Aprendiz de Guardian Vol 4: La-Batalla-Por-Skandia
Aprendiz de Guardian Vol 4: La-Batalla-Por-Skandia
Aprendiz de Guardian Vol 4: La-Batalla-Por-Skandia
de Skandia, los jóvenes Will y Evanlyn planean su regreso Araluen, su hogar. Pero sus
planes se van al traste en cuanto Evanlyn es capturada. Aunque aún está débil, Will
logra usar su entrenamiento como Guardián para localizar a su amiga, pero pronto
se encuentra rodeado de enemigos.
¿Lograrán Halt y Horace encontrarle antes de que sea demasiado tarde?.
Y una amenaza aún mayor se cierne sobre ellos: la frontera de Skandia ha sido
traspasada por el ejército temujai, y el próximo reino que quieren conquistar después
de Skandia es Araluen. Solo una improbable unión podría salvar ambos reinos, pero
¿bastará para hacer frente a un enemigo despiadado?
John Flanagan
La Batalla por Skandia
Aprendiz de Guardián Vol. 4
eBook v1.0
achim 26.09.21
Para Leonie, por creer siempre.
Uno
L os dos jinetes emergieron de entre los árboles y salieron a una pradera. Allí
abajo, al pie de las colinas de Teutlandt, la llegada de la primavera era más
evidente que en las altas montañas que se alzaban ante ellos. Ya se veía el verdor
de las hierbas de la pradera, y solo quedaban parches aislados de nieve en zonas que
solían permanecer a la sombra la mayor parte del día.
A un testigo cualquiera quizás le hubiesen llamado la atención los caballos que
caminaban detrás de los dos jinetes. Desde la distancia, puede que incluso hubiese
confundido a los hombres con mercaderes, de esos que quieren aprovechar la primera
oportunidad de cruzar las montañas hacia Skandia para beneficiarse de los altos
precios de los que gozarían las primeras mercancías de la temporada.
Sin embargo, un análisis más cuidadoso hubiese revelado que esos hombres no
eran mercaderes. Eran guerreros armados.
El más pequeño de los dos, un hombre barbudo vestido con una extraña capa
moteada gris y verde que parecía rielar y cambiar de color cuando se movía, llevaba
un arco largo cruzado por encima de los hombros y una aljaba de flechas colgada del
pomo de su montura.
Su compañero era un hombre más grande y más joven. Llevaba una sencilla capa
marrón, pero el sol de principios de primavera centelleaba sobre la cota de malla que
cubría su cuello y sus brazos, y la vaina de una espada larga asomaba por debajo del
borde de la capa. Para completar la imagen, se veía un escudo redondo colgado a su
espalda, decorado con un símbolo algo burdo de una hoja de roble.
Sus caballos eran tan disparejos como los propios hombres. El joven iba montado
sobre un gran caballo castaño de extremidades largas, con una grupa y unas espaldas
poderosas. Era el epítome de un caballo de batalla. Un segundo caballo de
características similares, este negro, trotaba detrás de él sujeto por un ronzal. La
cabalgadura de su compañero era considerablemente menor: un caballo peludo de
pecho ancho; mucho más similar a un poni. Pero era robusto, y tenía pinta de ser muy
resistente. Otro caballo, parecido al anterior, trotaba detrás de ellos, cargado solo con
los enseres básicos para acampar y viajar. Y no llevaba ningún ronzal. Seguía a sus
compañeros pacíficamente y de buen grado.
Horace estiró el cuello hacia la montaña más alta de las que se alzaban a su
alrededor. Guiñó un poco los ojos para protegerse del resplandor de la espesa nieve
que aún cubría la mitad superior de la montaña y reflejaba la luz del sol.
—¿Pretendes decirme que vamos a cruzar por ahí arriba? —preguntó sin dar
crédito.
Halt le lanzó una mirada de soslayo, con la más mínima sugerencia de una sonrisa.
Horace, sin embargo, concentrado en estudiar las enormes formaciones montañosas
que tenían delante, no se dio ni cuenta.
—Por arriba no —dijo el Guardián—. A través.
Horace frunció el ceño al oírle.
—¿Acaso hay un túnel o algo?
—Un desfiladero —le dijo Halt—. Una garganta estrecha que serpentea entre las
faldas de las montañas y nos lleva hasta la mismísima Skandia.
Horace digirió esa información durante un largo rato. A continuación, Halt vio sus
hombros subir para coger aire e intuyó que ese movimiento presagiaba otra pregunta.
Cerró los ojos y recordó un tiempo que parecía ya muy, muy lejano, un tiempo en el
que estaba solo y la vida no era una interminable sucesión de preguntas.
En cualquier caso, tenía que admitir que, por extraño que pudiera parecer, prefería
las cosas como eran ahora. Sin embargo, debía de haber hecho algún ruido sin querer
mientras esperaba la pregunta, porque vio a Horace sellar sus labios con firmeza y
determinación. Era obvio que había percibido su reacción y había decidido que no
le molestaría con otra pregunta.
Aún no, en cualquier caso.
Eso dejó a Halt en una extraña encrucijada. Porque ahora que la consulta había
quedado sin formular, no podía evitar preguntarse de qué se trataba.
De repente, tenía la incómoda sensación de que la mañana estaba incompleta.
Intentó hacer caso omiso de la sensación, pero no parecía dispuesta a desaparecer. Y
por una vez, daba la impresión de que Horace había dominado la irresistible necesidad
de hacer la pregunta que se le había ocurrido.
Halt esperó un minuto o dos, pero no se produjo ningún ruido aparte del tintineo
de los arneses y el crujir del cuero de las monturas. Al final, el antiguo Guardián no
pudo soportarlo más.
—¿Que?
La pregunta pareció salir despedida de su interior, con más violencia de la que
había pretendido. Cogido por sorpresa, el castaño de Horace hizo un quiebro y se
alejó unos pasos, asustado.
Horace le lanzó una mirada agraviada a su mentor mientras calmaba a su caballo
y, tras un momento, lograba volver a controlarlo.
—¿Qué? —le preguntó a Halt, y el hombre más pequeño hizo un gesto de
exasperación.
—Eso es lo que quiero saber —exclamó irritado—. ¿Qué?
Horace le miró. La mirada era claramente el tipo de gesto que le dedicas a alguien
que parece haber perdido la cabeza.
La verdad es que hizo poco por mejorar el creciente enfado de Halt.
—¿Qué? —dijo Horace, ahora totalmente perplejo.
—¡Deja de repetir todo lo que digo! —exclamó Halt, furioso—. ¡Pareces un loro!
Te he preguntado «qué», así que no me digas tú «qué» de vuelta, ¿entendido?
Horace sopesó la pregunta unos segundos. Luego, de esa forma suya tan
deliberada, contestó:
—No.
Halt respiró hondo, contrajo las cejas en una profunda V y, debajo de ellas, sus
ojos centellearon de ira. Pero antes de que el Guardián pudiera decir nada, Horace
se le adelantó:
—¿Qué «qué» me estás preguntando? —dijo. Pero quiso dejar su pregunta más
clara y añadió—: O, dicho de otro modo, ¿por qué estás preguntando «qué»?
Haciendo un esfuerzo supremo por controlarse, y sin disimularlo ni un pelo, Halt
habló demostrando que incluso enfadado podía pensar con claridad:
—Estabas a punto de hacer una pregunta.
Horace frunció el ceño.
—¿Ah, sí?
Halt asintió.
—Sí. Te he visto coger aire para hacerla.
—Claro, claro —dijo Horace—. ¿Y de qué trataba?
Por un instante, Halt se quedó sin palabras. Abrió la boca, la cerró de nuevo. Y
por fin encontró fuerzas para hablar.
—Eso es lo que te estoy preguntando —dijo—. Con ese «qué» te estaba
preguntando por lo que estabas a punto de preguntarme.
—No estaba a punto de preguntarte «qué» —repuso Horace, y Halt le miró con
suspicacia. Se le ocurrió que quizás Horace le estuviese tomando el pelo
descaradamente y se estuviese riendo de él en secreto. De ser ese caso, Halt le habría
dicho que esa no era una gran táctica para prosperar en su carrera. Los Guardianes
no eran personas que se tomaran demasiado bien que se rieran de ellos. Miró con
atención el rostro franco del chico y sus ingenuos ojos azules y decidió que su
sospecha no tenía fundamento.
—Entonces, ¿qué, si se me permite usar esa palabra una vez más, estabas a punto
de preguntarme?
Horace respiró hondo una vez más, luego dudó.
—Se me ha olvidado —dijo—. ¿De qué estábamos hablando?
—Déjalo —musitó Halt, y puso a Abelard al galope para adelantarse a su
compañero.
A veces el Guardián podía ser poco claro, así que Horace decidió que lo mejor
sería olvidar toda la conversación. Y, como suele suceder, en cuanto dejó de hacer
esfuerzos por recordar el pensamiento que había propiciado su pregunta, brotó de
nuevo en su mente.
Esta vez, antes de que pudiese olvidarla o distraerse, la soltó de golpe.
—¿Hay muchos desfiladeros? —le gritó a Halt.
El Guardián se giró en la silla para mirarle.
—¿Qué? —preguntó.
Horace optó, sabiamente, por ignorar el hecho de que se dirigían otra vez hacia
terreno pantanoso con esa pregunta. Hizo un gesto hacia las montañas que se alzaban
imponentes sobre ellos.
—A través de las montañas. ¿Hay muchos desfiladeros hacia Skandia a través
de las montañas?
Halt ralentizó el paso de Abelard por un momento para dejar que el castaño los
alcanzara. Luego retomó de nuevo su ritmo.
—Tres o cuatro —contestó.
—¿Y los escandianos no los tienen vigilados? —preguntó Horace. Le parecía
lógico que lo hicieran.
—Por supuesto que sí —repuso Halt—. Las montañas constituyen su principal
línea de defensa.
—Entonces, ¿cómo tienes pensado que crucemos sus puestos de vigilancia?
El Guardián vaciló un instante. Era una pregunta que había estado martilleando en
su cerebro desde que salieron de Chateau Montsombre. Si estuviera solo, no tendría
ningún problema en colarse sin que le vieran. Con Horace como compañía, y montado
en un caballo de batalla grande e impetuoso, puede que resultara más difícil. Tenía
unas cuantas ideas, pero aún tenía que decidirse por una de ellas.
—Ya se me ocurrirá algo —dijo en un intento de ganar tiempo, y Horace asintió
muy serio, seguro de que a Halt se le ocurriría algo. En el mundo de Horace, eso era lo
que mejor hacían los Guardianes, y lo mejor que podía hacer un aprendiz de guerrero
era dejar que el Guardián siguiera pensando mientras el guerrero se limitaba a darle
una paliza a cualquiera que necesitara una por el camino. Volvió a acomodarse en la
silla, satisfecho con la vida que le había tocado.
—Entonces, ¿eso era lo que querías preguntarme?
Horace le miró, un poco sorprendido.
—¿Qu…? —empezó, luego sustituyó la palabra por un comentario más aceptable
—. Quiero decir, ¿cómo dices?
Halt se encogió de hombros ligeramente.
—La pregunta… sobre los desfiladeros. ¿Era eso lo que querías preguntarme? —
dijo en el tono que uno usa cuando sabe la respuesta pero solo quiere asegurarse.
—Eso creo —respondió Horace dubitativo—. Aunque… ya no estoy seguro…
—terminó, en un tono nada convencido.
Y cuando Halt se adelantó, Horace estuvo seguro de que le había oído decir varias
palabras que, la verdad, es mejor no repetir.
Tres
Siguió el rastro de Evanlyn con facilidad a medida que serpenteaba hacia las zonas
más altas de la montaña. Antes de que pasara mucho tiempo tuvo que bajar el ritmo,
dejó de correr y siguió andando, respirando con dificultad. Se dio cuenta de que estaba
en muy mala forma. Había habido un tiempo en el que era capaz de mantener ese
ritmo machacón durante horas. Ahora, después de apenas veinte minutos, resollaba
y estaba exhausto. Sacudió la cabeza disgustado y continuó siguiendo las huellas.
Obviamente, seguir el rastro era bastante fácil, pues ya tenía una buena idea de
hacia dónde se había dirigido Evanlyn. Will le había ayudado a reinstalar las trampas
hacía unos días. En esa ocasión, recordó, habían ido a un ritmo más relajado y
descansaban con frecuencia para que él no se agotara. Evanlyn había sido reacia a
dejarle andar hasta tan lejos, pero se había rendido a lo inevitable. Ella no tenía ni
idea de cómo colocar las trampas donde tendrían la mejor oportunidad de coger a
presas pequeñas. Esa era una de las especialidades de Will. Él sabía cómo buscar y
reconocer las pequeñas señales que aparecían en las zonas por las que se movían los
conejos y los pájaros, donde era más probable que metieran sus cabecitas confiadas
en las lazadas de las trampas.
Por la mañana, Evanlyn había tardado unos cuarenta minutos en llegar hasta la
línea de trampas. Will cubrió la distancia en una hora y cuarto; según iba pasando el
tiempo, tuvo que parar cada vez más a menudo a descansar y recuperar la respiración.
Le molestaba tener que parar, pues sabía que las paradas le estaban costando luz
diurna, pero no había alternativa. No tendría ningún sentido forzar su cuerpo hasta
estar completamente exhausto. Tenía que mantener el tipo para ayudar a Evanlyn, si
es que lo necesitaba, cuando la encontrara.
Para cuando llegó al árbol marcado que señalaba el principio de la línea de
trampas, el sol ya se había escondido al otro lado de la cima de la montaña. Tocó
el corte en la corteza con una mano, luego giró para salirse del camino y adentrarse
entre los pinos. Pero entonces vio algo por el rabillo del ojo. Algo que hizo que se
le parara el corazón a medio latido.
Había unas huellas claras de cascos de caballo en la nieve… y cubrían las huellas
que había dejado Evanlyn. Alguien la había seguido.
Olvidando su cansancio, Will echó a correr, medio agachado, entre la densa
arboleda hasta el lugar en donde habían dispuesto la primera trampa. La nieve ahí
estaba revuelta y pisoteada. Se dejó caer sobre las rodillas e intentó descifrar la
historia que estaba escrita en las huellas.
La trampa vacía primero: vio dónde había reinstalado Evanlyn la lazada, dónde
había alisado la nieve y desperdigado unos cuantos granos de maíz. Así que había
habido un animal en la trampa cuando ella llegó.
A continuación, miró más allá. Vio el otro juego de huellas que se habían acercado
a ella por la espalda mientras estaba arrodillada, sumida en la tarea de reinstalar la
trampa y probablemente jubilosa por el hecho de que habían atrapado una presa. Ya
había notado que las huellas del caballo se habían detenido a unos veinte metros de
distancia. Era obvio que el animal estaba entrenado para moverse con sigilo, como los
caballos de los Guardianes. Sintió una inquietante sensación de aprensión al pensarlo.
No le gustaba la idea de un enemigo con ese tipo de destrezas; y para entonces ya
sabía que estaba tratando con un enemigo de algún tipo. Las señales de forcejeo entre
Evanlyn y quienquiera que fuera estaban bien claras para su ojo entrenado. Casi podía
ver al hombre (porque suponía que era un hombre) acercándose a ella por detrás en
silencio, cómo la agarraba y la arrastraba a través de la nieve.
La gran cantidad de nieve revuelta en el suelo demostraba que Evanlyn se había
resistido, que había pataleado y forcejeado. Después, de repente, el forcejeo había
cesado, y dos profundos surcos en la nieve conducían hasta donde esperaba el caballo.
Los talones de Evanlyn, pensó, mientras su captor arrastraba su cuerpo inconsciente.
¿Inconsciente? O muerto, pensó. Una mano gélida le atenazó el corazón ante
semejante pensamiento. Se la sacudió de encima con determinación.
—No tendría ningún sentido llevársela si estaba muerta —se dijo a sí mismo.
Y casi se lo creyó. Pero esa insistente sensación de incertidumbre en la boca del
estómago persistió mientras seguía las huellas del caballo de vuelta al sendero
principal, y luego en dirección contraria al camino que llevaba hacia la cabaña.
Se alegró de haber pensado en traer mantas. Iba a ser una noche fría, pensó.
También se alegró de haber pensado en coger el arco, aunque deseó tener aún aquel
arco recurvo tan poderoso que había perdido en el puente de Celtia. Era un arma muy
superior al débil arco de caza escandiano. Y tenía la incómoda sensación de que iba
a necesitar un arma en un futuro muy próximo.
Cinco
Poco a poco, a medida que lograba enfocar los ojos, Evanlyn se dio cuenta
de que estaba colgada cabeza abajo, su cara a solo unos centímetros del costado
izquierdo de un caballo. La posición invertida hacía que la sangre palpitara de manera
dolorosa en su cabeza, una palpitación que se veía acentuada por los constantes botes
del trote regular que mantenía el caballo. Según pudo ver, era alazán y tenía el pelo
largo y desgreñado, muy necesitado de un buen cepillado. La pequeña zona de pelo
que alcanzaba a ver estaba apelmazada de sudor y barro seco.
Algo duro se incrustaba en la carne blanda de su tripa a cada tranco. Intentó
retorcerse para aliviar la presión, pero sus esfuerzos fueron recompensados con un
fuerte manotazo en la parte de atrás de la cabeza. Captó la indirecta y dejó de
retorcerse.
Al girar la cabeza para mirar hacia atrás, pudo ver la pierna izquierda de su captor,
cubierta por un largo abrigo de piel tipo falda y botas de cuero suave. Debajo de ellos,
la nieve pisoteada del camino pasaba a toda velocidad. Cayó en la cuenta de que su
cuerpo inconsciente había sido tirado sin ninguna ceremonia sobre la parte delantera
de una montura. Esa protuberancia que se le clavaba todo el rato en el estómago debía
de ser el pomo.
Entonces recordó lo sucedido: el leve ruido a su espalda, más sentido que oído,
y el movimiento fugaz cuando empezó a girarse. Una mano que apestaba a sudor y
a humo y a pieles, plantada sobre su boca para evitar que gritara. Tampoco es que
hubiese habido nadie a tiro para oírla, pensó apesadumbrada.
El forcejeo había sido breve, pues su agresor la arrastró marcha atrás para
mantenerla desequilibrada. Había intentado liberarse de su agarre, intentó darle
patadas y morderle. Pero los gruesos guantes del hombre hacían inútiles sus intentos
de morder, y sus patadas eran ineficaces, ya que iban marcha atrás. Al final, había
habido un instante de dolor atroz, justo detrás de la oreja izquierda, y luego oscuridad.
Al pensar en el golpe, se percató de que la zona de detrás de su oreja izquierda
era otra fuente de palpitación y de dolor. La incomodidad de ser transportada de ese
modo, tan impotente, ya era mala de por sí. Pero ser incapaz de ver nada, de estudiar
al hombre que la había cogido prisionera, era, si acaso, aún peor. Desde esa posición,
doblada por la cintura y bocabajo, ni siquiera podía ver cómo eran las tierras por las
que estaban pasando; así que, aunque al final lograra escapar, no recordaría ningún
detalle del paisaje que pudiera ayudarla a volver sobre sus pasos.
Con discreción, intentó girar la cabeza hacia un lado para echar un vistazo al
jinete que iba montado detrás de ella. Pero aunque intentó que el movimiento fuese
mínimo, él debió de percibirlo, porque sintió otro golpe en la parte de atrás de la
cabeza. Justo lo que necesitaba, pensó arrepentida.
Resignada, consciente de que no sacaría nada de enfrentarse a su captor, intentó
relajar los músculos y cabalgar lo más cómodamente posible. Fue un intento bastante
fallido. Pero al menos, cuando dejaba colgar la cabeza, sentía cierto alivio en los
músculos agarrotados del cuello y los hombros.
El suelo discurría bajo sus ojos: la nieve levantada por los cascos delanteros del
caballo dejaba ver la empapada hierba marrón que había debajo. Evanlyn se dio
cuenta de que iban cuesta abajo cuando el jinete frenó un poco al caballo para recorrer
al paso una parte del camino más empinada de lo normal. Sintió como su captor
se inclinaba hacia atrás y sus cuerpos se separaban mientras ella se deslizaba hacia
delante. Vio los pies del jinete empujar hacia delante contra los estribos al volcar su
cuerpo hacia atrás para compensar el peso y ayudar al caballo a mantener el equilibrio.
Justo delante de ellos, visible desde su posición bocabajo, había una zona de nieve
que se había derretido y vuelto a congelar para convertirse en una resbaladiza placa de
hielo. Los cascos del caballo pisaron sobre ella antes de que Evanlyn tuviese tiempo
de advertir al jinete. Con las patas tiesas, el caballo resbaló cuesta abajo, incapaz de
frenar su avance. Evanlyn oyó un bufido sorprendido de su captor, que se inclinó
hacia atrás aún más, manteniendo las riendas tensas para contener el pánico del
caballo. Resbalaron, se revolvieron, luego frenaron. Y cuando superaron la placa de
hielo, el jinete azuzó al caballo para que retomara su trote regular de nuevo.
Evanlyn tomó nota mental de ese momento. Si volvía a suceder, puede que le
diese una oportunidad para escapar.
Después de todo, pensó, no estaba atada al caballo. Simplemente colgaba a ambos
lados como un fardo de ropa vieja. Si el caballo caía, podría echar a correr antes de
que el jinete consiguiera ponerse en pie siquiera. O eso pensaba.
Por suerte para ella (pues no podía ver el arco que el jinete llevaba cruzado a
la espalda ni la aljaba llena de flechas que colgaba a su lado derecho), el caballo
no cayó. Hubo unas pocas zonas empinadas más y otro par de ocasiones en las que
resbalaron varios metros cuesta abajo, las patas estiradas hacia delante y los cascos
posteriores pataleando en busca de tierra firme. Pero en ninguna de esas ocasiones el
jinete perdió el control ni el caballo hizo más que relinchar alarmado.
Al final, llegaron a su destino. Evanlyn lo supo porque el caballo se detuvo en
seco y ella sintió una mano en el cuello de su capa, que la levantó por encima de la
montura para tirarla como un fardo sobre la nieve mojada que cubría el suelo. Cayó
de cualquier forma y se quedó sin respiración en el proceso. Tardó varios segundos
en poder recuperar la compostura y tomarse un instante para mirar a su alrededor.
Estaban en un claro en el que habían instalado un pequeño campamento. Ahora
podía ver a su captor, que se apeó con agilidad de su montura. Era un hombre bajito
y fornido, vestido con pieles. Un largo abrigo de piel con amplios faldones cubría la
mayor parte de su cuerpo. Sobre la cabeza llevaba un extraño sombrero de piel cónico.
Debajo de los faldones del abrigo llevaba unos pantalones informes fabricados con
una especie de fieltro fino, con botas de cuero suave por encima de ellos, más o menos
hasta las rodillas.
Caminó hacia ella, con ese caminar ligeramente bamboleante de un hombre
estevado que pasaba la mayor parte de su tiempo a caballo. Tenía las facciones
angulosas, con ojos almendrados entornados hasta no ser más que finísimas ranuras,
consecuencia de años de mirar a lo lejos contra el viento y el resplandor de una tierra
dura. Tenía la piel oscura, muy tostada por la constante exposición al sol, y sus
pómulos eran altos. La nariz era corta y ancha, y sus labios finos. La primera
impresión de Evanlyn fue que era un rostro cruel. Después se corrigió. Era solo un
rostro insensible. Los ojos no mostraron señal alguna de compasión, ni siquiera de
interés en ella, cuando se agachó y la cogió otra vez del cuello para obligarla a ponerse
en pie.
—Levántate —dijo. La voz era ronca y el acento gutural, pero Evanlyn reconoció
la palabra en escandiano. Se parecía bastante al araluano y, además, había pasado
varios meses con los escandianos. Dejó que el hombre la levantara. Con cierta
sorpresa, se dio cuenta de que era casi tan alta como él. Aunque, por pequeño que
fuera, la fuerza del brazo que la arrastró hasta ponerla en pie quedó bien patente.
Entonces vio el arco y la aljaba, y se alegró al instante de que no hubiese surgido
una oportunidad para escapar. No tenía ninguna duda de que el hombre que la
empujaba hacia delante era un experto tirador. Había algo totalmente capaz en él,
pensó. Parecía tan confiado… tan en control de la situación… El arco podría haberle
definido solo como cazador. La larga espada curva en la vaina de latón colgada del
lado izquierdo de su cadera indicaba que era un guerrero.
Su análisis del hombre fue interrumpido por un coro de voces procedentes del
campamento. Ahora que tenía la ocasión de mirar, vio a otros cinco guerreros,
vestidos y armados de manera similar. Sus caballos, pequeños y peludos, estaban
atados a una cuerda entre dos árboles, y había tres pequeñas tiendas de campaña
montadas en el claro, hechas de un material que parecía ser fieltro. Una hoguera
crepitaba en un pequeño círculo de piedras dispuestas en el centro del claro y los otros
hombres estaban reunidos en torno a ella. Se pusieron de pie, sorprendidos, cuando
vieron al hombre empujarla hacia ellos.
Uno de ellos se adelantó, un poco aparrado de los otros. Ese hecho y el tono
imperioso de su voz le delataban como el líder del pequeño grupo. Intercambió unas
rápidas palabras con el hombre que la había capturado, Evanlyn no pudo entenderlas,
pero el tono era inconfundible. Estaba enfadado.
Aunque era obvio que era el líder de la pequeña partida, era igual de obvio que el
hombre que la había llevado hasta allí también gozaba de cierta autoridad. Se negaba a
sentirse intimidado por las palabras enfadadas del otro hombre y le contestó con tonos
igual de estridentes mientras gesticulaba hacia ella. Los dos se encararon, nariz contra
nariz, más y más ruidosos en su desacuerdo. El tema de la disputa era Evanlyn, ya
que de vez en cuando uno de los dos amplificaba sus declaraciones con un ostentoso
gesto que la señalaba claramente a ella.
Evanlyn echó un rápido vistazo a los otros cuatro hombres. Habían vuelto a
sentarse alrededor del fuego, su interés inicial en la cautiva ya disminuido.
Observaban la discusión con interés, pero sin preocupación aparente. Uno de ellos
retomó su actividad de rotar por encima de la fogata unos cuantos tallitos verdes con
carne fresca ensartada. La grasa y los jugos goteaban de la carne y chisporroteaban
entre las brasas, desprendiendo una nubecilla de humo fragante.
El estómago de Evanlyn ronroneó con suavidad. No había comido nada desde el
frugal desayuno que había compartido con Will. Por la posición del sol, ya debía ser
última hora de la tarde. Calculó que habían estado viajando al menos tres horas.
Al cabo de un rato, la discusión pareció resuelta, y a favor de su captor. El líder
levantó las manos por el aire, muy enfadado, y dio media vuelta. Se dirigió hacia
su lugar al lado del fuego y se dejó caer al suelo con las piernas cruzadas. Miró a
Evanlyn, luego hizo un gesto desdeñoso hacia el otro hombre. El destino de Evanlyn,
según parecía, estaba en sus manos. Evanlyn sintió una pequeña oleada de alivio,
atemperada por el hecho de no saber lo que podía aguardarla. Parecía que el líder del
grupo no le veía sentido a mantenerla como prisionera. Así que el otro hombre debía
de querer conservarla por alguna razón concreta. ¿Pero cuál?
Era esa pregunta la que hizo que a Evanlyn le recorriera un escalofrío de miedo.
Pero no tendría una respuesta rápida. El jinete cogió un trozo de cuerda de cuero
sin curtir del pomo de su montura y dio con ella dos vueltas rápidas al cuello de
Evanlyn. Luego la arrastró hacia un gran pino al borde del claro y ató la cuerda al
tronco. Evanlyn tenía espacio para moverse, pero no demasiado. El hombre la obligó
a darse la vuelta de malos modos, le agarró las manos y se las inmovilizó a la espalda,
cruzando una muñeca por encima de la otra. Evanlyn anticipó lo que venía a
continuación y su instinto le hizo resistirse, pero el resultado fue otro doloroso golpe
en la parte de atrás de la cabeza. Después de eso, dejó que le atara las manos con
brusquedad a la espalda, con un trozo más corto de cuero crudo. Hizo una mueca de
dolor y murmuró una protesta cuando el hombre apretó los nudos hasta hacerle daño.
Fue un error. Otro golpe en la cabeza le enseñó a permanecer en silencio.
Se quedó ahí de pie sin saber muy bien qué hacer, las manos inmovilizadas y atada
al árbol por el cuello. Estaba barajando la mejor forma de sentarse cuando el jinete
lo decidió por ella; le dio una patada que hizo la hizo caer a la nieve como un fardo.
Eso, al menos, provocó un par de risitas entre los hombres sentados en torno al fuego.
Evanlyn pasó las siguientes horas sentada, incómoda, las manos cada vez más
entumecidas por la presión de las ataduras. Los seis hombres parecían satisfechos con
ignorarla. Comieron y bebieron, dando tragos de lo que obviamente era un licor fuerte
envasado en botellas de cuero. Cuanto más bebían, más ruidosos se volvían. Aun así,
se dio cuenta de que, aunque parecían estar borrachos, no relajaban su vigilancia ni
por un segundo. Uno de ellos siempre estaba de guardia, lejos del resplandor de la
pequeña hoguera, y se movía constantemente para controlar las entradas al
campamento desde todas direcciones. Evanlyn vio que el guardia cambiaba a
intervalos regulares sin ninguna disensión o necesidad de persuasión. Además, todos
ellos parecían hacer los mismos turnos.
A medida que se hacía de noche, los hombres empezaron a retirarse a sus
pequeñas tiendas de campaña de fieltro. Tenían forma de cúpula y apenas les llegaban
a la altura de la cintura, así que sus ocupantes tenían que entrar a gatas por una
pequeña hendidura. En cualquier caso, pensó Evanlyn con envidia, seguro que
estarían mucho más calientes de lo que lo estaría ella, sentada ahí fuera.
El fuego se extinguió, y uno de los hombres (uno distinto al que la había
capturado) se acercó a ella con ese mismo caminar estevado y le echó por encima una
gruesa manta. Era áspera y olía igual de mal que sus caballos, pero Evanlyn agradeció
el calor que proporcionaba. Aun así, no era suficiente para estar cómoda. Evanlyn
se acurrucó contra el árbol, se contoneó para subirse más la manta alrededor de los
hombros y se preparó para una noche de incomodidad suprema.
Seis
Resultó que no iba a haber nada de lo que hablar. Los dos jinetes, seguidos por su
pequeña reata de caballos, cabalgaron a través del desfiladero que zigzagueaba entre
las altas montañas, hasta que el puesto fronterizo por fin apareció ante ellos. Halt
esperaba que les dieran el alto en cualquier momento desde la pequeña empalizada de
madera y su torre, y que los guardias les exigieran desmontar y continuar hasta ellos
a pie. Ese hubiese sido el procedimiento normal. Pero a medida que se acercaban, no
vieron señal de vida alguna en el pequeño puesto fortificado.
—La verja está abierta —murmuró Halt al aproximarse más y ver el lugar con
más detalle.
—¿Cuántos hombres suelen estar destinados en un puesto como este? —preguntó
Horace.
El Guardián se encogió de hombros.
—Media docena. Una docena, quizás.
—Pues no parece que haya nadie por aquí —observó Horace, y Halt le miró de
soslayo.
—De eso ya me había dado cuenta yo solito —repuso. Luego añadió—: ¿Qué
es eso?
Acababa de ver una forma vaga entre las sombras, justo al otro lado de la verja
abierta. Azuzados por el mismo instinto, los dos pusieron a sus caballos al galope y
recorrieron la distancia entre ellos y el fuerte. Halt estaba casi seguro de lo que era
la forma.
Era un escandiano muerto. Yacía en un charco de sangre que se había filtrado
en la nieve.
En el interior había otros diez, todos ellos asesinados del mismo modo, con
múltiples heridas en el tronco y las extremidades. Los dos viajeros desmontaron con
cuidado y caminaron entre los cuerpos mientras analizaban la espantosa escena.
—¿Quién ha podido hacer esto? —dijo Horace, con voz horrorizada—. Los han
apuñalado una y otra vez.
—Apuñalado no —le dijo Halt—. Disparado. Eso son heridas de flecha. Solo que
los asesinos recuperaron luego las flechas de los cuerpos. Excepto esta. —Sostuvo
en alto la mitad rota de una flecha que había estado medio oculta debajo de uno de
los cuerpos. Lo más probable era que el escandiano la hubiese roto en un intento por
sacársela de la herida. La otra mitad seguía enterrada bien hondo en su muslo. Halt
estudió con atención el estilo de las plumas y las marcas identificativas pintadas en
el extremo del culatín. Los arqueros solían identificar así sus propias saetas.
—¿Sabes quién hizo esto? —preguntó Horace con voz queda. Halt levantó la
vista para mirarle a los ojos. Horace vio una expresión de profunda preocupación en
la mirada del Guardián. Ese hecho, más que la carnicería que tenían a su alrededor,
hizo que le recorriera un escalofrío de miedo. Sabía que hacía falta algo muy gordo
para preocupar a Halt.
—Eso creo —dijo el Guardián—. Y no me gusta. Parece que los temujáis están
otra vez en marcha.
Siete
L as huellas conducían hacia el este. Al menos esa era la dirección general que
Will había discernido de ellas.
A medida que el jinete desconocido había bajado por la montaña, el camino
serpenteaba y giraba sobre sí mismo, por necesidad, mientras seguía los estrechos y
enrevesados senderos a través del espeso pinar. Pero siempre que había una
bifurcación en el camino, el jinete elegía la senda que acabaría por llevarle hacia el
este una vez más.
Exhausto antes del final de la primera hora, Will continuó adelante con terquedad.
De vez en cuando tropezaba en la nieve y, en ocasiones demasiado numerosas para
contar, caía de bruces y se quedaba tirado en el suelo, gimiendo.
Sería tan fácil, pensó, quedarse ahí tumbado sin más. Dejar que los dolores de sus
músculos desentrenados disminuyeran poco a poco, dejar que el atronador pulso en
sus sienes se calmara y simplemente… descansar.
Pero cada vez que la tentación se apoderaba de él, pensaba en Evanlyn. En cómo
le había arrastrado montaña arriba. Cómo le había ayudado a escapar del recinto en
el que los esclavos de patio esperaban su inevitable muerte. Cómo le había cuidado y
curado de la adicción a la hierbacálida que embotaba su cerebro. Y, al pensar en ella y
en todo lo que había hecho por él, encontraba una diminuta reserva oculta de fuerzas
y determinación. Y de algún modo, se arrastraba hasta ponerse en pie de nuevo y
continuaba a trompicones su seguimiento de las huellas en la nieve.
Siguió arrastrando un pie tras otro, los ojos fijos en las huellas. No veía nada más,
no se fijaba en nada más. Solo las marcas de los cascos grabados en la nieve.
El sol se puso tras las montañas y el frío instantáneo que acompañó su
desaparición atravesó su ropa, húmeda por el sudor del esfuerzo, y se le metió hasta
el tuétano. Medio aturdido, pensó que tenía suerte de que se le hubiese ocurrido llevar
mantas consigo. Cuando al final se detuviera para pasar la noche, su ropa mojada se
convertiría en una potencial trampa mortal. Sin el calor y la sequedad de las mantas
para protegerle, podría morir congelado en su ropa húmeda.
Las sombras eran cada vez más oscuras y supo que la caída de la noche no estaba
lejos. Aun así, siguió adelante; mientras distinguiera las borrosas huellas de los cascos
en el camino, no pensaba parar. Estaba demasiado agotado como para notar las
variaciones en las huellas, los profundos surcos dejados por las extremidades
anteriores bloqueadas del caballo cuando había resbalado cuesta abajo por las zonas
más escarpadas del camino. Esas zonas solo le resultaban distintas porque la mayoría
de las veces él mismo caía por ellas. No podía descifrar ninguna de las señales sutiles
y mensajes ocultos que le habían enseñado a ver. Le bastaba con que hubiera un rastro
claro que seguir.
No era capaz de hacer nada más.
Hacía ya rato que había anochecido y empezaba a perder de vista las huellas, pero
decidió continuar adelante mientras no hubiera ninguna desviación posible, ninguna
bifurcación en el camino que le obligase a elegir una dirección u otra. Cuando llegara
a un sitio en el que tuviera que elegir, se dijo, se detendría y acamparía para pasar
la noche. Se envolvería en las mantas. Quizás incluso se arriesgara a encender una
pequeña fogata bien protegida en la que poder secar su ropa. Una hoguera le
proporcionaría calor. Y comodidad.
Y humo.
¿Humo? Lo olió en él mismo momento en el que estaba pensando en una hoguera.
Humo de pino, el olor omnipresente de la vida en Skandia, la aromática fragancia de
la ardiente resina de pino al rezumar de la madera y chisporrotear entre las llamas.
Se paró en seco, tambaleándose un poco sobre los pies. Había pensado en fuego y,
al instante, pudo oler el humo. Su cerebro agotado intentó encontrar una correlación
entre los dos hechos, hasta que se dio cuenta de que no existía correlación alguna, solo
coincidencia. Podía oler el humo porque, en algún lugar cercano, había una hoguera
encendida.
Intentó pensar. Una hoguera significaba un campamento. Y eso casi seguro que
significaba que había alcanzado a Evanlyn y a quien fuera que se la había llevado.
Estaban en algún lugar cercano, habrían parado para pasar la noche. Todo lo que tenía
que hacer era encontrarlos y…
—¿Y qué? —se preguntó, con la voz ronca por la fatiga. Bebió un largo trago
del odre de agua que se había colgado del cinto. Sacudió la cabeza para aclararse las
ideas. Desde hacía horas, todo su ser había estado concentrado en una única tarea:
alcanzar al jinete desconocido. Ahora que casi lo había logrado, se percató de que no
tenía ningún plan sobre lo que hacer a continuación. Una cosa estaba clara, no sería
capaz de rescatar a Evanlyn por fuerza bruta. Casi no se tenía en pie por la fatiga,
estaba a punto de desmayarse, apenas tenía fuerzas para desafiar a un gorrión.
—¿Qué haría Halt? —se preguntó. Se había convertido en su mantra a lo largo de
los últimos meses cada vez que dudaba sobre lo que hacer a continuación. Intentaba
imaginar a su viejo mentor a su lado, mirándole con ojos inquisitivos, incitándole a
resolver por sí solo el problema que tuviera entre manos. A pensarlo bien y luego a
actuar. La voz que tan bien recordaba parecía resonar en sus oídos.
