Otra Forma de Contar - García Márquez

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TALLER DE GUIÓN DE

Gabriel García Márquez

LA BENDITA MANÍA
DE CONTAR

OLLERO 82 RAMOS EDITORES


ESCUELA INTERNACIONAL DE CINE Y TELEVISIÓN

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ tiene una


destacadísima carrera vinculada al cine.
De entre las adaptaciones de sus obras, de
guiones O argumentos suyos se pueden
destacar las películas María de mi corazón
(1978-1980), Eréndira (1982), Tiempo de
morir (1985), Crónica de una muerte
anunciada (1987), Un señor muy viejo con
unas alas enormes (1988), Edipo Alcalde
(1996) y las series de televisión Amores
dificiles (1987-1988) y Me alquilo para
soñar (1992).

Es Presidente de la Fundación del Nuevo


Cine Latinoamericano, desde su creación en
1986, y una de las mayores figuras de la
Escuela Internacional de Cine y Televisión
de San Antonio de los Baños (Cuba) donde
imparte un taller sobre escritura de guiones.
La bendita manía de contar, volumen que
recoge uno de los talleres dirigidos por
García Márquez, recopila impresiones so-
bre el hecho de contar historias. En pala-
bras del propio narrador colombiano se
trata y exalta, se preserva y enriquece la
estirpe de los griots y cuenteros en zocos
y plazas, estirpe que no está condenada a
cien años de soledad ni tampoco ha de
sufrir la maldición de Babel.

Los participantes en el taller de Guión de


la EICTV se reúnen en un clima de ilusión
y confianza para tramar relatos y armar fá-
bulas que nos inviten a soñar, guiados por
la maestría de Gabriel García Márquez.

“Taller de Cine”
Colección dirigida por Gabriel García Márquez

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Taller de guión de
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

LA BENDITA MANÍA DE CONTAR

OLLERO 87 RAMOS EDITORES


ESCUELA INTERNACIONAL DE CINE Y TELEVISIÓN

Edición: Ambrosio Fornet

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o


registrada —por medio alguno— sin el permiso previo, y por escrito,

de los titulares del copyright.

O Gabriel García Márquez, 1998


O De esta edición, 1998:
Escuela Internacional de Cine y Televisión.
San Antonio de los Baños (Cuba)
Ollero 82 Ramos Editores, S.L.
Cuesta de Santo Domingo, 3 -28013 Madrid-

Ilustración de cubierta: El contador de historias


Montaje de Emul Urller.

I.S.B.N. 84-7895-099-0
Depósito legal: B. 38.231-1998

Impreso en Hurope, S.L.

Distribuye Plaza y Janes Editores

ADVERTENCIA

ESTA ES UNA COPIA PRIVADA PARA FINES EXCLUSIVAMENTE

EDUCACIONALES

QUEDA PROHIBIDA
LA VENTA, DISTRIBUCION Y COMERCIALIZACION

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Marrakech o de los sectores más desposeídos de
motivos económicos, de situación geográfica o di
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recibe instrucción sin disminuir la mía;


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"Quién recibe una


igual que quién encl
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La bendita manía de contar — Gabriel García-Marquez


Referencia: 2376

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN
Para contar historias 11

PRIMERA PARTE
Al principio siempre es así 23
La increíble y verídica historia de un hombre execrable 31

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Las tácticas del culebrón 59

SEGUNDA PARTE
La suplantación 69
El sofá 85

Sobre la involución de las especies 93

TERCERA PARTE
Edipo en Colombia 99

CUARTA PARTE
Un paquete, un complot, un piano, un bolero... 125
El milagro de Fresa y chocolate 155

INTRODUCCIÓN

PARA CONTAR HISTORIAS

GABO.— Empiezo por decirles que esto de los talleres se


me ha convertido en un vicio. Yo lo único que he querido
hacer en mi vida —y lo único que he hecho más o menos
bien— es contar historias. Pero nunca imaginé que fuera tan
divertido contarlas colectivamente. Les confieso que para mí
la estirpe de los griots, de los cuenteros, de esos venerables an-
cianos que recitan apólogos y dudosas aventuras de Las mil y
una noches en los zocos marroquíes, esa estirpe, es la única que
no está condenada a cien años de soledad ni a sufrir la maldi-
ción de Babel. Era una lástima que nuestro esfuerzo quedara
confinado a estas cuatro paredes, a los contados participantes
de uno u otro taller. Bueno, les anuncio que muy pronto rom-
peremos el cascarón. Nuestras reflexiones y discusiones, que
hemos tenido el cuidado de grabar, se transcribirán y serán
publicadas en libro, el primero de los cuales se titulará Cómo
se cuenta un cuento. Muchos lectores podrán compartir enton-
ces nuestras búsquedas y además nosotros mismos, gracias a la
letra impresa, podremos seguir paso a paso el proceso creador

con sus saltos repentinos o sus minúsculos avances y retrocesos.

11

Hasta ahora me había parecido difícil, por no decir imposible,


observar en detalle los caprichosos vaivenes de la imaginación,
sorprender el momento exacto en que surge una idea, como
el cazador que descubre de pronto en la mirilla de su fusil el

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instante preciso en que salta la liebre. Pero con el texto delan-
te creo que será fácil hacer eso. Uno podrá volver atrás y decir:
“Aquí mismo fue”. Porque uno se dará cuenta de que a partir
de ahí —de esa pregunta, ese comentario, esa inesperada suge-
rencia. —fue cuando la historia dio un vuelco, tomó forma y
se encauzó definitivamente.

Una de las confusiones más frecuentes, en cuanto al pro-


pósito del taller, consiste en creer que venimos aquí a escribir
guiones o proyectos de guión. Es natural. Casi todos ustedes son
o quieren ser guionistas, escriben o aspiran a escribir para la
televisión y el cine, y como esto es una escuela de cine y tele-
visión, precisamente, es lógico que al llegar aquí mantengan
los hábitos mentales del oficio. Siguen pensando en térmi-
nos de imagen, estructuras dramáticas, escenas y secuencias,
¿no es así? Pues bien: olvídenlo. Estamos aquí para contar
historias. Lo que nos interesa aprender aquí es cómo se arma
un relato, cómo se cuenta un cuento. Me pregunto, sin em-
bargo, hablando con entera franqueza, si eso es algo que se
pueda aprender. No quisiera descorazonar a nadie, pero estoy
convencido de que el mundo se divide entre los que saben
contar historias y los que no, así como, en un sentido más
amplio, se divide entre los que cagan bien y los que cagan
mal, o, si la expresión les parece grosera, entre los que obran
bien y los que obran mal, para usar un piadoso eufemismo

mexicano. Lo que quiero decir es que el cuentero nace, no

12

se hace. Claro que el don no basta. A quien sólo tiene la


aptitud, pero no el oficio, le falta mucho todavía: cultura,
técnica, experiencia... Eso sí: posee lo principal. Es algo que
recibió de la familia, probablemente, no sé si por la vía de los
genes o de las conversaciones de sobremesa. Esas personas
que tienen aptitudes innatas suelen contar hasta sin propo-
nérselo, tal vez porque no saben expresarse de otra manera.
Yo mismo, para no ir más lejos, soy incapaz de pensar en tér-
minos abstractos. De pronto me preguntan en una entrevista
cómo veo el problema de la capa de ozono o qué factores,
a mi juicio, determinarán el curso de la política latinoameri-
cana en los próximos años, y lo único que se me ocurre es
contarles un cuento. Por suerte, ahora se me hace mucho
más fácil, porque además de la vocación tengo la experien-
cia y cada vez logro condensarlos más y por tanto aburrir
menos.

La mitad de los cuentos con que inicié mi formación se


los escuché a mi madre. Ella tiene ahora ochenta y siete años
y nunca oyó hablar de discursos literarios, ni de técnicas na-
rrativas, ni de nada de eso, pero sabía preparar un golpe de
efecto, guardarse un as en la manga mejor que los magos
que sacan pañuelitos y conejos del sombrero. Recuerdo cierta

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vez que estaba contándonos algo, y después de mencionar
a un tipo que no tenía nada que ver con el asunto, prosiguió
su cuento tan campante, sin volver a hablar de él, hasta que
casi llegando al final, ¡paff!, de nuevo el tipo —ahora en primer
plano, por decirlo así-, y todo el mundo boquiabierto, y yo
preguntándome, ¿dónde habrá aprendido mi madre esa téc-

nica, que a uno le toma toda una vida aprender? Para mí, las

13

historias son como juguetes y armarlas de una forma u otra


es como un juego. Creo que si a un niño lo pusieran ante un
grupo de juguetes con características distintas, empezaría ju-
gando con todos pero al final se quedaría con uno. Ese uno
sería la expresión de sus aptitudes y su vocación. Si se dieran
las condiciones para que el talento se desarrollara a lo largo
de toda una vida, estaríamos descubriendo uno de los secre-
tos de la felicidad y la longevidad. El día que descubrí que lo
único que realmente me gustaba era contar historias, me pro-
puse hacer todo lo necesario para satisfacer ese deseo. Me di-
je: esto es lo mío, nada ni nadie me obligará a dedicarme a
otra cosa. No se imaginan ustedes la cantidad de trucos, ma-
rrullerías, trampas y mentiras que tuve que hacer durante mis
años de estudiante para llegar a ser escritor, para poder seguir
mi camino, porque lo que querían era meterme a la fuerza
por otro lado. Llegué inclusive a ser un gran estudiante para
que me dejaran tranquilo y poder seguir leyendo poesías y
novelas, que era lo que a mí me interesaba. Al final del cuar-
to año de bachillerato —un poco tarde, por cierto— descubrí
una cosa importantísima, y es que si uno pone atención a la
clase después no tiene que estudiar ni estar con la angustia
permanente de las preguntas y los exámenes. A esa edad,
cuando uno se concentra lo absorbe todo como una esponja.
Cuando me di cuenta de eso hice dos años —el cuarto y el
quinto— con calificaciones máximas en todo. Me exhibían co-
mo un genio, el joven de 5 en todo, y a nadie le pasaba por
la cabeza que eso yo lo hacía para no tener que estudiar y se-
guir metido en mis asuntos. Yo sabía muy bien lo que me

traía entre manos.

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Modestamente, me considero el hombre más libre del


mundo —en la medida en que no estoy atado a nada ni tengo
compromisos con nadie— y eso se lo debo a haber hecho du-
rante toda la vida única y exclusivamente lo que he querido,
que es contar historias. Voy a visitar a unos amigos y segura-
mente les cuento una historia; vuelvo a casa y cuento otra, tal

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vez la de los amigos que oyeron la historia anterior; me meto
en la ducha y, mientras me enjabono, me cuento a mí mismo
una idea que venía dándome vueltas en la cabeza desde hacía
varios días... Es decir, padezco de la bendita manía de contar.
Y me pregunto: esa manía, ¿se puede trasmitir? ¿Las obsesio-
nes se enseñan? Lo que sí puede hacer uno es compartir ex-
periencias, mostrar problemas, hablar de las soluciones que
encontró y de las decisiones que tuvo que tomar, por qué hi-
zo esto y no aquello, por qué eliminó de la historia una de-
terminada situación o incluyó un nuevo personaje... ¿No es
eso lo que hacen también los escritores cuando leen a otros
escritores? Los novelistas no leemos novelas sino para saber
cómo están escritas. Uno las voltea, las desatornilla, pone las
piezas en orden, aísla un párrafo, lo estudia, y llega un mo-
mento en que puede decir: “Ah, sí, lo que hizo éste fue colo-
car al personaje aquí y trasladar esa situación para allá,
porque necesitaba que más allá...” En otras palabras, uno
abre bien los ojos, no se deja hipnotizar, trata de descubrir los
trucos del mago. La técnica, el oficio, los trucos son cosas que
se pueden enseñar y de las que un estudiante puede sacar
buen provecho. Y eso es todo lo que quiero que hagamos en
el taller: intercambiar experiencias, jugar a inventar historias,

y en el ínterin ir elaborando las reglas del juego.

15

Éste es el sitio ideal para intentarlo. En una cátedra de li-


teratura, con un señor sentado allá arriba soltando impertur-
bable un rollo teórico, no se aprenden los secretos del escritor.
El único modo de aprenderlos es leyendo y trabajando en ta-
ller. Es aquí donde uno ve con sus propios ojos cómo crece
una historia, cómo se va descartando lo superfluo, cómo se
abre de pronto un camino donde sólo parecía haber un calle-
jón sin salida... Por eso no deben traerse aquí historias muy
complejas o elaboradas, porque la gracia del asunto consiste
en partir de una simple propuesta, no cuajada todavía, y ver si
entre todos somos capaces de convertirla en una historia que,
a su vez, pueda servir de base a un guión televisivo o cinema-
tográfico. A las historias para largometrajes hay que dedicarles
un tiempo del que ahora no disponemos. La experiencia nos
dice que las historias sencillas, para cortos o mediometrajes,
son las que mejor funcionan en el taller. Le dan al trabajo una
dinámica especial. Ayudan a conjurar uno de los mayores pe-
ligros que nos acechan, que es la fatiga y el estancamiento. Te-
nemos que esforzarnos para que nuestras sesiones de trabajo
sean realmente productivas. A veces se habla mucho pero se
produce poco. Y nuestro tiempo es demasiado escaso y por
tanto demasiado valioso para malgastarlo en charlatanerías.
Eso no quiere decir que vayamos a sofocar la imaginación, en-
tre otras cosas porque aquí funciona también el principio del
brain-storming: hasta los disparates que se le ocurren a uno de-
ben tomarse en cuenta porque a veces, con un simple giro,

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dan paso a soluciones muy imaginativas.

No se concibe al participante de un taller que no sea re-


ceptivo a la crítica. Esto es una operación de toma y daca, y

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hay que estar dispuesto a dar golpes y a recibirlos. ¿Dónde es-


tá la frontera entre lo permisible y lo inaceptable? Nadie lo sa-
be. Uno mismo la fija. Por lo pronto, uno tiene que tener muy
claro cuál es la historia que quiere contar. Partiendo de ahí,
tiene que estar dispuesto a luchar por ella con uñas y dientes,
o bien, llegado el caso, ser suficientemente flexible y recono-
cer que, tal como uno la imagina, la historia no tiene posibi-
lidades de desarrollo, por lo menos a través del lenguaje
audiovisual. Esa mezcla de intransigencia y flexibilidad suele
manifestarse en todo lo que uno hace, aunque a menudo
adopte formas distintas. Yo, por ejemplo, considero que los
oficios de novelista y de guionista son radicalmente diferentes.
Cuando estoy escribiendo una novela me atrinchero en mi
mundo y no comparto nada con nadie. Soy de una arrogan-
cia, una prepotencia y una vanidad absolutas. ¿Por qué? Por-
que creo que es la única manera que tengo de proteger al feto,
de garantizar que se desarrolle como lo concebí. Ahora bien,
cuando termino o considero casi terminada una primera ver-
sión, siento la necesidad de oír algunas opiniones y les paso los
originales a unos pocos amigos. Son amigos de muchos años,
en cuyos criterios confío y a quienes pido, por tanto, que sean
los primeros lectores de mis obras. Confío en ellos no porque
acostumbren a celebrarlas diciendo qué bien, qué maravilla,
sino porque me dicen francamente qué encuentran mal, qué
defectos les ven, y sólo con eso me prestan un enorme servi-
cio. Los amigos que sólo ven virtudes en lo que escribo po-
drán leerme con más calma cuando ya el libro esté editado; los
que son capaces de ver también defectos, y de señalármelos,

ésos son los lectores que necesito antes. Claro que siempre me

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reservo el derecho de aceptar o no las críticas, pero lo cierto es


que no suelo prescindir de ellas.

Bueno, ése es el retrato del novelista ante sus críticos. El


del guionista es muy diferente. Para nada se necesita más hu-
mildad en este mundo que para ejercer con dignidad el ofi-
cio de guionista. Se trata de un trabajo creador que es
también un trabajo subalterno. Desde que uno empieza a es-
cribir sabe que esa historia, una vez terminada, y sobre todo,
una vez filmada, ya no será suya. Uno recibirá un crédito en
pantalla, cierto —casi siempre mezclado con solícitos colabo-

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radores, incluido el propio director— pero el texto que uno
escribió ya se habrá diluido en un conjunto de sonidos e
imágenes elaborado por otros, los miembros del equipo. El
gran caníbal es siempre el director, que se apropia de la his-
toria, se identifica con ella y le mete todo su talento y su ofi-
cio y sus gievos para que se convierta finalmente en la
película que vamos a ver. Es él quien impone el punto de vis-
ta definitivo, y en ese sentido es mucho más autoritario
que los guionistas y los narradores. Yo creo que quien lee
una novela es más libre que quien ve una película. El lec-
tor de novelas se imagina las cosas como quiere —rostros,
ambientes, paisajes... mientras que el espectador de cine o
el televidente no tiene más remedio que aceptar la imagen
que le muestra la pantalla, en un tipo de comunicación tan
impositiva que no deja margen a las opciones personales.
¿Saben ustedes por qué no permito que Cien años de soledad
se lleve al cine? Porque quiero respetar la inventiva del lec-
tor, su soberano derecho a imaginar la cara de la tía Ursula

o del Coronel como le venga en gana.

18

Pero, en fin, me he alejado bastante del tema, que no es


ni siquiera el trabajo del guionista, sino lo que podemos ha-
cer para seguir alimentando la manía de contar, que todos pa-
decemos en mayor o menor grado. Por lo pronto, tenemos
que concentrar nuestras energías en los debates del taller. Al-
guien me preguntó si no sería posible matar dos pájaros de un
tiro asistiendo por las mañanas al taller de fotografía submari-
na que se está realizando aquí mismo, y le contesté que no me
parecía una buena idea. Si uno quiere ser escritor tiene que es-
tar dispuesto a serlo veinticuatro horas al día, los trescientos
sesenta y cinco días del año. ¿Quién fue el que dijo aquello de
que si me llega la inspiración me encontrará escribiendo? Ése
sabía lo que decía. Los diletantes pueden darse el lujo de ma-
riposear, de pasarse la vida saltando de una cosa a otra sin
ahondar en ninguna, pero nosotros no. El nuestro es un ofi-
cio de galeotes, no de diletantes.

19

PRIMERA PARTE

AL PRINCIPIO SIEMPRE ES ASÍ

GABO.— Bien, aquí tenemos a Elizabeth, la brasileña, que


se ofrece a romper el fuego. ¿Por qué será que los brasileños
siempre quieren meter el primer gol?

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ELIZABETH.— Me siento un poco cortada. No tengo ex-


periencia en este tipo de actividad.

GABO.— Al principio siempre es así, pero despreocúpate,


ya te irás acostumbrando...

MÓNICA.— Por lo pronto, no tendrás que hablar en por-


tuñol: tu español es excelente.

ELIZABETH.— Soy periodista. En cine siempre trabajé el


corto documental, nunca cosas de ficción. “Tuvimos una con-
versación aquí, entre amigos, y hemos pensado que sería inte-
resante hacer entre todos un trabajo sobre los problemas de
América Latina, a lo largo de su historia, mezclando las técni-
cas del documental y de la ficción...

GaBOo.— Eso en la Biblia quedó muy bien, toda la histo-


ria del pueblo de Dios en un solo volumen. Pero nosotros no
tenemos tiempo de hacer la Biblia Latinoamericana en el mar-
co del taller.

