialista!
–Pero hay una contradicción en lo que me dice: ¿Y no ambicionarán ellos
también la vida material, o la inmaterial incluso? De algo tendrán que vivir,
alimentos, seguridad, realización personal.
–No –dijo secamente–. Ellos tendrán otras cosas en qué pensar. Y Stefan, por
medio del Partido, se encargará de proveerles todo lo que concierne a sus
necesidades básicas y de dirigirlos intelectualmente.
–¿Pero qué cosas les meterá en la cabeza? ¿Lo sabe usted?
–Pues sencillo: no lo ha dicho en todo momento en sus discursos. Hará de
Rumania una nación rica y poderosa. Ya ve como hay en qué pensar, y mucho.
–¿Pero confía usted en la inteligencia de un hombre como Stefan, que es igual
a nosotros, imperfecto?
–Precisamente por eso hemos creado a estos seres: para que encuentren
nuestras imperfecciones y las subsanen.
–¿Y si después estos seres deciden eliminarnos, por inferiores?
–No habrá tal cosa; se lo aseguro. ¿Hemos eliminado acaso nosotros a los
monos? ¿Sí? No, ¿verdad? Allí están, colgando de los árboles y en los zoológicos,
llevando una vida sosegada y tranquila.
–No creo que usted viendo todo el cuadro, Dobre, no lo creo. Está tan absorto
en sus creaciones que no lo ve en todo su conjunto.
–¡Por favor, doctor Zamfir! ¡Si le he explicado la Historia Natural desde sus
comienzos, y aun así cree que soy tonto! ¡Por supuesto que he visto todo el
cuadro, y mucho más allá del marco!
Zamfir dio media vuelta y empezó a examinar los cilindros por fuera. Los
«hiperhumanos», como los llamaba Dobre, parecían unos gigantes, como unas
estatuas sacadas del Partenón griego. Era casi perfectos anatómicamente,
simétricos, musculosos, y dormían plácidamente nadando en el líquido. Hubo
algo que le llamó la atención: todos eran iguales, idénticos físicamente. ¿Por qué?
¿Eran acaso clonaciones de un mismo embrión humano?
–Ya veo que está pasmado por la visión –le dijo Dobre, orgulloso–. Y sí: todos
han sido clonados de un mismo embrión.
–¿Un solo embrión? ¿No han recurrido a un banco de esperma?
–No, hombre. ¿Cómo podríamos? Caería el telón. Stefan nos suministró el
semen; los óvulos los hemos conseguido de una muchacha universitaria llamada
Sonia, hija de un campesino, según me dijo Stefan, que se ofreció como
voluntaria.
–¿Hija de un campesino? ¿Por qué? Si querían seres perfectos, ¿por qué de
alguien sin instrucción? Sus genes guardarían una información muy pobre.
–Je, je… Nacionalismo… ¿Y qué tal si esta niña fuera acaso nieta del poeta
Iancu? Aquí todos estamos emparentados.
–¡Ah, vaya! Se dejaron llevar por un sentimiento nacionalista.
–Después de todo, queríamos que la esperanza de la humanidad surgiera de
Rumania, un país pequeño y pobre, es cierto, pero igualmente compuesto por un
crisol de razas mundial. Aquí encuentra usted latinos, eslavos, sajones, gitanos,
africanos, en fin, de todo y bien mezclado. ¡Qué mejor muestra que Stefan, un
judío rumano! Un nacionalismo mundial, digamos, para ser más exactos, je, je…
–Por lo menos no podrán alegar pureza de sangre.
–¿Y por qué no?
–Pues porque no la hay. Simple.
–Pues se equivoca. ¿Qué mejor pureza de sangre que aquella que aúna la de
toda la raza humana? Una sangre pura. No muchos pueden alegar lo mismo. Y
este hibridismo sanguíneo, precisamente, salvaguarda a los genes de
deformaciones genéticas y le da más vigor a la raza. Es una raza única de sangre.
Como le dije, no muchos pueden decir lo mismo.
–Pues mi padre era húngaro.
–Ah, húngaro. Pues somos los mismos eslavos.
Dobre se echó a reír.
–¿Sorprendido, doctor Zamfir? –escuchó el doctor. Se volteó.
Era Stefan que aparecía caminando poderosamente por el pasillo y
acariciando, en tramos, los cilindros.
–¿Qué opina?
Zamfir lo vio fijamente.
–¿No está de acuerdo? –volvió Stefan, sonriente.
–Es un científico –lo secundó Dobre–; debe de estarlo.
–Pues no lo estoy –dijo finalmente Zamfir, en enojos–. ¿Por qué no me había
dicho sobre estos experimentos? –le reclamó–. Me hace dudar de querer trabajar
aquí.
–No desespere, Zamfir –le dijo Stefan, tranquilo–. Ha de saber que usted
también ha contribuido al desarrollo de estos hijito míos –dijo, mimando de
nuevo los cilindros.
–¿Qué? ¿Ha utilizado la molécula de Resveratrol en la modificación de los
embriones? –preguntó con gran sorpresa–. Eso es inmoral; no debió usted
hacerlo nunca.
–Creo que soy libre de hacer uso de mis producciones genéticas según me
plazca –le respondió, tajante–. Ni usted, ni ningún otro, podrán decirme lo que
tengo que hacer. ¿Entendido?
Zamfir calló.
–Olvidémonos de estas manifestaciones –dijo Stefan, con falso
remordimiento–. Discúlpeme el exabrupto.
Dobre se acercó a Stefan, dejando a Zamfir solo.
–Mire, Zamfir –continuó–; lo he traído aquí porque confío en usted, en su
ética profesional, en sus conocimientos como científico, y no he querido dejarlo
por fuera en los créditos. Desde que desarrolló usted el Youngever, mi vida ha
dado un vuelco extraordinario. Nunca pude ser el mismo desde entonces. Veía
día a día, con gran placer, frente a mi espejo, como mi cuerpo recuperaba la
frescura y el vigor de antaño, como las arrugas desaparecían y como mi cerebro
mejoraba sus funciones sicomotoras e intelectuales. Dejé de sentirme viejo, inútil,
y de pensar en que mi vida, a esas alturas, carecía de algún propósito. Usted me
ha brindado lo mejor de mí, de mi naturaleza como hombre, haciendo emerger lo
noble de mi corazón. Le debo mucho. Y pensé: ¿por qué habría de gozar yo sólo
este milagro científico? Es injusto. Entonces decidí emprender esta tarea, esta
empresa jamás conocida en la historia del Universo. ¿Cuándo se ha visto esto
antes? Nunca, nunca. Ni siquiera el Universo mismo puede hacer lo que yo hago,
no, no puede, porque todo lo que Él ha creado es imperfecto y nace para
envejecer y morir. Y yo lo he superado a Él en ese sentido. ¡Míreme, soy joven a
mis cincuenta años, y día tras día rejuvenezco más, y estos seres, mis hijos, no
conocerán jamás la muerte! ¿Podría el Universo rehacerse a sí mismo como yo lo
hago? No, no puede. Y esto se lo debo a usted, querido doctor Zamfir. Y ya ve
que la empresa que ahora promuevo es monumental, única en su género, y yo
deseo que usted se una a ella, a nosotros.
Zamfir, a pesar de los halagos, estaba sobrecogido, incapaz de responder.
–Sé que le parece monstruoso, antinatural, ¿pero pensó lo mismo cuando
desarrolló su producto geriátrico? ¿Se imaginó usted las consecuencias de hacer
eterno a un hombre? Yo pienso que sí. Y pienso además que confió en mí, en que
no le daría mal uso a su descubrimiento, a su elixir, su piedra filosofal. ¡Y no lo
hecho! En cambio, pensé en crear una nueva estirpe, una nueva raza de hombres
perfectos, incluso superiores a mí, dejando a un lado mi naturaleza egoísta. Lo
hice pensando en Rumania, en usted como hombre de ciencia que busca la
perfección del género humano. ¿No es acaso cierto lo que digo?
–En cierto sentido, sí… pero llegar a esto… –señaló a los seres flotantes.
–Lo es en todos los sentidos, doctor; créame. Y existe otra razón para que me
haya atrevido a hacerlo…
Zamfir esta vez levantó el entrecejo. «De seguro que aquí saldrá a colación la
verdad».
–¿Recuerda usted al profesor Eugen Oprea?
–Por supuesto, fuimos colegas en la universidad…
–¿Y al grupo «Libertad»?
Zamfir parpadeó insistentemente.
–Pues bien, yo me hice de sus investigaciones…
–¿Pero cómo?
–En parte por medio de sus publicaciones universitarias, ¿las recuerda usted?
–Sí, pero las investigaciones se presentaban allí de manera superficial, fuera
de todo tecnicismo.
–Supe también que usted se apoyó en sus investigaciones para llegar al
descubrimiento de la molecula del Resveratrol. ¿Recuerda usted este artículo? Lo
citaré textualmente.
Sacó Stefan un folletín que cargaba en la chaqueta; se lo alcanzó a Dobre, que
lo leyó ante la mirada atónita de Zamfir:
–El resveratrol es una fitoalexina presente en las uvas y en productos
derivados como vino, mosto, etc., y en otros alimentos como las ostras, el maní
(cacahuete) y las nueces. El resveratrol tambien se produce por síntesis química,
y posee propiedades antioxidantes y anticancerígenas que prolongan la
longevidad de las células. Estudios recientes efectuados por Eugen Oprea,
biólogo molecular y por Vasile Iorgulescu, bioinformático, han revelado que esta
sustancia es también beneficiosa en el tratamiento de la obesidad. En cuanto a su
papel como sustancia ergogénica en el deporte, se ha demostrado en animales de
experimentación que mejora la capacidad física una vez sometidos a dieta
enriquecida con este producto, no obstante son necesarios estudios en humanos
para aclarar su verdadero papel en la fisiología y nutrición deportivas. Estas
futuras pruebas, según los científicos, de los efectos del resveratrol en el
metabolismo humano estarán listas en aproximadamente un año. Un
conocimiento completo de los efectos de determinados compuestos naturales en
la salud humana puede ayudar directamente a la formulación de fármacos e
incluso a la mejora mediante biotecnología de determinadas especies vegetales
para cumplimentar nuestra dieta y aumentar nuestra esperanza de vida.
El doctor se vio como descubierto, abochornado, como si hubiera cometido un
gran fraude.
–Así sucede en las ciencias –respondió dignamente Zamfir–: el conocimiento
de los precursores sirve para crear nuevas formas de pensamiento, nuevas
teorías científicas y, por ende, nueva creación de productos. Nada ocurre al azar
o por acción espontanea. Las lecciones del maestro concluyen cuando el pupilo
crea algo diferente con la base de lo enseñado. Supe de esto, por supuesto, y ese
artículo que Dobre sostiene en sus manos fue mi inspiración para crear el
Youngever. Por todos es sabido que mis estudios tienen como base las
investigaciones del grupo «Libertad». ¿Qué busca con ello? ¿Coaccionarme?
–De ningún modo –le dijo Stefan–, de ningún modo. Ya que me reclamó por
el uso del Youngever en mis experimentos, me vi en la penosa necesidad de
recordarle que, como usted mismo lo dijo, las lecciones del maestro concluyen
cuando el pupilo crea algo diferente con la base de lo enseñado. ¡Y he aquí mis
creaciones! ¿Podemos ver algo concreto ya, Dobre, o por lo menos dejar que uno
de estos hiperhumanos salga de ese vientre artificial?
–No todavía, señor Stefan –dijo Dobre–. Quizá, y siendo optimista, de aquí a
unas cuantas semanas.
–Está bien –le dijo; luego a Zamfir–. Pero no se preocupe, doctor, ya ve que yo
también me he nutrido con las investigaciones del grupo, en lo que se refiere a la
parte biogenética de los embriones.
–Me pregunto –dijo Zamfir–, cómo haría para obtener esa información.
–En esta vida, como en la otra, todo se compra, doctor –y echó a reírse.
Zamfir escondió el rostro.
–Ahora entiendo el porqué de las muertes…
Stefan se inquietó.
–¿Qué dijo usted? –le preguntó alterado.
–Las muertes de mis colegas… –dijo Zamfir, envalentonado; un súbito
pensamiento le decía que Stefan los había mandado a matar–. ¡Usted, usted es el
responsable de los asesinatos…! ¡No sé cómo… por Dios, no lo sé… no sé cómo
he podido trabajar para usted cuando es el asesino de mis amigos! ¡Oh, Dios!
–Pues se equivoca totalmente –le dijo Stefan, ya reposado–. ¿Recuerda usted a
Alexandru, el «Químico», el proveedor de anabólicos a los atletas?
Zamfir cayó en la cuenta.
–Pues bien –siguió Stefan–, él los asesinó a todos.
–Se ríe usted de mi inteligencia, Stefan –le replicó–. Alexandru estaba muerto,
desaparecido, cuando las muertes ocurrieron.
–No; no suelo equivocarme a menudo, Zamfir –le contestó–. Haga memoria.
¿No tenía Alexandru un hijo? Si mal no recuerdo se llama Adrian, «Dragos» lo
apodan en el bajo mundo.
–Adrian Dendiu. Lo recuerdo. Pero ese joven no siguió los pasos del padre; es
un empresario de éxito, estudiado en el extranjero, desconocedor de los asuntos
criminales que manejó Alexandru.
–Eso es lo que usted cree, Zamfir; pero Adrian es dos veces más terrible que
su padre. ¿Por qué cree que me empeñé en sacar adelante este proyecto?
«Al fin salieron a relucir tus verdaderas intenciones, Stefan», pensó Zamfir.
–No tengo ni idea.
–Pues porque Adrian se ha hecho de los descubrimientos del «Libertad». ¿No
se le hace curiosa la existencia del «Balaur», ese espanto que azota la ciudad y
que anoche me atacó a mí, a Belinca y a los dirigentes del PMRU? Y tome notas
de esto: apareció justamente después de la muerte de Oprea. ¿No cree que
Adrian haya mandado a asesinar al hombre una vez que le hubo arrebatado sus
conocimientos? ¿Para qué le serviría después? ¿Para que hablara algún día?
Además era dirigente del PMRU. Era mejor matarlo. Y fue lo que hizo. Y no
contento con esto empezó a asesinar a los demás científicos, y a los que eran
dirigentes del partido, como Constantine Gaspar, buscando con ello dañar el
seno de la dirigencia.
–No veo la conexión –dijo Zamfir, acometiendo el ataque–. ¿Qué tiene que ver
el PMRU, las investigaciones de mis colegas, con los ataques del balaur, que dice
usted es una creación de Adrian?
–Vamos, Zamfir, no cierre usted los ojos. El PMRU es el partido que está por
arriba de los demás, y después de las elecciones internas, será el que pondrá en la
silla presidencial a su candidato. Adrian desea mantener a Rumania en la
anarquía. En cuanto a los estudios del grupo, pues el balaur es la mejor prueba
de lo que digo.
–Pero, ¿por qué? ¿Qué gana él con eso?
–¡Que qué gana con eso? Ay, Zamfir; ¿está usted ciego? “En río revuelto,
ganancia de pescadores”.
Zamfir se encontraba ante un gran dilema. En cierta forma, Stefan tenía razón,
y, por otra parte, en el caso del balaur, que según las noticias había sido la bestia
que asesinó a sus colegas, había atacado a éste la noche del mitin; así, ¿cómo se
mandaría a matar él mismo? Era ilógico y, por deducción, lo exculpaba de ser el
responsable de los crímenes. El balaur, ese monstruo, tendría que haber seguido
las instrucciones de Adrian, el otro poderoso de la industria química, el único
con vastos recursos para crear una criatura como ese espanto, tal como Stefan
hacía lo propio en los Montes Metálicos, defendiéndose del otro. Pero, aún así,
¿por qué? Pues porque Stefan era el gigante de la industria que Adrian quería
liderar, además de ser prácticamente el próximo candidato del PMRU para las
elecciones presidenciales. ¿No podría Stefan, una vez en el poder, arruinar sus
negocios? ¿Era una cuestión de competencia comercial entonces? Allí estaba el
meollo del asunto.
Zamfir encaró a Stefan.
–Entonces, ¿todo esto se trata de ganar una competencia comercial y
política? –le preguntó, fijo los ojos.
–Voy a serle sincero, Zamfir –le contestó Stefan, aclarándose la garganta–. En
parte, sí. Pero en el fondo, me veo motivado por los argumentos que le manifesté
antes. Usted es de mi confianza, Zamfir, de mi equipo de científicos, y no tengo
ya más razones que ocultarle. Sé que ante sus ojos pueda parecer un necio
incurable, un pervertido de la ciencia, pero ya ve qué cosas me han impulsado a
actuar de esta manera un tanto extraña para el común de las gentes. Usted me
conoce, y sabe que no soy un hombre malo. Soy bueno; estoy de parte de los
hombres de espíritu superior, como el suyo. Por eso le pido, mejor dicho, le
ruego, que acepte mi oferta de trabajar para Eugenetics. ¿Le gustaría trabajar en
este laboratorio? Descubrirá cosas interesantes en él. En el futuro, usted será
recordado como el padre de la Nueva Humanidad.
El doctor caminó unos cuantos pasos hacia los cilindros, e hizo como si se
concentrara en ellos, con las manos enlazadas atrás de la espalda. ¿Qué camino
seguir? ¿El de Stefan, que se decía inocente y un patriota que añoraba el
engrandecimiento de Rumania, además de ser un promotor científico sin igual?
¿O hacerse a un lado, y dejar que Adrian continuara matando a los hombres de
ciencia del país, creyendo que con esto debilitaba el poder de Stefan? Esto último
lo decidió. ¿Sería yo el próximo en morir?, se dijo. Todo apunta a que sí.
Entonces debía buscar refugio, y que mejor que el de Stefan, quien era superior
en fuerzas a Adrian. Se tapó el rostro con una mano, palpándose la frente y
ladeando la testa.
–Sí –le dijo–. Acepto la oferta.
Stefan se lanzó una gran carcajada y lo abrazó, efusivo.
–Ya sabía que podía confiar en usted, mi querido Zamfir. No se arrepentirá. Y
ahora, con su permiso, debo volver a Bucarest, a la sede del PMRU. Y usted,
Dobre –el otro tenía el folletín en la mano, que enseguida le arrebató–, estese listo;
mañana vendrá el cargamento.
28
Una visita inesperada
___
16
Se refiere al Salmo 82:6; Juan 10:33-34
daban esas cosas, cuando unos pocos versados, que gustaban de hacer ciencia
experimental en la oscuridad de las cuevas o en los húmedos rincones,
hábilmente, manipulando sus conocimientos sobre algunos hechos naturales que
dejaban boquiabierta a la gente vulgar, lograban convertirse en sacerdotes
mediante estos artificios, e incluso en dioses.