Mira primero, eso es lo que habría dicho Halt. Después actúa.
Will asintió, satisfecho de haber resuelto el problema por el momento.
—Mira primero —se repitió con voz ronca—. Después actúa.
Se dio a sí mismo unos minutos de descanso, en cuclillas y apoyado contra el
rugoso tronco de un pino, luego se enderezó de nuevo, y sus músculos agarrotados
gruñeron en protesta. Retomó el rastro, aunque ahora se movía con mayor cautela.
El olor a humo se intensificó. Ahora le llegaba mezclado con algo más; pronto
reconoció el aroma a carne asada. Unos minutos después, avanzando con gran
cuidado, pudo, distinguir un resplandor anaranjado más adelante. La luz del fuego se
reflejaba en la prístina nieve por todas partes a su alrededor, rebotaba y aumentaba
en intensidad. Se dio cuenta de que aún estaba un poco más lejos, así que continuó
por el camino. Cuando calculó que estaba a unos cincuenta metros de la fuente de
luz, se adentró en silencio entre los árboles, abriéndose paso como pudo por la espesa
nieve que le llegaba hasta las rodillas.
Los árboles empezaron a ralear hasta revelar un pequeño claro y el campamento
instalado alrededor de la hoguera. Se tumbó bocabajo y se arrastró hacia delante,
manteniéndose oculto entre las profundas sombras de debajo de los pinos. Ahora
lograba distinguir unas tiendas de campaña con forma de cúpula, tres de ellas,
dispuestas en semicírculo alrededor del fuego. No vio señal alguna de movimiento.
El aire debía de haberse impregnado del olor a carne asada de la cena, pensó. Empezó
a reptar hacia delante, pero justo entonces un movimiento detrás de las tiendas le hizo
detenerse. Se quedó inmóvil, completamente quieto, y vio a un hombre acercarse al
halo de luz de la hoguera. Bajo y fornido, vestido con pieles, su rostro quedaba oculto
por la sombra que proyectaba el sombrero de piel que llevaba. Pero iba armado. Will
podía ver la espada curva que colgaba de su cintura y la delgada lanza que llevaba en
la mano derecha, su extremo plantado en la nieve.
Mientras estudiaba al desconocido, distinguió más detalles. Caballos, seis de
ellos, amarrados entre los árboles a un lado. Supuso que eso significaba que eran seis
hombres. Frunció el ceño y se preguntó cómo narices iba a sacar a Evanlyn de allí.
Entonces se dio cuenta de que aún no la había visto. Paseó la vista por el campamento,
preguntándose si estaría dentro de una de las tiendas. Y la vio.
Acurrucada debajo de un árbol, tapada con una manta hasta los hombros. Al mirar
con más atención, pudo distinguir las cuerdas que la mantenían inmovilizada. Le
dolían los ojos y se los frotó con el dorso de la mano, luego se pellizco el caballete
de la nariz con dos dedos en un intento de forzar a sus ojos a mantenerse enfocados.
Era una batalla perdida. Estaba exhausto.
Empezó a arrastrarse hacia atrás, de vuelta al bosque, en busca de un lugar en
el que esconderse y descansar. No iban a ir a ningún sitio esa noche, pensó, y él
necesitaba descansar y recuperar fuerzas antes de poder intentar nada. Tan cansado
como estaba, no era capaz siquiera de empezar a formular un plan coherente.
Descansaría en algún sitio lo bastante alejado como para proporcionarle cobijo,
pero no tan lejos como para no oír la actividad del campamento por la mañana. Con
cierto pesar, se dio cuenta de que su plan de encender una hoguera había quedado
desbaratado. Aun así, tenía las mantas. Podía ser peor.
Encontró un hueco debajo de las largas ramas de un pino enorme y se coló a
gatas en él. Rezó por que los jinetes no patrullaran alrededor del campamento por la
mañana y encontraran sus huellas; luego se dio cuenta de que no podía hacer nada
para evitarlo. Desató las mantas enrolladas, se las ciñó bien a su alrededor y se apoyó
contra el tronco del inmenso pino.
Se durmió sin ser consciente siquiera de haber cerrado los ojos.
-¿E stás diciendo en serio que Horace es una especie de héroe en la Galia?
—preguntó Will con incredulidad, sin estar del todo seguro de si Halt y
Horace le estaban tomando el pelo descaradamente. Pero el veterano Guardián asentía
con entusiasmo.
—Una figura muy respetada —dijo. Evanlyn se volvió hacia el joven guerrero
musculoso y se inclinó hacia delante para tocarle la mano con suavidad.
—Yo sí que me lo creo —dijo—. ¿Viste cómo se ocupó de ese soldado temujái
que intentaba matarme? —Sus ojos estaban iluminados por una calidez inusual, y
Will, al notarlo, sintió una repentina punzada de celos de su viejo amigo. Luego apartó
ese sentimiento tan poco noble a un lado.
Halt no había querido quedarse demasiado cerca del campamento temujái. No
había forma de saber lo lejos que estaba el grueso de sus fuerzas y siempre cabía la
posibilidad de que los tres hombres que habían escapado condujeran a los otros de
vuelta a ese lugar.
Así que habían desandado el camino seguidos por Halt y Horace hasta allí, de
vuelta hacia el puesto fronterizo en donde habían descubierto los primeros signos
de la incursión temujái. Hacia la mitad del día, encontraron un sitio en la cima de
una colina, con una buena vista del terreno circundante y una depresión con forma
de platillo que los mantendría ocultos. Desde ahí, podían ver sin ser vistos, y Halt
decidió acampar mientras meditaba su próximo movimiento.
Habían encendido una pequeña hoguera, protegida por un bosquecillo de pinos
jóvenes, y prepararon algo de comer.
Evanlyn y Will atacaron con voracidad el sabroso estofado que el Guardián había
cocinado y, durante un rato, hubo silencio, roto únicamente por el constante sonido
de su masticar.
Después, los viejos amigos se pusieron al día de los acontecimientos que habían
tenido lugar desde el enfrentamiento final con el ejército wargal en las Llanuras de
Uthal. Will se quedó boquiabierto de asombro cuando Halt describió la forma en que
Horace había derrotado al aterrador Lord Morgarath en combate singular.
Horace parecía convenientemente abochornado, y Halt, al percibirlo, describió el
combate en tono ligero, implicando medio en broma que el chico se había tropezado
con torpeza y había caído bajo los cascos del caballo de batalla de Morgarath en
lugar de hacerlo a propósito y como último recurso para descabalgar a su oponente.
El aprendiz de guerrero se sonrojó y destacó que su última artimaña, la defensa de
cuchillos cruzados, era algo que le había enseñado Gilan y que él y Will habían pasado
horas practicando el movimiento durante su viaje por Celtia. Lo hizo sonar como si,
de algún modo, Will se mereciera algo de crédito por su victoria. Mientras hablaba,
Will se recostó contra un tronco para ponerse cómodo y pensó lo mucho que había
cambiado Horace. El chico con el que había crecido, ambos como pupilos en el
Castillo de Redmont, había pasado de ser su mayor enemigo a convertirse en su mejor
amigo.
Bueno, uno de sus mejores amigos, pensó, al sentir una cabeza peluda topar
insistentemente contra su hombro. Se giró y estiró una mano para acariciar las orejas
de Tug y rascar el punto entre ambas del modo que tanto le gustaba al caballito. Tug
soltó un suave resoplido de placer ante el contacto de la mano de su amo. Desde que
se habían reunido, el caballo se había negado a alejarse más de un metro o dos de Will.
Halt los miró desde el otro lado de la hoguera y sonrió para sus adentros. Sentía
una enorme sensación de alivio ahora que por fin había encontrado a su aprendiz. Se le
había quitado de encima un gran peso de culpa, pues había sufrido mucho en los largos
meses desde que viera el barco lobuno alejarse de la costa araluana con Will a bordo.
Sentía que había fallado al joven, que de algún modo le había traicionado. Ahora
que el chico estaba otra vez a su cargo, sano y salvo, se sentía lleno de una profunda
sensación de bienestar. Evidentemente, los acontecimientos del día anterior habían
ocupado su mente con una nueva y persistente preocupación, pero por el momento,
eso podía esperar, estaba decidido a disfrutar de la reunión.
—¿Crees que podrías persuadir a ese caballo tuyo de quedarse con los otros
caballos durante un minuto o dos? —dijo con fingida severidad—. De lo contrario,
va a acabar creyendo que es uno de nosotros.
—Ha estado volviendo loco a Halt desde que encontramos tus huellas por primera
vez —intervino Horace, contento de que la conversación se alejara de sus proezas
—. Debió de detectar tu olor y saber que era a ti a quien seguíamos, pero Halt no
se dio cuenta.
Al oírle, Halt arqueó una ceja.
—¿Halt no se dio cuenta? —repitió—. ¿Y debo suponer que tú sí?
Horace se encogió de hombros.
—Yo solo soy un guerrero —contestó—. Mi cometido no es pensar. Eso os los
dejo a los Guardianes.
—Debo admitir que me tenía desconcertado —dijo Halt—. Jamás he visto a un
caballo de Guardián comportarse de ese modo. Incluso cuando le ordenaba que se
tranquilizara y guardara silencio, podía ver que algo le inquietaba. Cuando saliste
de entre los árboles para disparar por primera vez, pensé que iba a salir corriendo
detrás de ti.
Will siguió frotando la desgreñada cabeza del poni que se inclinaba hacia él.
Esbozó una amplia sonrisa al observar el campamento. Ahora que Halt estaba ahí y
se encontraba rodeado de sus mejores amigos, se sentía seguro y a salvo una vez más,
una sensación de la que no había disfrutado desde hacía más de un año. Le sonrió
al Guardián, aliviado de que a Halt le hubiesen parecido bien sus acciones. Evanlyn
había descrito su viaje a través del Mar de las Tormentas y la serie de acontecimientos
que la habían conducido hasta Hallasholm.
Horace había mirado a Will con abierta admiración cuando Evanlyn describió la
forma en que había humillado al capitán Slagor en la fría y ahumada cabaña de la árida
isla en donde se habían refugiado de los peores excesos del Mar de las Tormentas.
Halt se había limitado a mirar a su aprendiz con interés y asentir una vez. Ese único
movimiento significó más para Will que un millón de elogios de cualquier otra
persona, sobre todo porque no estaba especialmente orgulloso de cómo habían salido
las cosas en Hallasholm, tampoco de su adicción subsiguiente a la hierbacálida. Había
temido que Halt se mostrara disgustado, pero cuando Evanlyn habló de su casi
absoluta desesperación cuando le encontró en el barracón de los esclavos de patio,
alelado y sin voluntad propia, el Guardián se había limitado a asentir una vez más y
murmurar una maldición entre dientes contra la gente que infligía sustancias
semejantes a otras personas. Sus ojos se habían cruzado con la mirada ansiosa de Will
al otro lado del fuego y Will había visto en ellos una tristeza muy, muy profunda.
—Siento que tuvieras que pasar por eso —dijo su maestro con dulzura, y Will
supo que todo se iba a arreglar.
Al cabo de un rato, ya habían hablado de todo lo que había que hablar. Podrían
entrar en más detalles a lo largo de las siguientes semanas y había cosas que habían
olvidado, pero en términos generales, se habían puesto al día los unos con los otros.
Había, sin embargo, un aspecto de la historia de Halt que no había sido revelado.
Ni Will ni Evanlyn sabían nada del destierro de Halt, ni de su expulsión del Cuerpo
de Guardianes.
Cuando las sombras se alargaron, Halt fue una vez más hasta donde tenían a
su prisionero atado de pies y manos. Aflojó las cuerdas unos minutos, primero las
manos, luego los pies, aunque volvió a atarle las manos antes de soltar el segundo
juego de cuerdas. El guerrero temujái hizo un breve ruido gutural de agradecimiento
por el alivio temporal. Halt ya había hecho lo mismo varias veces a lo largo de la
tarde para asegurarse de que el hombre no quedara incapacitado de por vida por la
restricción de flujo sanguíneo en manos y pies.
También le daba la oportunidad de asegurarse de que las cuerdas estaban bien
tensas y de que el prisionero no había conseguido aflojarlas o retorcerse para liberarse.
A sabiendas de que no recibiría respuesta, Halt le preguntó su nombre y su unidad
militar. Aunque hablaba el idioma temujái con una fluidez razonable, tras haber
pasado varios años entre la Gente, como se llamaban a sí mismos, no veía razón
alguna para compartir ese dato con el prisionero. Como consecuencia, Halt utilizaba
el lenguaje comercial común a todas las gentes del hemisferio: una mezcla de palabras
galas, teutonas y temujáis con una estructura pidgin simplificada que no prestaba
ninguna atención a la gramática o la sintaxis.
Como esperaba, el tem’uj hizo caso omiso de sus intentos. Halt se encogió de
hombros y se alejó, sumido en sus pensamientos. Horace estaba sentado al borde
del fuego, limpiando y aceitando su espada con gran esmero. Evanlyn estaba en el
puesto de centinela en la cresta de la colina, vigilando la ladera a sus pies. Les tocaría
relevarla en otra media hora, pensó distraído. Mientras Halt caminaba arriba y abajo,
dándole vueltas al problema que tanto le inquietaba, se percató de una presencia a
su lado. Giró la cabeza y sonrió al ver a Will caminando con él, envuelto en la capa
moteada de Guardián que Halt había llevado consigo, junto con el arco que había
fabricado y un cuchillo sajón. Las vainas de cuchillo dobles eran un artículo de
equipamiento específico de los Guardianes, y Halt, expulsado del Cuerpo, no había
sido capaz de encontrar una para el chico. Por el momento, Will no se había dado
cuenta de ese hecho.
—¿Cuál es el problema, Halt? —le preguntó el joven.
Halt dejó de andar para mirarle a la cara, las cejas arqueadas en una expresión
que a Will le era muy familiar.
—¿Problema? —repitió, Will le sonrió; negándose a dejarse desanimar o a
cambiar de tema. Había madurado mucho en el último año, pensó Halt, recordando
la época en que esa respuesta hubiese dejado al chico confundido y desconcertado.
—Cuando caminas de acá para allá como un tigre enjaulado, suele significar que
estás intentando resolver algún tipo de problema —dijo Will. Halt frunció los labios
pensativo.
—¿Y tú has visto muchos tigres en tu vida? —preguntó—. ¿Enjaulados o de otro
modo?
La sonrisa de Will se ensanchó un poco.
—Y cuando intentas distraerme de mi pregunta haciendo otra pregunta, sé que
estás dándole vueltas a algún problema —añadió Will. Al final, Halt se rindió. No
tenía ni idea de que sus hábitos se hubieran vuelto tan fáciles de interpretar, tomó nota
mental de cambiar las cosas; después se preguntó si no se estaría haciendo demasiado
viejo para hacerlo.
—Bueno, sí —contestó—. Debo admitir que tengo algo en la cabeza. Nada
importante. No te preocupes.
—¿Qué es? —preguntó su aprendiz sin rodeos, y Halt ladeó la cabeza.
—Verás —explicó—, cuando digo «no te preocupes», quiero decir que no hay
ninguna necesidad de que hablemos de ello.
—Ya lo sé —dijo el aprendiz, sin dejar de sonreír—. Pero ¿qué es, de todos
modos?
Halt respiró hondo, luego soltó el aire con un suspiro.
—Me parece recordar que en el pasado tenía mucha más autoridad de la que
parezco tener hoy en día —comentó. Después, al ver que Will seguía esperando una
respuesta, se rindió—. Son estos temujáis —dijo—. Me gustaría saber qué traman.
—Echó una miradita al otro lado del campamento, a donde el tem’uj estaba sentado,
bien atado—. Y tengo las mismas posibilidades de sacárselo a nuestro amigo allí
sentado que de encontrar una aguja en un pajar.
Will se encogió de hombros.
—¿Y crees que es asunto nuestro? —preguntó—. Después de todo, podemos
dejar que ellos y los escandianos lo resuelvan luchando.
Halt lo pensó un poco, mientras se rascaba la barbilla con el índice y el pulgar.
—Entiendo que estás pensando en la misma línea que el viejo dicho «El enemigo
de mi enemigo es mi amigo». ¿Me equivoco? —preguntó, y Will se volvió a encoger
de hombros.
—No lo estaba pensando con esas palabras exactas —explicó—. Pero sí que
resume la situación bastante bien, ¿no crees? Si los escandianos están ocupados
luchando contra estos temujáis, entonces no serán capaces de molestarnos con sus
incursiones costeras, ¿no?
—Eso es verdad… hasta cierto punto —admitió Halt—. Pero hay otro viejo dicho:
«Mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer.» ¿Lo has oído alguna vez?
—Sí. ¿Quieres decir que estos temujáis podrían ser un problema mucho mayor
que los escandianos?
—Oh, desde luego que sí. Si derrotan a los escandianos, no habrá nada que les
impida seguir hacia Teutlandt, la Galia y, por fin, Araluen.
—Pero tendrían que derrotar a los escandianos primero, ¿no? —dijo Will. Sabía,
por experiencia propia, que los escandianos eran guerreros feroces e intrépidos.
Estaba convencido de que formarían un tapón eficaz entre los invasores temujáis y las
otras naciones occidentales, y ambos bandos acabarían tan debilitados por la guerra
que ninguno de los dos volvería a suponer una amenaza en un futuro próximo. Era
una posición estratégica perfecta, se dijo muy tranquilo. Las siguientes palabras de
Halt le hicieron sentir bastante menos tranquilo.
—Oh, los derrotarán sin ningún problema. No te equivoques con eso. Será una
guerra salvaje y sangrienta, pero los temujáis ganarán.
Once
D espués de la cena, Halt reunió al pequeño grupo. Se había levantado viento con
la caída de la noche y silbaba de manera estremecedora entre las ramas de los
pinos. La noche estaba despejada y la media luna brillaba con fuerza por encima de
ellos, que estaban acurrucados bajo sus capas, sentados alrededor de los restos del
fuego.
—Will y yo hemos estado hablando antes —les informó—, y he decidido que,
puesto que nuestra conversación nos incumbe a todos, lo justo es compartir con
vosotros lo que he estado pensando.
Horace y Evanlyn intercambiaron miradas perplejas. Los dos simplemente habían
asumido que el maestro y el aprendiz estaban recuperando el tiempo perdido. Ahora,
parecía que había algo más en lo que pensar.
—En primer lugar —continuó Halt al ver que tenía toda su atención—, mi
objetivo es llevaros a ti, Will, y a la pr… —Vaciló un instante y se calló antes de
usar el título de Evanlyn. Todos habían acordado que sería más seguro que la chica
continuara bajo su nombre falso hasta que regresaran a casa. Se corrigió—. Will y
Evanlyn, y Horace, por supuesto, al otro lado de la frontera y fuera de Skandia. Como
prisioneros fugitivos, corréis un gran peligro si los escandianos os capturan de nuevo.
Y, como todos sabemos, el peligro es aún mayor para Evanlyn.
Los tres jóvenes asintieron. Will les había contado a Halt y a Horace el riesgo que
corría Evanlyn si Ragnak averiguaba alguna vez su verdadera identidad como hija
del rey Duncan. El Oberjarl había hecho un juramento de sangre a los Vallas, el trío
de dioses salvajes que regían la religión escandiana, en el que prometía dar muerte
a cualquier familiar del rey araluano.
—Por otra parte —dijo Halt—, estoy muy preocupado por la presencia de los
temujáis aquí, en las fronteras de Skandia. No habían venido tan al oeste en veinte
años. Y la última vez que lo hicieron, pusieron a toda la zona occidental en peligro.
Vio qué ahora sí que tenía toda la atención de los chicos. Horace y Evanlyn se
sentaron más erguidos y se inclinaron un poco hacia él. A la luz del fuego, Halt
percibió la expresión confusa en el rostro del joven guerrero.
—¿No crees que estás exagerando, Halt? —preguntó Horace.
Will miró a su amigo de reojo.
—Eso es lo que pensaba yo también —dijo en voz baja—, pero parece ser que no.
Halt sacudió la cabeza con firmeza.
—Ya me gustaría —dijo—. Pero si los temujáis se están moviendo en masa, son
una amenaza para todos nuestros países, Araluen incluido.
—¿Qué sucedió la última vez, Halt? —Fue Evanlyn la que habló, su voz tímida,
la preocupación patente en ella—. ¿Estuviste ahí? ¿Luchaste contra ellos?
Halt dudó un poco. No parecía tener muchas ganas de hablar de sus experiencias
previas con los temujáis. Pero al final, se decidió.
—Luché con ellos y, al cabo de un tiempo, contra ellos —dijo en tono neutro—.
Había cosas que queríamos aprender de ellos y me enviaron a mí a hacerlo.
Horace frunció el ceño.
—¿Como cuáles? —preguntó—. ¿Qué podían los Guardianes querer aprender de
un puñado de jinetes salvajes? —Horace, hay que admitir, tenía una idea un poco
exagerada del alcance de los conocimientos del Cuerpo de Guardianes. Dicho de otro
modo, creía que sabían prácticamente todo lo que merecía la pena saberse.
—Queríais aprender cómo fabricaban sus arcos, ¿verdad? —dijo Will de repente.
Recordó haber visto que los jinetes llevaban arcos y haber pensado lo mucho que se
parecían al suyo. Halt le miró y asintió.
—En parte sí. Pero había algo más importante. Me enviaron a comerciar con ellos
para intentar adquirir algunos de sus sementales y yeguas. Los caballos de Guardián
que montamos hoy en día proceden originariamente de las manadas de los temujáis
—explicó—. Sus arcos recurvos nos parecían interesantes, pero cuando piensas en
lo difíciles que son de fabricar y el tiempo que se tarda en hacerlo, no tienen un
rendimiento tan superior a los arcos largos. Los caballos eran tema aparte.
—¿Y se mostraron dispuestos a negociar? —preguntó Will. Mientras lo decía, se
giró hacia el pequeño caballo peludo que esperaba pocos pasos detrás de él. Tug, al
ver que le miraba, emitió un suave relincho de saludo. Ahora que Halt lo mencionaba,
sí que le veía un claro parecido con los caballos que había visto en el campamento
temujái.
—¡En absoluto! —exclamó Halt, sacudiendo la cabeza con vehemencia—.
Protegían sus manadas con gran celo. Supongo que todavía me buscan en la nación
temujái como ladrón de caballos.
—¿Se los robaste? —preguntó Horace en un tono de ligera desaprobación.
Halt ocultó una sonrisa mientras contestaba.
—Les dejé lo que consideré un precio justo —les dijo—. Los temujáis no
pensaban lo mismo. No querían venderlos a ningún precio.
—Bueno, de todos modos —dijo Will con impaciencia, restándole importancia
al tema del supuesto robo de los caballos—, ¿qué pasó cuando su ejército invadió?
¿Hasta dónde llegaron?
Halt removió el montoncito de brasas que había entre ellos con el extremo de
un palo chamuscado hasta que unas cuantas lenguas de fuego parpadearon entre los
carbones incandescentes.
—Aquella vez se dirigían más al sur —dijo—. Conquistaron la nación Ursali y
los Reinos Medios en un santiamén. No había forma de detenerlos. Eran los guerreros
supremos: se movían deprisa, eran increíblemente valientes, pero sobre todo,
superdisciplinados. Luchaban como una gran unidad, siempre; mientras que los
ejércitos que se enfrentaban a ellos casi siempre acababan peleando en pequeños
grupos de quizás una docena o así.
—¿Cómo lo hacían? —preguntó Evanlyn. Había pasado el tiempo suficiente entre
los ejércitos de su padre como para saber que el mayor problema al que se enfrenta
un comandante una vez que comienza la batalla es conservar un control eficaz y
mantener la comunicación con las tropas que tiene bajo su mando. Halt la miró, notó
el interés profesional detrás de su pregunta.
—Han desarrollado un sistema de señales que permite a su comandante central
dirigir a todas sus tropas en maniobras concertadas —le dijo—. Es un sistema muy
complejo que depende de banderas coloreadas ondeadas en combinaciones
diferentes. Pueden operar incluso de noche —añadió—. Se limitan a sustituir las
banderas por faroles de colores. Francamente, no había ejército capaz de detenerlos
mientras seguían su camino hacia el mar.
»Habían cortado por la esquina noreste de Teutlandt, luego continuaron por la
Galia. Todos los ejércitos que se enfrentaban a ellos eran derrotados. En varias
ocasiones, sus rivales eran muy superiores en número, pero su extraordinaria táctica
y disciplina los hacían imbatibles. Estaban a solo tres días a caballo de la costa gala
cuando por fin pararon.
—¿Qué los paró? —preguntó Will. Un frío perceptible había envuelto a los tres
jóvenes oyentes mientras Halt describía el inexorable avance del ejército temujái. Al
oír la pregunta, el Guardián soltó una breve carcajada.
—La política —dijo—. Y un plato de almejas de agua dulce en mal estado.
—¿La política? —resopló Horace, asqueado. Como guerrero, sentía un gran
desdén por la política y por los políticos.
—Así es. Fue cuando Mat’lik era Sha’shan, o líder supremo. Entre gente como
los temujáis, esa es una posición muy inestable. La ocupa el guerrero más fuerte, y
muy pocos Sha’shanes han muerto en sus camas.
»Aunque resultó que Mat’lik sí lo hizo —añadió como ocurrencia tardía, antes
de continuar—. Por esa razón, es habitual que a cualquiera que aspire a esa posición
se le asignen tareas que le mantengan alejado de casa. En este caso, el hermano, el
sobrino y el primo segundo de Mat’lik eran los candidatos más probables, así que él
se aseguró de mantenerlos ocupados con el ejército. Así, no solo no podrían tramar
maldades a su alrededor, sino que también podrían vigilarse entre sí. Como es natural,
desconfiaban totalmente unos de otros.
—¿No era peligroso darles el control del ejército? —preguntó Will. Halt hizo una
seña para indicar que esa era una buena pregunta.
—Por lo general, lo sería, pero la estructura de mando estaba diseñada de tal modo
que ninguno de ellos tuviera el control absoluto. El hermano de Mat’lik, Twu’lik, era
el comandante estratégico. Pero su sobrino era el tesorero y su primo era el intendente.
Así que uno los dirigía, otro los alimentaba y el otro les pagaba. Todos tenían más
o menos la misma influencia en la lealtad de los soldados. Así, se podían mantener
a raya los unos a los otros.
—¿Y dónde entran en escena las almejas? —preguntó Horace. La comida era
siempre un tema de interés para él. Halt se reacomodó al lado del fuego y apoyó la
espalda contra un tronco.
—A Mat’lik le gustaban mucho las almejas de agua dulce —les contó—. Tanto
que cometió el grave error de pedirle a su mujer que le preparase un gran plato cuando
estaban fuera de temporada. Parece ser que algunas estaban en mal estado y le dio
un ataque terrible mientras comía. Gritaba y se arañaba la garganta y se desplomó y
cayó en un coma profundo. Era obvio que estaba a las puertas de la muerte.
»Como es natural, cuando la noticia llegó hasta el ejército, los tres contendientes
principales para el puesto de líder se apresuraron a volver a la corte del Sha’shan. La
sucesión se decidiría por medio de una elección entre los Shanes más veteranos, y los
tres sabían que si no estaban de vuelta para entregar los sobornos y comprar votos,
otra persona se llevaría el premio.
—¿Así que, simplemente, abandonaron la invasión? —preguntó Will—.
¿Después de llegar tan lejos?
Halt hizo un gesto de indiferencia.
—Eran gente pragmática —dijo—. La Galia no se iba a ir a ninguna parte. Habían
llegado luchando hasta ahí una vez, siempre podrían hacerlo de nuevo. Pero solo iba
a haber una oportunidad de hacerse con el poder.
—¿O sea que el hemisferio occidental se salvó por un plato de almejas en mal
estado? —inquirió Evanlyn. El canoso Guardián sonrió con tristeza.
—Es sorprendente la frecuencia con que la historia se decide por algo tan trivial
como marisco pasado —le dijo.
—¿Dónde estabas tú mientras pasaba todo eso, Halt? —le preguntó Will a su
maestro.
Halt sonrió otra vez al recordarlo.
-Supongo que es uno de esos momentos que no olvidas jamás —dijo—. Había
salido tan rápido como pude hacia la Costa, con una pequeña manada de… —Vaciló
un instante en el que miró a Horace de soslayo— caballos adquiridos de manera justa,
y una patrulla de guerreros temujáis iba pisándome los talones. Y me estaban dando
alcance. De repente, una mañana, frenaron a sus caballos y se quedaron mirando cómo
me alejaba al galope. A continuación, simplemente dieron media vuelta y empezaron
a trotar de regreso hacia el este. Todo el camino hasta su tierra natal.
Se produjo un breve silencio cuando terminó su relato. Halt podría haber apostado
a que sería Will el que haría la siguiente pregunta, y no se hubiese equivocado.
—Bueno, ¿y quién se convirtió en el Sha’shan? —preguntó—. ¿El hermano, el
sobrino o el primo?
—Ninguno de ellos —repuso Halt—. La elección se decantó del lado de un
candidato del que no se sabía demasiado y que tenía planes para los países al este de
las tierras de los temujáis. Los otros tres fueron ejecutados por abandonar su misión
en occidente.
Halt removió las brasas otra vez, rememorando ese día que tan bien recordaba,
cuando los jinetes que le perseguían habían renunciado de repente a darle caza y le
habían dejado escapar.
—Y ahora están de vuelta —dijo, pensativo—. Me pregunto qué tienen en mente.
Doce
Halt miró por encima del hombro mientras Abelard estampaba los cascos con fuerza
sobre la empinada ladera. Detrás de él, Erak se tambaleaba inestable a lomos del
caballo temujái. El cautivo había escapado a pie y Halt había decidido que el pequeño
poni peludo de las estepas, que se desenvolvía bien en ese terreno, sería una
cabalgadura mejor para Erack que cualquiera de los dos caballos de batalla de Horace.
Los guerreros escandianos, como era su costumbre, habían estado viajando a pie.
—Creí que habías dicho que sabías montar —comentó con ironía, mientras el Jarl
se aferraba nervioso a la desgreñada crin de su caballo. Se mantenía en la montura
más por fuerza bruta que por un sentido inherente del equilibrio.
—Eso dije —contestó Erak entre dientes—. Lo que no dije fue que supiera hacerlo
bien.
Llevaban todo el día siguiendo el rastro del guerrero temujái huido. Después de
recorrer el Desfiladero Serpenteante, su camino había girado sobre sí mismo en un
arco desde la frontera de Teutlandt y se habían internado otra vez unos treinta
kilómetros en territorio escandiano. Halt sacudió la cabeza, luego retomó su
observación del suelo delante de ellos, en busca de las tenues huellas que el tem’uj
huido había dejado tras de sí.
—Es muy bueno —murmuró.
—¿Quién lo es? —preguntó Erak. La última palabra brotó aguda de su boca
cuando su caballo dio un salto y resbaló unos cuantos metros. Halt señaló el rastro
que estaba siguiendo. El escandiano miró, pero no vio nada.
—El tem’uj —continuó Halt—. Está ocultando sus huellas según avanza. No creo
que tu hombre hubiese sido capaz de seguirle.
Ese era el quid de la cuestión. Cuando Halt y Erak se habían puesto de acuerdo
para unir fuerzas la noche anterior, había sido como resultado de su necesidad mutua.
La inclinación natural de Halt había sido averiguar lo que tramaban los temujáis.
Erak tenía la misma necesidad. Pero también necesitaba las destrezas de Halt como
rastreador. Era muy consciente de las limitaciones de su propio hombre.
—Bueno —dijo nervioso—, por eso estás tú aquí, ¿no?
—Sí. —Halt sonrió sin humor—. La pregunta es, ¿por qué lo estás tú?
Erak fue lo bastante listo como para no decir nada. Concentró sus esfuerzos en
mantenerse a caballo, mientras el peludo poni trepaba afanosamente por la empinada
ladera bajo el peso desacostumbrado del corpulento capitán escandiano.
Llegaron a la cima con un repentino acelerón, cuando sus caballos treparon como
pudieron los últimos metros a través de la nieve mojada. A sus pies, vieron un valle
ancho y profundo y, más allá, otra cordillera baja.
En la extensa llanura, infinidad de hogueras escupían columnas de humo que
subían en espiral hacia el aire del atardecer y se extendían hasta donde alcanzaba la
vista: miles de ellas, rodeadas de otras tantas miles de tiendas de fieltro con forma de
seta. Entonces les llegó el olor del humo. No aromático y fragante, como el humo de
pino, sino acre y apestoso. Erak arrugó la nariz, repugnado.
—¿Qué están quemando? —preguntó.
—Estiércol seco de caballo —contestó Halt, escueto—. Llevan consigo su fuente
de combustible. Mira.
Señaló hacia donde se veía la manada de caballos temujáis, una gigantesca masa
amorfa que parecía fluir por el suelo del valle a medida que los caballos se trasladaban
en busca de pasto fresco.
—¡Por los dientes de Gorlog! —exclamó Erak, alucinado por la cantidad de
animales—. ¿Cuántos hay?
—Diez mil, quizás doce mil —contestó Halt. El escandiano soltó un silbido grave.
—¿Estás seguro? ¿Cómo puedes saberlo? —No era una pregunta sensata, pero
Erak estaba sorprendido por el tamaño de la manada de caballos e hizo la pregunta
más por decir algo que por cualquier otra razón. Halt le lanzó una mirada seca.
—Es un viejo truco de caballería —dijo—. Cuentas las patas y divides el número
por cuatro.
Erak le devolvió la mirada.
—Solo estaba intentando mantener una conversación, Guardián —dijo. Halt no
se mostró nada impresionado por esa afirmación.
—Pues no lo hagas —repuso cortante. Se quedaron en silencio mientras
estudiaban el campamento enemigo.
—¿Estás diciendo que hay unos diez o doce mil guerreros allí abajo? —preguntó
Erak al cabo de un rato. La cifra era sobrecogedora. En el mejor de los casos, Skandia
podría reunir alrededor de mil quinientos guerreros para enfrentarse a ellos. Quizás
dos mil, como mucho. Eso significaba una desventaja de seis o siete a uno. Halt negó
con la cabeza.
—Más bien unos cinco o seis mil —calculó—. Cada guerrero tendrá al menos
dos caballos. Y es probable que haya otras cuatro o cinco mil personas en el convoy
para encargarse de la intendencia y los víveres, pero ellos no serán combatientes.
Eso era un poco mejor, pensó Erak. Ya solo tenían una desventaja de tres o cuatro
a uno. Un poco mejor, pensó. No mucho.
No mucho ni de lejos.
Catorce
C uando llegaron a la cima de la colina, Halt hizo una pausa para mirar atrás.
Erak se detuvo a su lado, pero el Guardián le agarró del brazo y le empujó con
brusquedad hacia los dos caballos atados.
—¡Sigue corriendo! —le gritó.
Abajo en el valle, podía oír cuernos de alarma y el lejano sonido de unos gritos.
Más cerca, en la ladera de la colina, podía ver movimiento entre los árboles a medida
que los temujáis que habían estado ocultos en sus puestos de escucha por toda la loma
salían de sus escondrijos y echaban a correr colina arriba tras los pasos de los dos
intrusos.
—Maldito nido de víboras —musitó entre dientes. Calculó que debía de haber al
menos media docena de jinetes por debajo de ellos en la colina. Subían a toda prisa.
Era obvio que una partida más grande se estaría formando en el campamento, con
la intención de rodear la base de la colina y cogerlos a Erak y a él entre dos fuerzas
perseguidoras.
Solo y montado en Abelard estaba seguro de que podría dejarlos atrás sin
problema. Pero, con el lastre del escandiano, ya no lo tenía tan claro. Había visto la
destreza del hombre como jinete, que era prácticamente inexistente. Erack parecía
mantenerse a caballo gracias a una enorme cantidad de fuerza de voluntad y muy
poquito más. Halt era consciente de que tendría que ocurrírseie algún tipo de táctica
dilatoria para ralentizar la persecución y ganar tiempo para reunirse con el grueso de
la fuerza escandiana.
Curiosamente, aunque en teoría eran enemigos, la idea de abandonar al
escandiano y dejar que cayera en manos de los jinetes temujáis que los perseguían
jamás se le pasó por la cabeza.
Miró hacia donde habían atado al caballo de Erak (a Abelard, obviamente, no
necesitaba atarlo). Vio con cierta satisfacción que el capitán de barco lobuno había
logrado encaramarse a la montura y estaba sentado torpemente a lomos de su pequeño
caballo greñudo. Halt agitó una mano hacia él en un gesto inconfundible.
—¡Vamos! —gritó—. ¡Vete! ¡Vete! ¡Vete!
Erak no necesitó que se lo dijera dos veces y dio media vuelta para emprender
la cuesta abajo. Al hacerlo, se escoró peligrosamente hacia un lado y consiguió
mantenerse a caballo solo porque se aferró a la crin y apretó sus poderosas piernas en
torno al tronco redondo del animal. Después, con medio cuerpo fuera de la montura,
condujo al que fue un caballo temujái colina abajo, resbalando y derrapando en la
nieve blanda y mojada, y serpenteando peligrosamente entre los árboles. En un
momento dado, Erak olvidó agacharse cuando el caballo pasó por debajo de las ramas
bajas y nevadas de un enorme pino. Se produjo una explosión de nieve y, tanto caballo
como jinete, emergieron cubiertos de una gruesa capa de polvo blanco.
Halt se subió de un salto en la silla de Abelard, el caballito hizo una pirueta en el
sitio y partió a galope tendido casi antes de que pudiese inspirar. Halt ni se inmutó
mientras Abelard resbalaba, frenaba, derrapaba y recuperaba el equilibrio, ganándole
terreno al otro caballo a cada tranco.
Tendrá suerte si sobrevive otros cincuenta metros, pensó Halt, mientras el caballo
de Erak, medio descontrolado, giraba y resbalaba y zigzagueaba entre los árboles.
Parecía solo cuestión de tiempo que caballo y jinete se estrellaran a toda velocidad
contra uno de los grandes troncos de pino.
Apremió a Abelard aún más y el caballo respondió al instante. Alcanzaron al
binomio desbocado y se pusieron a su lado. Entonces, Halt se inclinó hacia un lado y
pudo agarrar las riendas que arrastraban por el suelo; hacía mucho que Erak las había
abandonado para aferrarse al pomo de la montura como si le fuera la vida en ello.
