Gros Frederic - Foucault Y La Locura PDF
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FOUCAULT
Y LA LOCURA
I.S.B.N. 950-602-402-2
© 2000 por Ediciones Nueva Visión SAIC
Tucumán 3748, (1189) Buenos Aires, República Argentina
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en la Argentina / Printed in Argentina
ADVERTENCIA
La r e c u s a c ió n
DE UNA METAPATOLOGÍA UNITARIA
El primer libro de Foucault1está animado por una ambición
real: “M ostrar de qué postulados debe liberarse la medicina
mental para convertirse en rigurosamente científica” (p. 8).
En 1954, la voluntad de “hacer ciencia” en relación con la
locura no constituye el objeto de ninguna reducción. Debía
aparecer, bajo el impulso teórico de Althusser, como el ele
mento previo de cualquier investigación seria y eficaz, y
vemos a Foucault someterse a ella con una extraña docilidad.2
El ensayo se inicia con el enunciado de dos preguntas: “¿En
qué condiciones se puede hablar de enfermedad en el dominio
psicológico? ¿Qué relaciones pueden definirse entre los datos
de la patología m ental y los de la patología orgánica?” (p. 7).
1 Maladie mentale et personnalité, editado por p u f en abril de 1954
[traducción castellana: Enfermedad mental y personalidad, Buenos Aires,
Paidós, 1991. Las páginas citadas de esta obra corresponden a la edición
castellana]. Una segunda edición, con importantes modificaciones en su
texto (que tienen en cuenta los logros de la Historia de la locura...), apareció
en 1962 (es la que hoy figura en la colección “Quadrige” de PUF con el título
de Maladie mentale et psychologie). Sólo consideramos aquí la edición de
1954. Para un estudio comparativo de ambos textos, cf. el artículo de P.
Macherey, “Aux sources de YHistoire de la folie: une rectification de ses
limites”, en Critique, n" 471-472, 1986, pp. 753-774.
2Según D. Eribon, “Foucault va a adherir al Partido Comunista, en gran
parte, bajo la influencia de Althusser” (Michel Foucault, París, Flammarion,
1989, p. 50) [traducción castellana: Michel Foucault y sus contemporáneos,
Buenos Aires, Nueva Visión]. Al parecer, se afilió al partido en 1950 y
renunció a él a fines de 1953. La redacción definitiva de la obra se sitúa sin
duda durante este último año.
Las respuestas corrientes prolongan invariablemente oposi
ciones conceptuales macizas, esto es: materialismo fisiológico
del cuerpo contra idealismo orgánico del sentido. Falsos
debates, sin embargo, alimentados por la tentación reiterada
de constituir, por encima de las alteraciones mentales y
orgánicas, una teoría patológica general y abstracta. Foucault,
al contrario, va a consagrarse, en el espacio de una pequeña
obra, a fundar científicamente la psicopatología, dándole
como punto de anclaje no una “‘metapatología’ cualquiera”
que englobe el conjunto de las afecciones, sino “una reflexión
sobre el hombre mismo” (p. 8). La psicopatología sólo puede
llegar a ser científica en el marco de una reflexión sobre “el
hombre” concreto. Este retorno al hombre constituía en los
años cincuenta una urgencia especulativa cuya evidencia era
sin duda lo suficientemente compartida para que pudiera
tolerar toda una diversidad de posiciones teóricas, del exis-
tencialismo fenomenológico al marxismo hum anista.
El primer capítulo (“Médecine mentale et médecine organi-
que”) desarrolla históricamente las tesis dogmáticamente
afirmadas en la introducción. Foucault m uestra las grandes
etapas de esa “patología general” cuyay pretensiones denun
ció de antemano. En un primer mnmentó, la medicina mental,
como un calco de la medicina orgánica, constituye una sinto-
matología y una nosografía. Es la época de las grandes
entidades clínicas clásicas. Foucault denuncia dos postula
dos: en ellas, la enfermedad mental se piensa como esencia
(entidad ideal, autónoma, que se m antendría casi retraída de
sus manifestaciones concretas) y como especie natural (la
unidad de la patología sería la de una especie viviente que se
especifica sin perderse). Estos dos supuestos previos3estable
cen entre patologías orgánicas y patologías mentales un
paralelismo abstracto y nos hacen perder de vista la unidad
del hombre real: “El problema [...] de la totalidad psicosomá-
tica sigue abierto en su totalidad” (p. 13). La segunda etapa (la
década del treinta) “privilegia, al contrario, las reacciones
globales del individuo”. La enfermedad mental se describe
entonces como “alteración intrínseca de la personalidad” (p.
14). Foucault se refiere a los trabajos de Goldstein (se conocen
3 Diez años más tarde, Foucault los identificará como constituyentes del
fondo de la medicina prerrevolucionaria de las especies (Naissance de la
clinique, París, p u f , 1963, pp. 6-8) [traducción castellana: El nacimiento de
la clínica: una arqueología de la mirada médica, Buenos Aires, Siglo XXI,
1966],
las prolongaciones que encontraron en la obra de Merleau-
Ponty) sobre la afasia: ésta, irreductible a una lesión orgánica
lo mismo que a un déficit puram ente psíquico, señalaría más
bien la incapacidad existencial de un ser vivo para adoptar
una actitud de denominación. En consecuencia, la enferme
dad en general ya no se comprende como la entidad mórbida
que desde el exterior lanza ataques al alma o al cuerpo, sino
como “una reacción global del individuo tomado en su totali
dad psicológica y fisiológica” (p. 16). Así como un momento
antes había criticado el falso paralelismo de las patologías,
ahora Foucault denunciaría el tem a ilusorio de una unidad de
lo patológico.4
Así, pues, entre patología orgánica y patología mental no
hay ni paralelismo abstracto ni unidad confusa. Si hay sin
duda coherencia entre los diversos tipos de enfermedad, se
trata exclusivamente de una unidad “de hecho”, en el sentido
restringido de que quien los respalda es “el hombre real” (p.
21). Habrá que interrogar a este hombre real para volver a
captar la irreductibilidad de la locura. La búsqueda de las
formas concretas de la enfermedad m ental proseguirá en dos
direcciones: estudio de sus dimensiones psicológicas, estudio
de sus condiciones reales.
L as c o n d ic io n e s m a t e r i a l e s
DE LA ENFERMEDAD MENTAL
H is t o r ic id a d
DEL HOMBRE VERDADERO
El año mismo de la publicación de Enfermedad mental y
personalidad aparece en la editorial Desclée de Brouwer una
traducción al francés de un texto de Binswanger (Le Reve et
Vexistence), precedida por una larga introducción escrita por
Foucault. Es indudable que no se trata aquí directamente de
locura, sino más bien de la lógica del sueño. En su texto,
Foucault objeta a la vez psicoanálisis y fenomenología onírica:
el primero nos enseña a leer el sentido de un sueño, pero omite
la instancia de donación subjetiva de ese sentido para retener
únicamente el momento del código; la fenomenología husser-
liana, por su parte, dilucida con claridad en su pureza la
actividad significante, pero renuncia a comprender cómo se
realiza el sueño en estructuras objetivas de expresión que
superan las posibilidades de un sujeto. Según Foucault, el
sueño debe comprenderse, más acá de esta alternativa, en su
dimensión de experiencia existencial, y no como texto signifi
cante a descifrar (psicoanálisis) o a constituir (fenomenolo
gía). Lo que aquél nos transm ite, entonces, es menos una
experiencia particular, determinada, que el movimiento ori
ginario de la existencia misma que se trasciende en el acto de
darse un mundo en el cual desplegarse. No obstante, si el
sueño se deja comprender como revelación a sí mismo de una
libertad en el puro movimiento de constituirse un mundo
antes de enfrentarse al mundo, ¿cómo entender el antiguo
parentesco que suscita la coincidencia de sus meandros con
los enredos del delirio? Foucault, tras recordar el estudio del
caso de Ellen West por Binswanger, concluye:
Cuando la existencia se vive en la inautenticidad, su devenir
no es como el de la historia. Se deja absorber en la historia
interior de su delirio, o bien agota íntegramente su duración
en el devenir de las cosas; se abandona a ese determinismo
objetivo en que se aliena totalmente su libertad originaria. Y
tanto en un caso como en el otro, la existencia, por sí misma y
por su propio movimiento, se inscribe en ese determinismo de
la enfermedad en que el psiquiatra ve la verificación de su
diagnóstico y en virtud del cual se cree justificado a considerar
la enfermedad como un “proceso” objetivo y al enfermo como la
cosa inerte en que se desarrolla ese proceso según su determi
nismo interno. El psiquiatra olvida que es la existencia misma
la que constituye esa historia natural de la enfermedad como
forma inauténtica de su historicidad, y lo que describe como la
realidad en sí no es más que una instantánea tomada del
movimiento de la existencia que funda su historicidad en el
momento en que se temporaliza.15
Aquí reencontraríamos fácilmente lo que Foucault ya ha
bía tomado de Binswanger en Enfermedad mental y persona
lidad: la vocación sim ultánea de la psicosis para la extrema
objetividady una subjetividad sin límites. Pero ese movimien
to contradictorio de abandono se reaprehende aquí como
autoalienación de una libertad que se niega a la temporalidad
déla historia “auténtica” para plegarse a los ritmos indiferen
tes y neutros de la enfermedad. El determinismo de la pato
logía no es entonces sino el reverso de la elección de una
existencia que aliena su libertad y se deja ganar por la inercia
de las cosas. El discurso médico no se denuncia como ilusión
o engaño. Se conforma bien a su objeto (el enfermo), pero ese
acuerdo sólo es posible desde la apertura irreductible de una
elección de existencia. El psiquiatra no desconoce la enferme
dad, pero se equivoca al interpretarla como naturaleza cuan
do es historia (pero historia inauténtica que, en el caso de la
psicosis, se rechaza a sí misma). Para Foucault, en la “Intro
ducción” a Binswanger, la “historia” significa la “trascenden
cia del existente a sí mismo en el movimiento de su tempora
lidad” (p. 108). En ese sentido, se opone (cuando es auténtica)
al “devenir de las cosas” (p. 109) en que term ina por abismarse
el sujeto psicótico. O mejor: la “naturaleza” del hombre loco es
una historia en la instancia de su derrota asumida. Pero la
15 M. Foucault, “Introduction” (1954), en DitsetÉcrits 1954-1988, París,
Gallimard, 1996,1.1, pp. 108-109. Todas las citas de la “Introducción” están
tomadas de esta obra.
“historia” designa además, en las últim as páginas del artículo
de Foucault, el momento en que las significaciones de la
existencia se cumplen en el mundo real. La conclusión de la
“Introducción”, en efecto, m uestra cómo la imaginación poéti
ca auténtica -al ser liberación de las significaciones origina
rias-, la poesía y la ética alcanzan claramente “el registro de
la historia”: “La expresión es lenguaje, obra de arte, ética:
problemas, todos, de estilo, momentos históricos, todos, cuyo
devenir objetivo es constituyente de ese mundo” (p. 118).16
Foucault, efectivamente, compréndela “imaginación” como la
dinámica misma del movimiento del sueño, es decir, el ascen
so hacia una existencia que se configura originaria y libre
mente un mundo. Rebate explícitamente los análisis de Sar-
tre en La imaginación, que siguen planteando “clásicamente”
la imagen “por referencia a lo real” (aun cuando esta designa
ción de lo real por la imagen es para Sartre “negativa y según
el modo de lo irreal”, p. 110). Ajuicio de Foucault, la imagina
ción no asegura una irrealización del mundo sino la recupe
ración del movimiento mediante el cual la existencia se da un
mundo. Por “imagen” (opuesta a la imaginación), Foucault
entiende esta vez un sustituto coagulado de lo real que al
parecer llega a interrum pir ese movimiento imaginario (en
ese sentido, uno no está enfermo de su imaginación, sino de
sus imágenes, en la medida en que éstas alienan ese movi
miento). En el plano de la expresión poética, es posible, sin
embargo, pensar una imagen auténtica que no se ofrezca
“como renuncia a la imaginación, sino como su cumplimiento”
(p. 118). Las últim as líneas oponen entonces el sueño y la
historia (en el sentido, esta vez, de escena pública donde se
tram an las existencias). Soñar era reproducir secretamente
para sí el movimiento primitivo de la existencia que se daba
un mundo y se ofrecía a él. Expresarse poéticamente será, al
contrario, volver a investir en un mundo real las dimensiones
fundadoras de la existencia, darlas a pensar a la comunidad
de los hombres. La libertad originaria podrá pensarse enton
ces como “una tarea ética y una necesidad de historia” (p.
119). Esta reconquista de una autenticidad existencial coin
cide con el momento que Enfermedad mental y personalidad
designaba como arrancamiento a un estado de alienación
16 En Foucault, el problema ético se afirma desde 1954 en la prolongación
de una problemática estética. Es cierto que no encontramos aquí la prefigu
ración del concepto de una moral como “estética de la existencia”, pero sí, al
menos, la idea de que la ética remite a una expresión de existencia.
m aterial.17Aquí y allá, la figura del hombre verdadero (liber
tad originaria o esencia desalíenada) se presenta como el
valor inalterado que habría que restituir (lo cual, en otras
palabras, significa “curar”).
En sus primeros escritos (1953-1955), Foucault perseguía
en el fondo una m eta única: m ostrar que los contenidos
positivos de la psicopatología no pueden encontrar sus condi
ciones de posibilidad en una metapsicología purificada. Tanto
la antropología fundamental como el análisis de las prácticas
sociales intentaban precisamente efectuar ese pasaje de una
dimensión propiamente psicológica hacia lo que la hace posi
ble pero no es del orden del mecanismo psíquico. Los conflictos
teóricos de la psicología hallan su fundamento concreto en
una experiencia contradictoria histórica. Pero la vaguedad
con que ésta se enuncia la remite de manera indistinta a una
historia como proceso objetivo estructurado por los conflictos
de un régimen de producción capitalista (en el que se pierde
la esencia del hombre) y a la historicidad del Dasein (el
movimiento de trascendencia desde el cual la existencia se
abre al mundo corriendo el riesgo de alienarse en su mundo).
Con todo, la referencia a estas dos formas de análisis diver
gentes no podía dejar de constituir un problema: en Enferme
dad mental y personalidad, el sentido de la locura como
enfermedad (vale decir, como continuamente dependiente a
priori de un modo de abordaje positivo) jam ás se examinaba
por sí mismo.18 Simplemente se denunciaba el hecho de
enm ascarar las condiciones sociales de la enfermedad bajo
esencias nosológicas abstractas. El recurso a la historia apor
taba un crédito científico inmediato, porque se apelaba a un
materialismo histórico como verdadera ciencia de la historia
y del hombre (contra las “producciones ideológicas” de las
“ciencias burguesas”). La ciencia auténtica (no burguesa)
garantizaba el único acceso posible al hombre verdadero, en
la medida en que prometía su cercano advenimiento. Pero el
recurso paralelo a un estilo de análisis fenomenológico debía
suscitar inquietud sobre ese sentido de la locura como en
17 “La experiencia de la enfermedad estA ligada n lu de una alienación en
la que el hombre pierde lo más humano que hny en él I ,.|. Podemos suponer
que el día en que el enfermo no sufra mrts el destino de la alienación, será
posible considerar la dialéctica de la enfermedad en una personalidad que siga
siendo humana” (Enfermedad, mental y personalidad, op. cit., pp. 79 y 99).
