Cocteau El Libro Blanco

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El libro blanco es el retrato psicológico de un hombre

atormentado a quien cada una de sus aventuras senti-


mentales abre una dolorosa herida en su alma, pues su
drama procede no sólo de su extremada sensibilidad,
sino también, y debido a ello, del no poder satisfacer su
deseo sin que se vea afectado también el corazón. Como
añade en su prólogo, «El corazón es una cosa. El sexo es
otra diferente. Ciertos objetos turban al primero, otros
despiertan al segundo, sin la intervención del intelecto».
En definitiva, «Un vicio de la sociedad convierte en vicio
mi rectitud», así resume el protagonista la narración
desde su infancia hasta su madurez en un mundo de
convenciones e injusticias sociales que lo llevan a cues-
tionarse su identidad por medio de un conflicto entre
moral y sentidos, razón y sexualidad.
Título original: Le Livre blanc
Jean Cocteau, 1928
Traducción: Arturo Vázquez Barrón

Editor digital: triangulín


Primer editor: Polifemo7
ePub base r1.1

Jean Cocteau

El libro blanco
ePub r1.1
triangulín 03.07.14
Prólogo
La traducción de la presente obra fue posible gracias a una beca
otorgada por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Tout chef-d’ouvre est fait d’aveux cachés […]
Este libro se publica con apoyo del Fondo Nacional para la Cul- Jean Cocteau, Le Mystère Laïc…
tura y las Artes a través del Programa de Apoyo a Proyectos y
Coinversiones Culturales. La vocación de Jean Cocteau por las creaciones que surgen de
Agradecemos el interés de la Oficina del Libro de la Embajada de la imitación es muy conocida: «Soy una mentira que siempre dice
Francia para la publicación de esta obra.
la verdad», nos dice al final de uno de sus poemas[1]. Tal vez
debido a este reconocimiento explícito de su gusto por seguir los
pasos creativos de sus amigos, la historia literaria a veces ha sido
injusta con él, al insistir en que sus imitaciones fueron prueba de
una profunda limitación para crear por cuenta propia, sobre todo
porque su obra empezó a despuntar en una época en que el artista
no debía tener padres espirituales. Al respecto, es posible que el
origen de esta tendencia imitativa fuese el rico entorno creativo
en el que se desenvolvió Cocteau desde muy joven: ya para 1908
lo rodeaban artistas y sensibilidades de los que se nutría en forma
natural. No obstante, la fuerza creativa de Cocteau no parece
merecer ninguna duda. El forjó un mundo narrativo que, si bien
estaba en deuda con otras escrituras —¿qué autor ha podido no
estarlo?—, no estaba exento de originalidad. Sus pastiches suces-
ivos de Edmond Rostand, Anna de Noailles y André Gide, entre
otros, son la mejor evidencia de que la copia sumisa y la imitación
creativa e inteligente no son en modo alguno lo mismo. Con la
madurez, el poeta llegó a conformar una de las obras más
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personales y sólidas de la cultura francesa de la primera mitad de su «maestro adolescente[2]», Cocteau se instala en el Grand Hotel
este siglo, siguiendo la batuta inspiradora de otros imitadores de de la playa de Lavandou, en el Mediterráneo, y después, a princi-
diferentes disciplinas y que a su vez fueron geniales, como Picasso pios de agosto ambos se dirigen a la villa Croix Fleurie, en Pram-
y Stravinski. Así, su legado, en el que pueden incluirse práctica- ousquier, en busca de mayor tranquilidad para escribir. Es dur-
mente todos los campos de la expresión artística contemporánea, ante estas «vacaciones» cuando surgen Le Grand Ecart y Thomas
es absoluto y universal. El hecho de que su punto de partida haya l’imposleur.
sido en gran medida la imitación, no le resta mérito alguno, como Este súbito interés del poeta por las formas de la novela puede
veremos más adelante. explicarse por una irrefrenable motivación creativa: en esos mo-
Jean Cocteau se dividía siempre entre dos grandes espacios, mentos Radiguet —con quien Cocteau ya se siente absolutamente
que nutrían y determinaban el desarrollo de sus escritos: en invi- involucrado— está volviendo a escribir la parte final de Le Diable
erno vivía el intenso ajetreo urbano y creativo de París; en verano au corps [El diablo en el cuerpo, llamada primero Coeur vert] y
se consagraba a escribir cerca del mar. La ciudad le permitía acu- está iniciando Le Bal du comte d’Orgel [El baile del conde de
mular los elementos necesarios para poder construir, la playa y su Orgel], y Cocteau, que ve en Radiguet una de sus fuentes de in-
tranquilidad le daban el entorno ideal para hacerlo. Y el adjetivo spiración, no puede dejar pasar la oportunidad de imitar a su
no tiene aquí valor de hipérbole: al regresar de Pramousquier a maestro y de medirse con él en un terreno que le resultaba nuevo.
París el 9 de noviembre de 1922, después de trabajar tres meses La tentación, para alguien tan inquieto como Cocteau, era mucha.
en compañía de Raymond Radiguet, Cocteau trae en su equipaje Raymond Radiguet habia optado, para conseguir una buena
la mayoría de los Dcssins del álbum que publicará Stock dos años técnica narrativa, por la lectura de una enorme cantidad de nov-
después, una adaptación de la Antígona de Sófocles y otra de la elas, tanto buenas como malas. Sus preferencias, sin embargo,
obra anamita L’Epouse injustement soupçonnée, los dos largos eran marcadamente clásicas, y esto terminó por influir en las lec-
poemas La Rose de François y Plain-Chant, y también, no faltaba turas de Cocteau. De hecho, fue Radiguet quien lo hizo volver a
más, sus dos primeras novelas: Le Grand Ecart y Thomas leer —y en muchos casos leer por primera vez— las obras maes-
l’imposteur [Thomas el impostor]. Tal despliegue de intensidad tras de la novela francesa de análisis. El verano de 1922 estuvo
creadora no deja de resultar admirable, y uno se pregunta cuál fue marcado por un regreso del poeta a las formas más estrictas del
el carburante que hizo posibles tantas obras en tan poco tiempo. clasicismo, consideradas de «derecha», regreso que se oponía a
Antes de 1922, Cocteau no se había interesado en la novela. ciertos intentos anteriores de búsqueda de nuevas propuestas
Como autor, su interés giraba en torno a la poesía, los argumentos narrativas, de «izquierda». Este regreso a una expresividad regida
para el ballet (que escribió para sus amigos Diaghilev y Léonide sobre todo por el antivanguardismo de Radiguet se manifiesta en
Massine), el ensayo, la crítica y el dibujo. Ahora bien, el verano de un pastiche titulado La Rose de François, inspirado en los poetas
1922 es significativo porque marca con toda claridad el surgimi- de la Pléiade y dedicado al editor François Bernouard (con quien
ento del novelista. En mayo, acompañado de Raymond Radiguet,
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Cocteau dirigió la revista Schéhérazade). El estilo depurado y rig- artista no es sino la reaparición de Radiguet con otro cuerpo pero
uroso de La Rose de Frangois, en el que el hipérbaton y las palab- con la misma alma—, Cocteau vuelve a iniciar una novela, mo-
ras poéticas se repiten sin cesar, va a determinar muy claramente tivado por esta nueva presencia «angélica» y por un proceso cre-
el de Plain-Chant, sometido por entero al metro clásico y a la ativo ajeno. En efecto, en un escenario similar al del verano de
rima. 1922, Jean Desbordes escribe J’adore, un volumen de confiden-
Así, imbuidas también de este ímpetu clasicista, surgen aquel cias sensuales muy marcadas por la religiosidad, en el que el amor
verano dos pares de novelas «gemelas»: Le Diable au corps y Le supera a la ley, y Cocteau se da a la tarea de buscar, en su propio
Bal du comte d’Orgel, de Radiguet, y Le Grand Ecart y Thomas pasado, los recuerdos que habrán de conformar su Libro blanco.
l’imposteur, de Cocteau, que fueron resultado directo de sus dos El resultado es un relato erótico de tono confesional, intimista,
modelos. Existe entre ellas un muy impresionante juego de si- que toma de la vida real del escritor muchos elementos comprob-
metrías: Le Diable au corps es el relato de una importante rela- ables, aunque no pueda llegar a considerarse cabalmente autobio-
ción heterosexual que marcó a Radiguet. Por su parte, Cocteau gráfico. Con el tiempo, y después de navegar sin el apoyo de su
buscó y encontró en sus propias experiencias una relación que autor, con la única fuerza de su calidad —Cocteau no reconoció su
pudiera proporcionarle los elementos para Le Grand Ecart, mis- autoría sino muchos años y algunas ediciones después—, El libro
mos que encontró en una relación que tuvo con una actriz durante blanco nos permite conocer aspectos de la vida del poeta que no
su adolescencia[3]. Todos estos antecedentes vienen a ser de mencionó después en ninguna parte. En este sentido es un libro
enorme importancia para comprender El libro blanco, pues indispensable, que nos abre el acceso a los orígenes mismos de
Cocteau, ya dueño de la práctica de la novela como medio de ex- Jean Cocteau, como hombre y como artista. Aunque su importan-
presión, echó mano del mismo proceso imitativo para escribirlo. cia literaria pueda considerarse menor, su relevancia biográfica
Después de la muerte de Radiguet —el 12 de diciembre de salta a la vista: la mención, por ejemplo, de que su padre posible-
1923—, tan violentamente dolorosa como prematura (Cocteau es- mente fue homosexual y que su suicidio pudo deberse en gran
taba convencido de que debido a su juventud y a su inexplicable medida a la imposibilidad de aceptar su condición, nos permite
destreza creativa y literaria, Radiguet sólo estaba «prestado» en comprender mejor que, para Cocteau, el suicidio no fue nunca
esta vida), el poeta siente que no puede seguir creando. El vacío una salida de juventud a su propia homosexualidad, aunque en al-
que se produce en su vida es tal que durante un año entero no en- gunos pasajes finales del Libro blanco deja vislumbrar que tal
cuentra la manera de recuperarse y, agotado al limite, se procura posibilidad llegó a pasarle por la mente.
los remedios a su alcance: viajes a la playa, teatro, opio, y hasta Al parecer, Cocteau no tuvo con Desbordes la misma fortuna
cierto estilo de vida religiosa, que tomó prestada de su amigo que con Radiguet, en lo que se refiere a sus respectivas cualidades
Jacques Maritain. Sin embargo, cuando en 1925 encuentra al y destrezas literarias. De hecho, la historia otorga dimensiones de
«sustituto», al joven escritor Jean Desbordes —quien para el genialidad a Radiguet, en tanto que a Desbordes se lo reconoce
como un personaje importante pero menor: para muchos, J’adore
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no está a la altura de Le Diable au corps. Esta consideración semillas temáticas que habrían de florecer posteriormente. Ahí
podría sin duda resultar incierta —sobre todo porque la posterid- están, entre otros, el hombre-caballo, como recuerdo fulgurante
ad suele cambiar de parecer—, pero hay otro aspecto que es por lo con su enorme carga de homosexualización del niño-espectador;
menos significativo. Desde el punto de vista estructural, la obra los gitanos robachicos que asombraron a Cocteau con sus cuerpos
que Cocteau le debe a Desbordes no está al mismo nivel que las bronceados y desnudos en los árboles; por primera vez surge
inspiradas por Radiguet. De los tres libros que nos ocupan —Le Dargelos, el compañero del liceo Condorcet, con su incómoda y
Grand Ecart, Thomas l’imposteur y El libro blanco— sólo el úl- fascinante apariencia[4]; el marinero Mala Suerte, tan determin-
timo da la impresión de haberse concebido con excesiva rapidez, ante en la vida del protagonista y que en la vida real de Cocteau
como si no hubiera tenido la maduración necesaria para lograr fue un encuentro mucho más tardío de lo que se menciona en el
una mayor sutileza en el análisis del conjunto. Esto sin duda es libro.
una desventaja, pues los tres se escribieron en lapsos igualmente Así pues, la presente traducción surge como proyecto debido
breves. El libro blanco parece por momentos demasiado es- al interés biográfico que presenta el libro dentro de la obra gener-
quemático, sin transiciones ni desvanecidos, lo que lo hace resul- al de Jean Cocteau. Era un acto de justicia restituir al libro, tradu-
tar en cierto modo excesivamente convencional y, con su secuen- ciéndolo, el lugar que durante tanto tiempo se le ha negado. En
cia de muertes súbitas, harto melodramático. Sin embargo, es general, la extensa obra de Cocteau es en México tan célebre como
probable que ésa precisamente haya sido la intención de Cocteau. desconocida. Imaginemos cuánto no lo será este pequeño relato
No debe, pasarse por alto que El libro blanco difiere de sus dos anónimo. Así que la intención primera fue dar a conocer aquí un
antecesores en un detalle capital: Cocteau no asumió su autoría libro prácticamente ignorado por los seguidores del poeta. Y en
sino mucho tiempo después, debido tal vez al escándalo que un cuanto a los aspectos propiamente técnicos de la traducción, hay
relato de temática homosexual podía suscitar en 1928. La publica- algunas consideraciones que resulta importante mencionar.
ción anónima fue una de las puertas de salida al previsible re- Las más de las veces, el lector de una traducción se encuentra
chazo, y la otra, el tono solemne, casi de arrepentimiento cristi- inerme ante el texto, pues por lo general, desconoce el original o
ano, que le otorga al relato la disculpa anticipada del público, al está impedido para tener acceso a él. Así que explicaré breve-
establecer entre la homosexualidad del narrador y su aceptación mente el relato traducido que está a punto de leer. Salvo algunas
explícita y gozosa el beneficio de la duda. adaptaciones mínimas, que fueron imposiciones técnicas debidas
El libro blanco presenta, pues, características literarias peculi- al distanciamiento lingüístico-cultural entre Francia y México, fue
ares. Sin desear repetir lo ya mencionado, es menester insistir en posible que el texto conservara en español el mismo tono
que este pequeño libro confesional nos da muchas luces sobre la dieciochesco, las mismas peculiaridades arcaizantes del original
niñez y la adolescencia del poeta que, cosa extraña, no habian sido que, por ser parte fundamental de este texto moderno, se
encendidas por casi ninguno de sus exégetas. En él se mezclan y presentan como su voluntad estilística primordial. La traducción
articulan por primera vez aspectos fundadores de su obra, como
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contemporánea, no está de más decirlo, ya ha dejado atrás la idea