Ahora, al menos, Halt podía ejercer algo de control sobre el descenso en picado
del otro caballo. Abelard, ágil y de paso firme, los condujo entre los árboles, y Halt
le dio rienda libre para elegir el camino. El ronzal daba sacudidas y tironeaba de
su brazo, pero se aferró a él con desesperación, obligando al otro caballo a seguir
los pasos de Abelard. Este, como le habían enseñado a hacer, eligió el camino más
directo y, al mismo tiempo, más despejado para descender la montaña. Habían bajado
ya dos tercios del camino y Halt empezaba a sentirse más optimista con respecto a
sus opciones de escapar cuando oyó gritos y el sonido de esos malditos cuernos desde
la cresta de la colina a su espalda. Echó un rápido vistazo por encima del hombro,
pero la densa arboleda le bloqueaba la vista. En cualquier caso, sabía que el repentino
estallido de sonido anunciaba la aparición de los temujáis que los perseguían en la
cima de la montaña.
Y también sabía que era solo cuestión de tiempo que le alcanzaran, igual que él
había alcanzado al corpulento escandiano sobre el pequeño caballo.
Una rama delgada le dio un latigazo en la cara, llenándole los ojos de lágrimas
y castigándole por apartar la vista de la dirección en la que iba. Sacudió la cabeza
para librarse de la avalancha de nieve que la rama trajo aparejada; luego, al ver que
el tramo que tenía ante él estaba despejado, volvió a darse la vuelta un instante para
animar a Erak.
—¡Sigue aguantando! —le gritó, y el escandiano se apresuró a hacer exactamente
lo contrario: soltó una mano para indicar que le había oído.
—¡No te preocupes por mí! —le gritó de vuelta—. ¡Voy muy bien!
Halt negó con la cabeza. Francamente, había visto sacos de patatas que montaban
a caballo mejor que Erak. Se preguntó cómo lograba mantener los pies sobre la
cubierta de su barco lobuno cuando el mar estaba embravecido. Vio que los árboles
empezaban a ralear a su alrededor. Después oyó la estridente llamada de uno de los
cuernos temujáis a su izquierda y se percató de que el primero de los grupos que
estaban rodeando la base de la montaña desde el campamento debía de estar a punto
de interceptarlos. La cosa iba a estar muy reñida, pensó con cierta desazón. El ligero
aumento de la presión de sus piernas hizo que Abelard acelerara aún más. Desde
atrás, oyó un grito sobresaltado procedente de Erak cuando casi se sale de la montura
otra vez. Otro rápido vistazo le indicó que el escandiano seguía a caballo, y entonces,
alcanzaron el terreno llano entre las montañas.
Había estado en lo cierto. Sí que había sido una carrera reñida. Los jinetes que
encabezaban el grupo de temujáis aparecieron de pronto en la zona plana entre las
montañas. Estaban a apenas doscientos metros de distancia. Halt le dio un brutal tirón
al caballo de Erak para que girara, tocó a Abelard con los talones y puso a ambos
animales al galope por el camino que los había llevado hasta ahí. Ahora que estaban
en terreno más abierto, podía mirar hacia atrás con mayor facilidad. Contó al menos
una docena de jinetes en el grupo que les perseguía. Por un momento, el veterano
Guardián tuvo un claro déjà vu: su mente acababa de retroceder varios años hasta el
día en que conducía una manada de caballos robados mientras otro grupo de temujáis
le pisaba los talones con furia asesina. Esbozó una sonrisa triste. Por supuesto que
había robado los caballos. Solo que no quería decepcionar a Horace como cuando le
contó lo de su anterior encuentro con los jinetes del este. En aquel momento, sentía
que el chico ya había sufrido suficientes decepciones por un día.
Dejó que Abelard aflojara el paso un pelín para que el otro caballo se pusiera a
su altura y así poder tirarle las riendas al jarl escandiano, que iba botando y dando
sacudidas en la montura a su lado. Sorprendentemente, Erak las cogió. Bueno, parecía
que no había ningún problema con sus reflejos, pensó Halt.
—¡Sigue adelante! —le gritó a Erak.
—¿Qué… vas… a… hacer? —contestó Erak a trompicones, las palabras salían
de su boca a cada bote y zarandeo en la montura.
—Voy a frenarlos un poco —contestó Halt, escueto—. No te pares a mirar. ¡Sigue
adelante lo más deprisa que puedas!
Erak rechinó los dientes cuando dio un golpetazo en la montura.
—¡Esto es lo más… deprisa… que puedo! —contestó, pero Halt ya estaba
negando con la cabeza. El Guardián había descolgado su arco largo de sus hombros
y lo blandía en la mano derecha. Erak vio lo que iba a hacer un momento demasiado
tarde para reaccionar.
—¡No! —empezó—. ¡Ni se te ocurra…!
Pero entonces, el arco azotó la grupa del caballo con un sonoro zurriagazo y el
animal salió disparado como si le hubiese picado algo. Claro que, en cierto modo,
era lo que había pasado.
La blasfemia que Erak estaba preparando para Halt se perdió en su interminable
aullido cuando se vio obligado a aferrarse al pomo de la montura otra vez para no
caer del caballo. Estaba furioso, pero le duró solo unos segundos, porque enseguida
se dio cuenta de que seguía a caballo y conseguía mantenerse en la montura incluso
a ese ritmo tan acelerado. Por eso, cuando el caballo empezó a ralentizar el paso
para adoptar una velocidad más cómoda, le dio varios manotazos en la grupa para
mantenerlo en marcha.
Halt observó con satisfacción como su compañero se alejaba, azuzando al caballo
para que fuera más deprisa. En pocos segundos, Erak dobló una curva del camino
que discurría entre dos de las colinas y se perdió de vista.
Entonces, en respuesta a una bien conocida señal de rodillas, Abelard se encabritó
e hizo una pirueta sobre las patas de atrás para girar en redondo y acabar parado en
ángulo recto a la dirección que habían estado siguiendo.
En un instante, el caballo había pasado de ir a pleno galope a parar en seco. Se
mantuvo quieto como una estatua mientras su amo se ponía de pie en los estribos,
una flecha cargada en la cuerda de su inmenso arco largo.
Halt sabía que el arco largo tenía mucho mayor alcance que los arcos recurvos
más pequeños y de tiro plano de los temujáis. Dejó que se acercaran un poco más,
calculó el ritmo al que se estaban comiendo la distancia que los separaba, hizo una
estimación de cuándo tendría que disparar para que la flecha llegara a un punto dado
en el mismo momento en que lo hiciera el jinete en cabeza. Todo eso lo hizo sin
pensar, dejó que sus arraigados instintos y la experiencia de años de entrenamiento
interminable se hicieran cargo de la situación. Casi sin darse cuenta, soltó la cuerda
y la flecha salió volando, dibujando un ligero arco hacia los perseguidores.
Estaban a ciento cincuenta metros de él cuando la flecha derribó al jinete que iba
en cabeza. Se escoró hacia un lado y, al intentar mantenerse agarrado a las riendas,
hizo caer también a su caballo. El jinete que iba justo detrás de él, cogido totalmente
por sorpresa, no tuvo ocasión de evitar al caballo caído de su líder. Él y su propio
caballo rodaron también por el suelo, lo que solo aumentó la maraña de patas y piernas
y brazos y cuerpos que rodaban en un maremágnum de nieve revuelta.
El grupo perseguidor quedó sumido en un caos total, con los jinetes tirando
brutalmente de las riendas para arrastrar a sus caballos lejos del revoltijo que tenían
delante. Unos caballos cayeron, otros se encabritaron, todos se interpusieron en el
camino de unos y otros, resbalaban con las patas tiesas para detenerse en la nieve,
brincaban en todas direcciones para evitar la colisión. Mientras daban vueltas
sumidos en su confusión, Halt ya se alejaba al galope. Dobló la curva y fue en pos
de Erak.
Poco a poco, los temujáis recuperaron el orden. El caballo del líder ya estaba en
pie otra vez y cojeaba haciendo círculos, bufando y resoplando como loco. Su jinete
yacía en la nieve, en el centro de un charco rojo cada vez más grande. Entonces, los
otros pudieron ver la causa de sus problemas: la contundente flecha de astil negro
que había aparecido de repente para derribar a su líder. Acostumbrados a usar ellos
mismos el arco con una precisión letal, no estaban familiarizados con la sensación
de estar en el lado que recibía el ataque; y desde tanta distancia. Quizás, pensaron,
una persecución desenfrenada de los dos jinetes que huían no era tan buena idea.
Los temujáis no eran ningunos cobardes, pero tampoco eran tontos. Acababan de
ver una prueba clara de la inquietante precisión de su presa. Se reorganizaron y
reemprendieron la persecución… pero no con tanto ímpetu esta vez, ni a tanta
velocidad.
Detrás de ellos, dejaron al segundo jinete, el que había colisionado con el líder
caído, intentando en vano capturar al caballo del líder; el suyo se había roto el cuello
en la caída. El hombre no parecía tener demasiada prisa por reemprender la
persecución.
Dieciséis
H alt paró dos veces más para frenar a los jinetes que venían tras ellos. En ambas
ocasiones, desmontó y dejó que Abelard se alejara al trote y doblara el
siguiente recodo del camino hasta quedar fuera de la vista. Halt, por su parte, esperó
de pie entre las oscuras sombras de los pinos, casi invisible en su famosa capa moteada
gris y verde.
Cuando los jinetes temujáis aparecieron tras una curva en el camino detrás de él,
Halt disparó dos flechas desde una gran distancia en un alto vuelo parabólico. Los
jinetes ni siquiera fueron conscientes de que les estaban disparando hasta que dos de
sus miembros agitaron los brazos y cayeron a la nieve desde sus monturas.
Halt eligió sus posiciones de emboscada con cuidado. Seleccionó lugares en los
que tenía una buena vista del camino que había dejado atrás, pero no eligió todas
las secciones de ese tipo. Después del tercer ataque, cada vez que los temujáis se
acercaban a un recodo en el camino, ralentizaban la marcha, temerosos de ir a toparse
con otra lluvia de flechas negras cayendo del cielo sobre ellos.
Las dos últimas veces, ni siquiera vieron a Halt antes de que se moviera para
volver a montarse en Abelard. Inevitablemente, los temujáis se volvieron más y más
cautos cuando tenían que doblar alguna curva o recodo del camino, y su velocidad
pasó del alocado frenesí de la persecución inicial a un trote más dubitativo. Además,
el camino era desconocido para ellos, así que no tenían forma de saber qué les
aguardaba después de cada curva. Pronto empezaron a buscar excusas, diciendo que
no había ninguna necesidad real de capturar a los dos hombres que habían estado
espiando su campamento. Después de todo, dos hombres no podían hacerles
demasiado daño y daba lo mismo si alertaban a las fuerzas escandianas; los temujáis
habían ido ahí preparados para luchar de todos modos.
Ese era el resultado que Halt había estado buscando. Después de parar dos veces,
puso a Abelard a un galope constante y pronto alcanzó a Erak, que seguía dando botes
y sacudidas a lomos de su caballo, que iba ya a un galope más lento. Erak oyó el ruido
amortiguado de unos cascos detrás de él y se giró con torpeza en la montura. Casi
esperaba ver a un grupo de temujáis dándole caza, así que fue un alivio reconocer la
figura del Guardián envuelto en su capa gris. Su caballito, sin nadie que le apremiara a
seguir, ralentizó el paso cuando los otros dos llegaron a su lado, Halt frenó a Abelard
unos cuantos trancos para adaptarse al ritmo del caballo temujái.
—¿Dónde has… estado? —preguntó Erak, de ese mismo modo entrecortado.
Halt señaló el camino a su espalda.
—Consiguiendo algo de tiempo —contestó—. ¿No puedes hacer que ese jaco
tuyo corra más deprisa?
Erak se sintió insultado. Había creído que lo estaba haciendo bastante bien.
—Que sepas que soy un jinete excelente —dijo en tono seco. Halt echó una
miradita a su espalda. No había señal alguna de persecución, pero tampoco había
forma de saber cuánto tardarían los temujáis en darse cuenta de que no los estaba
esperando detrás de cada recodo. Si continuaban a este paso suave y cómodo, los
jinetes que venían tras ellos recuperarían la distancia perdida en nada de tiempo.
—Puede que creas que eres un jinete excelente —le dijo—, pero ahí detrás hay
unos veinte temujáis que de verdad lo son. ¡Así que muévete!
Erak vio el arco largo subir y empezar a bajar hacia la grupa de su caballo de
nuevo. Esta vez, no gastó saliva ni tiempo en gritarle a Halt que no lo hiciera. Cerró su
manaza en torno a la crin y se agarró como una lapa mientras el caballo salía corriendo
como una exhalación. Mientras botaba y rebotaba con un dolor exquisito, se consoló
con la idea de que, cuando aquello acabara, separaría al Guardián de su cabeza.
Continuaron su huida. Halt azuzaba al caballo temujái cada vez que flaqueaba.
El paisaje a su alrededor empezó a resultar más familiar y enseguida se adentraron
en el Desfiladero Serpenteante para llegar hasta el puesto fronterizo desierto. Allí,
acampados fuera de la empalizada de troncos del pequeño fortín, los esperaban los
veinte guerreros escandianos de Erak junto a Evanlyn y los dos aprendices. Cuando
los dos caballos llegaron al desfiladero a galope tendido, los escandianos se pusieron
en pie a toda prisa y echaron mano de sus armas.
Halt hizo una parada a raya con Abelard al lado de sus tres compañeros. Erak
intentó emular su acción, pero su caballo siguió su carrera durante otros veinte metros
o así y el escandiano tuvo que hacerlo girar con brusquedad. El hombre se resbaló y
se tambaleó en la montura durante el giro e, inevitablemente, cayó como un fardo a
la nieve cuando el caballo por fin decidió parar.
Dos o tres de los escandianos fueron lo bastante tontos como para soltar breves
risotadas mientras Erak se levantaba. Los ojos del Jarl se clavaron en ellos, fríos como
el hielo de un glaciar; tomó nota mental de quiénes eran para futuras represalias. Las
risas se desvanecieron tan deprisa como habían surgido.
Halt pasó la pierna por encima del pomo y se deslizó al suelo. Acarició el cuello
de Abelard en señal de gratitud. El caballito apenas resollaba. Había sido criado para
galopar el día entero si fuese necesario. El Guardián vio las miradas inquisitivas de
todos los que le rodeaban.
—¿Encontrasteis al grupo principal? —preguntó Will al final.
Halt asintió, muy serio.
—Sí que los encontramos, sí.
—Miles de ellos —añadió Erak, y los escandianos reaccionaron con sorpresa ante
la noticia. Erak los mandó callar con un gesto—. Debe de haber unos cinco o seis mil
ahí fuera. Es probable que en estos mismos momentos se estén dirigiendo hacia aquí.
—Una vez más hubo murmullos de sorpresa y consternación cuando mencionó las
cifras. Uno de los escandianos se adelantó.
—¿Qué quieren, Erak? —quiso saber—. ¿Qué están haciendo aquí?
Pero fue el Guardián el que contestó a la pregunta.
—Quieren lo que quieren siempre —dijo en tono serio—. Quieren vuestras
tierras. Y están aquí para arrebatároslas.
Los hombres se miraron los unos a los otros. Entonces, Erak decidió que era hora
de tomar el control de la situación.
—Bueno, pues descubrirán que somos duros de pelar —declaró. Columpió su
hacha de guerra en un pequeño arco para indicar el fuerte que tenían a su espalda
—. Nos atrincheraremos en ese fuerte y los contendremos mientras uno de nosotros
lleva la noticia de vuelta a Hallasholm —dijo—. Puede que sean cinco mil, pero solo
pueden llegar hasta nosotros en pequeños grupos a través del desfiladero. Deberíamos
ser capaces de contenerlos durante cuatro o cinco días al menos.
Se oyó un gruñido de asentimiento procedente de los escandianos y varios de ellos
columpiaron sus hachas por el aire en patrones tentativos. El Jarl se mostraba cada
vez más confiado ahora que tenía un plan de acción claro. Y era el tipo de plan que
atraía a una mente escandiana: simple, sencillo, fácil de poner en práctica e implicaba
un cierto grado de caos. Erak miró a Halt, que le observaba en silencio, apoyado en
el arco largo tan alto como un hombre.
—Tendré que pedirte que me prestes el caballo otra vez —dijo, señalando con la
barbilla el caballo que había estado montando—. Enviaré a uno de mis hombres de
vuelta a Hallasholm para dar la alarma. El resto de nosotros nos quedaremos aquí y
lucharemos. —Una vez más se oyó un gruñido salvaje entre los escandianos a modo
de respuesta. El Jarl continuó—: En cuanto a vosotros, podéis quedaros y luchar a
nuestro lado o continuar vuestro camino. Me es indiferente.
Halt negó con la cabeza, una expresión de amarga desilusión en la cara.
—Es demasiado tarde para que podamos marcharnos —dijo, sin rodeos. Se volvió
hacia sus tres jóvenes compañeros y se encogió de hombros como para disculparse
—. El grueso de la fuerza temujái se encuentra justo en nuestro camino de vuelta a
Teutlandt. No tenemos otra elección que quedarnos aquí.
Will intercambió una mirada con Evanlyn y con Horace. Se le cayó el alma a los
pies. Habían estado tan cerca de escapar, tan cerca de volver a casa…
—Es culpa mía —continuó Halt, dirigiéndose a los dos exprisioneros—. Debí de
haberos sacado de aquí directamente, en lugar de empeñarme en ver qué tramaban los
temujáis. Pensé que, en el peor de los casos, sería una expedición de reconocimiento.
No tenía ni idea de que fuese una invasión.
—No pasa nada, Halt —le tranquilizó Will. Odiaba ver a su mentor disculparse
o inculparse. A ojos de Will, Halt no hacía nunca nada mal. Horace se apresuró a
apoyarle.
—Nos quedaremos aquí y los contendremos con los escandianos —dijo, y uno
de los guerreros más próximos a él le dio una palmada enérgica en la espalda.
—¡Ese es el espíritu, chico! —exclamó, y varios hombres más expresaron a coro
su aprobación por las intenciones de Horace. Pero Halt negó con la cabeza.
—Nadie debería quedarse aquí. No tiene ningún sentido.
Eso provocó un clamor de enfado y escarnio entre los escandianos. Erak los
mandó callar y dio un paso adelante, los ojos clavados en la enjuta figura de capa gris.
—Sí que tiene sentido —dijo en un tono tan serio que resultaba amenazante—.
Los contendremos aquí hasta que Ragnak pueda reunir al ejército para relevarnos.
Somos veinte. Eso debería ser más que suficiente para contener a esos salvajes
durante un rato. No será como cuando masacraron a la guarnición que había aquí.
Entonces solo había una docena de hombres. Los contendremos o moriremos en el
intento. No nos importa, siempre y cuando podamos retrasarlos durante tres o cuatro
días.
—No duraréis más de tres o cuatro horas —dijo Halt en tono neutro, y un silencio
envolvió al pequeño grupo. Los escandianos estaban demasiado escandalizados por
la enormidad del insulto como para contestar. Erak fue el primero en recuperarse.
—Si crees eso —dijo, muy serio—, es que nunca has visto a escandianos luchar,
amigo mío. —Las dos últimas palabras iban cargadas de sarcasmo y desdén. Los
otros escandianos por fin encontraron sus voces, y brotó un coro airado que se mostró
de acuerdo con Erak y abucheó a Halt. El Guardián esperó a que los gritos amainaran.
El enfado de los escandianos ante sus palabras no le intimidaba en absoluto. Al final,
se callaron.
—Sabes que sí lo he hecho —dijo, sin apartar los ojos de los de Erak.
El líder escandiano frunció el ceño. Conocía la reputación de Halt, como guerrero
y como estratega. Después de todo, el hombre era un Guardián, y Erak sabía lo
suficiente acerca del misterioso Cuerpo de Guardianes como para saber que no eran
dados a proferir insultos inútiles o hacer comentarios precipitados.
—La pregunta es —continuó Halt—, ¿has visto tú luchar a los temujáis? —Dejó
que la pregunta se flotara en el aire frío que los rodeaba. Hubo un momento de silencio
entre los escandianos, porque por supuesto, ninguno de ellos los había visto luchar.
Al ver que tenía toda su atención, Halt siguió hablando—. Porque yo sí. Y os diré lo
que haría yo si fuera el general temujái.
Hizo un gesto amplio con el brazo para abarcar las empinadas paredes del
desfiladero que se alzaban imponentes por encima del pequeño fuerte. En ellas
crecían pinos, aferrados a los lados casi verticales del desfiladero tras lograr contra
todo pronóstico encontrar algún sitio en el que arraigar entre las rocas y la nieve.
—Haría que un grupo de hombres escalara por las paredes del desfiladero hasta
quedar por encima de nosotros. Digamos… unos doscientos o así. Y desde ahí, les
ordenaría disparar a matar a cualquiera lo bastante imprudente como para asomar la
cabeza al aire libre dentro del fuerte.
Los ojos de todos los presentes siguieron la dirección del brazo con el que
señalaba. Uno de los escandianos resopló desdeñoso.
—Nunca lograrían trepar hasta ahí arriba. ¡Esas paredes son infranqueables!
Halt se volvió para mirarle directamente a los ojos. Intentó que el hombre
comprendiera y se creyera lo que estaba diciendo mediante la pura fuerza de su
convicción.
—Infranqueables no. Muy difíciles. Pero lo harán. Créeme, he visto a esos
hombres y sé de lo que son capaces. Puede que pierdan cincuenta vidas o así en el
intento, pero considerarán que les ha salido barato.
Erak estudió los acantilados que se alzaban por encima del fuerte, tuvo que
entrecerrar los ojos para ver con mayor claridad bajo la luz cada vez más débil de
última hora del atardecer. Quizás el Guardián tuviera razón, pensó. Le dio la
impresión de que él mismo sería capaz de trepar por esas paredes, con cuerdas y
equipo y un pequeño grupo de marineros selectos (los que se encargaban de las
grandes velas cuadradas de los barcos lobunos, que subían y bajaban resbalando por el
mástil con la misma facilidad con la que los demás caminaban por el suelo). Aunque
los temujáis eran soldados de caballería, pensó. Expresó en voz alta su objeción.
—Jamás conseguirán subir a sus caballos hasta allí.
—No necesitarán a sus caballos ahí arriba —replicó Halt—. Se limitarán a
sentarse ahí y dispararos cada vez que os asoméis. Puede que el fuerte domine el
desfiladero, pero esas altas paredes dominan el fuerte.
Erak se quedó callado un buen rato. Volvió a mirar las paredes del desfiladero. Si
los árboles podían encontrar dónde agarrarse, razonó, también podrían hacerlo unos
hombres; hombres decididos. Y estaba dispuesto a creer que esos temujáis eran muy
decididos.
—Asúmelo —continuó Halt—, el cometido de este fuerte nunca fue ser una
posición defensiva de verdad. Es un punto de control para las personas que cruzan
la frontera, nada más. Simplemente no está diseñado ni ubicado para contener a un
ejército invasor.
Erak estudió al Guardián. Cuanto más lo pensaba, más sentido tenía lo que decía
Halt. Podía imaginarse muy bien los peligros de quedar atrapado dentro del fuerte
con un centenar de arqueros o así encaramados en los acantilados por encima de él…
y sin forma humana de contestar a su ataque.
—A lo mejor tienes razón —admitió reticente. Empezaba a respetar el buen juicio
del misterioso Guardián. Y era lo bastante honrado como para reconocer que la
experiencia de Halt con respecto a esos jinetes orientales era mucho mayor que la
suya. Hasta entonces, pensó, todo lo que había dicho acerca de ellos había resultado
ser cierto. A regañadientes, tomó una decisión crucial: pasarle el control a Halt—.
¿Qué sugieres que hagamos? —preguntó. Sus hombres le miraron sorprendidos y él
los fulminó con la mirada. Halt asintió una vez, en reconocimiento a la dificultad de
la decisión que acababa de tomar el Jarl.
—Tenías razón en una cosa —dijo—. Hay que avisar a Ragnak. No tiene ningún
sentido que perdamos más tiempo aquí. Los temujáis tardarán al menos medio día en
poner a todo el ejército en marcha. Y más para pasar por este estrecho desfiladero.
Aprovechemos el tiempo de que disponemos. Cabalgaremos como alma que lleva el
diablo de vuelta a Hallasholm.
Diecisiete
A 1 final resultó que la tarea fue mucho más fácil de lo que Erak o Halt hubiesen
creído posible. Ragnak era muchas cosas, pero no era ningún tonto. Cuando el
pequeño grupo regresó a Hallasholm con la noticia de que un ejército de casi seis mil
jinetes temujáis estaba en proceso de invadir su país, hizo el mismo cálculo mental
que había hecho Erak. Sabía tan bien como el Jarl que podía reunir una fuerza de
no más de mil quinientos guerreros (posiblemente menos, si tenía en cuenta que era
probable que algunos de los asentamientos más periféricos cercanos a la frontera ya
habrían sido invadidos y derrotados).
Como la mayoría de los escandianos, Ragnak no tenía miedo de morir en el campo
de batalla. Pero tampoco creía que uno tuviese que buscar semejante final sin intentar
antes todas las demás alternativas. Si existía una forma de vencer a los invasores,
estaba dispuesto a considerarla. Por eso, cuando Erak le contó lo mucho que sabía
Halt sobre los temujáis y que estaba dispuesto a prestarles sus servicios, y cuando
Borsa y varios de los otros miembros del consejo recibieron la idea de buena gana,
aceptó sus argumentos con poco más que una resistencia simbólica. En cuanto al
asunto de los esclavos recuperados, ignoró el tema por completo. En tiempos
normales, quizás buscase castigar a los fugitivos como forma de desalentar futuros
intentos de fuga. Pero estos no eran tiempos normales y, con un ejército invasor a su
puerta, dos esclavos capturados no le parecía un tema digno de su atención.
No obstante, sí exigió ver a Halt en sus dependencias privadas. A solas.
Sabía lo suficiente acerca de los Guardianes como para respetar sus habilidades y
su valentía como grupo, pero quería, tener la oportunidad de evaluar al hombre como
individuo. La capacidad de Ragnak para hacer ese tipo de evaluaciones había sido
siempre una de sus principales cualidades como líder de los escandianos. La prueba
de su destreza residía en el hecho de que solía elegir a Erak para encargarse de las
tareas más difíciles que conllevaba gobernar una nación de guerreros discutidores y
con ideas propias.
Halt fue conducido hasta la habitación de techo bajo y paredes de madera en la que
Ragnak pasaba sus horas de vida privada (de las que últimamente apenas disponía,
pensó el Oberjarl con pesar). La habitación era como las de todos los escandianos de
alto rango: calentada por un fuego de troncos de pino, con pieles de oso que tapizaban
los muebles tallados en madera de pino y decorada con objetos de diversas culturas
resultado de años de saquear pueblos costeros y otros barcos.
La pieza principal de la habitación era una enorme lámpara de araña de cristal,
robada de una abadía en la costa del Mar Constante hacía unos años. Sin un techo
alto del que colgarla, Ragnak había optado por dejarla sobre una mesa de pino sin
pulir. Dominaba la habitación y quedaba más que un poco rara en un espacio tan
reducido. Es más, en su posición sobre la mesa era totalmente incapaz de llevar a
cabo su cometido. No había Forma de encender las cincuenta lamparitas de aceite y
mantenerlas encendidas de manera segura.
Pero a Ragnak le encantaba la pieza. Para él, representaba el sumun del arte. Era
un objeto de belleza excepcional, por incongruente que pudiera resultar en ese lugar,
así que ahí seguía.
Cuando Halt llamó a la puerta y entró, como le habían dicho que hiciera, Ragnak
levantó la vista del pergamino que estaba leyendo. Frunció el ceño. Él equiparaba
la habilidad y bravura en batalla con la fuerza física y el tamaño. El hombre que
tenía ante él parecía bastante en forma, pero su cabeza apenas llegaría al hombro del
Oberjarl si los dos estuviesen de pie. No había lugar a dudas. Era un hombre pequeño.
—Así que tú eres Halt —dijo, sin sonar demasiado interesado en el hecho. Vio
una ceja del hombrecillo arquearse.
—Así que tú eres Ragnak —repitió el hombre, imitando su tono.
Las espesas cejas de Ragnak se juntaron en una expresión de ira. Pero por dentro,
sintió una rápida chispa de respeto por el hombre que tenía delante. Le gustó la
respuesta instantánea de Halt, le gustó el modo en que el Guardián no estaba
mostrando ningún síntoma de sentirse intimidado.
—La gente se dirige a mí como «Oberjarl» —le informó en tono amenazador.
Halt hizo la más leve sugerencia de encogerse de hombros.
—Muy bien, Oberjarl —contestó—. Yo haré lo mismo.
Halt observó al Oberjarl con atención. Era enorme, pero eso era bastante normal
entre los escandianos. Sin embargo, no tenía la clásica musculatura esculpida que
una persona como Horace adquiriría en los siguientes años, con hombros anchos y
caderas estrechas. Tenía más bien, como todos los escandianos, un cuerpo corpulento
en todos los sentidos. Tenía la constitución de un oso.
Sus brazos y sus piernas presentaban unos músculos inmensos, y su larga barba
estaba cuidadosamente separada en dos masas enormes. El pelo había sido rojo en su
día, pero ahora los años lo estaban volviendo del color de las cenizas en una chimenea
fría.
Tenía una cicatriz pálida en una mejilla, desde justo debajo del ojo izquierdo
hasta la punta de la barbilla. Halt supuso que sería de una vieja herida. Una vez más,
había poco que destacar sobre eso. Los escandianos elegían a sus líderes de entre los
guerreros, no los administradores.
Pero sobre todo, Halt se fijó en sus ojos. Reconoció la animadversión que vio en
ellos. Se lo había esperado. Pero eran unos ojos profundos, y también pudo ver en
ellos inteligencia y astucia, cosa que agradeció.
Si Ragnak hubiese sido un hombre estúpido, la posición de Halt habría sido
insostenible en aquel lugar. Sabía de la arraigada animadversión del Oberjarl por los
Guardianes, y conocía las razones de ello. Pero un líder inteligente sería consciente
de que Halt podía serle útil, y quizás estuviese dispuesto a dejar a un lado sus
sentimientos personales por el bien de su gente.
—No tengo ningún aprecio por los hombres como tú, Guardián —dijo el Oberjarl.
Era obvio que su mente discurría por líneas similares a las de Halt.
—Tiene pocas razones para apreciarnos —admitió Halt—. Pero quizás sí me
encuentre útil.
—Eso me dicen —repuso el líder escandiano. Una vez más, se descubrió
admirando la franqueza del Guardián.
Cuando se enteró de la muerte de su hijo en Thorntree, Ragnak se quedó devastado
por el dolor y la ira… contra los araluanos, los Guardianes y, en particular, contra
el rey Duncan.
Pero había sido una reacción inmediata y espontánea a su dolor. Como realista
que era, sabía que su hijo se había jugado la vida al unirse a las fuerzas de Morgarath
en aquella aciaga aventura y, de hecho, la muerte en batalla era habitual entre los
escandianos, que vivían para las incursiones y los saqueos. Por ello, a lo largo de los
siguientes meses, la ira de Ragnak, si no su dolor, se había ido apaciguando. Su hijo
había muerto con honor, con un arma en las manos. Eso era todo lo que un escandiano
podía pedir. Eso no quería decir que sintiera ningún afecto por los Guardianes, pero
podía respetar sus habilidades y su valentía, y su valor como rivales.
O incluso como posibles aliados.
El juramento de Ragnak contra el rey Duncan y su familia era algo totalmente
distinto. Lo más probable era que, de haber esperado, su odio hubiera disminuido, y
quizás incluso se hubiese transformado en una actitud más razonable. Pero actuó por
impulso e hizo un juramento a los Vallas, la deidad triple que gobernaba la religión
de Skandia, y ese juramento era inviolable.
Puede que Ragnak fuese capaz de aceptar a Halt como aliado. Puede que fuese
capaz de reconocer que las mismas cualidades que convertían al Guardián en un rival
peligroso también podían convertirle en un aliado útil en la batalla que se avecinaba
contra los invasores temujáis. Esa sería una elección personal. Pero su Vallasvow
contra Duncan era irrevocable.
De repente se dio cuenta de que, mientras pensaba en todo aquello, el canoso
Guardián había estado de pie delante de él, en silencio, esperando a que hablara.
Ragnak sacudió la cabeza, enfadado. Ultimamente parecía haber desarrollado el
hábito de divagar en medio de una conversación.
—Bueno —dijo con brusquedad—. ¿Puedes ayudarnos?
Halt respondió sin vacilar.
—Estoy dispuesto a hacer todo lo que pueda—dijo—. Qué puede ser, aún no
tengo ni idea.
—¡Ni idea! —repitió Ragnak con sarcasmo—. Me habían dicho que los
Guardianes siempre están llenos de ideas.
Halt negó con la cabeza.
—Primero tengo que evaluar nuestros puntos fuertes y nuestras debilidades. Y
después necesitaré mapas de los alrededores —dijo—. Tendremos que encontrar un
sitio que contrarreste su superioridad numérica en la medida de lo posible. Después,
voy a ir a caballo a echarles otro vistazo a los temujáis. La última vez que los vi,
estaba demasiado ocupado manteniendo vivo a su jarl. Y entonces, después de que
haya hecho todo eso, quizás sea capaz de contestar a su pregunta.
Ragnak se mordisqueó un extremo del bigote mientras registraba todo lo que
había dicho el Guardián. Estaba impresionado, aunque le costara admitirlo. Su propia
capacidad para planear una batalla solía reducirse a las palabras «¿Todo el mundo
listo? ¡Seguidme!», pronunciadas justo antes de encabezar un ataque frontal.
Después de todo, pensó, a lo mejor sí que podría ser útil ese Guardián.
—No obstante, Oberjarl, sea consciente de una cosa —continuó Halt, y Ragnak
levantó la vista hacia él, sorprendido ante el tono de inflexible autoridad en su voz—.
Le voy a tener que hacer preguntas sobre su gobierno, su organización, sus guerreros,
su cantidad de efectivos… Son preguntas que pueden darme una ventaja en cualquier
futura desavenencia entre nuestros dos países.
—Ya veo… —dijo Ragnak. No le gustaba la dirección que estaba tomando la
conversación.
—Sentirá la tentación de mentirme. De exagerar sus fuerzas y sus habilidades.
No lo haga. —Una vez más, el Oberjarl se quedó atónito ante el tono autoritario de
sus palabras. Pero Halt mantuvo la mirada serena—. Si quiere que les ayude, tendrá
que ser sincero conmigo. Lo mismo digo de sus jarls.
Ragnak pensó lo que había dicho durante un momento, luego asintió.
—De acuerdo —dijo—. Eso sí —añadió—, ese hacha tiene dos filos. Tú también
tendrás que enseñarnos cómo pensáis y cómo planeáis una batalla.
Y una vez más, una sombra de sonrisa jugueteó por las comisuras de la boca de
Halt al oír lo que decía el Oberjarl.
—Eso es verdad —reconoció—. Supongo que, si queremos ganar, los dos
tenemos que estar dispuestos a perder un poco.
Los dos hombres se miraron una vez más. Ambos decidieron que les gustaba lo
que veían en los ojos del otro. De pronto, Ragnak señaló hacia una de las enormes
butacas de madera de pino.
—¡Siéntate! —exclamó, señalando una jarra de vino galo que había en la mesa
entre ellos, casi perdida entre los centelleantes adornos de cristal de la lámpara de
araña—. Tómate una copa y dime una cosa. ¿Por qué crees que los temujáis han
elegido convertirse en un fastidio para Skandia? Les hubiese resultado más fácil ir
hacia el sur, a través de Teutlandt y la Galia, ¿no crees?
Halt se sirvió una copa del brillante vino tinto y bebió un gran trago. Arqueó una
ceja en señal de agrado, estaba claro que Ragnak sabía qué vinos robar, pensó.
—Yo me he estado preguntando lo mismo —dijo al fin. Deseó que la silla en la
que estaba sentado hubiese sido fabricada para alguien más pequeño que el gigantesco
escandiano medio. Sus pies apenas rozaban el suelo mientras estaba ahí sentado y
se sentía como un niño pequeño en el despacho de su padre—. Aunque acaben
venciendo aquí, deben ser conscientes de que los escandianos serán un hueso duro
de roer. Desde luego, más duro que los habitantes de Teutlandt.
Ragnak soltó un bufido despectivo ante la mención de la raza desorganizada y
pendenciera que lindaba al sur con Skandia. Minados por facciones y desconfianza
interna, los teutlandeños estaban a merced de cualquier conquistador en potencia. De
hecho, si las ambiciones escandianas hubiesen ido en esa dirección, Ragnak estaba
seguro de que podría haber subyugado el país con su pequeño ejército de guerreros.
—Y los galos están casi igual de mal —continuó Halt—. Serían incapaces de
ponerse de acuerdo para encontrar un líder general que tomara el mando. Así que me
pregunté qué había hecho que los temujáis viraran hacia el norte y se arriesgaran a
acabar con unos cuantos chichones aquí en Skandia.
—¿Y? —le apremió el Oberjarl. Halt bebió otro trago de vino y frunció los labios
en ademán pensativo.
—Me pregunté qué había aquí que hiciese que el riesgo mereciera la pena —dijo
—. Y se me ocurrió solo una cosa.
Hizo una pausa. Era una pausa dramática, lo sabía, pero no se pudo resistir. Y
estaba convencido de que ocurriría lo que ocurrió: el Oberjarl se inclinó hacia delante.
—¿Qué era? ¿Qué andan buscando?
—Barcos —repuso Halt—. Los temujáis quieren controlar los mares. Y eso
significa que sus ambiciones no terminan aquí. Están planeando invadir también
Araluen.
Diecinueve
E vanlyn estaba viendo a Will hacer prácticas de tiro. Era algo en lo que había
insistido Halt, una vez que llegaron a la relativa seguridad de Hallasholm. La
velocidad y precisión de Will habían caído muy por debajo de los niveles que Halt
consideraba aceptables y no perdió ni un segundo en hacérselo saber a su aprendiz.
—¿Recuerdas la regla de oro? —había dicho, después de ver a Will disparar una
docena de flechas a objetivos diferentes dispuestos en un semicírculo delante de él,
a distancias de entre cincuenta y doscientos metros. La mayoría de las flechas de
Will habían errado los blancos más lejanos y tardó mucho más tiempo del debido en
disparar la serie de doce tiros.
Will había levantado la vista hacia su mentor, consciente de lo mal que había
disparado. Halt fruncía el ceño y negaba ligeramente con la cabeza. Y lo que era aún
peor, Horace y Evanlyn habían elegido ese preciso momento para ir a verle entrenar.