18 Aspecto que señala con claridad P. Macherey en su artículo “Aux
sources...”, op. cit.
fermedad m ental (estimulado además por la lectura de Nietz-
sche). No obstante, la incompatibilidad de los dos enfoques
quedaba enm ascarada por el prestigio inmediato de un pos
tulado común: la posición de un hombre verdadero, instantá
neam ente de acuerdo consigo mismo (destinado a la desalie
nación futura o anclado en una libertad originaria), que
constituía la justa medida de esos saberes no psicológicos (la
ciencia m arxista o la intuición existencial). Y como no había
otra psicología que la del hombre alienado, el advenimiento
de este hombre verdadero anunciaba al mismo tiempo el final
de cualquier psicología posible. La revolución debería hacer
surgir un hombre desalienado, y abandonaría la ciencia
abstracta del ego en las sendas trilladas de las ideologías
obsoletas. La expresión poética liberaría el movimiento de
una existencia pura irreductible a las mediciones estrechas
de una ciencia del espíritu-cosa.
¿Pero ese mismo hombre verdadero no es el producto de
una experiencia histórica determinada? Cuando la Historia
de la locura... intente pensarlo, lo que cambiará será el
sentido mismo de la expresión. En los textos de la década del
cincuenta, ésta rem itía al fantasm a de un hombre que desple
gaba la plenitud de sus formas de existencia y alcanzaba en la
poesía o la revolución su verdad de esencia. Pronto, el hombre
verdadero ya no va a designar sino al hombre psicológico como
nueva figura del saber, el hombre como baza de la antropolo
gía. El hombre verdadero de la década del sesenta será el que
los años cincuenta designaban como su sombra quimérica. La
medida últim a será asegurada entonces por una experiencia
fundamental, históricay global: la modernidad como época de
la invención del hombre. Al evocar unos treinta años después el
sentido de sus primeras investigaciones, Foucault declarará:
Estudiar así, en su historia, unas formas de experiencia, es un
tema que procedía de un proyecto más antiguo: el de utilizar
los métodos del análisis existencial en el campo de la psiquia
tría y el dominio de la enfermedad mental. Ese proyecto me
dejaba insatisfecho [...] por dos razones: su insuficiencia
teórica en la elaboración de la noción de experiencia y la
ambigüedad de su vínculo con una práctica que ignoraba y
suponía a la vez. Se podía tratar de resolver la primera
dificultad refiriéndose a una teoría general del ser humano; y
abordar de manera muy distinta el segundo problema, me
diante el recurso tantas veces repetido al “contexto económico
y social”; se podía aceptar así el dilema entonces dominante de
una antropología filosófica y una historia social. Pero yo me
preguntaba si, más que jugar con esta alternativa, no era
posible pensar la historicidad misma de las formas de la
experiencia.19
E l p r e f a c io de 1961
Las acusaciones de reduccionismo historicista lanzadas con
tra Foucault (dado que, suprema blasfemia, se atrevió a
postular un irónico eco entre un enunciado de las Meditacio
nes de Descartes y una práctica contemporánea de encierro)2
(1Cf. su artículo “Sur YHistoire de la folie en tant qu’événement”, en Le
Débat, n° 41, septiembre-octubre de 1986, pp. 37-40.
2 Según Foucault, lo que Derrida no le habría perdonado sería este
puente tendido entre un texto de filosofía y una práctica social (cf. las
primeras páginas de su “Réponse á Derrida”, en Dits et Ecrits, op. cit., t.
n, pp. 281-284).
no consideran en absoluto el primer prefacio de la Historia de
la locura,3 en el que Foucault da a su libro, precisamente, la
dimensión de un drama metafísico. Ese texto expresa la
ambición filosófica de la obra, y su eliminación en 1972
supondrá el abandono de todo un horizonte conceptual, sin
poner inmediatamente en entredicho la validez de los análisis
de detalle y aventurándolos incluso a otras interpretaciones.
El prefacio de 1961 usa un estilo de argumentación inspi
rado por la fenomenología. En efecto, se trata sin duda de
reducir las verdades transm itidas por las ciencias positivas de
la locura (“renunciar a la comodidad de las verdades term ina
les”, p. 159), apelando a una experiencia primordial de ésta.
Foucault habla de “dejar en suspenso todo lo que puede hacer
el papel de consumación, de descanso en la verdad”, a fin de
que se descubra mejor una experiencia originaria. La “expe
riencia” a recuperar más acá de las positividades científicas
no debe comprenderse, sin embargo, como experiencia de la
locura misma, sino del momento en que locura y razón todavía
están vinculadas por lo que ya las separa, en que se advierte
lo que las mantiene en oposición. Habría que resituar única
mente desde ese punto la “constitución de la locura como
enfermedad m ental” (p. 160). La locura como fenómeno psico
lógico o esencia positiva es un a formación histórica de sentido.
Más o menos a la manera en que Husserl procuraba en la
Krisis resituar con Galileo el momento histórico en que la
Naturaleza cobra el sentido de un dominio objetivo saturado
de determinismos matemáticos (simple sustrato en u n mu ndo
de la vida en que impera la inexactitud), Foucault intenta
reaprehender ese nudo histórico de una posición de la locura
como enfermedad, con la cu;il se articularían los discursos
“verdaderos” de la psiquiatría. También esta historia de la
locura debe despertar del más profundo “olvido”. Para hacer
lo, compromete un lenguaje “mris matinal que la ciencia”. Esta
palabra historiadora, fiel a sus orígenes, ejerce la misma
función de reducción de las verdades cognit ivos que Merleau-
Ponty atribuía a las voces silenciosas ile la pintura. Debe
hacernos recuperar una experiencia primera. Pero, pese a
todo, ese suelo de nuestras verdades constituidas no restituye
enFoucault unas donaciones primordiales de sentido. Ningu
na experiencia de una presencia desligada en el mundo. Sin
duda porque lo que está en juego no son ya la ciencia física y
3 Lo citamos según la paginación de Dits et Écrits, op. cit., t. i, pp. 159-
166. [Este Prefacio no está incluido en la edicón castellana.]
ese dominio de objetividades que, al encubrir la claridad
iluminadora de nuestra presencia carnal, quiere pasar por el
agotamiento del Ser, sino la psicología que pone en conceptos
nuestra identidad. Lo que se restituye es más bien un “primi
tivo debate” (p. 169). La Razón husserliana, mucho más acá de
los cálculos mezquinos de una racionalidad física, encontraba
su auténtico fundamento en el recurso de una presencia
primera, articulada con un mundo viviente. Al interrogar las
“condiciones de posibilidad de la psicología” (p. 166), Foucault
señala una experiencia que no es la de una conciencia restitui
da en sus poderes de constitución y la plenitud de sus límites,
sino la de una Razón ligada por el divorcio de lo que no es ella.
Foucault deberá plantearse verdaderamente los problemas
de expresión de esta experiencia primordial (pensada aquí en
la apertura de la división Razón/Locura), pero según una
estructura ajena a toda fenomenología de la presencia. El
lenguajeya no es sospechoso de desgarrar siempre demasiado
pronto el nudo significante de la experiencia muda, sino de ser
ya desde siempre partisano, del lado de una violencia de la
razón. La búsqueda de un lenguaje idóneo para restituir la
experiencia antepredicativa se consagraba sobre todo a neu
tralizar la soberanía demasiado severa de una racionalidad
objetiva, pero siempre en nombre de lo que Merleau-Ponty
designaba como “razón ampliada”. En Foucault, la palabra
arqueológica siempre será sospechosa de haber elegido ya, no
una razón o la otra, sino la razón misma contra la locura. La
experiencia primordial no va a desplegar las estructuras exis-
tenciales de una presencia en el mundo, sino las estructuras
trágicas de una división. El rechazo más bien que la presencia.
Hay una historia “dialéctica” de la civilización y de la razón
(historia de los “valores” tal como se m antienen y defienden
“en la continuidad”, historia del “encadenamiento racional de
las causas”, “historia del conocimiento [...] gobernada por la
teleología de la verdad”, p. 161). La historia dialéctica de
la locura sería una historia de las mentalidades (¿cuáles son
los “valores” invertidos en la locura por una época y una
civilización dadas?) duplicada por una historia discursiva de
la psiquiatría (¿cómo llegaron las verdades psicológicas de la
locura, por encima de los prejuicios religiosos, morales y
sociales, los oscurantismos y las ignorancias, a imponerse a la
conciencia clara del psicólogo avanzado y positivo?). Pero
hacer, en relación con la locura, una “historia de los límites”
(o historia “trágica”), es confrontar unas estructuras trágicas
de división con la “continuidad temporal del análisis dialécti
co", con las “dialécticas de la historia”. La historia dialéctica
es una historia del “devenir horizontal”, que no plantea más
que el problema de la sucesión de los contenidos históricos en
una cultura. La historia trágica, al contrario, es una historia
de la “verticalidad constante”. Se identifican las elecciones (o
“experiencias limites”) desde las cuales una cultura, a través
de una “división”, se define menos como afirmación de su
identidad que como rechazo de lo que no es ella, y sólo más allá
de esa partición podrán m antenerse estables unos contenidos
positivos (valores, conocimientos, instituciones): “Podría ha
cerse una historia de los límites, de esos gestos oscuros,
necesariamente olvidados una vez consumados, mediante los
cuales una cultura rechaza algo que para ella será el Exterior;
y a lo largo de su historia, ese vacío ahondado, ese espacio en
blanco gracias al cual se aísla, la designa en la misma medida
que sus valores”. Toda cultura sostiene su continuidad dialéc
tica a partir de cierta cantidad de divisiones olvidadas en su
realización.4 Necesariamente olvidadas porque, aun si ocu
pan su lugar en una historia general, son menos propiedad de
la historia que condición originaria de la historia de una
cultura. La división razón/locura parece, precisamente, cons
titutiva para nosotros. Esta vez se superan las positividades
históricas y su conexión dialéctica para examinar un proyecto
fundamental (una “elección”) que es apertura de la historia.
Pero ese elemento trascendental de ésta no es una razón
viviente, la universalidad oblicua del mundo de la presencia,
donación primera de sentido, sino “una división originaria”.
El término “estructura” se emplea aquí para oponerse a una
historia dialéctica y, más profundamente, para designar la
apertura mismadelahistoria: 1“Estructura de la experiencia de
la locura, que corresponde íntegramente a la historia, pero que
se encuentra en sus confines y donde ésta se decide” (p. 164).
Esa división razón/locura es tanto más constit utiva de una
historia cuanto que separa en si misma l:i historia de la
ausencia de historia; la obra, de la ausencia de obra; el
lenguaje articulado, de la palabra vacía (la locura se identifica
entonces como repetición delirante de lo insignificante). La
4 Además de la división Razón/Locura, Foucault menciona las divisiones
oriente/occidente, sueño/vigilia y [as de las prohibiciones sexuales (p. 162).
s Por tanto, el problema de Foucault, al menos en esta primera obra, es
menos el de un trascendental histórico que quisiéramos reprocharle que el
de un trascendental de la historia misma.
partición por la cual Occidente disocia la repetición vana del
progreso, lo productivo de lo inútil, el sentido del sinsentido,
abre la posibilidad misma de una sucesión regulada de los
contenidos culturales, lo que hace de ella una experiencia
“central”. Podríamos decir que, para Foucault, al menos en la
conceptualización de este prefacio, la locura pura no existe en la
historia. Es “puro origen [...] y residuo último” (p. 163). No hay
siquiera historia sino desde un arrancamiento a la locura. El
sentido de la historia encuentra sus condiciones de posibilidad
menos en una estructura de autorrevelación de las formas de la
razón que en un rechazo constitutivo del sinsentido de la locura:
“La historia sólo es posible contra el fondo de una ausencia de
historia”. Cada momento histórico debe pensarse como la pró
rroga concertada de ese rechazo: “La gran obra de la historia
está imborrablemente acompañada por una ausencia de obra
[...] que corre inalterada en su inevitable vacío a lo largo de la
historia”. Ese sinsentido (murmullo del delirio, palabras sin
lenguaje articulado), en su necesidad pura (necesidad de lo que
es no-fundamento absoluto), hace que lahistoria aparezca como
una mera posibilidad. Foucault puede acordarse aquí del famo
so texto de Heidegger (¿ Qué es la metafísica ?) en que la nada se
pensaba como comienzo absoluto, desde el arrancamiento del
que sólo podían brillar las positividades, lo mismo que el
relámpago de la negación. Pero Foucault no refiere ese punto
negro, en que la historia se cancela y simultáneamente encuen
tra sus condiciones de nacimiento, a una prueba fundamental
de la angustia tal como ésta puede darse a vivir a un Dasein, sino
a un “lenguaje que hablaría por sí solo”, cosa que él llamará, por
otra parte, “literatura”.
En los límites de toda experiencia posible, en el punto desde
el cual sólo podrá desplegarse una experiencia histórica,
encontramos por ende una estructura trágica de división
como reserva metafísica de la historia: “La relación Locura-
Sinrazón constituye para la cultura occidental una de las
dimensiones de su originalidad; la acompañaba ya mucho
antes de Hieronymus Bosch y la seguirá después de Nietzsche
y Artaud” (p. 161). En un segundo nivel, podrán desplegarse
las “experiencias fundam entales”6 (propias de cada época)
6 “Esta experiencia no es ni teórica ni práctica. Depende de las experien
cias fundamentales en las que una cultura arriesga los valores que le son
propios”, Histoire de la folie..., op. cit., I, p. 274. [Traducción castellana:
Historia de la locura en la época clásica, México, FCE, 1976, 2 tomos. Las
páginas citadas corresponden a esta edición.]
que constituirán algo así como la puesta en acción de la
división: dram a épico del divorcio en el Renacimiento, consu
mación de la separación durante la era clásica, olvido de la
división misma (a causa de su interiorización) en la época
moderna. Estas experiencias fundamentales constituirán en
cada ocasión el elemento de recopilación y síntesis de los
contenidas históricos (textos médicos, gestos políticos, insti
tuciones, etcétera). La experiencia de la locura, desde la Edad
Media hasta el Renacimiento, es la de un “debate dramático”
(Ditset Ecrits,op. cit., t.i,p. 165):obsesión imaginaria de otro
mundo. En cuanto a la experiencia moderna, configurará la
locura como “positividad”, objeto de conocimiento. En ella,
la locura encuentra su cifra de verdad en el discurso de las
ciencias humanas. Entre ambas se yergue la experiencia
clásica “sin imágenes ni positividad”: “una gran estructura
inmóvil”, “figura sin movimiento, la partición simple del día
y la oscuridad”. La experiencia clásica de la locura se deja
pensar como profundiz ación del debate razón/locura o solu
ción de la confusión en que una y otra estaban atrapadas:
experiencia trágica de lo trágico, organización en la unidad
de una división de la “experiencia indiferenciada". Hay un
privilegio de la experiencia fundam ental clásica,7 y para
designarla Foucault retom a los términos con que daba cuen
ta de las fundaciones negativas de la historia misma. La
experiencia moderna de la locura aparece como prolongación
de la era clásica, y no como ruptura. Para el hombre, dice
Foucault, se trata de reducir esa división trágica “a su propio
nivel”, de prorrogarla como división de lo normal y lo patoló
gico humanos (lo cual hace de la historia de la locura “una
historia de las condiciones de posibilidad de la psicología
misma”, p. 166). Las tres grandes épocas de la locura consti
tuyen, al menos en los términos del prefacio, tres actos de un
relato continuo. Relato de un olvido de la locura, un poco en
el mismo sentido en que para Heidegger cada época despliega
una configuración de olvido específico del Ser, hasta la
obliteración total en la técnica, a la que en Foucault respon
dería la medicalización de la locura: el olvido más masivo y
sim ultáneam ente, por eso mismo ( viejo prestigio de los dia
7 Ya en la época de la introducción a Binswanger (1954), y en el marco de
una antropología fundamenta! de la imaginación, Foucault concedía un
privilegio decisivo a la estructura trágica de expresión (verticalidad del
tiempo), interpretada a la sazón como vía de acceso directo a los fundamen
tos ontológicos de la existencia (Dits et Ecrits, op. cit., t. I, p. 109).
lécticos, que se m antiene intacto), posibilidad de una recon
quista, de ver brillar nuevamente el relámpago de una locura
pura. En ese punto, tanto en Heidegger como en Foucault
centellea la obra poética de Hólderlin.
