José Granados Prólogo

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Prólogo al “Poema de Adán y Eva” en el Don Juan de Gonzalo Torrente Ballester

José Granados
I.
“La creación de Adán y Eva”. Así se titula el relato poético que presentamos, y que es una
obra dentro de otra obra, el Don Juan de Gonzalo Torrente Ballester. El poema nos cuenta cómo
Dios formó a Adán y Eva, cuál es el sentido de la unión sexual de ellos y cómo tropezaron ambos,
emborronando este sentido1. Para entender el poema tiene interés quién lo declama: Leporello, un
diablo disfrazado de siervo del Tenorio. Tiene también interés el autor del poema: dom Pietro, un
santo monje de esos que, por predicar una religión alegre, dan fastidio al Infierno ya que, dice
Leporello, “una religión tristona, macabra, a la vuelta de dos generaciones nos garantiza, por
reacción, buena cosecha; pero una religión alegre, de propagarse, nos dejaría sin clientes” (Don
Juan V,1)2. Ya imaginamos, entonces, que la versión que ofrece dom Pietro de la sexualidad no será
tristona ni macabra, sino más bien de regocijo y casi castañuelas.
Pero ¿qué pintan los primeros capítulos del Génesis en una novela sobre don Juan Tenorio?
La escena de la creación no aparece en el don Juan barroco, vividor mujeriego, ansioso de placeres
y trifulcas. Ni la vemos en el don Juan romántico, donde el villano se convierte en héroe a la busca
desesperada del amor puro, de amante en amante. Y, sin embargo, en ambos casos los rasgos de don
Juan surgen sobre un trasfondo religioso, pues el amor es siempre novio de la muerte, ya vista como
careo con el juicio último de Dios (“¡largo me lo fiáis!”), ya como momento en que se alcanza por
fin esa transcendencia que anhela todo romántico.
El trasfondo religioso de la sexualidad resulta más difícil de percibir en nuestra época, que
ha secularizado el sexo, convertido en realidad meramente humana, objeto de estudio de meras
ciencias humanas. Es un proceso que puso en marcha la reforma protestante, cuando Lutero negó al
matrimonio su enclave entre los siete sacramentos. Poco a poco se llegó a algo inaudito en las
sociedades anteriores, que siempre habían maridado de algún modo lo religioso y el sexo, ya por el
éxtasis que el sexo procura, ya por la vida en germen que en él se transmite.
Hoy nos damos cuenta de que la secularización del sexo no ha ofrecido un sexo más puro,
libre, por así decir, de la ganga de lo religioso. Por el contrario, secularizar el sexo ha significado
deserotizar el sexo. Pues al eliminar del sexo su misterio, huye también eros, el dios alado de Platón
(ala es pteros en griego), que nos saca de nuestras casillas calculadoras y rompe el techo de la
caverna individualista. Y es que tanto placer concentrado sobre uno mismo hace olvidar el deseo
que empuja más allá de uno mismo. A pesar de la presencia agobiante de las imágenes del sexo en
nuestra sociedad, decae el interés por el sexo en cuanto éste exige un encuentro real con otra
persona.
Pues bien, es en el cruce de lo sexual y lo transcendente donde Torrente Ballester quiere
ofrecer su versión original del famoso villano español. Tenorio aparece, no como un perseguidor del
placer intenso que reta a la sociedad opresiva y puritana, ni tampoco como quien busca una
emoción altísima que anegue su sentimiento. La novedad es que Tenorio se rebela contra Dios y
esto eleva allende lo humano el tono de su donjuanismo. Así se lo reprocha su padre, ya a punto de
que caiga el telón: “al meter a Dios en tus conquistas, las hiciste tan sublimes, que los derechos del
padre y el marido resultaban faltos de la debida proporción. ¡No fue a ellos a quienes disputaste las
mujeres sino al Señor! ¡No era la ofensa de ellos lo que buscabas, sino la de Dios!” (Don Juan,
cap.V, n.6).