Sí; había errado el camino. Lo que Jesús quiso decir fue esto: que todos somos
dioses porque Dios nos creó de su propia esencia; y nada fuera de esta
interpretación podía darse por válido. Y la ciencia proviene del hombre, pero no
por ello es divina, no, pues cabe la posibilidad de que provenga de una de las
dos fuerzas que se ciernen sobre él, la una que lo aconseja y la otra, que lo
desaconseja, o sea: de Dios o del Diablo. El primero era pura sabiduría, paz; el
segundo, necedad, rebelión. Y si la ciencia negaba la existencia de Dios –porque
la niega, y no puede retractarse de esto; si no, ahí están sus campeones: Descartes,
Lavoisier, Rosseau, Voltaire, Diderot–, entonces la fuente de la que proviene es la
del Diablo. Y él, el ministro de Dios, lo había comprobado en el laboratorio de
Tassus y con el ataque que sufrió Baros en el cementerio.
Salió de la casa pastoral y entró al salón de la iglesia; abrió las puertas, para
marcharse.
–Pastor Faina. –Era una voz ronca que lo requería. –Un minuto, por favor.
Cerró rápidamente la puerta, sin atender el llamado, un tanto nervioso.
–¿Puedo hablar con usted, adentro, en la iglesia? –le dijo el hombre,
penetrando en su espacio vital.
Faina le echó una mirada de pies a cabeza: era muy robusto, y vestía un gabán
largo y negro, de cuello alto, embutida la cabeza en un sombrero también negro,
ala ancha, que le escondía el rostro. La disposición del cuerpo le sugería al pastor
que el hombre estaba decidido a no dejarlo ir, a menos que lo atendiera. Le
recordaba a los hombres de la policía secreta comunista. ¿Tendría razón Iliescu
cuando, en la universidad, lo alertó de lo revolucionario de sus sermones?
–Claro, hijo –le dijo Faina, abriendo dificultosamente la puerta–. Pasa, pasa.
Estás en la Casa de Dios, tu casa.
El hombre de negro ni siquiera lo veía a los ojos, que ocultaba en el ancho
cuello del sobretodo. Metió la mano en uno de sus bolsillos. Faina advirtió, con
miedo, aquella acción.
–¿En qué puedo ayudarte, hijo? –le preguntó dócilmente–. ¿Tienes algún
problema? Habla, que Dios te escuchará.
El otro estaba allí, parado, sin emitir palabra, y las manos en el gabán, como si
escondiese algo, un cuchillo, por ejemplo.
–¿Conoce usted al agente Popescu? –la pregunta fue hecha de ramplón, sin
miramientos ni entonación.
Faina se alarmó. ¿Qué decir o qué pensar? No lo conocía; muchas cosas
pueden salir muy mal cuando se abre la boca; sentía reventar la cabeza por la
presión de una prensadora. Pero Dios está conmigo.
–Sí, por supuesto –le contestó, expectante–. Es uno de los hermanos de la
iglesia.
El hombre sacó rápidamente una mano del bolsillo, y Faina, que imaginaba
saltar de él un arma, se retrajo; sin embargo, el otro sacó una hoja de papel bond
doblada por la mitad, y se la alcanzó.
–Entonces entréguele esta nota.
–Pero…
El hombre no lo dejó que hablara; salió de la iglesia con paso medido y seguro,
sin percatarse de las gotitas de sudor que resbalaban de la frente de Faina.
¿Quién era ese extraño que expedía un olor cercano al azufre? ¡El Diablo! Muchas
cosas raras estaban ocurriendo en la ciudad los últimos días, muchas. ¿Y esto?
¿Qué hago con este papel? ¿Me dijo que se lo diera a Popescu, eso fue lo que dijo,
verdad? Oh, Dios, pero si hoy es jueves y éste no se asoma al púlpito sino hasta
el sábado por la noche.
Curioso, desdobló la nota; decía:
___
–Está a punto de caerse –le dijo Baros a Blue–. Si no fuera por la columna
interior, el Ateneo ya se habría derrumbado.
–Parece una boca sin dientes –agregó Rosa–; je, je, una boca jocha, ja, ja…
«Ay, qué trío de tontos», farfulló Popescu. «Los tres chiflados».
Como el tráfico estaba cargado en el bulevar Dacia, debido a la destrucción
del centro de la ciudad, los agentes, que habían pensado llegar a la Piata Romana
por el norte, bajaron por la calle Golescu y cogieron la Strada Stirbei Voda, al sur,
para dar justamente con lo que quedaba del Ateneo. Por donde alzaran la vista,
encontraban destrucción y desolación: autos con las ruedas hacia arriba o
canteados, edificios perforados y vitrinas rotas. Los equipos de emergencia
empezaban a limpiar aquel alboroto y los bomberos apagaban incendios fatuos.
De la policía científica apenas había quedado un agente, que se acercó a ellos. Era
Orban, el perito.
–¿Fijaron la escena del crimen ya? ¿Evidenciaron algún indicio de los
autores? –le preguntó Baros.
–Sí –le contestó el otro con frialdad pero en el fondo asustado–; hemos ido
tomando fotos y estableciendo croquis y diagramas, partiendo de lo general a lo
particular, buscando relevamientos de huellas y toda clase de indicios.
Empezamos por la Piata Romana, lugar primigenio del crimen, y luego hemos
venido descendiendo en inspección ocular por más rastros.
–Bien. ¿Qué hay de los muertos?
–Ya en la morgue. Aquí tienes algunas fotografías que se revelaron esta
mañana. Como sabía que vendrías, pues me tomé el costo de traértelas –y le hizo
el perito un guiño.
–Esto es en la Piata Romana –dijo Baros.
–Sí; en la zona del ataque. Los fallecidos son tres: Chilia Gusa, Gheorghe
Barbu e Ilie Puwak: vicepresidente y vocales del Comité Central del PMRU.
Todos ellos celebraban un mitin político esa noche…
–Sí, sí, lo sabemos, ya lo sabemos –irrumpió Popescu, hastiado–. Mejor
dígame, ¿qué indicios materiales han podido encontrar?
–Verá –sacó una libreta de apuntes–, para mí, tres indicios levantados valen la
pena de ser objeto de explotación…
–Pues diga cuáles son de una vez –volvió a interrumpirlo Popescu–. ¡No sé
por qué da usted tantas vueltas!
–Si me dejara hablar quizá se los dijera, pero…
Popescu levantó las manos al cielo, impaciente. Baros lo hizo a un lado y
retomó el diálogo con el perito forense.
–Hazme el favor de continuar, Orban. –Le devolvió el guiño.
–Bien –le dijo, acercándosele, contento; luego en susurros–, ¿cómo puedes
aguantar a ese tipo? Es un majadero impertinente. Pídele a Maior que lo releve. –
Popescu parecía leerle los labios; entonces dijo, con voz templada. –Como te
decía, Baros, para mí son tres los indicios dignos de explotación: el primero, la
causa de muerte de los diputados –le señaló las fotografías–; ¿ves las marcas?: la
manopla de acero. ¿Te acuerda de lo que vimos ayer en la tarde, en la salida a
Brasov, y también de los casos anteriores? Las mismas. El segundo indicio: este
rótulo –extrajo otra fotografía del bolso donde aparecía un objeto metálico
parecido a un armazón para cubrir el pecho, rubricado con una escritura
futurista–. ¿Puedes leer lo que dice allí, agente? QROBOT. Y el tercer indicio –de
nuevo otra foto–, para todos el más importante: sangre. La huella genética del
autor.
Baros, atónita. Cogió las fotografías y se las mostró a los demás.
–¿Tenemos los medios de laboratorio para hacer los análisis clínicos?
–Por desgracia, no; he hablado con Maior sobre el mal estado de los equipos,
pero éste siempre arguye que están bajos de presupuestos. Habrá que mandar a
hacer los análisis a Hungría o tal vez a algún laboratorio privado.
–Ah, me lo dices a mí –dijo penosamente Baros, y echó una mirada a Blue–,
que tengo una cartera de mil homicidios. ¡Estoy que reviento! Pero para hacer
política sí tienen… Bueno, bueno, a lo nuestro. ¿Qué han pensado hacer ustedes
con esta evidencia biológica? ¿Existe un laboratorio privado aquí en Bucarest que
pueda ayudarnos?
El forense hizo un gesto de indolencia.
–No –le contestó–. En eso estamos muy atrasados. ¿Pero te acuerdas de aquel
señor Oprea? El que nos dio clases de medicina forense en la universidad. ¿Ya?
Creo que Popescu lo conoce también. Asistimos juntos. ¿Te acuerdas?
Baros arrugó los pliegues de la frente. «Sí; ahora me acuerdo.» Y se acordó
también de la idea de Scott de fundar un centro de investigaciones genómicas en
Bucarest. «Al final tenía razón Fraiser.»
–Claro.
–Bueno, él manejó, hasta antes de su desaparición, un laboratorio que hizo
instalar en la universidad. Ahora, que después de morir, no sé si todavía estará
en funcionamiento.
–Nosotros podríamos ayudar –terció Blue–. Antes de enrolarme en la policía,
trabajé como ingeniero en genética; incluso creé un programa bioinformático
para estos casos.
Baros, al escuchar aquella declaración, se sintió más atraída. «Además de
bello, inteligente», pensó. «Por eso te amo, mi bello». Rosa notó esta disposición
y se acercó para espiar. Popescu emblanqueció los ojos.
El forense vio a Blue con cierto recelo. «Usted, que parece un muñeco de
porcelana, sabe de ingeniería genética. No lo creo».
–Digo, sí me lo permiten ustedes los de la Policía Científica –acabó por decir
Blue.
–Habría que hablar con Maior –dijo el forense.
–No son necesarias ninguna de las dos medidas –dijo Baros–: el laboratorio
aún funciona. El encargado ahora es el profesor Tassus.
–¿Y tú cómo lo sabes? –le preguntó Orban.
–Ah, porque precisamente hablé con él no hace mucho; siempre en relación
con los casos del balaur.
–¿Habías encontrado sangre antes?
–No, no… –le contestó Baros–. Recuerda, Orban, que la mayoría de los
asesinados eran científicos de la universidad –al decir esto echó una mirada de
extrañeza hacía el final de la calle–. ¿Pero qué hacen estos dos aquí?
Los demás le siguieron la vista, y pronto vislumbraron las figuras de Scott y
Faina, que caminaban trabajosamente, cansinos. El pastor venía ahogado.
«¡Vaya, lo que faltaba!», exclamó Popescu, irritado. Rosa y Blue se alegraron
de encontrarse nuevamente con el doctor Fraiser y de verlo sano y recuperado de
sus espantos.
–Disculpen que nos hayamos aparecido cuando están ustedes en pleno
trabajo –dijo Faina, sofocado–, pero es que teníamos que dar un aviso importante.
–¿Un aviso importante? –preguntó Popescu, más irritado todavía–.
Perdóneme, pastor, pero debieron ustedes esperar a su amiga por la tarde –lo dijo
recriminando a Baros con la mirada.
–En realidad soy yo el verdadero causante de esta interrupción –acotó Faina,
ya sereno–. El doctor Scott me hizo el favor de acompañarme. Íbamos a buscarlos
en la universidad, a unas cuantas cuadras de aquí y hasta donde nos podía dejar
llegar el tráfico, cuando los vimos. ¡Y no sea insolente, muchachito –lo amonestó
de pronto Faina–, que es por usted que vengo!
–¿Por mí? –inquirió el otro–. Si iba ir a la iglesia hasta el sábado, como
siempre.
–No –lo contradijo Faina–, no es por eso tampoco. Tome –le dijo
extendiéndole la hoja de papel–. Y ustedes disculpen, señores –les dijo a los
demás–; tengo que hablar a solas con el agente Popescu –lo cogió por el brazo.
El otro se dejó acarrear mansamente hacia el bordillo de la calle.
–¿De qué se trata esto, Popescu? –le reclamó Faina–. ¿En qué cosas anda
metido? No sabe el susto tremendo que me ha hecho pasar.
–Pero si yo no sé nada –le respondió–; ni siquiera sé porque me da este
pedazo de papel.
–Ábralo.
Popescu desplegó la hoja. Se le abrieron los ojos con desmesura. Giró la
cabeza y vio a Faina de frente. La ira le hizo brotar las venas.
–¿Quién se lo dio? –le preguntó.
–Un tipo extraño, hediondo a azufre, vestido de negro.
–¿Le dijo algo más?
–No; nada. Me pidió solamente que le entregara esta nota.
–¡Apúrate, Popescu! –le gritó Baros desde la otra acera, despidiéndose y
dándole las gracias a Orban–. Nos vamos al laboratorio.
–¿Al laboratorio? –exclamó Popescu, desorientado.
–Blue y el agente Rosa quieren entrevistar a Tassus en el laboratorio de la
universidad. Además le preguntaremos si nos puede ayudar con los exámenes
clínicos. ¿Viene usted también, pastor? Scott irá conmigo.
–Sí, sí, hijita –le contestó Faina–. Dame un segundo. ¿Y bien, Popescu? –le dijo.
–No se preocupe, pastor –le respondió éste–. Esto es muy común en mi oficio.
Partamos.
Subieron a los autos y arrancaron. Ya adentro de la universidad caminaron
directo al laboratorio. Se presentaron. Los atendió Sonia, quien al ver a Popescu
adquirió un matiz sonrosado. Le gustaba verlo junto a los demás agentes, ya que
lo hacía lucir interesante, importante, pero éste le había lanzado una certera
mirada de menosprecio. Se le ajó la cara.
–El profesor Tassus no vino a trabajar hoy –dijo dirigiéndose a él, con tiento–.
Al parecer ha tenido problemas para desplazarse.
–Vaya jefe el que tienes, querida –le respondió, encrespado; Sonia se sintió
avergonzada–. ¿Y cuándo se aparece tu jefito?
–Qué mala pasada –exclamó Rosa, a un lado–, y precisamente hoy que
necesitamos su ayuda.
Blue, en cambio, seguido por Baros, merodeaba en los estantes del laboratorio.
«Está bien equipado», pensaba. «Me pregunto en qué estará trabajando
Tassus en este momento».
–Jamás hubiera creído que usted entendiera de estas cosas –le dijo Baros,
meliflua, sacándolo de sus introspecciones–. Se ve tan joven…
Blue la escuchó, contento, guardando silencio. Esa voz afónica le atraía.
–Ah, perdón, Baros, ¿me decía que quería que saliéramos a darnos una vuelta
juntos? –le contestó al fin con picardía. Definitivamente Baros le gustaba mucho.
–Ja, ja –rió la otra, ruborizada–. ¿Y su amigo? ¿No lo irá a meter en problemas
con su jefe?
–No; ¡qué va! Lo podemos llevar también. Ja, ja. No hay ningún problema.
Ambos empezaron a sonreír, adyacentes, uno al lado del otro, compenetrados
en uno sólo, amándose en un cruce de miradas encendidas. Baros le hizo un
guiño con la nariz, que Blue respondió con una contracción de labios. La deseaba
él a ella y ella a él. Rosa se clavó de por medio.
–Qué bien lucen juntitos –les dijo, devorando con la vista a Blue–. ¿Quiere que
le revele un secreto, agente Baros? –Blue empalideció. «No irás a cometer una
barbaridad», decía en gestos a Rosa, «no en este momento». Baros se dijo: «¡Otro
secreto!», e involuntariamente se enfiló hacia Scott.
–¿No me diga que Blue está casado?
–Peor todavía –le respondió Rosa con un sarcasmo que la hacía gustar de las
delicias del mal.
–¿Peor? –Baros esta vez sintió dudas.
–Sip –dijo Rosa, jugando.
Blue, patitieso. «Eso pasa cuando se juega con fuego. Aquí viene a flote mi
bisexualidad».
Rosa tomó a Baros por la mano y se le acercó al oído. Le susurró:
–Este hombre es todo un Casanova.
La otra empezar a reír a carcajadas.
–Noooo… Si con ese talante, cualquiera…
Blue no sabía que pensar. «¿Le habrá dicho que soy gay? Se ríe de mi
condición».
Ya iba a replicar con una negación, cuando apareció Scott, Faina en la cola,
hablando:
–Dice Sonia que va a tratar de comunicarse con Tassus, pero que sería mejor
venir a visitarlo en la tarde, o bien mañana…
Popescu le daba la espalda a su novia, que veía a los otros con miedo.
–Sería mejor que viniéramos mañana –alegó–. Hay trabajo hoy con los
forenses de la Policía Científica.
–Está bien –dijo Baros–. ¿Ustedes que dicen?
–De mi parte –le respondió Rosa–, se hará como ustedes quieran.
Blue coincidió con ésta.
–Volveremos mañana –dijo Baros.
Y salieron todos del laboratorio.
–Adiós, Popescu –le masculló Sonia, dolida por que éste salía sin despedirse
de ella.
Popescu hizo un gesto de asco con la nariz, al tiempo en que resoplaba por la
boca, rechinando los dientes, como esos animales que, una vez satisfecho el
instinto, menosprecian a su presa. La otra, despreciada, se echó a llorar,
compungida. «Qué estúpida soy, qué estúpida soy», se reclamaba, sentada en un
rincón del recinto. «Pero me las vas a pagar algún día, Popescu; te lo juro», y
salió del laboratorio, arrebatada por el llanto, corriendo. ¿Qué hacer con esta
maldita vida?, se decía mientras escapaba por pasillo, dejando atrás la
universidad. Se mantendría así, corriendo y corriendo, sin escuchar el claxon de
los autos ni los gritos de la gente avisándole que por poco moría atropellaba,
¡fíjate por dónde vas, muchacha loca!, sí, correría sin saber adónde, hasta
perderse, sí, perderse bajo las llantas de un autobús o del metro, o en la horrible
oscuridad de su dolor, que esperaba amainar con el cansancio.
30
Los remordimientos de un libertador
«Y sola, sin su nido, volará el águila cruzando el sol. Entonces, cuando llegó al pie de la
colina, miró al mar otra vez y vio a su barco acercándose al puerto y, sobre la proa, los
marineros, los hombres de su propia tierra. Y su alma los llamó, diciendo: “Hijos de mi
anciana madre, jinetes de las mareas; ¡cuántas veces habéis surcado mis sueños! Y ahora
llegáis en mi vigilia, que es mi sueño más profundo. Estoy listo a partir y mis ansias, con
las velas desplegadas, esperan el viento”.»,
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Tassus, al ver las noticias por la televisión, había llegado por la madrugada al
hostal en busca del balaur, pues le preocupaba que éste estuviera seriamente
herido; sin embargo, la habitación, al entrar, estaba vacía. «¿Qué le pasaría?», se
preguntó afligido. «¿Caería muerto a manos del otro engendro?». Decidió
esperar. Dos horas después, entraba el hombre, cubierto enteramente de negro.
Fue a cambiarse detrás de una cortina. Salió con la cabeza tapada.
Tassus advirtió que su cuerpo manaba sangre por los costados y de las
extremidades.
–Déjame desinfectarte las heridas –le dijo–. ¿Dónde estabas?