La paradoja ya denunciada de la “estructura trágica” que
rem ite sim ultáneam ente a la posibilidad metafísica de histo
ria y a la era clásica en su especificidad histórica, vuelve a
encontrarse en el uso ambiguo del concepto desinrazón. Este
concepto remite de inmediato a la especificidad de la expe
riencia clásica de la locura. No obstante, aquí y allá, Foucault
lo emplea en relación con el Renacimiento o la era moderna, lo
que debilita la tentativa de una definición unívoca. Pero la
equivocidad, sin duda, es esencial para esta noción. Puesto
que a partir del momento en que se plantea que cada época
da a la locura una acepción determ inada de sentido (la locura
como obsesión imaginaria, la locura como sinrazón, la locu
ra, por fin, como enfermedad mental), ¿cómo comprender la
escritura de una historia de la locura? Foucault resuelve el
problema por medio de un doblete: locura y sinrazón. Dos
nociones de las que sólo se sabe que no se superponen, dos
términos entre los cuales se establece algo así como un
desfase, un vacío.8 En ese juego puede cobrar su dimensión
la escritura de historiador. Con respecto a la locura, la
sinrazón designa un exceso, lo que impide que aquélla se deje
encerrar en la univocidad de una definición histórica. No
obstante, el prefacio nos enseñó que ese exceso era una falta
absoluta por la que se precipitaba la historia y la posibilidad
de su escritura.
Se pueden determ inar además unos momentos privilegia
dos de expresión en que la experiencia fundam ental de una
época señala directamente la estructura metafísica de la
división. Se tra ta esencialmente de obras de arte:
• Bosch, Grünewald y Brueghel para la sinrazón del Renaci
miento (Histoire de la folie..., op. cit., I, pp. 30-41);
• ¿a Andrómaca de Racine para la sinrazón clásica (I, PP- 382-
*388);
• El sobrino de Rameau de Diderot, Sade, Goya, Nerval,
8 Por ejemplo en II, pp. 9 a 11 y también en II pp. 28 a 32 de Histoire de
la folie... (más adelante estudiaremos otros sentidos específicos que puede
asumir la “sinrazón” en la época clásica). En tanto que la introducción de la
segunda parte evoca los principales momentos de una historia de la “locura”,
la de la tercera parte examina los de una historia de la “sinrazón”.
Hólderlin, Nietzsche, Van Gogh, Roussel y Artaud para la
sinrazón moderna (II, pp. 9, 26, 270-274, 291-304).
Dichas obras restablecen la locura como sinsentido absolu
to. como ausencia de obra. Expresan la contradicción sin
esperanzas de superación, el absoluto desgarramiento, la
fusión dolorosa de los contrarios, la experiencia límite de un
punto límite:
• la si nrazón renacentista modula la contradicción en el nivel
cósmico (confusión destructora de los elementos, mezcla
caótica de lo Real y la Imagen, I, pp. 38-41, 49 y también I,
p. 514, en la que Foucault evoca la “mezcla fantástica de los
mundos en el punto último del tiempo”);
• la sinrazón clásica la modula en el nivel ontológico (manifes
tación de una nada, ser de un no ser: “En el fondo, la locura
no es nada. Pero su paradoja consiste en manifestar esa
nada’’, I. p. 378);
• la sinrazón moderna la inscribe en un plano antropológico
(inmediatez urgente de la necesidad y mediaciones indefini
das de la ilusión, subjetividad íntim a del ego y objetividad
desplegada del mundo, sentido y sinsentido, I, 527-529, II,
270-278).
Pueden definirse así “las grandes estructuras de la sinra
zón [...], las que dormitan en la cultura occidental un poco por
debajo del tiempo de los historiadores”. No es histórico lo que
es apertura de la historia. El momento de sinrazón se deja
comprender como resurgimiento intempestivo del origen
(origen absoluto de la locura como ausencia de obra), pero la
repetición de este origen (revestido de un nuevo sentido:
cósmico, ontológico, antropológico) asegura en cada oportu
nidad el despliegue de una nueva serie de gestos históricos.
Foucault puede explicar así, por la experiencia fundam ental
de una época, el encierro de los locos en el siglo clásico (“La
internación es la práctica que corresponde con mayor exacti
tud a una locura experimentada como sinrazón, vale decir,
como negatividad vacía de la razón”, I, pp. 389) o los conflictos
nosográficos en la época m oderna.9 Se comprende mejor
9 Tras haber evocado la experiencia lírica de la sinrazón, Foucaul
constata: “Lo que era el equívoco de una experiencia fundamental y consti
tutiva de la locura se perderá pronto en la red de los conflictos teóricos sobre
la interpretación que debe darse a los fenómenos de la locura” (II, 728).
entonces la importancia estratégica de las fuentes litera
ria s10 o pictóricas: éstas son algo así como la punta en que
asoma la experiencia fundam ental de una época. Por eso
Foucault se m uestra tan hostil a la interpretación psicológica
de los textos literarios. Lo que nos hará comprender los textos
de Nietzsche o Nerval no es un enfoque médico; antes bien,
estas escrituras nos perm iten alcanzar la experiencia moder
na de sinrazón que hace posible una conciencia médica de la
locura. La expresión artística concuerda en m anifestar la
experiencia estructurante de sinrazón: lo im aginario11 (el
sueño sigue siendo la experiencia decisiva) recupera de
inmediato el desgarramiento de la sinrazón.
Pero si bien la experiencia fundam ental se comunica con
una sinrazón como locura pura, en el caso de expresiones
artísticas en las que aflora esta última, introduce por otro
lado procedimientos históricos de limitación de la insosteni
ble locura. La historicidad de una experiencia sólo se sostiene
por el entrelazam iento de estas limitaciones concretas, en las
que para Foucault se precipitarán los contenidos de archivo.
Se las designa como conciencias de locura (en ellas, ésta no
es sujeto sino objeto límite), que son de inmediato conciencias
de no locura. Cada época da figura a cuatro formas de
conciencia de no estar loco, equilibradas de distintas m ane
ra s.12 Estas cuatro formas son para la razón otras tantas
m aneras específicas de aprehender concretamente la locura,
al mismo tiempo que se precave de ella. Se tra ta de modos de
limitación de ésta y, como tales, entrañan tres momentos:
una aprehensión de la locura, que la hace aparecer como un
riesgo, que de hecho se elude ya desde siempre. El siguiente
es el detalle que presenta Foucault (I, pp. 258-265):
10 En una entrevista de 1961, Foucault confiesa: “Lo que me interesó y
orientó fue cierta forma de presencia de la locura en la literatura” (Dits et
Ecrits, op. cit., t. I, p. 168).
11 Lo cual significa que hay una historia de las imaginaciones de la
sinrazón: por ejemplo, de Bosch a Sade asistimos a “una de las mayores
conversiones de la imaginación occidental” (II, pp. 21-22), a saber, el paso de
las imágenes de “conflicto cósmico”, de invasión de otros mundos, a las de la
“contradicción de los apetitos humanos” (el sexo y el asesinato, el deseo y la
crueldad, etcétera). Para la era clásica, no hay imaginario objetivo de la
sinrazón porque ésta, precisamente, no es más que un vano fantasma,
quimeras irreales del sueño (I, pp. 371-379).
12 “Desde que en el Renacimiento desapareció la experiencia trágica de
lo insensato, cada figura histórica de la locura implica la simultaneidad de
estas cuatro formas de conciencia” (I, p. 265).
• una conciencia crítica: la razón denuncia la locura como
oposición pura, pero inmediatam ente reversible (¿cuál de
ellas mide a la otra?), en una precipitación que da lugar en
el acto a una dialéctica cuya puesta en acción lúcida supone
que sea asumida por la razón;
• una conciencia práctica: la sociedad señala a los locos como
transgresores de las normas establecidas, lo que supone
indudablemente que el orden de la ciudad se haya sentido
amenazado por su presencia; pero, en realidad, más que una
reacción inm ediata a un peligro específico, en cada una de
las apariciones de esta conciencia se produce la reactivación
de un rito inmemorial de conjuro;
• una conciencia enunciativa: el sujeto razonable denuncia la
presencia sensible de un loco; simple percepción, que parece
frágil en la medida en que se realiza sin mediación alguna,
sin saber teórico de la locura ni afirmación de valores (se
contenta con señalar: “mira, un loco”), pero la organización
misma del campo perceptivo supone un fondo sólido de
conciencia de no estar loco;
• una conciencia analítica: la razón teórica inscribe en una
superficie de objetividad mecanismos y especies de locura,
que siempre implican, por cierto, una parte de sombra, que
sólo remite a una zona de ignorancia provisoria; la locura,
totalm ente alienada en las formas del saber, ni siquiera es
ya el objeto de una partición.
La estructura fundadora de la división (límite origen de la
historia dialéctica de Occidente) se pliega en una aprehen
sión de la locura fragm entada de por sí (el sentido de la locura
radica en ese mismo desgarramiento) en cuatro modos de
limitación: límite como denuncia (conciencia dialogante),
como designación (conciencia ritual), como indicación (con
ciencia percipiente), como objetivación (conciencia positiva).
Estas cuatro formas de conciencia son a la vez “solidarias” e
“irreductibles” (I, pp. 257-258). El sentido de la locura para
una época dada debe examinarse a través de la estructura
(dominantes, privilegios, equilibrios...) que ordena esas cua
tro formas de conciencia, su “constelación”. Es por eso que, en
esta historia de la locura, se tratará menos de progreso de una
conciencia cognosciente que de configuración transform ada
de diversas conciencias. Lo que evoluciona de una época a
otra no es la captación reflexiva de la esencia de la locura
(que, con el advenimiento de la psicología “científica”, habría
experimentado un progreso decisivo: la locura se habría re
velado por fin en su verdad para el espíritu positivo del
psiquiatra), sino la posición táctica de los modos de protec
ción. Entonces, el positivismo médico moderno ya no consti
tuye el despertar de la locura a su verdad por fin alumbrada,
sino la puesta en acción del privilegio sistemático de una
estructura de protección: la objetivación (conciencia analíti
ca) que pretende hoy poseer el sentido último de la locura.
Pero no corresponde a ninguna de las formas de conciencia
comunicar ese sentido último. Este se encuentra en la frag
mentación misma: “La divergencia estaría inscripta en las
estructuras y sólo autorizaría una conciencia de la locura ya
quebrada, fragm entada desde el principio en un debate que
no puede term inar” (I, pp. 257-258). Cada época se define por
la configuración de esas formas de conciencia. Podemos
trazar el siguiente esquema:
• Renacimiento: fragmentación de una conciencia trágica de
la locura (debate dramático anterior a la división que adopta
las formas de lo imaginario), cuya obliteración por una
conciencia crítica pronto permitirá la introducción de una es
tructura de exclusión. Momento de la división, en el sentido
fusional (límite dialéctico).
• Edad clásica (siglos xvn-xvm): vigencia de una conciencia
práctica (internación de los locos) apoyada en una concien
cia crítica (aprehensión de los locos como otros) y, paralela
mente, de una conciencia enunciativa equilibrada por una
conciencia analítica (introducción de la división excluyente,
con un fondo de olvido del debate).
• Época moderna (siglos xix-xx): pretensión de la conciencia
analítica de alum brar por sí sola la verdad total de la locura
(olvido de la división misma).
Los análisis precedentes conducen a dos resultados:
• Occidente sólo funda la posibilidad de una historia en la
división razón/sinrazón;
• la historia de esta división (drama del divorcio en el Rena
cimiento, tragedia clásica de la división absoluta y organi
zada, prosa positivista del olvido de lo trágico de la separa
ción) se apoya sobre configuraciones de conciencias de
locura que son otros tantos rechazos y limitaciones de ésta,
desde una experiencia fundamental como modulación de la
sinrazón.13
Así, pues, la “locura” como objeto médico, unidad positiva,
sustancia inteligible, entidad nosológica suprahistórica, se
denuncia doblemente: desbordada por una dimensión metafí
sica (la estructura trágica de la división) y por una diversidad
irreductible de conciencias de locura.
Más allá de las configuraciones esbozadas por la fragmen
tación de las conciencias, la experiencia de locura induce un
sentido determinado de la locura como límite y una modali
dad específica de separación. Más concretamente, Foucault
procede a buscar en el archivo una geografía del loco (¿dónde
se lo coloca sobre el tablero social?) en la que están implicadas
unas prácticas sociales. Ahora bien, éstas (que trazan fronte
ras) se arraigan en una sensibilidad diferenciada, una articu
lación perceptiva. La experiencia se inscribe entonces en una
geometría dada que estructura el espacio de expresión de esas
figuras. La experiencia fundamental de una época podrá
descubrirse además en unas producciones intelectuales (cien
tíficas, filosóficas, médicas, etcétera) a través del estudio de
los tipos de oposición teórica. La totalidad de los contenidos
de las experiencias de locura (prácticas sociales y prácticas
discursivas) se compone por último desde una síntesis gene
ral. En el cuadro siguiente se encuentra la sistematización de
estos datos.
La e x p e rie n c ia d e l a lo c u r a ,
DESDE FINES DE LA EDAD MEDIA
HASTA EL SIGLO XVI
En la experiencia trágica que se extiende desde fines de la
Edad Media hasta mediados del Renacimiento se urde la
prueba misma de la división (pero aún no consumada) razón/
locura, en la urgencia de un “debate” que las pone en contacto
(capítulo “Stultifera navis"). Esta experiencia trágica adopta
13 La distinción conciencias de locura/experiencias de sinrazón no se
superpone con una oposición en que la locura sea sucesivamente objeto
(conciencia de locura) y sujeto (experiencia de sinrazón). Para Foucault, se
trata de pensar la experiencia fundamental (una para cada época) como
pliegue histórico de conciencias dispersas de locura sobre una estructura
originaria de sinrazón.