—¿Práctica? —había preguntado con aire tristón, y Halt había asentido.
—Práctica —afirmó. Mientras iban a recoger las flechas disparadas, había dejado
caer un brazo consolador sobre los hombros del chico—. No te sientas demasiado
mal al respecto —le dijo—. Tu técnica sigue siendo buena, pero no puedes esperar
pasar el invierno haciendo muñecos de nieve en las montañas y aun así conservar
tu precisión.
—¿Haciendo muñecos de nieve? —contestó Will, indignado—. Más vale que
sepas que las cosas fueron bastante duras allá en las montañas… —Se calló al darse
cuenta de que Halt le había estado tomando el pelo. Aunque tenía que reconocer que
el Guardián tenía razón. La única forma de alcanzar la velocidad y la precisión casi
instintivas con el arco que eran el sello distintivo de un Guardián era practicar, con
constancia y asiduidad.
A lo largo de los siguientes días, fue al campo de prácticas siempre que pudo y se
entregó a la tarea de perfeccionar sus destrezas una vez más. A medida que recuperaba
su antigua pericia, junto con su fuerza y forma física, una pequeña multitud empezó a
seguirle para verle entrenar. Aunque Will no podía presumir de los niveles de destreza
de un Guardián hecho y derecho, su habilidad era muy superior a la de los arqueros
normales, así que muchos escandianos y varios de los esclavos le observaban con
una buena dosis de respeto.
Evanlyn y Horace, sin embargo, parecían encontrar otras muchas cosas con las
que ocupar sus días: montaban a caballo y salían de excursión por los bosques
cercanos, y a veces incluso navegaban por la bahía en un pequeño esquife.
Obviamente, le habían invitado a unirse a ellos, pero siempre les había respondido
que tenía que entrenar.
Había veces en las que hubiera podido ir, pero incluso en esas ocasiones, se había
excusado diciendo que necesitaba sesiones de trabajo extra.
Las sesiones de entrenamiento se intensificaron cuando Erak apareció con la
vaina de cuchillo doble que Will llevaba cuando Evanlyn y él habían sido capturados
por los escandianos. Erak, un verdadero coleccionista de objetos diversos, había
guardado las armas, y ahora le pareció apropiado devolvérselas a su legítimo dueño.
Unas palabras de Halt hicieron saber a Will que pronto evaluaría también sus dotes
de lanzamiento de cuchillo. La experiencia ya le había dejado claro que los largos
meses sin practicar habrían hecho mella también en esa habilidad. Así que se puso
manos a la obra para recuperarla. Pronto, el asentamiento de Hallasholm resonaba
con el repetitivo ruido sordo que hacían su cuchillo arrojadizo y su cuchillo sajón al
clavarse en una diana de madera de pino.
A medida que pasaban los días, su precisión y velocidad mejoraron, tanto con el
arco como con los cuchillos. Estaba empezando a recuperar esa acción suave y fluida
que Halt le había grabado a fuego a lo largo de innumerables horas en el bosque de
las afueras del Castillo de Redmont.
Ahora cambiaba con facilidad de objetivo a objetivo, su brazo levantaba o bajaba
el arco para ajustarse a las variaciones de distancia, los ojos bien abiertos, atentos a
todos los elementos del tiro, incluidos el arco, la flecha y el blanco de turno. Estaba
contento de que Evanlyn hubiese elegido ese día para ir a ver su sesión de
entrenamiento. Sintió un júbilo extraordinario a medida que, flecha tras flecha,
impactaban contra los blancos, clavándose en el centro o lo bastante cerca como para
no suponer diferencia alguna.
—Bueno —comentó en tono casual mientras disparaba dos flechas a dos
objetivos muy distintos en rápida sucesión—. ¿Dónde está Horace hoy?
Las flechas se clavaron, una tras otra, en sus blancos respectivos y Will asintió
para sí, mientras giraba noventa grados para disparar otra hacia una de las dianas más
cercanas.
Otro impacto. Otro ruido sordo.
La chica se encogió de hombros.
—Creo que le has hecho sentir culpable —contestó—. Ha pensado que más le
valía practicar un poco. Así que está entrenando con algunos de los escandianos de
la tripulación de Erak.
—Ya veo —contestó Will. Luego hizo una pausa para clavar una flecha en uno
de los objetivos más lejanos. Observó como volaba por el aire en un arco perfecto
antes de clavar su punta en el círculo central—. ¿Y por qué no has ido con él? —Se
sentía un poco halagado por que Evanlyn hubiese elegido, por fin, ver lo mucho que
había mejorado en lugar de ir a ver a su compañero habitual de los últimos días. Sin
embargo, las siguientes palabras de su amiga borraron de un plumazo esa pequeña
chispa de placer.
—Lo hice —contestó—. Pero cuando llevas varios minutos viendo a dos personas
darse golpes, desarrollas una sensación de déjà vu. Pensé que podía venir a verte y
comprobar si habías mejorado desde el otro día.
—¿Oh, de verdad? —contestó Will, un poco seco—. Bueno, pues espero que no
creas que has perdido el tiempo.
Evanlyn levantó la vista hacia él. Will miraba en dirección contraria mientras
disparaba una secuencia de flechas a tres blancos distintos: uno a cincuenta metros,
otro a setenta y cinco y otro a cien. Percibió el tono seco en la voz del chico y se
preguntó por qué estaba molesto. Decidió no contestar a su pregunta. En vez de eso,
hizo un comentario sobre la secuencia de tres disparos después de que las tres flechas
se clavaran en sus respectivos objetivos.
—¿Cómo haces eso? —preguntó. Will paró y se volvió hacia ella. Había un toque
de interés genuino en la voz de Evanlyn. No preguntaba por preguntar.
—¿Hacer qué?
Evanlyn señaló hacia los tres objetivos.
—¿Cómo sabes cuánto tienes que levantar el arco para cada distancia? —
preguntó. Por un momento, la pregunta dejó a Will sin palabras. Al final, se encogió
de hombros.
—Yo… simplemente… lo siento —contestó, dubitativo. Después, frunció el ceño
e intentó explicárselo—. Es cuestión de práctica. Cuando lo haces una y otra vez, se
convierte en algo… instintivo, supongo.
—Entonces, si yo cogiese el arco, ¿podrías decirme lo alto que lo tengo que sujetar
para dar a ese blanco intermedio, por ejemplo? —preguntó Evanlyn. Will ladeó la
cabeza y pensó un poco la respuesta.
—Bueno, además de eso… hay más factores… —Evanlyn se inclinó hacia
delante con expresión inquisitiva, y Will continuó—: Como cuando sueltas la
flecha… tiene que ser un movimiento suave. Si eres brusca, la flecha puede desviarse.
Y es probable que tu grado de abertura también varíe.
—¿Grado de abertura?
Will indicó la tensión en la cuerda del arco cuando tiró de ella hacia atrás hasta
abrir el arco del todo.
—Cuanto más amplia sea la abertura, más fuerza le das a la flecha. Si no tiras de
la cuerda exactamente la misma distancia que yo, el resultado variará.
Evanlyn pensó un poco en la respuesta. Parecía lógico. Frunció los labios,
pensativa, y asintió.
—Ya veo —dijo. Había un ligero deje de desilusión en su voz.
—¿Pasa algo con lo que he dicho? —preguntó Will, y Evanlyn soltó un gran
suspiro.
—Esperaba que quizás pudieras enseñarme a disparar para que pudiera hacer algo
útil cuando los temujáis aparezcan —contestó, algo abatida.
Will se echó a reír.
—Bueno, quizás pudiera… si tuviésemos un año de margen.
—No quiero ser una experta —dijo Evanlyn—. Pensé que quizás podrías
enseñarme una o dos cosas básicas para que pudiera… ya sabes… —Dejó que sus
palabras se perdieran en el aire, dubitativa.
Will negó con la cabeza a modo de disculpa; ya se arrepentía de haberse reído
de ella.
—Me temo que el verdadero secreto es un montón de práctica —dijo—. Incluso si
te enseñara lo básico, no es algo que pueda aprenderse sin más en una o dos semanas.
Evanlyn se encogió de hombros.
—Supongo que no. —Se daba cuenta de que su petición había sido poco realista.
Ahora se sentía tonta, así que aprovechó la oportunidad para cambiar de tema—. ¿Eso
es lo que cree Halt que tardarán en llegar? ¿Una o dos semanas?
Will disparó la última flecha de la serie y dejó el arco en el suelo.
—Dijo que podrían llegar para entonces, pero cree que tardarán un poco más.
Después de todo, saben que los escandianos no se van a ir a ninguna parte. —Le hizo
un gesto a Evanlyn para que le acompañara a recoger las flechas y echaron a andar
juntos por el prado.
—¿Te has enterado de su teoría? —le preguntó Evanlyn—. Lo de que pretenden
atacar aquí porque quieren los barcos escandianos.
Will asintió.
—Cuando lo piensas, tiene sentido. Pueden conquistar Teutlandt y la Galia casi
cuando quieran. Pero estarían dejando a un enemigo peligroso a su espalda. Y los
escandianos podrían hacer incursiones en cualquier punto de la costa, y golpearles
cuándo y dónde quisieran.
—Sí, eso lo entiendo —contestó Evanlyn, sacando una de las flechas de la diana
que estaba a cincuenta metros—. Pero ¿no crees que esa teoría sobre invadir Araluen
es un poco exagerada?
—En absoluto —repuso Will—. Agárralas más cerca de la punta cuando las
saques —le dijo, señalando a la siguiente flecha cuando Evanlyn estiró la mano hacia
ella—. De lo contrario, romperás el astil, o lo doblarás. No hay ninguna razón para que
los temujáis se detengan en la costa gala. Pero si intentaran transportar a su ejército en
barco sin encargarse primero de los escandianos, podrían tener grandes problemas.
Evanlyn se quedó callada unos segundos.
—Supongo —dijo al cabo de un rato.
—En cualquier caso, es solo una teoría —la tranquilizó Will—. Quizás solo se
estén asegurando de proteger sus flancos antes de invadir Teutlandt. Pero Halt dice
que siempre hay que anticipar el peor escenario posible. Así nunca te pillan por
sorpresa.
—Supongo que en eso tiene razón —contestó—. Por cierto, ¿dónde está? No le
he visto por aquí desde hace varios días.
Will hizo un gesto con la cabeza hacia el sudeste.
—Erak y él han ido a ver cómo iba el avance de los temujáis —le explicó—. Creo
que está buscando una forma de ralentizarlos.
Will recuperó las últimas flechas y las guardó en su aljaba. Luego estiró y flexionó
los brazos y los dedos.
—Bueno, creo que voy a disparar una serie más —dijo—. ¿Te quedas a mirar?
Evanlyn se lo pensó un momento, luego negó con la cabeza.
—Igual voy a ver qué tal le va a Horace —dijo—. Intentaré extender los ánimos a
todos los demás. —Sonrió a Will, meneó los dedos a modo de despedida y se alejó por
la pradera, de vuelta hacia la empalizada. Will observó su figura delgada y elegante
mientras se alejaba.
—Sí, hazlo —murmuró en voz baja. Una vez más, sintió una punzada de celos
cuando pensó en Evanlyn viendo entrenar a Horace. Luego se sacudió de encima ese
sentimiento, como un pato se sacude el agua de las plumas. Con la cabeza gacha,
arrastró los pies de vuelta a la línea de tiro.
Una sombra oscureció el suelo a su lado y Will levantó la cabeza, pensando por
un momento que a lo mejor Evanlyn había cambiado de opinión. Después de todo, la
perspectiva de observar a dos grandullones musculosos dándose golpes con armas de
entrenamiento era un poco aburrida, pensó. Pero no era Evanlyn, era Tyrelle: rubia,
guapa, quince años y sobrina de Svengal, el primer oficial de Erak. La chica le sonrió
con timidez. Will se dio cuenta de que tenía unos ojos de un azul asombroso.
—¿Puedo llevarte las flechas, Guardián? —preguntó, y Will se encogió de
hombros con magnanimidad, al tiempo que desenganchaba la aljaba y se la daba.
—¿Por qué no? —le dijo y la sonrisa de la chica se ensanchó.
Después de todo, pensó Will, hubiese sido grosero decirle que no.
Veinte
E 1 pino se había caído hacía varios años, derrotado al fin por el peso de la nieve
en sus ramas, la insidiosa podredumbre del centro de su enorme tronco y una
temporada de huracanados vientos invernales. Sin embargo, incluso en la muerte, sus
vecinos habían intentado sujetarlo, mantenerlo separado del suelo haciendo uso de sus
ramas enmarañadas, de modo que quedó en un ángulo de treinta grados con respecto
a la horizontal, aparentemente sujeto entre el cielo y la tierra por sus compañeros
más cercanos.
Halt se apoyó ahora contra la áspera corteza que aún revestía el tronco muerto y
miró al valle en lo bajo, donde la columna temujái avanzaba despacio.
—Se están tomando su tiempo —comentó Erak a su lado. El Guardián se volvió
hacia él, una ceja arqueada en ademán inquisitivo.
—No tienen ninguna prisa —contestó—. Van a tardar un poco en conseguir
cruzar los desfiladeros con sus carros y el convoy de suministros. A sus caballos no
les gustan los espacios reducidos. Están acostumbrados a las anchas llanuras de las
estepas.
El ejército de caballería continuó su lento avance. Su marcha no parecía tener
demasiado orden, pensó Halt, frunciendo el ceño. No había jinetes de avanzadilla, ni
patrullas vigilando los flancos de la masa de hombres, caballos y carretas a medida
que recorrían el camino hacia Hallasholm, noventa kilómetros al norte.
Halt, Erak y un pequeño grupo de escandianos se habían desplazado hacia el
sudeste, cruzando las montañas por senderos estrechos y empinados en los que la
caballería temujái encontraba más dificultades para moverse. Su objetivo era
comprobar el progreso de los invasores. Mientras los observaba, se le ocurrió una
idea.
—Eso sí, podríamos asegurarnos de que avancen un poco más despacio —dijo
en voz baja. Erak se encogió de hombros con impaciencia ante semejante idea.
—¿Para qué molestarse? —preguntó sin rodeos—. Cuanto antes nos enfrentemos
a ellos, antes solucionaremos esto.
—Cuanto más tarden, más tiempo tendremos para prepararnos —le dijo Halt—.
Además, me inquieta verlos así: como si estuvieran de paseo, sin tomar precauciones,
cabalgando sin ningún orden. Es demasiado arrogante, maldita sea.
—Creí que habías dicho que eran listos… —comentó el escandiano y fue el turno
de Halt de encogerse de hombros.
—Quizás sea porque esperan que, simplemente, los ataquéis de frente cuando por
fin lleguen a Hallasholm —sugirió. El caudillo escandiano sopesó un poco esa idea,
parecía un poco ofendido por ella.
—¿Es que no nos creen capaces de emplear ningún tipo de estrategia?
Halt intentó ocultar una sonrisa.
—¿Cómo harías tú para enfrentarte a ellos?
Hubo una pausa, antes de que Erak contestara a regañadientes.
—Supongo que me limitaría a esperar hasta que llegaran a nuestra posición y
luego… los atacaría de frente. —Miró con atención al hombre más bajo, pero Halt
estaba apretando los labios con gran determinación. Al final, Erak añadió en tono
ofendido—: Pero no hay ninguna necesidad de que ellos asuman que eso es lo que
vamos a hacer.
—Exacto —repuso Halt—. Así que a lo mejor deberíamos darles algo en lo que
pensar. Algo que los desestabilice un poco… y quizás infunda algo de duda en sus
mentes.
—¿Esa sería una buena estrategia? —preguntó Erak, y Halt le sonrió.
—Es buena terapia. Para nosotros —contestó—. Y además, un enemigo con una
comezón de duda royendo su cerebro será menos propenso a hacer movimientos
audaces e inesperados. Cuanto más logremos disuadirles de hacer lo inesperado,
mejor para nosotros.
Erak lo pensó un poco. Parecía lógico.
—Entonces, ¿qué quieres hacer? —preguntó.
Halt miró a su alrededor, a los veinte guerreros que los habían acompañado.
—Ese tal Olgak —dijo, indicando al joven líder del grupo—. ¿Es capaz de
obedecer órdenes, o es el típico escandiano berserker, un guerrero enajenado?
Erak frunció los labios.
—Todos los escandianos son berserkers, en según qué condiciones —contestó
—. Pero Olgak obedecerá órdenes si se las doy yo.
Halt asintió, lo entendía.
—Entonces, vamos a hablar con él —dijo.
Erak le hizo un gesto al joven de hombros anchos para que se reuniera con ellos.
Olgak se adelantó al ver su señal. Columpiaba un hacha con facilidad en la mano
derecha, su gran escudo circular en el brazo izquierdo. Miró expectante a Erak, pero
el Jarl hizo un gesto hacia Halt.
—Escucha lo que va a decir el Guardián —le ordenó, y el joven desvió la mirada
hacia Halt. El Guardián le estudió durante unos instantes. Los ojos azul claro eran
ingenuos y francos. Pero vio también un destello de inteligencia en ellos. Asintió para
sus adentros, luego señaló hacia el ejército temujái a sus pies.
—¿Ves esa turba ahí abajo? —preguntó, y cuando el joven asintió, continuó—.
Avanzan sin ninguna formación, sin exploradores de cobertura y con los carros de
suministros y el personal de apoyo mezclados con los guerreros. No suelen
desplazarse de ese modo. ¿Sabes por qué lo están haciendo ahora?
Olgak vaciló un instante, luego negó con la cabeza, frunciendo un poco el ceño.
No solo no lo sabía, sino que no entendía por qué sería importante para nadie saber
algo así.
—Lo están haciendo porque se sienten seguros —continuó Halt—. Porque creen
que los escandianos os vais a limitar a esperarlos y atacarlos de frente.
Olgak asintió. Ahora sí que lo entendía.
—Es lo que vamos a hacer… ¿no?
Halt intercambió una mirada con Erak. El Jarl se encogió de hombros. Los
escandianos eran simples de miras.
—Bueno, sí, así es —admitió Halt—. Al final. Pero por ahora, podría estar bien
hacerles sentir un poco menos cómodos, ¿no crees? —Hizo una pausa y luego añadió,
con un sutil tono de burla—: ¿O te divierte verles pasear por tu país como si estuviesen
de vacaciones?
Olgak frunció los labios mientras contemplaba a los invasores. Ahora que el
Guardián lo había mencionado, sí que parecía que todo les estaba resultando muy
fácil, pensó.
—No —contestó—. No puedo decir que me guste verlo. ¿Y qué vamos a hacer
al respecto?
—Erak y yo vamos a volver a Hallasholm —le informó Halt, y sintió que el líder
escandiano se tensaba a su lado al oírle. Era obvio que el Jarl había esperado participar
en una pequeña escaramuza y no estaba contento de oír que iba a perdérsela—. Pero
tú y tus hombres vais a hacer una incursión en sus filas esta noche y vais a quemar
esas carretas.
Señaló con el extremo de su arco largo a media docena de carros de suministros
que traqueteaban tan tranquilos por un flanco del ejército. Olgak sonrió y asintió para
mostrar su aprobación.
—Suena bien —dijo. Halt alargó una mano y la plantó con firmeza sobre el
musculoso antebrazo del joven para conminarle a mirarle a los ojos.
—Pero escúchame, Olgak —le dijo con tono perentorio—. Vais a golpear y
correr. No os enredéis en una pelea prolongada, ¿entendido? —El joven escandiano
estaba menos contento con esa orden. Halt le sacudió el brazo con ímpetu para dar
énfasis a sus palabras—. ¿Entendido? —repitió—. No queremos que tú y estos veinte
hombres caigáis envueltos en una llamarada de gloria cuando queméis esos carros.
¿Sabes por qué?
Olgak negó con la cabeza. Un movimiento pequeño, reticente. Halt continuó.
—Porque, mañana por la noche, quiero que avancéis por la columna y queméis
más carros… y matéis a unos cuantos temujáis más, ya que estáis puestos. —Ahora, la
idea comenzaba a resultarle más atractiva al joven guerrero, que empezaba a verle el
sentido—. Y si os matan a todos a la primera de cambio, por muy glorioso que pueda
parecer en ese momento, mañana los temujáis simplemente continuarán adelante
como hasta ahora, ¿no es así? —le preguntó el Guardián.
Olgak asintió, ya lo entendía.
—Después, cada noche, quiero que ataquéis una parte diferente de la columna.
Quemad sus víveres. Soltad a sus caballos. Matad a sus centinelas. Entrad y salid
deprisa y no dejéis que os enzarcen en una pelea cuerpo a cuerpo. Manteneos con
vida y seguid acosándolos. ¿De acuerdo?
Olgak asintió de nuevo, más convencido ahora de la utilidad del plan.
—Nunca sabrán dónde vamos a golpearlos la siguiente vez —dijo con
entusiasmo.
—Exacto —dijo Halt—. Lo que significa que tendrán que colocar guardias a lo
largo de la columna entera. Tendrán que apostar más centinelas por las noches. Y
todo eso los ralentizará.
—Es como los saqueos costeros, ¿no? —dijo el joven escandiano, pensando en
cómo aparecían los barcos lobunos por el horizonte sin previo aviso para atacar una
costa enemiga y saquear asentamientos desprevenidos—. ¿Quieres que lo hagamos
solo de noche? —añadió.
Halt lo pensó un minuto.
—El primer par de días, sí. Después, elegid un lugar en el que os podáis ocultar
deprisa entre los árboles, ladera arriba, algún sitio en el que sus caballos no puedan
seguiros con facilidad, y golpead a la luz del día. Quizás al atardecer… o al amanecer.
—¿Mantenerlos siempre con la duda? —dijo Olgak, y Halt le dio unas palmaditas
de aprobación en el brazo.
—Has captado la idea —dijo, sonriéndole al joven—. Y recuerda la regla de oro:
golpead donde no estén.
Olgak lo pensó un poco.
—¿Golpear donde no estén? —preguntó al final, con cara de no haberle
comprendido.
—Atacad aquellos puntos en los que sus tropas sean menos numerosas.
Obligadles a ir a por vosotros. Obligadles a perseguiros. Y desapareced antes de que
os alcancen. Recordad esa parte. Es la más importante de todas. Debéis sobrevivir.
Halt vio que el joven comprendía la idea. Olgak repitió la palabra para sí mismo.
—Sobrevivir —dijo—. Lo entiendo,
Halt se volvió y miró a Erak, arqueando una ceja.
—¿Hay alguna razón para que tengas que ordenarle a Olgak que no se enzarce
en una pelea, Jarl? —preguntó. Erak le rebotó la pregunta al hombre más joven.
—¿Qué opinas, Olgak? ¿La hay? —dijo, y el líder de la pequeña tropa negó con
la cabeza.
—Entiendo lo que tienes en mente, Guardián —dijo—. Confía en mí. Es buena
idea.
—Buen chico —dijo Halt en voz baja. Luego se giró para enfrentarse a la pregunta
que sabía que le iba a hacer Erak.
—¿Y qué vamos a hacer nosotros mientras Olgak y sus hombres disfrutan de toda
la diversión? —preguntó el Jarl.
—Vamos a regresar a Hallasholm para empezar a preparar la fiesta de bienvenida
de nuestros amigos de ahí abajo —le dijo Halt—. Y mientras estemos en ello, quizás
enviemos otra media docena de grupos a hostigar a la columna como va a hacer
Olgak. Todo lo que podamos hacer para ralentizarlos nos ayudará.
Erak arrastró un poco los pies por la nieve. Halt pensó que se parecía mucho a un
niño al que acabaran de decirle que tenía que renunciar a su juguete favorito.
—Eso podrías hacerlo tú —sugirió al final—. Quizás yo debiera quedarme y
echarles una mano a Olgak y sus hombres… —Pero Halt sacudió la cabeza, la sombra
de una sonrisa asomó a las comisuras de su boca.
—Necesito que vuelvas conmigo —dijo, sin rodeos—. Necesito el respaldo de tu
autoridad si quiero organizar las cosas.
Erak abrió la boca para contestar, pero Olgak le interrumpió.
—El Guardián tiene razón, Jarl —hijo—. Serás más útil en Hallasholm. Además,
empiezas a estar un poco viejo para este tipo de trabajo, ¿no?
Erak, furioso, abrió los ojos como piaros y empezó a decir algo. Luego, vio que
Olgak sonreía de oreja a oreja y se dio cuenta de que el joven estaba de broma. Sacudió
la cabeza a modo de advertencia mientras miraba de reojo su gran hacha.
—Un día de estos, quizás te enseñe lo viejo que estoy —dijo, procurando
mostrarse serio. La sonrisa de Olgak se ensanchó aún más. Halt miró a los dos
hombres un momento; luego se colgó el arco largo del hombro derecho, dio media
vuelta y se encaminó de vuelta a donde esperaba Abelard, junto con el poni que Erak
había montado a regañadientes durante esa expedición de reconocimiento. Cogió las
riendas de Abelard en una mano y se volvió hacia el líder del grupo.
—Estoy seguro de que vas a hacer un buen trabajo, Olgak —dijo. Luego le lanzó
una miradita de soslayo al Jarl, aún indignado, y añadió con voz queda—: Es obvio
que eres un joven muy valiente.
Veintiuno
-H alt —dijo Will pensativo mientras se alejaba del Consejo con Halt y Erak
—. ¿Qué querías decir cuando dijiste eso de los arqueros?
Halt miró de soslayo a su aprendiz y suspiró.
—Podrían suponer una gran diferencia para el resultado final —dijo—. Los
temujáis son arqueros, pero rara vez tienen que enfrentarse a un enemigo diestro con
el arco.
Will asintió. El arco largo era un arma tradicional araluana. De hecho, era casi
exclusiva de Araluen, quizás debido a que el reino isleño estaba aislado de las
naciones de la masa continental del este. Otros países usaban arcos para cazar, o
incluso por deporte, pero solo en los ejércitos araluanos encontrabas grandes grupos
de arqueros que pudieran hacer caer una lluvia devastadora de flechas sobre una
fuerza atacante.
—Entienden el valor del arco como arma estratégica —explicó—, pero nunca
han tenido que lidiar con arqueros atacantes. Me di cuenta cuando Erak y yo huíamos
de ellos cerca de la frontera. Una vez que disparé unas flechas en sus inmediaciones,
se mostraron decididamente reacios a doblar curvas cerradas sin tomar precauciones.
El Jarl se rio entre dientes al recordarlo.
—Es verdad —reconoció—. Una vez que vaciaste unas cuantas monturas,
ralentizaron el paso de manera notable.
—¿Sabes? He estado pensando… —dijo el chico, luego dudó un poco. Halt sonrió
en silencio para sus adentros.
—Un pasatiempo peligroso —dijo con amabilidad. Pero Will continuó.
—Podríamos intentar montar un pelotón de arqueros. Incluso cien o así
supondrían una diferencia, ¿verdad?
Halt negó con la cabeza.
—No tenemos tiempo suficiente, Will —contestó—. Estarán sobre nosotros en
dos semanas. No se puede entrenar a un arquero en tan poco tiempo. Después de todo,
los escandianos no tienen ninguna habilidad con el arco. Habría que enseñarles hasta
lo más básico: cargar, tensar, soltar. Eso lleva semanas, como bien sabes.
—Pero aquí también hay muchos esclavos —insistió Will—. Algunos de ellos
tendrán las nociones básicas. En esos casos, todo lo que tenemos que hacer es
controlar su alcance.
Halt miró otra vez a su aprendiz. El chico hablaba completamente en serio, según
pudo ver. Una pequeña arruga surcaba la frente de Will mientras le daba vueltas al
tema.
—¿Y cómo harías eso? —preguntó el Guardián. La arruga se profundizó unos
segundos mientras Will ordenaba sus pensamientos.
—Se me ocurrió por algo que me preguntó Evanlyn —le explicó—. Vino a verme
entrenar y me preguntó cómo sabía cuánta elevación darle al arco para cada tiro, y le
dije que era solo experiencia. Luego pensé que quizás sí pudiera enseñarle a hacerlo
y se me ocurrió que, si realizas, digamos, cuatro posiciones básicas…
Dejó de andar y levantó el brazo izquierdo como si sujetara un arco, luego lo
desplazó a través de esas cuatro posiciones: empezó horizontal para acabar
levantándolo hasta un ángulo máximo de cuarenta y cinco grados.
—Uno, dos, tres, cuatro… así —continuó—. Se podría entrenar a un grupo de
arqueros a asumir esas posiciones mientras otra persona calcula la distancia y les dice
cuál usar. No tendrían que tener muy buena puntería, siempre y cuando la persona
que los controle sepa calcular bien la distancia —concluyó.
—Y la convergencia —dijo Halt pensativo—. Si sabes que en la segunda posición
tus flechas van a recorrer, digamos, doscientos metros, puedes sincronizar tu suelta
de modo que el enemigo llegue a ese punto justo al mismo tiempo que la lluvia de
flechas.
—Bueno, sí —admitió Will—. No había llegado tan lejos. Solo estaba pensando
en determinar la distancia y hacer que todo el mundo soltase a la vez. No necesitarían
apuntar a blancos individuales. Podrían limitarse a disparar hacia la masa.
—Tienes que pensar más allá —dijo Halt.
—Sí, pero en definitiva, sería como si estuviera disparando una flecha yo mismo.
Es solo que, al soltar, podría decirles a otros cien que hicieran lo mismo.
Halt se frotó la barba. Miró de reojo al escandiano.
—¿Qué opinas, Erak?
El Jarl se limitó a encoger sus enormes hombros.
—No he entendido una sola palabra de lo que habéis dicho —reconoció con
alegría—. Distancia, conveniencia…
—Convergencia —le corrigió Will, y el hombretón se encogió de hombros.
—Lo que sea. Es todo un rompecabezas para mí, Pero si el chico cree que puede
ser posible, bueno, yo tiendo a pensar que quizás tenga razón.
Will le sonrió al corpulento líder de guerra. A Erak le gustaban las cosas simples.
Si no entendía algo, no gastaba energía en darle vueltas.
—Yo tiendo a pensar lo mismo —dijo Halt con voz queda, y Will le miró con
cierta dosis de sorpresa. Había esperado que su mentor destacara el fallo fundamental
de su lógica. Ahora, vio que Halt se estaba planteando su propuesta en serio. Entonces
notó la expresión de exasperación que se dibujó en la cara de Halt cuando encontró
el fallo—. Arcos —dijo el Guardián, la voz cargada de desilusión—. ¿Dónde
encontraríamos cien arcos a tiempo para que la gente pueda entrenar con ellos? Lo
más probable es que no haya ni veinte en toda Skandia.
A Will se le cayó el alma a los pies al oír esas palabras. Por supuesto. Ahí estaba
el problema. Se tardaba semanas en dar forma y fabricar un único arco largo, tallar
la madera de la manera adecuada, proporcionar la cantidad apropiada de flexibilidad
a ambas palas. Era una obra de artesanía, y no había forma humana de que tuvieran
tiempo de fabricar los cien arcos que necesitarían. Desconsolado, le dio una patada a
una piedra que había en su camino; enseguida deseó no haberlo hecho. Había olvidado
que llevaba botas de punta blanda.
—Yo podría daros cien —dijo Erack en el silencio deprimido que siguió a las
palabras de Halt. Sus dos compañeros se giraron para mirarle.
—¿De dónde sacarías tú cien arcos largos? —le preguntó Halt tras una larga
pausa. Erak se encogió de hombros.
—Capturé una coca de dos palos cerca de la costa araluana hace tres temporadas
—les dijo. No tenía que explicar que cuando un escandiano decía temporada se refería
a la temporada de saqueos—. Tenía una bodega llena de arcos. Los guardé en mi
almacén hasta que pudiera encontrarles un uso. Iba a utilizarlos para fabricar listones
de vallado —continuó—. Pero resultaron un poco demasiado flexibles para esa labor.
—Los arcos tienden a serlo —dijo Halt, y cuando Erak le miró sin comprender,
añadió—: Más flexibles que los listones de las vallas. Es una de las cualidades que
buscamos en un arco.
—Bueno, supongo que sabes de lo que hablas —dijo Erak en tono casual—. En
cualquier caso, los tengo. También debe de haber miles de flechas. Pensé que serían
útiles algún día.
Halt estiró el brazo y plantó una mano sobre el enorme hombro de Erak.
—Y qué razón tenías —dijo—. Benditos sean los dioses por la costumbre de los
escandianos de guardarlo todo.
—Bueno, por supuesto que lo guardamos —explicó Erak—. Para empezar,
arriesgamos nuestras vidas para hacernos con esas cosas. No tendría ningún sentido
tirarlas. Bueno, ¿queréis ver si os servirían?
—Llévanos hasta ahí, Jarl Erak —dijo Halt, mientras sacudía la cabeza con
asombro y arqueaba una ceja en dirección a Will.
Erak se encaminó hacia los muelles, donde estaba el gran almacén tipo granero
en el que guardaba el grueso de su botín.
—Excelente —dijo muy alegre, frotándose las manos—. Si decidís usarlos, podré
cobrárselos a Ragnak.
—Pero esto es una guerra —protestó Will—. No serás capaz de cobrarle a Ragnak
por hacer algo que ayudará a defender Hallasholm.
Erak volvió su alegre sonrisa hacia el Guardián más joven.
—Para un escandiano, hijo mío, todas las guerras son un negocio.
Veinticuatro
E vanlyn había estado esperando a que Halt y Will salieran del Consejo de Guerra
de Ragnak. Cuando las dos figuras de capa gris, acompañadas del corpulento
Jarl Erack, emergieron del Gran Salón y cruzaron la extensión de terreno que había
delante de él, se dispuso a interceptarlos. Luego se detuvo, no sabía muy bien cómo
proceder. Había esperado que Will saliera solo. No quería abordarle delante de Erak
y Halt.
Evanlyn estaba aburrida y deprimida. Peor aún, se sentía inútil. No había nada
específico que pudiese hacer para contribuir a la defensa de Hallasholm, nada para
mantener la cabeza ocupada. Era obvio que Will se había convertido en parte del
círculo interno del liderazgo escandiano, e incluso cuando no estaba en reuniones con
Halt y Erak, estaba por ahí practicando con su arco. A veces le daba la impresión
de que utilizaba sus sesiones de entrenamiento para evitarla. Sintió una chispa de ira
al recordar su reacción cuando le había pedido que le enseñara a disparar. ¡Se había
reído de ella!
Horace no era mucho mejor. Al principio había estado contento de hacerle
compañía. Pero después, al ver a Will entrenar todo el rato, se había sentido culpable y
había empezado a pasar más tiempo en los campos de entrenamiento, perfeccionando
sus propias habilidades con un pequeño grupo de guerreros escandianos.
Era todo culpa de Will, pensó.
Ahora, mientras le observaba conversar con su antiguo profesor y los vio pararse
para que Will explicara algo, se dio cuenta con cierta tristeza de que había una parte de
la vida de Will de la que siempre quedaría excluida. A pesar de su juventud, el chico
ya era parte del misterioso y cerrado clan de los Guardianes. Y los Guardianes, según
le habían dicho siempre desde que era pequeña, eran muy introvertidos. Incluso su
padre, el mismísimo rey, se había sentido frustrado de vez en cuando por la naturaleza
reservada del Cuerpo de Guardianes. Esta nueva certeza la entristeció, dio media
vuelta y dejó que los dos Guardianes, maestro y aprendiz, continuaran su
conversación con el Jarl escandiano.
Taciturna, le dio una patada a una piedra del suelo. ¡Si hubiese algo que ella
pudiera hacer!
Se quedó ahí de pie, sin saber muy bien adonde ir a continuación. Se giró de pronto
para comprobar si Will y Halt seguían hablando donde los había visto por última
vez. Resultó que habían seguido su camino, pero el repentino giro de Evanlyn le hizo
cruzar una mirada inesperada con una figura familiar, aunque poco bienvenida.
Slagor, el capitán de barco lobuno de labios finos y mirada esquiva al que había
visto por primera vez en la rocosa y ventosa isla de Skorghijl, acababa de salir de uno
de los edificios más pequeños que flanqueaban el Gran Salón de Ragnak. Y allí estaba
ahora, mirándola. Había algo en sus ojos que la hizo sentir incómoda. Algo siniestro,
algo que no auguraba nada bueno para ella. Entonces, cuando el hombre se percató de
que Evanlyn le había visto, dio media vuelta y se metió deprisa en el oscuro callejón
entre los dos edificios. Evanlyn frunció el ceño. Había algo sospechoso en la actitud
del escandiano, pensó. En parte porque quería saber más y en parte porque estaba
aburrida, sin nada más constructivo que hacer, se dispuso a seguirle.
Había habido algo en la forma en que el hombre la había mirado que le indicó
que quizás fuera mejor que no supiera que le estaba siguiendo. Fue hasta el final
del callejón y se asomó con cuidado, vio apenas una sombra de él cuando giraba
a la derecha al final del edificio. Evanlyn recorrió el mismo camino, se metió con
cautela por la siguiente callejuela, hizo una pausa, luego miró a su alrededor de nuevo.
Una vez más, captó apenas un atisbo de Slagor, y Evanlyn supuso, por su dirección
general, que se dirigía hacia los muelles donde atracaban los barcos lobunos. De
repente se dio cuenta de que sus propias acciones podían parecer muy sospechosas, así
que echó una rápida miradita a su alrededor para comprobar si alguien la observaba.
Parecía que no, decidió. Aun así, retrocedió hasta el otro extremo de la calle antes de
continuar su seguimiento del enigmático capitán.
Mientras Evanlyn se deslizaba con disimulo de un edificio a otro, le vio varias
veces más, lo que confirmó su impresión inicial de que se dirigía hacia los muelles.
Era lógico. Lo más seguro es que el barco de Slagor estuviese entre la flota ahí
amarrada. Es probable que tuviese que atender algún asunto naval, pensó.
Seguramente, la actitud sospechosa que había notado no era nada más que su habitual
comportamiento de mirada esquiva.
Después, descartó sus dudas. Había habido algo más. Algo astuto. Algo
calculador.
Como era natural, Evanlyn era muy consciente de su precaria posición ahí en
Hallasholm. Puede que Ragnak no estuviese interesado en castigar a un esclavo
fugitivo, pero si la identidad real de Evanlyn se supiese, su reacción estaba más que
cantada. Había jurado matar a cualquier miembro de la familia real araluana. Por
su propio bien, ahora le pareció importante averiguar qué había detrás de la mirada
de Slagor. Apretó el paso y se apresuró a recorrer uno de los estrechos callejones
conectores para emerger al ancho paseo marítimo que había tomado Slagor.