1
Me han ayudado a penetrar en el sentido de la obra de Torrente Ballester estos trabajos: S. Sevilla Vallejo,
“Don Juan, el mito vivo en Gonzalo Torrente Ballester”, Dicenda. Cuadernos de Filología Hispánica 31 (2013) 213-
228; J.C. Rivas, "Don Juan de Gonzalo Torrente Ballester: Reelaboración de los orígenes", Revista Chilena de
Literatura (2007) 149-165.
2
Cf. G. Torrente Ballester, Don Juan (Alianza, Madrid 1998).
1
Sí, don Juan se enfrenta cara a cara con Dios por una cuestión de sexo. Se enfrenta a Dios
porque Dios ha puesto en el sexo una promesa que el sexo no puede cumplir. Dios fue quien
engatusó al adolescente Juan, Dios quien acreció sus anhelos, Dios quien le colgó alas fingidas para
luego dejar que se derritieran apenas se elevaba un palmo hacia el sol. Así resume su queja Tenorio,
tras su primer comercio carnal con mujer: “No creo que haya en el mundo nada en que un hombre
pueda poner más esperanza, ni que le cause decepción mayor”. El reproche lo repite Dom Pietro
justo antes de recitar sus versos, con palabras que hurgan en la llaga abierta de don Juan: “ ‘A usted
le pareció una vez que existía cierta desproporción entre las esperanzas puestas en la unión sexual, y
sus resultados exactos’ ” (Don Juan, cap.V, n.1).
¿Qué es lo que esperaba don Juan en aquel primer encuentro con una mujer, que fue la
prostituta Mariana? Así nos lo describe:
“Esperaba perderme en ella, y, a través de ella, en el mundo de las cosas, de todo lo que aquella
tarde había estado presente e incitante, el aire, la luna, el perfume de las flores, las músicas y la noche.
Abrazándola, quería con mis brazos abarcarlo todo: eran como árboles, cuyas ramas innumerables fuesen
a hundirse en las entrañas de la vida. ¡Qué enorme júbilo sintió mi corazón ante aquel cuerpo desnudo!
Como si en él la Creación entera se hubiese resumido, como si el cuerpo de Mariana fuese instrumento de
Dios” (Don Juan, cap.IV, n.3).

Si el cuerpo de hombre y mujer se le apareció a don Juan como resumen y recapitulación de


la creación entera, o como instrumento musical de Dios para entonar la sinfonía del cosmos, el
resultado, sin embargo, le deja –deja a los dos– hondamente tristes. Pues ninguno ha encontrado lo
divino a través del otro. De hecho, ni siquiera ha encontrado al otro, como describe clarividente el
protagonista:
“Tenía entre mis brazos a una mujer gimiendo de felicidad, pero de la suya, como yo de la mía.
El latigazo del placer nos había encerrado en nosotros mismos. Sin aquella inmensa comunicación
apetecida y no alcanzada, mis brazos terminaban en su cuerpo impenetrable. Estábamos cerrados y
distantes. Afortunadamente, fue rápido” (Don Juan, cap. IV, n.3).

La experiencia de don Juan desmiente, pues, lo que el sexo promete. Pues donde el sexo
promete unión, don Juan encuentra solo dos placeres simultáneos y aislados. Donde promete
comunión con la naturaleza, encuentra la barrera infranqueable del cuerpo. Donde promete roce con
lo divino, encuentra el portón del infierno. Dicen que la revolución del sesentaiocho tenía también
algo de esa búsqueda de plenitud en el sexo. Y que, como don Juan, ha recogido reclusión, hastío,
frigidez, también violencia. En este sentido la novela de Torrente Ballester, publicada a principios
de los sesenta, es premonitoria.
¿Y cómo responde don Juan a su desilusión? Don Juan no se reconcilia con la decepción de
lo sexual, sino que la encuentra injusta y se rebela contra esa injusticia, y a este fin usa la sexualidad
misma, volviéndola contra su Creador, torturando de pasión a las mujeres para substituir a Dios ante
ellas. En medio de tanta villanía queda en pie al menos la decisión de no conformarse ante la
desesperanza y la rutina del sexo. Don Juan elige luchar contra Dios, que es un modo de seguir
creyendo en Él y, por tanto, de seguir esperando en las promesas suscitadas. En el remordimiento
que siente tras sus bellacos gestos comprende que la lucha sigue librándose. ¡Quién sabe! Mientras
Dios no deje de luchar podemos mantener la esperanza de que logre derrotarnos.
Pues bien, el poema de dom Pietro es precisamente la respuesta de Dios a la acusación del
Tenorio. Allí se narra el puesto de la atracción del hombre y la mujer en el designio originario del
Creador. Dios confirma a don Juan que su intuición es buena: hay una promesa en la sexualidad, los
cuerpos anudados de hombre y mujer pueden ser resumen y recapitulación de la creación entera o
instrumento musical de Dios para entonar la sinfonía cósmica. Existe, por tanto, una forma en que
esta promesa puede cumplirse. ¿Nos es dado acceder a ella? ¿Por cuáles rutas? Exploremos la
respuesta del poema.

