Cuento para La Buena Suerte

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Cuento: Para la buena suerte

De María Cristina Ramos

Por este cuento camina una vaquita de San Antonio. El día en que nació probó
sus antenas y salió a recorrer el mundo. Supo después que ese mundo era una rosa,
un lugar luminoso para recorrer dos o tres veces en una misma tarde.

Al tercer día descubrió que la rosa había envejecido. Ya no se columpiaba con la


alegría del aire y crujía a secas cuando la remecía el viento. Descubrió también que las
abejas preferían otros lugares para posarse a beber.

– Siento que algo va a suceder –se dijo –. Algo extraño que no me sucedió nunca
todavía. – Y se quedaba oliendo los rumores cercanos, con todo el cuerpo alerta.

El viento que había pasado la noche tocando flautas en los cañaverales, se


desató esa mañana retozón y desparejo, y los patios se convirtieron en sonajas de
hojas y silbidos. Cuando llegó al rosal dio tres vueltas alrededor de su tallo y entonces
sucedió. Un temblor de catástrofe alcanzó a la rosa, que estalló en pedazos. Pedazos
que se perdieron por los caminos del viento.

Una última hilera de pétalos quedó por un momento más, pero cayó también,
planeando. En uno de esos últimos pétalos iba la vaquita, con los ojos cerrados por el
susto.

El pétalo planeó en el aire, giró, subió, dio vueltas y vueltas hasta caer en un
inmenso charco. Un lugar oscuro y burbujeante de aguas estancadas.

– ¿Qué es esto? –preguntó la vaquita, temblando todavía.

– Croac –respondió una voz de sapo.

– ¿Qué? –preguntó otra vez.

– Croac, croc, cric, crac.

– ¡Ah! –dijo la vaquita – Ya entendí. – Y orientó sus antenas al este, que es lo que
hacen las vaquitas de San Antonio cuando quieren pensar.

– Y aquí… ¿conseguiré una flor? ¿Crecen flores en los pantanos?

– A veces sí, como los diamantes de la piedra oscura, como las palabras del
silencio – contestó, mientras se ponía el guardapolvo, un poeta a quien le había llegado
la pregunta.

– ¿Y habrá mucho que esperar? –volvió a preguntar la vaquita.

– Cuarenta días y cuarenta noches –dijo un chacarero que preparaba sus semillas
sobre el dibujo perfecto de los surcos y a quien le había llegado la pregunta.

– ¡Pero eso es muchísimo tiempo! –dijo la vaquita – ¿Cómo haré para sobrevivir?

– ¿Cómo haremos para sobrevivir? – dijo una mujer que hacía cuentas imposibles
ante los billetes que quedaban de su sueldo y lo que sus chicos añadían de la venta de
cartones y botellas.
– Tendré que hacer algo para atraer la buena suerte –pensó en voz alta la
vaquita.

– Para la buena suerte, para la buena suerte –pensó la mujer y murmuró tres
deseos mientras apresaba y echaba a volar una semilla de cardo que flotaba por el río
invisible del aire. Y los repitió mientras hacía tres nudos a su pañuelo. Pero se guardó
otro deseo pequeño, para pedirlo en la noche, a la primera estrella que viese caer.

– Para la buena suerte – dijo la vaquita, y cruzó sus patas de dos en dos, en un
baile repetido alrededor de una palabra redonda.

En un vuelo rasante, un gorrión rescató el pétalo del agua y lo llevó al nido donde
su gorriona empollaba. El pájaro rodeó el árbol antes de posarse en el nido.

Como se sabe, las vaquitas de San Antonio no habitan los árboles. Ni siquiera
alcanzan a divisarlos por entero. Para una vaquita, un árbol es un insecto gigante con
muchísimas alas que vuela en el cielo, siempre en el mismo lugar.

En esa inmensidad verde entró ella, llevada por el pájaro. En el nido, se cerró
como una bolita y se durmió, entibiada por el plumaje de la gorriona. El viento
acariciaba las alas del árbol.

Al otro día, la vaquita dio una vuelta redonda por la orilla del nido, saludó a los
gorriones y emprendió viaje. Las antenas decían que había que buscar otra flor.

Caminó por la corteza del árbol, cruzó tramos de sol y de sombra. Bajó y bajó casi
hasta las raíces. Vio desde allí matas de gramilla, una caravana de hormigas, un
pueblito de hongos, pero ninguna flor.

Voló en zigzag, se posó en los pastos más altos, descansó en una piedra lavada,
encontró una cueva cubierta de musgo, pero ninguna flor.

Entonces, por el camino de tierra que marcaba el límite de la gramilla, vio algo
que la maravilló. Un mundo de flores atadas con tiras de totora. Flores apretadas en los
brazos de una mujer que se acercaba. La mujer que llevaba en su bolsillo un pañuelo
con tres nudos.

La vaquita la vio y la escuchó cantar un canto finito y casi secreto, con oes largas
como las colas de los gorriones.

Entonces decidió hacer su nido ambulante en el hombro de esa mujer que cada
día inventaba su propia suerte. Algunas veces planchando en casas extrañas. Algunas
tardes revendiendo manzanas. O juntando con sus chicos botellas abandonadas en los
baldíos.

Otras veces vendiendo flores para después comprar el pan y tal vez la leche. O
un choclo para la sopa liviana con que se entretiene el hambre; mientras la estrella
sueña con caer y los deseos crecen las esquinas de los pañuelos.

En: Cuentos de la buena suerte – Editorial Ruedamares

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