Tu y Yo en La Gran Manzana Estrella Correa

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Copyright © 2020. Estrella Correa.

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o
transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico,
incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y
recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera
coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en
esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en
esta obra de manera ficticia.
1ra Edición, Abril 2020.
Título Original: Tú y yo en la Gran Manzana.
Diseño y Portada: Estrella Correa.
Maquetación: Estrella Correa.
Corrección: Antonio Correa.
TÚ Y YO
EN LA
GRAN MANZANA
A todos, luchadores incansables.
Lo conseguiremos.
SINOPSIS
Anna Stewart cree haber encontrado la felicidad. Piensa que
su trabajo de columnista en la revista de referencia de la
ciudad de Nueva York y la compañía de sus dos grandes
amigos es suficiente para sentirse completa.

Cameron Blake, un empresario de éxito en Londres, se muda


a Manhattan buscando un cambio en su desdichado corazón,
aunque su lado romántico no se rinde a la esperanza de
encontrar el verdadero amor.

El destino hará por unirlos en la Gran Manzana, pero, a


veces, a este, le gusta complicar las cosas.

Una novela divertida, romántica y con un toque picante.


INTRODUCCIÓN

—Anna, voy a dormir un ratito. No dejes que ningún gilipollas


me haga una foto. Después vuela por los grupos de WhatsApp.
Cabrones…
—Tienes que estudiar —apunté.
—Sí, ya.
Pegó la frente a sus apuntes, tirados sobre la mesa de la
biblioteca del instituto, y cerró los ojos.
Me puse a leer el libro que tenía entre las manos y seguí
memorizando cada palabra. Trataba de comprender el temario,
pero había asignaturas que se me atragantaban. Nunca se me
ha dado bien la ciencia. Era y soy de letras.
Escuché un ruido y despegué los ojos del libro. Miré a mi
alrededor a ver si alguien estaba inmortalizando a mi amiga
con la boca abierta y la baba resbalando por el mentón y lo vi.
LO VI. Vi su mirada. Estaba sentado en la mesa que había
frente a la nuestra. Siempre he pensado que nos unió el
destino, porque ese día había faltado a clase. Y yo nunca falto
a clase. Pero quería estudiar el examen que teníamos a última
hora de la mañana y que no había podido repasar la noche
antes porque la peor amiga del mundo había venido a
buscarme y me había arrastrado hasta una de las tantas fiestas
que Blue daba en su casa. Mi amiga, esa que dormía como un
angelito a mi lado y cuyo nombre significa «Consagrada de
Dios», aunque yo la definiría más como «Hija del diablo»; me
arrastraba a toda clase de jolgorios. Nos metimos en tantos líos
que una vez tuvieron que ir a buscarnos a comisaría. Fue en el
primer año de instituto. Estuve el resto del curso castigada y
sin salir. De vez en cuando me dejaban ir al cine. No fue para
tanto. Nos pillaron con dos latas de cerveza que ni siquiera nos
habíamos tomado. Ya hay que tener mala suerte. Admito que
las compramos con carnés falsos, y eso fue lo que no nos
perdonó la ley (ni nuestros padres). De todas formas, no me
arrepiento de nada de lo que hemos pasado juntas. Fueron
cuatro años maravillosos, para recordar el resto de nuestras
vidas. Cuando conocí a Noah, aún nos quedaban dos para
separarnos. Yo me quedaba a estudiar en Princeton, en Nueva
Jersey, y ella se iba a Yale, en Connecticut. Nos veríamos
poco, pero prometimos quedar al menos una vez al año. Total,
que puedo culparla de que me volviera completamente
prendada de Noah al comenzar el nuevo curso en la escuela
secundaria Alfred C Mackinnon.
Noah y yo cruzamos varias miradas hasta que en una de
ellas me sonrió. No fue amor a primera vista, pero solo
tardamos dos semanas en darnos el primer beso, y fue… de
fuegos artificiales con palmeras de colores incluidas.
Me invitó a salir después de una clase de natación. Los dos
entrenábamos para una competición en Nueva York y me
acercó una toalla. Vaya parida. Así es el instituto. Le di las
gracias y él se lanzó.
—¿Te gustaría salir esta noche? Podríamos… No sé… ¿Te
gusta la música?
—Casi toda. —Me sequé la cara.
—¿Rock?
Asentí con la cabeza y sonreí.
—¿Te recojo a las siete?
—De acuerdo.
Giró sobre su cuerpo casi desnudo y mojado y lo detuve.
—¡No sabes dónde vivo!
Me miró, me guiñó un ojo y se marchó.

Daba vueltas en mi dormitorio como si estuviera loca. No


sabía qué ponerme. Tiré sobre la cama casi toda la ropa que
había colgada en mi armario. Me probé hasta el último
vestido. Y tenía bastantes. Nada me parecía lo suficientemente
bueno para salir con el chico que hacía natación y al que nunca
antes había visto a pesar de que algunas veces seguro que
habíamos coincidido en la piscina. Supongo que nuestro
momento llegó cuando tuvo que llegar.
—Anna, ¿estás bien? —preguntó mi madre tras la puerta.
—¡Sí! —grité.
A mí madre ese sí no le convenció demasiado y entró en la
habitación.
—¡Por Dios! ¿Qué ha ocurrido aquí? —Puso los brazos en
jarra cuando vio el desastre.
—¡No sé qué ponerme!
—Pero, ¿qué te ocurre? No es la primera vez que sales con
un chico…
Agaché la mirada.
—¡Oh, mi niña! Te gusta mucho.
Caminó hasta mí y me abrazó.
—Estoy nerviosa —admití.
—Yo te ayudaré. —Dio un paso atrás y me retiró el
flequillo de la frente—. A ver… ¿adónde vais?
—Creo que a un concierto.
—Pues… Yo optaría por unos vaqueros y una chaqueta de
cuero. —Fue hasta mi armario, casi vacío, y cogió mis
vaqueros y mi chaqueta favorita—. Y… este top. —Me lo
enseñó. Era blanco, corto y con una barra de labios roja
pintada en el pecho.
—Me gusta… —Sonreí, llena de emoción.
En ese momento, escuchamos el timbre en el piso de abajo.
—Ya está ahí ese chico. Vístete. No lo hagas esperar.

Cuando bajé al salón vi a mi padre y a él sentados en el sofá.


Pude escuchar la conversación que mantenían, o mejor dicho,
la charla sobre sexo seguro que le estaba dando mi progenitor.
Casi me muero de la vergüenza hasta desear que una nave
alienígena me abdujera y me depositara en un planeta
desconocido a millones de años luz.
—¡Ejem, ejem…! —carraspeé.
Se levantaron los dos y me miraron.
—Ya está aquí mi niña —anunció mi padre.
Yo miraba a Noah con cara de circunstancia y él me
observaba de arriba abajo con la boca un poco abierta.
—¿Nos vamos? —pregunté.
—Estás muy guapa, cariño. —Mi padre me dio un beso en
la mejilla y me susurró al oído—. Un pantalón. Buena
elección.
Puse los ojos en blanco.
—Encantado de conocerle, señor Stewart—. Le dijo al
despedirse a mi padre.
—Espero poder decir lo mismo después de esta noche.
Trata bien a mi hija. Es mi mayor tesoro—. Le espetó mi
soberano protector.
—No se preocupe. Lo haré.
—¡Por la cuenta que le tiene… Y por su seguridad…!
Le di un beso a mi madre en la puerta de casa y me despedí.
Tuve que esperar a Noah unos segundos en el jardín.
—¿Qué te ha dicho ahora mi padre? —Supe que lo había
amenazado en cuanto le vi la cara.
—Que si toco a su hija, mañana encontrarán mi cuerpo
sobre el río Midtown.
—Oh, lo siento. Siento que hayas tenido que escuchar todo
eso —lamenté.
—Ha sido… peculiar.
Me tapé la cara con las manos.
Él las apartó y me clavó sus ojos azules en los míos.
—Estás preciosa esta noche.
Me ruboricé.
—Gracias.
—¿Nos vamos? Tengo que traerte de vuelta antes de las
once.
—¿Las once? ¿Eso te ha dicho?
Asintió.
—Dios mío… Es… Es…
—Es tu padre. No importa. Ha sido simpático conmigo. Y
quisquilloso guardián de la integridad de su hijita.
—¿Simpático?
—Muy simpático.
Nos reímos.
Subimos a su coche. Un Ford Mustang del 64 en color
verde agua. Lo sabía porque mi padre era mecánico. Tenía un
taller en nuestro barrio y yo había crecido dando clases
gratuitas. Le sorprendió que lo supiera.
—Vaya… Me dejas impresionado.
Arrancó y sonrió.
—Pues aún no has visto nada.

Así empezó nuestra historia. Una historia corta pero


intensa. Una historia que me dejó el corazón hecho trizas. Si
hubiera sabido lo que iba a ocurrir… Lo hubiera amado igual.
Porque Noah siempre fue un chico muy especial.
1

—Anna, despierta, estás babeando el teclado. —Kelly me


avisa desde su mesa, casi pegada a la mía.
—Mmmm.
—Anna, el teclado —insiste.
—No exageres. Solo es un poco de salivilla —me defiendo,
sin levantar la cabeza.
—Supongo que otra vez saliste anoche. —Se mete una
chuchería en la boca y alarga el brazo para darme una—.
Toma, necesitas subir el azúcar.
—Lo que necesito es un buen café. —La muerdo.
—Ya te has tomado tres.
—Y no son suficientes.
—¿A qué hora te has acostado?
—¿Qué te hace pensar que me he acostado?
—No sé cómo aguantas este ritmo.
—Yo tampoco. —Me refriego los ojos y me incorporo—.
Esta noche vamos a salir. ¿Te apuntas?
—¿En serio? —Abre los ojos de par en par.
—Yo no bromeo sobre una buena juerga. —Levanto el
dedo.
—¿Tienes cuerpo?
—Ahora mismo no, pero esta tarde me recupero.
—Toma, bella. —Sam llega hasta mí con un café en la
mano.
—Eres mi Dios. —Lo cojo y le doy un sorbo.
—Soy el Dios de todas las mujeres. Me lo dicen mucho en
la cama. —Me guiña un ojo y se sienta frente a mí, tras su
escritorio.
Observo cómo Kelly lo mira de reojo y vuelve a posar sus
ojos sobre la pantalla de su ordenador.
Gris. Gris oscuro. Negro.
—¡Que te duermes…! —Sam me grita y me despierta.
—No estaba dormida —me defiendo sin argumentos.
—Pues tenías los ojos cerrados.
—Estaba pensando —explico, pero es mentira. Estaba
sobada.
Qué sueño, por favor. Necesito una camita. O dos. Con su
almohadita, su sabanita limpita y su colchita. Mmm, qué rico.
¡Claro que estaba dormida! Soy capaz de dormirme de pie.
Lo digo con conocimiento de causa. Alguna vez me ha pasado.
Soy como los gatos.
—¿Y en qué pensabas?
—Estaba buscando ideas para este artículo.
—Creí que ya lo tenías escrito —me dice Kelly.
—No me convence. Quiero darle un par de vueltas.
—¡Tienes que entregarlo mañana!
—Lo sé.
—¡Y quieres volver a salir esta noche!
—Así es.
—¿Estás loca?
Un poco, sí. No nos vamos a engañar.
—Está todo controlado —la tranquilizo.
—Anna, desde hace meses corren rumores de que van a
reducir la plantilla y tú viviendo la vida como si no te
importara tu trabajo. ¿No te preocupa que te despidan?
—Punto número uno: me encanta mi trabajo. Punto número
dos: claro que me preocupa, pero, y esto me lleva al punto
número tres, no creo que esos rumores sean ciertos.
—Cuando el río suena, agua lleva.
—Ojalá llevara vino —manifiesto.
—¡Anna! —me regaña.
—¡Kelly! —Imito su voz.
—Me encanta cuando discutís delante de mí. Me la pone
dura —informa Sam, mirándonos.
—Salido —le reprocha nuestra compañera.
—Cállate, pajillero —le digo yo.
—De eso vengo —contesta.
—¿De qué?
—De pajearme en el baño.
Suelto el vaso y se derrama sobre mi precioso vestido
verde.
—Ah —grito—. ¡Me quemo! ¡Me quemo! ¡Me quemo!
¡Quema! ¡Quema! —Me levanto y pego saltitos.
—¿Estás bien? —Sam llega hasta mí.
—Quita, no me toques con esas manos. ¡Qué asco! ¿Has
sacado mi café después de tocarte?
—¿Tocarme? —Alza una ceja.
—Tocarte las pelotas, perro en celo.
—Sí, pero me he lavado las manos. —Ríe.
—¡Mira cómo me has puesto! —Me señalo la mancha
negra que me ocupa todo el vestuario.
—Has sido tú solita. Yo no tengo la culpa. —Sigue
riéndose.
—¡No te rías, borrico! —Le doy un manotazo en el hombro
—. ¿Qué hago yo ahora?
—Puedes quitártelo.
Lo miro con ganas de matarlo.
—Ahora vuelvo, voy al baño a ver si arreglo este
desaguisado.
Camino por el pasillo hasta la última de sus puertas y entro
en el aseo de diseño moderno y pintado de mil colores. No
sabría decir cuántos. Trabajo en un periódico dirigido a
personas jóvenes que habla de música, redes, moda y cosas
que parecen ser que nos preocupa a los menores de treinta y
cinco años. Yo tengo veintiséis y me preocupa más no poder
pagar el alquiler que ver qué disco saca al mercado el grupo
famoso de turno, o el modelito que se pone un Influencer al
que le han pagado un dineral por llevarlo. Vamos, que no es
que le guste el mono que queda como si llevara un saco de
patatas y las botas con cinco centímetros de suela y de un
color al que aún no le han puesto nombre.
—Anna, ¿qué ha ocurrido? —me pregunta Mary, la
recepcionista.
Mary es una persona amable que sonríe y saluda a todas las
personas que se acercan a su mostrador de recepción.
Incansable, constante, unas cincuenta personas que entramos y
salimos una media de cuatro veces al día. Haz las cuentas.
Muchas. Pues ella siempre tiene una sonrisa cortés. Deberían
darle un premio. Nunca le he preguntado la edad, pero debe
rondar los cuarenta.
—Se me ha caído el café.
—Eso no se va a ir con agua. ¿Por qué no buscas algo que
ponerte?
—No tengo nada. —Abro el grifo y le echo agua con la
mano. Refriego y ¿qué pasa? Que lo empeoro, el lamparón se
agranda y ahora parece que se me ha meado un camello
encima.
—¿Lo ves? —Sonríe—. Me voy. Tengo mucha prisa. Algo
se está cociendo y no sé qué es, pero me espera el señor Blake.
—¿El señor Blake está aquí? Creí que estaba de viaje.
—Ha llegado esta mañana directamente desde Londres.
Miro mi vestido y mascullo.
—La que he liado.
—Hasta luego.
—Adiós —digo sin mirarla.
Me miro en el espejo y lo único que veo es un
espantapájaros mojado. Soy un puto desastre. Tengo el pelo un
poco revuelto porque esta mañana no me ha dado tiempo a
lavármelo. Vale, casi tengo que venir directamente desde el
Club Monsie hasta aquí. Solo me he pasado por casa para
lavarme la cara y cambiarme de ropa. Por lo menos llevo los
labios pintados. El rojo siempre ayuda a verme mejor.
Compagina de muerte con mi media melena rubia.
—Será mejor que me siente a trabajar y no me vuelva a
levantar en toda la mañana —susurro—. Así nadie podrá
verme.
En ese momento, entra un hombre con traje de chaqueta,
moreno, alto, fuerte, con barba de varios días pero muy bien
recortada, guapo hasta decir basta, atractivo hasta ahogarte,
follable hasta morirte… Madre del amor hermoso, qué calor
tan horroroso. ¡Y yo con esta pinta!
«Destino, esto se avisa. Por la mañana me llamas o me
mandas un mensaje y me dices que voy a conocer al futuro
padre de mis cuatro hijos (dos niños y dos niñas) y yo me
pongo mi mejor vestido, me peino y me maquillo, y, por
supuesto, ¡no me tiro el café encima!»
«Sonríe, mona».
No se da cuenta de mi presencia ni de lejos. Está hablando
por teléfono y parece un poco cabreado.
—No me valen las excusas. Estás despedido. Jonas te
enviará toda la documentación. —Cuelga, se mete el móvil en
el bolsillo, da un paso en mi dirección, abre el grifo que yo
estaba utilizando y se lava las manos.
—Eso se hace después —me da por decir. ¿Por qué? Vete tú
a saber. Mi madre siempre me dice que debería callarme más a
menudo.
Me mira, levanta una ceja y… me mira.
Mudo no es, porque lo acabo de escuchar hablar.
—¿Después de qué, señorita?
Ohhhh, su voz. Una voz ronca que me lleva a mirarlo
directamente a la boca. Como cuando estaba despidiendo al
que estaba al otro lado de la línea pero más sensual.
Juas, Juas.
«Te quiero besar».
—Después de entrar en el baño —explico.
—Ya estoy en el baño. —Lo cierra y se seca con las toallas
de papel.
Ohhhh, qué manos. Unas manos grandes pero muy bien
cuidadas. Y en la muñeca un reloj que debe costar más que mi
casa. ¿Qué casa? No tengo casa. Soy una pobre moribunda que
vive a base de cafés en un apartamento con dos ventanas.
—Me refiero a… —Señalo uno de los inodoros.
Él ni mira en esa dirección, sino a mi vestido.
—¿Qué le ha pasado?
—¿Esto? —Lo levanto un poco con las dos manos y dejo
parte de mis piernas al aire—. Se me ha caído el café. Bueno,
lo he tirado. Es que mi compañero se cree muy gracioso y me
la ha jugado, pero pienso devolvérsela. Siempre las devuelvo.
Soy muy vengativa. Muy pero que muy vengativa. Donde las
dan las toman.
Sigue mirándome sin decir nada. Me da la sensación de que
se ríe de mí.
Ya me cae mal.
—Puedes ir a casa a cambiarte de ropa.
—Vivo demasiado lejos, no puedo. Tardaría media mañana.
—Hay muchas tiendas por aquí cerca.
¿Pero este quién se cree?
—Ya quisiera yo poder permitirme ese lujo, pagar un
vestidito cuando lo necesite, con lo justo que me llega el
sueldo a final de mes. Además, está aquí mi jefe. Mira,
supongo que eres nuevo porque no te había visto nunca, pero
te voy a decir una cosa. Al señor Blake no le gusta que no nos
tomemos en serio nuestro trabajo. Me echaría a patadas y sin
remordimientos si no tengo una razón muy sólida para salir en
horario de oficina. No se anda con chiquitas y se rumorea que
quiere recortar plantilla e, incluso, cerrar el periódico y
jubilarse. Te voy a dar un consejo: no te enfrentes a él y haz
siempre lo que te diga, o te pondrá de patitas en la calle. Si
quieres trabajar aquí, es lo que hay. Si no estás de acuerdo, te
aconsejo que te vayas a casita.
Cuando termino de hablar, me percato de que ha levantado
una ceja y me regala una media sonrisa.
—¡Chuf, qué parrafada le he largado! No me dé las gracias,
pero tome buena nota. Y ahora me voy. Tengo mucho trabajo
—termino, a la vista de que no piensa decir nada.
—Espero que nos veamos pronto —manifiesta, cuando
estoy a punto de salir.
Giro la cabeza, hago una mueca con la boca (intento de
sonrisa que no sale) y me marcho.
Vuelvo a mi mesa hecha un Cristo y pensando en todo lo
que le he soltado a ese tío sin conocerlo y no me ha dicho ni
pío. Tomo asiento enfurruñada y señalo mi desastre de vestido
a mis dos compañeros.
—¡Ni una palabra! —advierto.
—Ahora está peor —apunta Sam.
—¡He dicho que ni una palabra! —Levanto la voz—. Por
cierto, el señor Blake está aquí.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Para qué? —Kelly se pone nerviosa.
—Porque va a echarnos a todos —bromeo, pero ella no se
lo toma así.
—¡¿Qué?! —pega un gritito.
—¡Yo qué sé por qué está aquí! No soy adivina. Llama a
Lena. Seguro que lo sabe.
Lena es la secretaria del tan temido señor Blake.
Va a coger el teléfono para llamarla cuando suena y se
asusta.
—¿Sí? —Descuelga el teléfono y se lo lleva a al pabellón
auricular, señalemos con propiedad. Que te enteras de todo es
lo bueno que tiene compartir cubículo con dos compañeros—.
Sí, señora. Sí, señora. Ahora mismo, señora —habla con cara
descompuesta. Mejor dicho: parece que le acaban de meter un
palo por el culo.
Cuelga, cierra los ojos y respira.
Sam y yo la miramos, expectantes.
—A ver si a la señorita le da por decir algo —comento.
—Kelly, ¿qué ocurre? —insiste Sam.
—Reunión general en media hora. El señor Blake quiere
vernos a todos.
—Seguro que va a regalarnos un crucero por el Caribe —
imagino, pero ni de coña.
—No seas ilusa. ¡Va a despedirnos a todos!
—Que no, mujer. Será que nos va a adelantar la
extraordinaria como anuncio de lo que será el regalo de
navidad —sigo.
—¡Estamos en agosto!
—Esto tiene muy mala pinta —susurra Sam.
—No seáis negativos. No nos van a echar a todos en cinco
minutos. —Les pido que mantengan la calma.
—Va a anunciar que cierra el periódico. Todos a la calle.
Hale, a casita. —Kelly se lleva las manos a la frente.
—Pues nada. Se acabó lo de quebrarme la cabeza. —
Empujo mi silla y rueda hacia atrás, separándome de la mesa.
—¿Qué haces?
—Ya no tengo que romperme la sesera con el artículo.
Total, qué más da, nos van a echar. ¡Perros a la calle…!
—¿Cómo puedes ser así? —Kelly nunca ha entendido mi
forma de ser.
—Si la vida te da limones, hazte un buen Cosmo y los
exprimes.
—El Cosmopolitan no lleva limón —gruñe.
—Lleva lima, que viene a ser lo mismo. Venga, vámonos a
la cafetería y lo celebramos. Todo un mundo se abre delante de
nosotros. Trabajo nuevo, vida nueva, sueldo nuevo.
—Muy fácil lo ves tú todo. ¡Qué optimismo tan
desmesurado! ¡Qué alegría de espíritu, chiquilla! —Se levanta,
se cuelga el bolso y alza el mentón.
—¿Adónde vas? —Cruzo las piernas.
—A la cafetería. Invítame a una cerveza, creo que me va a
dar un infarto.
Me pongo de pie, cojo mi carterita y apago la pantalla del
ordenador.
—Esperadme. Os acompaño. —Sam nos sigue.

Llegamos a la reunión con dos cervezas en el cuerpo cada uno


(en la mano no, no estamos tan locos). Han decidido seguir mi
filosofía de vida y dejar de preocuparse por algo que no tiene
solución. Si nos echan, salimos por la puerta grande. O por la
misma puerta que todos, pero más contentos.
Toda la plantilla está ya sentada y esperando a que empiece.
Las caras de nerviosismo no pueden ocultar el susto y la
desazón que anida en el interior. Todos se huelen lo que está a
punto de ocurrir. Muchos de ellos tienen familia y eso sí que
preocupa, también a quienes no tenemos a nadie que proteger
y alimentar. Yo bebo café, pero los niños tienen que comer, y
comer sano y variado, y vestir, vestir y calzar con dignidad, y
acudir a colegios que cuestan un riñón…
Todos se nos quedan mirando. O se me quedan mirando a
mí y a mí vestido. Alguien ha colocado las sillas como si
estuviéramos en un teatro y ahora nosotros, se puede decir,
cruzamos el escenario. Normalmente rodean una mesa enorme
de forma ovalada y algunas quedan apiladas al fondo. Solo
quedan sitios libres en la primera fila. Nadie quiere que lo
vean llorar cuando suelten el bombazo y se han escondido en
la parte de atrás. Salvo los pelotas y los pagados de sí mismo
que quieren dejarse ver, los que asisten a reuniones empiezan
por sistema a ocupar las filas últimas con el fin de pasar
desapercibidas. Mis ojos se cruzan con los de Mary, que
agacha la cabeza y rehúye mi mirada. Mala señal. La
recepcionista siempre se entera de todo y no tiene muy buena
cara. El miedo comienza a apoderarse de mí. Lo cierto es que
no quiero quedarme sin trabajo. Me gusta y gano lo suficiente
para vivir como quiero, por más que fui de pobre apretada con
el desconocido del baño. Bueno, me gustaría ser millonaria,
pero no es el caso, ¡qué le vamos a hacer!
—Esta silla está coja —me quejo cuando nos sentamos.
—Coge esa. —Kelly apunta con el dedo una de la esquina.
Me levanto y camino hasta ella. Si alguien no había visto el
desastre en el que se ha convertido mi vestido cuando he
entrado, lo hace ahora.
Se hace el silencio en la sala y yo estoy a medio camino de
volver con la silla a cuesta.
Me giro y veo al señor Blake mirándome y al desconocido
del baño a su lado.
Repito: el desconocido del baño a su lado.
¿Qué tiene él que ver con el señor Blake?
2

Los dos me miran, esperando a que deje la silla sobre el suelo


y tome asiento. Cuando lo hago, pasan unos segundos hasta
que el señor Blake habla. El desconocido se queda de pie junto
a él con las manos metidas en los bolsillos. Lo observo de
reojo y lo pillo con los ojos puestos sobre mí y una sonrisa
ladeada que me pone nerviosa de repente. Aparto la mirada,
me cruzo de brazos y elevo el mentón.
Algunos se han levantado a darle la bienvenida al gran jefe
y saludan también al moreno guapo que me tiene el corazón
acelerado. Menudos pelotas, cobistas, aduladores. Les falta
arrodillarse y besarles los zapatos.
—Buenos días. Como todos saben, he estado fuera bastante
tiempo —comienza a hablar el gran jefe. Lo cierto es que el
viejo gruñón debió de ser muy guapo en sus tiempos mozos, y
la barba blanca y el pelo blanco le sientan de maravilla—.
Nuestra sede de Londres está en funcionamiento y cada vez
tenemos más lectores adictos a nuestros artículos. Y todo
gracias a mi hijo Cameron. Muchos de vosotros ya lo
conocéis.
¿Su hijo? ¿El hombre irremediablemente follable es su
hijo? ¿El mismo al que le he dicho todo eso en el baño?
«La has cagado, pero bien, mona». Imagino a mi vecino
Davy susurrarme al oído.
¡He rajado de su padre!
De esta me echan seguro.
Madrecita de mi alma, espero que en Vogue necesiten una
cronista de catástrofes. Puedo contar mi vida y hacerme rica.
El señor Blake sigue hablando y casi no puedo escuchar lo
que dice.
—… Es por eso que él está aquí…
¿Qué? ¿Por qué? ¿Quedaría muy mal si le pidiera que lo
repitiera? No es buena idea, no. Mejor me callo.
—… Voy a jubilarme…
De esto sí me entero. Abro los ojos como todos y presto
atención. ¡Van a cerrar! ¡Van a cerrar!
Todos a vivir debajo de un puente.
Miro a Kelly que está a punto de sollozar.
—Creo que ya es hora de disfrutar de la vida y apartarme
del estrés y el trabajo…
Estrés dice, por aquí no aparece casi nunca, y lo que hace es
mandar mucho. No creo que le duela la espalda de agacharse.
Este no debe ni de atarse los cordones solo. Y, por cierto, su
hijo tiene la misma pinta. No sé cómo se me ocurrió que podía
trabajar aquí.
—… Espero que sigáis trabajando como hasta ahora.
Se me ha escapado medio discurso, pero esto último
significa que no van a mandarnos a casita con una buena (o
mala) recomendación, así que respiro y escucho a Kelly soltar
un suspiro.
Abortamos misión «Búsqueda de los mejores bajos de un
puente».
—… Muchas gracias a todos por luchar por esta revista
como si fuera vuestra. Le doy la palabra al señor Blake. —
habla de su hijo—. Que será a partir de ahora el Director
General de Fantastic Young People.
Todos comienzan a aplaudir como si la vida se les fuera en
ello, y yo, que soy medio lela, doy dos palmas muy pausadas
con la boca tan abierta que a punto está de entrarme la mosca
que me ronda desde que me tiré el café encima.
—Buenos días. Como muchos de vosotros ya sabéis, he
estado ocupándome de que el periódico en Londres saliera
adelante desde hace dos años. Ahora trabajaré codo con codo
con todos vosotros. Quiero que me veáis como un compañero
al que poder acudir si existe algún problema. —Clava los ojos
en mí—. No como un jefe al que no se le puede hablar a
ninguna hora del día y al que le tengáis miedo.
Directa que me tira y me da en toda la boca.
Se escuchan risas por la sala.
Sigue con un discurso motivador que hasta a mí me
sorprende. No se parece en nada a su padre y algo me dice que
lo vamos a comprobar durante los próximos meses.
—Habrá algunas modificaciones. —Se nos cambia la cara a
todos—. Nada drástico, tranquilos. No vamos a prescindir de
nadie, pero sí existe la posibilidad de reubicar secciones o a
alguno de vosotros. Y eso es todo por ahora. Podéis seguir
trabajando. Será un placer para mí compartir cada día con
todos vosotros. —Vuelve a mirarme a mí durante unos
segundos—. Una última cosa. —Posa la vista sobre el grupo
—. Celebraremos una fiesta de despedida al señor Blake —se
refiere a su padre— el viernes de la próxima semana. Estáis
todos invitados. Se os informará convenientemente.
Nos levantamos y algunos van a darle la bienvenida y la
enhorabuena, así como la despedida no oficial al que hasta
ahora ha sido nuestro jefe. Nunca me he llevado mal con él,
incluso alguna vez me ha tratado con cariño, pero me gusta
mantener las distancias con quien me da de comer, porque soy
un poco patosa, no mido mis palabras y nunca he querido
tentar a la suerte y meter la pata con el señor Blake.
—¡Una fiesta! Nos lo pasaremos muy bien —comenta Kelly,
ilusionada, mientras andamos por el pasillo, camino de
nuestras mesas.
—No sé si iré —respondo con desgana.
—¡Pero si te encantan las fiestas!
—Las fiestas con mis amigos en garitos en los que puedes
bailar y emborracharte, no con pijos y compañeros de trabajo
que ni te saludan en la oficina y rajarán de ti al día siguiente.
—Tenemos que quedar bien con nuestros jefes.
—Paso.
—El alcohol es gratis —me recuerda.
—Llevas razón. Me apunto.
Nos reímos y llegamos a nuestro diminuto cubículo. Sam
está sentado en su mesa y hablando por teléfono. Cuelga
cuando nos ve.
—Enhorabuena, chicas de Manhattan. Tenemos trabajo.
—Soy de Nueva Jersey —apunto.
—Menos mal.—Kelly se lleva la mano al pecho y se
acomoda tras su mesa.
—Te lo dije. Si es que soy adivina —argumento mi acierto.
—Podré seguir dándole de comer a mis hijos —bufonea
Sam.
—¿Qué hijos? Pero si tú no tienes hijos —objeta Kelly.
—Tengo hijos por toda la ciudad, pero tú no lo sabes ni yo
los conozco. Voy plantando mi semilla cada noche y vaya si
alguno germinará.
—Espero que no germine ninguno.
—¿Por qué? Serán guapísimos.
—Discrepo.
Paso de la tonta discusión que mantienen y me pongo a
trabajar en el artículo que, en realidad, debía haber terminado
ayer. Por eso de corregirlo hoy y entregarlo mañana. Pero no,
hoy voy a tener que hacer horas extras para acabarlo.