Conciencias Significación
de locura de la locura
como límite
Renacimiento Conciencia dialéctica Otros Mundos
Edad clásica Conciencias práctica Negatividad pura
y dialéctica (animalidad)
enunciativa y delirio)
y analítica
Epoca moderna Conciencia analítica Naturaleza psicológica
Modalidad
de separación Geografía
Renacimiento Superficie de contacto Lugares de paso
Edad clásica Separación excluyente Hospitales generales
Epoca moderna Objetivación Asilos psiquiátricos
Práctica social Geometría
Renacimiento Circulación Espacio fragmentado
Edad clásica Encierro Espacio dividido
Epoca moderna Cura Espacio lleno
Tipo de oposición
teórica Facultad de síntesis
Renacimiento Profano/Sagrado Imaginación
Edad clásica Razón/Sinrazón Percepción ética
Epoca moderna Normal/Patológico Entendimiento analítico
una figura cósmica: la gran razón del mundo (el orden de las
cosas, su naturaleza) se ve debilitada por las “amenazas”
destructivas de una locura soberana que volvería a arrojar el
universo en un inmenso furor. Y toda la historia posterior de
las conciencias de locura sólo se vuelve posible contra el fondo
de la desaparición, el necesario olvido, el ocultamiento de esta
conciencia trágica primitiva. Todo ello, en definitiva, formas
de rechazo que impiden la pretensión moderna de reaprehen-
der el sentido total (médico) de una locura cuya experiencia ya
está fragmentada desde siempre, dado que se funda para
nosotros en una negativa primera: “Hay que reinterpretar en
una dimensión vertical la bella rectitud que lleva al pensa
miento racional hasta el análisis de la locura como enferme
dad mental; se pone entonces de manifiesto que en cada una
de sus formas ella enmascara de una manera más completa, y
también más peligrosa, esa experiencia trágica” (I, p. 52). Ya en
el Renacimiento se invocará una conciencia crítica que desborde
lo trágico: transición cuidada hacia la experiencia propiamente
clásica de la locura. Sin embargo, la conciencia crítica delata
además una ambigüedad transigente: la suerte dialéctica entre
razón y locura no está ya echada, sino que se urde. La locura
participa por otra parte en el ejercicio mismo de la razón (“La No
Razón del siglo xvi constituía una especie de peligro abierto
cuyas amenazas siempre podían, al menos en derecho, compro
meter las relaciones de la subjetividad y la verdad”, I,p. 78). Hay
“debate” con armas —casi- iguales. Pero el juego dialéctico ya
anuncia la época clásica por un desequilibrio propio:la locura ya
no se tematiza más que en una relación con la razón humana.
El peligro que señala no es ya de orden cósmico, la locura nunca
amenaza sino el acceso de una razón hum ana fragilizada a lo
verdadero y, sobre todo, está desplazada hacia una “experiencia
en el campo del lenguaje” (I, p. 50).
Una geografía del loco, suscitada por unas prácticas socia
les, permite recuperar la experiencia renacentista de la locu
ra. El tema de la “Nave de los locos” frecuenta los paisajes
imaginarios del Renacimiento y remite a un ritual concreto: el
embarque de los insensatos. Foucault se niega a agotar el
sentido de esta práctica en una utilidad social, sin embargo
innegable: desembarazarse de los locos y protegerse de ellos
exiliándolos. El sentido del embarque, escribe, no se encuen
tra “en el mero nivel de la utilidad social o de la seguridad de
los ciudadanos” (I, p. 24). Para él, se trata más bien de referir
las prácticas sociales a unas conciencias típicas de locura. Es
lícito describir entonces el embarque como exilio ritual: su
significación es la de una ceremonia, más que la de una me
cánica social ciega. Por lo tanto, se empieza por señalar una si
tuación geográfica (en este caso el agua) que remite a una
práctica social (el embarque) cuyo “sentido” no se determ ina
rá mediante un funcionamiento social abstracto, sino por la
experiencia irreductible de una época. La práctica del embar
que (e incluso la más antigua que abandonaba a los orates
ante las puertas de la ciudad y les imponía el umbral como
lugar natural, I, p. 25) se funda en una percepción del loco
como “límite fugitivo y absoluto” (I, p. 72). En el Renacimiento
se ignora a dónde va y de dónde viene el loco: poseedor
inquietante de un mensaje que él mismo no parece compren
der. Asignarle el lugar de todos los pasos (puertas y ríos) es
respetar su alteridad. Embarcarlo es condenarlo a una eterna
circulación, a una posición irreductiblemente liminar. Como él
mismo da testimonio de esas regiones límites que se adivinan en
sus furores, se lo colocará en la frontera o el umbral, erigiéndolo
así en “prisionero del pasaje” (I, p. 26). Insituable, el loco no
puede ser ubicado sino en espacios de pura transición. El loco es
límite. Pero este límite, sin embargo, no lo encierra en el mero
enigma de su locura: ésta es superficie de contacto, apertura a
otras posibilidades de mundos de los que constituye la revela
ción y sobre todo la amenaza actual de invasión. Por eso la
percepción de la locura no da acceso a gestos de división
excluyente. En su presencia instantánea, en cuanto irrupción
brusca (imaginada con terror) de otros sistemas de mundos, el
loco hace volar brutalmente en pedazos los límites del espacio
social concreto, en el que parece imposible de situar. Su presen
cia encarnada, amenaza o promesa de otra cosa, más que
suscitar gestos de segregación, enturbia los límites reconocidos.
La locura (límite como superficie de contacto) en cuanto atrac
ción del otro (límite como alteridad pura) hace estallar las
fronteras establecidas y esboza, para la conciencia trágica, la
geometría de un espacio fragmentado.
La obsesión de la m uerte que simbolizaba hasta el siglo xv
un “límite absoluto” (I, p. 31) es sustituida por la de la locura.
Empero, m ientras que la prim era representaba el término con
respecto al cual la vida perdía su prestigio inmediato (lo que
en un principio supone claramente la división vida/muerte), la
locura representa esta vez la inanidad misma de la muerte, en
la medida en que estalla en lo profundo de la existencia: “La
cabeza que se convertirá en cráneo ya está vacía. La locura es
el ya ahí de la m uerte” (I, p. 31). Constituye menos un límite
más duro que la m uerte que un derrumbe de todas las
referencias. Además, esta obsesión por la locura-muerte sólo
debe su poder inquietante a un elemento de patetismo hum a
no. La experiencia propiamente trágica de la locura, tal como
se expresará en los cuadros de un Bosch, la presentará como
?¡1secreto inconfesado de un mundo sordamente tr abaj ado por
úerzas que lo condenan a la destrucción próxima (al respecto,
Foucault opone “el verbo y la imagen”, I, p. 34, como dos
superficies sobre las cuales se inscriben respectivamente una
“experiencia cósmica” y una “experiencia crítica” de la locura,
I, p. 48). La locura anuncia la cercanía del caos. El privilegio
otorgado a la dimensión pictórica en la expresión de una
sinrazón trágica está ligado a esta apertura de la locura hacia
potencias caóticas. Los poderes de fascinación de la imagen
son proporcionales a la demencia y la extrañeza profunda de
las revelaciones. La locura es cósmica. Concierne al ser del
mundo. Al experimentarse como la revelación de trascenden
cias destructoras o de potencias subterráneas que debilitan la
apariencia regulada del mundo, la locura confunde los límites
entre el mundo viviente y el sueño (es “revelación de que lo
onírico es real”, I, p. 49), la imagen y el Ser (anuncia “que toda
la realidad del mundo se reabsorberá algún día en la imagen
fantástica, en ese momento medianero del ser y la nada que
es el delirio de la destrucción pura”, I, p. 49). Foucault se
refiere a una locura que promete el Apocalipsis, no como
Juicio final, sino caída en el Delirio y el Furor absolutos (I, pp.
38-41). En ese debate entre la gran razón del mundo y la
sinrazón que la amenaza, la locura asume una dimensión
trágica. Debilita las fronteras establecidas del Ser. No es la
razón la que lim ita la locura, sino ésta la que amenaza quebrar
los límites establecidos de un orden razonable.14
Sin embargo, esta conciencia trágica de la locura será
“olvidada” (ocultada) en beneficio de una conciencia crítica.
Tras tener el sentido de límite absoluto, la locura asum irá el
de límite que mide la razón humana. Ya no indicará el umbral
amenazante de otros mundos, sino que rem itirá únicamente
a los extravíos del logos. En la conciencia crítica que el
Renacimiento adquiere de ella, esta vez a través de los textos
(satíricos, hum anistas, etcétera), la locura no designa ya la
amenaza de un desgarramiento absoluto del mundo sino la
diversión irónica suscitada por ese leve desfasaje entre el
hombre y el hombre (desfasaje entre lo que cree ser y lo que es,
entre las especulaciones arbitrarias, indefinidas de su razón,
y las coacciones de la experiencia concreta, etcétera). Ese
desfasaje sólo interesa al orden moral de la conducta humana:
“En el dominio de expresión de la literatura y la filosofía, la
experiencia de la locura, en el siglo xv, adopta sobre todo el
aspecto de una sátira moral” (I, p. 46). La locura moral de los
14 En ese sentido, la Locura del siglo xvi constituye una “revelación” (I,
p. 49), anunciadora de un conflicto cósmico (“Cuando el hombre despliega la
arbitrariedad de su locura, choca con la sombría necesidad del mundo”, I,
p. 41). Más de dos siglos después, cuando la locura, tras su silenciamiento
clásico, empiece a hablar nuevamente, su función será revelar el secreto del
hombre: “Lenguaje en el que ya no se traslucen las figuras invisibles del
mundo, sino las verdades secretas del hombre” (II, p. 289). Pasaje de una
experiencia cósmica de la locura a una experiencia antropológica.
hombres se presenta como espectáculo ante el sabio. La
“sabiduría”, tercer término entre una “Razón desrazonable” y
una “razonable sinrazón” (I, p. 78), asegura el dominio de una
locura que ya no es interrogada en sí misma y por sus poderes
de revelación trascendente, sino únicamente en la inm anen
cia radical de sus debates moralizadores con una razón crítica.
Las sabidurías cristianas y escépticas darán lugar a las
siguientes inversiones: la razón hum ana es pura locura en
comparación con la sabiduría de Dios, pero la razón divina es
locura a los ojos de la sabiduría hum ana (I, p. 53); la sabiduría
consiste en aceptar que la razón sólo es razonable cuando se
vale de la sinrazón (I, p. 54), y en comprobar que la locura
alimenta la razón (I, p . 58). En esta conciencia crítica, el límite
marcado por la locura se resuelve en el círculo (trazado por
una sabiduría superior) de una razón y una locura que se
limitan dialécticamente al implicarse una a otra. Aun así, esta
conciencia crítica de la locura acepta al menos el “peligro” de
recorrer el círculo que lleva continuamente de la locura a la
razón y en que la prim era aparece como simulacro de la
segunda, si no al revés.13“En el pensamiento del Renacimien
to, [el loco] representaba la presencia cercana y peligrosa, en
el corazón de la razón, de una semejanza demasiado interior”
(I, p. 285). La edad clásica reconocerá con claridad ese “peligro
dialéctico”, pero para conjurarlo en el acto: “Todo lo que la
amenaza [a la razón | con un parecido irrisorio es apartado con
violencia y reducido a un silencio riguroso” (I, p. 268).
El Renacimiento hacía del loco una experiencia múltiple y
contradictoria. Se lo presentaba simultáneamente como ex
tranjero absoluto, objeto de solicitud médica (bajo la in
fluencia de un pensamiento oriental, el humanismo médico
daba consistencia a una individualidad del loco delimitado
como objeto de atención; esta individualidad también estaba
presente en los relatos de la Edad Media y sería anulada por
el clasicismo, que la diluiría en la experiencia apaciguante de
la sinrazón), fautor de trastornos y participante además en el
mundo de la miseria y sus poderes crísticos que obligaban a la
hospitalidad. En el espacio social, el loco hace múltiples
apariciones. Lo hallamos en los hospitales, en la cárcel,
la Lo característico de la experiencia clásica será no permitir esta
conciencia crítica, salvo cuando se apoya en una conciencia práctica. Al
mismo tiempo que se la denuncia en unos juegos de conciencia, la locura será
físicamente alienada tras los muros del encierro, cosa que clausura de
entrada el debate.
embarcado en flotas inciertas, abandonado en las puertas de
las ciudades o integrado aún dentro de una hospitalidad
inquieta. Puede surgir prácticamente en cualquier lugar del
tablero social, aparecer, desaparecer y reaparecer en otra
parte. Una vez que se lo identifica aquí, se lo hace circular allá.
La locura se percibe además como revelación cósmica de
trascendencias escatológicas o, al contrario, dialéctica inm a
nente de la razón. Sigue siendo por doquier un peligro perm a
nente que amenaza tanto el orden del mundo como el ejercicio
de la razón. La geometría secreta de esas experiencias es la de
un espacio fragmentado. La experiencia renacentista es en
principio la desintegración concreta y la obsesión imaginaria
que designan un espacio fragmentado por las situaciones
contradictorias del loco y su locura. La unidad de las aparicio
nes es dramática. Es la de un desgarramiento, la de un
divorcio en acto. Está asegurada por las síntesis vagas de una
imaginación16que dibuja, en la superficie de las experiencias,
por debajo de las referencias constituidas, aberturas en lo
ilimitado. La imaginación impone a la locura un modo de
presencia difusa y localizaciones inciertas. La locura no es
objeto de percepción sino obsesión de la imaginación. Como
tal, sigue estando próxima en un alejamiento irreductible.17
Sólo una reestructuración de su modo de aparición (localiza
ción fij a en un espacio cerrado) podrá hacerle tomar la distan
cia necesaria para una percepción.
L a e x p e r ie n c ia c l á s i c a
A partir de im aginar la locura como Alteridad absoluta, el
Renacimiento había invocado una conciencia trágica (las
imágenes de Bosch) y una conciencia práctica (embarque de
los locos). El clasicismo, en la unidad de una percepción ética,
va a comprender esta vez la locura como Sinrazón, vale decir,
lo Contrario absoluto de la razón. La experiencia fundamental
lc Foucault habla de “paisaje imaginario” (I, p. 20), de “trascendencias
imaginarias” (I, pp. 116 y 214), de “libertad imaginaria” (I, p, 125) y de
“poderío imaginario” (II, p. 27).
17 Ese modo de presencia difusa y no temática está asegurado por la
imagen. Foucault retoma aquí una temática propia de MauriceBlanchot. En
efecto, esta imagen fascinación que resume la experiencia trágica del
Renacimiento se describía en L’Espace littéraire (París, Gallimard, 1955,
p. 25) [traducción castellana: El espacio literario, Barcelona, Paidós, 1992].
de la época clásica, al poner en ejecución en su rigor tajante la
partición razón/locura, la prorroga como división absoluta
entre dos dominios de experiencia, para convocar por un lado
una conciencia crítica secundada por una conciencia práctica
y, por el otro, una conciencia enunciativa equilibrada por una
conciencia analítica. Esa división coincide sólo al parecer (cf.
I, p. 272) con la distinción teoría/práctica. Se hablará antes
bien de conciencias de locura que se realizan por un lado en
una serie de prácticas (o “visibilidades”, como diría Deleuze),
y por el otro en una serie de enunciados. Pero la división de la
prim era y la segunda parte de la obra también puede com
prenderse, de acuerdo con el título original,18 como partición
entre la Sinrazón (objeto de una percepción social) y la Locura
(objeto de una analítica médica). Por último, puede decirse
que esa división es rigurosa, en el sentido de que la sinrazón
como objeto de prácticas (que la excluyen del horizonte social
por ser contra natura) y la locura como objeto de conocimien
tos (que intentan, al contrario, inscribirla en la positividad de
una Naturaleza) se ignoran. Los gestos de exclusión de la
sinrazón en las fortalezas del encierro se organizan sin inter
ferencia alguna con las largas disertaciones de los análisis
médicos que despliegan el concepto de locura como enferme
dad (“La internación [...] no fue de ninguna m anera una
práctica médica [...]. A la inversa, [...] no habrá virtualm ente
ninguna experiencia médica nacida del asilo y en el asilo”, I,
p. 269). El exceso mismo de esa división hace más notables
aún las correspondencias estructurales entre esos dos domi
nios de experiencia. No obstante, una experiencia central de
locura deberá revelarnos el fundamento de la unidad estruc
tural y de la separación concreta de las dos series de experien
cias. Esta experiencia central y fundam ental (una) de la edad
clásica es la de la locura como “paradójica manifestación del
no ser”, “negatividad vacía de la razón” (I, p. 589). La dualidad
estricta de los dominios de experiencia (social y médica: no se
establece comunicación alguna entre “conceptos” y “prácti
cas”, entre el “acontecimiento” y la “forma de desarrollo
conceptual”, I, p. 271) responde con claridad a la conminación
de la experiencia prim era de una negatividad de la locura. Esa
18 Folie et déraison a l’áge classique, París, Plon, 1961. A partir de 1972,
la obra se titularáHistoire de la folie á l’áge classique, París, Gallimard (con
un nuevo prefacio). El texto es el mismo de la edición original (salvo una larga
nota del último capítulo sobre el Zaratustra de Nietzsche, desaparecida en
la segunda edición).
experiencia única sólo permite entrever el fundamento de la
separación rigurosa entre serie práctica y serie discursiva que
hace imposible toda reflexividad de una Sinrazón clásica
como foco sintético (lo que significa que para la edad clási
ca cualquier contenido de experiencia se ajusta a cierta au
sencia o negatividad de la locura como generalidad concreta
que mantiene la oposición sorda entre el loco encerrado y su
locura teorizada). O mejor: la Sinrazón clásica (la Locura
como nada) es la división misma de una sinrazón social y una
locura médica.