23

ELIZABETH.— No, pero si tratáramos de sintetizar...

GABO.— Eso fue lo que hicieron los profetas, y ya ven...


¿Por qué no intentamos ser más modestos? Tú misma, Eliza-
beth, ¿no tienes algún proyecto personal que quieras someter
a discusión?

ELIZABETH.— Sí. Es un thriller. Estaría basado en la histo-


ria real de un economista que denunció el escándalo del pre-
supuesto en Brasil. Pero, ¿cómo empezar? Mi única experiencia
en ficción fue un proyecto de docudrama que tenía como cen-
tro la Bahía de Guanabara.

GABO.— ¿No has oído hablar de un accidente aéreo


que hubo sobre la bahía cuando el Presidente Eisenhower
visitó Río?

ELIZABETH.— ¿Sobre la bahía de Guanabara?

GABO.— Ahí tienes una buena imagen para empezar. El


avión en que iba la banda de música de Eisenhower estalló
sobre la bahía. Se hundió con todos sus pasajeros. Pero los
instrumentos quedaron flotando y la bahía quedó cubierta
de violines, trompetas, contrabajos, trombones... Es una
imagen que no olvido. Vi la foto en la prensa. Creo que en
una historia de la bahía de Guanabara ésa podría ser una pá-
gina bellísima.

ELIZABETH.— Nunca oí hablar de eso.

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GABO.— Por eso te lo cuento. Tú no tienes edad para
recordarlo. ¿Alguno de ustedes ha leído la novela El Cha-
cal, de Frederick Forsyth? ¿No? ¡Quién lo iba a decir! ¡Ya
no se lee El Chacal en este mundo! Ah, pero seguramente
vieron El día del Chacal, la película... Bueno, es lo mismo:

la historia de un asesino a sueldo al que le encomiendan la

24

tarea de matar al General De Gaulle. El hombre lo organi-


za todo él solo, decidido a ejecutar el crimen perfecto, pe-
ro no perfecto en el sentido de que sea imposible
descubrirlo sino en el sentido de que será una operación
impecable, cuidada hasta en sus menores detalles. La na-
rración misma parece impecable la primera vez que se lee
—ni un solo fallo, algo realmente sensacional-; leída por se-
gunda vez ya uno le nota las costuras, pero al principio...
Bien, este hombre, cuando todo está listo, apunta a la ca-
beza de De Gaulle y dispara. Pero en ese preciso momento
el General ha inclinado la cabeza y la bala sigue de largo.
¡Puta madre! ¡Tanto trabajo para nada! Creo que El Chacal
sería una de las grandes novelas de este siglo si el atentado
hubiera llegado a consumarse. ¿Acaso no se trata de una
novela, de un relato de ficción? Pues entonces, ¿por qué no
iba a poder el hombre cazar a su presa? Dentro de doscien-
tos años tal vez se plantearía la duda: ¿murió De Gaulle real-
mente en un atentado? Sabemos que falleció en su retiro
campestre, mientras veía el noticiero de televisión, pero
una muerte semejante no se graba en la memoria, mientras
que la otra sí, difícilmente se olvida. Así que cabría la po-
sibilidad de que, pasado el tiempo, un buen día los niños
aprendieran en las escuelas que el General De Gaulle había
sido muerto por un asesino solitario. Eso es lo bueno que
tiene la literatura, que puede llegar a ser más real que la
propia realidad... Pero, a ver, ¿por dónde íbamos? ¿Alguien
puede decirme a qué venía todo esto de El Chacal:

GUSTAVO.— Estábamos empezando a presentar nuestros


proyectos. El de Elizabeth era un thriller.

25

GABO.— Ah, por ahí venía la cosa... "Tú eres Gustavo,


¿no?, el cordobés...

GUSTAVO.— Me dicen Guto. Soy de Córdoba pero vivo


en Buenos Aires desde hace cinco años. Gané el premio de la
Bienal de Córdoba con un corto de ficción. El premio consis-
tía en venir aquí, a pasar este taller con vos.

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GABO.— ¿Ah, sí? Pues a mí nunca me dijeron que yo era
premio de nada... ¿Y tú, Mónica? Espera. Tú no necesitas pre-
sentación. Tú eres la novelera más descarada que hay en Co-
lombia. “Te perdonamos porque estamos seguros de que
llegarás a ser una gran idealista. ¿Y tú, Ignacio?

IGNACIO.— Soy de Málaga.

GABO.— A la hora de la verdad, todos somos andaluces.

IGNACIO.— He hecho guiones para cine y televisión. Aca-


bo de terminar mi primera novela y estoy empezando a escri-
bir otra que es, en realidad, un conjunto de cuentos.

GABO.— Quizá podamos robarte algunas ideas.

IGNACIO.— A ver si les gusta ésta: un señor llega a un pue-


blo y el.mismo día de su llegada, muere. La hice como capí-
tulo de una serie de televisión.

GABO.— ¿Y qué fue a buscar el hombre allí?

IGNACcIiO.— El pueblo era un pie forzado. Cuando me en-


cargaron la historia me advirtieron que tenía que haber un
pueblo y una muerte. Ah, y una asociación de turistas. Con
esos elementos tenía yo que construir mi historia. Las de los
demás guionistas, después, debían encajar en la mía.

GABO.— Hace años, en México, me llamó un produc-


tor para decirme que había filmado una boda espléndida
para no sé qué película y que, después, al editarla, se dio

26

cuenta de que no encajaba allí. Pero le había quedado tan


bien que quería sacarle provecho, así que me pidió que le
escribiera una película alrededor de esa secuencia. Por su-
puesto que se la escribí. Menos mal que en esa época yo no
firmaba mis guiones. Pero volviendo al muerto, Ignacio,
¿qué había ido a hacer el tipo allí?

IGNACIO.— Había vivido en aquel pueblo treinta años an-


tes y todavía tenía allí una hija. Se había comprado un terre-
no porque quería pasar allí sus últimos años.

GABO.— Con tan mala pata, que muere el mismo día de


su llegada. Estamos impacientes por saber qué pasó.

IGNACIO.— Ah, no, ésa no es la historia que quiero traer


al taller.

GABO.— Vamos a tener que pedirle a Senel que nos sa-


que del atolladero. Senel ha prometido contarnos su expe-
riencia como guionista de Titón y adaptador de su propio

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cuento para Fresa y chocolate, pero eso vamos a reservarlo pa-
ra después, para cuando hayamos avanzado en nuestro tra-
bajo. Dinos, Senel, ¿qué estás haciendo ahora?

SENEL.— Una novela.

GABO.— ¿Por qué no me dejan las novelas a mí y ustedes


se quedan con los guiones?

SENEL.— No voy a contársela, porque 10 quiero que me


pase como con las películas, que trato de contarlas pero los
amigos me mandan a callar porque dicen que, cuando yo las
cuento, todas las películas parecen malas.

GABO.— Bueno, hoy no estamos inspirados, pero esa


idea del hombre que llega a un pueblo, dispuesto a que-

darse allí el resto de sus días, y muere de inmediato, es la

27

clase de historia que podríamos estructurar entre todos pa-


ra ver cómo funciona en la práctica la operación de mon-
tar y desmontar un cuento. Es cierto que al principio todo
parece más difícil, se avanza muy lentamente, pero des-
pués, cuando se agarra la idea, el proceso se acelera hasta el
punto de que puede uno atreverse a armar una historia mi-
nutos antes de que termine la jornada de trabajo. Nos pa-
só una vez. Habíamos estado trabajando a buen ritmo
historias de media hora y el último día llegamos al final
con tanto impulso que alguien, un chileno, dijo: Nos que-
dan tres minutos, ¿por qué no trabajamos en ese tiempo
una historia que me da vueltas en la cabeza, la de una visi-
tadora social que conoce en la cárcel a un joven preso?” Al-
guien dijo lo obvio: Se enamoran”. Y otro: “Pero ella,
¿cómo consigue permiso para verlo?” Y otro: “Haciéndose
pasar por su mujer. Eso le da derecho a la visita conyugal”.
Perfecto. La cosa funciona satisfactoriamente. Ellos quie-
ren prolongar su felicidad. Para eso, ella lo ayudará a esca-
par. Vivirán felices en el fin del mundo, instalados en un,
lugar donde nadie los conozca. “¿Y cómo se escapa el ti-
po?”. Alguien conocía el caso de una fuga espectacular,
muy ingeniosa, que había ocurrido en Venezuela. Bien. El
tipo huye, ella ha preparado un refugio clandestino, su ni-
do de amor, en un sitio donde será imposible descubrirlos.
Pero no tardan en darse cuenta de que no es igual: la cosa
no funciona como antes. Y de común acuerdo, ambos de-
ciden que él se entregue a la policía para poder seguir vién-
dose en la cárcel, disfrutando los maravillosos encuentros

de la visita conyugal. ¿Qué les parece? En tres minutos re-

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solvimos el problema a partir de la nada. Lo único que ha-


bía al principio era la idea de la visitadora social. En fin, ya
he hablado demasiado. Ahora lo que quisiera es que me
contaran una buena historia. ¿La tuya, Elizabeth?

ELIZABETH.— ¿Puedo?

GABO.— Era un 2hriller, ¿verdad? No nos defraudes.

ELIZABETH.— Es la historia de un hombre corrupto. Voy


a tratar de contarla en orden cronológico.

GABO.— Así me gusta. Después veremos cuál es la estruc-


tura que más le conviene.

29

LA INCREÍBLE Y VERÍDICA HISTORIA


DE UN HOMBRE EXECRABLE

ELIZABETH.— En Brasilia, un día de 1993, la policía ha-


ce un registro en casa de José Carlos Alves dos Santos y en-
cuentra debajo del colchón de su cama ochocientos mil
dólares, de los cuales treinta mil eran falsos. El hombre va
preso, acusado de poseer moneda falsa. ¿Quién era José
Carlos Alves dos Santos? Un economista famoso, alto fun-
cionario del Gobierno, que manejaba prácticamente el pre-
supuesto de la nación. Era, además profesor universitario.
En 1965 había ganado por oposición un cargo en el Con-
greso y poco a poco fue ascendiendo hasta convertirse en
Director General de la Comisión de Presupuestos. Mientras
duró la dictadura en Brasil nadie podía opinar sobre las
cuestiones presupuestarias, pero después se creó esa comi-
sión y los diputados apelaban a ella con el fin de promover
enmiendas o reclamar asignaciones para sus respectivos esta-
dos. José Carlos era, precisamente, la persona que coordinaba
esas reclamaciones... Su prestigio era tal que llegado el mo-
mento lo obligaron a posponer su jubilación y aceptar el nom-

31

bramiento de Asesor legislativo de la Cámara. Fue entonces


cuando lo arrestaron y encarcelaron.

GABO.— ¿De qué lo acusaban, en realidad?

ELIZABETH.— Eso es lo curioso del asunto. No lo acusaban

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de desfalco, ni de malversación, sino... de no haber denunciado
a tiempo la desaparición de su mujer.

ManoLo.— El asesinato de la mujer, querrás decir.

GABO.— Un momento: en este taller no se puede ser tan


impaciente. Ahora lo que hay que averiguar no es qué pasó
entonces, sino qué pasó antes...

ELIZABETH.— ¿Cómo iba la policía a acusar al pobre hom-


bre de asesinato si no tenía ninguna prueba?

MANOLO.— Entonces... ¿hubo un asesinato?

- ELIZABETH.— Me atengo al consejo de Gabo: vayamos


por partes. Por lo pronto, la mujer de José Carlos ha. desapa-
recido, él no denuncia el hecho de inmediato, sino que espera
más de lo debido para acudir a la policía, le hacen un registro,
le encuentran los billetes falsos...

GABO.— ¿Cuánto tiempo espera él para denunciar el


hecho?

ELIZABETH.— Doce horas, quince horas quizás... La de-


saparición —o el secuestro, porque lo que él denuncia es un
secuestro— se produce en horas de la noche y él no lo reporta
hasta el día siguiente. Pero mientras la mujer sigue desaparecida,
el hombre trata de localizarla a través de adivinos y videntes,
incluyendo uno muy famoso, de Minas Gerais, llamado
Chico Xavier...

GABRIELA.— Lo del registro no está claro. ¿Por qué la


policía va a registrar su casa?

32

ELIZABETH.— Por increíble que parezca, es él mismo


quien la lleva hasta allí. Sin darse cuenta. Él le entrega a la po-
licía trescientos mil dólares porque dice que los secuestradores
le han telefoneado pidiendo ese rescate por su mujer, y él
quiere que sea la policía la que sirva de enlace. Con tan mala
suerte, que mezclados con los trescientos mil dólares hay un
gran número de billetes falsos.

GABRIELA.— Y mientras tanto, la mujer sigue sin aparecer.

GABO.— Cuando Dickens murió estaba escribiendo un


libro sobre el misterio de una desaparición. Lo dejó inconcluso.
Y como nunca dijo en qué consistía el misterio —a lo mejor ni
él mismo lo sabía— , se han propuesto desde entonces los más
diversos finales, pero ninguno resulta satisfactorio. La ventaja
nuestra es que Elizabeth está aquí y goza de buena salud. Nos
tienes intrigados, ¿sabes?

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ELIZABETH.— La mujer de José Carlos era medio toca-
ya mía, se llamaba Ana Elizabeth. Una mujer muy bonita,
de cuarenta y dos años, funcionaria del Ministerio de Edu-
cación, con tres hijos ya adultos —hijos de ambos— y que en
esos momentos estaba empeñada en salvar su matrimonio,
porque había descubierto que el marido tenía una amante
muy atractiva, treinta años más joven que él. La noche del
suceso, José Carlos y su esposa habían salido a cenar, como
parte de una estrategia de reconciliación, según declaró él
mismo.

GABRIELA.— Él hace esas declaraciones a la policía, desde


luego. |

ELIZABETH.— Primero a la policía y después a su hija mayor,

con la que sostiene una relación muy estrecha y a quien le

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confiesa que ha llegado a un punto en que necesita hacer


catarsis. Inmediatamente después se hace entrevistar por el
periodista de una importante revista, a quien le plantea el
“enigma” de los dólares encontrados bajo su colchón. ¿Para
qué necesitaba él —que era rico, millonario...— esconder o
guardar dinero bajo el colchón de su cama?

GABO.— Ahora empieza el thriller.

ELIZABETH.— Sí. Un thriller político y absolutamente real.


José Carlos insinúa de pronto que está siendo manipulado: es
el chivo expiatorio de todo un sistema organizado alrededor
del presupuesto para sacar plata y repartírsela entre los con-
gresistas. No sé si me entienden: son delitos que tienen que
ver con agencias y oficinas gubernamentales.

GABRIELA.— Te entendemos perfectamente, Elizabeth.


Esas figuras delictivas se llaman en español soborno, pecula-
do, malversación, cohecho, substracción de fondos del erario
público..., el glosario de la corrupción administrativa. No creas
que ustedes saben más que nosotros de eso.

ELIZABETH.— Se imaginarán entonces el escándalo que


producen las declaraciones de José Carlos. Por lo pronto, in-
volucran a cuarenta diputados, tres gobernadores, cuatro ex
ministros del gobierno de Collor de Mello y dos ministros del
gobierno de Itamar Franco.

MANOLO.— ¡No dejó títere con cabeza!

ELIZABETH.— Entre los diputados, por cierto, había sie-


te que formaban parte de la Comisión de Presupuestos y
que por su baja estatura —no me refiero a la moral, sino a la

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física— fueron llamados popularmente Los Siete Enanitos.
Uno de ellos —un hombre muy poderoso, multimillonario,

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llamado Joáo Alves— era el encargado de sobornar o de gra-


tificar a José Carlos. Cada cierto tiempo le mandaba male-
tas llenas de dólares.

GABO.— ¿Llenas de dólares?

ELIZABETH.— Sí. La primera vez —según cuenta el propio


José Carlos— recibió una maleta y cuando la abrió, ¡sorpresa!:
cincuenta mil dólares había adentro. ¿Quién los mandaba? No
lo sabía, dice.

MANOLO.— De milagro no le dio un infarto.

ELIZABETH.— Dice que pensó: “Es un regalo.”

Guro.— Él sabría por qué...

GABRIELA.— ¡Qué munificencia!

GABO.— Si los brasileños tienen los mejores carnavales y


los mejores futbolistas, es lógico que tengan también os ladráos
mais generosos do mundo.

ELIZABETH.— Los regalitos se hicieron habituales. Cada


dos meses José Carlos recibía en su casa una maleta, de proce-
dencia desconocida, que contenía dólares: unas veces doscien-
tos mil, otras trescientos mil... En Brasil eso equivale a una
fortuna.

MANOLO.— Y fuera de Brasil también.

ELIZABETH.— Bueno, la policía empieza a investigar los


negocios de los diputados y descubre que entre 1988 y 1992,
el tal Joio Alves había movido en su cuenta bancaria nada me-
nos que treinta billones de dólares.

MANOLO.— Entre nosotros un billón es, millón de millones,


no mil millones, como en los Estados Unidos.

ELIZABETH.— No llego ni siquiera a imaginarme la diferencia.

El hecho es que interrogan a Joáo, y él dice, tranquilamente, que

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esas sumas provenían de la lotería. Que eran premios de la

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lotería. Se trataba de cifras astronómicas, cierto, porque a veces
él compraba billetes por un importe mayor del que represen-
taba el premio.

GUTO.— No entiendo cómo es eso. ¿Él gastaba más de lo


que podía ganar?

ELIZABETH.— Ahí entran a jugar otros factores, como la


necesidad de lavar dinero. Él compraba tal cantidad de billetes
distintos, que siempre ganaba algo, aunque fueran premios
menores. Eso a él no le importaba. Lo que le importaba —aunque
perdiera dinero en la inversión— era que la ganancia le quedaba
como dinero limpio.

GUTO.— Es verdad lo que dice Gabo: eso no puede pasar


en ningún otro lugar del mundo.

GABO.— ¿Yo dije eso?

ELIZABETH.— Era tanto lo que el hombre jugaba —siempre


en Brasilia— que a veces las apuestas de allí, de la capital
federal, superaban a las que se hacían en todo el resto del
país.

GABRIELA.— ¿Los datos los proporcionó el mismo Alves?

ELIZABETH.— Fueron saliendo en la investigación. Y


cuando le pedían explicaciones, el bueno de Joío se encogía
de hombros. “Dios me ayudó”, decía. “Siempre he sido un
hombre de suerte.”

GUTO.— El tipo era un zorro.

ELIZABETH.— Un malandro de altura.

MANOLO.— Tengo un temor, Elizabeth... La historia es


apasionante, pero se te puede escapar de las manos. ¿Conoces
el dicho: “Quien mucho abarca poco aprieta”?

36

ELIZABETH.— Pues todavía no ha hecho más que empezar...


En realidad, yo imagino la película como dos historias paralelas:
la detectivesca, por un lado, y la política, por el otro. Pero
entrelazadas.

GABRIELA.— Está claro que la historia contiene esos dos


ingredientes. |

ELIZABETH.— Hacía años que un político de la izquierda,


miembro del Partido de los Trabajadores, venía insistiendo en
la necesidad de investigar las actividades de la Comisión de
Presupuestos. Y finalmente lo consiguió. Los miembros de la
Comisión empezaron a ser investigados.

