El Arbol de Los Jenizaros - Jason Goodwin
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El Arbol de Los Jenizaros - Jason Goodwin
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Jason Goodwin
ePub r1.0
x3l3n1o 06.02.14
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Título original: The Janissary Tree
Jason Goodwin, 2006
Ilustraciones: Francisco Lacruz
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A Kate
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Para los que tienen el Conocimiento,
una insinuación es más que suficiente.
Para las multitudes de los despreocupados,
el mero saber es inútil.
Haji Bektash Veli
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Yashim colocó nuevamente la campana de cristal y ajustó la mecha hasta que la
espasmódica luz se tornó amarilla y firme. Poco a poco la luz de la lámpara llenó la
habitación.
Había tenido suerte de encontrar un barco. El mar Negro era traicionero,
especialmente en invierno, y el capitán era un rechoncho y robusto griego que tenía
un solo ojo y aire de pirata; pero, incluso en los peores momentos del viaje, cuando el
viento gemía entre las jarcias, las olas aporreaban la cubierta y él tosía y vomitaba en
su estrecha litera, Yashim se había dicho que cualquier cosa era mejor que pasar todo
el invierno en aquel destartalado palacio de Crimea, rodeado por los fantasmas de
intrépidos caballistas, corroído por el frío y la triste penumbra.
Cogió el rollo que el paje le había dado y lo alisó.
Saludos, etcétera. Al pie figuraba la firma del serasquier, comandante en la ciudad
de la Nueva Guardia, el ejército imperial otomano. Enhorabuena, etcétera. La estudió
de arriba abajo. Gracias a la práctica, podía captar la esencia de una carta como ésta
en segundos. Era, suavizada por la cortesía, una convocatoria inmediata.
—¿Bien?
El viejo se cuadró.
—Tengo órdenes de regresar con usted al cuartel de manera inmediata.
El paje miraba con vacilación la capa de Yashim. Éste sonrió, cogió la tira de tela
y rápidamente se la enrolló en torno a la cabeza.
—Ya estoy vestido —dijo—. Vámonos.
Yashim sabía que no importaba mucho lo que pudiera llevar. Era un hombre alto,
bien formado a sus casi cuarenta años, con unas espesas greñas de negros rizos. Unos
pocos pelos blancos, nada de barba, pero sí un rizado bigote negro. Poseía los altos
pómulos de los turcos, y los achinados ojos grises de un pueblo que había vivido en
la gran estepa euroasiática durante miles de años. Con pantalones europeos, tal vez,
hubiera llamado la atención, pero con una capa marrón… no. Nadie se fijaba
demasiado en él. Ése era su talento especial, si es que eso era un talento. Más
probablemente, tal como la Marquise había dicho, era un estado de la mente. Un
estado del cuerpo.
Yashim tenía muchas cosas… Encanto innato, un don para los idiomas y la
capacidad de abrir sus ojos grises de par en par repentinamente. Tanto los hombres
como las mujeres se sentían extrañamente hipnotizados por su voz, antes incluso de
darse cuenta de que estaba hablando. Pero no tenía cojones.
No en el sentido vulgar: Yashim era bastante valiente. Pero era esa clase de
criatura poco frecuente incluso en el Estambul del siglo XIX.
Yashim era un eunuco.
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al borde de la cama y se postró en el suelo. Se quedó allí, mudo y tembloroso, como
un gran montón de gelatina.
—¿Bien? —dijo el sultán, frunciendo el ceño.
Del enorme cuerpo brotó finalmente una voz, aguda y aflautada.
—Su magnifizenzia, mi zeñor, mi maeztro —empezó a balbucear el esclavo. El
sultán se movió con incomodidad. Ha complazido a Dioz arrojar un manto de muerte
zobre el cuerpo de una hija de la felizidad cuyoz zueñoz iban a verze cumplidoz por
zu magnifizenzia, mi amo.
El sultán volvió a fruncir el ceño.
—¿Ha muerto?
Su tono era incrédulo. Estaba igualmente estupefacto. ¿Tan temible era?
—Zeñor, no zé qué dezir. Pero Dioz hizo a otro el inztrumento de zu muerte.
El eunuco hizo una pausa, buscando desesperadamente las palabras adecuadas.
Era muy difícil.
—Mi amo —dijo al fin—. Ha zido eztrangulada.
El sultán se dejó caer sobre las almohadas. Bueno, se dijo, estaba en lo cierto.
Nada de nervios. Sólo celos.
Todo normal.
—Manda a buscar a Yashim —dijo el sultán débilmente—. Y ahora quiero
dormir.
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abotonada, pantalones azules adornados con un ribete rojo y un montón de galones y
charreteras: un uniforme nuevo para las nuevas guerras. Con el mismo espíritu le
habían instalado una sólida mesa de nogal y ocho sillas tapizadas en medio de la
habitación, que estaba iluminada por unos candelabros de latón suspendidos del
artesonado techo.
El serasquier se sentó, cruzando con evidente dificultad sus piernas cubiertas por
unos pantalones.
—Quizás sería mejor que nos trasladásemos a la mesa —sugirió con irritación el
serasquier.
—Como usted desee.
Pero el serasquier evidentemente prefería la indignidad de estar en el diván con
sus pantalones a la desagradable situación de desprotección en la mesa central. Al
igual que Yashim, consideraba que estar sentado en una silla con su espalda dando a
la habitación era un tanto inquietante. El serasquier dio un largo suspiro y abrió y
cerró varias veces sus gruesos dedos.
—Me dijeron que estaba usted en Crimea.
Yashim parpadeó.
—Encontré un barco. No había nada que me retuviera.
El serasquier levantó una ceja.
—¿Fracasó usted allí, entonces?
Yashim se inclinó hacia delante.
—Fracasamos allí hace muchos años, effendi. Poco es lo que se puede hacer.
Sostuvo la mirada del serasquier. —Y ese poco, lo hice. Trabajé deprisa. Luego volví.
No había nada más que decir.
Los kanes tártaros de Crimea ya no cabalgaban como dueños de la estepa sureña,
como hermanos pequeños del Estado otomano. Yashim se había sentido
impresionado al ver a los cosacos cabalgando a través de los pueblos de Crimea,
portando armas, mientras los desarmados y derrotados tártaros bebían, sentados a la
puerta de sus chozas, contemplando con indiferencia a los cosacos, en tanto que sus
mujeres trabajaban en los campos. El propio kan languidecía en el exilio,
atormentado por los sueños del oro perdido. Había enviado a otros a recuperarlo,
antes de oír hablar de Yashim… Yashim el guardián, el lala. Pese a los esfuerzos de
Yashim, el oro del kan seguía siendo un sueño. Quizás no había ningún oro.
El serasquier lanzó un gruñido.
—Los tártaros fueron buenos luchadores —dijo—. En su época. Pero unos jinetes
indisciplinados no tienen sitio en el campo de batalla moderno. Hoy necesitamos
infantería disciplinada, con mosquetes y bayonetas. Artillería. ¿Vio usted rusos?
—Vi rusos, effendi. Cosacos.
—A ellos nos enfrentaremos. Ésta es la razón por la que necesitamos hombres
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como los de la Nueva Guardia.
El serasquier se puso de pie. Era un auténtico oso, de mucho más de metro
ochenta de estatura. Continuó dando la espalda a Yashim, mirando las filas de libros,
mientras Yashim observaba distraídamente los cortinajes por donde había entrado.
El sirviente que lo había acompañado había desaparecido. Según las normas de
hospitalidad, el serasquier le debería haber ofrecido una pipa y un café. Yashim se
planteó si esa descortesía no sería deliberada. Un gran hombre como el serasquier
tenía ayudas de cámara para traerle refrescos, y una persona que se encargaba de su
pipa y de seleccionarle el tabaco, de mantenerlo todo en orden y limpio, de
acompañarlo siempre con la pipa envuelta en un trapo y una bolsa de tabaco en la
camisa, y de asegurarse de que se encendía y se montaba bien. Los poderosos
competían entre sí para agasajar a sus invitados con la mejor mezcla de tabaco y las
pipas más elegantes, boquilla de ámbar, caña de cerezo de Persia. Un hombre como el
serasquier no podía pensar en vivir sin un encargado de pipa más que un milord
inglés sin los servicios de un mayordomo. Pero la habitación estaba vacía.
—Antes de que transcurran dos semanas a partir de hoy, el sultán va a pasar
revista a las tropas. Marchas, ejercicios, despliegue de artillería. El sultán no será el
único que observe, será… —Se detuvo, y su cabeza se irguió de golpe. Yashim se
preguntó qué había estado a punto de decir. Que la revista sería el momento más
importante de su carrera, quizás—. Somos un cuerpo joven, como usted sabe. La
Nueva Guardia lleva sólo diez años de existencia. Al igual que un joven potro, nos
sobresaltamos fácilmente. No hemos tenido, ah, todo el cuidado y el entrenamiento
deseables.
—Y no siempre todos los éxitos que se prometieron.
Yashim vio que el serasquier se ponía rígido. Con su moderna chaqueta y
pantalones al estilo europeo, la Nueva Guardia había sido puesta a prueba por una
sucesión de instructores ferenghi: ejercicios, marchas, presentar armas. ¿Qué se podía
decir? A pesar de todo, los egipcios —¡los egipcios!— les habían asestado
humillantes derrotas en Palestina y Siria, y los rusos estaban más cerca de Estambul
de lo que la memoria recordaba. Quizás sus victorias eran algo que casi cabía esperar
pues eran unos enemigos formidables, con equipo actualizado y ejércitos modernos.
Pero seguía estando la debacle de Grecia. Los griegos no eran más que unos
campesinos con bombachos, conducidos por unos pendencieros charlatanes. Aun así,
habían conseguido su independencia contra la Nueva Guardia.
Todo esto dejaba a la Nueva Guardia con un solo y sanguinario triunfo, logrado,
no en el campo de batalla, sino más bien aquí, en las calles de Estambul. En una sola
noche se habían finalmente liberado del imperio de sus rivales y predecesores, el
peligrosamente arrogante Cuerpo de los jenízaros. Otrora excelentes soldados del
Imperio otomano, los jenízaros habían degenerado —o evolucionado, si queréis—
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hasta convertirse en una mafia armada, capaz de aterrorizar a los sultanes, que se
pavoneaba por las calles de Estambul, causando disturbios, provocando incendios,
robando y extorsionando con la mayor impunidad. Superados en armamento y
preparación por los ejércitos occidentales, se habían aferrado tercamente a las
tradiciones de sus antepasados, despreciando toda innovación, desdeñando a los
soldados del enemigo y rechazando cualquier lección que el campo de batalla pudiera
enseñar, por miedo a ver mermado su poder. Durante decenios habían chantajeado al
imperio.
La Nueva Guardia finalmente les había ajustado las cuentas. Eso había ocurrido
diez años atrás, la noche del 16 de junio de 1826, el Acontecimiento Propicio, como
la gente se refería con prudencia a él. Aquí mismo, en Estambul, artilleros de la
Nueva Guardia destrozaron a los jenízaros en sus cuarteles, poniendo un merecido
final a cuatro siglos de terror y de triunfo.
—La revista será un éxito —gruñó el serasquier—. La gente verá la espina dorsal
de este imperio, irrompible, inquebrantable. —Dio media vuelta, cortando el aire con
el borde de su mano—. Fuego certero. Instrucción precisa. Obediencia. Nuestros
enemigos, así como nuestros amigos, sacarán sus propias conclusiones. ¿Comprende
usted?
Yashim se encogió ligeramente de hombros. El serasquier levantó la barbilla y
soltó un resoplido por su nariz.
—Pero tenemos un problema —dijo.
Yashim continuaba mirándolo; había transcurrido mucho tiempo desde que fuera
despertado a altas horas de la noche y convocado a palacio. O a los cuarteles. Miró
por la ventana: aún estaba oscuro; el cielo, frío y nublado. Todo empieza en la
oscuridad. Bien, su trabajo era arrojar luz.
—¿Y en qué consiste, exactamente, su problema?
—Effendi Yashim. Le llaman a usted lala, ¿no es verdad? Yashim lala, el
guardián.
Yashim inclinó la cabeza. Lala era algo honorífico, un título de respeto dado a
algunos eunucos de confianza que atendían a familias ricas y poderosas, cuidaban de
sus mujeres, vigilaban a sus hijos, supervisaban el hogar. Un lala corriente era algo
entre un mayordomo y un ama de llaves, una niñera y un jefe de seguridad: un
guardián. Yashim creía que el título le cuadraba.
—Pero, por lo que yo puedo saber —dijo el serasquier lentamente—, carece usted
de ningún lazo permanente. Sí, tiene usted vínculos con el palacio. Igualmente con
las calles. De manera que esta noche le invito a que se considere usted ligado a
nuestra familia, la familia de la Nueva Guardia. Durante diez días, a lo sumo.
El serasquier tosió. Yashim abrió los ojos y preguntó:
—¿La familia, quiere decir, de la que es usted el jefe?
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—Es una manera de hablar. Pero no voy a dármelas de padre de esta familia. Me
gustaría considerarme más bien como una especie de, de…
El serasquier parecía incómodo: daba la impresión de que la palabra no le acudía
a la mente. La repugnancia hacia los eunucos, sabía Yashim, era algo tan innato entre
los otomanos como su recelo hacia las mesas y las sillas.
—Piense en mí como… un hermano mayor. Le protejo. Confíe en mí. —Hizo una
pausa y se secó la frente—. ¿Tiene, em, familia, tal vez?
Yashim ya estaba acostumbrado a esto: incomodidad, atemperada por la
curiosidad. Hizo un movimiento con la mano, ambiguo. Que siguiera
preguntándoselo. No era asunto suyo.
—La Nueva Guardia debe ganarse la confianza de la gente, y también la del
sultán —prosiguió el serasquier—. Ése es el propósito de la revista. Pero ha ocurrido
algo que puede estropear las cosas.
Le tocó ahora a Yashim sentir curiosidad, y notó como una especie de escalofrío
en la nuca.
—Esta mañana —explicó el serasquier—, fui informado de que cuatro de
nuestros oficiales habían faltado a la instrucción matutina. —Se detuvo y frunció el
ceño—. Debe usted comprender que la Nueva Guardia no es como cualquier otro
ejército que el imperio haya conocido. Disciplina. Trabajo duro, paga justa y
obediencia a un oficial superior. Nosotros comparecemos siempre en la instrucción.
Sé lo que estará usted pensando, pero estos oficiales eran jóvenes caballeros
particularmente excelentes. Diría que eran la flor y nata de nuestro cuerpo, al tiempo
que nuestros mejores oficiales artilleros. Hablaban francés —añadió, como si eso lo
resumiera todo. Quizás fuera así.
—¿De modo que habían asistido a la universidad de ingeniería?
—Cursaron con las notas máximas. Eran los mejores.
—¿Eran?
—Por favor, un momento. —El serasquier levantó una mano hasta la frente—. Al
principio, a pesar de todo, yo pensaba como usted. Supuse que habían tenido alguna
aventura y que reaparecerían más tarde, muy avergonzados y compungidos. Yo,
desde luego, estaba dispuesto a arrancarles la piel a tiras: el cuerpo entero se mira en
estos jóvenes, ¿sabe? Ellos marcan, como dicen los franceses, la tónica.
—¿Habla usted francés?
—Oh, sólo un poquito. El suficiente.
La mayor parte de los instructores extranjeros de la Nueva Guardia, sabía Yashim,
eran franceses u hombres de otras nacionalidades —italianos, polacos— que habían
sido arrastrados a los enormes ejércitos que Napoleón había reunido para realizar sus
sueños de conquista universal. Diez, quince años antes, terminadas finalmente las
guerras napoleónicas, algunos de los restos de la Grande Armée consiguieron llegar a
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Estambul para formar parte del séquito del sultán. Pero aprender francés era cosa de
jóvenes, y el serasquier estaba frisando los cincuenta.
—Continúe.
—Cuatro hombres buenos desaparecieron de sus barracones anoche. Cuando no
se presentaron esta mañana, le pregunté a uno de los banjee, los encargados de la
limpieza, y descubrí que no habían dormido en sus literas.
—¿Y siguen desaparecidos?
—No. No, exactamente.
—¿Qué quiere usted decir?
—Uno de ellos fue encontrado esta noche. Hará unas cuatro horas.
—Eso es bueno.
—Fue hallado muerto en una olla de hierro.
—¿Una olla de hierro?
—Sí, sí. Un caldero.
Yashim parpadeó.
—¿Debo entender —dijo lentamente— que el soldado estaba siendo guisado?
Los ojos del serasquier estuvieron a punto de salírsele de las órbitas.
—¿Guisado? —repitió débilmente. Aquello era un refinamiento que él no había
considerado—. Pienso que debería usted venir a echar una ojeada.
Dos horas más tarde, Yashim había visto todo lo que deseaba ver por una mañana.
Por muchas mañanas.
Tras llamar a un portador de linterna, el serasquier lo había acompañado hacia el
este a través de las vacías calles, siguiendo la columna vertebral de la ciudad, en
dirección a los establos imperiales. Ante la mezquita de Bayaceto, las antorchas
parpadeaban en la oscuridad; pasaron por delante de la Columna Quemada, junto a la
entrada del Gran Bazar, ahora cerrado e inmóvil, reteniendo la respiración mientras
guardaba sus tesoros durante la noche. Más adelante, al lado de la mezquita de
Sehzade, encima del acueducto romano, tropezaron con el vigilante nocturno, que los
dejó pasar cuando vio de quiénes se trataba. Finalmente llegaron a los establos. Los
establos, como la propia Guardia, eran nuevos. Habían sido levantados justo bajo la
loma, en el lado sur, en una zona que estaba vacía desde la eliminación de los
jenízaros diez años antes, cuando sus enormes y laberínticos barracones habían
sucumbido al bombardeo y consiguiente incendio.
Hallaron el caldero, tal como el serasquier había descrito. Se alzaba en un rincón
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de uno de los nuevos establos, rodeado de la paja para el descanso de los animales e
iluminado por grandes lámparas de aceite globulares suspendidas con pesadas
cadenas de una viga muy por encima de sus cabezas. Los caballos, le explicó el
serasquier a Yashim, habían sido llevados a otro lugar.
—Fue la agitación de los caballos lo que sacó todo el asunto a la luz —añadió—.
No les gusta el olor a muerto.
Yashim no había entendido, cuando el serasquier se lo describió, que el caldero
fuera tan grande. Tenía tres cortas patas y dos anillos de metal a los costados para que
sirvieran de asas. Aun así, Yashim apenas podía ver por encima del borde. El
serasquier le trajo un taburete de los que se usaban para subir al caballo y Yashim se
encaramó a él para mirar al interior de la inmensa olla.
El soldado muerto seguía con su uniforme. Se encontraba en posición fetal, en el
fondo del caldero, cubriendo toda la base; sus brazos, atados por las muñecas, estaban
alzados, tapándole el rostro e imposibilitando la visión de éste. Yashim bajó del
taburete y se limpió las manos, aunque el borde del recipiente estaba perfectamente
limpio.
—¿Sabe usted quién es?
El serasquier asintió con la cabeza.
—Osmán Berek. Cogí su bolsa. Vea…
Vaciló.
—¿Bien?
—Lamento decirlo, pero el cuerpo no tiene rostro.
Yashim sintió un escalofrío de aversión.
—¿No tiene rostro?
—Yo… me metí dentro. Le di la vuelta sólo un poquito. Pensé que lo reconocería,
pero… eso es todo. Su cara ha sido acuchillada, cortada. Desde debajo de la barbilla
hasta por encima de las cejas. Lo hicieron, pienso, de un solo golpe.
Yashim se preguntó cuánta fuerza era necesaria para separar la cara de un hombre
de su cuerpo de un golpe. Se dio la vuelta.
—¿El caldero está siempre aquí? Parece un lugar extraño para un caldero.
—No, no. El caldero ha aparecido con el cuerpo.
Yashim se quedó mirando fijamente.
—Por favor, effendi. Son demasiadas sorpresas. Eso si es que no tiene usted
alguna más.
El serasquier consideró la situación.
—No, eso es todo. El caldero simplemente apareció durante la noche.
—¿Y nadie oyó o vio nada?
—Los mozos de cuadra no oyeron nada. Estaban dormidos en las buhardillas.
—¿Las puertas están atrancadas?
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—Habitualmente, no. Por si se produce un incendio…
—Claro.
Según un antiguo dicho, Estambul sufría tres males: le peste, el fuego y los
intérpretes griegos. Había demasiados viejos edificios de madera en la ciudad, y
estaban demasiado juntos: hacía falta sólo una fortuita chispa para reducir zonas
enteras de la ciudad a cenizas. Los no llorados jenízaros habían sido también los
bomberos de la ciudad. Era típico de su moral degenerada el que hubieran combinado
sus deberes de apagafuegos con la más provechosa ocupación de pirómanos,
exigiendo sobornos para apagar incendios que ellos mismos habían desencadenado.
Yashim recordaba vagamente que los jenízaros habían sido destinados a una torre
contra incendios situada en un extremo de sus viejos barracones, torre que
irónicamente se derrumbó en el incendio de 1826. Posteriormente el sultán había
ordenado la construcción de una extraordinaria nueva torre contra incendios en
Bayaceto, una columna de piedra de 85 metros de altura, rematada con una galería
saliente para los vigilantes del fuego. Muchas personas pensaban que la torre de
Bayaceto era el edificio más feo de Estambul: era sin duda el más alto, se levantaba
en la tercera colina de la ciudad. Resultaba notable, con todo, que hubiera menos
alarmas por el fuego estos días.
—¿Quién halló el cuerpo, entonces?
—Yo. No, no se sorprenda. Me llamaron a causa del caldero, y porque los mozos
de la cuadra estaban preocupados por el estado de los caballos. Fui el primero en
echar una mirada a su interior. Soy un militar. He visto a hombres muertos en el
pasado. Y… —vaciló— había ya empezado a sospechar lo que podría ver. —Yashim
callaba—. No revelé nada. Ordené que sacaran los caballos y atrancaran las puertas.
Eso es todo.
Yashim dio un golpecito al caldero con la uña del dedo, lo cual produjo un débil
sonido. Volvió a golpear.
El serasquier y él se miraron mutuamente.
—Es muy ligero —observó Yashim.
Se quedaron en silencio por un momento.
—¿Qué piensa usted?
—Pienso —dijo el serasquier— que no tenemos mucho tiempo. Hoy es jueves.
—¿La revista?
—Dentro de diez días. Tenemos diez días para averiguar lo que les está
ocurriendo a mis hombres.
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Había sido una mañana difícil. Yashim fue a los baños, lo enjabonaron y machacaron
su cuerpo y yació durante largo rato en la cálida estancia antes de volver a casa con
frescas ropas recién lavadas. Finalmente, tras haber estudiado mentalmente la
cuestión de todas las formas que fue capaz de imaginar, en un esfuerzo por encontrar
una pista, retornó a lo que siempre había considerado lo mejor.
¿Cómo encuentras a tres hombres en una ciudad decadente, medieval y envuelta
en la niebla, de dos millones de personas?
Ni siquiera lo intentas.
Simplemente, cocinas.
Poniéndose de pie se dirigió lentamente al otro lado de la habitación, en donde
reinaba la oscuridad. Rascó un fósforo y encendió la lámpara. Ajustó la mecha hasta
que la luz ardió de forma firme y brillante, iluminando la aseada disposición de la
cocina, una mesa alta y una fila de cuchillos de afilado aspecto, suspendidos en
medio del aire por un soporte de madera.
Había un cesto en un rincón, y de él Yashim sacó varias cebollas pequeñas y
duras. Las peló y las cortó, primero en un sentido y luego en el otro, mientras ponía
un cazo al fuego y echaba en él suficiente aceite de oliva para dorarlas. Cuando éstas
empezaron a cambiar de color, echó en el cazo unos puñados de arroz, que sacó de un
cacharro de barro.
Mucho tiempo atrás había descubierto lo que significaba cocinar. Fue
aproximadamente por la misma época en que empezó a sentir repugnancia hacia sus
esfuerzos por conseguir una gratificación sensual más grosera, y se resignó a unos
placeres más elegantes. No es que, hasta entonces, él hubiera considerado el cocinar
como una tarea de mujeres, los cocineros en el imperio podían ser de ambos sexos.
Pero había pensado en ello, quizás, como una ocupación para los pobres.
El arroz quedó bien repartido, de manera que echó un puñado de pasas y otro de
piñones, un terrón de azúcar y un grueso pellizco de sal. Sacó un tarro de la estantería
y se sirvió una cucharada de cremosa salsa de tomate que mezcló en una taza de té
llena de agua. Vertió la taza de agua en el arroz, produciendo un siseo y levantando
una nube de vapor. Añadió un pellizco de menta seca y molió un poco de pimienta.
Removió el arroz, luego lo tapó y dejó el cazo en la parte trasera de la cocina.
Había comprado los mejillones ya limpios, aquellos grandes mejillones de ocho
centímetros que crecían en Therapia, un poco por encima del Bósforo. Metió una hoja
de cuchillo entre las valvas y los abrió, para después ponerlos en un cuenco con agua.
El arroz estaba medio cocido. Cortó pepinillos, muy finos, los añadió a la mezcla y lo
volcó todo en un plato para enfriarlo. Escurrió los mejillones y los rellenó utilizando
una cuchara. Cerró las valvas antes de colocarlos en una sartén. Agregó un poco de
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agua caliente de la tetera, puso una tapa y colocó la sartén al fuego.
Cogió un pollo, lo partió a cuartos, machacó unas nueces con la hoja plana del
cuchillo y preparó acem yahnisi, con zumo de granada.
Cuando hubo hecho eso, tomó un jarro de cuello de cisne lleno de agua y muy
cuidadosamente se lavó primero las manos, luego la boca, el cuello y finalmente sus
partes íntimas.
Cogió su estera y rezó. Cuando hubo terminado enrolló la estera otra vez y la
depositó en una hornacina.
Pronto, le constaba, recibiría una visita.
Stanislaw Palieski andaría por los cincuenta y cinco años, y exhibía un círculo de
apretados rizos grises alrededor de su calva, así como un par de llorosos ojos azules
cuya expresión de suplicante tristeza se contradecía con la fuerza de su mentón, el
tamaño de su romana nariz y la firme determinación de su boca, que en este momento
estaba comprimida en una estrecha raja por la lluvia y el viento que retornaban con
fuerza de la costa de Mármara.
Paseaba, como hacía todos los jueves por la noche, a lo largo de la calle que iba
de la Nueva Mezquita hasta el Cuerno de Oro, constituyendo una llamativa figura con
su chistera y levita. Tanto una como otra habían visto mejores tiempos; antaño negra,
la levita se había transmutado por el uso y los húmedos aires de Estambul en algo que
se asemejaba más al verdemar; el lustre del terciopelo del sombrero de copa se había
gastado en muchos lugares, particularmente alrededor de la copa y en el borde. Como
se acercaban un par de damas envueltas en su chador, acompañadas de su escolta, se
bajó cortésmente a la calzada y se tocó de forma automática el borde de su sombrero
a guisa de saludo. Las damas no hicieron señal alguna de reconocer su saludo, pero se
balancearon un poco, y Palieski pudo oír un murmullo apagado y una risita. Sonrió
para sus adentros y se subió nuevamente a la acera para reanudar su camino.
Entonces algo tintineó en su bolsa, y se detuvo para comprobarlo. Nada prohibía
explícitamente al representante diplomático acreditado de una potencia extranjera
pasear por la ciudad transportando dos botellas de vodka de hierba de bisonte de 52°,
pero Palieski no tenía ganas de ponerlo a prueba. Por una parte, no estaba seguro de
que ningún edicto, nunca, en toda la tumultuosa historia de la ciudad, hubiera
dictaminado que transportar licor era un delito merecedor de azotes. Por otra parte, su
inmunidad diplomática era a lo sumo una frágil especie de favor. No tenía cañoneras
a su disposición que pudieran subir por el Bósforo y bombardear al sultán para crear
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en él un estado de ánimo más sumiso, si las cosas iban mal, como el almirante
Duckworth había hecho para los ingleses en 1807. Tampoco tenía medios para ejercer
presión a nivel de gobierno como habían hecho los rusos en 1712, cuando su
embajador fue encarcelado en la vieja prisión de las Siete Torres. Cuarenta años
antes, los gobernantes de Rusia, Prusia y Austria habían enviado sus ejércitos a
Polonia para borrar el país del mapa. Palieski, la verdad, no disponía de gobierno
alguno.
El embajador imperial polaco en la Sublime Puerta arregló los trapos húmedos
que protegían sus botellas, tensó nuevamente los cordeles de su bolsa, y anduvo a
través de una serpenteante serie de calles y callejones hasta llegar a una pequeña
porte cochère situada en uno de los callejones traseros del barrio antiguo, cerca del
Cuerno de Oro. La puerta era pequeña porque estaba hundida: sólo las tres quintas
partes superiores aparecían por encima del nivel del fangoso suelo. Un grupito de
niños pasó como un torbellino por el lado de Palieski, dando otra capa de brillo a la
espalda de su vieja chaqueta. Una campanilla tintineante, sostenida entre los dedos,
anunció la aproximación de un hombre en un diminuto carro tirado por un asno, que
se abría camino con milagrosa precisión entre los estrechos intersticios de las
cerradas calles medievales. Apresuradamente, Palieski llamó a la puerta. La abrió una
vieja que llevaba una toca azul, y que silenciosamente se echó hacia atrás para
permitirle la entrada. Palieski, inclinándose, dio un paso adentro justo en el momento
en que el carro pasaba con un golpeteo de diminutos cascos y un grito del hombre
que llevaba las riendas.
Fuera, la luz, la poca que había, se estaba debilitando; dentro, aparentemente
nunca había llegado. Palieski se preguntó por un momento si la luz del sol había
llegado a penetrar en aquel lugar durante los últimos mil quinientos años. El hundido
marco de la puerta, había sospechado el diplomático durante mucho tiempo, era un
primitivo trabajo bizantino, y no tenía razón alguna para imaginar que la oscura
barandilla de madera, a la que se estaba ahora aferrando cuando giraba, ciega pero
decididamente, mientras subía, no fuera bizantina, como la piedra de la casa, como
los alféizares de las ventanas y la tal vez romana bóveda sobre su cabeza.
En lo alto de la escalera hizo una pausa para recuperar el aliento y analizar la
peculiar mezcla de fragancias que se filtraban por la iluminada rendija que había al
pie de la puerta que se alzaba ante él.
Yashim el Eunuco y el embajador Palieski eran unos amigos inverosímiles, pero
firmes.
—Nosotros somos dos mitades, que juntas forman un todo, tú y yo —había dicho
una vez Palieski, después de beber más vodka del que le hubiera convenido de no ser
por el hecho, que él sostenía firmemente, de que sólo la hierba amarga que éste
contenía podía mantenerlo sano y salvo—. Yo soy un embajador sin país y tú… un
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hombre sin testículos.
Yashim había considerado esta observación, antes de indicar que Palieski podía,
algún día, recuperar su país; pero el embajador polaco había hecho un gesto de
rechazo, estallando en sollozos.
—Tan probable como que a ti te crezcan testículos, me temo. Nunca. Nunca. ¡Los
muy cabrones!
No mucho rato después, se había quedado dormido, y Yashim tuvo que contratar
a un mozo para que lo llevara de vuelta a casa sobre sus espaldas.
El empobrecido diplomático olisqueó el aire y adoptó una expresión de astuta
amabilidad egoísta. El primero de los olores correspondía a cebolla; y también a
pollo, eso podía asegurarlo. Reconoció el oscuro aroma de la canela, pero había algo
más que encontraba difícil de identificar, acre y con olor a fruta. Volvió a oler,
cerrando con fuerza los ojos.
Sin más vacilación o ceremonia, abrió la puerta y entró de un salto en la
habitación.
—¡Yashim! ¡Yashim! ¡Tú alejas nuestras almas de las puertas del infierno! Acem
yahnisi, si no estoy equivocado… igual que la fesinjan persa. Pollo, nueces… ¡y el
zumo de una granada! —declaró.
Yashim, que no le había oído entrar, se dio la vuelta asombrado. Palieski vio
cómo su cara se desencajaba.
—Vamos, vamos, joven. Yo comía este plato antes de que te destetaran. Esta
noche, démosle con toda sinceridad un nuevo y apropiado nombre. El embajador
estaba de mal humor, ¡y ahora está encantado! ¿Qué te parece?
Ofreció las botellas a su anfitrión.
—¡Todavía están frías! ¡Tócalas! ¡Maravilloso! Un día cogeré una linterna y
bajaré a esa bodega para averiguar de dónde viene esa agua helada. Puede que sea
una cisterna romana. No me sorprendería. ¡Qué hallazgo!
Se frotó las manos mientras Yashim, sonriendo, le tendía un vaso de vodka.
Permanecieron por un momento mirándose el uno al otro, luego echaron hacia atrás
los dos la cabeza simultáneamente y bebieron. Palieski se lanzó de cabeza sobre los
mejillones.
Iba a ser una larga velada. Y fue una larga velada. A la hora de la plegaria del
alba, Yashim se dio cuenta de que le quedaban sólo nueve días.
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Rustem Pachá, que estaba medio construida en los callejones y culs-de-sac que
rodeaban las entradas de la parte sur del Gran Bazar. Como la mayor parte de los
barrios de los artesanos, consistía en un estrecho embudo de talleres abiertos, cada
uno de ellos no mayor que un gran armario, donde los herreros trabajaban con forja,
fuelles y martillos sobre los artículos corrientes de su profesión: cazos de estaño,
pequeñas teteras, cajas de débiles bisagras o toscas tapas de todos los tamaños y
formas, desde las pequeñas latas redondas utilizadas para almacenar kohl y bálsamo
de tigre hasta baúles armados destinados a los marineros y al comercio de telas.
Hacían cuchillos y tenedores; hacían medallas e insignias; monturas de gafas y
conteras para bastones. Cada uno de ellos trabajaba en una especialidad, desviándose
raras veces, si es que alguna, de, digamos, la implacable producción de amuletos
diseñados para contener un papel en el que estaban inscritos los noventa y nueve
nombres de Dios hasta, por ejemplo, la perpetua manufactura de cajas de alfileres.
Eran reglas de los gremios, dictadas cientos de años antes por los jueces del mercado
y por el propio sultán, y sólo se quebrantaban en muy especiales circunstancias.
¿Constituiría la fabricación de un enorme caldero, se preguntó Yashim, una
circunstancia especial?
El mercado de objetos de hojalata no era un lugar al que acudieran las multitudes
que infestaban algunas de las otras industriosas vías públicas de Estambul: los
mercados de comida, los bazares de especias, los fabricantes de zapatos. Hasta la
calle de los Herreros estaba más transitada. De manera que Yashim anduvo con
tranquilidad por en medio de la calle, atrayendo algunas miradas. Una vez que los
herreros se hubieron convencido de que se trataba de un extranjero, dejaron de pensar
en él. No les preocupaba mucho descubrir si era rico, pobre, gordo o delgado, porque
no era probable que ningún hombre vivo fuera a producirles mayor beneficio que el
modesto provecho de que disfrutaban por su calidad de miembro del gremio. Nadie
iba a detenerse y a mostrarse dispuesto a comprar —a un precio absurdo— ninguna
de sus vulgares manufacturas. Las reglas del gremio eran fijas: había una calidad, y
un precio, ni más ni menos.