–Volví a pelear con esa criatura –dijo el otro calladamente, doliente–, la del
hotel. Ahora sé que se trata de un robot.
–¿Un robot? –preguntó Tassus, escéptico.
–Sí; es una creación de Dragos.
–¿Por qué lo dices?
–Porque Dragos estudió robótica en el extranjero.
Tassus quedó pensativo. ¿Cuáles eran las intenciones de Dragos con la
creación de estos artefactos? No tenía la más mínima idea. ¿Curiosidad científica,
empeño empresarial, o –aquí se le erizó la piel– sicarios disfrazados? Su padre
había sido un poderoso líder del crimen organizado, ¿no podría el hijo seguir sus
pasos? Era lo más seguro, pues desde lejos podía distinguir que luchaba contra
Stefan por control y poder.
–Al principio dejé que atacara a Stefan –dijo el hombre encubierto–, pero una
vez que vi a Razvan a su lado, lo enfrenté para evitar que lo asesinara. Es crucial
que viva.
–Entiendo –le dijo Tassus–. ¿Pero y esa gran destrucción?
–El robot insistía en eliminar a todo aquel que le estorbara el paso… decidido
a matar a quienquiera quesea…
Tassus guardó silencio.
–Es por eso que debes decidirte pronto por partir del país, Tassus –le dijo la
criatura–. Estoy seguro de que Dragos atacará a Stefan en los Montes Metálicos;
necesitará ayuda. Tendré que abandonarte, y estando Popescu en la ciudad…
–¿Qué hay con Popescu?
–Stefan ha de estar reorganizándose, planeando las formas de atacar a Dragos,
y a todos aquellos que guarden una relación con el grupo Libertad. Popescu es
uno de sus sicarios; recuerda que las elecciones internas se acercan: el judío no
querrá ver su nombre apañado. Vete, huye… Habrá una gran mortandad.
A Tassus le tembló el cuerpo.
–Con nuestra aparición en público, es casi un hecho que la policía de
investigación llegará a interrogarte, y con ella Popescu. Te matará.
–No veo en qué podría incriminarme la policía…
–¡Por favor, Tassus! No te pases de ingenuo. ¡Piensa! Casi todos los
asesinados han sido miembros del grupo y aunque la agente Baros no ha podido
dar con la conexión que nos inculpa a todos, ya ha logrado entrevistarte. Es
seguro que sólo una pieza le haga falta. Serás identificado, servirás de testigo, y
estarás a merced de Popescu, que no te perdonará.
Tassus empezó a costurarle y vendarles las heridas, que eran profundas y
cortantes.
–Te atacó a cuchillazos… –le dijo.
–Con garras de acero. ¡El muy maldito!
–¿Pero Dragos?
–Sí; estoy seguro.
Tassus terminó la labor. Se tiró en un silla, suspirando. Estaba tenso y las
dudas empezaban a acecharle. ¿Qué hacer? Huir o revelar la verdad. De todas
formas, algún día tendría que morir. ¿Y morir en vano, dejando a los culpables
vivir una vida tranquila, impune, riéndose de la justicia, no sólo la humana, sino
la Natural, no era acaso injusto?
–¿Qué tal si le confesara toda la verdad a la agente Baros? –dijo en tanteos.
–¿La verdad? –le dijo el hombre–. ¿Cuál verdad? ¿Habrá algún agente o juez
que te pueda creer lo que le estás diciendo? Te tomarán por loco, por un
científico loco.
–Pero los sucesos de ayer por la noche me avalan, mis archivos científicos, las
pruebas de laboratorio.
–¿Y tú crees que Estigia o Dragos dejarán que éstos sobrevivan? Los
quemarán y a ti con ellos… ¡Vete, Tassus, huye, huye! Tu fin está próximo. Estos
días serán de furia…
Un silencio abrumador se hizo en la habitación en tanto que Tassus observaba
aquella gran masa deforme compuesta de músculos desproporcionados y voz
quejumbrosa y profunda. Daba terror verlo.
–Entonces habla con tu amigo el canciller –le dijo de presto Tassus–. Estoy
dispuesto a abandonar Rumania si con ello evito que nuestras investigaciones se
salven de las llamas del fuego.
El monstruo, quitándose la sabana que le cubría el rostro, le lanzó una mirada
recriminadora.
–Échame una ojeada –le dijo–. Soy un producto de esas investigaciones, ¿te
parece correcto, ético, que sigas ensayando con ellas?
Tassus calló. Ciertamente la pregunta era capciosa.
–Tú estás en una etapa experimental –le dijo–. ¿Quién dice que en el futuro no
perfeccionaremos las técnicas? Sería horroroso y estúpido botar a la basura todos
estos años de investigación por un experimento fallido.
La masa deforme descargó un grito de espanto. Tassus empalideció.
–¡Márchate! –exclamó furiosa–. ¡Vete!
Tassus se levantó de la silla, a tientas.
–La próxima vez que vengas, vente preparado, porque te irás a México –le
dijo la figura cuando éste cerraba la puerta–. ¡Será el fin de este experimento que
jamás tuve que haber realizado! –y volvió a gritar con fuerza.
33
La quema del laboratorio
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«Todo listo, jefe», le dijo Muma por la línea. «¿Procedo a destruir el lugar?»
«Hazlo», le confirmó el Estigia. «Y te quiero acá después».
«Entendido».
El laboratorio se encontraba al final de las columnatas dorias de la
universidad, que sostenían sobre sí sublimes estatuillas griegas; Muma tenía en
sus manos el detonador de explosivos. A esa hora de la tarde, el movimiento
estudiantil se había vuelto escaso y apenas unos cuantos educandos charlaban,
retozones, sentados bajo las escalinatas del frontis muy al estilo del Partenón
ateniense.
En el justo momento en que Estigia daba la orden de detonación, Tassus subía
por las graderías, a unos cuantos metros del laboratorio. Entonces Muma
oprimió el botón, ante la perplejidad de Tassus, que salía expulsado por la
liberación de la energía contenida. Se levantó el profesor y salió corriendo como
loco, sin que Muma lo advirtiera. Luego éste montó una motocicleta que lo
esperaba en el bulevar Republicii y se escapó rumbo a Obor, para entrevistarse
con el Estigia.
–Hecho –le dijo al Estigia.
–A si me gusta –le respondió el jefe–, que las cosas que se hagan sin dilación.
Muma se sintió halagado.
–¿Había gente en el laboratorio? –le preguntó el Estigia.
Para colocar los explosivos, Muma se había introducido por los ductos de aire
acondicionado y, desde arriba, no había podido ver con claridad hacia abajo, por
lo que desconocía la existencia de personas en el laboratorio. Sin embargo, para
complacer al jefe, que no tardaría en castigarlo si se daba cuenta de que no había
hecho el trabajo completo, le dijo que sí.
–El profesor Tassus y sus asistentes estaban adentro.
–¿Seguro? –Estigia notó que Muma no le decía la verdad.
–Estoy seguro que fue así como le digo –le respondió el otro tomando aire.
–¿Todo quemado, destruido? ¿Archivos, papeles, Tassus y sus asistentes?
–Como usted lo requirió, jefe.
Estigia se sintió reconfortado.
–Un retraso más para los agentes –dijo–. Sin Tassus, el eslabón vuelve a estar
perdido.
Fumaba el Estigia un cigarrillo detrás de biombo, pensando en que ya era
hora de enfrentar a Dragos en su propio patio; lo apagó con el pulgar, que al
sentir la brasa en la piel, lo llenó de ardor.
–¿Tienes alistada a tu gente? –dijo a Muma.
–Sí –recibió en respuesta.
–Óyeme, entonces –la voz se volvió grave y silenciosa–. Quiero ese edificio
del Colentina derribado. ¿Me sigues? ¡Derribado! Luego te vas hacia los Montes
Metálicos, a la fábrica de Stefan David, con un cargamento de óxido nítrico.
Llama a Blaga, el serbio, para tal propósito.
–¿A los Montes Metálicos? ¿Stefan David, no es el diputado que sufrió otro
atentado ayer?
–Sí. Me ha pedido protección por esto. Seguirás sus órdenes al pie de la letra.
No hagas caso de lo que veas allí.
–¿Y qué pasará con los negocios de acá? Radiu me ha pedido un cargamento
de anfetaminas. Ya he hablado con Sergiu, en Hungría, para que me lo envíe; y
como usted me había dicho que hasta el otro miércoles derrumbara el edificio de
Dragos, pues me comprometí…
–Ya encargaré esa tarea a Pupa… Déjame eso a mí. Por lo pronto, obedece,
llama a Blaga antes de atacar a Dragos, y después llévate a la gente a los
Cárpatos.
–Por cierto, que aquí tengo el dinero de la operación con Varujan; me dijo que
para la próxima semana iba a necesitar más anabólicos. Tenga –y le alcanzó un
maletín a través de una abertura del biombo.
–No –le dijo el Estigia, rechazándolo–. Me has sido leal por muchos años
Muma, y ya es hora que delegue en ti ciertas funciones.
El otro irguió la cabeza, emocionado. Finalmente sus esfuerzos habían dado
frutos. Pronto el Estigia le asignaría funciones financieras, alejándolo ya de las
operacionales. Después de tantos años, se merecía un ascenso.
–Haz un depósito a nombre de Mircea P… cuenta no. 1155122… –y se perdió
en detalles.
–Está bien –le contestó Muma, alegre, y salió de la oficinita en dirección al
banco.
«Ya veremos quién gana esta competencia, Dragos», susurró el Estigia. «Por si
se te ocurre devolverme la gracia, te estaré esperando en los Cárpatos. Ese será tu
fin».
34
La exposición de los casos
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17
En Honduras: enamorado
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Cárcel.
–Como dijo aquí el apuesto Blue –dijo finalmente Baros ante la perplejidad de
los demás, que no daban crédito a tanta devoción; incluso el aludido se vio
sorprendido–… Perdón… –tosió–. Como dijo el agente Blue –esta vez se irguió; el
tono de voz se volvió seguro–, estoy en mi pleno derecho de actuar según
convenga a la demostración de mi hipótesis acerca de los crímenes. Esto quiere
decir que las pruebas o evidencias ya materiales, ya circunstanciales, puedo
utilizarlas según lo crea yo conveniente, en el supuesto de que la posición de
unas no se superponga en la aclaración de las otras al momento de resolver mis
cálculos. ¿Estamos de acuerdo?
–¿Pero si usted misma sabía de la existencia de este monstruo, por qué no lo
comentó antes? Bien pudo haberse salvado la vida de esos tres dirigentes del
PMRU –machacó Rosa, recelosa–. ¿No cree que cometió una gran imprudencia al
ocultar este hecho? ¿No lo cree así?
Baros se desanimó.
–¿Y cómo saberlo? –preguntó al aire–. Ni siquiera tenía la certeza de saber si
era real.
–Pero el pastor Faina dijo haberlo visto agrediéndote en el cementerio –le
achacó Popescu–. ¿Cómo es que ahora dices que no tenías la certeza de saber que
existía? Te contradices, mujer…
–¿Le creyeron ustedes a Scott cuando fue atacado por esta criatura en el
hotel? –se rehizo Baros–. ¿Verdad que no? ¡Creyeron que estaba loco! Y yo
también creí que ustedes me tomarían por loca si les decía lo que había visto ese
día… –se levantó del banco de madera.
Popescu rió, en tanto que Rosa ladeaba la cabeza; ambos deseaban que Baros
sufriera por sus errores. En cambio Faina y Scott sancionaban con la cabeza; Blue,
levantándose, la tomó de la mano, que ésta cogió muy tiernamente, y la sentó de
nuevo en el banco. Aquí sí todos se disgustaron, unos por el descaro y otros por
la osadía.
–Bien –dijo Blue–. A lo que venimos; hagamos una relación de los casos.
Primero dígame a qué conclusiones ha llegado usted, Baros, que luego le diré si
estamos en la misma onda.
Entonces Baros habló:
–Empezaré con el primer caso: el del profesor Eugen Oprea, científico de la
Universidad de Bucarest que desapareció hace un año sin dejar rastro alguno.
–¿Oprea? –preguntó Popescu de mala gana–. Pero si ya se sabe que lo de este
hombre fue un suicidio.
–¿Un suicidio? –preguntó Blue.
–Sí –replicó Popescu, recordando el «suicidio»–: Alguna gente lo vio cuando
se aventó contra las aguas del Dambovita. Tú tienes esos testigos a la mano,
Baros, ¿por qué no cierras de una vez el caso? Fue un suicidio; tú bien lo sabes.
–Es cierto –afirmó Baros–: ahí están los testigos, pero ¿y el cuerpo? –le
preguntó; Popescu se mordió el labio inferior–. Yo lo hubiera declarado como
suicidio, de no haber sido porque al mes siguiente uno de sus compañeros de
universidad también apareció asesinado; es, precisamente, el segundo de los
casos.
–¿El del físico Constantine Gaspar, supongo? –se le adelantó Blue.
–Sí –le contestó Baros–. Este hombre fue encontrado desgarrado en las
cercanías del mercado de Obor un día sábado 16 de marzo. Era dirigente (vocal
uno) del PMRU, igual que Oprea.
–¿Por qué cree que murió este hombre?
–Lo primero que anoté en mi bitácora fue su filiación universitaria y política.
Al inicio, pensé en un atentado político, porque en lo que concernía a sus
investigaciones –en la casa tengo algunas revistas universitarias que hablan al
respecto (bueno, ustedes ya vieron los archivos) – pronto caí en la cuenta de que
descubrimientos tales como –tomó un tonó irónico–, «la vida es un estado de la
energía experimentado por algunos sistemas termodinámicos cuasi-estables, que
permite que éstos establezcan, autónomamente, una serie de intervalos que
demoran la difusión o dispersión de su energía local hacia más microestados
disponibles» o «que la Vida no reside ni en las moléculas de ADN y ARN, ni en
las proteínas autocatalíticas, sino en el citosol o citoplasma. En consecuencia, el
estado de la energía cuántica (en partículas y ondas) en seres vivientes sólo
puede ser experimentado y sólo puede ser mantenido por un arreglo específico
de la materia, es decir, sólo por estados con posiciones y movimientos específicos
de las moléculas completamente incorporadas al citosol», no podrían justificar
sus muertes. ¿Me captan? Y lo cito así, integro, porque de tanto querer encontrar
un rastro –la evidencia, la prueba que me llevaría al posible autor de sus muertes,
que me figuraba habrían sido provocadas por algún descubrimiento importante–,
se me quedaron muy grabadas en la memoria, aunque ni siquiera sepa, hasta el
sol de hoy, qué me están dando a entender con eso. Me equivoqué.
Blue, sin embargo, no pensó lo mismo. «Siga, siga», la instó.
–Pero cuál no sería mi sorpresa cuando a los cuatro meses, en julio,
encontrarían unos veraneantes el cuerpo del bioinformático Vasile Iorgulescu a
orillas de un lago artificial en el Parque Cismigiu. Otro desgarro. Ya no era
cuestión de coincidencias…
–¿Entonces se dio usted cuenta de que estos hombres pertenecían al grupo
«Libertad»? –le preguntó Rosa, caustica.
–Eso ya lo sabía –le contestó ésta, enojosa–. Pero, como les dije, me había
apretado los sesos estudiando sus informes científicos y no pude encontrar
ningún descubrimiento que valiera su asesinato.
–¿Y no se te ocurrió pensar de que podría haber una conexión política de por
medio? –le dijo Popescu, dejando entrever la incapacidad de Baros como agente.
‒Claro que lo hice, fue mi primera y más importante de las hipótesis. ¿Pero en
este caso de Iorgulescu, qué pensar? No era político, como los demás, sino un
hombre de ciencia, graduado en Cambridge. Fue entonces cuando le pedí ayuda
a mi amigo Emile.
–Ahhh –exclamó Scott, asombrado de escuchar todo aquello–. Emile…
–Le pedí que me dijera qué cosas investigaba su grupo. Me respondió –
arriesgándose a ser encarcelado por violar un secreto de Estado– diciéndome que
trabajaban en cómo mejorar el rendimiento de los atletas con fármacos y
manipulaciones genéticas. Entonces me acordé del «Químico», Alexandru…
–¿Pero qué tiene que ver Alexandru en esto? –volvió a exclamar Popescu–. Yo
mismo di por cerrado el caso con su desaparición.
–¿Y si estuviera vivo? –preguntó Baros–. ¿Quién ha visto su cuerpo?
–Sin embargo –objetó Rosa–, ¿qué tiene que ver este señor con las muertes?
–Pues nada –siguió Baros–. Pero asocié el rendimiento de los atletas con las
actividades clandestinas de Alexandru. Me dije, ¿cabría la posibilidad de que el
hombre esté vivo y que sea el verdugo de estos hombres?
–¡Ah, por favor, Baros! –prorrumpió Popescu–. ¡Estás que revientas de loca! Si
el hombre está muerto, ¡muerto, muerto! ¿Qué? ¿No entiendes?
–Déjela hablar, Popescu –le solicitó Blue.
–Entonces volví a la ciencia. Le pregunté, viéndolo a los ojos, a Emile si sabía
qué causas habrían llevado a la muerte a estos científicos. Él me dijo:
«Sinceramente, Baros, no lo sé». Luego le pregunté por la filiación política: «No
lo creo», me dijo. «Incluso he visto al señor Stefan, su presidente de partido,
rondar por aquí. Pero creo que nadie ha podido decirle nada, pues desconfían de
él por la muerte de Oprea y Constantine».
–¿Stefan David, el diputado que vimos hoy por la mañana? –preguntó
asombrada Rosa.
–El mismo. Es un reconocido químico y financiero de la ciudad. Es judío. Se
cree que sus padres, judíos-rumanos, lo trajeron de Palestina hace tres años.
Habla rumano como cualquier otro, pero nadie sabe dónde vivió y qué hizo
antes del ’89.
–¿Y? –dijo Popescu con un tono de «y a mí que me importa».
–El caso es –continuó Baros– que me fui a la casa del partido sin saber a qué
iba. Me atendió, precisamente, uno de los hombres que cayó asesinado anoche,
Ilie Puwak; en ese entonces era el secretario. Le dije que dos de sus dirigentes
habían sido asesinados en menos de dos meses y le pregunté qué pensaba al
respecto: «No tengo ni idea, agente», respondió. «Aquí seguimos llorando su
pérdida, especialmente Stefan, quien guardaba un gran afecto por ellos y que
incluso los había propuesto para un curul en la banca del partido en el Senado;
esto es si llega a ganar la campaña que comienza a principios del próximo año».
–Humm… –gruñó Blue–. Qué extraño, qué extraño…
–¿Qué es lo que le parece extraño? –le preguntó Baros.
–Pues la falta de coherencia tuya –le contestó Popescu.
–No importa –le dijo Blue–. Continúe.
–No obstante –volvió a hablar Baros–, no me di por vencida. Volví a revisar
las cuentas de banco de los fallecidos, sus amistades, su labor profesional y
política; traté de reconstruir los últimos días de su vida, pero…
–¿Pero? –preguntó Rosa, en suspenso.
