El Retrato Pedro Miguel Lamet Moreno

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 348

2

3
PEDRO MIGUEL LAMET

4
5
6
7
8
9
La idea de Jesús fue mucho más
profunda:
fue la idea más revolucionaria que haya
jamás podido
concebir cerebro humano; debe tomarse
en conjunto
y no con esas tímidas supresiones que
aminoran
precisamente lo que la ha hecho eficaz
para la regeneración de la Humanidad.
ERNEST RENAN

Hay mayor felicidad en dar que en recibir.

JESÚS DE NAZARET

10
11
UETONIO, tribuno y amante de las letras en la isla de Capri, saluda a su
dilecto ARISTEO, erudito y filósofo en la ciudad de Éfeso.

Desde mi última carta, escrita tras el regreso de nuestro inolvidable viaje, esta isla tan
cara a mi ocio creativo se ha quedado de repente vacía, como muerta. La guardia
imperial ha regresado a la Urbe y el mármol de los atrios, estatuas y columnas de la
espléndida Villa Jovis, carente de efebos, músicos y danzantes, recuerda más el frío
desolador de una necrópolis que la antigua residencia imperial. Pues supongo sabrás que
el emperador, que en su opulento retiro la había convertido en la lejana capital del
Imperio, falleció antes de que florecieran los almendros.

Tiberio Claudio Nerón, que durante las últimas décadas nunca se encontró bien de
salud afectado por su mal del colon, cayó gravemente enfermo durante un breve viaje a
la ciudad de Astura, en la Campania. Reestablecido en parte, llegó hasta Circeias, en
donde, para dar la impresión de que se había recuperado, asistió a los juegos que allí se
celebraban. A continuación, aquejado de cansancio y mal generalizado, se desplazó al
cabo Miceno, en donde fue atendido por Caricles, quien me confesó: «Le estreché la
mano, aparentando que era por cortesía, y le tomé el pulso de las venas». Al médico
imperial debió de impresionarle la gravedad del enfermo, puesto que aseguró a Macrón,
el lugarteniente de Tiberio, que no pasaría de las siguientes cuarenta y ocho horas. El
princeps se quejó de dolor en un costado y enfriamiento en los pulmones, lo que en
definitiva le llevó a la muerte. Sin embargo, ese día tampoco se abstuvo de su costumbre
de permanecer en pie después de la comida en medio del comedor, con un lictor a su
lado, para recibir el adiós de los convidados y despedirse él mismo.

Mientras tanto, habiendo leído en las actas del Senado sobre los que habían
declarado absueltos y sin oírlos siquiera, pensó, temblando de temor, que se despreciaba
su autoridad, y quiso volver a Capri fuese como fuese, no atreviéndose a emprender
nada sino al abrigo de sus rocas. Demorado sin embargo por vientos contrarios y por los

12
progresos de la enfermedad, se detuvo en una casa de campo de Lúculo, donde murió a
los setenta y ocho años de edad, y veintitrés de su imperio, el 17 de las calendas de abril,
bajo el consulado de Acerronio Próculo y de Poncio Nigrino. Hay quien cree que
Calígula le había dado un veneno lento; otros, que le impidieron comer en un periodo en
que le había abandonado la calentura; y algunos, en fin, que le ahogaron debajo de un
colchón porque, recobrado el conocimiento, reclamaba su anillo, que le habían quitado
durante su desmayo. No falta quien ha escrito que, sintiendo cercano su fin, se había
quitado dicho anillo, como para darlo a alguien; que después de tenerlo algunos instantes,
se lo había puesto otra vez en el dedo, permaneciendo largo rato sin moverse, con la
mano izquierda fuertemente cerrada; hasta que de pronto había llamado a sus esclavos, y
que, no habiéndole contestado nadie, se levantó precipitadamente; pero que, faltándole
las fuerzas, cayó muerto junto a su lecho.

Sea como fuere, a mi entender Tiberio murió víctima de su soledad y aislamiento,


además de los miedos y resentimientos que aquejan hoy a los detentadores del poder. Y
detrás, como un fantasma que le perseguía, por los desprecios de Julia y sus relaciones
adulterinas, que en mi opinión están en el origen de su retiro a Capri y de las acusaciones
exageradas de sus famosos excesos sexuales, que eran más propios de un impotente, que
necesita dedicarse a «mirar» para compensar su discapacidad de copular. ¿Has pensado
en el disparate que cometió durante su mandato al establecer por decreto la incapacidad
de procrear de los sexagenarios? Sin duda fue ésa una decisión fundada en su propia
experiencia de hombre tempranamente débil. Tampoco las úlceras y costras que, desde
muy pronto, como probables secuelas de los excesos de su juventud, llenaron el rostro y
el cuerpo del emperador debieron de atraer mucho a Julia.

Hoy pienso que Tiberio era un tímido que buscaba la soledad. Había estado ya solo
en el hormiguero bullicioso de Roma y esto explica que eligiera las islas, primero Rodas y
luego Capri, para vivir. Buscaba en ellas un mundo abarcable, un cosmos limitado,
porque el emperador llevaba desde muy joven una isla en su cabeza. Las pocas veces
que regresaba a Roma, él, dueño del mundo, daba vueltas a la Urbe casi siempre por
caminos apartados, de tal modo que parecía buscarla y huirla a la vez. Un día subía yo a
la ciudad junto a él navegando en una trirreme las aguas del río Tíber hasta la
naumaquia, un simulacro de batalla naval que se celebraba cerca de sus jardines. Sin
saber por qué, súbitamente dio la espalda a Roma y decidió regresar a Capri.

Dos frases creo que explican su ansiedad y timidez. En una ocasión un hombre
cualquiera se dirigió a Tiberio y comenzó a hablarle: «¿Te acuerdas, César...?», y el
César le atajó sombríamente: «No, yo no me acuerdo de nada de lo que he sido». La
otra es un versículo griego que el emperador solía repetir muchas veces: « ¡Después de

13
mí, que el fuego haga desparecer la tierra! ». Así deseaba aniquilar el futuro y toda
esperanza mundana Tiberio Claudio Nerón.

No deberemos ser dignos de la honradez y la limpieza de costumbres de nuestros


gobernantes, carísimo Aristeo, pues con sus actos el joven Calígula va a convertir, por lo
que se atisba, en honorable a su predecesor, que al fin y al acabo no fue un mal
administrador del Imperio y nunca quiso en vida ser proclamado dios. Calígula, en
cambio, educado entre jóvenes príncipes, vástagos de las familias reales autócratas del
Oriente, ya exige honores divinos, y no sólo se declara princeps, es decir, primer
ciudadano de Roma, al menos en teoría, sino dominus et deus («señor y dios»); y
empieza a despertar la cólera popular al introducir en la corte costumbres orientales. Para
mayor ignominia aseguran que Calígula mantiene relaciones públicas con sus propias
hermanas y pretende proclamar a una de ellas esposa y diosa.

Afortunadamente, bien ajeno a las intrigas del poder, yo disfruto a la sazón de la


buscada paz de esta isla, no por huir del anchuroso continente, que en mis campañas
militares he recorrido a pezuña de caballo, sino para encontrar inspiración a mis versos
frente a este azul perfecto, donde al fin disfruto de fecunda quietud, que es la parcela de
felicidad a la que podemos aspirar los humanos.

Pero no es para referirte los últimos acontecimientos del Imperio, noble Aristeo,
que me dirijo hoy a ti, sino para enviarte junto a esta carta el ansiado libro del que te
hablé y que acabo de concluir después de intenso y dedicado trabajo. Imago Hominis lo
he titulado, porque, a todas luces, eso es lo que este libro refleja y cuanto pretende
mostrar a sus lectores. Tú, que me acompañaste paso a paso en la investigación y el viaje
iniciático que relata, sabrás apreciar mejor que nadie sus logros y también sus carencias.

¡Qué lejos me parece ya, cuando despojado de mis atributos, nos embarcamos
hacia esa remota provincia del Imperio y qué ajeno me encontraba entonces de la idea de
que un pobre profeta rural galileo iba a subvertir mi propio mundo! Léelo con atención,
pues tu visión de erudito y tu juicio de filósofo, que tanto me ilumina ron durante el
camino, me ayudarán una a vez más a integrar las experiencias que compartimos.

Un ruego solamente solicito de tu corazón magnánimo y como fruto de nuestra


leal amistad: que si algo me ocurriera, conserves como legado más precioso de mi obra,
por encima de mis églogas y cantos, de mis relatos bélicos e históricos, e incluso algunas
de mis comedias, este libro de memorias. Y que encomiendes copias y le des en lo
posible la mayor difusión, logro que, como guardián de la biblioteca de Éfeso, sabrás
obtener. No tanto por su valor literario, cuyo lucimiento en este caso no ha sido mi
principal pretensión, como por intentar recoger un relato fidedigno, con hechos

14
verificables y testimonios de primera mano, sobre el único Hombre cabalmente humano
que he conocido en mi vida, que se llamó a sí mismo Hijo del Hombre, Mesías o Cristo
(término que no es, como sabes, sino la traducción de «mesías» en griego); y en el decir
de sus seguidores «Hijo de Dios». No he querido sacar consecuencias de ese relato, que
contiene además las increíbles peripecias de nuestras correrías por Galilea y Judea junto
a la confesión personal, que no he querido ocultar a la posteridad, de mis dudas, amores
y descubrimientos.

Baste añadir que el emperador, ya enfermo, pudo leer mi informe, aunque se


interesó más por las escaramuzas de los nacionalistas zelotas, que por el retrato, la Imago
Hominis, que llevo grabado en mi interior y ha transformado mi modo de mirar el
mundo.

Por aquellas fechas estaba indignado con la represión indiscriminada llevada a cabo
por el prefecto Poncio Pilato en los montes de Samaria. La operación de su ejército en
Tarante, a las faldas del monte Garizim, alcanzó a todo un pueblo casi indefenso que
lideraba un iluminado samaritano, quien logró convencer a muchos para que se alzasen
contra los romanos ante la proximidad de los tiempos mesiánicos. La matanza coincidió
con el nombramiento de un nuevo legado para Siria, de quien, como sabes, depende
Judea: Lucio Vitelio. Éste, siguiendo su costumbre, quiso informarse de todo lo que había
sucedido en la región revisando los archivos. A su vez, los samaritanos, repuestos del
susto, enviaron una comisión para quejarse de lo sucedido con Pilato, aduciendo que no
se habían sublevado contra Roma. Vitelio, sin más miramientos, lo relevó de su puesto y
lo envió a Roma para dar explicaciones al emperador. Tras cincuenta y cuatro días de
viaje, cuando desembarcó en nuestras costas, se encontró que acababa de morir Tiberio.
Luego sólo sé de él que, desaparecido el emperador, perdió como todos su cargo y pasó
a ser un ciudadano civil.

Un último ruego, amigo del alma: cuando Glauco, mi fiel lugarteniente, al que he
enviado como portador de este libro, te haga entrega del mismo, no lo leas solamente con
tus ojos de racionalista erudito. Encontrarás en él, es cierto, numerosos datos, que, en
gran parte gracias a tu ayuda, ilustran la geografía, la historia y costumbres de las tierras
y pueblos que juntos visitamos tan apasionadamente. Léelo también con el corazón, pues
si algo descubrí en nuestras jornadas en la risueña y verde Galilea, es que la auténtica
sabiduría tiene más de «sabor» que de «saber»; y más de ese conocimiento global e
intuitivo con que el hombre comprende cabalmente la realidad que de la fría lógica
aristotélica, que tanto te gusta cultivar. Del rabí jesús, poeta de la vida, aprendí que un
lirio del campo habla más de la belleza que las mejores galas del rey Salomón, y que, a la
larga, en esta corta y belicosa vida, como él enseñó, «hay mayor felicidad en dar que en

15
recibir». Esa misma felicidad te deseo; y que la paz del Dios misericordioso te acompañe.

16
17
uando cierro los ojos aún puedo verla avanzar entre los cipreses, sutil y
alada cual si pisara nubes sobre sus bien torneados muslos, que amanecían bajo una
corta clámide de esclava, y aquel aire de cervatillo atrapado, toda ojos, como si el alma
quisiera escapársele arrebatándole un raro secreto de fragilidad a su impecable cuerpo de
estatua de Fidias. Entonces, ignorante y orgulloso, me negaba a mirarla de otro modo que
como su dominas, su propietario y señor, pese a que mis pupilas denunciaban un
turbador deseo malamente reprimido que iba más allá de su piel morena, casi roja, del
mismo color que sus remotas tierras de Judea.

-Un soldado pregunta por ti, tribuno -anunció la joven esclava con un tono entre
sumiso e insinuante. Luego Raquel hizo una reverencia y se retiró con aire de fingida
humildad.

-¡El emperador siempre acaba llamándome cuando está hastiado! -refunfuñé


mientras abandonaba mi copa junto al abundante frutero sobre la mesa del jardín y me
alzaba del triclinio desde donde disfrutaba del espectacular panorama, que no por
repetido dejaba cada día de extasiarme.

Atardecía acariciadoramente sobre un mar entre lila y amatista y la brisa ascendía


para aliviar la canícula por el fresco verdear de olivares, vides y cinamomos desde la
playa hasta la colina. Las caricias del crepúsculo ruborizaban en aquel instante las
paredes de mi blanca villa, un regalo de Tiberio por los servicios prestados. Bien situada,
no lejos de una de las más recoletas playas de la luminosa isla calcárea de Capri -Capreae
la llamamos los romanos por sus numerosas cabras-, miraba al poniente, por lo que en
aquel momento nos encontrábamos en la mejor hora del día.

-¡No vuelvas muy tarde! -me increpó a mis espaldas Claudia, que acababa de salir

18
de la casa, seguida de tres esclavas, atusándose los tirabuzones como una diosa entre
fuentes y estatuas.

Nadie se atrevería a negar que había sido una mujer espléndida. Aún conservaba
sensualidad y frescura en su boca bien dibujada bajo la recta nariz de matrona y se
movía con distinción, como perdonando a la tierra que pisaba. Pero junto a sus inquietos
y desconfiados ojos de gata esquiva, las arrugas denunciaban un prematuro abuso del
vino y otros inconfesados placeres.

-Tú te lo has buscado, Suetonio -me dijo con la misma sonrisa cínica y despectiva
que solía dedicarme por entonces-. ¿No se lo debes todo al emperador? Pues ahora
tenemos que soportar también este áureo destierro. Y yo soy la primera en sufrirlo,
tribuno.

-¡Y tan áureo, por Júpiter! ¿Tienes algo de qué quejarte, mujer? ¿Qué te falta en
este paraíso?

Mi pregunta era retórica, pues sabía todas las respuestas: su añoranza del foro y
hasta qué punto echaba de menos callejear a sus anchas por el centro de Roma, las
termas, perderse ante los mostradores repletos de frutos y tejidos que ofrecen las
tabernae de la Urbe atronadas por el bullicio de los comerciantes, y el espectáculo
morboso del circo. Pero, sobre todo, la obligada carencia que sufría del bisbiseo en los
patios y que le acariciaran los oídos en los tepidarios de los baños; la intriga con las
esposas, sus amigas, a espaldas de los senadores y patricios y sus oscuras infidelidades
con jóvenes criados y poetas de poca monta.

-Me tienes presa y aburrida, encerrada como una púber vestal del templo de Venus
en esta ridícula isla, que se atraviesa en una cabalgada de cuadriga, y deseando siempre
que llegue alguien con noticias de la Urbe. Dime, ¿es esto vida?

-¿Noticias? Aquí arriban todos los días, mujer. ¿Acaso no vivimos a dos pasos del
palacio del emperador?

Claudia hizo un gesto cansino con su larga mano, como si lanzara un pañuelo al
mar, para indicarme que había dado por concluida la conversación, y se reclinó junto a
uno de los jarrones de mármol de la balaustrada.

No le dediqué más tiempo; pedí a un esclavo aguamanos, vestí la sobretúnica roja,


atrapé el casco dorado de tribuno y, sin poder dejar de contemplar el anchuroso mar, que
me reconfortaba el ánimo, me encaminé deprisa al palacio de Tiberio.

19
La tarde invitaba al paseo. Adoraba esa hora, el sordo zumbido de insectos entre
los viñedos y el último acorde estruendoso de los pájaros en su despedida, junto al
revoloteo en competición con las gaviotas al caer el sol sobre el rumor del mar. No lo
podía comprender: ¿cómo Claudia no era capaz de disfrutar de la quietud y el retiro tan
ansiados y que tantos trabajos y sinsabores me habían costado alcanzar? Claro que ella
no tuvo que tomar parte en las campañas contra germanos, marcomanos y dálmatas; ni
ayudar al gran vengador de las legiones masacradas en Teoteburgo; ni ver cómo el
heroico Germánico era envenenado impunemente; ni todo lo que tras el fallecimiento de
Octavio Augusto acabó conduciendo a Tiberio a la cúspide del Imperio y luego a aquella
huida del centro del oropel y los poderes.

¡Éramos tan distintos! Ella, volcada hacia fuera, ambiciosa y presumida como un
pavo real. Yo, un austero soldado convertido en político por obligación, con nostalgia en
realidad de lo que verdaderamente ansiaba -dedicarme de una vez por entero al otium
creador, sobre todo a la poesía y a la historia-, estaba contento de poder encontrar por fin
tiempo y el buscado oasis para escribir y meditar a mis anchas. Pero ahora, ¿qué querría
este misterioso Tiberio?

El camino hacia Villa Jovis ascendía entre escarpadas paredes de roca enrojecidas a
esa hora, senderos de herradura y pequeños muros lindantes con euforbios, huertos,
encinares y terrazas panorámicas, en las que acostumbraba a detenerme a divisar el mar
curvarse sobre el seno amarillo de las bahías o acariciar la azulada península de la
Campania. En lo alto, Villa Jovis era un sueño inexpugnable. Sólo un compañero de
armas de Tiberio como yo podía comprender a un emperador que había elegido una isla
apartada para dirigir desde la soledad los destinos del Imperio. El inmenso edificio
parecía más una ciudad, un laberinto de jardines, termas y estancias escalonadas que una
residencia de verano, y había sido construido sobre varias terrazas comunicadas entre sí
por unas grandes escaleras de mármol. Empinado a orillas del mar, el saliente que
llegaron a calificar, no sin razón, «el salto de Tiberio», me daba escalofríos. Mejor que
nadie sabía para qué se utilizaba con frecuencia el pronunciado precipicio. Como la isla
carece de ríos, la villa imperial se levantaba en torno a un gran cuerpo central en el que
se habían dispuesto cuatro enormes cisternas para recoger el agua de lluvia.

Después de devolver el saludo a los centinelas, que extendieron marcialmente sus


lanzas a mi paso, crucé a paso ligero la solemne entrada y rodeé las termas ubicadas en la
parte sur. Al oeste quedaban las habitaciones de más de dos mil siervos. Luego eché una
mirada al círculo de las estancias de los cortesanos y oficiales imperiales, situadas al este,
y, tras saludar brazo en pecho a un centurión, avancé hacia el norte, donde se alzaba,
erguida sobre columnas en un segundo piso, la lujosa residencia, circundada por una

20
larga galería, una rotonda que miraba al mar y que Tiberio usaba para sus paseos
vespertinos.

Me recibió en el salón imperial, reservado para las grandes ocasiones. Sobre el


suelo de mosaicos, que representaban peces y otros temas marinos, caía la vívida luz
sureña tamizada por cortinajes rojos. Yo sabía que no era la estancia preferida del
emperador, lo que me puso en guardia sobre su estado de ánimo. Él solía recibirme en la
sala pequeña, junto a lo que llamaba su «retiro», una habitación acolchada donde se
recluía cuando no quería oír el más mínimo ruido y donde, según sus enemigos, cometía
toda clase de excesos sexuales.

Tiberio Claudio Nerón me miró con el rostro fruncido, un gesto cada día más
frecuente en él, que denunciaba hasta qué punto habían perdido vista sus ojos demasiado
grandes en medio de una avejentada y hasta grotesca cara de niño, que, como es lógico,
sus escultores se encargaban de mejorar en los bustos oficiales. Era un detalle más que se
unía al aspecto deprimente del princeps por aquellos años, pues, aunque robusto y de
estatura mayor que la ordinaria, se había quedado calvo y se había dejado crecer el
cabello en la nuca, según la conocida moda de los patricios. Las ronchas que cubrían sus
mejillas lechosas, llenas de emplastos, y el uso, mal visto en Roma, de la mano izquierda,
como zurdo que era, habían contribuido a su automarginación y enclaustramiento.
Decían, aunque yo nunca lo había visto, que era capaz de taladrar una manzana con la
fuerza de un dedo y desnucar a un muchacho con esa misma potente mano. También
que podía ver en la oscuridad; luego, a medida que avanzaba la noche, perdía esa
capacidad y su vista se oscurecía poco a poco.

-¿Dónde estabas, Suetonio?

-En mi villa, junto a mi esposa.

El emperador sonrió, fija su mirada en el suelo, un gesto de desconfianza y timidez


que todo el mundo atribuía a una razón oculta: que Tiberio en el fondo sentía miedo de
todo y de todos.

-¿Sigue Claudia empeñada en regresar a Roma?

-Ya la conoces. Se aburre en la isla.

-¿Se aburre? ¿No es mejor aburrirse que vivir a pique de que te apuñalen por la
espalda? Pero siéntate, hijo -dijo apartan do de un manotazo a uno de los adolescentes
rubios que le sostenían la copa y un racimo de uvas.

21
Cuando me llamaba «hijo» era señal inconfundible de que iba a pedirme algo.

-¿Sabes lo de Sejano?

-He oído algo. Pero no me extraña. ¡Aquí las noticias tardan tanto en llegar! -le
respondí con fingido disimulo.

El emperador movió sus hombros doloridos, como si se zafara del peso de todo el
Imperio. Luego miró de soslayo hacia ninguna parte. Diez esclavas, bajo el mando de
Lamia, la liberta que se ocupaba del cuidado de palacio, encendieron los hachones de la
estancia, que proyectaron una luz siniestra sobre el ridículo rostro del señor del Imperio.

-¿Has oído algo? Supongo que ya sabes que Sejano me ha traicionado. Deposité en
él mi confianza y, ya ves, se ha portado como un puerco traidor. ¡Lucio Elio Sejano, el
hijo de Seius Strabo, al que nombré pretoriano cuando su padre ocupó la prefectura de
Egipto, en el que deposité mi amistad hasta llegar a convertirle en mi mejor consejero!
Todos me señalaban con el dedo; incluso cedí, en contra de la costumbre, y permití que
condujera a la Urbe las tropas pretorianas a su mando, que se hallaban fuera de Roma,
un buen contingente, hasta nueve cohortes. En total, más de nueve mil hombres que
estaban directamente a sus órdenes. Luego tú mismo fuiste testigo de cómo desplegó sus
habilidades y contactos, y sembró con sus propias estatuas los más frecuentados lugares
públicos. Le amé, Suetonio; le honré, hasta le llamé «compañero de batallas»,
convencido de que no era un adulador, sino un hombre cabal, austero y fiel. No podía
imaginar lo que urdía esa serpiente a mis espaldas. Abusó de mi confianza. Pensó que
emparentándose conmigo podría en el futuro sucederme. Cuando aún me encontraba en
Roma, el muy traidor sedujo a Livila, la esposa de mi hijo Druso. Ahora sé que ese
estúpido vástago fue envenenado por ambos amantes. Pues bien, no contentos, me
volvieron a engañar y me presentaron a un falso culpable. Algunos nobles que recelaban
de Sejano me alertaron: «Tienes una víbora y tu propio palacio es su madriguera,
emperador». Pero yo no le retiré mi confianza, no. ¡Ya ves hasta qué punto soy
confiado! Sólo al año siguiente, cuando Sejano me pidió autorización para casarse con
Livila, la viuda de Druso, me negué en redondo.

El rostro anodino y protuberante del dueño de Roma enrojecía por momentos


mientras se encendían sus palabras.

-Lo recuerdo muy bien -comenté-. En el Senado no se hablaba de otra cosa. Fue al
año siguiente cuando tomaste la decisión de abandonar la Urbe y venirte a Capri.

Omití cómo el pueblo indignado volvió a llamarle, asustado por el desastre que

22
acababa de ocurrir en Fidenas, donde el hundimiento de un anfiteatro había hecho
perecer a veinte mil personas que presenciaban un combate de gladiadores. Fue una de
las escasas veces que se dejó ver por la gente, lo que había prohibido por edicto, y por su
ansia de ocultamiento había regresado a este pretendido y áureo destierro.

Los ojos grandes y felinos de Tiberio se abrieron en la semioscuridad. En los


ventanales abiertos al crepúsculo el sol trazaba una dramática raya de sangre que dividía
en el horizonte el cielo del mar, y en medio del silencio bramaba el oleaje en los
acantilados.

-Cuando dejé solo a Sejano en Roma, como lugarteniente, sabía a lo que me


arriesgaba; era tanto como permitirle ejercer como emperador. Pero me pesaban las
intrigas, las miradas de los lobos feroces del Senado. El hijo de perra no sólo había tenido
celos de los triunfos de Germánico en sus campañas del norte, sino que ahora no me
cabe duda de que él fue quien realmente lo envenenó. En mi obcecación permití que
encarcelara a Agripina, la esposa del asesinado, y que fuera nombrado cónsul.
Manteniéndome lejos pensó que podía gobernar a sus anchas Pero todo tiene un lími te,
y quiero que conozcas de mi boca los últimos acontecimientos, la hora brillante de mi
venganza.

Tiberio se levantó de un salto y se dirigió a uno de los grandes ventanales que, en


semicírculo, se abrían a los acantilados y al mar, mimado en ese instante por el último
estertor del sol. Sus grandes espaldas de vieja fiera cansada se silueteaban en negro
frente al crepúsculo. Detrás de él y de pie le escuché en silencio.

-Roma está lejos, tribuno, ¡pero el emperador sigue siendo el emperador! En


apariencia, continuaba colmándolo de honores para que crecieran su confianza y sus
ilusiones con un nombramiento que casi le situaba a mi propio nivel. Cuando el pasado
octubre le llamó el Senado a que compareciera, Sejano iba feliz. Le habían anunciado
que se iba a dar lectura a una carta mía durante la asamblea. Estaba convencido, por
rumores que yo previamente había hecho correr, de que era la confirmación de su cargo
de cónsul y corregente del Imperio. ¡Estúpido! Cayó en la ratonera. Cuando se procedió
a la lectura de mi carta, se organizó, según me han referido, un tumulto entre los
senadores. Era una misiva larga, muy pensada, pues premeditadamente había dejado el
veneno para el final. Mi orden de arresto, denunciándole como traidor, reservada al
último párrafo, cayó entre los ancianos de Roma como un rayo. Sus simpatizantes
gritaban como energúmenos y abandonaron al instante el Senado.

-¿Y la guardia pretoriana? -pregunté asustado.

23
-Como puedes imaginar, también había pensado en eso. En secreto la había puesto
al mando de Quinto Sutorio Marco, que se aprestó a encarcelar a ese mal bicho, que ya
no volverá a traicionar a nadie. Te diré que, en contra de la costumbre, nadie se puso en
pie en el Senado cuando el prefecto fue arrastrado fuera para dar cumplimiento a mi
sentencia de muerte.

Comprendí que la ejecución debió de haber sido sumaria. Pero había un cabo
suelto en toda aquella horrible trama. Con respeto, osé preguntar:

-¿Y cómo has justificado esta decisión ante el Senado?

Tiberio volvió a mirar al suelo mientras le temblaba inseguro el labio inferior.

-Muy sencillo: le he acusado públicamente de la muerte de Germánico.

Lo dijo titubeante, como si tuviera miedo de sí mismo.

-¡Entonces, habrás ordenado liberar a Agripina y a sus hijos!

-No -se limitó a responder.

Aquel «no» seco y tajante traicionaba su astucia. Regresó al triclinio, se tumbó y


ordenó que nos trajeran el mejor vino de Sorrento mientras se esforzaba en superar su
habitual estado de depresión con una falsa sonrisa.

-Pero no te he llamado para eso, Suetonio. Siéntate, siéntate y bebe.

El delicioso caldo, escanciado por una esclava hispana de finas facciones, me


quemó la garganta. ¿Qué pretendía de mí este dominador de Roma, que, con prestigio de
austero hasta la excentricidad de comer las sobras de sus propios banquetes, seguía
dirigiendo los destinos del Imperio desde una villa tan suntuosa como perdida, donde
había acumulado las más bellas estatuas, las más preciadas gemas, artísticos mosaicos y
pinturas traídos desde Egipto a las Columnas de Hércules? ¿Pretendería devolverme de
pronto al ejercicio de las armas? ¿Enviarme a otra lejana campaña al mando de sus
legiones? ¿O quizás que pusiera en orden con algún inesperado nombramiento sus
revueltos asuntos de Roma?

Ordenó a la esclava reclinada a sus plantas que le acariciara los muslos y los pies
con un bálsamo de jazmín. Luego carraspeó.

-Siria me preocupa. Sé que tenemos allí cuatro legiones. Elio Lamia es uno de mis

24
mejores gobernadores. Está en la zona desde los tiempos de Germánico. Las relaciones
con Partia son aceptables, una mezcla de diplomacia y amenazas, y hasta el comercio
con la lejana India marcha bien. Pero mis inquietudes van más allá.

La voz cansina, la actitud fofa y la mirada triste del emperador atizaban mis
nervios.

-Sé que estás aquí muy contento, mirando este ensueño de mar y estas puestas de
sol, quimera de artistas, gozando de un clima suave que invita al descanso y a lo que más
te agrada: escribir. ¿Sabes que yo también estoy componiendo poemas? Algún día he de
recitártelos, aunque no oso imitar tus inspiradas églogas -afirmó.

-Háblame, emperador, que te escucho.

-Bien, me dicen que hablas arameo.

-Sólo algunas palabras, señor. Me las enseñó un liberto muy amado de mi padre,
un tal Jacob, que después de servirnos como esclavo durante treinta años, en su
ancianidad y tras recibir la libertas, no quiso abandonar nuestra casa y me contaba
historias de un extraño dios único, un ser omnipotente que ellos adoran y no puede ser
representado por figura alguna.

Tiberio sonrió y ordenó que me sirvieran más vino mientras exigía a la adolescente
y ruborizada esclava que subiera más arriba al masajear sus muslos. Se había hecho de
noche y, no sé si por la incertidumbre o por el mal cuerpo que me causaba cuanto el
emperador me estaba diciendo, sentía frío.

-Hemos transformado Comagena en provincia e impuesto nuevos reyes en


Capadocia y Cilicia. En Armenia sigue el anciano Zenón, que nombró Germánico. Pero
Judea es un nido de revueltas. Fue Sejano quien me recomendó que designara
procurador a un tal Poncio Pilato para suceder como quinto procurador a Valerio Grato al
frente de esa pequeña provincia que abarca Judea, Samaria e Idumea. Y el muy taimado
pudo aprovecharse del privilegio de Augusto de llevar a su esposa a una región no
pacificada. No en vano es de la familia Claudia y, por lo tanto, prima mía. Bien, a pesar
de que cometió algunas torpezas, no ha servido mal hasta ahora al Imperio.

-¿Qué torpezas?

-Me llegan noticias a través del joven gobernador que he nombrado para Siria,
Lucio Vitelio. Me cuenta que a Pilato, nada más ocupar su cargo, se le ocurrió introducir

25
en Jerusalén durante la noche enseñas e imágenes del emperador como estandartes. Al
día siguiente los judíos pusieron el grito en el cielo y le acusaron de haber pisoteado su
ley, que prohíbe toda suerte de imágenes y representaciones en esa ciudad. A los
alborotadores de Jerusalén se unió una gran multitud de gentes del campo. Todos se
pusieron en camino hacia Cesarea Marítima, la ciudad portuaria donde el procurador
tiene instalada su residencia habitual y que Herodes construyó en honor de Augusto
César; por eso le puso tal nombre. Pues bien, se presentaron ante Pilato y le
encarecieron que quitara de Jerusalén aquellas enseñas y que no violara la ley de sus
padres.

-Supongo que Pilato aceptaría. Al menos ése es el uso habitual de nuestras legiones
durante las conquistas: respetar las religiones y costumbres de los territorios que
agregamos al Imperio.

-Pues no, tribuno, no aceptó. Pilato fue torpe. Se negó en redondo. Entonces la
multitud rodeó el palacio y se tumbaron con las cabezas hundidas en la tierra y así
permanecieron cinco días y cinco noches sin moverse del sitio. A continuación a Pilato se
le ocurrió instalar la silla del tribunal en la calzada, frente a la plebe, para darle una
respuesta. Acto seguido dio un grito de mando a sus tropas, alertadas previamente para
que rodeasen a los judíos. Cuando éstos se volvieron y se vieron circundados por un
triple cerco de soldados lanza en ristre, se quedaron estupefactos. El espanto aumentó
cuando el procurador amenazó con exterminarlos si no toleraban las estatuas y enseñas
del emperador. Entonces los judíos se arrojaron al suelo, apiñados, y ofrecieron sus
cuellos mientras gritaban: «¡Preferimos morir a que se quebranten las leyes de nuestros
padres! ». Aquel gesto impresionó tanto al procurador que ordenó que se retiraran de
inmediato los estandartes.

-Sabia decisión.

-Sí, sí, Suetonio. Pero una decisión que debería haber tomado antes de que se
provocase la revuelta. Ya sabes que siempre he defendido que «mis ovejas deben ser
esquiladas, no rapadas». Ese Pilato no tiene carácter, es un tipo débil. Sufrió una derrota
nada más ocupar su cargo, y una derrota no frente a un ejército armado, sino ante un
rebaño de judíos indefensos, que no sólo brindaban al opresor su espalda, sino hasta el
cuello; que estaban dispuestos no ya a los golpes, sino incluso a la muerte. ¡Es el poder
de los débiles, tribuno, el más peligroso! A partir de entonces tuvo que andar vigilante
para mantener la autoridad.

-Entonces, ¿cómo lo has mantenido tanto tiempo como prefecto? Pues ni siquiera
es procurador, ¿no es cierto?

26
-Es mi estrategia. Si renuevo los cargos cada tres años, intentan enriquecerse en
poco tiempo y provocan toda clase de desmanes. En cambio, de las llagas viejas ya están
hartas las moscas de chupar; si las espantas y mandas moscas nuevas, recobran fuerzas
para sorber sangre de las heridas. ¿Por qué crees que he dejado tantos años a Popeo
Sabino al frente de Mesia y Grecia?

Pese a sus muchos defectos, tenía que aceptar la astucia de Tiberio. Pero también
sabía de su odio feroz a los hijos de Abraham, que le llevó a expulsar a los judíos de
Roma. Fue cuando cuatro hebreos representativos de la Urbe engañaron a una tal Fulvia,
esposa de un alto dignatario llamado Saturnino, amigo de Tiberio. El emperador,
instigado por su amigo, mandó extraditar a todos los judíos de la ciudad y alrededores. El
hecho de la expulsión tuvo graves consecuencias no sólo en Roma, sino también en
muchas provincias del Imperio. Se suscitó además por todas partes un acusado clima
antijudío con repercusiones en el mal trato que se les daba y sobre todo en que los
prefectos enviados a Palestina llevaban órdenes concretas de reprimirlos. Todo eso debió
de influir en Pilato. Desde entonces, Tiberio sentía gran antipatía por los judíos, quizá
por influjo del todopoderoso Sejano, que había sido el prototipo de idéntico odio.
Recuerdo que en aquel tiempo mi padre escondió a su liberto Jacob en una alquería a las
afueras de Roma para salvarlo de la expulsión o la muerte.

Tiberio siguió escanciándome vino rojo mientras me contaba historias del prefecto
de Judea. Entre ellas la del acueducto que había construido para conducir agua desde las
cercanías de Belén a Jerusalén. Necesitaba dinero para costear la obra y lo tomó de las
arcas del Templo de Jerusalén. Herodes el Grande había actuado de manera semejante
tiempo atrás y, aunque fue criticado, el hecho no tuvo mayor repercusión. Pero aquí era
un invasor infiel el que metía las manos en el tesoro sagrado del pueblo judío. El hecho
suscitó una rebelión. Para reprimirla, Pilato usó una táctica curiosa. Envió soldados a
Jerusalén vestidos de paisano, sin espadas, disfrazados de gente del pueblo, pero con un
garrote camuflado entre la ropa. Llevaban órdenes de entremezclarse con la multitud
alborotada y propinar garrotazos a quienes se atrevieran a gritar. Aquel día murieron
muchos judíos como consecuencia de la paliza o pisoteados por la muchedumbre, que
huía despavorida por las estrechas calles de la ciudad.

Tras esta breve exposición observé que Tiberio hizo ademán de estar cansado.
Despidió de un manotazo a la esclava hispana, cuyos grandes ojos negros se cubrieron de
lágrimas, y me invitó a pasear por la inmensa galería semicircular, tendida como un
balcón a la apacible costa. La noche era suave, pero yo no conseguía quitarme el frío del
cuerpo.

27
-El caso es que en Judea y Samaria no cesan las revueltas.

-¿Has pensado en enviar más soldados?

-¡Tenemos estacionados ya tres mil quinientos en esa región!

-Podrías mandar dos legiones -respondí, cortando por lo sano y para evitar lo que
temía que estaba a punto de caerme encima.

-No, la verdadera causa es política, Suetonio -arguyó rascándose los emplastes del
rostro (los mejores médicos egipcios no habían conseguido curar su piel ni con fuego)-.
El volcán brota de un problema obvio de convivencia entre los judíos y los extranjeros,
los griegos y sirios de los estados-repúblicas vecinos con los romanos. Los judíos se
sienten oprimidos, aborrecen a los extran jeros. Ven florecer sus economías mientras
ellos se empobrecen. Si arrancáramos ese odio, tribuno, evitaríamos las frecuentes
guerrillas de los insurrectos.

-¿Y qué piensan los sirios y griegos que viven en Judea?

-Que todo iría mejor si los judíos reconocieran a sus dioses y nosotros aceptáramos
a su dios único como uno más entre las divinidades que concebimos emparentados en
una gran familia. Pero siempre me han sulfurado esos fanáticos judíos. Da igual que los
ejecutemos, que sometamos a tortura a los alborotadores o que los crucifiquemos en las
afueras de las ciudades.

Tiberio se detuvo y apoyó los brazos en la balaustrada, abandonando su poco


agraciado rostro a una luna que rielaba senderos sobre el mar hacia la costa de la
Campania.

-Tienes que ir a Judea sin que lo sepa Pilato e informarme de qué pasa realmente
en la región. Lo harás muy bien, Suetonio. Tú sabes arameo, ¿no?, conoces a los judíos,
y no sólo por ese liberto. Me han dicho que conservas en casa a una bella esclava judía -
dijo, entreabriendo sus labios con una pícara sonrisa.

La sangre se heló en mis venas. Tiberio sabía lo de Raquel y que me había atrevido
a desobedecer sus órdenes, manteniendo a una sierva judía en mi casa. Pero, sin
recriminarme por ello, me puso la mano en el hombro.

-No importa, amigo. Te autorizo a que la lleves. Así, Claudia podrá pasar una
temporada en Roma. -Sonrió con malicia-. Serán sólo unos meses. Podrás regresar
pronto y empuñar de nuevo el cálamo. Con tu información podré tomar la decisión

28
adecuada en esa provincia. Ya no está Sejano, gracias sean dadas a Mercurio y todos los
dioses, para filtrarme los correos. Y ahora, márchate, estoy cansado.

Tiberio me dio la espalda y se dirigió a su misteriosa sala acolchada.

Me quedé de pie mirándole. Renqueaba. Había comenzado a gobernar el Imperio


con sesenta años y ahora que superaba los setenta estaba visiblemente envejecido por su
enfermedad epidér mica. Primero su retiro a Rodas, antes de ser emperador, y ahora esta
extraña forma de gobernar desde Capri, cuando todo el mundo sabía que el princeps
debía participar en los debates del Senado; aunque él se justificaba diciendo que lo hacía
a través de sus continuas cartas, que muchos senadores encontraban más intimidatorias
que la presencia del propio emperador y en todo caso más expeditivas, porque evitaban
cualquier posible disensión.

Antes de retirarse se dirigió con un gesto a Lamia, la maestra de esclavas:

-Que venga Trasilo.

Trasilo, el astrólogo, un anciano menudo y sonriente, era su único, su verdadero


amigo, le había acompañado desde los tiempos de Rodas y seguía siendo confidente y
paño de lágrimas.

El viejo adivino, de revuelto cabello blanco y cara de sátiro, apareció obsequioso


en la puerta.

-Ven, Trasilo, quiero consultarte algo.

Cuando ambos se perdieron por la larga galería, no pude menos que recordar un
endiablado y casi incomprensible párrafo de una carta que Tiberio escribió desde Capri al
Senado:

Si yo supiera qué os tengo que escribir, senadores, cómo os lo tengo que escribir o
si bajo ningún concepto os tengo que escribir en este momento, que los dioses o
diosas me pierdan aún más de lo que me siento perdido día tras día.

Era un texto que corroboraba mis pensamientos: que el emperador era un tímido
que se sentía culpable, fracasado y deprimido, y que el astrólogo Trasilo, más que
adivinar el futuro, le aliviaba de la carga psicológica del presente.

Un soldado, antorcha en mano, se ofreció a iluminarme el camino. Fuera, la noche

29
invitaba a la ensoñación; no hacía frío, pero, a pesar de caminar deprisa bajo las estrellas
de regreso a mi villa, no conseguía arrancarme el hielo de mi alma, contagiada quizás de
la enorme soledad de aquel palacio oscuro, abatido por el mar y edificado sobre altos
arrecifes. Eso era Tiberio, un emperador que, como él mismo reconocía, se sentía
«perdido día tras día», como aquella mole calcárea. Sin duda por esa razón las gentes le
atribuían de todo: sofisticadas perversiones sexuales en su secreto cubículo, porque no
eran capaces de comprender a un princeps solitario e impotente que señoreaba un
imperio desde una isla.

La antorcha del soldado arrojaba delante mi propia sombra. Caminé deprisa. Supe
en mi interior que de un modo u otro estaba a punto de cambiar mi vida. Entonces
recordé los versos de Homero:

Entretanto la sólida nave en su curso ligero se enfrentó a las sirenas: un soplo feliz
la impelía; mas de pronto cesó aquella brisa, una calma profunda se sintió
alrededor: algún dios alisaba las olas.

¿Qué dios estaba alisando las mías? La villa de mi propiedad, empalidecida por el
resplandor de la luna, no era sino una nave blanca perdida en la noche o quizás el
acariciado refugio de un loco imposible. Sentía, como el poeta griego, que debía
sustraerme al encanto de aquellas confortables sirenas; que no había llegado la hora de
mi retiro y había aún de navegar de nuevo hacia lo desconocido. Y de pronto me
vinieron a la memoria unas hermosas palabras que me solía decir mi madre antes de
acostarme: «Hijo mío: si duermes, no sueñes; y, si sueñas, no duermas».

30
31
ubo que esperar los vientos favorables, que el astrólogo Trasilo realizara
sus sacrificios rituales y consultara a Artemisa, que el cielo se librara de cuervos y grajos
y, sobre todo, que mi esposa Claudia organizara su regreso a Roma con su increíble
cargamento de túnicas, ungüentos, perfumes y esclavas para que pudiera emprender mi
partida. No me hacía a la idea de viajar de incógnito, cubierto con una parda túnica de
mercader, ni en una ridícula nave comercial de las que hacen el trayecto, cargadas de
aceite y vino, entre Pozzuoli y Cesarea junto a miserables esclavos, buhoneros, beduinos
y mercenarios.

Aunque los veleros mercantes estaban bien ensamblados, eran ya por entonces un
trabajo más de ebanistería que de ruda construcción naval, como pude comprobar al
acariciar las cuadernas embutidas con pernos, calafateadas de brea y protegidas con
láminas de plomo para evitar el barrenillo marino, ese demoledor gusano que se instala en
la madera de los barcos. Yo estaba habituado a navegar en orgullosas galeras de guerra
de tres velas y hasta cuatrocientos remeros, dominando desde el puente con los otros
oficiales la embarcación. Esta cáscara de nuez, en cambio, apenas disponía de dos palos,
una sola vela cuadrangular y otra en popa para reforzar la marcha. No hay que olvidar
que, al carecer de remeros, estos barcos están continuamente a merced de los vientos.
Por eso casi nunca zarpan durante el invierno.

Acodado en cubierta bajo un cielo limpio en el que se esculpía el color del


ajetreado puerto, se me hacía interminable la hilera de esclavos estibadores que, como
disciplinadas ristras de hormigas, portaban en sus espaldas las enormes ánforas de aceite
y vino desde el puerto hasta las bodegas. La abundancia de estos recipientes de barro
para el transporte era tal en Roma que hasta los más pobres acababan teniendo algunos

32
en casa para guardar trigo y toda clase de objetos, y no faltaban verdaderas montañas de
sus pedazos amontonados en los alrededores de la Urbe.

-¿Cómo se ha ido Claudia? -me preguntó Glauco, quien junto al griego Aristeo eran
mis dos hombres de confianza, únicos colaboradores elegidos en aquella extraña misión
que me había encomendado Tiberio. Glauco, mi lugarteniente desde los tiempos heroicos
de la campaña con los germanos, frisaba entonces los cuarenta años, diez menos que yo,
y era un probado estratega de barbilla cuadrada y modales de soldado. A Aristeo le
conocí en Rodas, y por mi afición a las letras pronto comprobé que, además de una
biblioteca viviente -se había pasado años en lo que quedó de la de Alejandría revolviendo
manuscritos-, citaba a Platón y a Aristóteles de memoria y había investigado casi todas
las religiones de los terrenos conquistados.

-¿Cómo quieres que esté? -respondí a su pregunta-. Más feliz que Juno, diosa entre
las diosas. Vuelve a su Roma y finalmente se libera de mí esa lagarta. Te aseguro que no
me creo ya sus lágrimas ni arrumacos. Quizás sea mejor para los dos. La convivencia
con Claudia nunca había sido fácil. Sabes hasta qué punto mi matrimonio fue un arreglo
de Tiberio. Quizás a todo ello ha contribuido también que los dioses no nos hayan
deparado hijos.

-¿Sabe el emperador que traes contigo a la esclava judía?

-Él mismo me lo propuso. ¡Pretende que me enseñe arameo! -respondí riendo.

-No es fácil el arameo -terció Aristeo-. Es una lengua con más vocales que
consonantes que nació hace más de mil doscientos años en las tribus de Aram, que
pastoreaban entre los ríos Éufrates y Tigris. ¿Sabes que de ahí viene su nombre? De
Aram Naharaim, el territorio de los dos ríos.

-¡Qué no sabrá este conspicuo Aristeo! Pero, a decir verdad, poco me interesan el
viaje y sus circunstancias. Ansío cumplir rápidamente mi misión y regresar cuanto antes
a casa. Apenas había comenzado a escribir el soñado libro de mis memorias.

El controlador de la estiba, que en lo alto de la pasarela de carga iba anotando en


una tabla encerada el número de ánforas, mandó azotar a un esclavo que, exhausto,
había dejado caer una de ellas derramando en cubierta el dorado aceite. El lento proceso
de cargar la nave duró hasta la madrugada.

Zarpamos al día siguiente. Heríamos las aguas de un amanecer transparente


ruborizado en las velas de los navíos anclados, llena mi alma de nostalgia por la isla

33
perdida. Me costó habituarme al balanceo de una navegación tan precaria y al griterío de
la zafia marinería, siempre pendiente de los vientos y de los dos grandes remos de popa
que servían de gobernalle.

Aquella noche llamé a la esclava. Raquel inclinó su agraciada cabeza ante mí en


señal de sumisión. Bajo sus ancestrales ropas judías se desdibujaban las redondeadas
formas que me tenían cautivo desde el primer día que la conociera. Levantó el rostro.
Sus enormes ojos estaban humedecidos de una triste invitación arcana, y su frutal boca
entreabierta colmó aún más mi desasosiego.

-Mañana comenzarás a enseñarme tu extraña lengua, mujer.

-Como ordenes, dominus.

-¿De dónde

-De Samaria.

-¿Esa tierra que Augusto anexionó a la prefectura de Siria junto con Judea e
Idumea? ¿Acaso no eres judía?

-Mi tierra se halla entre Galilea y Judea, señor. Nuestros padres tenían sus propios
dioses. De niña me enseñaron que todos nuestros males venían de Yahvé, el dios de los
judíos. Ellos piensan que somos impuros por habernos casado con los paganos y porque
mis antepasados creían que había que adorar a Dios en el monte Garizim. Pero, con el
tiempo, los míos, como descendientes también de nuestro padre Jacob, mezclaron su
religión con la de ellos y algunos de los nuestros incluso comenzaron a acudir al Templo
de Jerusalén. Sin embargo, los judíos nos odian como a una secta aparte.

-Pero cuando te compré en el foro me aseguraron que eras judía.

Raquel enrojeció. Me transportó a aquella mañana en que la adquirí junto a dos


esclavos abisinios. El sol reverberaba sobre el mármol capitolino cuando ordené que la
despojaran de su túnica para verla completamente desnuda. Todo mi ser se estremeció
entonces. Sus hombros morenos desembocaban en unos brazos de reina y sus redondos
pechos enhiestos contrastaban en su opulencia con una cara de niña indefensa y turbada.
Desde entonces se mezclaban en mí dos sentimientos encontrados: el desprecio a la
esclava extranjera y el deseo de aquella criatura tan sensual como quebradiza, sana y lábil
como un pez, altiva y misteriosa como una alondra.

34
Me explicó que para los romanos que la habían adquirido en Jerusalén todos era
judíos sin distinción, sin fijarse en si procedían de Judea, Idumea o Samaria. Que un
tratante beduino la compró cuando se quedó huérfana y, aún siendo casi una niña, acabó
en manos de otro comerciante de esclavos que la condujo a Roma en la sentina de un
barco mercante que se dirigía a Chipre y luego a Sicilia.

El silencio se fue adueñando de la noche. Bajo la vela bañada de una luna cansina
los tripulantes y viajeros del barco que nos conducía a Cesarea Marítima se acomodaron
en cubierta como pudieron para conciliar el sueño. Sólo mirar los ojos de aquella
muchacha me alimentaba el alma. De modo que la hice sentar a mi lado, mientras, no
lejos, Glauco y Aristeo dormían profundamente. El mar chapoteaba monótono en el
casco de la nave y un viento racheado y fresco intentaba empujarla con suavidad.

-Y tú, ¿piensas como los judíos?

La esclava me miró sorprendida.

-Mi madre me enseñó a adorar a un solo Dios, señor.

-¿Era tu madre judía?

-No, era samaritana.

-¿Y tu padre?

La joven se entristeció.

-Yo no sé quién es mi padre -respondió en un difícil trago de saliva-. Mi madre


yació con seis hombres y tengo quince hermanos.

-Y a pesar de todo, ¿aún quieres a tu madre?

Raquel perdió su mirada en las fauces negras de un horizonte punteado de estrellas,


las mismas que servían de guía a los marineros.

-¡Oh, señor, mi madre con el tiempo cambió mucho!

Bostecé.

-Bien, muchacha, dejémoslo por ahora. Tengo sueño. Mañana comenzarás a


enseñarme algunas palabras en tu lengua. Hemos de aprovechar el tiempo. Calculo que

35
tardaremos de tres a cinco semanas en llegar a nuestro destino. Dependemos de los
malditos vientos, que por ahora no parecen sernos muy propicios.

Me tumbé junto a la amurada de popa y me cubrí con la triste sobrecapa de


mercader. Mientras contemplaba el firmamento, no salía de mi asombro. Con un gesto
de Tiberio, mi mundo se había vuelto del revés: mi villa, mis papiros, mis sueños, se
acababan de ir al traste y no precisamente para emprender nuevas campañas militares,
sino para un trabajo de espionaje, sin criados, ni oficiales, inmerso en un universo de
esclavos y pobres beduinos. ¿Qué vida es ésta que de pronto tuerce la suerte de los más
grandes? ¿Qué me depararía la diosa Fortuna abandonándome en medio de estos mares,
sin coraza ni espada para defenderme en un país lejano y miserable? A escasa distancia,
la esclava dormía con la cabeza apoyada en un rollo de cuerdas. Su rostro guardaba un
cierto parecido con la primera joven que amé cuando era casi un niño en la alquería de
mi tío, cerca de Roma; una niña de la familia Julia que murió joven, víctima de la
enfermedad de las lagunas. De ella también me fascinaba esa distinción natural que hace
indefinible la frontera entre la joven y la mujer.

Con ayuda de Glauco y Aristeo pasé la mañana siguiente urdiendo nuestra


inminente estrategia. Tan pronto desembarcáramos evitaríamos en seguida permanecer
en Cesarea Marítima, residencia habitual de Pilato, que no debería conocer nuestra
presencia, para adentrarnos tierra adentro e investigar qué había de verdad en los
informes sobre la turbulencias del pueblo y sus actitudes frente a Roma. Aristeo me
explicó algo que para mí fue una absoluta novedad. Además del arameo, que se habla en
Judea con fonéticas distintas -me dijo por ejemplo que los galileos tienen su acento
peculiar-, muchos usaban también allí el griego, pues en algunas ciudades como Séforis
convivían helenos y judíos.

-En la corte de Herodes Antipas no se habla otra lengua, Suetonio -aclaró Aristeo
clavando en mí sus agudos ojos saltones-. La gente importante y la que pretende serlo se
sirve del griego. Los militares, tanto herodianos como romanos, los funcionarios, al igual
que los publicanos o recaudadores de impuestos y aduaneros, y mucha gente en Galilea
chapurrean también mi lengua materna. Se ha puesto de moda en Jerusalén, pues cada
día aumentan en la ciudad los extranjeros, comerciantes y peregrinos. He visto incluso
monedas escritas en caracteres helénicos. Además es de buen tono entre las familias
acomodadas usar nuestras costumbres para vestir, decorar las casas y preparar los
banquetes.

-¿Y el hebreo? -preguntó Glauco.

-Lo usan casi exclusivamente para el culto religioso. En esa lengua están escritos

36
sus libros sagrados, salmos y textos, que citan muchos de memoria. El latín, para nuestra
desgracia, es prácticamente desconocido. Abstente de usarlo, Suetonio. Para hablarlo hay
que encontrarse con romanos de pura cepa, que no abundan, por cierto, pues la mayoría
de nuestros soldados en la provincia de Siria son, como sabes, mercenarios extranjeros.

Aristeo nos explicó que íbamos a un territorio eminentemente agrícola, plantado de


viñedos, olivos y abundante grano. Grandes extensiones, en su mayoría latifundios, que
pertenecen sobre todo a propietarios extranjeros, transmitidas de padres a hijos, algunas
arrendadas en parcelas y trabajadas por jornaleros, que se reúnen diariamente en las
plazas a esperar ser contratados.

-Sé que Tiberio los ha cargado de impuestos.

-Ése es uno de los problemas con que nos tropezaremos, tribuno, aunque desde
hace lustros los recauda el rey Antipas, que cada año engrosa sus arcas con unos
doscientos talentos, que viene a ser algo así como una flota de seis naves con las bodegas
repletas de plata. Así que el pequeño agricultor apenas puede levantar cabeza; lo que
explicaría el grave descontento y tantas revueltas contra «los invasores». Junto al mar de
Galilea abundan también los pescadores. El comercio en esa región, sobre todo en las
ciudades griegas, no es escaso. Pero la verdad es que los impuestos están arruinando las
pequeñas economías y fomentando cada día más el bandidaje. ¿Cómo crees que se están
edificando Tiberíades, la hermosa ciudad que Herodes ha dedicado al emperador dándole
su nombre, y las grandes fortalezas de Herodium, Masada y Maqueronte? Hasta la
reconstrucción del Templo ha salido del arca de los impuestos: pero eso lo sabes tú mejor
que yo, tribuno. ¿No te ha puesto al día el emperador?

-No me llames tribuno. De ahora en adelante nadie debe saber quién soy. Aunque
mi acento latino acabará delatándome, supongo, y eso me obligará a hablar lo menos
posible. Tú, como griego, serás en todo momento de gran ayuda. A nadie en Judea o
Galilea le extrañará oír tu lengua.

Por la tarde llamé a Raquel, a la que el viento descubrió su cabeza para dejar suelto
su cabello, que ahuecaba la brisa. Tenía tal distinción innata que me resultaba difícil
recordar que sólo era una esclava. Iniciamos las clases de arameo sin mucho entusiasmo
por mi parte. La esclava no podía disimular su risa ante mi torpe pronunciación de las
palabras más simples. Estuvimos un rato intentándolo. Pero me cansé pronto y, para
variar, saqué a Jacob en la conversación, el liberto amado de mi padre.

-Como el Jacob de la historia -dijo Raquel tímidamente.

37
-¿Qué Jacob?

-Mi madre me contó lo de la tierra prometida y lo de las tribus de Zabulón e Isacar.

-¿Tribus?

-Sí, dominus. Todos los judíos se consideran descendientes de un tal Abraham, a


quien su dios, Yahvé, le prometió el país de Canaán. El hijo de Abraham, Isaac, tuvo dos
hijos, Esaú y Jacob, y éste tuvo a su vez dos hijos: Isaac y Jacob, quien engendró más
descendencia, otros doce hijos.

-¿Es que las mujeres en esas tierras no paran de parir?

Raquel enrojeció, pues además mis ojos no cesaban de adivinar el movimiento de


sus pechos bajo su túnica parda.

-Los judíos dicen que no fue «el padre Jacob» quien engendraba, sino Dios el que
lo hacía prolífico. Cuentan que se le apareció una vez al pie de la montaña de Efraín, a
dos días de marcha de Jerusalén, lo bendijo y le dijo: «En adelante no te llamarás Jacob,
sino Israel. Sé fecundo y multiplícate. De ti nacerá una nación, más aún, una asamblea
de naciones, y saldrán reyes de tus entrañas. La tierra que di a Abraham e Isaac ahora te
la doy a ti y a tu descendencia».

-¡Patrañas!

-Para los judíos no son patrañas, señor. Dicen que es palabra de Yahvé escrita en
los libros sagrados.

-¡Estúpida esclava! -corté sin poder soportar que una sierva ignorante pretendiera
dar lecciones a un tribuno letrado-. Los poetas escriben lo que se les antoja. ¿Hemos de
creer también lo que cuenta Hornero sobre Ulises?

Un silencio embarazoso permitió subir a primer término durante unos momentos el


chapoteo del mar en el casco de la nave y los gritos de los marineros, que habían
intensificado sus faenas para aprovechar el viento. A babor parecía levantarse un
temporal transido de negros nubarrones. La embarcación se levantó de pronto y Raquel
rodó inevitablemente hasta mis brazos. El calor que atesoraba la piel de aquella criatura
me transportó en un instante a los mejores años de mi juventud, cuando las libaciones de
Baco nos arrojaban a los bosques tras las jovencitas coronadas de flores. Luego la alcé
con la fuerza de mi brazo para que el oleaje no la arrastrara y ella, levantando su barbilla
de diosa, me dedicó una mirada que no era de esclava, ni de meretriz, sino de mujer

38
exhausta y enamorada.

La marejada duró poco tiempo. Estuve a pique de estrecharla contra mi pecho y


besarla allí mismo. Pero no lo hice. Me pudieron mi orgullo y las miradas de mis dos
compañeros, que no perdían detalle, al tanto de mis inclinaciones, y no se explicaban
cómo no me había usufructuado aún a mi esclava haciendo valer mis derechos sobre su
cuerpo.

La navegación se prolongó más de lo previsto, lo que redundó en algunos


progresos en mi arameo, que debo reconocer seguía siendo bastante lamentable. Tras
una de aquellas clases entre esclava y amo, un pastoso atardecer de calma, le pregunté:

-El otro día me contaste que tu madre cambió mucho. Me interesa conocer
vuestras costumbres.

Ella sonrió y, entrelazando sus manos en las rodillas, levantó la mirada al cielo:

-Fue un día caluroso, dominus. El sol ardía en el trigo y la vista duplicaba en el


horizonte la silueta de los segadores. En Sicar, nuestro pueblo, cerca de la tierra que
Jacob dio a su hijo José, al mediodía hay que protegerse bajo un árbol o evitar salir de
casa. Mi madre salió, como acostumbraba, a sacar agua del pozo a la hora de sexta,
cuando todos dormitaban. Allí de pronto se encontró con un hombre que parecía
cansado del camino. Me contó que era un judío guapo, como de treinta años, con una
mirada que calaba hasta los huesos. Cuando mi madre se disponía a sacar agua del pozo
de Jacob, aquel hombre solitario le sonrió y le pidió de beber. Tenía música en la voz. Mi
madre se quedó sorprendida. Era la primera vez que un judío le dirigía la palabra,
además a solas.

-¿Por qué? ¿Tan mal os lleváis judíos y samaritanos?

-Ya te dije, señor, que los judíos nos consideran idólatras y paganos. Mi madre le
dirigió una mirada de desprecio y le preguntó que cómo él siendo judío le pedía a ella,
una samaritana, de beber. Entonces él la miró a los ojos y le respondió que si supiera
quién era él, el agua se la habría pedido ella. Mi madre no salía de su asombro. Aquel
hombre no tenía cubo, el pozo era profundo, ¿cómo iba a sacar agua? Además le estaba
hablando de un «agua viva». ¿Qué quería decir? Advirtió, no obstante, que le turbaba su
mirada y la seguridad con que salían las palabras de su boca. «¿Eres acaso tú mayor que
nuestro padre Jacob, que nos legó este pozo, del que bebían él, sus hijos y sus
rebaños?», le preguntó. Entonces aquel viajero le contestó que le estaba hablando de otra
agua diferente que él podía acercar a sus labios, un agua maravillosa. «Quien bebe del

39
agua que yo le daré», le dijo «no tendrá sed jamás, pues el agua que yo le daré se
convertirá dentro de él en un manantial que brota desde dentro dando vida eterna».

-¿Era acaso un mago? -interrumpí, cada vez más intrigado por el relato, que se me
antojaba una bella égloga inventada por algún poeta más que un hecho real.

-Mi madre, con toda ingenuidad, cautivada por aquellos hondos ojos negros, le
pidió que le diera de aquella agua maravillosa que quitaba la sed para siempre.

-¿Y se la dio?

Raquel bajó los ojos y guardó un instante silencio, encendido el rostro y como
atrapada por el recuerdo.

-No, le dijo por el contrario que llamara a su marido y que volvieran juntos.
Entonces mi madre le dijo que no tenía marido. El viajero le volvió a hincar la mirada en
las entrañas y le respondió que tenía razón, pues había tenido cinco hombres y el que
ahora tenía tampoco era su marido.

-¿Quién era aquel tipo? ¿Un adivino?

-Nosotros, a los que adivinan el futuro y a aquellos que cantan al pueblo las
verdades, los llamamos profetas.

-¿Qué hizo entonces tu madre?

-Mi madre, al comprobar que había adivinado la verdad de su vida, se dio cuenta
de que realmente debía de ser un profeta y le habló entonces de religión y de las disputas
entre judíos y samaritanos. Que nuestros padres daban culto en ese monte y que, sin
embargo, ellos, los judíos, sostienen que es en Jerusalén donde hay que dar culto a Dios.

Comenzaba a atardecer y en cubierta sobrevino esa hora íntima que quiebra de


púrpura las sombras. Raquel parecía transfigurarse con el relato de su madre. Sus
delgadas manos volaban como queriendo expresar cuanto sus palabras no podían.

-¿Defendió entonces el viajero la religión judía frente a la samaritana?

-No exactamente. Le dijo que la verdad venía de los judíos. Pero que llegaba un
tiempo diferente, la hora en que ni en aquel monte ni en Jerusalén se daría culto a Dios,
pues el auténtico culto desde aquel momento sería diferente, «en espíritu y en verdad».

40
Todo me sonaba a pájaros y flores, a un misticismo gratuito que comenzaba a
exasperarme.

-Pero ¿qué historia es ésa? ¿De qué dios hablas? Todos los dioses tienen nombre y
oficio.

-No lo sé, dominus. Sólo sé que mi madre le contestó que, como todos esperamos
al Mesías, cuando viniera nos lo explicaría todo. Entonces, con una seguridad pasmosa,
aquel hombre le dijo que él mismo, con quien estaba hablando, era el Mesías, ¡el Mesías
en persona! ¿Comprendes? Mi madre lo miró arrobada. Al momento llegaron otros
hombres con aspecto de pescadores, que por lo visto eran sus discípulos y que se
quedaron muy sorprendidos de que su maestro estuviera allí a solas charlando con una
mujer.

-¿Por qué razón? ¿Acaso en tu tierra no se habla con las mujeres?

-Las mujeres somos seres de segunda categoría, señor. Además mi madre era una
samaritana.

-¿Y qué pasó luego?

-Mi madre dejó allí el cántaro y se vino corriendo a casa. Contó a todos los vecinos
que había encontrado a un hombre que le había adivinado cuanto había hecho y que
pudiera ser realmente el Mesías, el anunciado por los profetas, como él mismo
aseguraba. Muchos fueron a buscar al judío, que se llamaba jesús, y se quedó dos días
en el pueblo. La gente iba a escucharle porque hablaba con mucha fuerza, como quien
tiene poder.

-¿Tú le viste?

-Yo era una cría aún, tenía catorce años y no pensaba más que en jugar. Pero se
me quedó grabada su forma de mirar y sobre todo el enorme cambio que observé en mi
madre. Desde entonces parecía otra persona. Ayudaba a los vecinos y servía a los
enfermos del pueblo. Hasta que dos años después murió de unas fiebres. ¡Pobre madre!
No lo olvidaré. Antes de fallecer me dijo: «Raquel, busca a ese hombre y pídele que te
dé su agua viva».

En los grandes ojos de Raquel se encendieron de pronto dos lágrimas que corrieron
por su rostro moreno y que ella limpió aver gonzada con el borde del manto. El sol se
había puesto, dejando el mar violáceo y rizado por un airecillo de poniente que parecía

41
desperezar finalmente las lánguidas velas.

-Perdón, señor, por mis historias. Son recuerdos de una pobre esclava. Pero tú
quisiste escuchar mi relato -se excusó con una inclinación de cabeza.

Sin abandonar mi impávido gesto, le pedí que se tranquilizara, pues había seguido
con interés aquella hermosa fábula.

-¿Llegaste a buscar a aquel profeta o rabino? Así lo llamáis, ¿no?

-Sí, después de que muriera mi madre, me fui con mis hermanos mayores a
Jerusalén. Pregunté por el Maestro. Nadie me hacía caso. Hasta que di con uno que lo
conocía. «¿Preguntas por Jesús, el Nazareno? Lo han ejecutado hace un mes en las
afueras de Jerusalén junto a otros dos facinerosos, acusado de blasfemo y agitador».
Desolada, seguí preguntando. Me contaron que sus discípulos permanecían ocultos por
miedo a los judíos, pero que había una criada del Sanedrín que era seguidora suya en
secreto.

Aquella historia comenzaba a intrigarme. Un profeta que adivina el pasado, un


maestro filósofo que ofrece un agua que quita definitivamente la sed y habla de un
misterioso y único dios que está en todas partes y que, finalmente, es ejecutado como un
delincuente y un provocador.

-Dime, mujer, supongo que fueron los romanos quienes ejecutaron la sentencia de
crucifixión.

-Sí, con otros dos delincuentes, pero dicen que por instigación de los sacerdotes del
Sanedrín.

-¿Qué te contó la criada?

-Que ella, como los demás, pensaba que era un cualquiera, un zelota o un bandido.
Pero que, cuando le vio morir, se quedó trastornada por la paz y el dominio con que
pronunció sus últimas palabras y, sobre todo, por la inexplicable bondad de su rostro.
Entonces me contó algo que me tiene obsesionada.

Hizo una pausa, tragó saliva y me miró de nuevo con sus ojos arrebatadores,
resplandecientes, como de niña a quien le acaban de abrir un paraíso, un castillo de
princesa.

-Pero no sé, dominus, si te interesa saberlo. Es algo muy mío, que llevo dentro, el

42
sueño que alienta la vida de esta pobre esclava.

-¡Dímelo! -exclamé terminante y muerto de curiosidad.

-Me dijo que un amigo del crucificado había pintado, poco antes de su muerte, un
extraordinario retrato del rabino, con tal arte que al contemplarlo parecía estar vivo y
hablando.

Se había hecho de noche y Glauco y Aristeo me miraban con una sonrisa


displicente y se daban codazos cómplices por la larga atención que había prestado a la
esclava.

-Bien, mujer. Vale por hoy. Mañana continuaremos las lecciones. Se ha hecho
tarde. ¡Qué curiosas fábulas conoces! No me extraña que los judíos sean tan rebeldes
para aceptar la multitud de dioses que posee el Imperio. Sin duda sois una estirpe
fanática que desconoce la tolerancia y la sabiduría que nos han hecho grandes.

No volvimos a hablar del asunto. A los pocos días los vientos hincharon sin titubear
nuestras velas, lo que junto al avistamiento de galeras romanas, que se cruzaron con
nuestra nave al grito acompasado de los remeros, nos hicieron suponer que no
andábamos lejos de Cesarea Marítima.

Al contemplarla centelleante desde proa tuve que reconocer que Herodes el Grande
quiso imitar a los romanos en sus dotes de constructor. La inmensa dársena no era un
regalo de la naturaleza, sino pura fábrica del hombre, protegida por dos istmos que
abrazaban el puerto y sólo permitían entrar a las naves por una puerta flanqueada por
dos grandes torres al norte, que, además de dejarlo al abrigo de las olas y corrientes
marinas, permitía fácilmente el embarque y desembarque.

Las casas cercanas al pueblo, de piedra blanca, se arracimaban en calles bien


dispuestas y equidistantes que se dirían traza das para desembocar en el mar. La sede del
gobierno romano de ocupación era un enjambre de templos y palacios, con anfiteatro,
teatro y plazas para el mercado, una ciudad geométrica hábilmente proyectada al modo
del Imperio. Frente a la entrada del puerto, sobre una colina, resplandecía troquelado en
el azul un templo de mármol dedicado al emperador, presidido por una estatua de
Augusto, imitación del Zeus de Olimpia, y otra escultura de la diosa de Roma. Efigies sin
duda que aborrecerían los judíos.

Cuando se nos autorizó la entrada, pude observar más de veinte embarcaciones


ancladas, entre mercantes y galeras de guerra. La luz oriental cegaba los ojos, aunque no

43
lo suficiente como para que no pudiéramos contemplar la ciudad que Herodes había
edificado en honor del emperador con el nombre de Cesarea.

-¡Por Júpiter que es una ciudad bella! -grité en latín.

-Baja la voz, Suetonio, por la cuenta que nos trae -susurró a mi oído Aristeo.

Cuando desembarcamos, una oleada de exóticos olores y colores abigarrados nos


embriagó. Maderas, aceite, olivas, vino, cereales. Raquel sonreía con esa naturalidad de
quien pisa de retorno la tierra amada. Había intentado olvidar su relato, preocupado por
los próximos pasos que habríamos de dar para cumplir la misión que me estaba
encomendada, pero una mezcla de fascinación y curiosidad comenzó a ocupar mi mente
contra mi voluntad. Nos perdimos en la multitud mientras Aristeo preguntaba por la
salida de la ciudad. Miré atrás. El mar quedaba a mis espaldas, azul e incierto, como mi
pasado, Claudia, mi villa, el sosiego de Capri, los desazonadores ojos ahuevados del
emperador... todo parecía desvanecerse en la bruma, casi como si nunca hubiera
ocurrido. Sin casco ni coraza, me sentí un vagabundo perdido en medio del pueblo,
alguien sin patria ni pasado, y comprendí por un momento por qué los filósofos se
inquieren sobre el precario e incierto destino del hombre.

44
45
ajo un sicómoro hicimos el primer alto en el camino hacia Galilea. Me
dolían en los ojos el resplandor del sol, el polvo y la ventisca hasta paladearlos, y había
caminado como si mis piernas y brazos no fueran míos, como si hubiera cambiado de
personalidad desde el fuego de aquella extraña tierra roja que, impuesta, subía ardiendo
por mis plantas cansadas. ¿Qué raro efecto puede tener sobre el hombre su vestimenta
hasta cambiarle por dentro? Un extraño beduino, trashumante o pordiosero me sentía
entonces, como arrojado a aquel país polvoriento. Me atrevo a pensar que hasta la
mirada se me había hecho terrosa y parda, del color de los caminos que pisábamos.

Y eso que, en lugar de la desértica Judea, habíamos dirigido nuestros pasos hacia
Galilea, región que me aseguraban más fértil y risueña. La causa de nuestra decisión era
que los brotes revolucionarios antirromanos proliferaban allí más que en ninguna otra
parte, al parecer por el descontento de los agricultores acribillados a impuestos.

Bebí con ansiedad del cántaro que Raquel acercó a mis labios resecos, un agua que
saludó con frescura mi garganta, y saboreé la leve brisa que me recomponía el rostro
bajo la sombra. Mientras el atlético Glauco, sentado más allá bajo una palmera, devoraba
un racimo de dátiles, Aristeo conversaba a unos pasos en griego con nuestro guía, un
fenicio parlanchín llamado Sibel que no había renunciado a arrastrar su asno cargado de
mercaderías.

-Has de esperar, señor, tres o cuatro días aún de camino. Comprobarás por ti
mismo que Galilea es un festín para los ojos, un cuadro de vivos colores; sí, señor, un
tapiz de flores desde Cafarnaún a Caná. Verás árboles frutales de todas clases y jugosos
labrantíos. Apenas queda tierra baldía ya, y los pueblos están muy habitados, porque no

46
falta trabajo en el campo y la pesca. Buen sitio para comprar y vender, amigo.

El fenicio de tez quemada relamía sus palabras con untuosidad, como si le


estuviera ofreciendo ricas telas o valiosos zarcillos.

-¿De dónde procedes, Sibel?

-De Sidón, señor, la cuna de mis padres. Mis abuelos eran navegantes y llegaron
hasta las Columnas de Hércules, la vieja Gades, con su afán de comprar y vender.

-Veo que lleváis eso en la sangre.

-De algo hay que vivir, ¿ no te parece?

-¿Cuánto tiempo hace que habitas estas tierras?

-Yo no vivo en ninguna parte. Voy y vengo. Mi hogar son los caminos y mi techo el
cielo estrellado. Y esta flaca bolsa, por cierto, de la que no me separo ni de día ni de
noche.

-Pues entonces conocerás bien a los judíos, ¿no?

-Sí, señor, como si fueran mis hermanos.

-¿Hablas arameo?

-Es la lengua materna de los fenicios. Pero viajar me ha enseñado mucho. Además
del griego, me defiendo bastante bien en latín y chapurreo el árabe. En largos meses de
caravana uno aprende de todo; a ver, qué remedio.

Aristeo le hizo sentar bajo la higuera y, pasando por ignorante, le interrogó a fondo.
Raquel seguía en pie a mi lado con el cántaro en la cintura y la mirada baja, por si yo
deseaba más agua. Su perfil al contraluz se me antojaba el de una diosa arrancada de
algún bajorrelieve de un frontispicio del foro. Le hice una señal para que se sentara y me
obedeció no sin una estudiada y deliberada ondulación de caderas.

-Conocerás entonces bien estas tierras -indagó Aristeo.

-Es un país pequeño, señor. Unas ciento cincuenta millas romanas en total, una
distancia como de Roma a Nápoles, más o menos. Y no demasiado poblado. Nadie sabe
a ciencia cierta su número de habitantes. Se habla de dos o tres millones en total.

47
-¿Por qué razón Palestina está tan dividida?

El fenicio desvió la mirada hacia su burro, que olisqueaba hierbas tras un matorral.
El calor pegajoso ilustraba de gotas de luz su pequeña frente surcada de arrugas.

-Has de saber que los judíos no estuvieron aquí siempre. Primero fuimos nosotros,
los fenicios, los que habitamos esta región. No olvides que hace más de dos mil años
dominábamos en Biblos, Tiro y Sidón. Entonces, los antepasados de los hebreos no
tenían patria fija, sólo eran puros nómadas que vagaban con sus rebaños por los desiertos
de Caldea. A esta tierra, los de Tiro y Sidón la llamaban el país de Canaán. Un nombre
que, por cierto, le pusimos nosotros, los fenicios, pues cuando íbamos a pescar a sus
playas encontramos un molusco muy preciado que llamábamos kinahhu. De ahí, pues,
procede el nombre de este lugar. Nos disputábamos ese valioso marisco con egeos y
cretenses.

-¿Por qué?

-Contiene un colorante muy valioso para hacer púrpura y teñir tejidos. He visto
convertir un blanco paño de lino en un manto real. Parece un milagro -subrayó sonriente
con tono de buen vendedor.

Desde mi confortable sombra escuchaba con curiosidad y una complaciente


sonrisa, admirado de la habilidad de Aristeo para sonsacar al buhonero informaciones que
él en gran parte conocía.

El fenicio, que resultó por su afán de preguntar mucho más culto de lo que en
principió pensé, contó en un griego elemental que las tierras de Canaán entonces no
pertenecían a nadie hasta que llegaron unos pueblos por mar a quienes los judíos
llamaron pelishitim, y los romanos decimos «palestinos». Mientras, los judíos buscaban
como locos junto a otros pueblos nómadas dónde ubicarse entre el Tigris y el Éufrates,
hasta que decidieron, guiados por un tal Abraham, plantar sus tiendas aquí, en el país de
Canaán.

-¿Y desde entonces los judíos siguen habitándolo?

-Bueno, bueno -refunfuñó el fenicio rascándose la nariz-, es una historia muy larga.
Cuentan que un nieto de Abraham, llamado José, se hizo amigo del faraón, el rey de
Egipto, ese hermoso país de palmeras y pirámides, y éste permitió a las tribus de los
hebreos habitar sus tierras. Pero, amigo, la estancia parece que terminó en tragedia y
opresión, por lo que los judíos, para liberarse de la esclavitud del faraón, huyeron

48
conducidos por Moisés hacia lo que llamaban la Tierra Prometida, que no era otra que
esta que estás ahora pisando, el país de Canaán.

-Pero aún no me has explicado lo de la división. ¿Cómo se produjo?

-Ten paciencia, señor. Te he dicho que es una historia larga -respondió el fenicio
arrellanándose en la piedra donde estaba sentado y rascándose su sebosa nariz-. Los
hebreos escogieron a sus caudillos, que llamaron jueces y reyes. Pero los habitantes de
aquel país, los pelishitim, no podían estar contentos con esta invasión y organizaron su
resistencia sin mucho éxito. Al final los hebreos ganaron la batalla y se apoderaron de los
territorios cananeos.

-Y entonces vinieron los prósperos años del reinado de Salomón.

-Bueno, primero gobernaron Saúl y David. Éste conquistó la ciudad cananea de


Jerusalén, para convertirla en capital de su reino. Aunque tienes razón en que la
prosperidad vino con el gran Salomón. Este poderoso rey entabló relaciones con otros
países del mar Rojo y construyó un hermoso templo en Jerusalén, muy importante para
los judíos, pues para ellos ese santuario lo es todo: es como la casa del pueblo, un pueblo
que se llama a sí mismo «pueblo de Dios». Y aquí viene la respuesta a tu pregunta. Los
judíos, muerto Salomón, se dividieron en dos reinos, el del norte, Israel, cuya capital es
Samaria; y el del sur, Judá, que mantuvo la capitalidad de Jerusalén. Luego se sucedieron
guerras una tras otra, y esta división favoreció las invasiones de asirios y babilonios, que
se llevaron cautivos a los principales judíos, hasta que Ciro los liberó. Todo esto lo he
aprendido en largas veladas bajo las estrellas y junto a las tiendas de las caravanas, de
labios de rabinos y sabios viajeros. Caminar enseña, amigos.

Vi con satisfacción que Aristeo había conducido a Sibel a su terreno. Ahora venía
la pregunta más importante: la situación actual bajo el Imperio romano y algunos datos
preciosos que podrían conducirnos a las necesarias fuentes de información.

-¿Y ahora?

-Ahora tú conoces mejor que yo la situación -respondió el fenicio entornando sus


ojos pillos.

-¿Yo? -replicó Aristeo con aire de no haber roto nunca un tiesto.

El fenicio rio tras sus apretados dientes negros. Bebió agua, se secó con la sucia
bocamanga y esgrimiendo el dedo le dijo:

49
-¿Crees acaso que no sé que sois romanos? ¡Como que me chupo el dedo!

-¿Yo? Heleno soy, y helenos fueron mis padres. ¿No has notado mi acento,
buhonero?

-Ya, ya, sí, de acuerdo, pero romanizado hasta los tuétanos y al servicio de los
romanos. Y los que no lo pueden negar son tus compañeros de viaje, ¿eh? ¿Por qué
andan, si no, tan calladitos?

Glauco se echó mano al cinto y al puñal por si fuera necesario, lo que impedí con
un leve gesto de mi mano.

Aristeo salió del atolladero con una palmada en la espalda del comerciante.

-Vale, Sibel. Veo que eres muy listo. Hagamos un pacto. Tú ocultarás nuestra
identidad y nosotros, gracias a nuestros contactos con la poderosa Roma, mejoraremos
tus relaciones comerciales y te pagaremos el doble de lo acordado.

Al fenicio se le encendieron las pupilas y volvió a enseñar sus oscuros dientes con
una risa entrecortada de satisfacción.

-A ver, dime, ¿qué quieres saber?

-Dinos cómo ves la situación de este pueblo bajo dominación romana.

-Tú la conoces mejor que yo. Ahora llamáis «provincia de Judea» a lo que los
judíos denominaban Judá, pero que abarca más de los antiguos dominios judíos. Su
capital es Jerusalén, e incluye además los territorios que conquistó ¿No es así?

Aristeo asintió y le explicó nuestro sistema administrativo y cómo los cuatro


cantones o territorios del Imperio en aquella región, que llamamos Palestina, incluyen
Galilea, Judea, Samaria y Perca. A éstos había que añadir, después de que fueron
sometidas a recaudación romana, las diez ciudades de la Decápolis, todas ellas griegas.
Ése era, más o menos, el complicado mapa donde debíamos llevar a cabo nuestras
pesquisas.

Mi amigo griego no quiso indagar más por el momento y, satisfecha nuestra sed,
nos uncimos otra vez al polvo del camino. Sólo dos días después los dioses nos dieron
ocasión, no muy grata por cierto, de satisfacer nuestra curiosidad. Mientras
atravesábamos una región montañosa, no lejos de Séforis, a la lívida luz del atardecer, de
improviso nos vimos rodeados por un grupo de jinetes armados. Era como una docena

50
de hombres fornidos con pañuelos rojos a la cabeza a los que no podíamos ofrecer
resistencia. Cayeron sobre nosotros, nos maniataron y nos vendaron inmediatamente los
ojos.

Al cabo de un rato de caminar, por lo empinado del sendero supe que subíamos
una montaña. Íbamos en silencio, menos el feni cio Sibel, que juraba en arameo una y
mil veces que él era un pobre comerciante, que no estaba contra nadie y que le dejaran
marchar. Hasta que lo tiraron en tierra de un empujón, lo que selló sus labios.

Desde el primer momento comprendí que no se trataba de malhechores comunes,


que se habrían limitado a robarnos y dejarnos libres tras una paliza. Después de cuatro
horas, el camino se hizo más rocoso y escarpado. Con frecuencia, alguno resbalaba por
cuestas pedregosas. Colegí que deberíamos estar en alto porque la brisa se tornó más
fresca. Volvimos a descender a lo que parecía un desfiladero. A empujones, cayéndonos
y levantándonos, nos advirtieron de que atravesábamos un peñasco cercano a un
precipicio, pero que ya estábamos próximos a nuestro destino. De pronto el aire se hizo
frío y húmedo. Deduje que sin duda habríamos entrado en una cueva.

Cuando nos quitaron la venda de los ojos, casi no veía. Poco a poco emergió
efectivamente de la oscuridad de una amplia gruta iluminada con antorchas un rostro
oscuro y curtido por el sol bajo un sucio turbante. Le brillaban escrutadores ojos
desconfiados y reía con poderosos dientes blancos, contento de la presa.

-¿Dónde los habéis encontrado?

-Cerca del desfiladero, camino de Séforis.

-¿Quiénes sois?

-Ya ves, viajeros griegos, esta sirvienta judía y un comerciante fenicio que nos
sirve de guía -respondió Aristeo con fingida voz sumisa.

Aquel bandolero o ladrón, alto y fornido, con una cicatriz en la mejilla izquierda y
felinos ojos saltones nos examinó detalladamente.

-¿Y qué demonios hacéis aquí?

-Camino de la Decápolis, señor. Tenemos parientes en Gerasa.

-Parecéis ricos, pese a vuestras vestimentas. ¿Cómo lleváis tan poco dinero?

51
El fenicio, que temblaba como una ardilla, aseguró que todo su patrimonio eran los
pobres enseres que transportaba su asno. Que se quedaran con todo en buena hora, si así
lo querían, pero que le permitieran marcharse a él, un triste vendedor ambulante.

El jefe de la banda volvió a reír sin hacerle caso.

-No te lo ha preguntado a ti, sucio mercader. Ya os hemos registrado. Todos


escribiréis a vuestros parientes o amos para que os manden plata. Medio talento como
mínimo. Si no, no saldréis vivos de esta cueva. Es el impuesto que tenéis que pagar para
que volvamos a ser una nación libre de esos asquerosos invasores romanos. Descansad y
pensadlo reposadamente, por la cuenta que os tiene. Más tarde hablaremos.

Luego se dio media vuelta, no sin lanzar miradas de arriba abajo al ondulado
cuerpo de Raquel, que no paraba de llorar.

Nos condujeron a empellones hacia otra cavidad más profunda, estrecha y sombría
de la cueva; nos autorizaron a sentarnos y nos trajeron pan y agua. Intenté tranquilizar al
fenicio, que no paraba de hablar y temblar, y a Raquel, hecha un manantial de lágrimas.

-Tenemos que trazar una estrategia para salir de aquí -musité en lengua griega.

-Primero deberíamos saber quiénes son estos hombres -apuntó Glauco.

El bandido que nos vigilaba de cerca con los ojos clavados no entendía palabra.

-¡Son zelotas, estoy seguro! -balbució Sibel, que no dejaba de tiritar hecho un
ovillo.

-¿Zelotas? -pregunté-. ¿Quiénes son los zelotas?

Aristeo me dedicó una sonrisa inteligente.

-Amigo Suetonio, nos encontramos justo en la boca del lobo. Hemos caído, sin
comerlo ni beberlo, precisamente en una madriguera de la gente que buscábamos; en
manos de una banda de enemigos de Roma y a la vez un grupo revolucionario de los más
exa cerbados de este país: los zelotas. Por lo que sé, surgieron al final del reinado de
Herodes, en torno a un tal judas de Gamala, llamado también judas Galileo. Asociado al
fariseo Sadok, estos judíos lanzaron una especie de partido que se caracterizaba por el
celo, de ahí el nombre «zelota», la lucha por la libertad y la defensa de la soberanía
divina. Aseguran que es una vergüenza tener que pagar tributo a Roma y soportar a unos
miserables dueños mortales. Tengo entendido que, junto a los fariseos, saduceos y

52
esenios, representan uno de los cuatro grupos que piensan algo; las principales tendencias
que hoy cuentan en Palestina.

-Pero ¿acaso no son ellos también fariseos? -apuntó tímidamente Raquel


enjugándose las lágrimas.

-Bueno, sus adeptos están de acuerdo en muchos puntos con la manera de pensar
de los fariseos, pero sienten una veneración casi insuperable a la libertad, porque creen
que su dios es el único dueño y señor de los hombres. Les importa poco padecer
cualquier tipo de tortura, hasta la muerte más cruel, si es necesario, lo mismo que
cualquier castigo, que están dispuestos a infligir hasta a sus parientes y amigos con tal de
alcanzar sus fines. Su gran objetivo es que no se dé el nombre de señor a ningún ser
humano sobre la faz de la tierra si no es a su dios. Viene a ser, pues, una mezcla de
movimiento teocrático y nacionalismo violento.

-Pero, ¿quién es ese personaje que nos ha interrogado y que parece el jefe?

El fenicio, que se había tranquilizado algo, terció con voz temblorosa:

-Yo sé quién es ese hombre.

Se hizo un silencio espeso en medio de las sombras. Todos nos volvimos a él,
expectantes. La única lámpara de aceite que iluminaba el recinto proyectaba en la roca un
trémulo resplandor clandestino.

-¡Es un hombre famoso! -tartamudeó Sibel con una fugaz mirada hacia el
guardián-. Se involucró en muchos dis turbios en Jerusalén. Medio bandido, medio
zelota. Se llama Yeshua Bar Abbá.

-¿Yeshua? -exclamé dirigiéndome a Raquel-, ¿no es el mismo nombre de ese judío


del que me hablaste que fue ejecutado en Jerusalén?

-Sí, se llaman de igual manera. Los galileos, en su acento arameo, pronuncian


Yeshú. Quiere decir «libertador» o «salvador». Por eso es un nombre que llevan varios
resistentes antirromanos y también algunos profetas. Su apellido viene a indicar lo
mismo: Bar Abbá, «hijo del padre».

-Bueno, pero éste no es precisamente lo que se dice un mesías, sino un terrorista,


un delincuente que mata sin contemplaciones -comentó el fenicio-. Se armó un revuelo
en Jerusalén cuando lo detuvieron por Pascua. Yo estaba en la ciudad para aprovechar la
fiesta y vender algo. El procurador romano hacía tiempo que andaba tras él, y le cogió

53
con las manos en la masa, por el asesinato de un judío importante, colaboracionista con
el Imperio, creo. Acababa de ser juzgado ese bandolero con otros dos forajidos. Pero por
entonces los judíos habían detenido por su cuenta a un profeta que les resultaba molesto.

-Jesús! -exclamó Raquel con un resplandor en la mirada.

-Sí, el otro Yeshua, un carpintero de Nazaret, no demasiado conocido hasta


entonces por cierto, que molestaba al Sanedrín porque empezaba a conseguir muchos
adeptos y curiosos. A veces le seguían las multitudes de desharrapados. Aseguraban que
hacía grandes prodigios y curaba a los enfermos imponiéndoles las manos. Se lo
entregaron a Pilato, que lo interrogó, embarazado ante el personaje, aunque en un
principio le pareció un predicador sin mucho peligro. Pensó, ante la insistencia del sumo
sacerdote, que aplicándole la gracia de liberar un preso por Pascua, se iba a quitar de
encima el problema de ajusticiar a un hombre que en principio le parecía un loco
inocente poco peligroso. Un tipo que enseñaba a amar a los enemigos y no le daba
importancia a la gran obsesión del pueblo: el tributo. Por lo visto había dicho ante una
moneda con la discutida efigie del César: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo
que es de Dios». Así que el procurador preguntó al pueblo si quería que liberaran a jesús
de Nazaret o a jesús Barrabás.

-He oído que prefirieron al asesino -comentó Aristeo rascándose la cabeza-. Pero,
si Pilato dejó libre a Barrabás, ¿por qué está aquí escondido?

-Supongo que ha vuelto a ocultarse para reorganizar su movimiento -respondió


Sibel-. Debió de ver el cielo abierto; le parecería mentira cuando salió sin cargos a las
calles de Jerusalén entre el gentío que, enloquecido, pedía la crucifixión del nazareno.
Pilato llegó a azotarlo brutalmente en medio del bullicio en la Torre Antonia para ver si
calmaba los ánimos. Confieso que no entiendo a estos judíos. Yo, harto de multitudes
exaltadas y después de comprobar que no era momento de hacer negocios con tanta
competencia, me largué aquella misma mañana de Jerusalén. Pero cuentan que el
acusado murió en la cruz, fuera de la ciudad, sin un quejido, con una dignidad que
impresionó al pueblo.

Raquel, volcada en el relato, parecía no respirar. El que montaba guardia en la boca


de la cueva, gritó:

-¿De qué demonio estáis hablando? Basta ya de cháchara o mandaré azotaros.