El capitán estaba a veinte metros de ella cuando Evanlyn se asomó con cautela
por la esquina del edificio. Le daba la espalda, y Evanlyn se dio cuenta de que no tenía
ni idea de que le había estado siguiendo. A la izquierda, los mástiles de los barcos
atracados formaban un bosque de palos desnudos que subían y bajaban y oscilaban
con el movimiento del agua. A la derecha de la calle, había una serie de tabernas de
puerto. Vio que Slagor se dirigía hacia una de ellas.
Su instinto la hizo ocultarse en un portal cuando el capitán llegó a la entrada de
la taberna. Y menos mal que lo hizo, porque el hombre se giró y miró hacia atrás por
donde había venido; parecía estar comprobando si alguien le había seguido. Evanlyn
frunció el ceño para sus adentros e intentó hacerse invisible entre las sombras de
la entrada. ¿Por qué habría de estar nervioso Slagor, ahí, en medio de Hallasholm?
Cierto que era uno de los capitanes menos populares, pero era poco probable que
alguien fuese a hacerle daño. Era obvio que se traía algo entre manos, pensó, y estaba
decidida a llegar al fondo del asunto. Allí cerca, amarrado a uno de los embarcaderos
de madera, vio el barco de Slagor, el Colmillo de Lobo. Lo reconoció por su particular
mascarón tallado. No había dos barcos lobunos con el mismo mascarón, y ella
recordaba este muy bien del día en que el Colmillo de Lobo había llegado maltrecho
al fondeadero de Skorghijl. Con él, había llegado la noticia del Vallasvow de Ragnak
contra su padre y ella misma, así que tenía una buena razón para recordar el grotesco
icono tallado.
Se quedó en ese portal un momento, vacilante. Pero entonces, la puerta que tenía
a la espalda se abrió y aparecieron dos mujeres escandianas, cestas de la compra en
mano. Miraron con suspicacia a la desconocida de la entrada y Evanlyn se apresuró a
disculparse antes de seguir su camino. A su espalda, oyó los comentarios enfadados
de las mujeres mientras se dirigían a la plaza del mercado. Se dio cuenta de que
llamaba demasiado la atención en aquel lugar. En cualquier momento, Slagor podría
emerger de la taberna y verla. Echó una mirada dubitativa al barco y tomó una
decisión: medio a la carrera, bajó hasta el borde del mar y el muelle en el que estaba
atracado el Colmillo de Lobo. Era razonable asumir que Slagor acabaría yendo ahí,
y entonces, quizás podría obtener alguna pista de lo que se traía entre manos.
Había vigilancia a bordo, por supuesto, pero era solo un hombre y estaba a popa,
apoyado contra la borda, contemplando el puerto y el mar más allá. Evanlyn se agachó
para quedar por debajo del nivel de la alta proa, se acercó al barco y saltó con agilidad
por encima de la barandilla, sus pies enfundados en calzado blando no hicieron apenas
ruido al aterrizar sobre la madera de la cubierta. Se dejó caer de inmediato a la cubierta
de remo, por debajo de la cubierta principal, donde se sentarían normalmente los
remeros para manejar sus pesadas palas de roble blanco. En ese momento, la zona
estaba desierta, y ella quedó fuera de la vista del solitario vigía de popa. Pero era solo
un escondite temporal, así que se apresuró a buscar uno mejor.
Justo en la proa del barco había un pequeño espacio triangular, oculto por una
solapa de lona. Era lo bastante grande como para caber si se agachaba bien. Se coló
en él a toda prisa y dejó que la solapa de lona volviera a su sitio detrás de ella. Se
encontró sentada sobre varios rollos de gruesos cabos ásperos y rígidos, y algo duro
se le clavó en el costado. Se movió para colocarse mejor y se dio cuenta de que era
una uña del ancla y que los rollos de gruesos cabos eran la cadena de la misma.
Con el barco amarrado al muelle, no estaban en uso. No había ninguna necesidad de
utilizar el ancla, y recordó haber visto a los hombres de Erak guardar la de su barco
en un espacio triangular semejante cuando habían cruzado el Mar de las Tormentas.
Por el momento, sería un escondite tan bueno como cualquier otro, pensó. Después
se preguntó si no estaría perdiendo el tiempo ahí. Lo más probable era que Slagor
simplemente hubiese pasado por allí para ir a la taberna y que, después de beber hasta
hartarse el fuerte licor que tanto les gustaba a los escandianos, se dirigiese de vuelta
a su cabaña.
Se encogió de hombros, taciturna. No tenía nada mejor que hacer con su tiempo.
Bien podía esperar una hora o así para ver si al final se enteraba de algo. Qué podía
ser ese algo, no tenía ni idea. Había seguido a Slagor por impulso. Y ahora, siguiendo
ese mismo impulso, ahí estaba, hecha un ovillo, atenta por si lograba oír algo cuando
el capitán subiera a bordo, si es que lo hacía.
Se estaba calentito en los confines de la proa y, una vez que recolocó algunos de
los rollos, los cabos constituían un sitio bastante cómodo para descansar. Se contoneó
para colocarse mejor, apoyó los codos en las piernas y la barbilla en las manos, y se
dedicó a mirar por un pequeño agujero en la lona para ver si pasaba algo en el exterior.
Sintió las pisadas del centinela cruzar hacia el costado del barco más cercano a tierra
tras abandonar su escrutinio del puerto. Luego le oyó llamar a alguien en la orilla.
Se oyó una voz que respondía, pero las palabras estaban demasiado amortiguadas
como para entenderlas. Supuso que sería un saludo casual a un amigo que pasaba
por ahí. Evanlyn bostezó. El calor la estaba amodorrando. No había dormido bien la
noche anterior, pensando en Will y en como su amistad parecía estarse erosionando a
cada día que pasaba. Intentó odiar a Halt, culparle del repentino distanciamiento entre
ellos, pero no podía. Le gustaba el pequeño Guardián de barba áspera. Había en él un
sentido del humor cáustico que la atraía. Y después de todo, la había rescatado del
grupo de exploradores temujáis. Suspiró. No era culpa de Halt. Ni de Will. La vida
era así, eso es todo, pensó. Los Guardianes eran diferentes a otras personas. Incluso
a las princesas.
Sobre todo a las princesas.
Se despertó de repente con la sensación de estar en plena caída. No se había dado
cuenta de que se había quedado dormida, ahí tumbada sobre los rollos de cabos. Pero
sí sabía qué la había despertado. La cubierta había desaparecido repentinamente de
debajo de ella, cuando el Colmillo de Lobo superó la cresta de una ola. Ahora podía
oír el chapoteo y el crujir de los remos en sus chumaceras, y se dio cuenta, con una
terrible sensación de abatimiento, que el Colmillo de Lobo había zarpado y ella estaba
atrapada a bordo.
Veinticinco
E ntre Halt y Will habían encontrado a un centenar de esclavos que decían tener
cierta habilidad con un arco. Encontrarlos había sido una cosa. Convencerlos
de que debían presentarse voluntarios para ayudar a defender Hallasholm fue otra
muy distinta.
—¿Por qué habríamos de ayudar a los escandianos? Ellos no han hecho nada por
nosotros excepto esclavizarnos, apalearnos y darnos demasiada poca comida —les
dijo un fornido guardabosques de Teutlandt que parecía haber asumido el papel de
interlocutor para ellos.
Halt miró la gran barriga del hombre con escepticismo. Puede que a muchos de
los esclavos se les alimentara poco y mal, pero este no podía pretender ser uno de
ellos, pensó. Aun así, decidió dejarlo pasar.
—Puede que encontréis que es más agradable ser esclavo de los escandianos que
caer en manos de los temujáis —les dijo sin rodeos.
Otro de los hombres ahí reunidos dijo algo. Era un galo del sur, y su extraño
acento hizo que sus palabras fuesen casi indescifrables. Al final, Will logró juntar los
sonidos en el orden correcto para descifrar sus palabras.
—¿Qué hacen los temujáis con sus esclavos?
Halt clavó una mirada de acero en el galo.
—No tienen esclavos —dijo en tono neutro, y un zumbido expectante recorrió
el grupo de hombres congregados. El teutlandeño corpulento se adelantó otra vez,
sonriendo.
—Entonces, ¿por qué piensa que lucharíamos contra ellos? —quiso saber—. Si
vencen a los escandianos, nos liberarán.
Hubo un sonoro murmullo de consenso entre los que le rodeaban. Halt levantó
una mano y esperó con paciencia. Al cabo de poco rato, el alboroto se acalló y los
esclavos le miraron con expectación, preguntándose qué más podía ofrecerles para
convencerles, qué creería que podía atraerlos más que la perspectiva de la libertad.
—He dicho —explicó, vocalizando con gran claridad para que todo el mundo
pudiera oírle— que no tienen esclavos. No dije que los liberaran. —Hizo una pausa
y luego añadió, con un ligero encogimiento de hombros—: Aunque los religiosos de
entre vosotros puede que consideréis que la muerte es la liberación suprema.
Esta vez, la conmoción entre los esclavos fue aún más ruidosa. Al final, el
autoproclamado portavoz volvió a dar un paso al frente y preguntó, con un poco
menos de convencimiento:
—¿Qué quieres decir, araluano, con muerte?
Halt hizo un gesto despreocupado.
—Lo habitual, supongo: el repentino cese de la vida. El final de todo. Marcharse
a un lugar mejor. O hacia el olvido. Depende de vuestras creencias.
Otro murmullo zumbón recorrió la multitud. El teutlandeño estudió a Halt con
atención; intentaba detectar algún indicio de que el Guardián se estuviera tirando un
farol.
—Pero… —vaciló, sin saber muy bien si hacer la siguiente pregunta, sin saber si
quería saber la respuesta. Luego, incitado por sus compañeros, continuó—. ¿Por qué
querrían matarnos esos temujáis? No les hemos hecho nada.
—La verdad es —les dijo Halt a todos— que tampoco significáis nada para ellos.
Los temujáis se consideran a sí mismos una raza superior. Os matarán sin pensárselo
dos veces porque no podéis hacer nada por ellos… pero si os dejan vivir, podríais
ser una amenaza.
Un silencio nervioso se instaló sobre la muchedumbre, Halt dejó que digirieran
lo que había dicho y luego siguió hablando.
—Creedme, he visto cómo es esa gente. —Miró directamente a la cara de los
presentes—. Veo que hay algunos araluanos entre vosotros. Os doy mi palabra como
Guardián de que no estoy mintiendo. Vuestra mejor opción para sobrevivir es luchar
con los escandianos contra esos temujáis. Os daré media hora para pensar en lo que he
dicho. Puede que los araluanos queráis decirles a los otros lo que significa la palabra
de un Guardián—añadió. A continuación, le hizo un gesto a Will para que le siguiera,
giró sobre los talones y se alejó un poco, hasta donde no pudieran oírles.
—Vamos a tener que ofrecerles algo más —dijo, cuando estuvieron fuera del
alcance del oído—. Unos reclutas reacios no servirán de casi nada. Para que un
hombre se esfuerce al máximo, tiene que tener algo por lo que merezca la pena luchar.
Y eso es lo que vamos a necesitar de esta gente: su máximo esfuerzo.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Will, casi corriendo para mantener el ritmo de
las zancadas urgentes de su maestro.
—Vamos a ver a Ragnak —le informó Halt—. Va a tener que prometer liberar a
todos los esclavos que peleen por Hallasholm.
Will sacudió la cabeza, dubitativo.
—Esa idea no le va a gustar —comentó. Halt se volvió para mirarle, una leve
sonrisa en la comisura de la boca.
—La va a odiar —reconoció.
W ill hizo que el último grupo de diez hombres se adelantara hasta la línea de
tiro. El grupo precedente se colocó al final de la cola y se sentó a observar.
Will estaba trabajando con los hombres en grupos pequeños. Eso le daba una cantidad
manejable de personas a las que dirigir mientras ponía a prueba su capacidad para
obedecer sus órdenes y disparar con una elevación predeterminada.
—¡Preparados! —gritó, y cada hombre cogió una flecha del cubo que tenía
delante y la cargó en la cuerda. Se pusieron en posición de preparados, las cabezas
vueltas hacia él, a la espera de su siguiente orden—. Recordad —dijo—, no intentéis
calcular el disparo vosotros solos. Limitaos a adoptar la posición que indico, tensad
la cuerda al máximo y soltad con suavidad cuando lo ordene.
Los hombres asintieron. Al principio, no les había gustado la idea de que alguien
tan joven como Will controlara sus actos. Pero luego, cuando Halt había animado a
su aprendiz a hacer una demostración de su gran precisión y velocidad en el tiro, se
habían visto obligados a aceptar el sistema que había ideado Will.
Respiró hondo y ordenó con decisión:
—¡Posición tres! ¡Tensad!
Diez brazos sosteniendo arcos se levantaron hasta una posición de
aproximadamente cuarenta grados con la horizontal. Will echó un rápido vistazo por
la fila para comprobar que todos los hombres hubiesen recordado la posición correcta.
Les había estado enseñando las cuatro elevaciones durante todo el día. Satisfecho, y
antes de que el esfuerzo de sujetar los arcos tensos del todo fuese demasiado grande,
dio la orden.
—¡Soltad!
Casi al unísono, se oyó un rápido culebreo de cuerdas de arco al soltarse y un
siseo coordinado de flechas que volaban por el aire.
Will observó la pequeña lluvia de flechas subir dibujando un arco, luego vencerse
hacia delante y bajar como una exhalación para clavarse hasta la mitad en la tierra.
Una vez más, se dirigió a la fila de hombres bajo su mando.
—¡Posición tres, preparados!
Como la vez anterior, los diez hombres cargaron flechas en las cuerdas y
esperaron la siguiente orden de Will.
—¡Tensad… soltad!
Una vez más se oyó el chasquido culebreante de las cuerdas al golpear los brazales
de los arqueros, y el sonido de los astiles de madera que rozaban las palas al salir
volando hacia sus blancos. Esta vez, cuando las flechas descendieron, Will cambió
su orden.
—¡Posición dos… preparados!
La fila de brazos izquierdos que sujetaban los arcos se estiró y se levantó hasta
un ángulo de treinta grados.
—¡Tensad… soltad!
Y otra lluvia de diez flechas ya estaba en camino. Will asintió en dirección a los
diez hombres, que le miraban expectantes.
—Muy bien —dijo—. Veamos cómo os ha ido.
Empezó a cruzar el campo de tiro, seguido por los diez hombres que acababan
de disparar. Había señales dispuestas por el centro de la pradera para marcar las
distancias de cien, ciento cincuenta y doscientos metros. La posición tres, con el brazo
del arco levantado cuarenta grados con respecto a la horizontal, debería coincidir con
la marca de los ciento cincuenta metros. A medida que se acercaba a ella, Will asintió
con satisfacción. Había dieciséis flechas sobresaliendo en diagonal de la tierra dentro
de un margen de tolerancia de diez metros. Vio que dos habían ido demasiado lejos y
otras dos se habían quedado cortas. Estudió los disparos largos. Las flechas estaban
numeradas, así que podía evaluar cómo había disparado cada hombre de la fila. Vio
que los dos disparos largos pertenecían a dos arqueros diferentes.
Al retroceder hasta las flechas que se habían quedado cortas, frunció un poco
el ceño. Ambas flechas llevaban el mismo número. Eso significaba que el mismo
arquero se había quedado corto las dos veces. Will tomó nota mental del número,
luego se dirigió a comprobar los resultados de la última andanada. La arruga de su
frente se profundizó al ver que había nueve flechas bien agrupadas y una que se había
quedado corta por el mismo margen. En realidad no necesitaba comprobarlo, pero
un rápido vistazo le demostró que, una vez más, el mismo arquero se había quedado
corto en su disparo.
Refunfuñó, pensativo.
—¡Muy bien! —dijo en voz alta—. Recuperad vuestras flechas. —Luego se
encaminó de vuelta a los puestos de tiro, los diez hombres detrás de él—. ¿Quién
estaba en la posición número cuatro? —preguntó.
Uno de los arqueros dio un paso al frente, indeciso. Levantó una mano como un
alumno nervioso en el colegio. Will vio que era un hombre fornido y barbudo de unos
cuarenta años. Aun así, su actitud demostraba que sentía un temor reverencial por el
joven Guardián que tenía delante.
—Era yo, señoría —dijo nervioso. Will le hizo un gesto para que se acercara.
—Trae tu arco y dos o tres flechas —le dijo. El hombre cogió su arco y eligió dos
flechas del cubo de al lado de su puesto de tiro. Estaba nervioso por haber llamado
la atención de Will y no tardó en dejar caer las flechas, que se apresuró a recoger
con torpeza—. Relájate —le dijo Will, incapaz de reprimir una sonrisa—. Solo voy
a comprobar tu técnica.
El hombre intentó devolverle la sonrisa. Había visto que eran sus flechas las que
se habían quedado cortas y dio por sentado que estaban a punto de castigarle. Así
es como era la vida para un esclavo en Hallasholm. Si te decían que hicieras algo
y no lo hacías, te castigaban. Ahora, sin embargo, el chico moreno que dirigía la
sesión de entrenamiento le estaba sonriendo y le había dicho que se relajara. Era una
experiencia nueva.
—Ponte en posición —le indicó Will, y el hombre se colocó de lado a los blancos;
el pie izquierdo estirado, la mano derecha sujetando el arco a la altura de la cintura
—. Posición tres —dijo Will con calma, y el hombre adoptó la posición que había
aprendido a lo largo del día anterior, con el brazo izquierdo sujetando el arco en un
ángulo de cuarenta grados, casi para alcanzar la distancia máxima. Will le miró con
atención. No parecía haber ningún fallo en la posición del hombre.
—Muy bien —dijo—. Tensa, por favor.
El hombre utilizaba demasiado los músculos del brazo y no utilizaba lo suficiente
los músculos de la espalda para abrir el arco, pensó Will. Pero ese era un fallo menor
consecuencia de años de malos hábitos. No habría forma de cambiarlo en el poco
tiempo del que disponían.
—Y… suelta.
Ahí está, pensó Will. Una décima de segundo antes de soltar la flecha, el hombre
relajaba ligeramente la tensión de la cuerda, lo que le hacía bajar un poco la flecha
antes de dejarla escapar. Eso significaba que, en el momento de la suelta, la cuerda
no estaba tensa del todo, lo que a su vez significaba que la flecha no recibía toda
la potencia del arco para su vuelo. Halt y Will habían probado todos los arcos para
asegurarse de que su tensión era similar, y las flechas tenían exactamente la misma
longitud para garantizar que los resultados fuesen lo más consistentes posible. Así,
la causa principal de las variaciones serían pequeños errores técnicos como este.
Will miró al otro lado del campo de tiro, donde las plumas coloreadas de la flecha
eran visibles contra la empapada hierba marrón del deshielo de primavera. Como
había sospechado, se había quedado corta de nuevo.
Will le explicó al hombre la razón del problema y, por su cara de sorpresa, vio que
no se había dado ni cuenta de que estaba relajando la tensión en el momento crucial.
—Trabaja en ello —le dijo, dándole una palmada de ánimo en el hombro. Halt
le había recalcado el hecho de que un poco de aliento en temas como este era mucho
más útil que una crítica destructiva. A Will le había sorprendido que Halt le pusiera
a cargo del entrenamiento de los arqueros. Aunque sabía que él los dirigiría durante
la batalla, había supuesto que Halt supervisaría su entrenamiento. Pero el Guardián
había repetido lo que había dicho antes.
—Tú serás el que los dirija una vez que entremos en batalla. Lo mejor es que se
acostumbren a obedecer tus órdenes desde el principio.
Will recordó entonces otro consejo que le había dado el Guardián.
—Los hombres trabajan mejor cuando saben qué tienes en mente —le dijo al
joven aprendiz—. Así que asegúrate de contarles todo lo que puedas.
Se subió a una plataforma elevada que había sido colocada ahí para que pudiera
dirigirse a todo el grupo.
—Lo vamos a dejar por hoy —les dijo en voz bien alta—. Mañana dispararemos
como un solo grupo. Así que, si os he comentado algún fallo técnico en vuestra forma
de disparar hoy, intentad pulirlo antes de la cena. Después, procurad descansar bien
esta noche. —Empezó a dar media vuelta, luego se giró de nuevo. Había recordado
otra cosa—. Buen trabajo, todos vosotros —dijo—. Si seguís así, les vamos a dar a
esos temujáis una sorpresa muy desagradable.
Un murmullo de placer brotó de las cien gargantas. Luego los hombres se
dispersaron, de vuelta al calor de los salones y barracones. Will se dio cuenta de que
era más tarde de lo que creía. El sol estaba tocando las cimas de las montañas detrás
de Hallasholm y las sombras se estaban alargando. La brisa de la tarde era gélida y
Will se estremeció. Alargó la mano hacia la capa que había colgado de la barandilla
de la plataforma mientras dirigía el entrenamiento.
Habían reclutado a medía docena de chicos para ayudar y, sin necesidad de
decirles nada, estaban recogiendo las flechas y sus cubos para guardarlos a cubierto
en una de las casetas al borde del campo de prácticas. Will no pudo evitar notar las
miradas de admiración que le lanzaban mientras se ocupaban de sus tareas. Era solo
unos años mayor que ellos, pero ahí estaba, dirigiendo una fuerza de cien arqueros.
Sonrió para sus adentros. No hubiese sido humano si no hubiese disfrutado de que
le adoraran como a un héroe.
—Pareces contento contigo mismo —dijo una voz conocida. Se giró y vio a
Horace; debía de haber llegado mientras les hablaba a los hombres. Se encogió de
hombros e intentó mostrarse humilde.
—Van bastante bien —dijo—. Ha sido un buen día de trabajo.
Horace asintió.
—Eso me ha parecido —dijo. Después, en tono preocupado, añadió—: Evanlyn
no ha estado aquí contigo, ¿verdad?
Will levantó la vista, inmediatamente a la defensiva.
—¿Y qué si lo ha estado? —preguntó, dándole un involuntario tono discutidor a
su voz. Al instante, vio borrarse la expresión de preocupación del rostro de Horace y
se dio cuenta de que había malinterpretado la razón de la pregunta de su amigo.
—Entonces, ¿ha estado aquí? —insistió Horace—. Es un alivio, ¿Sabes dónde
está ahora?
Ahora fue Will quien frunció el ceño.
—Eh, un momento —dijo, poniendo una mano sobre el musculoso antebrazo de
Horace—. ¿Por qué es un alivio? ¿Es que pasa algo?
—Entonces, ¿no ha estado aquí? —preguntó Horace, y su rostro volvió a
ensombrecerse cuando Will negó con la cabeza.
—No. Pensé que estabas… ya sabes… —Will había estado a punto de decir
celoso, pero no consiguió articular la palabra. La idea de que Horace pudiera tener
celos de él sonaba bastante a soberbia. Vio al instante que ese tipo de pensamientos
estaban muy lejos de la mente de Horace. El aprendiz de guerrero apenas parecía
haber percibido la vacilación de Will.
—Ha desaparecido —dijo, con ese mismo tono de preocupación. Abrió las manos
a los lados y miró por el campo de prácticas vacío, como si de algún modo esperara
verla aparecer—. No la ha visto nadie desde ayer a media mañana. La he buscado
por todas partes, pero no hay señal de ella.
—¿Desaparecido? —repitió Will, sin entenderlo del todo—. ¿Desaparecido
dónde?
Horace levantó la vista hacia él con un repentino arrebato de aspereza.
—Si supiéramos eso, no habría desaparecido, ¿no crees?
Will levantó las manos en un gesto conciliador.
—¡Vale, vale! ¡Tienes razón! —dijo—. No me había dado cuenta. He estado un
poco liado intentando organizar a estos arqueros. Pero alguien debe de haberla visto
ayer por la noche, ¿no? Sus sirvientes, por ejemplo.
Horace sacudió la cabeza, afligido.
—Ya les he preguntado —dijo—. Yo mismo me pasé casi todo el día de ayer
de patrulla, vigilando el avance de los temujáis. No regresamos a Hallasholm hasta
bastante después de la cena, así que no me di cuenta de que no andaba por aquí. Hasta
que fui en su busca esta mañana no me he enterado de que no pasó la noche en su
habitación ni de que nadie la ha visto hoy. Por eso había esperado que quizás tú… —
Dejó la frase a medio acabar y Will negó con la cabeza.
—No he visto ni rastro de ella —le dijo a su amigo—. ¡Pero es ridículo! —
exclamó después de un breve silencio—. Hallasholm no es un sitio lo bastante grande
como para que alguien desaparezca. Y no puede haber ido a ninguna otra parte.
Afrontémoslo, no puede haber desaparecido así sin más… ¿o sí?
Horace se encogió de hombros.
—Eso es lo que no hago más que decirme —dijo apesadumbrado—. Pero de algún
modo, parece que así ha sido.
Veintisiete
E rak miró a la figura que estaba de pie a su lado en la popa del barco lobuno y, por
enésima vez, fue incapaz de evitar que una gran sonrisa se dibujase en su cara.
Halt notó su mirada. Y la sonrisa.
—Debe perder su fascinación después de un rato, ¿no? —comentó en tono agrio.
El Jarl sacudió la cabeza y su sonrisa se ensanchó.
—Para mí no —dijo con voz alegre—. Cada vez me resulta igual de graciosa que
la primera.
—Me encanta que los escandianos tengáis un sentido del humor tan ingenioso —
dijo el Guardián, frunciendo el ceño. Ver que varios de los otros escandianos también
sonreían no hizo nada por mejorar su mal humor. En realidad, era una figura cómica.
Había cambiado su ropa y su capa de Guardián por ropa escandiana: chaleco de piel de
oveja, una capa corta de pieles y pantalones de lana, con polainas de cuero de rodillas
para abajo. Al menos, debería ir tapado de rodillas para abajo. Pero en realidad, como
Halt era considerablemente más pequeño de estatura que cualquier escandiano adulto,
las polainas le cubrían incluso los muslos, los pantalones se abombaban de manera
alarmante en la ingle, y el chaleco de lana de oveja le quedaba tan holgado que parecía
tener sitio para otra persona de su mismo tamaño.
—Es culpa tuya —repuso Erak—. Por querer disfrazarte de uno de los nuestros.
—Ya te he dicho —masculló Halt— que los temujáis me vieron muy bien cuando
nos estaban persiguiendo cerca de la frontera. Y además, no tienen ninguna razón
para sentir empatía por nadie vestido de Guardián.
—Eso he oído —dijo Erak, aún sonriendo. Se inclinó sobre la brújula que tenía
delante, comprobó la posición del imán flotante y ajustó la mirilla para que
concordara con él. Luego leyó el rumbo hacia el siguiente cabo—. Un poco al este del
sudeste —dijo para sí. Luego levantó la voz y les habló a sus hombres—. ¡Animaos!
¡La bahía de Sand Creek está al otro lado del siguiente cabo!
Se oyó un revoloteo de expectación en las cubiertas del barco mientras los
escandianos se aseguraban de que tenían las armas a mano; aunque no a la vista. Tras
el gesto afirmativo de Erak, el vigía del palo mayor envió el mensaje a los otros dos
barcos lobunos que navegaban junto a ellos. Haciendo un esfuerzo muy obvio por no
sonreír, el capitán le dio un codazo a Halt en las costillas, con muy poco cuidado.
—Más vale que te pongas el casco —le dijo al Guardián, cuyo semblante se
oscureció aún más que antes al alargar el brazo hacia el enorme casco con cuernos
que llevaban todos los guerreros escandianos.
Ese había sido el elemento más contencioso del disfraz. Erak afirmaba que ningún
escandiano aparecería jamás en público sin casco, y no quiso ni oír hablar de que
Halt no llevara uno. Pero los tamaños eran inmensos, comparado con lo que Halt
consideraba una cabeza de tamaño perfectamente normal como la suya. Incluso el
casco más pequeñísimo que Erak fue capaz de encontrar se bamboleaba holgado
sobre la cabeza de Halt y le tapaba las orejas y los ojos. Con la ayuda de mucho relleno
a base de telas, por fin habían conseguido que el casco se quedara más o menos firme
sobre su cabeza. Pero aun así, seguía sobrándole por todos lados.
Los escandianos contemplaron la escena con un regocijo mal disimulado mientras
Halt se colocaba con cuidado el casco sobre la cabeza. Borsa, que se había unido a la
expedición por orden de Ragnak, sacudió la cabeza y se rio entre dientes. El pacífico
hilfmann, que no había visto un solo día de batalla en su vida, sabía que él mismo
daba más el pego de lo que lo hacía Halt.
—Aunque esto acabe siendo una misión infructuosa —dijo en tono alegre—,
habrá merecido la pena por ver esto.
Halt dio media vuelta, enfadado. Fue un error. Con el rápido movimiento de la
cabeza, se le desencajó el casco, que se volcó sobre sus ojos. Maldijo en silencio para
sus adentros, enderezó el ridículo casco y se resignó a sufrir las risas sofocadas de
los escandianos.
Habían estado navegando empujados por un viento de popa, pero ahora, cuando
Erak se preparó para doblar el cabo y cortar a través de ese viento con el Viento de
Lobo, se produjo un revuelo de actividad a bordo: arriaron la gran vela cuadrada y la
enrollaron en la botavara. Los largos y pesados remos traquetearon en sus chumaceras
cuando la tripulación los deslizó hacia fuera, y luego, antes de que el barco tuviera
tiempo de perder inercia, empezaron a remar con paladas suaves y rítmicas. Al mirar
hacia atrás, Halt vio que los otros barcos hacían lo mismo. Una vez más, el casco se
torció sobre su cabeza y, con un gesto de hastío, se lo quitó y lo dejó caer sobre la
cubierta. Le lanzó a Erak una mirada furibunda, desafiando al grandullón escandiano
a hacer algún comentario. El Jarl se limitó a encoger los hombros y sonreír.
Ya casi habían superado el último cabo, y los que no realizaban ninguna tarea
implicada en mantener al barco en marcha y en rumbo estiraban el cuello ansiosos por
ver si la playa estaría vacía, o si habría un pelotón de guerreros temujáis esperándolos.
Con una lentitud agónica, el barco se deslizó por delante del cabo hasta revelar la
franja de playa arenosa que había al otro lado. Halt sintió un nudo en el estómago y
se le cayó el alma a los pies, pues a primera vista, la playa no mostraba señal alguna
de temujáis. Pero estaban viendo solo el extremo sur de la playa y, a medida que
avanzaron, se oyó un ligero suspiro de todos los observadores y el nudo del estómago
de Halt se convirtió en una llama de intensa emoción.
Allí, concentrados en el centro de la playa, había tres escuadrones de caballería
temujái.
Sus tiendas de campaña de fieltro abovedado estaban montadas en hileras
ordenadas y había caballos amarrados en una pradera de hierba donde acababa la
playa. Halt sabía que cada escuadrón estaba compuesto por sesenta hombres. Supuso
que cada escuadrón dejaría a diez hombres para cuidar de los caballos que,
obviamente, no podían viajar en los barcos lobunos. El lejano estruendo de un cuerno
temujái desde la playa les indicó que los habían avistado.
Borsa sacudió la cabeza con tristeza ante la prueba palpable de la traición de
Slagor.
—Había esperado que esta fuese una expedición infructuosa —dijo con amargura
—. La idea de que cualquier escandiano se convierta en un traidor es amarga de
digerir.
Se alejó de Halt y de Erak y los dos hombres intercambiaron una mirada. Erak
se encogió de hombros. Tenía un carácter más cínico que el del hilfmann y conocía
mejor a Slagor.
—Hora de asegurarse del todo —dijo en voz baja, y tiró del timón para enfilar la
proa del Viento de Lobo directa hacia la playa. Como habían planeado, los otros dos
barcos viraron y los remeros siguieron dando paladas lentas y relajadas para mantener
la posición contra el viento y la marea, a unos doscientos metros de la playa. Ahí
seguían estando a tiro de flecha, pero los enormes escudos circulares escandianos
dispuestos por las bordas protegían a los marineros de un eventual ataque temujái.
Los que iban a bordo del Viento de Lobo no eran tan afortunados. Iban directos
hacia la orilla, y cada palada de los remos los hacía más vulnerables a una repentina
lluvia de flechas temujáis.
—Mantened las cabezas gachas —les gruñó Erak a sus remeros. Era una
advertencia innecesaria. Ya estaban tan agachados como podían, intentando que
ninguna parte de sus personas asomara por encima de las bordas de roble. Halt se
dio cuenta de que la mano derecha del Jarl se apartaba de vez en cuando del timón
y rozaba casi inconscientemente el mango de la enorme hacha de guerra apoyada
contra la pared cerca de él.
En la playa, la actividad había aumentado, y un grupo de media docena de
temujáis había avanzado hasta la orilla. Detrás de ellos, se oían órdenes a gritos y se
estaban formando pelotones mientras los líderes de cada escuadrón preparaban a sus
hombres para embarcar en los tres barcos de guerra.
El agua seguía teniendo buena profundidad hasta bastante cerca de la playa.
Aunque los barcos estaban diseñados para fondear en agua tan poco profunda como
un metro, los temujáis no lo sabían, y Halt y Erak habían acordado que tendría más
sentido mantener al enemigo a cierta distancia. A veinte metros de la orilla, Erak dio
una breve orden y los remos de un costado del barco dieron marcha atrás mientras
los del otro siguieron adelante. Así, hicieron virar la estrecha embarcación noventa
grados, casi sobre sí misma.
Erak le hizo un gesto a su segundo al mando, que corrió hacia la caña del timón.
Entonces, el Jarl fue hasta el costado del barco que daba a la playa y levantó la voz
en su habitual bramido atronador.
—¡Playa a la vista! —gritó, y Halt, que estaba a su lado, se apresuró a alejarse
unos pasos.
El tem’uj que estaba de pie en el centro del pequeño grupo de la playa hizo bocina
con las manos y gritó de vuelta.
—Soy Or’kam, comandante de esta fuerza —llamó—. ¿Dónde está Slagor?
Detrás de él, Halt oyó una exclamación ahogada y se giró para ver a Borsa
sacudiendo la cabeza en ademán triste, su expresión abatida. Varios de los otros
escandianos también intercambiaron miradas ante esta confirmación indiscutible de
que Slagor había estado involucrado en el plan.
—¡Estaos quietos! —les advirtió Halt, y los hombres disimularon sus reacciones
a toda prisa. Erak ya estaba contestando, con la historia que Borsa, Halt y él habían
acordado contar.
—El Oberjarl Ragnak estaba empezando a sospechar de nuestros movimientos.
Era demasiado peligroso para Slagor unirse a esta expedición. Se reunirá con nosotros
en la isla de Fallkork.
Se produjo una rápida consulta entre los líderes temujáis.
—No les gusta —musitó Erak sin mover los labios.
—No tiene que gustarles. Solo se lo tienen que tragar —le dijo Halt con el mismo
disimulo. Después de varios minutos de discusión, Or’kam se apartó del grupo y
volvió a gritar.
—Esperábamos a Slagor. ¿Cómo podemos estar seguros de que podemos confiar
en vosotros? ¿Os ha dado algún mensaje? ¿Alguna contraseña?
En el barco, los hombres intercambiaron miradas de preocupación. Esta era la
eventualidad que habían temido. Si Slagor había establecido una contraseña con los
temujáis, entonces su plan se iría al traste. Aunque, por supuesto, su objetivo principal
ya lo habían logrado: habían demostrado la complicidad de Slagor en la trama. Pero
ahora que estaban ahí, la oportunidad de eliminar a ciento cincuenta hombres de las
filas enemigas, sin una sola baja entre sus propias fuerzas, era muy, muy tentadora.
—Tírate un farol —dijo Halt a toda prisa—. Ya ha dicho que estaba esperando a
Slagor, así que no necesitaban ninguna contraseña. —Erak asintió. Tenía sentido.
—Mira —bramó Erak de nuevo—. No necesito una contraseña, ¿verdad? Estoy
aquí, he venido a recogeros. ¡Y me estoy jugando el cuello por hacerlo! Y ahora, si
queréis subir a bordo, adelante. Si no, me voy por ahí a saquear algún asentamiento
y os dejo a Ragnak y a ti con vuestra pequeña guerra. ¡Tú eliges!
Una vez más, se produjo un conciliábulo urgente en la playa. Podían ver la
reticencia de Or’kam en sus movimientos, pero también podían verle sopesar sus
opciones y, después de una larga mirada escrutadora al barco, resultó obvio que
decidió que no tenía nada que temer de las escuálidas tripulaciones de remeros de
los tres barcos.
—¡Muy bien! —gritó—. Acercad los barcos y subiremos a bordo.
Pero Erak negó con la cabeza.
—Os recogeremos con los esquifes —le dijo—. No podemos varar aquí.
Or’kam hizo un gesto enfadado. Era obvio que no le gustaba que las cosas no
fuesen precisamente de acuerdo a sus deseos.
—¿De qué estás hablando? —chilló—. Slagor varó su barco aquí mismo. ¡Yo le
vi hacerlo!
Erak se acercó a la borda y se encaramó en ella, completamente expuesto a
cualquier posible disparo desde la playa.
—Ten cuidado —musitó Halt, intentando no mover los labios,
—Y dime, caballista —dijo Erak, su voz cargada de sarcasmo—, ¿qué hizo Slagor
después? ¿Cargó a cincuenta hombres a bordo de su barco y lo desencalló de la playa?
Se produjo una pausa mientras el líder temujái pensaba en lo que había dicho Erak.
El capitán vio sus dudas e insistió—. Si me acerco hasta la playa ahora y embarco a
tus hombres, no sacaremos el barco de allí jamás. Sobre todo con la marea bajando
del modo en que lo está haciendo.
Eso pareció decidirle. A regañadientes, Or’kam hizo una señal de aceptación.
—¡Muy bien! —gritó—. ¿A cuántos puedes transportar cada vez?
Erak se resistió a la tentación de soltar un suspiro de alivio.
—Tres esquifes, ocho hombres en cada uno —dijo—. Veinticuatro por viaje.
Or’kam asintió.
—Muy bien, escandiano, manda los esquifes. —Se volvió hacia sus
lugartenientes y les encomendó organizar el embarque. A bordo del Viento de Lobo,
Erak ya estaba haciendo señas a los otros barcos para que se acercaran y enviaran a
sus esquifes a la orilla junto al suyo.