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GUTO.— Gracias a la denuncia de José Carlos.

ELIZABETH.— Bueno, yo creo sinceramente que José


Carlos nunca se imaginó que iba a destapar la caja de Pan-
dora de la corrupción política. Y como sucede a menudo, él
resultó ser uno de los más perjudicados, porque la policía
empezó a hurgar en su vida privada y descubrió cosas muy

desagradables.
GUTO.— El efecto bumerán.
ELIZABETH.— José Carlos era un sátiro. Poseía una

garconniére donde llevaba a cabo sus hazañas eróticas. Tenía


una libreta de teléfonos con ciento setenta números de mujeres,
y guardaba más de treinta cintas de vídeos pornográficos, en
algunas de las cuales el protagonista era él. En una, por ejemplo,
mostraba que podía mantener su pene erecto durante cerca de
una hora: cincuenta y un minutos ininterrumpidos, para ser
exactos. El escándalo fue mayúsculo. La fnoticia” ocupó la
primera plana de los periódicos.

GABO.— No era para menos.

37

MANOLO.— ¿Y qué hacía ese hombre como funcionario


del Gobierno, desperdiciando así su talento?

ELIZABETH.— Lo que no se advirtió entonces fue que el


escándalo de la prensa, explotando el lado morboso del asunto,
desviaba la atención y hacía pasar a un segundo plano lo más
importante. Los periodistas presentaban a José Carlos como un
depravado, un sádico, un pervertido, un tipo execrable que de-
bía ser expuesto al escarnio público.

GUTO.— El abominable hombre del vídeo. ¡A la picota


con él!

ELIZABETH.— Por una parte era el clásico funcionario venal,


por la otra el erotómano, y por la otra, un sospechoso de haber
matado a su mujer...

GABRIELA.— Tenía todo lo necesario para convertirse en


favorito de los medios masivos.

ELIZABETH.— Y entonces, los politiqueros involucrados


en el escándalo de corrupción batieron palmas. “¿Cómo vamos
a creerle a un hombre de esa calaña?”, decían. “¿Qué crédito
nos merecen las declaraciones de ese malandro?”

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GUTO.— Los políticos trataban de echarle tierra al
asunto.

ELIZABETH.— Bien mirado, ¿qué era aquel escándalo, sino


una cortina de humo? ¡Cuarenta diputados llenándose los bol-
sillos durante años, a costa del presupuesto de la nación, y la
prensa hablando de perversiones sexuales...!

GUTO.— Los implicados estaban felices.

ELIZABETH.— Pero la felicidad les duró poco, porque un


día la policía descubrió, en los archivos de una importante

empreitetra...

38

GABRIELA.— ...una empresa constructora...

ELIZABETH.— ...ciertos documentos que demostraban


que los legisladores sobornados eran más de cien. La indig-
nación pública creció. Fue creándose un clima tenso, explo-
sivo; no se descartaba la posibilidad de un golpe de estado.

GABRIELA.— Si el propósito era desestabilizar al Gobierno...

ELIZABETH.— Los miembros de la Comisión Investiga-


dora no quisieron, o no pudieron, llevar las cosas hasta sus
últimas consecuencias... Eximieron de responsabilidad pe-
nal tanto a los intermediarios como a los posibles cómpli-
ces e inculparon únicamente a los cincuenta legisladores
más directamente comprometidos en el asunto.

GaABO.— Ése debe ser el momento en que las historias pa-


ralelas se anudan, ¿no es así?

ELIZABETH.— Así mismo. Y cuando parecía que el es-


cándalo no podía ser más escandaloso, entra en escena el ex-
celentísimo señor Presidente de la Cámara. Estaba entre los
cincuenta inculpados, pero casi todo el mundo pensaba que
era inocente: una persona tan honesta, tan por encima de to-
da sospecha, que fue quien recibió el encargo oficial de con-
ducir el impedimento...

GuTo.— El proceso judicial que culminó con la destitu-


ción de Collor de Mello.

ELIZABETH.— Para ser justa debo reconocer que este hom-


bre, al lado de Joáo Alves, era un aficionado: sólo se había apro-
piado indebidamente de dos millones de dólares. Y cuando el
escándalo llegó a este punto, cuando ya nadie creía en nadie
ni se asombraba de nada... ¡la policía encontró el cadáver de la
mujer de José Carlos!

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GABO.— Apareció la desaparecida.

MANOLO.— ¿Casualmente?

ELIZABETH.— Habían detenido a un detective privado y el


detective contó que José Carlos lo había contratado para seguir
a su amante.

GABRIELA. — ¿La amante de José Carlos? ¿La que tenía


treinta años menos que él?

ELIZABETH.— Había sido alumna suya en la universidad,


donde al perecer José Carlos la sedujo, y por lo visto descon-
fiaba de ella.

GABRIELA. — Desconfiaba de sí mismo. A pesar de sus dotes


naturales, treinta años son treinta años.

ELIZABETH.— El detective confiesa que meses después de


haber sido contratado para seguir a la joven, José Carlos lo llama
y le encomienda una tarea más difícil: matar a su mujer.

MANOLO.— Y él acepta.

ELIZABETH.— Previo pago de trescientos mil dólares. Y


se busca un socio para que lo ayude. De común acuerdo,
ejecutan el plan la noche en que José Carlos sale a cenar con
su mujer...

GABRIELA.— ...para reconciliarse con ella. ¡Qué cinismo,


Dios mío!

GUTO.— Todo eso lo cuenta el detective.

ELIZABETH.— Se siente perdido cuando la policía da con


él. Y confiesa que él y su socio mataron a la mujer y echaron
el cuerpo en una cueva. Parece que no estaba muerta todavía.

GUTO.— Lo que faltaba: ¡la enterraron viva!

ELIZABETH.— Cuando todo esto se sabe, el escándalo llega


a su clímax... Hasta entonces, a los ojos del público, José

40

Carlos tenía el dudoso mérito —casi puede decirse el atenuante—


de ser el único culpable convicto y confeso en aquella caterva
de delincuentes, pero ahora se pone de manifiesto que es un
monstruo: confesó el delito de corrupción sólo para encubrir

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26/3/24, 13:46 Full text of "García Márquez, Gabriel La Bendita Manía De Contar"
el asesinato de su mujer.

GUTO.— Un crimen del que él era el autor intelectual.

ELIZABETH.— ¡Imagínense ustedes: hacer que maten a


sangre fría a la madre de sus hijos, a la mujer con la que con-
vivió y se acostó durante más de veinte años...! Ánte semejante
monstruosidad, el crimen de los diputados parecía un delito
menor.

GABRIELA.— Tal como tú lo ves, ¿la historia sigue desa-


rrollándose en dos acciones paralelas?

ELIZABETH.— Sí. Por un lado, la investigación de la mujer


desaparecida, y por el otro, la que realiza la comisión parla-
mentaria para depurar responsabilidades.

GABRIELA.— Nos dijiste que la comisión había exonerado


de culpa a la mayoría de los diputados.

ELIZABETH.— Al terminar su investigación sólo quedaron


dieciocho como presuntos culpables. Y en este momento,
únicamente seis de ellos han sido separados de sus cargos.
Todos están en libertad. “Todos, excepto el muy ilustre don José
Carlos Alves dos Santos. ¿Qué les parece? Ésta es la historia
que quiero contar.

GABO.— La verídica historia de un hombre execrable.

ELIZABETH.— Los demonios andaban sueltos en Brasilia


y él fue una de sus víctimas... Si no, ¿cómo se explica que un
hombre común llegue a creer que todo, hasta el crimen más
horrendo, le está permitido...?

41

GUTO.— Pero ésa es otra historia, Elizabeth. No es la del


hombre que para desinformar, para encubrir un crimen mayor...

ELIZABETH.— Espera. No me expresé bien. Desde el


momento en que José Carlos recibe la primera maleta, cree
que puede hacerlo todo, comprarlo todo, pisotear todos los
principios... Está poseído por el demonio del poder. Ése es
un posible esquema de su evolución, el núcleo de su desa-
rrollo dramático... Pero no es la historia que quiero contar.
Es más, yo creo que la verdadera historia —la “verídica” historia,
como dice Gabo— no es la de José Carlos como autor o pro-
motor de un crimen, sino como cómplice del asesinato de su
mujer.

GUTO.— ¿Qué?

ELIZABETH.— Lo que oyen. Una de las personas involucradas


en su denuncia —un tipo poderosísimo, ex ministro del gobierno

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26/3/24, 13:46 Full text of "García Márquez, Gabriel La Bendita Manía De Contar"
de Collor, llamado Ricardo— conversa en determinado momento
con José Carlos sobre su crisis matrimonial y le dice...

GABRIELA.— ¿Sobre la crisis matrimonial de José Carlos?

ELIZABETH.— ...y según él mismo, le dice —o le advierte,


más bien—: “Ten cuidado en las relaciones con tu mujer. Sabe
demasiadas cosas. No te puedes pelear con ella, sin más”.

GABRIELA.— Lo único que podía saber era lo de las maletas,


lo de los dólares...

ELIZABETH.— Saquen ustedes sus conclusiones... Yo me


pregunto: ¿Y si la mujer entró en crisis y, desesperada, amenazó
con contarlo todo? En ese caso, era lógico que surgiera la idea
de eliminarla. El falso intento de reconciliación, el simulacro
de secuestro, la exigencia del rescate... todo eso pudo haber sido
planeado cuidadosamente. Pero entonces, ¿qué nos impide

42

suponer que a José Carlos sus propios compinches le dieran


dólares falsos para incriminarlo cuando él le entregara a la
policía el supuesto rescate?

MANOLO.— Has pensado en todo.

GABRIELA.— También pueden haberle puesto el dinero


debajo del colchón...

ELIZABETH.— Cuando la policía hace el registro, ya


conocía la existencia de los billetes falsos: los había encon-
trado junto con el dinero del rescate. En la cárcel, José Carlos
va atando cabos y se da cuenta de que ha sido víctima de
una traición, e incluso de una conspiración... Y es entonces
cuando decide hablar, o —como le dice a su hija— “hacer
catarsis”.

GUTO.— Son conjeturas, desde luego.

GABRIELA.— Un ingrediente sin el cual tampoco hay


thrillers ni novelas policiacas.

ELIZABETH.— Estoy tratando de hallar la lógica interna de


los sucesos.

GUTO.— Sería interesante colocarse en el pellejo de Jo-


sé Carlos. Debe de haber sido terrible para él descubrir la
maniobra.

ELIZABETH.— En ese momento tenía que haberse percatado


de que corría peligro. Y de que sus hijos corrían peligro también.
Es más, creo que José Carlos no dijo todo lo que sabía, por
temor a las represalias.

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GABRIELA.— ¡Qué horror! Pensar que todavía podían


chantajearlo o eliminarlo a él mismo en la cárcel...

ELIZABETH.— De hecho, cuando se descubre el cadáver de

su mujer, él intenta suicidarse, pero no lo consigue.

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GUTO.— ¿Y aquello que nos dijiste, que había tratado de


encontrar a su esposa con la ayuda de Chico Xavier?

ELIZABETH.— ¿Tú conoces a Chico Xavier?

GUTO.— Sí. Es un santón, ¿no?, con fama de adivino...

GABO.— ¡Ah, esos santones brasileños también son únicos


en el mundo! Fuera de la India, quiero decir.

ELIZABETH.— Más de una vez he pensado que la historia


—la película— podría empezar con la visita de José Carlos a
Chico Xavier. José Carlos logra que el santo lo reciba gracias
a las gestiones de un amigo —un funcionario del senado federal
de Brasilia- cuya madre se brinda para llevarlo a Minas.
Porque no es fácil ser recibido por Chico Xavier. Es más,
una vez en Minas, y antes de llegar a él, José Carlos debe
“purificarse”, recorrer un camino espiritual que en ese caso
incluyó, por ejemplo, una peregrinación al convento de las
carmelitas... Y cuando entra a la sala donde lo espera Chico
Xavier, con otras ocho personas sentadas alrededor de una
mesa, su madrina lo presenta y el santo, en lugar de dirigirse
a él, se vuelve hacia la mujer que tiene al lado y empieza a
contar una historia terrible: cómo la hija de esa mujer había
sido asesinada por su marido. Y cuando José Carlos lo oye,
se echa a llorar. Y Chico Xavier dice: “Si hay entre noso-
tros alguien que está sufriendo mucho, es este hombre. No
hay aquí dolor más grande que el suyo.” Y no añadió una
palabra más.

GABO.— Elizabeth, tienes una historia completa, inventada


por la vida. La vida no necesita venir a los talleres para armar
sus historias. "lu problema ahora es cómo adaptar ese material

al cine.

44

ELIZABETH.— Cómo adaptarlo a todo... Pienso escribir un


libro también.

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MANOLO.— Hay detalles que resultan incomprensibles...


¿Por qué a José Carlos le mandaron dinero falso para incul-
parlo? Él no podía dejar de advertir la maniobra.

GABO.— Sí, sus compinches corrían el riesgo de que él, al


darse cuenta de lo que ocurría, los delatara. Podía decir inclusive
que lo amenazaron con matar a su mujer.

MANOLO.— Si hubieran venido al taller habrían encon-


trado una manera más inteligente de inculparlo.

GABO.— A él lo chantajean, amenazándolo con revelar lo


de su mujer.

ELIZABETH.— Sé que todavía quedan piezas sueltas en


ese engranaje.

GABO.— ¿Qué te preocupa, Elizabeth? La historia está


ahí. Y da gusto oírtela contar.

ELIZABETH.— Pero, ¿cómo convertirla en guión?

GABO.— Lo único que necesitas es una buena estruc-


tura. Una estructura que te permita contarla en noventa
minutos.

ELIZABETH.— Precisamente. Necesito saber cómo contar


el cuento.

GABO.— Te repito: ya lo contaste, y muy bien contado.

ELIZABETH.— No puedo dejar de imaginarlo como una


mezcla de documental y ficción.

GABO.— Bien. Pero el argumento ya está ahí. Ahora el


problema que tienes es un problema técnico. ¿No has pensado
que la acción podría desarrollarse de manera casi lineal, tal
como la contaste?

45

ELIZABETH.— He imaginado otras estructuras. Por


ejemplo, comenzar con la visita a Chico Xavier, como ya dije,
o en un cementerio, con la imagen de un ataúd que desciende
a la fosa.

GABO.— Ésa es una buena imagen para empezar. Mien-


tras se entierra un cuerpo, se desentierra un caso.

GABRIELA.— Tiwvin Peaks. Ya encontraste el camino, Elizabeth.

GABO.— Pensemos en Casablanca. Hay un tipo que tiene


un bar en Casablanca. Llega un hombre impecablemente vestido

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y acompañado por una hermosa mujer... No se dice nada, pero
uno siente que están colocados ante una situación terrible. Y
luego descubrimos que esa gente se había conocido en el Metro
de París, precisamente el día que entraron los nazis... Esas
historias que empiezan casi por el final tienen una ventaja: uno
puede prescindir de los detalles y concentrarse en lo esencial.

GuTOo.— Yo empezaría con la cena.

ELIZABETH.— ¿La de José Carlos con su mujer?

GuTo.— Sí, la última cena. A partir de ahí se iría descu-


briendo lo demás. El espectador viviría el proceso, en la película,
como lo vivió la opinión pública en la realidad.

ELIZABETH.— El problema es que hay dos versiones de la


cena: la de José Carlos y la de los tipos que mataron a la mujer.

GABO.— En Rashomon, la película de Kurosawa, se dan


cuatro versiones de un hecho... Pero lo que habría que esclare-
cer en tu caso es cuál de las dos versiones es la verdadera.

GuTO.— Yo insisto: al espectador debe llegarle la infor-


mación como le fue llegando al público.

GABRIELA.— Entonces Elizabeth tendría que asumir de

entrada el punto de vista del marido.

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GUTO.— Correcto. Un marido desesperado trata de en-


contrar a su mujer, que ha sido víctima de un secuestro, etcétera.

GABRIELA, — Pero tú, Elizabeth, ¿estarías de acuerdo en


tomar partido? Por él, quiero decir...

GUTO.— Lo tiene que tomar, quiera o no quiera. Desde el


momento en que decida cómo va a contar la historia, ya toma
partido.

GAaBO.— Tú afrontas el mismo problema que tuvo


Oliver Stone en J.EK. con el asesinato de Kennedy. Existía
un expediente voluminoso, el llamado Informe Warren,
que decía que las cosas ocurrieron así... Stone toma los datos
de Warren para demostrar, o para insinuar, que las cosas no
ocurrieron así, sino asao... Por ejemplo, que no hubo un
solo asesino, sino tres...

ELIZABETH.— El problema es saber dónde termina el


documental y dónde comienza la ficción. Para explicarme lo
ocurrido yo he tenido que hacer conjeturas, como decía Guto...
Lo que digo no es producto de una investigación rigurosa.

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GABO.— Lo que se sabe es tan impresionante que no


necesita ninguna manipulación.

ELIZABETH.— No, yo no quiero manipular...

GABO.— He usado la palabra sin ninguna connotación


ética. Como sinónimo de cambio, simplemente.

ELIZABETH.— Yo entrevisté a José Carlos en la prisión, en


Brasilia... Y hablé con su hija...

GABO.— ¡Ah, esa película es mejor todavía! Sigue, sigue...

ELIZABETH.— Al principio, lo único que yo quería era


averiguar cómo se corrompen los políticos y funcionarios bra-
sileños. Pero después me di cuenta de que mis preocupaciones

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iban más allá. Yo quería responderme la pregunta: ¿Cuáles son


los caminos que conducen a un hombre a la degradación mo-
ral? Porque ahí tenía un verdadero caso: un hombre de origen
humilde, nacido en un pueblito del interior, que no conoció
a su padre y fue criado por su madre con muchos sacrificios,
que logró trasladarse a Brasilia con el fin de estudiar, que ganó
unas oposiciones y empezó a trabajar en el Senado para costear
sus estudios, que con el tiempo fue ascendiendo hasta ocupar
altas posiciones tanto en el Senado como en la Universidad-,
que se casó con una mujer bella e inteligente, que tuvo hijos...
y que un buen día, sin esperarlo, recibió un maletín lleno de
dólares.

GABO.— Pero al entrevistarlo, ¿creíste por un momento


que él iba a contarte la verdad, que iba a comprometerse
más todavía?

ELIZABETH.— Ya él no tenía nada que perder. Era el único


encarcelado; debía suponer que de allí no salía...

GABO.— Pero si llegaba a saberse toda la verdad...

GABRIELA.— Y además, Elizabeth, él sí tenía cosas que


perder. Por lo pronto, su familia...

ELIZABETH.— Es que había una serie de contradicciones...


Y él era el único...

GABO.— ¿Acaso esas contradicciones no lo beneficiaban?


A lo mejor él mismo las había creado, para despistar.

ELIZABETH.— No eran cosas que dependieran de él, úni-


camente. Los dos tipos, el detective y su socio, los que mataron
a la mujer, también se contradecían entre sí.

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GABO.— Tengo una duda: ¿ya José Carlos fue juzgado?

ELIZABETH.— Todavía no.

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GUTO.— ¿Todavía no lo han condenado?