—Levanta. Salimos a comer. —Kelly me da un toque en el


hombro.
—No puedo —farfullo, con un bolígrafo en la boca y sin
parar de teclear.
—Tienes que comer algo.
—Más tarde me tomaré un café.
—No puedes sobrevivir a base de cafés.
—También bebo Cosmopolitan.
De repente, la pantalla se queda negra.
—Pero… ¿qué? —Se me cae el bolígrafo que tenía
agarrado con los dientes sobre la mesa.
—Se ha ido la luz. Vámonos.
—¡Pero si está todo encendido! —Miro sus ordenadores, la
impresora, el escáner, las luces…
—He dicho que nos vamos. Estás muy delgada. Será solo
media hora.
—Está bien, pero si no termino esto, tú tendrás la culpa.
—Claro, guapa. Yo y tus noches de fiesta.
Me levanto, meto mi carterita en mi bolso, me lo cuelgo y
la sigo.
—¿Dónde está Sam?
—Sí que has estado concentrada. Lo ha llamado el nuevo
jefe. Nos espera ya abajo.
—¿Para qué?
—No lo sé. Ahora nos contará.
Esperamos el ascensor y el reflejo de mí misma en el cristal
de al lado me recuerda que voy con un vestido manchado de
café, o con un vestido pegado a una gran mancha de café.
Kelly se percata del mohín que hago.
—No te preocupes. En esta ciudad puedes llevar un pájaro
de sombrero que nadie te mira.
Lo sé, pero voy hecha una calamidad. Tal vez me pase por
alguna tienda y me compre algo.
—Buenas tardes —escucho la voz ronca del desconocido
follable (ya conocido y mi jefe desde hace dos horas) a nuestro
lado.
—Vamos a comer —suelto como si me lo hubiera
preguntado.
No contesta.
Veo de soslayo que su cara la dibuja la media sonrisa que le
he visto ya unas cuantas veces y se balancea casi
imperceptiblemente con las manos metidas en los bolsillos.
Las puertas del ascensor se abren y él nos concede el paso
con la mano. Después entra él y se posiciona detrás de
nosotras.
—Podemos comer en Madison. Es barato y atienden rápido
—aconseja Kelly.
—Vale. —Miro de reojo a un lado, pero no consigo ver al
señor Blake.
Me pone nerviosa. Ni siquiera lo conozco y me pone de los
nervios. Será que es mi jefe y metí la pata hasta el fondo con él
en el baño. Vale, que es muy guapo también intimida, como el
traje de miles de dólares que lleva. Hasta en gomina se tiene
que gastar una pasta. Y el perfume… Eso que huele tan bien
tiene que ser él, porque no hay nadie más aquí dentro, y Kelly
y yo no usamos esa fragancia.
—Me alegra saber que se alimenta, señorita Stewart —me
susurra al oído.
¡¡Atención!! ¡¡Me susurra al oído!!
Pero, ¿cómo se atreve?
¿Qué es esto?
¿Qué hace este señor?
Y… No menos importante, ¿cómo sabe mi nombre?
Todo esto lo pienso yo mientras mi cuerpo va por su cuenta
y se erizan todos los vellos de mi piel cuando noto su aliento
sobre mi cuello, hombro y pelo. Se me corta la respiración y el
corazón me comienza a palpitar con fuerza.
Kelly no dice nada, y eso es que ni se ha enterado de que
nuestro jefe se acaba de acercar demasiado a mí y me ha
susurrado al oído.
No me lo creo ni yo, ¡y lo he vivido!
Cuento los segundos para salir de este espacio tan pequeño
y, por fin, las puertas se abren y salgo despavorida.
—¿Adónde vas tan deprisa? —Kelly corre tras de mí.
—Me ha entrado hambre y… he pensado que antes o
después voy a comprarme algo de ropa. —Me señalo el
vestido.
—Nos pillamos una ensalada y vamos a Sandy, hay cosas
muy baratas.
—Vale.
—Ahí está Sam.
Llegamos hasta él y salimos del edificio.
—¡Qué calor! Voy a derretirme —se queja mi compañera.
—Suerte que pronto estaremos en la playa.
—¿En la playa? ¿Has cogido vacaciones? No nos has dicho
nada —pregunto.
—Yo no. Todos. —Nos mira como si tuviéramos que saber
de lo que habla—. ¿No os habéis enterado?
Ambas negamos con la cabeza.
—¿De qué? —me intereso.
—La celebración de la fiesta de despedida del señor Blake
es en su casa de los Hamptons.
—¿Qué? —gritamos asombradas.
—Creí que lo sabíais. Nos ha llegado un correo corporativo
hace una hora a todo el mundo.
—No lo he abierto.
—Ni lo he mirado —contestamos.
—Podemos quedarnos a dormir allí si lo deseamos, pero
hay que avisar con antelación.
—¿Tienen sitio para tanta gente? —mi amiga se asombra.
Sam se encoje de hombros y nos abre la puerta de la
cafetería.
—Por lo visto es una mansión.
—Aún así… —Kelly achina los ojos.
—Yo vuelvo a casa. Prefiero dormir en mi cama —informo,
y entro en el local.
—Ya he confirmado la asistencia de los tres y que
pasaremos la noche allí, así que… —manifiesta mi
compañero.
—Tú lo que quieres es hacer un ménage à trois con
nosotras —le reprocho.
—Estás en lo cierto, pero sé que no hay nada que hacer. A
Kelly no la convenceríamos nunca. —Me guiña un ojo, y yo le
doy un tortazo en el pecho.
Nos reímos y tomamos asiento alrededor de una mesa, no
muy lejos de la puerta.
—Voy a pedir. ¿Lo de siempre? —Me levanto.
Me ofrezco porque tengo un poco de prisa y prefiero
terminar rápido y poder ir a comprar un vestido, si no, no me
levantaría. Aún tengo sueño. Es más, cada vez estoy más
dormida.
—Tres ensaladas —le pido al camarero que está detrás de
la barra.
Es una cafetería en la que ponen comida rápida pero
saludable y de buena calidad, barata por varios motivos. No
atienden en las mesas, es autoservicio; está bastante escondida
para estar en Manhattan y los trabajadores son gente muy
joven a los que, imagino, se les pagará una miseria.
Pobrecillos.
—Una de ellas sin sémola —especifico.
No me contesta y, por si no me hace caso, insisto, o, quiero
decir, miento.
—Soy alérgica. Si muero, sería por su culpa.
—De acuerdo. No se preocupe, señora.
¿Me ha llamado señora? Eso sí que me preocupa. Solo
tengo veintiséis años, pero claro, este muchacho debe rondar
los dieciocho.
Me siento vieja. Vieja y con ganas de darle un puñetazo en
ese grano gigante que tiene por cara.
—Me pone también ese donuts. —Lo señalo tras la vitrina
de cristal.
—¿El de azúcar?
—No. El de chocolate.
—Ese está ya vendido. Iba a cogerlo ahora. —Se hace con
él y lo mete en un paquete.
Pongo cara de flor mustia que no riegan desde el día que se
firmó la Declaración de Independencia y bufo. Tenía ganas de
chocolate y se me había antojado ese con una pinta tan
estupenda. Ay, qué penita, se veía tan rico.
¡Qué mala suerte!
Después de dos minutos, deja las ensaladas sobre el
mostrador y abro mi carterita para sacar el dinero y pagarlas.
—Ya está pagado.
Levanto la cabeza y el camarero parece que habla conmigo.
Arrugo el entrecejo.
—¿Perdona?
—Ya está pagado.
—¿Quién lo ha pagado?
—Ese señor. —Mira hacia mi derecha, y yo lo hago con él.
Me encuentro con el señor Blake (hijo) hablando por
teléfono, muy cerca de la barra y con una bolsa de la cafetería
agarrada con una mano.
Barajo la opción de ir hasta él, decirle si es idiota y
devolverle el dinero, pero eso llamaría la atención de mis dos
compañeros, así que me muerdo la lengua, aprieto la
mandíbula, cojo nuestra comida y tomo asiento.
—¿Qué te pasa? —Kelly se interesa por mi cara de moho.
—Nada. —Bufo.
Abro la ensalada y la pincho como si estuviera matando a
alguien.
Mis dos amigos miran el asesinato de las lechugas.
—¿Cuánto ha sido? —Sam se ofrece a pagar su parte.
—No te preocupes. Yo invito.
¿Qué les voy a decir? ¿Que nos ha invitado nuestro follable
jefe? ¿A cuento de qué? ¿Por la gracia de Dios?
Esto no me gusta.
Se avecina tormenta.
Te lo digo yo.
Y eso que estamos en agosto.
3

Le pedimos a Sam que nos cuente lo sucedido en la reunión


con el nuevo jefe y nos informa que básicamente se ha
dedicado a ponerlo al día de todo lo relacionado con su
sección: la de deportes. También nos indica que desea hablar
con todos nosotros, así que en algún momento nos tocará
enfrentarnos a él.
A mí también.
¡Qué guay! Estoy deseándolo. Cuánta ironía en mi deseo.
Nos pasamos por Sandy y me compro un vestido blanco de
tirantes y cuello en triángulo que resalta el moreno de mi piel.
Me queda muy bien y no me gasto demasiado. Tengo que
ahorrar, quiero comprarme una cámara de fotos nueva y la
cuenta bancaría la tengo temblando. Si aparece cualquier
imprevisto, no tengo ni para yogures, y amo el yogurt, sobre
todo el de plátano.
Me pongo a trabajar en cuanto volvemos. Conecto los
auriculares y escucho a todo volumen el mejor grupo de la
historia: Red Hot Chilli Peppers. Es como mejor trabajo, con
la música a punto de reventarme los tímpanos. Recuerdo que
en el instituto mi madre me reñía y me pedía que bajara la
música porque retumbaban en las paredes de toda la casa.
Recuerdo también por qué, o debería decir por quién lo
comencé a escuchar a todas horas. Maldito seas, Noah Moore.

Escribo, escribo y escribo. Se me pasa la tarde sin darme


cuenta. Sam y Kelly se despiden de mí y les informo de que
me voy a quedar hasta tener el artículo perfecto.
Llamo a Cecile, mi compañera de piso.
—Dígamelo. —Escucho.
—Hola, Ceci. Estoy trabajando. No puedo salir hoy.
—¿Qué estás diciendo? He quedado con Colin y con
Cooper.
—Ve, tú. Tengo que terminar esto para mañana. —
Refunfuño.
—¿Y qué le digo a Cooper?
—Lo que te dé la gana.
—Le gustas.
—Y a mí él, pero no puedo.
—¿No puedes echarle ganas y terminar pronto?
—Lo siento. Estoy haciendo todo lo que puedo. Hay
muchos cambios por aquí y no quiero jugármela. Nos vemos
mañana, ¿vale? Yo hago el desayuno.
—No sé si dormiré en casa… —Se hace la interesante.
—Pues vuelve temprano. Te compraré galletas saladas. —
Le gustan para desayunar, hasta las moja en el café. Jamás lo
entenderé.
—Mujer, siendo así, ni palabra.
—Me preocupa que prefieras galletas saladas a un buen
polvo con Colin.
—Lo echaré antes de volver. Es más, no pararé en toda la
noche.
—Ya… Ese Colin es toda una máquina.
—Y le mide veintidós centímetros.
Me parece muy exagerado, pero no pienso llevarle la
contraria, tengo que trabajar, y es capaz de enviarme una foto.
—Échate cremita, cielo. Te dejo, estoy inspirada.
—Hasta mañana.
Termino la conversación con mi mejor amiga y vuelvo a lo
mío. No me da tiempo a conectar la música de nuevo cuando
la secretaria del jefe entra en la habitación.
—Buenas tardes, preciosa.
—Hola, Lena. ¿Qué tal va todo?
—Bastante movidito, como ya sabes. Va a haber muchos
cambios próximamente.
—Eso parece.
—Seguro que todo va a ir bien. —Trata de tranquilizarme.
No es que yo esté muy preocupada, pero mi cara de
cansancio debe haberla confundido.
—¿No te vas a casa?
—Voy a terminar antes.
—Yo me marcho ya. Te dejo esto aquí. Parece que alguien
se preocupa por ti.
Posa sobre mi mesa una bolsa de Madison de papel marrón.
—Buen provecho —sigue, y se va.
—Hasta mañana —me despido.
Observo la bolsa sin tocarla. ¿Qué será? Cojo un lápiz y la
empujo. No se mueve. No hay nada vivo dentro. Lena me ha
deseado buen provecho, lo más probable es que sea para que
me lo coma.
La intriga me puede, así que dejo de hacer la tonta, la cojo
y le echo un vistazo. Abro los ojos cuando veo lo que
contiene. Un donuts de chocolate como el que se me antojó
esta mañana. La boca me comienza a salivar, pero se me corta
en cuanto pienso quién la ha podido enviar. Él estaba allí, él
pudo escucharme… ¡Él fue quien se lo llevó!
En un principio, suelto la bolsa y la dejo junto al teclado.
Paso los siguientes cinco minutos mirándola como si estuviera
pidiéndome a gritos que me coma lo que hay dentro. Hago un
mohín y bufo.
—No me mires así, no te voy a comer. —Le hablo como si
me escuchara—. Si vienes en su nombre, no quiero saber nada
de ti.
La agarro y la coloco detrás de la pantalla.
Así no la veo ni me ve ella a mí.
Estoy perdiendo la cabeza.
Me toco la sienes y suspiro.
Tardo dos minutos más en cogerla, abrirla y comerme el
donuts.
Qué rico, por Dios.
Hasta suelto gemiditos.
Ahora me siento culpable.
No tengo fuerza de voluntad.
Se hace de noche sin darme cuenta y casi me quedo a oscuras.
Solo ilumina la pequeña habitación la pantalla del ordenador,
pero no me importa, estoy a dos frases de terminar el artículo
sobre la influencia que tiene las redes sociales en la educación.
(Sin comentarios sobre el tan manido tema. Yo hago lo que me
mandan. Si fuera redactora jefe, otro gallo cantaría).
Californication suena a máxima potencia y tarareo la letra
cuando estoy a punto de poner el punto y final.
Concentración en el punto álgido.
Y… Noto que alguien o algo, un fantasma, yo qué sé, me
toca el hombro y grito.
—¡Ah! —Me llevo la mano al pecho y salto.
Me pongo de pie y vuelvo a gritar cuando veo delante de
mí, a muy pocos centímetros, al follable de mi jefe.
«Mona, deja de pensar en él como alguien follable».
Uff, es que está muy bueno.
Advierto cómo mueve la boca. Debe estar hablando, pero
yo sigo escuchando la música a todo volumen.
Levanta el brazo, agarra el cable de mis auriculares, tira y
me los quita.
—¿Qué hace aquí? —Estoy sorprendida.
—Iba a preguntarle lo mismo.
—Tenía… —Apunto con el dedo al ordenador—. Estaba
trabajando. Tengo que entregar el artículo mañana.
Me mira en el más profundo mutismo.
—¿Cómo sabe que estaba aquí?
—Lo sé todo sobre esta empresa.
Espero que no sepa que me llevo papel higiénico para casa
y así ahorramos un poquito. También espero que no se haya
enterado de que Cecile llegó el día de mi último cumpleaños
con una botella de champán y nos la bebimos en la escalera de
incendios mientras todos trabajaban. Espero que tampoco esté
al tanto del día que me peleé con la impresora, le di una patada
y hubo que cambiarla por otra. Podría seguir así hasta mañana,
pero mejor paro.
—¿Le gustó el donuts?
—No me lo comí. —Levanto el mentón y me hago la
digna.
Sonríe y veo que está observando la bolsa arrugada dentro
de la papelera que tengo justo al lado.
—Me obligó. —Me defiendo.
—¿Quién le obligó? —Levanta una ceja y esconde una
sonrisa.
—La bolsa. Le juro que me hablaba como si estuviera viva.
Me decía: cómeme, cómeme.
Diría que se está riendo de mí, así que decido callarme.
—Me alegra saber que le gustó. —Se mete las manos en los
bolsillos.
—¿Por qué hace eso?
Amusga los ojos sobre los míos.
—¿Por qué me trata diferente al resto? —insisto.
—¿Cree que la trato diferente porque le he enviado un
donuts?
—Su padre nunca me envío nada.
—Yo no soy mi padre. Ya lo he dicho. Cambiarán muchas
cosas a partir de ahora.
—No le ha enviado el donuts a nadie más.
—No había nadie más en el edificio. Todos se han
marchado ya. Y usted debería hacer lo mismo.
—¿Va a echarme por trabajar demasiado?
—La echaré cuando quiera y por lo que quiera. No necesito
ningún motivo.
Me deja sin palabras. Y eso es muy raro.
—La espero mañana a primera hora en mi despacho con ese
artículo.
—Por supuesto —respondo, altiva.
Pero, ¿qué se cree?
«El dueño de todo esto, monina».
—Recoja. La llevo a casa.
¿Que me va a llevar a casa?
—No hace falta, gracias.
—No me gusta tener que repetirme. —Se pone serio. Muy
serio.
—Y a mí no me gusta que me manden.
—Recoja y la llevo a casa, o recoja y no vuelva mañana.
¿Qué? ¿Me está amenazando?
—Usted decide. —Da un corto paso hacia mí.
Lo tengo tan cerca que, si me balanceo un poco, podría
tocar su pecho con el mío.
Bufo.
Lo pienso.
Lo pienso.
Y lo pienso.
«Deja de pensar. Si te vas a ir con él».
Guardo el archivo, apago el ordenador, me cuelgo el bolso
y camino hasta la puerta, donde él ya me espera.
Es cierto que no hay nadie más en el edificio, incluso el
vigilante de seguridad parece haber desaparecido. Bajamos en
el ascensor en silencio. Ninguno dice nada. Yo no pienso
hablar, lo único que me apetece es preguntarle si me ha cogido
alguna manía especial en tan solo un día. Cabe la posibilidad,
porque critiqué a su padre en su mismísima cara.
Gilipollas que soy.
Huele a la misma fragancia de esta mañana y es un gran
problema porque me atrae enormemente.
Pufff.
Él ni me mira. Tiene la vista fija al frente y parece muy
relajado. No como yo, que saltaría al vacío en este momento.
Quiero llegar a casa y tomarme una copa de vino.
Me doy cuenta de que el ascensor no para en la planta baja,
sino que sigue descendiendo hasta el garaje, en el que nunca
he estado. Salimos de él y lo sigo hasta una plaza no muy
alejada. Pulsa un botón y las luces de un Mercedes plateado
parpadean. Va hasta el lado del copiloto y la abre.
—Suba.
Dudo durante un segundo, pero ya que he llegado hasta
aquí…
Cierra detrás de mí, rodea el coche y toma asiento tras el
volante.
Dejamos el garaje atrás y conduce entre el tráfico de
Manhattan sin terminar con el silencio que nos acompaña. Me
quedo embobada con las luces y el trasiego de gente.
—Vivo en el SoHo —informo, porque no me ha preguntado
hacia dónde tiene que ir, pero no va mal encaminado.
—Lo sé.
—¿Cómo lo sabe? —Abro los ojos de par en par y miro en
su dirección.
—Lo he visto en su contrato.
—¿Me ha investigado? —No salgo de mi asombro.
—Sí.
—Pero, ¿cómo se atreve? ¿Qué quiere usted de mí?
—¿Qué cree que quiero?
Sigue con la vista fija en la carretera.
—Yo… Yo… No lo sé, pero no deseo ningún tipo de
relación usted.
—Eso va a ser bastante difícil.
—Yo no lo veo así. —Me cruzo de brazos—. Jamás tendría
nada con mi jefe.
Por el rabillo del ojo observo esa sonrisa ladeada que me
pone a cien.
Mierda.
Detiene el coche frente a mi edificio y me mira.
—Usted es mi empleada y yo soy su jefe. Esa es nuestra
relación. No tengo por qué darle explicaciones, pero he
investigado a todos los trabajadores de mi empresa y usted ha
sido una de ellas. Por eso sé dónde vive.
Zasca en toda la boca.
Levanto el mentón y me hago la digna.
—Gracias… —Tartamudeo—. Gracias por traerme. —
Agarro la manilla y abro la puerta.
No contesta y no espero que lo haga. Salgo del auto y, justo
antes de cerrar la puerta, dice:
—Está muy guapa con ese vestido.
Cruzo la calle y entro en mi portal a toda prisa. Ni siquiera
miro hacia atrás, pero no lo he escuchado acelerar. Cuando ya
estoy dentro, observo a través de la ventana acristalada del
portal que se va.
¿Ha esperado a que entrara?
Subo hasta el primero por las escaleras, meto la llave en la
cerradura y Davy, mi vecino, me asusta.
—Cari, ¿quién era ese tío?
—Pero… ¡Davy! ¡Vas a matarme de un infarto! —Miro el
pijama de leopardo que lleva—. ¿Y ese modelito?
—Lo he comprado en las rebajas, pero no me cambies de
tema. Venías muy bien acompañada.
—¿Ya estabas cotilleando por la ventana?
—Estoy aburrido —se mira las uñas—. Venga, dime, era
guapo.
—Eres la vieja del visillo. —Me río.
—Y ese tío era un adonis.
—Es guapo, sí.
—Es follable.
—Es muy follable —reafirmo.
Entro en casa y él lo hace detrás.
—¿Y por qué no ha subido y te lo has tirado?
—Hay un problemilla…
Entro en la cocina, dejo mi bolso sobre la encimera y abro
el frigorífico.
—¿Cerveza o vino?
—Cerveza.
Las cojo y le paso una.
—¡No me digas que es gay! —Aplaude—. ¡Puedes
presentármelo!
—No es gay —afirmo rotundamente.
—¿Y cómo lo sabes?
—¿Tú sabes cuando alguien es gay?
—La mayoría de las veces.
—Pues con los heteros pasa lo mismo.
—Vaya… —Parece decepcionado.
Cruzamos la ventana del salón y nos sentamos en la
escalera de incendios.
—Es más complicado que eso.
—¿Por qué?
—Es mi jefe.
—¿Tu jefe? Creí que tu jefe era el señor Blake.
—Este es el señor Blake.
—El señor Blake es mayor. Lo he visto en un millón de
fotos de la revista.
—Este es su hijo. Va a dirigir la empresa a partir de hoy.
—¿Qué dices?
—Lo que oyes.
—¿Y por qué te ha traído a casa?
—No lo sé. Me he quedado la última para terminar el
artículo que tengo que entregarle mañana y ha aparecido de la
nada y me ha obligado a montarme en su coche.
—¿Cómo? —Abre los ojos y la boca de par en par.
—Bueno, no exactamente, pero era eso o me despedía.
Creo que tiene un problema de autoestima y trata de
reafirmarse ordenando a la gente y utilizando su estatus.
—Mona, estás loca. Ese hombre no tiene problemas de
autoestima, te lo digo yo. —Se clava un dedo en el pecho.
—No sé…
—Ese está tirándose a otra, o a otras, en estos momentos.
No entiendo por qué, pensarlo me deprime.
—No le ha dado tiempo. —Me aparto el pelo de la frente.
—Conozco a los que son como él. El señor Blake se sienta
en la barra de un bar a tomarse una copa y en cinco minutos
tiene cinco ofertas para echar un polvo. Y seguro que los echa
todos.
No sé qué hacer ni qué decir para que se calle.
—¿Y tú? ¿Has hablado con Derek últimamente?
—Derek pasó a la historia —afirma, con la boquita
pequeña.
El susodicho es su exnovio, del que aún está profundamente
enamorado, pero se hace el duro. Lo entiendo, era buena
gente, y la razón por la que lo dejó muy concebible.
—Creo que deberíamos salir. —Me levanto y me termino la
cerveza de un trago.
—¿Ahora?
—Claro que sí.
—¿Así? —Se mira el pijama.
—Te cambias rápido. Venga. Cecile está en el Fat Cat.

Entramos en uno de los mejores bares de Nueva York para


escuchar música en directo y, como era de esperar, está repleto
de gente. Cruzamos toda la sala hasta encontrar a mi amiga,
que habla con Colin y con Cooper sentados alrededor de una
mesa.
—¡Qué sorpresa! —grita y se levanta cuando me ve.
Me da un abrazo que casi me tira de espaldas y, después,
hace lo mismo con Davy.
—Hola, cari. —Se dan un pico como saludo.
Davy siempre nos saluda así en momentos especiales.
Traducido: de fiesta, cuando vamos pasadas de copas, cuando
hace tiempo que no nos ve, cuando le sale del alma…

Resumo la noche pronto. Bebimos, reímos y nos lo


pasamos bien. No recuerdo hasta qué hora estamos de fiesta,
lo que no puedo olvidar es que me despierto en casa de Cooper
y que, cuando abro los ojos, son más de las ocho de la mañana.
4

—¿Qué? —grito cuando veo el despertador.


Doy un salto y salgo de la cama.
—¿Pero…? —Cooper gruñe—. ¿Adónde vas con tanta
prisa?
—Llego tarde a trabajar. ¿Puedo darme una ducha?
—Claro. Te acompaño. —Sonríe, pero no me hace gracia.
—De eso nada. —Le dejo claro que conmigo, ahora, no va
a tener más sexo.
Cojo la ropa y me voy al cuarto de baño.
Cooper vive solo en un apartamento bastante apañado en
TriBeCa. Es diseñador gráfico freelance y le va muy bien.
—Mierda, mierda, mierda. —Mascullo mientras abro el
grifo del agua fría—. El señor Blake se va a enfadar mucho.
Ya debería estar en su despacho y ante su mesa. Quería el
artículo a primera hora de la mañana. —Sí, hablo conmigo
misma. Una costumbre muy antigua.
Me doy una ducha rápida, me pongo el vestido blanco que
me compré ayer. Aclaro que no me cambié de ropa y no me da
tiempo a pasarme por casa. Me peino sin secarme el pelo y me
pinto los labios con la barra que siempre llevo en el bolso, lo
más parecido a un kit de emergencia con pequeños objetos de
aseo, agua, linterna pequeñita, pañuelos de papel, post-it,
boligrafito, tijeras y cinta adhesiva, por ejemplo. Y sin más
me dispongo a marcharme.
—¿Nos vemos esta noche? —me pregunta Cooper.
Cierro la puerta de su piso como respuesta y salgo
corriendo. ¿A quién le importa? Van a echarme como no me
dé prisa.
Paro un taxi, arriesgando mi vida, y le pido que me lleve a
Yorkville lo más rápido que le sea posible. Me va a costar muy
caro el traslado, pero esto es una emergencia; como si tengo
que tirar de mis ahorros.
Ahorrado hasta el momento: mil doscientos cuarenta y dos
dólares con cincuenta y un centavos. Es poco, pero mi sueldo
es pequeñito y tengo muchos gastos. Como el taxi que ahora
mismo me está cobrando cincuenta y cinco dólares por un
trayecto no demasiado largo.
Paso la tarjeta.
—Quédese el ticket.
—Que tenga un buen día.
—Eso espero —susurro y salgo corriendo.
Parece que me estoy preparando para la maratón de Nueva
York.
Subo en el ascensor y me da la impresión de que hoy va
demasiado despacio, pero supongo que se mueve al ritmo de
cada día. Mary no está tras el mostrador. Llego a nuestro
cubículo con la lengua fuera y un par de gotas de sudor
perlándome la frente.
—Buenos días —saludo a mis dos compañeros.
—¿Por qué llegas tarde? —pregunta Kelly—. No me lo
digas. —Levanta una mano y pone la palma hacia mí—.
Saliste anoche.
—Un poco —acepto.
Enciendo el ordenador y tomo asiento.
—Hasta esta mañana —apunta.
—Vengo de casa de Cooper. Me he quedado dormida.
—Ese Cooper me da envidia. Tú, no. No me gustaría estar
en tu lugar —manifiesta Sam con tono de suspense.
—¿Qué quieres decir? —Busco el documento y lo mando a
la impresora.
—Lena ha venido a buscarte dos veces y tu teléfono no ha
dejado de sonar desde las ocho. El nuevo jefe te estaba
esperando.
—Mierda. —Voy hasta la impresora y cojo la copia—.
¿Estoy bien? —demando a mis amigos que valoren mi
presencia física.
—Estás muy buena —declara Sam.
Pongo los ojos en blanco.
—Vas bien. Pero péinate un poco. —Kelly abre uno de sus
cajones, saca un peine y me lo da—. Toma éste; el de tu bolso
es demasiado pequeño y tu pelo va a seguir enmarañado.
—Gracias. —Se lo devuelvo cuando termino.
Respiro, me tiro del vestido y me armo de valor.
El toro hay que cogerlo por los cuernos.

