Macabro Deseo - Curtis Garland PDF
Macabro Deseo - Curtis Garland PDF
Macabro Deseo - Curtis Garland PDF
Macabro deseo
Bolsilibros: Selección Terror - 318
ePub r1.0
xico_weno 16.01.18
Título original: Macabro deseo
Curtis Garland, 1979
Ilustraciones: Rafael Cortiella
STACY JAGGER
Ni una fecha ni un detalle. Sólo eso. Arrugó el ceño.
—Es una tumba reciente —comentó—. Muy reciente.
—Sí, eso parece.
—Y no hay nada…
—Nada, señor. La fosa está vacía. Se han llevado féretro y cadáver. De eso
no cabe la menor duda.
—Y nosotros vigilando alrededor. Sin ver ni oír nada. Se nos ha escurrido
entre las manos no solamente un ladrón de tumbas, sino también un cadáver con
su ataúd. Esto no tiene sentido. No ha podido suceder.
Pero lo cierto es que había sucedido. De eso, ni el teniente Humphrey ni sus
hombres del Departamento de Policía de la ciudad de Los Ángeles tenían la
menor duda en estos momentos.
Capítulo II
LEE HUMPHREY, teniente de policía de Los Ángeles, recién adscrito a aquel
Precinto de Santa Mónica, era posiblemente uno de los oficiales más jóvenes del
Cuerpo. Habitualmente, vestía con decoro, eligiendo ternos oscuros y corbatas
claras pero no estridentes. Sólo que a veces, su trabajo le exigía dejar las prendas
tradicionales, para llevar simplemente unos tejanos gastados, una camisa sucia o
una chaqueta de cuero.
Entonces, el joven teniente Humphrey podía pasar por cualquiera de los
muchachos de vida irregular que deambulaban por la ciudad, bordeando los
límites de la ley o bien transgrediéndolos repetidas veces. Eran cosas que había
que hacer para cumplir cierta clase de trabajos. No se podía ir por ahí con una
gabardina limpia y un aire de ejecutivo de empresa, si se quería penetrar en el
mundo de los drogadictos, los proxenetas, las prostitutas o los homosexuales.
Esta vez, era diferente. No se enfrentaba a un delincuente normal ni
rutinario, y lo sabía. Importaba poco la forma de vestir o los modales, cuando la
presa a cazar era un posible psicópata dedicado a robar cadáveres de muchachas
jóvenes, abriendo las tumbas de los cementerios más céntricos de la ciudad.
Cuando estuvo de regreso en las oficinas de su Departamento, acababa de
tomar una cerveza y un emparedado de queso y jamón. Era todo lo que había
metido en su estómago aquella agitada noche de vigilancia en las proximidades
de Bel Air Cementery.
—¿Cómo está la chica? —preguntó a un agente de servicio que se llenaba un
vaso de agua del depósito.
—No muy mal —suspiró el policía, meneando la cabeza—. Lo peor ya pasó.
Hemos logrado tranquilizarla. Incluso se ha tomado un café y ha charlado un
rato con el capitán Donovan.
—Vaya, eso está bien —asintió Lee jovialmente—. ¿Y los tipos esos que la
atacaron?
—No dan su brazo a torcer. Siguen pidiendo un abogado. Y niegan que
atacaran a la chica. Insisten en que ella les provocó, y que es una ninfómana
sucia y degenerada.
—Ya hablaré yo con ellos —arrugó el ceño Lee Humphrey con dura
expresión—. Y seguro que cambiarán de cantinela.
—Tenga cuidado, teniente —avisó el policía—. Ya sabe que al capitán no le
gustan demasiado las violencias con los detenidos.
—¿Quién ha hablado de violencias? —rió entre dientes el joven oficial
echando a andar hacia su despacho, haciendo que su interlocutor sonriera
meneando la cabeza.
Ante la puerta encristalada de su pequeña oficina, se cruzó con dos hombres
que salían de ella. Uno, era un hombre alto, delgado, con lentes de montura
metálica y rostro de universitario. El otro, en mangas de camisa, parecía un
boxeador retirado. Llevaba este último un documento en su mano. Lee se
detuvo. Les saludó con un ademán. Ellos le miraron.
—Hola, Lee —saludó el joven de aire estudioso, en cuyas cuidadas patillas
crecían ya prematuras hebras plateadas.
—Hola, Carter —respondió el policía—. ¿Has examinado a la chica?
—Sí. Padeció un fuerte trauma, pero se está recuperando bastante bien. Es
una chica animosa. De todos modos, le he dado un sedante para cuando vaya a
dormir. Supongo que le pondrás alguien para vigilarla por esta noche. Al menos,
para su tranquilidad.
—Claro. Ya lo había pensado. ¿Crees que puedo hablar un rato con ella sin
empeorar su estado?
—Sí, puedes hacerlo —asintió el doctor Carter Larrabee, psiquiatra del
Departamento de Policía, y amigo personal de Humphrey—. Pero no la
atosigues demasiado.
—No pienso hacerlo, doctor —rió él entre dientes. Luego, clavó sus ojos en
el hombre de rostro de pugilista—. ¿Algo nuevo, Avery?
—Mucho —asintió el otro, subordinado del teniente en el Departamento de
Policía—. Y bastante malo, señor.
—Abrevia —frunció el ceño Humphrey—. Estoy habituado a oír cosas
pésimas esta noche. Una más, no empeorará la situación.
—Le aseguro que sí, teniente —le tendió el escrito—. Es el informe del
doctor Slater, el forense. Sobre el examen de la muchacha muerta que robaron
del cementerio el otro día, y que fue hallada posteriormente en las cercanías.
—Vaya… —suspiró Lee, tomando el documento—. Esta noche tendrá más
trabajo nuestro forense, Avery. El hecho se ha repetido con una tal Stacy Jagger.
—Cielos… —resopló el policía de rostro achatado, con un estremecimiento
casi imperceptible, pero que no pasó desapercibido a ojos de su superior—.
Maldito y sucio embrollo. No logro entenderlo, teniente.
—Yo tampoco —confesó Lee, echando una ojeada al informe forense—. ¿Es
esto lo malo?
—Véalo por sí mismo, señor…
Lee no dijo nada. Lo estaba viendo ahora. Y comprendía a Avery. Él también
notó un escalofrío. Alzó la cabeza, seguro de que se había puesto pálido. Su
amigo Larrabee se lo confirmó.
—Has palidecido, Lee —comentó el psiquiatra—. ¿Qué te ocurre?
—Compruébalo por ti mismo —resopló Lee, sintiéndose repentinamente
enfermo—. ¿Qué te parece eso, Carter?
El doctor Larrabee clavó sus grises ojos en el papel, a través de los vidrios de
sus gafas. Lanzó una imprecación. El escrito tembló en sus dedos, habitualmente
firmes.
—Dios mío… —susurró—. No debería existir nada en la mente humana que
pudiera extrañarme u horrorizarme a estas alturas, pero eso…
—Sí, entiendo cómo te sientes. Uno no se tropieza todos los días,
afortunadamente, con un caso así. Es la primera vez en mi vida profesional en
que me enfrento a un ser capaz de… de violar a un cadáver.
Y malhumorado, entró en su oficina, donde esperaba la joven Jane Peters
tomando un café en un vaso encerado, cerrando tras sí con un portazo.
El hombre estaba hundiendo su mano con envidiable agilidad entre los dos
enormes promontorios de carne que eran los senos de la rubia.
Realmente, no resultaba difícil sepultar los dedos en aquel canal profundo y
umbrío que se perdía entre los gigantescos pechos de la mujer. El tipo sudaba
copiosamente, mientras su cuerpo flaco temblaba, a medida que recorría
febrilmente aquellas turgencias relativamente duras u asombrosamente grandes
que palpitaban bajo la blusa.
—¡Dios, qué senos tienes! —Se le ocurrió decir, con muy escasa
imaginación—. Son dos auténticas bombas, nena.
—Ya lo sé —rió ella estúpidamente, con gesto bobalicón en su rostro de
muñeca estereotipada, bajo la peluca rubia ostensible, hinchando cuanto pudo su
torso para convencer al acompañante de turno de que, realmente sus glándulas
mamarias estaban fuera de toda comparación.
Pero el hombre estaba disparado ya. Cualquiera de su clase hubiera estado
igual en una situación así. Sus dedos, ahondando bajo la blusa de estridente raso
rojo, llegaron al ombligo de la rubia.
—Eh, quietas las manos, que una copa no da para tanto, cariño —le avisó
ella con cierta frialdad, aunque dejándose manosear sin objeciones—. ¿Vamos a
un reservado, encanto, donde podrás palparlo todo a tu gusto… e incluso gozarlo
más a fondo si lo deseas?
—Claro, claro… —jadeó el tipo, lúbricamente—. Donde quieras y como
quieras, bombón.
—Vale, pero recuerda: debes dejar ahí el precio de la consumición en el
reservado. Son cincuenta pavos, encanto…
—Sí, sí… —farfulló él, y quizá hubiera dejado con igual placer una sábana
de cien, si ella se lo hubiera pedido. El hombre estaba al rojo vivo, y sus manos
enfebrecidas palpaban ahora cuanto querían, sin que ella protestara. En vez de
eso, se puso en pie, y su corta falda se agitó en torno a sus muslos y nalgas
rotundos, mientras conducía al ingenuo de tumo al reservado de la planta alta.
Poco después, en un angosto recinto, entre cortinas, los jadeos y suspiros del
hombre se entremezclaban con los gemidos de la falsa pasión de la rubia.
Una morena, vecina a la rubia, fumaba lentamente, sentada en otra mesa, sin
compañero que llevarse a un reservado, como era allí lo habitual. Dominó
dificultosamente un bostezo, y cruzó sus bien formadas piernas, enfundadas en
medias de suave tono humo, que hacían juego con sus negras ropas de raso
brillante. La falda, cortísima, dejaba ver no solamente sus redondeados muslos,
sino también el inicio de sus bragas negras, caladas.
—¿Whisky, brandy, un combinado?
Se volvió. La voz sonaba a su lado. Su rostro ovalado, bajo los cabellos
negrísimos, casi azulados, tan falsos como la rubia peluca de su compañera,
reflejó cierta sorpresa. No había oído llegar a su compañero de mesa.
Le observó. Acababa de sentarse. Era joven, alto y delgado. Podía ser
cualquier cosa, desde un funcionario hasta un corredor de apuestas. A ella le
daba igual. Con tal de que fuese generoso…
—Whisky, gracias —respondió, serena—. «Bourbon», por favor.
—Claro —sonrió él—. Yo también.
Pidió las consumiciones. Miró de nuevo a la joven de pelo negro. Parecía
particularmente interesado en sus pupilas color ámbar.
—Nunca me gustaron las chicas morenas —confesó al fin—. Pero sí los ojos
de su color.
—Es muy amable. No soy morena, realmente. Voy a la playa
frecuentemente, eso es todo.
—¿Y el pelo?
—Peluca, claro —rió de buena gana ella.
—Ya. ¿También la rubia de los grandes pechos lleva peluca?
—¿Lynn? —Se echó a reír, mirando a la escalera de los reservados—. Sí,
claro. Es muy observador.
—Sólo con las chicas que tienen algo llamativo. Ella lo tiene —hizo un gesto
ostentoso sobre su torso, y de nuevo hizo reír a la joven de la peluca negra
azulada.
—De eso no hay duda —soltó la carcajada ella—. Han pasado bastantes
chicas por aquí. Ella las gana a todas en medidas torácicas. Creo que tiene
cuarenta y cuatro pulgadas. Algo tremendo, ¿no?
—Depende de cómo se vean las cosas —sonrió su compañero de mesa—.
Particularmente, no soy partidario entusiasta de las mujeres con grandes pechos,
pero admito que son un motivo erótico muy considerable.
—Puede esperarla. No creo que tarde mucho. El tipo que subió con ella
parecía un novato. Seguro que se conformará con los pechos, y nada más. Hay
muchos como él.
—Ya —les sirvieron los «bourbon». El hombre observó la nota y puso un
billete de veinte dólares sobre el plato, junto con una moneda de propina. Luego,
clavó su mirada gris en la muchacha del cabello negro-azul—. ¿Eso es todo en
este local? ¿No van más lejos los clientes?
—Eso, depende.
—¿De qué?
—De lo que esté dispuesto a pagar.
—Entiendo. ¿Hasta dónde llegan?
—Casi hasta todo. A veces, a todo. Eso, depende de las chicas. La mayoría
ceden a lo que sea, si la tarifa les conviene.
—Es lo normal. Supongo que la rubia también…
—Claro. Como todas. Si ese tipo paga bien y quiere algo más que manosear
dos tetas, o morder en ellas como un niño, llegará a donde sea, y Lynn cederá
gustosa. He visto muchas veces las manchas de semen en el lugar donde ella
estuvo sentada antes.
—Usted no se muerde la lengua, ¿eh? —observó el cliente.
—¿Por qué habría de hacerlo? —Se encogió ella de hombros, cansadamente
—. Es lo habitual en sitios así. ¿O ha venido a rezas a un santo?
—No, por supuesto que no —él se tomó un sorbo de su «bourbon» con hielo
y luego la volvió a mirar, pensativo. De su bolsillo sacó un par de billetes. Eran
de cincuenta dólares cada uno—. ¿Y usted?
—Trabajo aquí, ¿no?
—Eso quiere decir que también llegará hasta donde sea. ¿O me equivoco en
algo?