Permanecimos un rato en silencio. De aquella historia me intrigaba sobre todo la


cuestión política. Pilato, máxima autoridad romana en la región, se encuentra con la

54
ciudad tomada por la multitud con motivo de la fiesta de los tabernáculos y tres
delincuentes en la cárcel. Él sabe que el más peligroso para Roma, acusado de asesinato
y de soliviantar al pueblo, es Barrabás. Pero comete la torpeza de dejar decidir al gentío.
¿Por qué? ¿Pensó que Jesús de Nazaret, al fin y al cabo un líder de nombre parecido,
acaudillaba otra peligrosa facción política? ¿O simplemente tenía miedo al Sanedrín y al
amotinamiento?

A las pocas horas entró un bandolero con una antorcha. Se dirigió a Raquel, la
agarró de un brazo y le dijo:

-¡Eh, mujer, ven conmigo! El jefe quiere verte.

Raquel empalideció y se resistió gritando. Pero el hombre la arrastró y la abofeteó


brutalmente amenazándola con su cuchillo al cuello.

Sin armas y con los pies atados nada podíamos hacer. Luego el tiempo de la espera
se hizo denso. No podía ocultar mis nervios, lo que me humillaba como soldado y
tribuno romano. Por otra parte, me preguntaba hasta qué punto aquella esclava se me
había metido dentro.

-¡Pobre mujer, en manos de esa fiera! -comentó Glauco.

Le dirigí tal mirada, que inclinó la cabeza, arrepentido de haber sugerido lo peor.

-¡Esperemos que al menos no se atreva a matarla! Al fin y al cabo es una


samaritana y, aunque no judía, no es propiamente una extranjera -comentó Aristeo.

Sibel puso cara de circunstancias, como diciendo para sí: «Precisamente por eso».

Me sentía derrotado, por dentro y por fuera. En mi interior no quería reconocer


que amaba a aquella esclava hasta el punto de estar padeciendo por ella. Nunca, ni
siquiera cuando fui apresado en las campañas de Germania con otros romanos, me había
sentido peor. Entonces mantuve siempre mi dignidad de soldado, aun despojado de mi
coraza y mis armas. Aquí me sentía anulado e ignorado, sin el respaldo de un ejército
que pudiera acudir a rescatarme y en peligro próximo de una muerte sin gloria. ¡Por
todos los dioses! Y, mientras, Claudia estaría en mi casa de Roma, revolcándose con
algún poeta de mala muerte o derrochando mis arcas en vestidos y ricos perfumes.

Al cabo de dos horas, agotado, caí dormido. No sabría decir cuánto tiempo
permanecí ausente. Después me despertó un ruido que venía de lejos entre gritos de
mujer. Dos de los secuaces de Barrabás arrojaron a Raquel a nuestros pies. Me incorporé

55
asustado.

La joven, el vestido hecho jirones, su rostro y miembros amoratados, parecía el


despojo de una batalla. No olvidaré nunca la mirada perdida que me dedicó, como si
quisiera penetrar mi alma, interrogar al niño que hay dentro de mí, en el más remoto
pliegue de mi conciencia y escondidos recuerdos, cuando mis padres me dejaban solo
con los esclavos para festejar en los banquetes de la familia Julia y yo añoraba la caricias
de mi madre, demasiado ocupada, como ahora mi esposa Claudia, con sus afeites y
baños de sales, con sus tirabuzones y los pliegues de su túnica. Entonces, sin saber
cómo, lloré, lloré como sólo puede hacerlo un niño indefenso. Y sentí que mis lágrimas
mudas de soldado derrotado, de algún modo, consolaron a aquella pobre criatura, varias
veces violentada y apaleada por el zelota y terrorista Yeshua Bar Abbá. También, a qué
negarlo, aquellas lágrimas eran de rabia porque un asesino había probado el fruto tan
apetecido antes que yo, un tribuno del Imperio romano, osase morderlo.

Pedí agua y un paño al carcelero, quien después de dudar, ante mi terminante


mirada, los dejó en el suelo de mala gana. Con ternura me acerqué a Raquel y le limpié
una por una las heridas. Un moratón en la mejilla comenzó a hincharse deformándole la
cara. Ella permaneció con los ojos bajos, avergonzada, sollozando, sin pronunciar
palabra.

Glauco, al cabo de un rato, musitó:

-Hay que hacer algo. No podemos permanecer pasivos. Tenemos que dar una
respuesta a ese salteador sin entrañas.

-No nos queda otra solución que recurrir a Cayo, nuestro enlace en Cesarea -
sugirió Aristeo.

Antes de que partiéramos Tiberio había enviado un correo secreto a Cayo Tito
Terencio, un acaudalado comerciante romano, hombre de confianza del emperador, que
vivía en una lujosa villa en Cesarea Marítima.

-Eso estaba previsto como un recurso extremo -dije con gesto preocupado.

-¿Acaso no corremos peligro de muerte? ¿Hay algo más extremo? -replicó Aristeo.

-Bien, pediré cálamo y papiro, y escribiré esa carta.

Mi misiva debió de ser llevada a Cesarea a galope tendido, porque Cayo respondió
al instante enviando, no medio, sino dos talentos enteros en plata maciza por nuestro

56
rescate.

A los pocos días nos encontrábamos libres en un lugar desconocido al que,


maniatados, nos habían conducido de nuevo con los ojos vendados. Cuando los bandidos
volvieron grupas, Raquel, a la que habían liberado primero, nos quitó la venda. El aire y
el sosiego de unas laderas verdeantes acariciadas por un sol que plateaba los olivos se me
antojaron un regalo, la sensación de estrenar mundo y vida. Tras reponerme, pregunté:

-¿Dónde estamos?

-¡Por Júpiter! ¡Lo importante es que estamos libres! -gritó Glauco.

-¿Conoces estos parajes? -preguntó Aristeo al fenicio.

-Espera, espera que me oriente.

Al girar en redondo su mirada se tropezó con su propio jumento, que devoraba


ansioso unas hierbas.

-¡Válgame el cielo! ¡Si me han devuelto el burro! ¡Y todas mis mercancías !


Esperad que suba a aquel altozano a ver si reconozco algo.

Sibel dio unas zancadas y subió a lo alto de la cuesta para otear el horizonte.
Contemplé detenidamente a la muchacha, que parecía bastante recuperada de sus
heridas. Aunque la hinchazón de su mejilla había remitido, no así la tristeza y la
humillación, que confundían su rostro. Ante mi mirada escrutadora se sonrojó con un
esbozo de sonrisa.

-¡Tenemos suerte! Más allá de ese campo de olivos, a lo lejos, he visto serpear un
camino que me parece familiar. Vayamos hacia allá.

La brisa soleada, tibia y fresca como beso de madre, nos saludó al subir el
altozano. Por primera vez en mi vida sentí el valor de lo inmediato, el regalo de lo
pequeño que la abundancia y la costumbre de lo que nos parece habitual y merecido nos
impide apreciar en todo su sabor. Antes, mucho antes de la grandeza del Imperio, de sus
legiones y conquistas, de sus templos, palacios y ciudades, delante de las ambiciones
políticas y militares, los cargos, la gloria de las batallas, el poder del mando, el
refinamiento de las termas o el placer de los espectáculos del circo, de los banquetes e
incluso del gozo de la carne, comprendía por vez primera que nada había como la
sensación de estrenar aire puro y sentir los miembros del propio cuerpo moverse en
medio de un campo con horizonte, ornado a brochazos verdes y azules, que

57
sencillamente gritaba: «¡Eres, estás vivo! ». Así, caminé toda la tarde desde una recién
estrenada e inédita felicidad que parecía nacer de dentro gratuitamente, como si de
pronto amaneciera y me encontrara, pese a todo lo vivido hasta aquel momento, mucho
más libre y desnudo al haber descubierto, quizás por primera vez, el sortilegio de vivir el
presente.

58
59
os perfumes de la alheña y el cedro del Líbano competían con el sutil
aroma del mirto, la miel rosada, la goma del cisto de Creta y, sobre todo, con el olor a
raíces frescas y frutos gustosos que coloreaban vivamente contrastados sobre la tierra
palestina. A medida que fuimos adentrándonos en Galilea el aire tibio fue poblándose de
olores intensos y panoramas impregnados de familiares y cálidos matices. Poco a poco
sentí cómo respirar la naturaleza me iba curando de la angustia que habíamos sufrido en
la madriguera del zelota, devolviéndome las ganas de caminar y contemplarlo todo, pese
al sol de justicia que nunca nos abandonaba.

-Galilea, que debéis saber es palabra griega, quiere decir «círculo», una tierra que
habitaron primero los filisteos y luego pueblos no judíos. Por eso llaman «Galilea de los
gentiles o de los paganos» a este círculo de ciudades. Ya nos queda poco para alcanzar
Séforis, la capital -explicó Aristeo exhibiendo sin pudor su inagotable erudición, que había
enriquecido durante los últimos meses con la ayuda de expertos judíos, para ampliar sus
conocimientos nada más conocer el cometido de nuestra misión.

Con la cabeza cubierta con el khaffiyeh y espesos mantos para protegernos del sol,
caminábamos deprisa. Raquel no había abier to la boca en todo el camino. Y Sibel, en
cambio, no paraba, como si el desembaular cuanto llevaba dentro le relajara los nervios y
la fuerte tensión reprimida durante el cautiverio.

-Aquí hay dinero, sí, señor. ¡ Siclos, denarios, talentos, de todo! Dinero que corre,
pero que no se queda en manos de los pobres campesinos, por cierto. En esta tierra
podréis oír hablar en lenguas que no esperáis. De pronto te encuentras con un sirio del
norte, griegos que llevan aquí décadas o romanos que acaban de llegar. Eso sí, ¡que no te
hablen en arameo! Estos galileos tienen lenguas de trapo y un acento tan endiablado que
no hay quien lo entienda.

60
Y remedaba entre risas sus palabras con media lengua.

La tierra era roja, una mezcla de rubicundos residuos de roca con terrones de
mantillo. Cruzamos campos de cereales, hortalizas y, sobre todo, inacabables sembrados
de vides y olivos. Pastores de cabras y ovejas nos saludaban agitando su cayado junto a
sombríos campesinos doblados sobre sus labrantíos con la ayuda de yuntas de bueyes o
al paso de esquiladas mulas.

-¿No sabéis? Esta gente calcula la extensión de sus predios por las medidas de
semilla que se necesita para cultivarlos. O incluso en términos de «zumed» o «yugada».
Fijaos, miden según la superficie que una yunta puede arar en un día. ¡Habrase visto! -
rio el fenicio.

Observé que los sembrados de grano, situados en tierras bajas, carecían de la


protección de vallas y estaban limitados por pequeños montones de piedras. En cambio,
los viñedos se hallaban completamente cercados de muretes y presididos por redondas
torretas de piedra, y se extendían, como los olivares, por las amplias laderas, a brochazos
rojos y verdes.

-¿Cómo es eso de los impuestos agrícolas? -preguntó Glauco, que, aún no


acostumbrado a la vestimenta judía, suspiraba secándose el sudor.

-Aparte de dar mandobles, no entiendes nada, Glauco -respondió Aristeo-. Ya te lo


he dicho, los campesinos tienen que pagar elevados impuestos al rey y al Templo. El
impuesto de la tierra equivale casi a una cuarta parte de la cosecha.

-¿Y quién cobra todo eso?

-¿No lo sabes? Los publicanos. Son los recaudadores, que a su vez contratan a
otros subalternos para que les representen en cada pueblo. Así, hay toda una red de
cobradores de impuestos por todo el país. Además, obtienen también derechos sólo por
permitir el paso de mercancías.

-¿Y los romanos qué pintamos en este tinglado?

-Hoy día cada publicano ha de dar cuenta a un funcionario del Imperio. Como éste
suele pagarse a sí mismo, acostumbra a exigir a los contribuyentes sumas superiores a las
que en realidad tendrían que ir al tesoro público. Por eso los judíos desprecian a los
publicanos y hasta los excluyen de su comunidad como la peste, pues son los
intermediarios entre el pueblo judío y la hacienda pública del Imperio. ¿Comprendes?

61
-Supongo que ahora, bajo el dominio romano, ese rey será poco más de un cero a
la izquierda.

-¡Cómo se ve que eres un rudo militar, Glauco! ¡Qué poco sabes de la estrategia
del Imperio y de la política en las conquistas! -le regañó Aristeo.

-¿Qué quieres que sepa si siempre he estado espada en mano en primera fila del
campo de batalla? Que te diga Suetonio.

-Verás: aquí propiamente reina Herodes el Tetrarca, también llamado Herodes


Antipas.

-¿Herodes el Grande?

-No, hombre, no. Ése era su padre, que tampoco era un verdadero judío, sino un
idumeo. Después del asesinato del padre de Herodes el Grande, que se llamaba Antipas,
Marco Antonio dio a los dos hijos del rey, Fasael y Herodes, el título de tetrarcas, con la
responsabilidad de conducir la política judía. Tras varias batallas con los asmoneos,
Fasael se suicidó para no caer en manos de sus enemigos, mientras que Herodes huyó a
Roma y, con ayuda de Mar co Antonio, reconquistó Jerusalén y se convirtió en el rey de
Judea. De esto hace ya casi setenta años.

-¿Por qué le llamaban «el Grande» entonces si sólo era rey de Judea? -pregunté a
mi vez.

El sol se recogía detrás de una loma coloreando de intimidad el paisaje y los


campesinos retornaban con aspecto de aves cansadas a sus casas, pequeños pueblos
blancos agazapados en las laderas de las montañas.

-Ese rey era un megalómano, Glauco. Estaba obsesionado con las construcciones
gigantescas. Reconstruyó el Templo. Fundó ciudades y levantó fortalezas a las que dio su
nombre, como Herodion, un palacio inexpugnable que edificó en Judea. En Jericó se
construyó otro alcázar espléndido con preciosas piscinas, y otro más en Masada, con un
sistema hidráulico que podía contener agua como para llenar mil estanques. Sin duda no
había olvidado la sed que había padecido con su familia en aquella cima, mientras trataba
de encontrar apoyo de Roma. No hay que olvidar que el gobierno de Herodes el Grande
fue más policial que otra cosa. Ajustició a varios miembros del Sanedrín, temeroso
siempre de su condición de no judío. Sus construcciones y teatros llegaron a convertirse
en una afrenta al pueblo, pues, aunque reconstruyó el Templo, sobre todo le gustaba
imitar las costumbres griegas y romanas en la vida diaria. En la corte y en las familias

62
ricas se come en vajilla de plata y se bebe en vasos de vidrio soplado, como hacemos
nosotros. Pero este monarca no tuvo nada de grande en su vida personal, la verdad. No
fue más que un desgraciado, egoísta y cruel asesino. Llegó a poseer diez esposas, vivió
entre intrigas y mató a la mujer que más amaba, Marianma, y a tres de sus hijos. No me
extraña que César Augusto comentara: «¡Es preferible ser un cerdo de Herodes que hijo
suyo! ».

Reímos todos de buena gana, menos Raquel, que seguía caminando con los ojos
bajos. Yo no me atrevía a acercarme a ella. Era una ardilla huidiza y apaleada, otra mujer
bien distinta de la que había conocido hasta entonces, hundida, herida en lo más íntimo
de su feminidad, como si se avergonzara de sus encantos, que antes prodigaba hasta en
los más mínimos gestos.

Aristeo siguió ilustrándonos sobre el hijo de Herodes el Grande, el actual soberano,


llamado Herodes Antipas.

-Otra buena pieza. Tampoco este rey es propiamente judío, sino hijo de idumeo y
madre samaritana. Fue educado en Roma junto a su hermano Arquéalo. Aunque al
principio parecía que iba a suceder a su padre, Roma le dio el trono a Arquéalo, que fue
un desastre y tuvo que hacer frente a continuos levantamientos. Tantos, que Augusto lo
desterró a la Galia y puso el territorio al mando de un prefecto dependiente directamente
del gobernador de Siria. Fue entonces cuando envió al ex cónsul Quirino, que montó su
cuartel general en Cesarea Marítima, con todos los poderes: el económico, con la
recaudación de impuestos; el ius gladii o poder de condenar a muerte; y hasta el derecho
a nombrar sumo sacerdote.

-¿Y qué fue de Herodes Antipas?

-De los otros dos hijos de Herodes el Grande, uno, Herodes Filipo, consiguió los
territorios del norte, mientras que Herodes Antipas sólo recibió la tetrarquía de Galilea y
Perea. Comenzó a reinar con muchas dificultades. La gente estaba soliviantada y tuvo
que admitir que intervinieran las legiones romanas atacando Séforis, tomada por los
rebeldes. En seguida veréis la muralla que levantó en torno a esta ciudad, capital de su
reino -dijo Aristeo señalando al horizonte-. También fortificó Perea y está construyendo,
como os dije, otra bella ciudad a orillas del mar de Galilea, que ha denominado
Tiberíades en honor de Tiberio, nuestro emperador. Pero os puedo asegurar que, según
todos mis informes, Herodes Antipas no es más es que un gordo vicioso. Se casó con
una princesa árabe, hija del rey de los nabateos, y acabó por repudiarla para unirse con
una zorra, su cuñada Herodías. Creo que organiza bacanales a todas horas en su palacio,
donde no falta ningún refinamiento.

63
Cuando llegamos a Séforis, me sucedió algo semejante a lo que sentí al
desembarcar en Cesarea. Me parecía en cierto modo como entrar en casa, en una ciudad
al estilo romano, geométrica, con enlucidos, frescos, mosaicos y tejas rojas. Pero, eso sí,
sin estatuas ni representaciones humanas. Se podía apreciar que Antipas había cuidado
mucho esta vez no ofender las tradiciones judías. No le faltaba su pequeña acrópolis y un
modesto anfiteatro, construidos con el sudor de los campesinos judíos y la contribución
de los famosos impuestos.

Nos sentamos en la plaza del mercado a decidir qué haríamos a partir de aquel
momento. Hacía el mismo calor pegajoso, que no nos abandonaba. Nos costó encontrar
una sombra y nos cegaba el colorido de compradores y comerciantes. Asnos, carros,
dromedarios, puestos de fruta y hortalizas, y una variopinta mezcla de judíos, griegos y
romanos se cruzaban ante mi vista en aquella populosa ágora, que evocaba por su
abigarramiento y penetrantes olores, salvando las distancias y en provincianas
dimensiones, el foro de Roma.

Aristeo sacó un papel de su zurrón.

-Veamos, Suetonio, aquí tengo los contactos de Séforis. Primero, la persona que
nos dará el dinero para seguir viaje. Luego, posibles informadores. A ver, a ver cuál de
ellos nos puede interesar más...

-Debería ser alguien capaz de aclararnos esta mezcla de religión y política y que
conozca bien a los cabecillas de la rebelión que dicen que se prepara.

El dedo de Aristeo se detuvo en un nombre.

-¡Bonos!

-¿Quién es ése?

-Un eremita esenio que vive a las afueras de la ciudad.

-¿Esenio?

-Bueno, se trata de una forma latina del arameo hasan o el hebreo hasaim, una
misteriosa secta que hace vida en común en el mar Muerto y algunos devotos
desperdigados por ahí, como es el caso de Bonos.

Sibel, que había recuperado el humor y la facundia, decidió quedarse en el


mercado a intentar entrar en competencia con los demás comerciantes.

64
-¡Ajorcas de Siria, zarcillos de Tiro, telas de Sidón! -comenzó a gritar.

Los demás tuvimos que salir de nuevo de las murallas algunos estadios al sur de la
ciudad y subir una empinada ladera, amenizada de vides sobre terrazas escalonadas. La
casa del eremita era en realidad una cueva, con su fachada impolutamente encalada, una
parra a la puerta y un par de revoltosas gallinas que nos dieron la bienvenida y alertaron a
su dueño de nuestra presencia.

Circundado de una blanca barba, como un profeta al viejo estilo, por la que
asomaban dos labios carnosos, Bonos nos recibió con una gran sonrisa, protegida por
separados dientes, y nos invitó a pasar a su casa-cueva, acogedoramente umbrosa, donde
apenas había una banqueta y cuatro o cinco utensilios, los indispensables para cocinar.
Eso sí, todo estaba limpio, recogido y en orden.

-Somos... -inició Aristeo.

-Sé quiénes sois. Hace meses me informaron de que vendríais por aquí. Sólo con
veros os he identificado. Pero sentaos. ¿Qué queréis saber?

Nos sentamos en el suelo en torno a aquel santón con aires de visionario mientras
nos ofrecía agua fresca en impolutos vasos de arcilla. Fuera se escuchaba un campanilleo
de esquirlas y una bandada de gorriones en medio de un silencio casi sagrado.

-Aquí hay paz, mucha paz -dijo señalando un ventanuco donde el horizonte, tras
blandas montañas, despertaba azul y enmarcado por grandes hojas de parra.

Aristeo le puso al corriente de nuestras aventuras nada más llegar a Palestina, cómo
caímos en manos de los zelotas y nuestro desconcierto ante la mezcla de religión y
política en aquel extraño y complicado mundo judío.

Hizo una pausa y con lentos visajes, como si no tuviera prisa para nada, se arregló
los pliegues de la túnica.

-Está bien, os explicaré la situación. Todo empezó con el abominable censo -inició
su intervención Bonos, mesándose la barba y paladeando sus palabras como si analizara
el peso de cada una de ellas.

-Je refieres al censo romano?

-Sí, no podéis ni imaginar lo que es el censo para la mentalidad judía. Un golpe


muy duro.

65
Glauco, embobecido, lo miraba como si fuera un personaje de otro mundo.

-Las Escrituras relatan la peste que asoló al pueblo cuando el rey David levantó
un censo. Para nosotros un censo es reconocer que la gente pertenece al que gobierna, al
que los censa, y no a Dios. Eso se complicó cuando el censo lo ordenó nada menos que
Augusto, un emperador que los judíos habíamos visto que era adorado como dios en
ciertos templos de Cesarea, Sebaste y otras ciudades helenizadas u ocupadas por Roma.
Venía a ser tanto como decir que somos esclavos de un hombre, no de Dios. Así que,
cuando hace algo más de treinta años los censores comenzaron su trabajo, el pueblo se
rebeló.

-Judas el Galileo?

-Sí, Judas el Galileo, hijo de otro rebelde, un tal Exequias, ya había protagonizado
algunas revueltas años antes, después de la muerte de Herodes el Grande. Cundió el
ejemplo y muchos se levantaron contra los descendientes de Herodes. De tal manera que
los romanos decidieron «poner orden» en todos los territorios ocupados.

-Tengo entendido que el encargado de hacerlo fue Varo, el gobernador romano de


Siria -puntualizó Aristeo.

-El mismo. Arrasó el territorio y crucificó a más de dos mil cautivos. Algunos
judíos estaban convencidos de que tal escabechi na era una señal del fin del mundo.
Entonces Judas se alió con un fariseo llamado Sadoc para capitanear a los rebeldes,
apasionados por la libertad del pueblo judío y convencidos de que Dios es el único señor
y maestro.

-Pero, ¿qué son en realidad esos bandidos? ¿Bandoleros, líderes políticos,


religiosos? -inquirí vivamente interesado.

-Todo a la vez, amigo. Roban y matan, si es necesario, por la causa. Pero también
son maestros de la Torá. Consideran que pagar impuestos a Roma implica ser esclavos
de amos extranjeros. Por tanto, boicotearon el censo, convencidos de que Dios les daría
la victoria. Ellos siguen invocando la memoria de un sacerdote famoso, llamando Pinjás,
nieto de Aarón, un personaje curioso que cuando descubrió que el desvergonzado
israelita Zimrí se llevaba a una medianita a su alcoba, ensartó a ambos amantes con la
misma lanzada. Las Escrituras dicen que eso agradó tanto a Dios que puso fin a una
plaga. Los zelotas están también convencidos de que han heredado el espíritu rebelde de
Matatías y de los macabeos, a los que se unieron, según cuenta el libro, los jasidim o
«devotos», quienes antes de entregarse a la lucha eran maestros de la ley. Todo eso se

66
cuenta en la historia de Daniel, al que Dios salvó del foso de los leones, como relatan los
libros de los macabeos.

Glauco estaba impaciente.

-¿Vas a decirnos que ese repugnante Barrabás es un devoto?

Bonos sonrió y se rascó la coronilla.

-Estoy intentando explicaros que aquí todo está mezclado, ¿no os dais cuenta? ¿No
sabéis que antes de la rebelión macabea, el sumo sacerdote había sido también jefe del
Estado, desempeñando él solo ambas funciones? Era un cargo hereditario. Por eso, la
rebelión macabea se produjo cuando los seléucidas nombraron a un sumo sacerdote que
no era de la familia de Sadoc. Esto ocasionó que se formaran tres partidos políticos o
religiosos dentro del judaísmo. Los jasidim se dividieron en dos grupos por la cuestión
del sumo sacerdote. Uno representado por los que pedían la pure za original, el liderazgo
sacerdotal y la restauración del sacerdocio sadiquita, el de Sadoc, en Jerusalén. Es
nuestro origen, de ahí procedemos los esenios.

A Raquel se le caía la cabeza de sueño. Agotada del camino, y sobre todo de las
terribles experiencias del cautiverio, luchaba por mantenerse despierta. En pocas
palabras, Bonos explicó que el otro grupo de los jasidim se mantuvo leal a los asmoneos,
que dio a su vez origen a los fariseos. Ambos partidos tenían sin embargo algo en común,
el propósito de renovar la Torá, una ley que había que desarrollar y adaptar según los
tiempos.

Bonos, entusiasmado con su propia explicación, levantó la voz y dio un respingo,


que despabiló a Raquel.

-¡Pero, atención! Contra estos dos partidos surgió un tercero, el partido


aristocrático de los saduceos. Como estaréis imaginando, su nombre de saduceos procede
de Sadoc, es decir, son defensores acérrimos de la tradición sacerdotal.

-Los saduceos son los que consiguieron enseguida controlar el Sanedrín, ¿no es
cierto? -preguntó Aristeo.

-Así es. Ten en cuenta que, como aristócratas, se hicieron amigos de los
gobernantes asmoneos, y hoy podemos decir que los setenta y un miembros del Sanedrín
están en manos de los saduceos.

-¿Qué es exactamente el Sanedrín? -intervine-. Pues empiezo a estar hecho un lío.

67
Bonos extendió las manos en actitud patriarcal.

-Una mezcla de tribunal supremo y cuerpo legislativo. Aún hoy, los asuntos que no
importan demasiado a los ocupantes romanos, éstos se los sacuden y los envían al
Sanedrín. Su jurisdicción se limita a Judea, pero en la práctica tiene mucha importancia
para cualquier judío.

-¿Y dices que los saduceos controlan el Sanedrín? ¿En qué sentido?

-Está en manos del sumo sacerdote, su clan y el partido saduceo. Ten en cuenta
que saduceos no sólo son los que pertene cen a clases sacerdotales, sino también otros
aristócratas de la nobleza no sacerdotal.

-¿Qué piensan? ¿Cómo son esos saduceos? -intervino nuestro compañero griego,
que, muy interesado, comenzaba a atar cabos de cara al informe que habíamos de
elaborar.

-Pues en cierto sentido tienen más los pies en el suelo. Son muy pragmáticos en
política. A pesar de mostrarse helenizantes en las formas, son profundamente
conservadores respecto a la ley. Le dan mucha importancia a los temas que dominan,
como son el Templo y los sacrificios, aunque no les interesa aplicar la pureza a la vida
diaria. Le dan más relevancia a los libros de Moisés que a los demás, sobre todo para
adoptar resoluciones legales. Piensan que la ley escrita es la verdaderamente importante,
aunque luego la interpretan a su manera. Mientras, nosotros, los esenios y los fariseos,
pensarnos que se puede ampliar una norma, por ejemplo, interpretando libros como los
del profeta Isaías.

-Pues yo no veo tanta diferencia. Para mí son todos lo mismo, judíos y basta -
exclamó Glauco, que, harto, se levantó para estirar las piernas.

Aristeo le echó una mirada casi asesina.

-¡No, no son lo mismo! -aclaró Bonos-. Los saduceos niegan la otra vida, la
resurrección, es decir, que en la otra vida haya un dios que premie o castigue. Creen que
el alma muere juntamente con el cuerpo, y se acabó. No creen ni en ángeles ni en
demonios, sino que sufrimos las consecuencias de nuestros actos; que es aquí en la tierra
donde recibimos premio o castigo. Su modelo es Ben Sirá, un personaje que vivió hace
doscientos años y escribió un libro llamado el Sirácida, el Eclesiástico. Era un aristócrata
dedicado al estudio de la ley, preocupado por la ética personal, al que le importaba un

68
comino la otra vida y no estaba cerrado a otras culturas. En realidad, se han adaptado
bien al dominio romano, con una especie de componenda o acuerdo no escrito. Ellos se
compro meten a mantener el orden desde sus puestos dirigentes para que los romanos les
dejen tranquilos.

-¿No dices que están muy influenciados por los griegos? -replicó Aristeo-. Es
probable que hayan tomado algo del pensamiento de Aristóteles y descarten la doctrina
que no puede ser demostrada racionalmente.

-Y tú, ¿qué eres en realidad? ¿Cómo demonio piensas? -inquirió sin rodeos el
impaciente Glauco, que paseaba inquieto de un lado a otro.

El místico le miró e hizo una pausa para calmar las ansias de su interlocutor.

-Ten paciencia, amigo. Todo a su tiempo. Primero debes saber cómo piensan los
del otro grupo, los fariseos. Son los herederos de la erudición y la piedad de los escribas
y los jasidim, están muy apegados a la Torá, la letra de la ley.

-¿No son muy poderosos también y aristócratas esos fariseos? -pregunté.

-Bueno, has de saber que «fariseo» significa separado. Muchos son descendientes
de sacerdotes y de buenas familias, pero no tanto como los saduceos. Se distinguen por
ser muy rigurosos con las formas, con la aplicación de la ley. Se vuelven locos porque los
vasos estén limpios en los sacrificios y cosas así. Y tienen muchos más adeptos que los
saduceos.

-Creo que un informe que está en manos del emperador habla de seis mil
seguidores entre los tres millones y medio de judíos que Roma calcula que hay
actualmente en Palestina. No está mal, ¿no? -dijo Aristeo.

-Todos los judíos creemos en un único Dios, que ha escogido al pueblo de Israel
para hacer con él una alianza. La diferencia está en el «cómo», el modo en cómo
llevamos a la práctica esas creencias. Por ejemplo, los fariseos dan mucha importancia al
cumplimiento de las normas sobre el sábado y son muy minuciosos con los rituales. Se
basan en la importancia de la tradición oral y en su interpretación, dándole el mismo
valor que a las Escrituras. Lo decisivo es obedecer a Dios, sea en lo que sea. Creen en la
inmortalidad del alma, la resurrección corporal al final de los tiempos y la existencia de
ángeles y espíritus. Pero la relación hombre-Dios se traduce en la relación hombre-ley.
Por tanto, hacen mucha separación entre justos y pecadores; y «justo» para ellos es el
que es observante de la ley. Y para cumplirla hay que conocerla, por eso desprecian al

69
vulgo ignorante. Evitan contraer impurezas y el contacto con ciertas cosas, mujeres o
enfermos que consideran contaminados, como los leprosos. También evitan a los
comerciantes ordinarios porque suponen que no han pagado el diezmo de los frutos de la
tierra. Tienen mayor influjo entre la gente sencilla porque son considerados maestros. Y
también contemporizan con los que mandan, son políticos, ¿comprendes? Intentan,
como los saduceos, llevarse bien con los que gobiernan, incluidos los romanos.

Bonos aspiró hondo.

-Con todo, puedo deciros que llegué a conocer a dos importantes fariseos, Hillel y
Shammai, que lideraban tendencias distintas. El primero era un poco más abierto que el
segundo. Se dice que un gentil se acercó al rabino Shammai y le dijo: «Rabino, si puedes
enseñarme toda la ley y los profetas mientras estoy apoyado en un solo pie, me
convertiré». Shammai no tenía tiempo y lo despidió. Entonces el hombre fue al otro
rabino, Hillel, con igual planteamiento. La respuesta de Hillel fue simple: «Lo que te
resulta odioso a ti, no lo hagas con los demás. Ésta es toda la Torá, el resto es
comentario posterior; ve y apréndelo».

Mi esclava se había quedado completamente dormida, apoyada en la pared.


Parecía un ángel derrotado. Glauco, que no soportaba la lección, volvió a intervenir:

-¿Y tú con quiénes estás, anciano, con los fariseos o los saduceos?

Bonos se levantó, se acercó a un lebrillo y se enjuagó las manos y la cara con agua
de un cántaro con tal premiosidad, cui dado y delectación como si las estuviera
sumergiendo en oro líquido. Entre nubes desmadejadas, los pájaros iniciaban su
consabido recital de despedida. Por el ventanuco entraba ese olor a quietud y frescura
con el que se recogen cada tarde los campos en su alargar las sombras y prestar espesura
recogida al tiempo.

-Bien, llegó el momento de responder a tu pregunta -dijo el anciano dirigiéndose a


Glauco, que volvió a sentarse-. Ya os he dicho que yo soy esenio. Durante largos años he
vivido en una comunidad situada en el desierto a tres o cuatro días de camino de
Jerusalén. Todo comenzó cuando un impío, Jonatán, se hizo nombrar sacerdote
ilegítimamente suplantando a un descendiente de Sadoc. Un grupo reaccionó ante esta
usurpación y decidió mantener la pureza de la ley retirándose al desierto y ocupar una
fortaleza abandonada en un lugar llamado Khirbet Qumrán, cerca del mar Muerto. Con
el tiempo construyeron un complejo de edificios con su refectorio, biblioteca, taller de
cerámica, salas de reunión, cisternas con baños rituales y una torre de vigilancia.

70
-No entiendo para qué tenían que retirarse al desierto esos tipos. ¡Vaya inutilidad! -
interrumpió Glauco.

-Para separarse de los hombres malvados. Preferían la sola compañía de las


palmeras y las estrellas para, lejos de todo, dedicarse a la oración y al estudio, a convivir
con aquellas alimañas. Allí todavía hoy se cantan himnos de acción de gracias, se vive sin
mujeres ni dinero y todo se tiene en común. Aunque hay algunos esenios que habitan en
las ciudades, como yo, y otros que tienen mujeres y ayudan a los pobres, a las viudas, a
los huérfanos y hasta a los extranjeros.

Ante el rostro pasmado de Glauco, Bonos levantó la voz, entusiasmado con su


relato. En aquel momento Raquel volvió a despertarse y pudo oír que los esenios no
tenían relaciones sexuales con mujeres. Extrañada, preguntó:

-¿Por qué razón, maestro?

-Nuestra regla dice que hemos de ser perfectos como los ángeles, que no conocen
relaciones carnales. Y para defendernos también de la lascivia de las mujeres, pues
opinamos que al fin y al cabo ninguna mujer se mantiene fiel al hombre.

Raquel bajó los ojos avergonzada. Su experiencia no era precisamente la de ser


protagonista de sus propios instintos, sino objeto de brutales deseos de los otros. Bonos
siguió contando con gran entusiasmo cómo era la vida en Qumrán, cómo necesitaban dos
años de noviciado para ser admitidos en la comunidad, la importancia de las abluciones y
la pureza ritual, la renuncia de los bienes, pues sólo podían poseer una azada para
recoger sus propios excrementos, una pieza de ropa interior y una túnica blanca destinada
a las comidas y las reuniones comunitarias.

-¿Y qué pretendéis con esas prácticas? -pregunté cada vez más intrigado.

-La pureza de la ley, amigo. Por ejemplo, si un asno se cae en una zanja en
sábado, no nos está permitido sacarlo. Todo el ritual del Templo lo tenemos
detalladamente prescrito y de manera diferente a los fariseos. Hasta cosas tan concretas
como qué odres de piel están destinados a transportar el vino y el aceite; o los diezmos
de árboles frutales que hay que pagar a los sacerdotes. También diferimos en el uso del
calendario utilizado en el Templo. Los sacerdotes de Jerusalén se equivocan al utilizar el
calendario solar en vez del lunar. Nuestra comunidad se guía por las cosas reveladas en
los tiempos fijados por Dios.

Aristeo no se quedó contento con la explicación de Bonos. Como griego, le parecía

71
irracional retirarse del mundo y vivir para la norma.

-¡Pero la vida es algo más que rito y norma! Platón decía que la libertad y la
concordia deben presidir las leyes.

-Los esenios pretendemos el cambio de vida, ser humildes, misericordiosos,


personas de pensamiento justo. Habéis de saber que dentro del corazón del hombre hay
dos espíritus que luchan, la luz y la tiniebla, la verdad y la mentira. Pero sólo se logrará el
triunfo cuando llegue el Mesías, el enviado de Dios, y surja un mundo nuevo en el que
los justos serán recompensados. Este enviado levantará a los débiles, dará luz a los
ciegos, anunciará buenas nuevas a los pobres, como profetizó hace mucho tiempo Isaías.

Aristeo fruncía el ceño.

-Entonces ¿vosotros os consideráis los únicos poseedores de la verdad y nadie más


la tiene?

Bonos se puso serio y habló en voz tan alta y grave que casi atronó la casa-cueva.

-¡Somos el único y verdadero Israel, los hijos de la luz! El resto del pueblo está
llamado a abandonar el camino de perdición, a apartarse de los descarriados y reconocer
que el Maestro de la Justicia vencerá las fuerzas enemigas, y entonces vendrá la paz
universal, es decir, el dominio de Israel sobre el mundo entero.

El anciano eremita había vuelto su mirada hacia la ventana. Su barba, nimbada por
los últimos rayos del sol, despedía un resplandor de otro mundo. Brillaban también como
tizones sus extáticos ojos.

-¿Y en la vida diaria? ¿Cómo os tratáis unos a otros en vuestra comunidad? -le
devolvió Aristeo al mundo de lo cotidiano.

-Con amor fraterno.

-Sin embargo, odiáis a los que no piensan como vosotros. ¡Os consideráis santos,
separados, perfectos!

-Los otros son hijos de las tinieblas, de los que debemos separarnos. Como escribía
el Maestro de la Justicia: «Nos hemos separado de la mayoría del pueblo». Tampoco los
paralíticos, ciegos, cojos, leprosos o quienes tengan algún defecto físico pueden
pertenecer a nuestra comunidad. Ninguno que esté en estado de impureza ritual puede
poner un pie en las puras estancias de Quinrán.

72
Me levanté para indicar que ya se estaba haciendo tarde. Habíamos oído bastante.
Sabía que los judíos no creían, como los romanos, en multitud de dioses, sino sólo en
uno, pero no podía imaginar que estaban tan divididos entre sí. Aquel discurso de Bonos,
quien de un hombre justo me fue pareciendo, a medida que hablaba, un iluminado
fanático y excluyente -nunca he visto más orgullo aristocrático que entre los hombres que
se autoproclaman santos y poseedores de la verdad-, me había aclarado mucho sobre el
terreno que pisábamos. El nacionalismo y las revueltas del pueblo judío no respondían
solamente a un rechazo de la dominación romana, sino a un impulso religioso muy
arraigado con diversas y complejas vertientes.

Cuando salimos todos al campo, cansados de reflexionar sobre el discurso del


esenio, Séforis era a lo lejos un gran rebaño de casas cercado de murallas y pacificado
por la luz del crepúsculo. Antes de que nos despidiéramos, Raquel me dijo:

-Dominus, ¿puedo preguntar algo?

Con mi consentimiento, la esclava se dirigió a Bonos:

-Mi madre, maestro, me habló de un hombre que también vivía en el desierto, que
vestía con piel de camello y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre, llamado Juan
el Bautista. ¿Pertenecía él a vuestra comunidad?

Bonos cerró con aire de suficiencia sus grandes párpados y sonrió:

-Sí, lo recuerdo muy bien. Era un joven nacido en Ain Karin, hijo de un sacerdote
llamado Zacarías. Pero estuvo poco tiempo con nosotros, se marchó enseguida a vivir
solo en el desierto de Judea, porque él se veía a sí mismo como un precursor del que
estaba a punto de venir, el Mesías. Al cabo del tiempo volví a oír hablar de él. Me
contaron que predicaba en lugares yermos y que hablaba como un trueno en el desierto
de Judea. La verdad, al principio no me extrañó. Hoy salen profetas de entre las piedras,
en su mayoría falsos. De esto hace más de diez años, y creo que también predicaba en
Perca, en los dominios de Herodes Antipas. Flaco, vestido de pelambre de camello y
ceñido por una correa, su perfil encrespado y su barba mal cuidada imponían a las
gentes. Lo que parecía diferenciar al Bautista de los demás profetas es que predicaba la
conversión y vivía muy austeramente. «¡Arrepentíos», gritaba, «pues el reino de los
cielos está cerca! ». En una época como la nuestra, donde los descontentos abundan, en
contraste con los derroches de Herodes, mucha gente fue a escucharle y a recibir su
bautismo, porque lo veía como un hombre justo y santo, un digno heredero de los
antiguos profetas. -Bonos añadió con tono escéptico mesándose la barba-: Algunos
llegaron a preguntarse si no sería el Mesías. Pero él se lo negaba a todo el mundo. No

73
quería ningún protagonismo. No, el Bautista no era de nuestra comunidad, aunque
estuvo algún tiempo con nosotros, y he de reconocer que era un hombre de una pieza.
Así acabó tan mal. No se pueden cantar las verdades en estos tiempos, amigos. Se hacía
entender y eso es peligroso. Clamaba: «¡Ya está el hacha puesta en la raíz de los árboles
y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego! ». Demasiado
radical.

-¿No fue ése el profeta que degolló Herodes Antipas? -preguntó Aristeo.

-Sí, fue un gran escándalo. Soldados y mercaderes, ricos y pobres, criadas y


señoras, hasta prostitutas y publicanos corrían al Jordán a recibir sus aguas para
purificarse de sus pecados. Él insistía en que no se fijaran en él, que él preparaba el
camino al que iba a venir, uno, decía, del que no era digno ni desatarle la correa de sus
sandalias. Algunos aseguraban que era el mismísimo Elías que había vuelto, como
anunció el profeta Malaquías. Pero todo terminó pronto, cuando Herodes se asustó de su
creciente éxito.

-¿Por qué lo mató? -preguntó Raquel.

-Algunos sacerdotes y levitas fueron a interrogarle si él era el Cristo, el que ha de


venir. Pero él lo negó. Les contestó que no era el Mesías ni el profeta Elías, que él era
sólo «la voz que dama en el desierto, enderezad el camino al Señor», como dijo Isaías.
Pues Isaías nos había anunciado el fin de una época. Pero yo creo que el Bautista estaba
loco. Un día se le ocurrió señalar como Mesías nada menos que a un pobre carpintero de
Nazaret, pariente suyo, que fue a bautizarse de su mano al Jordán, un tal Jesús. Ya
sabéis, a ese que crucificaron durante la Pascua en lugar de Barrabás. La gente decía que
en el momento de sumergirse en el Jordán se escuchó una voz en el cielo y cosas así. La
gente ve y oye lo que quiere ver y oír. Pero Juan seguía sin tener miedo y gritaba una y
otra vez: «¡Raza de víboras! ». Los sacerdotes, fariseos y saduceos, comenzaron a
inquietarse. Para colmo, aquella voz de trueno echó en cara al tetrarca que vivía con la
mujer de su hermano Filipo. Herodes no aguantó más y lo mandó encarcelar.

-¿Y lo ejecutó? -intervino Glauco, ávido de relatos de sangre.

-No, al principio le tenía miedo por su prestigio entre el pueblo. No quería matarlo.
Pero su concubina, la adúltera princesa Herodías, hacía tiempo que no podía soportar
sus acusaciones públicas y urdió una trama para eliminarlo. Le pidió a su joven hija,
Salomé, un pimpollo, que danzara ante el rey en medio de la corte. La bella muchacha,
dotada de un espléndido y libidinoso cuerpo, bailó de tal manera que hechizó al cerdo
Antipas, que babeaba de placer a medida que la joven iba quitándose velos. Entre los

74
vapores del vino y rodeado de su corte borracha, tan complacido quedó el tetrarca que se
ofreció a concederle cualquier deseo, hasta la mitad de su reino. Herodías susurró al oído
de su hija que le pidiera la cabeza del Bautista. Y así acabó el profeta, degollado, más o
menos como su mesías, ese carpintero de Nazaret que acabaron por crucificar pocos
años después. ¡Pobres locos! Sólo los esenios y el Maestro de la Justicia conseguiremos
liberar al pueblo de Israel.

Raquel, visiblemente impactada por el relato de Bonos, deseaba saber más:

-Pero, cuéntame, ¿qué fue de los discípulos de Juan? ¿Dónde está su cuerpo
enterrado?

-Sus discípulos recogieron sus restos y los sepultaron allí mismo, dicen que en la
misma fortaleza de Maquera, en un pozo que hay sobre una alta montaña que domina el
mar Muerto. Y se fueron a buscar al carpintero. Ilusos, caminaron en pos de otro
fracasado.

Cuando, después de agradecer a Bonos su acogida e información, descendimos de


regreso a Séforis, a mi esclava le volvían a centellear los ojos y una tímida sonrisa
iluminaba de nuevo su rostro, como si algo se le hubiera despertado por dentro.

Glauco comentó:

-¡Menudo lío de sectas, profetas y fanáticos! ¡No podía aguantar más! Ansío
volver a estar con mi mujer, mi patio, mi fuente, mis esclavos, mi perro, mis dioses lares.

-Sin embargo, yo he aprendido mucho -replicó Aristeo con una sonrisa de


complacencia-. ¿No os dais cuenta de que para este pueblo es mucho más importante un
predicador o un profeta que un soldado, un rey y hasta un revolucionario?

Me detuve un momento a mirar hacia atrás. En medio de la oscuridad un rescoldo


de sol competía con la luna para acunar el silueteado paisaje salpicado de huertos y
olivos. Pensé que Bonos, pese a su apariencia de sensatez, sufría del mal de todos los
fanáticos religiosos: sentirse en posesión de la verdad y odiar al resto de creyentes. Sin
duda Poncio Pilato cometió un gran error cuando se enfrentó al principio de su mandato
con judíos desarmados dispuestos a morir. No había calculado la fuerza que encierra la
debilidad. Algo que sin duda tampoco calibró el lujurioso Antipas cuando mandó
decapitar a aquel profeta hecho de raíces y tan admirado del pueblo a cambio de los
serpenteos voluptuosos de una vulgar mujerzuela.

75
Llegué a la conclusión de que en estas tierras y entre estas gentes era más
importante investigar lo que dicen los profetas que lo que puedan tramar las bandas
insurgentes armadas, puesto que al fin y al cabo Barrabás y otros de su calaña no eran
sino meros eje cutores. Y, a propósito de Herodías, no pude menos que recordar aquel
verso de mi admirado Virgilio:

Notumque furens quid femina possit.

Sabido es lo que puede una mujer furiosa.

-¿En qué piensas? -inquirió intrigado Aristeo.

-En nada, en un verso de Publio Virgilio Marón.

-¿Tienes humor para recordar versos ahora?

-Convéncete, Aristeo, al final quienes mueven a los pueblos no son los caudillos ni
los soldados, sino los soñadores, los poetas, los religiosos que manejan conciencias y,
desde luego, no lo dudes, las mujeres desde sus lechos.

-Para poesías estoy yo ahora -rio Glauco-. ¡Un vaso de vino es lo que necesito!

Raquel no parecía escuchar. Iba enfrascada en sus pensamientos, con un esbozo de


alegría recuperado en sus labios y una recóndita centella de luz que parecía desperezarse
en sus pupilas de niña. Cuando llegamos a Séforis era de noche.

76
77
e un sobresalto me desperté al día siguiente, alarmado por el estrepitoso
griterío que procedía de la calle. En un primer momento, sobrecogido, imaginé que aún
me hallaba en la siniestra cueva de la montaña donde nos habían secuestrado los
bandidos. Pero al instante, después de despabilarme y echar una ojeada a mi alrededor,
comprobé que me encontraba sentado sobre un jergón entre el polvo y las telarañas de lo
que parecía un viejo almacén repleto de ánforas con rancio y penetrante olor a vinagre.
Después de recordar a dónde habían ido a parar mis huesos la noche anterior, una tienda
de vino y aceite propiedad de un fenicio amigo de Sibel, Glauco y yo subimos a la terraza
para observar qué pasaba fuera. Un joven zarandeaba en la calle al propietario de la
bodega.

-¡Sé que esa mujer está aquí y quiero verla!

-No, te repito que no puede ser. Son extranjeros, huéspedes míos. Están
durmiendo. He prometido dejarlos descansar. Ven más tarde.

-¡Quieras o no, voy a entrar ahora mismo! -gritaba desencajado el muchacho,


dispuesto a forzar la puerta si fuera necesario.

Me apresuré a salir a la calle, donde se había arremolinado un grupo de curiosos.


Glauco se dispuso a desenvainar su daga.

-¿Qué sucede? -pregunté.

-Este tipo, que dice que quiere verte -respondió el bodeguero.

-¿Por quién pregunta?

78
-Por la joven que te acompaña.

-¡Necesito ver a Raquel ahora mismo!

-Raquel está durmiendo. Además, yo soy su dueño; esa muchacha es mi esclava,


me pertenece. Raquel no está a disposición de cualquiera sin mi autorización -le respondí
en lengua griega.

-¿Tu esclava? ¿Qué dices? ¡Estás loco!

Con tanto ruido y a pesar de su agotamiento, la joven se despertó y apareció con


aire de ave desplumada y ojerosa en la puerta.

-¡Benjamín! ¿Qué haces aquí?

-¡Raquel! -gritó el joven mientras forcejeaba con Glauco para intentar abrazar a la
muchacha.

-¿Conoces a este hombre? -le pregunté.

-Sí, lo conozco, es de mi pueblo; es un viejo amigo.

Cuando los ánimos se serenaron, ambos nos explicaron con detalle cómo se
conocían desde que eran niños en Siquem, y que Benjamín llevaba mucho tiempo
buscando a Raquel, tan pronto como desapareció del pueblo samaritano.

-Me dijeron que te habían visto en Jerusalén. Sin resuello, como un poseso, recorrí
toda la ciudad en tu busca. Pero luego perdí tu pista. Desapareciste como por encanto.
Te he buscado por todas partes. ¿Dónde estabas, Raquel? ¿Qué te ha pasado? ¿Quiénes
son estos hombres? ¡Estás tan cambiada!

El joven examinaba nervioso de arriba abajo a la mujer, pálida, desencajada, tan


distinta a la pimpante muchacha de su adolescencia, sin dar crédito a sus ojos, y repetía
de forma obsesiva su nombre. Raquel, ruborizada, no sabía qué responder delante de su
amo romano y frente a aquella asamblea de curiosos que nos rodeaban, pendientes de
cómo iba a terminar el altercado.

-¡Callaos todos, por Júpiter! -ordené-. Entremos en la casa. A ver si podemos


entender algo.

Nos sentamos en medio de la bodega e inicié un interrogatorio en regla, mientras el

79
ventero, con ayuda de Sibel, nos servía para desayunar pan con aceite, almendras y vino.
Por la actitud de Raquel y las emociones que afloraban a su rostro, comprendí enseguida
que Benjamín era bastante más que un amigo de su infancia. Desde la adolescencia la
pretendía sin que Raquel, vanidosa y presumida con todos los muchachos del pueblo,
acabara de decidirse por él, aunque siempre anduvieron juntos y jugaron a enamorarse
hasta el momento en que la joven desapareció de improviso. De modo que la gente del
pueblo estaba convencida de que eran novios.

-En Jerusalén me dijeron que habías andado con seguidores de ese nazareno, el
que crucificaron, y que te vieron salir de algunas casas donde sus partidarios se hallaban
escondidos y con las ventanas cerradas por miedo a los judíos.

Raquel alzó la cabeza, que sostenía abrumada entre sus manos, y posó sobre su
amigo sus grandes ojos con una expresión de animal herido.

-Fui engañada por un comerciante de esclavos, que me secuestró y me condujo


con otros jóvenes judíos hasta Roma, donde me vendieron en el mercado. Este hombre
me compró, Benjamín. Hoy es mi amo y señor. Se llama Suetonio -dijo muy azorada.

-¡Esclava! ¡Dios mío! Sólo Dios es el Señor de todos, y nosotros sus siervos.
¿Cómo has caído tan bajo?

Raquel, encendido el rostro, no podía ocultar el cúmulo de vivencias y recuerdos


que había revuelto en ella la repentina aparición de Benjamín. Era un mocetón alto, de
anchas espaldas, rasgos simples y nobles, que no parecía calibrar la situación en que se
encontraba ni las posibles consecuencias de sus palabras. En un primer momento estuve
por despacharle de un empujón, sin más, como hubiera hecho con cualquier intruso en
una de mis posesiones romanas. Pero me contuve. No convenía a nuestra misión actuar
de forma precipitada. Además, su conexión con los seguidores del profeta que habían
ejecutado en Jerusalén me intrigaba. Sobre todo después de que Bonos me hubiera
abierto los ojos y sus argumentos acabaran convenciéndome de que cualquier brote de
rebeldía en Judea o Galilea pasaba siempre por complejas motivaciones religiosas.

-¿Dices que conoces a algunos discípulos de ese jesús, el nazareno?

Benjamín nos explicó que le había costado mucho contactar con ellos, pues
continuaban asustados y ocultos después de la crucifixión de su Maestro. Aunque unas
mujeres andaban diciendo no sé qué peregrinas historias de que habían encontrado su
sepulcro vacío e incluso que había resucitado entre los muertos. Algunos de sus
discípulos permanecían en Jerusalén, pero otros se hallaban en Galilea, donde habían

80
regresado para aliviar su desolación con sus familias. Corrían raras historias de que
habían visto a su Maestro como un espíritu que atravesaba las puertas y que se había
aparecido a algunos.

-¿A quién conoces de su grupo?

-Al jefe de todos, un tal Cefas o Pedro. Lo vi un día de paso en Jerusalén. Pero
ahora no sé dónde está. Me han dicho que algunos de ellos andan por Cafarnaún.

-¿Cafarnaún? -inquirí con ignorancia a Aristeo.

-Una pequeña ciudad que está junto al mar de Tiberíades -me aclaró el griego-. No
está lejos de aquí, a algo más de un día de camino.

-¿Podrías conducirnos hasta esos hombres? -le pedí a Benjamín, tragándome mi


orgullo.

Éste, dubitativo, miró a Raquel, que respiró aliviada asintiendo con sus grandes
párpados. Se nos abría así un nuevo filón para nuestras investigaciones. No niego que,
además del curso de los acontecimientos, el relato de mi esclava sobre su madre durante
la travesía en el barco y el retrato perdido de aquel curioso personaje me obsesionaban.
Soñaba con hacerme con él y exhibirlo en mi casa ante mis amigos o como un trofeo de
esta nueva y peculiar campaña que me había encomendado Tiberio.

-Bien, pues partiremos esta misma tarde -dispuse.

Glauco no parecía muy conforme con mi decisión. Se levantó.

-Creo que te equivocas, Suetonio. Estamos aquí, a un paso de las madrigueras de


esos bandidos, enemigos de Roma, ¿y pretendes seguir la pista de unos visionarios? Ese
esenio te ha sorbido el seso.

-Dime, ¿por qué razón has luchado tú todos estos años, Glauco? ¿Por qué
batallabas como un valiente en las avanzadillas de las legiones romanas, en Germania,
Galia, Hispania, lejos de tu ciudad, de tu mujer, de tus hijos?

Glauco se rascó su cuadrada cabeza, sorprendido por la pregunta, demasiado obvia


quizás para un simple soldado romano.

-Pues, ¿por qué iba a ser? Por la gloria del Imperio, por la extensión del poder de
Roma, por nuestro invicto emperador, por ambición personal. No sé, Suetonio, ¿por qué

81
has luchado tú?

-¿Ves? Has empuñado la espada al servicio de un ideal. Son las ideas las que
empujan a los hombres y no viceversa. Es más, por lo que he observado, aquí los judíos
están dispuestos incluso a luchar sin espadas, a cuerpo descubierto, por esas ideas que no
sólo les arrebatan el pensamiento, sino también el corazón; o por ese dios único del que
hablan todo el tiempo. A muchos de los que se entregan a la violencia les sucede como a
ti, al final casi no saben ni por qué luchan. Nos interesan los que están detrás, los que
manejan los hilos de la trama, Glauco, los estrategas que urden su plan organizándolo
todo; no los que se limitan a robar armas o dar mamporros a diestro y siniestro. Sólo
investigando estas actitudes podrá Roma conocer bien qué terreno pisa en estas latitudes.
¿No entiendes?

Glauco se quedó mudo, probablemente porque no comprendía palabra de mi


explicación. Aristeo, por su parte, sonrió.

-Tienes razón, Suetonio, pero no debemos abandonar tampoco ningún hilo de


nuestras pesquisas. Hay diversos ramales abiertos. Todo está interrelacionado.

A pesar de que ya no necesitábamos de los servicios de Sibel, el comerciante


decidió unirse a nuestra comitiva, con la esperanza de mercadear durante el viaje algunas
de las telas y cachivaches que había adquirido en Séforis con el producto de sus primeras
ventas.

Sería la hora de sexta, pleno mediodía, cuando dejando a nuestras espaldas el


anfiteatro romano de Séforis, que me pareció en proporción casi tan grande como el de
Roma, los seis emprendimos el camino con la esperanza de llegar a Cafarnaún al día
siguiente. Durante un buen rato avanzamos en silencio entre vides y olivares, blancas
manchas de rebaños de ovejas desparramadas sobre el soleado verdor de quietos
campos, interrumpidos a veces por palmeras arracimadas o robustos sicómoros que
flanqueaban el camino.

El reencuentro con Benjamín había tocado a Raquel. No sé si para disimular su


estado ante el fogoso amigo de la infancia o porque su presencia había reverdecido su
antiguo amor, lo cierto es que de pronto parecía haber recuperado no sólo su acusada
feminidad, sino incluso una inédita alegría que la hacía caminar más hermosa, leve y
ligera, como nunca había visto a mi esclava.

Avanzábamos por la llamada Vía Maris, la que procede de Egipto y continúa luego
hacia Damasco y en la que confluyen las caravanas, por servir de arteria comercial para

82
el transporte de los productos de la fértil Galilea. Sibel no desaprovechaba ocasión para
importunar a los viajeros con sus mercancías.

-¡Estos galileos son más agarrados que la pobre de mi abuela, que para
aprovecharlo todo se untaba la nariz con los restos del tocino! ¡No he vendido ni unas
malditas sandalias en todo el endia blado viaje! Además, a éstos no hay quienes los
entienda. ¿Sabéis de aquel galileo que fue al mercado de Jerusalén preguntando por
amar? La gente se tronchaba de risa porque no sabía qué quería comprar: si un burro,
hamaar, un trago de vino, hamar, lana para vestirse, amar, o un cordero para el sacrificio,
immar. Y es que los galileos tienen estropajo en la lengua, os lo juro.

Como Sibel hablaba todo el tiempo, apenas le hacíamos caso. Desde las colinas
cercanas nos sorprendió el descubrimiento, allá abajo, del azul nítido del lago de
Genesaret, también llamado mar de Galilea. Parecía un trozo de lapislázuli arrojado entre
montañas que atardecían. Era un mar de andar por casa, abarcable, de tamaño humano,
ni demasiado pequeño como para que no se ensanchara el alma al contemplarlo, ni
demasiado grande para que no pudiera ser dominado por la mirada.

-¡Un mar que está por debajo del nivel del mar! -comentó el erudito Aristeo-. En
realidad, eso que veis es un lago formado por el cauce del río Jordán. Sus aguas dulces
proceden de aquel monte de allí, el Hermón, coronado de nieves perpetuas. De longitud
este mar viene a tener unas catorce millas romanas* y de ancho no llega a ocho. Mirad,
¿veis aquello? Es la ciudad de Tiberíades.

En la bahía oriental se silueteaban las cúpulas de la capital de la tetrarquía, que


relucía blanca por su novedad y aire helenizante entre los demás pueblos costeros,
entonces en periodo de construcción por iniciativa de Herodes Antipas para honrar al
emperador y a la que había trasladado su residencia. Los territorios del monarca se
extendían a la sazón desde las laderas del macizo montañoso del Hermón hasta los
páramos salobres y alcalinos del mar Muerto. El río Jordán servía pues de frontera
natural con los dominios de su hermano Filipo. Más abajo, también lamidos por las quie
tas aguas del lago, se acurrucaban los blancos caseríos, casi aldeas, de Magdala o
Tariquea. Lejos, entre la bruma, emergía Hippos, una ciudad griega que, junto a otras
pequeñas poblaciones, era sólo una silueta desdibujada en el horizonte. Y más hacia el
norte, nuestro destino: el pueblo más importante, Cafarnaún, junto a otra población
llamada Betsaida Julia.

-¡Lleva el nombre de la hija de Augusto! -exclamó, orgulloso, Glauco.

Raquel seguía cuchicheando entre risas con Benjamín mientras contemplábamos el

83
panorama. Durante todo el viaje habían intercambiado comentarios jocosos y miradas
cómplices, actitud que empezaba a saturarme, como si la joven de pronto hubiera
olvidado su condición de esclava. En Roma o Capri la hubiera mandado azotar. Pero
pensé que no me convenía llamarla al orden ni enemistarme de momento con el joven
samaritano si quería servirme de sus contactos.

Ya era noche cerrada cuando entramos en las calles estrechas y oscuras de


Cafarnaún. La ciudad dormía mirándose en un lago desmayado de besos de luna. Suaves
olas chapoteaban las rústicas barcas en la orilla, junto a una playa breve. Dos centinelas
romanos, de la pequeña guarnición que poseía Cafarnaún como ciudad limítrofe,
montaban guardia en su reducido castro, junto a un pequeño edificio que parecía una
aduana. Entramos por la calle principal, prolongación del camino que nos traía desde
Séforis, la Vía Maris, la que, como he dicho, unía el mar con Damasco. Sus casas eran
bajas de adobe, con una terraza, un patio interior y una frágil techumbre, entrelazada con
trabes de madera y tierra batida mezclada con paja, que cubría las habitaciones bajas de
la casa. Desde los patios abiertos se podía subir al tejado por unos escalones de piedra.
Eran en su mayoría casas de pescadores, que se apiñaban irregularmente junto al
elemental puerto-playa. Benjamín señaló dónde se encontraba la sinagoga, el edificio más
importante del pueblo, y nos condujo a la kataluma, la posada en la que descansamos a
pesar de lo avanzado de la noche. Antes pude oír lo que le susurraba al oído a Raquel:

-Raquel, hemos llegado. ¡Ésta es la ciudad de jesús!

La joven sonrió. Aquella noche por primera vez en muchos días, no sé si por la
tranquilidad que emanaba la recoleta ciudad -mejor, pueblo grande de pescadores de no
más de doce o quince mil habitantes-, o por la sensación de hallarme en una zona fuera
de peligro, como en otro mundo, dormí profundamente y soñé con mi madre: me llevaba
de niño a ofrecer incienso a la diosa Juno, protectora de las madres y las honestas
mujeres casadas.

-¡Vamos a casa de Pedro! -anunció Benjamín nada más amanecer el día siguiente.

A la luz del día, Cafarnaún me produjo una íntima impresión. A pesar de su


sencillez, se puede decir que es una población considerable y bien trazada, al modo
griego o romano, con una gran calle central o cardo maximus en la que confluyen
paralelas las demás vías. Sólo en torno a la sinagoga encontramos un barrio más caótico,
plagado de tabernae, tienduchas animadas, donde Sibel se perdió con su burro y sus
mercancías. Era un mercado bullicioso en el que las personas se movían pausadamente,
como si hubieran despertado de un sueño, de una fuerte vivencia.

84
La casa de Pedro, no lejos del lago, daba a la calle principal. Edificada, como las
demás, con adobe y pedazos de teja en torno a un gran patio y con una sola puerta al
exterior, lucía en la entrada algunos remos, aperos de labranza y redes de pescador. En el
patio, rodeado de galerías con ventanas, donde se hacía la vida, había tres mujeres
triturando trigo en un simple molino giratorio de dos piedras -una sobre otra con su
mango de madera- y amasando fina harina sobre una tabla, cerca de un humeante y
rudimentario horno de barro y piedras. Una de ellas, la más anciana, nos miró
sobresaltada. Era, según nos dijeron luego, la suegra de Pedro. Ben jamín preguntó por
Andrés, pues sabía que Pedro no estaba allí, ya que nos habían advertido de que seguía
en Jerusalén.

-Andrés se ha ido a pescar. Pero aún puede estar en la playa. Creo que tenía que
remendar algunas redes que llevaba mucho tiempo sin mojar -respondió una mujer
menuda de ojos sonrientes, que debía de ser la esposa del discípulo.

Bajo aquella primera luz lechosa, el mar de Galilea era un plato celeste que copiaba
el perfil de las madrugadoras barcas, que permanecían atadas junto a un elemental
malecón de piedras o habían zarpado a faenar antes del amanecer. Sentados en la arena,
dos hombres remendaban una vieja y poderosa red.

-¿Quién es Andrés? -preguntó Benjamín directamente.

Un hombre fuerte, de espesas cejas y ojos de tizón, levantó sorprendido la cabeza.

-¿Qué quieres? ¿Quién me busca? ¿Quiénes son esos hombres?

-Tranquilo, somos amigos. Yo soy Benjamín, el amigo de Elena, la tejedora de


Jerusalén.

-Ah, sí. ¿Qué quieres? ¿Acaso me traes noticias de Pedro? ¿Cómo está? ¿Quiere
que vuelva?

-No, vengo de Séforis, donde he encontrado a esta vieja amiga, Raquel. Su madre
conoció al Maestro junto al pozo de Jacob, en Samaria. ¿Recuerdas? Creo que tú estabas
allí con él cuando le pidió de beber.

La aportación de datos y nuestro aspecto, muy ajeno a posibles adláteres del


Sanedrín, devolvieron la confianza al pescador, que al instante abandonó su tarea y nos
condujo hasta la orilla, a sentarnos en un promontorio que miraba al mar galileo, no lejos
de su propia barca y la de su hermano Pedro, cuyas siluetas proyectaban manchas de

85
color sobre las espejeantes aguas.

-Bien, decidme, ¿qué queréis saber?

El perfil atlético de Andrés respondía literalmente a la traducción de su nombre en


griego, «varonil»: nariz recta y negra bar ba rizada, que transmitían seguridad y firmeza,
aunque en aquella ocasión le temblara un poco la voz, seguramente por el reciente drama
que habían sufrido él y sus compañeros. Aristeo le preguntó cómo conoció a Jesús y por
qué se fue tras él.

Andrés clavó la mirada en el horizonte, donde la pagana Tiberíades emergía con


inconfundibles perfiles romanos de la bruma mañanera. Hablaba bien el griego.

-Bueno, mi hermano Pedro y yo nacimos no lejos de aquí, en Betsaida -dijo


señalando a la izquierda hacia la costa oeste del lago-, un villa muy influenciada por los
helenos, ya sabéis, y que pertenece a la tetrarquía de Filipo. Nos dedicamos desde muy
niños a la pesca, trabajo duro donde los haya, ingrato, ya sabéis, atado al azar del mar y
los vientos, pero que siempre ha sido nuestra vida y nuestro sustento. Reconozco que
cuando vuelvo aquí, respiro mejor, a mis anchas. -Andrés hinchó sus pulmones mirando
al agua con una sonrisa-. Un día me hablaron de un profeta que predicaba en el desierto
del Jordán, en el que estuvieron Elías y Eliseo, junto a un vado del río, encajonado entre
dos cadenas montañosas, más roca que arena, pero de calor sofocante y que solían
atravesar caravanas y viajeros. Es una zona de confluencia del río con una de las
torrenteras que bajan de Moab. Allí bautizaba Juan.

-¿Juan el Bautista? -pregunté.

-Sí, el mismo. Hasta mí había llegado el relato de su fama, su forma de vida y la


fuerza con que revestía sus palabras en estos tiempos de corrupción y mentira. Fariseos
y saduceos, sacerdotes provenientes de Jerusalén, publicanos, soldados mercenarios y
mucho pueblo olvidado y triste acudían allí en busca de un pastor. Había de todo:
lisiados, enfermos, comerciantes, curiosos, prostitutas y hasta esclavos que iban a oír a
un hombre que cantaba las verdades al lucero del alba, sin pelos en la lengua. Recuerdo
la primera vez que lo vi. Me impresionó otearlo a contraluz encaramado a una roca. Se
me antojaba una figura arrancada de una pági na de las Escrituras. Así me imaginaba yo
a un Amós o a un jeremías, hechos de raíces, con el rostro quemado por el sol y su
barba enhiesta hacia el cielo. Tenía voz de trueno y brazos como nervios que brotaban
de un tronco firme, bien plantado.

-¿Qué decía ese hombre para que acudiera a verlo tanta gente? -preguntó Aristeo.

86
-Lo importante era su persona. Juan, más que decir, era. Vestido de piel de camello
y sólo alimentado por saltamontes y miel silvestre, en realidad imponía su presencia en
medio de la gente. Su discurso era él mismo. Gritaba: «Camada de víboras, ¿quién os ha
enseñado a escapar del castigo inminente? Venga, demostrad vuestro arrepentimiento con
obras, y no os hagáis ilusiones pensando que Abraham es vuestro padre; porque os digo
que de estas piedras es capaz de sacar Dios hijos de Abraham. Además, el hacha está
tocando ya el pie de los árboles y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y echado
al fuego».

-Y la gente, ¿se quedaba tan campante con tanta soflama? -intervino Glauco, que
no dejaba de fruncir el ceño todo el tiempo.

-Al revés, todos se daban codazos para verle mejor y le preguntaban qué era lo que
tenían que hacer. Ten en cuenta que el pueblo está muy asqueado y oprimido, busca
como sea una salida. Él les respondía: «El que tenga dos túnicas, que reparta con el que
no tiene, y el que tenga de comer, que haga lo mismo». A los recaudadores les pedía que
no exigieran más de lo que tuvieran establecido; a los soldados, que no violentaran a
nadie para sacarle dinero. El pueblo estaba entusiasmado. Venían de todas partes, se
arrodillaban, se daban golpes en el pecho. Era tan impresionante que todos nos
preguntábamos: ¿sería aquel hombre de ojos espantados y palabras de fuego el que ha de
venir, el esperado Mesías? Pero Juan no quería ni oír hablar de eso; lo negaba una y otra
vez. Aseguraba que él sólo bautizaba con agua, pero que el que había de venir, uno al
que no merecía ni desa tarle la correa de sus sandalias, ése sí bautizaría con Espíritu
Santo y fuego. Incluso los sacerdotes y levitas le preguntaban si era Elías reencarnado.
Pero él insistía en que él era sólo una voz, «la voz que clama en el desierto». Y repetía:
«Allanad el camino al Señor».

-Pero, tú, ¿a qué atribuías el éxito de un hombre tan adusto? -preguntó muy
interesado Aristeo-. ¿Al descontento del pueblo?

Andrés se levantó, cogió un canto rodado de la playa y lo lanzó con fuerza al lago,
de forma que saltó repetidas veces sobre la azulada superficie. Luego se volvió con una
risa franca que iluminó por un instante la dureza de su corta barba.

-¿No lo sabes? Debes de ser forastero para ignorar que el pueblo lleva muchos
años harto de Herodes y de la explotación de los romanos. La gente tiene hambre, está
desesperada, triste. Ya por entonces andábamos también hasta la coronilla de los
insurgentes: de ese Dimó, que incendió el palacio de Jericó, y de los zelotas. Por
entonces, Judas Benezequías había asaltado el arsenal de armas de Séforis y a Judas el
Galileo se le veía ya la oreja de bandido, ávido más de botín que de libertar al pueblo.

87
Juan rompía con todo eso. Su mensaje y su bautismo eran diferentes. Ofrecía un cambio
de vida: arrepentirse y esperar en el perdón de Dios. Ni la túnica blanca de los esenios ni
los vasos impolutos de los fariseos nos convencían. Juan no tenía miedo a nadie. Aquello
parecía un desfile de miseria y tristeza que penetraba en las aguas sucias del jordán a
soltar lastre y amargura, a purificarse entre la inmundicia de enfermos y pordioseros. Los
hombres se sumergían en el río vestidos sólo con la prenda interior y las mujeres con una
túnica, como hacen los esenios.

Raquel miraba continuamente a Benjamín para observar las reacciones que le


provocaba el relato de Andrés. Yo temía que la crítica a los romanos fuera a soliviantar al
impulsivo Glauco. Pero me bastó una mirada terminante para tranquilizarlo.

-Bien. Y, dime, ¿cómo entra jesús en esa historia?

-Espera, hombre, no te impacientes. Yo mismo estaba entusiasmado con el


Bautista. Además, tengo que confesar que me daba rabia que él estuviera quitándose
importancia todo el tiempo, asegurando que no era el Cristo, ni Elías, sino sólo un
precursor, el que va rectificando caminos, colmando valles y allanando montañas, como
anunció el profeta Isaías. Un día que yo no estaba donde Juan, pues por aquel tiempo no
había abandonado aún la pesca y me encontraba en Cafarnaún, me contaron que Jesús,
un carpintero de Nazaret, se había puesto en la cola de los que querían ser bautizados, y
que Juan, arrebatado por una inspiración, se negó a bautizarle, pero que Jesús le pidió
que lo hiciera. Algunos hablaron de luces, truenos y voces cuando Jesús entró en el río.
Pero yo no estaba, sólo puedo contar lo que vi.

Glauco volvió a impacientarse.

-¿Y qué fue lo que viste?

-Fue otro día, cuando le vi por primera vez en persona. Venía del desierto, donde
había estado orando más de un mes. Era un mediodía brillante y un grupo de íntimos del
Bautista estábamos sentados en el campo, a la orilla del Jordán, conversando. Conmigo
se encontraba el joven Juan, hijo de Zebedeo y Salomé, hermana de María, la madre de
jesús. Él, su hermano Santiago, mi hermano Pedro y yo salíamos a pescar juntos muchas
veces, pues Zebedeo poseía una flotilla de media docena de barcas. Pues bien,
estábamos, como digo, consultando dudas con el profeta, cuando vimos a alguien que
subía caminando por la orilla. De pronto, Juan el Bautista se levantó de un brinco y
extendió su sarmentoso dedo hacia el que venía. Gritó con su bronco vozarrón, que a
veces daba miedo: «¡Ése, ése es el cordero de Dios!». -Andrés se atragantó al evocar el
momento como si un sollozo le hubiera subido de pronto a la garganta-. Entonces, fue

88
entonces, nunca lo olvidaré, cuando Juan y yo le vimos por primera vez. ¿Cómo podría
describir lo que sentí? ¿Sabéis la fuerza con que un torrente irrumpe sobre la piedra? ¿O
esa sensación de sol recién estrenado algunas mañanas de sabbat que baña las calles y el
alma? ¿Conocéis la alegría de la primera cita, el primer encuentro del novio y la novia, o
el fresco de la brisa cuando vas remando al atardecer en el lago y sacas las redes
rebosantes de pesca? ¿O el gozo sublime del nacimiento de un primer hijo? Era una
mezcla de paz, fuerza y alegría. Ante nosotros apareció un hombre más bien alto, joven,
delgado, con media sonrisa en los labios y fuego en la mirada. No dijo nada. Sentí sus
ojos en los míos. Mi amigo Juan me dio un codazo, y ambos, sin dudarlo un momento,
nos levantamos de un salto y nos fuimos tras él. Si me preguntáis ahora por qué, os
respondería que no lo sé, no tengo explicación. Algo dentro me decía que no podía hacer
otra cosa.

-¿Dejasteis entonces al Bautista solo y os hicisteis aquel mismo día discípulos de


jesús? -preguntó Aristeo, que hacía tiempo que tomaba notas en su tablilla encerada.

-No, no exactamente. Cuando comenzamos a seguirle, él prosiguió su camino. Al


rato se volvió y nos preguntó: «¿Qué buscáis?». «Rabí, ¿dónde habitas?», le preguntó
Juan con el rostro rojo de emoción. «Venid y lo veréis», se limitó a responder. Y
caminamos largo rato en silencio. Por primera vez en mi vida supe lo lleno que puede
estar el silencio. Era una sensación de plenitud y seguridad, como el niño que va de la
mano de su padre en medio de las tumultuosas calles de una gran ciudad, pero
sintiéndote al mismo tiempo libre, sin trabas para ser tú mismo. Como si de pronto el
miedo, la angustia y la inseguridad se hubieran esfumado de tu vida. Como si habitaras el
instante. De él emanaba algo muy especial.

-Entonces, ¿os llevó a su casa? -intervino por primera vez Raquel, impaciente.

-Bueno, Jesús no vivía allí. Tenía a su madre y su casa en Nazaret, una aldea de
agricultores no muy distante de Caná, perdida en las montañas de Galilea, de donde
procedía y donde había permanecido sin llamar la atención toda su infancia y juventud.
En los últimos años hacía chapuzas en su pueblo y en Séforis, ya sabéis, como cualquier
carpintero de aquí: un buje en una rueda, remendar un murete, tender un vallado. Nos
llevó río abajo, donde había fabricado una rudimentaria cabaña con troncos y ramas a la
orilla del Jordán. Nos sentamos y lo oímos por primera vez. Fue un momento único,
imperecedero. El sol jugaba con los árboles del río y encandilaba su rostro. Era hondo y
cercano, alegre y triste a la vez. Yo sentía algo muy raro, como si estuviera con mi padre,
mi hermano, mi amigo y mi hijo a la vez, como si flotara. Juan le miraba embelesado,
ajeno a todo lo demás. Siempre que evocamos aquel instante me dice: «¿Recuerdas,

89
Andrés? Fue como a la hora décima». Y yo siempre le respondo: «Juan, tienes que
dejarlo todo por escrito, para que en el futuro se recuerde». El cielo de la tarde cruzaba
en paz las aguas del Jordán y el río parecía más transparente a medida que él hablaba.

-¿Y desde entonces os quedasteis con él?

-No, al principio íbamos y veníamos a Cafarnaún. Al día siguiente, cuando


regresaba a casa con Juan, me tropecé con mi hermano Simón, que estaba mosqueado.
«¿Dónde anduviste ayer, eh?», me gritó descamisado desde la barca con ese vozarrón de
pescador y en tono de malas pulgas. «¡Te he buscado como un loco! De pronto
desapareces y me dejas solo con toda la faena. Estuve pescando toda la noche ¿Qué
clase de hermano eres? ¡ Venga, ven a echarme una mano, zángano! ». Mi hermano
mayor, ¿sabéis?, es muy impulsivo, tiene un carácter fuerte. Entonces, muy excitado, le
dije: «¡No te lo vas a creer, Simón! Te vas a caer de espaldas con la noticia: ¡hemos
encontrado al Mesías, al Ungido, al Cristo!». Pedro frunció el ceño; no quería darnos
crédito. Pero nos vio tan llenos de entusiasmo, que, picado por la curiosidad, saltó de la
barca y nos pidió que le condujéramos a donde estaba el carpintero de Nazaret.
Recuerdo que caminamos a grandes zancadas. Simón iba el primero, como siempre y
como un obseso. Jesús, nada más verle llegar, salió de la cabaña, fijó su mirada en él y le
adivinó el nombre: «Tú eres Simón, hijo de Juan». Mi hermano se detuvo, atónito, con
los ojos desorbitados. Después Jesús ensanchó su sonrisa y posó en él su mirada
brillante: «Tú te llamarás Cefas». Simón no sabía qué decir. ¿A qué venía aquello?
Seguía de pie, con las manos extendidas, inmóvil como una estatua. Todos
comprendimos que al ponerle un nombre nuevo pretendía que cambiara de vida o quería
destacarlo por encima de los demás, pues pasaba a llamarse «piedra», «roca».

En un primer momento, al oír este extraño relato que Andrés evocaba como la
primera cita de un enamorado, pensé si jesús no sería un mago, pues ya me habían
hablado de sus milagros. En todo caso, de algo comenzaba a estar seguro: del gancho de
aquel hombre, quizás con madera de líder y los poderes magnéticos de un ser intuitivo y
simpático, provisto de capacidad de seducir.

-Al día siguiente -prosiguió Andrés- dijo que nos íbamos a Galilea. Cuando
andábamos cerca de Cafarnaún, nos encontramos con Felipe, otro paisano de Betsaida,
pescador como nosotros, pero bastante desconfiado y huidizo. Nada más verlo, Jesús le
dijo: «Sígueme». Felipe fue corriendo a contárselo a Natanael, que era un agricultor
pelirrojo de Caná, un pueblo cercano a Nazaret. Y le dijo que acababa de encontrar nada
menos que al que habían anunciado Moisés y los profetas y que se llamaba Jesús, hijo de
José, natural de Nazaret, y que pensábamos seguirle. Pero Natanael no fue tan dócil al

90
principio.

-¿Por qué razón? -preguntó Glauco, que empezaba a interesarse por la historia.

-Porque el rabí procedía de Nazaret, amigo. Entonces Natanael frunció el ceño e


hizo un gesto de desprecio con la mano, como si fueran patrañas. Todos sabíamos la
mala fama de aldea infecta que tenía Nazaret, sobre todo para los de la vecina Caná, que
se reían de ellos. «¿De Nazaret puede salir algo bueno? ¡Vamos anda! », comentó con
aires de superioridad. Pero Felipe lo condujo hasta jesús. Éste, nada más verlo, sonrió y
exclamó en voz alta: «Ahí tenéis a un israelita de una pieza, sin doblez». Natanael se
ruborizó, muy cortado, y le preguntó que de qué lo conocía si nunca se habían
encontrado. El Maestro le respondió que lo había visto debajo de la higuera. Confieso
que no tengo ni idea de qué estaría haciendo bajo la higuera el bueno de Natanael; el
caso es que aquello le bastó para reconocer que Jesús era más que un profeta y decidirse
a seguirlo.

Aristeo no acababa de entender que todo un mesías tan esperado reclutara a su


gente entre pobres pescadores del mar de Galilea o campesinos de Caná, como Natanael.
Pero no se atrevía a decírselo a Andrés a la cara, por temor a que se ofendiera. Se limitó
a insinuar con cierto retintín:

-De modo que todos sus primeros discípulos sois de aquí, ¿eh? No hay ningún
levita, ningún sacerdote, ni ningún esenio entre vosotros.

Andrés se levantó de la roca donde estaba sentado y se volvió muy serio a la playa
a recoger sus redes.

-No. Sólo de aquí -respondió sin mirarle a la cara-. En cinco días eligió a los cinco
primeros: dos éramos discípulos del Bautista; dos convecinos y compañeros de pesca y
amigos; y Natanael el correveidile, campesino de Caná. No, forastero, nunca hubo
sabios, ni letrados entre nosotros. Jesús quiso siempre confundir a los listos y sabihondos
de este mundo. ¿Qué quieres que te diga? Ya lo sé, no es fácil de entender. Él poseía otra
sabiduría que no se aprende en los rollos de escritura ni en todos los libros y escuelas de
este mundo. Un día dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque
has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños».
¿Lo entiendes? ¿No? Te advierto que nosotros, sus discípulos, tardamos mucho en
saberlo y aún nos cuesta entenderlo, más aún después de haberlo visto morir en una
cruz. La mayoría pensaba que iba a liberar al pueblo de nuestros opresores.

-¿Por qué? ¿Piensas que vuestro Mesías ha fracasado? A fin de cuentas lo

91
ejecutaron a las afueras de Jerusalén como a un bandido y en lugar de a esa
podredumbre, Barrabás -instigó Aristeo.

-Muchos de nosotros nos sentíamos fascinados por su persona, es cierto. Pero,


sobre todo al principio, no entendíamos. Estábamos convencidos de que era el Mesías, y
para un judío Mesías es el enviado de Dios, anunciado por las Escrituras, pero sobre
todo un libertador del pueblo, del yugo a que nos tienen sometidos los romanos, de la
miseria y la opresión en que vivimos.

Aquello me hizo romper el silencio.

-¿De qué os quejáis? ¿Puede haber algo mejor que pertenecer al Imperio romano?

Andrés me escrutó con la mirada, probablemente identificando mi acento latino.


Luego se sentó a remendar las redes de nuevo y masculló entre dientes:

-Pero, ¿quién eres tú? ¿A qué has venido? Has de saber que aquí, en Cafarnaún,
siempre nos hemos llevado bien con el centurión romano. Él nos construyó una
magnífica sinagoga. Y él conoció también a jesús. Incluso fue amigo suyo.

Aristeo y yo cruzamos una mirada de inteligencia ante aquel nuevo filón


informativo que nos acababa de revelar Andrés. Por mi estúpida imprudencia, sin duda
contagiada por los aires de grandeza de Glauco, comprendí que, por el momento, aquel
discípulo de la primera hora no iba a soltar más. De modo que no valía la pena indagar
de momento. De toda su charla me quedó algo claro: Jesús de Nazaret tenía un poder de
fascinación innato, un atractivo que precedía a sus palabras. Desde luego, aquellos
hombres rudos no habían sido indiferentes al embrujo de su mirada y a la capacidad de
arrastre de su personalidad. Pero, ¿cuál era su doctrina? ¿Había sido un personaje tan
subversivo como para merecer ser condenado al tormento y muerte de la crucifixión?
¿Qué futuro tenía aquel grupo de pescadores incultos, sus seguidores, si no había ningún
intelectual, un verdadero líder entre ellos, en comparación con los otros grupos religiosos
judíos tan versados en la historia y las escrituras de Israel? El propio Andrés me había
presentado a su hermano Pedro, hipotético jefe del grupo, como a un visceral pescador,
apasionado e impulsivo. Sin embargo, de todo ello lo que más me intrigaba era su rostro,
cómo miraba aquel hombre, cómo andaba, cuál había su tono de voz para cautivar de tal
manera. Eso, pensé, le habría hecho más peligroso que judas el Galileo, el fundador del
movimiento zelota, y desde luego más que el avaricioso y torpe Barrabás.

Cuando regresamos al centro de Cafarnaún vi a Raquel muy animada; no paraba


de comentar con Benjamín los detalles de nuestra entrevista con el primer discípulo de

92
Jesús. En parte para requerir su atención y en parte porque realmente me interesaba
saberlo, la cogí del brazo mientras caminábamos y la llevé aparte. Reconozco que la
cercanía de su tibio cuerpo me estremeció. Olía a hierba fresca y sus pestañas se abrían
con promesas incumplidas.

-Dime, Raquel, ¿tú crees que este hombre nos ha contado la verdad?

-Sí, pero no toda. Cuando hablaba de su primer encuentro con jesús en el Jordán
lo hacía como un hombre cautivado. Pero creo que cuando iba a revelar el secreto más
íntimo de su Maestro, por el que acabaron matándole, no quiso contar más. Pienso que
ha adivinado que tú eres un espía romano.

-¿Y del retrato? ¿Sabrá algo?

-Lo ignoro, dominus. Benjamín me ha contado que algunos aseguran que ese
retrato existe, aunque nadie sabe dónde está.

Raquel miró hacia mi mano, que seguía fuertemente aferrada a su brazo, en un


inconsciente deseo de aprisionarla, sin que yo quisiera reconocer los celos que me
zaherían desde el momento en que había aparecido Benjamín. Comprendí que debía
seguir guardando mi compostura y la ficticia distancia entre amo y esclava, por lo que la
permití marchar dejándome derrotar a mí mismo por su antiguo novio.

De casa de Pedro subía un efluvio de pescado a la brasa con hierbas aromáticas y


pan recién hecho. Los judíos son hospitalarios. Nos recibieron como si fuéramos de la
familia y nos hicieron sitio en su mesa, un tablón arrojado en mitad del patio, iluminado
con tres antorchas y un tímido resplandor de luna. Mientras cenábamos, nadie osó
mencionar a Jesús aquella noche. Sólo la suegra de Pedro me lanzaba miradas pícaras
desde sus ojillos como alfileres, y dejó caer:

-¿Y cómo estará de salud el gran césar Tiberio? Dicen que no anda muy bien. Tú,
niña, ¿no estuviste en Roma?

Raquel me miró en silencio, toda azorada, sin saber qué responder. La mujer de
Andrés sonreía.

-Venga, Sara, deja a nuestros invitados en paz, que deben de estar muy cansados.

Andrés, después de cenar en silencio, algo triste, dijo que se iba de nuevo al lago, a
dar un paseo. Aquella noche dormimos todos en casa de Pedro, incluido Sibel, que
apareció al rato con cara de no haber vendido ni un retal. Definitivamente se respiraba

93
paz bajo aquel cielo punteado de estrellas. Cafarnaún era una villa pacífica donde la
gente sabía sonreír. Pensé en Claudia, tan lejos, y en las intrigas del Imperio. ¡Qué triste
se me antojaba el emperador, desde la distancia, encerrado en su cárcel de oro de la bella
Capri! ¿Por qué el más hermoso paisaje y una isla de ensueño pueden llegar a pesar
como una rueda de molino sobre el alma? ¡Y qué absurdo que el patio de unas sencillas
mujeres de pescadores pudiera llegar a ser más placentero que una bacanal junto al
emperador! ¿Cuántos denarios de oro hacen falta para comprar la paz interior? ¡Ah,
Claudia! ¿Qué pensarías de todo esto? El peso de mis párpados derrotó cualquier otra
pregunta sin respuesta.

94
95
e de reconocer que mi relato, como la vida, tiene algo de madeja
enmarañada donde todos los hilos están entrelazados misteriosamente y cuando tiras de
uno acabas encontrando el ovillo. Aquellos días estaba muy lejos de comprender por qué
senderos iba a conducirme nuestra investigación y el laberinto que nos esperaba en
nuestras pesquisas por tierras de Galilea. El caso es que, cuando me desperezaba al
amanecer, con el cuerpo aún entumecido por haber mal dormido sobre unas pajas de un
rincón del patio de la casa de Pedro, vi cómo se deslizaba hacia mí la sombra de una
vieja con una jarra de leche en la mano.

-Toma, amigo, que debes de tener sed. Está recién ordeñada de nuestra mejor
cabra.

Mientras el tibio líquido despabilaba mis entrañas, observé que la suegra de Pedro
me contemplaba de nuevo con sus ojillos pícaros, que se abrían paso con dificultad en su
tez arrugada y verdosa.

-Me llamo Sara, y a mí no me engañas. ¡Tú eres romano y además no un romano


cualquiera! -desembuchó con una sonrisa victoriosa rebosante de dientes amarillos.

Me incorporé asustado.

-¡No, hombre, no te preocupes! -añadió-. Aquí en esta ciudad no nos llevamos mal
con los romanos. Como en todas partes, todo el mundo protesta por los impuestos. Pero
en Cafarnaún tenemos la suerte de estar bajo un centurión que es una excelente persona.
Deberías conocerlo. Por cierto, he oído decir que también estás interesado por los
hechos de Jesús. ¡ Ven, ven, que voy a contarte algo!

96
Apuré la jarra de leche y la seguí. Salió apresurada de la casa y se dirigió hacia el
mercado. Caminaba con pasos cortos y ligeros, encorvada y levantando con esfuerzo la
cabeza para dirigirme una esquiva mirada de lechuza desde la embocadura negra del
velo.

-Acompáñame, que voy a comprar verdura. ¡Mi hija Juana es un desastre, tengo
que reconocerlo! Ayuda poco en casa y todo lo hacemos entre la mujer de Andrés, que
es muy dispuesta, un encanto, y yo, que no paro. En el fondo mi hija nunca se llevó bien
con mi yerno. ¡Ya se sabe! Pasa en las mejores familias. Es cierto que Pedro tiene un
carácter endiablado. Pero, hijo, la verdad, no eran el uno para el otro. Qué se le va a
hacer. Dios los cría y ellos se juntan. Ya se lo decía yo cuando se empeñaron en casarse
y empezaron las grescas. ¡Madre mía! Pero, qué quieres, siempre ha sido muy cabezota.
Yo creo que, cuando Simón se fue con Jesús, a mi hija Juana se le quitó un peso de
encima. Hasta empezó a ayudar un poco en casa. Yahvé nos guarde. Siempre andaban
discutiendo como el perro y el gato.