—Buenos días, Lena —saludo a la secretaria del señor


Blake.
Ella levanta el semblante y hace un mohín.
—Llegas tarde. Muy tarde.
—Lo sé. Lo siento.
De nada vale disculparme con ella.
Ni con ella ni con nadie.
—El señor Blake está muy enfadado —me avisa.
—Ya… Me ha surgido un problema esta mañana.
Que me acosté a las seis de la mañana porque estuve
guarreando con Cooper, básicamente.
—Ahora el señor Blake está ocupado. Me ha pedido que lo
esperes. Puedes sentarte.
—Mejor me voy a mi mesa y vuelvo más tarde.
—Ha insistido en que lo esperes aquí —habla con
rotundidad.
Suspiro, camino hasta los tres sofás naranjas de piel de
terciopelo y me siento en el de en medio.
Media hora después, aún no me ha atendido.
—Disculpa, Lena. ¿Va a tardar mucho?
—No lo sé, pero tiene una reunión en el Distrito Financiero
dentro de una hora.
¿Una hora? Pufff.
Me pongo a leer el artículo que llevo impreso en el folio y
con un bolígrafo hago algunos cambios. Espero que no lo tome
en cuenta. Siempre me pasa. Me parece que algo está perfecto,
pero cuando lo releo, aunque sea meses después, siempre hago
modificaciones.
Me levanto a la máquina a por un vasito de agua fría.
Doy un paseo por la estancia.
Vuelvo a sentarme.
Bufo.
Pataleo para mis adentros.
Seguro que lo está haciendo a propósito. Ese tío no está
haciendo nada. Estará arrascándose los huevos y mirándose en
el espejo. Guapo es un rato. Yo podría estar mirándolo un día
entero.
Y besándolo.
Y mordiéndolo.
Y saltando sobre él.
«Para, mona».
Puff. Qué calor otra vez. Voy a morir de un sofoco por
culpa del señor Blake. Su presencia y las altas temperaturas
del mes de agosto van a acabar con mi vida.
—Anna. Anna…
Percibo que alguien me llama.
Parpadeo, muevo la cabeza y alzo el mentón.
—¿Mm?
—Ya puedes pasar —me indica Lena, de pie delante de mí.
«Hale. Valor».
Doy un saltito, me quito las posibles arrugas de la falda del
vestido, me aparto el pelo de la cara y me pongo derecha.
Todo va a salir bien.
Llamo con un par de toquecitos y abro unos centímetros.
—Pase.
Entro en el despacho del señor Blake; antes del padre,
ahora del hijo. Siempre me ha parecido demasiado oscuro,
pero hoy todavía más. Los muebles no hacen juego con el
resto de la decoración del edificio. Le hace falta una reforma
urgentemente.
—Buenos días —digo, intentando parecer segura pero
muerta de miedo.
Esta vez me echan.
—Llega tarde.
Ni buenos días ni nada. La educación por el retrete.
Por cierto, ni me mira. Está absorto en la pantalla de su
ordenador.
—Sí, lo siento… —Me agarro el bajo de la falda y juego
con él—. He tenido un problema esta mañana.
«Lo que tenías era la boca de Cooper entre tus piernas».
Eso también.
—¿Qué problema?
¿Qué? ¿Me está preguntando por mi problema? ¿Cómo se
le ocurre? ¿Y ahora qué le digo? No creo que follar sea una
causa justificada para llegar tarde al trabajo.
Me mira sin parpadear. Pega la espalda al sillón, y entrelaza
las manos. El pecho le sube y le baja bajo esa camisa negra
que le queda de muerte. Ojalá se le rompieran los botones y
pudiera verle los pectorales. Apostaría a que son de esos en los
que a una le gustaría gemir.
Calor.
Mucho calor.
—Pues verá… Es algo personal. No me siento cómoda
contándoselo a un desconocido —trato de zanjar el tema.
Lo piensa durante unos segundos y parece dejarlo pasar.
—¿Tiene el artículo?
—Sí. —No me muevo ni un centímetro.
—¿Me lo da? —Levanta una ceja y la mano derecha.
—Oh, claro. —Doy dos pasos hasta chocar con su mesa y
se lo ofrezco.
Lo coge y lo lee.
Yo, mientras tanto, sigo de pie porque no me ha dicho que
me siente.
¡Qué grosero!
Un minuto.
Dos minutos.
—Está bien —afirma.
¿Está bien? ¿Solo está bien? ¡Mis artículos son la leche!
—Pero no me gusta la afirmación con la que comienza.
Cámbiela por otra menos ofensiva —sigue.
—¿Qué? Todo el artículo se basa en esa afirmación.
Tendría que comenzar de nuevo.
—Pues comience —deja el folio sobre la mesa, delante de
mí.
—Tiene que estar listo para esta tarde. —Tengo la osadía de
quejarme.
Levanta levemente las cejas y no contesta. Supongo que a
él no le importa cómo lo haga para que esté preparado a las
cuatro de la tarde. Vamos, que no es su problema, pero el mío
sí.
Refunfuño para mis adentros, aprieto la mandíbula, lo cojo
y me giro dispuesta a salir de ese maldito despacho oscuro.
—¿Adónde va?
Su pregunta me frena.
Me vuelvo hacia él.
Alzo la mano y le enseño el artículo. ¿Adónde cree?
—Tengo que rehacer todo de nuevo.
—No le he dicho que pueda marcharse. —Se levanta, coge
la chaqueta, se la pone y camina hasta mí.
Se detiene a mi lado, a poco menos de un metro y me mira
de arriba abajo.
¿Me está dando un repaso?
¡Qué descarado!
—Lleva la misma ropa de ayer —apunta.
Abro unos milímetros los ojos.
—No está mal. Acompáñeme —sigue.
¿No está mal para qué?
Abre la puerta, me indica con un gesto de cabeza que salga
y camino a su lado por el pasillo después de despedirnos de
Lena.
Paramos delante de la puerta del ascensor.
—¿Adónde vamos? —pregunto, confusa.
—Va a acompañarme a una reunión.
—Pero…
Las puertas se abren y, tras dos pasos, estamos dentro.
—Pero no puedo, tengo que preparar el artículo.
—Necesito la opinión de un experto.
—¿Un experto? —No lo entiendo.
Él sonríe sin mirarme y no dice nada.
Cruzamos el vestíbulo y salimos a la calle.
—Disculpe, señor Blake, tengo muchísimo trabajo y no
creo que mi opinión le interese lo más mínimo —le aseguro,
casi corriendo tras él.
¡Qué piernas más largas! Imposible seguirle el ritmo.
—Buenos días, Dylan —saluda a un hombre con uniforme
negro y una gorra.
—Buenos días, señor —le responde, a la vez que abre la
puerta trasera de una limusina negra.
Cameron me mira y espera a que reaccione.
«Quiere que subas».
Bufo y lo hago. Es mi jefe. Si quiere que le ayude, tendré
que ayudarle.
Tomo asiento y él lo hace frente a mí.
¿He dicho que tiene unas piernas muy largas? Sus rodillas
rozan las mías desnudas cuando el coche comienza a moverse
y todos los vellos de la piel se me erizan.
Vellos malnacidos…
Me doy cuenta de que ni siquiera he cogido el teléfono
móvil. Kelly y Sam se preguntarán por qué tardo tanto.
Mascullo.
—¿Qué le ocurre?
—No he cogido el móvil.
—No lo necesita.
Me remuevo nerviosa.
Sí, ya. Habrá que verlo a él sin teléfono.
Lo coge y hace una llamada.
Lo escucho hablar sobre temas que ni me van ni me vienen.
Por lo que parece tiene reuniones también esta tarde. Supongo
que debe ponerse al día de todo lo relacionado con la revista.
Habla tan amable y trata tan bien a todos que parece un Public
relations. Me pongo a pensar en lo bien que le queda el traje,
la barba de varios días, ese pelo moreno y lo besable que son
sus labios. Manos grandes, piernas anchas, hombros
robustos… ¿Cómo tendrá la polla? Seguro que larga y gruesa.
Resoplo. ¿Por qué Dylan no le da caña al aire acondicionado?
Dejo de pensar en lo buenísimo que está cuando atiende
una llamada totalmente distinta a la anterior. Mi parte más
cotilla se pone en modo alerta y saca las antenas parabólicas
capaces de escuchar a cincuenta metros de distancia. A veces,
hasta leo los labios. Tengo un don, o varios. También soy
capaz de lanzar un hueso de aceituna con la boca desde el
salón y meterlo en un vaso posicionado sobre la encimera de la
cocina. Menuda puntería que gasto.
—Esta noche no puedo, Donna. —Silencio—. Sí, yo
también lo pasé muy bien en Suiza. —Sigue hablando.
¿Quién es Donna?
«¿Qué leches te importa?»
Si tuviera aquí mi teléfono móvil, llamaría a Cooper para
hablarle de lo bien que lo pasé anoche como revancha.
«Al señor Blake le da igual con quién te acuestes».
También es verdad.
No dejo de escuchar, pero la conversación se alarga más de
lo debido y me entra un sueñecillo muy curioso. Los párpados
se me cierran poco a poco y no puedo luchar contra el peso de
todo el sueño que cae sobre ellos. El fresco del aire del coche,
el movimiento, su voz… Todo se une en mi contra
convirtiéndose en una nana muy peligrosa que me duerme en
contra de mi voluntad.
—Sí, estaré en Nueva York los próximos meses. —
Silencio. Es lo último que escucho.
Parece que me quedo un poco dormida. Y quien dice un
poco, dice mucho, exactamente a punto de entrar en el sueño
REM.
—Señorita Stewart. —Abro los ojos y lo veo cerca de mí.
Se me cierran—. Señorita Stewart. —Vuelvo a abrirlos y esta
vez lo tengo a varios centímetros.
—¿Qué…? ¿Dónde estoy? —Me asusto.
—Se ha quedado dormida.
—¿Cómo?
Sonríe de lado y me ofrece una botella de agua ya abierta.
Mi madre siempre me ha dicho que no beba cosas que me
dan desconocidos, pero es mi jefe, sé perfectamente quién es,
hasta podría ir a su casa a buscarlo, por lo menos a casa de su
padre. Una vez tuve que ir a que firmara unos documentos.
Lena tenía mucho trabajo y me lo pidió a mí, porque sabía que
era la única de toda la revista que le haría ese favor.
La cojo y mi mano roza su mano. A pesar de mantener la
botella fría, la tiene caliente y casi se me escapa un suspirito.
Veo que él traga con dificultad, con su mirada clavada en mis
labios. Vale, tal vez esto es producto de mi pervertida
imaginación que está deseando tirarse al jefe y no acepta que
el señor Blake tiene mejores piernas en las que meterse. Y eso
que mis piernas son bonitas y definidas. Voy al gimnasio tres
veces por semana. En las que se meterá serán más largas pero
las mías no tienen nada que envidiar a las de ninguna otra
mujer. Y cada una es como es… Desvarío.
Le doy un trago y las gracias.
—Ya hemos llegado. ¿Está preparada o necesita algo de
tiempo?
—Estoy bien. —Dejo la botella sobre una especie de mesita
de caoba.
Me sorprende que me ofrezca la mano cuando voy a salir
del coche. La cojo y nuestras miradas conectan de inmediato.
Juraría que los dos nos soltamos como si nos quemara en
cuanto me incorporo del todo.

La reunión dura más de una hora. No entiendo muy bien


para qué he venido. El señor Blake habla con otros tres
hombres sobre la posibilidad de introducir más publicidad
encubierta entre nuestras páginas, así como contactar con
blogueros de moda y contratarlos para que se saquen fotos con
nuestra revista. La nueva forma que utilizan las grandes
marcas para introducirse en las casas de los jóvenes adictos a
las compras y a la moda. Esto es el gato que se muerde la cola.
Más ventas de nuestra revista, más marcas quieren pagarnos
para salir entre nuestras páginas, además, muchísimo dinero.
Solo tardo un minuto en percatarme de la maestría del señor
Blake para negociar y llevar a todos a su terreno. Todos
terminan postrados a sus pies cuando finaliza la reunión. Hasta
yo.
Mierda. Ahora me pone todavía más. Esta noche tendré
fiesta con Peter. Peter no es ningún novio o follaamigo. Así
llamo a mi vibrador, mi mejor amigo cuando estoy en la
soledad de mi dormitorio y tengo ganas de marcha y ningún
hombre al lado que haga el trabajo sucio. Peter no se queja,
siempre está dispuesto y solo tengo que cambiarle la pila de
vez en cuando. Muy a menudo en época de sequía, pero por
fortuna hace mucho que no paso ninguna.

Hace calor en la calle, pero Cameron se detiene a atender


una llamada de teléfono y la subida a la limusina fresquita se
retrasa. Ese móvil no ha dejado de vibrar en toda la reunión.
Se ve que es un hombre muy solicitado. A mí me da igual, yo
lo que quiero es que termine y me abra la puerta. Es Dylan el
que se acerca a mí y me dice que puedo subir cuando me
apetezca.
Me apetece ahora, gracias.
Lo espero sentada en el mismo sitio que antes y bebo de la
botella de agua que dejé sobre la mesa. Sigue fría, y con el
ansia me ahogo, me pongo a toser y el agua se me cae por la
barbilla hasta el pecho, mojando también el vestido. En ese
momento, el señor Blake entra y toma asiento frente a mí.
—¿No puede estar sin mancharse la ropa?
—He tenido…
—Otro problema. —Me corta—. Supongo que este no es
tan personal como el de esta mañana.
Cierro la botella vacía y, sin saber qué hacer con ella, él me
la quita de las manos y la introduce en una especie de papelera
escondida bajo la mesa.
—¿Quiere comer algo?
—No, gracias.
—Dylan, a Per Se. —Me ignora.
¿A Per Se? Nadie va a Per Se sin reserva. Y sin llevar mil
dólares en la cartera. Yo no he ido en mi vida, porque jamás he
tenido más de cincuenta dólares en mi precioso monedero de
Prada que compré en una tienda de segunda mano.
—No es necesario, gracias —insisto—. Además, tengo que
trabajar. Debo rehacer el artículo para esta tarde.
—¿Ha comido hoy?
—Eh… Me he tomado un café.
—Pues tiene que comer.
—No tengo hambre.
Me mira, me mira y me mira.
De repente, se incorpora y acerca su cara a la mía,
dejándola a una distancia muy poco profesional. Supongo que
me explico.
—¿Sabe? Algo me dice que no me está diciendo la verdad.
Ni aquí ni en mi despacho. —Muy despacio y sin tocarme,
pone las manos junto a mis piernas desnudas—. Conseguiré
que sea sincera conmigo.
—Soy sincera con usted —musito.
—¿Usted cree? Dígame por qué ha llegado tarde esta
mañana.
—Ya se lo he dicho, he tenido un contratiempo. —Mis ojos
danzan de los suyos a su boca.
—Ahora a follar se le llama contratiempo. Yo lo definiría
como pura diversión. —Se me corta la respiración.
¿Cómo se atreve? Es mi jefe, ¡y nos conocimos ayer!
—Esto… No me parece adecuado.
—Lleva razón. —Es él el que durante un segundo mira mis
labios. Se echa hacia atrás y vuelve a poner distancia—. La
llevaré a comer y dejaré que trabaje. Pero no vuelva a
mentirme.
5

—Mmm. Esto está muy bueno.


—Da la sensación de que es la primera vez que come.
—¿Algo como esto? Sí. Nunca había probado algo tan
exquisito.
—¿Nunca ha comido aquí?
—¿Aquí? ¿Yo? Me gastaría mi sueldo en un almuerzo. Con
lo que me paga el señor Blake no puedo permitirme este sitio.
—¿Cree que debería cobrar más?
Me doy cuenta de con quién estoy hablando. Tanto caviar
se me ha subido a la cabeza.
—Eh… No. No he querido decir eso. Pero este lugar es
para gente como usted. No para gente como yo.
—¿Qué diferencia hay?
Por Dios, está claro. Lleva un reloj de seis mil dólares. El
mío me costó veinte pavos en un puesto callejero.
—Bueno… Solo hay que verle.
—¿Qué ve?
Un tío que está de muerte y forrado de dinero que debe
follar como los putos dioses.
—A mi jefe.
—¿Nada más?
—Lo acabo de conocer.
—¿Y cuál ha sido la primera impresión?
Lo pienso.
—No veo conveniente para mí contestar a esa pregunta.
—Le he pedido sinceridad.
—Estoy siendo sincera. No creo que deba contestar a esa
pregunta.
—¿Tan mala sería la respuesta?
Ni de coña le digo lo que pienso de él. Por cierto, le haría
saber que es arrogante, demasiado impulsivo y que se toma
muchas confianzas con empleadas que acaba de conocer.
«Y que babean por él».
Yo no babeo por él.
«Límpiate la boca, mona».
—Yo pienso que es una mujer muy atractiva, inteligente e
intuitiva. Y… ¿cómo dijo? Vengativa. Muy vengativa.
—Se le ha olvidado mentirosa.
—Sí. Lleva razón.
Cambia el semblante por uno más serio y poco amistoso en
cuanto hago la puntualización.
—¿Tiene algún problema con las mentiras?
No me contesta.
—Vaya, ¿solo puede hacer usted las preguntas? —insisto.
Creo que he dado en hueso.
Me clava la mirada y afirma:
—No me gustan las mentiras. Lo destrozan todo. —Respira
—. ¿Desea postre?
—Si va a estar tan bueno como esto, sí. —Sonrío.
—Esta bien.
Llama al camarero, que se acerca con la carta de los
postres, y me pongo morada de tarta de chocolate con
arándanos y plátano. Lo veo pasárselo pipa mientras me como
todo el dulce. Algo ha cambiado en él. Ha dejado de hablar y
de tratarme con cercanía. Trato de entablar conversación, pero
no consigo que me conteste con otra cosa que no sean
monosílabos.
Nada. No dice nada hasta que subimos en el ascensor de las
oficinas y le pido disculpas por lo que dije la primera vez que
nos vimos.
—Estuvo fuera de lugar. Lo siento.
Estamos uno al lado del otro.
Las puertas se abren y me dispongo a salir, pero me agarra
de la muñeca y me detiene. Giro la cabeza y lo miro.
—No volveré a molestarla. No se preocupe.
Me suelta y me deja marchar.

Es cierto que ni me mira durante los siguientes días. Todo es


muy profesional entre nosotros. Me habla cuando tiene que
hacerlo, pero nada de acompañarle a reuniones y a comidas en
restaurantes pijos. Kelly se lleva toda la semana hablando de la
fiesta de despedida del señor Blake en su casa de los
Hamptons. A mí no me hace mucha gracia asistir, sin
embargo, no quiero quedar mal con el que ha sido mi jefe
durante los últimos años y con el que va a serlo no sé durante
cuánto tiempo más.
—¿Y te vas hasta mañana? —me pregunta Cecile, sentada
junto a mí en nuestro sofá.
—Eso parece. —Cambio de canal.
—¿Has preparado la maleta?
—Todavía no.
—¿A qué estás esperando?
A que se haga sola.
—Ahora la hago.
—¿Qué vas a ponerte?
Me encojo de hombros.
Ella me mira achinando los ojos.
—No sé…
—¿Qué no me has contado?
—¿Qué? ¿Por qué crees que no te he contado algo?
—Porque no te veo muy entusiasmada con ir a una fiesta, y
sé cuánto te gustan.
—Bueno… Tal vez…
—¡¿Qué?! —Se incorpora de repente.
—Mi nuevo jefe… El señor Blake…
—¿El señor Blake? ¡Tiene como noventa años!
—Ese no. Su hijo.
—¡¿Te has acostado con su hijo?!
—¡No!
—¿Entonces?
—Me trata… Me trata diferente.
—No te entiendo.
—No ha pasado nada entre nosotros pero parece como si…
como si le gustara…
—¿Y a ti te gusta?
—Está muy bueno.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—¡Pues que es mi jefe! Pero ya no tengo que preocuparme
por él. Me dijo que no volvería a acercarse y ha cumplido su
promesa.
Se pone de pie.
—Levanta.
—¿Ahora? —Estoy en modo perra.
—Ahora. Vamos a buscarte modelito. Ese tío va a flipar
cuando te vea.
—Yo no quiero que flipe.
En realidad sí quiero.
—Da igual lo que quieras. Ese tío va a empalmarse cuando
te vea.
—No quiero nada con él.
—Un buen polvo lo quiere cualquiera.
Lleva razón, pero…
Miro al suelo.
—¡Te gusta mucho!
—¡Eh! ¡No flipes tú!
—¡Te gusta mucho y aún piensas en el imbécil de Noah!
—¿Noah? ¿A qué viene ahora hablar de él? Estoy saliendo
con Cooper.
—¡No sales con Cooper! Te lo tiras. Y la mayor parte del
tiempo pasas de él.
—¿Y qué?
—Que cuando te gusta alguien sales corriendo porque aún
sigues enamorada de Noah.
—¡¡Yo no estoy enamorada de Noah!!
—Ah, ¿no? ¿y por qué sigues escuchando ese grupo de
música?
—¡Porque me gusta!
—¡Eso es mentira!
—¡No lo es!
—¿Por qué no eres sincera conmigo?
—¡Estoy diciendo la verdad! ¡Si no me crees, es tu
problema! —Giro sobre mis talones, me meto en mi
dormitorio y cierro de un portazo.
No quiero a Noah. Ya no. Me ha costado años olvidarlo,
pero lo he conseguido. Además, no se merece que lo quiera.
Me abandonó sin despedirse y aún no sé por qué. ¿Tan poco
me quiso? Llevo haciéndome esta pregunta más de siete años.
Demasiados teniendo en cuenta que solo nos llevamos juntos
el último año de instituto.
No lloro. Porque no quiero y porque ya derramé bastantes
lágrimas por él. Me doy una ducha, me pongo el pijama y
Cecile y yo hacemos las paces delante de un bol de palomitas
con mantequilla y un capítulo de Stranger Things. Antes de
acostarnos me ayuda a elegir el vestido y a hacer la maleta.

El viernes llego a la oficina arrastrando mi pequeña maleta de


mano y un café bien cargado. Nos iremos justo después de
terminar la jornada de trabajo en el coche de Sam. Saludo a
Mary en la recepción y voy a mi pequeño cubículo. Mis
compañeros aún no han llegado. Vaya, soy una madrugadora.
Dejo el equipaje en una esquina, el café sobre la mesa y
enciendo el ordenador. Abro el correo y desecho los que no
son importantes. Me centro en el artículo que tengo que
redactar para la próxima semana y trato de concentrarme ahora
que estoy sola. Cuento doscientas palabras cuando Sam llega
tarareando una canción y una sonrisa de oreja a oreja.
—Alguien ha mojado esta noche —apunto.
—Yo siempre mojo. —Toma asiento—. ¿Preparada para la
gran fiesta?
—Sí… —Siempre que el señor Blake no se acerque a mí—.
¿Y tu maleta?
—La he dejado en el coche.
—Buenos días, chicos. Siento llegar tarde. He perdido el
metro. —Kelly aparece como un elefante en una cacharrería
—. ¿Me he perdido algo?
—Solo llegas diez minutos tarde —respondo.
¿Qué va a perderse? Que Sam se ha acostado con una tía
esta noche. Vaya novedad. Se acuesta con tías todos los días.
No sé cómo lo hace. Bueno, sí. Tiene algo especial que atrae a
las mujeres. Es guapo y sabe ganarse a la gente en general y a
las mujeres en concreto.
—Sí, ya, pero el señor Blake me está esperando en su
despacho. —Deja el bolso sobre su mesa, enciende el
ordenador, trastea en él y envía algo a la impresora que
utilizamos los tres. Va corriendo hacia ella, coge el documento
y sale por la puerta tal y como ha entrado.

Kelly tarda muchísimo en volver y yo me pregunto qué


hace tanto tiempo en el despacho de Cameron, quiero decir del
señor Blake. Sí, eso, el señor Blake. Y como soy un culo
inquieto y bastante cotilla, además de tener muy poca
paciencia, me voy a dar una vuelta por la redacción, dando la
casualidad que termino frente a la mesa de Lena y la puerta del
despacho de nuestro gran y recién estrenado jefe.
—¿En qué puedo ayudarte, Anna?
—Eh… —Miro hacia ella y me quedo pillada. A ver qué le
digo. ¿Para qué he venido? ¿Por qué me importa lo que Kelly
esté haciendo con Cameron en su despacho?—. ¿Está el señor
Blake?
Qué.
«¿Qué haces preguntando por él?»
Yo qué sé. Eso mismo me pregunto yo.
—Sí. Un momento. —Descuelga el teléfono, pulsa un
botón y lo llama—. La señorita Stewart desea verle. Sí, señor.
Ahora mismo, señor. —Cuelga y se dirige a mí—. Te atenderá
ahora. —Me quedo petrificada sin parar de mirarla—. Anna,
puedes pasar —insiste—. Ha dicho que te atenderá ahora.
Mierda.
Mierda.
Mierda.
A ver qué le digo. ¡A ver qué le digo!
Dirijo la mirada ahora hacia la puerta por donde tengo que
entrar, que se convierte en mi mente en un monstruo con la
boca abierta y repleta de dientes a punto de comerme,
masticarme y tragarme hecha cachitos. Estoy loca, no pienso
las cosas y por eso me meto en estos líos.
Camino hacia la garganta profunda por la que voy a caer
dentro de unos segunditos y juro que casi me desmayo cuando
él abre la puerta justo cuando voy a hacerlo yo y se detiene a
escasos dos palmos de mi pecho.
Qué bien huele, por Dios Santo.
—¿Por qué tarda tanto? Tengo prisa —dice, mirándome a
los ojos.
Qué ojos.
—Verá… Yo…
Aún no hemos entrado.
Él se retira hacia un lado y me indica que pase con el gesto.
Cierra la puerta tras de mí.
Paro en medio de la estancia y él en frente de mi cuerpo.
—¿Sí? No tengo toda la mañana —habla demasiado tenso.
Y estúpido, para ser sincera.
Pues nada. Venía a ver qué estaba haciendo. Porque mi
retorcida cabecita pensaba que podía estar seduciendo a mi
compañera y me he muerto de los celos.
—Yo… Yo…
—Usted, ¿qué? —casi ladra.
¿Qué le pasa?
Me gusta más cuando es simpático y amable conmigo.
«No está siendo estúpido. Solo tiene prisa y tú estás
petrificada y no das pie con bola».
—Yo… Quería pedirle un par de días libres. —Invento.
—¿Para qué?
Tiene las manos metidas en los bolsillos.
—Para… Para ver a mi abuelita. —«¿En serio?»—. Verá,
tiene Alzheimer y está pasando una etapa bastante dura. Me
gustaría estar con ella.
—De acuerdo —dice sin dudar.
—¿De acuerdo? —pregunto, asombrada y con voz de pito.
Ladea la cabeza y me regala esa media sonrisa que tanto he
añorado estos últimos días.
Joder… Me derrito.
Soy idiota.
Qué guapo.
6

Guapo es un rato. Un rato largo. Larguísimo. De aquí a Rusia.


O de aquí a aquí, tras darle la vuelta al mundo.
—¿Cuándo los necesita?
Yo le necesito a usted. A usted encima de mí. A usted con
su lengua entre mis piernas.
—¿El qué? —Ya se me ha olvidado. Él consigue que se me
olvide todo.
—Los días libres, señorita Stewart.
Ah, es cierto; los días.
—La semana que viene, señor. El lunes y el martes está
bien. Puedo trabajar desde casa. Mi artículo estará el jueves,
seguro.
—Está bien. No se preocupe.
Nos quedamos en silencio. Su mirada va de mis ojos a mis
labios y la mía hace el mismo recorrido pero al contrario.
Abro la boca unos milímetros y respiro. ¿Qué está pasando?
Él hincha el pecho y suelta el aire muy despacio. Juraría que
nuestra distancia se ha acortado un palmo. ¿Quién se ha
movido? Creo que no he sido yo. Siento su respiración sobre
la mía y su olor me envuelve como un torbellino.
Me gustaría que me besara, he de ser sincera.
¡Qué me bese!
¡Qué me bese!
¡Qué me bese!
«¿Te estás escuchando?»
—Será mejor que se vaya —me corta el rollo con esa voz
ruda que le aparece a veces.
Vaya mala baba.
—Sí… Será lo mejor. Muchas gracias por recibirme. —No
por echarme, por cierto.
Giro sobre mí y me dispongo a salir.
Me detiene su pregunta.
—¿Irá hoy a la fiesta de los Hamptons?
Volteo la cabeza y lo miro.
—Sí, pero eso usted ya lo sabe.
—¿Por qué cree que tendría que saberlo?
—Porque usted lo sabe todo sobre esta empresa y sus
empleados.
Achina los ojos y asiente de manera apenas ostensible.
Después se va.
Respiro con fuerza cuando salgo de su zona de acción.
Tenía ganas de hacerlo sin que su olor me perforara la piel y
llegara hasta mi zona íntima y ponerme cachonda. Sí, eso es lo
que hace ese hombre. Me pone a cien, enferma, mala, muy
caliente. Me atrae sexualmente, mucho, muchísimo, desde la
primera vez que lo vi. Es de esos tíos de espalda ancha, altos,
guapos, imponentes, con manos grandes, piernas enérgicas y
un poco arqueadas. De esos con los que sueñas que te agarran
del pelo y te dan fuerte.
Calor.
Tengo mucho calor.
—Anna, ¿te encuentras bien? —Lena detiene mis
pervertidos pensamientos.
—Eh… sí. Perfectamente.
—Sam ha preguntado por ti.
—Vale, gracias.
Llego a nuestro cubículo.
—¿Qué quieres, pajillero?
—Te estamos esperando para ir a desayunar. —Enarca una
ceja—. ¿Qué te pasa?
—Nada.
—Estás muy colorada.
—Hace calor.
—¿Eso crees? Parece que hoy el aire está demasiado fuerte.
¿Qué dice? ¡Que le bajen diez grados!
—¿Y Kelly? ¿Aún no ha llegado?
—Salió a cubrir una noticia. Nos está esperando en el café.

Tres horas más tarde estamos metiendo el equipaje en el


maletero del coche de Sam y peleándonos por quién de las dos
se sienta delante.
—Yo lo conocí antes —alega Kelly.
—Pero yo lo aguanto más. Además, quiero escuchar
música.
—Anna. —Me apunta con el dedo—. Vas a quedarte
dormida. ¿Qué más te da?
—Valeeee. Pero nada de canciones tristes. Vamos a pasarlo
bien.
—Trato hecho. —Nos damos un apretón de manos.
—Chicas, no discutáis por mí. Tengo amor para las dos —
informa Sam, agarrándonos del cuello con familiaridad.
—Quita, moscón. —Lo empujo sin fuerza—. No me toques
con esas manos. A saber dónde han estado esta noche.
—Soy muy limpio e higiénico después de tener relaciones.
—¿Solo después? A saber las enfermedades que tienes —le
acuso.
—También durante, graciosa. ¡A que te quedas en tierra!
—No serías capaz de dejarme aquí. Soy el alma de la fiesta.
—Me señalo y doy una vuelta sobre mí misma.
—Sube antes de que me arrepienta.
Le doy un cariñoso beso en la mejilla y me acomodo en la
parte de atrás.
Kelly ya ha puesto música y estoy a punto de llorar con una
de las baladas más tristes y románticas de Bon Jovi. Odio a
Noah y siempre lo odiaré. Me hizo alérgica a todos los grupos
que me gustaban y a las canciones con las que más disfrutaba.
Si me lo vuelvo a encontrar algún día, prometo darle una
buena patada en la entrepierna.
—Kelly… —protesto.
—Duérmete ya —habla concisa y sube el volumen.