Podemos demorarnos aquí para redefinir con un poco de
estrictez estos conceptos. En efecto, se plantea el problema de
saber a qué puede rem itir el término “sinrazón” en su relación
con la “locura”. Distinguiremos tres niveles de sentido:
• cuando el concepto de sinrazón se emplea en oposición al de
locura, en una perspectiva que desborda la separación neta
de las épocas de ésta (por ejemplo, II, pp. 19-23), remite a
una experiencia prim era e inmemorial (situada en la raíz
misma de la División razón/locura) y que encuentra casi
siempre su superficie de aparición en la imaginación. No
obstante, el sentido de las imágenes varía (al respecto,
Foucault habla de “una de las más grandes conversiones de
la imaginación occidental”, II, p. 21): delirio de un trasm un-
do en el siglo xvi (expresado en las imágenes de un Bosch),
delirio del deseo a partir de fines del siglo xvm (en los
discursos de un Sade). Es posible hablar entonces de Sinra
zón trágica;
• constituido como término de la alternativa razón/sinrazón,
designa la experiencia propiamente clásica de la locura: la
sinrazón como manifestación positiva de una negatividad
vacía de la razón. La sinrazón es entonces un sentido
histórico de locura (y ya no su sinsentido metafísico). Remite
simultáneamente a una Irracionalidad vacía (sinrazón como
ausencia de razón) y a una Racionalidad superior (al ser
delirio de la razón, lo que la sinrazón posee de verdad sobre
sí misma está inmerso en su totalidad en unas formas de la
razón). Se hablará de la Sinrazón clásica;
• por último, este término designa, en un sentido más restrin
gido, la vertiente práctica déla experiencia clásica (nivel de
la sensibilidad social, espacio de exclusión trazado por la
división ética que reúne todos los desarreglos del espíritu y
las costumbres, cuya exposición constituye el objeto del
capítulo ni de la prim era parte). Se opone entonces a la locu
ra como objeto de enunciados (segunda vertiente de la
experiencia). La locura del insensato e ncerrado (y no la locura
médica y filosófica de los enunciados teóricos) constituye
entonces su “principio, su movimiento originario” (I, p. 252).
Se habla a la sazón de una Sinrazón moral
Esta vez, la partición razón/locura queda consumada. El
límite clásico ya no aparece como “superficie de contacto”
abierta a lo ilimitado, sino como separación definitiva de la
razón y la sinrazón. Ese sentido de límite se realiza en
prácticas sociales, en gestos concretos de segregación (crea
ción de las casas de encierro) en los que se trata de eliminar
unas veleidades de desorden social (encierro del mundo de la
miseria, capítulo n de la prim era parte), suprim ir defectos
(encierro del mundo correccional, capítulo m de la prim era
parte) y dominar una contranaturaleza (tratamientos espe
ciales reservados a los locos en el espacio de la internación,
capítulo v de la prim era parte). Este ajuste de prácticas
sociales negativas (encerrar, eliminar, suprimir, dominar)
con elementos negativos (desorden, defecto, contranaturale
za) responde claramente a la intuición central de la sinrazón
clásica comoNada. La misma experiencia negativa estructura
simétricamente los enunciados que reflejan un conocimiento
y un reconocimiento de la locura (segunda parte). Pero el
problema es estrictam ente inverso: ya no se trata de negar
(mediante prácticas de exclusión) un ser (actor social), sino de
afirmar (en la inmediatez de una percepción o el espacio
racional de clasificación ordenada de las positividades médi
cas) un no ser de locura (especie nosológica huidiza). La
negatividad de la locura se revelará en las especies de una
percepción filosófica de diferencia en el marco de un recono
cimiento perceptivo del loco y, en el proceso de un conocimien
to médico, de obstáculos a la proyección de las formas de la
locura en un sistema de clasificaciones racionales. Para la
división clásica, el límite razón/locura se encarna por lo tanto
como contrariedad para una conciencia crítica, segregación
para una conciencia práctica (primera parte de la tesis) y como
diferencia para una conciencia enunciativa y obstáculo para
una conciencia analítica (segunda parte de la tesis).
El punto de partida del análisis todavía es geográfico: se
trata de los espacios cerrados (hospitales generales en Fran
cia, Workhouses en Inglaterra, Zuchthauser en Alemania)
que, durante el siglo x v ii , se extienden por toda Europa
(capítulo “Le granel renfermem ent”). Esos lugares suponen
una práctica: el encierro. La internación brusca del mundo de
la miseria (y por consiguiente de los locos atrapados en la
misma proscripción: “Para la caridad medieval, [el loco] par
ticipaba de los oscuros poderes de la miseria”, I, p. 100) supone
una nueva conciencia de locura (la práctica del encierro nunca
es sino la “estructura más visible de la experiencia clásica de
la locura”, I, p. 80; como tal, sigue siendo, por lo tanto, un
fenómeno de superficie). Al loco ya no se le indica como su
“lugar natural” el umbral o el agua, sino el “hospital general”.
Ya no se lo embarca: se lo encierra. Este encierro vuelve a
investir en parte los leprosarios abandonados de la Edad
Media. Con esta geografía concreta, el mundo de la sinrazón
también hereda valores simbólicos: “El asilo ocupó rigurosa
mente el lugar del leprosario tanto en la geografía de los
lugares encantados como en los paisajes del universo moral”
(I, p. 115). El relato de la lepra y sus lugares malditos cumple
un papel estratégicamente importante. Constituye algo así
como una célula narrativa mínima, el primer ejemplo de
exclusión ritual que valdrá para la sinrazón clásica y muy
pronto para la moderna enfermedad mental. Podemos descri
birla así: designación de un grupo social determinado como
“inhum ano”; asignación de un espacio rigurosamente separa
do a esta franja de la población denunciada; promesa, para el
grupo exiliado, de una salvación superior, y de una completa
seguridad para el grupo que exilia. Tenemos aquí el ejemplo
de una pura “forma” (I, p. 18) que se m antendrá inmutable a
través de las épocas a la vez que cambia de contenido (puesto
que acoge alternativam ente la lepra, la enfermedad venérea,
la sinrazón y la enfermedad mental).
El encierro de 1656 en el hospital general puede compren
derse superficialmente en términos de imperativos sociales:
compromiso entre los valores de asistencia de la Iglesia
(ayudar a los pobres) y los valores de orden del mundo burgués
(encuadrar el mundo errante de la miseria, I, pp. 80-86);
regulación mercantil de la producción y los precios mediante
un control de la circulación de los desocupados (I, pp. 105-115);
corrección y enderezamiento de la gente de mala vida; repre
sión inm ediata y sin control judicial (lettres de cachet) de
elementos perturbadores (al antojo de la arbitrariedad del rey
o por control de la familia, I, p. 83). Otras tantas explicaciones
que ven en el encierro el símbolo del orden monárquico y
burgués o la mecánica ciega de eliminación de los asociales. Lo
cierto es que en el horizonte de esas prácticas no se dibuja
ninguna perspectiva médica (“el hospital general no se empa
rienta con ninguna idea médica”, I, p. 82). Sin embargo, dichos
esquemas explicativos revelan ser poco pertinentes, y Foucault
se niega a reducir el encierro a su mera finalidad social;
pretende en cambio remontarse de esas prácticas a las con
ciencias de locura que envuelven. En efecto, dice querer
analizar “las formas de conciencia que encubre esta práctica”
(I, p. 268). Sobre el encierro, afirma que es “la expresión
institucional” de una conciencia de oposición excluyente ra
zón/sinrazón. Al considerar la creación de los hospitales
generales, se pregunta además “qué conciencia jurídica podía
anim ar esas prácticas” (I, p. 81). Las explicaciones objetivas,
en efecto, suponen como causa lo que es resultado. Puesto que
el gesto que denuncia a toda una población, para expulsarla
del espacio público, la suscita antes de exiliarla. Ese gesto de
encierro y la reestructuración del campo social que supone no
se libran del extranjero sino después de haber esbozado sus
rasgos. Antes de pretender eliminar al asocial, se representa
su figura. Lo cual significa que en el inicio fue realmente
m enester contar con una percepción que inscribiera cierta
cantidad de conductas en un horizonte de normas sociales,
como desviación. No se encierra a una población porque no
pueda integrarse, sino que, en un primer momento, una
percepción sitúa un grupo contra un fondo social, y aquél
aparece entonces como no integrado. Esta posición de una
“percepción” (o “sensibilidad” o “conciencia”) como fundamen
to de las prácticas sociales (“la internación no es más que el
fenómeno de ese trabajo en profundidad”, I, p. 132) está
alejada de cualquier materialismo histórico. Antes de que un
campo objetivo incorpore elementos sociales y elementos
asociales, existe ese gesto invisible que traza una línea de
partición social (con lo cual crea la figura misma del asocial)
y, sobre todo, existen las líneas de articulación de una nueva
percepción que “ve” (y cree descubrir cuando suscita) extran
jeros a su propia patria. Foucault se pronuncia en contra de
una explicación utilitaria y obj etiva. Según ésta, se encerraría
a los asociales (como franja efectiva de la población y categoría
social concreta) para liberarse de ellos, como si preexistieran
a las prácticas que los objetivan. Pero para Foucault, una
práctica social como la del encierro no es en modo alguno la
sanción alienante de un estado de hecho anterior (hay gente
que no puede integrarse a la sociedad, por lo tanto se la
encierra), sino un foco creador de alienaciones: “Sin duda, el
gesto tenía otra profundidad: no aislaba a extranjeros desco
nocidos y evitados por costumbre durante demasiado tiempo;
los creaba, alterando rostros familiares al paisaje social, para
hacer de ellos figuras grotescas que ya nadie reconocía [...]. En
una palabra, puede decirse que ese gesto fue creador de
alienación” (I, p. 129). Contra una referencia abstracta a
mecanismos que ponen en juego esencias sociales (que son
más los resultados de las prácticas que su causa), Foucault
apela verdaderamente a conciencias constituyentes. Así como
el desplazamiento de las fronteras crea nuevas regiones, la
re articulación del campo perceptivo en el siglo clásico hace
que se levante (para alienarlo al punto tras los muros de los
hospitales generales) un nuevo pueblo al que antes no se
“veía”: los hombres de sinrazón.
Empero, al establecerse nuevas fronteras y líneas de par
tición inéditas, lo que cambia en el siglo clásico es el sentido
mismo de un límite. El conjunto de las conductas designadas
por la sensibilidad social clásica, en efecto, ya había sido
parcialmente circunscripto por la época anterior. Pero ésta les
había dado una significación diferente. Esos comportamien
tos rem itían a lo sagrado; en la época clásica, este límite
recibe, al contrario, una interpretación estrictam ente laica,
social, moral. Donde antaño se veían representantes de tras
cendencias místicas (los pobres y los locos) e incluso blasfemos
sacrilegos (los disolutos, los profanadores, los libertinos),
pronto no se verán sino fautores de trastornos y hombres de
m ala vida: malos sujetos, hombres a los que hay que encerrar.
Por otra parte, la población que se esboza en oportunidad de
esta reestructuración perceptiva (allí donde en el pasado se
veía “de otra m anera”) es tan indivisible para el gesto único
que la proscribe como uniforme es el lugar asignado (el
hospital general). Para la conciencia que la invoca, designa
una región de “defectos” que hay que corregir, un foco de
perturbaciones que hay que suprimir. La eliminación de
elementos negativos se efectúa concretamente mediante el
encierro y la exclusión, en definitiva, en “una región de
neutralidad, una página en blanco” (I, p. 124). Se escinde un
espacio social para ahondar en él zonas de sombra, áreas de
prohibición. La geometría de la experiencia clásica es la de un
espacio dividido. Pero hay sobreimpresión de dos líneas que
responden a dos interpretaciones del orden que no hay
que transgredir: la prim era (correspondiente a la significa
ción históricamente primigenia del encierro) lo sitúa del lado
de la comunidad económica de trabajo que hace circular los
bienes y las riquezas (división ociosidad/trabajo). La segunda
lo desplaza hacia el lado de la familia burguesa poseedora de
los verdaderos valores, que define en su justa corrección las
conductas sexuales, religiosas y especulativas (división ra
zón/sinrazón).
La prim era división (primera población internada: el pue
blo de la miseria) postula como polo positivo de referencia la
comunidad de los activos, a través de la designación de los
elementos opuestos: mendigos, vagabundos, menesterosos,
desocupados, desharrapados, etcétera. El pueblo de la mise
ria ya no es, como lo era aún en el Renacimiento, portador de
una positividad mística inquietante y culpabilizante. Es un
foco de desórdenes posibles: “Por lo tanto, ya no puede tratar
se de exaltar la miseria en el gesto que la mitiga, sino
simplemente de suprimirla” (I, p. 94). Si bien se debe seguir
proporcionando asistencia, según los preceptos de la Iglesia,
quien se hará cargo de su regimentación para proteger el
orden público es el Estado. La pobreza ya no es una cuestión
de salvación en una dialéctica trascendente de la caridad, sino
un problema que se despliega en la inmanencia de los asuntos
públicos. Una preocupación similar hará de los lugares de
encierro otros tantos sitios en los que ubicar a los desemplea
dos durante los períodos de crisis. En muchos casos, finalmen
te, esos lugares cerrados serán centros de trabajo forzado que
someten a la hez social a la gran ley redentora del esfuerzo. La
gran proscripción de un mundo burgués productivo que dibu
ja el rostro de su otro designa tres grupos de población: los
menesterosos, los desocupados y los ociosos. El rigor de la
división autoriza síntesis morales apresuradas y un desplaza
miento incontrolado de los atributos: se confunden indigencia
y pereza, desocupación y holgazanería, problema económico y
problema moral. La locura, cuyo destino todavía está ligado al
de la miseria, ya no se percibe como anunciadora de trascen
dencias imaginarias, sino como rebelde a las coacciones del
trabajo.
