El Espanto de Bucarest
El Espanto de Bucarest
El Espanto de Bucarest
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VALENTINO
https://www.amazon.in/El-espanto-Bucarest-Spanish-Valentino-ebook/dp/B07CZNR-
J5K
no lo apartéis de vosotros;
1
El monstruo del Baneasa
«Se estremece al paso de las cacerías y las hordas. La comedia gotea sobre los tabla-
dos de césped. ¡Y la turbación de los pobres y los débiles sobre estos estúpidos planos!
En su visión esclava, Alemania se escalona hacia las lunas; los desiertos tártaros se ilu-
minan, las antiguas revueltas bullen en el centro del Celeste Imperio, por las escalinatas
y los sillones de reyes, un pequeño mundo descolorido y chato, África y Occidente, va a
edificarse. Luego un ballet de mares y de noches conocidas, una química sin valor, y me-
lodías imposibles. ¡La misma magia burguesa en todos los puntos donde nos depositará
la posta! El físico más elemental sabe que ya no es posible someterse a esta atmósfera
personal, bruma de remordimientos físicos, cuya comprobación misma es ya un dolor.»
__
–Violenta, pero Libertad al fin y al cabo –se dijo Scott al arribar al aeropuerto Banea-
sa, al norte de Bucarest, en Rumania, valija en mano, gozoso de pisar un suelo libre de la
represión comunista. «Adiós al odio hacia la Naturaleza humana», suspiró satisfecho.
Caminaba despacio, feliz, pero desorientado, leyendo los letreros de la Terminal en
busca de la sala de espera. Mientras recorría aquellos pasillos, sus ojos no daban crédito a
lo que veía: un edificio grandísimo, con nombres de aerolíneas desconocidas para él,
«German Wings, My Air y Sky Europe», moderno y atestado de gente, muy lejano de la
estrechez y el óxido en las láminas y las canaletas del techo que imaginó, burdamente, a
punto de caerle en la cabeza cuando abordaba el avión de ida en Nueva York, la capital
financiera del nuevo Imperio, en el aeropuerto John F. Kennedy, quizá el más visitado del
mundo después del de Houston.
«Soy afortunado», pensaba, «de que hoy, puestos mis pies acá en la estación, que por
cierto creía primitiva, estemos ya en el ’92, a tres años de la Caída de ese tirano socialista
que respondía al nombre de Nicolae Ceausescu, y he tenido el placer de pasar el registro
sin haber sido esculcado desde las uñas hasta las orejas».
Circulaba por los alerones de la edificación, husmeando en los quioscos, ansioso por
ver si se daba el lujo de comprarse un recuerdo; pronto se topó con un busto del ex dicta-
dor.
«A ver, señor adusto», le dijo mentalmente a la figura en forma sarcástica. «Sus cama-
radas dirán de usted que fue un personaje egregio, sin igual en el mundo, un hombre que
por fuerza transcendió en la idiosincrasia de los hijos de esta nación, cuyos ojos contem-
plaron, (con un falso deje poético) –echó una ojeada alrededor–, lustro tras lustro, su ter-
ca voluntad erigir grandiosos complejos habitacionales, además de tejer una economía
colectiva militante que consiguió sacarlos de la época medieval hacia una de implacable
industrialismo. Bonito, sí, muy bonito; pero yo digo que usted, sí señor, que usted poco o
nada hizo por la libertad individual de su gente».
Carraspeó; se sentía observado; cogió la maleta, y en tanto andaba por los pasadizos,
asombrado de ver aquella obra, que nunca creyó posible en un país ahora salido del co-
munismo, pues lo suponía campesino, atrasado, una clásica aldea del Tercer Mundo.
«Bueno; le reconoceré algo por la belleza de este aeropuerto; en verdad que está magnifi-
co; no obstante, le falta mucho para que pueda compararse siquiera a uno de los más pe-
queños de mi país», exclamó. «Ya veremos la nueva infraestructura, mil veces mejor, que
surja gracias al capital privado; sí, ya veremos. No más represión comunista, no más; su
ciclo ha terminado». Y este ciclo comunitario, se dijo, había acabado cuando cesó el po-
derío de aquella voluntad hombruna, apagada en cuestión de minutos un día decembrino
de 1989. «Ah, estos líderes y su miopía histórica contemporánea», siguió. «Miopía y sor-
dera histórica (y en esto no se equivocaron los hombres anteriores a Lenin1, eh, que dije-
ron que la humanidad no estaba preparada todavía para el comunismo) que hicieron que
el Bloque2 cayera tan frágilmente, cual piezas de domino, ante los soplidos verdes de un
nuevo orden mundial: la globalización. Aunque, si bien hubieron podido prever estas va-
riables, la asfixia ideológica les hubiera impedido resistirla».
«Pasó ayer, en Babilonia, en Persia, en Grecia, en Roma, aquí mismo, y volverá a pa-
sar mañana», volvió a reflexionar. «Acaso no pase lo mismo en mi país. ¡Dios quiera que
eso nunca ocurra! Por otro lado, no ha sido el primer hombre al que las masas lanzan es-
fuerzo e ideal (aunque retorcidos) al mar del declive y la obsolescencia, lo que me ratifica
aquel viejo, cruel e inequívoco dicho de que “nadie sabe para quién trabaja”, como bien
lo comprobó él mismo el día de su ejecución. Pareciera que la gente actuara desagradeci-
damente, pero es que el tipo se ganó las antipatías por derecho propio».
Mas ahora, según Scott, al parecer todo había cambiado para bien (desvirtuando así la
creencia de las viejas escuelas comunistas de que todo quedaría en ciénagas negras o en
la anarquía) y acontecía que la vida, como siempre ocurría cuando se la reprime, empezó
a surgir con muchísima más fuerza y dinamismo, poblando las calles de la ciudad con
hordas de flamantes burgueses, comerciantes y otros en busca de lucro, quienes, una vez
encontrado el medio, produjeron una ola privatizadora gigantesca que arrasaría con todo:
gobierno, alfabeto, leyes y costumbres. Ya no se oía más acerca de granjas colectivas o
fábricas del pueblo, ni se escribía en cirílico, sino de propiedades privadas, superávits,
acciones bursátiles en alza, índice Dow Jones, anotadas en caracteres latinos, y todo ello
surfeando paladinamente sobre las aguas del Dambovita, ese río caudaloso que vio nacer
dinastías monárquicas ineptas, dictaduras comunistas burócratas, pero que ahora vivía
momentos únicos llevado de la mano por una joven democracia de mercado abierto que
día a día enriquecía al más astuto y desamparaba al menos favorecido.
«Violenta, pero Libertad al fin y al cabo», repitió campante. «Como corresponde al
libre curso dictado por la Naturaleza».
Se imaginó a Bucarest como la había leído en los libros, enigmática, gustosa de ufa-
narse de ser la perla más bella del Este, amante de lagos sugestivos que encantan con su
rumor la visión de los nuevos hombres, los del futuro, los hombres del capital de inver-
sión y del e-mundo. Y Rumania le resultaba bella (esa era la palabra justa), bella eslavia
latina, compuesta de dacios, eslovacos, serbios, croatas, hogar de gitanos y hunos, patria
de viejas lenguas escondidas en la masa rocosa de los Cárpatos, colmada además de mu-
jeres sublimes, como no existen otras en Europa, hombres hercúleos, y tierras que exudan
fantasía, devoción y misterio, señoríos donde vagan, impunes, condes drácula que luchan
a duelo mortal contra hombres-lobo en noches de luna llena, y que hechizan a todo aquel
1 Vladimir Ilich Ulianov: primer revolucionario del mundo y de todos los tiempos, y el primer hombre que llevó a la
práctica la teoría marxista del comunismo, que él mismo ayudó a desarrollar. Discípulo de Marx, creía que para la
aplicación del comunismo no se debía esperar a que la sociedad humana evolucionara (pues ésta lo haría muy lenta-
mente, quizá a través de miles de años, con las consecuentes tragedias humanas generadas por el capitalismo, pri-
mera etapa para llegar al socialismo), sino que se podía llegar a ella por medio de la Revolución (ruptura y acelera-
miento evolutivo). Su teoría contaba con la estatalización de los medios de producción, que aprovecharía el trabajo de
todos para luego repartir el producto en forma justa y equitativa; sin embargo, no tomó en cuenta el factor sicológico
humano, todavía en albores.
3 John William Polidori, de los primeros autores modernos en componer un relato acerca de la existencia de los vampi-
ros. Compuso un cuento, «El vampiro», cuyo protagonista, Lord Ruthven, aparece como un hombre inmortal lleno de
vicio y corrupción, “empactado” con seres diabólicos griegos. Bram Stoker, autor de la novela «Drácula», el vampiro,
quien toma como escenario el paisaje campiño de Transilvania.
5 En el folclore rumano un balaur es una criatura similar a un dragón europeo, aunque distinto, pues los dragones,
como tales, también existen en el folclore rumano. Un balaur es bastante grande, tiene aletas, patas, y múltiples cabe-
zas de serpiente (normalmente tres, otras veces siete, o incluso doce). Cuando aparece esta figura tradicional en la
mayoría de cuentos rumanos, es para representar al Mal, que debe ser derrotado por Făt-Frumos para liberar a la
Princesa (Se le asocia con el Zmeu, otro monstruo mitológico rumano).
cados de Brasov, y circulaba reposadamente por la calle, cuando vi que dos hombres,
embutidas las manos en sus americanas, discutían acaloradamente sepa Dios qué nego-
cios (tampoco me importan). Pues bueno, el clima era intenso, sí, plomizo, y recuerdo
haber escuchado por la radio que las autoridades habían tomado la decisión de suspen-
der los vuelos. Íbamos ya saliendo de la zona (Gheorghe se me había acomodado en las
piernas), y eché un vistazo por última vez, preguntándome en el fondo si los hombres ha-
brían alcanzado algún acuerdo, pero no, éstos seguían igual de acalorados y necios, vo-
ciferándose al borde de la acera, junto a un auto rojo, reclamándose el uno al otro sin
importarles una papa que las gentes los vieran. De presto, y ponga oído, periodista, ya
que Dios sabe que no miento (Vea, mire el icono de Jesús, San José y Santa María en
forma de dije colgando en mi pecho, ¡soy un cristiano ortodoxo muy devoto!), vi… (¡Se
habrá visto algo semejante andar por los caminos del mundo, y créame lo que le digo!
¡Vea, vea mi horror!)… Vi una figura grotesca… un Zmeu, una bestia, ¡cosa diabólica!,
correr a una velocidad insólita y brincar por arriba de sus cabezas, furiosa, emitiendo
unos bufidos macabros que espantaban a todo aquel que por ahí se moviera. ¡Los hom-
bres gritaban, señor, desesperados, agitando los brazos en la penumbra, lanzando y ca-
peando puños, pero ahí estaban las garras, las garras sangrientas (y los alaridos, los
alaridos maléficos, debió escucharlos usted, señor) que traspasaron en un santiamén el
cuerpo de esos pobres desgraciados! ¡Las garras, señor periodista, las garras, las ga-
rras! ¡Ay, Dios Santísimo, protégeme del Diablo que se ha escapado de los Infiernos!
[…]».
Cerró el diario de inmediato: le repugnó haber visto la cruda fotografía de los hom-
bres desgarrados encima del pavimento. ¡Por Dios! ¡Qué plaga en el mundo habrá hecho
del sensacionalismo un dogma! Se sentía afectado por la noticia, más que nada por la
imagen, brutal y despiadada, de los cuerpos ensangrentados y expuestos al aire libre. Un
párpado empezó a temblarle, y el aciago recuerdo de la muerte, hace dos días, en circuns-
tancias casi similares, de su amigo Emile Cerveni, ingeniero en genética del MIT 6, a
quien fuertes lazos de amistad lo unían, paseó por su cabeza. Precisamente por esta razón
de peso, se había visto obligado a abandonar el Instituto para asistir a sus funerales aquí
en Rumania. ¡Y ahora esta noticia que parecía alargar esa pena! Se sintió conmocionado
por lo ocurrido al señor Rahova, un completo desconocido para él, pero un ser humano
digno de consideración. Volvió a sentarse en una de las butacas, contenido el aliento. Veía
a la gente caminar, presurosa, arrastrando el equipaje, y ya empezaba a desesperarse, des-
enroscando las piernas a cada momento, cuando escuchó una voz templada dirigiéndose a
él:
–Buna –dijo la voz en rumano–: ¿El doctor Scott Fraiser, del Instituto de Investiga-
ción Molecular de Illinois, supongo? –preguntó luego en perfecto inglés.
Se sobresaltó; echó la mirada hacia el frente: era una mujer, muy bella, por cierto, ve-
lada por una mata de pelo negro, sedoso, cortado en capas grafiladas que escondían unas
finas arrugas en lo alto de su carita ovalada, algo macilenta, propia de los treinta años,
que le partían, además, el entrecejo por un frunce perpendicular que terminaba en una
nariz afilada. Pequeños detalles de la edad que acentuaban su hermosura (aunque la dueña
6Massachusetts Institute of Technology, centro educativo estadounidense que goza de gran prestigio a nivel mundial
por la formación de científicos eminentes.
de estas facciones, al parecer y por el semblante serio, lo ignoraba por completo), poqui-
tín salvaje y díscola, mezcla típica de nórdico y meridional. Asintió.
–Soy la agente Cecilia Baros –continuó, alcanzándole la mano, complaciente–, de la
Gendarmería de Bucarest. He venido a recibirlo. Espero que su disgusto por la tardanza
no sea muy duro conmigo.
–¿Gendarmería? O sea, ¿la policía de Bucarest? –exclamó sorprendido, conectando
involuntariamente lo que leyó en el periódico con el caso de Emile, y él en el centro de
alguna investigación oscura, de las que acostumbraba a ver en los documentales de tele-
visión, con la policía secreta arrestando y mandando a la cárcel a los amigos del sospe-
choso.
–¡Oh, oh! –le respondió la mujer, divertida, al caer en la cuenta de la reacción del
americano–. Usted me malentiende, doctor Fraiser. Vengo de parte de la Familia Cerveni.
Emile y yo fuimos grandes amigos desde la infancia. Por favor, no me malentienda.
–¡Ah! No hay problema. Por un momento creí… –iba diciendo, pero un ruido polifó-
nico muy parecido a las notas del teclado electrónico lo interrumpió.
Se oía dentro del cuerpo de Baros, que metió la mano en su chaqueta y, excusándose,
sacó un teléfono móvil.
«Atunci, putem discuta, Baros?7», se oyó a través de los micro parlantes, puestos en
altavoz, que la agente atendió con un «Nu, Popescu», sin preocuparse de la presencia de
Scott, creyendo, quizá, que éste no podría entender las palabras. Acto seguido apagó el
móvil y rió amablemente:
–¿En qué hotel va usted a hospedarse, doctor Fraiser? –Le cogió las maletas y, halan-
dolas, lo invitó a salir del aeropuerto en dirección al parqueo. Abordaron el auto, un Fiat
del 58, algo que no le sorprendió a Scott, pues para nadie era un secreto que bajo los re-
gímenes comunistas los bienes materiales de las gentes se caracterizaban por la obsoles-
cencia y vejez casi absolutas (y nadie se explica tampoco por qué, teniendo en cuenta que
la producción estatal, según sus informes quinquenales, siempre fue exorbitante. En
realidad la gente lo sabía, rió para sus adentros, pues en el mero centro de la ciudad, Cea-
cescu había mandado a construir un palacio que apenas puesta la primera piedra había
consumido mil millones de dólares). «He ahí su magnífica obra», coligió, viendo el cas-
carón carcomido de las puertas del auto.
–In Hanul lui Manuc –respondió el doctor, abrochándose el cinturón.
Baros volvió a sonreír, por fórmula.
–¿Habla usted rumano? –exclamó, sorprendida ante sus improvisados talentos lingüís-
ticos.
–No mucho –respondió–, pero lo suficiente para defenderme de mujeres tan bellas
como usted –Baros se sonrojó.
–Oh, gracias –dijo en seco. Conducía en silencio.
–La verdad es que sólo conozco algunas frases básicas que aprendí de Emile, cuando
estudiábamos juntos en América, pues éste solía entonar canticos de la Transilvania, cer-
8 Baile folklórico tradicional transilvano similar al "Căluş" (Căluşari: baile existente especialmente en el sur de Rumanía
que se asemeja al baile inglés Morris en cuanto a la coreografía, al significado de la danza ritualistica con las espadas,
y los trajes, y se considera que fue prestado en el oeste de Europa desde la antigua Dacia –en España, más tarde en
Inglaterra– vía los celtas o los godos).
ese semblante tan circunspecto, a veces exasperantemente sereno, que, no obstante y si
otro hombre hubiera sido, la habría condenado a reconstruirlo día a día en sus adentros,
en una tarea perpetua por frenar el avance del fuego avasallador del celo que la sometía.
–¿Puedo preguntarle algo? –tanteó Scott–, ¿por qué murió asesinado Emile?
Baros, inquieta, halló apresurada la pregunta, comprometedora, pero no quiso ser des-
cortés.
–Bueno… –titubeó–. ¿Cómo le digo? ¿Por qué no tratamos esto más adelante?
–Sé que la pregunta es incomoda –dijo Scott–, pero yo estimaba mucho a Emile; era
como mi hermano, y no me puedo creer todavía que siendo él un científico, alguien que
no guardaba ninguna postura política, casi un desclasado además, y dedicado exclusiva-
mente a sus trabajos de laboratorio, haya sido asesinado con tanta saña. Simplemente se
me hace inconcebible pensar en que está muerto. ¿Por qué alguien tendría motivos para
matarlo? A menos que… –exclamó Scott anonadado–. ¿Por robarle, a él, que no tenía si-
quiera un centavo en la bolsa?
Baros seguía muda. Scott calló.
–¿Hay siquiera indicios de quién pudo haber cometido esta atrocidad? –preguntó lue-
go titubeante.
–Ninguno –contestó Baros, ceñuda.
–¿Ninguno?
Baros seguía conduciendo en silencio. Pasados unos minutos, el auto recorría ya la
famosa avenida Kiseleff, bajo la sombra de las arboledas.
–Le juro que daré con el autor de este crimen –exclamó de repente Baros, rompiendo
el hielo, segura de sí misma, con las manos en el timón–; usted será el primero en saberlo,
doctor Fraiser. Y no se hable más del asunto. ¡Vea! –y le señaló un monumento parecido
al que erigió Napoleón en Francia–: Es el Arco del Triunfo, aunque algo más pequeño. Se
parece al de París, ¿verdad?
–Sí, sí, es idéntico –consintió el doctor, hechizado por la entereza de Baros.
–En los años treinta nos solían llamar el Pequeño París del Este.
–Por supuesto… Y eso me da cuenta del rico acervo cultural rumano.
–Aunque las costumbres del pueblo son mucho más ricas. Ya las verá usted con el
tiempo. Le aseguro que le encantarán.
–Pues yo creo que ya me encanta todo de Rumania –le respondió Scott, buscando sus
ojos, sonriendo, tratando de parecer agradable.
–Sin embargo, debo prevenirlo, doctor Fraiser –añadió Baros–. Usted sabrá que esta-
mos pasando por una extraordinaria crisis de personalidad nacional, es decir, muchas co-
sas están cambiando rápidamente en pocos años, muchas cosas –dijo espiando el pano-
rama a través de la ventanilla.
Y no mentía. No habían pasado dos años siquiera desde la caída comunista, un hecho
que, en afán de la ciencia, jamás podría pasar desapercibido para ningún científico que se
precie de serlo, pues ¿cómo ignorar un hecho que no se había dado desde los albores de la
humanidad, en los tiempos en que todos los miembros de un Estado, organización, tribu,
o clan, trabajaban en conjunto para el bienestar del ente comunal, un organismo social
único, antes que para ellos mismos como individuos? Finalmente algo digno de estudio.
¡El comunismo, que le tocó vivir en su primera juventud, había sido un experimento so-
cial sin parangón, semejante a las mentes que se esforzaron por crearlo! Ahora, en pocos
años, este proceso comunal se veía revertido por el capitalismo, que lo apabullaba y des-
membraba pedazo a pedazo, creando nuevos hombres, del tipo Bernard Maddoff o Bill
Gates, u Omar Hayssam en el caso rumano, poseedores de fortunas más allá de los
10,000 mil millones de dólares (groseras y monstruosas cantidades de recursos concen-
tradas en manos de un sólo hombre, absurdo financiero, pensarán los hombres del futuro
lejano, que avergonzó a las mejores mentes científicas del planeta pero que a los restantes
cinco mil millones y medio de seres humanos, que debieron vivir con menos de un 1 dó-
lar al día, no sólo avergonzó sino que martirizó al sumergirlos en un mundo de violencia
y muerte), y que ayudaron a revolucionar el pensamiento rumano, sumido tras varias ge-
neraciones en un régimen comunitario después de la Segunda Guerra Mundial, circuns-
tancia que ahora lo hacía enfrentarse a una verdadera crisis de identidad económica y so-
cial, manifestada en el siguiente axioma existencialista para el sujeto común: «Si esta
cosa antes no era ni mía ni tuya, sino de nosotros, pero que ahora, después del cambio,
debe ser de alguien (porque los nuevos tiempos exigen tener, ya sea objetos, voluntades o
conciencias, o lo que sea, ¡pero debo tener!) entonces ¿qué debo hacer ante semejante
dilema? Antes que nada debo velar por mi supervivencia (¿no es acaso lógico), y para
ello necesito recursos. Así que la tomaré para mí (arrebatándola a otro; total, no es de na-
die), apropiándome de ella, y la explotaré, y llegaré a ser un gigante poderoso, si es que
puedo, si es que me dejan. ¿Y si no puedo, y si no me dejan? Entonces utilizaré la fuerza.
¿Y si ésta no funciona, si me aplacan? Entonces me vendo, venderé mi fuerza, y así ob-
tendré recursos, y con ellos, una vez acumulados, habré incrementado mi poder a tal gra-
do que seré el gigante que me he creído, un ser único separado de la masa uniforme, ca-
paz de hacer lo que quiera y cuando quiera; seré finalmente un ser humano, pero no uno
común y corriente, sino el mejor, uno reverenciado».
Así lo veían las viejas guardias comunistas; por doquier podían escucharse, con su
típica mescolanza ideológica, en boca de jubilados e intelectuales de cafetín, razonamien-
tos de esta ralea: «Los capitalistas creen que al menos hay una esperanza con su sistema,
pero obvian la coyuntura de que, si bien la prosperidad económica individual parece fac-
tible, a la sombra, en el fondo es ilusoria, sólo asequible para el más astuto, para el más
listo, para el más fuerte, para el inteligente que, quitando a uno y al otro, pueda volverse
capaz de comprar en rebajas esa fuerza, la que, en un pacto leonino, pagará desigualmen-
te con míseros centavos, para gozar de ganancias (esa diferencia entre mi inteligencia y la
tuya), mi derecho por ser más brillante que tú, y creado para ello la Ley que la justifica –
tómense para el caso las seudo-leyes esclavizadoras pensadas por los no menos sesudos
filósofos, jurisconsultos y científicos sociales de la actualidad y del pasado, Ptah-hotep,
Manú, Confucio, Platón, Cicerón, Tomás de Aquino, Smith, Charles Darwin, Newman,
entre muchos otros–, y que es tu fuerza enriqueciéndome, y que el tonto que ahora me la
vende por una nada obligatoriamente tiene que aceptarla sin remilgos, y a menos que ese
tonto se vuelva tan listo y fuerte como yo, cosa que jamás logrará, porque no entiende el
proceso real detrás del capital, ni de la vida, donde existe una ley de compensación (de la
que estoy exento, por supuesto) que dice que entre más tenga yo menos tendrás tú –¿una
prueba palpable?: la existencia de miles de millones de seres hundidos en la miseria–,
seguiré siendo uno de los poquísimos magnates que prevalece para dominar, no por vani-
dad, sino por un poder que me sustente, a innumerables y miserables pueblos».
Y agregaban remilgándose en las sillas: «De esto se trata esencialmente el cambio: de
llegar a ser el más fuerte, el más inteligente, el número uno, el ser que debe dictar las le-
yes que los demás deberán acatar. Así, no es anormal ver en sus libros de texto ponencias
como ésta: ‘El capitalismo nace en forma natural en el Universo, y está en conformidad
con sus leyes, pues genera competencia, principal motor de la Evolución entre los seres
humanos, lo que redunda en una beneficiosa lucha por la conservación de la vida, tan sa-
ludable para avivar el ingenio’. Y todavía exclaman: ‘¿No lo justifica para ello la Ciencia
actual dominada por el pensamiento de Darwin?’ De risa. Una lucha eterna entre lo mío y
lo tuyo, entre mi poder y tu fuercecita, entre mi inteligencia y tu idiotez. En una palabra:
Animalidad. ¿Y las víctimas resultantes de esta implacable teoría científica? Muy bien,
gracias. ‘¿Y no pasa lo mismo en el Universo entero pues, donde segundo a segundo mi-
les de millones de átomos se sacrifican para la formación de otros?’, tienen el descaro de
decir; y luego: ‘No tengo la culpa de que la Naturaleza me haya creado así, ¿acaso no me
reprende cuando trato de hacer lo opuesto a lo que Ella me dicta? ¿No pierdo con ello mis
ganancias, mis propiedades, mi alma? ¿No es ésta una justificación válida? Algunos han
nacido para mandar y otros para obedecer. ¿Una analogía clásica, justificada por los
grandes filósofos, desde Aristóteles hasta Herbert Spencer?: El cuerpo humano: ¿No
cumplen las células del corazón una función diferente a las del cerebro, y las del hígado a
las de los testículos?, ¿no debería suceder lo mismo en las sociedades? Más clara no pue-
de ser el agua: unos individuos han sido creados para ser obreros, y otros empresarios,
millonarios, como yo. La Naturaleza es dura, implacable, y nosotros no podemos cam-
biarla, debemos acatarla y convertirnos en lo que Ella manda.’ Entonces les pregunto:
‘¿No podemos realmente?’ No. ‘¿Podrías imaginarte un mundo donde todos gozaran de
ganancias iguales, donde las células del cerebro y del hígado se juntaran en un sólo ór-
gano? Imposible. Sería un desastre. Sí, y la Ciencia lo comprueba.’ ¿La ciencia? Será
acaso la ciencia de tu conveniencia: la ciencia animal, la prehumana. ¿Ciencia prehuma-
na? Sí, ¡hombre!, la ciencia que todavía es incapaz de comprender (sí lo comprende pero
se hace la sorda) que el ser humano ha trascendido, esa misma ciencia que ha descubierto
las formas de explicar las leyes de la vida y del Universo, que sabe cómo funcionan la
Naturaleza y sus componentes, y que sabe que ese mundo animal regido por la inequidad,
la injusticia y la depredación puede cambiarse por uno humano, trascendente, igualitario,
esa misma ciencia, digo, que sabe que ya no soy un simple animal que mata para vivir
sino que vive para pensar y que se avergüenza de ver a su prójimo en la miseria, esa
misma ciencia, grito, es la que le niega al Mundo el verdadero paso del cambio a uno me-
jor, libre de desigualdades, el paso de la animalidad a la humanidad. ‘¿Y quién dice que
has trascendido? Tu ciclo existencial no se diferencia del animal. Naces, comes, duermes,
te desarrollas, matas a otros seres para vivir (en un juego maquiavélico), te reproduces y
mueres.’, me rebatirían. ¡Pues no! Soy un humano que he trascendido, si no, ¿cómo es
que puedo pensar en cosas más elevadas que mi propia naturaleza salvaje, creando nue-
vas formas de pensamiento, creyendo en que los hombres podemos trabajar en conjunto,
brazo a brazo, por alcanzar la felicidad y el bienestar comunal, libre de egoísmo y des-
lealtad? ¿Cómo es que puedo compadecerme del prójimo? He trascendido. Tengo pensa-
mientos más nobles que el de un animal. Creo en la buena voluntad de los hombres, en la
solidaridad, en que todos debemos ser iguales y libres, cosa que no sucede en la mente
animal, por ejemplo. ‘¡Otro idealista del montón!’. Sí, claro, del montón, de ese montón
que suma millones, de esos que empiezan clamando por las buenas el fin de este absurdo
sistema animal, pero que después se ven inevitablemente empujados a matar por necesi-
dad, por la imperiosa necesidad de sobrevivir luchando por las migajas que caen desde
arriba de la mesa. ¿No me crees? Abre tus ojos, imbécil, heme aquí desnutrido, doblegado
por la enfermedad, la violencia y la muerte en las tierras de África, Asia, América Latina,
y el resto del mundo. ¿Te ofendes…? Más me ofendo yo que estoy siendo comido por mi
propio cuerpo. Pero no escucharás, te justificarás cínicamente diciéndome: ‘Hay algo de
cierto en lo que dices, pero ¿tengo el poder de cambiar las cosas?… No, no puedo… pues
no se trata de que yo pueda cambiarlas simplemente porque yo lo quiera, no; la Naturale-
za me supera, y no debo quebrantarla, porque entonces pagaría con mi vida. Lo siento; no
puedo hacer nada; tampoco tengo el valor de un Sea Shepperd, que cuida de las ballenas
de los océanos; soy un hombre común y corriente que sabe que todo tiene su orden, su
jerarquía, su propósito... No debo ni debes engañarte a ti mismo; vive y deja vivir; esa es
la Ley. Y no te engañes como lo hicieron ésos de más allá del muro, que creyendo en la
unión de los hombres erigieron uno, pero que fracasó, cayendo, evidencia más que con-
tundente que nos muestra lo errados que estaban, pues tras ese maldito bloque sólo existía
una fabrica que transformaba seres humanos en robots, seres que debían dejar a un lado
su individualidad a favor de la totalidad, un lugar oscuro donde no existía la Libertad,
sólo represión. Más ahora, con la caída y el cambio, puedo gritar a todo pulmón que este
cuerpo, y su fuerza, es mío, y puedo hacer con él lo que se me antoje, incluso matarme, o
mejor aún, dominar a los otros. Y tú no puedes cambiar eso, ni a la Naturaleza.’ Tienes
razón, pero hazme un favor, ¿quieres? Grita por mí: ‘Soy el necio más grande que la Evo-
lución jamás haya podido crear.’».
Ese era el mundo confuso y violento que ahora Baros encaraba y que no entendía, un
mundo incipiente, inseguro, que emergía en una feroz vorágine del comunismo. ¿A quién
no le parecería injusto, mórbido, hipócrita, lleno de una implacable competencia? Por las
condiciones que Rumania atravesaba, a muchos… Y Baros no lo soportaba, quería huir
de él, pero le era imposible. ¿Y cómo hacerlo? El mundo entero era así. Surgía entonces
la siguiente pregunta acerca de la formación de su personalidad: ¿Sería esto el origen de
su gravedad, de su indiferencia, de su precavido silencio, o habría sido esto quizá produc-
to de un trauma de la infancia, algo así como un estado patológico sufrido por haber na-
cido mujer, creyendo que la vida le debía una compensación, pues habiendo sido perjudi-
cada por la Naturaleza, asumía, en su subconsciente, una envidia natural por el pene del
hombre? ¡Quién para saberlo! Lo cierto es que Baros ignoraba a Scott como macho, y
éste podía captar esa apatía, que lo impulsaba a acercársele todavía más, en sutiles pero
fijas miradas.
Llegaron al hotel. Lo acompañó hasta el lobby. Verificaron la reservación. Todo listo.
Baros se despidió de Scott, dejándole una tarjeta.
–Vendré por usted mañana, doctor Fraiser –le dijo antes irse–. Espero que disfrute de
nuestro país.
–Gracias –le contestó Scott con los ojos brillantes, embrujado–. Puedo invitarle un
café ahora mismo, si gusta, agente.
Baros meneó la cabeza.
–No; gracias. Es usted muy amable, doctor Fraiser.
–Llámeme Scott, por favor, Baros –le suplicó.
–¿Scott? –le respondió ella, casi indiferente, sacudida por el atrevimiento de haberla
tuteado–. Está bien –y arrancó acelerando el auto a fondo en el cuarto cambio.
Fue un escape brusco. Scott suspiró. «Sí, ella es la que me conviene», pensó, anima-
do. Volvió a la habitación. Era acogedora. El periódico vespertino estaba doblado sobre la
mesita de noche. Lo tomó. Se recostó en la cama, tranquilo, satisfecho de saber que el
Destino (¿el Destino? Ja, ja… ¡Qué sandez! ¡Yo, un bioquímico, pensando en estas cosas
tan sensibleras!) lo había mandado a Rumania con algún propósito (y no tan sólo con la
dolorosa tarea de venir al funeral de su amigo Emile, quien, analizándolo bien, jugaba
ahora un importante papel), ¡el de conocer al amor de su vida!
Retozaba de sueños en su cabeza rubia y, dejando por un instante la figura de Baros,
echó un vistazo al periódico: otra vez aparecía ante sus ojos la amarga noticia: dos hom-
bres asesinados en el Baneasa. ¡Qué horror! ¡Cómo era posible que alguna gente pudiera
llegar a tales extremos de maldad! ¿Había acaso una explicación biológica que pudiera
aclarar tales perturbaciones en la psiquis de un hombre? Claro que sí. Somos todos un
compuesto de secreciones bioquímicas. ¿Pero qué circunstancias o condiciones podrían
ocasionar tales perturbaciones? ¿Una alza repentina de testosterona, dopamina, oxiticina,
adrenalina…? Es sabido que éstas al sucumbir a las presiones ya sea del clima, ya del
stress, en fin, del entorno, son capaces de crear reacciones impredecibles… Scott seguía
pensando en estas cosas, recostado en la cabecera, enlazándolas con su cúmulo de datos
obtenido a través de sus investigaciones en el Instituto Molecular, en donde, claro está,
utilizaba, en vez de seres humanos y conejillos de india, pequeños robots con inteligencia
artificial. Incluso se volvió un experto en este último campo, que logró unir con el de la
genética, lo que le valió el honor de pertenecer a esa generación X de grandes genetistas e
ingenieros en robótica de los años 90. Al tener aquellas fotografías sangrientas en la
mano, entendía más o menos el proceso de la conducta criminal, aunque, aun sabiéndolo
perfectamente, no le daba mucha importancia a una de sus variables más decisivas: la in-
fluencia de la economía en el sistema biológico humano; es decir, el por qué, el cómo y
con qué fin emprende el hombre la creación de medios para la captación y transformación
de recursos con que logrará su sustento, y cuáles son sus impactos en la psiquis durante el
proceso. En palabras simples: ¿De qué modo afecta el hambre al cuerpo del ser humano y
qué procesos bioquímicos surgen antes, durante y después de la inanición y qué cosas le
incita a hacer para evitar que ésta se produzca? O sea, ¿produce el hambre stress y se ve-
ría un hombre desesperado a hacer lo que sea para contrarrestarla? Scott parecía no darle
importancia a esta variable, porque jamás se había visto enfrentado a una situación como
ésa, y gustaba de irse por otros razonamientos más complicados y menos efectivos.
Razonaba, tranquilo, enhebrando un escenario demasiado académico para ser creído,
incluso si éste hubiera tenido una aplicación práctica en la realidad. Pero eso no lo amila-
naba; no. ¿Cuántas veces no se rieron de él muchos de sus colegas cuando teorizó, utili-
zando algoritmos en un programa computacional, acerca del «Juego del Prisionero»,
donde describía el comportamiento de las células? Y sin embargo sus predicciones fueron
ciertas al comprobarlas bajo el lente del microscopio electrónico. Darwin había dado en
el clavo desde el principio. Mata, y vivirás. Un ruidillo empezó a vibrarle en el tímpano.
Lo ignoró, ya que, después de todo, Bucarest vivía en estos momentos muchos cambios
de infraestructura, y por doquier podían verse, estacionadas como reinas de la calle, gi-
gantescas grúas, o se podía escuchar el rugido de los taladros neumáticos romper con
fuerza las capas del pavimento. El sonido, a metros de la ventana, se le antojaba la acción
de un rotor, que parecía acercarse cada vez más. Se levantó del camastro y puso el perió-
dico en la mesita, dispuesto a aislar el chirrido cerrando los ventanales. Luego escuchó
algo no muy común, como el crujido de ramas resquebrajándose en los matorrales de en-
frente, bajo el balcón. Cogió uno de los llamadores del ventanal cuando, como sacada de
una escena que en el pasado siglo XX hubiera sido catalogada como tremendista, sendos
fragmentos de bloque demolido le estallaban frente a la nariz, ¡crash!, reventando la pa-
red en añicos, inundando de polvo la habitación. Scott contuvo el aliento, desorientado,
turbada la vista, abriendo mucho los ojos, petrificado, y veía, estupefacto, el blandir de
unas garras en las brazos de una figura monstruosa que flotaba en el aire.
Dio, quedito, unos pasitos hacia atrás, pasmado, ya enajenado por la visión, tratando
de huir de aquella figura que empezaba a acecharlo. Mudo, tropezó con una silla y cayó
de espaldas al suelo. La figura se posó justo enfrente de él, alzando las manos como en el
vuelo de un murciélago, con las garras brillando por la luz que se filtraba por el gran agu-
jero.
–¡Oh, Dios! –gritó, desvaneciéndose–. ¿Qué es lo que quiere de mí? –le preguntó, ate-
rrado.
El ser anómalo se le abalanzó, pero entonces sucedió lo impensable dentro de lo in-
creíble; en el preciso instante en que el espectro horrendo se arrojaba con vehemencia en
dirección a Scott, repentinamente, fue expelido por otra figura igual de horrorosa que dio
con él contra el piso. Traquidos y golpes hicieron temblar la habitación, y pronto en la
puerta se escucharon puñetazos y puntas de pies que luchaban por derribarla. Un furioso
ventarrón inundó la pieza, desordenándola toda, empujando a Scott, que se sujetó de una
pata de la cama, y el primer ¿ente?, no sabría cómo definirlo, se elevó a un metro del piso
y salió proyectado del cuarto, por el agujero, seguido por la otra entidad, que se perdió a
saltos por los matorrales. Entonces cayó la puerta. Dos hombres, bien vestidos, entraron
empuñando sus armas, encontrando a Scott tendido en el suelo, llorando, hecho un mano-
jo de nervios.
–¡Agentes de la Interpol, agentes de la Interpol! –gritaron. Uno de ellos auxilió al
doctor, que tenía la lengua pegada en el cielo de la boca.
–¡Señor, señor!, ¿se encuentra usted bien? –le dijo el otro–. ¿Qué fue lo que ocurrió?
Éste estaba en estado de shock, incapaz de comprender lo ocurrido, con los ojos per-
didos en el boquete, congelado por el ataque de pánico.
Finalmente Rumania le había dado la bienvenida.
2
Rosa & Blue
–Apuntes del diario de Rosa Reingold hallados en el Manuscrito del doctor Scott–
«Del Estrecho de Índigo a los mares de Ossián, sobre la arena rosa y naranja que ha
lavado el cielo vinoso acaban de subir y de cruzarse bulevares de cristal habitados de
inmediato por jóvenes familias pobres que se alimentan en las fruterías. Nada de ri-
queza. –¡La ciudad!»
[Nota del traductor: Aunque no me decidía por insertar estos apuntes que encontré en
los papeles del doctor Fraiser, pues temía que la novela se viera afectada por cuestiones
estéticas, tales como la asimetría estilística o la digresión literaria, me vi forzado a hacer-
lo por una razón: la formación sicológica de los personajes, que en el futuro serán rele-
vantes para la estructuración del relato. Que conste.]
__
¿Por qué las cosas tienen que ser como son? Sé que es una pregunta sin sentido, idio-
ta, y que hay miles de razones para criticarla, pero aún así no dejo de hacérmela. Mis ra-
zones las tengo. Tenía seis meses de vivir en la ciudad de México, esa abrumadora me-
trópoli trazada en un mural de infinitos contrastes… Ay, no… se me quedan en la punta
de la lengua las palabras idóneas que podrían describir fielmente a una ciudad tan… tan
llena de paradojas… y de las más crueles y patéticas de la sociedad humana. ¿Por qué
dónde, si no allí, podría encontrarme, en el mismo sitio, con un solitario Carlos Slim, uno
de los hombres más ricos de Latinoamérica, al lado de millones de Juanes Pérez atribula-
dos, quizá de los más pobres del planeta?, ¿o, (esto sí es tragicómico), ver correr por las
calles a lujosos autos Bentley tratando de evadir Volkswagen destartalados que ya se caen
a pedazos? ¿En qué otro lugar podría contemplar, si no allí, la absurdidad de mirar rasca-
cielos tan colosales, como los de Nueva York, al lado de casuchas de hojalata? Nunca
pude explicarme estos… ¿contrastes? (¡Dilo, dilo, no seas cobarde! Las palabras no se
inventaron para encubrir la verdad sino para decirla; ¡dilo, dilo!). Está bien; debo ser pre-
cisa, y no ocultar lo que siento, lo que mi liliputiense raciocinio me impele a expresar:
Nunca pude entender porque hay tanta desigualdad, expuesta al rojo vivo, si su gente es
muy industriosa. Muchos culpan al gobierno, a sus funcionarios corruptos (yo misma he
sido testigo de esto), a su supuesta mediocridad, pero a mí me parece que existe una ra-
zón más poderosa que la provoca, pero soy incapaz de definirla (en realidad sé definirla,
pero creo que, como hacen los demás que lo saben mucho mejor que yo y que a fin de
cuentas son los que sufren las consecuencias, y al parecer no les importa, no debo meter-
me en camisas de once varas; basta con decir desigualdad, y la expresión de esta defini-
ción se la dejo a los economistas y políticos, que son los que deben cuidar del bienestar
del pueblo; yo soy una simple ciudadana, y extranjera, de remate; tampoco soy un Pila-
tos, no, no, cómo creen…). Por otro lado, nunca tuve motivos para quejarme de su gente;
siempre fui tratada con cordialidad (fueron muy colaboradores conmigo); y gozan de un
buen humor y doblesentido, que es imposible no sentir un afecto de familia por ellos. Y
hoy, cuando estoy tan lejos y apenas puedo dormir, se me seca el alma… Gracias a Dios,
guardo uno de sus tesoros conmigo: mi bello Atón Blue, el hombre que ha hecho de mi
vida, y lo declaro sin ninguna duda, un paraíso colmado de sublimes momentos. ¡Ay!
Pero no logro detener esas visiones grotescas de la ciudad que me acechan por las no-
ches… nuestro trabajo como agentes en ella… y esta situación desconcertante por la que
ahora estamos pasando… No hay nada perfecto en este mundo… quizá en el otro. Tengo
mucho que apuntar en este diario, tanto que decirme para el futuro, que no sé por dónde
empezar, pues las cosas se han sucedido unas a las otras sin orden ni concierto. Creo que
precisamente de eso se trata la vida, de no saber lo que te depara el mañana, aunque creas
que lo tienes todo bajo control. Se reciben a veces tantas buenas como malas noticias. Lo
que escribo ahora, que anoté con una fecha adelantada, realmente lo viví siete días antes,
ya que luego de los acontecimientos vividos, apenas tenía fuerzas para caminar. Sin em-
bargo, haré lo posible por sincronizar las fechas. Y como ya días no escribía nada, algu-
nas cosas las difuminó el recuerdo, tan lento en grabar y rápido en olvidar. Creo que em-
pezaré por las buenas noticias, y dejaré que las malas surjan por sí mismas.
Intentaré rememorar mis últimos días en México, activos todavía en la memoria debi-
do a la carga emocional. Cómo empezar sino con los pensamientos de Blue (mi bello, el
que por cierto, había cumplido treinta tres añitos dos días antes), pensamientos que le re-
cordaré con este registro cuando tenga los sesenta, ja, ja; ya puedo ver su cara arrugada
apretando los ojos de censura; pues bien, esa mañana (debo aclararme que es la del 28) lo
veía sentado sobre ese sillón escarlata que tantos recuerdos trae consigo a mi memoria,
holgazaneado el muy tremendo, dichoso de la vida, como si estuviera feliz del orden de
las cosas en el Universo, que cree perfecto (según acostumbra él a repetirme, y que yo
sospecho no se trata más que de la influencia de las palabras de Newman y su Teoría de
los Juegos que leyó no hace mucho) y retozando del gusto con un cigarrillo de menta en-
sartado en la boca, rascándose flojamente las rodillas, mientras yo me afanaba por darle
los últimos retoques a una estatuilla de mármol (de un tiempo acá me he aficionado de-
masiado a este pasatiempo de la escultura). Para mí brillaba como esos bellos dionisios
de la Antigüedad –y no dejaba de admirarlo, cosa que nunca puedo evitar–, extático, pa-
rapetado tras esos enormes cojines de terciopelo, hablándome de las cosas que a mí me
encanta escuchar. Visto así de perfil, (amo su perfil aguileño) Blue me parecía una obra de
arte que emergía limpia y pura, esplendente, del mismísimo corazón de una almeja acol-
chonada y recubierta de seda; desde lo alto del andamio, me daba la impresión de que se
deslizaba silenciosa y gravemente a través del aroma desatado por las rosas y margaritas,
las que cultivé con primor en el jardín interior que compartía junto al taller, en la mansión
que la Agencia nos había alquilado en Ciudad Satélite, esa misma que fue erigida, según
me dijo el de la inmobiliaria, por el gran Pani Darqui, genio monumental de la arquitectu-
ra, al poniente de la ciudad de México. Fue el único requisito que pedí para la adquisición
de la casa, mandar a construir ese jardín, que sembré con las flores más bellas y delica-
das, porque era la mejor forma de apreciar la belleza poética de mi semidiós y amante
terrestre. Me daba gusto mirar a Blue prestar mucha atención a las punzadas del cincel y
al poder de corrosión de la lima, ansioso por ver mi obra finalmente erigida. Ese es mi
secreto placer de artista. Antes quise conversar cosas banales con él, para que no sintiera
el paso del tiempo y no se exasperara durante la espera.
–Será mi mayor contribución artística al mundo de la religión –le dije, apurada en pu-
lir el frío mármol, que había importado de las canteras italianas; ya podía sentir, en mis
manos, como el bloque de piedra caliza cobraba un impulso de vida, relieve y movimien-
to–. ¿Te gusta, querido? –le pregunté, sugerente, pasándome las muñecas por la frente
empolvada–: Me parece un justo homenaje a mi Creador Supremo.
Blue se repantigó en el sofá, alisándose el cabello; pegó una chupada al cigarrillo,
para luego ahogarlo en el cenicero. De fondo, se dejaba escuchar, perdida entre las plan-
tas, las partes de una melodía: «Oye, mi amor,/ no me digas que no».
–¿Sabes qué es lo que se me viene a mientes, Rosa? –me respondió–. Así es, querida,
al Mercurio forjado por el gran Giambologna, el fascinante maestro de las formas tenues
y depuradas. ¿Te acuerdas de ese Hermes? Gira sobre sí mismo erizando su gracioso pero
amenazante dedo índice al tiempo en que simula reposar, en puntillas de balletista y como
si las rozara, su pie alado sobre ráfagas de viento. ¡Es esplendido! Mi pobre gusto artísti-
co la considera una de las mejores esculturas de metal del arte moderno, de las mejores, y
no cabe la menor duda, cielo, de que tú asentirás conmigo.
Blue pronunciaba, como suele hacer (y esta afectación se la he reprochado siempre),
estas palabras con una estructurada cadencia, voz aflautada, sin poder enterarse de que él
mismo se asemejaba a ese estándar de guapura clásica, aunque algo acrecentada por las
trazas de belleza latinoamericana, que aflora en la rasgadura de sus ojos y la espesura de
las cejas. Es un galán de pe a pa, joven, atento a la moda, culto y estilizado por otra pin-
celada de extravagancia que, si el tiempo se pudiera retroceder, antes daban por llamar
«dandismo». No me canso de repetirlo, es un hombre sumamente bello, la envidia y el
deseo consumado de cualquier mujer, un hibrido hijo de la emigración, nacido en Hous-
ton, Texas, de madre hondureña y padre estadounidense, de clase media alta. Se graduó
en Cambridge como ingeniero en genética, formado por las mejores mentes de esa famo-
sa escuela nacida en The Eagle Pub, donde Francis Crick y James Watson anunciaron al
mundo que el secreto de la vida residía en una doble hélice genómica. Somos los dos tan
diametralmente distintos. Yo, hija de mexicana y padre norteamericano de raíces alema-
nas, estoy acostumbrada a arañar a fin de mes los últimos centavos de mi quincena. Él, en
cambio, posee una compañía de software bioinformático que lo convirtió en millonario a
los pocos años, auxiliado por algunos empujoncitos de su padre, quien influyó para que
sus amigos de la CIA le dieran la oportunidad de probar una de sus creaciones en las ofi-
cinas del departamento de policía local, el Codix Genetic 1.1, un decodificador genómico
que sirve de secuenciador de ADN, y que tanta ayuda nos brinda en nuestras investiga-
ciones. Por eso lo admiro, porque independientemente de la ayuda de su padre, ha logra-
do demostrar su valía como científico al revolucionar el mundo de la criminalística. De
no haber sido por este su invento, ese magnífico identificador de criminales de última ge-
neración que trabaja hoy en conjunto con los sistemas de huella dactilar como herramien-
ta de búsqueda y evidencia, jamás nos hubiéramos conocido. Dice que en ese entonces
asombró a propios y extraños, permitiéndole ascender rápidamente dentro de la estructura
como asesor de la CIA; esta fue su mejor recomendación para ser trasladado a la INTER-
POL. Allí fue donde nos conocimos, donde… Lo vi por primera vez cuando venía de una
tarea de campo, y… Fueron sus grandes ojos marrones los que me embrujaron… Y des-
pués de aquel encuentro, mi Blue ya no quiso ser asesor, y sin que me diera cuenta, al
poco tiempo ya trabajaba conmigo como agente en las calles… ¡Qué soy el amor de su
vida! Me encanta cuando me lo dice al oído, lamiéndome los bordes de la orejita… ¡Mi
pareja bombacha!, qué cosas se te ocurren decir, mi cielo… No obstante esta felicidad,
nuestro sentimiento, obligado por las circunstancias y la incomprensión, ha tenido que
fluir por conductos clandestinos... ¡Estoy divagando mucho, y no habrá más páginas para
anotar los momentos que he vivido con él! La plática era intrascendente, y sin embargo,
al final de la misma, daría lugar un evento que…
–Sí, de esas que revolucionan al mundo –le respondí, ansiosa por ver su reacción, re-
tomando el tema (ahora sé que no debí haberlo hecho).
–Fíjate, amor, que, hasta el sol de hoy, no he visto ninguna otra que haga tanta gala de
fuerza, delicadeza y dinamismo, particularidades, creo yo, inusitadas para su período, y
que derribaron todo un aparato de teorías y creencias ridículas, pero peligrosas, que la
Iglesia, junto al Estado, y con su poder omnímodo, asentó en la mente de los hombres.
–¡Ay, querido, dejemos eso a un lado! –le contesté, perturbada por un tema escabroso
que siempre evito tocar–. Es algo ya resabido; además, no quisiera amargarme la con-
ciencia al recordar esos tiempos feudales, oscuros, en los que la vida de un hombre con-
sistía en rendir culto y fidelidad al Gran Señor explotador de las tierras y los espíritus eté-
reos. Tiempos de miedo, humillación y vasallaje, donde se consideraba a las almas como
un objeto cualquiera del que se podía hacer y disponer como quisiera. No, mejor no ha-
blemos de eso, mi Blue.
–¡Pero es que Rose, querida, no te has dado cuenta de cuánto retrocedió el mundo en
esos mil años! Hubo barbarie, hoguera, muertes monstruosas, vidas honradas miserable-
mente destruidas… –exclamó Blue, enervado; yo alcé las cejas, desatendiendo sus pala-
bras, que me obligaban a desinteresarme de la conversación–. ¡Por eso bendigo al Rena-
cimiento! –continuó Blue, queriendo ganar mi voluntad y fastidiarme, creo yo, a fin de
cuentas.
–Recuerda que en aquellos días no existía la ética como ciencia. La religión era su
única ciencia –le dije casi indiferente, para salir del paso. Blue siguió con su discursito:
–¡Ah, no, no, no me vengas con eso! ¡Y Aristóteles qué! ¡La Iglesia lo conocía mejor
que cualquiera! ¡Ah, el poder y la ambición, querida, tientan más que el mismo diablo! Y
ejemplos sobran por montones. ¿Sabes qué es lo más me molesta de la Iglesia? La hipo-
cresía, la codicia, la manipulación sicológica, de la que no se arrepiente y que hundió
pueblos enteros, incluyendo el de nuestros antepasados. Sólo imagina el dolor y la mise-
ria que vivió en carne propia esa pobre gente, ¡sólo imagínatelo! No, no es posible olvi-
darlo con un silencio simulado. Ella debió rescatarlos espiritual y económicamente, y
bien pudo hacerlo, porque en esos tiempos era la organización religiosa y financiera más
poderosa del mundo; en cambio, los explotó, se aprovechó de ellos, y vistas las cosas hoy
en día…, no cambia. Y nos condena a ti y a mí, Rose, ¡nos condena a los abismos! No, no
me mires así, Rose. Escúchame.
Me detuve, mareada por una honda espiración.
–¿Y quienes tuvieron el valor de oponérsele? –preguntó inspirado–. Los hombres del
Renacimiento. Les debemos mucho, Rose, mucho –moderó la voz–. Fueron los únicos
que se atrevieron a desafiar esos dogmas esclavizadores; en forma solapada, es cierto,
pero lo hicieron, y lograron romper los mitos creados en torno al genio creador, al que
amenazaban con infierno, terror, violencia y muerte eterna. Los clérigos, con su escolasti-
cismo, estigmatizaban cada nueva palabra e idea, acusándolas injustamente de ser nuevos
pecados y herejías. El renacentista, al contrario, restauró la filosofía antigua del verdade-
ro gozo y entendimiento espiritual, aquella donde la exploración y reconocimiento de la
belleza de nuestros cuerpos es la base para conocer el origen del Universo entero. ¡Enal-
tecieron la idea, y le dieron esos toques de perfección que son insuperables incluso en
nuestros días! ¡Es más –yo dejé caer la cabeza en el pecho, hastiada–, es más, fueron sus
ideas y obras las que ayudaron a cambiar inclusive todo un sistema económico: ¡el rígido
y avasallante feudalismo fue convertido en el dinámico capitalismo burgués! ¡Y hubo
guerras por esto! La Historia no miente.
–Sí, Blue, tienes toda la razón –le contesté, cansina–. Pero debes aceptar también que
hubo clérigos tolerantes y que no participaron ni comulgaron con tales extremismos. Ha-
bía incluso científicos entre ellos, como Galileo…
Despegué mis dedos del tabique nasal, que me picaba por el polvillo del mármol.
Luego alcé la cabeza, y reanudé el trabajo, esmerándome por pulir los ásperos miembros
de la escultura marmórea, sorda al discurso de Blue. De pronto, la lima resbaló de mis
manos, pero Blue, ágil, corrió a recogerla.
–Corrígeme si me equivoco. –Blue estaba incontenible y yo, callada. –De no haber
sido por esos hombres, hoy estarías esculpiendo una masa cuadrada por cabeza y un rec-
tángulo por esqueleto, creyendo, además, ¡que la Luna es de queso o que la Tierra des-
cansa sobre lomos de tortuga o bien que el señor cura Juan Rechoncho es tu dueño, señor
y tu dios! –exclamó, mientras se recostaba en el sillón, ahogándose en sonoras carcajadas.
A mí la ironía me cayó como una bomba a mi ego y, desviándome del tema, empecé a
preguntarle acerca del virtuosismo de la obra–. ¿Estéticamente, me preguntas? Querida,
ya he dicho que has esculpido con maestría; la pieza tiene proporción, simetría, ritmo,
¡por Dios!, todas esas cosas chocarreras que la mente de los genios sabe cómo aprovechar
al transformar la materia bruta en una idea coherente y armónica. Me encanta, querida,
me encanta. ¿Cómo la llamas?
–Te he advertido que tiene un ingrediente religioso… –titubeé.
–Ay, amor, no por nada me he lanzado un discurso en vano.
Nos echamos a reír.
–Bueno… la he llamado… «Ello, la Deidad Andrógina».
–¡Caramba! –exclamó Blue–. Finalmente, por primera vez, he escuchado algo cohe-
rente con las leyes del mundo físico. ¡Genial, querida, genial! Una especie de ying yang
humanizado, ¿eh? Muy acertado el título y, como te dije, muy coherente.
–Sí. Tal como ocurre en nuestro cambiante Cosmos. Ahora, mi querido Blue, quisiera
que la contemplaras en todo su esplendor. Permíteme desvelarla por completo –y cogí
una punta de la sábana que cubría la parte inferior del cuerpo.
–A propósito del título –dijo Blue, ansioso por imbuirse en su retorica filosófica–. Si
Dios fuera en verdad únicamente uno masculino, entonces cómo se le ocurrió crear a las
mujeres… Me pregunto, ¿de dónde sacó la idea? Yo pienso que…
Pero fue interrumpido por una voz cantarina procedente del pasillo que conducía al
taller.
–¡Órale, mi güera! –escuché desde el resquicio. Era Roger Almijar Hart que reía con
esa ambigua y tranquila picardía mexicana. Ambos, Blue y yo enfocamos la mirada hacia
la puerta y alargamos de oreja a oreja los labios al descubrirlo allí, recostado, muy fresco;
Hart no supo advertir la presencia de Blue.
Almijar Hart ha sido siempre mi amigo, y lo conocí incluso antes que a Blue. Preci-
samente por él fue que pude llegar a México, pues ha sido mi enlace policial por años.
Joven elegante, estaba vestido de negro riguroso, a lo Versace, como le dije en bromas un
día, anillado los dedos y con una pulsera de plata colgándole de la muñeca izquierda, de
la que pendía una medalla incrustada en oro con el grabado de la virgen de Guadalupe. La
primera vez que lo vi fue en un cursillo de contrainteligencia dictado por la “Escuela de
las Américas”, famosa institución especializada en la producción de dictadores y temible
centro de formación ideológica capitalista que lucha por contener el avance de los movi-
mientos de reivindicación social auspiciados por el comunismo en Latinoamérica. La pre-
sencia de Blue y la mía en el país se debía en realidad a un caso muy especial: la captura
y extradición del capo Eulogio Méndez, alias «Pajarito».
–¡Ay, si ya siento que se me queman los chicharrones! –dijo el muy pícaro–. ¡No
manches…! ¡Qué intelectual te ves subida en ese andamio! –se acercó, con los brazos
abiertos; Blue carraspeó la garganta–. ¡Ah qué chingado! ¡Si es el güey de Blue! ¿Qué
haces escondido en ese rincón, manito?
–Pues, viéndote, Hart –respondió; se levantó del sofá–. ¿Cómo estás, amigo? Veo que
has estado muy metido en tu papel de narco callejero, eh; digo… Por la jerga…
–Je, je… ¡No mames, güey!
No pude contener las carcajadas.
–¡Ah, ta’ güeno, pues, ríanse! ¿A que no saben qué?
–¿Qué? –preguntamos Blue y yo a un tiempo, poniendo cara de desconcertados.
–Qué el güey va pa’ abajo…
–¿Te refieres a «Pajarito»?
–El mero mero, tumbado… ¡Rosa, bájate, que también a ti te interesa!
Bajé del andamio, pero durante la maniobra volví a dejar caer involuntariamente la
lima y el cincel, provocando con ello un ruido agudo y estridente que se estrelló en los
oídos de Blue. Percatándome del escándalo, abrí muchos los ojos, apenada y, titilando,
me disculpé. Hart esta vez tomó un aire formal.
–Méndez» está por caer en la jaula –dijo acelerando el curso de las palabras–. Mañana
irá a Iztacalco y los informes dicen que hará trámites de envío en una empresa de encar-
gos ubicada en la calle Albano García, de la Colonia Viaducto Piedad, y que no es otra
cosa que un centro de distribución de droga clandestino. Acabo de recibirlo, y como el
asunto se complica por la orden de extradición gringa, pues salí corriendo de la oficina
para avisarte.
Célebre mula del narcotráfico, Eulogio Méndez era el responsable del trasiego de mi-
les de toneladas de cocaína hacia los Estados Unidos, en donde se le había formulado or-
den de arresto por tráfico de estupefacientes, sustancias prohibidas y sicariato. ¿Por qué
existía este tipo de gentes? ¿Sería acaso por qué habían nacido ya con vocación criminal?
Je, je… Méndez era originario de Sinaloa, una de las regiones más pobres de México.
Siendo sincera, debo admitir que veo en él al típico latinoamericano: a un niño mal criado
en el seno de una familia pobre, rebelándose contra la miseria, la pésima educación pú-
blica (que había afectado también la cabeza de las generaciones anteriores a él) y el cíni-
co desinterés estatal, y que lo habían condenado, como a muchos otros, a sobrevivir en
aquel mundo del «sálvese el que pueda». Y esto lo deduzco de mis estudios en criminolo-
gía; por ellos sé que, como todas las grandes mentes criminales, Méndez era inteligente,
ambicioso y, por estúpido que parezca, honrado. Mas estas virtudes no bastaron en su
mundo, especialmente en el laboral, donde seguro le habrían negado un empleo bien re-
munerado debido a su poca instrucción académica. Acosado, se habría dedicado a la ven-
ta de achinería y otros menudencias, que pronto le fue negada también a falta de un per-
miso municipal, y ya luego se vería en la penosa encrucijada de robar para vivir. Fue en-
tonces cuando sus amigos del barrio lo habrían socorrido. El trabajo es de puro mamey,
brody, le habrían dicho. Te subes a un micro con una maletincito, te bajas en la estación
del DF, y dejas el encargo en casa del guey Guzmán, y ahí nomás te suelta el cabrón mil
dólares por el acarreo; no manches, guey, está refacilito. Su primera buena paga. Chales,
se habría dicho, no me explico porque no lo hice antes. Si aquí la cosa está buena. Y era
cierto. Y lo que no me explico es cómo un país de cien millones de almas –de las cuales
ochenta por ciento vive miserablemente (aunque el Gobierno exclama orgulloso que es
sólo el cincuenta), un nueve en condiciones de clase media baja y tan sólo un uno por
ciento concentra casi toda la riqueza nacional–, no se ha pasado entera al narcotráfico, si
con él la riqueza fluye a borbotones. Total, para una ocurrencia (la más cruel de todas:
vivir oprimido por un grupo económico voraz), otra. Y Pajarito no dejaría de ser arrastra-
do por la desesperación: escurridizo como ninguno, muchos años después sus hazañas
serían comparadas con las del finado Escobar, a quien se asemejaba físicamente; sin em-
bargo, eran sus dotes de escapista los que fascinaban a sus perseguidores. De ahí el apo-
do.
Durante meses, en colaboración con otros carteles rivales, varias de sus intimidades
salieron a flote, y la policía antinarcóticos había preparado un perfil muy exacto de su
vida. Conocían a la perfección sus métodos de trabajo y a los hombres que ocupaban los
puestos claves en el cártel. Uno de ellos, Fernando Gutiérrez, «el Gavilán», el delegado
en ejecutar las órdenes, era conocido por su gusto sanguinario y por ser enemigo jurado
de los «Aleros», primer máquina del sicariato fabricada en México y la más poderosa.
Hart mismo había estado involucrado en los trabajos de campo, creando para ello una red
intrincada de contactos. De más está decir que si fallaba esta vez en la captura de Eulo-
gio, al día siguiente lo encontrarían decapitado en los potreros de alguna escuela. Se esta-
ba jugando la vida.
–¿Quién es el encargado de la operación? –preguntó Blue, calmado, pero presintien-
do en el fondo la llegada de una mala noticia.
–El coronel Joaquín Almeida –contestó Hart; Blue se llevó la mano a la frente–. Escu-
cha, Blue, esta vez no fallaremos; tú sabes que me ha llevado meses calcular sus pasos…
–al decir esto, Hart se compenetraba en la figura de Méndez con un atisbo cercano a la
clarividencia–. ¡Y mañana no se me irá de las manos! Se desplegará el comando antidro-
ga, la DEA, la cerca policial y algunos elementos del Ejército.
»Para cuando nosotros lleguemos, «Pajarito» estará cogido en la mano. Estoy aquí
para que ustedes hagan los trámites de extradición.
–No te comas las naranjas antes de pelarlas, Hart –le reconvino Blue, que ya ponía un
pie fuera del taller, rumbo al dormitorio–. Mendez es astuto, como un cuervo, y sabrá
cómo eludir la cerca. Hay algo también que no cuadra. Así que lo mejor es que nos prepa-
remos enseguida. ¡Ven, Rose, deja eso!… Alista el equipo.
–Confío en el buen juicio del coronel Almeida –lo contradijo, muy tácito.
–Yo también –repuso Blue, retomando el paso–. Precisamente es a ese juicio lo que
más temo, amigo Hart.
–¡Aguarda, Blue! –le pidió, aunque algo áspero–. Este sobre me llegó en la mañana.
Viene con membrete de la Interpol. Te lo dirigieron a ti.
Se lo extendió. Blue lo tomó y, sin abrirlo, se lo metió en uno de los bolsillos. «No
sigamos perdiendo más tiempo aquí», dijo, y se perdió en la largura del pasillo.
Yo, sin embargo, no quise dejar las cosas del taller en desorden, y Hart, al verme en la
labor, se aproximó. Percibió por vez primera el fulgor de la escultura en sus pupilas.
–Oye –dijo, asombrado, dirigiéndoseme–, ¿tú la hiciste? Parece un ángel.
–Sí –le respondí con parquedad, por la premura.
–Pero… ¿Es hombre o mujer?
–Cómo te explico… –articulé, sin ánimos de entrar en debate, que no creía convenien-
te dadas las circunstancias; además, advertí las oscilaciones de la medallita guadalupana
en su muñeca; no, no me entendería.
Blue apareció en la puerta con el sobrecejo arrugado. Me hizo una seña enojosa y co-
rrí a prepararme para la cacería, dejando con la duda a Hart.
–Voy a explicártelo después de apresar a «Pajarito» –le grité desde el corredor–.
¿Vale?
Éste se encogió de hombros, sobándose la cabeza.
–¡Ah, qué chingados gringos éstos! –exclamó, y salió a prisas del taller.
El día señalado. Salimos. Hart, que conocía muy bien la ciudad, conducía el auto y,
habiendo dado vueltas por el circuito y salido por la Torre Satélite, tomó la vía ampliada
del Paseo de La Reforma, dobló hacia la derecha, luego a la izquierda y pronto nos per-
dimos rumbo a Iztacalco. No hay que insistir en que los nervios iban de punta, a pesar de
los años. Cosa curiosa. Siempre ocurre, y he escuchado decir que también les pasa hasta a
los artistas más experimentados antes de abrir el telón. Para mí es una realidad palpitante.
Pues, bien, luego del largo trayecto, llegamos a la colonia Viaducto Piedad, y pronto Blue
divisó a lo lejos al encargado y comandante de las fuerzas especiales, el coronel de poli-
cía Joaquín Almeida, comisionado de la SIEDO, que se atrincheraba al borde de una pa-
red de esquina, una cuadra atrás de la zona de operaciones; los galones del uniforme le
daban un aspecto distinguido, aunque la torcedura en la boca indicaba que era un hombre
malhablado. El pasamontañas militar a medio doblar en la frente le daba un aspecto toda-
vía más fiero. Blue intuyó con quién habría de tenérselas.
–Buenos días, coronel –lo saludó, sin levantar la mano, pues no vestía de uniforme.
–Buenas –contestó el coronel, incomodado, inclinando nada más la cabeza; tenía un
mal carácter, inamistoso, muy comentado en la ciudad y que lo traicionaba ante sus
subalternos–. Voy a ser sincero con ustedes dos –agregó sin tapujos–: No me caen bien,
especialmente usted, agente Rosa Duarte –e hizo una mueca de asco, montando en cólera
gradualmente–; y ya sabe por qué; no necesito decírselo –me quedé tiesa por la sorpresa,
y eché una mirada a Blue–. ¡Así que déjese de mariconadas conmigo! ¡Me encabrona que
usted y su afeminamiento desacrediten el buen nombre de nuestra policía! Este es un país
de hombres bien machos, y reportajes como el del Excelsior, que lo presenta a usted
como un héroe, son indignantes. Sí, ya sé que ese diario está lleno de maricas, pero no
hay derecho para que se atrevan a ensuciar mi honor. ¡Un héroe! ¡Un gay que hace histo-
ria en la vida nacional mexicana! ¿Sabe usted que todo el mundo se ríe de nosotros y que
dicen por allí los muy desgraciados que todos en la policía somos una bola de maricones?
¡No, no, no puedo tolerar su presencia, agente, me da usted asco! Si no fuera porque vie-
nen ustedes de parte de la Interpol, ya días los hubiera…
–Con su permiso, coronel –irrumpió Blue, contrariado por el recibimient–. ¿Puedo
preguntarle una cosa? –Almeida se hizo el sordo–. ¿Qué tiene que ver la orientación se-
xual de mi compañero con el desempeño de su trabajo? A mí me parece que asume usted
una posición inconsecuente con su instrucción policial, ya que nadie aquí, ni fuera de la
institución, cree que la homosexualidad del agente Rosa afecte el funcionamiento de su
departamento. Además, ¿por qué habría de hacerlo? Mezcla, usted coronel, tabúes del
pasado con las circunstancias del presente. Nada tiene que ver la orientación de mi com-
pañero con los problemas que usted le atañe. Su orientación, sexual, es eso, una orienta-
ción sin ningún perjuicio ideológico, político o económico. ¿Cuál es el problema? Es una
vocación como muchas otras en la vida; la suya, por ejemplo –Almeida encaró esta vez a
Blue–, es una vocación militar, a la que, estoy más que seguro, le disgustaría perderse
entre balances y cuentas de contador o banquero. ¿Le molestan también los banqueros y
contadores, coronel?
A Almeida se le saltaban los ojos de cólera; parecía balbucear frases incoherentes,
pero yo le salí al paso:
–Soy gay –dije lo más naturalmente posible–, y no me avergüenzo. ¿Se avergüenza
usted de su masculinidad y profesión, coronel? –Éste taconeó las botas, reafirmándose. –
¿No? Tampoco yo; siento en el alma que mi sola presencia le desagrade, pero deberá
aprender a lidiar con ella, como he lidiado yo con la de los demás durante toda mi vida.
Cada quien está obligado a cargar su cruz; la mía no ha sido otra cosa que la discrimina-
ción.
Un camarón no se habría puesto tan rojo como el coronel, que no admitía compara-
ciones de ningún tipo, peor de las que lo podrían relacionar con la homosexualidad. «Ma-
ricas malditos», murmuró, «ante los ojos de Dios son abominables».
–¿Perdón? –lo interpeló Blue, que había alcanzado a escuchar los murmullos–. ¿Qué
clase de cristiano es usted que desea el tormento de su prójimo? ¿Católico o protestante?
¡Ah, ya entiendo! –exclamó con leve ironía–. Veamos, ¿es usted de los que nunca ha leí-
do la Biblia o de los que la leen y citan por conveniencia? Confiésese usted, coronel, sin
miedos y rencores. Pero no importa, no importa; como sea, imagino que si alguna vez la
ha leído al menos aprendió de ella, o escuchó de la boca del cura, que todas las almas per-
tenecen a Dios y que sólo Él puede arrogarse el derecho de juzgar a los hombres por sus
acciones. Así que no juegue con su salvación, coronel, fiándose de su propio juicio, ya
que puede aparecer ante los ojos de Dios como un hipócrita abominable. Cuide su alma; a
ninguno nos gustaría que, por una postura plagada de ignorancia, vaya a usted a quemarse
en las llamas del Infierno.
–¡Maricón insolente! –le gritó Almeida en la cara, arrancándose el pasamontañas ne-
gro de la cabeza, que arrojó cerca de un poste de tendido eléctrico, abalanzándose contra
Blue.
Pero entonces nos interrumpió una serie de disparos acompañados del ay de un hom-
bre; luego era la voz de Hart pidiendo refuerzos. De pronto se desarrolló ante nosotros un
espectáculo caótico. Los sicarios de «Pajarito», que aparecieron sabe Dios de dónde,
acometían a los hombres de Almeida, que los había organizado en tres grupos: la van-
guardia, compuesta por el comando especial antidroga; el centro, con elementos del Ejér-
cito; y la retaguardia, donde se hallaba el coronel, los agentes de investigación antinarcó-
ticos nacionales y de la DEA, las unidades blindadas y los efectivos de la policía. Este
cuerpo compacto tenía como radio de acción la larga y estrecha calle Albano García –an-
tiguo emplazamiento de vendedores ambulantes que tuvo su auge económico en los años
80`s; hoy en decadencia–, colmada ahora de edificios comerciales pesimamente planifi-
cados y construidos, lo que le daba un aspecto pobre y vulgar; a mitad de la calle, sobre-
salía por entre los demás un gran rótulo, al parecer pintado a mano, que decía: «ENVIO-
SA, Fletes al mundo entero», y debajo de éste, con las puertas abiertas, estaba ubicado un
local derruido donde, según creían los agentes de la sección antidrogas, estaría escondido
«Pajarito». Hart, a quien la presión del evento abrumaba, dejándonos abandonados y
rompiendo la cerca policial, se había internado, sólo e imprudentemente, a la línea de
fuego, y no fue recibido precisamente con beneplácito.
–¡Por acá, por acá! –gritaba, abatido, la pierna herida, sangrante–. ¡Se escapa calle
arriba! ¡Por la avenida Coruña! ¡Persíganlo!
–¡Imbécil! –exclamó el coronel al escuchar aquella voz de aviso, dando patadas al
poste–. ¡Perdido! ¡Todo perdido por ese marica! Voy a poner la queja a la Secretaría de
Seguridad Pública. ¡Disparen, idiotas!
Yo había desenfundado mi Glock 9M, que acerrojé en el acto, y corrí tras los gritos de
Hart; lo encontré tendido atrás de un Mercedes, y me arrodillé para levantarlo.
–¡Hart, Hart! –lo llamé–. ¿Estás bien? ¿Qué fue lo que pasó?