El mercado de Cafarnaún no pasaba de ser un desigual montón de casas de adobe


en medio de un descampado con una docena de tienduchas irregularmente repartidas
alrededor de la sinagoga. La mayor parte de los comerciantes tendían sus productos en la
tierra, sobre una manta, o bajo un tenderete de ramas y pieles viejas. Subía un
penetrante tufo, mezcla de peste a gallina, olor a fruta y plantas aromáticas. Sara liquidó
pronto sus compras: aceite, legumbres y un poco de miel, a pesar de que se tomó su tiem
po y regateaba el precio de cada cosa con muchas gesticulaciones, mirándome a cada
rato para ver cómo reaccionaba.

-Tengo que reconocer que esto de las monedas -me dijo mostrándome en una la
faz de Tiberio- es útil para comprar. Todavía recuerdo cuando cambiábamos todo en
especie. Era un desastre. Éste es tu emperador, ¿no?

Con el dedo en los labios le sugerí que no chillara. Aunque tuve que reconocer que
la vieja me caía bien.

-¡Bah!, ¿qué te crees? Aquí todo el mundo sabe ya quiénes sois tú y los otros
viajeros. No tienes ni idea de cómo son los galileos. Por cierto, que la muchacha esa que
te acompaña es bien bonita, ¿eh? Lástima que sea una samaritana.

-Decías antes que las cosas cambiaron mucho en tu casa cuando apareció Jesús.

-¡Ven! -me dijo en voz baja-. Voy a contarte algo.

97
Me cogió de una mano con mucho desparpajo y nos sentamos en una gran piedra
bajo una hermosa higuera para protegernos del sol, que ya quemaba y resplandecía en
los mantos rojiblancos destinados a la oración, las vasijas pintadas, los cacharros de
cobre y las baratijas y abalorios expuestos a la venta. De lejos, Sibel discutía hábilmente
con unas jóvenes galileas envueltas en estruendosas risas el precio de unos zarcillos de
plata rodeados de una bandada de niños y curiosos.

-Al principio Jesús tenía mala fama, ¿sabes? Había llegado a nuestros oídos que se
llevaba mal con sus parientes de Nazaret. La primera vez que vino por casa lo hizo con
su madre, María, su cuñado Cleofás, María de Cleofás y sus primos. Sus parientes
estaban tensos con él y todo el pueblo lo rechazaba por sus pretensiones. ¡Creerse nada
menos que era el Mesías en persona! Demasiado, hijo, para un pobre carpintero. Le
lanzaban pullitas y palabras de doble sentido. Creo que por eso decidió venirse a
Cafarnaún. Cuando me enteré de que los hombres de casa decidieron marcharse con él,
la verdad, tampoco me hizo mucha gracia. Vivimos de la pesca y él pretendía llevarse a
Pedro y a Andrés, que traían nuestro sustento de cada día. -Lo dijo llevándose los dedos
arracimados a la boca-. La gente discutía sobre un extraño prodigio que había hecho en
Caná pocos días antes, durante unas bodas, a petición de su madre. Unos decían que,
cuando se acabó el vino, convirtió el agua en un vino más añejo que el que habían
servido antes. Otros, que el maestresala tenía unas tinajas escondidas en una bodega,
fuera del patio, y que no quería sacar o que tenían doble fondo. Pero cuando lo vi por
primera vez, reconozco que se me cayeron los palos del sombrajo.

-¿Por qué?

-Me quedé como boba, ¿qué quieres que te diga?, extasiada al verlo. No sólo
porque era guapo, que lo era, a qué negarlo: alto, buena facha, unos ojos preciosos.
Cuando entró en el patio sentí, no sé por qué, que me temblaban las piernas. Como una
jovencita de quince años, hijo mío. Fue como si nuestra casa cambiara de pronto, como
si fuera todo un palacio cuando su figura blanca se recortó en la puerta. Le di un codazo
a mi hija, que estaba enfadada, como siempre, para que trajera pan y pescado y
preparara la cena. El rabí me miró y sentí que me veía por dentro, como si me
desnudara. No sé cómo explicarte. Su sonrisa me desbarató el alma. Igual que si me
conociera de toda la vida: mis años de niña, cuando en mi familia pasamos los tiempos
del hambre, mi noviazgo, el miedo que nos invadió con la destrucción de Séforis. Mi hija
me decía que me había vuelto tonta, pues yo, ¿sabes?, tengo fama en casa de tener una
lengua viperina y criticar a todo el mundo. Dos veces se me cayó el hato de leña para
preparar el fuego y asar el pescado.

98
Sara volvió a mostrar su amarillenta boca desdentada. Las risitas de comadreja la
hacían estremecerse bajo su manto negro.

-Porque yo, hijo, donde pongo el ojo clavo a la persona. La madre, María, era
muy callada, dulce como una fruta madura, pero no se le notaba que fuera viuda; tenía
cara de niña, toda ojos, muy hermosa; parecía más joven que su hijo. Daba paz mirarla.
Intuí un deje de tristeza en sus pupilas, que acariciaban al mirar. Luego me enteré de que
el Maestro la trajo a Cafarnaún para despedirse de ella y presentarle a sus primeros
discípulos y la ciudad que iba a ser su centro de operaciones, antes de comenzar sus
correrías de profeta. Una noche se fueron juntos al lago. No sé de qué hablaron.
Supongo que él le diría que tenían que separarse; que a partir de aquel momento no
podría atenderla porque iba a predicar su buena noticia a los pobres, los que, como llegó
a decir un día, a partir de ese momento serían sus verdaderos «padres y hermanos».
Luego le dijo que quería quedarse solo a orar. Jesús se sentó en una roca de rodillas y
María volvió a casa sola tragándose las lágrimas. Por lo visto, sus parientes y la gente de
su pueblo lo ponían a caer de un burro, decían que estaba loco.

Sara se había serenado y saboreaba lentamente cada uno de sus recuerdos. Hizo
una pausa y, visiblemente emocionada, añadió:

-Pareces un buen muchacho. Aunque no me creas y aunque seas un romano al fin


y al cabo, te voy a contar algo que me quema dentro. Un día me puse malísima, unas
fiebres tan altas que me temblaba todo el cuerpo. Me acosté esmorecida. Creí que me iba
al otro barrio. Nada me servía de remedio, ni friegas, ni emplastos de hierba, ni vino
caliente, ni abrigarme para sudar. A mi hija se le ocurrió la idea de decírselo a Jesús. Una
tarde, cuando volvió a casa con Pedro y su hermano Andrés, éste le dijo que yo estaba
fatal. Vino junto al lecho, me cogió de la mano y sentí como una descarga de luz, una
fuerza que me atravesó, una sacudida en todo el cuerpo, y al instante me puse como una
rosa. Como te lo estoy contando. Tanto, que me levanté de un salto y me puse a
servirles más contenta y dispuesta que nunca. -Se enjugó una lágrima con el envés de la
manga-. Entonces -añadió bajando la voz-, pude comprobar por mí misma que lo que
contaban Pedro y Andrés de que curaba a la gente era verdad. Aquello cambió el
ambiente en casa respecto al rabí. Todos empezamos a quererle, aunque la mayoría
interesadamente, imagínate, mezclándolo todo, más que como maestro como al esperado
Mesías que soñábamos para libertar a nuestro pueblo.

-Pero, dime, mujer, ¿tú presenciaste otros prodigios?

-Mientras estuvo en Galilea curó a mucha gente. Durante un tiempo estuvo


bautizando en el Jordán, igual que el Bautista. Pero luego volvió a este mar y recorría

99
uno a uno los pueblos de la ribera predicando; y la pobre gente, ¡no sabes la miseria que
hay en esos villorrios!, le llevaba toda clase de enfermos, tullidos, cojos, ciegos, leprosos
y poseídos por espíritus inmundos. Y él les imponía las manos y los curaba en un
periquete. La gente estaba entusiasmada.

-¿Tu crees en los demonios, mujer?

Sara abrió los ojos como ruedas y sacó una voz cavernosa.

-¿No he de creer, romano? No hay más que ver cómo está el mundo. Los
demonios andan sueltos.

-Te equivocas. No son demonios, sino enfermedades del alma y del cuerpo que un
buen físico o terapeuta podría curar.

Sara rio con suficiencia.

-Vosotros, los griegos y los romanos, todo lo solucionáis con la razón, y luego
adoráis a una colección de dioses ridículos que se llevan fatal entre ellos y no sirven ni
para curar una espinilla. Yo a los demonios, o lo que sean, los he visto con estos ojitos
salir del cuerpo. Por ejemplo, un sábado que estábamos en la sinagoga se presentó un
hombre que tenía el espíritu de un demonio inmundo y se puso a gritar a grandes voces:
«¡Ah! ¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé
quién eres tú: el santo de Dios». Jesús entonces levantó la mano y lo conminó diciendo:
«Cállate, y sal de él». Y el demonio, arrojándole en medio, salió de su cuerpo sin hacerle
ningún daño. Quedaron todos pasmados, y se decían unos a otros: «¡Qué palabra es
ésta! Manda con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen». Y así la fama de
jesús se fue extendiendo por toda Galilea. Sobre todo porque sus palabras transmitían
poder.

-¡Bah! Pamplinas.

-Pues si te parecen pamplinas, ya no te cuento más, ¡ea!, romano engreído.

En esto se armó un gran alboroto entre gritos e insultos en medio del mercado. Me
levanté, pero apenas podía ver a causa de la gente, que, arremolinada, se había
amontonado a ver qué pasaba.

Sibel vino corriendo muy excitado.

-¡Ay, Suetonio, menos mal que te encuentro!

100
-¿Qué sucede?

-¡Glauco, Glauco! Se lo han llevado preso los guardias.

-¿Qué guardias?

-¿Cuáles van a ser? Dos soldados del destacamento romano.

-¿Y por qué?

-Ha acuchillado a un hombre que ha insultado al emperador llamándole «verdugo y


explotador de los pobres campesinos». ¡Qué desgracia! Menos mal que Aristeo, que
andaba por aquí, ha ido a acompañarle.

Pregunté a Sara el camino más corto al cuartel del centurión. No me quedaba más
remedio que revelar mi identidad y salvar como fuera a Glauco de la cárcel. En la puerta
del castro había tres soldados de guardia jugando a los dados. Aunque vestían nuestro
uniforme, no eran romanos, sino macedonios mercenarios, como la mayoría de la tropa
que integra las legiones destacadas en Palestina.

-¿La reyerta callejera? ¡Ah, sí! Nada de particular. El judío tiene una herida en el
estómago. Marco, el centurión, se ha llevado a vuestro amigo a su casa.

-Tengo que verle enseguida, es urgente.

-¿Qué dices, buen hombre? Ahora el jefe está descansando, no podemos molestar
al centurión.

No aguanté más y dije en perfecto latín:

-Cuádrate, miserable. Soy el tribuno Tulio Severo Suetonio.

Pese a mi indumentaria, lo debí de decir con tan marcial firmeza que, tras dudar un
instante, los soldados se levantaron y cruzaron su brazo en el pecho. Acto seguido me
condujeron en silencio a la villa del centurión.

Desde el altozano, donde, rodeada de cipreses y palmeras, tenía su casa el


centurión de Cafarnaún, se dominaba una vista privilegiada de la ciudad y el mar de
Genesaret, quietamente azul hasta desvanecerse en las cúpulas lejanas de Tiberíades, que
brillaban al sol del mediodía. La villa no era grande ni lujosa, pero disponía de todas las
comodidades de un hogar romano, una morada construida hacia adentro, con jardines y

101
habitaciones en torno a un patio al que rodeaba un peristilo de columnas de piedra y
paredes pintadas de rojo oscuro. Después de atravesar el atrio y saludar a los dioses
lares, en cuyo honor ardía a la entrada el sólito pebetero, un joven esclavo nos condujo
hasta al jardín donde Glauco, reclinado en un triclinio, bebía y conversaba
tranquilamente, como si no hubiera pasado nada, con el dueño de la casa.

Marco se levantó al verme y alzó el brazo.

-¡Ave, tribuno, bienvenido a mi casa! Hace tiempo que estaba informado de tu


presencia.

Yo no pude evitar dedicarle una asesina mirada a Glauco, que no parecía azorado
ante mi presencia.

-¿Qué has hecho, Glauco? ¿No has podido dominarte? ¿No te das cuenta de que
acabas de arruinar nuestra misión?

-No lo pensé dos veces, tribuno, discúlpame. Sabes cómo soy. No soporto que se
mancille la buena fama del Imperio.

-¿Cuál es la verdadera fama de Roma, imbécil? ¿Actuar como tú? ¿Cómo está ese
judío al que has acuchillado?

-Se curará, tribuno, no te preocupes -intervino Marco, que me invitó a tomar


asiento en el jardín, junto a Aristeo, que también se encontraba con ellos, muy serio y
callado.

-Permíteme que te invite a una copa -añadió el centurión con un gesto al joven
criado que nos había recibido-. Ah, y dile a la domina que venga, Samuel.

Sabina, joven y rubia, originaria de una familia de príncipes bárbaros del norte,
tenía facciones de vestal y una piel blanca, casi transparente, que sabía aliviar con
colorete ocre y un collar de piedras aguamarinas engarzado en plata, lo que realzaba aún
más su fino cuello altivo. Fue una sorpresa exótica en el corazón de aquellas
depauperadas tierras galileas.

Tras las presentaciones de rigor rendí cuenta a Marco de lo arriesgado de mi


misión, del inesperado encargo personal de Tiberio, de lo acaecido desde que
desembarcamos en Cesarea Marítima, y de la necesidad de seguir manteniendo todo en
secreto, por bien del Imperio, y cómo, en todo caso, no convenía informar de nuestra
presencia al procurador Poncio Pilato.

102
La suegra de Pedro no se había equivocado respecto a Marco. Moreno, musculoso
y delgado, lucía escaso pelo y corto flequillo sobre la frente, y no parecía muy hablador,
pero sí íntegro, afable, educado y cercano en sus maneras. De esas personas que
transmiten confianza desde el primer encuentro.

-Me han dicho que te hospedas en la casa de Simón Pedro.

-Sí, las circunstancias y las noticias sobre el maestro judío ejecutado en Jerusalén
por orden del procurador nos han traído hasta aquí. Aristeo y yo pensamos que al pueblo
judío no se le puede comprender desligado de su historia, su único Dios y la fuerte
conciencia de pertenecer a una nación como pueblo elegido, donde abundan los profetas.
Por otra parte, nos informaron de que en Galilea se dan los principales movimientos de
insurrección.

-Así es -respondió Marco mientras él mismo llenaba nuestras copas de un mosto


rojo y dulzón que acarició mis entrañas hasta apaciguar los sobresaltos. Me parecía un
sueño volver a estar en una villa romana, sin grandes pretensiones, pero puesta con buen
gusto y funcionalidad. No faltaban una fuente en medio del patio y discretos mosaicos en
el suelo con peces y flores.

Marco coincidía conmigo en que política y religión casi son una misma cosa para
los israelitas y que su historia está ligada a la gran alianza que ellos creen que su dios ha
establecido con su pueblo desde los tiempos del éxodo de Egipto a través del desierto.

-Pero no te debes dejar engañar por las apariencias, tribuno. Una cosa es el pueblo
y otra sus gobernantes. Una, el descontento de los campesinos, y otra, los bandidos
insurrectos. Desde Herodes el Grande han cambiado mucho las cosas. Aunque a aquel
monarca le gustaba aparecer como un judío observante de la ley, en realidad cuentan que
no disimulaba sus gustos helenizantes, que sin duda corrompían los inviolables estatutos
de la civilización tradicional judía. Supongo que sabréis que construyó el primer gran
teatro de Palestina en Cesarea Marítima, que introdujo los combates atléticos
quinquenales en honor de César y que le gustaban mucho los juegos. Si tenéis ocasión de
ver el palacio que se construyó en Jericó, reconoceréis el trabajo de nuestros arquitectos:
el más exquisito opus quadratum para los muros, opus sectile para el pavimento y los
baños, que nada tienen que envidiar a nuestras mejores termas. Su hijo Antipas es otra
historia: es un vicioso. Sus adulterios y fiestas escandalizan al pueblo. Pero mantiene
buenas relaciones con Roma y no ha renunciado a nuestras formas de vida.

-¿Conociste a Juan el Bautista, el profeta que decapitó?

103
-No personalmente. Entonces estaba yo en Siria, de ayudante del gobernador. Pero
sí conocí al que habéis aludido, Jesús de Nazaret.

Lo dijo con un énfasis especial, permitiendo que por unos instantes cobraran
protagonismo las voces de la fuente y los pájaros.

-¿Le conociste en persona? -preguntó Aristeo, intrigado.

-Le conocí en persona. Es más, puedo decir, y no quiero ocultarlo, que era mi
amigo.

Glauco saltó como un felino.

-¿Tu amigo? ¿Un enemigo de Roma, crucificado por agitador, por hacerse pasar
por rey de los judíos?

-Jesús de Nazaret nunca fue enemigo de Roma. Fue un Maestro que predicó una
doctrina de amor a los demás sin exclusión alguna, que nunca estuvo en contra de las
leyes, sino de la hipocresía y, sobre todo, de abusar y utilizar el nombre de Dios, que él
denominaba «el Padre». Lo que ocurrió en Jerusalén fue una terrible equivocación. Que
no salga de aquí, pero yo pienso que Pilato fue débil, ni más ni menos que un cobarde
que cedió a las presiones del Sanedrín y ejecutó a un inocente.

Se mascaba cierta tensión.

-Tu acusación es muy grave, Marco. No comprendo cómo sigues al mando de esta
centuria -comentó Aristeo.

-Precisamente por eso sigo aquí. ¿Por qué crees que no me han ascendido y
continúo destinado en este pueblo de pescadores? Pilato me tiene olvidado. Ni siquiera
me recibe desde hace más de un año. Por otra parte, aquí hay que estar también, hay
aduana y es necesario mantener un destacamento.

-¿Asististe tú a la crucifixión del nazareno? -le pregunté sin salir de mi asombro por
lo que estaba oyendo.

-Sí, lo vi todo. Fue brutal, una auténtica carnicería. Más que nada porque conocía
de cerca a aquel hombre sensible, tan especial. No pude hacer nada. Pero, si queréis, os
lo contaré desde el principio.

Su esposa Sabina interrumpió con delicadeza ofreciéndonos algo de comer, pues

104
era la hora del prandium. Nos sirvieron carne fría, requesón, frutos secos y pescado del
mar de Galilea a la brasa con hierbas y aceitunas. Todo ello regado con el mismo vino,
que empezaba a subírseme a la cabeza.

-¿Habéis visto a ese joven criado judío que os ha recibido en la puerta? Se llama
Samuel y gracias a él conocí a Jesús. Es un muchacho que tengo en alta estima. Vástago
de un viejo liberto amigo de la familia, lo cuidamos como a un hijo. Pero un día se puso
gravemente enfermo y se nos moría de una aguda parálisis que le agarrotó el cuerpo. En
Cafarnaún todo el mundo hablaba del rabí, pues iba y venía de los alrededores, donde se
contaban de él grandes prodigios: que había dado de comer a una multitud, multiplicando
panes y peces; que curaba toda clase de enfermedades... Yo no hacía mucho caso.
Estaba harto de oír hablar de magos y charlatanes que vienen de Egipto y Persia y que
utilizan prácticas judías para embaucar al pueblo con curaciones y encantamientos.
También a jesús le acusaron los escribas de tener a Belcebú y expulsarlos con el poder
del príncipe de los demonios. Sin embargo, él se presentaba como un amigo, un
«poseído», sí, pero de Dios, un hijo del Padre.

-Los prodigios no prueban nada -intervino Aristeo-. He conocido muchos magos en


Grecia. En el templo de Esculapio, en Epidauro, se han llevado a cabo auténticas
curaciones que podrían considerarse milagros. Aseguran que están muy influidas por la
hipnoterapia, a la que se añaden regulaciones dietéticas durante largos periodos. Durante
el sueño, los pacientes del templo de Esculapio dicen que se encuentran con un dios cuyo
ayudante aplica medicinas y pociones mientras una serpiente sagrada o un perro del
templo lame las zonas heridas de sus cuerpos. A continuación, los sacerdotes de
Esculapio interpretan el sueño y prescriben una dieta de pimienta blanca y cebollas con
muy pocos líquidos.

-Sí, claro, y en Roma hemos conocido excelentes adivinos, augures que predicen
acontecimientos mediante el vuelo de las aves o el estudio de sus entrañas, videntes que
son capaces de saber el futuro. Pero por las informaciones que me llegaban de jesús, sus
prodigios no iban dirigidos a deslumbrar con sus poderes, sino a señalar algo. Por
ejemplo, ante las acusaciones de los fariseos respondía: «Si expulso a los demonios con
la fuerza del Espíritu de Dios, eso significa que el reino de Dios ha llegado a vosotros.
Nadie puede entrar en casa del "fuerte" para apoderarse de sus armas si es que no le ha
apresado primero». Pronto advertí que los portentos de jesús iban encaminados a algo
muy concreto: mostrar un mensaje de compasión y salvación al pueblo. Cuando los
discípulos de Juan, en nombre del Bautista, le preguntaron por el que ha de venir, les
respondió: «Id y anunciadle a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos
andan, los leprosos son curados, los sordos oyen y dichoso aquel que no se escandalice

105
de mí». Comprobé que todo lo hacía gratuitamente, a diferencia de otros magos, que
cobran. Que le movía una evidente predilección por los más débiles. Que quería mostrar
con ello la llegada de un reino futuro.

-¿Un reino futuro? ¡Eso es subversivo! -saltó Glauco, que había estado dando
continuos cabezazos para reprimir el sueño.

-¡Cállate, estúpido! -le ordené-. No sabes ni de qué hablas. Continúa, Marco, me


interesa mucho lo que estás contando.

-Bueno, yo estaba reflexionando sobre todo esto de un modo más bien teórico
hasta que nuestro criadito se puso tan enfermo que estaba a punto de morir. Entonces,
cuando los médicos fallan, te agarras a lo que puedes: curanderos, brujos, lo que sea. Mi
esposa Sabina me convenció de que fuera en busca del famoso rabino. Así que un día en
que regresaba a Cafarnaún fui a su encuentro. Nada más verlo me dio un vuelco el
corazón y, no sé cómo, sentí dentro de mí algo que me decía que creyera en él. Venía
con sus discípulos, que por entonces ya eran doce y se sorprendieron de que me dirigiera
al Maestro. «Señor, mi criado yace en casa paralítico con terribles sufrimientos». Unos
ancianos judíos me presentaron: «¡Es el centurión de Cafarnaún en persona! Trátale bien
pues es amigo nuestro y nos ha construido la sinagoga nueva». Jesús no dudó un
momento. Me dedicó una de sus profundas miradas y me dijo: «Yo iré a curarle».
«Señor, no te molestes, no soy digno de que entres bajo mi techo», le respondí, «basta
que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Porque también yo, que soy un
subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: "Vete", y va; y a otro: "Ven", y
viene; y a mi siervo: "Haz esto", y lo hace». Entonces, Jesús sonrió admirado y,
volviéndose, les dijo a los que le seguían: «Os aseguro que en Israel no he encontrado en
nadie una fe tan grande. Y os digo que vendrán muchos de Oriente y Occidente y se
pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, mientras que los
hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de
dientes». Luego me dijo: «Anda, que te suceda como has creído». Cuando regresé a
casa, me encontré a Samuel de pie y sano como una manzana. Se había curado
exactamente a la hora en que Jesús lo dijo.

Marco intentó contener la emoción. Luego llamó a Samuel, que no tendría más de
quince o dieciséis años, para que le viéramos.

-¡Aquí tenéis a Samuel, que, como veis, está hecho un toro!

Samuel se puso rojo y aprovechó para escanciarnos más vino. Me pregunté si,
como es costumbre admitida en Roma, Samuel no sería algo más que un siervo e hijo

106
adoptivo. No obstante, no tenía pruebas de ello.

-No acabo de comprender eso que dices -comenté-. Todos los magos que conozco
hacen prodigios para conseguir gloria y dinero.

-Lo comprenderás enseguida. Otro día en que jesús estaba enseñando en el patio
de la casa de Pedro y que yo me encontraba allí para saludar a mi amigo, vi sentados a
algunos fariseos y doctores de la ley que habían venido, movidos por la curiosidad y sin
duda para inspeccionar qué estaba pasando en Cafarnaún, junto a gente de todos los
pueblos de Galilea, Judea e, incluso, Jerusalén, que deseaban comprobar por sí mismos
la autenticidad de las curaciones. En esto, unos hombres trajeron en una camilla a un
paralítico y trataban de colarlo en casa, para situarlo delante de él. Pero las puertas y sus
alrededores estaban abarrotados. No había manera de meter al tullido en medio de esa
masa humana que se empinaba y daba codazos para ver y oír al Maestro. No
encontrando por dónde meterle, subieron al terrado y, ni cortos ni perezosos, le bajaron
con la camilla y, apartando unas tejas y descolgándolo con sogas, lo pusieron en medio,
delante de Jesús. Una vez más lo que impresionó al rabí fue la fe de aquella gente, que se
las ingenió como pudo para introducir al enfermo. Dirigiéndose al paralítico, dijo Jesús:
«Hombre, tus pecados te son perdonados». Vi la cara demudada de los escribas y
fariseos, que, por lo que supimos luego, empezaron a pensar: «¿Quién es este que dice
blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?». Lo más curioso es que
Jesús, que leía sus pensamientos, les dijo con voz clara y potente: «¿Qué estáis pensando
en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: "Tus pecados te quedan perdonados", o
decir: "Levántate y anda"? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra
poder de perdonar pecados», dijo al paralítico, «a ti te digo, levántate, toma tu camilla y
vete a tu casa».

Todos en silencio pendíamos de los labios de Marco.

-Entonces el paralítico se levantó delante de ellos, tomó la camilla en que yacía y


se fue a su casa dando gritos de alegría y gracias a Dios. Nos quedamos estupefactos.
Pero, mientras regresaba a casa, no paraba de darle vueltas a lo que había visto. Sabía
que aquí la gente está convencida de que las enfermedades proceden del pecado, propio
o de sus antepasados. A eso atribuyen la lepra, la sordera o la ceguera, por ejemplo.
Como es obvio, aquellos muchachos que aguzaron el ingenio para descolgar desde el
techo al paralítico buscaban la salud corporal del enfermo. Pero Jesús iba más allá, veía
también en el interior del enfermo, sabía lo que de veras deseaba en el fondo de su
corazón y entonces le liberó por dentro, le absolvió de sus pecados. Consulté a algunos
escribas de dónde procedía su escándalo: «¿Cómo os atrevisteis a llamarlo blasfemo?».

107
«Nunca profetas ni sacerdotes se han atrevido a pronunciar palabras semejantes,
centurión», me respondieron. «Sólo Dios puede perdonar. Quien se arroga tal autoridad
es un blasfemo».

-¿Quieres decir que es un milagro mayor liberar al hombre del pecado que
devolverle su salud corporal? -preguntó Aristeo agudamente.

-Evidentemente, al menos para un escriba. A los fariseos no les importaba que


Jesús fuera un sanador o un curandero más. Sus pretendidos milagros se podrían explicar
de mil maneras. Lo que les inquietaba era lo que decía. Lo que les preocupaba era su
soberanía sobre las conciencias en nombre de Dios. Yo creo que ésta es la primera
confrontación que Jesús tuvo con sus rivales y lo que a la larga acabaría por acarrearle la
muerte.

Comprendí aquella tarde hasta qué punto la curación de Samuel había cambiado
también a Marco, al que parecían importar poco su cargo de centurión y la gloria del
Imperio, pues había visto otro camino por encima del éxito, el poder y el dinero. ¿Hasta
ese extremo había llegado su entusiasmo por un profeta judío que acabó ajusticiado?

La sobremesa se prolongó varias horas. Marco nos contó cómo a partir de


entonces la fama de Jesús se propagó fuera de Galilea y cómo venían del otro lado del
Jordán, de Judea, de la Decápolis a verle; incluso de Tiro y Sidón, hasta el punto de que
a veces, cuando estaba a la orilla del lago, se agolpaba tanta gente que le decía a Simón
que arrimara la barca para predicar desde el mar y que todo el mundo le viera. Pedro
estaba fuera de sí aquel día que después de haber faenado toda la noche sin conseguir
pescar, Jesús le mandó bogar mar adentro y echar las redes. Consiguieron tal captura de
peces que las redes se rompían y tuvieron que pedir ayuda a otra barca. Aquello era muy
fuerte para un pescador y acabó por rendirle del todo, a él y a los demás, que a partir de
entonces dejaron definitivamente barcas y redes y se fueron tras él.

-Seguro que ese jesús conocía algún buen caladero -rio Glauco, harto de aquellas
historias sobre un predicador carpintero y un puñado de pescadores-. Me parece que ese
visionario te ha sorbido el seso, Marco.

El centurión, que conocía mejor que nadie el escepticismo romano, debió de darse
cuenta de que quizás se había pasado en sus elogios y cortó en seco.

-Bien, hemos de pensar en vuestro hospedaje. A partir de ahora dormiréis en mi


casa.

108
-De ninguna manera. Sería tanto como renunciar a nuestra misión. Seguiremos
durmiendo en casa de Pedro. Por favor, de esto ni una palabra a Pilato -alegué.

-No te preocupes, Suetonio, no hay peligro. Poncio me tiene prácticamente


olvidado, ¿verdad, Sabina?

-Desde lo que le ocurrió a su mujer, Claudia Prócula, está muy deprimido -rompió
su silencio la esposa del centurión.

-¿Qué le sucedió? -preguntó el curioso Aristeo.

-Es muy largo de contar. Ya es tarde. Mejor lo hablamos tranquilamente otro día,
que os veo cansados de tantas historias.

Cuando salimos de casa de Marco se había levantado una brisa fresca del mar.

-Es posible que esta noche haya tormenta e incluso alguna de esas repentinas
tempestades que se levantan en el lago.

-¿Tempestades aquí? -inquirió Glauco rascándose la cabeza.

-¡Y que no os coja una en medio de este pequeño mar! Algunos no lo han contado.

Me acosté dándole vueltas al misterio que albergaba aquel galileo para cautivar a
un centurión hecho y derecho, curtido en batallas y representante en este remoto lugar
del Imperio y la cultura de Roma. Por eso cada vez me interesaba más hacerme con el
famoso retrato del que me había hablado Raquel y me propuse preguntarle sobre él a
Marco, a ver si me proporcionaba alguna pista para encontrarlo. Por cierto, que antes de
acostarme fui a la orilla del lago a dar un paseo y tomar un poco el aire. Detrás del
malecón de piedra sorprendí a Raquel besándose con Benjamín. Ellos no me vieron y de
nuevo contuve la rabia ante las increíbles libertades que estaba tomándose la estúpida
esclava. Me dije a mí mismo: «Cuando termine todo esto, las pagará todas juntas». Y me
satisfacía con la imagen morbosa, mezcla de amor e ira, de azotarla para castigar sus
desmanes. En la puerta de la casa de Pedro, me esperaba la vieja Sara con otra jarra de
leche y su desdentada sonrisa.

-¿Qué, Suetonio? ¿Te gustó nuestro centurión? ¡Ése sí que es un romano!, ¿eh?

Me limité a devolverle la sonrisa y beber de un trago la leche. Pensé en la madre de


mi mujer, una matrona esquiva y metomentodo. Este Pedro, en cambio, tenía una joya
de suegra. Aquella noche, gracias al paseo y no sé por qué, quizás por la quietud que

109
reinaba en la casa, volví a dormir como un niño.

110
111
1 amanecer del día siguiente, nada más levantarme, desperté a Glauco
y a Aristeo.

-Tenemos que hablar -les dije-. Hay un giro importante en los acontecimientos.
Pero vamos fuera. Aquí no podemos conversar tranquilamente.

Nos dirigimos pues a la orilla del lago, donde un deshilachado arrebol de nubes
desperezaba las aguas pálidas, sobre las que lejos faenaban las barcas de pesca, entre las
que pude divisar la de Andrés. Nos sentamos en un rincón silencioso. Glauco tenía una
fuerte resaca del día anterior.

-Por tu imprudencia de ayer -le amonesté- nos vemos obligados a replantear


nuestros planes. A estas horas todo Cafarnaún debe de saber quiénes somos y no creo
que la gente abrigue buenos sentimientos hacia nosotros, después de la absurda puñalada
que propinaste a ese judío. Deberíamos pensar qué podemos hacer.

Glauco bajó la cabeza. Aristeo, con cara de sueño, se rascaba la barbilla.

-Estoy de acuerdo -dijo-. Quizás lo más conveniente sería marcharnos de aquí, al


menos por algún tiempo.

-Sí, pero, ¿adónde? -preguntó Glauco.

-zTú cómo lo ves? -me interpeló Aristeo.

-Para completar mi informe a Tiberio -pensé en voz alta-, creo que deberíamos
recabar más datos sobre ese galileo. Todo el mundo habla aquí de él. Y confieso que aún

112
ignoro su doctrina: qué pretendía, por qué arrastraba a la gente y si realmente fue o no un
líder subversivo. Cada día que pasa me tiene más intrigado.

-¿Y los zelotas? Apenas hemos investigado sobre quiénes son, con cuántas fuerzas
cuentan, dónde las reclutan y hasta dónde pueden mover a las masas a levantarse contra
Roma. De lo que no cabe duda es de que hay mucha gente descontenta por los
impuestos -apuntó Glauco con voz ronca y la mirada perdida.

-De acuerdo. Está claro que desde que desembarcamos tú estás empeñado en
seguir esa pista. Pues bien, síguela, Glauco, pero tú solo. Te doy vía libre. Investiga a los
zelotas, métete en sus madrigueras si es necesario, piérdete en los bajos fondos de estas
provincias. Me parece bien. Aquí no haces más que crearnos problemas. Nosotros
seguiremos las huellas de jesús de Nazaret para conocerle a fondo y ver qué pretendía y
hasta dónde pueden alborotar después de su muerte sus secuaces. De esa manera,
dividiéndonos, aprovecharemos mejor nuestros recursos y tú no nos crearás más
conflictos con tanta bravuconada. Pero a partir de ahora haz como si no nos conocieras,
no se te ocurra mencionarnos. Así, Aristeo y yo podremos trabajar tranquilos. Más
adelante volveremos a reunirnos para compartir nuestros descubrimientos.

Glauco, ávido de acción y aventuras, asintió satisfecho.

-Y tú y yo, ¿qué haremos? ¿Adónde nos dirigimos? -planteó Aristeo.

-Por lo pronto creo que he hecho mi composición de lugar. Ya sabemos cuáles


fueron los primeros pasos de la actividad de ese Jesús. He escrito un esbozo para ordenar
ideas de cara al futuro informe. Os lo voy a leer.

Saqué del morral unas tablillas con mis apuntes de aquellos días. Sentados en unas
piedras y mirando al lago, mis compañeros se dispusieron a escuchar.

A la edad adulta, frisando entre los treinta y treinta y dos años, un carpintero
llamado jesús abandona la insignificante aldea de Nazaret y se dirige a la región del
Jordán para ser bautizado por un chocante profeta llamado Juan, que pudo tener
alguna relación con la comunidad esenia, afincada en el desierto. Este personaje,
que recuerda en sus formas a los viejos profetas de Israel, predica con urgencia la
necesidad de conversión ante lo que denomina la visita inminente de Dios, y
bautiza en Perea, una localidad situada al este del Jordán, territorio que, como
Judea, se encuentra bajo la jurisdicción de Herodes Antipas.

Levanté la mirada al lago. A lo lejos los pescadores hundían sus redes.

113
La fama de la predicación de Juan atrae a curiosos de distinta condición y
procedencia, incluida Galilea, y de localidades tan variadas como Betsaida o Caná,
de donde proceden algunos de los que se convierten en discípulos suyos. El
bautismo de Juan, que levanta su voz en el desierto, se ofrece como un rito de
purificación interior, que culminará, según asegura, cuando Dios se manifieste.
(Nota: cuando hablamos de Dios en este informe nos referimos a Yahvé, el dios
único de la religión judía). Esto se llevará a cabo cuando aparezca un misterioso
personaje que en principio el propio Juan desconoce pero que considera superior a
él. Tal enviado de Dios, que «ha de venir», surge de pronto en el Jordán y en ese
momento Juan lo reconoce por una especie de iluminación o corazonada. Resulta
ser el carpintero-albañil-herrero de Nazaret que hasta el momento ha permanecido
oculto en su aldea en compañía de María, su madre, viuda de un tal José, también
carpintero. En una primera etapa, por los datos que tenemos, parece que colabora
con Juan administrando a la gente del pueblo el mismo bautismo del citado profeta.
Pero enseguida algunos discípulos de Juan reconocen a jesús como Maestro y
deciden seguirle. Al prin cipio éstos sólo son cuatro o cinco hombres de origen
galileo y extracción humilde, pescadores o campesinos. Jesús sube con ellos por
Pascua a Jerusalén para celebrar allí la gran fiesta judía.

-¿Cómo? ¿Estuvo Jesús al principio de su predicación en Jerusalén? ¿Cómo has


sabido eso? -interrumpió Aristeo.

-En casa de Pedro. Una tarde me reuní con su suegra y María Salomé, madre de
Santiago y de Juan, que me completaron algunos datos. Prosigo:

Este primer viaje marca la separación del Bautista y Jesús, quien pasa a ser un
rabino autónomo que a partir de ese momento seguirá su propio itinerario. Su visita
a Jerusalén revela lo que van a ser las contradicciones del nuevo Maestro. Junto a
una cierta corriente de simpatía se producen las primeras tensiones con las
autoridades de la ciudad, sobre todo cuando este rabino manifiesta en público que
es capaz de destruir el Templo y de levantarlo de nuevo en sólo tres días. Esta
frase enigmática, no se sabe si irónica o profética, pondrá en guardia a sus
enemigos y será aducida como prueba más tarde a la hora de exigir su muerte.
Parece que incluso un inteligente rabino fariseo, llamado Nicodemo, va a visitarle
en secreto y de noche, muy interesado por su doctrina. En esos momentos, quizás
por la presión de Antipas, cuya irregularidad matrimonial ha denunciado, Juan ya
no bautiza en Betania de Perea, sino que se traslada a Ainón, cerca de Salín,
localidades próximas a Perea y Samaria, que pertenecen a la administración de la
ciudad libre de Escitiópolis. Quizás por el mismo motivo, con el fin de no poner en

114
peligro su misión, jesús no ejerce su primera actividad en Perea, sino en el territorio
de Judea, en la zona meridional del río.

-Pero, ¿no nos contó Andrés que «todo comenzó en Galilea»? -cortó de nuevo
Aristeo.

-Y así es. Llamó a sus primeros discípulos en Galilea y aquí comenzó como
profeta autónomo, pero, como he dicho antes, primero bautizó en Judea, en el valle del
Jordán.

-z0 sea, que en un principio actuó como Juan?

-Ten paciencia, Aristeo. Ahora viene eso. No me interrumpas.

Jesús al poco tiempo cambia el discurso de Juan, consistente en la conversión para


el perdón de los pecados, por otro mensaje, un anuncio de su buena noticia, la
presencia liberadora y salvadora de Dios. Deja de bautizar y se dedica a predicar y
a curar a los enfermos. De profeta sedentario se transforma en un predicador
itinerante, sin domicilio fijo. A través de la sanación parece querer mostrar el rostro
de un único Dios compasivo, signo de un nuevo mundo que, según asegura, está
viniendo y dará cumplimiento a las profecías. «El Reino de Dios está cerca» será la
divisa de su actividad en Galilea, seis meses después de haber dejado Nazaret.

Hice una pausa, tomé aire y lo imaginé caminando por aquellas orillas con sus
primeros seguidores.

A pesar de dicha itinerancia, el punto de referencia durante esta época en Galilea es


Cafarnaún, ciudad situada al noroeste del lago de Galilea. El centro de sus giras
apostólicas es la casa de Pedro y su hermano Andrés. Desde allí se desplaza a una
zona situada alrededor de Cafarnaún, extensión que comprende al oeste la llanura
de Genesaret, al norte Corazoín y al este Betsaida. Parece que prefiere las aldeas y
pueblos pequeños y que evita las grandes ciudades como Séforis y Tiberíades, esta
última en construcción, y quizás también para evitar a las autoridades y al propio
Herodes, que llega a convertirse en una amenaza cuando corre por el pueblo la idea
de que Jesús puede ser una reencarnación de Juan el Bautista. Fuera de esta región
situada en el cuadrante noroccidental del lago, ocasionalmente el rabino jesús se
desplaza a las poblaciones de Caná, Naín y Nazaret, en la zona montañosa de
Galilea de donde provenía. Hay noticias además de un viaje a la orilla oriental del
lago, al territorio no judío de la Decápolis. Parece que en Gadara, a unas dos horas

115
de camino del lago, según aseguran ciertos testigos, realizó un espectacular prodigio
lanzando dos mil espíritus malignos a una piara de cerdos que se precipitó en el
lago.

Estos pretendidos milagros y curaciones despiertan fascinación en el pueblo, por lo


que jesús comienza a atraer a las multitudes, que le buscan en las sinagogas, la casa
de Pedro, montes y playas, viéndose obligado a veces a utilizar una barca como
cátedra. La fama llega también a Nazaret, donde sus familiares, convencidos de
que ha perdido el juicio, están decididos a llevárselo de vuelta a casa. Por el
contrario, el audaz galileo continúa su misión y aumenta el grupo de sus
colaboradores más cercanos, hasta congregar doce hombres. Según la tradición
judía, el número doce puede tener relación con las doce tribus de Israel, una cifra
que podría indicar que su mensaje afecta al pueblo entero sin exclusiones, ni
siquiera de marginados por enfermedad o por oficios despreciables, en lo que se
diferencia claramente de la comunidad esenia. Llegado el momento, los doce
reciben la misión de recorrer de dos en dos los pueblos galileos, repitiendo la misma
forma de vida y de pensar de su Maestro y su anuncio con palabras y curaciones.
El entusiasmo crece y estalla en una concentración de cinco mil personas, que,
hambrienta, es alimentada por un curioso «número de magia» por el que, según
dicen, multiplicó cinco panes y cinco peces de los que, después de saciar a la
multitud, aún sobraron doce canastos. La gente, hechizada, le proclama Mesías.
Pero no parece comprender cabalmente el mensaje que pretende comunicar Jesús
y éste comienza a apartarse de la multitud.

-Hasta aquí es lo que he podido sintetizar por el momento, después de hablar con
unos y con otros. Pero me siguen quedando muchas preguntas por contestar: ¿era en el
fondo el suyo un mesianismo político-militar?, ¿pretendían las multitudes convertirle en
el gran líder indiscutible de una revolución, un resurgimiento nacionalista y religioso de
Israel?, ¿por qué Herodes Antipas, el rey de Galilea, se inquieta ante la capacidad de
convocatoria de jesús?, ¿porque cree que es el profeta que hizo ajusticiar en la fortaleza
de Maqueronte que ha resucitado o se ha reencarnado? En una palabra, ¿por qué teme
que puede crearle problemas con sus aliados los romanos? De hecho, algunos fariseos
amigos de jesús se lo dicen claramente: «Sal y vete de aquí, porque Herodes quiere
matarte».

-Tus apuntes dan en la diana, creo que son bastante completos, Suetonio. ¿De
dónde has sacado tiempo para redactarlos? -señaló Aristeo.

-Quitándole algunas horas al sueño. Pero, como veis, quedan muchos cabos

116
sueltos. Creo que la clave está en el contenido de su doctrina. Además, no desisto de
encontrar ese retrato suyo que dicen que pintó alguien antes de morir. Sería espectacular
poderlo adjuntar al informe que entreguemos a Tiberio, ¿no os parece?

-Tú y tu retrato. Esa judía te ha vaciado el cráneo -terció Glauco, que parecía
haber despertado del todo.

-Bobadas. Voy a meterla en cintura. La condenada muchacha parece haber


olvidado que la compré con mi dinero y es mía. Anda demasiado suelta. Se aprovecha de
que no estamos en Roma ni en Capri.

-Bien, ¿hacia dónde dirigimos nuestros pasos?

-Mañana mismo comenzaremos a recorrer algunos de los itinerarios de jesús


durante su estancia en Galilea. A ver qué encontramos.

Con estos propósitos, aquella misma tarde, después de comer, llamé a mi esclava,
que se presentó con los ojos bajos y las manos juntas en el regazo.

-Mañana voy a hacer un viaje. Pero antes, dime, Raquel, ¿quién es tu propietario,
tu dueño y señor?

-Tú, dominus; y yo tu esclava.

Lo dijo con tan dulce voz que por un momento creí perder pie. El manto azul que
circundaba su rostro enmarcaba sus facciones de un halo de irrealidad, sobre todo
cuando abrió sus turbadores ojos radiantes. La muchacha parecía otra. Había cambiado
de apariencia, se adornaba con el fulgor de unas ajorcas, la gracia de unos aros, un collar
de cobre y su no disimulada satisfacción que en el fondo me enfurecía.

-Pues no lo parece. Voy a ausentarme algunos días. Dile a ese Benjamín que se
vaya con viento fresco. Ya no le necesitamos.

Raquel no ocultó su malestar. Pude ver asomar una nube en sus ojos, a pesar de
que intentaba ocultarlos inclinando la cabeza.

-Lo que ordenes, dominus.

-¡Deja de llamarme dominus todo el tiempo! ¿No sabes mi nombre? ¡Me llamo
Suetonio!

117
Ella alzó la cabeza, arrebolada, sorprendida. Era una contradicción que le recordara
su condición de esclava y al mismo tiempo le pidiera que me llamara por mi nombre.
«Las mujeres adivinan lo que las palabras no dicen», pensé. Y ella, antes que esclava,
era una mujer, una sabia mujer que conocía mejor que nadie su doble juego: darme celos
y provocarme al mismo tiempo.

-Sí, Suetonio, haré como dices. ¿Debo comunicar tus órdenes a Benjamín o se lo
dirás tú mismo, dominus?

-¡Y dale con dominus! Lo haré yo mismo. Dile que venga.

Al rato apareció Benjamín, el cabello revuelto y visiblemente alterado. Sin duda


Raquel le había prevenido.

-¡Muchacho, márchate! Ya no te necesitamos.

Benjamín esbozó una sonrisa desafiante.

-¿Marcharme? ¿De dónde?

-De aquí, de Cafarnaún.

-Disculpa, tribuno. No sé si ignoras que yo no soy tu esclavo. Tú, según dicen,


compraste a Raquel, no a mí. Yo soy un hombre libre, puedo por tanto estar donde
quiera.

Su reacción orgullosa me dejó en un primer momento sorprendido. Estaba tan


acostumbrado a mandar que no podía imaginar siquiera que existieran personas fuera de
mi jurisdicción.

-De acuerdo, haz lo que quieras. Pero quítate de mi vista y de la de mi esclava. Si


no, tendrás que atenerte a las consecuencias.

-Olvidas que he estado aquí hasta ahora porque tú lo has querido, tribuno.

-Bien, pues ahora no lo quiero. ¡Así que vete!

Sin más, Benjamín se dio media vuelta y se fue por donde había venido. Me quedé
desazonado por haber actuado de forma contradictoria. Al fin y al cabo yo le había
pedido que viniera y ahora lo despachaba a mi antojo. ¿Era eso propio de la dignidad de
un ciudadano romano? Llamé a Glauco y le ordené que le diera unas monedas por los

118
servicios prestados. Así, a la par que tranquilizaba mi conciencia, apagaba mi orgullo
humillado, quedando por encima.

Aquella noche Aristeo, Glauco y yo cenamos en silencio en el patio de la casa bajo


una luna descarada, denunciadora en nuestras facciones de la tensión del momento.
Glauco se iba, Raquel se despedía de Benjamín, y yo no podía ocultar mi saturación de
aquella forma de vida tan lejana a la que estaba acostumbrado. En esto observé que la
suegra de Pedro me llamaba desde un rincón del patio. Me levanté y salí con ella a la
calle.

-Mira, romano, tú eres un buen hombre. Algo aquí dentro me dice que eres
honrado además de muy listo. Sé que mañana partes para Betsaida y quiero ayudarte. El
Maestro nos enseñó a encontrar la libertad en la verdad. Debes conocer toda la verdad
sobre él. Toma.

Y me entregó un pedazo de papiro.

-¿Qué es esto?

-Una carta para Leví, hijo de Alfeo.

-¿Leví?

-Sí, un antiguo recaudador de impuestos, un publicano que estuvo al servicio de


Roma hasta que Jesús le cambió la vida y también el nombre. Ahora se llama Mateo, que
significa «don de Yahvé». Cuando decidió seguir a Jesús se armó todo un escándalo,
sobre todo entre los fariseos. Ya sabes lo mal vistos que están los publicanos entre
nosotros y lo odiosos que son en general los inspectores de la hacienda pública. Pues
bien, Mateo está estos días escribiendo sus recuerdos cerca de Betsaida. Está enterada
muy poca gente, pues ya sabes que la mayoría de sus discípulos siguen ocultos. En esta
carta le hablo de ti, para que no tenga miedo de entrevistarse contigo.

Una vez más, la suegra de Pedro me dejó descolocado. ¿Qué movía a aquella
mujer a ayudarme a mí, un espía romano? Una de dos, o era estúpida, o demasiado
inteligente al facilitarme nuevas pistas sobre el galileo. Posiblemente estaba convencida
de que yo llegaría al fondo de la cuestión. Le agradecí su deferencia con una sonrisa.

-Dime una cosa, Sara, todo el mundo habla de discípulos varones de Jesús. Pero
¿y tú y las demás mujeres, también seguíais al Maestro?

La suegra de Pedro se estremeció con sus risitas entrecortadas y esgrimió su

119
huesudo dedo.

-¿Qué crees, tribuno? ¿Que el Maestro trataba a las mujeres como los demás
hombres? ¿Como tratas tú a esa pobre esclava samaritana? Él no hacía distinción entre
hombre y mujer, para él nosotras no éramos burros de carga, como piensan aquí casi
todos los hombres.

-Entonces, ¿Jesús tuvo discípulas? ¿Fuiste tú su discípula?

-Mira, romano, el Maestro hablaba en público para todo el mundo. Su grupo no era
una secta. ¿Qué te crees? Todo el mundo podía ir a escucharle: fuera judío, griego o
romano, publicano o pros tituta, fariseo o saduceo, rico o pobre, listo o tonto. Muchas
mujeres de aquí le seguíamos y les atendíamos a él y a sus compañeros. Por ejemplo,
María, la madre de Santiago; Salomé, ya la conoces, la madre de los hijos de Zebedeo,
Juan y Santiago; Juana, mujer de Cusa, un alto funcionario de Antipas, que además le
ayudó con su dinero; y yo misma. Aunque, la verdad, yo dejé de seguirlos muy pronto,
pues estoy demasiado vieja para esos trotes.

-¿Todas mujeres casadas?

-Casadas o viudas, menos María Magdalena, que era soltera. Bueno, «soltera» es
un decir.

-¿Qué insinúas?

Los ojos picaruelos de Sara lo decían todo.

-¿Una buscona? ¿Una prostituta de lupanar seguía a jesús?

-Algún día la conocerás y lo comprenderás todo. Yo creo que, después de su


madre, fue la mujer que más le amó y a la que el Maestro amó más.

-¿Quieres decir que era su mujer, su amante?

-Jesús no se casó; era de nadie y de todos, quiso ser libre, no tenía residencia fija
ni, como él decía, un lugar «donde reclinar su cabeza». Pero eso no significa que su
corazón no amara intensamente, ni que no tuviera amigos, ni que no riera con los alegres
y llorara con los tristes. Sólo te digo una cosa: si algún día vas a Jerusalén, pregunta por
María de Magdala. Te acordarás de mí.

La suegra de Pedro lograba siempre lo que quería, intrigarme más y más. Sin

120
embargo, algo me quedó claro de aquella conversación: que propiamente en el grupo de
los doce no había ninguna mujer y, sin embargo, parece que aquel grupo de féminas, que
se encargaba de una tarea logística y del servicio, le fue fiel hasta el final, incluso en el
momento de la ejecución, mientras que la mayoría de sus discípulos se quitaron de en
medio, huyeron de la quema.

-Has mencionado a otra mujer, la esposa de un funcionario de Agripa.

-Sí, Juana. Nos ayudó mucho económicamente. Pero no sé qué ha sido de ella.
Supongo que su decisión le trajo muchos quebraderos de cabeza a su marido.

Al volver a casa vi que me esperaba Sibel, sentado junto a la puerta con su burro
cargado de mercancías.

-Me han dicho que mañana te vas a Betsaida. ¿Quieres que te acompañe?

-No es necesario, ya me han indicado el camino. No está lejos.

-Te conviene ir conmigo, Suetonio, créeme, yo sé bandeármelas en la aduana.

-¿La aduana?

-Claro, Betsaida está en la frontera, en territorio de Herodes Filipo, hay que pasar
una aduana, hay que pagar, y yo me las pinto solo. A no ser que quieras sacar tus
credenciales romanas.

-No, no, prefiero pasar inadvertido.

-Bien, pues entonces iremos juntos -rio Sibel, palpando un ánfora rezumante-.
¡Esto lo puede todo!

-¿Qué es eso?

-¡Vino, vino del mejor, un yayin añejo que rinde las más duras voluntades!
Pregúntale a tu amigo Glauco, que ayer no paraba de empinar el codo y casi me vacía
una de estas ánforas.

-No me digas más. Así estaba Glauco esta mañana.

-¿Quieres catarlo, tribuno?

-No, déjame, que mañana tenemos que madrugar.

121
La vieja Sara contempló la escena sin dejar de reír. Por mi parte, antes de
retirarme, decidí dar mi consabido paseo por la ribera del lago. Ni la claridad de la luna,
que rielaba hacia Tiberíades, ni la brisa fresca lograban serenar la intensidad de mis
encontrados pensamientos, donde se cruzaban la mirada de Raquel, la lejanía de mi casa,
la falta de noticias de Roma y las sombras de ese rabino enigmático que suscitaba cada
día nuevas intrigantes preguntas. Sobre todo me planteaba una y otra vez cómo un ser
humano puede atreverse a decir «yo soy el camino y la verdad y la vida». Si había
hollado aquellas playas, si había pescado en aquel lago y charlado con aquellas gentes, si
había llorado y comido y reído y temblado como un hombre, yo podría resolver su
misterio.

De pronto, en medio de la oscuridad brumosa que ascendía del lago, descubrí que
alguien estaba sentado en un promontorio. Era Andrés, que con las manos levantadas
parecía estar orando en el mismo lugar donde cada noche cuentan que se retiraba su
Maestro. El silencio, tan distinto del mediterráneo acunar de las olas de Capri, me
sobrecogió.

122
123
ajo un sol abrasador, después de bordear el pico que dibuja el mar de
Galilea por el norte, alcanzamos Betsaida Julia, que no está a más de dos días de camino
de Cafarnaún, situada, como he dicho, en el territorio de Herodes Filipo. Sibel, mientras
se limpiaba el sudor con la bocamanga del kethoneth y tiraba insistentemente de su asno,
increpándole como a un viejo familiar, no dejó un momento de amenizarnos el viaje con
sus viejas coplas fenicias y chistes aprendidos en sus viajes por el ancho mundo.

-Un día en Siria me encontré a dos borrachos en un mercado, y va uno y le dice al


otro: «¿Cuántos años tienes?». El segundo borracho le contesta: «¿Yo? Treinta y ocho».
Y entonces el otro le responde: «Pues, hijo, yo a tu edad tenía treinta y nueve».

Aristeo y yo le reíamos a veces las ocurrencias y otras no le hacíamos ni caso.


Estaba convencido de que a él lo del buen humor le venía de sus antepasados que
nacieron en Gades, puerto luminoso frecuentado por los fenicios allá por las Columnas
de Hércules, de donde procedían las saltatrices gaditanae, bailarinas conocidas en todo el
Imperio. Parece que en su casa su esposa le acusaba de ser un pesado charlatán y le
obligaba a callarse, por lo que se encontraba mejor recorriendo libre los caminos del
mundo entre gentes desconocidas y vendiendo su mercancía.

La aldea helenística que Filipo había fundado no hacía mucho tiempo con el
sobrenombre de Julia no era gran cosa; aunque, bien situada al borde mismo del mar,
podía sin duda responder a su denominación de Betsaida: «Lugar de pesca», pueblo de
marineros que en su mayoría hablaban griego con mezcla de arameo.

Como me habían anunciado, tuvimos que pasar por una aduana, el obligado puesto

124
fronterizo, que no era más que una barraca de tablones mal clavados. Sibel asomó su
ganchuda nariz por la puerta y saludó al recaudador, un hombre regordete y colorado que
se llamaba Macario, como si le conociera de toda la vida.

-¡Esta vez ni lo sueñes, fenicio! Aquí no pasa nadie sin pagar el impuesto. ¿Qué
mercancías tienes que declarar?

-Poca cosa -respondió Sibel-. Cuatro chucherías: ajorcas, zarcillos, telas,


ungüentos, perfumes, abalorios. Ya sabes que soy buen comerciante. Lo he vendido casi
todo en Cafarnaún. Ahora voy como quien dice de vacío

-Vamos a ver -decidió Macario mientras registraba las alforjas del asno.

-¡Para ahí, publicano! Detén esa mano. ¿No somos amigos? ¿No quieres antes
beber un trago?

Sibel sacó su mejor pellejo de un escondite, debajo de la alforja del asno.

-No pienses que me vas a embaucar. Tú y estos viajeros pagaréis como todo el
mundo. ¿Me tomas por bobo?

-Sí, hombre, tranquilo, pagaremos lo que haga falta. ¿ Cuánto pides?

-Tienes que abonar el diez por ciento en razón de aranceles por tu mercancía.

-¿El diez por ciento? ¿Has perdido el juicio? Vamos, anda. Tu predecesor, Leví
Alfeo, me cobraba el seis por ciento.

-Ése sí que estaba chiflado. ¡Valiente tonto! Por eso hizo lo que hizo.

-¿Qué hizo? -pregunté.

-Se quitó de en medio, dejó el puesto libre. Se dedicó a organizar banquetes para
los pobres. Pero no me preguntes más. No sé dónde ha ido ni me importa. Él cobraba
una miseria.

-Lo que está mandado es el seis por ciento -replicó muy serio Sibel, como si él
hubiera cumplido las normas alguna vez.

-Sí, ya lo sé. Pero con eso no hay quien viva. Sería suficiente para subsistir si no
fuera por el contrabando, que me quita hasta un cuatro por ciento. Sólo me salva una
cosa: cargar al que pasa por aquí la misma cantidad de gravamen. Así compenso lo que

125
pierdo. ¿Entiendes? Ten en cuenta que este puesto lo tengo en arriendo y he de pagar por
él a mi vez a su dueño. De modo que olvídate de Leví; ahora estoy yo, y tienes que
aflojar la bolsa como los demás.

No sé cómo se las ingenió Sibel, el caso es que al rato estábamos los cuatro
comiendo dátiles y bebiendo un excelente vino añejo con el que regamos las provisiones
que Sibel había sacado del zurrón, a la sombra de una fornida palmera cercana al puesto
fronterizo.

-¿Y dónde anda ese Leví ahora? -indagué mientras Aristeo dormitaba bajo los
vapores del vino.

-Os he dicho que no lo sé. Supongo que en Jerusalén. Se fue con ese rabino que
han matado allí por Pascua. Ahora sus seguidores no levantan cabeza. Me han dicho que
andan muertos de miedo. De este pueblo había tres amigos suyos: Pedro, Andrés y
Felipe. ¡Menudo mesías al que acaban crucificando como a un criminal! Si lo hubiera
sido de veras, se habría zafado en un periquete del Sanedrín y la guardia de Pilato.
Terminó colgando de una cruz entre dos ladrones. Pero, la verdad, tengo que reconocer
que hubo un tiempo que en Betsaida y Corazoín no se hablaba de otra cosa. La gente
estaba entusiasmada con él, sobre todo los enfermos graves, pero ya veis cómo acabó
todo.

-¿Y tú? ¿Nunca fuiste tras él? -preguntó Aristeo medio despierto.

-Fui a escucharle un par de veces. Sobre todo cuando me enteré de que, a


diferencia de todo el mundo, no odiaba a los publicanos y recaudadores, antes al
contrario, eran sus amigos. Pero yo, viajeros, sólo entiendo de monedas contantes y
sonantes. Por cierto, no penséis que por este par de tragos vaya a rebajaron ni un siclo.

-Tú bebe, que luego hablaremos -le dijo Sibel mientras llenaba por cuarta vez su
cuenco de barro, un recipiente considerado impuro por los judíos más observantes.

Al poco rato Macario estaba lo suficientemente alegre como para aceptar un


arreglo. Sin mencionar cuánto sabíamos sobre la secreta presencia de Leví en Betsaida,
cruzamos la frontera y entramos en el pueblo. Una vez dejamos a Sibel entregado a sus
menesteres en la plaza, las señas y el pequeño plano que me había proporcionado Sara
nos sirvieron para localizar una remota alquería a las afueras del pueblo, donde
deberíamos encontrar a Leví Alfeo. Ella se había cuidado de todo para que Mateo
estuviera sobre aviso.

126
Olía a heno empaquetado en parvas en medio de la anchurosa heredad. Un
hombre, que encontramos entregado a la tarea de reparar su arado junto a dos mulas
flacas, nos condujo a través de un bosquecillo de olivos hasta un lugar donde, oculta
entre matorrales, descubrimos una puerta que daba a una cueva. Llamó y salió Mateo,
un hombre de mediana estatura, nariz aguileña, amplias entradas y tez cetrina que nos
hizo pasar con un ademán serio y correcto.

Sobre una mesa rústica había varios rollos de papiro en blanco, otros medio
escritos, cañas afiladas y tinta para escribir. Le brillaban los ojos enrojecidos. Nos invitó
a sentarnos.

-Supongo que Sara os habrá informado de que nadie sabe que ando por aquí. Esta
familia amiga me ha dado cobijo al amparo de miradas curiosas. Es importante que
guardéis el secreto. Creo que en Betsaida todo el mundo habla de la decepción que ha
provocado la muerte de jesús.

-Un sitio muy tranquilo y retirado para escribir -comenté sin ocultar cierta envidia
del umbrío cubículo, fresco, retirado y con vistas a un pedazo de mar arrojado entre el
verdor de los campos.

-Para escribir y para meditar. ¡Han sido estos últimos meses tan agitados ! ¡ Tan
tremendos !

Su perfil de ave emergía del claroscuro silueteado por el sol que procedía de la
puerta abierta.

-¿Qué queréis saber?

Aristeo le planteó algunas dudas sobre nuestra investigación. Él respondió que


primero prefería hablar de sí mismo. Que así podríamos comprender mejor cuanto nos
iba a contar después.

-Yo trabajaba en la aduana -se restregó los ojos y la calva- como publicano que
era, un puesto difícil no bien visto, como sabéis. En el mismo lugar que habréis tenido
que pasar, supongo, para entrar en Betsaida.

Asentimos con la cabeza.

-Bien, pues por aquella época jesús andaba por esta parte del lago; la gente acudía
en masa a oír sus enseñanzas. Y se decía de todo: que tenía un pacto con Satanás; que
era el Mesías que había de venir, pues curaba a los enfermos y hablaba con voz potente

127
y firme, como quien está seguro de lo que dice, como quien tiene autoridad. No faltaban
desde luego los que le ponían a caldo, sobre todo los escribas y fariseos, que presumen
siempre de saberlo todo. Un día apareció de pronto en mi despacho de la aduana y me
vio sentado al telonio, el mostrador de los impuestos. Clavó sus ojos en mí y de buenas a
primeras me dijo: «Sígueme». Sólo eso. Fue como una descarga, uno de esos momentos
en la vida que no sabes por qué no puedes decir no. Algo se quemó entonces y al mismo
tiempo se despertó dentro de mí para siempre. Como un resorte, me levanté y lo seguí.

Mateo tragó saliva. En su frente las arrugas dibujaban surcos de rumiadas


reflexiones. Se secó unas diminutas gotas de sudor. «Éste no es un pescador ni un
campesino», pensé. Sin duda por eso y porque sabía escribir correctamente le habrían
elegido para un cargo de contable y publicano, lo que, pese al desprecio popular, suponía
para él una posición más que desahogada.

-Tan pronto pude conocerle mejor y convivir con el rabí, pensé: «Este hombre se
ha fijado en mí, me ha mirado, me ha tratado como a un amigo, a pesar de ser
publicano. Voy a presentárselo a mis colegas». De modo que organicé un banquete en mi
casa. Jesús aceptó reclinarse a mi mesa con un buen grupo de recaudadores, descreídos
como yo. Invité también a sus primeros discípulos. Aquello levantó un escándalo en el
pueblo y los alrededores. Los letrados y fariseos acusaron el golpe: lo vieron como una
provocación y se irritaron. No eran capaces de tragar que uno que se decía maestro se
sentara a comer con odiosos publicanos y otros indeseables; pues para ellos no éramos
más que una sarta de impíos fuera de la ley. Comenzaron a murmurar y decían a los
discípulos: «Ése, ¿por qué come con recaudadores y descreídos?». Jesús, a quien no se
le escapaba nada, los oyó y, alzando su copa, con aquella voz que cautivaba al aire, les
dejó sin palabras: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a
invitar a los justos, sino a los pecadores».

Mateo carraspeó. De pronto intentó disimular su emoción borrando con el envés de


su mano una incipiente lágrima.

-Perdonad. ¡Está todo tan cerca aún que no puedo creer que le mataran! Lo cierto
es que esta forma de actuar exasperaba a los fariseos, apegados a la letra de la ley, a los
ritos de purificación, a cumplir con las formas de limpiar vasos o hacer reverencias. Al
Maestro le daba igual acercarse a una prostituta o a un esclavo; era entrañable con los
más pequeños, los niños y los débiles, pero no soportaba la hipocresía.

-Sabemos que mucha gente de Galilea comenzó a buscarle y seguirle. También de


Judea y de Jerusalén, de Idumea, Transjor dania y de las cercanías de Tiro y Sidón subía
fascinada la multitud. Pero hay un momento en que las cosas cambiaron, ¿no es cierto?,

128
¿por qué?, ¿qué pasó realmente? -pregunté.

-Sí, después del prodigioso banquete en que dio de comer a cinco mil personas,
contando sólo a los hombres, y del que todavía sobraron varias cestas, algo cambió en su
modo de proceder. Fue poco antes de Pascua de aquel mismo año. Cómo hizo aquel
portento, nadie lo sabe. Pero aquella superabundancia entusiasmó al pueblo, que, nunca
satisfecho, le pedía más y más. Quería más prodigios, más señales. Por una parte
buscaban al mago. Por otra, al intentar aclamarle mesías, le estaba pidiendo ejércitos,
poder, dinero. No entendían que cuando el Maestro hablaba de pan, de vino o de agua
no se refería a alimentos materiales, señalaba la mesa de otro banquete, lo que él llamaba
«el reino». Su reino no era precisamente un Estado independiente, ni una posesión de
riqueza material, sino una comunidad, un pueblo reconstituido con otra manera de ver la
vida, otros valores, abierto a todos sin excepción y, por tanto, más allá de una idea de
pureza ritual, que es lo que los fariseos habían puesto de moda. Tampoco cuando curaba
a los enfermos intentaba mostrarse como médico o curandero famoso, sino señalar ese
otro lado, un modo de afrontar la vida desde la compasión de Dios, a quien él siempre
llamaba «el Padre».

-¿En qué sentido no le comprendían? -indagó Aristeo, que parecía haberse rehecho
algo de la somnolencia del vino.

Mateo se levantó y miró por el ventanuco hacia el campo, como si quisiera


recuperar la blanca silueta y el caminar del desaparecido amigo entre los surcos y los
olivares, aquellas miradas prendidas del horizonte, las confidencias y aclaraciones de las
horas íntimas, cuando se sentaban con él exhaustos al caer la tarde.

-La gente pensaba que era el Mesías y que nos iba a liberar del yugo de nuestros
invasores. Algunos nos contagiaban con sus ideas políticas. Querían convertirlo en el
líder de la resistencia nacionalista, el futuro rey de un Israel independiente. Entonces
Jesús, para que no le entendieran del todo o para que sólo le entendiéramos cabalmente
quienes éramos capaces de hacerlo, comenzó a hablar en parábolas.

-¿Parábolas? Ésa es una palabra griega. De para y bolé, «poner en paralelo». ¿No
es así? -señaló el erudito Aristeo.

-Se conoce que dominas el griego.

-¿Cómo no voy a dominarlo? Soy griego y me he dedicado toda la vida al estudio.

-Entonces conocerás también el término paroimia. Juan, el discípulo amado,

129
prefiere utilizar esta palabra cuando se refiere a estos «cuentecillos» que solía relatar
Jesús, pues este término tiene un contenido más amplio. No sólo significa una
comparación desarrollada, sino que también apunta a un enigma que hay que resolver,
como una alegoría. Porque Jesús lo que en realidad quería es que estas historias que
contaba, además de atrapar la imaginación de sus oyentes, invitaran a pensar, a buscar un
significado oculto, como para que la gente despertara por sí misma. ¿Comprendes?
Decía: «Quien tenga oídos para oír, que oiga». Un oír que no era sólo oír, sino saltar más
allá de las palabras. Cuando se quedaba solo, sus discípulos le preguntábamos por el
sentido de esas historias. Un día nos dijo: «Vosotros estáis ya en el secreto de lo que es el
reinado de Dios; a ellos, en cambio, a los de fuera, todo se les queda en parábolas; así,
por más que miran, no ven; por más que oyen, no entienden, a menos que se conviertan
y sean perdonados». Lo decía citando a Isaías. Muchos de los nuestros tampoco llegaban
a entender casi nada. Les parecían acertijos indescifrables. La verdad es que sólo
empezamos a comprender algo con el tiempo: para ver como él quería, antes había que
cambiar por dentro.

Aquello me parecía fascinante. Un predicador que quería ser entendido y al mismo


tiempo no entendido; o solamente comprendido por unos pocos que debían ver con el
corazón más que con la cabeza. Rompía por completo mis esquemas del poder de la
oratoria, aunque despertaba mi interés de poeta. ¿No era algo así la poesía, una
sugerencia abierta que se intuye más que se comprende?

Entonces Mateo nos invitó a salir al campo. Andaba deprisa, como si pretendiera
beberse de un trago el frescor del paisaje. Detrás del verde plata olivar, que empezaba a
irisarse con las primeras sombras, su amigo, el dueño de la casa, araba un retal de tierra
en barbecho con sus dos tambaleantes mulas tordas. El sol, más dulce, se había
atemperado ya, y la brisa que subía del lago regresaba verde y perfumada al amor de la
tarde.

-Por ejemplo, le gustaba hablarnos de la simiente -señaló con entusiasmo los


surcos-. De la que caía en buena tierra o de la que se perdía en el camino, porque se la
comían los pájaros, o sobre la roca con escasa profundidad para agarrarse, o entre las
zarzas. Se refería así a su predicación, a su palabra y la que habíamos de propagar
nosotros; hablaba de las diversas maneras en que la gente recibía el reino. Por una parte
su lenguaje era asequible. ¿Quién no entiende aquí de semillas, pastores, viñas,
sicómoros y ovejas? Pero, por otro lado, muchas veces, cuando la gente se recogía o se
volvía a sus casas, teníamos que preguntarle para entender todo lo que quería significar
con sus alegorías.

130
-Lo que se me escapa, Leví, es que un maestro no quisiera hacerse entender por
las masas y que prefiriera hablaros en clave. ¡No lo comprendo! -intervino Aristeo.

-Las masas, amigo heleno, sólo entienden de dinero; de comer, beber, disfrutar; de
la política que les interesa; de apoyar o derrocar a líderes que les saquen de la miseria. Él
quería difundir su mensaje, que muchos supieran de su existencia, y nos decía: «¿Acaso
se trae el candil para meterlo debajo del perol o de la cama? ¿No es para ponerlo en el
candelero? Porque si algo está escondido es sólo para que se descubra; y si algo se ha
ocultado es sólo para que salga a la luz. El que tenga oídos para oír, que oiga». Pero
luego añadía: «Atención a cómo escucháis, pues la medida que lle néis la llenarán para
vosotros, y con creces. Porque al que produce se le dará, y al que no produce se le
quitará hasta lo que tiene». Sabía que había tantas maneras de comprender como
personas y que para todo buen comerciante las monedas, los talentos, no se pueden
enterrar, hay que negociarlos.

-Se ve que no quería escuchantes pasivos. Pero, dime, ¿cómo explicaba él ese
reino sin gobernantes ni soldados?

-No es fácil de expresar. Nosotros mismos, por mucho que le escucháramos al


principio, no dábamos pie con bola. Para Jesús, el reinado de Dios es algo insignificante,
muy pequeño, pero que contiene grandeza. «Así es el reinado de Dios», nos dijo un día,
«como cuando un hombre siembra la simiente en la tierra; él duerme de noche y se
levanta por la mañana y la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La
tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el
grano en la espiga. Cuando la cosecha está a punto, mete enseguida la hoz, porque ha
llegado la siega». En otra ocasión insistió en la misma idea: «¿Con qué podríamos
comparar el reinado de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza;
cuando se siembra en la tierra es la semilla más pequeña de todas, pero, una vez
sembrada, brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que
los pájaros pueden anidar a su sombra».

-Pero ¿qué tiene eso de particular? Todo el mundo sabe lo que pasa con las
semillas -interrumpió el cerebral Aristeo.

-Nos parece natural porque lo vemos todos los días. Pero ¿no es extraordinario,
casi un milagro, que de la semilla más pequeña que conocemos, la de la mostaza, brote
ese magnífico árbol? Le encantaba hablar de cosas corrientes, de lo que ocurre con el
pasar de las estaciones o con la siega y los sarmientos, anécdotas cotidianas que en el
fondo contienen estremecedores misterios. De la hierba mala que crece junto a la buena;
de los atardeceres en la playa cuando los pescadores después de un agotador día de

131
pesca seleccionan los peces aún vivos de la red según tamaño y calidad; del ladrón que se
cuela en casa una noche; del típico pesado que saca a su vecino de la cama de
madrugada para pedirle una hogaza; del intendente bribón; de hijos que se van de casa
para malgastar su herencia y de los que nunca abandonaron a sus padres.

-Sin embargo, afirmas que esas historias sencillas tenían un doble fondo, ¿no? ¡No
eran por tanto ni tan simples ni tan llanas! -argüí.

-Comprendo vuestra perplejidad -dijo Mateo poniendo su mano en mi hombro-.


Para él el reinado de Dios es algo oculto y misterioso en medio de lo cotidiano. Si
hablaba del grano y del fruto, la higuera y la viña, el campesino y el ama de casa, quería
señalar no un futuro, sino la importancia del ahora, de lo que estamos viviendo, que
atesora algo muy grande ya, aunque no nos demos cuenta. A veces el reinado de Dios
sobreviene en la oscuridad e incluso en el fracaso.

-En realidad, tu maestro mismo, ¿no es un fracasado? -le interpeló duramente


Aristeo-. ¿Dónde están sus seguidores? ¿No se acabó vuestro «reino» con su ejecución a
las afueras de Jerusalén? Un rabí ignoto en un rincón perdido de una provincia romana,
con un puñado de discípulos que lo abandonan en el momento definitivo y con una tropa
bien dudosa formada por publicanos, prostitutas, pecadores, mujercillas... en fin, un
puñado de niños y algunos agradecidos beneficiados por sus curaciones. ¿Eso es todo?

El rostro de Mateo se ensombreció. Respiró hondo.

-Ésa era también nuestra duda. No sólo los escribas le zaherían. Cuando hablaba
del grano que un hombre echa en la tierra, decía que el grano brota y crece duerma el
agricultor o se levante, de noche y de día. La tierra da hierba, luego espiga, después trigo.
En una palabra: hay que esperar, hay que tener paciencia. Igual pasa con la cizaña. No se
puede meter la hoz antes de tiempo. Lo tenemos todo, pero está oculto. Hay que esperar.
Su reino está aquí, aquí mismo, aunque no lo veamos, como están el árbol y la espi ga en
las entrañas de la tierra. «El Reino de Dios ya está entre vosotros», nos decía.

-Entonces ¿no hay nada que hacer según Jesús? ¿Sólo esperar?

-Es un esperar que es más que esperar, algo activo, desde la fe; cambiar el modo
de mirar, el modo de tender la mano, cambiar el corazón. Yo creo que la clave está en los
niños.

-¿En los niños? -pregunté asombrado. En Roma los niños no eran muy apreciados.
Se parían sin tregua y andaban tirados por los calles, a no ser que fueran hijos de

132
patricios.

Sin darnos cuenta habíamos alcanzado un altozano desde el que se dominaba el


pueblo y el mar, donde una vertiente tapizada de fresca hierba ungía de blandura el
descenso del monte hacia el lago.

-Sí, sí, los niños -sonrió-. Le gustaban los niños. Recuerdo un día que estábamos
hartos de la chiquillería que nos seguía como un enjambre de moscas molestas nada más
entrar en un pueblo. A Pedro, impaciente, le exasperaban, y los apartaba a manotazos del
grupo. Al verlo, Jesús nos dijo, indignado: «Dejad que se me acerquen los niños, no se lo
impidáis, porque los que son como ellos tienen a Dios por Rey. Os lo aseguro: quien no
acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él». Y tomándolos en brazos, los
bendecía imponiéndoles las manos. Quería inculcarnos a mirar con ojos nuevos, con
mirada de niño; a convencernos de que somos débiles, de que no podemos hacerlo todo
por nosotros mismos. Creo que por la misma razón se acercaba a recaudadores como yo
y a las prostitutas y pecadores públicos y notorios. Lo peor y más despreciado por los
poderosos. Quizás porque no hay como haber tocado fondo para ver claro. Estaba
convencido de que toda esta ralea pasaría por delante de los cumplidores de la ley en el
Reino de Dios. Mientras, por el contrario, los que se creen justos, los que tienen el
corazón puesto en la riqueza, no tienen sitio para la verdad; como los hipócritas, todos
estos lo tienen duro. -Hizo una pausa y frunció el ceño. Luego sonrió-. Pero respondo a
tu pregunta sobre si hay algo que hacer. Para Juan Bautista todo era cuestión de puños;
convertirse estaba de alguna manera en nuestras manos, dependía de una decisión
personal. Jesús nos enseñaba a mirar de otra manera y depender de cuanto Dios se
dispone a realizar irrumpiendo aquí y ahora, metiéndose en nuestra vida. No había que
esperar mucho de nuestras fuerzas, sino abrirse al acontecimiento, alegrarse de que el
novio esté ya entre nosotros.

-¿El novio?

-¡Sí, el novio es él! -dijo Mateo riéndose, como si de pronto sintiera que podía
hablar en presente, que seguía vivo.

Sudábamos al subir la cuesta a pesar de que ralentizamos nuestro paso, disfrutando


del paisaje, cuando las primeras sombras contrastaban más abajo el perfil de una
Betsaida blanca que empezaba a contemplar su rubor en el lago. En lo más alto nos
invitó a tomar asiento.

-Os he traído hasta aquí porque en este lugar Jesús pronunció uno de los
principales discursos de toda su vida. Me parece estar viéndolo. Era una mañana radiante

133
y el paisaje, vestido de fiesta, estallaba de color, de olores y florecer de primavera.
Estábamos, como ahora, un poco cansados de caminar. -Mateo sonrió evocando el
momento-. Habíamos subido hasta aquí para que la muchedumbre, que no nos
abandonaba un instante, se sentara y pudiera verle y escucharle cómodamente. Los
discípulos nos echamos a sus pies, como solíamos hacer. Por entonces ya éramos doce:
Simón, a quien puso de sobrenombre Pedro; Santiago Zebedeo y su hermano Juan, a
quienes llamaban los Boanerges, los hijos del trueno; Andrés, creo que le habéis
conocido en Cafarnaún; Felipe, Bartolomé, Tomás, Santiago Alfeo, Tadeo, Simón el
Fanático, judas Iscariote, el que lo entregó, y yo mismo. La brisa movía sus cabellos y
sus ojos brillaban más que de costumbre. Cuando se hizo el silencio y comenzó a hablar,
pensamos que iba a ser un discurso amable. Pero sus palabras fueron desconcertantes.
Nos habló sobre algo con que sueña todo hombre: la felicidad. Pero de tal forma que
estaba firmando ya su sentencia de muerte.

Mateo se levantó como si quisiera repetir la actitud de su Maestro y guardó unos


instantes de silencio. Miró hacia el campo vacío, luego dijo pausadamente:

134
Pronunció estas palabras sin prisa, saboreándolas, dejándolas caer como piedras,
cantos rodados que dando saltos sobre la verde ladera descendieran hasta romper la
quietud del lago. Porque -lo advertí enseguida- no eran bálsamo, palabras suaves, sino
una doctrina difícil, dura de comprender.

Aristeo le interrumpió.

-Pero todo eso es una paradoja: ¡una felicidad en situación de injusticia! ¡Una
felicidad propuesta a los más desgraciados e infelices de este mundo! ¡Tu Maestro se
congratulaba con los pobres, los afligidos, los hambrientos! ¡Bah! No me extraña que
acabaran por tomarlo por loco. Eso es alabar el dolor, enaltecer la humillación.

-¡No lo entiendes! -se indignó Mateo-. Él no bendecía la pobreza ni la aflicción. No


nos invitaba tampoco a resignarnos sin más. Él hablaba de una felicidad presente, de un
reino que ya está entre nosotros y acabará por realizarse plenamente. No hacía otra cosa
que anunciar la liberación de la que nos había hablado Isaías: «Sobre mí está el Espíritu
del Señor que me ha ungido; me ha enviado a llevar la buena noticia a los pobres, a
consolar a todos los que lloran, a dar a los afligidos de Sión esplendor en vez de cenizas,
óleo de gozo, vestido espléndido en vez de espíritu de tristeza». Quería decirnos que los
desposeídos, quizás porque son más conscientes de su fragilidad, forman la esfera de
libertad en la que Dios reina. Su futuro ya es un presente.

135
-¿Quieres decir que vuestro Dios privilegia a los miserables? -pregunté indignado-,
¿a los pobres, a los parias, a los esclavos, a la hez de la sociedad?

-Sí.

-¿Por qué?

-Porque quiere. Dios es así.

Se hizo un silencio, que aprovecharon los gorriones en tromba para despedir el día.
Se nos había hecho tarde. Mi cultura romana, basada en el desprecio a los débiles y la
supremacía del poder militar, el placer y la prosperidad económica, chocaba con la
manera de pensar de aquel carpintero fracasado y sus paradojas de bienaventuranza. Su
doctrina comenzaba a parecerme revolucionaria, pero no porque fuera un acicate para la
subversión nacionalista, sino porque desbarataba un modo racional y obvio de vivir y
pensar. ¿Qué es más peligroso, gritar «alzaos en armas», o decir «¡ay de vosotros, los
ricos!» y «felices los pobres»? Pensé: ¿qué le pasaría al que gritara eso ahora mismo en
mitad del foro romano? Al día siguiente lo echarían al foso de los leones. Pocas cosas
desestabilizan más a una sociedad establecida y dividida en ricos y pobres, amos y
siervos, como tocar el bolsillo y la seguridad de la gente.

Cuando regresamos aquella noche a la hospedería, revisé otras frases del maestro
Jesús que había anotado cuidadosamente y que comenzaban a aclarar algo mis ideas
sobre el revulsivo que había supuesto la doctrina de aquel galileo entre los escribas,
fariseos y otros líderes que lo escucharon:

Pero, en cambio, a vosotros que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos,


haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, rezad por los que
os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la
capa, déjale también la túnica. A todo el que te pide, dale; al que se lleve lo tuyo,
no se lo reclames. Así, pues, tratad a los demás como queréis que ellos os traten.

Si queréis a los que os quieren, ¡vaya generosidad! También los descreídos


quieren a quien los quiere. Y si hacéis el bien al que os hace el bien, ¡vaya
generosidad! También los descreídos lo hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis
cobrar, ¡vaya generosidad! También los descreídos se prestan unos a otros con
intención de cobrarse. ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin
esperar nada: así tendréis una gran recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque
Él es bondadoso con los malos y desagradecidos. Sed generosos como vuestro
Padre es generoso.

136
Además, no juzguéis y no os juzgarán; no condenéis y no os condenarán;
perdonad y os perdonarán; dad y os darán: os verterán una medida generosa,
colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis la usarán con vosotros.

Vosotros sois la sal de la tierra. Y si la sal se pone sosa, ¿con qué se salará?
Ya no sirve más que para tirarla a la calle y que la pise la gente.

También me iluminó mucho un momento en que cruzamos con Mateo un


sembrado, próximo al azul del lago.

-Era un hermoso trigal, con las espigas ya crecidas -nos relató-. Era sábado,
estábamos cansados y no habíamos probado bocado desde la mañana. Varios discípulos
hicimos algo frecuente. Nos metimos entre los trigos y desgranamos algunas espigas para
matar el hambre mientras caminábamos. De lejos nos vio un grupo de fariseos que
siempre andaba espiándonos. Enseguida se acercaron a Jesús para protestar: «Mira, tus
discípulos están haciendo lo que no está permitido en sábado». Jesús les recordó un
episodio de David, cuando él y sus hombres entraron en la casa de Dios y comieron los
panes de la proposición, que estaba prohibido comer, reservados a los sacerdotes. «¿Y
no habéis leído en la ley -dijo Jesús- que los sacerdotes pueden violar el descanso
sabático en el Templo sin incurrir en culpa? Pues os digo que hay algo más que el
Templo aquí. Si comprendierais lo que significa "corazón quiero y no sacrificios", no
condenaríais a los que no tienen culpa. Porque es señor del sábado el hombre».

Mateo explicó que entonces David no era aún rey y atravesaba un mal momento,
pues andaba fugitivo por temor a la ira de Saúl. Cuando entró en el santuario de Noab y
tomó los panes dedicados al culto, que se ponían sobre el altar delante del Arca para
ofrecerlos a Dios, estaba contraviniendo una ley. Jesús, con las armas y argumentos de
sus enemigos, pretendía demostrar la supremacía del hombre sobre la norma, del
corazón sobre la ofrenda. Aquello debió de sulfurar a sus enemigos, ya entonces en
decantada controversia con él.

Definitivamente, no podía aceptar una doctrina que contravenía los criterios que
sentía fuertemente inculcados desde mi infancia y que trastocaba toda mi manera de
concebir el mundo. Yo no podía entender otra lógica que la de la riqueza, el orgullo, el
poder y el imperio de la espada, que habían reportado a Roma todo su esplendor. Pensé
en Claudia. Ella estaría ahora mismo disfrutando en la Urbe, vestida de seda y envuelta
en las más costosas fragancias. Posiblemente compartiría el lecho con algún efebo, se
dejaría acariciar por algún bobalicón poeta mediocre y hasta por alguno de mis mejores
oficiales, dispuesto a todo para obtener algún beneficio. Pero ¿sería dichosa? ¿Era

137
Claudia feliz en medio de tanta abundancia? Mal debería conocerla como para poner en
duda que la insatisfacción le era consustancial. También vino a mi mente la mirada de
Raquel, los ojos negros que ocultaban una secreta alegría enmarcada en sus azuladas
ojeras tristes. ¿Qué estaría haciendo? ¿Habría obedecido mis órdenes Benjamín?

Entre estos pensamientos e imágenes me preguntaba, sin poder conciliar el sueño:


¿cómo es posible amar a los enemigos?, ¿cómo es posible preferir a la bazofia de la
sociedad y concebir a esa gente como príncipes de un reino? No entendía nada, pero al
mismo tiempo mi alma de historiador y poeta no podía ocultar cierta turbadora
fascinación, y un deseo, si cabe, mayor de contemplar, aunque fuera en un cuadro, el
rostro de ese hombre que desbordaba los cauces de mi entendimiento. Salí a las calles de
aquel pueblo miserable y me acerqué una vez más al lago, que en la noche parecía retar
al paso del tiempo y conservar el embrujo de todo lo vivido. Me atraía aquel mar, íntimo
y sereno como el estanque de un jardín familiar, y a la vez ancho horizonte inexplorado.

138
139
i la visión del mar de Galilea desde las poblaciones ribereñas me había
cautivado, difícilmente puedo expresar la sensación que me produjo días después poder
navegarlo. Concluidos nuestros provechosos encuentros con el sagaz Mateo, mi amigo
griego y yo decidimos explorar otras rutas cruzando el lago de Genesaret. Para ello, una
vez más nos servimos de los eficaces servicios de Sibel y sus contactos. No fue difícil
para él localizar una barca y un viejo pescador, llamado Absalón, que nos llevara a la otra
orilla. El fenicio no quiso separarse de su asno y prefirió seguir su habitual itinerario
comercial a pie de pueblo en pueblo.

-Si vais a Tiro, no dejéis de visitar a mi madre, que prepara un cordero con miel
para chuparse los dedos -se despidió sonriente en el embarcadero.

Le abandonamos con pena, pues, aunque no pocas veces nos había dado la
tabarra, sobre todo cuando enhebraba las historias una tras otra, también su compañía
nos alegraba el camino, además de que ya nos unía el hecho de haber compartido
algunos sinsabores juntos.

Vimos empequeñecerse su figura y la de su inseparable asno en la playa mientras


navegábamos mar adentro y nos dejábamos saludar por una brisa que levantaba el
ánimo. La atmósfera caliente de la depresión en que se encuentra este mar de agua dulce
succiona aire fresco de las alturas a través de los estrechos torrentes desde el este y el
oeste en la ribera norte, por lo que en poco tiempo la superficie del lago puede
encresparse furiosamente. Aunque, según nos informaron, en estos raros casos no hay
que esperar mucho para que el lago vuelva a la calma. Aquella mañana limpia era una
bandeja azul de cristal romano sólo quebrado por el chapoteo limpio de los remos de
Absalón.

140
Contemplar el circo de montañas, bosques y tierras de labrantío desde la
embarcación me transportaba a momentos mágicos en la bahía napolitana, junto a una
joven caprense de ojos tristes que gustaba de oír mis versos al caer de la tarde. La barca,
fabricada con madera de baja calidad pero resistente, bien podría ser una de las que
había utilizado jesús cuando cruzaba el lago. Ni era un bote ni una barcaza, sino una
embarcación típica de una sociedad pobre, lo suficientemente grande como para que
pudieran navegar en ella diez o doce personas. Sólo la quilla de la proa estaba hecha de
cedro del Líbano. El resto del casco procedía de maderas de pino y sauce, unidas con
perforaciones y enganchadas con cuñas de roble, mientras que las junturas iban selladas
con resina de pino. Se deslizaba bien, dejando tras su quilla un corte de cuchillo sobre las
azuladas aguas.

Absalón, de rugosa tez curtida y dientes oscuros, se reía a cada paso con nuestras
preguntas sobre la pesca, que, según decía, era abundante y variada. Me llamó la
atención el hecho de que incluso exportaban pescado a remotos lugares del Imperio,
transportado por la Vía Maris y embarcado en el puerto de Cesarea Marítima.

Aproveché la plácida navegación para confrontar con Aristeo nuestros últimos


hallazgos sobre el líder galileo jesús de Nazaret. Discutimos principalmente las paradojas
de su discurso en la montaña y cómo Mateo nos aclaró al día siguiente una cuestión
obvia: si jesús, con tan extraña doctrina, pretendía o no abolir la antigua ley. Leví nos
respondió con palabras pronunciadas por él mismo: «No vengo a abolir la ley y los
profetas. No he venido a abolir, sino a consumar». Si la ley prohibía matar, jesús al
parecer iba más allá: contra los que mataban ya en su corazón. Si condenaba el adulterio,
pensaba que es también posible adulterar con la mente.

-Parece que daba primacía a la conciencia sobre el mero cumplimiento de la ley.


Lo que veo del todo inaceptable es lo de amar a los enemigos y esa tontería de que si
alguno te abofetea en la mejilla derecha, le pongas también la otra -comentó Aristeo,
desde la popa, donde estaba sentado.