—Mire, le voy a ser sincera —ella aplastó su cigarrillo en el cenicero y se le
quedó mirando francamente, con sus ojos ambarinos y fríos, repentinamente tan
fríos como dos trozos del hielo que tintineaba en los vasos de licor no menos
coloreado de ámbar—. Llevo poco tiempo aquí. No he visto muchas cosas. No
tengo un trasero provocativo, aunque sea firme y bien formado. No poseo unas
tetas enormes, de las que gustan al americano medio, infantil y torpe, ni me he
acostado con ningún cliente… hasta el momento. Más bien resulto flaca para
todos los que vienen aquí. En suma, no soy su tipo. Además, no consentiría
hacer cosas como las que hacen otras. Es decir meter la boca entre sus piernas
para ciertos números sexuales, ni volverme de espaldas para que me hagan nada
por detrás. Sencillamente, si hay que acostarse con un tipo que pague bien, lo
haré. Eso entra en las normas de la casa. Desgraciadamente, hasta el momento,
no he obtenido el beneficio de tales obligaciones, porque nadie me ha
considerado lo bastante atractiva como para meterse conmigo en una cama o en
un sofá de los reservados. Tengo un ultimátum de la empresa: o me acuesto con
un tipo entre hoy y mañana, o tomarán medidas, ¿lo entiende? Todo lo más que
he conseguido, es que un tipo me sobe y me ponga los ojos en blanco al sentir su
orgasmo. Luego, ha pagado y se ha ido, el muy cerdo, sin intentar más. ¿Está eso
bien claro?
—Como la luz del día —aceptó él—. ¿Por qué me cuentas eso? Se supone
que yo podría ser un posible cliente. No te haces demasiada propaganda.
—Digamos que no deseo que exista un cliente así. O que sé que tú no vas a
serlo.
—Pues te equivocas en lo segundo. Lo primero… depende de ti —rápido,
puso el dinero en su mano—. Vamos arriba. ¿Cómo te llamas?
—Monna, Monna Jagger. ¿Y tú?
—Lee, Lee Humphrey —dijo él fríamente, poniéndose en pie.
Capítulo III
—BUENO, ¿a qué esperas?
La miró con fijeza. Era difícil responder a eso.
Ella estaba en la posición en que un hombre no acostumbra a usar palabras
para dar ciertas respuestas. Sus ropas habíanse abierto lo suficiente sobre un par
de pequeños, duros y jóvenes senos que, quizá, no significarían nada para un
obseso dominado por fascinaciones mamarias, pero que resultaban virginales y
suaves como dos leves promontorios de alabastro, rematados en pequeñas y
rosadas fresas.
La falda breve, negra y satinada, remontaba unos muslos ligeramente
delgados, de curva sin embargo bien moldeada, larga como sus pantorrillas.
Entre ambos, una botella de champaña apenas iniciada, y dos copas donde
agonizaban lánguidamente las burbujas.
—Lo siento, Monna —dijo Lee tras un silencio—. Creo que te he engañado
miserablemente. Yo tampoco seré quien rompa tu virginidad en este lugar.
—¿Qué te ocurre? —Los ojos ambarinos centellearon—. ¿Tan mal estoy?
—No seas tonta. Eres la clase de chica que volvería loco a cualquier hombre
normal, sin obsesiones sexuales de ningún tipo.
—¿Y tú no eres normal?
—No sé si lo seré. Pero tú serías la clase de chica con quien yo correría una
aventura.
—Bien. Aquí me tienes. Has pagado. Soy tu aventura. ¿Qué más quieres? Ya
te dije que yo no soy de las que se arrodillan ante un tipo para hacerle juegos
malabares con la lengua…
—Calla. No digas tonterías. Yo no buscaría eso con una chica como tú.
—¿Entonces…?
—Pero tampoco esto. Te he engañado. Lo siento.
—Oh, no. No me digas que eres… marica.
—¿Marica yo? —Lee se echó a reír—. Cielos, no.
—Pues entonces, no lo entiendo —confesó Monna Jagger, perpleja, rozando
mecánicamente los botones rojos de sus senos con los dedos, en un jugueteo que
los iba poniendo erectos.
—Es fácil de explicar. Tu empresa ya no podrá despedirte. Has cumplido con
lo que exigían. O al menos, eso parece. Ellos cobraron su parte, que es lo que les
importaba —miró en torno, a los muros decorados como los de una auténtica
cueva sombría, con telarañas de plástico, luces rojas, e incluso las falsas formas
de unos murciélagos negros, confeccionados con materiales sintéticos—. Pero
vendrá otra vez. Y otra. Y otra más. Y no encontrarás un cliente que, como yo,
trate de ayudarte a conservar este empleo. ¿Por qué no le dices adiós y te largas
de aquí, de una vez por todas?
—No… no puedo —susurró ella débilmente, eludiendo su mirada.
—¿Por qué no? —Suavemente, puso Lee una mano en su muslo satinado—.
Eres dueña de tus actos, ¿no? Hay muchos otros locales en Los Ángeles, mil
veces mejores que éste, donde una chica puede alternar, sin necesidad de verse
obligada a acostarse con nadie.
—Lo sé. Pero no es fácil encontrar trabajo.
—Yo podría encontrártelo.
—¿Tú? —Pestañeó, mirándole—. ¿Por qué habrías de hacer eso por una
chica que ni siquiera conoces? Para ti, sólo soy un cuerpo de mujer que has
pagado y que ahora no quieres disfrutar.
—Puede que seas algo más que eso.
—No me digas que eres uno de esos sentimentales románticos que se
enamoran de la primera chica desvalida que encuentran en su camino.
—No he dicho que lo sea.
—Entonces, cada vez lo entiendo menos. ¿Por qué quieres ayudarme, Lee?
—Tengo mis razones. ¿Vas a dejar esta covacha y venir conmigo? Te puedo
presentar a alguien que te dará un trabajo más decente.
—Ya te dije que no puedo.
—Eso no tiene sentido.
—Tiene más del que te figuras. Cuando te dije que no era fácil encontrar
trabajo, no me refería a este preciso momento, sino a cuando obtuve el que tengo
aquí. Para conseguirlo, tuve que firmar un contrato. Y ahora debo cumplirlo.
—Un contrato se puede anular.
—No éste.
—¿Por qué no?
—Es… especial.
—¿Especial? ¿En qué sentido?
—No puedo irme sin más ni más. Debo dinero a la empresa. Me prestaron
una suma para… para los funerales de mi hermana —bajó la cabeza tristemente
—. Murió hace sólo una semana…
—Entiendo. Lo siento.
—Ella era diferente. No trabajaba en sitios así. Pero también tenía problemas
económicos. Cuando murió, no dejó un solo dólar. No tenía seguro. Tuve que
costear los gastos de su entierro. Ellos me prestaron el dinero.
—¿Ellos?
—Sí… Mis empresarios.
—Ya. ¿Fue tanto dinero como para no podérselo devolver?
—Fue bastante, sí. El empresario de este local tiene también un negocio de
pompas fúnebres. Me ofreció un bello funeral a buen precio. Incluso con
embalsamamiento incluido. Quise dar ese último regalo a mi pobre hermana. Y
accedí. Firmé una cláusula especial, mediante la cual me comprometía a trabajar
aquí hasta devolver totalmente la suma prestada por el importe total de las
honras fúnebres.
—¿A cuánto asciende ese importe?
—Eran tres mil quinientos dólares.
—Una buena suma —silbó entre dientes Lee—. Digna del funeral de un
faraón.
—Oh, por Dios, esto no tiene sentido —meneó ella la cabeza—. Venimos a
este reservado a hacer el amor… y nos encontramos de pronto hablando de
difuntos, funerales y todo eso.
Inesperadamente, Lee le disparó una imprevisible pregunta:
—¿Crees en los vampiros, Monna?
Ella se quedó boquiabierta. Le miró con repentino terror. Se tornó pálida.
Incluso con las desvaídas luces rojas era eso perceptible. La voz que brotó de sus
labios fue apenas un murmullo:
—¿Qué… qué es lo que has dicho?
—Hablé de vampiros —sonrió Humphrey, señalando las figuras de los
murciélagos de plástico negro—. Aquí nos rodean varios, aunque sean
artificiales.
—Cielos, no digas eso —tembló ostensiblemente y humedeció los labios con
la punta de la lengua—. Ésos sólo son… murciélagos.
—Murciélagos y vampiros son algo muy parecido. ¿O tú crees que me
refería a otra clase de vampiros?
—No… no sé. ¿Por qué me preguntaste eso?
—Por nada. —Lee se encogió de hombros. Cambió bruscamente de tema—.
¿Quién es el empresario de este local, Monna?
—Hay dos. Pero el que trata con los empleados y dirige el negocio, es Keith
Starr.
—¿Y el socio?
—No sé. No lo conozco. Nunca viene por aquí. Ya te dije que Starr es el que
se ocupa de todo. ¿Por qué te interesa eso?
—Quería saber quién era el hombre que te retenía con un contrato tan
especial. ¿Dices que él regenta también un negocio fúnebre?
—Sí, el Sweet Last Home (Ultimo Dulce Hogar, parodiando el término de
«Hogar, dulce hogar».). Es una empresa de lujo. Costosos ataúdes, lápidas de
mármol, embalsamamientos, cámara ardiente suntuosa…
—Oh, por Dios, no sigamos con eso —se exasperó de repente, poniéndose
en pie, con sus desnudos pechos vibrando ante el rostro de Lee. Se sentó sobre
sus rodillas y su mano acarició la pierna del joven policía, subiendo hacia sus
ingles suave y audazmente—. Hagamos el amor, Lee, y olvidemos todo eso tan
desagradable y sombrío…
—Espera —suave pero firme, aferró la mano acariciadora de Monna, y la
apartó de su entrepierna—. ¿Tanto miedo te da tu empresario, hasta el punto de
entregarte a mí cuando no lo deseas realmente?
—Sí, Lee, sí lo deseo —casi sollozó ella, besando, mordiendo su cuello, el
lóbulo de su oreja, buscando luego sus labios para estrujarlos con un beso
candente y hundir el estilete acariciador de su lengua en la cavidad bucal del
teniente de policía—. Bésame, tócame… Acaricia mis pechos, mis muslos, mi
cuerpo todo. Deseo sentir tus dedos en mi piel, tu contacto. ¡Lee, tómame, por el
amor de Dios! Necesito ser mujer, sentir lo que es un hombre. Me gustas, me
gustas…
Era una muchacha cuyo fuego se contagiaba. Lee tuvo que mantener una fría
serenidad, un poderoso control de sí mismo, para que, al oprimir ella sus manos
y llevarlas a sus pezones y luego a su vientre, a los rizos de su pubis dorado
oscuro, no olvidase todo lo que allí le había llevado, y se entregase al ardor
apasionado del contacto sexual.
Aun a riesgo de parecer realmente extraño o algo peor a ojos de ella, se puso
bruscamente en pie, sujetándola por las caderas y nalgas para evitar que cayera,
y fue casi abrupto al hablar:
—No, Monna. No sigamos. No he venido a esto. Ya te dije que te bastará
con parecer que realmente has tenido relación sexual conmigo. No pueden
exigirte más.
—Sí pueden, Lee, ¿es que no lo entiendes? —Gimió ella—. ¿Qué clase de
hombre eres que no logro despertar tus instintos? ¿Valgo tan poco, o es que,
realmente… no eres un hombre normal? Ellos pueden saber que yo no hice nada
contigo. Tienen vigilancia sobre cada reservado, y pueden…
La muchacha no terminó sus palabras. Pero, evidentemente, tenía toda la
razón. Sólo así se explicaba que, de modo brusco, se abriese la puerta y
aparecieran dos fornidos individuos de smoking, dos «gorilas» capaces de
tumbar al más pintado. Se quedaron erguidos en la entrada, Monna Jagger lanzó
un grito ronco de temor, y uno de los tipos habló fría y duramente, dirigiéndose a
Lee:
—Eh, amigo, será mejor que se largue ya. Su tiempo terminó. La chica se
queda aquí.
—Dios mío, no… —gimió ella—. Me destrozarán. Conozco sus métodos.
Lee, vete, por favor. Deja que sea yo la que pague las consecuencias. Vete.
—Escuchen, amigos —silabeó Lee, encarándose a los dos individuos—. No
me gusta que cuando estoy con una chica a solas me espíen, me vigilen y,
además, quieran echarme de donde he pagado a buen precio. De modo que será
mejor que salgan por donde vinieron, y si espían este reservado, se olviden de él
por el resto de la madrugada, ¿entendido?
—Mire, palurdo, nosotros no aceptamos órdenes de nadie —se envalentonó
el que llevaba la voz cantante, apretando sus respetabilísimos puños—. Además,
para lo que estaba haciendo con la chica, igual puede meterse en un cine porno y
ver una película. Vamos, si es que realmente no le asusta ver a una mujer en
pelotas.
Su compinche rió la gracia. Lee Humphrey entornó los ojos.
—Fuera —avisó con frialdad—. Es el último aviso que les doy, bastardos.
—¿Oíste eso, Solly? —graznó el tipo, avanzando un paso hacia Lee—. Se
cree valiente y todo. Bueno, nosotros ya dimos nuestro último aviso. Ahora, no
se queje a nadie por lo que va a pasar.
Avanzaron resueltamente hacia él. Monna trató de interponerse.