Me despierto dos horas después. Sam y Kelly discuten porque


nos hemos perdido y se echan la culpa mutuamente.
—Mira, parece que es ahí. —Kelly señala una verja.
Abro los ojos, asombrada.
Una inmensa verja con una gran cancela de hierro negro se
alza delante de nuestro coche. Sam baja su ventanilla y llama a
un portero automático que está a la altura del coche.
—¿En qué puedo ayudarle? —se escucha una voz
mecanizada.
—Venimos a la fiesta. Somos redactores de Fantastic
Young People.
—Sus nombres, por favor.
—Sam Montoro, Kelly Samoa y Anna Stewart.
Pasan unos segundos hasta que el que está al otro lado
vuelve a hablar.
—Pueden pasar. Conduzcan unos kilómetros y giren a la
derecha antes de llegar a la casa. Pueden aparcar en la zona C.
Está señalizada.
La cancela de hierro se abre delante de nosotros y nos
quedamos asombrados con la grandeza del lugar. No se ve la
residencia del señor Blake. Como ha dicho, está a varios
kilómetros de la entrada. Un millar de árboles nos rodean
mientras Sam conduce sobre un camino de piedra
hormigonada.
—Esto es…
—Increíble —corto a Kelly.
—Impresionante —sigue Sam.
—Asombroso —hablo yo.
—Inmenso.
—Alucinante.
—De película.
—Mira. —Mi amiga señala una gran mansión.
Se me abre tanto la boca y los ojos que parezco un dibujito
animado.
Es más grande que el edificio en el que vivo y el de al lado
juntos. Paredes blancas con grandes cristaleras, moderno, muy
moderno. Me lo esperaba más al estilo del señor Blake padre.
No sé, de madera, o negro, o… oscuro y señorial.
La rodeamos, como nos han indicado, y encontramos el
aparcamiento. Aún no ha llegado mucha gente. Solo cuento
once coches y supongo que alguno será del servicio. Aquí
debe trabajar mucho personal para que esto esté así de bonito y
limpio.
Bajamos del vehículo, cogemos las maletas y caminamos
hasta la entrada, doscientos metros más allá. El jardín es
precioso, todo verde y con muchos mazos de flores muy
diversas y con singulares colores, fruto de cruces realizados
por manos expertas. Subimos unos escalones y pisamos una
terraza enorme flanqueada por dos esculturas de cristal. La
puerta está abierta, mide tres metros de alto por tres de ancho.
¿Todo es tan grande en esta casa?
Una mujer se acerca a nosotros con una sonrisa.
—Buenas tardes, señores. Sean bienvenidos. Mi nombre es
Zada. Pueden dejar su equipaje ahí, ahora Ezequiel los llevará
a sus habitaciones. Pueden acompañarme, se las enseñaré y
podrán descansar. La recepción de bienvenida será dentro de
dos horas. —Comienza a caminar y la seguimos.
El suelo es de mármol blanco y brilla como los ojos del
señor Blake.
«¿Qué he dicho?»
Lo he pensado. Y me retracto. Pero es cierto. Aunque los
suyos son oscuros.
Subimos por unas escaleras que vuelan sobre un vestíbulo
de más de cien metros cuadrados. Mi amiga y yo nos miramos
con una sonrisilla en la cara.
Reparte las habitaciones y me quedo sola con Zada.
—Esta es la suya, señorita Stewart.
¿Cómo sabe que yo soy Anna Stewart?
Abre la puerta y me concede el paso.
Es enorme. Más grande que la de mis compañeros. Con una
cama de dos metros de ancho y enormes ventanales con
cortinas blancas.
—Guau —susurro.
—La dejo para que descanse del viaje. Si necesita algo,
solo tiene que marcar el uno en el teléfono.
—De… De acuerdo. Gracias.
Me tiro sobre la cama cuando me quedo sola. Esto es
impresionante. Mola mucho. Me levanto y comienzo a saltar
sobre ella y a gritar, hasta que veo lo que hay justo detrás de
las ventanas. Pongo los pies en el suelo, doy unos cuantos
pasos y descorro una de las cortinas. Una inmensa playa se
extiende delante de la casa. El sol se pone sobre el mar y lo
pinta de preciosos colores. ¿Qué hora es? Me apetece darme
un baño. Ni lo pienso. Me pongo el bikini que he metido en la
maleta por si acaso y un vestidito blanco de tirantas y bastante
corto. Tengo exactamente una hora para darme un baño,
volver, ducharme, arreglarme y peinarme. Me da tiempo.
Puedo ser muy rápida cuando quiero.
Bajo sigilosamente por una escalera que encuentro al final
del pasillo. Debe ser la del servicio. Llego a la cocina y me
escabullo entre cuatro personas que preparan lo que supongo
será la cena de la fiesta. Parece que han comenzado a llegar
más invitados. Veo por una de las ventanas que el
aparcamiento está casi lleno de coches. Aún así, sigo mi
camino y llego a la playa por la parte lateral de la casa.
Encuentro un camino que me lleva hasta ella y casi grito de
placer al pisar la arena con los pies descalzos. Esto es la leche.
Exactamente lo que necesitaba para desestresarme. Deshago
los pasos hasta la orilla con una sonrisa en el rostro y, sin
pensarlo, me quito el vestido por la cabeza, lo tiro al suelo e
introduzco los pies en el agua.
Me zambullo y me lanzo. La paz del fondo del mar me
recorre entera. No se escucha nada. Cuando salgo de un salto
vuelvo a gritar. Nado durante unos minutos y recuerdo lo que
me gustaba hacerlo. Veo cómo anochece sentada junto a mi
vestido. Cuando el sol desaparece sobre el horizonte, decido
volver a mi habitación y prepararme. Me levanto con este en la
mano y ando hacia la casa. Me parece ver a alguien
observándome detrás de un cristal en el piso superior al que se
encuentra mi dormitorio. Lleva traje, la barba perfecta de
varios días y no se esconde. Sabe que lo he visto, que lo miro,
y él sigue con sus ojos puestos sobre mí… Hasta que otra
persona, una mujer, posa su mano sobre uno de sus hombros,
acerca su cuerpo demasiado al de él y desaparecen.
Ese era Cameron.
Cameron Blake.
El señor Blake.
7

Kelly y Sam vienen a buscarme y aún no he terminado de


arreglarme. Mi amiga me abrocha el vestido plateado y me
ayuda con los pendientes. Sam se queja de lo que tardamos las
mujeres en vestirnos.
—Venga, no podemos llegar tarde —nos apresura.
—Ya vamos, pesado —respondo.
Llegamos al salón y me sorprendo de la decoración que han
montado para el evento. Todo salpicado de flores blancas y
azules. Saludamos a algunos compañeros y brindamos con
cava; del bueno, estas botellas no son las que compramos
Cecile, Davy y yo en la tienda que regenta un chino frente a
casa. Aquí hay nivel.
Le damos las gracias al señor Blake (padre) por invitarnos y
por hacernos partícipes de su fiesta de despedida. Tenemos
educación ante todo y se merece que le hagamos un poco la
pelota. El hombre se jubila. Ya es mayor.
No puedo dejar de mirar a ambos lados porque no he
dejado de pensar en esa mujer que tenía su brazo sobre
Cameron hace una hora y dentro de una habitación del tercer
piso (uno más arriba del nuestro). No los encuentro.
Estarán terminando de follar, me digo, para autoflagelarme.
—Seguro… —sigo lamentándome, ¡en voz alta!
—¿Qué? —Kelly me mira.
—Qué, ¿qué?
—¿Qué es seguro?
—Oh… Pues que estos canapés con caviar son de esturión.
—¿De esturión? ¿Eres una experta en peces?
—Mi padre me llevaba a pescar.
—Nunca lo habías dicho.
Porque fui una vez y solo pesqué un resfriado. Mi padre
quería que hiciéramos algo juntos y no se le ocurrió llevarme
al cine. Él casi se ahoga, porque, no sé por qué, ¡no sabía
nadar! Aún no sabe.
—Mira, el señor Blake. —Tal y como lo dice mi paciente
amiga, sé que se refiere al hijo. Le ha salido un suspirito—. No
sabía que tuviera pareja.
Giro el cuello y lo veo caminar hacia el centro de la sala,
sonriendo y con la mujer de antes agarrada a su brazo. No le vi
muy bien la cara, pero el pelo largo y negro tan liso como una
tabla es difícil de olvidar. Hablan con unos y con otros,
saludando a todos los presentes. Cuando veo que está a punto
de llegar a nosotros, me disculpo y me voy al baño. No tengo
ganas de hacer pis, sin embargo, me daré una vueltecita e
inspeccionaré el recinto.
Todo muy bonito. No ha cambiado nada desde esta tarde.
Descubro una piscina semicubierta en el otro lateral de la casa
y me imagino quitándome la ropa y tirándome al agua, hace
mucho calor, pero desecho la idea por varias razones, no hace
falta que las explique, supongo. No es buena idea y punto.
Pero… Pero puedo volver de madrugada, cuando todos estén
dormidos y hacerme unos largos. Hasta escalofríos de placer
me da solo de pensarlo.
¡Sí!
Vuelvo al salón y me bebo otra copa de cava. La fiesta se
anima. Hay una orquesta tocando música (que no conozco,
debe ser de los años mozos del anfitrión) y algunas personas
bailando delante de ellos. No encuentro a mis amigos. Voy
hasta una pequeña barra en la que parece que sirven cócteles y
me pido uno.
—¿Cuál desea? —me pregunta el camarero, bastante joven
y atractivo.
—¿Cuál me recomienda? —Un poco de coqueteo no mata a
nadie.
—¿Me deja elegir a mí? —Levanta una ceja y sonríe.
—Sorpréndame.
Se da la vuelta y se pone a cortar fruta.
La fruta me gusta. Espero que no se olvide de echarle
alcohol; como sospechaba, esta fiesta es un poco muermo.
—¿Se aburre? —dice una voz a mi lado.
—Un poco. —Alzo el mentón y me doy cuenta de quién se
trata. Cameron Blake—. Quiero decir… No. Lo estoy pasando
muy bien.
—Sus amigos parecen divertirse. —Los señala.
Están bailando al otro lado. Haciendo el payaso, en
concreto. Me gustaría decir que me avergüenzo de ellos, pero
no es así. Molan tela.
—Sí, eso parece.
—¿Usted no baila?
—Este tipo de música no.
—¿Qué suele bailar?
—Algo más movido.
—¿Nunca ha bailado un vals?
¿Un qué?
—No.
—¿Quiere probar?
—No creo que se me diera bien.
—La estoy invitando a bailar.
Miro hacia los lados. A lo mejor no está hablando conmigo
y estoy haciendo la lela.
—Gracias, pero…
Deja su copa sobre la barra y me ofrece la mano. La miro
sin salir de mi asombro.
«Cógela, monina».
La alzo contra mi voluntad y él la agarra con fuerza. Me
lleva a su lado hasta el centro de la sala y me pide que le rodee
con un brazo mientras que la otra mano sigue unida a la de él.
—No sé si esto es una buena idea —susurro.
—Déjese llevar —musita él.
Lo miro y lo tengo a escasos dos centímetros de mi cara.
Ay, madre. ¡Qué labios tiene!
—Muévase conmigo. Yo la llevo.
Comienza a moverse hacia un lado y después hacia el otro.
No parece tan difícil.
—Lo hace bien para ser la primera vez.
—No me dé la enhorabuena tan pronto.
—¿Qué cree que puede pasar?
Puedo lanzarme sobre usted y besarlo.
—Caerme.
—No la dejaré caer. —Me agarra de la cintura con fuerza y
me pega a la suya.
Por lo que veo hacer al resto de la gente, esto no se baila
así, pero no seré yo quien lo diga y ponga distancia entre
nosotros.
La música, su olor, su calor… Todo hace que me transporte
a otro lugar en el que estamos solos, él no es mi jefe, no tiene
novia y se enamora locamente de mí, o me empotra contra la
pared blanca e impoluta, dejando nuestras manos grabadas
sobre la pintura.
Su boca roza mi mejilla y su respiración me hace cosquillas
en la oreja. Me estoy poniendo muy muy cachonda. Ahora sí
que necesito ese baño en la piscina. O mejor en el mar, estará
más fría.
—Cameron, cariño. —Una voz de mujer lo llama a nuestro
lado.
Él se detiene, se separa de mí y la mira.
—Vamos a hacer el brindis. Te estamos esperando. —La
chica, su novia, nos interrumpe y yo la odio hasta desear su
muerte. Vale, no tanto. Pero casi.
—Lo siento. Tengo que irme. Baila usted muy bien. Solo
me ha pisado dos veces. —Sonríe y se va junto a esa mujer.
Mierda. Creí que no se había dado cuenta de que soy un
poco patosa.

Paso el resto de la noche con mis amigos, viendo desde


lejos lo bien que se lo pasa Cameron con su padre, su novia y
sus amigos y lamentándome porque no debí venir aquí. Ahora
me gusta un poquito más. Creí haberlo olvidado, pero no es
cierto. Me pone, y mucho.

Doy vueltas en la inmensa cama. Hace calor y yo estoy muy


caliente. Cameron me ha dejado a punto de ebullición. Salto
de repente y pongo los pies en el suelo. Se acabó. Este
cuerpecito va a darse un bañito en la piscina.
Abro con cuidado la puerta de mi dormitorio y asomo la
cabeza. No hay moros en la costa. Cruzo el pasillo de puntillas
y bajo por las escaleras de servicio. Nadie en la cocina, nadie
en el salón, todas las luces apagadas. Veo la puerta de mi
destino a pocos metros y voy hasta ella suplicando que esté
abierta.
Giro el pomo.
¡Bingo!
Entro y cierro.
Las luces de esta estancia también están apagadas, pero con
la iluminación del fondo de la piscina es suficiente. Todo lo
inunda una inmensa paz. Me quito el camisón beis que he
traído (normalmente duermo con una camiseta pero no era
plan) y lo dejo sobre una silla. Me quedo en ropa interior y
llego al borde deseando zambullirme dentro. Sin embargo,
decido que es mejor no hacer mucho ruido y me siento en el
filo antes de meterme con cuidado. Está buenísima. Hago unos
largos y recuerdo mis años de instituto en los que nadaba en el
equipo femenino y competía a nivel estatal. Se me daba muy
bien. No sé por qué dejé de hacerlo. Supongo que es una de las
cosas que me recuerdan a Noah. Él también nadaba y
consiguió medalla de oro en muchos campeonatos. Así nos
conocimos. Nadando.
Maldito destino…
Meto la cabeza bajo el agua para tratar de hacerlo
desaparecer de mis pensamientos y buceo hasta llegar al otro
lado, pero choco con algo cuando he recorrido media piscina.
Pero… ¡Qué es esto!
Comienzo a dar patadas y manotazos. ¡Se ha metido un
cocodrilo en la piscina y va a comerme! ¡Va a comerme! No
sería la primera vez. Lo he visto en CSI.
Grito bajo el agua, me entra agua en la boca, abro los ojos
pero no consigo ver nada con las burbujas. Un bulto oscuro y
grande, es lo único que logro vislumbrar.
¡Voy a morir! ¡Voy a morir! ¡Voy a morir! ¡Pobrecitos mis
padres cuando los llamen! ¡Tendrán que reconocer mi cuerpo
desmembrado.
«Miren, señores, ¿reconocen esta mano?», les dirán, y mi
madre llorará, llorará mucho porque ha perdido a su única hija.
Oh, Dios mío, no quiero morir tan joven, no quiero morirrrrrr.
Trato de salir a la superficie, pero los nervios y el miedo me
llevan hacia el fondo. No puedo respirar, me he quedado sin
aire.
Algo me agarra de los brazos y tira hacia arriba.
¡Un cocodrilo con conciencia!
Cojo una bocanada de aire en cuanto la boca percibe que
está fuera del agua y doy palmetazos con las manos como si
no supiera nadar y fuera a ahogarme ahora que estoy lejos del
fondo.
—Tranquilícese, tranquilícese —escucho, mientras tratan
de agarrarme los brazos.
—¿Qué…? —Respiro y empiezo a flotar por mí misma—.
¡Suélteme! ¿Qué hace aquí? —Frente a mí, un imponente
Cameron mojado con el pecho al descubierto y casi desnudo.
Espera, yo también estoy desnuda.
—¡No mire! Estoy en ropa interior. —Trato de taparme,
pero vuelvo a hundirme.
Él me agarra y me mantiene arriba.
—¿Puede hacer el favor de soltarme y no mirarme?
—¿Y usted puede hacer el favor de no hundirse? —
responde, mientras se aleja un par de palmos.
—¿Qué hace usted aquí? —me pregunta.
—Tenía calor. ¿Y usted?
—Esta es mi piscina.
Cierto. Irrebatible.
—Son más de las tres de la madrugada. —Tengo para todo.
—Lo sé. Es la misma hora para usted.
—Sigue mirándome.
—Y usted a mí.
Lleva razón. No aparto mis ojos de su pecho. Pero es que es
tan bonito, tan definido… Me pregunto cómo sería tocarlo.
De repente, escuchamos que una de las puertas se abre y
unas sonrisillas acompañan el golpe cuando se cierra. Una
pareja de mujer y hombre se meten mano y se besan a pocos
metros de nosotros.
Se me desencaja el semblante y Cameron se da cuenta. Me
agarra de la muñeca, tira de mí y me lleva hasta el borde
derecho de la piscina, nos sumerge casi por completo y se
posiciona frente a mí, ocultándome, con su pecho pegado al
mío.
—No pueden verm… —Trato de avisarle, pero él me tapa
la boca con las manos.
—Shh… —Habla sobre sus dedos y a dos milímetros de
mis labios—. No hagas ruido. —Retira la mano muy poco a
poco.
—Son Lysa y Sam —susurro.
Sí. Sam se está tirando a una compañera de trabajo.
—Lo sé.
Mi cuerpo resbala por el suyo.
Me agarra por la cintura para no hundirme de nuevo y noto
su miembro rozarse contra mi sexo.
Suelto un pequeño gemidito y sus ojos se clavan en mis
ojos.
Empezamos a escuchar jadeos de las dos personas que
acaban de interrumpir nuestro baño. Lysa le pide que le
muerda con fuerza y Sam le asegura que va a gritar muy alto
cuando se la folle.
Cameron y yo escuchamos esto en silencio y cada vez más
excitados. Al menos yo. Y doy por hecho que él también al
notar su miembro hincharse sobre mi monte de Venus. Quiero
abrir las piernas, rodearle la cintura y frotar mi sexo contra el
suyo.
—¿En qué piensas? —musita.
—En nada.
—No me mienta. No me gustan las mentiras. —Aprieta la
mandíbula.
—Pienso en cómo sería abrir mis piernas, rodearle la
cintura y notar su polla contra mi coño. —Algunas veces
puedo ser muy burra—. ¿En qué piensa usted?
—En cuánto van a tardar esos dos en correrse y largase
para poder abrirle las piernas, arrancarle las bragas y
follármela.
Me quedo sin aliento.
Acaricia mi vientre, mis pechos, mi cuello y mi boca…
Saco la lengua y le lamo la punta del dedo.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
—¿Quiere que ocurra? —sigue.
—¿El qué? —tartamudeo.
Qué va a ser.
—Que la folle.
¡Sííííí! Todas mis células, neuronas y partes vivas de mi
cuerpecito comienzan a gritar y a aplaudir.
—Creo… Creo que no es una buena idea…
¿Pero qué le pasa a este hombre? ¡Tiene novia!
Baja por mi vientre e introduce la mano por mi ropa
interior, acariciando mi monte de Venus.
Jadeo.
Sigue descendiendo y me mima el clítoris.
¡Joder! ¡Acaba de empezar y estoy a punto de correrme!
—Sera mejor… será mejor que pare…
—¿Está segura?
—No. —Mi sinceridad aparece de la nada.
Sin esperarlo, pero deseándolo, introduce un dedo en mi
vagina y grito. Él me tapa la boca con una mano y sigue
masturbándome con la otra. Sus ojos, clavados en los míos, y
su boca entreabierta me catapultan a un orgasmo devastador.
Cuando mis gemidos se apagan bajo sus dedos, él los aparta
e intenta besarme, pero me aparto y lo empujo hacia atrás.
«¿Qué coño has hecho? ¡Tiene novia, mona!». A veces me
pregunto cómo Davy se mete en mi cabeza sin mi permiso.
Porque este que me come la oreja suele ser Davy, el vecino
cotilla e intrometido.
Él no deja de mirarme a una distancia de veinte
centímetros. No puedo salir de la piscina porque mis
compañeros siguen fornicando a pocos metros.
—Anna… —susurra.
Yo no respondo y me tapo el torso con los brazos.
Trata de acércame a él y me encojo. Se detiene en cuanto ve
que no quiero que me toque.
Un minuto más tarde, nos quedamos solos, salgo del agua,
cojo mi ropa y me la pongo aún teniendo la piel muy húmeda.
—Anna… —Viene tras de mí y trata de hablar conmigo.
—Esto no debería haber pasado.
—¿Por qué?
—Porque no.
Me alejo y me voy a mi dormitorio. No me sigue.
Me doy una ducha caliente, me llamo tonta, idiota y
gilipollas y me acuesto desnuda con la almohada sobre la
cabeza.
Pero… ¿en qué pensaba?
«En tener ese orgasmo que sabía que te podía dar, cari; que
sabes mucho».
8

El sábado me levanto temprano. No quiero parecer una


maleducada y el desayuno está programado a las diez. Suplico
en silencio que el señor Blake no aparezca y me dé la mañana.
—Buenos días, Anna —Kelly me saluda cuando nos
encontramos en el pasillo de las habitaciones.
—Buenos días.
—¿Qué tal has dormido?
—Muy bien. —Tuve un orgasmo de la leche a eso de las
cuatro de la mañana—. ¿Y tú?
—Perfectamente. Y es raro, porque suelo extrañar mi cama.
¿Y Sam?
—No sé. Estará dormido. —Estuvo follando anoche, así
que estará roncando junto al oído de Lysa.
En ese momento, lo vemos caminar hacia nosotras.
—Buenos días, chicas de Manhattan.
—Buenos días, Drácula. —Le digo.
Tiene toda la boca manchada de carmín.
Él achina los ojos.
—Tienes labial en los morros —explico.
—Tuve una noche movidita en la piscina.
—No queremos saberlo —le advierto.
—Pero seguro que queréis saber que el señor Blake
también estaba allí y se lo pasaba tan bien como yo.
La sangre deja de correr por mis venas. Ahora debo ser yo
Drácula y tener la cara blanca como la sal.
—¿Sí? ¿Y con quién estaba? —Se interesa Kelly.
Por favor, que no lo sepa.
—No pude ver a la mujer con la que se liaba dentro de la
piscina, pero se quedaron allí cuando me fui.
—¿Cómo eres tan guarro? ¿Hiciste el amor con gente
mirando? —Nuestra amiga pone el grito en el cielo.
—Me da igual que me miren, me pone. Pero, de todas
formas, no creo que se fijaran mucho en nosotros. Ellos
estaban igual de ocupados.
Trago con dificultad.
Llegamos al salón y algunos de nuestros compañeros ya
están sentados y desayunando alrededor de una gran mesa con
todo tipo de manjares. Damos los buenos días y nos
acomodamos en los sitios libres. Nos sirven café, zumos y
agua. A mí me apetece algún tipo de licor fuerte para olvidar
lo de anoche, pero estaría mal pedirlo.
La suerte me acompaña durante veinte minutos. Se acaba
justo cuando llega el señor Blake con la mujer a la que odio
sin conocerla. Me siento mala persona. Pero tiene lo que yo
quiero y de lo que disfruté sin que fuera mío.
Cameron y la novia toman asiento al otro lado de la mesa y
saludan a los que tienen más cerca. Se me quita el hambre al
ver la complicidad que existe entre ellos.
Me quedo hecha una mierda. Me siento culpable y tengo
ganas de nadar doscientas millas hacia el fondo del mar y
esperar a que un tiburón me coma.

Pasamos el día en la playa y desecho el plan de morir entre los


dientes de un pez de varios metros. Me dedico a tomar el sol y
a beber los cócteles que nos ofrecen los empleados de la casa.
El almuerzo se sirve en el patio trasero y mantenemos varias
conversaciones con los huéspedes de la casa. No me pasa
desapercibida las miraditas que se regalan Sam y Lysa.
Menudo Don Juan está hecho.
—Estás muy callada —comenta Kelly, cuando me quedo en
silencio un rato al barajar una idea.
—Estoy pensando en volver a la ciudad.
—¿Estás de broma? Lo estamos pasando bien.
—Es que… Me gustaría pasar el domingo con Devy y
Cecile. Los veo muy poco.
—¿Y cómo piensas irte? No creo que convenzas a Sam
para que nos vayamos un día antes.
Lo divisamos flirtear con Lysa.
—Puedo coger el autobús.
—Mira la playa. ¿De verdad quieres dejar esto?
No. Quiero alejarme del señor Blake.
El mar se mece frente a nosotros y una brisa fresca me
acaricia la piel. Me gustaría vivir aquí y escribir el libro que
llevo años soñando.
—No sé… Voy a dar un paseo. No tengo mucha hambre.
Aprovecharé y haré algunas fotos.
Subo a la habitación y cojo mi cámara. Me la cuelgo del
hombro y me alejo de la casa por una de las puertas laterales.
Todo está tranquilo. Un remanso de paz me rodea y la arena
bajo mis pies me hace cosquillas. Hago fotos a unos chicos
que juegan con un balón en la playa y a una tabla de surf
clavada en el suelo. Solo tiene dos colores, madera clara y una
raya ancha en azul oscuro. Me siento a lo lejos y hago un par
de instantáneas. Alguien la coge, me retiro el objetivo de la
cara y achino los ojos al deslumbrarme con los rayos del sol.
Me tapo con la palma de la mano a modo de gorra y me fijo en
el surfista. Mmm, buena espalda, buen culo, buenas piernas,
buenos brazos. Uno de esos ha querido mi madre siempre para
mí. Lo cierto es que preferiría que me casase con un hombre
que fuera a la iglesia todos los domingos y con plan de
pensiones, pero yo soy muy diferente a ella, aunque nos
llevamos bien. Debería ir a visitarlos. Aprovecharé los días
libres que me he pedido y me pasaré por New Jersey. De paso,
veré a mi abuela en Newark, que, por cierto, no tiene
Alzhéimer, está más espabilada que yo.
Sigo observando al chico meterse en el agua, tumbarse
sobre la tabla y nadar sobre ella hasta el fondo. Deja pasar un
par de olas y se decide por la tercera. Está lejos, no distingo
muy bien sus facciones, pero me suenan. Cojo la cámara,
acerco el objetivo y hago unos disparos. Ahora sí que lo veo.
No puede ser. No puede ser. No puede ser.
«Sí puede ser, mona».
Joder. Es el señor Blake.
No veas como surfea sobre la ola. ¿Este hombre lo hace
todo bien?
No me percato de que llega a la orilla y camina hasta mí
con la tabla bajo el brazo hasta que lo tengo a dos metros. Me
levanto e intento marcharme.
—¿Le ha gustado el espectáculo?
—¿A qué se refiere?
—¿He salido bien en las fotos? —señala mi cámara.
—Estaba haciendo fotos al mar.
—¿Puedo verlas?
—Preferiría no enseñárselas.
El agua le cae del cabello y rueda por ese cuerpo moreno.
Ufff.
Sí que está bueno.
—¿Surfea?
Achino los ojos.
—Eh… No. —¿Está loco?
—¿Quiere que le enseñe?
—No, gracias. Tengo que volver. Me están esperando.
—Vuelvo con usted. A mí también me esperan.
Seguro que ha quedado con su novia.
Caminamos uno al lado del otro sin decir ni una palabra
durante más de cinco minutos.
—Respecto a lo de anoche… —Él lo rompe.
—Anoche no pasó nada.
Para frente a mí y me detiene.
—¿Eso cree? Yo aún siento su piel resbalar y estremecerse
entre mis manos —dice, con voz ruda y gutural.
Sexi. Muy sexi.
«Pero con novia».
Será cabrón.
—Yo no lo recuerdo así.
—¿Y qué recuerda usted?
Que me corría como hacía tiempo no lo hacía.
—Mire. —Doy un paso al frente—. Lo de anoche no debió
ocurrir y no volverá a ocurrir jamás. Es usted mi jefe y
además…
—¿Además?
—¡Tiene novia! —Levanto los brazos.
No dice nada. No se defiende.
—¿Cómo puede liarse conmigo teniendo novia? ¡Y estaba
en la casa! ¡Podía haber entrado en cualquier momento!
¿Cómo puede ser así? Creí que detestaba la mentira.
—Y la detesto. —Afirma.
Se ha puesto serio. Aprieta la mandíbula. Me mira con
crudeza durante unos segundos. Va a decir algo, pero calla y
desaparece dentro de la casa.
9

Durante la segunda noche me obligo a permanecer dentro de


mi cuarto y a no jugar con fuego en esta mansión de la
perversión. Así que me acuesto justo después de la cena que se
da en el salón principal y cierro la puerta con el seguro. Juro
que intento portarme bien y no sacar los pies del plato, pero
Kelly y Sam son muy mala influencia para mí y llaman a esa
puerta para invitarme a darnos un baño nocturno en el mar.
—¿Estáis locos?
—Venga, es la última noche. Tenemos que aprovechar —
anima Sam.
«Tú ya aprovechaste ayer, pajillero», pienso sin poder
decírselo en voz alta porque sabría que soy yo la que casi
fornica con el jefe en la piscina.
—Me parece de muy mala educación —me hago la digna
—. Nos han invitado a esta casa y no debemos pasearnos por
ahí como si nada.
—¿Desde cuándo te importan a ti estas cosas? —Nuestra
compañera me agarra de la mano y tira de mí. Me da que se ha
pasado con el agua con misterio.
—¡Dejadme que me ponga ropa de baño por lo menos! —
Me suelto y voy hasta el armario.
—A mí no me importaría que nos bañáramos desnudos —
apunta Sam.
—Calla, pajillero. Y quédate ahí fuera, mirón, que eres un
mirón —lo acuso.
Levanta los brazos, ríe y espera en el pasillo.
Me cambio y bajamos por la parte trasera hasta llegar a la
cocina. Sam abre el frigorífico de dos puertas y coge una
botella de champán.
—¿Qué haces? —susurro.
—¿Crees que lo van a notar? Hay como veinte —se
defiende.
Niego con la cabeza y salimos a la terraza que da a la playa
hasta bajar a la arena.
Todo está desierto y en silencio. Solo se escucha el sonido
de las olas mecerse despacio. El mar está tranquilo, el cielo
despejado y no corre ni una leve brisa. Hace calor y cada vez
me parece mejor la idea de haber bajado y darnos un
refrescante baño.
Abrimos la botella de champán y bebemos a morro
mientras reímos y disfrutamos de nuestra pequeña travesura.
El timbre de un teléfono nos interrumpe.
—¿Has traído el teléfono? —increpo a Kelly.
Se encoge de hombros y contesta:
—La costumbre. —Mira la pantalla—. Tengo que cogerlo.
Es mi hermana. Ahora vuelvo. —Se va alejando de nosotros
conforme la conversación telefónica se alarga.
Sam me mira.
—¿Qué me dices? ¿Nos damos ese chapuzón?
—Como te acerques a mí, te corto la polla —aviso,
mientras me quito el vestidito azul que me he colocado.
—Algún día vendrás pidiendo comida y no te daré ni las
sobras —bromea.
—No iría a tu comedor ni aunque fuera el único sobre la faz
de la tierra.
—Cuando el hambre aprieta, agárrate pocas tetas —suelta.
Nos carcajeamos mientras entramos en el agua.
—Eso no tiene sentido.
Río.
Nos zambullimos dentro del mar y salimos a la superficie
unos segundos después. Sam viene hacia mí gritando:
—¡Este tiburón va a comerte!
—¡No te acerques a mí, abusón! —Le tiro agua con las
manos, como si fuera a servir de algo.
No puedo parar de reírme.
Comienza a tararear la melodía de la película tiburón.
Nos peleamos como si tuviéramos diez años y nos damos
patadas y manotazos hasta que nos cansamos y volvemos a la
arena. Kelly ha desaparecido y nos ha dejado solos. Nos
bebemos lo que queda de champán sentados y mirando las
estrellas reflejarse sobre el agua.
—¿Nos vamos? —pregunta—. Mañana quiero volver
temprano.
—¿Quién es la chica de los domingos?
—Aunque no lo creas, los domingos los dejo para mi
familia.
—Me sorprendes, señor Montoro.
—Me gusta pasarlo con mis sobrinos.
—¿Te gustan los niños?
—Mis sobrinos sí. —Nos reímos—. Vámonos, chica de
Manhattan. —Se levanta de un salto.
—Creo que voy a quedarme aquí unos minutos más. Esto…
me relaja.
—Como quieras, pero no te levantes tarde o no podrás
volver conmigo.
—No serías capaz de dejarme aquí. —Abro los ojos.
Él se encoge de hombros, ríe y se va caminando de
espaldas.
Me gusta el silencio de la nocturnidad y la melodía de las
pequeñas olas disolverse en la orilla. Esto es pura vida. Cierro
los ojos durante unos segundos para después abrirlos y
deleitarme con el paisaje.
Camino hasta la casa media hora más tarde. Abro la puerta
de atrás con cuidado y voy de puntillas hasta la escalera
principal. Esta casa es preciosa, podría quedarme a vivir aquí.
Subo escalón a escalón con mucho cuidado. Cuando llego
arriba voy directa hasta mi habitación, pero al girar una
esquina alguien me agarra de la cintura, tira de mí, pega mi
espalda a la pared y me tapa la boca, gesto que ahoga mi
pequeño grito de pavor.
El miedo pasa a ser pronto excitación cuando me doy
cuenta de que es el señor Blake el que me tiene completamente
a su merced y que solo lleva un pantalón de pijama muy
liviano que le cae por la cintura. Mi cuerpo, aún mojado,
contrasta con su piel seca y caliente.
—¿Le gusta las salidas nocturnas, señorita Stewart? —
susurra sobre mi boca.
No contesto ni me muevo, solo miro sus ojos y su boca.
—¿Se lo ha pasado bien con su amigo?
Esta vez asiento con la cabeza varias veces muy breve.
Libra mi boca del encarcelamiento de su mano y la lleva
hasta mis muslos, acariciándolos por dentro desde las rodillas
hasta mi sexo. Gimo a la vez que cierro los ojos.
—¿Le gusta?
Con la otra acaricia mis pechos por encima de la fina tela
de mi vestido. Mis pezones se ponen duros como diamantes.
Estamos semiescondidos, pero esto no deja de ser un pasillo
de una gran casa en la que hay muchas personas pernoctando.
Cualquiera puede salir en cualquier momento y descubrirnos.
Vuelvo a gemir al notar su polla dura sobre mi vientre.
—Me gustaría follármela. No pienso en otra cosa desde la
primera vez que la vi en aquel baño… Si no me la follé sobre
la encimera de mármol fue porque no se callaba —musita
sobre mi boca.
Me acerco a él y trato de besarlo, pero se aparta.
—¿Tiene ganas de que me la folle, señorita Stewart? —Me
agarra del cuello y me muerde la mandíbula—. Lo haría…,
pero no me follo a mujeres la misma noche que lo han hecho
con otros.
Sus ojos se clavan en los míos.
—No… Yo no… —Mete un dedo en mi vagina con mucha
facilidad.
—Tú no qué…
—No me he acostado con Sam. Nunca lo haría… —Lo
mueve y jadeo—. Solo… solo… solo somos amigos.
No sé por qué, esta aclaración lo pone a cien y se le escapa
un gemido.
—¿Me está diciendo que no viene de follar con un tío en la
playa?
Trago con dificultad.
—Joder… —se lamenta.
En un segundo arranca mis bragas de un tirón con ambas
manos y caen al suelo junto a mis pies. Me agarra de las
nalgas, me levanta y lo rodeo con las piernas. Nuestros ojos se
buscan hasta que se encuentran y nuestras bocas chocan de
una manera explosiva. ¡Como este puto jefe!
Se baja los pantalones, se agarra la polla y en un segundo y
de una sola estocada me empala contra la pared. Dios mío, es
lo más excitante que he sentido nunca. Un desgarro sale de su
garganta para apagarse dentro de la mía.
No puedo callarme, necesito gemir, necesito gritar y lo
hago. Él vuelve a taparme la boca con la mano y me pide
silencio mientras no deja de morderme los pezones y de entrar
y salir de dentro de mí como si hiciera siglos que no lo hacía.
Mierda. Como siga así me corro en breve.
Su boca sube hasta mi boca y nos devoramos. Mis manos
vuelan por su pecho y su espalda. Estoy viajando a otra
dimensión desconocida. La dimensión del placer más infinito.
Me corro mientras trato de apagar mis gritos mordiendo sus
hombros y su pecho. Él se derrama dentro de mí jadeando con
los dientes apretados. Ha sido rápido pero muy muy
placentero.
Sale de mí y se guarda el miembro en el pantalón.
—Mierda —masculla.
10