Y Yashim sabía todo esto. Por el momento simplemente observaba. La mayor
parte de los herreros trabajaban en la entrada de sus tiendas, muy cerca de la luz y el
aire, y lejos de los humeantes hornos que resplandecían al fondo. Desde allí,
golpeando incesantemente con sus martillos, creaban una serie de pequeños
productos. Yashim levantó la mirada. La habitual serie de celosías sobre su cabeza
anunciaba las viviendas de los hombres, sus mujeres y sus hijos. Los aprendices,
pensó Yashim, debían de dormir en las tiendas.
Giró para entrar en un patio y miró hacia atrás. A través de un callejón lleno de
basura, se accedía a los pisos superiores por desvencijadas escaleras que conducían,
en todos los casos, a un humilde portal del que colgaba una desteñida alfombra, o una
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manta cortada en cintas para impedir la entrada de las moscas. Luego venían,
imaginó, los llanos tejados, donde las mujeres podían ir durante el día a tomar un
poco el aire sin ser vistas. Y, por la noche, ¿quién utilizaba aquellos tejados?
Bastantes personas, supuso: nunca se podía estar seguro. Encogiéndose de hombros,
desechó una débil idea y regresó a su inspección del patio.
El sonido de los martillos golpeando el estaño era más débil aquí. Resonaba en el
patio como la nota musical de unas ranas que cantaran en un lago cercano. Pocos
estañeros trabajaban en los nichos del propio patio. Éste servía, en vez de ello, como
caravasar, donde los comerciantes de hojalata compraban la materia prima del
negocio y la vendían, en función de la demanda, a los herreros del exterior. Aquí se
amontonaban gruesas capas de hojalata en formas aparentemente aleatorias; y sus
propietarios se sentaban entre ellas en unos taburetes bajos, en silencioso contraste
con el arrítmico tintineo de la calle más allá, bebiendo té y pasando las cuentas de su
rosario. De vez en cuando uno de ellos realizaba una venta: el estañero cortaba la
hoja, el comerciante de hojalata la pesaba y el estañero se la llevaba.
Yashim deambuló para echar una última ojeada. Los objetos de mayor tamaño…
faroles, por lo general, y baúles, estaban ante las tiendas. Pero Yashim se sintió
satisfecho de descubrir que en ninguna parte, ni dentro ni fuera, hubiera un lugar
donde pudiera construirse discretamente un caldero con una base lo bastante grande
para que un hombre cupiera en él.
Alguien, pensó, lo habría visto.
Y esa persona, pensó, se hubiera quedado lógicamente desconcertada. ¿Por qué,
en nombre de Dios, debería alguien querer hacer un caldero de estaño?
¡Y de semejante tamaño! El mayor caldero que nadie había visto desde…
¿cuándo?
Yashim se quedó helado. A su alrededor los hojalateros seguían cantando con sus
golpes aquel pajaril y carente de significado himno triunfal a la laboriosidad y la
destreza, pero él ya no oía nada. Supo, en un momento, cuándo había ocurrido eso.
Diez años antes. La noche del 15 de junio de 1826.
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con el recuerdo de aquel terrible sonido, diez años atrás, de los jenízaros golpeando
sus calderos vueltos boca abajo. Se trataba de una antigua señal que nadie en el
palacio, o en las calles, o en los hogares de la ciudad, podía dejar de comprender. Era
la madre de todos los estrépitos, y significaba que los jenízaros querían más.
Significaba que querían sangre.
A través de los siglos, aquel penetrante y siniestramente insistente ruido de los
jenízaros golpeando sus calderos había sido el preludio de la muerte en las calles, de
hombres hechos pedazos, del sacrificio de príncipes. ¿Siempre había sido así?
Yashim sabía perfectamente lo que los jenízaros habían conseguido. Cada hombre era
seleccionado a partir de una leva entre los más duros, apropiados y despabilados
muchachos cristianos. Y eran traídos a Estambul, obligados a renunciar a la fe de los
campesinos de los Balcanes que les habían educado, para jurar lealtad como esclavos
del sultán, que cabalgaba al frente de ellos, para convertirlos en un cuerpo militar.
Una terrible máquina de guerra que los sultanes otomanos habían lanzado contra sus
enemigos en Europa.
Si el Imperio otomano inspiró temor en todo el mundo conocido, fueron los
jenízaros los que metieron ese miedo en los no creyentes. La conquista de Sofía y de
Belgrado. Estambul mismo, arrebatado a los griegos en 1456. La península Arábiga
y, con ella, las Ciudades Santas. Mohacs, en 1526, donde la flor y nata de la
caballería húngara fue exterminada en sus sillas, y Solimán el Magnífico, quien
condujo a sus hombres hasta Buda, y, fugazmente, hasta las puertas de la propia
Viena. Rodas y Chipre, Egipto y el Sahara. Vaya, los jenízaros habían llegado incluso
hasta Francia en 1566, pasando un año entero en Toulon.
Hasta que —¿quién podría decir el motivo?— las victorias terminaron. Las
condiciones del reclutamiento cambiaron. Los jenízaros pidieron permiso para
casarse. Solicitaron el derecho a dedicarse a comerciar cuando no estuvieran
guerreando, para dar de comer a sus familias. Alistaron a sus hijos en el cuerpo, y el
cuerpo se fue mostrando cada vez más reticente a luchar. Pero seguían siendo
peligrosos. Cargados de privilegios, trataban despóticamente a la gente corriente de la
ciudad. Concebidos para morir luchando en las solitarias fronteras de un imperio que
no paraba de extenderse, gozaban de todo el permiso e inmunidad que el pueblo y el
sultán podían otorgar a unos hombres que pronto serían mártires. Pero ya no
buscaban ese martirio. Los hombres que habían sido enviados a aterrorizar a Europa
hicieron un sencillo descubrimiento: era más fácil —y mucho menos peligroso—
aterrorizar en casa.
El palacio hacía esfuerzos por razonar con los jenízaros. Esfuerzos por
disciplinarlos. En 1618, el sultán Osmán intentó acabar con ellos, y ellos lo hicieron
matar, como Yashim sabía, comprimiéndole los testículos, un modo de ejecución que
no dejaba rastro en el cuerpo. Un hombre especial, una muerte especial. Se
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consideraba apropiado para un miembro de la familia imperial. Incluso
posteriormente, en 1635, Murad IV reunió a treinta mil jenízaros y los hizo marchar
hacia la muerte en Persia. Pero el cuerpo sobrevivió.
Y de una forma lenta, dolorosa, los otomanos habían llegado a comprender que ya
no podían defenderse adecuadamente por sí solos. Nada dignos de confianza, los
jenízaros seguían insistiendo en que eran el supremo poder militar. Se habían vuelto
inexpugnables. El pueblo llano los temía. En el comercio, se aprovechaban de sus
privilegios para ser unos rivales temibles. Se comportaban de forma amenazadora e
insolente. Y se paseaban bravuconamente por las calles de la ciudad blandiendo
armas y soltando groseras blasfemias. Ante el Palacio de Topkapi, entre Aya Sofía y
la Mezquita Azul, se encontraba el espacio abierto destinado al entrenamiento de los
jenízaros, el Atmeidan, el antiguo Hipódromo de los bizantinos. En él se levantaba un
viejo, enorme, árbol junto al cual los jenízaros siempre se habían concentrado al
primer signo de cualquier conflicto. Alrededor del descortezado y sucio tronco del
Árbol de los Jenízaros gravitaba el centro de su mundo, del mismo modo que en
palacio se hallaba el centro de gobierno otomano y en Aya Sofía el corazón de su fe.
Bajo sus ramas, los jenízaros daban a conocer sus quejas y secretos, y tramaban sus
motines. De las balanceantes ramas del árbol, también, colgaban los cuerpos de los
hombres que les habían contrariado: ministros, visires, funcionarios del tribunal,
sacrificados a su ansia de sangre por una aterrorizada sucesión de débiles y vacilantes
sultanes.
Mientras tanto, los infieles estaban arrebatando tierras que habían sido
conquistadas por los ejércitos del sultán en el nombre del islam. Hungría fue la
primera. En Egipto, Alí Pachá, el albano, se basó en la experiencia de la invasión
napoleónica para entrenar a los fellahin como soldados, al estilo occidental. Y cuando
Grecia fue arrancada del corazón de un imperio donde uno de cada dos hombres era
griego por la lengua, fue el golpe de gracia final. Los egipcios habían mantenido el
fuerte durante algún tiempo. Había que felicitarlos. Tenían instrucción y disciplina;
tenían táctica y armas modernas. El sultán comprendió el mensaje y empezó a
entrenar a su propia fuerza al estilo egipcio: la Nueva Guardia del serasquier.
Eso había sido diez años antes. El sultán dio la orden de que los jenízaros debían
adoptar el estilo occidental de la Nueva Guardia, sabiendo que eso los provocaría y
ofendería. Y los jenízaros se rebelaron al instante. Preocupándose sólo por sus
privilegios y supervivencia, se lanzaron contra el palacio y los novatos de la Nueva
Guardia. Pero se habían vuelto más estúpidos y perezosos. Eran despreciados por el
pueblo. El sultán se había preparado. Cuando los jenízaros dieron la vuelta a sus
calderos, la noche del jueves 15 de junio, se tardó sólo un día en realizar con medios
modernos lo que nadie había conseguido en trescientos años. Al llegar la noche del
16, un moderno y eficiente fuego de cañón había reducido los cuarteles de los
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amotinados a unas humeantes ruinas. Miles de ellos habían muerto ya. El resto,
huyendo para salvar la vida, murieron en las calles de la ciudad, en los bosques que
había al otro lado de los muros, en los agujeros y guaridas en los que se escondieron
para sobrevivir.
Fue un trauma, reflexionó Yashim, del que el imperio aún esperaba recuperarse.
Algunas personas tal vez no se recuperarían nunca.
Un hombre con mugre hasta los codos y un delantal de cuero estaba trabajando en
una linterna en la calle, ante su tienda. Con un par de tenazas daba forma a las
láminas de estaño, juntándolas con una destreza que Yashim se limitó simplemente a
admirar, hasta que el hombre levantó una mirada inquisitiva.
—Querría que me diera precio para algo un poco inusual —explicó Yashim—.
Usted parece hacer objetos grandes.
El hombre lanzó un gruñido de asentimiento.
—¿Qué es lo que quiere, effendi?.
—Un caldero. Un caldero muy grande… tan alto como yo. ¿Puede usted hacerlo?
El hombre se enderezó y se pasó una mano por la nuca, con un ligero gesto de
disgusto.
—Extraña época del año para un caldero tan grande —observó.
Los ojos de Yashim se abrieron de par en par.
—¿Puede usted hacerlo? ¿Lo ha hecho ya alguna vez?
La respuesta del estañero lo cogió por sorpresa.
—Lo hago cada año, más o menos. Grandes calderos de estaño para el gremio de
los vendedores de sopa. Los usan para la procesión de la ciudad.
¡Pues claro! ¿Por qué no había pensado en eso? Todos los años, cuando los
hombres de los gremios salían a las calles en procesión hacia Aya Sofía, cada una de
las corporaciones arrastraba un monstruoso vehículo cargado con los utensilios de su
oficio. El gremio de barberos llevaba un enorme par de tijeras y ofrecía cortes de
cabello gratis a la multitud. Los pescadores llevaban una carroza en forma de barco, y
estaban de pie arrojando redes y halando las cuerdas. Los panaderos montaban un
horno y daban panecillos calientes al pueblo. Y luego estaban los vendedores de sopa:
llevaban enormes calderos negros de sopa caliente, que servían en cubiletes de arcilla
y distribuían entre la multitud mientras avanzaban. Era una gran fiesta.
—Pero un caldero de estaño no soportaría tanto calor o peso —objetó Yashim.
El estañero se rió.
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—¡No son de verdad! Toda la carroza se hundiría si fueran reales. ¿Cree usted,
effendi, que el barbero corta el pelo con ese gigantesco par de tijeras? Ponen una olla
de sopa más pequeña dentro del caldero de estaño, y sólo lo fingen. Es para
divertirse.
Yashim se sintió como un niño tonto.
—¿Ha fabricado usted alguno de estos calderos recientemente? ¿Y fuera de la
época?
—Hacemos calderos cuando el gremio los pide. El resto del año, bueno —se
escupió en las manos y cogió las tenazas—, sólo hacemos faroles y cosas así. Los
calderos quedan abollados y se parten, así que los hacemos nuevos en el momento
adecuado. Si está usted buscando uno, yo hablaría con el gremio de soperos, si fuera
usted. —Miró a Yashim y unas arrugas de diversión aparecieron en torno a sus ojos
—. No será usted el mulá Nasreddin, ¿verdad?
—No, no soy el mulá —respondió Yashim, riendo.
—Parece como una broma, de todos modos. Si me perdona…
10
La muchacha yacía en la cama con sus galas vestales, los ojos cerrados. Su cabello
estaba cuidadosamente trenzado, sujeto con un broche de malaquita. Quizás tenía la
culpa el kohl, pero sus ojos parecían muy oscuros, mientras la piel de su hermosa cara
parecía casi resplandecer bajo la luz del sol que se filtraba a listas por los postigos de
la habitación. Pesadas borlas de hebras de oro colgaban del pañuelo de gasa que
llevaba en torno a sus pechos, y sus largas piernas estaban cubiertas por unos
bombachos de muselina de satén tan fina que era como si estuvieran desnudas. Una
pequeña zapatilla dorada le colgaba del dedo gordo de su pie izquierdo.
La lengua, que sobresalía ligeramente de sus pintados labios, sugería que
necesitaría más de un beso para despertarse.
Yashim se inclinó y examinó el cuello de la muchacha. Dos negros cardenales a
ambos lados de su garganta. La presión había sido intensa, y la habían matado de
frente: la chica habría visto la cara del asesino antes de morir.
Recorrió con la mirada el cuerpo de la muchacha y sintió una punzada de
compasión. Tan limpia de defectos… En la muerte, parecía más una joya que otra
cosa, brillante y fría, con una belleza que escapaba al poder de la caricia. «Y —pensó
con tristeza Yashim— yo moriré como ella: virgen. Más mutilado, en mi caso». Pero
rápidamente bloqueó sus pensamientos. Años atrás le habían enloquecido y
atormentado, pero había aprendido a controlarlos. Eran sus pensamientos, sus deseos,
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y podía envainarlos como una espada. Estaba vivo. Y eso era bueno.
Sus ojos se desplazaron por la piel de la muchacha. La palidez de la muerte la
había dejado como mantequilla fría. Casi pasó por alto la débil sugerencia de que ella
no carecía, a fin de cuentas, de defectos. Alrededor del dedo índice de su mano
derecha, descubrió Yashim la ligerísima señal de una estrecha franja donde la piel
había sido presionada. Había llevado anillo; y ahora no lo llevaba.
Levantó la cabeza. Algo de la atmósfera de la habitación se había modificado…
un leve cambio en la presión, quizás, un cambio en el equilibrio entre la vida y la
muerte. Se volvió rápidamente y examinó la estancia con detalle: colgaduras,
columnas, un montón de lugares donde alguien podía ocultarse. ¿Alguien que tal vez
había matado ya?
De las sombras apareció una mujer, su cabeza ligeramente inclinada hacia un
lado, los brazos abiertos.
—Yashim, chèri! Tu te souviens de ta vieille amie?.
Era la mismísima reina madre, la Valide. Y hablaba, observó él sin sorpresa, con
la voz de la Marquise de Merteuil. Era ella la que le había dado el libro. En sus
sueños, la marquesa hablaba un francés con lo que Yashim no podía saber que era un
gangueo criollo.
La mujer le cogió las manos y le dio tres golpecitos en la mejilla. Luego bajó la
mirada hacia la adorable forma que yacía muerta para su inspección.
—C’est triste —dijo simplemente. Sus ojos subieron para encontrarse con los de
él—. Pobrecito Yashim.
Él sabía exactamente a qué se refería ella.
—Alors, ¿sabes quién lo hizo?
—Perfectamente. Un pescador búlgaro.
La madre del sultán, la Valide, se pasó una bonita mano por la boca.
—Yo andaba por los quince —dijo Yashim.
Ella hizo un gesto con la mano como para desestimar su comentario, sonriendo.
—Yashim, sois sérieux. La muchachita está muerta y (no grites ahora) también
mis joyas han desaparecido. Las joyas de Napoleón. Estamos pasando una mala
época en los appartements.
Yashim la miró fijamente. A la media luz, parecía más joven; a cualquier luz,
seguía siendo hermosa. Yashim se preguntó si la muchacha muerta habría tenido tan
buen aspecto a su edad… o si hubiera conseguido vivir tanto tiempo. Aimée… la
madre del sultán. Era el papel por el que toda mujer del harén peleaba; dormir con el
sultán, concebir un hijo y, a su debido tiempo, maquinar su elevación al trono de
Osmán. Cada paso requería una concentración mayor de milagros. La mujer que se
encontraba ante él había disfrutado de una singular ventaja, sin embargo: era
francesa. Un milagro a su favor desde el comienzo.
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—¿No irás a decirme que jamás te mostré las joyas de Napoleón? —estaba
preguntando ella—. Bien, Dios mío, eres un hombre afortunado. Doy la lata a todo el
mundo con esas joyas. Las admiro, mis invitados las admiran… Estoy totalmente
segura de que todos las ven tan feas como yo. Pero proceden del emperador, para mí.
Personnellement!.
Le lanzó una mirada traviesa.
—Pensarás… ¿sólo un valor sentimental? Tonterías. Forman, sin embargo, parle
de mi batterie de guerre. La belleza es barata dentro de estas paredes. La distinción,
sin embargo, tiene su precio. Mírala a ella. Ni todas las montañas de Circasia podrían
volver a producir una criatura tan adorable… pero mi hijo habría olvidado su nombre
en una semana. ¿Tanya? ¿Alesha? ¿Qué importa?
—Le importaba a alguien —le recordó Yashim—. Alguien la mató.
—¿Tal vez porque era hermosa? Bah, todo el mundo es hermoso aquí.
—No. Quizás porque estaba a punto de acostarse con el sultán.
Ella lo miró repentinamente. En ocasiones como ésta, él sabía exactamente por
qué ella era la Valide, y nadie más. Yashim le mantuvo la mirada.
—Quizás. —Ella se encogió de hombros con gracia—. Quiero hablarte de mis
joyas. Son feas, algo muy útil… y valen una fortuna.
Él se preguntó si la mujer necesitaba dinero, pero ella había leído sus
pensamientos.
—Nunca se sabe —dijo ella dándole unos golpecitos en el brazo—. Las cosas
nunca son exactamente como uno espera.
Él se inclinó ligeramente como reconociendo la verdad de su observación. En su
propia vida eso era cierto. ¿Y en la de ella? Sin la menor duda, y de una manera tan
inesperada que resultaba fantástica.
Cincuenta años antes, una joven había embarcado en un barco francés en ruta
desde las Indias Occidentales hasta Marsella. Criada en la isla caribeña de la
Martinica, la enviaban a París para completar su educación y encontrar un marido
adecuado.
Pero nunca llegó a su destino. En el Atlántico oriental, su barco fue abordado por
un xebec norteafricano, y la hermosa joven se convirtió en prisionera de unos
corsarios argelinos. Los corsarios la ofrecieron al bey de Argel, el cual se quedó
maravillado de su exótica belleza y su blanca, blanquísima, piel. El bey sabía que era
demasiado valiosa para retenerla, de modo que la mandó a Estambul.
Pero eso era sólo la mitad de la historia: la otra mitad era lo sorprendente. A lo
largo de los siglos, otras cautivas cristianas habían terminado en el lecho del sultán.
No muchas, algunas. Pero el capricho del destino es poderoso e inescrutable. En la
Martinica, la joven Aimée había sido amiga casi inseparable de otra criolla francesa
llamada Rose Tascher de la Pagerie. Un año después de que Aimée fuera enviada a su
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viaje fatal a Francia, la siguió Rose Tascher. La misma ruta, pero un barco más
afortunado. Tras llegar a París, superó la revolución, el encarcelamiento, el hambre y
los deseos de hombres ambiciosos para convertirse en la amante, la esposa y
finalmente la emperatriz de Napoleón Bonaparte, emperador de Francia. Por su parte,
Aimée, la amiga de juventud de Rose, se había esfumado para el mundo como la
Valide. Y Rose fue la emperatriz Josefina.
Nunca se sabe.
La mujer se puso de puntillas y le dio un casto beso. En la puerta se volvió.
—Encuentra mis joyas, Yashim. Encuéntralas pronto… ¡o juro que nunca te
prestaré otra novela mientras viva!
11
Bajo la lluvia, de noche, incluso una ciudad de dos millones de almas puede aparecer
silenciosa y desierta. Era la hora muerta entre la tarde y las plegarias de la noche. Una
rata, con su húmeda piel brillando en la oscuridad, salió furtivamente de una boca de
alcantarilla desbordada y empezó a hurgar a los pies de un edificio, buscando refugio.
El agua creciente la perseguía lentamente.
Poco a poco el charco fue deslizándose, de un guijarro al siguiente, buscando las
junturas. Cuando hallaba una, comenzaba a discurrir por ella, buscando ciega pero
infaliblemente su camino colina abajo. De vez en cuando se detenía, se acumulaba el
agua, y empezaba nuevamente, insistentemente, a bajar, trazando su propio camino
hacia el Bósforo, formando las orillas de su propio reguero con barro, ramitas, pelos,
migajas. El agua se extendió a una calle lateral, pero volvió a formar un charco en el
otro lado, donde un tramo de escalones de piedra bajaba hasta la mezquita de la
Victoria, recientemente edificada en la orilla.
La lluvia, que seguía cayendo, continuaba creando un charco cada vez mayor
junto al desagüe. A la hora del lucero del alba, el portero de la mezquita mandó a dos
trabajadores a seguir la pista de aquel torrente que estaba amenazando con filtrarse en
los suelos de cemento y echar a perder las alfombras. Los hombres se cubrieron la
cabeza con sus capas de lana, dejando los codos al descubierto bajo la lluvia, y
comenzaron a subir por la escalera.
Aproximadamente a unos doscientos metros colina arriba, encontraron un sector
de la calle que se había convertido en un estanque, y cautelosamente tantearon la
fangosa agua con sus bastones.
Finalmente localizaron el desagüe y empezaron a tratar de desatascarlo; primero
con sus varillas y más tarde, agachándose hasta que la barbilla les llegaba a la helada
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y sucísima agua, con manos y pies. La obstrucción era una especie de fardo, tan
fuertemente atado con cuerdas que ninguno de los dos hombres, con los pies por
delante en el helado barro, consiguió tirar de él. Al final, poco antes de que rompiera
el alba, lograron meter una varilla entre el fardo y una pared del desagüe, hacer
palanca y apartarlo lo suficiente para que el agua pudiera escapar con un borboteo.
El trabajador más inclinado sobre el desagüe finalmente vio lo que al principio
parecía un pavo gigantesco, atado para asar.
Lo que vio a continuación lo descompuso.
12
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¿Era eso verdad? ¿Realmente quería que lo dejaran en paz? ¿La nota del
seraquier, los avisos del sultán, la complicidad del pescadero y el café bien hecho de
todos los días, eran exactamente los vínculos que ansiaba? La invisibilidad de Yashim
a veces le parecía incluso a él una pose defensiva, su versión de las afectadas maneras
de esos niños castrados que crecían para convertirse en los eunucos guardianes de una
familia que ejercían con displicencia el cargo, frunciendo el ceño y poniendo morritos
y dejando que sus manos revolotearan hacia sus corazones. Tal vez ese
distanciamiento de Yashim era una afectación que había adoptado porque su agonía
era demasiado lacerante y fuerte para sobrellevarla sin esa ayuda. Una ficción muy
frágil.
Yashim miró a la calle. Un imán que llevaba un alto gorro blanco se levantó su
negra túnica unos centímetros para no ensuciarse en un charco y pasó tranquilamente
por delante del café, sin volver la cabeza. Un muchachito portador de una carta bajó
trotando por la calle y se detuvo en un café vecino para preguntar el camino. Desde la
dirección opuesta, un pastor mantenía en orden a tres ovejas con una vara de
avellano, hablando continuamente con ellas, tan inconsciente de la calle como si
estuviera caminando por un vacío sendero entre las colinas de Tracia. Dos mujeres
con velo iban a los baños, tras ellas un esclavo negro llevaba unas ropas. Un
porteador, doblado bajo el peso de la cesta, encabezaba una recua de muías cargadas
con leña, y unos chavales griegos pasaban una y otra vez entre sus patas. Y allí estaba
un cavass: un policía con un fez rojo y dos pistolas al cinturón, y dos comerciantes
armenios, uno agitando su ristra de cuentas, el otro pasándolas mientras hablaba. Una
vez los odió, por tener las cosas que nunca tendría, no sólo unos hijos con los que
jugar a correr y pillar, también por no llegar a conocer a esas mujeres que les dicen la
verdad a sus amantes en la intimidad y luego se vuelven a ocupar de las pequeñas
cosas de cada día con ellos, y por no conocer la camaradería de los hombres cuando
entre bromas se dan codazos por compartir un secreto común como un melón
maduro.
Yashim apuró su café y se limpió los dientes. Incluso ahora, de vez en cuando,
sentía la desesperada necesidad de dar un salto y mover sus brazos para llamar la
atención de todos, de escarnecerse a sí mismo con los insultos del escándalo que
levantaría gritando y haciendo proposiciones deshonestas a diestro y siniestro. Vaya
escándalo levantaría entre todas esas mujeres con velo y sus demasiado bien
satisfechos maridos. Pero el odio, al final, siempre se desvanecía. Ese odio había ido
desapareciendo, como una pleamar, dejando sólo su huella en la mente de Yashim, el
último vestigio de la amargura y la rabia. Esos días paseaba por ese escenario,
tratando de reconocer las viejas marcas, de reunir los elementos de una vida
honorable al margen de los objetos cotidianos con los que se encontraba. Si no podía
ser uno de ellos —si no podía sufrir sus penas, ni tener sus alegrías ni sus miedos
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como ellos—, entonces, se dijo que se haría plenamente consciente de todo eso lo
antes posible. Él observaría e intervendría porque la gente estaba demasiado ocupada
con sus amores, sus reincidencias y engaños, sus alardes y sus cálculos para ver toda
la comedia por entero, como podía verla él. Ellos pisaban a veces ramas que saltaban
del suelo y acababan dándoles en todo el ojo. Ellos se sentaban en bancos que alguien
retiraba en el último momento y en ocasiones llevaban víboras escondidas en los
pliegues de sus ropas.
Yashim frunció el ceño, tratando de centrarse en lo que tenía que hacer ese día.
Tenía que visitar al serasquier. Cuando se encontró frente a aquel caldero, a primera
hora de la mañana del día anterior, había una serie de preguntas que estaba demasiado
sorprendido para hacer. ¿Qué habían estado haciendo aquellos oficiales la noche que
desaparecieron? ¿Qué pensaban sus parientes del asunto? ¿Quiénes eran sus amigos?
¿Y quiénes sus enemigos?
Luego, pensó Yashim, había que considerar el caldero. Era con mucho la parte
más extraña y siniestra de todo el asunto. Debía visitar a los vendedores de sopa para
ver lo que tenían que decir.
En cuanto a la muchacha del palacio y a las joyas de la Valide… Eso ya era un
asunto más privado. En cada hogar había una región que era el harén, vetada a los
intrusos. En el Palacio de Topkapi, esta región medía 4000 metros cuadrados y era un
laberinto de corredores y patios, de tortuosas escaleras y balcones tan astutamente
ideados que quedaba cerrado a las miradas del mundo de forma tan efectiva como si
hubiera sido construido en el gran Sahara, en vez de en medio de una de las mayores
ciudades del mundo.
Con rarísimas excepciones, ningún hombre, excepto el propio sultán u hombres
de su familia, podía entrar en el harén.
Yashim era una de las excepciones. Podía entrar donde no podía hacerlo ningún
otro hombre del común, so pena de muerte.
Aunque no había mucho que hacer en el harén. El harén no hacía a los eunucos, si
bien muchos trabajaban allí, y los eunucos negros, a las órdenes de Kislar Agha, lo
controlaban. A diferencia de Yashim, y de muchos de los eunucos blancos, y de los
castrati del Vaticano, los eunucos negros de palacio habían sido castrados
completamente de un solo golpe de hoja, esgrimida por un esclavista del desierto.
Todos llevaban ahora un pequeño y exquisito tubo de plata, escondido en un pliegue
de su turbante, para realizar la más modesta de sus funciones corporales.
Muchos hombres habían sido castrados para el servicio ya en época de Darío y de
Alejandro, sin duda; quizás incluso desde que surgió la idea de las dinastías. Y había
habido eunucos que mandaban flotas, que estaban al frente de ejércitos, que
sutilmente fijaban las políticas de los Estados. A veces Yashim se veía a sí mismo
como perteneciente a una extraña hermandad, el mundo de las sombras de los
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guardianes: hombres que desde tiempo inmemorial se habían mantenido aparte, los
mejores para observar y servir. Eso incluía a los eunucos del mundo antiguo, a los del
emperador de Pekín, y a la jerarquía católica europea que suministraba sacerdotes
célibes para servir a los reyes de la cristiandad. El propio papa de Roma, ¿no estaba
destinado a servir a los hombres y a Dios? El servicio de los hombres estériles, como
sus deseos, empezaba y acababa con su muerte. Pero en vida veían por encima el
constante trajín de la humanidad, inmunes a su lujuria, su preocupación por la
longevidad y por la descendencia. Esos hombres castrados tenían, en el peor de los
casos, una afición por las baratijas y las trivialidades, una fascinación por su propia
decadencia, con una tendencia a la histeria y a las pequeñas envidias. Yashim los
conocía bien.
Respecto al harén, ninguna mujer podía marcharse fácilmente, por supuesto. De
modo que lo que Yashim tenía entre manos allí era, en este sentido, una cuestión más
privada. Incluso el tiempo, pensó él, discurría de manera diferente en el interior. El
harén podía esperar. Fuera, tal como el serasquier había advertido, sólo disponía de
diez días corrientes y molientes.
Limpiándose las migajas de borek de los labios, Yashim decidió que primero
acudiría al gremio y luego visitaría al serasquier. Después, según qué hubiera
descubierto, iría a hacer preguntas al harén.
13
Mustafá el Albanés olió con sospecha el bol de callos. Le constaba que en algunos
sectores de la ciudad habían adoptado doctrinas heréticas. Día a día, de eso estaba
seguro, habían ido extendiendo sus peligrosas influencias sobre los miembros más
débiles, más impresionables de la sociedad. Jóvenes, gente de fuera de la ciudad,
incluso estudiantes de las madrasas, que deberían guardarse muy mucho, encontraban
muy fácil sucumbir a los sutiles halagos de esos picaros. Algunos de ellos, Mustafá lo
sabía, abusaban de la confianza que se deposita habitualmente en las autoridades.
Otros —¿y quién podría decir que no eran alentados por ese funesto ejemplo?— no
reconocían ninguna autoridad. Bien, pensó con expresión ceñuda, él estaba allí para
poner fin a eso.
Volvió a oler. El color era el correcto: no había ningún signo evidente de
innovación. Mustafá pertenecía a la escuela que seguía las máximas del Profeta, la
paz sea con él. En el cambio hay innovación, la innovación conduce a la herejía, la
herejía al fuego del infierno. La idea de que una buena sopa de callos necesitaba la
adición de una pizca de coriandro molido era el tipo de innovación que, si no se le
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ponía coto, poco a poco socavaría a todo el gremio y destruiría su capacidad de servir
a la ciudad como es debido. No había ninguna diferencia en que los herejes cobraran
un extra por la especia o no. La confusión habría penetrado en la mente de los
hombres. Donde había una debilidad de la cual aprovecharse, había un aliento para la
codicia.
Mustafá volvió a oler. Levantando la cuchara de asta que colgaba en torno a su
cuello como símbolo de su oficio, la hundió en el cuenco y removió el contenido.
Callos. Cebollas. Regularmente cortados, ligeramente caramelizados. Hundió la
cuchara hasta el fondo del bol y la examinó cuidadosamente a la luz en busca de
motas o impurezas. Satisfecho, se llevó la cuchara a la boca y sorbió ruidosamente.
Sopa de callos. Hizo un chasquido con los labios; sus temores se habían disipado.
Fueran cuales fueran los secretos que este joven aprendiz mantenía en la parte más
recóndita de su corazón, podía crear el artículo apropiado bajo demanda.
Dos ansiosos pares de ojos siguieron la cuchara hasta los labios del maestro del
gremio. Vieron entrar la sopa. Oyeron cómo la sopa fluía por el paladar de Mustafá.
Observaron inquietos mientras éste mantenía su mano cerca de su oreja. Y luego
vieron, encantados, cómo él sonrió brevemente. Aprendizaje cumplido. Un nuevo
maestro soupier había nacido.
—Es bueno. No pierdas de vista las cebollas: nunca las uses demasiado grandes.
El tamaño de tu puño es el adecuado, o más pequeñas. —Exhibió su propia e inmensa
zarpa y enrolló los dedos—. ¡Demasiado grande! —Sacudió el puño y sonrió.
El aprendiz se río con disimulo.
Hablaron sobre la admisión formal del aprendiz en el gremio, sus perspectivas, la
importancia de sus ahorros y la probabilidad de que encontrara una vacante dentro de
los próximos años. Mustafá sabía que éste era el momento más peligroso. Los
soperos novatos siempre querían empezar inmediatamente, fueran cuales fuesen las
circunstancias. Hacía falta paciencia y humildad para seguir trabajando para un viejo
maestro mientras esperas a que una tienda quede libre.
Paciencia, sí. La impaciencia conducía al coriandro y al fuego del infierno.
Mustafá se tiró del bigote y miró al joven entrecerrando los ojos. ¿Tenía paciencia?
En cuanto a sí mismo, pensó Mustafá, la paciencia era su segunda piel. ¿Cómo podría
haber vivido su vida y no haber adquirido paciencia más que suficiente para su
redención?
14
Era un pedido singular. Y sumamente inverosímil, porque ¿de qué podía servirle a un
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hombre un caldero de juguete en esta época del año? A Mustafá el Albanés le pareció
oír una palabra peligrosa susurrada en su oído. ¿No era una innovación dejar que un
extraño examinara las despensas del gremio de soperos? Ciertamente parecía un
insidioso precedente. Yashim parpadeó, sonrió y abrió los ojos de par en par. Suponía
lo que estaba pasando por la mente del viejo maestro sopero.
—Soy conocido en palacio: los porteros de allí pueden responder por mí, si sirve
de ayuda.
El ceño del maestro del gremio no se aflojaba. Sus enormes manos permanecían
tranquilamente cruzadas sobre su barriga. Tal vez, pensó Yashim, jugar la carta de
palacio no había sido lo adecuado: cada institución en la ciudad tenía su orgullo.
Decidió probar otra táctica.
—Vivimos en tiempos extraños. No soy tan joven que no pueda recordar cuando
las cosas estaban… mejor ordenadas, en general, de lo que lo están hoy. A diario,
aquí mismo en Estambul, veo cosas que jamás hubiera soñado ver en mis tiempos de
juventud. Extranjeros a caballo. Perros que literalmente se mueren de hambre en las
calles. Mendigos procedentes del campo. Edificios derribados para dejar paso a
extrañas mezquitas. Uniformes francos. —Meneó la cabeza. El maestro sopero
profirió un gruñido—. El otro día tuve que devolver un par de babuchas que me
habían costado cuarenta piastras: los puntos se soltaban. ¡Y sólo hacía un mes que las
tenía! —Eso era totalmente cierto: Yashim le había comprado las babuchas a un
miembro del gremio. Por cuarenta piastras tenían que durar al menos un año—. A
veces, siento decirlo, pienso que hasta nuestra comida no tiene el mismo sabor que
antes.