—¡No! —chilló—. ¡No le hagan nada! ¡Él no tuvo la culpa, fui yo la que
habló de más!
—Apártate, encanto. Cuando terminemos con este marica amigo tuyo, vas a
tener tu ración. Seguro que necesitarás un puñado de buenos filetes de vaca si
quieres que tus ojos se deshinchen pronto…
Lee Humphrey era un hombre frío y sereno. Estaba habituado a situaciones
mucho peores que ésta. Le hubiera bastado ahora con mostrar su placa para
convertir a aquellos patanes en dos angelitos obedientes y sumisos. Pero él tenía
sus propios métodos con cierta clase de gentuza. Y con éstos utilizó los que
reservaba para la peor escoria de la ciudad.
Dejó que estuvieran cerca de él, flanqueándole con la clara intención de
empezar a machacarle con aquella especie de mazos que tenían por puños.
Apenas movieron sus brazos para empezar la que imaginaban fácil y
demoledora paliza, Lee Humphrey entró en acción con vertiginosa rapidez.
Su brazo izquierdo bloqueó uno de los golpes dirigidos a su rostro, y disparó
simultáneamente su diestra con la precisión y potencia de un cartucho de
dinamita hacia el mentón del «gorila». Éste saltó atrás como impulsado por un
resorte poderoso, yendo a estrellarse en un muro de falsas estalactitas, donde
saltaron en pedazos los vidrios rojos de una bombilla, en medio de un seco
estallido.
Para entonces, ya el segundo matón del Bat’s Cave, había visto con sorpresa
cómo su puño se perdía en el vacío, tras una finta rápida de su antagonista, que
inmediatamente pasó al contraataque, alzando su pierna, cuya rodilla se clavó,
demoledora, en las ingles del tipo. Éste debió de sentir algo así como si le
aferraran los testículos con un cascanueces, porque chilló como un cerdo
degollado, puso los ojos en blanco e, instintivamente, bajó la cabeza para
aferrarse el lugar dolorido.
Lee aprovechó ese instante para alzar su zurda y soltarle un mazazo brutal en
la nuca, que derribó al hombretón como un toro herido de muerte. Se quedó
quieto, a los pies de Lee, mientras los ojos de Monna, muy abiertos y llenos de
asombro, seguían la desigual pelea de imprevistos resultados.
Ya el primer luchador se había recuperado de su aturdimiento momentáneo
y, algo torpemente, se desasió de una telaraña de nylon que se enredaba en su
rostro y pelo, para rugir algo soez entre dientes, u moverse hacia Lee con
pesadez.
Pero en esta ocasión, no recurría ya a sus puños, al advertir que tal arma no
era eficaz para su enemigo. Chascó algo en su mano, y una lengua rígida de
acero centelleó en las penumbras rojizas del reservado.
La navaja automática silbó, buscando el abdomen de Lee. Éste paró el tajo
con una silla, enarbolada rápidamente, sobre la cual fue a clavarse fuertemente la
hoja de afilado acero.
—Cerdo… —Silabeó Lee entre dientes. Y luego, estrello la silla en la cabeza
simiesca del individuo.
Monna gritó, asustada, al ver que la silla se hacía añicos, saltaban sus
astillas, y los cabellos del tipo se teñían de rojo, chorreando la sangre por su
aplastada cara.
—¡Dios mío, no! —gimió ella, angustiada—. ¡Le has matado!
Y, ciertamente, como muerto rodó por el suelo, hasta quedar inmóvil. Lee
jadeó, meneando la cabeza:
—No, no le he matado. Estos tipos tienen la cabeza dura.
—Vete, te lo ruego. Si Starr se entera de esto, es capaz de llamar a la
policía…
—Tengan por seguro que lo haré —dijo el hombre que ahora aparecía en la
puerta, con expresión glacial.
Y empuñaba una pistola automática, con la que encañonó resueltamente a
Lee, mientras contemplaba, ceñudo, los cuerpos de los dos «gorilas».
—¡Starr! —musitó ella, aterrorizada—. No haga eso, por favor. Él no tuvo la
culpa. Fue cosa mía. Luego, sus hombres le quisieron golpear…
—Sé lo que pasó. Como sabes muy bien, pequeña, para algo existe el
circuito cerrado de televisión conectado a todos los reservados. Tengo todo el
videotape de lo ocurrido y lo hablado aquí esta noche.
—Eso es ilegal, amigo —jadeó Lee Humphrey—. Seguramente usa tales
grabaciones para chantajear a clientes ricos y comprometidos, a quienes no les
conviene ser vistos con chicas aquí dentro. Pagarán bien por ese videotape, no
hay duda.
—Ése no es asunto suyo. Bastante tendrá con tratar de explicar a la policía
por qué golpeó tan brutalmente a mis hombres. Seremos muchos a testimoniar
contra usted. Y no espere que ella le apoye. Sabe que no puede hacerlo. Ella es
mi empleada, y hará lo que yo diga. O le costará caro.
—Eso también es ilegal, Starr. Coacción y amenazas. Falso testimonio y una
clara intromisión en la intimidad de su clientela.
—Trate de probar eso ante la policía —rió huecamente Keith Starr, el
hombre alto, flaco y de rostro tristón y ojos fríos como los de un reptil que
dirigía oficialmente el establecimiento.
—No hace falta —suspiró Lee Humphrey—. Yo soy la policía.
—¿Qué… qué dice? —tartajeó, sin entender.
—No cometa el error de disparar —avisó Lee—. Voy a sacar mi placa y mi
credencial del bolsillo de la americana. Soy el teniente Lee Humphrey de la
policía de Los Ángeles.
Y ante la pasividad estupefacta de Starr, que de repente parecía haberse
convertido en piedra, metió los dedos en el bolsillo, y tiró sobre la mesa su placa
y su credencial. Monna las contempló asombrada, y la palidez se extendió por el
rostro, repentinamente inseguro, de Keith Starr.
—Un policía… —susurró Monna Jagger—. No entiendo…
—Deme su arma, Starr. Por su bien espero que tenga licencia para su uso —
extendió Lee la mano con frialdad—. Luego hablaremos del resto. Voy a llamar
al Departamento. Mientras tanto, será mejor que se me pierda de vista. Hay unas
cuantas cosas que van a costarle caras, Starr.
—Eso lo veremos, polizonte —silabeó el otro, recuperando en parte su
perdida compostura—. Lo veremos…
Y lo vio, ciertamente.
Por desgracia para él y para la policía de Los Ángeles, Keith Starr tuvo
razón. No pudo hacerle gran cosa.
Un montón de buenos abogados les trajeron de cabeza durante las pocas
horas que estuvo detenido el empresario de Bat’s Cave en el Departamento.
Por fin, el propio capitán Donovan dio la orden de libertad. Y le explicó sus
razones al irritado teniente Humphrey:
—Lo lamento tanto como usted, teniente. Pero los abogados de ese individuo
son tajantes. No hay base sólida para mantenerle arrestado. O presentamos una
acusación formal por algo, o le dejamos libre. De todo lo que podemos acusarle,
es de intromisión en la vida privada y en el mantenimiento de un sistema de
prostitución disimulada en su club nocturno, pero eso no bastará, porque tiene
asignada libertad bajo fianza, ya que las mujeres de Bat’s Cave, incluida Monna
Jagger, son mayores de edad. De modo que tras el depósito de cinco mil dólares
de fianza, puede salir libre. Y ese dinero ha sido ya depositado por los abogados
Myer & Myer.
—¿Myer & Myer? —repitió Lee, arrugando el ceño—. Son abogados caros e
importantes, capitán.
—Claro que lo son. Abogados personales de muchos políticos, entre ellos.
Gene Diamond.
—¿Gene Diamond, el senador por California?
—El mismo.
—¿Tiene él algo que ver en esto?
—Se supone, pero legalmente no valen las suposiciones. Su hermano, Lester
Diamond, es socio de Keith Starr en el negocio de pompas fúnebres Last Sweet
Home.
—Empiezo a entender. —Lee se apretó las narices entre índice y pulgar—. Y
esto apesta, capitán.
—Lo sé. Pero no puedo hacer nada. Debo ordenar la libertad del detenido. La
es la ley, teniente. ¿O tiene algún otro cargo más sólido contra él?
—No creo. ¿Posee licencia de armas?
—Sí, la tiene. Recientemente, pero la tiene.
—¿Y sus gorilas? Me atacaron con un arma blanca…
—Han confesado que obraron por propia iniciativa. Se les puede procesar. A
ellos, no a Starr.
—Entiendo. —Lee puso un gesto sarcástico—. El queda fuera de todo.
—Acostumbra a suceder así, cuando alguien tiene agarraderas, teniente. Creí
que habría aprendido eso antes de llegar aquí.
—Lo aprendí. Pero no me acostumbro fácilmente al hedor de la basura.
—A sus años, yo tampoco me acostumbraba —resopló el hombre macizo y
rudo que parecía ser el capitán de policía Nelson Donovan—. Bien, teniente
Humphrey. Es todo. Haga que Starr salga libre. No hay otro remedio.
—Sí, por supuesto —se encaminó a la salida, con gesto agrio—. ¿Y qué hay
sobre los cadáveres desenterrados, señor?
—Me temo que nada. De todos modos, el doctor Slater estaba ocupado en la
autopsia del cadáver últimamente extraído de su tumba, el de Stacy Jagger. No
sé aún los resultados.
—¿Y Monna Jagger?
—Está con Avery Crane en su oficina. Presta declaración No sé nada más al
respecto. Mire, teniente, son las diez de la mañana, y aún no me he ido a dormir
por culpa de su maldito caso. ¿Puedo ya retirarme, seguro de que no se sacará de
la manga otros arrestos tan complicados como el de Keith Starr?
—No lo sé. Supongo que puede irse, capitán. —Lee se encogió de hombros
—. Me parece que ya todo da lo mismo si hemos de soltar a ese tal Starr.
—Pero veamos, teniente, ¿qué tiene contra él, siquiera sea de modo
personal?
—No lo sé. Pero trafica con chicas bonitas a las que ata con leoninos
contratos. Y, por otro lado, una de las chicas cree en vampiros.
—¿En qué? —farfulló el capitán Donovan, asombrado.
—No, nada —suspiró Lee, abandonando el despacho con aire de perro
apaleado.
En su oficina le esperaba el doctor Slater, forense del Distrito. Bostezó al
verle, y le tiró sobre la mesa un papel mecanografiado.
—Ahí tiene mi informe —gruñó, poniéndose en pie y desperezándose—.
Estoy harto de este trabajo. Me voy a dormir. ¿Algo más, teniente?
—No, gracias —refunfuñó Lee—. Todo el mundo se va ya a dormir.
—¿Usted no?
—Aún no lo sé. Depende de su informe. Y de otras cosas doctor. ¿Hay algo
especial en esa autopsia?
—Algo, sí. Algo que, desgraciadamente, empieza a ser demasiado habitual.
Y que me produce náuseas. A la pobre chica muerta… Bueno, abusaron de ella
después de muerta. Hay semen en su boca y en su sexo. Algo horrible,
nauseabundo.
—Bueno, bastan detalles —se estremeció Lee—. ¿Es reciente?
—De esta misma noche. Desenterraron el cuerpo y lo ultrajaron. Por fuerza
ha de ser un monstruo, un ser depravado y enfermo.
—O un vampiro, ¿no? —rió Lee con agrio humor.
—Un… ¿qué? —El doctor Slater se volvió hacia él cuando ya estaba en la
puerta de la oficina.
—Dije «un vampiro». ¿De qué se extraña?
—Vampiros… —El médico forense meneó la cabeza—. Nunca creí en cosas
así, teniente, ni creo que usted las crea. Pero me hizo pensar de repente…
—¿Pensar en qué?
—En las señales.
—¿Qué señales?
—En el cuello de la muerta. Ella tenía señales de dos orificios, de dos
incisivos, en apariencia…
—¿Recientes? —se excitó de pronto el teniente Humphrey.
—No, claro que no. Resecos, casi inapreciables. Databan sin duda de antes
de su muerte. Parecían dos aguijonazos de insecto, o cosa parecida. Quizá dos
pinchazos. Pero usted me hizo pensar en… en esa tontería de los vampiros. No
tiene sentido, claro.
—¿Notó si el cadáver de la otra chica desenterrada y violada tenía algo
parecido en el cuello?
—Pues no recuerdo, pero… —Se detuvo, pensativo. Su rostro se
ensombreció primero, para después revelar cierta perplejidad. Alzó una mano—.
Espere, teniente. Tengo el informe completo en el laboratorio. Iré a repasarlo. Le
llamaré más tarde.
Se ausentó el forense de su despacho. Sólo tardó diez minutos en llamar.
Como Lee temía, la respuesta fue la que él estaba imaginando.
—Sí, teniente. También esa chica tenía dos orificios… anteriores a su
muerte. ¿Quiere decirme qué diablos ocurre?
—Cuando lo sepa, se lo diré —fue la respuesta de Lee, antes de colgar.
Luego, se encaminó directamente a la oficina del agente Avery Crane, que
estaba interrogando a Monna Jagger.
La joven sollozaba ahogadamente cuando él entró. Crane estaba escribiendo
a máquina rápidamente. Al entrar Lee, ella le miró patéticamente y aumentó el
tono de sus sollozos Crane se detuvo en su furioso tecleo de la máquina.
Contemplo a su superior con aire atribulado.
—Cuando se lo diga, teniente, no se lo va a creer —dijo.