–Un poco mareado –me contestó, exangüe–. Tal parece que he metido las patas, pero
no, Rosa, no… Vi cuando «Pajarito» y sus hombres se escabullían, y yo no podía darme
ese lujo…; tenía que detenerlo, ¿me entiendes? –y cogido por la ansiedad, gritó–. ¡Se es-
capa, Rosa, y lleva una escolta! ¡El de bigotes, es el que lleva bigotes!
Le eché el brazo por debajo del hombro; una brisa me acarició las mejillas, y sentí
luego como si el pelo se me estuviera chamuscando. Comprobé, horrorizada, que las ba-
las me habían pasado rozando, y que éstas iban a estrellarse contra las paredes de un edi-
ficio amarillo, perforándolas.
–¡Dios mío! –exclamé, trepidando entera, girando la cabeza de un lado a otro en bus-
ca de refugio–. ¡Salgamos de aquí, Hart! –lo apuré, echándomelo en la espalda–. ¡Rápido,
rápido!
–Cúbrete tú, ¡cúbrete! –me arengaba, oponiéndose a abandonar el sitio, picado por la
facilidad con que lo habían atacado los sicarios; mas al verse desvalido en medio del tiro-
teo, me gritó–: ¿Y Blue? ¿Dónde está Blue?
Blue, en cambio, estudiaba el plan de acción del coronel Almeida, quien había des-
plegado a los elementos del ejército, apoderándose por completo de la vía y respondiendo
a locas el fuego de los esbirros, que escapaban, repeliéndolos, cerca ya de la bocacalle,
donde una flota de carros blindados los esperaba tranquilamente. Al contrario de éstos,
los automóviles estacionados en ambas aceras a lo largo de la calle, que Almeida creyó
utilizar como trincheras para sus hombres, no paraban de estremecerse de aquí para allá,
aventando cristales rotos en mil pedazos y expulsando con violencia el aire de los neumá-
ticos, que golpeaban y rayaban el rostro de los comandos, los primeros en adelantarse.
Uno tras otro caían desesperados por la confusión. Estaba claro que Almeida era un mal
estratega, cuando en realidad, para lograr la captura, debió haber enviado agentes encu-
biertos como paisanos, cosa sencilla que se hallaba muy lejos de la parafernalia castrense
ostentada por el coronel.
Así, los hombres de «Pajarito», algunos subiendo ya los autos blindados y otros ocul-
tos en posiciones bien estudiadas, en vez de disparar a mansalva, atacaban blancos espe-
cíficos y definidos. Los comandos fueron los primeros en caer en las garras del cuervo
por culpa de la torpeza de su jefe en mando.
A mí una bala certera me derribó de presto, pero el chaleco antibalas salvó mi vida.
Me reincorporé, ardida, con mi amigo en lomos, luchando por evadir el plomo, y busqué
refugio en una maltrecha tienda de abarrotes, cuyo dueño, no por egoísmo, creía yo, sino
por el terror, acrecentado por la bullaranga, nos negaba la entrada.
–¡Cerrado! ¡Cerrado! –me decía en señas el tendero bajando la cortina de metal.
Un proyectil rebotó en uno de los barrotes de la puerta anterior al cortinón. El hombre
tembló de espanto y tuve que agachar la cabeza para no recibir el impacto.
–¡Espere! ¡Deténgase! –le grité enfurecida, indignada, apuntándolo con el arma auto-
mática, entreviendo la sordera simulada del tendero que se apresuraba a cerrar la cortina–
. ¡Agente de la Interpol! ¡Agente de la Interpol! –exclamé, sacándome la credencial y
mostrándosela al hombre. Éste, llorando, se pasó el delantal por la cara, resistiéndose to-
davía–. Si se atreve usted a negarnos la entrada –le dije– o si tan sólo se le llegara a cru-
zar por la mente, señor, pues sepa que los tribunales de justicia no le tendrán piedad por
obstruir la actuación de uno de sus agentes; se arrepentirá entonces, luego de pasar mu-
chos años metido en la cárcel. ¡Me oye, usted! ¡Levante esa cortina!
El tendero, nervioso, obedeció. Hart, lisiado, no dejaba de delirar.
–¡Hay que atrapar al maldito cuervo! –balbuceaba, perdiendo sangre–. ¡No llegare-
mos a tener otra oportunidad…!
–Lo atraparemos –le dije, consolándolo; llamé al tendero, a quien pedí sanar al heri-
do–; lo atraparemos, Hart. Te lo juro –y diciendo estas palabras, salí corriendo del esta-
blecimiento.
Alargaba el paso lo más que podía, ansiosa por alcanzar al ejército, que ya había ga-
nado tres cuartos de la calle, cuando me topé con un soldado que venía en dirección con-
traria. Lo detuve. Parecía bastante agitado, y temblaba de forma algo absurda. Tenía al-
gunas partes del uniforme perforadas, y no paraba de limpiarlo y ajustárselo al cuerpo.
Molesta por lo que creí un acto de cobardía en pleno combate, lo interrogué:
–¿Qué pasa? ¿Por qué te vuelves? ¿Han atrapado al «Pajarito»?
–No –respondió el otro, rehuyéndome la mirada–. Voy a avisarle al coronel que él es-
capó subido en una limusina.
– ¿Qué? –exclamé, aturdida–. ¿Escapó? ¿Quién te ha dicho semejante estupidez?
–Uno del comando que quedó medio vivo –contestó, dilatando los labios–. Dijo que
«Pajarito» es un hombre muy listo y que era imposible atraparlo.
Me enfurecí. Pero el soldado tenía razón. Eulogio Méndez volvía a ganarnos la parti-
da. Reventaba de frustración.
–¡No le da vergüenza que un sólo hombre lo haga pasar como tonto ante sus superio-
res! ¡Dios mío, había un ejército entero persiguiéndolo!
El soldado hizo una mueca de indiferencia.
–Ya le dije que es un hombre muy listo, agente –dijo con los ojos brillantes–. ¡Y yo no
tengo la culpa de que el coronel sea pendejo!
–Escuche –le dije, conteniendo la rabia–. En aquella tienda de abarrotes hay un hom-
bre herido; vaya y dígale al coronel que necesita una ambulancia enseguida. ¡Pero hágalo
ahora!
El soldado salió en dirección a las unidades blindadas que avanzaban por en medio de
la calle. Lo dejé ir, creyendo que iría a entrevistarse con Almeida, y seguí tras los hom-
bres del ejército.
Pero me llevé una gran sorpresa: Los milicianos, dejando ya de luchar, volvían sobre
sus pasos, gritando: «¡A las unidades blindadas, a las unidades! ¡Van hacia el norte!».
Aquello hacía honor a las palabras del soldadito, y comprobé que Eulogio Méndez había
escapado subido en la limusina. Había que ver que este «Pajarito» era arrogante. Arras-
trada casi por la avalancha que me caía encima, opté por unírmeles. «Hart», pensé. «Hay
que llevarlo al Hospital».
Éste, en tanto, como me dijo después, se desangraba y empezaba a respirar débilmen-
te. Sentía la garganta seca, y pidió a gritos agua al tendero.
–¡Agua, agua! ¡Consígueme un poco de agua!
El tendero, que se había quedado en la puerta, sonreía, viendo correr a los hombres.
Caminó hacia uno de los estantes y regresó con una escopeta en la mano. Lo apuntó.
–Chales, brody, ¿no eres tú el güey de Roger Almijar? –dijo rechinando los dientes–.
El culero amigo de los Aleros.
Entonces Hart lo reconoció: era «el Gavilán».
–Gutiérrez –balbuceó, buscándose el arma en las bolsas del pantalón, pero en vano.
Vacía. Alzando una mano, esperó tranquilo a que las balas le dieran en la frente.
Me replegaba junto al ejército, con la idea fija de auxiliar a Hart, y me dirigí a la tien-
da. Veía a Blue, al lado de Almeida, que me observaba mezclada entre el gentío. Al dis-
tinguirme a lo lejos, sana y salva, suspiró, aunque molesto por la ineptitud del coronel. En
eso vio pasar al soldado que había hablado conmigo y lo llamó.
–¿Qué ocurre? –le preguntó.
–«Pajarito» –dijo casi con satisfacción–, «Pajarito» escapó.
Almeida lo maldijo.
–No te muevas –le ordenó Blue.
–Pintaron llantas hacia el sur, señor –añadió el soldado–. Son tres grupos, pero sólo
uno de ellos va hacia el sur.
–¡Rosa! –gritó Blue–. ¿Dónde está Hart?
Apenas podía escucharlo, ya que el aquelarre de las unidades blindadas y los gritos de
los hombres en retirada apagaban mi voz. Me detuve en las puertas del negocio y, apun-
tando el arma, ingresé. Entonces vi al tendero con el cañón de la escopeta en la boca de
Hart, y disparé, pero…sólo alcancé a escuchar los ecos repetidos de munición, golpeán-
dome.
–¡Dios mío, Rosa! –gritó Blue; dio grandes zancadas por la calle, temblorosas las
piernas del terror.
Podía verlo correr, angustiado y atónito, mientras salía aventada por las puertas, aba-
tida sobre el pavimento.
Venía enloquecido, llorando, jadeante, con el arma desenfundada. Llegó, pude sentir-
lo, derramando lágrimas, mojándome las mejillas. Me cogió en sus brazos, dándome besi-
tos en los ojos y por toda la cara. Luego empezó a quitarme las ropas que me ceñían, y
dejé que dijera las cosas que con tanta ansiedad espero escuchar de sus labios y que otros
tomarían por cursis debido a su falta de inteligencia emocional, pero que para mí fueron
vitales, atollada como estaba en el pozo de la penuria y la muerte: «Rosa», dijo en susu-
rros, embargado, «no te vayas, no me abandones, que yo te amo».
–No me iré, amor… –le susurré también al oído–. El chaleco…
Se sobresaltó. Mas al verme que alzaba los párpados, con una leve risita, empezó a
reír como loco. Reía de felicidad. «¡Estás viva!». Y me dio un gran abrazo.
–Ve por Hart –le dije–. Está muy herido.
Encontró a Hart rezándole a la virgencita, imbuido en una laguna de sangre. A un
lado, boca arriba, reposaba el cuerpo de Gutiérrez, acribillado.
Sin embargo, «Pajarito» había hecho justicia a su apodo, eludiendo magistralmente la
operación. Era inatrapable. Habría que esperar ahora las consecuencias de este aconteci-
miento. Blue pensaba que la vida de Hart, salvada apenas de las garras del cuervo, toda-
vía pendía de un hilo. Salió de la abarrotería con Hart a cuestas; me levanté para ayudar-
los. Cuando volvimos la vista hacia Almeida, éste había desaparecido, junto a sus hom-
bres; de seguro se había enfrascado en la persecución de Eulogio Méndez. Todo había
ocurrido tan rápido… La operación había sido un rotundo fracaso…
Te doy y te quito. Es lo que parece comunicarme el destino. Sí, tal vez suene trágica,
confusa, pero hay que ver dónde me encuentro hoy, tan lejos del hogar que con tanta ale-
gría regocijó mi corazón. Me parece todo un sueño y una pesadilla a la vez. Y hoy, aquí
sentada en esta habitación tan extraña, y luego de haber vivido unos acontecimientos tan
increíbles… ¡Ni siquiera sé si soy yo, Rosa, un gay que sueña que es una mariposa, o si
soy una mariposa que sueña que es Rosa! Retomaré mi escrito donde lo dejé hace poco,
después de haberme tomado un suspiro, que no había podido continuar por la remem-
branza de algunas palabras que me harán sufrir por siempre… ¡Ay, duele tanto! Duele
cuando lo que amas, lo que aprecias te apuñala… y no digamos cuando se trata del des-
precio de un amigo… Pero no debo juzgarlo… ¡Él también sufre por la incomprensión!
Ahora estoy aquí, enfrentándome a algo casi inexplicable… Pero he de volver al día de la
operación, que creíamos fracasada, antes de que se pierda en la nubosidad de los recuer-
dos…
Regresábamos con Hart, herido, al auto, convencidos de nuestro planchazo, de nuestra
ineptitud como agentes, cuando, ¡cosa extraña!, vimos a aquel mismo soldadito, parado
en la esquina, fumándose tranquilamente un cigarrillo. Blue se detuvo.
–¡Hey, tú, soldado! ¿Por qué no estás con los de tu unidad? –le preguntó, sorprendido.
–El coronel Almeida me pidió que los esperara a ustedes –le respondió muy calmado.
Nos vimos a los ojos. Se le ocurrió una idea a Blue. Este soldadito, que fue el primero
en avisar a Almeida lo del escape, sabría más que ningún otro la dirección que Eulogio
habría tomado. Blue no estaba equivocado del todo en sus suposiciones, pues intuía,
además, que Méndez, con la división de sus hombres, le hacía la tonta al coronel. Este
soldado, por tanto, al ser el primero, habría visto cuál era el verdadero grupo que llevaba
consigo a Eulogio, escondiéndolo. Pero no quiso alarmarlo.
–Súbete –le dijo Blue–. Vamos a la Delegación.
El hombre, que hasta entonces había estado sereno, echó a correr de repente, aleján-
dose de nosotros, y en el acto dejó caer la gorra que descubrió ante nosotros unos rizos
negros al aire.
–¡Es él! –grité, segura de haberlo reconocido–. Persíguelo. ¡Sal, sal, atrápalo!
–¿Él? –preguntó Blue, desorientado.
–¡Sí! –le insté empujándolo–: ¡«Pajarito» Méndez!
Efectivamente, era Eulogio Méndez camuflado de miliciano. Blue, al escuchar el
nombre, como un resorte, saltó del auto y se precipitó por coger a su presa; sin embargo,
andando unos cuantos pasos, quedó helado por las detonaciones que resonaron justamen-
te atrás de su espalda. Frenado, giró la cabeza lentamente a la altura del hombro. Me vio
apostada, los ojos entornados y la cara desdibujada por un gesto de rabia repentino, apun-
tándole con la pistola. Yo había disparado. «¿Fuiste tú?», me preguntó, cabizbajo.
–Para un cuervo astuto, la vista depredadora de un águila –le contesté.
Metros adelante, abatido, encima de unos recipientes de basura volcados sobre la ace-
ra, yacía muerto «Pajarito». En el auto, Hart lloraba de alegría. Estaba a salvo.
Sólo puedo calificar este hito en nuestra profesión como maravilloso (todavía me late
el corazón al recordarlo). La satisfacción de haber hecho bien el trabajo era inconmensu-
rable. ¡Qué delicia la que se siente el ser útil a la sociedad! Y no obstante… cuando de
prejuicios se trata, al parecer ninguna utilidad sirve para aliviar el menosprecio…
Al día siguiente aparecían grandes titulares en los periódicos: «¡QUÉ DICHA LA DE
SER GAY!, “Pajarito”Méndez, jefe del Cártel del Centro, muere atrapado entre plumas
rosas», «¡JUSTICIA A LO CUILONI9!, Eulogio Méndez cae abatido por manos gays
justicieras», «OPERACIÓN VIOLETA: ROSA & BLUE. Íconos de la eficiencia policial
y la modernidad», y otros por el estilo.
Blue, en la cama, leía tranquilo uno de los diarios, riendo por la ocurrencia de los edi-
tores. Se había arropado con el edredón, y esperaba a que yo le sirviera el café en una ta-
cita que había comprado en un viaje a las Guyanas. Finalmente las cosas nos habían sali-
do a la perfección, y gozábamos ya de una felicidad sin límites. ¿Qué más nos hacía fal-
ta? Teníamos dinero, amor, y, sobretodo, fama.
–Aquí tienes el café, querido –le alcancé la bandeja de plata–. Está caliente; cuidado.
–Gracias. –Me pasó el diario. –Lee, amor; ya verás que divertido.
–No –le contesté, agarrándolo pero sin abrirlo–. Estoy muy ocupada; además casi no
acostumbro a leerlos.
–Pero hay que informarse. –Blue se acomodó en el respaldar. –Ya ves que hay que
estar con los tiempos… Me parece que es imprescindible.
–Lo sé; prefiero el Internet, que tiene información más variada.
Blue dio un largo sorbo al café; echó a reír de repente.
–¿De qué te ríes? –pregunté, curiosa.
–¡Oh, de nada, de nada! –dijo Blue atragantándose–. Bueno, sí… Me río del coronel
Almeida. ¿Te imaginas la cara que pondrá al leer estos titulares? ¡De risa, querida, de
risa!
Sonó el timbre de la puerta.
–Atiéndelo tú –pidió Blue–, que yo me visto una vez que me haya tomado el café.
9Se refiere a la novela histórica «Cuiloni. Historia de una lágrima», escrita por el controvertido escritor mexicano Ber-
nabé Basul, que trata sobre el supuesto homosexualismo del emperador azteca Moctezuma.
Salí del dormitorio, y al poco rato volví con un Hart en muletas.
–¡Pero, Hart! –exclamó Blue, sorprendido–. ¡Tú aquí! ¡Ve a descansar, hombre, ve a
descansar que esa pierna no se ve buena!
Hart jaló una silla; tomó asiento en la salita de la habitación. Metió las manos en el
bolsillo y sacó un sobre.
–Lo olvidaste en el auto –le dijo y se lo aventó. –Gracias –dijo Blue–. Se me habrá
caído por accidente –lo colocó al lado de la almohada. –¿Quieres una taza de café, Hart?
–le ofrecí, vertiéndolo ya–. Está muy bueno, ¿cierto, Blue?
–Sí, sí, muy bueno –me secundó.
Le entregué un periódico a Hart.
–La gente se ha vuelto loca –dijo Blue, riendo, señalándole las noticias.
–Sí –respondió Hart, hosco–. Detesto cuando se comportan como unos idiotas. Hoy,
en camino, bajando por el Viaducto, dos señores me hicieron señas raras, con los ojos.
¡Imbéciles!
–No me digas –prorrumpió Blue; con ingenuidad agregó–: A poco creen que tú tam-
bién eres gay. Ja, ja…
–No le veo el lado gracioso, Blue –repuso el otro, enrojecido–. Por primera vez en la
vida sentí vergüenza de que me asociaran con ustedes.
Quedé petrificada. Blue se quemó los labios con el café.
–Pero Hart, querido…
–Me molesta –siguió–, me molesta mucho que la gente piense de mí que soy un ser
depravado y perverso, un condenado a las tinieblas.
–Míranos –le dije en ruegos–. ¿Crees tú que somos gente depravada y diabólica?
Hart…
–La Iglesia, la gente, todo mundo dice que lo de ustedes es antinatural, y yo no me
atrevo a negarlo. ¡Cómo podría!
Rompí a gimotear.
–No… –le contesté, apenas podía articular las palabras–, no, Hart. Antinatural es ma-
tar a tu prójimo por racismo, por dinero, por poder… Eso es antinatural.
–¡La Biblia dice que Dios hizo al hombre para la mujer y a la mujer para el hombre! –
exclamó Hart, indignado de súbito.
Aunque éramos muy amigos, entonces entendí que Hart nunca había convivido con
nosotros, ya que habíamos cultivado nuestra amistad más por carta. Y ahora, la realidad
afloraba a borbotones, en la calle, en la comisaría, en todos lados.
–Sí, es cierto –le dije–. Pero en cosas del amor no hay tales máximas.
–¿El amor? –volvió a exclamar con fuerza–. ¿Qué sabes tú del amor? Eres un hombre
que se cree mujer, ¡cuando en realidad no lo eres!
–Hart… –Fue un golpe duro al corazón. –Te confundes. Yo no soy mujer, ni hombre
tampoco. Soy gay, ¿entiendes?, ¡gay! ¡Otro género! –dicho esto, corrí fuera del dormito-
rio.
Hart quiso levantarse, apoyándose en las muletas, pero vaciló.
–Quédate un poco más –le pidió Blue, que había roto el sobre , y leía la carta.
Hart recogió las maletas hacia el frente y reposó la cabeza sobre la fría madera.
–Rosa tiene razón –dijo Blue, tranquilo–. ¿Sabes tú algo de biología? –le preguntó.
–No.
–Entonces déjame explicarte algo.
Blue se levantó de la cama, caminó hacia un anaquel, cogió dos libros, «Selección So-
cial. Joan Roughgarden, Universidad de Stanford», «Wikipedia’s Book», y abrió cada
una de sus páginas, que había subrayado anteriormente.
–Lee y toma.
Hart se puso a leer el primer libro.
«La reducción de la diversidad sexual a dos sexos (uno masculino y agresivo y otro
femenino y cohibido) será, para los estudiosos del futuro, solamente un mito; puesto que
con numerosos ejemplos del reino animal y de culturas distintas de la occidental, se
muestra que la naturaleza y las diferentes sociedades ofrecen soluciones sorprendentes a
la sexualidad: peces con varios tipos diferentes de machos o cuyos componentes cambian
de sexo en caso de necesidad; mamíferos que tienen a la vez órganos reproductores mas-
culinos y femeninos, etc.
»En el caso de la biología humana, la existencia de homosexuales, transexuales y
hermafroditas no es más una variación natural que se integra perfectamente en la diversi-
dad mostrada por los demás animales. La expresión social de esta diversidad se encontra-
ría en sociedades como la de los indios norteamericanos, con sus dos espíritus, los mahu
polinésicos, los hijra indios o los eunucos, que identifica con personas transgénero.»
Luego tomó el otro a instancias de Blue:
«Así, las personas que generalmente tienen una orientación heterosexual pueden sen-
tir deseos leves u ocasionales hacia personas del mismo sexo, del mismo modo que aque-
llos que generalmente tienen una orientación homosexual pueden sentir deseos leves u
ocasionales hacia personas del sexo opuesto.
»Hay personas con orientación homosexual que, por las condiciones de intolerancia y
violencia o de difícil acceso a otras personas del mismo sexo, mantienen relaciones het-
erosexuales. La represión, la homofobia y la postura de la mayor parte de las religiones
obliga a los homosexuales a esconder su orientación fingiendo ante la sociedad tener una
orientación heterosexual, lo que se denomina coloquialmente estar en el armario o en el
clóset. Sin embargo, autores como el doctor Joseph Nicolosi refieren que, si muchos ho-
mosexuales ocultan su orientación sexual, no se debe tanto a la represión social, que no
se niega como factor secundario, sino a que la homosexualidad en sí misma representa
para el homosexual una condición de incompatibilidad tanto a las bases sociales estable-
cidas como a su particular sistema de valores morales, es decir, que existe un conflicto
entre lo que se es y lo que se debe ser según la educación familiar que se haya dado, así
como a ciertos grados de desorden en la identidad sexual.
» […] Los homosexuales han sido perseguidos cruelmente a través de la Historia, en-
tre los que destaca la Iglesia Católica, que fue constante a lo largo de la Edad Media,
acusándolos de sodomía. Procesos de pena, como el ataque contra los Templarios, acusa-
dos de entregarse a prácticas homosexuales y heréticas, son todos sospechosos y pro-
movidos por razones políticas. Sin embargo, en circunstancias normales los nobles y
privilegiados rara vez eran acusados de esta clase de delitos, que recaían casi entera-
mente sobre personas poco importantes y de las que tenemos pocos datos.
»Durante los siglos V al XVIII, la tortura y la pena capital, generalmente en la
hoguera, eran los suplicios a los que se condenaba en la mayor parte de Europa a los ho-
mosexuales. La Santa Inquisición de la Iglesia Católica no se diferencia mucho, en su
persecución de la homosexualidad, de lo que era corriente en casi todas partes, y es cul-
pable de la tortura y muerte de innumerables personas acusadas del denominado pecado
nefando.
»Aún se conservan expresiones en el lenguaje (en idiomas diversos) que hacen refe-
rencia a la quema en la hoguera de los homosexuales: –Finocchio ('finoquio'), que en ita-
liano significa 'maricón' y también 'hinojo' (porque se envolvía a la persona en hojas de
hinojo para retardar su agonía entre las llamas); –faggot, que en inglés actual significa
'maricón' pero que en el pasado quería decir 'haz de leña' y se relaciona con la leña con
que los homosexuales eran quemados vivos hasta morir por su pecado contra natura.
»Los nazi persiguieron también a los homosexuales, ya que consideraron la homosex-
ualidad una inferioridad y un defecto genético, por lo que se aplicó un artículo de una ley
del código penal alemán de 1871. Se trataba del párrafo 175, que decía: "Un acto sexual
antinatural cometido entre personas de sexo masculino o de humanos con animales es
punible con prisión. También se puede disponer la pérdida de sus derechos civiles."
»“El triangulo rosa invertido”, fue el símbolo impuesto por los nazis a los homose-
xuales en los campos de concentración, donde fueron asesinados unos 100,000 al finalizar
la II Guerra Mundial.»
Hart tiró los libros al piso, sofocado.
–¿Entiendes a Rosa ahora? –le preguntó Blue, viéndolo dócilmente a los ojos.
–¡Qué estupidez! –gritó Hart dejando caer las muletas–. ¡Verborrea, teorías de gente
retorcida!
–Esa gente que tú tanto menosprecias trae tras de sí miles de años de ciencia humana,
Hart.
–¡Qué me importa la ciencia humana si el Obispo en su sermón de la mañana dice que
«tu condición homosexual es antinatural ante los ojos de Dios. Sodoma y Gomorra fueron
destruidas por esto». Mi conciencia clama pidiendo que me aleje de ustedes.
–Ya veo que la religión y la presión de la sociedad te ciegan, Hart; pero te pido que
me contestes ahora con sinceridad, ¿vale?
Éste asintió de mala gana, previendo, en su interior, un ardid.
–Si un hombre, creado explícitamente por Dios para engendrar una familia, se negara
a tener sexo con la mujer que le fue concebida, ¿juzgarías tú esta negación como una vio-
lación a la ley divina?
–¡Obviamente que sí! –exclamó Hart, convencido de decir una eterna verdad–. Rehú-
ye un mandato sagrado e inviolable. El hombre fue hecho para ser marido de la mujer.
Fuera de esto, no se cumple la Ley de Dios.
–No tengo más que decir –dijo Blue, serio, dando por terminada la conversación.
–Espera, ¿qué quisiste darme a entender con esa pregunta?
–Habla con tu Obispo; él te lo explicará mejor que yo.
Y salió del dormitorio. Yo estaba sentada, lagrimeando, en un mueble. Hart, pesada-
mente, se levantó y, con las muletas bajo el sobaco, se allegó a nosotros.
–No llores más, querida –me dijo Blue.
–He perdido un amigo –le contesté muy aturdida.
–Cálmate –me reconfortó–. Me tienes a mí. Ya pronto esto acabará.
–¿Acabar? –le grité en la cara, iracunda–. ¡Nunca acabará, Blue, nunca! He vivido
arrastrando este lastre toda mi vida, y en lugar de aligerarlo, pesa cada vez más. ¡Estoy
cansada, Blue, muy cansada! No creo que pueda resistirlo más.
–Lee –dijo, extendiéndome la carta.
La cogí. Leí:
«MEMORANDO
Dirigido a:
Se les manda a tomar parte de esta operación policial que se llevará a cabo en Buca-
rest, Rumania, bajo las órdenes de la Unidad de Investigación Criminal de la Gendarme-
ría.
Se ampliaran detalles una vez llegados al país anfitrión. Se les pide partir de México
en no menos de 72 horas.
Contactos en EUA:
Interpol@service.govdelivery.com
En el extranjero:
–Viorel Maior, Comisionado de la Gendarmería Rumana.
–Anton Popescu, Agente de la UCICG
–Cecilia Baros, Agente de la UCICG.
–Oficina de la Gendarmería Rumana, Bucarest, 1112, Mihai Eminescu.
–LE: Gucicg@infobureau.gov
Orden emitida,
y cúmplase:
Lyman O’Toole
SUBDIRECTOR».
3
Los singulares agentes de la Interpol
«—Masturbador, en una palabra.
—¿Y qué? ¿Por qué tener vergüenza de masturbarse? Un arte menor al lado
del otro, pero de todos modos con su divina proporción, sus unidades de tiempo,
acción y lugar, y demás retóricas. A los nueve años yo me masturbaba debajo de
un ombú, era realmente patriótico»,
Scott pensó que se estaba volviendo loco. Movía los ojos de un lado a otro, sumamen-
te nervioso, buscando con ellos y por instinto alguna salida en medio de los escombros y
el polvo, gritando que un monstruo había querido matarlo. Manos fuertes lo aprehendie-
ron. Los dos agentes de policía que habían entrado a la habitación lo ayudaron a incorpo-
rarse. Lo sentaron en la cama. Luego otro, corriendo, entró agitado.
–¡Popescu! –le gritaron los hombres–. ¡Consiga una ambulancia! Este señor está al
borde del colapso mental… Sufre de trastornos alucinatorios... ¡Salga, vaya por un doc-
tor!
–Pero… y todo este desorden… ¿Está demente? ¿Ha sido él el causante? ¿Qué fue lo
que pasó? ¡Díganmelo!
–No sabemos, Popescu –le contestó uno de ellos–. Cuando estábamos a punto de en-
trar a nuestra habitación escuchamos un gran escándalo en la alcoba contigua. Salimos a
averiguar, y esto es lo que hemos encontrado, a este señor tirado en el piso, enajenado…
–¿Y este gran agujero en la pared? –preguntó, asombrado, asomándose a la ventana–.
¡Qué diablos!…
–Ya estaba allí cuando derribamos la puerta. Solamente él podrá explicarnos lo suce-
dido… ¡Vaya por un médico, por favor!
Salió el Popescu del hotel pensando en que nada encajaba con el chocante suceso.
Como buen policía de investigación se preguntaba: ¿Por qué, por qué ocurría esto justa-
mente con la llegada de los agentes de la Interpol? ¿Qué señal le estaba enviando la vida
con dicho acontecimiento? Una desfavorable, sin duda alguna, a él, que solía confesarse
cada fin de semana en la iglesia protestante del lago Tei. Había que tomar precauciones
de aquí en adelante, no vaya a ser que le pasara lo que a Saúl.
Y al parecer el infortunio se había ensañado con él desde la mañana, cuando, a la es-
pera de estos agentes en las salas de Aeropuerto Internacional Otopeni, donde pataleaba
de enojo, Baros le había colgado el teléfono. La maldijo, como siempre, por haberle en-
cargado la tarea de recibirlos; ahora éstos, que no tenían ni dos horas de llegar a Ruma-
nia, ya lo estaban metiendo en problemas. ¡Los extranjeros, de cualquier tipo, siempre
son mensajeros del mal por venir!
Y ciertamente estos tipos traían mala vibra. Lo supo en el mismo momento en que los
había visto caminando, jalando sus maletas, con una gran sonrisa en la cara. Su aspecto,
para su sorpresa, era refinado, y vestían con cierto halo de extravagancia, casi principes-
ca, muy lejos de la austeridad a la que él estaba acostumbrado. Pero lo que más lo había
friqueado eran la cola de cabello rubio que Rosa exhibía orgullosa, la elegancia Blue, la
locuacidad y los modales de estos personajes simpáticos, amables y educados en exceso,
que lo cohibían de alguna forma, mejor dicho, lo hacían sentirse vulgar.
Anton Popescu, el personaje clásico, maquiavélico, surgido de las no menos clásicas
novelas capitalistas, merece un estudio aparte en esta relación transversal de los hechos,
no por su brillantez como figurante (que es un asco y algo ya resabido) sino por el proce-
so de la formación de su mente materialista, mal encausada, llena de hedonismo, capaz de
hacer vender a su propia madre por dinero; trabajaba para el SRI (servicio secreto ru-
mano), asignado al UCIC de la Gendarmería rumana, renegando siempre del anguloso
aparato de seguridad estatal. Cristiano protestante ortodoxo a ultranza, de la minoría reli-
giosa del país, se decía fiel a su credo, aunque, como todos los que profesan abiertamente
una filosofía en extremo, gustaba de probar en silencio las delicias de lo que le estaba
prohibido, es decir, era un gran beatón. Lo de cristiano lo había heredado de familia, por
el lado de su padre, que había muerto martirizado en el año 1985 a manos de la atea dic-
tadura comunista, que lo consideró un enemigo peligroso por su religiosidad pequeño-
burguesa, siempre sumisa a las tentaciones del capital antes que al verdadero espíritu co-
munitario predicado por fundadores del cristianismo primitivo. El día de su desaparición,
los agentes de la policía secreta, con un sociólogo al lado, le hicieron ver su conducta
equívoca, manifestándole que, si no abjuraba de su fe, tan lejana del verdadero propósito
revolucionario de Jesucristo –«No creáis que vengo en son de paz, sino que traigo la es-
pada»10, “contra los avaros capitalistas”, le había recalcado el sociólogo–, sería irreme-
diablemente ejecutado. Le dijeron además que no se dejara engañar por los sermones del
pastor de la iglesia, de aquél que nunca dejaba de clamar por la bondad hacia al prójimo,
sin haberla practicado él mismo nunca en las calles, en otras palabras, sermoneaba con el
único fin de pedir dinero, cuando en realidad, y lo podía comprobar si ampliaba la vista
un poquito más, detrás de ese hombre mendigante había una gigantesca maquinaria fi-
nanciera que, más que pedir para dar al necesitado, le arrebataba los únicos lei 11de la
boca. Su padre se mantuvo inflexible y se convirtió así en mártir.
Se jactaba con orgullo Popescu de esta hazaña familiar, sin embargo, por un complejo
que Freud llamaría de Edipo, él mismo paradójicamente había adoptado el cariz de los
verdugos su progenitor, corregido e incluso aumentado, pues a diferencia de estos últi-
mos, que habían matado en pos de una ideología y cesaban de hacerlo una vez que los
torturados suplicaban por perdón y arrepentimiento, Popescu lo hacía por beneficio per-
sonal, y lo que es todavía mejor, su mayor placer, gustaba de desacreditar sutilmente con
esta actitud a la misma policía que le daba de comer: era implacable, bestial, sin un ápice
10 Mateo 10:34 «No penséis que he venido para traer paz a la Tierra; no he venido para traer paz sino espada». Lucas
12:49, «Fuego vine a echar en la Tierra; ¿y qué quiero, si ya se ha encendido? Lucas 13:51, «¿Pensáis que he venido
para dar paz en la Tierra? Os digo: No, sino disensión». Mateo 19: 23-24, «De cierto os digo, que difícilmente entrará
un rico al Reino de los Cielos. Otra vez os digo: que es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar
un rico en el Reino de Dios». Estas palabras, en su contexto histórico, son una voz de protesta en boca de Jesucristo
–un pensador que no podía cerrar los ojos ni dejar de denunciar los atropellos, la desigualdad y la injusticia de su
tiempo– contra el aplastamiento de los esclavos y la represión de las sublevaciones de las provincias sometidas al
Imperio Romano, en su caso, Judea. En la Historia, se sabe que Pablo, que era ciudadano del Imperio, invirtió los
verdaderos propósitos revolucionarios del cristianismo al exigir la subordinación de éstos a los representantes del
poder (o sea, el Imperio Romano), al aprobar la desigualdad social (en un pasaje dice: “Hay una gloria para el Sol y
otra para la Luna’) y al exigir que los esclavos se subordinen a sus señores, a quienes debían servir celosamente.
11 Plural de Leu, moneda rumana. Las fracciones se llaman bani, plural de ban.
de misericordia ante el ruego desesperado de los supuestos criminales, inculpados o no.
Recio y musculoso, su aspecto brutal recordaba al de Iván, el archirrival de Rocky Bal-
boa. No hay que añadir que, gracias al sistema de valores inculcado desde su niñez, era
homofóbico.
Se había acercado a los agentes recibiéndolos de acuerdo con su bronco carácter:
–¿Blue Steward y Duarte Reingold? –Los pronunció muy forzado, alterado al parecer
por el olor penetrante de los perfumes.
–Los mismos –había contestado Blue sacando sus credenciales–. ¿El coronel Viorel
Maior?
–No –les había dicho, directo–. Soy el agente Anton Popescu
–Mis disculpas –le había contestado Blue elaborando al momento un perfil de la per-
sonalidad de su anfitrión–, señor Popescu –y guardando la credencial–. ¿Qué ha pasado
con Maior? Creí que vendría a recibirnos.
Popescu se mostró indiferente, como si no le importara lo que Blue dijera. Un mo-
mento después le había respondido con apatía:
–La verdad es que el comisionado le pidió a Baros que viniera por ustedes, pero ésta
me relegó la tarea…
–¡Ah, ya entiendo! –dijo Blue.
Aquel que ha trabajado en puestos de control podrá entender lo que diré a continua-
ción, ya que es allí donde uno adquiere, en forma natural y debido al tipo de faena, una
especie de empatía: Popescu había percibido, con ese su olfato de perro labrador, cierta
rara irradiación proveniente del interior de aquellas personas –un aura de indefinible dua-
lidad–, que podía oler y sentir fluir en el aire emanado por estos sujetos finos, sin vislum-
brar a cabalidad, no obstante, qué pudiera ser. Quizá serían sus maneras de coger la male-
ta, la forma graciosa de sonreír o el tono musical de su voz o esas miradas –aquí ese algo
indefinible se le definía en una certeza, pero que se negaba a creer todavía– que se cruza-
ban el uno al otro con tanta suavidad. Decidió averiguar sobre esto más tarde y, guardan-
do silencio, se apresuró a llevarlos al hotel. Era lo mejor que podía hacer para desemba-
razarse de estos raros.
Antes habían cruzado por las tiendas de la zona libre y Rosa se sintió urgida por com-
prar un calmante. El viaje le había caído pesado. Pegó la vista en un anuncio de grandes
letras de neón: «Youngever. Vive más, vive tus sueños». Abajo se explicaban las bonda-
des del producto.
–Espera, Blue –le pidió, sobándose la espalda–. Déjame comprar un relajante muscu-
lar en aquella farmacia.
Blue se negó. «No atrasemos al agente Popescu», le dijo; Rosa arrugó la cara, dolien-
te. Popescu blanqueó los ojos: «Qué frivolidad».
–A propósito –reanudó la plática Blue acordándose de la carta de O’Toole–, ¿y la
agente Cecilia Baros? ¿Es su compañera, verdad? ¿Por qué no vino? Me hubiera gustado
conocerla.
Como dicen en mi pueblo, ahí fue donde la mula botó a Genaro: Popescu, al escuchar
el nombre de Baros, había enrojecido y empuñado por reflejo la mano, en tanto que Rosa
había dejado caer la maleta, electrizada por la forma en que fue entonada la pregunta; in-
cluso llegó a sentir una ligera aprensión en el pecho, como cuando se intuye el peligro
ante una situación desconocida. Se adelantó:
–Oye, Blue, no fastidies al agente Popescu con esas trivialidades; ya sabrá él cómo
ponernos al corriente.
–¿Baros? –Popescu lo pronunció de mala gana. –Salió de franco esta mañana. La es-
cuché decir que saldría a recoger un amigo en el Baneasa…
–¿De franco? ¡Oh, qué lástima! En verdad me hubiera gustado…
Rosa había jalado el maletín con fuerza.
–Sí. Pidió licencia de dos días para asistir al funeral de su amigo Emile Cerveni.
–¡Ah! –exclamó Rosa, cáustica–. ¡Lo siento por ella, de verdad que lo siento!
Al contrario de Rosa, que ya sentía celos de una mujer, Popescu aborrecía a la agente
Baros, pues, a su entender, la veía como una amenaza, pero nunca había tenido el valor
de decírselo en la cara. Cierto era que su credo religioso le exigía probidad de alma y sen-
timientos, pero las obras de Popescu discrepaban en la práctica de su ideal, y no por po-
seer una conciencia enteramente malévola, sino por la ambición que los nuevos tiempos
de competitividad y desarrollo surgidos del colapso comunista le exigían. Su niñez fue
dura en extremo, lúgubre y reprimida, entre largas colas a la despensa estatal y los maldi-
tos racionamientos de gas habitacional, avivada, sin embargo, por la esperanza de la lle-
gada un futuro mejor, más humano, a lo estadounidense, preferiblemente, al que veía es-
tupefacto y a escondidas por los canales de cable internacional. Muy en contra de los de-
seos de su padre, que esperaba alcanzar la gloria en los cielos, Popescu quería ganársela a
toda costa en esta vida. Si Maquiavelo fue el ideólogo del temprano capitalismo, Popescu
sería el ideólogo de su fase intermedia.
Esta actitud, para él racionalísima, pronto le reportó buenos resultados. Como ya he-
mos dicho, habiendo visto de pequeño los privilegios de pertenecer a los cazadores de
antaño, se había enrolado en los aparatos de seguridad secreto rumanos, transferido luego
a la GUCIC (Unidad de Investigacion Criminal de la Gendarmería), en donde pronto se
encontró escarbando en el mundo corrupto del crimen organizado, en todas sus formas,
desde la falsificación de documentos, prostitución, trasiego de químicos, hasta la venta de
narcóticos ilegales. Su ambición lo había vuelto eficiente, y pronto cundió en la ciudad la
figura de un Popescu cazador exitoso; sobre todo, sonado fue aquel caso suyo que llevó a
la desaparición de Alexandru Dendiu, «el Químico», magnate y proveedor de anfetami-
nas y esteroides para atletas olímpicos. Popescu se hallaba entonces cerca de la gloria,
pero ya dentro del infierno. Esta “captura” (en realidad, fue un desaparecimiento a orillas
de un lago) lo había obligado a relacionarse con otro mafioso no menos famoso e influ-
yente, «Estigia», el hombre incorpóreo, número uno después de esta desaparición en la
Mafia Roja –un grupo criminal formado por viejos rusos venidos del Bloque soviético–, a
quien nadie le había visto el rostro, y su «padrino» de allí adelante en la carrera por el
ascenso en el engranaje de seguridad nacional, en donde desempeñaría un papel clave
para la mafia. Era, pues, famoso como detective y prosecutor del mal e hipócrita a partida
doble. «Estigia», por otra parte, le había enseñado de manera misteriosa y sin límites los
goces efímeros del vicio, el poder de subyugar a las mujeres apetecibles y voluptuosas y a
conducir autos de último modelo. Le había inoculado el veneno de sentir necesidad por la
materia, difícil de aprehender sin dinero, que él no tenía, pero sí su invisible amigo. Sin-
tió la urgente necesidad de venderse.
Esta asociación encubierta y jamás pronunciada no podía siquiera callar la conciencia
del Popescu devoto, no; al contrario, se la intensificaba. Pero cada mal tiene su cura, y
Popescu contaba con los bálsamos del pastor de iglesias de Ilfov, Florin Faina, hombre
verdaderamente santo que tenía la virtud de hacer converger palabra y acción al forjar
cada una de sus obras. Cualquiera que se parara enfrente a escuchar sus sermones lo hu-
biera juzgado de ser un sujeto impertérrito, casi severo, pero en realidad, al bajar del púl-
pito, aquella sonrisa de bondad obligaba a quitarse el sombrero y cederle el puesto. Aun-
que la Iglesia era rica en ornamentos y tesorería, el pastor Faina vivía como pobre, sin
lujos ni acomodos. «Si Cristo dormía encima de piedras, ¿quién soy yo para dormir en
una cama?», parecía decir con su humilde actitud. Quizá por este último defecto jamás
ninguno de sus hijos espirituales le tomaba el consejo en serio la primera vez que acudían
a él. «¿Por qué habría de hacerle caso a un perdedor en la vida?», dijo un penitente hacía
ya mucho tiempo, cuando salía de la iglesia escupiendo sobre la tierra. «Tengo problemas
de dinero, y este pastorcito cree que con amar al prójimo va a solucionármelos», y empu-
ñando la mano: «¡Un consejo de fracasado! No, no está bien venir a escuchar a Faina.
¡Pobreza es lo único que promete! De acatar sus consejos, jamás nadie, sí, nadie, llegará a
ser alguien en la vida. ¡Mejor me voy a escuchar al Papa!». El pastor se había dado cuen-
ta de esas palabras de un hijo suyo, y lloró, mas no dijo nada, «por amor». Pasados unos
meses, ese mismo penitente, atribulado por duros reveses de la vida (los que le enseñaron
con gran dolor que los que más golpean no son los económicos precisamente), volvía a
pedirle dadivas a los pies del púlpito, afligido y desesperado, pidiendo perdón por su in-
sensatez y clamando por guía y misericordia. Y él, el ministro necio, como un ángel di-
vino, lo recibía con los brazos abiertos y el rostro radiante, revelándole en toda su dimen-
sión la magnanimidad de su alma: que era grande, monumental, gloriosa y envuelta en un
halo de increíble humildad y santidad. Estaba claro que Dios lo había dotado con una na-
turaleza y conciencia repletas de perdón y amor, pujantes y fuertes a la vez, que lo hacía
brotar entre la multitud de hombres como un gigante invencible en lo moral, cualidad que
le regalaba sin reparos una salud de roble resistente a todos los males y maldiciones.
Popescu jamás dejaría de poner a prueba su invencibilidad, y no era raro que se escu-
charan conversaciones tan ambiguas como éstas los sábados por la noche:
–Bendígame, pastor Faina.
–El Señor esté contigo, hijo mío, y te bendiga.
–Pastor: he pecado contra Dios y contra los hombres.
Faina se imbuía entonces en un largo silencio. Lo amonestaba con estas palabras:
–Si te arrepientes de corazón, hijo mío, Dios te perdonará, y hará de tu piedra de tro-
piezo una joya digna de admiración y ejemplo.
Al otro lado del púlpito, Popescu solía lamentarse lagrimeando. Balbuceaba:
–Sí, pastor Faina, me arrepiento de corazón; el Señor es testigo.
Luego una elipsis de tiempo.
–¿Te arrepientes de verdad, hijo mío?
–¡Sí, sí, sí, pastor Faina, me arrepiento, me arrepiento! ¡Dios tenga piedad de mí!
El pastor habría bajado del púlpito y dejado descubierto su cara condolida y severa,
sólo para encontrar al otro llorando y abandonado sobre las reglillas del banco.
–No vuelvas a hacerlo entonces, Popescu. Ya sabes discernir entre el bien y el mal.
Cuídate de que Dios no vea a un embustero en tu persona. No contravengas sus leyes. Sé
congruente tú, tu conciencia y tus obras, y verás como esos miedos que te persiguen ja-
más volverán a agobiarte. Vete, pensando sobre todo que no es Dios quien debe perdonar-
te, sino tú mismo, esa divinidad interior que reside ti y que proviene de Él, esa misma que
sabe que has hecho mal y que no será feliz hasta que remedies lo malhecho. Vete en paz,
Popescu, Dios te ha perdonado.
Nada más fácil para aliviar las penas de un hipócrita como decirle que Dios lo ha per-
donado con tan sólo la única condición de declarar que es un pecador arrepentido. Así
nuestro amigo Popescu salía, cada fin de semana, de la iglesia con el alma más limpia y
aliviada que nunca, bendecido por Dios y alabado por sí mismo, acallando en el fondo
esa vocecita interna que clamaba por redención, y listo para volver a pecar una vez más.
Ya habría tiempo para arrepentirse de veras. Era joven, frisando los treinta, y los amigos
adinerados, como Patricius, el de los inmobiliarios, le salían al paso por doquier. ¿Qué le
podría pasar a alguien tan guapo, temido e inteligente? Nada, absolutamente nada. Y con
tanto poder y juventud se sentía el único de ser libre en el mundo, el único con facultad
de gozar y dar órdenes, el único de crear leyes y romperlas, el único elegido para recibir
respeto.
–Ojalá tenga el gusto de conocer a Baros mañana –había acabado diciendo Blue ante
la clara descomposición emocional de Rosa y el martirio hedónico de Popescu.
La destestaba, y lo que un tramoyista no puede aguantar en la vida es que no haya otra
gente como él mismo. No lo toleran. Y Baros, con esa su personalidad sincera, era la bes-
tia negra que le impedía a Popescu ser dueño y señor absoluto de las circunstancias, por-
que de alguna forma le hacía remorder la conciencia. La odiaba de veras. Además, escu-
driñaba mucho, preguntaba cuando no debía y se daba el lujo de tener un ego más grande
que el de él. Y eso en la mente de Popescu era una falta imperdonable. Incluso habían
empezado a asignarle casos importantes y ahora hasta la dejaban relacionarse con agentes
de policía internacional. ¿Qué se creía la tipa esta? ¿La mujer maravilla? ¿Margaret Tat-
cher? ¿Rigoberta Menchú? Sí, sentía grandes recelos. Esta mujer podría acabar con su
vida paradisíaca, su mayor terror. En el caso de Dendiu se comportó como una estrella de
Hollywood, opacándolo y hablando todo el tiempo a los reporteros del Adevarul. Era
tiempo ya de bajarle las rayas. Y rápido. A Baros le habían encomendado el caso de la
muerte del «Mulo», al que encontraron asesinado ayer, junto al doctor Rahova cerca del
aeropuerto Baneasa. Baros ignoraba todavía quién era el «Mulo», Calin Dinga, el segun-
do de «Estigia». Y no se lo voy a decir tampoco. ¡Voy a dejar que pendejee!
Pero como en todas las organizaciones ocultas, Popescu estaba informado a medias y
no sabía a ciencia cierta qué tipo de móviles existían entre la muerte del «Mulo» y Raho-
va. ¿Por qué matarían al «Mulo», alguien con tanto poder en la mafia? ¿Y quién habrá
tenido los cojones de mandar a hacerlo? ¿Lo habría mandado a asesinar el mismo «Esti-
gia» tal vez inducido por los rumores de alguna traición? El mundo de la mafia es así,
violento y absurdo. Pero no le daría ninguna a pista a Baros, aun cuando lo averiguaría en
una visita al «Estigia». La dejaría creyendo en la historia narrada por los testigos del cri-
men, ¡ah, qué fabulas más tontas!, y ya vería como al pasar el tiempo Baros encajonaría
el caso, como lo ha hecho con los cinco casos anteriores. Sí, mi querida Baros, tendrás
que engavetarlo como a los demás. ¿Cómo podrías decirle a la opinión pública que un
monstruo ha sido el responsable de estas muertes? Ja, ja. Venirse a creer lo que dice el
“Evenimentul” sobre la existencia de un hombre sobrenatural, el «Baraul del Baneasa» lo
han apodado, de musculatura y fuerza extraordinarias, que, armado con garras, los había
atacado a zarpazos, matándolos de golpe, escapando a grandes saltos por el bosque. Por
supuesto, nadie en su sano juicio creería tan estúpida historia, contada además por un fle-
tero analfabeto y su hijo mocoso.
Vacilante, desinformado, Popescu deducía que la mano del «Estigia» estaba presente
en los crímenes. Claro que no habían ocurrido tal como lo cuenta la gente, claro que no.
De eso estaba seguro; de lo que había husmeado en los archivos de Baros, algunos nom-
bres le eran muy conocidos. Uno de ellos era el de Eugen Oprea, profesor de la Universi-
dad de Bucarest y dirigente político, a quien conoció en un curso de medicina forense. Y
ahora que hacía memoria, sí, me parece estar viéndolo allí mismo, lo había visto entrevis-
tándose con el «Estigia» en una fiesta de recaudación de fondos promovida por el PMRU,
el partido otrora anti-judío, para la campaña política que llevaría al financiero Stefan Da-
vid a ocupar un escaño en el Senat. Aquella ocasión, más que una reunión pactada había
sido un encuentro forzado y preparado por su «padrino», su amo.
–Nuestra amada Rumania, profesor, clama desde el polvo por el regreso de su gloria
pasada –había escuchado la voz metálica, con acento profético, del «Estigia» provenir
desde la penumbra del salón–. Y usted, sí, usted, profesor Oprea, ha sido elegido por ella
para devolvérsela. ¡Conquistaremos las cumbres más altas, Oprea, las más altas! Nuestros
jóvenes deben ser los mejores del mundo, los más fuertes, los más inteligentes, y con-
quistarlo, y usted sabe cómo lograrlo. Estudió genética en América y desarrolló productos
bioquímicos que han hecho de sus hombres los mejores. Convenga que ahora nos toca a
nosotros recibir su conocimiento y aplicarlo para el bienestar de nuestra nación por tanto
tiempo oprimida y lastimada. Estoy dispuesto a proporcionarle el equipo necesario, el que
usted me pida. Puede incluso empezar su trabajo mañana mismo. Nada le hará falta con-
migo, profesor Oprea, pues yo seré su mecenas. Trabaje para mí, para nuestro grupo.
¡Vea, aquí está Dinga, a quien pongo a su disposición!
–Es usted muy amable, señor…
–Aurelian –lo había atajado el «Estigia»–. Llámeme Aurelian…
–Es usted muy amable, señor Aurelian –le dijo Oprea, sorprendido por el discuro filo-
sofico del «Estigia»–. Sin embargo, las circunstancias en que hemos concurrido, para
nada agradables, me lo impiden.
–No tema, Oprea –le contestó–, si es que desconfía de mí. Le aseguro que mis exi-
gencias son más que nada patrióticas, y no busco ningún beneficio para mí.
–No dudo de sus buenas intenciones, señor Aurelian –carraspeó el profesor–, pero
ciertas cuestiones de orden ético me obligan a rechazar su ofrecimiento. Lo siento: no
puedo trabajar para usted.
–¿Aun cuando sabe que mis propósitos van encaminados al engrandecimiento de Ru-
mania? No es por mí que le propongo estas cosas, sino por nuestra querida patria.
–Como sea –dijo Oprea con aplomo–. No deseo convertirme en un nazi.
–¿Se niega usted tajantemente, profesor Eugen Oprea? –«Estigia» había lanzado la
pregunta en un tono suave pero amenazante que parecía resoplarle en las narices–. Le
pido, por favor, que piense en Rumania, en sus glorias pasadas y en las que están por ve-
nir bajo su mano. ¡Nuestros jóvenes tienen un potencial grandísimo! ¡Todos pueden lle-
gar a ser como Nadia12! No anteponga sus intereses personales a los de nuestra gran na-
ción…
–Yo le he dado a mi patria la vida entera, señor Aurelian –había respondido, enfadado,
con las órbitas salientes–. No necesito que nadie, mucho menos un desconocido, me lo
recuerde de mala gana. ¿No ve que vivo pobremente aun cuando pude haberme hecho
12 Nadia Comeaneci, atleta rumana que alcanzó puntaje perfecto (10 de 10) en los Juegos Olímpicos de Munich 74’.
rico, como usted, en América? Se equivoca usted conmigo, señor. Y con su permiso, debo
salir de aquí.
«Estigia» había apagado totalmente la habitación una vez salido el profesor y dicho
entre dientes:
–¡Bah! ¡Es usted un gran idiota!
El hombre había firmado su sentencia de muerte, que él mismo Popescu se había em-
peñado en ejecutar. Meses después, hacía humos la vida de Oprea, pero luego, en una lo-
cura homicida, otras mentes igual a las del profesor aparecerían desgarradas en diferentes
puntos de la ciudad, hasta llegar a la última, la del biólogo molecular Ion Rahova. Ya en
las posteriores no le había sido regado maíz a Popescu, y estaba libre de culpa. No obs-
tante, por lo primero, se decía que con la muerte del «Mulo» en escena, la conexión entre
el Estigia y los científicos era evidente. Los peritos forenses, sin embargo, estaban des-
concertados por el patrón empleado en los asesinatos. En todas ellas, una ¿garra? acerada
los había partido por la mitad.
Por ello Popescu estaba convencido de que el «Estigia» había ordenado la consuma-
ción de estos asesinatos, pues concluía que, como Oprea, los demás científicos se habrían
opuesto a trabajar con él. La entrevista, el «Estigia», el hecho de que los asesinados ha-
bían sido todos hombres de ciencia (algunos hasta dirigentes políticos), el mismo modo
de ejecución y la historia sobrenatural entorno a los casos, le revelaban palpablemente
que sus supuestos eran indudables. Entonces reía para sí mismo y se decía que con su si-
lencio hacía un gran favor al amo. La paga, por tanto, sería excelente. Y Baros no tenía
derecho a entrometerse en su vida, mucho menos a malograrla. Hablaría con «Estigia»
para sacársela de la cabeza para siempre. El asunto era sencillo.
Y hoy por la mañana, en camino, no podía ser más feliz. En un momento dado temió
que con la llegada de los agentes de la Interpol los planes se le desbaratarían, mas al darse
cuenta que le habían enviado un par de afeminados para resolver los casos, no podía me-
nos que echarse una gran carcajada. ¡Ah, qué estúpidos! ¡Un par de maricas contra el
«Estigia», el mafioso más temible de Europa! ¡Era para reírse!
–¿En qué hotel nos hospedaremos, agente Popescu? –le había preguntado Rosa, ya
cansada de andar por el aeropuerto.
Ido como estaba en sus pensamientos, éste no respondió; un instante después, le había
contestado impasiblemente:
–En el Hanuc lui Manul.
Y ahora que conducía en el auto, Popescu estaba desconcertado con lo del doctor
Scott, pues no le encontraba una explicación racional. Ya desentrañaría el caso, se dijo, y
lo que urge ahora es conseguirle un medico al americano. ¡Qué fastidio! Y todo por la
llegada de esos agentes. Pero, ¿por qué? Si habíamos llegado tranquilos al hotel y despe-
dido a las puertas de la habitación y ni siquiera había andado los diez metros cuando el
berrinche me puso en alertas. El gran boquete es el que me tiene pensativo, la brutalidad
con que fue perforado. No sé… ¡Ah, siento una conexión en el cerebro señalándome que
ese agujero me resulta familiar! ¡Qué, qué es! No; el americano está loco, y en su enaje-
nación le dio por destrozarlo todo. Así tiene que ser. Pero estos americanos traen mala
vibra; cuidado, eh, cuidado.
4
El encuentro con el doctor Scott
–Más apuntes en el diario de Rosa Reingold hallados en el diario del doctor Scott–
«El más humilde novelista que intente proporcionar o recibir algún deleite con sus es-
fuerzos puede, sin presunción, emplear en su narrativa una licencia, o, mejor dicho, una
regla, de cuya adopción tantas exquisitas combinaciones de sentimientos humanos han
dado como fruto los mejores ejemplos de poesía»,
Mary Shelley, Frankestein
__
¡Uf! Estoy de vuelta. Ya mi Blue quedó bien atendido y ahora duerme, después de ha-
berle hecho compañía al señor Scott, un paisano oriundo de Illinois, que nos ha hecho
pasar un susto tremendo, y que a punto estuvo de hacerme olvidar lo que viví en la tierra
del maíz y el tequila (qué cliché más machacado, ja, ja… y como no soy escritora, me lo
permito; sí, sí, está bien, lo hice por vanidad de artista), circunstancia que me obligó a
escribir en este diario. No quería olvidar esos días, tan dulces… y tan agrios. ¡Pero lo que
nos ha ocurrido aquí en Rumania, apenas instalados en el hotel, no puede sino ser descri-
to como asombroso, o como producto de la locura, pues no sé, ni logro entender, a cien-
cia cierta todavía qué pudo haber pasado! Todo apunta a que el doctor Scott Fraiser (se-
gún el pasaporte) sufrió un ataque de demencia temporal. Es un bioquímico, y Blue, que
siempre tiene una explicación a la mano, me dice que tales padecimientos no son infre-
cuentes en personas dedicadas a largos estudios. «Échale una mirada al caso de Nietzs-
che», me dijo, casi cruelmente, «que quedó loco de tanto leer libros y acabó creyendo que
era Jesucristo. Así que cuida de tus manías». (Ay, mi rey, cómo si no supiera que fue la
sífilis lo que lo enajenó).
El caso es que ni Blue ni yo hemos podido ver nada, aunque el doctor, con los ojos
perdidos, asegura que no uno, sino dos seres demoníacos han querido asesinarlo. ¡Y no
cesa de repetir lo mismo! A veces no dejo de creerle, ¡pues hay una hendidura enorme en
la pared de la pieza que ninguna fuerza humana podría haber perpetrado! ¡Mucho menos
él, un hombre dedicado a la ciencia, que no está acostumbrado a utilizar los músculos!
Dimos una husmeada al sitio y, por mucho que hayamos buscado, no pudimos dar con
alguna herramienta tampoco… ¡Es un asunto extraño, inverosímil! Por desgracia, nada
que no sea la información de su pasaporte hemos podido averiguar. No sabemos si tiene
familiares en Bucarest, si es que anda en viaje de vacaciones o cuestiones de trabajo. De
todas formas, sabremos algo de él hasta mañana. Yo, por mi lado, ya le hice los trámites
de cambio de habitación esta tarde, y Blue quiso obligarlo a dormir pero fue hasta la lle-
gada del agente Popescu, quien trajo al doctor Zamfir, que pudo caer doblegado en la
nueva cama.
Bueno, es todo lo que puedo escribir por hoy; han pasado horas desde este suceso, y
ya es de madrugada. Trataré de dormir… de olvidarme de todo… olvidarme de los gritos
de terror del doctor Fraiser, y de los seres fantasmagóricos que lo agobian… Ah, me pa-
rece estar viviendo una aventura de las novelas de Shelley… Me aterra pensar un poquito
en eso, en la posibilidad… No; sé que es pura ficción, ¿pero cuántas veces no se ha hecho
la ficción, realidad? ¡Ay, desvarío! ¡Y cómo desearía estar en mi cuarto de Ciudad Satéli-
te! Tendré que obligarme a dormir… Silencio… ¡Ah, mi Blue ronca!
5
El amor no entiende de matices
«El alma, o, si se quiere, ese principio activo... vivificante, que nos ama, que nos mueve,
nos determina, no es otra cosa que la materia sutilizada hasta un cierto punto, medio por
el que ha adquirido las facultades que nos maravillan»,
Mientras Scott era atendido por el doctor, la agente Baros llegaba confiada al hotel,
ignorante de lo ocurrido, mas al toparse con Popescu caminando en el lobby, enarcó las
cejas de asombro.
–¿Qué haces aquí? –le preguntó–: ¿Recogiste a los agentes de la Interpol ayer? Maior
no me perdonaría si no lo hubieras hecho por haberte ido de fiestas con esa mujercita
tuya…
Popescu cuadriculó el rostro. Baros le era despreciable, contrario a lo que ella sentía
por él, un ligero sentimiento de esperanza.
–Primero que nada –afinó el tono a uno formal–: Buenos días.
Baros echó para atrás la cabeza, empuchando la boca.
–¿Los agentes? Claro, ¿qué me crees? Un tonto como tú. Voy por ellos, a dejarle unos
medicamentos que solicitó el doctor Zamfir…
–¿Están hospedados en este hotel?… ¿Al doctor Zamfir? ¿De qué hablas?
–¿Qué, no me escuchaste? Allá arriba… –y señalaba el segundo piso–, están allá arri-
ba… ¡Ah, pero qué te digo! Ya, ya… ¡Si tú estabas de franco ayer y, como siempre, no
sabes nada de nada! –Pospescu se envalentonó al encontrar a una Baros boquiabierta–.
Ah, y otra cosa, no vuelvas a colgarme el celular como ayer ni a meterte en los asuntos de
Sonia y míos, ¿eh? Se más educada… Porque si me tomo el costo de llamarte es por algo,
¿sabes? Además, ¿qué te importa lo que hagamos mi novia y yo?
Baros reculó. «Imbécil».
–Ayer fue un mal día para todos –añadió Popescu, cerca de los escalones.
–¿Un mal día? ¿Para quiénes? ¿Para ellos o para ti?
–¡Bah! No vale la pena acalorarse contigo; eres una tonta. Y a todo esto, ¿tú en qué
andas?
–A ti qué te importa.
–Cómo sea. Voy por Zamfir.
–¡Espera! –le gritó Baros cogiéndole un brazo–. Uno de los amigos del finado Emile
se hospeda aquí. Yo misma lo traje, por eso vine.
–¡Vaya, pero cómo se te ocurre!… ¿Ves lo que te digo? Este hotel está lleno de locos;
ayer un hombre rompió toda una habitación, precisamente la que está próxima a la de los
agentes. Ya les he pedido que se marchen…
–Vaya, qué extraño. ¿Y qué llevas en la bolsa?
–Unos medicamentos que me pidió ayer el doctor Zamfir, para curar al loco… No pu-
dimos dejar de ayudarlo.
–¿Al loco?
–Sí, mujercita, al hombre enloquecido, y americano, de remate.
A Baros la aturdió una corazonada.
–¿Americano?
–Es lo que pude averiguar de su pasaporte; responde al nombre de Scott Fraiser, un
hombre joven, treinta a lo sumo, pero que el doctor Zamfir dice…
Baros se puso amarilla; la sobrecogió un súbito sobresalto.
–Llévame donde él –le dijo a Popescu, angustiada, corriendo.
Abrió la puerta de un tirón y encontró al doctor Zamfir auscultando al enfermo. Rosa
y Blue estaban de pie, en la cabecera.
–Ya está mejor –les dijo el doctor–. Tuve que aplicarle ligeras dosis de Imipramine,
un antidepresivo tricíclico poderoso que es muy efectivo para neutralizar los ataques ini-
ciales de pánico.
–¿Se siente bien? –le preguntó enseguida a Scott.
–Sí, muy bien, doctor Zamfir –le contestó–. Pero ustedes han de creer que estoy
loco… que todo lo que les he dicho es producto de alguna paranoia –lanzaba miradas a
los costados–. Pero lo que vi es tan cierto como…
–¿Qué pasa aquí? –irrumpió Baros, ansiosa por escuchar explicaciones; vio a Scott
tendido en la cama–. ¿Qué es lo que tiene, doctor Fraiser –éste alzó la cabeza–. Si ayer
todo marchaba bien, lo dejé en el hotel y luego salí a recoger otra gente…
–Discúlpenos, señora… –trató de interrumpirla Blue.
–Soy la agente Cecilia Baros, de la Gendarmería –le contestó de ramplón, sin devol-
verle la mirada, ofendida por el título–; el doctor Fraiser está bajo mi cargo…
–Es el amigo que fue a recoger al Baneasa –terció Popescu acodándose en un armario
y cayendo en la cuenta.
Blue no le apartaba la vista a la agente: lucía deliciosa. Rosa, en cambio, lo espiaba.
Baros, que estaba preocupada por Scott, apenas les prestó atención.
–Venga –dijo Baros–, venga conmigo, doctor Fraiser. Lo llevaré a mi casa.
Al escuchar aquellas palabras Scott olvidó sus temores y delirios de golpe.
–Estoy bien, estoy bien –exclamó agitando los brazos–. No es para tanto… Gracias,
agente Baros, por su bondad…
–De ninguna manera –insistió ésta–. Usted no pasará ningún otro día en este hotel.
Vendrá conmigo. Qué pensaría de mí Emile si estuviera vivo… Doctor –dijo dirigiéndose
a Zamfir–, ¿qué medicamentos hay que aplicar al paciente?
–Usted ha dicho que corre bajo su responsabilidad –acotó el doctor–: Aquí tiene, Imi-
pramine, en dosis diarias…
–¿Hablas en serio? –la inquirió Popescu.
–Claro que hablo en serio, ¿no ves? ¿Dónde está su equipaje, doctor Fraiser?
–En el guardarropa –le contestó.
Baros sacó la maleta y la colocó en el piso.
–¿Puede caminar?
El doctor Zamfir se le acercó y la tomó por un codo; le susurró al oído:
–Déjeme decirle algo: Me parece que el hombre presenta un cuadro de ansiedad de
separación, es decir, ya que se encuentra solo, fuera de su vida habitual, reaccionó con un
ataque de pánico al miedo anticipado de padecer un daño o desgracia futuros (aun cuando
no haya habido ningún objeto que lo provoque), acompañado de síntomas somáticos de
tensión. Es lo que creo; por eso le receté el ansiolítico. Ahora bien, ya que usted asegura
que se hará cargo de él, le sugiero que pasen juntos el mayor tiempo posible, para que
vaya acostumbrándose a la cotidianidad rumana… No es nada grave; sucede a veces con
sujetos que no están acostumbrados a viajar a menudo.
Baros asentía con la cabeza. Se dijo que no sería por mucho tiempo, ya que hacía falta
un día nada más para el entierro de Emile.
–Está bien, doctor. Haré lo que usted recomiende.
Y ya salía con Scott a cuestas cuando Popescu la detuvo.
–Espera, Baros; cálmate: debes presentarte con los agentes de la Interpol.
–¿Ellos? –le respondió señalándolos con los labios, casi apenada por haberlos ignora-
do.
–Él es el agente Atón Blue –le dijo en una seña. Baros le extendió la mano, en forma
mecánica, y lo vio a los ojos.
Hay que ver cómo le palpitó el corazón a Baros al apretar aquella mano y topar con
los ojos del bello Blue; advirtió que eran negros, azabaches, tan negros como los mecho-
nes de cabello liso que le dividían en dos ese rostro proporcionado y colmado de cejas
gruesas. La mirada era profunda, elegante, tanto que, como decirlo, se desprendía de ella
una especie de energía que empezaba a hormiguearle el cuerpo. Fue de menos a más. Al
principio fue una sacudida, sólo una; luego, al contacto de la piel, la inclinación de cabe-
za y la exposición de una tenue sonrisa, la sensación se fue incrementando (en esta parte
la cuestión llegaba ya a seria), a tal punto que sintió unas punzaditas en el corazón. Trató
de repelerlas al principio, poniendo en orden la mente (soy una mujer de prestigio, pensó,
madura y reflexiva, que no se puede dejar llevar por la atracción de un hombre al que ve
por primera vez), pero fue inútil, el celo era mayor. No pudo contra el poder de esos ojos
negros y brillantes, tan parecidos a los del héroe que de niña la salvaría liberándola de
toda la vacuidad de su alma y que ahí mismo le revelaban un nuevo mundo, bello, bellí-
simo, que valía la pena disfrutar. ¿Por qué estar sola si ya está él aquí? ¿No se lo decían
esas sacudidas que le astringían el pecho? ¿Por qué entonces se sentía atraída por un
hombre desconocido? ¿Desconocido? No, no, no para ella, que ahora descubría con ale-
gría que lo conocía quizá de vidas anteriores. ¿Cómo olvidar esa mirada penetrante que
cortaba la piel como el cuchillo a la mantequilla? Esa mirada la había visto antes, mucho
antes, porque era suya, porque era la de su hombre, que se la había regalado en otro lugar
y en otro tiempo, bajo la promesa de que, pasara lo que pasara y estuviera donde estuvie-
ra, él iría por ella, conducido por el Destino, que es inmutable… Es la mirada de mi bello,
de mi otra mitad por mucho tiempo esperada. ¿Por qué tardaste tanto, querido? No, no,
ya no odiaba a los hombres, ya no sentía miedo de sus ojeadas, ahora francas, suaves bajo
esos parpados tan planos… Tú sabes que he nacido para hacerte feliz, mi amor, para que
me hagas tuya, tu mujer, la de ayer y siempre. ¿Amor a primera vista o deseos largamente
reprimidos? A Baros no le importaba lo que creyeran ustedes en tanto que sintiera ese
fuego arder dentro del corazón, que le quemaba todo, licuándole y exprimiéndole, en re-
mojos, los fluidos del cuerpo. Se sintió perturbada, y en la medianía de edad esas pertur-
baciones no conducen a otro lugar sino a la imaginación, al amor.
–Yo soy el agente Duarte Reingold –se presentó Rosa, apurada, estirándole también la
mano–, el compañero del señor Blue.
Blue ladeó la cara. ¿El compañero? ¿Pero si antes nos presentábamos como “pareja”?
–Creo que ya me presenté antes –dijo Baros, confundida–, y pido disculpas formales
por mi entrada intempestiva.
Baros decía estas palabras evitando la presencia de Blue, pero, por más que quisiera,
sus ojos siempre terminaban en los de él, y le sonría, con suavidad, con una atención que
ella no creía desmedida. Por último dejó escapar un suspiro. Todos lo notaron, incluso
Scott, que arrugó la frente. Rosa paraba la cara.
–Perdón –dijo Baros, abochornada–; estoy muy cansada, y luego el problema del doc-
tor Fraiser…
–Sí; es mejor que se vaya a descansar –le dijo Rosa, sin tacto, celosa.
Popescu se lanzó una gran carcajada. Se volvieron a verlo.
–Es que me parece cómico que todos hayamos concurrido en el mismo hotel sin ha-
bernos puesto de acuerdo previamente, ¿no les parece?
–Bueno –dijo el doctor Zamfir–, yo me marcho. El paciente está bien, Popescu está
alegre, los agentes despreocupados y el amor ha entrado en escena, ja, ja –rió, mientras se
acomodaba los instrumentos y jugando con la actitud de Rosa, y añadió–. Es broma… ¡Si
no se ríe no se puede ser feliz en la vida! Acompáñeme, Popescu.
Blue, no menos serio, trató de no seguirle el juego. Baros se despidió de los agentes y,
dando la media vuelta, tropezó con el maletín de Scott, quien le alcanzó el brazo para que
no cayera. Popescu volvió a reír, para sus adentros.
–¿No irás a inspeccionar la habitación que destrozó tu amigo el doctor Fraiser? Los
agentes podrían asistirte –dijo Popescu con doble intención.
Baros se hallaba como atontada. El otro bajó la cabeza.
–¡Ya vendré después –repetía, saliendo a carreras por la puerta–, ya vendré después!
–Por cierto –se escuchó al doctor Zamfir decir a Popescu–, el señor Stefan me ha pre-
guntado por usted diciéndome que le extrañaba no haberlo visto por el Laboratorio… Yo
le dije que ha estado usted muy ocupado. ¿Quiere que se lo salude cuando llegue a la
Corporación?
–Sí, por favor –le dijo Popescu, que ya se había despedido; marchaban juntos–. Díga-
le que pasaré visitándole el jueves… ¡Ah, y gracias por haberme sacado de este lío! Sé
que usted ya no está para esto, doctor, pero no se me ocurrió acudir a nadie más, sino a
usted…
–Pierda cuidado, Popescu.
Rosa salió de la pieza sin esperar a Blue, que de pronto sintió una indisposición en el
cuerpo.
–Ha sido un placer haberlos conocido, agentes –les gritó Scott desde el final del pasi-
llo–. ¡Y gracias, muchas gracias…!
Baros volvió sobre sus pasos y le dijo adiós con la mano a Blue, que le respondió con
una sonrisa.