Treinta y uno
-¡P osición dos… soltad! —ordenó Will, y los cien brazos de los arqueros
se elevaron hasta el mismo ángulo, tensaron las cuerdas y soltaron más o
menos de manera simultánea. El culebreante silbido de la suelta se magnificó cien
veces, y Will y Horace observaron con satisfacción como una oscura nube de flechas
volaba por el cielo hacia el objetivo que había aparecido de repente.
Evanlyn estaba sentada en un viejo carro roto unos metros por detrás de la línea
de arqueros. Contemplaba la escena con interés.
Oyeron claramente el suave golpeteo de las flechas que se clavaban en la hierba
alrededor del blanco, y los impactos más secos y nítidos de aquellas flechas que de
verdad daban en él.
—¡Escudos! —bramó Horace, y al lado de cada arquero, un soldado de a pie
dio un paso al frente con un escudo de madera rectangular en el brazo izquierdo,
posicionado para cubrirse tanto a sí mismo como al arquero mientras cargaba la
siguiente flecha. Era una idea que se le había ocurrido al aprendiz de guerrero
mientras veía un ejercicio de tiro anterior. Will había adoptado la mejora encantado.
Con solo un centenar de arqueros, no podía permitirse perder ninguno a causa de las
réplicas que los temujáis seguro que organizaban una vez que vieran a sus hombres
en acción.
Will echó un vistazo rápido a su alrededor para asegurarse de que sus hombres
estaban preparados para el próximo tiro. Después se giró hacia el campo de prácticas
en busca del siguiente objetivo en aparecer.
¡Allí! Cuando el equipo de hombres que tenía a la espalda tiró de una serie de
cuerdas, otra tabla plana brotó de entre las hierbas. Pero Will casi pasa por alto el
movimiento mientras comprobaba si los arqueros estaban preparados. Sintió una leve
punzada de pánico. Las cosas se estaban moviendo demasiado deprisa.
—¡Apartaos! —gritó, deseando que su voz no tendiera a quebrarse cuando lo
hacía. Los portadores de los escudos se apartaron—. ¡Medio derecha! ¡Posición
tres… soltad!
Una vez más, oyeron el culebreante silbido. Otra nube de flechas proyectó su
sombra fugaz por el campo y acribilló la zona de alrededor del objetivo. Pero otro
objetivo ya estaba brotando de la hierba, mucho más cerca esta vez.
—¡Escudos! —volvió a ordenar Horace, y una vez, más, los arqueros quedaron
protegidos de posibles disparos de réplica. Al dar la orden a sus hombres, Horace
realizó la misma acción y protegió a Will detrás de uno de los grandes escudos.
—Vamos, vamos —musitó Will, cambiando el peso de un pie al otro mientras
observaba a los hombres elegir flechas nuevas y cargarlas en la cuerda. Los arqueros
percibieron su urgencia y se precipitaron en sus acciones. La velocidad extra los hizo
más torpes. Tres de ellos dejaron caer las flechas que estaban a punto de cargar; otros
se hicieron un lío como si fuesen principiantes.
Frustrado, Will se dio cuenta de que tendría que conformarse con los hombres
que estaban listos. Volvió a mirar al objetivo, pero los hombres de las cuerdas ya lo
estaban acercando. Se deslizaba hacia ellos sobre sus guías tipo trineo, simulando la
velocidad de avance de una fuerza enemiga. La distancia se había cerrado demasiado
deprisa como para que pudiese hacer un cálculo instantáneo. En los segundos que
había estado mirando a sus hombres, había perdido la concentración y su percepción
del campo de batalla.
Bajó enfadado de su posición de mando, una plataforma baja construida al final
de la línea de arqueros.
—¡Descanso! —gritó—. Que todo el mundo se tome un respiro.
Se percató de que había estado sudando a mares por la tensión, así que se pasó
una esquina de la capa por la frente. Horace dejó el gran escudo en el suelo y se
reunió con él.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Will sacudió la cabeza, derrotado.
—Es inútil —dijo—. No soy capaz de vigilar los objetivos y a los hombres al
mismo tiempo. Pierdo la perspectiva. Tendrás que observar tú a los hombres y
decirme cuándo están preparados.
Horace frunció el ceño.
—Podría hacerlo —admitió—. Pero el día en cuestión, creo que voy a estar un
poco ocupado protegiéndote de los disparos de los temujáis. Yo también voy a tener
que mantener la vista puesta en el enemigo. A menos que quieras que te conviertan
en un alfiletero.
—¡Bueno, pues alguien va a tener que hacerlo! —exclamó Will enfadado—. ¡Ni
siquiera hemos empezado a practicar con los kaijins y todo esto ya se está
desmoronando!
Halt les había hablado de los kaijins. Eran tiradores especializados, y cada grupo
de sesenta jinetes temujáis tendrían uno con ellos. Los kaijins estaban encargados de
derribar a los líderes de cualquier grupo enemigo. Sería tarea de Will contrarrestarlos,
así que había ideado un ejercicio de entrenamiento específico, con más objetivos, más
pequeños, dispuestos por todo el campo, listos para aparecer de manera inesperada.
Pero si Will tenía que repartir su atención entre sus propios arqueros y el enemigo,
sus opciones de anular a ese tirador enemigo serían muy escasas.
Por otra parte, sus opciones de recibir un disparo de uno de ellos eran mucho
más altas.
—Yo podría hacerlo —dijo Evanlyn, y sus dos amigos se volvieron hacia ella.
La chica vio la duda en sus caras—. Yo podría hacerlo. Podría mantener un ojo en
los arqueros y avisar cuando estén preparados.
—¡Pero eso te pondría en la línea de batalla! —objetó Horace al instante—. ¡Será
peligroso!
Evanlyn negó con la cabeza. Vio que Will todavía no había expresado ninguna
objeción. Notó que, al menos, se lo estaba pensando. Se apresuró a seguir hablando
antes de que pudiese vetar su sugerencia.
—En realidad, los arqueros no están de verdad en primera línea. Estaréis por
detrás de ella, y protegidos por una trinchera y un montículo de tierra. Podríais
construirme una especie de refugio en un extremo, debajo de vuestra posición de
mando. Ahí estaré a salvo de las flechas. Después de todo, yo no necesitaré ver al
enemigo, solo a nuestros hombres.
—Pero ¿qué pasa si los temujáis abren una brecha en nuestras filas? —protestó
Horace—. ¡Estarás justo en medio de la batalla!
Evanlyn se encogió de hombros.
—Si los temujáis abren una brecha, no importará dónde esté. Estaremos todos
muertos. Además, si todo el mundo está corriendo un riesgo, ¿por qué no habría de
hacerlo yo?
Horace fue lo bastante inteligente como para no decir porque eres una chica.
Y tuvo que admitir que Evanlyn tenía cierta razón. Pero no estaba convencido. Se
volvió hacia Will.
—¿Tú qué opinas, Will? —preguntó. Esperaba que el aprendiz de Guardián
estuviera de acuerdo con él, así que se sorprendió un poco cuando no le contestó de
inmediato.
—Creo —dijo Will despacio—, que podría tener razón. Probémoslo.
E ra un ruido sordo, como olas en una playa muy lejana, o quizás el retumbar de
unos truenos en la distancia, pensó Will. Excepto que los truenos jamás habían
sonado así. Este sonido no parecía empezar nunca, pero tampoco parecía terminar.
Simplemente continuaba y continuaba, se repetía de manera constante.
Y poco a poco, se hacía más alto.
Era el sonido de miles de caballos galopando despacio hacia ellos.
Will flexionó la cuerda de su arco un par de veces para probar su tacto y su tensión.
Tenía los ojos fijos en el punto por el que todos sabían que aparecería el ejército
temujái: a un kilómetro de distancia, donde la estrecha franja costera entre las
montañas y el mar sobresalía en un promontorio que bloqueaba temporalmente su
vista del ejército que se aproximaba. Se dio cuenta de que tenía la boca seca e intentó,
sin ningún éxito, tragar saliva.
Se agachó a por el odre de agua que llevaba colgado de la aljaba y se perdió la
primera imagen de los jinetes temujáis cuando doblaron la curva.
Los hombres a su alrededor dejaron escapar una exclamación involuntaria. Los
jinetes cabalgaban estribo con estribo en una larga fila interminable. Cada caballo
galopaba con soltura, al mismo ritmo que el que iba a su lado.
—¡Debe de haber miles! —dijo uno de los arqueros, y Will pudo oír el miedo en
su voz. Las mismas palabras se repitieron en otra docena de sitios a lo largo de la fila.
De entre los guerreros escandianos que había detrás de ellos, no se oyó ni un ruido.
Ahora, por encima del sordo tronar de los cascos, podían oír también el tintineo de
los arneses, un contrapunto más ligero al ruidoso retumbar de los cascos. Los jinetes
siguieron su avance, cada vez más cerca de los pelotones de silenciosos escandianos
que los esperaban. Entonces, tras un único toque estridente de corneta, frenaron a sus
caballos y se detuvieron.
El silencio, después del sordo tronar de su aproximación, era casi palpable.
En ese momento, un gigantesco rugido brotó de las gargantas de los guerreros
escandianos apostados ante sus defensas. Un rugido retador y desafiante,
acompañado por el ensordecedor estrépito de hachas y sables golpeando sus escudos.
Poco a poco, el sonido se fue apagando. Los temujáis permanecían sentados sobre
sus caballos en silencio, mirando fijamente a sus enemigos.
—¡Que nadie se mueva! —les gritó Will a sus arqueros. Ahora que veía la
vanguardia de los temujáis, su pelotón parecía ridículamente pequeño. Debía de haber
al menos setecientos guerreros alineados en esa primera fila. Y detrás de ellos, había
cinco o seis veces esa cantidad. En el centro del ejército, donde destacaba el
comandante sobre su caballo, agitaron una secuencia de banderas de señales
coloreadas. Otras banderas contestaron desde distintas posiciones entre las filas de
jinetes. Se oyó otro toque de corneta, una nota diferente esta vez, y la vanguardia
puso a sus caballos al paso. El tintineo de los arneses se hizo presente una vez más.
Un instante después, un agudo chirrido metálico llenó el aire y los débiles rayos de
sol centellearon sobre cientos de hojas de sable recién desenvainadas.
—Van a luchar cuerpo a cuerpo —dijo Horace en voz baja a su lado. Will asintió.
—¿Te acuerdas de lo que nos dijo Halt? Su primer movimiento será un amago:
un ataque y luego una falsa retirada para atraer a los escandianos y forzarlos a salir
de detrás de sus parapetos. No iniciarán su ataque real hasta que tengan a las fuerzas
escandianas estiradas en su persecución.
Los mil ochocientos escandianos estaban alineados en tres filas en la estrecha
franja de tierra llana entre el mar y las boscosas colinas. Esperaban detrás de parapetos
de tierra construidos con gran cuidado. Los terraplenes inclinados a los que se
enfrentaban los temujáis estaban cuajados de picas afiladas de diversas longitudes,
diseñadas para empalar a los caballos del enemigo.
Halt había situado su posición defensiva principal en el punto en donde la franja
era más estrecha, con los flancos protegidos por las empinadas montañas boscosas a la
izquierda y el mar a la derecha. Hallasholm mismo se encontraba a apenas doscientos
metros por detrás de sus filas. El pelotón de arqueros de Will estaba sobre un terraplén
a la derecha, unos metros por detrás de la principal línea defensiva. Por el momento,
unas paredes de mimbre cubiertas de tierra mantenían ocultos a los arqueros, que
esperaban agachados detrás de ellas.
Halt, Erak y Ragnak estaban en el puesto de mando, más o menos en el centro
del frente escandiano, sobre una pequeña loma.
De pronto se vieron más banderas de señales, y los jinetes que avanzaban se
pusieron al trote y empezaron a girar un poco hacia el flanco izquierdo de los
escandianos.
Hubo cierto revuelo entre los arqueros agachados detrás de los parapetos. Varios
de ellos alargaron las manos hacia los cubos que tenían delante al sentir la instintiva
necesidad de armarse.
—¡Todos quietos! —ordenó Will, rezando más que nunca por que no se le
quebrara la voz. Halt no quería que revelara la presencia de los arqueros hasta que
los temujáis hubiesen hecho varios de sus habituales ataques de tanteo.
—Esperad hasta que se lancen de verdad al ataque. Entonces los sorprenderemos
—le había dicho a su aprendiz.
La línea de arqueros se volvió ahora hacia su joven comandante. Will se forzó
a sonreírles. Luego, fingiendo una indiferencia que desde luego no sentía, apoyó su
propio arco contra el parapeto que tenía ante él, dándoles a entender que los arqueros
no tendrían que actuar aún durante un rato.
Algunos de los otros hombres le imitaron.
—Buen trabajo —le dijo Horace en voz baja a su lado—. ¿Cómo puedes estar
tan tranquilo?
—Estar aterrado ayuda bastante —contestó Will, hablando sin apenas mover los
labios. Estaba sorprendido por la pregunta del aprendiz de guerrero. El propio Horace
parecía el epítome de la calma, totalmente despreocupado y aparentemente tranquilo.
Su siguiente comentario hizo añicos esa idea.
—Sé a qué te refieres —dijo—. Casi se me cae la espada cuando asomaron por
esa curva.
La carga de los temujáis empezaba a ganar velocidad. Partieron al galope, lento
primero, luego más deprisa. Cuando se acercaron a la línea escandiana, la mayor parte
de la fuerza giró hacia un lado, aparentemente desalentados por las fortificaciones
y las picas afiladas. Maniobraron con sus caballos para galopar paralelos al frente
escandiano durante unos segundos; luego empezaron a girar de vuelta hacia su propio
ejército. Los escandianos les gritaron insultos y apelativos despectivos. Una lluvia de
lanzas, rocas y otros misiles brotó de sus filas, aunque la mayoría se quedaron cortos
y no alcanzaron a los jinetes enemigos.
Un grupo más pequeño, poco menos de un centenar o así, continuó su avance
hacia el ala izquierda de la línea escandiana. Los jinetes se inclinaron hacia delante
sobre sus estribos, aullaron sus gritos de guerra y forzaron a sus peludas cabalgaduras
a subir por los parapetos de tierra, haciendo caso omiso de los relinchos de los caballos
que resultaban heridos por las picas. Unos dos tercios del total lograron llegar hasta
la primera línea escandiana, donde se inclinaron desde sus monturas y golpearon a
diestro y siniestro con sus largos sables curvos.
Los defensores escandianos se unieron a la batalla con entusiasmo. Enormes
hachas se columpiaban en todas direcciones y más caballos sucumbieron, con
relinchos atormentados. Will intentó cerrar sus oídos al sonido de la agonía de los
caballos. Las pequeñas cabalgaduras peludas de los temujáis eran casi idénticas a Tug
y Abelard, y era muy fácil imaginarse a su propio caballo sangrando y aterrado, igual
que lo estaban ahora los de los temujáis. Era obvio que los temujáis consideraban a
sus caballos como un medio para un fin y tenían poco afecto por ellos.
La furiosa batalla ocupaba una esquina del frente escandiano. Durante unos
minutos, no hubo una imagen clara de lo que estaba pasando. Después, poco a poco,
con gritos de pánico, los temujáis empezaron a ceder terreno, bajaron otra vez por
los terraplenes, giraron a sus caballos y se alejaron, dejando que los escandianos los
persiguieran cada vez con mayor entusiasmo.
Sin embargo, para cualquiera que los viera desde lejos, era evidente que el ejército
que retrocedía no se movía tan deprisa como podría. Incluso los que seguían a caballo
no hacían un esfuerzo real por ponerse a salvo al galope. Más bien, se retiraban
despacio, manteniendo el contacto con la vanguardia de sus perseguidores,
alejándolos más y más de las posiciones defensivas que ocupaban y llevándolos hacia
terreno abierto.
—¡Mira! —exclamó Horace de repente, señalando con su espada. En respuesta a
más señales de banderas, y desapercibidos para los defensores del flanco izquierdo,
varios centenares de jinetes de la carga original de los temujáis habían completado
ahora un círculo entero y estaban dando media vuelta para acudir en ayuda de sus
compañeros acosados—. Justo como había dicho Halt que harían —murmuró Horace,
y Will asintió sin decir nada.
En el puesto de mando cercano al centro de la fuerza escandiana, Erak estaba
diciendo más o menos lo mismo.
—Ahí vienen, Halt, justo como dijiste —musitó. Ragnak, de pie a su lado, se
asomó con ansiedad por encima del parapeto para ver a sus hombres, que habían
quedado expuestos. Cerca de cien escandianos habían salido de las defensas y estaban
ahora enzarzados con los temujáis.
—Tenías razón, Guardián —admitió. Desde esa posición remota, podía ver la
trampa a punto de activarse. Si hubiese ocupado su puesto habitual, en el corazón de
la batalla, no se hubiese percatado en absoluto de la táctica.
—¿Podemos confiar en que Kormak mantendrá la calma ahí fuera y no dejará
que sus hombres se descontrolen? —le preguntó Halt al Oberjarl. Ragnak frunció el
ceño ante la pregunta.
—Le mataré si no lo hace —dijo sin más. El Guardián arqueó una ceja.
—No tendrá que hacerlo —dijo. Después, dio media vuelta y le hizo un gesto a
uno de los cornetas de Ragnak, que esperaba justo al lado con un enorme cuerno de
carnero en la mano—. Preparado —le dijo, y el hombre se llevó el cuerno a los labios,
frunciendo la boca para adoptar la forma adecuada para crear una nota lastimera pero
penetrante.
Era como jugar al ratón y al gato. El grupo más pequeño de temujáis estaba
fingiendo retroceder, sin perder en ningún momento el contacto con los elementos
que encabezaban la persecución escandiana. Por su parte, ellos estaban simulando
una persecución salvaje e indisciplinada, y se alejaban cada vez más de sus propias
líneas. Y todo el rato, la primera fuerza temujái estaba girando en círculo para volver
al punto de inicio y caer sobre los escandianos expuestos.
Solo que había un elemento más en el juego, uno que los líderes temujáis
desconocían. Antes del amanecer, Halt había conducido a un centenar de escandianos
armados con hachas hasta el borde de la ladera boscosa que bordeaba el valle para que
tomaran posiciones. Ocultos detrás de troncos caídos y en trincheras poco profundas
cavadas a toda prisa, esperaban ahora la señal que daría comienzo a su ataque sorpresa
contra los temujáis que planeaban sorprender a sus camaradas.
—Señal uno —dijo Halt con calma, y el cuerno de carnero emitió una única nota
prolongada cuyo eco resonó por todo el valle.
Al instante, los perseguidores escandianos, estirados casi en fila india detrás de
los jinetes temujáis que se batían en retirada, rompieron el contacto con el enemigo y
corrieron a formar un círculo defensivo, levantando una pared impenetrable con sus
escudos redondos. Y justo a tiempo, pues la segunda oleada de jinetes temujáis estaba
casi sobre ellos. Cuando los jinetes orientales llegaron, se sorprendieron de encontrar
a un enemigo ya en formación defensiva. Era obvio que los esperaban. La carga se
estrelló contra la pared de escudos y se produjo otra escaramuza enconada y furiosa,
con los cien escandianos defendiéndose a la desesperada de al menos quinientos
jinetes.
Todos los arqueros de Will oyeron la señal del cuerno y, al instante, se produjo un
leve revuelo entre ellos. Will levantó una mano para tranquilizarlos.
—¡Todos quietos! —ordenó. Se tomó su tiempo y se alegró de que no se le
quebrara la voz. Quizás esa fuese la respuesta para el futuro, pensó. Se subió al
escalón que habían construido en su puesto de mando. Horace, con el escudo
preparado, se colocó a su lado. Las paredes de mimbre aún ocultaban a los arqueros,
pero cuando llegara el momento, las empujarían a un lado y los portadores de los
escudos tendrían la responsabilidad de protegerlos de la lluvia de flechas que los
temujáis les dispararían en respuesta a las suyas.
Debajo de Horace y Will, ubicados en la zona más expuesta, estaba agachada
Evanlyn, protegida por un montículo de tierra y una cortina de mimbre. Desde su
posición, tenía una vista clara de la línea de arqueros.
Una vez organizadas, las tropas de jinetes empezaron a moverse, a un galope corto
al principio, luego cada vez más deprisa. Will pudo ver que, esta vez, cada hombre
iba armado con un arco.
Se dirigían con un ruido atronador hacia el frente escandiano, no en una sola fila
como habían hecho antes, sino en una docena de grupos separados. A continuación, a
cien metros de los escandianos, cada grupo viró un poco, de modo que avanzaban en
una docena de direcciones diferentes, disparando andanada tras andanada de flechas
por el aire hacia las filas escandianas.
Will tamborileó nervioso con los dedos sobre el parapeto que tenía delante. Quería
ver el patrón de ataque de los temujáis antes de involucrar a sus hombres. La primera
sorpresa sería la que más potencial tendría de hacer daño al enemigo y quería
asegurarse de no malgastarla.
Ahora se oía un repicar continuo, mientras los escudos escandianos levantados
repelían los impactos de la mayoría de las flechas que les disparaban los temujáis.
Aunque no todas. Algunos hombres estaban cayendo en las filas escandianas. Los
que tenían detrás los arrastraban lejos de la línea de batalla, y después se apresuraban
a ocupar sus puestos. Ahora ya eran la segunda y tercera fila de escandianos los que
tenían los escudos levantados en alto para protegerse del aluvión de flechas enemigas,
mientras que la vanguardia de la fuerza presentaba los escudos en vertical contra los
disparos más frontales.
Era un sistema eficaz, pero impedía a los hombres ver si se aproximaban los
temujáis. Mientras Will los observaba, los sesenta miembros de un grupo se
apresuraron a colgar los arcos, desenvainaron sus sables y lanzaron un ataque brutal
contra los escandianos antes de que estos se dieran cuenta siquiera de que estaban
ahí. Mientras los escandianos se reorganizaban y se aprestaban a contraatacar, los
temujáis se retiraron a toda prisa, y otro ulán que esperaba exactamente esa
oportunidad dejó caer una catarata letal de flechas sobre la pared de escudos
desordenada.
—Más vale que hagamos algo —murmuró Horace. Will levantó la mano para
pedir silencio. Los movimientos aparentemente aleatorios de los ulanes temujáis en
realidad tenían un complejo patrón, y ahora que había conseguido detectarlo, podía
predecir sus movimientos.
Los jinetes estaban girando de nuevo, se alejaban al galope de las filas escandianas
para reorganizarse. A su espalda habían dejado más de cincuenta escandianos
muertos, víctimas de las flechas o de los afilados sables temujáis. Había también
media docena de cuerpos de temujáis en torno a los parapetos donde los ulanes habían
llevado a cabo su ataque relámpago.
Los jinetes temujáis ya estaban de vuelta en sus propias filas. Dejarían descansar a
sus caballos para darles tiempo de recuperar la respiración, mientras otros diez ulanes
los relevaban en el ataque. Seguirían el mismo patrón: forzarían a los escandianos a
refugiarse detrás de sus escudos, luego los atacarían con sables mientras estuviesen
cegados por ellos para, al final, rociarlos con una lluvia constante de flechas mientras
sus propios hombres retrocedían, dejando un agujero en la pared de escudos. Era
simple. Era eficaz. Y era inevitablemente letal.
En ese momento, los ulanes comenzaron su baile giratorio al galope una vez más.
Will fijó su atención en una unidad en medio de la línea enemiga. Sabía que haría
una curva, giraría y, al final, los atacaría en diagonal.
—Bajad esos parapetos —le dijo a Horace en voz baja. Después oyó gritar al
musculoso aprendiz.
—¡Escudos! ¡Abajo parapetos! —Los portadores de los escudos se apresuraron
a tirar las paredes de mimbre de un empujón, dejando a los arqueros detrás de un
montículo de tierra que les llegaba hasta la cintura y les daba vía libre para disparar.
—Listos —dijo Evanlyn para indicar que todos los hombres de la línea de
arqueros tenían una flecha cargada en la cuerda. A partir de ahí, la cosa dependía
de Will.
—¡Medio izquierda! —ordenó, y los arqueros giraron todos en la misma dirección
—. ¡Posición dos! —Un centenar de brazos se levantó hasta el mismo ángulo mientras
Will observaba al grupo de jinetes que se aproximaba. En el ojo de su mente, vio a
los temujáis al galope y el vuelo de las flechas convergiendo en el mismo punto en
el tiempo y el espacio—. ¡Abajo media… tensad! —La elevación se corrigió y cien
arcos se tensaron del todo. Hizo una pausa, contó hasta tres para asegurarse de que
no se precipitaba y luego gritó—: ¡Soltad!
El sonido serpenteante y sibilante le indicó que las flechas estaban en camino.
Los arqueros ya iban en busca de la siguiente.
Horace, a punto de llamar a los portadores de escudos, esperó. En ese momento
no soportaban ningún ataque directo, así que no había ninguna necesidad de perturbar
la secuencia de tiro y recarga.
Entonces, la primera andanada alcanzó su destino.
Quizás fuera suerte. Quizás fuera el resultado de semanas de entrenamiento, hora
tras hora, pero Will había dirigido esa primera descarga casi a la perfección. Cien
flechas bajaron dibujando un arco para encontrarse con los ulanes que se aproximaban
a galope, y al menos veinte dieron en el blanco.
Hombres y caballos aullaron de dolor al caer al suelo. Y al instante, la disciplinada
y estructurada formación del ulán quedó hecha añicos. Los que no resultaron heridos
por las flechas se toparon con sus camaradas y sus caballos, que habían caído y
rodaban por la tierra. Y cada hombre caído arrastraba a otro consigo u obligaba a su
vecino a girar bruscamente, frenando en seco o dando tirones de las riendas, hasta que
la apretada formación quedó convertida en una caótica masa de caballos y hombres
que daban tumbos en todas direcciones.
—¡Listos! —repitió Evanlyn. Desde su posición, no podía ver el resultado. Will
se dio cuenta enseguida de que tenía la oportunidad de asestarle un golpe devastador
al enemigo.
—Mismo objetivo. Posición dos. Tensad… —Oyó el roce de las flechas contra
los arcos cuando los hombres retrasaron sus manos derechas hasta que los extremos
emplumados de las saetas justo tocaban sus mejillas—. ¡Soltad!
Otra andanada sibilante salió volando hacia la maraña de hombres y caballos. Will
ya les estaba gritando a sus hombres que cargaran otra flecha. En su prisa, algunos se
embarullaron y dejaron caer las flechas al intentar engancharlas en la cuerda. Evanlyn
fue lo bastante lista como para optar por no esperar a que se recuperaran.
—¡Listos! —gritó.
—Mismo objetivo. Posición dos. Tensad… —Ahora ya tenían la distancia y la
dirección, y el pelotón de temujáis estaba atascado, atrapado en un punto, y había
perdido su protección más valiosa: su movilidad—. ¡Soltad! —gritó Will, sin
importarle que se le quebrara la voz por la tensión. Y una tercera andanada estaba
en camino.
—¡Escudos! —bramó Horace, moviendo su propio escudo hacia delante para
cubrirse a sí mismo y a su amigo. Había visto que algunos de los otros ulanes por
fin se habían dado cuenta de lo que sucedía y acudían a la carga para responder a sus
disparos. Unos segundos más tarde, sintió un tamborileo de flechas contra el escudo
y oyó el repicar de las que impactaban contra otros escudos a lo largo de la línea de
arqueros.
No había forma de que los temujáis pudiesen enviar a una unidad con sables
para acabar con los arqueros. Halt había situado a Will y a sus hombres a un lado
y por detrás de la principal línea de defensa escandiana. Para llegar hasta ellos, los
temujáis tendrían que abrirse paso luchando cuerpo a cuerpo contra los escandianos
y sus hachas.
El pelotón al que había atacado Will había recibido, en rápida sucesión, tres
andanadas (casi trescientas flechas) dirigidas con gran precisión. Apenas quedaban
con vida diez hombres del ulán original. Los cuerpos de los otros yacían
desperdigados por todos lados. Los caballos sin jinete se alejaban al galope,
relinchando aterrados.
Entonces, mientras el resto de los jinetes galopaban hacia sus propias líneas, Will
vio otra oportunidad. Otros dos ulanes se movían por ahí cerca y seguían a tiro de
sus flechas.
—Escudos abajo —le dijo a Horace, y el guerrero transmitió el mensaje al resto
de arqueros—. Objetivo: derecha delante. Y media… Posición tres… tensad… —
Una vez más, se obligó a esperar para asegurarse—. ¡Soltad!
Las flechas, oscuras contra el cielo azul y despejado, volaron en arco tras los
jinetes de caballería que se batían en retirada.
—¡Escudos! —ordenó Horace, mientras las flechas alcanzaban su objetivo y otra
docena o así de temujáis caían de sus monturas. Detrás de la protección del gran
escudo rectangular, Will y él intercambiaron sonrisas.
—Creo que eso ha ido bastante bien —comentó el aprendiz de Guardián.
—¡Desde luego que sí! —exclamó el aprendiz de guerrero con entusiasmo.
—¡Listos! —dijo Evanlyn una vez más, la vista fija en los arqueros mientras
encajaban sus flechas en las cuerdas. La llamada recordó a Will, con cierto retraso,
que ella no tenía forma de saber lo bien que había salido su primera acción.
—¡Descanso! —ordenó Will. No tenía ningún sentido mantener a los hombres en
tensión mientras los temujáis se estaban reorganizando. Le hizo un gesto a Evanlyn.
—Sube aquí a comprobar los resultados —la invitó.
Treinta y cuatro
E 1 comandante temujái tardó varios minutos en darse cuenta que algo había ido
muy, muy mal. Por segunda vez. Mientras los jinetes regresaban, vio que había
un hueco en sus filas. Después, cuando miró al campo de batalla, vio los cuerpos
enmarañados de hombres y caballos y frunció el ceño. Había estado observando la
acción en su conjunto y no había visto las cuatro rápidas andanadas que habían
destruido el ulán.
—¿Qué ha pasado ahí? —les preguntó a sus edecanes, pero ninguno de ellos había
visto la destrucción mientras tenía lugar. Su pregunta recibió solo miradas de pasmo
como respuesta.
Un jinete solitario galopaba hacia ellos, gritando su nombre.
—¡General Haz’kam! ¡General!
El hombre se bamboleaba en la montura, y la parte de delante de su chaleco de
cuero estaba empapada de sangre procedente de varias heridas. La sangre impregnaba
también los flancos de su caballo, y el alto mando temujái se sorprendió al ver que
el caballo había recibido al menos tres flechazos.
Caballo y jinete pararon derrapando delante del puesto de mando. Para el caballo,
fue el esfuerzo final. Debilitado por la pérdida de sangre, se dejó caer despacio de
rodillas, luego rodó sobre el costado. Su jinete herido logró evitar quedar atrapado
solo en el último momento. Haz’kam frunció el ceño mientras miraba al hombre
herido; entonces, reconoció a Bin’zak, su antiguo jefe de inteligencia. Fiel a su
palabra, el coronel se había colocado en primera línea de uno de los ulanes. Y había
tenido una mala suerte increíble al elegir justo el que destruyeron los arqueros de Will.
—General —graznó el hombre moribundo—. Tienen arqueros… —Se tambaleó
unos pasos hacia ellos, y entonces pudieron ver los astiles de flecha rotos en dos de
sus heridas. En el suelo, a su lado, el caballo soltó un gigantesco y tembloroso suspiro
y murió—. Arqueros… —repitió, su voz apenas audible, y cayó de rodillas.
Haz’kam apartó la vista del coronel moribundo y escudriñó las filas enemigas.
No vio ni señal de arqueros allí. Los escandianos estaban alineados en tres filas que
ocupaban la sección más estrecha del valle, detrás de sus parapetos de tierra. En el
lado que daba al mar, un poco por detrás del grueso de la fuerza, había otro grupo,
también detrás de parapetos de tierra. Sujetaban grandes escudos rectangulares. Pero
no vio señal alguna de arqueros.
Pero sí que había una forma de encontrarlos, pensó. Hizo un gesto hacia sus
siguientes diez ulanes.
—Al ataque —dijo sin más, y el corneta emitió la orden. Una vez más, el valle
se llenó del tintineo de los arneses y el tronar de los cascos mientras se lanzaban a
la carga.
Delante del general, el coronel se desplomó de bruces sobre la hierba empapada.
Haz’kam hizo el gesto de saludo temujái, llevándose la mano izquierda a los labios,
para luego estirarla hacia el lado en un elaborado movimiento fluido. Sus oficiales
hicieron lo mismo. Bin’zak se había redimido, pensó. Al final, le había hecho llegar
a su general una información crucial, aunque le hubiese costado la vida.
Will observó a los jinetes aproximarse. Una vez más, comenzaron su baile de girar
en círculo. Horace se movió inquieto a su lado, pero algún sentido oculto advirtió al
Guardián de que no expusiera a sus hombres todavía.
—Espera —dijo en voz baja. Casi había esperado que lanzaran un ataque
concertado hacia su posición en un intento por eliminarlos. Pero este ataque era como
el anterior, contra todo el frente. Eso solo podía significar una cosa: los líderes
temujáis no habían localizado la posición de los arqueros.
Empezaron a caer flechas de nuevo sobre las filas escandianas y, una vez más,
las tres hileras se cubrieron con sus escudos. Como antes, un pelotón de temujáis se
separó del resto y desenvainó sus sables para lanzar un ataque relámpago contra los
escandianos cegados. Esta vez, sin embargo, Will miraba más allá para identificar
al grupo de apoyo que abriría fuego sobre los escandianos cuando sus camaradas se
retiraran. Enseguida los vio: un ulán que se había detenido a unos cincuenta metros
de la vanguardia escandiana.
—¡Cargad! —ordenó Will a sus hombres. Después, en un aparte a Horace—:
Mantén los escudos levantados. —Había sentido a su fornido amigo coger aire para
gritar su siguiente orden, pero Will quería mantener a sus hombres ocultos el mayor
tiempo posible.
—¡Listos! —dijo Evanlyn cuando la última flecha se encajó en su cuerda.
—¡Apuntad: izquierda media izquierda otra vez! —gritó, y los arqueros, por
fortuna, entendieron lo que quería decir. Como un solo hombre, todos se giraron para
mirar en la dirección que había indicado. Había variado las instrucciones indicando la
dirección primero, pero parecieron entender lo que quería—. ¡Posición tres! —gritó,
y los brazos subieron hasta la máxima elevación, los cien se movieron al unísono—.
Escudos abajo —le dijo a Horace en un murmullo, y luego le oyó repetir la orden por
toda la fila—. ¡Tensad! —En voz baja, se dijo a sí mismo: «Cuenta hasta tres mientras
todos los brazos tensan sus respectivas cuerdas lo máximo posible.» Luego en voz
alta—: ¡Soltad! —y al instante, gritó—: ¡Escudos! ¡Escudos arriba! —Horace repitió
la orden de inmediato y los escudos volvieron a su posición original para proteger a
los arqueros de la respuesta del enemigo y, con un poco de suerte, también de su vista.
Otra vez unos momentos de espera, después la lluvia de flechas cayó sobre el ulán
temujái justo cuando estaban a punto de disparar hacia la brecha que sus camaradas
habían abierto en la pared de escudos. Una vez más, hombres y caballos cayeron
chillando, amontonados y enredados. Agrupados como estaban y sin moverse, el ulán
era un objetivo perfecto para la masa de flechas.
Cayeron al menos veinte temujáis, incluido su comandante. Sus sargentos
gritaban a los supervivientes que se movieran. Que se alejaran de esa carnicería.
Haz’kam nunca llegó a ver la lluvia de flechas que cayó sobre sus hombres. Pero
sí vio, por el rabillo del ojo, el movimiento concertado del centenar de escudos que se
columpiaron adelante y atrás como una puerta cualquiera al abrirse y cerrarse. Unos
segundos después, vio a uno de sus ulanes más adelantados colapsarse y
desintegrarse.
Y entonces los escudos volvieron a moverse y vio a los arqueros. Al menos cien,
según sus cálculos; trabajaron con suavidad y al unísono mientras disparaban otra
andanada hacia el ulán que se retiraba tras haber atacado a las filas escandianas. Los
escudos subieron al instante para proteger a los arqueros mientras caían más jinetes
temujáis.
Una vez más, los escudos bajaron al unísono y, esta vez, Haz’kam vio el sólido
vuelo de las flechas, negras contra el cielo, mientras dibujaban un arco por el aire y
caían en picado sobre otro de sus ulanes, que pasaba al galope. El general se giró y
captó la atención de su tercer hijo, un capitán de su alto mando. Señaló con la lanza
hacia la hilera de escudos en la pequeña loma detrás de las filas escandianas.
—¡Allí están los arqueros! —exclamó—. Coge a un ulán y ve a investigar. Quiero
información.
El capitán asintió, saludó y picó espuelas a su caballo con cuerpo de barrilete.
Empezó a gritar órdenes al líder del pelotón de sesenta más cercano mientras
galopaba hacia la primera línea del ejército temujái.
En su posición elevada detrás de las filas escandianas, Will y Horace trabajaban juntos
con fluidez, dejando caer andanada tras andanada sobre los jinetes atacantes.
Inevitablemente, también habían empezado a sufrir bajas cuando algún temujái los
veía y contestaba a sus tiros. Pero el sistema de los escudos estaba funcionando bien,
y su método improvisado de exponer a los hombres a la réplica enemiga solo durante
unos segundos y de forma intermitente estaba dando sus frutos.
Lo que es más, los escandianos estaban empezando a ver el efecto del fuego
disciplinado y concentrado sobre sus enemigos. Cada vez que una andanada volaba
con su sonido sibilante, cada vez que las flechas encontraban a sus objetivos y las
monturas temujáis se iban vaciando, los guerreros que esperaban hacha en mano
rugían su aprobación.
Will vio por primera vez a los kaijins, los tiradores de élite adscritos a cada ulán,
cuando intentaron deshacerse de Horace y de él. Acababa de enfrentarse a dos de
ellos y observó con satisfacción como el segundo caía de lado desde lo alto de su
montura. Horace le tocó el brazo y señaló a lo lejos.
—Mira—dijo, y Will siguió la dirección que indicaba. Vio a un ulán que galopaba
desde las líneas temujáis, directamente hacia ellos. Esos jinetes no giraban ni
disimulaban. Avanzaban a galope tendido. Y era obvio a dónde se dirigían.
—Nos han visto —dijo. Se dirigió a sus hombres—. ¡Apuntad al frente medio
derecha! ¡Cargad!
Decenas de manos se alargaron hacia sus flechas y las engancharon con firmeza
en las cuerdas.