—¿Ha hablado ya de los vampiros? —indagó Lee, como respuesta.
Avery Crane boqueó, estupefacto, y luego se puso en pie encendiendo un
cigarrillo con aire furibundo. Paseó por la estancia, a espaldas de la chica.
—No sé cómo supo eso, teniente. Pero sí, habló de vampiros —escupió un
salivazo que, afortunadamente, golpeó su blanco—. Maldita sea, ¡vampiros! ¿Se
da cuenta, teniente? ¡Vampiros en el siglo Veinte! Y no es una película de terror
ni nada de eso. Pero… pero usted sabía ya…
—No sé nada —suspiró Lee—. Sólo intuyo. ¿Qué dijo ella, Crane?
—No mucho. Pero suena a locura. Bat’s Cave es un nido de adoradores de
Satán. Hacen orgías, misas negras y todo eso. Hay quienes beben sangre
humana, otros que cometen actos sexuales en nombre del Diablo… Una tal
Vanessa Vincent es sacerdotisa suprema de la secta. Canta y danza en Bat’s
Cave, pero sólo las noches en que hay aquelarre. La noche antes de morir, Stacy
Jagger estuvo en una de esas sesiones. Ella no puede probarlo, pero está segura
de ello porque su hermana se lo dijo antes de ir, rompiendo el secreto inviolable
a que la obligaron previamente. Por otro lado, Keith Starr bebe sangre humana o
animal en esas orgías. Y luego se mete en un ataúd, entre sábanas negras, canta
letanías… y dicen que se va a los cementerios en plena noche. Monna Jagger
tiene una carta de su hermana, sin terminar, que ella escribió la noche de su
muerte, y que sin duda pensaba seguir al otro día, relatando el resto de la bacanal
satánica. Sólo que nunca existió para ella ese otro día. Murió en la madrugada.
De un ataque cerebral. Dicen que la muerte acostumbra a no permitir que nadie
revele los secretos de los ritos de Satán. Y parece que en ese caso se cumplió.
—¿Monna Jagger tiene esa carta en su poder, aunque sea inconclusa? —
indagó Lee vivamente.
No fue el agente Crane quien respondió, sino la propia Monna, con voz
apagada y lejana:
—Sí —dijo—. Tengo esa carta, teniente…
Humphrey tomó una rápida decisión. Trazó unas líneas en un papel y se lo
entregó a Avery Crane.
—Toma —dijo—. Es para que retengan en su celda a Keith Starr. Esta vez,
la acusación no será por infracciones en su club nocturno, sino por sospecha de
homicidio. Dile eso al capitán Donovan. Y añade que me hago responsable de
todo a partir de ahora.
—Está bien —resopló Crane, dubitativo—. Usted sabrá lo que hace. Y lo
supo.
Vaya si lo supo. Sólo cuatro horas más tarde, cuando el sol brillaba con
fuerza sobre Los Ángeles, el Departamento de Policía tenía que soltar a Keith
Starr, presentándole toda clase de excusas.
En la puerta, dentro de un largo automóvil oscuro, le esperaba el propio
Lester Diamond, su socio, hermano de Gene Diamond, senador por California.
Las palabras del capitán Donovan a Lee Humphrey fueron más duras de todo
lo previsible:
—Lo siento, teniente. Ha cometido dos errores seguidos. Eso es demasiado
en mi departamento. El senador Diamond no parará ahora hasta hundirme.
Retírese del caso en el acto, Y es una orden. ¿Lo ha entendido?
—Perfectamente, señor —asintió Lee fríamente—. Pero ahora recuerdo que
tengo pendientes mis vacaciones de este año. Preferiría tomarlas ahora. Eso me
ayudará a ver más claro… y a serenar mis nervios.
—Está bien —fue abrupto su superior, intencionadamente—. Concedidas.
Pero no se meta en nada. Recuerde que si me crea otro problema, pediré que le
expedienten y le aparten de mi División, ¿ha comprendido?
—Claro, señor. No soy sordo ni tonto —dijo Lee, camino de la puerta—.
Hasta dentro de quince días. Es todo lo que tengo pendiente para descansar.
—Dios quiera que no vuelva a verle en ese tiempo, teniente Humphrey —fue
la respuesta del capitán Donovan.
Capítulo IV
—LO siento, Lee —manifestó el doctor Larrabee, paseando cabizbajo por
delante del teniente Humphrey—. Tenía que hacerlo, ¿lo entiendes?
—Desde luego, Carter. No te he reprochado nada.
—Pero puedo leer ese reproche en tus ojos —suspiró él, meneando la cabeza
con desaliento—. Eso ha tirado por tierra tus planes, ¿no es cierto?
—Sí, pero tú no podías hacer otra cosa. Eres psiquiatra de la policía, y tenías
unos datos que no podías esconder. De todos modos, llegado el momento del
proceso, hubiera sido peor. El abogado de ese maldito Starr hubiera sacado el
asunto a colación, destrozando a nuestro testigo y provocando un infarto en el
fiscal. Es mejor que haya ocurrido ahora, a fin de cuentas.
—Posiblemente si —el joven psiquiatra se sentó delante de Lee, con
expresión ceñuda—. ¿Tú no sabías eso?
—No, no lo sabía. ¿Cómo podía imaginar que Monna Jagger había estado
internada en un centro psiquiátrico, y que fue motivado su desequilibrio psíquico
porque alguien la atacó en un cementerio…, violándola brutalmente?
—Eso es algo que ella ocultó en su declaración a la policía. Parece ser que
no quería recordar nunca lo sucedido. Pero tras el trauma que eso supuso en su
vida, todo lo que diga resulta poco sólido para un tribunal porque vive
obsesionada por ciertos hechos tremendamente macabros que pueden haber
influido en su conducta, haciéndola ver lo que no es.
—¿Tú piensas así, Carter?
—Importa poco lo que yo piense ahora —gruñó Larrabee quitándose las
gafas y empezando a limpiarlas con cierto nerviosismo—. La defensa podría
presentar una docena de testimonios médicos que se opusieran a cuanto yo
dijese, y obligaran a pasar a esa chica por muy duras condiciones y pruebas
psiquiátricas, que sólo conducirían a su derrumbamiento psíquico y moral.
—Violada… —Lee se puso en pie y fue ahora él quien comenzó a dar
paseos, como un tigre enjaulado™. Violada en un cementerio, al oscurecer.
Pobre Monna… Y ella ni siquiera lo mencionó una sola vez.
—Según su ficha médica sufrió un fuerte shock y tardó meses en reaccionar
de él. Había ido a visitar la tumba de una amiga, se le hizo oscuro en el
cementerio, y cuando salía de él fue atacada por un desconocido y derribada en
un punto solitario, donde se consumó la violación, al perder ella parcialmente el
conocimiento. Según su declaración de entonces, el agresor era un vampiro, y
vestía como tal: capa amplia, negra, ropas oscuras…
—¿Pudo identificarlo?
—Creo que ni siquiera lo intentó. Había visto recientemente una película de
terror. Se obstinó en que no era un ser viviente, sino un No-Muerto. Es decir, un
vampiro, al estilo de Drácula.
—De modo que según eso, ha podido acusar a Keith Starr y a los demás por
influencias de esa terrible experiencia vivida entonces…
—Quizá. Personalmente, no lo creo. Pero eso desvirtúa su declaración y la
convierte en un testigo vulnerable. Demasiado vulnerable para que el fiscal se
atreva a presentar el caso ante el juez. Y menos aún, estando por medio los
abogados del senador Diamond.
—Ya llegamos a eso: el senador… —resopló Lee con fría ira—. Las
influencias, la política y todo lo demás.
—Debes entender que ésa es la clase de mundo en que vivimos. Y que no
podemos cambiarlo por mucha que sea tu santa furia o la mía.
—Si Keith Starr fuese un tipo sin influencias, el fiscal hubiera dado por
bueno el caso, estoy seguro.
—Posiblemente. Pero la realidad es muy otra, Lee. ¿Vais a soltar a ese tipo?
—¿Starr? Ya debe estar libre, y riéndose de todos nosotros —gruñó Lee
furiosamente.
—¿Y tu testigo?
—¿Monna Jagger? —Lee entornó los ojos con expresión sombría—. De
vuelta en casa. En su casa, con esa chica compañera suya de alojamiento, Jane
Peters. Les hemos puesto vigilancia, para su tranquilidad. Esta cuidad es tan
encantadora, que ambas han pasado por trances similares. Es como si hubiera
obsesos sexuales tras de cada esquina… y dentro de cada cementerio, Carter.
—Lo de Monna Jagger fue peor. A ella si llegaron a violarla. Pobre chica…
Imagino lo que debió sufrir luego, internada en ese hospital. Y ahora, todo lo
demás… —El joven médico dejó vagar su mirada por el vacío, desde detrás de
sus ahora rutilantes cristales de aumento—. ¿Cómo va el caso de las tumbas
profanadas. Lee?
—Desastrosamente —refunfuñó Humphrey, recogiendo algunas cosas de los
cajones de su mesa, y tomando la gabardina y el sombrero de la percha situada
ante la puerta—. Vamos, he empezado oficialmente mi periodo de vacaciones.
Te lo contaré camino de la salida, Carter.
Ambos hombres salieron del despacho del teniente. Éste hizo un gesto de
despedida a su compañero Avery Crane, que aporreaba una máquina de escribir,
allá en otro cubículo encristalado, junto a un negro esposado, que parecía
implorar comprensión.
—Como te dije, todo va mal —prosiguió Lee tras una pausa—. Confiaba en
poder demostrar que ese maldito Starr y su pandilla de satanistas eran los
responsables, en sus rituales obscenos. Pero sin el testimonio de Monna,
destrozado por un abogado hábil, no iría a ninguna parte con todo eso.
—Sin embargo, tú acusabas a Starr de homicidio, no de profanación de
tumbas… —le recordó Larrabee—. Leí tu informe en la oficina del capitán
Donovan.
—Estoy seguro de que hubo un homicidio. Alguien asesinó a Stacy Jagger,
la hermana de Monna.
—Esa acusación es muy grave. La autopsia no ha revelado nada. Y el
certificado médico fue por fallecimiento a causa de ataque cerebral.
—Ocurrido, precisamente, al día siguiente de la visita de Stacy a una de esas
orgías satánicas de Starr y su gente. No creo en casualidades así, Carter.
Además, tenía una doble señal en el cuello, como la de unos incisivos.
—Lee, ¿tú también vas a creer en vampiros? —se asombró Larrabee,
volviéndose a mirarle con estupor.
—No, no creo en vampiros. Pero creo que alguien pudo inocular a Stacy algo
que provocó su ataque cerebral. Eso sí tendría sentido, ¿no?
—Será difícil probar eso ahora. Un forense no es un mago.
—Lo sé. Sigue siendo solamente una sospecha. Intentaré probarla. Creí que
ibas de vacaciones… —sonrió irónicamente el psiquiatra.
—¿Lo creíste, de veras? —Le guiñó Lee un ojo.
—No, claro que no —rió Larrabee—. Te conozco demasiado para pensar
algo así, amigo mío…
Pulsó el timbre por segunda vez. Al otro lado de la puerta, hubo un roce de
zapatillas en el suelo. Luego, se sintió escudriñado a través de la angosta
abertura de una mirilla.
La puerta se entreabrió con la cadena puesta. Asomó un rostro familiar de
suaves facciones y claros ojos asustados.
—Oh, es usted… —musitó Jane Peters—. Me pareció reconocerle, pero he
preferido tomar precauciones…
—Bien hecho —sonrió Humphrey—. No se fía de nadie, señorita Peters.
—Espere. Abriré la puerta, teniente. De usted supongo que sí debo fiarme…
—Por el momento, sí —rió Lee—. Aún soy policía, aunque esté libre de
servicio. ¿Se encuentra bien?
—Bastante bien, sí.
—¿Y su compañera?
—¿Monna? —Tras cerrar la hoja de madera, descolgó la cadena y abrió
totalmente—. Descansa en su dormitorio. Lo necesita la pobre… Nunca imaginé
que su historia fuese tan terrible.
—¿Se la ha referido ella?
—No. No hace más que llorar y dormir bajo el efecto de los sedantes. Ha
sufrido mucho. Y está sufriendo. Me contó lo ocurrido el agente que nos protege.
—Entonces ya sabe que hay quien tuvo peor experiencia que usted, Jane.
Ella tiene motivos para creer en vampiros.
—Pero no creo que fuese un vampiro quien… quien la atacó en el
cementerio. ¿O sí?
—Yo no creo en vampiros de capa negra y largos incisivos, amiga mía —
suspiró Lee Humphrey amargamente—. Para mí, todo esto tiene un mismo
origen: ritos satánicos, aberraciones sexuales, necrofilia o como queramos
llamarlo. Gente chiflada pero poderosa, capaz de las mayores infamias bajo el
pretexto de ritos y ceremonias secretas.
—Dios mío… —Jane miró asustada en torno suyo y cruzó sus brazos sobre
el torso, como en un repentino escalofrío. Era como si presintiera de repente que
ocultos e invisibles seres de las tinieblas la acechaban allí mismo, dentro de su
vivienda—. Todo eso suena tan horrible.
—Lo sé —asintió el joven oficial de policía—. ¿Puedo ver a su compañera
un momento?