Yashim observó que los dedos del maestro sopero se apretaban, y se preguntó si
no había ido un poco demasiado lejos. El maestro sopero se llevó una mano al bigote
y se lo frotó con el índice y el pulgar.
—Soy un eunuco —dijo Yashim.
—Ajá —contestó el maestro con satisfacción. Bien, pensó, lo del palacio debía de
ser verdad—. Dígame —dijo con voz cavernosa—. ¿Le gusta la semilla de
coriandro? ¿En la sopa?
Ahora le tocó el turno a Yashim de fruncir el ceño.
—Es una idea peculiar —contestó.
Mustafá el Albanés se puso de pie con sorprendente agilidad.
—Vamos —dijo simplemente.
Yashim siguió al hombretón hasta el balcón que circundaba el patio. Al pie de la
balaustrada, bajo soportales, los hombres estaban ocupados friendo callos. Los
aprendices andaban tambaleándose arriba y abajo con cubos que llenaban de un pozo
situado en el centro del patio. Un gato se escabulló por las sombras, zigzagueando
entre las patas de los enormes tajos. Yashim pensó: «Hasta el gato tiene su posición
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aquí».
Bajaron por un tramo de escalera y salieron a los soportales. Un hombre que
esgrimía una brillante cuchilla levantó la mirada cuando ellos aparecieron, los ojos
llenos de lágrimas. Su cuchillo caía y se levantaba automáticamente sobre una cebolla
pelada; la cebolla se mantuvo entera hasta que el hombre la barrió a un lado con un
golpe de la hoja, y seleccionó otra de la cesta que colgaba al lado del tajo.
Mecánicamente comenzó a cortarla y pelarla. Ni una sola vez bajó la vista a los
dedos.
«Vaya —pensó Yashim con admiración—, qué habilidad». El hombre de la
cebolla aspiró por la nariz e hizo un gesto de asentimiento a guisa de saludo.
El maestro entró en el corredor y empezó a hurgar en su cinturón en busca de las
llaves. Finalmente encontró la que quería y la sacó en una cadena. Se detuvo frente a
una gruesa puerta de madera de roble, reforzada con herrajes, y metió la llave en la
cerradura.
—Es una llave realmente muy vieja —observó Yashim.
—Es que se trata de una puerta muy vieja —replicó el maestro sensatamente.
Yashim estuvo a punto de añadir: «Eso no justifica lo de la llave», pero
finalmente se calló. La cerradura iba dura; el maestro hizo una mueca de dolor y la
llave soltó los adecuados pernos. La puerta se abrió ligeramente.
Se encontraron ante una gran sala de techo bajo, iluminada por una reja de hierro
situada en la pared opuesta, muy alta. Algunos rayos polvorientos del sol invernal
caían sobre una curiosa colección de objetos, alineados en estanterías a lo largo de las
paredes laterales. Había cajas de madera, un montón de rollos de pergamino, así
como una fila de conos de metal de diversos tamaños cuyas puntas parecían alzarse y
caer como el perfil de un friso decorativo. Y allí, en la parte trasera de la sala, se
levantaban tres enormes calderos.
—Todas nuestras viejas pesas —dijo el maestro.
Estaba contemplando amorosamente los conos de metal. Yashim reprimió su
impaciencia.
—¿Viejas pesas?
—Cada nuevo maestro procura, cuando lo nombran, que las pesas y medidas del
gremio sean renovadas y reconfirmadas. Las viejas se almacenan aquí.
—¿Para qué?
—¿Para qué? —La voz del maestro reflejaba sorpresa—. Para comparar. ¿De qué
otro modo podría ninguno de nosotros estar seguro de que se mantienen las normas?
Yo puedo colocar mis pesas en la balanza y ver que son conformes por un pelo con
las pesas que usábamos en tiempos de la Conquista.
—De eso hace casi cuatro siglos.
—Exactamente, sí. Si las medidas son las mismas, los ingredientes tienen que ser
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también los mismos. Nuestras sopas, ¿comprende usted?, no son solamente
conformes a las normas. Son… no digo que la norma misma, pero sí una parte de
ella. Una línea ininterrumpida que llega hasta nosotros desde los días de la Conquista.
Como el linaje de la casa del propio Osmán —añadió piadosamente.
Yashim hizo una pausa para mostrar adecuadamente su impresión.
—Los calderos —sugirió luego.
—Sí, sí, en eso estoy pensando. Parece que falta uno.
15
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ellas eran realmente capaces de entrecruzarse sin la más pequeña fricción, haciendo
creer a algunas personas que aquél había sido un día de rarezas en el que una esfinge
egipcia había sido desenterrada de la playa mientras que en Tophane un nido de
caníbales había sido sorprendido en su sangriento desayuno.
El serasquier había interceptado aquellos rumores considerablemente más
temprano, y de una forma más reconocible. Oyó que un hombre, muy posiblemente
uno de sus extraviados reclutas, había sido hallado en extrañas circunstancias cerca
de la mezquita de la Victoria. Envió a unos propios a la mezquita en busca de más
información, y se enteró de que el cuerpo había sido colocado en un desagüe
normalmente usado como retrete por algunos de los obreros de la zona. Mandó una
nota a Yashim, que estaba en aquel momento comiéndose su borek en el café de Kara
Davut, sugiriéndole que se reunieran en la mezquita, y se dirigió allí a investigar.
Conmocionado y repelido por la condición y aspecto del cuerpo desnudo, se
volvió a sus habitaciones para encontrar a Yashim —ignorante de todo y
despreocupado— examinando los lomos de los manuales militares y los reglamentos
que llenaban los estantes que había frente al diván.
El serasquier se irritó mucho.
16
El maestro del gremio de soperos también se había irritado con Yashim. El hecho de
que el extraño supiera más que él sobre el caldero que faltaba le parecía en cierta
medida siniestro.
—¿Es alguna especie de broma? —preguntó furiosamente, cuando sus ojos
hubieron, más bien superfluamente, pensó Yashim, recorrido todo el almacén en una
infructuosa búsqueda del enorme caldero perdido.
A fin de cuentas, difícilmente se podía ocultar un caldero del tamaño de un buey
detrás de algunos rollos de pergamino y unas pesas de mano. Al mismo tiempo sentía
pena por el maestro: una cosa así, estaba casi seguro, no había ocurrido jamás en toda
la historia del gremio. Ahora había pasado en su turno de vigilancia: un robo.
—No puedo creerlo. Tengo la llave. —Levantó ésta y la miró fijamente, como si
el objeto fuera capaz de derrumbarse y confesar su ilícito comportamiento. Luego la
agitó con irritación—. Esto es sumamente irregular. ¡Veinticuatro años! —Miró
airado a Yashim—. Llevo aquí veinticuatro años.
Yashim se encogió de hombros amistosamente.
—¿Siempre lleva la llave encima?
—¡En nombre de Alá, duermo con mis llaves! —espetó el maestro.
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—Debería cambiar la cerradura.
El maestro levantó la cabeza y se inclinó lentamente hacia Yashim.
—Dijo que venía del palacio —gruñó—. ¿Qué es esto? ¿Es una especie de
inspector?
Yashim asintió lentamente con la cabeza. «Éste es un hombre —pensó— que se
siente cómodo con el poder». Volvió a mirar las manos del maestro. Los enormes
dedos estaban más relajados pero aún doblados.
—Podría decirse eso. —Y, más animadamente, añadió—: ¿Cuándo vino usted
aquí por última vez?
El maestro sopero dejó escapar lentamente el aire por la nariz, y, mientras lo
hacía, Yashim se preguntó qué estaba considerando: ¿la respuesta a la pregunta o si
llegar a responder, siquiera?
—No lo sé —dijo el otro finalmente—. Hará un mes aproximadamente. Tal vez
más. No faltaba nada.
—No. ¿Quién vigila el lugar por la noche?
En Estambul lo que importaba era la gente. A quién conocías. El equilibrio de
favores.
La respiración del maestro era rápida.
—¿Cómo se vigila el local fuera de horas?
—Tenemos vigilantes. Y yo mismo duermo arriba.
—¿Cuántos vigilantes hay?
—Oh, dos; quizás tres.
La cara de Yashim permanecía inexpresiva.
—¿Tienen llave?
—Se lo he dicho. Duermo con mis llaves. Han de tener la llave de la puerta
principal, naturalmente… Se la doy por la noche y lo primero que hago por la
mañana es recogérsela.
—¿Puedo verla?
El maestro sacó la anilla y deslizó sus dedos por un manojo de llaves. Tras dar
con la correcta, se la mostró a Yashim, que enarcó las cejas. Era otra de las
anticuadas, una especie de gran peine de madera, con clavijas de distinta longitud a
guisa de dientes.
—Dice usted que hay dos o tres vigilantes. ¿Quiere decir dos? ¿O quiere decir
tres? ¿Cuántos?
—Bueno… —El maestro se detuvo—. Depende.
—¿De qué? ¿Del tiempo? ¿De su estado de ánimo? Lo que veo aquí es un lugar
que se gobierna según el libro, ¿no? Ninguna desviación de la rutina, ninguna
innovación, nada de coriandro en la sopa. ¿No es cierto?
El maestro levantó la barbilla.
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—Pero cuando se trata de la vigilancia nocturna, usted no sabe cuántos vigilantes
hay. ¿Dos o tres? Quizás sean cinco. Quizás ninguno.
El maestro del gremio de soperos bajó la cabeza durante un segundo. Parecía
estar pensando.
—Es como le he dicho —dijo lentamente—. Siempre hay suficientes vigilantes. A
veces son dos, a veces tres, tal como le he dicho. No son siempre los mismos
hombres, noche tras noche, pero los conozco. Y confío en ellos; siempre lo he hecho.
Hace tiempo que nos conocemos.
Yashim notó algo implorante el tono del hombre. Lo miró a los ojos.
—Son albaneses, ¿verdad?
El maestro parpadeó. Miró fijamente a Yashim.
—Sí. ¿Pasa algo?
Yashim no respondió. Alargó la mano y agarró la del maestro, mientras con la
otra le cogía la manga del vestido y se la subía. El maestro se soltó con una
maldición.
Pero Yashim ya había visto lo que quería. Un pequeño tatuaje, azul. No había sido
lo bastante rápido para reconocer el símbolo, pero había solamente una razón por la
que un hombre llevaría un tatuaje en su antebrazo.
—Podemos hablar —sugirió.
El maestro apretó los labios y cerró los ojos.
—De acuerdo —dijo.
17
Mientras esperaba que la ira del serasquier se fuera apaciguando por sí sola, Yashim
le hacía preguntas sobre el descubrimiento del segundo cadáver, pidiendo detalles
sobre la posición del desagüe y el estado del cuerpo. El esfuerzo de describir cómo
estaba encajado y atado pareció rebajar la ira del oficial, pero no dejaba de apretar el
dorso de una silla con sus dedos, haciéndolo crujir. Yashim se preguntó si iba a
sentarse.
—Yo había pensado —terminó el serasquier amargamente— que tendríamos algo
a estas alturas. ¿Tenemos algo?
Yashim se tiró de la nariz.
—Effendi. Todavía no comprendo cómo se perdieron los hombres. Se fueron
juntos del cuartel.
—Sí, al menos eso tengo entendido.
—¿Adonde fueron?
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El serasquier lanzó un suspiro.
—Nadie parece saberlo. Terminaron el servicio a las cinco. Volvieron a su
dormitorio y se pasaron un rato allí… Lo sé porque coincidieron en parte con los
hombres que llegaban a prestar servicio por la noche.
—¿Haciendo qué?
—No mucho, aparentemente. Holgazaneando en sus literas. Libros, algún juego
de cartas, algo así. El último hombre en salir los vio jugando a las cartas.
—¿Con dinero?
—No… No lo sé. Probablemente no. Espero que no. Eran buenos chicos.
—El hombre que los vio jugar, ¿fue el último en verlos?
—Sí.
—¿De modo que nadie comprueba a la gente cuando sale del cuartel?
—Bueno, no. Los centinelas están ahí para vigilar a las personas que entran. ¿Por
qué deberían estar atentos a las que salen?
«Para ayudar a un hombre como yo en una situación así», pensó Yashim. Ésa era
una razón. Se le ocurrían otras. Una cuestión de orden y disciplina.
—¿Salen los hombres generalmente, por la razón que sea, de uniforme?
—Hace cinco a diez años, eso no era muy corriente. Ahora, en cambio, alentamos
a los hombres a llevar el uniforme en todo momento. Es mejor que la población de
Estambul se vaya familiarizando con las nuevas maneras; y mejor también para los
hombres. Eleva la moral.
—Y es útil para usted, también, para comprobar cómo se comportan.
El serasquier dejó asomar una extraña y forzada sonrisa.
—Eso también.
—¿Van a algún burdel tal vez? ¿Disponen de chicas? Lo siento, effendi, pero
tengo que preguntar.
—¡Esos hombres eran oficiales! ¿Qué está usted diciendo? Los hombres, sí, los
hombres corrientes se ven con mujeres en la calle. Estoy al corriente. Pero éstos eran
oficiales. De buena familia.
Yashim se encogió de hombros.
—Y hay buenos burdeles, también, al decir de todos. No parece muy probable
que esos cuatro fueran y estuvieran sentados toda la tarde en un café bien iluminado,
con sus uniformes. Ésa no es una manera de perderse, ¿verdad? En vez de ello, en
algún momento, durante la tarde, sus caminos tuvieron que cruzarse con el de su
secuestrador. Su asesino. En algún lugar… Oscuro, sin luz. En un barco, quizás. O en
un oscuro sendero. O en algún lugar siniestro… un burdel, un salón de juego.
—Sí, ya veo.
—¿Tengo su permiso para entrevistar a los oficiales que compartían su
dormitorio?
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El serasquier respiró hondo y a punto estuvo de hacer rechinar los dientes. Bajó la
mirada al suelo. Yashim ya había visto esto antes. La gente quería soluciones, pero
siempre confiaba en que podía conseguirlas sin provocar un escándalo. El serasquier
quería hacer un comunicado público, pero no estaba, al parecer, totalmente dispuesto
a correr el riesgo de ofender o alarmar a nadie. Las fuerzas del padishah, afirmaría,
están trabajando incesantemente y con la absoluta confianza de descubrir a los
autores de esta malvada acción… y él mismo no se creía ni una sola palabra de lo que
estaba diciendo.
—Effendi, o tratamos de averiguar lo que ha pasado, o no tiene sentido que
continúe.
—Muy bien. Le escribiré una nota.
—Una nota. ¿Cree usted que será suficiente? Para hablar, quizás. Pero ¿en ese
lugar lóbrego servirá una nota?
El serasquier miró directamente a los ojos azules de Yashim.
—Lo apoyaré —dijo débilmente.
18
Yashim llegó temprano al pequeño restaurante situado bajo la Punta Gálata y eligió
un tranquilo rincón que daba al canal del Bósforo. El Bósforo había hecho de
Estambul lo que era: el punto de confluencia de Europa y Asia, el camino desde el
mar Negro al Mediterráneo, el gran centro del comercio mundial desde los tiempos
antiguos hasta la actualidad. Desde donde se encontraba sentado, podía ver la vía
fluvial que tanto amaba, el espejo gris oscuro que reflejaba la forma de la ciudad que
había construido la misma vía de agua.
La lengua de mar estaba como siempre cuajada de barcos. Una montaña de
blancas velas se alzaba encima de la cubierta de una fragata otomana, que daba
bordadas para subir por el estrecho. Un montón de barcos de pesca de velas áuricas,
ancha manga y único mástil resistían el tirón de viento de levante en dirección al mar
de Mármara. Un barco del servicio aduanero pasó rápidamente impulsado por sus
largos remos rojos como una pulga de agua escurridiza. Había transbordadores, y
esquifes, y barcazas sobrecargadas; cúteres equipados con velas latinas procedentes
de la costa del mar Negro, casas flotantes amarradas junto a la atestada entrada del
Cuerno de Oro. A través de la concurrida vía de agua, Yashim apenas podía distinguir
a Uskudar en la orilla opuesta, el comienzo de Asia.
Los griegos habían llamado a Uskudar Calcedonia, la ciudad de los ciegos. Al
fundarla, los colonos habían ignorado el perfecto marco natural al otro lado del agua,
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donde siglos más tarde Constantino iba a convertir la pequeña ciudad de Bizancio en
una gran urbe imperial que llevara su nombre. Durante mil años, Constantinopla fue
la capital del Imperio romano en Oriente, hasta que este imperio se encogió llegando
a convertirse en un pedacito de tierra en torno a la ciudad. Desde la Conquista en
1453, la urbe había sido la capital del Imperio turco otomano. Seguía siendo llamada
oficialmente Constantinopla, aunque los turcos de a pie se referían a ella como
Estambul. Y seguía siendo la ciudad más grande del mundo.
Mil quinientos años de grandeza. Mil quinientos años de poder. Quince siglos de
corrupción, golpes de Estado y compromisos. Una ciudad de mezquitas, iglesias,
sinagogas; de mercados y emporios; de comerciantes, soldados, mendigos. La ciudad
que superaba a todas las ciudades, superpoblada y codiciosa.
Tal vez, reflexionaba en ocasiones Yashim, los calcedonios no habían sido tan
ciegos, después de todo.
Medio había esperado que el Albanés no viniera, pero, cuando levantó la mirada,
allí estaba el hombre, enorme y torvo, tapándose con la capa. Yashim hizo un gesto
hacia el diván y se sentó. Llevaba un rosario de cuentas de ámbar. Pasó unas doce
entre los dedos mientras miraba fijamente a Yashim.
—Alí Pachá, de Ianina —dijo el maestro sopero—. ¿Significa algo para usted ese
nombre?
Alí Pachá era el señor de la guerra que mediante la astucia y la crueldad había
constituido un estado semiindependiente en las montañas de Albania y la Grecia
septentrional. Catorce años antes, Yashim había visto su cabeza sobre una columna a
la puerta del serrallo.
—El León —dijo con voz cavernosa Mustafá—. Así lo llamábamos. Yo serví
como soldado en su ejército… Era mi país. Pero Alí Pachá era astuto también. Nos
trajo la paz. Yo quería la guerra. En 1806 me marché al Danubio. Allí fue donde me
uní al cuerpo.
—¿Los jenízaros?
El maestro sopero asintió.
—Como cocinero. Yo era ya cocinero, entonces. Luchar… no es gran cosa para
un hombre. Para un albanés, no es nada. Pregunte a un griego. Pero cocinar…
Soltó un gruñido de satisfacción. Yashim, por su parte, juntó sus manos y sopló
en ellas.
—Soy un hombre de tradición —continuó el maestro sopero—. Para mí, los
jenízaros eran la tradición. Este imperio… lo construyeron ellos, ¿no? Y le resulta
difícil a un intruso comprenderlo. El regimiento jenízaro era como una familia.
Yashim mostró una expresión de escepticismo.
—Todos los regimientos dicen eso.
El maestro sopero le lanzó una mirada de desprecio.
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—Dicen eso porque tienen miedo, y deben luchar juntos. Eso no es nada. Había
hombres en el cuerpo que me gustaban porque podían manejar un halcón, o hacer
poesía, mejor de lo que nadie en el mundo hasta entonces, o en el futuro. Créame.
Había un valiente luchador que temblaba como una hoja antes de cada batalla, pero
que luchaba por diez. Cuidábamos unos de otros, y nos amábamos, sí; ellos me
amaban porque yo podía hacerles comida en cualquier parte, del mismo modo que un
zapatero remendón procuraría calzarnos incluso aunque no tuviera más que corteza y
agujas de pino para trabajar. Éramos más que una familia. Teníamos un mundo dentro
de un mundo. Teníamos nuestra propia comida, nuestra propia justicia, nuestra propia
forma de religión. Sí, sí, la nuestra. Hay diversas maneras de servir a Alá y a
Mahoma. Ir a la mezquita es una de las maneras, la que practica la mayoría. Pero
nosotros, los jenízaros, éramos en nuestra mayor parte karagozi.
—Está usted diciendo, entonces, que ser jenízaro era practicar una forma de
sufismo.
—Desde luego. Era uno de los rituales de ser un jenízaro. Las tradiciones, ya
sabe.
Las tradiciones. En 1806, el sultán Selim había empezado a adiestrar un ejército
paralelo a los jenízaros. En este sentido había sido un precursor de la Nueva Guardia
de Mahmut. Pero Selim, a diferencia de Mahmut, había tenido poco tiempo para
organizarse. El resultado fue que cuando los jenízaros se rebelaron contra su sultán lo
aplastaron y destruyeron su ejército. Los rebeldes jenízaros habían sido conducidos
por Bayraktar Mustafá Pachá, comandante en el Danubio.
—De modo que usted estaba allí —sugirió Yashim— cuando Selim se vio
obligado a renunciar al trono, en favor de su hermano Mustafá.
—¡El sultán Mustafá! —El albanés repitió el título con desprecio y escupió—. Se
ciñó la espada de Osinán, quizás, pero era rabioso como un perro. Al cabo de dos
años, el pueblo pensaba en la manera de hacer que volviera Selim. Bayraktar había
cambiado de opinión también, como el resto de nosotros. Estábamos en Estambul, en
el viejo cuartel, y durante una noche entera rezamos pidiendo consejo, hablando con
los derviches karagozi.
—¿Les dijeron lo que debían hacer?
—Asaltamos el Palacio de Topkapi al día siguiente. Bayraktar cruzó las puertas,
llamando a Selim.
—Y entonces —recordó Yashim— Mustafá ordenó que Selim fuera estrangulado.
Junto con su primito… por si acaso.
El maestro sopero inclinó la cabeza.
—Así fue. El sultán Mustafá quería ser el último de la casa de Osmán. Si hubiera
sido el último, pienso que habría sobrevivido. Se dijera lo que se dijese de los
jenízaros, éramos leales a la Casa. Pero Alá tenía otros designios. Aunque Selim fue
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asesinado, el primito escapó vivo.
«Gracias a una madre de rápidas reacciones», reflexionó Yashim. En el momento
crucial, con los hombres de Mustafá registrando el palacio con sus arcos preparados,
la astuta francesa que él ahora conocía como la Valide había escondido a su chico
bajo una pila de ropa sucia. Mahmut se convirtió en sultán por la gracia de un montón
de ropa sucia.
—¿Estaba usted allí?
—Yo estaba en el palacio cuando trajeron al chico a Bayraktar Pachá. Vi la
mirada en el rostro del sultán Mustafá; si antes había parecido loco, entonces… —El
maestro sopero se encogió de hombros—. El muftí principal no tenía más elección
que emitir una fatwa deponiéndolo. Y Mahmut se convirtió en sultán.
»Por mi parte, yo estaba cansado del servicio militar. Rebelión, luchar en palacio,
el asesinato de Selim. —Hizo un gesto con el brazo—. Arriba y abajo, aquí y allá. Ya
tenía bastante. —El maestro sopero aspiró profundamente, y soltó el aire—. Dejé el
cuerpo a la primera oportunidad. Yo era un buen cocinero, y tenía amigos en
Estambul. En cinco años ya estaba trabajando por mi cuenta.
—¿Renunció usted a su paga, también?
Muchos hombres habían estado en la nómina, cobrando un salario de jenízaro y
disfrutando de todos los privilegios del cuerpo, sin la más mínima intención de
participar en la guerra. Era un chanchullo muy conocido.
Mustafá vaciló.
—No inmediatamente —reconoció—. Pero al cabo de unos años ya no necesitaba
ayuda, y renuncié.
Yashim lo dudaba, pero no dijo nada.
—Puede comprobar los archivos. Dejé de ser jenízaro en mayo de mil
ochocientos quince. Hacía falta valor. Usted no lo comprendería.
Yashim hacía todo lo posible.
—¿No querían dejarle marchar? ¿O quería usted el dinero?
El albanés le lanzó una mirada de desprecio.
—Escuche, yo voy a donde quiero. Lo de hoy es una excepción. Yo no necesitaba
el dinero. Me las estaba arreglando bien. —Yashim parpadeó; le creía—. Me
resultaba difícil romper con ellos.
Yashim se inclinó hacia delante.
—¿Cómo lo hizo?
El maestro sopero extendió sus enormes manos y se las miró.
—Aprendí a confiar en mí mismo. Vi con mis propios ojos lo que les había
pasado a los jenízaros. Lo que ellos habían permitido que le ocurriera a la tradición
real, la única que importaba. Ya no servían al imperio. —Levantó la mirada—. ¿Cree
usted que eso es evidente? Yo estaba sólo esperando (muchos, como yo, sólo
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esperaban) a que la tradición del servicio regresara a nosotros. Al final, decidí que ya
no podía esperar más. Vi que estábamos condenados a repetir nuestros errores. Usted
piensa que los jenízaros eran perezosos, cobardes, arrogantes. Los motines… las
injerencias…
El maestro sopero se acarició la barba y miró entrecerrando los ojos a Yashim,
que se había quedado como hipnotizado.
—Mire usted, los hombres que colgábamos del Árbol de los Jenízaros eran una
presa demasiado fácil. Cuando nos enfurecíamos, entonces alguien nos proporcionaba
nombres, y gritábamos: «¡Mátalo! ¡Mata a éste y al otro!». Nos los arrojaban.
Pensábamos que las cosas irían mejor después de eso.
»Ponga usted coriandro en la sopa. Bueno, a algunas personas les gusta, a otras,
no; otras ni siquiera lo notan. Olvidemos a las personas a las que no les gusta. Añada
algunas judías. Algunas zanahorias. Es lo mismo. A algunos les gusta. A otros, no.
Pero, a la mayor parte de las personas, tanto les da. Finalmente, puede usted quitar los
callos. Llámelo sopa. Nadie notará la diferencia. Sólo unos pocos. —Se tiró del
bigote—. Los jenízaros eran así. Como una receta que ha sido tranquila y
completamente alterada. En la ciudad, yo hacía callos y sopa de cebolla con callos y
cebolla. Pero en el cuartel, por decirlo así, querían que yo creyera en una especie de
sopa de callos y cebolla hecha con judías y grasa. Al final, tuve que irme.
Yashim admiró las agallas del viejo. Había muchas cosas en esta ciudad que se
basaban en la apariencia. Hacía falta cierta clase de temperamento para que un
hombre se apartara. Pero, bueno, el albanés no se había apartado del todo. Al menos
si lo que Yashim sospechaba sobre los vigilantes del gremio era cierto.
—Sus viejos amigos… —sugirió.
—No, no, no tenían ningún ascendiente sobre mí, no es lo que usted podría
pensar. Y tampoco me echaban la culpa. Pero me recordaban. Nuestras vidas
discurrían por caminos separados. Pero recordaban.
Cogió una pasta con un torpe movimiento del brazo y se la metió en la boca.
Yashim lo observó mientras masticaba lentamente. Sus ojos brillaban.
—El quince de junio fue la peor noche de mi vida. Oía los calderos… Todos los
oíamos, ¿no? El sultán había esperado dieciocho años. Dieciocho años para que un
niño se convirtiera en un hombre, y durante todo ese tiempo albergó una resolución,
destruir la fuerza que había destruido a Selim.
«Quizás», pensó Yashim. Pero los motivos de Mahmut eran más complejos que la
simple venganza por la muerte de su tío. También quería librarse de los hombres que
casi le habían elevado al trono. Cancelar una deuda, así como vengar una muerte. Los
jenízaros habían inocentemente esperado gratitud, y creyeron tener carta blanca.
Yashim podía recordar el dibujo que fue pegado a la puerta de palacio una noche,
mostrando al sultán como un perro conducido por un jenízaro. «Ved cómo usamos
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nuestros perros —decía el cartel—. Mientras son útiles y se dejan conducir, los
tratamos bien; pero cuando dejan de prestar servicio, los mandamos de un puntapié a
la calle».
—Los habitantes de la ciudad estaban asustados. ¡Bum, bum! ¡Bum, bum! Era un
sonido espantoso, ¿no? La noche estaba cayendo, y no oíamos ningún otro sonido en
las calles a pesar de estar a la escucha. Yo me subí al tejado, deslizándome como un
gato. Oh, sí, había una tradición sin duda. Decían que la voz de los jenízaros era la
voz del pueblo. Los hombres lo creían. Los calderos estaban retumbando por todo el
imperio, como lo habían hecho durante siglos. Sólo se oía el sonido de los calderos
golpeando, y el ladrido de los perros parias en las calles.
»Mire, me quedé en el tejado y escuché el sonido y lloré por aquellos locos. Lloré
por un sonido. Sabía que nunca lo volvería a oír, aunque viviera mil años.
Se pasó las manos por la cara.
—Más tarde, después de la matanza y la destrucción, algunos vinieron a pedirme
un trabajo tranquilo. Uno de ellos había estado viviendo durante días en una
madriguera de zorro cuando prendieron fuego a los bosques de Belgrado para
limpiarlos. Habían tenido que mantenerse alejados de sus familias y parientes, para la
seguridad de éstos. Estaban perdidos. Fueron acusados. Pero habíamos compartido el
plato. Les daba dinero y les decía que se largaran, que se fueran de Estambul. Nadie
se interesaría más por ellos al cabo de una semana, o unos meses.
»Y lentamente algunos de ellos empezaron a volver. Buscando trabajos
discretos… fogoneros, vigilantes, curtidores. Yo conocía a algunos. Debía de haber
millares, supongo, desconocidos para mí.
—¿Millares?
—Conocía a un puñado de ellos, así que les di trabajo. Por las noches. Un trabajo
discreto. —Cerró los ojos y movió la cabeza lentamente de un lado a otro—. No
puedo comprenderlo. Diez años, y todos ellos hombres buenos, tranquilos.
Agradecidos por el empleo.
—¿Y para qué supone usted que querrían un caldero?
El maestro sopero abrió los ojos y los fijó en Yashim.
—Eso es lo que no comprendo. Era sólo un falso caldero, de todos modos. No era
más que una ficción.
Yashim se acordó del oficial muerto, enroscado en el fondo del caldero.
—Siempre era falso, ¿no? —preguntó Yashim—. Eso es lo que usted dijo. Sopa
de callos hecha con grasa y judías.
El maestro sopero lo miró con sorpresa y juntó las manos.
19
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—¡Tienes que hacer que vuelva Yashim! —La Valide hizo con el dedo un gesto de
advertencia—. Podrían asesinarnos a todos en la cama.
El sultán Mahmut II, Señor de los Horizontes, Amo del mar Negro y del Blanco,
levantó las manos y miró al techo. Difícilmente podía concebirse, pensó, que
trescientas mujeres sanas y fuertes —y en esta suma incluía a su madre, por supuesto
— pudieran ser realmente asesinadas, una a una, en el sanctasanctórum del poder
imperial.
Con todo, se permitió jugar con la idea. Conservaría a la deliciosa Fátima a su
lado en todo momento y al final, a través de un simple proceso de eliminación, ambos
sabrían quién era la asesina. Entonces él y Fátima saltarían por encima de las
estranguladas bellezas y acabarían con ella. Él anunciaría que estaba demasiado
conmocionado por la experiencia para tomar más esposas; sería injusto para ellas, él
era demasiado viejo. Se casaría con Fátima, y ésta le frotaría los pies.
—Valide —dijo cortésmente—, tú sabes tan bien como yo que estas cosas
ocurren. Probablemente hay una explicación.
Quería señalar que ésta sería casi con toda seguridad una explicación muy banal,
pero comprendió que su madre se sentiría contrariada por la insinuación. Aquél era su
reino, compartido por el Kislar Agha, el eunuco negro en jefe, y todo lo que ocurría
en él tenía que ser serio.
—Mahmut —dijo Valide abruptamente—, se me ocurre una buenísima
explicación. La asesina te quiere a ti.
—¿A mí? —dijo el sultán frunciendo el ceño.
—No en la cama, tonto. Quiere matarte.
—Ajá. Estaba oscuro, y ella confundió a alguna ambarina hurí con su sultán y la
estranguló antes de darse cuenta de su error.
—Por supuesto que no.
—Pues ¿para qué sirvió esa chica, entonces? ¿Para prácticas de estrangulamiento?
La Valide levantó la cabeza.
—Tal vez —admitió—. Supongo que eso podría exigir cierta práctica. No creo
que muchas de las chicas hayan hecho muchos ejercicios de estrangulamiento antes
de venir.
Dio unos golpecitos al cojín que tenía a su lado, y Mahmut se sentó.
—Me preocupa más que ella pudiera simplemente estar apresurando el momento
—continuó la Valide—. Tiene su lugar en la cola. Más tarde o más temprano, estará a
solas contigo. Ella quiere que sea más pronto. Entonces te matará.
—¿De modo que lo que hace es acabar con la bonita muchacha y correr un sitio
en la lista? Entiendo.
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—Haces que parezca ridículo, pero llevo aquí mucho más tiempo que tú y sé
exactamente cómo unas cosas ridículas pueden volverse extremadamente serias.
Confía en mí. Confía en la intuición de una madre.
—Confío en ti, naturalmente. Pero lo que no veo es por qué la asesina tiene tanta
prisa. Y matando a la chica ha hecho ir más despacio las cosas, de todos modos.
Después de esto, no tendré por qué ver a ninguna de ellas durante días. Mis nervios,
madre.
—Hace las cosas más seguras. Te podrías haber encaprichado de esa desgraciada
muchacha. A lo mejor te habrías quedado con ella durante un montón de semanas.
Quizás te habría frotado los pies como a ti te gusta.
Y le lanzó una mirada de complicidad. Él sonrió con pesar. La mujer conocía los
secretos de todo el mundo.
—Y está el edicto, ¿no? El gran anuncio. Si mueres, no habrá ningún edicto. ¡No
me digas que no hay alguien que quiera asesinarte por eso!
—¿Quitarme de en medio a tiempo, quieres decir?
—Exactamente. Me parece que deberías enviar a buscar a Yashim
inmediatamente.
—Lo he hecho. Está trabajando en ello.
—Tonterías. No está trabajando en ello. No le he visto aquí en todo el día.
20
Yashim, en realidad, había encontrado tiempo para visitar el harén aquel día; pero
había ido discretamente, sin avisar a nadie, simplemente a ver dónde había sido
hallado el cuerpo, y dónde había vivido la muchacha.
Su habitación, que había compartido con otras tres muchachas, tenía camas de
hierro y varias filas de perchas en las cuales las jóvenes colgaban sus ropas y las
bolsas que contenían los jabones perfumados que les gustaban, algunos chales y
babuchas, retales de ropa y los brazaletes y joyas que poseían. Como cariyeler,
doncellas del harén, sus compañeras de cuarto no habían sido aún ascendidas al rango
de gözde, pero lo estaban esperando.
Dos muchachas habían extendido una sábana vieja a través de la cama, y estaban
ocupadas depilándose con un pegajoso ungüento verde que cogían de un cuenco de
latón situado sobre una pequeña mesilla de noche octogonal. Una de ellas, de ojos
verdes y piel pálida, estaba untándose cuidadosamente con la espátula cuando Yashim
llegó a la puerta y se inclinó. La chica levantó la barbilla en un gesto de saludo
despreocupado.
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—¿El lecho de la gözde? —preguntó Yashim.
La muchacha que estaba de rodillas hizo un ademán con su espátula.
La otra chica, que tenía los brazos extendidos, levantó la cabeza, miró su propio
cuerpo y entrecerró los ojos.
—Tendrían que quitar sus cosas, pobrecita —dijo—. No es muy agradable para
nosotras.
—Lo siento —se disculpó Yashim—. Sólo quería ver lo que hay. —Deslizó sus
manos por los vestidos de la muchacha, luego sacó de un tirón dos bolsas de las
perchas y vació su contenido sobre la cama—. Debisteis de ser amigas.