–¡Qué te aproveche! –le gritó Rosa a su compañero, descubriéndolo, recogidas las
manos en el pecho, enfadada, perdiéndose camino al lobby.
6
Cuando el despecho nos hace hablar
«Pero es precisamente el débil quien tiene que ser fuerte y saber marcharse cuando el
fuerte es demasiado débil para ser capaz de hacerle daño al débil»,
___
4 de febrero de 1992.
(Lagrimeando).
7
El doctor Scott se enamora
«Quien no conoce nada, no ama nada. Quien no puede hacer nada, no comprende nada.
Quien nada comprende, nada vale. Pero quien comprende también ama, observa, ve...
cuanto mayor es el conocimiento inherente a una cosa, más grande es el amor... Quien
cree que todas las frutas maduran al mismo tiempo que las frutillas nada sabe acerca de
las uvas.»,
PARACELSO
___
___
–Llega tarde, doctor –le reconvino la mujer pelirroja–; el señor Stefan y los demás
gerentes han tenido que empezar la reunión dejándolo a usted a un lado.
–Lo siento –dijo Zamfir, grave–, pero tuve asuntos importantes que atender.
–¿Va a pasar?
–Claro, claro; anúncieme antes con el hombre grande.
La asistente personal se levantó de la silla de recepción y entró a la sala de conferen-
cias. «Pase», le dijo, escueta.
Zamfir tomó el picaporte y lo haló.
–¡Ah –dijo Stefan al verlo–, llega usted sin tiempo, doctor! Pero siéntese, siéntese,
que todavía falta algo que discutir. Así señores…
Se dice que hoy en día las corporaciones financieras son las que dominan al mundo, y
Stefan David, típico hombre de negocios, pulcro y acelerado, de los que nunca se despe-
gan el celular de la oreja, era uno de sus emperadores. Dirigía una corporación financiera
de inversiones y receptora de dividendos, Securities Investments Corporation, lo que en
el argot de los corredores de bolsa llaman un holding, pero que en buen español viene a
ser del tipo de compañías que reciben las utilidades de empresas afiliadas para invertirlos
en la creación o apalancamiento (por medio de la compra o cesión de acciones) de nuevos
negocios. ¿Por qué existían este tipo de mega corporaciones? Porque las operaciones son
acaparadoras y redondas, ya que si el negocio recién creado o apalancado llegara a gene-
rar utilidades, éstas vuelven al holding, y son repartidas entre todas las participantes del
mismo, pero con un miembro nuevo a la par, y diversificado, por añadidura. Así, en cues-
tión de años y utilizando el mismo dinero circulante, se habrán adquirido un sinfín de
nuevas empresas, erigiéndose así como un monopolio gigantesco. General Electric en
Estados Unidos y Elektra en México, para dar ejemplos conocidos, pueden dar fe de la
honradez de mis palabras. Lo que cuenta al principio para el buen funcionamiento del
ente, es tener una banca grande, como diría el dueño de un casino, capaz de soportar la
caída repentina de alguno de sus miembros; por tanto, es imprescindible contar con un
afiliado sólido y productivo que haga ingresar fondos frescos en grandes proporciones, ya
para invertir o ya para pagar las ganancias de sus afiliados al final del ejercicio económi-
co, afiliados, por otra parte, siempre ávidos de dinero que, ¡he ahí la ironía de tanto es-
fuerzo creativo financiero!, como gusta de quejarse el señor Stefan, sus gerentes aprove-
chan en gastarlo para sí mismos adquiriendo partidas de activos sobrevalorados que com-
pran al amigo del club de la esquina.
Seicorp, siglas del holding, al contrario, estaba compuesto por esa clase de negocios
que en las clases de administración general acostumbran a clasificar como mediana em-
presa: la mayoría eran farmacias y droguerías. Stefan, que antes del colapso del ‘89 había
vivido oscuramente en los suburbios de Bucarest, las había creado todas, extendiéndolas
tres años después por todo el país. Era judío, y el genio empresarial y financiero detrás de
este monopolio ahora sin límites en Rumania, además de su presidente ejecutivo. Era
evidente que no solamente era una bestia de carga incansable, sino que era inteligente, y
mucho, tanto que su carácter afable, dicharachero, siempre sonriente, en apariencias, co-
nocedor del suelo que pisa, había seducido a las masas pobres, que lo convirtieron en un
político de éxito, en deputatilor, el Hammurabi rumano, como lo halagó un día el presi-
dente del Consejo Legislativo, promulgador de leyes acorde con la realidad económica
del país. Y esto había sido en verdad una hazaña, pues antes de la llegada de Stefan al es-
cenario político, el PRMU, Partido de la Gran Rumania Unida, el partido que lo hizo
diputado, era conocido por su posición antisemita y extremista. Pero hubo cambios. El
entonces líder de partido, Tudescu, había sido acusado de ser leal al régimen de Ceauces-
cu y de haber confeccionado una "lista nacional de la traición", en la que reservó un lugar
para casi todas las figuras políticas y culturales notables, principalmente las de origen ju-
dío. Stefan, como buen empresario y apoyándose en esta coyuntura, hizo un arreglo por
salvar la imagen de Tudescu, que luego apareció como «arrepentido y compungido» ante
la opinión pública, presentándolo a él a manera de prueba viviente de su conversión. Ju-
gada intrépida. «Sentido común», se decía Stefan. Hombre hecho a sí mismo, con una
espalda triangular en la que se apoyaba una cabeza noble, embellecida por una mandíbula
saliente, no podía menos que creer que el mundo era una gran autopista de carreras donde
él estaba destinado a llegar primero a la meta. Frialdad de mente, inflexibilidad de ánimo
y sentido de urgencia se combinaban en una extraordinaria simbiosis de ferocidad de
alma e intranquilidad de espíritu. A la par de estas virtudes dignas de un santo o de un
guerrero, afloraba, sorprendentemente, un gran defecto que adquirió al saborear las mie-
les de la riqueza: era el más grande manirroto de Europa. Quizá éste último apareciera el
día en que, tras años de arduo trabajo, vio por primera vez su cara en las aguas límpidas
del lago Colentina: supo que envejecía. Era su pena secreta, y sufría en silencio por esta
desgracia, que nunca creyó que lo alcanzaría. Se imbuyó entonces por conseguir un me-
dio para rejuvenecer, pero todos los hombres de ciencia lo habían desalentado con sus
teorías, excepto Zamfir, que logró crear una droga que le retardó la vejez, y que, gracias a
su instinto financiero, comercializaría con éxito. Rejuvenecido, decidió gozar de la vida,
pero no como cuando lo había hecho en su juventud, cuando cualquier nadería le alegraba
el corazón, sino de una forma ciertamente extravagante: le gustaba ver cómo otros disfru-
taban de sus dádivas. Algunos decían que era filantropía, otros, perversión. Los envidio-
sos aseguraban que lo hacía para olvidarse de la muerte, para olvidarse de que igual ten-
dría que morir como los otros hombres o como cualquier otro perro, ¡ay, qué injusta es la
Naturaleza con sus mejores especímenes!, y lo reflejaba en su rostro, confundiendo por
momentos a la gente. Los más egoístas decían que lo de Stefan era rapacidad.
Al recibir a Zamfir, se encontraba afectado por una jaqueca, sin duda ocasionada la
noche anterior por el exceso de alegría gozado en la fiesta ofrecida por Marko Belinca,
amigo suyo, y uno de sus socios minoritarios. Aun de mal humor, había partido a la ofici-
na y convocado la rutinaria sesión mensual de gerentes. Sentado en su silla ejecutiva, ha-
bía abierto el Consejo:
–¿Cómo van las ventas en Baia Mare? –preguntó al del distrito de Maramures.
Stefan era imponente, y siempre, aunque sin quererlo, opacaba el ánimo de sus subal-
ternos.
–La capital de este judet ha sido siempre uno de los mejores mercados para Seicorp,
señor David –le contestó, tratando de hacer cuentas en el aire, retardando la respuesta.
–Eso ya lo sé –le dijo Stefan, molesto por la obviedad–. Lo que necesito saber es
cuánto han aumentado.
El hombre se cohibió, reprimido por el seco tono de voz.
–Bueno… En un quince por ciento, señor.
Stefan apoyó los codos sobre la mesa.
–¿A qué se debe el aumento?
–Eh, bueno… Verá… Ha habido varios factores…
–Sea especifico, por favor, Copos. Rápido, hable.
Copos calló, agitado, la cara encarnada. Los demás gerentes empezaron a hojear a
conciencia sus informes.
–¡Ah, con que se ha dejado venir desde Baia Mare sin estudiar el libreto! –exclamó
Stefan, sardónico, hinchado los ojos–. Coja el Estado de Resultados, vea el renglón de
ingresos y remítase al pie de página, Copos.
Copos obedeció.
–¿Qué dice ahí? –le preguntó, recorriendo con la mirada a los otros.
–Eh…
–¡Por Dios, Copos! No lee usted que dice “que el aumento del mes en comparación al
año anterior se debe a la introducción del producto hormonal llamado «Youngever»”.
«Youngever» era una droga sintética, creada por Zamfir, como hemos dicho, y que
Stefan había logrado legalizar gracias a su poderío político, ofreciéndola al público como
un regenerador celular que utilizaba los avances de la ciencia genética. Manipulaba este
compuesto la molécula «Resveratrol», encontrada en forma natural en el vino, que acti-
vaba a su vez al gen controlador y maestro del ADN encargado de alertar a las células su
momento de regeneración, –, además de aumentar las sinapsis neuronales y lograr con
ello una mayor velocidad del pensamiento y revitalización del cerebro. Desde su apari-
ción en el mercado, a finales de año pasado, las ventas habían sobrepasado todas las ex-
pectativas, medicándose para el uso terapéutico, desde el tratamiento de la diabetes, Alz-
heimer, hasta el rejuvenecimiento. Prometía, en dos palabras, alargar y mejorar la calidad
de vida.
–Sí, señor Stefan David –le respondió Copos–. Además, en un efecto curioso, los
clientes que vienen por él también compran otros productos.
–Al fin dijo usted algo bueno de escuchar…
Stefan rió, y los demás, al verlo, echaron a reír también. Encendió un cigarrillo, echó
para atrás la silla y cruzó las piernas. Sus gerentes se pusieron en alerta; sabían que pron-
to empezaría por pasar el cepillo.
Y Stefan lo pasó.
Luego sonó el teléfono. Lo contestó.
–¿Sabe que el profesor Rahova ha muerto? –le dijo la voz, susurrante, por la línea.
–¿Quién habla?
–Partido por la mitad, desgarrado, una muerte dolorosa…
Stefan cambió de color. Sus ojos verdes parpadearon.
–Dígame quién es usted, sino le cuelgo el teléfono.
–Stefan… Stefan… ¿Ya no reconoces mi voz?
Le colgó el teléfono, y puso la mirada fija hacia el otro lado de la mesa ovalada. Esta-
ban todos a la espera de que dijera algo, pero entonces Stefan habló:
–Bueno –dijo casi en un epílogo–, voy a incentivarlos. Como necesito buenos resulta-
dos para el mes que viene, el que rebase las estimaciones de utilidad –que no de ventas,
¿eh? – será premiado con un viaje en yate al Mar Negro.
Se vieron las caras unos a los otros, sorprendidos, pero no queriendo incomodar al
jefe, se pusieron a celebrar sus palabras.
–Y hablo en serio –dijo.
Enseguida se dirigió a Copos.
–En cuanto a usted –le dijo–, no crea que me tiene contento.
Copos se estremeció.
–Así que voy inyectarle capital a su farmacia, ¿me oyó?
–Sí, sí. –Apenas podía articular por los nervios.
–Necesito incrementar los márgenes de utilidad en Baia Mare, así que invierta ese di-
nero aumentando el volumen de ventas, bien con la compra de inventarios renovados…
–Yo pienso que…
–¿Piensa usted algo inteligente? –le espetó Stefan, molesto por la interrupción; sin
embargo, era la llamada recibida lo que lo fastidiaba.
Copos sacó el pañuelo, y se enjuagó la frente.
–Yo pienso que con incrementar los inventarios las ventas no subirán.
–¿Qué dice, Copos?
–Digo que cómo piensa usted que yo pueda venderlos… Vea, vea las estadísticas, se-
ñor David, las ventas están al límite en este distrito. Sólo lograríamos inflar los inventa-
rios sin necesidad.
–Mire, Copos, aquí el único que piensa soy yo, ¿entiende?
Copos bajó la cabeza.
–El mercado está abarrotado, además la competencia extranjera, la interna…
Stefan se rascó la frente.
–Déjeme terminar, Copos –dijo–. Lo que le pedí fue que dinamizara el comercio,
¿ahora me entiende? Voy a hacerle la transferencia de todos modos. Si dice que no puede,
pues entonces no se puede. Pero yo digo que sí. Publicite más, haga obras sociales, repare
asilos, maternales, escuelas, ¡lo que sea! Ayude a la gente pobre, que más adelante nos
ayudarán… Lo que se le ocurra.
Copos retrocedió, atónito. Esperaba otra reprimenda, pero a cambio recibía de Stefan
una respuesta fuera de cualquier protocolo comercial. ¿Se habrá desquiciado el señor Ste-
fan después de aquella llamada? No, no. Esta vez le tocó a él. Ya era tiempo que la otra
faceta de David se le revelara, ya era hora de que la filantropía de Stefan lo alcanzara a él.
–Gracias, señor David –le dijo–. Tiene usted un corazón muy noble.
Entonces había entrado Zamfir por la puerta.
–Así señores –dijo Stefan levantándose de la silla, dando por terminado el Consejo y
recibiendo al doctor–, es todo por este mes. Salgan allá afuera ¡y tráiganme resultados
que merezcan la pena de ser vistos para el siguiente! Copos, contáctese con Mircea para
tramitar la transferencia. ¡Y recuerden: hay un viaje en yate al Mar Negro, en primera
clase y con los gastos pagados! ¡Buenos días y hasta la próxima!
Los reunidos abandonaron la sala. Stefan se volvió hacia Zamfir.
–Razvan me trae por un fregadero –dijo–; está molesto porque sigo arriba en las en-
cuestas de opinión popular. Ha jurado que hará lo imposible por verme desgraciado.
Zamfir no pronunció palabra.
–Ha dicho el idiota que se las desquitará conmigo sacando del mercado al «Younge-
ver».
–¿Pero cómo? –se atrevió a preguntar Zamfir.
–Pues sencillo: se ha ido al Ministerio de Sanidad y ha dado con unos reportes esta-
dísticos de laboratorio que nada bueno auguran para el futuro del producto.
–¡Cómo!¿En qué se basa Razvan?
–En los efectos secundarios: comportamiento agresivo, estados periódicos maniaco-
depresivos, psicosis, y toda una laya de tonterías.
–¡Pues dígale al señor Razvan que me presente esos resultados a mí, que yo se los re-
batiré punto por punto!
–Confío en usted, doctor; mas no en Razvan, un viejo lleno de ardides.
Y se dejó caer en la silla, estirando los brazos.
Se escuchó el toc toc resonar en la puerta: era su asistente de gerencia, Valeria.
–Señor Stefan –le dijo–, aquí están las revistas y los periódicos.
Los tomó. Zamfir estaba como abatido, alargado el rostro, lo que afligió a Valeria.
–¿Puedo traerles una taza de café? –les dijo, dirigiéndose a Zamfir, mientras Stefan
abría el periódico.
–¿Alguna noticia importante? –le preguntó a Valeria; dependiendo de su respuesta los
leería; luego, tras un escalofrío y acordándose de la llamada, la indagó.
–¿Sabe, Valeria, quién me llamó hace unos veinte minutos?
–Eh… ¿Hace veinte minutos?
–Sí, sí. Veinte minutos.
Valeria había estado arreglándose las uñas y transferido la llamada automáticamente.
–Creo que fue un señor llamado Aurel… o Gabriel… ¡No recuerdo! –acabó excla-
mando con voz chillona y riendo de la vergüenza.
–No sería acaso ¿Aurelian?
–Sí, ¡Aurelian!, así lo dijo el hombre.
Stefan empalideció.
–Con su permiso, señor Stefan –dijo Valeria–. Voy a atender a la gente que espera en
la recepción.
–Está bien –le dijo, pensativo y tenso.
De pronto se sobresaltó. El teléfono volvió a sonar. Temblorosas las manos, lo cogió.
Zamfir no le despegaba la vista.
–Aló.
–Señor Stefan –dijo Valeria por la línea–. Tiene llamada. ¿Se la pasó?
–¿De parte de quién?
–Permítame. –Segundos después. –Es el señor Aurelian.
La piel se le puso de gallina.
–Pásala.
Entonces escuchó la voz susurrándole al oído:
–Voy a matarte, Stefan David, voy a matarte. Mi venganza será plena.
–¿Quién es el imbécil que se atreve…?
–Lee las noticias del periódico, Stefan y date cuenta de tu destino –y colgó el telé-
fono.
Stefan cogió uno de los periódicos y ante sus ojos una escena burda y cruel aparecía
en primera plana: la fotografía de dos hombres asesinados, uno encima del otro, tirados
en plena calle. Sintió tremendas ganas de vomitar.
–¿Le pasa algo? –preguntó Zamfir, preocupado por el semblante de su patrón.
–No, no, nada, nada; la jaqueca, la jaqueca… Debo salir en este momento, doctor;
dispénseme. Hablaremos luego. ¡Ah! Y avíseme a qué horas empieza el funeral de Emile.
Se encajó su largo capote y salió de la oficina.
9
La Mafia Roja, el «Estigia»
«Decíame mi padre: “Hijo, esto de ser ladrón no es arte mecánica sino liberal.” Y de allí
a un rato, habiendo suspirado, decía de manos: “Quien no hurta en el mundo, no vive.
¿Por qué piensas que los alguaciles y jueces nos aborrecen tanto? Porque no querrían
que donde están hubiese otros ladrones sino ellos y sus ministros.»,
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Atrás de los portones de la gran bodega, se estacionaron sendos furgones. «Entra tú,
tú y tú», dijo el capataz. El bufido de los escapes y el balanceo brusco de los cabezales,
que arrancaron en dirección al centro del almacén, ralentizaron el frío de los callejones.
En el fondo y en una esquina, estaba plantada una oficinita y, dentro, tres personajes, uno
de ellos velado por un biombo no mayor de seis pies de alto. Tenía el rostro cubierto por
una máscara blanca. Salió del bombo y se interpuso entre los dos restantes.
–Es lo que ha dicho el pobre hombre –dijo uno de ellos.
–¡Pendejadas! –gritó el otro–. ¿Quién puede creer una historia como ésa?
–Yo sé que está loco, que le falta un tornillo, pero es más necio que un burro.
–Si él, un científico, asegura que fue atacado por ese tipo de entidades extrañas –re-
plicó el Estigia con voz susurrante y metálica– es porque hay algo de verdad en el asunto.
El hombre incorpóreo, así llamaban al líder de la Mafia Roja, la cruenta y temible
máquina de horrores del crimen organizado rumana. A diferencia de la Cosa Nostra sici-
liana, cuyo cuerpo estaba integrado por familias, la Mafia Roja era como una arteria hu-
mana, delgada y disuelta en ramificaciones. No había en ella una familia que la comanda-
rá sino jefes, lores, hombres sangrientos que luchaban a muerte por mantener protegida –
más que todo por fomentar una alta productividad– la inviolabilidad de sus territorios.
Había nacido está mafia en la Rusia de los años setentas, entre judíos y eslavos, quienes
se vieron obligados a conseguir recursos, de manera clandestina y en medio de la tensión
y el empobrecimiento de presupuestos gubernamentales que el Estado ruso había decidi-
do en aquellos días a destinar más al armamentismo y la tecnología que al mejoramiento
de la calidad de vida de la población, durante la Guerra Fría. En sus inicios habrían co-
menzado con la comercialización al menudeo de fármacos ilegales entre los atletas, lue-
go, con el exceso de circulante monetario, dedicado a la compra de mercadería, la adqui-
sición y producción de bienes inmuebles y, por último, con la inyección de capital al sec-
tor financiero y bancario. El proceso evolutivo les había tomado años y muchos crímenes,
pero ahora, tras largas décadas de luchas internas, el poder político empezaba a concen-
trarse en unas pocas manos, y la de Estigia era una de ellas. La lucha entre dos titanes se
libraba en Rumania desde antaño y ahora dos figuras importantes habían surgido de los
suburbios: Dragos, hijo del Alexandru el Químico y el Estigia, el hombre incorpóreo.
–El doctor Zamfir arguye que se trata de un caso de ansiedad extrema –dijo al Estigia
el primero de sus capitanes de la mafia–, que todo se debe a las alucinaciones.
–Y se parece al caso del Mulo –agregó el segundo– donde los testigos afirman haber
visto un ser con garras monstruosas matándolos de golpe.
–Cállate, Muma –lo reprendió el Estigia–. Deja hablar a Popescu.
–Yo no creo en seres sobrenaturales… –dijo éste.
–Me preocupa que este ataque haya tenido que ver con otro científico –lo interrumpió
el Estigia–. Ya van seis muertes.
–¿Dragos? –preguntó Muma, adelantándose en teoría–. ¿Y quién es ese doctor Frai-
ser?
–Un amigo de Emile Cervini.
–¿Cervini? –inquirió el Estigia con asombro–. Ya veo… –Su aspecto era singular por
el fulgor de la máscara, que brillaba en bajo la luz mortecina de la habitación. –Sí, Popes-
cu –le dijo–, aquí hay una conexión con el caso de Rahova y Dinga.
»Ah, Dragos, Dragos, vas a pagarme cada una de tus afrentas… –acabó.
–Sigue dolido por la muerte de Alexandru, el Químico –añadió Muma–. No cesará
hasta verte destruido. ¿Sería por esto que atacó a ese doctorcito en el hotel?
–Pues viéndolo bien –dijo Popescu–, yo creo que sí. A lo mejor cree que podríamos
aprovecharnos de sus conocimientos.
–¿Y ya averiguaste, Popescu, por qué anda este señor en Rumania?
–¿El doctor Fraiser? –le contestó el otro–. Al parecer vino para despedir a Emile en el
funeral.
–Entiendo –dijo el Estigia, encendiendo un cigarrillo; estelas de humo podían verse
cruzar entre sus dedos–. Déjalo en paz –le ordenó–; no vale la pena.
–¿Y qué hay de Dragos? –preguntó Popescu–. La muerte del Mulo y Rahova son sig-
nos manifiestos de provocación. ¿Qué hacemos? Respondemos. Creerá que estamos debi-
litados si no lo hacemos. Si quiere –continuó–, podría proceder con la incautación de la
mercancía que éste suele enviar al Báltico. A mí me resulta fácil hacerlo.
–Ya veremos –le respondió el Estigia–, ya veremos. Por ahora, cautela, Popescu, cau-
tela –agregó–. A propósito, ¿qué hay de la presencia de los agentes americanos? ¿Sigue
Baros sin resolver el caso de los científicos?
–Pues sí –añadió Popescu, carcajeándose–. Está recargada de trabajo, además de que
me he hecho el desatendido. A propósito, quisiera pedirle un favor: ¿podríamos silenciar
a Baros? Ya últimamente se adentra mucho en mis asuntos…
–Ya veremos –le contestó el Estigia–. Dime mejor, ¿qué has podido deducir de esos
americanos?
–Que son unos afeminados, unos maricas sobahuevos.
–Ten cuidado –le dijo el Estigia– y no te confíes. Pueda que tengan cara de tontos
pero pero, por experiencia, sé que son muy listos, calculadores.
Estas palabras se perdían en el gran movimiento de brazos dentro del almacén, donde
la voz del capataz, mezclada entre gritos de hombres formados en hileras, urgía la carga
de cilindros al interior de largos contenedores, pasándoselos el uno al otro hasta colocar-
los en estribas.
–¡Más rápido, más rápido! –Era un hombre gordo y calvo que recorría a zancadas las
filas, palmoteando las manos. –¡Hey, cabrón, el del rincón!, ¿qué diablos haces allí? –Se
detuvo en medio de las hileras, dándose cachetadas en la cara, sorprendido de encontrar a
un sujeto atisbando a tientas en la oscuridad. –¡Ven a trabajar, hijueputa! ¡Acaso los ci-
lindros se suben solos!
–Señor –le respondió el otro desde la penumbra–, aquí hay un tipo dormido. ¿Sería
usted tan amable de despertarlo para que nos ayude en el trabajo? –le espetó con sarcas-
mo.
Se acercó el capataz embravecido al lugar y husmeó alrededor de las estribas: efecti-
vamente, había un hombre dormido. Se jaló los pelos de cólera y lo agarró a patadas.
–¡Ah, gran tunante!
Los golpes despertaron al tipo, que lanzaba miradas perdidas, ignorante de su mala
suerte.
–¿Quieres probar las balas de mi AK47? –le gritó el capataz dándole en la cabeza con
la cacha.
El hombre parecía no entender todavía.
–¡Toma! –Le dejó ir otro cachazo.
Pero el sujeto le atajó la mano y lo aventó contra la pared, matándolo. Pegó un grito
de ardor y salió corriendo, arremetiendo a la muchedumbre, desmadejando la hileras, que
no pestañeaban del asombro al contemplar tanta fuerza en un sólo individuo. El capataz
seguía tendido en el suelo, con la cabeza rota y el arma clavada en la boca. La gente, una
vez pasada la fascinación, corrió detrás del atacante, más por la curiosidad que por atra-
parlo, olvidándose del cuerpo del caporal. Uno de ellos entró a la oficinita y alertó al Es-
tigia, que guardó un profundo silencio.
–Un sujeto acaba de matar a Vadim –les gritó, asustado.
–¿Vadim muerto? –preguntó Muma, furioso.
Y salieron.
–¡Huyó corriendo! –les gritaron los acarreadores.
No lo pudieron atrapar; Muma ordenó a los hombres que volvieran a trabajar; regresa-
ron a la oficina. No había dudas: Dragos les declaraba abiertamente la guerra.
–Mataron a Vadim –le dijo Muma al Estigia.
–¡Ah, Dragos! –exclamó el Estigia golpeando el biombo con su puño anillado.
–¡Vayamos por el sicario! –reclamó Popescu–. Podría darnos información.
–¡No! –volvió a exclamar el Estigia–. Déjalo, y deja que Dragos se haga más temera-
rio, que se acerque un poco más, y entonces, ¡zas!, directo al corazón.
Se echaron a reír todos.
–Por cierto –le dijo Estigia–; necesito que vayas mañana al funeral de Emile; quiero
que te concentres en la persona del ingeniero Hristov Tassus, Popescu.
–¿Hristov Tassus?
–Sí; el profesor de la universidad de Bucarest; guarda algo para mí. Así que encárgate
de vigilarlo mañana.
–Está bien –contestó Popescu, intrigado.
Horas después arrancaron motores, y los furgones se perdieron en la bruma de la me-
dianoche.
10
Un funeral de excéntricos
«Si no tuviéramos defectos no sentiríamos tanto placer descubriendo los de los demás.»,
___
___
La sentaron en el sofá turco, el cuerpo todavía sacudido por las visión de la figura en-
cimándosele. Scott no sabía qué hacer y se puso a sobarle el pelo, diciéndole a puchitos
que controlara la respiración. El pastor Faina salió de la cocina con una tacita de rachiu,
el brandy de frutas nacional.
–Beba –le dijo acercándole la taza a los labios, que Baros consumió en un solo trago;
la tomó de la mano–. Tranquilícese; ya pasó.
Baros dirigió la vista hacia Scott, que le sonreía con una sonrisa trémula, como si tra-
tara al máximo de darse valor, cuando en realidad no lo tenía; lo miraba atónita, y parecía
que sus ojos negros le transmitían la pena de una disculpa. «Lo que usted me había dicho
resultó ser una verdad palpable», simulaba decir con la mirada. «Y yo que lo tomé por
loco».
–Dios –dijo Faina al fin, colocando la taza en rústica mesita de sala– sabe por qué
hace las cosas…
–Yo creo, pastor Faina –lo interrumpió Scott haciéndole una seña con la que trataba
de acallar el sermón del párroco–, que deberíamos dejar descansar a Baros; la veo muy
afectada por lo ocurrido.
–No, no… –dijo ésta, que se echó el pelo para atrás, irguiendo la espalda en el sillón–;
estoy bien. Me gustaría repensar un poco las cosas… Y perdóneme por no haberle creído
antes, Scott.
–Es lo de menos –le contestó el otro–. Lo importante ahora es que usted se recupere.
–Entonces lo que vi en la escena del caso Rahova… –balbuceó Baros como iluminada
por un destello de lucidez– y lo que decían las gentes sobre el balaur, todas esas garras y
gritos…
–¿Y la forma en que murió Emile? –añadió ingenuamente Scott, asestándole un duro
golpe moral.
–Emile… –Baros apenas pudo pronunciarlo; se sentía inútil, inepta; enseguida se echó
a reír, luego se agarró la cabeza, y las lágrimas que le desleían el maquillaje.
–No sigas, hijita –la consoló Faina con su afectado tono religioso–. Olvida lo que has
visto hoy; cesa de atormentarte.
Baros se tiró al sillón suspirando.
–Tiene que haber una explicación racional –irrumpió Scott tronándose los dedos de la
mano; empezó a recorrer la sala moviendo la cabeza–. ¡Por supuesto que tiene que haber
una explicación racional!
–Claro, claro –lo secundó Faina, a la deriva.
–¡No, no puede ser…! –mascullaba Baros–. No puedo concebir la idea de que existan
seres sobrenaturales rondando y matando a la gente por la noche en las calles… –el tono
de voz iba apagándosele de a poco–: sin embargo… –se le anudó la garganta–, lo vi con
mis propios ojos, olí su aliento, su boca llena de dientes, contemplé su cara diabólica; no,
no tengo ya dudas de los relatos ofrecidos por los testigos que aseguraban haber visto a
ese fenómeno atacar a las pobres víctimas –se le achinaron los ojos, la voz la lejana, per-
dida en sus pensamientos–. No me queda otra que reformular mis métodos de trabajo,
echar por la borda mis investigaciones, mi hipótesis…
–Ya que lo dice –habló Scott–; me pregunto: ¿y yo qué tengo que ver con ese engen-
dro? Me agredió en el hotel.
Baros se alzó del sillón.
–No lo sé –dijo, confundida, quitándose la chaqueta y sacándose el arnés de policía–,
no lo sé –puso el arma en la mesa–. Pero usted y Emile eran muy amigos, ¿verdad?
–Por supuesto; charlábamos sobre nuestras vidas, nuestros descubrimientos en el la-
boratorio… Claro, todo por correo, por carta. Desde que abandonamos el MIT, no nos
volvimos a ver las caras.
–Estoy confundida –dijo Baros–; no sé qué pensar ni a quién recurrir por consejo.
–¿Y qué hay de Popescu? –preguntó Scott–. Debe saber algo, podría ayudarle.
–No lo creo –le respondió inquieta, limpiándose la cara frente a un espejo–. Por otra
parte, sepa algo o no, a mí no me importa, me da igual. Jamás me ha tendido una mano…
–Pero sí son compañeros de trabajo. No puedo creer que se traten así.
–Pues créalo, Scott… –dijo ella nada más.
–El Señor me perdone –dijo el pastor Faina–, pero si existe el Diablo, entonces existe
la posibilidad de que ésta sea una criatura venida de los infiernos.
–Por Dios, pastor –exclamó Scott–, ¡qué cosas las que dice usted! ¡Cómo se le ocurre!
–Ciertamente Dios es un dios vivo, y su contraparte, el Maligno, también –le contestó
cabalmente Faina–. He visto muchos casos de posesión demoníaca en los que los hijos de
la oscuridad hacían levitar a sus víctimas, arrojar objetos de una esquina a la otra y trans-
figurarse en seres de materia ordinaria. ¿No cree usted en las Escrituras?
Scott calló, indignado.
–Dejando a un lado eso –dijo Baros, apretando los ojos–, me preocupa el hecho de
que esa criatura haya querido matar al financiero Stefan; a mí me atacó por defenderlo a
él.
–¿Y por qué habrá sido? –respondió Faina con una pregunta, como si le hubieran pe-
dido consejo a él–. De mi parte, no tengo ni idea. ¡Sabrá Dios!
–Voy por un poco de rachiu –dijo Scott, enfilándose a la cocina.
–Lo acompaño –dijo Baros.
Se escuchó un golpeteo en la puerta de la trastienda. Ambos se detuvieron.
–Yo atiendo –dijo Faina.
–¡Pastor! –le gritó Baros, que aún temblaba, desde el resquicio de la cocina; temía la
llegada de otra sorpresa.
Faina, sin pensar en nada malo, cogió el pomo, y lo giró; la puerta cedió. Scott se
acercó a Baros con la botella en la mano.
–¡Oh, Dios! –exclamó Faina.
–¿Pastor Faina? –preguntó Baros, intrigada, dejando a Scott derramar el brandy al va-
cío, cogiendo la Beretta de la mesa.
–¡Oh Dios! –repitió el pastor Faina, pasmado–. ¡Popescu! Qué bueno que se haya apa-
recido. Pase, pase –lo animó–. ¡Es el agente Popescu! –le dijo a Baros sin saber que ella
estaba atrás de su espalda con el arma desenfundada; la guardó, encrespada.
–Tengo que darle un recado a Baros –dijo Popescu, acompañado de un mujer atracti-
va.
Baros hizo a un lado a Faina. «Con permiso».
–El comisionado Maior desea hablar contigo mañana, en la oficina –añadió Popescu–.
Yo creo que es para presentarte formalmente a los agentes extranjeros.
Baros asintió con la cabeza; le echó una mirada a la acompañante.
–A propósito –siguió–, escuché que tuviste una eventualidad en el Cementerio. ¿Te
encuentras bien? Se hicieron varias denuncias en la Gendarmería.
–Ya hablaremos en la oficina –le dijo Baros, sucinta.
–¿No les gustaría beber un trago de rachiu? –les ofreció Scott, con una inocencia que
desencajó el espíritu de Baros.
–Oh, no –le contestó Popescu, sonriente, tomando a la mujer por la cintura–. Me mar-
cho. Gracias, pastor Faina. Qué tengan un buen día.
12
Las viejas guardias desean recuperar el control
«–Dime una cosa, compadre: ¿por qué estás peleando?
–Por qué ha de ser, compadre –contestó el coronel Gerineldo Márquez–: por el gran par-
tido liberal.
–Dichoso tú que lo sabes –contestó él–. Yo, por mi parte, apenas ahora me doy cuenta
que estoy peleando por orgullo.
–Eso es malo –dijo el coronel Gerineldo Márquez»,
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13
Carta de Almijar Hart a Rosa Duarte Reingold
(Escrita desde mi departamento en el Conjunto Urbano Nonoalco Tlatelolco y envia-
da al correo electrónico personal: rosadeoro@yahoo.com)
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Sé que ni siquiera te dignaras a leer esta carta, pues con justa razón puedes creer de
mí que soy un idiota, un mezquino, un hipócrita descarado, y todo lo que corresponde a
un mal amigo. Y no dejaría de darte la razón. Me duele, Rosa, me duele que te hayas ido
como te fuiste, ultrajada por todos, y por mí principalmente, por este desgraciado que te
debe la vida y la conciencia de existir. Te pido perdón, sinceramente, Rosa, por lo que te
hice, por lo que te dije, tontamente, influenciado y acosado por los demás. Sí, fui un co-
barde al dejarme amedrentar por otros que poco o nada saben de la vida, del juicio de sí
mismos, del amor. Y yo he entendido eso, Rosa, lo he entendido, y lloro, lloro porque lo
comprendí muy tarde, cuando tú estás ya tan lejos.
Si supieras que desde que saliste de México no he hecho otra cosa que llorar, estar
triste y compungido, y que no soporto ya más esta maldita vida, estas malditas dudas de
no saber lo que siento, de no saber quién soy yo en realidad, de verme perdido entre tus
recuerdos y tu caridad hacia mí. Rosa, mi Rosa, yo no puedo ser tan valiente como tú;
simplemente no tengo la fuerza, la dignidad, la voluntad de sobreponerme al qué dirán
de los demás. Temo, y le temo a todo aquel que pueda ver en mí un ser degenerado, un
ser antinatural, antes que a un puño de balas lanzadas por algún sicario. Las dudas me
atormentan, Rosa, y no sé qué hacer, si matarme o dejar que me maten. Y tú, ¿cómo pue-
des ser tan fuerte, tan decidida?
Todavía no estoy fuera de la policía, sino que he escuchado que me transferirán quizá
a algún organismo internacional (ojo, no sé si a la Interpol, y cuánto desearía que así
fuera), dada mi vasta experiencia en asuntos transfronterizos.
Rosa, por favor, contéstame esta carta, te lo ruego. Eres muy importante para mí,
para mi salud mental, y desearía decirte que yo también… ¡No, no tengo el valor tuyo!
Perdóname, Rosa, perdóname, por favor, te lo suplico…
14
Contestación de Rosa Duarte Reingold a la carta de Almijar Hart
(Escrita desde la habitación #26 del hotel Hanul lui Manuc y enviada al correo elec-
trónico: rogeralmha@yahoo.com)
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¿Me pides que te perdone? ¡Ay, Dios, qué cosa más difícil la que me imploras! Sí, sí,
sí, te perdono, perrito travieso, te perdono todo lo que tú quieras, porque para eso eres
mi amigo, mi amigo de siempre, que amo y adoro como a ninguno (salvo a Blue, mi se-
midiós). En verdad te perdoné desde el primer momento que te vi, cuando te vi allá en
Houston, porque eres de mi afecto, porque me caíste bien, porque fue del primer hombre
que me enamoré en la vida, aunque tú nunca lo supiste. Pero no te equivoques, eh, que
ahora amo a Blue, y a ti te amo como a un amigo, como a mi mejor amigo.
Roger, debo dejarte ahora, ya que me tomé nada más un suspiro para escribir en mi
diario, y al encender el computador me encontré con tu email (gracias a Dios que el ho-
tel brinda el servicio de internet, si no, no te estaría contestando). Te escribiré luego una
carta más larga, en donde te daré los pormenores de todo, de mis compañeros rumanos,
de los casos asignados, en fin, una relación bien hecha. Le enseñaré a Blue tu carta, de
seguro se alegrará muchísimo de verla y de comprobar que tú sí eres un amigo de ver-
dad. Te quiero, Roger, y cuídate. Mantente en contacto, que yo siempre te responderé.
¡Ah, yo también voy a revelarte un secreto: nunca temas de decir la verdad al mundo,
esa que es visible para todos, que quita unos centavos y comodidad, es cierto, pero que
añade seguridad, paz interna y honor, y que muchos callan por miedo, por beneficio pro-
pio, y a veces por ignorancia! Dila, dásela, te golpeara la gente, es seguro, pero dásela
de todos modos. Es la única forma de alcanzar la felicidad y la realización como ser hu-
mano, de ser fiel a ti mismo y a los demás. Haces más bien siendo franco que hipócrita, y
yo nunca te he tenido por tal. Yo misma estoy pagando ahora un error de esa naturaleza;
sé muy bien porque te lo digo. Quizá te lo cuente más adelante. Ahora debo atender a
Blue.
¡Y no me vuelvas a pedir perdón, escuincle taimado (ja, ja, te lo dije con cariñito),
porque ya estás perdonado de antemano!
___
–¡Pero qué cara la que trae usted! –le dijo el comisionado Maior a Baros, sorprendi-
do–. ¿Le ocurre algo? Luce demacrada. ¡Popescu! –llamó al otro–. ¿Qué es lo que tiene
Baros?
Se alzó de hombros el doble agente.
–Tengo visitas en la casa –se adelantó Baros a contestar.
–¡Ah! Ya veo… –dijo Maior–. Una fiestecita, eh…
–Sí, eso fue –respondió Baros de mal genio.
–Entonces ponga su mejor cara –apuntó Maior–. Los de la Interpol no tardarán en lle-
gar y debemos dar lo mejor de nosotros, la mejor impresión. Dicen que son los primeros
cinco minutos los que cuentan en una entrevista, je, je –y rió, poniendo los pies en el es-
critorio, que bajó al ver a los americanos caminar por los cubículos del departamento–.
¡Ya vienen! –dijo, apurado.
Blue abrió la puerta: entraron. Baros sintió un hormigueo en la espalda; Popescu le-
vantó la ceja y rió calladamente.
–Buenos días, comisionado –lo saludó Blue; Rosa le tendió la mano. Luego se dijeron
cada uno los nombres.
–Espero que estén bien instalados en Bucarest –dijo el comisionado–. Les encantará la
ciudad, pintoresca y llena de historia. ¿Ya visitaron el Palacio del Parlamento? Baros –le
dijo–, ¿los llevó ya a conocer el Museo del Pueblo?
Baros le echó una mirada a Popescu.
–Yo me he encargado de recibirlos –dijo éste, nervioso.
–Sí –dijo Rosa–; hemos quedado impresionados por belleza de la ciudad, una verda-
dera obra de arte en sí misma, ecléctica, una mezcla que funde el pasado con el presente.
–Je, je –rió Maior–. ¡Qué bien lo pinta usted, agente Reingold!
Todos rieron.
–Pues bien –continuó Maior–, ya hablando de cosas serias, creo que es hora de entrar
en materia.
Los demás asintieron gravemente.
–Verán –dijo, y luego se disculpó por su parquedad–; Bucarest, como cualquier otra
ciudad del mundo, se ha visto afectada en estos últimos años dos años por una ola de cri-
minalidad inaudita, repleta de violencia y asesinatos macabros que no han podido ser re-
frenados ni diagnosticados en la mayoría de los casos. Nada de esta violencia y muertes
importaría –comentó sin tacto–, si los asesinados fueran, como normalmente lo son, gente
de baja categoría, ladronzuelos o miembros de la más pésima calaña, que poco contribu-
yen al bien de la ciudad. Lo terrible aquí es que han sido científicos y dirigentes políticos
de renombre los ultimados, muertos salvajemente y sin piedad alguna, y más terrible aún,
sin que nosotros hayamos podido determinar quiénes y qué motivos llevaron a los perpe-
tradores a cometer estas atrocidades.
»La agente Baros, aquí presente, ha sido la delegada de manejar los casos –dijo ba-
jando la vista–, auxiliada en ocasiones por el agente Popescu, pero al parecer ha tenido
problemas serios durante la investigación, imposibilitándole la detención y procesamiento
de los responsables.
Baros se echó para atrás, flanqueada por un Popescu carialegre.
–Dada la catadura moral de los extintos –se aclaró la garganta–, que es digna, y dada
la importancia de su trabajo como científicos y políticos, estamos un poco desconcertados
por el patrón empleado en las ejecuciones, y también porque no logramos entrever a ca-
balidad las razones que pudieran incitar a sus ejecutores a cometerlas. Así, en conjunto
con la Interpol, el alto mando de la Gendarmería, en combinación con su departamento de
investigación policíaca, ha decidido llevar a cabo la operación «Braila», para dar de una
vez por todas con los autores no sólo materiales sino intelectuales de estos atentados –se
rascó una mejilla–. Precisamente por esto los hemos llamado. En el otro lado de la mone-
da, los casos ameritan ser resueltos lo más pronto posible, pues la comunidad científica
internacional, de la que estos honorables eran miembros distinguidos, exige, por medio
de la embajada americana, aquí en Bucarest, su más expedita resolución.
Blue asintió junto con Rosa.
»Asistirán pues a Baros, primero, en el proceso tendiente a comprobar la existencia de
estos crímenes, y, segundo, a comprobar la responsabilidad del autor, o autores –se sentó
en la silla–. Bueno, no queda más que decirles sino que vayan a la oficina de Baros –co-
gió un lápiz y empezó a escribir en una especie de esquela–, vean los expedientes y traten
de formular la hipótesis que corresponde. Se les asignará un carro para que hagan sus
averiguaciones… –le alcanzó el papel a Popescu–. Y Baros –dijo dirigiéndose a ella–,
atiéndalos como debe ser, proporcionándoles la mayor cantidad de datos y material de
investigación posibles. ¡Y es todo, señores! –les dijo alcanzándoles la mano–. ¡Bienveni-
dos a Rumania!
Se apersonaron al cubículo de Baros, y, como ella, era ordenado y nítido. Ésta extrajo
unos folios de la papelera y los guardó en una gaveta; luego se dirigió a un anaquel con
cerradura, sacó unas llaves de su arnés, y lo abrió: eran las carpetas amarillas las que im-
portaban.
–Podrían empezar por estudiar estos informes técnicos –apuntó Baros, ordenándose el
cabello. Blue los tomó–. Son seis.
–¿Es todo? –preguntó luego–. ¿Es todo lo que hay?
–Bueno –le contestó Baros, impresionada por las facciones de Blue; se sentía corteja-
da y le dijo con cierto halo de ternura–. Ahí están las actas que levanté yo, mis notas de
las escenas del crimen, las fotografías, los informes forenses y de la policía científica…
–No –dijo Blue–, no me refería a eso; quise decir, ¿la asistiremos en seis casos nada
más?
–Debido al alcance de sus facultades, es decir, a las cosas que conciernen a su trabajo
como policías internacionales, sí.
–Bien –dijo Blue circunspecto–. Entiendo.
–Por cierto –dijo Rosa–, me gusta la lasitud de su cabello.
–Oh, gracias –le respondió Baros–. Y a mí el brillo y lo blondo de su cola de caballo.
«El rubio no está feo tampoco; tiene buen cuerpo, aunque lo veo un poco delicado»,
se dijo. Sin embargo, era Blue quien había captado toda su atención.
Éste leía; pronto una sonrisa afloró en sus labios; Baros, inquieta, le preguntó:
–¿Y qué opina?
El otro se acarició la cara.
–Bien… –Lo que decían los documentos le parecía inverosímil. –Siempre, desde
niño, me imaginé a Rumania como un país extravagante, misterioso –divagó, sosteniendo
el dossier–, y al ver estos recortes de periódico, más las declaraciones de algunos testigos,
pues éstos acaban por darme la razón. ¿El balaur? –le dijo a Baros, elevando el entrecejo,
lanzándole una mirada de travesura.
Baros se apenó. ¿Cómo explicarlo? Se reiría de ella, como ella lo hizo con Scott. Se le
descompusieron las facciones.
–Y aquí aparece lo mismo –añadió Rosa, casi con sarcasmo–. ¡Es increíble lo que dice
la gente! ¿Cómo han llegado a declarar tales cosas? ¿Quizá influenciados por alguna le-
yenda del país? –le preguntó.
Y Baros muda; empezó a transpirar, a sentirse acosada, con las ganas de gritar y decir-
les que ella misma se había topado con él en el funeral de Emile, y estaba a punto de ha-
cerlo, pero entonces entró Popescu.
–Aquí están las llaves del auto –dijo; le dio las llaves a Blue; lo vio con los dossiers
en la mano–. ¿Ya habrán leído lo del balaur, supongo? –añadió, riendo–. Je, je… Aquí
existe la superstición, muy popular entre los campesinos, que lo presentan como un dra-
gón diabólico que gusta de raptar princesas. Es un cuento de hadas.
Baros parecía quitarle el pellejo con la mirada.
–¿Y por qué se le habrá ocurrido a la gente hablar de este balaur si sólo existe en los
cuentos? –inquirió Rosa, extrañada.
–Porque no hemos podido darles una respuesta contundente, una que satisfaga sus an-
sias por conocer la verdadera identidad de los asesinos. ¿No les pasa a ustedes lo mismo
con un tal Chupacabras?
Blue calló; hojeaba los informes, sin darle importancia a las palabras de Popescu;
Rosa, en cambio, se echó una gran carcajada.
–Es cierto –admitió–. Nada más que allá las victimas no son humanas, sino animales
de hacienda. Por otra parte, no se han podido encontrar indicios racionales que puedan
probar su existencia, aunque algunos investigadores aficionados aseveran que se trata de
perros salvajes. Pero no hay nada concreto.
–Ya ve –dijo Popescu, triunfante–. Aquí sucede igual. Por eso digo, que esas ideas,
mejor dicho, esas fantasías son producto de nuestra incompetencia como investigadores –
repasó la vista en Baros.
Ésta tenía los ojos vidriosos, con el llanto contenido.
–Como sea –dijo Blue en auxilio de Baros–, estas declaraciones pertenecen a testigos
oculares, y habrá que tomarlas, de alguna forma, en cuenta.
Baros suspiró, medio aliviada.
–De esto –dijo Blue–, por el momento no podemos deducir nada; son sólo cuentos, y
lo que más me aflige es que ni la policía científica haya podido encontrar indicios mate-
riales en las zonas donde ocurrieron los ataques. Así que, si a usted no le molesta, Baros,
he pensado en llevarme estos documentos al hotel; Rosa y yo los estudiaremos; ya vere-
mos después la estrategia que conviene tomar. Por lo pronto, me gustaría que empezára-
mos con el caso del doctor Rahova, el más reciente; ¿no han pasado siquiera dos días
desde que ocurrió, verdad?
–No –dijo Baros–. El cuerpo está todavía en la morgue.
–Ah, qué bueno –exclamó–. Pues iremos allá ahora mismo. Salgamos.
–Yo los guiaré –señaló Baros–. Andaré despacio en el auto.
Abandonaron la Gendarmería, cada uno en su auto, excepto Popescu, que se excusó, y
Baros que sentía al mundo moverse como una alfombra voladora bajo sus pies. «Aunque
se los dijera, no me creerían», se decía. «Y el estúpido de Popescu que se reía de mí,
como si fuera yo un payaso. ¡Imbécil!», los dientes incrustados en los labios rojos, lloro-
sa, impotente. «Ahora sé lo que sufrió Scott. ¡Es tan terrible lo que siente al pasar uno por
tonto!».
16
El regreso del «Químico»
___
Colentina es uno de los distritos más hermosos de Bucarest, sobre todo por su río, de
quien tomó el nombre, y que es inigualable, romántico, medieval. Existen ahí caserones
viejos, y bien se podría figurar uno al fantasma del temible príncipe Vlad Tepes en las
alturas de algún balcón barroco, observando inclemente el paso de los viajeros. También
puede apreciarse entre estas reliquias arquitectónicas, imponentes edificios, ultramoder-
nos, imposibles de imaginar, como inspirados por la paleta del anárquico Dadá.
Pita conducía a Razvan hacia uno de esos nuevos edificios; se detuvieron bajo un gran
rótulo: «INDUSTRIAS QUIMICAS COLENTINA». Entraron; una recepcionista les
tomó el pedido. «Pasen», le dijo. Las hojas de las puertas automáticas se abrieron fantás-
ticamente.
–El señor Adrian Dendiu –dijo Pita presentándoselo a Razvan–, el hombre que man-
tiene libre a nuestro pueblo gracias a sus generosas aportaciones.
Razvan cerró los ojos, avergonzado por el servilismo de Pita.
–Todo sea en nombre de la democracia –agregó Adrian–, costosa, es cierto, pero que
vale la pena disfrutar, por su libertad.
Razvan recelaba, no obstante, hizo un gesto de condescendencia.
–Todo tiene su sacrificio en la vida –le respondió.
–Y es para mí todo un honor tender la mano al presidente del PRMU –exclamó
Adrian–, a quien tanto admira la gente, por su honradez, por su carácter irrenunciable...
–No siga –lo detuvo Razvan–, no siga. Me incomoda; parece una parodia…
Adrian calló, molesto. «¿Qué te crees, eh, pelagatos? Serás el primero en ser borrado
de la planilla».
–Lo siento –dijo–. Tiene usted todo el derecho –luego los condujo al final del salón,
apretó el botón de un caja electrónica apostada en la pared; se abrió una puerta–. Me gus-
taría mostrarle uno de nuestros adelantos científicos, señor Razvan.
Tenían ante sí una sala de recipientes de vidrio transparente llenos con líquidos sali-
nos. Razvan se vio desconcertado.
–¿Qué es esto? –preguntó.
–Somos la industria líder en la fabricación de químicos, señor Razvan –dijo Adrian,
orgulloso–, lo que ve usted aquí es una parte de la maquinaria de procesamiento –parpa-
deó los ojos; mentía–. Son batidores industriales. Pero no es esto lo que quiero mostrarle.
Acompáñenme –acabó.
Subieron a un ascensor, que empezó a bajar los pisos.
–A propósito, presidente Razvan –dijo Adrian–, he sabido que ha tenido usted algunas
fricciones ideológicas con Stefan, debido al Programa presentado por éste. ¿Discrepa de
las intenciones del judío?
Razvan maldijo entre dientes.
–Stefan, de llegar a la presidencia, convertirá al partido en uno nazi. Y luego al país
entero, una vez que sea elegido candidato por el PMRU para las elecciones nacionales.
–¿Por qué lo dice? –preguntó Adrian con malicia; y sondeando–: A mí parece que el
hombre tiene buenas ideas para mejorar la calidad de vida de la gente común. Lo único
que resiento es que vaya a tener que hacerlo a usted a un lado.
Razvan murmuró: «De la misma calaña; son de la misma calaña». Enseguida dijo:
–Créame, Adrian, que usted será el primero en discrepar con él una vez que conozca a
fondo la ideología de ese patán.
–Mis asesores me han dicho algo al respecto; sin embargo, no encontré nada que pue-
da disgustarme ni que afecte mis intereses como empresario.
–¿Le parece bien que lo agrupe a usted, una gran industria, y a sus gerentes, bajo la
directriz de un organismo político sujeto a los caprichos de un tirano que le diga lo qué
tiene que hacer? ¡Por favor, Adrian!
–Discúlpeme, Razvan, pero creo que no es así. Lo que Stefan quiere es que exista una
especie de «economía corporativa», ¿entiende? Es decir, el desea que los gerentes de em-
presas, y sus dueños, se agrupen en torno a la ideología del Partido, siendo leales y si-
guiendo a puntualidad sus dictados y lineamientos, que, por otra parte, no creo sean inno-
bles, ¿o sí? Además, está favor de la propiedad privada, la libre empresa y el mercado
abierto; lo que él desea, según pude entender de su proclama, es redirigir la economía,
que en cierta forma está sumergida en un enorme caos, con un grado de desempleo gran-
dísimo y un bajo poder de adquisitivo por parte de la población.
–¿Ideología del Partido? Ja, ja… No me haga reír, Adrian. ¿Me lo dice a mí, que fun-
dé y formulé sus bases?
–Le agradezco que me lo haya recordado, presidente insigne Razvan –lo dijo casi bur-
lonamente–. Pero se quedó usted en generalidades por aquel entonces, en conceptos abs-
tractos, y la excelencia, la perfección, reside en los detalles. Y en eso, Stefan le lleva ven-
taja. El hombre es preciso, concreto, y sus ideas no son vagas, al contrario, son prácticas,
en conformidad a las necesidades básicas y cotidianas de la gente.
–¿Y qué? ¿Está dispuesto a seguirlo? –le espetó Razvan, enrabiado.
–Por supuesto que no, presidente, por supuesto que no –rió calladamente–. No simpa-
tizo con Stefan. Yo tengo mis propias ideas.
–Ah –exclamó Razvan–. ¿Y puedo saber por qué no congenian?
–No por el momento, mi querido presidente; se trata más que todo de asuntos perso-
nales.
–Ya veo. ¿Cuestiones de competencia comercial? ¿Es por eso que usted aporta tan
generosamente a la caja del Partido y exige que los fondos sean destinados a mi Movi-
miento, además de hacerme llegar reportes de laboratorio que incriminan a Stefan como
responsable de la reciente ola de violencia?
Adrian sonrió.
–Claro –dijo en seco–. Adivinó usted en la segunda y tercera parte, pero no en la pri-
mera.
Razvan captó las intenciones de Adrian. «Oh, sí, cómo si no supiera de su espionaje
industrial».
–¿Y qué es lo que usted desea, cuál es su ideario político? –le dijo de sopetón, tomán-
dolo por sorpresa.
Adrian se inclinó hacia atrás. Carraspeó. Lo vio directo a los ojos. El ascensor conti-
nuaba bajando.
–Usted es un hombre político –habló con gravedad–, y en su biografías siempre salen
a relucir sus esfuerzos por la lucha a favor de la democracia, sus días de juventud en la
oscuridad y la persecución… –se detuvo; después pausado–. Yo, en cambio, fui criado en
el extranjero, fuera de mi patria, y mi mentalidad es otra; suelo pensar en términos eco-
nómicos antes que en revueltas populares, en frías palabras científicas antes que en pro-
clamaciones ardorosas; en cierta forma soy discreto –Razvan estaba impaciente–. Sin
embargo, cometería usted un error tremendo si creyera que soy ajeno a los problemas po-
líticos; se equivoca –Pita asentía–. La política, la economía y la ciencia son tan de mi
gusto, como de usted la formulación de decretos y estatutos de algún partido o congreso;
las he estudiado por años con fervor. Y mientras las estudiaba, presidente Razvan, descu-
brí algo, algo poderoso…
«Está demente», pensó Razvan.
–Descubrí que tres cosas serán cruciales para la política, la economía y la ciencia del
futuro, señor –siguió Adrian–, y el que tenga acceso al conocimiento de ellas, y las domi-
ne, será quien rija los destinos de la humanidad –el otro lo veía escéptico, extrañado.
«Definitivamente está loco»–. Éstas se encuentran en un mundo que, aunque pareciera
alejado de nuestra habitualidad, es el mismo y se rige por los mismos métodos: el de la
ciencia. Lo primero que descubrí fue el dominio de la biotecnología, precisamente del
tipo que usted vio allá arriba, en aquellos batidores industriales; lo segundo fue el avance
y la aplicación de la física, especialmente de la teoría cuántica, el dominio de la materia a
nivel molecular, para el caso las nanofibras de carbono…
Pita empezó a sonreír estúpidamente, mientras Razvan escuchaba, pero sin entender
una palabra.
–Y lo tercero –agregó, sigiloso; el ascensor se detuvo; salieron–, lo tercero fue el em-
pleo de la cibernética –finalizó y apuntó un objeto con el dedo a Razvan, que echó la vista
al frente, sorprendido por una visión para él incomprensible.
A diez metros del elevador, en una límpida sala de ensamblaje, embutido en un recep-
táculo atiborrado de plasma rojo, un obrero del circuito reparaba y limpiaba el cuerpo de
un ente brillante y metálico, que se mantenía sumiso en un profundo silencio; al verse
descubierto, giró mecánicamente la testa, localizándolos, y se les acercó, abandonando el
puesto con velocidad prodigiosa, haciendo corvetas en el aire. Adrian levantó la mano,
ordenándole: «Alto», en tanto que Razvan retrocedía, atemorizado, volviendo al interior
del ascensor.
–Descuide –le dijo Adrian tranquilamente–. No le hará daño; está controlado, y no es
enteramente robótico, pues hay un hombre adentro. Venga; deseo que lo vea con deteni-
miento.
Razvan, nervioso, caminó hacia el frente.
–Aquí tiene a los nuevos hombres del PRMU –le dijo a Razvan–, los únicos que po-
drán reactivar la economía con su fuerza multiplicadora y, de paso, barata. Será como en
la antigua Roma, Razvan, donde el pueblo era libre, y los esclavos hacían el trabajo ma-
nual. ¡Es el advenimiento de un nuevo orden, Razvan, uno jamás visto ni conocido!
Razvan seguía atónito.
–¿Es este su ideario político? ¡Convertir a la gente en autómatas, en esclavos! ¡Está
loco! Jamás nadie, escúcheme bien, nadie ha tenido semejantes ideas, ni siquiera los co-
munistas.
–Espere –dijo Adrian tranquilamente–. Usted no ha entendido todavía. ¿Por qué es
necesario que exista este nuevo tipo de hombres? ¿Se le ocurre alguna idea?
–¿Si se me ocurre alguna idea? ¡No, hombre, no! ¡Cómo se me va a ocurrir!
–Ya ve porque digo que usted se pierde siempre en conceptos abstractos. Ahora piense
en términos cotidianos, reales, en situaciones que le suceden a diario.
Razvan enmudeció.
–Bien –continuó Adrian–, cuando sale usted de su casa y sabe que debe trasladarse al
trabajo, ¿en qué piensa?
–No puedo seguir escuchándolo –exclamó Razvan, bloqueado del cerebro–. Me habla
usted como si fuera yo un idiota. ¿Qué tipo de preguntas son ésas?
–Son muy importantes, tanto como las palabras de «libertad, igualdad, justicia y equi-
dad» que gusta usted de gritar en sus mítines. Retomando lo dicho, ¿en qué piensa para
trasladarse al trabajo? –preguntó sin tomar en cuenta la irritación de Razvan–. Pues pien-
sa en un auto, en un autobús, en un tren, en una herramienta locomotora que lo traslade.
–¿Y qué con eso?
–Ah, lo suyo es un rasgo típico de los fundadores –filosofó Adrian–; cuando conquis-
tan un territorio virgen, no reparan en cómo habrán de construirse las casas, si son conve-
nientes tal o por cual tipo de material para una edificación segura; no les importa si el
suelo que ahora pisan es fértil, aunque se engañan con la apariencia sublime del lugar;
tampoco les importa si serán bien recibidos por los aborígenes que lo reclaman como
suyo. Acometen la empresa comprometidos con un ideal primario, el de una nueva vida,
libre y feliz, lejos de la asfixia, la represión y la corrupción del suelo materno. En ese
punto, sé comprenderlo.
Razvan, sardónico, echó a reír. «Vaya, loco».
–Y usted –volvió Adrian–, usted sólo ve el mundo en blanco y negro. Se vio movido
por el ardor natural del hombre de ser libre, y luchó por liberarse del yugo unipartidista
que lo reprimía, que lo mantenía en la pobreza y la sujeción. Lo logró. ¿Pero qué fue lo
que logró en realidad? ¿La libertad suya y de su pueblo? Ciertamente que sí. Pero no re-
paró en los detalles, mi querido presidente Razvan, no reparó usted en los detalles. Ahora
vea, objetivamente, lo que usted logró: guerras internas, desigualdad, crimen organizado
y más miseria.
Razvan se sintió indignado, aunque en el fondo, viéndolo bien, Dendiu tenía razón;
bajó la cabeza; Pita sonreía.
–Lo que puedo decirle, Adrian –dijo Razvan–, es que mi lucha fue sincera.
–No lo dudo –le contestó el otro–. Pero todo tiene su límite, incluso la libertad –y al
decir esto, posó su fría mirada en el presidente del PMRU.
»No puede usted dejar sólo, en una habitación, a un niño con una arma sobre la mesa.
De seguro se matará con ella, jugando. ¿Existe entonces un límite natural para la libertad?
Yo pienso que sí. Todo tiene su contraparte, una que es inherente a todas las cosas. No
puede haber vida sin muerte, ni recompensa sin castigo, como lo prueban las ciencias de
la conducta, como tampoco puede haber un fotón sin su contraparte virtual, según nos
dice la física cuántica, de igual manera no puede existir libertad sin control, ni bienestar
físico sin gasto energético. Lo que se deduce de esto es que –aquí existe un detalle, el
Deus ex machina 14 al que nuestros sabios ancestros llegaron–, no puede haber libertad ni
igualdad si no existen otros seres que hagan el trabajo y el sacrificio por nosotros.
–¡Por Dios! ¿De qué seres me habla usted? –preguntó Razvan, afligido–. ¿De estos? –
y señaló al autómata.
–Le puse el ejemplo de la sociedad romana y, por extensión, de los sistemas políticos,
económicos y éticos que gobernaban a las comunidades de la Antigüedad; luego le pre-
gunté sobre cómo trasladarse de X a Y utilizando el principio del mínimo esfuerzo sobre
una base de mayor productividad. Fueron símiles poco apropiados, lo acepto, que no lo-
graron estimular su intelecto. Ahora voy a jugar en su campo, en su mentalidad abstracta.
Pita careaba al robot, las piernas temblorosas, y pronto soltó un chillido cuando éste le
hizo un ademan de entrega repentino.
–Es cierto que hoy somos libres –dijo Adrian–, pero en apariencias, pues en la vida
real somos esclavos del trabajo, del miedo y la envidia a los avances materiales del pró-
jimo; y esto es así con justa razón. Darwin dice que sólo lo más adaptados, los más fuer-
tes, tendrán la posibilidad de sobrevivir, de pasar sus genes de una generación a otra. Esto
implica luchar, competir, perfeccionarse, matar al diablo antes de que él nos mate. Es
algo duro de escuchar, pero cierto. Entonces, ¿qué papel juega la Libertad aquí? El de dar
ventaja al más fuerte, el de perfeccionar la especie dominante eliminando a la más débil.
Y esa es la caja de pandora que acabó usted por abrir, y las contrapartes que no fue capaz
de avizorar.
Razvan sintió, esta vez con dolor al distinguir la cruda realidad, un encogimiento del
corazón. «Por Dios, ¿qué he hecho?», se repetía.
–Usted, en sus fulgurantes proclamas, insiste en que su futuro gobierno se regirá por
los principios de probidad y equidad, creyendo que, una vez sentado en la silla presiden-
cial del país, podrá con ellos eliminar la corrupción –que roba hasta el ochenta por ciento
de los ingresos públicos– y distribuir la riqueza nacional, ya mejorada, con equidad.
¿Pero cómo hará para eliminar la corrupción si supuestamente cada quién es libre de ha-
cer lo que quiera, donde los más fuertes, apoyados en este principio, arrebatan la mejor
tajada al más débil, condenándolo a vivir en la miseria, obligándolo a sustraer subrepti-
ciamente recursos para evitar su extinción? ¿Cómo distribuir la riqueza nacional equitati-
vamente cuando cada hombre fuerte es libre de esclavizar, encerrándolo todo el día en
una fábrica, al débil, a aquel que apenas tiene un centavo para sobrevivir? Lo suyo es un
sueño, fue un sueño, y ha sido siempre un sueño, la utopía de un hombre noble pero acaso
desligado del complejo razonamiento humano, y como usted hay miles, cientos de miles;
para muestra un botón: ¿Le dicen algo estos nombres impuestos por caballeros de su tipo
a sus agrupaciones: Partido Demócrata, Partido Nacional Liberal, Partido Socialdemócra-
ta, Partido de la Gran Rumanía Unida? A mí no me dicen nada. ¿Demócrata, Liberal, Na-
cional, Socialdemocracia? ¿Qué es eso? Ja, ja. Retórica barata. ¿Se consideran paladines
de la libertad y la democracia cuando en realidad se rigen por principios de rapacidad y
beneficio personal? Sé, y lo veo en su caso, que los fundadores no son así ni fueron moti-
vados por cosas ajenas a su ideal, mas no es así con los continuadores. Es lo más triste del
asunto, que iniciadores, los idealistas pragmáticos, no participen ya de sus creaciones,
acaso quede solamente usted. Sus organismos políticos ahora sirven de catapulta a hom-
bres como Stefan, que han llegado para adquirir más poder y recursos.
___
–Gracias por acompañarme, pastor Faina –le dijo Scott mientras se cerraba los puños
de la camisa.
–Para esos son los amigos –le contestó el párroco–. Además, Baros está pasando por
un momento crítico, y es menester auxiliarla.
–¿Conoce usted la Universidad de Bucarest, pastor?
–Claro –dijo–. En mi juventud tomé clases de teología ahí –siguió–. Ahora, usted sabe
que yo ando a pie, no tengo carro, así que tendremos que desplazarnos en trolebús, tran-
vía o en metro. La universidad está en el centro.
–¿Trolebús?
–¿No tienen uno allá en Illinois?
–No recuerdo; tal vez hubo alguno en el siglo pasado, pero no recuerdo.
–Pero si tiene efectivo podríamos tomar un taxi.
–De eso no se preocupe, pastor; iremos en lo que usted quiera. ¿Un taxi? Bueno.
Se despidieron de Juvenal, que ayudaba a una señora con una vieja colección gramá-
tica de Ienachita Vacarescu, abuelo de Iancu, el primer gran poeta rumano. «Qué San
Demetrio los proteja», los bendijo. Faina dejó escapar una sonrisita.
–¿Y esa risa? –le preguntó Scott.
–Es que siempre que escuchó los nombres de santos me da por reír.
–¿Por qué?
–No me entendería, Scott –le contestó.
–Mire, pastor Faina, yo no creo en santos ni en dioses, pero respeto las buenas inten-
ciones de los demás.
–Igualmente yo –se apresuró a decir Faina–. Pero lo mío es más que nada un asunto
teológico que usted no podrá comprender, precisamente debido a su ateísmo. Lo llama-
mos idolatría.
–¿Idolatría? –preguntó Scott sorprendido.
–Es el acto de adorar a seres, o santos, distintos del Dios Único.
–O sea que usted no comulga con la veneración de los santos.
–No, no; está escrito en los Mandamientos: «Non habebis deos alienos coram me; non
facies tibi sculptile neque omnem similitudinem quae est in caelo desuper et quae in terra
deorsum nec eorum quae sunt in aquis sub terra».
–En ese punto tiene usted razón, pastor Faina –le dijo Scott riendo y tomando al pas-
tor por sabiondo.
–Lo que ocurre con Juvenal es que está infectado de paganismo.
–Ah, ya veo. He leído sobre ello –dijo Scott, haciéndole parada a un taxi–. Aunque
siendo honesto, me parece que por los tiempos que atravesaba en aquella época la Iglesia
(eran millones de personas las que desconocían la doctrina cristiana), esa variante pagana
está más que justificada, ¿no cree? De no haber sido así, no estaría hoy usted siquiera ha-
blándome en ese latín tan perfecto… Ja, ja…
El pastor calló; Scott no dejaba de tener en algo la razón, pues ¿quién no sabe que es
más fácil dejarse matar antes que ceder a abandonar las costumbres de uno? A menos que
le faciliten las cosas, asimilándoselas a la creencia habitual, en otras palabras, nada hay
mejor que una atención personalizada, al gusto de uno.
El taxi los dejó en la entrada de la Universidad. Ingresaron.
–Es por aquí –le señaló Faina, en el recodo de un largo pasillo. «Departamento de So-
ciología. Yakob Iliescu, decano».
El decano estaba firmando unos documentos; al alzar la vista, se topó con los recién
llegados.
–Mi querido doctor Fraiser –lo saludó–, ¿cómo le va? Vaya, se dignó usted a visitar-
nos.
Scott le presentó al pastor Faina.
–Claro que he escuchado de usted entre mis alumnos. Es usted muy famoso, eh, y pe-
ligroso también, ja, ja… –se echó a reír tendiéndole la mano–. ¿Gustan de algún café?
¡Marian, Marian! ¡Ah, esta asistenta que tengo…! Discúlpenme –se levantó–. ¡Marian,
café, por favor!
Al poco rato Marian llegaba con tres tacitas; las sirvió.
–Bueno –dijo Scott–, aquí estoy pagándole lo prometido. ¿Y el profesor Tassus?
–Permítame –agarró la bocina del teléfono–. Dígale a Tassus que se presente al depar-
tamento de sociología, que es urgente –colgó–. No tardará en venir. ¿Azúcar, pastor?
–No; así está bien.
–A causado usted un revuelo con el sermón del domingo, Faina –le dijo Iliescu–. Si-
gue usted al pie de la letra los consejos de Cristo, eh, de que los ricos no entraran al
Reino de los Cielos. ¡Y decirlo en estos tiempos, cuando todo mundo se ha lanzado como
loco a la búsqueda de la riqueza material, es un suicidio religioso! Muchos lo han acusa-
do de comunista.
Faina escuchaba impertérrito.
–No me importa lo que digan los demás –dijo finalmente–. El que no quiera creer
¡pues que no crea! Mi discurso se basó en las vivencias de la primera iglesia, cuando era
comunal, tal como lo dejó establecido Cristo. ¿No murió Ananías, y su mujer, por haber
retenido en secreto una parte del precio de la venta de un solar en Palestina?15
Iliescu rió, estupefacto, ante las palabras certeras de Faina, y le parecía estar viendo a
un émulo de Lazlo Tokes, el pastor luterano magiar que, en un discurso memorable, acu-
___
Popescu, que se había disculpado por no poder asistir a la morgue, atendía el celular
cuando vio que Baros y los agentes de la Interpol subían a los autos. La voz en la línea
era tenue, pero opresora.
–Necesito verte en el almacén –le dijo–. Hubo un problema con los contenedores.
–Voy para allá.
Llegó al almacén situado al nordeste del centro, en la Piata Obor, escondido en una de
las calles más desoladas de su mercado, y entró a la oficinita. El Estigia y Muma lo espe-
raban.
–Aquí estoy –les dijo–. ¿Puedo saber qué pasa?
–Los contenedores, destruidos.
–¿Destruidos? ¿Qué quieres decir con eso, Muma?
–Lo que escuchas, Popescu –dijo susurrante el Estigia–: Destruidos, pieza por pieza.
Apenas un hombre quedó vivo para contarlo.
–¿Pero qué están diciendo? ¿Cómo pueden ser destruidos contenedores y cabezales,
pieza por pieza, en una sola noche? ¡Es absurdo!
–Muma, ve por Catalin –le ordenó el Estigia–, para que le relate al agente Popescu la
devastación.
Obedeció Muma; llegó con un Catalin muy nervioso.
–Y bien –le dijo Popescu–, ¿qué te pasó a ti?
Catalin estaba en estado catatónico.
–¡Habla, imbécil, que no tengo todo el día!
Catalin empezó a balbucear:
–No puedo, señor… no puedo…
Popescu le lanzó una cachetada: «¡No vas a hablar, pendejo!».
El pobre hombre comenzó a llorar como un niño.
–Yo sabía que con la muerte, anoche, de Vadim la desgracia nos alcanzaría… Primero
fue esa figura monstruosa que nos atacó en el almacén… y luego que se pierde en las ca-
lles… Estábamos todos horrorizados, sin hallar qué creer o pensar. ¡Pero bien sabíamos
que era el Diablo mismo que andaba suelto!
–¡Ya! –le gritó Popescu golpeándolo otra vez–, ya déjate de mariconadas. ¡Habla, qué
ocurrió cuando iban en camino a Brasov!