–De nuevo otra muerte, en noviembre.
–La de Florin Nastase, el astrofísico y profesor de la Universidad –añadió Blue.
–Exacto –le contestó Baros–. Aquí fue cuando descarté lo de la filiación
política, pues era evidente que estos hombres, los de un mismo grupo científico,
estaban siendo asesinados debido a sus trabajos de laboratorio.
–¡Vaya, al fin! –exclamó sardónico Popescu–. ¡Al fin te cayó el veinte!
–Volví a hablar con Emile, pero éste siguió diciéndome lo mismo: «Las
investigaciones son rutinarias…bueno, tú tienes en tu casa todas las
publicaciones de la revista del grupo, que es el medio por donde damos a
conocer nuestros descubrimientos. Si quieres puedes venir al laboratorio»...
Scott, casi alterado, la escuchaba atento, aunque desviaba la vista cuando
Baros tocaba el tema del laboratorio. ¿Cómo decirlo?, pensaba. ¿Cómo revelar el
experimento que vio cuando visitó a Tassus? Además, aquello no era de su
incumbencia, y pronto la verdad saldría a flote. Se quedaría entonces callado, sin
inmiscuirse en los asuntos de los demás; sin embargo, le remordía la conciencia
de ver cómo su amor se partía el cerebro por dar con alguna pista.
–Fue lo último que me dijo: el 1 de febrero moriría vilmente asesinado –los
ojos se le nublaron, humedeciéndosele; Blue volvió a cogerla de una mano–.
Gracias –le contestó Baros–. Emile era en verdad uno de mis pocos amigos; nos
conocimos de niños… Era el único buen recuerdo que tenía de mí misma, en la
infancia…
–¿Y por qué no fue al laboratorio en el acto? –le preguntó Rosa, agujándola,
resentida. La acción de Blue no podía ser menos que insoportable. Incluso Scott
aplanó los labios. «Perdido, todo perdido», se dijo.
–Pues por una pequeñísima razón –le contestó Baros, dolida–. Sucede que
tengo en mi cartera mil casos de homicidio por resolver…
–¡Mil casos! –exclamó Blue–. ¡Cómo puede ser!
–Pues porque apenas hay una veintena de agentes de investigación para
contrarrestar la criminalidad en una ciudad tan grande como Bucarest.
–¿Pero por qué no buscan remediar esto? –preguntó Blue.
–Siempre salen con el mismo cuento: «No hay presupuesto».
Faina, por otra parte, se había quedado dormido sobre el banquillo. Los
demás al verlo se echaron a reír. Retomaron el dialogo.
–¿Y luego la muerte de Rahova? –abrió el debate Blue.
–Sí –contestó Baros–. Fue aquí donde por primera vez salió a relucir la figura
del balaur. Hasta entonces nadie sabía que existía tal criatura, aunque por las
muertes anteriores no desconocían lo insólito de los hechos. Todo empezó con las
declaraciones de un camionero al Evenimentul Zilei, llamado Zsolt Puscas y su
hijo Gheorghe, que venían de Brasov y vieron al monstruo partiendo en dos a
Rahova y Calin Dinga (el que vimos en la morgue) –Popescu al escuchar el
nombre de Dinga se hizo el desatendido–. Eso fue hace cinco días, si no me
equivoco, antes de la llegada de ustedes. Y así se me ha ido el tiempo sin que
pueda finalmente dar con los autores de estos crímenes.
–¿Entonces hemos llegado a un punto muerto en las investigaciones? –
preguntó Rosa, minimizando la labor de Baros–. Es decir, con lo que nos ha dicho,
no podemos hacer nada.
–No te apresures, Rosa –la reprendió Blue–. Claro que hay elementos que nos
pueden conducir al autor de estas masacres.
–Dejeme decirles algo –irrumpió Baros–. Hace poco… ¿No sé si Maior les
informó acerca de la devastación de Brasov? ¿No? –Los agentes americanos
negaron con un movimiento de testa. –Bueno, quizá habrá sido porque no
encontró una conexión entre este acontecimiento y los otros…
–Pero debió informarnos –dijo Rosa.
–La cuestión es –siguió Baros–, que cuando me apersoné al lugar, a la entrada
del distrito de Brasov, lo primero que vi fue una destrucción masiva de trailers y
contenedores, además de cientos de cilindros de óxido nítrico…
Popescu aguzó los oídos y, queriendo desacreditar de antemano la versión de
la otra, dijo:
–Te pierdes, Baros. ¿Qué tiene que ver la destrucción de esos contenedores
con las muertes de los científicos? No quieras inventarnos ahora una historia,
después de que no hayas podido hacer nada en un año. ¡Por Dios! ¡Estás tirando
manotadas de ahogado!
–¡Cállate, Popescu –lo riñó Baros; los demás, no muy extrañados, hicieron un
leve movimiento de cabeza–, que estoy hablando! Como les decía, encontré
cabinas destrozadas, contenedores volcados sobre el pavimento, hombres
rasgados y, ¡aquí viene lo interesante!, cilindros de óxido nítrico partidos por la
mitad.
Los demás se vieron desconcertados. ¿Qué con eso?
–Debo dar las gracias, antes que nada, a mi amigo Scott Fraiser por este
descubrimiento. –Scott sonrió débilmente, arreglándose los puños de la camisa. –
Por esta conexión que me revela en parte algo de la hipotética trama que urde en
mi mente.
–Explíquese –la arengó Rosa–. Nos tiene a todos en suspenso.
–Sí, explícate –le urgió Popescu. Para sus adentros rió. «Pobrecita; estoy
seguro que saldrá con una pendejada. Ni siquiera sabe que Muma y yo fuimos
los encargados de enviar ese cargamento hacia el centro de los Cárpatos. Ja, ja…
¡Andas muy lejos, bruta! Nunca sabrá que el Estigia está detrás de todo esto».
–Bueno –prosiguió–. Resulta que todas las víctimas eran químicos o físicos
que estudiaban cómo mejorar el rendimiento de los atletas, o sea, en otras
palabras, la composición bioquímica de seres humanos. Pues bien, el óxido
nítrico es la conexión que existe entre los científicos y las dos grandes empresas
químicas de Rumania: «Seicorp», que es el holding que reúne a la mayoría de
ellas, y «Químicas Colentina», del señor Adrian Dendiu.
Los demás iban hilando sus palabras.
–El cargamento de óxido nítrico iba rumbo a Brasov, o posiblemente a los
Cárpatos (de seis conductores, cinco murieron y el otro ha sido reportado como
desaparecido); debido a que era un lote grande, se deduce que era para uso
industrial, para una fábrica, en concreto.
»Si ya sabemos que hay sólo dos, entonces hagamos una pequeña ficha de los
dueños de estas empresas: Stefan David de Seicorp y Adrian Dendiu de Químicas
Colentina –luego empezó a narrar el historial de estos personajes.
»Si sabemos que Adrian es hijo de Alexandru, un reconocido traficante de
compuestos químicos y estupefacientes, y que los asesinados sabían mucho de
bioquímica (muy bien pudieron haber descubierto algo que negaron al resto de
los mortales, incluyéndonos), podríamos deducir que Adrian se halla inmiscuido
en estos asuntos. Primera hipótesis. Segunda: Stefan, no hace siquiera un año,
sacó al mercado un producto hormonal llamado «Youngever». ¿Quién no podría
aventurarse a decir que él obtuvo esta información de los científicos y luego los
mandaría a asesinar?
–¿Pero y el óxido nítrico; por qué asesinarlos? –le preguntó Rosa.
–El nitrógeno, creo, puede llevarnos al balaur –le dijo Baros de sopetón;
añadió con un aire de sigilo–, y si lo relacionamos con la muerte de los científicos,
pues, se ve entonces que se trata de algún tipo de competencia, una comercial.
–¿Balaur –exclamó Rosa– igual a competencia comercial? ¿Qué está
sugiriendo?
–Que podría ser que estos hombres estén experimentando con el genoma de
seres vivos. ¿Escudriñen bien los reportes del grupo Libertad y los informes
emitidos por medicina forense en la Gendarmería? Pareciera que lo que digo es
pura ciencia ficción, pero ahora que hago un recuento más ponderado no puedo
sino pensar que cada vez hay una fuerte relación entre un hecho y otro.
–No sé –dijo Blue–. Hay algo que no encaja, pues estos señores son personas
de conocido renombre en la ciudad, incluso en el país, ¿qué necesidad tendrían
de hacer estas cosas? Estas son para criminarles comunes u hombres
mentalmente desquiciados. No sé, no sé… Habría que estudiar un poco esas
hipótesis, sí, volver al laboratorio y examinar todos los informes emitidos acerca
de esos descubrimientos, desde el principio.
–Las hipótesis más estúpidas que he escuchado en mi vida –agregó Popescu–.
¡Cómo se te ocurre señalar a reconocidos políticos de Rumania! ¡Definitivamente
estás loca! Además, con esa hipótesis tuyas, el rumbo de la investigación cambia
por completo. Primero tendríamos que enviar dichos informes a personas
competentes en el ramo. ¿Sabes que es eso? Y por el otro, habría que volver al
oscuro mundo de los narcóticos y sustancias químicas ilegales. Yo no creo que
estas muertes tengan que ver con esas gentes. Aquí estamos hablando de
científicos y no de traficantes… –decía esto Popescu con la intención de desviar el
tema.
–Bueno –dijo Baros, positiva–, ¿qué me dicen de esta fotografía? –les mostró
aquella donde aparece la coraza con un logo impreso–. ¿Pueden leer lo que dice
allí?
Blue la cogió; Rosa atisbaba por detrás, con las manos sobre los hombros.
Apenas se podían leer las letras, debido a su pequeñez; en el centro se hallaba
incrustado un símbolo heráldico:
QROBOT
QC
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___
«No soy otra cosa que un buscador de la verdad. Considero que encontré un sendero que
me conduce hacia ella, y hago todo lo posible para concretar mi propósito. Aunque
confieso que no la alcancé todavía. El hecho en sí de descubrir la verdad significa que uno
ha alcanzado la perfección y ha cumplido su destino. Conozco bastante bien mis
lamentables defectos, pero toda la fuerza me viene de tal conocimiento.»,
___
Una vez que Tassus hubo salido de aquel cuarto, con la carta de su amigo en
manos, se encontraba todavía subiendo por el bulevar Busezti, a tres cuadras de
la Plaza Victoria, en el cruce con la Calea Grivitei. De pronto, vio hacia su
derecha una multitud reunida que esperaba bajo las puertas del Museo de Arte.
Intrigado, pensando en que el movimiento de gentes podría aplacarle en cierto
modo las penas, decidió averiguar.
–¿Hubo algún robo en el Museo? –preguntó a un concurrente.
–No –le contestó el otro como lamentándose de una gran tragedia–; al parecer
el gran Razvan Snagov estuvo a punto de suicidarse.
–¿Razvan Snagov? –se preguntó Tassus, sorprendido. No había terminado
siquiera de subrayarse esto, cuando de pronto fue apartado por algunos
miembros de la policía que iban abriéndose paso a través de la multitud–.
¿Sonia? –exclamó al ver a su asistenta cogida del brazo de Razvan–. ¡Sonia, Sonia,
Sonia! –empezó a gritar, siguiendo tras el cuerpo de seguridad y dando
empellones a la gente que le obstaculizaba el paso–. ¡Sonia! ¡Soy yo, Tassus! ¡Yo,
el profesor Tassus! ¡Tassus!...
Sonia, por el alboroto, no podía escucharlo. Se acercó lo más que pudo, pero
un policía lo sacudió con una cachiporra. «¡Atrás, atrás!», le gruñó. «Gracias a
Dios que estás a salvo, hijita», se dijo aliviado. «Sin embargo», razonó, «¿qué
haces allí, junto a Razvan y la policía? ¿Por qué no estabas en el laboratorio?
Aquí hay algo raro. ¿Cómo es posible?». Sonia tendría que contestarle.
Reemprendió la persecución, y vociferando lo más fuerte que pudo, llamó:
–¡Sonia, Sonia! ¡Escúchame! Aquí, aquí, aquí… ¡Soy yo, Tassus! ¡Sonia!
El llamamiento fue sonoro, tanto que el último policía que escoltaba a Razvan
lo advirtió.
–¡Cállese! –le gritó blandiendo la macana.
Sonia, alterada y nerviosa, finalmente vio aquella acción.
–¡No! ¡Déjelo! ¡No le pegue! –lo increpó; entonces percibió la figura de su jefe;
empalideció–: Profesor Tassus –dijo–. Usted aquí…
–¡Sí! –le devolvió la seña–. Soy yo, Tassus… ¡No! ¡Esperen!
Un policía intentaba meter a Sonia en la patrulla, a la fuerza, sin embargo ésta,
furiosa, atizó más el escándalo al oponérsele, en la esperanza de que Tassus
terciara, y fuera así capturado, puesto que éste parecía desear acompañarla
adonde fuera. Sucedió tal como ella lo previó. Casi el cuerpo enteró se le encimó
con sus garrotes.
–¡Viene conmigo! –exclamó Sonia, horrorizada de ver la paliza que sufría
Tassus–. ¡No lo golpeen! Es mi padre.
Al escuchar esto los policías se detuvieron y dejaron que Tassus se le acercara,
incluso lo subieron y sentaron dentro de la patrulla, junto con Razvan, que
aparentaba estar desecho físicamente, caída la cabeza sobre el pecho, como un
hombre muerto en vida.
Ya en la patrulla, Tassus, ansioso por escuchar las justificaciones de Sonia, le
preguntó:
–¿Qué haces aquí?
–Me llevan a la Gendarmería para explicar por qué el diputado Razvan quería
suicidarse.
–Pero tú… ¡tú qué les vas a explicar! Nadie sabe por qué un hombre decide
matarse…
–Pues yo no sé, profesor –le dijo Sonia–; eso fue lo que me dijo la policía.
Tassus hacía como si se limpiaba el rostro.
–Sabes –le dijo pensando en la destrucción del laboratorio–; estoy feliz de que
estés viva.
–Gracias –le contestó Sonia con una sonrisa amarga–. Pero me preocupa más
el vecino –añadió señalándole a Razvan–. Está muy deprimido…
El profesor le tomó una mano al diputado y, dándole palmaditas con la otra,
le dijo:
–¿Qué te pasa, mi viejo guerrero de mil batallas?
Razvan abrió los ojos lentamente. «Esa voz la conozco», pensó y, con el rabillo
del ojo, vio a su interlocutor.
–¡Tassus! –balbuceó.
–Ja, ja. ¡Todavía te acuerdas de mí, ah, mi díscolo rebelde! ¡Venga ese abrazo,
mi querido amigo!
–¿Se conocen? –preguntó conmovida Sonia.
No obstante, Razvan estaba muy lastimado y apenas alcanzó a estirar la mano.
Entonces Tassus empezó a relatar los días de universidad, en los años ’60,
cuando ya Razvan, todavía lampiño y adolescente, alzaba la voz clamando por
reformas universitarias, lo que llevó al régimen comunista, allá por el año ’75, a
crear varios centros de investigación científica. Tassus se había beneficiado
directamente de esta lucha, aunque no hubiera movido un dedo siquiera debido
a su carácter introvertido por ese entonces. Pero recordaba a Razvan como un
héroe y, aunque no participó nunca abiertamente de la política, lo consideraba su
amigo, y el otro decía sentir lo mismo por él. En ocasiones, a escondidas de
Iliescu, habían gozado de algunas copas. Ahora que veía a su amigo allí,
derrotado, lo desconocía, pues Razvan poseía una personalidad extrovertida,
carismática y sincera. Le dolía verlo así, cabizbajo, sin ansias de vivir.
–¿Qué es lo que tienes, viejo? –le preguntó enternecido.
El otro, llorando, viéndolo con los ojos vidriosos, le contestó:
–Soy un estúpido, Tassus, un estúpido…
El profesor se compadeció y, recordando él mismo su vida, se echó a llorar
junto con Razvan.
–No te preocupes, hermano –lo consoló–. La vida es una escuela donde nunca
terminas de aprender –balbuceando–: Sea lo que sea que hayas hecho, acéptalo, y
trata de asimilar lo ocurrido. ¡Vamos, hermano, recuerda aquellos días de lucha y
combate! –apenas pudo articular estas palabras.
–No, Tassus –le respondió–. No más lucha. Me rindo. Ahora sé, con gran
dolor de mi parte, que todo lo que hice fue producto de una fantasía deformada,
un ideal pervertido por otros. ¡Bah! ¡Libertad, democracia, libre competencia! ¡En
qué diablos estaba pensando, por Dios! ¿Por qué no fui capaz de prever las
consecuencias que estas simples palabras encerraban! Mi juventud me cegó…
–Razvan –habló Tassus–, no has hecho ningún mal. ¡No! Ve, ve por la
ventanilla. ¿Los ves? ¿Ves esas grandes estructuras, modernas y elegantes? Esas,
sí, esas son producto de tu lucha, de tu esfuerzo… La ciudad luce imponente.
Nadie podrá robarte esa gloria.
–¿Gloria, dices? –lo contradijo–. ¿Gloria, gloria? ¿Cuál gloria? ¿Es glorioso
acaso que veinte millones de mis hermanos vivan en la miseria, en tanto que, al
otro lado de la moneda, únicamente 300 vegeten como reyes? ¿Te parece glorioso
eso, Tassus? ¡Qué me importa a mí que se erijan esos grandes edificios si mi
gente trabaja en ellos ganando unos pocos centavos que apenas les ajustan para
sobrevivir! ¿Les pertenecen a ellos esos edificios? ¡No! ¿No lo entiendes todavía,
verdad Tassus?
El otro, asombrado de escuchar los reniegos de Razvan, ladeó la cabeza.
–Tampoco yo lo entendía, hasta hace poco… –siguió–, hasta hace poco en que
me vi atacado por las fauces de los monstruos que yo mismo creé.
Esta vez Tassus abrió muchos los ojos: «¿Qué era aquello de monstruos?
¿Estaba acaso confabulado con Stefan o Dendiu?».
–¿De qué monstruos me hablas, Razvan? –preguntó Tassus simulando
ingenuidad.
–De esos –le dijo apuntándole con el dedo un rótulo gigantesco que mostraba,
en flashes electrónicos, las palabras: «Youngever. Vive más, vive tus sueños.
Farmadei, tu droguería de confianza».
–¿Stefan David, tu correligionario?
–Sí –le contestó ácidamente el otro–. Adrian Dendiu también es uno de ellos.
–¿Pero me dices que son unos monstruos? O sea, lo dices, ¿literalmente?
–Sí; literalmente.
Tassus estaba desconcertado.
–¿Y cómo lo sabes? –tanteó.
–Escucha, Tassus –dijo Razvan, desganado, casi sin voz–. Quizá no entiendas
lo que te voy a decir, o pueda ser que me tomes por loco, dado el estado
emocional en el que me encuentro.