-¿Y qué me dices de esa máxima: «No podéis servir a Dios y al dinero»?

-Sí, aquí la tengo apuntada, junto a una de sus frases más chocantes: «Por eso os
digo: no andéis agobiados por la vida pensando qué vais a comer o a beber, ni por el
cuerpo, pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el
cuerpo más que el vestido? Fijaos en los pájaros: ni siembran, ni siegan, ni almacenan; y,
sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que
ellos? Y ¿quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su
vida?». Parece que el rabí le daba mucha importancia a vivir el presente. Y añadía que es

141
absurdo agobiarse por el vestido, pues los lirios ni trabajan ni hilan y ni el rey Salomón
vestía mejor que ellos. Miraba al cielo para señalar a un Padre que, según él, se ocupa de
todo, e insistía en que primero hay que buscar que reine su justicia, y que todo lo demás
vendría por añadidura. De todo eso, lo que más me atrae es la conclusión: «Total, que no
os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le
bastan sus disgustos».

-Un pensamiento que no quedaría mal en labios de uno de nuestros mejores


filósofos, ¿no crees? O este otro: «Cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo
vosotros a ellos».

-Bueno, bueno -me interrumpió con un gesto de la mano-. Esa idea la he


encontrado yo antes. Herodoto decía hace cinco siglos: «No hagas a los demás lo que no
te gustaría que te hicieran a ti». Creo que también decía algo parecido otro orador griego,
Isócrates. Lo que nunca había oído decir y me parece escandaloso es eso de amar a los
enemigos. Pensándolo bien es una de las ideas más demoledoras e inquietantes que he
oído jamás.

Casi sin darnos cuenta habíamos navegado hasta la mitad del lago. Absalón, que no
cesaba de remar, seguía mostrándonos todos sus dientes.

-¿De qué te ríes tanto, amigo? -le pregunté, harto de su actitud y algo mosqueado
por si se reía de nosotros.

-Sé de quién estáis hablando, del Nazareno, el que mataron en Jerusalén.

-zTú le conocías?

-Lo vi una sola vez y te puedo asegurar que no se me olvidará en la vida. Soy de
Naín, un pueblo que está situado en la cordillera del pequeño Hermón. No es mucho más
de una aldea, pero muy pintoresco. Está encaramado en lo alto de un monte desde donde
se domina un hermoso panorama. Pues bien, una tarde, antes de que me hiciera
pescador, venía yo de trabajar las viñas de mi padre cuando divisé una triste comitiva
que salía de Naín a enterrar al hijo único de Ruth. Todo el mundo estaba desolado en el
pueblo, pues era un muchacho que no tendría más de veinte años, y su madre era viuda.
La noche anterior, en su casa, se había cumplimentado el ceremonial de cerrar sus ojos,
besar el cadáver, lavarlo y ungirlo con aromas. Todos habían acudido al entierro.
Precedían el cortejo del féretro las angarillas que conducían a hombros jóvenes de Naín
y cerca de veinte plañideras que gritaban y se arrojaban polvo sobre la cabeza. Detrás,
entre la multitud de amigos y curiosos, Ruth iba tan destrozada que pensé que podía

142
caerse desmayada de un momento a otro.

Absalón respiró para recuperar el resuello y dejar hablar al rítmico chapoteo de los
remos.

-De pronto -continuó-, vi que asomaba en sentido contrario, por la cuesta


encrespada que conduce a la puerta del pueblo, un grupo de gente tras un hombre que
caminaba con paso decidido. Sus acompañantes preguntaron qué pasaba. Al ver jesús a
la viuda, se dirigió a ella. Las plañideras callaron. Visiblemente emocionado le dijo: «No
llores». Y entonces, acercándose al ataúd, lo tocó. Los que lo llevaban se detuvieron. Y
dijo: «¡Escúchame, tú, muchacho, levántate!». ¿Y sabéis lo que pasó? ¡Que el muerto se
incorporó y empezó a hablar! ¡Os lo aseguro! Yo lo vi con mis propios ojos. Entonces
Jesús se lo entregó vivo a su madre. Todos nos quedamos de piedra. Aun ahora siento un
escalofrío al recordarlo. Era como si de repente hubiera salido el sol y el cortejo fúnebre
se hubiera transformado en una alegre comitiva de fiesta. Todos reían y bailaban. La
gente decía: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo».
Durante varios días no se habló de otra cosa en Naín. Pero ¿imagináis lo que más me
impresionó y lo que no puedo olvidar de la escena? No el prodigio en sí, que ciertamente
me estremeció. Lo más impresionante fue ver cómo los ojos del rabí se bañaron en
lágrimas al ver a la viuda. Por eso me río, porque yo conozco al hombre del que habláis
y no se me olvida, aunque lo hayan matado en Jerusalén entre ladrones. Vaya que si lo
conozco.

-¿Estás seguro de que el joven volvió a la vida?

-¡Y cómo! Vive en mi pueblo. Está casado, ya tiene un hijo.

-Quizás no estaba muerto del todo.

-Llevaba dos días tan tieso como este remo, os lo aseguro.

-Nunca se sabe si uno está muerto de verdad.

Aristeo, escéptico como buen intelectual, ponía una vez más en duda el milagro.
Pero a mí no me interesaba tanto la posible resurrección como el significado de aquel
curioso relato. Se trataba de un hecho presenciado por un pueblo entero. No había pues
que poner en duda el dato objetivo. Ahora bien, ¿cómo se produjo? ¿Estaba muerto o
catatónico el hijo de la viuda de Naín? Lo que me interesaba era esa conmoción, esa
cercanía del Maestro a una viuda que acababa de perder a su único hijo y que encuentra
de pronto a un maestro en el camino, como si quisiera unirse a un mensaje de vida, de

143
alegría y fiesta, y situarse más allá del fantasma de la muerte.

-¿Cómo llevas el informe? -interrumpió Aristeo mis pensamientos.

-Bien, dentro de lo que cabe. Creo que hemos dado un paso más. Ahora puedo
estar casi seguro de por qué jesús cambió de actitud después de esa etapa febril de
predicación, experimentar su baño de masas y su misión de terapeuta por estas costas.

-¿Por qué? -preguntó Aristeo sin mirarme, los ojos prendidos del horizonte.

-Primero porque Galilea había dejado de ser un lugar seguro. La noticia de la


ejecución del Bautista a manos del tetrarca Antipas ponía en peligro la labor de Jesús.
Herodes ve en él un pretendiente real, una seria amenaza. El Maestro lo llama
irónicamente «zorro» cuando la gente rumorea que quiere matarle. Por otra parte, el
pueblo no lo entiende, como hemos dicho, quiere proclamarle un caudillo político-militar.
A partir de ese momento Cafarnaún deja de ser su base de operaciones y de sus correrías
por el entorno del lago. Parece como si todo se volviera más íntimo, más clandestino,
más centrado en el grupo de los suyos. Jesús se desplaza entonces hacia aquella dirección
-dije señalando de este a oeste los tres territorios contiguos de Galilea-: Fenicia, la
tetrarquía de Filipo y la Decápolis. Precisamente tres territorios no judíos fuera de la
jurisdicción de Antipas. ¿Te das cuenta, Aristeo?

-Lo que no veo claro es por qué no pisaba las ciudades más importantes, como
Séforis o Tiberíades. ¿Tenía miedo a ser atrapado en ellas?

En ese momento los dos dirigimos la mirada hacia las cúpulas inacabadas de
Tiberíades, una mancha blanca en medio de las verdes márgenes del lago y más allá de
las aldeas que frecuentaba Jesús. Absalón identificó las lejanas cresterías de las termas, el
teatro, el circo y el palacio de Herodes, aún en construcción. Una visión tentadora para
dos enviados del Imperio romano que gustosamente hubiéramos hecho un alto en el
camino para tomar unos baños y masajes a manos de bellas esclavas, amén de regalarnos
con vino y ricos manjares. Pero ya habíamos cometido demasiadas imprudencias para
meternos ahora en otro enredo.

-Puede ser -respondí-, porque para un judío observante entrar en esos centros
urbanos donde no se cumplen las leyes de la Torá es un modo de incurrir en impureza.
Además, debemos tener en cuenta que la construcción de Tiberíades sobre un
cementerio había sido muy polémica, pues contravenía claramente las leyes de la pureza
legal judía. Para mayor escarnio, Herodes ha provocado al pueblo creyente
ornamentando la ciudad con esculturas de animales. Sin embargo, yo me inclino más a

144
que Jesús por entonces no quería caer en manos de los esbirros de Herodes. En una
palabra, prefirió quitarse de en medio. Además, a mi modo de ver y por lo que ya
sabemos, pretendía dejar claro que lo que él llamaba su «buena noticia» o predicación
iba dirigida primariamente a los pobres, no precisamente a los «invasores» romanos y
menos a los cortesanos de Herodes.

Nos acercábamos a nuestro destino. Al borde de la costa divisamos pronto Gergesa


e Hippos. Pretendíamos desde allí viajar a Fenicia, al territorio de la ciudad de Tiro, a
través de Cesarea de Filipo, pues nos dijeron que Jesús tenía simpatizantes en esa región,
gente que había ido a buscarle en la zona del lago, aunque al parecer se movía sobre todo
entre creyentes judíos. No obstante, su fama de taumaturgo creció también por estas
tierras y, a pesar de querer pasar inadvertido, parece que hay constancia de una curación
de una niña no judía, una siriofenicia. La sanó a distancia, dicen, a ruegos de su madre,
que para obtener el favor no siendo judía se comparó a sí misma con un perrillo que
recibe las migajas de su señor.

Contemplé de nuevo aquel mar familiar y comenté a Absalón, que seguía


sonriendo y remando:

-No acabo de imaginarme una tempestad en medio de un mar tan pacífico.

-Pues ojalá que no os coja en medio del lago -confesó el marinero-. Os aseguro
que se pasa muy mal. Santiago me contó que cierto día subió jesús a una barca como
ésta con sus discípulos y les dijo: «Pasemos a la otra orilla del lago». Se hicieron a la mar
y mientras ellos navegaban, se durmió. Se abatió sobre el lago una borrasca tan fuerte
que se inundaba la barca y dicen que se sintieron en peligro. Entonces, acercándose, le
despertaron, diciendo: «¡Maestro, Maestro, que perecemos!». Él entonces se despabiló e
increpó al viento y al oleaje, que amainaron, y sobrevino la bonanza. Santiago me contó
que Jesús les dijo: «¿Dónde está vuestra fe?». Parece que ellos, llenos de temor,
comentaban maravillados: «Pues ¿quién es este que manda sobre los vientos y al agua, y
le obedecen?». Eso me contaron. Yo no lo vi. Pero os aseguro que se pasa miedo,
aunque, como os he dicho, aquí las tormentas duran poco.

Aristeo no hizo el menor comentario. Yo aproveché el silencio para saborear la


quietud del mar e imaginar la escena del rabí dormido sobre las redes en popa mientras
azotaba el viento en los rostros morenos de los pescadores y su barca zozobraba. El
miedo desorbitaría sus pupilas frente a la paz de un hombre al que no le importaban las
marejadas de la vida, porque vivía convencido de que una fuerza, la de su Padre, regía el
mundo. Y luego su imponente figura blanca sobre la tormenta. Sus manos largas. Su
quietud sobre la inquietud, su confianza sobre el miedo. Era una estampa -pensé- digna

145
de reproducir en un mosaico de una de mis villas.

Cuando atracamos en Hippos, vimos que alguien nos saludaba desde el pequeño
puerto que precedía a un amontonado racimo de casas blancas. Tuvimos que esperar
unos minutos para reconocerle. ¡Era Glauco en persona! ¿Qué demonios hacía ese loco
allí desobedeciendo mis órdenes? Salté a la arena, pagué al barquero y respiré hondo
para contenerme y no propinar un puñetazo en la cuadrada mandíbula de mi
subordinado.

-Pero ¿eres estúpido? ¿Qué haces aquí, Glauco? ¿Has encontrado alguna guarida
zelota en este pueblo de pescadores? ¿No tenías claras mis órdenes? ¡Explícate ahora
mismo!

Glauco se cuadró brazo en pecho.

-Cálmate, tribuno. Lo comprenderás todo si me dejas hablar. -Pero, enrojecido y


balbuciente, no daba pie con bola-. Ejem, pues, tribuno, cuando dejaste Cafarnaún, me
disponía a hacer mi equipaje para volver a Séforis, puesto que me dijeron que cerca de
esta ciudad se ocultan los principales bandidos nacionalistas. Pues bien, poco después de
tu partida, me avisaron alarmados: Raquel se había fugado con Benjamín.

-¿Qué dices? ¡Será una broma!

-Es como te digo. De modo que dejé el morral y me puse a buscar por todo
Cafarnaún. Fui a Magdala, recorrí la ribera del lago hacia el sur, porque suponía que no
habrían tomado la ruta de Betsaida, al saber que tú andabas por allí. Ni rastro. Y, como
pensaba que debías saberlo, te he buscado donde pensaba encontrarte siguiendo tus
planes y las noticias de Sara. ¿Acaso he hecho mal, tribuno?

Respiré en silencio.

-No. Pero es indignante. ¿Quién se ha creído que es esa estúpida esclava? Si


estuviéramos en Roma, a estas horas ya estaría capturada y muerta.

-Sí, claro, Suetonio, pero da la casualidad de que no estamos en Roma -intervino


Aristeo.

-Bien, pues deja todo lo que estés haciendo, Glauco. Búscala dondequiera que esté
y tráemela viva o muerta. ¿Has com prendido? ¡Por Júpiter que a ti te va también la vida
en ello, soldado!

146
Glauco se volvió a cuadrar tras un suspiro y la sensación de haberse quitado un
fardo de encima.

-Parto ahora mismo. Pronto tendrás noticias mías.

Tras despedir a Absalón, nos dirigimos a la plaza del pueblo. Según las valiosas
indicaciones de Sara, allí había algunos simpatizantes de Jesús que nos podrían facilitar
datos. De sus testimonios llegamos a la conclusión de que los puntuales viajes del rabí a
Fenicia y la Decápolis no justificaban una incursión nuestra a estas regiones. Parece que
durante ese periodo Jesús multiplicó sus desplazamientos, casi de incógnito, acompañado
solamente de sus discípulos, a los que instruía en la intimidad. Se diría que el galileo
pretendía esquivar no sólo a Herodes, sino también a los fariseos que le espiaban. Una
frase lo explica todo: «Abrid los ojos y guardaos de la levadura de los fariseos y la
levadura de Herodes». Podía por consiguiente añadir a mi informe que la presión de
unos y otro agotaron sus posibilidades de actuar en Galilea y los territorios adyacentes,
donde se había movido como predicador itinerante durante unos dos o tres meses, y a
partir de entonces decidió dirigirse hacia el sur, al territorio de Perca y Judea, zonas que
conocía bien de los tiempos del Bautista.

Conversábamos en una inmunda taberna en el centro de Hippos con dos


pescadores cuando se presentó Absalón acompañado de un chiquillo de unos once años.

-Este niño pregunta por vosotros.

Traía una carta de Sara: «Zaqueo de Jericó está dispuesto a conversar con
vosotros. No dejes de visitarle. Te alegrarás de ello, romano. Te recuerda con cariño.
Sara». Aquella endiablada suegra de Pedro seguía a su modo dirigiendo nuestros pasos.
Me apresuré a contestarle y agradecerle su ayuda, aprovechando el mismo mensajero.
Debía discernir con Aristeo qué decisión tomar. Descartado el viaje a Tiro y Sidón por el
norte, nos inclinábamos a seguir la ribera del Jordán hacia el sur. Eso, además de conocer
a Zaqueo en Jericó, nos permitiría aproximarnos a Jerusalén, donde esperábamos recabar
los principales testimonios. Según los datos que se hallaban en nuestro poder, Jesús,
durante el periodo que se movió por Galilea, había subido dos veces a Jerusalén para las
fiestas de Pascua y los Tabernáculos, bien de incógnito o públicamente, en medio de la
hostilidad manifiesta de las autoridades y una fuerte división del pueblo. Luego, por lo
visto, se movió por los territorios de Judea y Perca, bajo la jurisdicción de Pilato y
Antipas respectivamente.

Aquella misma tarde partimos, pues, bordeando el ángulo inferior del mar de
Galilea hacia la cuenca del Jordán. Teníamos que dejar a la izquierda la Decápolis y

147
Samaria a la derecha. La calzada más directa nos conducía, vía Escitópolis, hasta Jericó.
La antigua Beit Sheán, situada en el valle del Jordán a unos tres días de camino al sur del
mar de Galilea, tenía gran importancia estratégica porque aquí confluían el camino desde
Jerusalén hacia el norte y el camino de la costa hacia el este, en dirección a
Transjordania. Esta posición estratégica en el fértil valle de Beit Sheán la convirtió en una
de las principales ciudades de la tierra de Israel, con importantes edificaciones romanas.
Caminamos horas en silencio, atravesando llanuras bajo la solana, a veces labradas, a
veces pedregosas, con cambroneras y albarradas que rodeaban los bancales, salpicadas
de aldeas y huertas donde se asomaban oscuras mujeres trabajadoras del lino y
laboriosos campesinos. Lejos, por encima de los barrancos, se oía graznar a los cuervos,
que remontaban en el azul tras la carroña de una mula o una res despeñada.

De vez en cuando serpeaba un camino liso, con rebaños, entre las bardas de las
heredades, pastoreados por flacos gañanes que saludaban al viandante como a un viejo
conocido y compartían el queso y el pan a la sombra de las higueras.

-Leví Alfeo nos habló del interés del galileo por identificarse con la figura del pastor
-rompió el silencio Aristeo-. No es extraño. Israel es un pueblo de pastores desde los
tiempos de Abraham. Nómada o sedentario, el rebaño es el bien más apreciado para la
familia, que lo confía a un hijo o a un asalariado. Creo que ponen incluso nombre a las
ovejas.

-Por lo visto al rabí le gustaba identificarse con la figura del pastor bueno, que lejos
de entrar furtivamente al redil, lo hace por la puerta. Que, a diferencia del asalariado,
conoce a sus ovejas, que le siguen, y está dispuesto a dar la vida por ellas.

-No sé si todo eso le sirvió de algo -comentó mi amigo-. Hoy no es más que un
pastor muerto con un rebaño disperso. Pero, espera, aquí hay una encrucijada de
caminos. ¿Cuál tomamos?

Aristeo consultó sus mapas. Si nos dirigíamos a la izquierda, emprendíamos el


camino de Amato, en la Decápolis. Si, por el contrario, lo hacíamos hacia la derecha, nos
adentrábamos en Samaria. Preguntamos a los pastores y nos dijeron que estábamos
cerca del pozo de Jacob.

Le sugerí a Aristeo que bien podríamos desviarnos unas horas y descansar en


Siquén. Me picaba la curiosidad después del relato de Raquel. Y quizás también porque
no podía apartarla de mi mente, donde se entremezclaban a cada momento los
sentimientos de rabia y ternura hacia la muchacha, que, en contra de mi voluntad, se
había instalado en mi corazón.

148
Resistimos la tentación de subir a la capital, Sebaste (traducción de Augusta en
griego), que había reconstruido Herodes el Grande sobre las viejas murallas, incluso con
un foro y un hipódromo, para limitarnos a descansar más cerca, en Siquén, junto al
pozo. Pocas palmeras protegían de los ardores el brocal, donde quise beber y recordar
aquella misteriosa agua que, según Raquel, prometió jesús a su madre que le quitaría
para siempre la sed.

Sentado bajo una palmera, Aristeo, al verme, sonrió.

-No la puedes olvidar, ¿eh?

-¡Condenada esclava! Cuando la atrape, la voy a estrangular con estas manos, te lo


aseguro.

Aristeo rio.

-¿Sabes qué decía el sabio Antífanes? Que hay dos cosas que el hombre no puede
ocultar: que está borracho y que está enamorado.

No conseguí evitar reír junto a palabras de odio y el sentimiento de hartazgo que


en aquellos momentos me producía la misión encomendada por Tiberio. Pero opté por
acariciar los recuerdos y reconstruir la escena que me contó mi esclava durante la
navegación a Cesarea. El encuentro de su madre y el rabí bajo el ardiente sol, el cántaro
rezumante, la sed, los ojos escrutadores de aquel hombre guapo y aquella mujer perdida,
el diálogo sobre el agua que calma definitivamente la sed. Y cómo todos los amores de la
samaritana se le revolvieron dentro en busca de un Amor con mayúsculas y el asombro
de los discípulos cuando llegaron y vieron a su Maestro conversando con una pobre
mujer del pueblo. ¿Qué sed podría calmar a nadie aquel carpintero, aquel pastor del
pueblo que descabalaba a los escribas y dividía a las gentes?

Al rato, una mujer de carne y hueso, que avanzaba por el campo con un cántaro
sobre la cabeza me sacó del ensimismamiento. Me dio un vuelco el corazón. Por un
momento pensé que era Raquel. Pero no, simplemente se le parecía. Cuando nos vio, se
dio media vuelta y regresó al poblado. Decidimos seguirla hasta Siquén, donde nadie
sabía o quería dar razones de Raquel. Cuando la dimos alcance, vimos que era una joven
frágil que, con aires de cordero herido, decía no entender nada a las preguntas de
Aristeo. Al ver nuestra llegada y que seguíamos a la muchacha, un grupo de hombres
jóvenes se nos plantó a la entrada del caserío armados con palos y aperos de labranza
para impedirnos el paso.

149
Reemprendimos, pues, el camino con mal sabor en los labios del territorio aparte y
prohibido, donde los dioses, o los ídolos, como los llaman aquí, habían tenido más
oportunidades que en el resto de Palestina.

-Nos han tomado por judíos -comentó Aristeo-. Aquí no son bien recibidos. No
creo que Raquel y Benjamín se encuentren en Samaria. Habrán buscado un escondite
menos obvio. No valía la pena entablar una reyerta con esa gente.

Asentí y volvimos a caminar largo tiempo sin pronunciar palabra. El silencio de los
parajes solitarios se me iba metiendo dentro. Sentía que ablandaba mi alma y la curaba
de viejas heridas. ¡Qué lejos sentía el mundo de intrigas de la corte de Tiberio y las
discusiones con Claudia! Los barrancos y bancales se hacían más profundos y la lengua
cobriza del Jordán me hacía imaginar las duras invectivas del Bautista y la llamada en sus
orillas del profeta galileo a sus primeros discípulos. Pensé: a veces el paisaje habla más
claramente que muchos discursos humanos y hay pocos bálsamos tan curativos como
adentrarse en su silencio.

150
151
aturados de desiertos, eriales y barrancos, el verde chillón de un oasis de
palmerales me reconciliaba de nuevo con la vida. Ante nuestros ojos cansados se
desperezaba con las primeras luces la ciudad más baja respecto al mar del mundo. Y
dicen que también una de las más antiguas del planeta. Cisternas y manantiales irrigaban
un desigual amontonamiento blanco de casas apacibles y villas residenciales, entre las que
descollaba el palacio de invierno de Herodes, quien, no lejos de los fríos secos de Judea,
había buscado para su emplazamiento el clima benigno de esta ciudad. Extendida a lo
largo de una torrentera del desierto en el extremo sur del valle del Jordán, Jericó es
conocida por sus rosas pimpantes y el preciado bálsamo, que se vende por todo el país.

-Mira hacia el fondo, Suetonio, ¡menudo palacio se ha hecho el tetrarca! ¡Y a


pocas millas, como dos o tres días de camino, de Jerusalén! ¿Ves ese largo corredor de
columnas? Creo que en su construcción abunda el mármol importado y que incluso
cuenta con una terma romana de cinco recintos, dotada de un complicado sistema
hidráulico. Y eso, más lejos, debe de ser el edificio dedicado al procesamiento del
bálsamo y los dátiles. Leí que está construido sobre los cimientos del antiguo palacio
asmoneo. Mira, mira hacia la izquierda. ¿Ves el hipódromo? Lo de al lado debe de ser el
gimnasio y más allá el anfiteatro. No podía imaginarme encontrar tales edificios después
de tanto desierto.

Descendimos con buen humor al casco urbano, donde los jardines sombreados de
palmeras, alheñas, sicómoros y balsameras ungían el aire fresco e invitaban a respirar
hondo, a despertar los sentidos después de la sequedad del páramo. Aristeo volvió a
hacer gala de su erudición evocando los tiempos en que los antiguos israelitas plantaron
sus tiendas frente a la ciudad, única puerta por la que Josué podía penetrar en el interior

152
de Canaán. Durante seis días sus guerreros dieron vueltas a sus murallas transportando el
Arca de la Alianza, que iba precedida por siete sacerdotes haciendo sonar sus trompetas.
El séptimo día y al final de la séptima vuelta, el ejército rompió en un fuerte clamor,
cayeron los muros de Jericó y entraron los israelitas en la ciudad, que contenía un gran
tesoro. Siete días, siete vueltas, siete sacerdotes. El simbólico e importante número siete.
Era sólo uno de los episodios que los judíos recordaban en torno a aquel enclave que
conoció otras batallas y otros profetas importantes, como Elías y Eliseo. Según Aristeo,
su fundación se remontaba a varios miles de años atrás, ruinas que se conservaban cerca
de la ciudad actual.

No fue difícil encontrar la casa de Zaqueo, en el barrio más acomodado. Rodeada


de palmeras y precedida de un jardín de rosas, la mansión del antiguo publicano emergía
tras un pequeño pórtico con arcos sustentados en columnas de mármol y antecedida por
las voces refrescantes de dos pequeñas fuentes. Dimos nuestro nombre a un criado y el
propio Zaqueo no se hizo esperar.

Bajo de estatura, algo regordete, nariz roja y cara de hogaza, se alegró mucho al
vernos, como si nos conociera de toda la vida.

-¡Bienvenidos! Entrad en mi casa. -Alzó sus bracitos redondos-. Sara me ha


contado quiénes sois. Pero, por favor, descansad antes un poco, que vendréis exhaustos
del camino. Que el polvo del desierto y ese calor se cuelan hasta la entrañas. Venid, ante
todo tomaos un baño y luego hablaremos.

El criado nos condujo a unas pequeñas termas con sus tres estancias: tepidarium,
caldarium y frigidarium. Aristeo y yo nos miramos sorprendidos. Habituados a movernos
entre campesinos, pescadores y mendigos, como principal entorno de jesús, ¿de dónde
salía este hombrecito bien vestido, con una casa decente y algunas comodidades al estilo
de la Urbe? Quitarnos la suciedad y sumergirnos luego en los estanques de agua limpia
fue un placer tanto más valorado como apetecido.

Mi colega griego se asombró ante el sistema auténticamente romano del caldarium,


con su horno bajo un suelo de pilares, semejante a los instalados en nuestras mejores
villas de las afueras de Roma. El criado nos trajo luego una fuente de dátiles, almendras e
higos secos y nos indicó dónde se hallaban nuestros cuartos, repartidos en torno al patio
y el peristilo, cuajado de flores y presidido por una fuente. No era exactamente una copia
de una casa romana, pero se parecía bastante. Mi curiosidad e intriga no impidieron que
cayera en el lecho como un fardo, y que mi amigo y yo no despegáramos los ojos hasta
bien entrado el mediodía.

153
Zaqueo parecía un hombre feliz. Nos recibió en el patio junto al canturreo discreto
de la fuente central de seis caños, que me transportó por un instante a mi paradisíaco
jardín de Capri. Amable, bonachón, parlanchín, se centró sin rodeos en el objetivo de
nuestra visita.

-¡Conque queréis saber sobre jesús de Nazaret! dijo, rascándose el lóbulo de la


oreja-. ¡Larga, larga y hermosa historia!

Mi compañero y yo le mirábamos como alelados, sin salir de nuestro pasmo


todavía.

-Bien, primero me presento. Yo, en Jericó, era el jefe de los publicanos. ¿Sabéis
qué es un publicano?

Aristeo respondió que sí, que al fin y al cabo en Roma existían desde la época
republicana y que su nombre procedía del tri buto que recolectaban, llamado publicum.
Que además habíamos conocido a varios publicanos en Galilea, entre ellos a Leví Alfeo.
Pero que nunca habíamos estado con un jefe comarcal de recaudadores de impuestos y
que suponíamos que en aquella ciudad era un cargo importante.

-¿Importante? Sí, cómo no, para ganar dinero, porque te llevas las comisiones de
todos. Pero también, por desgracia, proclive a concitar odios y envidias de todo el
mundo. Si a los simples publicanos se les denominaba con la palabra griega de telones,
yo he sido un arjitelones, el archipublicano de Jericó. Un cargo comprometido.
Especialmente en una ciudad como ésta, donde el tetrarca pasa temporadas de descanso
y las intrigas y los trapicheos están a la orden del día; hay mucha corrupción, mucho
dinero. Además de su comercio agrícola y la industria de perfumes y dátiles, Jericó tiene,
como sabéis, un puesto aduanero y es lugar de paso de caravanas que vienen de Oriente,
rumbo a Jerusalén y camino del mar. Lo cierto, para contarlo todo, es que yo no me
distinguía precisamente por mis escrúpulos; y, como podéis imaginar, disponía de todo lo
que puede desear un hombre. Esto que veis no es ni la tercera parte de lo que hace pocos
meses era mi casa. Pero carecía de lo más importante: de tranquilidad, paz y alegría. Yo
soy un hombre casado, tengo tres hijas. Sin embargo, ni siquiera podía disfrutar de mi
casa ni de mi familia. Vivía en un continuo sobresalto. Obsesionado con el negocio y no
perder una comisión; por sacar tajada de la exención de tributos y dinero sumergido de
cada construcción que levantaba Herodes o cualquier hombre rico de los que se pasan
aquí el invierno huyendo de los fríos de Jerusalén, vivía en continua tensión. En poco
tiempo me convertí en un hombre irascible, insoportable incluso para mí mismo.

Zaqueo se arrellanó en su asiento. Sus pequeñas piernas colgaban como las de un

154
niño de la silla curulis, sin respaldo, donde estaba sentado. Nos trajeron un refresco de
mora y un plato de pollo frío.

-Fue por entonces cuando oí hablar de Jesús. Llegaban noticias de sus curaciones
en Galilea, de las dos veces que había subido a Jerusalén, de la polémica con los fariseos,
de las amenazas de Herodes y sus escapadas a Fenicia y Cesarea de Filipo. Contaban
prodigios: que calmaba las aguas extendiendo las manos; que había dado de comer a una
multitud; que incluso había resucitado a un muchacho, devuelto la vista a varios ciegos,
la movilidad a paralíticos y limpiado a leprosos. Pero, sobre todo, me interesaba cuanto
decían sobre su atractiva presencia, su mirada, la fuerza de sus palabras. Entonces corrió
por la ciudad el rumor de que el Maestro iba a venir a Jericó.

El ex jefe de publicanos se iba entusiasmando y enrojecían sus mejillas a medida


que avanzaba el relato.

-Desde la víspera estaba nervioso y tan pronto oí que llegaba, salí corriendo de
casa. Pero me encontré con una multitud que, dándose codazos por verle, le rodeaba por
todas partes. Mi baja estatura sólo me permitía divisar túnicas, mantos o, a lo sumo, si
me empinaba, algún turbante; nada más. No sólo soy avispado para los negocios. Me
dije: «Zaqueo, si no te despabilas, te vas a quedar sin ver nada». Así que salí corriendo,
me adelanté a la comitiva y me subí al primer árbol, una hermosa higuera, en el camino
por donde iba a pasar la comitiva. Desde allí lo dominaba todo. Vi avanzar a Jesús de
lejos, rodeado de chiquillos que apartaban sus discípulos para que pudiera pasar.
Caminaba lentamente, con una mezcla de sencillez y elegancia. Como si no pesara. Su
túnica blanca contrastaba con los mil colores de las túnicas de la gente que le seguía.
Despedía fuerza. Otras personas le acercaban sus enfermos para que les impusiera las
manos. Pero él hablaba, explicaba algo, aunque yo no podía entenderlo desde allá arriba.
A medida que se iba aproximando a la higuera donde estaba encaramado, no sabía por
qué, me latía más fuerte el corazón. Lo que sentí en aquel momento no acertaría a qué
compararlo.

Los ojos de Zaqueo brillaban como los de un gato en la umbría del patio. Le
escuchábamos mudos, absortos en su narración.

-Entonces, justo cuando llegó a la altura de la higuera, el Maestro se detuvo,


levantó la cabeza y fijó sus ojos en mí. Yo me quedé inmóvil. Por un momento pensé
que me iba a reprochar algo, o que alguien le habría informado de que yo era el
archipublicano de Jericó. Pero no; con una sonrisa, posó sus pupilas en mí y me dijo:
«Zaqueo, baja enseguida, que hoy tengo que alojarme en tu casa». Me quedé de piedra.
¿Qué había pasado? ¿Cómo era posible que supiera mi nombre? ¿ Cómo se le había

155
ocurrido simplemente levantar sus ojos y mirarme? Pero, sobre todo, ¿qué le había
movido a fijarse en mí? Podéis imaginaros el revuelo y el escándalo entre la gente. Bajé
con la agilidad de un gato, y yo, el pequeño y acomplejado Zaqueo, el publicano, el
pecador, el hazmerreír, el enano, el corrupto, la bazofia de Jericó, objeto de todas las
miradas, fui abriendo paso por las calles de Jericó al famoso rabino, que quería esa noche
hospedarse en mi casa. Informé a los discípulos de la ubicación de esta morada, no lejos
de donde nos habíamos encontrado, y quedé con ellos que vendrían al atardecer.
Imaginad con qué nervios repartí órdenes para que limpiaran las habitaciones, las
perfumaran, las ornamentaran adecuadamente con flores; di instrucciones pertinentes a la
cocinera para que preparara una cena digna de aquel personaje que de lejos me había
distinguido con su mirada. Eso sí, previamente me informaron de que, a diferencia de
otros profetas, jesús comía y bebía de todo lo que le servían y que por eso le acusaban
de «comedor y bebedor».

-¿Y cumplió su palabra? -pregunté interesado.

Zaqueo no aguantó un minuto más sentado. Se había puesto de pie y gesticulaba


entusiasmado agitando sus brazos como saquetes de grano para revivir mejor la escena.
Aristeo intentaba ocultar su risa ante la bizarría del personaje.

-¡Claro que cumplió su palabra! Al caer la tarde estaba allí con los doce. La ciudad
era un nido de rumores. «¡Qué escándalo! ¡Vaya profeta! Se ve que no tiene ni idea de
quién es ése. ¡Ha ido a hospedarse a casa de un pecador! ». Jesús entró decidido, se
reclinó a mi mesa y comió y bebió de todo, con sobriedad, eso sí, mientras algunos de
sus discípulos hacían mayores honores a las carnes y pescados aderezados con hierbas
aromáticas en los que mi cocinera egipcia había lucido sus dotes culinarias. Yo no podía
ocultar mi contento. Él estaba en mi hogar y me había mirado. ¿Podía haber mayor
alegría? Me sentía desnudo, recién parido a este mundo. Por primera vez en toda mi vida
una alegría limpia bañaba mis adentros; no me importaba el pasado ni el futuro, sino
aquel ahora lleno de belleza. ¿Qué había visto en mí? Me sentía feliz, anonadado.
Entonces no podía explicármelo. Luego, con el tiempo, sólo pude hallar una razón. Que a
él le gustaban los pequeños, los insignificantes, los despreciados y marginados. Y yo, ya
veis, era bien pequeño, por fuera y por dentro.

Zaqueo, enrojecido por la emoción, bebió un trago para humedecer sus labios
resecos. Aristeo había dejado de contener la risa. Le miraba serio y atento. En el silencio
el rumor de la fuente pobló el momento. El dueño de la casa volvió a sentarse y juntó
como si fuera a orar sus regordetas manos.

-¿Qué puedo hacer?, ¿qué puedo hacer?, me pregunté. No pude evitarlo. A los

156
postres me planté en medio de la concurrencia y dije: «Mira, Maestro, la mitad de mis
bienes se la doy a los pobres, y si a alguien le he sacado dinero, se lo restituiré cuatro
veces». Jesús sonrió, hundió sus ojos en mí con dulzura y luego, dirigiéndose a los
demás, habló de tal manera que jamás podré olvidarlo: «Hoy ha llegado la salvación a
esta casa, pues también él es hijo de Abraham. Porque el Hijo del Hombre ha venido a
buscar lo que estaba perdido y a salvarlo». Aún resuenan sus palabras, su timbre de voz
joven y fuerte en estas paredes, como un eco que me persigue, que me acuna día y
noche.

El dueño de la casa rompió a llorar como un chiquillo con la cabeza entre las
manos. Fue un largo rato que Aristeo y yo respe tamos en silencio. Luego, levantó la
cabeza enjugándose las lágrimas y encendido de felicidad. De nuevo, no podía
comprender lo que estaba viendo. ¡Aquel coordinador de recaudadores había donado la
mitad de su fortuna y se sentía libre y satisfecho como un pájaro! ¿Estaba loco?

-Puedo entender lo de los pobres -dijo Aristeo-. Pero dime, ¿por qué restituir el
cuádruple a los que habías defraudado? Por lo poco que he estudiado, la ley mosaica
exige la entrega de cuatro veces más sólo en caso de robo. Pero en caso de fraude, ¿no
impone solamente una multa que equivale al quinto del daño causado?

Zaqueo sonrió.

-A mí en ese momento no me importaba la ley, sino el estruendo de mi corazón.


Sólo el que ha sentido la alegría de dar y de desatar los nudos que le esclavizan a las
cosas puede comprenderme. Es como habitar fuera del tiempo, es como volar. El
Maestro me acababa de regalar la libertad. Su mirada me había despojado del miedo y la
angustia de vivir colgado de las cuentas del ábaco; de quién me debía esto o aquello, de
qué publicano me sisaba, o a quién exprimía con mayor porcentaje. ¡Me había mirado,
me había llamado «verdadero hijo de Abraham»! El dinero, amigos, es muy poca cosa
cuando un hombre recupera su dignidad, el señorío de sí mismo, el valor de lo que no se
puede adquirir con unas monedas o mediante cualquier transacción comercial. Pero no sé
si vosotros, los romanos, podréis comprenderme. Os conozco bien, por mi oficio, desde
hace muchos años, y sé que sólo os preocupa el poder del Imperio, y ese señorío, ya se
sabe, siempre viene condicionado al oro y la violencia.

Aristeo desvió la conversación.

-Dime, ¿por qué el rabí se llamaba a sí mismo Hijo del Hombre?

Zaqueo se rascó sus rizos lacios, que caían desordenados por su frente. Dudó por

157
un momento.

-No sé, al principio esa forma de llamarse a sí mismo nos turbaba. Si quería
referirse a que sus poderes eran divinos, ¿por qué subrayar su aspecto de hombre? Pero
él lo usaba cuando decía que tenía poder para perdonar, para estar por encima del sábado
o para asegurar a sus discípulos que no tenía donde reclinar su cabeza y anunciarnos que
iba a padecer y morir. Yo creo que con esa manera de llamarse a sí mismo quería
decirnos que era más que un mesías, el mejor Hombre, el Hombre por antonomasia.
Aunque nosotros sabíamos que era mucho más que eso.

Aristeo se quedó pensativo.

-Pero nos consta que muchos partidarios querían proclamarlo rey, un rey de este
mundo con su territorio, jurisdicción y tropas.

-Sí, claro. Cuando pasó por aquí en su último viaje, la gente le seguía para hacerle
entrar en Jerusalén con honores de rey. Al menos eso pretendía. La misión del Mesías
era vencer con su ejército a los enemigos de Israel y establecer el reino que anhelábamos
de paz y justicia. No sé si habéis oído hablar de la curación que realizó al salir de Jericó,
después de lo que ya os he contado. Iba acompañado de sus discípulos y de una gran
muchedumbre. El hijo de Timeo, Bartimeo, un mendigo ciego que aquí conocíamos de
toda la vida, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era jesús de Nazaret, se
puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí! ». Muchos le increpaban
para que se callara. Pero él gritaba más fuerte: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» .
Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle». Llamaron al ciego, diciéndole: «¡Ánimo, levántate!
Te llama». Él, loco de alegría y arrojando su manto, dio un brinco y vino hacia donde
estaba Jesús. Todo el mundo se quedó en silencio pendiente de la escena: aquellos ojos
blanquecinos desorbitados, aquel entusiasmo. Los discípulos le encaminaron, cogiéndole
del brazo. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te haga?». El ciego
respondió con un grito, un desgarro de las entrañas: «Rabbuní, ¡que vea!». Jesús le dijo:
«Vete, tu fe te ha salvado». Y al instante la luz volvió a aquellos ojos. Chi liaba: «¡ Veo! ¡
Veo! ». Y se unió a la comitiva que subió con jesús a Jerusalén. Os preguntaréis por qué
Bartimeo le gritó Hijo de David. Pues porque estaba convencido, como todos entonces,
yo incluido, de que jesús subía a Jerusalén a ser proclamado rey.

Había algo que no me encajaba en la actitud de Jesús. Aproveché una pausa en


que el criado de Zaqueo nos servía vino para preguntarle:

-Pero a mí me interesa lo que pensaba él. ¿Él se veía a sí mismo como mesías?

158
-Por supuesto. El día que Pedro, en nombre de los demás discípulos, se lo dijo, no
sólo no lo negó, sino que advirtió que no lo dijeran por ahí. Quizás para no adelantar los
acontecimientos que jesús estaba temiendo y que vendrían después. Pero ellos también
vivían engañados. Como lo estaban los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, que, viendo
cómo crecía la fama del Maestro, se acercaron a pedirle una promoción, algo así como
los puestos de «primeros ministros» de su gobierno, la opción de sentarse a su izquierda
y su derecha cuando tomara el poder. Jesús les debió de dejar fulminados con su mirada:
«No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber, o ser bautizados con
el bautismo con el que yo voy a ser bautizado?». Yo creo que era una manera de
prevenirles de que su reino no iba a ser precisamente un camino de rosas. Ellos, muy
gallitos, le dijeron que sí, que podían con lo que les echara encima. Entonces, Jesús,
serio, les vino a responder que también les tocaría sufrir, pero que lo de sentarse a su
derecha o a su izquierda no era cosa suya el concederlo, sino que era para quienes estaba
preparado.

-Escalar puestos. ¡Más o menos como en la corte de Tiberio! ¿No te recuerda a


Sejano? -rio Aristeo dándome un codazo.

Zaqueo carraspeó y continuó su relato.

-Aquello, según me contaron ellos mismos, levantó todo un revuelo entre los
discípulos, indignados contra sus compañeros por intentar situarse en el poder mediante
un descarado tráfico de influencias. Y lo más interesante es cómo el Maestro aprovechó
el incidente para enseñarles: «Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones
las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha
de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será
vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos; que
tampoco el Hijo del Hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como
rescate por muchos».

-¿Esclavo de todos? -exclamó indignado Aristeo-. ¡Puaf! ¡Lo de siempre!

-No te lo recrimino. Hasta nuestros sacerdotes están avasallados por el demonio del
poder. Y también no pocos discípulos ¿Por qué crees que ahora todos aquellos valientes
que pretendían mandar están muertos de miedo? -apuntó Zaqueo-. Aún no han
entendido qué clase de mesías es jesús.

Pasamos hasta bien entrada la noche entregados a la apacible franqueza de las


revelaciones de Zaqueo, que me pareció, en contra de la primera impresión, un hombre
inteligente que había encontrado su sitio en el mundo. Durante la cena nos presentó a su

159
esposa, una mujer distinguida de cuidados rizos, que le doblaba en altura, y a sus tres
hermosas hijas, adolescentes y tímidas, que se desternillaban de risa cuando les
contábamos costumbres de Roma, por ejemplo, si los gladiadores eran guapos o cómo
era la última moda en la capital del Imperio.

Antes de despedirnos, Zaqueo dio orden de llenar nuestros morrales de provisiones


y nos preguntó:

-¿Adónde os dirigís ahora?

-Pretendemos subir a Jerusalén. Dicen que allí encontraremos muchos testigos.


Busco también un retrato.

-¿Un retrato?

-Sí, he oído decir que alguien pintó un retrato, un retrato excelente de jesús.

-No lo sé. Cabe dentro de lo posible. He oído hablar de un joven que le siguió
hasta el final y lo vieron escapar desnudo cuando los sacerdotes mandaron prender al
Maestro. Dicen que es buen pintor. Pero no es un tema que me interese.

Aristeo le preguntó sorprendido por qué no le interesaba; que si jesús le había


cambiado la vida, como nos había contado la tarde anterior, un retrato de su Maestro
tendría que ser para él un tesoro. El hombrecillo se puso de pie, se tocó el pecho con los
ojos brillantes y exclamó:

-¿Para qué, si lo llevo aquí dentro? Jesús, antes de partir dijo que siempre estaría
con nosotros. Ningún retrato puede compararse con el que llevo grabado en el corazón y
en el recuerdo después de haberlo tenido aquí en mi casa y en persona.

-Me parece que te obcecas. Despierta, amigo -replicó Aristeo algo indignado por el
misticismo de Zaqueo-, Jesús ha fracasado. ¡Convéncete, ya está muerto! ¡Se acabó!

-¿Muerto? Pregunta, pregunta a Pedro, a Juan, a María de Magdala si está muerto.

-¿Qué quieres decir? -intervine sorprendido.

-Yo no sabría contártelo. Pregunta en Jerusalén. Pero antes quiero acompañaros,


indicaros la salida de la ciudad y hacer con vosotros un trecho del camino. Me gustaría
mostraros algo.

160
Nos despedimos de la familia. La estancia en Jericó había sido, no puedo negarlo,
un punto y aparte en nuestra investigación, un descubrimiento de la armonía que puede
crear en una casa un hombre que ha encontrado la paz, aunque yo, lo confieso, estuviera
bien lejos de poder comprenderlo entonces. Como solía decir Aristeo, citando un viejo
proverbio indio: «El corazón en paz ve alegría en todas las aldeas». Ahora le criticaban
en Jericó por creer que Jesús era el Mesías. Pero en el fondo le respetaban mucho más,
pues no hay cosa que despierte mayor respeto que un hombre libre ante el dinero.

Zaqueo nos llevó por el medio de la ciudad con aires de señor. Caminaba con la
cabeza bien alta, como si así añadiera un palmo a su estatura, y con manifiesta seguridad
en medio del mercado, donde la gente disputaba por el precio de los animales, vendía y
compraba animadamente fruta, bálsamo y montañas de dátiles en el centro de una
mañana espléndida, en la que el sol pugnaba con la policromía de los tejidos y las
palmeras sombreaban acogedoramente los caminos del oasis.

A la salida de Jericó iniciamos la empinada ruta que conduce a la meseta, donde se


halla emplazada Jerusalén. Poco a poco, nada más abandonar la ciudad, el paisaje se hizo
abrupto y el camino hosco, sinuoso, ondulante, mientras ascendía por tierras de secano.
Zaqueo se detuvo resoplando en una curva ante un barranco de rocas ferruginosas.

-Estamos en Kahn et Hatrur, un sitio peligroso. A partir de aquí deberíais caminar


con los ojos bien abiertos, porque, cuando menos lo esperéis, os pueden asaltar ladrones
y bandidos que pueblan estos entornos. Se ocultan en esas montañas y preparan
emboscadas a cada rato, sobre todo si intuyen que los viajeros llevan algo de valor.

-No creo que sea nuestro caso, con esta pinta -comenté con un gesto de
resignación-. Aunque no sería la primera vez que nos atracan.

-Ya me han contado. Pero no os he traído hasta aquí sólo para advertiros. Este
sitio es muy especial. Guarda un recuerdo muy importante de jesús.

-¿De cuando subió a Jerusalén por última vez? -preguntó Aristeo.

-Él situó aquí una de esas historias que solía contar para despertar la mente y el
corazón de sus discípulos. Y aquí dicen que un día la contó.

-¿Una de sus parábolas?

-Algo así. Aunque no sabría deciros a ciencia cierta si es una parábola o un hecho
real. Porque bien podría ser histórico. Son cosas que pasan. Pero sentémonos un rato, si

161
os parece.

Buscamos el único árbol solitario, un olivo gigante sobre un calvijar, para


protegernos del sol y aposentarnos sobre unas piedras. Todavía a los lejos yacía el
milagro verde de Jericó, una sosegada mancha húmeda en medio del desierto. Zaqueo se
secó el sudor y nos tendió un pellejo con agua.

-Antes de contaros esta historia he de relataros lo que la originó. Como sabéis, por
entonces los fariseos afilaban su nariz para poner a prueba a Jesús. Siempre andaban
interrogándole para cogerle en un renuncio. Un día un jurista se levantó del corro de los
oyentes y le preguntó qué tenía que hacer para heredar la vida eterna. Jesús, que se olía
enseguida las trampas, le contestó con otra pregunta muy astuta en torno a la Torá, que
todo doctor tiene que saber de memoria: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué es lo que
lees?». El interpelado no dudó un momento en responder con unas palabras que conocía
al dedillo porque todos los judíos las rezamos dos veces al día, pues están en la Shema y
han sido sacadas a su vez de los libros sagrados del Deuteronomio y los Números:
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas,
con toda la mente, y al prójimo como a ti mismo». Jesús, que le había conducido a la
evidencia con este contundente resumen de los seiscientos trece preceptos que contiene
la ley, según los propios rabinos, se limitó a responder: «Bien, bien contestado. Haz eso y
vivirás». El jurista debió de ponerse colorado ante la obviedad de su pregunta. Entonces,
para ver si podía atraparle todavía, insistió: «¿Y quién es mi prójimo?».

La mañana avanzaba y el calor asfixiante chorreaba por la frente de Zaqueo, que,


sin embargo, parecía encantado de su relato.

-Y aquí viene lo interesante, amigos: la historia. Pero, primero debo preguntaros si


sabéis quiénes son los samaritanos.

Aristeo me dio un codazo.

-Sí, ya lo creo, y por propia experiencia. Compré en Roma una esclava samaritana,
que me salió rebelde: se ha escapado hace unos días en Cafarnaún con su antiguo novio
ante mis propias narices. Además, cruzamos sus tierras, fuimos al pozo de Jacob y no
nos recibieron precisamente como amigos.

-A Jesús le pasó lo mismo. La última vez que pasó por Samaria envió a tres
discípulos para preparar posada y no hubo manera. Tuvo que dar un rodeo por Perca.
Lo digo porque lo más curioso de esta historia es que su protagonista es precisamente un
samaritano.

162
-Pero cuéntala de una vez antes de que nos desmayemos de calor -cortó
impaciente Aristeo.

-Bien, vamos a ello: un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y a esta altura


precisamente lo asaltaron unos bandidos; lo desnudaron, lo molieron a palos y se
marcharon dejándolo medio muerto. Coincidió que bajaba un sacerdote por aquel
camino; al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Lo mismo hizo un clérigo que llegó a
aquel sitio; al verlo hizo lo mismo: dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano, que
iba de viaje, llegó a donde estaba el hombre y, al tropezárselo, le dio lástima; se acercó a
él y le vendó las heridas, echándoles aceite y vino; luego lo montó en su propia
cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente sacó dos denarios y,
dándoselos al posadero, le dijo: «Cuida de él, y lo que gastes de más te lo pagaré a la
vuelta». Entonces, Jesús, dirigiéndose al fariseo, le preguntó: «¿Qué te parece? ¿Cuál de
estos tres se hizo prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». El letrado contestó:
«El que tuvo compasión de él». Jesús le dijo: «Pues anda, haz tú lo mismo». -Zaqueo
resopló-. Ésta es la historia. ¿Qué os parece?

-Un solemne varapalo a los judíos -opinó Aristeo.

-¿Difiere mucho esta respuesta sobre el prójimo de la doctrina de la ley? -pregunté.

-Verás -de nuevo Zaqueo se puso de pie con entusiasmo-: El Deuteronomio reserva
el título de «hermanos» a los israelitas. Por eso, jesús, en vez de meterse en
disquisiciones, prefirió contestar con un cuento, una historieta, digamos, para que les
entrara por los ojos. Un tipo anónimo, un hombre cualquiera, sin patria ni oficio, yace
medio muerto, víctima de salteadores en mitad de esta solana y este camino desolador de
revueltas entre barrancos. Pasan un sacerdote y un levita, levita, ya sabéis, es un clérigo
de rango inferior, en definitiva, ambos funcionarios del culto, para que nos entendamos,
y, como supongo conocéis, muy atentos a prescripciones de carácter ritual. Y ni caso.
Mientras ellos pasan de largo, resulta que sólo se detiene y descabalga nada menos que
un odioso extranjero, un samaritano, que saca vino y aceite para curar sus heridas.

-¡Vino y aceite! -comentó Aristeo-. Un remedio muy recomendado por el griego


Hipócrates.

-De acuerdo. Pero la mejor medicina no era ésa, sino que se conmovió, se
compadeció de él, se puso en su lugar, y no sólo le echó una mano y no lo dejó después
allí tirado, sino que, previsor, redondeó su ayuda conduciéndole hasta la posada. Y lo
más fuerte de la historia es que, como digo, el que tuvo este gesto era casi un pagano, un
samaritano. No olvidéis que para nosotros «samaritano» es peor que un insulto.

163
¿Comprendéis por qué quería traeros hasta aquí?

Me levanté para asomarme al precipicio. Por un momento quise verme a mí mismo


despeñado de aquella roca rojiza, devorado por el sol, los cuervos y los insectos. Y tuve
que reconocer, dirigiéndome a nuestro pequeño interlocutor:

-Algo está claro, Zaqueo. La doctrina de tu Maestro, por muy pacífica que
parezca, tiene un componente revolucionario, zarandeador, descabalante incluso para la
mentalidad y la religiosidad judías. Rompe moldes. Tengo que reconocerlo.

-Vayámonos antes de que se haga tarde. No nos pase a nosotros como al del
cuento -refunfuñó Aristeo secándose el sudor que manaba de su frente.

Zaqueo, antes de irse, nos recordó que en el morral nos había dejado pan, dátiles,
almendras, agua, aceite, vino y unas vendas.

-¡Por si tenéis que hacer de samaritanos en el camino!

Nos despedimos con risas y abrazos. Nuestro diminuto amigo tuvo que empinarse
y nosotros agacharnos. Antes de partir nos tendió una carta para un amigo que vivía a las
afueras de Jerusalén.

-Vive con sus dos hermanas. Su historia os sorprenderá. Es gente de bien, os


encontraréis como en casa.

Cuando me volví y vi perderse al antiguo archirrecaudador con pasos cortos,


enfundado en su túnica de vivos colores, de lejos parecía sólo un gran turbante en el
camino. Pensé que nunca lo olvidaría y siempre lo imaginaría subido a la higuera,
rebosante y jovial, asociado a las fuentes y palmerales de Jericó. Ignoraba si su Maestro
tendría o no razón. Mas me inclinaba entonces a pensar que era un idealista, un loco
carente del más mínimo sentido práctico, de esos que de tan utópicos acaban por dar con
sus huesos en el cadalso. Pero de algo no podía dudar: su encuentro con jesús había
hecho de un pequeño hombre triste un soñador feliz.

Hacía tanto calor que casi todo el día caminamos en silencio. No me gustaban
aquellas tierras rojas desoladoras, apenas visitadas por graznidos de cuervos a través de
un camino abismado de hondos precipicios. Pero, al caminar por ellas, aprendí algo
nuevo: que el desierto ayuda a reflexionar. Aristeo, muy previsor, miraba a uno y otro
lado cada que vez que remontábamos un cerro o superábamos una curva del camino,
obsesionado con la historia de los bandidos y el buen samaritano.

164
-Eres un cobarde -le dije-. Yo creo que, si nos cayéramos ahí abajo, por aquí no
pasaría ni un maldito samaritano.

Él, para hacerme rabiar, contestó:

-Bueno, a ti a lo mejor viene a buscarte «una samaritana»...

Como el comentario me puso de malas pulgas, hicimos el resto del camino sumidos
en un incómodo silencio.

165
166
esde la valla, detrás de la aldea blanca, sólo a un paseo de quince estadios
de Jerusalén, la casa de labranza, enmarcada por pimpantes parras, parecía deshabitada.
Grité. Una salamandra se despertó desde una grieta encalada. Grité otra vez.

-¡Te he dicho que no hay nadie! La casa está vacía y cerrada, ¿no lo ves? -me dijo
Aristeo, sentado en el bajo muro de piedra que protegía un huerto de datileras,
abundantes en todo el caserío que le daba nombre: Betania significa eso, «casa de
dátiles».

Detrás de la alquería se dio a conocer un asno con quejumbrosos rebuznos. Dimos


la vuelta, nos miró con indiferencia y siguió abrevando ávidamente. Al lado pastaban,
solemnes y peludos, una vaca y un buey cerca de una noria rodeada de labrantíos de
cebada.

-Aquí hay vida, Aristeo. Te lo digo yo. Los dueños no deben de andar lejos. Si no,
habrían guardado las bestias.

Decidimos esperar a la sombra de una palmera hasta el atardecer. Aristeo,


nervioso, quería subir la ladera oeste del Olivete y divisar de una vez Jerusalén. Tenía
ansia de piedras, de gran ciudad, de movimiento, política y cultura. Decía que estaba
harto de vagar y dormir por los campos.

-Yo me voy. Espera tú si quieres.

Pero se quedó conmigo. Con las primeras sombras la tarde comenzó a


descoyuntarse con aroma de tomillo. Nadie venía. Hasta que de lejos, por un sendero,
con las primeras brisas del caer del sol despuntaron las siluetas de un hombre y dos

167
mujeres. Venían con cestas rebosantes de brevas maduras. Traían buen conversar. Se
detuvieron y callaron al descubrirnos sentados junto a la puerta de su casa.

-¿Qué se os ofrece, viajeros?

Me adelanté y le tendí el papiro de Zaqueo. El hombre lo abrió y lo leyó. Una


sonrisa iluminó su rostro.

-¡Ah, el buen Zaqueo! Venid, entrad en mi casa. Mi nombre es Lázaro y éstas son
mis hermanas: Marta y María.

Marta, cara de manzana madura, fuerte y limpia, con brazos redondos y generoso
pecho, despedía la buena salud de una mujer sin dobleces. María, más tímida, recataba
un perfil judío delicado al que iluminaban hondos negros ojos rasgados; sus hombros se
derramaban luego en un talle esbelto que desembocaba en una estrecha cintura flexible.
Abrieron la alquería, umbrosa, con olor a frutas entre dos patios partidos por un aljibe.
Todo resplandecía de armónicos ocres, intimidad, orden.

-Perdonad, viajeros. Aquí apenas llega gente. Y en estos tiempos nunca se sabe.

Lázaro nos invitó a reclinarnos en unas esterillas junto a una tabla baja mientras
encendía la candela del hogar.

-Bebed, que hoy ha hecho mucho calor y desde Jericó, andando, habéis cubierto
un buen trecho.

Era un hombre delgado, pálido, de miembros sarmentosos, con una mirada


ausente, como si flotara o este mundo no fuera el suyo.

Marta se puso a trajinar, abrir alacenas, sacar ánforas, aderezar la mesa y limpiar
habichuelas.

-Os prepararé algo de comer. Aunque no esperábamos a nadie, siempre tengo de


todo, por si acaso. Una buena ama de casa ha de estar lista para cualquier imprevisto.
Veréis, vais a comer muy bien, para chuparse los dedos.

Era parlanchina. De esas que lo dicen todo y nada, y cotorrean sobre el calor, la
cosecha, el perro de la vecina, los tiempos que corren; hacendosa, dispuesta, alegre,
dicharachera.

Comprendí desde el primer momento que, amén de hospitalarios, para aquella

168
gente llevábamos un buen pasaporte: el nombre de Jesús. Pero advertí como una nube en
los ojos del dueño cierta desconfianza ante los desconocidos. Tenía una brecha en la sien
que no había visto en el primer momento. Se limitó a preguntarnos nuestros nombres, de
dónde veníamos, cuál era el objeto de nuestra visita y con quién deseábamos
entrevistarnos.

Aristeo y yo les contamos con bastante detalle nuestro itinerario y las peripecias del
viaje hasta ese momento. Lázaro contestaba con monosílabos. Era Marta la que hacía el
gasto contando anécdotas cotidianas de la labranza y los pastores que tenían contratados
para vigilar sus cabras cuando pastaban en el monte. Comimos, por cierto muy bien,
hasta saciarnos. María apenas probó bocado y nos obsequiaba con un esbozo de risa
sonrojada y crecida por los resplandores del fuego. Sentía aquella casa confortable en su
elemental sencillez. Algo extraño, como si hubiera retornado a mi infancia y de un
momento a otro mi madre fuera a aparecer por la puerta con un vaso de leche para
decirme: «Hijo, a la cama, que es hora de dormir».

Eso mismo hizo el misterioso Lázaro. Se despidió, arguyendo que estaba cansado.
Nos quedamos con las dos mujeres. María depositó su soñadora mirada en la mía.

-Has dicho que quieres saber de jesús, ¿no es cierto?

Dijo el nombre como si besara el aire, con una ese silbante, cual si mentara a un
enamorado. Marta detuvo el gesto de abrillantar el cobre, se secó las manos en el delantal
y se vino a sentar con nosotros junto a la lumbre. Por la ventana se colaban tres estrellas
tímidas desde un cielo sereno y frío. Un gato maullaba a lo lejos y las bestias se
presentían dormidas en medio de una noche sosegada.

-Jesús era nuestro amigo -comenzó María-. No tenía casa ni lugar donde reclinar
su cabeza. Él mismo se comparaba a las zorras y a los pájaros, que, al menos, tienen
madrigueras y nidos. Su techo era el firmamento y su casa los caminos de polvo. Se
hospedaba y comía en casas de amigos, pero siempre de paso, como hizo con Zaqueo.
Sin embargo aquí era distinto. Se sentía tan a gusto que se relajaba. Esto para él era un
pedazo de hogar. Yo me sentaba a sus pies, endurecidos del camino, y se los lavaba, los
ungía y masajeaba. A veces se quedaba dormido, exhausto, con una leve sonrisa en los
labios. Lo hacía como un niño, como si nuestro miedo reposara en sus párpados. Mirarlo
daba paz. Otras veces reía con las cosas de Marta.

-Ésta se quedaba alelada -abundó Marta- de tanto mirarle, pendiente de sus


palabras, sin moverse. A veces me ponía de los nervios. Un día no pude aguantarme y le
dije a Jesús: «¿No te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile que me

169
eche una mano, hombre». Pero cuál no fue mi sorpresa cuando, sonriendo, me
respondió: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas y hay necesidad de
pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada».
Me quedé atónita. La verdad, no esperaba esa respuesta. ¿Qué había querido decir el
rabí Jesús?

María sonrió y bajó tímidamente la mirada.

-Por un momento pensé que ésta era su ojito derecho. Con esa mirada de gacela
herida engatusa a cualquier hombre. María: cuéntales lo que pasó en casa de Simón.

María, rasgando rubores de timidez, tomó la palabra mientras asomaban sus


dientes blancos y menudos, enmarcados en una boca finamente carnosa de un rosa
violáceo.

-Fue seis días antes de la Pascua. Jesús había venido a pasar una temporadita con
nosotros. Entonces, un amigo, Simón, al que llaman «el leproso» porque se curó de esa
enfermedad, nos invitó a una cena. Marta, como siempre, ayudaba a servir, y Lázaro y
yo estábamos sentados cerca del Maestro. Entonces sentí un impulso que me subía de
las entrañas. Me levanté, y tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungí
los pies de jesús y los sequé con mis cabellos.

María al contarlo agitó la cabeza en un gesto muy femenino en el que se le


desprendió el velo. Su cabellera derramada, de un negro luminoso, brilló al resplandor del
fuego. Se lo ajustó en el acto, ruborizada.

-Una oleada del olor a nardo llenó la casa. Entonces el administrador del grupo,
Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que acabaría por entregarlo, me dijo indignado:
«¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se lo has dado a los
pobres, mujer?». Estaba claro que lo que menos le preocupaba a Judas eran los pobres.
Todo el mundo sabía quién era el que sisaba en la bolsa para engrosar su propio bolsillo.
Entonces, Jesús, mirándole a los ojos, le dijo: «Déjala, que lo guarde para el día de mi
sepultura. Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí, a mí no siempre me
tendréis». Una sombra de melancolía asomó a sus ojos. Entonces no entendí lo que
quería decir. Sabía que tenía problemas, pero no que su muerte fuera inminente. Os lo
cuento porque quizás esta escena pueda explicar mejor lo que antes comentaba Marta.

-Es curioso -dijo Aristeo-. Es como si hubiera querido decir que el amor es gratuito
y lo más importante; más incluso que la caridad y la justicia. ¿De qué hablaba con
vosotras cuando estaba aquí en Betania?

170
-¡De tantas cosas! -respondió María-. Pero, te lo confieso, para mí lo que decía no
era lo realmente importante.

-¿Qué insinúas? -intervine.

-Que sí, que es verdad, sus palabras estaban preñadas de vida; hablaba con fuerza,
con una enorme seguridad. Pero para mí lo importante no era tanto lo que decía como él
mismo; no pensar sobre sus ideas, sino simplemente estar, estar con él. Sentarme a sus
pies, mirarle. Entonces era como si se parara el tiempo. Me olvidaba de todo y no
necesitaba hablar. Cuando él me dijo que había elegido la parte mejor, yo creo que quería
decir lo mismo que lo que le dijo a judas sobre los pobres. Puedes trabajar, acumular
cosas, tener la casa limpia, todo dispuesto y repletos los graneros. Todo eso está muy
bien. Pero ¿de qué te sirve?

-Para prevenir el día de mañana, supongo -sugirió Aristeo, prendido de los


brillantes ojos de María.

-Un día jesús nos contó una historia, otra de esas parábolas con que ilustraba a sus
discípulos. Creo que explica el fondo de esta cuestión. Veréis, hablaba de las tierras de un
hombre rico que dieron una gran cosecha. Estuvo echando cálculos: «¿Qué hago? No
tengo dónde almacenarla». Y entonces se dijo: «Voy a hacer lo siguiente: derribaré mis
graneros, construiré otros más grandes y almacenaré allí el grano y las demás
provisiones. Luego podré decirme: "Amigo, tienes muchos bienes almacenados para
muchos años: túmbate, come, bebe y date la buena vida"». Pero Dios le dijo: «Insensato,
esta noche te van a reclamar la vida. Lo que te has preparado, ¿para quién será?». Eso le
pasa al que amontona riquezas para sí: para Dios no es rico.

-Es un pensamiento interesante: la cercanía de la muerte pone las cosas materiales


en su sitio -comentó Aristeo-. Algunos filósofos y poetas recuerdan que la muerte iguala,
que no perdona a nadie. Omnes eodem cogimur, todos somos atrapados por lo mismo,
canta Horacio en uno de sus versos. Y recuerdo un dicho divertido que oí una vez en mi
pueblo: «Nada falta en los funerales de los ricos, salvo que alguien sienta su muerte».

Reí ante el ingenioso efato, y comenté:

-Bueno, eso vale si es que hay algo después de la muerte. Si no, prefiero lo que
decía Lucrecio: «¿Por qué no salir de esta vida como un convidado, bien harto?».

Marta, que sorprendentemente había estado un largo rato en silencio, dijo molesta:

171
-Claro, así pensáis los gentiles. Pero aquel día jesús añadió: «No andéis agobiados
por la vida, pensando qué vais a comer, ni por el cuerpo, pensando con qué os vais a
vestir; porque la vida vale más que el alimento y el cuerpo más que el vestido. Fijaos en
los cuervos: ni siembran ni siegan, no tienen despensa ni granero y, sin embargo, Dios los
alimenta. Y ¡cuánto más valéis vosotros que los pájaros! ¿Y quién de vosotros, a fuerza
de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida? Entonces, si no sois capaces ni
siquiera de lo pequeño, ¿por qué os agobiáis por lo demás? Fijaos cómo crecen los lirios:
ni hilan ni tejen, y os digo que ni Salomón en todo su fasto estaba vestido como
cualquiera de ellos. Pues si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se quema en
el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe? No
estéis con el alma en un hilo buscando qué comer y qué beber. Son los paganos quienes
ponen su afán en esas cosas; ya sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de eso. En
cambio, buscad que él reine y eso se os dará por añadidura».

-Claro -apostilló su hermana María, entusiasmada-, él hablaba de bolsas y graneros


que no pueden apolillarse, porque decía: «Donde está vuestro tesoro, allí está vuestro
corazón».

Se había hecho tarde. El ambiente acogedor de la casa, la intimidad del fuego y la


naturalidad de ambas hermanas creaban un clima relajado y familiar. Reflexionando más
tarde sobre aquel encuentro me pregunté si no habría entre aquellos muros el aleteo de
una presencia, la presencia del amigo muerto. Alentado por la distensión y confianza
creadas entre nosotros, me animé a preguntar:

-¿Qué le pasa a vuestro hermano? Me ha parecido extraño, como ausente. Incluso


como si se hubiera retirado algo molesto.

-Pero ¿es que no lo sabéis? -inquirió Marta-. ¿No os lo ha contado Zaqueo?

-No. Nos dio la carta cuando nos despedíamos en Jericó. Sólo nos indicó que erais
grandes amigos de jesús.

Marta dirigió a María una mirada de complicidad, como si le preguntara si creía


conveniente contar su historia a un par de extranjeros desconocidos. Las grandes
pestañas de María asintieron y Marta se bajó las mangas, se secó las manos mojadas y
volvió a sentarse con nosotros.

-Pocos meses antes de que mataran al rabí jesús, nuestro hermano Lázaro cayó
enfermo. Primero perdió el apetito, luego enflaqueció hasta quedarse en los huesos y
unas fiebres le quitaron las pocas fuerzas que le quedaban. María me dijo: «¡Nuestro

172
hermano se nos va! Hay que hacer algo». Habíamos visto con nuestros propios ojos
cómo jesús curaba a los enfermos. Pensamos: ¿no puede hacer lo mismo por su gran
amigo Lázaro? Por eso decidimos mandarle cuanto antes recado con un zagal de los que
nos cuidan el ganado en el monte, un mensaje bien corto y elocuente: «Señor, mira que
tu amigo está enfermo». Por lo visto, jesús, al oírlo, dijo: «Esta enfermedad no es para
muerte, sino para honra de Dios, para que ella honre al Hijo de Dios». Lo más
sorprendente es que, lejos de ponerse en camino en aquel momento, esperó dos días
donde estaba, en Perca, por cierto, y por excepción bastante tranquilo. Era un periodo de
cierta paz, lejos de las controversias que había tenido en anteriores subidas a Jerusalén y
la fuerte tensión creada con los fariseos. Algunos incluso habían ido a buscarle desde
Jerusalén. La gente le rodeaba y escuchaba con interés y normalidad, mientras que,
como solía, en la intimidad impartía instrucciones más concretas a los doce discípulos.
Aunque, la verdad, nunca faltaban enviados de los escribas. Por entonces él intuía, y se
lo había advertido a sus más cercanos, los sufrimientos que le esperaban. Pero
curiosamente esperó dos días y sólo después dijo a sus discípulos: «Vamos otra vez a
Judea». Los doce se pusieron nerviosos, pues, como ya habían vivido amagos de
violencia e intentos de lapidación, le replicaron: «Maestro, ¿qué dices?, hace nada
querían apedrearte los judíos, ¿y vas a ir allí otra vez?». Entonces Jesús salió con una de
sus típicas respuestas enigmáticas: «¿No hay doce horas de luz? Si uno camina de día,
no tropieza, porque hay luz en este mundo y se ve; uno tropieza si camina de noche,
porque le falta la luz».

-¿Cómo entendéis vosotras esas palabras? -preguntó Aristeo, tras un sorbo del
caldo de verduras que acababa de prepararnos la hacendosa Marta.

-Creo que hablaba como en sus parábolas, con doble sentido. Si uno tiene luz
interior, no tropieza -explicó María-. Si uno va con su verdad por delante, no se
equivoca. Le gustaba contraponer los símbolos: el día y la noche, la luz y las tinieblas, el
sueño y el despertar. Porque a continuación dijo: «Nuestro amigo Lázaro se ha dormido;
voy a despertarlo». Los discípulos, como siempre, eran demasiado rudos para entender
ese lenguaje y respondieron: «Señor, si duerme, se curará». Jesús hablaba de otro sueño,
se refería a la muerte. Entonces les dijo bien claro: «Lázaro ha muerto. Me alegro por
vosotros de no haber estado para que tengáis fe. Ahora vamos a su casa». En ese
momento, Tomás, el que llaman el Mellizo, tuvo una espléndida oportunidad de callarse,
por lo que pasaría semanas después. Dijo a sus compañeros: «Vamos también nosotros a
morir con él». ¡Menudos valientes!

Al llegar a este punto del relato se encendieron las mejillas de María. Marta la
miraba inmóvil, como si el recuerdo la hubiera paralizado. El fuego crepitaba íntimo y el

173
tibio olor a sopa revestía la estancia de aire hogareño. Hizo una pausa que habitaron por
un instante los indefinidos sonidos de la noche y el campo.

-Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado.
Como habéis podido observar, Betania está a un paseo de Jerusalén, y muchos amigos
habían venido a vernos para darnos el pésame. Podéis imaginaros en qué estado nos
encontrábamos Marta y yo.

-En cuanto me enteré de que llegaba jesús -tomó la palabra Marta-, salí a recibirlo.
María se quedó en casa con los invi tados. Entonces le dije al Maestro: «Señor, si
hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero, así y todo, sé que Dios te
dará lo que le pidas». Jesús me dijo: «Tu hermano resucitará». Yo sabía lo que Jesús
pensaba acerca de la resurrección final en contra de los saduceos, por eso respondí: «Sí,
claro, ya sé que resucitará en la resurrección del último día». Entonces, con una voz
firme y clara, la de esos momentos solemnes en que él solía empezar su frase con el «yo
soy», dijo en medio del campo estas palabras que jamás olvidaré: «Yo soy la
resurrección y la vida: el que tiene fe en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que está
vivo y tiene fe en mí, no morirá nunca. ¿Crees esto?».

Marta repitió esta respuesta de jesús con la misma firmeza.

Aristeo y yo intercambiamos una mirada de inteligencia. Era una afirmación más


que arriesgada. ¿No morir nunca? La ansiada inmortalidad. Pero no osamos romper la
magia de la confidencia. Marta había cogido la mano de su hermana y estaban como
transportadas. Con voz quebrada continuó:

-Entonces le contesté arrebatada: «Sí, Señor; yo creo que tú eres el Mesías, el


Hijo de Dios que tenía que venir al mundo». Luego corrí a llamar a mi hermana María y
le dije en voz baja: «El Maestro está ahí y te llama».

-Apenas lo supe -tomó la palabra María-, de un salto corrí donde estaba Jesús. Él
no había entrado todavía en la aldea: seguía donde Marta lo había encontrado. No sabría
definir su rostro: como triste y enaltecido. Los judíos que estaban conmigo en la casa
dándonos el pésame, al ver que me levantaba y salía a toda prisa, me siguieron,
pensando que iba al sepulcro a llorar. No pude contenerme y me eché a sus pies. Quizás
porque sus pies eran mi sitio. Y confieso que de alguna manera le reproché: «Señor, si
hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano». Al vernos llorar a mí y a la gente
que nos acompañaba, Jesús reprimió un borbotón de lágrimas y preguntó: «¿Dónde,
dónde lo habéis enterrado?». Le contestamos: «Ven a verlo, Señor». Entonces Jesús no
pudo más y se echó a llorar como un chiquillo. La gente comentaba: «¡Mirad cuánto lo

174
quería! ». Otros murmuraban: «Y uno que le abrió los ojos a un ciego, ¿no podía haber
impedido que muriera éste?». Jesús, reprimiéndose de nuevo, llegó al sepulcro. La tumba
era una cueva cerrada con una gran piedra redonda, no lejos de aquí, y dijo: «Quitad la
piedra».

Prendidos por el interés de aquella sorprendente historia, Aristeo y yo no


perdíamos detalle.

-Imaginaos la escena. Jesús da un paso adelante mientras toda la gente se queda


detrás, incluidas las ululantes plañideras, que, ante la voz de jesús, callaron
impresionadas. Entonces yo le dije: «Señor, ya huele mal, lleva cuatro días». Jesús
insistió: «¿No te he dicho que si tienes fe verás el poder de Dios?». Varios hombres
hicieron rodar la gran piedra, en medio de un espeso silencio. Jesús levantó los ojos a lo
alto y dijo: «Gracias, Padre, por haberme escuchado. Yo sé que siempre me escuchas; lo
digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado». Luego gritó
muy fuerte: «¡Lázaro, sal fuera! ».

Marta tragó saliva. María contenía la respiración. Aristeo y yo, estábamos en vilo.

-Su voz rasgó la tarde, retumbó en el campo. La espera paralizaba los rostros.
Mirábamos impacientes la boca negra de la tumba. Oímos un crujir de paños y un leve
quejido humano. De pronto sucedió lo increíble. De la oscuridad emergió una silueta
blanca, titubeante. ¡Era Lázaro, nuestro hermano muerto y amortajado! Apenas podía
caminar. Llevaba los brazos y las piernas cubiertos con vendas y la cara envuelta en un
sudario. Jesús ordenó: «Desatadlo y dejadlo que ande».

Marta y María, mal contenidas hasta el momento, se levantaron y se abrazaron


hechas un mar de lágrimas.

Nosotros no dábamos crédito a lo escuchado. ¿A quién investigábamos? ¿A un


mago o a un dios? ¿Se atrevería un brujo a decir: «Yo soy la resurrección y la vida»? En
primer lugar estába mos ante unos datos objetivos. Un hombre muerto desde hacía
cuatro días, enterrado, que apestaba. Y un montón de testigos. Gente que lo había visto
con el rigor mortis, que había ayudado a amortajarlo y que intentaba consolar a sus
hermanas. El argumento del estado catatónico, esgrimido por Aristeo en otros casos,
como en el del joven hijo de la viuda de Naín, que nos había contado el barquero, y otro
que oímos de una muchacha que nos contaron también que había resucitado, no servía
ante un cuerpo que comenzaba a pudrirse. Pero además había otros factores que me
impresionaban de la historia: que Jesús retrasara su subida a Jerusalén y se quedara dos
días más en Perca; que se arriesgara a volver a Judea, tal como estaban las cosas; que

175
llorara, aun convencido de que su Padre, como él lo llamaba, iba a devolver la vida a su
amigo. Era como si sus dos facetas afloraran a la vez o en momentos distintos: su
fragilidad y su poder, su ternura y su fortaleza. Por otra parte veía a aquellas dos mujeres
jóvenes llorar tanto por la muerte de su hermano como por su vuelta a la vida. Aun
desde el punto de vista literario la historia de Lázaro era un poema dramático, un relato
de una fuerza sorprendente. Veía a Aristeo tan pensativo como yo, pero no me atrevía a
comentarle en voz alta todo lo que se me venía a la mente. Cuando las dos mujeres
enjugaron sus lágrimas y, sentadas, se quedaron en silencio con la mirada baja, dije:

-De modo que ese Lázaro, vuestro hermano, ya es un ser inmortal.

-No, nuestro hermano morirá como cualquier hombre otra vez, Dios sabe cuándo.
Simplemente es un ser redivivo, vuelto a la vida, para que, como dijo el Maestro, se
manifieste en él la gloria de Dios -replicó Marta.

-Sin embargo, esta noche vuestro hermano parecía algo triste. Y además, como si
estuviera accidentado, con una fuerte brecha en la frente.

María, recuperada, se atusó los rizos que florecían bajo el velo.

-Habéis de tener en cuenta que lo que ocurrió originó un gran escándalo en


Jerusalén. Primero todo fue fiesta y alegría, es cierto. Lo abrazamos como locas, nos lo
comíamos a besos. Organizamos un convite. Era una gloria ver a Lázaro sentado a la
mesa. Marta y yo no dábamos abasto. Muchos de los judíos que habían venido a darnos
el pésame y que presenciaron el prodigio tomaron parte en la fiesta y experimentaron tal
impacto que cambiaron de vida, creyeron en ese momento en jesús. Otros, aún
sorprendidos, fueron con el cuento a los escribas y fariseos. En Jerusalén no se hablaba
de otra cosa. Lo de mi hermano fue la gota que colmó el vaso. Los sumos sacerdotes
reunieron el consejo en sesión extraordinaria para analizar lo que llamaban el «caso de
Jesús». Por lo visto, Caifás hizo un discurso político sobre el supremo interés del Estado.
Arguyó que el galileo estaba haciendo demasiadas señales y que si lo dejaban correr, iba
a acabar por creer en él todo el mundo. Incluso usó el argumento de los romanos.

-¿De los romanos? -interrumpí.

-Sí, creo que Caifás, el sumo sacerdote, dijo textualmente: «Vendrán los romanos y
nos destruirán el santuario y la nación».

-¿Por qué motivo?

176
-Pensaban, o les convenía pensar, que la popularidad de Jesús, atizada por sus
milagros, podría arrastrar a un levantamiento y provocar la represión violenta de las
fuerzas ocupantes, con la consiguiente destrucción del Templo y de la nación.
¿Comprendéis?

-Sí, un argumento muy político, digno del más agudo senador romano.

-Como he dicho, la vuelta a la vida de mi hermano saturó su indignación y su


envidia -añadió María-. Hay una frase clave de Caifás en aquella reunión: «No entendéis
nada. ¿No veis que es mejor que muera uno solo por el pueblo y que no perezca toda la
nación?». Estaba diciendo más de lo que quería decir, pues realmente jesús moriría
precisamente por eso, por la gente, por todo el pueblo. Desde aquel momento lo
buscaban para matarle.

-¿Y qué hizo jesús?

-Por el momento se largó con sus discípulos a una región próxima al desierto, a
Efraím, a unas catorce millas romanas, unos dos o tres días de camino hacia el norte,
aunque la gente no paraba de hacer comentarios y preguntarse si volvería para la Pascua.

-¿Y vuestro hermano?

-Mi hermano es un insensato -dijo María.

-Se volvió como loco -añadió Marta-. Estaba tan agradecido a Jesús que andaba
por Jerusalén diciéndole a todo el inundo lo que había ocurrido. Que estaba muerto y
había vuelto a la vida. Que él era la prueba fehaciente de que Jesús era el Mesías y que,
por eso, cada día más gente creía en él. Al principio lo buscaban como un espectáculo.
Todo el mundo quería verle, tocarle. ¡Un hombre que ha regresado de la muerte! ¿Se ha
visto alguna vez tal maravilla? Incluso por morbosa curiosidad, Lázaro se convirtió en
una atracción en las calles de Jerusalén. Pero andar así era meterse en la boca del lobo.
Caifás y los suyos no podían soportarlo. Jesús entonces no estaba en la ciudad, pero sí
estaba mi hermano, el resucitado Lázaro. De pronto un día, por una bocacalle,
empezaron a lanzarle piedras; otras veces le daban empujones. María y yo fuimos a
buscar a nuestro hermano para intentar convencerle de que volviera a casa. Pero él decía
que no le importaba morir de nuevo. Que el quería dar testimonio de la verdad y del
poder de su amigo. Total, que un día nos llamaron unos conocidos, habían recogido a
Lázaro descalabrado y medio inconsciente al pie de unas escaleras. Lo trajimos a casa y
lo cuidamos con mimo. Desde entonces está como ausente. No ha perdido la paz, pero
sufre una extraña nostalgia. Sobre todo después de esos terribles sucesos en Jerusalén.

177
María volvió a llorar, mientras Marta, maternal, le acariciaba la cabeza. Era tarde,
aunque la velada se nos había hecho muy corta. Nos levantamos con intención de
retirarnos.

Ambas mujeres nos condujeron a un aposento de la alque ría, grande y aseado,


donde pasamos la noche. Antes de intentar conciliar el sueño le dije a Aristeo:

-¿Qué te parece?

-No sé. Demasiado intenso para poder formular una opinión. Sólo puedo confiarte
una impresión general: nunca había visto nada igual. Estas mujeres son muy diferentes,
tienen algo. ¡Se las ve cercanas! ¿Y la historia? Demasiado bella para poder creerla.
Pero, por otra parte, los datos son dignos de análisis. Bueno, estoy roto, Suetonio, no
puedo más; déjame dormir.

-Sí, vamos a dormir. Pero mañana no nos iremos sin interrogar a fondo a ese
Lázaro. ¡Un tipo que ha estado en el otro lado! ¡Qué apasionante!

Al día siguiente el gallo y las faenas de los empleados de la alquería nos


despertaron a un amanecer limpio que se colaba por el ventanuco de nuestra habitación,
con olor a heno y revuelo de gallinas. Desayunamos al aire libre, en una mesa de piedra
bajo las parras de la entrada. Al fondo azuleaban las montañas y el aire soleado invitaba a
vivir. También las sonrisas de Marta y María, que se levantaron radiantes, sirviéndonos
pan y leche, como si fuéramos miembros de la familia.

-¿Habéis dormido bien? -preguntó Marta.

-Como recién nacidos -confesó Aristeo-. ¿Lázaro sigue en el lecho?

-No. Está dándole el salario al capataz, pues hoy es día de paga. Ahora viene.

Apareció en la puerta, flaco y enfundado en su ligera túnica blanca. Mi compañero


y yo no podíamos dejar de mirarle de otra forma, como a un aparecido. Se sentó y nos
dedicó una amplia sonrisa.

-Mis hermanas me han dicho que os han contado todo.

-Lázaro -dijo Aristeo-, tu historia nos parece emocionante. Pero tenemos algunas
dudas, sobre las que, si no te importa, nos gustaría preguntarte.

-Hacedlo sin miedo. Intentaré responder lo mejor posible.

178
-Tú -comenzó el griego-, según nos han contado, has estado muerto. Puedes
imaginar que nuestra pregunta es la gran pregunta, la que se hace todos los días cualquier
hombre, dinos: ¿qué hay al otro lado?

Lázaro sonrió. Luego se quedó un momento en silencio, perdida la mirada en el


lejano perfil de las montañas.

-Si pudiera explicarlo, lo haría. Pero no puedo. Sólo tengo una palabra para definir
lo que se siente: luz. Morir es como atravesar un túnel y perderse luego en un abrazo de
luz, sólo luz. Pero comprendo que las palabras son torpes. ¿Imagináis romper los grilletes
de una cárcel tenebrosa y correr por un campo bañado de sol? ¿Imagináis despertar de
una pesadilla y encontrarte en brazos de la persona amada, o llegar finalmente a tu patria
después de una vida de destierro? Son sólo débiles imágenes. Por otra parte, yo no sé si
he penetrado del todo en la otra vida, si he llegado al otro lado, o Dios me retenía aún en
el umbral, para cumplir su voluntad. Es lo que puedo deciros.

-¿Qué sentiste al salir amortajado de la tumba? -pregunté a mi vez.

Por un instante vi que se ensombrecía la mirada del resucitado.

-Si os digo la verdad, angustia. De pronto me sentí empequeñecido, de nuevo


dentro del corsé de un cuerpo vendado en el que apenas podía moverme. Todos los
problemas de mi vida, de estas rejas tras las que nos movemos, de este espacio y de este
tiempo, se agolparon en mi mente. Hubiera deseado volver a la luz, al no espacio, al no
tiempo, que apenas había saboreado. Me dolían los brazos, la cabeza, los pies. Pero de
lejos oí una voz con un timbre familiar que gritaba: «¡Lázaro, sal fuera!». Era una voz
tan tierna, tan firme, tan conocida. Me dio un vuelco el corazón. Era la llamada de mi
amigo. Giré sobre mí mismo y las vendas dieron algo de sí. Entonces me puse de
rodillas, me incorporé y salí a pequeños pasos, como pude. Entre las vendas del sudario
entreví la silue ta del Maestro. Luego, los rostros desencajados de mis queridas Marta y
María. Y fue como regresar a casa de un largo viaje que al mismo tiempo sólo hubiera
durado un segundo, pero de una manera distinta. El mundo ya no era lo mismo, ni yo
tampoco.

Sus hermanas sonreían escuchándole, sin dejar de servirnos frutas, dátiles, pan,
leche y miel. Lázaro tenía la mirada transparente, de hombre de bien, aunque no le
abandonaba su imponderable aire de otro mundo, acentuado por su extrema flaqueza.
Como si una nostalgia se hubiera apoderado para siempre de su alma.

-Y ahora, ¿tienes miedo a la muerte? -intervino Aristeo.

179
-¿Miedo a la muerte? Ninguno. Más bien tengo miedo a vivir, aunque vivo con
gusto la vida que me ha sido devuelta.

-¿Os había hablado el Maestro antes de la muerte?

-Más que de la muerte nos hablaba de la vida. Él se llamaba a sí mismo camino,


verdad y vida. Aseguraba que el que oye su mensaje y el que da fe al que le envió, posee
ya aquí y ahora la vida eterna y no se le llama a juicio. Que ya, sólo con eso, había
pasado de la muerte a la vida. Como si este mundo fuera el reverso de otro, como si
pudiéramos en cierto sentido saborear aquí mismo la eternidad. Y añadía: «Os lo
aseguro: quien haga caso de mi mensaje no sabrá nunca lo que es morir». Entonces
comprendí que creer en él era una manera de superar la muerte, de vivir aquí la
presencia de un ahora infinito, sin que estas ataduras puedan contigo.

-Pero él ha muerto. Lo crucificaron un viernes a las afueras de Jerusalén. ¿No


suena todo eso a broma?

Lázaro se cogió las manos y me miró fijamente.

-Tú no lo puedes comprender. ¡Él está vivo!

-Supongo que está vivo en sus enseñanzas, como Sócrates o Platón viven aún en
sus escritos y en sus discípulos -dijo Aristeo-. ¡No creeréis que ha resucitado!

-Sólo te diré que él está vivo de una manera diferente a la que yo estoy vivo.

-¡No entiendo nada! -exclamó Aristeo-. Una de dos: ¡o está vivo o está muerto!

Lázaro no quiso concretar más, quizás porque advirtió que no éramos capaces de
comprender lo ocurrido entre los seguidores de Jesús aquellos días. Para romper lo
embarazoso de la situación, intervino María:

-¡Hablemos de cosas palpables! Lázaro está aquí, vivo entre nosotros. ¿No es
cierto? Lo estáis viendo. Eso es innegable. Nosotras lo vimos salir del sepulcro. Poco
antes Jesús nos había dicho ahí mismo -añadió señalando en la dirección donde se
hallaba la entrada de la aldea- que él mismo era la resurrección y la vida. Nos había
enseñado que hay que vivir despiertos, pues la muerte se presenta de improviso, como
un ladrón. Un día nos contó otra parábola sobre eso. Le gustaba comparar su reino con
las alegres fiestas de bodas y a él mismo con la figura atractiva del novio. Decía que el
reino de Dios se parecía a diez muchachas que cogieron sus candiles y, como se
acostumbra en nuestras bodas, salieron a recibir al novio. Cinco de ellas eran necias y

180
cinco sensatas. Las necias, al coger los candiles, se dejaron el aceite en casa; las sensatas,
en cambio, llevaron alcuzas de aceite además de los candiles. Como el novio tardaba, les
entró sueño a todas y se durmieron. A eso de la medianoche se oyó gritar: «¡ Que llega el
novio, salid a recibirlo! ». Se despertaron todas y se pusieron a despabilar y encender sus
candiles. Las necias dijeron a las sensatas: «Dadnos de vuestro aceite, que los candiles se
nos apagan». Pero las sensatas contestaron: «Por si acaso no hay bastante para todas,
mejor es que vayáis a la tienda a comprarlo». Mientras iban a comprarlo llegó el novio;
las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta.
Cuando por fin llegaron las otras muchachas, se pusieron a llamar: «Señor, señor,
ábrenos». Pero él respondió: «Os aseguro que no sé quiénes sois». «Por tanto -concluía
Jesús-, estad en vela, que no sabéis el día ni la hora».

-Pues lo confieso, me quedo peor que estaba. Sigo sin entender nada -dijo Aristeo
con mirada bovina.