Catalin de nuevo llorando, aterrorizado, dijo:
–Corneliu me había ordenado: «Súbete al camión; van a ir detrás de ti cinco más,
Claudiu, Dan, Simion, Aurel y Ene; conducirán a Brasov y luego cambiarán al oeste, ha-
cia los Montes Metálicos, pasando por Alba Iulia». A la media noche, arrancamos; íba-
mos ya saliendo de Bucarest, sobrepasando ya casi de la jurisdicción de Ilfov, cuando…
¡Ay, no sé cómo decirlo, señor, usted no me creería…!
–¡Habla, pedazo de idiota, o te juro que aquí nomás te parto la madre!
–Ay, señor…
–¡Habla!
–Íbamos conduciendo por la autopista (yo iba adelante, el primero), y como estamos
todavía en invierno, usted sabe que la visibilidad es escasa, muy nubosa (apenas se podía
ver más allá de los diez metros)… Iba hablando por la radio con Claudiu, y le preguntaba
si acaso podría pagarme unos lei que me debía, porque quería comprarle unos cerdos a mi
hermano en el mercado de Alba Iulia, que dejaría pagados una vez que regresáramos de
los Montes Metálicos; y como le digo, había mucha niebla, bastante… De pronto que veo
un estallido de luz enfrente, en el aire… ¡Esa cosa volaba!... Al principio supuse que po-
dría tratarse de las neblineras de algún camión, pero me equivoque… ¡Era ese balaur que
se lee en las páginas del periódico! Un demonio que vuela, ¡porque tenía unas alas redon-
das a los lados, en los hombros, y toda aquella figura como si fuera de aluminio, brillante,
con garras, y haciendo un ruido insoportable!... Se me aventó contra el parabrisas, rompió
los vidrios delanteros, me descontrolé, giré en brusco y me di vuelta con el camión… Salí
de él, me tiré a las zacateras y entonces vi con gran miedo como la criatura hacía lo mis-
mo con los demás… En unas se les aventaba de frente, en otras aterrizaba arriba de la ca-
bina, alzaba las manos y las ensartaba en el metal, rasgándolo, abriendo agujeros y sa-
cando a Claudiu, a Simion, a Dan, ¡a todos!, de los camiones. Los tiraba, hacia un lado,
hacia el otro, rasgándolos en el vacío, sin piedad…
–¡Estás loco! –lo reprendió Popescu–. Di la verdad, imbécil, ¡habla! Te pagó Dragos
para que te inventaras esta historia. ¡Te pagó Dragos!
–¡No, señor, no, no! –suplicaba Catalin–. Le juro que estoy hablándole con la verdad.
¡Se lo juro!
Popescu sacó el arma, y se la puso en la sien a Catalin, que no dejaba de llorar y de
gritar que lo visto por él era más que verídico.
–¡Estoy harto de escuchar lo mismo! –gritó Popescu fuera de sí–. ¡Harto, harto!
–Déjalo, Popescu –le ordenó el Estigia–. Déjalo. Sal, Catalin, te llamaré luego.
Popescu estaba enfurecido, y se daba golpecitos con el arma en la frente, incapaz de
creer en las palabras del camionero, enrabiado, porque intuía que Dragos le había pagado
a los hombres para que destruyeran los camiones, metiéndoles fuego, y luego matándo-
los, sin pagarles un centavo por su tamaña ingenuidad y estupidez.
–¿Cuál es tu hipótesis, Popescu? –le preguntó el Estigia, confiando en la intuición de
su mejor peón–. ¿No le crees una jota a Catalin?
–Obviamente que no. Dragos los habrá sobornado, prometiéndoles una paga por la
destrucción de los camiones. Una vez que los estúpidos procedieron, los mató a todos
para no pagarles. Es sencillo, además forma parte de su Corredor.
–¿Y qué hay de Catalin? –preguntó Muma.
–Pues que escapó, como él mismo lo dijo. Esa parte sí se la creo.
Estigia guardaba silencio. Luego dijo, como afectado por un leve temor:
–Y si yo te dijera, Popescu, que le creo a las palabras de Catalin.
Éste se inquietó. Rió.
–Vamos, jefe, ¿cómo puede salirme con eso? Y con el respeto que usted se merece, lo
que me ha dicho suena infantil, irracional.
–Estoy convencido de que Dragos ha dado finalmente con un conocimiento superior a
nuestro poder –le respondió el Estigia, preocupado–. ¿No estudió en el extranjero? ¿No
sabe acaso de robótica, de electrónica? Tiene una arma letal, estoy convencido, descono-
cida para nosotros, pero que a la larga puede darle una gran ventaja –se calló; el ambiente
se tornó tétrico.
–Ahora bien –finalmente habló de nuevo–, me pregunto cómo se daría cuenta Dragos
de que haríamos este viaje.
Muma echó una mirada de aflicción a Popescu, que enmudeció.
–No lo sé –dijo Popescu, nervioso.
–El asunto es sencillo –dijo el Estigia–. Lo sabíamos simplemente tú, Popescu –éste
sintió que los miembros se le paralizaban al escuchar el señalamiento–, Muma y yo.
¿Quién de los tres abrió el pico?
Ninguno se atrevió a teorizar.
–¿Acaso le insinuaste algo a Baros, Popescu?
Éste rechinó los dientes.
–¡No, no, no! –exclamó enervado–, ¿cómo podría? Baros y yo apenas nos soporta-
mos. Y aunque ella lo supiera, ¿cómo podría darle un aviso a Dragos? La conozco, y sé
que es honesta, en el estricto sentido de la palabra, y no logro imaginármela en tratos con
Dendiu. Por eso la detesto.
–¿Y tu novia? ¿Podría estar haciéndonos un dobleplay?
–¿Sonia? ¡Ah, qué va, jefe, si ella es más roma que una piedra! Ni siquiera sabe que la
utilizo. Y aunque me hubiera escuchado hablar de esta operación con Muma, ¿qué sentido
hubiera tenido para ella esa información? Apenas tiene amigos y quizá sea yo el único ser
en el mundo que la hace sentir mujer y no animal de laboratorio.
El Estigia encontró coherente el argumento de Popescu. Guardó un minuto de silen-
cio. Le pidió a Muma que se acercara al biombo.
–Prepara tu gente para que le hagas una visita de cortesía, dentro de una semana, a
Adrian en su fábrica del Colentina; quiero que destruyas sus depósitos y lo que guarda
allí con esmero –luego llamó a Popescu–. A ti te quiero fuera de esto, por el momento. Ya
me ayudaras a cubrir este atentado entorpeciendo las labores de la policía. A propósito,
¿vigilaste al profesor Tassus ayer, en el funeral? –acabó; en sus adentros sabía que Popes-
cu no se había presentado al lugar.
Popescu empalideció. Había prometido que iría pero a última hora se había citado con
Sonia, la chica de ojos castaños que era su novia, en las orillas del Dambovita. Entonces
se acordó del accidente de Baros.
–Sí –le contestó fríamente–. Por cierto, que un desequilibrado apareció espantando a
la gente y se enfrentó a Baros en el cementerio.
–¿Y eso? –preguntó, ansioso por conocer la versión de Baros.
–Ya usted sabe, señor, cómo andan las cosas en estos días –concluyó diciendo, enoja-
do; minutos después salió del almacén rumbo a la Morgue, en busca de Baros y de los
demás.
19
El caso Rahova
–Más apuntes del diario de Rosa Reingold hallados en el Manuscrito del doctor Scott–
___
Estoy alegre por la carta que me envió Roger; la verdad, no me la esperaba. Y es que
después de haber sido amigos por tantos años, un vínculo tan fuerte no podía ser quebran-
tado con tanta facilidad y premura. No creo que Roger sea homosexual, no lo creo. Siente
dudas, puede ser, y quizá sienta remordimiento por lo que nos ocurrió en el DF, buscando
por ello enmendar el ultraje, lo que le provoca un dolor y ansias terribles. Lo siento por
él, que es tan lindo y tan buena persona. Pero para una alegría una pena: mis celos por
Baros no han disminuido. Sé que ella no tiene la culpa, que no sabe lo de Blue conmigo.
Creo que deberé esperar lo inevitable. Hoy mientras estábamos en la morgue, inspeccio-
nando el cuerpo del doctor Rahova (que murió asesinado el 02 de febrero), vi como ella
fijaba los ojos en Blue, ¡hasta le temblaban los párpados!, buscando siempre su cercanía.
Lo que temo es que llegue a enamorarme verdaderamente de él, ¡mi mayor terror! Y pa-
rece tan sincera, con esos grandes ojos llenos de ingenuidad, como los de un bebé, ¡qué
me da pena recriminarle algo! He tenido que contenerme la rabia, halagándola (aclaro
que con sinceridad), pero no quiero pasar por hipócrita. Si veo que el asunto se asoma al
punto del no retorno, tendré que decirle la verdad a Baros, y atenerme a las consecuen-
cias. ¡Sólo te pido una vida normal, Dios mío! ¡Qué tan difícil puede ser! Ja, ja. Amarga
sonrisa. «Tendría que cambiar la mentalidad del mundo entero, hija». ¡Pobre de mí! ¡Pero
no debe sentir lástima por mí misma! ¡Qué te pasa!
He echado una ojeada a los papeles de los casos rumanos archivados por Baros, aun-
que Blue me pidió que me concentrara en el de Rahova, para después encontrar posibles
conexiones entre éste y los demás. Tengo que decir que Baros ha hecho un trabajo de in-
vestigación estupendo, meticuloso, y que estaba cerca ya del objetivo. Haré una relación
de este tema: el doctor Ion Rahova trabajaba como asesor químico en una droguería,
Farmadei, en la calle Mosilor, al sur de la ciudad. Esta droguería, asimismo, pertenece a
un grupo financiero llamado Seicorp, propiedad de un político de renombre, Stefan Da-
vid, diputado en el Senado por el partido PRMU (Partidul Romania Mare Unitari –Parti-
do de la Gran Rumania Unida–), y del que Rahova mismo era miembro. Daba clases
también el finado de Física Avanzada en la Universidad de Bucarest, y era integrante de
un grupo científico que apodaban «Libertatea», lo que le dio el derecho de ser proclama-
do como uno de los renombrados hombres de ciencia de la ciudad. Hasta aquí, la vida del
doctor era convencional, lo que puede esperarse de una mente igual a la suya. Ahora vie-
ne lo bueno, lo intrigante de la cuestión: entre las conexiones que Baros pudo relacionar
existe una que es más que evidente, todos los asesinados pertenecían al grupo científico
Libertad, que es como se traduce del rumano el apodo. Salta la pregunta en el aire: ¿Ha-
brían muerto por culpa de alguna de sus investigaciones? ¿Qué tan importantes eran és-
tas, tanto que les costó la vida? ¿Y por qué tuvieron que morir? ¿Quién los mandaría a
matar y por qué? ¿Y qué hay de sus quehaceres políticos? Habrá que inquirir en esto
también.
Tengo en mi mano los nombres de los finados, que detallaré a continuación en una
pequeña ficha: a) Eugen Oprea, biólogo molecular, graduado de la UCLA (Universidad
de los Ángeles, CA, EUA), profesor de la Universidad de Bucarest, miembro del PRMU;
b) Constantine Gaspar, físico (Universidad de Bucarest –UB–), profesor de la UB, miem-
bro del PRMU; c) Vasile Iorgulescu, bioinformático (Universidad de Cambridge, Inglate-
rra), profesor de la UB; d) Florin Nastase, astrofísico y profesor de la UB; Emile Cervini,
ingeniero en genética (MIT) y profesor de la UB; y el mismo Ion Rahova, del que hemos
hablado ampliamente. De todos ellos, pudimos Blue y yo sonsacar una cosa: solamente
Rahova trabajó para la empresa privada aquí en Rumania, extraño, dado el vasto currícu-
lo de los otros.
Habiendo sido todos miembros de un mismo grupo, el caso está ya a medio camino
por resolverse. Y como me dijo Blue, habría que ir al laboratorio de la Universidad, en-
trevistar a los encargados y sacar conclusiones de la visita. Además visitaremos, en el
caso de Rahova, la droguería, preguntaremos sobre el alcance de sus asesoramientos, y
por allí, a fuerzas, saldrá a colación la conexión que nos llevará a la solución del misterio.
Asiento con Blue en este punto, pero ¿y en el otro? ¿En el relato de los testigos acerca de
este supuesto balaur, esa bestia asesina que recorre la ciudad por las noches en busca de
sangre?, ¿existe o no? Por las muertes de estos científicos parece evidente que sí, que hay
una posibilidad de que exista, aunque ¿no suena acaso el rollo como a sobrenatural? ¡Y
en este mundo donde las leyes físicas naturales no pueden ser omitidas! Pero lo que vi-
mos en la morgue, los cuerpos de Rahova y su acompañante, un tal Calin Dinga, no pue-
de pasar desapercibido. Fueron rasgados como por un cuchillo de carnicería, o un mache-
te (para poner un ejemplo latino), cortados casi a la mitad por la garganta, salvo en el
caso de Dinga, a quien la bestia mató con saña y furia insólitas, desgarrándole la carne en
pedazos.
Yo hubiera omitido en este asunto macabro la figura del balaur, por su incoherencia
con la realidad, pero un motivo me fuerza a repensarlo: el testimonio del doctor Scott
Fraiser. Este hombre es un bioquímico que ha trabajado por años en Estados Unidos, y es
considerado una mente respetable en su campo. ¿Por qué habría de inventar la historia del
balaur? Y lo que es más interrogador: él desconocía por completo esta figura cuando arri-
bó a Rumania. Si hubiera sido el caso uno de neurosis de transferencia colectiva, pues
cabía la posibilidad de que fuera por esto, pero, definitivamente, era la primera vez que
nuestro hombre pisaba suelo rumano. Ahora bien, Blue me dice que el doctor Fraiser
mantenía un contacto permanente con el ingeniero Cervini, y es posible que éste le haya
rumoreado acerca de los últimos acontecimientos en el país, meses antes de morir, inocu-
lándole así la fantástica idea, que afloró en la mente de Fraiser una vez que, sólo y estre-
sado, llegó a tierra extranjera. Sí, cabe esa posibilidad. Tendré que entrevistarme con el
doctor Fraiser para llegar a lo profundo.
Bueno, las expectativas son prometedoras, y estoy segura de que los casos se resolve-
rán pronto. Mañana iremos a la Universidad de Bucarest y hablaremos con el encargado
del Laboratorio, el señor Hristov Tassus. Ya Baros nos facilitó los trámites. El asunto será
sencillo: le preguntaremos al hombre acerca del trabajo de los miembros del grupo, su
relación con ellos, y la hipótesis que él maneja en relación con lo sucedido a sus compa-
ñeros. Como dije, Baros, a pesar de mis celos, ha hecho un excelente trabajo, y las pistas
son más que obvias, aunque a ella se le haya enmarañado la cabeza. El comandante
Maior posee una perspicacia aguda, y pienso que intuyó que Baros había llegado a un
punto muerto con sus averiguaciones. Eso siempre pasa entre nosotros, y a veces es nece-
sario que un segundo venga a decirnos dónde estamos parados, aun cuando sabemos per-
fectamente qué tierra pisan los pies. Es como cuando buscas el lápiz por toda la habita-
ción habiendo olvidado que segundos antes te lo habías puesto en la oreja.
Por otra parte, me alegra acariciar la creencia de que volveremos pronto a Houston,
porque ya en México nos sería imposible vivir, aunque nada me haría más feliz en el
mundo que regresar a la casa de Ciudad Satélite. Por cierto, le escribiré a Hart pidiéndole
que recoja la estatuilla de mármol y que me la guarde en su casa, hasta que pase por ella
cuando acabemos aquí. Ya es hora de dormir. Hasta mañana, diario mío; algún día volve-
rás a hacer que mi corazón palpite, cuando las canas cubran mis mechones rubios.
20
Stefan David, el líder de las multitudes
«“M” mezcla en falso –en las manos, Zarrow o por extirpación, según las condiciones–
dos o tres veces. A continuación un corte falso acorde con el método de mezcla utilizado.
Reparte de nuevo cuatro manos de póker. Muestra el contenido de las tres primeras ma-
nos: NADA –normalmente, claro–. Ruega que lean la predicción y muestra su mano:
¡POKER DE OCHOS!»,
«¡Qué maldito dolor de cabeza!», se dijo Stefan, arrugando la cara, los dedos presio-
nando la dermis del cráneo. La noche la pasó en desvelos, atemorizado por la idea abru-
madora del balaur.
–Vamos, mi líder –le dijo el vicepresidente del Comité Central del PRMU, Chilia
Gusa–, es hora del discurso, y tiene usted la suerte de que la noche esté fresca.
Subió Stefan, tembloroso, al estrado de madera, que sus correligionarios habían man-
dado a fabricar en el centro de la Piata Romana, plaza que alberga algunos de los mejores
sitios turísticos de Bucarest. Tomó el micrófono; la gente vitoreaba, ondeando un sinfín
de banderines multicolores.
–Correligionarios –le falseó la voz, a la luz de los reflectores–, amigos de Rumania…
–tosió; tenía la mente bloqueada; Gusa corrió para ayudarlo, agarrando el micrófono.
–Al parecer nuestro amado líder Stefan David se encuentra indispuesto… –dijo, excu-
sándose; Stefan le arrebató la bocina, molesto, recuperado súbitamente.
–Podría empezar este discurso –dijo, en sus cabales, alzando la mano– rogándoles que
voten por mí –guardó un segundo de silencio–; podría empezarlo denostando al Go-
bierno, al Senado, fustigando la fofa actuación de los partidos de derecha o denunciando
las oscuras conspiraciones de la izquierda; ¿pero no sería esto un acto de desvergonzado
cinismo, cuando yo mismo formo parte de ese engranaje político? –miraba a la gente con
los ojos afianzados y la voz ronca–. ¡Oh sí, mírenlo allí, al héroe de Stefan, diáfano y sin
macula, enfrentándose él sólo contra esos tenebrosos poderes!
La multitud callaba, en suspenso.
–¡Pues no, mi gente, no! ¡No soy ningún héroe, ni muchos un salvador político! ¡Soy
un hombre común, como ustedes, embargado de temores y de preocupaciones que me
aterrorizan por las noches, y que me hacen pensar en cómo haré para salir adelante el día
siguiente!
La gente empezó a aplaudir con fuerza: «Estamos contigo, Stefan», vitoreaban.
–¿Creen ustedes que duermo tranquilo sabiendo que el crimen se ha apoderado de
nuestra ciudad y de cómo la violencia campea libremente en cada uno de nuestros ba-
rrios, matando a mi gente, imbuyéndola más aún en la miseria…? ¿Creen que puedo
dormir tranquilo en la espera de saber si seré yo el próximo en la lista del crimen? ¿Es
esto lo que nos depara la Libertad, por la que tanto luchamos? Muerte, violencia, miseria.
¡Yo digo que no!
»Creo en Dios, en las Tres Divinas Personas, en sus señales y favores, y que mejor
señal para nosotros que la del 25 de diciembre, el día en que nació el Salvador del Mun-
do, nuestro Cristo, ese preciso día en que recobramos nuestra libertad al liberarnos del
yugo comunista. ¡Qué mejor señal divina quieren, compañeros míos de Partido!
El ardor en la multitud se acrecentaba, y de entre ellos, algunos se arrancaban sus di-
jes icónicos, empuñándoles en el aire como prueba de su fidelidad.
–Convengan conmigo que Dios quiere mejores cosas para nuestra patria…
«¡Síííí!», gritaban los de abajo, eufóricos. «Los tiene en la mano», dijo Gusa, sonrien-
te.
–Y Dios ha sabido de mis temores, de mis preocupaciones –se aclaró la garganta–; y
me ha hablado en sueños, diciéndome: ¿Has comprendido a tu pueblo, Stefan? Velo allí
azotado por el crimen organizado, la falta de empleo, los bajos salarios, la enfermedad, y
ha dicho ¡basta! No sufrirán más.
«Stefan, Stefan, Stefan», aclamaba el populacho. «Te queremos, te queremos; tú eres
el elegido».
–¡Basta! –e hizo un movimiento rígido y autoritario–. ¡Esas fueron sus palabras! ¡Bas-
ta, basta, basta! ¡No más males para nuestra ciudad!
«Ahhhhhh», gritaba la gente, arrebatada.
–Sí –dijo con un aire de pobretón enriquecido, girando levemente la quijada–, sí, me
habló en sueños, aunque ustedes no lo crean. ¡Y dije yo aquella noche: ¿Señor, qué ha-
cer?! Ya conoces las respuestas, hijo, me dijo: «Libertad y Justicia». ¡Y ustedes ya cono-
cen también las proclamas de mi Movimiento: «Libertad y Justicia»! Libertad para crear
nuevas fuentes de empleo, que son los medios por los cuales nos llegará la riqueza, ¡a to-
dos!, me dijo mi Dios, porque he allí que la bonanza que gozan tus países vecinos, los
Estados Unidos, el Japón, se debe al poder de su libre empresa. Cualquiera puede poner
su negocio y hacerse rico, ¡cualquiera! –se limpió la boca.
«Stefan, Stefan, Stefan»
–Otra de las proclamas es la de Justicia, sí, justicia para meter en la cárcel a toda esa
sarta de criminales, vagos sin rumbo, demonios que luchan por desbaratar los planes del
Señor y de la Democracia, y que no hacen otra cosa que oprimir la libertad de nuestro
pueblo. ¡Habrá seguridad en nuestras calles, señores! ¡Lo prometo! ¡Y Dios está conmigo
para que pueda cumplirlo!
«¡Wiiiii! Stefan, Stefan, Stefan».
–Después de haber sido bendecido con este sueño, hice la proclama, mi Programa, en
el que propongo un nuevo orden político, económico y social. ¡Propongo que los ricos,
los pudientes que todo lo poseen, den a los que menos tienen, para que los últimos, sub-
vencionados, puedan llegar a tener la oportunidad de acceder a un capital barato con el
cual podrán instalar su propio negocio! ¡Eso es lo que Dios me ha mandado a decirles!
Esta vez el entusiasmo de la gente desbordó los límites, y sus gritos resonaban en los
lugares del derredor, en el interior de los restaurantes, como la Jaristea, donde los convi-
dados salieron a unirse a la fiesta política, o en el bar The Office, cuyos candelabros tinti-
neaban por los rugidos, ante los ojos expectantes de sus atractivas camareras.
–Me ha sido ordenado crear un organismo político-empresarial que deberá encargarse
de dirigir la economía nacional, que es un desastre, transformándola en una corporativa,
fuerte y pujante. ¿Quiénes pueden traer la riqueza a tu patria sino aquellos que saben
cómo adquirirla?, me ha preguntado mi Dios. Coge a los hombres de industria, aúnalos,
me dijo, y yo te prometo que haré de Rumania un país donde fluya a raudales la miel y la
leche. ¡Me lo ha prometido! Habrá mejores sueldos, mejores hospitales privados, mejores
proyectos de seguridad, ¡y hasta mejores partidos de futbol!
«¡Ehhhhhhh!». Gusa reía, alegre. «Muy bien, Stefan, ya estuvo; son tuyos».
–En nuestro Gobierno no se hablará más de política partidaria sino de resultados, re-
sultados económicos, palpables. ¡No más charlatanería barata, no más! Tengo los mejores
hombres conmigo, elegidos, hombres probados, que han tenido éxito en sus negocios.
¡Vean! –les dijo, y pronto un señor elegante y sonriente se puso a su lado; era el propieta-
rio de uno de los clubes de futbol de la ciudad, además de ser el poderoso zar de los in-
mobiliarios; le agarró la mano y la alzaron juntos–. ¡Aquí está Belinca!
«Belinca, Belinca, Belinca».
–No les pediré que voten por mí, no –dijo con aire melancólico–. Hoy gozamos de
libertad y dejaré que ustedes decidan por sí mismos.
«Ehhhhhhh» «Stefan votaré por ti» «Stefan te amo» «Stefan, Stefan, Stefan»
Stefan saludó a la multitud, que se alborozó hasta los cimientos, y abandonó el esce-
nario, sudando. Gusa lo esperaba en un rincón.
–Todo bien, mi líder; ¡es usted espectacular!
–Ya, Gusa –le recriminó; le sonó el celular; lo contestó–. ¿Alo?
–Señor David –le dijo la voz–, ¿qué ha pasado con la materia prima? La estuvimos
esperando ayer…
«El capital es el único ser inorgánico que se multiplica a sí mismo», se oía por el mi-
crófono gritar a Belinca. «¡Y el PRMU es el único partido que les multiplicará los goces
de la vida!»
–No sé preocupe, Dobre –le contestó Stefan por la línea–: se la haré llegar mañana –y
colgó el teléfono, disgustado; luego a Gusa–. ¿Has escuchado algo de Razvan?
–No; la última vez lo vi salir de la Casa del Partido al lado de Pita.
–¿Y no sabes para dónde agarraría?
–Ni idea, mi líder.
«¡Somos su única esperanza, pueblo rumano, los únicos que podremos sacarlos del
atolladero. Es como en el fútbol, si no tienes a los mejores hombres en la cancha, perde-
rás siempre ante otros superiores a los tuyos. No se engañen; no escuchen a aquellos que
prometen equidad y probidad, y lo primero que hacen cuando están en el poder es repri-
mir con odio a los pueblos que les dieron el voto. Pero no es así con nosotros, porque no
tenemos necesidad de mentir, porque confiamos en nuestra fuerza, porque tenemos recur-
sos (nuestras empresas lo comprueban), por tanto, no tenemos ya necesidad de poder, ¿y
para qué?, si ya lo tenemos todo. Lo único que queremos ahora es ayudar a este pueblo
que sufre, que llora sus desgracias por haber sido conducido por hombres ineptos y buró-
cratas corruptos. Reorganizaremos la economía, la política, ¡la sociedad entera!, en un
sólo organismo productivo», y los gritos de Belinca que se perdían en los oídos de la gen-
te, que escuchaba eufórica, exaltada, como un gigante entumecido de la cabeza pero ardi-
do por la emoción. «¡PMRU, PMRU, PMRU! ¡Stefan, Stefan, Stefan!», y se tocaban el
pecho con la palma de la mano.
21
Sonia
«El propio Simbad pudo dar con una descripción verdadera gracias a una suerte favora-
ble, y un razonamiento equivocado puede llevar, en ocasiones, a los pobres mortales a
conclusiones acertadas.»,
___
Cuando Sonia vio a Scott salir del laboratorio por la mañana sintió una leve depresión
en el cuerpo. Quizá le caía simpático el doctor, que era joven, brillante, rubio. Siempre
había sentido fascinación por los rubios como Scott o Popescu. Tassus habría entrado
unos minutos después por la puerta de vidrio, pidiéndole en el acto que volviera a revisar
unas hojas donde estaban anotadas las secuencias de ADN de una muestra rutinaria.
A cada mancha del marcador amarillo, con las que subrayaba los patrones secuencia-
les, se imaginaba a Scott en el justo momento que éste escuchaba el discurso de Tassus.
Se había sentido cautivada por la atención y seriedad que irradiaba su persona entera.
«Lindo nombre», le había dicho el doctor. «Ah, cómo quisiera que Popescu fuera así,
atento, solícito y brillante; mas no, es brutal, impulsivo y prejuicioso; en otras, siempre
anda calculando los pasos. No sirve nada más que para hacer el amor, y ya ni este funcio-
na; donde no hay correspondencia, no puede haber amor ni placer».
–Sonia –le dijo una voz vieja–, ¿en qué piensas tanto? Ve y prepárame una sopa.
–Voy –contestó ella–. Sabes algo, papá, hoy conocí a un doctor del extranjero que lle-
gó al laboratorio a visitar al ingeniero.
–¿Y? –preguntó indiferente el viejo Brudan.
–Bueno, que es un hombre amable.
–Ay, hija, conociendo tus gustos… A propósito, ¿sigues andando con aquel patán de
policía? ¿Cómo es que se llama?
–Ay, papá; ¡Popescu! Po-pes-cu…
–Pues el tipo me cae de la patada, eh… No sé cómo pudiste enamorarte de él.
Ni ella lo sabía tampoco. ¿Y cómo ocurrió aquello? Los primeros días creyó que sus
fantasías se habían hecho realidad cuando Popescu la sedujo con su atracción animal, ¡y
que le hubiera ocurrido a ella, la nerd de la universidad, la simplona, la anteojuda, era
para no creérselo! Él era impetuoso, enérgico, el tipo atlético de la escuela, y ella una de-
bilucha, una pan sin sal, a quien cualquier otra aventajaba con creces en lo físico, pero no
en inteligencia. Se había graduado con honores en química como la más apreciada de las
alumnas. A pesar de esto, antes de la llegada de Popescu a su vida, había sentido un vacío
oscuro en el alma, en su corazón. Nadie la había hecho estremecer como él, hacerla sentir
tan viva, tan humana. El cambio había sido radical, y mucho. Empezó a transformarse
físicamente, a usar faldas cortas, a cambiar los anteojos por unos lentes de contacto, a
maquillarse conforme a las revistas, a instalarse un dispositivo uterino, en una oración: a
ser una mujer apetecible, y todo esto sin que ella misma se diera cuenta, bajo el silencioso
influjo de su amado Popescu. Le agradecía a él por este cambio. Pero hubo igualmente
cambios no deseados: reducción en la libertad de expresarse como era ella misma, lo que
pensaba en verdad de las cosas, el de abandonar ciertos gustos, el de la lectura y el juicio
crítico antañones, por otros más animales, como el sexo. Pero esto no le desagradaba, al
contrario, le gustaba mucho… al inicio.
Y de a poco había comenzado a cansarse del carácter inescrupuloso de Popescu. Ya
no sentía el mismo fervor en la cama, que era la llave secreta del otro, ni encontraba en
éste ningún ideal de excelsitud como cuando la cortejó salvajemente la primera vez. Ella
quería algo más, buscaba ahora algo más que sexo, algo más que despatarrarse en la cama
chupándole el miembro o dejándose penetrar por el ano. Buscaba un ideal, un hombre
que la escuchara, que entendiera sus preocupaciones y descubrimientos, que riera con ella
feliz de ser su otra mitad, mejor dicho, su complemento, que apreciara las caídas de sol
mientras navegaban en una barca sobre las olas del lago, que se imaginara con ella cómo
serían ya de viejitos, que tuviera pues un halo de romanticismo aflorándole por encima de
la cabeza. Era lo justo. Quería alguien equilibrado, si no pensante por lo menos compren-
sivo. Y Popescu era todo lo opuesto, mucho músculo, todo él, egocentrista, pervertido,
vacilador, mujeriego, mudo enfrente de ella, si bien poseía una personalidad que exterio-
rizaba seguridad (cosa que odiaba de él) era un arrogante estúpido de primer orden. Sabe-
lotodo cuando no en realidad no sabía nada, en tres palabras, era un imbécil pagado de sí
mismo. La hacía vivir, imbuyéndola en excitaciones, pero no soñar, y en un mundo sin
sueños la vida es como la muerte, nula, aburrida, eternamente negra.
Necesitaba expresarse, decir lo que pensaba y lo que sentía, sin miedo ni burlas, ni
que la tomaran por loca, idearse mundos nuevos, ilógicos pero con sentido para ella. Po-
pescu jamás le entendería una sola palabra, porque estaba convencido de que cualquier
otra cosa fuera de sus juicios, que tomaba por inteligentes y sabios, no eran sino que ton-
terías, ideales pensados por algún idiota inválido, por un pendejo incapaz de hacer frente
a la vida, un marica miedoso que se refugiaba en su mente al no tener el valor de hacer
algo concreto por temor al fracaso. Y ese algo «concreto» para Popescu era el dinero, y
aquel que no lo tenía era un fracasado, porque el dinero es la mejor vara con la que se
puede medir el éxito de un ser humano. Sin él, no hay felicidad ni seguridad, no hay pro-
piedades, no se inclina la gente a tus pies ni te palmean el hombro, ni se ríen al verte lle-
gar. Sonia detestaba estos juicios de Popescu, por mentecatos, y sin embargo no lo podía
abandonar, pues ¿quién más la haría gritar en la oscuridad del cuarto, o dejarle ir unas
cachetadas en la cara cuando estaba molesto, haciéndola sufrir, sentir, vivir?
Pero ahora que veía a Scott un nuevo día había amanecido. No era pedante, sino agra-
dable; se interesaba por cosas más dignas que el dinero, que para ella era solamente pa-
pel, un maldito papel que a muchos hacía desgraciados al alejarles los pies del piso, cre-
yendo, como Popescu, que todo tiene un precio en la vida.
–Te noto rara –volvió a hablar Brudan, echándose un sorbo de sopa a la boca–. ¿Qué
tienes, hija?
–Nada, papá –le respondió Sonia, la cabeza inclinada–. Estoy en mis días.
–Ah, vaya –bajó la cuchara al plato–. ¿No estarás afligida por ese malandro de Popes-
cu? –le preguntó–. A mí no me gustan los policías, por corruptos. Pero a ti te aguanto
todo, hijita, todo, hasta esos desahogos ridículos que te hace pasar el tipejo ése que se
cree detective.
Sonó el timbre de la puerta. Sonia se levantó y abrió la puerta.
–Popescu –dijo, entristecida–. Pasa.
–No –le contestó el otro, apremiado–. Sólo venía a preguntarte una cosa.
Sonia ladeó la cabeza. Brudan se hizo el desatendido, sorbiendo la sopa.
–¿Es sobre Tassus? –le preguntó.
–Sí –le contestó el otro–. Me han dicho que Stefan ha mantenido conversaciones con
él. ¿Qué hay de cierto en eso?
–Pues no sé –le respondió Sonia, seca, molesta por la actitud escrutadora Popescu,
quien ni siquiera le había saludado con un beso–. ¿Qué es lo quieres de él? Es un hombre
bueno.
–A mí no me importa si es bueno o no –le respondió enrabiado–. Lo que quiero es que
sigas manteniéndome informado de todo lo que haga en el laboratorio, ¿me entendiste?
Sonia cogió el pomo de la puerta y le dio una cuantas vueltas, indignada. Ya iba a ce-
rrarla, pero entonces Popescu dijo:
–Discúlpame, linda, no quise ofenderte. ¿Me perdonas?
Sonia sonrió.
–Está bien. Ven, pasa.
–Lo siento, querida –dijo con aire afectuoso–. Acabo de salir de la morgue –peló los
dientes–, y he perdido mucho tiempo en el camino; estoy apurado porque tengo que salir
a investigar un incidente que ocurrió en las cercanías de Brasov. ¿Me perdonas también
esta grosería, amorcito?
–Si entraras tal vez te dijera que el ingeniero tuvo visitas hoy en el laboratorio –habló
Sonia conquistada por el encanto físico de Popescu.
–¿Visitas?
–Bueno, ¿entras o no?
–Vamos, cielo, dímelo, sí, que estoy muy urgido.
–Sólo por esta vez; la próxima no te la perdono.
–Por eso te quiero, mi bella –le acarició la barbilla.
–Pues que llegó el pastor Faina con un señor llamado Fraiser a la universidad. ¡Pero
no me preguntes para qué, eh, porque de eso sí que no sé nada! Te lo juro.
Popescu contrajo la nariz, ofuscado. Luego le cayó una llamada al celular. Lo abrió.
Era Muma. Le pidió un minuto a Sonia, y se recostó en la pared de afuera.
«Necesito los planos de construcción de la fábrica de Dragos», oyó por el parlante.
«¿Y qué, me has visto cara de ingeniero civil? Consíguelos tú; es tu trabajo», le res-
pondió, fastidiado. «¿Acaso se te hace tan difícil volar el edificio de Adrian en el Colenti-
na?».
Cuando Sonia escuchó los nombres de Adrian y Colentina pronto los empalmó con la
reconocida fábrica de Dendiu, que tantos recuerdos le traía a la memoria. Sintió una fea
contracción en el pecho.
«¡Si serás el asno más grande que jamás hayan escuchado hablar mis oídos,
Popescu!», le espetó el otro por la línea. «¿Cómo podría implosionar el lugar sin conocer
la ubicación de la entrada y las bases donde he de colocar los explosivos? Vete al Catastro
Municipal, ojete, y ¡consíguemelos tú! ¿Eres agente de investigación, no? Invéntate cual-
quier pretexto. Debería serte fácil. Si no lo haces, le pondré la queja al Estigia».
«Está bien», dijo Popescu. «Ahora, ¡largo, imbécil!», y colgó el teléfono. Se volvió
hacia la puerta, que tomó del borde, sonriendo falsamente.
–¿No supiste entonces qué fue lo que trataron, querida? –dijo retomando la plática
con Sonia.
–No; llegué tarde, cuando ya se despedían –le contestó, sumisa, un tanto nerviosa.
–¿No viste ni escuchaste nada?
–Mira, Popescu, ¿por qué siempre andas preguntando tanto? No vi ni escuché nada –
se sentía ya desesperada de su presencia.
–¿Y no dejaron nada alrededor que pudiera dejarte una pista de qué fue lo que estu-
vieron haciendo?
–Que yo recuerde, nada. Llegué, limpié los instrumentos como de costumbre, y luego
vi que se marcharon por la puerta. Es todo.
–¿Es todo?
–¡Sí! ¿Acaso quieres que te nombre cada uno de los instrumentos del laboratorio? –
luego en forma sarcástica–: Bueno, tenemos probetas, tubos de ensayo, morteros, balan-
zas, capsulas de Petri, micrótomos, un microscopio electrónico, ¡ah, se me olvidaba!, y
varios cilindros de óxido nítrico, además de pipetas de succión. ¿Satisfecho?
Popescu contenía la ira, los ojos rojos, y sin emitir comentarios, se giró, dejando a
Sonia con la palabra en la boca.
Ésta arrojó la puerta de un sólo envión. «Te odio, te odio, Popescu, te odio», masculló
entre dientes, con lágrimas en los ojos. «Un día de estos me voy a armar de valor y te
abandonaré; lo prometo. Te llevarás la sorpresa de tu vida».
–Ya ves que te dije que ese hombre era un completo idiota –le dijo Brudan, casi a gri-
tos, irritado por la ceguedad de la hija–. ¿Qué es lo quería ahora el tonto ése? –la tomó
del codo–. ¿Tassus? Es tu jefe, el del laboratorio, ¿verdad? ¿Qué le importa a Popescu lo
que hace tu jefe? –la soltó, iracundo–: ¿Y por qué te interrogó tanto?
Sonia no halló qué decir, y acorralada, sin querer comprometer el nombre de Tassus,
habló:
–Es que un amigo de Popescu piensa ir a visitar a Adrian al Colentina. Por negocios,
creo.
El viejo Brudan al escuchar aquello sacó a relucir su ojo avizor. Se levantó de la
mesa, cogió el abrigo, metió lápiz y papel en el bolsillo, y se enfiló hacia la puerta.
–¿A dónde vas, papá? –le preguntó Sonia, preocupada.
–¡A despejar la mente! –le gritó–. ¡Ah, las mujeres! ¡Quién las entiende! Si les das de
todo, se sienten mal y aburridas, pero si les das de palos son más felices que una gata ron-
roneando sobre la almohada. ¡No sé qué diablos le has visto a ese detectivillo bruto!…
¿Y qué es lo que tiene ese tunante de bueno? –preguntó, ingenuo, la frente hinchada, sa-
liendo por el resquicio, arrebatado.
Sonia gimió, tocándose el vientre, mareada, corriendo hacia la lobreguez de su cuarto.
22
La devastación de Brasov
___
Habían pasado dos horas desde que Baros dejó a los agentes en el hotel, luego de
abandonar juntos la morgue. Ya el sol se ocultaba, y la ciudad se cubría de una fina nebli-
na, que ocultaba en parte los bosquecillos de los parques recreativos creados alrededor de
los lagos; conducía cerca de uno de ellos, el Parque Tineretului, el trazado por Valentin
Donose, aquel mago que diseñó la mayor parte de las áreas de esparcimiento de la zona
sur de Bucarest. Mientras lo recorría, desde la carretera, vio en la parte sureste del parque
un rótulo fosforescente que decía: «Oraselul Copiilor», o lo que es lo mismo, la "Ciudad
de los Niños", donde por las tardes éstos suelen jugar alegres, correteando en torno a todo
tipo de juegos lúdicos.
–Ciudad de los Niños –se dijo, riendo–. ¿Cómo será tener un hijo? O sea, parirlo y
criarlo –echó la cabeza en el almohadón del asiento–. ¡Pero en qué estoy pensado! Si
apenas me sostengo y aguanto yo misma, no digamos a un bebé… –apretó el timón con
aplomo; luego se enterneció–… a un bebito lindo, de brazos y manos gorditas… ¡Ya, ya!
Pareces una loca hablando contigo misma. ¡Olvídalo!
Pero las imágenes no cesaban de rondar por el cerebro. «Es que no puedo», se decía.
«No tengo tiempo…, el trabajo…». Un ruido la sacó de lugar. Se alteró. Era el celular.
–¿Aló?
–Soy Maior, Baros; necesito que vayas ahorita a la periferia, exactamente a la inter-
sección que conecta Ilfov con Brasov.
–¿Qué ocurre?
–Al principio creíamos que se trataba de un accidente de tránsito, masivo, tan comu-
nes en estos días en que todo mundo tiene carro, pero al parecer…
–¿Qué? No le entiendo, comisionado.
–Que te apersones al lugar, por San José. Investiga a cabalidad de qué se trata esto,
pues a mí tampoco me han explicado con claridad. Al parecer hubo un accidente de tráfi-
co tremendo, pero las declaraciones de los testigos dicen otra cosa. ¡Yo no entiendo! Ha-
blan de algo sobrenatural… ¡del balaur ése! Yo qué sé. ¿Dónde estás ahora?
–En el sur, cerca del Tineretului.
–Pues condúcete hacia el norte, a Brasov. Y mañana quiero un reporte de lo que in-
quieras esta noche, ¿entendido? No llames a los agentes de la Interpol; llévalos mañana;
saca tú misma las conclusiones que se te presenten; cuando ellos pregunten, que no te
agarren desprevenida, ¿de acuerdo?
–Entendido, comisionado.
Baros llegó al poco tiempo, y había restos de luz todavía; se asombró: el desastre era
descomunal.
–Para un mal, otro –escuchó.
Al voltear se topó con Popescu, que reía con evidente enfado.
–Sí, para un idiota, un sabio.
Popescu cerró la mano.
–Atrévete –le dijo–. ¿Tú qué me crees? Una Sonia tontita.
Popescu le arrancó el parabrisas del auto.
–Vas a pagarme este daño –le dijo Baros con firmeza, descerrajando su Beretta–. Im-
béciles como tú son los que ponen en mal a la policía entera. ¡Ve a esculcar piojos a otro
lado, pendejo!
Popescu retrocedió descubriendo su risa macabra, como si tuviera un mondadientes
en los caninos, sacándole el dedo de en medio.
Baros empezó a caminar por entre los escombros. Pronto encontró los trazos amarillos
de spray que esbozaban figuras humanas. «Uno, dos, tres, cuatro…». Empezó a inspec-
cionar los camiones: las cabinas destrozadas, los contenedores, volcados; cilindros frag-
mentados por la mitad.
–¡Pero qué diablos! –exclamó al ver cientos de cilindros divididos por la mitad–.
¿Quién podría haberlos desgarrados de esta manera? ¡Por Dios, esto es inaudito! ¿Y de
qué estaban cargados por dentro? ¿Gas inflamable? Si ese hubiera sido el caso, estarían
todos reventados y el lugar prendido en llamas.
Echó un vistazo a las cabinas, por dentro. Estaba confundida. Entreveía, en el interior,
la mano depredadora, furiosa e implacable, del monstruo que la había atacado en el cam-
posanto.
–Rotas y abiertas por arriba. ¡Un segundo! ¡Hay sangre en las crestas, en las moldu-
ras! ¡Dios mío, a qué me estoy enfrentando! Los motoristas fueron sacados por estas bre-
chas y aventados a la carretera como si fueran muñecas de trapo.
Se le acercó un agente de la policía científica.
–¡Ah! Hola, Orban; ¿y los cuerpos? –le preguntó.
–En la ambulancia.
–¿A qué horas sucedió esta calamidad?
–Fuimos avisados en la madrugada, a las cuatro, por alguna gente angustiada, de las
que salen a comerciar desde temprano. Por la descomposición de los cuerpos, creemos
que fue entre la una y las dos de la mañana.
Se aproximaron a la ambulancia; la abrieron. Un hedor fétido les alargó la cara.
–El cuello… –le señaló el forense–; los tomaron por el cuello, suspendiéndolos en el
aire… Aquí están las marcas… Fue con una especie de objeto punzante, puesto que las
heridas muestran que las garras… –titubeaba–; no se me ocurre pensar en otra cosa… Lo
cierto es que al parecer fue utilizada una especie de manopla de acero en la ejecución…
–¿Manopla de acero?
–Cómo te digo… ¿Has visto alguna vez las películas de Freddy Krugger? Las manos
filosas, pero no tanto, ya que se pueden asir objetos con ellas. ¡Algo así!
–¡Freddy Krugger! ¡Por Dios, Orban!
–Y aquí no acaba el asunto, Baros.
El forense jaló un cuerpo de la camilla y lo expuso a la vista de Baros. Ésta se arrodi-
lló para captar mejor lo que el forense le diría.
–Ves los intestinos por fuera.
Baros espiró con fuerza.
–Se debió a que la piel fue sometida a una acción cortante de gran presión.
–Es decir que los cortaron con una hoja de arma blanca.
–Así es.
–¿Pero no me habías dicho que se trataba de un objeto punzante?
–Por eso te puse el ejemplo de Krugger. ¿Cómo explicarlo? Yo podría decir que se
trata de una manopla de acero, roma en las bases y filosa en las puntas. Una mano con
dedos metálicos.
–¡Santísimo! –Baros se irguió bruscamente, e hizo un ademán de alejamiento.
–Las sorpresas no acaban todavía –siguió el forense, acomodándose la mascarilla–.
Pon atención –agarró un brazo del cadáver y empezó a blandirlo; ondulaba–. Quebrado.
Baros, aterrada; sus fuerzas la abandonaban. «No puedo seguir viendo esto», se dijo,
pensando en la suerte que tuvo de haber salido en aquel enfrentamiento.
–Y en los demás cadáveres que hemos examinado –dijo el forense–, la mayoría de las
extremidades se encuentran resquebrajadas; algunos presentan fracturas y traumatismos
en la zona craneal, el esternón, las caderas…
–Esto va en contra de toda lógica –murmulló Baros. «Mis deducciones calzan una con
otra. Es el balaur. ¿Pero cómo cobraría vida una criatura así?», pensó.
–Voy a darte una hipótesis de lo que ocurrió, agente Baros –continuó el forense–.
Aunque… ¡te va a sonar ilógico, hasta estúpido!, pero ya tienes las evidencias enfrente.
Baros convino.
–En realidad, no hay ningún testigo que haya presenciado directamente el incidente;
los que han hablado, relataron lo visto horas después de la acción, y han machado este
desastre a la actuación del balaur, y yo no me atrevo ahora a negarlo.
Baros quedó petrificada. Orban le pidió que lo siguiera mientras le hacía la recons-
trucción de los hechos:
–Supongamos que existe el balaur –dijo, quitándose la mascarilla–, ¿sí? –Baros cerró
los ojos, como afirmando–. El caso es que este engendro subió al techo de la cabina,
rompió el metal con sus inmensas garras, sacó al conductor y lo aventó, despedazándolo
cuando éste caía en el aire.
Baros pálida, temblorosa, bloqueada.
–Eso explica las marcas en el cuello, la sangre en las molduras, los cortes abdomina-
les y de pecho, y los huesos fracturados del cuerpo que, lógicamente, sucumbieron al caer
contra la dureza del pavimento. Suena descabellado, lo sé, de película nada más, porque
en las novelas nunca lo he leído… –rió tímidamente, ante la perplejidad de la otra–. Pero
no explica una cosa –este último comentario la trajo a la realidad–. Sí, no explica lo otro.
–¿Lo otro?
–Sí: la destrucción de los cilindros de Óxido Nítrico.
–¿Óxido Nítrico?
–Veo que no has entendido nada, Baros. Los cilindros destruidos que están desparra-
mados en la calle contenían óxido nítrico, un gas común que se utiliza con bastante fre-
cuencia en la industria química y farmacéutica.
Ésta se contuvo.
–Sé que esto ya no es de mi incumbencia, pero me pregunto: ¿habrá sido ocasionada
esta destrucción para impedir el acarreo de los cilindros de óxido nítrico a la ciudad veci-
na, a su industria farmacéutica? Recuerda que en los otros casos estuvieron involucrados
científicos dedicados a esta rama. Es lo único que se me ocurre, ¿no te parece?
–Deberías estar en mi puesto, señor forense Orban –le dijo con amargura Baros, pues
hasta ahora, desde que había llegado, las cosas le habían sido aclaradas perfectamente y
no precisamente de la manera que a ella le hubiera gustado–. Tienes una capacidad de
deducción sorprendente. Gracias por haberme abierto los ojos.
–De nada –dijo el otro con modestia, tendiéndole la mano y alejándose del lugar–. ¡Te
enviaré el informe al mediodía! –le gritó desde la ambulancia. Baros le alzó la mano,
consintiendo.
De pronto se le acercó Popescu.
–¿Ya caíste en la cuenta? –le dijo, carcajeándose, tomándola por ingenua–. Me ima-
gino que te lo explico el forensillo aquel que se las tira de detective –y quiso darle una
palmada en la espalda.
–¡No me toques, majadero! –le espetó Baros, enfurecida–. ¡Lárgate, lárgate, demonio!
–¿Demonio? Ja, ja… El demonio eres tú con lo fea que eres, tanto que ningún hombre
se atreve a llevarte a la cama. Ja, ja… ¡Demonio! ¡Vaya que si eres un demonio horripi-
lante! ¡No logró imaginarme la clase de hijos que parirás algún día, si es que podría exis-
tir un hombre con agallas para cortejarte! Ja, ja… ¡Prueba con el balaur, ja, ja, si es que lo
encuentras…!
Baros se tocó el cinto, pero echó a correr, lastimada, conteniendo las lágrimas, con la
imagen del gran rótulo del parque Tineretului descubriéndosele en la mente. Entró al
auto; se desahogaba. Popescu sabía cómo cobrárselas siempre. «Ha hablado el imbécil de
hijos», se dijo, gimoteando. «¡Nadie se mete con mi hijo, nadie! », gritaba, golpeando el
timón, y pronto se figuraba cargando un bebé que reía limpia e ingenuamente bajo unos
ojos grandotes y luminosos. «Lo que me has dicho hoy, Popescu, lo apuntaré en el hielo,
¿oíste?, lo apuntaré en el hielo».
Arrancó el auto y se dirigió a casa, sintiéndose la más fea y desgraciada de las muje-
res, sola, con el alma rajada hasta los cimientos.
23
Baros y Scott se hacen amigos
___
25
El heroísmo de Razvan
___
La noche en que Baros y Scott se hacían los mejores amigos, Razvan, al lado de
Adrian y luego de percatarse de aquel rostro y su semejanza con el del finado Cervini, no
quiso seguir encerrado en aquel edificio del Colentina, y pidió a Adrian salir del lugar,
diciéndose, casi alienado, que jamás hubiera creído que, a su edad, llegaría a ver tales co-
sas: máquinas humanas y muertos salidos de la tumba, o escuchar crudas teorías acerca
del funcionamiento de la vida. Adrian Dendiu le había dado duros golpes a su perspectiva
política. ¡Un joven de treinta años que se atrevía a explicarle las cosas de la vida a un vie-
jo guerrero como él, y no sólo a explicarle sino a demostrarle con hechos lo que ocurría
en el presente y lo que pasaría en el futuro! De pronto se sintió muy viejo, desfasado.
¿Era tiempo ya de abandonar el barco, de volver a ceder el puesto a los jóvenes? ¿En
dónde quedaría su sueño de niño? ¿Y su aspiración de llegar a ser presidente de Ruma-
nia?
Adrian supo de la fuerte impresión que le había causado a Razvan, y lo acompañó al
parqueo, dejando a Pita en la sala de ensamblaje.
–Presidente Razvan –le dijo con plante humilde y amigable–, siento mucho que se
marche con tanta premura. Me hubiera gustado terminar mi discurso, para que se enterara
de mis proyectos, de mi convicción política.
–Discúlpeme, Adrian –le contestó–, pero tengo una entrevista con los líderes de comi-
tés locales, en el Ateneo Rumano. Ya ve que las elecciones están a la vuelta de la esqui-
na… Pero habrá tiempo para escucharlo más adelante.
–Por cierto, ya que habla de comités locales y del Ateneo, ahora recuerdo que tengo
un viejo amigo que vive cerca de ahí, contiguo a la Catedral, en la Strada Stirbei Voda…
El viejo Víctor Brudan… ¿Usted tomará la calle Mosilor y luego el bulevar de Balcescu,
supongo?
–¿Brudan?
–Sí; ¿lo conoce usted?
–Claro –dijo Razvan, satisfecho–, claro que sí. ¡Ah, el gran Brudan! Juntos trabaja-
mos en la preparación de un congreso clandestino allá por el 85’ cuando aunamos la ideo-
logía de las fuerzas opositoras del país preparándolas para la Revolución. ¿No me diga
que lo conoce usted? ¿Cómo?
–Brudan fue amigo de padre.
–Brudan amigo de Alexandru, el «Químico»? –al momento se dio cuenta Razvan de
que, al mencionar el apodo, Adrian contrajo los músculos de la cara.
–Sí –contestó el otro–; su hija hizo la práctica doctoral aquí en la fábrica. Era una chi-
ca rara entonces, de las de su tipo, Sonia, creo que se llama. Aunque últimamente el viejo
dice que ella cambiado muchísimo… Al parecer por influencia del novio, je, je…
–Por supuesto que me acuerdo de esa niñita. Siempre fue así, huraña… ¿Y mantiene
usted viva esa relación de su padre con Brudan?
Adrian sonrió.
–Claro; los que fueron amigos de mi padre, son amigos míos también. Aunque ya días
no hablamos, je, je… El viejo Brudan dice que pasa más a gusto en casa que en la calle.
–Vaya. Haré lo posible por visitarlo. ¿En dónde me dijo que vivía? Ah, en la Strada
Stirbei Voda. Bueno… debo marcharme.
–Le ruego, presidente Razvan, que tenga consideración de mí. Siempre le he sido in-
condicional, aunque nunca lo supo usted; ahora sé, por desgracia, que he cometido un
error al no haber corrido el velo desde el principio. Perdóneme. Con todo, estoy dispuesto
a apoyarlo hasta el final.
Se vieron a los ojos fijamente.
–Está bien –le contestó Razvan, impersonal–. Tomaré en cuenta sus palabras… –en-
cendió el auto–. Es que lo que usted hace allí adentro… no sé… Me parece que algo no
funciona como debiera…
–A usted muchas cosas le parecerán extrañas, presidente, pero se debe más que nada a
una apreciación tecnológica mal interpretada, o acaso hasta desconocida. Lo suyo es la
política campechana, las calles, el contacto con la gente, el ardor en la sangre; lo mío, en
cambio, es la ciencia, los instrumentos silentes, la frialdad del pensamiento y la rigurosa
estructuración de los métodos. Sin embargo, la meta que ambos deseamos alcanzar, que-
rido presidente, es una sola, la misma, aunque los medios que empleamos son diametral-
mente opuestos. Tenga plena confianza en mí, como yo en usted, y pronto habrán cam-
bios importantes, y mejores, dentro del Partido. ¿Quiere la salida de Stefan? La tendrá; se
lo aseguro. Tengámonos confianza, por sobre todo.
–Hablaremos luego –le respondió Razvan, que manejaba el auto en reversa–. Adiós.
Tomó el bulevar del Colentina y subió pasando por Obor, para conectarse con la arte-
ria de Dacia, justamente en dirección a la Piata Romana. Pensaba, ¿qué es lo que pretende
Adrian con sus robots? ¿Emplearlos como herramientas para que hagan nuestro trabajo
domestico? La idea no es del todo descabellada y es funcional. ¿Pero cómo presentarlos a
la gente? Tal como se presenta y vende un artículo normal, una lavadora por ejemplo, sí,
¿acaso no es ésta un robot? Me gusta la idea, me gusta. Sin embargo… ¿bajo el control de
quién estarían? Adrian (creo, pues no me lo dijo directamente, pero lo deduzco) pretende
que estas máquinas estén supeditadas bajo el control del gobierno, el que establecerá las
normas de creación y utilización de los mismos. Eso está bien, incluso es hasta previsor,
pues ¿quién no podría pensar que tales artefactos sean utilizados para propósitos omino-
sos? ¡Robotizar a la Rumania entera! ¡Qué ideas las de los jóvenes de hoy! En mis tiem-
pos ni siquiera pensábamos en tales cosas. Será por esto que quizá Adrian tenga razón: no
sé reparar en los detalles. Es cierto. Soñé con liberar a mi pueblo de la dictadura, pero no
les dije cómo y en qué debían emplearla. Generalicé; cosas de juventud. ¿Pero quién soy
para decirles a los demás lo que deben hacer con su libertad? Y sin embargo, este libera-
lismo mío hizo que el país se atacara a sí mismo. ¡Qué desgracia!
Una calle antes de llegar a la Piata Romana, en la calle Dorobantilor, se detuvo, aler-
tado por un millar de ovaciones en boca de gente eufórica. «PRMU, PRMU». Era el
nombre de su partido, pero no se alegró. Sabía que era uno de los mítines de Stefan. El
que daba el discurso era Belinca.
–¡Sí, compañeros, nos espera una nueva era triunfal y redentora! Todos los miembros
del partido serán amos de su propia vida, de su patrimonio, ¡de una empresa! ¿No me
creen? Soy un ejemplo viviente de lo que está por venir, de lo que Stefan les ofrece. Y
éste me ha preguntado, “Belinca, ¿cómo podemos hacer que nuestra gente sea igual noso-
tros?” “Haciéndolos empresarios”, le dije. “¿Pero cómo, quién se encargará de barrer, de
limpiar los baños, de atendernos la casa o de hacer los cómputos por nosotros?” “No lo
sé”, le contesté. “Creo que sé cómo remediar esto”, me dijo. “Lo haremos como a la anti-
gua, usaremos servidores”. “¿Servidores?”, le pregunté extrañado. “Sí”, me contestó.
“Ayudantes corporativos, seres no humanos, aunque lo parezcan, que harán las tareas por
nosotros, en nuestras casas, en nuestras empresas. La era de la manipulación genética nos
da esa ventaja”. “¿En nuestras empresas?”, le pregunté. “Imagínate los bajos costos de
producción, ventas y administración. Serán las empresas más rentables del mundo”… Sí,
cómo cuando nuestros equipos de futbol ganan títulos gracias a que los mejores jugadores
juegan por nosotros!
La multitud calló. «¿De qué hablas, Belinca?», preguntó una voz airada; enseguida
pulularon una después de otra, hasta convertirse en un demoledor rumor de descontento.
Razvan rió. «Qué discurso más estúpido».
–¡Hablo de su futuro! –gritó Belinca, autócrata–. Hablo de que ustedes serán los ver-
daderos romanos de nuestra era, los conquistadores de naciones, los creadores de un sis-
tema político y económico jamás visto. ¡Vivirán libres del trabajo, porque habrá otros que
lo harán por ustedes! ¡Gozarán por primera vez en siglos de una verdadera riqueza eco-
nómica y existencial!
«Eso es antiético», dijo una voz dentro del populacho. «Eso es llama esclavizar al
prójimo».
–¿Antiético? –se preguntó Belinca recorriendo el estrado–. Les diré lo qué es antiéti-
co. Antiético es que ustedes no aprovechen los adelantos de la ciencia para generar su
propia riqueza o para que su equipo no gane en la cancha, volviéndose así en perdedores,
no por ignorancia sino por pusilanimidad. Eso es antiético, porque ¿qué fin tiene la cien-
cia si no es para que gocemos de bienestar y plenitud victoriosa? Se sacrificaran vidas, es
cierto, pero no las nuestras, sino la de seres artificiales que nada tienen que ver con noso-
tros. ¿Acaso es antiético que este micrófono me amplifique la voz? ¡No! ¡No! Y eso es lo
que quiero que entiendan ustedes. ¡Por Dios! ¿Quieren llegar a ser ricos y poderosos?
¡Pues que salga de ustedes, de adentro de su corazón, ese espíritu guerrero y conquista-
dor!
El gentío guardó un minuto de silencio. Segundos después, un grito unísono se dejó
escuchar por toda la plaza. Hombres y mujeres se golpeaban el pecho.
«PMRU, PMRU, PMRU».
Razvan abrió mucho los ojos. «Son exactamente las palabras de Adrian…». Un frío se
apoderó de su cuerpo. «Esto hay que detenerlo, hay que detenerlo; qué clase de vida nos
espera».
Subió al auto, nervioso. «Ya veo el lineamiento», se dijo. «Por todos lados veo auto-
cracia, absolutismo, esclavitud. Si antes, en el comunismo, la policía secreta y los dogmas
nos oprimían, hoy por hoy nos enfrentamos a otro tipo de dictadura: la de los oligarcas,
que se aferrarán al poder con la ayuda de las máquinas, “con los servidores corporativos”.
¿Y yo qué puedo hacer? Como presidente del partido, expulsar de él a estos tiranos em-
baucadores. ¿Y qué lograría con esto? Que se vayan y edifiquen otro más fuerte y pode-
roso. No les hacen falta recursos. ¿Y entonces, qué estrategia tomar? ¡Por Dios, no lo sé!
»¿Pero la gente por qué les sigue el juego? ¿Por qué, si ella es la que sale perdiendo?
Sin duda tendrá que ver con la desesperación en la que está imbuida a causa de la pobre-
za, que la ciega. Ve un futuro prometedor a corto plazo, incapaz de captar las verdaderas
intenciones de personas como Stefan, Belinca y toda esa sarta de vampiros mercantiles.
La esclavizaran a largo plazo, la oprimirán. ¡Dios mío, dame fuerzas para salir avante en
estos momentos de locura y consternación!».
Y de verdad que la necesitaría. De pronto una bola de luz pasó velozmente por arriba
del techo del auto, dejando tras de sí una estela de viento y zumbido vibratorios que es-
tremecieron las hojas de lirio y castaño plantados al margen de las aceras. Sacó la cabeza
por la ventanilla y lo siguió con la vista: iba en dirección a la concentración partidaria.
Frenó, dio media vuelta y aceleró a fondo. Llegó justamente cuando el ente se posaba por
encima de la multitud, que lo veía, algunos con asombro, creyendo que era un espectácu-
lo circense, pero otros con terror, pues desconocían la naturaleza del artefacto.
«Los servidores corporativos», gritó uno de la muchedumbre, señalándolo. «¡Es un
robot!». Todos empezaron a celebrar. «Eeeeehhh». El ente se sostenía silencioso en el
aire. «Stefan, Stefan, Stefan, Belinca, Belinca, Belinca», empezaron a gritar con fuerza.
Razvan, que presentía una horrible tragedia, se abrió paso y subió al estrado, sudoro-
so. Belinca se sorprendió al verlo.
–¿Qué hace usted aquí, presidente? –le dijo con tono molesto.
–¿Y Stefan? –preguntó Razvan y se metió atrás del telón.
Al instante apareció David.
–¿Ya vio lo que cuelga allá afuera en el aire? ¿Es eso suyo? ¿Es un truco de magia?
Stefan lo vio, turbado. No sabía de lo que hablaba Razvan y, en forma automática,
salió a inspeccionar, apareciendo juntos en el estrado.
Apenas puso un pie en la tarima, la gente empezó a gritar, ovacionándolo; alzó la vis-
ta, y entonces se dio cuenta de que aquel artefacto se le arrojaba con gran presteza. Tomó
a Razvan del brazo, escudándose en él, pero jalándolo, corriendo en pos de la cortina. El
ente robótico cayó del cielo como un halcón peregrino, en picada, y arrancó el telón en
una embestida, ante la estupefacción de la gente, que comenzó a gritar, aterrorizada.
Subía y bajaba, dejándose caer sobre la plataforma, en colisiones impresionantes, asti-
llándola a golpes de maza. Algunos dirigentes, en su bien pagada soberbia, quisieron
oponérsele, pero éste los tomó del cuello, suspendiéndolos en lo alto y aventándolos con-
tra la multitud dispersa.
Stefan corría junto a Razvan y Belinca en dirección al bulevar Ana Ipatescu, cuyas
aceras hacían de parqueo, evadiendo los fragmentos que habían quedado de la célebre
Statuia Lupoaica, la escultura donde aparece una loba amamantado a Rómulo y Remo,
los míticos fundadores de Roma, cuando el ente los detectó; se les abalanzó con rápida
frialdad; a un metro de distancia de Razvan, que parecía ya cogido de la cabeza, sin pre-
vio aviso, una figura monstruosa cayó, milagrosamente y sin saber de dónde, encima del
robot, que se desplomó en estrépitos por el pavimento del bulevar, arrastrando al otro
consigo y chocando contra los autos que bajaban por la vía. ¡Bum, bum! Más bumes y
chirridos metálicos, humo, heridos saliendo de las cabinas, gente enloquecida que clama-
ba horrorizada en medio de la avalancha de hierro que se derrapaba con violencia por la
avenida. Se detuvieron, uno lejos del otro. Se erigió el ente y, levantando un auto que
arrojó por los aires, se enfrentó al monstruo que lo atacaba. Éste, que gritó rapazmente,
saltó varios metros, dando una patada al vehículo, y se le encimó con furia asesina. Nin-
guno se intimidó, y el primero saltó también empuñando las manos, sacando sus grandes
garras. El choque fue brutal, tanto que, al expandirse la onda, dejó boquiabiertos y ensor-
decidos a todos en el lugar. Ambos cayeron noqueados en el pavimento.
Razvan, al otro lado del bulevar, introducía a Stefan en la limusina; el robot logró
percatarse de esto, y quiso volver a alzarse, pero el balaur lo cogió de una pata, jalándolo
y estrellándolo contra el piso, mientras gritaba furioso y ardido. El otro le dejó ir un zar-
pazo, que hirió a su contrincante, que no lo soltó y arremetió sacudiéndolo más contra el
pavimento. Cuando el auto había arrancado y escapado rumbo a la plaza Victoria, al nor-
te, donde bajó por la Strada Buzesti, directo al Palacio del Ministerio de Transporte, en
busca de protección, los dos seres diabólicos luchaban todavía, pero ya debajo de la pla-
za, por el bulevar Balcescu, al sur; rompían lo que había a su paso, coches, ventanales de
tiendas, fuentes de agua; abrían boquetes en los edificios, y derribaron tres columnas de
las ocho que luce orgulloso el frontis del Ateneo, perdiéndose a golpes en la oscuridad de
la noche.
26
¿Quién dice que los viejos no saben de espantos?
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27
Eugenetics Industries
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Stefan rabiaba de ira. Llamó a Zamfir por el teléfono, para que lo pasara recogiendo.
Abandonó el Ministerio sin despedirse de Mitrea, echándole fuego a Razvan con la mira-
da, quien lo retó con una elevación de cabeza.
–El centro de la ciudad está sumergido en una completa desolación –le dijo Zamfir,
turbado–. La prensa dice que…
Éste cerró los ojos, sobándose la frente con las manos abiertas. Suspiró hondamente.
–Ayer hubo un ataque… –le dijo.
–¿Un ataque? ¿A usted, como dice la prensa?
–Sí; a mí –dijo casi en un murmullo–. A mí.
Zamfir, pasmado, detuvo el auto.
–¡No se detenga! –le gritó Stefan, encolerizado por la acción–. ¡Maldita sea! ¡Arran-
que!
El auto volvió a andar.
–Discúlpeme, señor Stefan –siguió Zamfir, nervioso–. ¿A usted, realmente, por qué?
¿Qué motivos?
Stefan David se acomodó en el asiento.
–Necesito que salgamos de la ciudad, Zamfir…
–Salir de Bucarest. ¿Hacia dónde?
–A los Montes Metálicos.
–Pero, señor Stefan… Eso está más allá de la jurisdicción de Ilfov, y a no sé cuántas
horas de la ciudad… Yo tengo un apartamento cerca del Parque Floreasca, al norte de la
ciudad…
David posó su mano en el hombro.
–Es la hora de la verdad, amigo mío –le dijo con un atisbo de humildad resplande-
ciéndole en los ojos.
–¿La hora de la verdad?
–Sí –le dijo, con rigor–. Los que no están conmigo, en mi contra están –y por primera
vez el tono de su voz tomó aquella modulación metálica y profética que tanto amedrenta-
ba a sus subalternos.
A Zamfir le tembló el cuerpo.
–Yo le he sido leal, señor Stefan –dijo, apocado–. Y usted lo sabe.
–¿En serio? –le preguntó el otro, sonriendo para sí–. Entonces demuéstremelo. Venga
conmigo.
–Usted no debe guardar dudas acerca de mi lealtad, señor –le respondió, ofendido–.
He hecho por usted lo que ningún otro se atrevió a hacer.
Stefan asintió. «Sí; aparte de hacerme rico, me ha devuelto la juventud. ¿Pero podría
confiar en usted una vez que vea lo que escondo en los Montes Metálicos?».
–Entonces conduzca hacia los Cárpatos, a la Transilvania –fue lo único que le dijo–.
Debemos llegar a Alba Iulia antes del mediodía.
Alba Iulia es considerada una ciudad símbolo de la unidad rumana. Situada en el cen-
tro de Transilvania, al oeste se encuentran los Montes Metálicos y al este el Vallejo cono-
cido por el nombre de "Podisul Ardelean", debido a que se encuentra flanqueado por dos
ríos, "Sebes " y "Secas". En la época del imperio traco-dacio (en el primer siglo a. de c.)
esta ciudad –Apoulon, por entonces– fue un bastión importante gracias a su prospera
economía, además de ser útil en la resistencia contra las invasiones romanas. Y Stefan,
emulando a su gran rey, Decebal, que luchó por librarse de la sujeción romana, había eri-
gido en los Montes un laboratorio químico, Eugenetics Industries, donde, en una deriva-
ción de las investigaciones de Zamfir y de las del grupo «Libertad», que consiguió por
medio de Rahova, experimentaba con embriones humanos, aplicando en ellos las teorías
eugenésicas sobre el mejoramiento de la raza humana. Esto no lo hacía tanto por el pro-
greso de Rumania, sino por él mismo, ya que deseaba engendrar hijos con genes superio-
res al resto de los mortales, principalmente a los de sus enemigos, entre ellos Adrian
«Dragos» Dendiu, que no vacilarían en exterminar todo rastro de su obra y gloria. Esa
última razón era contraria a la Naturaleza, decía, y no permitiría que su sangre se perdiera
en las roídas hojas de la Historia. Él tendría que pervivir por siempre, y no sólo en re-
cuerdos, sino en vida. Y necesitaría ayudantes para lograr dicha tarea, pero no ayudantes
del montón, sino escogidos, hijos suyos, para que en el futuro no se volvieran en su con-
tra. Zamfir, por otro lado, desconocía totalmente la elaboración de estos ensayos y condu-
cía fielmente, como si prestara una gran ayuda a su patrón, acelerando por las escarpadas
carreteras del centro rumano.
–Por aquí –le dijo Stefan cuando habían llegado a Alba Iulia–. Tome a la derecha, ¡ahí
está el letrero!, suba.
Conducía Zamfir por la tierra polvosa, salvando baches, tratando de no caer en los
abismos hendidos al borde de la carretera, internándose en el bosque. Una ligera neblina
los recibió justo antes de llegar a Eugenetics; Zamfir se lió una bufanda. El aullido de los
lobos podía escucharse más allá de las cercas de alambre.
–No tenga miedo –le dijo Stefan, riendo–. Estos parajes están llenos de lobos y osos.
Zamfir, preocupado, pareció no darle importancia a su nerviosismo y abrió la puerta
del auto. Stefan lo acompañó a la posta de vigilancia; sacó una credencial. El portón ce-
dió. Subieron al auto y entraron.
Una vez dentro, Stefan cambió de carácter. No era ya aquel hombre desvalido que se
dejaba conducir por otro de menor categoría, sino uno seguro, campante, poseedor de un
control infinito. Se dirigió hacia un cubículo, cogió la bocina de un teléfono y llamó a un
señor por el nombre:
–¿Dobre?... Sí, soy yo. Venga a mi oficina.
Cinco minutos después llegó Dobre, vestido por un largo capote blanco.
–¡Señor Stefan! ¿Por qué no me avisó de que vendría? Estábamos más bien en espera
del cargamento…
–El cargamento tendrá que esperar. Mire –le dijo y lo tomó por el brazo–, le presento
al doctor Zamfir.
Éste extendió la mano, que el otro cogió amistosamente.
–Me agradaría mucho que trabajaran juntos –les dijo Stefan–, para que aceleren el
curso de los experimentos. Han pasado dos años desde que los iniciamos, y desearía ver
resultados concretos de aquí a un mes, a lo menos.
Dobre reculó.
–Pero señor Stefan, usted sabe que necesitamos del oxido nítrico…
–¿Y no le ajusta con lo que tiene en la bodega?
–Sí… pero las incubaciones son muchas… Y en esta etapa de crecimiento, es esen-
cial…
–¡Ya! Lleve consigo al doctor al laboratorio; quiero que vea en lo que estamos traba-
jando. Y, por favor, doctor –dijo dirigiéndose a Zamfir–, recuerde que el que no está con-
migo, en mi contra está.
Zamfir respiraba penosamente. ¿De qué trataba toda aquella conversación? ¿Óxido
nítrico, incubaciones, experimentos de laboratorio? Siguió los pasos de Dobre, y pronto
tuvo ante sí una sala enorme, gigantesca, muy limpia y resplandeciente por la cerámica
blanca del piso. Del techo, recorriéndolo por intrincados recovecos, bajaban sendos tubos
que se conectaban a una especie de cilindros transparentes, en cuyo interior flotaban, sus-
pendidos, unos cuerpos humanos ya maduros que se alimentaban de un líquido de com-
puestos químicos.
–De película, ¿no? –le dijo Dobre, riendo–. Pero esto es la vida real, y lo que ve usted
allí son humanos, humanos mejorados.