¿Mierda? Parece que no pasa ni un segundo cuando ya se ha


arrepentido. ¿Se puede ser más gilipollas? Podría disimular un
poco.
—Joder. —Se toca el cabello—. Lo siento.
—¿El qué? —contesto a la defensiva—. ¿Te arrepientes de
follarme? —Sí, follarme. Porque ha sido él el que ha hecho
todo el trabajo, y menudo trabajo, sí, señor. Deberían
condecorarlo con alguna medalla a la fuerza bruta.
—No, mierda —se contradice.
—Oye, no pasa nada. Solo ha sido un polvo. Mañana ni me
acuerdo. —Este subnormal no va a creerse que ha sido ni
reseñable.
Me clava la mirada y achina los ojos.
Me da miedo, pero en el buen sentido.
—¿Mañana ni te acuerdas? —suelta con una voz sexi, muy
sexi.
—No ha sido para tanto. Uno más.
—¿Eso ha sido? —Alza las cejas.
Me encojo de hombros y me dispongo a marcharme.
Da un paso hacia delante y se posiciona delante de mí y me
corta el paso.
—Yo diría que no has tardado ni cinco minutos en correrte.
Y porque me he aguantado, portento.
—Hacía mucho que no me corría. —Le quito importancia.
Aprieta la mandíbula, me agarra de la muñeca y tira de mí.
—¿Adónde me lleva? —susurro en un medio grito mientras
subimos las escaleras.
Él no contesta y sigue hasta entrar en su dormitorio y
empujarme contra la cama.
—¿Quieres seguir o te quieres marchar? —habla con voz
osca, mirándome desde arriba a pocos centímetros de mi
cuerpo.
Ahora soy yo la que no dice ni mu.
—No voy a repetirme. Si no sales por esa puerta, voy a
follarte hasta que me supliques que pares.
Sigo callada y sin moverme.
—Quítate la ropa —ordena.
Me agarro el bajo del vestido y me deshago de él por
encima de la cabeza. Solo tengo la parte de arriba de la ropa
interior, la braguita me la partió hace escasos diez minutos.
—El sujetador—Ni se inmuta.
Me lo desabrocho y lo dejo caer muy despacio. Mis
pezones, ya erectos, se endurecen con la brisa que los acaricia.
Veo que Cameron traga con dificultad y me mira totalmente
desnuda. Me siento bien, me siento poderosa.
—Ahora tú —le pido que se desnude.
—Aquí las órdenes las doy yo —aclara—. No te
equivoques, Jersey. —Sigue repasándome con la mirada.
¿Jersey?
No voy a mentir, esto me pone.
Hincha el pecho.
—Acércate.
Doy un paso hasta él. Alza la mano hasta mi cuello y lo
acaricia. Después, lo rodea con sus largos y gruesos dedos y
aprieta levemente.
—Voy a follarte tan fuerte y con tanto ahínco que me
suplicarás que me pare.
No le suplico, pero sí grito mucho durante toda la noche.
11

Parpadeo varias veces y abrazo la almohada en la que tengo


apoyado gran parte de mi cuerpo. Es blandita y reconfortante.
Gruño cuando noto el dolor post sexo de la leche y suspiro.
Todo lo que ocurrió anoche viene a mi mente y me estremezo,
a la vez que vuelvo a humedecerme. Cameron empujando
dentro de mí contra la pared del pasillo, lamiéndome entre las
piernas en el suelo de esta habitación, su sexo dentro de mi
boca y su semen bajando por mi garganta. Mi cuerpo encima,
cabalgándolo y manteniendo el poder durante unos minutos.
Me retuerzo sobre mí misma y sonrío.
De repente, abro los ojos de par en par y caigo en la cuenta
de que debe ser demasiado tarde porque, aunque tengo
agujetas, me siento descansada y debimos dormirnos al
amanecer.
Mierda. Sam y Kelly van a matarme. Me levanto de un
salto, cojo mi vestidito y me lo coloco por encima de la
cabeza. Miro a mi alrededor. Todo está revuelto y huele a sexo
y perversión. ¿Cómo es capaz de correrse tantas veces en una
noche? No me equivoqué cuando lo vi y pensé que debía ser
un portento en la cama. Me tiemblan las piernas camino de mi
habitación.
Recojo mis cosas y hago la maleta en menos de cinco
minutos. No traigo tantas cosas. Tardo otros cinco porque me
doy una ducha rápida para quitarme el sudor del ejercicio
realizado de madrugada y llamo a las habitaciones de mis
amigos con mi equipaje y el pelo aún mojado. No me abren.
Bajo las escaleras y los busco por la casa esperando no
encontrarme con Cameron. Imposible que se hayan marchado
sin mí. La casa está desierta, se han debido marchar todos los
invitados.
—Buenos días, ¿te has perdido? —me pregunta una voz
detrás de mí.
Me giro y me encuentro con… ¡la novia del señor Blake!
¡El tío al que me he estado tirando durante toda la noche!
—Decía que si te has perdido —insiste, no demasiado
amable.
—Eh… No. Solo estoy buscando a mis amigos. Nos
marchamos esta mañana.
—No quedan invitados en la casa ni coches en el jardín —
asegura—. ¿Cómo habéis venido?
—Disculpe, pero ha debido equivocarse —la corrijo.
—Puede verlo usted misma. —Señala por la ventana que
hay a nuestro lado.
Observo por el cristal y es cierto que no hay ni un coche en
el aparcamiento donde lo dejamos. Será posible. ¿Me han
dejado colgada?
—¿Qué ocurre aquí? —Cameron aparece de la nada y nos
mira a mí y a mi maleta.
—Parece que se ha quedado sin transporte. —La chica me
señala.
—Yo me voy. —Agarro el equipaje y me dispongo a
marcharme. Ya veré cómo vuelvo a la ciudad. Habrá autobuses
y trenes.
—No te muevas —me pide.
—Déjala que se marche. Seguro que sabe buscarse la vida.
Ya es mayorcita —dice ella con tono de desprecio.
—No te metas, Ginger. —Alza la mano—. Déjanos solos.
—No pienso irme. Esta también es mi casa.
Cameron suspira, cuenta hasta tres y nos agarra a mí y a mi
maleta hasta otra habitación de la planta baja. ¿¡Cómo se
atreve a hacer esto delante de su novia!? ¡Este hombre no tiene
vergüenza!
Cierra la puerta y me mira.
Estamos rodeados de libros por todas partes. Debe ser la
biblioteca de la mansión.
—Pero, ¿cómo te atreves? —grito.
—Esta es mi casa. Hago lo que me place —responde como
si nada.
—¿Cómo eres capaz de traerme a una habitación delante de
tu novia?
—¿Mi qué?
—¡Tú novia! Ginger, tu novia.
Comienza a reírse.
—¿Te ríes?
—¿Qué te ha llevado a pensar que Ginger es mi novia?
—Pues… Porque lo es —afirmo como si fuera una verdad
universal.
—Lo es. Esa es tu explicación.
—También se acerca demasiado a ti. ¿Esta te parece buena?
Da un paso hacia mí.
—Te mira como si fueras suyo. —Tercera explicación
lógica.
Da otro.
—Te toca como si… Como si te quisiera.
Da otro y se posiciona a dos centímetros de mí.
—Será porque me quiere. —Levanta la mano y me acaricia
la mejilla y el cuello.
—No… No me toques —pido, con la boquita pequeña.
—Me gusta tocarte… —susurra.
—¿Y Ginger?
—Deja de hablar de mi hermana, me baja la libido.
Abro la boca de par en par y él ríe con mi respuesta.
Doy un paso hacia atrás y me enfado.
—¿Tu hermana?
—Eso he dicho.
—¡Has dejado durante todo el fin de semana que piense que
es algo más!
—Yo no he hecho eso.
—¡Claro que sí! —me enfado.
—No, señorita Stewart. Está usted equivocada.
Lo pienso, lo pienso y lo pienso.
Lleva razón. Quizás he metido la pata, como tantas otras
veces me ha ocurrido.
—Déjame salir, tengo que irme.
—¿Y adónde cree que vas a ir?
—A mi casa. Me están esperando.
—¿Quién la espera?
—Sam y Kelly.
—Sam y Kelly se marcharon esta mañana temprano.
—¿Cómo?
—Lo que ha escuchado.
—Es imposible que se hayan ido sin mí.
Agarro el asa de mi pequeña maleta con ruedas y camino
hasta la puerta.
Su voz me detiene.
—Les dije que no te encontrabas bien y que yo te llevaría
más tarde.
¿Cómoooooo?
Giro sobre mi cuerpo y le lanzo una mirada asesina.
—¿Por qué has hecho eso?
—Porque me apetecía pasar más tiempo contigo. —Acorta
nuestra distancia y poco a poco pega mi espalda a la madera
de la puerta y me acorrala.
Su sinceridad me deja muda.
—¿Quieres quedarte o quieres que te lleve a Nueva York?
—Siempre directo.
—Yo… No sé…
Todas mis hormonas me gritan que nos quedemos.
Me acaricia el costado y me estremezco.
—Yo creo que quieres quedarte. —Pasa su lengua por mi
mandíbula—. Y quieres que vuelva a follarte una y otra vez.
Gimo sin controlarme.
—¿Quieres o no?
—Sí…
Me levanta el vestido, me rompe las bragas, me abre las
piernas alrededor de su cintura y me empala. Otra vez me lleva
al séptimo cielo en medio segundo.
Jadea y yo jadeo con él.
Pone su frente sobre la mía y se mueve en círculos.
—Estás caliente y húmeda.
Me folla contra la puerta, contra una librería, sobre una
mesa de billar, sobre el suelo, sobre una mesa de cristal…
12

Almorzamos en una de las terrazas que dan a la playa. No hay


rastro de Ginger ni del señor Blake (padre), solo el servicio se
mueve por la casa y nos sirve la comida con una delicadez
exquisita. Tras el primer plato, que costa de verduras hervidas
y pescado, nos deleitan con un pastel de carne muy suave y
mucha fruta. Me encanta la fruta y Cameron se da cuenta.
—Me gusta verte disfrutar —comenta, como siempre muy
sexi.
—Y a mí que me hagas esas cosas con la lengua. —La
vergüenza la perdí hace años.
—Ya lo he notado —sonríe con una sonrisa muy pérfida.
—¿Dónde están todos?
—Se han marchado a la ciudad.
—¿Estamos solos?
—Básicamente.
—¿Y qué vamos a hacer?
—¿Aún no lo tienes claro?
—Bueno, pensé que podíamos dar un paseo por la playa…
—Yo prefiero pasearme por tu cuerpo…
No puedo negar que sus palabras me ponen a cien, pero he
de reconocer que me da un poco de bajón darme cuenta de que
solo me quiere para lo que me quiere: para follar como
animales. No es que crea que me va a pedir matrimonio
mañana, a mí no me gustan las bodas y las mías menos, sin
embargo, no sé qué me pasa con él que un sentimiento extraño
de posesión se ha despertado dentro de mí.
—Podemos quedarnos esta noche aquí —propone.
—No puedo. Tengo que trabajar —suelto sin pensar.
—¿Trabajar? Te pediste dos días libres. —Arruga el
entrecejo y achina los ojos, escrutándome.
—Mmm. —Cojo un trocito de manzana—. Cierto… Pero
tengo que ir a ver a mi abuelita.
—Podemos ir mañana a New Jersey.
¿Qué ha dicho?
No lo he entendido.
—¿Podemos? —lo imito.
—Yo te llevaré.
—No, no, no. —Casi me atraganto con la fruta—. No
puedes.
—Puedo y te llevaré.
—¿Y qué le digo a mis padres?
—¿También vamos a ver a tus padres? Espero causarles
una buena impresión —dice sin inmutarse, llevándose la taza
de café a los labios.
—Pero, ¿estás loco? No puedo aparecer en casa con mi jefe
del brazo.
—No le digas que soy tu jefe.
—¡Pueden ver tu foto en cualquier número de la revista a
partir de ahora!
Se levanta, camina hasta mí, me agarra de la cintura y me
sienta sobre el filo de la mesa, haciéndose hueco entre mis
piernas. Se agacha hasta posicionar su cara a la altura de la
mía.
—Ahora vas a tranquilizarte —susurra sobre mi boca—.
Vamos a corrernos unas tres veces, después pasearemos por la
playa y después nos daremos una ducha juntos. Por la mañana
te llevaré a New Jersey y veremos a tus parientes y me
presentarás como un amigo con el que follas a menudo.
—No puedo decirles eso.
Sonríe de lado.
Me besa el cuello y sigue hasta la comisura de la boca.
—Vas a decirles que soy un amigo con el que te llevas bien.
Eso es todo. ¿De acuerdo, Jersey?
—No conoces a mi abuela… —Suspiro como reacción a
sus caricias.
—Me llevo muy bien con los ancianos.
—No me refiero a eso…
—Deja que me sorprenda.
—¿Por qué me llamas Jersey?
No contesta, dejamos de hablar de familiares y follamos en
medio del salón. Juraría que con mi culo he hecho batido de
frutas.

Volvemos a Nueva York en uno de sus coches. Este es un


Aston Martin gris playa con el que babeo durante casi todo el
trayecto. Esto es una máquina de precisión. Mi padre va a
alucinar cuando lo vea. Suena algo de música y me dejo llevar
hasta relajarme tanto que me duermo durante gran parte del
trayecto.
—Anna, Anna… —me llama.
—Mmmm… —Me remuevo.
—Anna, despierta. No sé adónde vamos.
Abro los ojos y siento su mano acariciando mi pierna con
suavidad.
—Anna, necesito que me digas dónde viven tus padres.
Estiro el cuerpo y me pongo derecha.
—En Newark.
—Aún nos queda una hora para llegar, puedes volver a
dormirte.
—No, no. —Esta vez sí me avergüenzo.
—Entiendo que estés cansada. Hemos hecho mucho
ejercicio este fin de semana.
—Sí…
—Yo también estoy cansado.
—Puedo conducir un rato.
—¿Mi tesoro? —Acaricia el volante—. No, gracias.
—Cómo sois los hombres con los coches…
—¿Cómo somos?
—Que nadie toque vuestro coche y vuestra polla a no ser
que termine en una buena corrida.
Suelta una carcajada.
—¿Siempre eres tan directa?
—Me gustan las cosas claras.
—A mí me gustas tú —suelta y sigue conduciendo.

Le doy la dirección exacta cuando llegamos a la ciudad y le


pido que no se asuste porque mi barrio puede parecer una
jungla comparado con Los Hamptons.
—No me trates como a un snobs.
—¿No lo eres? —pregunto con sarcasmo.
—Me gustan las cosas caras, pero también disfruto con las
que no lo son tanto. Me gustan lo pequeño.
—Déjame que lo ponga en duda.
—De momento, aquí y ahora, no hay nada que me dé más
placer que tú y…, ¿cuánto mides?
—No soy tan bajita y…, ¿estás diciendo que soy poca
cosa? —Me cabreo.
—Eres demasiado —manifiesta con incertidumbre.
—¿Demasiado qué?
Detiene el coche a un lado de la carretera justo antes de
entrar en Newark, me quita el cinturón de seguridad, me
agarra de los muslos y me sienta a horcajadas sobre él.
Me retira el pelo de la frente y se muerde el labio con los
dientes.
Qué guapo es.
Quiero comérmelo a trocitos.
—Eres demasiado —musita sobre mi boca—. Demasiado
bonita, demasiado inteligente, demasiado buena escritora,
demasiado graciosa…
Trago con dificultad.
—Solo lo dices porque quieres follar aquí y ahora.
—Quiero follarte aquí y ahora, pero lo digo porque es
cierto. —Me rompe la braga mientras yo le desabrocho el
pantalón y saco su polla.
Me agarra por debajo de los brazos, me levanta un palmo y
me deja caer sobre su miembro, que llega hasta el fondo y
grito.
Nos corremos con rapidez, pero algún que otro coche pasa
a nuestro lado antes de que eso suceda. Vuelvo a mi asiento y
le reprocho que me ha roto otra braga.
—Supongo que tienes más.
—Aquí no. Cogí las justas para el fin de semana —me
quejo.
—Pues tendrás que ir sin ellas. —Sonríe a la vez que
arranca el motor que ruge saliendo veloz como una centella.
—¡Vamos a ver a mi familia!
—¡Pues más divertido!
13

Aparca en la puerta de casa de mis padres y, antes de bajar, ya


puedo vislumbrar algún vecino asomarse a una ventana para
ver quién ha dejado este cochazo en la puerta de los Stewart.
Viven en un barrio residencial de clase media en la que todas
las edificaciones son casas de una o dos plantas con jardín
delantero y trasero. No es demasiado lujoso, pero un buen
lugar para crecer sin duda.
Bajamos del coche y subimos por el caminito hasta el
pórtico de madera. Supongo que mi madre y mi abuela estarán
en casa; no he avisado de mi visita.
La puerta se abre un minuto después de tocar el timbre.
—Pero… —Efectivamente mi madre se sorprende—. ¿Qué
haces aquí, cariño? ¡Qué alegría verte! —Me abraza con
fuerza—. ¿Quién es este hombre tan apuesto?
Pongo los ojos en blanco y sonrío.
—Mamá, él es Cameron, un amigo —enfatizo esto último
—. Cameron, ella es mi madre, Leonor Stewart.
—Un placer conocerla, señora Stewart. —Cameron sonríe
y le da la mano.
—Pasad, pasad. No os quedéis en la puerta. ¿A qué debo
este honor?
—Mamá, tenía que venir a ver a la abuela. —Le hago señas
con los ojos.
—¿A la abuela?
—Sí, sí… Que estuvo enferma.
—Sí, pero ya se recuperó.
A Cameron no le pasa desapercibido ninguno de mis gestos
y parece que le hace gracia.
—¿Dónde está? —me rindo.
—En la cocina. Haciendo pasteles. ¿No huele?
Sí que huele, sí.
Seguimos a mi madre hasta allí y vemos a mi abuela
sacando algo del horno. Mi abuela no es una octogenaria
normal. Ella lleva coleta, el pelo bastante largo y un chándal
Nike. Lo tiene de todos los colores y modelos.
—Ay, mi niña pequeña. ¡Qué alegría verte!
—Hola, abuela.
Nos fundimos en un gran abrazo y me emociono. La quiero
más que a nada ni a nadie. Es una luchadora, ha superado dos
tipos de cáncer y la muerte de un hijo, mi tío, que falleció en
Irak hace casi quince años.
—¿Y este hombre tan guapo? —Camina hasta él y le da un
abrazo. Cameron sonríe y se lo devuelve.
—Soy Cameron… —En el último segundo se cambia de
apellido—. Mackenzie.
—Vaya brazos que tienes, Cameron. Debes de trabajar en la
construcción. O eso o los ejerces muchísimo. ¿Hace pesas?
—Levanto bastante peso, sí.
—Mi marido fue culturista. Me encantaba verlo entrenar.
¿Cuánto peso coges?
—Unos… —Me mira de arriba abajo—. Cincuenta kilos,
pero puedo estar horas dale que te pego.
Me pongo roja como un tomate.
Qué cara más dura tiene.
—Toma, prueba mis galletas. Están recién hechas. —Le
señala la bandeja.
—Por supuesto. —Le da un mordisco—. Esto está
exquisito. ¿Qué lleva? —La saborea—. Un toque de canela…
Buena elección.
—¿Sabes de cocina? —Mi abuela pregunta con sorpresa—.
Me gusta este chico. —Me mira—. Pequeña Anna, este es el
adecuado.
—Abuela, por Dios —me quejo.
—Hazme caso que yo sé de hombres. Me pretendieron una
veintena y me quedé con el único que merecía la pena. Tu
abuelo era un gran hombre.
—Lo sé, abuela. Todos lo echamos de menos.
—Bueno, no importa. Pero este hombre es bueno, lo sé con
solo mirarlo.
—Gracias señora…
—Hall. Soy Lena Hall, pero llámame Lena, o Leni, como
mejor te parezca.
—Tiene usted un nombre precioso.
—No me llames de usted que me haces mayor. No soy tan
vieja —se queja, a sabiendas de que cumplirá ochenta y dos el
próximo octubre.
—¿Os quedáis a comer? —interrumpe mi madre.
—Sí, si no es mucha molestia —informo.
—Esta es tu casa y tus invitados los nuestros —habla mi
abuela—. Anda, Cameron, ayúdame a pelar batata que estas
manos me dan mucho la lata.
—Claro, Lena. Lo que necesite.

Los dejamos en la cocina y me voy al salón con mi madre


donde me interroga sobre cómo lo conocí y que hay entre
nosotros. No le digo que es mi jefe porque no quiero que se
preocupe. Sé que valorará la situación y pronosticará mi futuro
en tan solo un pensamiento: Termina nuestra relación y por
consiguiente me pone de patitas en la calle.
—¿Y cuánto tiempo lleváis saliendo?
—No salimos, mamá. Solo somos amigos.
—Ese hombre te mira con ojos de enamorado.
Se ha vuelto loca.
—No es esa clase de relación, mamá.
Escuchamos un ruido a unos metros.
—¿Interrumpo? —pregunta Cameron.
—Claro que no —contesta mi madre.
—Lena la llama. No recuerda muy bien la receta.
—Tu abuela tiene la cabeza cada vez peor —comenta
mientras se levanta y se pierde en la cocina.
—¿Todo bien con mi abuela? —Me incorporo y camino
hasta él.
—Es una persona muy peculiar. —Me agarra de la cintura y
pega su pelvis a mi cuerpo.
—Ya te lo dije…
—Me ha costado no decirle quién soy en realidad. Esa
mujer debió trabajar para la CIA.
—No me extrañaría… —Ronroneo.
—Te pareces mucho a ella. Así… pequeñita y manejable…
—Me besa el cuello.
—Estamos en el salón de casa de mis padres —me quejo
sin quejarme. Por nada del mundo me apartaría ahora de él.
Por nada excepto por una cosa: porque mi padre entra y nos
ve besándonos junto al sofá en el que toma cerveza y ve fútbol
americano casi todas las noches.
Carraspea.
Nos separamos inmediatamente y a Cameron le cambia el
rostro por uno cenizo que me hace mucha gracia.
—¡Papá! —Corro hacia él y me recibe con los brazos
abiertos pero sin dejar de mirar al señor Blake.
—¿Qué haces aquí?
—Hemos venido a almorzar.
—¿Quién es tu amigo?
—Camerón, te presento a mi padre, Zane Stewart. Papá, él
es Cameron… —Se me olvida el apellido inventado y él
termina por mí.
—Cameron Makenzie. Encantado de conocerle, señor. —
Le ofrece la mano y mi padre se la estrecha.
—¿El Aston es tuyo?
—Sí, señor. Si quiere, se lo enseño.
Se lo piensa. Le cuesta horrores decir que no. Lo sé.
—Tal vez después.

Comemos todos alrededor de la mesa y pasamos una tarde


muy agradable en el velador de la parte trasera, hablando de
películas antiguas y canciones que solo conoce mi abuela y,
para mi asombro, también el señor Blake.
De vuelta a Nueva York lo hago partícipe de lo
impresionados que ha dejado a mi familia. Mi padre, aunque
reticente al principio, ha caído rendido a sus pies en cuanto le
dio las llaves del Aston Martin y se lo dejó conducir y
perderse por Newark durante casi una hora. Mi abuela lo ve
como el padre de mis hijos y de sus bisnietos y mi madre le ha
dado hasta recetas de comidas caseras para que se las haga en
casa y «no coma siempre comida de ciudad». No sé a qué se
ha referido con eso de comida de ciudad. Ella no vive en el
campo precisamente.
14

Me deja en mi calle del SoHo unas tres horas después. Ya ha


anochecido y hace un poco de frío. O eso, o yo tengo el cuerpo
cortado de dormir tan poco.
—¿Cenamos mañana? —propone.
—No puedo. Tengo cosas que hacer.
—Eso es mentira y no me gusta la…
—Mentira. —Termino por él—. Lo sé. Te digo la verdad.
No puedo. Prometí acompañar a Davy a esa cita doble hace ya
más de un mes.
—¿Una cita doble?
—No es lo que piensas.
—Pues explícamelo. —Alza una ceja.
—Es un rollo entre nosotros. Él queda con dos tíos en el
mismo bar y conoce a los dos por separado. Ellos ni se
enteran. Elige al que más le gusta y yo distraigo al otro para
que no los vea salir por la puerta. Si no le gusta ninguno, me
pongo a dar gritos en plan loca desquiciada como si el local se
estuviera quemando, se hace un revuelo y los dos escapamos.
Me mira como si me hubiera salido un rabo en la punta de
la nariz.
—¿Hablas en serio?
—Totalmente.
—Estás loca, sí. Y ese amigo tuyo también.
—Si quieres subir, te lo presento. También es mi vecino.
—Me encantaría, pero mejor otro día. Yo sí tengo que ir
mañana a la revista.
—A mí mi jefe me dio dos días de descanso. —Chasqueo
con la lengua.
—¿Y qué vas a hacer durante todo el día?
—Cosas poco sexis y reseñables.
—¿Cómo…?
—Poner la colada. ¿A que no es sexi?
—Depende. Si cargas la lavadora desnuda, es muy muy
sexi.
—Guarro. —Le doy un pequeño puñetazo en el hombro—.
Me voy. —Abro la puerta.
—Hazme una video llamada si te da por limpiar con poca
ropa.
—¡Vete ya, salido! —Le hago un gesto con el brazo sin
mirarlo y escucho su risotada justo antes de que el motor ruja
con fuerza.

Davy y Cecile me esperan en la escalera para hacerme el


interrogatorio. Me han visto por la ventana, estoy segura.
Podrían trabajar en uno de esos programas de cotilleos en los
que se enteran hasta de la marca de sujetador que utilizan las
famosas. No sé cómo lo hacen, pero están al día de todito lo
que ocurre en este país, empezando por el barrio. Más que yo,
y eso que trabajo en una revista en la que se supone que
miramos con lupa a las celebridades.
—Mírala, si no puede ni andar. ¡Zorra! —grita Davy,
apoyado sobre la barandilla cuando subo la escalera.
—Qué calladito te lo tenías. ¿Quién es ese tío guapo? —me
acusa mi amiga.
—Mi jefe —suelto con naturalidad.
—Zorra no, ¡zorrísima! —corrige nuestro vecino sin
acritud.
—¿Con tu jefe? ¿Y folla bien? —pregunta Ceci, como es
normal en ella.
Nos morimos de la risa los tres en el descansillo hasta que
entramos en nuestro piso y les cuento todo lo que ha pasado
durante estos tres días. Muertos de envidia se quedan.
Brindamos por todos los polvos que he echado y por todos los
grandes orgasmos disfrutados.
—Ole tú, reinaza —zanja mi vecino, Cosmopolitan en
mano.
Nos emborrachamos hasta altas horas de la madrugada y
me levanto el martes con un poco de dolor de cabeza; no os
voy a engañar, esta vez el alcohol me pasa factura, y mira que
soy tan dura como un camionero fusionado con un cortador de
leña de esos que viven en las montañas.
Apago el timbre de mi teléfono que suena con constancia y
me quejo porque me llamen a esta hora, me da igual cuál sea;
es mi día de descanso. Sin embargo, hago acopio de todas mis
fuerzas y lo atiendo. A ver si dejan de dar la lata.
—Anna, ¿puedes venir a la oficina? Kelly está enferma y
alguien tiene que corregir su artículo.
—¿No sabes hacerlo tú?
—¿Yo? No tengo ni idea de moda ni de marcas ¡ni de cómo
se escriben! ¡No podría averiguar si están bien o mal! Tardaría
una eternidad.
—¿No puedes buscar a otra persona?
—El señor Blake me ha pedido que busque a la mejor, y tú
eres la mejor.
Bufo.
—Está bien. Estaré allí en una hora.
—Eres la mejor, chica de Manhattan.
—Lo sé. —Cuelgo y gruño.
A la mierda mi día de revolverme en la cama y tomar café
como si no hubiese un mañana.
¿Que buscara la mejor? Cameron lo ha hecho a posta. Sabe
que soy la mejor y que Sam me estima como tal. Ya se lo
reprocharé.
El icono de mensajes parpadea en mi teléfono y lo abro. Es
un mensaje de mi madre, de ayer, justo después de que
saliéramos de su casa. Qué raro.
Leo:
«Llevas una carta en el bolsillo con cremallera del bolso.
Sabía que no lo abrirías si no te digo que lo hicieras. Hazlo.
Hace unas semanas te llegó una carta que no me he atrevido a
darte. Hoy tampoco me parecía adecuado por respeto a
Cameron. Tómatelo con calma. Te quiero. Mamá.»