de que los traductores están irremediablemente condenados a la
infidelidad. Cocteau mismo se preguntó alguna vez, en un ensayo
no muy conocido sobre la traducción[5], a qué se debían los
honores que el público extranjero otorga a los escritores si por lo
general no queda nada de ellos después de tanta traición. Pero el
Introducción
marco conceptual en el que se apoya ahora el acto de traducir re-
posa en procedimientos más complejos, que han dejado atrás, Un libro blanco, nos dice el diccionario, es una «recopilación
esperemos que para siempre, a las Bellas Infieles de los siglos que de documentos sobre un problema determinado». En este caso,
precedieron al nuestro. El ideal moderno de traducción busca que ¿de qué problema se trata? De la vida sexual y sentimental del
la misma voluntad de estilo que se encuentra en el original —sea narrador. Una vida homosexual en su mayor parte. Entonces, El
ésta cual fuere—, se manifieste de la mejor manera y hasta donde libro blanco es, en términos generales, un expediente sobre la ho-
sea posible en la traducción. De ahí que las traducciones literales, mosexualidad de su narrador. Pero esto no es todo. El adjetivo
tanto como las libres —responsables éstas de aquellas Bellas In- «blanco» evoca también la página en blanco, la ausencia de firma
fieles, que incluso solían considerarse «mejores» que el original—, del autor, de quien nadie dudó jamás, sin embargo, que se tratara
estén acabadas como procedimiento. La tradición moderna exige, de Jean Cocteau. «La recibimos [esta obra] sin nombre y sin dir-
tanto en el caso de Cocteau y su Libro blanco como en todos los ección», hace decir el autor al editor en el prólogo.
demás, generar con las herramientas del español la misma «vol- Este breve relato fue escrito hacia finales de 1927, en Chablis,
untad de estilo» que creó el autor con las del francés. El objeto es en la región de Yonne, en el Hotel de la Estrella, de nombre pre-
otorgar a los lectores de la traducción las mismas posibilidades de destinado para un poeta que siempre señaló su firma con la es-
disfrute literario que tuvieron los lectores del original. Esto, que trella del destino. Jean Cocteau fue a descansar a Chablis durante
podrá parecer una vanidad excesiva a los ojos de muchos, para el las fiestas navideñas, acompañado del joven escritor Jean Des-
traductor no es otra cosa que su obligación más humilde y ética. bordes. En esa época, Jean Cocteau cree estar volviendo a vivir
con Jean Desbordes lo que vivió con Raymond Radiguet unos
Arturo Vázquez Barrón años antes (Radiguet murió en 1923): «Se ha producido un mil-
Agosto de 1995 agro del cielo», escribe a Bernard Fay, «Raymond ha vuelto con
otra apariencia y a menudo se delata». Así, en 1927 Jean Cocteau
volverá a vivir, con otro intérprete en el mismo papel, el mismo
guión que en 1921-1922. Así como Radiguet escribía Le Diable au
corps, y luego Le Bal du comte d’Orgel, Desbordes escribe
J’adore; así como Cocteau escribía Le Grand Ecart, y luego
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Thomas l’imposteur, escribe El libro blanco. Radiguet escribía En las cartas que de Chablis le escribe Cocteau a su madre, si
una novela, Le Diable au corps, basada en una relación hetero- bien habla de sus trabajos en curso —Le Mystère laïc, estudio
sexual autobiográfica; casi de inmediato, Cocteau hurgó en su sobre el pintor italiano Giorgio de Chirico, la pieza La Voix hu-
propia memoria, de donde exhumó lo que más podía acercarse al main, etcétera—, nada menciona del escandaloso Libro blanco. Es
recuerdo de Radiguet y que originó Le Diable au corps: el re- por un juego de pruebas de este último, que llevan la anotación
cuerdo de su propia relación heterosexual con la actriz y se- Chablis, diciembre de 1927, suprimida en la impresión, como se
mimundana Madeleine Carlier, y a partir del cual escribió una conocen la fecha y el lugar de composición de la obra.
novela, Le Grand Ecart Radiguet habia «copiado». La Princesse El libro blanco se presenta como la narración cronológica,
de Cleves, lo que había producido Le Bal du comte d’Orgel de in- hecha por un narrador anónimo, de su vida en función de su
mediato, Cocteau «copió» La Chartreuse de Parme, lo que homosexualidad.
produjo Thomas l’imposteur. Desbordes compone un volumen de La obra arranca con dos recuerdos de infancia que tuvieron
confidencias sensuales, impregnadas de religiosidad. J’adore una considerable importancia en la obra posterior del poeta: am-
Cocteau redacta una especie de autobiografía erótica, entre- bos recuerdos son el origen de un tema que aparecerá y volverá a
mezclada de arrepentimientos cristianos: El libro blanco. aparecer en la obra, con diversos aspectos, durante casi toda la
En una carta inédita a su madre, del 4 de enero de 1928, desde vida creativa de Cocteau.
Chablis, el poeta escribe: «Estoy releyendo Les Confessions y Este es el primero de dichos recuerdos: el narrador niño sor-
puedo ponerle un nombre moderno a cada persona». Es probable prende a un joven granjero que, completamente desnudo, monta
que Jean Cocteau haya tomado, además de los textos de Jean Des- a caballo; el impacto homosexual sobre el niño es tan violento que
bordes, Les Confessions de Rousseau como modelo de El libro lo hace desmayarse. El joven centauro, alegoría misma de la ho-
blanco, y que ello explique el tono curiosamente dieciochesco de mosexualidad (la bien conocida historia del caso del pequeño
esta narración moderna. Hans, en Freud, nos mostró que el caballo simbolizaba la mas-
Un recuerdo más de Chablis. En otra carta inédita a su madre culinidad paterna), es lo que origina, en la obra de Cocteau, un
—Chablis, 2 de enero de 1928— el poeta escribe: «Pasé todo el tema de gran importancia y que sufrirá curiosos avatares: el tema
primero del año contigo —encerrado en mi cuarto después de es- del caballo o del hombre-caballo, cuyo desarrollo convendría
tar en una iglesia fría y vacía. Me encontraba solo en los asientos y estudiar con detenimiento. (Para un examen más profundo de es-
pensaba: estamos hechos a la imagen y semejanza de Dios —su ta cuestión, entre algunas otras, me permito remitir al lector a mi
falta de éxito es la de todo lo que es bello y puro. Lo cual no le estudio intitulado «Le Livre blanc», document secret et chiffré; en
impide ser ilustre y ser temido». Reflexión que se vuelve, en El el Cahier Jean Cocteau, número 8, Gallimard, 1979).
libro blanco: «La iglesia estaba desierta (…). Admiraba la falta de El segundo recuerdo de infancia relatado en las primeras pági-
éxito de Dios; es la falta de éxito de las obras maestras. Lo cual no nas de El libro blanco, según se nos dice, sucedió el año siguiente,
impide que sean ilustres y que se les tema». en el mismo lugar que el primero. El narrador-niño se pasea con
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su sirvienta (probablemente la «alemana» del pequeño Jean, según el cual [Georges Cocteau] era en secreto homosexual[7]». Y
Fraülein Joséphine Ebel). De pronto, la sirvienta pega un grito y el narrador de El libro blanco escribe de su padre: «En su época la
se lleva al niño, ordenándole que no mire hacia atrás. El niño gente se mataba por menos» (que por el hecho de ser homosexu-
desobedece y ve a dos jóvenes gitanos desnudos que se trepan a al). El enigma subsiste.
los árboles, a una gitana meciendo a un recién nacido, un carro- Después de este retrato paterno, El libro blanco pasa a los re-
mato, «una hoguera que humea, un caballo blanco que está cuerdos del liceo Condorcet, cuyo nombre no se modifica. (Es en
comiendo hierba». Como el primer recuerdo, y de manera todavía este liceo en donde Jean hizo una gran parte de sus estudios). Así,
más evidente, éste dará nacimiento, en la vida y la obra de El libro blanco, «recopilación de documentos» sobre la homo-
Cocteau, a toda una corriente temática a la que podría darse el sexualidad de su narrador, es lo que hará aflorar por primera vez
título de uno de los poemas de la recopilación Opera de nuestro en la obra (si se exceptúan algunos apuntes iniciales, que per-
poeta: Los ladrones de niños. manecieron inéditos, del Potomak) uno de sus temas más cono-
Después de haber evocado estos determinantes recuerdos de cidos: el del liceo Condorcet, que gravita alrededor de un persona-
infancia, el narrador de El libro blanco nos expone su situación je que se volvió mítico a partir de una base real, Dargelos, tema
familiar. Aquí, tal vez para enredar las pistas por deferencia a su que encontrará su explotación más célebre, un año después de El
madre (los biógrafos Kihm, Sprigge y Béhar nos revelan que si libro blanco, en Les Enfants terribles.
Cocteau publica sin el nombre del autor El libro blanco es, según El narrador de El libro blanco ve que sus compañeros pasan
dice, para «evitarle sufrimientos a su madre[6]»). El poeta invierte «normalmente» a la heterosexualidad, mientras que él mismo, en
por completo sus verdaderos datos biográficos: es su madre quien el fondo, sigue siendo homosexual. Obliga a su naturaleza a imit-
muere en lugar de su padre, y con quien vive es con su padre en arlos. En efecto, la imitación de sus compañeros conduce a Jean,
vez de con su madre. en aquella época, a algunas relaciones con mujeres, de las que se
El retrato que hace el narrador de El libro blanco de su padre han conservado algunos rastros en su biografía. La más import-
toma prestados algunos rasgos del verdadero padre de Jean: el ante, con Madeleine Carlier, proporcionará el tema de su novela
padre de El libro blanco es «triste», y el de Jean acabará suicidán- Le Grand Ecart (1923). Resulta conveniente comparar esta última
dose. Pero lo misterioso es que el narrador de El libro blanco ve novela con las páginas de El libro blanco que tratan sobre los
en una inconsciente homosexualidad la causa de la tristeza pa- amores del narrador con Jeanne (Germaine en Le Grand Ecart,
terna. Por la parte de Jean Cocteau, ¿no se trata más que de algo Madeleine en la vida real). Más tarde, la pieza Les Enfants ter-
imaginario o se trata de un dato biográfico real, de un secreto de ribles (1938), en lo que respecta a la relación del joven Michel y de
familia o por lo menos de un rumor que atribuye a un caso de Madeleine, así como a la desaprobación familiar respecto de dicha
faltas a la moral el enigmático suicidio de Georges Cocteau? Otro relación, tomará prestada una vez más para la aventura a
biógrafo del poeta, Francis Stcegmuller, evoca en efecto «el rumor Madeleine Carlier (y hasta su verdadero nombre).
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En cuanto a los amores del narrador de El libro blanco con la En otro «lugar de mala muerte», el narrador de El libro
prostituta Rose, y luego con su padrote Alfred o Alfredo, parece blanco asiste, escondido tras el espejo sin azogue de unos baños, a
que fueron, también, autobiográficos: en un texto de unas cuantas las duchas eróticas de «la juventud obrera», lo que da lugar a una
páginas, intitulado Trottoir —publicado en 1927, el año mismo en breve y extraordinaria escena, la mejor del libro, sobre las rela-
que se escribirá El libro blanco, en un volumen colectivo de las ciones del narcisismo y la homosexualidad —escena que en-
ediciones Émile-Paul, Tableaux de París—, Jean Cocteau, hab- riquece además, de manera inesperada y llena de consideraciones
lando esta vez en su propio nombre, nos cuenta su relación, en interesantes, el tema de los espejos habitados, «practicables»
1912-1913, con una «putita», encontrada en «plena calle entre la como se dice en teatro, tema que, de la pieza Orphée a la película
Madeleine y la Ópera»; numerosos detalles nos permiten recono- Orphée, recorre la obra de Cocteau.
cer a la Rose de El libro blanco, su «hotel M.» de la plaza Pigalle A las tentaciones homosexuales viene a oponerse la tentación
(cuyo nombre completo de «Marquise’s Hotel» se nos revela religiosa. Aquí, volvemos a encontrar la etapa de la vida de
aquí), y a su «mayate». Cocteau, reciente también en la época de El libro blanco, que en
Después de estas inútiles tentativas de normalización, el nar- términos generales va de la muerte de Raymond Radiguet (1923)
rador de El libro blanco pasa definitivamente a la homosexualid- al encuentro con Jean Desbordes (1925). ¡Oh sorpresa, oh mezcla
ad. Primero, el teatro de estos amores homosexuales es Toulon, de géneros! El libro blanco debe entonces unirse con la Lettre à
en donde, en un «lugar de mala muerte», el joven encuentra a un Jacques Maritain para informarnos sobre la «conversión» del po-
marinero apodado Mala Suerte. Ahora bien, este marinero con- eta, y sobre su relativo fracaso.
stituye, en la biografía real del poeta, un encuentro mucho mas Después de esta tentativa religiosa, el narrador de El libro
tardío (verano de 1927, por lo tanto muy reciente en la época en blanco conoce a un muchacho, H., quien será el más grande amor
que Jean Cocteau escribía El libro blanco). Mala Suerte, cuyo ver- de su vida. El personaje de H. combina rasgos de Raymond
dadero nombre era Marcel Serváis, va a inspirar en parte el per- Radiguet con rasgos de Jean Desbordes (ya hemos visto que Jean
sonaje de Máxime, el gemelo delincuente de la pieza La Machine Cocteau los asimilaba). H. es escritor como Desbordes y Radiguet.
à écrire (1939-1941), y el guión de una película que no se rodó, Posee, del Jean Desbordes de J’adore (su primer libro, que apare-
cuyo título es precisamente Mala Suerte. Mala Suerte es un abso- cerá en 1928), la fe muy libre que contribuye a hacer vacilar la fe
luto del marinero como Dargelos era un absoluto del compañero tradicional del narrador-Jean Cocteau, quien puso en la boca de
de clase. A partir de 1922 y hasta el año anterior a su muerte, es H. las ideas, y a veces las palabras, de J’adore: «A la obediencia
decir durante cuarenta años, el poeta debía permanecer a menudo pasiva, opongo la obediencia activa. Dios ama el amor»… Como
en la costa mediterránea, particularmente en Villefranche y Desbordes y Radiguet, H. tiene inclinaciones heterosexuales que
Toulon, en donde, gracias a las armadas de guerra francesa y provocan los celos del narrador-Jean Cocteau. Sin dejar de
norteamericana, el tema del marinero iba a encontrar con qué mezclar a Desbordes y Radiguet para armar el personaje de H., El
enriquecerse. libro blanco prosigue con una mención a la escapada a Córcega de
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Radiguet con el escultor Bráncusi, aquí bautizado Marcel, en