—¡Listos! —llegó la voz de Evanlyn una vez más. Will sonrió al recordar como
Halt había cuestionado la necesidad de que su amiga estuviera ahí. De repente, se
alegró de que el veterano Guardián hubiese perdido esa discusión. Apartó el
pensamiento a un lado para calcular la velocidad a la que se acercaban los jinetes.
Ellos ya estaban disparando, y sus flechas impactaban contra los escudos a lo largo de
la fila. Pero Will y sus hombres tenían toda la ventaja. Al disparar desde una posición
estable, inmóvil y elevada, y a cubierto, tenían las de ganar en cualquier intercambio.
—¡Posición dos! —gritó—. ¡Tensad!
—¡Escudos abajo! —ordenó Horace, tras darle a Will la pausa que necesitaba.
—¡Soltad! —gritó Will.
—¡Escudos arriba! —rugió Horace, cubriendo a su amigo mientras lo decía.
Los arqueros quedaron expuestos al fuego enemigo no más de unos segundos.
Aun así, bajo el aluvión constante de flechas temujáis, sufrieron algunas bajas.
Entonces, su andanada golpeó al ulán que galopaba hacia ellos y eliminó de un
plumazo la primera fila de doce. Hombres y caballos cayeron rodando una vez más,
y los jinetes que los seguían intentaron evitar a sus compañeros caídos, pero fue en
vano. Más caballos rodaron por los suelos, más jinetes cayeron de sus monturas.
Algunos consiguieron hacer saltar a sus caballos por encima del montón de cuerpos
enredados y fueron los únicos en poder seguir adelante. Mientras los otros intentaban
reorganizarse, cayó sobre ellos una segunda andanada, diez segundos después de la
primera.
El hijo de Haz’kam, con una flecha clavada en el muslo derecho y otra en la carne
blanda entre cuello y hombro, estaba tumbado sobre el cuerpo de su caballo. Observó
como se abrían y cerraban los escudos, y el incesante flujo constante y disciplinado
de flechas. Vio las dos cabezas que se movían en la posición fortificada al final de
la línea de arqueros.
Eso es lo que necesitaba saber su padre. Contempló la escena mientras otras dos
andanadas silbaban por el aire. Por fortuna, iban dirigidas hacia otro ulán que pasaba
al galope. Pudo incluso oír las órdenes que gritaban los dos hombres desde el puesto
de mando. Una de las voces sonaba absurdamente joven.
Estaba anocheciendo pronto, pensó, pero enseguida se dio cuenta de que no podía
ser más que media mañana. Con un dolor atroz, giró la cabeza para mirar al cielo.
Estaba de un azul brillante. Con una repentina oleada de miedo, se dio cuenta de
que se estaba muriendo. Se estaba muriendo con información urgente que debía
comunicarle a su padre. Gimiendo de dolor, a duras penas logró ponerse en pie y,
dando tumbos, emprendió el camino de vuelta a las filas temujáis, serpenteando entre
la maraña de cuerpos caídos.
Un caballo sin jinete pasó galopando por su lado. Intentó atraparlo, pero estaba
demasiado débil. Entonces, oyó el estruendo de unos cascos a su espalda y una mano
fuerte agarró la parte de atrás de su chaleco de piel de oveja y le levantó en volandas
para tumbarle sobre el pomo de una montura, donde boqueó y gimió por el dolor de
su cuello y su pierna.
Se contoneó para ver a su salvador. Era un sargento de uno de los otros ulanes.
—Llévame… con el general Haz’kam… mensaje urgente —logró graznar, y el
sargento, que había reconocido las insignias de mando en sus hombros, asintió y dio
media vuelta para conducir a su caballo hacia el puesto de mando.
Tres minutos más tarde, el capitán herido de muerte informó a su padre de todo
lo que había visto.
Cuatro minutos más tarde, estaba muerto.
Treinta y cinco
D esde el puesto de mando central, Halt y Erak contemplaron como las acciones
sincronizadas de los arqueros sembraban el caos entre las filas temujáis. Ahora
que la fuerza atacante era consciente de su existencia, los hombres de Will no tenían
la oportunidad de repetir las bajas devastadoras de esas primeras tres salvas de flechas
que prácticamente habían aniquilado a un ulán entero. Pero en cualquier caso, los
disparos en masa de un centenar de arqueros y la precisión de Will al calcular las
direcciones estaban dando al traste con cada ataque.
Además, los temujáis se habían dado cuenta de que su táctica favorita había sido
contrarrestada de manera eficaz. Si enviaban a un grupo a entablar un combate cuerpo
a cuerpo mientras otro esperaba para proporcionarles fuego de cobertura cuando se
retiraran, sabían que el segundo grupo quedaría al instante bajo los disparos de los
arqueros del flanco derecho de los escandianos. Era una experiencia nueva para los
temujáis. Nunca antes habían encontrado una respuesta enemiga tan disciplinada y
precisa.
Pero no eran ningunos cobardes, y algunos de los comandantes estaban
sustituyendo las maniobras tácticas por valor y ferocidad puros y duros. Se
abalanzaron hacia las líneas escandianas tras abandonar sus arcos y desenvainar sus
sables. Intentaban abrir brechas en una pelea cuerpo a cuerpo, decididos a enterrar a
los escandianos bajo su aplastante superioridad numérica si fuese necesario.
Eran luchadores valientes y diestros, y contra la mayoría de adversarios a los
que hubiesen podido enfrentarse, es probable que su estrategia hubiese funcionado.
Pero los escandianos adoraban el combate cuerpo a cuerpo. Para los temujáis era una
cuestión de destreza. Para los norteños, era una forma de vida.
—¡Esto está mejor! —bramó Erak con alegría, mientras corría a interceptar a tres
temujáis que trepaban por encima del parapeto de tierra. Halt sintió que le daban un
empujón hacia un lado y Ragnak pasó como una apisonadora por su lado para unirse a
su camarada, su propia hacha de guerra causando un caos terrible entre los pequeños
y fornidos guerreros que atacaban su posición como un enjambre de avispas.
Halt se echó un poco hacia atrás, contento de dejar que los escandianos se
ocuparan del grueso del enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Paseó la vista por el área
que quedaba fuera de la lucha inmediata hasta encontrar lo que estaba buscando: uno
de los tiradores de élite de los temujáis, reconocible por la insignia roja en el hombro
izquierdo, estaba escudriñando la turbulenta masa de guerreros con el objetivo de
encontrar a los líderes escandianos. Sus ojos se fijaron en Ragnak mientras el Oberjarl
llamaba a más de sus hombres para que reforzaran la brecha que habían abierto los
temujáis. El arco recurvo del temujái se levantó, la flecha empezó a retroceder hacia
el punto de máxima abertura.
Pero llegó dos segundos tarde con respecto al movimiento idéntico de Halt. El
enorme arco largo del Guardián escupió su flecha pintada de negro antes de que el
temujái hubiese tensado la cuerda del todo. El jinete nunca supo lo que le había
golpeado, se limitó a caer hacia atrás desde lo alto de su montura.
De repente, la violenta batalla había llegado a su fin, y los temujáis supervivientes
bajaban correteando por el terraplén. Atraparon los caballos que pudieron y se
encaramaron en las monturas.
Ragnak y Erak intercambiaron sonrisas. Erak le dio tal palmada a Halt en la
espalda que lo tiró al suelo.
—Eso está mejor —dijo, y el Oberjarl se mostró de acuerdo con un gruñido. Halt
se levantó del suelo.
—Me encanta ver que os estáis divirtiendo —dijo en tono seco. Erak soltó una
carcajada. Luego se puso serio e hizo un gesto con la cabeza hacia el flanco derecho y
el pequeño grupo de arqueros que seguía disparando una lluvia constante de flechas
sobre los atacantes.
—El chico lo ha hecho bien —comentó. Halt se sorprendió de oír un deje de
orgullo en su voz.
—Sabía que lo haría —contestó con calma, y se giró cuando Ragnak dejó caer un
pesado brazo sobre sus hombros. Deseaba que los escandianos no fuesen tan sobones
a la hora de expresar sus sentimientos. Con la constitución que tenían, ponían a la
gente normal en serio riesgo de sufrir alguna lesión.
—Tengo que reconocerlo, Guardián, tenías razón —dijo el Oberjarl. Hizo un
amplio gesto para abarcar las fortificaciones—. Todo esto. No creí que fuese
necesario. Pero ahora veo que no hubiésemos tenido ni una oportunidad contra esos
demonios en un conflicto abierto. En cuanto a tu chico y sus arqueros —continuó,
señalando hacia la posición de Will—, me alegro de que cuidáramos de él la primera
vez que le capturamos.
Erak arqueó una ceja al oír aquello. Se había cogido un enfado considerable al
enterarse de que habían asignado a Will a las gélidas condiciones de trabajo en el
patio, un destino que significaba una muerte casi segura. Pero optó por no decir nada.
Supuso que ser líder supremo le daba a uno licencia para olvidar acontecimientos
incómodos del pasado.
Halt estaba estudiando la posición de Will con ojo crítico. La línea defensiva de
delante de los arqueros seguía bien atendida. De todas las posiciones escandianas,
parecía que era la que menos bajas había sufrido. Obviamente, pensó, los ulanes
estaban evitando un enfrentamiento directo en ese punto. Habían visto lo que le había
sucedido al pelotón que había cargado directamente hacia los arqueros.
Pero sabía que el general temujái no podía permitir que esa situación continuase.
Estaba perdiendo demasiados hombres, tanto bajo la constante lluvia de flechas como
en la desesperada lucha cuerpo a cuerpo con los escandianos. Pronto tendría que hacer
algo para anular el inesperado problema provocado por los arqueros.
Le hubiese interesado saber, aunque no le hubiese sorprendido, que los
pensamientos de Haz’kam discurrían en ese mismo sentido.
El general maldijo en voz baja mientras estudiaba los informes de bajas que le habían
traído sus subordinados.
Se volvió hacia Nit’zak, su subcomandante, y señaló la hoja de pergamino que
llevaba en la mano.
—No podemos seguir así —dijo en voz baja. Su segundo al mando se inclinó
hacia él y le dio la vuelta a la hoja de cifras garabateadas a toda prisa para poder
leerla. Se encogió de hombros.
—Es malo —admitió—. Pero no desastroso. Todavía tenemos suficientes
efectivos para derrotarlos, con o sin arqueros. No podrán resistir de manera
indefinida.
Pero Haz’kam sacudió la cabeza con impaciencia. Nit’zak acababa de confirmar
lo que siempre había sospechado. Su segundo al mando era un líder competente en
el campo de batalla, pero le faltaba la perspectiva suficiente como para ser un
comandante general.
—Nit’zak, hemos perdido casi mil quinientos hombres, entre muertos y heridos.
Eso es casi un cuarto de nuestros efectivos. Podríamos perder fácilmente otros tantos
si seguimos así.
Nit’zak se encogió de hombros. Como la mayoría de oficiales temujáis de alto
rango, no le daba demasiada importancia a las cifras de bajas, siempre y cuando
ganara la batalla. Pensaba que, si morían guerreros temujáis en batalla, ese era su
papel en la vida. Haz’kam vio el gesto e interpretó con acierto el pensamiento que
había detrás de él.
—Estamos a dos mil kilómetros de casa —le dijo a su segundo—. Se supone que
estamos subyugando este pequeño rincón helado del infierno para poder montar una
invasión de la Tierra de Ara. ¿Cómo propones que lo hagamos con menos de la mitad
de efectivos de los que teníamos al empezar?
Una vez más, Nit’zak se encogió de hombros. El no veía el problema. Estaba
acostumbrado a cobrarse victoria tras victoria y la idea de la derrota jamás se le había
pasado por la mente.
—Sabíamos que tendríamos bajas —protestó, y Haz’kam soltó una retahila de
palabrotas en un desacostumbrado despliegue de temperamento.
—¡Creíamos que esto iba a ser una escaramuza! —escupió enfadado—. ¡No un
enfrentamiento de gran envergadura! Piénsalo, Nit’zak, una victoria aquí podría
cobrarse tal peaje que no fuéramos capaces siquiera de regresar a casa.
Esa era la incómoda verdad. Los temujáis tenían dos mil kilómetros por delante
antes de llegar otra vez a su tierra natal en las estepas. Y todos esos kilómetros eran a
través de territorios hostiles conquistados temporalmente, territorios cuyos habitantes
recibirían con entusiasmo la oportunidad de levantarse contra una fuerza temujái
debilitada.
Nit’zak se quedó en silencio. Estaba enfadado por el tono de reproche en la voz de
su comandante, y por que le hubiera reprendido delante de otros oficiales del cuerpo
de mando. Que Haz’kam le hablara de ese modo era una grave violación de las normas
de comportamiento de los temujáis.
—Bueno… ¿y qué propones? —preguntó al final.
El general no respondió durante un rato. Observó las filas escandianas a lo lejos,
pasó la vista del puesto de mando en el centro del frente a la línea de arqueros
apostados a su izquierda, el ala derecha de los escandianos. Sabía que esas dos
posiciones eran la clave para ganar esta batalla.
Al final, tras tomar una decisión, se volvió hacia el subcomandante.
—Requisa los kaijins de los primeros cincuenta ulanes —ordenó—. Y reúnelos
aquí como fuerza especial. Ya es hora de que nos deshagamos de esos malditos
arqueros.
Treinta y seis
-A quí vuelven —dijo Horace. Will y Evanlyn se giraron para mirar hacia las
fuerzas temujáis. Los jinetes galopaban otra vez hacia ellos, y esta vez
parecía un ataque en masa.
Haz’kam había destinado a casi dos mil hombres a un asalto frontal contra las
líneas escandianas. Se acercaban a pleno galope, el tronar de sus cascos resonaba por
todo el valle. Habían adoptado una formación en cuña, dirigida hacia el centro del
frente escandiano y el puesto de mando desde donde Halt, Erak y Ragnak dirigían
la defensa.
Will y Evanlyn habían aprovechado el momento de calma en la batalla para comer
un bocado rápido y dar un necesario trago de agua. Will tenía la garganta seca, tanto
por la tensión como por haber estado gritando órdenes sin parar. Supuso que Evanlyn
se sentía igual. Horace, que ya había comido, se había quedado a montar guardia.
Ahora, al oírle, Evanlyn ocupó de nuevo su posición protegida, y los arqueros, que
estaban cómodamente apoyados contra los parapetos, se pusieron en pie, los arcos en
las manos. Los portadores de los escudos, que también se habían relajado, retomaron
sus posiciones a su lado.
Esperaron en silencio. Durante el descanso, el cubo de flechas delante de cada
arquero había sido rellenado con saetas nuevas. En esos mismos momentos, las
mujeres de Hallasholm estaban reunidas en el Gran Salón fabricando nuevas flechas
para la batalla.
Will estudió a la masa de jinetes. Todavía tenía a setenta y cinco arqueros en
la fila, varios de ellos con heridas leves. Habían perdido a once hombres, muertos
por las flechas temujáis, y otros catorce habían sufrido heridas demasiado graves
como para continuar luchando. Mientras la fuerza temujái avanzaba, Will calculó
que podría conseguir ordenar cuatro andanadas antes de que llegaran hasta las filas
escandianas. Quizás cinco. Eso sería una lluvia de trescientas flechas sobre la densa
masa de jinetes, y en esa formación, la incidencia de acierto sería elevada. Si Will
apuntara al centro de la masa, incluso los tiros que se quedaran cortos o fueran
demasiado largos serían eficaces.
—¡Izquierda adelante, posición tres! —dijo bien alto, y la máquina se puso en
marcha de nuevo.
—¡Listos! —dijo Evanlyn.
—¡Tensad… soltad! —gritó Will, y le hizo un gesto a Horace para que no pidiera
que se levantaran los escudos. Aún no estaban bajo fuego enemigo. Cuanto más
tiempo tuviera para hacer daño a esa masa de jinetes temujáis, más oportunidades
les darían a Halt y a Erak de repeler el grueso del ataque—. ¡Volved a cargar! —
dijo, y esperó una vez más a la llamada de Evanlyn. Cuando llegó, dio la orden de
disparar otra andanada. Mientras esta iniciaba su trayectoria ascendente, la primera
andanada llegó a su destino y Will pudo ver a caballos y jinetes cayendo otra vez
—. ¡Izquierda media izquierda! —gritó, variando el punto de mira para adaptarse al
progreso de los jinetes a medida que se desplazaban de derecha a izquierda por delante
de él. Volvió a indicar la elevación, más corta esta vez, y otras setenta y cinco flechas
emprendieron su camino, con ese ya familiar sonido sibilante de flechas rozando
contra arcos. Los jinetes habían acelerado el paso, así que Will ajustó el ángulo una
vez más—. ¡Izquierda izquierda! Posición dos —ordenó. La voz de Evanlyn le indicó
que los hombres ya estaban listos—. ¡Tensad… soltad!
Entonces, oyó los primeros sonidos de combate cuerpo a cuerpo, los jinetes que
encabezaban la carga habían entrado en contacto con las filas escandianas. Ahora
sería demasiado arriesgado disparar contra las primeras filas temujáis, pero aún podía
frenar a los que venían detrás.
—¡Izquierda media izquierda! —gritó, y los arqueros cambiaron su punto de mira
veinte grados hacia la derecha. Y entonces, de repente, el aire a su alrededor cobró
vida con el sonido sibilante de decenas flechas y, a lo largo de toda la fila, sus arqueros
estaban cayendo. Algunos gritaron por el dolor o la sorpresa, otros no emitieron ni
un ruido, y no lo harían nunca más.
—¡Escudos! ¡Escudos! —estaba gritando Horace, y los portadores de los escudos
ocuparon sus puestos… pero no antes de que cayeran más arqueros. Desesperado,
Will dio media vuelta y vio, por primera vez, el grupo más pequeño, que había
avanzado para atacar su posición mientras él había estado ocupado atacando a la
fuerza principal. Había unos cincuenta arqueros, calculó, todos a caballo. Disparaban
una avalancha de flechas constante y precisa hacia su posición. Detrás de ellos,
cabalgaba otro grupo más grande armado con lanzas y sables.
—¡Apuntad al frente! —ordenó, y en un aparte, le dijo a Horace en voz baja—:
Sé rápido con esos escudos cuando los necesitemos.
El aprendiz de guerrero asintió, mientras observaba con cierta ansiedad a los
cincuenta jinetes que seguían disparando. Las flechas estaban impactando con un
ruido sordo contra su propio escudo y se clavaban en el parapeto de tierra que tenían
delante.
—¡Posición uno! —gritó Will. Este era un disparo recto y horizontal, a bocajarro
—. ¡Tensad!
—¡Listos! —oyó decir a Evanlyn. Entonces, Horace ordenó abrirse a los escudos,
y Will, casi encima de él, ordenó la suelta.
En el mismo momento en que las flechas abandonaron los arcos, Horace ya estaba
ordenando que devolvieran los escudos a su posición. Pero incluso en ese lapso de
tiempo tan breve, otra media docena de hombres cayeron víctimas de las flechas
temujáis.
Will vio entonces las insignias rojas en los hombros de los temujáis y se dio cuenta
de por qué los arqueros enemigos habían mejorado tanto su precisión y velocidad
de disparo.
—¡Son todos kaijins! —le dijo a Horace. Mientras hablaba, levantó su propio
arco y, disparando a la velocidad del rayo, vació tres monturas antes de que Horace
le arrastrara detrás de la protección de su escudo otra vez. Media docena de flechas
se estrellaron contra él en ese instante.
—¿Estás loco? —chilló Horace, pero los ojos de Will se veían desquiciados de
dolor cuando miró a su amigo.
—¡Están matando a mis hombres! —exclamó, e hizo ademán de salir una vez
más, obsesionado con la idea de impedir a los especialistas temujáis seguir derribando
a sus hombres uno a uno. La manaza de Horace se lo impidió.
—¡No servirá de nada que te maten! —le gritó, y poco a poco, el cerebro de Will
registró la sensatez de sus palabras.
—¡Listos! —dijo Evanlyn. Will se dio cuenta de que era la tercera vez que lo
decía. Le estaba incitando a la acción. Aún protegido por el escudo de Horace, evaluó
la situación.
Los lanceros y los espadachines, libres de la lluvia de flechas de sus arqueros, ya
estaban casi sobre los escandianos de delante de su posición. Los combates cuerpo
a cuerpo empezaban a sucederse a lo largo de toda la línea. Más a su izquierda, el
grueso del ejército temujái estaba enzarzado en una batalla brutal contra el centro del
frente escandiano. La situación era demasiado confusa como para ver quién estaba
ganando, si es que alguien lo estaba haciendo.
Mientras tanto, delante de él, los tiradores temujáis reunidos por Haz’kam en una
unidad especial, galopaban paralelos a la línea defensiva escandiana, bien dispersos
para no ofrecer un blanco en masa para sus hombres. Disparaban a sus arqueros con
una precisión letal cada vez que quedaban expuestos. Will sabía que si intentaba
disparar otra andanada contra los temujáis, perdería a la mitad de sus hombres en el
intercambio. Se dio cuenta de que solo había una solución. Se inclinó por encima del
parapeto para gritarle a la línea de arqueros debajo de él, una línea que, según pudo
ver, estaba seriamente mermada.
—¡Tiros individuales! —gritó, señalando hacia los kaijins que galopaban ante
ellos—. ¡Disparad cada vez que estéis preparados y apuntad hacia sus arqueros!
Era lo máximo que podía hacer. Al menos así, los temujáis no tendrían una fila de
escudos abiertos mientras sus hombres disparaban. Tendrían que reaccionar a tiros
aislados e irregulares. Eso les daría a sus hombres más opciones de sobrevivir.
Aunque era consciente de que también reduciría la efectividad de sus disparos. Sin
alguien que les indicara a dónde apuntar, su precisión disminuiría.
En cualquier caso, había una cosa más que podía hacer. Bajó la vista para
asegurarse de que el cubo de flechas que tenía delante estaba bien abastecido y sacó
cuatro flechas a toda velocidad. Cargó una y sujetó las otras entre los dedos de la
mano del arco.
—Manten ese escudo levantado y preparado —le dijo a Horace, y se acercó al
parapeto, aún oculto por el gran escudo de su amigo. Respiró hondo, salió de detrás
del escudo y disparó las cuatro flechas en rápida sucesión, para ponerse a cubierto
de nuevo justo cuando las primeras flechas de los temujáis silbaron alrededor de sus
orejas en respuesta. Horace, que observaba la escena, vio a dos de los tiradores caer,
derribados por las flechas de Will. Un tercero recibió un disparo en la parte carnosa
de la pantorrilla y la cuarta flecha no alcanzó objetivo alguno. Soltó un silbido de
admiración. Habían sido unos tiros increíbles. Estaba a punto de decir algo al respecto
cuando percibió la expresión de absoluta concentración en la cara de su amigo y
decidió callarse. Una vez más, Will respiró hondo, cargó otra flecha, salió de detrás
del escudo, disparó de nuevo y volvió a ponerse a cubierto.
Horace empezó a apreciar la precisión letal que su amigo había adquirido con sus
interminables entrenamientos en los bosques y campos de los alrededores del Castillo
de Redmont. Will se asomaba y volvía a ocultarse, disparaba de manera aleatoria, a
veces una flecha, otras veces dos o tres, y derribaba un objetivo tras otro. Los demás
arqueros de la fuerza escandiana aportaban también su contribución, pero ninguno de
ellos poseía la velocidad y precisión del aprendiz de Guardián. Y a medida que más
de ellos resultaban heridos por las réplicas de la patrulla de kaijins, los supervivientes
se mostraban más nerviosos y reacios a disparar, más propensos a soltar sus flechas
sin apuntar para ponerse a cubierto lo antes posible.
—Cambia de lado —le ordenó Will de pronto, mientras le hacía gestos para que
Horace, que había estado de pie a su izquierda, cruzara al otro lado. Horace cambió
el escudo a su brazo derecho, y Will, agachado por debajo del nivel del parapeto,
se movió al lado izquierdo de Horace. Había estado variando su patrón de disparo,
soltaba a veces una flecha y otras veces una rápida sucesión de ellas, para que los
temujáis no supieran nunca lo que venía a continuación. Decidió que ya se habían
acostumbrado a verle aparecer por la derecha del gran escudo. Cogió otras cuatro
flechas, dio un paso a la izquierda y disparó en cuanto salió de detrás del escudo. Dos
monturas más se vaciaron y volvió a ponerse a cubierto a toda prisa. El cambio de
lado le había funcionado bien. No se le había acercado ni una sola flecha enemiga.
Dio otro paso a la izquierda, disparó otra flecha, y otra más, y luego, sin saber
qué instinto le llevó a hacerlo, se dejó caer a gatas detrás del parapeto de tierra. Un
silbido letal cortó el aire justo por encima de él en el momento en el que se agachó, y
Will sintió que se le secaba la boca de miedo. Horace, al verle caer, pensó que estaba
herido y se arrodilló a su lado.
—¿Estás bien? —le preguntó inquieto. Will intentó esbozar una sonrisita, pero
no consiguió gran cosa.
—Sí, sí —logró graznar a pesar de la sequedad de su boca—. Solo muerto de
miedo, eso es todo.
Se pusieron de pie otra vez, refugiados detrás del escudo, y sintieron el repicar
de las flechas temujáis contra él. Will se dio cuenta de que el patrón había cambiado
una vez más y la mayoría de los arqueros se estaban concentrando en su posición.
Vio que era la oportunidad para que sus hombres dispararan otra andanada en masa.
Pero si los temujáis le veían o le oían preparar el ataque, perderían el factor sorpresa.
—¡Evanlyn! —llamó a su amiga, a cubierto en su posición. La chica levantó la
vista hacia él con ojos inquisitivos—. ¡Transmite mis instrucciones a los hombres!
¡Dispararemos otra andanada!
Evanlyn hizo un gesto con la mano para indicarle que le había entendido.
Sin darse cuenta, mientras se concentraban en la posición de Will para intentar
derribar a la escurridiza figura que aparecía y desaparecía y los estaba acribillando
con una lluvia letal de flechas, los enemigos habían empezado a apiñarse. Desde hacía
unos minutos, se había producido un descenso en la eficacia de los disparos por parte
de los otros arqueros, y los kaijins se habían ido apelotonando delante del puesto de
mando para terminar con Will.
—¡Delante derecha! —dijo en voz baja, luego oyó a Evanlyn transmitir la orden.
Durante un momento, no sucedió nada, pero después la oyó reprender a los hombres
apostados debajo de ella, conminándolos a obedecer. Poco a poco, uno detrás de otro,
se giraron hacia la dirección que les había indicado.
—Listos —le dijo Evanlyn, y él le dio la elevación: posición uno. Los arcos se
levantaron hasta la horizontal, luego se quedaron quietos.
—Tensad —dijo Will, y una vez más, oyó su orden transmitida. A continuación,
tras respirar hondo, gritó—: ¡Escudos abajo! ¡Soltad! —Y una décima de segundo
después, mientras las flechas todavía estaban en camino, oyó a Horace:
—¡Escudos arriba!
Al percatarse de que la atención del enemigo estaría enfocada por unos segundos
en la línea de arqueros, Will volvió a asomarse y disparó flecha tras flecha contra las
filas temujáis. La andanada de sus arqueros llegó a su objetivo. Ya no le quedaban
ni cincuenta hombres, pero aun así, una masa de flechas impactó contra los jinetes
temujáis. Unos doce cayeron rodando de sus monturas. Luego, otros cinco cayeron
bajo la lluvia de flechas que Will había disparado antes de que Horace se lanzara a
por él y le arrastrara de vuelta a la protección del terraplén, antes de que las flechas
temujáis pudiesen encontrarle.
Un aluvión de flechas se clavó con un ruido sordo en el terraplén que tenían detrás.
Horace se quitó de encima de su amigo y se sacudió la tierra de rodillas y codos.
—¿Es que tienes ganas de morir? —le preguntó. Will le sonrió.
—Solo me estoy fiando de tu buen juicio —contestó—. Mi cabeza no da para
más, no puedo estar pendiente de todo.
Se pusieron de pie detrás del escudo una vez más y vieron que los kaijins, o lo
que quedaba de ellos, se estaban alejando. Seguían disparando a las filas escandianas,
pero con mucha menor eficacia que antes. Will frunció el ceño mientras calculaba
ángulos y posiciones, luego señaló hacia el centro de la línea escandiana, donde la
batalla seguía en todo su furor.
—Podemos empezar a disparar andanadas otra vez —le dijo a Horace—. Si los
portadores de los escudos se los cambian al brazo derecho y nuestros arqueros se
colocan a su izquierda, quedarán a cubierto de cualquier réplica enemiga.
Horace estudió la posición y asintió. Los kaijins que quedaban estaban ahora
directamente delante de ellos, así que la línea de arqueros podía disparar en diagonal
hacia la retaguardia del grueso del ejército temujái sin tener que salir de detrás de la
protección de los escudos.
A toda prisa, le comunicaron su idea a Evanlyn, que les transmitió las
instrucciones a los hombres. La mermada línea de arqueros miró a su joven
comandante y asintió para demostrar que lo habían entendido. Entonces, a Will se
le ocurrió otra cosa.
—¡Evanlyn! —dijo, y ella volvió a mirarle con ojos inquisitivos—. Una vez que
hayamos empezado, ordena tú los tiros. Mantenlos en posición tres y que disparen
sin parar. Yo mantendré a esos malditos kaijins a raya.
Evanlyn le sonrió y agitó una mano a modo de respuesta. No habría ninguna
necesidad de cambiar el ángulo o la elevación una vez que empezaran. La lluvia de
flechas iría dirigida a la masa de la retaguardia temujái. Quizás eso les diese a Halt,
Erak y Ragnak el respiro que necesitaban.
—¡Apuntad media izquierda! —gritó Will—. ¡Posición tres! —Los cuarenta
hombres que quedaban levantaron sus arcos hasta la elevación máxima—. ¡Tensad…
soltad!
Esta vez, Will esperó a evaluar el efecto de la andanada para asegurarse de que
el ángulo y la elevación de sus hombres era la correcta. Vio flechas impactar contra
los refuerzos temujáis, vio el pánico provocado por la tormenta de flechas recién
retomada.
—¡Que sigan disparando! —le dijo a Evanlyn.
El se giró y disparó hacia la delgada fila de tiradores temujáis; recibió una rápida
salva de flechas en respuesta. Detrás de él, oyó el silbido de otra andanada salir
volando hacia la batalla principal. Eligió un blanco, volvió a disparar y lo vio caer.
Entonces, sintió un arrebato de emoción en el pecho al ver que el pequeño grupo de
jinetes empezaba a moverse.
—¡Horace! ¡Se están retirando! —exclamó eufórico. Señalaba como loco hacia la
fila de tiradores. Quedaban menos de veinte y, poco a poco, estaban retrocediendo de
su posición tan expuesta. Bueno, poco a poco al principio; a medida que se alejaban,
empezaron a moverse más y más deprisa. Ninguno de ellos quería ser el último en
quedar expuesto a los precisos disparos procedentes de las filas escandianas.
Will agarró el brazo de su amigóte y se lo sacudió con entusiasmo.
—¡Se van! —gritó. Horace asintió con sobriedad, mientras señalaba con el pulgar
hacia los defensores escandianos en apuros debajo de ellos.
—Pues menos mal —comentó—. Porque estos no.
Más abajo, los espadachines temujáis, ahora a pie, entraban en tromba por una
brecha que habían logrado abrir en las filas escandianas.
Treinta y siete
Nit’zak condujo a un grupo de hombres hacia las trincheras que habían protegido a
los arqueros escandianos. Sus otros hombres podían encargarse de los dos jóvenes
guerreros que habían contraatacado con tanta eficacia. Su objetivo era silenciar a los
arqueros de una vez por todas.
Sus hombres entraron en tromba en la trinchera detrás de él, eliminando a los
arqueros sin armadura y prácticamente desarmados. Los escandianos retrocedían a
lo largo de los parapetos de tierra, algunos se escabulleron trepando por el terraplén
y echaron a correr hacia su retaguardia. Nit’zak siguió adelante sin concederse ni un
respiro, dobló un recodo en la trinchera y se detuvo sorprendido.
Delante de él había una chica joven, una daga larga en la mano y una mirada
de desafío absoluto en los ojos. Los arqueros que quedaban estaban reunidos a su
alrededor en ademán protector. Entonces, a una orden de la chica, levantaron los arcos
hasta la posición de tiro.
Los dos grupos se miraron. Nit’zak vio que había al menos diez arcos apuntados
hacia él, a una distancia de apenas diez metros. Si la chica daba la orden, no había
forma humana de que los arqueros pudiesen fallar. Aun así, una vez que esa primera
flecha fuese disparada, la chica y sus arqueros quedarían indefensos.
Nit’zak echó una miradita a los lados. Sus hombres estaban en línea con él, y había
más detrás. No tenía ninguna intención de morir por los flechazos de los escandianos.
Si sirviera para algo, lo haría encantado, pero tenía un trabajo que hacer y no pensaba
morir hasta llevarlo a cabo. Por otra parte, no tenía ningún reparo en sacrificar a diez
o doce de sus propios hombres, si fuera necesario, para lograr culminar ese trabajo.
Les hizo un gesto para que se adelantaran.
—Atacad —dijo con calma, y sus hombres avanzaron por el espacio restringido
de la trinchera.
Hubo un segundo de vacilación, luego Nit’zak oyó a la chica dar la orden de
disparar y la inmediata vibración de las cuerdas de los arcos. Las flechas acribillaron a
sus hombres, matando o hiriendo a siete de ellos. Pero los otros siguieron adelante. Se
les unieron más hombres que venían detrás, y los arqueros rompieron filas y echaron
a correr. Dejaron solo a la chica delante de él. Nit’zak dio un paso al frente, levantó el
sable con ambas manos. Curioso, analizó sus ojos en busca de algún signo de miedo,
pero no vio ninguno. Sería casi una pena matar a alguien tan valiente, pensó.
A un lado, oyó un grito angustiado. La voz de un hombre quebrada por el miedo
y el dolor.
—¡Evanlyn!
Supuso que ese debía de ser el nombre de la chica. Vio sus ojos apartarse de los
suyos y luego la vio sonreír con tristeza a alguien que él no veía. Era una sonrisa
de despedida.
A lo largo de los siguientes días, empezó a quedar patente que el consejo de jarls
parecía había elegido bien. Erak se apresuró a poner fin a viejas rencillas con otros
jarls, sobre todo aquellos a los que había visitado como recaudador de impuestos. Y,
sorprendentemente, mantuvo a Borsa como hilfmann.
—Creí que no soportaba a Borsa —comentó Will, confuso. Pero Halt se limitó a
asentir en reconocimiento de la elección de Erak.
—Borsa es un buen administrador, y eso es lo que Erak va a necesitar. Un buen
líder es alguien que sabe qué es lo que se le da mal y contrata a alguien experto en
el tema para que se encargue de él en su lugar.
Will, Horace y Evanlyn tuvieron que pensarlo un poco antes de encontrarle la
lógica a lo que decía. Horace, de hecho, siguió dándole vueltas un rato después de
que los otros asintieran y pasaran a hablar de otros asuntos.
Como Oberjarl, Erak ya no podría participar en sus expediciones anuales de
saqueo en la proa del Viento de Lobo, y ese hecho teñía su repentino ascenso con
cierto grado de pena. Pero anunció que haría un último viaje antes de entregar el barco
a los cuidados de Svengal, su primer oficial desde hacía muchos años.
—Os voy a llevar de vuelta a Araluen —anunció—. Parece justo, dado que yo
soy el responsable de que estéis aquí en primer lugar.
Will se alegró en silencio de la noticia. Ahora que ya casi era hora de regresar
a casa, se dio cuenta de que le iba a dar pena despedirse de ese pirata grandullón y
escandaloso. Con cierta sorpresa, tuvo que reconocer que había llegado a considerar
a Erak como un buen amigo. Cualquier cosa que retrasara un poco el momento de la
partida, la veía con buenos ojos.
Había llegado la primavera, los gansos estaban regresando del sur y había ciervos
otra vez en las montañas, así que había carne en abundancia en lugar de las
provisiones secas y saladas que habían formado el grueso de la dieta invernal en
Hallasholm.
Cuando Will vio a las primeras partidas de caza regresar de las altas montañas
próximas a la capital escandiana, recordó una deuda que aún tenía pendiente. Una
mañana temprano, se escabulló en silencio a lomos de Tug y tomó el sendero por el
que habían trepado Evanlyn y él hacía tantos meses, en medio de una gélida tormenta
de nieve.
En la pequeña cabaña donde se habían refugiado durante el invierno, encontró al
apacible y peludo poni que le había salvado la vida. Cuando Will llegó, la paciente
criatura había roto el delgado ronzal que la ataba al cobertizo de detrás de la cabaña
y estaba pastando tranquilamente en la hierba recién salida del claro.
Tug miró con cierto resquemor a su amo cuando Will desató un pequeño saco de
avena y le indicó que era solo para el otro poni. Will consoló a su caballo con una
suave caricia en el morro.
—Se lo ha ganado —le dijo a Tug, y el caballo de Guardián se encogió de hombros
(de la forma en que lo haría un caballo). Puede que el insulso poni se hubiese ganado
el saco de avena, pero eso no impidió que a Tug se le hiciese la boca agua al verlo
y olerlo. Cuando el poni hubo terminado la avena, Will volvió a montarse en Tug
y, con el otro animal del ronzal, se dirigió de vuelta a Hallasholm, donde devolvió
discretamente el poni al establo de Erak.
La noche antes de partir, Erak dio un banquete de despedida en su honor. Los
escandianos estaban deseosos de demostrar lo mucho que apreciaban los esfuerzos
de los cuatro araluanos en defender su tierra contra los invasores. Y con Evanlyn
liberada de la sombra del Vallasvow, todos le prestaron especial atención: no hacían
más que brindar por su valentía y habilidad al continuar dirigiendo las acciones de
los arqueros mientras su posición estaba siendo arrasada.
Halt, Borsa y Erak estaban sentados muy juntos en la mesa presidencial. Discutían
en silencio asuntos importantes, como la repatriación de los esclavos que habían
servido en el cuerpo de arqueros. Por desgracia, muchos de ellos no habían
sobrevivido a la batalla, pero la promesa de libertad se extendía también a los
familiares que dependían de ellos, y los detalles había que discutirlos largo y tendido.
Cuando por fin se zanjó el asunto, Halt calculó que era el momento apropiado y dijo
con voz queda:
—Entonces, ¿qué vais a hacer cuando vuelvan los temujáis?