GABO.— Ésta es una verdadera work in progress...

ELIZABETH.— Al entrevistarlo, le puse las cartas sobre la


mesa. Le dije que quería escribir un libro sobre el caso. Él
me expresó su temor de que el libro pudiera ser utilizado
contra él en el juicio. Le aclaré que no, que el juicio también
debía formar parte del libro..., lo que es absolutamente cierto:
yo imagino el juicio como una parte importante de esta
historia.

GABO.— Él temía que fueras a publicar sus declaraciones


antes.

ELIZABETH.— Sí. Yo le había dicho: “Si voy a escribir un


libro contando su historia, usted tiene que ser uno de los
testimoniantes”.

GABO.— Porque a ti no sólo te interesa la verdad del caso


sino también la verdad del hombre. Que puede ser una men-
tira, por supuesto.

ELIZABETH.— Así es. Lo que no puedo hacer es escribir un


libro sobre él sin él.

GABO.— ¿Y por qué este hombre iba a creerte, Elizabeth?


¿Por qué iba a confesarse contigo, incluso antes del juicio?
¿Qué garantía podía tener él de que tú no fueras informante
de la policía o agente de sus enemigos?

ELIZABETH.— Yo no quiero hacerme ilusiones, pero tengo


la intuición, la corazonada, de que José Carlos va a hablar
conmigo.

GABO.— Pero después que lo juzguen, cuando haya una


verdad establecida ante los tribunales, ¿qué interés puede
tener él en contarte a ti la verdadera historia? Todo lo que

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pueda favorecerlo lo habrá dicho en el juicio, y lo que no haya


dicho, por considerar que podía perjudicarlo, ¿por qué te lo va
a decir a ti?

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ELIZABETH.— Por eso insisto en lo de la ficción. Hay la-
gunas que no podrían llenarse de otra manera. Por cierto,
también a la hija de José Carlos le ha pasado por la cabeza
escribir un libro...

GUTO.— ¿Qué edad tiene ella?

ELIZABETH.— Veintidós años.

GuTOo.— Todavía le faltan muchas horas de vuelo...

GABO.— En ficción puedes hacer lo que quieras, Elizabeth,


siempre que tengas el cuidado de cambiar los nombres. De lo
contrario podrían ponerte una demanda por difamación, o
algo peor.

GUTO.— Y no olvides aclarar que “cualquier parecido con


personajes o sucesos reales...”

GABO.— Me he quedado pensando: ¿Cuál será la versión de


los hechos que prevalecerá en el juicio? Yo creía que ya el juicio
se había celebrado, pero resulta que no; a la tragedia todavía le
falta el último acto. Porque sea cual sea la película que hagas,
tiene que terminar con el juicio. Y mientras no haya juicio...

ELIZABETH.— Bien mirado, terminará con dos juicios,


porque el trabajo de la Comisión Investigadora equivale a otro
juicio. José Carlos, que destapa el fenómeno de la corrupción
entre los diputados, va a la cárcel; los culpables, que debían ser
separados de sus cargos, salen absueltos...

GABO.— Ésa es la historia de ficción. Pero tu libro ¿cómo


terminaría? ¿Los condenarías a todos?

ELIZABETH.— Por supuesto.

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GABO.— Ten en cuenta que si escribes un relato de fic-


ción sin conocer el resultado de los juicios, no te será fácil
decir: yo los condeno de antemano, aunque los tribunales
los absuelvan.

ELIZABETH.— En la ficción yo podría hacer que dos de los


diputados —personajes imaginarios, por supuesto—, estuvieran
involucrados en el asesinato de la mujer.

GABO.— Pero todo el mundo en Brasil reconocería la


historia.

ELIZABETH.— ¿Y eso qué cambiaría?

GABO.— Por lo pronto, ¿cómo ibas a terminarla? Sea cual


sea el resultado del juicio —o de los juicios—, no tiene por qué

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coincidir con tus conclusiones. Suponte que el tribunal los ab-
suelve; ¿te atreverías a terminar el libro diciendo: “Los delin-
cuentes fueron absueltos, pero eso no hace más que demostrar
el nivel de corrupción a que han llegado los propios tribuna-
les?” Ésa sería otra historia, por lo demás.

ELIZABETH.— El libro debe atenerse a los hechos, hasta


donde yo sea capaz de averiguarlos. En el libro no cabrían los
elementos de ficción. No es El Chacal lo que quiero escribir...,
salvando las distancias.

GABO.— Por momentos uno piensa que lo que te propo-


nes es denunciar un fenómeno, el de la corrupción. Pero has
dicho que lo que quieres es contar cómo se hace un corrupto.

ELIZABETH.— Hay un libro de Norman Mailer, una espe-


cie de reportaje periodístico...

GABO.— Mailer es un gran periodista.

ELIZABETH.— Se tradujo como A cangáo do carrasco.

GABO.— La canción del verdugo.

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ELIZABETH.— Una historia impresionante, con un estu-


pendo trabajo de investigación.

MÓNICA.— Ahí la relación con el preso es decisiva.

ELIZABETH.— Y termina con la muerte.

GABO.— Pero tú, si escribieras antes del juicio, quedarías


a merced de la realidad.

ELIZABETH.— Tengo eso muy claro. Para mí, sin juicio no


hay libro. El juicio es parte inseparable del libro. Pero estamos
hablando de un guión, ¿no? ¿Por qué con esta historia tan ri-
ca, tan dramática, no va a poder hacerse una película?

GABRIELA.— Nadie ha dicho eso. Lo que pasa es que uno


siente que aquí la ficción sólo serviría para llenar las lagunas.
¿No fue eso lo que tú misma dijiste? Donde no haya hechos,
pruebas, documentos, confesiones... ¡inventa!

ELIZABETH.— Lo admito.

GABRIELA.— Entonces tendrás que admitir también que ma-


nipularás la realidad. Y lo digo en el mal sentido de la palabra.

GABO.— ¿Por qué no reinventas la historia completa?

GABRIELA.— Me gusta eso: un cóctel donde se mezclen

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datos, anécdotas, conjeturas...

ELIZABETH.— No puedo. Estoy prisionera de esa realidad.

MANOLO.— Como lo estaba Forsyth, a su modo.

MÓNICA.— A mí me gustó lo de las dos líneas que se


encuentran: te buscan por un delito y te atrapan por otro.
Me encanta ese equívoco. Resulta que yo cometo un crimen
horrendo y días después, en un supermercado, me atrapan
robándome una botella de ron. El interrogatorio sobre el
robo conduce, casualmente, a la sospecha sobre el crimen.

oa
¿Se quiere un suspenso mejor:

52

GABO.— Vamos a ver. Tú tienes dos versiones completas,


Elizabeth: la de los periódicos y la tuya. Si las comparas sólo
hallarás una diferencia importante, el eslabón que muestra al
tipo como instrumento, como cómplice de la muerte de su es-
posa. Ahora bien, lo que a ti te interesa es convertir las dos his-
torias en una, porque en este caso la muerte parece estar
estrechamente vinculada al fenómeno de la corrupción admi-
nistrativa. La gran pregunta es: ¿Por qué tenía el tipo que ma-
tar O aceptar que mataran a su mujer?

GABRIELA. — Me pareció entender que era para evitar que


hablara.

MOÓNICA.—¿Y no había otra manera de evitarlo?

ELIZABETH.— Un momento. Ya la relación entre ellos ve-


nía deteriorándose desde hacía tiempo. Recuerden que José
Carlos tenía una amante. Recuerden los vídeos eróticos. Re-
_cuerden la lista de mujeres, ciento setenta amiguitas con sus
respectivos números de teléfono...

GABO.— Me había olvidado del harén.

ELIZABETH.— La amante, su ex alumna, también aparecía


en los vídeos.

MANOLO.— Era un nuevo tipo de cine didáctico.

ELIZABETH.— Yo diría que pasó lo de siempre, un proceso


de deterioro gradual. José Carlos fue perdiéndose, alejándose
cada vez más de sí mismo. Eso es lo que me parece fascinante
en esta historia: cómo alguien, casi sin darse cuenta, puede ir
perdiendo sus referencias, sus vínculos, sus principios, hasta el
punto de llegar a convertirse en otro. Hacía más de quince
años que José Carlos no iba a su pueblo natal, a ver a su fami-

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lía. Era como si renegara de su pasado para entrar sin ataduras

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a otro mundo, un mundo en el que siempre caminaría sobre


una alfombra roja, con toda Brasilia a sus pies.

GABO.— Ahí tienes un excelente documental sobre la vi-


da de un tipo que acaba siendo víctima de la realidad. Pero tú,
guionista, ¿no tendrías que preguntarte cómo escapar de esa
realidad? Porque si quieres permanecer dentro de ella, ¿para
qué hacer una película? Haz una biografía del tipo y ya.

ELIZABETH.— Yo no creo que las personas sean “víctimas


de la realidad”.

GABO.— Retiro la frase.

GABRIELA.— Quizás sea una manera de decir que uno


no logra separar a las personas del contexto en que se mue-
ven. Tú misma, Elizabeth, estás casada con tus datos. Ves a
José Carlos como el prototipo del hombre que se corrompe,
pero en cualquiera de nuestros países abundan los politi-
queros corrompidos, sobre los que podrían hacerse historias
similares...

ELIZABETH.— Por eso he venido aquí. Para pedir ayuda.

GABO.— Sólo podríamos ayudarte tratando de construir


otra realidad. Pero, ¿quién garantiza que va a ser más intere-
sante que la real?

GuTo.— O hacés un documental, Elizabeth, o ficcionás


todo, de principio a fin.

MANOLO.— Contando no lo que sucedió, como diría el


viejo Aristóteles, sino lo que pudo haber sucedido.

GABO.— Si yo tuviera que buscar el género más apropiado


para contar esa historia, escogería el reportaje. Ese material da
para un excelente reportaje. Así trabajaron Capote en Á sangre

fría y Mailer en La canción del verdugo, para citar sólo dos ca-

54

sos: apelando a las técnicas del reportaje. Yo mismo estoy ha-


ciendo algo similar ahora, escribiendo un reportaje donde to-
do, línea por línea, responde a la realidad. El valor de eso

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estriba, justamente, en que nada es “inventado”. Ahora bien,
tú podrías trabajar con un híbrido, Elizabeth, con un “falso re-
portaje”, por llamarlo de alguna manera... ¿Acaso A sangre fría
no es una “novela no ficticia” y Biografía de un cimarrón, de
Barnet, una “novela-testimonio”? En tu falso reportaje podrías
contar mil cosas, unas verificables y otras no, pero lo que no
podrías hacer es decir, por ejemplo, que el tipo hizo matar a su
mujer. Porque él no ha confesado, ¿no es cierto?

ELIZABETH.— ¡No! ¡Él lo niega categóricamente! Y su hija


me ha dicho que ella está preparándose para convivir con esa
duda por el resto de sus días...

GABRIELA, — Pero en el fondo ella no puede creerlo.

ELIZABETH.— Se le hace muy difícil aceptar que su padre


haya sido capaz de una monstruosidad semejante. Y él jura y
perjura que no la mató.

MÓNICA.— En sus declaraciones, ¿mantiene una actitud


coherente?

ELIZABETH.— Jamás se contradice. Cuenta siempre la


misma historia, sin cambiar una coma.

MANOLO.— Habrá ensayado mil veces.

GABRIELA. — Se la aprendió de memoria.

ELIZABETH.— Lo único que puedo asegurar es que él la cree.

GUTO.— Necesita creerla.

GABO.— ¿Y si fuera verdad? Vamos a otorgarle por un


momento el beneficio de la duda. Dinos, Elizabeth: ¿qué es
exactamente lo que él cuenta?

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ELIZABETH.— Que después de cenar, él y su mujer mon-


taron en su coche, tomaron por la carretera y en determinado
momento vieron que se les acercaba otro coche, desde el que
le gritaban que la llanta se estaba desinflando. José Carlos de-
tuvo el coche, bajó a revisar la llanta, y ahí mismo el otro co-
che, que se había mantenido a una distancia prudencial, hizo
un giro y le cerró el paso. Vieron que bajaban dos hombres ar-
mados. Uno lo encañonó a él y el otro arrastró a su mujer y la
metió a empujones en el asiento trasero del otro coche. A él lo
encerraron en el portamaletas, en la cajuela del suyo, y le di-
jeron: “No te muevas”. Cuando él sintió que el otro coche se
alejaba, se las arregló para salir y vio que las llaves de su coche
habían quedado puestas en el llavín de la cajuela. Entró, notó
que le habían robado la casetera, y se dirigió a su casa. En
el camino pasó frente a una comisaría pero no se detuvo a

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reportar el secuestro. Siguió de largo. Horas después, desde su
casa, por la madrugada, le telefoneó a un amigo que ocupaba
un alto cargo en la Policía de Brasilia. Luego llamó a su hija.
Obviamente, no se condujo como un hombre desesperado.

GuUTO.— No se puede afirmar nada. Pudieron haberle dado


el dinero falso con el fin de que pagara el rescate y la policía
tuviera un pretexto para encarcelarlo, y al mismo tiempo
pudieron secuestrarle a la mujer, tal como él cuenta, con el fin
de eliminarla para que no hablara.

MANOLO.— Cierto. No se puede descartar sin más esa po-


sibilidad.

Guro.— Si él es inocente, tiene que haber sufrido un


shock tremendo, de manera que al pasar por el puesto de la po-

licía, no atinó a bajarse y hacer la denuncia. O pudo haberse

56

dicho: €¿Por qué voy a pasar la noche ahí, en los trámites de


la denuncia, si tengo un amigo influyente que puede darme
una mano?”

GABRIELA.— Si uno está metido en algo sucio —y él lo


estaba—, no basta con que venga un cuate a ayudarte. Uno sabe
que tiene enemigos poderosos, que están vigilando. El amigo,
por casualidad, ¿también estaba involucrado en el escándalo
del presupuesto?

ELIZABETH.— No. Era un hombre que giraba en otra órbita.

GABRIELA.— En otra órbita... Como nosotros.

ELIZABETH.— Estoy tensa... ¿Se puede fumar aquí?

GABO.— No. Todavía nos queda una hora de trabajo y no


conviene que esto se nos llene de gases tóxicos. Podemos hacer
un alto, si quieren, para que los fumadores salgan afuera a
suicidarse.

MANOLO.— ¿No se podría abrir la puerta, para que circule


el aire?

GABO.— No, porque se nos va el ángel. No se trata de


un problema de higiene o de moral, sino de mantener al ángel
sentado aquí, junto a nosotros, el mayor tiempo posible.

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LAS TÁCTICAS DEL CULEBRÓN

GABO.— Tú, Gabriela, trabajas para la televisión mexicana.


Haces telenovelas, ¿no?

GABRIELA.— Sí. He escrito algunas cosas originales y


también he hecho adaptaciones. Caí por casualidad en la
adaptación de Simplemente María, la versión mexicana, y allí
tuve una experiencia curiosa. Como habíamos terminado la
historia muy rápido y el rating no dejaba de aumentar, tuvimos
que añadir cien capítulos para complacer a la audiencia.

GABO.— Increíble, ¿no?, que de acuerdo con lo que va


indicando el rating los personajes crezcan, desaparezcan,
mueran y resuciten...

GABRIELA.— Uno tiene que trabajar bajo presión, porque


siempre está “en el aire”, tanto en sentido literal como figurado.

GABO.— En el más grande de los culebrones radiales,


El derecho de nacer, de Félix B. Caignet, había un personaje
llamado don Rafael del Junco cuyo actor, al ver cómo su-
bía el rating de la novela, exigió un aumento de sueldo. Y
Caignet, que no estaba dispuesto a dejarse presionar, le hizo
perder la voz, es decir, dejó al personaje afásico. Y como el

59

personaje poseía un gran secreto, la gran pregunta de los


radioescuchas era: ¿cuándo hablará don Rafael del Junco?
Bueno, la cosa duró hasta que se pusieron de acuerdo sobre
la cuestión del salario. Por cierto, creo que fue Caignet el
que mejor definió la estética del culebrón cuando dijo que
él atribuía su éxito a sus propias virtudes lacrimosas. “Parto
de la base de que la gente quiere llorar”, dijo. “Yo me limito
a darles el pretexto”.

MANOLO.— Usted habló alguna vez de la cantidad de


metros cúbicos de lágrimas que se habían derramado en
Bogotá con El derecho de nacer.

GABO.— No me atrevo a calcular los que se derramaron


en América Latina, primero con la radionovela y después con
las películas.

MÓNICA.— Yo, en la televisión colombiana, he tenido


experiencias similares a la de Gabriela. |

GABO.— Ustedes son las dos grandes noveleras del taller,


así que sería interesante que compartieran con nosotros
esas experiencias. Es estupendo poder escribir así, elimi-
nando un personaje y reforzando otro porque el público lo
pide... A ustedes, cuando hacen eso, ¿no les da pena, no les

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queda nada por dentro? Porque hay telenoveleros que se
avergiienzan del oficio, lo que para mí es un gran error,
porque se trata de un oficio sensacional, que da la posibilidad
de ir contando historias, cocinando la realidad, poniendo a
trabajar la imaginación bajo el dictado directo del público.
Uno escribe un libro y se queda esperando a ver qué pasa,
pero sabiendo que lo escrito, escrito está, y ya no tiene re-

medio. “No me gustó que Fulanita haya muerto”, dice un

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lector. Ah, lo siento mucho, pero ya yo no puedo resucitarla.


En la telenovela, en cambio, usted corre a devolverle la vida,
porque no había muerto en realidad, había sido un shock,
estaba en estado de coma...; y todo el mundo feliz y contento.
Fulanita vuelve a la vida porque el 62 por ciento de la te-
leaudiencia decidió resucitarla. ¡Qué maravilla!

MÓNICA.— Ésa fue una característica del medio que


me entusiasmó, cuando ingresé a un curso de libretistas de
televisión que dirigía Bernardo Romero. Había que ir tejiendo
una historia semana tras semana, mes tras mes, a partir de un
eje con mil ramificaciones, porque cuando uno tiene por de-
lante doscientos capítulos, a la imaginación no le queda más re-
medio que ponerse a trabajar.

GABRIELA.— Yo entré al medio por producción. Era asis-


tenta del asistente del asistente. En realidad, estudié antropo-
logía y después hice una maestría en Comunicación. Al cabo
del tiempo me hicieron coordinadora pero yo lo que siempre
quise fue escribir.