1920, y a los celos que el hecho le provocó a Béatrice Hastings,
amante de Radiguet, aquí llamada Miss R. Finalmente, la muerte Este breve recorrido por El libro blanco nos mostró que son
de H. en la «casa de salud de la calle B.» está inspirada en la muchos los hilos que unen este trabajo secreto a la biografía y a la
muerte de Radiguet en la clínica de la calle Piccini. obra de su autor anónimo, que en gran medida se aclaran mutua-
Después del deceso de H., el narrador de El libro blanco con- mente. En este sentido el libro es valiosísimo: resulta una pieza
sidera el matrimonio. Pero así como en un episodio anterior había indispensable del rompecabezas, una piedra angular del edificio.
pasado de la prostituta Rose a su pretendido hermano —el En el trayecto, también pudimos comprobar un fenómeno de
padrote Alfred o Alfredo—, igual pasa de su novia al hermano de primera importancia para la comprensión de la obra de Cocteau:
ésta. Este paso «anormal» del sexo opuesto hacia el mismo sexo El libro blanco, esta «recopilación de documentos» sobre la sexu-
es simétrico al que, en Les Enfants terribles, «normalmente» alidad de su autor, representa un verdadero semillero de temas
hará dirigirse a Paul de Dargelos hacia Agathe, y a Gérard de Paul literarios y artísticos, que Jean Cocteau explota y desarrolla en
hacia su hermana Elisabeth, igual que los compañeros del liceo otras partes —los temas del hombre-caballo, de los gitanos, de
Condorcet habían pasado de los amores colegiales al amor de las Dargelos, del Grand Ecart, del marino, del espejo, de la religión,
mujeres. Por lo demás, las claves de los personajes de Mademois- de los Enfants terribles, etcétera—, lo que prueba de manera con-
elle de S. y de su terrible hermano, en El libro blanco, bien tundente hasta qué punto la sexualidad, considerada en su sen-
podrían ser, con mucho, Jeanne y Jean Bourgoint, los futuros tido amplio, constituye uno de los principales móviles de la obra
modelos de Elisabeth y Paul. del poeta, incluso si en la anécdota de este libro la sexualidad no
Expulsado una vez más de la «normalidad», el narrador de El se presenta mucho como tal en un primer acercamiento. Esto no
libro blanco piensa en ordenarse, más que en poner su vida en or- lo ignoraba Cocteau, quien me declaraba, en una carta del 7 de oc-
den. Pero en el monasterio mismo vuelve a encontrar, en la per- tubre de 1958: «La sexualidad hace la fuerza de mi obra».
sona de un joven monje, la tentación homosexual. Aquí, son las Me atreveré a decir que es esta sexualidad profunda, oculta
conversiones fracasadas de Maurice Sachs y de Jean Bourgoint, —sexualidad que es una homosexualidad— lo que valió a la obra
posteriores y como ejemplo de la de su amigo Jean Cocteau, las de Cocteau los sentimientos extraordinarios de amor, de odio o de
que inspiran el episodio. incomprensión que ha suscitado y suscita todavía, en función del
Después de este último fracaso, el narrador de El libro blanco tipo de sexualidad subyacente de aquel o aquella que entra en
abandona Francia románticamente, y ahí termina en forma re- contacto con la misma, y sin que el lector o espectador siempre
pentina el relato de sus aventuras. tengan plena conciencia de ello. Ejemplos: el éxito de la obra
entre ciertas mujeres, por identificación; en el lado opuesto, la ex-
ecración de los surrealistas. Tendría que hacerse un estudio in-
teresante sobre los mecanismos profundos de las diversas
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reacciones posibles del público frente a una obra que la sexualid- medio de las pullas que por costumbre le tiene reservadas a
ad recorre, transmutada, irreconocible aunque singularmente Cocteau, Gide condesciende a reconocer: «Hay encanto en la
eficaz, como la invisible energía de un cable de alta tensión —«la forma en que están narradas ciertas obscenidades».
fuerza que erige el portaplumas», decía también Cocteau. El diez de mayo de 1930, reedición de El libro blanco con un
frontispicio, una página manuscrita y diecisiete dibujos en color
de Jean Cocteau (dibujos por completo coloreados a mano por
«Tal vez publique mi próximo libro sin nombre de autor, sin M. B. Armingion, artista-pintor) en París, en las Editions du
nombre de editor, en unos cuantos ejemplares, para ver si, enter- Signe. Esta vez, el tiro es de 450 ejemplares. Dibujos de tipo sur-
rada viva, una obra tiene la fuerza de salir sola de la tumba…». realista, oníricos, que de hecho, más que ilustrarlo, establecen un
Esto es lo que puede leerse en Une entrevue sur la critique avec contrapunto con el texto.
Maurice Rouzaud, extensa entrevista de Cocteau que no se publi- En 1949, muy probablemente, reedición sin nombre de autor,
cará sino hasta 1929, pero que por el contexto parece datar del ni fecha. La cubierta tiene el dibujo de un rostro visto de frente
año anterior. Así, el poeta no puede dejar de anunciar la aparición realizado por Cocteau; la portada, el monograma (también dibu-
de su Libro blanco. jado por el poeta) y el nombre de Paul Morihien, el joven editor de
En efecto, El libro blanco se publica por primera vez el 25 de Cocteau en esa época. El texto está ilustrado con cuatro dibujos
julio de 1928, «sin nombre de autor, sin nombre de editor, en un- grabados en madera e impresos en tinta azul, del poeta también,
os cuantos ejemplares». (El editor es en realidad Les Quatre pero sin que su firma, con la que era pródigo, apareciese por nin-
Chemins, que acaban de publicar Le Mystère laïc, de Jean guna parte. Edición «limitada a 500 ejemplares numerados», y
Cocteau, el 30 de mayo del mismo año). La cubierta y la portada «estrictamente reservada a los suscriptores». En julio de 1957,
llevan un monograma, dibujado por Cocteau y formado con las le- traducción inglesa, con el título A White Paper (en la cubierta) y
tras que componen un nombre: Maurice Sachs, quien trabaja The White Paper (en la portada), en París, editada por The
entonces en Les Quatre Chemins (véase Maurice Sachs, Le Sab- Olympia Press. «Prefacio e ilustraciones de Jean Cocteau, de la
bat, èditions Correa, 1950, página 292). En la página legal se lee: Academia Francesa». En el prefacio, el recién admitido en la Aca-
«Copyright by Maurice Sachs et Jacques Bonjean, Paris». Una demia (su ingreso fue en 1955) hace la pregunta de saber si el
nota escrita a máquina recomienda repartir entre los tipógrafos autor de El libro blanco es él o no, pero deja en suspenso la
las sumas que una obra semejante sea capaz de proporcionarle a respuesta. De los nueve dibujos, reproducidos en tinta gris, seis
su autor. La edición no es más que de treinta y un ejemplares. de ellos (páginas 17, 47, 59, 69, 77 y 85) son reelaboraciones un
En su Journal de fecha 11 de octubre de 1929, André Gide an- tanto edulcoradas —debido a la censura— de las ilustraciones
ota: «Leí El libro blanco de Cocteau que me prestó Roland Sauci- libres hechas para la novela Querelle de Brest, de Jean Genet,
er [librero], en espera del ejemplar prometido por Cocteau». Se ve publicada diez años antes en las ediciones Paul Morihien.
que desde entonces Gide no respeta el anonimato del autor. En
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Así estaba la bibliografía de El libro blanco cuando murió su


autor, en 1963. Desde entonces, en 1970, el editor Bernard Laville
reprodujo, en versión de bolsillo, la edición Morihien mencionada
anteriormente, a la que añadió la página manuscrita de las Edi-
tions du Signe, además de gran cantidad de erratas.
Desde 1928, El libro blanco hizo pues una carrera
semiclandestina. Cocteau lo dedicó a menudo: «Un saludo amis- Publicamos esta obra porque en ella el talento supera con creces
toso de mi juventud lejana», confiesa en el ejemplar de Roger a la indecencia y porque de ella se desprende una especie de
Peyrefitte. Y no protestó cuando incluyeron el libro en su moraleja que impide a un hombre de principios ubicarla entre
bibliografía. los libros libertinos. La recibimos sin nombre y sin dirección.
Así, hasta estos últimos años liberadores, muchas genera-
ciones se pasaron El libro blanco por debajo de la mesa: genera-
ciones de homosexuales, de fervientes admiradores del autor de Hasta donde llegan mis recuerdos e incluso a la edad en que la
Les Enfants terribles y de amantes de la literatura, sin que estas mente todavía no tiene influencia sobre los sentidos, encuentro
tres categorías sean incompatibles. Uno de los grandes atractivos huellas de mi amor por los muchachos.
del presente volumen es que se reproducen de manera íntegra la Siempre me gustó el sexo fuerte, que me parece legítimo
serie de ilustraciones de Jean Cocteau para la edición de 1930 de llamar el sexo bello. Mis desdichas se han debido a una sociedad
El libro blanco, en las Editions du Signe. Esta significativa serie que condena lo raro como un crimen y nos obliga a reformar
de dibujos, que nos dicen mucho sobre las fantasías eróticas del nuestras inclinaciones.
poeta, desde entonces nunca había sido publicada in extenso; los
únicos que habían podido disfrutarlos eran algunos bibliófilos y
ratones de biblioteca. Nos dimos cuenta de que en las Editions du Tres circunstancias decisivas me vuelven a la memoria. Mi
Signe, el coloreado de los dibujos no pertenecía a su autor; por padre vivía en un pequeño castillo cerca de S. El castillo tenía un
eso el presente volumen se limita a reproducirlos en blanco y parque. Al fondo del parque había una granja y un abrevadero que
negro, lo que restituye en cierta medida la versión inicial, debida no pertenecían al castillo. Mi padre los toleraba sin cercas, a cam-
tan sólo a nuestro poeta-dibujante. bio de los lácteos y los huevos que el granjero traía a diario.
Una mañana de agosto, andaba yo merodeando por el parque
Milorad con una carabina cargada con fulminantes y, jugando al cazador,
Marzo de 1981 oculto tras un seto, acechaba el paso de algún animal, cuando vi
desde mi escondite que un joven granjero llevaba a bañar a un
caballo de labranza. Para poder entrar al agua y sabiendo que al
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final del parque nunca se aventuraba nadie, cabalgaba completa-


mente desnudo y hacía resoplar al caballo a unos metros de mí.
Lo atezado de su rostro, de su cuello, de sus brazos, de sus pies, al
contrastar con la piel blanca, me recordaba las castañas de Indias
cuando salen de sus vainas, pero aquellas manchas oscuras no
eran las únicas. Había otra qué atraía mis miradas, en medio de la
cual un enigma se perfilaba hasta en sus mínimos detalles.
Me zumbaron los oídos. Se me congestionó el rostro. Mis
piernas se quedaron sin fuerza. El corazón me latía como un
corazón de asesino. Sin darme cuenta, se me nubló la vista y no
me encontraron sino luego de cuatro horas de búsqueda. Una vez
en pie, me cuidé en forma instintiva de revelar el motivo de mi de-
bilidad y conté, a riesgo de quedar en ridículo, que una liebre me
había espantado al salir desde los macizos.
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cosquillas y, muerto de miedo de perder su puesto, me condujo