2
II.
Dom Pietro interpreta en modo original el mandato de Dios a Adán: “pon nombre a los
animales”. Según el fraile, Dios pide al hombre que recorra el Universo para entender el idioma de
todos los seres y llevar a Dios el mensaje que estos le dirigen. Y no anda descaminada esta
descripción del mandato genesíaco. Pues para poner nombre hay que reconocer lo más íntimo de
cada ser, es decir, el modo en que Dios lo conoce y lo convoca, y descubrir así cómo cada ser
responde a Dios desde eso más íntimo.
Ocurre que, según dom Pietro, todas las cosas quieren hablar a Dios, pero que lo hacen sin
palabras, con balbuceos bárbaros. Al faltarles las palabras les falta también la conversación que
armonice a cada ser con los otros, así como el relato que abarque todo el tiempo, desvelando origen
y fin. Entre todos los animales Adán se diferencia porque toma la palabra, lo cual determina su
misión en el Universo. El hombre está llamado a expresar este amor de las cosas por Dios, para que
los sonidos se acompasen y las frases sueltas tramen un relato completo, con origen y desenlace.
Adán, sin embargo, tras recorrer el mundo, fracasa en su tarea. El Génesis dirá: “no encontró
ayuda adecuada”. Dom Pietro nos lo pinta exhausto y triste tras su viaje. Esto significa que al
hombre no le basta conversar a solas con Dios en lo íntimo, conversación que, a la larga, ¿cómo se
distingue del soliloquio? El hombre aspira, más bien, a entender el himno que todo lo creado quiere
elevar a Dios, porque él también pertenece, por su cuerpo, al himno, y sin comprender sus compases
no puede comprender su propio nombre y destino. Y el problema está en que su cuerpo solitario no
le permite escuchar por dentro la melodía de las cosas, que se le escapa, dejándole fuera de su
concierto.
Es aquí donde entra en juego el sexo. Pues en el sexo el cuerpo del hombre, a través de la
mujer, habla un lenguaje de comunión con el cosmos y de sintonía con los ritmos de la naturaleza.
Es decir, en la unión mutua ambos experimentan el cuerpo del otro como si fuera el propio y, a
través de este cuerpo, asumen en sí el resto del cosmos creado. Por eso Adán y Eva están llamados a
descubrir el lenguaje de todas las cosas y a llevárselo a Dios, único modo en que pueden conversar
plenamente con Él, incluyendo en la conversación también sus cuerpos. Resulta entonces que el
microcosmos, donde se sintetiza el universo en su apertura hacia el Creador, no es el hombre solo,
ni la mujer sola, sino la unión del hombre y la mujer, dos en una carne, a través de la palabra de la
promesa.
No extraña, así, que la creación de la mujer se presente en el poema como proeza cósmica.
La mujer es la obra maestra de Dios, en la que Dios reúne el brillo del fuego, la pureza del aire, la
frescura del agua, la finura de la tierra. Al regalarle a Eva, Dios regala otra vez a Adán el mundo
entero, pero ahora como mundo capaz de lenguaje y de conversación y de vida interior. Dios exulta
de júbilo al terminar de modelar a la mujer, pues tiene ante sí finalmente al ser humano completo, el
cual, como decía san Juan Pablo II, es creado en el momento de la comunión, y no del aislamiento.
Estamos en los antípodas de una visión de la sexualidad como consecuencia del pecado o
como paliativo suyo. Al contrario, solo tras la unión de Adán y Eva reciben las cosas, como apunta
Torrente, “patente de eternidad”. Es decir, Adán y Eva, en su unión, hacen madurar todo hacia la
eternidad, porque lo ponen en contacto con el amor y con la palabra, y es en el amor y en la palabra
donde se fragua lo que siempre y cabalmente dura.
Se intuye así la ayuda adecuada que Adán necesita y encontrará en Eva: no una ayuda útil
para sobrevivir cultivando la tierra, sazonando el alimento o hilvanando vestidos, todo ello
superfluo en el Edén, sino una ayuda bella para descubrir cómo las cosas contienen un mensaje de
Dios que se eleva luego en alabanza hacia Él. Es decir, el sexo permite superar una mirada
mercenaria y cultivar otra contemplativa sobre la creación. Se entiende por qué es necesario no
eliminar la diferencia sexual –como maquinan hoy ciertas corrientes ideológicas– y no solo porque
esta sea útil y placentera para el hombre, sino también porque eleva la vida humana más allá de lo
3
útil y placentero. De ahí que, si la diferencia de los sexos deviniera una variación más entre otras,
sujeta a la utilidad o placer de cada uno –lo que es un objetivo de dicha maquinación ideológica– se
convertiría en sal que ya no sala.
Entendemos también lo que significa que el sexo nos pone en contacto con Dios. No se trata
de una unión sagrada, que busca de inmediato, en trance, la unión con lo divino, pero solo logra
unirse con las fuerzas anónimas del cosmos. Se trata, al contrario, de una unión con Dios mediada
por el lenguaje y la conversación, unión que atraviesa el tú a tú, o rostro a rostro, del hombre y la
mujer. Solo descubriendo la dignidad personal de Eva, que Dios mismo como paraninfo o padrino
de bodas ha presentado a Adán, puede el sexo desvelar el secreto sagrado del cosmos. Lo erótico,
como dice Paul Ricoeur, está llamado a integrarse en lo nupcial. Sobre la carne, para que esta acoja
en sí al mundo y lo eleve a Dios, ha de pronunciarse la palabra que reconoce, recuerda, perservera.
De aquí, un corolario: para que el sexo sea como resumen y recapitulación de la creación
entera o instrumento musical que entona la alabanza cósmica, Dios no puede ser solo la meta a la
que nos impulsa el sexo, sino que tiene también que habitar dentro del sexo, en la relación entre
hombre y mujer que han sido confiados el uno al otro por Dios y que se donan mutuamente la
palabra, es decir, que se prometen.
Pero justo cuando Adán y Eva comprenden el regalo de Dios y admiran su sabiduría llega,
furtivo y triste, el pecado. El poema lo narra como un pecado sexual, y en esto no se aleja de
lecturas muy antiguas del texto bíblico, cristianas y judías. Eso sí, no es que la sexualidad se vea
como hozadero pecaminoso, sino al contrario: el diablo reconoce, por las palabras de Eva, el secreto
de la unión conyugal, lo reconoce como lugar eximio de la libertad humana y de la apertura del
cosmos a Dios, y comprende que, si libra batalla en este enclave, el daño será ingente, alcanzando a
todo el cosmos y a todo el tiempo que seguirá. Como buen estratega, no se equivocaba.
¿Y en qué consistió la tentación de la antigua serpiente? Para aislar al individuo en sí
mismo, ésta empleó un señuelo: aislar el amor en la pareja, separado del resto del cosmos y, por
tanto, de Dios. De tal forma se podía justificar el pecado como un “pecado por amor”, haciendo
creer a Adán y Eva que no se buscaban a sí mismos y que su amor aumentaría si se concentraba en
ellos. Así se lo propone Eva a Adán en el poema de dom Pietro: “cerrar las puertas de nuestros
corazones al amor de los demás, que no nos importa nada”. Preludios de esta lectura de Torrente los
encontramos en san Agustín, que ve en el pecado de los primeros padres un deseo de estar juntos,
pero separados de la fuente del amor. Cuando Adán consiente a esta invitación se rompe la armonía
que ligaba a los seres, y la enemistad se incauta de los vínculos entre ellos. Lejos de la unión
consumada que deseaban obtener por el sexo, este se vuelve ahora barrera que impide el contacto
con el otro. “El latigazo del placer”, como experimentó don Juan, les encerraba en ellos mismos.
Impresiona la actualidad del poema, si uno piensa en cómo las formas al uso de la
sexualidad separan al hombre y a la mujer de su entorno, aislándolos en una cápsula. La
anticoncepción, por ejemplo, renuncia a abrir la pareja más allá de sí, pues su mutuo amor se aísla
del lenguaje que el cuerpo comparte con el cosmos para no tener que prolongarse en la transmisión
de la vida. Y la ideología de género desengancha también la identidad humana de la diferencia
sexual, maleable a placer. Por eso se reemplaza la diferencia de sexos, donde lo masculino y lo
femenino son dos polos que se entienden solo a la luz del otro polo, con la diversidad, donde se
multiplican las identidades sexuales y de género, cada uno descifrable solo desde sí mismo, sin
tener que espejarse en los otros.
Hoy, por eso, tras leer el poema, regresa, urgente, la pregunta: ¿queda alguna esperanza de
salvación para el sexo?
III.
La novela de Torrente Ballester concluye sin haber resuelto la tragedia de Don Juan. Éste
queda condenado a ser para siempre sí mismo, sin superar su soledad ni su rebeldía ante Dios, como
4
personaje de teatro con máscara y maquillaje. Hay, sin embargo, sembrados por entre las líneas del
poema de dom Pietro, varios gérmenes de esperanza.