Zamfir quedó boquiabierto. ¿Dónde estaba la ética en este punto?
–Sé que, como científico –continuó Dobre–, esto le repugna.
El otro estaba mudo.
–No obstante –Dobre hablaba hasta con orgullo–, muchas cosas en la vida deben ser
sacrificadas, doctor Zamfir, y ya usted entiende a lo que me refiero…
–No, no sé a qué se refiere usted, Dobre –le contestó, irritado–. ¡No es posible, no es
posible! Puedo aceptar mejorar algo que esté enfermo, pero ¡esto, esto!, ¡esto no lo puedo
tolerar!
–¿Y por qué no? ¿Lo que usted hizo con sus investigaciones geriátricas no es acaso lo
mismo que hacemos nosotros aquí? Mejorar la calidad de vida humana.
–¡No! ¡Cómo se le puede ocurrir decir eso! ¡Usted, usted no tiene conciencia de lo
que hace!
–Cálmese, doctor, cálmese.
–¡Cómo podría! Esto es… ¡es monstruoso!
–¿Monstruoso? ¿Por qué? Imagínese, digamos, a usted con una inteligencia más alta
de lo normal, con una fuerza y vitalidad superior a la de los demás… ¿No es acaso es-
plendido?
–¿Esplendido? ¿Con qué fin han creado estos… estos seres?
–Pues con el único fin de que ellos sean perfectos y felices desde el mismísimo instan-
te del nacimiento, con el fin de que no padezcan de las enfermedades que nosotros hemos
sufrido y sufrimos, con el fin de que no cometan las tonterías que nosotros hemos hecho y
todavía hacemos…
–¡Una locura, una locura! –e hizo un ademán de abandonar el sitio, pero Dobre lo ata-
jó.
–¿Qué me dice del Youngever? –le espetó Dobre, suspicaz, recordándole su creación a
Zamfir–. ¿No hace acaso que la gente rejuvenezca y viva más años? Pues bien, esto es lo
igual, pero con la variable de que estos futuros seres, estos hiperhumanos, como les lla-
mamos, no tendrán que acudir a su famosita droga, ¡porque ellos ya no tendrán que sufrir
las imperfecciones que nosotros sufrimos!
Zamfir estaba espantado, y no podía creer que Stefan, el dirigente y científico, guarda-
ra tales ideas en su cabeza. «Pero debí sospecharlo desde el principio», se dijo, cabizbajo.
«De ahí que guarde un ideario político parecido al de Hitler. ¡Y yo que creí que hablaba
así debido a mis descubrimientos!». El despecho era supremo. No; me negaré a trabajar
en este laboratorio. Aún así, pensó, por principio científico, debo conocer estos procedi-
mientos.
–Es decir, que estos son los futuros «ayudantes corporativos» de los que tanto habla
Stefan y su cofradía.
–Éstos son.
–Pero la gente ha creído que se trataba de robots, o algo por el estilo… Cuando vean
esto, de plano, les parecerá inaceptable…
–Ja, ja… –se carcajeó Dobre–. Ya verá que no.
–¿No?
–¿Cuándo un producto superior ha hecho mal en la existencia del hombre? Nunca. La
mejora, en cambio.
–Pero…
–No hay pero que valga. Le recordaré la historia natural de la vida terrestre desde el
principio, pero la historia verdadera, tal como es.
Zamfir ladeó la cabeza, negando.
–Remóntese a miles de millones de años atrás, cuando se produjo una enorme colisión
en nuestra galaxia, cuyo producto fue el surgimiento de nuestro Sol y sus planetas. Luego
recuerde aquella luz, solar, la lluvia de meteoritos bañando nuestra superficie terrestre
con agua, con vida. El caldo químico. Átomos chocando unos con otros, electrones com-
binándose infinitamente en configuraciones nuevas, que llevaron a la aparición de molé-
culas complejas, como el carbono, la molécula de la vida. Procesos que significaron un
cambio de menor a mayor, de ceder el paso unas moléculas a otras, es decir, de sacrificar-
se unas a favor de otras. Así surgió la vida unicelular, la unión de moléculas para formar
un ente único.
»¿Pero bastaba esta simplicidad? No, no bastaba. La evolución habría sido imposible
en este cuadro. ¿Qué sucedió entonces? El cambio de escenario. Había agua, sol, tierra,
comida. Pero había otros seres únicos también que luchaban por la misma fuente de re-
facción. Luchar, he ahí la palabra mágica, el elixir de la evolución, y luchar implica
desarrollo, adelantarse al otro por cualquier medio, evitando la extinción. Hubo acuerdos,
unión de células, y apareció en escena la vida pluricelular. Otra vez la cadena, otra vez el
deseo de vivir. Los nuevos seres fueron perfeccionándose, creando para sí nuevos órga-
nos, la vista, el oído, el olfato y los demás conocidos, y todo por sobrepasar al otro, a
aquel que era su amenaza presente, a aquel que vivía de lo que ellos subsistían. Este per-
feccionamiento continuó hasta llegar a nosotros, los seres humanos, que somos su máxi-
ma expresión, la aglomeración de sus progresos.
»¿Pero somos en realidad su máxima expresión? Por los hechos sabemos que no, que
nos hace falta mucho para llegar a serlo, y la Naturaleza sabe que es así, porque ella
misma nos ha creado, ¡ella misma nos ha dado esta inteligencia para que podamos sobre-
vivir y perfeccionarnos! Entonces, regido por este principio, el de la Naturaleza, ¿no es
acaso natural lo que estamos haciendo si sabemos que desde siempre fue así? Todo co-
mienzo, y cambio, es doloroso, ominoso, pero al final, a la larga, es benéfico para los se-
res que se atrevieron a realizarlo. ¡Y estos nuevos hombres, más inteligentes, más longe-
vos, que guardan en sí mismos un cúmulo de años de larga existencia universal, serán el
futuro de nuestra humanidad, que se transformará en hiperhumanidad, la que está más
allá de nosotros mismos, tal como ocurrió en aquella evolución de seres unicelulares a
pluricelulares, como la del neandertal a la del homo sapiens! ¡Y la Naturaleza lo ha dicta-
do así, porque nosotros, los que la escrutamos, somos también un producto, aunque im-
perfecto, de Ella!
Zamfir no pronunciaba palabra.
–Es decir –dijo luego–, que usted justifica estos experimentos porque aduce que ha
sido comisionado por la Naturaleza para realizarlos.
–Por supuesto –dijo el otro cabalmente–. ¿Proviene acaso mi inteligencia de otra di-
mensión, o los metales, químicos y máquinas de otro universo? Todo lo he tomado de
Ella, de sus entrañas.
–Pero según Stefan, en su ideario, estos seres ayudarán a la gente, como «sirvientes
corporativos».
–Es un juego de palabras, y usted lo sabe. Estos hombres serán los que dirigirán los
destinos de nuestra nación, ¡y es mucho mejor para nosotros, que somos unos seres im-
perfectos cegados por la falsa ambición materialista!
–Pero hay una contradicción en lo que me dice: ¿Y no ambicionarán ellos también la
vida material, o la inmaterial incluso? De algo tendrán que vivir, alimentos, seguridad,
realización personal.
–No –dijo secamente–. Ellos tendrán otras cosas en qué pensar. Y Stefan, por medio
del Partido, se encargará de proveerles todo lo que concierne a sus necesidades básicas y
de dirigirlos intelectualmente.
–¿Pero qué cosas les meterá en la cabeza? ¿Lo sabe usted?
–Pues sencillo: no lo ha dicho en todo momento en sus discursos. Hará de Rumania
una nación rica y poderosa. Ya ve como hay en qué pensar, y mucho.
–¿Pero confía usted en la inteligencia de un hombre como Stefan, que es igual a noso-
tros, imperfecto?
–Precisamente por eso hemos creado a estos seres: para que encuentren nuestras im-
perfecciones y las subsanen.
–¿Y si después estos seres deciden eliminarnos, por inferiores?
–No habrá tal cosa; se lo aseguro. ¿Hemos eliminado acaso nosotros a los monos?
¿Sí? No, ¿verdad? Allí están, colgando de los árboles y en los zoológicos, llevando una
vida sosegada y tranquila.
–No creo que usted viendo todo el cuadro, Dobre, no lo creo. Está tan absorto en sus
creaciones que no lo ve en todo su conjunto.
–¡Por favor, doctor Zamfir! ¡Si le he explicado la Historia Natural desde sus comien-
zos, y aun así cree que soy tonto! ¡Por supuesto que he visto todo el cuadro, y mucho más
allá del marco!
Zamfir dio media vuelta y empezó a examinar los cilindros por fuera. Los «hiperhu-
manos», como los llamaba Dobre, parecían unos gigantes, como unas estatuas sacadas
del Partenón griego. Era casi perfectos anatómicamente, simétricos, musculosos, y dor-
mían plácidamente nadando en el líquido. Hubo algo que le llamó la atención: todos eran
iguales, idénticos físicamente. ¿Por qué? ¿Eran acaso clonaciones de un mismo embrión
humano?
–Ya veo que está pasmado por la visión –le dijo Dobre, orgulloso–. Y sí: todos han
sido clonados de un mismo embrión.
–¿Un solo embrión? ¿No han recurrido a un banco de esperma?
–No, hombre. ¿Cómo podríamos? Caería el telón. Stefan nos suministró el semen; los
óvulos los hemos conseguido de una muchacha universitaria llamada Sonia, hija de un
campesino, según me dijo Stefan, que se ofreció como voluntaria.
–¿Hija de un campesino? ¿Por qué? Si querían seres perfectos, ¿por qué de alguien sin
instrucción? Sus genes guardarían una información muy pobre.
–Je, je… Nacionalismo… ¿Y qué tal si esta niña fuera acaso nieta del poeta Iancu?
Aquí todos estamos emparentados.
–¡Ah, vaya! Se dejaron llevar por un sentimiento nacionalista.
–Después de todo, queríamos que la esperanza de la humanidad surgiera de Rumania,
un país pequeño y pobre, es cierto, pero igualmente compuesto por un crisol de razas
mundial. Aquí encuentra usted latinos, eslavos, sajones, gitanos, africanos, en fin, de todo
y bien mezclado. ¡Qué mejor muestra que Stefan, un judío rumano! Un nacionalismo
mundial, digamos, para ser más exactos, je, je…
–Por lo menos no podrán alegar pureza de sangre.
–¿Y por qué no?
–Pues porque no la hay. Simple.
–Pues se equivoca. ¿Qué mejor pureza de sangre que aquella que aúna la de toda la
raza humana? Una sangre pura. No muchos pueden alegar lo mismo. Y este hibridismo
sanguíneo, precisamente, salvaguarda a los genes de deformaciones genéticas y le da más
vigor a la raza. Es una raza única de sangre. Como le dije, no muchos pueden decir lo
mismo.
–Pues mi padre era húngaro.
–Ah, húngaro. Pues somos los mismos eslavos.
Dobre se echó a reír.
–¿Sorprendido, doctor Zamfir? –escuchó el doctor. Se volteó.
Era Stefan que aparecía caminando poderosamente por el pasillo y acariciando, en
tramos, los cilindros.
–¿Qué opina?
Zamfir lo vio fijamente.
–¿No está de acuerdo? –volvió Stefan, sonriente.
–Es un científico –lo secundó Dobre–; debe de estarlo.
–Pues no lo estoy –dijo finalmente Zamfir, en enojos–. ¿Por qué no me había dicho
sobre estos experimentos? –le reclamó–. Me hace dudar de querer trabajar aquí.
–No desespere, Zamfir –le dijo Stefan, tranquilo–. Ha de saber que usted también ha
contribuido al desarrollo de estos hijito míos –dijo, mimando de nuevo los cilindros.
–¿Qué? ¿Ha utilizado la molécula de Resveratrol en la modificación de los embrio-
nes? –preguntó con gran sorpresa–. Eso es inmoral; no debió usted hacerlo nunca.
–Creo que soy libre de hacer uso de mis producciones genéticas según me plazca –le
respondió, tajante–. Ni usted, ni ningún otro, podrán decirme lo que tengo que hacer.
¿Entendido?
Zamfir calló.
–Olvidémonos de estas manifestaciones –dijo Stefan, con falso remordimiento–. Dis-
cúlpeme el exabrupto.
Dobre se acercó a Stefan, dejando a Zamfir solo.
–Mire, Zamfir –continuó–; lo he traído aquí porque confío en usted, en su ética profe-
sional, en sus conocimientos como científico, y no he querido dejarlo por fuera en los
créditos. Desde que desarrolló usted el Youngever, mi vida ha dado un vuelco extraordi-
nario. Nunca pude ser el mismo desde entonces. Veía día a día, con gran placer, frente a
mi espejo, como mi cuerpo recuperaba la frescura y el vigor de antaño, como las arrugas
desaparecían y como mi cerebro mejoraba sus funciones sicomotoras e intelectuales. Dejé
de sentirme viejo, inútil, y de pensar en que mi vida, a esas alturas, carecía de algún pro-
pósito. Usted me ha brindado lo mejor de mí, de mi naturaleza como hombre, haciendo
emerger lo noble de mi corazón. Le debo mucho. Y pensé: ¿por qué habría de gozar yo
sólo este milagro científico? Es injusto. Entonces decidí emprender esta tarea, esta em-
presa jamás conocida en la historia del Universo. ¿Cuándo se ha visto esto antes? Nunca,
nunca. Ni siquiera el Universo mismo puede hacer lo que yo hago, no, no puede, porque
todo lo que Él ha creado es imperfecto y nace para envejecer y morir. Y yo lo he superado
a Él en ese sentido. ¡Míreme, soy joven a mis cincuenta años, y día tras día rejuvenezco
más, y estos seres, mis hijos, no conocerán jamás la muerte! ¿Podría el Universo rehacer-
se a sí mismo como yo lo hago? No, no puede. Y esto se lo debo a usted, querido doctor
Zamfir. Y ya ve que la empresa que ahora promuevo es monumental, única en su género,
y yo deseo que usted se una a ella, a nosotros.
Zamfir, a pesar de los halagos, estaba sobrecogido, incapaz de responder.
–Sé que le parece monstruoso, antinatural, ¿pero pensó lo mismo cuando desarrolló su
producto geriátrico? ¿Se imaginó usted las consecuencias de hacer eterno a un hombre?
Yo pienso que sí. Y pienso además que confió en mí, en que no le daría mal uso a su des-
cubrimiento, a su elixir, su piedra filosofal. ¡Y no lo hecho! En cambio, pensé en crear
una nueva estirpe, una nueva raza de hombres perfectos, incluso superiores a mí, dejando
a un lado mi naturaleza egoísta. Lo hice pensando en Rumania, en usted como hombre de
ciencia que busca la perfección del género humano. ¿No es acaso cierto lo que digo?
–En cierto sentido, sí… pero llegar a esto… –señaló a los seres flotantes.
–Lo es en todos los sentidos, doctor; créame. Y existe otra razón para que me haya
atrevido a hacerlo…
Zamfir esta vez levantó el entrecejo. «De seguro que aquí saldrá a colación la
verdad».
–¿Recuerda usted al profesor Eugen Oprea?
–Por supuesto, fuimos colegas en la universidad…
–¿Y al grupo «Libertad»?
Zamfir parpadeó insistentemente.
–Pues bien, yo me hice de sus investigaciones…
–¿Pero cómo?
–En parte por medio de sus publicaciones universitarias, ¿las recuerda usted?
–Sí, pero las investigaciones se presentaban allí de manera superficial, fuera de todo
tecnicismo.
–Supe también que usted se apoyó en sus investigaciones para llegar al descubrimien-
to de la molecula del Resveratrol. ¿Recuerda usted este artículo? Lo citaré textualmente.
Sacó Stefan un folletín que cargaba en la chaqueta; se lo alcanzó a Dobre, que lo leyó
ante la mirada atónita de Zamfir:
–El resveratrol es una fitoalexina presente en las uvas y en productos derivados como
vino, mosto, etc., y en otros alimentos como las ostras, el maní (cacahuete) y las nueces.
El resveratrol tambien se produce por síntesis química, y posee propiedades antioxidantes
y anticancerígenas que prolongan la longevidad de las células. Estudios recientes efectu-
ados por Eugen Oprea, biólogo molecular y por Vasile Iorgulescu, bioinformático, han
revelado que esta sustancia es también beneficiosa en el tratamiento de la obesidad. En
cuanto a su papel como sustancia ergogénica en el deporte, se ha demostrado en animales
de experimentación que mejora la capacidad física una vez sometidos a dieta enriquecida
con este producto, no obstante son necesarios estudios en humanos para aclarar su ver-
dadero papel en la fisiología y nutrición deportivas. Estas futuras pruebas, según los cien-
tíficos, de los efectos del resveratrol en el metabolismo humano estarán listas en aproxi-
madamente un año. Un conocimiento completo de los efectos de determinados com-
puestos naturales en la salud humana puede ayudar directamente a la formulación de fár-
macos e incluso a la mejora mediante biotecnología de determinadas especies vegetales
para cumplimentar nuestra dieta y aumentar nuestra esperanza de vida.
El doctor se vio como descubierto, abochornado, como si hubiera cometido un gran
fraude.
–Así sucede en las ciencias –respondió dignamente Zamfir–: el conocimiento de los
precursores sirve para crear nuevas formas de pensamiento, nuevas teorías científicas y,
por ende, nueva creación de productos. Nada ocurre al azar o por acción espontanea. Las
lecciones del maestro concluyen cuando el pupilo crea algo diferente con la base de lo
enseñado. Supe de esto, por supuesto, y ese artículo que Dobre sostiene en sus manos fue
mi inspiración para crear el Youngever. Por todos es sabido que mis estudios tienen como
base las investigaciones del grupo «Libertad». ¿Qué busca con ello? ¿Coaccionarme?
–De ningún modo –le dijo Stefan–, de ningún modo. Ya que me reclamó por el uso
del Youngever en mis experimentos, me vi en la penosa necesidad de recordarle que,
como usted mismo lo dijo, las lecciones del maestro concluyen cuando el pupilo crea
algo diferente con la base de lo enseñado. ¡Y he aquí mis creaciones! ¿Podemos ver algo
concreto ya, Dobre, o por lo menos dejar que uno de estos hiperhumanos salga de ese
vientre artificial?
–No todavía, señor Stefan –dijo Dobre–. Quizá, y siendo optimista, de aquí a unas
cuantas semanas.
–Está bien –le dijo; luego a Zamfir–. Pero no se preocupe, doctor, ya ve que yo tam-
bién me he nutrido con las investigaciones del grupo, en lo que se refiere a la parte bio-
genética de los embriones.
–Me pregunto –dijo Zamfir–, cómo haría para obtener esa información.
–En esta vida, como en la otra, todo se compra, doctor –y echó a reírse.
Zamfir escondió el rostro.
–Ahora entiendo el porqué de las muertes…
Stefan se inquietó.
–¿Qué dijo usted? –le preguntó alterado.
–Las muertes de mis colegas… –dijo Zamfir, envalentonado; un súbito pensamiento le
decía que Stefan los había mandado a matar–. ¡Usted, usted es el responsable de los ase-
sinatos…! ¡No sé cómo… por Dios, no lo sé… no sé cómo he podido trabajar para usted
cuando es el asesino de mis amigos! ¡Oh, Dios!
–Pues se equivoca totalmente –le dijo Stefan, ya reposado–. ¿Recuerda usted a Ale-
xandru, el «Químico», el proveedor de anabólicos a los atletas?
Zamfir cayó en la cuenta.
–Pues bien –siguió Stefan–, él los asesinó a todos.
–Se ríe usted de mi inteligencia, Stefan –le replicó–. Alexandru estaba muerto, des-
aparecido, cuando las muertes ocurrieron.
–No; no suelo equivocarme a menudo, Zamfir –le contestó–. Haga memoria. ¿No te-
nía Alexandru un hijo? Si mal no recuerdo se llama Adrian, «Dragos» lo apodan en el
bajo mundo.
–Adrian Dendiu. Lo recuerdo. Pero ese joven no siguió los pasos del padre; es un em-
presario de éxito, estudiado en el extranjero, desconocedor de los asuntos criminales que
manejó Alexandru.
–Eso es lo que usted cree, Zamfir; pero Adrian es dos veces más terrible que su padre.
¿Por qué cree que me empeñé en sacar adelante este proyecto?
«Al fin salieron a relucir tus verdaderas intenciones, Stefan», pensó Zamfir.
–No tengo ni idea.
–Pues porque Adrian se ha hecho de los descubrimientos del «Libertad». ¿No se le
hace curiosa la existencia del «Balaur», ese espanto que azota la ciudad y que anoche me
atacó a mí, a Belinca y a los dirigentes del PMRU? Y tome notas de esto: apareció justa-
mente después de la muerte de Oprea. ¿No cree que Adrian haya mandado a asesinar al
hombre una vez que le hubo arrebatado sus conocimientos? ¿Para qué le serviría des-
pués? ¿Para que hablara algún día? Además era dirigente del PMRU. Era mejor matarlo.
Y fue lo que hizo. Y no contento con esto empezó a asesinar a los demás científicos, y a
los que eran dirigentes del partido, como Constantine Gaspar, buscando con ello dañar el
seno de la dirigencia.
–No veo la conexión –dijo Zamfir, acometiendo el ataque–. ¿Qué tiene que ver el
PMRU, las investigaciones de mis colegas, con los ataques del balaur, que dice usted es
una creación de Adrian?
–Vamos, Zamfir, no cierre usted los ojos. El PMRU es el partido que está por arriba
de los demás, y después de las elecciones internas, será el que pondrá en la silla presiden-
cial a su candidato. Adrian desea mantener a Rumania en la anarquía. En cuanto a los es-
tudios del grupo, pues el balaur es la mejor prueba de lo que digo.
–Pero, ¿por qué? ¿Qué gana él con eso?
–¡Que qué gana con eso? Ay, Zamfir; ¿está usted ciego? “En río revuelto, ganancia de
pescadores”.
Zamfir se encontraba ante un gran dilema. En cierta forma, Stefan tenía razón, y, por
otra parte, en el caso del balaur, que según las noticias había sido la bestia que asesinó a
sus colegas, había atacado a éste la noche del mitin; así, ¿cómo se mandaría a matar él
mismo? Era ilógico y, por deducción, lo exculpaba de ser el responsable de los crímenes.
El balaur, ese monstruo, tendría que haber seguido las instrucciones de Adrian, el otro
poderoso de la industria química, el único con vastos recursos para crear una criatura
como ese espanto, tal como Stefan hacía lo propio en los Montes Metálicos, defendiéndo-
se del otro. Pero, aún así, ¿por qué? Pues porque Stefan era el gigante de la industria que
Adrian quería liderar, además de ser prácticamente el próximo candidato del PMRU para
las elecciones presidenciales. ¿No podría Stefan, una vez en el poder, arruinar sus nego-
cios? ¿Era una cuestión de competencia comercial entonces? Allí estaba el meollo del
asunto.
Zamfir encaró a Stefan.
–Entonces, ¿todo esto se trata de ganar una competencia comercial y política? –le
preguntó, fijo los ojos.
–Voy a serle sincero, Zamfir –le contestó Stefan, aclarándose la garganta–. En parte,
sí. Pero en el fondo, me veo motivado por los argumentos que le manifesté antes. Usted
es de mi confianza, Zamfir, de mi equipo de científicos, y no tengo ya más razones que
ocultarle. Sé que ante sus ojos pueda parecer un necio incurable, un pervertido de la cien-
cia, pero ya ve qué cosas me han impulsado a actuar de esta manera un tanto extraña para
el común de las gentes. Usted me conoce, y sabe que no soy un hombre malo. Soy bueno;
estoy de parte de los hombres de espíritu superior, como el suyo. Por eso le pido, mejor
dicho, le ruego, que acepte mi oferta de trabajar para Eugenetics. ¿Le gustaría trabajar en
este laboratorio? Descubrirá cosas interesantes en él. En el futuro, usted será recordado
como el padre de la Nueva Humanidad.
El doctor caminó unos cuantos pasos hacia los cilindros, e hizo como si se concentra-
ra en ellos, con las manos enlazadas atrás de la espalda. ¿Qué camino seguir? ¿El de Ste-
fan, que se decía inocente y un patriota que añoraba el engrandecimiento de Rumania,
además de ser un promotor científico sin igual? ¿O hacerse a un lado, y dejar que Adrian
continuara matando a los hombres de ciencia del país, creyendo que con esto debilitaba el
poder de Stefan? Esto último lo decidió. ¿Sería yo el próximo en morir?, se dijo. Todo
apunta a que sí. Entonces debía buscar refugio, y que mejor que el de Stefan, quien era
superior en fuerzas a Adrian. Se tapó el rostro con una mano, palpándose la frente y la-
deando la testa.
–Sí –le dijo–. Acepto la oferta.
Stefan se lanzó una gran carcajada y lo abrazó, efusivo.
–Ya sabía que podía confiar en usted, mi querido Zamfir. No se arrepentirá. Y ahora,
con su permiso, debo volver a Bucarest, a la sede del PMRU. Y usted, Dobre –el otro te-
nía el folletín en la mano, que enseguida le arrebató–, estese listo; mañana vendrá el car-
gamento.
28
Una visita inesperada
___
En tanto el pastor Faina, temprano en esa mañana, sin saber nada de la catástrofe ocu-
rrida, pues no tenía televisor ni radio en el dormitorio, luego de comer el desayuno, se
había alistado para hacer su rutinario paseo en chalana por el lago Tei, que le quedaba a
dos cuadras, cruzando el bulevar, y reflexionar así un poco sobre las creaciones de Dios
en medio de la brisa y los montículos de agua que se encrespaban sobre la lisura de la su-
perficie. Luego partiría a Lipscani, tomando el Metrorex, en busca de Scott, su nuevo
amigo, que en parte le había hecho menos aburridos sus días en la iglesia, donde las lec-
turas de los viejos libros doctrinales de las Sociedades Bíblicas Internacionales empeza-
ban a fastidiarlo, después de tantos años. Empezó a bucear las llaves de la casa pastoral,
al tiempo que pensaba en los experimentos que había visto ayer en el laboratorio, y que
eran sorprendentes, hasta heréticos. «Pero qué mejor forma de vencer al Enemigo, al Ma-
ligno, que conociendo sus secretos», se dijo. Había algo, sin embargo, una sentencia, un
sofismo, como dirían los eruditos, que no dejaba de hacerlo cavilar y que había escuchado
en boca de Scott:
«Si Dios le otorgó un alma al hombre, también le dio con ella una inteligencia, para
que inquiera y descubra todo lo que acontece en su entorno. Así pues, si esta inteligencia
proviene de Dios, y la Ciencia de ésta, entonces estos estudios tienen un elemento di-
vino».
No podía sacárselas de la cabeza. ¿No había algo de cierto en ello? No había leído en
los Salmos16 aquel proverbio pronunciado por Dios, «Yo mismo he dicho: ‘Ustedes son
dioses y todos ustedes son hijos del Altísimo’», y que Jesús igualmente utilizó, en víspe-
ras de una fiesta de dedicación, para defenderse de las pedradas aventadas por los fari-
seos, bajo la columnata del Templo de Salomón.
Pero no; no había correlación alguna. ¿En qué estaba Faina pensando? ¿En sacralizar
a la ciencia? ¡Por Dios, eso es impensable! Sólo en la Antigüedad se daban esas cosas,
cuando unos pocos versados, que gustaban de hacer ciencia experimental en la oscuridad
de las cuevas o en los húmedos rincones, hábilmente, manipulando sus conocimientos
sobre algunos hechos naturales que dejaban boquiabierta a la gente vulgar, lograban con-
vertirse en sacerdotes mediante estos artificios, e incluso en dioses.
Sí; había errado el camino. Lo que Jesús quiso decir fue esto: que todos somos dioses
porque Dios nos creó de su propia esencia; y nada fuera de esta interpretación podía darse
por válido. Y la ciencia proviene del hombre, pero no por ello es divina, no, pues cabe la
posibilidad de que provenga de una de las dos fuerzas que se ciernen sobre él, la una que
lo aconseja y la otra, que lo desaconseja, o sea: de Dios o del Diablo. El primero era pura
29
El amor, los celos y la ciencia
___
–Está a punto de caerse –le dijo Baros a Blue–. Si no fuera por la columna interior, el
Ateneo ya se habría derrumbado.
–Parece una boca sin dientes –agregó Rosa–; je, je, una boca jocha, ja, ja…
«Ay, qué trío de tontos», farfulló Popescu. «Los tres chiflados».
Como el tráfico estaba cargado en el bulevar Dacia, debido a la destrucción del centro
de la ciudad, los agentes, que habían pensado llegar a la Piata Romana por el norte, baja-
ron por la calle Golescu y cogieron la Strada Stirbei Voda, al sur, para dar justamente con
lo que quedaba del Ateneo. Por donde alzaran la vista, encontraban destrucción y desola-
ción: autos con las ruedas hacia arriba o canteados, edificios perforados y vitrinas rotas.
Los equipos de emergencia empezaban a limpiar aquel alboroto y los bomberos apagaban
incendios fatuos. De la policía científica apenas había quedado un agente, que se acercó a
ellos. Era Orban, el perito.
–¿Fijaron la escena del crimen ya? ¿Evidenciaron algún indicio de los autores? –le
preguntó Baros.
–Sí –le contestó el otro con frialdad pero en el fondo asustado–; hemos ido tomando
fotos y estableciendo croquis y diagramas, partiendo de lo general a lo particular, buscan-
do relevamientos de huellas y toda clase de indicios. Empezamos por la Piata Romana,
lugar primigenio del crimen, y luego hemos venido descendiendo en inspección ocular
por más rastros.
–Bien. ¿Qué hay de los muertos?
–Ya en la morgue. Aquí tienes algunas fotografías que se revelaron esta mañana.
Como sabía que vendrías, pues me tomé el costo de traértelas –y le hizo el perito un gui-
ño.
–Esto es en la Piata Romana –dijo Baros.
–Sí; en la zona del ataque. Los fallecidos son tres: Chilia Gusa, Gheorghe Barbu e Ilie
Puwak: vicepresidente y vocales del Comité Central del PMRU. Todos ellos celebraban
un mitin político esa noche…
–Sí, sí, lo sabemos, ya lo sabemos –irrumpió Popescu, hastiado–. Mejor dígame, ¿qué
indicios materiales han podido encontrar?
–Verá –sacó una libreta de apuntes–, para mí, tres indicios levantados valen la pena de
ser objeto de explotación…
–Pues diga cuáles son de una vez –volvió a interrumpirlo Popescu–. ¡No sé por qué da
usted tantas vueltas!
–Si me dejara hablar quizá se los dijera, pero…
Popescu levantó las manos al cielo, impaciente. Baros lo hizo a un lado y retomó el
diálogo con el perito forense.
–Hazme el favor de continuar, Orban. –Le devolvió el guiño.
–Bien –le dijo, acercándosele, contento; luego en susurros–, ¿cómo puedes aguantar a
ese tipo? Es un majadero impertinente. Pídele a Maior que lo releve. –Popescu parecía
leerle los labios; entonces dijo, con voz templada. –Como te decía, Baros, para mí son
tres los indicios dignos de explotación: el primero, la causa de muerte de los diputados –
le señaló las fotografías–; ¿ves las marcas?: la manopla de acero. ¿Te acuerda de lo que
vimos ayer en la tarde, en la salida a Brasov, y también de los casos anteriores? Las mis-
mas. El segundo indicio: este rótulo –extrajo otra fotografía del bolso donde aparecía un
objeto metálico parecido a un armazón para cubrir el pecho, rubricado con una escritura
futurista–. ¿Puedes leer lo que dice allí, agente? QROBOT. Y el tercer indicio –de nuevo
otra foto–, para todos el más importante: sangre. La huella genética del autor.
Baros, atónita. Cogió las fotografías y se las mostró a los demás.
–¿Tenemos los medios de laboratorio para hacer los análisis clínicos?
–Por desgracia, no; he hablado con Maior sobre el mal estado de los equipos, pero
éste siempre arguye que están bajos de presupuestos. Habrá que mandar a hacer los análi-
sis a Hungría o tal vez a algún laboratorio privado.
–Ah, me lo dices a mí –dijo penosamente Baros, y echó una mirada a Blue–, que ten-
go una cartera de mil homicidios. ¡Estoy que reviento! Pero para hacer política sí tie-
nen… Bueno, bueno, a lo nuestro. ¿Qué han pensado hacer ustedes con esta evidencia
biológica? ¿Existe un laboratorio privado aquí en Bucarest que pueda ayudarnos?
El forense hizo un gesto de indolencia.
–No –le contestó–. En eso estamos muy atrasados. ¿Pero te acuerdas de aquel señor
Oprea? El que nos dio clases de medicina forense en la universidad. ¿Ya? Creo que Po-
pescu lo conoce también. Asistimos juntos. ¿Te acuerdas?
Baros arrugó los pliegues de la frente. «Sí; ahora me acuerdo.» Y se acordó también
de la idea de Scott de fundar un centro de investigaciones genómicas en Bucarest. «Al
final tenía razón Fraiser.»
–Claro.
–Bueno, él manejó, hasta antes de su desaparición, un laboratorio que hizo instalar en
la universidad. Ahora, que después de morir, no sé si todavía estará en funcionamiento.
–Nosotros podríamos ayudar –terció Blue–. Antes de enrolarme en la policía, trabajé
como ingeniero en genética; incluso creé un programa bioinformático para estos casos.
Baros, al escuchar aquella declaración, se sintió más atraída. «Además de bello, inte-
ligente», pensó. «Por eso te amo, mi bello». Rosa notó esta disposición y se acercó para
espiar. Popescu emblanqueció los ojos.
El forense vio a Blue con cierto recelo. «Usted, que parece un muñeco de porcelana,
sabe de ingeniería genética. No lo creo».
–Digo, sí me lo permiten ustedes los de la Policía Científica –acabó por decir Blue.
–Habría que hablar con Maior –dijo el forense.
–No son necesarias ninguna de las dos medidas –dijo Baros–: el laboratorio aún fun-
ciona. El encargado ahora es el profesor Tassus.
–¿Y tú cómo lo sabes? –le preguntó Orban.
–Ah, porque precisamente hablé con él no hace mucho; siempre en relación con los
casos del balaur.
–¿Habías encontrado sangre antes?
–No, no… –le contestó Baros–. Recuerda, Orban, que la mayoría de los asesinados
eran científicos de la universidad –al decir esto echó una mirada de extrañeza hacía el fi-
nal de la calle–. ¿Pero qué hacen estos dos aquí?
Los demás le siguieron la vista, y pronto vislumbraron las figuras de Scott y Faina,
que caminaban trabajosamente, cansinos. El pastor venía ahogado.
«¡Vaya, lo que faltaba!», exclamó Popescu, irritado. Rosa y Blue se alegraron de en-
contrarse nuevamente con el doctor Fraiser y de verlo sano y recuperado de sus espantos.
–Disculpen que nos hayamos aparecido cuando están ustedes en pleno trabajo –dijo
Faina, sofocado–, pero es que teníamos que dar un aviso importante.
–¿Un aviso importante? –preguntó Popescu, más irritado todavía–. Perdóneme, pas-
tor, pero debieron ustedes esperar a su amiga por la tarde –lo dijo recriminando a Baros
con la mirada.
–En realidad soy yo el verdadero causante de esta interrupción –acotó Faina, ya se-
reno–. El doctor Scott me hizo el favor de acompañarme. Íbamos a buscarlos en la uni-
versidad, a unas cuantas cuadras de aquí y hasta donde nos podía dejar llegar el tráfico,
cuando los vimos. ¡Y no sea insolente, muchachito –lo amonestó de pronto Faina–, que es
por usted que vengo!
–¿Por mí? –inquirió el otro–. Si iba ir a la iglesia hasta el sábado, como siempre.
–No –lo contradijo Faina–, no es por eso tampoco. Tome –le dijo extendiéndole la
hoja de papel–. Y ustedes disculpen, señores –les dijo a los demás–; tengo que hablar a
solas con el agente Popescu –lo cogió por el brazo.
El otro se dejó acarrear mansamente hacia el bordillo de la calle.
–¿De qué se trata esto, Popescu? –le reclamó Faina–. ¿En qué cosas anda metido? No
sabe el susto tremendo que me ha hecho pasar.
–Pero si yo no sé nada –le respondió–; ni siquiera sé porque me da este pedazo de pa-
pel.
–Ábralo.
Popescu desplegó la hoja. Se le abrieron los ojos con desmesura. Giró la cabeza y vio
a Faina de frente. La ira le hizo brotar las venas.
–¿Quién se lo dio? –le preguntó.
–Un tipo extraño, hediondo a azufre, vestido de negro.
–¿Le dijo algo más?
–No; nada. Me pidió solamente que le entregara esta nota.
–¡Apúrate, Popescu! –le gritó Baros desde la otra acera, despidiéndose y dándole las
gracias a Orban–. Nos vamos al laboratorio.
–¿Al laboratorio? –exclamó Popescu, desorientado.
–Blue y el agente Rosa quieren entrevistar a Tassus en el laboratorio de la universi-
dad. Además le preguntaremos si nos puede ayudar con los exámenes clínicos. ¿Viene
usted también, pastor? Scott irá conmigo.
–Sí, sí, hijita –le contestó Faina–. Dame un segundo. ¿Y bien, Popescu? –le dijo.
–No se preocupe, pastor –le respondió éste–. Esto es muy común en mi oficio. Parta-
mos.
Subieron a los autos y arrancaron. Ya adentro de la universidad caminaron directo al
laboratorio. Se presentaron. Los atendió Sonia, quien al ver a Popescu adquirió un matiz
sonrosado. Le gustaba verlo junto a los demás agentes, ya que lo hacía lucir interesante,
importante, pero éste le había lanzado una certera mirada de menosprecio. Se le ajó la
cara.
–El profesor Tassus no vino a trabajar hoy –dijo dirigiéndose a él, con tiento–. Al pa-
recer ha tenido problemas para desplazarse.
–Vaya jefe el que tienes, querida –le respondió, encrespado; Sonia se sintió avergon-
zada–. ¿Y cuándo se aparece tu jefito?
–Qué mala pasada –exclamó Rosa, a un lado–, y precisamente hoy que necesitamos
su ayuda.
Blue, en cambio, seguido por Baros, merodeaba en los estantes del laboratorio.
«Está bien equipado», pensaba. «Me pregunto en qué estará trabajando Tassus en este
momento».
–Jamás hubiera creído que usted entendiera de estas cosas –le dijo Baros, meliflua,
sacándolo de sus introspecciones–. Se ve tan joven…
Blue la escuchó, contento, guardando silencio. Esa voz afónica le atraía.
–Ah, perdón, Baros, ¿me decía que quería que saliéramos a darnos una vuelta juntos?
–le contestó al fin con picardía. Definitivamente Baros le gustaba mucho.
–Ja, ja –rió la otra, ruborizada–. ¿Y su amigo? ¿No lo irá a meter en problemas con su
jefe?
–No; ¡qué va! Lo podemos llevar también. Ja, ja. No hay ningún problema.
Ambos empezaron a sonreír, adyacentes, uno al lado del otro, compenetrados en uno
sólo, amándose en un cruce de miradas encendidas. Baros le hizo un guiño con la nariz,
que Blue respondió con una contracción de labios. La deseaba él a ella y ella a él. Rosa se
clavó de por medio.
–Qué bien lucen juntitos –les dijo, devorando con la vista a Blue–. ¿Quiere que le re-
vele un secreto, agente Baros? –Blue empalideció. «No irás a cometer una barbaridad»,
decía en gestos a Rosa, «no en este momento». Baros se dijo: «¡Otro secreto!», e involun-
tariamente se enfiló hacia Scott.
–¿No me diga que Blue está casado?
–Peor todavía –le respondió Rosa con un sarcasmo que la hacía gustar de las delicias
del mal.
–¿Peor? –Baros esta vez sintió dudas.
–Sip –dijo Rosa, jugando.
Blue, patitieso. «Eso pasa cuando se juega con fuego. Aquí viene a flote mi bisexuali-
dad».
Rosa tomó a Baros por la mano y se le acercó al oído. Le susurró:
–Este hombre es todo un Casanova.
La otra empezar a reír a carcajadas.
–Noooo… Si con ese talante, cualquiera…
Blue no sabía que pensar. «¿Le habrá dicho que soy gay? Se ríe de mi condición».
Ya iba a replicar con una negación, cuando apareció Scott, Faina en la cola, hablando:
–Dice Sonia que va a tratar de comunicarse con Tassus, pero que sería mejor venir a
visitarlo en la tarde, o bien mañana…
Popescu le daba la espalda a su novia, que veía a los otros con miedo.
–Sería mejor que viniéramos mañana –alegó–. Hay trabajo hoy con los forenses de la
Policía Científica.
–Está bien –dijo Baros–. ¿Ustedes que dicen?
–De mi parte –le respondió Rosa–, se hará como ustedes quieran.
Blue coincidió con ésta.
–Volveremos mañana –dijo Baros.
Y salieron todos del laboratorio.
–Adiós, Popescu –le masculló Sonia, dolida por que éste salía sin despedirse de ella.
Popescu hizo un gesto de asco con la nariz, al tiempo en que resoplaba por la boca,
rechinando los dientes, como esos animales que, una vez satisfecho el instinto, menos-
precian a su presa. La otra, despreciada, se echó a llorar, compungida. «Qué estúpida soy,
qué estúpida soy», se reclamaba, sentada en un rincón del recinto. «Pero me las vas a pa-
gar algún día, Popescu; te lo juro», y salió del laboratorio, arrebatada por el llanto, co-
rriendo. ¿Qué hacer con esta maldita vida?, se decía mientras escapaba por pasillo, dejan-
do atrás la universidad. Se mantendría así, corriendo y corriendo, sin escuchar el claxon
de los autos ni los gritos de la gente avisándole que por poco moría atropellaba, ¡fíjate
por dónde vas, muchacha loca!, sí, correría sin saber adónde, hasta perderse, sí, perderse
bajo las llantas de un autobús o del metro, o en la horrible oscuridad de su dolor, que es-
peraba amainar con el cansancio.
30
Los remordimientos de un libertador
«Y sola, sin su nido, volará el águila cruzando el sol. Entonces, cuando llegó al pie de la
colina, miró al mar otra vez y vio a su barco acercándose al puerto y, sobre la proa, los
marineros, los hombres de su propia tierra. Y su alma los llamó, diciendo: “Hijos de mi
anciana madre, jinetes de las mareas; ¡cuántas veces habéis surcado mis sueños! Y aho-
ra llegáis en mi vigilia, que es mi sueño más profundo. Estoy listo a partir y mis ansias,
con las velas desplegadas, esperan el viento”.»,
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¿Cuál era la finalidad del proyecto Qrobot? El de llegar a ser su guardia civil, su ejér-
cito personal. ¿Por qué? Adrian pensaba en controlar a la dirigencia de PMRU por medio
de manipulaciones a Razvan, pues, elucubraba, una vez que el honorable libertador llegue
a la presidencia del país, me convertiré en el poder detrás del sillón, y más tarde en su
señor. Así, sería libre de arruinar a su peor enemigo, Stefan, a quien destruiría, vengándo-
se a sus anchas por la muerte de su padre. Pero más allá de esto, en el plano político,
¿cuáles eran verdaderamente los ideales que lo impulsaban a invertir en sus creaciones
biotecnológicas? Eran muy simples: transfigurarse no en presidente del país, sino en el
«Emperador del Tecno Cuarto Reino Romano». ¿Suena ridículo, no? Pero nada hay más
peligroso y delicioso que bulla en la mente de los hombres ricos que sentirse señorones
de un imperio propio, a su medida, y, en este punto, no creo necesario decir que todos los
oligarcas han encontrado para ello siempre inspiración en las ideas hitlerianas, «por su
fuerza, glamur, exclusividad y superioridad», que pueden ser raciales, económicas, reli-
giosas, morales, intelectuales y toda esa palabrería intelectiva que puedan ustedes inven-
tar. ¿Escépticos todavía? Bien, les demostraré que no miento al ofrecerles un ejemplo real
y de actualidad, aunque vergonzoso para mí como hondureño, pues se trata del primer
golpe de Estado que la humanidad, a estas alturas de desarrollo intelectual y revolución
científica, cuando ya se han enviado hombres al espacio, descubierto exoplanetas en otras
galaxias y convertido al mundo en una aldea global, haya podido ver en este tercer mile-
nio: Sucede que en Honduras, un señor de estos, el inconfundible oligarca, soberbio, irra-
cional, con garrote en mano y de los que cree aún que el pueblo y el mundo es inculto y
tonto, decidió hacerse de la soberanía nacional por medio de las armas al derrocar san-
grientamente al presidente constitucionalmente elegido, Manuel Zelaya, con la excusa de
que el último –que es un hombre populista y que deseaba realizar un referéndum de con-
sulta a la población para mejorar sus condiciones de participación ciudadana en el go-
bierno– había violado las leyes del país. Nadie le creyó el cuento, ni el campesino, ni el
obrero, ni la ONU, ni la OEA, ¡ninguno que se precie de vivir en estos tiempos de su-
puesta civilidad!, muy a pesar de que nuestro aprendiz de dictador utilizó todos sus recur-
sos disponibles, represión militar, cercos mediáticos y religiosos, slogans de diálogo, paz
y democracia –estos últimos causaron una hilaridad jamás vista entre la gente hondureña,
que veía con comicidad extrema cómo muchos medios de comunicación, periodistas,
cardenales y pastores evangélicos se arrodillaban a lamer las botas del oligarca, pues él
mismo había llegado al poder con violencia y furor antidemocrático, lo que les ganó el
honor por parte de los obreros y campesinos de que iniciaran la costumbre de llamar a sus
animales domésticos por sus nombres, agregando la primera letra del apellido al final de
los mismos, y no era raro escuchar a la gente llamar a sus cerdos, perros o gatos, con un
¡Uche, Renatoa!, ¡Zape, Edgardom!, ¡Uchu, Cardenalo!, ¡Tate, Evelior! –, como tampo-
co cuando sus amigos de clase quisieron revestirlo con autoridad diciéndole a la gente
que no había sido un golpe de Estado, sino una sucesión presidencial –Déjenme tomar
aire para echarme una gran carcajada–, ¡ja, ja, ja!, como si Honduras estuviera regida por
una monarquía. El pueblo sabía que este pobre hombre –de espíritu e inteligencia, digo–,
después de vegetar treinta años en el Congreso y de acariciar la idea de llegar a la presi-
dencia sin haber hecho nada por la población, se había visto movido por su rapacidad
mercantil, por su frustración de no haber gozado nunca del gusto y clamor popular –¿Y
cómo, si nunca hizo nada por la pobrería, ni siquiera darle un centavo de sus millones de
dólares? ¿Qué pensaba el tipejo éste? ¿Qué con sólo discursitos y sonrisitas bajo unos
lentes raiban se creaba la democracia y el bienestar del pueblo? – y que por tanto, carco-
mido por su ineptitud y su vanidad de convertirse en prócer inmortal, además, como he-
mos dicho, por su voracidad mercantil de clase, procedió a tomar el poder por la fuerza,
para erigir su imperio personal. Me reservo de mencionar el nombre de este «ilustre ca-
ballero» –en el sentido literal de la palabra, o sea, de caballo, por su animalidad–
RMB…, para más señas, y para que sienta el repudio del pueblo humilde a través de esta
voz y sepa también que jamás será rememorado como hijo de esta nación, pues sirvió ras-
trera e injustamente a los que tienen en abundancia, pero traicionó, aplacó, golpeó, asesi-
nó y empobreció, relegándolos a una hambre perpetua, a los débiles y humildes. Sin em-
bargo, este «personaje» al final de cuentas sí logró su cometido: el de ser recordado tris-
temente en los anales de la Historia como el primer golpista gubernamental y el último
bárbaro de la familia oligarcus caverniculis gorilleti idiotus, rama extinguida a principios
del milenio tercero después de Cristo y de la era común, según rezará al pie de página de
la Enciclopedia Mundial. Por eso digo, para reírse, pero de la vergüenza.
Nuestro querido Adrian Dendiu pertenecía a esta familia, aunque de cierta forma su
ideario político se había refinado gracias a la influencia de lo aprendido de los modelos de
gobierno de la Antigüedad, al estilo de las polis griegas y comunidades romanas, donde el
pueblo gozaba de una relativa libertad, más no prosperidad, del trabajo por medio de la
utilización de esclavos, en su caso, el de los Qrobots, que daría en licencia a la gente co-
mún. Así, como dicen acá en Honduras, quería «pegar patada y mordida» de una sola vez.
Sería el fabricante de los Qrobots (acrónimo de Químico-Robot, en honor a su padre y al
hecho de que éstos utilizarían seres bioquímicos, es decir, humanos, en su interior), vol-
viéndose así inmensamente rico, además de procurarse el poder de controlar con ellos la
vida diaria de sus propietarios, por ende, de sus pensamientos, actitudes y opiniones; en
consecuencia, se haría de un poder político sin igual. En esto, a pesar de su odio contra
Stefan, a fin de cuentas, sus ideas políticas eran casi las mismas, pues ambos pertenecían
a una misma clase, la de los oligarcas, y guardaban secretamente en su pecho el mismo
deseo: el de convertirse en soberanos, el deseo irrefrenable de exclamar como el Rey Sol:
«Yo soy el Estado». Mas para llegar a estas instancias había que convencer a la gente, sin
necesidad de emplear la fuerza, su último recurso. Ahí entraba el Qrobot como artículo de
consumo.
A diferencia de Stefan, que carecía de formación académica en robótica, y a resultas
había decidido clonar únicamente seres humanos para ofrecerlos como servidores al pue-
blo, solapadamente y sin dejar al descubierto el tapete –no obstante, la pobre gente des-
conocía que estos seres jamás llegarían a sus manos, pues Stefan había planeado (con la
excusa de hacer una prueba piloto) utilizarlos como sus testaferros al proclamarse como
dictador vitalicio–, Adrian sí pensaba realmente en dejar que el grueso de los ciudadanos
poseyera un Qrobot en casa. Pero lo que la gente no sabría nunca de los qrobots es que
éstos esconderían dentro de sí mismos a seres clonados y que, en determinado momento y
bajo los derechos de propiedad, estarían dispuestos a seguir las órdenes de su creador. Era
una jugada típica de las corporaciones, pues saben que la gente no despreciaría nunca las
herramientas que le facilitarán el trabajo y que por ello estarían dispuestos a pagar una
cuota.
¿Parece inverosímil aún? No para el ojo atento, si tomamos por cuestión a una corpo-
ración como Microsoft: cuando le compramos un software quedamos sujetos de por vida
a pagar una licencia, sin incluir aquí los pagos para «parches» del sistema, además de su-
frir el hecho de que nuestras máquinas se vuelven prácticamente inutilizables en caso de
querer cargarle otro sistema operativo distinto del de esta corporación, quedándonos así
atados por siempre a su control y dominio. No por nada Bill Gates es el hombre más rico
del mundo. Mas Adrian quería ir más allá del comercio y la riqueza, quería el poder polí-
tico, el poder total. Y esto significaba propiciar un cambio radical en la economía, la ju-
risprudencia y la política, incluso en la moral. ¿Por qué? Pues porque las relaciones pa-
trono-obrero serían abolidas (el Qrobot se encargaría de trabajar por el titular de la licen-
cia), incluyendo las gobierno-empresariales (pues el fabricante y dueño del Qrobot sería
Adrian, futuro «Emperador del Cuarto Reino», quien exigiría, como Estado, una partici-
pación en la empresa contratante). ¿Cómo trataría la ley actual estos casos? La economía,
por otra parte, sufriría un alza tremenda en los márgenes de productividad, pues la efi-
ciencia del Qrobot sería muy relevante. ¿Producirían más las empresas, tanto que podrían
exportar sus productos y hacer entrar divisas frescas a las arcas del gobierno? Por supues-
to, y éste entonces podría invertir más en infraestructura y superestructura, como puentes,
carreteras, nueva tecnología, edificios habitacionales de primera clase para la gente co-
mún, en el primer caso, y creando nuevos códigos, en el segundo, civiles, laborales, pena-
les, regidos por los principios del «Cuarto Reino» y la sapiencia biotecnológica, los mis-
mos que habrían eliminado el desempleo, pues ya no sería necesario trabajar sino vivir en
el ocio de las subvenciones ganadas gracias al trabajo de los qrobots, los mismos que
después harían que las empresas aceptaran al gobierno como su socio, para dirigir a la
economía por el camino correcto, los mismos que darían poder al Estado para crear nue-
vos órganos de administración pública, de seguridad nacional y religiosa, los mismos
que, y esto es lo mejor de todo –ya que habría un tiempo de desocupación tremendo–,
¡harían de la vida un eterno circo! Y él, el Adrian majestuoso, el erudito que cambiaría
con su ciencia el actual régimen de injusticia y rapacidad, sería el emperador de este nue-
vo orden, de esta nueva nación sin paralelo en el mundo, la que al poco tiempo de ser eri-
gida, estaría deseosa de compartir su progreso, de ensanchar su estrechez geográfica y de
pedir a otras naciones un poco de «espacio vital». Sería aclamado como el sabio que, gra-
cias a su ingenio tecnológico y político, salvó al mundo de la debacle neoliberal, tan mio-
pe, egoísta, diabólica y asesina.
Pero con lo sucedido al Qrobot la noche anterior, parecía que sus planes se le atrasa-
rían. Stefan, al parecer, se le estaba adelantando. Eso ya lo sospechaba, y lo supo por me-
dio de Brudan, quien además le había alertado sobre la supuesta visita de un amigo del
ejecutor de su padre, Popescu. Sabía Adrian también que Stefan poseía un laboratorio en
los Montes Metálicos, avisado anónimamente por un informante para él inesperado, aun-
que, debido a la lejanía, lo escarpado del lugar y sus tareas investigativas, Adrian se había
negado a actuar. No obstante, dado el acontecimiento ocurrido, era hora ya de fajarse los
pantalones. Atacaría a Stefan en su propia casa; la devastaría con el poder del Qrobot, de
los que tenía miles en el almacén, pero que no había podido utilizar debido a que las clo-
naciones no se encontraban maduras.
«Iré yo mismo», se dijo. «Me pondré el exoesqueleto y demoleré su laboratorio. Cer-
vini vendrá conmigo».
–¿Sabes algo de Stefan y su empresa en los Montes Metálicos? –le preguntó a Cervi-
ni, ya sosegado.
–No –le dijo el otro–. Desconozco de lo que me habla.
Adrian apretó los labios. «Inepto». ¿Cómo averiguar dónde quedaba ese bendito labo-
ratorio? ¡Popescu! Él debe saberlo; trabaja para el Estigia. Entonces se reprochó el haber
mandado a destruir los contenedores de óxido nítrico en las cercanías de Brasov. «Debí
haberlos dejado ir hasta el laboratorio», se dijo. «Pero hay tiempo todavía, antes de que
los hombres del Estigia vengan a atacarme. Le mandaré una nota a Brudan, para que, a
través de Sonia, saque alguna información a Popescu. ¡Voy a hacerlo ahora mismo».
–Repara el qrobot, y estate listo para cualquier emergencia –le dijo a Cervini–. En tan-
to, ve y revisa el proceso de gestación de los clones en la segunda planta –acabó por or-
denarle.
Salió del laboratorio y subió por el ascensor rumbo a la oficina, meditabundo, pensan-
do en las palabras que escribiría al viejo Brudan. Tendría que hacerlo rápido, si no el Es-
tigia, como su nombre que tanto aterroriza, lo evaporaría de la faz rumana, y ya no habría
más «Tecno Cuarto Reino Romano».
Mientras escribía lo asaltó un súbito terror en la forma de la siguiente pregunta:
«¿Qué harás cuando los agentes vengan con la coraza que tiene adosado el logo de tu
compañía? ¿Qué voy a decirles?». De seguro que le pedirán hacer una inspección a las
instalaciones. ¿Y entonces? «Pues, a menos que tengan buen ojo, no sabrán que el taller
de robótica y el de biotecnología los tengo reservados tierra adentro, en el sótano, tres
pisos abajo. Aun así, no me puedo confiar. ¡Por Dios, ya es hora que me deshaga de Po-
pescu! He de eliminarlo a él y al otro agente que lo acompañe. ¡No voy a arriesgarme!».
Dejó ir un plumazo enérgico sobre la hoja. «Mis enemigos han de morir. Son ellos o
yo».
32
Tassus y la ira del balaur
___
Tassus, al ver las noticias por la televisión, había llegado por la madrugada al hostal
en busca del balaur, pues le preocupaba que éste estuviera seriamente herido; sin embar-
go, la habitación, al entrar, estaba vacía. «¿Qué le pasaría?», se preguntó afligido. «¿Cae-
ría muerto a manos del otro engendro?». Decidió esperar. Dos horas después, entraba el
hombre, cubierto enteramente de negro. Fue a cambiarse detrás de una cortina. Salió con
la cabeza tapada.
Tassus advirtió que su cuerpo manaba sangre por los costados y de las extremidades.
–Déjame desinfectarte las heridas –le dijo–. ¿Dónde estabas?
–Volví a pelear con esa criatura –dijo el otro calladamente, doliente–, la del hotel.
Ahora sé que se trata de un robot.
–¿Un robot? –preguntó Tassus, escéptico.
–Sí; es una creación de Dragos.
–¿Por qué lo dices?
–Porque Dragos estudió robótica en el extranjero.
Tassus quedó pensativo. ¿Cuáles eran las intenciones de Dragos con la creación de
estos artefactos? No tenía la más mínima idea. ¿Curiosidad científica, empeño empresa-
rial, o –aquí se le erizó la piel– sicarios disfrazados? Su padre había sido un poderoso lí-
der del crimen organizado, ¿no podría el hijo seguir sus pasos? Era lo más seguro, pues
desde lejos podía distinguir que luchaba contra Stefan por control y poder.
–Al principio dejé que atacara a Stefan –dijo el hombre encubierto–, pero una vez que
vi a Razvan a su lado, lo enfrenté para evitar que lo asesinara. Es crucial que viva.
–Entiendo –le dijo Tassus–. ¿Pero y esa gran destrucción?
–El robot insistía en eliminar a todo aquel que le estorbara el paso… decidido a matar
a quienquiera quesea…
Tassus guardó silencio.
–Es por eso que debes decidirte pronto por partir del país, Tassus –le dijo la criatura–.
Estoy seguro de que Dragos atacará a Stefan en los Montes Metálicos; necesitará ayuda.
Tendré que abandonarte, y estando Popescu en la ciudad…
–¿Qué hay con Popescu?
–Stefan ha de estar reorganizándose, planeando las formas de atacar a Dragos, y a to-
dos aquellos que guarden una relación con el grupo Libertad. Popescu es uno de sus sica-
rios; recuerda que las elecciones internas se acercan: el judío no querrá ver su nombre
apañado. Vete, huye… Habrá una gran mortandad.
A Tassus le tembló el cuerpo.
–Con nuestra aparición en público, es casi un hecho que la policía de investigación
llegará a interrogarte, y con ella Popescu. Te matará.
–No veo en qué podría incriminarme la policía…
–¡Por favor, Tassus! No te pases de ingenuo. ¡Piensa! Casi todos los asesinados han
sido miembros del grupo y aunque la agente Baros no ha podido dar con la conexión que
nos inculpa a todos, ya ha logrado entrevistarte. Es seguro que sólo una pieza le haga fal-
ta. Serás identificado, servirás de testigo, y estarás a merced de Popescu, que no te perdo-
nará.
Tassus empezó a costurarle y vendarles las heridas, que eran profundas y cortantes.
–Te atacó a cuchillazos… –le dijo.
–Con garras de acero. ¡El muy maldito!
–¿Pero Dragos?
–Sí; estoy seguro.
Tassus terminó la labor. Se tiró en un silla, suspirando. Estaba tenso y las dudas em-
pezaban a acecharle. ¿Qué hacer? Huir o revelar la verdad. De todas formas, algún día
tendría que morir. ¿Y morir en vano, dejando a los culpables vivir una vida tranquila, im-
pune, riéndose de la justicia, no sólo la humana, sino la Natural, no era acaso injusto?
–¿Qué tal si le confesara toda la verdad a la agente Baros? –dijo en tanteos.
–¿La verdad? –le dijo el hombre–. ¿Cuál verdad? ¿Habrá algún agente o juez que te
pueda creer lo que le estás diciendo? Te tomarán por loco, por un científico loco.
–Pero los sucesos de ayer por la noche me avalan, mis archivos científicos, las prue-
bas de laboratorio.
–¿Y tú crees que Estigia o Dragos dejarán que éstos sobrevivan? Los quemarán y a ti
con ellos… ¡Vete, Tassus, huye, huye! Tu fin está próximo. Estos días serán de furia…
Un silencio abrumador se hizo en la habitación en tanto que Tassus observaba aquella
gran masa deforme compuesta de músculos desproporcionados y voz quejumbrosa y pro-
funda. Daba terror verlo.
–Entonces habla con tu amigo el canciller –le dijo de presto Tassus–. Estoy dispuesto
a abandonar Rumania si con ello evito que nuestras investigaciones se salven de las lla-
mas del fuego.
El monstruo, quitándose la sabana que le cubría el rostro, le lanzó una mirada recri-
minadora.
–Échame una ojeada –le dijo–. Soy un producto de esas investigaciones, ¿te parece
correcto, ético, que sigas ensayando con ellas?
Tassus calló. Ciertamente la pregunta era capciosa.
–Tú estás en una etapa experimental –le dijo–. ¿Quién dice que en el futuro no per-
feccionaremos las técnicas? Sería horroroso y estúpido botar a la basura todos estos años
de investigación por un experimento fallido.
–La próxima vez que vengas, vente preparado, porque te irás a México –le dijo la fi-
gura cuando éste cerraba la puerta–. ¡Será el fin de este experimento que jamás tuve que
haber realizado! –y volvió a gritar con fuerza.
33
La quema del laboratorio
___
«Todo listo, jefe», le dijo Muma por la línea. «¿Procedo a destruir el lugar?»
«Hazlo», le confirmó el Estigia. «Y te quiero acá después».
«Entendido».
El laboratorio se encontraba al final de las columnatas dorias de la universidad, que
sostenían sobre sí sublimes estatuillas griegas; Muma tenía en sus manos el detonador de
explosivos. A esa hora de la tarde, el movimiento estudiantil se había vuelto escaso y
apenas unos cuantos educandos charlaban, retozones, sentados bajo las escalinatas del
frontis muy al estilo del Partenón ateniense.
En el justo momento en que Estigia daba la orden de detonación, Tassus subía por las
graderías, a unos cuantos metros del laboratorio. Entonces Muma oprimió el botón, ante
la perplejidad de Tassus, que salía expulsado por la liberación de la energía contenida. Se
levantó el profesor y salió corriendo como loco, sin que Muma lo advirtiera. Luego éste
montó una motocicleta que lo esperaba en el bulevar Republicii y se escapó rumbo a
Obor, para entrevistarse con el Estigia.
–Hecho –le dijo al Estigia.
–A si me gusta –le respondió el jefe–, que las cosas que se hagan sin dilación.
Muma se sintió halagado.
–¿Había gente en el laboratorio? –le preguntó el Estigia.
Para colocar los explosivos, Muma se había introducido por los ductos de aire acondi-
cionado y, desde arriba, no había podido ver con claridad hacia abajo, por lo que desco-
nocía la existencia de personas en el laboratorio. Sin embargo, para complacer al jefe, que
no tardaría en castigarlo si se daba cuenta de que no había hecho el trabajo completo, le
dijo que sí.
–El profesor Tassus y sus asistentes estaban adentro.
–¿Seguro? –Estigia notó que Muma no le decía la verdad.
–Estoy seguro que fue así como le digo –le respondió el otro tomando aire.
–¿Todo quemado, destruido? ¿Archivos, papeles, Tassus y sus asistentes?
–Como usted lo requirió, jefe.
Estigia se sintió reconfortado.
–Un retraso más para los agentes –dijo–. Sin Tassus, el eslabón vuelve a estar perdido.
Fumaba el Estigia un cigarrillo detrás de biombo, pensando en que ya era hora de en-
frentar a Dragos en su propio patio; lo apagó con el pulgar, que al sentir la brasa en la
piel, lo llenó de ardor.
–¿Tienes alistada a tu gente? –dijo a Muma.
–Sí –recibió en respuesta.
–Óyeme, entonces –la voz se volvió grave y silenciosa–. Quiero ese edificio del Co-
lentina derribado. ¿Me sigues? ¡Derribado! Luego te vas hacia los Montes Metálicos, a la
fábrica de Stefan David, con un cargamento de óxido nítrico. Llama a Blaga, el serbio,
para tal propósito.
–¿A los Montes Metálicos? ¿Stefan David, no es el diputado que sufrió otro atentado
ayer?
–Sí. Me ha pedido protección por esto. Seguirás sus órdenes al pie de la letra. No ha-
gas caso de lo que veas allí.
–¿Y qué pasará con los negocios de acá? Radiu me ha pedido un cargamento de anfe-
taminas. Ya he hablado con Sergiu, en Hungría, para que me lo envíe; y como usted me
había dicho que hasta el otro miércoles derrumbara el edificio de Dragos, pues me com-
prometí…
–Ya encargaré esa tarea a Pupa… Déjame eso a mí. Por lo pronto, obedece, llama a
Blaga antes de atacar a Dragos, y después llévate a la gente a los Cárpatos.
–Por cierto, que aquí tengo el dinero de la operación con Varujan; me dijo que para la
próxima semana iba a necesitar más anabólicos. Tenga –y le alcanzó un maletín a través
de una abertura del biombo.
–No –le dijo el Estigia, rechazándolo–. Me has sido leal por muchos años Muma, y ya
es hora que delegue en ti ciertas funciones.
El otro irguió la cabeza, emocionado. Finalmente sus esfuerzos habían dado frutos.
Pronto el Estigia le asignaría funciones financieras, alejándolo ya de las operacionales.
Después de tantos años, se merecía un ascenso.
–Haz un depósito a nombre de Mircea P… cuenta no. 1155122… –y se perdió en de-
talles.
–Está bien –le contestó Muma, alegre, y salió de la oficinita en dirección al banco.
«Ya veremos quién gana esta competencia, Dragos», susurró el Estigia. «Por si se te
ocurre devolverme la gracia, te estaré esperando en los Cárpatos. Ese será tu fin».
34
La exposición de los casos
___
Los agentes salieron de la morgue con la idea de volver al Laboratorio, por Tassus.
Empero, Faina les pidió pasar por una cafetería del Parque Sportiv Dinamo, al norte de la
ciudad, que el párroco suele frecuentar después de sus paseos en chalana.
–No sería mala idea –dijo Blue–. Además deberíamos sentarnos para hilar los cabos
que aún andan sueltos.
–Ay, sí –exclamó Rosa–; me muero por tomar un capuchino.
Baros estuvo de acuerdo, pero Popescu condenó con la cabeza. «Par de maricas», se
dijo. «¿Y no les gustaría una copita de champán mejor?».
–Cinco capuchinos, por favor, Sofía –le pidió Faina a la camarera–, ¿y usted, mi esti-
mado Popescu, qué va a tomar?
–Nada –le contestó éste, esquivo–; quizá un poco de agua.
Baros, a pesar de sus treinta años, estaba emocionada con Blue, a quien en verdad
creía el amor de su vida, el príncipe que habría recorrido el mundo para rescatarla de la
fortaleza del castillo, como el que tenía a su izquierda, cruzando el bulevar Stefan Cel
Mare, el hermoso Palacio Victoria. Además Popescu, el ser que la había despreciado, se
encontraba a su lado: a veces la revancha proporciona sus pequeñas delicias. Sin embar-
go, fuera de esto, Baros se interesaba realmente por Blue, y guardaba serias intenciones
por parte de él, aunque fueran compañeros de policía. ¿Pero qué importa eso si tenía al
hombre con quien habría de pasar todo lo que le restaba de vida? En este punto, Baros
tenía fija la atención en su latino bello, y ningún otro de los presentes le importaba tanto
como éste, ninguno. Rosa, muy suspicaz, sabiendo de los sentimientos de Baros desde el
principio, los miraba a los dos resignada. Scott también pudo percibir esto, y en conoci-
miento de un oponente superior a sus fuerzas y talento, se entristeció sobremanera.
Así, estando los seis sentados en aquella glorieta, dos soles de amor opacaban con su
luz a los restantes cuatro corazones, salvo el de Popescu que ardía de ira, pues una oveja
se le había descarriado.
–Bien –dijo Baros–, empecemos a sacar una relación de los hechos hasta el día de
hoy.
–¿Y ellos? –Rosa señaló a Faina y Scott–. No creo conveniente que escuchen lo que
tenemos que decir. Es un trabajo oficial.
–Sí –la secundó Popescu–. Es inapropiado. La Ley de Investigación Criminal lo
prohíbe.
–Al demonio la ley criminal –le espetó Baros–. Son de mi confianza –siguió–, ¿y el
pastor no debería ser de la tuya? –Popescu crujió los dientes.
–Yo soy uno de los que está involucrado directamente en la cuestión –dijo Scott–.
¿No me atacó el balaur en el Hanuc lui Manul? ¿Y no fui rescatado por ustedes? Acuér-
dense… acuérdense.
–Y yo vi cuando esa criatura del demonio la arremetió contra Baros en el cementerio
–dijo Faina, imprudente.
Los demás se inquietaron. ¿Cómo es que Baros sabía de esto y no lo había comunica-
do a las autoridades, a sus compañeros y superiores? ¿Acaso escondía algo?
–¿Tú? –la inquirió un incrédulo Popescu.
–¿Es verdad lo que dice el pastor, Baros? –le preguntó Blue–. ¿Fue usted atacada por
el balaur?
Baros, avergonzada, asintió en un balbuceo:
–Sí…
–¿Pero por qué no nos lo dijo antes?
–Has cometido un delito –la censuró Popescu, cetrino–, al obstruir la labor de la Justi-
cia…
La otra callaba. Faina tomaba el café dándoles la espalda, sudoroso. «Vaya, qué meti-
da de pata».
–Me imagino que debe existir una razón poderosa para que usted nos haya ocultado
este hecho tan importante –le dijo Rosa, ansiosa por recriminar a la intrusa, a la mujer
que le apartaba de sí lo que más quería en la vida–. Creo que Popescu tiene razón: ha co-
metido usted un delito muy grave.
–Un momento –irrumpió Blue, digno, heroico–. A ella la ampara el secreto profesio-
nal: recuerden que estos casos están en proceso de formulación, y Baros bien puede dis-
cernir qué hechos conviene investigar o relacionar con ellos.
Baros le sonrió: «Me has salvado, mi bello». Los agentes acusadores pusieron una
cara de gran disgusto. «Sí, claro, como estás enculado 17 de la mujer por eso la defiendes;
pero si hubiera sido yo, ya me hubieras metido al mamo18 hace rato».
–Como dijo aquí el apuesto Blue –dijo finalmente Baros ante la perplejidad de los
demás, que no daban crédito a tanta devoción; incluso el aludido se vio sorprendido–…
Perdón… –tosió–. Como dijo el agente Blue –esta vez se irguió; el tono de voz se volvió
seguro–, estoy en mi pleno derecho de actuar según convenga a la demostración de mi
hipótesis acerca de los crímenes. Esto quiere decir que las pruebas o evidencias ya mate-
riales, ya circunstanciales, puedo utilizarlas según lo crea yo conveniente, en el supuesto
de que la posición de unas no se superponga en la aclaración de las otras al momento de
resolver mis cálculos. ¿Estamos de acuerdo?
–¿Pero si usted misma sabía de la existencia de este monstruo, por qué no lo comentó
antes? Bien pudo haberse salvado la vida de esos tres dirigentes del PMRU –machacó
Rosa, recelosa–. ¿No cree que cometió una gran imprudencia al ocultar este hecho? ¿No
lo cree así?
Baros se desanimó.
–¿Y cómo saberlo? –preguntó al aire–. Ni siquiera tenía la certeza de saber si era real.
–Pero el pastor Faina dijo haberlo visto agrediéndote en el cementerio –le achacó Po-
pescu–. ¿Cómo es que ahora dices que no tenías la certeza de saber que existía? Te con-
tradices, mujer…
–¿Le creyeron ustedes a Scott cuando fue atacado por esta criatura en el hotel? –se
rehizo Baros–. ¿Verdad que no? ¡Creyeron que estaba loco! Y yo también creí que uste-
des me tomarían por loca si les decía lo que había visto ese día… –se levantó del banco
de madera.
Popescu rió, en tanto que Rosa ladeaba la cabeza; ambos deseaban que Baros sufriera
por sus errores. En cambio Faina y Scott sancionaban con la cabeza; Blue, levantándose,
la tomó de la mano, que ésta cogió muy tiernamente, y la sentó de nuevo en el banco.
Aquí sí todos se disgustaron, unos por el descaro y otros por la osadía.
–Bien –dijo Blue–. A lo que venimos; hagamos una relación de los casos. Primero dí-
game a qué conclusiones ha llegado usted, Baros, que luego le diré si estamos en la mis-
ma onda.
Entonces Baros habló:
–Empezaré con el primer caso: el del profesor Eugen Oprea, científico de la Universi-
dad de Bucarest que desapareció hace un año sin dejar rastro alguno.
–¿Oprea? –preguntó Popescu de mala gana–. Pero si ya se sabe que lo de este hombre
fue un suicidio.
–¿Un suicidio? –preguntó Blue.
–Sí –replicó Popescu, recordando el «suicidio»–: Alguna gente lo vio cuando se aven-
tó contra las aguas del Dambovita. Tú tienes esos testigos a la mano, Baros, ¿por qué no
cierras de una vez el caso? Fue un suicidio; tú bien lo sabes.
–Es cierto –afirmó Baros–: ahí están los testigos, pero ¿y el cuerpo? –le preguntó; Po-
pescu se mordió el labio inferior–. Yo lo hubiera declarado como suicidio, de no haber
17 En Honduras: enamorado
18 Cárcel.
sido porque al mes siguiente uno de sus compañeros de universidad también apareció
asesinado; es, precisamente, el segundo de los casos.