El profesor no hallaba qué decir.
–Tú sabes que yo desde joven fui un rebelde –continuó Razvan–, un paria
entre las filas comunistas. Eso era precisamente lo que me alentaba, lo que me
daba el poder y la voluntad de seguir adelante, pues me gustaba ese desprecio
que las autoridades del partido me dedicaban, y cuánto más hubiera, mejor, más
poderoso me volvía. Yo tenía en mente un solo objetivo: mi libertad. Es decir,
deseaba gozar de todas aquellas cosas que a mí me se antojaran, por prohibidas
que fueran, y sin restricciones. Si el Partido comunista la prohibía, para mí quería
decir que aquello era una tentación fatal que yo debía disfrutar. Siempre me
decía, ¿qué hay de malo en hacer lo que yo quiera? ¿No dicen en otros países que
todos hemos nacido libres? Acá dicen lo mismo, argüía, y sin embargo, nos
obligan a trabajar los sábados, a reunirnos cada tiempo en la casa del partido
local y a rendirle tributo a un cretino que se la pasaba dando órdenes todo el
tiempo. Eso no era vida. Lo peor era que debías pensar como pensaba el partido.
Tú sabes lo que es eso. Tú sabes lo horrible que es el recitar, tal si fuera una
religión, los dogmas de una doctrina como la del comunismo. Pero entonces,
Tassus, ahora, en mi etapa adulta, me he dado cuenta de algo, y ese algo es que
yo no nunca supe escuchar en mi juventud. Yo nunca escuché, nunca. Hoy he
creado con mi actitud esos monstruos que te he señalado con el dedo.
Tassus afinaba el oído.
–¿Sabes por qué? –El profesor negó con la cabeza. –Porque yo fui un necio, un
necio sordo. Imagínate que yo de joven añoraba con alcanzar la «libertad» para
llegar a ser alguien rico y poderoso. Ay, ¿por qué no escuché a otros que habían
pensado estas cosas antes, a Marx o Lenin, por ejemplo? No sabía yo acaso que
para llegar a ser un humano poderoso debía arrebatar los recursos a otros. Es
decir, aquí me apartaré un poco y te hablaré en palabras que tú conoces como
científico, para que me captes, y que yo hasta ahora, después de repasar algunas
máximas comunistas de gente de ciencia como tú, y vivido cruelmente, he
aprendido con sangre: tú sabes que la energía no se destruye, sino que cambia
solamente de forma, en el caso de la materia, de manos. Existe entonces lo que
dice una ley de compensación. Pues bien, he llegado a la conclusión de que
sucede igual en la vida material de los hombres. Si yo, como ser humano, he
llegado a desear ser un hombre poderoso y lleno de riqueza, debo, por fuerza,
quitarles a otros sus recursos. ¿Me captas? Si yo tengo veinte lei en mi bolsa y tú
otros veinte, para que yo llegue a tener cuarenta, debo quitártelos a ti, porque tú
no me los darás gratuitamente, pues te quedarías sin recursos, es decir, falto de
energía. No obstante, todos hemos nacido con los mismos potenciales y con los
mismos derechos y recursos que nuestra Madre Tierra nos ha regalado
gratuitamente; ¿por qué entonces alguien debería tener más que yo? Y si los
recursos de nuestra Madre son explotados, ¿no deberían ser repartidos entre
todos por igual? Ella nos pertenece a todos, ¿entiendes lo que digo? Veo que me
tomas por un demente. Y lo siento, pero a esta conclusión he llegado. Lo que está
sucediendo ahora en mi patria, regida hoy por el capital, no es sino una forma
descarada de explotar los recursos de mi Madre: tierra, agua, bosques y seres
humanos. Y lo que es peor, el capital genera desigualdad, pues los ricos, los que
lo poseen, quitan a los pobres lo poco que tienen, y como estos últimos no tienen
ningún capital por mínimo que sea, entonces se ven obligados a vender su fuerza,
que el capitalista paga miserablemente para gozar de ganancia, sumergiendo a
esta pobre gente en un círculo vicioso del que nunca escapará, salvo el capitalista
mismo, que se enriquecerá más y más con el tiempo. Yo de joven no vislumbré
esto, aunque no lo desconocía, soy sincero, pero que me negaba a creer porque
no lo había experimentado. ¿Me eximirá la Historia por pecar de ignorante? Yo
pregonaba una libertad falsa, que escuchaba en boca de gentes americanas, pues
no me daba cuenta que aquella libertad estaba encausada para servir al más
fuerte, a aquel que no tiene conmiseración para con el más débil. La ciencia
capitalista incluso justifica esta ley del más fuerte, y Darwin no me dejaría mentir
por un segundo. A eso me refería con lo de los monstruos, a quienes yo les abrí la
senda para entraran a devorar a mis hermanos.
Tassus bajó la cabeza; él era uno de los que proclamaba en sus clases esta
teoría.
–Y como era joven y fuerte estaba de acuerdo. Quería conquistar, fundar
imperios, ser victorioso. No obstante, al no haber un espejo que pudiera
reflejarme, seguí empeñado en derribar la cortina comunista. ¿Y sabes qué? No
me arrepiento, ya que, para ser honesto, no hubiera deseado vivir todo el tiempo
bajo un control tan acérrimo como el del Partido. Hoy me di cuenta de dos cosas:
Primera, que la verdadera libertad consiste en que todos gocemos de iguales
derechos y obligaciones, tanto materiales como espirituales, pero esta igualdad
solamente se puede alcanzar (para que sea efectiva) cuando ya no existan unas
clases que opriman a las otras, es decir, que no deben existir ni ricos ni pobres, tal
como Jesucristo, ahora que lo pienso, quería y dejó establecido, o dicho en
términos económicos, los medios de producción, las fuentes creadoras y
procesadoras de nuestros recursos nos pertenecen a todos por igual. No puede
haber ningún tipo de clase que explote a la otra. Fue precisamente por esto,
inconscientemente y a pesar de mi juventud, que odie tanto al Partido, porque
éste se había convertido en una clase que nos oprimía a nosotros, a la otra, la del
ciudadano común.
–Pero… pero… Razvan, ¿perjuras de tu lucha por la democracia?
–¿Democracia? Ja, ja. ¡Y me lo dices a mí que estoy metido en la política! La
democracia, tal como tú o yo nos la imaginábamos, no existe, Tassus; no en este
momento ni en este sistema. Esta democracia es la de los poderosos, la de Stefan
o Dendiu, que han tomado de la gente muchos recursos para mangonearla. Sólo
fíjate en las leyes que acaba sancionar el Senado: ¿a quiénes benefician? A las
grandes corporaciones, pero cuando el pueblo clama por una mísera alza al
salario mínimo, los diputados, que son empresarios, ponen el grito en el cielo, a
pesar de que las ganancias en sus estados financieros son millonarias –Tassus se
rascó la cabeza, incrédulo de escuchar aquellas palabras en los labios de Razvan–.
¿Ya ves que te dije? No sabes escuchar, pues no has entendido nada de lo que te
he dicho. Te pido que, una vez que lleguemos a la Gendarmería y salgamos de
ella, vayas a reflexionar sobre mis palabras. Y sí, sí reniego en parte de mi lucha,
que fue necia, pero que en cierta forma me ayudó a abrir los ojos, aunque para
ello me haya condenado yo mismo pues es duro ver a mi gente en condiciones
miserables… Es duro –y dejó escapar un par de lágrimas–. ¡Y yo los metí en
esto! –tomó aire; siguió hablando–. Lo segundo que pude advertir fue que mi
rebeldía me llevó a subestimar a los que sí sabían de lo que hablaban, por
ejemplo, Marx. Ahora que hago un recuento de sus enseñanzas, veo que esta
gente se esforzó por crear un ideal noble y sin prejuicios. ¡Ah, y pensar que Marx,
por el ánimo de escribir el Capital, la más humana de las obras económicas de la
Historia, tuvo que padecer una gran miseria, y no sólo eso, sino que tuvo que
sacrificar la vida de su esposa e hijos! ¡Eso te da cuenta de la nobleza de sus
ideales, que los hombres, si en verdad se consideran hombres, deberían
perseguir e imitar siempre! ¿Qué afán lo mantuvo a él con aliento? El afán que
ningún capitalista daría siquiera por uno de sus empleados, el de que la gente, el
pueblo, tu prójimo, fuera libre, feliz. Yo no pude ver eso, por mi egoísmo y por
culpa de la dirigencia del Partido, a quienes, como te dije, odiaba a más no poder.
Terminó de caer la venda, Tassus: el problema no era el sistema comunista, que
era noble, como su pensador, sino los dirigentes del Partido. Una cosa es
diferente de la otra. El Partido estaba compuesto por hombres, por seres
imperfectos, ambiciosos la mayoría, que incluso eran anticomunistas, pero que
habían caído allí gracias a su astucia y búsqueda de lucro personal. ¡Qué mejor
ejemplo que el de Ceaucescu!
–¿Me dices que quieres volver a los tiempos de represión, Razvan? ¡Por Dios!
–Es inútil, Tassus; tú no escuchas. Te estoy diciendo que ahora comulgo con
los principios del comunismo, pero no a la manera en que los aplicaban los
dirigentes del Partido. ¿Me entiendes? Si hemos de volver a los tiempos de
Ceaucescu, de plano, te lo digo, yo volvería a ejecutarlo. Hay lo que se dice una
visión contemporánea de las cosas, Tassus. El mismo comunismo te lo enseña,
pues es dinámico y no dogmatico. El problema con los dirigentes es que lo
vuelven dogmatico, y el socialismo es, por principio, muy dinámico. ¿O qué?
¿Prefieres servir de esclavo a gente tan perversa como Stefan o Dendiu, sujetos
que sólo piensan en ellos mismos sin importarles que el vecino de al lado muera
de hambre o frío?
Tassus quedó pensativo. Luego preguntó:
–Dime, ¿por qué querías suicidarte?
–Por lo que te he hablado antes, Tassus: he sido un fracaso de principio a fin.
Llegaron a la Gendarmería. Antes de bajar, Tassus le volvió a preguntar:
–¿Y qué piensas hacer ahora? ¿Intentarás matarte otra vez?
Razvan esbozó una gran sonrisa. Había recuperado su fuerza combativa de
presto, quizá por haberse sincerado y encontrado la paz y sabiduría interior que
por tantos años buscó.
–No, Tassus –le dijo–, no. Trataré de enmendar lo que he malhecho.
–Es decir, ¿lucharás para que vuelva el régimen comunista? –le preguntó
Tassus, preocupado.
Entonces fueron apurados por los policías. «Con su perdón, señor diputado»,
dijeron, «podría usted acompañarnos a la oficina del comisionado Maior».
–Por supuesto, señor oficial –le contestó Razvan, regenerado, con el
continente mejor dispuesto–. ¿Vendrán conmigo la señorita Sonia y el señor
Tassus, supongo?
–Sí, claro –le respondió el oficial, abriendo la puerta de vidrio de la comisaría,
que más parece una iglesia parisina que un edificio gubernamental–. Pase, por
aquí.
Y entraron todos muy bien escoltados.
«Ah, Razvan», reflexionó Tassus mientras iba caminando, «siempre serás un
rebelde; has nacido para ello».
39
El furor de la venganza
«Si en la casa de un hombre hay un incendio y algún hombre que había venido a apagarlo
desea algún objeto y se queda con el objeto del dueño de la casa, ese hombre será quemado
en ese mismo fuego.»,
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«Osiris, Jehovah y Siva simbolizan por excelencia el principio activo de la Naturaleza, las
fuerzas que presiden la transformación de la materia, la vida y la muerte que
perpetuamente construyen y destruyen bajo la continuada influencia del anima–mundi,
alma universal o invisible y omnipotente e inmutable Espíritu que preside la correlación
de fuerzas siempre en armonía con la inmanente ley del universo.»,
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Subiendo con tremenda rapidez las empinadas carreteras del centro rumano,
Stefan veía a la luz de la luna llena, en forma suavizada y romántica, el gran
esplendor e imponencia de los Montes Metálicos, y se urgía, cada vez más, por
llegar a Eugenetics. El aullido de las bestias salvajes parecía darle la bienvenida.
–Están muy inquietos –dijo para sí mismo, pensando en los lobos–. ¿Qué
pasará?
Echó la mirada hacia uno de los abismos que lo cercaban por ambos lados.
Aunque era ya de noche, había un resquicio de luz tenue que lo dejaba
contemplar la silueta de los árboles, la redondez de las rocas, incluso el vuelo de
los murciélagos. Se sintió seguro, en su ambiente.
«Nada podrá detenerme ya», pensaba mientras cogía con fuerza el timón.
«Nada, nada. No existe nada ni nadie en este Universo que pueda hacerlo, ni
siquiera la muerte. En dos semanas, con el nacimiento de mis hijos, me habré
convertido en un dios, en un ser inmortal que dará a luz un nuevo orden natural,
a un nuevo orden mundial que beneficiará a la humanidad entera. Seré su líder;
las masas me adoraran. ¿Y cómo no? ¡Cómo no, por Mí Mismo! Seré justo con la
gente. No habrá ya más nadie encima unos de otros, no. Todos estarán por
debajo de mí, porque representaré para ellos a su Mesías esperado. “Nuevos
cielos y nueva Tierra, y el Rey de Reyes gobernará para la Eternidad”. Fui
engendrado para ello; mi sangre proviene de ese pueblo elegido. Soy el Mesías
anunciado por Isaías, por David, por las leyendas hindúes, por los relatos mayas.
2012: he ahí el año de mi expansión mundial. Tengo veinte años de aquí en
adelante para lograr ese cometido. Generaré ese Apocalipsis; lucharé contra las
fuerzas que se me opongan, pero finalmente mis hijos y yo triunfaremos;
haremos de la Tierra una sola nación donde fluya leche y miel en abundancia».
Acariciaba Stefan dulcemente este sueño, irreal para cualquier otro humano,
pero no por ello libre de ser pensado o gustado por los sentidos. De allí que
Stefan buscara por cualquier medio justificar su proceder, llegando incluso a
extremos risibles para todo el mundo, salvo para él mismo, que se había
convencido de su misión redentora debido al carácter de sus logros científicos y
de los que él era un ejemplo vivo. Y cada día más de contemplación en el espejo
le convencía de que su existencia estaba marcada por un sino divino. Sin duda
alguna, pensaba, he sido elegido por este Universo para acometer esta empresa
magna, digna de mí. Y no fallaré, no ahora que conozco lo que debo hacer:
perfeccionar a la Naturaleza misma.
Hizo un gesto arrogante con la mano y la sacó por la ventanilla. De pronto vio,
enfrente y bajo las faldas de una colina, algo que lo sacó de sus abstracciones.
Entornó los ojos. ¿Qué es eso? Le parecía ver a una gigantesca roca subir por los
barrancos, a saltos. «No es posible», se dijo. «No puede ser que las rocas suban en
vez de caer». Aceleró a fondo, pero entonces vio con amargura como aquella
aparición se le perdía tras el recodo de la colina, a la que llegó en cuestión de
minutos. Se bajó del auto, para inspeccionar. Caminaba despacio, cauteloso,
conteniendo la respiración. «Es por aquí», dijo, «giró por el lado de este peñasco».
Anduvo dos pasos, pero en segundos se vio detenido. A sus ojos, una fiera le
salía al paso, enseñándole furiosamente los dientes. «¡Dios santo!», exclamó. «Un
lobo». Dio a tientas unos pasitos hacia atrás. El animal se le abalanzó; entonces
sacó su arma y lo ajustició. Corrió al auto, lo arrancó y condujo directamente
hasta el laboratorio.
En tanto Zamfir, en Eugenetics, hastiado de tragar polvo en la bodega, pidió
permiso a Dobre para descansar en una de las oficinas del Laboratorio. Seguía
empeñado en detener aquellos experimentos. «Estos seres jamás darán un
respiro en esta Tierra», articulaba, «¡jamás!». Se acercó al Contador:
–¡Santo Dios! –exclamó–. Están listos para nacer, quizá ahora mismo.
Dicho esto, empezó a trastear el artefacto. Pronto se dio cuenta que era inútil;
a los seres había que eliminarlos cortándoles la alimentación, el liquido
bioquímico que los sustentaba con vida.
«No», pensó. «No debo sabotear este contador; sería en vano, pues no
detendría el proceso de suministro. ¡El procesador genómico!», salió del lugar;
antes cogió uno de los walkie talkies, para estar enterado de los pasos de Dobre.
Subió unos escalones de la sala contigua y dio con la monumental mezcladora.
¿Dónde buscar? ¿Puntos de conexión críticos? ¿Bajar algún switch o apretar un
botón? Empezó a trajinar de un lado a otro, buscando. Temía que Dobre llegara a
la oficina y no lo encontrara; peor aún, que lo descubriera hurgando en la
maquinaria del procesador. Buscaba con rapidez, pero, por más que hiciera, nada.
–Necesito un diagrama –dijo angustiado, sudando–, un diagrama. Debe estar
por aquí, en una de estas paredes.
Efectivamente, había uno, pero del procesador y no de los sistemas de
operación interconectos:
«Ella le susurró al oído: “Te amé desde el primer momento en que te vi.” Y él respondió:
“Para mí no ha habido otra en el mundo que tú.”»,
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Tell it to my heart
Tell me I’m the only one
Is this really love or just a game
Tell it to my heart
I can feel my body rock
Every time you call my name 20
19
«Siento que explota la noche/ cuando estamos juntos./ Se sobrecargan las emociones/ al calor del placer./
¡Tómame, soy tuya!, / entre tus brazos / nunca dejes que me vaya;/ esta noche en verdad necesito saberlo…»
20
«Díselo a mi corazón,/ dime que soy la única,/ si esto es verdadero amor o un juego solamente./ Díselo a mi
corazón; / puedo sentir que vuela mi cuerpo, / cada vez que mencionas mi nombre…»
Houston, en México, en tantos lugares que habían conocido y recorrido. Los
esfuerzos de ella por complacerlo, por la paciencia de escuchar sus tonterías, por
sonreír al son de sus ocurrencias magras, aun cuando sabía que lo dicho era el
aborto mental de un retrasado, por mantenerse sumisa, por las caricias y las
palabras de agradecimiento que le manifestaba por las noches antes de dormir,
junto a la cama, donde le decía que él era el rey del mundo cuando en realidad
sabía que era un pobre diablo ricachón, y entonces empezó a sentir un dolor en el
estómago, a sentir que le hacía falta el aire en los pulmones, a sentir que las
piernas le fallaban y que iba cayendo de poquito a poco, arrodillado, en la acera.
«Un beso», le pidió suplicante. «Dame un beso.»
Él era su amor, su alma gemela, el único ser en quién podía confiar, hablar
con soltura, sentirse acompañada, humana, y no una perversión de la naturaleza,
sino precisamente lo contrario, la naturaleza en su concepción más refinada, con
sus dos géneros unidos en uno sólo; al contemplar la caída de su otro yo contra el
pavimento, por instinto, corrió a rescatarlo.