Digamos, en primer lugar, que el Tenorio de Torrente tiene la virtud de suscitar la pregunta
por la transcendencia del sexo, y de este modo reaviva la búsqueda de una salvación que atraviese el
sexo mismo, es decir, que no ocurra por abandono o castración del sexo, sino recuperando la
dinámica inscrita en él.
Hoy en día, cincuenta años después de la revolución sexual, es difícil entrever apertura
alguna del sexo más allá del sexo. Y resulta paradójico, pues dicha revolución pretendía la libertad
definitiva de lo sexual, reprimido hasta entonces por amarres puritanos. Pero ha de constatarse que
la salida de madre de lo sexual ha terminado por crear una ciénaga de aguas estancas y estériles.
Pensemos, si no, en los donjuanes nacidos del 68, según los describe Milan Kundera,
dividiéndolos en épicos y líricos. Los donjuanes épicos miden su hazaña con brutos números, donde
cada conquista añade enteros a una misma escala de placer físico (“en España voy ya por mil tres”,
cantaba el don Giovanni de Mozart). Por su parte, el donjuán lírico busca la intimidad única de cada
mujer, inconmensurables entre sí, provocando un sentimiento casi místico de infinitas variaciones,
pero infinitas variaciones que son solo el reflejo del yo infinito postmoderno, el cual, en aquello que
cree amar, solo ama su propia imagen. Por eso ambos donjuanes quedan atrapados, ya en el “me
eres útil”, ya en el “me gustas”, y su aparente transcendencia, por la prosa o el verso, se queda en
monosílabo: “yo”.
Pues bien, leyendo el Don Juan de Torrente se recupera el drama propio del sexo. Hay una
desproporción, como recordó dom Pietro, “entre las esperanzas de la sexualidad y sus resultados
exactos”. La desproporción implica que la sexualidad apunta más allá de sí misma, hacia la persona
amada como creatura de Dios y con un destino en Dios, y solo así, solo apuntando más allá de sí
misma, logra la sexualidad salvarse. La desproporción hace a la sexualidad ser lo que es. Y quien
intenta armonizar o desdramatizar la desproporción ha perdido el sentido del sexo, porque ha
perdido el destino del sexo3.