—Claro. Venga conmigo —le invitó Jane, abriendo la marcha hacia el
interior del apartamento de Bel Air—. Debe de estar ahora profundamente
dormida. No he ido a trabajar para cuidar de ella. Además, no me siento tampoco
con ánimos para deambular por ahí de noche…
—Lo comprendo muy bien. —Lee la siguió, hasta una puerta entreabierta,
que Jane Peters empujó levemente, mostrándole el interior de la estancia.
Estaba en sombras, salvo por una leve luz que brillaba en un mueble, dando
una claridad rosada a la estancia. En un lecho dormía Monna Jagger, con su
morena cabeza apoyada en dos almohadas. Lee la contempló largamente. Su
respiración era profunda y acompasada.
—Ya se lo dije —comentó Jane—. Pobre Monna… Al menos, ahora
descansa.
Lee asintió, retirándose sigilosamente. Volvió con Jane al living, y allí se
miraron ambos un momento. Como si de pronto se le abrieran los ojos a algo que
antes no había advertido siquiera, Lee Humphrey descubrió de repente que Jane
llevaba solamente unos blancos shorts ajustados a unas piernas largas y esbeltas,
de firmes y redondeados muslos. Una blusa oprimía con fuerte presión unos
pechos juveniles, muy erectos y duros. Cierto que la noche antes, Lee había visto
aquellos mismos pechos desnudos y temblorosos, así como parte del cuerpo
escultural de la rubia muchacha, pero eran circunstancias diferentes, dramáticas
y ásperas, que no le permitieron admirar los encantos físicos de una infortunada
joven, víctima de unos peligrosos rufianes juveniles. Ahora, era diferente.
Ahora, estaban él y ella, solos en una habitación, mirándose fijamente, quizá
recordando ambos que eran, respectivamente, hombre y mujer.
Ella debió entender todo eso, porque un repentino rubor tiñó sus mejillas
vivamente. Lee carraspeó, sintiéndose repentinamente confuso.
—Bien, me voy —dijo con brusquedad—. Cuídese. Mi hombre guarda la
entrada al edificio, pero aun así, no cometan ningún error.
—Lo recordaré —musitó ella, pareciendo sentirse algo defraudada de que él
se ausentase ya—. Buenas noches, teniente.
—Buenas noches, señorita Peters.
—Es mejor que me llame solamente Jane —suspiró ella—. Ya casi somos
viejos amigos.
—Cierto —sonrió Humphrey—. Mi nombre es Lee. Adiós, Jane.
—Adiós, Lee…
Salió, cerrando tras de sí. Bajó a la planta inferior, donde el agente de
servicio montaba su guardia, vigilando la vivienda de las dos mujeres.
No estaba allí ahora. Imaginó que se hallaría dando una ronda en torno al
edificio, para más tranquilidad. Aquellas viejas casas de Los Ángeles, con sus
escaleras de incendios en la fachada trasera, eran siempre difíciles de vigilar.
Pisó la acera, mirando a uno y otro lado, en busca del agente. No vio rastro
de él. Encendió un cigarrillo, disponiéndose a esperarle. A los dos minutos,
pensó que el policía se demoraba demasiado en dejarse ver. Temiendo que
pudiera descuidar su vigilancia yendo a tomar una copa a alguna parte, rodeó el
edificio con rápida zancada, tratando de localizarle.
Y le localizó.
Estaba junto a la escalera de incendios, precisamente. Pero estaba tendido
sobre el asfalto, boca abajo, con los brazos extendidos. A su lado, reposaba el
chato revólver calibre 38 reglamentario.
Soltando una imprecación, Lee desenfundo su propia arma y miró hacia lo
alto. Una sola luz brillaba en una ventana de la fachada, tras las escaleras de
emergencia. Pertenecía al piso de las dos muchachas.
Rápido, Lee se encaramó por los tramos de la escala plegable, pasando con
celeridad de planta a planta, siempre a través de los peldaños metálicos de
emergencia. Interiormente se maldecía por haber confiado exclusivamente en el
hombre de guardia.
Antes de llegar a la luz, oyó el agudo grito de una voz femenina, impregnado
del más vivo terror. Eso dio alas a sus pies y alcanzó en escasos momentos el
balcón trasero de la planta iluminada, en el momento en que el grito de terror se
repetía.
—¡Jane, ya voy! —rugió rabiosamente, precipitándose contra la ventana de
guillotina, que alzó enérgicamente, mientras allá dentro se percibían jadeos y un
nuevo grito, más ronco y ahogado que los anteriores.
Con ojos dilatados por el horror, Monna Jagger había despertado del sopor,
contemplando con angustia algo que sucedía fuera de la habitación quizá en el
corredor del apartamento. Lee se precipitó en esa dirección tras advertir que
nada le sucedía a Monna, al margen del pánico que la dominaba.
Entonces descubrió a Jane Peters, forcejeando con alguien furiosamente.
Alguien de oscuras ropas de rostro oculto por un sombrero de negras alas caídas
sobre el rostro, y abrigo o capa negra muy amplia.
Apenas Jane le descubrió, lanzó un grito ronco de alivio, y trató de retener a
su agresor. Pero éste, que también había captado la llegada del policía, se desasió
de ella, precipitándose corredor adelante, y hundiéndose tras una puerta. Lee
disparo su arma, pero tuvo que hacerlo un par de segundos después, por miedo a
herir a Jane Peters, y para entonces ya era demasiado tarde.
Oyó la puerta del piso, abriéndose violentamente. Unas pisadas rápidas se
perdieron en el rellano de la escalera. Lee como en esa misma dirección, e hizo
dos nuevos disparos cuando la sombra flotante del fantástico hombre de la capa
negra se perdía por el hueco de la escalera, como un siniestro personaje de algún
viejo pulp.
No le alcanzó. Corrió tras él, maldiciendo entre dientes su escasa fortuna, y
observó que la rapidez de maniobra del individuo aquel era realmente notable.
Ya estaba en la planta baja, camino de la salida.
—¡Alto! —Rugió, apuntando hacia abajo, mientras algunas puertas se
empezaban a abrir, y voces alarmadas indagaban la causa del tiroteo—. ¡Alto o
disparo!
No fue obedecido. Disparó, pero tampoco atinó esta vez porque ya el
fugitivo había salido a la calle. Lee alcanzó la acera cuando ya la sombra negra
se perdía tras una esquina. Un trozo de ropa negra flotó tras él, como único
rastro de su existencia.
La persecución era un perfecto fracaso, y Lee lo sabía. Cuando llego a la
calle inmediata, la última esperanza se había desvanecido definitivamente: el
hombre de negro ya no estaba allí. Un motor roncó, alejándose en la noche, y
Lee estuvo seguro de que en ese automóvil se marchaba su presa de modo
definitivo. Regresar en busca de su propio coche e intentar la persecución, era
una idea tan absurda como inútil.
—Por todos los diablos, ¿quién sería ese fantasma tan escurridizo? —
refunfuñó, regresando al apartamento, no sin antes comprobar que el agente de
servicio se recuperaba lentamente, tocándose con gesto dolorido un hematoma
en su cabeza.
—Vaya a un teléfono y llame a la patrulla —le dijo Lee pasando a su lado—.
Yo me cuido entre tanto de las chicas.
Regresó arriba, mientras el aturdido policía obedecía su orden. Encontró más
calmada a Jane; e infinitamente más excitada a Monna Jagger, que sollozaba
amargamente, presa de un fuerte histerismo.
—Llamaré a un médico —dijo Lee, descolgando el teléfono. Luego, se
quedó mirando a una Jane Peters pálida pero serena—. Bien, ¿qué pasó?
—No hay mucho que contar —jadeó ella—. Entro por la ventana trasera…
Le vi de repente, inclinado sobre Monna, como si realmente fuese a clavarle los
dientes en el cuello… Grité, asustada, se despertó Monna, y también gritó… e
intenté ir en busca de auxilio. Entonces, ese horrible individuo se me vino
encima. No sé si pretendía también hacerme algo, o sólo evitar que protegiese a
Monna… Eso fue todo, Lee.
—¿No le reconoció?
—En absoluto —rechazó ella vivamente—. Ni siquiera llegué a ver su
rostro. Parecía un… un…
—¿Un vampiro? —Lee rió entre dientes—. De guardarropía, en todo caso.
Pero dentro de un cementerio, un tipo así debe impresionar.
—¿Cree que era él… quien…?
—Podría serlo. Y si atacó a Monna, es porque ella le obsesiona realmente…
o porque teme que ella sepa demasiado sobre alguna cosa… —Meneó la cabeza,
preocupado. Me temo que no baste un hombre para vigilarlas. Esta casa empieza
a resultar peligrosa para ambas. Voy a hacer algo por ustedes dos, Jane. Monna
Jagger va a ir a casa de mi hermana. Allí nadie la buscará. En cuanto a usted,
también le encontraré un alojamiento por un tiempo. Un sitio lo bastante seguro.
¿Está de acuerdo?
—Sí, por favor —gimió ella—. Cualquier cosa menos seguir aquí un día
más…
—Ni una hora —lee miró su reloj y tomo de nuevo el teléfono—. Eso va a
quedar arreglado enseguida.
—Vete tranquilo, Lee —dijo con energía Homer Ward, su cuñado, rodeando
con un brazo a Lori, su esposa, hermana de Lee Humphrey—. Esa chica estará
segura con nosotros, te lo garantizo.
—Gracias, Homer. Sé que puedo confiar en vosotros. No digáis a nadie que
está aquí. Sólo si yo vengo o me identifico telefónicamente sin lugar a dudas,
podéis hablar de ella. No olvidaré este favor.
—Bah, no seas tonto —sonrió su hermana Lori con un vivo ademán—.
Sabes que puedes contar con nosotros para lo que sea. Lee querido.
—Sí, lo sé —besó a su hermana y oprimió el hombro de su cuñado con
afecto—. Hasta pronto.
Regresó a su coche, donde le esperaba Jane. Reanudó la marcha. Ella le miró
de soslayo. La casa de los Ward quedó atrás, en la noche.
—¿Y ahora? —musitó ella.
—Ahora, a ocultarte a ti —sonrió Lee—. Esto es una especie de reparto de
personas en peligro. Una agradable mercancía, después de todo…
—¿De veras supones que yo también peligro?
—No puedo estar seguro de nada, Jane. Aparentemente, sólo has sido
víctima de unos pandilleros y luego de alguien que quería causar daño a tu
compañera, pero podría haber algo más.
—¿Qué, por ejemplo?
—Que Monna supiera demasiado de algo o de alguien, y te lo hubiera podido
revelar a ti, pongamos por caso.
—Pero eso no es cierto. Ella nunca me dijo nada, salvo que creía en la
existencia de los vampiros, y en la posibilidad de que ese tipo, Keith Starr, su
jefe, fuese un No-Muerto o algo parecido.
—Puede haber algo más, a lo que ella ni siquiera le conceda importancia, y
eso sí sería grave para alguien. De todos modos, es preferible tenerte a salvo de
cualquier contingencia. No me perdonaría nunca que te sucediera algo.
Ella se mordió el labio inferior. Estaba comenzando a lloviznar sobre la
ciudad. El limpiaparabrisas osciló, barriendo el agua que salpicaba el vidrio
delantero.
—¿Por qué lo haces? —Musitó por fin—. ¿Porque es tu deber de policía?
—Estoy de vacaciones, recuérdalo —sonrió él—. Ahora soy solamente el
ciudadano Lee Humphrey, no el teniente de policía.
—¿Entonces…?
La miró, aprovechando un semáforo que le hizo detenerse. La lluvia
arreciaba.
—Somos viejos amigos —la recordó, sonriendo—. Tal vez por eso.
—Gracias, Lee —susurró la joven—. Eso suena muy…
E impulsivamente, se inclinó, besando su mejilla y luego sus labios. Lee la
miró con sorpresa.
—Eh, esto sí que es un premio —ponderó—. El favor no vale tanto.
—Lee, me gustas —susurró ella, pegando su muslo al de él—. Me gustas
mucho. Y por dos veces me salvaste del peligro. Eres maravilloso.
—No pienses que soy sir Lancelot. Fue puramente accidental.
—Me gusta más pensar que eres mi héroe —rió suavemente Jane, apoyando
su cabeza en el hombro de Lee, de modo que uno de sus firmes pechos se pegó
al torso del joven.
Lee sintió la dureza juvenil de aquella forma redondeada y mórbida
presionando su piel. Al mismo tiempo, las piernas de Jane se apretaban a las
suyas en un contacto candente que no podía menos que excitarle. Y por si eso
fuera poco, mientras los labios carnosos de la joven volvían a apretarse contra
los suyos, en un beso largo, húmedo, ardoroso, los dedos suaves acariciadores,
de aquellas largas y sensitivas manos, llegaban hasta recónditos puntos de su
anatomía, hurgándole de un modo sinuoso, sutil, enervante. Cualquier cosa podía
suceder dentro de aquel coche en estos momentos. La piel de Lee ardía con el
contacto físico con las prietas curvas juveniles Pero el semáforo cambió. Y en
vez de desviar el vehículo y meterse en un arcén, buscando la cuneta flanqueada
de setos, optó por seguir adelante, manifestando con cierta sequedad:
—Estás equivocada, Jane. En este cochino mundo de hoy, sólo hay bestias y
hombres, antihéroes y escoria. Los héroes quedaron atrás. Si alguna vez los
hubo, son simple leyenda, créeme.
Y aceleró, rompiendo el encanto. Jane, defraudada, se echó a un lado, Sus
carnes duras y jóvenes dejaron de presionar el cuerpo de Lee.