La segunda vez sucedió al año siguiente. Mi padre había autor- hasta la puerta.
izado a unos gitanos a que acamparan en aquel mismo pedazo de Algunos días después robó vino. Mi padre lo corrió. Intercedí,
parque en donde habia perdido el conocimiento. Yo me paseaba lloré; todo resultó inútil. Acompañé a Gustave hasta la estación.
con mi sirvienta. De pronto, lanzando gritos, me llevó de regreso, Llevaba un juego de pim pam pum que le había yo regalado para
prohibiéndome que mirara hacia atrás. El calor era resplande- su hijo, cuya fotografía me mostraba a menudo.
ciente. Dos jóvenes gitanos se habían desvestido y trepaban a los
árboles. Espectáculo que espantó a mi sirvienta y que la desobedi-
encia enmarcó de manera inolvidable. Así viva cien años, gracias a Mi madre había muerto al traerme al mundo y siempre había
aquellos gritos y a la carrera que dimos, siempre volveré a ver a vivido frente a frente con mi padre, hombre triste y encantador.
una mujer que mece a un recién nacido, un carromato, un fuego Su tristeza era anterior a la pérdida de su mujer. Incluso en la feli-
que humea, un caballo blanco que come hierba, y trepando a los cidad se había sentido triste y ésa es la razón por la que a su
árboles, dos cuerpos de bronce tres veces manchados de negro. tristeza le buscaba yo raíces más profundas que su duelo.
La última vez, si no me equivoco, se trataba de un joven sirvi- El pederasta reconoce al pederasta como el judío al judío. Lo
ente llamado Gustave. A la mesa, casi no podía contener la risa. adivina bajo la máscara, y yo me encargo de descubrirlo entre las
Aquella risa me encantaba. A fuerza de dar vueltas y más vueltas líneas de los libros más inocentes. Esta pasión es menos sencilla
en mi cabeza al recuerdo del joven granjero y de los gitanos, de lo que suponen los moralistas. Porque, así como existen
llegué a desear con todas mis fuerzas que mi mano tocase lo que mujeres pederastas, mujeres con aspecto de lesbianas, pero que
habían visto mis ojos. buscan a los hombres de la especial manera en que los hombres
Mi proyecto era de lo más ingenuo. Dibujaría una mujer, le ll- las buscan a ellas, también existen pederastas que se ignoran a sí
evaría la hoja a Gustave, lo haría reír, le daría valor y le pediría mismos y viven hasta el fin en un malestar que le achacan a una
que me dejase tocar el misterio que, cuando servía la mesa, ima- salud débil o a un carácter sombrío.
ginaba yo bajo una significativa protuberancia del pantalón. Siempre pensé que mi padre se me parecía demasiado como
Porque mujeres en paños menores a la única que había visto era a para diferir en este punto capital. Es probable que ignorase sus in-
mi sirvienta y creía que los artistas les inventaban senos duros a clinaciones y en lugar de ir cuesta abajo, iba penosamente cuesta
las mujeres mientras que en realidad todas ellas los tenían agua- arriba sin saber lo que le hacía la vida tan pesada. De haber descu-
dos. Mi dibujo era realista. Gustave estalló en carcajadas, me pre- bierto los gustos que nunca encontró la ocasión de hacer florecer y
guntó quién era mi modelo y como con una audacia inconcebible que se me revelaban por frases, por su forma de caminar, por mil
fui directo al grano, aprovechando que se meneaba todo, me re- detalles de su persona, se habría ido de espaldas. En su época la
chazó, muy rojo, me jaló una oreja, con el pretexto de que le hacía gente se mataba por menos. Pero no; él vivía en la ignorancia de sí
mismo y aceptaba su fardo.
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Es posible que yo deba mi presencia en este mundo a se- cortos, pero a causa de sus piernas de hombre, Dargelos era el
mejante ceguera. Lo deploro, pues a cada quien le habría ido me- único que tenía las piernas desnudas. Su camisa abierta liberaba
jor si mi padre hubiese conocido las alegrías que me hubiesen un cuello ancho. Un poderoso rizo se le torcía en la frente. Su cara
evitado algunas desdichas. de labios un poco gruesos, de ojos un poco rasgados, de nariz un
Entré al liceo Condorcet en tercero de secundaria. Ahí, los sen- poco chata, presentaba las menores características del tipo que
tidos se despertaban sin control y crecían como mala hierba. No debía llegar a serme nefasto. Astucia de la fatalidad que se dis-
había otra cosa que bolsillos agujereados y pañuelos sucios. Lo fraza, que nos produce la ilusión de ser libres y que, al fin de
que más envalentonaba a los alumnos era la clase de dibujo, ocul- cuentas, siempre nos hace caer en la misma trampa.
tos por las murallas de cartón. A veces, en la clase general, algún
profesor irónico interrogaba de pronto a un alumno al borde del
espasmo. El alumno se levantaba, con las mejillas encendidas, y,
farfullando cualquier cosa, trataba de transformar un diccionario
en hoja de parra. Nuestras risas aumentaban su perturbación.
La clase olía a gas, a gis, a esperma. Esa mezcla me daba asco.
Debo decir que lo que era un vicio a los ojos de todos los alumnos,
y que al no serlo para mí o, para ser más exacto, al parodiar sin
gusto una forma de amor que mi instinto respetaba, yo era el
único que parecía reprobar aquellas cosas. El resultado de esto
eran eternos sarcasmos y atentados en contra de lo que mis com-
pañeros tomaban por pudor.
Pero Condorcet era un liceo de externos. Estas prácticas no
llegaban a ser amoríos; no iban mucho más allá de los límites de
un juego clandestino.
Uno de los alumnos, llamado Dargelos, gozaba de gran presti-
gio debido a una virilidad muy por encima de su edad. Se exhibía
con cinismo y comerciaba con un espectáculo que daba incluso a
los alumnos de otras clases a cambio de estampillas raras o
tabaco. Los lugares que rodeaban su pupitre eran lugares privile-
giados. Vuelvo a ver su piel morena. Por sus pantalones muy cor-
tos y por sus calcetines que caían hasta los tobillos, se adivinaba el
orgullo que sentía por sus piernas. Todos llevábamos pantalones
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La presencia de Dargelos me ponía enfermo. Lo rehuía. Lo es-


piaba. Soñaba con un milagro que lo hiciera fijarse en mí, lo
despojara de su altivez, le revelara el sentido de mi actitud, que él
debía de tomar por una gazmoñería ridicula y que no era sino un
deseo loco de agradarle.
Mi sentimiento era vago. No lograba precisarlo. Sólo sentía in-
comodidad o delicia. De lo único que estaba seguro era de que no
se parecía en forma alguna al de mis compañeros.
Un día, sin poder soportar más, me abrí con un alumno cuya
familia conocía a mi padre y al que yo frecuentaba fuera del liceo.
«Cómo eres tonto —me dijo— es muy fácil. Invita un domingo a
Dargelos, llévalo atrás de los macizos y asunto arreglado». ¿Qué
asunto? No había ningún asunto. Farfullé que no se trataba de un
placer fácil de tomar en clases y traté inútilmente de usar palabras
para darle forma a mi sueño. Mi compañero se encogió de hom-
bros. «¿Para qué —dijo— le buscas tres pies al gato? Dargelos es
más fuerte que nosotros (eran otros sus términos). En cuanto lo
halagas, dice que sí. Si te gusta, no tienes más que echártelo».
La crudeza de este apostrofe me trastornó. Me di cuenta de
que era imposible hacerme entender. Admitiendo, pensaba, que
Dargelos aceptase una cita conmigo, ¿qué le diría, qué haría? Mi
gusto NO sería divertirme cinco minutos, sino vivir siempre con
él. En pocas palabras, lo adoraba, y me resigné a sufrir en silencio,
pues, sin darle a mi mal el nombre de amor, sentia yo muy bien
que era lo contrario de los ejercicios en clase y que no encontraría
respuesta alguna.
Esta aventura, que no había tenido un inicio, tuvo un final.
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Alentado por el alumno con el que me había abierto, le pedí a


Dargelos una cita en un salón vacío después de la sesión de estu-
dio de las cinco. Llegó. Había contado con que un prodigio me
dictase cómo debía comportarme. En su presencia perdí la
cabeza. Ya no veía más que sus piernas robustas y sus rodillas
heridas, blasonadas de costras y de tinta.
—¿Qué quieres? —me preguntó, con una sonrisa cruel.
Adiviné lo que estaba suponiendo y que mi petición no tenía
ningún otro significado a sus ojos. Inventé cualquier cosa.
—Quería decirte —farfullé— que el prefecto te está vigilando.
Era una mentira absurda, pues el encanto de Dargelos había
embrujado a nuestros maestros.
Son inmensos los privilegios de la belleza. Actúa incluso sobre
aquellos a los que parece no importarles nada.
Dargelos ladeó la cabeza con una mueca:
—¿El prefecto?
—Sí —proseguí, sacando fuerzas del terror—, el prefecto. Oí
que le decía al director: «Tengo vigilado a Dargelos. Está exager-
ando. ¡No le quito los ojos de encima!».
—¡Ah!, conque estoy exagerando —dijo—, pues bien, amigo, se
la voy a enseñar, al prefecto. Se la voy a enseñar en la sala de
armas; y en cuanto a ti, si me molestas sólo para contarme se-
mejantes pendejadas, te advierto que a la primera que lo vuelvas a
hacer te voy a patear las nalgas.
Desapareció.
Durante una semana pretexté que tenía calambres para no ir a
clases y no encontrar la mirada de Dargelos. A mi regreso me en-
teré de que estaba enfermo y guardaba cama. No me atrevía a
pedir noticias suyas. Había rumores. El era boy scout. Se decía
que imprudentemente se había bañado en el Sena helado, que
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tenía angina de pecho. Una tarde, en clase de geografía, nos en- Dejábamos las raquetas en el camino, en casa del portero de un
teramos de su muerte. Las lágrimas me obligaron a salir del salón. condiscípulo cuya familia vivía en Marsella, y nos apresurábamos
La juventud no es tierna. Para muchos alumnos, aquella noticia, hacia las casas de citas de la calle de Provence. Frente a la puerta
que el director nos dio de pie, no fue sino la autorización tácita de de cuero, la timidez de nuestra edad recuperaba sus derechos.
no hacer nada. Y al día siguiente, las costumbres se sobrepusieron Íbamos y veníamos, dudando ante aquella puerta como bañistas
al duelo. ante el agua fría. Echábamos un volado para ver quién entraría
A pesar de todo, el erotismo acababa de recibir el tiro de gra- primero. Yo me moría de miedo de que la suerte me designara a
cia. Muchísimos pequeños placeres se perturbaron por el fant- mí. Finalmente la víctima caminaba a lo largo de los muros, se
asma del hermoso animal ante cuyas delicias la muerte misma no hundía en ellos y nos arrastraba tras de sí.
había permanecido insensible. Nada intimida más que los niños y las muchachas. Demasia-
das cosas nos separan de ellos y de ellas. No se sabe cómo romper
el silencio y ponerse a su altura. En la calle de Provence, el único
En primero de preparatoria, después de las vacaciones, un terreno de entendimiento eran la cama, en donde yo me tendía
cambio radical se había producido en mis compañeros. cercano a la muchacha, y el acto que ambos realizábamos sin que
Les cambiaba la voz; fumaban. Se rasuraban una sombra de de él obtuviésemos el menor placer.
barba, efectuaban salidas con la cabeza descubierta, llevaban pan- Envalentonados por aquellas visitas, empezamos a abordar a
talones ingleses o pantalones largos. El onanismo cedía su lugar a las mujeres de la farándula, y así llegamos a conocer a una per-
la fanfarronería. Circulaban tarjetas postales. Toda aquella juven- sonita que se hacía llamar Alice de Pibrac. Vivía en la calle La
tud se volvía hacia la mujer como las plantas hacia el sol. Fue Bruyére, en un modesto departamento que olía a café. Si mal no
entonces cuando, para seguir a los demás, comencé a falsear mi recuerdo, Alice de Pibrac nos recibía, pero sólo nos permitía ad-
naturaleza. mirarla en su sórdida bata y con sus pobres cabellos sobre la es-
Al precipitarse hacia su verdad, me arrastraban hacia la palda. Semejante régimen exasperaba a mis compañeros y a mí
mentira. Mi repulsión se la achacaba a mi ignorancia. Admiraba me gustaba mucho. A la larga, se cansaron de esperar y siguieron
yo su desenvoltura. Me esforzaba en seguir su ejemplo y en com- una nueva pista. Se trataba de reunir el dinero que llevábamos, de
partir sus entusiasmos. Continuamente tenía que vencer mis ver- alquilar un palco en El Dorado durante la matinée de los domin-
güenzas. Esa disciplina terminó por hacerme bastante fácil el tra- gos, de arrojar ramos de violetas a las cantantes y de ir a esperar-
bajo. Cuando mucho, me repetía que el desentreno no era diver- las a la puerta trasera, en medio de un frío mortal.
tido para nadie, pero que la buena voluntad de los demás era Si cuento estas aventuras insignificantes, es para mostrar la
mayor que la mía. fatiga y el vacío que nos dejaba nuestra salida de los domingos, y
El domingo, si hacía buen tiempo, nos íbamos en grupo con la sorpresa de oír a mis compañeros machacar los detalles toda la
todo y raquetas, con el pretexto de rugar al tenis en Autcuil. semana.
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Uno de ellos conocía a la actriz Berthe, quien me presentó a