Esta pregunta por la transcendencia se conjuga el poema, a su vez, de dos modos. Por un
lado, nos recuerda la bondad originaria del sexo y de la promesa contenida en el sexo, ante el
desgaste y el envilecimiento del sexo que sufrimos hoy. Es verdad que se podría acusar de idealista
la visión del dom Pietro, como si nos hiciera esperar demasiado del sexo, de lo que se seguiría solo
desilusión y desengaño y, por tanto, despecho y abuso del mismo sexo, como ocurrió a Tenorio.
Después de escuchar a dom Pietro, el galán cometerá de hecho su peor pecado, y dejará incluso de
sentir remordimiento, lo que es para él un signo del abandono divino, signo de que Dios mismo ha
dejado de interesarse por él, ha dejado de luchar por él, y ya no le manda siquiera el molesto
gusanillo de la conciencia.
Ciertamente, sería errado cultivar una visión imposible del amor, un romanticismo a lo
religioso. La verdad del amor estará siempre sujeta a la fragilidad del hombre, a lo tortuoso de sus
caminos y a las tribulaciones de su carne. Ahora bien, por otro lado, si no se capta el dinamismo
originario del sexo y no se lo declara bueno en su raíz, nunca podremos reconciliarnos con el sexo,
que seguirá siendo una prisión, el encuentro de dos deseos aislados, el terreno de dominio de la otra
persona.
Dice san Juan Crisóstomo (Sobre el Génesis XV 7) que el sueño que Dios invocó sobre
Adán, en yendo a crear a la mujer, tenía como objeto que la herida no le hiciera daño, y esto para
que la memoria del encuentro con Eva no estuviera marcada para siempre por un dolor. Es como si
3
Cf. J. Noriega, El destino del eros: perspectivas de moral sexual (Palabra, Madrid 2005).
5
Dios buscara que la relación hombre – mujer, en toda su complicada fragilidad futura, mantuviese
un fondo de pureza, exento de traumas. Pues sin este fondo, ni la unión real sería posible, ni la
redención esperable.
Esta experiencia de una sexualidad que nos una realmente al amado y, de este modo, supere
incluso la amenaza de la muerte, no es ajena a la experiencia contemporánea. Recordemos el poema
de Pedro Salinas Salvación por el cuerpo, donde se declara posible romper las barreras del cuerpo,
de modo que a través de él nos hagamos uno con la persona amada:
Traspasamos los límites antiguos.
La vida salta, al fin, sobre su carne,
por un gran soplo corporal henchidas
las nuevas velas:
atrás se cierra un mar y busca otro.
Encarnación final, y jubiloso
nacer, por fin, en dos, en la unidad
radiante de la vida, dos.