-¿No comprendes? La gente vive dormida, irresponsablemente, atolondrada con


sus quehaceres, sus pretensiones. A la gente sólo le importa comer, beber, conseguir
poder, belleza, placer, dinero -explicó Lázaro.

-¿Acaso no es todo eso lo más importante de la vida? Para cuatro días que vamos
a vivir -insistió mi amigo.

-Tú, Aristeo, eres un hombre culto. Te interesan la literatura y la filosofía. Eres un


ser humano que te haces preguntas. Pero ¿te interrogas a ti mismo de qué sirve toda esa
cultura, todos esos conocimientos a la hora de la muerte? -inquirió Lázaro.

-Sólo en la medida en que me hayan enseñado a vivir más feliz.

-Has respondido bien -admitió el «resucitado», apoyando su mano en el hombro de


Aristeo-. Pues bien, despertar y permanecer despiertos es una manera de cruzar el
tiempo y el espacio, de romper las ataduras, de vivir ya aquí del otro lado. Pues cuando
uno despierta sabe distinguir lo que vale de lo que no; lo que engrandece a un hombre, lo
único que atraviesa el tiempo y el no tiempo: el amor. Eso es lo más importante del
mensaje de jesús. Él decía que amar es estar vivos.

Nos quedamos en silencio. El sol había empezado a picar en la piel. A lo lejos, los
jornaleros de Lázaro laboraban inclinados en la tierra. Decidimos que era hora de partir
hacia Jerusalén. Nuestro hospitalario amigo se ofreció a acompañarnos a la ciudad. Pero
sus hermanas le disuadieron:

181
-¿Qué quieres, que te vuelvan a apalear?

Entonces llamaron a un zagal de los que cuidaban el ganado y trabajaban en la


huerta y le ordenaron que nos acompañara.

-Es una ciudad grande. Así no os perderéis. Por cierto, ¿a dónde os dirigís en
concreto?

Les respondimos que deseábamos saber más de Jesús. Sobre todo encontrarnos
con Pedro, el pescador, y otros de sus amigos y discípulos. Lázaro nos apuntó nombres
y direcciones, aunque advirtiéndonos que no sería fácil encontrarlos, pues aún andaban
medio escondidos. Les explicamos que queríamos proceder con cautela, puesto que
nuestra misión era secreta y no queríamos alertar de nuestra presencia a las autoridades
judías o romanas.

Todo quedó bien entendido y nos despedirnos de aquella entrañable familia.


Confieso que, tras los abrazos de despedida, dejé Betania con pena, como si parte de mí
se quisiera quedar en aquella alquería, bajo las parras de la entrada contemplando el
perfil de las montañas, y en la umbría del hogar que por una noche me había parecido el
mío. No comprendía qué me había pasado. No entendía qué se ocultaba tras la mirada
transparente de aquel muerto vivo. Pero aquella casa emanaba paz y algo en medio de
tantas impresiones pude entender: que el rabí jesús la eligiera para descansar en ella. La
sonrisa maternal de Marta y la mirada escudriñadora de María se me quedaron clavadas.
Mientras subíamos la cuesta, Aristeo me habló en latín, para que no lo entendiera el
muchacho que nos acompañaba:

-No sé qué decirte. 0 están locos o demasiado cuerdos.

-Di lo que quieras. Yo tampoco entiendo mucho. Pero de algo estoy seguro: me
encantaría alguna vez en la vida encontrar un sitio y unas gentes como éstas donde dar
con mis huesos después de tantos sinsabores.

Y entonces me vino como una oleada de amargura el recuerdo de Claudia, mi


esposa, y la indignante huida de Raquel, mi esclava. Me volví a contemplar desde la
altura la finca de Lázaro, tendida como una oveja paciendo entre datileras y surcos
verdes. Y confieso que la envidié, más que mi villa romana e incluso que el fastuoso
palacio de Tiberio en Capri. Porque, ¿hay mejor predio y posesión más deseable que la
paz de un hogar y la charla distendida con unos buenos amigos que ni urden intrigas ni te
miran por encima del hombro? Aun ahora a veces me despierto soñando con la imagen
de un Lázaro fantasmal y luminoso que, con un amable gesto, me invita a salir de las

182
tinieblas y disfrutar sin miedo y sin prisas de una charla de sobremesa.

183
184
o sabría decir qué historiador romano exageraba al describirla como
«sin comparación, la ciudad más famosa no sólo de Judea, sino de todo el Oriente».
Tampoco puedo recordar qué fue en concreto lo que me enamoró de Jerusalén, cuando,
enjugándome el sudor tras la subida del monte Olivete, la vi brillar desde arriba como un
ascua a la luz del mediodía. ¿Era el espléndido Templo cubierto de mármoles y metales
preciosos, restaurado por Herodes el Grande, o las murallas de enorme y hermosa
fábrica que rodeaban la ciudad? ¿Era el indefinido bosque de cúpulas, torres y azoteas?
¿O el dorado sopor con que la ciudad parece dormitar entre colinas desafiando al tiempo?

-Mil años de tradición hay ahí encerrados -dijo Aristeo emocionado mientras
señalaba justo delante de nosotros la mole del Templo, en la que fácilmente, según
nuestros cálculos, cabrían unos diez circos con sus gradas incluidas. Y al lado, la Torre
Antonia.

Comentamos la espléndida situación estratégica de la ciudad, que, excepto en su


parte norte, surge separada del resto de la meseta por profundos barrancos y torrenteras.

-Éste de ahí abajo debe de ser el valle del Cedrón, ¿no, muchacho? -preguntó
Aristeo al zagal que nos acompañaba, que asintió con la cabeza-. Según los planos que
para su defensa mandó trazar Tiberio y que estudié en Capri, la rodean tres colinas: la
oriental, que se dirige hacia el valle Tiropeón; otra al suroeste, esa que se levanta en
forma de pico sobre los valles de alrededor; y la tercera viene a ser, como ves, más una
proyección de la meseta que un cerro aislado.

-En verdad, una ciudad casi inexpugnable -comenté sirviéndome de la mano como
visera.

185
Nos hallábamos pues justo en el barranco oriental, frente al valle del Cedrón.
Desde el monte de los Olivos se divisaba la colina del Templo, también llamado monte
Moira. Otro barranco o valle, el de Hinom o de la Gehena, recorre el extremo oeste de la
ciudad y se extiende hacia el suroeste. Allí gira hacia el este y se une con el valle del
Cedrón, que la rodea con sus dos brazos. La riegan las fuentes de Geón y Siloé y las
aguas del Ethan, conducidas por el polémico acueducto que había construido Poncio
Pilato con dinero del Templo. Situada entre el Mediterráneo y el mar Muerto, su nombre,
Hierosolyma, es en latín el que corresponde a la «visión de paz» de los hebreos. Me
llamaron la atención los terrenos pedregosos y estériles de los alrededores.

Mientras descendíamos la otra vertiente del Olivete, camino ya del centro de la


ciudad, Aristeo me dio la consabida paliza erudita sobre la historia de la misma. Que
antes de que llegaran los judíos parece que era la Salem en la que reinó Melquisedec.
Que los jebuseos la llamaron Jesús. Y que fue Josué el que la tomó y la convirtió en
capital del reino de Israel, asignándola a la tribu de Benjamín y David. Luego Salomón
construiría en el monte Moira el templo más famoso de la antigüedad, además de
levantar hermosos edificios y la muralla que circunda sus tres colinas. Más tarde se
apoderaron de ella los egipcios y el babilónico Nabucodonosor, quien la destruyó. La
ciudad fue reconstruida en tiempos de Ciro y alcanzó gran esplendor bajo Alejandro,
hasta el punto de llegar a contar con ciento veinte mil habitantes. Fue disputada por los
reyes de Egipto y Siria hasta que los macabeos la liberaron.

Mi amigo se entusiasmó luego al relatar la toma de la ciudad por Pompeyo después


de un sitio de cinco meses, hacía entonces unos noventa años.

-De esa época datan el teatro, el circo y el templo, dedicado a Augusto, que, ya
sabes, son lugares odiosos para los judíos. Pero, como te dije, el esplendor del Templo
actual se debe a Herodes el Grande, que fortificó la ciudadela y le puso el nombre de
Antonia en honor de su amigo y valedor Marco Antonio. Herodes construyó su palacio
en la colina occidental, que es la zona, según creo, donde los aristócratas jerosolimitanos
disponen de sus lujosas casas en el más genuino estilo romano, con sus patios, mosaicos
y magníficas vistas al Templo. ¡Te confieso que tenía ganas de llegar a Jerusalén!

Me limité a escucharle mientras atravesábamos la puerta Dorada, la más cercana al


monte de los Olivos, y pisaba un suelo bien empedrado sobre el que la ciudad bullía de
jornaleros, comerciantes, esclavos, asnos con sus rebosantes serones, gente de alcurnia
rodeada de sus séquitos. Por un enjambre de callejuelas, impregnadas de penetrantes y
contradictorios olores, nos dirigimos, guiados por el zagal de Lázaro, hacia al mercado
tradicional, ubicado en la hondonada más baja de Jerusalén: el llamado valle de los

186
Queseros o Tiropeón. Desde allí ya no alcanzábamos a ver bien el Templo, debido a los
imponentes muros que lo impedían. El mercado no tenía nada que envidiar a los que
había conocido en mis correrías militares por el Imperio. Un vocerío de trueques y
regateo competía con los rebuznos y el cloquear de las gallinas. Pululaban esclavos y
siervos, que compraban alimentos para sus amos. Los animales para el sacrificio del
Templo estaban alineados enfrente de los puestos mercantiles.

-¡Ojo al bolso, señores! -advirtió el muchacho, mientras señalaba a los hábiles


ladronzuelos que se disputaban los beneficios con quejumbrosos mendigos, cojos y
lisiados tras los tenderetes.

De pronto sonó una voz conocida:

-¡A los bandidos siempre se les vuelve a encontrar!

Sibel y su inseparable asno requerían nuestra atención desde una tarima donde el
fenicio había montado un enorme puesto de plata macedonia, abalorios y vistosas telas
de todos los colores. Rodeado de jóvenes judías que le regateaban los precios, Sibel,
ataviado con un rojo turbante y una casaca azul, parecía un maharajá entre sus
concubinas.

Tuvimos que abrirnos paso a codazos para llegar hasta él.

-¿Qué es de vuestra vida, colegas? Pensaba que habíais caído de nuevo en las
garras de los zelotas, o que hubieseis sido incluso pasto de los buitres del desierto.

El buhonero, con su habitual risa, abandonó el puesto en manos de un joven


dependiente, haciéndole toda clase de recomendaciones para que no se dejara engañar
por la clientela, y nos condujo a una tranquila taberna, perdida en el recodo sombrío de
una calleja. Nosotros despedimos al muchacho de Lázaro agradeciéndole sus servicios
con unas monedas.

-¡Por Zorobabel que os conserváis bien! ¡Hasta os veo bastante aseados después
de tantas correrías!

Le contamos sumariamente cómo las últimas noches habíamos comido y dormido


como señores y que ahora esperábamos completar nuestro trabajo en Jerusalén.

-Por cierto, ¿sabéis que me he encontrado a Glauco? Anda buscándoos como loco.

- No, no lo sabíamos. ¿Dio con Raquel? -pregunté con no disimuladas ansias.

187
-La encontró, sí, la encontró -asintió Sibel con voz apagada.

-¿Está bien?

-Mejor que él os cuente. No quiero meterme en líos. Que luego cada uno tiene su
versión de las cosas. Como decía mi abuela: «Rebuzné una vez, y por burro quedé» -rio.

El vino, aunque áspero y peleón, nos levantó el ánimo. El fenicio regresó al


mercado y nosotros nos dirigimos a la dirección que éste nos había proporcionado, donde
últimamente se había visto con Glauco. Tuvimos que atravesar media ciudad hasta
encontrar una casa de dos pisos, de apariencia digna, precedida de un pequeño corral. La
advertencia Cave canem, cuidado con el perro, me hizo pensar que indudablemente allí
debía de vivir un romano. Pero en vez de un perro, que brillaba por su ausencia, nos
abrió la puerta una matrona de buen ver, a la que saludamos en latín.

-¿Vive aquí Glauco Lucio Virilis?

La mujer sonrió, nos devolvió el saludo con un afectuoso «ave», y nos invitó a
entrar.

Atravesamos un pasadizo vegetal recién regado y un zaguán repleto de lanzas y


escudos.

-Glauco está dentro, con mi marido.

El soldado se levantó de un salto, algo azorado, y se cuadró marcialmente con su


mano diestra. Luego la levantó.

-¡Ave, tribuno! ¿Dónde estabas? Llevo semanas buscándote.

-Descansa, Glauco. Primero preséntanos -dije señalando al centurión que estaba a


su lado.

El miles romano, alto y fornido, tomó la iniciativa.

-Me llamo Celso Aulio Cornelio, sirvo en la quinta legión y estoy al mando de una
centuria bajo el prefecto Poncio Pilato.

-¿Sabe acaso el prefecto que estamos aquí?

-No, tribuno. Al menos yo no se lo he dicho. Glauco me ha advertido del carácter


secreto de vuestra misión y me ha mostrado las órdenes directas de Tiberio.

188
-Me extrañaría que no estuviera ya hace tiempo enterado de todo -comentó
Aristeo.

-Tenemos cartas para ti, Suetonio -añadió Glauco tendiéndome un rollo de


pergamino.

Lo miré. Tenía el sello de los Claudios. Era de mi mujer.

-¿Y de la esclava qué sabes?

-¿Raquel? Está aquí, tribuno, en los calabozos de esta casa.

-¿Aquí? A ver, explícame.

Celso nos invitó a tomar asiento en el pequeño jardín, presidido por un modesto
busto de Tiberio y un mosaico consagrado a la diosa Artemisa. Su esposa nos sirvió vino
y un exquisito jamón curado al modo hispánico, que, según Aristeo, es una manera de
conservar el cerdo en salazón de origen celta.

Glauco, aún titubeante, me puso al día de sus correrías. Por lo visto, tras
inspeccionar los alrededores de Cafarnaún, las pistas le condujeron a la región de
Samaria, en la que no consiguió entrar. Pero, gracias a la información que le proporcionó
un pastor, supo que Raquel y Benjamín habían estado en Siquén, sólo de paso, pues la
pareja viajaba de noche y los había visto pasar en dirección del mar. Mi lugarteniente
había llegado hasta Cesarea Marítima, había preguntado en el muelle y, convencido de
que no se habían fugado por mar, supo que Benjamín y Raquel habían optado, al
parecer, por refugiarse en Jerusalén entre los seguidores del rabí jesús.

-Así que me vine a esta ciudad y husmeé por calles y plazas. No fue fácil
encontrarla, porque, muerto el galileo, sus discípulos siguen medio ocultos, casi no se
dejan ver y se reúnen en secreto. Un día me tropecé por casualidad con Celso, al que
había conocido hace años en los campamentos de verano de Roma a la vuelta de una
campaña. Me reconoció y tuve que contarle todo, rogándole que guardara el secreto.
Desde entonces me hospedo en esta casa. Harto de buscar, me fui a echar un vistazo al
mercado de Tiropeón. ¡Y cómo no! Allí apareció Sibel, que se alegró mucho de verme.
Me dijo que un día, cerca de la puerta de la Aguja, encontró a una muchacha tirada en el
suelo que mordisqueaba una manzana. Le dio pena e iba a darle unas monedas, cuando,
al abrir su manto, descubrió que era Raquel. Estaba tan flaca y débil que le costó
reconocerla. La montó en su asno y se la lle vó a la posada, donde le dio de comer.

189
Raquel, llorosa, le suplicó que no la delatara.

-¿Y Benjamín? -pregunté ansioso.

-Ese hijo de perra la dejó tirada en el momento en que supo de labios de Raquel
que había sido violada en la cueva de los zelotas. Además, no se creyó nunca que tú, su
amo, no la hubieras poseído. El caso es que decidió abandonarla. Por lo visto, la
muchacha, destrozada por el rechazo de su antiguo pretendiente y avergonzada de su
situación, no se atrevió a acudir de nuevo a sus conocidos de Jerusalén, que le habían
recibido bien al principio, cuando llegó de la mano de Benjamín; y, deprimida, se decidió
a pedir limosna por las calles para subsistir.

-¿La has azotado?

-Tribuno: soy un rudo soldado, pero no un cafre. ¿Cómo voy a apalear a un


cervatillo medio muerto?

Le pedí que me condujera al calabozo. Mientras bajaba las húmedas escaleras me


asaltaron una vez más los sentimientos encontrados. Por una parte, mi corazón latía
desbocado; por otra, me decidí a permanecer firme.

Chirriaron los cerrojos. Al fondo, tirada sobre un montón de pajas, con grilletes en
pies y manos, yacía Raquel.

-¡Levántate, esclava, ante tu dominas, el tribuno Suetonio! -gritó Glauco.

Ella dio un respingo, asustada, y se arrebujó en un rincón de la celda lloriqueando.


Entre greñas, sus grandes ojos se habían apoderado de la lividez del rostro.

-¿Te das cuenta de lo que has hecho? ¿Sabes que el delito de tu huida según las
leyes romanas basta para aplicarte la pena de muerte?

Raquel no respondió. Como una oveja trasquilada se arrinconaba llorando en la


esquina de la celda mientras se tapaba el rostro con ambas manos.

-¡Bien, en todo caso pagarás por tus culpas!

-¿La mando azotar? -dijo Glauco.

-No. Deja que se recupere y reflexione. ¡Estúpida! ¿Hay mayor privilegio que ser
propiedad de un romano? ¡Has arruinado tu vida!

190
Cuando subía las escaleras, me temblaban las piernas. Pero en aquel tiempo no
sabía actuar de otra manera. Mi orgullo y mi prestigio estaban en juego.

En el cubículo que me destinó Celso abrí con desgana el papiro de Claudia. Su


misiva estaba fechada en Roma hacía unos veinte días.

Claudia, hija de Lucio, de la invicta familia Claudia, saluda al tribuno Suetonio, su


dilecto esposo.

Desde nuestra despedida en Capri te hago saber que las cosas no me han ido
demasiado bien. Partí hacia la Urbe el mismo día que tú te embarcabas. El viaje
por la Campania estuvo lleno de molestos incidentes que retrasaron nuestra llegada
a Roma: desde la lesión de mi cabalgadura en una pata hasta la caída de un baúl
por un barranco con mis más preciados vestidos y perfumes. Finalmente, llegamos
a la ciudad, donde encontré nuestra casa tan descuidada y llena de polvo que
parecía otra. Me apresuré a castigar con cien azotes a los esclavos que allí dejamos
y a solicitar recursos al banquero Mucio, quien me informó de que nuestras cuentas
están bastante esquilmadas, no sé por qué razón.

Gracias a la ayuda de mi amigo el poeta Gneo Nevio, que se ha puesto muy


generosamente a mi servicio, consigo afrontar malamente mis gastos y mantener la
dignidad de nuestro nombre y estatus en la Urbe. Él también me ha invitado a los
juegos gladiatorios, que, organizados por el joven Cayo Calígula junto al Tíber,
concitaron la semana pasada a lo más selecto de la Urbe. ¿Y tú, amado esposo?
¿Puedes contarme algo de tus hazañas o sigues obligado al más estricto secreto?

Por cierto, no sé si sabrás que la esposa del procurador de Judea, Poncio


Pilato, Claudia Prócula, es lejana pariente mía, de los Claudios, como hija del
senador Marco Metelo Claudio, y que, por esa razón, en contra de la costumbre,
Tiberio, su primo, la autorizó a acompañar a su marido cuando éste fue destinado a
Judea. Jugábamos juntas de niñas. Pues bien, Claudia Prócula me ha escrito una
carta muy extraña en la que habla de un galileo que fue ajusticiado hace meses por
orden de su esposo Poncio, tras una fuerte presión por parte de los líderes judíos.
Cuenta que tuvo un sueño y le dijo a su marido: «No te mezcles en el asunto de
ese justo; pues hoy en sueños he sufrido por causa suya». Debe de ignorar,
supongo, que tú andas por ahí. Pero me confiesa que no puede quitarse del
pensamiento la imagen de ese convicto crucificado a las afueras de Jerusalén. He
creído conveniente contártelo, porque me parece un dato que quizás pueda servirte
de algo.

191
Dame razón de tu salud. Yo me encuentro bien, aunque escasa de dinero. Si
puedes, da órdenes expeditas a tus banqueros para que sean más generosos
conmigo. No acabo de creerme que tú, tribuno del Imperio, estés en tan precaria
situación pecuniaria. Espero prontas noticias tuyas.

Valeas. Uxor dilecta,

Claudia.

Lancé con rabia el papiro al suelo. ¿Era todo lo que mi mujer tenía que decirme?
¿Que necesitaba más dinero y que se dejaba cortejar por un estúpido poeta? Para eso
podría haberse ahorrado escribirme. Sus palabras colmaron mi ira después de ver a
Raquel en aquel estado, que, a fuer de sincero, era lo que realmente me desazonaba.
Sólo la coincidencia de su parentesco con la esposa de Pilato y su extraña intuición sobre
el rabí jesús me interesaban de aquel escrito, que volví a recoger del suelo.

Transcurridos unos días de descanso, intenté poner en orden los últimos datos de
que disponíamos con ayuda de Aristeo. Dado los conflictos con los fariseos, que en
definitiva fueron los que condujeron a jesús a la muerte, de las direcciones que nos
habían facilitado Zaqueo y Lázaro, una me parecía prioritaria. Precisamente la
correspondiente a un fariseo rico y poderoso que se entrevistó con él en secreto, un tal
Nicodemo.

No fue difícil localizarle, ni, gracias a nuestras buenas recomendaciones, conseguir


una entrevista con él. Eso sí, me pareció extraño que nos citara de noche. Pero no era
cuestión de imponer condiciones cuando tan prestigioso personaje tenía la deferencia de
recibirme. Acompañado de Aristeo y la custodia de Glauco, que nos dejó a la puerta del
fariseo, fuimos atendidos por su criado, que nos condujo a través de una lujosa mansión
situada cerca del Templo hasta la azotea de la misma. Reclinado sobre una baranda de
piedra, se giró hacia nosotros, permitiendo que la luna esclareciera sus facciones de
anciano aristócrata. La nariz recta, los ojos hundidos y la barba gris bien recortada
recibían los reflejos del efod, o chaleco, que vestía, bordado en franjas doradas,
escarlatas, púrpura y azules.

-¿Eres tú acaso el romano Suetonio?

-El mismo -respondí con una inclinación de cabeza.

-Disculpa que te reciba en mi azotea y bajo las estrellas. Es una vieja costumbre de
hace muchos años. De noche se ven mejor los pensamientos.

192
Nicodemo había dispuesto una esterilla y varios cojines en la terraza. Dio orden a
su siervo de que se retirara.

-De modo que queréis saber de jesús. ¿Está enterado el procurador de vuestra
presencia en Jerusalén?

-No. Al menos no oficialmente. No hemos querido presentarnos aún a Poncio


Pilato.

-Ese hombre anda cada vez más desquiciado. Diez años es demasiado para un
cargo que suele durar tres. Desde la crisis de las insignias no levanta cabeza. Por no
hablar, como es lógico, de sus feroces represiones al pueblo, que supongo conoceréis.
Pero debéis citaros con él si queréis conocer otra versión de los hechos.

Aristeo y yo teníamos conciencia de encontrarnos ante un hombre influyente,


culto, distinguido. Sus manos finas y bien cuidadas trazaban al hablar sutilezas en el aire
mientras parecía masticar cada palabra.

-De modo que Lázaro os ha hablado de mí.

-Sí, nos aseguró que fuiste amigo en secreto del nazareno.

Nicodemo sonrió.

-Así es, en secreto hasta que «ocurrió». Hoy ya todo el mundo sabe cuánto llegué
a quererle. Os contaré primero cómo nos conocimos. Primero fue a través de mis colegas
del Sanedrín, que andan siempre con la nariz afilada, olisqueando heterodoxias en los
profetas itinerantes y recordando a todo el mundo que hay que cumplir hasta la última
tilde de la ley. Murmuraban indignados que las multitudes le seguían fascinadas por sus
milagros. Pero al mismo tiempo lo que más les enfurecía era cómo rompía las formas
comunes de comportamiento de los rabinos hasta ahora. Por ejemplo, admitía a mujeres
entre sus seguidores, permitía que se le acercaran los niños y se sentaba a comer con
publicanos, pecadores y prostitutas. Pero lo que más se comentaba en el Sanedrín e
indignaba a mis compañeros escribas era que sanara impunemente en sábado a los
enfermos, que sus discípulos arrancaran en sabbat espigas por el camino, y que
proclamara que este día ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado.

-Hemos oído que, según los fariseos, jesús llegaba a criticar la Escritura misma.
Sobre todo en lo que se refiere a las prescripciones de purificación ritual -interrumpió
Aristeo mientras sacaba del morral una tablilla, de la que leyó una frase de Jesús que

193
había transcrito-: «Nada que entra de fuera puede manchar al hombre; lo que sale de
dentro es lo que mancha al hombre».

-Sí, se refería a que no hay alimento impuro para el hombre; que impuro es lo que
el hombre defeca y va a la letrina. Pero debéis comprender una cosa -dijo Nicodemo
esgrimiendo su hue sudo dedo-: Poner en duda que la impureza exterior penetra en el
interior del hombre es ir contra los presupuestos y la letra de la Torá y en contra de la
autoridad de Moisés mismo. Es tanto como discutir siglos de tradición y la práctica del
sacrificio y la expiación. O, si queréis, algo peor: borrar la frontera entre el espacio
sagrado y el mundo profano. Para la mentalidad de un fariseo, equivale a asociarse con
los pecadores.

-¿Y a ti, miembro del Sanedrín, no te indignaban esas palabras?

El fariseo dirigió la mirada hacia el firmamento.

-¡Bien observado! Así habría sido si el rabí jesús se hubiera mostrado únicamente
crítico con la ley. Pero es que, cuando el Maestro pronunció esas palabras que has
citado, fue a propósito de la obsesión farisea de enjuagar vasos, jarras y ollas. Y a
renglón seguido citó precisamente a Isaías: «Este pueblo me honra con los labios, pero su
corazón está lejos de mí. El culto que me dan es inútil, porque la doctrina que enseñan
son preceptos humanos». Un modo de subrayar cómo el amor está por encima de la ley:
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y
con todas tus fuerzas». Eso me animó a querer conocerle mejor. Las primeras veces me
vestía pobremente y me mezclaba entre las gentes para escucharle, venciendo mi natural
repugnancia a las aglomeraciones, sus gritos, olor y codazos. Cada vez que le oía hablar
y disputar con los escribas, más me interesaban sus argumentos, y decidí intentar
entrevistarme a solas con él.

Nicodemo, al llegar a este punto, perdió algo de su solemne compostura y


continuó, pero impregnando de mayor tensión y emoción sus palabras.

-Confieso que dos fuerzas luchaban entonces dentro de mí: mi pertenencia al


Sanedrín y al Gran Consejo junto al interés por un rabí pobre que se juntaba con
desharrapados, y la curiosidad y el deseo de saber más, que siempre me han
acompañado desde la juventud. Sabía que Jesús no andaba con frecuencia por Jerusalén,
que prefería las aldeas y el campo; y que, cuando lo hacía, frecuentaba poco a la gente
del Templo, probablemente porque no quería apresurar su intuido desenlace. Entonces
acudí a un tenducho en el barrio de Betheta y compré con pocos siclos el favor de un tal
Zacarías, un tipo regordete e intrigante, pero muy bien informado. «Quiero ver a solas a

194
ese rabí galileo», le pedí. El tendero me prometió que haría lo posible. A los pocos días
vino a avisarme de que el Maestro se hallaba en Jerusalén y que se hospedaba en la casa
de un amigo suyo, un tal Gamaliel, situada en el Ophel, el barrio más miserable de
Jerusalén.

El jefe fariseo humedeció sus labios y tragó un sorbo de vino para refrescar su seca
garganta. Percibí hasta qué punto, a pesar de dominarse, el relato no le era indiferente.

-Envuelto en una simlah negra, como abrigo, me deslicé tras Zacarías por un
laberinto de calles inmundas. Nunca hubiera imaginado que existiera aquel cenagal
relativamente próximo al Templo, pues en realidad no lo había pisado en mi vida. Apenas
había ido más allá de los alrededores de las tumbas reales y la piscina de Siloé. Me
costaba seguir el paso de ardilla de Zacarías por aquel lodazal laberíntico de pobres casas
amontonadas. De pronto se detuvo frente a una puerta muy baja que parecía dar a un
corral. Llamó con los nudillos. Nadie contestaba. Comencé a impacientarme, sentía frío a
pesar del capote y, a qué negarlo, también miedo y repugnancia a la oscuridad de las
calles tan infectas. Al fin se abrió la puerta y apareció una joven que dijo: «Podéis entrar,
el Maestro está despierto y os espera en la azotea». Subimos por una estrecha escalera
exterior. De espaldas, la figura blanca del rabí, vuelta hacia el Templo y las colinas de
Hebrón, parecía orar en silencio con las manos en alto. Se volvió. Al verlo de cerca lo
que más me impresionó fue su mirada. No sabría describirla: unos ojos que exigían y
sonreían a la vez; una invitación a amar y olvidarse; a perderse en el mar y romper
amarras; a reír y llorar al mismo tiempo. Nun ca he visto unos ojos así y creo que nunca
los volveré a ver. Supe al instante que me veían por dentro, pero sin juzgarme, no como
un intruso en mi alma, sino como otro yo, un mejor yo quizás, capaz de visitar hasta el
fondo mis entrañas. Su nariz judía era recta y su boca jugosa, bien dibujada en medio de
una corta y limpia barba negra. Se movía con natural elegancia, y cuando prestaba
atención, tronchaba algo a un lado su espigado cuello, con aire de fragilidad y acogida.
Como si en toda su figura se cruzasen a la vez la fuerza y la dulzura, la sencillez y la
distinción, misteriosa profundidad y alegría.

»-Rabí bueno, te saludo -le dije.

»-Sólo Dios es bueno -respondió.

»-Pero sabemos que tú eres un maestro venido de parte de Dios; nadie podría
realizar las señales que tú haces si Dios no estuviera contigo -repliqué.

»Jesús, desde aquella mirada cautivadora y desconcertante, exclamó:

195
»-Pues sí, te aseguro que si uno no nace de nuevo, no podrá gozar del reinado de
Dios.

»Aquella respuesta me descolocaba. La interpreté con torpeza, literalmente:

»-¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Podrá entrar otra vez en el vientre de
su madre y volver a nacer?

»Pero Jesús hablaba de otra forma de renacer, se movía en un plano distinto.

»-Pues sí, te lo aseguro: a menos que uno nazca del agua y del espíritu, no puede
entrar en el reino de Dios. De la carne nace carne, del espíritu nace espíritu. No te
extrañes de que te haya dicho: "Tenéis que nacer de nuevo". El viento sopla donde
quiere; oyes el ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va, pasa con todo el que
ha nacido del espíritu.

»¿Qué pretendía decirme con palabras tan enigmáticas? ¿Se refería con el agua al
bautismo de Juan? ¿Por qué contraponía car ne y espíritu? ¿A qué era comparable ese
renacer libre como el viento que sopla donde quiere? Pregunté:

»-¿Cómo puede suceder eso?

»Jesús se puso serio:

»-Y tú, el maestro de Israel, ¿no lo entiendes? Pues sí, te aseguro que hablamos
de lo que sabemos; damos testimonio de lo que hemos visto y, a pesar de eso, no
aceptáis nuestro testimonio.

» Dio un paso adelante, se acercó a la balaustrada. El Templo despedía un


resplandor fantasmagórico al reflejar la luz de la luna.

» -Si no creéis cuando os hablo de lo terrestre, ¿cómo vais a creer cuando os hable
de lo celeste? Y nadie ha estado arriba en el cielo excepto el que bajó del cielo, el Hijo
del Hombre. Lo mismo que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también el
Hijo del Hombre tiene que ser levantado en alto para que todos los que creen en él
tengan vida eterna.

»Si hasta el momento su hablar me desconcertaba, lo de la serpiente en alto


aplicado a sí mismo me turbó. Recordé que por mandato de Dios, según las Escrituras,
mirando a la serpiente de bronce en un estandarte, Moisés curaba a los mordidos por esa
alimaña. Cada vez entendía menos. Sólo cuando pude verlo tiempo después colgado de

196
la cruz comprendería cabalmente lo que quiso decir. Si la serpiente curaba de una
enfermedad pasajera, el galileo prometía desde su patíbulo curar para siempre. Luego
insistió que su amor era liberador; que tanto amó Dios al mundo que dio a su único Hijo
para que tuviera vida eterna y no pereciera ninguno de los que creen en él. Que Dios no
había mandado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se
salve por él. ¿Y qué es lo que salva? Salva, me dijo, la adhesión al Hijo único de Dios;
una fe que libera más allá de todo juicio o sitúa en el único juicio que viene de la luz y las
tinieblas.

La poblada barba del fariseo suavizaba su arrugado y cetrino rostro. Bajo los
abultados párpados sus ojillos cansados de revisar rollos de la ley parecían temblar de
emoción.

Aristeo rompió un prolongado silencio.

-Agua y espíritu, luz y tinieblas. Los griegos amamos ese juego de palabras. En la
tradición el agua es lo femenino, y el espíritu lo masculino. Pero ¿dónde está aquí la luz y
dónde la tiniebla?

-Él decía: «Yo soy la luz, el que me sigue no anda en tinieblas». Aquella noche me
aseguró que la luz vino al mundo y los hombres prefirieron las tinieblas.

-Y tú, rabí Nicodemo, ¿cómo lo interpretas?

-La luz es la verdad y a la verdad se accede por la fe.

-¿Y qué es la verdad? ¿Qué es la fe?

-Esa misma pregunta escéptica le hizo Poncio Pilato antes de ejecutarlo. Sólo el
paso del tiempo y verle morir en esa cruz me han curado a mí del peor mordisco de la
serpiente: el racionalismo, el pretender explicar todo a través de la lógica. Nadie que se
enamora se sirve de la lógica para tomar decisiones. Nadie quiere a su hijo
racionalmente. Lo que importa en la vida se ve con los ojos del corazón. La luz es una
persona, la luz es él.

Lo dijo con fuerza, como aceptando la conclusión de una larga lucha.

-¿Volviste a encontrarte con el nazareno?

-Desde entonces me obsesionaba. Enviaba a siervos para que me contaran cuanto


vieran y escucharan. Quería saber más y más. Al mismo tiempo, mis relaciones con los

197
miembros del Sanedrín se hicieron cada día más difíciles. Al invierno siguiente el
Maestro vino por la fiesta de la Dedicación. Era el mes de kisleu, cuando nuestro pueblo,
con la llegada del frío invierno, conmemora, con alegría y con lámparas encendidas, la
dedicación del Templo y la purificación del altar. El Templo era frecuentemente el lugar
de confrontación de mis colegas con Jesús. Aquel día hacía frío en el pórtico de
Salomón, donde le acosaban a preguntas. Le decían que dejara de tenerlos en vilo, que si
era el Mesías, el Cristo, que lo dijera abiertamente. Jesús les respondió que ya lo había
dicho repetidas veces, pero que ellos no querían creerle, pese a las obras que hacía en
nombre de su Padre, porque ellos no eran sus ovejas. «Mis ovejas escuchan mi voz; yo
las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las
arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie
puede arrebatar nada de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno». Entonces un
grupo de exaltados gritó: «¿Habrase visto? Vamos a apedrearle». Y fueron a por piedras.
Jesús les preguntó que por cuál de las obras buenas que había hecho querían apedrearle.
Los fanáticos no atendían a razones. Gritaban: «¿Qué obra buena? Porque blasfemas y
porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios».

Aristeo, vivamente interesado, interrumpió:

-¿Y qué respondió Jesús? Parece, por lo que deduzco, que ahí está la clave de
todo.

Nicodemo se levantó.

-Su respuesta fue muy osada. Les vino a decir que ellos mismos eran dioses: «¿No
está escrito en vuestra ley "yo he dicho: dioses sois?" Si llama dioses a aquéllos a quienes
se dirigió la Palabra de Dios, y no puede fallar la Escritura, a aquél a quien el Padre ha
santificado y enviado al mundo, ¿cómo le decís que blasfema por haber dicho: "Yo soy
Hijo de Dios"? Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque
a mí no me creáis, creed por las obras, y así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí
y yo en el Padre». Para la mentalidad de mis colegas Jesús insistía en su blasfemia.
Entonces empezaron a tirarle piedras como energúmenos. Pero, como otras veces, no se
sabe cómo, se escabulló y se fue al otro lado del Jordán.

-De modo que él pensaba que cada hombre en cierta medida es un dios -apuntó
Aristeo.

-Sí, o un hijo de Dios, que viene a ser lo mismo. Por eso nos enseñaba a llamarle
«Padre nuestro». Además, Jesús no se mostró al mundo como padre, sino como hijo, el
Hijo del Hombre y en esta ocasión como Hijo de Dios, uno con Él, y así lo mostraba en

198
sus obras. El hecho es que los del Gran Consejo se subían por las paredes. Sobre todo
cuando Simón contó lo que ocurrió durante una cena en su casa un sábado, a la que le
había invitado con otros fariseos, cuando se acercó un hidrópico y le curó. Surgió la
pregunta de siempre, si es o no lícito curar en sábado. Él respondió con otra pregunta:
«¿A quién de vosotros se le cae un hijo o un buey a un pozo en día de sábado y no lo
saca al momento?». De este modo los dejó a todos callados.

Durante esta última intervención de Nicodemo los tres paseábamos de un lado a


otro de la terraza bajo el firmamento. Después de una pausa de denso silencio pregunté:

-¿Qué pasaba realmente en el seno del Sanedrín, Nicodemo? ¿Por qué ese rechazo
a un profeta que al fin y al cabo se limitaba a usar argumentos espirituales?

Nicodemo se mesó la barba y me dedicó una pícara sonrisa inteligente.

-Está claro. Era un personaje incómodo y hasta peligroso, que podía romper el
equilibrio del poder, su estabilidad política y religiosa. Al principio los dirigentes del
Templo estaban divididos. Tened en cuenta que entre nosotros hay hombres muy
versados en la ley y disfrutaban pinchándole y zahiriéndole cada vez que se acercaba al
Templo. Aceptar que Jesús era el Mesías venía a ser tanto como echar por tierra todo lo
establecido. Admitir que el amor está por encima de la ley era destruir por completo la
estrategia de hombres que basan su vida y su prestigio en interpretar la ley. Si además
nos llamaba sepulcros blanqueados, culebras, camada de víboras, hipócritas pendientes
de llamar la atención con nuestras filacterias y de que nos hagan reverencias por las calles
llamándonos «señor mío» o «padre», cuando el único señor y padre es Dios, aún peor.
«¡Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas -gritó un día-, que pagáis el diezmo de la
hierbabuena, del anís y del comino y descuidáis lo más grave de la ley: la justicia, el buen
cora zón y la lealtad! ¡Esto había que practicarlo y aquello... no dejarlo! ¡Guías ciegos,
que filtráis el mosquito y os tragáis el camello! ¡Ay de vosotros, letrados y fariseos
hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato mientras dentro rebosan de robo y
desenfreno! ¡Fariseo ciego! Limpia primero la copa por dentro, que así quedará limpia
también por fuera». Podéis imaginar la cara que ponían mis colegas. He de reconocer
que tenía todo la razón del mundo. Pero una denuncia así iba a costarle cara.

El anciano Nicodemo mostró señales de cansancio.

-No queremos importunarte más. Sólo dime: ¿pudiste hacer algo por Jesús?

Una nube de tristeza oscureció la mirada del sabio fariseo.

199
-No; eran todos contra mí. Nada podía contra la autoridad de Anás y Caifás, que
consiguieron convertirle en reo de alta traición ante el emperador romano.

-z Cómo?

-Acusándole de proclamarse «rey de los judíos». Lo único que pude hacer es


ayudar a José de Arimatea, otro miembro del Sanedrín que, como yo, creía en secreto en
él. José es además muy rico y decurión del Imperio romano. Más valiente y entusiasta
que yo, vino, después de muerto Jesús, a verme y a pedirme que le acompañara a pedir a
Pilato permiso para enterrarlo en un sepulcro nuevo de su propiedad. Él pagó además las
sábanas y aromas del embalsamamiento. Al menos tuvimos el consuelo de desclavarle de
la cruz y depositarlo en brazos de su madre, María. Pero ha pagado con la cárcel su
valor. Ahora le acusan de haber robado el cuerpo del Maestro, pues dicen que la tumba
está vacía. José de Arimatea está actualmente encarcelado en la Torre Antonia.
Reconozco que soy cobarde, no tengo ni siquiera el valor de ir a visi tarle, no me
encadenen a mí también. Aunque la verdad, ni los mismos discípulos de jesús le
acompañaron hasta el final; huyeron en desbandada como un rebaño disperso. Él lo
intuyó: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas», había dicho.

Como el anciano parecía agotado, no quisimos cansarle más. Le agradecimos su


valiosa información y le prometimos que no haríamos uso de ella en contra de los
seguidores del rabí.

Regresamos a casa de Celso en silencio. Antes de abrir la puerta me volví a mirar


al Templo y le comenté a Aristeo:

-¿Qué tiene la noche para las confidencias?

-No lo sé. En la noche calla el vocerío y el grito de los colores. La noche protege
igual a asesinos y a amantes. Pero en realidad es propiedad de los que vigilan.

-Aristeo, te sabía filósofo, pero no poeta -sonreí.

-Amigo Suetonio, todo se pega. ¿No piensas que ese galileo tenía algo de poeta?

-Algo de poeta, de soñador, de revolucionario, quizás de loco.

-Los locos no son tan conscientes de lo que hacen y tan consecuentes hasta el
final. Creo que nunca creería en un tipo así, que defiende a los débiles, las mujeres, los
pobres, los publicanos, las prostitutas y los niños. Pero he de reconocer que vivió hasta
sus últimas consecuencias lo que pensaba y que, en todo caso, es más valiente morir por

200
una idea que luchar en mil batallas.

Me costó dormirme. Daba vueltas en la cama pensando que allí, bajo mi lecho,
yacía Raquel encadenada a las paredes de una lóbrega mazmorra. De niño siempre me
habían enseñado que el orgullo es la más preclara virtud de un ciudadano romano. Y me
preguntaba si era orgullo o testarudez, al fin y al cabo, lo que había conducido a la cruz a
jesús, el galileo. Pero tal conclusión parecía contradecirse con otra que cada día que
pasaba, tras conversar con sus seguidores y amigos, parecía irrefutable: su
mansedumbre. Con esta idea y la de un pastor conduciendo sus ovejas por los verdes
prados de Galilea conseguí conciliar el sueño.

201
202
anto había oído hablar del Templo de Jerusalén y de sus maravillas
que decidí ir a visitarlo en la primera ocasión. Además del hecho obvio de que este
enorme edificio atrae todas las miradas por estar situado en lo más alto de la ciudad, me
intrigaba sobremanera cuanto me habían contado sobre su construcción y las tensiones
que el rabí jesús vivió en su interior. Aristeo insistía en que deberíamos esperar a alguien
que lo conociera a fondo para que nos lo mostrase en todo su esplendor. Yo le respondí
bromeando que él se las bastaba y sobraba con su erudición para ilustrarnos la visita;
pero el griego se negaba alegando además que la Torre Antonia, residencia de Pilato en
Jerusalén, está situada pared con pared en una esquina de este edificio sacro, y no
convenía, dadas las circunstancias, merodear tan cerca.

En medio de estos dimes y diretes y mientras nos planteábamos cómo orientar


nuestras próximas investigaciones, Glauco se presentó en el pequeño jardín con aspecto
de querer decirme algo y no atreverse.

-¿Qué intentas decirme? Te conozco muy bien.

Mi lugarteniente titubeó.

-Es esa esclava.

-¿Qué le pasa?

-Tribuno: ahí abajo esa joven debe de estar pasando mucho frío. Ya tiene heridas y
rozaduras en los tobillos y las muñecas.

-¿Qué te sucede, muchacho? ¿Ahora te has vuelto melindroso? ¿El valiente e

203
implacable soldado Glauco se turba por las rozaduras de una esclava?

-No es eso, Suetonio. Además he de confesarte que en estos días, mientras te


esperábamos, he hablado largo y tendido con ella.

-¿Y qué te ha dicho?

-Verás. Me ha contado sobre esa gente, los discípulos del galileo. Dice que, cuando
llegó a Jerusalén junto a Benjamín, al principio se hospedó con ellos.

-¿Y?

-Pues que encontró a una mujer que dice que tiene un retrato de jesús.

-¿Cómo? ¿Se puede saber por qué te lo has callado sabiendo, como sabes, hasta
qué punto estoy interesado en ese cuadro?

-Es que creo que no es un cuadro.

-Entonces, ¿qué es?

-No sé, tribuno, pregúntaselo tú.

-¿Yo? ¿Qué pretendes? No sé qué tramas, Glauco, tú has cambiado mucho.

Era cierto. En Jerusalén encontré al joven soldado menos brusco y radical.


Después de una larga conversación conseguí sonsacarle la causa: durante tantos días con
Raquel a solas y llevándole la comida, había entablado largas conversaciones con ella; y
no hay nada como dialogar con alguien para acabar comprendiéndole. Había descubierto
que era una buena persona, que a pesar de odiar la esclavitud a la que estaba sometida y
los acontecimientos que la habían llevado a Roma, en el fondo me apreciaba, nos
apreciaba a los tres. Ahora Glauco veía hasta cierto punto bastante lógico que la
muchacha, al volver a ver a su novio y encontrarse de nuevo en su tierra, donde había
sido feliz, hubiera caído en la tentación de huir y recuperar su antigua libertad. No
calculó, sin embargo, que el imberbe Benjamín, además de torpe e inmaduro, pretendía
que ella volviera a ser la de antes, la adolescente alegre y pura que conoció en su pueblo.
Se negaba dentro de sí a aceptar lo que actualmente es: una esclava que ha sufrido
humillaciones, que ha sido violada, y que, según su propio convencimiento, era también
la esclava sexual de mis deseos. En fin, que el tiempo y las experiencias no pasan en
vano.

204
No necesitaba demasiados argumentos para ablandarme, pero los de Glauco,
convertido ahora en defensor de la muchacha -y creo también que medio engatusado por
sus encantos-, bastaron para convencerme. Pero, para guardar las apariencias y dar
largas al asunto, le pregunté si había conseguido información sobre los zelotas.

-No he tenido mucho tiempo con lo de buscar a la muchacha. Pero he sabido algo
que te va a interesar. ¡Hay una curiosa conexión entre los seguidores de jesús y los
zelotas!

-¿Qué dices? ¿Los zelotas y jesús? ¿Acaso el movimiento del nazareno es también
político? ¿Son nacionalistas y contrarios a los romanos?

-Bueno, al menos he descubierto que el rabí tenía dos discípulos zelotas en su


grupo. Uno, al que llaman Simón, «el zelota», y otro, que algunos dicen que también lo
es, el tal judas Iscariote, el que le traicionó.

-Pero, por lo que sabemos hasta ahora, el galileo era totalmente contrario a la
violencia; no hay más que ver cómo se dejó matar.

Glauco se rascó la coronilla.

-Bueno, quizás a ese Simón le llamen «el zelota» precisamente porque los demás
no lo son. O puede que ese Simón fuera un antiguo zelota arrepentido, ¿quién sabe? Pero
creo, por lo que he investigado, que tanto un grupo como otro responden a un mismo
descontento.

-No entiendo lo que pretendes decir.

-Gracias a Raquel he interrogado a un panadero llamado Joel y a un par de


muchachos que han sido zelotas. Me dijeron que dudaron de seguir a Jesús, pero que
prefirieron unirse a Barrabás. Les pregunté que cómo se metían en esos líos. La razón al
parecer viene a ser la misma. En las aldeas de Galilea los jóvenes abandonan sus hogares
y el trabajo del campo porque no pueden aguantar más la presión económica. Tú mismo
lo has podido comprobar. Basta un año de sequía, una mala cosecha, para que les
desborden los impuestos, y, desesperados, decidan echarse al monte con los zelotas.
Dicen que en su mayoría se han hecho insurrectos por obligación. Pienso que algunos de
los que siguieron a Jesús podrían haber buscado lo mismo: escapar como fuere, quitarse
de en medio, abandonar la labranza y unirse a un profeta itinerante.

-Y en tu opinión, ¿qué les ofrecía jesús para tomar esa decisión?

205
Glauco volvió a rascarse la coronilla, un gesto muy suyo siempre que alguien le
obligaba a pensar.

-Bueno, aparte de que dejar la casa y vivir por esos caminos puede tener atractivo
para un joven, el rabí no podía ofrecerles la condonación de tantas deudas por los
impuestos. Pero sí otro perdón, otra amnistía, la de Dios; quizás el cambio de vida, un
mundo al revés, donde los pequeños son grandes y los pobres ricos ¿comprendes? La
revolución del pensamiento. Creo que ese rabí en una de sus oraciones hablaba de
«como nosotros perdonamos a nuestros deudores», y ahí entran toda clase de deudas,
no sólo las morales. Ten en cuenta que para la mayoría Jesús el galileo era el Mesías que
les iba a liberar de todos los problemas, también de los políticos.

-A ti te pasa algo raro. Creo que por primera vez en tu vida estás pensando
medianamente. ¿Te encuentras bien, Glauco? No sé qué decirte. Quizás a Pilato le
convendría políticamente declarar una amnistía, proclamar una especie de ley de punto
final. La presión es muy fuerte. Creo que el procurador ha ido demasiado lejos en la
represión de esos brotes.

-¿Puedo sentarme, tribuno?

Le autoricé gustoso.

-Mira, el panadero me ha contado una historia precisamente sobre eso de la deuda.


Creo que es uno de esos cuentecillos que contaba el rabí Jesús. Resulta que un día sus
discípulos le preguntaron que cuántas veces hay que perdonar a alguien que te haya
ofendido, si hasta siete veces. Y Jesús contestó que no sólo siete, sino hasta setenta
veces siete. A este propósito contó que un rey quiso saldar cuentas con sus empleados.
Para empezar, le presentaron a uno que le debía millones. Como no tenía con qué pagar,
el señor mandó que lo vendieran a él, con su mujer, sus hijos y todas sus posesiones, y
que pagaran con eso. El empleado se echó a sus pies suplicándole: «Ten paciencia
conmigo, que te lo pagaré todo». Por lo visto, el señor sintió lástima de aquel empleado y
lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero, al salir, este individuo, que debía de ser de
armas tomar, encontró a un compañero suyo que le debía algún dinero. Entonces lo
agarró por el cuello y le dijo acogotándole: «Págame lo que me debes». El compañero se
echó a sus pies y le suplicó: «Ten paciencia conmigo, que te lo pagaré». Pero él no
quiso, sino que fue y lo metió en la cárcel hasta que le pagara lo que debía. Al ver
aquello, sus compañeros quedaron consternados y fueron a contarle a su señor lo
sucedido. Entonces el señor llamó al empleado y le dijo: «¡Miserable! Cuando me
suplicaste, te perdoné toda aquella deuda. ¿No era tu deber tener también compasión de
tu compañero como yo la tuve de ti?». Y su señor, indignado, lo entregó a los verdugos

206
hasta que pagara toda su deuda. ¿Qué te parece la historia?

-Que sin duda debió impactar en Galilea, una región acribillada a deudas. Pero te
veo venir -sonreí-. Crees que todo gran señor es magnánimo, que sabe perdonar, ¿no?
Anda, libera de sus grilletes a esa esclava y que le curen sus heridas. Luego tráela a mi
presencia.

Esperé impaciente un par de horas mientras transcribía algunas conclusiones de


nuestro encuentro con Nicodemo. Al rato Glauco se asomó en la puerta con Raquel, una
verdadera aparición.

Mi lugarteniente, después de que la esclava saliera del baño y se perfumara


generosamente, sin duda para producir en mí el efecto deseado, había pedido prestado
un hermoso vestido blanco a la esposa de Celso y algunas joyas: grandes aros para las
orejas, ajorcas y pulseras que disimularan las marcas de los grilletes en la transparente
piel de mi esclava, y la habían peinado con el cabello recogido en la nuca, al estilo
romano, que realzaba su perfil y la esbeltez de su cuello.

La joven, con un gesto muy teatral, se tiró a mis pies. Le ordené que se levantara.
A pesar de su extrema delgadez conservaba todos sus encantos y aquella voluptuosidad
con que se movía tras las sedas, junto a su desafiante mirada que pugnaba por salir de
sus párpados. Intencionadamente pasé por alto el pasado y le pregunté directamente
sobre el retrato. Me respondió que ella no lo había visto y que ignoraba cómo era, pero
que conocía a la mujer que lo conservaba como un tesoro.

En aquel momento se asomó Aristeo con un montón de rollos bajo el brazo. Decía
que era documentación muy interesante que había encontrado sobre el Templo, pero
que, en su insaciable ansia de saber más, insistía en que deberíamos conseguir un guía
para visitarlo a fondo. Aristeo, que nada más verla se quedó igualmente mudo ante la
belleza de la samaritana, pensó que quizás Raquel conociera a alguien en Jerusalén.

-Pero, dominus, en el Templo ni tú ni tu amigo podéis entrar. Hay un pórtico que


no pueden atravesar los gentiles.

-Es lo mismo. Nos haremos pasar por fieles judíos. ¿No lo hemos hecho ya
muchas veces?

Raquel se quedó pensativa.

-En casa de Gamaliel conocí a un joven que sirvió en los atrios del Templo y

207
estudió con los fariseos hasta que se unió al grupo amplio de los discípulos de jesús. Se
llama Matatías. Si quieres, puedo decírselo.

Y así lo hizo. Raquel, vestida de nuevo con su manto y túnica judíos y custodiada
por Glauco, consiguió que Matatías, el antiguo estudiante del Templo, de voz atiplada y
aspecto feminoide, nos acompañara a visitarlo.

Fue una mañana de color miel. Aristeo, Matatías y yo atravesamos los hervores del
mercado, sin que nos detuviéramos a saludar a Sibel, que permanecía rodeado de
mujeres judías revolviendo trapos en su tinglado de baratijas. El fuerte olor del aceite y
las especias disputaba al sol la limpieza de un aire que parecía recién estrenado. En el
fondo de mi ser disfrutaba como un niño estúpido con haber recuperado a Raquel.
Matatías nos hizo salir de la muralla y entrar de nuevo por la puerta de Jafa, junto al
palacio de Herodes, para seguir la ruta habitual de las caravanas. Curiosos, pegajosos
vendedores, y mendigos, tullidos y ciegos que pedían limosna junto a apacibles camellos
sentados y ristras de asnos que coceaban atados en hilera dificultaban nuestro paso.

-Deteneos aquí -dijo Matatías frente a la puerta Dorada-. Estáis ante el tercer
templo de los tres construidos en la historia sobre el monte Moira. Ante todo he de
advertiros que para nosotros, los judíos, el Templo es el centro de la religión, equivale al
corazón de nuestra forma de ser como pueblo. La primera idea de construir un templo se
remonta muy atrás. Fue de David, que un buen día le dijo al profeta Natán: «Mira, yo
habito en una casa de cedro mientras el Arca de Dios está en un cobertizo». Pero en
realidad fue su hijo Salomón quien acabó por edificarlo. Columnas de bronce, macizos
muros de cedro del Líbano, figuras de granadas y lirios, y oro en abundancia derrochado
en lámparas, incensarios, braseros, tenazas y paredes. Finos talladores de madera
fenicios y expertos vaciadores de Tiro vinieron expresamente a ayudar a los treinta mil
israelitas que trabajaron aquí durante siete años. En el sanctasanctórum -recinto en el
que, como sabéis, sólo puede entrar el sumo sacerdote un día al año- dos querubines
alados, tallados en madera de olivo, custodiaban el Arca de la Alianza.

-¿Nada queda de aquel primer templo? -preguntó Aristeo.

-Nada. Sus tesoros se convirtieron en un gran polo de atracción para los invasores.
Tras cuatro siglos, Nabucodonosor acabó por saquearlo y arrasarlo. Al año siguiente se
llevó al pueblo cautivo. El segundo templo, mucho menos ostentoso, fue reconstruido
después de que los judíos regresáramos de Babilonia, y duró unos quinientos años. Era
más pequeño y modesto. Pero el culto se fue haciendo más complicado y aumentó el
linaje sacerdotal. Tened en cuenta que ya no había Arca de la Alianza, pues había sido
destruida por nuestros enemigos y el sanctasanctórum ha permanecido desde entonces

208
vacío. Son falsas las leyendas que corren de que dentro hay una cabeza de asno de oro
macizo. En fin, todo fue más o menos sobre ruedas hasta que hace ahora unos noventa
años lo profanó vuestro general Pompeyo, hollando el recinto sagrado con sus legiones.
Pero no lo destruyó. Fue Herodes el Grande el que lo desmanteló por completo para
construir el nuevo, que es éste que estáis viendo.

Mientras subíamos las grandes escalinatas, Matatías nos contó cómo Herodes
quiso exceder en opulencia y tamaño al Templo de Salomón, y para eso contrató a diez
mil trabajadores y mandó construir mil carros para transportar las piedras. Incluso con el
fin de impedir que manos no consagradas profanaran el recinto sacro, mandó instruir en
albañilería y carpintería a mil sacerdotes, que no debieron de aprender bien el oficio,
pues parte de lo que construyeron se desplomó años más tarde y hubo que repararlo.

Estaban a la vista las enormes dimensiones del recinto.

-Debemos tomar el mikvé para no despertar sospechas de los guardias levíticos -


dijo el joven estudiante, cuyos conocimientos tenían absorto a Aristeo.

-¿Y qué es eso? -pregunté.

-Un baño ritual -respondió Matatías mostrando las piscinas que había a la derecha
de la escalera-. Basta que nos lavemos manos y pies.

Acto seguido entramos por unas escaleras que ascendían a través de túneles en el
enorme soreg o Atrio de los Gentiles, que ocupa dos tercios de la superficie del monte del
Templo. Se trata de un patio realmente espectacular al que puede acceder todo el mundo,
hombres y mujeres, creyentes y gentiles.

-Marco Agripa, lugarteniente de Augusto, cuenta en sus memorias -apuntó Aristeo-


que aquí sacrificó cien bueyes como holocausto en su visita a Jerusalén. No me extraña.
Desde luego, sitio tenía.

-No os separéis de mí. Es fácil perderse entre esta multitud -gritó Matatías-. ¡Por
aquí!

A derecha e izquierda se extendía una hilera de puestos para la venta de aves y


bueyes destinados a los sacrificios. Y más adelante los cambistas regateaban los precios
de cambio de las monedas extranjeras por siclos troyanos, los únicos admitidos para las
ofrendas e impuestos del Templo. Un lucrativo negocio.

-¿Fue aquí donde Jesús organizó el escándalo? -pregunté.

209
-Sí, fue en plena Pascua, con este patio abarrotado, creo que durante su última
subida a Jerusalén, después de aquella entrada casi triunfal con el agasajo de los que
pretendían proclamarle rey. La emprendió a patadas y latigazos, volcó las mesas de los
cambistas y derribó los tenderetes de las palomas. Les acusaba de haber convertido la
casa de Dios en una cueva de ladrones. Fue un incidente sin importancia, si se quiere,
que no pasó de un alboroto, más un gesto que una operación de gran escala, aunque lo
suficiente como para provocar un escándalo. Los fariseos le preguntaron con qué
derecho hacía eso, qué señal daba para actuar de tal modo. «Derribad este Templo y lo
reconstruiré en tres días», respondió el rabí. En medio del alboroto, escribas y doctores
de la ley le miraban desencajados: «Cuarenta y seis años ha llevado levantar este
Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?». Pero ya sabéis, jesús hablaba muchas
veces en clave y con doble sentido. En realidad quería provocarles y desenmascarar su
hipocresía. Algunos, los que hoy defienden que ha resucitado, dicen que hablaba de su
propio cuerpo.

En medio del patio nos tropezamos con una muralla de piedra no muy alta.

-Hasta aquí podéis llegar, amigos. Vosotros no podéis seguir adelante. Detrás
comienza el área del Templo propiamente dicho, vetado a los gentiles. ¿No leéis ese
letrero?

Efectivamente, la inscripción, redactada en griego, amenazaba con la pena de


muerte a cualquier gentil que atravesara la barrera. Nuestro guía nos advirtió de que
había visto apedrear públicamente a varios extranjeros despistados. Pero Aristeo, ansioso
de ver más, dijo que él seguía adelante. Matatías nos advirtió de que él no se hacía
responsable de lo que pudiera ocurrir. Subimos pues los doce escalones que conducían a
través de la puerta Hermosa al área central. Los guardas levíticos, en un principio con
reservas, al ver a dos desconocidos a los que no se les veía el rostro subir con Matatías,
como estudiante del Templo apreciado por ellos, nos dejaron pasar sin problema. Dentro
accedimos al Atrio de las Mujeres, último recinto al que podían acceder las de su sexo.
Nuestro guía nos dijo que éste era sobre todo un lugar de encuentro y descanso, donde
familiares y amigos se daban cita para charlar y compartir experiencias. También vimos a
grupos de levitas que discutían y a algún aficionado a profeta que pretendía convencer
con sus discursos a grupos de curiosos junto a levitas más jóvenes que atendían con
interés a los rabinos.

-Ahí delante se conservan las trece arcas del tesoro del Templo, con forma de
shofar o cuernos de macho cabrío. En ellas se deposita el dinero para pagar los
sacrificios. De ahí pasa a las diversas cámaras interiores del Templo. Una es la Cámara

210
de los Siclos; supongo que sabéis que todo judío varón tiene la obligación de pagar medio
siclo al año. Otra es la Cámara de los Utensilios, que sirve para guardar los recipientes de
oro y plata que se utilizan para el ritual. Y ésa, la tercera, es la Cámara de los Secretos.
Guarda recursos para ayudar a los que llaman «pobres de buena familia».

-Y esos que están en las esquinas, ¿qué hacen?

-Se ocupan de inspeccionar la madera que se usa para encender el fuego del altar,
que no debe estar apolillada. En la esquina de enfrente se guardan el aceite y el vino
ritual. Y allá están los sacerdotes que revisan si los leprosos están curados.

-¿Y ese último recinto?

-Está reservado a los nazireos.

-¿Los nazireos?

-Son los «dedicados» o consagrados al Templo. No pueden beber vino ni tocar


cadáveres, ni se cortan el cabello.

Yo no salía de mi asombro ante aquel abigarrado montaje que no tenía parangón


con ningún templo de los consagrados a nuestros numerosos dioses. Tras el Atrio de las
Mujeres, quince peldaños semicirculares conducían a la espléndida Puerta de Nicanor,
situada al oeste, y a través de ella al Atrio de Israel.

-Esa enorme piedra sin pulir con esquinas alargadas en forma de cuerpo es el altar,
que ninguna herramienta metálica ha tocado. Y detrás, en un plano superior, tenéis la
fachada del Templo propiamente dicho, el sanctasantórum, donde la tradición quiso que
se conservara la piedra en la que Abraham, por obediencia a Dios, estuvo a punto de
sacrificar a su hijo Isaías.

En realidad aquello era un caos. Entre las oraciones de grupos de hombres en pie,
el revoloteo de pichones y tórtolas y el balar y mugir de corderos, carneros y cabritos,
flotaba un fétido olor indefinible, amalgama de incienso, sangre y carne chamusca da,
que ciertamente no invitaba al recogimiento religioso. Pero lo más importante estaba
detrás de la puerta de oro y plata, para la que había que atravesar el Atrio de los
Sacerdotes. Dentro, tras una gruesa cortina que me aseguraron que se rasgó la tarde en
que murió el rabí jesús, dicen que hay una menorá o candelabro de siete brazos en
representación de los planetas, una mesa con doce paños, que simboliza los meses, y
altares para inciensos de trece aromas. Este recinto tiene una forma exacta de dieciocho

211
varas, equivalente a unos treinta pies romanos por cada lado, sin ventanas, y en él no
penetra la luz del día.

-Lo que me extraña es que no se vean por aquí aves carroñeras como en otros
altares de Grecia y Roma en busca de carne muerta -comentó Aristeo.

-Los sacerdotes dicen que es un milagro. Pero ¿veis esas púas de oro en el techo
del Templo y alrededor del altar? Ahí no hay cuervo ni milano que se atreva a posarse.

Matatías nos explicó el sentido de los sacrificios, ofrecidos generalmente para


expiar una falta, pedir una merced o borrar una impureza. Que a veces sólo se queman
las vísceras y el resto se lo comen los sacerdotes u oferentes, y que se presta mucha
importancia a la sangre, como esencia de la vida, con la que se embadurnan los cuernos
del altar o se vierte a sus lados.

-Entonces, el santuario de ahí, ¿para qué sirve? -le pregunté.

-Para la fiesta del Yom Kippur, el día de la Expiación, un ritual que se prepara
cuidadosamente. El sumo sacerdote se retira siete días antes. La noche previa tiene que
permanecer despierto con otros levitas que le leen las escrituras. Ese día se echan a
suertes dos machos cabríos. El que es rechazado debe ser llevado al temible desierto de
Judea para que perezca como «chivo expiatorio». Luego el sacerdote ofrece un novillo
por sus pecados y, revestido de sus mejores ornamentos, atraviesa ese velo y entra en el
santuario, donde la presencia divina ha de manifestarse ante la expec tación de todos. Lo
hace tres veces. La primera ofrece incienso; la segunda rocía el aposento con sangre del
novillo sacrificado; y la tercera sacrifica antes el macho cabrío para a continuación rociar
de nuevo con su sangre el sanctasantórum. La ceremonia termina cuando el sumo
sacerdote pronuncia el nombre de Yahvé, la única ocasión que puede decirse esa sagrada
palabra del innombrable en voz alta. Después, otro sacerdote se encarga de llevar el otro
macho cabrío al desierto y despeñarlo por un barranco. Mientras, en el Templo, todo el
mundo espera a que se cumpla este último sacrificio de la expiación anual y que el sumo
sacerdote dé por terminada la ceremonia. El pueblo vuelve contento a casa con su fe
renovada y el propósito firme de observar en adelante la ley.

-Madre mía, ¡qué ritual tan prolijo! Pero por aquí veo muchos sacerdotes y levitas.

-En la actualidad hay diecisiete mil sacerdotes y levitas para cubrir sus turnos en el
Templo. Además del sumo sacerdote, hay otros doscientos principales, siete mil
doscientos ordinarios y unos nueve mil seiscientos levitas. Todos tienen su cometido:
desde tocar las trompetas y vigilar las entradas hasta ofrecer incienso y sacrificar

212
animales o bendecir al pueblo.

-¿Quién es actualmente el sumo sacerdote?

-Caifás, que ha sucedido a su suegro, Anás, un hombre muy rico y que, por cierto,
ha ido situando a sus familiares en la cúspide del sacerdocio.

De pronto sentí que alguien me aferraba por el hombro. Era un miembro de la


guardia levítica. Otro se abalanzó sobre Aristeo.

-¿Quién eres tú? ¡Extranjero impuro, reo eres de muerte!

En medio de la multitud, confiados en nuestro anonimato y distraídos con los


pormenores de nuestra visita, no nos habíamos dado cuenta de que hacía un rato que los
guardias estaban observándonos. Fue inútil que Matatías intercediera. Unos gentiles que
habían tenido la osadía de ir más allá del atrio permitido incurrían en un crimen
estipulado por la ley. Nos esperaba la muerte, apedreados por la plebe. La única solución
remota era descubrir nuestra ciudadanía romana. Así lo hice. Pero esto los exacerbó aún
más. En temas religiosos, las fuerzas ocupantes les importaban un bledo. Como último
recurso, mientras nos sacaban maniatados del Templo, grité a unos legionarios romanos
que hacían guardia en el exterior.

-¡Cives romanos sum: Suetonius, imperatoris tribunus in vinculis! ¡Celeriter


auxilium postulo!*

Los soldados nos miraron incrédulos por nuestras ropas judías. No obstante,
acudieron a informarse y me vi obligado a contar los pormenores de mi misión y por qué
nos encontrábamos en el Templo así vestidos. Los guardias levíticos insistían en que
debíamos ser juzgados según sus leyes, pues acabábamos de profanar el Templo. Pero la
contundencia de mis órdenes se impuso y prevaleció mi credibilidad. Yo no era un
romano cualquiera, proclamé, sino el delegado personal de Tiberio. Pedí ser conducido a
la fortaleza Antonia, en presencia del prefecto Poncio Pilato. Los romanos, uno de los
cuales no era mercenario sino natural de la Campania, tuvieron que forcejear y amenazar
con sus lanzas para rescatarnos de nuestros aprehensores. Nos desataron y nos
custodiaron a lo largo de todo el exterior del Templo hacia la Torre Antonia, adyacente a
la esquina noroeste del mismo. La fortaleza es un cuadrilátero rodeado de murallas y
flanqueado por cuatro grandes torres trapezoidales.

Después de un rato de silencio en el que intentarnos reponernos del susto, Aristeo


bromeó:

213
-¡Bueno, al fin vamos a conocer a Poncio Pilato! ¡Ya era hora!

-¡Qué remedio! A la fuerza. Aunque creo que no se sorprenderá al vernos. Intuyo


que debe de haber seguido nuestros pasos desde que desembarcamos en Cesarea.

Ascendimos una escalera con rampas dispuestas a ambos lados para las cuadrigas y
máquinas de guerra. Luego atravesamos un gran patio enlosado o lithóstratos, presidido
por una tarima sobre la cual se solía instalar el tribunal y que supuse se habría utilizado
para el juicio de Barrabás y Jesús. Hacía calor y el sol restallaba en la coraza y en los
cascos de los soldados. Me sentía turbado y nervioso por todo lo que había sucedido,
pero al mismo tiempo con una gran sensación de alivio. Por fin podía decir que me
encontraba en suelo romano, es decir, en casa.

214
215
ra flaco y nervioso, con la mirada metálica, el labio leporino, baja la frente,
la sien recia, la nariz amontonada y las manos fofas, con pulseras de oro y un anillo de
caballero coronado con una perla. Me miró con dejadez y sonrisa de circunstancias,
como si yo fuera la gota que colmara su hastío. Oscuras bolsas bajo sus ojos denotaban
cansancio, tristeza quizás, y una evidente falta de sueño. Nada más verle supe cuán
violento y sagaz podía ser el personaje, indolente al mismo tiempo, harto de su
procuratura desde que Tiberio le nombrara el año xii de su exaltación imperial.

Me ofreció asiento en sus habitaciones privadas de la fortaleza, recargadas de


cortinajes en rojo y oro, ánforas tracias y alfombras de Persia demasiado ostentosas.

-¡Al fin, tribuno! Los dioses han querido que nos encontremos. ¡Bienvenido a mi
humilde morada! Siéntete como en casa.

Y de un chasquido ordenó a dos esclavos lampiños que me dieran aguamanos.


Luego mostró una ficticia alegría porque Aristeo y yo hubiéramos podido escapar de la
muerte.

-De menuda te has librado. Te aseguro que no hubieras sido el primer romano que
fallece apedreado por ir más allá del Atrio de los Gentiles. Suerte que mis legionarios os
protegieron. ¿Habéis podido descansar y asearos ese griego y tú? ¿Es un heleno
romanizado o un romano helenizado? Porque ahora no se sabe. Me fastidia que las
escuelas de Grecia se hayan apoderado de los gustos y del espíritu de Roma. Mas dime,
¿has cumplido ya los designios de nuestro emperador?

Lo dejó caer con la misma indolencia de su decir cansino y una cantinela de mala
intención, haciendo silbar las eses desde el labio inferior. Jóvenes esclavos trajeron vino

216
en jarras y copas de vidrio azulado después de que me enjuagara los dedos. Las ventanas
se asomaban al mediodía de la piscina probática y más lejos al gris plata del monte
Olivete.

-Veo que estás bien informado, procurador.

Se lo dije a sabiendas de que no era más que prefecto, y que le gustaba el título
que no le correspondía. Bastaba verle para saber que pertenecía a la gens Poncia, una
familia del orden ecuestre, clase social tenida en Roma como inmediatamente inferior a la
senatorial, una de cuyas salidas políticas solía ser el cargo de prefecto o procurador.
Pilato era su cognomen o segundo nombre. Y no le iba mal su etimología de pilum, que
significa «venablo». Mas yo no estaba dispuesto a darme por herido con ninguna de sus
punzadas.

-El alcance de mi misión -añadí- nos compete sólo al emperador y a mí. Agradezco
tu interés. Sólo estoy autorizado a revelarte que aún permaneceré algún tiempo en Judea.

-Haz lo que quieras; aunque, como ves, aquí el ambiente no es precisamente grato
a un romano. Estos judíos nos odian, tribuno. Continuas revueltas, descontento del
pueblo por los impuestos y la resaca de esa estúpida crucifixión. Si yo fuera tú, regresaría
mañana al espléndido aislamiento de Capri. ¡ Cómo envidio aquel azul aguamarina!
Además, los adivinos no hablan de un futuro rosado para este país. Tengo tres, Crisipo,
Talino y Melecio, y dicen que la corneja graznó a la siniestra y el cuervo a la diestra,
mientras que el buey abrió las narices señalando próxima tempestad. Malos augurios,
amigo. ¿Y a Tiberio? ¿Qué le dicen sus adivinos?

-Se fía de Trasilo a pies juntillas, como si en ello le fuera la vida. Pero se reserva
los pronósticos.

-Cuando no lo posee el demonio de la libido, supongo. ¿Es cierto lo que cuentan?


¿Que los efebos le muerden los pezones en el baño? ¿Que lleva muchachos
encapuchados y los descubre frente a jóvenes desnudas hasta que se azoran y pierden
luego la excitación por la sorpresa? ¿Que se desahoga como un macho cabrío en una
habitación secreta de su palacio de Capri para llevar a cabo caprichos inconfesables?

-¡Si hiciéramos caso de todo lo que se dice! Yo, que le conozco bien, creo que le
provoca más el matiz que la obviedad de un desnudo; un vestido largo que denuncia y
transparenta las formas ante una puerta soleada que el directo ofrecimiento de una
esclava. Pero peor son las acusaciones de despeñar a quien no le cae bien por el terrible
barranco frente al mar. Muchas leyendas, envidiosos con imaginación, procurador. En el

217
fondo no es mucho más que un solitario con sueños de poeta frustrado.

Pilato no ocultó un gesto de amargura. En ese momento apareció en el arco de


entrada, iluminado por sendos hachones, precedida de dos esclavas de túnica verde y
cerquillo de flores, el espléndido contorno de Claudia Prócula, una auténtica joven
matrona romana con palidez de fruta y torneados brazos de marfil. Se sujetaba la trenza
rubia con estudiada dejadez.

-Tú debes de ser Suetonio, el tribuno que comparte lecho con mi querida prima.
¡Bienvenido a Jerusalén! Aunque llegas en mala hora.

Me dedicó de arriba a abajo su examinadora mirada de mujer, suficiente para


sentirme aprobado e incluso calificado como de su gusto. Luego dejose caer en el triclinio
con aires de amante rendida.

Poncio la miró enojado.

-¿Qué? ¿Sigues molesto conmigo? Porque te canto las verdades que tus consejeros
callan. Prefieres, como todos los hombres, la adulación. -Y con otro tono y dirigiéndose a
mí con un estudiado giro de su lánguida mano, preguntó-: ¿Cómo sigue mi prima?

-Recibí carta suya de Roma. Me dice que le has escrito.

-Sí, le contaba lo de mi sueño. Y ocurrió lo que tenía que pasar. El cielo se puso
negro y la tierra tembló. Pero a mi marido no le bastaron estas señales ni menos mi
sueño premonitorio.

-¿No te cansarás de decir estupideces? Coincidieron un terremoto y un eclipse,


nada más. Meros fenómenos naturales. Te has contagiado de las supersticiones de la
chusma. Mi esposa se refiere a la ejecución del rabí galileo. Una trampa más que ha
intentado tenderme el Sanedrín. Una historia triste. Ella no entiende de política y le he
dicho mil veces que la res publica no se gobierna a corazonadas. Yo no moví un dedo
para detener a ese judío, lo juro. Es uno de esos conflictos que te vienen dados,
¿comprendes?

Claudia Prócula sonrió y sacó indolente la impoluta blancura de una pierna por un
pliegue de seda.

-Sí, igual que el conflicto de las insignias, ¿no? Tú no moviste un dedo. Provocaste
al pueblo judío sabiendo que su religión rechaza esas manifestaciones y en contra de la
política romana. ¿Y las monedas que has acuñado? Eres el único prefecto que ha elegido

218
símbolos que hieren la sensibilidad religiosa judía. Pero tú nunca tienes culpa de nada.
Todo te viene dado.

Pilato enrojecía por momentos y se atusaba molesto los tres rizos lacios que le
caían en la frente. Yo pensaba: «Esta estúpida ignora que lo que está diciendo va a
formar parte de un informe oficial al emperador».

-Yo no ordené su detención. No envié a un solo soldado. Fueron guardias del


Templo y sicarios de los jefes judíos los que le prendieron. No se atrevieron a prenderlo
en pleno día en el momento, por ejemplo, en que montó el alboroto del Templo. Lo
hicieron en medio de la tiniebla de la noche y en un huerto de las afueras. No fui yo, sino
el sumo sacerdote y las autoridades religiosas quienes provocaron esa tragedia. Fue un
proceso raro, lo reco nozco, sin las formalidades de rigor, sin denuncia, orden de captura
y detención. Me vinieron con un hombre que yo no había mandado apresar. Para mí ese
galileo no era ni más ni menos que cualquier otro de los profetas itinerantes que abundan
en este país. Sí, es cierto que había oído hablar algo de milagros, que predicaba no sé
qué reino absurdo para los pobres y que había congregado masas. Pero nada más, como
cualquier otro fanático religioso. Figúrate un rey que hace su entrada triunfal en Jerusalén
montado en un pollino entre palmas, ramas de olivo y hosannas de niños y mujeres. Para
echarse a reír. ¿Tú crees que con la ciudad inundada de gente por la Pascua, una
población que durante esas fechas se multiplica aquí por cuatro, no habría yo procedido
eficazmente ante el más mínimo brote de rebelión?

-Pues no lo entiendo, puesto que luego bien que procediste.

El prefecto se rascó la prematura y sudorosa papada.

-Tú sabes que yo no aparezco por Jerusalén si no es estrictamente necesario.


¿Dónde estamos mejor que en nuestro palacio de Cesarea, mirando al mar? Si vengo por
Pascua es precisamente para seguir de cerca cualquier conflicto y atajarlo en su raíz.
Durante estas fiestas tengo que reforzar la dotación de la ciudad con otra cohorte. Esta
provincia sólo podría mantenerse a raya con dos legiones. Pero pedir a Tiberio tres mil
quinientos hombres es pedir la luna. En todo caso, nunca me mandan genuinos soldados
romanos, sino mercenarios de distinta procedencia, en su mayoría sirios. Además, ese
Jesús apenas solía venir por Judea sino muy espaciadamente. Entonces, de pronto, sin
comerlo ni beberlo, aparecen esos fariseos acusando a un tipo que se proclama rey. ¿Tú
les habrías hecho caso, Suetonio?

Me limité a responder con una mirada atenta.

219
-A fin de cuentas todo lo que hice fue poner mi firma a un veredicto judío,
¿comprendes?

-No -cortó Prócula indignada-. Tú no te limitaste a firmar, asumiste en regla su


condena, le diste garantías legales.

-Bueno, la verdad es que aquel hombre no tenía el más mínimo aspecto de


sedicioso. Es más, lucía buena presencia, incluso empaque, y, a qué negarlo, cierta
majestad. Me limité a interrogarle como en cualquier otro proceso romano. Si le
acusaban de ser rey, había que oír primero al reo: «¿Eres tú el rey de los judíos?», le
pregunté. Reconozco que exploté con ironía esa acusación absurda de rey de los judíos
desde el primer momento. Les devolví la pelota. Me hacía gracia, porque cada vez que
repetía el título los acusadores se indignaban. A mis soldados también les divertía, por
eso lo coronaron de espinas y le cubrieron con un manto. Y por eso ordené colgar en lo
alto de su patíbulo como titulus crucis un cartel con la inscripción: «Éste es el rey de los
judíos». No sabes lo que les enfureció, pues era la mejor forma de ridiculizarlos. Querían
que cambiara la tablilla por otra que dijera que se autoproclamaba rey.

-Pero tú no te reías, sino que te lo tomaste bien en serio, esposo. Te vi cómo


sudabas. Y, a fin de cuentas, fueron tus soldados los que ejecutaron la sentencia y con
extrema crueldad. Tienes que reconocer que, con todas tus políticas, los judíos acabaron
saliéndose con la suya.

Pilato parecía emerger de su estudiada indiferencia. Se levantó y se acercó a la


ventana. Su perfil, silueteado al sol, se asemejaba al busto de un filósofo cínico.

-Mira, mujer, ¿acaso ignoras que la palabra griega basileus lo mismo puede
significar rey que emperador? ¿No sabes que las tetrarquías de Antipas y Filipos están
bajo un único basileus y éste se llama Tiberio Claudio Nerón César? ¿Todavía no lo
entiendes?

Lo dijo con un esbozo de complacencia, como brindándome su fidelidad al


emperador, mientras sostenía su cabeza y dejaba caer la mano como un fardo
insoportable.

Claudia se revolvió en su triclinio.

-De acuerdo, ésa es, si quieres, la única acusación con que los judíos podían tener
éxito. Pero, dime, amado Poncio, ¿traían pruebas para refrendarla? ¿Acciones violentas,
revueltas, bandida je, como los zelotas? ¿Una conjura en regla? ¿Había Jesús saqueado

220
palacios reales como Simón o descabezado herodianos como Atronges? ¿Se había
entregado al bandolerismo igual que Judas el Galileo? ¿Había predicado en contra del
tributo como tantos otros? Reconoce, esposo mío, que ni siquiera de esto último, que es
lo que tiene al pueblo harto, podían acusarle. Es más, cuando le preguntaron a este
respecto, no tuvo reparo en decir que dieran al César lo que es del César. Sabes bien que
al Sanedrín lo que le indignaba era otra cosa bien distinta. Para ellos era un blasfemo, un
suplantador del Mesías. Pero estaban convencidos de que esta acusación a ti, como
romano, te traía al fresco. No tenían pruebas contra él. Jesús, más que un rey, era un
soñador.

Poncio se sentó frente a Prócula y, visiblemente alterado, esgrimió su dedo.

-Para mí lo importante no era lo que había hecho. Sabes muy bien cuántos
problemas he tenido por el fanatismo judío desde que vine de Roma. Me atacaron por
dónde podía crearme inquietud: que ese hombre era un peligro en potencia, un posible
factor de desestabilización en medio de este caos. ¿Debía dejar yo libre a un tipo que se
proclama rey de los judíos? «Todo el que se hace rey se enfrenta al César», me gritaban
desaforados. Y ese profeta se limitó a responderme con otra pregunta: «¿Piensas tú eso o
te lo han dicho otros de mí?». Yo le dije que no era judío, que habían sido las
autoridades de su pueblo las que le habían entregado y volví a preguntarle si era rey. Me
dio una respuesta desconcertante: «La realeza mía no pertenece a este mundo. Si
perteneciera a este mundo esa realeza mía, mi guardia personal habría luchado para
impedir que me entregaran en manos de las autoridades judías. Pero mi realeza no es de
aquí».

-¿Necesitabas más argumentos para saber que su poder no era político? -amagó
Prócula.

-Ante mi insistencia sobre si era rey, contestó que sí: «Tú lo estás diciendo, yo soy
rey. Tengo por misión ser testigo de la verdad, para eso nací yo y vine al mundo. Todo el
que está por la verdad me escucha». Ahora daba un salto del poder a la verdad; de la
política al pensamiento; de un reinado temporal a otro espiritual. Aquellas filosofías me
parecieron fuera de lugar. He escuchado y leído a tantos intelectuales griegos y romanos
que no se ponen de acuerdo que no me interesa todo eso. De joven busqué en los libros,
pregunté a filósofos de diversas escuelas y acabé por convertirme en un escéptico.
«¿Qué es la verdad?», le dije con indiferencia. Tras este sucinto interrogatorio expliqué a
los judíos que, conforme a derecho, yo no encontraba culpa en aquel hombre.

El prefecto no podía ser más ambiguo. Entonces, ¿por qué le condenó?, me


preguntaba mientras asistía a la discusión de Pilato con su esposa. Sin duda por miedo.

221
El pueblo judío le había causado varios quebraderos de cabeza por su torpeza y
desconocimiento acerca de la mentalidad y la cultura de sus súbditos. El proceso romano
llamado cognitio extra ordinem consta de cuatro partes: acusación, interrogatorio,
confesión del inculpado y sentencia. La diferencia de cualquier otro proceso normal es
que en el juicio «extraordinario» no hay tribunal ni praetor o presidente independiente,
que no suele intervenir en la sentencia. Sabía que en las provincias la máxima autoridad,
fuera legado, cónsul, procónsul, prefecto o procurador, oídas las partes, podía dictar
sentencia a la pena capital por sí mismo. Y que en Judea, desde el primer gobernador,
llamado Coponio, esta potestad del ius gladii, la condena capital, le correspondía a todos
sus sucesores. Por su parte, las autoridades judías podían decidir, según la ley mosaica, si
alguien era merecedor de la muerte, pero no ejecutar la pena. Sólo en casos de vacío de
poder se atrevían como máximo a lapidar a alguien.

-¿Dictaste sentencia en aquel momento? -me atreví a preguntarle.

Al romper yo la dinámica de su discusión con Claudia Prócula, Pilato se relajó.


Bebió un sorbo de vino.

-No. Hazte idea de la situación, Suetonio. Ese inmenso Templo -señaló en


dirección del imponente edificio adyacente-, repleto por la fiesta de Pascua. El sumo
sacerdote preparando el sacrificio en víspera de la gran celebración, cuando el Sanedrín
me envía una delegación con gente importante de la ciudad y a un preso, un profeta
maniatado que dicen que quiere suplantar al César. Jurídicamente, la acusación no tenía
consistencia. Yo carecía de motivos para mostrarme parcial; es más, hubiera dado algo
por liberar a aquel hombre, aunque fuera porque aborrezco todo lo que viene de las
autoridades judías. Ni siquiera me había sentado aún en la silla de juez, montada en el
estrado sobre el enlosado del patio, el lithóstratos, que habrás cruzado esta mañana al
llegar. Gabbata lo llaman en arameo. Estaba convencido de que me lo habían entregado
por envidia. Por de pronto ordené a los soldados que trajeran de las mazmorras del
pretorio a los demás acusados: dos ladrones y el bandido zelota Barrabás. Mientras,
como sabía que Herodes Antipas tenía curiosidad por ver al galileo, pues decían que era
una reencarnación del profeta Juan Bautista, el que él mandó decapitar, le envié al
acusado. No para que dictara sentencia, claro está, sino como un gesto político de
acercamiento. Por lo visto, jesús no le respondió palabra y ese cerdo seboso y su corte se
mofaron de él. El gesto me sirvió al menos para hacer las paces, pues últimamente
andábamos como el perro y el gato.

-¿No pudo pensar Herodes que le concedías jurisdicción sobre el acusado?

-De ninguna manera. Sabe perfectamente que sólo yo tengo el ius gladii. Mis

222
soldados, que están hartos de reprimir tumultos en Jerusalén, aprovecharon para reírse
del galileo, pues Antipas le había disfrazado con una capa. Mientras tanto, la gente, ávida
siempre de espectáculo, empezó a congregarse en el enlosado. Desde el estrado, donde
solemos instalar mi sede, había interrogado a los otros detenidos; cuando me trajeron al
rabí, les dije que no había encontrado en él culpa alguna y Herodes tampoco, y que
como no hallaba nada que mereciera la muerte, le daría un escarmiento y lo soltaría.

El prefecto tragaba saliva con dificultad. Si no era culpable, ¿a qué venía ese
escarmiento? Le insinué suavemente esta contradicción. Volvió a refrescar su seca
garganta con otro sorbo de vino. Dos esclavas se entregaban a la manicura de Prócula.
Pilato pasó sobre ascuas por el episodio del «escarmiento». Luego supe que este castigo
de compromiso fue nada menos que el de la flagelación, un tormento usado tanto en el
Imperio como entre los judíos. Había visto muchas veces el instrumento de este
tormento usado con los esclavos. El compuesto de un mango con correas, termina en
huesecillos o bolitas de metal que desgarran la piel. Es un azote más duro que el de las
varas, el que llamamos perberatio. La víctima se ata a un palo o a una columna baja, de
suerte que la espalda quede expuesta a los golpes, los cuales alcanzan también a brazos y
piernas. El número de azotes, limitado a menos de cuarenta en la ley judía, es ilimitado
en la práctica romana. ¿Por qué llamaba escarmiento Pilato a este horrible suplicio que
no puede infligirse a un ciudadano romano desde las leyes Porcia y Sempronia? Pensé
que sería una de sus torpes argucias para evitarle la muerte. También me escamoteó en
su relato el macabro espectáculo posterior cometido por la soldadesca al coronarlo de
espinas y vestirlo a modo de manto real con una clámide de lana, teñida de rojo, de las
que suelen llevar nuestros soldados encima de la armadura. Todo un escarnio público,
una humillación en la que participó, supongo, la misma cohorte que se encargó de
custodiarlo desde el palacio de Herodes, una pequeña parte de los más de seiscientos
soldados que componen el destacamento de Jerusalén.

Pilato sudaba y miraba al vacío con un ligero temblor de su prominente labio


inferior.

-En el patio del pretorio se había reunido una multitud enardecida. Entonces se me
ocurrió otra escapatoria. Todo el mundo sabía que el peor de los encarcelados que
teníamos en el pretorio era a la sazón Barrabás, pues había cometido un asesinato. El
populacho no olvida que por Pascua suelo conceder un indulto. Esas turbas me enervan.
Había sufrido su presión en Cesarea con lo de las insignias, luego la cuestión de las
monedas, y, finalmente, cuando se rebelaron por mis intentos de sufragar el acueducto
con dinero del Templo. Ya sabes que en esa ocasión tuve que dar orden de reprimirlos
con las armas.

223
-¿Les ofreciste la venia? Sabes mejor que yo que ésta sólo puede aplicarse si no
hay delitos de sangre -comenté.

-Sí, pero yo estaba convencido de que entre el miserable Barrabás y el rabí jesús la
elección era obvia. Cuando lo trajeron los soldados, estaba hecho una pena,
ensangrentado, con aquella ridícula corona y el jirón de tela sobre los hombros. Lo
mostré a la plebe: «Ecce homo, he ahí el hombre», dije. Una oleada de gritos ensordeció
la plaza. Cientos de personas vociferaban pidiéndome que lo crucificara. Pretendían
redondear el día con una ejecución, todo un fin de fiesta para los peregrinos. Tú me
entiendes: algo parecido al espectáculo de las fieras del circo o la lucha de los gladiadores.
Convéncete, las masas se comportan de la misma manera en todas partes. Pero los
dirigentes judíos fueron astutos. Como hubiera resultado muy extraño no aprovechar la
venia que les ofrecía, instigaron a la plebe para que pidiera la libertad para Barrabás.

-¡Pues a menudo malhechor liberaste! ¡Yo pagué las consecuencias! -exclamé sin
poder contenerme.

-Sí, ya sé que lo conoces. Aunque quizás lo ignores, he estado informado de todos


vuestros movimientos desde que desembarcasteis en Cesarea. Insisto que lo de Barrabás
pretendía ser una estratagema para liberar al rabí. Sé que además de un asesino es un
peligroso separatista. Pero ellos me insistían una y otra vez que si soltaba a Jesús, yo no
era amigo del César. Tú sabes mejor que yo cómo han calentado los oídos a Tiberio
sobre mi gestión. No quería un nuevo episodio, otra mancha en mi currículum. Me salió
mal. Tuve que soltar a ese sedicioso. Pero como veían que el argumento de la realeza del
acusado no hacía demasiada mella en mí, acudieron a su propia acusación, la importante,
la definitiva, la que realmente les dolía. «Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tiene
que morir, porque pretendió ser Hijo de Dios».