¿Una carta? ¿Y no ha querido dármela delante de


Cameron? ¿Por qué? Todas las respuestas a mis preguntas son
resueltas en cuanto leo quién es el destinatario. Noah…
Miro el sobre con cautela y, tras varios segundos, lo abro.
Soy adulta, lo he superado y no me importa lo que tenga que
decirme.
«Hola, Anna. No sé tu dirección actual y por eso he escrito
esta carta a casa de tus padres. Me gustaría que nos viéramos y
que habláramos, tengo algo importante que decirte. Este es mi
nuevo número. Llámame cuando quieras y quedamos. 555-
890-033. Por favor, llámame.»
15

Llego a la oficina cabizbaja, con la carta ardiendo dentro de mi


bolso cuando debería de arder dentro de algún cubo de acero.
No quiero meterle fuego a ningún edificio. Sam me pregunta
qué me ocurre en cuanto me ve.
—Nada.
—Chica de Manhattan, tú siempre sonríes.
—Hoy no tengo ganas. —Me tiro en mi silla y le pido que
me pase el artículo.
—Ahí lo llevas, pero… Sé escuchar, puedes contarme lo
que quieras.
—Estoy bien, solo un poco cansada —miento.
Lo deja pasar y me pongo a trabajar. Una hora después,
Lena aparece y me informa de que el señor Blake quiere
verme en su despacho.
Suspiro y me levanto.
¿Cómo se ha enterado de que estoy aquí?
Debería alegrarme porque desee verme, incluso excitarme,
pero el mensaje del indeseable de Noah me ha quitado la vida.
—Pasa. —Escucho tras llamar a la puerta.
Me recibe con una sonrisa ladeada con la que podría
detener la rotación de la tierra.
—¿Cómo sabías que estaba aquí? —Me paro en medio del
despacho, quiero decir: del nuevo y moderno despacho.
¿Cuándo han cambiado la decoración?
—Yo lo sé todo sobre esta…
—Empresa —termino por él.
—Aprendes rápido.
Asiento sin ganas.
—¿Qué te ocurre? —Él también se da cuenta de los
horrores que me cruzan la mente.
—Nada. ¿Qué quieres? —pregunto un poco brusca. Quiero
terminar con esto y marcharme a casa para poder quemar la
dichosa carta y hacerla desaparecer.
—Ven aquí —me llama.
—Ven tú —suelto sin pensar.
—Aquí las órdenes las doy…
—Las das tú, ya…
—¿Quieres dejar de terminar mis frases? —Le divierto.
—Pues deja de ser tan previsible.
—¿Te parezco previsible?
Me encojo de hombros.
—Quítate las bragas —dice, y he de reconocer que esta vez
no lo veo venir.
—¡Ni de coña! —reacciono. Y tengo que darle las gracias
por sacarme del aturdimiento que traía.
—Quítate. Las. Bragas. —Enfatiza cada palabra.
Me levanto el vestido, agarro el elástico de mi tanga y me
deshago de él: primero un pie y después otro. Se lo enseño.
—Bien. Acércate.
Camino hasta detenerme delante del escritorio de cristal y
metal.
Mi sexo comienza a humedecerse. No hay nada que no
consiga el señor Blake. Hasta puede eliminar de mi mente el
mal recuerdo que me dejó mi novio del instituto y el dolor de
su posterior abandono.
—Déjala sobre la mesa. —Lo hago—. Ya puedes irte.
Abro los ojos de par en par.
—¿Qué?
—Lo que has escuchado.
—¿Vas a dejarme así?
—Yo también estoy empalmado.
—¡Pues resolvámoslo!
—No es el momento. Puede irse, señorita Stewart.
Aprieto los dientes y los hago rechinar.
—Podría asesinarlo, señor Blake.
—Yo podría follarla, pero no lo haré.
Bufo.
—Yo podría salir a cenar con usted, pero no lo haré.
Me doy media vuelta y vuelvo a mi mesa antes de darle pie
a réplica. Esta vez enfadada y muy excitada.

—¿Quieres que salgamos a tomar un café? —Sam se


preocupa por mi estado.
—No. Creo que me voy a ir a casa. Te he dejado el artículo
en email. ¿Tú lo envías?
—Claro, no te preocupes. Vete ya. Me vas a pegar la gripe.
Ojalá fuera la gripe ese ruido dentro de mi pecho, pero no,
es mi corazón, que tiembla cuando vuelve a pensar en él. Y me
refiero a Noah.

Llamo a casa de Davy en cuanto llego a nuestro rellano. Me


abre la puerta con ese pijama de dálmata con gorro y orejitas
que me hace tanta gracia. Él me da un abrazo en cuanto hago
un exagerado puchero y me lleva casi en brazos hasta dentro.
Es el doble de alto que yo.
—Necesitas café, mucho café.
—Necesito un reseteo. —Me tiro en su sofá de leopardo.
Saco la carta del bolso y estiro el brazo en su dirección con
ella entre los dedos.
La coge y la lee.
—¡Menudo cabrón! —Maldice—. ¿Cuándo te ha llegado
esto?
—Llegó a casa de mis padres hace unas semanas.
—¿Y qué tiene que decirte?
—No tengo ni idea. —Resoplo y me tapo la cara—. O sí,
no lo sé.
—Este no se merece nada de ti. ¿No pensarás llamarlo?
Mona, este te abandonó y se fue a la costa oeste sin
despedirse. Como lo llames dejo de ser tu amigo. Lo juro por
el último bolso de mano de Dior.
—¿Y si le ocurre algo? ¿Y si es de vida o muerte?
—Claro. Este necesita tu tipo de sangre y por eso quiere
verte. Para que le dones un litro. Mira. —Me señala—. Ni
aunque se estuviera muriendo. ¡No le debes nada!
—¿Y si…?
—¿Y si qué? —Se cruza de brazos y levanta el mentón.
—¿Y si quiere que le devuelva el anillo de su abuela?
—¿Ese que vendimos hace dos años y nos bebimos entre
los tres todo el dinero que te dieron?
—Ese mismo.
Nos reímos. Y tengo que agradecérselo.
—Hay algo que no me cuadra… —sopesa.
—Dime.
—¿Quiere verte? ¿Ya no está en la costa oeste?
Encojo los hombros.
La idea de que esté en Nueva York me pone muy nerviosa.
—Tengo una idea—anuncia.
Se levanta y me pide que lo siga. Subimos a la azotea del
edificio y, tras escucharlo recitar algunas palabras o frases que
no entiendo, me da un mechero y me pide que lo queme.
—Venga, el ritual hay que terminarlo o los demonios
bajarán del infierno y nos quemarán a nosotros.
—Davy, ya sé por qué somos tan amigos.
—Porque no necesitamos sangre azul para ser reyes.
—Por eso también, pero me refiero a que yo también pensé
en quemarlo.
—Eso se llama sensatez. Anda, que arda, que no me fio de
ti. Mañana te ablandas y lo llamas.
Enciendo el mechero y lo quemo por una esquina.
Comienza a arder y algo arde también dentro de mí. ¿La
última oportunidad de dar con él? Tal vez, pero…, es lo mejor.
Me destrozó una vez. ¿Podría volver a hacerlo?
16

Le contamos a Cecile lo que acabamos de hacer cuando


entramos en mi piso y la vemos tirada en el sofá como si fuera
un mono del revés. Se enfada porque no hemos contado con
ella para el ritual y nos echa en cara que solo la queremos
porque es la única que se acuerda de comprar cerveza. Lleva
razón en que es la única que hace la compra, pero la queremos
para todo.
—Ha surgido así, pero quemamos ahora lo que quieras…
No sé… ¡La agenda morada de Davy! —propongo.
—De eso nada, zorra. Mi agenda no se toca.
Me río. Cualquiera se acerca a su agenda sagrada en las que
abundan los teléfonos de los hombres gays más atractivos y
«con las pollas más grandes», lo cito textualmente, de esta
ciudad.
—¡Quememos la foto de Walker! —grita Ceci, a la vez que
salta y da palmas sobre el sofá.
Walker es su ex. Un tipo que te engaña con su sonrisa falsa
y te hace creer que se preocupa por ti mientras se tira a la
primera que llama a su puerta. Me da asco el tipo. Una vez lo
vi por la calle y tuvieron que agarrarme para evitar que le diera
una patada en los huevos.
Mi compañera de piso va hasta su habitación y vuelve con
la foto en las manos.
—Me preocupa que aún tuvieras esa foto —apunta Davy.
—Opino lo mismo —apunto.
—Bah, se me olvidó tirarla. Y ahora me alegro. Me gusta
más vuestra idea. —Le quita importancia pero a mí no me
engaña.
Coge un plato de la cocina, lo coloca sobre la mesa baja del
sofá y se arrodilla.
—Venga. —Nos anima a imitarla.
—Está loca —me susurra Davy a sabiendas de que lo
escucha.
Ella pone los ojos en blanco y yo sonrío.
Deja la foto en el centro del plato y nos pide el mechero.
—Al final salimos ardiendo todos —se queja nuestro
vecino. Le da el mechero y le pide que tenga cuidado.
—Miedica. Es una hoguerita de nada.
La hoguerita de nada se convierte en un fogonazo cuando le
acerca la llama del mechero a la foto. ¿Pero esa foto en qué
tipo de papel se plasmó?
—¡¡Por Dios Santo!! —grita él.
—¡¡Dios mío!! —bramo yo, echándome hacia atrás.
—¡¡Joder!! —Ceci se asusta—. Pero… —reaccionamos
poco después—. ¡Es que era el mismísimo diablo el
jodido!
Nos partimos de la risa.
Le recuerdo a Davy que hoy tenía la cita doble, pero me
informa de que la ha anulado porque su sentido de brujo le
susurraba que algo me ocurría. A veces da miedo.

Cecile viene a mi habitación cuando ya me he acostado. Se


mete en mi cama y me abraza.
—¿Estás bien?
—Supongo que sí.
—Estaré aquí. Ya lo sabes.
—Yo también.
No hace falta que nos demos más explicaciones. Ella sabe
que tener noticias de Noah me ha afectado realmente y que
voy a necesitar apoyarme en ella durante un par de días.
Maldito Noah. Dejó una herida que aún no ha terminado de
cicatrizar.

La semana siguiente se hace liviana, o he de decir que


Cameron me la hace muy excitante y divertida y consigue que
me olvide de mi pasado y del presente que trato de evitar. El
sabe lamer de esa forma que te transporta al planeta Marte en
el que no necesitas oxígeno para respirar, te basta con su saliva
y sus dientes. Ufff. El calor que paso cada vez que me llama a
su despacho y sé que va a pedirme las bragas. ¿Qué hará con
ellas? Tengo que preguntárselo.
—Anna, Anna, Anna… —Kelly llama mi atención
mientras yo sueño con pollas enormes, concretamente con la
de nuestro jefe, mientras mordisqueo la punta de mi bolígrafo
y mantengo la vista fija en la pared—. Anna, despierta.
Sam me da un golpecito en el hombro al pasar por mi lado
hasta la impresora y reacciono.
—¿Anoche también saliste? —sigue mi compañera.
—No.
—Claro, claro —contesta sin creerme.
No estoy mintiendo. No salí. Cameron y yo nos quedamos
en su despacho fornicando contra todas las paredes y todos los
cristales. Cualquier superficie, daba igual la inclinación, nos
parecía perfecta para darnos placer. Me duele todo el cuerpo.
Tengo agujetas hasta en sitios desconocidos para mí. Sé que
esto es solo sexo, pero cada día tengo más ganas de estar con
él y no lo digo porque con él los orgasmos me visiten con
asiduidad, Cameron también es divertido, amable y educado.
Puedo mantener con él conversaciones de todo tipo aunque me
paso el tiempo pidiéndole que deje de romperme las bragas. Es
un caso, le encanta, y a mí también, pero me estoy quedando
sin reservas. Esto me recuerda que hoy a la hora de la comida
me pasaré por una tienda y compraré algunos conjuntitos que
lo hagan babear.
—Estaba concentrada en varias ideas para mi próximo
artículo —miento, a no ser que vaya a escribir sobre el
kamasutra.
—¿Y qué has pensado?
—No sé… —Vuelvo a morder el bolígrafo.
—¿Sabes cuántos gérmenes tiene el material de oficina?
¡Deja de meterte eso en la boca!
Pongo los ojos en blanco y resoplo.
—Ahora vuelvo, voy al baño —me disculpo.
Camino con mis sandalias de flores y mi vestido verde por
el pasillo hasta los aseos más cercanos casi dando saltitos.
Cuando termino, decido pasarme por el despacho del señor
Blake.
—Hola, Lena. ¿Puedo ver a Ca…? —Vaya, casi meto la
pata. O la he metido, Lena me mira con el ceño fruncido—.
¿Puedo ver al señor Blake?
—Ha salido a comer.
¿De verdad? No me lo ha dicho, aunque tampoco es que
tengamos una relación seria como para contarme con quién
sale a comer.
—¿Con quién? —Me atrevo a preguntar y mi osadía no
pasa desapercibida a la inteligente secretaria que ahora no
frunce solo el ceño, sino toda la cara.
—No estoy autorizada a dar esa información, además, no es
de su incumbencia, señorita Stewart —manifiesta, sentada tras
su mesa y mirándome con semblante ofendido.
Levanto las manos y me voy con el rabo entre las piernas y
un gusanillo revolviéndome el estómago. ¿Con quién ha salido
a comer hoy? Ayer escuché cómo hablaba con alguien y me
pareció una mujer. ¿Qué es eso? ¿Celos? No tengo derecho a
tenerlos, nuestra relación es solo sexual. Ni me ha pedido
matrimonio ni quiero que lo haga, ¿o sí? ¿Por qué siquiera
pienso en esa posibilidad? Nunca he sido una defensora de esa
figura. Me parece una manera horrenda de tratar al amor.
¿Firmar un documento para constatar que dos personas se
aman? No, gracias.
A pesar de mis negativas y mi Pepito Grillo particular que
me pide que me vaya a mi mesita, me porte bien y no
inspeccione los bares cercanos buscando a Cameron, salgo a la
avenida y me pongo a pasear y a disimular observando el
interior de los restaurantes más exclusivos de Manhattan. Lo
lógico y estadístico sería no encontrarlo por ninguna parte, ni
la lógica ni la estadística tienen que ver con la suerte y yo
tengo mucho de esto último.
Lo veo sentado en una mesa cuadrada y pequeña. Sonríe a
su acompañante, sentado o sentada frente a él. Una reunión de
jugadores de baloncesto, o similar, almuerzan alrededor de una
mesa muy grande que me dificulta la visión. Puede que esté
comiendo con su padre. Muchas jornadas han sido las que
Brandon Blake se ha visto atraído por un trabajo y una rutina
que llevó durante años y ha comido con su hijo en algún sitio
cercano.
Pero…, no. En esta ocasión no está comiendo con su padre,
sino con una mujer muy atractiva de pelo oscuro y piel clara
que le devuelve la sonrisa. Oficialmente estoy celosa. Muy
celosa. Refunfuño contra el cristal y pataleo. Soy una niña
pequeña a la que le han robado su amiga de juegos, y esta vez
los juegos son pervertidos y muy placenteros: estrictamente
sexuales. Puff, puff, puff. ¿Por qué me da tanta rabia? Aprieto
los puños y valoro entrar y preguntarle quién mierda es esa
mujer con la que tiene tanta complicidad. Me dispongo a dar
un paso atrás y a marcharme cuando su mirada se encuentra
con la mía. Oh, no. Me ha pillado con las manos en la masa.
¿Me hago la tonta? ¿Camino como la que no quiere la cosa y
disimulo? Esto está cerca del trabajo, he podido salir a comer.
Él levanta levemente una ceja y le dice algo a su acompañante.
Dos segundos después se planta delante de mí. Ya no me voy a
ir. Escapar es de cobardes.
17

—¿Qué haces aquí?


—Pasaba por aquí… —Doy pataditas a una piedrecita
imaginaria.
Se cruza de brazos y se cuadra. Impone, no puedo negarlo.
Y pone, tampoco puedo negarlo.
Ataco.
—¡Estás comiendo con una mujer!
—¿Y?
—¿Y? ¿Y quién es? Creí que tú y yo… Que tú y yo… —
tartamudeo.
—Que tú y yo qué. —Su voz es ruda pero muy sensual.
—Que solos follabas conmigo. —Me cruzo yo también de
brazos y me hago la chula.
—¿Me has visto follar con alguien más?
—Mmm… No. Pero eso no significa que no lo hagas.
—¿A qué viene esto?
—A nada. No esperaba verte con otra mujer.
—Estás equivocándote, Jersey.
—¿En qué?
—No puedes reprocharme que salga con otras personas.
—Doy por hecho que entonces eso. —Señalo dentro—. Es
una cita.
—Yo no he dicho eso.
—Pero tampoco lo has negado.
—Será mejor que te vayas. Esta noche lo hablamos.
—¿Piensas que voy a salir contigo el mismo día que quedas
con otra? ¿Estás loco? —No contesta—. Está bien, me voy.
Pero olvídate de mí, Cameron. Desde ahora vuelves a ser el
señor Blake.
Trata de agarrarme la mano, pero me escapo y me voy.

Por suerte, los viernes salimos antes y me voy a casa a pasar la


tarde con Davy y Cecile. Los pongo al día de los últimos
acontecimientos ocurridos con el señor Cameron Blake y
decidimos que el mejor remedio para el mar de amores es salir
a cenar a un Turco donde hacen los mejores falafel de
garbanzos y atiborrarnos hasta vomitar en el baño. Luego,
iremos a un buen club en el que bailar hasta el amanecer y
olvidaré que el señor Blake sale con otras personas.
Entramos en Black Mirror, el local de un afamado miembro
de la sociedad neoyorkina muy conocido por sus escarceos
amorosos con actrices de todo el mundo. No nos importan los
codazos ni los empujones; nosotros somos de bailar
jugándonos la vida en el centro de la pista más concurrida.
—¡Voy a por las bebidas! —grita Davy—. ¿Lo de siempre?
—¡Sí!
—¡Síííí! —chillamos y alzamos el pulgar.
Cantamos y nos movemos a ritmo de Roddy Rich y su The
Box. Hasta nos atrevemos a rapear.
Un rato más tarde, Davy llega con los licores que hemos
pedido y nos pregunta si nos molesta que se pierda un rato con
un amigo que acaba de ver.
—¡Disfruta!
—¡Pásalo bien!
—¡Gracias, monas! ¡Si no vuelvo, nos vemos mañana!
Brindamos los tres y le damos unos picos de despedida.
Seguimos moviendo los cuerpecitos dos, tres, cuatro
canciones hasta que Cecile me grita al oído de manera que casi
me rompe el tímpano que acaba de ver a Colin.
—¡¡Mira, también está Cooper!!
La noticia de que mi follaamigo de turno ronde el lugar no
me hace especial ilusión, pero sonrío y sigo a mi amiga que va
derechita y dispuesta a saludarlos.
—¡Hola, chicas! —Colin nos da la bienvenida y da un beso
corto a Ceci.
—¡Hola!
—¡Hola!
Somos todos muy educados.
—¿Qué tal, Anna? —Cooper se dirige a mí—. ¿Dónde te
metes últimamente? No me coges el teléfono.
—He estado ocupada.
Toda la conversación la mantenemos entre gritos y gentío.
—Te he echado de menos —ronronea en mi oído a la vez
que me agarra de la cintura y me atrae hacia él.
No me molesta. Cooper siempre me ha caído bien y sabe
mover la cintura, así que le sigo el ritmo cuando comienza a
moverse. Nos lo pasamos bien durante un rato hasta que la
cosa se calienta y terminamos besándonos en medio de la
pista. Estoy cachonda. Le susurro si nos vamos a los baños y
él me dice que sí. Me agarra de la mano y tira de mí pero algo
desde el otro lado me tiene clavada en el suelo. Miro hacia mi
derecha y veo a Cameron achinando los ojos, apretando la
mano que tiene libre y aferrando mi otra mano con la que tiene
libre.
Durante unos segundos Cooper me mira sin entender por
qué no camino, pero su mirada encuentra la del señor Blake un
segundo más tarde.
—¿Adónde te crees que vas? —ladra Cameron.
—¡Suéltame!
Niega y sonríe con dureza.
—¡He dicho que me sueltes! —repito.
Tira con fuerza hacia él y me despego de Cooper.
—Pero, tío, ¿qué haces? —Le echa en cara Cooper.
—Vete si no quieres que te parta la cara —la da un
ultimátum.
—¡Deja a mi chica! —vocifera mi follaamigo con más
antigüedad, dejémoslo así.
A Cameron no le gusta que diga esto, pero en vez de
pedirle explicaciones a él, me las pide a mí, como es lógico.
—¡¿Eres su chica?!
—¡¡No!! ¡¡Pero tuya tampoco!! ¡¡Suéltame!!
—Ya lo has escuchado. No es tu chica. Vete de aquí —le
manifiesta a Cooper, que no está del todo convencido.
—¿Quieres que me vaya? —me pregunta a mí.
Sopeso la situación. Lo mejor que se marche, sí. A mí se
me han quitado las ganas de follar con él, en realidad se me
han quitado las ganas de follar en general y me voy a ir a casa
sola.
—Nos vemos otro día, ¿de acuerdo?
—Como quieras. ¿De verdad estás bien?
Asiento y le digo que no se preocupe. Y digo la verdad. Sé
cuidarme muy bien solita. En cuanto él desaparezca, yo
también hago mutis por el foro.
—Vale. Llámame. —Se despide con la mano por temor a
acercarse a mí y al mastodonte que sigo teniendo al lado.
—¡¡Tú!! —señalo a Cameron—. ¡¡Suéltame! —Tiro y me
escapo.
Comienzo a caminar hasta la salida refunfuñando y
escupiendo sapos y culebras. ¿Qué hace él aquí?
Me detengo junto a la calzada y trato de parar un taxi.
—Anna, ¿qué hacías con ese tipo?
Lo ignoro y lo escucho mascullar.
—¿Quién cojones era ese mindundi de tres al cuarto? —
brama detrás de mí.
Bufo, pataleo y me giro hacia él. Está colérico, pero no me
importa. Yo estoy mucho peor.
—¡¿Qué te importa?! Tú. —Le clavo un dedo en el pecho
—. Sales con quien te place. ¡Yo hago lo mismo!
—¡¡Tú ibas a follar con ese tipacarraco en un cuarto de
baño!! ¡¡Por Dios!! ¡¿Cómo se te ocurre?!
—¡¿Qué pasa?! ¡¿Tienes algún problema con los baños?!
—¡¡Lo tengo contigo!! —Me agarra de la muñeca y me
atrae hacia él.
—Pues no lo tengas. No salimos, ¿recuerdas? —siseo en su
boca—. Y me acuesto con quien me da la gana. Tú no eres
nadie para decirme a quien debo tirarme en los baños de un
bar.
—Eres… Eres… —escupe sobre mi boca.
—¿Qué soy? Venga, dilo.
—¡Eres insoportable!
—¿Y qué haces aquí conmigo? ¡Vete con tu amiguita!
¡Vete!
—¡¡Quieres callarte?!
—¡No! ¡¡No pienso callarme!! ¡¡Sabes qué!! ¡¡Me voy…!!
—Pega su boca a la mía y me besa, agarrándome por ambos
brazos.
Mi boca se deja llevar por la suya y lo disfruto durante unos
segundos, pero mi parte orgullosa lo empuja justo después de
morderle un labio con fuerza.
Él se lleva los dedos hasta el sitio exacto en el que la sangre
comienza a salir y se los mira. Se pasa la punta de la lengua
por la herida y blasfema.
—Así aprenderás a no besar a una mujer en contra de su
voluntad.
—No he notado esa voluntad cuando me has devuelto el
beso y has gemido.
—¿Yo? ¿Gemido? ¡Lo has soñado, señor Blake!
—Llevas razón en una cosa, señorita Stewart; sueño con tus
gemidos.
—¿Sí? Pues… Pues… —Me pongo nerviosa—. ¡Sigue
soñando!
Me doy la vuelta y subo a un taxi que por azares de la vida
se detiene en ese momento delante de mí.
18

—¿Vamos al cine? —me pregunta Ceci, tirada junto a mí en el


sofá y comiendo palomitas.
—Ya llevas las palomitas.
—Estas no son de verdad. Las de las salas de cine son otra
historia. —Se mete un puñado en la boca.
—No tengo muchas ganas de moverme. —Le quito unas
cuantas y me las como—. Además. —Hablo con la boca
abierta—. Hemos quedado con Davy para cenar.
—Davy está ocupado con Derek.
Comienzo a toser y casi me atraganto con la noticia.
—¿Qué?
—Lo que oyes. Con quien se encontró anoche fue con él.
—¿Vuelven a estar juntos?
—No lo sé, pero que vuelven a follar es seguro.
—No me lo esperaba. —Musito, pensando en lo mal que lo
pasó cuando tuvo que dejarlo porque él quería tener hijos y
Derek no—. ¿Has hablado con él?
—Me envió un mensaje hace unas horas.
En ese momento, suena el timbre de nuestro pequeño piso.
—Ve a abrir —me pide.
—Ve tú —contesto.
—Yo lo he dicho primero.
—Jo, qué rápida eres —me quejo.
Me levanto y voy hasta la entrada arrastrando mis pies
descalzos.
—Hola, mona.
—¡Hola, Davy! —No puedo ocultar mi sorpresa cuando
veo a su lado a Derek—. Hola, Derek, ¿qué tal?
Me da un pequeño abrazo.
—Bien, guapa.
—Pasad, hay palomitas para todos. —Abro la puerta del
todo y, tras cuatro pasos, nos detenemos en medio del salón.
—Hola, Derek. No esperaba verte por aquí —lo recibe
Ceci.
—Ya, para mí también ha sido toda una sorpresa.
—Ha sido una sorpresa para todos —apunta Davy.
—¿Un poco de vino?
—Sí, por favor, hace un poco de calor aquí —manifiesta mi
vecino, agradecido porque cambie de tema.
—Yo prefiero cerveza —pide Derek.
—Yo también —anuncia Ceci.
—¿Cerveza para todos? —Miro a Davy, que confirma con
un gesto de cabeza.
Voy a la cocina y mi amigo me acompaña.
—Mona, siento esta interrupción. Derek quería saludaros.
—No me importa. Derek me cae bien, pero…, ¿estás
seguro de lo que haces? Lo pasaste muy mal cuando lo dejaste.
—Él también sufrió. Nos queremos…
—Ya lo sé, pero ¿ha cambiado de opinión respecto a lo de
tener prole?
Susurramos toda la conversación. Entre la cocina y el salón
hay un metro y medio.
—No lo hemos hablado.
—Pues deberíais —le reprocho demasiado dura.
—Lo sé, lo sé. Es que no me parecía un tema apropiado
mientras se la chupaba, cari.
Pongo los ojos en blanco.
—No te enfades conmigo. —Hace un puchero.
—Solo me preocupo, Dav.
Nos damos un abrazo y llevamos las cervezas al salón. Una
hora más tarde me han convencido para que vayamos al cine a
ver una peli independiente, lo que significa que me dormiré
diez minutos después de que haya empezado.

Bajamos a la calle los cuatro juntos, hablando y riendo sobre


el hecho de que vamos un poco tarumbas con las tres o cuatro
cervezas que nos hemos tomado cada uno.
—Hemos terminado con la reserva de Coronitas. Mañana
asaltamos tu nevera —le aseguro a Davy.
—Mi nevera es tu nevera, monina.
Nos reímos.
Derek empuja la puerta del portal y salimos a la calle. La
sonrisa desaparece de mi rostro cuando veo a Cameron
apoyado en su coche. Todo el grupo enmudece salvo Derek
que no sabe muy bien de qué va el tema.
—Ve, te esperamos —me anima Ceci, que me da un
toquecito cariñoso en el brazo.
Cameron cuadra los hombros cuando me acerco a él.
—¿Qué haces tú aquí? ¿No te lo dejé claro anoche?
—Quiero pedirte disculpas —habla alto y claro.
Su sinceridad me deja sin palabras.
—¿Se ha quedado muda, señorita Stewart?
—No esperaba esto de usted, señor Blake.
—¿Y qué esperaba? ¿Que la agarrara del brazo, la subiera
al coche y me la follara en el asiento de atrás?
Abro los ojos y la boca, asombrada.
—Van a escucharte —musito, mirando de reojo a mis
amigos.
—No me importa.
—Pero a mí sí.
Da un paso hacia mí y me agarra de la cintura.
—Vente conmigo a mi casa.
—¿Por qué debería hacer eso?
—Porque… —Me acaricia el rostro con dulzura—.
Necesito tenerte entre mis brazos.
Me estremezco con su roce y sus palabras. Me acerca más a
él y pega sus labios a los míos, depositando en mi boca un
beso muy sensual.
—Di que sí… —suplica.
Trago con dificultad y asiento levemente.
—Espera aquí.
Voy hasta el grupito que cotillea y disfruta del espectáculo
y me disculpo.
—No importa, seguro que con él lo vas a pasar mejor. —
Davy me guiña un ojo y me da un beso en la mejilla. Esta vez
no hay pico.
—Llámame si me necesitas. —Ceci me abraza.
—Adiós, Derek, hasta la próxima.
Cameron me espera con la puerta del copiloto abierta y la
cierra tras de mí. Me abrocho el cinturón y espero a que él se
acomode y arranque. Lo hace en el más absoluto mutismo y
conduce todo el trayecto en el mismo estado. El silencio lo
rompo yo:
—Yo también lo siento —hablo mirando al frente.
Sigue conduciendo y yo me explico.
—Siento haberte mordido. —Esta vez le miro la herida que
sobresale sobre su labio igual de sexi.
—Me lo merecía.
Acelera y cambia de carril con agilidad.
Nos detenemos en un aparcamiento subterráneo y bajamos del
coche como hemos pasado todo el camino. La noche va a ser
la mar de divertida, ironizo.
—Por aquí. —Me indica dónde está el ascensor.
Entramos en él y las puertas se cierran. Se posiciona a mi
lado y roza con su brazo el mío, pero no me toca. El ambiente
se densa y mi respiración se acelera pensando en todo lo que
va a ocurrir después y que debería estar ocurriendo ahora,
aquí, dentro de este ascensor. Cameron, sin embargo, no se
acerca a mí.
Abre una puerta doble, única en la planta y me pide que
pase. Un vestíbulo con luces rojizas y paredes negras me da la
bienvenida.
—¿Quieres algo de beber?
—Vale.
Lo sigo hasta una cocina, completamente negra, y dejo el
bolso sobre la encimera.
—¿Blanco? —Me enseña una botella de vino y le doy el
beneplácito.
Sirve dos copas y me da una sin tocarme. Se lleva el borde
a los labios y le da un sorbo mientras me mira por encima del
cristal. Yo lo imito y comienzo a ponerme nerviosa.
—¿No piensas besarme?
—No sin tu permiso, Jersey.
—Ahora necesitas mi permiso. Esto es nuevo. —Dejo la
copa sobre el mármol oscuro con parsimonia y vuelvo a
mirarlo.
—Lo de ayer no volverá a pasar.
—¿Qué crees que pasó?
—Que te hice sentir presionada y obligada —habla como si
le doliera.
—Cameron… —Doy un paso hacia él, le quito su copa de
la mano y la pongo al lado de la mía—. No me sentí obligada.
Me gustó el beso… —Relaja el semblante—. Pero no puedes
aparecer de la nada y ponerme en evidencia delante de mis
amigos.
—Ese tipo no es tu amigo.
—Sí lo es. Lo conozco desde que me mudé a Nueva York.
Da un paso hacia atrás, suelta un resoplido y se masajea las
sienes.
—¿Qué ocurre?
—Estoy tratando de borrar de mi mente la imagen de
anoche. —Me busca con la mirada—. Lo estabas besando.
—Yo… Solo lo hice porque quería vengarme de ti.
Levanta las cejas.
—Te vi con otra mujer y quería olvidarme de cómo me
hiciste sentir —explico.
—¿Y lo conseguiste?
—No.
—El almuerzo de esta mañana no era una cita.
—¿No? —Quiero tragarme a mí misma.
—¿Sería mucho pedir que dejaras de hacer suposiciones
sobre mis amantes? —Pone los brazos en jarra.
—Verás… Sí, creo que será lo mejor, pero, ¿por qué te
rodean siempre tantas mujeres guapas?
Da un paso hacia mí y me agarra de la cintura.
—Deja de hablar. ¿Por qué no paras de hablar?
—Será porque… —Me tapa la boca con una mano.
—Me gusta la buena compañía, y será por eso que te quiero
a ti a mi lado. Tú eres… especial. —Me acaricia el cabello—.
Y ahora solo me importa una cosa. Quiero besarte. ¿Puedo
besarte?
—Sí… —digo con la boquita pequeña.
—No te veo muy convencida, será mejor que… —Vuelve a
separarse.
Lo atraigo hasta mí, agarrándolo del cuello de la camisa y
lo beso con pasión. Él me responde de la misma forma, me
agarra de los muslos y me sienta en la encimera. Un segundo
más tarde, se deshace de mi vestido por encima de mi cabeza y
me mordisquea los pezones por encima del sujetador. Gimo
cuando siento sus dientes apretar con fuerza y él me quita las
bragas bajándolas por mis piernas y se las guarda en el bolsillo
del pantalón del traje. Se desabrocha la bragueta, se agarra la
polla, me abre las piernas y me ensarta con ella. Ruge en mi
boca y me besa. Me tumba sobre la encimera y bombea dentro
de mí sin contención hasta que nos corremos entre gritos.
19

El domingo me levanto enredada entre sus sábanas y me


encanta. Huele a ese aroma tan especial que lo caracteriza.
Imagino que es alguna fragancia de hombre muy muy cara.
Cameron entra en el enorme dormitorio con una bandeja
cargada con dos cafés, zumo de naranja y algo de fruta.
—Vaya, menudo manjar. —Me incorporo y me quedo
desnuda de cintura para arriba.
Me cubro y él reacciona con una sonrisa.
—Me gusta verte desnuda. No te tapes. —Deja el desayuno
sobre la cama, que debe medir dos metros y medio.
—Estoy más cómoda así.
—Yo también estoy con el pecho al descubierto.
—No es lo mismo.
Se deshace del pantalón y deja el badajo al aire.
—¿Y ahora?
Me río.
—Me gusta tu sonrisa. —Se tumba a mi lado y me tira
hacia atrás.
Me besa el cuello y los hombros.
—Creí que íbamos a desayunar.
—Después de que te folle.
—No me gusta el café frío —me quejo de mentira.
—Por suerte, tengo un microondas carísimo en la cocina.
Al final desayunamos sobre la encimera de la cocina, vestidos
y aseados. Hemos vuelto a follar en la ducha durante más de
media hora. No sé cómo aguanta conmigo en brazos durante
tanto tiempo. Tiene una fuerza descomunal.
—Me gustaría que aclarásemos algo —anuncia.
Yo sigo masticando. Tengo un hambre atroz.
—Para mí esto no es solo sexo.
Me atraganto. Toso y él se asusta.
—Estoy bien. —Bebo un poco de zumo para desatascar mi
garganta.
—No salgo con otras personas ni pienso salir mientras
estemos juntos. Espero que tú hagas lo mismo.
—Vale.
—¿Vale?
—Me parece bien.
—A la señorita le parece bien. —Sonríe. Y tiene una
sonrisa preciosa y varonil.
—Pues ahora que ya está todo claro, ¿qué te parece si
damos un paseo?
—Hace un poco de calor para salir a la calle.
—No me refiero a eso… —habla con un halo de misterio.
—Ah, ¿no?
Niega y me da un corto beso.