Con el uso, la población a la que apuntan los decretos de
encierro se situará cada vez más en oposición al grupo social
dominante, ya no identificado con la sociedad de los trabaja
dores sino con la familia burguesa: “La institución familiar
traza el círculo de la razón” (I, p. 144). Se condenará entonces
un conjunto articulado de comportamientos que transgreden
las normas de una sexualidad honesta, una conducta religiosa
ortodoxa, una reflexión bien pensante. El mundo de la sinra
zón, negativo moral del hogar burgués probo, señalará a
quienes la familia (o la vecindad inmediata) pretende hacer
encerrar porque manifiestan una sexualidad considerada
escandalosa (licencia, homosexualidad, relaciones inconfesa
bles, matrimonios vergonzosos) y se entregan a prácticas
contrarias a la religión cristiana (blasfemias, magia y hechi
cería) y, por último, a los libertinos especulativos, cuyo pensa
miento se aventura más allá de los límites definidos por los
bien pensantes. Se trata, en definitiva, de aquéllos a quienes
Foucault reúne en el “mundo correccional” (capítulo m). Son
conductas ya denunciadas en el Renacimiento. Pero entonces
se las reprobaba como actitudes sacrilegas y no como conduc
tas contrarias a la moralidad. A partir de esta reinterpreta
ción laica de la transgresión, esos comportamientos se repri
m irán con violencia, como signos de mala vida que exigen una
corrección. Se apunta a una región de desorden (indistinta
mente, desorden del espíritu o de las costumbres) que se
quiere eliminar, a defectos que se quiere suprimir, a faltas que
se quiere corregir. Ya no son crímenes que atentan contra lo
sagrado: son infracciones a las buenas costumbres y a los
códigos sociales elementales.
En relación con los comportamientos sexuales, las profana
ciones y el libertinaje, Foucault no deja de prolongar el mismo
análisis (cf. “una sodomía ahora desacralizada”, I, p. 141; “la
magia queda vacía de toda su eficacia sacrilega”, I, p. 152; “el
libertinaje ya no es un crimen”, I, p. 156). El ámbito de los
comportamientos prohibidos fue primitivamente delimitado
por una inquietud ante las potencias de lo sagrado y los po
deres sombríos de la transgresión; luego, en la edad clásica,
por una sensibilidad escrupulosa frente a las reglas de las
buenas costumbres. En la época moderna, será investido por
unas ciencias positivas que quieren ver en él la actuación de
determinismos naturales: “Sin duda es obra de la cultura
occidental, en su evolución en los tres últimos siglos, haber
fundado una ciencia del hombre sobre la moralización de lo
que antaño había sido para ella lo sagrado” (I, p. 150). Desde
la Edad Media hasta la época moderna, un mismo conjunto de
contenidos se interpreta sucesivamente como sacrilegio, falta
moral y enfermedad (límites de lo profano y lo sagrado, lo
razonable y lo desrazonable, lo normal y lo patológico). La
línea de división trazada por la comunidad moral clásica aún
autoriza, en la unidad del anatem a pronunciado, síntesis
morales generosas. El loco, asimilado a esas conductas de
sinrazón, adopta en ellas una figura de perversión moral.
Atrapada en la red del mundo de sinrazón poblado de figuras
concretas (el disoluto, el pródigo, la prostituta, el brujo, el
libertino, etcétera), la locura cambia de modo de aprehensión.
Ya no se la experimenta como obsesión (obsesión imaginaria
de ese fondo caótico del mundo en que las formas se deshacen)
o equívoca dialéctica en los juegos escépticos de la razón: “Por
el mero movimiento de la internación, la sinrazón queda
separada: separada de los paisajes en que siempre estaba
presente; y, por consiguiente, hela aquí localizada; pero sepa
rada también de sus ambigüedades dialécticas y, en esa
medida, circunscripta en su presencia concreta. Ahora se
toma distancia para que se convierta en objeto de percepción”
(I, p. 163). En virtud de la distancia que ahonda el encierro, se
vuelve objeto de una percepción moral que la designa en su
presencia sensible inmediata. Una condena moral despliega
la locura en su dimensión de objeto. La ciencia del psiquismo
se agotará inútilm ente en purificar la objetividad de todo a
priori moral, porque en el caso del ego psicológico, una
distancia de anatem a define igualmente su campo trascen
dental.
Gracias a una asignación geográfica común, el encierro del
loco indica suficientemente su nueva identificación con los
hombres de sinrazón. Una percepción ética le sirve de revela
dor (capítulo “Les insensés”). La locura no es enfermedad, es
m ala voluntad: “El secreto de la locura se encuentra en
definitiva en la calidad de la voluntad y no en la integridad de
la razón” (I, p. 213; por eso, en la época clásica, lejos de
declarar en absoluto inocente al sujeto que sería su “víctima”,
la locura siempre es al mismo tiempo falta, crimen, mentira).
Como la razón m ism a,19 la sinrazón sólo es posible desde la
apertura de una elección ética. No es únicamente lo inmoral,
sino lo que ha escogido la inmoralidad. Sin embargo, esta vez
dentro de los lugares de encierro, ciertas prácticas específicas
apuntan al loco (exhibiciones públicas - “la locura se convirtió
en una cosa para m irar”, I, p. 231- y tratam ientos “inhum a
19 “En la era clásica, la razón nace en el espacio de la ética” (I, p. 222);
“la división razón-sinrazón se cumple como una opción decisiva en la que
se juega la voluntad más esencial y tal vez más responsable del sujeto” (I,
p. 220).
nos”, I, pp. 231-235). Estas últimas se adecúan a una percepción
del loco como “animalidad”. Puesto que la elección de la locura
lo ha expulsado a los bordes externos de la humanidad (en el
hombre, la animalidad es el “límite de su naturaleza” -I, p. 235,
n. 1—, un “límite no accidental sino esencial”, I, p. 245). Y de
acuerdo con la intuición central de la experiencia clásica, este
límite ya no da acceso a unas potencias otras sino a lo negativo
(“la animalidad se percibió como negatividad, pero natural”,
I, p. 240; expresada en la forma de una libertad desatada, esa
negatividad del animal se opone a la asimilación moderna del
loco y el animal en el marco de la necesidad de mecanismos
naturales). H asta el Renacimiento, la presencia sorda de la
animalidad en el hombre era lo que lo religaba a “las potencias
subterráneas del mal” (I, p. 239). En la era clásica, “el animal en
el hombre ya no tiene valor de indicio de un más allá” (I, p. 235).
Es la bestialidad del loco: una libertad desencadenada como
potencia infinita de destrucción y furor, contranaturaleza
feroz que deshace en la violencia el orden natural. La anim a
lidad del loco designa en él una contranaturaleza. Esta arti
culación inm ediata de la humanidad con la animalidad, cuya
exhibición constituye el loco, abre “la posibilidad perpetua de
la sinrazón” (I, p. 251). En efecto, lo que ésta manifiesta es la
posibilidad original de situarse en un retiro absoluto al m ar
gen de la verdad del Ser. Ese peligro en que zozobra la
sinrazón (“límite absoluto de la razón encarnada”) impide en
la era clásica cualquier reducción de la locura a una mera
alienación psicológica: “En esas condiciones, ¿cómo podría
estar la edad clásica a la escala de un acontecimiento psicoló
gico e incluso a la medida de un patetismo humano, siendo así
que constituye el elemento en el cual el mundo nace a su
propia verdad, el dominio dentro del cual la razón tendrá que
responder de sí misma?” (I, p. 250-251). La locura dem uestra
la posibilidad de una retirada absoluta de la que uno ya se ha
despegado desde siempre, habida cuenta de que tiene acceso
a la verdad del Ser en el elemento calmo de la razón. Pero esa
conjura prim era instituye la locura como principio negativo
de la razón (aquélla indica la región anterior a la división en
que el hombre, antes de constituirse como razonable, está
todavía en contacto con su animalidad negativa) y principio
positivo de la sinrazón (el hombre puede resultar culpable de
todos sus defectos morales porque originariamente existe en
él la articulación con una animalidad, como defecto del ser
verdadero). Pero el loco, en cuanto es la manifestación pura de
ese vuelco de la humanidad hacia la animalidad, linda con las
formas monstruosas de la inocencia. Es la encarnación (ino
cente como tal) del principio de la culpabilidad: “Él ¡el loco] es
al mismo tiempo decadencia última y absoluta inocencia” (I,
p. 246). De tal modo, se ve sim ultáneam ente condenado, con
la libertad del vicio, como un agente entre otros del mundo
culpable de sinrazón, y violentamente exaltado, dentro de esa
región proscripta, como contranaturaleza, animalidad, liber
tad negativa (es el principio inocente de sinrazón).
El encierro en el hospital general no tiene ningún valor
médico- No hay presentimiento alguno, ni siquiera oscuro, de
la internación psiquiátrica en la conciencia social de la sinra
zón. Si en el hospital general hay médicos, están menos para
curar a la población correccional que para proteger la salud
pública. No obstante, en pleno siglo xvn podemos encontrar
una experiencia de la locura como enfermedad: en la medida
en que se admite que son curables, algunos locos son enviados
al Hótel-Dieu [hospital] para recibir tratam ientos (capítulo
“Expériences de la folie”). ¿Signo precursor de los tiempos
modernos, premoniciones geniales que se oponen al oscuran
tismo ciego de! encierro? De todos modos, el 1oco como en fermo
no es una creación del siglo clásico: desde fines de la Edad
Media, aquél, ya aislado como personaje, era el objeto, sin
duda bajo la influencia de la cultura árabe, de la solicitud de
un humanismo médico (I, pp. 187-191). La experiencia propia
mente clásica (la que sienta las bases de una percepción
psiquiátrica de la locura) quita precisamente al loco, al con
fundirlo con todos los hombres de sinrazón, esa individuali
dad médica que había adquirido durante el Medioevo. El
Hótel-Dieu no es más que el testigo-vestigio de una captación
médica antigua de la locura, que subsiste paralelamente a la
práctica pol icial. Esas prácticas médicas se asocian a una viej a
conciencia jurídica de la locura (cuando su reconocimiento
exigía un diagnóstico médico) transm itida por el derecho
romano y el derecho canónico, y son el lugar de elaboración de
categorías finas que miden los grados de capacidad del sujeto
de derecho y relativas a la libertad civil.
Esta vez, los problemas de conocimiento y reconocimiento
del loco comprometen respectivamente una conciencia enun
ciativa y una conciencia analítica de locura (segunda parte de
la tesis). Estas dos experiencias tienen una estructura simé
trica. En el caso del reconocimiento (problema filosófico de la
razón y la locura como esencias), se trata de una percepción
concreta del loco a partir de la confesión de imposibilidad
teórica de determ inar la locura y, en el caso del conocimiento
(problema médico de la racionalidad de las especies naturales
de locura), la cuestión es determ inarla positivamente, pero a
partir de una analítica abstracta de la enfermedad, sin que
entre en consideración el loco como figura concreta. Estas dos
series se ajustan además al prestigio de la experiencia clásica
fundam ental (la sinrazón como paradójica manifestación de
un no ser), que a través de este examen de los enunciados se
revelará más “legible” (I, p. 274).
Los filósofos del siglo xvm identifican de inmediato a un
loco, en el momento mismo en que renuncian a efectuar en el
nivel especulativo la división, para ellos inasible, razón/
locura. La presencia sensible del loco se destaca contra un
fondo de ausencia de una teoría de la locura (I, pp. 278-284).
La estructura del reconocimiento filosófico resuelve esa para
doja (capítulo “La trascendance du délire”). En un primer
momento (Foucault vuelve a citar las Meditaciones de Descar
tes, I, p. 284), la oposición a la locura (para una razón como
norma de lo razonable) es inmediata: la siento como contrarie
dad en relación con mis certidumbres de sujeto razonable. El
loco es quien ha perdido la razón. El ahondamiento de esa
distancia revela un espacio vacío en el que se inscribirán (esta
vez para una razón como principio racional de juicio)20 los
signos diferenciales que me presentan objetivamente otras
tantas m aneras de no ser razonable, en unidades discretas,
señalables. La distancia negativa (sinrazón) es colmada por
las referencias diferenciales que establece mi razón judicante.
Así, pues, reencontramos en la estructuración misma de la
conciencia perceptiva filosófica la experiencia clásica de sin
razón: una negatividad (ausencia total de determinación
teórica de la locura, abismo abierto por la conciencia razona
ble de no estar loco -el loco como contrario-) que se manifiesta
(signos sensibles, inm ediatamente identificables y diferen
ciales de la locura -el loco como diferente-).
Esta vez, la atribución de las causas de la locura (I, pp. 334-
371) se efectúa según la distinción de las causas próximas
(anatomía cerebral) y las causas lejanas (que engloban todas
las influencias, desde la historia personal del enfermo hasta
los ínfimos movimientos del cosmos). La unificación de ese
20 Sobre las “estructuras de lo razonable” y las “estructuras de lo
racional”, cf. p. I, 286.
doble sistema causal se realiza en el nivel de la “pasión” como
punto de confusión irreductible del alma y el cuerpo. Pero
todavía no hay aquí nada más que el enunciado de condiciones
quepermiten la locura. El momento de su constitución activa
se presenta recién a partir del lenguaje. No estoy loco si me
creo muerto (a todos nos pasa en los sueños), sino si, al afirmar
estarlo, me niego a comer, aferrado al hecho de que los
muertos no comen: “Ese discurso fundam ental abre las puer
tas de la locura” (I, p. 367). La locura es la organización de
razonamientos lógicos en torno de un núcleo de representacio
nes quiméricas. En el corazón de cualquier locura se encuen
tra siempre la sintaxis vacía de un discurso que articula
formas lógicas con imágenes oníricas, espectros irreales: “El
lenguaje es la estructura primera y última de la locura. Es su
forma constituyente” (I, p. 370). El delirio (que informa hasta
el gesto obsesivo) aparece en la experiencia clásica fundamen
tal como principio mismo de la locura. No depende ni del alma
ni del cuerpo, pero ritm a furiosamente sus relaciones. Esta
articulación de la locura con su lenguaj e funda, según Foucault,
la relación del psicoanálisis con la experiencia clásica: “ser
justo con Freud” (I, p. 528) es, para Foucault, reconocer que da
un nuevo impulso a la tradición clásica de aprehender la
locura a través de lo que ella dice y definirla primitivamente
como “delirio”. E star loco es llenar de imágenes irreales unas
proposiciones lógicas, enunciar el sinsentido con claridad
discursiva, m anifestar una nada: “En el fondo, al unir la visión
y el enceguecimiento, la imagen y el juicio, el fantasm a y el
lenguaje, el sueño y la vigilia, el día y la noche, la locura no es
nada. Pero su paradoja consiste en manifestar esa nada,
hacerla estallar en signos, en palabras, en gestos” (I, p. 378).
Se comprende que la razón pueda hallar en la sinrazón su
mayor cercanía y su mayor lejanía: su negación inmediata
revelada en el perfil de su propio rostro. La sinrazón, sinsentido
oscuro ofrecido al sol del lenguaje, se deja describir como
deslumbramiento. El loco no está privado de razón, está deslum
brado: ve, pero lo que ve es justam ente nada. Por sí sola, la luz
lo ciega. Por fin, tenemos aquí claramente enunciada (y Foucault
puede citar las últimas palabras de Orestes en Andrómaca) la
estructura de la experiencia clásica de locura que ya realizaban,
pero muy indirectamente, las prácticas de encierro de los
insensatos, y la conciencia perceptiva del personaje del loco.
Foucault retoma una vez más la demostración, en el plano
de las categorías nosológicas (capítulo “Figures de la folie”).
La caracterización de las especies de locura se somete siempre
a las exigencias de la intuición de una locura como “nada”,
sobre todo en el caso de la categoría de “demencia”; la “m anía”
y la “melancolía” se ordenan más bien de acuerdo con una
lógica imaginaria de los elementos (Foucault recupera enton
ces un estilo de estudio cercano a los análisis de Bachelard),
m ientras que el grupo de la “histeria” y la “hipocondría”
asegura la penetración de los valores morales en el diagnós
tico médico con el que sabrá jugar tan bien la psiquiatría del
siglo XIX.