Para Salinas la unión sexual en sazón traspasa el límite de dos placeres aislados, y sucede
como encarnación consumada, la encarnación en un cuerpo dual, que hace una sola vida de la vida
de los dos. Por su parte, dom Pietro despierta en su poema la nostalgia por esta plenitud y así
inaugura un camino para recobrarla.

Si el primer modo de apertura del sexo a la transcendencia tiene que ver con la memoria de
un origen bueno que sigue presente como raíz vivificante de lo sexual, el segundo se refiere al
futuro del sexo. Pues hemos conjugado lo masculino y femenino a la luz de su mutua apertura a
Dios, y Dios es siempre el Dios que viene, el que despliega sin pausa ante el hombre su eternidad. Y
de hecho, según dom Pietro, el himno que las cosas elevaban a Dios estaba como en suspense hasta
que se consumase el amor de Adán y Eva, y solo entonces adquiriera el cosmos “patente de
eternidad”. Pero incluso tras consumarse esta unión faltaba algo todavía, es decir, faltaba que
adquiriese patente de eternidad el mismo amor del hombre y de la mujer, que Dios pretendía
someter a prueba, como ámbito de libertad que era.
Es cierto que al poema de dom Pietro falta insistir en un punto: la verdad de los inicios
edénicos no lo era todo, sino que de ella se esperaba todavía más, pues Dios invitaba a Adán y Eva,
no solo a mantener la armonía entre sí y con el cosmos, sino a seguir creciendo. La tradición
cristiana no ha visto en general en el Edén una meta, sino más bien la parrilla de salida. San Ireneo,
por ejemplo, vio a los primeros padres como muchachos que debían aún madurar (cf. Epideixis 14),
y solo así llegar a la plenitud del amor en la carne, para transformar la carne en cauce, cada vez más
pleno, del amor mutuo.
Así, la novedad que puso en marcha la historia no la trajo el pecado del diablo, sino que iba
inscrita en la misma unión conyugal, pues Adán y Eva estaban llamados a promoverse mutuamente.
La diferencia del hombre y de la mujer resulta así clave para mantener abiertos los horizontes del
mundo, pues esta diferencia impide la comprensión total de las cosas desde nuestro aislado punto de
vista, y continuamente obliga a perspectivas inasibles, como lo es al hombre la femenina, y a la
mujer la masculina. Esta apertura se acentúa en la experiencia del hijo que nace de la unión sexual,
punto ciego del poema de dom Pietro. Pues si el lugar de unión de hombre y mujer se abre hacia
una nueva vida, que desborda a ambos, entonces el sexo contendrá siempre estaciones de esperanza.
El mismo san Juan Crisóstomo (Sobre el Génesis XVII 32) insiste en que Dios, al castigar al
hombre, temperó el castigo con una dosis de esperanza cierta, pues asoció dolor y fecundidad, es
decir, el sudor y trabajo de Adán a la fecundidad del suelo, y la angustia del parto de Eva a la
fecundidad del vientre. La historia del principio, por tanto, no se detiene con el castigo. La apertura
6
sigue grabada en la misma sexualidad y en su promesa de fruto. Se despliega entonces una
redención posible, para que don Juan no tenga que seguir siendo siempre él mismo o, mejor, para
que pueda llegar a ser verdaderamente él mismo.
Parafraseando a Benedicto XVI (Homilía de clausura del año sacerdotal, 11 de junio de
2010) puede decirse que hay una audacia de Dios en haber entregado su misterio de palabra y amor
a los vericuetos del sexo, asomados a tantos y tan hondos precipicios. Ha abierto así un flanco
donde el demonio ha sabido atacar la obra del Creador. Pero por ese mismo flanco, a través de las
generaciones que vienen de Adán, hasta llegar a la Virgen que dio a luz a Jesús, ha entrado también
la esperanza última de la carne, permitiendo, según otros versos de Pedro Salinas, que los besos del
amado y la amada “sean siempre redenciones”, como besos que besan “hacia arriba”.

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