–¿El del físico Constantine Gaspar, supongo? –se le adelantó Blue.
–Sí –le contestó Baros–. Este hombre fue encontrado desgarrado en las cercanías del
mercado de Obor un día sábado 16 de marzo. Era dirigente (vocal uno) del PMRU, igual
que Oprea.
–¿Por qué cree que murió este hombre?
–Lo primero que anoté en mi bitácora fue su filiación universitaria y política. Al
inicio, pensé en un atentado político, porque en lo que concernía a sus investigaciones –
en la casa tengo algunas revistas universitarias que hablan al respecto (bueno, ustedes ya
vieron los archivos) – pronto caí en la cuenta de que descubrimientos tales como –tomó
un tonó irónico–, «la vida es un estado de la energía experimentado por algunos sistemas
termodinámicos cuasi-estables, que permite que éstos establezcan, autónomamente, una
serie de intervalos que demoran la difusión o dispersión de su energía local hacia más mi-
croestados disponibles» o «que la Vida no reside ni en las moléculas de ADN y ARN, ni
en las proteínas autocatalíticas, sino en el citosol o citoplasma. En consecuencia, el estado
de la energía cuántica (en partículas y ondas) en seres vivientes sólo puede ser experi-
mentado y sólo puede ser mantenido por un arreglo específico de la materia, es decir, sólo
por estados con posiciones y movimientos específicos de las moléculas completamente
incorporadas al citosol», no podrían justificar sus muertes. ¿Me captan? Y lo cito así, in-
tegro, porque de tanto querer encontrar un rastro –la evidencia, la prueba que me llevaría
al posible autor de sus muertes, que me figuraba habrían sido provocadas por algún des-
cubrimiento importante–, se me quedaron muy grabadas en la memoria, aunque ni siquie-
ra sepa, hasta el sol de hoy, qué me están dando a entender con eso. Me equivoqué.
Blue, sin embargo, no pensó lo mismo. «Siga, siga», la instó.
–Pero cuál no sería mi sorpresa cuando a los cuatro meses, en julio, encontrarían unos
veraneantes el cuerpo del bioinformático Vasile Iorgulescu a orillas de un lago artificial
en el Parque Cismigiu. Otro desgarro. Ya no era cuestión de coincidencias…
–¿Entonces se dio usted cuenta de que estos hombres pertenecían al grupo
«Libertad»? –le preguntó Rosa, caustica.
–Eso ya lo sabía –le contestó ésta, enojosa–. Pero, como les dije, me había apretado
los sesos estudiando sus informes científicos y no pude encontrar ningún descubrimiento
que valiera su asesinato.
–¿Y no se te ocurrió pensar de que podría haber una conexión política de por medio?
–le dijo Popescu, dejando entrever la incapacidad de Baros como agente.
‒Claro que lo hice, fue mi primera y más importante de las hipótesis. ¿Pero en este
caso de Iorgulescu, qué pensar? No era político, como los demás, sino un hombre de
ciencia, graduado en Cambridge. Fue entonces cuando le pedí ayuda a mi amigo Emile.
–Ahhh –exclamó Scott, asombrado de escuchar todo aquello–. Emile…
–Le pedí que me dijera qué cosas investigaba su grupo. Me respondió –arriesgándose
a ser encarcelado por violar un secreto de Estado– diciéndome que trabajaban en cómo
mejorar el rendimiento de los atletas con fármacos y manipulaciones genéticas. Entonces
me acordé del «Químico», Alexandru…
–¿Pero qué tiene que ver Alexandru en esto? –volvió a exclamar Popescu–. Yo mismo
di por cerrado el caso con su desaparición.
–¿Y si estuviera vivo? –preguntó Baros–. ¿Quién ha visto su cuerpo?
–Sin embargo –objetó Rosa–, ¿qué tiene que ver este señor con las muertes?
–Pues nada –siguió Baros–. Pero asocié el rendimiento de los atletas con las activida-
des clandestinas de Alexandru. Me dije, ¿cabría la posibilidad de que el hombre esté vivo
y que sea el verdugo de estos hombres?
–¡Ah, por favor, Baros! –prorrumpió Popescu–. ¡Estás que revientas de loca! Si el
hombre está muerto, ¡muerto, muerto! ¿Qué? ¿No entiendes?
–Déjela hablar, Popescu –le solicitó Blue.
–Entonces volví a la ciencia. Le pregunté, viéndolo a los ojos, a Emile si sabía qué
causas habrían llevado a la muerte a estos científicos. Él me dijo: «Sinceramente, Baros,
no lo sé». Luego le pregunté por la filiación política: «No lo creo», me dijo. «Incluso he
visto al señor Stefan, su presidente de partido, rondar por aquí. Pero creo que nadie ha
podido decirle nada, pues desconfían de él por la muerte de Oprea y Constantine».
–¿Stefan David, el diputado que vimos hoy por la mañana? –preguntó asombrada
Rosa.
–El mismo. Es un reconocido químico y financiero de la ciudad. Es judío. Se cree que
sus padres, judíos-rumanos, lo trajeron de Palestina hace tres años. Habla rumano como
cualquier otro, pero nadie sabe dónde vivió y qué hizo antes del ’89.
–¿Y? –dijo Popescu con un tono de «y a mí que me importa».
–El caso es –continuó Baros– que me fui a la casa del partido sin saber a qué iba. Me
atendió, precisamente, uno de los hombres que cayó asesinado anoche, Ilie Puwak; en ese
entonces era el secretario. Le dije que dos de sus dirigentes habían sido asesinados en
menos de dos meses y le pregunté qué pensaba al respecto: «No tengo ni idea, agente»,
respondió. «Aquí seguimos llorando su pérdida, especialmente Stefan, quien guardaba un
gran afecto por ellos y que incluso los había propuesto para un curul en la banca del par-
tido en el Senado; esto es si llega a ganar la campaña que comienza a principios del pró-
ximo año».
–Humm… –gruñó Blue–. Qué extraño, qué extraño…
–¿Qué es lo que le parece extraño? –le preguntó Baros.
–Pues la falta de coherencia tuya –le contestó Popescu.
–No importa –le dijo Blue–. Continúe.
–No obstante –volvió a hablar Baros–, no me di por vencida. Volví a revisar las cuen-
tas de banco de los fallecidos, sus amistades, su labor profesional y política; traté de re-
construir los últimos días de su vida, pero…
–¿Pero? –preguntó Rosa, en suspenso.
–De nuevo otra muerte, en noviembre.
–La de Florin Nastase, el astrofísico y profesor de la Universidad –añadió Blue.
–Exacto –le contestó Baros–. Aquí fue cuando descarté lo de la filiación política, pues
era evidente que estos hombres, los de un mismo grupo científico, estaban siendo asesi-
nados debido a sus trabajos de laboratorio.
–¡Vaya, al fin! –exclamó sardónico Popescu–. ¡Al fin te cayó el veinte!
–Volví a hablar con Emile, pero éste siguió diciéndome lo mismo: «Las investigacio-
nes son rutinarias…bueno, tú tienes en tu casa todas las publicaciones de la revista del
grupo, que es el medio por donde damos a conocer nuestros descubrimientos. Si quieres
puedes venir al laboratorio»...
Scott, casi alterado, la escuchaba atento, aunque desviaba la vista cuando Baros toca-
ba el tema del laboratorio. ¿Cómo decirlo?, pensaba. ¿Cómo revelar el experimento que
vio cuando visitó a Tassus? Además, aquello no era de su incumbencia, y pronto la ver-
dad saldría a flote. Se quedaría entonces callado, sin inmiscuirse en los asuntos de los
demás; sin embargo, le remordía la conciencia de ver cómo su amor se partía el cerebro
por dar con alguna pista.
–Fue lo último que me dijo: el 1 de febrero moriría vilmente asesinado –los ojos se le
nublaron, humedeciéndosele; Blue volvió a cogerla de una mano–. Gracias –le contestó
Baros–. Emile era en verdad uno de mis pocos amigos; nos conocimos de niños… Era el
único buen recuerdo que tenía de mí misma, en la infancia…
–¿Y por qué no fue al laboratorio en el acto? –le preguntó Rosa, agujándola, resenti-
da. La acción de Blue no podía ser menos que insoportable. Incluso Scott aplanó los la-
bios. «Perdido, todo perdido», se dijo.
–Pues por una pequeñísima razón –le contestó Baros, dolida–. Sucede que tengo en
mi cartera mil casos de homicidio por resolver…
–¡Mil casos! –exclamó Blue–. ¡Cómo puede ser!
–Pues porque apenas hay una veintena de agentes de investigación para contrarrestar
la criminalidad en una ciudad tan grande como Bucarest.
–¿Pero por qué no buscan remediar esto? –preguntó Blue.
–Siempre salen con el mismo cuento: «No hay presupuesto».
Faina, por otra parte, se había quedado dormido sobre el banquillo. Los demás al ver-
lo se echaron a reír. Retomaron el dialogo.
–¿Y luego la muerte de Rahova? –abrió el debate Blue.
–Sí –contestó Baros–. Fue aquí donde por primera vez salió a relucir la figura del ba-
laur. Hasta entonces nadie sabía que existía tal criatura, aunque por las muertes anteriores
no desconocían lo insólito de los hechos. Todo empezó con las declaraciones de un ca-
mionero al Evenimentul Zilei, llamado Zsolt Puscas y su hijo Gheorghe, que venían de
Brasov y vieron al monstruo partiendo en dos a Rahova y Calin Dinga (el que vimos en la
morgue) –Popescu al escuchar el nombre de Dinga se hizo el desatendido–. Eso fue hace
cinco días, si no me equivoco, antes de la llegada de ustedes. Y así se me ha ido el tiempo
sin que pueda finalmente dar con los autores de estos crímenes.
–¿Entonces hemos llegado a un punto muerto en las investigaciones? –preguntó Rosa,
minimizando la labor de Baros–. Es decir, con lo que nos ha dicho, no podemos hacer
nada.
–No te apresures, Rosa –la reprendió Blue–. Claro que hay elementos que nos pueden
conducir al autor de estas masacres.
–Dejeme decirles algo –irrumpió Baros–. Hace poco… ¿No sé si Maior les informó
acerca de la devastación de Brasov? ¿No? –Los agentes americanos negaron con un mo-
vimiento de testa. –Bueno, quizá habrá sido porque no encontró una conexión entre este
acontecimiento y los otros…
–Pero debió informarnos –dijo Rosa.
–La cuestión es –siguió Baros–, que cuando me apersoné al lugar, a la entrada del dis-
trito de Brasov, lo primero que vi fue una destrucción masiva de trailers y contenedores,
además de cientos de cilindros de óxido nítrico…
Popescu aguzó los oídos y, queriendo desacreditar de antemano la versión de la otra,
dijo:
–Te pierdes, Baros. ¿Qué tiene que ver la destrucción de esos contenedores con las
muertes de los científicos? No quieras inventarnos ahora una historia, después de que no
hayas podido hacer nada en un año. ¡Por Dios! ¡Estás tirando manotadas de ahogado!
–¡Cállate, Popescu –lo riñó Baros; los demás, no muy extrañados, hicieron un leve
movimiento de cabeza–, que estoy hablando! Como les decía, encontré cabinas destroza-
das, contenedores volcados sobre el pavimento, hombres rasgados y, ¡aquí viene lo inter-
esante!, cilindros de óxido nítrico partidos por la mitad.
Los demás se vieron desconcertados. ¿Qué con eso?
–Debo dar las gracias, antes que nada, a mi amigo Scott Fraiser por este descubri-
miento. –Scott sonrió débilmente, arreglándose los puños de la camisa. –Por esta cone-
xión que me revela en parte algo de la hipotética trama que urde en mi mente.
–Explíquese –la arengó Rosa–. Nos tiene a todos en suspenso.
–Sí, explícate –le urgió Popescu. Para sus adentros rió. «Pobrecita; estoy seguro que
saldrá con una pendejada. Ni siquiera sabe que Muma y yo fuimos los encargados de en-
viar ese cargamento hacia el centro de los Cárpatos. Ja, ja… ¡Andas muy lejos, bruta!
Nunca sabrá que el Estigia está detrás de todo esto».
–Bueno –prosiguió–. Resulta que todas las víctimas eran químicos o físicos que estu-
diaban cómo mejorar el rendimiento de los atletas, o sea, en otras palabras, la composi-
ción bioquímica de seres humanos. Pues bien, el óxido nítrico es la conexión que existe
entre los científicos y las dos grandes empresas químicas de Rumania: «Seicorp», que es
el holding que reúne a la mayoría de ellas, y «Químicas Colentina», del señor Adrian
Dendiu.
Los demás iban hilando sus palabras.
–El cargamento de óxido nítrico iba rumbo a Brasov, o posiblemente a los Cárpatos
(de seis conductores, cinco murieron y el otro ha sido reportado como desaparecido); de-
bido a que era un lote grande, se deduce que era para uso industrial, para una fábrica, en
concreto.
»Si ya sabemos que hay sólo dos, entonces hagamos una pequeña ficha de los dueños
de estas empresas: Stefan David de Seicorp y Adrian Dendiu de Químicas Colentina –
luego empezó a narrar el historial de estos personajes.
»Si sabemos que Adrian es hijo de Alexandru, un reconocido traficante de compuestos
químicos y estupefacientes, y que los asesinados sabían mucho de bioquímica (muy bien
pudieron haber descubierto algo que negaron al resto de los mortales, incluyéndonos),
podríamos deducir que Adrian se halla inmiscuido en estos asuntos. Primera hipótesis.
Segunda: Stefan, no hace siquiera un año, sacó al mercado un producto hormonal llama-
do «Youngever». ¿Quién no podría aventurarse a decir que él obtuvo esta información de
los científicos y luego los mandaría a asesinar?
–¿Pero y el óxido nítrico; por qué asesinarlos? –le preguntó Rosa.
–El nitrógeno, creo, puede llevarnos al balaur –le dijo Baros de sopetón; añadió con
un aire de sigilo–, y si lo relacionamos con la muerte de los científicos, pues, se ve enton-
ces que se trata de algún tipo de competencia, una comercial.
–¿Balaur –exclamó Rosa– igual a competencia comercial? ¿Qué está sugiriendo?
–Que podría ser que estos hombres estén experimentando con el genoma de seres vi-
vos. ¿Escudriñen bien los reportes del grupo Libertad y los informes emitidos por medi-
cina forense en la Gendarmería? Pareciera que lo que digo es pura ciencia ficción, pero
ahora que hago un recuento más ponderado no puedo sino pensar que cada vez hay una
fuerte relación entre un hecho y otro.
–No sé –dijo Blue–. Hay algo que no encaja, pues estos señores son personas de co-
nocido renombre en la ciudad, incluso en el país, ¿qué necesidad tendrían de hacer estas
cosas? Estas son para criminarles comunes u hombres mentalmente desquiciados. No sé,
no sé… Habría que estudiar un poco esas hipótesis, sí, volver al laboratorio y examinar
todos los informes emitidos acerca de esos descubrimientos, desde el principio.
–Las hipótesis más estúpidas que he escuchado en mi vida –agregó Popescu–. ¡Cómo
se te ocurre señalar a reconocidos políticos de Rumania! ¡Definitivamente estás loca!
Además, con esa hipótesis tuyas, el rumbo de la investigación cambia por completo. Pri-
mero tendríamos que enviar dichos informes a personas competentes en el ramo. ¿Sabes
que es eso? Y por el otro, habría que volver al oscuro mundo de los narcóticos y sustan-
cias químicas ilegales. Yo no creo que estas muertes tengan que ver con esas gentes. Aquí
estamos hablando de científicos y no de traficantes… –decía esto Popescu con la inten-
ción de desviar el tema.
–Bueno –dijo Baros, positiva–, ¿qué me dicen de esta fotografía? –les mostró aquella
donde aparece la coraza con un logo impreso–. ¿Pueden leer lo que dice allí?
Blue la cogió; Rosa atisbaba por detrás, con las manos sobre los hombros. Apenas se
podían leer las letras, debido a su pequeñez; en el centro se hallaba incrustado un símbolo
heráldico:
QROBOT
QC
Scott se acercó, abriéndose paso; Popescu se arrimó también:
–Sí –confirmó–, es el logo de la fábrica del Colentina.
Y al decir esto, recordó la nota con la «A» al final del escrito que le proporcionó Fai-
na. Sintió una ligera alteración en el cuerpo. «Ya veremos quién es el que muere primero,
Adrian», se dijo en pensamientos. «Tus horas están contadas hasta el miércoles, cuando
Muma derribe tu horrendo edificio y a ti junto con él». Aunque pronto recapacitó: «¿Y si
Baros estuviera en lo cierto? No podría ese monstruo atacarme, incluso, ahora mismo.
Debo cuidarme las espaldas. Le informaré al Estigia sobre esto».
–¿Seguro? –le preguntó Rosa, irrumpiendo en sus planes.
–Claro –le respondió éste–. Nací en Bucarest; debo saberlo mejor que usted.
Faina despertó de su dulce sueño.
–¿Qué es lo que están viendo? –preguntó.
–Una fotografía –le contestó Baros–. Venga, acérquese. Véala.
–Oh –exclamó Faina al ver el escudo heráldico–. El león imperial.
–¿Y qué significa eso? –preguntó Rosa, perturbada.
–Bueno –siguió Faina–, en la Antigüedad, mejor dicho, en todas las edades y socieda-
des antiguas, los hombres han hecho uso de figuras de animales vivos, árboles, flores, ob-
jetos inanimados, como signos simbólicos para distinguirse en la guerra, o para denotar
bravura y coraje como nación gobernante. En el caso del león, la fuerza, el coraje y su
majestuosa postura entre sus semejantes del Reino Animal le ha hecho ganar el título de
monarca de la selva y rey de las bestias. Los antiguos heraldistas seleccionaban esta figu-
ra del león como símbolo de mando, fuerza, poder, coraje y otras cualidades inherentes a
este animal, además de los atributos de majestuosidad, potencia, clemencia, y todos los
concernientes a la autoridad –dijo finalmente–. Ahora, que esa mancha morada detrás del
león es ininteligible para mí…
–Supongo que es la representación de los átomos que integran una molécula –dijo
Blue–, ilustrada a la manera de Fisher y Hirschfelder, donde los primeros son presentados
como bolas interpenetradas que son unidas mediante varillas. Y siendo ésta el logo de una
compañía química, pues está muy acertado el simbolismo.
–¡Uf! –exclamó Rosa–. Muy ambicioso el hombre: el «Emperador de la Vida».
–¿Quién? –preguntó Faina.
–Adrian Dendiu –le contestó Baros–. Es el logo de su compañía.
–Ah, vaya –dijo solamente el pastor; luego como inspirado súbitamente–: ¿No me di-
gan que él tiene que ver con la existencia del balaur?
–No, no –le contestó rápidamente Baros–. Sin embargo, la noche de ayer, luego del
ataque a Stefan, apareció tirada en la calle esa pieza que ve usted en la fotografía.
Entonces Faina arrugó la frente.
–Pero bien pudo haber sido este objeto arrancado de uno de los autos que fueron des-
truidos esa noche, ¿no cree? Quizá circulaba por el bulevar…
Los demás le dieron la razón.
–Es cierto –dijo Baros, achicada–. No obstante… ¿Por qué Orban, el perito, se inter-
esaría por ella? Tendré que hablar con él –sacó el celular de su chaqueta y marcó el nú-
mero.
–Es una pista falsa –dijo Popescu–. No me extraña…
«¿Orban?», dijo Baros por el teléfono: «Habla Baros. Sabes, quería preguntarte sobre
una de las fotografías que me diste esta mañana… Sí, sí... La del logo. ¿Sabías que te
preguntaría por ella?... Ja, ja… ¡Eres tremendo, Orban! ¿Esta noche? ¿Al Onx Club? Oh,
no, no puedo, querido… Entonces, ¿no había, anoche, ningún vehículo de la fábrica vol-
cado en la autopista? ¿Seguro, Orban? Es importante para mí. ¿No es de metal? ¿Car-
bono? Raro, muy raro… De acuerdo… Me gustaría salir contigo, Orban, pero se me hace
imposible, por el trabajo. Tal vez otro día... ¡Sí, sí, te escucho! ¿Cómo? Pero es posible…
¿Hace media hora? ¿Y cómo te diste cuenta?... ¿Ibas a visitarlo para hacer los análisis
clínicos?… ¡Por Dios, Orban! ¡Ahora mismo voy para allá!», colgó el celular y exclamó,
sobrecogida: «¡Tassus!»
–¿Y qué averiguaste? –le preguntó un Popescu agriado: había digerido mal la conver-
sación de Baros.
–¡Acaban de destruir el laboratorio de Tassus en la universidad! –les gritó–. ¡Vayá-
monos de aquí!
35
La encrucijada de Tassus
___
Tassus sigue corriendo por el bulevar Kogalniceanu rumbo al hostal Arges; pasados
unos minutos, llega. Toca la puerta, pero nadie le responde. Saca entonces una copia de la
llave y entra. Se halla desorientado y tiembla como pajarillo sacudido por la lluvia y el
viento. «¿Y ahora qué hago? Hombres malos buscan mi muerte», y se echa a llorar sobre
la cama. Se arropa, entero, con la cobija, sollozando.
–No más investigaciones genómicas –susurra–. No más.
»Hemos creado monstruos asesinos. Tuvo razón Oprea al negarse a develar estos des-
cubrimientos a hombres como Stefan… ¡Y ahora Dendiu! Lo peor del caso es que no sé
quién es el que me ataca, por Dios, ¡no lo sé! ¿Largarme a México? Es lo único que me
queda por hacer, ¡largarme!, ¡lejos, muy lejos de aquí!».
Se levanta de presto. Ya se apresta a salir de nuevo cuando ve un papel sobre la mesa.
Lo toma; dice:
Tassus: Partí hacia los Montes Metálicos, y no sé cuánto tiempo tardaré en llegar,
pero llegaré; te lo aseguro. Me adelantaré a Adrian. La venganza será mía. En lo que a ti
concierne, llama a este teléfono, el de la embajada de México acá en Bucarest: (004)
021-210-45-77. Te atenderá el cónsul Molina. Dile que deseas hablar con su canciller,
A.E…, y que vienes de parte mía. No temas. Te recibirá. Hablé con él esta mañana. O,
mejor aún, ve tú mismo a la embajada, y entrevístate; esta es la dirección: 124C Strada
Mihail Eminescu. Como te dije, la guerra se ha desatado, y no habrá más vida para los
involucrados en ella. Quizá será esta la última vez que sabrás de mí. ¡Vete, huye, már-
chate! Si no lo haces, serás asesinado. No le digas nada a la Policía hasta que tu vida se
vea comprometida y bajo peligro inminente…
Luego los trazos de tinta comienzan a desfigurarse y se pierden en lances largos y
temblorosos, que hacen de la escritura un mensaje ininteligible. Tassus guarda la nota en
su bolsillo, y de nuevo se tiende sobre la cama, llorando, atenazado por el terror.
Entonces se hace quizá la pregunta más importante de su vida:
–¿Qué hacer ahora? ¿Emigrar o alertar a la policía? ¡Ay, ay, ay! De verdad que no de-
seo largarme de mi país. He pasado mi vida entera aquí; no, no podría resistir el uso de
otras costumbres. ¡Y México, México, una nación tan lejana y tan diferente de la rumana!
¿Qué cosas me esperan allí? ¿Cómo podría mantenerme? Ni siquiera sé hablar español.
Pero lo que sí sé es que los tentáculos de Stefan o Adrian no llegarán hasta allá; ¿cómo
podrían? Me desligaría por completo de la química y la genómica, ¡por siempre! Existe
todavía una esperanza…
»Sin embargo, viviría como pobre, desempleado, mendigando en las calles… ¿Qué
credenciales presentar? ¿Y en la embajada, acaso no debo explicar el por qué de mi salida
de Rumania? ¡Oh Dios! Sé que te he fallado, que incluso he negado tu existencia, pero si
en verdad existes, ¡ayúdame ahora! ¡Te lo suplico! No tengo a nadie que me auxilie en
este día macabro…
Se revuelca el pobre Tassus en la cama como un demente, histérico. Se descobija.
–¿Si le revelo la verdad a Baros, la agente de investigación? ¿Si le dijera que Stefan y
Adrian siguen mis huellas para matarme? ¿Si le revelara que Stefan posee un laboratorio
clandestino en los Montes Metálicos y que Adrian ha fabricado un robot asesino? ¿Pero
qué pruebas tengo para sustentarme? ¡Ninguna, ninguna! Apenas la advertencia de un ser
monstruoso, el balaur… ¡Oh, Dios, me encarcelarían por ello!
»¿Quién podrá auxiliarme? ¿Yakob? Pero qué sabe Iliescu de mis actuaciones. Es mi
mejor amigo, y al darse cuenta de la verdad me despreciará como a un hipócrita. ¡No, no
lo soportaría! Aun así, ¿debería recurrir a él? Me preguntará por lo ocurrido en el labora-
torio. ¿Qué le diré? ¿Y a la policía? ¡Ay, de nuevo me encuentro en el círculo de la muer-
te! Ha llegado el momento de comportarse como un verdadero hombre y enfrentar los
problemas que se me presentan. Diré la verdad, diré la verdad, ¡la diré toda! No me im-
portan que no crean una palabra de lo que diga o de que me tomen por loco…
Se levanta envalentonado de la cama, abre la puerta y sale como llegó, corriendo, des-
andando lo andado.
36
El Contador de la Vida de Dobre
___
___
–Es el pago por la venta de anabólicos que le hice a Varujan –siguió–. Computa la mi-
tad en la otra cuenta, y al resto hazlo pasar por el holding como ingresos por fletes: alqui-
ler de camiones a compañías asociadas.
–Bien –dijo Mircea.
–Habla con Pupa, en Transarum (Transportes Rumania; otra empresa del holding), y
dile que altere de nuevo el kilometraje de los camiones según los cálculos que tú le pre-
sentes para alcanzar esa cifra… ¿De cuánto es el depósito?
–Diez millones de dólares, Stefan –le respondió el contralor.
–Bien; calcula entonces tú el kilometraje y se lo das a Pupa no más tardar hoy por la
tarde. ¿Entendido? ¡Ah, y que no se les olvide anotarlos en los reportes!
Mircea, muy obediente, se levantó de la silla. Stefan lo detuvo.
–Espera –le dijo–. Todavía falta por hacer.
El contralor volvió a sentarse.
–Hazle un cheque a Blaga por la compra de óxido nítrico y otro a nombre del húngaro
Sergiu, por la compra de anfetaminas que venderemos a Radiu, el del judet de Teleorman,
en Alexandria.
El otro hacía los apuntes en su agenda; Stefan lo veía, con satisfacción contenida,
riendo deliciosamente. «Me encanta ver a los hombres así, bien aplicaditos y sin rechis-
tar», se dijo. «Sin embargo», continuó reflexionando, «cuando mis hijitos nazcan, los
haré amo y señores de estas pobres gentes, miopes e inseguras. Habrá potencia, fuerza,
intelecto».
–¿Algo más? –preguntó Mircea, que se sorprendió de encontrar a Stefan con una mi-
rada maliciosa puesta en él.
–Sí –dijo Stefan, parco–. Me ausentaré unos días de Seicorp, Mircea; así que tú esta-
rás a cargo del negocio.
Mircea alargó los labios, sonriente:
–¿Buscas relajarte un poco? –le dijo–. Te mereces unas vacaciones, ¿no crees?
–Sí –le dijo Stefan, riendo casi macabramente–: unas largas vacaciones…
38
Un encuentro de amigos de antaño
«No soy otra cosa que un buscador de la verdad. Considero que encontré un sendero que
me conduce hacia ella, y hago todo lo posible para concretar mi propósito. Aunque con-
fieso que no la alcancé todavía. El hecho en sí de descubrir la verdad significa que uno
ha alcanzado la perfección y ha cumplido su destino. Conozco bastante bien mis lamen-
tables defectos, pero toda la fuerza me viene de tal conocimiento.»,
___
Una vez que Tassus hubo salido de aquel cuarto, con la carta de su amigo en manos,
se encontraba todavía subiendo por el bulevar Busezti, a tres cuadras de la Plaza Victoria,
en el cruce con la Calea Grivitei. De pronto, vio hacia su derecha una multitud reunida
que esperaba bajo las puertas del Museo de Arte. Intrigado, pensando en que el movi-
miento de gentes podría aplacarle en cierto modo las penas, decidió averiguar.
–¿Hubo algún robo en el Museo? –preguntó a un concurrente.
–No –le contestó el otro como lamentándose de una gran tragedia–; al parecer el gran
Razvan Snagov estuvo a punto de suicidarse.
–¿Razvan Snagov? –se preguntó Tassus, sorprendido. No había terminado siquiera de
subrayarse esto, cuando de pronto fue apartado por algunos miembros de la policía que
iban abriéndose paso a través de la multitud–. ¿Sonia? –exclamó al ver a su asistenta co-
gida del brazo de Razvan–. ¡Sonia, Sonia, Sonia! –empezó a gritar, siguiendo tras el
cuerpo de seguridad y dando empellones a la gente que le obstaculizaba el paso–. ¡Sonia!
¡Soy yo, Tassus! ¡Yo, el profesor Tassus! ¡Tassus!...
Sonia, por el alboroto, no podía escucharlo. Se acercó lo más que pudo, pero un poli-
cía lo sacudió con una cachiporra. «¡Atrás, atrás!», le gruñó. «Gracias a Dios que estás a
salvo, hijita», se dijo aliviado. «Sin embargo», razonó, «¿qué haces allí, junto a Razvan y
la policía? ¿Por qué no estabas en el laboratorio? Aquí hay algo raro. ¿Cómo es
posible?». Sonia tendría que contestarle. Reemprendió la persecución, y vociferando lo
más fuerte que pudo, llamó:
–¡Sonia, Sonia! ¡Escúchame! Aquí, aquí, aquí… ¡Soy yo, Tassus! ¡Sonia!
El llamamiento fue sonoro, tanto que el último policía que escoltaba a Razvan lo ad-
virtió.
–¡Cállese! –le gritó blandiendo la macana.
Sonia, alterada y nerviosa, finalmente vio aquella acción.
–¡No! ¡Déjelo! ¡No le pegue! –lo increpó; entonces percibió la figura de su jefe; em-
palideció–: Profesor Tassus –dijo–. Usted aquí…
–¡Sí! –le devolvió la seña–. Soy yo, Tassus… ¡No! ¡Esperen!
Un policía intentaba meter a Sonia en la patrulla, a la fuerza, sin embargo ésta, furio-
sa, atizó más el escándalo al oponérsele, en la esperanza de que Tassus terciara, y fuera
así capturado, puesto que éste parecía desear acompañarla adonde fuera. Sucedió tal
como ella lo previó. Casi el cuerpo enteró se le encimó con sus garrotes.
–¡Viene conmigo! –exclamó Sonia, horrorizada de ver la paliza que sufría Tassus–.
¡No lo golpeen! Es mi padre.
Al escuchar esto los policías se detuvieron y dejaron que Tassus se le acercara, inclu-
so lo subieron y sentaron dentro de la patrulla, junto con Razvan, que aparentaba estar
desecho físicamente, caída la cabeza sobre el pecho, como un hombre muerto en vida.
Ya en la patrulla, Tassus, ansioso por escuchar las justificaciones de Sonia, le pregun-
tó:
–¿Qué haces aquí?
–Me llevan a la Gendarmería para explicar por qué el diputado Razvan quería suici-
darse.
–Pero tú… ¡tú qué les vas a explicar! Nadie sabe por qué un hombre decide matarse…
–Pues yo no sé, profesor –le dijo Sonia–; eso fue lo que me dijo la policía.
Tassus hacía como si se limpiaba el rostro.
–Sabes –le dijo pensando en la destrucción del laboratorio–; estoy feliz de que estés
viva.
–Gracias –le contestó Sonia con una sonrisa amarga–. Pero me preocupa más el ve-
cino –añadió señalándole a Razvan–. Está muy deprimido…
El profesor le tomó una mano al diputado y, dándole palmaditas con la otra, le dijo:
–¿Qué te pasa, mi viejo guerrero de mil batallas?
Razvan abrió los ojos lentamente. «Esa voz la conozco», pensó y, con el rabillo del
ojo, vio a su interlocutor.
–¡Tassus! –balbuceó.
–Ja, ja. ¡Todavía te acuerdas de mí, ah, mi díscolo rebelde! ¡Venga ese abrazo, mi que-
rido amigo!
–¿Se conocen? –preguntó conmovida Sonia.
No obstante, Razvan estaba muy lastimado y apenas alcanzó a estirar la mano. Enton-
ces Tassus empezó a relatar los días de universidad, en los años ’60, cuando ya Razvan,
todavía lampiño y adolescente, alzaba la voz clamando por reformas universitarias, lo que
llevó al régimen comunista, allá por el año ’75, a crear varios centros de investigación
científica. Tassus se había beneficiado directamente de esta lucha, aunque no hubiera mo-
vido un dedo siquiera debido a su carácter introvertido por ese entonces. Pero recordaba a
Razvan como un héroe y, aunque no participó nunca abiertamente de la política, lo consi-
deraba su amigo, y el otro decía sentir lo mismo por él. En ocasiones, a escondidas de
Iliescu, habían gozado de algunas copas. Ahora que veía a su amigo allí, derrotado, lo
desconocía, pues Razvan poseía una personalidad extrovertida, carismática y sincera. Le
dolía verlo así, cabizbajo, sin ansias de vivir.
–¿Qué es lo que tienes, viejo? –le preguntó enternecido.
El otro, llorando, viéndolo con los ojos vidriosos, le contestó:
–Soy un estúpido, Tassus, un estúpido…
El profesor se compadeció y, recordando él mismo su vida, se echó a llorar junto con
Razvan.
–No te preocupes, hermano –lo consoló–. La vida es una escuela donde nunca termi-
nas de aprender –balbuceando–: Sea lo que sea que hayas hecho, acéptalo, y trata de asi-
milar lo ocurrido. ¡Vamos, hermano, recuerda aquellos días de lucha y combate! –apenas
pudo articular estas palabras.
–No, Tassus –le respondió–. No más lucha. Me rindo. Ahora sé, con gran dolor de mi
parte, que todo lo que hice fue producto de una fantasía deformada, un ideal pervertido
por otros. ¡Bah! ¡Libertad, democracia, libre competencia! ¡En qué diablos estaba pen-
sando, por Dios! ¿Por qué no fui capaz de prever las consecuencias que estas simples pa-
labras encerraban! Mi juventud me cegó…
–Razvan –habló Tassus–, no has hecho ningún mal. ¡No! Ve, ve por la ventanilla.
¿Los ves? ¿Ves esas grandes estructuras, modernas y elegantes? Esas, sí, esas son produc-
to de tu lucha, de tu esfuerzo… La ciudad luce imponente. Nadie podrá robarte esa gloria.
–¿Gloria, dices? –lo contradijo–. ¿Gloria, gloria? ¿Cuál gloria? ¿Es glorioso acaso
que veinte millones de mis hermanos vivan en la miseria, en tanto que, al otro lado de la
moneda, únicamente 300 vegeten como reyes? ¿Te parece glorioso eso, Tassus? ¡Qué me
importa a mí que se erijan esos grandes edificios si mi gente trabaja en ellos ganando
unos pocos centavos que apenas les ajustan para sobrevivir! ¿Les pertenecen a ellos esos
edificios? ¡No! ¿No lo entiendes todavía, verdad Tassus?
El otro, asombrado de escuchar los reniegos de Razvan, ladeó la cabeza.
–Tampoco yo lo entendía, hasta hace poco… –siguió–, hasta hace poco en que me vi
atacado por las fauces de los monstruos que yo mismo creé.
Esta vez Tassus abrió muchos los ojos: «¿Qué era aquello de monstruos? ¿Estaba aca-
so confabulado con Stefan o Dendiu?».
–¿De qué monstruos me hablas, Razvan? –preguntó Tassus simulando ingenuidad.
–De esos –le dijo apuntándole con el dedo un rótulo gigantesco que mostraba, en flas-
hes electrónicos, las palabras: «Youngever. Vive más, vive tus sueños. Farmadei, tu dro-
guería de confianza».
–¿Stefan David, tu correligionario?
–Sí –le contestó ácidamente el otro–. Adrian Dendiu también es uno de ellos.
–¿Pero me dices que son unos monstruos? O sea, lo dices, ¿literalmente?
–Sí; literalmente.
Tassus estaba desconcertado.
–¿Y cómo lo sabes? –tanteó.
–Escucha, Tassus –dijo Razvan, desganado, casi sin voz–. Quizá no entiendas lo que
te voy a decir, o pueda ser que me tomes por loco, dado el estado emocional en el que me
encuentro.
El profesor no hallaba qué decir.
–Tú sabes que yo desde joven fui un rebelde –continuó Razvan–, un paria entre las
filas comunistas. Eso era precisamente lo que me alentaba, lo que me daba el poder y la
voluntad de seguir adelante, pues me gustaba ese desprecio que las autoridades del parti-
do me dedicaban, y cuánto más hubiera, mejor, más poderoso me volvía. Yo tenía en
mente un solo objetivo: mi libertad. Es decir, deseaba gozar de todas aquellas cosas que a
mí me se antojaran, por prohibidas que fueran, y sin restricciones. Si el Partido comunista
la prohibía, para mí quería decir que aquello era una tentación fatal que yo debía disfru-
tar. Siempre me decía, ¿qué hay de malo en hacer lo que yo quiera? ¿No dicen en otros
países que todos hemos nacido libres? Acá dicen lo mismo, argüía, y sin embargo, nos
obligan a trabajar los sábados, a reunirnos cada tiempo en la casa del partido local y a
rendirle tributo a un cretino que se la pasaba dando órdenes todo el tiempo. Eso no era
vida. Lo peor era que debías pensar como pensaba el partido. Tú sabes lo que es eso. Tú
sabes lo horrible que es el recitar, tal si fuera una religión, los dogmas de una doctrina
como la del comunismo. Pero entonces, Tassus, ahora, en mi etapa adulta, me he dado
cuenta de algo, y ese algo es que yo no nunca supe escuchar en mi juventud. Yo nunca
escuché, nunca. Hoy he creado con mi actitud esos monstruos que te he señalado con el
dedo.
Tassus afinaba el oído.
–¿Sabes por qué? –El profesor negó con la cabeza. –Porque yo fui un necio, un necio
sordo. Imagínate que yo de joven añoraba con alcanzar la «libertad» para llegar a ser al-
guien rico y poderoso. Ay, ¿por qué no escuché a otros que habían pensado estas cosas
antes, a Marx o Lenin, por ejemplo? No sabía yo acaso que para llegar a ser un humano
poderoso debía arrebatar los recursos a otros. Es decir, aquí me apartaré un poco y te ha-
blaré en palabras que tú conoces como científico, para que me captes, y que yo hasta aho-
ra, después de repasar algunas máximas comunistas de gente de ciencia como tú, y vivido
cruelmente, he aprendido con sangre: tú sabes que la energía no se destruye, sino que
cambia solamente de forma, en el caso de la materia, de manos. Existe entonces lo que
dice una ley de compensación. Pues bien, he llegado a la conclusión de que sucede igual
en la vida material de los hombres. Si yo, como ser humano, he llegado a desear ser un
hombre poderoso y lleno de riqueza, debo, por fuerza, quitarles a otros sus recursos. ¿Me
captas? Si yo tengo veinte lei en mi bolsa y tú otros veinte, para que yo llegue a tener
cuarenta, debo quitártelos a ti, porque tú no me los darás gratuitamente, pues te quedarías
sin recursos, es decir, falto de energía. No obstante, todos hemos nacido con los mismos
potenciales y con los mismos derechos y recursos que nuestra Madre Tierra nos ha rega-
lado gratuitamente; ¿por qué entonces alguien debería tener más que yo? Y si los recursos
de nuestra Madre son explotados, ¿no deberían ser repartidos entre todos por igual? Ella
nos pertenece a todos, ¿entiendes lo que digo? Veo que me tomas por un demente. Y lo
siento, pero a esta conclusión he llegado. Lo que está sucediendo ahora en mi patria, re-
gida hoy por el capital, no es sino una forma descarada de explotar los recursos de mi
Madre: tierra, agua, bosques y seres humanos. Y lo que es peor, el capital genera de-
sigualdad, pues los ricos, los que lo poseen, quitan a los pobres lo poco que tienen, y
como estos últimos no tienen ningún capital por mínimo que sea, entonces se ven obliga-
dos a vender su fuerza, que el capitalista paga miserablemente para gozar de ganancia,
sumergiendo a esta pobre gente en un círculo vicioso del que nunca escapará, salvo el
capitalista mismo, que se enriquecerá más y más con el tiempo. Yo de joven no vislumbré
esto, aunque no lo desconocía, soy sincero, pero que me negaba a creer porque no lo ha-
bía experimentado. ¿Me eximirá la Historia por pecar de ignorante? Yo pregonaba una
libertad falsa, que escuchaba en boca de gentes americanas, pues no me daba cuenta que
aquella libertad estaba encausada para servir al más fuerte, a aquel que no tiene conmise-
ración para con el más débil. La ciencia capitalista incluso justifica esta ley del más fuer-
te, y Darwin no me dejaría mentir por un segundo. A eso me refería con lo de los mons-
truos, a quienes yo les abrí la senda para entraran a devorar a mis hermanos.
Tassus bajó la cabeza; él era uno de los que proclamaba en sus clases esta teoría.
–Y como era joven y fuerte estaba de acuerdo. Quería conquistar, fundar imperios, ser
victorioso. No obstante, al no haber un espejo que pudiera reflejarme, seguí empeñado en
derribar la cortina comunista. ¿Y sabes qué? No me arrepiento, ya que, para ser honesto,
no hubiera deseado vivir todo el tiempo bajo un control tan acérrimo como el del Partido.
Hoy me di cuenta de dos cosas: Primera, que la verdadera libertad consiste en que todos
gocemos de iguales derechos y obligaciones, tanto materiales como espirituales, pero esta
igualdad solamente se puede alcanzar (para que sea efectiva) cuando ya no existan unas
clases que opriman a las otras, es decir, que no deben existir ni ricos ni pobres, tal como
Jesucristo, ahora que lo pienso, quería y dejó establecido, o dicho en términos económi-
cos, los medios de producción, las fuentes creadoras y procesadoras de nuestros recursos
nos pertenecen a todos por igual. No puede haber ningún tipo de clase que explote a la
otra. Fue precisamente por esto, inconscientemente y a pesar de mi juventud, que odie
tanto al Partido, porque éste se había convertido en una clase que nos oprimía a nosotros,
a la otra, la del ciudadano común.
–Pero… pero… Razvan, ¿perjuras de tu lucha por la democracia?
–¿Democracia? Ja, ja. ¡Y me lo dices a mí que estoy metido en la política! La demo-
cracia, tal como tú o yo nos la imaginábamos, no existe, Tassus; no en este momento ni
en este sistema. Esta democracia es la de los poderosos, la de Stefan o Dendiu, que han
tomado de la gente muchos recursos para mangonearla. Sólo fíjate en las leyes que acaba
sancionar el Senado: ¿a quiénes benefician? A las grandes corporaciones, pero cuando el
pueblo clama por una mísera alza al salario mínimo, los diputados, que son empresarios,
ponen el grito en el cielo, a pesar de que las ganancias en sus estados financieros son mi-
llonarias –Tassus se rascó la cabeza, incrédulo de escuchar aquellas palabras en los labios
de Razvan–. ¿Ya ves que te dije? No sabes escuchar, pues no has entendido nada de lo
que te he dicho. Te pido que, una vez que lleguemos a la Gendarmería y salgamos de ella,
vayas a reflexionar sobre mis palabras. Y sí, sí reniego en parte de mi lucha, que fue ne-
cia, pero que en cierta forma me ayudó a abrir los ojos, aunque para ello me haya conde-
nado yo mismo pues es duro ver a mi gente en condiciones miserables… Es duro –y dejó
escapar un par de lágrimas–. ¡Y yo los metí en esto! –tomó aire; siguió hablando–. Lo
segundo que pude advertir fue que mi rebeldía me llevó a subestimar a los que sí sabían
de lo que hablaban, por ejemplo, Marx. Ahora que hago un recuento de sus enseñanzas,
veo que esta gente se esforzó por crear un ideal noble y sin prejuicios. ¡Ah, y pensar que
Marx, por el ánimo de escribir el Capital, la más humana de las obras económicas de la
Historia, tuvo que padecer una gran miseria, y no sólo eso, sino que tuvo que sacrificar la
vida de su esposa e hijos! ¡Eso te da cuenta de la nobleza de sus ideales, que los hombres,
si en verdad se consideran hombres, deberían perseguir e imitar siempre! ¿Qué afán lo
mantuvo a él con aliento? El afán que ningún capitalista daría siquiera por uno de sus
empleados, el de que la gente, el pueblo, tu prójimo, fuera libre, feliz. Yo no pude ver eso,
por mi egoísmo y por culpa de la dirigencia del Partido, a quienes, como te dije, odiaba a
más no poder. Terminó de caer la venda, Tassus: el problema no era el sistema comunista,
que era noble, como su pensador, sino los dirigentes del Partido. Una cosa es diferente de
la otra. El Partido estaba compuesto por hombres, por seres imperfectos, ambiciosos la
mayoría, que incluso eran anticomunistas, pero que habían caído allí gracias a su astucia
y búsqueda de lucro personal. ¡Qué mejor ejemplo que el de Ceaucescu!
–¿Me dices que quieres volver a los tiempos de represión, Razvan? ¡Por Dios!
–Es inútil, Tassus; tú no escuchas. Te estoy diciendo que ahora comulgo con los prin-
cipios del comunismo, pero no a la manera en que los aplicaban los dirigentes del Parti-
do. ¿Me entiendes? Si hemos de volver a los tiempos de Ceaucescu, de plano, te lo digo,
yo volvería a ejecutarlo. Hay lo que se dice una visión contemporánea de las cosas, Tas-
sus. El mismo comunismo te lo enseña, pues es dinámico y no dogmatico. El problema
con los dirigentes es que lo vuelven dogmatico, y el socialismo es, por principio, muy
dinámico. ¿O qué? ¿Prefieres servir de esclavo a gente tan perversa como Stefan o Den-
diu, sujetos que sólo piensan en ellos mismos sin importarles que el vecino de al lado
muera de hambre o frío?
Tassus quedó pensativo. Luego preguntó:
–Dime, ¿por qué querías suicidarte?
–Por lo que te he hablado antes, Tassus: he sido un fracaso de principio a fin.
Llegaron a la Gendarmería. Antes de bajar, Tassus le volvió a preguntar:
–¿Y qué piensas hacer ahora? ¿Intentarás matarte otra vez?
Razvan esbozó una gran sonrisa. Había recuperado su fuerza combativa de presto,
quizá por haberse sincerado y encontrado la paz y sabiduría interior que por tantos años
buscó.
–No, Tassus –le dijo–, no. Trataré de enmendar lo que he malhecho.
–Es decir, ¿lucharás para que vuelva el régimen comunista? –le preguntó Tassus,
preocupado.
Entonces fueron apurados por los policías. «Con su perdón, señor diputado», dijeron,
«podría usted acompañarnos a la oficina del comisionado Maior».
–Por supuesto, señor oficial –le contestó Razvan, regenerado, con el continente mejor
dispuesto–. ¿Vendrán conmigo la señorita Sonia y el señor Tassus, supongo?
–Sí, claro –le respondió el oficial, abriendo la puerta de vidrio de la comisaría, que
más parece una iglesia parisina que un edificio gubernamental–. Pase, por aquí.
Y entraron todos muy bien escoltados.
«Ah, Razvan», reflexionó Tassus mientras iba caminando, «siempre serás un rebelde;
has nacido para ello».
39
El furor de la venganza
«Si en la casa de un hombre hay un incendio y algún hombre que había venido a apagar-
lo desea algún objeto y se queda con el objeto del dueño de la casa, ese hombre será
quemado en ese mismo fuego.»,
___
–¿Por qué alguien querría destruir el laboratorio de Tassus? –preguntó Rosa, descon-
certada, mientras caminaba con los demás en dirección a los autos, listos para abandonar
el parque del Sportiv Dinamo. El bosquecillo de fondo, que atrapaba los vientos del sur,
dejaba escapar de vez en cuando unas ráfagas que mecían su rubia cola de caballo.
–Tassus fue compañero de Rahova en el grupo Libertad –dijo Baros, apurada, temien-
do en su interior lo peor, la muerte del profesor, digamos–, y trabajaron juntos muchos
años en la universidad.
–Por tanto –agregó Blue, agitado por la adrenalina que sentía subir por la médula–,
los que acaban de atentar contra él son los mismos que asesinaron a los demás científi-
cos…
Popescu callaba. «¿Estigia?», se preguntó. «No sé, no sé. En lo que respecta a la
muerte de Oprea, sí hay responsabilidad, pues yo mismo hice el encarguito. Sé, por lo
que escuché en aquella fiesta de recaudación, que todo empezó porque Oprea se negó a
trabajar con él allá en el laboratorio de los Montes Metálicos, donde éste crea y procesa
las drogas que trafica. Pero es que Estigia mismo me dijo aquella vez en el almacén,
cuando cargábamos los cilindros óxido nítrico, que no estaba inmiscuido en las muertes
de esta gente. Y le creo, pues, ¿no murió asesinado Calin al lado de Rahova en el bulevar
del aeropuerto? Muma dice que Dendiu está detrás de los crímenes. ¡Es cierto! Vi el logo
de la fábrica del Colentina en la fotografía. ¡Muma tiene razón! ¿Cómo acusar a Dragos?
Ese pedazo de carbono no es una evidencia contundente para acusarlo por los homicidios.
¡No lo incrimina! Hay tantas cosas que puede inventar para justificar su existencia en el
lugar de los hechos… Ahora, que si es Dendiu quien realmente ha pasado a la ofensiva,
debo cuidarme… ¡Yo hice desaparecer a su padre en las riadas del Pod Izvor!».
Ni bien hubo reflexionado Popescu estas palabras, al lado de Faina y Scott, cuando de
repente uno de los autos, extrañamente, levitó del suelo y empezó a surcar los aires, gi-
rando sobre sí mismo en volteretas violentas y siguiendo una trayectoria mortal que aca-
baba en la de ellos, que pronto se vieron derribados al suelo gracias a los reflejos de eva-
sión de Blue, quien se arrojó para salvarlos. El auto apenas les rozó el cabello. Al descu-
bierto, una bestia descomunalmente musculosa descargaba, en gritos horrorosos y cerra-
duras de puño, toda su furia reprimida.
Rosa, tirada sobre la grama y por instinto policial, descerrajó su Glock en aquella
criatura virulenta, que saltó varios metros de altura fuera toda ley física, encimándose so-
bre el grupo. Blue también sacó su arma y empezó a disparar como loco; Baros hizo lo
mismo, en tanto que Popescu, aterrado, desenfundó la suya y, en menos de un minuto, la
había descorrido. Faina alertó a Scott y salieron corriendo en dirección al bosque, a es-
conderse.
–¡El balaur! –gritó Baros–. ¡Dispárenle, dispárenle! ¡Nos matará a todos!
Éste aterrizó justo a los pies de Popescu, que empezó a llorar de la angustia. Lo tomó
del cuello y le lanzó un grito de ardor espeluznante a los ojos. Popescu parecía desmayar.
Atrayéndolo para sí, abrió su boca llena de dientes, de la que salió una voz estentórea:
–¿Me recuerdas, Popescu? –le dijo, alzándolo–. Mírame, soy miles de veces más fuer-
te que tú, mucho más que cuando me humillabas, torturándome a mí y mi familia, sin-
tiéndote el señor de nuestras vidas. ¿Te parece que tengo ahora el derecho de despedazar-
te como a un perro, maldito animal? –los músculos del cuello y brazos de la bestia daban
la impresión de que estallarían por su desmedida potencia–. ¡Contéstame! –le gritó mos-
trándole sus filosos dientes–. Voy a formularte la misma pregunta que me hiciste antes de
ejecutarme: ¿Cómo te gustaría morir? ¿De un sólo balazo en la boca o atado, para que
mueras ahogado bajo las aguas?
Éste negó con la cabeza, espantado, y se revolvía frenéticamente sofocado por la asfi-
xia.
Baros y los demás recargaron sus armas y las descerrajaron en el cuerpo del balaur,
que volvió a emitir sus terribles alaridos. Se volteó, cogido en su puño el cogote de Po-
pescu, a quien bamboleaba como un estropajo, utilizándolo como un escudo que explaya-
ba hacia el frente.
–Este maldito morirá hoy –les dijo–. Es un mal hombre, y no merece vivir –volvió a
mecerlo ante los ojos atónitos de los demás.
Baros se adelantó; su instinto femenino y experiencia en la mediación de conflictos
que involucraba a rehenes, le decía que aquellas palabras las pronunciaba no un monstruo
diabólico sino un hombre que buscaba hacer justicia.
–Yo misma sé que usted no se equivoca –le dijo a tientas–. Pero he de decirle que la
violencia no es la forma más adecuada para solucionar el problema. Aunque en verdad no
tengo siquiera la más mínima idea de la profundidad del suyo. ¿Podemos hablar, si gusta?
El balaur emitió otro grito de furia; al parecer los agentes eran incapaces de entender.
–Soy lo que soy por culpa de él –respondió–. Popescu quiso matarme, pero falló.
Rosa se allegó a Baros, y pudo percibir que la bestia hablaba con justa razón.
–¿Por eso quiere matarlo? –le preguntó. Aquella obviedad lo enardeció.
–¡Espere! –medió Baros–. Pídanos lo que quiera, pero no lo mate.
El balaur cesó de hacer sus jadeos iracundos.
–Busco justicia –dijo–. La merezco. Mi familia y yo hemos sido víctimas de la mal-
dad de este balandro.
–¿Usted y su familia? –inquirió Baros, sorprendida.
–Sí –le respondió–. Este hombre la asesinó sin piedad alguna… –volvió a levantar el
cuerpo de Popescu por los aires–. Hoy debe pagar. La venganza me da ese derecho.
–Pero… pero… –tartamudeó Rosa–. Existe hoy lo que se llama cortes de justicia, fi-
guras representativas de la ley donde puede usted procesar estos asuntos por vía legal y
civilizada, como corresponde a los seres humanos…
–¿Justicia humana? –le espetó el balaur con su voz de ultratumba–. ¿La de quién? La
de sujetos como éste que cuelga de mi mano y que, jugándole la vuelta a la pobre y ven-
dada Temis, hacen lo que se les antoja según sus inclinaciones alevosas y asesinas. ¡Bah!
¡Qué patéticos! ¡No! –vociferó, y una corriente de aire se fusionó con su alarido, zaran-
deando de lleno la cara de los agentes–. ¡Lo mataré ahora mismo! –plegó la otra mano
para coger con ella la mollera de Popescu.
–¡Si intenta cobrar justicia por su propia mano, nos veremos en la necesidad de dispa-
rarle! –le gritó Rosa–. ¡Y no queremos hacer eso! ¡Por favor, señor, no lo haga!
El balaur esta vez hizo caso omiso a los clamores de los agentes y agarró con sus de-
dos nudosos el cráneo de Popescu. Ya lo iba a arrancar del cuerpo, cuando entró Blue con
un auto acelerado a fondo, atropellándolo, pero éste resistió el embate como si fuera un
duro bloque de concreto, aunque algo sorprendido por la audacia. Baros y Rosa, aprove-
chando este descuido, comenzaron a disparar a discreción, apuntándole a la cabeza, que
el monstruo procuró proteger, y pronto se vio obligado a soltar al otro que caía desmaya-
do sobre la grama.
Se les abalanzó, furioso, aullando; Blue, en tanto, bajó de la cabina, introdujo a Po-
pescu en el auto y arrancó a mil revoluciones del lugar. El balaur, gritando horrendamen-
te, siguió tras ellos a grandes saltos. Los alcanzó en la siguiente cuadra. Pegó un golpe
sobrehumano al tonó, que desgarró de un zarpazo, y removió del soporte al motor que
aventó lejos de la bocacalle. Blue le disparaba a través de los vidrios rotos de la cabina,
pero el animal rompió la puerta, y lo arrojó hacia la otra acera. Luego sacó a Popescu.
–¿Quieren vivo a este hombre? –les dijo, ronco, ardido–. Pues tendrán que venir por
él. Hoy es el día de mi venganza; él y su jefe pagarán por haberme desgraciado la vida.
¡Juré, en el más pesaroso y tenebroso dolor de mis penas, que me vengaría! ¡Y estoy
cumpliendo ese juramento! Estaré en los Montes Metálicos, por si deciden buscarme.
Rosa y Baros bajaron sus armas y corrieron a auxiliar a Blue, que se había levantado y
limpiaba sus pantalones. Faina y Scott, cubiertos de malva, aparecieron temblando del
horror. Se quedaron viendo el uno al otro sin pronunciar palabra.
–¡Ay, Dios mío! –exclamó dando un brinco del susto Faina por la manifestación de un
sonido repentino.
–Tranquilo, pastor –lo amainó Baros metiendo una mano en la chaqueta–. Es mi celu-
lar.
El grupo estaba a la expectativa.
«¿Sí?», atendió Baros. «Ah, comisionado… ¿Qué? No, no… Nada tenemos que ver
con esa decisión, comisionado, y usted lo sabe. ¿Presión sicológica?... ¡Por favor, comi-
sionado, si apenas le hicimos unas dos preguntas! Los agentes de la Interpol son testi-
gos… No hemos sido los causantes de que él haya querido matarse; acaso tendrá que ha-
ber de por medio problemas de partido… Tengo que decirle, comisionado, que más bien,
en la entrevista que le hicimos en el Palacio del Ministerio, él acusó a Stefan de estar ma-
nipulando el genoma humano… ¡No entiendo nada de eso! –echó una mirada a los de-
más–. En todo caso, comisionado, tenga por seguro que no hemos presionado a Razvan
de tal manera que haya decidido intentar suicidarse debido a nuestras investigaciones.
Eso puedo asegurárselo… ¿Qué vayamos a la Gendarmería ahora mismo? Está bien… –
posó la vista en los ojos espantados de Scott–. ¿Comisionado? ¿Me oye? Tengo que darle
una lamentable noticia. Sí, sí, una noticia muy lamentable… ¡Pero espere!... No cuel-
gue… No…», y la línea que comenzó a emitir ese bip repetitivo y característico que tan
feliz nos hace a la hora de querer comunicar un mensaje importante.
–¿No me diga que ha ocurrido otra tragedia? –preguntó Blue, hastiado.
Baros afirmó con la cabeza. Scott se tapó el rostro con las manos. «¡No puede ser!»,
suspiró.
–En realidad casi una tragedia –corrigió–: el diputado Razvan quiso suicidarse.
–¿Cómo? –exclamó Rosa–. ¿Por qué? ¿Habrá sido por nuestra entrevista?
–No, no lo creo –le respondió Baros–. Lo que nos dijo allá en el Palacio en nada lo
compromete.
–¿Y entonces? –preguntó Blue, enredado.
–A mí parece que se trata de política. Ya saben, el ambiente es sucio…
–Ya lo creo –dijo Rosa–, ya lo creo…
Guardaron silencio. Ninguno quería tocar el tema que se les venía por delante. Scott
escondió las manos en los bolsillos y Faina las recogió en su pecho. Blue y Rosa coloca-
ron sus armas en los arneses. Baros seguía con la vista puesta en la ruta que había tomado
el balaur a la hora de escapar. «Al norte», dijo, «hacia la Transilvania». Blue se le acercó
apoyando la mano en su hombro. «Hay que serenarnos», le dijo. «Tomemos esto con
calma».
–Los Montes Metálicos –añadió–. El balaur dijo que nos estaría esperando en los
Montes Metálicos. Eso queda hacia el norte, ¿verdad, Baros?
–Sí –le contestó–: en la masa rocosa de los Cárpatos.
–¿En la Transilvania? –le preguntó, tragando saliva, recordando enseguida la novela
de Stoker. Luego quiso aligerar la tensión en la atmosfera.
–El hogar del conde Drácula –dijo Rosa, influida por el tono de Blue, con un halo que
parecía de misterio.
A Scott y Faina un sudor frío empezó a bajarles desde la coronilla, pues estaban en un
estado de temor casi hipnótico, donde se lo creían todo, y no cesaban de lanzarse miradas
silenciosas entre sí. «¡Drácula!», exclamó Blue girando de presto; Faina y Scott soltaron
un chillido.
–¡Ya, ya! –irrumpió Baros–. Que esto es algo serio… Hay que rescatar a Popescu –
acabó.
–Es que no me pude contener –dijo Blue, riendo; luego en un tono formal–: ¿Le pare-
ce si comenzamos ya? Nuestro compañero necesita ayuda, y debemos brindársela sin di-
laciones. Vamos, andando. ¡Un momento! ¿Y lo del Laboratorio?
–Todo se nos complica –se quejó Baros–. El comisionado Maior nos espera en la
Gendarmería, para que hablemos con Razvan… –a Blue le extrañó esta petición; Baros,
como excusándose, dijo–: No sé qué sentido tiene que lo hagamos… Por lo menos en este
momento no tiene ninguno…
De pronto, a unos diez metros, vio un artefacto tirado en la calle. Corrió a levantarlo.
–¿Un cilindro? –se preguntó y volvió al grupo–. Revíselo, Scott –se lo tendió–. ¿Qué
contiene?
–Óxido nítrico –le contestó éste con las piernas temblorosas.
–Me lo imaginé –respondió Baros–. Hoy más que nunca debemos llegar al laboratorio
de la universidad.
–Sólo me gustaría decir –irrumpió Rosa–, que deberíamos reportarnos con Maior an-
tes de tomar cualquier decisión, ya sea la de partir hacia los Montes o la de inspeccionar
lo que queda del laboratorio.
–De acuerdo –la secundó Blue–. Por procedimiento…
–Bien –dijo Baros–. Y ya es hora que ustedes vayan a descansar –dirigiéndose a Scott
y Faina–. Es peligroso que sigan andando con nosotros. Pasaremos dejando primero al
pastor y luego a Scott en Lipscani. ¿Está bien? –finalizó preguntándoles.
–Pues yo… –tartamudeó Scott–… No es por nada, Baros, agente Rosa y agente Blue,
pero me gustaría ir con ustedes a los Cárpatos. ¿Puedo?
–De ninguna manera –exclamó Baros–. Usted es ya parte de mi familia –Scott sintió
como si los ángeles habían bajado del cielo, hablándole–, y no me perdonaría a mí misma
si, Dios jamás lo quiera, en determinado momento esa criatura intentara atacarlo; no,
Scott, no puede venir con nosotros. El riesgo es demasiado alto.
–Yo lo protegeré –intervino Faina–, y Dios me protegerá a mí.
–¡Pero es que se han vuelto locos ustedes dos! –exclamó Baros, enervada–. ¿No ven
la gran destrucción que acaba de producir ese monstruo? ¡No, no, no, nunca, ni Dios lo
quiera! ¡No pueden venir!
–Por favor, agente Baros –le rogó Scott–. Le juro que trataré de no entrometer mis
narices donde no me llamen. ¿Sí?
Rosa y Blue, cansados de ver este cruel cuadro, intercedieron.
–Déjelos venir –dijo Blue–. Podrían servirnos de algo.
–Pero es que… –le respondió Baros, pero al ver aquellos ojos negros brillándole con
ternura, se rindió–. Está bien, está bien. Vayamos a la Gendarmería, pues.
Rosa, en cambio, enfadada por la actitud de Baros para con Blue, exclamó:
–La vida de estos hombres corre por cuenta suya, Baros.
Blue le tomó a escondidas una mano, y se la apretó: «Cállate», le dijo en señas. «Co-
barde», le contestó Rosa en una mueca. Subió cada quien en su auto y tomaron camino
hacia la Gendarmería, pensando, en unas, con encontrarse a un Razvan desesperado que
corría demente por los cubículos y, en otras, con la penosa tarea de explicarle a Maior lo
sucedido y de pedirle, además, un permiso para que los dejara ir a rescatar a su compañe-
ro Popescu, que se hallaba raptado en la maciza elevación de los Cárpatos.
40
Los preparativos para la movilización
___
En tanto que Stefan conducía nuevamente hacia los Montes Metálicos, cansado, pues
los había recorrido en ida y venida en un mismo día, Adrian «Dragos» hacía los prepara-
tivos para la guerra. Bajó al taller de robótica para encontrarse con Cervini.
–¿Cómo van las gestaciones de los humanos mejorados? –lo requirió; así llamaba él a
sus creaciones genéticas–. Supongo que falta poco para que nazcan.
–Muy poco –le contestó Cervini–. Quizá una semana.
Adrian rechinó los dientes; quería pasar a la agresión de inmediato. Una permanente
preocupación lo espoleaba: el ataque sorpresivo del monstruo, ese balaur como lo llama
la gente, el mismo que había luchado con el Qrobot y lo había vencido.
«Mi creación es una máquina asesina perfecta», se decía. «¿Cómo, pues, había caído
derrotada a manos de ese engendro que ni siquiera utiliza una armadura tan poderosa
como el exoesqueleto?»
En este punto Adrian tenía razón. El exoesqueleto era la esencia misma del Qrobot,
pues era un ente robótico autónomo que se plegaba a voluntad del usuario, quien podía,
debido a esta versatilidad, emprender maniobras hasta imposibles de hacer para cualquier
otra máquina u organismo conocido. Estaba hecho de nanofibras de carbono, lo que le
daba una resistencia millones de veces superior al acero y una flexibilidad que ningún
otro revestimiento era capaz de simular. Además estaba dotado con rotores y propulsores
que, como un tren Maglev, utilizaban los principios electromagnéticos de levitación –au-
daz aplicación de la física que empleaba el manto magnético terrestre como un gigantes-
co electroimán–.
Pero lo que no sabía Adrian era que, en una combinación extrema de óxido nítrico,
resveratrol y otras sustancias químicas, el balaur era prácticamente indestructible, pues su
cuerpo poseía una capacidad de regeneración casi espontánea. Si la piel era cortada –al
modo de esas lagartijas a las que les cortan una cola y a los días vuelve a aparecer o como
a los mismos seres humanos cuando les hacen crecer los huesos por medios artificiales
(rompiéndoselos y luego dejando que el organismo vuelva a unir o sellar)– volvía a reno-
varse en milisegundos en un proceso hiperactivo. Pero había un excepción a la regla: el
proceso de hiperplasia muscular era temporal; es decir, duraba veinticuatros horas. Como
todas las manipulaciones genómicas que tiene por base a las drogas, había, por supuesto,
efectos secundarios, entre ellos, una pérdida significativa de células neuronales, pues el
cuerpo destinaba sus fuerzas y energías a la consecución de procesos musculares excesi-
vos, lo que provocaba a largo plazo una enfermedad parecida al Alzheimer, aparte de ace-
lerar una irrefrenable disfunción de la tiroides por la producción exorbitante de hormonas
–en este caso, hipertiroidismo–, con el subsiguiente desarrollo de una enfermedad cono-
cida como de Graves, que hace que el sistema inmunológico ataque a las células del pro-
pio organismo. Ese era el sacrificio. Por tanto, con el tiempo, el balaur, aparte de sufrir el
menoscabo de sus procesos neurológicos, moriría vencido por sí mismo.
–Alístame uno de los qrobots –le dijo a Cervini–, y el tuyo también. Mañana partire-
mos a una exploración en los Montes Metálicos.
–¿Montes Metálicos? –exclamó el otro, sorprendido.
–Sí –le contestó lanzándole una mirada de animadversión–. Arrasaremos con el Labo-
ratorio del Estigia.
Cervini en su interior padecía grandes remordimientos. Aliarse con Adrian había sido,
a la larga, su peor desgracia. No creyó jamás que aquel resentimiento que sentía contra
Stefan lo llevaría convertirse en asesino. Fue un día de otoño, días después de la muerte
de Oprea, días después de llorarlo y de sentirse ofendido por tal brutalidad. ¿Pero cómo
cobrarse tal afrenta si el judío era todopoderoso? Ideó un plan sencillo, el de visitarlo y
ofrecerle sus servicios, para luego, según su ingenua razón, atacarlo en silencio. Sin em-
bargo, Stefan era muy listo. Con artilugios, le había sacado la información y despedido en
el acto. El furor le llegó al límite. Fue entonces cuando conoció a Adrian, a ese joven si-
lencioso pero con ideas progresivas para los tiempos rudos y turbulentos de aquel mo-
mento. Le había dicho el joven Dendiu que, si quería, podía trabajar con él, juntos en un
proyecto novedoso que involucraría la bioquímica y la cibernética, una propuesta delicio-
sa para cualquier inteligencia cerebral. Sabía, como todos en Bucarest, que Adrian abo-
rrecía a Stefan, y entonces vio la oportunidad de vengar el nombre de su maestro y del
suyo propio. El quería también alcanzar la gloria, la inmortalidad.
Fue el principio de una competición letal, en la que él tuvo que mancharse las manos
de sangre. Las ideas de Adrian sobrepasaban los límites de la moralidad humana, y sin
embargo, en los últimos días, Adrian lo había convencido de utilizar al Qrobot. Él mismo
había provocado la destrucción de Brasov y el ataque a Stefan en la Piata Romana. Se
había avergonzado al prinicipio, pero la impunidad de los crímenes no había hecho otra
cosa que acrecentarle el gusto por la sangre. Pero al parecer el judío, tras varias pérdidas
humanas, humillado, había respondido con la creación de un engendro casi invencible.
Ahora Adrian, con esa su dialéctica demoledora, lo había convencido de emprender una
guerra abierta, la última, que decidiría la vida de ambos. Vencer, dominar, o ser vencido y
dominado. No había vuelta de hoja.
–Necesitaremos armas para destruir el edificio –le dijo Cervini.
–No es necesario –le contestó Adrian–. El exoesqueleto es un arma en sí misma. Me
imagino que Stefan ha de poseer un procesador genómico alimentado por una planta hi-
droeléctrica o de gas. Es su punto débil. Ahí golpearemos, y el edificio caerá como uno de
arena. Prepárate.
Cervini obedeció; Adrian volvió a sus oficinas.
«La policía no tardará en venirme a buscar», caviló. «¿Qué les diré? Pues que no ten-
go ni idea de que hacía esa pieza de metal en la calle. ¿Se habrá caído de alguno de mis
camiones? Sí. Eso es. ¡Bah! Me preocupo por nada. ¿Cómo podrían incriminarme? Mis
experimentos han sido llevados en secreto, en el más impasible de todos. Nadie sabe de
ellos, ¡nadie! Algo se me escapa… Salvo por… ¡Razvan! ¡Por Dios! Sólo espero que éste
no abra la boca. Tendré que deshacerme de él, así como de Popescu. Y voy a hacerlo aho-
ra mismo. Espera. ¿Quién quedará en la dirigencia del PMRU? Ah, ya está. Pita. Mihail
Pita es uno de mis sirvientes más apegados, aunque es algo estúpido y rastrero, cosa que
me fastidia», y volvió a salir de la oficina en busca de Cervini; con gran sorpresa suya,
como si le hubieran estado leyendo el pensamiento, se topó con Pita, que se había queda-
do junto a Cervini en uno de los apartamentos que la fábrica había mandado a construir
para los ingenieros provenientes del extranjero.
–¿Usted aquí? –le preguntó–. No podía ser mejor su aparición en este momento.
–Me quedé para esperar alguna orden suya –le contestó Pita–. ¿Ya vio los noticieros?
–No, no –contestó Adrian Dragos.
–Pues que nuestro querido presidente ha intentado suicidarse, ¡en el Palacio del Mu-
seo! ¡Ha hecho el papelón de su vida!
–¡Vaya! –exclamó Adrian; para sí mismo, dijo–. «El destino me ha dado luz verde
para actuar y seguir adelante con mi plan».
–Sin embargo –continuó Pita–, el hombre vive todavía. Fue rescatado por la Seguri-
dad del lugar. Ahora está en la Gendarmería, declarando, imagino, el por qué de su acti-
tud vergonzosa.
»Creo, además, que esta bochornosa conducta merece una sanción por parte del Parti-
do. Se ve a todas luces que el hombre está desequilibrado sicológicamente, y tal estado lo
incapacita para seguir en funciones como presidente.»
Adrian se alegró mucho de escuchar esto. «La vida me da la oportunidad en bandeja
de plata».
–Bueno –dijo Adrian–, en vista de que el vicepresidente Gusa ha fallecido, así como
los demás miembros de la cúpula, creo que usted es el indicado para asumir la presiden-
cia.
–Oh –pronunció Pita, contento; finalmente alcanzaría su tan anhelado sueño de hacer-
se del poder después de tantos años de servicio de sumisión y servilismo a los poderosos.
–Yo –agregó Adrian muy circunspecto–, como uno de los miembros que más aporta a
las finanzas partidarias, lo propondré para tal cargo mañana. Usted ha sido un hombre fiel
a los principios de nuestra Carta Magna, salvaguardando siempre los intereses de perso-
nas que, como yo, invierten en el futuro de Rumania.
–Oh –volvió a exclamar Pita, libido, sintiéndose finalmente honrado por sus patrones–
. Lo he hecho todo por el bienestar de la juventud, en nombre de los ideales de la libertad
democrática. Me honra usted, querido Adrian, con esa proposición. Se lo agradezco.
–No tiene porqué –contestó el otro amigablemente pasándole el brazo por el hombro–.
Deberían tributársele a usted galardones de prócer –siguió–. Mire el bienestar que goza la
gente del pueblo, sólo mírelo: hacen lo que les convenga en gana hacer sin que haya un
poder contralor que los reprima; se gozan de sus partidos de futbol a diario y trabajan
alegremente en las fábricas, donde no les hace falta nada, ni dinero para comer, ni estima-
ción por parte de los gerentes. En fin, su vida, lejos de aquellos días de oscuridad comu-
nista, es ahora un paraíso celestial en la Tierra –le lanzó una mirada de picardía–. Todos
ganamos ahora, ellos sus jugosos sueldos, su libertad de hacer lo que se les antoje, y yo
mis ganancias, aunque pocas, es cierto, pero que sacrifico alegremente con tal de verlos
sonreír en la calle o en el estadio.