N a c im ie n t o d e la e x p e r ie n c ia m o d e r n a
d e la l o c u r a
A r q u e o l o g ía d e la p s ic o l o g ía
La m á q u in a a s il a r
En septiembre de 1973, en el Collége de France, Foucault
retoma el examen del dossier de la locura.27 Los años previos
26 El juego de oposiciones mediante el cual Foucault caracteriza la
anatomía de Bichat en El nacimiento de la clínica reproduce el de la
introducción a Binswanger, en referencia a la expresión lírica: “La expresión
lírica [...] sólo es posible en esta alternancia de luz y oscuridad [...] en esas
pulsaciones del día y la noche” (“Introduction”, op. cit., pp. 96-97). Reaparece
lo que Foucault había determinado como una de las tres dimensiones
originarias de la existencia, para caracterizar la experiencia antropológica
del siglo XIX gracias a la cual el hombre se abre a la luz de su verdad a partir
de su noche: “Esta experiencia médica está por eso mismo emparentada con
una experiencia lírica que buscó su lenguaje desde Holderlin hasta Rilke”
(Naissance de la clinique, op. cit., p. 200).
27 Los cursos de Foucault en el Collége de France están en proceso de
publicación en la colección “Hautes Études” de Gallimard-Seuil (en 1997
(desde 1970) habían estado consagrados a los mecanismos de
la pena en la Antigüedad griega (estudio del paso de una
justicia arcaica basada en una prueba de fuerzas a una jus
ticia clásica que exigía testigos oculares) y en la edad clásica
(genealogía del principio penitenciario a lo largo de los siglos
x v ii y xvm). El curso del ciclo lectivo 1972-1973 (“La société
punitive”) anuncia sobre todo la aparición de Vigilar y casti
gar al introducir los conceptos, escrupulosamente delinea
dos, de “delincuencia”, “ilegalismo” y principalmente “po
der”. No obstante, en la primavera de 1973, la institución
“prisión”, como tecnología punitiva específica (distinguida
del encierro clásico) e históricamente datada (siglo xix),
todavía está esencialmente determ inada por una referencia
lejana a la clausura monástica, un recurso abstracto al
esquema capitalista dominante. Esos elementos teóricos de
explicación se presentan aún como “no integrados”. Todavía
faltan dos conceptos decisivos, que sólo un reexamen de la
locura, el asilo y las pericias psiquiátricas (cursos de 1973 a
1975) hará surgir en su nueva pertinencia: los de disciplina
y norma. Recién entonces encontrará Foucault un punto de
concentración teórica para sus estudios sobre lo penitencia
rio, que le perm itirá cerrar su obra sobre la prisión. No
obstante, durante esos dos años aborda otros aspectos (estu
dios sobre las mujeres histéricas, los monstruos criminales,
los niños perversos). Éstos informarán los títulos de los
volúmenes de una historia de la sexualidad occidental mo
derna que Foucault promete en 1976 pero nunca escribirá.
En el dorso de las prim eras ediciones, encontramos el si
guiente plan como continuación de La voluntad de saber: 2,
La Chair et le corps [“La carne y el cuerpo”]; 3, La Croisade
des enfants [“La Cruzada de los niños”]; 4, La Femme, la mere
et l’h ystérique [“La mujer, la madre y la histérica”]; 5, Les
Pervers [“Los perversos”]; 6, Populations et races [“Poblacio
nes y razas”]. Los dos años de seminarios sobre “el poder
psi quiátri co” y “los anorm ales” ti en en por lo tanto un a impor-
tancia doble e inversamente simétrica: en ellos se introduce
una conceptualización del poder disciplinario que estructura
positivamente Vigilar y castigar como el primer tomo de la
apareció un primer volumen, "II faut défendre la société”) [en 1999 apareció
otro: Les Anormaux; traducciones castellanas: Los anormales, Buenos
Aires. FCE, 2000; "Hay que defender la sociedad", Buenos Aires, FCE, de
próxima aparición (N. del T.).]
Historia de la sexualidad; por otra parte, se elaboran en ellos
unos contenidos históricos que nunca hallarán una inscrip
ción definitiva en la obra escrita de Foucault. Proyecto muy
pronto abortado en el tedio de esos libros de sombra. Con el
transcurso de los seminarios públicos, sin embargo, el análi
sis de la locura se ve desbordado por el proyecto más amplio
de una genealogía del anormal.
Foucault retoma el estudio del archivo psiquiátrico en el
punto en que lo había abandonado en su Historia de la
locura...: el Tratado médico filosófico de la alienación mental
de Pinel. Casi podríamos creer que se repite.28 Puesto que
una vez más se arranca a la figura del gran médico de asilo
su m áscara de humanismo benévolo, de solicitud preocupa
da, para denunciar en el gesto que pretende curar una
operación de poder. No obstante, se introducen nuevas grillas
de lectura que desplazan el conjunto de los análisis: el juego
dialéctico de la alienación que guía el encuentro viciado del
loco y su curador es sustituido, en el estudio de las escenas
terapéuticas (el tratam iento moral de Pinel en Leuret), por el
orden disciplinario de una m áquina asilar (como condición de
una buena relación, con el objeto en el caso del médico, y
consigo mismo en el del enfermo). En efecto, durante el otoño
de 1973 cobra cuerpo el médico de asilo. Foucault describe un
espacio asilar trenzado en todos los sentidos por el cuerpo
superpoderoso del médico jefe, relevado a su vez por los
vigilantes y los servidores (presencia en red). Presencia
envolvente de ese cuerpo sabio que inviste todo el espacio y
se sutiliza en una gigantesca m irada de inquisición absoluta
(todo le será informado). En tanto que la Historia de la
locura..., en una abstracción dramática, no rescataba de
Pinel y Tuke más que la interiorización de la gran división
clásica mediante unas terapias humillantes, aquí Foucault
se m uestra atento a los dispositivos concretos, a los efectos
arquitectónicos del panóptico asilar. Señala en el funciona
miento del asilo la puesta en ejecución de un poder discipli
28 No obstante, para indicar la distancia con respecto a sí mismo,
Foucault, al terminar el curso inaugural de 1973, expone una crítica franca
de Historia de la locura...: en su opinión, esta primera historia no va más allá
de un análisis de las representaciones (en el momento en que habría que
estudiar un dispositivo de poder) y se apoya en nociones gastadas (la
violencia -como si frente a ella pudiera existir un poder puro que no fuera
físico- y la institución, que nunca es previa sino que supone una táctica
general de poder).
nario que conquista una nueva supremacía sobre el antiguo
poder de soberanía.29 Foucault ya no busca, como lo hacía en
la Historia de la locura..., una experiencia fundamental
como elemento de sistematización de los gestos y los discur
sos, sino una táctica general de poder como foco de producción
de saberes y prácticas. El asilo psiquiátrico del siglo xix se
presenta como campo de fuerzas, en el que se trata de
dominar al loco: “Espacio cerrado por un enfrentamiento,
lugar de una justa, campo institucional en el que lo que está
en juego son una victoria y un sometimiento” (Résumé de
cours, París, Julliard, 1989, p. 58). En su opinión, la locura ya
no es pensada, como en el siglo clásico, como vértigo del error,
sino como insurrección de fuerzas. Con ello, curarse no es ya
restablecer un pacto con el orden verdadero de las cosas, sino
someterse a la voluntad dominadora del alienista. El acto
terapéutico se piensa como una batalla (“proceso, por ende,
de oposición, lucha y dominación”, p. 57). En la organización
del asilo no hay nada que haga pensar en los modelos
hospitalarios en que la observación, el diagnóstico y la inter
vención médica se ajustan a una verdad de la enfermedad en
la mostración organizada de su espectáculo. En el caso de la
locura, no se trata de visibilidad desplegada de la especie
mórbida, sino de luchas y resistencias: el loco contra el
médico. El saber psiquiátrico se ilustra entonces en el relato
de escenas de enfrentam iento en las que se enum eran las
estrategias y artim añas que deben llevar a la victoria del
médico, vale decir, a la curación del loco. Pero ya no volverán
a encontrarse los procedimientos de la edad clásica mediante
los cuales se intentaba anular el error supuesto de la locura
objetivándola (por ejemplo cuando, para hacer que se desva
neciera, se trataba de realizar un delirio de persecución
representándolo en un teatro ante el perseguido). El núcleo
duro de la locura no es ya la ilusión del delirio, sino una
voluntad malvada: “La locura se percibe menos en relación
con el error que en relación con la conducta regular y norm al”
(p. 56).
29 La escena de terapia activa del rey Jorge ni, a la que hace referencia
Pinel (capítulo 7 de la sección v del Tratado), simbolizaría ese pasaje
(caducidad del viejo poder de soberanía marcada por la impotencia del rey
loco decrépito, azorado y desnudo; emergencia de la disciplina en los gestos
autoritarios de los dos pajes vigilantes, anónimos y mudos).
DELIRIO DEL INSENSATO
O ESCRITURA LITERARIA:
UN LENGUAJE SIN ORIGEN
L a l u z d e la s pa la b r a s
Tenemos los libros de Roussel (La Vue,Le Concert, La Source)
que no fueron escritos según el “procedimiento”. ¿Se escribie
ron entonces de acuerdo con otros procedimientos no revela
dos en la obra postuma? Foucault no lo cree. Bien podría
pensarse, sin embargo, que esas obras no son ajenas s l L o c u s
Solus oImpresiones de Africa, aunque sólo sea por el efecto de
simetría que las opone sistemáticamente: por un lado, unas
prosas descriptivas sobre las que se nos dice que se apoyan en
procedimientos poéticos; por el otro, largos poemas en verso
que exhiben muy prosaicas descripciones. Diferencia pura
mente formal, no obstante. Habría que comprender, sobre
todo, de qué manera esas poesías revelan una relación deter
minada del ver y el hablar que dibuja secretamente la “geo
m etría fundamental del Procedimiento” (Raymond Roussel,
p. 126). Esos largos poemas son “espectáculos” (p. 133), des
cripciones desmesuradamente cuidadosas, fantásticamente
minuciosas. Su organización, empero, los hace imposibles
para la mirada. La visibilidad ya no se concreta en ellos como
encuentro feliz de las cosas y la mirada. Lo que Roussel
describe es la pesadilla del dogmatismo objetivo denunciado
por Merleau-Ponty en su Fenomenología de la percepción:
cosas que se dan masivamente a la m irada de un sujeto
receptor impersonal, una visibilidad absoluta como simple
efecto del Ser, sin profundidad ni perspectivas generadas por
la presencia de un cuerpo viviente. En La Vue, las descripcio
nes meticulosas de Roussel nos ofrecen una “visibilidad sin
lagunas”, pero que “no se ofrece a nadie”, “un universo
sin perspectiva” en el que las cosas se entregan con “una
esencial ausencia de medida”. Se establece una relación entre
luz y lenguaje que ya no está regida por la exigencia de una
m irada de carne:
Visibilidad fuera de la mirada. Y si se tiene acceso a ella a
través de una lente o una viñeta, no es para señalar la
presencia de un instrumento entre el ojo y lo que ve ni para
insistir en la irrealidad del espectáculo sino, gracias a un
efecto retrógrado, para poner la mirada entre paréntesis y en
otra escala. En virtud de ese desfase, el ojo no se sitúa en el
mismo espacio que las cosas que ve; no puede dictarles su
punto de vista, ni sus hábitos, ni sus límites, (p. 136.)
Una escritura rigurosamente descriptiva se descubre aje
na a todos los cánones de una conciencia percipiente.
Existía una composición clásica de la luz y el lenguaje: éste
deja ver con claridad, pero suponiendo siempre un antes del
lenguaje. Momento mítico en el que las cosas, sumergidas en
una luz gris, esperan, para levantarse, su nombre, que las
ilum inará de uno a otro lado y las hará transparentes. Pero
ese nombre, a su vez, sólo debe su virtud de iluminación a una
concesión más antigua: el Verbo luz de la tradición joánica o
la experiencia de los sensualistas. Aquí y allá, la configuración
es la misma: las palabras y las cosas separadas, y entre ellas
ese movimiento ambiguo de iluminación. Se permiten mu
chos juegos, pero el lenguaje nunca debe su capacidad de dejar
ver sino a una luz que lo precede. “Pero yo [Foucault] procuro
saber si no hay [en Roussel], sólidamente enterrada, una
experiencia en la que Sol y Lenguaje...” (p. 200). Roussel
desplaza los regímenes de luz, la división aceptada de la
sombra y el resplandor. Las descripciones de La Vue, La
Source y Le Concert se vuelven atípicas en su banalidad
espléndida. Es que en ellas ¡a luz se ajusta exactamente a las
palabras. No hay ningún juego de imprecisión, de vaguedad,
de sombra de lejanía que nos haga sentir el laborioso esfuerzo
de una articulación de las frases con un espectáculo dado con
antelación: “Ser visto nunca es un efecto de la mirada: es una
propiedad de la naturaleza cuya afirmación no conoce límites”
{p. 139). El efecto de banalidad es inmenso: ninguna emoción
de descubrimientollega nunca a realzar la presentación de las
cosas, que se entregan sin que verdaderam ente se las encuen
tre. Un dispositivo simple produce el tedio desmesurado de
esos poemas: ninguna luz precede al lenguaje de las cosas.
Éstas se dicen y se llevan a la luz con un solo movimiento.
Deletrean exactamente su visibilidad. Roussel no intenta
imprimir a una discursividad lineal la organización compleja
de lo sensible. El movimiento es el de un inventario o un
catálogo. Lo visible se ofrece exactamente palabra por pala
bra. Tomemos la descripción de un conductor de ómnibus: “Es
fuerte y musculoso; su sombrero, de forma alta, / Está sólida
mente hecho, es grande, excesivo, enorme; / Su librea tiene
mucha tela y longitud; [...] El cochero es un tipo gordo, calmo
y bonachón; / Su figura plácida, inofensiva y abundante, / Le
da un aspecto extraño de pepona” {Le Concert). Toda la
riqueza de lo sensible se nos entrega a granel, por unidades
discretas entregadas en pequeños paquetes de palabras en
que nada sobresale: sensible ajustado a los contornos exactos
de los adjetivos. El tacto de la librea, su longitud mensurable,
la corpulencia del cochero, su figura, todo se nos da sin
jerarquía ni restricción algunas. Todo lo sensible se desgrana
en el gota a gota de las palabras que caen. Y aun lo invisible:
“Siempre cuenta la verdad sin disfraces; / Su franqueza io
hace al mismo tiempo crédulo; / Si se le dijera: ‘Es de noche’
cuando el reloj de péndulo / Marca las doce en punto de la
mañana, contestaría: ‘¡De veras!’/ Porque jam ás puede supo
ner que se le m iente,/ Que se disimulan los pensamientos o se
lo engaña; / Nunca quiso creer que en ciertos casos / Se
corrompe a la gente por una suma de dinero”.
La psicología del cochero -ilustrada mediante una escena
ficticia en que se incorporan algunas voces im aginarias-, sus
actitudes existenciales -acopladas a años de experiencia-,
todo se nos da con la gordura de su figura y el largo de su librea.