Jeanne. Se dedicaban al teatro. Jeanne me gustaba; le encargué a
Berthe que le preguntase si consentiría en volverse mi amante.
Berthe me trajo una negativa y me intimó a engañar a mi com-
pañero con ella. Poco después, al saber por él que Jeanne se dolia
de mi silencio, fui a verla. Descubrimos que mi encargo nunca se
había cumplido y decidimos vengarnos reservándole a Berthe la
sorpresa de nuestra felicidad.
Esta aventura marcó mis dieciséis, diecisiete y dieciocho años
con tanta fuerza que todavía hoy me resulta imposible ver el
nombre de Jeanne en algún diario o su retrato en algún muro, sin
que me sienta impresionado. Y sin embargo es posible no contar
nada de este amor banal que transcurría en esperas con las
modistas y en desempeñar un papel bastante ingrato, pues el ar-
menio que mantenía a Jeanne me tenía en gran estima y hacía de
mí su confidente.
El segundo año, las escenas comenzaron. Después de la más
encendida, que tuvo lugar a las cinco en la Plaza de la Concordia,
dejé a Jeanne en una isleta y corrí a mi casa. A mitad de la cena ya
estaba proyectando un telefonazo cuando vinieron a anunciarme
que una dama me esperaba en un coche. Era Jeanne. «No sufro
—me dijo— porque me hayas dejado plantada ahí, en la Plaza de
la Concordia, pero eres demasiado débil como para llevar hasta el
final un acto semejante. Todavía hace dos meses hubieras re-
gresado a la isleta después de haber atravesado la plaza. No pre-
sumas de haber dado muestra de carácter, lo único que probaste
fue una disminución de tu amor». Aquel peligroso análisis me
aclaró las cosas y me mostró que la esclavitud había llegado a su
término.
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Para reavivar mi amor, tuve que darme cuenta de que Jeanne


me engañaba. Me engañaba con Berthe. Esta circunstancia me
revela ahora las bases de mi amor. Jeanne era un muchacho; le
gustaban las mujeres, y yo la quería con lo que mi naturaleza tenía
de femenino. Las descubrí acostadas, enredadas como un pulpo.
Había que golpear, y supliqué. Se burlaron, me consolaron, y
aquello fue el fin lamentable de una aventura que moría por sí
sola y que no obstante me causó los estragos suficientes como
para inquietar a mi padre y obligarlo a salir de la reserva en la que
siempre se mantenía con respecto a mí.
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Si la cuesta por la que subía hacia la hermana estaba un poco


Una noche, cuando regresaba a casa de mi padre más tarde inclinada, se podrá adivinar a qué grado lo estaba la que me hizo
que de costumbre, en la Plaza de la Madeleine, una mujer me bajar hacia el hermano. Estaba, como dicen sus compatriotas, al
abordó con dulce voz. La miré, la encontré encantadora, joven, tanto de todo, y pronto nos las ingeniamos para encontrarnos sin
fresca. Se llamaba Rose, le gustaba conversar y caminamos de ida que Rose se diese cuenta de nada.
y vuelta hasta la hora en que los verduleros, dormidos sobre las Para mí, el cuerpo de Alfred era más el cuerpo que habían to-
legumbres, dejan que sus caballos atraviesen París desierto. mado mis sueños que el joven cuerpo poderosamente armado de
Salía yo al día siguiente para Suiza. Le di a Rose mi nombre y un adolescente cualquiera. Cuerpo perfecto, aparejado de múscu-
mi dirección. Ella me enviaba cartas en papel cuadriculado con los como un navío de cuerdas y cuyos miembros parecen despleg-
una estampilla para la respuesta. Yo le contestaba sin problema. A arse en estrella alrededor de un pelambre de donde se levanta,
mi regreso, más feliz que Thomas de Quincey, me encontré con mientras que la mujer está construida para simular, la única parte
Rose en la plaza en donde nos habíamos conocido. Me rogó que que no sabe mentir en el hombre…
fuera a su hotel en la Plaza Pigalle. Comprendí que me había equivocado de ruta. Me juré que no
El hotel M. era lúgubre. Las escaleras apestaban a éter. Es el volvería a perderme, que seguiría en lo sucesivo mi recto camino
consuelo de las muchachas que regresan con las manos vacías. La en vez de extraviarme en el de los demás y que escucharía más las
habitación era del tipo de habitaciones que nunca se arreglan. órdenes de mis sentidos que los consejos de la moral.
Rose fumaba en la cama. Le dije que se veía muy bien. «No hay Alfred devolvía mis caricias. Me confesó que no era el
que verme sin maquillar —dijo—. No tengo cejas. Parezco un con- hermano de Rose. Era su padrote.
ejo ruso». Me convertí en su amante. Rehusaba el menor regalo. Rose seguía desempeñando su papel y nosotros el nuestro, Al-
Bueno, aceptó un vestido con el pretexto de que no servía para fred me cerraba un ojo, me daba un codazo y a veces estallaba en
nada en el negocio, que era demasiado elegante y que lo guardaría carcajadas. Rose lo miraba con sorpresa, sin sospechar que
en su ropero como recuerdo. éramos cómplices y que entre nosotros existían lazos que la astu-
Un domingo, tocaron a la puerta. Me levanté de prisa. Rose cia consolidaba.
me dijo que no me inquietara, que era su hermano y que estaría Un día el mozo del hotel entró y nos encontró echados a la
encantado de verme. derecha y a la izquierda de Rose: «Ve usted, Jules —exclamó
El hermano se parecía al granjero y al Gustave de mi infancia. señalándonos a ambos—, mi hermano y mi amorcito. Es todo lo
Tenía diecinueve años y la peor de las apariencias. Se llamaba Al- que amo».
fred o Alfredo y hablaba un francés extraño, pero a mí no me pre- Las mentiras comenzaban a cansar al perezoso de Alfred. Me
ocupaba su nacionalidad; me parecía pertenecer al país de la confió que no podía seguir con aquella forma de vivir, trabajar en
prostitución, que posee su propio patriotismo y cuyo idioma bien una acera, mientras Rose trabajaba en la otra, y recorrer aquel
podía ser aquél.
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negocio al aire libre en el que los vendedores son la mercancía. En


pocas palabras, me estaba pidiendo que lo sacara de ahí.
Nada podía producirme más placer. Decidimos que yo tomarla
una habitación en un hotel de Ternes, que Alfred se instalaría en
ella de inmediato, que después de cenar iría a reunirme con él
para pasar la noche, que ante Rose fingiría que había desapare-
cido y que me lanzaría en su búsqueda, lo que me haría libre y nos
valdría muchos buenos momentos.
Renté la habitación, instalé a Alfred y cené en casa de mi
padre. Después de la cena corrí al hotel. Alfred había emprendido
el vuelo. Esperé de las nueve hasta la una de la mañana. Como Al-
fred no regresaba, volví a casa con el corazón echando chispas.
Al día siguiente por la mañana, como a las once, fui a ver qué
pasaba; Alfred dormía en su habitación. Se despertó, lloriqueó y
me dijo que no había podido evitar volver a sus costumbres, que
no podría estar sin Rose y que la había buscado toda la noche,
primero en su hotel, en el que ya no vivía, luego de acera en acera,
en cada café de Montmartre y en los bailes de la calle de Lappe.
—Claro —le dije— Rose está loca, tiene fiebre. Está viviendo
con una de sus amigas de la calle de Budapest.
Me suplicó que lo condujese allá en ese mismo instante.
La habitación de Rose en el hotel M. era un salón de fiestas
comparada con la de su amiga. Nos debatimos en una espesa
pasta de olores, de ropa y de sentimientos dudosos. Las mujeres
estaban en camisón. Alfred gemía en el suelo frente a Rose y se
abrazaba a sus rodillas. Yo estaba pálido. Rose volvía hacia mi
cara su rostro embadurnado de afeites y lágrimas; me tendía los
brazos: «Ven —gritaba—, regresemos a la Plaza Pigalle y vivamos
juntos. Estoy segura de que ésa es la idea de Alfred. ¿Verdá, Al-
fred?», añadió jalándole los cabellos. El guardó silencio.
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pensé en la cadena, en el arma, en los pasaportes falsos, en


Debía ir con mi padre a Toulon para la boda de mi prima, hija aquella huida en la que Rose me pediría que los siguiese. Cerré los
del vicealmirante G. F. El porvenir se me presentaba siniestro. ojos. Y todavía ahora me basta con cerrar los ojos en un taxímetro
Anuncié este viaje familiar a Rose, los deposité, a ella y a Alfred, para que se forme la pequeña silueta de Alfred llorando bajo su
que seguía mudo, en el hotel de la Plaza Pigalle y les prometí que cabellera de asesino.
los visitaría en cuanto regresase.
En Toulon, me di cuenta de que Alfred me había robado una
cadenita de oro Era mi fetiche. Yo se la había puesto en la
muñeca, había olvidado tal circunstancia y él no había tenido la
precaución de recordármela.
Cuando regresé, que fui al hotel y entré a la habitación, Rose
se me prendió del cuello. Estaba oscuro. Al principio no reconocí
a Alfred. ¿Qué tenía pues de irreconocible?
La policía estaba peinando Montmartre. Alfred y Rose
temblaban debido a su nacionalidad dudosa. Se habían con-
seguido unos pasaportes falsos, se aprestaban a poner pies en
polvorosa, y Alfred, embriagado por lo novelesco del cinemató-
grafo, se había hecho teñir el cabello. Bajo aquella cabellera negra
su pequeña cara rubia se recortaba con precisión antropométrica.
Le reclamé mi cadena. Lo negó todo. Rose lo denunció. El se de-
batía, maldecía, la amenazaba, me amenazaba y blandía un arma.
Me escabullí y bajé la escalera de cuatro en cuatro, con Alfred
pisándome los talones.
Abajo, llamé un taxímetro. Le solté mi dirección, me subí
rápido y, cuando el taxímetro arrancaba, volví la cabeza.
Alfred se mantenía inmóvil frente a la puerta del hotel. Grue-
sas lágrimas rodaban por sus mejillas. Tendía los brazos; me
llamaba. Bajo el cabello mal teñido, su palidez daba lástima.
Tuve ganas de golpear los vidrios, de decirle al chófer que
parara. No era capaz de decidirme, ante aquella angustia solitaria,
a regresar cobardemente a las comodidades de la familia, pero
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Como el almirante estaba enfermo y mi prima se encontraba


en viaje de bodas, tuve que regresar a Toulon. Resultaría fasti-
dioso describir esta encantadora Sodoma, en donde el fuego del
cielo cae sin golpear en forma de sol cariñoso. De noche, una in-
dulgencia todavía más suave inunda la ciudad y, como en Ná-
poles, como en Venccia, una muchedumbre de fiesta popular da
vueltas en las plazas adornadas con fuentes, con tiendas de oro-
pel, con vendedores de crepas, con merolicos. De todos los
rincones del mundo, los hombres subyugados por la belleza mas-
culina vienen a admirar a los marineros que vagan solos o en
grupo, responden a las miradas con una sonrisa y no rechazan
nunca un ofrecimiento de amor. Una sal nocturna transforma al
presidiario más brutal, al bretón más rudo, al corso más huraño
en esas muchachas altas y escotadas, contoneantes, floridas, a las
que les gusta el baile y conducen a su compañero, sin la menor
vergüenza, a los hoteluchos del puerto.
Uno de los cafés en donde se baila es manejado por un antiguo
cantante de caji-concert que posee voz de mujer y que se exhibía
como travestí. Ahora luce un suéter y anillos. Flanqueado por co-
losos de pompón rojo que lo idolatran y a los que maltrata, anota,
con una enorme escritura de niño, sacando la lengua, los pedidos
que su mujer anuncia con ingenua rudeza.
Una noche en que empujé la puerta de aquella sorprendente
criatura, a la que su mujer y sus hombres rodean de cuidados res-
petuosos, me quedé clavado en mi lugar. Acababa de ver, de per-
fil, apoyado contra el piano mecánico, al espectro de Dargelos.
Dargelos de marinero.
De Dargelos, este doble tenía sobre todo la altivez, el aspecto
insolente y distraído. Se leía en letras de oro Revoltosa sobre su
gorra echada hacia adelante hasca la ceja izquierda, una bufanda
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negra le ceñía el cuello y llevaba uno de aquellos pantalones «Tengo mala suerte —repetía meneando esa cabeza calva de busto
acampanados que en otros tiempos permitían a los marineros antiguo— y esto nunca cambiará».
abotonarlos sobre los muslos y que prohíben los actuales regla- Le pasé por el cuello mi cadena fetiche. «No te la doy —le
mentos con el pretexto de que son el símbolo del padrote. dije—, eso no nos protegería a ninguno de los dos, pero quédatela
En otra parte, jamás hubiese osado ponerme en el ángulo de por esta noche». Luego, con mi estilógrafo, taché el tatuaje ne-
aquella mirada altiva. Pero Toulon es Toulon; el baile evita el fasto. Tracé abajo una estrella y un corazón. Sonreía. Comprendía,
malestar de los preámbulos, arroja a los desconocidos unos en más con la piel que con lo demás, que se encontraba a salvo, que
brazos de otros y preludia el amor. nuestro encuentro no se parecía a aquellos a los que estaba acos-
Con una música llena de rizos y sortijas, bailamos un vals. Los tumbrado: encuentros rápidos en los que el egoísmo se satisface.
cuerpos arqueados hacia atrás se funden por el sexo, los perfiles ¡Mala suerte! ¿Acaso era posible? ¿Con esa boca, esos dientes,
graves bajan los ojos, girando menos rápido que los pies que tejen esos ojos, ese vientre, esos hombros, esos músculos de hierro, esa
y que a veces se plantan como cascos de caballo. Las manos libres piernas? Mala suerte con esa fabulosa plantita marina, muerta,
adoptan la pose graciosa que afecta el pueblo para tomarse un llena de pliegues, encallada en la espuma, que se desarruga, se de-
vaso de vino y para mearlo. Un vértigo de primavera exalta los sarrolla, se yergue y arroja a los lejos su savia en cuanto encuentra
cuerpos. En ellos crecen ramas, se aplastan durezas, se mezclan el elemento de amor. No podía creerlo; y para resolver el prob-
sudores, y allá va una pareja rumbo a las habitaciones con relojes lema me dejé caer al abismo de un falso sueño.
bajo capelos de cristal y con edredones. Mala suerte permanecía inmóvil a mi lado. Poco a poco, sentí
que se entregaba a una maniobra delicada con el fin de liberar su
brazo, en el que se apoyaba mi codo. Ni por un instante se me
Desprovisto de los accesorios que intimidan a un civil y del ocurrió que estuviera preparando una mala jugada. Hubiese sido
tipo que afectan los marineros para darse valor, Revoltosa se no conocer bien el ceremonial de la flota. «Regularidad, correc-
volvió un animal tímido. Le habían roto la nariz en una riña con ción» hacen refulgir el vocabulario de los marineros.
una garrafa. Una nariz recta podía hacerlo insípido. Aquella gar- Lo observaba por la rendija de mis párpados. Primero, varias
rafa había dado el último toque a la obra maestra. veces, sopesó la cadena, la besó, la frotó contra el tatuaje.
En su torso desnudo, ese muchacho, que me representaba la Después, con la lentitud terrible de un jugador que hace trampa,
suerte, llevaba tatuado Mala suerte, en mayúsculas azules. Me probó mi sueño, tosió, me tocó, escuchó mi respiración, acercó su
contó su historia. Era breve. Ese tatuaje lastimoso la resumía. cara a mi mano derecha, que estaba muy abierta cerca de la mía, y
Acababa de salir de la prisión marítima. Después del motín del con suavidad apoyó en ella su mejilla.
Ernest-Renan lo habían confundido con un colega; es por eso que Testigo indiscreto de aquella tentativa de un niño desdichado
tenía la cabeza rapada, lo que él deploraba y le iba de maravilla. que sentía aproximarse a él una boya en pleno mar, tuve que
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dominarme para no perder la cabeza, fingir un brusco despertar y