Prócula se incorporó y volvió a intervenir.

-Eso, eso es realmente lo que te asustó. Te entró pánico; porque si algo no


controlas y te desarma, es la manera de entender la religión de esta gente, dispuesta a
todo por sus creencias. Yo, Suetonio -me clavó su hermosos ojos-, seguía esa farsa
desde una ventana del pretorio. Me indignaba por momentos. Sobre todo porque ya
hacía tiempo que envié un esclavo a Poncio con este mensaje: «Deja en paz a ese
inocente, porque esta noche he sufrido mucho en sueños por su causa». -Y dirigiéndose
a su marido, añadió-: Sabes que nunca te he pedido clemencia por nadie. Para una vez
que lo he hecho, me fallaste. Tenías pánico, Poncio. ¡ Reconócelo!

Pilato se limitó a dirigir a su esposa una indolente mirada de desprecio. En aquel

224
momento entró el oficial doméstico a preguntar si queríamos comer. El prefecto asintió
con un gesto de la mano y a continuación media docena de jóvenes esclavos de ambos
sexos introdujeron una mesa, bebidas, frutas y viandas con tal abundancia que sólo podía
compararla a algunos festines del propio emperador.

-Sí, me asusté, lo acepto. No sabes hasta dónde pueden llegar las masas
enfurecidas. Habían introducido el factor religioso, la blasfemia, que para ellos debe ser
castigada con la muerte. El incidente del Templo y la expulsión de los cambistas habían
colmado su paciencia, sobre todo la frase: «Yo destruiré el santuario este edificado por
hombres, y en tres días construiré otro no edificado por hombres». Esta ciudad vive del
Templo. Los sacerdotes se nutren de las ofrendas; los artesanos de su construcción y
reparaciones; los posaderos de los visitantes y peregrinos; los curtidores de los animales
sacrificados. Hasta el aceite de oliva puro es un negocio lucrativo para las comunidades
de la diáspora. Cientos de familias viven del Templo. El rabí jesús, con su nueva idea
sobre lo puro y lo impuro, les estaba derribando el tinglado. Cualquier gentil podría
vender animales, cambiar monedas, hacer su agosto. Además, jugaba en su contra otro
factor no desdeñable. La aristocracia de esta ciudad desprecia a los profetas que vienen
del campo. Entré en el pretorio junto al acusado. No veía de momento otra salida. Pero
aquel hombre me tenía intrigado. Su aspecto, a pesar de los azotes, despedía dominio,
dignidad. Pensé que quizás interrogándole podría sacar algo en claro. Le pregunté que
quién era en realidad, que de dónde venía; a ver si al menos él asumía esa pretendida
filiación divina de la que le acusaban. Fue tremendo, Suetonio. Esperé a que me hablara
y permaneció en silencio, un silencio embarazoso, espeso, elocuente. Le pregunté cómo
se negaba a hablarme si sabía que yo tenía su vida en mis manos y la autoridad para
soltarle o crucificarle.

El prefecto se puso de pie. Estaba pálido, volvía a tragar saliva. No se atrevía a


mirarme. Con sus ojos perdidos en el vacío continuó:

-No puedo olvidar aquellas palabras. Con sus labios amoratados, la cara
ensangrentada y un ojo abultado por los golpes, me dijo: «No tendrías ninguna autoridad
sobre mí si no te hubiera sido dada desde arriba. Por eso, el que me ha entregado a ti
tiene más culpa que tú».

Llegado a este punto también yo me levanté. No era la respuesta de un bandido, ni


de un agitador, ni siquiera de un rebelde político. Hacía una perfecta síntesis de la
situación. Sabía que Pilato era un instrumento de sus verdaderos verdugos. Incluso
reconocía su autoridad determinada por su cargo. Comprendo que aquello se lo pusiera
mucho más difícil al procurador. Tenía en contra al Derecho Romano, a su esposa, a su

225
propia conciencia. Y a favor de la condena, a un pueblo enardecido y fanatizado, que le
amenazaba y odiaba como cabeza visible de la potencia ocupante, con graves
precedentes que le habían humillado en su gobierno precisa mente por cuestiones
religiosas. Jugaba además en su contra el antisemitismo de sus propias cohortes romanas,
donde había muchos sirios. Todo el mundo conoce las tensiones entre sirios y judíos.

-Te juro por Júpiter que me esforzaba por encontrar una salida. Quería salvarlo.
Pero seguían gritándome y poniendo en duda mi fidelidad al César. No aguanté más.
Estaba paralizado por la duda. Necesitaba dar un paso. Saqué afuera al acusado. El sol
del mediodía cegó mis ojos, reverberaba sobre la multitud multicolor de turbantes a mis
pies, en la masa congregada en el lithóstrotos, y en las corazas y yelmos de mis soldados,
que trenzaban con sus brazos un doble cinturón para contener a las turbas. Me palpitaba
el corazón deprisa, como mis ansias de acabar cuanto antes con aquella farsa. Pero tenía
que cumplir con las formalidades de cualquier procedimiento jurídico pro tribunal¡, que
debe concluir con una sentencia. Subí a la tarima y me senté. ¿Qué sentencia dictar? No
tenía pruebas, sólo el indicio de un peligro para la estabilidad del Imperio en esta región.
¿Era una aplicación de la figura jurídica de crimen lesae maiestatis populi romani por
suplantación del emperador? Me bastaba en todo caso mi autoridad para aplicarla con
dureza. Se me ocurrió sintetizarlo en una frase.

Pilato seguía de pie en medio de la habitación, la cabeza levantada en un gesto


teatral, como si de nuevo se encontrara ante la plebe. Extendió la mano hacia un lugar
donde se suponía que habría estado el galileo, hecho un despojo de dolor y sangre, con
su casco de espinas entrelazadas y el jirón de tela sobre los hombros. Le temblaba el
párpado izquierdo.

-¡Aquí tenéis a vuestro rey!

Claudia Prócula se había alzado también y le miraba asustada desde un rincón de la


estancia. Tenía sus grandes ojos bañados en lágrimas.

Pilato se derrumbó. Sostuvo la cabeza tronchada entre ambas manos como si le


pesara más que su vida, volvió a sentarse, respiró hondo y dijo:

-Gritaban como energúmenos una y otra vez pidiéndome que lo crucificara. Le


miré. Detrás de la cortina de sangre aquellos ojos penetraban como cuchillos.
«¿Crucificar a vuestro rey?», provoqué a los judíos. Pero los sacerdotes lo tenían bien
pensado: «No tenemos más rey que el César». ¡ Valientes hipócritas ! La plebe gritaba
más y más, los soldados apenas podían contener la avalancha. Llamé a mi lugarteniente y
pedí un aguamanil. Delante de todos realicé el estudiado gesto de lavarme las manos,

226
para dejar clara mi postura, y proclamé: «Soy inocente de la sangre de este justo. ¡Allá
vosotros! ». Ardía en ganas de salir cuanto antes de aquella encerrona. Los sacerdotes
respondieron: «¡Nosotros y nuestros hijos respondemos de su sangre!». Y así acabó
todo. Liberé a Barrabás y les entregué a Jesús para que lo crucificaran.

Pilato parecía agotado, como si realmente hubiera revivido la escena. De nuevo se


hizo un silencio penoso. Hacía calor. Prócula permanecía callada, seria, con el rostro
encendido. Pocos minutos después el prefecto se levantó con gesto de cansancio.

-Bueno, ya lo sabes todo, tribuno. Puedes añadirlo, si quieres, a tu informe para


Tiberio. Tienes el legajo del proceso en la biblioteca. Y, por supuesto, también preguntar
a otros, si te place. Ellos te contarán los pormenores de la ejecución. He procurado ser
objetivo en mi relato; al fin y al cabo no es sino otro conflicto más de los muchos que me
ocupan cada día. No sé por qué mi esposa le da tanta importancia. ¡Cuántos
gobernadores del Imperio ejecutan en sus provincias sin más trámites a docenas de
sospechosos de sedición! Aquí, la ley, Suetonio, es como el desierto de Judea: te quema
las manos sin que te des cuenta. Bueno, me voy a descansar. No tengo apetito, me duele
la cabeza. Haced vosotros los honores a esas magníficas viandas.

Se recogió la toga y se marchó lentamente con la cabeza baja.

Había oído que era un hombre cruel, escurridizo y hasta torpe en sus decisiones.
Pero después de su testimonio me pareció además débil y miedoso, de esos que han
obtenido el puesto por recomendación, sin duda a través de la poderosa familia de su
espo sa, y que quieren mantenerlo a toda costa después de conseguir permanecer en él
durante diez años. Las autoridades judías debían de saberlo y astutamente le atacaron
por su punto flaco. Reconozco que, como político, no me hubiera gustado estar en su
pellejo. No debió de ser una situación fácil. Y tampoco baladí para su frágil psicología.
Se veía que le había afectado seriamente. Era cierto que él no había sido el responsable
directo de la ejecución, pero su opción no fue digna ni conforme a derecho. Se escabulló,
muerto de miedo, y al final ordenó ejecutar a un inocente mediante la crucifixión, el
cadalso de los bandidos, traidores y esclavos. Desde ese momento era lógico que Pilato
no pudiera dormir tranquilo.

Al principio Prócula y yo almorzamos sin hablar. Ella, concentrada en el plato, no


levantaba la mirada. Al cabo de un tiempo me acarició con sus ojos de niña asustada,
como mendigando ternura.

-Veo que te interesas mucho por la historia de ese judío.

227
-No especialmente. Es parte de mi misión aquí.

Su media sonrisa descubrió su elegante boca lindamente irregular, labios


sonrosados y dientes perfectos. Deslizó en sus palabras un deje de picardía.

-Je costó dejar a Claudia?

-¿Cuánto tiempo hace que no ves a tu prima? -respondí.

-Mucho, creo que desde que estoy aquí. Pero nos seguimos escribiendo y me
llegan noticias de sus andanzas.

La malicia que inyectó a la palabra «andanzas», junto a la cadencia femenina,


pretendidamente seductora, con que cogía una manzana roja del frutero me
sorprendieron. Los esclavos mantenían las copas abastecidas y traían nuevos platos
calientes.

-Bueno, ya sabes cómo es mi esposa. No es ciertamente de las que aguantan la


vida de una isla. Aunque, como en este caso, residiera en ella el mismísimo emperador.

Prócula rio.

-¿Y tú? ¿Cómo estás? ¿Cómo te ha ido el viaje por estas tierras?

Lo dijo con el mismo tono travieso, de preverbal solicitación.

-No es un viaje precisamente de placer. Añoro mi villa en Capri, mi jardín, las


vistas al mar y retornar a mis escritos. Pero, ya sabes, al emperador nada se le puede
negar. Sobre todo tal como está ahora Tiberio con lo de Sejano. Cada vez tiene menos
amigos y cada día lo veo más raro.

-Creo que se equivocó al irse de Roma. No se puede gobernar el Imperio desde


una finca de vacaciones en una isla perdida.

-Pues él lo gobierna. A su modo, claro. Pero lo gobierna. Tiene una excelente


información y ya sabes que ha optado por la mano dura. Al final logró desenmascarar y
matar a Sejano.

Prócula apoyó su barbilla de diosa en su mano, acodada en el triclinio, con visible


interés.

-Dime, querido Suetonio, ¿qué vas a informar sobre mi marido?

228
Hice una intencionada pausa para hacerla sufrir.

-Bueno, sobre tu marido se sabe casi todo. Mi misión es presentar un cumplido


informe sobre la situación de Judea y Galilea, la correlación de fuerzas con la tetrarquía,
las corrientes de pensamiento, los movimientos nacionalistas y, sobre todo, lo que
considero más importante: el factor religioso.

La mujer de Pilato se recolocó el colgante, una gargantilla de oro de la que pendían


dos serpientes entrelazadas que apuntaban al nacimiento de sus pechos turgentes.

-Por tanto incluirás un dictamen sobre el rabí jesús.

-Sí, reconozco que su figura me interesa. Pero no por las cuestiones del proceso
que ha mencionado Poncio, sino por su doctrina; se me antoja revolucionaria.

-¿Revolucionaria? ¿Acaso tú también piensas que es un agitador?

-En cierto modo sí, un agitador de las conciencias. ¿Hay algo más revolucionario
que intentar poner el mundo al revés: los pobres arriba y los ricos abajo, luchar con la no
violencia, predicar la felicidad de los desgraciados y la gloria de los hambrientos, cautivos
y encarcelados? En cierto modo los sacerdotes judíos tienen razón. Esa doctrina, por su
origen, al proceder de uno que se dice enviado o hijo de Dios, y por su contenido
provocador, desestabiliza a cualquiera y podría tirar por tierra todo ese montaje del
Templo, linaje sacerdotal, fariseos y saduceos, sacrificios, pingües colectas y
prescripciones religiosas. Y creo que a la larga la estabilidad de nuestro Imperio.

Prócula me atendía extasiada.

-Me interesa mucho lo que dices. Te confieso que al despertarme aquel día,
después de haber soñado con él, me moría de ganas de conocerle. Esto no lo sabe
Poncio, pero no estuve todo el tiempo asomada a la ventana del pretorio. En compañía
de una esclava me mezclé con la multitud para verle de cerca. Tenía el rostro
completamente desfigurado, pero, al acercarme, me miró y en mi vida olvidaré esa
mirada, que no era ciertamente la de un delincuente. Me pareció la mirada de un
enamorado, como si me agradeciera lo poco que había intentado hacer por él. Como si
me conociera de toda la vida. Tampoco era la mirada de un loco; ni de un místico
extático, uno de esos muchos fanáticos que abundan aquí. Era la mirada de un hombre
diferente, no sé, con un deje nostálgico infinito.

Lo dijo con tal sinceridad y dulzura que no supe responder. Luego cambió de tema

229
y se abrió del todo, me confesó sus problemas con Poncio, cómo de un matrimonio feliz
e ilusionado con la suerte única, por merced de Tiberio, de haberle podido acompañar en
su destino a estas remotas provincias, los conflictos de gobierno y el miedo a caer en
desgracia del emperador le obsesionaron de tal manera que no vivía para otra cosa, hasta
el punto de que la relación se fue enfriando y había desembocado en la tensión que
acababa de presenciar. Ahora Pilato parecía un hombre destruido por sus propias
decisiones.

Claudia Prócula se echó a llorar. Indiqué a los esclavos, que permanecían de pie
bajo los arcos de la estancia, que se retiraran. Y estreché su mano, tan delgada y ligera
que pensé que podría deshacerse entre las mías. Me levanté y me puse a su lado. Ella
reclinó su cabeza rubia en mi hombro. ¿Qué sangre septentrional habría entrado en la
familia de los Claudios, tan morenos, para engendrar esa trenza dorada? ¡Qué distinta era
de su prima, mi esposa, que cuando se me acercaba parecía una estatua rígida del templo
de Atenea! ¡Cómo había cambiado! Por un instante evoqué los mejores momentos de mi
noviazgo con ella, aquella paz del amor en quien se descansa, aquella certeza del instante
eterno. Pero la mujer de Pilato alzó la cabeza, como si despertara de un sueño. Sonrió.

-Disculpa estas confidencias, Suetonio; soy una tonta. ¡Es tan raro ver aquí a un
romano culto, apuesto y agradable como tú, y además casi de mi familia! Bueno,
volviendo a nuestra conversación, creo que debes saber algo sobre el rabí jesús que te
sorprenderá. A la mañana siguiente de su ejecución, pasado el día de la preparación, los
sumos sacerdotes y fariseos acudieron en grupo a mi marido y le dijeron que el galileo en
vida había anunciado que a los tres días resucitaría. Por eso le pidieron al procurador que
montara guardia en el sepulcro hasta el tercer día, no fuera que sus discípulos robaran el
cuerpo y luego dijeran al pueblo que había resucitado de la muerte. Sostenían que la
última impostura sería peor que la primera. Mi marido les concedió los centinelas y ellos
fueron a sellar la losa, y con la guardia aseguraron la vigilancia del sepulcro. Pues bien,
sus seguidores aseguran que el rabí ha cumplido su palabra, que ha vuelto a la vida y que
incluso lo ven en visiones. Yo no sé si es verdad o no, pero te confieso que en secreto
algunas noches acudo a sus reuniones. Es una gente sencilla, amedrentada. Pero me
gusta cómo hablan, cómo recuerdan lo que decía en vida y al menos de esa manera
escapo algo de este encierro y curo la amargura de no haberlo podido salvar de la
muerte. Ellos me admiten porque saben que intercedí por su Maestro.

En ese instante aparecieron en la puerta Glauco y Aristeo. Al principio casi no los


reconocí, el griego vestido de toga y Glauco con la túnica corta de soldado. Venían a
ponerse a mis órdenes por si necesitaba algo.

230
-¿Y la esclava? -pregunté.

-La hemos traído. Está abajo, en las habitaciones de servicio de la fortaleza. No te


preocupes. Aquí no puede volver a escapar.

-He visto a esa muchacha judía, es muy hermosa. Supongo que no te habrás
aburrido en tus indagaciones -apuntó Prócula.

Debí de enrojecer ante las insinuaciones de la romana, subrayadas con sus


continuas ondulaciones de serpiente.

-Nos ha servido de intérprete de arameo. Pero también nos ha dado muchos


disgustos -contesté sin inmutarme.

Prócula invitó a mis amigos a que tomaran asiento.

-Bebed con nosotros. Este vino no es como el de la Campania, pero se cuela bien.
Contadme vuestras aventuras, que en esta fortaleza últimamente no damos abasto con
las tristezas y el aburrimiento.

Y entre risas y copas se nos fue la tarde. Las anécdotas recuperaron momentos
inolvidables de nuestro viaje, desde el susto de los bandidos a las ocurrencias de Sibel,
pasando por las argucias de la suegra de Pedro. Al llegar a este punto, Prócula me dijo
que en sus reuniones había conocido a ese pescador al que jesús había puesto al frente
de su grupo y que, aunque andaba escondido, ella nos podría facilitar una entrevista con
él. Sus mejillas, gracias a los vapores del alcohol y lo ameno de la charla, habían
recobrado su alegre viveza. Cuando salimos, se colgó de mi brazo y me susurró al oído:

-¿Sabes? Quizás con esa sonrisa tú también, en lo que cabe, me has devuelto a la
vida. ¡No te vayas, Suetonio!

Tras las torres y tejados de Jerusalén se ponía un miedoso sol cobrizo, como si la
ciudad no se hubiera recuperado aún del horror de la sangre.

231
232
as¡ se me había olvidado anudarme el calceus patricio, con su múleo de
cuero escarlata y las bridas negras que se cruzan y abrochan al tobillo en una media luna
de marfil. Luego vestí la túnica íntima y corta de hilo de Egipto que Raquel me había
dejado impoluta sobre el lecho; encima la laticlavia y, sobre los hombros, dejando libre el
brazo derecho, la toga pretexta blanca, franjeada de púrpura, con sus amplios pliegues y
caída ampulosa. Por último enjoyé mis muñecas y salí a pasar revista a la legión
fulminata, o legio gemina, en compañía de Pilato.

Me parecía mentira recuperar los honores de mi cargo después de tanto tiempo de


anonimato y miserable vestimenta. En la plaza centelleaban los yelmos, escudos, picas y
brazaletes entre los relinchos de caballos y las voces de mando. Comprobé que los
soldados evidenciaban rasgos de su procedencia siria o grecopalestina, y la brisa
mañanera saludaba mi frente, mientras me preguntaba quién era yo realmente, si el
escritor que añoraba la paz de Capri, el tribuno romano al servicio directo del emperador
o este último filósofo dubitativo y buscador asaeteado a preguntas.

Los días en la fortaleza Antonia habían pasado demasiado deprisa. La recuperación


de las comodidades y el reencuentro con mi entorno cultural y las costumbres romanas
me condujeron a un periodo de cierta molicie. Por su parte, el curioso Aristeo había
descubierto la pequeña biblioteca pretoriana en una de las torres del castro, con
abundantes rollos griegos, que le tenían sorbido el seso; y Glauco, incapaz de mantenerse
quieto, acababa de encontrar nuevas pistas sobre escondrijos de zelotas más allá del
desierto de Judea. Pilato le había proporcionado, con mi consentimiento, un par de
soldados conocedores del terreno para continuar sus pesquisas.

Por mi parte, confieso que me sentía halagado por la solicitud de las dos mujeres

233
que a la sazón competían por agradarme con sus encantos. De un lado Claudia Prócula,
que no disimulaba morbosas insinuaciones, excepto cuando estaba presente su marido,
Poncio. Del otro, la atracción despertada en la señora de la casa aguijoneaba los celos
recónditos de Raquel, que intentaba por todos los medios recuperar prestigio ante su amo
y señor. Ambas, conocedoras de hasta qué punto crecían mis deseos de saber nuevos
datos sobre jesús de Nazaret, se desvivían en procurarme facilidades gracias a sus
respectivos contactos.

Un día, mientras la esclava enjugaba y perfumaba mis pies, dejando


conscientemente a la vista el panorama de su escote, le pregunté:

-¿Sabes algo nuevo de esa mujer que dice guardar un retrato del rabí galileo?

-Sí, dominus. He procurado informarme mejor. Me han contado que se llama


Berenice (Verónica). Es una mujer del pueblo que, movida por la compasión, rompió con
osadía la barrera de la cohorte de soldados que custodiaba a jesús cuando llevaba por la
calle a hombros el palo de su cruz hacia el lugar de la ejecución, y con un paño de lino
logró enjugarle el rostro.

-Pero supongo que eso no puede ser un retrato, sino un trozo de tela manchado de
sangre.

-Dicen que no, que conserva por maravilla todos sus rasgos. Que ella misma quedó
impresionada, pues, al llegar a su casa y mirar el velo, se echó a llorar. ¡Encontró en él la
impronta del rostro de Jesús! Aseguran que fue un milagro.

-¿Un milagro? ¿Dónde está esa mujer?

-No lo sé, dominas, dicen que ha huido de Jerusalén, pues tiene miedo de que el
Sanedrín le quite el velo y destruya su tesoro. Los escribas andan muy pendientes de
borrar cualquier huella del galileo.

Sonreí y no hice demasiado caso de la rocambolesca historia. La atribuí a una


nueva leyenda, quizás inventada, sobre el «héroe» muerto. Además, mis datos hablaban
de un retrato debido a los pinceles de un pintor amigo de jesús, que era el que me
interesaba conseguir para adjuntarlo a mi informe a Tiberio. Así que no hice más
comentarios y me limité a disfrutar de los sugerentes movimientos de Raquel mientras
enjugaba mis pies entre furtivas miradas de sus ojos de niña. Mi esclava, en cuanto
permitía ver la corta clámide romana, había recuperado su lozanía. Era éste otro motivo
más para sentirme de nuevo en casa.

234
Me hallaba pues en esa lasitud que produce el lujo y el descanso cuando me hizo
llamar Claudia Prócula. La sorprendí sentada en sus habitaciones mientras se sometía al
arte de dos esclavas peluqueras ante un espejo de metal mal bruñido que sostenía una
tercera. La estancia despedía un intenso perfume a jazmín y la luz lechosa filtrada por
una cortina de lino arrojaba un resplandor irreal sobre la mujer de Pilato.

-Siéntate, Suetonio -dijo mostrándome una silla curial frente al triclinio en el que
flácidamente se recostaba-. Tengo nuevas para ti.

Luego dejó caer indolente la mano delgada como obsequio a la curva de su cadera.

-Ayer llegó un emisario de Roma con noticias de tu esposa Claudia.

Ante mi indiferencia, sonrió.

-¿Acaso no quieres saber de ella?

-Sí, por supuesto. Sigue con ese poetilla de mala muerte, supongo.

-Me dicen que se les ve juntos en el foro y las termas. Pero hay más, Suetonio.

-¿A qué te refieres?

-Parece que tu Claudia conspira con Gayo César Germánico.

-¿El «botitas»? ¿Calígula? ¡No me digas! ¿No estaba en Capri? Sé que está
deseoso de suceder a Tiberio, pero no es el único en pretenderlo. ¿Qué hace ahora en
Roma?

-Puedes imaginártelo, abonarse el terreno. Dicen que tiene el apoyo de Macrón, el


prefecto de la guardia pretoriana. Te lo cuento porque no creo que a Claudia le
convengan esas amistades.

-Ya; supongo que Tiberio estará enterado de todo. Me consta cómo trabajan sus
espías.

-Además el asunto puede salpicarte a ti. Deberías tomar medidas.

La noticia puso en tensión todos mis músculos. Si para un romano la sexualidad


con prostitutas y esclavas es plenamente libre e incluso recomendada para evitar
relaciones con mujeres casadas, el adulterio de una esposa es siempre una fuente de
problemas, pues equivale a contaminar la sangre con los dioses de otra familia. Aunque

235
en tiempos de la República era delito y podía castigarse con la muerte, desde la época
imperial supone al menos el repudio y el divorcio. Si bien, como en mi caso, muchos
preferimos hacer la vista gorda para evitar males mayores, algunos se toman la venganza,
tras atrapar al culpable, violentándolo sexualmente con esclavos y así pagarle con la
misma moneda. ¿No tenía bastante mi mujer con engañarme públicamente para meterse
ahora en conspiraciones políticas? Sejano le había facilitado el camino a Calígula cuando
asesinó a su hermano Druso. Estrictamente era el segundo en la sucesión del Imperio
junto al otro nieto de Tiberio, Gemelo, siete años más joven que él. Conociéndole no me
podía extrañar que tuviera serias posibilidades de llegar a emperador. Pero mi esposa me
ponía en un compromiso ante mi jefe inmediato. Intenté sobreponerme y me prometí
escribir cuanto antes una carta a Claudia, serena pero firme. Para olvidar el asunto y
cambiar de conversación, pregunté a Prócula si había conseguido contactar con los
seguidores del galileo.

-Sí, Suetonio, y tengo buenas noticias. Estuve el otro día en una de sus reuniones,
en la que celebran lo que ellos llaman la fracción del pan. Es una especie de comida
donde hacen memoria de su Maestro y repiten los gestos que hizo éste durante la cena en
la que se despidió de ellos antes de morir. Aún celebran estos encuentros en secreto por
miedo a los judíos, si bien en las últimas semanas he advertido mayor alegría en ellos,
pues crecen los rumores de no sé qué apariciones, según los cuales el rabí habría vuelto a
la vida. Al despedirme a la puerta se me acercó Simón Pedro y volvió a agradecerme mi
interés por intentar salvar de la muerte a su Maestro. Parece muy afectado. Tenía los
ojos rojos de llorar. Entonces aproveché el momento para hablarle de ti. Como puedes
imaginar, me deshice en elogios. Le dije que eres una persona seria, que ya sabes mucho
sobre ellos y que nada hay que temer de tus investigaciones. Él me contó que le habían
llegado noticias de éstas a través de Sara, su suegra; de Andrés, Leví y, sobre todo, por
comentarios de Zaqueo y Lázaro, que quedaron encantados con tu visita.

-¿Me recibirá entonces ese pescador?

Prócula se llevó la mano a su rubia trenza, impecablemente enrollada en la nuca,


como haciéndose de rogar. Luego añadió con una sonrisa victoriosa:

-En efecto, lo hará, caro Suetonio. Nos comunicará pronto la hora y el lugar del
encuentro.

Tres días después recibí instrucciones concretas. Un joven con un zurrón de


viajero al hombro y tocado con un turbante de color verde me esperaría al amanecer del
día siguiente en la puerta del Templo llamada del monte de los Olivos. Vestí de nuevo la
andra josa túnica judía y salí sigiloso por una puerta trasera del castro, según indicaciones

236
de Prócula. Aún era de noche, pero no fue difícil bordear la Torre Antonia sorteando
sombras entre pedazos de luna y esperar en el lugar previsto, donde dormitaban varios
mendigos que parecían haber pasado allí la noche. Al rayar un alba tibia de color
albaricoque, que arrojaba en las cúpulas del Templo rubores de leyenda, apareció el
muchacho, al que seguí por un serpentear de polvorientos caminos que ascendían al
monte Olivete. De vez en cuando me volvía para mirar hacia Jerusalén y verla
desperezarse con aspecto de pesado animal entre los restos de la noche. Cuando
alcanzamos la cima de esta elevación, más que monte, ya se había hecho de día y pude
recordar que estaba precisamente en el camino que había hecho pocas semanas antes
desde Betania, sólo que en sentido contrario. Mi acompañante me condujo por otra
bifurcación que desembocaba en un huerto de olivos llamado Getsemaní o «prensa de
aceite», lugar silencioso, bañado ya por la luz recién estrenada de la mañana. El joven
que me servía de guía no había pronunciado palabra. Se limitó a llamar a la puerta de
una alquería destartalada, de la que salió una mujer de mediana edad.

-Simón os espera en el huerto. Ya sabes dónde.

Arrodillado junto al tronco retorcido de un gran olivo, parecía él mismo un árbol


roto, prematuramente envejecido, pesado de espaldas, de las que brotaban unos robustos
y ennegrecidos brazos de pescador. Cuando volvió la mirada, brillaron sus ojos irritados,
hundidos en una encrucijada de arrugas y ojeras. Se levantó con torpeza, como
regresando de otro mundo, al parecer de la oración en la que estaba sumergido.

-Tú debes de ser Suetonio, el romano -me saludó con una voz ronca y suave al
mismo tiempo.

-El mismo. Y tú, Simón Pedro, supongo.

Me tendió la áspera mano encallecida e indicó que le siguiera hacia un camino que
desde el interior del huerto conducía al corte en barranco del torrente. Andaba con la
cabeza gacha y a gran des zancadas con piernas y brazos separados. Me lo imaginé
camino del mar de Galilea arrastrando quizás su barca o la red rebosante de peces.

-¡Mira! -exclamó.

Desde el balcón natural que se abría bruscamente sobre el torrente Cedrón, oscuro
abismo en el que se proyectaban las sombras del murallón oriental del Templo, a la
derecha se divisaba el panorama de Jerusalén con el contrastado relieve limpio de la luz
primera.

237
-¡Bella ciudad! -comenté.

-Bella y ruin. ¡La amaba tanto! ¡Y sin embargo lo mató!

La cabeza de Pedro, nimbada sobre el precipicio, se me antojaba esculpida a golpe


de escoplo, quemada por el viento, la de un hombre duro y frágil a la vez, altivo y
derrotado.

-Recuerdo lo que dijo desde este mismo sitio una tarde en que mucha gente
comentaba en la ciudad que Herodes quería matarle: «¡Jerusalén, Jerusalén!, la que mata
a los profetas y apedrea a los que le son enviados. ¡ Cuántas veces he querido reunir a
tus hijos, como una gallina a su polluelos bajo las alas, y no has querido! Pues bien, se os
quedará desierta. Os digo que no volveréis a verme hasta que exclaméis: "¡Bendito el que
viene en nombre del Señor! "». -Pedro tragó saliva-. Por entonces él ya intuía su muerte
-continuó-. Nos lo había vaticinado repetidas veces. Pero nosotros no queríamos creerlo.
Seguíamos aferrados a una imagen de poder, de caudillo invencible. Yo mismo quise
quitarle esa idea de la cabeza. Fue un día en que estábamos en Cesarea de Filipo, cerca
del monte Hermón, una zona preciosa donde el trigo crece rápidamente e incluso hay
bosques con ciervos. Por entonces llevábamos con jesús casi tres años; sería como a sólo
seis meses antes de su muerte. Yo lo veía bastante harto de que la gente lo mirara como
un libertador político, por lo que durante aquel periodo prefería hablarnos en la intimidad.
Jamás lo olvidaré. Nos preguntó quién era él, qué era lo que decía la gente. Mis
compañeros dijeron de todo: que Juan Bautista, que Jeremías o hasta Elías, u otros
hombres del pasado que habían vuelto a la vida. Pero en el fondo lo que le interesaba
más era saber lo que nosotros, sus discípulos, pensábamos de él. Yo, en uno de mis
arrebatos, le solté casi en un grito: «¡Tú eres el Mesías, el hijo de Dios vivo!». Entonces
me escrutó con sus ojos de fuego y me dijo: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de
Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los
cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi
asamblea, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella».

Dos lágrimas brotaron de los ojos de Pedro al recordar ese momento, que se
enjugó rudamente con la palma de la mano. Luego continuó sin girar el rostro vuelto a la
ciudad.

-Nos ordenó que no se nos ocurriera decírselo a nadie eso de que él era el Cristo,
el Mesías en persona. Y desde entonces no paraba de comentar que él debía venir a
Jerusalén y sufrir mucho aquí de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los
escribas; y ser matado y además resucitar al tercer día. Yo, en otro de mis prontos,
indignado con ese espantoso vaticinio, lo cogí aparte y me puse a reprenderle : «¡Lejos

238
de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso! ». Él, volviéndose, con una enorme
fuerza que llegó a asustarme, me gritó desencajado: «¡Quítate de mi vista, Satanás!
¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los
hombres! ». Pero yo seguía sin entenderle, o mejor dicho, sin aceptar que nuestro futuro
rey fuera a fracasar de esa manera. ¡Oh, Dios, y aún hoy me cuesta comprenderlo!

Apretaba y alzaba los puños, indignado consigo mismo, mientras seguía inmóvil
como un roble plantado frente a la espléndida vista de Jerusalén, ya completamente
despierta al sol mañanero.

-Lo que no acabo de concebir es por qué buscaba el sufrimiento. ¿Acaso


necesitaba infligirse el dolor como algunos devotos de la India que, según he oído, se
torturan a sí mismos?

Pedro dejó caer su ancha mano caliente sobre mi hombro, una mano que cobijaba.
Sentí desde el primer momento que le había caído bien al discípulo designado como
cabeza del grupo; quizás, pensé, gracias al influjo de Sara, su simpática suegra.

-Jesús amaba la vida, amigo, pero la vida de todos, y más que la propia amaba la
verdad. Decía que para eso había venido, para dar testimonio de la verdad, una verdad
que nos hace libres, y eso le costó caro, demasiado caro. Muchas veces me pregunté por
qué se empeñó en volver a Jerusalén. Aquí siempre corríamos peligro. Varias veces
habían intentado apedrearle. No sé cómo se las arreglaba, pero cuando quería, acababa
escabulléndose. El Templo -añadió señalando el inmenso cuadrilátero- era un caldero
hirviente cada vez que aparecía Jesús y se las pintaba para poner furiosos con sus
palabras a los escribas. Pero la última vez, cuando subimos desde Jericó, el pueblo estaba
entusiasmado. Ninguno podía imaginar lo que ocurriría después. No pocos judíos nos
habían acompañado desde lejos como alucinados. Querían a toda costa proclamarlo rey
al entrar en la ciudad. Ya sabes, este pueblo anda muy necesitado de todo; también de
profetas y conductores, caudillos que lo lideren. El rabí decía que los veía como ovejas
sin pastor. Y entonces no lo comprendí, pues parecía en contradicción con lo que había
dicho. Pero aquella mañana de domingo estaba distinto, se dejó hacer. Entramos en
Jerusalén precisamente por esta ladera -señaló hacia la puerta desde la que yo había
ascendido al amanecer-, estrenando el día, que fue una explosión de júbilo, una
apoteosis. Entonces no me daba cuenta de que cumplía una profecía. Se subió a un
borriquillo y la gente tendía mantos a su paso y agitaba entusiasmada palmas y ramas de
olivo. Domingo soleado que olía a tomillo y romero. Los niños revoloteaban como
gorriones a su derredor, las mujeres le tiraban besos y flores. Los que iban delante y los
que le seguían gritaban: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!

239
¡Bendito el reino que viene de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas! ».Y cuando
atravesamos la puerta y entramos en Jerusalén, el alborozo fue inenarrable: unos se lo
contaron enseguida a otros, y empezó a llegar más gente; toda la ciudad se conmovió.
Era, por supuesto, sobre todo gente sencilla. «¿Quién es éste?», preguntaban. Y los otros
respondían: «Éste es el profeta jesús, de Nazaret, de Galilea».

-¿Y de dónde había salido tanta gente?

-La historia de Lázaro se había corrido por toda la ciudad y el pueblo estaba
convencido de que la vuelta a la vida de su amigo era una señal evidente del Mesías.
Pero sobre todo era gente de fuera de Jerusalén, la que viene por Pascua. Yo estaba loco
de contento. Se me olvidó todo lo que nos había predicho. Pensaba que el gran momento
había llegado, que era el comienzo del esperado triunfo.

-¿A pesar del contenido de su predicación sobre los pequeños y los pobres seguías
creyendo que él iba a ser todo un rey, un monarca de Israel, un sucesor de Herodes, y
que iba a conseguir expulsar de este país a los romanos?

Se rascó pensativo la barba, veteada de prematuras canas.

-¿Qué quieres que te diga, romano? Yo soy un ignorante pescador. Estaba hecho
un lío. Cuando los fariseos le dijeron que nos reprendiera por aclamarle, él les dijo que si
nosotros calláramos, las piedras acabarían hablando. Cuando estábamos en Jerusalén
solíamos alojarnos en los barrios más pobres y con frecuencia nos reuníamos en una
cueva que hay aquí mismo, en este huerto, al fondo de esos olivos. La tarde de aquel
domingo triunfal se fue solo a Betania con sus amigos; creo que los conoces.

Asentí con la cabeza.

-Pero al día siguiente subimos aquí. Se quedó mirando otra vez la ciudad y lloró
como un niño. Pocas veces le había visto llorar, una de ellas ante su querido Lázaro.
Pero aquel día parecía más frágil que de costumbre. «¡Si también tú conocieras en este
día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos. Porque vendrán días
sobre ti en que tus enemigos te rodearán de empali zadas, te cercarán y te apretarán por
todas partes, y te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no
dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita». Nos
estremecimos. Algo iba a ocurrirle a esta ciudad en el futuro como para derramar
lágrimas. ¡Y es que amaba a Jerusalén, sí que la amaba!

Fuimos a sentarnos bajo un añoso olivo junto a la cueva que acababa de

240
mencionar. Mientras caminábamos, le conté algo sobre mí y nuestro itinerario hasta llegar
a él; las dudas, percances y fascinaciones del viaje; mi lamentable opinión acerca de la
cobarde conducta de Pilato y lo que sabía de sus comienzos en Galilea cuando conoció al
rabí junto al Jordán y éste le cambió el nombre por el de Cefas. Me escuchaba con
interés desde sus ojos acuosos, muy abiertos, como si oyera el relato por primera vez.

-¡Y sin embargo le negué, le negué tres veces, a pesar de que me lo había advertido
aquella misma tarde!

Apoyó la cabeza entre las manos y volvió a llorar sin pudor un largo rato. La brisa
suave tamizaba el ardor de la ya avanzada mañana y jugaba con la hojarasca plateada en
los muñones de los olivos. Respeté en silencio sus lágrimas, aunque anhelaba preguntarle
cómo, cuándo y por qué negó a su Maestro. Al rato levantó la cabeza y me miró con esa
franqueza con que sólo miran los hombres de la mar.

-Me fío de ti, Suetonio. Me recuerdas a Marco, al centurión de Cafarnaún. Pareces


un hombre honrado, un buscador sincero. Verás: al principio estaba entusiasmado. Jesús
me había elegido como su hombre de confianza, el jefe, la primera piedra del cimiento de
su casa, que empezaba a construir. Todo era alegría, entusiasmo y sorpresa en esa época.
¿Qué gozo más grande puede haber para un pescador como yo que echar las redes
después de una noche entera sin coger ni un pececillo y recuperarla chorreando buena
pesca, plata divina? Los paralíticos andaban, los ciegos veían, los endemoniados volvían
a su ser, los leprosos eran cura dos. Parecía un sueño. El Mesías estaba allí en carne y
hueso, entre nosotros, levantaba sus brazos, nos enseñaba a orar, hablaba de amor
incluso a los enemigos. Su mera presencia transmitía fuerza. Abrazaba a los niños, se
sentaba a comer con publicanos, con pecadores y prostitutas; nos permitía desgranar
espigas en sábado, y, cuando hablaba, hipnotizaba, tenía tal poder que hasta los más
ignorantes se quedaban extasiados. Cantaba el canto de los pequeños, de los pobres, de
los que sufrían y lloraban; de los mansos, de la gente de buen corazón. Campesinos
acribillados a impuestos, mujeres maltratadas por sus maridos, enfermos y desheredados
venían como un río de amargura en busca de luz y creían en él. Hablaba de un reino de
paz, amor, justicia. Finalmente, comentábamos entre nosotros, ha llegado el enviado de
Dios, el que libertará a Israel. Y yo era nada menos que el segundo de a bordo en esa
barca, yo, el testarudo Simón Pedro.

-Pero vosotros no comprendisteis nunca lo que pretendía, que no andaba en busca


del triunfo ni la gloria, el secreto oculto en sus parábolas.

-Sí. Me acuerdo que cuando huimos a Tiro y volvimos de Sidón al mar de Galilea,
atravesando la Decápolis, empezó a hacer algunas curaciones en privado. Por ejemplo,

241
se llevó aparte a un sordomudo, le metió los dedos en los oídos y con saliva le tocó la
lengua. La curación fue instantánea, sorprendente. Nos prohibió que lo contáramos. Pero
nosotros estábamos como para callarnos. ¿Cómo le íbamos a hacer caso? Enardecidos,
se lo decíamos a la gente y proclamábamos por todas partes que él era el Mesías, el que
había de venir. Por entonces, entre las masas que acudían a verle, nunca faltaban
fariseos, espías del Sanedrín, que nos exigían una señal, un signo celeste. Se lo dijimos, y
jesús se enfadó: «Al atardecer decís: "Va a hacer buen tiempo, porque el cielo tiene un
rojo de fuego", y a la mañana: "Hoy habrá tormenta, porque el cielo tiene un rojo
sombrío". ¡Conque sabéis discernir el aspecto del cielo y no podéis discernir las señales
de los tiempos! ¡Generación mal vada y adúltera! Una señal pide y no se le dará otra
señal que la señal de Jonás». Aquel día se dio media vuelta, se largó solo y nos dejó
perplejos. Únicamente en la horrible tarde de su muerte entendí que la ballena de Jonás
era una figura de su sepultura.

-¿Y cuál es entonces la gloria que prometía? ¿Tuvo alguna confidencia especial
sobre ese tema?

-¡Era tan enigmático y nosotros tan ignorantes! Un día dijo delante de la gente: «Si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque
quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por la buena
noticia, la salvará. Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su
vida? Pues ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida? Porque quien se avergüence
de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del
Hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos
ángeles». No soportaba las medias tintas, no, ni al que dejaba en mitad de la faena el
arado; ni a cuantos se ponían a sí mismos disculpas a la hora de seguirle porque la familia
o el dinero les ataban. ¿Su gloria? Sí, sí, un día nos dejó verla.

Me puse de pie vivamente interesado. Las ramas filtraban acebradas zonas de sol y
sombra sobre el imponente rostro del pescador. Pedro estaba encendido.

-¿Os dejó verla? ¿Cómo es eso? Explícate.

-Sucedió unos ocho días después de estas palabras que te acabo de referir. Primero
tengo que confesarte, no sin rubor, que el Maestro tenía, dentro de los doce, tres más
íntimos: Juan, Santiago y yo mismo, pues nos reservaba para las principales confidencias.
Aquel día nos invitó a subir a orar en lo alto del monte Tabor, que se levanta como un
gran seno aislado en medio de la llanura del Esdrelón. Ascendimos fatigosamente y en
silencio tras él. Yo tenía sueño, pero le seguí resoplando, refunfuñando, secándome el
sudor a cada paso. Al llegar a la cima, los cuatro nos pusimos a orar. Se me tronchaba la

242
cabeza del cansancio y estaba a punto de caer redondo. De pronto, no sé cómo, se le
mudó el rostro, y los vestidos de jesús comenzaron a refulgir de puro blanco. Me pareció
que estaban conversando con él dos hombres que parecían Moisés y Elías, envueltos de
gloria, y hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén. Aguantando de mala
manera el sueño, intenté permanecer despierto. Y, te lo aseguro, vi un resplandor, vi su
gloria y a los dos hombres que estaban con él. No sabría describir la alegría íntima, la paz
que pude sentir en aquel momento. Tanto que, al separarse de nosotros, como un tonto y
convencido de que aquello era tan natural como ir de paseo, le dije a Jesús: «Maestro,
qué bien se está aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra
para Elías», sin tener ni idea de lo que estaba diciendo. Mientras hablaba, se formó una
nube y nos cubrió con su sombra; y al entrar en ella, sentí miedo, mucho miedo.
Entonces vino una voz desde la nube que decía: «Éste es mi Hijo, mi Elegido;
escuchadle». Y cuando la voz cesó, me encontré a jesús solo, como antes de la visión,
sin las dos figuras de los aparecidos, y a Juan y a Santiago allí como si no hubiera pasado
nada.

La evocación de la experiencia había relajado el rostro de Pedro, que sonreía.


Luego completó su relato añadiendo que, cuando bajaban del monte, jesús les ordenó:
«No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los
muertos». Le preguntaron sobre una tesis que sostienen los escribas, según la cual Elías,
al que acababan de ver en la visión, debía venir antes que el Mesías. Parece que el
Maestro identificaba esta vuelta de Elías con Juan el Bautista, el precursor. Pero lo
importante de aquella experiencia, que en mi opinión fue un rapto místico, era preparar a
sus íntimos ante la tragedia que se avecinaba en Jerusalén.

-¿Os lo advirtió de nuevo y no entendisteis?

-No, no sólo no entendimos, sino que, al ocurrir la tragedia que acabó con su vida,
huimos muertos de miedo, yo el primero. Ahí mismo -dijo señalando un claro entre los
olivos- me dormí como una marmota mientras él oraba la noche más angustiosa de su
vida, la víspera de su muerte.

-¿Estuvisteis en este mismo huerto aquella noche?

-Sí. Pero antes debo decir que yo seguí mostrándome muy entusiasta del Maestro.
Él muchas veces se dirigía a mí en particular y yo hablaba en nombre de los otros doce.
Todos sabían que me había distinguido especialmente. Me hacía subir primero a la barca,
me invitó a caminar sobre el mar cuando se nos apareció y yo dudé.

-¿Sobre el mar? -pregunté incrédulo.

243
-Bueno, sería largo de contar. Incluso me ordenó que pescara aquel pez donde
encontramos un dracma para pagar el tributo, y cuando la gente se fue indignada el día
en que habló de su cuerpo y su sangre como comida, recuerdo que yo grité con toda el
alma: «zA quién iremos si tú tienes palabras de vida eterna?». Él me sonrió de tal manera
que sentí que me bailaba el alma. Pero ya ves, soy un desastre, se me va toda la fuerza
por la boca.

El triste recuerdo de su negación nubló de nuevo la vista de Simón Pedro. Le dejé


desahogarse. Tras nuevos sollozos repitió.

-¡Le negué, le rechacé como un cobarde! Y él, que poco antes me había llamado
amigo, me lo había advertido. «¡Simón, Simón!», me dijo durante la cena en la víspera
de su muerte, «mira que Satanás ha solicitado el poder de cribaros como trigo; pero yo
he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus
hermanos». De nuevo le respondí con una de mis bravuconadas: «Señor, estoy dispuesto
a ir contigo hasta la cárcel y la muerte». Entonces me miró hondo a los ojos y con
aquella voz tan suya, cálida y fuerte de amigo, de padre, me dijo: «Te digo, Pedro: no
cantará hoy el gallo antes de que hayas negado tres veces que me conoces».

-¿Y realmente le negaste?

Simón dio tal puñetazo sobre la corteza del olivo que temí que se hubiera hecho
daño. Dejó de nuevo su mirada perdida más allá del horizonte.

-Se me va todo por la boca. Soy un voceras, un cobarde. ¿De qué me sirven, di,
estas manos encallecidas, estas espaldas de marinero? La cena de la víspera de su muerte
fue inolvidable, con la intimidad de la despedida, como su testamento. Otro día te la
contaré con detalle. Judas ya lo había entregado. Le faltaba cobrar las treinta monedas
por hacerlo. Pero nosotros pensamos que la indicación que le hizo jesús durante la cena
para que hiciera pronto lo había de hacer era para que, como administrador, comprara lo
necesario para la Pascua. Se levantó de la mesa y bajo la luna llena, todavía abriéndonos
su corazón hablando de la vid y los sarmientos, cruzamos el torrente Cedrón, y nos trajo
aquí a este lugar donde estamos ahora, y nos dijo: «Sentaos aquí mientras yo hago
oración». La verdad es que estábamos tan despistados que imaginábamos que después
acabaríamos por irnos a dormir a Betania.

»Luego llamó a los íntimos. Santiago y Juan y yo nos levantamos y le


acompañamos. Se puso a orar, a él siempre le gustó orar, lo hacía de noche bajo el
amparo del firmamento, pero nunca lo había visto así, pálido como la cal, desencajado a
la luz de la luna, temblando de pavor y angustia. Parecía aterido por dentro y por fuera,

244
con la frente mojada de un mar de sudores. "Mi alma -nos dijo balbuciente- está triste
hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad". Yo estaba asustado. Parecía roto,
derrotado. ¡Qué distinto de aquel Jesús seguro de sí que arengaba a las masas y curaba a
los enfermos! Y adelantándose un poco, caía en tierra y suplicaba que a ser posible
pasara de él aquella hora. Y decía: "¡Abbá, Padre! Todo es posible para ti; aparta de mí
esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú". Nosotros, entre el miedo
que teníamos en el cuerpo, las impresiones del día y los vapores de la cena, caímos de
golpe en un sueño pesado que tenía también mucho de fuga. De pronto oigo una voz que
me despierta: "Simón, ¿duermes?, ¿ni una hora has podido velar?".

»Con puntos enrojecidos en la enfebrecida frente, volvió a decirnos con voz


quebrada y temblorosa: "Velad y orad para que no caigáis en la tentación; que el espíritu
está pronto, pero la carne es débil". Luego vimos que, tambaleante, volvía a alejarse a
orar, de nuevo hincado en tierra con parecidas palabras a las de antes. Lo mismo se
repitió un par de veces más. Hoy, dándole vueltas, no encuentro otra explicación a que
aquella noche tuvo una tremenda lucha interior entre lo que el Padre le pedía y el
rechazo de cualquier hombre sensible al dolor, la humillación y la muerte. El caso es que
no podíamos aguantar despiertos y, cuando volvía, llenos de vergüenza no sabíamos qué
contestarle. Hasta que la última vez dijo: "Ahora ya podéis dormir y descansar. Basta ya.
Llegó la hora. Mirad que el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los
pecadores. ¡Levantaos! ¡Vámonos! Mirad, el que me va a entregar está cerca".

Al llegar a este punto de su relato Simón se levantó y me señaló la entrada del


huerto: la puerta en el cercado de piedra seca que rodeaba la hacienda. Intenté imaginarla
de noche, bañada de luna y al resplandor incierto de las antorchas que portaban el
improvisado pelotón, enviado por los sumos sacerdotes y fariseos, armados de palos y
espadas. En su mayoría pertenecían a la guardia del Templo, al mando de Malco, siervo
del sumo sacerdote.

-Judas iba a la cabeza. Como todos nosotros, conocía muy bien este sitio. Le vi
avanzar tenso y lívido, los saltones ojos desnortados y la frente sudorosa. Su perfil
aguileño y su calva pronunciada parecían a aquella luz los de un cadáver ambulante.
Actuó rápidamente, como el que tiene que cumplir una misión molesta. No le miró a la
cara. Le dijo: «¡Salve, rabí!», y le besó en la mejilla. Comprendí que era la señal
convenida. Jesús, no obstante, preguntó con toda intención que a quién buscaban para
identificarse valientemente y decir que nos dejaran a los demás libres. A Judas le dijo:
«Amigo, ¿a qué has venido? ¿Me entregas con un beso?». Entonces se acercaron,
echaron mano de él y lo maniataron. Yo no esperé un momento. Me quemaba la sangre
y salió una vez más mi vena violenta. Sin pedir permiso eché mano de una espada que

245
llevaba escondida desde hacía días por si las moscas, y zas, le corté a Malco la oreja
derecha de un tajo. A qué negarlo, yo apunté a la cabeza, pero él me esquivó; el golpe de
mi espada le rebanó la oreja. Jesús entonces se dirigió a mí y me reprendió: «Vuelve tu
espada a su sitio, porque todos los que empuñen espada, a espada perecerán. ¿0 piensas
que no puedo yo rogar a mi Padre, que pondría enseguida a mi disposición más de doce
legiones de ángeles?». Aludió a las profecías y, dirigiéndose a la gente, añadió: «¿Como
contra un salteador habéis salido a prenderme con espadas y palos? Todos los días me
sentaba en el Templo para enseñar, y no me detuvisteis». Aquella falta de resistencia fue
el desencadenante de cuanto ocurrió después. Nos desconcertó.

-¿Qué pensabais? ¿Que se iba a producir un milagro?

Pedro calló. Tras una larga pausa se rascó el arranque de la barba. Le temblaba la
voz.

-No sé. Sentí un latigazo dentro. Advertí que él no quería lucha, que dejaba todo el
protagonismo a los que venían a prenderle. Que yo no era el capitán de su séquito. Que
él no era un rey, sino uno más, otro galileo del montón, como nosotros. Se me cayó de
pronto el mundo encima. Comprendí que lo que había dicho era verdad. Parecía que
todo estaba perdido. Nada había que hacer sino salvar el pellejo, no nos fuera a salpicar
algo de la sangría que se barruntaba. Huimos todos como gallinas y le dejamos solo con
aquella chusma que se lo llevaba cuesta abajo a trompicones. «Todos fallaréis», nos
había anunciado. En aquel momento me llamó la atención un joven que le seguía
envuelto con una sábana. Los guardias intentaron echarle mano, pero él soltó la sábana y
se escurrió. De lejos reconocí al joven Marcos. Su padre es el dueño de este huerto.

-¿Y no lo volviste a ver aquella noche?

-Después de huir despavorido, me detuve resoplando detrás de unos arbustos.


Esperé a que llegara la comitiva que se llevaba preso al rabí. Le empujaron a golpes entre
gritos e insultos. No daba crédito a mis ojos. ¡Hacía cuatro días que la gente le había acla
mado por las calles como rey! ¿Qué había pasado? Me temblaban las piernas. Por una
parte deseaba quitarme de en medio. Por otra quería saber en qué iba a parar todo
aquello. Oculto entre las sombras los seguí de lejos. Pensé que primero lo llevarían a
casa de Anás.

-¿Quién es Anás? ¿No es Caifás el sumo sacerdote?

Pedro dio un manotazo en el aire.

246
-Como si lo fuera. Lo había sido hasta hace unos quince años, cuando fue
depuesto por ese jefe vuestro.

-El legado romano en Siria, Valerio Grato. Supongo que lo habría nombrado su
predecesor, Publio Sulpicio Quirino.

-Eso creo, como tú dices.

-Pero si no era el sumo sacerdote, ¿cómo lo llevaron a casa de Anás?

-Es muy poderoso. Nunca ha dejado de mandar. Dicen que es el hombre más rico
de Jerusalén. Con decirte que ha conseguido que cinco de sus hijos y un nieto fueran
nombrados sumos sacerdotes. Y su yerno Caifás controla todo el negocio de animales
sacrificados en el Templo. Es el jefe de un clan familiar tan potente que dispone a su
antojo. Puedes comprender que el pueblo no lo quiera.

-¿Y dónde vive?

-En la parte alta de la ciudad, donde las casas de los ricos. Le seguí hasta allí
asustado, ocultándome como un ladrón en las bocacalles. El suegro de Caifás no tenía
ningún derecho a interrogar a Jesús, pero lo hizo, según pude saber después. Jesús le
contestó que él había hablado públicamente en la sinagoga y en el Templo, sin decir nada
a escondidas. Que por qué, en vez de preguntarle a él, no le preguntaba a la gente que le
había oído. Uno de los guardias del Templo le abofeteó, recriminándole esa forma de
hablar al pontífice. Entonces el rabí respondió: «Si he hablado mal, demuestra en qué;
pero si bien, ¿por qué me golpeas?». Yo seguía fuera sin saber nada, esperando a ver qué
pasaba. No me extrañaba que lo hubieran llevado primero donde Anás, que era el que
mandaba realmente. Al poco rato advertí que sacaban a jesús al patio de la casa, cercano
al palacio del Sanedrín y la vivienda de su suegro Caifás. Supongo que sabes que desde
hacía tiempo ambos andaban compinchados para acabar con el Maestro.

-¿Cuándo se celebró el juicio?

-Tenían que esperar a que despuntara el día. La ley no permite condenar a un


hombre a muerte durante la noche. De modo que lo metieron en una de las mazmorras
del sótano mientras tanto. Me pregunté qué podría hacer, si esperar escondido toda la
noche o entrar en el patio porticado de la casa, donde se calentaban al amor del fuego
algunos guardias y criadas. En aquel momento vi a Juan, el de Zebedeo. Se había
adelantado y había conseguido entrar en la casa. Hablaba con la portera y me hacía señas
de que me acercara. Hacía frío y pensé que en medio de la oscuridad nadie me

247
reconocería. Cuando me aproximé al grupo, observé con preocupación que en torno a la
hoguera había dos personas conocidas: la portera de la casa de Anás y un criado de éste,
que era pariente de Malco, el jefe del pelotón, al que yo había rebanado la oreja. Juan se
fue para ver cómo podía hacer algo mediante sus conocidos para liberar a Jesús. Ya no
se hablaba de otra cosa que de la detención; era la gran noticia de la noche. Yo estaba
más callado que un muerto e intentando ocultarme bajo el manto. Pero el cambio del
viento arrojó un resplandor de la hoguera en mi rostro. De pronto, la portera se me
quedó mirando fijamente: «O mucho me equivoco o tú andabas también con el
nazareno, ese tal Jesús». «¿De qué hablas, mujer?», le respondí. Pero debió de notarse
mi azoramiento. Me levanté y salí de la casa nervioso. Mi miedo me había delatado.
Entonces cantó el gallo. Más tarde volvieron a reconocerme dos veces más. La tercera
vez fue sangrante, pues me insistían en que yo era del grupo, que se notaba en mi acento
galileo. Entonces comencé a soltar sapos y culebras, a maldecir y jurar: «¿No os he dicho
que no conozco a ese hombre?». El gallo cantó por segunda vez y una oleada de
amargura me subió a la garganta desde el estómago. Recordé sus palabras: «Antes de que
el gallo cante dos veces me negarás tres». Me levanté, salí fuera y el llanto se apoderó de
mí y, ya ves, no me ha abandonado desde entonces.

De nuevo rompió en sollozos, los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre
las manos. Sus manos grandes encallecidas del roce de las redes, aquel cuerpo ancho de
remero, contrastaban con un alma de niño indefenso, roto por el peso de la infidelidad al
amigo. Le dejé llorar en silencio. Cuando se tranquilizó le pregunté:

-¿Supiste lo que pasó en el juicio?

-No en ese momento. Se celebró a puerta cerrada. Lo supe días después. Pero
Nicodemo y José de Arimatea estuvieron dentro. Ellos te podrán contar con más detalle.

- ¿José de Arimatea? ¿No es el que está preso en el pretorio?

-Sí, allí está. Lo acusó esa gentuza de robar el cuerpo de Jesús.

-Y tú, ¿cuándo volviste a verlo aquella noche?

Pedro entornó sus ojos enrojecidos.

-Cuando lo sacaron a la galería del patio, creo que antes o después de juzgarlo, no
sabría decirte.

-Je dijo algo?

248
-Me vio de lejos, volvió el rostro y me miró. Sólo eso. Pero su mirada silenciosa
colmó la oscuridad de inmensas palabras. Hacía frío y yo ya no me calentaba en el
fuego. La luz lechosa del amanecer empalidecía aún más su rostro lívido de toda una
noche sin dormir, entre burlas y vejaciones. Tengo clavados esos ojos en mi alma,
romano, con una doble sensación: por un lado, me atraviesan las entrañas como puñales;
por otro, me recuerdan el mar de Genesaret, los prados de Galilea, el horizonte de
nuestras correrías cuando saltábamos de gozo por haber encontrado al Mesías. Son ojos
de un amigo traicionado y ojos de enamorado que gritan: «A pesar de todo te sigo
queriendo; me has dejado solo, tirado, has renegado de mí; pero aquí están mis manos
atadas para abrazarte. Ese canto del gallo ha herido mi alma. Pero yo sigo queriéndote,
confiando en ti. Tú sigues siendo mi amigo, Pedro, Cefas, piedra, cimiento de mi
casa...».

A Simón se le había encendido el rostro. ¿0 lo tenía incandescente para siempre


desde que se calentó al fuego de la hoguera del patio de Anás? Pensé que ese calor le
seguía quemando las entrañas y lo haría durante el resto de su vida. Que había tocado
fondo, había llegado a esa zona donde un hombre se siente desnudo ante sí mismo,
como recién nacido, y a partir de eso dispuesto a todo. Aunque quizás se encontraba
aturdido también por el peso del reciente fracaso, el sentimiento de culpa y esas
pretendidas apariciones que le recordaban más las visiones del Tabor que al jesús de
carne y hueso, aquel que había visto sudar a su lado por los caminos de Galilea.

Me quedé con muchas preguntas en el aire. Pero pensé que por el momento no le
podía interrogar más. Simón estaba exhausto, encendido, borracho de emociones, que
seguramente aún no había podido digerir. Le agradecí su sinceridad y le prometí que
haría lo posible por interceder por la libertad de José de Arimatea. Picaba el sol cuando le
dije adiós. Le contemplé volviéndose al viejo olivo en el que jesús había sufrido un
infierno la noche en que se hundió en el agujero del sinsentido, el absurdo de un Mesías
sin más poder que el de la decepción del fracaso, la soledad, el abandono y la traición de
los suyos. Tocó de nuevo el tronco, inclinó la cabeza, e hincado en tierra volvió a orar
como si quisiera ganar tiempo para reparar su ingratitud. Yo bajé una vez más la cuesta.
La mole del Templo era al mediodía un ascua de oro. Recordé las palabras que le había
dedicado el galileo antes de morir: «¡Jerusalén, Jerusalén!, la que mata a los profetas y
apedrea a los que le son enviados. ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como
una gallina a su polluelos bajo las alas, y no has querido!».

Entre los enigmas que me quedaban por resolver, sin haber renunciado a encontrar
el famoso retrato, me zaherían dos: qué razón de peso movió realmente a judas para
entregar a un hombre así y en dónde descansaba su enorme soledad un corazón tan

249
generoso y sensible. Pues algo había sacado en claro: Pedro era un buen hombre, la
primera piedra de su casa, un pescador sencillo y honrado que a partir de ahora sería
capaz de darlo todo, pero todavía incapaz de comprenderlo a carta cabal. Le sobraba
corazón y le faltaba matiz. No acababa de explicarme por qué lo había elegido su
sucesor, el pastor de su rebaño. Cuando di el santo y seña en la Torre Antonia me quedé
sorprendido de mí mismo. ¿No me estaba sucediendo lo que a algunos escritores y
poetas, que el personaje llega a apoderarse de su propio autor? En todo caso, la
trayectoria psicológica y humana del galileo comenzaba en mí a ser más poderosa que la
obsesión por encontrar su retrato.

250
251
as mazmorras de la Torre Antonia despedían un repugnante hedor a
humedad y orines al que se unió el lamento de los encarcelados cuando, acompañado del
centurión Celso, chirriaron los cerrojos y bajé a entrevistar a José de Arimatea. Al
principio Pilato me puso mala cara. Todo lo relacionado con el galileo le descomponía,
como si prestáramos demasiada importancia al incómodo y poco relevante proceso de un
insignificante profeta de aldea que había acabado por chamuscarle las manos. Pero mi
condición de tribuno y el miedo de cuanto yo pudiera informar a Tiberio sobre el
prefecto y sus decisiones en Judea fueron decisivos para no rechazar mi petición. Me
permitió, pues, a regañadientes interrogar al prisionero y estudiar su caso, a todas luces
injusto, pues carecía de pruebas para mantenerlo encarcelado.

Lo primero que vi fueron sus ojos relucientes en la sombra. Sentado en el suelo


con las manos entre las rodillas desde un rincón de su estrecha y sucia celda se
deslumbró, asustado por la irrupción de la antorcha del carcelero que me abrió la puerta.
A su luz fantasmal pude divisar a un hombre de facciones distinguidas, nariz recta, frente
serena, labios bien dibujados y corta barba rizada. Pese a que llevaba más de un mes
preso, sus ropas denotaban el estilo inconfundible de un personaje rico y educado.

El guardián encendió un pebetero y nos dejó solos, lo que aproveché para ponerle
en antecedentes y facilitarle algunos datos de mis fluidas relaciones con sus amigos,
principalmente con Simón Pedro. Eso le tranquilizó.

-Soy miembro del Sanedrín, como Nicodemo -dijo con serenidad-. Desde que oí
hablar por primera vez del rabí jesús, se despertó dentro de mí un fuerte impulso por
saber más sobre él, lo que se convirtió con el tiempo en una firme decisión de conocerle
más a fondo y luego seguirle. Pero, a causa de mi pertenencia a los fariseos, me sucedió

252
como a mi amigo. No podía permitirme el lujo de hacer públicas mis opiniones. Eso
hubiera significado, supuesto el odio que hervía contra él entre sacerdotes y escribas y
sobre todo en la oposición saducea, tanto como firmar nuestra exclusión del Sanedrín,
repudio y condena. Nos veíamos pues de noche con el Maestro, al amparo de las
sombras, durante citas clandestinas organizadas en casas de amigos suyos en los barrios
bajos de Jerusalén. Y, como puedes imaginar, estuve desde el primer momento en contra
de la sentencia del Sanedrín.

José de Arimatea se detuvo, respiró profundamente sin desperdiciar nada del


escaso aire que entraba por el ventanuco de la celda y comenzó, como me había
anunciado Pedro, a colmar con jugosos detalles los agujeros que me quedaban en el
relato de aquella noche triste de la detención de Jesús. Su voz juvenil y pausada cobraba
un tono dramático por la resonancia de las abovedadas mazmorras.

-Anás y Caifás llevaban tiempo dándole vueltas a cómo acabar con Jesús. Tuvimos
una reunión en la que se decidió que uno tenía que morir por el pueblo. Yo pregunté qué
mal estaba haciendo un profeta rural que se limitaba a curar a los enfermos y predicar
una doctrina de amor incondicional entre campesinos y pescadores, pues a Jerusalén al
fin y al cabo venía muy poco. Caifás arguyó que el galileo estaba dando demasiadas
señales y que si hacíamos la vista gorda, iba a acabar por creer en él todo el mundo.
Incluso utilizó el argumento político, decisivo para nuestra mentalidad, de que los
romanos, indignados ante su mesianismo, acabarían por destruir nuestro Templo.
Aunque yo sabía que lo que de veras temían era la fuerza moral de jesús y que él
acabara por desenmascarar su montaje de poder, su negocio del que vivimos tanta gente
aquí en Jerusalén, en definitiva, el Templo, que además funciona porque se basa en el
pavor sacro, el miedo a un Dios que necesita ser aplacado por continuos sacrificios. Lo
que no me imaginaba es que los acontecimientos se fueran a precipitar de esa manera.
Sobre todo cuando un guardia del Templo vino a casa aquella noche del jueves a
avisarme justo en el momento en que me iba a acostar, casi de madrugada: ¡el Sanedrín
había convocado una reunión urgente en casa de Caifás! ¿Una asamblea deliberativa
fuera de la Cámara de Piedra, situada en el interior del Templo, que es donde
habitualmente se celebran los juicios, y en plena noche? Cuando llegué, Jesús ya había
sido sometido al interrogatorio teóricamente privado en casa de Anás, antes de ser
conducido frente a su yerno, nuestro actual sumo sacerdote.

-¿No había precedido antes ninguna acusación ni condena? -pregunté.

-Bueno, sí, se cumplió el Talmud; y durante cuarenta días antes se había


anunciado su lapidación a través de un pregonero, que proclamaba el motivo de su

253
acusación y conminaba a presentar pruebas que revocaran la sentencia, como está
prescrito. Absurdo, porque Caifás nunca quiso matarlo a pedradas. Quería un juicio
romano.

-¿Y cuál era la verdadera razón jurídica de su condena?

José juntó sus cuidadas manos en el regazo, volvió a respirar profundamente y


respondió sin prisa:

-Blasfemo, falso profeta e impostor. Pero sobre todo por el delito de pretender
engañar al pueblo haciéndole creer que era un enviado de Dios. Ellos se tomaron
literalmente su afirmación de que iba a destruir el Templo y reconstruirlo en tres días.
Aquí siempre que se habla de una hipotética destrucción del Templo se piensa en las
fuerzas de ocupación, los romanos. Defendían que, amén de que tan funesta profecía no
se había cumplido, tal anuncio atentaba contra la institución más sagrada de nuestro
pueblo. Además, la Torá, en Deuteronomio 18-20, determina la pena de lapidación
contra los falsos profetas. Por esta razón, por ejemplo, quisieron en otros tiempos matar
a jeremías. O a Nabot, que fue apedreado bajo la acusación de blasfemo. Todo aquello
me sacaba de quicio, pues yo sabía hasta qué punto Jesús era un profeta manso y
humilde de corazón, como decía él de sí mismo. Así que decidí liderar el pequeño grupo
que con Nicodemo y algunos otros, que al menos prefirieron abstenerse, intentamos
salvarle. Pero todo fue inútil.

Lo subrayó con un gesto de impotencia con las manos.

-Ya sabes, aquí Anás y Caifás hacen y deshacen a su antojo. Yo los veía moverse
inquietos para encontrar la mejor ocasión para aprehenderle. «La Pascua es mal
momento. Hay demasiada gente en Jerusalén. No nos pase como hace treinta añas,
cuando las tropas de Arquelao hicieron esa escabechina entre los peregrinos, ¿os
acordáis?», se decían. Tenían miedo además de que se largara al menor descuido, como
el Maestro había hecho otras veces. Por eso compraron a uno de sus discípulos, un tal
judas Iscariote, que por lo visto estaba muy descontento de la derivación de las ideas de
su Maestro en torno a su reinado. La operación no suponía mucho para las saneadas
arcas del Templo, creo que treinta monedas. Pero a lo que vamos: cuando llegué a casa
de Caifás, la noche estaba desapacible. Aquí el mes de Nisán todavía da sorpresas, sobre
todo cuando se pone el sol. Había un grupo de guardias y criados que en medio del atrio
se calentaba al fuego. Entre ellos me extrañó ver a Simón Pedro. ¿Qué haría ése allí
precisamente cuando estaba detenido su Maestro?, me pregunté. Me dirigía a la gran sala
de las audiencias cuando oí ruidos, risas y gritos desencajados que subían de escaleras
abajo. Me asomé a escondidas y le vi. En los sótanos la gente del pelotón que había

254
traído preso a Jesús y algunos criados de Anás le habían vendado los ojos y se mofaban
de él mientras le escupían y golpeaban, le daban puñetazos y bofetadas: «¡Adivina! A
ver, ¿quién es el que te acaba de pegar? ¿Eh? ¿Qué dices ahora? ¡Valiente profeta!».
Jesús, callado, con la vista baja, no reaccionaba. Reconozco que al verle en tal estado
por un momento dudé de él. No parecía ni sombra de lo que había sido. ¿Éste era el
Mesías prometido? ¿Era ése nuestro rey? ¿No tenía recursos para liberarse de aquella
chusma? Me quedé paralizado y oculto entra las sombras del descansillo contemplándole.
Y de pronto alzó los ojos. Ni siquiera sé si me vio. Pero nadie podía quedarse indiferente
después de una mirada de Jesús. Sus ojos hondos y hermosos, que escrutaban las
entrañas, penetraron en mí y en un instante supe, no sé cómo, el trasfondo de su secreto,
lo que a mi juicio iluminaba el conjunto de su mensaje: que en su debilidad radicaba su
fortaleza; que su reino no es una corte real protegida por un ejército ni basada en las
posesiones, el poder y el dinero; que aquella noche con esa respuesta no violenta
comenzaba su mejor batalla y quizás su gran victoria. Fue como un fogonazo fugaz, pero
lo suficiente para no deprimirme al verlo.

José de Arimatea se detuvo emocionado. Hablaba con dificultad. Debía de tener la


boca reseca. Llamé al carcelero y le ordené que trajera agua y algún alimento. Vino al
instante con una jarra y un puñado de almendras. Reconfortado, el fariseo reemprendió
su relato.

-Cuando llegué, la asamblea estaba reunida. Una luz plomiza anunciaba el


amanecer. Casi todo el Sanedrín se hallaba en sus asientos, dispuestos en semicírculo.
Pocos faltaban de los setenta y dos miembros. Crucé una mirada de inteligencia con
Nicodemo mientras Caifás hizo su aparición solemne ajustándose el efod de sumo
sacerdote sobre los hombros. Nunca le había visto con expresión tan dura y ojeras tan
pronunciadas, que se prolongaban casi hasta la barba. Parecía nervioso, malhumorado
incluso. Su hijo Jonatán hacía de nasi o presidente de la reunión. Allí estaba la fami lia
entera de Anás, cuyos varones se han apoderado en los últimos años de casi todos los
cargos. El nasi llamó a dos escribas que hacían el papel de la defensa y la parte
acusadora. Nos anunció que se nos había convocado para celebrar el juicio de un
hombre que ponía en entredicho la existencia misma de nuestro pueblo y nación, un
simple naggar, un marginal carpintero de Galilea. Me levanté y pregunté cómo nos habían
convocado de noche y no de día como prescribe la ley mosaica y se celebran todos los
juicios. Mi intervención levantó un revuelo sobre la licitud de juzgar a un hombre a vida
o muerte a esa hora. Estaban todos los ojos clavados en mí. Hace tiempo que muchos
sacerdotes me odian por la prosperidad de mis negocios y por haber sido nombrado
decurión gracias a mi buena relación con los romanos. Siempre despertó envidias mi
control de las minas y exportaciones, sobre todo entre los saduceos. Caifás cortó en seco

255
la discusión e hizo una señal al nasi para que procediera.

José contaba este episodio con todo lujo de detalles, como si lo estuviera
reviviendo. Le sugerí que bebiera y se alimentara un poco más. El de Arimatea hizo una
pausa y masticó con gran pulcritud y dominio, a pesar de que tenía mucha hambre.
Luego carraspeó.

-Entonces el nasi dio orden de que entraran el acusado y los testigos. Cuando
contemplé a jesús a la incierta luz del amanecer se me derrumbó el alma. Aunque le
habían desatado las manos, conservaba la señal de la soga en las muñecas, una mejilla
hinchada y varios moratones en la nariz y la frente. Por su labio inferior corría un hilillo
de sangre. Los cabellos encrespados cubrían en parte su frente. Parecía exhausto, pero
entero; conservó en todo momento su dignidad y la cabeza alta. El nasi llamó a los
testigos, en su mayoría amañados, gente sencilla, mendigos de la calle, lisiados, de los
que piden en la puerta del Templo y comprados con una moneda para que declararan
una retahíla mal aprendida de memoria. Alegaron haberle visto comer con pecadores;
que usaba artes mágicas para curar; que le seguían recaudadores y meretrices; que no
permitió lapidar a una mujer que habían cogido en flagrante adulterio. Un levita aseguró
que le había oído predicar contra el ayuno, pues defendía que el amor era más
importante que todos los sacrificios. Otro, que estaba claramente en contra de las
abluciones y que no le había visto nunca sumergir las manos cerradas en el agua antes de
comer y que sus discípulos tampoco lavaban los recipientes de cobre como manda la ley.
Las menudencias en que incurrían los testigos empezaban a colmar mi paciencia.
«¡Basta!», grité. «¿Vais a recorrer todas las prescripciones de pureza ritual una por una?
¿También esa estupidez de que no se puede comer en un cacharro cuya asa haya tocado
una mujer impura?». Entonces se hizo un silencio, el nasi cuchicheó con su subalterno y
sacaron sus principales testigos: el primero, un enjuto guardia del Templo que,
tartamudeante, aseguró que el acusado había afirmado de sí mismo que su cuerpo podía
ser realmente comido y su sangre bebida, lo que suscitó ostentosos gestos de repugnancia
en algunos miembros de la asamblea. Luego subió al estrado un levita grueso y aseguró
haberle oído decir que destruiría el Templo y lo reconstruiría en tres días. Esta vez el
silencio tenso se cortó en la asamblea. Paseé la mirada por el semicírculo de sanedritas.
Con ojos desorbitados seguían el testimonio, dándose codazos. La concurrencia estalló
en un «¡oh!» prolongado cuando oyó pronunciar el nombre del innombrable. El acusado
se había atrevido a decir de sí mismo que él, Hijo de Dios, volvería a poner en pie el
destruido Templo. ¡Un amhaares, un simple plebeyo, había osado pronunciar el nombre
del Altísimo! Enseguida se dibujó un esbozo de sonrisa triunfante en los gruesos labios de
Caifás. Comprendí: ¡ya está, no hacen falta más testigos, ya han encontrado lo que
buscan! En efecto, se levantó, extendió las manos, hizo callar a la asamblea, miró a jesús

256
desafiante y le increpó en tono solemne: «¡Escúchame y dime!: ¿Eres tú el Mesías, el
Hijo de Yahvé?». Todos nos levantamos e inclinamos la cabeza ante el «nombre sobre
todo nombre» que solamente el sumo sacerdote tiene derecho a pronunciar.

Por un momento, en la intensidad del relato de José de Arimatea, me olvidé del


lúgubre marco donde se estaba celebrando nuestro encuentro. La humedad comenzaba a
calarme hasta los huesos. Tenía muchas preguntas en la cabeza, pero él estaba tan
entusiasmado reviviendo la escena que le dejé continuar.

-El Maestro miró fijamente al sumo sacerdote. Entre sus negros cabellos revueltos
su rostro pareció recobrar la majestad y fuerza de las grandes ocasiones, como el día que
le vi gritar en medio del atrio del Templo: «¡El que tenga sed que venga a mí y beba! ¡De
sus entrañas brotará un manantial de agua viva! ». Ahora, con el rostro hinchado, la
túnica hecha jirones, parecía débil hasta para sostenerse en pie. Nicodemo se lo comía
con la mirada. ¿Qué iría a responder? Sabíamos hasta qué punto se la jugaba con aquella
respuesta, aunque en cualquier caso la decisión estuviera ya tomada. Todos, el sumo
sacerdote, los sanedritas, escribas, testigos y guardias contenían la respiración, pendientes
de su boca. Abrió sus labios amoratados y dijo: «Atali kamarta... ¡Tú lo has dicho! Y
vais a ver al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Todopoderoso entre las nubes del
cielo». Entonces Caifás enrojeció, sus venas marcaron cordones de ira en la frente; se
llevó las manos al cuello y se rasgó la cuttona de arriba abajo. «¡Ha blasfemado!», gritó
con todas sus fuerzas.

-¿La cuttona? -pregunté.

-Sí, la túnica. Rasgársela es el mayor signo de escándalo para un fiel israelita. Pero
sólo al sumo sacerdote le está permitido hacerlo de arriba abajo. Caifás se dirigió a la
asamblea: «¿Habéis oído? ¿Necesitáis oír más? No hacen falta más testimonios.
¡Vosotros mismos sois testigos, acabáis de escuchar la blasfemia! ». En medio de la
confusión muchos olvidaron la norma y se rasgaron a su vez las vestiduras como el sumo
sacerdote, cuando los demás deberíamos haberlo hecho en sentido contrario, de abajo
arriba. De poco sirvió que el nasi les intentara corregir; la mayoría incumplió la norma.
Lo que puedo decirte es que Nicodemo y yo no realizamos tal rito de escándalo y
salimos indignados de la sala. Estábamos confusos, espantados, hundidos; sabíamos que
podríamos concitar apenas media docena de votos a favor de nuestra postura. No había
salida. Jesús mismo se había atrevido a atribuirse prerrogativas divinas; y la blasfemia,
según el Levítico, está castigada con la pena de muerte. La mayoría dictó contra jesús la
sentencia capital. De poco sirvió que intentáramos defender su inocencia. Un sucio
amhaares, un miserable pecador, decía ser ante el Sanedrín en pleno hijo del Altísimo.

257
Lapidarlo, a lo que en teoría teníamos derecho para delitos religiosos, podría provocar a
los romanos, muy celosos últimamente del ius gladii. Era preferible y más humillante para
el reo dejarlo en manos de los goim, como llamamos nosotros a los paganos. Ya sólo
faltaba convencer a Pilato para que ratificara la sentencia.

-Esa parte de la historia ya la conozco. Y de labios del procurador en persona. Pero


¿qué hicisteis después Nicodemo y tú?

-¿Qué podíamos hacer? Pudimos ver cómo lo sacaban al patio a empujones en


medio del vocerío e insultos de los criados y guardias cuando de pronto cantó el gallo.
Advertí que el Maestro se detuvo y que alzó la mirada hacia Simón Pedro. Nicodemo y
yo cruzamos el patio, abandonamos la casa de Caifás y caminamos cabizbajos de regreso
a casa. Pisábamos un empedrado húmedo de rocío apenas sonrojado por el amanecer.
Las trompetas del Templo anunciaban el día. La ciudad despertaba entre sombras.
Escasos transeúntes, en su mayoría siervos, nos saludaban al pasar, ataviados de su
oficio. Le confesé a Nicodemo que no me apetecía meterme en casa, que iría al Templo
a esperar la decisión de Pilato. «Ese Pilato es un cobarde -me dijo-. No querrá oponerse
al Sanedrín por defender la vida de un pobre profeta rural. Por mucho que nos duela, el
rabí jesús de hoy no pasa. Entonces de lejos se deslizó la sombra renqueante de un
hombre ancho de espaldas que huía sollozando. «¿No es ése Simón Pedro?», preguntó
Nicodemo. A ambos nos sobrecogió la pesadumbre de la impotencia, el peso de la
jornada más triste de la historia de esta ciudad.

El silencio embargó también en la mazmorra una larga pausa tras las últimas
palabras de José de Arimatea. Era el relato de un hombre preciso y ponderado que sin
duda, como otros muchos, había sucumbido al encanto y la fuerza del desaparecido
galileo. Pero no dejaba de extrañarme su situación actual.

-Pero dime, José, ¿cómo siendo tú un decurión y con excelentes relaciones con el
Imperio y Poncio Pilato permaneces aquí aherrojado en estas mazmorras?

-Pregúntaselo a él. ¿No eres un distinguido romano amigo del emperador? Creo
que en el fondo sigue lleno de miedos. En los enfrentamientos con el pueblo judío ha
perdido casi todas las batallas. Este asunto se le ha ido de las manos y teme que sus
discípulos conviertan al crucificado en un héroe. ¿Ignoras la fuerza del mártir?

-Pero ¿qué has hecho realmente para estar aquí? ¿De qué se te acusa?

-Desde el primer momento Caifás temía que los discípulos de Jesús pretendieran
demostrar a toda costa que el Maestro pudiera haber resucitado, tal como anunció, al

258
tercer día. Yo tengo un campo cerca del monte donde le crucificaron. Con ayuda de
Nicodemo y algunas mujeres lo ofrecí para enterrarlo y me ocupé de costear los gastos
de los perfumes y ungüentos, así como de los de su entierro y sepultura. Pero los del
Sanedrín pidieron a Pilato que pusiera guardias en el sepulcro. De nada sirvió. Resulta
que ahora está vacío y que yo soy el responsable del robo de su cuerpo. ¡ Ya ves !

-Si tú no lo robaste, ¿crees que alguien pudo hacerlo?

-No sabría decirte. Sólo he oído contar que al amanecer del día siguiente unas
mujeres fueron al sepulcro y se encontraron la piedra corrida, la tumba vacía y las
vendas dobladas junto a la sepultura. Ni rastro del cuerpo. Aseguran que se ha aparecido
a algunos discípulos y cosas así. Pero yo no sé más.

-¿Tú crees en él?

-Yo creo en él.

-¿Porque ha resucitado?

-No, aunque no lo hubiera hecho ni lo hiciera nunca, yo creo en él porque cuando


hablaba me llenaba el alma. Me bastan sus palabras, su voz joven, su mirada limpia, la
descarga de luz que dejó dentro de mí. No sabría explicarlo. Es algo que se siente, no se
demuestra. Como no puedes demostrar que estás enamorado o el latigazo de alegría que
te atraviesa al ver una puesta de sol o al abrazar a un hijo recién nacido. ¿Se puede
explicar eso? ¿Qué te parece?

-¿Tienes hijos?

-Sí, tres, dos niños y una niña.

-¿Y tu esposa? Estará preocupada.

-No tengo esposa -respondió con una nube en la mirada-. Ruth murió muy joven
de un ataque de fiebres hace años, después de nacer nuestra pequeña Betsabé. Desde
entonces yo era un muerto vivo, hasta que un día le oí decir: «Venid a mí los que estáis
cansados y agobiados, que yo os aliviaré. Tomad mi yugo, pues soy humilde y sencillo
de corazón. Mi yugo es suave, mi carga ligera». Lo dijo de tal manera que comprendí
que hay un amor que atraviesa el tiempo y el espacio, una fuente de agua que salta a la
vida eterna, un ahora sin límites en el que tú eres tú por encima de lo que pueda pasarte;
una paz infinita, un cobijo en los brazos del Padre. En una palabra, me devolvió las

259
ganas de vivir y me quitó el miedo a morir. Ahora, por supuesto, preferiría no estar aquí,
liberarme de estos grilletes y estar con mis hijos y mis amigos. Pero en cualquier parte
puedo estar bien, porque la paz y la alegría no dependen de las circunstancias, sino de un
salto que se da desde dentro; y yo lo he dado.

Su rostro tenía el resplandor de lo auténtico. Comprendí que no mentía; que la


cárcel, el hambre y la humedad le daban igual.

-Si el Maestro ha vuelto a la vida, como dicen, ¿te gustaría volver a verle, que se te
apareciera aquí en esta celda?

-Sí, claro, me gustaría. Pero no soy digno ni necesito volver a verle. Cuando
despierta uno una vez, se ha despertado para siempre.

Mientras subía lentamente la empinada escalera precedido por la antorcha de un


guardia pensé que aquel hombre rico había encontrado su mayor tesoro. ¿No era ésa la
fortuna que la polilla no corroe ni los ladrones pueden sustraer de la que hablaba el
crucificado? Como la historia del que encontró la piedra preciosa o el tesoro enterrado en
un campo y lo vendió todo para comprar aquel pedazo de tierra, puesto que, según
aseguraba, donde está el tesoro de un hombre allí está también su corazón.

Sumido en estos pensamientos, la sorpresa fue mayor: Prócula me esperaba en mi


habitación, descaradamente reclinada sobre mi propio lecho. En vez del vestido habitual
de las mujeres romanas, la palla o estola, se había puesto un provocativo coa vestis, una
ligera túnica transparente azul pálido que realzaba su belleza, y un perfume tan intenso
que alcanzó mis narices nada más cruzar la puerta.

-¡Ave, Claudia! ¿Qué haces aquí?

-Quería verte. Te vendes caro, Suetonio. Últimamente apenas te vemos en casa.


Andas de un lado para otro con tus indagaciones. ¿No tienes tiempo para los amigos?

-Pretendo concluir mi trabajo lo antes posible. Te agradezco que me facilitaras la


entrevista con Simón Pedro. Me ha aclarado muchas dudas, aunque no acabo de
entender cómo el rabí eligió de responsable de los suyos a un hombre tan impulsivo y en
el fondo tan elemental. Al menos a mí me lo ha parecido.

-No tienes que comprenderlo todo. Además, Cefas tiene mucho corazón. Parece
mentira que seas poeta.

-Soy poeta, pero también historiador, no lo olvides, lo que me exige rigor en los

260
datos. Y ahora, sobre todo, tribuno del Imperio.

-¿Y no te sientes solo? -se insinuó incorporándose del lecho. Comprobé que
efectivamente no llevaba la túnica interior, permitiendo una transparencia descarada para
una matrona romana, a no ser en la intimidad de la alcoba y con su esposo.

-¿Sabe Poncio que estás aquí en mis habitaciones y así vestida, o mejor, no
vestida?

La luz del ventanal modelaba el perfil de su silueta y el oro de su trenza.

-A Poncio le da igual. ¿O es que no te has dado cuenta? No soy yo la que le quita


el sueño últimamente. En cambio, tú, perspicaz historiador, tan solo, tan lejos de Roma,
¿no sabes leer en mis ojos? Y a mi prima me parece que tú tampoco le debes provocar
demasiados desvelos.

Lentamente se incorporó, jugando con las ondas del tul, y fue acercándose con
movimientos que hubieran asombrado a la misma Venus. Sin duda conservaba, pese a su
madurez, los secretos de la diosa del amor.

-No juegues con fuego, Prócula. Tu marido está en casa y puede presentarse en
cualquier momento.

-¿Y qué? ¿No eres tú su superior? ¡Todo un tribuno del Imperio aquí en esta
provincia olvidada! Nada hay que temer. ¿Acaso no tienes ahora su vida y su futuro en
tus manos? Convéncete, a Pilato no le interesa tocarte ni un cabello.

-Sabes que hay mucho más en litigio. A nadie beneficiaría ese enfrentamiento entre
nosotros en estos momentos. ¿Qué dirían además tus nuevos amigos, los discípulos del
crucificado?

-No mezcles las cosas. Intercedí por su Maestro porque era una injusticia; acudo a
sus reuniones porque me consuelan, pero yo, Suetonio, no juego, yo te amo; ¿es malo
amar?

Lo dijo con el rostro encendido y mientras iba acercando su piel blanca a la mía.
Yo estaba tan absorto que ni me di cuenta de cómo llegó a hundirse entre mis brazos. Mi
cuerpo, ayuno y solitario, respondió a sus encantos. No sé si por su formación romana o
por sus experiencias en la Urbe, nunca habría imaginado en ella las habilidades eróticas
de una cortesana. Me estrechaba con una mezcla de ardor latino y distinción principesca
hasta que hundió en los míos sus labios carnosos en un suspiro de mirto y granada. En

261
aquel momento oí pasos y me retiré.

Raquel apareció en la puerta con aire sumiso.

-Dominus, el sabio Aristeo te está buscando por todo el castro. ¿Le digo que estás
aquí?

-No, iré yo mismo a encontrarle. Ahora, márchate. ¡Y pide permiso antes de entrar
en una habitación, esclava!

Prócula, roja de ira, se había vuelto hacia uno de los ventanales después de
cubrirse con la sobretúnica.

-¡Esa estúpida! ¡La tienes demasiado consentida!

-Convéncete, Prócula, es mejor para los dos. Esto no tiene sentido. ¿Compensa
consolarnos unos días, aliviar nuestras mutuas soledades, para enseguida despedirnos
dejando detrás heridas abiertas? Ni tú ni yo somos unos niños ya para libar la crátera de
mosto al dios Baco como en una noche de orgía juvenil. Ni vivimos los tiempos del culto
a Afrodita. No debes olvidar además que estoy en misión oficial.

Prócula se relajó, me besó en la mejilla y me acarició el cabello, sonriéndome


como a un muchacho travieso.

-¿Sabes, tribuno? Eres demasiado sensato, demasiado reflexivo para ser un buen
poeta.

-También los poetas nos muestran el camino. «Breve et irreparabile tempus


omnibus est vitae», breve e irreparable es para todos el tiempo de la vida, canta el gran
Virgilio; y «Varium et mutabile semper, Femina», variable y caprichosa es siempre la
mujer. Une ambos versos, dilecta Prócula, y me comprenderás.

-¿Olvidas que Virgilio también escribió: «Omnia vincit Amor; et nos cedamos
Amori», el amor todo lo vence, cedamos pues al amor? ¿Qué me dices a eso?

-Que para todo tienes respuesta. Eres tan intuitiva como hermosa. ¡Lástima que
Pilato no sepa gozar de lo que tiene!

-Nos vemos en la cena, tribuno. Creo que nuestra cocinera frigia ha preparado un
gustoso puré de apio y un capón aderezado con higos y pistachos para chuparse los
dedos, el plato preferido de mi esposo.