Lo cogió del brazo, lentamente, acariciándole el rostro con la otra mano, que
elevó hasta los labios suyos. Lo besó, lo besó con todo su amor contenido, al
tiempo en que Baros venía doblando la esquina, seguida por un Scott maltrecho
que traía consigo la flor marchita entre sus dedos flacos, herido de amor, y que la
había visto, alarmado, salir segundos antes por la puerta.
No se puede tapar el sol con un dedo. Petrificada, Baros abrió los ojos y se
estrelló de frente con la cruda realidad: su hombre, su amor de todos los tiempos,
sus esperanzas de vivir una vida plena alejada de aquella existencia mortecina,
besaba a otro hombre, y lo que era peor, parecía amarlo de verdad. Enseguida
lanzó un grito de horror que se dejó escuchar por los callejones oscuros, y que le
agrietó hasta el último compartimento del pecho a Blue. Comenzó ella a
tartamudear para sí misma, perpleja, a levantar las manos al cielo como pidiendo
una explicación divina y a temblar, a temblar como si hubiera sido atrapada por
una repentina ráfaga de frío. Se tocó el arnés.
–Lo siento –le dijo llorando Blue, sujetado todavía de la cintura de Rosa–. Soy
gay.
–¿Gay? –Scott hizo una mueca de asco.
Baros no pudo resistir aquella confesión y cayó desmayada. Fue demasiado
para su corazón lastimado.
–Lo siento, lo siento –le decía Blue, gimoteando y corriendo al encuentro‒, lo
siento, Baros…
Blue pidió que lo dejaran solo, hundido en su dolor; Rosa y Scott condujeron
a Baros hacia el club, cargada en brazos, mientras ésta se sumía en un sueño
profundo, uno que le era recurrente desde sus días de infancia:
«Soñaba que caminaba alegre por el parque Cismigiu junto a su padre,
husmeando y raspando el tallo de los castaños, que se erguían monumentales y
frondosos. Al arrancar una cáscara del árbol, había girado contenta, para
mostrárselo a su papito amado, pero esté había desaparecido. Sola, con frío,
comenzó a llorar con su llanto de niña y había ido a esconderse en la abertura de
uno de los árboles. Un duende le había salido al encuentro. No era verde sino
rojo. Sin embargo, ella no tuvo miedo: «Toma», le dijo. «Es una cáscara». El
duende la tomó, pero antes le dijo: «Este es mi árbol, y tú, desde hoy y para
siempre, mía». Entonces ella empezó a llorar de nuevo. Quería ver a su papito.
«Te dejaré libre si le pides perdón al árbol de donde arrancaste esta cáscara», le
dijo el duende. «Él, como tú, también está vivo». Ella obedeció. Corría entonces
hacia el árbol, y con su voz dulce de niñita le había dicho: «Aquí tienes tu cáscara,
perdóname por habértela arrancado». El árbol, mágicamente, extendía sus ramas
y la cogía con ellas: «Dilo de corazón», le exigía, «y serás libre». Ella repetía la
frase. «No, no lo has dicho bien. Lo dices solamente porque quieres volver a ver a
tu padre. Dilo de nuevo, de corazón, sintiendo en verdad el haberme hecho
daño». Ella volvía a repetir una y otra vez, pero el árbol no la soltaba».
Despertó de presto, descontrolada. Rosa le acariciaba el cabello.
«Ya abrió los ojos», se dijo.
Se levantó del sofá.
–¿En dónde estamos?
–En la casa del diputado Razvan –le contestó Rosa–. ¿Quiere una taza de té?
Podría preparársela.
–¿Y los demás?
–En la sala de juegos.
–¿Y…? –Un aciago recuerdo la contuvo.
Rosa lo captó en el aire.
–Baros –le dijo–. Perdónenos por no haberle dicho antes acerca de nuestra
condición sexual.
–¿Perdonarlos? –una ira súbita se apoderó de ella–. No quiero volver a saber
nada de ustedes –acabó.
–Al menos podríamos mantener una relación profesional con cordialidad.
Baros se arregló el arnés y se entalló la chaqueta. Volvió a sentarse en el sofá y
comenzó a llorar.
«¿Por qué, por qué? ¿Por qué a mí?», susurraba. «Yo lo amaba; llegué a sentir
un verdadero amor por él». Se desgreñaba el pelo. «¿Es qué acaso estoy
maldita?».
–No, no, Baros –la consoló Rosa–. Usted es una mujer muy bella; ya verá
cómo encontrará al amor de su vida. Se lo aseguro.
Baros la miró con ternura. «Gracias». La abrazó. «Perdóneme».
–No hay nada que perdonar, Baros –le aclaró Rosa–. Más bien, somos Blue y
yo quienes le debemos dar una gran disculpa.
–No me hable de Blue, por favor, Rosa –le dijo Baros, todavía dolida–. No
soportaría siquiera verlo a la cara, por la vergüenza.
Aparecieron riendo los otros, excepto Blue, que se quedó en la sala contigua.
Faina se le acercó:
–Me alegro que esté usted bien, agente Baros –le dijo–. Ha pasado una semana
muy tensa.
–Sí –agregó Razvan–, ya los muchachos me han relatado las circunstancias
terribles que ha tenido usted que sobrellevar. Descanse, se lo suplico, aquí, en mi
casa, por esta noche.
Baros se irguió del sofá.
–No ha pasado nada –dijo–. Fue sólo un desvanecimiento originado por el
exceso de trabajo. Ya descansé lo suficiente…
–Hágale caso al diputado –la rogó Scott–, por favor, Baros. Yo sí estoy muy
preocupado por su salud. Sé que…
–Está bien, está bien –le contestó–. No siga. ¿Y qué? ¿Qué se supone que debo
hacer mientras tanto?
–Venga –le dijo Sonia–; el diputado tiene un spa en la casa, con sauna incluido.
Vayamos a relajarnos un poco.
–Vayan, vayan –terció Iliescu.
Y caminaron hacia un recorredor por donde, para su amargura, Blue
transitaba del lado contrario. Al advertir Baros su presencia, se detuvo.
–¿Qué ocurre? –le preguntó Sonia.
–Baros –le dijo Blue, grave–, puedo hablar con usted un momento. Sonia,
déjanos solos un segundo.
–Es que vamos al sauna –le contestó ésta, preocupada más que nada por
asegurar el bienestar de Baros–. Si van a hablar de problemas, ¿por qué mejor no
lo hacen mañana?
–Por favor, Sonia –le recalcó Blue–. Déjanos solos.
–Anda, Sonia –le solicitó Baros–, ve a preparar el baño. Ya llego.
Blue alargó las manos, pero la agente, con un manifiesto gesto de repudio, las
resistió.
–Sé que herí tus sentimientos, Baros –le dijo con voz temblorosa, tuteándola
por primera vez–; sin embargo, si pudiera decirte cuánto te…
–Cállate –le demandó ésta, furiosa–. ¡Eres un canalla, un imbécil hipócrita,
un…!
–Sshhh… –le susurró Blue cogiéndola por la fuerza de la cadera–. Calla,
calla –le dio un gran beso que la otra no pudo interrumpir.
Luego, acordándose de lo que vio en la callejuela, lo alejó de sí en forma
brusca.
–¡Tú, tú.. tú eres un desgraciado marica! –y corrió rumbo al baño, ahogada en
lágrimas.
Blue, más confundido que en sus tiempos de adolescente, caminó
tortuosamente hacia la sala principal. No entendía por qué tenía sentimientos
encontrados; ¿se había equivocado la Naturaleza con él? ¿Cómo era posible que
amara a hombres y mujeres a la vez? Recordó sus clases de biología, donde en
cierta época había encontrado justificación. Pero la vida real era más dura,
arrolladora, que la teoría. Rosa lo recibió con gran contento.
–¿Todo bien, querido? –le cuchicheó–. Ya hablé con Scott y le pedí que
guardara silencio, por mor de las investigaciones y la estabilidad emocional de
Baros.
–Bien hecho –le contestó, seco, sin ápice de simpatía.
Razvan medió entre ellos.
–Me gustaría saber, señores agentes –dijo–, qué es lo que se nos viene ahorita.
–Popescu –terció Faina–; me preocupa la vida de Popescu.
–Sí –lo secundó Sonia–, ¿qué va a pasar con él? Iremos mañana a rescatarlo.
La cuestión quedó en el aire.
–¿Y la visita que teníamos planificada a la fábrica de Dendiu? –persistió
Razvan.
Blue se masajeó las sienes de la frente. ¿Cómo decidirse? No en estos
momentos en que a él todo le daba vueltas en la cabeza. Salvaguardar la vida de
un ser humano es el primer principio de un policía, se dijo.
–Iremos por Popescu a los Montes Metálicos.
–A mí me parece que, en primer lugar y por el poco riesgo, deberíamos ir
donde Dendiu –objetó Scott–; quizá nos tome una media hora hacerle unas
cuantas preguntas. Luego salimos por Popescu. ¿Qué dicen?
Era lo más razonable. Con una mirada, todos concordaron.
–De acuerdo –confirmó finalmente Rosa–. Iremos primero a la fábrica del
Colentina y después por Popescu.
Sonia, en su interior, sentía un temor infinito al escuchar el nombre de los
Montes Metálicos. Ese era, según las leyendas, el hogar de bestias lupinas y
draculeas devoradoras de hombres. «Y yo», se decía, «no soy ciertamente la
mejor ni más brillante hija del profesor van Helsing. Pero al menos intentaré
hacer frente a esos espantos con la filuda estaca del valor», y sonreía, para sí,
posando sus ojos claros en el rubio Scott.
45
Aun en medio de la tempestad, las caras no dejan de sonreír
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«Los frutos del destino caen por su propio peso cuando están maduros»,
Proverbio popular.
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«Cuando los que no entienden el Dhamma actúan indebidamente, miran alrededor para
asegurarse de que nadie los esté vigilando. Pero nuestro kamma siempre está vigilando.
En realidad, nunca nos salimos con la nuestra sin ninguna consecuencia.»,
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Reía Pita por el logro consumado. Alguien tenía que honrarlo algún día por
ello, ya que, se decía, su actuación era una faena encaminada al fortalecimiento
de la democracia, la paz y la cordura. De seguro que con el tiempo el pueblo
mismo, ese hatajo de ignorantes, le diría agradecido: «Es usted un hombre
extraordinario, Mihai Pita, pues desde el mismo instante en que supo usted que
un loco nos podría gobernar, decidió, aun en contra del Mundo entero, eliminar
valientemente al mal de raíz. Tenga, aquí tiene una rama de olivo. Es usted
nuestro héroe y prócer. ¡Erijámosle una estatua!». Claro que se negaría a ello, por
modestia. No, no quería una estatua, tan sólo seguir allí, a la cabeza, gobernando
con sabiduría y tesón, sufriendo, en ocasiones, la amargura de la ingratitud.
Estaba tan embebido, que no se dio cuenta de que hordas de gentes rodeaban
los bajos del edificio. De pronto escuchó, magnificado por un altavoz, el grito de
un hombre:
«Esto, señores, correligionarios míos, es un atentado contra el ejercicio de la
Democracia. No puede ser que un político, justificando su proceder en base a una
libre interpretación de un estatuto jurídico, viole la institucionalidad de un
organismo, en el caso que ahora se nos presenta, de un organismo integrado por
cada una de las conciencias de ustedes, ¡el pueblo que me eligió en las urnas
como su presidente y candidato a elección popular!»
Se atragantó Pita con el humo. Esa voz le era conocida.
–¡Razvan! –gruñó–. ¡El maldito desquiciado de Razvan!
Tiró el cigarrillo al piso y, asomándose quedamente por la ventana, observó
arengar la bizarra figura de aquel hombre mientras era vitoreado por una
gigantesca muchedumbre, escoltado por una lánguida Sonia y un Brudan con
nuevos bríos. Dio un paso en falso hacia el escritorio; los gritos de la gente le
machacaban el cerebro.
«Hoy sentaremos un precedente para las democracias de la Tierra», predicaba
Razvan. «Este es el mensaje: ¡Ningún político puede estar por arriba de la
voluntad popular, ninguno! Aquel que cree que el pueblo es un objeto que sólo
existe para ser manipulado, explotado y no un conjunto de seres humanos que
vive, que sueña, que desea lo mejor para sí y sus hermanos, sabrá hoy que no hay
otro mandamiento en la Constitución u otro código que no sea el bienestar del
pueblo mismo. ¡No a las intenciones arteras de los que buscan un beneficio
personal o para lucrar a un determinado grupo económico o social, no!»
Y la gente que ahogaba estas palabras en medio de una euforia incontenible.
21
«El cerdo come de todo,/ y los demás comemos su grasa./ Gracias por el almuerzo/ ha estado bueno y sabroso/ y la
cocinera era muy bonita./ Gracias, mi Señor, por haber comido/ y por seguir teniendo hambre»
Pita, tomado por sorpresa, se arrinconó en una esquina, nervioso. ¿Y ahora?
Me lincharán. Cogió el teléfono y empezó a marcar a cada uno de los directivos,
incluso a Belinca. Nadie contestaba.
«Convocaremos hoy, en este momento, a una Asamblea General», siguió
Razvan. «Elegiremos nuevas autoridades del partido.»
–¿Asamblea General? –exclamó Pita, que veía con tristeza y rabia como sus
sueños se le esfumaban–. ¡No, nunca!
En el ambiente resonaban estas palabras que exclamaba con ardor el pueblo:
«Fuera golpistas, fuera golpistas, fuera golpistas».
Volvió a marcar; esta vez era un número directo, el de la Policía: «955». Le
contestó Ionel.
«Hay una gentuza en la planta baja del edificio, subcomisionado. Piensan
apoderarse de las instalaciones y destruirlas. Venga usted y sus comandos a
reprimirlos. ¡Es urgente!»
Espiaba entreabriendo las cortinas. «La Ley es la ley», se dijo. «Y nadie podrá
quebrantarla, ni siquiera esa chusma. Como presidente, sé que estoy en mi
derecho. No cederé». Los guardias habían cerrado los portones y la
muchedumbre empezaba a sacudirlos. «Ábranlos, golpistas, ábranlos, golpistas»,
gritaban, enardecidos.
Pita marcó el número de Adrian, pero no consiguió respuesta alguna. Sudaba
copiosamente. Un segundo después, tronaron los candados y un río tumultuoso
de exclamaciones arreció por los pasillos, invadiendo el lugar. Pita escuchaba ya
los pasos, cuando Razvan apareció rompiendo la puerta.
–¡Maldito loco! –le gritó Pita desenfundando un arma y apuntándolo–.
¡Maldito loco! ¡Soy el presidente del PMRU, soy el presidente del PMRU, soy el
presidente…! –le disparó a la vez que se le abalanzaba, el rostro desfigurado, la
boca tortuosa y las cejas punteadas hacia arriba, signos manifiestos de su
ambición y codicia.
Los estruendos zumbaron en la oquedad de la sala para ahogarse
rápidamente en un silencio profundo, y Pita que era sofocado por manos que
parecían emerger de un hipogrifo de mil cabezas.
–¡Soy el presidente del PMRU, me deben obediencia, me deben obediencia!
¡Soy su presidente, su presidente…!
Tarde, muy tarde, Pita. La traición, aunque velada por un halo de legalidad,
es el único delito que el pueblo no perdona, porque no es ignorante ni borrego
como tú creías. Se ahogaron, sus gritos desesperados se ahogaron entre las voces
que clamaban por redención y justicia, por aquellos brazos fuertes que lo
sujetaban y exprimían, sintiendo él mismo el dolor de la opresión.
«¡Golpista, golpista, golpista!», le gritaba el mar de gentes en la cara,
absorbiéndolo: «¡Golpista, golpista, golpista, fuera, fuera, fuera!».
50
Una encerrona por falta de decisión
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«Y aquel foco ardiente era el sol, pero un sol nuevo, sin manchas, de incomparable
magnificencia que, forjado y encendido por la comunión de las almas, saludaba con la
áurea pompa de sus resplandores a una nueva Humanidad»,
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Los balazos le habían dado en la cintura a Razvan, quien, aun caído, agarró
fuerzas de los ánimos del pueblo para derribar a Pita. La gente cayó sobre el
usurpador, que no cesaba de insultarlos y pedir que no lo sacudieran
violentamente.
–Yo soy el presidente del PMRU, hijueputas –gritaba Pita, enloquecido del
terror–. Yo, yo, Mihai, Mihai…
–¡Vete a la mierda, golpista cavernícola! –le espetó un señor anciano–. ¡Eres
un vil ladrón, hipócrita descarado!
–Pero la Ley, viejo ignorante, la Ley está conmigo –invocaba el pobre
secretario–. Nadie puede estar por encima de la Ley…
–La Ley la creamos nosotros –le rebatió otro dignamente–, el Pueblo. Nadie
puede estar por encima de la voluntad del pueblo… Hasta yo, que sólo hice
educación primaria y no como tú que tienes doctorados, sé que las leyes las
creamos nosotros, el pueblo. ¡Ya cállate, manipulador desgraciado!
–La voz del pueblo es la voz de Dios –recalcó un tímido Faina.
Con las mismas cadenas con que le había cerrado los portones a la gente, con
esas mismas lo ataron. Lo llevaron al salón de Asambleas y sentaron en un
banquillo. Brudan levantó a Razvan; lo ayudó Sonia con la ayuda de Faina y
condujeron al diputado hacia el lugar. La herida no era de muerte, pero se
desangraba con rapidez. Un doctor apareció entre la muchedumbre y lo asistió.
Uno de los líderes locales tomó el micrófono.
«Hoy someteremos a juicio político al impostor de Mihai Pita», dijo, «a este
traidor de la Patria, a este ignominioso ser que no tuvo escrúpulos para
desbancar a nuestro amado presidente Razvan Snagov, elegido por nosotros en
las urnas y electo por nuestra voluntad en la Asamblea como candidato a
elección popular».
La gente empezó a aplaudirlo con frenesí desmedido.
«Y hoy enjuiciaremos a los politicastros que se aliaron con este hombrecillo.
¡Señor, Tariceanu! –le pidió a uno de los dirigentes locales–. Tráiganos el Acta
donde se plasmó el derrocamiento».
El hombre le llevó el documento.
«Aquí están los nombres de los traidores –gritó y empezó a nombrarlos uno
por uno–: Mihai Pita, secretario; Petru Săftoiu, fiscal –los reunidos, exaltados,
comenzaron a gritar y silbar los nombres–; Ismail Seres, tesorero; Mihail Borbely,
contralor…», hasta que finalizó con los cinco personajes que avalaron la
deposición.
–¡A la mierda con los traidores! –gritaron al unísono, zarandeando las sillas.
El rugido era ensordecedor–. ¡Traidores, traidores, traidores!