demoler mi vida.
Lo dejé al amanecer. Mis ojos evitaban los suyos, cargados de
toda aquella esperanza que sentía y que no podia expresar. Me re-
gresó la cadena. Lo besé, lo arropé y apagué la lámpara.
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Tenía que regresar a mi hotel y anotar, antes de salir, en una


pizarra, la hora (las cinco) en que los marineros se despiertan, palpaba los muslos, desempaquetaba sus encantos íntimos y los
abajo de innumerables recomendaciones del mismo tipo. En el vendía como un comerciante su mercancía.
momento de tomar el gis, me di cuenta de que había olvidado mis La clientela estaba segura de sus gustos y era discreta, rápida.
guantes. Volví a subir. El montante estaba iluminado. Alguien, Yo debía resultar un enigma para aquella juventud acostumbrada
entonces, acababa de volver a encender la lámpara. No pude resi- a las exigencias precisas. Me miraba sin comprender; porque yo
stirme a mirar por el ojo de la cerradura. Encuadraba barroca- prefiero la plática a los actos.
mente una cabecita rapada. El corazón y los sentidos forman en mí una mezcla tal que me
Mala suerte, con la cara entre mis guantes, lloraba a lágrima parece difícil comprometer a uno o a los otros sin que la otra parte
viva. se comprometa también. Es eso lo que me empuja a cruzar los
Diez minutos dudé frente a aquella puerta. Iba a abrir, cuando límites de la amistad y me hace temer un contacto sumario en el
la cara de Alfred se superpuso de la manera más exacta a la de que corro el riesgo de atrapar el mal de amor. Terminaba por en-
Mala suerte. Bajé la escalera sin hacer el menor ruido, pedí puerta vidiar a aquellos que, al no sufrir por la belleza ni vagamente,
y la azoté al salir. Afuera, una fuente monologaba con gravedad en saben lo que quieren, perfeccionan un vicio, pagan y lo satisfacen.
la plaza vacía. «No —pensaba—, no pertenecemos al mismo reino. Uno ordenaba que lo insultaran, otro que lo cargaran de cade-
Ya de por sí es hermoso conmover a una flor, a un árbol, a un an- nas, otro (un moralista) sólo obtenía placer con el espectáculo de
imal. Vivir con ellos es imposible». un hércules que mataba a una rata con un alfiler calentado al rojo
Amanecía. Unos gallos cantaban sobre el mar. Un oscuro vivo.
frescor lo delataba. Un hombre salió de una calle con un fusil de ¡A cuántos de esos sabios que conocen la receta exacta de su
caza al hombro. Regresé al hotel halando un peso enorme. placer, y cuya existencia se ha simplificado porque se pagan en
fecha y a precio fijo una honesta, una burguesa complicación, no
habré visto desfilar! La mayoría eran ricos industriales que venían
Hastiado de las aventuras sentimentales, incapaz de reaccion- del norte a liberar sus sentidos, y después regresaban a reunirse
ar, arrastraba las piernas y el alma. Buscaba el consuelo de una at- con su mujer y sus hijos.
mósfera clandestina. La encontré en unos baños públicos. Finalmente, espacié mis visitas. Mi presencia comenzaba a
Evocaban el Satiricón, con sus pequeñas celdas, su patio central, volverse sospechosa. Francia no soporta muy bien un papel que
su sala baja adornada con divanes turcos en los que unos jóvenes no es de una sola pieza. El avaro debe siempre ser avaro, el celoso
jugaban a las cartas. A una señal del dueño, se levantaban y se siempre celoso. En eso estriba el éxito de Moliere. El dueño
alineaban contra la pared. El dueño les tentaba los bíceps, les pensaba que era de la policía. Me dio a entender que se era cliente
o mercancía. No se podían combinar las dos cosas.
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Esta advertencia sacudió mi abulia y me obligó a romper con Una vez, un Narciso que se gustaba acercó la boca al espejo, la
costumbres indignas, a las que se añadía el recuerdo de Alfred, pegó en él y llevó hasta el final la aventura consigo mismo. Invis-
que flotaba sobre los rostros de todos los jóvenes panaderos, car- ible como los dioses griegos, apoyé mis labios contra los suyos e
niceros, ciclistas, telegrafistas, zuavos, marineros, acróbatas y de- imité sus ademanes. Nunca supo que en vez de reflejar, el espejo
más travestis profesionales. actuaba, que estaba vivo y que lo había amado.
Una de las únicas cosas que eché de menos es el espejo trans-
parente. Se instala uno en una cabina oscura y abre un postigo.
Ese postigo descubre una malla metálica a través de la cual la
mirada abarca una pequeña sala de baño. Del otro lado, la malla
era un espejo tan reflejante y tan liso que era imposible adivinar
que estaba llena de miradas.
Mediante el pago de cierta cantidad solía pasar ahí los domin-
gos. De los doce espejos de las doce salas de baño, ése era el único
de este tipo. El dueño lo había pagado muy caro y mandado traer
de Alemania. Su personal desconocía el observatorio. La juventud
obrera servía de espectáculo.
Seguían todos el mismo programa. Se desvestían y colgaban
con cuidado los trajes nuevos. Desendomingados, se podía adivin-
ar su empleo por las encantadoras deformaciones profesionales.
De pie en la bañera, se miraban (me miraban) y empezaban con
una mueca parisina que deja al descubierto las encías. Después se
frotaban un hombro, tomaban el jabón y le sacaban espuma. El
enjabonado se transformaba en caricia. De pronto sus ojos se iban
del mundo, su cabeza se echaba hacia atrás y su cuerpo escupía
como un animal furioso.
Unos, extenuados, se dejaban fundir en el agua humeante,
otros volvían a empezar la maniobra; se podía reconocer a los más
jóvenes en que saltaban de la bañera y, lejos, iban a limpiar del
mosaico la savia que su tallo ciego había lanzado alocadamente
hacia el amor.
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La suerte me orientó hacia una nueva vida. Estaba saliendo de


un mal sueño. Había caído en lo más bajo, en una vagancia enfer-
miza que es al amor de los hombres lo que las casas de citas y los
encuentros callejeros son al amor de las mujeres.
Conocía y admiraba al abate X. Su ligereza tenia algo de prodi-
gioso. Aligeraba en todas partes las cosas pesadas. No sabía nada
de mi vida íntima, pero sentía que era yo desdichado. Me habló,
me reconfortó y me puso en contacto con elevadas inteligencias
católicas.
Siempre fui creyente. Mi creencia era confusa. A fuerza de fre-
cuentar un medio puro, de leer tanta paz en los rostros, de com-
prender la tontería de los incrédulos, me encaminaba hacia Dios.
De hecho, el dogma no encajaba bien con mi decisión de dejar que
mis sentidos siguiesen su derrotero pero este último periodo me
dejaba una amargura y una saciedad en las que quise ver demasi-
ado pronto las pruebas de que me había equivocado de camino.
Tanta agua, tanta leche, después de aquellas bebidas infames,
descubrían ante mí un porvenir de transparencia y de blancura. Si
sentía escrúpulos, los eliminaba recordando a Jeanne y a Rose.
Los amores normales, pensaba, no me están prohibidos. Nada me
impide fundar una familia y volver al camino recto. Cedo, en
suma, a mis inclinaciones, por temor al esfuerzo. Sin esfuerzo no
existe nada hermoso. Lucharé contra el diablo y venceré.
¡Sublime periodo! La Iglesia me mecía. Me sentía el hijo ad-
optivo de una profunda familia. El pan al que se ha cantado, el
pan encantado, transforma a los miembros en nieve, en corcho.
Subía al cielo como un tapón en el agua. En la misa, cuando el as-
tro del sacrificio domina el altar y cuando las cabezas se inclinan,
con ardor le rogaba a la Virgen que me acogiera en su Santo Seno:
«Dios te salve María —murmuraba—; ¿no eres Tú la pureza
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misma? ¿Se trata en tu caso de prelaciones o de escotes? Lo que


los hombres consideran indecente, ¿no lo miras Tú como nosotros
miramos el intercambio amoroso del polen y de los átomos? Obe-
deceré las órdenes de los ministros de Tu Hijo en la tierra, pero sé
bien que Su bondad no se detiene en los enredos de un padre Sin-
istrarius ni en las reglas de un viejo código criminal. Así sea».
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Después de una crisis religiosa, el alma vuelve a caer. El mo-


mento es delicado. El hombre viejo no se despoja tan fácilmente
como las culebras de ese vestido ligero que se queda enganchado
en las gavanzas. Primero es el flechazo, los esponsales con el Bi-
enamado, las nupcias y los deberes austeros.
Al principio, todo se hacía en una especie de éxtasis. Un celo
prodigioso se apodera del neófito. En frío, se vuelve difícil le-
vantarse e ir a la iglesia. Los ayunos, los ruegos, las oraciones nos
acaparan. El diablo, que había salido por la puerta, entra por la
ventana, disfrazado de rayo de sol.
Buscar la salvación en París es imposible; el alma anda de-
masiado distraída. Decidí ir al mar. Ahí, viviría entre la iglesia y
una barca. Rezaría sobre las olas, lejos de cualquier distracción.
Alquilé una habitación en el hotel de T.
Desde el primer día, en T., los consejos del calor fueron gozar
y desvestirse. Para subir a la iglesia había que tomar calles apesto-
sas y escalinatas. La iglesia estaba desierta. Los pescadores no en-
traban en ella. Admiraba la falta de éxito de Dios; es la falta de
éxito de las obras maestras. Lo cual no impide que sean ilustres y
que se les tema.
¡Ay!, por más que dijera, aquel vacío me afectaba. Prefería mi
barca. Remaba lo más lejos posible, y ahí soltaba los remos, me
quitaba el pantalón, me tendía, con los miembros en desorden.
El sol es un viejo amante que conoce su papel. Empieza por
sujetarte por todas partes con sus manos fuertes. Te abraza. Te
empuña, te revuelca, y de pronto, me ocurría regresar a mí, estu-
pefacto, con el vientre inundado de un líquido igual a las bolas del
muérdago.
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Estaba muy equivocado. Me detestaba. Intentaba recuperar el


control. Al final, mi plegaria se limitaba a pedir a Dios que me
perdonase: «Dios mío, Tú me perdonas, Tú me comprendes. Tú lo
comprendes todo. ¿Acaso no lo quisiste todo, no lo hiciste todo:
los cuerpos, los sexos, las olas, el cielo y el sol que, al amar a
Jacinto, lo metamorfoseó en flor?».
Habia descubierto para mis baños una pequeña playa desierta.
Jalaba mi barca sobre los guijarros y me secaba en el varec. Una
mañana, encontré ahí a un muchacho que estaba bañándose sin
traje y que me preguntó si me molestaba. La franqueza de mi
respuesta le dejó en claro mis gustos. Pronto nos tendimos lado a
lado. Me enteré de que vivía en el poblado vecino y que estaba
cuidándose en razón de una ligera amenaza de tuberculosis.
El sol apresura el desarrollo de los sentimientos. Quemamos
las etapas y, gracias a numerosos encuentros en plena naturaleza,
lejos de los objetos que distraen al corazón, terminamos por am-
arnos sin haber nunca hablado de amor. H. dejó su albergue y se
cambió a mi hotel. Escribía. Creía en Dios, pero manifestaba una
indiferencia pueril por el dogma. La Iglesia, repetía aquel amable
hereje, exige de nosotros una prosodia moral equivalente a la
prosodia de un Boileau. Tener un pie en la Iglesia, que pretende
no cambiar de lugar, y un pie en la vida moderna, es querer vivir
dividido. A la obediencia pasiva, opongo la obediencia activa. Dios
ama el amor. Al amarnos le probamos a Cristo que sabemos leer
entre líneas una indispensable severidad de legislador. Hablar a
las masas obliga a prohibir aquello que hace alternar lo vulgar y lo
raro.
Se burlaba de mis remordimientos, que acusaba de debilidad.
Reprobaba mis reservas. Te quiero, repetía, y me congratulo de
quererte.
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A las cuatro, confesó que en otros tiempos había querido a al-