La muchacha que estaba arrodillada bajó de la cama y cruzó en busca de una
visión mejor. Llevaba su codo separado del cuerpo para mantener el ungüento de su
sobaco al aire, y con una mano tiró de su pelo hacia atrás formando una cola de
caballo. Su piel era olivácea, y sus labios oscuros como vino añejo, el mismo color de
los pezones de sus pechos, que se alzaban en finas curvas.
Yashim miró hacia atrás y después desparramó las pertenencias que había encima
de la vacía cama.
—Ella era de mi talla —dijo la muchacha, alargando la mano para coger una
pieza arrugada de ropa blanca—. Todos lo sabíamos.
La chica de la cama soltó una risita.
—¡Lo era!
La muchacha agitó la cosa en su mano y luego la acercó a su pecho, moviendo su
brazo libre de forma que le cruzara uno de sus senos; las blancas cintas de tela se
balanceaban contra su barriga. Había algo tan inocente y obsceno en su gesto que
Yashim se ruborizó.
La muchacha de la cama le ahorró tener que hablar.
—Quítatelo, Nilu. Da grima. ¿Has venido, lala, a llevarte sus cosas?
Nilu dejó que el bustier cayera revoloteando sobre la cama y se volvió hacia su
amiga.
Yashim examinaba cuidadosamente las pertenencias de la gözde.
—¿Cómo era? —preguntó.
La muchacha llamada Nilu se encaramó a la cama de su amiga; Yashim oyó crujir
el somier. Se produjo un silencio.
—Era… bueno, no estaba mal.
—¿Era una amiga?
—Era simpática. Tenía amigas.
—¿Y enemigas? —dijo Yashim dándose la vuelta.
Las dos muchachas estaban sentadas una al lado de la otra, mirándolo.
—¡Ay! —La muchacha se metió de pronto una mano entre las piernas—. ¡Me
escuece!
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Saltó de la cama, sus pálidos senos balanceándose, con una mano metida entre sus
esbeltas piernas.
—Vamos, Nilu. Tengo que lavarme.
Nilu alargó la mano para coger una toalla de la percha.
—Tenía amigas —dijo. Correteó hacia la puerta—. Montones de amigas —añadió
volviendo la cabeza.
21
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köçek era probablemente la menos celebrada, y posiblemente la más antigua. Algunos
decían que descendían —en un sentido espiritual— de los niños danzarines de
Alejandro. La fundación de Constantinopla habría tenido lugar casi mil años después
de que la tradición köçek hubiera emigrado de su hogar natal, en el norte de la India y
Afganistán, a las fronteras del Imperio romano. Las köçek eran criaturas ciudadanas,
y el ofrecimiento de una ciudad a orillas del Bósforo los habría atraído como el polvo
a un fuego voraz. Lo que era seguro era que los griegos habían albergado a estos
danzarines, seleccionándolos de entre las filas de niños que habían sido castrados
antes de la pubertad y sometidos a un riguroso entrenamiento en las estilizadas artes y
misterios de la danza köçek. Bailaban tanto para hombres como para mujeres. Bajo
los otomanos, habitualmente era para hombres. Actuaban en grupos de cinco o seis,
acompañados por un músico que pulsaba una cítara mientras ellos daban vueltas y
bailaban. Cada grupo era responsable de contratar a nuevas «chicas» y prepararlas.
Muchos de ellos, desde luego, dormían con sus clientes; pero no eran prostitutas, que
ellos consideraban como totalmente lascivas… e inexpertas. «Cualquier chica puede
abrirse de piernas —le había recordado Preen en una ocasión—. Las köçek son
bailarinas».
Pero sin duda era cierto que las köçek no eran demasiado exigentes con sus
amigos. Se encontraban en el escalón más bajo de la sociedad otomana, por encima
de los mendigos, pero junto con los malabaristas, actores, prestidigitadores y otros
que constituían la despreciada —y bien patrocinada— clase de animadores
profesionales. Tenían sus esnobismos —¿y quién no?—, pero vivían en el mundo y
conocían sus entresijos.
Yashim se había divertido con Preen y sus «novias» al principio. Le gustaba la
manera franca como hablaba, la picardía y el candor, y en Preen llegó a admirar el
alegre cinismo que ocultaba un corazón inmerso en sueños románticos. Comparado
con el espeso secretismo y las sombrías miradas de la aristocracia fanariota, el mundo
de Preen era basto pero lleno de risas y de sorpresas. Y cuando al producirse el
estallido de la rebelión del Peloponeso siniestras sombras se cernieron sobre los
griegos en Estambul, Preen había reaccionado a sus preguntas sin pensar un momento
ni en su propio peligro ni en los prejuicios que empezaban a brotar en las calles.
Durante dos días, albergó a la madre y las hermanas de Mavrocordato, mientras
Yashim preparaba el plan que los llevaría a la isla de Egina, y a salvo.
A veces se preguntaba qué veía ella en él.
—Vamos, entra. —Dio la vuelta apartándose de la puerta y regresó a
contemplarse la cara en el espejo—. No puedo detenerme, amor. Las otras chicas
estarán aquí dentro de un momento.
—¿Una boda?
Yashim conocía la rutina. Muchas veces desde aquel año dramático él había
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ayudado a Preen a prepararse para las bodas, las celebraciones de circuncisión, los
cumpleaños para los que la gente requería la presencia de los danzarines köçek. Y
Preen, a cambio, quizás sin darse cuenta completamente, le había preparado para sus
días, aquellos nuevos, monótonos, días en que agonías de lujuria e ira le corroían
desde el interior, y todos los días mejores que habían de venir.
—La noche de los chicos —dijo ella, sin mirar a su alrededor—. Tienes suerte de
encontrarme… Ocupada, ocupada, ocupada, ésa soy yo.
—¿Va bien el negocio?
—Nunca fue mejor. ¿Qué aspecto tengo?
—Fascinante.
Ella hizo girar su cabeza de un lado a otro, siguiendo su imagen en el espejo.
—¿No estoy vieja?
—Seguro que no —dijo Yashim rápidamente.
Preen se llevó los dedos a la mejilla y con suavidad se tiró de la piel hacia arriba.
Luego la soltó, y Yashim vio que lo miraba por el espejo. Entonces a ella se le
iluminó la cara con una sonrisa y se volvió para mirarlo de frente.
—¿Organizando una fiesta?
Yashim sonrió y movió negativamente la cabeza.
—Buscando información.
Ella levantó un dedo y lo agitó en su dirección. Un enorme anillo con un cristal
tallado brilló a la luz. Era una de las chillonas creaciones del bazar que llamaban
«matavecinos» por la envidia que se suponía que inspiraban.
—Querido, sabes que nunca traiciono una confidencia. Una chica tiene sus
secretos. ¿Qué tipo de información?
—Necesito saber qué clase de rumores corren por aquí.
—¿Rumores? ¿Y por qué demonios acudes a mí?
Los dos se rieron.
—Hombres de uniforme —sugirió Yashim. Preen arrugó la nariz e hizo una
mueca—. Los Nuevos Guardias, de los Cuarteles Eskeshir.
—Lo siento, Yashim, pero la idea simplemente me repugna. ¡Esos pantalones
ajustados! Y tan poco color. A mí siempre me parecen un puñado de grillos de otoño
brincando hacia un funeral.
Yashim sonrió.
—Realmente, quiero saber por dónde brincan. No tanto los hombres como los
oficiales. Chicos de buenísimas familias, me dijeron. No te molestaría si fueran
simples soldados, Preen, no sabrían nada. Pero los oficiales…
Dejó las palabras en suspenso. Preen levantó las cejas y se tocó con la mano la
parte de atrás del cabello.
—Bueno. Puedo ver qué saben las chicas. No prometo nada, pero veré lo que
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puedo hacer.
22
La habitación era pequeña, más parecida a una celda, sobriamente amueblada con un
taburete de pino, un hundido lecho y una fila de ganchos de madera, de los cuales
colgaban varias grandes bolsas, negros bultos bajo la amarillenta luz. El cubículo
carecía de ventanas y despedía un olor fétido y húmedo, una nauseabunda amalgama
de perfume, sudor y el aceite de la lámpara, que soltaba un humo negro.
La persona a la que pertenecía esa habitación se movió rápidamente hacia las
bolsas y hurgó en la más pequeña, fue tanteando hasta que sus dedos se cerraron en
otra bolsa más pequeña, que procedieron a sacar. Luego tiró de los cordeles. El
contenido cayó sobre el somier con un sonido suave, tintineante.
Un par de brillantes ojos negros contemplaron con odio las joyas, que relucían.
Había una cadena de oro que portaba un lapislázuli oscuro. Había asimismo un
broche de plata, un óvalo perfecto, engastado con diamantes del tamaño de guisantes
tiernos. Había un brazalete —una versión más pequeña de la cadena de oro, su cierre
oculto bajo un rubí anclado a un roel de plata— y un par de pendientes. No cabía
ninguna duda de cuál era el origen de las joyas. En cada cara, cuidadosamente
incrustado en el lapislázuli, entre los diamantes, sobre el rubí, aquel odioso e
idolatrado símbolo, «Z» o «N», zigzagueando arriba y abajo, tan torcido como el
hombre.
Así era como había empezado todo. No era fácil seguir los pasos exactos —
aquellos francos eran astutos como zorros—, pero Napoleón había sido el autor de
todo. ¿Qué era lo que los francos no dejaban de instar al mundo? Libertad, igualdad y
alguna cosa más. Una bandera con tres franjas. Había algo más. No importa. Eran
todo mentiras.
Aquella bandera había ondeado sobre Egipto. Hombres como tijeras habían ido
de un sitio para otro raspando, decapando, desenterrando cosas, escribiéndolo todo en
unas libretitas. Otros hombres tijeras, guiados por un infiel medio ciego, habían
quemado sus barcos a la sombra de las pirámides, y el propio Napoleón había huido,
subiendo a un buque por la noche. Luego aquellos infieles habían realizado grandes
marchas, y pasado hambre y sed; murieron como moscas en los desiertos de
Palestina.
Pero eso fue solamente el comienzo. Uno habría pensado, ¿verdad?, que todo el
mundo vería la locura de los extranjeros, ¿no? Pues no fue así. Los egipcios trataban
aún más de parecerse a ellos. Habían visto cómo los franceses andaban por todas
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partes, comportándose como los amos en los dominios del sultán. Lo atribuían a los
pantalones, a las armas especiales que los franceses habían abandonado, a la forma
como los soldados franceses marchaban y se movían, luchando como un solo cuerpo
en el desierto, aunque caían como moscas.
Nuevas formas. Nuevas cosas que salían de libritos. Personas que siempre estaban
garabateando y garabateando, con la nariz pegada a sus libros hasta que sus ojos se
volvían rojos por el esfuerzo. Fingiendo comprender la jerigonza francesa.
Napoleón. Había matado al rey francés, ¿no?, invadido el Dominio de Paz,
cegando los ojos de sus propios hombres y de todo el mundo. ¿Por qué nadie más
podía ver lo que estaba pasando? Y aquellas joyas… ¿íbamos a vendernos por unas
baratijas?
Aunque fueran valiosas.
Era una lástima que la muchacha hubiera visto. Malaria fue algo inesperado, y
peligroso. Quizás una reacción exagerada. Ella podría no haber visto nada, ni
comprendido nada. Tal vez tenía otras cosas en su cabeza. Una sonrisa secreta de
triunfo y esperanza en su bonita cara. Nada parecido al aturdimiento con que peleaba
por respirar, viendo a quién pertenecían las manos que le rodeaban el cuello. Las
manos que habían cogido las joyas.
Ah, bueno, estaban los demás. Debía actuar rápidamente, sin remordimientos.
Una bola de saliva aterrizó en el lapislázuli y empezó a deslizarse lentamente por
el montante de la letra «N».
23
Preen sintió la quemazón del ouzo en su garganta y luego cómo el licor caía a plomo,
como si fuera algo vivo, en el pozo de su vacío estómago. Volvió a dejar el vaso
sobre la mesita baja y cogió otro.
—¡A la salud de las hermanas!
Un círculo de pequeños vasos osciló en el aire, tintineó y fue devuelto a la mesa
por cinco muchachas de cabello negro como ala de cuervo y aspecto ligeramente
demasiado maquillado. Una de ellas hipó, luego bostezó y se estiró como un gato.
—Se acabó —dijo—. A dormir tocan.
Las demás se rieron agudamente. Había sido una buena velada. Los hombres,
silenciosos mientras las köçek bailaban, habían demostrado su reconocimiento a la
manera tradicional, introduciendo monedas bajo las costuras de su ropa cuando las
danzarinas se acercaban bailando. No siempre se podía decir, pero la casa había
tenido un aspecto limpio y los caballeros parecían sobrios. Era una especie de
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reunión, ella nunca averiguó exactamente de qué tipo.
Le gustaba que sus caballeros fueran sobrios, pero tras una actuación a ella no le
importaba emborracharse un poquito también. Pidieron el carruaje para que los dejara
en lo alto de la calle que conducía a los muelles, y anduvieron bamboleándose en la
oscuridad hasta llegar a la puerta de una taberna que conocían. Era griega, por
supuesto, y estaba llena de marineros. Lo que en sí mismo no era malo, pensó Preen
con un esbozo de sonrisa, porque dio la casualidad de que dos de ellos les lanzaron
miradas subrepticias de vez en cuando, dos jóvenes, y más bien guapos, que ella no
conocía. Sólo pescadores de las islas, pero con todo…
Otras dos chicas decidieron marcharse, pero Preen prefirió quedarse. Sólo ella y
Mina, juntas. Otra copa, quizás.
Estaba tomando la segunda cuando los marineros se decidieron. Eran de Lemnos,
tal como ella había supuesto, y habían vendido una gran captura en el mercado
aquella mañana, por lo que estaban un poquito alegres en su última noche en la
ciudad, y con dinero para gastar. Al cabo de unos minutos, Preen observó que la
mano del hombre quemada por el sol se dirigía hacia su pierna. «¡Vamos, sigue —
sonrió—, sigue!».
Pero con el rabillo del ojo vio a un hombre bajito, ligeramente encorvado, con la
cara picada de viruelas, que entraba en la taberna. Yorg era uno de los rufianes del
puerto, una de la multitud de comadrejas que durante el día abordaba a los recién
llegados y les ofrecía alojamiento barato, una visita a su hermana, o, si le parecía
prudente, una copa gratis en su local. El local de Yorg, naturalmente, era un burdel
donde macilentas muchachas procedentes del campo recibían a cliente tras cliente,
noche tras noche, hasta que eran soltadas en las calles o eran liquidadas y arrojadas al
Bósforo. Formaban parte del detrito humano que vagaba por los muelles y alrededor
de los hombres que zarpaban de éstos. En cualquier caso, su esperanza de vida no era
larga.
Preen se estremeció. Muy amablemente apartó la mano que acababa de posarse en
su muslo, le puso un dedo sobre los labios al marinero y se deslizó por su lado, con
un centelleo de su elegante cintura. «Ya se esperará», pensó. Ahora mismo, tenía un
trabajito que hacer. A una chica no le gusta faltar a sus promesas.
24
Hay una zona de Estambul, bajo las murallas de la ciudad, en la cabecera del Cuerno
de Oro, que nunca ha sido completamente urbanizada. Quizás el terreno es demasiado
inclinado para construir en él, quizás en la época de los bizantinos estaba prohibido
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edificar tan cerca del palacio de los césares. De manera que había subsistido hasta
comienzos del siglo XIX como una especie de descuidado yermo, salpicado de rocas y
de achaparrados árboles.
Si se sabía adonde mirar, se podía descubrir a algunos hombres viviendo allí, y a
veces a mujeres también; pero no era muy juicioso husmear en aquel lugar durante
mucho rato. Algunos de los habitantes de esta parcela estaban más a menudo fuera de
su casa por la noche que durante el día, y a todas horas un aire de resignada
criminalidad vagaba entre los cansados árboles y las pequeñas cuevas y grietas donde
se había cuidadosamente acumulado una parte de la basura de la ciudad, para formar
una deprimente especie de refugio. Todo tipo de chabolas, pequeños guetos, habían
sido hábilmente construidos por unas oscuras personas que de alguna manera habían
conseguido filtrarse a través de la red de la caridad… o escapar a la soga del verdugo.
De vez en cuando las autoridades de la ciudad ordenaban un peinado de la ladera
de la colina, pero invariablemente la mayor parte de sus habitantes parecían escapar
sigilosamente, sin ser vistos. Los barridos levantaban un montón de basura que era
quemada a los pies del barranco, a veces un extraño cadáver, quizás de un perro
salvaje muerto de hambre o de alguien demasiado alejado del mundo para hacer algo
más que mirar, con ojos que no veían, esa emanación de seres procedentes de una
ciudad que ellos habían perdido y olvidado desde hacía mucho tiempo. Los ruidosos
hombres, armados con largos palos, finalmente se marchaban; los moradores de la
colina regresaban silenciosamente, y la construcción de refugios volvía a comenzar.
Alguien estaba ahora buscando a tientas su camino, muy lentamente, por el
barranco, moviéndose sin hacer ruido y cuidadosamente de roca en roca. Brillaba una
pequeña luna, pero de vez en cuando un espeso banco de nubes la ocultaba
completamente durante varios minutos; y en uno de estos interludios de oscuridad, la
figura se detuvo, esperando, escuchando.
—¿Todo tranquilo?
La respuesta llegó en un susurro.
—Todo tranquilo.
Dos hombres se entrecruzaron a tientas en la oscuridad. El recién llegado se dejó
caer, con los pies por delante, en una estrecha cueva, se puso de cuclillas y apoyó la
espalda contra la pared.
Minutos más tarde, las nubes se separaron. La débil luz de la luna mostró al
hombre todo lo que necesitaba ver. Una cajita de opio, apoyada contra la pared. Una
oscura pila de lo que él sabía que eran los uniformes. Y, en la parte trasera de la
cueva, a dos hombres, atados y amordazados. La cabeza de uno de ellos estaba
inclinada hacia atrás, como si estuviera dormido. Pero los ojos del otro estaban
abiertos de par en par, llameantes como los de un animal aterrorizado.
El recién llegado miró instintivamente hacia la cajita, agradecido al menos de que
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la elección ya estuviera hecha.
25
Yashim echó hacia atrás la cabeza cuando la luz de la luna apareció, tras filtrarse por
una brecha entre las nubes. Tuvo la impresión, mientras permanecía allí con las dos
manos tocando la corteza del árbol, de que éste era más alto de lo que recordaba:
aquellos negros y retorcidos miembros serpenteando hacia arriba por encima de su
cabeza, un nido de ramas tan espeso y tan alto que incluso la luz de la luna tenía que
esforzarse para atravesarlo.
Los jenízaros habían escogido ese árbol. Algún buen instinto les había llevado a
adoptar un ser vivo, en una parte de la ciudad que estaba sembrada de monumentos al
orgullo de los hombres. Comparado con ese macizo árbol, Topkapi parecía frío y sin
vida. A mi izquierda Yashim distinguía la negra silueta del palacio erigido por un
visir, hacía mucho, que se creyó todopoderoso, antes de que fuera estrangulado con la
cuerda de seda de un arco. Al norte se alzaba Aya Sofía, la gran iglesia de los
bizantinos, ahora una mezquita. Tras él se erguía la Mezquita Azul, construida por un
sultán que arruinó al imperio para tal propósito. Y allí estaba aquel árbol, alzándose
en silencio al lado del Hipódromo, generoso en sombras en lo más caluroso del día.
Nadie le echaba la culpa de lo que representaba: el deshonrado poder de los
jenízaros. Ésa no era la manera tosca de hacer las cosas, pensó Yashim. El mismo
impulso que llevó a los jenízaros a adoptar ese árbol hizo que la gente no lo rechazara
ahora que el nombre de los jenízaros había caído en el olvido. A la gente le gustaban
los árboles y le desagradaban los cambios. El Hipódromo era una buena prueba de
ello. A unos pasos se alzaba el obelisco, con sus jeroglíficos, que un emperador
bizantino había hecho traer de Egipto. Y más allá estaba la celebrada columna de la
serpiente, una estatua de bronce de tres serpientes enroscadas que antaño se levantara
en el oráculo griego de Delfos. Ahora faltaban las cabezas de las serpientes. Pero no
se podía echar la culpa de ello a los turcos, como sabía Yashim.
Yashim sonrió para sí al recordar aquella noche en la embajada polaca, cuando
Palieski, borracho y entre susurros, le había revelado la sorprendente verdad. Ambos
vieron a la luz de las velas, en el fondo de un armario enorme y viejísimo, las cabezas
de las tres serpientes que habían sido joyas del mundo antiguo. Estaban sobre un
montón de ropa polvorienta. Prácticamente nadie las había tocado desde que fueron
seccionadas de la columna por unos jóvenes juerguistas del séquito del embajador
polaco, hacía un siglo.
—Un horror —murmuró Palieski, temblando al ver las cabezas—. Pero ahora es
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demasiado tarde. Lo que está roto no se puede recomponer.
Y el Árbol de los Jenízaros permaneció. Yashim apoyó la frente en el tronco
descortezado del árbol y se preguntó si sería cierto que las raíces del árbol eran tan
largas y profundas como largas y anchas eran sus ramas. Mucho después de que un
árbol es cortado, sus raíces siguen vivas, sorbiendo humedad del suelo, forzando que
el tocón crezca.
Hacía sólo diez años que los jenízaros habían sido destruidos. Muchos habían
muerto, sobre todo los que se habían atrincherado en los viejos cuarteles, cuando la
artillería abrió fuego y redujo el edificio a una estructura humeante. Pero otros
lograron escapar. Y si tenía que creer al maestro albano, fueron más de los que
pensaba Yashim.
Y eso era sólo contando los regimientos acantonados en Estambul. Cada ciudad
del imperio había tenido su propio contingente jenízaro: Edirne, Sofía, Varna en el
oeste; Uskudar, Trebisonda, Antalya. Había jenízaros establecidos en Jerusalén, en
Alepo y en Medina: regimientos jenízaros, bandas jenízaras, imanes karagozi, lo que
quieras. De vez en cuando, su poder en las ciudades de provincia les había permitido
formar juntas militares, que controlaban las rentas públicas y mandaban sobre el
gobernador local. ¿Cuántos de éstos seguían existiendo?
¿Cuántos hombres habían formado el cuerpo?
¿Cuántos, efectivamente, habían sido liquidados?
Diez años más tarde, ¿cuántos jenízaros habían sobrevivido?
Yashim sabía exactamente dónde hacer las preguntas. De si se dignarían
contestarle, no estaba tan seguro.
Levantó la mirada hacia las ramas del gran plátano por última vez y dio un
golpecito a su enorme tronco. Cuando lo hacía, su mano encontró algo que era más
delgado y menos consistente que la agrietada corteza.
Por curiosidad, tiró del papel. Con la última luz de la luna que quedaba, leyó:
Sin saber
e inconscientes de la ignorancia,
se extienden.
Huye.
Sin saber
e inconscientes de la ignorancia,
buscan.
Enséñales.
Yashim miró a su alrededor con inquietud. Cuando la nube volvió a destapar la luna,
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el Hipódromo parecía estar desierto.
Sin embargo, sentía la incómoda sensación de que los versos que había leído
estaban dirigidos a él. Que le estaban observando.
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—Encantado. Yo me llamo Ibou —dijo el otro simplemente, con un ligero
movimiento de cabeza. Tenía una voz suave, casi femenina—. De Sudán.
—Naturalmente —dijo Yashim.
Los eunucos más solicitados en palacio eran de Sudán y el Alto Nilo, ágiles,
calvos, chicos cuya feminidad era desmentida por su enorme fuerza y sus aún más
colosales capacidades de supervivencia. Centenares de muchachos, sabía Yashim,
eran arrancados cada año del Alto Nilo y obligados a marchar a través del desierto
hacia el mar. Sólo unos pocos conseguían llegar. En algún lugar del desierto se
ejecutaba la operación. El muchacho era sumergido en la arena caliente para
mantenerlo limpio, y privado de agua durante tres días. Si al término de esos días no
se había vuelto loco, y podía prescindir del agua, sus posibilidades eran muy buenas.
Sería el afortunado.
Su precio, en El Cairo, era por tanto muy elevado.
—Quizás puedas ayudarme, Ibou.
La verdad era que Yashim lo dudaba. Con toda seguridad, el delicioso joven se
encontraba en la biblioteca como un favor a algún encaprichado eunuco de más edad.
Apenas parecía lo bastante mayor para saber lo que era un jenízaro, y mucho menos
para haber dominado el sistema en los archivos.
Ibou había adoptado una expresión seria, solemne, los labios apretados. Era
realmente guapo.
—Lo que estoy buscando —explicó Yashim— es una lista de revista de todos los
regimientos jenízaros del imperio, anterior al Acontecimiento Propicio.
El Acontecimiento Propicio… La expresión inocua, acuñada, se le había
escapado por la fuerza del hábito. Tendría que ser más explícito.
—El Acontecimiento Propicio… —empezó.
Ibou lo interrumpió.
—¡Chisst!
El joven levantó una mano hasta sus labios y abanicó el aire con la otra. Sus ojos
miraban azorados a un lado y a otro, la imagen misma de la cautela. Yashim sonrió.
Al menos sabía algo del Acontecimiento Propicio.
—¿Quiere usted nombres? ¿O sólo números?
Yashim estaba sorprendido.
—Números.
—Querrá usted el resumen, entonces. No se vaya.
Se dio la vuelta y regresó vacilante a la oscuridad. Finalmente, Yashim vio que la
lejana vela empezaba a moverse, oscilando un poco hasta que desapareció. Detrás de
los montones de libros, supuso.
Yashim no conocía bien el archivo, sólo lo suficiente para comprender que su
organización era muy eficiente. Si un visir en el diwan, o reunión del consejo de
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Estado, necesitaba un documento de referencia, por antiguo que fuera o de naturaleza
oscura, los archiveros serían capaces de localizarlo en cuestión de minutos. Cuatro o
cinco siglos de historia otomana estaban preservados aquí: órdenes, cartas, censos de
la población, impuestos, edictos desde el trono y peticiones en sentido contrario,
detalles del empleo, ascensos, degradaciones, biografías de los funcionarios más
excelsos, detalles de gastos, mapas de campañas, informes de los gobernadores, todo
ello remontándose hasta el siglo XIV, cuando los otomanos se expandieron por
primera vez desde Anatolia, a través de los Dardanelos, hacia Europa.
Yashim oyó pasos cada vez más cerca. La vela y su esbelto portador surgieron de
la oscuridad. Aparte de la vela, las manos de Ibou aparecían vacías.
—¿No ha habido suerte? —Yashim no pudo evitar una pizca de condescendencia
en su voz.
—Humm —murmuró el joven—. Echemos una mirada.
Subió la intensidad de una serie de luces de la pared situadas encima del banco de
lectura y se arrodilló sobre un cojín. Encima mismo del banco había un estante que
no contenía otra cosa que unos altos y gruesos libros de lomos verdes, uno de los
cuales el muchacho sacó con un ruido sordo y abrió sobre el banco. Las gruesas
páginas crujieron cuando el joven les dio la vuelta, canturreando suavemente para sí
mismo. Finalmente deslizó su dedo por una columna de la página y se detuvo.
—¿Lo tienes ya?
—Lo acabaremos teniendo —dijo Ibou.
Cerró el grueso volumen con un fuerte ruido y lo levantó fácilmente para
devolverlo a su lugar. Luego se acercó a una serie de cajones construidos en una
pared próxima a la puerta y abrió uno de ellos. De él sacó una tarjeta.
—Oh. —Miró a Yashim: era una mirada de tristeza—. Fuera —dijo—. No, usted,
no. Usted es amable. Me refiero a los registros que usted quería.
—¿Fuera? ¿Quién los tiene?
—Humm… no lo puedo decir.
Ibou agitó la tarjeta delante de su rostro como si estuviera abriendo y cerrando un
abanico, con un movimiento rápido de la muñeca.
—No. No, claro que no. —Yashim frunció el ceño—. Pero yo estaba esperando…
—¿Sí?
—Me preguntaba si podrías decirme qué ingresos obtuvo el beyerlik de Varna
de… de los derechos de minería por mil seiscientos setenta y tantos.
Ibou juntó sus labios y sopló. Parecía, pensó Yashim, como si fuera a dar las
cifras de memoria.
—¿Algún año en particular? ¿O los de todo el decenio?
—Mil seiscientos setenta y siete.
—Un momento, por favor.
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Metió la tarjeta cara abajo en el abierto cajón, cogió la vela y en un instante se
desvaneció tras las pilas de libros. Yashim se adelantó, tomó la tarjeta y leyó:
LISTAS JENÍZARAS; 7-3-8-114; RESUMEN: CIFRAS, 1825
POR ORDEN.
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—No lo sé. —Frunció el ceño—. Podría ser…
Se encogió de hombros y se dio por vencido.
—¿Quién? ¿En quién estás pensando?
El archivero hizo un gesto desdeñoso con la mano.
—Nadie. Nada. No sé lo que iba a decir.
Yashim decidió dejarlo pasar.
—Me pregunto, sin embargo, dónde podría averiguar lo que quiero saber.
Ibou irguió la cabeza y miró hacia una de las lámparas de la pared.
—Pregunte a alguna de las embajadas extranjeras. No me sorprendería.
Yashim empezó a sonreír ante la ocurrencia. «Pero ¿por qué no?», se preguntó.
Era exactamente la clase de información que probablemente les gustaría tener.
Miró a Ibou con curiosidad. Pero Ibou había levantado el dorso de su mano hasta
la barbilla y contemplaba, inocentemente, la lámpara.
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—¡Hay que ver!
Ella volvió a mirar a Yorg. Los ojos de éste eran fríos como la piedra. Sus dedos
se curvaban en torno al vaso; ella observó que eran casi planos, con unos enormes,
deformados, nudillos.
—Le estarías haciendo un favor, köçek —soltó.
La observaba, percibiendo una pequeña victoria.
—Ese tipo se merece una verdadera mujer, ¿no crees? —¡Bailarinas köçek!
Tradiciones antiguas, años de preparación, bla, bla. ¿Quién les daba a aquellos
cabrones el derecho de mirarla por encima del hombro?—. Sí, una mujer. Y quizás,
¿por qué no?, una joven.
Preen se puso rígida.
—Eres malvado, Yorg. Creo que lamentarás esto algún día. Toma tu marinero.
Ella volvió a su mesa. Mina levantó la mirada, pero la sonrisa que aparecía en sus
labios se esfumó cuando vio al rufián jorobado a remolque. El marinero paseaba su
mirada de Preen a Yorg, con sorpresa.
—Tengo que irme —dijo Preen inclinándose para susurrarle algo al oído. Un
poco más alto, añadió—: Éste es Yorg. Tiene aspecto de diablejo, pero esta noche…
quiere invitarte a una copa. ¿No es verdad, Yorg?
Yorg le lanzó una mirada enfermiza y luego se dio la vuelta y alargó la mano.
—Hola, Dimitri —graznó.
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Embajada británica
Querida hermanita:
… tremendamente divertido. Pregunto mucho por ti.
Estoy tratando de anotar todas mis impresiones, tal como querías que hiciera,
pero son tantas que difícilmente sé por dónde empezar. Imagínate que estuvieras
redactando una carta en la que describes todo lo que has visto alguna vez en las
vitrinas de la porcelana de la abuela, ya sabes de qué te hablo… Tazas
amontonadas desordenadamente, & pequeñas salseras & Pastoras & Cafeteras &
Botes de azúcar de colores, con tapas abombadas. Eso es lo que el lugar entero
me parece. Por no mencionar una cinta azul de agua, sobre la cual parece
descansar todo el conjunto —no la vitrina, quiero decir—, Constantinopla.
Fizerley dice que los turcos no dedican ni un momento a pensar en ayer o en
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mañana —todos son fatalistas—; una vez entró en una gran iglesia construida
por Justiniano —Aya Sofya (en griego, por favor)—, todo disfrazado de
mahometano (Fizerley, quiero decir, no Justiniano, ¡vaya!), y dice que es
sencillamente espantoso, sin otra cosa que algunos gongs para llamar a la cena
colgando en las esquinas para mostrar lo que Mustafá ha hecho allí los últimos
cuatrocientos años. Es un buen tipo, Fizerley, y tú deberías procurar conocer a su
hermana porque dice, y le creo, que nos haremos buenas amigas.
En la misma línea, sin embargo, he aprobado mi primer Gran Test en
diplomacia. Apenas había acabado de decirme Fizerley que los turcos viven para
el momento, cuando uno de ellos se acercó arrastrando los pies a la puerta de la
embajada —todos llevan capa, ¿sabes?, y parecen hechiceros, los turcos, no las
puertas, quiero decir— ¡y se presentó como un historiador! Fizerley le habló un
poco en turco, y el tipo replicó en perfecto francés. Fizerley y yo intercambiamos
miradas —pensé que iba a morirme de risa—, pero el turco estaba muy serio y
quería investigar los regimientos jenízaros y tal. El embajador dice que Estambul
es mucho más aburrido sin los jenízaros, me cuenta Fizerley. No demasiado
aburrido para…
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Sacudió la cabeza y enarcó las cejas.
—No es muy divertido que le quemen a uno vivo —murmuró Yashim. Pas trop
amusant.
El muchacho abrió unos ojos como platos.
—¡No es mi idea de diversión, desde luego!
Bajó la cabeza y soltó una carcajada. Yashim siguió escribiendo.
—Y digo —gorjeó el joven—, ¿qué hacen para divertirse aquí, en Estambul?
Se estaba inclinando hacia delante ahora, con sus manos colgando entre las
rodillas y una expresión retorcida en su cara.
Yashim entrecerró los ojos. Cuando habló, era casi un susurro.
—Bueno, algunos hombres usan una oveja muerta.
El muchacho dio un brinco.
—¿Una oveja?
—La cortan y le sacan su, ¿cómo decís?, su vejiga.
La cara del muchacho aparecía congelada en una expresión de horror.
—Uno de ellos, usualmente el más fuerte, aplica sus labios a la uretra…
—Vale, vale. Ya veo. Por favor, no es a lo que me refería.
Yashim adoptó una expresión de asombro.
—Pero ¿no jugáis al fútbol en vuestro país también?
El muchacho lo miró fijamente y luego se relajó.
—Lo siento, sí, desde luego. Yo… yo… —Tenía la cara completamente roja—.
Me parece que iré a buscar un vaso de agua. Por favor, excúseme.
Yashim le brindó una breve sonrisa y volvió a concentrarse en los libros.
Había hallado lo que necesitaba. Se trataba, imaginó, sólo de estimaciones; pero
si las cifras eran aproximadamente correctas, su lectura daba mucho en que pensar.
¿Cuántos jenízaros habían muerto en los acontecimientos de junio de 1826? Un
millar, posiblemente, en los cuarteles. Varios centenares más en la caza que se desató
posteriormente… digamos quinientos. Había habido ahorcamientos y ejecuciones,
pero sorprendentemente pocas, la mayor parte de cabecillas.
Al resto se les había permitido desaparecer. Tres de ellos, quizás algunos más,
habían encontrado empleo en el gremio de soperos, tal como Yashim sabía.
Lo cual dejaba, si las cifras eran una guía, un montón de hombres sin contabilizar
que vivían una vida tranquila, discreta, en alguna parte. Criando familias. Ganándose
la vida. Bueno, eso sería un shock para el sistema.
Yashim se recostó en la silla y contempló los totales. Un montón de tristes,
pesarosos hombres.
Aproximadamente cincuenta mil.