El resto del recorrido, hasta un edificio apartado, en Ventura Boulevard, bajo
Studio City, a la altura de Laurel Canyon, transcurrió en completo silencio. Jane
Peters, hundida en su huraño mutismo, no hizo nada por romperlo. Y Lee, algo
incómodo, tampoco.
Solamente cuando detuvo el automóvil bajo la lluvia persistente, delante de
la edificación rodeada de una cerca, tras mirar cuidadosamente atrás y no ver la
menor huella de unos faros tras él en la noche, se limitó el joven policía a
murmurar, tendiendo una llave a la muchacha:
—Toma. Es tu nueva vivienda. Creo que hay de todo dentro. Con eso y lo
que llevas en tu maletín, creo que te bastará. Pero si necesitaras algo, llámame a
mí. No salgas de ahí por nada del mundo. Es más seguro. ¿De acuerdo, Jane?
—De acuerdo —fue su seca respuesta. Tomó el maletín y abrió la portezuela,
ya con la llave en la otra mano—. Hasta otro día.
—Tengo tu teléfono. Te llamaré de vez en cuando. No dejes de descolgarlo.
Pero nunca hables al hacerlo. Yo diré primero: «Soy Lee. Hola, preciosa». Sólo
eso. Nada más que eso. No cambiaré la contraseña, ¿entiendes? Si cambian las
palabras en algo, cuelga inmediatamente sin responder.
—Está bien —le miró con cierta frialdad—. ¿No son demasiadas
precauciones para nada?
—Nada, puede ser la muerte —comentó con igual sequedad Humphrey. Y
puso en marcha su coche tras despedirse fríamente—: Hasta mañana, Jane.
La dejó allá atrás, con su pequeña valija y su llave, bajo la lluvia, ante la
puerta de la distante y aislada vivienda. Los ojos de Lee revisaron
minuciosamente ambas direcciones de la carretera, antes de alejarse. Nadie les
había seguido, de eso estaba seguro, y ya era bastante.
Lo demás, el iniciado idilio con Jane y todo el resto, se había roto sin duda
alguna. Él hubiera querido saber por qué. Pero no se detuvo a pensarlo. Había
otras cosas más urgentes que hacer, aunque estuviese oficialmente de
vacaciones.
Tras poner a salvo a las dos muchachas, esas cosas urgían más que nunca.
No era momento de disfrutar de un permiso, dijera lo que dijera el capitán
Donovan.
Quizá por eso, se encaminó a un determinado lugar en la ciudad.
A un negocio llamado Last Sweet Home, cuya especialidad eran los
funerales de lujo, el lucro a costa del dolor y el luto ajenos. Uno de los grandes
negocios de una sociedad sin conciencia ni dignidad, que podía hacer de los
difuntos y del llanto, muchas veces falso, de sus deudos y herederos, la gran
especulación de la época…
Capítulo V
CURIOSO. ERA muy curioso.
Una puerta, en un lado del chaflán, era el negocio funerario, el Last Sweet
Home. Escaparates ampulosos, gran lujo de cortinajes lila, féretros suntuosos,
precios de incineraciones y de embalsamamientos, e incluso ofertas de lápidas,
cruces y hasta panteones para católicos.
Todo eso era Last Sweet Home. El gran negocio de los cadáveres. Y al otro
lado del mismo chaflán, el Vampyr (Vampiro).
Aparentemente, el Vampyr no se diferenciaba gran cosa en su aspecto
general del resto de los night-clubs de Los Ángeles o de cualquier otra ciudad,
incluso recordaba, en cierto modo, al Bat’s Cave, cuando menos en su sombría,
siniestra fachada, presagio de lóbregos y tenebrosos rincones en su interior, de
una ambientación pretendidamente lúgubre, funeraria, que diese algún
significado al nombre del local.
Pero el Vampyr, según los informes obtenidos últimamente por Lee
Humphrey, tenía una característica especial: su propietaria legal era una mujer
llamada Vanessa Vincent.
Y Vanessa Vincent, conforme a la declaración de Monna Jagger, era la
sacerdotisa suprema de los satanistas de Bat’s Cave. De modo que todo eso
unido, podía significar algo importante.
Y Lee Humphrey se acercó al club nocturno resueltamente.
Pronto comprobó que las cosas no iban a ser fáciles, ni mucho menos. Un
portero uniformado de negra y siniestra librea, digno de un film de Drácula, se
interpuso en su camino.
—Lo siento, señor —dijo—. Si no es socio, no puede entrar.
—¿Socio? —Lee enarcó las cejas—. ¿Hay alguna forma de serlo ahora?
—Ninguna —negó el portero—. Debe solicitarse por correo y, tras una serie
de trámites, que se le concede o no. Si quiere el impreso…
—No, gracias, no se moleste —refunfuñó Lee, retirándose. Y de paso, echó
una ojeada al interior en penumbras rojizas del vestíbulo del local.
Era interesante lo que descubrió. Ante una especie de guardarropa atendido
por una muchacha semidesnuda, cuyos pezones cubrían dos círculos negros de
lentejuelas, un hombre entregó una tarjeta y una chapa de material color verde
fluorescente. Ella comprobó ambos objetos, y le tendió una pieza negra, de seda
brillante, que el hombre ajustó sobre su cabeza, justo cuando la puerta del club
se cerraba.
Era una caperuza satinada, de negro intenso. Una roja cortina aterciopelada,
absorbió al hombre en el interior. Lee se alejó por la acera. El portero atendió a
dos personas que bajaban de un coche, hombre y mujer. Examinó las tarjetas que
le tendían, recibió una propina, y les hizo pasar.
Lee Humphrey se detuvo, irritado, encendiendo un cigarrillo. Sobre su
cabeza, parpadeaba en rojo lívido un fluorescente con el nombre del local. A
poca distancia, otro anunciaba en parpadeos azules:
Lester Diamond era el hombre de tez sonrosada, pelo rubio, ojos azules y
expresión benigna. Era la viva expresión de la inocencia cuando se expresó ante
el capitán Donovan y el ayudante del Fiscal del Distrito:
—Compréndalo, capitán. ¿Cree que nadie se atrevería a herir de muerte a un
hombre en público, beber su sangre y cometer así un espantoso asesinato y una
aberración incalificable?
—El teniente Humphrey fue testigo de ello —se limitó a decir secamente el
capitán—. El vio cómo sucedía todo. Y sostiene su denuncia formal. De modo,
señor Diamond que, pese a su parentesco con un senador, tendrá usted que
responder de esto, como copropietario de Bat’s Cave y de Vampyr, le guste o no.
Y en eso, si realmente existió homicidio, me temo que ni siquiera el senador
Gene Diamond podrá hacer gran cosa por usted.
—Pero por Dios, capitán, eso es ridículo, absurdo… ¡No hubo homicidio
alguno! Todo cuanto se hace en escena es falso. No digo yo que Vanessa y sus
partenaires exageren algo en lo puramente sexual. ¡Qué diablos, capitán, no
somos niños, y estamos en una democracia! Esta clase de espectáculos,
reservados a unos pocos socios, pueden ser algo fuertes, pero eso no es ilegal. Si
lo es, en cambio, que uno de sus hombres quite a un socio su tarjeta y placa de
identificación para entrar, después de agredirle. Admito que esos chicos y
Vanessa se dejan llevar por sus sentimientos y… Bueno, ya me entiende… No
siempre fingen lo que hacen en escena. Pero la muerte y la succión de sangre…
¡es ridículo! Forma parte del espectáculo, es todo.
—Se les acusa de satanismo y ritos ocultos, con sacrificios humanos —
apoyó con sequedad el ayudante del fiscal.
—Absurdo —el rubio y amable Lester Diamond agitó sus manos como un
mal actor intentando interpretar a Shakespeare—. No tiene sentido. Pueden ver
al hombre «herido». Y el arma usada. Todo. Es falso. Simple carpintería teatral,
¿entienden? Puro truco, vamos.
—Lo siento, señor Diamond —cortó el capitán Donovan con aspereza—. La
sangre analizada, era sangre humana. Y procedía de las manchas de ese
escenario. Tengo aquí el informe policial.
—¡Claro, capitán! —De nuevo manoteó Diamond como un pésimo histrión
—. Adquirimos plasma y lo ponemos en vejigas especiales, que el falso cuchillo
corta sin dificultad. Eso da fuerza al espectáculo.
—Pero Vanessa Vincent bebe esa sangre, está comprobado.
—¿Y qué? ¿Hay alguna ley que impida beber sangre humana?
Donovan resopló. Cambió una mirada con el ayudante del fiscal. Luego con
el silencioso Lee Humphrey.
—El cadáver no fue hallado —dijo Donovan—. El teniente Humphrey
asegura que, apenas utilizó su arma para disparar al aire en señal de
intimidación, el escenario giró sobre sí con rapidez. Tras unos momentos de
confusión, halló un acceso al semicírculo oculto, pero ya no había cuerpo
alguno. Solamente estaba Vanessa Vincent, con el otro partenaire… y la
mancha de sangre en el suelo.
—Es natural —rió Diamond. Y su risa sonó extraña—. ¿Qué esperaba que
hiciese el pobre diablo? Ya han podido verle antes. Está asustado. Echó a correr.
Además, ese escenario gira justo en el momento en que su subordinado hizo el
disparo, cuando empieza la supuesta succión de sangre. No sólo tendrá que
retirar la denuncia, capitán, sino admitir que su hombre fue quien cometió una
grave infracción, con abuso de autoridad y falsas acusaciones. Esto va a costarle
caro a usted, al teniente y a todo su Departamento. Ahora mismo, mi hermano
habrá comunicado ya con el gobernador de California. Sí, señor, va a ser un mal
asunto para todos ustedes, créanme.
—Yo he visto a ese hombre que usted dice que es el partenaire falsamente
herido por Vanessa Vincent —dijo ahora Lee fríamente—. Se parece al otro, lo
admito. Pero no es el mismo.
—¿Podría jurar eso ante un tribunal? —sonrió sardónico Lester Diamond, el
sonriente y rubicundo socio de Keith Starr.
—Usted sabe que podría hacerlo —silabeo duramente Humphrey, clavando
en él unos ojos helados—. Pero serviría de poco. Me acusarían de perjurio
porque no poseo otra evidencia que mi propio criterio.
—¿Entonces…? —Diamond enarcó sus cejas, burlón—. Nosotros seremos
muchos a afirmar que ese joven es el que usted creyó ver morir en escena.
¿Resuelve llevar adelante este asunto?
Lee Humphrey reflexionó, sombrío. Sabía que su jefe y el ayudante del fiscal
estaban pendientes de su decisión. Hubiera querido dar otra respuesta. Pero no
podía hacerlo. Sabía cuándo estaba vencido. Y ésta no sería la primera vez en su
lucha con Keith, Diamond y compañía, aunque esperaba que fuese la última.
—No —dijo al fin—. Capitán, rompa la denuncia. Me retracto.
—¿Qué? —bramó su jefe, palideciendo—. ¿Habla en serio, Humphrey?
—Del todo, señor. De nada serviría mantener un asunto que se desmoronaría
ante los poderosos abogados de esa gente como un azucarillo en el agua. Sí,
retiro la denuncia.
—Está bien. —Lee vio morder a su jefe las palabras, junto con la punta de su
cigarro. Hizo un gesto adusto a Lester Diamond—. Salga, por favor. Si quiere
presentar alguna demanda contra el Departamento, puede hacerlo.
—Lo pensaré —rió Diamond, más angelical que nunca—. Pero no creo que
lo haga, mientras ustedes nos dejen en paz a mí y a mi socio. Trataré de calmar a
mi hermano. Adiós, capitán Donovan.
Salió, con la altivez de un virrey. Donovan se mantuvo callado unos
momentos. Luego, se revolvió hacia Lee rabiosamente. Su puñetazo en la mesa
hizo revolotear los papeles.
—¡Su revólver y su placa, maldito sea! —rugió—. ¡Deme todo eso,
Humphrey y olvídese de que existen Keith Starr y Lester Diamond! ¿Lo ha
entendido bien? Olvídelo para siempre. Usted está de vacaciones. Pero si vuelve
a presentarse ante mí con otro maldito problema, haré que le expulsen del
Cuerpo. Ahora, deje ahí su arma y su credencial, y váyase de una maldita vez,
antes de que me arrepienta y dé un informe suyo a mis superiores.
—Sí, capitán —dijo Lee casi con humildad. Se puso en pie, dejó su arma y
su placa sobre la mesa, y se encaminó a la salida. El ayudante del fiscal, mudo
testigo de la escena, le seguía con mirada reflexiva—. Hasta la vuelta.
—Adiós, teniente, y felices vacaciones —silabeó su jefe—. Vacaciones,
¿está bien claro? No vuelva a meterse en líos, o le pesará. Estoy harto de usted y
de sus cuentos de vampiros.
La puerta se cerró tras de Lee Humphrey. Iracundo, el capitán Donovan
examinó el arma y la placa, y luego tiró ambas, casi con rabia, dentro de un
cajón de su mesa. En silencio, el ayudante del fiscal se incorporó.
—Le dejo, capitán —murmuró—. Informaré a mi jefe de lo ocurrido. De
veras lo siento. Por todos nosotros.
—Más lo siento yo —refunfuñó Donovan—. Sé que hay algo feo en Starr y
en ese maldito Lester, pero con manías persecutorias y falsas acusaciones no se
logra nada.