GABO.— Yo tuve un momento, allá por los años cin-


cuenta, en que me fui a Roma decidido a convertirme en
director. Director de cine, se entiende, porque en esa época
la televisión no contaba. Hay que reconocer que el oficio
de director es uno de los más esforzados y difíciles del
mundo. No sólo porque se trata de alguien que debe ex-
presarse a través de un medio tan complejo, sino por las
condiciones en que hay que trabajar: un ser lleno de gente,
de equipos y de luces, con un calor insoportable y bajo la
estricta vigilancia del productor, que no suelta el látigo
porque cada demora o cada minuto extra de filmación le

61

cuesta un ojo de la cara. Cuando el productor trae un ca-


ballo negro porque no pudo conseguir el caballo blanco
que pedía el director, y éste se empeña en que lo busque,
el productor piensa: “¿Qué se habrá creído este maricón?,

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¿que le traje uno negro porque me salía más barato que el
blanco? ¿Creerá que vamos a parar la filmación por un ca-
pricho suyo?” En fin, hacer cine es una lucha constante. Y
a veces la prueba de un milagro, porque como medio de
expresión una película puede ser algo tan íntimo, tan per-
sonal —sobran los directores y las obras que lo demuestran-,
que podría parecer escrita a mano, en el rincón más tran-
quilo del mundo..., y sin embargo, ¡que vorágine, qué lo-
cura! Así que cuando fui al Centro Sperimentale di
Cinematografía, en Roma, y vi los recursos que se necesi-
taban para hacer cine —además de los financieros, quiero
decir: todo aquel aparataje industrial, técnico, comer-
cial...—, me dije: “¡Puta!, ¡qué bueno que tengo mi maquinita
de escribir!”..., y me agarré a ella como el náufrago a la tabla,
y me sentí feliz de saber que, para cumplir su función, no
necesitaba más que cinta y papel. Pero el gusanito del cine
me quedó adentro. Por eso estoy aquí. Por eso fundo es-
cuelas y organizo talleres.

MÓNICA.— Yo descubrí muy temprano mi vocación. Lo


que usted contó el primer día sobre su mamá, Gabo, me recordó
a mi propia familia. Parte de ella es de Popayán, un pueblo
pequeño y muy tradicionalista. Varios miembros de mi familia,
especialmente mi abuela, tenían la costumbre de contar cuentos
de todo tipo, sin aclarar si eran “de verdad” o “de mentira”.
Recuerdo momentos muy felices de mi vida de niña, echada

62

en el piso de baldosas rojas, escuchando hablar a mi abuela


de una sirvienta suya —una negra espiritista— que por las no-
ches despedía llamaradas azules que sobrepasaban las hojas
de los plátanos. Nunca nadie aclaró si eso era verdad o fan-
tasía.

GABO.— Los niños se acostumbran a convivir con per-


sonajes inventados por ellos. No hay nada más solitario en
este mundo que un niño solo en una casa. Como los adultos
no lo acompañan, él se inventa sus fantasmas y convive con
ellos. Después, en la escuela, se las arreglan para extirparle
ese mecanismo, a lo que contribuyen los padres, aunque por
suerte las abuelas mantienen viva la llamita.

MÓNICA.— La otra cosa en Popayán es que los muertos


no mueren. Siguen ahí. Mi abuela hablaba con sus hermanos
y Su esposo, y yo, no sé cómo, entré a formar parte de ese
diálogo de difuntos. Desarrollé una capacidad dialógica que
me mantenía hablando sola, conmigo misma, una gran par-
te del tiempo. Yo entraba en una cafetería, por ejemplo, y
veía a dos personas sentadas ante una mesa, y de inmediato
me imaginaba una conversación entre ellas. Cuando años
después ingresé al curso de libretistas con Romero, a él le
llamó la atención mi facilidad para los diálogos. “Lo tuyo es
la televisión”, me dijo.

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GABRIELA.— Á mí me pasaba un poco lo mismo. Qui-


zás por ser la más pequeña de la casa, rodeada por hermanos
mayores, me gustaba encerrarme en el baño a elucubrar
historias en las que yo, claro, era siempre la protagonista.

MÓNICA.— Para mí aquellos diálogos imaginarios eran

una vía de escape también. En el colegio pasé quince años

63

de mi vida mirando hacia un jardín por la ventana del aula


e inventándome cuentos y diálogos que me permitieran
volar lejos, soñar...

GABRIELA.— Yo tuve que renunciar a mi cargo de coordi-


nadora para que me dieran la oportunidad de escribir. Cuando
surgió el proyecto Simplemente María me llamaron para que
lo coordinara desde afuera, porque había varios escritores
metidos en eso y la cosa no cuajaba. Entonces me puse a arreglar
capítulos como una loca y un día el jefe nos reunió a todos y
preguntó: “¿Quién arregló estos capítulos?” Y todos mis colegas
se asustaron y se apresuraron a aclarar que había sido yo.
“Entonces —dijo el jefe— todos ustedes se van y Gabriela se
queda”. |

GABO.— Parece un episodio más de la telenovela. La jo-


ven aspirante a guionista, que al día siguiente se iba para París,
a casarse con su galán, recibe la propuesta de hacerse cargo de
una telenovela y tira todo por la ventana y se queda. Es un
gran principio.

MÓNICA.—O un gran final.

GABO.— Un día, en México, salía yo de la oficina y veo


venir un taxi ocupado, y cuando se acerca me doy cuenta
de que viene vacío, no hay nadie al lado del chofer como
yo creía, y hago una seña atropellada y el chofer frena de
repente y monto. Me disculpo por mi aparente torpeza y el
pobre hombre se lamenta: “Ya ve usted, me tienen jodido,
con esto de que siempre ven a alguien aquí. Antes era sólo
de noche, nadie me paraba, pero ahora es de día también.
Ya no sé qué hacer”. Se lo cuento a Buñuel y me dice: “Es

un gran principio. Lástima que no sirva para nada más”. Y

64

ahora, después de darle mil vueltas en la cabeza a la anéc-

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dota, pienso que quizás funcione como un discreto final.
El taxista decide retirarse porque ya no puede más con ese
fantasma que lleva siempre al lado. ¿Terminaría así la his-
toria? Para mí, lo confieso, la incertidumbre se mantiene.
Pasa como con La suplantación, una historia que nunca he-
mos podido desarrollar satisfactoriamente en los talleres.
¿Quieren que volvamos a intentarlo?

65

SEGUNDA PARTE

LA SUPLANTACIÓN

GABO.— La historia empieza con la llegada de un barco de


la armada norteamericana. Un grupo de marineros, jóvenes y
saludables, desciende por la pasarela. Todos tienen la cabeza
rapada. Hay una muchacha con una foto observando a los
que bajan. La muchacha detiene a uno de los marineros,
muy parecido al de la foto, y le pregunta si quiere hacer un
gran negocio y, al mismo tiempo, un gran favor. El joven
accede, curioso, y mientras toman algo en un café del puerto,
ella le explica: “Éste es un hermano mío. Mire cómo se parece
a usted. Mis padres se lo llevaron para los Estados Unidos
cuando era muy chico. Era el nieto favorito de la abuela. Un
día recibimos la noticia de que había muerto pero no tuvimos
valor para decírselo a la abuela. Seguimos inventándole cartas
e inclusive llamadas telefónicas, y ahora que ella está a punto
de morir, se niega a hacer testamento mientras no vea a su nieto
adorado. Ella tiene una inmensa fortuna. Lo único que le
pedimos es que se presente como mi hermano y sea cariñoso
con ella. Así ella morirá tranquila, convencida de que ha visto a
su nieto por última vez”.

69

GABRIELA.— Es una historia buenísima.

GABO.— Pero, ¿ése es el principio o el final? Nunca hemos


logrado saberlo.

GuTOo.— Es el principio.

GABO.— Espera. Lo primero que uno ha de aprender aquí


es que las cosas no son tan sencillas. No puedes decir que es el
principio si no sabes cuál es el final.

GurTo.— Fue un golpe de intuición, una corazonada.

IGNACcIO.— El joven se hace pasar por el nieto y la abuela

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se da cuenta del engaño, pero le sigue la corriente. Al final,
la vieja le dice que tiene algo que confesarle: él no es hijo de
su supuesta madre y por tanto no es realmente el nieto de ella.
Ella no tiene compromiso alguno con él.

GuTo.— ¡Qué rápido se precipita la historia en el me-


lodrama!

GABO.— Yo nunca llegué hasta ahí. Lo más que se me


ocurrió fue que el gringo se diera cuenta de la situación y em-
pezara a manipularla hasta quedarse con todo.

GABRIELA.— ¿Y si el marinero supiera que van a estar espe-


rándolo? La muchacha cree “descubrirlo” en el muelle pero ya
él sabe que ella lo va a elegir a él. Éste sería el final. Antes estaría
toda la relación del nieto con la abuela. O no sería su nieto, tal
vez, pero habría una relación afectiva muy fuerte entre ellos.

GABO.— Entonces, la suplantación ocurrió al morir el


nieto. El nieto le habría contado todo al marino, que decidió
suplantarlo desde entonces y elaboró un plan para que suce-
diera exactamente lo que está sucediendo.

GABRIELA.— La película terminaría así, con él llegando al


muelle.

70

IGNACIO.— ¿Y no corre él ningún riesgo? Podrían matarlo.

GABO.— Eso es lo bueno que tiene el cine, puedes matar


a todo el que te sobra.

ELIZABETH.— Ese hombre podría estar viviendo un drama


de identidad. Incorporó tan intensamente al personaje del
nieto que ya no puede volver a ser él mismo. Se ha vuelto otro.

MÓNICA.— Asume con tanta fuerza la personalidad del


otro que acaba siendo el otro. Está bien eso. Pero la mentira
tendrían que sostenerla muchas personas; el nieto tuvo ami-
gos, novias quizás...

GUTO.— Ha pasado mucho tiempo. Nadie...

GABO.— Mucho tiempo no puede ser. El joven está en


edad militar.

IGNACIO.— Es oficial de Marina. Tiene veinticinco o


treinta años.

MANOLO.— Hagamos la cosa al revés. No es él quien ha


preparado la trampa, sino la gente que lo espera con la foto.
Él es una víctima. |

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GABO.— No hay nada definido todavía.

MANOLO.— Él llega, accede a colaborar y cuando cree que


está ganando una fortuna y la confianza de la vieja, descubre
que está siendo manipulado, que hasta la vieja está involucra-
da en la operación. El tipo corre peligro, por supuesto.

GUTO.— Pero finalmente resulta ser el nieto verdadero,


que se había dado por muerto. Ahora es el vengador, que va a
poner las cosas en su lugar.

GABO.— La mejor historia de suplantación que se haya es-


crito nunca es la de Edmundo Dantés, en El Conde de Monte-
cristo. Hay que tener cuidado de no repetirla.

71

MANOLO.— En determinado momento él asegura que no


es el nieto pero la abuela piensa que ahí hay gato encerrado,
porque está convencida de que sí lo es.

GABO.— Las ficciones no se construyen sobre la norma,


sino sobre las excepciones. Una historia es más interesante
cuanto más casualidades contenga. Pero tienen que ser ca-
sualidades originales y verosímiles. Y tienen que sorprender.
Todavía no sabemos si la historia empieza o termina con la
llegada del marinero. Que éste vaya a ser estafado o que venga
como estafador, son variantes que pueden tomarse en cuenta;
pero hay una tercera, y es que la propia abuela simule entrar
en el juego y de pronto se encierre en una habitación con el
tipo y le cuente todo el secreto. La historia daría entonces un
vuelco total: el muchacho se volvería cómplice de la abuela para
joder a los otros. Lo bonito de esto es que puede funcionar como
una historia reversible, al derecho y al revés.

PITUKA.— Lo del testamento ha ido quedando atrás.

GABO.— No hay que amarrarse a eso. Es con el desarrollo


de la historia que tenemos que ir incorporando o desechando
elementos.

PrruKa.— Entonces necesitamos saber cuál es la variante


más atractiva. O más productiva.

GABO.— Y quién es el que cuenta el cuento. Es decir, desde


qué perspectiva vamos a contar la historia.

PITUKA.— ¿No sería la del espectador?

GABO.— El espectador, ¿preferirá ser cómplice o que lo


sorprendan?

Prruka.— Podría ser cómplice de él, del marinero, que es


quien traería la sorpresa.

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72

GABO.— Pero el marinero —por lo menos, en la versión


original— no sería el narrador. Él va a entrar de pronto en
una historia que ya tiene sus antecedentes. En ese momento
la muchacha del retrato es la que sabe lo que está pasando.
Por eso tenemos que preguntarnos: ¿Cuál es el punto de vis-
ta del narrador? ¿A través de quién estamos contando la his-
toria?

PITUKA.— Pero el guión podría empezar con él. Nada im-


pide que sea él quien descubra a la muchacha en el muelle.

GABO.— Sería otra película. ¿Por qué debemos preferir


este comienzo al otro? No hay ninguna razón. Uno puede
hacer lo que quiera pero siempre que eso no le impida seguir
adelante, porque si no, corre el riesgo de quedarse con dos
principios. No digo que no haya otras posibilidades, pero si
queremos avanzar, tenemos que decidir. Yo propongo que
nos atengamos a la idea original: hay un barco que atraca,
unos marineros que bajan a tierra, una chica con foto que
encuentra a la persona que necesita... Dejemos sin definir,
por el momento, la cuestión crucial del principio o el final,
que corresponde a otro orden de problemas: ¿la historia em-
pieza o termina ahí?

IGNACcIO.— La abuela no quiere repartir sus bienes sin


que los familiares más cercanos, entre ellos su nieto querido,
estén presentes. Y la muchacha y los demás saben que el nie-
to está muerto.

PITUKA.— Pero la abuela, no.

GABO.— O sí, pero simula no creerlo.

IGNACIO.— Y cuando le dicen que el nieto acaba de llegar,


la abuela decide hacer público el testamento: todos sus bienes

73

se los deja a él. El impostor, por una extraña causa, se consti-


tuye en el único heredero de la vieja. La muchacha le había
prometido dos o tres mil dólares y ahora, de pronto, se ve dueño
de una fortuna.

GABO.— Si tú pudieras explicarnos cuál es esa “extraña


causa”, ya tendríamos la historia completa. Pero tú no puedes
decir que un niño nace en Belén y un día sale a hacer milagros
y poco después, “por una extraña causa”, lo crucifican. Si la vida
marchara así, movida por “extrañas causas”, este mundo sería
un vacilón.

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IGNACIO.— Quise decir, por motivos que nosotros no


tenemos claros todavía.

Gaño.— Hay que meterse en la cabeza que encontrar el


hilo de una historia es algo muy difícil. Ocurre, sí, pero no en
un minuto. Lo que uno no puede hacer es dejarse arrastrar por
soluciones fáciles. Tiene que dudar, polemizar consigo mismo.
Lo que la gente quiere es que le cuenten cosas de la gente, his-
torias con las que uno se pueda identificar, y dar con ellas
cuesta trabajo.

IGNACIO.— ¿Todavía no se ha inventado una maquinita


de hacer cuentos?

GABO.— Supongo que sí.

GuTo.— Trabajará lo mismo con 110 que con 220...

MANOLO.— ¿Y si hay un apagón?

GaABO.— Ése sería uno de los cuentos de la maquinita.

ELIZABETH.—A mí me gusta la idea de contratar un falso


nieto porque la abuela exige su presencia para abrir el testa-
mento. Pero durante los días en que el impostor convive con

la familia, va identificándose de tal modo con el muerto que

74

acaba sintiéndose poseído por él. Ya ni la muchacha, ni los


demás miembros de la familia saben con quién están tratan-
do realmente. Y ahí la propia familia se divide en dos bandos.
De un lado, los que están por apoyar al falso nieto para que
cobre una parte de la herencia y ellos puedan quedarse con
el resto, y del otro, los que deciden que la única forma de
resolver el dilema es eliminando al tipo físicamente.

GABO.— Á mí me gusta la idea de que todos tengan que


confabularse al final para matarlo. Pero tendríamos que funda-
mentar la decisión, encontrar cuál es la “extraña causa” por la
que logran ponerse de acuerdo.

IGNACIO.— Creo que la tengo.

GABO.— ¿Cómo? ¿Todavía no hemos desarrollado la idea


y ya tú tienes la solución?

ÍGNACIO.— Al tío le permiten representar su papel, pero


lo que descubrimos, al abrirse el testamento, es que la abuela
no le deja su fortuna a ninguno de ellos, sino a...

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GABO.— A la Escuela de Cine y Televisión de San Antonio.

IGNACIO.— Hay un jugoso seguro a favor del nieto, pero


mientras no aparezca su cuerpo, los parientes no podrán
cobrarlo.

GABO.— Pero, ¿cuánto tiempo hace que murió el nieto?

IGNACIO.— Un año. Ellos necesitan el cadáver —necesitan


un cuerpo, en realidad— para poder cobrar el seguro, así que, ¿se
imaginan?...

GUTO.— Pobre marinero.

GABO.— Pero mientras tanto, el barco sigue atracado en


el muelle, esa tarde pasarán lista abordo y nuestro hombre no
se presentará.

75

GABRIELA.— Toda la acción puede desarrollarse entre la


mañana y la tarde del mismo día.

GaABO.— El barco llegó a las ocho de la mañana y zarpará


a las seis de la tarde. Para nosotros es un verdadero desafío.

MANOLO.— En tan poco tiempo no podría producirse el


cambio de identidades.

GABRIELA.— Estamos construyendo una historia sin dete-


nernos en las motivaciones. ¿Qué motivos tenía la muchacha
para ir con la foto al muelle?

GABO.— Yo sugerí algunos: el capricho de la abuela, el tes-


tamento... Pero si no les gustan, los cambiamos.

GuTo.— A lo mejor quieren celebrar el último cumpleaños


de la abuela por todo lo alto.

ELIZABETH.— Hay una película de los hermanos Taviani,


con varios cuentos de Pirandello... En Sicilia, una mujer anal-
fabeta dicta cartas para sus hijos emigrantes, y alguien finge
escribir y enviar esas cartas que, por supuesto, nunca llegan.
En nuestro caso, la abuela cree haber estado en comunica-
ción permanente con su nieto del alma, pero todo ha sido un
engaño.

GABO.— Los familiares simulaban enviar y recibir cartas,


hacían y respondían llamadas telefónicas del supuesto nieto...

MANOLO.— ¿La abuela es tonta? Ya le estoy cogiendo odio


a la pobre vieja.

ELIZABETH.— Entre abuela y nieto hay una relación

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edipiana, eso es evidente. |

GABO.— Siento la necesidad de imaginarme físicamente


a la vieja. ¿Cómo la ven ustedes? ¿Como una loca que usa
grandes pamelas?

76

GABRIELA. — Tal vez fue una actriz famosa en su época.

GABO.— Una mujer gruesa, enorme, siempre metida en


su cama, entre almohadones de raso... Es alemana. Y lo pri-
mero que hará, cuando llegue su adorado nieto, es arrastrarlo
a un cabaret.

GABRIELA.— Esa matriarca no responde al prototipo que


hemos estado manejando hasta ahora.

GABO.— Es que todo el mundo la trata como una pobre


anciana y la tienen prácticamente metida en un desván.
Ahora, al ver al nieto, decide desquitarse: se viste como una
reina y cumple su deseo de bailar en la pista de ese famoso
cabaret. Del brazo de su nieto querido.

GABRIELA.— Ha vuelto a la vida.

GABO.— A él se lo llevaron cuando tenía seis o siete años;


ahora tiene treinta o treinta y dos.

ELIZABETH.— Todos creían que ella iba a morir de la


emoción al verlo.

GABO.— Pero ella se levanta y demuestra estar más viva


que nunca. A la familia, entonces, no le va a quedar más re-
medio que envenenarla.

ELIZABETH.— La vieja también pudiera ser una especie de


Rebeca: todo el mundo habla de ella, pero nadie la ve.

ÍGNACIO.— ¿Y si lo que la chica quiere del marinero es


simplemente que mate a la vieja y desaparezca?

GABO.— ¿Qué necesidad habría entonces de la foto y el


parecido con el nieto?