262
Bajé azorado al enlosado, donde me esperaba Aristeo con dos papiros enrollados
bajo el brazo y en compañía de Glauco, que acababa de llegar. Parecía contento. Se
cuadró al verme y extendió la mano:

-¡Salve, tribuno! Traigo noticias.

Me informó de sus correrías por el desierto de Judea. Había localizado varias


cuevas de rebeldes zelotas y había recabado testimonios de pastores gracias a sus
acompañantes, que dominaban las lenguas de la región. No consiguió avistar ningún
bandido, pues conocen muy bien la región, se mueven continuamente y saben ocultarse.
Pero, según él, me traía un verdadero regalo, todo un descubrimiento. En uno de los
registros a las cuevas donde se ocultaban los zelotas había encontrado dentro de unas
vasijas manuscritos muy reveladores.

Aristeo, que los había revisado minuciosamente, me los tendió.

-Son escritos sobre ese judas, hijo de Ezequías, el sedicioso galileo que capitaneó
hace algunos años la rebelión junto a Sadoc. Por lo que he podido saber tras una rápida
lectura, su filosofía se caracteriza por un integrismo religioso. Deduce del monoteísmo
hebreo el rechazo a todo dominador humano y la exigencia de tomar las armas para
liberarse del poder invasor. Comparten en muchos aspectos las tesis de los fariseos, pero
se apartan de ellos en su continua insistencia en la lucha por la libertad, sosteniendo que
sólo Dios es su guía. Defienden que les importa muy poco morir por la causa; que están
dispuestos incluso a permitir que la venganza se desate contra sus parientes y amigos con
tal de evitar tener que llamar «amo» a un ser humano.

-¿Y el otro papiro?

-Son planos para atacar fortalezas herodianas y romanas. Pero es difícil averiguar
si se trata de viejas operaciones abortadas o de proyectos de ataques futuros. Tengo que
estudiarlos más detenidamente. No obstante, ilustran mucho sobre la forma de proceder
de los sublevados. ¿Se los enseño al procurador?

-Sí, por supuesto. Debe estar informado. Al fin y al cabo son amenazas a su
territorio. Pero los originales se los llevaremos a Tiberio. Encarga a un escribano que
haga copias. -Y añadí dirigiéndome a Glauco-: ¿Es todo? ¿No tienes más de qué
informarme?

Aristeo sonrió.

263
-¿De qué te ríes?

-Anda, Glauco, cuéntaselo. Todo el mundo tiene derecho a algún esparcimiento en


la vida.

El soldado no ocultó un gesto de niño travieso.

-Verás, en mis indagaciones seguí el rastro de una banda rebelde hasta Escitiópolis,
que como sabes es la ciudad más grande de la Decápolis, de camino entre Jerusalén y
Tiberíades. Allí, en el destacamento romano, durante una partida de dados, me hablaron
de un prostíbulo que acaban de abrir en Tiberíades. Pensé que no me costaba nada
acercarme a la ciudad y echar una ojeada a lo que se está construyendo.

-Vamos, justo lo que necesitabas para redondear tu investigación -dije con sorna.

-Me contaron que los galileos están siendo llevados por la fuerza a poblar la nueva
ciudad, pues los judíos la consideran impura. Pero es francamente hermosa. Bien
trazada, con edificios amplios, su anfiteatro, su estadio... Los baños no tienen nada que
envidiar a algunas termas de Roma. Tanto que no pocos judíos ricos intentan quitarle la
fama de impura para poder disfrutar de sus excelentes instalaciones. Pues bien, justo al
lado de los baños se encuentra el prostíbulo. No es gran cosa. ¿Os acordáis de los que
hay junto al foro, detrás de las tabernae novae? Pues algo así. Un lupanar romano de
provincias, no más. Muchos cubículos con nichos acolchados en torno a un pequeño
atrio con las consabidas pinturas eróticas. Nada del otro mundo.

-¿Y las chicas? -preguntó Aristeo para darle cuerda.

-Había sólo cinco: Thais, Erocia, Filenia, Selenia y Filocomasia.

-Te sabes todos sus nombres, ¿las probaste a todas? -reí de buena gana.

-¡Quiá! De ellas sólo Selenia, una helena delgada y con generosos pechos, estaba
de buen ver. Las otras olían mal, qué quieres que te diga. A saber cuánto sucio
mercenario habrán pasado por la piedra. Todas aseguraban que la más bella hacía más de
un año que no aparece por allí. Se fue al parecer con otras mujeres detrás del rabí
galileo.

-¿Cómo se llama? -pregunté.

-Creo que María, sí, María de Magdala. Las otras furcias dicen que se volvió loca
por Jesús y que ahora, después de su muerte, vive en Jerusalén, con la madre del

264
Maestro y su discípulo preferido.

-Sí, ahora recuerdo. Nos hablaron de esa chica en Jerusalén y de una tal Juana
también, esposa del panadero de Antipas, ¿recordáis? Sería interesante hablar con ella.
Me gustaría preguntarle un montón de cosas. No acabo de hacerme a la idea de cómo
era el trato del galileo con las mujeres y en quién descansaba su corazón. Además, quizás
sepa ella algo de ese endiablado retrato que andamos buscando.

Al atardecer nos llamaron para la cena. Claudia Prócula se había puesto su estola
roja ribeteada en oro y unos pendientes del mismo metal coronados con lapislázuli. Pilato
nos esperaba de mal humor. Tenía el ceño fruncido y más caído que de sólito su labio
leporino. Supuse que su actitud no se debía al abordaje de su esposa por la mañana, pues
sólo Raquel podía haberle informado y estaba seguro de que no lo había hecho. Lo
atribuí a mi insistente interés por saber más acerca del galileo y a mi visita a las
mazmorras. Cuando Aristeo, Glauco y yo nos reclinamos junto a la mesa, Prócula y el
procurador estaban tumbados en uno de los triclinios. Sobre la tabula baja habían servido
ya la gustatio o aperitivo, a base de huevos, pastel de ostras y aceitunas. En seguida nos
sirvieron, como es costumbre, un buen mulsum, vino caliente mezclado con miel, que un
esclavo extraía de una ornamentada y humeante crátera. Como todos seguían en silencio,
el anfitrión se vio obligado a intervenir.

-¿Has sacado algo en claro del prisionero? -me preguntó mientras se servía de una
ligula o cucharita de plata para vaciar una ostra.

-Sí, algo muy claro: que es inocente.

-¿Cómo lo pruebas?

-Parece mentira que no lo veas, Poncio. Lo conoces desde hace años, es tu


decurión, te has hartado de hacer negocios con él. Además es un buen hombre, y muy
refinado. ¿Lo crees capaz de robar un cadáver?

Prócula me lanzaba detrás de su esposo miradas ardientes y sonrisas lascivas. Se


había cambiado el peinado y soltado su trenza en cascada sobre los hombros, ciñéndose
la frente con una cinta también dorada. A diferencia de las matronas de la Urbe no se
sentaba en un escabel y en un rincón, sino, como he dicho, en el triclinio, como una
princesa.

-No sé -dijo Pilato-. No quiero más conflictos e historias con esos sacerdotes. Me
conviene evitar cualquier litigio con el Sanedrín, tribuno.

265
-Eso no justifica que tengas en la cárcel a un hombre inocente, odiado
precisamente por ser amigo tuyo. Si alguien ha robado el cuerpo, te lo garantizo, no ha
sido él.

Luego los esclavos sirvieron fuentes bien surtidas de viandas propiamente dichas,
entre ellas el puré de apio aromatizado al romero y el anunciado capón con higos y
pistachos, que estaba delicioso.

-Es excelente. Dime, Claudia Prócula, ¿dónde conseguiste esa espléndida sierva
cocinera? ¿Podrías ordenarle que instruyera a mi esclava? Me gustaría saborear estos
platos a mi regreso a casa.

Prócula me dedicó una sonrisa de cumplido.

-Que la instruya mi prima, tu dilecta esposa, a quien parece que le sobra tiempo en
Roma -dejó caer mientras los ministratores portaban ya la secunda mensa o postres-. Por
cierto, aquí en los banquetes echamos de menos las buenas costumbres de la Urbe.
Suetonio, ¿podrías leernos alguno de tus poemas? Nos han dicho que dominas el
alejandrino. Llamaremos a un músico para que temple la lira. ¿ Sigues a Catulo o a
Horacio?

-Prefiero a Horacio.

-Pues no se te ve precisamente epicúreo ni partidario del carpe diem.

-No olvides que Horacio fue tribuno como yo y que, como yo, sufrió los
desengaños de la guerra. Escribió sobre los placeres con mujeres y efebos, es cierto, pero
también sobre la muerte.

-Ni tampoco -terció Aristeo- que repetía a los jóvenes: «Estudiad los modelos
griegos, leedlos noche y día».

Entonces me levanté e indiqué al músico que tañera la lira.

-Ya que insistes, voy a recitar un poema. El Carminum II, dedicado a Póstumo. La
poesía aquieta el corazón, lo ilumina, y es mejor que mil discusiones hueras.

266
267
Claudia Prócula siguió mi recitación con los ojos entornados. Aristeo sonreía de
placer estético y Glauco seguía devorando manjares a dos carrillos. Sólo Pilato,
extremadamente serio, rompió el embrujo del momento:

-Demasiado triste ese Horacio que aconsejaba «atrapar el momento». ¿Qué es el


momento si el pasado y la culpa nos pesan sobre los hombros como un enorme fardo?
Decid, amables huéspedes: ¿no podemos hablar de otra cosa que de la muerte?

-La muerte enseña a vivir la vida, Pilato. Ésta es la inmortal enseñanza de los
grandes filósofos -respondí.

El procurador se levantó, alegó que estaba cansado y que iba a retirarse. Prócula
seguía mirándome extasiada. Raquel permanecía de pie, con una fuente que acababa de
retirar de la mesa, inmóvil como una cariátide.

Un atardecer huidizo pretendía colarse calladamente por los ventanales de la


estancia, dejando silueteadas en sombras las cresterías enrojecidas de la ciudad, mientras
de lejos se oían los gritos marciales del cambio de guardia y las tubas levíticas llamaban
con un lamento a la oración de la noche.

Saboreé para mí los últimos versos: «¡Fugaces se deslizan los años / y la piedad no
detendrá / las arrugas, ni la inminente vejez, / ni la indómita muerte!». Prócula,
sonrojada, continuaba con sus grandes ojos claros clavados en mí. Nada, ni siquiera los
intensos placeres de Eros y Baco, podría detener al indómito corcel del tiempo.

268
269
la granja, situada más allá del valle del Hinnon, se llegaba
abandonando la ciudad por la puerta de los Esenios y, después de atravesar la depresión,
había que triscar por un camino de cabras hacia uno de los escasos manantiales de los
alrededores de Jerusalén. Aristeo, que quiso acompañarme, alababa el soplo de la brisa
de aquella mañana limpia que, por refrescar la frente e invitar al paseo, nos recordaba a
ambos nuestros buenos tiempos de excursiones a caballo entre los cipreses de la Vía
Appia camino de Brindis¡. Aquí, en cambio, el paisaje era desértico hasta que
alcanzamos la ladera, donde brillaba una alquería como un pañuelo entre las viñas.

-¡Ésa debe de ser! -señaló Aristeo mientras rezongaba en lo alto de la pronunciada


pendiente.

El granjero que buscábamos procedía a ordeñar en ese instante sus cabras junto al
brocal del pozo con ayuda de sus dos hijos. El mayor, Rufo, jalaba de la soga, y
Alejandro agrupaba mediante una cayada el rebujal en medio de una confusión de
pezuñas y balidos. Las esquilas y el penetrante olor a campo ungían la faena de Simón y
sus vástagos.

-¿Eres tú por acaso el granjero Simón de Cirene?

-El mismo -respondió con una sonrisa fresca, campesina, cabal.

De unos cuarenta años, tenía las manos anchas de labrar bancales semidesérticos y
un robusto cuerpo de atleta. Sus hijos frisarían los dieciocho y veinte. No se sorprendió
de nuestra intempestiva llegada y vestimenta. Pedro le había alertado seguramente de la
visita.

270
Nos sentamos bajo los toscos soportales arbóreos de la casona, sombreados de
parras y flanqueados por dos rezumantes tinajas. No le pregunté por su procedencia
geográfica. Aristeo me había ilustrado previamente: Cirene es una colonia griega situada
en la costa mediterránea del norte de África que hace unos cien años los romanos
arrebatamos a los ptolomeos, donde vivían también muchos judíos. Simón, como otros
de su comunidad, se había venido a Judea como emigrante, atraído sin duda por la
fascinación de los muros y umbrales de la ciudad santa, lo que explicaba que sus hijos
tuvieran nombres extranjeros: Alejandro, griego, y Rufo, latino. Pero nada de eso me
interesaba tanto como el acercarme a un testigo próximo de las últimas horas del galileo.

-¿Conocerlo? De nada. Bueno, a decir verdad, lo había visto como tantos predicar
en el Templo y estuve entre las masas que le recibieron el día que entró triunfante en la
ciudad sobre un pollino. Eso sí, había oído hablar de sus prodigios y que la gente discutía
si era o no el Mesías prometido.

-Entonces, ¿cómo te viste tan involucrado?

El cireneo se rascó un hinchado punto rojo en la frente que parecía arderle, como
si le hubiera picado algún insecto.

-Habitualmente no salgo de aquí. No me gusta dejar el campo si no es para vender


leche y lana o comprar algunas simientes. Pero ese día fui a celebrar la Pascua con unos
parientes de Jerusalén con la intención de dormir en su casa aquella noche. Esperaba
encontrarme la ciudad abarrotada, como es frecuente en fiestas, pero, la verdad, no
tanto. Nada más llegar me vi arrastrado en ava lancha por una multitud que se dirigía al
pretorio, asaltado de mendigos y comerciantes que pregonaban su mercancía, junto a
curiosos, sorprendidos viajeros egipcios y árabes, mujerzuelas, aguadores con sus asnos
jaezados, soldados, fariseos y sacerdotes vestidos de fiesta y filacterias. Todos
comentaban el acontecimiento: que había ejecución en Jerusalén, que crucificaban al
rabino de los prodigios, al blasfemo, el que se decía el Mesías; y que no había que
perdérsela.

-¿De verás te cogió por sorpresa? ¿No habías oído hablar de las decisiones del
Sanedrín?

-Aquí vivimos en otro mundo, forastero; en esta tierra ingrata y en compañía de las
estrellas no nos enteramos de nada. Exceptuando a gañanes y comerciantes de ganado,
pasamos meses enteros sin ver un alma. Así que, como digo, sin comerlo ni beberlo, me
vi de pronto en el pretorio, en medio de una multitud vociferante que gritaba
«¡crucificale!». Pero al parecer la sentencia estaba ya dictada. Era como pasa en

271
vuestros circos, la gente en ambiente de fiesta tenía sed de espectáculo y de sangre.
Recuerdo que en Cirene acudí una vez a uno de esos juegos romanos, aunque, a decir
verdad, no estaba bien visto que asistiéramos a ellos los judíos. Pues bien, ese día en
Jerusalén también sonaron los clarines y un soldado romano a caballo se abría paso entre
la multitud en cabeza de la comitiva de los que iban a ser ejecutados. Detrás venía el
primer reo custodiado por una escuadra de soldados y arrastrado por cuatro sogas.

-¿Cuántos soldados eran? -preguntó Aristeo.

-Creo que cuatro.

-Un quaternion. ¡Una medida militar mínima! -comenté-. Eso significa que Pilato
no veía que la ejecución fuera un peligro para la seguridad. Perdona, prosigue. ¿Cómo
iba el galileo?

-Llevaba un palo de la cruz sobre los hombros.

-El patibulum, el travesaño horizontal que suele medir treinta y cuatro palmos y
puede pesar unas ciento ochenta libras romanas -apuntó Aristeo con una mirada de
inteligencia-. Probablemente el stipes estaría previamente clavado, como es habitual, de
forma permanente en el lugar del suplicio; suele utilizarse el mismo para todas las
ejecuciones. Supongo que además el reo llevaría colgada del cuello la sólita tabla con la
causa de su condena. ¿0 la llevaba antes el verdugo?

-No, no, en el cuello, la vi muy bien; y escrita en varias lenguas. Yo sólo entendí el
arameo y el griego, de mis tiempos en Cirene. Creo que la otra lengua era latín. Al lado
iba un hombre con un capazo con clavos, martillos, una esponja, cuerdas y horquillas
para levantar el madero. El galileo, titubeante, era una llama de dolor. La gente decía que
la flagelación estuvo a punto de matarle. Contaban que los sayones se pasaron con el
flagelo. Un punzante casquete de espinas, remedo de corona, ensangrentaba su cabeza, y
su rostro se veía inflamado a moratones. Pensé: «¡Este hombre no llega al final! ». Había
presenciado otras ejecuciones y sabía que el montículo donde suelen llevarse a cabo está
algo retirado. Se caía a cada paso, aparte de que era un motivo de diversión para
algunos, que aprovechaban para empujarle e insultarle. Me preguntaba: ¿son éstos los
mismos que le aclamaban hace unos días en su entrada triunfante en la ciudad? Ya se
sabe lo voluble que es la gente. El ruido en esa parte de Jerusalén era ensordecedor.
Tened en cuenta que era pleno mediodía, la hora punta de la matanza de los corderos
pascuales que iban a ser consumidos aquella misma noche. Detrás le seguían dos
ladrones con sus maderos transversales al hombro. Uno muy fornido y con una anilla
ensangrentada en la oreja. Creo que le decían Gestas y que, dada su fortaleza, llevaba la

272
cruz apenas sin darse cuenta, a pesar de que tenía la nariz hundida de un puñetazo.
Detrás, el otro ladrón, Dimas, más flaco, lloraba de desesperación. Cuatro soldados
custodiaban a cada uno, azuzándolo con sus armas y tirones de cuerda. Y finalmente un
romano, creo que un centurión, cerraba el cortejo a caballo.

-¿Y cómo te implicaste tú en esa comitiva?

-Me empujaban por todas partes. En realidad ya había visto bastante. Pretendía
largarme cuanto antes a casa. Nada tenía que ver con aquellos delincuentes y empezaba
a enloquecer con el barullo de la gente, pues, además de los que se aglomeraban para ver
a los sentenciados a muerte, había muchos que iban a lo suyo y no hacían caso a la
comitiva. Ya sabéis cómo está Jerusalén esos días en Pascua. A estallar. Gente que
compraba y vendía, mendigos que suplicaban una moneda, gritos de niños jugando,
jóvenes que se cortejaban. Sólo, aparte de los cientos de curiosos, un grupo de mujeres
comenzó compadecerse de él. Le seguían lamentándose. El galileo volvió a caerse y ellas
a dar gritos de lástima como suelen hacer las plañideras. Entonces observé que Jesús se
volvió y con un hilo de voz entrecortada les dijo que no lloraran por él; que lloraran más
bien por sus hijos, porque si se estaba haciendo eso con el árbol lozano, qué harían con
el seco. Entonces una mujer se metió en el cortejo y burlando la guardia le enjugó el
rostro con un paño de lino. Él se levantó a duras penas. Los soldados murmuraban:
«Éste no puede más. Así no va a llegar. Hay que ayudarle si es que queremos acabar
esta tarde». Ese mismo soldado miró como buscando entre la gente, y sus ojos se
detuvieron en mí, creo que al ver mis fuertes espaldas. «¡Eh, tú! ¡Ven acá!». Intenté
hacerme el loco, escabullirme. Estaba cansado. Además aquello no iba conmigo. Pero
una mano me aferró el hombro. «Pareces fuerte. Venga, agarra ese patibulum». Me eché
el madero sobre los hombros a regañadientes. Pensé que resistirme hubiera sido peor.
Tengo buenos músculos -señaló tentándose los de los brazos-, estoy acostumbrado a
acarrear grandes piedras y el arado en el campo. Pero aquel leño pesaba más de la
cuenta. No podía comprender cómo el rabí Jesús había podido soportarlo hasta entonces.

Simón, al contarlo, era expresivo, gesticulaba mucho, escenificaba cada momento,


inmerso en la historia.

-Entonces aquel hombre me miró. Sí, me miró, me acuerdo muy bien. No lo


olvidaré. Estábamos en la hondonada que hace el valle del Tiropeón o «de los queseros».
Ya sabéis, por donde corre ese torrente tan escaso de agua que atraviesa Jerusalén.

Eso me ayudó a ubicarme. Ese intermitente caudal de agua divide la ciudad de


norte a sur por una depresión que deja al este las colinas de Ofel y el Templo, al oeste la
parte alta de Jerusalén, y que salvan dos pequeños puentes, según había observado en

273
mis paseos por la ciudad. A partir de ese momento el camino al lugar de suplicio era
cuesta arriba.

-Entonces, como digo, me miró. Sentí un escalofrío por todo el cuerpo. Sus ojos,
tras el velo de la sangre, penetraron en mí como un bálsamo, como cuando mi madre me
abrazaba de pequeño para que no llorara; como cuando en Cirene, de niño, descubrí por
primera vez el azul del mar. Me miró y el griterío, la fiebre de mi frente, las voces de
mando de los soldados, la angustia interior, todo, todo se calló. Un silencio inexplicable
me inundó por dentro, me aislaba de todo. Sólo oía palpitar mi corazón. Me abracé a
aquel palo y cerré los ojos. Pensé que aquella madera era la de la cuna de mis hijos, el
bote anclado en la playa donde conocí a la que sería mi esposa. Sentí que aquel pedazo
de cruz no era tan pesado como me pareció al principio, o bien una fuerza especial me
hacía llevarlo con garbo. ¿Era la vida así o la hacía tan dura nuestra manera de mirar?
Sentí que su mirada atravesaba el tiempo. Yo, en aquel instante, no sé cómo expresarlo,
me sentía fuera del cuerpo, como si flotara; y algo, como un beso de fuego, me calentó
el corazón. Luego, días después, comprendí mejor lo que me había ocurrido, cuando
Santiago, uno de sus discípulos, me contó que un día, cuando les hablaba de lo que se le
venía encima, dijo: «Quien quiera seguirme, niéguese a sí, cargue con su cruz cada día y
venga conmigo. Quien se empeñe en salvar su vida la perderá; en cambio, quien pierda
su vida por mí la salvará. Pues ¿qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si se
pierde o se malogra él? Que mi yugo es suave y mi carga ligera».

Simón estaba llorando. Sus hijos, al fondo de la alquería, se afanaban en encaminar


los animales al redil. El sol, pese la protección de la entrada, comenzaba a picar en la
frente. Jerusalén de lejos parecía un barco perdido en alta mar. Tras recuperarse
continuó:

-Iba más muerto que vivo, pero, aligerado del madero, no se cayó tantas veces. El
populacho le insultaba, se reía de él, le escupía. Andábamos cerca de la puerta de Efraín,
también llamada judiciaria, por ser el lugar donde se saca a los reos para la ejecución. En
esto veo bajar a varias mujeres y a un hombre joven por la bocacalle de la izquierda.
«¡Es su madre! », dijo no sé quién entre los curiosos. Cubierta con un manto oscuro,
apenas entreví una dulce cara pálida de una mujer de mediana edad. Lloraba
serenamente, la boca entreabierta de dolor. Luego supe que le acompañaban María de
Magdala y Juan el de Zebedeo, junto a María de Cleofás. Ambos sostenían a María de
Nazaret para que no cayera. La madre intentó abrazar al hijo, pero los soldados se lo
impidieron. Lentamente salimos de la ciudad y a lo lejos divisamos el Gugultá rocoso y
pelado. «Ya queda menos», me dije a mí mismo.

274
-¿Qué significa? -pregunté a Aristeo-. Es arameo, ¿no?

-Sí. Gólgota en griego, y Calvaria en latín. Fui a ver el sitio la otra tarde. Es un
montículo que se alza unos cien pasos sobre el suelo en medio de una zona de huertos y
sepulturas. Cerca está la puerta de los Huertos donde empieza el segundo muro de la
ciudad, entre el palacio de Herodes y la Torre Antonia. Hay que reconocer que Pilato ha
elegido un sitio adecuado para las ejecuciones, extra portam, fuera y cerca de la ciudad,
como mandan las ordenanzas.

-Cuando atravesamos la puerta -prosiguió Simón-, a pesar de que era mediodía,


comenzó a oscurecer. La gente, ya en campo abierto, corría para coger buen sitio, pero
los soldados impidieron que se acercaran demasiado al lugar de las ejecuciones. En el
horizonte resaltaba la silueta negra de los tres palos enhiestos sobre el altozano. A pesar
del esfuerzo que me suponía girarme, lo hice para mirar el rostro del reo. Sabía muy
poco de él, pero una certeza interior gritaba dentro. No sólo, por supuesto, estaba
convencido de que aquel hombre no era culpable de nada, sino que sentía que emanaba
algo, que me transmitía fuerza en su dolor. Su madre, la de Magdala y Juan, como pude
saber después, eran los únicos amigos que tenía en aquella comitiva hacia el Gólgota, una
roca fría y desnuda como la muerte. «¡Venga, ¿ estás dormido? ¡Date prisa,
campesino!», me gritó un soldado para que me adelantara y tener listo el madero
transversal en tierra. En esto veo que una de las mujeres se acerca a otro romano y saca
de su manto una botellita junto a unas monedas. El guardia tomó el dinero y acercó la
bebida a los labios del galileo. Luego me dijeron que era vino mezclado con hiel.

-Es costumbre en las ejecuciones. Suele hacerse por misericordia con algunos
condenados, con el fin de atontarles -comentó Aristeo.

-Jesús acercó los labios, pero no quiso beberlo. Sentí un alivio al soltar el madero
en tierra. Mientras, los soldados despojaban a jesús del manto y la túnica. Luego le
dieron un empujón y lo tiraron sobre el patibulum. ¿Así lo llamáis, no?

-¿Lo desnudaron completamente, supongo, como es costumbre en Roma? -


pregunté.

-No, a los judíos nos repugna mostrar el cuerpo desnudo en público, aquí se
permite que los crucificados lleven sus genitales cubiertos con un tapujo.

-¿Y qué tipo de crucifixión sufrió? ¿Bocabajo, empalado, atado, clavado? -terció
Aristeo.

275
-Cuando cayó en tierra todo su cuerpo llagado debió de sentir un desgarro brutal,
un tremendo latigazo, pues se estremeció de dolor. Dos matarifes con mandil de cuero y
grandes bolsillos con clavos se acercaron. Primero agujerearon la madera para facilitar la
entrada de la punta, un palmo de larga. Luego estiraron las manos y los brazos para
hacer coincidir el agujero con la zona de las muñecas, mientras otro puso una rodilla para
sujetar cada extremidad del Maestro. Con habilidad de experto, bastaron pocos golpes
para atravesar la carne. Aún resuenan en mis oídos los martillazos, tanto, que muchas
noches me despierto sobresaltado escuchándolos en mis sienes mientras una enorme
mancha de sangre me ciega los ojos. Jesús tenía la boca abierta, la cabeza rígida y hacia
atrás, todos los músculos en tensión. Luego procedieron con la mano derecha. «¡Ya
está!», gritó el matarife. La sangre a borbotones empapaba la tierra. Los soldados
levantaron su cuerpo clavado al travesaño horizontal valiéndose de unas cuerdas y dos
horquillas a modo de poleas hasta encajarlo en la hendidura del palo vertical, donde, tras
izarlo, quedaron enristrados ambos maderos y ataron uno a otro con cuerdas. Tendido en
al aire como un estandarte, otro soldado sostenía sus pantorrillas mientras un tercero
clavaba los pies separados mediante una tabla de olivo para que no se pudieran despegar
del madero y sostener los talones. La tensión al caer desgarró de nuevo su carne en un
espasmo de dolor.

-¿Sin sedile, esa pieza de madera que se pone como asiento?

-No, eso sí; usaron ese caballete que hay en medio del palo vertical para apoyarle.
Dicen que así se alarga el suplicio. Luego otro se subió a una escalera y colgó la tablilla
sobre la cabeza.

-El titulus -subrayé- con la causa penae, supongo, el motivo de la condena: Iesus
Nazareus Rex Iudeorum. Es la única coartada que tiene Pilato para su forma de actuar, la
acusación formal de que el galileo pretendía suplantar a Tiberio. Me contó el procurador
lo indignados que corrieron los del Sanedrín a pedirle que lo cambiara por «ha dicho "soy
el rey de los judíos"». Pilato se refocilaba de esta jugada que había hecho a los
sacerdotes, al humillarlos con sus propios argumentos. Y les espetó: «Quod scripsi,
scripsi», lo escrito, escrito está. ¡Ése era su rey, un delincuente crucificado! Les estaba
bien empleado.

-La gente ya no gritaba, profería aullidos ahogados. Los verdugos debieron de tirar
de los brazos al clavarlo con tanta fuerza que tenía el pecho abombado. El rostro no era
sino un moratón y las venas azules del cuello querían estallar. Más que un hombre era
una gran llaga al aire. Levanté la vista hacia la cruz. El cuerpo que allí estaba clavado,
por el que chorreaba la sangre, había sido sin duda un cuerpo hermoso, bien

276
proporcionado, viril, pero al mismo tiempo frágil, con esa piel sensible de las personas
que parecen transparentes, desprotegidas ante los golpes de la vida. Retorcido de dolor, el
crucificado no decía palabra. Miraba hacia el horizonte, con su vista perdida más allá de
la ciudad, quizás hacia un mundo sin límites que él nunca había pisado, detrás del mar y
las montañas, como si sus brazos doloridos quisieran abrazarlo todo. Era trágico. No sé
cómo un campesino como yo, al que en principio ni le iba ni le venía todo aquello, pudo
sentir todo eso; pero así lo vi y sentí cosas que no sabría explicar, como si hubiera nacido
para ese momento; tanto, que desde entonces, os lo confieso, cuelgo de esos brazos,
vivo de esa mirada.

-¿Y los otros reos?

-Mientras, los soldados discutían por repartirse la túnica de Jesús. Dicen que es
costumbre en las ejecuciones. Como estaba tejida de una pieza, sin costura, prefirieron
jugársela a los dados. A los otros dos bandidos los crucificaron a ambos lados. Pero no
despertaban el interés de la gente. Todo el mundo estaba pendiente de la gran ejecución
del día. Hacía bochorno. Era un mediodía húmedo, pastoso, nublado. De sus parientes y
amigos sólo seguían allí María, su madre, María de Magdala, el discípulo Juan y más
lejos otras mujeres. La madre estaba de pie, pálida, muerta en vida, pero revestida de
una extraña dignidad, no sé, igual que si lo estuviera volviéndolo a parir. La de Magdala,
una mujer muy guapa, rota, lloraba enroscada en el suelo. Y Juan se pegaba a un hombro
de María, colgado de ella, como un niño indefenso. De pronto el Maestro abrió los
labios. Fue un grito bronco que le salía de las entrañas, de sus pulmones encharcados de
sangre. Dijo: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen».

-No entiendo. ¿Los perdonaba? ¡Jamás he visto cosa igual! -comenté asombrado.

-Por lo visto, según me han contado sus discípulos, en su oración preferida dirigida
al Padre Dios, la que les había enseñado a rezar mientras caminaban por los campos,
siempre pedía perdón, «como también nosotros perdonamos a todos los que nos
ofenden». Se limitaba a repetir lo que tantas veces había predicado en vida. Luego me he
preguntado una y mil veces: Judas, Caifás, Anás, el propio Pilato, ¿realmente no sabían
lo que hacían? Creo que ignoraban y aún ignoran cómo les iba a salpicar la sangre de ese
justo.

El relato de Simón era más que la historia de una ejecución. ¡Había visto tantas en
mis correrías por esos mundos! Cientos de cruces, cientos de estertores de muerte,
cientos de seres humanos de todos los colores ejecutados en los campos de batalla por
rebeldía contra el Imperio. Los había mirado con indiferencia, desde el orgullo y la
frialdad que dan el mando y la victoria, incluso con desprecio y repugnancia. La vida de

277
los que no son ciudadanos, la de los esclavos, los miserables y vencidos no tiene precio
alguno para Roma. Recordaba la famosa frase de Cicerón en el juicio de Verres: «Atar a
un ciudadano romano es una ofensa; herirle es un crimen; matarle casi un parricidio.
¿Qué debo decir si es colgado de una cruz? No hay epíteto que pueda describir cosa tan
infamante». ¿Qué tenía de nuevo y qué me sugestionaba de esta historia? El cireneo la
había hecho suya como la historia de su vida. Desde que le agarraron para llevar el
madero y jesús le miró, le atravesó una experiencia que llenaba de misterio aquel oscuro
mediodía. Luego nos contó con detalle la agonía del Maestro. Según mis cálculos no fue
demasiado larga, como tres horas entre la una y las tres de la tarde. No era de extrañar
para un cuerpo tan debilitado por tanta humillación y tortura física.

En el ambiente de Jerusalén se respiraba por lo visto una gran expectación


motivada no sólo por el personaje que se estaba ajusticiando, sino porque la gente había
visto u oído milagros suyos. Muchos conocían a Lázaro. Otros asistieron a curaciones
públicas. El pueblo estaba dividido hasta el momento en que Jesús se mostró débil y se
dejó hacer. Entonces cayó para la mayoría el mito, aunque flotaba en el aire una
incógnita: ¿haría un prodigio a última hora para liberarse del suplicio? Cuando pendía de
la cruz, según el relato de Simón de Cirene y otros testigos, la chusma se desató en
injurias: «¡Venga¡, ¿por qué no bajas de la cruz? ¿Por qué no haces ahora un milagro,
eh? ¿No ibas a derribar el Templo y levantarlo en tres días? ¡Valiente liberador de Israel!
¡A otros salvó y él mismo no puede salvarse! ¡Venga, rey de Israel, venga, baja de la cruz
y creeremos en ti! ¡Menudo Mesías!». Un silencio estremecedor siguió a estos insultos,
como si se mascara la proximidad de la muerte. Y esa inminencia movió seguramente a
Dimas, uno de los ladrones crucificados a su lado, a intervenir. Así nos lo contó Simón:

-De pronto oí una voz bronca que venía de arriba. «Venga, baja, baja, ¿no lo
oyes?». Levanté la cabeza. Gestas se retorcía a su lado y había vuelto la mirada hacia
Jesús. Luego hinchó su corpulento tórax y escupió en dirección del Maestro. Gritó:
«¡Impostor!». Una reacción que provocó la respuesta del otro bandido. Dimas, con voz
entrecortada por jipidos, le gritó: «¡Estúpido! Tú y yo sabemos muy bien por qué
estamos aquí. Pero, éste, ¿qué ha hecho?». Y miró al Maestro con ojos desorbitados y
suplicantes: «Si tienes un reino y vas a él, acuérdate de mí». Se conoce que cuanto había
visto y oído en el camino hasta el Gólgota desde el pretorio le había, como a mí, abierto
el corazón y la mente. Pensaría: «¿Y no será este hombre verdaderamente un rey, un rey
diferente?». Un silencio de muerte estremeció por un momento el paisaje. Todos
teníamos la vista levantada, colgada de Jesús. Él, con sumo esfuerzo, giró la cabeza.
Enflaquecido, afilado, amarillo, su perfil era ya el de un cadáver. Las espinas le
atravesaban los párpados y tenía una mejilla inflamada; pero me pareció que esbozaba
una sonrisa. Abrió los labios y dijo: «Hoy estarás allí conmigo». Su rostro desprendía

278
paz. En un arrebato me hubiera gustado encaramarme, haberle bajado allí mismo del
tormento. Pero en ese instante la gente dejó de insultar y empezó a murmurar en voz
baja. A la luz nublada que había presidido todo el mediodía sucedió una repentina
oscuridad mientras ráfagas de viento levantaban nubes de polvo por todas partes. Alguien
gritó: «¡La tierra se mueve! ». La chusma comenzó a correr despavorida. Sólo quedamos
en el Gólgota el Sanedrín, los soldados y los íntimos de Jesús. Yo, lleno de terror,
petrificado, los ojos prendidos del Maestro. Ya no se veía Jerusalén, el viento se hacía
más recio. Era como la hora de sexta. En medio del vendaval y el terremoto escuché la
voz moribunda: «Eloí, eloí, lamma sabactaní», ¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado? A mi lado dijo un soldado tembloroso: «Oye, creo que ha pedido de beber,
¿le acerco agua?». «¡Que se la dé Elías!», le respondió otro. En la turbación del
momento confundieron Eloí, Señor, con Elí. Pero con una pértiga le acercó una esponja
empapada en oxos, no fuera a ser que el gran profeta Elías, el único capaz de hacer un
milagro en caso de muerte, apareciera allí.

-Posca -aclaró Aristeo, utilizando el término latino de la bebida, vino negro


avinagrado muy popular entre nuestras tropas para levantar el ánimo.

-Los sanedritas no aguantaron más -prosiguió Simón-. Se largaron. Me acerqué a la


cruz con dificultad, en lucha contra el fuerte viento que agitaba el madero, al que estaban
agarradas la madre, de pie junto a Juan el de Zebedeo, y María de Magdala. De los pies
amoratados del Maestro corría un hilo de sangre que empapó las manos de María, la
madre, blanca como el mármol, embebida en Jesús. Oí algo así como «hijo» y «madre»
en labios del rabí. Juan os podrá explicar eso mejor. La oscuridad era casi total, el viento
y el polvo nos envolvían. Volvió a abrir los labios: «Todo está cumplido». Con
respiración estertórea y en un grito supremo añadió: «Abba... ¡Padre, en tus manos
pongo mi espíritu!». Y expiró.

Simón de Cirene respiró profundamente, como si él mismo hubiera perdido el


hálito al revivir la escena. Aristeo y yo le obsequiamos con un respetuoso silencio. Él
levantó los ojos al cielo.

-Cuando expiró y su cuello se tronchó frente al entenebrecido perfil de las


montañas, calló el viento y la tierra dejó de temblar. María bajó la mirada hasta entonces
fija en el hijo y se sentó, rendida, en una piedra, atendida por la Magdalena. El joven
Juan me pidió ayuda para bajar el cuerpo con una escalera que habían traído Nicodemo
y José de Arimatea. Lo desclavamos con cuidado antes de que le afectara la rigidez de la
muerte. Era un cuerpo flácido, suave, derrotado. El sol comenzaba a despuntar detrás de
una nube y una paz extraña ungía de un perfume desconocido la tarde.

279
-¿Os permitieron recuperar el cuerpo? En Roma es frecuente que a los condenados
se les prive de sepultura; es más, el cadáver de un ajusticiado es por derecho propiedad
de las autoridades y sólo ellas pueden disponer de los despojos. Con frecuencia he visto
dejarlos colgados durante semanas hasta que los devoran las aves carroñeras.

-Nosotros, los judíos, le damos mucha importancia a la sepultura. Los restos de un


condenado a muerte deben ser enterrados el mismo día de su fallecimiento. Además, al
día siguiente era sábado y la fiesta judía más importante, había que actuar, pues,
rápidamente. De los dos bandidos se ocuparon los soldados. Los tiraron sin más, como
es costumbre, a la fosa común. Por ese motivo rompieron los huesos con una maza a los
otros dos crucificados, para acelerarles la muerte.

-Sí, el provoca la muerte por asfixia, pues al partirles las piernas cae el cuerpo
hacia delante. ¿Con Jesús no lo hicieron? -pregunté.

-No, después de quebrárselas a Gestas y Dimas, comprobaron que no hacía falta


hacerlo con Jesús, pues estaba muerto. Entonces, el centurión, para cerciorarse, le
atravesó con una lanza el cora zón, del que brotó sangre y agua. Le oí que luego
masculló, impresionado por su muerte: «¡Verdaderamente éste era hijo de Dios!» o algo
parecido. Como os decía, desclavamos y bajamos con cuidado el cuerpo exánime de
jesús, lo pusimos en una sábana y se lo entregamos a su madre. Entonces pude
contemplar mejor el rostro de María, pues al abrazar a su hijo muerto, el manto se le
resbaló hasta los hombros. Sorprendentemente joven y hermosa para su edad, pese a las
grandes ojeras y la palidez de su rostro, había estado de pie y permanecido fuerte sin un
gemido durante la ejecución. Pero en ese momento se derrumbó su dique y rompió a
llorar desconsoladamente mientras apretaba el rostro de jesús a su mejilla. Pensé en mi
madre, en todas las madres cuando acurrucan a su hijo recién nacido, y que
especialmente para ella no debería de haber sido fácil serlo de aquel profeta libre de
palabra y hechos, revestido de una misión, que se había jugado la vida por ser
consecuente hasta el final con su verdad. Nos costó arrebatarle el cuerpo para ungirlo
con ayuda de las mujeres. Lo llevamos a un roquedal próximo, donde el notable fariseo
José de Arimatea poseía una sepultura nueva. Él mismo, como decurión que era,
consiguió el necesario permiso de Pilato. Se la jugó, porque para un fariseo tocar un
cuerpo muerto y enterrar en su tierra a un condenado era tanto como contaminarse de
impureza y no poder celebrar la Pascua al día siguiente. Pilato, por lo visto, no lo
autorizó hasta consultar con el centurión que le había alanceado si el galileo estaba
realmente muerto. Nicodemo había mandado traer cien libras de especias aromáticas.
Las mujeres hablaron de ir a la ciudad a comprar más vendas y ungüentos para hacer las
cosas a su gusto. Pero José de Arimatea las disuadió. Teníamos el tiempo justo y había

280
que darse prisa. Lo condujimos al sepulcro, a unos cincuenta pasos de donde estábamos,
y allí sus amigos lo ungieron con mirra y aloe, le ataron a la cabeza un sudario y lo
amortajaron con una sábana sujetándola con tres cintas a la altura de los tobillos, de la
cintura y del cuello. No hubo tiempo ni medios para lavar el cuerpo. Tan to que las
mujeres no se quedaron satisfechas de la labor y se prometieron regresar el lunes a
completarla. Lo que más me sorprendió es que todo esto lo hicimos muy pocos. De los
próximos a jesús sólo estaban las tres Marías, Juan y sus dos discípulos secretos,
Nicodemo y José de Arimatea. En una palabra, como luego pude comprobar cuando
entablé relación más estrecha con ellos, sólo estaba uno de los doce. Y yo, por ventura,
el último de todos, gracias a aquel soldado que me obligó a cargar con su cruz. Me
contaron que el Maestro había dicho: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas».

El cireneo volvió a rascarse el punto rojo e inflamado en la sien.

-¿Y eso qué es? -pregunté.

Sonrió.

-Cuando después de enterrar a Jesús regresé a casa, sólo entonces caí en la cuenta
de que me ardía la sien. Alina, mi mujer, y mis dos hijos se extrañaron de que regresara
tan tarde y exhausto. «¿Qué te ha pasado, papá? ¿Qué tienes ahí?». Me miraron con
detención. Era una espina, que, enganchada en la cruz, se me había clavado al girar el
madero sobre los hombros. Mi esposa me la sacó con cuidado. La miré y la conservo
como una joya, pues aún estaba empapada de sangre fresca del Maestro que ¡se había
mezclado con la mía! Sentado en este mismo lugar, les conté a mi mujer y a mis hijos en
el silencio de la noche cuanto había vivido aquella inolvidable tarde. Que un hombre
justo había sido crucificado en las afueras de Jerusalén, que yo había llevado su cruz y
que una paz sin límites arrebataba mi alma. Nada más. Lo demás no lo sé explicar. Ahora
casi no siento esta pequeña herida en mi sien, pero de vez en cuando la toco para avivar
en mí con su pequeño ardor el recuerdo de aquella noche en pleno mediodía que borró
de mi alma para siempre todos los rencores y desterró todos los miedos.

Los muchachos, al ver que nos íbamos a incorporar, se acercaron entonces con
requesón y una jarra de vino. Eran alegres, sen cilios, como su padre. Él nos los presentó
con orgullo, excusando la ausencia de su madre, que había ido con su cuñada a buscar
leña al monte.

Mientras regresábamos, le pregunté a Aristeo, que caminaba en silencio rumiando


las sensaciones del encuentro:

281
-¿Has oído algo igual?

-Nunca. Jamás una ejecución, y menos en la ignominiosa cruz, aportó a nadie


alegría y paz como ha contado este hombre.

-Mañana hemos de interrogar al centurión que dirigió la ejecución, ¿no es Celso, el


que nos hospedó?, y a los guardias que custodiaron el sepulcro. Me gustaría examinar
ese lugar.

Nubes blancas algodonaban de quietud la tarde y Jerusalén me pareció una ciudad


atravesada de recuerdos, triste y sola como una despedida. Una ristra de asnos con sus
serones rebosantes de forraje enfilaba humildemente la puerta de los Esenios cuando las
tubas doradas del Templo comenzaron su ritual llamada a la oración mientras mascullaba
para mí:

-No lo entiendo. Jamás la muerte produce alegría a nadie.

Aristeo, antes de retirarse, me comentó:

-No lo olvides: nada sublima tanto al héroe como morir por sus ideas.

¿Héroe?, pensé. ¿Quién habría podido ver aquella tarde a un héroe en aquel
hombre colgado y muerto entre dos miserables ladrones?

282
283
medida que me iba adentrando en los detalles de los últimos días de la
vida del galileo reconozco que mi instinto de hombre de letras me inducía a olvidar en la
práctica las cuestiones políticas que me habían llevado a Jerusalén, cuya investigación
había dejado a fin de cuentas en manos del impulsivo Glauco, mientras que, con ayuda
del sabio Aristeo, me dediqué por entero a reflexionar y recabar nuevos datos
relacionados con la crucifixión de jesús. Mi principal problema era que los rasgos del
rabí, a pesar de que ya llevaba escritos un buen número de pergaminos, se me
desdibujaban e incluso me parecían contradictorios. ¿Cómo un profeta rural había
provocado tal revuelo en las autoridades y las fuerzas de ocupación de todo un país sin
haber cometido un solo delito de sangre ni acto alguno de rebeldía armada? ¿Cómo el
hecho de haberse puesto del lado de los pobres, desfavorecidos y marginados le había
enfrentado hasta ese punto con las élites de Judea? ¿Dónde radicaba realmente su poder
de seducción? ¿Qué había pasado con su cuerpo después de ejecutado? ¿Por qué le
habían abandonado masivamente sus discípulos a excepción de uno, el más joven de
todos? ¿En qué datos objetivos se basaban sus seguidores para pensar que había
resucitado? ¿Dónde estaba en la actualidad su cuerpo desaparecido?

Por un lado, como escritor, su historia y su figura se me antojaban tan fascinantes


como para dedicar mi ocio creativo a un libro o quizá a un largo poema; por otro,
comenzaba a estar obsesionado con encontrar su retrato, del que me había hablado tanto
Raquel mientras navegábamos hacia Cesarea. Esto último y la dulce sumisión que había
observado en mi esclava me movieron a autorizarla a moverse con cierta libertad por
Jerusalén entre los discípulos ocultos de jesús y ceder a su interés de saber más acerca de
esa «agua viva» de la que le había hablado su fallecida madre en Samaria.

284
Mientras tanto, escribí para mí las siguientes conclusiones provisionales:

La muerte del galileo llamado jesús de Nazaret es, a mi entender, la consecuencia


de las tensiones provocadas entre un profeta carismático de origen rural y una élite
urbana; entre un movimiento judío de renovación y el dominio romano; entre el
heraldo de un cambio cósmico, que al parecer pretendía transformar también al
Templo y los representantes del estatus quo. Conforme a los datos obtenidos hasta
el momento, las razones de índole religiosa y las de carácter político no se pueden
separar. Por un lado, parece evidente que jesús no quería alcanzar el poder con
ayuda de sus discípulos. Pero al mismo tiempo anunció la venida inminente de una
especie de «reinado de Dios» en el que los primeros serían los últimos, y los
últimos los primeros. Dios, su único Dios, iba a instaurar ese pretendido reino
milagrosamente. En ese reino de Dios, al parecer de carácter espiritual, los
discípulos gobernarían sobre Israel. Por lo visto llegó a decir en una ocasión:
«Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en las pruebas, y yo os
encomiendo el reino como mi Padre me lo encomendó: para que comáis y bebáis y
os sentéis en las doce tribus de Israel». No quedaría sitio pues en ese hipotético
reinado para el gobierno de la aristocracia del Templo ni tampoco para los
romanos.

¿Qué papel habían tenido dichos colectivos en el proceso y condena de


Jesús? Ambos eran adversarios del rabí, pero con intereses dispares. No cabe duda
de que el Sanedrín tomó buena nota de su profecía sobre el Templo, que ponía en
entredicho la legitimidad de sus privilegios. Por su parte, Pilato, aunque dudó por el
aspecto inofensivo del acusado, vio su poder en peligro, quizás con más miedo al
Sanedrín que al propio acusado. He visto al prefecto estos días muy nervioso,
probablemente por su impericia y anteriores fracasos al sofocar revueltas; y
desconcertado ante las motivaciones religiosas de los líderes autóctonos de esta
provincia del Imperio. De aquí que Jesús sufriera escarnio de los dos colectivos: del
Sanedrín como «profeta», y del entorno del prefecto romano como «rey». ¿Qué
unía a ambos en su última decisión? Sin duda un primer objetivo: evitar el
desorden. Por eso llegaron a ponerse de acuerdo en agilizar la condena.

En la ejecución confluyeron de acuerdo con todos los indicios las élites judías
y romanas, pero también el pueblo, excitado y multiplicado en días de fiesta: masas
indiscriminadas de soldados, jerosolimitanos, visitantes extranjeros, peregrinos,
comerciantes, que contribuyeron con sus gritos y sus afrentas al escarnio colectivo
del «rey de los judíos». A esta afrenta coadyuvaron también sus propios discípulos:
uno lo delató, Judas; otro, el cabeza del grupo, le negó en público. El resto huyó.

285
¿Quién fue el responsable definitivo de su muerte? Sin duda Roma, pues la
última decisión estaba en manos de los representantes del Imperio, que accedieron
a secundar y ejecutar la iniciativa de la aristocracia judía. Cabe aducir además otros
factores, como la misma actuación de Jesús, que se arriesgó a desencadenar tal
desenlace al subir por iniciativa propia a Jerusalén, a sabiendas de que la situación
le era contraria. No sabemos hasta qué punto se daba cuenta de que era víctima
además de unos conflictos entre la ciudad y el campo, entre judíos y romanos,
entre el pueblo y la aristocracia.

Tres aspectos de su actuación pudieron dar pie a estas animosidades: 1. Su


postura ante la Torá o ley judía; 2. Su crítica al Templo; y 3. Algunas afirmaciones
explosivas de su predicación sobre la instauración de un hipotético reino con
evidentes pretensiones mesiánicas.

Compartí con Aristeo estos apuntes mientras paseábamos una tarde intentando
reconstruir el camino del ajusticiado hacia el Gólgota. Como siempre, la ciudad bullía de
corrillos de vendedores y viandantes que nos miraban con torvos quiebros de
desconfianza, aunque el bullicio sería inferior, supongo, al que invade Jerusalén en
vísperas de la Pascua, pues, por lo que me han comentado aquí, esos días la población
aumenta considerablemente, dicen que hasta doscientos o trescientos mil habitantes. La
luz doraba el monumental palacio de Herodes y se recreaba en la policromía de las
túnicas y el polvoriento trajín de asnos y camellos.

-Comparto en casi su totalidad tus conclusiones, Suetonio -asintió Aristeo-. Pero yo


creo que la crítica que hizo el galileo de la Torá no pasa de ser una interpretación liberal
de la misma. Si quieres, pudo escandalizarles, es cierto, pero ése no debió de ser el
motivo definitivo para condenarle. Tampoco sus pretensiones sobre el más allá; he leído
estos días literatura rabínica hasta la saciedad y te lo aseguro: he encontrado muchas y
antiguas esperanzas escatológicas. Puedo aceptar que Jesús fuera el detonante al
removerlas y potenciarlas, hasta el punto de inquietar a los poderosos de las clases
dirigentes. Pero para mí el verdadero origen del conflicto es la crítica del Templo. A esta
gente más que la ley le importa el Templo, amigo. No sé si te has dado cuenta; aquí gira
todo en torno a ese enorme edificio más que simbólico: la vida, el comercio, el dinero, los
extranjeros, la guardia. Date cuenta de que ese lugar es también el centro de la deseada
autonomía del pueblo de Israel y por tanto en él se basa la posibilidad de escalar puestos,
conseguir privilegios, llegar a ser alguien en el estamento superior.

-¿Acaso ningún otro judío había criticado antes el Templo? ¿Qué me dices de Juan
el Bautista y de los mismos esenios, por no hablar de los samaritanos? Ya sabes cómo

286
piensan. Menudos son.

-Sí, pero el rabí pensaba de otra manera, puedes estar seguro. ¿No has oído lo que
cuenta Raquel? ¿La conversación que mantuvo jesús con su madre, en Samaria, cuando
discutieron sobre el Templo? Eso explica muchas cosas. Le vino a decir que ya el
Templo no importaba, porque a partir de su venida se podría adorar de otro modo a
Dios: «En espíritu y en verdad». Es decir, pretendía sustituir el Templo de piedra por
esto -Aristeo se tocó el pecho-, la conciencia, otro templo bien distinto, sin límites, sin
muros.

-Me lo contó. Pero, ¿sabes lo que me resulta más revolucionario de su doctrina?


No que profetizara la destrucción del Templo. Eso puede ser la fachada. Sino que
estableciera un nexo entre la bondad o buena conducta y la felicidad. Y que el débil y
hasta el vencido pudieran llegar, según él, a tener más razón que el vencedor.
¿Comprendes? Eso en el fondo es mucho más peligroso.

Sin darnos cuenta ya nos encontrábamos en la misma puerta por donde un jesús
llagado, escupido, vacilante, había salido de los muros de la ciudad aquel trágico viernes
en compañía de Simón de Cirene para morir ajusticiado. Nos paramos ante la visión del
Gólgota, que a la luz primera de la tarde era efectivamente una monda calavera desnuda
al sol. Me imaginé cómo vería el galileo los tres palos enhiestos en el horizonte antes del
suplicio. Aristeo sonrió:

-De hecho, estos días me he dedicado a desempolvar legajos y pergaminos con las
escrituras de esta gente. Parece que la idea del sufrimiento del justo está muy presente en
su forma de entender la vida. Un viejo profeta, un tal Isaías, habla mucho sobre eso.
Mira esto.

Aristeo me tendió unos apuntes.

Yo no me resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que apaleaban, las mejillas
a los que me mesaban la barba; no me tapé el rostro ante ultrajes y salivazos.

-Por tanto, el dios de esta gente, ese Dios único, al menos así se desprende de su
cultura milenaria, parece estar al lado de los proscritos y despreciados.

-No entiendo.

-Sí, Suetonio, ¿no lo ves? Jesús, según cuentan sus seguidores, habló a sus amigos
antes de morir de una «nueva alianza» que superaría cualquier anterior alianza de Dios y

287
su pueblo. Su muerte iba a convertirse por tanto en algo así como un sello, un
certificado, un sacrificio que corroboraría a la larga sus tesis, ¿comprendes?

-¿Quieres decir que se inmoló, que se sacrificó? ¿Como esos corderos que vimos
desollar a centenares en el Templo? ¿Como nosotros hacemos en nuestros templos para
aplacar a Júpiter o Juno?

-No, no exactamente. Jesús sube a Jerusalén sabiendo que le van a matar. Eso está
claro. Se mete en la boca del lobo. Es la verdad. Otras veces estuvo a punto de ser
eliminado y huyó, nos consta. Sin embargo, esta vez lo hace, pero no movido a acallar
con su sacrificio la cólera de ese dios que él llamaba «el Padre». La imagen de Padre que
había predicado no es la de un dios sediento de sangre. Jesús está dispuesto a morir por
sus ideas, las que había predicado ardientemente por caminos polvorientos de los campos
y villorrios de Galilea. Pretendía decir, al menos yo lo veo así, que no es Dios, sino el
hombre el que debe transformarse con este sacrificio; quiere corroborar con sangre,
entregando su vida, una doctrina, la que nos resumió Leví en aquella entrevista en las
laderas de Galilea junto al lago, ¿recuerdas? Un camino contrario a la violencia, al
devolver mal por mal; una noticia nueva de perdón, fe e incluso felicidad para los pobres,
los pequeños, los que se hacen como niños, los pacíficos, los sufrientes, los que luchan
por la jus ticia. Algo que, como he dicho mil veces, no me acaba de entrar en la cabeza.

-Pero esa gente que le seguía, ¿superará el fracaso de su muerte? ¿No acabará
respondiendo con ira o deprimiéndose, como sería lo más lógico, ante un líder que no
movió un dedo por su causa?

Aristeo se detuvo. Estábamos en la ladera del Gólgota, que no era mucho más que
un altozano sobre la llanura. Daba frío mirar aquel paisaje desolador, aquel matadero a
espaldas de la ciudad.

-Ésa es la gran pregunta, Suetonio. ¿Puede ir uno detrás de un muerto por muy
seductor que éste haya sido en vida? Yo no lo creo, amigo, no lo creo.

Continuamos hacia el sepulcro, que no distaba más de cien pasos en línea recta,
aunque tuvimos que salvar un desnivel entre el cerro de las ejecuciones y el terreno
circundante hasta los huertos donde estaban ubicadas las tumbas. Pensé que la distancia
era tan corta que no debió ser necesario el uso de una parihuela para transportar el
cadáver. Bastaban pocas personas para llevarlo en brazos. Lo condujeron, eso sí, según
nos había contado el de Cirene, sin lavar ni ungir, pues esta operación hubiera sido prolija
para eliminar astillas, espinas, sangre y todo el deterioro ocasionado por los tormentos
sufridos por el ajusticiado.

288
El lugar del sepulcro, propiedad de José de Arimatea, era una antigua cantera
rellenada parcialmente de tierra y transformada en zona de huertos escalonados. Parecían
tumbas de ricos, algunas rodeadas de jardines. Los sepulcros presentaban cavidades,
cuevas naturales o no, cubiertas por una gran piedra circular en forma de rueda,
parecidas a la de Lázaro, que habíamos visto en Betania. La de jesús, que distinguimos
por seguir custodiada por dos legionarios -Pilato no había dejado de mantenerla vigilada-,
era amplia, aunque su entrada angosta. Los soldados nos reconocieron, se cuadraron y
nos dieron paso. Había que inclinarse para poder entrar. Si toda necrópolis invita al
respeto, reconozco que me sobrecogió la cavidad umbrosa. Dentro se podía permanecer
de pie. El silencio y la oscuridad daban al recinto un aroma a santuario. A mano derecha,
pegado a la pared lateral, había un banco de piedra donde probablemente fue depositado
el cuerpo. Más allá, algunos osarios vacíos sin duda para recolocar los cuerpos de los
miembros de la familia una vez descompuestos.

No pronunciamos palabra. Aún olía a algo extraño, quizás a la penetrante mezcla


de mirra y aloe de los ungüentos y aromas utilizados para amortajarlo sobre aquella
piedra. Me imaginé la escena apresurada la tarde aciaga, víspera de fiesta, transida de
dolor.

Salimos en silencio, como habíamos entrado, e interrogamos a los guardias:

-Está esto muy solitario. ¿No viene nadie a visitar la tumba?

-No, tribuno, apenas viene nadie desde hace meses. Sólo esa mujer -respondió uno
de ellos señalando al huerto que había detrás.

Aristeo y yo dimos la vuelta a la tumba. Una mujer joven se ocupaba de regar con
un cántaro parterres de un jardín algo retirado del sepulcro. Se incorporó y levantó la
mirada sorprendida. El manto se deslizó hasta los hombros permitiéndonos ver un rostro
ovalado, casi perfecto, animado por unos grandes ojos rasgados color miel que
destacaban sobre el surco pronunciado de las ojeras. Sus labios gordezuelos, de esos que
invitan de lejos al beso ardiente, y un cuerpo de ninfa oriental bien proporcionado, con
pecho abundante, cintura de ánfora y ademanes de niña, traslucían un largo olvido de
joyas, afeites y galas femeninas.

-No te inquietes, María -le dije-. Sabíamos que te encontraríamos aquí. ¿No te ha
dicho nada Raquel?

La mujer dulcificó su rostro con una sonrisa y aceptó sentarse con nosotros en
unos bloques de piedra que flanqueaban la entrada del jardín. Así era, Raquel le había

289
alertado sobre nuestra visita y sobre nuestras intenciones. Nos ofreció agua fresca. Su
rostro rezumaba una serena alegría, incapaz sin embargo de borrar las profundas huellas
del dolor y el aún reciente manantial de lágrimas.

-¿Cómo están Simón Pedro y los otros? -pregunté.

-Bien -respondió con suavidad sin abandonar la sonrisa-. Se han ido con los demás
a Galilea.

-¿A Galilea? Hace pocas semanas estuve con él en Getsemaní.

-Sí, pero ahora está en Cafarnaún, pescando.

-¿Es que le ordenó el rabí que fueran a pescar?

-No, se lo ha dicho hace sólo unos días, que les precedería en Galilea.

Hubo un silencio embarazoso. Hablaba del Maestro como si estuviera vivo. Aristeo
callaba prudentemente. Por un instante pensé que todos estaban locos o eran víctimas de
una alucinación.

-¿También crees tú que Jesús sigue vivo, que ha resucitado?

María de Magdala me dedicó una mirada desde sus soñadores ojos. Era una de
esas mujeres tan bellas que azoran a cualquier hombre, a las que cuesta sostener la
mirada. Sin embargo, la pregunta, en boca de un romano, en definitiva, un representante
del poder que acabó con su amado rabí, la turbó. Se hizo un silencio embarazoso que
Aristeo subsanó al instante.

-No queremos incomodarte, María. Quizás sería mejor que comenzáramos desde
el principio. Tú naciste en Magdala, ¿no es así?

De nuestro estudio sobre el campo de influencia de jesús en Galilea sabíamos que


entre las ciudades en torno al lago, Magdala, con una industria de salazón de pescado y
una población considerable, es una de las más importantes. María se remontó a su
infancia. Hija de un rico comerciante sirio, que la abandonó por haberla engendrado
fuera del matrimonio, sufrió las consecuencias de una prematura soledad. Nos habló
además de la dificil situación de la mujer en Israel, su posición subordinada al hombre,
que puede repudiarla si la sorprende con otro, pero no viceversa. Ni dirigir la palabra a
un desconocido podía una fémina. Su necesidad de amor y libertad la condujo primero a
relaciones indiscriminadas y más tarde a la prostitución. Hasta los veinticinco años vivió

290
enajenada y fuera de sí, enferma de la mente y el cuerpo, dando tumbos por prostíbulos
de Séforis y Tiberíades hasta que oyó hablar del galileo. La curiosidad le impulsó
entonces a ir a buscarle.

-Estaba en la ladera del monte, instruyendo a sus discípulos. El viento movía sus
cabellos y su voz desde el primer instante me arrulló el alma. Era tan familiar y a la vez
tan firme que sonaba a hogar, a tahona y cuarto de casa; a la madre y al padre que nunca
tuve, incluso al novio con que siempre soñé. Me senté en la última fila y escuché
reposadamente. A medida que le oía, una brisa cálida apaciguaba mis entrañas, me
removía por dentro, como si me hiciera despertar del largo sueño que hasta entonces
había sido toda mi vida. En aquel momento, al Maestro se le cambió el rostro, se llenó de
júbilo y dijo: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja
las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra?
Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca
a los amigos y vecinos, y les dice: "Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se
me había perdido". Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo
pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de
conversión». Hablaba a la imaginación; sus palabras envolvían, transportaban. Luego
enlazó dos historias más. La de una mujercita del pueblo que había perdido una de las
diez dracmas que tenía y, después de buscarla como loca y encontrarla, llama a sus
vecinas para compartir con ellas su enorme alegría. Pero la que más me impresionó fue
la tercera historia, la del padre y los dos hijos. No sé si la habéis oído. Es aquélla en la
que el más joven le pide su herencia y la dilapida como un libertino. ¡Cuántos jóvenes
que como él han malgastado su fortuna he tenido yo en mi lecho por dinero! Nunca
había conocido a un padre así, que saliera a diario a esperar que viniera de lejos y que
corriera a abrazar a un hijo, el infiel, el ingrato, cuando regresa maltratado por la vida. Se
me abrió mientras le escuchaba todo un horizonte, y, cuando terminó de explicar esa
imagen, ese cuadro de un Padre que perdona siempre, que abraza siempre, me sentí
conmovida hasta las entrañas. Corrí hacia él y me tiré a sus pies. Desde entonces no lo
he abandonado nunca ni nunca lo abandonaré. Así que me fui tras él junto a otras
mujeres que le seguíamos y le ayudábamos con nuestro dinero.

-¿No te echó en cara tu pasado? -le pregunté sin dejar un momento de asombrarme
por aquella belleza sensual, espiritualizada por el dolor de los últimos días.

-Amar es no pedir cuentas.

-¿Y tú le amabas?

291
-Con toda mi alma.

-¿Cómo a un hombre ama una mujer?

-¿Puedo amar de otra manera que como una mujer? Soy una mujer.

Dos rizos revoltosos, brillantes como el cobre, pugnaban por escaparse del velo,
que volvía a cubrirle la cabeza. Tras una pausa prosiguió:

-Sé lo que quieres preguntarme: si era yo la mujer de jesús de Nazaret.

Asentí con la cabeza.

-Yo he amado y amo con toda mi alma a Jesús. Todo el mundo dice que ha sacado
de mí siete demonios. Llámale enfermedades, si quieres. Y él me amaba ardientemente.
Me permitía que le cuidara, que ungiera sus pies y le preparara la comida. Se perdía en
mis ojos, como yo en los suyos. Nunca he sentido ese estremecimiento de zambullirme
en lo infinito como mirándole, o cuando ambos olvidábamos la sensación del tiempo al
contemplar juntos caer la tarde sobre el lago. Pero si me preguntas si yo era el úni co
amor de Jesús, su amor exclusivo, su esposa, te diré que no. Él tenía un corazón tan
grande que no podía agotarse en un único amor; ni tener la propiedad privada de un
cuerpo ni de nada; ni atarse con unos esponsales. Navegaba en un mar de amor donde
podía acudir a su encuentro cualquier barquichuelo por desnortado que fuera. Recuerdo
que un día, cuando le preguntaron por nuestras leyes del divorcio, dijo que el matrimonio
es algo para este mundo, pues en su reino no hay ni hombre ni mujer, ni rico ni pobre, ni
tuyo ni mío, sino ángeles sin ataduras, sin propiedades. Él vivía anticipadamente tal reino
y decía que las raposas tienen cuevas y los pájaros nidos, pero él no tenía donde reclinar
la cabeza, porque se sentía de paso, en ascuas por el mundo, libre para amar más y
mejor. Su techo eran las estrellas, su casa los campos y montañas o los hogares donde le
recibían.

A María se le había llenado la boca de risa y los ojos de lágrimas.

-¿Y ahora, según tu opinión, dónde está? -preguntó Aristeo.

-Vivo.

-¿Lo has visto? ¿Dónde?

María se levanto y señaló detrás, a la entrada del pequeño jardín. De pronto


parecía otra, más ligera y feliz.

292
-Ahí. Antes de amanecer, el día de Pascua, María, la madre de Santiago y Juan el
de Zebedeo, Juana y yo salimos de casa, tal como habíamos quedado la noche anterior,
con frascos y vendas hacia aquí, con la intención de limpiar y embalsamar bien el cuerpo
de Jesús. Sabíamos que podíamos encontrar dificultades. Al fin y al cabo para sus
asesinos era el cuerpo de un «maldito»; pero nos daba igual. Yo llegué la primera. ¡Esa
gran piedra que cierra el sepulcro estaba removida! Un joven vestido de blanco, sentado
encima de la piedra, nos dijo: «No está aquí, ¡ha resucitado!».

-¿Y le creísteis? -preguntó Aristeo.

María sonrió, como iluminada.

-Yo, como loca, regresé a la ciudad a avisar a los discípulos, que estaban
escondidos y amedrentados. Al principio no me creyeron. Pedro y Juan echaron a correr
también y comprobaron que el sepulcro estaba vacío y las vendas dobladas sobre la
piedra de dentro.

-Pero un sepulcro vacío no prueba nada -comentó Aristeo-. Sólo es un sepulcro


vacío. Encuentro al menos tres hipótesis para explicarlo: una, que hubieran robado el
cadáver; dos, que lo hubieran trasladado a otro sepulcro; o bien que no estuviera muerto
realmente y hubiera salido del sepulcro por su propio pie.

-Los del Sanedrín hicieron correr por la ciudad la primera: que sus seguidores
habíamos robado el cuerpo.

-Nosotros hemos interrogado a los soldados -tercié-, e insisten en que se habían


quedado dormidos. Una explicación inaceptable para unos vigilantes que montan guardia.
Con todo, observé que palidecieron cuando se lo pregunté. El tema les aterroriza.

-Dicen que un movimiento de tierra o un ángel movió la piedra -prosiguió la


Magdalena-. Mi primera reacción fue decirle, angustiada, al joven que encontramos en la
puerta de la tumba: «Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto». Desde
aquel momento me puse nerviosa, regresé varias veces. Lloraba sin parar. Ahí mismo,
donde os he dicho, vi de pronto a un hombre que parecía el hortelano. «Mujer, ¿por qué
lloras? ¿A quién buscas?», me preguntó. Pensando que era el encargado del huerto, le
dije casi sin dirigirle la mirada, obsesionada con lo mío: «Señor, si tú te lo has llevado,
dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré». Entonces él, mirándome a los ojos, me
dijo: «María». Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Era la voz, su voz de siempre, tan
varonil y joven, un susurro en mi oído, y era mi nombre, María, el nombre que,
pronunciado por él, abría en mí un hontanar de evocaciones. Me tiré a sus pies y le grité

293
como siempre le había lla mado: Rabbuní. Pero me pidió que no le tocara, que subía al
Padre, su Dios, nuestro Dios.

-¿Que no le tocaras? No entiendo cómo no le pudiste reconocer. ¿Acaso no era tu


Maestro, tu amigo, el amor de tu vida? -le pregunté.

Ella se pasó la mano por la frente. Le temblaban los labios.

-Estaba ofuscada. Lo menos que podía imaginar es que estuviera allí. Además
parecía el mismo y a la vez distinto.

-¿No sería una alucinación? -insistió Aristeo.

-No he sido yo sola. Lo hemos visto más veces. Se ha aparecido a Pedro, a


Santiago, a Cleofás y a otro discípulo camino de Emaús. Ellos lo reconocieron al partir el
pan en una finca donde se habían ido, desolados. Y a los once varias veces, cuando
menos lo esperan, dentro de habitaciones con las puertas cerradas. Estaban asustados y
llenos de miedo, pero Jesús siempre aparece para tranquilizarlos, con un saludo de paz y
alegría: «¡Paz a vosotros! », les dice. ¡Está vivo! ¡Ha resucitado de entre los muertos!

Aristeo la analizaba con una mirada de desconfianza. Yo, extasiado ante sus ojos
acuosos, que traslucían una incomprensible quietud, como si ella en aquel momento
estuviera viendo al amor de su vida, me preguntaba: ¿será la imaginación perturbada por
el sufrimiento de una mujer enamorada? ¿O ella y sus amigos están siendo testigos de un
verdadero prodigio? Nos contó que uno de los discípulos, Tomás, ausente durante una
aparición, había dudado, como nosotros, y había puesto una condición para creer: meter
la mano en la llaga de su costado y el dedo en las heridas de sus manos. Y que en otra
aparición posterior Jesús le invitó a hacerlo, recriminándole por su falta de fe. La fe
parecía la clave, según la Magdalena, para aceptar aquella locura.

María regresó a sus flores. Nosotros desandamos el camino.

-No creo que un hombre muerto pueda volver a la vida -concluyó Aristeo dándole
vueltas a aquella extraña conversación que acabábamos de celebrar.

-Hermosa mujer. El amor hace creer lo imposible. Pero, ¿no piensas que aunque
los hombres mueran, sus ideas, las grandes ideas, pueden seguir vivas durante siglos?

-Sí, pero aquí las ideas son una persona, amigo, una persona que fue crucificada y
al que según el centurión Longinos no tuvo que quebrarle los huesos, sino abrirle con su
lanza el costado para certificarlo, pues estaba bien muerto. ¿Qué me dices?

294
Caminamos en silencio el resto del tiempo. Mi gran pregunta iba más allá: ¿cómo
un filósofo como Aristeo y un historiador como yo nos habíamos dejado prendar por
aquel predicador de pueblo crucificado, a fin de cuentas un fracasado seguido por un
grupo de visionarios, hasta olvidarnos de todo lo demás? Estaba además convencido de
que Tiberio pasaría por alto esta parte de mi informe para interesarse sólo por el
movimiento zelota. No tenía respuesta, sino una cálida sensación que me replanteaba
dentro preguntas más hondas: qué es el éxito y el fracaso en realidad, qué hacemos aquí,
o lo que es lo mismo: qué es esto de la muerte y la vida.

295
296
or aquellos días, después de profundizar en las circunstancias de la
crucifixión y muerte de jesús de Galilea, no sé por qué motivo y de una forma misteriosa,
una convulsión me hizo replantearme los fundamentos de mi vida. Me pregunté sobre
todo por el ¡ter de mi existencia humana desde aquel momento en que mis padres me
engendraron, las motivaciones que me habían conducido a donde me encontraba en el
escalafón del Imperio, y la ambición que, como un nudo en el estómago, seguía
impeliéndome a seguir adelante. Por supuesto, en aquella revisión apareció de improviso
el rostro de mi esposa, lejos y cerca, como una máscara de esas que usan los actores de
teatro, hierática, casi muerta para mí. De repente la veía con otros ojos y se me antojaba
débil bajo su apariencia de matrona altiva e implacable. Sentí por vez primera una
soterrada compasión por ella, como si quisiera estar de nuevo a su lado para acompañarla
en lo posible o mostrarle con tacto y afecto cuán equivocada estaba, aunque al mismo
tiempo seguía siendo plenamente consciente de la inutilidad de mi propósito.

Repasé mis acciones de guerra en el pasado, la sangre que manchaba mis manos, y
me cuestioné cómo un poeta había podido segar cabezas con la frialdad con que se
recolectan hortalizas; y cómo un pretendido historiador se había permitido escribir la
historia del lacerante dominio por las armas y la crueldad sin cuestionar la guerra ni
distanciarse de ella. Comprendí a qué respondían en el fondo mis ocultas y viejas ansias
de retirarme a Capri a escribir con la placidez y clarividencia que crecen en el silencio,
pero con la sensación al mismo tiempo de estar de vuelta, de la futilidad y fugacidad de
todo, incluso de la misma poesía y la historia a las que pensaba consagrarme, pues ya no
las veía como absolutos, sino en definitiva como muletas para apuntalarse en este pasar
de la vida.

297
Pero, ¿y el amor? ¿Amaba yo realmente a alguien? Cuentan de Horacio que tenía
colocados espejos en todas las paredes de su dormitorio para contemplar mejor los
diversos puntos de vista de su acoplamiento con las cortesanas que invitaba
continuamente a su lecho. Al poeta siempre le había gustado ver el amor desde fuera,
preocupado en su poesía de observar los contornos externos más que las sensaciones
íntimas; complaciéndose en una relación de espejos más que de experiencia personal. Su
carpe diem le conducía al placer instantáneo de un eros desvinculado del afecto, no a la
plenitud del amor. Recuerdo haber leído un texto revelador de Lucrecio en el libro IV de
su De Rerum Natura:

Pues aunque esté lejos el objeto amoroso, a nuestra disposición están sin embargo
sus imágenes, y su dulce nombre suena una y otra vez en nuestros oídos. Pero es
mejor huir de las imágenes y alejarse de aquello que sirve de alimento al amor,
dirigiendo el pensamiento a otro lugar; es mejor expulsar en un cuerpo cualquiera el
líquido acumulado antes que retenerlo reservándolo para un amor único y
granjearse de ese modo inquietud y seguro dolor. Pues la herida cobra fuerzas y se
perpetúa si se la alimenta, y el frenesí crece de día en día, agravándose las
angustias, si no se borran las llagas primeras con heridas nuevas y, yéndote a otra
parte, no curas antes las que son recientes con una Venus errante, o no puedes
trasladar a otro objeto los impulsos de tu espíritu.

Para Lucrecio, y también para Horacio, el amor comprometido era un desperdicio


de fuerzas que conduce al cansancio, que aniquila; la vida transcurre sometida al arbitrio
de otra persona. Contrarios al amor estable, que veían siempre lleno de preocupaciones,
estos autores se manifestaron contra toda clase de relaciones absorbentes y exclusivas y
se confesaron partidarios en caso de necesidad de echar mano de la primera esclava o
mancebo para saciar su sed, «lo mismo que no siempre se bebe en vasos de oro». Yo, he
de confesarlo, también había hecho mío tiempo atrás aquel «atrapar el día» del
Carminum 1, 11.

298
Ése era también mi camino, mi manera de afrontar la vida, el carpe diem, hasta
que en este tiempo sentí la fuerza del amor gratuito. Volvía a escribir versos, tarea en la
que no me ocupaba hacía años, cuando escuché un gemido por la ventana. En un patio
interior de la fortaleza, acurrucada en un rincón, Raquel lloraba. Un impulso irrefrenable
me movió a llamarla. Ella se azoró y subió de un salto a mi habitación.

-¿Qué te pasa, mujer?

-No te preocupes, dominas, cosas mías.

Por primera vez me incliné hacia ella, la tomé de la mano y la invité a levantarse.
Ella me dedicó una vibrátil mirada de enamorada, revestida de niñez, alzada de gloria.
Había deseo en sus ojos, sí, pero era más que deseo; quizás una nostalgia inmortal por la
eterna dicha y una escondida inmersión en un mar de algarabía, donde los dioses juegan
a ser felices con nubes y estrellas. Deseaba besarla, pero no lo hice. Mantuve sus manos
entre las mías para no perder el instante, convertido en tronera del ignoto infinito. Y supe
de pronto que Horacio estaba equivocado, no en el carpe diem -porque al fin y al cabo
ante la fugacidad del pasado y el ignoto futuro es el ahora el único agujero que tenemos

299
de la eternidad-, sino en convertir el amor en un juego fútil, un vertedero de sus
frustraciones y egoísmos.

¿Se podía amar sin poseer? ¿Se podía poseer sin encarcelar? ¿Era ella mi esclava y
yo su dueño? ¿O era yo su esclavo y ella mi señora?

Raquel, extasiada, abrió los labios:

-¿Quién eres, dominus?

-Un poeta que acaba de encontrar su verso.

Luego tendió sus manos para ofrecerse como si destapara un pomo de inéditos
perfumes. Y entonces sí, la abracé, la abracé pero con tanta ternura cual si fuera a
quebrarse entre mis brazos; y la besé, bebiendo de su garganta palabras no dichas, fuegos
telúricos que no se sabe cómo pueden llegar a mover el mundo. Sin entenderlo, había
sentido por primera vez en mi vida el amor.

Desde entonces no la aparté un solo instante de mi pensamiento. Vivía para ella,


sufría por ella, la buscaba en la pálida belleza de todas las cosas. Tuve, eso sí, que
enfrentarme a las miradas de desprecio de Pilato, al mutismo altivo de una Claudia
Prócula celosa y ofendida; a las bromas insolentes de Aristeo y Glauco; incluso a los
chismes a media voz de esclavos y soldados de la fortaleza Antonia. Me daba igual.
Había vislumbrado el amor gratuito, que no mira la condición del amado ni la
recompensa, que quiere simplemente querer. Y, pese a que seguía sin entender el
contradictorio mensaje, tan ajeno a mi vida y mi cultura, del fallecido rabí galileo, no
podía dejar de atribuir a su figura el desencadenante de lo que me estaba sucediendo.

Mi mundo cambió. Jerusalén dejó de parecerme una ciudad triste, gris, caótica.
Adivinaba en sus piedras encendidas y en sus sombras furtivas requiebros huidos al caer
de la tarde. El regreso a Capri ya no se me imponía como un deseo apremiante; y sobre
todo redescubrí el verde jubiloso de las palmeras, el rumor con que el aire juega a
respirar en las hojas de los sicómoros y el lánguido giro filosófico de cuellos cargados de
párpado de los pausados dromedarios. Pero junto a ese júbilo del amor que redescubre el
mundo, me aterrorizaba la sensación de su fugacidad, la amenaza de su pérdida. Raquel,
por su parte, no había abandonado su exquisita discreción ni aparentaba en lo externo
querer ser más que la esclava que siempre había sido.

Un día me preguntó cómo iba mi trabajo, el informe para el emperador. Le


respondí que bien, pero que tendría que apresurarme, pues habían llegado requerimientos

300
de Tiberio pidiendo noticias. Le conté cómo le había contestado con excusas en una carta
en la que le confesaba que el tema era tan delicado que preferiría entregarle el resultado
personalmente. Raquel tronchó la cabeza como otorgando y me dijo:

-Deberías conocer a Juan.

-¿Qué Juan?

-El de Zebedeo.

Recordé que me había hablado de él Andrés en Galilea. Juan, hijo de Zebedeo y de


Salomé, y hermano de Santiago el Mayor. A ambos, «los hijos de Zebedeo», aunque no
sé por qué razón, jesús los denominaba Boanerges, «hijos del trueno», quizás por lo
impetuoso de su carácter. Cuando eran pescadores y trabajaban junto a su padre en el
mar de Galilea, fueron discípulos de Juan el Bautista hasta que Jesús los llamó, junto a
Pedro y Andrés, para convertirse en sus seguidores. Como creo haber relatado, aquellos
primeros discípulos regresaron con su nuevo Maestro del Jordán a Galilea y parece que
Juan y el resto permanecieron durante un tiempo con Jesús. No obstante, después de un
segundo regreso de Judea, Juan y sus compañeros retornaron a su labor como
pescadores hasta que volvieron a ser llamados por el rabí para formar parte definitiva del
grupo. Siempre que hablaban de ellos, Santiago era colocado antes, sin duda porque Juan
era el más joven de los dos hermanos.

Desde luego, era urgente que me entrevistara con Juan. Siempre había oído hablar
de su posición destacada en el grupo. Junto a Pedro y Santiago había sido único testigo
de importantes acontecimientos: la resurrección de la hija de Jairo; la experiencia que me
contó Pedro ocurrida en el Tabor; y la angustia del Maestro en el huerto de Getsemaní.
Únicamente Pedro y él fueron enviados a la ciudad para encargarse de los preparativos
de la última cena de jesús con sus amigos. Le siguió también después de su arresto hasta
el interior del palacio del sumo sacerdote y había sido el único que con su madre y María
de Magdala había permanecido hasta el final al pie de la cruz.

Raquel había asistido varias veces a ciertos encuentros privados en una casa donde
los discípulos se reunían para recordar con un ágape fraterno esa última cena con su
Maestro y celebrar lo que llamaban la fracción del pan. Allí me citó Juan. Era una
habitación espaciosa, situada en un segundo piso de la parte alta de la ciudad, cerca de la
casa de Anás y Caifás, con vistas a las mura llas. Todavía me recibieron con precaución
a pesar de que la mayoría de los discípulos se encontraban camino de Galilea. Juan
pensaba hacer lo mismo en pocos días junto a la madre de jesús y la Magdalena. De
hecho, el discípulo no se separaba de María de Nazaret desde que Jesús se la encomendó

301
como madre poco antes de morir.

Cuando entré en el cenáculo -así llaman desde entonces a esta estancia los
seguidores del rabí-, el resplandor de unos grandes ventanales silueteaba en contraluz la
figura menuda de Juan. Cuando acostumbré mis ojos, pude ver a un hombre joven y
guapo de negro cabello rizado, barbilampiño, sonriente, casi un muchacho. Una mesa
baja en forma de U, rodeada de triclinios y cojines, y una gran alfombra cubrían el
centro de la habitación. Juan se mostró amable, me invitó a sentarme y pidió vino y fruta
que sirvió una mujer de mediana edad.

-Aquí nos reunimos habitualmente cuando estamos en Jerusalén. Y aquí se


despidió el Maestro antes de morir y volver al Padre.

Lo decía con ilusionada convicción y una sonrisa contagiosa. Me relató una vez
más, paso a paso, lo que había ocurrido la última semana desde que el domingo anterior
el galileo entrara triunfalmente en Jerusalén. Pero hizo hincapié en algunos puntos
significativos para mí inéditos. Cuando el lunes antes de morir subió de Betania a
Jerusulén, tenían hambre, y en la ladera del monte de los Olivos él y sus discípulos
vieron una higuera sin higos, que maldijo con estas palabras: «Que nunca jamás coma
nadie fruto de ti». Después de expulsar a los mercaderes del Templo y volver a pasar por
allí a la mañana siguiente comprobó que la higuera se había secado. Entonces el Maestro
les exhortó a una fe que podía mover montañas.

-¡Higos! -comentó Juan-. Nuestros padres estaban obsesionados con los higos de la
Tierra de Promisión. Para nosotros la higuera es símbolo de prosperidad. El sueño de un
buen israelita es sentarse tranquilamente a comer su pan con su mujer y sus hijos bajo la
higuera. Por eso nos asombró que Jesús maldijera una de ellas por carecer de higos.
Aquello era muy extraño, pues todos sabemos que antes de primavera, en el mes de
Nisán, le es imposible al sicómoro dar fruto. ¿Qué quería decirnos el Maestro?, me
preguntaba una y otra vez. Dándole vueltas pensé que quizás era una acción simbólica,
semejante a las que se cuentan de los viejos profetas. Luego la relacioné con otra
parábola de Jesús de aquellos días, la de la viña. ¿Has visto nuestras viñas en el campo,
romano?

-Sí, las he visto de camino, con sus cercados de piedra, su lagar, y en medio la
torre, a veces cubierta de ramas. He observado con qué mimo cuidáis aquí las viñas.

-Jesús nos habló por aquellos días de un propietario que había plantado una
hermosa viña. Le puso una cerca, excavó en ella un lagar y levantó en medio una torre
para vigilarla. Luego la arrendó a unos labradores y se fue al extranjero durante bastante

302
tiempo. Cuando llegó la estación de la vendimia, envió a sus siervos para percibir los
frutos de la viña. Pero los labradores cogieron a los siervos; a uno lo golpearon, a otro lo
mataron y al tercero lo apedrearon. El dueño repitió la operación con un grupo más
numeroso de enviados, y lo mismo: fueron recibidos a estacazos. Como el dueño de la
viña tenía un hijo, pensó: «¿Qué puedo hacer? Les enviaré a mi hijo querido; a él
seguramente le respetarán». Pero cuando los labradores le vieron llegar, se dijeron:
«Mirad, ése es el heredero; vamos a matarlo para que la herencia sea nuestra». De modo
que lo atraparon, y lo mataron fuera de la viña. Entonces el Maestro preguntó a los
sacerdotes, los escribas y los ancianos: «¿Qué hará el amo de la viña, cuando vuelva, a
aquellos labradores?». Jesús les devolvía así la cuestión a sus enemigos, que habían ido a
interrogarle con una pregunta trampa: «Ya que hablas de autoridad, dinos, el bautismo de
Juan, ¿qué autoridad tenía: era del cielo o de los hombres?». Los fariseos no tuvieron
más remedio que responder a la pregunta de Jesús de forma contundente: «Hará morir
de mala muerte a esos malvados y arrendará su viña a otros que le entreguen los frutos a
su tiempo».

-Supongo que la viña es vuestro pueblo, el pueblo de Israel, y Dios el propietario


de la viña.

-Más que nuestro pueblo, es la propiedad de nuestros jefes codiciosos que


convierten la religión en una forma de poder. Yahvé envió a Elías, Eliseo, Jeremías, Juan
el Bautista, sus mensajeros, sus profetas, a recoger los frutos de la viña, y fueron uno
tras otro rechazados y maltratados. Por último, envió a su hijo en persona, que fue
ejecutado fuera de la ciudad.

-Comprendo. Pero, dime, ¿qué tiene eso que ver con la higuera maldita y el
Templo?

-A mí también me ha costado atar cabos. Jesús hablaba con lenguaje de profeta, se


servía de imágenes, de símbolos. Su gesto de expulsar a latigazos a los mercaderes y
maldecir la higuera era una condena a la corrupción y ambigüedad del Templo, a un
Israel vendido al dinero y a las fuerzas ocupantes. Jesús era judío. Nunca estuvo contra
los judíos. Condenaba la hipocresía y la utilización de Dios. Jerusalén tenía que ser
recuperada por un mesías no violento; y el Templo tenía que volver a dar buenos frutos,
a ponerse a favor de la justicia en vez de contra ella. Jeremías ya denunció un Templo
convertido en cueva de ladrones. En la sinagoga yo había oído leer varias veces ese
texto:

303
-Pero vuestros sacerdotes, ¿entendieron esas alusiones tan directas?

-¡Qué va! Sólo en los días siguientes, cuando el Maestro arremetió contra ellos y
profetizó la destrucción del Templo, se indignaron. Nos dijo que cumpliéramos lo que
nos dicen, pero que no imitáramos sus obras, porque ellos echan fardos sobre las
espaldas de los demás mientras no mueven un dedo para levantarlos. Presumen de
filacterias, esos pequeños estuches de cuero con fragmentos de la ley, ¿los has visto?,
que lucen en la frente o los brazos y grandes borlas en el manto. Se colocan en los
primeros puestos en los banquetes y sinagogas y les encanta que los reverencien por las
calles y que los llamen maestros. Jesús nos decía: «Vosotros, en cambio, no os dejéis
llamar "señor mío", pues vuestro Maestro es uno solo y vosotros todos sois hermanos; y
no os llamaréis "padre" unos a otros en la tierra, pues vuestro Padre es uno solo, el del
cielo; tampoco dejaréis que os llamen "directores", porque vuestro director es uno solo,
el Mesías. El más grande de vosotros será servidor vuestro. A quien se encumbra, lo
abajarán, y a quien se abaja, lo encumbrarán». Sus diatribas contra la hipocresía de los
fariseos fueron terribles. Nos decía que valía más un leptus, la monedita de bronce que la
viuda pobre echa en el gazofilacio, el cepillo del Templo, y que saca de lo que a ella le
hace falta para comer, que chorros de monedas de oro donadas por los ricos con
ostentación.

304
-Y cuéntame, ¿cómo fue vuestra cena de despedida?

Juan miró al centro de la mesa. Supongo que creía estar viendo aún a jesús
reclinado sobre ella con sus discípulos. Luego se acercó a la ventana.

-Era el atardecer de la misma noche en que fue entregado. Nos llamó a Pedro y a
mí, y nos pidió que fuéramos a preparar la cena de Pascua. Debíamos ir a la ciudad, y en
la entrada nos encontraríamos con un hombre cargado con un cántaro de agua; debíamos
seguirlo. Así lo hicimos hasta llegar precisamente a esta casa, donde estamos ahora. Las
indicaciones del Maestro eran que le dijéramos al dueño, que por lo visto era su amigo,
que quería comer el cordero pascual aquí con sus discípulos. El dueño nos mostró esta
habitación. Vinieron luego María, la madre de Jesús, y otras mujeres para asar el cordero
y preparar las tortas de pan sin levadura, el vino, el agua, las hierbas amargas, y todo lo
necesario para la fiesta, incluidos las lámparas, el aguamanil y los divanes.

Había oído hablar de esa cena ritual que recuerda la liberación del pueblo judío del
cautiverio de Egipto. Pero ignoraba que todo estaba prescrito en el libro del Éxodo. Que
el animal sacrificado debía ser un cordero o cabrito macho de un año de edad y sin
defecto. Que se le separa del rebaño cuatro días antes del sacrificio y se le mantiene en
casa atado a la cama para evitar que contraiga impurezas. Y que el 14 de Nisán se lleva
al Templo entre dos luces, después del sacrificio de la tarde y antes de encender las
lámparas. Cada jefe de familia degüella su animal, su sangre es recogida por los
sacerdotes y derramada al pie del altar de los holocaustos. Luego se sacan las entrañas y
las grasas, que deben ser quemadas en el ara. A continuación, envuelto en su propia piel,
cada cual lleva su cordero a casa para asarlo y comerlo en familia.