Pita temblaba de frustración y los incitaba diciéndoles:
–¡Todos ustedes son un hatajo de ignorantes! ¡Ustedes no son el Pueblo,
ustedes no son el Pueblo! ¡El verdadero pueblo es aquel que les da trabajo a
ustedes para que no se mueran de hambre, ése es el verdadero pueblo, el que
hace crecer a este país con sus empresas! ¡Son todos unos ignorantes, unos
ignorantes! ¡No se saldrán con la suya, no; lo juro por Dios!
–¡Qué alguien calle a ese gran idiota! –gritó otro–. ¿Y qué, grandísimo tonto,
crees tú que las herramientas y las máquinas se trabajan solas o que tú patrón se
quiebra la espina como nosotros rumbándole riata todo el santo día en la fábrica?
¿Quién crees que le crea la riqueza a él? ¿Acaso la crea él solito, con sus manitas
de mujercita? ¡Vete a la mierda, golpista basura! ¡Nosotros queremos como
presidente a nuestro amado Razvan!
«Calma, señores», apareció Brudan en el estrado. «Dejemos que tome la
palabra nuestro presidente elegido en las urnas: Razvan Snagov».
El eco de aquellas voces populares resonó tan fuertemente en el auditorio que
pudo escucharse a cuadras de la casa partidaria. Razvan tomó el micrófono.
«Veo que tenemos quórum esta tarde», dijo. «Por tanto, los convoco a una
Asamblea General».
–¡Sí: votamos a favor de la Asamblea! –exclamaron alzando los brazos.
Llamó Razvan a algunos ciudadanos y les pidió tomar posiciones: «Usted
hará de secretario», le señaló. «Tome asiento y anote todo lo que aquí se diga». Se
llevó a cabo la Asamblea y entre los puntos tratados se exigió su restablecimiento
a la presidencia y la remoción, con expulsión del partido, de los directivos
conspiradores. El resultado de la votación fue absoluto, plenario.
Liberaron a Pita de sus vergonzosas cadenas y lo echaron en medio de
abucheos tremendos.
–¡Adiós, títere y payaso de la oligarquía! –le gritaban–. ¿Con que te gusta lo
fácil, eh? Porque fácil y bonito es ponerse de lado de los fuertes y de los ricos –lo
rechiflaron–. ¡Ten vergüenza, Pita, lameculos, golpista de mierda!
Y el pobre Pita que no hallaba donde esconder la cola.
–¡Agarra huevos y ponte de lado de nosotros, los pobres, los débiles en
recursos! –lo seguían pinchando–. ¡Rastrero!
Al clamor de esta palabra, todos empezaron a gritar al unísono:
–¡Rastrero, rastrero, rastrero! ¡Lameculos, lameculos, lameculos! ¡Golpista,
golpista, golpista!
Pita juraba y perjuraba que se vengaría. Pero el rugido atronador de la gente
humilde lo intimidaba; corría por la sala lloriqueando por la humillación.
–¡Ay, está llorando la niña! –dijo otro desde el fondo–. ¡Pero cuándo te
opusiste a que nos aumentaran unos centavos al salario mínimo se te veía
sonriente al lado de tus patrones! ¡Vete a llorar a la mierda, lameculos farsante!
¡Eres el peor hijo que hayan podido parir los vientres de nuestras mujeres!
Razvan hizo detener las arremetidas verbales. Se tocaba constantemente los
vendajes y hacía un esfuerzo extraordinario por hablar.
«Señores», continuó. «Quisiera empezar por decirles que yo también estoy
avergonzado de mí mismo por la actitud que mantuve años atrás. Acepto que me
equivoqué. Hoy me he dado cuenta que no existe otra finalidad para la política
que no sea la de hacer cumplir y buscar la voluntad y el bienestar del pueblo. No
valen constituciones, códigos, ni reglamentos que obvien o estén por encima de
esta voluntad soberana. Y me he dado cuenta también de que nuestra actual
constitución no beneficia al Pueblo sino a aquellos que se benefician de su trabajo
y esfuerzo, a aquellos que no cesan de explotarlo. ¡Juro, en el nombre de Dios,
que lucharé por cambiar este estado de cosas, lo juro!
Otra vez la algarabía general.
«Juro que lucharé para que el pueblo vuelva a poseer los medios de
producción, los trabaje para sí mismo y goce así de la generación de su propia
riqueza. ¡Lo juro!»
No creo necesario volver a repetir lo mismo: la exaltación era suprema.
Finalmente, Razvan era acogido como el héroe que siempre fue, como el hombre
que estaba destinado a sufrir sus propios desatinos, pero igualmente como el
hombre que estaba señalado a enseñarle a su pueblo que no existe otra finalidad
en la vida que servir en pos de la voluntad popular, que no había otro destino
para el hombre que el de ayudar a su prójimo y luchar por alcanzar su igualdad,
en todos los aspectos –económico, social y político–, pues todos hemos nacido de
un mismo vientre, de una misma madre, la Tierra, quien ha investido a todos sus
hijos, otorgándoles libremente sus recursos, con los mismos derechos y
obligaciones. Faina, emotivo, lloraba al lado de un Brudan victorioso que
acariciaba los flequillos cobrizos de su hija Sonia. El gentío entero se levantó para
ovacionarlo. Razvan Snagov, el libertador, hacía historia de nuevo, no porque él
lo hubiera querido, sino porque poseía un corazón noble, generoso, atento y
siempre solícito por defender y auxiliar al más pobre y débil, antes que velar por
su propia suerte.
52
El verdadero espanto de Bucarest
Stefan se apostó frente a la «CAJA», los ojos fijos, seguros, con la sensación en
el pecho de que un nuevo orden mundial estaba por ser erigido. Sonrió. Él era el
predilecto de sangre, el mesías redivivo, la encarnación de lo perfecto. Dio un
paso hacia adelante al tiempo en que las puertas se abrían de par en par.
–Espere, Stefan –le pidió Zamfir–. ¿Está seguro de lo que va a hacer?
–Es mi destino –le contestó éste, positivo–. Soy eterno. Ahora debo convertir
mi naturaleza humana, todavía débil e imperfecta, en una superior,
hiperhumana, plena de fortaleza física, intelectualidad, ¿y por qué no?, de
divinidad.
Zamfir cimbró los labios. «Esto es una locura». Se consolaba con imaginar que
la CAJA, como los humanos que Stefan tanto despreciaba, funcionara
imperfectamente. ¿Qué pasaría si así fuera? Por experiencia sabía que un
organismo complejo se deformaría en vez de perfeccionar, se convertiría en
bestia en vez de un dios. También se le cruzó otra idea premeditada: «Cuando
Stefan entre a la cámara del alterador genómico, yo subiré al tercer piso y me
lanzaré en el interior del Procesador». Encontraría la muerte con ello, era cierto,
pero podría por fin aplacar el dolor que le destrozaba minuto a minuto la
conciencia.
–Adelante, pues –le sugirió Zamfir–. Si la ciencia termina con la creación de
usted como hiperhumano, no hay porque demorar más el acontecimiento –
manipuló una clavija del panel de control–. Adelante.
Stefan, levantando una mano, caminó con paso decidido e ingresó a la cámara.
Tenía Zamfir el botón rojo encendido sin marca ni nombre a pocos centímetros
del dedo. «No, no lo haré», y lo alejó. Era hora de salir corriendo hacia el
Procesador y evitar así el nacimiento de los engendros. Dio entonces media
vuelta, sudoroso, en tanto que Stefan, quien esperaba en la cámara, empezó a
exigirle a gritos: «¡Proceda, proceda!».
Pero Dobre le cortó el paso.
–¿Hacia dónde va, doctor Zamfir? –le dijo con sarcasmo–. ¿No tiene acaso una
tarea que hacer?
Dobre se acercó a los controles, trasteó el monitor y echó un vistazo al «Menú
de Tareas en Proceso». Volvió a reír.
–Vamos, doctor –lo espoleó amañadamente–: Púlselo; no hay nada que temer.
Desde el instante en que usted lo presione, entrará la especie humana a un nuevo
umbral, maravilloso y jamás visto. Conquistaremos las estrellas, Zamfir, y este
planeta se nos quedará pequeño.
«No, no puedo hacerlo», deliberaba punzantemente Zamfir para sus adentros,
ante la vista depredadora de Dobre que reía con una perversidad manifiesta.
–¿Flaquea, Zamfir? –le preguntó–. ¿A qué le teme?
Se escuchó el grito de Stefan proveniente del interior:
«¡Proceda, proceda, proceda!».
–Vamos –siguió Dobre–, púlselo. ¿No tiene confianza en la ciencia? ¿No?
Dijo esto con ambigüedad y, haciéndolo a un lado, le gritó, «¡cobarde!», a la
vez que presionó el botón escarlata. Zamfir, que vio la acción con espanto, se le
abalanzó para tratar de frenarlo, sin embargo Dobre le dejó ir un golpe certero a
la quijada. Se levantó el doctor, ardido, ganoso por cobrarse el puñetazo; pronto
cayó en la cuenta de que sería mejor dirigirse al Procesador y sabotearlo.
Salió corriendo, delirante, por lo lúgubre de los pasillos, evadiendo la fiereza
de un Dobre que, alcanzando a captar sus intenciones, se apresuraba a
perseguirlo con arma en mano. Subió al segundo piso sólo para encontrarse con
los guardias de seguridad que esperaban el momento indicado para asistir los
nacimientos y que al verlo se extrañaron, ajando las caras, por el intempestivo
efugio. Dobre apareció y los increpó exigiéndoles que apresaran al fugitivo.
–¡Tras él, imbéciles, tras él! ¡Dispárenle si es necesario!
Zamfir llegó a la sala del gran procesador y cerró con llave la puerta. Jadeaba.
Se acercó a la máquina, abrió el escotillón, y el chispeo de las emulsiones en el
ruedo de su blanco pantalón; oyó, antes de arrojarse, el derribo de la puerta.
–¡Deténgase, doctor Zamfir! –lo reconvino Dobre–. Dialoguemos. Seamos
sensatos.
–¿Dialogar? –le espetó el doctor con ironía–. ¿Dialogar cuando me apunta
usted con esa pistola? ¿Me cree un idiota?
Dobre bajó el arma, mas no la de sus hombres, y dio muy despacio algunas
pisadas, a tientas y con un halo de sumisión. Atrás de la espalda escondía una
mano con la que hacía señas a los guardias para que dispararan en el momento
que abriera el índice y el pulgar simultáneamente.
–Escúcheme, Zamfir –le dijo–. Baje de allí y alcancemos un acuerdo.
Zamfir dio un paso atrás, y la seña de Dobre que a alertaba a sus secuaces:
dispararon con la rapidez propia de un asesino; tras el estallido, las balas
recorrieron con velocidad milimétrica el espacio entre el cañón y el pecho de
Zamfir, que cayó desde lo alto al piso.
Rendido el doctor, Dobre se acercó para rematarlo; antes lo tomó por los
cabellos, diciéndole a los oídos:
–Se pasó usted de estúpido, Zamfir: Nada ni nadie podrá impedir el
nacimiento de los hiperhumanos, como tampoco podrá ser impedido el
perfeccionamiento de la Naturaleza por sí misma. La evolución de las especies es
inevitable, es la Ley –le colocó el arma en la sien–. Hasta la vista, doctor…
–Usted y Stefan están locos… –apenas logró decir Zamfir, agónico–… Me
escucha… locos, están locos…
–¡Cuidado, doctor Dobre! –le gritó uno de los guardias–. ¡Alce la vista!
Fue algo terrible de contemplar: las láminas del techo crujían por la acción de
unas garras filosas que lo rasgaban por entero, y de en medio del agujero,
veladas por la luz solar, unas fauces tremendas rugían y daban paso a la figura
de una bestia corpulenta que se desprendía de los horcones con cólera impetuosa.
Era el balaur. Cayó al suelo y, cogiendo a Dobre del torso, lo lanzó al interior del
Procesador Genómico que empezó a estremecerse por la incapacidad de
comprimir el volumen de un cuerpo más pesado que las moléculas que
acostumbraba a alterar. Los hombres atacaron al monstruo, mas, para su
desgracia, éste acabó con ellos y también los arrojó al batidor industrial que en
minutos reventó en medio de una explosión de plasma.
Segundos antes, la alarma del contador, que anunciaba el nacimiento de los
engendros, había empezado a zumbar con potencia:
Retrueno que pudo ser escuchado por Baros, quien luchaba por contener los
reclamos de Scott, Tassus y de los agentes: se hallaban encerrados en un cuartito
macilento de la bodega.
–¿Lo escuchó usted? –le preguntó Scott.
–Sí –le contestó la agente–. ¿Qué habrá sido?
–No lo sé –le dijo el americano–, pero creo que es necesario que
investiguemos. ¡Salgamos de aquí!
Blue secundó este pronunciamiento; sacó su arma y disparó contra el llavín,
que voló por los aires. Rosa empujó la puerta y se cercioró de que no hubiera
guardias alrededor.
–Limpio –les dijo–. Subamos.
Ascendían por las gradillas, ignorantes de lo que acontecía y en un santiamén
llegaron al primer piso; al fondo, aislado por una puerta metálica, se escondía el
taller de cibernética. Decidieron empezar por inspeccionarlo.
–Iré yo primero –dijo Blue.
Ya iba cogiendo el picaporte cuando la hoja de la puerta se esfumó de sus
manos.
–¡Dios mío! –gritaron todos–. ¿Qué… qué es esto? ¡El balaur!
Efectivamente, al otro lado del resquicio, estaba apostado un ser sobrenatural
que reía con satisfacción extrema. Era Stefan David que se había convertido en
hiperhumano. Empero, algo había salido mal durante el experimento, y la
transformación, en vez de perfeccionarlo, lo había deformado físicamente,
aunque éste consideró la operación como exitosa. Bramaba de júbilo. Al
encontrarse a los agentes, advirtió la silueta de Baros.
–Mi reina –dijo en una especie de gruñido–. ¡Serás mi reina!
Se lanzó contra ellos. Sonaron los disparos. Scott, desarmado, huyó al lado de
Tassus, que halaba a Iliescu, escaleras arriba; Baros, atrás, les gritaba a Rosa y
Blue que escaparan. Stefan simplemente les propinó un manotazo en la cara:
cayeron desmayados.
Alcanzaron el segundo piso, eludiendo los resuellos de Stefan. Pero lo que
vieron ante sí los desalentó por completo.
–Muertos –sollozó Scott–. Estamos muertos…
Rompiendo el vidrio de los vientres artificiales, decenas de criaturas habían
salido a inundar los pasillos en una marcha tremulante. Parecían zombis que
circulaban bajo el comando de un poder oscuro y gritaban horridamente del
hambre. Pronto apareció Stefan dando saltos. Estaban atrapados. Baros lo encaró.
–¿Dónde está Popescu? –le preguntó creyendo que era el balaur del Baneasa.
Stefan rió.
–Mi reina –le contestó, obviando la pregunta que, por su lado, no le
importaba–. El destino te trajo hacia mí para que seas mi reina.
Baros no comprendía aquellas palabras; Scott se acercó para defenderla.
–¿Quién es usted? –lo inquirió.
–Yo –le respondió Stefan– soy el futuro, el logos, el principio y el fin de la
humanidad.
Se apoderó de ellos un frío terrorífico.
–Ellos –continuó– son mi hijitos, sus amos.
Se adelantó Stefan para coger a su presa, pero, inesperadamente, un golpe
contundente lo derribó a tierra. Era el balaur quien lo acometía con furia
homicida y, sin dejarle espacio a que maniobrara, lo atacó a zarpazos.
Uno de los hiperhumanos, tremebundo, agarró a Tassus de un brazo con
tanta fuerza que éste lanzó un gemido de dolor. El balaur lo escuchó y se volvió a
rescatarlo, circunstancia que aprovechó Stefan para encimársele.
Liberado, Tassus urgió a Baros y Scott para que se escabulleran gradas abajo,
pese a que los hiperhumanos los perseguían en busca de alimento, pues habían
sido los primeros en ser vistos y los consideraban, por instinto, sus padres.
–Salgamos por puerta principal –les dijo Tassus–. ¡Escondámonos en los
bosques!
–¿En los bosques? –exclamó Scott–. Pero ese lugar está lleno de bestias.
Entonces repararon en que un hiperhumano se aproximaba al cuerpo de Rosa.
¡Oh, Dios, los agentes americanos! Empuñó Baros el arma y disparó una y otra
vez contra los seres.
–¡Vayan por ellos! –les gritó a Scott y Tassus–. ¡Rápido! Yo los cubriré.
Lo seres contranaturales eran indestructibles. Caían rugiendo pero luego se
volvían a alzar. Scott cogió a Blue y Tassus a Rosa, y los arrastraron por en medio
de la balacera y de los cientos de brazos de aquellos engendros que se
desplomaban a su lado. Uno de ellos agarró el talón de Scott, que se derrumbó.
Elevó una mirada de pena y amor a Baros. Enfurecida, recargó su Beretta y se
acercó a rescatarlo.
–¡Salga ahora, Scott, salga!
No tardó mucho para que Stefan y el balaur aparecieran en la sala,
destruyéndolo todo. La lucha era impresionante, titánica. Stefan se adentró al
taller de cibernética y surgió de él con una estaca metálica.
–Me has buscado por meses para asesinarme –le dijo el judío–. Hoy será tu
último día. Antes dime, ¿es Dendiu tu creador?
El balaur bufó de ardor.
–Stefan, voy a despedazarte asesino –vociferó.
Aun sabiendo de las intenciones de Stefan, surcó un espacio de diez metros
para caer encima del judío, que, sacando la estaca que tenía escondida, se la
ensartó en el pecho. El balaur empezó a balbucear y chorrear sangre por la boca,
despeñándose en su presencia. Stefan, victorioso, lo levantó y lanzó al taller de
robótica.
Se volvió hacia Baros, que lo había reconocido por las palabras del balaur.
Rosa y Blue despertaron y lo que vieron les pareció horroroso. Tassus y Scott los
atendieron.
–Vaya –dijo sardónico Stefan–, usted aquí, profesor Tassus: creí que estaba
muerto.
–Usted.. ¿usted mandó a destruir el laboratorio? ¿Quién es usted?
–Es Stefan David –le dijo Baros haciéndolo a un lado; enfrentó al judío–. ¿Por
qué se embarcó usted en esto? –La rabia casi la hacía llorar.
–¿Por qué? –le contestó irónicamente–. ¿No son los resultados palpables por sí
mismos?
Baros negó con la cabeza; no entendía aquella megalomanía. Stefan bramó.
–Veo que no puede distinguir entre lo perfecto y lo imperfecto. ¿No ve que yo
soy el futuro de la humanidad? ¿No ve en mí a un ser evolucionado en su
máxima expresión?
–No –le respondió Baros–. Lo único que veo es una bestia asesina, repugnante.
–¿Asesino? –exclamó sorprendido–. No, mi querida agente Baros, no soy
ningún asesino. Él –señaló al balaur– es el autor material de los asesinatos y
Adrian Dendiu, el intelectual. Yo me he dedicado a defenderme.