IGNACIO.— Es para infundirle confianza a la vieja. Es más,


al marinero no le proponen nada, no le hablan del crimen
hasta que él asume el papel del nieto.

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GABO.— Pero él tiene que reportar al barco. No puede

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desaparecer de allí sin más ni más.

IGNACIO.— Puede subir a bordo una vez al día, ¿por qué no?

GABO.— Está bien. El barco ha venido a los astilleros. Va


a estar en reparaciones varios meses. No puedes quejarte,
Ignacio, te estamos facilitando la tarea.

IGNACIO.— Con el supuesto nieto allí, la vieja cobra


nueva vida. Y entonces, cuando entra a jugar todo el asunto
de la herencia, acaban proponiéndole que mate a la vieja.
Llegado el momento él lo hará, subirá discretamente al
barco, volverá a su país y nadie hablará más del asunto.
Eso es lo que le hacen creer.

GABO.— ¿Por qué aceptaría él ese trato? ¿Sólo por dinero?

IGNACIO.— Sí. Lo que él no sabe es que todo está prepa-


rado para que la policía lo descubra. Le hacen trampa. Él mata
a la abuela, va a la cárcel y los parientes se quedan con la
herencia.

GABO.— ¿Ah, sí? ¿No es demasiado fácil todo? ¡Has re-


suelto en siete minutos una historia que nosotros llevamos
años tratando de resolver!

GABRIELA.— Creo que uno de los fallos de la historia es


que no conocemos a la familia. La familia siempre se nos
presenta como un bloque de malvados. ¿No hay contradic-
ciones entre ellos?

GABO.— Es cierto. Nos hace falta saber qué clase de familia


es ésta. Y el propio marinero, ¿quién es? ¿Habla español, por
ejemplo? |
GABRIELA.— No hay por qué descartar esa posibilidad. Sería

una convención como otra cualquiera.

78

GABO.— Está claro que a estas alturas el nieto debería


ser huérfano de padre y madre. Por eso la abuela lo quiere
más. Él es la prolongación de su padre, el hijo predilecto de
la vieja.

MANoLo.— Los padres podrían estar vivos, pero divor-


ciados y sin contacto entre ellos.

GABO.— No, deben estar muertos. Aquí no nos queda


más remedio que facilitarnos las cosas.

GABRIELA.— Si los padres murieron, ¿por qué nadie


acudió a la familia paterna para que se hicieran cargo del

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pobre huerfanito?

Prruka.— Porque ya no era un niño. Él, muertos sus pa-


dres, debía arreglar sus papeles, cumplir su Servicio Militar,

GABO.— Un dato que ayudaría a la credibilidad de la his-


toria: el nieto era marinero cuando murió. Por eso buscan un
marino. La abuela tiene fotos del nieto con uniforme.

PITUKA.— Ingresó en la Marina cuando murieron sus pa-


dres. Él debía tener algo más de dieciocho años, que es la edad
a la que se ingresa al Servicio Militar en los Estados Unidos.

GUTO.— La vieja no puede tener fotos de él como marino


porque se daría cuenta de la suplantación. ¿Cuánto tiempo
hace que recibió las fotos?

GABO.— El nieto le mandó unas instantáneas, los rasgos


no se distinguen bien. Además, el otro se le parece, realmente.

GABRIELA.— El hijo de la abuela, el primogénito —vamos a


llamarlo José- se había casado con una americana. José muere
y la viuda decide llevarse a su hijito para los Estados Unidos.
La abuela, con dolor en su corazón, tiene que permitir que se
lleven a su nietecito querido.

79

GaBo.— Es bueno saber todas esas cosas, porque cuando


menos uno lo espera hay un lector o espectador que hace ese
tipo de pregunta y nos pone la historia a patinar.

GABRIELA.— Pasan los años y muere la viuda cuando ya el


hijo estaba a punto de ingresar en la Escuela Naval. La abue-
la está al tanto de todo eso.

GaBo.— Y le escribe al nieto: “¿Por qué no vienes? Ven a


conocer a tu familia”.

GABRIELA.— Uno se explica el amor, tal vez mezclado


con lástima, que siente la abuela por ese nieto. Y los celos
del tío —llamémosle Pedro—, el otro hijo varón de la abue-
la.

GABO.— Ese Pedro, llegado el momento, puede instigar al


crimen...

GABRIELA.— Él nunca quiso a su madre, o mejor dicho,


nunca se sintió querido por ella. José siempre fue el predilecto.
En cambio, la muchacha, hija de Pedro, sí quiere a la abuela.
Y a lo mejor se enamora del supuesto primo, desde que lo ve
en el muelle.

ELIZABETH.— O sea, que la abuela tuvo dos hijos: José,

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el predilecto, que muere y deja viuda a la gringa, y Pedro,
que ha ido acumulando su rencor a lo largo de años. Es el
padre de la chica. Por cierto, tanto Pedro como su mujer le
hacían imposible la vida a José y la gringa, a lo mejor ésta se
va por eso... Y ahora, cuando el supuesto nieto vuelve, Pedro
echará a andar el mecanismo de la tragedia. Él y la esposa, que
es una arpía también.

GuTo.— Serán ellos los que organicen el asesinato de la


abuela.

80

GABRIELA.— La chica, en cambio, no sospecha nada. Es


más, se ha enamorado del joven en secreto.

GABO.— A mí me gustaría que todo ocurriera en el curso


de una semana, mientras el barco está anclado en el muelle.

GABRIELA.— No es complicado. Tenemos sólo media


docena de personajes.

ELIZABETH.— Una cosa no queda clara: si el verdadero


nieto ha muerto, ¿por qué no acaban de decírselo a la vieja para
que le dé un infarto, y ya salen de eso?

GABO.— Porque la muerte de la vieja, en esas condiciones,


sería un problema para ellos, relacionado con la herencia tal
vez. Por alguna razón que todavía no conocemos, necesitan
que el supuesto nieto esté allí.

GABRIELA.— Ellos saben que la vieja va a dejarle toda su


fortuna.

GABO.— ¡Qué pena! ¿Es un simple drama de dinero lo


que estamos haciendo? ¿No podríamos pensar en algo más
original? |

ELIZABETH.— El verdadero nieto no murió. Perdieron


contacto con él, pero saben que está vivo. Es más, volvemos a
la idea inicial de que le han hecho creer a la vieja que se han
estado comunicando con él todo el tiempo.

GABO.— Se me acaba de ocurrir un escopetazo: el nieto


no existió nunca. José y la gringa le hicieron creer a la vieja
que habían tenido un hijo y se ocuparon de mandarle postales
de cumpleaños y retratos ajenos.

GUTO.— ¿Y por qué lo hicieron? ¿Qué pretendían con eso?

GABRIELA.— La gringa se fue embarazada y perdió el niño


allá. No quisieron decírselo a la vieja.

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GABO.— Inventaron al nieto para no perder el vínculo


con la abuela.

ELIZABETH.— Pero eso invalida la escena inicial, la de la


joven con la foto en el muelle.

GABO.— No, porque de allá mandaban fotos, cartas,


recuerdos...

GuTo.— La vieja guarda un secreto que sólo va a contarle


al nieto, y a nadie más. Por eso también necesitan al marinero.

GABO.— En eso estamos hace años: la vieja guarda un se-


creto, sí, pero ¿cuál? Uno empieza a sospechar que da lo mis-
mo que el nieto viva, muera o no haya existido nunca. Desde :
el momento en que el marinero baja del barco y la muchacha
lo aborda, no hay modo de parar esa historia.

IGNACIO. — Pero tampoco hay modo de sacarla adelante.

GuTo.— La vieja al parecer tuvo dos hijos, ¿no? ¿Y si uno


de ellos, el tal Pedro, no era hijo suyo realmente?

IGNACIO.— Entonces no se necesita un nieto.

GABO.— Le inventan un nieto para sacarle dinero. Aun-


que pensándolo bien, ¿la abuela no le mandaría dinero a José
y a la gringa si no mediara el nieto? ¿Qué clase de mujer es ésa?

GuTo.— Una abuela desalmada.

ELIZABETH.— Y muy estúpida, para dejarse engañar du-


rante veinte años.

GABO.— No dramaticemos tanto la invención del nieto.


El drama consiste en saber par qué necesitan ahora que apa-
rezca. Yo veo la escena así: el joven marinero llama a la puerta,
se presenta como el nieto perdido y es recibido por la abuela
con los brazos abiertos. ¿Murió el verdadero nieto o no ha
existido nunca? Nadie lo sabe, ni siquiera el espectador.

82

¿Cuándo vamos a revelar el secreto, sea cual sea? Tampoco lo


sabemos. El núcleo de la historia está en la suplantación.
Una vez que el marinero entra en el juego, lo demás debe ca-
er por su propio peso.

GUTO.— ¿Por qué?

GABO.— Porque el planteamiento es muy simple. El de-

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senlace debe ser ingenioso y sorprendente, pero no tiene por
qué ser complicado.

GUTO.— ¿Y si en vez de contar la historia de una abuela y


un nieto contamos la de un hijo y un padre? El marinero no
suplantará a un nieto, sino a un padre.

GABO.— La idea no es mala. Hay un niño sin padre en la


familia. Mejor dicho, un niño que no conoce o no recuerda
a su padre. Siempre le han dicho que como es marinero, se
pasa la vida viajando. Pero llega el momento en que su pre-
sencia no se puede aplazar más y deciden conseguir un papá
para el niño. ¿Por qué no?

GUTO.— ¿Qué le ofrecerían al falso papá?

GABO.— Es un papel que podría ser desempeñado por


cualquier amigo de la familia que el niño no conozca.

MANOLO.— Nos sacamos a la vieja de encima.

GABRIELA.— Hemos dado la vuelta en redondo. Llegamos


a un punto muerto.

GABO.— Otro intento fallido.

MANOLO.— Entre nosotros, cuando uno cree que debe seguir


dándole vueltas a un asunto, se dice: “Tenemos que seguir dándo-
le taller”. ¿Vamos a seguir “dándole taller” al niño o a la vieja?

GABO.— A ninguno de los dos. Yo no suelo dar consejos,


pero les voy a pedir un favor: cuando salgan del taller, no sigan

83

pensando en la historia que hemos discutido, porque se les in-


digesta. Aquí, como en una carpintería, cuando uno termina
tiene que dejar a un lado los instrumentos, no llevárselos para
la casa... Aquí se apaga el equipo y no se vuelve a prender hasta
el otro día. De lo contrario, ¿qué ocurre? Que no descansas,
que llegas al día siguiente aturdido, ojeroso, bloqueado por la
cantidad de cosas que imaginaste, que soñaste..., ninguna de
las cuales, probablemente, sirva para nada.

MANOLO.— Me pareció entender que a veces tampoco


usted puede “desconectar”, que hay historias inconclusas que
no logra sacarse de la cabeza.

GABO.— Yo diría que son obsesiones intermitentes. Vienen


y se van... Recuerdo la de un patricio mexicano convertido en
presidente de la República por obra de las circunstancias; la de
una mujer que se suicida sin causa aparente... Pero ahora creo
que sería mejor que discutiéramos una experiencia personal.
Está demostrado que cuando uno parte de una experiencia

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personal, le resulta más fácil hacer avanzar la historia. No es ni
mejor ni peor, es más cómodo, simplemente. ¿Quién quiere
hacer la prueba?

ELIZABETH.— A mí me pasó una cosa en Nueva York, hace


ya veinte años...

GABO.— Disculpa, Elizabeth, pero veo que Guto también


tiene algo que contar. ¿Le cedes la palabra?

ELIZABETH.— Claro que sí. Excúsenme. No me di cuenta


de que había otros voluntarios.

GABO.— A ver, Guto, cuéntanos esa aventura...

84

EL SOFÁ

GUTO.— Hace unos años fui a pasar el verano con mi


familia en el balneario de Bariloche y allí conocimos a una
pareja de Buenos Aires que parecía estar de luna de miel.
Muy simpáticos los dos. “Tuvimos ocasión de comer juntos,
salir juntos de excursión, y llegó a crearse así una cierta rela-
ción de amistad. Supimos que llevaban varios años de casados,
tenían dos hijos y dirigían una agencia de contactos personales,
gente que quería conocer a personas afines...

ELIZABETH.— Una agencia de Corazones Solitarios...

GABO.— Qué bien. Me gustaría que armáramos una buena


historia de Corazones Solitarios.

GUTO.— Unos meses después, cuando yo me traslado a


Buenos Aires a estudiar cine, mis padres vienen a visitarme y
decidimos llamar a Peter para saludarlo e invitarlo a tomar un
café. Yo estaba viviendo en un pequeño hotel, cerca de su
departamento.

ELIZABETH.— Peter era el hombre de la pareja.

GUTO.— SÍ. Viene —muy amable, como siempre— y nos cuen-


ta que se había separado de su mujer y que ambos continuaban

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en el mismo negocio, pero por separado. Él estaba viviendo


solo, en un departamento de dos piezas, y allí mismo me in-
vitó a mudarme con él. “Sólo tenés que comprar un sofá y
colocarlo en la sala, para dormir allí”, me dice. Para mí era
una oferta muy atractiva, porque el hotelito me resultaba caro,

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pese a ser muy modesto. Así que compro el sofá, lo llevo para
la casa, y Peter me aclara: “Bueno, mirá, acá solamente hay
que tener cuidado con una cosa: tenés que dejar el departa-
mento a mediodía y no volver hasta después de las diez de la
noche, porque yo, durante el día, le dejo el departamento a
una psicóloga amiga, para que lo use como consultorio.” Bueno,
diariamente yo me iba a mediodía, visitaba a algún compañero,
me movía por todo Buenos Aires, para conocer la ciudad, iba
a la Escuela —para eso estaba allí- y terminaba las clases como
a las once de la noche. Así que a medianoche ya estaba de
vuelta al departamento.

ELIZABETH.— Y todo tranquilo.

GuTo.— Sin problema. Pura rutina. Hasta que una noche


llego al edificio a la hora de siempre, subo en el ascensor, salgo
al pasillo, saco la llave, abro la puerta... ¡y fue como entrar en
el set de una película porno!

GABO.— Era de esperar.

GUTO.— ¿Sí? Yo no me lo esperaba.

GABO.— Tú eras un niño ingenuo. Venías del interior.

GUTO.— Sí, tengo que reconocerlo. Cuando vi que en mi


sofá...

GABRIELA.— Eso fue lo que te dio coraje. Que estuvieran


usando tu sofá.

MANOLO.— En una sesión práctica de psicoanálisis.

86

GUTO.— Imagínense cuál no sería mi sorpresa. Allí estaba


una amiga de Peter, que él me había presentado alguna vez,
agarrada del sofá con dos hombres y, al lado, una mujer —a la
que nunca le vi la cara— con otro hombre arrodillado junto a
ella. Y yo me quedo mirándolos, pasmado, y ellos se vuelven
y me miran como a un fantasma. Y yo sólo atino a decir:
“Perdón”, y a cerrar la puerta. Estaba temblando. “¿Me habré
equivocado de piso?”, pensé.

GABO.— No reconociste tu sofá.

GABRIELA.— No seas cruel, Gabo. Deja que el muchacho


termine su cuento.

GUTO.— El shock fue tremendo. Yo corro al ascensor y


mientras espero veo que sale esta amiga de Peter, con las
tetas al aire, y me dice: “¡Ay, Guto, disculpáme, es que Peter
me prestó el departamento para hacer una fiestita con los
amigos... No te invito a pasar porque estos atorrantes te van

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a coger.”

MANOLO.— ¿A coger

GUTO.— Ya sabés lo que quiere decir eso, ¿no?

MANOLO.— ¡Qué bárbaros! Era una broma, supongo.

GUTO.— Yo prefería no tratar de averiguarlo. Ella seguía


allí, en el pasillo, diciéndome que la fiestita había terminado
y que saliéramos a tomar un café...

GABO.— Quería seguir la juerga contigo.

GUTO.— Llegó el ascensor, me despedí, bajé, y cuando


atravieso el vestíbulo veo que viene Peter, consultando su
reloj. Parece que me había estado esperando abajo, pero por lo
visto salió un momento, justo cuando yo llegué.

GABO.— Te quiso atajar, impedir que subieras.

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GuTO.— Parecía preocupado. Me dice: “Vení, Guto,


venía jugar una partida de billar y a tomarte una ginebra
conmigo”. ¡A esas horas, Dios mío! Tres cuadras más abajo
entramos a un salón de billar. Le cuento lo que había pasado
y me dice: “Sí, hombre, sí, se me olvidó decírtelo, que esta
amiga me pidió prestado el departamento para dar una fies-
tita”. Estuvimos como una hora allí. Al volver, voy a la cocina,
buscando no recuerdo qué, y al abrir el cajón de los cubiertos
veo un rollo de billetes, como ochenta dólares, más o menos.
Cerré tan rápido que él no se dio cuenta. En el piso había
varias cajas de pizzas y como diez botellas de champán vacías,
y él, haciéndose el tonto, viene y me dice: “Mirá cómo me
han dejado esto”, pero entretanto abrió el cajón de los cu-
biertos y sacó el dinero, sin advertir que yo me había dado
cuenta.

ELIZABETH.— El hombre tenía una casa de citas, en


realidad.

GuTo.— Tal vez engañaba a los incautos, haciéndoles


creer que aquellas eran mujeres solitarias que buscaban pa-
reja.

GABO.— Cobraba la renta de su garconniere, pero el sofá


le salía gratis.

MANOLO.— Debió de haberte dado una comisión, Guto.

ELIZABETH.— De todos modos, la garconniére de Peter


parece haber sido más modesta que la de José Carlos Alves dos
Santos.

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GuTo.— Estoy seguro. Pero volviendo a mi historia:


una semana después estoy en el departamento con un gru-

po de compañeros —íbamos a filmar un corto— y suena el

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teléfono y era esta mujer, la amiga del sofá, que me dice:


“Ah, Guto, qué lindo que sos... Mirá que mi amiga y yo nos
quedamos encantadas con la cara que pusiste al vernos. Esta-
mos locas con vos, ¿por qué no te venís con nosotras a tomar
un cafecito?” Me entró miedo, sólo atiné a decirle que la lla-
maría después, pero por supuesto que no lo hice. En realidad,
tenía la impresión de que si me ponía en contacto con ella, al-
go horrible me iba a suceder.

GABO.— Horrible o rico.

ELIZABETH.— O peligroso.

GUTO.— Me asusté tanto que antes de que pasara un mes


ya me había mudado de lugar. Para una pensión.

ELIZABETH.— ¿No volviste a ver a Peter?

GUTO.— Nunca más traté de hacer contacto con él. Y a


cada rato me asaltaba la duda: ¿Qué hubiera pasado si llego
a aceptar la invitación al cafecito?

GABO.— La historia es muy buena. Y muy original. “Tengo


la impresión de que si le añades algo, se estropea. .

GUTO.— ¿Te parece que cierra?

GABO.— Como comedia, terminaría con una secuencia


donde tú vas a dejar el sofá en una casa de empeños y descubres
que la prestamista es la mujer.

GUTO.— En serio, ¿no necesita un final?

GABO.— Imagínatela como una historia policiaca. Un se-


ñor muy respetable, con las sienes plateadas, responde al
anuncio de una agencia sentimental, creyendo que va a en-
contrar una pareja, y cae en una trampa.