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El imán puso mala cara. ¿Podía excusarse con otro compromiso? Sabía que el eunuco
rezaba en su mezquita, pero nunca habían hablado. Hasta hoy. Se acercó a él después
de la plegaria del mediodía y le rogó su atención un momento. Y el imán inclinó la
cabeza amablemente antes de darse cuenta de quién estaba preguntando.
Cuando el eunuco cogió el ritmo de sus pasos detrás de él, el imán reflexionó que
no tenía ningún derecho a negar su simpatía, o su consejo. No quería mentirle.
Además, ya era demasiado tarde. No obstante, la conversación que iban a mantener le
daba mala espina.
¿Cómo podía un hombre ser un buen musulmán si tantos de aquellos caminos por
los que un musulmán se acercaba a Dios estaban, por así decirlo, ya bloqueados? El
imán se consideraba un maestro, ciertamente. Pero buena parte de sus enseñanzas
estaban íntimamente relacionadas con la familia. La bendición de los niños, la
regulación que era adecuada para la vida de matrimonio. Él daba consejos a los
padres sobre sus hijos, y a los hijos sobre sus padres. Enseñaba a los hombres —y a
las mujeres— cómo comportarse en el matrimonio. Maridos descarriados. Esposas
celosas. Llegaban a él como ante un juez, con preguntas. Era trabajo suyo considerar
estas preguntas, y responder sí o no; generalmente a través de preguntas las parejas
llegaban a una comprensión de su posición. Él los guiaba hacia las preguntas
correctas: a lo largo del camino tenían que examinar su propia conducta, a la luz de
las enseñanzas del Profeta.
¿Cómo podía discutir con una criatura que no tenía familia?
Llegaron a su habitación. Un diván, una mesa baja, una jarra sobre una bandeja de
latón. Algunos cojines. La habitación estaba sobriamente amueblada, pero seguía
siendo suntuosa. Desde el suelo hasta la altura del hombro, las paredes estaban
decoradas con un fabuloso tesoro de azulejos de siglos de antigüedad, procedentes del
mejor período de los hornos de Iznik. Los dibujos azules, geométricos, parecían haber
sido realizados ayer mismo: resplandecían brillantes y puros, captando la luz del sol
que se filtraba a través de las ventanas sobre sus cabezas. En el rincón, una negra
estufa proyectaba un agradable calorcillo.
El imán hizo un gesto hacia el diván, mientras él permanecía de pie dando la
espalda a la estufa.
El eunuco sonrió, un poco nerviosamente, y se instaló en el diván. Se quitó las
sandalias con un simple gesto de los pies antes de esconderlos bajo el albornoz.
Interiormente el imán lanzó un gemido. Éste, pensó, iba a ser difícil. Deslizó la yema
de un dedo por una ceja.
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—Hable.
Su voz retumbó. Yashim quedó impresionado. Estaba acostumbrado a encontrarse
con personas que tenían algo que ocultar, su discurso empañado por la duda y la
vacilación, y aquí tenía a un hombre que podía darle respuestas selladas con
autoridad. Ser un imán era vivir sin incertidumbres. Para él siempre habría una
respuesta. La verdad era palpable. Yashim envidió esta seguridad.
—Quiero averiguar algo sobre los karagozi —dijo.
El imán dejó de alisarse la ceja cuando ésta se levantó.
—¿Perdón?
Yashim se preguntó si no se había equivocado al decirlo. Y repitió:
—Los karagozi.
—Son una secta prohibida —dijo el imán.
No solamente las palabras erróneas, pensó Yashim, sino también el hombre
erróneo. No podía serlo más. Empezó a ponerse en pie, dando las gracias al imán por
su aclaración.
—Siéntese, por favor. ¿Quiere saber algo de ellos?
El imán había levantado una mano. Una discusión sobre doctrina, un caso
enteramente distinto. El imán sintió que le habían quitado un gran peso de los
hombros. No tenían necesidad de hablar de lujuria, o de sodomía, o de lo que fuera
que los eunucos deseaban hablar cuando visitaban a su imán. De si era posible para
un hombre sin cojones disfrutar de las huríes en el paraíso.
Yashim volvió a sentarse.
—Los karagozi eran prominentes en el cuerpo jenízaro —observó el imán—.
Quizás ya sabe usted eso…
—Sí, desde luego. Sé que no eran ortodoxos, también. Quiero saber en qué
formas no lo eran.
—El jeque Karagoz era un místico. Eso fue hace mucho tiempo, antes de la
Conquista, cuando los otomanos eran todavía un pueblo nómada. Tenían alguna
mezquita, aquí y allá en las ciudades y pueblos que habían conquistado a los
cristianos. Pero los luchadores eran gazi, guerreros santos, y no estaban
acostumbrados a vivir en las ciudades. Ansiaban la verdad, pero resultaba difícil para
maestros e imanes vivir entre ellos. Muchos de esos gazi turcos escuchaban a sus
antiguos babas, sus padres espirituales, que eran hombres sabios. Digo sabios, pero
no todos estaban iluminados.
—¿Eran paganos?
—Paganos, animistas, sí. Algunos, no obstante, estaban tocados por las palabras
del Profeta, la paz sea con él. Pero incorporaban a sus doctrinas gran parte de las
viejas tradiciones, muchas enseñanzas esotéricas, incluso errores que habían recogido
de los no creyentes. Debe usted recordar que aquéllos eran tiempos tumultuosos. El
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pequeño Estado otomano estaba creciendo, y muchos turcos eran atraídos hacia él. A
diario, se enfrentaban a nuevas tierras, nuevas gentes, creencias poco familiares.
Resultaba difícil para ellos comprender la verdad.
—¿Y los jenízaros?
—El jeque Karagoz forjó el vínculo. Imagínese: los primeros jenízaros eran
hombres jóvenes, inseguros de su fe, porque habían sido arrancados de las filas de los
incrédulos y tenían que olvidar muchos errores. El jeque Bektash se lo hacía más
fácil. Ya conoce usted la historia, por supuesto. Estaba con el sultán Murad, que creó
por primera vez el cuerpo jenízaro a partir de los prisioneros que hizo en sus guerras
balcánicas. Cuando el jeque los bendijo, con su mano extendida, cubierto su brazo
por una larga manga blanca, esa manga se convirtió en la marca del jenízaro, el
tocado que llevaban como una garceta en sus turbantes.
—¿De modo que el jeque Karagoz era un baba?.
—En cierto sentido, sí. Vivió un poco más tarde que los últimos babas de
tradición turca, pero los principios eran los mismos. Sus enseñanzas eran islámicas,
pero hacían hincapié en el misterio y la unión sagrada.
—¿Unión sagrada?
El imán apretó los labios.
—Me refiero a la unión de las fes, la unión con Dios. Decimos, por ejemplo, que
sólo hay un camino hacia la verdad, y que éste está escrito en el Corán. El jeque
Karagoz creía que había otros caminos.
—Como los derviches. Estados de éxtasis. La liberación del alma de la prisión del
cuerpo.
—Exactamente, pero los medios eran diferentes. Podríamos decir, más primitivos.
—¿Y eso?
—Un verdadero adepto se consideraba por encima de todos los lazos y reglas
terrenales. De modo que romper las reglas era una forma de mostrar su lealtad a la
hermandad. Bebían alcohol y comían cerdo, por ejemplo. Las mujeres eran admitidas
en las mismas condiciones que los hombres. Dejaban de lado gran parte de la clara
guía del Corán, como algo poco importante, o incluso no pertinente. Semejantes
transgresiones ayudaban a crear un vínculo entre ellos.
—Entiendo. Quizás eso hacía más fácil para el nacido cristiano aproximarse al
islam.
—A corto plazo, estoy de acuerdo. No tenían que renunciar a tantos de sus bajos
placeres. Ya sabe usted cómo pueden ser los soldados.
Yashim asintió. Vino, mujeres y canciones: la letanía de las fogatas de
campamento, en todas las épocas.
—Si ignoraban la guía del Corán —dijo lentamente—, ¿qué clase de guía
recibían?
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—Muy buena pregunta. —El imán juntó sus dedos—. En cierto sentido, ninguna.
El verdadero karagozi no creía más que en sí mismo: creía que lo auténtico era el
alma que persistía en cada estado… Creación, nacimiento, muerte y más allá. Las
reglas no importaban. Pero lo ridículo es que tenía reglas propias, también. Números
mágicos. Secretos. Supersticiones. Un karagozi no deja su cuchara sobre la mesa, o
permanece quieto en un umbral, ese tipo de cosas.
»Obedecer las insignificantes regulaciones de la orden le permitía quebrantar las
leyes de Dios. No es extraño que toda clase de indeseables fueran atraídos hacia la
orden karagozi. No exageremos. El impulso original, aunque confuso, era puro. Los
seguidores karagozi se consideraban musulmanes. Es decir, asistían a las plegarias en
la mezquita, como todo el mundo. El elemento karagozi era otra capa en su lealtad
espiritual, una capa secreta. Se organizaban en logias, tekke. Lugares de reunión y
plegaria. Había muchas, en Estambul y otras partes.
—¿Todos los karagozi eran jenízaros?
—No. Pero todos los jenízaros eran karagozi, en un sentido general. Que no es lo
mismo. Quizás, amigo mío, hemos ido demasiado rápido al hablar de ellos y sus
doctrinas. ¿Y el golpe a los jenízaros? Un contratiempo. Quizás, a fin de cuentas,
productivo. ¿Sabe usted?, la fe puede avivarse en la adversidad. Me imagino que no
hemos oído la última palabra sobre los karagozi. Tal vez no bajo ese nombre, pero las
corrientes de espiritualidad a que ellos recurren son profundas.
—Pero están proscritos, como usted ha dicho. Prohibidos.
—Ah, bueno, aquí en Estambul, sí. Pero han hecho un largo camino. Antaño
escucharon a un baba de la estepa. Desde entonces han cruzado el corazón del islam,
el Dominio de Paz, y actualmente se encuentran en sus fronteras. Como centinelas,
quizás. —El imán sonrió—. No me mire usted tan sorprendido. La doctrina de los
karagozi ganó muchas fronteras para el islam. Quizás vuelva a hacerlo.
—¿Qué fronteras? ¿A qué se refiere?
—Son fuertes donde uno esperaría que lo fueran. En Albania. Donde los jenízaros
siempre fueron fuertes.
Yashim asintió.
Hay un poema. Usted parece saber un montón de cosas, de modo que tal vez sepa
ésta también.
Recitó los versos que había hallado clavados en el Árbol de los Jenízaros:
Sin saber
e inconscientes de la ignorancia,
se extienden.
Huye.
Sin saber
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e inconscientes de la ignorancia,
buscan.
Enséñales.
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La vio bajar por la calle cimbreándose, alta y graciosa, y, por encima de todo,
desafiante: desafiante hacia los hombres que la miraban. Cuando se encontraba a
pocos metros de distancia de él, empezó a andar lentamente y a mirar a su alrededor.
Él levantó una mano y le hizo una seña para que cruzara.
Ella arrastró un taburete y se sentó. Un grupo de hombres que estaban jugando a
las tablas reales en la mesa vecina miraron con curiosidad y evidente estupefacción.
Pero Preen no lo notó, o no le importó.
—Café —dijo.
Yashim pidió dos, evitando la inquisitiva mirada del camarero. No por primera
vez en su vida, quiso ponerse de pie y dar una explicación. «Ella no es, en realidad,
una mujer, de modo que todo está como debería estar. Es un hombre, disfrazado de
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mujer». Pero admiraba su coraje al venir al café. Lanzó una mirada torva a los viejos.
Descontando una pizca de maquillaje, el rubor de las mejillas de Preen era
auténtico. Mejoraba su aspecto, pensó Yashim.
—No podemos hablar aquí —dijo—. Me iré a casa, y tú puedes venir…
—Hablaremos aquí —replicó ella a través de sus dientes apretados.
El muchacho sirvió los cafés y empezó a limpiar con un trapo el polvo de la mesa
de al lado. Yashim captó su mirada y movió tajantemente la cabeza. El muchacho se
largó, decepcionado.
—Tengo razones para ser discreto, Preen.
Ella aspiró por la nariz. Su pecho se alzó y bajó:
—¿Qué razones?
Él la miró fijamente.
—Tienes muy buen aspecto —dijo.
—¡Basta ya!
Su voz sonaba dura, pero ella mantenía los ojos fijos en la mesa y movía
lentamente la cabeza de un lado a otro. Un atisbo de placer.
—Es mejor que no nos vean juntos en este momento. Es mi trabajo confundirme
con el entorno, deslizarme sin ser visto. En cuanto a ti, bueno, no estoy seguro de en
qué nos hemos metido.
—Ya soy mayorcita —dijo Preen.
Su labio temblaba. Yashim sonrió. Preen se tapó la boca con una mano y le lanzó
una mirada. Luego soltó una risita.
—Oh, ya sé que soy traviesa, corazón. Sencillamente, no puedo evitarlo. Tenía
que hacer algo un poco alocado, ver a alguien que me gusta. Y también
escandalizarlos. Sentirme viva. —Dejó que un estremecimiento de placer corriera por
su cuerpo—. He estado hablando con el hombre más desagradable de Estambul.
Yashim enarcó sus cejas.
—Me asombra que puedas estar tan segura.
—¿Y si te dijera que es un rufián jorobado, de los muelles? Estoy segura. Dice
que alguien vio a tus amigos la otra noche.
Yashim se inclinó hacia delante.
—¿Dónde?
—Tratándose de un tipo sórdido como ése, en algún lugar sorprendentemente
salubre. ¿Es salubre la palabra, Yashim?
—Quizás. Tu… informador… ¿no estuvo allí personalmente?
—No me lo dijo. ¿Quieres saber dónde?
—Claro que quiero saberlo.
—Es una especie de jardines —explicó Preen—, junto al Bósforo.
—Ah.
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Quizás salubre sí era la palabra que buscaba Preen: todas las cosas son relativas, a
fin de cuentas.
—Hay un quiosco allí, aparentemente, del todo limpio. Hay incluso algunas
lámparas en los árboles. —La voz de Preen tenía un deje de nostalgia—. Puedes
sentarte allí y charlar, y observar los barcos, y tomar café o fumarte una pipa.
O tener una cita, pensó Yashim. Los Jardines Yeyleyi fueron antaño un lugar
favorito para la corte. El sultán llevaba a sus mujeres de merienda allí, entre los
árboles. Eso debía de suceder hacía casi un siglo. Los sultanes dejaron de ir cuando el
lugar se popularizó; con el tiempo los jardines se hicieron más o menos populares. No
enteramente respetables, los Jardines Yeyleyi habían sido la clase de lugar donde los
amantes solían arreglar sus encuentros, comunicándose en el tierno y semisecreto
lenguaje de las flores. En estos tiempos los encuentros eran más espontáneos, pero
tanto o más calculados, y más venales. Podía perfectamente imaginar que visitaban el
lugar —algo esperanzadamente— lo que el serasquier llamaba muchachos de buena
familia.
—Así que ¿llegaron, se tomaron un café, fumaron una pipa y se marcharon
juntos?
—Eso me dijo.
—¿En barco?
—No lo sé. No dijo nada sobre un barco. No, espera, creo que se fueron en un
cabriolé.
—¿Los cuatro?
—Los cinco.
Yashim levantó la mirada de repente, Preen soltó una risita disimulada.
—Llegaron cuatro, pero se fueron cinco.
—Sí, ya veo. Y tú, Preen, ¿no sabes nada de ese número cinco?
—Oh, sí. Era un ruso.
—¿Un ruso? ¿Estás segura?
Yashim reflexionó sobre esto. En esos tiempos los habitantes del barrio viejo de
Estambul tenían tendencia a considerar que cualquiera vagamente extranjero, y rubio,
era ruso. Era una consecuencia de la última guerra, y de todas las guerras que la
Sublime Puerta había librado contra los hombres del zar los pasados cien años.
—Estoy bastante segura —dijo Preen—. Iba de uniforme.
—¿Qué?
Preen se río.
—Blanco, con galones dorados. Muy elegante. Un pez muuuy gordo. Y con una
especie de medalla en el pecho, como una estrella, con rayos.
—Preen, esto es oro en polvo. ¿Cómo lo conseguiste?
Ella pensó en el joven marinero griego.
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—Hice algunos sacrificios —dijo sonriendo.
Entonces se acordó de Yorg y su sonrisa se desvaneció.
31
Estambul no era una ciudad que se acostara tarde. Después de las diez, en su mayor
parte, cuando el sol hacía ya mucho rato que se había hundido bajo las islas de los
Príncipes, las calles estaban silenciosas y desiertas. Algunos perros gruñían y se
peleaban en los callejones, o se dedicaban a aullar en la playa, pero esos sonidos,
como la llamada del muecín a la oración, al alba, eran los ruidos nocturnos de
Estambul, y nadie les concedía su atención.
Ningún lugar de la ciudad estaba más tranquilo que el Gran Bazar, un laberinto de
calles cubiertas que serpenteaban y se retorcían como anguilas colina abajo desde
Bayaceto hasta las playas del Cuerno de Oro. De día, el zumbido del bazar pertenecía
a lo que era, incluso entonces, quizás el más fantástico caravanserrallo del mundo, un
mercado de oro y especias, de alfombras y telas de lino, jabones y libros y medicinas
y cuencos de barro. Pero no era sólo el lugar donde se comerciaba con la producción
del mundo; dentro de los casi tres kilómetros cuadrados de callejones y cubículos, se
manufacturaban diariamente algunos de los productos más delicados y útiles del
imperio. Era una concentración de la riqueza y la laboriosidad turcas; tenía sus
propios cafés, restaurantes, imanes y hammams, los baños turcos, y se dictaban leyes
estrictas para su seguridad.
La altura que dominaba el bazar —la llamada Tercera Colina de Estambul—, en
donde se alzaba la mezquita de Bayaceto, había sido elegida por el Conquistador, el
sultán Mehmed, para levantar su palacio imperial; pero el edificio seguía incompleto
cuando empezó a trabajar en otro palacio, Topkapi, sobre la punta del serrallo,
destinado a ser mucho mayor y más magnífico que el primero. El viejo palacio, o
Eski Serai, como llegó a ser conocido, servía por lo tanto como una especie de anexo
de Topkapi. Era una escuela donde se preparaba a los esclavos del palacio; una
compañía de jenízaros estaba acantonada en sus muros, y sus habitantes reales eran
los prisioneros más tristes del imperio, porque eran las mujeres de los anteriores
sultanes, enviadas al Eski Serai a la muerte de su amo y señor. Esta deprimente
práctica había caído en desuso muchos años antes. Con el tiempo, el Eski Serai se fue
deteriorando, y finalmente se convirtió en una ruina; sus restos fueron limpiados, y de
los escombros se alzó la torre contra incendios que aún se cernía sobre el Gran Bazar,
tal como Yashim iba más tarde a observar.
La bolsa, que apareció durante la noche, estaba atada con cordeles a la pesada reja
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de hierro que protegía el Gran Bazar de ojos fisgones y ladrones decididos. Al
amanecer, más de una docena de personas lo habían comentado, y al cabo de una
hora, delante de una apretujada multitud, fue finalmente descolgada.
Nadie parecía querer abrirla. Nadie pensaba que fuera a contener un tesoro. Todo
el mundo creía que, contuviera lo que contuviese, sería sin duda horrible, y todo el
mundo quería saber lo que era.
Finalmente, se decidió llevar la bolsa, sin abrir, a la mezquita y pedirle al cadí su
opinión.
32
Siete horas más tarde, la bolsa fue abierta por segunda vez aquella mañana.
—Es algo terrible —volvió a decir el cadí, retorciéndose las manos. Era un
hombre mayor y el shock había sido grande—. Nada parecido…, nunca… —Sus
manos se agitaban en el aire—. No tiene nada que ver con nosotros. Gente pacífica…
buenos vecinos…
El serasquier asintió, pero no estaba escuchando. Estaba observando cómo
Yashim tiraba de las cuerdas. Yashim se puso de pie y vació el contenido de la bolsa
sobre el suelo.
El cadí se agarró a la puerta para sostenerse. El serasquier se apartó a un lado de
un brinco. El propio Yashim se quedó respirando pesadamente, contemplando con
fijeza el montón de blancos huesos y cucharas de madera. Apretujada en la pila,
inconfundiblemente oscura, había una cabeza humana.
Yashim inclinó la cabeza y no dijo nada. «La violencia es terrible —pensó—. ¿Y
qué he hecho yo para evitarla? Guisar una comida. Y he ido a buscar un caldero de
juguete».
Guisado una comida.
El serasquier alargó un pie calzado con una bota y removió el montón con la
punta. La cabeza se asentó. Su piel aparecía estirada y amarilla, y sus ojos brillaban
débilmente bajo unos párpados medio cerrados. Ninguno de los dos hombres se dio
cuenta de que el cadí había salido de la habitación.
—No hay sangre —dijo el serasquier.
Yashim se puso de cuclillas al lado de los huesos y cucharas.
—Pero ¿es uno de los suyos?
—Sí. Me parece que sí.
—¿Se lo parece?
—Estoy seguro. El bigote.
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Hizo un gesto señalando débilmente la cabeza cortada.
Pero Yashim estaba más interesado en los huesos. Los estaba separando, uno por
uno, prestando particular atención a los occipitales mayores… y la espinilla, el fémur
y las costillas.
—Es muy extraño —murmuró.
El serasquier bajó la mirada.
—¿Qué es extraño?
—No hay ninguna marca. Están limpios y enteros.
Cogió la pelvis y empezó a darle vueltas entre sus manos. El serasquier hizo una
mueca. Trataba con cadáveres bastante a menudo… pero acariciar huesos. Aaaaj.
—Era un hombre, en cualquier caso —observó Yashim.
—Por supuesto que era un maldito hombre. Era uno de mis soldados.
—Era sólo una idea —replicó Yashim pacíficamente, situando la pelvis en su
posición. Vista desde arriba parecía casi obscenamente grande, emergiendo de los
restos del esqueleto esparcidos sobre el suelo de mármol—. Quizás habían usado otro
cuerpo. No tengo ni idea.
—¿Otro cuerpo? ¿Para qué?
Yashim se puso de pie y se limpió las manos con el borde de su capa. Miraba
fijamente al serasquier, sin ver nada.
—No me lo imagino —respondió.
El serasquier señaló a la puerta y lanzó un suspiro.
—Me guste o no —dijo—, vamos a tener que decirle algo a la gente.
Yashim parpadeó.
—¿Qué le parece la verdad? —sugirió.
El serasquier le lanzó una mirada penetrante.
—Algo así —dijo bruscamente—. ¿Por qué no?
33
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edificio, en Pera, el llamado barrio «europeo» de Estambul, al otro lado del Cuerno
de Oro, inspiraba una similar reflexión. Yashim sentía que de alguna manera la
campana rota guardaba cierta afinidad con gran parte de la antigua metrópoli, que
estaba ya rota y enmohecida, desde basílicas agrietadas hasta las pandeadas casas de
madera, desde el despacho del patriarca hasta los pilones del puerto.
Con el último, y mortal, tirón de la cuerda, una campanilla había resonado en
algún lugar de la vieja mansión. Por primera vez en varias semanas, y por última vez
en algunos años, una campanilla anunciaba al embajador polaco que tenía un
visitante.
Palieski se retorció para bajar del diván con una maldición y un tintineo de
vidrios rotos.
En lo alto de la escalera se agarró a la barandilla y empezó a descender, bastante
lentamente, hacia la puerta principal de la casa. Se quedó mirando un momento
fijamente los pestillos, luego se desperezó, flexionó los músculos de su espalda, se
pasó una mano por el cabello y alrededor del cuello y abrió la puerta. Parpadeó
involuntariamente ante la repentina invasión de luz invernal.
Yashim puso los restos del tirador de la campana en las manos del otro y entró.
Palieski cerró la puerta, lanzando un gruñido.
—¿Por qué no has entrado por la ventana de la parte de atrás?
—No quería sorprenderte.
Palieski se dio la vuelta y empezó a subir por la escalera.
—Ya no hay nada que me sorprenda —dijo.
Yashim distinguió un corredor oscuro, que conducía a la parte trasera de la
residencia, y una sábana que cubría algunos muebles amontonados en el vestíbulo.
Siguió a Palieski por la escalera.
Palieski abrió una puerta.
—Ah —dijo.
Yashim siguió a su amigo a una habitación pequeña y de techo bajo, iluminada
por dos largas ventanas. En la pared opuesta se alzaba un manto de chimenea,
decorado con haces de escudos tallados y los arcos y flechas de una época más
caballeresca; en la chimenea ardía el consiguiente fuego. Palieski arrojó otro tronco y
atizó el fuego. Saltaron algunas chispas. Las llamas empezaron a extenderse.
Palieski se dejó caer en un gran sillón e hizo señas a Yashim de que hiciera lo
mismo.
—Tomemos un poco de té —dijo.
Yashim había estado en esta habitación muchas veces; aun así, paseó su mirada
alrededor con placer: un jaspeado espejo de marco dorado colgaba entre las ventanas
de persianas de listones. Bajo él se encontraba el pequeño escritorio de Palieski y la
única silla dura de la habitación. Los dos sillones, arrastrados hasta cerca del fuego,
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estaban perdiendo su relleno, pero eran cómodos. Sobre la chimenea colgaba un
retrato al óleo de Jan Sobieski, el rey polaco que levantó el sitio turco de Viena en
1683; otros dos óleos (uno de un hombre con una peluca montando un caballo
encabritado, el otro que reproducía una escena familiar) colgaban de la pared junto a
la puerta, sobre una mesa lateral de caoba. El violín de Palieski descansaba en ella.
La pared de enfrente y los nichos situados junto a la chimenea estaban llenos de
libros.
Palieski alargó el brazo y dio un par de tirones a una campanilla de tapicería. Una
aseada criada griega se presentó en la puerta y Palieski pidió té. La muchacha trajo
una bandeja y la dejó sobre el charpoy, delante del fuego. Palieski se frotó las manos.
—Té inglés —dijo—. Keemun con una pizca de bergamota. ¿Leche o limón?
El té, el fuego y los ricos tonos del reloj alemán situado sobre la chimenea
suavizaron el humor del embajador polaco. También Yashim se sintió más relajado.
Durante largo rato, ninguno de los dos hombres dijo nada.
—El otro día me mencionaste una cita… Un ejército marcha sobre su estómago.
¿Quién dijo eso? ¿Napoleón?
Palieski asintió e hizo una mueca.
—Típico de Napoleón. Hacia el final, sus ejércitos marchaban sobre sus pies
helados.
No por primera vez, Yashim se prometió sondear la actitud de Palieski hacia
Napoleón. Parecía una combinación de admiración y amargura. Pero, en vez de ello,
preguntó:
—¿Te parece significativa la manera en que los jenízaros denominaban sus
rangos?
—¿Significativa? Adoptaban títulos de cocina. El coronel era llamado el maestro
sopero, ¿no? Y había otro rango que recuerdo… marmitón, panadero, hacedor de
tortas. Los sargentos mayores llevaban un largo cucharón de madera como distintivo
del oficio. En cuanto a los hombres, perder una sopera del regimiento en la batalla
(uno de los grandes calderos que usaban para hacer arroz pila) era la peor de las
desgracias. Tenían muy bien organizado el aprovisionamiento. Pero ¿por qué los
jenízaros?
Yashim se lo dijo. Le habló del caldero, del hombre atado listo para asar, de la
pila de huesos y cucharas de madera. Palieski le dejó hablar sin interrumpirlo.
—Perdona, Yashim. Pero ¿no estabas en Estambul hace diez años? Lo llamaron la
represión, ¿no? La risa puede ser reprimida. La emoción, también. Pero estamos
hablando de carne y de sangre. Ésta era la historia. Ésta era la tradición.
¿Reprimidos? Lo que les pasó a los jenízaros fue más que una masacre.
Para sorpresa de Yashim, Palieski tenía dificultades para ponerse de pie.
—Yo estuve allí, Yashim. Nunca lo conté, porque nadie, ni siquiera tú, hubiera
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deseado saberlo. No es el estilo otomano. —Vaciló, con una sonrisa triste—. ¿Te lo
he contado alguna vez? —Yashim movió negativamente la cabeza. Palieski levantó la
barbilla—. Fue el dieciséis de junio de mil ochocientos veintiséis. Un día soleado. Yo
me encontraba en Estambul haciendo alguna gestión, no me acuerdo —empezó—. Y,
bum… la ciudad entra en erupción. Las ollas retumbando en el Atmeidan. Los
estudiantes de las madrasas apestando y a punto de reventar como un queso maduro.
«Regresa», me digo. «Hacia el Cuerno de Oro, agarra un esquife, toma el té sobre el
césped y aguarda noticias».
—¿Té? —interrumpió Yashim.
—Es una forma de hablar. Igual que lo del césped. Pero no importa. Nunca
conseguí llegar aquí. El Cuerno de Oro. Silencio. Estaban los esquifes, arrastrados
hacia el costado de Pera. Yo hacía señas con la mano y daba brincos sobre el
desembarcadero, pero ni una miserable alma se adelantó para cruzarme. Te lo
aseguro, Yashim. Se me erizaban los pelos en el cogote. Me sentía como si me
hubieran puesto en cuarentena.
»Tenía una vaga idea de lo que se estaba tramando. Pensé en alguno de los pachás
que conocía… pero entonces, supuse, tendrían ya bastantes problemas sin tener que
cargar conmigo. Para ser sincero, no estaba seguro de que fuera juicioso esconderme
en alguna mansión de los grandes en el momento de la crisis, que todos sabíamos que
estaba llegando. Imagina adonde me fui, en vez de eso.
Yashim arrugó la frente. «Sé perfectamente adonde, viejo amigo, pero no voy a
estropeártelo».
—¿Una taberna griega? ¿Una mezquita? No lo sé.
—Con el sultán. Lo encontré en el serrallo, en el Quiosco de la Circuncisión…
acababa de llegar de Besiktas, Bósforo arriba. Tenía a varios oficiales con él. Y al
gran muftí también. —Palieski lanzó a Yashim una larga y dura mirada—. No me
hables de represión. Yo estaba allí. «¡Victoria o muerte!», gritaban los pachás.
Mahmut cogía el santo estandarte del Profeta con sus dos manos. «O vencemos hoy»,
dijo, «o Estambul será una ruina por la que sólo los gatos se pasearán». Diré esto a
favor de la Casa de Osmán: quizás les llevó doscientos cincuenta años tomar la
decisión, pero cuando lo hicieron, lo hicieron a conciencia.
»Los estudiantes vinieron en tropel a la gran corte de Topkapi. Les dieron armas,
y ellos llevaron el santo estandarte a la mezquita del sultán Ahmet. Todo aquel sector
de la ciudad era nuestro, en torno al Hipódromo, Aya Sofía y el Palacio. Los rebeldes
se encontraban al final de la calle más próxima de sus cuarteles, alrededor de la
mezquita de Bayaceto, junto al bazar de ropa vieja. La antigua calle bizantina, y
fortaleza jenízara. Allí fue donde las tropas del sultán atacaron primero. Metralla.
Como Napoleón en las Tullerías. Una bocanada de olor a metralla.
»Sólo dos cañones… pero bajo el mando de un tipo que ellos llamaban Ibrahim.
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El infernal Ibrahim. Los jenízaros volvieron corriendo a los cuarteles y empezaron a
parapetarse con piedras detrás de las puertas… Ni por un momento se preocuparon de
sus compañeros abandonados en las calles. Incluso cuando la artillería los había
rodeado, se negaron a hablar de rendición. Se limitaron a apiñarse dentro de la Gran
Puerta, aparentemente. El primer cañonazo que la derribó mató a docenas de ellos.
»Nosotros vimos las llamas, Yash. Éstas hicieron salir a los jenízaros… a algunos
de ellos, en cualquier caso. Era como destruir un almiar, matando a las ratas cuando
escapaban. Los prisioneros eran enviados a la mezquita del sultán Ahmet, pero
aquellos que eran estrangulados sobre la marcha fueron amontonados bajo el Árbol
de los Jenízaros… había media docena de cadáveres allí al crepúsculo. Al día
siguiente, el Hipódromo era un montón de cuerpos.
»Siempre me ha hecho sentirme enfermo ese árbol. Pensar en los hombres
colgados de las ramas, como fruta. Y los cadáveres de los jenízaros amontonados
alrededor de su tronco. Debe de correr sangre por él, Yash. Hay sangre en sus raíces.
»Pero eso es lo que vi, y lo estoy contando. He conocido pogromos y matanzas.
He visto cosas peores, para ser sincero, que lo que los jenízaros sufrieron al final.
Mujeres y niños… he visto eso. Los jenízaros eran hombres, y se lo merecían en
cierto modo, pobres estúpidos, por lo que habían hecho y por lo que hombres antes
que ellos habían hecho y están haciendo, desde tiempos inmemoriales. Sabían el
sucio negocio en que se habían metido. Estaban matando el imperio lentamente, y
ellos debían de saber que algún día habría un ajuste de cuentas.
»Quizás no lo esperaban, de una manera tan total y completa. No fue, "la partida
ha terminado, y dejen sus sables sobre la mesa cuando se marchen", ¿verdad? Fue la
aniquilación, Yashim. ¿Diez mil muertos? Haciéndolos salir mediante el fuego del
Bosque Belgrado. Expulsándolos de las ciudades de provincia. Jinetes tártaros
volando a través del imperio para esparcir las noticias. El Acontecimiento Propicio,
ésa es la expresión, ¿no? Los jenízaros ni siquiera lograron una mención en su propio
certificado de defunción. Desaparecieron, y sin rastro alguno.
»¿Sabes?, unas semanas después vi al sultán con un verdugo en un cementerio,
entre los cipreses. Sus viejos muertos. Los leales y los valientes, así como los venales
y corruptos. El verdugo decapitaba cada lápida sepulcral con una pesada espada.
Yashim levantó un dedo.
—Queda una. Allá en Uskudar, con la manga esculpida en la piedra.
Palieski hizo un gesto de rechazo con la mano.
—Siempre queda uno. Y quizás docenas. Eso no significa nada. El Imperio
otomano perdura. Perdura porque todo ha cambiado. Y todo ha cambiado porque los
jenízaros han desaparecido. Ellos fueron los cimientos del imperio, ¿no lo entiendes?
Eran todo lo que se interponía en el camino de… ¿qué? El sultán cabalgando sobre
una silla europea. El ejército haciendo instrucción como soldados napoleónicos.
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Cristianos abriendo licorerías en Pera, hombres con fez en vez de turbante, todo eso.
Y más: los jenízaros estaban robando, presuntuosos, cabrones de mente estrecha, pero
eran poetas, y, algunos de ellos, artesanos de experiencia. Y todos poseían alguna
clase de cultura. Algo que era más grande que ellos, más grande que su codicia y sus
pecados.
»¿Quiero que vuelvan, tal vez? No, pero lamento su desaparición, Yashim. Solo
en esta ciudad, lamento su ausencia, porque fueron el alma del imperio. Para lo bueno
y para lo malo. Con ellos, los otomanos fueron únicos. Orgullosos, misteriosos y, en
cierto sentido, libres. Los jenízaros les recordaban quiénes eran, y lo que deseaban
ser. ¿Sin ellos? Todo muy normal, me temo. Demasiado normal: incluso el recuerdo
de los jenízaros se ha borrado. Y el imperio no irá bien con esta normalidad mucho
tiempo, creo. Es demasiado tenue, demasiado quebradizo, sin el recuerdo. Ser capaz
de recordar… eso es lo que hace a un pueblo. Éste es el caso de nosotros, los polacos,
también —añadió, repentinamente hosco.