–Cómo creerle, señor Stefan –siguió Baros, conmocionada–. Si es usted igual
al balaur.
–Yo acabo de hacerme perfecto hasta muy poco, agente, allá, en aquella
cámara de gases ‒la señaló.
–¿Es usted el Estigia? –volvió a preguntarle.
Stefan se contuvo un momento; después, reflexionando en que ya no
importaba si lo afirmaba o no, pues acabaría con ellos ese mismo día, le dijo:
–Sí.
–¿Mandó a matar a Alexandru, el Químico?
–Sí.
Entonces apareció un Popescu convaleciente.
–Él hizo el trabajo por mí –levantó el dedo y lo punteó.
–¿Yo? –exclamó el agente que no sabía de lo que hablaban.
–Sí –prosiguió–, Popescu. Yo, Stefan David, soy el Estigia.
El otro quedó pasmado por aquella declaración. Ni él sabía que trabajaba para
uno de los hombres más poderosos de Rumania.
–Es por eso que usted nunca se dejó ver de mí –le reclamó el agente.
–No podía hacerlo. Soy el líder de la Mafia Roja y hubiera sido inadmisible
que las autoridades lo supieran, especialmente tú, Popescu, pues me habrías
extorsionado y habría tenido que eliminarte. Me eras más útil vivo.
Baros le echó una mirada de desprecio a Popescu: siempre supo que era un
traidor. Sin embargo, sintió una herida en el alma.
–¿Vendiste tu conciencia por una ficha? –le dijo–. Me da pena saber que eres
un interesado y sobornado, pero más me duele aceptar que me hayas traicionado
todo este tiempo. ¡Aléjate de mi vista, aléjate, cerdo!
Popescu, que estaba desarmado, hizo un ademán por agredirla. Pero Stefan lo
detuvo.
–No te muevas –le dijo–. Ahora que te has enterado de la verdad, ¿seguirás
bajo mis órdenes?
El agente le contestó afirmativamente.
–Bien –lo amonestó–. ¿Y ustedes? –se dirigió a la cofradía–. ¿Se someterán a
mis designios?
–¿Por qué habríamos de hacerlo? –le espetó Scott.
Stefan dio un salto tremendo y se apostó bajo el gran intersticio de la entrada
principal, cuyos cristales transparentes dejaban escurrir una gama esplendida de
partículas fotónicas que se desprendían de un sol rojo medio oculto en el
horizonte lejano. La escena era davídica, deslumbrante. Alzó ambos brazos y
empezó a gritar con fuerza ante el empuje de los engendros que se le agolpaban
alrededor:
–¡Yo soy Dios! ¡Yo soy Dios!
Gozoso, magnificente, impregnado de su propia gloria, apenas pudo darse
cuenta de que los cristales reventaban en mil pedazos, como tampoco advirtió
que el espectro de Adrian emergía, hermético y expedito de la nada, con el brazo
desplegado en posición supina.
–Si tú eres dios –le dijo Dendiu–, entonces yo soy el diablo, y ¡triunfo! ¡Muere,
maldito bastardo! –y traspasó el cuerpo del dios sin dominio, quebrantándole la
medula espinal.
Stefan, trémulo, agarró el brazo que lo atravesaba e intentó arrancárselo, pero
Adrian, insertándolo más, le susurraba por detrás del oído:
–Heme aquí vengando el nombre de mi padre y el mío. Paga ahora todo el
daño que me has infligido. ¡Muere, muere!
Se arrodilló Stefan maldiciendo el nombre de Dendiu, y trataba de razonar el
por qué de aquella injusticia, él, el hombre que sólo deseaba evolucionar al
género humano a su máxima expresión, estaba siendo asesinado vilmente por un
homicida consumado. Sus hijos, los hiperhumanos recién nacidos, lo rodearon,
pero advirtió el judío que ellos eran como niñitos, que no sabían lo que en
verdad ocurría ni tampoco el futuro funesto que les esperaba. Bañado en sangre,
abatido más por la impotencia que por la herida, cerró Stefan los ojos y murió en
manos de Adrian Dendiu.
Caído el rey y satisfecho consigo mismo, Adrian comenzó a hacer ostentación
de su poderío. En una carnicería brutal, exterminó a cada uno de los engendros,
mientras los agentes subían nuevamente hasta el tercer piso, huyendo de su
locura parricida. Encontraron a Zamfir, que aún respiraba. Al toparse con
Popescu, gimió:
–Hay que detener a Stefan David… Está enloquecido…
Baros se hincó para consolarlo.
–Ya terminó, doctor; todo ha terminado…
–No… –le dijo–. Hay que destruir el lugar, los archivos, documentos de
investigación, ¡todo!, para que nadie pueda hacer lo mismo en un futuro
cercano…
Tassus le pasó una mano por debajo del cuello.
–Soy el único del grupo «Libertad» que vive, doctor Zamfir –le dijo–. Tenga
por seguro que no revelaré una palabra de lo que sé. Me marcharé de Rumania
una vez que esto termine.
–¿Terminar? –lo remedó Adrian pasando el soportal de la puerta–. Esto
apenas empieza. Lo único que lamento es que tendré que eliminarlos, excepto a
usted, Tassus, y a usted, Zamfir, que vivirán para recomenzar mi obra.
–No, señor –le contestó Tassus–. No trabajaré para usted si uno de mis amigos
llegara a dejar de existir. Eso se lo juro.
–Ah sí –le respondió con sarcasmo y se arrojó contra Blue, al que cogió del
cuello–. Aquí soy yo quien tiene el poder, la fuerza y la inteligencia, por tanto,
me arrogo el derecho de hacer lo que me plazca –socó el gollete del agente–. ¿Me
entiende ahora?
–Está bien –le dijo Tassus, sometido–. Usted gana. Déjelo que viva, por favor.
Haré lo que me pida.
Lanzó Adrian a Blue por entre los escombros del Procesador.
–Ya es hora de aniquilarlos –emergieron unas garras del dorso de su mano–,
pues no me conviene que queden testigos, mucho menos del tipo policíaco –se
carcajeó cruelmente.
–Aunque nos mate –le dijo Rosa–, las piedras hablarán por nosotros. Está
escrito en la Biblia.
–Hay que dejar la literatura sacra a un lado. Ata más que libera…
Caminó Adrian con engreimiento hacia ellos, seguro de su potencia; no
dejaría tronco con cabeza. Los agentes se dispersaron por las cuatro esquinas de
la habitación, en tanto que Scott y Tassus corrieron hacia los ventanales.
–Lo haré de a uno –dijo riéndose–. ¡Usted será el primero! –se elevó en
dirección a Rosa.
Blue, en el suelo y entre los escombros, descargó su arma en Adrian, pero éste
no sufrió menoscabo alguno y cayó enfrente del gay latino, con las garras al
descubierto. Circunstancia que aprovechó Scott para correr rumbo a la puerta en
busca de la escalera. Dendiu se percató de la acción y volvió a elevarse, pero
entonces Baros, en una tetra imprevista, se dirigió a las ventanas, las abrió e hizo
como si escaparía por ellas. Apenas puso un pie en el suelo, Adrian se alzó para
detenerla. Jugaban al gato y al ratón.
De pronto se escuchó el retumbo de un rotor en las cercanías. Adrian enfocó
la visión.
–La brigada Vlad Tepes –exclamó Baros–. Será mejor que se rinda, Dendiu.
–¿Rendirme? –le contestó, irónico.
«¡Gendarmería, gendarmería!», vociferó por un altoparlante Ionel, el
subcomisionado, desde el apeadero del helicóptero frente al edificio: «Repito:
¡Gendarmería, gendarmería! De acuerdo con el artículo 200 de nuestro código
penal, mediante auto motivado, se ha ordenado el allanamiento de este lugar,
pues hay una denuncia de que existen personas retenidas y que deben ser
rescatadas. ¡Depongan las armas, repito, depongan las armas!»
–Desista, Adrian –le dijo Baros–. Le prometo que tendrá usted un juicio justo.
Dendiu hizo como si reflexionara. ¿Y si acababa con todos, incluyendo a los
policías? ¿A quién culparían por la masacre? ¿No estaba Stefan allá abajo? He
aquí una magnífica oportunidad para liquidarlos de una vez y en un mismo sitio.
–Está bien –le comunicó a la agente con falsa irresolución–. Me rindo. Dígales
que bajen para que puedan aprehenderme.
–Tendré que esposarlo –le advirtió Baros–. Por seguridad.
–Haga como le plazca –le contestó Adrian–. Tome, aquí están mis muñecas.
Lo arrestaron y condujeron al patio de afuera. Cuando pisaron la sala de
recepción, Tassus se acordó de su amigo el balaur y, entrando al taller de
robótica, lo encontró desvanecido en la blanca cerámica. Extrañamente, su
cuerpo había vuelto a su configuración original. Tassus, condolido, se postró ante
él. Baros, intrigada, encargó a Adrian a los agentes, e ingresó al taller: sus ojos
destellaban de asombro.
–No puede ser él –exclamó.
–Sí, agente, es él –le contestó Tassus–. Mi amigo querido.
–¿Pero por qué?
–¿Por qué? Por lo que nos dijo allá en el Sportiv Dinamo: Stefan lo mandó a
eliminar a él y a su familia.
–Stefan tendrá que pagar por esto, Tassus.
–Ahora no importa, Baros. De verdad que no… –se lamentó sobre el cuerpo–.
Cuando esto acabe me largaré de Rumania, agente. Los recuerdos me abruman…
Levantó a su amigo y lo llevó a espaldas. Baros notó que las aletas de la nariz
se le expandían.
–¡Espere, Tassus! –le pidió–. Este hombre respira todavía. Cárguelo con
cuidado.
–¿Vive? –lo bajó de nuevo y lo esculcó–. ¡Sí, gracias a Dios!
Sus ánimos gozaron de una revitalización desmedida. Lo cargó en lomos y lo
escoltó hasta donde los esperaba Adrian, sumiso, vigilado por Blue. Vio a Ionel
que, resguardado por la brigada y con los cabellos revueltos por la ventisca
emanada de las aspas, caminaba a su encuentro. Popescu iba pensativo: ¿Se
dejaría conducir a la cárcel? Estaba rodeado, sin chances de escapar.
–¿Y esto? –preguntó sorprendido Ionel al ver a aquel ente robótico–. ¿Qué
pasa?
–Es el autor de los asesinatos achacados al balaur –le contestó Baros–. Es un
asesino confeso, y el fin de la investigación de los casos.
–¿Segura?
–Aquí están los testigos –señaló a Scott, Zamfir y los agentes–, la confesión del
autor material, y las evidencias materiales que lo incriminan podemos
recopilarlas en el laboratorio del Colentina, en Bucarest, y en el de acá, los
Montes Metálicos. Mandé usted a inspeccionar a los equipos forenses y
especialistas en escenas del crimen.
–¿Quién se esconde tras la máscara y el traje de superhéroe? –siguió
preguntándole en bromas.
–El señor Adrian Dendiu –le dijo.
–¿El renombrado químico del Colentina? ¿Es usted, señor Dendiu? –se dirigió
a él.
Adrian bajó la cabeza, a la vez que, en un ademán rapidísimo, rompió las
esposas que lo sujetaban. Dio un golpe a Ionel y embistió a la brigada. Scott
corrió hacia el helicóptero, seguido por los agentes y Tassus. Baros recogió a
Ionel y juntos subieron.
–¡Ascienda! –le ordenó Baros al piloto–. ¡Ascienda, ascienda! ¡Rápido, rápido!
El piloto maniobró con presteza y se alejaron dejando atrás a la brigada Vlad
Tepes, que se enfrascaba en una lucha a muerte en contra de Adrian.
53
El ocaso de un imperio maligno
___
–Es un hecho –le dijo Copos a Mircea Pogea por el teléfono–. Los auditores
han encontrado muchas partidas que son injustificables de mi parte. No sé qué
decirles. Han amenazado con meterme a la cárcel…
–¡Idiota! –le gritó el contralor–. Debiste haber llevado una doble contabilidad.
Mircea le reprochó a Stefan, en la distancia, el exceso de confianza puesto en
su poder político, así como a su irónica pedantería de rechazar la sabia tarea de
adquirir consejos prudentes. Jamás creyó en la advertencia de que las
autoridades fiscales, una vez caído, le examinarían con minuciosidad los estados
financieros de sus compañías. Confió demasiado en los medios de compensación
monetarias para cegar a las autoridades o en la pretensión de que le bastaba su
sola celebridad para evitar cualquier descargo público, creyendo que era único
en su género, despreciando el poder de sus enemigos. No fue esto un craso error
hasta ahora en que él no podía ya defenderse con sus prerrogativas. Flutur
fiscalizaba sus empresas con la escrupulosidad propia de un burócrata neurótico,
y al final del día había acordado entablar sendas demandas contra el judío ante el
Ministerio Público rumano, donde exponía las razones que llevaron a Seicorp a
cometer dos de los más grandes delitos tributarios de la nación: defraudación
fiscal y lavado de activos.
–En los próximos días –continuaba Copos–, según me lo ha explicado el
auditor, el Estado investigará a Seicorp, colocará a un Interventor en la caja, a
efecto de recuperar lo evadido, enjuiciará a Stefan, sus gerentes y contralores por
la creación de partidas arbitrarias y fraudulentas, y les impondrá cinco años de
cárcel, mínimo, según el monto.
–¡Maldición! –se quejaba Mircea–. ¿Qué voy a decirle a Stefan?
–Pues yo no sé –le respondió Copos–. Pero en lo que a mí respecta, renuncio
de mi puesto.
–¡Renuncia usted! –le gritó el contralor–. ¡Cómo que va a renunciar! ¡No,
señor! Usted se queda allí mismo, sentadito y esperando los resultados de la
auditoría.
–Ya le dije que renuncio, señor Pogea –volvió a decirle Copos–. ¡Renuncio, me
oye, renuncio! Ya estoy harto de sus transacciones misteriosas… –le colgó el
teléfono.
Segundos después recibió otra llamada, de Belinca.
–Salvado por la campana, amigo –le anunció.
–¿Salvado? ¡Santo Dios, Belinca, la Dirección de ingresos tributarios está por
meterme en la cárcel! El pendejo de Flutur lo ha descubierto todo…
–¿Todo qué?
–Olvídalo –le dijo Mircea ocultándole la verdad; Belinca, aunque amigo de
Stefan, no tenía conocimiento de la otra faceta del judío.
–La cuestión es –prosiguió Belinca– que Pita ha sido destituido del cargo por
Razvan. Me lo acaban de comunicar.
–Será mucho peor todavía –le dijo el contralor–. Redoblará los ataques contra
Stefan.
–No, no lo creo. Hablaré con él y le ofreceré una tregua, para tratar de
limpiarle la vergüenza. ¿No está mala la idea, eh? Quizá así le pida a Flutur que
cese de auditar a Seicorp.
Mircea encontró aquella propuesta como imponderable. No obstante,
desconocía que Belinca no había sopesado correctamente el problema: Traian
Flutur era amigo de Razvan, y al darse cuenta de que Pita volvía a la llanura, no
quiso desperdiciar su trabajo. Además, durante la auditoría se habían
descubierto más irregularidades no sólo en las declaraciones juradas sino en
otros aspectos operativos de la corporación: por ejemplo, la súbita rentabilidad
de algunas afiliadas que aportaban grandes masas monetarias al holding –como
el caso de Transarum (la empresa de transporte que gerencia Pupa) o Farmadei
(laboratorio y droguería– o el irregular flujo patrimonial que inflaba
considerablemente los activos en menoscabo de los pasivos. Por supuesto que
tales descubrimientos merecían ser recompensados. Llamó al libertador y
presidente del PMRU, que estaba en casa del viejo Brudan, para extenderle sus
inquietudes:
–Mi querido señor y amigo Razvan Snagov –le dijo con la vulgar alabanza
correligionaria–. ¿Todo bien ya?
–¿Flutur? –contestó Razvan–. ¡Hola, viejo amigo! ¿Qué me tienes?
–De las mejores noticias, viejo –respondió–. ¿Sabes que Stefan David está
intervenido?
–No me digas…
–Sí –continuó–. Al principio detectamos una partida de ingresos que no se
justificaba por la naturaleza del negocio; creíamos que la había hecho para evadir
impuestos, defraudación fiscal, digo, pero ahora, después de haber escrutado los
estados financieros de Seicorp hemos caído en la cuenta de que, efectivamente, el
judío ha cometido otro delito, quizá el más gravoso: lavado de activos.
–¿Lavado de activos?
–Sí, amigo. Y las cantidades son millonarias. Es una lavandería bien
estructurada. Ya he confeccionado algunas demandas, sin embargo, estoy por
entablar otras por el delito que te mencioné antes. ¡Stefan David está perdido,
amigo, perdido!
–Pobre hombre, su ambición lo llevó a la ruina.
–Si quieres, puedo enviarte el informe de las investigaciones y las demandas,
Razvan. Sólo pídemelo.
vJe, je… Gracias, Flutur. Créeme, estoy complacido de que hayas pensado en
mí como tu amigo. Y aunque me gustaría pedirte que me lo envíes, debo ser
sincero: no, no lo quiero. La ética me lo impide. Dejaré, en cambio, que ustedes
como autoridades fiscales ejerciten las acciones civiles y penales que
corresponden ante el Ministerio Público. Cada quien debe pagar el mal que ha
hecho.
–A propósito –acotó el director de ingresos–. Espero que ganes las elecciones
internas y de ser posible las generales. ¿No irás a sacarme del puesto cuando seas
presidente, eh? Ja, ja…
–No, amigo –le dijo Razvan–. Descuida. Ni siquiera sé si podré seguir
adelante, pero haré la fuerza, je, je… Te prometo que si llego a la presidencia
rumana, te dejaré seguir trabajando.
–Estando las cosas así –le respondió Flutur con alegría–, pues no queda más
que hundir a ese maldito judío. Adiós, amigo. Cuídate.
Cuando hubo terminado, Razvan se giró hacia sus amigos; Faina había
escuchado la conversación y apenas alcanzó a decirle:
–Dios vuelve a derribar al falso mesías y a su reino de mal.
–Así es, pastor, así es –le contestó Razvan.
–La cena está lista –irrumpió Sonia sirviendo la comida en los platos–. Coman,
por favor.
Y, sonriendo todos, se sentaron a comer felizmente a la mesa.
54
Cuando el amor es verdadero
«Govinda se inclinó profundamente: las lágrimas rodaron por sus mejillas arrugadas, sin
que él siquiera lo notara; sintió como fuego su más profundo amor, su más modesta
veneración en el alma. Se inclinó ante Siddharta casi hasta el suelo; Siddharta permanecía
sentado, sin moverse, y su sonrisa recordaba que jamás había amado, que nunca en la
vida había tenido algo que considerase valioso y sagrado.»,
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FIN