GUTO.— ¿Qué clase de trampa?

GABO.— No sé. Algo extraño. Una situación rara.

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MANOLO.— ¿Y si fuera el respetable señor el que estuviera


metido en algo raro? Va a la agencia buscando una coartada,
por ejemplo.

GaBo.— Lo que tú puedes asegurar, Guto, es que nunca


volverás a recibir una sorpresa así.

GuTO.— ¿Ver cinco caras así, como aquéllas que se que-


daron mirándome? Seguro que no.

GaBo.— Te pareció que estaban a un palmo de tus narices,


¿no es cierto? Era un 200%.

ManoLo.— De ángulo ancho, para poder abarcar las cinco.

Gaño.— Lo que está muy claro es que si se hace una


película con esta historia debe llamarse El sofá.

GABRIELA.— El sofá de Guto.

MANOLO.— Cinco en un sofá.

Guro.— Por cierto, cuando me mudé y fui a buscarlo,


me di cuenta de algo, que tenía una mancha de lápiz labial
en el borde... ¡Era de aquella mujer que lo había estado
mordiendo!

GABO.— No sigas, Guto, que a ese paso la película va


a durar cinco horas, como la primera versión de Los siete
samurais.

GuTo.— Nunca le había contado a nadie esta historia antes


de venir aquí.

GABO.— No sé cómo te las arreglas para contarla en tono de


comedia. ¡Con las cosas terribles que pudieron haber pasado!

ELIZABETH.— El sofá pudiera ser también la historia de


una iniciación. Un joven inocente, criado en una ciudad
del interior, viaja a la capital y descubre los oscuros abismos
del alma humana.

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MANOLO.— ¿Qué edad tenías tú entonces, Guto?

GUTO.— Dieciocho años.

GABO.— Hay algo que no me queda claro. ¿Quién era Pe-


ter? ¿Qué quería contigo? ¿Por qué te invitó a vivir en su casa,
sI tenía esos compromisos extraños?

GUTO.— Quizás para que pagáramos los gastos a medias.

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A él nunca le alcanzaba el dinero. Tenía más de cuarenta años
y estaba completamente alcoholizado: creo que se tomaba dos
o tres litros diarios de ginebra.

ELIZABETH.— ¿Pero tú pagabas renta?

GUTO.— No, pero compartía los gastos de teléfono, elec-


tricidad, gas...

GABO.— Si supiéramos por qué quería él que tú estuvie-


ras allí, tendríamos la historia completa. ¿No te habrá echado
el ojo desde Bariloche?

GUTO.— ¿En qué sentido?

GABO.— ¿No te parece raro que te ofrezca su casa cuando


tiene todo el problema ese de los horarios, y la psicóloga, y las
amiguitas, etcétera, etcétera? Y en cuanto a la esposa, ¿volvis-
te a verla en Buenos Aires?

GUTO.— SÍ, vivía con sus hijos: dos del marido anterior y
uno, el más pequeño, de él.

GABO.— Tú estás vivo de milagro, Guto. Por menos


que eso que tú hiciste, entrar mansamente en esa ratonera,
han descuartizado a un tipo, lo han metido en un talego y
lo han mandado p'al carajo.

ELIZABETH.— ¿Seguro que el hombre no era homosexual?

GUTO.— No, al contrario, siempre llevaba amigas a su


cuarto. |

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MANOLO.— ¿Amigas o travestis? A lo mejor el tipo era


ambidextro.

GABO.— ¿No te estaría engordando para venderte?

GUTO.— ¿A mí? ¿Para venderme a quién? ¿A sus mujeres?

GaBOo.— Era un perfecto tarado, puedes estar seguro. ¡Y


tú caes en sus manos con dieciocho añitos!

GuTo.— Quizás era un poco chiflado, pero no creo que


fuera peligroso. Y en definitiva fueron sólo dos o tres meses...
Después agarré mis bártulos y me fui a la pensión. Una pen-
sión sin baño privado y con muchas ratas...

GABO.— Pero con un sofá para ti solo, ¿no es cierto?

GuTo.— Gracias, Elizabeth. Ya podés confesarte..

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GABO.— Sí, cuéntanos... ¿Qué fue lo que te pasó en Nueva
York hace veinte años?

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SOBRE LA INVOLUCIÓN DE LAS ESPECIES

ELIZABETH.— Fue en una gran exposición, una feria, algo


así como Disneylandia. Se recorría el lugar en un trencito,
lo que permitía ir visitando por zonas el mundo del futuro,
lleno de naves espaciales, telescopios, Juguetes electrónicos,
guerra de las galaxias... Todo impresionante. Y en un área
apartada, donde había una especie de zoológico dedicado al
continente africano, se alzaba una jaula gigantesca dentro
de la cual había un gorila. Llamaba la atención que estuviera
sentado en una piedra, en la posición normal del homo sa-
piens. Pero cuando veía acercarse a los turistas, corría a aga-
rrarse de la reja y empezaba a gritar. Sentí temor. Y de
pronto el temor se convirtió en espanto cuando me di cuenta
de que yo estaba entendiendo sus gritos. “¡Pindamonhangaba
Caraguatatuba!”, gritaba..., y el corazón se me quería salir
del pecho, porque esos eran nombres de lugares, de ciudades
brasileñas... Sí, ahora ustedes se ríen, yo misma me río, pero
les juro que en aquel momento mi turbación era tan grande
que no sabía qué hacer. Descubrir que aquel gorila, o mejor
dicho, aquel prospecto de homo sapiens, era en realidad un

93

compatriota mío, me deprimió: sentí pena, rabia, vergilenza...


Y cuando me repuse, pensé: aquí hay una película.

GABO.— Habría que empezar por preguntarse quién era


ese hombre, cómo vivía en Brasil, por cuántas cosas pasó antes
de llegar a convertirse en un gorila neoyorkino. ¿Se dan cuenta?
¡Es Darwin al revés! No cómo el gorila llegó a ser hombre,
sino...

ELIZABETH.— Es la involución de las especies.

GABO.— Dime una cosa: ¿qué era lo que gritaba el ti-


po?

ELIZABETH.— Nombres indígenas. Hay zonas playeras


cerca de Sáo Paulo que se llaman así, Pindamonhangaba y
Caraguatatuba, de manera que yo lo oía gritar y pensaba,
sobresaltada: “¡Dios mío, qué es esto! ¡Estoy entendiendo el
lenguaje de los simios!”

GABO.— Y cuando te diste cuenta de que el gorila era en


realidad un compatriota tuyo, ¿no se te ocurrió acercarte y de-

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cirle algo?

ELIZABETH.— No. Me quedé petrificada, muda. En ese


momento venía otro trencito y me monté corriendo, para ale-
jarme de allí. Y en el trayecto me puse a pensar: ¿Cómo llegó
este infeliz aquí? ¿Cómo este pobre negro brasileño encontró
la manera de sobrevivir en un país como los Estados Unidos?
Era una cosa loca, surrealista.

GABO.— ¿Tú te casarías con el gorila?

GABRIELA.— ¿Con el gorila o con el hombre que hacía de


gorila?

Gaño.— Estoy pensando en la posibilidad de que fuera

un gorila, no un hombre, el que estuviera dentro de la jaula.

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Un gorila educado, de buenas costumbres, con perfecto


dominio del idioma, puesto que habría nacido en Parabam-
bubo o cualquier otro sitio parecido... Y tú lo descubres en-
jaulado y él te cuenta la tragedia de su vida... En ese caso,
¿Qué harías?

ELIZABETH.— No lo sé. De todos modos, no es ésa la


historia que me gustaría contar.

GABO.— Quise reducir al absurdo el aspecto de la cuestión


que más me interesa: el del desarraigo, el de la soledad...

GABRIELA.— Un ser humano enjaulado —y exhibido como


un mono-— no deja de ser una buena metáfora.

GABO.— ¿Se imaginan ustedes la tragedia de la esclavitud


africana? Una mañana el hombre deja a su mujer y sus hijos
en la choza y sale a cazar. Y ese día lo agarran, lo atan, lo tras-
ladan a la costa, lo encadenan, lo meten en la sentina de un
barco... No más mujer, no más hijos, no más ríos, no más
árboles ni pájaros conocidos, no más nada... La familia, ¿qué
pudo haber pensado? ¿Que se lo comió un león? ¿Que se lo
llevó el diablo? Y él, si sobrevivía a los dos o tres meses de
navegación, hacinado con otros muchos en el fondo del barco,
¿qué sentiría al ver que lo bajaban a tierra, lo vendían, se lo
llevaban a una plantación... ¡y a trabajar de sol a sol, bajo el
látigo de los mayorales! ¿Se imaginan lo que pasaría por esa
cabeza, en los escasos momentos de descanso? ¿Se imaginan
la carga de estupor, de amargura, de tristeza, de nostalgia?...
¿Cómo no iban a cantar y a tocar tambores y a bailar como
posesos, cada vez que recibían permiso? Había que exorcizar
ese horror. Había que buscar un lenguaje que les permitiera
expresarse y comunicarse.

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GABRIELA.— Sí, porque al sacarlos de su mundo los dejaban


sin referencias concretas para entender y tratar de explicarse la
nueva situación. En su lengua tal vez no era posible formular
con claridad las ideas de esclavitud, separación, nostalgia...
Debe ser angustioso, eso de quedarse flotando, de pronto, en
un vacío total.

GABOo.— Tenemos que hacer una película de horror, algún


día, que no utilice esos monstruos sofisticados de ahora, ni
esos autómatas siniestros que sólo sirven para provocarles
pesadillas a los niños.

Mónica.— Es la manipulación sistemática del horror.


Muy lucrativa, por cierto.

GABO.— ¿Por qué no podemos nosotros volver a los


monstruitos de nuestra infancia? Podríamos ponerles un poco
de pimienta, inclusive. Podríamos hacer una versión porno de
Caperucita Roja, por ejemplo: el Lobo se disfraza de Abuelita
para echarse a Caperucita.

MANOLO.— ¿Y cómo terminaría la historia?

GaBo.— Eso es lo que habría que inventar.

96

TERCERA PARTE

EDIPO EN COLOMBIA

Gaño.— Hoy vengo dispuesto a hacer un ejercicio de hu-


mildad, como guionista de Edipo Alcalde. Aquí con nosotros
está Jorge Alí Triana, que dirigirá la película. ¿Pudieron leer el
guión?

GurTo.— Hay algo que salta a la vista y que todos que-


remos saber: ¿Por qué se han mantenido en el guión los
nombres de los personajes de Sófocles?

Gaño.— Para jugar limpio, con las cartas sobre la mesa.


La única excepción es la del propio Edipo, porque el nombre
es muy feo.

SENEL.— Pero el nombre sí aparece en el título.

GuTo.— Que el espectador de la película sepa de antemano

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a qué atenerse con los personajes —porque Yocasta se llama
Yocasta y Creonte, Creonte-, ¿es bueno o malo?

SENEL.— Te refieres al espectador enterado, ¿no?, al que


ha leído la tragedia.

GABO.— El director y yo hemos hablado de eso y todavía


no nos hemos puesto de acuerdo.

JORGE ALf.— Manteniendo los nombres, creo yo, privamos

99

al espectador del elemento sorpresa, le quitamos la posibi-


lidad de ir construyendo su propia historia con los datos que
va aportando la película. Como bien dice Guto, el espectador
que haya leído a Sófocles sabrá lo que va a pasar.

GABO.— Eso puede ser así, a nivel de teoría. Pero la


historia de Edipo, con variantes, viene repitiéndose desde
hace siglos y a nadie ha dejado de gustarle. Si nosotros esta-
mos haciendo una simple versión de Edipo Rey adaptada a
otro momento y otro país, si no estamos tratando de ocultar
nada ni de engañar a nadie, ¿por qué no decirlo abierta-
mente? Esto es Sófocles, sí señor, pero a la vez es algo dis-
tinto. Confieso que si los nombres de los personajes fueran
feos, lo pensaría dos veces, pero ¿se imaginan nombres más
bonitos que esos, Yocasta y Layo, por ejemplo? No sé cómo
funcionarán en la película, pero a mí me hubiera resultado
muy difícil escribir esta historia cambiando los nombres. Es
más, voy a confesarles una cosa: demoro mucho buscando
el nombre de mis personajes. Tanto, que van cambiando de
nombres en el camino hasta que encuentro uno que me con-
vence, que me permite creer en él. Sólo entonces el personaje
cobra vida y echa a andar por su cuenta. En el caso de Edipo,
los únicos nombres que me convencían, los únicos en los
que lograba creer, eran los que había usado el propio Sófocles.
Me acostumbré a ellos desde que yo era joven y leí por pri-
mera vez Edipo Rey. Fue tal la conmoción que me produjo
aquella historia en la que el investigador descubre que el
asesino es él mismo —y todo lo que eso significa—, que ya
no me cupo en la cabeza que unos personajes que actúan
exactamente igual se llamen de manera distinta. Ahora

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bien, dicho esto me apresuro a añadir que si el director


—que es el dueño de la película— decide cambiar los nom-
bres —porque tiene la inmensa fortuna de ver a los persona-
jes de Sófocles con nombres que no son los de Sófocles—,
entonces yo no tengo más remedio que morirme de envidia

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y aceptar que la cosa sea así.

IGNACIO.— Yo creo que el nombre es parte del perso-


naje, tanto como pueden serlo sus brazos y su pelo; y reco-
nozco que hay que tener mucho valor para traer ciertos
personajes a la actualidad, desde una distancia de tres mil
años. Pero no logro creer que un personaje que se llame
Edipo o Creonte pueda formar parte de la realidad actual.
No logro creerlo.

GuTo.— Es que Sófocles se interpone entre nuestra realidad


y nosotros. A mí los nombres no me dejan entrar en Colombia,
actúan como una barrera.

GABO.— Para mí, el hecho de que la historia remita a


Sófocles no es un defecto, sino una virtud. Lo veo como un
factor positivo.

IGNACIO. — Pero ésa no parece ser la opinión del director.

GABO.— Ya tendremos ocasión de volver a oír al director.


En cuanto a mí, les digo una cosa: lo único que quiero es
producir en el espectador una conmoción semejante a la que
experimenté al descubrir el libro. Casi me atrevería a decir
que Edipo Rey fue la primera gran conmoción intelectual de
mi vida. Ya yo sabía que iba a ser escritor y cuando leí aquello,
me dije: “Éste es el tipo de cosa que quiero escribir”. Yo había
publicado algunos cuentos y, mientras trabajaba en Cartagena

como periodista, estaba tratando de ver si terminaba una

101

novela. Recuerdo que una noche hablaba de literatura con un


amigo —Gustavo Ibarra Merlano, que además de poeta es el
hombre que más sabe en Colombia sobre derechos de adua-
na—, y viene y me dice: “Nunca llegarás a nada mientras no le-
as a los clásicos griegos”. Yo me quedé muy impresionado, así
que esa misma noche lo acompañé a su casa y me puso en las
manos un tomo de tragedias griegas. Me fui a mi cuarto, me
acosté, empecé a leer el libro por la primera página —era Edipo
Rey, precisamente— y no lo podía creer. Leía, y leía, y leía
—empecé como a las dos de la madrugaba y ya estaba amane-
ciendo—, y cuanto más leía, más quería leer. Yo creo que desde
entonces no he dejado de leer esa bendita obra. Me la sé de
memoria. Para escribir el guión no tuve que volver a leerla. Y
ahora me pregunto, en mi condición de guionista: “¿Lograré
que un solo espectador, viendo la película, sienta lo que yo
sentí al leer el libro por primera vez?” Si así fuera, como suele
decirse, me daría por satisfecho.

GUTO.— Pero eso mismo es lo que estamos planteando. A


ti te deslumbró la obra porque no la conocías previamente. El

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espectador, en cambio...

GABO.— No seamos ingenuos. Si el conocer Edipo Rey te


impide disfrutar Edipo Alcalde, entonces el problema no es de
nombres... La cosa es más seria.

JORGE ALÍ.— Quisiera introducir un matiz, a propósito


de lo que dije antes. ¿Cuántas veces va uno a ver Hamlet,
aunque sepa lo que va a pasar? Me contradigo a sabiendas
porque tenemos que evitar las simplificaciones. El niño lee,
oye o va a ver al teatro la historia de Pinocho, y no se cansa
de repetirla porque lo que disfruta es el proceso, aunque

102

conozca de antemano el resultado. Es más, hasta eso le satis-


face, ver cómo las cosas ocurren tal como él las espera. Uno va
a ver Otelo y sabe que en la última escena Otelo va a ahogar a
Desdémona, pero, ¿qué importa? Lo que uno quiere ver es có-
mo ocurre, de qué modo se conducen los actores, qué nuevos
elementos escénicos entran en juego...

GABO.— Lo más difícil de lograr con los niños es que ac-


cedan a oír otro cuento. Uno les cuenta Caperucita Roja —o se
los pone en un disco o en vídeo— y al otro día va a contarles
Blancanieves o El gato con botas, por ejemplo, y el niño lo re-
chaza: quiere volver a oír Caperucita Roja. Y tienes que com-
placerlo, o a lo sumo, hacer una trampita mostrándole
versiones ligeramente distintas, aunque entonces corres el ries-
go de que el niño se pase todo el tiempo rectificando las va-
riantes como si fueran errores. Nuestro gran triunfo
consistiría en lograr que el niño entienda que los cuentos per-
tenecen al mundo de la ficción y que ese mundo tiene innu-
merables vías de acceso. Se puede entrar a él por cualquiera de
sus puertas. Uno no tiene por qué encerrarse en un solo espa-
cio, porque todos los espacios de ese mundo están encantados
y vale la pena conocerlos.

JORGE ALf.— Es más, el niño se aficiona a determinados


pasajes, a determinadas escenas, y quiere detenerse en ellas,
exige que uno les dedique más tiempo.

GABRIELA. — Ésa es una de las características del mito, el


placer que proporciona su repetición. El mito se renueva
constantemente a través de los ritos, que no son más que un
repertorio de signos que te sitúan ante el misterio, ante lo des-

conocido, pero después, de inmediato, te devuelven al terreno

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de la rutina. No sé si me explico. Hay un momento de incer-
tidumbre, pero enseguida todo vuelve a estar en orden. El ser
humano halla placer en ese juego, como lo halla en el vértigo
de la montaña rusa.

GABO.— Lo que más me conmovió de Edipo Reyen 1949 fue


su enorme parecido con la situación de Colombia. Después, con
los años, me di cuenta de que no se trataba de Colombia, sino de
la vida, y que podía parecerse a cualquier otro lugar del mundo.
Pero volviendo a nuestro tema: ¿Y si los personajes de la película
no tuvieran nombre y se identificaran sólo por su carácter?

IGNACIO.— Yo soy de los que ha ido al teatro varias veces


a ver Hamlet o La casa de Bernarda Alba para observar cómo
recrean la obra y comparar la puesta en escena con otras ante-
riores. Pero en el cine, me parece, eso no funciona así. Al cine
uno va a sorprenderse. ¿En el original Edipo se acuesta con su
madre? En el cine yo espero que haga otra cosa.

GABO.— En mi guión se acuestan, pero en Sófocles, no.


En Sófocles todo eso sucedió ya.