Quizá nuestro sueño hubiese podido durar bajo un cielo en el gunas mujeres y que ahora volvía a hacerlo, bajo el efecto de una
que vivíamos mitad en la tierra, mitad en el agua, como las divin- fuerza invencible; yo no debía ponerme triste; él me quería, tenía
idades mitológicas; pero su madre lo llamaba y decidimos re- asco de sí mismo, no podía hacer nada al respecto; cada sanatorio
gresar juntos a París. estaba lleno de casos análogos. Había que achacar tal desdoblami-
Su madre vivía en Versalles y como yo me quedaba en casa de ento del sexo a la tuberculosis.
mi padre, rentamos un cuarto de hotel en donde nos encon-
trábamos cada día. Tenía numerosas amistades femeninas. No me
preocupaban sobremanera, pues había observado cuánto dis-
frutan los invertidos la sociedad de las mujeres, mientras que los
hombres de mujeres las desprecian mucho y, fuera del uso que
hacen de ellas, prefieren el comercio de los hombres.
Una mañana en que me telefoneaba de Versalles, noté que
aquel aparato favorable a la mentira me llevaba una voz que no
era la de costumbre. Le pregunté si era de Versalles de donde me
estaba hablando. Se turbó, se apresuró a darme cita en el hotel a
las cuatro ese mismo día y colgó. Helado hasta la médula, im-
pulsado por la espantosa manía de saber, pedí el número de su
madre. Ella me respondió que no había regresado desde hacía
varios días y que estaba quedándose a dormir en casa de un com-
pañero debido a un trabajo que lo retenía hasta tarde en la
ciudad.
¿Cómo esperar hasta las cuatro? Mil circunstancias que no es-
peraban más que una señal para salir de la sombra se volvieron
instrumentos de suplicio y empezaron a torturarme. La verdad me
saltaba a la vista. La señora V., a quien yo tomaba por una com-
pañera, era su amante. Se reunía con ella al final del día y pasaba
la noche en su casa. Aquella certeza me clavaba en el pecho una
garra de fiera. De nada me servía ver claro, todavía esperaba que
pudiese encontrar una excusa y que podría aportar las pruebas de
su inocencia.
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Le pedí que eligiera entre las mujeres y yo. Creía que iba a re-
sponder que me elegía y que haría un esfuerzo por renunciar a el-
las. Estaba equivocado. «Corro el riesgo —respondió— de promet-
er y de faltar a mi palabra. Más vale romper. Sufrirías. No quiero
que sufras. Una ruptura te hará menos daño que una falsa
promesa y que una mentira».
Yo estaba de pie contra la puerta y tan pálido que sintió miedo.
«Adiós —murmuré con voz muerta—, adiós. Tú llenabas mi exist-
encia y no tenía nada más que hacer que tú mismo. ¿Qué será de
mí? ¿A dónde voy a ir? ¿Cómo esperaré la noche y después de la
noche el día y mañana y pasado mañana, y cómo pasaré las sem-
anas?». Lo único que veía era una habitación borrosa, que se
movía a través de mis lágrimas, y contaba con los dedos haciendo
un ademán de idiota.
De repente, se despertó como de una hipnosis, saltó de la
cama en donde se mordía las uñas, me enlazó, me pidió perdón y
me juró que iba a mandar a las mujeres al diablo.
Escribió una carta de ruptura a la señora V., que simuló un
suicidio tomando un frasco de pastillas para dormir, y vivimos
tres semanas en el campo sin dejar dirección. Pasaron dos meses;
yo era feliz.
Era la víspera de una gran fiesta religiosa. Tenía costumbre,
antes de aproximarme a la Santa Mesa, de ir a confesarme con el
abate X. El casi me esperaba. Lo previne desde la puerta de que
no venía a confesarme, sino a contarme; y de que su veredicto,
por desgracia, ya lo conocía de antemano.
—Señor abate —le pregunté—, ¿me quiere usted?
—Sí, lo quiero.
—¿Le daría gusto saber que por fin me encuentro feliz?
—Mucho.
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—Pues bien, sepa que soy feliz, pero de una manera que la Iba a salir e informarme con el sirviente de Marcel cuando to-
Iglesia y el mundo desaprueban, pues es la amistad lo que me caron e hicieron pasar a Miss R., despeinada, extraviada y grit-
hace feliz, y la amistad no tiene para mí límite alguno. —El abate ando: «¡Marcel nos lo robó! ¡Marcel nos lo robó! ¡Hay que hacer
me interrumpió: algo! ¡Vamos! ¿Qué hace ahí, plantado como un tronco?
—Creo —dijo— que está usted siendo víctima de sus ¡Muévase! ¡Corra! ¡Vénguenos! ¡Ese miserable!». Se retorcía los
escrúpulos. brazos, iba y venía por la habitación, se sonaba la nariz, se alzaba
—Señor abate, no le haré a la Iglesia la ofensa de creer que se los mechones, se enganchaba en los muebles, desgarrando jirones
aviene y que hace trampa. Conozco el sistema de las amistades de su vestido.
excesivas. ¿A quién engaña uno? Dios me mira. Mediré cada El miedo de que mi padre oyera y se presentara me impidió
centímetro de la pendiente que me separa del pecado. comprender de inmediato lo que me sucedía. De pronto, la verdad
—Hijo mío —me dijo el abate X. en el vestíbulo—, si no se salió a la luz y, disimulando mi angustia, empujé a la loca hacia la
tratara más que de poner en riesgo mi lugar en el cielo, no estaría antecámara, explicándole que no me engañaban, que sólo existía
arriesgando gran cosa, pues creo que la bondad de Dios supera to- amistad entre nosotros, que ignoraba por completo la aventura
do lo que imaginamos. Pero está en juego mi lugar en la tierra. que ruidosamente acababa de exponer.
Los jesuitas me vigilan mucho. —¡O qué! —seguía a grito pelado—, ¿ignora usted que el
Nos abrazamos. Mientras regresaba a mi casa, a lo largo de las muchacho me adora y se reúne conmigo todas las noches? Viene
paredes por arriba de las cuales cae el olor de los jardines, pensé de Versalles y regresa al alba. ¡Me han hecho operaciones espan-
en cuán admirable resulta la economía de Dios. Da amor cuando a tosas! ¡Mi vientre está lleno de cicatrices! Pues bien, sepa que él
alguien le hace falta y, para evitar un pleonasmo del corazón, lo besa estas cicatrices, que pone en ellas su mejilla para dormir.
rehúsa a quienes lo poseen. Inútil decir la ansiedad que me provocó aquella visita. Recibía
telegramas: «¡Viva Marsella!» o «Partimos Túnez».
El regreso fue terrible. H. creía que lo estaban regañando
Una mañana recibí un telegrama. «No te preocupes. Salí viaje como a un niño después de una broma. Le rogué a Marcel que nos
con Marcel. Avisaré regreso». dejase solos y le restregué a Miss R. en las narices. Lo negó. In-
El telegrama me dejó estupefacto. La víspera, no había hab- sistí. Lo negó. Lo traté con rudeza. Lo negó. Por fin, confesó y lo
lado de ningún viaje. Marcel era un amigo de quien no podía molí a golpes. El dolor me aturdía. Golpeaba como una bestia. Le
temer ninguna traición, pero que sabía estaba lo suficientemente tomaba la cabeza por las orejas y se la estrellaba en la pared. Un
loco como para decidir un viaje en cinco minutos, sin pensar en hilillo de sangre corrió por la comisura de la boca. En un instante
cuán frágil era su compañero y en que una escapada de improviso me desaturdí. Llorando como un loco, quise besar aquel pobre
corría el riesgo de volverse peligrosa. rostro herido. Pero no encontré sino un relámpago azul en el que
los párpados se abatieron dolorosamente.
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Caí de rodillas en un extremo de la habitación. Una escena


como ésta agota nuestros recursos profundos. Se quiebra uno
como un títere.
De pronto sentí una mano sobre mi hombro. Levanté la cabeza
y vi a mi víctima, que me miraba, rodaba al suelo, me besaba los
dedos, las rodillas, jadeando y gimiendo: «¡Perdón, perdón! Soy
tu esclavo. Haz de mí lo que quieras».
Hubo un mes de tregua. Tregua lánguida y dulce después de la
tormenta. Nos parecíamos a esas dalias que, embebidas de agua,
se ladean. H. no tenía buena cara. Estaba pálido y se quedaba a
menudo en Versalles.
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ocho me confirmó H., agobiado, puesto en libertad después del


Mientras que nada me ruboriza si se trata de hablar de rela- interrogatorio.
ciones sexuales, cierto pudor me detiene en el momento de pintar Me engañaba con una rusa que lo dograba. Prevenida de que
las torturas de las que soy capaz. Así que les dedicaré unas habría una razzia, le había pedido que llevara al hotel su material
cuantas líneas y ya no volveré a ocuparme de ellas. El amor me para fumar y sus polvos. Un apache que había levantado y con el
causa estragos. Incluso calmo, tiemblo al pensar que esta calma que se había confiado no se tardó ni un minuto en venderlo. Era
desaparezca y esta preocupación me impide disfrutar cualquiera un soplón de la policía. Así, de un solo golpe, me enteraba de dos
de sus dulzuras. El menor desgarrón se lleva toda la prenda. Im- traiciones de baja ralea. Su ruina me desarmó. Había fanfar-
posible no llevar las cosas al peor extremo. Nada me impide per- roneado en la Jefatura, y con el pretexto de que estaba acostum-
der pie mientras que no se trataba sino de un paso en falso. brado a hacerlo, fumó en el suelo durante el interrogatorio frente
Esperar es un suplicio; poseer es otro, por temor a perder lo que al personal atónito. Ahora ya no quedaba más que una piltrafa.
tengo. No podía hacerle ni un reproche. Le supliqué que renunciara a las
La duda me hacía pasar noches en vela yendo y viniendo, drogas. Me contestó que deseaba hacerlo, pero que la intoxicación
acostándome en el suelo, deseando que el piso se hundiera, se estaba demasiado avanzada como para dar marcha atrás.
hundiera para siempre. Me prometía no abrir la boca con mis Al día siguiente me telefonearon de Versalles para decirme que
temores. En cuanto me encontraba en presencia de H., lo después de una hemoptisis lo habían transportado de urgencia a
hostigaba con pullas y preguntas. El se quedaba callado. Aquel si- la casa de salud de la calle B.
lencio me ponía eufórico o me hacía estallar en lágrimas. Lo acus- Ocupaba la habitación 55, en el tercer piso. Cuando entré,
aba de odiarme, de desear mi muerte. Sabía demasiado bien que apenas tuvo fuerzas para volver la cabeza hacia mí. La nariz se le
responderme era inútil y que yo volvería a empezar al día había encorvado un poco. Con ojos mortecinos miraba fijamente
siguiente. sus manos transparentes. «Voy a confesarte mi secreto —me dijo,
Estábamos en septiembre. El doce de noviembre es una fecha cuando estuvimos solos—. Había en mí una mujer y un hombre.
que no olvidaré en toda mi vida. Tenía cita a las seis en el hotel. La mujer se te sometía; el hombre se rebelaba contra esta sum-
Abajo, el dueño me detuvo y me contó, en el colmo de la turba- isión. Las mujeres no me gustan, las buscaba para engañarme y
ción, que la policía había hecho una razzia en nuestra habitación y probarme que era libre. El hombre fatuo, estúpido, era en mí el
que se habían llevado a H. a la Jefatura, con una enorme maleta, enemigo de nuestro amor. Lo lamento. Sólo te quiero a ti.
en un automóvil que contenia al comandante de la brigada anti- Después de mi convalecencia seré un hombre nuevo. Te obed-
drogas, y a unos agentes vestidos de civil. «La policía —exclamé—, eceré sin rebelarme y me consagraré a reparar el daño que he
¿pero por qué?». Hablé por teléfono con algunas personas influy- hecho».
entes. Ellas se informaron y supe la verdad, que alrededor de las Esa noche no pude dormir. Casi de mañana me quedé dor-
mido unos minutos y tuve un sueño.
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Estaba en el circo con H. El circo se convirtió en un restaur-


ante compuesto por dos pequeñas habitaciones. En una, al piano,
un cantante anunció que iba a cantar una nueva canción. El título
era el nombre de una mujer que en 1900 reinaba sobre la moda.
Ese título, después del preámbulo, era una insolencia en 1926.
Esta es la canción:

Las ensaladas de París.