–¿Me propondrá usted entonces como presidente del Partido? –preguntó el otro, in-
quisitivo, deseando que Adrian, el poderoso, no volviera a repensar sus palabras.
–¡Claro que sí! –exclamó, sonriente–. Usted es el indicado, el hombre que sabe lo que
le conviene al pueblo… –dicho esto, se despidió de Pita, urgiéndolo a que saliera a prepa-
rar las bases de su Movimiento para que las agitara a favor de la asunción presidencial.
Llegó al taller de robótica más determinado que nunca.
–¿Ya está listo el qrobot? –le preguntó a Cervini.
–Sí, señor. Listo.
Adrian arrimó la espalda a aquel artefacto que se abría tan largo y alto como los ten-
táculos de un pulpo extendido, y en un santiamén fue engullido por ellos, que se ajustaron
simétricamente a su cuerpo. Empuñó las manos, alzándolas en señal de victoria, se intro-
dujo en un conducto subterráneo que acababa en una compuerta instalada en la lejanía de
uno de sus solares baldíos y salió surcando los cielos tras la caza de Razvan y Popescu.
41
El éxito y el amor muchas veces no congenian
___
Rosa y Blue seguían a Baros, que bajó, inadvertidamente, por el bulevar Dorobantilor,
rumbo al centro, en vez de tomar la Strada Tunari, a tres cuadras de la Mihai Eminescu,
en el nordeste, donde se ubica el edificio de la Gendarmería.
–Ya me lo imaginaba –dijo Blue.
–¿El qué? –preguntó Rosa, ajena.
–Baros va hacia la Universidad –le dijo sonriendo–. No podía dejar pasar la ocasión
de ver por sí misma el suceso.
–Pero Maior se enfadará…
–Qué importa –le contestó Blue–. Primero los hechos, luego las parrafadas…
Rosa se sintió zaherida, pues Blue empezaba a justificar cualquier actuación, por es-
túpida que fuera, de Baros. «Se ha enamorado de ella», caviló tristemente. «¿Qué es lo
que tiene ella que no pueda darle yo?», se reclamó por último.
–Baros es estupenda –dijo Blue–. Una buena agente de investigación.
Aquello le cayó a Rosa como un balde de agua helada. «Sí, es la mismísima Sherlock
Holmes en persona», satirizó. «Y tú, su estúpido Watson».
–Te diste cuenta como resistió al balaur, ¡ella, que es una mujer! ¡Tiene un aplomo
que me saca de ondas!
«Ay, sí. Qué valiente, qué valiente… Si me parece estar viendo a la Mujer Maravilla»,
masculló Rosa.
–¿Decías? –le preguntó Blue que alcanzó a escuchar el murmullo.
–Blue –le contestó acomodándose en el asiento–: Tú y yo tenemos que hablar.
–Dime –le respondió tranquilamente.
–Sabes que he notado que tú y… –Éste le echó una mirada inquisidora–… ¡cómo de-
cirlo!... es que no sé… será mi imaginación, pero… –el otro levantó la barbilla, mirando
por el retrovisor–… Lo cierto es que he notado que tú y Baros se gustan –dijo al fin.
Blue se carcajeó brutalmente.
–¿En serio? –le dijo, jovial, acaso feliz de advertir en los ojos de Rosa la simpatía que
Baros le manifestaba. «Entonces sí, definitivamente le gusto a Baros».
Se sintió ofendida por aquel gesto. «Está bien», se dijo. «Todo lo que empieza algún
día tiene que terminar. Nada dura para siempre», y bajó la cabeza, derrotada.
–Voy a decirte algo… –le dijo viéndolo fijamente a los ojos; Blue le devolvía por
momentos la mirada, ocupado en esquivar el tráfico–. Detén el auto, por favor –le pidió
luego.
–No puedo, Rosa –le contestó, enfadado inesperadamente–, ¿no ves que no debo per-
der de vista a Baros?
–Bien –continuó Rosa, muy grave–. Sólo quería decirte que, pase lo pase, tú has sido,
eres y serás siempre el amor de mi vida –al decir estas palabras alargó la mano hacia la
palanca de cambios en busca de la de Blue, que éste retiró enseguida.
Calló la pobre Rosa: entendía perfectamente que Blue, a pesar de haber pasado mu-
chos años, felices, con ella, se había cansado de su amor. Sabía que habían llegado al
punto máximo de sus vidas, colmados de fama y honores, como los que recibió de la
prensa en México y por parte de O’Toole, que ahora les asignaba los casos más difíciles
por resolver; por ende, pensó, llegados a las máximas alturas, era el momento ya de bajar,
de estrellarse contra el pavimento. Empezaría con ella, con el sacrificio de su amor. Des-
pués de esto, se dijo, me largaré a Houston y no volveré a saber de él, que ha encontrado
el sentido de su vida en los ojos de Baros. «En un momento dado quise revelarle la ver-
dad a ella, pero, ¡ha sido tan infeliz la desdichada!, que sería un crimen sacarla de sus
fantasías. Yo, por otra parte, no deseo más que amor y felicidad para Blue. Y si él es feliz
con ella, yo seré feliz con mis recuerdos. No, no lucharé por él cuando desde el principio
debió respetarme».
–Mira, Rosa –dijo Blue–… de un tiempo para acá… no sé lo que te pasa. ¿Por qué me
dices eso? ¿Qué tiene que ver con lo que estamos pasando ahorita? Por favor, no me ven-
gas con tus celos en este momento.
–Perdóname –le contestó Rosa, suspirando hondamente, bajo una sonrisa tenue–. He
estado muy sensible estos días… –y tocándose el pecho–: ¡A lo mejor será por la apari-
ción del balaur ése! –exclamó riendo, aunque amarga y tristemente para sus adentros–.
No me hagas caso, ¿quieres? Hazte de cuenta que no existo…
Blue, impasible.
–Pues déjame decirte que ganas no me hacen falta de ignorarte cuando me sales con
esas tonterías –le dijo bruscamente, en un golpe demoledor que la ahuecó desde el cora-
zón hasta el fondo de sus entrañas–. A veces hasta siento vergüenza de lo que pueda decir
la gente.
«El fin», se dijo Rosa, muy dolida. «Yo no nací para esto. La vida es un asco».
–Te prometo no volver a hablar de estas cosas –le dijo apesadumbrada–. Me haré a un
lado, ¿te parece?, para que jamás tengas que avergonzarte de mí –luego extendió la mira-
da, lacrimosa, hacia el frente, cambiando de repente el tema, para evitar los desplantes de
Blue. «Quizá me extrañes cuando estés en los brazos de Baros», suspiró–. Espera –dijo–.
Creo que la agente ha hecho parada en la siguiente cuadra.
Habían llegado a la Universidad. Se bajaron del auto y pronto hicieron una inspección
ocular.
–C 4 –dijo Baros.
–¿Explosivos? –preguntó Faina, que había escuchado esas palabras antes.
–Lo que ocurrió aquí –dijo Blue acariciando las bases quemadas de la habitación–,
por lo que veo, es que colocaron los explosivos en el cielo raso y luego la onda expansiva
terminó por inflamarlo todo…
–¿Ustedes son? –preguntó una voz gruñona desde el pasillo–. ¡Oh, vaya, qué sorpre-
sa! ¡Doctor Fraiser! ¡Ah, y usted es la mujer que lo acompañaba en el cementerio!
Era Iliescu, el decano, que había estado haciendo guardia, en la espera de la llegada
de Tassus y Sonia.
–Efectivamente –recibió como contestación–, soy la agente de investigación Cecilia
Baros. Y sí, nos conocimos en el funeral de Emile. Ellos son los agentes Rosa y Blue, y
aquí sus amigos Scott y el pastor Faina.
–Mucho gusto; mi nombre es Yakob Iliescu –les contestó saludándolos con la mano–.
Con Scott y Faina somos buenos amigos, ¿verdad, señores? –El prelado rió, abrazándolo;
Scott hizo lo mismo.
–¿Tiene alguna idea de por qué ocurrió esto? –le preguntó Baros, directa.
–¿Quiere que le sea sincero, agente Baros? –La otra asintió. –Esto me tiene descon-
certado, ya que Tassus es un hombre que vive para su trabajo, y no veo por dónde haya
podido ganarse antipatías de gente tan vil como la que acaba de destruir la razón de su
existencia. Es decir, ¡el hombre ni siquiera está metido en política! ¡No logro entender
cómo han podido ensañarse con él!
–Voy a sincerarme con usted también, señor Iliescu –le dijo Baros–. Todos los hom-
bres que han trabajado en los últimos dos años en este laboratorio han sido asesinados. Y
yo me pregunto ¿por qué?; estoy segura, además, de que usted debe saber algo, pues han
sido amigos suyos, especialmente el profesor Tassus, según pude ver la otra vez.
Iliescu se descoloró.
–Bueno –dijo–; usted sabe que con la caída del régimen algunos de ellos se hicieron
miembros del PMRU. Si habrá una conexión entre este vínculo político y sus muertes,
¡eso sí no lo sé, eh!
–¿PMRU? –preguntó Blue–. ¿Quién ha sido su presidente en estos dos últimos dos
años?
–El año antepasado, en el período 90-91, Stefan David; y desde el año pasado, Raz-
van. Las elecciones internas por la presidencia del partido son a finales de este mes de
marzo. El ganador de la contienda, además de adjudicarse la presidencia del Comité Cen-
tral, podrá postularse como candidato a la presidencia de la nación.
–Ah, ya veo.
–No entiendo –dijo Rosa–. ¿Qué tiene que ver la política con la destrucción de este
laboratorio?
–Pues –intervino Baros–, por lo que les dije allá en el parque: Stefan David es el pri-
mer financiero y químico de Rumania; el segundo es Dendiu.
Iliescu rió sagazmente. Blue lo captó al instante.
–Dígame, Iliescu –le dijo–, ¿sabe usted algo de las investigaciones que se han llevado
en este laboratorio?
–Mire –le contestó–, quien podría responderle esa pregunta es mi amigo el profesor
Tassus. Él es el indicado. Y aunque yo podría decirles algo, sería en vano; entorpecería la
labor de ustedes.
–Lo dice como si estuviera al tanto de los eventos –lo encaró Baros.
–Por los momentos, es lo único que puedo decirles.
–Pero estaría usted de acuerdo a colaborar con nosotros si habido el caso necesitára-
mos de su testimonio.
–Por supuesto –le respondió Iliescu–; siempre y cuando Tassus me lo autorice.
–¿Por qué habría usted de esperar la autorización del profesor Tassus? –le preguntó,
extrañado, Blue–. ¿Hay alguna amenaza contra su vida de por medio?
–No, no; je, je… –rió Iliescu–. Lo que quise decir es que estas cosas no me incumben,
y que no debo meter la cuchara en el sartén sino en la olla.
–Esto algo muy serio –lo reconvino Baros–. Seis compañeros suyos han sido ultima-
dos. Si usted tiene algo que decir al respecto, dígalo, que tendrá inmediatamente nuestra
protección. No tema.
–No, no temo por mi vida –se ajustó el saco–, sino por la de Tassus.
Baros entonces repensó sus suposiciones. Sí, no estaba errada en lo que concernía a la
labor de investigación de Tassus; incluso, en un momento dado, creyó necesario pedir
ayuda a Scott. Sin embargo, con la aparición de Iliescu, quien prácticamente estaba dis-
puesto a revelar los motivos por los que sus colegas murieron, el caso tomaba otro cariz.
–¿Sabe dónde está el profesor Tassus ahorita? –le preguntó.
–Lo vi en los noticieros cuando entraba a la Gendarmería, por lo de Razvan, ya sabe,
que se quiso suicidar. ¡Pobre hombre! ¡Ya sabía yo que terminaría matándose por tanto
dolor y pena que lleva en la conciencia! Ahora, que no sé por qué motivos se encuentra
allí.
–Pues nosotros vamos para allá –le dijo Baros–, ¿no le gustaría acompañarnos?
–Por supuesto –respondió–. Quisiera saber también qué sucedió con Sonia.
42
El día en que los enemigos son amigos y los amigos, enemigos
___
–¡No seas estúpido, Tassus! –lo provocó Iliescu–. ¡Poder es lo que él quiere! Cómo ve
que se le escapa el del PMRU, y que Stefan lo sepultará políticamente, pues anda en bus-
ca de otras fuerzas en que apoyarse. ¡Resucitar al Partido Comunista!, ja, ja, ja…, en es-
tos días, ¡cuando él mismo, ese cretino imbécil, lo ilegalizó! –esta vez Iliescu se acaloró
de la ira–. ¡Al diablo con ese idiota! Salgamos de aquí; no puedo tolerar su presencia.
Tassus se negó.
–Merece una oportunidad –le dijo a Iliescu.
–¿Te niegas a venir conmigo, Tassus? –exclamó Iliescu, resentido.
–Entiéndeme, Iliescu; no podemos darle la espalda en estos momentos. Podría intentar
matarse de nuevo, ¿no crees?
–Por mí, ya días se hubiera matado –contestó el otro con frialdad–. Mira en qué con-
diciones vive el país por su culpa.
–Vamos, Iliescu, perdonar es de dioses y odiar, de demonios. Se clemente –lo suavizó
Tassus–. Hazlo por mí, ¿puedes?
Iliescu suspiró meneando la cabeza, con los dedos hurgando en los ojales superiores
del saco. Sonia se acercó en puntillas, pues le rendía un absoluto respeto al decano.
–¿Tú estás bien, muchachita? –le preguntó.
–Sí, decano, gracias a Dios que sí.
–¿Qué hacías al lado de ese señor que llaman Razvan?
–Pues… es que yo había salido a tomar el fresco por la mañana, y se me ocurrió dar
una vuelta por el Museo… –se entrecortaba por la vergüenza–… Lo vi en uno de los bal-
cones, con la intención de tirarse a la plazoleta; entonces lo cogí del brazo y otro guardia
me ayudó con él. Fue así cómo tuvo la suerte de no morir.
–¡Ay, por Dios, muchachita, no sabes lo que has hecho! –exclamó Iliescu.
Sonia puso una cara de aflicción y entrelazaba las manos constantemente, pegando
pequeños golpecitos con el pie en la cerámica italiana que recubría el piso.
–Él es amigo de mi padre –le respondió, temerosa.
–Sí, ya sé –le contestó Iliescu secamente; en susurros: «Ya sé que son los mismos ton-
tos de siempre».
–Con su permiso –dijo Sonia–. Voy a tomar un vaso de agua, allá, en aquel oasis.
–Anda, ve, muchachita –le dijo Iliescu–. Me alegro de que estés viva.
Razvan, al otro lado, arrinconado, estaba sentado lejos de Faina y Scott, que charlaban
entre sí amenamente; salió de la Gendarmería a fumar un cigarro y se arrimó junto a una
de las bases romanas del edificio. Expulsaba el humo hacia arriba, pensando en su nueva
lucha, pero sobretodo en la presencia de Iliescu, a quien se figuraba burlándose de su
nueva conversión ideológica, contrario en todos los aspectos a su vida pasada, pero que él
sentía ahora como justa, verdadera e ineludible para alcanzar la igualdad social. «Es el
único instrumento social, económico y político posible que puede repartir la riqueza en
forma equitativa y justa. Pero no será en ningún modo parecido a los de la dirigencia co-
munista. No habrá allí dictadores, no; habrá una autentica participación ciudadana, inclu-
so será factible la existencia de diversos partidos, para que nos salven de alguna desvia-
ción política, como pasó con el PCR y Ceaucescu. Es necesario: no más dictadores ni im-
posiciones tiránicas. Habrá libertad, participación, libertad de prensa y de movimiento.
Nada será reprimido, nada. ¿Y si alguien decide trabajar para sí mismo y no para la co-
munidad? Bueno, entonces que lo haga. Habrá una tercera vía, una especie de comunismo
mixto. Mi visión contemporánea me dice, y la Historia lo confirma, que es necesario que
estas dos fuerzas contrarias coexistan por un tiempo determinado, hasta que el individuo
mismo acepte cobijarse bajo las premisas del bienestar comunal por conciencia propia,
como en el caso mío, que renuncié al capitalismo por elección propia, por decisión mía, a
favor del bien de los demás». Sin embargo, dudaba. ¿Quién le creería a él, el individualis-
ta reconvencido, el Saulo de Tarso rumano que había perseguido a los comunistas que
decían luchar por el bienestar del pueblo, de los trabajadores? No, no le creerían una sola
palabra ni aunque dijera que había estado ciego o resucitado de entre los muertos. Enton-
ces se dio cuenta de que su tarea sería doblemente monumental, pues había que descon-
vencer a los convencidos y hacer creer a los descreídos. Jalaba inquieto del cigarro, go-
zando del espectáculo juguetón que le ofrecía una estrella vespertina, mientras adentro,
en la oficina, Baros le explicaba a Maior, que no creía lo que escuchaba, lo del incidente
en el Sportiv Dinamo.
–Es el mismo de las fotografías –le dijo Blue.
–¡Esto es increíble! –exclamó Maior sudando de la aflicción–. ¡Inconcebible!
–Pero así es, comisionado –agregó Rosa–. Nos ha dicho el engendro que vayamos por
él a los Montes Metálicos.
–¿Ir por él? –preguntó atónito Maior–. ¡No, por Dios! ¡Le enviaremos a la Brigada
Vlad Tepes! Son expertos en antiterrorismo.
–Como usted quiera, comisionado –dijo Blue–, entre más ayuda policial, mejor. Le
advertimos que nosotros iremos junto a la Brigada. No podemos hacernos a un lado.
–Comisionado –le respondió Blue–, por favor. Escuche: el balaur aniquilará a Popes-
cu si descubre que elementos del ejército o agentes distintos de nosotros llegan a soco-
rrerlo.
Maior se tiró en la silla, descompuesto. Tenía razón. ¿Entonces, debía arriesgar la vida
de los agentes de la Interpol y la de los suyos? Si los enviaba solos y encontraban la
muerte, no corría acaso el grandísimo riesgo de sufrir un tropel de graves amonestaciones
por parte de la policía y la comunidad internacional. Su nombre sería el hazmerreír plane-
tario y el de su institución se vendría abajo, por su ineptitud y falta de planificación. ¿No
le habían dicho los periódicos desde hace meses que este monstruo medraba por las calles
matando a gente importante? ¿Y él que había hecho?: Salir del paso todo el tiempo con
palabritas, con el ya desgastado «estamos trabajando en los casos», cuando todo mundo
sabía que debió haber asignado un agente especial para que los resolviera, y no a Baros,
que tenía una cartera de homicidios francamente abultada. ¿No había sido por esto que la
comunidad científica había pedido a la policía internacional que se hiciera cargo del es-
clarecimiento de los crímenes y llevara a cabo la «Operación Braila»? ¿Qué había estado
pensando? Que la prensa se los resolviera con sus periodistas de investigación. Tonto.
Mira ahora el problema que enfrentas por no haber prevenido esto desde el inicio. Deja-
dez policial, modorra burocrática, la maldita costumbre de dejar todo para después. Ahora
tendría que pagar. Todo policía en el mundo diría de él, mientras comía donas y tomaba
café repantigado cómodamente en algún callejón de suburbio, que Maoir el rumano era
un grandísimo idiota, un estratega con la inteligencia de un burro, el director de los dun-
dos. No se decidía por actuar.
Así hubieran pasado todo el día los agentes, tratando de convencerlo, de no haber sido
por un homérico estrépito que se dejó escuchar en el frontispicio de la entrada y que hizo
temblar todo el edificio. Aturdidos, salieron rápidamente de la oficinita, con las armas
desenfundadas y agitados por la devastación, para encontrarse sumergidos en un borras-
coso vórtice de polvo, trozos de madera, panelit y concreto, que se revolvía furioso como
en un torbellino y les cegaba la vista.
–¡Scott! –gritó Baros, conmovida, en medio de los escombros, esquivándolos, seguida
por los demás que levantaban fragmentos por aquí o acullá–. ¡Scott! ¡Me escucha! ¡Grí-
teme! ¡Gríteme! ¡Necesito saber dónde está!
Del núcleo mismo de la polvareda, arrastrando en pos de sí largos cables retorcidos,
un ente robótico de aspecto arrogante y resuelto apareció ante sus ojos.
«¿Dónde está Popescu?», les preguntó fríamente, sin articulación.
Baros, petrificada, calló.
«¡Dónde está Popescu!», vociferó, cogiéndola del cuello. «¡Donde, Dónde!»
Maior, llevándose una mano al pecho, colapsó de la impresión; no obstante, Rosa,
apuntándolo con su Glock, auxiliada por la Magnum de Blue, lo enfrentó a balazos. El
otro ni siquiera parpadeó.
«La desnucaré en su presencia si no me dicen dónde está Popescu», les dijo. «¡Dí-
ganmelo!», la apretó de la cerviz.
Rosa le cruzó una mirada a Blue. –Díselo –le dijo con una inclinación.
–Se lo diremos si la baja al piso –le dijo Rosa–. Lo prometemos.
El ente accedió. Se acercó a ellos y los cogió a cada uno de la garganta.
«Si me mienten, vendré por ustedes enseguida», los amenazó. «Es mejor que me di-
gan la verdad.»
Los dos se sometieron.
–En los Montes Metálicos –apenas pudieron balbucear.
El ente los volvió a apretar con fuerza.
«¿Y Razvan?», les preguntó. «¿Dónde está Razvan?»
No lo sabían. Sin embargo, Baros, que había recuperado el conocimiento, al escuchar
aquel nombre, vio al invocado quejándose debajo de una pieza de panelit que hacía de
biombo en un cubículo, a tres metros del ente, quien hubiera podido detectarlo de no ha-
ber sido porque gozaba de hacer una cruda ostentación de su fuerza a los oficiales de la
Interpol. Se arrastró la agente en sigilo hacia el sitio, le tapó con una mano la boca y lo
ocultó, cubriéndolo con unas delgadas láminas de plywood, de la vista del robot. Rosa,
advertida por esta noble acción, le inventó una historia al ente robótico.
–Salió de la Gendarmería no hace siquiera una hora.
«¡Mientes!», la contradijo el ente apretujándole más con sus luminosos dedos. «Me
enteré por los noticiarios que Razvan estaba bajo protección policial».
–Él dice la verdad –agregó Blue, ahogado–. Lo de Razvan fue en la mañana. Es dipu-
tado, goza de inmunidad y, por ley, no podemos retenerlo. Va contra la Constitución –esto
último fue apenas audible.
Así como dijeron estas palabras, asimismo fueron arrojados violentamente al suelo,
donde cayeron de espaldas y sofocados. El ente alzó vuelo, provocando un alboroto des-
medido durante el despegue, en tanto que los cuerpos de auxilio, las tropas élites de la
policía y el ejército recorrían las calles, armados hasta los dientes y haciendo sonar sus
sirenas de emergencia, prestos a rescatar a los heridos que se encontraban sepultados en
el lugar. Al ver pasar aquella bola de luz por encima de sus unidades blindadas, no tuvie-
ron tiempo siquiera de enfocar sus binoculares, y ésta se perdió al norte de su horizonte.
43
Donde los humanos se convierten en dioses
___
Subiendo con tremenda rapidez las empinadas carreteras del centro rumano, Stefan
veía a la luz de la luna llena, en forma suavizada y romántica, el gran esplendor e impo-
nencia de los Montes Metálicos, y se urgía, cada vez más, por llegar a Eugenetics. El au-
llido de las bestias salvajes parecía darle la bienvenida.
–Están muy inquietos –dijo para sí mismo, pensando en los lobos–. ¿Qué pasará?
Echó la mirada hacia uno de los abismos que lo cercaban por ambos lados. Aunque
era ya de noche, había un resquicio de luz tenue que lo dejaba contemplar la silueta de los
árboles, la redondez de las rocas, incluso el vuelo de los murciélagos. Se sintió seguro, en
su ambiente.
«Nada podrá detenerme ya», pensaba mientras cogía con fuerza el timón. «Nada,
nada. No existe nada ni nadie en este Universo que pueda hacerlo, ni siquiera la muerte.
En dos semanas, con el nacimiento de mis hijos, me habré convertido en un dios, en un
ser inmortal que dará a luz un nuevo orden natural, a un nuevo orden mundial que benefi-
ciará a la humanidad entera. Seré su líder; las masas me adoraran. ¿Y cómo no? ¡Cómo
no, por Mí Mismo! Seré justo con la gente. No habrá ya más nadie encima unos de otros,
no. Todos estarán por debajo de mí, porque representaré para ellos a su Mesías esperado.
“Nuevos cielos y nueva Tierra, y el Rey de Reyes gobernará para la Eternidad”. Fui en-
gendrado para ello; mi sangre proviene de ese pueblo elegido. Soy el Mesías anunciado
por Isaías, por David, por las leyendas hindúes, por los relatos mayas. 2012: he ahí el año
de mi expansión mundial. Tengo veinte años de aquí en adelante para lograr ese cometi-
do. Generaré ese Apocalipsis; lucharé contra las fuerzas que se me opongan, pero final-
mente mis hijos y yo triunfaremos; haremos de la Tierra una sola nación donde fluya le-
che y miel en abundancia».
Acariciaba Stefan dulcemente este sueño, irreal para cualquier otro humano, pero no
por ello libre de ser pensado o gustado por los sentidos. De allí que Stefan buscara por
cualquier medio justificar su proceder, llegando incluso a extremos risibles para todo el
mundo, salvo para él mismo, que se había convencido de su misión redentora debido al
carácter de sus logros científicos y de los que él era un ejemplo vivo. Y cada día más de
contemplación en el espejo le convencía de que su existencia estaba marcada por un sino
divino. Sin duda alguna, pensaba, he sido elegido por este Universo para acometer esta
empresa magna, digna de mí. Y no fallaré, no ahora que conozco lo que debo hacer: per-
feccionar a la Naturaleza misma.
Hizo un gesto arrogante con la mano y la sacó por la ventanilla. De pronto vio, en-
frente y bajo las faldas de una colina, algo que lo sacó de sus abstracciones. Entornó los
ojos. ¿Qué es eso? Le parecía ver a una gigantesca roca subir por los barrancos, a saltos.
«No es posible», se dijo. «No puede ser que las rocas suban en vez de caer». Aceleró a
fondo, pero entonces vio con amargura como aquella aparición se le perdía tras el recodo
de la colina, a la que llegó en cuestión de minutos. Se bajó del auto, para inspeccionar.
Caminaba despacio, cauteloso, conteniendo la respiración. «Es por aquí», dijo, «giró por
el lado de este peñasco». Anduvo dos pasos, pero en segundos se vio detenido. A sus ojos,
una fiera le salía al paso, enseñándole furiosamente los dientes. «¡Dios santo!», exclamó.
«Un lobo». Dio a tientas unos pasitos hacia atrás. El animal se le abalanzó; entonces sacó
su arma y lo ajustició. Corrió al auto, lo arrancó y condujo directamente hasta el laborato-
rio.
En tanto Zamfir, en Eugenetics, hastiado de tragar polvo en la bodega, pidió permiso a
Dobre para descansar en una de las oficinas del Laboratorio. Seguía empeñado en detener
aquellos experimentos. «Estos seres jamás darán un respiro en esta Tierra», articulaba,
«¡jamás!». Se acercó al Contador:
–¡Santo Dios! –exclamó–. Están listos para nacer, quizá ahora mismo.
Dicho esto, empezó a trastear el artefacto. Pronto se dio cuenta que era inútil; a los
seres había que eliminarlos cortándoles la alimentación, el liquido bioquímico que los
sustentaba con vida.
«No», pensó. «No debo sabotear este contador; sería en vano, pues no detendría el
proceso de suministro. ¡El procesador genómico!», salió del lugar; antes cogió uno de los
walkie talkies, para estar enterado de los pasos de Dobre. Subió unos escalones de la sala
contigua y dio con la monumental mezcladora. ¿Dónde buscar? ¿Puntos de conexión crí-
ticos? ¿Bajar algún switch o apretar un botón? Empezó a trajinar de un lado a otro, bus-
cando. Temía que Dobre llegara a la oficina y no lo encontrara; peor aún, que lo descu-
briera hurgando en la maquinaria del procesador. Buscaba con rapidez, pero, por más que
hiciera, nada.
–Necesito un diagrama –dijo angustiado, sudando–, un diagrama. Debe estar por aquí,
en una de estas paredes.
Efectivamente, había uno, pero del procesador y no de los sistemas de operación in-
terconectos:
Empezó por husmear el panel de control. Las cifras, reflejadas en un flujograma de la
pantalla del monitor que estaba arriba de su cabeza, daban cuenta del perfecto funciona-
miento de los procesos. ¿Qué tecla tocar? No había un botón que dijera «apagado». ¡Mal-
dición! ¡Las válvulas, sí, he de cerrarlas! Corrió hacia al lado izquierdo. Se enfrentó a
ella.
Era demasiado grande y pesada para él; ni siquiera empleando toda su potencia podría
moverla. ¿Y ahora? El tiempo se le estaba acabando. ¡El principio de Arquímedes!, se
dijo. ¡La palanca! Salió del cuarto de máquinas y empezó a explorar alrededor. Un tubo
metálico se le presentó de presto debajo de una despensa. Lo pescó. Volvió al procesador,
a la válvula. Ensartó una punta en uno de los bordes y jaló con fuerza. Una alarma lo sacó
de su empeño.
«Doctor Dobre», escuchó sisear al guardia de posta por el walkie talkie, «el señor Ste-
fan acaba de llegar».
–Debo apresurarme –dijo, desesperado, jalando con energía, hasta quedar exhausto–.
Tengo que hacerlo –seguía tirando–, aunque después, cuando descubran lo que he hecho,
me maten –atraía la palanca para sí apretando los dientes.
«Voy para allá», respondió Dobre por el intercomunicador. «Llegaré con el doctor
Zamfir».
–¡Tarde, tarde! –exclamó frustrado–. Va para la oficina del laboratorio; de no hallarme
en el lugar, se preguntará muchas cosas, y pueda ser que empiece a desconfiar de mí.
¡Qué importa! –se dijo bregando–. Una vez que Stefan entré al lugar me será imposible
proceder…
«Florin», volvió a escuchar la voz de Dobre por la radio. «¿Has visto al doctor Zamfir
por allí?»
«Negativo», le contestó el guardia.
–Viene por mí –pensó Zamfir mientras tiraba de aquella cuña.
Oyó pasos en los escalones. Hizo el último intento.
–¿Qué hace aquí, doctor Zamfir? –le preguntó Dobre.
Descubierto, se afirmó la bata, aclarándose la garganta.
–Estudiando el proceso de las mezclas –le contestó. Había escondido, milisegundos
antes, la palanca por entre la tubería del procesador, fuera de la vista de Dobre.
–Venga –lo reconvino éste–. Vayamos a recibir al señor Stefan.
Zamfir, todavía con gotas de sudor en el entrecejo, asintió. «Perdido», se dijo. «El na-
cimiento es inevitable». Llegaron a la oficina justamente cuando Stefan abría la puerta.
Los saludó con efusión. Cada uno tomó asiento.
–¡Vaya! –exclamó Stefan–. Veo que su llegada a Eugenetics ha sido muy beneficiosa.
¡Vean! –les dijo señalándole con inmensa alegría el Contador–. ¡Un día, solamente un día
para que mis sueños se hagan realidad! Gracias, doctor Zamfir.
–¿A mí? –le preguntó el doctor, extrañado–. ¿Por qué?
–Antes de venir usted hacía falta casi un mes para que maduraran mis hijitos. ¡Y vea
ahora! Sólo un día… Le aseguro que será usted bien recompensado.
–No he tenido nada que ver con esto –le contestó Zamfir un poco ofuscado; sin em-
bargo, advirtió una recriminación repentina en los ojos de Stefan, y agregó, como discul-
pándose–: Pero ya que me ofrece tal premio, pues no he de rechazarlo. ¡Ah, no se olvide
del doctor aquí presente! –acabó, riendo.
–Por supuesto que no me olvidaré de Dobre –dijo Stefan, emocionado–. Él es el brazo
hacedor, el obrero divino, detrás de la genialidad de la mente –Zamfir, al escuchar esto,
dio un saltito en la silla–, de mentes igual a la suya.
»Ahora –prosiguió–, ya va siendo tiempo de proceder con el siguiente paso, Dobre –
éste se irguió e hizo un ademán de sorpresa–. Sí, sí, doctor. Muéstreme como van los dis-
positivos de memoria cibernética.
Dobre les pidió que salieran a caminar rumbo al taller de electrónica, que quedaba en
el primer piso. Como en la sala de gestaciones, había allí un sinfín de ordenadores en
marcha, cada uno trabajando en cargar una biblioteca electrónica entera en los dispositi-
vos de memoria cibernética, como llamaba Stefan a los dispositivos de memoria virtual.
–¿Qué es esto? –preguntó Zamfir, asombrado.
–Son los cargadores de memoria cibernética que instalaremos en cada uno de los ce-
rebros de mis hijitos –le respondió Stefan–. Verá, Zamfir –se explayó en explicaciones–,
mis niños, cuando nazcan, y como cualquier otro ser humano, nacerán con la memoria
prácticamente en blanco, es decir, necesitarían pasar por la niñez y la adolescencia, para
llegar a la adultez. Ya sabe lo difícil que es eso, con todo y su periodo de aprendizaje. Se-
ría horroroso ver a un adulto pensar y actuar como un recién nacido, ¿no cree?
»Así, siempre apoyado en los estudios del «Libertad», se me ocurrió una idea, no muy
original, pero sí atrevida: darles a mis hijitos una memoria, contenida en un dispositivo,
que reuniera en sí mismo toda la Historia de la humanidad, o sea, todo lo que concierne a
sus descubrimientos científicos, sociales, políticos, económicos, en fin, todo lo referente a
las ciencias.
–¿Todo? –lo requirió Dobre, perplejo–. ¿Pero cómo?
–Sencillo: recurrí a la literatura, por una parte, y a los medios tecnológicos que están
muy en boga en estos días, por la otra.
–Pero usted sabe que los que escribieron la Historia no han sido del todo objetivos –lo
objetó Zamfir.
Stefan se lanzó una sonora carcajada.
–Lo sé, lo sé. Yo aposté a lo seguro –le dijo, todavía riendo–. Me fui con los ganado-
res que documentaron la versión triunfadora de la misma.
–Eso es… inhumano, antiético, fuera de toda moral…
–Si el mundo pensara como usted, Zamfir, con tanto miramiento, jamás hubiera fabri-
cado siquiera una punta de flecha de pedernal, y estuviéramos como los monos, dando
con piedras romas en el cascaron de las frutas… ¡Vamos, doctor, no sea usted tan quisqui-
lloso!
–Piense, por favor, Stefan, en el carácter dominador que tendrán estos… hiperhuma-
nos.
–¿Qué hay de malo en eso? ¿No han sido los dominantes los que han hecho la Histo-
ria? ¿Quién se acuerda de, digamos, Euno, aquel esclavo que se sublevó contra la pujante
Roma imperialista, creando un Estado libre en Sicilia? Nadie, ¿verdad? ¿Y sabe por qué?
Porque al final fueron sometidos, vencidos por su poquedad de carácter, quedando, ¿po-
dría escucharme bien?, ¡nada de ellos, nada!, quizá apenas una mínima mención que sólo
conocen unos pocos eruditos. Es menester entonces que nada de esto ocurra a mis hijitos,
por tanto, no estoy de acuerdo en inocularles tales debilidades.
«Monstruoso, monstruoso», murmuraba por dentro Zamfir.
–Estos dispositivos serán insertados, una vez que mis creaciones salgan de sus vien-
tres artificiales, a través de la corteza cerebral, hasta llegar al tálamo del órgano, donde se
ubica la parte neuronal encargada de la memoria. Sígame, doctor –le pidió–. Aquí están
las cámaras cibernéticas, como las llamo, donde se harán los trasplantes. Aquí hay un
brazo robótico que operará con exactitud nanométrica. Luego, con una precisa descarga
eléctrica, se activará el proceso neuronal de recepción y transmisión de datos. ¿Qué le
parece?
Zamfir se esforzó para lograr una respuesta adecuada:
–Impresionante –dijo.
–Es mucho más que eso –lo rebatió Stefan, orgulloso.
–¿Y esta cámara? –preguntó el doctor al ver un cubículo estrecho parecido al de una
bañera.
Esta vez Dobre, sin previa autorización de Stefan, habló inoportunamente:
–Es la «Caja» –apuntó–. Sirve para convertirlo a usted en hiperhumano. La llamamos
«Cámara de Alteración Genómica», por sus siglas «CAGE», cuya grafía se parece a una
palabra inglesa que, ya traducida a nuestra lengua, significa «CAJA», je, je… Suena
claustrofóbico, ¿no?
–¿Cómo? –exclamó Zamfir–. ¿Cámara de Alteración Genómica?
–Es decir –se disculpó–, que está en etapa experimental. Usted sabe que los hiperhu-
manos lo son desde la concepción; pero se ha preguntado usted si un humano normal
puede llegar a serlo.
–¡No, jamás! –volvió a exclamar Zamfir–, ¡jamás, jamás!
–Pues nosotros sí –dijo Dobre–. Y está cámara ya está lista, acaso falte nada más pro-
bar si funciona como debiera. El señor Stefan tiene pensado… –pero el financiero judío
lo detuvo de seguir hablando, reprendiéndolo.
–¡Basta, Dobre! Es suficiente –lo reconvino.
El semblante de Stefan adquirió una tonalidad blancuzca, de seriedad. Enseguida sa-
lieron del taller y subieron de nuevo al laboratorio.
–Usted –dijo apuntando a Zamfir– sabe ya todo lo que tiene que saber. Por tanto, doc-
tor, se quedará conmigo hasta el final de sus días.
Zamfir palideció. «Soy su esclavo», pensó. «He pagado muy caro el haber hecho mal
uso de mi libertad».
Stefan cogió el teléfono; llamó a Florin.
«¿Ya llegó el señor Muma Serban con sus operadores?», le preguntó.
«No, señor».
«Avísame cuando vengan. Serán muchos, así que estate atento, Florin», colgó.
–¿Tenemos visitas? –indagó Dobre.
–Sí –le contestó–. Pedí prestados unos hombres. Los necesitaremos para trasladar a
los niños al taller de electrónica.
–Oh…
Zamfir, al otro lado, temblaba, acongojado y contrito por ser uno de los responsables
directos de aquellas creaciones. Si Dios existía, pensó, entonces debía haber un infierno,
que él se había ganado a pulso de pervertir la naturaleza de sus hijos terrestres. No que-
daba más alternativa que sufrir en silencio, sometido, o… ¿había alguna otra salida aca-
so? ¿Morir? Sí, morir, pero no en vano, sino ganándose la salvación en el acto. Al menor
descuido, antes de las veinticuatro horas, el rompería los cristales del procesador y se de-
jaría caer dentro del mismo, acabando de una vez con las soluciones salinas y con su
vida. Esa era la vía, la única que podría impedir el surgimiento de los engendros, de esas
anormalidades surgidas de una mente pervertida como la de Stefan y, sincerándose, de él
mismo.
44
Los sucesores de van Helsing
«Ella le susurró al oído: “Te amé desde el primer momento en que te vi.” Y él respondió:
“Para mí no ha habido otra en el mundo que tú.”»,
___
Al primer cambio de melodía, Baros alzó la vista, junto a los concurrentes, hacia el
dijay, que le contestó con una sonrisa, señalándole con un giro de cabeza que el hombre
19«Siento que explota la noche/ cuando estamos juntos./ Se sobrecargan las emociones/ al calor del placer./ ¡Tóma-
me, soy tuya!, / entre tus brazos / nunca dejes que me vaya;/ esta noche en verdad necesito saberlo…»
de al lado había sugerido el tema. Blue, al ver a Rosa en la cabina, sintió una contorsión
que lo tronchaba de pies a cabeza. Ésta lo veía con dureza, apagada e iluminada la faz
sucesivamente por las luces multicolores. Con el puño derecho se golpeaba el corazón al
tiempo en que la composición alcanzaba el clímax total, seguida por un azote sonoro de
la batería:
Tell it to my heart
Tell me I’m the only one
Is this really love or just a game
Tell it to my heart
I can feel my body rock
Every time you call my name 20
El espectáculo era duro, atroz; cuando la mirada de ambos convergió, Rosa salió co-
rriendo de la cabina, para salir de una vez del club. Blue, excusándose con Baros, la si-
guió.
–¡Espera, Rosa! ¡Detente! ¡Déjame explicarte!
Era en vano. Rosa dobló una de las esquinas, y se echó a llorar sobre unos latones.
–¡Espera! –le dijo Blue, ahogado–. Te equivocas… Estás confundida.
–¿Confundida? –le espetó Rosa–. ¡Vi cómo la rozabas! ¡Sé que estás enamorada de
ella!
–Por favor, escúchame –le rogó Blue–, escúchame, ¿sí?
A la pobre Rosa, las lágrimas le caían de los párpados tan pesadamente, que le habían
mojado la cara entera, como si hubiera estado lloviendo, y apenas la dejaban hablar. Ja-
deaba constantemente.
–Me discriminas porque soy gay –balbuceó–, y ella, ella es una mujer…
–Rosa –le dijo Blue y trató de abrazarla; pero ésta lo rechazó con furor.
–¡Vete, vete! –le gritó–. Tú y yo hemos terminado. ¡Para siempre!
Lo dijo con todo el rencor del mundo. Blue supo, entonces, lo que había hecho, mejor
dicho, malhecho. Recordó al instante lo que juntos habían pasado, en Houston, en Méxi-
co, en tantos lugares que habían conocido y recorrido. Los esfuerzos de ella por compla-
cerlo, por la paciencia de escuchar sus tonterías, por sonreír al son de sus ocurrencias
magras, aun cuando sabía que lo dicho era el aborto mental de un retrasado, por mante-
nerse sumisa, por las caricias y las palabras de agradecimiento que le manifestaba por las
noches antes de dormir, junto a la cama, donde le decía que él era el rey del mundo cuan-
do en realidad sabía que era un pobre diablo ricachón, y entonces empezó a sentir un do-
lor en el estómago, a sentir que le hacía falta el aire en los pulmones, a sentir que las
piernas le fallaban y que iba cayendo de poquito a poco, arrodillado, en la acera. «Un
beso», le pidió suplicante. «Dame un beso.»
Él era su amor, su alma gemela, el único ser en quién podía confiar, hablar con soltu-
ra, sentirse acompañada, humana, y no una perversión de la naturaleza, sino precisamente
lo contrario, la naturaleza en su concepción más refinada, con sus dos géneros unidos en
20«Díselo a mi corazón,/ dime que soy la única,/ si esto es verdadero amor o un juego solamente./ Díselo a mi cora-
zón; / puedo sentir que vuela mi cuerpo, / cada vez que mencionas mi nombre…»
uno sólo; al contemplar la caída de su otro yo contra el pavimento, por instinto, corrió a
rescatarlo.
Lo cogió del brazo, lentamente, acariciándole el rostro con la otra mano, que elevó
hasta los labios suyos. Lo besó, lo besó con todo su amor contenido, al tiempo en que Ba-
ros venía doblando la esquina, seguida por un Scott maltrecho que traía consigo la flor
marchita entre sus dedos flacos, herido de amor, y que la había visto, alarmado, salir se-
gundos antes por la puerta.
No se puede tapar el sol con un dedo. Petrificada, Baros abrió los ojos y se estrelló de
frente con la cruda realidad: su hombre, su amor de todos los tiempos, sus esperanzas de
vivir una vida plena alejada de aquella existencia mortecina, besaba a otro hombre, y lo
que era peor, parecía amarlo de verdad. Enseguida lanzó un grito de horror que se dejó
escuchar por los callejones oscuros, y que le agrietó hasta el último compartimento del
pecho a Blue. Comenzó ella a tartamudear para sí misma, perpleja, a levantar las manos
al cielo como pidiendo una explicación divina y a temblar, a temblar como si hubiera sido
atrapada por una repentina ráfaga de frío. Se tocó el arnés.
–Lo siento –le dijo llorando Blue, sujetado todavía de la cintura de Rosa–. Soy gay.
–¿Gay? –Scott hizo una mueca de asco.
Baros no pudo resistir aquella confesión y cayó desmayada. Fue demasiado para su
corazón lastimado.
–Lo siento, lo siento –le decía Blue, gimoteando y corriendo al encuentro‒, lo siento,
Baros…
Blue pidió que lo dejaran solo, hundido en su dolor; Rosa y Scott condujeron a Baros
hacia el club, cargada en brazos, mientras ésta se sumía en un sueño profundo, uno que le
era recurrente desde sus días de infancia:
«Soñaba que caminaba alegre por el parque Cismigiu junto a su padre, husmeando y
raspando el tallo de los castaños, que se erguían monumentales y frondosos. Al arrancar
una cáscara del árbol, había girado contenta, para mostrárselo a su papito amado, pero
esté había desaparecido. Sola, con frío, comenzó a llorar con su llanto de niña y había ido
a esconderse en la abertura de uno de los árboles. Un duende le había salido al encuentro.
No era verde sino rojo. Sin embargo, ella no tuvo miedo: «Toma», le dijo. «Es una cásca-
ra». El duende la tomó, pero antes le dijo: «Este es mi árbol, y tú, desde hoy y para siem-
pre, mía». Entonces ella empezó a llorar de nuevo. Quería ver a su papito. «Te dejaré li-
bre si le pides perdón al árbol de donde arrancaste esta cáscara», le dijo el duende. «Él,
como tú, también está vivo». Ella obedeció. Corría entonces hacia el árbol, y con su voz
dulce de niñita le había dicho: «Aquí tienes tu cáscara, perdóname por habértela arranca-
do». El árbol, mágicamente, extendía sus ramas y la cogía con ellas: «Dilo de corazón»,
le exigía, «y serás libre». Ella repetía la frase. «No, no lo has dicho bien. Lo dices sola-
mente porque quieres volver a ver a tu padre. Dilo de nuevo, de corazón, sintiendo en
verdad el haberme hecho daño». Ella volvía a repetir una y otra vez, pero el árbol no la
soltaba».
Despertó de presto, descontrolada. Rosa le acariciaba el cabello.
«Ya abrió los ojos», se dijo.
Se levantó del sofá.
–¿En dónde estamos?
–En la casa del diputado Razvan –le contestó Rosa–. ¿Quiere una taza de té? Podría
preparársela.
–¿Y los demás?
–En la sala de juegos.
–¿Y…? –Un aciago recuerdo la contuvo.
Rosa lo captó en el aire.
–Baros –le dijo–. Perdónenos por no haberle dicho antes acerca de nuestra condición
sexual.
–¿Perdonarlos? –una ira súbita se apoderó de ella–. No quiero volver a saber nada de
ustedes –acabó.
–Al menos podríamos mantener una relación profesional con cordialidad.
Baros se arregló el arnés y se entalló la chaqueta. Volvió a sentarse en el sofá y co-
menzó a llorar.
«¿Por qué, por qué? ¿Por qué a mí?», susurraba. «Yo lo amaba; llegué a sentir un ver-
dadero amor por él». Se desgreñaba el pelo. «¿Es qué acaso estoy maldita?».
–No, no, Baros –la consoló Rosa–. Usted es una mujer muy bella; ya verá cómo en-
contrará al amor de su vida. Se lo aseguro.
Baros la miró con ternura. «Gracias». La abrazó. «Perdóneme».
–No hay nada que perdonar, Baros –le aclaró Rosa–. Más bien, somos Blue y yo
quienes le debemos dar una gran disculpa.
–No me hable de Blue, por favor, Rosa –le dijo Baros, todavía dolida–. No soportaría
siquiera verlo a la cara, por la vergüenza.
Aparecieron riendo los otros, excepto Blue, que se quedó en la sala contigua. Faina se
le acercó:
–Me alegro que esté usted bien, agente Baros –le dijo–. Ha pasado una semana muy
tensa.
–Sí –agregó Razvan–, ya los muchachos me han relatado las circunstancias terribles
que ha tenido usted que sobrellevar. Descanse, se lo suplico, aquí, en mi casa, por esta
noche.
Baros se irguió del sofá.
–No ha pasado nada –dijo–. Fue sólo un desvanecimiento originado por el exceso de
trabajo. Ya descansé lo suficiente…
–Hágale caso al diputado –la rogó Scott–, por favor, Baros. Yo sí estoy muy preocu-
pado por su salud. Sé que…
–Está bien, está bien –le contestó–. No siga. ¿Y qué? ¿Qué se supone que debo hacer
mientras tanto?
–Venga –le dijo Sonia–; el diputado tiene un spa en la casa, con sauna incluido. Va-
yamos a relajarnos un poco.
–Vayan, vayan –terció Iliescu.
Y caminaron hacia un recorredor por donde, para su amargura, Blue transitaba del
lado contrario. Al advertir Baros su presencia, se detuvo.
–¿Qué ocurre? –le preguntó Sonia.
–Baros –le dijo Blue, grave–, puedo hablar con usted un momento. Sonia, déjanos so-
los un segundo.
–Es que vamos al sauna –le contestó ésta, preocupada más que nada por asegurar el
bienestar de Baros–. Si van a hablar de problemas, ¿por qué mejor no lo hacen mañana?
–Por favor, Sonia –le recalcó Blue–. Déjanos solos.
–Anda, Sonia –le solicitó Baros–, ve a preparar el baño. Ya llego.
Blue alargó las manos, pero la agente, con un manifiesto gesto de repudio, las resistió.
–Sé que herí tus sentimientos, Baros –le dijo con voz temblorosa, tuteándola por pri-
mera vez–; sin embargo, si pudiera decirte cuánto te…
–Cállate –le demandó ésta, furiosa–. ¡Eres un canalla, un imbécil hipócrita, un…!
–Sshhh… –le susurró Blue cogiéndola por la fuerza de la cadera–. Calla, calla –le dio
un gran beso que la otra no pudo interrumpir.
Luego, acordándose de lo que vio en la callejuela, lo alejó de sí en forma brusca.
–¡Tú, tú.. tú eres un desgraciado marica! –y corrió rumbo al baño, ahogada en lágri-
mas.
Blue, más confundido que en sus tiempos de adolescente, caminó tortuosamente hacia
la sala principal. No entendía por qué tenía sentimientos encontrados; ¿se había equivo-
cado la Naturaleza con él? ¿Cómo era posible que amara a hombres y mujeres a la vez?
Recordó sus clases de biología, donde en cierta época había encontrado justificación.
Pero la vida real era más dura, arrolladora, que la teoría. Rosa lo recibió con gran conten-
to.
–¿Todo bien, querido? –le cuchicheó–. Ya hablé con Scott y le pedí que guardara si-
lencio, por mor de las investigaciones y la estabilidad emocional de Baros.
–Bien hecho –le contestó, seco, sin ápice de simpatía.
Razvan medió entre ellos.
–Me gustaría saber, señores agentes –dijo–, qué es lo que se nos viene ahorita.
–Popescu –terció Faina–; me preocupa la vida de Popescu.
–Sí –lo secundó Sonia–, ¿qué va a pasar con él? Iremos mañana a rescatarlo.
La cuestión quedó en el aire.
–¿Y la visita que teníamos planificada a la fábrica de Dendiu? –persistió Razvan.
Blue se masajeó las sienes de la frente. ¿Cómo decidirse? No en estos momentos en
que a él todo le daba vueltas en la cabeza. Salvaguardar la vida de un ser humano es el
primer principio de un policía, se dijo.
–Iremos por Popescu a los Montes Metálicos.
–A mí me parece que, en primer lugar y por el poco riesgo, deberíamos ir donde Den-
diu –objetó Scott–; quizá nos tome una media hora hacerle unas cuantas preguntas. Luego
salimos por Popescu. ¿Qué dicen?
Era lo más razonable. Con una mirada, todos concordaron.
–De acuerdo –confirmó finalmente Rosa–. Iremos primero a la fábrica del Colentina y
después por Popescu.
Sonia, en su interior, sentía un temor infinito al escuchar el nombre de los Montes
Metálicos. Ese era, según las leyendas, el hogar de bestias lupinas y draculeas devorado-
ras de hombres. «Y yo», se decía, «no soy ciertamente la mejor ni más brillante hija del
profesor van Helsing. Pero al menos intentaré hacer frente a esos espantos con la filuda
estaca del valor», y sonreía, para sí, posando sus ojos claros en el rubio Scott.
45
Aun en medio de la tempestad, las caras no dejan de sonreír
___
A pesar de este escenario lúgubre y sin retorno, había espíritus contentos, llenos de
esperanza. Scott era uno de ellos. Supo, ¡y de qué forma más oportuna!, que los agentes
eran homosexuales. «Lo que es de Juan, Pedro no se lo quita», pensó. Había estado a un
paso, esta vez sí lo había pensado seriamente, de suicidarse. La vida, reflexionó, es como
la política, un día arriba, en la cumbre del poder, y el otro, en la llanura, en la cárcel.
El sereno del alba le había entrado por la grieta de un tragaluz, y lo primero que hizo
al bajar de la cama, fue salir al jardín de la casa para arrancar una flor, la más bella, la
glaseada de rojo y amarillo. Baros, como es su costumbre, estaba ya levantada y prepara-
ba en la cocina unos huevos fritos.
–Tenga –le dijo ella, sirviéndole la comida–. Que la disfrute.
Scott le entregó la flor con un gesto de sumisión.
–Para usted, la más hermosa de las mujeres.
Baros sonrió tenuemente; seguía lastimada.
–Scott –le dijo–. ¿Puedo hablar con usted, como amigo mío que es?
–Por supuesto –le contestó éste.
–Estoy muy mal –le dijo.
–¿Enferma?
–Sí, aquí –se tocó el pecho–. Me faltan las fuerzas, el ánimo… –empezó a gimotear–.
Perdone mi sensiblería…
El doctor se levantó y la abrazó. «Tranquila; todo está bien».
–Ya no quiero vivir más… –le dijo llorando–. No tengo las ganas… El mundo para mí
es un ser maligno e ingrato…
–No piense así, Baros –la consoló Scott–, por favor. ¿Blue? ¿Él es el motivo?
Dio la media vuelta y escondió el rostro por la vergüenza.
–Todos nos equivocamos en esta vida –continuó Scott–, sin excepción. Es parte del
proceso de aprendizaje que todo ser humano, rico o pobre, Baros, debe sobrepasar. No se
mortifique. Lo que conviene aquí es aprender de la experiencia, sacarle provecho y con-
siderar a futuro el hecho de que no debemos volver a tropezar con la misma piedra.
–Me gustaría que fuera así de simple –le contestó ella–. Pero no lo es. Tengo corazón,
¿sabe? ¡Duele, duele! –arrimó la cara hacia una alacena.
–Lo sé –dijo Scott–, lo sé, Baros.
–¿Por qué? –se limpió las lágrimas–. Si hubiera sido con otra mujer, igual lo habría
condenado, aunque esperado su arrepentimiento a la larga… ¡Habría habido una oportu-
nidad de recibirlo de nuevo!, pero, ¿con otro hombre?, ¡con otro hombre! ¡No hay que ser
tan cruel con uno, vida maldita!
Scott finalmente se cargó de valor y le dijo con un tacto próximo a la suplica:
–Un clavo con otro clavo se saca.
Baros se volvió con gravedad y lo vio a los ojos.
–¿Usted? –le preguntó–. No, Scott, no… Usted es como mi hermano, y no puedo sen-
tir un amor de mujer por alguien a quien amo como a mí misma…
–El tiempo puede ayudarle a cambiar esa percepción –la apretó de los brazos, audaz-
mente, atrayéndola para sí; habló con una premura que denunciaba su timidez–. No tiene
idea, Baros, de cuánto la amo, desde la primera vez que la vi, del sentimiento profundo
que me abate por conquistar un beso suyo, dispuesto a hacer lo que sea por ganarme su
amor… Yo… yo pueda que no tenga la apostura de Blue, pero tengo un corazón que ama,
que se desangra por una gota de amor, que grita por hacerse escuchar…
Baros sonrió.
–Gracias, Scott –le dijo dándole un beso en la mejilla, alejándolo–. Usted es un hom-
bre de verdad, que sabe cómo amar a una mujer. Sin embargo, yo soy una tonta…
Él la volvió a abrazar.
–La amo, te amo –le dijo al fin, tuteándola apocadamente–. Y estaré allí, para usted,
para ti, esperándola, haciendo un trabajo de Hércules por alcanzar ese derecho de ocupar
un lugar en su corazón. ¿Quiere que le baje el sol, la luna?
La ocurrencia le pareció graciosa a la agente rumana.
–Ni el sol ni la luna es lo que quiero –le dijo–. Tan sólo pido un poco de amor.
–¡Pues lo tiene conmigo! –exclamó Scott.
–Lo sé –le dijo–. Por eso lo amo, como hermano. Quizá el tiempo… como usted dice.
No hay más que decir. Casi le había dicho que sí. El doctor Fraiser entonces supo lo
que es estar vivo en esta vida, para qué y por qué nacen los hombres en este universo, y
supo también que sus esfuerzos, sus estudios, su preparación académica, de algo le iban a
servir y que habían tenido, aunque no lo había sabido, un propósito, no la de hacer un
descubrimiento que haría evolucionar a la humanidad, sino la de hacerle un castillo a su
amada. ¿Qué cosa más rara es el amor, no es cierto? Se pierde toda ambición, todo orgu-
llo, todo egoísmo. Ya no es uno el que importa, ni las conquistas gloriosas que alguna vez
soñamos con emprender, sino el otro, ese alguien que había estado ajeno de nuestros in-
tereses y que de repente, en una ojeada, se convierte en el objeto de nuestro existir. Hasta
la miel sabe amarga si ese otro yo nos dice que no. «Es pasajero», dicen algunos. «Dura
de seis meses a dos años». Lo es cuando te enamoras de la persona que no es la adecuada
en edad y madurez. Pero cuando estos factores coinciden, el amor dura toda la vida, hasta
el final de los tiempos, tal es así que, yo mismo he sido testigo, cuando uno de los dos
amantes muere, al poco tiempo el otro deja también de vivir. Parece romántico, ¿verdad?
Al contrario, es lo más duro de ver, de sentir. No se lo deseo a nadie, no le deseo a nadie
atestiguar cómo se desmorona, pedazo a pedazo, un ser humano, cómo se le escapa el
aliento de vida en cada suspiro, cómo pierde la noción de sí mismo y de lo que lo rodea
en cada mirada, para luego caer exánime, emblanquecido por el dolor, con una sonrisa
sombría sobre las sabanas de una destartalada cama o sentado en una vieja silla.
Pero Scott no era el único que gozaba de una felicidad extrema: también Mihai Pita,
el secretario del PMRU, que no cabía dentro de sí por la alegría. Había mandado a reunir
a los miembros del Comité Central para realizar una sesión extraordinaria, en donde urgi-
ría el relevo de cargos gerenciales ostentados por los miembros fallecidos en el ataque a
la Piata Romana. Los reunidos eran ocho, secretario, fiscal, tesorero, contralor y cuatro
vocales.
–Señores –les dijo–: como secretario del partido, los he congregado para que tratemos
asuntos de magna importancia, entre ellos, los funerales en capilla ardiente del vicepresi-
dente Chilia Gusa y los vocales Gheorghe Barbu e Ilie Puwak. Se harán en la Iglesia de
Stavropoleo.
Todos ratificaron.
–En consecuencia –siguió–, considero prudente acelerar el proceso de reposición de
estos honorables por nuevos hombres.
Se sancionó la moción.
–Yo propongo a Stefan David como vicepresidente –dijo un Belinca en muletas, apre-
surado por acrecentar el status político de su favorito.
Pita se acaloró por este nombramiento, pues deseaba colocar allí a uno de los vocales,
aunque en el fondo veía la oportunidad como inmejorable. Los demás pidieron sancionar
la proposición.
–El que esté de acuerdo que levante la mano –dijo.
El concurso fue unánime.
–Bien –dijo–. Ahora sigamos con las dos vocalías que hacen falta.
–Yo propongo a Teodor Barbu y Luisa Macovei –planteó un vocal–. Han hecho un
trabajo excelente con las bases de los judetes del Ialomita y Arges… Tienen fuerza en
esos distritos, que ahora son prácticamente amarillos –acabó haciendo referencia al color
de la bandera partidista pemerruiana.
Pita hizo un gesto de consulta con la quijada.
«Sancionado por unanimidad», exclamó.
Luego se limpió la nariz y se acomodó los lentes.
–Ahora quiero tratar un asunto de igual trascendencia –dijo, hojeando unos papeles–.
Me refiero al caso de nuestro presidente Razvan Snagov.
Los miembros del comité se vieron unos a otros. ¿Qué pena, qué pena con lo de Raz-
van?
–Ya todos sabemos lo que pasó con mi buen amigo y correligionario –continuó; trata-
ba de no alterar la mirada y evitaba cualquier parpadeo inoportuno–, ese líder de masas a
quien tanto le debe la democracia rumana, pero que, por desgracia, como pudimos ver
ayer por la noche en los noticieros, aparentemente se encuentra sicológicamente disloca-
do. Me preguntó, y por favor, no me malinterpreten, que no estoy sugiriendo ninguna sus-
titución, ¿si no será conveniente que se tome un descanso? Por su salud, digo.
Dos de los vocales restantes se abstuvieron; Belinca calló: había metido la pata. El
tesorero, el contralor y el fiscal, que habían hablado con Pita la noche anterior, hicieron
una observación que apoyó más su punto de vista.
–Es lo mejor –dijo el fiscal–. Sumémosle a esto la presión de las elecciones internas
que podrían enfermarlo todavía más. Lo del descanso es una decisión sensata, y hasta
humanitaria. Sé que el hombre está incapacitado para manejar los destinos del partido.
Voto porque le demos una pausa al presidente.
–¿Suspenderlo del cargo? –preguntó molesto Belinca, que empezó a contemplar la
idea de enfrentar a un rival menoscabado, incrementando con ello las expectativas de
triunfo de Stefan–. Yo pienso que no existe en los Estatutos ninguna ley que facilite tal
licencia.
–Déjeme explicarle, honorable vocal –dijo Pita hojeando el Manual de Estatutos–.
Tome el compendio, por favor, Belinca, allí está, a su izquierda. Remítase al artículo 3,
del capítulo VIII, sobre la Terminación de la Afiliación de un Miembro Directivo: «En
caso de enfermedad de algún miembro directivo del partido, véase el caso previsto por el
artículo 104, Capítulo VII». ¿Lo tiene? Léalo ahora.
–Articulo 104, Capítulo VII, de la Suspensión de un Miembro Directivo –habló Belin-
ca–: «Si algún miembro directivo es víctima de una enfermedad que no sea profesional ni
causada por accidentes de trabajo, tiene derecho a la correspondiente suspensión de su
membresía o afiliación hasta por seis (6) meses, pasados los cuales la Dirigencia podrá
dar por terminado su membresía sin responsabilidad de su parte».
–¿Satisfecho? –le preguntó ensoberbecido.
–¿Y quién asumirá la presidencia? –le espetó Belinca; luego recordó el heroísmo de
Razvan durante el ataque, de cómo salvó a su líder y a él mismo–. ¿Y qué hay de su cam-
paña política? Si lo suspenden, Stefan quedaría solo en la contienda, y no logro imagi-
narme cómo responderá la gente de Razvan ante este atropello. ¡Se indignarán!
–Déjeme eso a mí –lo calmó Pita–. Allí está la prensa. La gente se cree todo lo que le
dicen… A la gente le gusta que la engañen…
–Pues a mí no –dijo Belinca, encrespado–, y de antemano me opongo a esta suspen-
sión.
–Bueno –dijo riendo Pita–, como usted quiera. Ahora veamos lo que piensan al res-
pecto los demás respetables miembros. ¿Que levante la mano el que está de acuerdo con
la suspensión?
De los ocho, cinco la levantaron. Belinca se acomodó con los restantes tres miembros
y les cuchicheó: «Esto se llama traición al Partido».
–Ahora –dijo Pita, cauteloso, rascándose la frente, con un cinismo que dejaría perple-
jo hasta el mismo diablo–, es hora de elegir al presidente de relevo. ¿Alguna propuesta?
Yo propongo a nuestro fiscal Saftoiu.
–Y yo a Sorin –propuso un vocal.
–Bien –dijo Pita–. Como hay varios candidatos, anotaremos en esta pizarra los nom-
bres e iremos marcando los votos uno por uno y a quien corresponde. ¿Entendido? ¿Es
todo? ¿Nadie más se propone?
Todos callaron.
–Entonces empecemos con la votación –dijo Pita.
–Espere, señor secretario –lo detuvo el tesorero–. Yo lo propongo a usted para la pre-
sidencia.
–¿A mí? –exclamó con una hipocresía que le afloraba de cada célula de su cuerpo re-
choncho–. No, no puedo aceptar su propuesta. Va contra mis principios. Es decir, Razvan
podría creer que ha sido una conspiración de mi parte, y yo… Lo siento, declino su ofer-
ta.
–Al contrario –repuso el tesorero–, siendo usted su mejor amigo, es lo menos que po-
demos hacer nosotros para honrar al presidente Razvan. Insisto: lo propongo para presi-
dente.
–No lo había visto de esa manera –le contestó–. Me siento conmovido por sus pala-
bras, y espero que mi gran amigo Razvan pueda reflexionar de la misma forma.
Y dicho esto, se anotó en la pizarra. Empezó a computar los sufragios. De ocho, ganó
cinco. Hiló su discurso, pronunciado ahora con una pose orgullosa que dejaba escapar un
haz de altivez dictatorial.
–Quiero expresar a todos mi satisfacción por haberme elegido como su presidente, y
quiero –remarcaba las palabras– decirles que yo asumiré personalmente la campaña de
Razvan: seré el nuevo candidato.
–Pero no puede… –exclamó Belinca–. Razvan llegó a la presidencia por la vía popu-
lar y se ganó el derecho de participar en la contienda por medio de la Asamblea General.
Esto es un golpe técnico ilegal. Las bases deben ser consultadas…
–La ley me da ese derecho –le respondió secamente–. Además aquí están los repre-
sentantes de las bases populares, elegidos por ellos en la Convención que usted indica;
véalos usted mismo –señaló a cada uno de los miembros del Directorio.
Belinca, enfurecido, se levantó de la silla, y mientras caminaba, gritó: «Traición, trai-
ción. Usted está violentando la institucionalidad por medio de subterfugios técnicos y po-
líticos, derrocando así a Razvan como presidente y candidato a elección popular. ¿Cómo
puede ser? A usted nadie lo ha elegido en las urnas para ostentar tales cargos. ¡Ah, su es-
túpida ambición no tiene límites, Pita! ¡Me opongo a sus elucubraciones! Para mí, todo lo
que se haga de aquí en adelante, es ilegal». Pita lo escuchó nítidamente y, reprendiéndolo,
dijo: «Una palabra más, y me veré obligado a suspenderlo también». Los demás, al escu-
charlo, se replegaron en sus cojines.
–¿Me está amenazando? –le preguntó Belinca, furioso.
–Tómelo como quiera –le contestó, desafiante–. Dios sabe que estoy procediendo co-
rrectamente, pues Razvan está siendo inhabilitado en base a la legalidad, ya que, como
toda Rumania lo ha visto, sufre de demencia. ¡Se quiso suicidar! El Estatuto me respalda
–Capítulo VII, artículo 104– y si el Directorio lo dejara seguir en el cargo, entonces éste
sería violentado e inutilizaría cualquier acción futura del partido. Usted sabe que nadie
puede estar por encima de la Ley.
–¡Bah! –le gritó el otro–. ¡No me venga con esas palabritas de falsa retórica, grandí-
simo idiota! ¡La Ley la creamos nosotros, a nuestra conveniencia!
Y salió, aventando la puerta, gritándole: «¡Ha cometido un error suicida! Yo me en-
cargaré de desnudarlo ante la gente». Pita se quedó con las manos puestas sobre el mesón,
riendo, e inmensamente feliz por su logro. Al fin, después de haberse arrastrado por tanto
tiempo a los poderosos, había llegado a ser presidente del partido; pero quería más, la
presidencia del país, e iría por ella, con la ayuda de Adrian. «Tus días están contados, Be-
linca; te lo aseguro».
Así pues, aun en este mundo tan adverso, injusto y voraz, siempre hay un resquicio
para la felicidad, que no se le veda a ninguno, tanto bueno como malvado. Como diría el
balaur: «Todo es cuestión de perspectivas…»
46
Todo se paga en esta vida, hasta las malas miradas
___
Popescu despertó en medio de un cúmulo de rocas; estaba casi desnudo, dolido y des-
ubicado, con la ropa hecha jirones. Tenía un hambre que le pegaba el estómago a los hue-
sos. «Ay, mi cuello», gemía, sobándoselo. «¿Qué lugar es éste?». Vio a su alrededor un
tupido bosque de coníferas, y a lo lejos, en una panorámica de fotografía, una especie de
castillo fortificado en medio de dos colinas.
–¿El laboratorio de Estigia? –se preguntó a sí mismo. Dudaba; aunque había sabido
de su existencia, por el continuo envío de sustancias químicas, no estaba seguro siquiera
si estaba en… ¿los Montes Metálicos?... Pero ¿por qué?
«¿Cómo llegué aquí?», volvió a cuestionarse.
Entonces se interpuso una masa musculosa entre él y el paisaje.
«¡Oh, Dios mío!», exclamó para sí. «El monstruo del Baneasa».
Se le acercó con la pesadez y el sigilo de un depredador, acechándolo, y lo observaba
sin pronunciar palabra con los ojos entrecerrados. De pronto le lanzó un espeluznante ru-
gido que lo hizo cabecear y aferrarse contra las rocas. Se sintió cogido por los sobacos,
elevado en el aire.
–¿Me tienes miedo, Popescu? –le preguntó el balaur. El agente calló; los ojos abro-
chados, en espera de la descarga de un golpe tremendo–. ¡Habla, habla! –lo zarandeó.
–Sí, sí –le contestó al fin, lloriqueando–. Le temo, ¡le temo, le temo…!
–¿Dónde está tu pose orgullosa, tu arrogancia sabionda y tu seguridad de asesino? –le
dijo, riendo macabramente, enseñándole los puntiagudos dientes–. No eres más que un
pobre diablo, uno que creyéndose fuerte vivió para oprimir a los más débiles e ignorantes.
Ahora tienes enfrente a uno más fuerte que tú: ¡Enfréntame, enfréntame, maldito! ¡Saca
tus armas y pelea conmigo! –y lo aventó en dirección a los árboles.
Popescu cayó de panza, dando con la cabeza en las ramas de un abeto. Tuvo la inten-
ción de escapar, pero el balaur, en un salto increíble, le salió por delante. Agarrándolo de
los cabellos, despaciosamente, lo alzó hasta la altura de su pecho hipertrofiado.
–¿Sientes dolor? –lo indagó. Popescu afirmó dando gritos; el balaur le cogió un dedo,
el meñique–. No seas mariquita –le dijo sarcásticamente–; ya empezarás a quejarte de
verdad –y le arrancó el dedo de un sólo tirón. Un chorro de sangre le salpicó los pies al
monstruo.
No obstante, Popescu volvió a desmayarse, incapaz de resistir el dolor y la impresión
siniestra que le causaba la visión y los actos del balaur.
El balaur había echado un vistazo lejano a las instalaciones del laboratorio la misma
noche de su llegada cuando siguió el auto de Stefan, quien, para su contento, no pudo dis-
tinguirlo entre la maleza.
Para su mala fortuna, ignoraba que Stefan, a kilómetros del parador, urgía a Dobre y a
sus ingenieros en la preparación de dispositivos cibernéticos que implantaría en la cabeza
de sus hiperhumanos, quienes ya estaban a horas del nacimiento, según marcaba el Con-
tador de la Vida.
–Eso es imposible –dijo Zamfir–. No podrán ser vencidos ni con armas, a menos que
con una bomba atómica. Ellos –los señaló– serán casi perfectos en fuerza e inteligencia
desde el nacimiento, pero usted, a quien estoy viendo ahora mismo, no es más que un
humano corriente como nosotros, es decir, que no se diferencia en fuerzas e inteligencia
del común de los mortales.
–¿Recuerda la «CAJA», aquella cámara que lo cautivó, y de la que tanto habló Do-
bre?
–Sí –Zamfir lo entendió enseguida–. O sea que usted piensa alterar su genoma para
intentar convertirse en hiperhumano.
–Seré su líder natural.
–Pero la cámara está en etapa experimental, ¿no teme usted por su vida, por algún
proceso fallido durante la operación o quizá en alguno degenerativo a futuro?
–Claro que sí –le respondió Stefan–. Sin embargo, Zamfir, si algo he aprendido en la
vida es que si no arriesgo, jamás llegaré a ganar. Esa sola forma de ver las cosas, de pro-
ceder ante los desafíos, ha sido la máxima que ha enhebrado los hilos de mi destino. Has-
ta el día de hoy, a pesar de que pegué de narices muchas veces contra el fracaso, puedo
decir, satisfechamente, por lo que he logrado, que no me equivoqué al aplicarla.
–Es usted osado, Stefan –le dijo Zamfir–. En verdad podría emplearse en usted la otra
máxima, de que «el mundo es de los audaces».
–Como dicen –le contestó carcajeándose–: Los locos crean al mundo, pero los tontos
lo viven… Ja, ja… Yo tengo tanto de loco como de tonto… Ja, ja, ja…
–En gran medida –Zamfir se echó a reír–. Aunque esté en desacuerdo con usted, Ste-
fan, déjeme decirle que posee usted una personalidad fascinante, carismática. Es difícil
que alguien se le resista… ¿Me imagino que le va bien con el bello sexo?
–¿Bello sexo? –Stefan se extrañó.
–¡Las mujeres!, digo –le aclaró Zamfir.