Se produjo un momento de silencio ensordecedor en la mesa. Erak empujó su
banco hacia atrás y miró alucinado al hombrecillo serio sentado a su lado.
—¿Cuando vuelvan? ¿Por qué habrían de volver? Los hemos derrotado, ¿no es
así?
Halt negó despacio con la cabeza.
—En realidad —dijo—, no lo hicimos. Solo conseguimos que fuese demasiado
costoso para ellos continuar… esta vez.
Erak lo pensó un poco y miró de reojo a Borsa para saber su opinión. El hilfmann
asintió con cierta reticencia.
—Creo que el Guardián tiene razón, Oberjarl —admitió—. No hubiésemos
aguantado mucho más. Pero ¿por qué querrían volver? —le preguntó a Halt,
mirándole.
Halt bebió un trago de la sabrosa cerveza escandiana antes de responder.
—Porque así es como son —contestó sin rodeos—. Los temujáis no piensan en
términos de esta estación o este año, o el año que viene. Piensan en los siguientes
diez o veinte años, y tienen un plan a largo plazo para dominar esta parte del mundo.
Necesitan vuestros barcos. Así que volverán.
Erak pensó en ello mientras retorcía un extremo de su bigote entre los dedos.
—Entonces, les daremos otra paliza —dijo.
—¿Sin arqueros? —preguntó Halt en voz baja—. ¿Y sin el factor sorpresa la
próxima vez?
Se produjo otro silencio.
—Podríais ayudarnos a entrenar arqueros. Tú y el chico… —dijo Erak al final,
medio esperanzado. Pero Halt negó con la cabeza de inmediato. Y de forma muy
tajante.
—No estoy dispuesto a proporcionarle a Skandia un arma tan potente —explicó
—. Una vez que adquirierais esas habilidades, jamás sabría cuándo podríais volverlas
en nuestra contra en el futuro.
Erak tuvo que reconocer la lógica en la afirmación del Guardián. Después de todo,
Skandia y Araluen tenían larga tradición como enemigos. Pero Borsa, con su oído de
negociador, había captado una insinuación en la negativa de Halt.
—Pero ¿tienes alguna sugerencia? —dijo perspicaz, y Halt casi le sonríe. Había
esperado que el hilfmann viera adonde quería ir a parar.
—Estaba pensando —dijo—, que una fuerza de, digamos, trescientos arqueros
entrenados podría estar estacionada aquí de manera regular. Podrían pasar aquí los
meses de primavera y verano, luego rotar de vuelta a casa durante el invierno.
—¿Araluanos? —preguntó Erak, que empezaba a entenderlo. Halt asintió.
—De ese modo, podríamos aportaros una fuerza de arqueros. Pero si alguna vez se
produjeran hostilidades entre nuestros países, me sentiría mucho más seguro sabiendo
que no los volveréis en nuestra contra. Tendríamos que estipularlo en el tratado —
añadió, como quien no quiere la cosa.
Erak miró con cautela a su hilfmann. La palabra tratado parecía haberse colado
en la conversación sin que la viera llegar. Borsa le miró y se encogió de hombros,
pensativo.
—Estoy proponiendo que firmemos un tratado de defensa mutua para un periodo
de… —Halt pareció pensarlo, y Erak tuvo la impresión de que había sopesado cada
palabra que iba a pronunciar mucho antes de ese momento— cinco años, digamos.
Vosotros obtenéis una fuerza de arqueros viable…
Erak decidió que ya era hora de que alguien más dijese algo.
—¿Y vosotros qué obtenéis? —le interrumpió de pronto. Halt le sonrió.
—Obtenemos un tratado de paz que diga que Skandia no lanzará ningún ataque
sorpresa contra nuestro país durante ese periodo. Y que, en el caso de que las
hostilidades resulten inevitables, a nuestros arqueros se les dará un salvoconducto
para regresar a casa.
Erak sacudió la cabeza con decisión.
—Jamás convenceré a mis hombres de que no realicen incursiones y saqueos —
dijo indignado—. Me agarrarían de la oreja y me sacarían a rastras del puesto si se
lo propusiera —dijo. Pero Halt levantó una mano para que se calmara.
—No estoy hablando de incursiones aisladas —dijo—. Esas podemos manejarlas.
Me refiero a que no haya más ataques en masa, como el que tuvo lugar con Morgarath.
Se produjo otra pausa larga mientras Erak consideraba la oferta. Cuanto más lo
pensaba, más atractiva le parecía la idea. Sabía lo cerca que habían estado de ser
derrotados por los temujáis. Trescientos arqueros expertos supondrían una poderosa
fuerza defensiva para Skandia, sobre todo si se desplegaran en los estrechos
desfiladeros y serpenteantes gargantas cercanos a la frontera. Se dio cuenta de que
empezaba a pensar como un estratega. Quizás había pasado demasiado tiempo en
compañía del Guardián, pensó.
—¿Tienes autoridad para firmar un tratado de ese tipo? —preguntó, y por primera
vez, Halt dudó. De hecho, no tenía ninguna autoridad. Como miembro de los
Guardianes, hubiese tenido poder para firmar, pero le habían expulsado del Cuerpo
cuando Duncan le desterró. Claro que podía tirarse un farol… Estaba bastante seguro
de que Crowley o incluso el propio Duncan ratificarían un tratado así. Pero cuando
eso ocurriera, Erak sabría que había estado actuando con falsedad, y Halt no creía
que ese fuese un buen comienzo para ninguna relación.
—Yo sí —dijo una voz dulce desde detrás de él, y los tres hombres levantaron
la vista sorprendidos. Evanlyn se había escabullido de los homenajes y brindis
entusiastas y llevaba varios minutos escuchando con interés su conversación.
—Como princesa real de Araluen, tengo autoridad para firmar en nombre de mi
padre —les informó, y Halt soltó un discreto suspiro de alivio.
—Creo que lo mejor será hacerlo así —dijo—. Después de todo, la princesa es
mi superior; un poco, al menos.
Cuarenta
E l Viento de Lobo siguió el río Semath todo el camino desde el Mar Angosto
hasta el mismísimo Castillo de Araluen. Era una imagen asombrosa para los
lugareños, ver a un barco lobuno deslizarse, de manera pacífica y sin ser hostigado,
por delante de sus campos y pueblos, tan lejos tierra adentro. Los muchos fuertes
y puestos defensivos, que por lo general le hubiesen denegado el paso a un barco
escandiano, ahora se contenían porque el estandarte personal de la princesa
Cassandra, un halcón rojo en pleno vuelo, ondeaba al final del mástil. Se había
enviado un mensaje por delante del barco para garantizar que los comandantes locales
reconocieran el estandarte y los viajeros pudiesen navegar río arriba en paz.
Era una novedad también para Erak y su tripulación.
Al final, doblaron el último recodo del río y allí, ante ellos, aparecieron las
altísimas torres y torretas del Castillo de Araluen. Erak contuvo la respiración,
asombrado ante tanta belleza. Halt, que le observaba, estuvo seguro de que, aparte de
la extraordinaria admiración que inspiraba el castillo, los viejos instintos saqueadores
de Erak estaban en funcionamiento, calculando la enorme cantidad de tesoros que
podía albergar ese castillo. Se acercó al Oberjarl y le dijo en voz baja:
—Jamás lograrías pasar del foso.
Erak dio un respingo y se giró hacia el Guardián. Después sonrió, un poco
abochornado.
—¿Tan obvio era que lo estaba pensando? —preguntó. Halt arqueó una ceja.
—Eres escandiano —le dijo.
Había un muelle que se internaba en el río, adornado con banderas y estandartes.
Una gran multitud aguardaba su llegada y, al avistar el barco lobuno, empezaron a
vitorear y hacer sonar cuernos y trompetas.
—Eso es una novedad —dijo Erak con calma, haciendo sonreír a Halt.
—Y allí hay otra —dijo el Guardián, señalando con discreción a una figura alta y
con barba que esperaba de pie un poco por detrás del muelle, rodeado por un séquito
de caballeros y damas de costosos vestidos—. Ese es el rey en persona, que ha bajado
a recibirte, Erak.
—Más bien estará aquí por su hija —contestó el escandiano, pero Halt se dio
cuenta de que estaba bastante orgulloso de sí mismo.
Para entonces, Evanlyn había visto al hombre alto y estaba en la proa del barco,
agitando los brazos con entusiasmo. Los vítores desde la orilla se redoblaron al verla
y Duncan empezó a dirigirse hacia el muelle, sus zancadas eran tan largas que casi
iba corriendo, incapaz ya de quedarse atrás y mantener su dignidad real.
—¡Remos! —gritó Erak, y los remeros sacaron del agua sus palas, que quedaron
goteando en el aire mientras el barco lobuno se deslizaba con suavidad a lo largo
del muelle.
La tripulación escandiana lanzó cabos de amarre a los hombres que había en tierra,
mientras los dos grupos se miraban con profundo interés. Nadie recordaba la última
vez que araluanos y escandianos estuvieron frente a frente sin armas en las manos.
Will, el rostro iluminado por la alegría del momento, saltó sobre la barandilla mientras
Evanlyn corría hacia la portezuela de desembarco en la zona media del barco. La
princesa y su padre, los corazones demasiado ocupados para las palabras,
simplemente se sonreían el uno al otro a través del espacio, cada vez menor, que los
separaba a medida que los estibadores tiraban del barco hacia el muelle. Entonces,
las defensas de mimbre golpearon contra el espigón con un crujido seco y el barco
quedó atracado. Svengal le lanzó a Evanlyn una gran sonrisa y abrió la portezuela
en la barandilla del barco. La chica saltó a los brazos de su padre y enterró la cara
en su pecho.
—¡Papá! —gritó una vez, la voz ahogada por la camisa y por los sollozos que
bullían en su garganta.
—¡Cassie! —murmuró él, llamándola por el apelativo cariñoso de cuando era
pequeña, y el clamor se intensificó. Duncan era un rey popular y su gente sabía el
intenso dolor que le había causado la pérdida de su hija. Incluso los escandianos
estaban sonriendo al ver la escena. Por muy matones y piratas que fueran, también
tenían su lado sentimental y valoraban los vínculos familiares.
En medio de toda esa alegría y celebración, solo Halt se quedó a un lado. Su rostro
era una máscara de dolor y aflicción. Permaneció discretamente a popa, al lado del
timón, mientras los otros se abalanzaban hacia la portezuela del barco.
Duncan y Evanlyn, o Cassandra, como la conocía su padre, se quedaron ahí
abrazados, ajenos a todos los que los rodeaban. Will escudriñó la multitud y vio una
figura corpulenta entre las personas detrás del rey: un hombre de mediana edad que
le saludaba con entusiasmo y gritaba su nombre.
—¡Will! ¡Bienvenido a casa, chico! ¡Bienvenido a casa!
Por un momento, Will no supo quién era. Luego reconoció al barón Arald, un
hombre que durante años había sido una figura autoritaria de rostro serio, ahora
saludaba y chillaba como un colegial en día de fiesta. Will saltó con agilidad a las
tablas del muelle y se abrió paso entre la muchedumbre bulliciosa hacia el barón.
Empezó a hacer una reverencia formal cuando el barón le agarró la mano y empezó
a agitarla arriba y abajo con entusiasmo.
—¡No te preocupes por eso! ¡Bienvenido a casa, chaval! ¡Y bien hecho! ¡Bien
hecho! ¡Dios mío, pensé que no iba a volver a verte jamás! ¿No es verdad, Rodney?
Esto último se lo dijo al caballero enfundado en cota de malla que había al lado
de él, y Will reconoció a Sir Rodney, director de la Escuela de Lucha del Castillo de
Redmont. Will se dio cuenta de que el caballero escudriñaba con ansiedad los rostros
de los hombres que quedaban en la cubierta del barco lobuno.
—Sí, sí, mi señor —contestó distraído. Luego agarró el otro brazo de Will—.
Will, creía que Horace estaba contigo. No me digas que le ha pasado algo —dijo
angustiado.
Confuso, Will se giró hacia donde estaba Horace, ocupado en estrechar manos
entre la tripulación escandiana para despedirse de sus amigos antes de desembarcar.
—Es ese de allí —le dijo a Sir Rodney señalando a Horace, y tuvo la satisfacción
de ver al caballero quedarse boquiabierto por la sorpresa.
—¡Dios mío! ¡Se ha convertido en un gigante! —exclamó. En ese momento,
Horace reconoció a su mentor y se abrió paso con decisión entre el gentío. Al llegar
hasta él, se cuadró y saludó, llevándose el puño al lado derecho del pecho.
—Se presenta el aprendiz Horace, Maestro de Lucha. Permiso para
reincorporarme a mi puesto, señor —dijo en tono formal.
Rodney también se cuadró y le devolvió el saludo.
—Permiso concedido, aprendiz. —A continuación, una vez terminadas la
formalidades, le dio un abrazo de oso al musculoso aprendiz y bailoteó con él unos
cuantos pasos muy poco dignos—. ¡Maldita sea, chico, qué orgullosos estamos de ti!
¿Y cuándo demonios has crecido tanto? —exclamó con efusividad.
Y una vez más, la multitud vitoreó encantada. Pero entonces, de repente, se hizo
el silencio, y Will se volvió para ver qué pasaba. Erak Starfollower, Oberjarl de los
escandianos, estaba desembarcando.
Instintivamente, los que se encontraban más cerca de él retrocedieron un poco.
Costaba perder las viejas costumbres. Will, que no deseaba ver a su amigo insultado,
hizo ademán de reunirse con él, pero hubo otra persona que se le adelantó. Duncan,
rey de Araluen, se apresuró a recibir a su homólogo escandiano, la mano tendida en
señal de amistad.
—Bienvenido a Araluen, Oberjarl —dijo—. Y gracias por traer a mi hija a casa
sana y salva. —Y con eso, los dos líderes se dieron la mano.
Entonces la multitud retomó sus vítores, esta vez por Erak y su tripulación, y los
escandianos miraron a su alrededor encantados. Y eso, pensó Will, iba a hacer que
les costara un poco más hacer incursiones en esa zona durante unos cuantos años.
Duncan dejó que los vítores continuaran un rato, luego levantó una mano pidiendo
silencio. Miró con atención los rostros del muelle. Al no ver el que buscaba, dejó que
sus ojos se deslizaran hacia el barco.
—Halt —dijo en voz baja cuando por fin le vio, envuelto como siempre en su
capa de Guardián, de pie él solo al lado del inmenso timón. El rey estiró una mano y
señaló al muelle—. Baja a tierra, Halt. Estás en casa.
Pero Halt se quedó donde estaba, incapaz de ocultar la tristeza que sentía. Su voz
se quebró cuando empezó a hablar. Luego recuperó la compostura y volvió a empezar.
—Majes.,. Majestad, el año de destierro aún no ha terminado. Todavía quedan
tres semanas —dijo al final.
Un murmullo sordo recorrió la multitud. Will, incapaz de reprimirse, reaccionó
con una sorpresa absoluta.
—¿Destierro? ¿Te habían desterrado? —preguntó incrédulo. Miró al rey. Era
impensable que Halt, con su inquebrantable lealtad a Araluen y su gente, fuese
desterrado—. ¿Por qué? —quiso saber. Las palabras quedaron flotando en el aire.
Duncan sacudió la cabeza, restándole importancia al asunto.
—Unas cuantas palabras incautas, eso fue todo. Halt estaba borracho y todos
hemos olvidado ya lo que dijo, y yo le perdono así que, por el amor de Dios, hombre,
baja a tierra.
Pero Halt se quedó donde estaba.
—Majestad, nada me haría más feliz, pero debéis cumplir la ley —dijo en voz
baja. Luego intervino otra persona: Lord Anthony, el chambelán del rey.
—Halt tiene razón, majestad —dijo. Anthony era un hombre bienintencionado,
pero tendía a ser un poco pedante cuando de interpretar la ley se trataba—. Después de
todo, sí que dijo que erais el fruto de un encuentro entre vuestro padre y una bailarina
ambulante.
Se oyó una exclamación de horror procedente del público.
Duncan esbozó una sonrisa tensa.
—Gracias por recordárnoslo a todos, Anthony —dijo entre dientes.
De repente se oyó una carcajada irreprimible y la princesa Cassandra se dobló
por la cintura, riéndose de un modo muy impropio de la realeza. Todos los ojos se
volvieron hacia ella, hasta que, poco a poco, se recuperó lo suficiente como para
hablar.
—Lo siento, de verdad. Pero si hubieseis conocido a mi abuela, ¡entenderíais
por qué mi abuelo podría haberse sentido tentado! La abuela tenía cara de perro de
presa… ¡y un carácter a juego!
—¡Cassie! —la reprendió su padre en su tono más desaprobador, pero la princesa
se sujetaba la tripa y había empezado a reírse de nuevo y el rey no pudo evitar que
se le formara una sonrisa en los labios. Entonces sintió la mirada desaprobadora de
Lord Anthony y recuperó la compostura. Le dio un pequeño codazo a Cassandra
hasta que sus carcajadas se redujeron a una serie de carraspeos y resoplidos ahogados.
Sin embargo, su risa era muy contagiosa, así que costó un rato que el gentío ahí
congregado volviera al orden. Y durante toda esa escena, Halt permaneció muy tieso
en la cubierta del barco lobuno.
Duncan se volvió hacia su chambelán.
—Anthony, seguro que tengo el poder de perdonarle a Halt las últimas tres
semanas de su destierro, ¿no crees? —dijo, en su tono más razonable.
Pero Anthony frunció el ceño y negó con la cabeza.
—Sería de lo más irregular, majestad —dijo en tono sobrio—. Una cosa así
sentaría un precedente legal inapropiado.
—¡Rey Duncan! —bramó Erak, y al instante tuvo la atención de todos los
presentes. Se percató de que había hablado con un poco más de intensidad de la que
pretendía; todavía estaba cogiéndole el tranquillo a esas ocasiones formales. Continuó
a un volumen más moderado—. Quizás yo podría solicitar que le concedierais ese
perdón… ¿como gesto de buena voluntad para sellar el tratado entre nuestros dos
países?
—¡Bien pensado! —murmuró Duncan. Se volvió hacia Lord Anthony—. ¿Y? —
preguntó. El chambelán frunció los labios pensativo. Su deseo no era negarle al rey
lo que quería. Se limitaba a intentar hacer su trabajo y cumplir la ley. Ahora vio una
vía de salida y la aprovechó agradecido.
—Una solicitud semejante no sentaría ningún precedente, majestad —confirmó
—. Y, después de todo, esta es una ocasión muy especial.
—¡Que así sea! —exclamó Duncan a toda prisa, y se volvió hacia la figura del
barco—. Muy bien, Halt, estás perdonado… así que ¡por el amor de Dios, baja a tierra
y vamos a tomarnos una copa para celebrarlo!
Halt, con lágrimas en los ojos, pisó otra vez suelo araluano, después de once meses
y cinco días de destierro. Cuando desembarcó, rodeado de los renovados vítores de
la multitud, los más próximos a él vieron a otro hombre vestido con una capa gris y
verde, que se adelantó con discreción y le puso algo en la mano.
—Puede que necesites esto otra vez —dijo Crowley, comandante del Cuerpo de
Guardianes.
Y cuando Halt bajó la vista, vio una fina cadenilla en su mano con una insignia
de plata con forma de hoja de roble.
Y entonces supo que de verdad estaba en casa.
Will sabía que se estaba cociendo algo. Después de la primera ronda de celebraciones
y después de que Erak y su tripulación hubiesen zarpado otra vez hacia Skandia, tras
acordar los detalles administrativos del envío de la fuerza de arqueros la primavera
siguiente, se habían producido muchas consultas y discusiones entre el rey y sus
consejeros, incluidos Halt, Crowley, el barón Arald y Sir Rodney.
Durante todo ese tiempo, Will y Horace no habían tenido demasiado que hacer,
aunque nunca les faltaban admiradores que los saludaban como amigos y se sentaban
a escuchar embobados su relato del tiempo pasado en Skandia y su feroz batalla contra
los temujáis. Pero incluso ese tipo de adulación cansaba después de un rato.
Ahora que las aventuras de Horace como Caballero de la Hoja de Roble habían
llegado a su fin, el chico había revertido a la simple sobreveste blanca de un aprendiz
de guerrero.
Evanlyn, evidentemente, había vuelto a su verdadera identidad como princesa
Cassandra. Antes de que se dieran cuenta siquiera, se la habían llevado a los aposentos
de la familia real en una de las torres del Castillo de Araluen, y cada vez que Will la
veía, estaba rodeada por un séquito de caballeros y damas de compañía. También era,
según pudo darse cuenta Will, una joven preciosa que vestía de manera inmaculada
y se encontraba cómoda entre los jóvenes nobles que la rodeaban.
Con tristeza, sintió que la distancia entre ellos se hacía cada vez mayor esfuerzo
y tuvo que aceptar el hecho de que su compañera a lo largo de tantas aventuras y
peligros era, en realidad, la mujer de más alta cuna de todo el reino, mientras que
él solo era el hijo huérfano de un sargento del ejército y su esposa granjera. En las
ocasiones cada vez más escasas en las que conseguía hablar con Cassandra, se sentía
incómodo y poco natural. Se quedaba mudo en su presencia y tendía a farfullar
respuestas estereotípicas como intentos de conversación.
Su reacción frustraba y enfurecía a Cassandra. Estaba haciendo un esfuerzo
genuino por devolver su amistad a su estado original, pero era demasiado joven para
darse cuenta de que toda la opulencia de la realeza y la riqueza, cosas que daba por
sentado y a las que no prestaba ninguna atención, solo servía para distanciarle de ella.
—¿Acaso no ve que sigo siendo la misma persona que fui siempre? —le
preguntaba frustrada a su reflejo en el espejo. Pero en realidad no lo era. Evanlyn
había sido una chica asustada, su vida en constante peligro, dependiente durante
meses del ingenio y el valor de su joven compañero para mantenerla a salvo. Después,
ella se había convertido en la salvadora, la que había cuidado de un chico asustado
y confuso hasta que recuperó la salud.
Cassandra, en cambio, era una princesa preciosa de educación inmaculada, cuyo
lugar en la vida estaba tan por encima del de Will como para ser inalcanzable. Un día,
pensó Will, se convertiría en reina en lugar de su padre. No era su personalidad lo que
había cambiado. Era su posición. Y tanto ella como Will eran demasiado jóvenes e
inexpertos como para superar la inevitable tensión que semejante brecha social ejercía
sobre su relación.
Sin embargo, era extraño que al mismo tiempo se encontrara cada vez más
próxima a Horace. Acostumbrado a la formalidad de la vida como aprendiz de
caballero y a las restricciones y protocolos de la vida cortesana en el Castillo de
Redmont, a Horace no le afectaba el rango de Cassandra. Obviamente, le mostraba
deferencia y la trataba con respeto… pero eso era algo que siempre había hecho. La
actitud simplista y poco complicada de Horace ante la vida le llevaba a aceptar las
cosas como eran y no buscar complicaciones. Evanlyn había sido su amiga. Ahora, la
princesa Cassandra también lo era. Puede que hubiese ciertas diferencias en la forma
en que se esperaba que la tratara y se dirigiera a ella, pero ese tipo de formalidad
había sido parte de su educación.
Cuando Evanlyn por fin abordó el tema de la creciente distancia entre ella y Will,
Horace se limitó a aconsejarle que tuviera paciencia.
—Se acostumbrará a cómo son las cosas —le dijo—. Después de todo, es un
Guardián, y ellos son algo… diferentes… en sus costumbres. Dale tiempo a adaptarse.
Así que Cassandra esperó su momento. Pero el comentario de Horace sobre los
Guardianes se le quedó grabado en la mente y decidió hacer algo al respecto.
Y sabía que tendría una oportunidad perfecta para ello en un futuro muy próximo.
Duncan decidió dar un banquete formal para celebrar el regreso sana y salva de su
única hija, así que se enviaron invitaciones a las cincuenta baronías del reino. Sería
un acontecimiento masivo.
Los invitados tardaron un mes en reunirse y, entonces, el inmenso comedor del
Castillo de Araluen vivió un acontecimiento sin igual desde la coronación del propio
Duncan, veinte años atrás.
El festín duró horas y horas. Los sirvientes del castillo pululaban por el comedor
cargados con bandejas de carne asada, enormes empanadas, humeantes verduras
frescas y dulces confeccionados para deslumbrar tanto a los ojos como al paladar. El
maestro Chubb, Maestro de Cocina en el Castillo de Redmont y uno de los mejores
chefs del reino, había viajado a la capital para supervisar todo el tema. Se pasó la
velada de pie a la puerta de los fogones, observando con satisfacción cómo los nobles
y sus damas devoraban y destruían los frutos del esfuerzo del personal de cocina a lo
largo de la pasada semana, y estampando su cucharón como quien no quiere la cosa
contra la cabeza de todo camarero o pinche despistado que se le ponía a tiro.
—No está mal, no está mal —murmuraba para sus adentros. Luego, enviaba a
otro sirviente a llevar otro plato especial más para disfrute del «joven Guardián Will»,
como él le llamaba.
Al cabo de varias horas, el espléndido festín terminó y llegó la hora de que
comenzara el entretenimiento. El arpista del rey afinaba con nerviosismo las cuerdas
de su arpa, pues el calor del atestado comedor las había destensado de manera
irregular. También repasaba en su cabeza la letra de la oda heroica que había escrito
para celebrar el rescate de la princesa real de las garras de la muerte gracias a tres
de los mayores héroes del reino. Seguía deseando haber encontrado una rima mejor
para «Halt». Hasta el momento, lo mejor que se le había ocurrido era la afirmación de
que era un hombre «bien merecedor de su sal», que visto lo visto, no parecía hacerle
justicia suficiente al legendario Guardián.
En cualquier caso, antes de que le llamaran a escena, el rey Duncan se levantó
para dirigirse a todos los presentes. Como siempre, el atento Lord Anthony estaba a
mano y, a una señal de su monarca, golpeó los adoquines del comedor con su bastón
revestido de acero.
—¡Silencio en nombre del rey! —bramó, y al instante, el bullicio de las risas y las
conversaciones se diluyó hasta desaparecer por completo. Todos los ojos se volvieron
con expectación hacia la mesa presidencial.
—Damas y caballeros —empezó Duncan, su voz profunda llegaba aparentemente
sin esfuerzo a todos los rincones de la sala—, esta es una ocasión de gran alegría
para mí. Para empezar, estamos aquí para celebrar el regreso de mi hija, la princesa
Cassandra, sana y salva, un acontecimiento que me produce más felicidad de la que
podríais llegar a comprender.
La sala se llenó de gritos de «¡Sí, señor!» y aplausos entusiastas.
—La otra fuente de placer para mí esta noche es la oportunidad de recompensar
a las personas que han sido responsables de que haya regresado ilesa.
Esta vez, los aplausos fueron más ruidosos y más prolongados. La gente estaba
encantada de ver a Cassandra de vuelta con su padre, pero sabían que el objetivo
principal de la noche era recompensar a los tres compañeros que la habían traído
hasta ahí.
—Primero —dijo Duncan—, ¿puede el Guardián Halt, por favor, acercarse?
Un murmullo de interés se extendió entre los presentes cuando la enjuta figura
(por una vez sin la anonimidad de su capa gris y verde) se cuadró ante el rey. Varios
de los invitados del fondo de la sala se pusieron de pie para ver mejor. La reputación
de Halt era conocida en el reino entero, pero relativamente pocos de los presentes
le habían visto nunca en carne y hueso. Aunque eso, por supuesto, se debía en gran
parte a la predilección de los Guardianes por el secretismo. Se produjeron más que
unas pocas exclamaciones de sorpresa al constatar el diminuto tamaño del legendario
Guardián. La mayoría de los presentes se habían hecho una imagen mental de un
héroe con arco largo y constitución majestuosa, que alcanzaba casi los dos metros
de altura.
Cuando Halt inclinó la cabeza ante el rey, Duncan se encontró, no por primera
vez, contemplando el desgreñado e irregular corte de pelo del Guardián. Era obvio
que se lo había cortado hacía poco, específicamente para el evento, pero Duncan no
pudo evitar sonreír. Halt llevaba más de un mes en el Castillo de Araluen, rodeado
de sirvientes, ayudas de cámara y, sobre todo, peluqueros expertos. Aun así, seguía
prefiriendo cortarse el pelo él mismo con su cuchillo sajón. De repente, Duncan se
dio cuenta de que los invitados estaban esperando mientras él evaluaba los esfuerzos
peluqueros de Halt. Volvió a centrarse en lo que estaba haciendo y continuó.
—Halt ya ha declarado que ser readmitido en las filas del Cuerpo de Guardianes es
recompensa suficiente para él —dijo Duncan, y una vez más, se produjo un murmullo
de sorpresa—. Como en tantas ocasiones antes de esta, estoy en deuda con uno de mis
oficiales más leales y accedo a sus deseos en esta materia. Halt, te debo más de lo que
ningún rey le ha debido nunca a un hombre. Jamás olvidaré todo lo que has hecho.
Y con eso, Halt inclinó la cabeza una vez más y se deslizó de vuelta a su asiento,
tan deprisa y con tal discreción que la mayoría de los presentes ni siquiera se dio
cuenta de que se había ido y su aplauso sorprendido murió casi antes de brotar.
—A continuación —dijo Duncan, levantando un poco la voz para acallar el
murmullo de las conversaciones que tenían lugar por toda la sala—, que se acerque
el aprendiz Horace.
Will le dio a Horace una palmada en la espalda mientras el chico, con una
expresión aprensiva en el rostro, se levantaba y se dirigía a la cabecera de la sala para
cuadrarse ante el rey. El público esperó expectante.
—Horace —empezó Duncan, serio pero con un asomo de risa en los ojos—,
hemos tenido noticia de que viajaste a través de la Galia fingiendo ser un caballero
plenamente cualificado… —El rey hizo ostentación de consultar una nota en la mesa
delante de él, luego continuó—. El Chevalier de Feuille du Chéne. El Caballero de
la Hoja de Roble.
Horace tragó saliva con nerviosismo. Por supuesto, sabía que la leyenda de sus
hazañas había llegado hasta ahí, pero había albergado la esperanza de que las
autoridades hicieran la vista gorda con el hecho de que no tenía ningún derecho a
hacerse pasar por caballero.
—Majestad, lo siento… es que, en ese momento me pareció necesario que…
De repente se dio cuenta de que Duncan le estaba mirando con calma, una ceja
arqueada, y fue consciente de que había cometido una grave violación de la etiqueta
al interrumpir al rey. Demasiado tarde, se calló y volvió a cuadrarse mientras el rey
continuaba su discurso.
—Como estoy seguro de que sabes, es muy irregular que un aprendiz ostente
ningún emblema o se haga pasar por caballero, así que ahora nos vemos obligados
a rectificar esa irregularidad.
El rey hizo una pausa y Horace estuvo a punto de decir «Sí, señor», pero se dio
cuenta de que eso sería interrumpirle otra vez, así que no dijo nada. Duncan continuó.
—Me he reunido con tu barón, tu Maestro de Lucha y el Guardián Halt, y todos
estamos de acuerdo en que la mejor solución es regularizar la situación.
Horace no estaba seguro de lo que eso significaba, pero no sonaba bien. Duncan
hizo una seña y Horace oyó unas fuertes pisadas acercarse por su espalda. Miró de
reojo y vio al Maestro de Lucha Rodney detenerse a su lado. Llevaba una espada
y un escudo delante de él. Alucinado, Horace vio el emblema del escudo: una hoja
verde de roble sobre un campo blanco. Observó asombrado como Duncan bajaba de
su estrado, cogía la espada y le tocaba suavemente en el hombro con ella.
—Arrodíllate —bufó Rodney sin mover los labios. Horace se apresuró a hacerlo,
luego oyó las siguientes palabras en sus oídos:
—Levántate, Sir Horace, Caballero de la Hoja de Roble y alférez de la Guardia
Real de Araluen.
Las palabras causaron un gran alboroto entre los invitados. Era insólito que un
aprendiz fuese armado caballero en su segundo año y luego fuese nombrado oficial
de la Guardia Real, la fuerza de élite que protegía el Castillo de Araluen. Los nobles
y sus damas se volvieron locos de alegría.
—Levántate —volvió a bufar Rodney, y despacio, mientras una enorme sonrisa
se desplegaba en su cara, Horace se puso de pie y cogió la espada de manos del rey.
—Bien hecho, Horace —dijo el rey, solo para él—. Te lo has ganado con creces.
Entonces, estrechó la mano de su más reciente caballero y le indicó que podía
regresar a su asiento. Horace lo hizo, todos los rostros borrosos a su alrededor. Solo
veía la gran sonrisa de felicidad en la cara de Will mientras su amigo le daba palmadas
en la espalda a modo de enhorabuena. En ese momento, los invitados volvieron a
callarse, y esta vez los dos chicos oyeron la voz del rey.
—¿Puede adelantarse el aprendiz de Guardián Will?
Aunque había supuesto que sucedería algo así, el momento le pilló desprevenido.
Se levantó tan deprisa de su sitio que casi se cae, aunque al final recuperó el equilibrio
y se plantó ante el rey.
—Will, tu Cuerpo de Guardianes tiene sus propias costumbres y reglamentos.
He hablado con tu mentor, Halt, y con el comandante del Cuerpo y, por desgracia,
está más allá de mi poder rescindir tu periodo de formación y declararte Guardián
de pleno derecho. Halt y Crowley insisten en que debes completar todo el periodo
de formación y evaluación.
Will tragó saliva nervioso y asintió. Ya lo sabía. Todavía tenía que aprender
muchas cosas sobre su oficio, había muchas habilidades que aún tenía que desarrollar.
El talento natural de Horace era suficiente para que el rey le dispensara de tener que
realizar más entrenamiento, pero Will sabía que ese nunca podría ser el caso para él.
—No obstante —continuó Duncan—, puedo ofrecerte una alternativa. Sí está en
mi mano nombrarte teniente de los Exploradores Reales. Tus maestros están de
acuerdo en que estás totalmente cualificado para semejante puesto y te dispensarán
de tu periodo de formación si ese es tu deseo.
Los invitados ahí reunidos soltaron al unísono una exclamación de sorpresa. Will
se quedó sin palabras. Los Exploradores Reales eran una fuerza de élite de caballería
ligera que tenía la responsabilidad de entrenar a los arqueros del reino y explorar por
delante del ejército del rey en batalla. Por lo general, los oficiales y reclutas de los
Exploradores provenían de la nobleza, y el nombramiento era el equivalente a ser
armado caballero.
Significaba honor, prestigio, rango y reconocimiento, frente a otros tres años de
intenso estudio y dedicación como aprendiz.
Y aun así…
En el fondo de su corazón, Will sabía que aquello no era para él. Era tentador,
desde luego, pero la idea de la libertad de los verdes bosques, de los días pasados
en compañía de Tug y Halt y Abelard, de la fascinación de aprender y perfeccionar
nuevas habilidades y de la intriga de estar siempre en pleno centro de los
acontecimientos… Esa era la vida de un Guardián, y cuando la comparaba con el
protocolo y la etiqueta, la formalidad y las restricciones de la vida en el Castillo de
Araluen, supo, por segunda vez en el espacio de unos pocos años, lo que de verdad
quería.
Se volvió en busca de alguna señal de asesoramiento por parte de Halt, pero su
maestro estaba sentado, los ojos fijos en la mesa, igual que Crowley, unos cuantos
puestos más allá. Entonces, con una voz que parecía antinaturalmente alta en el
expectante silencio de la sala, contestó:
—Me hacéis un gran honor, Majestad. Pero mi deseo es continuar mi formación
como aprendiz.
Y el balbuceo de sorpresa adoptó tonos enfervorizados por toda la sala. Los
Guardianes eran, como sabía todo el mundo, diferentes. La mayoría de los presentes
simplemente no podía entender la elección de Will. Duncan, sin embargo, sí. Agarró
a Will del hombro y le habló solo a él.
—Si te sirve de algo, Will, creo que has elegido bien. Y que quede entre nosotros,
tus maestros me dicen que creen que serás uno de los mejores Guardianes en los años
venideros.
Will abrió los ojos como platos. Para él, esa información era recompensa
suficiente. Sacudió la cabeza.
—Seguro que no tan bueno como Halt, Majestad.
El rey sonrió.
—No estoy seguro de que nadie pueda ser jamás tan bueno, ¿no crees?
Y con la mano aún sobre su hombro, el rey le hizo girar hacia donde Crowley
y Halt estaban sonriéndole con afecto. Le habían hecho un hueco entre los dos. El
aplauso que le acompañó mientras se sentaba fue educado, pero un poco confuso.
Después de todo, nadie era capaz de entender de verdad a los Guardianes.
Duncan sintió una pequeña punzada de tristeza en el corazón cuando se volvió
hacia el sitio en el que estaba sentada su hija. Sus labios ya estaban formando las
palabras «Lo he intentado», pero cuando miró, Cassandra se había marchado de la
sala.
Dos días más tarde, Will y Halt salieron a caballo del Castillo de Araluen en dirección
a la cabaña de al lado del Castillo de Redmont. De vez en cuando, Halt le lanzaba
una mirada afectuosa a su joven amigo. Sabía que Will había tenido que tomar una
decisión difícil, y sabía que tenía sentimientos encontrados. Sospechaba que tenían
que ver con la princesa. Desde el banquete, Will había intentado verla varias veces
para explicarle su decisión, pero nunca la encontró disponible.
Mientras cabalgaban hacia el sudoeste, Halt tuvo la impresión de que Will quería
estar a solas con sus pensamientos, así que le dejó en paz. Había decidido someter al
chico a un régimen de incesante entrenamiento y duro trabajo que no le dejara tiempo
libre para reconcomerse en su pena.
Detrás de los jinetes, dos figuras los observaban desde una terraza del inmenso
castillo; parecían enanitos entre las enormes torres y murallas. Evanlyn levantó una
mano a modo de despedida y Horace le pasó un brazo consolador alrededor de los
hombros.
—Es un Guardián —le dijo con dulzura el recién armado caballero—. Y la gente
como nosotros jamás podremos entender a los Guardianes. Siempre hay una parte de
ellos que se guardan para sí.
La princesa asintió, incapaz de hablar. La neblina mañanera que envolvía a los
jinetes pareció espesarse por un momento, pero entonces parpadeó varias veces y
se dio cuenta de que se trataba de las lágrimas que empañaban sus ojos. Mientras
los observaban, el sol por fin asomó y bañó el Castillo de Araluen en una pálida luz
dorada.
Pero Will se dirigía hacia el sur y no se dio cuenta.