Unas dos horas después está aparcando en su casa de Los


Hamptons.
—Tranquila, estaremos solos. —Me agarra la rodilla y me
da un apretón tranquilizador.
Entramos en la mansión y me pregunta si quiero darme un
baño en la playa.
—¿Estás de broma? ¡Claro! —Doy saltitos y él sonríe.
Me agarra de la cintura, me levanta y me besa. Y cómo
besa.
—Eres muy graciosa cuando quieres.
—¿Te hago gracia?
—Mucha. —Me besa la nariz y las mejillas y me hace
cosquillas.
Nos damos un buen chapuzón y nos besamos también
dentro del agua. Incluso nos rozamos y nos ponemos a cien,
tanto que no somos capaces a esperar a entrar en la casa y lo
hacemos sobre la arena, justo debajo de una de las terrazas
Estamos locos. Él me vuelve loca.

Me deja en la puerta de mi apartamento el domingo por la


noche. Me he negado a dormir en su casa aunque me lo ha
pedido. Casi me convence a base de besos, abrazos y caricias,
pero me niego a ir mañana al trabajo con ropa de más de dos
días. Dos es mi tope; tres es una guarrería.
Entro en la revista con esa sonrisa que me caracteriza y
Sam y Kelly me lo agradecen sin decírmelo. Les gusta verme
feliz y contenta porque soy el alma de la fiesta de nuestros
pequeños cubículos y si yo me hundo, ellos se hunden y el
barco llega al fondo del mar.
Escribo mi artículo sobre sexo seguro sintiéndome mal
porque yo me he saltado todas las normas habidas y por haber
durante las últimas semanas con el señor Blake. Aún tengo
tiempo, pero hoy tenemos una reunión con el equipo y me
gustaría que, si nos piden una muestra, poder enseñarla y
sentirme orgullosa de ello.
—¿Estás lista? —Kelly me pregunta ya con el bolso
colgado.
—¿Es la hora?
—Hemos apurado. Si no te das prisa, es probable que
lleguemos tarde.
—Yo estoy ya. —Sam entra en nuestro cuartito.
—Venga, vamos —nos proclama nuestra compañera.

Entramos en la sala de reuniones en la que Brandon Blake


nos presentó a su hijo hace no demasiado tiempo, pero que a
mí me parece una eternidad. No porque me haya parecido
pesado, sino porque me da la sensación de que lo conozco
desde siempre. Es raro…
Tomamos asiento de nuevo en la primera fila porque son
los únicos asientos libres y esperamos a que el circo comience.
Me lo paso bien en las puestas en escena que propone el señor
Blake al menos una vez al mes y escucha propuestas de sus
trabajadores. Hay ideas de todo tipo. Algunas totalmente
surrealistas e imposibles de llevar a cabo, pero aquí somos
unos emprendedores y nos gusta innovar, aunque la mayoría
no llegue a ninguna parte.
Cameron entra seguido de Lena y la sala enmudece.
Comienza a hablar dando las gracias por haberlo aceptado con
ese agrado y nos anima a seguir trabajando como lo estamos
haciendo para conseguir ser la revista para jóvenes más leída
del país.
—Quiero presentaros a alguien. Una persona que formará
parte de este próspero equipo a partir de ahora y que le dará un
toque innovador a nuestras páginas tal y como lo ha hecho
hasta ahora en Londres.
Vaya, otro nuevo.
—Y pensábamos que nos iban a echar. Y lo único que
hacen es contratar personal nuevo —me susurra Kelly al oído.
—Va a ser nuestro redactor jefe e inspeccionará vuestro
trabajo de una forma más inmediata. —Cameron mira hacia la
puerta hasta que un hombre la cruza y se detiene junto a él.
No puede ser cierto. Comienzo a sudar y a punto estoy de
desmayarme.
—¿Estás bien? —me pregunta Sam.
A mí no me sale ni las palabras.
—Les presento a Noah Moore.
Todos aplauden mientras yo me hundo en la silla y trato de
no hiperventilar.
Noah sonríe con educación mientras le da un apretón de
manos a Cameron, tras lo cual se dirige a su nueva plantilla.
—Es un placer para mí estar aquí con todos vosotros y un
honor que el señor Blake haya contado conmigo para renovar
el estilo de FYP. —Entonces su mirada se encuentra con la mía
y se queda callado durante unos segundos. Sin duda, no se
esperaba verme aquí. Carraspea y sigue—. Tengo una visión
muy optimista del mundo y las personas que habitamos en él y
quiero reflejarlo en cada artículo, cada anuncio. Página tras
página conseguiremos que el lector cambie la perspectiva de lo
que le rodea…
Habla sobre el poder que tenemos sobre las personas y las
diferentes formas de entrar en la mente de alguien que lee
buscando algo de sinceridad.
—Ser sinceros es la base de toda comunicación. Y en eso se
basa. De comunicarnos con los que están ahí fuera deseando
divertirse mientras aprenden y se informan.
Otro aplauso llena la sala, pero yo no puedo moverme. Los
jefes se despiden de nosotros y algunos de los pelotas de turno
van a presentarse. Nosotros tres volvemos al trabajo sin hacer
preguntas y nos encerramos en nuestro cuartito.
—Está bueno el nuevo redactor jefe —indica Kelly.
—Supongo —respondo con desgana.
—No es de buena educación hablar del físico de un hombre
delante de otro hombre —se queja Sam.
Kelly le tira un lápiz y él lo caza al vuelo.

Me levanto a imprimir el artículo, pero la impresora no va.


Inspecciono a ver qué le pasa y leo sobre la pantallita digital
que le falta papel. Voy hasta el almacén a buscarlo y de paso
me traigo recambio para la grapadora.
Entro en La Habitación del Pánico, así la llamamos porque
es enorme, con estanterías gigantescas y vastos pasillos, y me
dispongo a buscar lo que necesito. Cuando ya lo he encontrado
y camino con todo entre las manos, una sombra se detiene
delante de mí. El grito que pego deben escucharlo desde
Newark.
20

—Pero…, ¿quieres matarme?


—No era mi intención —contesta Noah, guardando las
distancias y con precaución.
—¿Qué haces aquí? —pregunto, muy nerviosa.
—Te he seguido.
—Eso está claro. No creo que el redactor jefe tenga que
bajar al inframundo a buscar material de oficina. Me refiero a
qué haces aquí, en Nueva York, en Fantastic Young People.
—Cameron me ofreció este trabajo y acepté.
—Me parece muy bien. —Trato de marcharme, pero él me
corta el paso.
—No esperaba encontrarte aquí —asegura.
—Eso me ha quedado muy claro. Tengo que irme.
—Espera, hablemos.
—Tú y yo no tenemos nada de qué hablar. Déjame pasar o
me pongo a gritar.
Sabe de lo que soy capaz.
Se hace a un lado y salgo de allí como si me llevara el
diablo.

Salimos a comer a la hora de siempre y nos sentamos en la que


se puede denominar nuestra mesa. Sam y Kelly hablan sobre el
gran currículo de nuestro redactor jefe; de sus grandes logros y
de los sensacionales artículos que ha escrito. Lo buscan en
google e investigan a fondo su vida profesional, por suerte, no
la personal. De todas formas, no creo que yo saliera por
ninguna parte. Cuando estuvimos juntos solo éramos dos
estudiantes con ganas de comernos el mundo. Él se fue a darle
dentelladas lejos de mí. Y sin despedirse, por si todavía queda
alguien que no se haya enterado de este avatar de mi vida en el
instituto. Por aquella época yo era un poco tonta y no veía
venir las grandes olas de esos tsunamis que arrasan con todo a
su paso, pero juro que nos iba bien, nos llevábamos a las mil
maravillas y las mariposas volaban en mi estómago como el
primer día; también en el de él, porque las escuchaba cuando
me acomodaba sobre su estómago mientras estudiábamos
sobre su cama. Quedaban muy pocos días para finalizar el
curso y vivíamos la última semana como si no fuéramos a
vernos nunca más. Noah comenzó a estar raro el fin de semana
y pensé que serían los nervios porque pronto empezaba la
universidad. Pero no. Resultó que estaba pensando en dejarme
sin ni siquiera un adiós. Cara de tonta se me quedó cuando fui
a buscarlo al piso que compartía con Jonh. Su compañero me
dijo que había recogido todo y se había marchado.
¿Marchado? ¿Adónde? No puedo contar la de veces que lo
llamé durante más de una semana. Jamás contestó a mis
llamadas ni me las devolvió. Me pasé llorando todo el verano.
Arrastraba mi corazón roto por todas las fiestas a las que me
obligaba a ir. Terminé la universidad y me prometí no volver a
enamorarme de ningún hombre y nunca he incumplido mi
promesa…, ¿hasta ahora? ¿Qué siento por Cameron? ¿Es un
simple rollo o hay algo más?
—Anna, ¿vas a comerte eso? —Sam interrumpe mis
pensamientos—. Eso. —Señala dos minicroquetas de queso
que mareo inconscientemente con el tenedor sobre mi plato.
Las miro y se lo acerco.
—Todo tuyo.
—No has comido demasiado —apunta Kelly.
—Tengo el estómago revuelto. —Me lo toco.
—Pídete un té. Mi madre siempre me lo hace cuando tengo
molestias estomacales.
Le hago caso y me levanto para decirle al camarero que me
traiga una infusión que sea suave y dulce. De camino me paso
por el baño a lavarme las manos, las alitas de pollo me las han
dejado bastante pringosas. La infusión me vendrá bien, espero
que me relaje. Cuando salgo del aseo, me encuentro a
Cameron junto a la barra. Viene hasta mí con la intención de
darme un beso, sin embargo, yo me retiro hacia atrás y él
frunce el ceño.
—¡No puedes besarme aquí!
—Ah, ¿no?
—¡¡No!!
—¿Y quién lo dice?
—¡Te lo digo yo!
Me doy cuenta de que estoy gritando mucho y de que mis
compañeros pueden escucharnos y descubrirnos. Los miro de
reojo y Cameron sigue mi mirada.
Alza una ceja.
—¿No quieres que nos vean juntos?
—No creo que sea una buena idea.
—¿Te avergüenzas de mí?
—¿Qué? ¡No! No es eso.
—¿Y puede saberse qué es? —Cruza los brazos y levanta el
mentón.
—Cameron, estoy liándome con el jefe nuevo, el que acaba
de llegar y va a remodelar la plantilla. Es fácil que piensen que
lo hago para escalar puestos en la empresa.
—Nadie va a pensar eso. —Se molesta.
—Claro que sí.
—Si alguien lo piensa, lo echaré —habla con dureza.
—¡No puedes hacer eso!
—¿Por qué no? Tú lo has dicho. Soy el jefe.
Bufo y niego con la cabeza.
—Eres imposible —lo acuso con el dedo.
Él lo agarra y tira de mí hacia él.
Me rodea la cintura con los brazos.
—Dame un beso —ordena.
—¿Pero tú me escuchas cuando hablo?
—A veces no. Hablas demasiado. —Sonríe de lado.
—Arggg. Deja de tomarte esto a broma. Estoy hablando
muy en serio. —Trato de escaparme de su abrazo.
—Y yo.
Me revuelvo.
—Está bien. Vamos a terminar con esto ahora mismo —
manifiesta.
Suspiro e hincho los pulmones de aire interpretando sus
palabras como algo bueno. Se ha dado por vencido y va a dejar
que me marche.
Me suelta y… ¡Me agarra de la mano!
Tira de mi brazo y me lleva de esa guisa hasta la mesa
donde me esperan mis compañeros y amigos.
—Pero…, ¿qué haces? —Intento detenerlo, pero ¿quién
puede con esta mole de casi dos metros? Yo no, desde luego.
Los clientes del local nos miran, atónitos.
Cameron se detiene junto a Sam y Kelly y yo casi choco
contra su espalda. Sigo tirando de mi mano para deshacerme
de su agarre hasta que mis amigos se dan cuenta y nos miran,
anonadados.
—Bu, bu, buenas tardes, se, se, señor Blake —tartamudea
Sam, con la vista fija entre el punto exacto en el que nuestras
manos se unen y mi rostro.
—Buenas tardes, señor Montoro. Señorita Samoa —los
saluda—. La señorita Stewart y yo queremos haceros partícipe
de nuestra dicha. Desde hace un tiempo salimos juntos. No
queremos ocultarlo más y hemos decidido que lo mejor es
decíroslo. Espero que no haya ningún problema.
—Eh… —Sam no sabe qué decir.
Kelly boquea como un pez payaso y me observa
preguntándome qué está pasando.
—¿Hay algún problema? —insiste.
—Claro que no, señor.
—Por supuesto que no, señor Blake —contestan ambos al
unísono.
—Estupendo. —Se gira hacia mí—. ¿Lo ves, cariño? —
¿Me acaba de llamar cariño?—. No hay ningún problema.
Dejo que disfrutes de la comida. Nos vemos esta noche. —
Posa una mano en mi cintura, otra en mi cuello y me besa
como si fuera la primera vez.
Me tambaleo cuando me suelta y tardo en reaccionar casi
un minuto. Entre el besazo que me ha dado y lo que acaba de
hacer presentándose a mis compañeros como mi pareja me he
quedado estupefacta.
—¡¿Qué acaba de ocurrir aquí?! —pregunta Kelly con voz
aguda.
—¡Qué calladito lo tenías, chica de Manhattan!
Tomo asiento y bebo un trago de mi agua.
—Voy a matarlo —musito para mí.
—¿Por qué no nos lo habías contado? —mi amiga insiste.
—No…, no sé…
—¿Creías que te juzgaríamos? —sigue Sam.
—Vosotros no, pero hay quien lo hará. —Voy volviendo a
mí.
—Eso te tiene que dar igual. Tú, disfruta y… Cuéntanoslo
todo.
Termino la historia ya en nuestro cuartito y ellos la aceptan
con normalidad. Dos personas jóvenes que se conocen en el
trabajo, se gustan, se acuestan juntos y comienzan una
relación. Qué monos y comprensivos son; espero que el resto
de la plantilla se parezca a ellos.
21

Despido a mis compañeros en el pasillo que va a los


ascensores. He quedado con Cameron en su despacho para
irnos a cenar. Tengo hambre, sinceramente; almorcé poco y
solo me he tomado dos cafés a lo largo de la tarde. Creo que
trabajamos demasiado, nos llevamos en estas oficinas casi diez
horas al día. Voy a escribir una petición en la que resaltaré que
se nos explota, la echaré en el buzón de sugerencias de manera
anónima y me haré la tonta. Será divertido ver la cara del
señor Blake cuando le hagan saber lo que sus trabajadores
piensan de sus infinitas jornadas laborales.
—Buenas noches, Lena. ¿Está el señor Blake?
—Te está esperando. Yo me voy ya. —Coge su bolso y se
despide de mí—. Ten paciencia con él, hoy ha tenido un día
duro. —Arrugo el entrecejo por la forma en la que lo dice.
Lena sabe lo nuestro, estoy segura.
Entro sin llamar dadas las circunstancias: no hay un alma
en el edificio y me está esperando, sabe que voy a llegar tarde
o temprano.
Lee algún tipo de documentación que apila sobre la mesa
totalmente abstraído. Me acerco a él, lo rodeo y le masajeo los
hombros. Suspira y relaja la espalda hacia atrás.
—Estás muy tenso.
—Un día duro.
—Relájate.
—Eso me encantaría. —Tiene los ojos cerrados y la cabeza
apoyada en la silla. Dos segundos más tarde y con un ágil
movimiento, la gira, me agarra de la cintura y me sienta a
horcajadas sobre él. Doy un grito y me agarro a sus hombros
del susto. Hunde el rostro en mi cuello y me abraza—. Esto es
lo que necesito. Me gusta tu piel. —La besa—. Me gusta tu
olor. —Me huele—. Me gusta tu boca. —Me muerde el labio
inferior con los dientes.
Le respondo con un apasionado beso y nos dejamos llevar.
Hacemos el amor sobre su mesa y nos corremos casi al
unísono, como si lo lleváramos haciendo toda la vida y fuera
lo más natural del mundo terminar la jornada con un buen
polvo sobre su mesa.

—Lena sabe que estamos juntos —manifiesto, subiendo en su


coche, camino de un restaurante. No contesta y sigo—. ¿Se lo
has dicho tú?
—Sí. —Cierra su puerta y arranca el motor.
—Cameron, por favor, ¿quieres dejar de decírselo a todos?
—Me pongo el cinturón de seguridad.
—Lena debía saberlo. —Sale del garaje subterráneo.
—¿Por qué?
—Es mi secretaria y asistente. Tiene que saber que eres mi
novia para tratarte como tal.
—Tu novia —repito.
—Mi novia —afirma con rotundidad.
—A ver… —Me masajeo la sien—. ¿No crees que esto va
demasiado deprisa? Estamos bien juntos, pero… ¿estás seguro
de esto? Quiero decir… Para mí es importante que todos los
sepan. No me gustaría estar en boca de todos y que lo
dejáramos dentro de unos días.
—Sé lo que quiero, Jersey. Y te quiero a ti. ¿Por qué dudas
de mí?
—No dudo de ti. Es que… No puedes negar que todo ha
sucedido demasiado rápido.
—Estuve saliendo con mi mujer siete años. Me pareció
tiempo más que suficiente para pedirle que se casara conmigo
y nuestro matrimonio solo duró once meses.
—¡¿Has estado casado?! —pregunto con voz aguda.
—Sí.
—¿Por qué no me lo habías dicho?
—No lo habías preguntado.
—¡Cameron!
—No le des importancia. No ha salido la conversación.
—¿Cuánto…? ¿Cuánto llevas divorciado? —Caigo en la
cuenta—. ¡Porque estás divorciado! ¿Verdad?
Ríe.
—Por supuesto que sí. Relájate. —Me masajea la pierna—.
Nos separamos hace dos años.
—Vaya… —musito.
—Jersey, deja de pensarlo, ¿vale? Eso fue hace mucho
tiempo.
No puedo negar que ha sido un golpe para mí. Estuvo con
esa mujer casi ocho años. Ocho años es mucho, demasiado.
Tuvo que quererla. Yo solo estuve con Noah su último año de
instituto y lo amé con toda mi alma y mi corazón. Vaya, otra
vez esos celos.
—Jersey —insiste—. Se acabó. Confía en mí.
—Vale… —trato de ser convincente.

Cenamos en un restaurante cerca de su apartamento de lujo y


damos un paseo al salir del local. Caminamos cogidos de la
mano, abrazándonos en alguna esquina y robándonos besos
bajo la oscuridad de la noche y la sombra de las pocas luces
encendidas y los frondoso árboles. Subimos a su casa cuando
el deseo nos supera y nos desinhibimos en el vestíbulo.
Por la noche, en la soledad de una cama demasiado grande
porque Cameron se desveló y se fue al despacho, se me viene
a la cabeza que Noah está en la ciudad, que quiere hablar
conmigo y que con probabilidad coincidamos mañana en la
revista. No hay forma de evitarlo. Lo más sensato es que me
enfrente a él y le deje claro que nada de lo que pueda decirme
va a cambiar mi opinión sobre él, lo nuestro y cómo manejó la
situación. Lo odié tanto que hasta me dio miedo. No sabía que
podía llegar a sentir de esa manera. Me hizo sentir muy mal.
Lloraba por las noches porque odiarlo no me hacía sentir
mejor, sino todo lo contrario.

Por la mañana hablo con Ceci y le pregunto si esta noche


dormirá en casa. Tengo ganas de estar con ella y con Davy.
—Sí, mona. Eres tú la que desaparece.
—Ya sabes dónde estoy.
—Sí, lo sé. ¿Todo bien?
—Muy bien. Es solo que… Noah es el nuevo redactor jefe.
—¿Qué Noah?
—Noah, Ceci. Qué Noah va a ser. ¿A cuántos conoces?
—¿Dices que Noah trabaja contigo en la revista?
—No trabaja conmigo. Trabaja en general.
—Trabaja en la misma empresa que tú.
—Eso sí.
—¿Y te quedas tan tranquila?
—No es del todo así.
—Me acabas de decir que está todo bien, que va todo bien,
y que Noah esté ahí contigo no puede significar que vaya todo
bien.
—Estoy con Cameron.
—Ya me entiendes. ¿Qué vas a hacer?
—¿Seguir con mi vida?
—No me trates con condescendencia.
—Ni tú a mí.
—¿No puedes dejar el trabajo y…? ¡Yo qué sé! ¡Irte al
Congo?
—Allí puedo escribir artículos maravillosos sobre cómo los
gorilas o los cocodrilos compran productos cosméticos.
Nos reímos.
—Les vendría bien —comenta—. El otro día vi un
documental y no veas cómo tienen la piel esos impresionantes
animalejos…
—Estás perdiendo la cabeza.
—Espero ser la única loca de esta casa y te alejes de Noah.
Escucho pasos en mi dirección.
—Tengo que dejarte. Yo llevo la cena esta noche. Avisa a
Davy.
—Querrás decir a Davy y a Derek. Vuelven a ser
inseparables.
—Espero que eso no termine en tragedia.
—Yo también, pero algo me dice que esto va a convertirse
en una obra de Sófocles.
—¿De quién?
—Sófocles, Anna, uno de los autores más importantes que
acuñaron el género de la tragedia en la Grecia del siglo V.
—A veces me asusta que sepas tanto.
—Me gustan los documentales. Ya te lo he dicho.
—Deja de ver cosas raras.
—Adiós, monina —cita a Davy—. Recuerda traer la cena.
¡Y unas cervezas!
22

Cameron y yo llegamos al trabajo juntos, pero no de la mano.


Me he negado en rotundo al bajar del ascensor que viene desde
el garaje subterráneo. Ha aceptado mi decisión y respeta mi
forma de ver este tema, al menos, de alguna forma. Nos
despedimos en un pasillo desierto y le permito darme un beso
en la mejilla. Me susurra que me porte bien y que vaya a verlo
al menos una vez en la mañana.
—Tengo que trabajar —le contesto y me voy.
Hoy está el ambiente revuelto en la oficina. Todo el mundo
parece de los nervios, corriendo de aquí para allá.
—¿Qué pasa? —pregunto a Kelly, concentrada en la
pantalla de su ordenador.
—¿A qué te refieres? —Ni me mira.
—He visto a todos bastante alterados.
—Ni idea. Llegué a las siete y no he salido de aquí.
—Qué raro… —Tomo asiento y enciendo mi ordenador.
—Chicas de Manhattan. —Sam entra en nuestro cubículo
con noticias frescas—. Se rumorea que el nuevo redactor jefe
va a elegir a unos cuantos articulistas para formar un equipo de
trabajo. Va a ser importante. A ver si tenemos suerte.
—Pero, ¿para algo en concreto?—Kelly se interesa.
—No sé los detalles. Supongo que nos informarán pronto.
A mí no me hace ninguna gracia la idea de trabajar con
Noah codo con codo. Preferiría que no me eligiera. ¿Podría
negarme llegado el caso? Puedo alegar que tengo mucho
trabajo y me gusta lo que hago. Sería divertido trabajar en
grupo, pero no estoy tan loca como para aceptar un suicidio
laboral y sentimental sin luchar.
—¿Qué opinas, Anna? —me pregunta mi compañera.
—Ya tengo mucho trabajo.
—¿Qué? ¡Eso sería un gran paso en nuestra carrera! ¿Cómo
puedes pensar así?
—Estoy bien. No aspiro a dirigir este periódico.
—Ya lo dirige tu novio —manifiesta Sam en tono irónico.
Me levanto.
—¿Qué has dicho? —Pongo un brazo en jarra.
—Yo… Eh… Nada. —Se toca el cuello.
—¡¿Crees que pretendo conseguir algo al salir con
Cameron?! —le grito, y él se sorprende de mi reacción.
—No, no, Anna, lo siento. Ha sido una broma.
—¿Una broma? ¡Pues no me hace gracia! —le reprocho, y
salgo de nuestro cubículo.
Voy a esconderme en el baño. Quiero llorar. Quiero llorar y
autocompadecerme de mí y de mi mala suerte. ¿Cómo es
posible que, con lo grande que es el mundo, haya tenido que
venir a parar aquí, a la revista en la que me siento feliz y
realizada y en la que he conocido a alguien especial?
Bufo y me limpio las lágrimas con un poco de papel que
arranco del rollo ancho que sirve de toalla de usar y tirar junto
al lavabo cuando alguien entra en el aseo unisex e interrumpe
mi momento de apiadarme de mí misma. ¿Es mucho pedir un
poco de intimidad en esta empresa?
—¿Te encuentras bien? —pregunta Noah detrás de mí.
—Sí —contesto demasiado rápido, pero lo pienso mejor y
me encaro con él—. ¡No! ¡No me encuentro nada bien! ¿Cómo
te atreves a venir aquí y destrozarme la vida?
—No pretendía… Ha sido casualidad.
—No ha sido casualidad. ¡Claro que no! ¡Leí tu carta! ¿Qué
quieres de mí? ¿Por qué me enviaste esa carta después de
tantos años? ¿Qué tienes que decirme?
—Anna…
—¡No quiero saberlo! —me retracto—. ¿Crees que me
importa lo que tengas que decirme? ¡¡Déjame en paz!!
—Anna, por favor. Escúchame. Dame solo un segundo.
—No te mereces ni un segundo de mi vida —escupo a un
palmo de su cara y me marcho de allí.
Salgo temblando y en un estado de ansiedad muy elevado.
Lena me ve por un pasillo y me pregunta qué me ocurre. Trato
de tranquilizarla, pero ella me pide que la acompañe y me
tome un vaso de agua. Tomo asiento en su mesa y ella
desaparece por alguna parte. Cameron se detiene delante de mí
cinco minutos después. Alzo el mentón, lo miro y… todo
comienza a moverse, veo borroso e intento decirle que no se
preocupe, pero las palabras salen a trompicones de mi boca.
Él me coge entre sus brazos y le escucho decir a alguien,
supongo que a Lena, que llame a un médico.
Me despierto en el sofisticado sofá de su despacho; él está
sentado a mi lado y alguien me toma la tensión.
—¿Te encuentras mejor? —me pregunta el desconocido.
—Eh…
—Aún estás desorientada. Es normal. Te has desvanecido.
Parece que todo está bien, aunque el desmayo ha durado
demasiado. ¿Puedes decirme tu nombre?
—Anna… Anna Stewart.
—¿Dónde estás ahora?
—En… En el despacho de Cameron.
—¿Dónde trabajas?
—En Fantastic Young People.
—Parece que ha sido una bajada de tensión. Le recetaré
unas vitaminas y trate de cuidar la ingesta de alimentos.
—Yo me encargaré de que coma bien, Richard. Muchas
gracias por todo. —Se levanta y lo acompaña a la puerta.
—No tienes que darlas, amigo. Llámame siempre que lo
necesites. —Se dan un apretón de manos y se despiden.
Me incorporo mientras Cameron vuelve a mi lado y él toma
asiento junto a mí y acaricia el cabello.
—Me has dado un susto de muerte.
—Lo siento.
—Tú no tienes la culpa.
Suspiro.
—Necesitas descansar —sigue—. Será mejor que te lleve a
casa.
—No, no. Estoy bien. Solo necesito un poco de café.
Llama a Lena por el telefonillo y le ordena que traiga una
cafetera.
—Te quedarás aquí hasta que te encuentres bien del todo.
—Cameron, sé por qué ha ocurrido esto. Estoy… bastante
nerviosa últimamente.
—¿Tienes problemas? —Arruga el ceño.
—No exactamente. Es solo… —Me tapo la cara, pero
después me centro en él y lo miro. Tengo que decirle lo de
Noah. Eso me tiene muy alterada. Si él lo supiera, me quedaría
mucho más tranquila—. Verás, me gustaría decirt…
Lena entra en el despacho y me interrumpe.
—Déjalo aquí. —Cameron le señala la mesita baja que está
frente a mí.
Alguien más cruza la puerta y se suma a las visitas.
—Cameron, ¿qué ocurre? Me ha dicho tu secretaria que
estás ocupado. —Cuando me ve, detiene el paso ligero con el
que ha llegado.
—Siento no haberte avisado. Anna no se encontraba bien.
Noah achica los ojos y nos observa.
Cameron está sentado demasiado cerca de mí y me agarra
de la mano de un modo muy cariñoso. Está claro que Noah se
da cuenta de que hay algo entre nosotros.
—Será mejor que pospongas la reunión. Voy a llevarla a
casa —sigue, y me ayuda a levantarme.
—Sí, sí. No te preocupes. ¿Puedo ayudar en algo?
—Eso es todo. Dejo la revista en tus manos. Me quedaré
con ella. No volveré hasta que no se ponga bien.
—Estoy bien. Estás exagerando —declaro.
Pasamos junto a Noah y mis ojos se encuentran con los
suyos. ¿Está decepcionado? ¿Sorprendido? ¿Angustiado? Tal
vez sea una mezcla de todo ello.
Bajamos hasta el garaje y Cameron me ayuda a entrar en su
coche. Le repito que estoy perfectamente bien, pero no me
hace ningún caso. Cuando llegamos a su apartamento, me
obliga a tumbarme en el sofá y me hace sopa de pollo. No es
que me queje. De vez en cuando a todos deberían cuidarnos de
la manera en la que Cameron lo hace. Coge el ordenador
portátil de su despacho y trabaja durante todo el día a mi lado.
Duermo la siesta sobre sus hombros y me despierto cubierta
con una fina sábana de color gris y sus besos dándome las
buenas noches. Hacemos el amor sobre su sofá y se me olvida
que aún no le he contado que Noah y yo somos viejos
conocidos.
23

Pasan unos días tranquilos. Consigo no coincidir demasiado


con Noah y me centro en mi trabajo y en Cameron. Este me
cuenta, mientras cenamos sentados sobre la alfombra del salón
de su casa, que estuvo casado durante once meses en Londres
y se separó porque su exmujer lo engañaba con un compañero
de trabajo.
—Por eso odio las mentiras.
—Lo entiendo… Por eso, necesito contarte algo.
Suelto los palillos de la comida china.
—No eres una mentirosa. Si lo fueras, no estaría saliendo
contigo.
—Me lo llamaste mucho cuando nos conocimos.
—Porque me mentiste. —Ríe.
—Fueron tonterías. Ahora… Quiero contarte… Es
importante.
Respira y se centra en mí. Veo que traga con dificultad.
—Noah Moore no es un desconocido para mí. Nos
conocimos en el instituto. Era su último año. Estuvimos
saliendo casi un curso completo.
—¿Qué? ¿Por qué no me lo has dicho antes?
—Lo he intentado…
Se levanta como un resorte.
—¿Intentado? —Está nervioso.
Lo imito y me pongo frente a él.
—Lo he intentado, Camerón, sí. En varias ocasiones, pero
me ha sido difícil. No sabía cómo decírtelo y cómo te lo
tomarías.
—¿Qué significa que estuvisteis saliendo?
—Pues eso.
—¿Lo querías?
No contesto.
—Supongo que eso es un sí. —Se masajea la sien.
—Sí, lo quería. Como tú querías a tu mujer. —Me acerco a
él y lo tomo de las manos—. Mírame, Cameron. Los dos
hemos tenido una vida antes de conocernos. Eso no significa
nada. El ahora es lo que importa.
Suspira y me acaricia el cuello. Yo le rodeo la espalda con
mis brazos.
—Llevas razón, Jersey. No sé por qué me he puesto así.
—Siento no habértelo contado antes.
—Gracias por hacerlo. —Pega su frente a la mía—.
Gracias… —musita, y me da un beso.
Nos abrazamos y seguimos comiendo. Cuando nos vamos a
la cama y nos volvemos a abrazar, me dice mirándome a los
ojos:
—Creo que sé por qué me he puesto tan colérico cuando
me he enterado de lo tuyo con Noah.
—¿Porque eres un tanto intransigente? —bromeo. Él sonríe
de lado y me saca de dudas.
—No. Porque te quiero.
—Cameron…
Me quedo helada ante su afirmación, tan helada que no
contesto, solo lo beso y lo abrazo. Nos dormimos y al día
siguiente me comen los remordimientos.