—Claro —admitió vagamente el ayudante del fiscal—. Creo, realmente, que
su subordinado necesita unas vacaciones y olvidarse de todo eso…
Donovan se limitó a gruñir entre dientes, mientras el otro salía, cerrando
suavemente tras de sí.
Capítulo VI
ESTABA furioso.
Muy furioso. Por muchas cosas. Por Starr, por el capitán Donovan, por
Lester Diamond y su hermano senador e incluso por los informes psiquiátricos
de su amigo, el doctor Larrabee. Y también por la política, la basura, y todo lo
sucio y corrompido de una ciudad, de una sociedad incluso, que se decían
limpias, honestas y ejemplares.
Quizá por eso, aquella noche misma se metió en un cine cualquiera, sin mirar
siquiera las carteleras. Apenas se hubo sentado en una butaca de las últimas filas,
en el cine casi vacío, la pantalla le mostró a una rubia oxigenada, entrada en años
y en carnes, con unos pechos como balones de fútbol a los que se aferraban
como niños lactantes, un par de mozos musculosos y atractivos. Ella gemía y
ponía los ojos en blanco, agitando unos muslos como columnas de mármol.
Era un cine porno. Eso no le preocupó lo más mínimo. Era un ejemplo más
de la degradación de la sociedad que le rodeaba, pero no el peor.
De pronto, a su lado, crujió la butaca vecina. Miro de soslayo.
Una negra joven, tremendamente robusta, se había sentado allí. Le observaba
con una sonrisa significativa en sus labios gruesos.
—Hola —dijo.
—Hola —respondió Lee, preguntándose si los pechazos inmensos de la
negra, que bailoteaban bajo su camiseta de malla color amarillo, serían mayores
que las de la rubia de la pantalla. Se respondió que, en efecto, lo eran sin duda
alguna. Llevaba una corta falda ceñida, que remontaba unos muslos como
bloques de ébano.
—¿Te gusta eso? —señaló ella a la pantalla.
—Psé… —Lee encogió sus hombros.
—Yo sé hacerlo mejor —rió ella, pasando su lengua por los labios, como un
animal hambriento.
—¿De veras? —Lee, viendo lo que la tremebunda rubia nacía en la pantalla,
se preguntó qué diablos podría hacer mejor aquella negra.
—Si quieres comprobarlo, salgamos de aquí. Eres guapo. Me gustas. No
tienes que pagarme nada, querido.
Lee no supo cómo diablos lo hizo, pero unos minutos más tarde, se hallaba
en un cuarto pequeño, mal alumbrado y modesto, delante de un vigorosa mujer
de color que, al despojarse de la camiseta amarilla, dejó al aire dos gigantescos
melones morenos, considerablemente duros para su increíble volumen. La falda,
al caer, reveló los colosales muslos de ébano vivo.
—Ven —le invitó, cimbreando sus caderas ampulosas, lo que hizo vibrar
aquellas moles oscuras y voluptuosas de su increíble torso—. Ven…
En circunstancias normales, ni siquiera hubiera estado ahora Lee en aquel
lugar. Pero sin embargo, obedeció ahora. Ya todo daba lo mismo.
La negra tenía razón. Sabía y podía hacer muchas cosas Infinitamente mejor
que la rubia de la película porno sin duda.
Cayó de espaldas en una chirriante cama, sus muslos macizos se abrieron y
requirió a Lee entre jadeos y convulsiones.
—Ven, ven, mi hombre —casi sollozaba.
Pasado ese momento, Lee pareció despertar de un trance Reacciono. Sacudió
la cabeza. Sintió náuseas. Miró a la voraz desconocida de piel oscura que le
llevara a su casa y como un niño cogido en una travesura, echó a correr.
Huyó de allí. De la negra, de la cama, del cuarto pequeño y barato, de la
bombilla amarillenta, de todo aquel juego de sexo y de carne, de instinto y
sensualidad, de vicio y deseo.
Corría por la calle desierta, bajo las luces del alumbrado nocturno, cuando
una figura oscura y opulenta, asomada a una ventana de luz amarilla, le gritó,
rabiosa:
—¡Vuelve aquí! ¡No me dejes así, maldito hijo de perra! ¡Vuelve, cerdo!
Lee Humphrey siguió corriendo. La negra, defraudada, le gritó más cosas, y
quizá tenía razón. Pero él no volvió.
Sólo cuando estuvo en otra calle, más amplia y más alumbrada, redujo la
marcha y caminó al paso. Una pelirroja de piel muy blanca, con breves shorts
ajustados a sus muslos, se le acercó.
—¿Me das fuego? —preguntó, cigarrillo en mano. Lee apresuró el paso. Se
alejó. Ella se echó a reír.
—¿Qué te pasa? —Se mofó, allá a sus espaldas—. ¿Te asustan las mujeres
acaso?
Lee se enjugó el sudor. Entró en una cafetería abierta toda la noche, y pidió
un café doble. Le temblaban las manos.
—Maldita sea —gruñó para sí—. ¿Será verdad? ¿Qué me pasa con las
mujeres ahora? Parezco un párvulo… o algo peor.
Estuvo un rato sin saber qué hacer. Luego, bruscamente, tomó una decisión.
Se fue al teléfono.
Entró en la cabina del bar. Marcó un número, el del nuevo apartamento de
Jane Peters. Nadie respondió, aunque estuvo sonando largo rato. Arrugó el ceño,
pero no insistió. Marcó otro número, el de su hermana y su cuñado.
Esta vez sí respondieron. Y fue la agitada voz de su hermana la que atendió
el teléfono.
—¿Sí, dígame? —Y notó su rara agitación.
—Soy yo, Lee. ¿Sucede algo, Lori?
—¡Dios sea loado, menos mal que eres tú, Lee! —Sonó, con una mezcla de
alivio y de angustia el tono de su voz en ese momento—. Estoy inquieta, no sé
qué hacer. Iba a llamar al Departamento, por si estabas allí…
—Ya sabes que no. No estoy ahora para nada en la oficina. —Humphrey
empezó a sentir temores—. Acaba de una vez, ¿qué ocurre?
—Se… se trata de Monna Jagger, esa chica que trajiste…
—¡Por todos los diablos, sigue! —Un frío dogal atenazó el cuello de Lee, y
pareció descender hasta apresar ferozmente su corazón—. ¿Le ocurre algo a
ella?
—No… no lo sé aún, Lee. Se… se ha marchado. De repente.
—¿Se ha marchado? ¿Adónde?
—No lo sabemos. Homer oyó ruido. Despertó, bajando a la planta, y notó
que faltaba la gabardina de esa muchacha, la de color naranja, que había colgado
en el recibidor. Miró hacia lo alto, y vio a medio abrir la puerta de su dormitorio.
Subió y… Bueno, no había nadie. La cama había sido utilizada, pero ella se
marchó de repente, sin decir nada.
—Maldita sea… —refunfuñó Lee, irritado, mordiéndose el labio inferior.
Reflexionó brevemente—. Está bien, no llames a la policía. No aún. Yo buscare
a Monna.
—¿Imaginas dónde puede estar a estas horas? Son casi las cuatro…
—Lo sé, lo sé. No estoy seguro de que haya podido ir donde creo, pero debo
intentar hallarla allí. Si volviera entre tanto, obligadla a que no salga más. Es una
orden mía personal, ¿entiendes? Yo llamaré dentro de poco rato…
Colgó, sin dejar hablar a su hermana. Malhumorado, abandonó el
establecimiento. Luego, una vez en la calle, cambió de idea y regresó al interior.
Buscó un determinado edificio en la guía, anotó el número de la centralita, y
marcó.
Tardaron en responder, para impaciencia suya, pero al fin lo hicieron. Una
voz somnolienta respondió:
—¿Quién diablos llama a estas horas a la centralita? Está desatendida
durante la noche. Los vecinos pueden usar línea directa con el exterior y…
—Policía —dijo secamente Lee, cortando las protestas—. Teniente
Humphrey, del Departamento de Policía de Los Ángeles. Es urgente.
—Oh, lo siento —se excusó la voz, bastante más despierta—. ¿Pasa algo?
—Eso debe ser usted quien lo diga, amigo. ¿Puede comunicarme con el
tercero F?
—¿Tercero F? ¿El de la señorita Jagger y la señorita Peters?
—¡Si, si, ese mismo! Es urgente. ¿Puede hacerlo?
—Claro. Un momento, teniente…
El momento lo pareció un siglo, pero al fin zumbó el llamador telefónico al
otro extremo del hilo. La llamada se repitió varias veces. Eso le satisfacía.
Mientras nadie respondiese, todo iría bien.
De repente, sintió un sudor frío. Y también una furia irremediable.
—¿Sí? —susurró una apagada voz de mujer, allá en el apartamento.
—¿Es usted? —rugió Lee—. ¿Qué diablos hace ahí, Monna? ¡Le dije que no
saliera de casa de mi hermana! Debió tomarse el sedante y…
¡Clic!
Le habían colgado. Así, sin más.
Miró el teléfono. Si hubiera sido un ser animado, le hubiese estrangulado
gustoso, ya que no podía hacerlo con Monna Jagger. Soltó una imprecación
bastante sonora, y salió de la cabina sin perder momento.
Sólo necesitó unos minutos, muy pocos, para llegar a Bel Air con su coche.
Ya antes de alcanzar la casa de las dos muchachas, supo que algo sucedía. Y que
no podía ser nada bueno.
Un coche-patrulla bloqueaba una de las calles adyacentes. Otro hacia girar su
roja luz en el extremo opuesto. Sonó una sirena, y un tercer vehículo policial
asomó por un lado, frenado con un largo maullido de frenos, a menos de veinte
yardas de él.
Lee saltó del coche, maldiciendo el hecho de no llevar encima su credencial.
Pero al menos tuvo suerte en algo. Un patrullero le conocía. Saludó respetuoso,
parándose ante él al verle.
—Buenas noches, teniente. ¿Se ocupa usted del caso? —indagó.
—No exactamente. Acabo de llegar. ¿Qué ha sucedido ahí?
—Lo peor que puede suceder, señor —suspiró el patrullero—. Acaban de
avisarnos. Han asesinado a una chica.
La piel de Lee se tornó una capa de hielo. Su corazón se encogió
violentamente. Debía de haberse quedado muy pálido, porque su subordinado le
contempló con aire preocupado.
—¿Algo personal, señor? —se interesó.
—Sí. Me temo que sí —dijo roncamente Lee Humphrey—. Vamos, agente.
Lléveme hasta allí.
—Claro, señor.
Yendo con el patrullero ningún otro policía le preguntó. Al asomar por la
puerta de la casa, rodeada de policías y curiosos por doquier, un rostro conocido
asomó por la escalera. Era Avery Crane, de su oficina.
—Hola, Lee —saludó el agente de paisano, con una amarga sonrisa—. Me
imaginé que vendrías. El conserje me ha contado lo de tu llamada telefónica,
hace sólo veinte minutos escasos. Parece que debes saber mejor que nosotros lo
sucedido, aunque oficialmente estés de vacaciones.
Lee pasó por alto el sarcasmo del tono de su compañero Crane, para
encaminarse rudamente hacia las escaleras, apartando a todos a su paso.
—¿Qué pasó con exactitud? —quiso saber Lee, sin mirar a nadie, camino de
la planta tercera.
—Pues eso: que mataron a la chica. Fue algo bestial. No sé si te gustará
verlo.
—Infiernos, claro que no me gustará. Pero tengo que hacerlo, Avery.
—Sí, supongo que sí. Después de todo en cierto modo es tu caso, diga lo que
diga el capitán. Tal vez esto sirva para llevar alguna vez a presidio a esos tipos,
Starr u Diamond.
—Dios te oiga —masculló Lee, encajando las mandíbulas con rabia, ya en el
rellano de la tercera planta, donde se apiñaban agentes de policía ante la puerta
del apartamento 3-F, algunos de ellos obligando a otros vecinos a retirarse a sus
domicilios.
Lee entró en el apartamento que habían compartido Jane Peters y Monna
Jagger. Una fría ira le dominaba. Pero tenía que pensar que, ante todo, era
policía. Y después, un ser humano. Al menos, ésa era la teoría del capitán
Donovan y del Departamento, en tales casos. Al diablo con todos ellos, pensó
Lee. Él era solamente un ser humano. Y ahora iba a contemplar el cadáver de
una muchacha cuyo último error había sido volver a la casa adonde jamás había
debido regresar.
—Está en el living, cerca del teléfono —explicó por el camino Avery Crane
—. Allí la sorprendió el asesino. La degolló limpiamente, cortándole el cuello de
oreja a oreja. Sangró terriblemente pero parte de su sangre no está en su cuerpo
ni en la moqueta, Lee. No sé adónde iría a parar.
—Tal vez a la garganta de un sádico enloquecido —silabeó Lee
ásperamente.
—Si, tal vez. Es lo que he pensado. La ambulancia está en camino. Y
también el doctor Slater, naturalmente.
No hizo caso de esos detalles. Eran la rutina, lo de siempre. Hablaban de ella
como de un cuerpo más, un cadáver cualquiera, camino de la Morgue.
Y después de todo, ¿qué era Monna Jagger para ellos? ¿Y para él? ¿Qué
había sido realmente Monna Jagger, empleada de alterne en un sórdido y lúgubre
local nocturno, sujeta a un contrato tiránico con un par de cerdos como Keith
Starr y Lester Diamond, obligada a la relación sexual con los clientes en un
plazo determinado, y violada anteriormente en un cementerio, por un sádico
agresor, para pasar luego a un centro psiquiátrico?