Se derrumbó en un sillón y guardó silencio, rumiando, tapándose los ojos con una
mano. Yashim tomó un sorbo de su té; lo encontró frío y vació la taza.
—Lo siento —dijo—. No debería haberte molestado.
Palieski levantó la cabeza con lentitud.
—Moléstame, Yashim, moléstame todo lo que quieras. Soy sólo el embajador.
¿Qué sé yo de nada?
Yashim se sintió humillado. Tuvo el impulso infantil de levantarse e irse.
—Me hacía preguntas sobre los huesos —dijo—, estaban muy limpios…
¿Cuántos días habían pasado?… ¿Seis? ¿Cómo dejas tan limpios los huesos de un
hombre en tan breve tiempo?
—Bueno —murmuró Palieski, sintiéndose bastante mareado—. Lo hierves.
—Mmm. Lo hierves. Y entero, además… en una enorme olla. No hay ninguna
señal de cuchillo en los huesos.
Palieski bebió un poco más de té. Notó que le temblaba la mano.
—Piensa en el olor —dijo Yashim—. Alguien sin duda lo habría notado.
—Yashim, amigo mío —protestó Palieski—, ¿hay algún aspecto de este misterio
que no tenga relación con la cocina? Tengo la impresión de que podemos tener que
suspender nuestras veladas del jueves hasta que esto se termine. No estoy seguro de si
doy la talla.
Yashim parecía no haber oído.
—La manera en que los cuerpos aparecen es casi como si alguien quisiera poner
de manifiesto su capacidad operativa: primero en los establos nuevos sobre Aksaray,
luego bien lejos, por el Cuerno de Oro en Gálata, cerca de la mezquita de la Victoria.
Finalmente, hoy, encontramos uno en las mismísimas puertas del Bazar. Cadáveres
materializándose en el aire… Y otro por llegar —añadió—. A menos que lleguemos
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allí primero.
—Sólo podrías hacer eso si… Vamos a ver, si hubiera alguna especie de pauta,
una lógica. Algo en cada uno de esos sitios que le conviene al asesino, por separados
que estén. Repartir cadáveres por toda la ciudad, e incluso en Gálata, tiene que ser
más difícil que simplemente dejarlos flotando en el Bósforo.
Yashim levantó la mirada y asintió.
—Pero, por alguna razón, los asesinos piensan que vale la pena la dificultad
añadida.
—Ha de haber una pauta, Yashim. Tienes que hacerte con un mapa decente.
—Un mapa decente —repitió Yashim con voz uniforme.
Hacía muchos años que nadie había tratado de hacer un buen plano de Estambul.
Palieski lo sabía tan bien como él.
—De acuerdo. ¿Qué más tienes?
—Un verso sufí. Puede que tenga o no algo que ver. Y un ruso uniformado —
replicó Yashim.
—Ah. Un ruso. Bien, ahí sí que puedo ayudarte.
Yashim le contó lo que Preen había descubierto sobre el condecorado quinto
hombre.
—La Orden de Vasilyi, no me extrañaría. Sólo se concede por experiencia en el
campo de batalla, pero no es un grado muy alto. No la llevarías si pudieras conseguir
algo más grande.
—¿Lo cual significa…?
—Lo cual significa que tu muchacho es probablemente un buen soldado, pero no
un grande. Aristocracia de cuarto grado, o inferior. Podría ser un soldado de carrera.
—¿En Estambul?
—Agregado a la embajada. No hay otra explicación. Lo averiguaremos ahora
mismo.
Palieski se liberó de su sillón y fue a rebuscar en un estante bajo. Sacó varios
ejemplares de Le Moniteur, la gaceta de la corte otomana, volvió a su asiento y
empezó a hojear las páginas.
—Estará aquí… Quién llega, quién se marcha, quién presenta sus credenciales en
la corte. Veamos: chico nuevo en la embajada británica, encargado de negocios
americano que asciende al rango consular, emisario plenipotenciario persa recibido
en la corte, bla, bla, bla. Pasemos al siguiente. Nuevo agente comercial ruso, se
equivocó de país; marcha del cónsul francés, ah, desearía haber asistido a esa fiesta;
etcétera, no. Siguiente. Aquí lo tienes. N. P. Potemkin, agregado subalterno del
agregado adjunto de asuntos militares, presenta sus credenciales a los visires de la
corte. Bastante modesto. No es una acreditación completa. Quiero decir, no llegó a
ver al sultán.
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Yashim sonrió. La recepción del propio Palieski por el sultán había sido el punto
culminante de su por lo demás malograda carrera diplomática. Y era una historia que
Palieski contaba de la manera más concisa posible.
Por un capricho de la historia, el embajador polaco era mantenido en Estambul a
expensas del sultán. Era un salto atrás a los tiempos en que los otomanos eran
demasiado grandes para someterse a las costumbres habituales de la diplomacia
europea, y no permitían que ningún rey o emperador se considerara igual al sultán.
Un embajador, razonaban ellos, era una especie de demandante en la fuente de la
justicia mundial, más que un grande revestido de inmunidad diplomática, y, como tal,
ellos siempre habían insistido en pagar sus facturas. Otras naciones habían puesto con
éxito en tela de juicio dicha concepción de lo que era una embajada; los polacos,
recientemente, no podían permitírselo. Desde 1830, su país había dejado de existir
cuando la última parcela, alrededor de Cracovia, fue engullida por Austria.
El estipendio que el embajador polaco recibía no parecía cubrir el coste del
mantenimiento de la propia embajada, había observado Yashim, pero al menos le
permitía a Palieski vivir en un confort razonable. «Hablamos de justicia cristiana —
decía Palieski—, pero la única justicia que Polonia ha recibido ha sido del viejo
enemigo musulmán. ¡Vosotros, los otomanos! ¡Vosotros comprendéis la justicia
mejor que cualquier otro país del mundo!». Palieski se cuidaría muy mucho de no
quejarse de que el estipendio que recibía no había cambiado en los últimos doscientos
años. Y Yashim nunca diría que ambos sabían la razón: que los otomanos sólo
continuaban reconociendo a los polacos para irritar a los rusos.
—Así pues, parece —dijo pensativamente Yashim— que ese agregado
subalterno, Potemkin, salta a un carruaje con cuatro de los más brillantes cadetes de
la Nueva Guardia… y no vuelven a ser vistos con vida nunca más.
Las cejas de Palieski se alzaron.
—Encontrarse con un ruso, desaparecer, es un fenómeno corriente. Ocurre
continuamente en Polonia.
—Pero ¿por qué tendrían que encontrarse con un funcionario ruso? Prácticamente
estamos en guerra con Rusia. Si no hoy, ayer y probablemente mañana.
Palieski levantó las manos en un gesto de ignorancia.
—¿Cómo podemos saberlo? ¿Estaban vendiendo secretos? ¿Se encontraron todos
en los jardines, por casualidad, y decidieron pasarse la noche de juerga?
—Nadie se encuentra con nadie en esos jardines por casualidad —le recordó
Yashim—. En cuanto a vender secretos, tengo la impresión de que somos nosotros
quienes necesitamos sus secretos, no lo contrario. ¿Qué podrían vender los cadetes…
viejas tablas trigonométricas francesas? ¿Detalles del cañón que probablemente
copiamos de los diseños rusos? ¿El nombre de su sombrerero?
Palieski frunció el entrecejo e hizo un mohín con los labios.
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—Creo que ya he tomado bastante té —dijo pensativamente—. La penetración de
misterios arcanos requiere algo más fuerte.
Pero Yashim conocía las consecuencias de seguir aquel consejo de Palieski. De
modo que presentó sus excusas y se marchó.
34
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Un asesinato en el harén era mala cosa. Pero aquello con lo que estaba lidiando en
el exterior parecía peor aún.
Para el cuarto cadete, el tiempo se estaba acabando.
Hizo una profunda aspiración, echó los hombros hacia atrás y dobló la esquina de
su calle.
35
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hasta comprar la ropa interior de las mujeres. Entre su personal figuraban peluqueras,
sastres, joyeros y un perfumista, cuya propia tarea implicaba, entre otras cosas,
aplastar y moler perfumes, mezclarlos para complacer los gustos del sultán, preparar
jabones, aceites y afrodisíacos, y supervisar la fabricación del incienso imperial. Si
algo iba mal, el camarero era el que recibía los reproches: pero él siempre tenía a
funcionarios inferiores a los que, a su vez, podía darles una patada.
—Un anillo, camarero —estaba diciendo el Kislar Agha—. Según nuestro amigo
aquí, la muchacha llevaba un anillo. Yo no sé si lo llevaba cuando tuvo lugar la
desgraciada circunstancia. Quizás tú puedas decírnoslo.
La ligera depresión anular en el dedo medio de la muchacha muerta que Yashim
había notado antes de que la Valide hubiera interrumpido su inspección del cuerpo, le
había interesado en aquel momento. Pese a todas sus galas y joyas preciosas, había
sido el anillo ausente lo que recordaba, siquiera de modo fraccionado, su existencia
como persona viva, con pensamientos y sentimientos propios. Perfectamente ideada
para la tarea que ella nunca estuvo destinada a cumplir —carente de defectos,
hermosa, perfectamente ataviada, bañada y perfumada—, ¿estaba, sin embargo,
preparada para acercarse a la cama del sultán con la debilísima huella de una
imperfección, una fría, blanca, muesca en el dedo medio de su mano derecha: la débil
marca de una elección?
¿Le quitaron el anillo en el momento de su muerte, o más tarde?
El camarero miró a Yashim, que lo observaba sin expresión, los brazos cruzados
pacientemente sobre el pecho. El camarero levantó la mirada y se tocó nerviosamente
los labios con la punta de los dedos. Yashim tuvo la impresión de que ya tenía la
respuesta que ellos deseaban. Estaba tratando de controlar su pánico y prever las
probables consecuencias de lo que se disponía a decir.
—Efectivamente. Un anillo. Sólo uno. Es verdad que llevaba un anillo.
El Kislar Agha se tiró del lóbulo de la oreja. Volvió su ojo inyectado en sangre
hacia Yashim, el cual dijo:
—Y el paje de la cámara encontró el cuerpo. ¿Podemos hablar con él?
Llamaron al paje de la Cámara, cuya tarea era conducir la gözde al sultán. No
sabía nada del anillo. El Kislar Agha, que había sido el siguiente en llegar a la escena
del crimen, le dio a Yashim su respuesta bajando un poco los párpados.
—La muchacha fue dejada en la cámara nupcial, exactamente tal como usted la
vio.
—¿Por…?
—Entre otros, el camarero.
El camarero no podía recordar si el anillo se había extraviado entonces.
—Pero ¿vio si había desaparecido? —sugirió Yashim.
El camarero vacilaba.
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—Sí, sí, supongo que eso me habría llamado la atención. A fin de cuentas, yo le
arreglaba las manos. Dicho así, effendi, es evidente que llevaba el anillo cuando
ella… ah… ella…
—… ella murió. ¿Puede usted describir el anillo?
El camarero tragó saliva.
—Un anillo de plata. De poca importancia. Lo he visto bastante a menudo.
Diferentes muchachas lo llevan, circula mucho. Hay un montón de piezas así, no muy
especiales, que pertenecen a las mujeres en general, como si dijéramos. Las llevan un
rato, se cansan de ellas, las regalan. Francamente, considero este tipo de chucherías
como algo que no merece mi atención… excepto si son feas, o estropean una
composición, desde luego.
—¿Y dejó usted que ella llevara el anillo para acudir al sultán?
—Me pareció más prudente que conservara el anillo en vez de mostrar una fea
marca en el dedo. No lo mencioné.
El camarero se dio la vuelta y miró involuntariamente de un lado a otro.
—Hice bien, señor, ¿verdad? Era sólo un anillo. Era puro, de plata.
El Kislar Agha lo miró fijamente. Luego, con un encogimiento de hombros y un
gesto de su mano, lo despachó de la habitación. El camarero retrocedió, haciendo
nerviosas reverencias.
El Kislar Agha cogió un melocotón y lo mordisqueó. El zumo le cayó por la
barbilla.
—¿Cree usted que él lo cogió?
Yashim movió negativamente la cabeza.
—Un poco de plata, ¿por qué molestarse? Pero alguien lo cogió. Me pregunto por
qué.
—Alguien lo cogió —repitió el Kislar Agha—. De modo que aún debe de estar
aquí.
—Sí, supongo que sí.
El negro se inclinó hacia atrás y examinó sus manos.
—Será encontrado —dijo.
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Su Excelencia el príncipe Nikolai Derentsov, Orden del zar Pedro, primera clase,
chambelán hereditario de los zares de todas las Rusias, y embajador ruso ante la
Sublime Puerta, contempló cómo sus nudillos se blanqueaban contra el borde de la
mesa.
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Era, tal como él mismo hubiera sido el primero en admitir, un hombre
extraordinariamente guapo. Ahora, hacia el final de su cincuentena, con una estatura
de casi un metro ochenta y tres, con los anchos hombros exagerados por un chaqué de
alto cuello, bien cortado, corbata almidonada y encaje en las mangas, tenía un aspecto
a la vez elegante y formidable. Llevaba su grisáceo cabello corto y las patillas largas.
Poseía una hermosa cabeza, fríos ojos azules y una boca más bien pequeña.
La familia Derentsov había descubierto que la vida era cara. Pese a sus vastas
propiedades, pese a tener acceso a las más elevadas posiciones en el país, un siglo de
bailes, vestidos de gala, juego y política en San Petersburgo había llevado al príncipe
Nikolai Derentsov al incómodo descubrimiento de que sus deudas y gastos excedían
en mucho a sus ingresos. Su capacidad para atraer a una hermosísima y joven esposa
había sido la comidilla de la última temporada… aunque las jóvenes hermosas son
tan corrientes en Rusia como en cualquier otro lugar.
Lo que daba aliento a los rumores —cosa que incitaba la envidia y la
congratulación— era que, a través de su matrimonio, el príncipe se había también
asegurado el beneficio de la considerable fortuna de la joven. No es que las personas
que Derentsov frecuentaba lo dijeran de esa manera. A sus espaldas olfateaban que la
muchacha —pese a toda su belleza— era una inversión. Su padre tenía millones en
pieles.
—Parece que ha sido usted descuidado —estaba diciendo Derentsov—. En mi
embajada no puedo permitirme mantener a gente que comete errores. ¿Me entiende?
—Lo siento mucho, Excelencia.
El joven inclinó la cabeza. Nikolai Potemkin parecía ciertamente apenado. Y
estaba apenado. No por lo que había hecho, que no era culpa suya, sino porque su
jefe estaba irritado y se mostraba injusto; parecía como si fuera a despedirlo allí
mismo. Había estado allí sólo durante dos meses, pasando de un trabajo de escritorio,
sin porvenir, en el ejército ruso al cuerpo diplomático, enchufado gracias a la
influencia e interés de un anciano pariente en la corte… un pariente lejano, un interés
mínimo. La oportunidad no volvería a presentarse.
Él tenía, como su jefe, una estatura de casi un metro ochenta; pero no era guapo.
Su rostro, marcado por un chirlo, un corte de sable recibido en la guerra turca, nunca
había cicatrizado bien: un vivido verdugón le corría desde la comisura de su ojo
izquierdo hasta su labio superior. Era un hombre muy rubio, y sus ojos casi carentes
de pestañas eran llorosos y pálidos. En la lucha con un jinete turco había agarrado el
sable con su mano izquierda desnuda, y tres de sus dedos formaban ahora un inútil
gancho. El joven Potemkin había llegado a la conclusión de que sería diplomático
o… nada. Quinientas hectáreas en las fronteras de Siberia. Una hacienda de tercera
categoría, constreñida por las deudas, a miles de kilómetros de cualquier parte.
El príncipe Derentsov dio unos golpecitos en su escritorio con los dedos.
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—El daño ya está hecho. Dentro de unos minutos hablaremos con el emisario de
la Sublime Puerta. Dejémoslo claro. Se encontró usted con esos hombres una vez.
Habló con ellos en francés. Los llevó en el carruaje y los dejó en… ¿dónde?
—En algún lugar cerca de su cuartel, no estoy seguro. Sólo he estado en la ciudad
unas pocas veces.
—Bueno —gruñó el príncipe—. Ya está, ¿entendido? Muy bien.
Llamó con la campanilla y pidió al ordenanza que hiciera entrar al caballero
otomano.
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—Sí.
—¿Qué estaba usted haciendo en los jardines?
—Echando un vistazo. Dando un paseo.
—¿Un paseo? ¿Para qué?
—Pensé que quizás podía hacer un poco de ejercicio. En algún lugar tranquilo,
donde no llamara mucho la atención.
Yashim bajó los ojos y parpadeó varias veces. El deformado ruso podía causar
cierto revuelo en una calle de la ciudad.
El embajador bostezó, y se preparó para ponerse en pie.
—¿Eso es todo? Estoy seguro de que todos tenemos otras obligaciones que
cumplir.
Yashim se inclinó.
—Solamente quería preguntar al agregado, ¿cómo se marchó de los jardines?
El embajador suspiró, se puso de pie y agitó una mano.
Potemkin dijo:
—Salimos juntos. Los dejé en algún lugar cerca del cuartel, creo. No conozco
bien la ciudad.
—Lo comprendo. ¿Tomaron ustedes un coche?
Potemkin vaciló y miró a su jefe.
—Sí.
—¿Cómo compartieron el coste?
—¿Perdón?
—Usted los dejó. Supongo que vino usted aquí, a la embajada.
—Eso es.
—Así que, ¿cuánto les cobró el conductor? ¿Compartieron el precio?
—Oh, ya entiendo lo que quiere usted decir. —Potemkin se pasó los dedos por el
cabello—. No, no, yo invité. Pagué yo. Iba a volver de todos modos, como dijo usted.
—¿Puede usted recordar cuánto? Podría ser muy importante.
—No lo creo —intervino el embajador, con una voz de profundo desprecio—.
Como le he dicho, estamos muy ocupados. De manera que, si nos permite…
Yashim había vuelto el rostro hacia el embajador. Inclinó la cabeza ligeramente a
un lado y levantó una mano.
—Lo siento —dijo, muy pausadamente—. Pero debo insistir, conde Potemkin,
mire, es usted el último hombre que vio vivos a los guardias.
Los ojos del embajador parpadearon por un instante. Los de Potemkin se
abrieron.
—¡Santo Dios! —exclamó.
No miraba a Yashim.
—Sí, sí, es muy triste. Así que, ya ve, cualquier cosa que podamos hacer para
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seguir la pista de los últimos movimientos de esos hombres nos podría ser de utilidad.
Como, por ejemplo, encontrar el cochero del carruaje.
Era una apuesta, pensó Yashim. No del todo imposible.
—Estoy totalmente seguro de que el conde Potemkin no recordará cuánto le costó
el coche —dijo el príncipe suavemente—. No animamos a nuestros funcionarios a
que lleven mucho dinero. Los coches los pagan los porteros en la entrada.
—Pues, claro —exclamó Yashim—. Me temo que he sido un estúpido. Los
porteros, naturalmente, llevarán un registro de sus desembolsos.
El príncipe se puso rígido, dándose cuenta de que había cometido un error.
—Haré que el conde Potemkin lo compruebe. Si sabemos algo, por supuesto que
le informaremos.
Yashim se inclinó.
—Confío en que el conde no tenga proyectos de viajar. Puede ser necesario que
tenga que volver a hablar con él.
—Estoy convencido de que no será necesario —dijo el príncipe, rechinando los
dientes.
Yashim se marchó, cerrando la puerta.
El príncipe se sentó pesadamente a su mesa.
—¡Bien! —dijo.
Potemkin no abrió la boca. La entrevista, creía, había ido bastante bien.
No lo devolverían a casa.
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Una vez fuera del despacho del príncipe, Yashim se quedó un momento en el
vestíbulo frunciendo el ceño. Un lacayo vestido de librea permanecía firme junto a
las abiertas puertas de caoba. Perdido en sus pensamientos, Yashim dio lentamente la
vuelta a la sala hasta que se encontró delante de un plano enmarcado, que él fingió
examinar, sin ver nada en realidad.
Nadie, reflexionó, le había hecho ninguna pregunta. ¿No era algo extraño? La
función de una embajada era recoger información; pero no habían mostrado el menor
interés en su investigación. Tal vez estaban enterados ya de que los hombres habían
muerto, cierto. Pero él les había dicho que Potemkin había sido el último hombre en
verlos vivos, y no le habían preguntado cómo lo sabía. Era como si el asunto no les
incumbiese, y eso resultaba interesante.
Aún más interesante, sin embargo, era la mentira sobre el coche.
La mentira… y el hecho de que el príncipe estuviera informado sobre ello.
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El hecho de que el propio príncipe hubiera tratado de taparlo.
—Excusez moi, monsieur.
Yashim se dio la vuelta. Por una vez, se sintió casi anonadado.
No la había visto llegar.
Sin embargo, de pie a su lado, se encontraba ahora la mujer más hermosa que
había visto en su vida.
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—Madame —murmuró.
Era alta, casi tanto como él, y Yashim supuso que se trataba de la princesa, la
esposa del embajador, aunque hubiera esperado ver a alguien de más edad. La
princesa parecía tener apenas veinte años. Llevaba el cabello recogido de modo que
dejaba al descubierto su esbelto cuello y sus hombros, aunque unos pocos rizos
negros bailaban exóticamente contra su blanca piel. Observó las puntas de sus orejas,
la suave curva de su barbilla, la casi turca inclinación de sus pómulos. Sus grandes y
negros ojos brillaban.
Ella lo estaba mirando con un aire de diversión.
A Yashim le costaba entender cómo el criado podía permanecer allí inmóvil,
cuando la más cautivadora de las criaturas, de ojos oscuros, negro cabello y con un
rostro que parecía esculpido en la nieve virgen, se deslizaba ante él sin acompañante.
¿Estaba ciego?
—Soy Eugenia, monsieur. La femme de l’Ambassadeur le Prince.
La esposa del embajador. La mujer del embajador. Su voz era singularmente
grave. Sus labios apenas se movían al hablar.
—Yashim —murmuró éste.
Observó que ella había extendido su mano, con los dedos apuntando hacia el
suelo. Como en un sueño, la tomó y la apretó contra sus labios. La piel era cálida.
—Debería usted ser más atrevido, monsieur Yashim —dijo ella, formando unos
hoyuelos en sus mejillas.
Los ojos de Yashim se ensancharon. Sintió que la sangre se agolpaba en su rostro.
—Lo… lo siento…
—Me refiero, naturalmente, a lo de mirar los viejos planos de su ciudad —dijo
ella. Luego volvió a mirarlo con curiosidad—. ¿Habla usted francés, o me lo
imagino? Maravilloso.
»Y el plano… —prosiguió ella—. Es interesante, desde luego… Es uno de los
planos más detallados de Estambul que jamás se haya hecho, poco después de la
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Conquista. Bueno, un centenar de años más o menos. Mil quinientos cincuenta y
nueve, Flensburg, Melchior Lorich. Con todo, sugiero que miremos algunos de los
cuadros. Entonces, quizás, pueda usted formarse una idea de cómo somos.
Yashim apenas estaba escuchando lo que ella decía. La sensación que estaba
experimentando era diferente de cualquiera que hubiera conocido en su vida. Y
Yashim reconocía que no era simplemente el efecto de su belleza lo que la producía.
Los hombres corrientes podrían quedarse pasmados, supuso. Pero ¿él, Yashim?
¡Ridículo! Mujeres hermosas desfilaban ante él cada vez que entraba en el harén del
sultán. A veces las veía casi desnudas. ¡Cuán a menudo lo provocaban, con sus
perfumados pechos y rotundos muslos! ¡Cómo le suplicaban, aquellas perfectas
criaturas, una descuidada caricia de lo que estaba prohibido y era desconocido! Sin
embargo, ellas siempre le parecían, en algún aspecto fundamental, estar vestidas,
veladas, prohibidas.
Ahora estaba ante una mujer completamente vestida, aunque él miraba sus labios,
el hoyuelo en su garganta, sus desnudos y esbeltos hombros. Era ella la que parecía
más desnuda.
Nunca, en una sala pública, le había hablado así una mujer ni permitido que le
tocara la piel con sus labios.
La princesa le puso una mano sobre el brazo y le condujo hacia los cuadros que
colgaban de la pared.
—Dígame, monsieur, ¿no le escandaliza esto?
La mano sí que lo escandalizaba.
Se encontraban ante un cuadro familiar del zar Alejandro, su esposa y sus hijos.
Era una composición informal, al estilo francés: el zar sentado bajo un árbol al sol, la
zarina, como una manzana madura, apoyada contra él y varios niños pequeños,
rubios, con pantalones de seda, y niñas con vestidos blancos, todos agrupados a su
alrededor.
Yashim trató de examinar el cuadro, pero sí, ella tenía razón.
—Me escandaliza un poco.
—¡Ajá!
—No la mujer —¡Yashim mentiroso!—, sino la intimidad. Es… tan público.
Hace un espectáculo de algo que debería ser privado, entre el hombre y la mujer.
—¿Así que usted no cree en la representación de la forma humana? ¿O pondría
usted otros límites?
Hasta su voz, pensó Yashim, era escandalosa. Su curiosidad parecía más una lenta
caricia, como si le estuvieran explorando, miembro a miembro.
—No estoy seguro de lo que debo responder. Cuando leo una novela descubro,
allí, una representación de la forma. Y también la misma intimidad… y otros estados
de emoción, igualmente. En la novela me encantan. Pero me resultan escandalosos en
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algunos de estos cuadros. Me acusará usted de ser incoherente.
—No le acuso de nada, monsieur. Cuando usted lee… ¿posee tal vez a los
personajes? Claro que lo que pasa entre usted y ellos se mantiene en privado. Pero las
pinturas son muy públicas, como dice usted.
Lo miró tímidamente con el rabillo del ojo.
—Ustedes, los turcos, creo, entienden mucho de asuntos privados.
Yashim miró frenéticamente el cuadro de la pared.
—El harén… está prohibido, ¿no? —insinuó ella.
—Pero no para usted, madame —replicó Yashim.
Eugenia sofocó un pequeño jadeo de sorpresa.
—Oh, ¿como mujer, se refiere usted?
—Desde luego. Y también en virtud de su rango. Yo no tengo la menor duda de
que podría visitar los propios apartamentos del sultán, si lo deseara.
Vio el ansia reflejada en su cara y lamentó a medias la observación.
—¿Por invitación, seguramente? —Su voz era zalamera ahora.
—Estoy seguro de que podría arreglarse una invitación —respondió Yashim con
voz poco clara, sin comprender muy bien su propio comportamiento.
¿Qué estaba haciendo?
—Nunca se me hubiera ocurrido —dijo ella suavemente—. ¿Una invitación suya?
Yashim se disponía a replicar cuando la puerta del embajador se abrió de golpe y
el príncipe apareció, seguido de Potemkin.
—Qué demonio… —La maldición se cortó en seco en los labios del embajador.
Eugenia le lanzó una pequeña, fría, sonrisa.
—Monsieur Yashim y yo estábamos teniendo una conversación sumamente
interesante. Sobre arte —añadió—, ¿verdad?
Yashim se inclinó ligeramente.
—Sin duda, princesa.
El príncipe paseaba una dura mirada de Yashim a su esposa.
—El caballero se estaba marchando —dijo entonces secamente—. Estoy seguro
de que estará muy ocupado. Como lo estamos todos. Buenos días, monsieur.
Yashim se llevó una mano al pecho e inclinó la cabeza. Una vez más besó la
esbelta mano de Eugenia. Ésta le dijo:
—Perdóneme por entretenerlo. Espero que podamos continuar nuestra
conversación en otro momento.
Su tono era impecablemente diplomático. Frío. Como desinteresado.
Pero los dedos de Yashim estaban calientes allí donde ella los había apretado
ligeramente con los suyos.
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En los baños, quiso calor, y más calor. Cuando sintió como si su cabeza estuviera
rodeada por ardientes flejes, dejó que el masajista le aporreara cual si fuera pasta y
luego se sumergió en la helada agua del frigidarium.
Más tarde, durante su vuelta a casa, se dirigió al mercado de verduras en una
especie de frenesí. Su viejo amigo Giorgos, el vendedor griego que disponía sus
mercancías como armas en un arsenal, o joyas sobre una bandeja, salió realmente de
detrás de su tenderete para poner una pesada mano sobre el brazo de Yashim.
—Calma, calma —dijo con voz de bajo profundo—. Tú metes en la cesta como
un ladrón griego esto, aquello, todo. Dile a Giorgos qué quieres cocinar.
Cogió el cesto de las manos de Yashim y se quedó allí, orondo, su pecho como un
barril, en su sucia túnica, con las manos en las caderas, bloqueando el camino de
Yashim.
Yashim bajó la cabeza.
—Dame el cesto, griego cabrón —dijo.
Giorgos no se movió.
—El cesto.
—¡Eh! —La voz de Giorgos era muy suave—. Eh —dijo en tono más alto. Cogió
unas coles tiernas—. ¿Quieres?
Yashim movió la cabeza negativamente.
—Comprendo —dijo Giorgos. Le dio la espalda a Yashim y empezó a descargar
todas las verduras de su cesto. Volviendo la cabeza continuó—: Anda, ve a comprar
un poco de pescado. Yo te daré la salsa. Haces un kebab con el pescado, algunas
cebollas pequeñas y pimientos. Les echas la salsa. Los pones al fuego. Y los comes.
Anda.
Yashim se fue. Cuando hubo comprado el pescado, volvió en el momento en que
Giorgos estaba cascando nueces con sus manos y pelando dientes de ajo, todo lo cual
guardó en un cucurucho de papel.
—Ahora, effendi, ve a casa y cocina. El pimiento. La cebolla. No, no acepto
dinero de hombres enloquecidos. Mañana vuelves y me pagas el doble.
Cuando Yashim llegó a casa, dejó el pescado y las verduras sobre el tajo y lo
cortó todo con un cuchillo afilado. Las cebollas le escocieron en los ojos. Hizo caer
las cenizas y metió otro puñado de carbón. Cuando hubo ensartado los trozos en los
pinchos, aplastó las nueces y los ajos con la hoja plana de un gran cuchillo y los
cortó, juntando el montón, cada vez más pequeño, con la palma de su mano hasta que
el picadillo estuvo tan pegajoso que hubo de usar la hoja para arrancárselo de la piel.
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Untó el pescado con la salsa y lo dejó descansar mientras se lavaba las manos en el
cuenco que su patrona le preparaba cada mañana y cada tarde.
Depositó los pinchos sobre los tenues rescoldos y los roció con un chorro de
aceite. Cuando éste siseó en el fuego, abanicó el humo con un trapo y les dio la vuelta
a los pinchos, mecánicamente.
Poco antes de que el pescado estuviera listo para descamarse, cortó una rebanada
de pan blanco y la dejó sobre un plato junto con un pequeño bol de aceite, unas
semillas de sésamo y algunas aceitunas. Llenó una pequeña y esmaltada tetera con
ramitas de menta, un terrón de azúcar blanco y un pellizco de hojas de té chino
enrolladas, vertió agua de la jarra y hundió la tetera en las brasas incandescentes,
produciendo un chisporroteo.
Finalmente, sentado, arrancó los pimientos y el pescado del pincho y se los comió
con un trozo de pan.
Sólo entonces sacó la pequeña nota doblada que le había estado esperando cuando
llegó a casa.
Era del imán, que le enviaba su saludo. Había realizado una pequeña
investigación. Con mano firme había escrito los versos finales del poema sufí de
Yashim:
Sin saber
e inconscientes de la ignorancia,
duermen.
Despiértalos.
Sabiendo,
y conociendo la ignorancia,
la minoría de callados se hacen uno con el Núcleo.
Acércate.
Yashim se levantó. Luego dejó entreabierta la ventana, se lío un cigarrillo tal como le
había enseñado a hacer un tratante de caballos albanés, con un pequeño retorcimiento
de un extremo y un centímetro de cartón en el otro, como filtro, y se bebió un vaso de
dulce y ardiente té de menta mientras volvía a leer los versos.
Se echó de costado. Quince minutos más tarde, su mano se extendió y buscó a
tientas la vieja piel que yacía arrugada en algún lugar junto a sus piernas. La subió
hasta cubrirse el cuerpo.
Al cabo de tres minutos —porque ya lo estaba a medias—, Yashim el Eunuco se
quedó completamente dormido.
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El serasquier tomó un puñadito de arena y lo esparció por el papel. Luego inclinó la
hoja y dejó que la arena bajara nuevamente hasta el bote.
43
El primer pensamiento de Yashim al despertar fue que se había dejado una sartén
sobre las brasas. Se levantó de un salto del diván y se quedó mirando fijamente la
cocina, balanceándose sobre sus talones. Miró alrededor suyo con aturdimiento. Todo
estaba como debía estar: la estufa graduada en el mínimo, su hornillo apenas caliente;
un montón de platos y loza sucios; los tajos y cuchillos. Pero olía a quemado.
Del exterior subía una confusa mezcolanza de gritos y estrépito. Miró por la
ventana abierta. El cielo estaba iluminado por un resplandor como el de la temprana
alba, y mientras contemplaba la escena, un entero paisaje de tejados fue perfilado por
una enorme y rugiente llamarada que brotó hacia el cielo y que se desplomó luego en
una estela de chispas. Eso ocurría, calculó, apenas a cien metros de distancia: una,
quizás dos calles más allá. Podía oír el crujido de las maderas al arder, así como el
olor de las cenizas en el aire.
Una hora, pensó. Le doy una hora.
Miró a su alrededor, a su pequeño apartamento. Los libros alineados en las
estanterías. Las alfombras de Anatolia en el suelo.
—¡Ah, por las barbas del Profeta!
El incendio había estallado en un callejón que daba a Kara Davut. La entrada del
callejón aparecía bloqueada por una muchedumbre de ansiosos mirones, asustados
propietarios, muchos de ellos descalzos, y mujeres en todo tipo de déshabillé, aunque
cada una de ellas conseguía cubrirse la nariz y la boca con un pedazo de tela. Una de
las mujeres, observó Yashim, se había levantado de un tirón su chaqueta de pijama,
dejando al descubierto un delicioso pliegue de carne en torno a su barriga, mientras
que ocultaba su rostro. Todos estaban contemplando el fuego, como si estuvieran
congelados.
Yashim miró a su alrededor. En Kara Davut la gente estaba saliendo de sus casas.
Un hombre al que Yashim reconoció como el panadero estaba apremiando a la gente
para que dieran la vuelta y fueran en busca de cubos. Se encontraba situado a un paso
de la fuente, al final de la calle, gesticulando. Yashim repentinamente comprendió.
—¡Sacad a las mujeres de aquí! —gritó, aguijoneando a los hombres que estaban
a su lado—. ¡Necesitamos hacer una cadena!
Empezó a empujar a los que tenía a su lado. El hechizo que había caído sobre
éstos se rompió. Algunos hombres se despertaron a la vista de sus mujeres, medio
desnudas.
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A Preen le resultaba difícil creer lo que el imán estaba diciendo. ¿Una resurrección de
los jenízaros? ¿Cadetes de la Nueva Guardia asesinados de maneras despreciables?
Cogió unas pinzas y empezó a depilarse las cejas.
Se preguntó, mirándose al espejo, si el mensaje del imán tendría algo que ver con
la información que ella había dado a su amigo Yashim.
Asesinato.
Le dio un vuelco el corazón.
Hoy, se dijo a sí misma, dibujaría la raya ligeramente más arriba aún: siempre
podía realzar la línea con kohl. Comenzó a tararear.
Nada que hubiera oído en la mezquita tenía que ver con Yashim, o con ella, o con
aquel desagradable proxeneta.