Le cuento a Ceci y a Davy que Cameron me confesó que me


quería y que yo no le dije nada. Nada. Soy rematadamente
idiota y se lo hago saber a mis amigos.
—Soy una jodida idiota. Idiota.
—No lo eres, mona. Solo te ha dado miedo —explica Davy,
sentado en una silla de hierro en su pequeño balcón.
—Cameron no me da miedo.
—No me refiero a que Cameron te dé miedo. Te das miedo
a ti misma. —Lo miro—. Miedo a ti misma, mona. A
reconocer que te has enamorado de nuevo. Y déjame decirte
más: Te sientes traicionada. Te prometiste que no volverías a
sentir por ningún hombre y Cameron te ha tocado la patata. ¡Y
encima con Noah de por medio! Te lo voy a decir de una vez:
perdónate. En el corazón no se manda. No puedes hacer nada.
—Qué sabio eres, Davy —apostilla Cecile.
—Lo sé. —Afirma con un gesto de cabeza.
Ríen mientras yo pienso en lo que acaba de decirme.
—Supongamos que llevas razón. Que quiero a Cameron.
Entonces, ¿por qué me pongo tan nerviosa cuando Noah se
acerca a mí? El corazón se me desboca.
—Porque eres masoquista, chica. Eso no es amor, es odio.
—Odio… —Soplo—. Es un sentimiento al fin y al cabo.
—Pues ya estás dejando de sentir por ese mamonazo. Habla
con él. A ver por qué te envió esa carta y mándalo al cuerno.
Asunto arreglado.
—Ojalá fuera tan fácil.

Paso el fin de semana con Cameron. Lo invito a casa y conoce


a los chicos. Derek también viene a la cena. Mi chico trae
varias botellas de vino y se disculpa argumentando que no
sabe nuestros gustos. Todos le agradecemos el gesto y
brindamos con uno blanco en el salón.
—Mona, esta botella cuesta seiscientos dólares —me
susurra Davy al oído.
—Calla, te va a oír.
—Las demás más o menos cuestan lo mismo. ¿Cuánto
dinero tiene este tío?
—No lo sé. Calla ya.
—Y, Cameron, ¿dices que vives en el Upper East Side?
—Sí. Tengo esa propiedad desde hace varios años. Desde
antes de irme a Londres.
—¿Has vivido en Londres? —interviene Ceci, no estoy
segura de la razón porque ya sabe toda la historia.
—Sí.
—Me encanta esa ciudad. Me gustaría visitarla alguna vez
—anuncia mi amiga.
—Estáis todos invitados a mi casa. Podemos hacer un viaje
un día de estos.
—¿En serio? —Mírala, si eso es lo que pretendía. Un
viajecito gratis.
—Por supuesto.
—Nosotros nos apuntamos. Dicen que Londres en una
monada —manifiesta Davy, medio abrazado a Derek.
Cecile pone un poco de música y todos bailamos a ritmo de
Lay me Down de Sam Smith. Cameron me agarra de la
cintura, me abraza y me besa. Me siento bien, me siento feliz,
me siento viva.

23

A medianoche subimos todos a la terraza del edificio. Algunos


llevamos unas copas de más y pensamos que es buena idea
seguir la fiesta allí. Nos llevamos unos cojines y nos sentamos
en el suelo mirando el cielo y esperando que caiga alguna
estrella fugaz.
—Perdona —digo a Cameron.
—¿Por qué? —Tiene su brazo rodeando mi cuello de una
manera muy cariñosa.
—Por…, esto. Supongo que estás acostumbrado a sitios
más… espectaculares.
—¿Por qué piensas eso?
—Por favor, mírate. Has estado viviendo en Londres, vives
en la zona más cara de Nueva York y diriges una de las
revistas más leídas de la ciudad. Esto para ti debe ser… Una
bobada.
Se gira un poco y me besa la nariz.
—Esto para mí es lo más espectacular que he vivido.
—No puedes decirlo en serio.
—Jersey, tú eres especial. Haces especial lo que te rodea.
Estar aquí contigo, bebiendo vino…
—Un vino muy caro —lo corto.
Él sonríe y sigue.
—Un vino muy caro —me parafrasea—. Contigo entre mis
brazos, con tus amigos un poco… peculiares. —Reímos—.
Mirando las estrellas y con tus labios a merced de los míos…
No puedo pedir más, ni lo necesito ni quiero.
Me cuesta tragar. Qué bonito lo que me ha dicho, y yo sin
decirle lo que siento por él. Creo que ha llegado el momento.
—Cameron —susurro—. Yo también te quiero…
Me agarra con cuidado del cuello y une nuestros labios.
Nos besamos como si estuviéramos solos. Y no lo estamos,
por cierto.
—Marchaos a un hotel —dice Davy.
—Ojalá me besaran así —anuncia Ceci.
—Dejadlos, así es el amor —protesta Derek.
Nos reímos sin separar nuestros labios y seguimos a lo
nuestro.
—Se ha atascado la fotocopiadora —informa Kelly, con varios
papeles rotos en las manos de pie en la puerta de nuestro
cuartito.
—Una hecatombe —bromeo.
—Muy graciosa. Te está viniendo muy bien salir con el
señor Blake. Vienes muy despierta al trabajo —rebate.
—No te creas. No duermo mucho. Me paso la noche
follando —contesto.
Se sienta en su silla y bufa.
—¿Qué te pasa? —me intereso.
—Que no follo.
—A eso le ponemos remedio ahora mismo —interviene
Sam.
—No voy acostarme contigo nunca —le asegura.
—Tú te lo pierdes. —Sigue a lo suyo.
—Chicos, reunión en cinco minutos. —Lena entra y nos
avisa.

Tomamos asiento en la sala de reuniones, esta vez alrededor de


la gran mesa ovalada. Solo estamos nosotros tres y otros
cuatro compañeros más. Cameron y Noah irrumpen unos
minutos después. Esto no me gusta. Huele mal.
Habla Cameron.
—Buenos días, os hemos reunido aquí para haceros
partícipe… —Bla bla bla.
Lo que me esperaba. Noah ha creado un grupo de trabajo y
los presentes somos los elegidos. Qué bien. Le advertí que no
contara conmigo. Todos se ven muy contentos, menos yo, que
me gustaría poder abrir la ventana (que tiene un sistema de
seguridad para estos casos) y tirarme por ella.
—Señorita Anna, ¿puede venir a mi despacho? —me
pregunta Cameron.
No sé ni por qué lo pregunta si sabe que lo que diga es
palabra de Dios. No me quejo porque me va a sentar bien uno
de sus abrazos, pero… ¡sorpresa! No soy la única invitada a
esta pequeña reunión. Noah también tiene pase vip y se sienta
en primera fila.
—Anna. —Vaya, no me llama Jersey—. He hablado con
Noah. Todos somos adultos. La relación que tuvisteis no tiene
por qué afectar a vuestro trabajo. Confío en que podréis llevar
este proyecto a cabo juntos.
Boqueo como un pez globo.
—Por mi parte no hay ningún problema —dice Noah.
Ya veremos, señorito.
—Yo… Yo… Claro —zanjo.
La que se va a liar.

La primera reunión la tenemos esa misma tarde. Nos


centraremos en temas importantes de la sociedad neoyorkina y
cotilleos varios, pero enlazando un poco con política y mundo
empresarial. En realidad no es nada nuevo, pero quiere darle
un aire fresco y más movimiento a la revista digital. Para esto
último nos quiere principalmente. Me parece bien. Es lo más
lógico explotar ese sector en los tiempos que corren.
Terminamos de trabajar a las siete de la tarde. Todos mis
compañeros desaparecen antes de que pueda darme cuenta y
me quedo con Noah sola en la planta. Cameron tampoco está,
lo sé porque lo llamo al teléfono y me dice que ha tenido que
salir a una reunión en la otra punta de la ciudad.
—¿Te acerco a casa? —me pregunta Noah, tras escuchar la
conversación.
—No, gracias. No quiero molestar.
—No es ninguna molestia. Es más, me gustaría
acompañarte.
—¿Por qué?
—Porque necesito hablar contigo. Ya que me es imposible
hacerlo en la oficina porque huyes de mí, tal vez podamos
hacerlo en el coche.
Comienzo a caminar.
—Anna, venga. Dame solo diez minutos.
—Hasta mi casa se tarda un poco más.
—Lo que sea. Hazlo por nosotros, por lo que tuvimos.
Me detengo y me enfrento a él.
—Tú no hiciste nada por mí.
Suspira.
—Por favor, deja que me explique.
—Está bien —claudico.

Subimos a su coche, también de alta gama y aparcado junto a


la plaza de Cameron y salimos a la calle. Tarda unos minutos
en hablar.
—Se te va a acabar el tiempo —aviso.
—No sé por dónde empezar.
—Por el principio.
—Estás… Estás saliendo con Cameron.
—Ese es el final.
—¿Es serio?
—¿Qué más te da? —replico.
Refunfuña.
—Está bien. He empezado con mal pie.
—Por aquí no se va a mi casa. Ni siquiera te he dicho
dónde vivo.
—Vamos a hacer una parada. Solo será unos minutos.
Confía en mí.
—Me será muy difícil…
No contesta y conduce.
Paramos en una plaza desierta.
—¿Te importa bajar?
—Esto no es lo que habíamos quedado.
—Solo quiero invitarte a un helado. ¿Recuerdas? Nos
encantaban.
—Me siguen gustando. —Bajo del coche y camino a su
lado hasta un puesto ambulante.
—Gracias por no salir corriendo.
—Noah. No puedes hacer esto. No puedes aparecer y tratar
de que todo sea como antes.
—No trato de hacer eso.
—¿No?
—No, quiero que sea mejor.
Pedimos los helados y el señor nos los da. Damos un paseo
mientras hablamos.
—Te escribí una carta. ¿Por qué no me has llamado?
—No tenía nada que decirte.
—Lo sé, Anna, pero yo a ti sí.
—No me importa. Ahora soy feliz. Soy feliz y tú no tienes
nada que ver.
—Me alegra verte así, pero… No puedo volver a
marcharme sin decirte que…
—No quiero saberlo.
Se detiene frente a mí.
—Aún te quiero, Anna.
24

—Te quiero, Anna. Me fui porque tenía miedo, porque fui un


niñato y solo pensaba en mi carrera. No sabes cuánto me
arrepiento. —Me agarra de la cintura y me pega a él—. Te
quiero. Nunca he dejado de hacerlo.
Tardo unos segundos en reaccionar y dar un paso atrás.
—¿Me quieres? ¿Vienes ahora aquí y me dices que me
quieres?
—Lo sé, no debería…
Lo corto.
—¡No deberías! ¡No! ¡Por supuesto que no! ¡No tienes
ningún derecho!
—Anna…
—No quiero escucharte.
—Anna —insiste.
—Llévame a casa, por favor.

Me deja en la puerta de mi apartamento y me pide de nuevo


que lo escuche.
—Ya te he escuchado, Noah. Quiero a Cameron.
Bajo del coche y él me sigue.
—Eso no es cierto.
—Lo es. Y…, ¿cómo crees que se tomaría que te estés
declarando a su novia, una forma de intentar quitársela?
—No me importa.
—Sois amigos.
—Es cierto, pero me vine de Londres con un objetivo y no
pienso dejarme ganar.
—No se trata de ganar o perder. No soy el premio de nadie.
—Te quiero, Anna. ¿Eso no significa nada para ti?
—¡Qué cara tienes!
Giro y camino hasta mi portal.
—¡¡Que te jodan, cabronazo!! —grita Davy desde su
balcón.
Le doy las gracias cuando subo hasta nuestro rellano. Él me
está esperando con un abrazo enorme y nos reímos. Vemos una
película en su sofá y comemos palomitas. Ceci nos envía un
mensaje de texto diciendo que duerme en casa de Colin.
«Que folles bien, perra», le escribe nuestro vecino.

No le cuento el incidente con Noah a Cameron. No deseo crear


malestar entre ellos y así creo asegurarme de que mi ex no
vuelve a las andadas, paso del tema y hacemos vida normal en
la oficina. Nada de dramáticas escenas en los que ellos dos se
retan a un duelo al amanecer, se matan y yo me quedo
compuesta y sin novio.
Pero no puedo controlarlo todo y tantas horas al lado del
guapísimo Noah pasan factura, y no me estoy excusando, es
que es realmente guapo y seductor y, claro, me pilla un día con
las defensas bajas, me relajo y caigo en su trampa.
—¿No te vas a casa hoy? —Viene hacia mí, que sigo
delante de mi ordenador escribiendo el artículo de esta
semana.
—Espero a Cameron —contesto sin mirarle.
—Cameron se ha marchado.
—No puede ser. —Capta mi atención.
—Vengo de su despacho. Estamos solos en la planta.
Me levanto y apago la pantalla. Será mejor que me vaya y
lo llame por teléfono. Cuando me giro, tengo a Noah a pocos
centímetros de mí. Huele muy bien y un montón de recuerdos
bonitos se me vienen a la mente.
—Recuerdo la primera vez que te besé —musita,
mirándome los labios—. Sabías a fresa. Tenías un labial que
siempre llevabas en un bolsillo.
—Tengo… Tengo los labios muy secos.
—Me gustaría comprobar si aún sabes así de bien.
—Ya… Ya no lo utilizo.
—Pues huele a fresa desde aquí.
Porque estás demasiado cerca, mono.
—Es… Es mi perfume.
—He soñado mucho con tenerte tan cerca. —Me rodea el
cuello con sus largos dedos—. Cada noche, cada día. —Me
acerca a él.
No sé por qué lo dejo hacer y su boca se encuentra con la
mía. Es un beso lento y cariñoso, pero yo no siento mariposas
en el estómago ni nada que se asemeje a lo que siento por
Cameron. No saltan chispas ni fuegos artificiales como la
primera vez que nos besamos cuando estábamos en el
instituto.
—¿Qué es esto? —Cameron brama a un metro de nosotros.
Nos separamos con rapidez y trato de disculparme, pero no
me salen las palabras.
—¡No puedo creérmelo!
Noah no dice nada.
—¿Cómo habéis podido?
—Cameron… Yo… No… —trato de explicarme.
—¿Cómo has podido? —Me mira.
—No es lo que crees.
—No me tomes por tonto. ¡Sabes lo que odio la mentira!
¡Me has traicionado!
—No… Yo… no…
Cameron desaparece y me quedo a solas con Noah.
—¿Tú no piensas decir nada? —le reprocho.
Él alza las manos y yo salgo corriendo tras el hombre que
amo.
Lo alcanzo antes de entrar en el ascensor.
—Cameron, por favor, tienes que escucharme.
—No te acerques a mí —escupe con rudeza.
—No es lo que piensas. Bueno, sí.
Me asesina con la mirada.
—Noah me ha besado, pero yo no quería.
—Deja de humillarte. Será mejor que no digas nada más.
El ascensor se abre y se mete dentro. Lo sigo, pero me
detiene con la mano.
—Ni se te ocurra. No quiero verte cerca de mí.
Las puertas se cierran y yo me quedo hundida.
Noah trata de hablar conmigo y le grito.
—Pero, ¿qué has hecho? ¿Qué has hecho?
—Solo lucho por lo que quiero.
Me enfrento a él.
Lo apunto con el dedo.
—¡Tú no quieres a nadie! ¡A nadie! ¿Cómo puedes ser tan
cruel? ¿Cómo puedes hacer daño tan gratuitamente? —Caigo
en la cuenta—. Tú lo sabías. ¡Sabías que Cameron seguía aquí
y que iba a ir a buscarme para irnos juntos tal y como
habíamos quedado! ¡Que iba a vernos! ¡Lo has planeado todo!
¡Todo!
—Cada uno juega sus cartas.
—¡Estás loco! ¡Loco! ¡No te vuelvas a acercar a mí, o se lo
contaré todo! ¿Me has entendido?
Las dos primeras semanas son las peores, las dos siguientes no
son tan difíciles. Rectifico: son iguales de malas, pero al
menos Cameron no está y no tengo que verlo en la distancia.
Pronto comenzarán mis vacaciones. Las cojo en noviembre
para poder coincidir con Ceci y Davy. Pensamos irnos a algún
lugar cálido en el que poder tomar el sol con tranquilidad.
Derek también viene. Les va bien juntos y no quiero ser yo
quien se interponga en un amor verdadero. Sé poco de Noah.
Poco a poco ha entendido que lo nuestro no tiene arreglo y que
jamás volveré a darle una oportunidad porque, entre otras
muchas razones, amo a Cameron por encima de todas las
cosas. Ya lo sabía, pero estas últimas semanas me he
asegurado de ello. Lo echo de menos, echo en falta su cálido
cuerpo junto al mío y sus apasionados besos.
—Venga, anímate. Preferiría que salieras alguna noche y
llegaras sin dormir como antes. —Kelly trata de animarme—.
Podemos tomar algo al salir del trabajo.
—Yo me apunto —anuncia Sam.
—El pajillero se apunta —repite Kelly en un intento
desesperado por hacerme reír.
—Gracias, chicos, pero no me apetece. Quiero irme a casa
y hacer la maleta.
—Puedes hacerla mañana. No te vas hasta el domingo.
—Ya, pero…
—Pero nada. No hay excusas. Nos tomamos una cerveza y
nos despedimos. No te veremos en quince días.
Doy mi brazo a torcer y acepto. Llevan razón, necesito una
copa.

—¿Y adónde vais de vacaciones? —me pregunta Kelly tras


beber de su Cosmopolitan.
—No sé.
—¿No lo sabes?
—Es una sorpresa. Davy se ha encargado. Solo le hemos
pedido un sitio de calor y playa.
—Brindemos por un buen chapuzón. —Sam alza su bebida.
—Brindo por eso. —Decimos al unísono las dos.
—Mira quien acaba de entrar —anuncia Kelly, con cara
circunspecta.
—Es un cabronazo —parafraseo a Davy.
—Me cae mal desde que hizo aquello. ¿Cómo pudo
hacerlo? —comenta mi amiga mirándolo mal.
—Viene hacia aquí —informa Sam.
—Perdona, Anna. ¿Puedo hablar contigo un momento? —
me pregunta.
Sam se levanta y me defiende en plan gran amistad.
—Mira, tío. Dentro de esa oficina eres nuestro jefe, pero
aquí puedo darte un puñetazo y quedarme tan tranquilo.
—No quiero problemas.
—Pues no los busques. Vete o tendrán que llamar a la
policía y nos arrestarán a los dos.
Me interpongo entre ellos antes de que se líe parda.
—Está bien, Sam. No pasa nada. —Lo tranquilizo—.
Vayamos fuera —indico a Noah.
—¿Qué quieres? —le digo, ya en la calle.
El sol se pone entre los edificios y lo colorea todo de
bonitos colores pasteles.
—Pedirte disculpas.
—Disculpas aceptadas. Ya puedes irte. —Deseo zanjar la
conversación.
—He hablado con Cameron. Le he contado todo. Le he
dicho que fue mi culpa.
—Fue culpa de los dos. Debería haberlo visto venir.
—Voy a marcharme. Vuelvo a Londres la próxima semana.
Merecéis ser felices los dos.
—Él ya no quiere saber nada de mí. Has ganado.
—Lo siento, Anna. No he ganado. Todos hemos perdido y
ha sido por no quererte bien. He aprendido la lección.
—Adiós, Noah. Espero que encuentres a alguien a quien
amar de verdad.
Me voy dentro y me bebo mi Cosmopolitan de un trago.
25

—¿Cuándo piensas decirnos adónde vamos? —Agarro mi


pasaporte con una mano y la maleta con otra.
—En unos minutos lo sabréis. —Davy camina al lado de
Derek con una sonrisilla.
—Como nos lleves a Canadá, te mato. Solo llevo bikinis
aquí dentro. —Cecile señala su maleta de mano.
Derek se ríe.
—Yo llevo lo mismo. Así que espero que te corones,
monina —le digo.
—Tranquilizaos, muchachas. Vais a poneros tan morenas
que pareceréis de Acapulco.
Llegamos a la puerta de embarque. Él lleva los billetes en
las manos.
—¿Ciudad del Cabo? —grito cuando nos los da.
—¡¿África?! —Ceci casi se cae de espaldas.
—¿Estáis locos? —Río.
—¿Cuántas horas de avión son?
—¿Qué más da? Vamos en primera —responde Derek.
Davy le echa una mirada muy rara y me extraño.
—¿En primera? ¡No tengo dinero para gastar en esto! —me
quejo.
Ni en esto ni en casi nada, pero bueno, no es plan de
ponerme a hacer la lista de lo que puedo comprar, aunque sea
muy corta. Para Chupachups me da.
—Tranquila, mona. Me han dado un sobresueldo que
pienso gastar con mis mejores amigas. Así que no quiero
volver a hablar de esto.
—Como quieras —zanja Ceci—. No pienso quejarme.
—Yo tampoco. —Abrazo a mi amiga y saltamos de ilusión.

Tropecientas horas de avión después y un rato metidos en un


taxi, llegamos al hotel en el que pasaremos las próximas dos
semanas. Es increíble. De cinco estrellas superior, con tanto
lujo que me siento la Reina de Inglaterra.
Dejamos las maletas en las habitaciones. Una para Derek y
Davy, otra para Ceci y otra para mí. Nuestro vecino no ha
escatimado en gastos. Son más grandes que nuestros
apartamentos. Y muy modernas y bien decoradas. Bajamos a
una de las piscinas y nos damos un chapuzón. Me acuerdo de
Sam y Kelly y el frío que están pasando en Nueva York. Me
hago una foto y se las envío. Me contestan que tienen envidia
y que disfrute de la experiencia.
Nos tomamos unas bebidas cargadas de alcohol y fruta y
caminamos hasta la playa. Arena blanca y mar azul y
transparente. Un paraíso en la tierra. Tomamos el sol y
paseamos por la orilla. Los tortolitos se besan cuando el sol se
pone tras el océano y Ceci y yo casi lloramos de la envidia.
Una envidia sana, que quede claro.
Los días pasan como si fueran estrellas fugaces y, en alguna
ocasión, me acuerdo de Cameron y de lo maravilloso que sería
que estuviera aquí conmigo, viendo cada atardecer y
saboreando estos momentos. Aquí todo se ve de colores más
intensos.
—Llevamos aquí siete días —comenta Ceci, tumbada a mi
lado.
—Podría quedarme a vivir aquí. —Suspiro.
—Yo no. Me gusta el asfalto.
Suspiro de nuevo.
—Dilo ya —insta mi amiga ante mis profundas
respiraciones.
—Lo echo de menos. Creí que venir aquí me ayudaría a
olvidarlo, pero solo ha servido para desear que estuviera
disfrutando de esto con nosotros.
—Tienes que olvidarlo.
—Lo sé. Lo intento. Pero… No es fácil. —Me levanto de la
tumbona y me voy al agua, donde me hundo durante unos
eternos segundos.
El amor no se olvida de la noche a la mañana, ni en siete
días ¡ni en toda una vida cuando es de verdad y bueno!
Cuando salgo de las profundidades del océano casi me he
quedado sin respiración y me siento mareada. Miro hacia la
orilla y veo a Ceci hablar con alguien desconocido. No es
Derek ni Davy, esta persona es mucha más corpulenta y alta.
Me refriego los ojos y camino hasta mi amiga. No he salido
aún del agua cuando me doy cuenta de quién se trata.
Cameron viene hacia mí con su sonrisa ladeada. Un paso
nos separa.
—¿Qué… Qué haces aquí? —No salgo de mi asombro.
—Pasaba por aquí cerca.
Solo lleva un bañador azul oscuro. Su pecho descubierto,
completamente definido y moreno, atrae mi mirada. Ojalá
tuviera las gafas de sol puestas para que no se diera cuenta de
que me quedo embobada.
—¿Por el sur de África?
Encoge los hombros y sonríe.
Sigo muriendo con esa sonrisa ladeada.
—¿Para qué has venido? Y no me digas que tienes una
reunión por aquí cerca porque no cuela. Esto está demasiado
lejos de…. ¡cualquier sitio! Sobre todo del Upper East Side.
Bastante lej…
Me tapa la boca con una mano y me agarra. Qué bien huele.
Huele a las luces de la Gran Manzana en las noches de verano,
a sus estrellas, a los copos de nieve que caen sobre la ciudad
en Navidad, a las hojas de los árboles volar sobre sus inmensas
calles en otoño…
—¿Por qué siempre hablas demasiado? He venido a buscar
a la mujer de mi vida.
Me deja libre la boca.
—Soy una mentirosa —musito.
—Noah ha hablado conmigo. Sé lo que pasó.
—Pero te mentí —insisto.
Me agarra de las mejillas y deja nuestros labios a pocos
centímetros.
—No me mentiste. Solo no supiste manejar la situación.
¿Por qué no me dijiste lo que pasaba?
—No quería que vuestra amistad se viera afectada. Noah y
tú sois amigos.
—Jersey… —Me encanta escucharlo.
—Me gusta que me llames así. Me hace sentir en casa.
—A mí me haces sentir en casa tú.
Roza su nariz con mi nariz.
—Lo siento.
—Promete que de ahora en adelante me contarás todo.
—Todo.
Nos miramos y nos besamos mientras el sol se pone en el
horizonte.
EPÍLOGO

—Vamos, Cameron. Nos están esperando.


—¿Tus amigos no pueden ser un poco más normales?
—No serían tan divertidos.
Sonrío cuando lo veo aparecer en el vestíbulo de nuestra
casa con nuestro hijo de un año en brazos y sudando a mares.
Parece agobiado, pero no se queja; es más bueno.
—¿Se puede saber por qué habéis tardado tanto? —Qué
habrán estado haciendo.
—Jason quería ponerse solo los zapatos.
—¡Es demasiado pequeño!
—Eso explícaselo a él.
Me río.
—Ven con mami. —Lo cojo y Cameron se encarga de las
maletas.

—No entiendo cómo me he dejado convencer para esto —


masculla, esperando el taxi.
—Esto es así. Ceci quería darnos esta vez la sorpresa.
—Espero que no nos lleve a Tailandia —se queja.
—¿Por qué? Es un país maravilloso.
—No es apropiado para un niño. Es… peligroso —asegura.
—Snob —musito, tras una tos seca fingida.
—Te he escuchado.

Nos subimos al taxi y le pedimos que nos lleve al


aeropuerto.
Los chicos nos esperan en una cafetería. Los saludamos y
todos besan y abrazan a Jason.
—Qué grande está —comenta Ceci con él en brazos.
—Crece por días —explico.
—¿Puedo saber ya adónde vamos? —casi suplica mi
hombre con una cerveza en la mano.
—Aún no. Lo sabréis en pocos minutos —mi amiga sigue
con la intriga.
Caminamos por un pasillo muy largo hasta que nos
detenemos frente a una puerta de cristal.
—Aquí los tenéis. —Ceci nos da los billetes.
Cameron los mira con impaciencia.
—¿Pekín? —grito de alegría. Siempre he querido viajar
allí.
—¡Sííí! —Mi amiga y yo nos abrazamos.
Derek y Davy sonríen.
Cameron nos mira a todos con muy mala cara.
Ceci va hasta él y le explica por qué lo ha elegido así.
—Lo hago por Jason. Ya es hora de que comience a
aprender idiomas y el chino mandarín es el idioma del futuro.
Todos nos reímos, menos mi marido. Sí, mi marido, me
convenció de que casarse no era tan mala idea en una noche de
invierno. Manhattan estaba nevada y lo escribió sobre el
asfalto de Times Square. No pude negarme. Desde entonces,
mis padres lo quieren más que antes, y ya lo adoraban, pero
logró convencer a su hijita de que contrajera matrimonio; así
que lo tienen en un pedestal.
Jason hace un ruidito con la boca y llama la atención de
todos.
—Papa… —balbucea.
A Cameron se le hincha el pecho de alegría y orgullo, su
rostro lo dibuja una gran sonrisa y me da las gracias.
—¿Por qué? —susurro sobre sus labios.
—Por darme la vida.

FIN
AGRADECIMIENTOS

GRACIAS a todos por la solidaridad mostrada por el prójimo


en estos duros momentos.
Sois la leche.
GRACIAS.
RESISTIREMOS.
SOBRE LA AUTORA
Estrella Correa nace en Chucena, graduada en Derecho y
Técnico Superior de Secretariado de Dirección Bilingüe en
Huelva. Casada y con una hija. Actualmente reside en Punta
Umbría. Desde sus primeros pasos dedica gran tiempo a la
lectura de obras clásicas y de actualidad e incluso se atreve a
elaborar relatos, bien por deber académico, bien por puro
entretenimiento. En 2016 autopublica su primer libro: Un gin-
tonic, por favor; y a partir de ahí encuentra su verdadera
vocación: escribir.

Libros publicados:

Un gin-tonic, por favor


Bésame, por favor
Quédate conmigo, por favor
Recuérdame, por favor

Nerea y las estrellas


La estrella de Nerea

Cualquiera menos tú
Todos menos tú
Tú y yo en la Gran Manzana

Puedes seguir a la autora en sus redes sociales:

Facebook: Estrella Correa, Estrella Correa Escritora y Un gin-


tonic, por favor.

Instagram: @estrellacorreaescritora

Twitter: @EstrellaCorreaS

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