La operación del asado tiene también por lo visto sus complicaciones. Atravesado
por dos palos de granado, madera bastante resistente al fuego, en forma de cruz, se asa a
la brasa y debe ser consumido entero o quemado el sobrante. Juan me explicó que la
cena pascual se celebraba al día siguiente, el 14 de Nisán, que era el día de Pascua, pero
que Jesús quiso adelantarla con el rito habitual: oración de bendición, acción de gracias
sobre el pan al comienzo, luego la comida abundante y compartida con la salsa horoset,
moje espeso y hecho con una mezcla de frutos secos, dátiles, almendras, higos, pasas
machacadas y desleídas en vinagre. Al final los comensales pronuncian otra oración de
bendición sobre la copa. Juan me contó que la salsa y las hierbas amargas recordaban las
fatigas que sus antepasados judíos habían padecido durante el destierro de Egipto.

-Fue un momento íntimo -prosiguió-. El sol comenzaba a ponerse y él parecía


distinto, envuelto en ese aire de contenida emoción propio de las despedidas. Tenía el
rostro encendido y su voz, esa voz viril y joven tan suya, más reposada y solemne que

305
de costumbre. Me dijo que me pusiera a su derecha; creo que los romanos lo llamáis el
lectus tertius.

-Así es. Veo que habéis adoptado algunas de nuestras costumbres en la mesa.
Supongo que en el primos lectus se sentaría vuestro Maestro.

-Sí, y a su izquierda, en el secundas, estaba Pedro. Tomó la copa como está


previsto en la cena pascual y nos la pasó diciendo: «Yo os aseguro que ya no beberé el
fruto de la vid hasta el día que lo beba de nuevo en el Reino». Nos miramos temerosos.
Efectivamente, aquél era el último encuentro; ese silencio inconfundible del adiós vibraba
en la estancia y en la mirada expectante de cada uno de nosotros. Había temor sin duda
por lo que hacía días inquietaba al grupo, pero al mismo tiempo la hora rendida de la
tarde nos envolvía de paz e invitaba a las confidencias, cobijados por el manto de las
primeras sombras. Una paz que no se asomaba a los ojos de uno de los doce, Judas, que
se revolvía inquieto en su diván, aunque todavía no me podía explicar por qué. Lo que
nos extrañó a todos es que Jesús se levantara en mitad de la comida y se quitara el
manto. Luego se quedó sólo con la túnica interior, se ciñó con una toalla y comenzó a
lavarnos los pies.

-¡Un menester propio de esclavos!

-Ya; por eso algunos siervos israelitas se niegan a hacerlo a sus dueños y señores.

-Ahora comprendo algunas reacciones que había observado en mi esclava Raquel.


¿Y luego?

-Simón, impulsivo como siempre, dijo que ni hablar, que a él su Maestro no se los
lavaba. Jesús le contestó que si no lo hacía, no tendría ya nada que ver con él. Pedro
entonces se puso rojo y, tan impulsivo como siempre, se fue al otro extremo, le contestó
que no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. Jesús respondió que no hacía
falta porque estábamos ya limpios, aunque no todos. Se refería a judas.

-Y en tu opinión, ¿por qué vuestro Maestro quiso lavaros los pies?

Juan miró al fondo de la estancia como si aún estuviera allí arrodillado bajo la
mirada incrédula de un puñado de pescadores atemorizados y con la toalla atada a la
cintura.

-Nos dijo que igual que él, nuestro señor y Maestro, nos estaba lavando los pies,
nosotros habríamos de hacerlo en adelante los unos a los otros.

306
-¿Por qué razón?

-Jesús se había pronunciado muchas veces en contra de los ritos de purificación


legal. Había denunciado continuamente esa limpieza externa e hipócrita que no atraviesa
más allá de la piel. Esos lavatorios meticulosos que se suelen hacer antes de la comida,
no durante la cena. Quería inculcarnos con un gesto la importancia de la vida y las obras
por encima de todas las liturgias. Yo creo que quiso decirnos que el espíritu de servicio es
la única manera de lavarnos el corazón. Luego cenamos el cordero y nos pasamos la
segunda y tercera copa ritual. Yo ya estaba convencido de que nos esperaba alguna
sorpresa, pues aquélla no era una cena más de Pascua. El Maestro nos tenía
acostumbrados a gestos nuevos y rompedores. De pronto se puso serio y dijo con un
tono firme y triste al mismo tiempo: «No lo digo por todos vosotros; yo sé bien a quiénes
elegí, pero está escrito: "El que come de mi pan me ha puesto la zancadilla"». Un
estremecimiento le sacudió de pies a cabeza: «Sí, os lo aseguro: uno de vosotros me va a
entregar». El silencio se cortaba. Fueron unos minutos eternos. Nos miramos
desconcertados, incrédulos, en busca de un rasgo en el otro que le pudiera delatar. Yo,
como he dicho, estaba reclinado a su derecha. Desde el otro lado, Simón Pedro me guiñó
un ojo, me hizo señas para que averiguase por quién lo decía. Simón sabía muy bien lo
que me quería Jesús. Entonces me apoyé en su pecho. Era un gesto de amor que había
hecho otras veces en ocasiones similares aprovechando mi ubicación y mi confianza con
Jesús; quizás por eso, los otros, que lo saben, siempre me llaman «el preferido», a veces
con ironía. Su corazón caliente latía deprisa. Me habría gustado quedarme allí y
olvidarme de todo, reclinado sobre un latir que me parecía sostener el mundo; perderme,
sumergirme en el amor de mi Maestro, mi amigo, que parecía estar escapándosenos
como agua entre los dedos. Pero la situación era demasiado trágica como para soslayar la
tensión que se respiraba en la mesa. Le susurré: «Señor, ¿quién es?». Jesús me contestó
en voz baja: «Le voy a dar este trozo de pan mojado». Y así lo hizo. Mojó el pan en el
horoset y se lo dio a judas, el de Simón Iscariote. «Lo que vas a hacer, hazlo enseguida»,
le dijo. Ninguno de los comensales, menos Pedro y yo, entendió por qué se lo decía.
Pensaban que como judas tenía la bolsa, le encargaba comprar lo necesario para la fiesta
o dar algo a los pobres. Judas tomó el pan, se levantó y salió inmediatamente. Miré hacia
la ventana. Fuera era de noche. Y me imaginé al traidor, al fin y al cabo un amigo, uno
de nosotros, deslizándose entre sombras por las callejuelas de Jerusalén con una noche
más oscura en el corazón.

El relato de Juan tenía mucha carga interior. Me recordaba la entereza con que
Sócrates aceptó la inevitable muerte y la serenidad con que tomó la cicuta entre sus
discípulos. Pero aquel rabí galileo era más que un filósofo e iba a sufrir un escarnio
público, un tremendo suplicio reservado a los esclavos. Sócrates murió con mucha

307
dignidad, aceptando su inevitable condena y bebiendo de su mano el veneno, en medio
de la admiración de sus discípulos, como un héroe de su propia filosofía, sin apenas
sufrir. Jesús lo iba a hacer escupido y azotado, con el tormento más vil que en este
tiempo conocemos y con la peor tortura psicológica que puede sufrir un hombre, la del
fracaso y la soledad, la del abandono de sus amigos dispersos y huidos.

Interrumpí a Juan.

-Siempre me he preguntado qué se escondía en el corazón de ese hombre, Judas,


para entregarle. En tu opinión, ¿qué le movió en realidad? ¿El dinero, el orgullo, las ideas
políticas?

-Después de darle muchas vueltas he llegado a la conclusión de que todos tenemos,


sin darnos cuenta, algo de él. De pronto nuestro «yo» ruin se pone por delante. Nos
ciegan el poder, la riqueza, la vanidad. Tenemos que reconocer al fin y al cabo que casi
todos sus discípulos nos equivocamos respecto al reino. Estábamos convencidos de que
un día u otro jesús iba a ser aclamado Mesías y proclamado ese rey carismático que
necesita el pueblo para su liberación. Hasta nos disputábamos los puestos en ese nuevo
reino que Jesús iba a liderar para rescatarnos de la miseria económica y la opresión
invasora. El Maestro, la verdad, nos regañaba por esas continuas disputas. En el fondo,
para ser sinceros, judas era el menos cobarde: nunca se bajó del burro, decía lo que
pensaba. No ocultaba que le gustaban el poder y el dinero. Los demás nos indignábamos
cuando el rabí profetizaba que iba a sufrir mucho por parte de las autoridades, quizás con
la intención de que estuviéramos preparados. Pero, a qué negarlo, nosotros no
pasábamos por ahí, no lo aceptábamos. A Pedro lo llegó a llamar Satanás cuando quiso
quitarle de la cabeza lo que cada vez parecía más inevitable. Pero luego nos
amilanábamos, transigíamos, tragábamos en la apariencia, sin, en el fondo, querer
planteárnoslo de veras. Sin embargo, el Iscariote no había renunciado a sus ideas de
poder. Quizás el contacto con el dinero le endureció, no lo sé. Se enfadaba cuando
sacábamos de la bolsa para gastar en cualquier cosa, y sobre todo no entendía los home
najes que algunas mujeres hacían a jesús derrochando perfumes para ungirle los pies.
Decía que ese dinero era de los pobres, cuando nos constaba que lo sisaba. En los
últimos días estaba muy nervioso y de aquí para allá, como obsesionado. Al final no
pudo soportarlo y vendió al Maestro por treinta siclos de plata.

-Hay algo que no entiendo. Si Jesús sabía lo que iba a hacer, ¿por qué no lo
detuvo? Le dejó actuar, incluso le impulsó a ello. Es extraño. Como si él fuera parte del
plan.

-Jesús sabía lo que se le venía encima y lo había aceptado con sudores de sangre

308
en su lucha interior de Getsemaní; pero el corazón del Iscariote estaba envenenado.
Jesús, con una mirada, lo decía todo. Estoy seguro de que judas tuvo que desviar
muchas miradas acusadoras del Maestro. Pero era tarde. Además Jesús podía recriminar,
fustigar con la palabra, pero jamás impuso nada. Su doctrina siempre fue un regalo que
ofrecía y podías recoger o no libremente. Lo más duro es que Judas, como todos los del
grupo, era su amigo y lo entregó con un beso en el huerto. Yo creo que ese beso acabó
quemándole el alma, le hizo despertar por dentro; quizás por eso quiso devolver el dinero
a los del Sanedrín. Pero era demasiado tarde; no quisieron aceptarle los siclos de plata y
él acabó arrojándolos al Templo. «No es lícito echarlos en el tesoro de las ofrendas,
porque son precio de sangre», le respondieron los sacerdotes. ¡Siempre pendientes de la
pureza ritual, ya ves! Cuando todos sabemos que a fin de cuentas judas era sólo un
mediador, y eran suyas las manos que de verdad estaban manchadas de sangre. Después
de deliberar, decidieron comprar con ese dinero el Campo del Alfarero como lugar de
sepultura para los forasteros, una tierra que ya llaman con razón «Campo de Sangre».
Luego Judas desesperó. Olvidó la enseñanza de jesús sobre el Padre. Muchas veces
pienso que quizás hubiera podido haber recapacitado, o acudido a María, la madre, que
lo habría recibido con los brazos abiertos, como al hijo pródigo de la parábola; o a Pedro
o a mí mismo. Pero acabó colgándose de un árbol, ya lo sabes, víctima de su noche.

Juan se quedó mudo, la mirada perdida, pálido, descompuesto. Después levantó


lentamente la cabeza como si quisiera sacudirse el dolor, la indignación que le provocaba
recordar la historia de su compañero.

-Bien, y luego, cuando os quedasteis los once aquí con jesús, ¿qué ocurrió?

-Puedes imaginar el ambiente. Nos sentimos desconcertados e inquietos. Pero


Jesús no perdió la paz. Por el contrario, nos miró con afecto y tomó pan.

Juan se levantó y se acercó a la mesa, donde había una cesta con panes ázimos,
unas tortas circulares de medio dedo de espesor y una anchura como de una mano
extendida. Tomó uno de esos panes y me lo dio. Luego me dijo recalcando cada palabra:

-Jesús cogió un pan como éste y teniéndolo en su mano nos dijo: «Tomad, esto es
mi cuerpo». Luego tomó una copa de vino, pronunció la acción de gracias y dijo: «Ésta
es mi sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por todos». Todos comimos en
silencio aquel pan y bebimos de aquella copa. Entendimos a duras penas qué quería
decirnos. ¿Que eran su cuerpo y su sangre separados, como el que muere de muerte
violenta? ¿Que aquél era su testamento, la manera de recordarle, de repetirle siempre, de
hacerle presente entre nosotros? También he pensado después que pudo ser un modo de
integrarle dentro, de comerlo y beberlo para vivir su vida, para asimilar su palabra. Al

309
menos así lo sentí yo, aunque en aquel momento no pudiera formularlo. Aquel pan y
aquel vino eran nuestra verdadera cena, como si los latidos que acababa de escuchar en
su pecho pudieran prolongarse en el futuro sólo con repetir esas palabras y esos últimos
gestos de amistad entre nosotros.

Juan me miró desde sus ojos vidriosos. Yo me había quedado suspendido de su


discurso con el pan ázimo en las manos. No sabía qué hacer. Si rechazar dentro de mí
aquella locura de comer a un ser humano, fuera real o simbólicamente, como algo que
repugnaba mi razón; o, por el contrario, admirar ese gesto genial que había separado
cuerpo y sangre, evocando el posterior desgarro terrible de la muerte en la cruz durante
un convite misterioso que permitía a aquel grupo de amigos comer a su Maestro, y con él
su vida, sus hechos, su abrazo, su palabra. ¿Acaso una madre o una enamorada no dice
«te comería» a su hijo o su amante? El amor proclama locuras, deseos de fusión. El
hecho es que, movido no sé por qué fuerza secreta, acepté aquel pan que me tendía el
joven Juan y comí un pedazo con respeto, movido por una inesperada necesidad de
participar del gesto sencillo y sublime al mismo tiempo de jesús antes de morir. Me
pareció ver el rostro iluminado de todos y cada uno de los rudos discípulos en torno a
aquel profeta rural inclinados en la mesa, pasándose una comida y bebida que les hacía
uno con él, un condenado a muerte. Y, por primera vez en mi vida, entendí que morir no
es la conclusión de todo, sino parte de la vida, y que la vida merece tal nombre sólo
cuando se arriesga por amor. Era un sentimiento nuevo, lo confieso, que me hacía
percibirme distinto. Como nunca antes, me sentía pequeño. Si Juan había repetido las
mismas palabras de jesús sobre aquel pan y yo lo había comido, ¿acaso yo, un ciudadano
romano, casi sin darme cuenta, no era en cierta medida también parte del crucificado?

El discípulo amado debió de adivinar algo de lo que me sucedía. Sonrió:

-«Haced esto en memoria mía», nos dijo después.

El resto de mi conversación con Juan transcurrió como en una nube. Yo oía sus
palabras. Pero no sabía dónde estaba, si jugando de niño en los jardines de la villa de mis
padres o arrebatado en la escollera con la mirada perdida en el mar de Capri, cuando un
poema me transportaba a ese plus inefable con que nos lleva en volandas la poesía.

Sólo recuerdo que el joven Juan me contó punto por punto el discurso de
despedida de jesús a sus discípulos:

«Hijos míos, me queda muy poco de estar con vosotros. Me buscaréis, pero lo que
dije a los judíos os lo digo ahora a vosotros: al lugar adonde yo voy, vosotros no sois
capaces de venir. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; igual que

310
yo os he amado, amaos también entre vosotros. En esto conocerán que sois discípulos
míos: en que os amáis unos a otros».

Que a continuación predijo cómo se dispersarían todos y que Pedro le iba a negar
tres veces antes de que el gallo cantara. Conversó con Felipe y con Tomás, que le
preguntaron desolados a dónde se iba. Les habló de una casa con muchos aposentos y de
un camino: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie se acerca al Padre sino por mí;
si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre, aunque ya desde ahora lo conocéis
y lo estáis viendo». De un Espíritu que iba a enviarles, un consuelo que viviría, hecho
fuego y gozo, dentro de ellos, y que les ayudaría a saber dónde se halla la verdad.

Aquellas palabras en labios de un hombre a punto de ser ejecutado cobraban una


enorme fuerza:

«"Paz" es mi despedida; paz os deseo, la mía; y no os la deseo como la desea el


mundo. No estéis agitados ni tengáis miedo, habéis oído lo que he dicho, que me voy
para volver. Si me amáis, os alegraríais de que me vaya con el Padre, porque el Padre es
más que yo. Os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda tengáis fe.
Ya no hay tiempo para hablar largo, porque está al llegar el jefe del orden este; no es que
él tenga poder sobre mí, pero el mundo tiene que comprender que amo al Padre y que
cumplo exactamente su encargo».

Acto seguido dijo: «¡Levantaos, vámonos!».

-Nos levantamos -continuó Juan- y salimos arracimados de la casa. Las mujeres,


que habían servido la comida, nos vieron desde una sombra partir en silencio. Jesús
seguía hablando, como si tuviera prisa de abrirnos su corazón en el poco tiempo que le
quedaba. Bajamos esas cuestas de ahí para a continuación atravesar la ciudad camino del
Cedrón. Y de nuevo nos habló de la viña. Pero ahora él se llamaba a sí mismo la vid;
decía que nosotros éramos los sarmientos y que teníamos que seguir unidos a él como la
vid con el sarmiento. Al oírle recordé aquella canción de amor por su viña de Isaías que
termina con la terrible pregunta: «¿Qué más se puede hacer en mi viña que yo no se lo
haya hecho?».

Juan hizo una pausa. Se acercó a la ventana por donde se veía el camino que
desciende desde la parte alta de la ciudad, lugar donde estaba ubicada la casa. Me invitó
a verlos caminar apiñados aquella noche entre pedazos de luna; bebiéndose las palabras
del amigo, como el último trago agridulce de un adiós para siempre. Y a evocar su voz,
que rodaba como una promesa por los campos, que pedía permanencia:

311
«Igual que mi Padre me amó os he amado yo. Manteneos en ese amor que os
tengo, y para manteneros en mi amor cumplid mis mandamientos; también yo he
cumplido los mandamientos del Padre y me mantengo en su amor. Os dejo dicho esto
para que compartáis mi alegría y así vuestra alegría sea total. Éste es el mandamiento
mío: que os améis unos a otros como yo os he amado. No hay amor más grande que dar
la vida por los amigos. Seréis amigos míos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo
más siervos, porque un siervo no está al corriente de lo que hace su amo; os llamo
amigos porque os he comunicado todo lo que le he oído a mi Padre».

¿No era algo de lo que yo rumiaba en silencio después de lo que acababa de sentir
por Raquel? Los esclavos no están al corriente de lo que hace su amo. Amistad es
comunicar, entregar, sin esperar la vuelta. Aquel hombre había saltado por encima del
dolor, de su propio fracaso humano, para hablar de una alegría fuera de toda lógica, un
gozo que supera las lindes del tiempo y la muerte: un salto de amor que atraviesa de
punta a punta el sentido de la historia; que rompe las leyes y los códigos; que hace que
un esclavo se transforme en señor y un señor en esclavo.

Luego, según pormenorizó su discípulo, les previno contra el odio y las


persecuciones; que les expulsarían de las sinagogas convencidos encima de que con ello
daban gloria a Dios, y les habló de una mujer con dolores de parto: «Cuando una mujer
va a dar a luz siente angustia porque le ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al
niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que un hombre haya venido al mundo.
Por eso ahora también vosotros estáis tristes, pero cuando volváis a verme os alegraréis,
y esa alegría vuestra no os la quitará nadie. Ese día no me preguntaréis nada. Pues sí, os
aseguro que, si alegáis mi nombre, el Padre os dará lo que le pidáis. Hasta ahora no
habéis pedido nada alegando mi nombre. Pedid y recibiréis, así vuestra alegría será
completa». Y repetía una y otra vez: «Dentro de poco ya no me veréis, pero poco más
tarde me volveréis a ver».

-Desde que ocurrió -prosiguió Juan-, todas las noches he estado recordando y
poniendo por escrito las palabras que nos dijo en la cena y camino de Getsemaní, sobre
todo cuando levantó la mirada y oró por nosotros diciéndole al Padre que éramos como
un regalo de Dios, y que él nos había transmitido su palabra: «Yo te ruego por ellos; no
te ruego por el mundo, sino por los que me has confiado, porque son tuyos; y todo lo
mío es tuyo y lo tuyo es mío, y en ellos queda patente mi gloria. Ya no estaré más en el
mundo; mientras ellos se quedan en el mundo, yo voy a unirme contigo. Padre Santo,
protege tú mismo a los que me has confiado, para que sean uno como lo somos
nosotros».

312
Juan se quedó extático por un momento, como si de pronto hubiera llegado a
comprender cabalmente el alcance de las últimas palabras: «Padre, tú me los confiaste;
quiero que, donde yo estoy, estén ellos también conmigo y contemplen esa gloria mía
que tú me has dado, porque me amabas ya antes de que existiera el mundo. Padre justo,
aunque el mundo no te ha reconocido, yo te reconocí, y también éstos reconocieron que
tú me enviaste. Yo te he revelado a ellos y seguiré revelándote, para que el amor que tú
me has tenido esté con ellos y también yo esté con ellos».

Detrás de las nubes repentinamente encapotadas se levantó un viento fuerte que


agitaba el olivar cercano tras la muralla. Juan permanecía arrobado, como si el Maestro
estuviera allí todavía, y él, reclinado en su costado, el mismo que poco después iba a
atravesar la lanza del centurión Longinos. Luego volvió en sí, recuperó la expresión
relajada de su rostro y su habitual sonrisa contagiosa.

Le agradecí aquel rato; que compartiera conmigo su pan y su palabra, que de


alguna manera habían traído también un atisbo de paz a mi agitada vida. Y me marché
solo, ligero, rebosante de versos que pugnaban por salir de mí, por aquel mismo camino
tortuoso por el que jesús había dirigido sus pasos hacia la terrible angustia de Getsemaní.
Una voz susurrante repetía y empapaba cual lluvia mansa sitios recónditos de mi alma:
«No os llamo siervos. Os he llamado amigos». Nunca como entonces me sentí unido al
fluir de la vida; como si fuera parte del paisaje, o el paisaje hubiera perdido sus lindes en
un incendio mayor que, ardiendo dentro de mí, se diría que todo lo devoraba.

313
314
egresar a caballo a las jugosas praderas, los relajantes campos de viñas y
frutales de Galilea fue un respiro tras la tensión de los últimos días en Jerusalén. Al
creciente nerviosismo del prefecto Pilato, el despecho de Claudia Prócula y la
desconfianza que levantaba mi aumentada curiosidad y hasta simpatía por la figura de
jesús, se unió un lamentable hecho que acabó por descabalar los ánimos de todos.

Gracias a sus incursiones por el desierto, Glauco continuaba informándome con


redoblado celo de los continuos intentos que registraba el movimiento nacionalista zelota
de rearmarse contra la ocupación romana. Mi lugarteniente me contaba que sus
miembros aún no habían digerido la crucifixión que hacía años acabó con dos líderes de
la resistencia, Simón y Jacob, que habían seguido los pasos del ya mítico judas el Galileo
en su esfuerzo de reclutar gente entre la clase oprimida, en su mayoría partidaria de sus
ideas contra el censo y el tributo. Esto los alejaba cada vez más de los terratenientes y la
clase más opulenta, que, para mantener el estatus conseguido, simpatizaban o transigían
con el gobierno de Roma. Los zelotas pretendían instaurar un programa utópico de
redistribución de la propiedad, además de destruir las oficinas de los prestamistas y los
puestos recaudatorios de los publicanos. Pero por el momento se con tentaban con
emboscadas arteras en los caminos, como la que sufrimos poco después de desembarcar
en Cesarea, y con un terrorismo callejero contra cualquiera que asomara la oreja o
tuviera trazas de colaboracionista con Roma. En concreto, había que andar ojo avizor y
nunca solo al atravesar algunos barrios de Jerusalén.

Un día, mientras estaba en mi habitación sumido en el noble oficio de escribir, se


presentó de pronto Raquel dando gritos:

315
-¡Ven, dominus, ven corriendo!

Aunque le tenía dicho que me llamara por mi nombre y hacía una semana que
había iniciado los trámites para concederle la libertas plena -había otra forma de
manumisión por la que un esclavo se mantenía con la obligación de no abandonar al amo
hasta su muerte-, era más poderoso el hábito que mis palabras.

-¡Glauco! ¡Glauco! ¡Han apuñalado a Glauco!

Bajé a zancadas a la caserna, donde el cirujano se debatía intentando cortar la


abundante hemorragia que manaba de una herida en la espalda de mi amigo, quien yacía
sin sentido bajo la mirada de Celso, el centurión, y de Poncio Pilato.

-¡Ave, Suetonio! -me saludó el procurador con un tono distante-. Como ves,
ocurrió lo que tenía que ocurrir. Tu hombre se arriesgó demasiado.

-No me extraña. Siempre ha sido un valiente soldado. Por otra parte, sabes que es
de carácter impulsivo; y no hacía otra cosa que cumplir su misión.

-No te preocupes, tribuno -intervino el médico-: Saldrá de ésta.

-¿Hay algo más fácil en esta caótica ciudad que recibir una puñalada por la
espalda? -dijo Pilato.

-Sí, lo hay -contesté con intencionada ironía-. No salir de esta fortaleza.

Pilato se aderezó altivo la toga.

-No es mi caso. No sé si ha llegado a tus oídos que hay rumores de una importante
sedición en Samaria. Un loco ilumi nado quiere alzar al pueblo contra Roma. Pero yo ya
he pedido refuerzos al destacamento de Cesarea. Voy a interceptarlos en Tarante, en el
monte Garizim, donde, según mis espías, se están armando. Sabrán una vez más lo que
es Roma.

-El pueblo no suele ser el culpable de esos levantamientos, prefecto, y tú lo sabes


mejor que yo. Se deja conducir. Por otra parte, mucho me temo que no disponga de
otras armas que de palos y aperos de labranza. Deberías tener cuidado con esas
represiones en masa en las que mueren justos por culpables. Glauco pretendía informarse
en las madrigueras de los cabecillas y eso comporta riesgos; pero creo que es la manera
eficaz de atajar los problemas de raíz sin soliviantar al pueblo inocente.

316
Me estaba temiendo lo que inevitablemente ocurriría poco tiempo después: que el
incapaz Pilato arrasaría con sus tropas a unos samaritanos levantiscos, en su mayoría
desarmados, liderados por un fanático, en vez de remontarse a los cabecillas del
levantamiento y a sus motivaciones de fondo. Ignorante del verdadero arte de manejar la
res publica, iba a ser la tercera o cuarta vez que el procurador metiera la pata en un
asunto muy delicado a base de emplear la represión y la fuerza bruta. A todas luces
Pilato no sólo era débil y poco conocedor de la mentalidad y las creencias religiosas del
pueblo judío, sino además torpe, sobre todo en el uso de la fuerza. Le dije que él era el
responsable del Imperio en aquella provincia y que tomara sus decisiones según su propio
criterio; que mi cometido consistía sencillamente en informar y que tuviera por seguro
que lo haría en breve. Me miró como si me perdonara la vida, pero sus pequeños ojos de
topo no podían ocultar el miedo y la inquietud. Lo que sin duda más le asombró fue mi
decisión de partir cuanto antes a Galilea. Le dije que iría solo y que allí se reunirían
conmigo más adelante Raquel y Aristeo, ya que Glauco habría de recuperarse antes de
regresar a Roma. Otro inconfesado dato me impelía a emprender este viaje. Todavía,
como el niño caprichoso que siempre fui, soñaba con conseguir una copia del famo so
retrato. Anhelaba saber cómo era físicamente el rabí galileo después de, en cierto modo,
haber conseguido abocetar algunos rasgos de su retrato interior.

Desde lo alto de mi caballo, el lago de Genesaret invitaba a reposar en su ribera.


Descabalgué y me senté a la sombra de un sicómoro de grueso tronco para disfrutar del
silencioso panorama. A mi izquierda, Tiberíades brillaba flamante, como una exótica
perla aislada entre las laderas verdes y el azul del mar de Galilea. A mi derecha, en vivo
contraste, un viejo campesino hincaba el arado tras una enclenque mula en los rojos
terrones de su labrantío. ¡ Qué buen sitio para vivir en paz si los hombres no
mancilláramos el paisaje con nuestras injusticias! ¡Qué apacible lugar y qué tierra
generosa, desolada por la pobreza y la ambición de unos pocos! Desde mi nueva manera
de mirar comenzaba a comprender por qué jesús había elegido aquel pequeño universo
verde y al margen para vivir y predicar una doctrina de últimos que son primeros y
olvidados a los que se promete la felicidad de un reino fuera del alcance de los
poderosos.

Y entrada la noche llegué a Cafarnaún, siempre quieto bajo la luna, y me encaminé


a la casa de Pedro. Sara, su suegra, corrió a recibirme con grandes aspavientos.

-¡Shalom, romano! Sé bienvenido. Ya he oído de tus correrías por Judea. ¡Alabado


sea Dios! Sabía que tú no nos ibas a defraudar; que al menos no nos mirarías con malos
ojos. Pero pasa, que acabo de asar pescado fresco.

317
Reunidos en diversos grupos, alrededor del fuego, enseguida descubrí que aquel
puñado de pescadores había recuperado su entorno original, casi como si nada hubiera
ocurrido y la historia se hubiera retrotraído a los comienzos, cuando su única
preocupación era tejer redes o calafatear barcas. Intensos olores a pescado, brasa y brea
llenaban el atrio de la humilde aunque amplia vivienda. Las mujeres traían y llevaban
fuentes de barro rebosantes de humo alimenticio y los niños correteaban por el ancho
patio que ya me resultaba familiar. Pedro se levantó y me invitó a sentarme. Me pareció
algo más canoso y cargado de espaldas, pero feliz, como si acabar de regresar de la
pesca, a la espera de acontecimientos, le hubiera devuelto a la normalidad. Juan, Andrés,
Santiago y todos los demás se acercaron a saludarme, me preguntaron por Raquel y
Aristeo y por los últimos acontecimientos de Jerusalén.

-Estoy preocupado. El prefecto quiere reprimir mediante el exterminio otra revuelta


en Samaria.

-Nosotros tuvimos que salir de Jerusalén -comentó Pedro-, los sacerdotes están
obsesionados con el sepulcro vacío. No nos quitaban ojo. No había movimiento nuestro
del que no estuvieran informados. Y me extrañaría que no siguieran, incluso aquí, al
corriente de todos nuestros pasos.

-¿Y la madre de jesús? Juan me dijo que la encontraría aquí con vosotros.

Juan sonrió y se sentó a mi lado.

-Y así es, Suetonio. También ha venido. Pero se ha ido unos días a su pueblo con
su familia, no muy lejos, en Nazaret, a un paseo de Séforis. Le dije que vendrías y que
deseabas verla.

Me sentí como en casa. Sin pretenderlo comprobé que me trataban como a un


igual y que disfrutaban al compartir lo suyo. A ello había contribuido sin duda la
perspicaz Sara, que seguía punteando su conversación de continuas risitas de sus dientes
amarillos y se preocupaba en todo momento de abastecer mi plato. La velada continuó
con el recuerdo de hechos y dichos del Maestro, aunque me extrañó que hablaran de él
con esa tristeza con que suelen evocarse las historias de un recién fallecido.

Al parpadeante resplandor del fuego la cabeza descubierta de Pedro despedía


serenidad. ¡Qué diferente -pensé- de la noche en que se calentaba, como me habían
contado, cubierto en el patio del palacio de Anás y Caifás ! Ahora despedía un aire
patriarcal, de responsable del grupo. Hablaban de tiempos pasados, de correrías con el
Maestro, desgranando pequeñas anécdotas, como la mete dura de pata de Felipe cuando

318
le dijo: «Maestro, muéstranos al Padre», que puso a todos en situación de alipori: «Tanto
tiempo con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe?». A veces reían y otras lloraban.
Santiago tomó la palabra:

-¿Os acordáis cuando fuimos a Nazaret, donde se había criado, y entró en la


sinagoga? Era sábado. ¡Cómo le observaba la gente! Sus paisanos de toda la vida. ¡Qué
miradas de desconfianza! Andaban muy quemados con lo que se corría sobre él y lo
pagaban con su madre y sus parientes. Entonces, ¿recordáis?, se puso en pie para
proceder a la lectura. Cogieron del tehab, ese armario donde se guardan los pergaminos
de las Escrituras en estuches de piel, el volumen del profeta Isaías y se lo entregaron; lo
desenrolló y encontró el pasaje donde está escrito:

* Is 61,1-2.

»¡Dios mío, qué tensión! El ambiente estaba enrarecido contra él. Miré a mi
alrededor; sus paisanos tenían las mandíbulas apretadas y el ceño fruncido. Jesús enrolló
el volumen, lo devolvió al auxiliar y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en
jesús. Entonces el Maestro tomó la palabra y dijo: "Hoy, en vuestra presencia, se ha
cumplido este pasaje". Me temía lo peor. Los nazarenos se miraban indignados;
cuchicheaban, se daban codazos:

»-Pero, ¿no es éste el hijo de José, el carpintero?

»Sin inmutarse les dijo:

»-Supongo que me diréis lo del proverbio aquel: "Médico, cúrate tú; haz también
aquí, en tu tierra, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún".

»Entonces el silencio se hizo más espeso.

319
»Pero Jesús añadió:

»-Os aseguro que a ningún profeta lo aceptan en su tierra. Además, no os quepa


duda de que en tiempos de Elías, cuando no llovió en tres años y medio y hubo una gran
hambre en todo el país, había muchas viudas en Israel; y, sin embargo, a ninguna de ellas
enviaron a Elías; lo enviaron a una viuda de Sarepta en el territorio de Sidón. Y en
tiempo del profeta Eliseo había muchos leprosos en Israel y, sin embargo, a ninguno de
ellos curó; sólo a Naamán el sirio.

»Entonces se levantó un tumulto tal que de repente nos vimos arrastrados por la
multitud. Un viento de ira había atrapado a la comunidad. ¡Qué horror! Todos se
pusieron furiosos. A gritos y empujones lo sacaron de la sinagoga y lo llevaron fuera del
pueblo hasta un abrupto barranco no lejos de la casa de su madre. Personas conocidas de
toda la vida, vecinos que le habían visto nacer y crecer, el rabino, hombres, mujeres y
niños engrosaban una manada enloquecida. "¡Vamos a acabar con él!", gritaban.
"¡Mentiroso, impostor!". Iban desquiciados, completamente decididos a despeñarlo.
Hasta sus parientes lo rechazaban. Pero al llegar al precipicio de pronto se vieron con las
manos vacías. Jesús se zafó de la multitud, se abrió paso entre ellos y se alejó. El pueblo,
al no haber podido realizar su propósito, gritaba enfurecido agitando puños y palos. Hasta
que se fueron marchando a sus casas sin decir palabra.

-Es que, cuando quería, sabía escabullirse y zafarse de sus enemigos, ya lo creo -
comentó Pedro-. ¡Si supiéramos nosotros lo que tenemos que hacer ahora!

Juan le puso la mano sobre el hombro.

-Espera, Pedro. Él nos dijo que se encontraría aquí en Galilea con nosotros y nos
prometió que enviaría su espíritu. Confiemos en su palabra. Al menos sabemos que ha
resucitado y está con el Padre.

-Tienes razón, muchacho -sonrió Simón-, tenemos que tener paciencia. Mañana,
como todos los días, saldremos a pescar. ¡ Caramba, ya echaba de menos el chapoteo de
los remos y el peso de las redes cargadas de peces! ¡Qué gozo verlos saltar de nuevo!

-¡Y estos amaneceres a la brisa del mar! No hay otros igual, ¿verdad? Llevábamos
mucho tiempo de secano -añadió Felipe.

Juana, la mujer del panadero de Herodes, que había vuelto, me sirvió otra tajada
de pescado aderezado con hierbas. Todos se fueron retirando uno tras otro a dormir.
Sólo quedamos el «discípulo preferido» y yo.

320
-Tus palabras del otro día me han hecho mella, Juan. Me han mordido. Aunque
sigo sin entender a un profeta débil partidario de los débiles empeñado en predicar su
buena noticia a los pobres. Siempre pienso que los pobres seguirán siendo pobres y los
ricos, ricos toda la vida. El mundo está organizado así y estoy convencido de que no
tiene remedio.

Juan se quedó pensativo, entornó los ojos bajo sus espesas cejas y dejó caer su
mano sobre mi brazo.

-Nosotros tampoco acabamos de entender muchas cosas, ¿qué quieres que te diga?
Han sido días tremendos. Pregúntaselo a María. Ella sabe que vas a ir a verla. La
encontrarás en su casa de Nazaret, donde nació y vivió con sus padres. Creo que te
ayudará también conocer el sitio en el que se crio Jesús. Todos al fin y al cabo somos
niños grandes. ¿No crees, Suetonio?

Al día siguiente rehíce el camino de la Vía Maris que me llevó por primera vez a
Cafarnaún, sólo que en sentido contrario, dirección Séforis. Fue fácil alcanzar dicha
ciudad a caballo y recorrer las pocas millas que la separan de Nazaret.

Encaramada en una ladera sobre un recoleto valle aislado en la Baja Galilea,


ligeramente al norte de la gran llanura de Esdraelón, en-Násirah no es más que una pobre
y blanca aldea, una humilde majada de casas cavadas en la ladera. Construidos con la
piedra calcárea blanca de las colinas circundantes, estos hogares-cueva, frescos en
verano y calientes en invierno, asoman su cara lavada entre el verdor de higueras, olivos
y algunos cipreses. Detuve mi caballo y me quedé contemplándola. No era extraño que
no figurara en ningún mapa y que tuviera que preguntar a un campesino para poder dar
con ella.

Subí hasta la plazuela, situada a media altura de la cuesta; sacié mi sed y la de mi


caballo en una fresca y sombreada fuente, cerca del río, donde lavaban alegremente unas
mujeres que me dedicaron las típicas miradas de la gente de pueblo, sorprendidas por la
repentina irrupción de un extranjero.

-¿La María? Está en su casa, con su hermana, la de Cleofás.

Me indicaron la senda, que serpeaba desde la fuente por la ladera entre simples
huertos con tapias de barro habitados por gallinas, molinos caseros de piedra y algún
horno de ladrillo de los de cocer pan. Como no había sitio para cabalgar arrastré como
pude al animal por la brida. Subía un olor intenso a plantas aromáticas, hierbabuena y

321
salvia. Sudaba cuando alcancé la calle de arriba en la que se alineaban diminutas casas
campesinas blanqueadas. En la puerta de una de ellas había dos mujeres, una barría, la
otra estaba tejiendo.

-¿María de Nazaret, la madre de jesús?

-Ésa es -respondió con cierto recelo la que barría, que, por lógica, debía de ser la
otra María, la mujer de Cleofás, padre de Santiago el Menor y de José, y por tanto tío de
jesús.

Sentada frente a la rueca bajo la vieja parra de la casa, la otra mujer se ocupaba de
enrollar con la mano derecha el lino mientras giraba el huso con la otra para retorcerlo.
Cuando me miró, sólo una palabra podría sintetizar todas mis sensaciones: armonía.

Armonía en sus movimientos, acompasados, elegantes, sencillos. Armonía en su


rostro maduro, terso para su edad. Armonía de luz en su mirada, acariciadora, de madre
y muchacha a la vez. Armonía de palabra musical, de agua que corre entre las piedras.
Armonía sobre todo en la intimidad que custodiaban sus grandes ojos, fruto de un
contenido y saboreado silencio.

No se turbó. Me esperaba. Sabía de mi trayectoria entre los amigos de Jesús.


Además se la veía intuitiva, capaz de captar a la gente al vuelo. Se levantó y, sonriente,
me invitó a sentarme bajo la parra como si fuera un conocido de toda la vida.

-Es la parra de mi infancia. Y ésa, la higuera de mi esposo José. Siempre estaba


pendiente de los higos verdes de la primavera, señal de que vendrían sazonados en el
verano. «¿Ves, Jesús?», le enseñaba al niño, «ésa es buena señal: los higos tempranos,
los pag, que vienen antes de cubrirse de hojas. Este año tendremos higos grandes y
dulces», decía con un dulce deje de nostalgia.

-Me dijeron que te encontraría en Cafarnaún.

-Sí, pero me he venido al pueblo, a pasar unos días con mi hermana. Este sitio me
da paz. ¡Me trae tantos recuerdos!

La casa de María, apenas una habitación con una esterilla, contenía un arcón a la
entrada donde debía de guardar la ropa, algunos cacharros de barro y un patizuelo detrás
donde en su juventud seguramente molería el trigo y cocería el pan. Enfrente la mirada
podía rodar libre por surcos plantados de olivares y viñas hacia la línea ondulada del
horizonte.

322
-Hermoso paisaje.

-Desde niña me he quedaba prendada de sus atardeceres y de los leves sonidos con
que se marcha el día y con que el sol antes de partir besa los terrones de esta tierra que
araba Joaquín, mi padre. Aún me parece oír a mi madre, Ana, llamarme desde el lebrillo
del patio de atrás.

María tenía los ojos grandes. La imaginé de adolescente, junco cimbreante a las
orillas del río.

-Una niña callada -musité.

-También alegre, pero para dentro. A veces me sentía tan contenta y triste al
mismo tiempo que creía que se me iba a partir el corazón. Yo rezaba el salmo: «Tú,
Señor, enciendes mi lámpara, / Dios mío, tu alumbras mis tinieblas».

El encuentro con un muchacho del pueblo, José, joven carpintero y albañil, en


realidad una especie de «chapuzas» que reparaba de todo, desde los aperos a los
encofrados de las casas, le sacó de su silencio. Se desposó pronto con ella. Luego vivió
una experiencia interior que no me quiso contar; parece que una visita de luz que la
transformó antes del nacimiento de su hijo. Los acontecimientos se impusieron con feroz
realismo: a punto de dar a luz, tuvo que partir hacia Belén para empadronarse con
motivo del decreto de Augusto y sufrir la incertidumbre que es para una joven
embarazada no encontrar dónde parir en medio del campo, hasta tener que hacerlo casi a
la intemperie en una cueva que servía de establo.

Contaba los pormenores de su juventud sin darles importancia, con fluidez, como
el agua aflora de una fuente. ¡Qué hermosa mujer! Debía de tener cerca de cincuenta
años, pero aparentaba entonces menos de cuarenta, y eso que sus mejillas denunciaban
recientes horas de insomnio, surcos de dolorosas lágrimas.

-Pero, ¡qué alegría cuando vino el niño! Mi noche se colmó de estrellas, y José
lloraba en un rincón, detrás de los animales; la leña se le cayó de las manos. Aquella
oscuridad llena de luz paró el tiempo. Sentíamos que no teníamos nada y lo teníamos
todo. Sólo acudieron unos pastores a llevarnos algo de comer.

Una poderosa confianza, con la sensación de ser conducida, presidió su destierro


ante la amenaza de un degüello infantil por parte de Herodes. Y ese aliento de esperanza
acompañó también a la joven pareja, según me contaba, en su huida como refugiados a
Egipto, la tierra donde habían sido oprimidos sus antepasados. A su regreso, Jesús pasó

323
su infancia y juventud en Nazaret. No me imagina ba su niñez y adolescencia reducido a
aquella vida pequeña de aldea y luego de taller de carpintería con, si acaso, unas
jornadas, dos o tres días a la semana en Séforis para sacar unas monedas con los ladrillos
de adobe en la reconstrucción de la ciudad después de ser tomada contra los insurrectos
por las legiones romanas.

Las preguntas ante la sencillez de María surgían solas.

-¿Cómo era jesús en sus primeros años?

A la madre se le colmó la boca de sonrisas. Miró hacia dentro de la casa. Se


levantó y me mostró una tinaja alta y panzuda, empotrada en la pared; tenía abajo un
agujero taponado.

-Un día, cuando aún era muy chico, me preguntó: «Mamá, ¿y eso qué es?». «La
tinaja del grano, hijo mío». «zY para qué sirve?». «Ven y verás». Me acerqué, puse una
vasija debajo, quité el tapón y dejé caer grano suficiente para el consumo del día. Jesús
miraba con atención aquel chorro de trigo. Luego le mostré la muela en el patio de atrás,
la harina, la levadura y cómo mezclaba tres medidas con agua. Cocí la masa en el tannur,
el pequeño horno que teníamos y que aún está ahí, detrás del patio. Le impresionó
mucho cómo crujían las tortas calientes del pan. Se conoce que se le había quedado
grabado, pues otro día, cuando paseábamos por esos campos, le mostré las espigas
inclinadas para la siega. Le conté cómo los labradores las habían sembrado en el mes de
Marchesvan y que a veces la simiente caía en mala tierra, entre piedras, y otra en buena.
Que el grano se tiene que pudrir para dar fruto, y cómo casi no se distingue de las malas
hierbas hasta que crece y puede ser separado de la cizaña. Entonces Jesús, que no tenía
más de cuatro años, se quedó pensativo mirando las espigas, que, al caer la tarde,
brillaban de color anaranjado, y aquella noche, antes de dormir, me dijo: «Pues yo quiero
ser trigo, mamá».

Un mar de quietas lágrimas inundaron los ojos de María.

-Todo se lo bebía con la mirada: el grano de mostaza, las tareas de cercar una viña
o quemar los sarmientos, mis labores de aguja al coser un remiendo, el paso de las
estaciones.

Me contó que en realidad fue un niño muy normal que había recibido la instrucción
de cualquier muchacho del pueblo en la sinagoga, sin más complicaciones, hasta que
sobre los doce años les dio a sus padres un susto con motivo de su primera subida al
Templo, cuando lo perdieron en la caravana de vuelta de Jerusalén.

324
-Fue angustioso. Habíamos preparado el viaje con tanta ilusión para que estrenara
su nuevo manto en las plegarias del Templo. Allí tomó la primera iniciativa, que nos
desgarró el corazón: ¡quedarse en el Templo discutiendo con los letrados sin avisarnos!
¡Era sólo un mocoso! Luego nos dejó José, aún joven. Cuando mi marido murió, jesús
se convirtió en mi único apoyo. Siguió varios años en el trabajo de su padre. Entonces
era un joven ardiente, aunque lleno de misterio, como un ánfora de buen vino a punto de
rebosar. Seguía muy callado. Para todos era amable y cariñoso, incluso alegre, pero
siempre con ese extraño deje de tristeza que no acababa de comprender. Se pasaba largas
horas solo meditando en el campo, incluso noches enteras en oración. Cada día que
pasaba percibía que se me iba escapando más de las manos. Un día me dijo: «Viene un
tiempo nuevo, madre; es la hora de los pobres y su buena noticia, de un agua que quita la
sed y salta a la vida eterna, de un vino que llenará el corazón del hombre».

Entonces María se detuvo, se levantó y miró extasiada hacia el camino por donde
hacía un rato había subido yo hasta su casa. Tenía los ojos entornados, sus largas manos
de mujer de pueblo recogidas en el regazo. Levantó la derecha y señaló hacia la blanca y
polvorienta vereda bordeada de olivos.

-Hasta que un amanecer se fue, sin más. Un par de días antes me había dicho:
«Madre, me voy a ir a ver a Juan». Juan, el hijo de mi prima Isabel y el sacerdote
Zacarías, que vivían en Ainkarín, yo con Isabel tuve una enorme experiencia de gozo
cuando nos encontramos ambas embarazadas, y que entonces estaba bautizando en el
Jordán.

-Sí, conozco la historia del Bautista.

-Fue cuando se marchó a orar al desierto, para prepararse, y luego llamó uno a uno
a sus primeros discípulos. Yo poco sabía de sus intenciones. La espera a que él volviera
se me hacía eterna. Los rincones de casa, los recodos del camino, el taller cerrado, los
paseos sin jesús, todo chillaba su ausencia. Desde entonces tuve que acostumbrarme a
vivir con él y sin él. Finalmente, una tarde, mientras cosía, vi una silueta blanca con el
cabello al viento ascender a lo lejos por ese camino de olivos. Me dio un vuelco el
corazón. Me levanté y corrí a abrazarlo. Me explicó los primeros pasos que estaba dando
para cumplir su misión. Recuerdo que aquella tarde apoyé por última vez mi cabeza en
su hombro, e imaginé que estábamos en el desierto, camino de Egipto, y que era su
cabecita de niño la que se reclinaba en mi regazo. Pero ya nada podía ser igual. Ya era un
hombre, y tenía que hacer su camino, y a mí me correspondía seguirlo en silencio, de
lejos; y a veces desde la soledad de mi noche.

Había cansancio en medio de la paz y serena aceptación en las palabras de aquella

325
mujer madura que había sufrido a la sombra las firmes decisiones de un profeta libre que
desde una aldea perdida en un ignoto rincón del Imperio se había atrevido a subvertir los
planteamientos tradicionales de las autoridades judías, a la sazón en el poder, incluidas
por extensión las de la misma Roma. Era una mezcla de íntima fusión de una madre con
el hijo que amaba y que al mismo tiempo le superaba como mujer junto al dolor terrible
de haberlo visto torturado como un deleznable delincuente. Sus encuentros con jesús,
incluso durante los mejores momentos de su predicación itinerante, tampoco fueron
fáciles. El primero en Cafarnaún, cuando fue a conocer el centro de sus giras apostólicas,
en casa de Pedro. Las fugaces visitas mientras curaba a un enfermo o hablaba a las
masas que le buscaban como ovejas sin pastor no hacían sino aumentar su dolor. Cuando
le avisaban al rabí de que ella y sus parientes habían ido a verle, respondía: «Éstos son
mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen», señalando
a los pobres y lisiados que le estaban escuchando. Menos mal que una mujer del pueblo
se atrevió a chillar desgañitada la loa de María: «Bendito el vientre que te llevó y los
pechos que te amamantaron». Estaba poseído de su misión. Mientras, en Nazaret todo
eran habladurías sobre el hijo del carpintero, en definitiva uno más del pueblo, conocido
hasta la saciedad: que quién se había creído; que si realizaba tales prodigios, por qué no
hacía ninguno en la aldea; que si les estaba poniendo en ridículo; que si ése no sabía más
que arreglar ruedas y apañar arados. Incluso cuando realizó el famoso prodigio de
convertir el agua en vino, a instancias de su madre, para evitar el ridículo que estaban
pasando unos amigos en aquella boda de la cercana Caná de Galilea, no faltaron los que
se reían atribuyéndolo a algún truco o conjura de mago.

-¿Tenías idea, María, del sufrimiento que te esperaba?

María me miró con suavidad, casi como si yo fuera otro hijo suyo. Había conocido
madres a lo largo de la vida que saben serlo tan de verdad que también vienen a ser un
poco madres de todo el mundo. Pero la mujer que tenía frente a mí poseía ese don de
forma especial, como si cumpliera mejor que nadie el mandato de querer a todos libre y
gratuitamente que había predicado su hijo.

-En el fondo siempre he sido feliz. Con esa felicidad que enseñó jesús en el monte,
frente al mar de Galilea, la felicidad de los pequeños y los pobres, los que no tienen otra
cosa que el gozo de dentro, el que nace de no desear por encima de ti y tener entrañas de
misericordia. Mientras lo tenía en mi seno y, aún niño, estaba a mi lado, con él lo tenía
todo. Poco después surgieron las preocupaciones. Cuando lo llevamos a presentarlo al
Templo, un anciano, un tal Simeón, me predijo con voz temblorosa que esa criatura sería
colocada de modo que todos en Israel se cayeran o levantaran, que llegaría a ser como
una bandera discutida para que quedaran patentes los pensamientos de todos. Y que a

326
mí, una espada atravesaría mi alma. Esa profecía sería siempre una espina clavada toda
mi vida en mis entrañas. Sólo en el Gólgota, bajo la cruz, comprendí el verdadero
alcance de las palabras del viejo Simeón. Era el dolor, la otra cara del amor. Y me
acompañaría para siempre.

Luego se quedó en silencio mientras el panorama en el que habían transcurrido la


infancia y juventud de jesús comenzaba a sonrosarse licuescente y quieto. Una bandada
de pájaros entonó su humilde canto de despedida. Se estaba bien sin hablar al lado de
aquella mujer. ¡Cuántas veces -pensé- madre e hijo verían morir bajo esta parra la tarde,
ajenos a lo que a ambos les deparaba el futuro! Imaginé al niño entre sus brazos bajo la
mirada complaciente del artesano José, y años después a ambos, de nuevo madre e hijo,
en el monte Calvario, tal como me los había descrito Simón de Cirene después de que
Longinos atravesara aquel cuerpo escupido, inflamado, ensangrentado, muerto. Pocas
veces se puede decir que una madre haya dado tan trágicamente a luz. Pero allí estaba.
Ella creía también que su hijo había pasado de la muerte a la vida y que ahora vivía,
aunque de otra manera, triunfante junto a Dios, ese Padre suyo que le había
encomendado tan misteriosa misión. Quizás por eso aquella mujer de grandes y serenos
ojos comunicaba con su sola presencia paz y alegría.

De pronto, sin saber cómo, me salieron estas palabras del corazón:

-María, no sé si tu hijo es el Mesías prometido por los profetas, el Hijo mismo de


Dios según vuestra creencia, o simplemente un hombre sabio que ha conmovido los
fundamentos de este mundo construido sobre la ambición, el poder y el egoísmo. Sólo
quería decirte que yo, un tribuno romano, obsesionado toda mi vida con escalar puestos
en el Imperio y, sobre todo, con alcanzar la gloria de las letras, no sé por qué me
encuentro aquí a tu lado. Pero me he sentido como derribado por la fuerza de la palabra
y los hechos de tu hijo. Todos los versos de los grandes poetas latinos y griegos, las
gestas narradas por nuestros más eximios historiadores, las tragedias de Edipo o
Antígona, la filosofía de Aristó teles o Platón, las gestas de nuestros emperadores, el
poder mismo de Roma, palidecen ante la historia arrebatadora del hombre singular que
llevaste nueve meses en tus entrañas y vivió aquí desconocido y oculto durante treinta
años como un sencillo carpintero de aldea.

María me dedicó una encantadora sonrisa. Sus ojos me querían a la luz tibia del
atardecer.

-Ahora sólo querría pedirte una gracia. Desde que zarpé de las costas de mi país
vengo buscando un retrato, un cuadro de tu hijo que según tengo entendido un discípulo
suyo pintó en secreto antes de que lo mataran. Nadie sino tú puede informarme o quizás

327
saber dónde se encuentra. Si no puedo conseguir una copia, para, según era mi intención,
llevarla al emperador, al menos no quisiera regresar a Roma sin haberlo visto una vez.
Dime, ¿dónde, María, dónde puedo conseguir el retrato de jesús? ¿Me concederías la
gracia de poder contemplarlo?

María se incorporó, miró hacia el poniente, como para aprisionar el último estertor
del sol, y sin dejar de sonreír respondió con dulzura:

-Hijo, algunos quisieron pintar el rostro de mi hijo. No me extrañaba, era tan


especial, tan lleno de encanto. Y se me ocurre que en el futuro otros muchos querrán
representar con su arte y sus palabras su bendita efigie. Dicen que una mujer, la
Verónica, la que enjugó su rostro camino de la cruz, pudo verlo prodigiosamente
reproducido en el lienzo con que le socorrió. Pero he de confesarte algo que no sé si
acabarás de entender del todo. -María hizo una pausa y tomó aliento-: Nadie, nadie pudo
ni podrá pintar a mi hijo.

-¿Por qué razón?

-Porque a jesús de Nazaret no se le puede ver sólo con los ojos. Ni tampoco se le
podrá estudiar con toda la ciencia y la sabiduría de los hombres; ni será posible pretender
analizarlo desde fuera, como un personaje que vivió aquí conmigo y que murió
crucificado en Jerusalén, un personaje de la historia. A mi hijo sólo se le puede
contemplar con los ojos del corazón. Es más, su energía, su poder, su encanto, son
imposibles de atrapar en un cuadro o pintura, pues inmediatamente se quedarían
pequeños. Pasarán los años, hijo, y no habrá poeta ni pintor que pueda esbozar su
retrato.

»En cambio, cada cual que quiera acercarse a él, yo te aseguro que podrá
recuperarle y contemplar su rostro mucho mejor dentro de sí, a la medida de sus sueños,
porque mi hijo nunca será exclusiva de nadie. De modo que tú, Suetonio, que te has
acercado a su figura, que pareces un buscador sincero, ya llevas dentro un cuadro de mi
hijo, tu propio retrato del Maestro, que también es el único y más verdadero retrato de
jesús de Nazaret, porque es el tuyo. Que nadie te lo arrebate. En los momentos difíciles,
cuando veas que todo se hunde a tu alrededor, vuelve a mirarlo desde el silencio. Porque
cada día descubrirás algo nuevo en su rostro y escucharás de sus labios la palabra justa
que te ayudará a vivir.

-¿Y a ti, María, qué es lo que te ha ayudado a sobrevivir?

-No sé si sabrás que cuando mi hijo curaba a los enfermos, nunca se atribuía a sí

328
mismo sus curaciones. «Tu fe te ha salvado», solía decir. Yo lo sabía eso desde niña,
cuando cada amanecer me recogía aquí mismo a orar. Percibía una providencia que
cuida de nosotros, un camino misterioso trazado con amor para cada cual. Yo he vivido
esa certeza interior día a día, como un «sí» a la vida, que es un sí a Dios, continuado,
sorprendido desde el momento en que supe que iba a ser madre de Jesús. Cuando
llevaba a ese niño que siempre me ha superado en mis entrañas, llegué a sentir tal alegría
que estalló en un canto de acción de gracias, el himno de una aldeana, de la esclava del
Señor, a favor de la liberación de los pequeños. He sufrido, claro, ¿puede una madre
dejar de sufrir cuando torturan a su hijo?; pero esa alegría de fondo, hijo, esa certeza
interior no me ha abandonado jamás.

Hinqué mi rodilla ante una mujer por vez primera en mi vida antes de decirle adiós.
Y me perdí, con el corazón encendido y un alegre cabalgar, en medio de la noche.

Han pasado los años. Muchas cosas han ocurrido desde entonces en Roma y en mi
vida. Antes de partir regresé a Cafarnaún, donde me reuní con Raquel, Aristeo y un
Glauco convaleciente antes de embarcarnos semanas después de vuelta a Capri. Una
mañana, Pedro y los discípulos retornaron exultantes después de una larga noche sin
pescar. Aseguraban que desde la playa les llamó un joven desconocido, y que a
regañadientes echaron la red donde él les indicó, obteniendo como resultado una
abundante y sorprendente pesca. Fue Juan quien adivinó que aquel joven era jesús
resucitado, que había improvisado para ellos, sobre brasas, un desayuno de pescado y
pan en la recién amanecida orilla. Y que luego, por tres veces, las mismas que él le había
negado, le preguntó a Pedro si le amaba. He oído luego relatar muchas historias de aquel
grupo de amigos de jesús, que se han ido dispersando por los caminos del mundo para
predicar su singular doctrina.

Ahora, además de saborear los recuerdos de aquel viaje que cambió mi vida, puedo
concluir con una sincera confesión: no necesito buscar más la escondida belleza fuera de
mí, ni separar el incendio de formas del mundo que me rodea de su resplandor más
íntimo. Me basta mirar una y otra vez hacia dentro para recuperar recién pintada la
imagen nueva, la Imago Hominis, el retrato imborrable de jesús de Nazaret, que me
ayuda a reinventar la vida, conferirla con el encanto secreto de cada criatura y no abrigar
ya nunca más miedo al futuro. Una imagen inefable que, paradójicamente, quizás por ser
al mismo tiempo Palabra, ningún poeta es capaz de llegar a expresar.

329
330
NOTACIONES redactadas por ARISTEO ESTATÁFILO, guardián
de la biblioteca de ÉFESO, al manuscrito IMAGO HOMINIS de JULIO SEVERO
SUETONIO, tribuno romano y amante de las letras.

Al depositar en los fondos de esta biblioteca de la ciudad de Éfeso, que me honro


en custodiar, el presente libro, me parece obligado añadir algunas precisiones que pueden
ayudar a la mejor comprensión de quienes lo hayan leído o deseen leerlo.

En primer lugar conviene advertir que la persona de Aristeo que aparece en sus
páginas como amigo y compañero de viaje del autor no es otro que quien esto suscribe,
nacido en la ciudad cretense de Lyttos hace sesenta y seis años; que fue testigo
privilegiado de cuanto en él se narra tanto en el desempeño de la misión que nos
encomendara el emperador Tiberio como en el desarrollo de los acontecimientos que la
condicionaron.

He de añadir, para saciar la lógica curiosidad del lector, que tanto el autor,
Suetonio, como Glauco, Raquel y yo mismo, regresamos felizmente a la isla de Capri
tras cuatro semanas de navegación con viento favorable, sin más percance que unas
calenturas que aquejaron a Glauco como consecuencia de las graves heridas que había
sufrido en su enfrentamiento con los zelotas.

Suetonio, una vez arribado a la isla, redactó dos textos independientes: el informe

331
sobre las revueltas sediciosas contra Roma en Judea, Samaria y Galilea, y el libro que el
lector tiene en sus manos, que también ofreció a la consideración del emperador. Pero
éste, debilitado por los continuos ataques de su enfermedad digestiva y ocupado en las
intrigas suscitadas por su futura sucesión, no prestó al segundo especial interés.

Hoy puede saberse, por lo que explicaré después, hasta qué punto el princeps se
equivocaba. Por su parte, Suetonio, cansado de la política y de las veleidades de su
esposa Claudia, tras un breve viaje a Roma decidió romper su vínculo matrimonial con
ella mediante el divorcio, alegando la falta de afectio maritalis de su cónyuge,
circunstancia que contempla el Derecho Romano, habida cuenta de las continuas y
públicas infidelidades de ésta. De regreso a la isla se retiró al ocio creativo, que tanto
anhelaba, en compañía de Raquel, su liberta. La decisión de tomarla por esposa provocó
tal escándalo cuando se supo en Roma que se comentó incluso en el Senado y mereció
las críticas del nuevo emperador, Cayo Calígula. Suetonio, por toda respuesta, se limitaba
a insistir en la tesis de su libro: había encontrado el amor gratuito. Hoy defiende, en
contra de las primeras persecuciones romanas contra los cristianos, que ese amar gratis,
sin esperar respuesta, será en el futuro el mayor hallazgo de la humanidad y que la
historia le dará la razón. Por su parte, Raquel dice haber encontrado el «agua viva» de la
que le habló su madre en el lecho de muerte. E insiste en que aunque Suetonio muriera,
aunque se quedara sola, e incluso los azares de la vida le devolvieran a la amarga
situación de odiosa esclavitud, en lo más profundo de su ser no volvería jamás a tener
sed.

Mi trayectoria personal ha sido diferente. Visto el estado de Tiberio y lo que le


esperaba a Roma, opté por regresar a Atenas, donde, gracias a mis conocimientos como
versado en letras, estuve recopilando viejos códices, mérito por el que obtuve el cargo de
guardián de la biblioteca de Éfeso. Desde aquí he podido seguir la trayectoria de los
«crestianos» o cristianos, gracias a las primeras comunidades creadas en esta ciudad.

Según refieren los primeros discípulos, se apresuraron a elegir sustituto de judas


Iscariote en la persona de Matías. Aseguran que una fuerza de origen sobrenatural, tal
como les había prometido jesús, les había transformado, despojándoles del miedo y
animándoles a predicar su buena noticia por todas partes, dentro y fuera del Imperio
romano. Pedro, al parecer, hizo, junto a la puerta Hermosa de Jerusalén, el milagro de
curar a un paralítico, que atribuyó al poder del Cristo. A partir de ese momento miles de
personas se unieron al grupo, lo que volvió a provocar la cólera de las autoridades judías.
Anás y Caifás mandaron prender a Pedro, que, interrogado, se enfrentó con un ímpetu
nuevo y desconocido a ellos y declaró que obraba en nombre de jesús, al que ellos
habían crucificado: «La piedra que vosotros, los constructores, habéis rechazado y que

332
se ha convertido en la piedra angular». En esa ocasión Pedro y los suyos obtuvieron su
primer triunfo. Los sacerdotes los dejaron ir, aunque ante el progreso de sus ideas les
amenazaron con la intención de que no hablaran más sobre Jesús. Sin embargo, el
número de discípulos crecía y también la fraternidad entre ellos, pues todo lo tenían en
común, en medio de grandes dificultades, cárceles y persecuciones. El joven Esteban,
uno de los siete diáconos nombrado para servir las mesas, fue en esa época lapidado,
dando muestras de gran fortaleza y alegría. Uno de los líderes de la persecución que se
enconó contra los cristianos, un fariseo culto y admirador de los romanos llamado Saulo,
experimentó tal conversión que llegó a ser uno de los más fervientes partidarios de Jesús.

De este modo la predicación del reino del rabí jesús se fue difundiendo por todas
partes. El diácono Felipe lo hizo en Samaria. Pedro y Juan subieron luego a esta región
para confirmar a los convertidos. Fenicia, Chipre, Etiopía y Antioquía reciben el nuevo
mensaje. El recién convertido Saulo, en litigio sobre la expansión del cristianismo entre
los gentiles con Pedro, comienza a predicar la palabra de jesús en arriesgados viajes por
Filipo, Corinto, Éfeso, Tróade, Aso, Mitilene, Jíos, Samos, Mileto, Cos, Rodas, Pátara,
Tiro, Tolemaida, Cesarea, Atenas...

Me encontraba en esta última ciudad cuando me hablaron de que ese tal Saulo de
Tarso, o Pablo, como le llamaron después, estaba predicando aquí la nueva religión. Me
dijeron que hablaba en la sinagoga a los judíos y adictos, y además a diario en la plaza
mayor con los que encontraba. Incluso algunos filósofos epicúreos y estoicos
conversaban con él. Unos decían que era un charlatán; otros, un predicador de dioses
extranjeros.

Decidieron, para aclararse, llevarlo al Areópago, y le preguntaron:

-¿Se puede saber qué es esa nueva doctrina que enseñas17 ? Porque tus conceptos
nos suenan extraños y nos gustaría saber qué significan.

En medio de aquel ambiente de discutidores profesionales y buscadores de la


sabiduría, muy propicio a interesarse por cualquier novedad que llegara a Atenas, Pablo
se subió a un pedestal y dijo de pie en medio del Areópago:

-Atenienses, observo en cada rasgo que veo que sois en todo extremadamente
religiosos. Porque paseándome por ahí y fijándome en vuestros monumentos sagrados
encontré incluso un altar con esta inscripción: «Al dios desconocido». Pues bien, eso que
veneráis sin conocerlo os lo anuncio yo: el Dios que hizo el mundo y todo lo que
contiene, ése que es Señor de cielo y tierra, no habita en templos construidos por
hombres ni lo sirven manos humanas, como si necesitara de alguien, él que a todos da la

333
vida y el aliento y todo. De un solo hombre sacó todas las naciones para que habitaran la
faz de la tierra, determinando las etapas de su historia y los límites de sus territorios.
Quería que lo buscasen a él, a ver si al menos a tientas lo encontraban, por más que no
está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos. Así lo
dicen incluso algunos de vuestros poetas: «Sí, estirpe suya somos». Por tanto, si somos
estirpe de Dios, no podéis pensar que la divinidad se parezca a oro, plata o piedra,
esculpida por la destreza y la fantasía de un hombre. Pues bien, Dios, pasando por alto
aquellos tiempos de ignorancia, manda ahora a todos los hombres en todas partes que se
enmienden; porque tiene señalado un día en que juzgará el universo con justicia, por
medio del hombre que ha designado, y ha dado a todos garantías de esto resucitándolo
de la muerte.

Al oír «resurrección de muertos», la gente comenzó a tomárselo a broma. Otros


dijeron:

-Vale, de eso ya te oiremos otro día.

Entonces Pablo se salió del corro, pues dejaron de escucharle. Pero sus palabras
no habían caído todas en saco roto. Algunos le dieron su adhesión y creyeron, entre ellos
Dionisio el Areopagita, además de una mujer llamada Dámaris. Me impresionó su
discurso, su nivel cultural, tan distinto del ambiente campesino que habíamos vivido
durante nuestro viaje a Palestina. Me acerqué y le hablé de Pedro, de María y de los
demás que conocimos tan de cerca en Galilea y Jerusalén, y discutí con él un buen rato
sobre la doctrina de jesús de Nazaret.

Saqué en claro que el reino que predica se vincula íntimamente a la persona de


jesús, al que se acepta o se rechaza. Que es un mensaje para todos y que llega
gratuitamente a todos, sin exclusión de nadie. Que su pensamiento estaba de alguna
manera en el patrimonio de Israel, pero que la idea de que Dios nos quiere
independientemente de cuál sea nuestra actuación, o que el Dios que presenta Jesús es
un Padre que nos ama de un modo incondicionado, es completamente nueva. Que los
primeros destinatarios de ese reino son los pobres. Estos pobres no sólo son los que no
tienen qué comer; lo son también los enfermos, los marginados de la sociedad, las
prostitutas, los pequeños, los solitarios, hasta los «telonios», los porteros de los
prostíbulos. Que en su oración predilecta, el padrenuestro, tiene la osadía de llamar a
Dios Padre, es decir, le llama «amor incondicionado». Su mejor retrato aparece en la
parábola del hijo pródigo. Que el «santificar su nombre», el «que se haga su voluntad» o
pedir «el pan para cada día» es desear que venga un reino de reconciliación y libertad
donde imperen la justicia y una forma de vida solidaria.

334
De aquel encuentro en el Areópago, donde he asistido a tantas discusiones hueras,
saqué una conclusión: ciertamente a jesús lo crucificaron por blasfemo. Pero, ¿cuál había
sido su blasfemia? Sin duda proclamar la gratuidad del amor. Caifás no podía tragarse
que prójimo es cualquier samaritano. No podía soportar a un Dios que ama a todos los
hombres sin distinción de razas, clases o colores; que está a favor de los más pobres
aunque no cumplan la ley, y que el que quiera entrar en su reino tiene que comenzar por
actuar a su vez de igual modo: ha de amar incondicionalmente.

A esa luz volví a leer un texto de Platón en La República: «El justo será flagelado,
amarrado y cegado con fuego, y cuando haya soportado todos los dolores, será clavado
en la cruz». Estoy convencido de que el rabí jesús de Nazaret nunca leyó a Platón. Pero
sabía mejor que nadie cómo eran las estructuras de poder que le rodeaban; y que
predicar a un Dios que no quiere amarrar, sino liberar, le iba a costar caro. Llegué a la
conclusión de que jesús había venido en definitiva a traer la libertad al hombre, a
liberarle, incluso de la religión, cuando ésta oprime, ata o explota en nombre de Dios. Por
eso, un profeta libre que anuncia en nombre de Dios la liberación de los sistemas que
oprimen acaba por ser considerado un blasfemo, un endemoniado, un loco.

Observé que Pablo no fue muy bien acogido en Atenas y que partió pronto hacia
Corinto. En mi encuentro con él entendí cabalmente algo de lo que habíamos investigado
apasionadamente por los caminos de Judea y Galilea; y añadí una nueva pincelada al
retra to de Jesús que tanto deseó descubrir mi amigo Suetonio durante el viaje.

Si bien al mismo tiempo, en mi caso, como racionalista impenitente y amante de la


verdad lógica, he descubierto que a jesús el Cristo no se le alcanza sólo con la
investigación histórica, el puro raciocinio ni la reflexión erudita. Para verle, tarde o
temprano hay que dar un salto tan gratuito y arriesgado como su propio mensaje, el salto
de la fe. Pues en definitiva gracias a alguna forma de fe, una mezcla de intuición que
tiene al mismo tiempo mucho de adhesión, más que por conclusiones lógico-
matemáticas, damos los pasos decisivos en la vida. Un don que desde hace años pido al
«Dios desconocido» cada día.

335
336
a fascinación despertada por la figura de jesús de Nazaret, pese al actual
ambiente de secularización y el descenso de la práctica religiosa, lejos de disminuir ha ido
creciendo con el paso de los años. De tal manera que hoy se puede afirmar que, con toda
seguridad, se trata del personaje sobre el que mayor número de libros se ha escrito a lo
largo de la historia. Eso no indica que todas estas publicaciones merezcan igual
consideración. Es más, últimamente abundan las obras de fácil éxito editorial carentes de
rigor y rayanas a veces en las más absurdas e inventadas elucubraciones, si no en la
ciencia. Uno de los factores que contribuyen a su aceptación es sin duda la necesidad que
tienen los lectores de saber algo nuevo de Jesús por vías no oficiales ante la falta de datos
completos y fidedignos, más allá de los aportados por las conocidas fuentes del Nuevo
Testamento y las enseñanzas de las Iglesias cristianas.

Por otra parte, el arte y la literatura se han interesado en todos los tiempos en llenar
esos huecos a través de la imaginación creadora. A la pintura y a la escultura se han
añadido novelistas y realizadores cinematográficos que han intentado a su modo
visualizar o poner en escena los pasajes evangélicos con mayor o menor acierto.

La intención de este libro es recobrar algunos rasgos del rostro de jesús


valiéndonos del importante auge que ha adquirido durante las últimas décadas la
investigación del jesús histórico. Como he intentado en todas mis novelas de este género,
la recreación de los ambientes y los datos sobre el personaje central responden a un
estudio riguroso de las fuentes que en la actualidad disponemos sobre los mismos. Será
fácil, pues, para el lector avisado saber distinguir éstos del hilo narrativo de ficción,
enhebrado en este caso en torno al personaje del tribuno y escritor Suetonio, fruto de la

337
imaginación del autor, ya que no debe ser confundido con el auténtico y posterior Caius
Suetonius Tranquillus (69-140 d.C.), historiador y biógrafo romano, autor de la famosa
De Vita Caesarum, aunque la elección del nombre quiera ser un cierto homenaje al
mismo.

Después del revuelo que en 1926 levantó el luterano alemán Rudolf Bultman
poniendo en cuestión la fiabilidad de las fuentes sobre jesús, «muy fragmentarias e
invadidas por la leyenda», según escribía, o deformadas por sus seguidores al mezclar
datos reales con historias edificantes, a partir de los años ochenta se abre paso una
llamada «Tercera Búsqueda» o nuevo impulso investigador, que procede
fundamentalmente del mundo anglosajón, de carácter muy interdisciplinar y que, en
buena medida, se lleva a la práctica al margen de las instituciones teológicas y de las
referencias confesionales.

Gracias a esta nueva línea de indagación, además de a las investigaciones


arqueológicas sobre el judaísmo de la época y la lectura crítica de los textos del Nuevo
Testamento, hoy podemos saber más sobre cómo era, cómo vivió y qué dijo jesús de
Nazaret, sin tener que acudir a ridículas invenciones esotéricas. En estas fuentes y estos
estudios serios, por lo general inasequibles para el gran público, he basado la recreación
del relato que el lector tiene en sus manos.

Existen en primer lugar fuentes no cristianas. Como los textos del historiador judío
Flavio Josefo, nacido el año 37 en una fami lia sacerdotal de Jerusalén, que combatió con
los romanos y, después de hecho prisionero, vivió en Roma, donde escribió la historia de
su pueblo. Gracias a que se le ocurrió profetizar que el general Vespasiano llegaría a
emperador, fue tratado con benignidad por los romanos. En su Bellum Iudaicum, una
historia de la insurrección judía de los años 66 al 70, sólo habla de Pilato, quizás porque
ya los cristianos eran perseguidos por Roma en el año 66 acusados de incendiarios. En
Antiquitates Iudaicarum, historia de los judíos aparecida en el año 90, Josefo menciona a
jesús al hablar de la muerte de su «hermano» Santiago, ejecutado en Jerusalén en el año
62. Otro fragmento sobre jesús parece que sufrió interpolaciones de posteriores autores
cristianos. Pero estos libros, junto con su autobiografía, la Vita, y el escrito Contra
Apionem, aportan noticias de primera mano sobre la Galilea del siglo i que han sido
corroboradas con excavaciones posteriores, por ejemplo en Masada. Su descripción de
Pilato, sin ir más lejos, encaja muy bien con la que aportan Filón, el Nuevo Testamento,
inscripciones y monedas encontradas.

El profesor Shlomo Pines, investigador israelí, ha descubierto un texto de Josefo,


transcrito en documentos sirios, que parece auténtico. Dice así: «En aquella época había

338
un hombre llamado Jesús, cuya conducta era buena, sus virtudes fueron reconocidas. Y
muchos judíos y gentes de otras naciones se hicieron discípulos suyos. Y Pilato lo
condenó a ser crucificado y morir. Pero los que se habían hecho discípulos suyos
predicaron su doctrina. Contaron que se les apareció tres días después de su sepultura y
que estaba vivo. Estaba considerado como el Mesías, del que los profetas habían dicho
maravillas».

Hay otros textos judíos posteriores bastante polémicos o puestos por escrito en el
siglo v o en el vi. Vale la pena citar a Filón, teólogo y filósofo judío muy culto, que vivió
en Alejandría sobre el 15-10 a.C. hasta el 40 d.C. Además de escribir profundos
comentarios al Antiguo Testamento, tuvo cierta actividad política. En concreto, actuó
como embajador ante el emperador Gayo Caligula. En el escrito que da cuenta de esta
legación a favor de los judíos de Alejandría habla de Pilato y de que llevó a cabo
ejecuciones injustas, aunque no menciona explícitamente la de jesús.

En 1974, un pastor de cabras encontró en unas cuevas situadas junto al mar


Muerto unas vasijas que contenían manuscritos o rollos con textos procedentes de la
colonia de los esenios, que constituían en el desierto una comunidad de vida monástica.
Entre ellos, la regla de la comunidad, con normas muy rigurosas sobre la admisión de los
candidatos y los castigos que les infligían. Otro, el Manuscrito de la Guerra, que describe
el sueño de una gran guerra en la que los moradores de Qumrán, protegidos por Dios y
sus ángeles, han de luchar contra los romanos y Satanás. Estos y otros textos hallados en
El Cairo no mencionan a jesús, como tampoco a Pilato o Herodes, pero ofrecen
interesantes puntos de referencia y contrastes con la predicación de jesús.

Entre las fuentes latinas hasta hoy encontradas cabe mencionar los Anales de
Tácito, escrito en 64 a raíz del incendio de Roma del que se responsabilizó a los
cristianos. El texto, publicado hacia los años 115-116, explica que Nerón infligió «las más
refinadas torturas a aquéllos a los que sus crímenes abominables hacían que fueran
detestados y a los que el pueblo llano llamaba cristianos. El nombre viene de Christus,
que, bajo el reinado de Tiberio, había sido entregado al suplicio por el procurador Poncio
Pilato. Esta execrable superstición, sofocada en un primer momento, desbordaba no sólo
en Judea, donde había nacido el mal, sino incluso en Roma».

Plinio el joven menciona en una carta dirigida al emperador Trajano la existencia de


una secta que hace abandonar los templos y el sacrificio de los animales y rinde culto a
un tal Christus, considerado como un dios. Suetonio, en su mencionada Vida de los doce
Césares, que aparece sobre el año 120, menciona a Claudio, que expulsó de Roma a
unos judíos que «por instigación de Chrestus, fomentaban disturbios».

339
Como dice Günther Bornkamm, «estas fuentes paganas y judías no son
interesantes sino en la medida en que confirman que en la Antigüedad ningún adversario
del cristianismo, por encarnizado que fuera, pensó en dudar de la historicidad de Jesús.
Esto quedaría reservado a una crítica desmedida y tendenciosa de los tiempos
modernos».

Por tanto, la existencia de jesús es una cuestión zanjada. El problema se traslada


pues a la fiabilidad de las fuentes cristianas.

La palabra hablada (logia) fue el primer vehículo de transmisión de la historia y el


mensaje de jesús durante mil años. Por otra parte, los textos de la Antigüedad han
llegado hasta nosotros, como es comprensible, sólo gracias a copias de copias, nunca los
originales. Sin embargo, los manuscritos de los evangelios son más antiguos que la
mayoría de otros escritos que conocemos. Por ejemplo, los más antiguos que poseemos
de Platón datan del siglo VIII, mientras que los de los evangelios son del siglo Iv.
También es digno de mención el hecho de que al parecer en esas copias se han dado
pocas interpolaciones, como ha demostrado el hallazgo del papiro Bedmer, que data del
siglo in, o incluso el de la biblioteca Ryland de Manchester, que pertenece al año 150 y
contiene varios versículos del evangelista Juan, lo que ha permitido confirmar la validez
de los textos que disponemos.

En una época en que la mayoría de la gente no sabía leer o escribir, las tradiciones
se aprendían de memoria y se transmitían de viva voz. Los especialistas discuten en qué
lengua, si en hebreo, arameo o griego, se fueron difundiendo estas logia. Dichos
estudiosos observaron al analizar los textos de los evangelios que en tres de ellos,
exceptuando Juan, se repetían muchos pasajes. Se preguntaron entonces si se copiaban
entre sí; o si Mateo y Lucas copiaron de Marcos; o si bien los tres acudieron a una
fuente común, que serían las citadas logia, la palabra transmitida de padres a hijos de
memoria.

No es éste el lugar para exponer los debates sobre el tema que han llenado
centenares de libros y artículos. Baste decir que la mayoría de los especialistas creen en
la existencia de dos fuentes principales, Marcos y «Q» (del alemán Quelle, «fuente»),
aunque no todos están de acuerdo y algunos piensan que hubo más fuentes.

En todo caso, de los evangelios existentes, el de Marcos es el más antiguo.


Aparecido después de la Guerra judía (66-70), el obispo de Lyon, Ireneo, lo cita como
«discípulo e intérprete de Pedro», y parece que recopila tradiciones y creencias de las
primeras comunidades cristianas, sin que falten influencias del apóstol Pablo. Escribe con
un lenguaje sencillo, al parecer para no judíos, ya que explica a sus lectores la geografía y

340
las costumbres judías e insiste en el carácter universal del mensaje de jesús. Es el más
corto y se orienta sobre todo hacia la Pasión, Muerte y Resurrección.

El de Mateo fue escrito en segundo lugar, al menos en su versión griega. Hay


especialistas que defienden la existencia de un Mateo anterior a Marcos, hebreo o
arameo. Su redacción no pretende contar una historia con fría objetividad, sino
convencer de que Jesús cumplía las expectativas del Antiguo Testamento. La cita de las
cifras hebraicas simbólicas y el uso de la cultura hebraica hacen suponer que se dirige a
los judíos.

El Evangelio de Lucas, según varios autores del siglo 11, habría sido escrito por un
sirio, oriundo de Antioquía, médico y compañero de viajes de Pablo de Tarso. Otros
exegetas no comparten esta tesis. Pero casi todos los especialistas coinciden en que se
trata del mismo autor de los Hechos de los Apóstoles, por similitud de estilo y
planteamiento. Ambos escritos están además dirigidos a la misma persona, un tal Teófilo.
Se supone que Lucas pudo conocer a Pedro en Roma entre el 61 y el 63 de nuestra era.
Los expertos discuten también sobre la fecha de redacción, que se sitúa entre el 60 y el
80. Lucas, provisto de un buen estilo literario, intenta demostrar un plan de Dios desde
Israel hasta la comunidad cristiana o Iglesia bajo la inspiración del Espíritu Santo. Está
dirigido a paganos influidos por los griegos y, aunque no pretende escribir una bio grafía
científica, remite en su prólogo a los que «fueron testigos oculares» como sus fuentes.

Por último, el Evangelio de Juan es el más diferente y original. Posterior, escrito en


torno al año 100, revela a un autor profundo, enamorado del símbolo, que intenta
demostrar la filiación divina de jesús. Es clara por su forma de pensamiento su
vinculación gnóstica. Ofrece, como dice Theissen, «la figura más estilizada de jesús
sobre la base de unas premisas teológicas, en comparación con otros evangelios. Jesús se
presenta como el revelador que es consciente de su preexistencia, pero que sólo puede
ser conocido y comprendido después de la Pascua».

Otras fuentes cristianas son las cartas y los Hechos de los Apóstoles, aunque sólo
contienen una información limitada sobre el jesús histórico. También en la actualidad son
tenidos en cuenta por los investigadores históricos de Jesús algunos evangelios no
canónicos, los llamados apócrifos (término que no equivale a falsos, sino a «ocultos»),
escritos muy pronto, ya en los siglos i y ii, muchos de los cuales han desaparecido y que
conocemos por los primitivos Padres de la Iglesia. De los que disponemos, no pocos
están dedicados a la infancia de jesús y contienen alusiones pueriles y episodios
maravillosistas. Hoy se valora cada día más el llamado Evangelio de Tomás, una
recopilación de frases atribuidas a jesús (114 logia), que fue descubierto a finales de la

341
Segunda Guerra Mundial en Nag Hammadi, Alto Egipto. Se trataba de una vasija que
contenía doce manuscritos en copto sobre un papiro de los siglos iii y iv. Se comprobó
que la mitad de estas logia se hallaban ya en los cuatro Evangelios.

Algo semejante ha pasado con el llamado Evangelio de Pedro, manuscrito griego


incompleto que narra algunas partes de la Pasión y Resurrección de jesús. Fue
descubierto a finales del siglo XIX en Akhmim, Alto Egipto, y podría contener algunos
textos muy primitivos pero que se limitan a copiar de los Evangelios de Mateo, Lucas y
Juan. Otros papiros y textos, como el de Pilato o el de Judas y los evangelios
judeocristianos podrían aducirse, pero aportan poco o nada al conocimiento histórico de
jesús.

Lo importante de la investigación histórica actual se centra en situar el contexto


sociológico real que vivió jesús en el siglo i en el judaísmo coetáneo y las posibles
interpretaciones del cristianismo primitivo, sin olvidar que en el contexto mediterráneo de
la época nadie se preocupaba de dar a la historia la exactitud absoluta y literal que pide
hoy la moderna historiografía.

Lo cierto es que los nuevos descubrimientos van esclareciendo aspectos concretos


y confirmando detalles de los evangelios. Por ejemplo, hoy sabemos, gracias a la
investigación, que existía realmente una frontera entre Cafarnaún y Betsaida
ulteriormente suprimida por Agripa 1, lo que explica que Jesús encontrara al publicano
Leví sentado en la aduana. O el descubrimiento de los manuscritos del Qumrán ha
explicado el pasaje donde el fariseo al orar dice: «Yo te doy gracias, Señor, de que no soy
como los demás hombres...». Extrañaba que en el Antiguo Testamento esa manera de
comenzar la oración sólo se encontrara una sola vez en Isaías. En cambio, los
documentos del Qumrán la citan muy frecuentemente al principio de los himnos esenios.
Algunos ven en este pasaje incluso a un jesús bromista, que, con segundas, hace rezar a
un fariseo empleando una fórmula esenia.

Lo mismo se puede decir de Pilato. La confluencia de datos existentes sobre la


figura de Pilato -Josefo, Tácito, Filón, monedas, una inscripción encontrada en una grada
del teatro de Cesarea- hace irrefutable el hecho de su existencia y sus intervenciones
injustas en la Judea de aquel tiempo.

Otros recursos aducen los historiadores para probar la exactitud de algunas palabras
chocantes de jesús como el elogio a las prostitutas, la defensa de la adúltera, la dureza de
Getsemaní, el abandono de Dios en la cruz. Se trata de temas tan escandalosos para la
mentalidad de la época y tan en desdoro del protagonista que sólo pudieron conservarse
porque responden realmente a los hechos.

342
Con todo, el gran argumento sobre jesús es el que dábamos al principio. Hoy,
veintiún siglos después, seguimos interesados, y cada día más, en su figura. En esa
investigación emprendida por autores serios como E. P. Sanders, M. Hengel, G.
Theissen, J. P. Meier, J. D. G. Dunn, G. Bornkamm, B. Otzen, C. Perrot, J. Schlosser,
J. L. Reed, G. Barbaglio, J. Jeremias, J. Sobrino, J. 1. González Faus, J. Mateos, R.
Aguirre, S. Guijarro, A. Piñero, X. Pikaza, J. M. Martín Moreno, J. L. Sicre y A. Puig,
entre otros muchos, además de fuentes secundarias arqueológicas, históricas y
sociológicas,* he basado este intento de recreación en forma de novela. En ella,
indudablemente, como corresponde a toda obra literaria, he rellenado con pinceladas de
imaginación los huecos existentes, me he visto obligado a optar por alguna de las varias
interpretaciones que se ofrecen (el caso de la integración de las tres Marías en dos, por
ejemplo) y he introducido los sentimientos, las pasiones y las coordenadas históricas que
enmarcan cualquier hecho humano para poder ser vivido como tal.

Ojalá este relato acerque más al lector medio a los frutos de la citada investigación
histórica y exegética, y sobre todo le permita, sea creyente o no, conocer más y mejor la
fascinante figura de Jesús de Nazaret, para que cada cual saque sus propias conclusiones,
consciente no obstante de que, como decía Ignacio de Loyola, el conocimiento interno
suele conducir al amor y al seguimiento.

343
344
Proemio ............................................................................... 9

1. Tiberio .............................................................. 15

2. Raquel .............................................................. 31

3. Yeshua Bar Abbá .............................................. 47

4. Bonos, el esenio ................................................ 63

5. Andrés .............................................................. 85

6. Marco ............................................................... 107

7. Sara .................................................................. 125

8. Leví Alfeo ......................................................... 139

9. Absalón ............................................................ 157

10. Zaqueo .............................................................. 171

11. Lázaro ............................................................... 189

12. Nicodeino ......................................................... 209

13. Matatías ............................................................ 229

14. Poncio Pilato ..................................................... 245

15. Simón Pedro ..................................................... 265

16. José de Arimatea .............................................. 289

17. Simón de Cirene .............................................. 311

18. María de Magdala ............................................ 329

345
19. Juan el de Zebedeo ........................................... 345

20. María de Nazaret ............................................ 367

Epílogo. Al que leyere ......................................................... 387

Apéndice. Historicidad y fuentes ........................................ 395

* El mar de Galilea mide 20 kilómetros de largo. Su mayor anchura, a la altura de


Magdala, es de 12 kilómetros.

* Una especie de ministro encargado de la explotación de minas de plomo y


estaño.

* ¡Soy el ciudadano romano Suetonio, tribuno del emperador, que he sido


detenido! ¡Pronto, solicito ayuda!

* Una bibliografía más extensa puede encontrarse en Armand Puig, Jesús: una
biografía, Destino, Barcelona, 2005, y en http://www.upcomillas.es /personal

346
Índice
-¡Un mar que está por debajo del nivel del mar! -comentó el erudito
346
Aristeo-. En realidad, eso que v
-Acusándole de proclamarse «rey de los judíos». Lo único que
346
pude hacer es ayudar a José de Arimatea
-¡Cives romanos sum: Suetonius, imperatoris tribunus in vinculis!
346
¡Celeriter auxilium postulo!*
Con todo, el gran argumento sobre jesús es el que dábamos al
346
principio. Hoy, veintiún siglos después
Proemio 10
1. Tiberio 16
2. Raquel 30
3. Yeshua Bar Abbá 44
4. Bonos, el esenio 58
5. Andrés 76
6. Marco 94
7. Sara 110
8. Leví Alfeo 122
9. Absalón 138
10. Zaqueo 150
11. Lázaro 165
12. Nicodeino 183
13. Matatías 201
14. Poncio Pilato 214
15. Simón Pedro 231
16. José de Arimatea 250
17. Simón de Cirene 268
18. María de Magdala 282
19. Juan el de Zebedeo 295

347
20. María de Nazaret 313
Epílogo. Al que leyere 329
Apéndice. Historicidad y fuentes 335

348

También podría gustarte

pFad - Phonifier reborn

Pfad - The Proxy pFad of © 2024 Garber Painting. All rights reserved.

Note: This service is not intended for secure transactions such as banking, social media, email, or purchasing. Use at your own risk. We assume no liability whatsoever for broken pages.


Alternative Proxies:

Alternative Proxy

pFad Proxy

pFad v3 Proxy

pFad v4 Proxy