47
El oficial de guardia en la torre contra incendios, Orhan Yasmit, ahuecó las manos y
sopló en ellas. Había sido una mañana de perros, no sólo porque hacía humedad y frío
sino porque la niebla le había casi imposibilitado trabajar adecuadamente. ¿Quién
podía distinguir un fuego en aquel velo de vaho? Apenas si alcanzaba a ver al otro
lado del Cuerno de Oro.
Dio unas patadas en el suelo para entrar en calor, luego cruzó la torre hasta el
costado sur y atisbo pesimistamente hacia el Bósforo. En los días buenos, la torre de
Gálata lo obsequiaba con una de las mejores vistas de la ciudad, casi a cien metros
por encima del Cuerno de Oro, a través del barrio viejo de Estambul, con sus
minaretes y cúpulas, por el sur hasta el Bósforo y Uskudar en el costado lejano… A
veces podía incluso ver las montañas de Gule, cárdenas en la lejanía.
Era una torre de piedra maciza labrada, construida por los genoveses casi
quinientos años antes, cuando el emperador griego gobernaba en Bizancio y Gálata
era su barrio italiano de postín. Desde entonces había sobrevivido a guerras y
terremotos… incluso incendios. El rostro de la ciudad había sin duda cambiado, a
medida que los minaretes reemplazaban a las agujas, y a medida que más y más
Sin saber
e inconscientes de la ignorancia,
buscan.
Enséñales.
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Asul contempló la puerta cerrada y muy lentamente hizo girar sus ojos para mirar a
Yashim. Éste tuvo la impresión de que la joven no lo había mirado hasta ahora.
Quizás no había registrado realmente su presencia en la habitación. La miró a su vez
fijamente y observó una nueva cautela en sus ojos.
—Toma —dijo suavemente—. Cógelo.
Los ojos de la chica siguieron el anillo a través del aire. En el último instante, con
un movimiento rápido como el de una serpiente, alargó la mano. Agarró el anillo y lo
apretó contra su pecho.
—Te he visto antes —dijo ella con una vocecita.
Yashim parpadeó lentamente, pero no dijo nada.
Asul bajó la mirada y abrió los dedos.
—Él me lo volverá a coger —dijo.
—Pero yo le pediré que no lo haga —replicó Yashim.
La muchacha casi sonrió. Un débil resquicio de expresión cruzó por su cara.
—Tú…
Yashim se llevó las palmas de las manos al rostro.
El serasquier arañó el borde del diván con sus talones y se puso dificultosamente de
pie.
—Debería usted habérmelo dicho. —Su voz era cortante—. No le pedí que
hablara con extranjeros. Con infieles.
Yashim, sentado en el diván, apoyó la barbilla entre las manos.
—¿Sabe usted por qué le metí en esto? —prosiguió el serasquier—. ¿Piensa que
fue porque deseaba discreción? —Miró airadamente a Yashim—. No. Lo hice porque
se suponía que era usted rápido. Mis hombres están muriendo. Quiero saber quién los
mata y no dispongo de mucho tiempo. Falta una semana exactamente para la revista.
Han pasado varios días y usted no me ha dicho nada. Y lo cierto es que fue usted
bastante rápido en Crimea. Quiero ver eso mismo aquí. En Estambul.
Las venas de sus sienes latían con fuerza.
—Poemas. Viajes en coche, lodo eso no me dice nada.
Yashim se puso de pie e hizo una reverencia. Cuando llegó a la puerta, el
serasquier dijo:
—Esas reuniones las fijé yo.
La capa de Yashim trazó un remolino.
—¿Reuniones?
El serasquier estaba de pie junto a la ventana, con las manos a la espalda.
—Los encuentros con los rusos. Me proponía conseguir que mis muchachos
tuvieran una educación. ¿Presentar armas y saludar a tu oficial superior? Estupendo.
¿Aprender a cargar un arma de retroceso o hacer instrucción como un francés? Eso es
sólo la mitad. Algún día vamos a tener que luchar contra los rusos. O los franceses. O
los ingleses.
»¿Cómo piensan? ¿Con qué ganas pelean los hombres? ¿Quiénes son sus héroes?
Se puede aprender mucho si uno comprende a los héroes de otro hombre.
El serasquier hizo chasquear sus nudillos.
—Podría fingir que nada de eso importa. Hubo una época en que nos
enfrentábamos con nuestros enemigos en el campo de batalla y los aplastábamos.
Éramos muy buenos. Pero los tiempos han cambiado. Ya no somos tan rápidos como
antes, y el enemigo se ha vuelto más rápido.
»No nos podemos permitir ignorarlos… rusos, franceses. Sí, incluso esos egipcios
pueden enseñarnos algo, pero no si nos quedamos chupando nuestras narghiles aquí,
en Estambul, mientras tratamos de imaginar cómo son. Es responsabilidad nuestra
saber qué piensan.
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Yashim se inclinó hacia delante y fijó sus ojos en la página 34 de Les liaisons
dangereuses. Pero no sirvió de nada. El libro llevaba abierto por la misma página
media hora.
¿De qué ley se trataría? ¿Sería como las leyes francas, que les permitían a los
griegos tener un país, pero negaban la misma ventaja a los polacos? ¿Y funcionaría
tan bien en las tierras altas de Bulgaria como en los desiertos de la Tripolitania?
¿El cambio necesario? Tal vez. Una única ley para todo el mundo,
independientemente de su fe, su lengua, su linaje. ¿Por qué no? No creía que
semejante cosa fuera sacrílega, pero entonces… muchos pensarían que sí lo era.
Y a todo esto, Yashim se preguntó quién más, exactamente, tenía noticias del
edicto. El sultán y sus visires, naturalmente. Dignatarios de alto rango como el propio
serasquier, sin duda. Los líderes religiosos… ¿el muftí, el rabino, el patriarca?
Probablemente. Pero ¿y la masa… los sacerdotes e imanes, digamos? No. Y tampoco
la gente de la ciudad. Para ellos iba a ser una sorpresa. Como lo había sido para él.
Cerró el libro bruscamente y también sus ojos. Se recostó en el diván.
En las pasadas horas había pensado en eso una docena de veces. Iba a haber
problemas… estaba seguro.
Pero se trataba de algo más, ¿no?
Había allí algo que él conocía, como una cara entre la multitud. Algo que le había
pasado por alto.
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Un hombre gordo, ansioso por seguir durmiendo, sintió que le hacían rodar por la
cama y cayó al suelo. Abrió los ojos y vio un par de pies de mujer.
—¿Vale, mi mocetón? Aquí está tu ropita. Póntela, amor; yo estoy lista. Vamos.
El hombre se vistió rápidamente con sueño aún en los ojos. «Lárgate», pensó.
Dejó cinco monedas sobre la mesa y ya iba a salir por la puerta antes de que ella se
diera cuenta.
La mujer vio cómo desaparecía por el umbral de la puerta.
Ella había terminado por aquella noche. Al menos con sus negocios de la calle.
No vendría nadie más.
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Yashim bajó por la escalera del desembarcadero a las primeras luces del alba,
llevando en la mano la nota que el cadí había escrito poco después de la plegaria de la
mañana. Para cuando estuvo instalado en el fondo del bote, la nota estaba ya flácida
por los efluvios de la húmeda mañana de Estambul, pero él ya no tenía necesidad de
volver a leerla.
Mientras el remero movía afanosamente sus pesadas palas y propulsaba el esquife
hacia la punta del serrallo, Yashim acomodó sus rodillas en el cojín de pelo de caballo
y automáticamente dejó descansar su peso sobre el brazo izquierdo, para equilibrar el
frágil bote. «Una cuchara de madera», había escrito el cadí. Como había visto la bolsa
de huesos y cucharas de madera esparcida por su suelo el día anterior, esa
coincidencia le había llevado a informar a Yashim.
Veinte minutos más tarde, el remero dio la vuelta al esquife y lo hizo retroceder
para acercarlo limpiamente a la escalera de Yedikule, en medio de una catarata de
golpes de remo y gritos.
En cuanto vio al hombrecillo tumbado boca abajo, en el barro, con una cuchara de
madera apretada contra su nuca, Yashim supo que aquél no era el cuarto cadete. Las
manos del cadáver estaban junto a sus orejas, las rodillas ligeramente flexionadas y
había una curva en su espalda que le hacía parecer, pensó Yashim, como si estuviera
simplemente observando con atención el barro.
Yashim hizo dar la vuelta al cuerpo y contempló su cara.
Los ojos desorbitados. La lengua que asomaba.
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Toda ciudad tiene distritos que bordean la respetabilidad, que nada tienen que ver con
su proximidad al adinerado y deseable centro. Por espaciosas que sean las casas, por
cómodas que parezcan, siempre están, de alguna indefinible manera, contaminadas
por el incesante paso de otras personas. Gente que se aloja por una semana, o incluso
por una noche; gente que va y viene, y puede, o no, volver, y cuyos objetivos son
demasiado efímeros y demasiado difusos para ser adecuadamente comprendidos.
Nadie pregunta. Nada se da por supuesto. Los servicios se pagan por anticipado y la
confianza es muy escasa. Los precios son siempre un poco más elevados que en otras
partes, pero la clientela está satisfecha con ahorrarse una caminata, o no conoce nada
mejor, porque son extranjeros.
Preen, sin embargo, era como una especie de instalación fija, y pagaba su alquiler
en consecuencia. Su casero no tenía de qué quejarse. Lo cierto es que él apenas sabía
de su existencia, ya que lo mandaban afuera, a un café, donde se pasaba todo el día
jugando a las tablas reales con otros viejos compadres, y sólo lo llamaban si su
esposa necesitaba investigar a un nuevo inquilino o asustar a un huésped
recalcitrante. Protegiendo su modestia, la patrona de Preen dirigía la mayor parte de
su negocio chillando desde detrás de una pantalla enrejada al pie de la escalera. Había
una ventanilla que la gente podía utilizar para pagarle: sostenían el dinero junto al
hueco de un alerón y ella lo agarraba. Si necesitaba echar una ojeada, podía apretar
los ojos contra la celosía. La habitación que había detrás, donde se sentaba ella,
estaba completamente a oscuras.
En aquel momento estaba observando a un hombrecillo negro que peleaba con
una percha de la que colgaban dos balanceantes recipientes de porcelana. Sin prestar
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Lo primero que Yashim notó, después de la peste que se veía obligado a introducir en
su jadeante pecho, fue la luz.
Se alzaba, formando misteriosas columnas por toda una vasta zona donde unas
pieles de animales estaban sumergidas en unas cubas para hervirlas y teñirlas. Bajo
un bosque de parpadeantes antorchas, cada cuba arrojaba una espuma de vapor rojo,
amarillo e índigo que se mezclaba y disolvía lentamente en la oscuridad de la noche.
El aire hedía a grasa, y a pelo quemado, y, lo peor de todo, al abrumador olor a
mierda de perro que se usaba para curtir la piel. Una visión infernal.
Un infierno en el que la presa de Yashim había desaparecido.
Yashim dobló una rodilla y echó una cuidadosa mirada a su alrededor.
Había oído hablar de las curtidurías, y las había olido también, pero era la primera
vez que las veía con sus propios ojos. Un alto techo cubría un espacio del tamaño
aproximado de un estadio, y allí, atestadas, casi tocándose por los bordes, estaban las
cubas, empotradas en unos suelos elevados de arcilla y cemento que permitían a los
curtidores caminar entre ellas y agitar sus burbujeantes contenidos con una larga
estaca. Moldeadas en arcilla, revestidas de tejas, cada cuba tendría casi dos metros de
diámetro. Aquí y allá se habían instalado unas bastas grúas para levantar los pesados
fardos de pieles y sumergirlos en los tintes, y en la confluencia de cada cuatro cubas,
en un espacio que parecía una estrella de cuatro puntas, había unas rejas de hierro
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El asesino permaneció un momento a gatas para recuperar el aliento. Era fuerte. Sí,
era muy fuerte. Pero correr era cosa de jóvenes, quizás un hombre entrenado. Él no se
había entrenado durante años. Diez años.
«Muévete —se dijo—. Arrástrate fuera de esta reja». Por primera vez en cuarenta
y ocho horas se sentía cansado. Perseguido por la mala suerte.
La misión había fracasado. Había esperado durante horas en aquella habitación,
concentrando su atención en la puerta. Una o dos veces, probó el picaporte para ver
cuánto tiempo tardaba la puerta en abrirse. Por fin llegó la oscuridad: su elemento.
La había oído llegar. Vio cómo la luz se aproximaba, observó con satisfacción
cómo un dedo se introducía por la puerta para levantar el picaporte. Su mano se
enrolló en torno al peso situado al extremo de la cuerda.
Y entonces, en la oscuridad, todo había ido mal. El bailarín dio un paso atrás, no
hacia delante. Y luego se produjo el choque. Hubiera sido posible seguir… pero había
llegado alguien.
Si hay algún riesgo de ser descubierto, anular la misión.
El asesino empezó a moverse otra vez, en silencio, alejándose a rastras
sigilosamente de la reja por el canal de desagüe. «Olvídate del fracaso —pensó—.
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Yashim vio que se había equivocado sobre los espacios existentes debajo de las
cubas. Por lo que podía distinguir, una sucesión de pozos de aireación descendían
todos hasta una enorme cámara de techo muy bajo, levantada sobre unas poco
profundas bóvedas de ladrillo. Entre las bóvedas, a intervalos regulares, estaban
dispuestos unos anchos braseros para calentar las cubas situadas arriba: a la débil y
humeante luz, los fondos de las cubas parecían las tetas de una monstruosa diablesa.
Los ojos de Yashim iban de los grifos de madera, que colgaban como pezones, al
enladrillado que formaba el suelo sobre el que ahora se encontraba agachado. En
cierto sentido había acertado. Había esperado un laberinto de túneles, pero lo que
encontró fue el conato de un laberinto, como si los túneles que él había imaginado
hubieran sido abandonados cuando tenían sólo unos cuantos centímetros de altura.
Estaban llenos de grasa coloreada.
Avanzó arrastrando los pies, la antorcha en una mano, el cuchillo en la otra.
Notaba que la grasa se amontonaba bajo los dedos de sus pies. Dirigiendo la mirada
hacia abajo, vio cómo se le acumulaba en los pies. Mirando al frente, descubrió que
la grasa estaba realmente desplazándose con lentitud hacia él. Alguien ya la había
apartado a un lado chapoteando, dejando una débil pero inconfundible pista, y estaba
ahora rezumando lentamente hacia atrás, revelando la dirección de su presa a medida
que avanzaba.
Se le ocurrió una idea, y regresó centímetro a centímetro hacia el respiradero.
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Se dijo que el combate —ellos sólo lo llamaban una reyerta— continuó mucho
después de que Murad Eslek hubiera ayudado a Yashim a abrirse camino en la tenería
a golpes, patadas y cuchilladas y salir a la silenciosa oscuridad que reinaba en el
exterior.
Mientras seguían su camino a tientas por los callejones, veían brillar algunas
lucecitas tras los postigos cerrados que había sobre sus cabezas. De vez en cuando
una puerta se cerraba de golpe. A lo lejos un perro empezó a ladrar. Sus pasos
resonaban ahogadamente en los adoquines. Un frío viento transportaba el olor de
yeso húmedo, así como el persistente perfume de las especias de la noche.
—¡Uy! ¡Cómo hueles, amigo! —dijo Murad Eslek, sonriendo.
Yashim asintió.
—De no ser por ti —dijo—, no habría quedado nada para oler. Te debo la vida.
—Olvídalo, effendi. Fue una buena pelea, eso es todo.
—Pero dime, ¿cómo…?
Yashim hizo una mueca de dolor. Ahora que todo había acabado, sus pies
escaldados empezaban a escocerle.
—Fue bastante fácil —replicó Eslek—. Te vi corriendo como un demonio…
Quizás te habían robado, o algo así. Pero cuando comenzaste a dirigirte a las
curtidurías, la cosa no pintaba bien… quiero decir, son duros esos tipos. Entonces fue
cuando empecé a pensar que ibas a necesitar un poco de artillería pesada. Así que
volví disparado hacia atrás y reuní a los chicos. Recorrí un par de bares. Pasé el aviso.
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La mañana amaneció clara y brillante. En la calle los residentes del barrio viejo de
Estambul se felicitaban por la reaparición del buen tiempo, y expresaban su esperanza
de que la penumbra que se había instalado sobre la ciudad durante la semana anterior
se hubiera finalmente levantado. Los optimistas declaraban que la oleada de
asesinatos parecía haber tocado a su fin, lo que demostraba que el mensaje de los
imanes había funcionado. Los pesimistas predecían más niebla en el futuro. Sólo los
fatalistas, que en Estambul eran centenares de miles, se encogían de hombros y
decían que, al igual que con el fuego y los terremotos, se cumpliría la voluntad de
Dios.
Yashim se dirigió temprano al café en Kara Davut. El propietario observó que
cojeaba, y sin decir una palabra le ofreció un diván con almohadones, dentro ya del
local pero desde donde podía seguir observando los acontecimientos de la calle.
Cuando hubo traído los cafés, Yashim preguntó:
—¿Hay alguien que pueda llevar un mensaje por mí y aguardar una respuesta?
Pregúntele a su hijo, pero está bastante lejos.
Y dio la dirección. El dueño del café frunció el ceño e hizo una mueca.
—Eso es mucho tiempo —dijo secamente—. Mehmed puede ir. ¡Eh, tú!
¡Mehmed!
Un niño de unos ocho o nueve años salió de un brinco de la trastienda a los gritos
de su padre. Se inclinó solemnemente y se quedó mirando a Yashim con sus grandes
ojos castaños, frotándose una pierna con el pie.
Yashim le dio una bolsa, y cuidadosamente le explicó adonde debía ir. Le
describió la vieja señora que había detrás de la celosía.
—Tienes que llamar. Cuando ella responda, salúdala de mi parte. Dale el dinero y
dile que éstos son… los gastos… por la dama de la habitación número ocho. Diga lo
que diga, no te asustes. Recuerda lo que te he dicho.
El niño asintió y se precipitó por la puerta al exterior, donde una pequeña
multitud se había congregado para contemplar cómo un derviche ejecutaba su danza
en la calle. Yashim vio cómo el muchacho se metía sin vacilar por entre los pliegues
de todas aquellas capas, y seguía calle abajo. Un recado funerario, pensó; el padre no
estaría encantado.
Sin saber
e inconscientes de la ignorancia,
buscan.
Enséñales.
Muy bien, pensó, pero ¿enséñales qué? ¿Iluminación? Desde luego, sería eso. Pero
aquello no significaba nada para él. Tal como el poema decía, ni siquiera sabía lo que
no sabía. Podía estar dando vueltas así para siempre.
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—Charmante! Tout à fait charmante! Si fuera más joven, querida, estaría celosa.
Eugenia enrojeció ligeramente, e hizo una reverencia. No tenía ninguna duda de
que la Valide, que se estaba reclinando en unos cojines dispuestos en un asiento junto
a la ventana, debía de haber sido encantadora. Bajo la suave luz a sus espaldas,
mostraba la natural elegancia de una mujer hermosa. Y sus pómulos hacían juego.
—Me alegro tanto de que pudiéramos convencerte de que vinieras —continuó la
Valide, sin una pizca de ironía. Levantó sus impertinentes y contempló el vestido de
Eugenia—. Las jóvenes pensarán que vas completamente à la mode —declaró—.
Quiero que te sientes aquí, a mi lado, antes de que vengan a devorarte. Podemos
charlar un poco.
Eugenia sonrió y se sentó al borde del diván.
—Fue muy amable por su parte invitarme —dijo.
—Los hombres no lo piensan, pero hay muchas cosas que las mujeres podemos
arreglar, n’est-ce pas? Incluso desde aquí. Tu ne me crois pas?.
—Por supuesto que la creo, Valide.
—Y vosotros, los rusos, estáis en ascenso estos días. El conde Orloff, el
predecesor de tu marido, fue un buen amigo del imperio durante la crisis egipcia.
Tenía una esposa muy sencilla, tengo entendido. Pero sin duda eran muy felices
juntos.
Eugenia frunció levemente el ceño.
—Ella era una Voronsky —replicó.
—Lo creas o no —dijo la Valide—, nunca me han impresionado las pretensiones
de ser de una familia antigua. Ni yo ni mi querida amiga de la infancia, Rose,
estábamos precisamente en el Gotha. Fuimos inteligentes, y eso cuenta mucho más.
Ella llegó a emperatriz. Su marido, Napoleón, por supuesto, tampoco procedía de
ninguna parte. Los otomanos, me encanta decirlo, no tienen esnobismos de esa clase.
Eugenia parpadeó y sonrió. La gente inteligente, le constaba, tendía a ocultar su
inteligencia. La Valide, decidió, era una mujer muy inteligente.
—En el imperio debe de haber, sin duda —dijo despreocupadamente—, una vieja
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Mientras subía por la escalera de caracol, Yashim seguía jubiloso por las noticias.
El chico lo había encontrado en la acera frente al café. Se puso en posición de
firmes y soltó el mensaje que había memorizado durante el camino de vuelta.
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Yashim encontró al embajador polaco con un batín de seda, bordado con leones y
caballos en hebra de oro. Yashim supuso que era chino. Estaba tomando té y
contemplando silenciosamente un huevo pasado por agua, pero cuando Yashim entró,
alzó una mano para hacer pantalla ante sus ojos, volviendo la cabeza a un lado y a
otro como una tortuga ansiosa. El sol hacía resaltar las motas de polvo a medida que
éstas ascendían hacia las largas ventanas.
—¿No sabes qué hora es? —dijo Palieski con voz espesa—. Toma un poco de té.
—¿Estás enfermo?
—Enfermo, no. Pero estoy sufriendo. ¿Por qué no podría estar lloviendo?
Incapaz de dar una respuesta, Yashim se dejó caer en un sillón y dejó que Palieski
le sirviera una taza con mano temblorosa.
—Meze —dijo Yashim. Y levantó la mirada—. Meze. Unos bocaditos antes de la
comida principal.
—¿Tenemos que hablar de comida?
—El meze era una manera de llamar la atención de la gente sobre la excelencia
del festín que había de venir. No se regateaban esfuerzos en su preparación. O,
debería decir, su selección. Algunas veces, el mejor meze son las cosas más sencillas.
Pepinos tiernos de Karaman, sardinas de Ortakoy, rebozadas como máximo, y
fritas… Lo mejor de lo mejor, y acertar el momento, la coordinación, podría decirse,
lo es todo.
»Ahora tomemos estos asesinatos. Tenías razón…
Son algo más que aislados actos de violencia. Hay una lógica, una pauta, y más.
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Media hora más tarde, Yashim estaba sentado en el pórtico de la embajada rusa,
jugueteando con la irritante idea de que saber no era lo mismo que encontrar. Se
hallaba sólo a ochocientos metros de la residencia del embajador Palieski, y apenas a
veinte del plano que había visto colgado en la galería del vestíbulo de arriba. Pero, a
pesar de toda su habilidad, éste lo mismo podría haber estado en Siberia.
El embajador, al parecer, no se encontraba en casa. Yashim se preguntó si haría el
mismo horario que Palieski. Quizás estaba ahora en la cama con su deliciosa esposa.
La idea le disgustó, y pidió ver al primer secretario. Pero tampoco se pudo encontrar
al primer secretario. Se le ocurrió preguntar entonces por la mujer del embajador.
Pero el sentido común, así como unas heredadas nociones de propiedad, le hicieron
descartar la idea. Ni siquiera las mujeres cristianas acudían a la puerta ante cualquier
hombre que llamara.
—¿Hay alguien con quien pueda hablar? Es muy urgente.
En el momento en que oyó a sus espaldas el paso deliberado, militar, Yashim supo
quién era la persona que sí podía hablar con él. La mano tullida. La fea cicatriz.
—Buenas tardes —dijo Potemkin—. ¿No quiere usted pasar?
Cuando seguía al joven diplomático a la gran sala, sus ojos se desviaron
involuntariamente hacia la escalera.
—El personal generalmente no admite a nadie sin cita previa. Siento que haya
tenido usted que esperar tanto tiempo. El embajador y sus ayudantes tienen mucho
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El embajador ruso se llevó el monóculo al ojo y luego lo dejó caer sin decir nada
mientras abría los ojos por la sorpresa.
—No puedo creerlo —murmuró, sin dirigirse a nadie en particular.
Un segundo secretario se inclinó como si fuera a recoger el comentario y
llevárselo al oído; no obstante, no oyó nada. Levantó la cabeza y siguió la mirada de
su amo.
De pie, junto a la entrada, con una copa de champán en su mano y un par de
blanquísimos guantes de cabritilla en la otra, se encontraba Stanislaw Palieski, el
embajador polaco. Pero no se parecía a ningún embajador polaco que el ruso hubiera
visto en su vida. En un rostro tan pálido como la misma muerte, sus azules ojos
centelleaban llenos de vida como zafiros en la nieve. Pero no fue la expresión de su
cara lo que dejó pasmado al ministro del zar.
Palieski iba ataviado con un abrigo de montar acolchado, largo hasta la
pantorrilla, de seda salvaje roja, fantásticamente bordado en hebra de oro, con un
magnífico adorno de armiño en el cuello y puños. Su largo chaleco era de terciopelo
amarillo. Sin las trabas de algo tan vulgar como unos botones, se sujetaba en la
cintura por un espléndido fajín de seda rojo y blanco. Bajo el fajín llevaba unos
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Yashim cerró la puerta a sus espaldas, soltando el pomo suavemente para no hacer
ruido.
Lo hizo a tiempo. Aplicando la oreja a la puerta pudo oír cómo la otra se abría de
par en par. Alguien entró precipitadamente en la habitación y luego se detuvo.
«Dentro de cinco segundos cruzarán esta puerta», pensó Yashim. Miró
frenéticamente a su alrededor, esperando encontrar algún lugar para ocultarse.
Y se dio cuenta, inmediatamente, de que la joven y espléndida esposa del
embajador, ataviada con una resplandeciente estola de piel de zorro, estaba sentada
ante el espejo, mirándolo con la boca abierta.
Y, aparte de la piel, estaba desnuda.
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Muy lejos, en la primera gran audiencia en el palacio del sultán en Topkapi, los
carruajes se alejaban rodando por los adoquines y a través de la alta puerta, para
desaparecer en dirección al Hipódromo y la oscuridad de la ciudad. Sólo quedaba un
hermoso coche de punto, con su conductor inmóvil en el pescante, el látigo en la
mano, y dos lacayos detrás del vehículo como si fueran hombres de piedra,
insensibles a la llovizna. Cuando el viento azotaba las antorchas colgadas a lo largo
de la pared interior, el resplandor se reflejaba en el brillante acabado de laca negra de
la puerta del carruaje e iluminaba el escudo de armas de los Romanov con su águila
bicéfala: el símbolo que tantos siglos antes había nacido en esta misma ciudad.
En contraste con el vacío del carruaje del embajador ruso, en el boudoir de la
esposa las cosas habían llegado a un clímax de lo más vivo.
Dejando caer los hombros, Eugenia soltó un largo y satisfecho suspiro.
Momentos más tarde, sonreía guturalmente al oído de Yashim.
—Por más que sea presumida —susurró—, no creo que fuera por esto por lo que
viniste, ¿verdad?
Yashim se incorporó. Sus ojos estaban cerrados por el doliente esfuerzo. Eugenia
alargó una mano y le acarició su húmeda frente.
—Lo siento —dijo la mujer.
Yashim soltó un soplido y abrió los ojos. Haciendo una profunda inspiración,
dijo:
—El-plano-del-vestíbulo. ¿Dónde ha ido a parar?
Eugenia se rió, pero cuando captó la mirada de Yashim, se apartó y se arrodilló en
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El maestro del gremio de soperos se cogió los extremos del bigote con ambas manos
y se los atusó pensativamente.
Luego tomó la antigua llave que el vigilante acababa de devolverle y la deslizó de
nuevo en el gran llavero.
Sabía que el investigador de palacio tenía que estar en lo cierto. Sólo los
vigilantes de la noche podían haber organizado el robo. Pero ¿por qué? Tenía que ser
alguna estúpida broma, supuso. Quizás algún ritual sentimental suyo. Cuando les
explicó que uno de los calderos había desaparecido, esperaba que ellos desviaran la
mirada y parecieran avergonzados. Creía que confesarían. Había esperado que
tuvieran confianza en él.
Pero solamente lo miraron con fijeza. Y lo negaron todo. El maestro sopero se
quedó decepcionado.
—Mirad —volvió a empezar el maestro sopero—. No quiero castigaros. Quizás el
caldero sea devuelto y quizás no haga falla decir nada más al respecto. Pero —
levantó un grueso dedo— estoy preocupado. El gremio es una familia. Tenemos
dificultades y las resolvemos. Yo las resuelvo. Es lo que hago yo; yo soy el jefe de
esta familia. De manera que cuando un extraño viene a hablarme de problemas sobre
los que no sé nada, me preocupo. Y también me siento avergonzado.
Hizo una pausa y miró a los tres hombres a los ojos. Ellos no bajaron la mirada.
—Un tipo entrometido, de palacio, ha venido a decirme algo que ha ocurrido en
mi propia casa. Ah… Empezáis a comprenderlo, ¿no?
Había detectado un resquicio de interés… pero nada más.
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Yashim se pasó la mañana visitando los tres lugares que había identificado en el viejo
plano la noche anterior. No estaba muy seguro de lo que andaba buscando, pero
confiaba en que algo se le ocurriría si buscaba con la mente abierta.
Una tekke no tenía por qué ser grande, pero encontrar un lugar espacioso podría
proporcionar una clave. Una tekke no tenía que ajustarse a ninguna forma
determinada, aunque una pequeña cúpula podría sugerir un lugar de culto. Como lo
haría, tal vez, una pila de agua bendita, o una hornacina en desuso, o una olvidada
inscripción sobre una puerta, o en un corredor. Unos pocos signos que podrían
parecer insignificantes en sí mismos, pero que, considerados en conjunto, le
señalarían la dirección correcta.
A falta de eso, siempre podía preguntar.
La primera calle que visitó estaba tan sólo recuperándose poco a poco de los
efectos de un incendio que había ardido tan ferozmente que los pocos edificios de
piedra habían acabado por estallar. Algunos bloques grandes, rotos, seguían sobre la
ceniza que cubría la calcinada calle. Unos hombres hurgaban en las cenizas con
bastones. Yashim supuso que serían propietarios buscando sus pertenencias.
Respondieron a sus preguntas con lentitud, como si sus pensamientos estuvieran aún
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Stanislaw Palieski abrió la boca para lanzar un gemido, como hacía cada mañana
cuando se despertaba. Pero el gemido no salió.
—¡Ja!
Los acontecimientos de la noche anterior habían vuelto a su memoria con
inesperada claridad.
Movió los dedos de los pies y éstos aparecieron obedientemente a los pies de la
cama, emergiendo de debajo del edredón que hacía mucho tiempo que había
adoptado, a la manera turca. Sus dedos le parecieron muy sucios, hasta que recordó
que los había ennegrecido con un cepillo.
Recordó el execrable champán que había estado a punto de beber la noche
anterior. Sin duda, alguna poco escrupulosa casa francesa se había deshecho de un
bushel de mala cosecha enviándolo a la confiada Sublime Puerta, cobrando un ojo de
la cara y confiando en que no serían descubiertos. A fin de cuentas, ¿quién iba a
quejarse? Los turcos no, pues se suponía que no probarían ese brebaje. Y los
invitados difícilmente protestarían.
Con todo, pensó Palieski, no se conseguía champán a diario, y habría podido
beber bastante más si aquel ruso de cuello rígido no se hubiera mostrado tan pesado.
Sonrió burlonamente.
Arrojar su bebida sobre el príncipe Derentsov había sido, pensó, una maniobra
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Mientras la tapa se iba abriendo sobre sus bien lubricados goznes, Yashim echó una
cautelosa mirada al interior.
La luz era débil, y el interior del cofre se encontraba en la sombra, pero aun así
Yashim pudo reconocer algo tan prosaico como inesperado.
En vez del cadete muerto que temía encontrar, se veía un montón de platos…
Detrás de los platos aparecía una bandeja de copitas más bien complicadas,
cabeza abajo para resguardarlas del polvo. A su lado, una copa de metal cubierta con
lo que resultó ser un pedazo de tela bordada doblado. Y un libro.
Yashim lo cogió. Era el Corán.
Por lo demás, el cofre estaba vacío y olía a pulimento.
Yashim sonrió sombríamente.
«Van a traer a los cocineros —se dijo—. Para una fiesta».
Una bacanal karagozi.
Cerró la tapa rápidamente y se dirigió a la escalera. A mitad de camino se
encontró inmerso en la oscuridad y empezó a subir los peldaños de dos en dos. Salió
de la escalera de caracol y cruzó la habitación por la que había venido, sin
preocuparse de que sus apresurados pasos levantaran una nube de polvo. Ya en el
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La primera persona que Murad Eslek vio cuando entraba en el café para su primera
comida del día fue a Yashim, el caballero al que había rescatado de los curtidores.
Yashim vio que Eslek sonreía y agitaba una mano. Murmuró algo a un camarero
que pasaba por su lado y luego fue a sentarse al lado de Yashim y a estrecharle la
mano.
—¿Está usted bien, inshallah? ¿Cómo va su pie?
Yashim le aseguró que su pie estaba mejorando. Eslek lo miró con curiosidad.
—Y le creo, effendi. Perdone, pero parece usted una rosa bien regada.
Yashim inclinó la cabeza, recordando las horas que él y Eugenia habían pasado
envainando la espada la noche anterior. La recordó jadeando, echando hacia atrás su
hermosa cabeza y descubriendo sus dientes con frenética lujuria, casi pasmada —tal
como ella le había susurrado a él— por el descubrimiento de un hombre que podía
hacer algo más que satisfacer el apetito de la mujer: que podía, en las horas que
juguetearon juntos, despertar un hambre que ella nunca había conocido. Él no había
pegado ojo.
No había dormido demasiado la noche anterior tampoco, aquella noche en que
había hecho caer al asaltante de Preen —no su asesino ahora, al parecer— en la
hirviente cuba de la tenería. Desde entonces había estado en constante movimiento…
Aquella segunda vez a la embajada rusa, enviando a Palieski a la fiesta para ganarle
tiempo, pateando las calles en busca de una tekke que no significaba nada para nadie
excepto para él y para… ¿quién más? Durante todo este tiempo su cabeza había
estado examinando las posibilidades, siguiendo la pista de sus encuentros de la
semana anterior, buscando algo a lo que pudiera agarrarse.
Durante todo este tiempo trató de no pensar en lo que había ocurrido la noche
anterior. El dolor, y el deseo. El tormento que había sido incapaz de resistir.
Vería lo que su amigo Eslek podía hacer para ayudarlo y luego iría al hammam a
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Una hora antes del crepúsculo, Stanislaw Palieski se unió a un grupo de hombres que
se encontraban farfullando con indignación ante las puertas del hammam Celebi, uno
de los mejores baños de la ciudad del barrio viejo de Estambul.
Se levantaba al pie de una colina, bajo una red de atestados callejones cuya
relativamente generosa amplitud sugería que aquél era, con todo, un distrito próspero,
ni tan atestado que los salientes de sus casas sobresalieran casi tanto que tocaran los
de sus vecinos al otro lado de la calle, ni tampoco tan grandiosas que quedaran
ocultas detrás de las murallas, sino un barrio de acaudalados comerciantes y
administradores a los que les gustaba deambular de noche por las calles, y sentarse a
discutir las noticias del día en los numerosos cafés y casas de comidas. No estaba
lejos, en realidad, de Kara Davut, y fue con la idea de pararse a tomar un baño, de
camino hacia la cena del jueves con Yashim. Palieski cruzó el puente de Gálata, en
paz con el mundo, y con dos botellas de vodka, muy frías, bien protegidas en su
envoltorio, en el fondo de su maletín.