–¡Ah!, ya le entendí. Es que ya me había olvidado de ese eufemismo –se rascó la bar-
billa–. Las mujeres… ¿Qué bellas son, verdad? –encendió un cigarro–. ¿Quiere que le
diga una cosa? –Zamfir parpadeó, inclinando la cabeza–. Yo jamás me he enamorado en
la vida… –el doctor contrajo la boca–. ¿Se asombra? Véame, y eso que tuve muchas en la
cama. Sin embargo… no sentí por ellas un amor verdadero. No sé por qué.
–Pero si no las amó es porque usted no hizo el esfuerzo por amarlas…
–Lo hice, créame –chupó del cigarro–. Ahora que lo pienso, a esta edad, caigo en la
cuenta de que quizá mi mente estaba más ocupada en hacer dinero que en el amor. Por
otra parte, sincerándome, ellas, en muchas ocasiones, se me daban tan fácilmente, que era
natural para mí el despreciarlas. Total, ya pronto vendría la otra. Pero otras veces creo
que, de alguna forma, influyó el haberme criado sin mi madre. ¿Me entiende? La amaba
tanto –se tragó el humo–, y no la tenía conmigo, que esperaba ver su cara en el rostro y la
personalidad de mis amantes, la cara y figura de ella, así como sus hipotéticas atenciones
para con un hijo, caricias, consejos, ¡qué sé yo, si nunca la tuve!, en una oración, deseaba
encontrar en las mujeres esa figura materna que me fue negada. Todas ellas, según mi re-
torcida opinión, me decepcionaron en ese punto con el correr del tiempo, y así seguí bus-
cando más y más mujeres, no tan sólo para complacerme físicamente sino para encontrar
un refugio emocional que me estabilizara. Lo conseguía a medias, pero en cuanto empe-
zaban los problemas, daba marcha atrás y las despedía.
–¿Y qué pasó con su madre?, si es que puedo hacerle la pregunta –lo indagó Zamfir.
–Se alejó de mi padre y volvió a Israel –le respondió tristemente.
–¿Y ha intentado últimamente con otra relación sentimental?
–Ja, ja… Claro. No puedo vivir sin ellas… Aunque, no hace mucho, me enamoré de
ojos –el famoso amor de pendejo, je, je– de una mujer que vi en el cementerio y de quien
he sentido un afecto por años.
–¿En el cementerio? Dios mío…
–Je, je… Es decir, ¿se acuerda de Emile Cervini? Pues bien, yo asistí a su funeral. Fue
allí donde por primera vez sentí lo que podría yo calificar de amor. ¿Sabe por qué? Por-
que jamás antes –tengo cincuenta años– lo había sentido bullir en mi corazón. Fue tal el
sentimiento, que ni siquiera pensé en lo que normalmente busco en una mujer, el sexo.
No; lo que sentí fue ternura, deseos de hacerla feliz, de llenarla de obsequios, los más ca-
ros si era posible, de hacer lo que ella me pidiera y sin rechistar, de entregarme, sin con-
diciones, a su mandato. Ella, por otra parte, me salvó la vida.
–¿Y la conoce usted, sabe quién es ella?
–Es lo más insólito del asunto: sí, la conozco, por años, aunque de vista y por un ami-
go, pues nunca hemos sostenido una charla íntima juntos. Siempre la tuve a mi alcance, o
sea, a mi vista, como le dije, y yo creo que de tanto verla, pues, el tiempo, usted sabe,
termina por hacer su trabajo. La olvidaba por algún tiempo, pero luego volvía a pensar en
ella, e incluso hice algunas cosas contra mis adversarios para que ella brillara en su traba-
jo. Vea, doctor Zamfir, lo divertido que es el asunto: muchos me catalogan de conquista-
dor, y no obstante, en su presencia, me apoco, y se me nubla el pensamiento, sin saber
qué decir ni cómo atenderla, en fin, me vuelvo una nulidad como hombre. Tiene un cabe-
llo negro tan lindo… hasta parece judía…
–Vaya –rió Zamfir–, ya veo… ¿Me dijo que ella lo había salvado?
–Sí, del balaur.
–No le creo.
–Por cierto, doctor –le dijo Stefan, taciturno–, ¿qué sabe usted del balaur? ¿Cree que
sea una creación de Adrian Dendiu?
–Por los datos que he obtenido, creo que se trata de una criatura parecida a los hiper-
humanos que usted intenta engendrar –le dijo con seriedad.
–Entonces Dendiu… –se apostó frente a las paredes de vidrio–… Dendiu me sigue los
pasos. ¿No cree que esté haciendo lo mismo que yo?
–Por la existencia del balaur, creo que sí.
–En cierta forma –dijo Stefan amargamente–, el grupo Libertad fue tanto como una
bendición y maldición al mismo tiempo. Lo pregonan los gerentes de mis empresas cuan-
do tratan de justificarse: «Fue un mal necesario».
Dobre apareció abriendo la puerta.
–Ya el equipo está listo, señor Stefan –dijo.
–Bien –le contestó–, ahora a esperar ocho horas nada más, ocho horas…
Ocho horas, las suficientes para que Stefan hiciera historia en los anales humanos,
aunque muchas para que el ser que ahora emprendía camino, con un Popescu en hom-
bros, iracundo, llegara por él con el único objetivo de aplacar su sed de venganza.
–¡Stefan, Stefan! –gritaba la bestia a cada salto que daba por la campiña transilvana,
rompiendo árboles, deshuesando lobos, evadiendo ríos y el atisbo asesino puesto en las
instalaciones–. ¡Tú, tú me pagaras con sangre hasta la última de tus malas miradas!
47
El Leviatán del Colentina
«Los frutos del destino caen por su propio peso cuando están maduros»,
Proverbio popular.
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48
El que mal anda, mal acaba
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Habían pasado cuatro horas desde que el balaur pudiera contemplar el castillo a lo
lejos. Cargaba a un desmayado Popescu bajo el brazo, como si fuera un perrito
chihuahueño, mientras recorría a saltos el boscaje en aquella plenitud de sol continental,
guiándose por el curso de la carretera, que bordeaba para evitar ser descubierto. Escuchó,
cuando ya subía un otero, motores como a medio kilometro de su ubicación. Giró la ca-
beza y, estriando la cara, echó un vistazo. «Muma», jadeó, colérico, reconociendo el auto.
«Distingo a cuatro vehículos: mínimo, son veinte hombres. ¡Morirán!».
Bajó del altozano con rapidez y se apostó en medio de la carretera, donde acostó el
cuerpo de Popescu. Luego, en un salto, buscó un escondite entre los matorrales. Esperó
unos cuantos minutos, ardido, crujiendo los dientes. Atrás, cada vez más cerca, el bufido
de los escapes, la nube de polvo y los gritos de algarabía, le indicaban que la carnicería
estaba por empezar.
Chilló la primera llanta.
–¡Espera! –le gritó Voiculescu a Muma–. No sigas. ¿Qué es eso?
–¿Ah? –exclamó Muma, asombrado.
Bajaron del auto, armados cada cual con una arma de fuego.
–Diles a los demás que se detengan –le dijo Muma al primero–. ¡Por Dios! –vociferó,
reconociendo en el acto a su socio del mal–: ¡Es Popescu! ¿Pero qué putas está haciendo
aquí, en la Transilvania, tirado sobre la carretera, a cientos de millas de Bucarest! Esto es
de locos… ¡Detén, detén a los demás, Voiculescu! –el otro estaba perplejo–. ¡Detenlos,
maldita sea! –le ordenó furioso.
–¿Está muerto? –preguntó Pascu palpando el cuerpo con el cañón del arma.
Muma, arrodillándose, empezó a auscultarlo. Le pulsó la vena yugular, pero una espe-
sa cortina de polvo lo envolvió: eran los camorristas que, detenidos por Voiculescu, baja-
ban a ver lo que pasaba.
–Está vivo –les dijo, incrédulo–. ¡Rápido! Súbanlo al auto.
Fue lo último que dijo antes de ver cómo una sombra se le agigantaba a cada milíme-
tro sobre el pavimento. Cuando ya intentaba descubrir lo que ocurría, alzando la vista, el
balaur se desplomaba desde lo alto, cayéndole encima y aplastándolo con todo su peso.
Rugiendo horrendamente, a una velocidad sorprendente, cogía al mismo tiempo de los
brazos Voiculescu y Pascu; empezó a jugar con ellos, chocándolos entre sí y retorciéndo-
los como a trapos viejos, para aventarlos contra el resto de la camarilla, quienes comenza-
ron a disparar atolondradamente, aterrados. Agarró el cuerpo de Popescu y lo tiró en los
matorrales.
Furioso por el golpeteo de las balas en su cuerpo, el balaur se escudó en el auto de
Muma. Los hombres idearon el plan de rodearlo, pero entonces la bestia levantó el auto y
se los arrojó. Luego saltó sobre el otro auto, lo elevó y volvió a arrojarlo, pero esta vez
derrapándolo por la carretera; después el tercero, que lanzó por los aires, hasta llegar al
último que de nuevo derrapó por la superficie. Actuaron como enormes guillotinas, que
no dejaron jinete sin cabeza.
Vertiginoso, rugió el nombre de su más odiado enemigo:
–¡Stefan, Stefan, Stefan!
El mismo nombre que pronunciaba Baros, a veinte millas de allí, mientras conducía el
auto, acompañada por Scott e Iliescu. Siete metros atrás, Rosa y Blue, con Tassus en el
asiento de atrás, la seguían. Sonia se había quedado en Bucarest, junto con Faina y Raz-
van, quien había tomado la determinación de visitar a Brudan y contarle la difícil situa-
ción que ahora enfrentaban.
–Lo que no me explico –decía Baros– es por qué Dendiu llegó a tal extremo, el de
asesinar con el fin de destruir a Stefan.
–Sencillo –le contestó Iliescu–: usted sabe que los hombres son lo que producen, y en
el caso de Adrian, que es dueño de esos medios que sirven a la producción, o sea, el due-
ño de ese poder sobre los individuos y el que hace que por fuerza exista la propiedad pri-
vada, no tolera el verse amenazado por otro igual a sí mismo, por temor a perderlo todo,
es decir, su señoría, su reino sobre estos sujetos y la propiedad. Es él o ninguno, es él
arriba y los otros abajo. Se ve, pues, que el sistema capitalista mismo lo induce a pensar y
actuar de esa manera. La competencia, usted sabe…
–¿Me dice que se convirtió en asesino por culpa del capitalismo y la competencia? –
preguntó Baros, escéptica.
–¡Por Dios, Iliescu! –exclamó Scott–. Lo que dice es una incongruencia.
–Mire, Scott –siguió Iliescu–. Voy a ponérselo más claro: En el capitalismo, la gran
industria y la competencia funden todas las condiciones de existencia, condicionalidades
y unilateralidades de los individuos bajo dos formas simples: la propiedad privada y el
trabajo. ¿Me entiende, ahora? –Scott frunció le cejo–. Y la competencia aísla a los indivi-
duos, enfrentándolos los unos con los otros, a pesar de que los aglutine en una misma cla-
se, la oligarquía, en el caso de Adrian. De aquí que tenga que pasar largo tiempo antes de
que estos individuos puedan agruparse, y cuando lo hacen se vuelven muy poderosos,
imperialistas. Es lo que piensa hacer Adrian con los suyos, el mismo Stefan, pero para
ello debe medir fuerza con los dominantes de esa clase, los alfas.
–Le creo, profesor Iliescu –le contestó Baros–. Lo dijo usted muy claro.
–Pues yo no lo veo de esa manera –repuso Scott–. Me parece que lo de Adrian es un
desorden siquiátrico de su personalidad como individuo y que nada tiene que ver con las
relaciones materiales de las que nos habla el profesor. En todo caso, me inclinaría más
por la biopisicología, en donde se verían más claras las bases biológicas de sus pensa-
mientos, sentimientos y conductas, antes que las relaciones con la materia. Eso viene
después.
–¿No me diga? –ironizó Iliescu–. O sea que usted cree que el cerebro piensa por sí
mismo sin necesidad de verse forzado a actuar debido a las exigencias de la materia. ¿Si
tengo hambre es porque el cuerpo lo pide por capricho, por programación automática?
¡Esto es increíble de escuchar!
–No, claro; yo no he querido decir eso –le replicó Scott–. Contésteme ahora: ¿Habían
o no desordenes mentales entre ustedes cuando eran comunistas?
–Por supuesto que los había –le respondió Iliescu–, y se debía a lo mismo: a que las
relaciones materiales influyeron sobre nosotros. No se nos cumplió lo prometido, es decir,
la igualdad social y económica ofrecida por el comunismo. ¿Pero sabe qué? No fue por el
sistema, sino por los hombres, que todavía no están preparados para sacrificarse por el
bien de los demás.
–Entonces me da la razón en cuanto a lo de la sicología…
–Se la doy en parte. Pero no en todo. Sucede que la humanidad, tecnológicamente, no
está desarrollada todavía. Espere a que alcance un grado muy amplio de adelanto científi-
co y tecnológico, y ya verá cómo volverá el comunismo a triunfar. Ya lo verá… Se lo
aseguro…
–¡Oh, Dios mío! –exclamó Baros, frenando bruscamente.
–¿Qué ocurre? –prorrumpió Scott, asustado.
Y al punto vio ante sí una visión atroz: automóviles destruidos, hombres esparcidos,
muertos, sobre el pavimento. Descendieron del auto; Blue se detuvo y bajó corriendo.
Empezaron a hurgar entre las muchedumbre y pronto encontraron a un hombre agonizan-
te. Baros lo reconoció: era el rostro del mismo electricista que vio en el Colentina. Se
agachó para asistirlo. Él también supo quién era ella.
–Un monstruo… horripilante… –balbuceó.
–¿Cómo era? ¿Brillaba?
Pero el hombre cayó en un estado de inconsciencia profunda. Lo subieron al auto de
Blue.
–¿El balaur? –le preguntó Blue.
–No lo creo –le dijo Baros desdeñosamente–. Pueda ser que Adrian ya esté cerca…
¡Vaya preguntita la suya!
Blue, apenado por la contestación, trató de comprenderla: estaba muy dolida. Aunque
Stefan, en Eugenetics, sí presentía que su peor amenaza lo acechaba. Mandó a llamar a
Dobre, que se apareció con una gran sonrisa en la cara. Al parecer los engendros empeza-
ban a dar muestras de vitalidad, pues ya se revolvían dentro de los vientres. El contador
señalaba:
PROCESO DÍAS HORAS MINUTOS SEGUNDOS
49
Tras un gustazo, el trancazo
«Cuando los que no entienden el Dhamma actúan indebidamente, miran alrededor para
asegurarse de que nadie los esté vigilando. Pero nuestro kamma siempre está vigilando.
En realidad, nunca nos salimos con la nuestra sin ninguna consecuencia.»,
___
Reía Pita por el logro consumado. Alguien tenía que honrarlo algún día por ello, ya
que, se decía, su actuación era una faena encaminada al fortalecimiento de la democracia,
la paz y la cordura. De seguro que con el tiempo el pueblo mismo, ese hatajo de ignoran-
tes, le diría agradecido: «Es usted un hombre extraordinario, Mihai Pita, pues desde el
mismo instante en que supo usted que un loco nos podría gobernar, decidió, aun en contra
del Mundo entero, eliminar valientemente al mal de raíz. Tenga, aquí tiene una rama de
olivo. Es usted nuestro héroe y prócer. ¡Erijámosle una estatua!». Claro que se negaría a
ello, por modestia. No, no quería una estatua, tan sólo seguir allí, a la cabeza, gobernando
con sabiduría y tesón, sufriendo, en ocasiones, la amargura de la ingratitud.
Estaba tan embebido, que no se dio cuenta de que hordas de gentes rodeaban los bajos
del edificio. De pronto escuchó, magnificado por un altavoz, el grito de un hombre:
«Esto, señores, correligionarios míos, es un atentado contra el ejercicio de la Demo-
cracia. No puede ser que un político, justificando su proceder en base a una libre interpre-
tación de un estatuto jurídico, viole la institucionalidad de un organismo, en el caso que
ahora se nos presenta, de un organismo integrado por cada una de las conciencias de us-
tedes, ¡el pueblo que me eligió en las urnas como su presidente y candidato a elección
popular!»
Se atragantó Pita con el humo. Esa voz le era conocida.
–¡Razvan! –gruñó–. ¡El maldito desquiciado de Razvan!
Tiró el cigarrillo al piso y, asomándose quedamente por la ventana, observó arengar la
bizarra figura de aquel hombre mientras era vitoreado por una gigantesca muchedumbre,
escoltado por una lánguida Sonia y un Brudan con nuevos bríos. Dio un paso en falso ha-
cia el escritorio; los gritos de la gente le machacaban el cerebro.
«Hoy sentaremos un precedente para las democracias de la Tierra», predicaba Razvan.
«Este es el mensaje: ¡Ningún político puede estar por arriba de la voluntad popular, nin-
guno! Aquel que cree que el pueblo es un objeto que sólo existe para ser manipulado, ex-
plotado y no un conjunto de seres humanos que vive, que sueña, que desea lo mejor para
sí y sus hermanos, sabrá hoy que no hay otro mandamiento en la Constitución u otro có-
21 «El cerdo come de todo,/ y los demás comemos su grasa./ Gracias por el almuerzo/ ha estado bueno y sabroso/ y
la cocinera era muy bonita./ Gracias, mi Señor, por haber comido/ y por seguir teniendo hambre»
digo que no sea el bienestar del pueblo mismo. ¡No a las intenciones arteras de los que
buscan un beneficio personal o para lucrar a un determinado grupo económico o social,
no!»
Y la gente que ahogaba estas palabras en medio de una euforia incontenible.
Pita, tomado por sorpresa, se arrinconó en una esquina, nervioso. ¿Y ahora? Me lin-
charán. Cogió el teléfono y empezó a marcar a cada uno de los directivos, incluso a Be-
linca. Nadie contestaba.
«Convocaremos hoy, en este momento, a una Asamblea General», siguió Razvan.
«Elegiremos nuevas autoridades del partido.»
–¿Asamblea General? –exclamó Pita, que veía con tristeza y rabia como sus sueños se
le esfumaban–. ¡No, nunca!
En el ambiente resonaban estas palabras que exclamaba con ardor el pueblo: «Fuera
golpistas, fuera golpistas, fuera golpistas».
Volvió a marcar; esta vez era un número directo, el de la Policía: «955». Le contestó
Ionel.
«Hay una gentuza en la planta baja del edificio, subcomisionado. Piensan apoderarse
de las instalaciones y destruirlas. Venga usted y sus comandos a reprimirlos. ¡Es
urgente!»
Espiaba entreabriendo las cortinas. «La Ley es la ley», se dijo. «Y nadie podrá que-
brantarla, ni siquiera esa chusma. Como presidente, sé que estoy en mi derecho. No cede-
ré». Los guardias habían cerrado los portones y la muchedumbre empezaba a sacudirlos.
«Ábranlos, golpistas, ábranlos, golpistas», gritaban, enardecidos.
Pita marcó el número de Adrian, pero no consiguió respuesta alguna. Sudaba copio-
samente. Un segundo después, tronaron los candados y un río tumultuoso de exclamacio-
nes arreció por los pasillos, invadiendo el lugar. Pita escuchaba ya los pasos, cuando
Razvan apareció rompiendo la puerta.
–¡Maldito loco! –le gritó Pita desenfundando un arma y apuntándolo–. ¡Maldito loco!
¡Soy el presidente del PMRU, soy el presidente del PMRU, soy el presidente…! –le dis-
paró a la vez que se le abalanzaba, el rostro desfigurado, la boca tortuosa y las cejas pun-
teadas hacia arriba, signos manifiestos de su ambición y codicia.
Los estruendos zumbaron en la oquedad de la sala para ahogarse rápidamente en un
silencio profundo, y Pita que era sofocado por manos que parecían emerger de un hipo-
grifo de mil cabezas.
–¡Soy el presidente del PMRU, me deben obediencia, me deben obediencia! ¡Soy su
presidente, su presidente…!
Tarde, muy tarde, Pita. La traición, aunque velada por un halo de legalidad, es el úni-
co delito que el pueblo no perdona, porque no es ignorante ni borrego como tú creías. Se
ahogaron, sus gritos desesperados se ahogaron entre las voces que clamaban por reden-
ción y justicia, por aquellos brazos fuertes que lo sujetaban y exprimían, sintiendo él
mismo el dolor de la opresión.
«¡Golpista, golpista, golpista!», le gritaba el mar de gentes en la cara, absorbiéndolo:
«¡Golpista, golpista, golpista, fuera, fuera, fuera!».
50
Una encerrona por falta de decisión
___
El doctor Dobre observaba con júbilo el desarrollo de los engendros que se movían
con fuerza dentro de los vientres artificiales, y tal era la revuelta, que golpeaban, astillán-
dolas, las paredes de vidrio que los enclaustraban. Agrupó a los guardias de seguridad,
que lucían asustados, incapaces de comprender lo que veían sus ojos.
‒Cada uno de ustedes –les dijo–, en el momento que yo se los solicite, subirá al pe-
destal de los vientres y apretará este botón –se los señaló–. Éste sirve para que las lámi-
nas de vidrio se levanten, salga el líquido amniótico y puedan los hiperhumanos quedar
expuestos al aire libre –bajó de la plataforma–. Sé que tienen miedo, pues es la primera
vez que contemplan algo así; los entiendo. Pero quiero que sepan que este tipo de expe-
rimentos son muy comunes en la ciencia; por tanto, no teman.
»Cuando el cuerpo de cada hiperhumano esté a su alcance, lo recogerán suavemente y
lo colocarán en esta banda. Ya finalizada la tarea, necesito que bajen en el elevador y me
esperen en la sala que tendrán ustedes allí enfrente. ¿Entendido?»
«Sí.»
–Bien. En media hora estaremos listos para proceder. No se muevan de aquí –les re-
calcó.
Se encontró a Stefan, que caminaba junto a Zamfir, en el pasillo.
–La fase dos –le dijo el judío.
–No cree prudente, Stefan –lo reconvino Dobre–, esperar a que nazcan los hiperhu-
manos? Sólo falta media hora.
–No –le contestó con sequedad–. Necesito estar ya preparado para asumir las respon-
sabilidades del momento. No puedo retrasarme.
–Sin embargo…
–Zamfir me ayudará –lo detuvo Stefan–; él también es científico.
Dobre se sintió menospreciado por estas palabras. «Así me paga el muy cretino», pen-
só.
–Está bien –le contestó–: usted manda.
Retomaron el paso y, bajando por el elevador, llegaron al taller de robótica. Enfrente,
silente y misteriosa, se ubicaba la «CAJA», el alterador genómico, para cuyo funciona-
miento era necesario suministrar óxido nítrico, resveratrol y otras sustancias químicas a
través de miles de cañerías microscópicas instaladas en las paredes interiores. Stefan en-
traría en ella, inhalaría el compuesto bioquímico y lograría transformarse así en hiperhu-
mano, su sueño y máximo deseo.
Deseo que no compartía el balaur, pues él mismo era un intento fallido de esa aspira-
ción científica. Había llegado ya a las proximidades del laboratorio, que rodeaba oculta-
mente, ideando la forma de ingresar lo más desapercibidamente posible. No obstante,
después de ciertas rondas, reparó que ningún elemento hacía de guardia.
«Romperé el portón principal», dijo, dejando al aire unos dientes deformados y cu-
biertos de espuma.
Actuó como lo había pensado: ingresó, echó un vistazo al edificio por fuera y volvió a
razonar.
«El techo», prosiguió y a continuación escaló la estructura con Popescu en lomos.
Subía furioso, concibiendo en cada escalada, en cada manotada puesta sobre el concreto,
en cada sinapsis neuronal, la dulce consumación de su expiación.
Baros y los agentes llegaron unos cuantos minutos después; les causó extrañeza en-
contrar un portón hecho pedazos, aparte de la soledad que imperaba en el patio. Scott y
Tassus lo percibieron también en los gestos de ella. Blue, con Rosa e Iliescu, parqueó el
auto a un lado.
Se encaminaron; frente a las puertas de vidrio, decidieron echar una espiada alrededor
del edificio.
–Nada –le dijo Blue; la agente rumana no lo atendió.
–Vacío –agregó Rosa–. Ningún elemento de seguridad.
–¿Es posible que este edificio esté vacío? El balaur nos engañó –terció Iliescu.
Tassus, que sabía toda la verdad acerca del monstruo, enmudecía.
–No lo creo –dijo Baros.
–¿Será este el refugio del monstruo? –preguntó Scott, como dando de repente con la
clave del borroso enigma–. Quizá sea aquí donde él haya modificado su genoma…
–No –lo contradijo Baros–. Este laboratorio pertenece a la Mafia Roja, al Estigia,
como dijo Adrian; tal vez se procesen drogas allí adentro.
–Yo no acabo de creerme eso –dijo Scott–. He escuchado decir que es un empresario
exitoso, un político de renombre… ¿Qué necesidad hay?
–Je, je –rió con sorna Iliescu–. Ay, doctor Scott, usted no sabe lo que es la codicia.
Hace que lo bueno se convierta en malo, y lo malo, en perverso.
–En mi país no suceden estas cosas –rearguyó el americano.
–No estaría tan seguro de ello –intervino Blue–. Yo mismo he llevado muchos casos
de la mafia en los que han estado inmiscuidos alcaldes, gobernadores, senadores… En fin,
como dijo el decano, la codicia no tiene límites.
Baros se molestó al escuchar la voz de Blue.
–Entremos pues –les dijo, ignorando su presencia.
Empujó la puerta, y entraron con cautela, las armas desenfundadas. Scott e Iliescu
iban atrás, sudando por la expectación, lanzando miradas. La recepción, desolada. No
obstante, escucharon voces en el segundo piso. Baros, apuntando con la pistola, le hizo
una seña a Rosa en dirección hacia unas escaleras, para que las subieran.
–Aquí hay un elevador –le susurró Tassus a Rosa.
Ésta se lo comunicó a Baros.
–No –le respondió con la cabeza–; por las escaleras, por las escaleras. Es más seguro.
Avanzaron. Ya en el filo de una pared de esquina, Baros espió la sala que los recibía.
Vio a Dobre alejarse de algunos hombres. Pero fue Scott y Tassus los que caían pasma-
dos, sin poder creer lo que divisaban: decenas de engendros que flotaban, pataleando ya,
en el fondo de aguas salinas.
–¡Esto es espantoso! –exclamó Tassus a quien una horrible culpa lo abatió–. ¡Espan-
toso! –e hizo un ademán por adelantarse; Scott lo cogió de un brazo.
–Calma, Tassus –lo detuvo–. Ya encontraremos el tiempo y modo de eliminarlos.
–Silencio –les pidió Baros.
Sin embargo, los agentes estaban confundidos. El balaur les había dicho que estaría
esperándolos allí, como dándoles a entender de que ése era su hogar. No obstante, Adrian
les había asegurado que este edificio era el laboratorio de Stefan. Y se habían enredado
más cuando no fueron recibidos por nadie. Fue así que Baros decidió entrar con arma en
mano, yéndose por la versión del balaur, en vez de esperar una acogida pacifica por parte
del judío. ¿Qué hacer entonces si uno de los allí presentes, Dobre, por ejemplo, los des-
cubría? ¿Bajar las armas y aceptar con gran vergüenza que penetraban aquel recinto pri-
vado sin la orden de allanamiento respectiva o justificarse diciendo que habían sido in-
formados que éste era el nicho del balaur? ¿No se reiría Stefan de semejante pendejada,
pudiendo incluso interponer una demanda a la policía por abuso de autoridad? Era nece-
sario bajar las pistolas y tratar de entablar conversación con alguno de los hombres del
laboratorio.
Dirigiéndose a Rosa, le dijo:
–Guardémoslas –pronto metió la suya en el arnés–. Estamos desprovistos de instru-
mentos legales para entrar con ellas levantadas. Concluyo en que nos entrevistemos con
ellos en primer lugar.
–¿Por qué? –preguntó molesto Blue–. ¡Mire en lo que trabajan! –le indicó en gestos la
existencia de los seres encilindrados–. ¡Son una abominación de la Naturaleza!
–No me consta –dijo Baros–. Además no nos asiste ningún recurso legal –le recalcó.
–Pues yo creo que sí –le contestó Tassus–. Esta es una clara violación al Código Penal
rumano, donde reza: «Queda prohibida toda manipulación sobre el genoma excepto que
sea para suprimir taras o enfermedades graves». Y lo que estoy viendo aquí es precisa-
mente eso, una manipulación del genoma en forma asistida. Usted puede actuar de oficio.
–O sea que el balaur planeaba crear otras criaturas a partir de sí mismo –irrumpió
Scott, afligido–, como en la novela de Frankestein…
–No es así –lo rebatió Tassus–. Razvan dijo que Stefan planeaba crear seres artificia-
les, ¿se acuerda de los «ayudantes corporativos»?
–Ahora lo veo claro… –dijo Blue.
–En todo caso –lo interrumpió rápidamente Baros–, hablaremos con Stefan, si es que
se encuentra aquí, o en su defecto con el encargado de este laboratorio, y le pediremos las
explicaciones correspondientes. Ya les dije, creo que debemos dialogar primero.
–¿Y si trata de eliminarnos, como quiso hacer Dendiu? –lo inquirió Iliescu, preocupa-
do–. Ya sabe que esta gente es capaz de todo…
–Yo estoy de acuerdo con Baros –la secundó Rosa–. Es lo que procede, como gente
civilizada que somos y en respeto a las políticas policiales.
Los demás ladearon la cabeza, irritados. ¡Qué ingenuidad, por Dios! Sin embargo, se
sometieron a los ruegos de Baros, pues cualquiera de sus actuaciones debía apegarse en
conformidad a los estatutos judiciales; había algo, no obstante, que no andaba bien. Te-
merosa de verse ella y sus compañeros en serio aprietos como los que pasaron con Den-
diu y acordándose de respetar las palabras de Maior, cogió el teléfono e hizo una llamada
a la gendarmería. La atendió Ionel, el segundo en mando.
«Necesito un juez o un fiscal de público, Ionel», le pidió. «Envíanos refuerzos a los
Montes Metálicos, donde estamos encerrados los agentes de la Interpol y yo en un labora-
torio que se presume es propiedad del señor Stefan David, investigando los casos del ba-
laur. Mándanos al equipo forense, a los de inspecciones oculares y también a la brigada
“Vlad Tepes”. Hay algo grande cocinándose en este lugar. Hazlo rápido, Ionel».
Apenas cortó la llamada y escuchó una voz fría exclamar desde el pasillo:
–¡Guardias, detengan a esos intrusos! ¡Esta es una zona restringida, zona restringida!
Era Dobre quien los increpaba con rabia, blandiendo los brazos «¡Seguridad, seguri-
dad!», siguió el doctor. «¡Deténganlos!». Los hombres abandonaron la sala y rodearon a
los agentes, que se mantuvieron serenos, en un intento por justificar su presencia. Con
lentitud, Baros sacó su placa policial.
–Agente de Investigación –le dijo.
–¿Tiene orden de allanamiento? –le preguntó Dobre–. Si no es así, salgan de inmedia-
to…
Blue intercedió:
–Necesitamos entrevistar al señor Stefan David –le dijo.
–¿El señor David? Salió hace quince minutos. Tendrán que volver.
–Acabamos de llegar, señor…
–Dobre –lo completó el doctor–. Lo siento, señores, pero tendrán volver otro día.
Y al decir esto, ordenó a sus hombres sacar a los agentes. Uno de ellos tomó a Baros
por un brazo y la arrastró por el corredor, en tanto que hacían lo mismo con la compañía.
–¡Suélteme! –le gritó Baros–. ¿No sabe lo que está haciendo? –dirigiéndose al doctor–
. Obstruye usted la labor de la justicia.
–No hasta que me muestre una orden judicial, señorita –le respondió Dobre–. Salga,
por favor.
–Pues no nos iremos –le espetó Baros–, hasta que regrese el señor David; lo espera-
remos.
–Si es lo que desea –le contestó Dobre con una sonrisa maliciosa–, pues tendrán que
esperarlo en una sala especial –y ordenándole a sus hombres–: Llévenlos al sotano, a uno
de los habitáculos de la bodega. Hablaré con Florin.
Los sacaron a empellones. Dobre, en su interior, estaba frenético. No en vano había
escuchado que las mentiras no son eternas. Se veía descubierto por la policía y era seguro
que, de emprenderse acciones legales, tendría que someterse a la justicia. ¿Cuántos años
de prisión le aguardarían? Quince, veinte, treinta. Pasaría su vejez en la soledad de los
barrotes. ¡No, no lo permitiría! Corrió en busca de Stefan hacia el taller de cibernética,
sudando, las piernas temblorosas, pensando en que la vida era injusta con los hombres
que luchan a favor de perfeccionar la Naturaleza. ¿Qué mal había hecho él sino guardar
en su pecho el deseo de despojar a la humanidad de su animalidad al convertirla en una
raza homínida superior? ¿No era acaso esto lo que deseaba Dios para nosotros, que fué-
ramos perfectos? ¿Y entonces por qué debía él enfrentarse a la justicia por ello? Sí, era
injusto, barbárico, tal como la ley de los hombres, dura e irracional.
51
La voluntad del pueblo
«Y aquel foco ardiente era el sol, pero un sol nuevo, sin manchas, de incomparable
magnificencia que, forjado y encendido por la comunión de las almas, saludaba con
la áurea pompa de sus resplandores a una nueva Humanidad»,
___
Los balazos le habían dado en la cintura a Razvan, quien, aun caído, agarró fuerzas de
los ánimos del pueblo para derribar a Pita. La gente cayó sobre el usurpador, que no ce-
saba de insultarlos y pedir que no lo sacudieran violentamente.
–Yo soy el presidente del PMRU, hijueputas –gritaba Pita, enloquecido del terror–.
Yo, yo, Mihai, Mihai…
–¡Vete a la mierda, golpista cavernícola! –le espetó un señor anciano–. ¡Eres un vil
ladrón, hipócrita descarado!
–Pero la Ley, viejo ignorante, la Ley está conmigo –invocaba el pobre secretario–.
Nadie puede estar por encima de la Ley…
–La Ley la creamos nosotros –le rebatió otro dignamente–, el Pueblo. Nadie puede
estar por encima de la voluntad del pueblo… Hasta yo, que sólo hice educación primaria
y no como tú que tienes doctorados, sé que las leyes las creamos nosotros, el pueblo. ¡Ya
cállate, manipulador desgraciado!
–La voz del pueblo es la voz de Dios –recalcó un tímido Faina.
Con las mismas cadenas con que le había cerrado los portones a la gente, con esas
mismas lo ataron. Lo llevaron al salón de Asambleas y sentaron en un banquillo. Brudan
levantó a Razvan; lo ayudó Sonia con la ayuda de Faina y condujeron al diputado hacia el
lugar. La herida no era de muerte, pero se desangraba con rapidez. Un doctor apareció
entre la muchedumbre y lo asistió.
Uno de los líderes locales tomó el micrófono.
«Hoy someteremos a juicio político al impostor de Mihai Pita», dijo, «a este traidor
de la Patria, a este ignominioso ser que no tuvo escrúpulos para desbancar a nuestro ama-
do presidente Razvan Snagov, elegido por nosotros en las urnas y electo por nuestra vo-
luntad en la Asamblea como candidato a elección popular».
La gente empezó a aplaudirlo con frenesí desmedido.
«Y hoy enjuiciaremos a los politicastros que se aliaron con este hombrecillo. ¡Señor,
Tariceanu! –le pidió a uno de los dirigentes locales–. Tráiganos el Acta donde se plasmó
el derrocamiento».
El hombre le llevó el documento.
«Aquí están los nombres de los traidores –gritó y empezó a nombrarlos uno por uno–:
Mihai Pita, secretario; Petru Săftoiu, fiscal –los reunidos, exaltados, comenzaron a gritar
y silbar los nombres–; Ismail Seres, tesorero; Mihail Borbely, contralor…», hasta que fi-
nalizó con los cinco personajes que avalaron la deposición.
–¡A la mierda con los traidores! –gritaron al unísono, zarandeando las sillas. El rugido
era ensordecedor–. ¡Traidores, traidores, traidores!
Pita temblaba de frustración y los incitaba diciéndoles:
–¡Todos ustedes son un hatajo de ignorantes! ¡Ustedes no son el Pueblo, ustedes no
son el Pueblo! ¡El verdadero pueblo es aquel que les da trabajo a ustedes para que no se
mueran de hambre, ése es el verdadero pueblo, el que hace crecer a este país con sus em-
presas! ¡Son todos unos ignorantes, unos ignorantes! ¡No se saldrán con la suya, no; lo
juro por Dios!
–¡Qué alguien calle a ese gran idiota! –gritó otro–. ¿Y qué, grandísimo tonto, crees tú
que las herramientas y las máquinas se trabajan solas o que tú patrón se quiebra la espina
como nosotros rumbándole riata todo el santo día en la fábrica? ¿Quién crees que le crea
la riqueza a él? ¿Acaso la crea él solito, con sus manitas de mujercita? ¡Vete a la mierda,
golpista basura! ¡Nosotros queremos como presidente a nuestro amado Razvan!
«Calma, señores», apareció Brudan en el estrado. «Dejemos que tome la palabra nues-
tro presidente elegido en las urnas: Razvan Snagov».
El eco de aquellas voces populares resonó tan fuertemente en el auditorio que pudo
escucharse a cuadras de la casa partidaria. Razvan tomó el micrófono.
«Veo que tenemos quórum esta tarde», dijo. «Por tanto, los convoco a una Asamblea
General».
Llamó Razvan a algunos ciudadanos y les pidió tomar posiciones: «Usted hará de se-
cretario», le señaló. «Tome asiento y anote todo lo que aquí se diga». Se llevó a cabo la
Asamblea y entre los puntos tratados se exigió su restablecimiento a la presidencia y la
remoción, con expulsión del partido, de los directivos conspiradores. El resultado de la
votación fue absoluto, plenario.
–¡Adiós, títere y payaso de la oligarquía! –le gritaban–. ¿Con que te gusta lo fácil, eh?
Porque fácil y bonito es ponerse de lado de los fuertes y de los ricos –lo rechiflaron–.
¡Ten vergüenza, Pita, lameculos, golpista de mierda!
Y el pobre Pita que no hallaba donde esconder la cola.
–¡Agarra huevos y ponte de lado de nosotros, los pobres, los débiles en recursos! –lo
seguían pinchando–. ¡Rastrero!
Al clamor de esta palabra, todos empezaron a gritar al unísono:
–¡Rastrero, rastrero, rastrero! ¡Lameculos, lameculos, lameculos! ¡Golpista, golpista,
golpista!
Pita juraba y perjuraba que se vengaría. Pero el rugido atronador de la gente humilde
lo intimidaba; corría por la sala lloriqueando por la humillación.
–¡Ay, está llorando la niña! –dijo otro desde el fondo–. ¡Pero cuándo te opusiste a que
nos aumentaran unos centavos al salario mínimo se te veía sonriente al lado de tus patro-
nes! ¡Vete a llorar a la mierda, lameculos farsante! ¡Eres el peor hijo que hayan podido
parir los vientres de nuestras mujeres!
Razvan hizo detener las arremetidas verbales. Se tocaba constantemente los vendajes
y hacía un esfuerzo extraordinario por hablar.
«Señores», continuó. «Quisiera empezar por decirles que yo también estoy avergon-
zado de mí mismo por la actitud que mantuve años atrás. Acepto que me equivoqué. Hoy
me he dado cuenta que no existe otra finalidad para la política que no sea la de hacer
cumplir y buscar la voluntad y el bienestar del pueblo. No valen constituciones, códigos,
ni reglamentos que obvien o estén por encima de esta voluntad soberana. Y me he dado
cuenta también de que nuestra actual constitución no beneficia al Pueblo sino a aquellos
que se benefician de su trabajo y esfuerzo, a aquellos que no cesan de explotarlo. ¡Juro,
en el nombre de Dios, que lucharé por cambiar este estado de cosas, lo juro!
Otra vez la algarabía general.
«Juro que lucharé para que el pueblo vuelva a poseer los medios de producción, los
trabaje para sí mismo y goce así de la generación de su propia riqueza. ¡Lo juro!»
No creo necesario volver a repetir lo mismo: la exaltación era suprema. Finalmente,
Razvan era acogido como el héroe que siempre fue, como el hombre que estaba destinado
a sufrir sus propios desatinos, pero igualmente como el hombre que estaba señalado a en-
señarle a su pueblo que no existe otra finalidad en la vida que servir en pos de la voluntad
popular, que no había otro destino para el hombre que el de ayudar a su prójimo y luchar
por alcanzar su igualdad, en todos los aspectos –económico, social y político–, pues todos
hemos nacido de un mismo vientre, de una misma madre, la Tierra, quien ha investido a
todos sus hijos, otorgándoles libremente sus recursos, con los mismos derechos y obliga-
ciones. Faina, emotivo, lloraba al lado de un Brudan victorioso que acariciaba los flequi-
llos cobrizos de su hija Sonia. El gentío entero se levantó para ovacionarlo. Razvan Sna-
gov, el libertador, hacía historia de nuevo, no porque él lo hubiera querido, sino porque
poseía un corazón noble, generoso, atento y siempre solícito por defender y auxiliar al
más pobre y débil, antes que velar por su propia suerte.
52
El verdadero espanto de Bucarest
«“¿Qué hacer con el Monte de los Sustentos?” Va Quetzalcóatl en seguida y hace inten-
tos de cargarlo. Lo ató con cuerdas, pero no pudo levantarlo. Con los granos de maíz
echa suertes Oxomoco y su esposa Cipactónal empieza a leer los destinos. Y los dos dije-
ron juntos: “Lo ha de quebrantar el dios llagado [Nanáhuatl]”. Y ellos echaban sus
suertes.»,
Stefan se apostó frente a la «CAJA», los ojos fijos, seguros, con la sensación en el pe-
cho de que un nuevo orden mundial estaba por ser erigido. Sonrió. Él era el predilecto de
sangre, el mesías redivivo, la encarnación de lo perfecto. Dio un paso hacia adelante al
tiempo en que las puertas se abrían de par en par.
–Espere, Stefan –le pidió Zamfir–. ¿Está seguro de lo que va a hacer?
–Es mi destino –le contestó éste, positivo–. Soy eterno. Ahora debo convertir mi natu-
raleza humana, todavía débil e imperfecta, en una superior, hiperhumana, plena de forta-
leza física, intelectualidad, ¿y por qué no?, de divinidad.
Zamfir cimbró los labios. «Esto es una locura». Se consolaba con imaginar que la
CAJA, como los humanos que Stefan tanto despreciaba, funcionara imperfectamente.
¿Qué pasaría si así fuera? Por experiencia sabía que un organismo complejo se deforma-
ría en vez de perfeccionar, se convertiría en bestia en vez de un dios. También se le cruzó
otra idea premeditada: «Cuando Stefan entre a la cámara del alterador genómico, yo su-
biré al tercer piso y me lanzaré en el interior del Procesador». Encontraría la muerte con
ello, era cierto, pero podría por fin aplacar el dolor que le destrozaba minuto a minuto la
conciencia.
–Adelante, pues –le sugirió Zamfir–. Si la ciencia termina con la creación de usted
como hiperhumano, no hay porque demorar más el acontecimiento –manipuló una clavija
del panel de control–. Adelante.
Stefan, levantando una mano, caminó con paso decidido e ingresó a la cámara. Tenía
Zamfir el botón rojo encendido sin marca ni nombre a pocos centímetros del dedo. «No,
no lo haré», y lo alejó. Era hora de salir corriendo hacia el Procesador y evitar así el na-
cimiento de los engendros. Dio entonces media vuelta, sudoroso, en tanto que Stefan,
quien esperaba en la cámara, empezó a exigirle a gritos: «¡Proceda, proceda!».
Pero Dobre le cortó el paso.
–¿Hacia dónde va, doctor Zamfir? –le dijo con sarcasmo–. ¿No tiene acaso una tarea
que hacer?
Dobre se acercó a los controles, trasteó el monitor y echó un vistazo al «Menú de Ta-
reas en Proceso». Volvió a reír.
–Vamos, doctor –lo espoleó amañadamente–: Púlselo; no hay nada que temer. Desde
el instante en que usted lo presione, entrará la especie humana a un nuevo umbral, mara-
villoso y jamás visto. Conquistaremos las estrellas, Zamfir, y este planeta se nos quedará
pequeño.
«No, no puedo hacerlo», deliberaba punzantemente Zamfir para sus adentros, ante la
vista depredadora de Dobre que reía con una perversidad manifiesta.
–¿Flaquea, Zamfir? –le preguntó–. ¿A qué le teme?
Se escuchó el grito de Stefan proveniente del interior:
«¡Proceda, proceda, proceda!».
–Vamos –siguió Dobre–, púlselo. ¿No tiene confianza en la ciencia? ¿No?
Dijo esto con ambigüedad y, haciéndolo a un lado, le gritó, «¡cobarde!», a la vez que
presionó el botón escarlata. Zamfir, que vio la acción con espanto, se le abalanzó para
tratar de frenarlo, sin embargo Dobre le dejó ir un golpe certero a la quijada. Se levantó el
doctor, ardido, ganoso por cobrarse el puñetazo; pronto cayó en la cuenta de que sería
mejor dirigirse al Procesador y sabotearlo.
Salió corriendo, delirante, por lo lúgubre de los pasillos, evadiendo la fiereza de un
Dobre que, alcanzando a captar sus intenciones, se apresuraba a perseguirlo con arma en
mano. Subió al segundo piso sólo para encontrarse con los guardias de seguridad que es-
peraban el momento indicado para asistir los nacimientos y que al verlo se extrañaron,
ajando las caras, por el intempestivo efugio. Dobre apareció y los increpó exigiéndoles
que apresaran al fugitivo.
–¡Tras él, imbéciles, tras él! ¡Dispárenle si es necesario!
Zamfir llegó a la sala del gran procesador y cerró con llave la puerta. Jadeaba. Se
acercó a la máquina, abrió el escotillón, y el chispeo de las emulsiones en el ruedo de su
blanco pantalón; oyó, antes de arrojarse, el derribo de la puerta.
–¡Deténgase, doctor Zamfir! –lo reconvino Dobre–. Dialoguemos. Seamos sensatos.
–¿Dialogar? –le espetó el doctor con ironía–. ¿Dialogar cuando me apunta usted con
esa pistola? ¿Me cree un idiota?
Dobre bajó el arma, mas no la de sus hombres, y dio muy despacio algunas pisadas, a
tientas y con un halo de sumisión. Atrás de la espalda escondía una mano con la que hacía
señas a los guardias para que dispararan en el momento que abriera el índice y el pulgar
simultáneamente.
–Escúcheme, Zamfir –le dijo–. Baje de allí y alcancemos un acuerdo.
Zamfir dio un paso atrás, y la seña de Dobre que a alertaba a sus secuaces: dispararon
con la rapidez propia de un asesino; tras el estallido, las balas recorrieron con velocidad
milimétrica el espacio entre el cañón y el pecho de Zamfir, que cayó desde lo alto al piso.
Rendido el doctor, Dobre se acercó para rematarlo; antes lo tomó por los cabellos, di-
ciéndole a los oídos:
–Se pasó usted de estúpido, Zamfir: Nada ni nadie podrá impedir el nacimiento de los
hiperhumanos, como tampoco podrá ser impedido el perfeccionamiento de la Naturaleza
por sí misma. La evolución de las especies es inevitable, es la Ley –le colocó el arma en
la sien–. Hasta la vista, doctor…
–Usted y Stefan están locos… –apenas logró decir Zamfir, agónico–… Me escucha…
locos, están locos…
–¡Cuidado, doctor Dobre! –le gritó uno de los guardias–. ¡Alce la vista!
Fue algo terrible de contemplar: las láminas del techo crujían por la acción de unas
garras filosas que lo rasgaban por entero, y de en medio del agujero, veladas por la luz
solar, unas fauces tremendas rugían y daban paso a la figura de una bestia corpulenta que
se desprendía de los horcones con cólera impetuosa. Era el balaur. Cayó al suelo y, co-
giendo a Dobre del torso, lo lanzó al interior del Procesador Genómico que empezó a es-
tremecerse por la incapacidad de comprimir el volumen de un cuerpo más pesado que las
moléculas que acostumbraba a alterar. Los hombres atacaron al monstruo, mas, para su
desgracia, éste acabó con ellos y también los arrojó al batidor industrial que en minutos
reventó en medio de una explosión de plasma.
Segundos antes, la alarma del contador, que anunciaba el nacimiento de los engen-
dros, había empezado a zumbar con potencia:
Retrueno que pudo ser escuchado por Baros, quien luchaba por contener los reclamos
de Scott, Tassus y de los agentes: se hallaban encerrados en un cuartito macilento de la
bodega.
–¿Lo escuchó usted? –le preguntó Scott.
–Sí –le contestó la agente–. ¿Qué habrá sido?
–No lo sé –le dijo el americano–, pero creo que es necesario que investiguemos. ¡Sal-
gamos de aquí!
Blue secundó este pronunciamiento; sacó su arma y disparó contra el llavín, que voló
por los aires. Rosa empujó la puerta y se cercioró de que no hubiera guardias alrededor.
–Limpio –les dijo–. Subamos.
Ascendían por las gradillas, ignorantes de lo que acontecía y en un santiamén llegaron
al primer piso; al fondo, aislado por una puerta metálica, se escondía el taller de ciberné-
tica. Decidieron empezar por inspeccionarlo.
–Iré yo primero –dijo Blue.
Ya iba cogiendo el picaporte cuando la hoja de la puerta se esfumó de sus manos.
–¡Dios mío! –gritaron todos–. ¿Qué… qué es esto? ¡El balaur!
Efectivamente, al otro lado del resquicio, estaba apostado un ser sobrenatural que reía
con satisfacción extrema. Era Stefan David que se había convertido en hiperhumano.
Empero, algo había salido mal durante el experimento, y la transformación, en vez de
perfeccionarlo, lo había deformado físicamente, aunque éste consideró la operación como
exitosa. Bramaba de júbilo. Al encontrarse a los agentes, advirtió la silueta de Baros.
–Mi reina –dijo en una especie de gruñido–. ¡Serás mi reina!
Se lanzó contra ellos. Sonaron los disparos. Scott, desarmado, huyó al lado de Tassus,
que halaba a Iliescu, escaleras arriba; Baros, atrás, les gritaba a Rosa y Blue que escapa-
ran. Stefan simplemente les propinó un manotazo en la cara: cayeron desmayados.
Alcanzaron el segundo piso, eludiendo los resuellos de Stefan. Pero lo que vieron ante
sí los desalentó por completo.
–Muertos –sollozó Scott–. Estamos muertos…
Rompiendo el vidrio de los vientres artificiales, decenas de criaturas habían salido a
inundar los pasillos en una marcha tremulante. Parecían zombis que circulaban bajo el
comando de un poder oscuro y gritaban horridamente del hambre. Pronto apareció Stefan
dando saltos. Estaban atrapados. Baros lo encaró.
–¿Dónde está Popescu? –le preguntó creyendo que era el balaur del Baneasa.
Stefan rió.
–Mi reina –le contestó, obviando la pregunta que, por su lado, no le importaba–. El
destino te trajo hacia mí para que seas mi reina.
Baros no comprendía aquellas palabras; Scott se acercó para defenderla.
–¿Quién es usted? –lo inquirió.
–Yo –le respondió Stefan– soy el futuro, el logos, el principio y el fin de la humani-
dad.
Se apoderó de ellos un frío terrorífico.
–Ellos –continuó– son mi hijitos, sus amos.
Se adelantó Stefan para coger a su presa, pero, inesperadamente, un golpe contunden-
te lo derribó a tierra. Era el balaur quien lo acometía con furia homicida y, sin dejarle es-
pacio a que maniobrara, lo atacó a zarpazos.
Uno de los hiperhumanos, tremebundo, agarró a Tassus de un brazo con tanta fuerza
que éste lanzó un gemido de dolor. El balaur lo escuchó y se volvió a rescatarlo, circuns-
tancia que aprovechó Stefan para encimársele.
Liberado, Tassus urgió a Baros y Scott para que se escabulleran gradas abajo, pese a
que los hiperhumanos los perseguían en busca de alimento, pues habían sido los primeros
en ser vistos y los consideraban, por instinto, sus padres.
–Salgamos por puerta principal –les dijo Tassus–. ¡Escondámonos en los bosques!
–¿En los bosques? –exclamó Scott–. Pero ese lugar está lleno de bestias.
Entonces repararon en que un hiperhumano se aproximaba al cuerpo de Rosa. ¡Oh,
Dios, los agentes americanos! Empuñó Baros el arma y disparó una y otra vez contra los
seres.
–¡Vayan por ellos! –les gritó a Scott y Tassus–. ¡Rápido! Yo los cubriré.
Lo seres contranaturales eran indestructibles. Caían rugiendo pero luego se volvían a
alzar. Scott cogió a Blue y Tassus a Rosa, y los arrastraron por en medio de la balacera y
de los cientos de brazos de aquellos engendros que se desplomaban a su lado. Uno de
ellos agarró el talón de Scott, que se derrumbó. Elevó una mirada de pena y amor a Ba-
ros. Enfurecida, recargó su Beretta y se acercó a rescatarlo.
–¡Salga ahora, Scott, salga!
No tardó mucho para que Stefan y el balaur aparecieran en la sala, destruyéndolo
todo. La lucha era impresionante, titánica. Stefan se adentró al taller de cibernética y sur-
gió de él con una estaca metálica.
–Me has buscado por meses para asesinarme –le dijo el judío–. Hoy será tu último
día. Antes dime, ¿es Dendiu tu creador?
El balaur bufó de ardor.
–Stefan, voy a despedazarte asesino –vociferó.
Aun sabiendo de las intenciones de Stefan, surcó un espacio de diez metros para caer
encima del judío, que, sacando la estaca que tenía escondida, se la ensartó en el pecho. El
balaur empezó a balbucear y chorrear sangre por la boca, despeñándose en su presencia.
Stefan, victorioso, lo levantó y lanzó al taller de robótica.
Se volvió hacia Baros, que lo había reconocido por las palabras del balaur. Rosa y
Blue despertaron y lo que vieron les pareció horroroso. Tassus y Scott los atendieron.
–Vaya –dijo sardónico Stefan–, usted aquí, profesor Tassus: creí que estaba muerto.
–Usted.. ¿usted mandó a destruir el laboratorio? ¿Quién es usted?
–Es Stefan David –le dijo Baros haciéndolo a un lado; enfrentó al judío–. ¿Por qué se
embarcó usted en esto? –La rabia casi la hacía llorar.
–¿Por qué? –le contestó irónicamente–. ¿No son los resultados palpables por sí mis-
mos?
Baros negó con la cabeza; no entendía aquella megalomanía. Stefan bramó.
–Veo que no puede distinguir entre lo perfecto y lo imperfecto. ¿No ve que yo soy el
futuro de la humanidad? ¿No ve en mí a un ser evolucionado en su máxima expresión?
–No –le respondió Baros–. Lo único que veo es una bestia asesina, repugnante.
–¿Asesino? –exclamó sorprendido–. No, mi querida agente Baros, no soy ningún ase-
sino. Él –señaló al balaur– es el autor material de los asesinatos y Adrian Dendiu, el inte-
lectual. Yo me he dedicado a defenderme.
–Cómo creerle, señor Stefan –siguió Baros, conmocionada–. Si es usted igual al ba-
laur.
–Yo acabo de hacerme perfecto hasta muy poco, agente, allá, en aquella cámara de
gases ‒la señaló.
–¿Es usted el Estigia? –volvió a preguntarle.
Stefan se contuvo un momento; después, reflexionando en que ya no importaba si lo
afirmaba o no, pues acabaría con ellos ese mismo día, le dijo:
–Sí.
–¿Mandó a matar a Alexandru, el Químico?
–Sí.
Entonces apareció un Popescu convaleciente.
–Él hizo el trabajo por mí –levantó el dedo y lo punteó.
–¿Yo? –exclamó el agente que no sabía de lo que hablaban.
–Sí –prosiguió–, Popescu. Yo, Stefan David, soy el Estigia.
El otro quedó pasmado por aquella declaración. Ni él sabía que trabajaba para uno de
los hombres más poderosos de Rumania.
–Es por eso que usted nunca se dejó ver de mí –le reclamó el agente.
–No podía hacerlo. Soy el líder de la Mafia Roja y hubiera sido inadmisible que las
autoridades lo supieran, especialmente tú, Popescu, pues me habrías extorsionado y ha-
bría tenido que eliminarte. Me eras más útil vivo.
Baros le echó una mirada de desprecio a Popescu: siempre supo que era un traidor.
Sin embargo, sintió una herida en el alma.
–¿Vendiste tu conciencia por una ficha? –le dijo–. Me da pena saber que eres un inter-
esado y sobornado, pero más me duele aceptar que me hayas traicionado todo este tiem-
po. ¡Aléjate de mi vista, aléjate, cerdo!
Popescu, que estaba desarmado, hizo un ademán por agredirla. Pero Stefan lo detuvo.
–No te muevas –le dijo–. Ahora que te has enterado de la verdad, ¿seguirás bajo mis
órdenes?
El agente le contestó afirmativamente.
–Bien –lo amonestó–. ¿Y ustedes? –se dirigió a la cofradía–. ¿Se someterán a mis de-
signios?
–¿Por qué habríamos de hacerlo? –le espetó Scott.
Stefan dio un salto tremendo y se apostó bajo el gran intersticio de la entrada princi-
pal, cuyos cristales transparentes dejaban escurrir una gama esplendida de partículas fo-
tónicas que se desprendían de un sol rojo medio oculto en el horizonte lejano. La escena
era davídica, deslumbrante. Alzó ambos brazos y empezó a gritar con fuerza ante el em-
puje de los engendros que se le agolpaban alrededor:
–¡Yo soy Dios! ¡Yo soy Dios!
Gozoso, magnificente, impregnado de su propia gloria, apenas pudo darse cuenta de
que los cristales reventaban en mil pedazos, como tampoco advirtió que el espectro de
Adrian emergía, hermético y expedito de la nada, con el brazo desplegado en posición
supina.
–Si tú eres dios –le dijo Dendiu–, entonces yo soy el diablo, y ¡triunfo! ¡Muere, mal-
dito bastardo! –y traspasó el cuerpo del dios sin dominio, quebrantándole la medula espi-
nal.
Stefan, trémulo, agarró el brazo que lo atravesaba e intentó arrancárselo, pero Adrian,
insertándolo más, le susurraba por detrás del oído:
–Heme aquí vengando el nombre de mi padre y el mío. Paga ahora todo el daño que
me has infligido. ¡Muere, muere!
Se arrodilló Stefan maldiciendo el nombre de Dendiu, y trataba de razonar el por qué
de aquella injusticia, él, el hombre que sólo deseaba evolucionar al género humano a su
máxima expresión, estaba siendo asesinado vilmente por un homicida consumado. Sus
hijos, los hiperhumanos recién nacidos, lo rodearon, pero advirtió el judío que ellos eran
como niñitos, que no sabían lo que en verdad ocurría ni tampoco el futuro funesto que les
esperaba. Bañado en sangre, abatido más por la impotencia que por la herida, cerró Ste-
fan los ojos y murió en manos de Adrian Dendiu.
Caído el rey y satisfecho consigo mismo, Adrian comenzó a hacer ostentación de su
poderío. En una carnicería brutal, exterminó a cada uno de los engendros, mientras los
agentes subían nuevamente hasta el tercer piso, huyendo de su locura parricida. Encontra-
ron a Zamfir, que aún respiraba. Al toparse con Popescu, gimió:
–Hay que detener a Stefan David… Está enloquecido…
Baros se hincó para consolarlo.
–Ya terminó, doctor; todo ha terminado…
–No… –le dijo–. Hay que destruir el lugar, los archivos, documentos de investigación,
¡todo!, para que nadie pueda hacer lo mismo en un futuro cercano…
Tassus le pasó una mano por debajo del cuello.
–Soy el único del grupo «Libertad» que vive, doctor Zamfir –le dijo–. Tenga por segu-
ro que no revelaré una palabra de lo que sé. Me marcharé de Rumania una vez que esto
termine.
–¿Terminar? –lo remedó Adrian pasando el soportal de la puerta–. Esto apenas empie-
za. Lo único que lamento es que tendré que eliminarlos, excepto a usted, Tassus, y a us-
ted, Zamfir, que vivirán para recomenzar mi obra.
–No, señor –le contestó Tassus–. No trabajaré para usted si uno de mis amigos llegara
a dejar de existir. Eso se lo juro.
–Ah sí –le respondió con sarcasmo y se arrojó contra Blue, al que cogió del cuello–.
Aquí soy yo quien tiene el poder, la fuerza y la inteligencia, por tanto, me arrogo el dere-
cho de hacer lo que me plazca –socó el gollete del agente–. ¿Me entiende ahora?
–Está bien –le dijo Tassus, sometido–. Usted gana. Déjelo que viva, por favor. Haré lo
que me pida.
Lanzó Adrian a Blue por entre los escombros del Procesador.
–Ya es hora de aniquilarlos –emergieron unas garras del dorso de su mano–, pues no
me conviene que queden testigos, mucho menos del tipo policíaco –se carcajeó cruelmen-
te.
–Aunque nos mate –le dijo Rosa–, las piedras hablarán por nosotros. Está escrito en la
Biblia.
–Hay que dejar la literatura sacra a un lado. Ata más que libera…
Caminó Adrian con engreimiento hacia ellos, seguro de su potencia; no dejaría tronco
con cabeza. Los agentes se dispersaron por las cuatro esquinas de la habitación, en tanto
que Scott y Tassus corrieron hacia los ventanales.
–Lo haré de a uno –dijo riéndose–. ¡Usted será el primero! –se elevó en dirección a
Rosa.
Blue, en el suelo y entre los escombros, descargó su arma en Adrian, pero éste no su-
frió menoscabo alguno y cayó enfrente del gay latino, con las garras al descubierto. Cir-
cunstancia que aprovechó Scott para correr rumbo a la puerta en busca de la escalera.
Dendiu se percató de la acción y volvió a elevarse, pero entonces Baros, en una tetra im-
prevista, se dirigió a las ventanas, las abrió e hizo como si escaparía por ellas. Apenas
puso un pie en el suelo, Adrian se alzó para detenerla. Jugaban al gato y al ratón.
De pronto se escuchó el retumbo de un rotor en las cercanías. Adrian enfocó la visión.
–La brigada Vlad Tepes –exclamó Baros–. Será mejor que se rinda, Dendiu.
–¿Rendirme? –le contestó, irónico.
«¡Gendarmería, gendarmería!», vociferó por un altoparlante Ionel, el subcomisionado,
desde el apeadero del helicóptero frente al edificio: «Repito: ¡Gendarmería, gendarmería!
De acuerdo con el artículo 200 de nuestro código penal, mediante auto motivado, se ha
ordenado el allanamiento de este lugar, pues hay una denuncia de que existen personas
retenidas y que deben ser rescatadas. ¡Depongan las armas, repito, depongan las armas!»
–Desista, Adrian –le dijo Baros–. Le prometo que tendrá usted un juicio justo.
Dendiu hizo como si reflexionara. ¿Y si acababa con todos, incluyendo a los policías?
¿A quién culparían por la masacre? ¿No estaba Stefan allá abajo? He aquí una magnífica
oportunidad para liquidarlos de una vez y en un mismo sitio.
–Está bien –le comunicó a la agente con falsa irresolución–. Me rindo. Dígales que
bajen para que puedan aprehenderme.
–Tendré que esposarlo –le advirtió Baros–. Por seguridad.
–Haga como le plazca –le contestó Adrian–. Tome, aquí están mis muñecas.
Lo arrestaron y condujeron al patio de afuera. Cuando pisaron la sala de recepción,
Tassus se acordó de su amigo el balaur y, entrando al taller de robótica, lo encontró des-
vanecido en la blanca cerámica. Extrañamente, su cuerpo había vuelto a su configuración
original. Tassus, condolido, se postró ante él. Baros, intrigada, encargó a Adrian a los
agentes, e ingresó al taller: sus ojos destellaban de asombro.
–No puede ser él –exclamó.
–Sí, agente, es él –le contestó Tassus–. Mi amigo querido.
–¿Pero por qué?
–¿Por qué? Por lo que nos dijo allá en el Sportiv Dinamo: Stefan lo mandó a eliminar
a él y a su familia.
–Stefan tendrá que pagar por esto, Tassus.
–Ahora no importa, Baros. De verdad que no… –se lamentó sobre el cuerpo–. Cuando
esto acabe me largaré de Rumania, agente. Los recuerdos me abruman…
Levantó a su amigo y lo llevó a espaldas. Baros notó que las aletas de la nariz se le
expandían.
–¡Espere, Tassus! –le pidió–. Este hombre respira todavía. Cárguelo con cuidado.
–¿Vive? –lo bajó de nuevo y lo esculcó–. ¡Sí, gracias a Dios!
Sus ánimos gozaron de una revitalización desmedida. Lo cargó en lomos y lo escoltó
hasta donde los esperaba Adrian, sumiso, vigilado por Blue. Vio a Ionel que, resguardado
por la brigada y con los cabellos revueltos por la ventisca emanada de las aspas, camina-
ba a su encuentro. Popescu iba pensativo: ¿Se dejaría conducir a la cárcel? Estaba rodea-
do, sin chances de escapar.
–¿Y esto? –preguntó sorprendido Ionel al ver a aquel ente robótico–. ¿Qué pasa?
–Es el autor de los asesinatos achacados al balaur –le contestó Baros–. Es un asesino
confeso, y el fin de la investigación de los casos.
–¿Segura?
–Aquí están los testigos –señaló a Scott, Zamfir y los agentes–, la confesión del autor
material, y las evidencias materiales que lo incriminan podemos recopilarlas en el labora-
torio del Colentina, en Bucarest, y en el de acá, los Montes Metálicos. Mandé usted a ins-
peccionar a los equipos forenses y especialistas en escenas del crimen.
–¿Quién se esconde tras la máscara y el traje de superhéroe? –siguió preguntándole en
bromas.
–El señor Adrian Dendiu –le dijo.
–¿El renombrado químico del Colentina? ¿Es usted, señor Dendiu? –se dirigió a él.
Adrian bajó la cabeza, a la vez que, en un ademán rapidísimo, rompió las esposas que
lo sujetaban. Dio un golpe a Ionel y embistió a la brigada. Scott corrió hacia el helicópte-
ro, seguido por los agentes y Tassus. Baros recogió a Ionel y juntos subieron.
–¡Ascienda! –le ordenó Baros al piloto–. ¡Ascienda, ascienda! ¡Rápido, rápido!
El piloto maniobró con presteza y se alejaron dejando atrás a la brigada Vlad Tepes,
que se enfrascaba en una lucha a muerte en contra de Adrian.
53
El ocaso de un imperio maligno
___
–Es un hecho –le dijo Copos a Mircea Pogea por el teléfono–. Los auditores han en-
contrado muchas partidas que son injustificables de mi parte. No sé qué decirles. Han
amenazado con meterme a la cárcel…
–¡Idiota! –le gritó el contralor–. Debiste haber llevado una doble contabilidad.
Mircea le reprochó a Stefan, en la distancia, el exceso de confianza puesto en su poder
político, así como a su irónica pedantería de rechazar la sabia tarea de adquirir consejos
prudentes. Jamás creyó en la advertencia de que las autoridades fiscales, una vez caído, le
examinarían con minuciosidad los estados financieros de sus compañías. Confió dema-
siado en los medios de compensación monetarias para cegar a las autoridades o en la pre-
tensión de que le bastaba su sola celebridad para evitar cualquier descargo público, cre-
yendo que era único en su género, despreciando el poder de sus enemigos. No fue esto un
craso error hasta ahora en que él no podía ya defenderse con sus prerrogativas. Flutur fis-
calizaba sus empresas con la escrupulosidad propia de un burócrata neurótico, y al final
del día había acordado entablar sendas demandas contra el judío ante el Ministerio Públi-
co rumano, donde exponía las razones que llevaron a Seicorp a cometer dos de los más
grandes delitos tributarios de la nación: defraudación fiscal y lavado de activos.
–En los próximos días –continuaba Copos–, según me lo ha explicado el auditor, el
Estado investigará a Seicorp, colocará a un Interventor en la caja, a efecto de recuperar lo
evadido, enjuiciará a Stefan, sus gerentes y contralores por la creación de partidas arbitra-
rias y fraudulentas, y les impondrá cinco años de cárcel, mínimo, según el monto.
–¡Maldición! –se quejaba Mircea–. ¿Qué voy a decirle a Stefan?
–Pues yo no sé –le respondió Copos–. Pero en lo que a mí respecta, renuncio de mi
puesto.
–¡Renuncia usted! –le gritó el contralor–. ¡Cómo que va a renunciar! ¡No, señor! Us-
ted se queda allí mismo, sentadito y esperando los resultados de la auditoría.
–Ya le dije que renuncio, señor Pogea –volvió a decirle Copos–. ¡Renuncio, me oye,
renuncio! Ya estoy harto de sus transacciones misteriosas… –le colgó el teléfono.
Segundos después recibió otra llamada, de Belinca.
–Salvado por la campana, amigo –le anunció.
–¿Salvado? ¡Santo Dios, Belinca, la Dirección de ingresos tributarios está por meter-
me en la cárcel! El pendejo de Flutur lo ha descubierto todo…
–¿Todo qué?
–Olvídalo –le dijo Mircea ocultándole la verdad; Belinca, aunque amigo de Stefan, no
tenía conocimiento de la otra faceta del judío.
–La cuestión es –prosiguió Belinca– que Pita ha sido destituido del cargo por Razvan.
Me lo acaban de comunicar.
–Será mucho peor todavía –le dijo el contralor–. Redoblará los ataques contra Stefan.
–No, no lo creo. Hablaré con él y le ofreceré una tregua, para tratar de limpiarle la
vergüenza. ¿No está mala la idea, eh? Quizá así le pida a Flutur que cese de auditar a Sei-
corp.
Mircea encontró aquella propuesta como imponderable. No obstante, desconocía que
Belinca no había sopesado correctamente el problema: Traian Flutur era amigo de Raz-
van, y al darse cuenta de que Pita volvía a la llanura, no quiso desperdiciar su trabajo.
Además, durante la auditoría se habían descubierto más irregularidades no sólo en las de-
claraciones juradas sino en otros aspectos operativos de la corporación: por ejemplo, la
súbita rentabilidad de algunas afiliadas que aportaban grandes masas monetarias al hol-
ding –como el caso de Transarum (la empresa de transporte que gerencia Pupa) o Far-
madei (laboratorio y droguería– o el irregular flujo patrimonial que inflaba considerable-
mente los activos en menoscabo de los pasivos. Por supuesto que tales descubrimientos
merecían ser recompensados. Llamó al libertador y presidente del PMRU, que estaba en
casa del viejo Brudan, para extenderle sus inquietudes:
–Mi querido señor y amigo Razvan Snagov –le dijo con la vulgar alabanza correligio-
naria–. ¿Todo bien ya?
–¿Flutur? –contestó Razvan–. ¡Hola, viejo amigo! ¿Qué me tienes?
–De las mejores noticias, viejo –respondió–. ¿Sabes que Stefan David está interveni-
do?
–No me digas…
–Sí –continuó–. Al principio detectamos una partida de ingresos que no se justificaba
por la naturaleza del negocio; creíamos que la había hecho para evadir impuestos, defrau-
dación fiscal, digo, pero ahora, después de haber escrutado los estados financieros de Sei-
corp hemos caído en la cuenta de que, efectivamente, el judío ha cometido otro delito,
quizá el más gravoso: lavado de activos.
–¿Lavado de activos?
–Sí, amigo. Y las cantidades son millonarias. Es una lavandería bien estructurada. Ya
he confeccionado algunas demandas, sin embargo, estoy por entablar otras por el delito
que te mencioné antes. ¡Stefan David está perdido, amigo, perdido!
–Pobre hombre, su ambición lo llevó a la ruina.
–Si quieres, puedo enviarte el informe de las investigaciones y las demandas, Razvan.
Sólo pídemelo.
vJe, je… Gracias, Flutur. Créeme, estoy complacido de que hayas pensado en mí
como tu amigo. Y aunque me gustaría pedirte que me lo envíes, debo ser sincero: no, no
lo quiero. La ética me lo impide. Dejaré, en cambio, que ustedes como autoridades fisca-
les ejerciten las acciones civiles y penales que corresponden ante el Ministerio Público.
Cada quien debe pagar el mal que ha hecho.
–A propósito –acotó el director de ingresos–. Espero que ganes las elecciones internas
y de ser posible las generales. ¿No irás a sacarme del puesto cuando seas presidente, eh?
Ja, ja…
–No, amigo –le dijo Razvan–. Descuida. Ni siquiera sé si podré seguir adelante, pero
haré la fuerza, je, je… Te prometo que si llego a la presidencia rumana, te dejaré seguir
trabajando.
–Estando las cosas así –le respondió Flutur con alegría–, pues no queda más que hun-
dir a ese maldito judío. Adiós, amigo. Cuídate.
Cuando hubo terminado, Razvan se giró hacia sus amigos; Faina había escuchado la
conversación y apenas alcanzó a decirle:
–Dios vuelve a derribar al falso mesías y a su reino de mal.
–Así es, pastor, así es –le contestó Razvan.
–La cena está lista –irrumpió Sonia sirviendo la comida en los platos–. Coman, por
favor.
Y, sonriendo todos, se sentaron a comer felizmente a la mesa.
54
Cuando el amor es verdadero
«Govinda se inclinó profundamente: las lágrimas rodaron por sus mejillas arrugadas,
sin que él siquiera lo notara; sintió como fuego su más profundo amor, su más modesta
veneración en el alma. Se inclinó ante Siddharta casi hasta el suelo; Siddharta permane-
cía sentado, sin moverse, y su sonrisa recordaba que jamás había amado, que nunca en
la vida había tenido algo que considerase valioso y sagrado.»,
___
55
Las últimas palabras de un espíritu condolido
–Últimos apuntes de Rosa Reingold encontrados en los Manuscritos del doctor Scott–
___
FIN