Todo eso era ella en realidad. Una perfecta desconocida para él. Y sin
embargo…
Sin embargo, no podía pensar en Monna como en un frío cadáver hacia la
Morgue, como un nombre más en las crónicas negras de la ciudad. Como no
pudo poseerla en aquel sucio reservado del Bat’s Cave, bajo el impúdico ojo de
un circuito cerrado de TV.
Monna no merecía eso. Ni esto de ahora tampoco.
Se quedó parado en medio del living, con un escalofrío. Tras el sofá y la
mesita del teléfono, eran visibles las piernas desnudas hasta el muslo. Ya sin
atractivo sexual alguno. Eran las piernas de una mujer muerta. Sólo el monstruo
de los cementerios de Los Ángeles, podía sentir algo morboso ante una cosa así.
Las piernas y la sangre. Era todo lo visible. Mucha sangre empapando la
moqueta gris. Pero, como dijera Crane, quizá poca sangre para un crimen tan
brutal y sanguinario.
Rodeó la mesa, para contemplar mejor a la infortunada víctima. Y lo logró.
Se plantó ante el cadáver. Contempló con ojos dilatados de asombro la
escena trágica y sangrienta. Era cierto; el corte profundo, había sido de lado a
lado de su cuello. Ropas y piel aparecían cubiertas de sangre todavía sin secar
del todo. El crimen era reciente.
Pero en algo se había equivocado total y absolutamente desde un principio.
Aquella mujer no era Monna Jagger.
Era el cadáver de Jane Peters, su compañera de alojamiento.
—Es una idea que sólo se te podía ocurrir a ti, Lee —refunfuñó el doctor
Larrabee, anudándose el cinturón de su bata sobre el pijama. Frotó sus ojos
somnolientos, ligeramente miopes, y contempló a su amigo, tras recoger las
gafas de la mesa—. ¿Qué diablos quieres de mí a estas horas de la madrugada?
—Charlar un poco, Carter —sonrió Lee.
—Oh, no me digas que, para charlar un poco, se te ocurre visitarme a las
cinco y media de la mañana.
—Algo así —rió sordamente Humphrey, encogiéndose de hombros—. Puede
ocurrir que el tema de que quiero hablarte me quite el sueño, y prefiera tener ya
una respuesta antes de irme a la cama.
—A cambio de quitarme el sueño a mí —se quejó Larrabee—. Tengo
amigos para esto. Bien, ¿qué quieres saber, exactamente?
—Es sobre esa chica, Monna Jagger.
—¿Ella otra vez? Ya te hablé de su caso, Lee.
—Han surgido nuevas complicaciones. El trauma que ella sufrió… ¿podría
tener consecuencias de tipo patológico?
—¿En qué sentido?
—Digamos que si cabría la posibilidad de que Monna Jagger, al sufrir aquel
ataque brutal en el cementerio, hubiese desarrollado en su interior un instinto…
digamos agresivo. Una psicosis criminal, en suma.
—Bueno, en la mente humana, cuando se altera, todo puede suceder —el
joven psiquiatra arrugó el ceño, mirando largamente a su amigo—. Pero de eso a
imaginarla potencialmente agresiva… no sé. Concrétame más tu teoría, y podré
responderte.
—Sin rodeos, Carter: ¿podría ser Monna Jagger… una asesina?
—Cielos. —Larrabee se quedó perplejo—. ¿Piensas realmente eso?
—No sé qué pensar. Es una posibilidad. Sólo eso.
—En todo caso, sería por un sentimiento enfermizo de revancha, por
vengarse de alguien a quien considerase culpable de su daño. Lo sucedido a su
hermana, al morir y ser luego desenterrada, podría aumentar ese odio irracional a
determinadas personas. Pero en todos los casos, seria siempre, por deformada
que estuviese su psiquis, una especie de venganza, ya te lo he dicho. Un modo de
devolver golpe por golpe, digamos.
—En tal caso, jamás mataría a… a una amiga o compañera, ¿no?
—Si no la consideraba culpable de su daño, no. ¿Qué sucede Lee, para que
me hagas esas preguntas?
—No lo sé aún. Pero quiero saberlo. Estar seguro de si ella ha sido
culpable… o simple testigo de un crimen.
—¿Testigo? —Enarcó las cejas Larrabee, con gesto desorientado—. ¿De qué
crimen?
—Oh, tú aún lo ignoras. Una chica, Jane Peters, ha muerto esta madrugada.
Era la compañera de apartamento de Monna Jagger. Y tengo razones para
suponer, aunque sólo sea a título particular, que ella pudo estar en el escenario
del crimen esa noche, sin ser vista por el asesino… y presenció la muerte de su
amiga.
—Eso es importante. Pero recuerda que su testimonio no vale mucho ante un
tribunal, con los antecedentes clínicos que posee…
—Si ella identifica al asesino, estate seguro de que para mí sí valdrá su
testimonio. Y cuando lleve al culpable ante un jurado, no será solamente el
testimonio de ella el que presente para acusarle.
—Te creo —suspiró el doctor Larrabee, secándose maquinalmente las gafas
con el borde de su batín—. Eres un policía tenaz. Y un hombre listo. ¿Es todo lo
que querías preguntarme, Lee?
—Sí, todo. Porque si te pregunto por qué una persona puede llegar a beber
sangre humana o a violar cadáveres ¿qué me responderías?
—Es tan complejo responder a eso… —Larrabee meneó la cabeza—. Todo
el secreto de las más complicadas y absurdas acciones humanas, está aquí.
Se tocó la cabeza, incorporándose para acompañar a su amigo a la salida.
Lee puso una mano en el hombro del joven psiquiatra.
—Pues hay más de uno con eso bastante averiado, casi podrido, diría yo —
manifestó el joven policía gravemente—. Sólo así se explica que en esta ciudad
ocurran las cosas que ocurren, maldita sea.
Y abandonó la residencia de su amigo Larrabee, meneando la cabeza con
aire de desaliento. El joven psiquiatra sonreía comprensivo cuando cerró su
puerta suavemente regresando al lecho.
Capítulo VII
LAS luces del Vampyr continuaban apagadas. El lugar parecía vacío, muerto.
Tal vez la lúgubre vecindad del negocio de pompas fúnebres suntuosas,
contribuía a crear esa impresión.
Lee Humphrey no iba esta vez al club nocturno de los simulados sacrificios
humanos y rituales sangrientos… si es que realmente eran simulados, cosa de la
que no estaba absolutamente seguro.
Esta vez, su objetivo era el negocio vecino. Las pompas fúnebres. En suma,
Last Sweet Home. El lugar de los costosos ataúdes, los cortinajes púrpura y los
velones de lujo en candelabros de plata.
El local no estaba abierto las veinticuatro horas del día, como otros de su
género. Cuando Lee llegó a él, estaba cerrado al público, ardían unos falsos
velones de luz eléctrica en un escaparate, y en el otro se exhibía un féretro con
tapa de dos piezas, mirilla de cristal y forro de seda lila, que debía de ser el
último grito en su especialidad.
A su lado, un ángel tallado en mármol parecía implorar a Dios por un difunto
inexistente. Lee utilizó el más viejo truco del mundo para entrar
clandestinamente en el local. Se limitó a usar una llave maestra, de entre un
juego de varias muy especiales que llevaba consigo, y la cerradura no se le
resistió.
Como no era fácil que ningún ladrón acudiese a llevarse semejante
mercancía, no existía alarma en el establecimiento. Lee entró en una especie de
tétrico museo de ataúdes, velones y lápidas, donde el silencio y la claridad tenue
de sus rincones, no hacía más que realzar la carga lúgubre del recinto.
No se hubiera sorprendido de ver aparecer en cualquier momento un cadáver
viviente, emergiendo de cualquiera de aquellos caros y lujosos ataúdes
elaborados con maderas preciosas.
Pero no ocurrió nada de eso. El museo de horrores se limitó a ser solamente
un siniestro ámbito donde todo parecía posible y nada sucedía.
Lee deambuló por entre la fúnebre mercancía exhibida allí, escudriñó detrás
de las espesas cortinas, y no descubrió nada notable, salvo que el más sencillo
funeral, con la empresa Starr-Diamond, se elevaría sin duda a un mínimo de
cincuenta mil dólares. Costosa despedida para un difunto.
Lee detuvo sus pasos ante una cortina determinada que, al ser alzada por su
mano con firmeza, le reveló unos escalones descendentes. Al fondo había
oscuridad, de modo que encendió su pequeña lámpara eléctrica.
Descendió la media docena de escalones e hizo un cálculo mental. Debía de
hallarse ahora al mismo nivel que el club nocturno vecino, el Vampyr.
Descubrió una serie de ataúdes en reserva, cuidadosamente apilados. Uno de
ellos, sobre un soporte con tapices color violeta, parecía a punto para alguna
remesa o preparativo fúnebre inmediato.
Lee apoyó su mano en la tapa. La trató de mover. Y cedió.
Estaba sin ajustar aún en sus fuertes cerraduras de metal plateado. Alzó la
tapa, guiado por una especie de presentimiento, y echó una ojeada, proyectando
la luz de su lámpara al interior.
Esperaba algo, pero aun así se llevó un sobresalto. De estar allí reposando el
propio Conde Drácula, no hubiera resultado tan impresionante.
Era el cadáver de un hombre joven y musculoso. Su piel aparecía cubierta de
sangre seca, su rostro contraído, convulso, los ojos dilatados como en un trance
hipnótico. No revelaba dolor ni agonía, pero estaba muerto. Y había muerto muy
violentamente, además. Se veía una profunda incisión en su garganta, por la que
había fluido la sangre. Lee conocía a aquel hombre.
Era el partenaire de Vanessa Vincent en el Vampyr, el hombre que había
sido suplantado por otro, tras el horrible rito sangriento ante el público
encapuchado de la siniestra sala. Después de todo, sus sospechas eran ciertas.
Había habido un crimen, brutal y demoniaco. Existía una víctima real, y estaba
allí, a punto de desaparecer para siempre en uno de los lujosos ataúdes de Last
Sweet Home. Este último negocio resultaba sin duda una excelente tapadera para
los asuntos sucios.
—Bien, amiguitos —silabeó Lee duramente, bajando de nuevo la tapa del
féretro—. Ahora veremos si salís tan bien librados de todo esto…
Y se dispuso a regresar arriba para utilizar el teléfono del negocio y llamar a
la patrulla policial.
En ese momento sonó la fría voz a su espalda:
—Un movimiento cualquiera, teniente Humphrey, y es hombre muerto.
Se volvió, maldiciendo para sí por no llevar encima su revólver. Encaróse
con una automática provista de silenciador, que le encañonaba desde la firme
mano del hombre que le había sorprendido en su correría nocturna.
Ese hombre era Lester Diamond, el socio de Keith Starr. Su rostro rubicundo
y afable, parecía sonriente y amistoso. Pero sus ojos claros eran dos trozos de
hielo.
FIN
JUAN GALLARDO MUÑOZ. Nació en Barcelona el 28 de octubre de 1929,
pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en
Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Los primeros pasos
literarios de nuestro escritor fueron colaboraciones periodísticas críticas y
entrevistas cinematográficas, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio,
de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le
permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney,
Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete,
Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix.
Su primera novela policíaca fue La muerte elige y a partir de ahí publicó más de
2000 títulos abarcando todos los géneros, ciencia ficción, terror, policíaca, oeste;
es sin duda alguna unos de los más prolíficos y admirados autores de bolsilibros
(llegó a escribir hasta siete novelas en una semana).
Los seudónimos que utilizó fueron Curtis Garland, Donald Curtis, Addison Starr
o Glen Forrester.
Además de escribir libros de bolsillo Juan Gallardo Muñoz abordó otros géneros,
libros de divulgación, cuentos infantiles, obras de teatro y fue guionista de cuatro
películas: No dispares contra mí, Nuestro agente en Casablanca, Sexy Cat y El
pez de los ojos de oro.
Su extensa obra literaria como escritor de bolsilibros la desarrolló
principalmente en las editoriales Rollán, Toray, Ferma, Delta, Astri, Ediciones B
y sobe todo Bruguera.
Tras la desaparición de los libros de bolsillo, Juan Gallardo Muñoz pasa a
colaborar con la editorial Dastin. En esa etapa escribió biografías y adaptaciones
de clásicos juveniles como Alicia en el país de las maravillas, Robinson Crusoe,
Miguel Strogoff o el clásico de Cervantes Don Quijote de la Mancha, asimismo
escribió un par de novelas de literatura «seria», La conjura y La clave de los
Evangelios.
En 2008 la muerte de su esposa María Teresa le supone un durísimo mazazo
pues ella había sido un sólido soporte tanto en su matrimonio como en su
producción literaria. Es a ella a quién dedica su libro autobiográfico Yo, Curtis
Garland publicado en la editorial Morsa en 2009. Un interesantísimo libro
imprescindible para los seguidores de Juan Gallardo Muñoz.
Su último trabajo editado data de Julio de 2011 y es una novela policíaca titulada
Las oscuras nostalgias. Continuó afortunadamente para todos los amantes de
bolsilibros ofreciendo conferencias y charlas con relación a su extensa
experiencia como escritor, hasta el mes de febrero del 2013 que fallece en un
hospital de Barcelona a la edad de 84 años.