El hammam Celebi estaba inesperadamente cerrado para proceder a su limpieza.
Decepcionados bañistas agarraban sus bolsas de ropa limpia y fulminaban a la
dirección del local.
—¡Dicen que volvamos dentro de una hora, o incluso dos! —se quejaba un
hombre con un turbante—. ¡Como si nos pudiéramos pasar toda la noche subiendo y
bajando por las colinas transportando ropas como un vendedor ambulante!
—¡Y como si hoy no fuera jueves! —añadió otro hombre.
Palieski ponderó este oscuro argumento. Pues claro: el día siguiente era una
jornada destinada al descanso y la plegaria, una jornada para abordarla
inmaculadamente limpio, al menos en el aspecto exterior. El jueves por la tarde, los
baños siempre estaban muy ocupados.
—Perdonen que les interrumpa —dijo cortésmente—. No comprendo muy bien
Eslek había captado la idea deprisa, pensó Yashim. No había rehusado el pago, para
alivio suyo: la tarea era crucial, demasiado importante para ser llevada a cabo como
un favor. Y, de todas maneras, Yashim ya había recibido su favor. Ahora tocaba pagar.
Se quitó las ropas y las tendió al ayudante. Se calzó un par de zuecos de madera
para proteger las plantas de sus pies de la piedra caliente. Dentro de las cálidas salas
del hammam, los suelos estaban siempre peligrosamente resbaladizos. Desnudo,
excepto por una tira de tela en torno a las caderas, Yashim cruzó la puerta para entrar
en una gran sala, rematada por una cúpula, llena de vapor. La cúpula estaba sostenida
por pechinas que creaban nichos semicirculares alrededor de las paredes, donde uno
podía sentarse junto a un caño del que manaba agua caliente —la cual bajaba por el
suelo hasta desaguar en el centro— y tirarse agua con un cazo para limpiarse el
cuerpo hasta el último de los poros.
Yashim penetró con placer en la vaporosa sala. Separó los pies, arqueó la espalda
y se estiró hasta que las articulaciones de sus hombros crujieron. Luego deslizó sus
dedos por sus negros rizos y miró a su alrededor en busca de un lugar para sentarse.
Se sentó en un pequeño banco bajo con la espalda apoyada en la pared y sus largas
piernas estiradas ante él. Durante varios minutos no se movió, dejando que su cuerpo
absorbiera calor, sintiendo que el sudor empezaba a correr. Al final se inclinó hacia
delante y cogió un pequeño cazo situado a sus pies.
Lentamente se vertió el agua en la cabeza. Tenía los ojos cerrados. Le gustó la
manera en que el agua formaba pequeños arroyos a través de su cabello y chorreaba,
como unos dedos sedantes, por su cuello. Volvió a hacerlo. Oyó que un hombre se
reía. Olió el perfume animal de la piel limpia. Al cabo de unos minutos cogió una
pastilla de jabón y comenzó a enjabonarse, empezando por los pies, continuando
hacia la cara y el cabello.
Siguió vertiendo el agua sobre su cabeza y hombros. Se enjuagó desde la cabeza
hasta los pies, frotándose la piel con los dedos, observando la manera en que los pelos
de sus piernas se inclinaban siguiendo el curso del agua. Eso siempre le recordaba el
sueño de Osmán, el sueño en el que el fundador de la dinastía otomana había visto un
gran árbol, cuyas hojas de repente se ponían a temblar y luego se alineaban, como
empujadas por un viento, señalando con una miríada de agudas puntas hacia la
Ciudad Roja de Bizancio. Finalmente les dio a sus pies un masaje con los pulgares, se
levantó y cruzó hasta encontrar espacio en la plataforma elevada del centro de la sala.
Tras extender su toalla, se tumbó lánguidamente en la caliente plataforma, el
centro del hammam, boca abajo, con la cabeza vuelta hacia la izquierda y los ojos
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Yashim había estado soñando. Soñaba que él y Eugenia estaban de pie, desnudos, uno
al lado del otro, en la nieve, contemplando un incendio forestal que crepitaba en las
copas de los árboles. No hacía frío. A medida que el fuego avanzaba, el calor
aumentaba, y la nieve empezaba a derretirse. Gritó: «¡Salta!» y los dos se lanzaron
desde el borde de la nieve fundida. No recordaba haber golpeado contra el suelo, pero
empezó a correr a través de la plaza en dirección al enorme ciprés. A Eugenia no se la
veía por ninguna parte, pero el maestro sopero alargó sus enormes manos y prendió
fuego al ciprés con un fósforo. Éste ardió como una exhalación mientras Yashim se
aferraba a él, apretando el rostro contra su lisa corteza. Pero cuando trató de
apartarse, no pudo hacerlo porque su piel se había fundido y pegado al árbol.
Tosió y trató de levantar la cabeza. Sus ojos se abrieron. Parecía como si los
tuviera cubiertos por una película. Su visión era borrosa. Hizo un nuevo esfuerzo por
levantar la cabeza, y esta vez su mejilla se pegaba a la dura superficie del banco de
masajes, donde yacía en un charco de su propio sudor. Intentó bajar al suelo.
Sintió un dolor sordo en los pies, y tardó unos momentos en darse cuenta de que
sus plantas ardían al tocar el suelo de piedra. Volvió a sentarse en el banco, levantó
las piernas y miró a su alrededor. Allí no había nadie más.
El vapor brotaba del suelo como si fuera en furiosas oleadas, que se
entremezclaban para formar una niebla que se hacía más espesa al acercarse a la
cúpula. Yashim descubrió que le costaba respirar: el aire era tan caliente y húmedo
que cada respiración se introducía en su garganta como si fuera un trapo, y no le traía
ningún alivio. Con una pesada mano se quitó el sudor de los ojos.
Sentía la niebla como si fuera algo curiosamente íntimo, como si fuera en realidad
un problema de sus ojos, y esto parecía desorientarlo. Alzó la cabeza y miró a su
alrededor, buscando las puertas. Descubrió sus zuecos de madera junto al banco de
masajes. Metió los pies en ellos y permaneció de pie un momento oscilando,
apoyándose en el banco; y entonces, como un hombre que se abre camino con
esfuerzo a través de la nieve, avanzó tambaleándose hacia la puerta. Se dejó caer
contra ella, tanteando en busca de un pomo. Pero la puerta era tan lisa como las
paredes.
No había ningún pomo.
Yashim golpeó con los puños, incapaz de gritar, su respiración brotando como un
llanto a través de sus dientes. No vino nadie. Una y otra vez se lanzó contra la puerta,
cargando todo su peso sobre el hombro; pero aquélla no se movió y el sonido mismo
iba perdiendo intensidad con cada impacto. Se dejó caer de cuclillas, con una mano
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Yashim podía oír voces. Una pequeñísima raja de luz atravesó la oscuridad cuando
levantó sus párpados apenas un par de centímetros. Algo que lo aliviaba presionó por
un momento contra su cuerpo, y desapareció.
Borrosas sombras se movían en la luz. Espantoso accidente… golpe de suerte…
Luego alguien le secó el rostro con un trapo empapado de agua fría, y la propia cara
de Palieski apareció en el campo de visión.
—¿Yash? ¿Yashim? ¿Puedes oírme?
Éste trató de asentir.
Palieski le pasó una mano por debajo de la cabeza y se la inclinó hacia delante.
—Bebe esto —dijo.
Yashim sintió el borde de la taza contra sus labios, pero éstos parecían haber
alcanzado un tamaño enorme. Sus dedos parecían llevar guantes, tan difíciles de
doblar resultaban.
—¿Puede hablar?
Era la voz del serasquier.
«Estoy soñando», pensó Yashim.
Unas manos lo cogieron y lo movieron por el aire. Luego lo depositaron sobre
una superficie lisa y lo taparon con una manta.
Palieski vio cómo instalaban a su amigo en una camilla; luego les dio las órdenes
a los portadores. Dirigiéndose al serasquier, dijo:
—Me lo llevaré a la embajada. Allí estará a salvo.
El serasquier asintió.
—Por favor, hágame saber más tarde cómo sigue.
Los portadores de la camilla cargaron con las varas sobre el hombro y siguieron
al embajador en la noche.
Yashim era consciente del traqueteo de la camilla mientras recorrían las oscuras
calles. Oía el ruido sordo de los pies de los portadores, así como el tintineo de
campanillas, y se preguntó tristemente cuán malherido estaba. De vez en cuando, la
tela de la litera le arañaba la piel y casi lo hacía gritar.
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Los asnos golpeaban los adoquines con sus pequeños cascos. Los carros de dos
ruedas traqueteaban y se balanceaban tras ellos, con un ruido como de guijarros que
rodaran. Los tenues rayos de luz del farol trazaban garabatos en las lisas paredes.
Catorce. Quince. Dieciséis.
Murad Eslek levantó una mano. El portero de noche asintió con la cabeza e hizo
que la barrera se balanceara suavemente encajándola en el bloque de madera del otro
lado de la verja, cerrando la calle.
Eslek dio unas breves gracias y siguió a sus carros hasta la plaza.
Sesenta o setenta carros tirados por asnos se abrían paso a través de las estrechas
aberturas, discutiendo su prioridad con una docena más o menos de carros de muías,
de un tamaño mayor, un rebaño de ovejas que no dejaban de balar y unos vendedores
ambulantes que seguían llegando. El espacio disponible estaba comprimido por los
vacíos puestos que Eslek y sus hombres habían estado levantando durante las últimas
dos horas, cada uno de ellos rematado por una lámpara. El carro número ocho,
observó Eslek, había sobrepasado su puesto. Inútil tratar de volver atrás; tendría que
dar toda la vuelta y hacer un segundo intento cuando los demás se hubieran apartado.
Uno de los puesteros, envuelto en una manta de caballo sujeta con una cuerda, exigía
saber dónde se encontraba su entrega. El carro número cinco había sido arrastrado
por una erupción de carros de mulas que llegaban de la ciudad. Eslek apenas
conseguía distinguirlo, con su alto montón de jaulas de aves de corral balanceándose
peligrosamente. Pero, en su mayor parte, todo estaba en su lugar.
Comenzó a ayudar a descargar el primer carro. Cestos de berenjenas, bolsas de
arpillera con patatas y bushels de espinacas cayeron con ruido sordo en el establo.
Cuando casi estuvo todo acabado, Eslek se dio la vuelta y empezó la misma rutina
con el carro de detrás. El truco consistía en terminar de descargar simultáneamente,
mantener el tren de carros junto y avanzar con orden. De lo contrario, todo iría de un
lado para otro y no habría descanso hasta la salida del sol.
Se precipitó a través de la plaza hacia el carro de las aves de corral. Tal como se
temía, había quedado encajado detrás de un carro de muías cargado con sacos de
arroz, y nadie prestaba atención a los gritos del conductor. Eslek agarró el ronzal de la
muía e hizo una señal con el brazo al conductor, que se encontraba de pie en el carro,
trasladando los pesados sacos a los brazos de un hombre que estaba en el suelo.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Espera!
El conductor le lanzó una mirada y se dio la vuelta para coger otro saco. Eslek
tiró del ronzal de la muía hacia atrás. El animal trató de levantar la cabeza, pero en
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Cuando Yashim abrió nuevamente los ojos, el cielo seguía oscuro. El fuego de la
chimenea se había apagado. Haciendo una leve mueca de dolor, se incorporó y dejó
resbalar sus piernas por el borde de la cama. Tenía los pies magullados e hinchados,
pero se obligó a permanecer de pie. Después de que hubo andado cojeando por la
habitación durante unos minutos, consideró que el dolor era soportable. También
encontró sus ropas por accidente, al alargar una mano en la oscuridad con objeto de
mantenerse firme. Estaban perfectamente apiladas sobre una mesa donde Marta debía
de haberlas dejado.
Encontró su capa en el vestíbulo, y salió al aire de la temprana mañana. Su piel
estaba tierna, pero su cabeza clara.
Se dirigió rápidamente al Cuerno de Oro. Los versos del poema karagozi daban
vueltas en su cabeza al ritmo de sus pasos.
Sin saber
e inconscientes de la ignorancia,
duermen.
Despiértalos.
Aceleró el paso para llegar a los muelles. Una vez allí encontró un barquero, se
arrebujó en su albornoz por el frío de la mañana, y, cuando estuvo en el otro lado,
alquilo una silla de manos y ordenó a los porteadores que se dirigieran al mercado de
la Kerkoporta.
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Yashim no oyó los gritos hasta que se encontraba casi fuera de la torre. Él y el mozo
que lo acompañaba se quedaron de pie en el parapeto, tratando de ver más allá del
viejo ciprés. En un momento, el espacio que quedaba bajo ellos se llenó de personas
intentando escapar, que se atropellaban en el callejón y vociferaban. Oyó que algunos
gritaban: «¡El cadí! ¡Id a buscar al cadí!», y una mujer lanzó un grito de horror. Uno
de los bastones de madera del malabarista salió por los aires hacia el ciprés,
golpeando contra las ramas, mientras la multitud se agitaba alrededor del artista.
Yashim paseó su mirada por la plaza. No tenía sentido tratar de llegar allí,
comprendió, mientras seguía saliendo de ella la gente en tropel. Alguien bajo él
tropezó y un cesto de verduras salió volando.
—¡Vete! ¡Vete! —El mozo estaba saltando de un pie al otro.
Pudo ver al cadí enfrentándose a un grupo de hombres que gesticulaban y
señalaban. Más allá, a la izquierda, vio que se había formado un círculo, dejando un
puesto en medio. Miró hacia abajo. La multitud ya no corría. La gente estaba
formando pequeños corrillos, mientras los que estaban más próximos a la boca del
callejón se habían dado la vuelta y estiraban el cuello para observar la plaza.
Yashim inició un trote a lo largo del parapeto, bajó por los escalones de dos en
dos y se precipitó a través del pasaje. Alguien lo agarró del brazo, pero se zafó de la
presa de un manotazo. Regresó a la plaza abriéndose paso entre los grupos de
curiosos. Mientras corría hacia el círculo, vio a Murad Eslek que acompañaba al cadí.
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Yashim rodeó con sus dedos la tacita y miró con agradecimiento el negro líquido en
su interior. Nada de especias, ni pizca de dulce. Al acercárselo a su nariz, una sombra
se proyectó sobre la mesa y él levantó la mirada con sorpresa.
—Por favor —dijo, ofreciendo un taburete.
El maestro sopero colocó sus enormes manos encima de la mesa y desplomó su
peso sobre el taburete. Sus ojos se pasearon por el café, observando a los demás
clientes, las dos estufas, el brillante muro de cafeteras. Y olisqueó.
—El café huele bien.
—Es arábica recién hecho —replicó Yashim—. Compran los granos en verde y
los tuestan cada mañana. Hay demasiada gente que compra la clase peruana, ¿no cree
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Sus pasos resonaron en las altas paredes del serrallo mientras caminaban a través del
primer patio. Generalmente, un viernes, el lugar hubiera estado muy concurrido, pero
una combinación de cielos grises y la contenida tensión que flotaba en el aire habían
dejado el gran patio casi desierto. Guardias de gala permanecían firmes en torno a las
paredes del perímetro, tan silenciosos e inmóviles como los jenízaros que en el
pasado habían infundido tanto miedo en los corazones de los enviados extranjeros.
Yashim se preguntó si la Nueva Guardia no era, a su manera, más siniestra: como
muñecos de cuerda, más que hombres reales. Al menos, los jenízaros habían exhibido
su jactancioso garbo, como su amigo Palieski había señalado.
Sus dedos se cerraron sobre un pedazo de papel metido en su cinto. Al venir a
través del Hipódromo, se había desviado, siguiendo un impulso, de la serpiente de
bronce, atravesando el descampado hasta el Árbol de los Jenízaros, sabiendo lo que
encontraría: los mismos versos místicos que le habían estado desconcertando durante
toda la semana.
Habían sido clavados en la corteza desconchada.
Así era como los griegos anunciaban su muerte, pensó Yashim, con un trozo de
papel clavado en un poste o un árbol. Sacó el papel y lo estudió nuevamente.
Sin saber
e inconscientes de la ignorancia,
duermen.
Despiértalos.
Sabiendo
y conscientes de la ignorancia,
los pocos silenciosos se hacen uno con el Núcleo.
Acércate.
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El sultán los tuvo esperando durante una hora, y cuando los recibió no fue en los
apartamentos privados, como Yashim había esperado, sino en la Sala del Trono, una
sala que Yashim había visto sólo una vez tres lustros antes.
No había visto al sultán, tampoco, desde hacía varios años, y se quedó
inmediatamente sorprendido por los cambios que el tiempo, o lo que fuera, había
provocado en sus pálidos rasgos. La barba de Mahmut, que había sido negra como el
azabache, estaba ahora teñida de alheña y los oscuros y penetrantes ojos aparecían
llorosos, hundidos bajo unos pliegues de grasa. Su boca se mostraba caída formando
una mueca de permanente decepción como si, tras haber probado todo lo que el
dinero podía comprar en el mundo, hubiera descubierto que todo era amargo. Los
saludó con una gordinflona mano, festoneada de anillos, pero no hizo ningún
esfuerzo por levantarse del trono.
La sala, sin embargo, estaba exactamente tal como Yashim la recordaba, un
joyero del más frío de los azules, revestida desde el suelo hasta la cima de la cúpula
de una exquisita cerámica de Iznik, una fantasía congelada de jardín que se
entrelazaba por todas las paredes.
Yashim y el serasquier entraron inclinándose hasta la cintura, y después de que
hubieron avanzado cinco pasos se postraron en el suelo.
—Levántense, levántense —espetó el sultán con irritación—. Ya era hora de que
viniera —dijo, señalando bruscamente a Yashim.
El serasquier frunció el ceño.
—Ha surgido una situación en la ciudad, Majestad —dijo el serasquier—, que
creemos, Yashim effendi y yo, que puede tener las más graves consecuencias para el
bienestar y la seguridad del pueblo.
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Una vez fuera, el serasquier se detuvo para secarse la frente con el pañuelo.
—¿Nuestra investigación? Debería usted haberme dicho que estaba trabajando en
un caso aquí —murmuró con tono de reproche.
—No preguntó usted nada. De todas maneras, tal como ha oído, tiene usted
prioridad.
El serasquier gruñó.
—¿Puedo preguntar a qué investigación se refiere?
El serasquier era demasiado brusco. En la plaza de armas eso serviría, quizás: los
soldados prometían su inquebrantable obediencia. Pero Yashim no era ningún
soldado.
—No sería de interés para usted —dijo Yashim.
Los labios del serasquier se apretaron.
—Tal vez no. —Miró fijamente a Yashim—. Le sugiero, entonces, que haga usted
lo que el sultán ha dicho. Como haré yo.
Observó que el serasquier se dirigía con paso vivo hacia la Ortakapi, la puerta
central que conducía al primer patio. La suya no era una situación en la que a Yashim
le hubiera gustado encontrarse. Por lo demás, si el serasquier sabía manejarla bien,
tanto él como la Nueva Guardia saldrían de ella con honor. Era una oportunidad para
restablecer la reputación de sus hombres, de alguna manera empañada por sus
fracasos en el campo de batalla.
Y un deber, también. No sólo con el sultán, sino con el pueblo de Estambul. Sin la
Nueva Guardia, la ciudad entera corría el peligro de caer en manos de los rebeldes
jenízaros.
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Para cuando Yashim salió de palacio aquel viernes por la tarde, era casi de noche, y
en el mercado situado junto a Kara Davut los puesteros estaban empezando a guardar
sus cosas a la luz de las antorchas.
Por un momento, Yashim se preguntó si debería haberse ido a almorzar con Ibou,
el esbelto archivero, porque no había comido nada en todo el día y se sentía mareado
por el hambre. Casi automáticamente apartó la idea. Los arrepentimientos y las
lamentaciones raras veces le ocupaban mucho tiempo. Eran emociones fútiles que él
había aprendido a resistir, por miedo a abrir las compuertas. Había visto a demasiados
hombres en su condición devorados por la amargura; demasiados hombres —y
mujeres, también— paralizados por las dudas, rumiando sobre unos cambios que eran
impotentes para revocar.
Giorgos el Griego salió hecho una furia de detrás de su tenderete cuando Yashim
se detuvo a seleccionar los restos de un cesto de lechugas. La visión pareció
provocarle un frenesí.
—¿Cómo vienes tan tarde, eh? ¡A comprar esta mierda vieja! ¿Eres una anciana?
¿Estás criando conejos ahora? Ya lo estoy guardando todo.
Se apoyó las manos en las caderas.
—Bueno, ¿qué es lo que quieres, de todos modos?
Yashim trató de pensar. Si Palieski venía a cenar, tal como había prometido,
querría algo razonablemente sustancial. Sopa y manti… A la mujer de la manti debía
de quedarle un poco, estaba seguro de ello. Podía hacer una salsa con aceitunas y
pimientos. Ajo, ya tenía.
—Cogeré eso —dijo, señalando una calabaza—. Algunos puerros, si tienes.
Pequeños, mejor.
—Algunos puerros muy pequeños, bien. ¿Vas a hacer balkabagi? Necesitas un
par de cebollas, entonces. Bien. Para el caldo: una zanahoria, cebolla, perejil, laurel.
Son veinticinco piastras.
—Más lo que te debo de otro día.
—Olvida lo de otros días. Hoy es hoy.
Le facilitó a Yashim una bolsa para sus verduras.
La mujer de la manti seguía en su puesto, tal como Yashim había esperado.
Compró medio kilo de carne y manti, un cuarto de leche de la lechería de la puerta
siguiente y dos rodajas de borek, todavía caliente. Y luego se fue hacia casa. Le
pareció que hacía mucho tiempo desde la última vez que había ido.
Ya en su habitación, encendió las lámparas, se quitó de un puntapié sus sandalias
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Yashim se agarró a la puerta. El hombre del umbral saltó hacia delante y durante unos
segundos lucharon para no perder el apoyo, separados solamente por la delgada
puerta que había entre ellos. Pero Yashim había sido pillado desequilibrado y fue el
primero en ceder. Se separó de la puerta de un salto y su asaltante entró disparado en
la habitación, casi dando un traspié, pero se volvió de repente para enfrentarse a
Yashim poniéndose de cuclillas.
«Es un luchador», pensó Yashim. El hombre llevaba completamente afeitada la
cabeza. Su cuello formaba una línea continua con sus anchos hombros, que
sobresalían de las sisas de un jubón de cuero sin mangas. La piel era negra y brillaba
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Kara Davut estaba siempre muy frecuentada los viernes por la noche. Los tenderos y
dueños de los cafés instalaban faroles sobre sus portales y, al salir de la mezquita, las
familias paseaban por la calle, deteniéndose para tomar un sorbete o un helado o
haciendo cola para comprar comida caliente. Los niños jugaban a perseguirse entre la
multitud, gritando y riendo, y sólo de vez en cuando eran llamados al orden por sus
indulgentes padres. Los jóvenes se reunían en torno a las mesas de los bares, al
menos aquellos que podían permitirse pagar un café, y los otros se apoyaban en el
codo, charlando y tratando de captar una mirada de las muchachas, decorosamente
envueltas en un chador o un yashmak, y que se paseaban acompañadas de sus padres,
pero todo el tiempo emitiendo señales con sus andares y con el movimiento de
cabezas y manos.
Yashim no creía que fuera cosa de su imaginación el hecho de que la atmósfera de
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Yashim sintió que se le erizaban los pelos de la nuca mientras se abría paso entre los
soldados que aguardaban pacientemente. Esperaba que en cualquier momento le
saldría un problema, que lo retendrían.
Primero un grito, luego otro. Vio que los soldados volvían sus cabezas. Pero no lo
miraban a él.
Otro grito:
—¡Fuego!
Yashim se volvió para mirar a donde miraban los soldados. Sobre sus cabezas,
más allá de la silueta de la Gran Mezquita, el cielo se había iluminado con una
prematura aurora. Una aurora que provenía del oeste. Una aurora se alzaba sobre la
ciudad de Estambul. Mientras la estaba mirando, la luz se tornó amarilla y fluctuó.
Por unos momentos Yashim se quedó paralizado. A su lado los hombres estaban
tensos, inquietos, sujetando los rifles por el cañón, a la espera de la orden de
empuñarlos. Yashim echó a correr.
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Mientras atravesaba el primer patio del serrallo, Yashim observó que estaba casi
completamente desierto. Con la Nueva Guardia instalada en la plaza e impidiendo
que nadie la cruzara, aquello era algo que cabía esperar. Los pocos hombres que
quedaban parecían haberse congregado bajo el gran plátano. El Árbol de los
Jenízaros. Yashim les echó una nerviosa mirada mientras corría por el camino
adoquinado, la blanca capa ondulando a sus espaldas.
En la Puerta Ortakapi, cinco alabarderos del selamlik, que no llevaban rizos, se
adelantaron en bloque para detenerlo. Dos de ellos llevaban picas en las manos; los
otros estaban armados solamente con la daga, pero llevaban las capas sujetas detrás y
se quedaron allí con las piernas separadas y la mano derecha rodeando la empuñadura
de sus armas, embutidas éstas en los bombachos.
—¡Aguantad, hombres! —gritó Yashim al salir a la luz—. ¡Soy Yashim Togalu, al
servicio del sultán!
Se hicieron a un lado con cierta indecisión para dejarlo pasar.
El viento que había estado azotándole la capa contra las piernas había cesado
ahora. Por un momento Yashim se maravilló ante el gran espacio que se abría frente a
él antes de meterse por una avenida de cipreses, sorprendido por la silenciosa negrura
de los árboles, por aquella oscuridad que lo envolvía casi en el centro del poder
otomano. Sólo el tenue resplandor de una lámpara situada al otro extremo del túnel le
impidió sucumbir a aquella espantosa atmósfera.
Salió corriendo de la avenida y cruzó rápidamente hasta el pórtico de la última y
más grandiosa puerta de todas las que definían el poder de la Sublime Puerta: la
Puerta de la Felicidad, que salía desde el mundano segundo patio, donde visires,
escribas, archiveros y embajadores hacían antesala o despachaban las órdenes que
controlaban las vidas de los hombres desde el mar Rojo hasta el Danubio. Más allá se
encontraban los sagrados precintos del tercer patio, donde una enorme familia llevaba
una existencia hecha valiosa por la presencia del sultán, el Shah-in-Shah, verdadero
representante de Dios sobre la tierra.
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Los dormitorios de los esclavos del harén estaban situados sobre la columnata que se
extendía a un lado del patio de la Valide. Abriendo suavemente la puerta, Yashim se
encontró en una pequeña y desnuda habitación cubierta de alfombras y colchones y
débilmente iluminada por algunas velas instaladas sobre píalos en el mismo suelo.
Las camas estaban vacías. Oscuras sombras en la vidriera de celosía le mostraron que
los esclavos del harén se apiñaban allí para gozar de una vista mejor.
Una de las esclavas dejó escapar un jadeo cuando Yashim se instaló detrás de ella,
al tiempo que se llevaba un dedo a los labios y miraba abajo.
Jamás en su vida olvidaría Yashim aquella visión. A la izquierda, la Valide se
encontraba de pie ante la puerta de sus apartamentos, al frente de una multitud de
mujeres del harén que salían por la puerta y se alineaban contra las paredes, de tres en
fondo. Un centenar de mujeres, tal vez más, calculó Yashim, vestidas y desvestidas
de las más diversas maneras. Algunas, que evidentemente acababan de salir de la
cama, seguían con sus ropas de dormir.
Al otro lado del patio, ataviados con sus galas, se encontraban los eunucos del
palacio, negros y blancos. En sus turbantes brillaban joyas preciosas, oscilantes
garcetas. Debía de haber unos trescientos hombres, supuso Yashim, que susurraban y
murmuraban como palomas posadas en un árbol.
Un silencio se abatió sobre los eunucos. Éstos volvieron sus rostros hacia la
puerta situada bajo la ventana de Yashim, y lentamente empezaron a separarse,
formando un corredor. Yashim podía verlos mejor ahora, incluso reconocer algunas
caras. Vio martas cibelinas, caftanes y cachemiras, y lo que equivaldría a un rescate
imperial en broches y piedras preciosas. Había más urracas que palomas, pensó
Yashim, atraídas por todo lo que brillaba, amasando sus nidos de oro y diamantes.
Se puso de puntillas para ver lo que estaba llegando a través de la multitud,
aunque ya lo sabía. El Kislar Agha magníficamente ataviado con una enorme pelliza
oscura, salpicada por las gotas de la humedad que impregnaba el aire que centelleaba.
Caminaba con lentitud, pero sus andares eran sorprendentemente ligeros.
Su mano, que agarraba un bastón, estaba repleta de anillos. Su rostro se perdía
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Yashim durmió profundamente hasta la una, luego siguió durmiendo durante otra
hora, deslizándose en, y saliendo de, unos sueños donde oía solamente voces que le
hablaban en tonos que conocía y lenguas que no comprendía. En una ocasión vio al
serasquier, hablando un perfecto francés con un ligero acento criollo, e hizo un
esfuerzo por despertarse. ¿Era un sueño que el serasquier le hubiera hablado en el
lenguaje de sus sueños? Un estado de la mente. La frase daba vueltas en su cabeza, y
se incorporó, sintiéndose mareado.
Se levantó, dejando su capa sobre el diván. La habitación estaba caliente, la estufa
estaba encendida: su patraña debía de haber entrado silenciosamente a encenderla
mientras estaba dormido. Cogió la tetera y la puso a calentar. Tomó tres pellizcos de
té negro y los dejó caer dentro. Encontró una sartén junto a la estufa con un poco de
manti en su interior. Preen debía de haberse guisado la cena y comido con su amiga; y
el sordomudo, también, quizás. Habían dejado algo para él.
La puso también sobre la estufa y observó cómo se fundía la mantequilla, después
agitó la manti con una cuchara de madera. Pensó en hacer salsa de tomate y luego
decidió que la manti ya estaba lista y que él tenía demasiada hambre, de modo que
simplemente la vertió en el plato y molió unos pocos granos de pimienta negra sobre
ella.
No era excelente, tenía que admitirlo; ligeramente dura por los bordes, en
realidad, pero maravillosamente buena. Sirvió el té y se lo bebió con azúcar, y se
fumó un cigarrillo echándose para atrás en el diván mientras observaba las gotas de
lluvia que brillaban en la celosía: había dejado de llover y un débil sol invernal estaba
efectuando su última aparición antes de desvanecerse en la noche.
Palieski casi había tenido razón, pensó. Una fiesta peligrosa: siempre un invitado,
nunca un protagonista. Obligado a estar en segundo plano, confuso e inerme,
mientras la antigua y gran batalla se desencadenaba, una batalla que nunca se ganaría
entre lo antiguo y lo nuevo, la reacción y la renovación, la memoria y la esperanza.
Llegando demasiado tarde, cuando la manti de la noche anterior estaba ya
endureciéndose por los bordes. Hasta que habló con el cabo de artillería, el cual hizo
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—Tenemos órdenes de no admitir a nadie hasta que los disturbios hayan cesado —
entonó el mayordomo, bloqueando con su ancho cuerpo la puerta de la embajada.
—Ya no hay disturbios —dijo Yashim.
El mayordomo simplemente apretó los labios. Yashim suspiró y alargó un
paquetito.
—¿Querría usted hacer llegar esto a Su Excelencia la Princesa?
El mayordomo bajó la mirada y aspiró por la nariz.
—¿Y de quién diré que procede?
—Oh… diga sólo de un turco.
—¡Yashim!
Eugenia estaba bajando lentamente por la escalera, una mano flotando junto a la
barandilla y la otra en su mejilla.
—¡Entra!
El mayordomo se apartó y Eugenia cogió las manos de Yashim entre las suyas y
lo acompañó al sofá. El mayordomo revoloteaba sobre ella.
—Todo está bien —dijo Eugenia—. Somos amigos.
—De parte del caballero, Alteza.
—De manera que parece que el serasquier tenía razón —dijo Mahmut II—. Menos
mal que lo teníamos con nosotros en la ciudad. Pero qué terrible accidente, justo
cuando todo iba a ir tan bien.
—Sí, sultán.
—Dicen que se cayó. Supongo que se encaramó a algún lugar para tener una vista
mejor. Incendios que apagar, y todo eso, ¿eh?
—Sí, sultán.
—Le haremos un espléndido funeral, no se preocupe por eso. Ustedes dos se
llevaban bastante bien, ¿no?
Yashim inclinó la cabeza.
—Algo nuevo, a él le hubiera gustado eso. Cureñas de artillería, quizás, y algunos
pelotones disparando salvas sobre su tumba. Demostrando que el sultán no se olvida
de sus amigos. Podríamos incluso ponerle su nombre a la torre contra incendios de
Bayaceto. Un objeto muy feo, la verdad. La torre del Serasquier. Humm. El imperio
honra a sus héroes, ¿sabe usted?
El sultán se hurgó la nariz.
—Nunca me gustó mucho. Eso es lo peor que puedo decir de él. Al menos
conocía su deber.
Yashim mantenía sus ojos fijos en el suelo.
El sultán lo miró con el ceño fruncido.
—Mi madre dice que hizo usted mucho para prepararla para la dura prueba que
tuvo que pasar anoche. A mí me parece que hizo usted muy poco.
Soltó un bufido. Yashim levantó los ojos y captó su mirada.
El sultán parpadeó y desvió la suya.
—Uf. Supongo que fue suficiente al fin y al cabo. Y, francamente, los eunucos
están absolutamente tranquilos ahora. Usa a un eunuco para cazar a otro.
Cogió un pequeño cepillo y empezó a retorcerlo entre sus dedos.
—La cuestión es que necesito a alguien aquí, dado que el Kislar ya no está.
Alguien que esté al tanto de todo, pero un poquito más joven.
Yashim se quedó helado. Era el segundo trabajo que le ofrecían en las últimas
veinticuatro horas. ¿Los ojos y oídos de la nueva república? Ahora era el poder y la
promesa de los ricos. El segundo empleo que no quería. Ojos y oídos. Ojos
desorbitados sobresaliendo del cuerpo político. Oídos esforzándose por escuchar
cualquier susurro en la puerta. Agarrados a la máscara del poder como los ojos y
oídos de una gigantesca marioneta en la procesión de los gremios.
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Agradecimientos
Tengo una deuda con todos los historiadores que han ampliado nuestros
conocimientos del Imperio otomano. También me he inspirado en las observaciones
de los viajeros contemporáneos. Los errores y las manipulaciones son enteramente
míos.
Daisy Goodwin me animó a hacer una aproximación detectivesca al Imperio
otomano. Yashim tuvo que esperar a vivir sobre el papel hasta que escogí un período
histórico, el Estambul de la década de 1830. Christine Edgard, que adaptó La
pequeña Dorrit al cine, compartió conmigo su pasión por la moda y las costumbres
del siglo XIX. Richard Goodwin leyó el libro por entregas, a lo Dickens, a medida que
avanzaba. Como ha filmado varias películas basadas en novelas de Agatha Christie,
estaba en la mejor posición para aconsejarme tanto en los giros de la trama como en
los diálogos. Jocasta Innes, una inveterada lectora de thrillers, me ayudó a no caer en
potenciales incoherencias. Les estoy agradecido a todos ellos, y a Sarah Wain, Clare
Michell y Mary Miers por sus lecturas y comentarios.
Sarah Chalfant, mi agente, de la Wylie Agency, me llevó a Nueva York a conocer