Sin transición ni pasaje marcados. Prolijidad indefinida de
ese visible “insólito y hablador” (p. 145) que va mucho más allá
de los límites en que una conciencia podría ofrecerse como
espectáculo. Puesto que aquí no se intenta la expresión verbal
de un espectáculo mudo. El lenguaje prosigue un inventario
y tej e con el mismo hilo las regiones de lo visible, lo imaginario,
el tiempo pasado, las profundidades interiores. Todo está
presente en la superficie, en la luz gris de una discursividad
monótona. Es que nada precede al lenguaje: ningún contacto
iluminador con las cosas, ningún Verbo alumbrador y prime
ro. El lenguaje es su propia luz. Más aún: la visibilidad de las
cosas se ofrece en la estela de su enunciación como el efecto,
la huella de aquél. No hay nada oculto ni mudo. El lenguaje
(pese a que toda una literatura encontraba en ello su justifi
cación más decisiva) ya no tiene que acercarse a lo invisible o
lo indecible. Únicamente devanar su tram a cansada: “Es el
procedimiento auroral, en el estado ingenuo y salvaje; el
procedimiento sin procedimiento, tan resplandeciente que es
invisible” (p. 149). El secreto del lenguaje de Roussel reside en
esa escritura que produce a partir de sí sus condiciones de
visibilidad y no recibe su luz de ninguna otra parte, “lo que
hace que el lenguaje téngala misma cuna que aquello de lo que
habla” (p. 147). Secreto de un discurso “en que la tram a de lo
verbal ya está cruzada con la cadena de lo visible” (p. 148).
Pero en los poemas descriptivos ese “Visible Hablante” no
está, como en los relatos en prosa, fijado por un procedimiento
que postule en una exterioridad relativa las palabras y las
visibilidades (puesto que, según el procedimiento de aquellos
relatos, a partir de las palabras se extraen visibilidades). Está
dado por sí mismo, secreto tan notorio que se torna oscuro:
“Debe su absoluta transparencia a ese no develamiento que lo
deja desde el comienzo en la sombra” (p. 132). De tal modo,
para Foucault, los poemas coinciden con Impresiones de
África y Locus Solus: sin duda, todas las máquinas y los giros
prodigiosos se apoyaban, en el detalle de su composición,
sobre frases dislocadas, parejas de palabras sometidas a
alteraciones semánticas extremas. Máquinas “fabricadas a
partir del lenguaje” (p. 85), ofrecen de sí mismas una super
ficie total de visibilidad. Se las describe, pero sólo deben lo que
tienen para m ostrar a la repetición de palabras antiguas.
Roussel lograba hacer surgir escenas con la repetición, el
desdoblamiento, la fractura de las palabras: lo que creíamos
ver como nunca visto era en realidad lo ya dicho.
Con su Raymond Roussel, Foucault pretendía claramente
invertir el meollo problemático de la empresa fenomenológi-
ca: esa experiencia postulada, originaria, en que lo visible
animado de un sentido mudo espera su sublimación por el
logos. El núcleo sombrío del origen actúa en la fenomenología
como elemento de transparencia desde el cual las palabras y
las cosas pueden iluminarse con luces recíprocas. Pero el
lenguaje de Roussel se da como un lenguaje sin origen, que
sólo dej a ver por el juego de sus pliegues: “lengu aj e desdoblado
en cuyo interior se aloja una escena visible producida por la
mera atracción de esta distancia” {RaymondRoussel, p. 155).
Foucault lo ilustra con la imagen del “sol encerrado” (p. 206).
Lenguaje cuyo secreto es no dejar ver otra cosa que sí mismo:
“Es él, con el espacio que dibuja, lo que constituye el lugar de
las formas” (p. 203).
E l s u je to fra g m e n ta d o
Escribir para reencontrarse, reconquistar por fin una identi
dad exiliada, era quizás la tarea, desde San Agustín hasta
Proust, de los grandes relatos autobiográficos. La experiencia
contemporánea de la escritura debería situarse, antes bien,
por el lado del “qué importa quién habla, alguien ha dicho ‘qué
importa quién habla’” de Beckett. No obstante, en los Diálo
gos de Rousseau, ¿la escritura autobiográfica no pone ya en
acción la fragmentación del yo, su disociación desdichada,
maquinada? En su prefacio a ese texto, Foucault da otra
lección.10
En las Confesiones, una subjetividad excepcional, única,
lamenta, al mismo tiempo que la despliega, la serie de impre
siones falsas que dio de sí misma a los otros. A la sazón, no se
busca: sólo se ha perdido para los demás. Y pide a éstos que
aparezcan en la unidad de un yo originariamente bueno, pese
al equívoco de sus figuras sensibles: “En ese sentido, el
lenguaje de las Confesiones encuentra su morada filosófica
[...] en la dimensión del original, es decir, en la hipótesis que
funda lo que aparece en el ser de la naturaleza” (p. 176). Los
Diálogos no van a revelar abruptam ente la experiencia de un
sujeto fracturado. En ellos, el dispositivo de las Confesiones
10 M. Foucault, “Introduction” (1962), en Dits et Écrits, op. cit., t. i,
pp. 172-188. Todas las citas que siguen corresponden a ese volumen.
está simplemente invertido, pero no soslayado. Hay sin duda
un francés anónimo que evoca a un Jean-Jacques criminal
ante un Rousseau honrado que defiende a un virtuoso Jean-
Jacques. Pero el movimiento délos Diálogos se esfuerza hasta
el agotamiento por hacer posible, mediante el juego de los
equívocos, la plenitud, virtualm ente instalada en los intersti
cios de los malentendidos, de un “Jean-Jacques Rousseau”
íntegro. Lo que antaño se situaba en el más acá de una
escritura (la de las Confesiones) que exigía sublimarse en la
lectura en voz alta, en lo sucesivo encuentra refugio en un más
allá vagamente esbozado por la retranscripción de palabras
vivas: “El vértice del triángulo, el momento en que Rousseau,
tras haberse unido a Jean-Jacques, sea reconocido en lo que
es por el francés, y en que el autor de los verdaderos libros
haya disipado al falso autor de los crímenes, no podrá alcan
zarse sino en un más allá, cuando, apaciguados los odios por
la muerte, el tiempo pueda retom ar su curso original” (p. 178).
En consecuencia, por la escritura se juega una vez más para
el sujeto la experiencia de su fundación, simplemente despla
zada en el tiempo. La experiencia moderna ya no se encontra
rá en esa síntesis prometida de la escritura y el sujeto.
De todos modos, no llegaremos al extremo de decir que sólo
una automistificación secular pudo hacer creer al autor que
era sujeto de su obra. Queremos únicamente señalar ciertas
rupturas. En la escritura se produce una nueva experiencia
en la que se hunde el sujeto que la ocasiona: el borramiento en
Mallarmé, el arrancamiento para Bataille, el vacío de Blan-
chot, el desgarramiento en Artaud, el desdoblamiento en la
obra de Klossowski, el sacrificio de Roussel. Esa escritura en
la que uno aprendía a saberse autor, en la que una bella
interioridad se desplegaba a lo largo de una discursividad
iluminadora (es cierto, siempre un poco traicionera, pero el
sujeto se expresaba en ella), hace que pronto se levántenlas
figuras del desasimiento. Mallarmé, sin duda uno de los
primeros, confesaba que la escritura, al mismo tiempo que da
una despedida definitiva a las cosas dichas, i rovoca el borra-
miento de quien las enuncia. Más adelante vendrán esos
relatos insoportables de Bataille en que la dislocación extre
ma de la escritura compromete a su autor. No se trata de que
aquélla sea la expresión más exacta de un éxtasis donde él
tiembla, sino que ese lenguaje es precisamente el que arruina
y dispersa. Lo que hace improbable el lenguaje no es
una experiencia íntima; lo que sucede, en cambio, es que una
experiencia de escritura pronuncia la imposibilidad del suje
to, lo hace callar: “El lenguaje de Bataille [...] se hunde sin
cesar en el corazón de su propio espacio, poniendo al desnudo,
en la inercia del éxtasis, al sujeto insistente y visible que
intentó sostenerlo a pulso y se siente como rechazado por él”
(p. 240). La experiencia de escritura condena a su autor a la
violencia de una “fractura” perpetuam ente prorrogada: “La
obra de Bataille la m uestra [...] en un perpetuo pasaje a
niveles diferentes de habla, por un desenganche sistemático
con respecto al yo [je] que acaba de tomar la palabra e
instalarse en ella” (p. 243).
Blanchot, por su parte, comprueba que la afirmación del
lenguaje, “en su ser en bruto, pura exterioridad desplegada”
(p. 519), se m uestra incompatible con el recogimiento de un yo
[/e]: “El ser del lenguaje sólo aparece por sí mifemo en la
desaparición del sujeto” (p. 521). El verdadero “sujeto” del
lenguaje, más que la antigua mónada, es “una apertura
absoluta por la cual el lenguaje puede expandirse al infinito”
(p. 519). Para Artaud, esta vez, la escritura, siempre minada
por la embriaguez de restaurar las energías del grito y la
violencia de los cuerpos, se convierte para el sujeto en “perse
cución y desgarramiento” (p. 522). Más espiritual, Klossow-
ski, en la indecisión del “Operador absoluto”, obtiene con los
juegos del simulacro (para sus personajes, existir es sim ular
se y sim ular a los otros) relatos en los que ya no se sabe
exactamente quién habla, en los que, antes bien, lo que habla
no son, “sin duda, ni los unos ni los otros, sino en verdad la
superposición de voces que se ‘soplan’ unas a otras” (p. 337).
Comedia de m áscaras en que el yo [je] conoce su multiplica
ción. La obra parece inclusive capaz de exigir de su autor una
derrota concreta, última. Cuando Roussel aplicaba meticulo
sam ente sus procedimientos de escritura para dar a luz
enigmáticos prodigios, lo hacía animado por la idea de que
después de su muerte (pronto, y lo antes posible) aparecería
un texto postumo (Comment j ’a i écrit certciins de mes livres)
con una profundidad suficiente para que sus m aquinarias
opacas, sus enigmáticas construcciones, se ilum inaran co
mo transparentes realizaciones verbales (RaymondRoussel,
pp. 76-77 y 85-86). Cada frase de Roussel, en el momento
mismo en que se escribe, hace un signo ávido a la publicación
iluminadora y postuma: “Una pieza esencial para el mecanis
mo general del procedimiento, el peso que fatalmente pone en
movimiento las agujas y las ruedas: la m uerte de Roussel. Y
en todas esas figuras que cantan la indefinida repetición, el
gesto único y definitivo de Palermo está inscripto como un
futuro ya presente” (p. 76). Acaso nos encontremos aquí lo más
lejos posible de la experiencia de Rousseau. En efecto, en el
mundo saturado de odios y envidias en que proliferan las
incomprensiones (silencio estupefacto ante la lectura de las
Confesiones) y las acusaciones aberrantes (multiplicación de
las máscaras que los Diálogos intentan desanudar), para
Rousseau la única salida posible es su propia muerte, único
operador de purificación. Sólo más allá de la muerte física, que
borra las pasiones, se compondrá naturalm ente la figura de
un Jean-Jacques Rousseau sincero y bueno, tal como se
presenta, muy real y siempre vivo, a través de su obra. La
m uerte de Roussel (que implica la publicación del texto
postumo) asegura por su lado la única consumación de la obra
(en la comprobación magníficamente estéril de que en esos
relatos fantásticos se trataba de su escritura), y ese pobre
enfermito (sobre el que no hay que decir, ante todo, que murió
por su obra, que se sacrificó a ella, sino más bien que la obra
se construía alrededor de esa m uerte como un capítulo)
ocupará su lugar en los anexos del libro postumo en la forma
tan poco gloriosa del informe médico de Janet. Eco irrisorio de
las antiguas Confesiones.
La d is t a n c ia
Paul Ricceur11 definió de m anera perdurable y con justeza lo
que podía comprometer la construcción de los grandes relatos
clásicos: nuestra experiencia temporal, vuelta a desplegar en
una estructura narrativa, recibe a causa de ella un sentido
propiamente humano. Situada entre la praxis de una acción
cotidiana que se deja pensar como relato y las posibilidades de
acción abiertas ante el lector atento, la gran intriga ficcional
desharía las aporías del tiempo.
El relato quizás se consagre a desplegar el tiempo, pero
según la figura que ya esbozaba la gran narración homérica:
repetición del origen (retorno de Ulises a la tierra natal luego
del más largo exilio para el modelo épico; pero diremos
además: estructura cíclica de los pequeños cuentos populares,
La a u s e n c ia de obra
La d is p o s ic ió n
a n t r o p o l ó g ic a
de los saberes
En todas sus páginas sobre la locura, las que nos llevan desde
la “Introducción” de 1954 a los brillantes atajos de Las pala
bras y las cosas (1966), Foucault no dejó de entablar un debate
sordo con la fenomenología, la de las donaciones subjetivas de
sentido. Para superar el marxismo o la psiquiatría clásica
(que entienden la locura como enfermedad: esencia médica
positiva o patología social objetiva), Foucault estaba obligado
a señalar la enfermedad mental como constitución histórica
de sentido sacada de la locura. De tal modo, en su Historia de
la locura... describió “conciencias” de locura y estructuró sus
épocas como otras tantas “experiencias” globales que dispo
nen de los sentidos de ésta. En Las palabras y las cosas, una
vez más, relaciona los sentidos de una locura moderna des
cripta por el psicoanálisis con las intuiciones de los pensa
mientos de la finitud constituyente.
Y sin embargo, en el mismo momento no deja de denunciar
toda fenomenología de la locura, riéndose y burlándose de
ella. Si la locura equivale a una pérdida completa de la
estructura subjetiva, al hundimiento definitivo del sentido,
¿quién podría enseñarla en términos de estructuras intencio
nales? Es como si Foucault tom ara los conceptos de la fenome
nología cuando se trata de pensar la locura como objeto (y se
perm itiera comprender las donaciones de sentido como otras
tantas estructuras de protección, como si con ello se tratase
menos de reaprehender un objeto, de circunscribirlo, que de
precaverse bien de él) y la desautorizara siempre en nombre
del sujeto problemático de la locura. Extraño uso de la
fenomenología, de la que sólo retiene el momento objetivo.
Al mismo tiempo, Foucault necesitaba articular claramen
te, en nuevos términos, lo que quería encontrar a la vez en la
locura y la escritura: experiencias sin sujeto, y le era preciso
enunciar con igual claridad lo que recibía de Nietzsche: el
tem a de una dispersión de los sentidos, sin otro foco de unidad
admisible que la precariedad histórica.
ÍNDICE
A d v e r t e n c ia .................................................................................................................. 7
E l f u n d a m e n t o so c ia l e x is t e n c ia l
DE LAS ENFERMEDADES MENTALES .... ............................. ......... 9
La recusación de una metapatología u n ita ria .......................9
Las formas de la enfermedad m ental.................................. 12
Las condiciones materiales de la enfermedad m ental.... 17
Historicidad del hombre verdadero......................................21
U n a f ic c ió n h is t ó r ic a
DE LAS ÉPOCAS DE LOCURA ........................................................... 27
El prefacio de 1961................................................................... 27
La experiencia de la locura,
desde fines de la Edad Media hasta el siglo xvi.......... 38
La experiencia clásica............................................................. 44
Nacimiento de la experiencia moderna
de la locura........................................................................... 58
Arqueología de la psicología..................................................64
La máquina a sila r.................................................................... 69
D e l ir io d e l in s e n s a t o o e s c r it u r a l it e r a r ia :
u n l e n g u a je s in o r ig e n ....................................................................................7 3
El procedimiento de Roussel.................................................. 74
La luz de las p alab ras............................................................. 80
El sujeto fragm entado.............................................................84
La distancia................................................................................87
La ausencia de o b ra .................................................................90
L o c u r a y f in it u d :
LAS LECCIONES DEL PSICOANÁLISIS............................................... 95
La disposición antropológica de los saberes.........................95
La designación de un modo de ser moderno
de la locura............................................................................. 98
C o n c l u s ió n ................................................................................ 105