Se pasean en París.
Hay incluso una endibia.
Qué envidia.
Una endibia de París

La virtud de magnificar del sueño hacía de esta canción ab-


surda algo celestial y extraordinariamente divertido.
Desperté. Todavía estaba riéndome. Esa risa me pareció un
buen augurio. No tendría, pensé, un sueño tan ridículo si la situa-
ción fuese grave. Se me olvidaba que las fatigas del dolor a veces
dan nacimiento a los sueños ridículos.
En la calle B., iba a abrir la puerta de la habitación cuando una
enfermera me detuvo y con voz fría me informó: «El 55 ya no está
en su habitación. Está en la capilla».
¿Cómo encontré fuerzas para dar vuelta y bajar? En la capilla,
una mujer rezaba cerca de una losa en donde estaba tendido el
cadáver de mi amigo.
¡Qué tranquilo estaba ese rostro querido que había yo
golpeado! Pero ¿qué le significaba ahora el recuerdo de los golpes,
de las caricias? Ya no quería ni a su madre, ni a las mujeres, ni a
mí, ni a nadie. Porque la muerte es lo único que interesa a los
muertos.
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sospechaba su origen. A la larga, el amor que su hermano me pro-


En mi espantosa soledad, no pensaba en regresar a la Iglesia; fesaba se convirtió en pasión. ¿Acaso escondía esa pasión una
seria demasiado fácil emplear la hostia como un remedio y tomar secreta necesidad de destruir? Odiaba a su hermana. Me
en la Santa Misa un impulso negativo; resulta demasiado fácil suplicaba que no cumpliera mi palabra, que rompiera el matrimo-
volvernos al cielo cada vez que perdemos lo que nos encantaba en nio. Obstaculicé cuanto pude. Intentaba obtener una calma re-
la tierra. lativa que no hacía sino atrasar la catástrofe.
Quedaba el recurso del matrimonio. Pero si no tenia la esper-
anza de hacer un matrimonio de amor, hubiese encontrado des-
honesto engañar a una muchacha.
Había conocido en la Sorbona a la señorita de S., quien me
gustaba por su aspecto de muchacho, y de quien me había yo di-
cho a menudo que, si tenía que casarme, la preferiría por encima
de cualquier otra. Reanudé nuestros vínculos, frecuenté la casa de
Auteuil en donde vivía con su madre, y, poco a poco, llegamos a
considerar el matrimonio como algo posible. Yo le gustaba. Su
madre temía que se convirtiera en una solterona. Nos comprome-
timos sin dificultad.
Tenía un joven hermano que yo no conocía porque estaba ter-
minando sus estudios en un colegio de jesuitas cerca de Londres.
Regresó. ¿Cómo no había adivinado la nueva treta del destino que
me persigue y que disimula con otros aspectos un destino siempre
igual? Lo que me gustaba en la hermana resplandecía en el
hermano. Al primer vistazo comprendí el drama y que una exist-
encia apacible me seguiría estando prohibida. No me llevó mucho
enterarme de que, por su parte, el hermano, educado en la escuela
inglesa, había tenido al verme un verdadero flechazo. Aquel joven
se adoraba. Al quererme se engañaba a sí mismo. Nos vimos a
escondidas y llegamos a lo que era fatal.
La atmósfera de la casa se cargó de electricidad negativa.
Disimulábamos con habilidad nuestro crimen, pero aquella at-
mósfera preocupaba a mi prometida tanto más cuanto que no
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Una noche que fui a visitar a su hermana, oí quejas a través de


la puerta. La pobre chica yacía boca abajo en el piso, con un
pañuelo en la boca y los cabellos en desorden. De pie frente a ella,
su hermano le gritaba: «¡Es mío! ¡Mío! ¡Mío! Ya que por cobarde
no se atreve a confesártelo, ¡te lo digo yo!».
No pude soportar aquella escena. Su voz y su mirada eran tan
duras que le crucé la cara. «Siempre te arrepentirás de esto» —ex-
clamó— y fue a encerrarse.
Mientras hacía esfuerzos por reanimar a nuestra víctima, oí un
disparo. Me precipité. Abrí la puerta de la recámara. Demasiado
tarde. Yacía al pie de un ropero con luna en la que, a la altura del
rostro, se veía aún la marca grasosa de los labios y el vaho em-
pañado de la respiración.

Ya no podía vivir en este mundo, en donde me acechaban la


desgracia y el duelo. Me era imposible recurrir al suicidio a causa
de mi fe. Esa fe y la turbación en la que permanecía desde que
había abandonado los ejercicios religiosos me condujeron a la
idea del monasterio.
El abate X., a quien pedí consejo, me dijo que no se podían to-
mar esas decisiones apresuradamente, que la regla era muy ruda y
que debería probar mis fuerzas con un retiro en la abadía de M.
Me confiaría una carta para el Superior y le explicaría los motivos
que hacían de aquel retiro algo más que un capricho de diletante.
Cuando llegué a la abadía, estaba helando. La nieve derretida
se transformaba en lluvia fría y en lodo. El portero me hizo con-
ducir por un monje al lado del cual caminaba yo en silencio bajo
los arcos. Al interrogarlo sobre la hora de los oficios y al respon-
derme, me estremecí. Acababa de oír una de esas voces que, más
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que sobre la cara o el cuerpo, me informan sobre la edad y la


belleza de un muchacho.
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formas más elevadas. Pero no podrá impedirse que ciertas flores y


Se quitó la capucha. Su perfil se recortaba sobre el muro. Era ciertos frutos sean respirados y comidos sólo por los ricos.
el de Alfred, el de H., el de Rose, el de Jeanne, el de Dargelos, el Un vicio de la sociedad hace un vicio de mi rectitud. Me retiro.
de Mala suerte, el de Gustave y el del granjero. En Francia, este vicio no conduce al presidio debido a las cos-
Llegué sin fuerzas ante la puerta de la oficina de Don Z. tumbres de Cambacérés y a la longevidad del Código Napoleónico.
El recibimiento de Don Z. fue caluroso. Ya tenía sobre la mesa Pero no acepto que me toleren. Eso hiere mi amor por el amor y
una carta del abate X. Pidió al joven monje que se retirara. «¿Sabe por la libertad.
usted —me dijo— que a nuestra casa le faltan comodidades y que
la regla es muy dura?».
—Padre —respondí—, tengo razones para creer que esta regla
es todavía demasiado suave para mí. Limitaré mi petición a esta
visita y conservaré siempre el recuerdo de su recibimiento.

Sí, el monasterio me rechazaba como todo lo demás. Había


entonces que partir, imitar a esos Padres blancos que se consu-
men en el desierto y cuyo amor es un piadoso suicidio. Pero
¿acaso Dios permite incluso que lo quieran de ese modo?
Da lo mismo, partiré y dejaré este libro. Si lo encuentran, que
lo editen. Quizás ayude a comprender que al exiliarme no estoy
exiliando a un monstruo, sino a un hombre al que la sociedad no
permite vivir, pues considera como un error uno de los mis-
teriosos engranajes de la obra maestra divina.
En vez de adoptar el evangelio de Rimbaud: Éste es el tiempo
de los asesinos, la juventud mejor hubiera retenido la frase: Hay
que reinventar el amor. Las experiencias peligrosas el mundo las
acepta en el campo del arte, porque no toma el arte en serio, pero
las condena en la vida.
Comprendo muy bien que un ideal de termitas como el ideal
ruso, que aspira a lo plural, condene lo singular bajo una de sus
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Se ha dicho que El libro blanco en una obra mia. Supongo que


ése es el motivo por el cual me pide usted que lo ilustre y por el
cual acepto.
Parece ser, en efecto, que el autor conoce «Le Grand Ecart» y
que no menosprecia mi trabajo.
Pero sin importar la buena opinión que pueda yo tener de este
libro —aunque fuese mío—, no quisiera firmarlo porque tomaría
la forma de una autobiografía y porque me reservo el derecho a
escribir la mia, mucho más singular aún.
Me contento pues con aprobar por medio de la imagen este es-
fuerzo anónimo hacia el desbrozamiento de un terreno que ha
permanecido demasiado inculto.

mayo de 1930
Jean Cocteau
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de Cocteau e hizo que el poeta participara en el teatro. Cuando


Cocteau le expresó su deseo de crear ballets, Diáguilev le desafió:
«Sorpréndeme». Diáguilev dirigió libretos de ballet de Cocteau:
«Parade» (1917, con música del compositor francés Erik Satie) y
«Le boeuf sur le toit» (El buey en el tejado, 1920, con música del
compositor francés Darius Milhaud). Durante la I Guerra Mundial
Cocteau sirvió en la Cruz Roja como conductor de ambulancias.
Durante ese mismo periodo conoció a Guillaume Apollinaire,
Pablo Picasso, Amedeo Modigliani, y muchos otros escritores y
artistas con los que colaboraría más tarde o que influirían en su
vida. En 1923, Cocteau consumió opio, una experiencia que de-
scribió en «Opio» (1923), y que le obligó a pasar un periodo de re-
cuperación en un sanatorio. Durante este tiempo escribió algunas
de sus obras más importantes: «Orfeo» (1927 ) y «La máquina in-
JEAN COCTEAU (Francia, 1889-1963). Poeta, novelista, dramat- fernal» (1934), la novela «Los niños terribles» (1929) y su
urgo, diseñador, autor de libretos y director de cine francés, cuya primera película, «La sangre de un poeta» (1930).
versatilidad, falta de convencionalismo y enorme producción le Las películas de Cocteau, en su mayoría escritas y dirigidas por él,
proporcionaron fama internacional. Estuvo asociado con el movi- fueron especialmente importantes en la introducción del surreal-
miento surrealista y su obra ejerció gran influencia en la de otros ismo en el cine francés. Varias de ellas, especialmente «La bella y
muchos escritores. Cocteau nació el 5 de julio de 1889, en la bestia» (1945), «Orfeo» (1950) y «Los muchachos terribles»
Maisons-Laffitte, cerca de París. Consentido por su madre (su (1929), han llegado a ser consideradas clásicas del cine moderno .
padre se suicidó en 1898), fue mal estudiante, y su falta de interés A pesar de sus éxitos en prácticamente todos los campos artísti-
eclipsó su talento. Abandonó la escuela y fue a París. A los cos, Cocteau insistió en que era ante todo un poeta y que todas sus
dieciséis años, Cocteau conoció al actor Édouard de Max, que le obras eran poesía. Murió en Milly-la-Fôret, cerca de Fon-
lanzó como poeta. Max invitó a un grupo de personas selectas que tainebleau, el 11 de octubre de 1963.
asistió a una lectura de poemas de Cocteau el 4 de abril de 1908.
Su primer libro de poemas, «La lámpara de Aladino», apareció
en 1909 y rápidamente le situó como un escritor importante.
Cuando los Ballets Russes se establecieron en París, en 1909, su
gran empresario Sergei Diáguilev entró a formar parte del círculo
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[1]
Frase con la que termina el poema «Le paquet rouge», de la re-
Notas copilación Opera, en el que Cocteau da cuenta de la desesperación
posterior a la muerte de Radiguet y que anticipa el sufrimiento ex-
presado en el filme Le Sang d’un poète [La sangre de un poeta].
Siempre que se cite una obra se pondrá entre corchetes el nombre
en español cuando exista traducción. <<
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[2] [3]
Cuando se conocen en 1913, gracias a Max Jacob, el joven es- Los pormenores de este juego de espejos literario podemos ver-
critor antimodernista tiene apenas 15 años. Además de su genio y los con detenimiento en el ensayo de Milorad, «Romins jumeaux
su desfachatez para dar lecciones a los grandes de su tiempo, su ou de l’imitation» (Cahiers Jean Cocteau, 8, Le romancier, Galli-
edad será determinante en la relación con Cocteau, quien para mard, Paris, 1979), y en la presentación que escribió especial-
entonces cuenta con casi treinta años. El poeta se siente tan suby- mente para El libro blanco y que puede leerse más adelante. <<
ugado que al morir Radiguet, es él quien se erige como el huér-
fano de la relación. <<
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[4] [5]
En cuanto a Dargelos, personaje reincidente en la obra de «Des traductions», Journal d’un inconnu, Paris, Grasset, 1957.
Cocteau, pueden leerse Les Enfants terribles [Los niños terribles] <<
y las reflexiones que sobre este libro se hacen en Opium [Opio],
Se vuelve personaje cinematográfico desde 1910, en Le sang d’un
poète, filme que lo consagra visualmente como símbolo y le
otorga, veinte años antes de que Melville adaptara Les Enfants
terribles, el vigor físico que sin duda tuvo en la vida real. <<
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[6] [7]
Jean-Jacques Kihm, Elizabeth Sprigge, Henri C. Béhar. Jean Francis Slcegmuller, Cocteau. Litlle. Brown and Company, Bo-
Cocteau, l’homme et les miroirs, Editions de la Table ronde, 1968, ston, Toroto, 1970, pagina 10. <<
página 192. <<
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