IGNACIO.— Bueno, yo voy al cine sabiendo que hay un in-


cesto, y para mí no tiene gracia verlo en pantalla. ¡Si Edipo se
acostara con la criada...!

GUTO.— Por ese camino terminaríamos como aquel escolar


que escribió en su libreta: ÍLa mosca es un incesto”.

MANOLO.— Yo me preguntaba, cuando terminé de leer el


guión: “¿Esto es Edipo o una versión libre de Edipo?” Porque
cabría la posibilidad de cambiar los nombres e incluso el título
de la película —podría llamarse, digamos, El hombre que burló a
la guerrilla— y sin embargo no habría manera de ocultar que está

basaba en Edipo...

104

GABO.— ¿Y tú qué hubieras preferido? ¿Que no lo estuviera?

MANOLO.— Yo sentí que al final la historia se desbalanceaba.


Cuando entra Tiresias...

GABO.— El final es Sófocles, sin cambios.

MANOLO.— Yo esperaba algo menos trágico.

GABO.— Bueno, lo que tú estás diciendo, si te he enten-


dido bien, es que tú lo hubieras hecho de otra manera.

MANOLO.— No sé, no estoy seguro.

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GABO.— Estás en tu derecho. Lo mejor que tiene una
discusión como ésta es que se trata de una típica discusión
de cineastas. Uno presenta un guión y nadie lo analiza; cada
quien dice o da a entender que él lo hubiera hecho de otra
manera. Eso, entre guionistas. Con los directores es todavía
peor. Si Jorge Alí no quisiera filmar este guión, yo podría
encontrar diez directores dispuestos a hacerlo, pero cada uno
a su manera y todos de forma distinta. ¿Saben por qué? Porque
la mayoría de ellos se pasa años tratando de hacer su película,
la película de sus sueños, y a lo sumo logra hacer la que le exigen
la industria y el mercado... De modo que cuando les cae entre
manos un proyecto como éste, lo toman como pretexto para
realizarse y empiezan a decirte: “Esto está bien, pero sería
mejor hacerlo de esta otra forma”, o “¿Qué te parece si aquí,
en lugar de esto, usamos esto otro?” Y al final la historia se te
convierte en algo distinto, tan distinto que cuando vas a verla
en pantalla casi no la reconoces y tienes que preguntarte:
“¿Esto fue lo que yo escribí?”

ELIZABETH.— Noto en el guión una tendencia a presentar


el conflicto político colombiano en forma de parlamentos,
de discurso. Casi siempre en conversaciones entre el cura y

105

el alcalde. El cura explica el problema de los grupos paramili-


tares, etcétera. ¿Por qué? ¿No podía darse esa información por
medio de imágenes?

GABO.— ¿Y por qué no a través del diálogo?

ELIZABETH.— No siempre el diálogo es la mejor solución.

GABO.— La infuencia de lo teatral no puede negarse. En


el guión, sobre todo al principio, hay como un regodeo en
los diálogos. Cuando uno empieza a escribir un guión sien-
te el temor de quedarse corto, de no decir lo necesario, y en-
tonces hace hablar de más a los personajes. Después,
cuando la historia se encauza y uno comprueba que ha di-
cho lo que tenía que decir, uno debiera imponerse la tarea
de revisar los diálogos, pero lo cierto es que no lo hace, ya
sea por pereza o porque se ha engolosinado con ellos, y el
resultado es que quedan largos. Y explicativos, por lo gene-
ral. Es una suerte darse cuenta y poder corregirlos a tiempo.
Ahora bien, en este caso, el de Edipo, no se puede negar que
hay un regusto, un deleite en los diálogos. Es deliberado.
Jorge Alí y yo estamos de acuerdo en que la película debe
ser teatral. Por supuesto que ha de ser cinematográfica, pero
sin negar su estirpe, su ombligo teatral, porque sería absurdo
renunciar a ese núcleo de grandeza. Y en definitiva uno no
puede “manipular” a Sófocles; es mejor dejarse arrastrar por él.

JorGE ALf.— Una de mis preocupaciones consiste en lo-


grar que la película se mueva sobre el filo de la realidad. Quie-

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ro decir, habrá un ambiente “real” pero la película no va a ser
naturalista; va a tener un tratamiento distanciado.

GABO.— Yo creo que eso es lo que ocurre con Tiresias, en


el guión. Tiresias nos ha permitido dar un paso más allá de la

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realidad. No estaría mal que, además de viejo, fuera andino, o


negro, y que vistiera una larga túnica...

GABRIELA.— Yo sentí por momentos que la idea de meter


en el guión la situación de Colombia resulta un poco forzada.
A veces el curso de una de las historias no coincide con el cur-
so de la otra, o no hay continuidad en ciertas situaciones, por-
que parten de premisas distintas. Tiresias, por ejemplo: uno
sabe que posee el secreto de toda la historia, pero él mismo,
como personaje...

ELIZABETH.— Es el profeta.

GABRIELA.— No. Es el vidente. Sabe lo que va a pasar. Pe-


ro su coherencia dramática se me escapa. Y hay cosas que que-
dan en el aire, como el caso de Deyanira: está en el pueblo pero
no se percata de la situación, de ese proceso que al final se pre-
cipita porque no ha podido dosificarse... ¿Y el súbito amor de
Edipo hacia Yocasta? Primero establece con ella una relación de
frialdad, casi de desafío, y después cae en sus brazos, una se-
cuencia de seducción en la que hierven las pasiones y ya no hay
modo de impedir que estalle el volcán.

IGNACIO.— El guión tiene diálogos geniales, dignos de su mo-


delo, pero a mí, francamente, no me encaja eso de que una seño-
ra que lleva treinta años sin hacer el amor, sin acostarse con nadie,
se muestre de pronto tan promiscua, o mejor dicho, tan desfacha-
tada. Me falta la sustentación, la motivación de ese personaje.

GABO.— ¿Tú no crees ni en el amor ni en la fuerza demo-


níaca del incesto?

ELIZABETH.— Hay un juego desigual de atracciones: la


que ejerce Edipo sobre Yocasta es mayor que a la inversa. Dicho
de otro modo: es Yocasta la que desea a Edipo, realmente.

107

GABO.— De acuerdo. Edipo no da un solo paso en esa


dirección. Es ella —por su carácter, por la manera en que está
desarrollado el personaje— la que se atreve a dar los pasos que
conducen al incesto. Y como la película tiene su tiempo y no
podíamos dedicarle diez escenas al crecimiento de esa mutua
pasión, una de las dos partes tenía que dar el salto y a esas

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alturas sólo podía ser ella. Un temperamento así, colocado en
una situación como ésa, esperando desde siempre un desenlace
semejante... ¿cómo no iba a hacer exactamente lo que hizo?

MÓNICA.— Hay un momento en que ella parece estar en


celo, anda prácticamente desnuda por la casa.

IGNACIO.— Ya se dijo: lleva treinta años esperando. Perdió


la paciencia.

GABO.— No se trata de eso. Es que llegó el momento. Ella


sabe que lo que ha de ser, será.

GABRIELA.— Pero con eso nos alejamos bastante de la


sociedad colombiana y sus problemas. Él, arrastrado por la
pasión, se mete en su drama personal y se olvida de lo demás.
Así que, por un lado, es un personaje valiente, que se enfrenta
a situaciones difíciles y complejas, y por el otro, es un ser lasti-
moso, que no logra sobreponerse a sus debilidades.

GABO.— ¿Él es valiente o se ve forzado a serlo?

GABRIELA.— Bueno, en el pueblo le dicen: “Deponga esa


actitud, porque de lo contrario se va a buscar problemas”.

GABO.— Espera, no perdamos el hilo de la fábula. Hay


ahí un elemento clave que a lo mejor no se da con suficiente
fuerza pero que es el más importante de esta historia, por no
decir de toda la historia de la literatura: es el f2tum, el destino.
Ellos son así porque están condenados a ser así. La predestinación

108

forma parte de sus vidas. ¿Van ustedes a pedirnos motivaciones,


encadenamientos lógicos, soluciones realistas?... Nosotros nos
atenemos a la idea del fatum, la fuerza que lo domina todo,
la que hace que se cumpla lo que está escrito.
IGNAcIO.— Una versión libre puede proponer alternativas...
GABO.— Pero aquí estamos contando la historia de Edipo.
El contexto es otro, pero el personaje es él. ¿Y cuál es el meollo
de esa historia? En Tebas se ha desatado la peste. Edipo, Rey
de Tebas, va a consultar al oráculo para que le diga cómo
conjurarla. El oráculo dice: “La peste se acabará el día que se
descubra quién mató al Rey Layo”. Pues bien, fue Edipo
quien lo mató, ¿no es así? Ése es el fatum en acción. Y Edipo,
sin saberlo, se acuesta con su madre y tiene hijos con ella. Pero
en la pieza de Sófocles ya todo eso sucedió, y lo que Edipo
descubre es que el asesino fue él y que eso ya no tiene reme-
dio. Ahora bien, uno puede decidir que no trabajará sobre esa
historia, y no pasa nada. Pero si uno decide trabajar sobre esa
historia tiene que aceptarla como es, y en ese caso, lo mejor es
no tratar de meterle mucha lógica ni buscarle muchas expli-
caciones. Lo que hay detrás de ella es el fatum, una fuerza
muy superior a la del naturalismo y la lógica aristotélica.

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GABRIELA.— Eso puede ser así pero no contradice el hecho
de que un personaje tenga o no consistencia dramática, o si se
prefiere, verosimilitud. Aquí hay un personaje escindido, una
de cuyas partes funciona de acuerdo con la Historia actual y
otra de acuerdo con el fatum. Y eso crea problemas.
GABO.— Quisiera que alguien acabara de decirme: esa
Historia actual es la misma del fatum, la peste que el personaje
está tratando de conjurar.

109

JORGE ALf.— En este caso la peste es la violencia. Aquí


Edipo, como alcalde, tiene que encontrar al asesino de Layo
para poder lograr la paz.

MANOLO.— Sí, está claro que a partir de la muerte de Layo,


la crisis se agudiza.

GABO.— Layo, señor de vidas y haciendas, tiene que ser


vengado.

GABRIELA.— Pero la violencia está ahí desde antes de la


muerte de Layo.

MANOLO.— Es lo que justifica la presencia de Edipo.

GABO.— El gran problema es que se trata de una violencia


sin fronteras, sin límites... ¿Quiénes la desatan? ¿Dónde se
origina? Es el fatum, la peste...

GABRIELA.— En todo caso, la diferencia entre la pieza


teatral y el guión es que allá todo ocurrió antes, todo es
antecedente, mientras que aquí todo está ocurriendo, o mejor
dicho, va a ocurrir ante nuestros propios ojos.

GABO.— Uno puede escribir lo que le dé la gana siempre


que logre hacerlo creíble. Si nadie se cree la historia que uno
cuenta, no hay historia. Claro que no todo el mundo va a creer
lo que uno cuenta, pero hay que esforzarse por lograr que lo
crea la mayor cantidad de personas. Si no, lo menos que uno
puede hacer es cambiar de oficio.

ELIZABETH.— Y a propósito de oficio, ¿cómo le llegaron


las ideas en el proceso creador? ¿Pensaba usted en la situación
de Colombia y decidió que la historia de Edipo podría servir
para abordarla, o al contrario, quiso contar en cine la historia
de Edipo y descubrió de pronto sus secretas semejanzas con la

de Colombia?

110

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GABO.— Lo dije hace un momento: yo leí Edipo Rey


cuando tenía veintidós años —¡hace casi cuarenta, Dios mío!—
y lo que más me impresionó fue su extraordinario parecido
con la situación colombiana. Esa situación, entonces, no era
igual a la de hoy —por supuesto— pero se parecía bastante; y
si arañamos un poco la superficie no tardaremos en descubrir
que se parece también a la de ayer, y a la de antier, y a la de
siempre... Voy a decirles algo que jamás repetiré en público:
creo que la situación colombiana siempre será ésa. ¿Acaso no
estábamos hablando del fatum? Pues ahí lo tienen. Me fasci-
na ese misterio. Aunque si bien se mira —ya lo dije—, una sl-
tuación semejante no es privativa de Colombia, sino que
atañe al ser humano como tal, porque para éste, como se sabe,
todas las épocas son de crisis. Pero si ustedes insisten en señalar
un marco geográfico, bien, digamos que se trata de la América
Latina, porque aquí, en este mundo nuestro de cada día, se
dan todos los factores que tienden a colocar al ser humano en
situación de crisis permanente. En ninguna parte del guión
se mencionan lugares; lo que la película cuenta se desarrolla
en un espacio simbólico, el filo de una navaja, como decía
Jorge Alí.

IGNACIO.— Pero se manejan siglas... Se habla de grupos...

JORGE ALÍ.— Son ficticios.

GABO.— Los colombianos tratarán de identificar esto o


aquello, creerán saber de qué se trata en cada caso, pero serán
simples conjeturas.

ELIZABETH.— Sin embargo, Mónica, como colombiana,


me proporcionó ayer una serie de claves...

GABO.— Es lo que estoy diciendo.

111

MÓNICA.— Para mí no se trata de ficciones. Esas cosas están


en los periódicos. Las veo a diario.

GABO.— ¿Quieres que te diga una cosa? Cien años de so-


ledad es ficción de la primera a la última página, pero desde
hace años los maestros de literatura, los turistas y no pocos
lectores han adoptado la costumbre de ir a Aracataca —el
pueblo donde nací—, a ver con sus propios ojos cómo es Ma-
condo. Y lo exploran concienzudamente, hasta el punto de
que han encontrado el árbol donde amarraron al Coronel
Aureliano Buendía y el jardín desde donde Remedios subió al
cielo. Fíjate en las vueltas que da la vida. Hay niños en el pue-
blo que no habían nacido cuando la novela se publicó, y que
por supuesto no la han leído nunca, pero constantemente están
oyendo hablar de ella a los visitantes y a algunos vecinos...

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Pues bien, esos niños, con un entusiasmo digno de mejor
causa, se lanzan a cazar turistas en la estación de autobuses de
Aracataca: “Vengan a ver la casa de Remedios”, les dicen, “yo
los llevo a ver el árbol del Coronel Buendía”... De más está
decir que de las casas y los árboles de mi infancia no queda
ni la sombra, pero no importa, nobleza obliga. Otro ejemplo,
más drástico aún: el de la masacre de las bananeras. Eso de la
gente que se reunió en la plaza y no aceptó el ultimátum del
ejército..., bueno, eso ocurrió el mismo año en que yo nací.
Crecí oyendo hablar de ese drama y fui haciéndome una imagen
de todo aquello... Y un buen día, cuando quise reconstruirlo
para la novela, me di cuenta de que no tenía ninguna infor-
mación documental, ningún dato fidedigno sobre la matanza.
Empecé a averiguar y al cabo me quedó una sola duda: ¿Los
muertos habían sido tres o siete? Cuando uno ve la placita

112

donde estaban los trabajadores, y piensa en el movimiento


sindical de la época, en un pueblito como aquél, llega a la
conclusión de que no debieron ser más de tres o siete, efecti-
vamente. Pero ya yo tenía escritas las dos terceras partes del
libro y me dije que en una historia donde la gente sube al cielo
y hace cosas semejantes, no tenía sentido meter sesenta personas
en una placita y ocasionarles tres muertos. Así que lo que hice
fue llenar de gente una plaza enorme y disparar a mansalva y
ocasionar tres mil muertos, una verdadera masacre, a la altura
de la novela. Además, estaba atrapado en un círculo vicioso,
porque yo había hablado antes de un tren con muchísimos
vagones, uno de esos viejos trenes bananeros tan largos que
tenían que llevar una locomotora delante, halando, y otra detrás,
empujando, para poder trasladar al puerto todo el banano.
Esos trenes demoraban horas en pasar. Los recuerdo perfec-
tamente. Había un barrio en el pueblo cortado por la línea
del ferrocarril y para llegar allí, cuando pasaba el tren, uno tenía
que armarse de paciencia y sentarse a esperar... Arrastraban
como cuarenta vagones, que no es poco, pero en la novela yo
necesitaba que fueran doscientos. Y como esos vagones, des-
pués de la masacre, tenían que llenarse de muertos —para
echarlos al mar, como bananos podridos—, yo necesitaba meter
mucha gente en la plaza y desatar allí una balacera que pro-
dujera cuando menos tres mil muertos. ¿Qué pretendía yo,
con esa manipulación? ¿Documentar la matanza de las bana-
neras? No. Lo que yo quería era trasladar al espacio imaginario
de Cien años de soledad el impacto que la evocación de ese
suceso había producido en mí cuando yo era niño. Previa-
mente la memoria colectiva había pasado el hecho a mi

113

memoria, y ahora yo podía evocarlo, exagerándolo, como si


lo hubiera vivido. Pero la cosa no termina ahí. Lo lindo es

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ver cómo la ficción puede llegar a suplantar la realidad, cómo
un buen día la fábula se hace Historia. Resulta que en uno de
los aniversarios del episodio de las bananeras, el senador de la
región hizo un discurso en el Congreso protestando porque
no se conmemoraba como era debido aquella fecha histórica,
“la tragedia donde tres mil compatriotas sacrificaron sus vidas
en aras de...”, etcétera, etcétera. Y cuando yo abro el periódico
y leo aquello, me digo: “Esto ya es el despelote”. En fin, vol-
viendo a lo nuestro: aquí lo importante no es si se trata de
Sófocles o no, si el marco histórico es Colombia o no, sino,
simplemente, si lo que se cuenta es verosímil o no, si el es-
pectador puede llegar a creérselo o no... Ustedes han opinado
francamente sobre eso. Ahora le toca a Jorge Alí recrear esta
historia y darle credibilidad en pantalla.

JORGE ALf.— En cuanto pasemos de la teoría a la práctica


veremos que lo que adquiere más peso es el elemento visual.
Aquí todavía estamos ante el texto y por tanto lo que se nos
impone es la palabra, el diálogo, la acción interna de los
personajes; pero en cuanto comencemos a filmar se irá aña-
diendo el marco, el paisaje, la encarnación del mito en un
espacio determinado. Yo tengo en la cabeza un archivo de
imágenes que abarca los diez últimos años de historia de mi
país tal como ha quedado registrada en los noticieros. Es
un archivo lleno de cadáveres, cuerpos abandonados en los
corredores, en los anfiteatros de los pueblos después de las ac-
ciones guerrilleras... ¿Quién de nosotros no ha tenido que llorar

en estos años la muerte de diez amigos? Toda esa demencia es

114

como una plaga, como una peste... No es fácil traducir todo


eso al lenguaje audiovisual, a partir de una propuesta literaria
donde ni siquiera las locaciones están descritas... El rodaje
tendrá que aportar la presencia física, la imagen concreta
que sirve de marco al avance de la peste.

GABO.— Que uno escriba una escena no quiere decir


que la describa, cierto, pero uno la tiene en la cabeza, y si está
familiarizado con el proceso de filmación, es probable que se
la imagine en términos de encuadres y movimientos de cámara,
que vea a los personajes entrar y salir...

JORGE ALÍ.— No le corresponde al guionista ocuparse de eso.

GABO.— Jamás he visto una película cuyo guión haya sido


escrito por mí donde el encuadre corresponda al que yo tenía
en mente. Hay que advertírselo a los guionistas jóvenes, a los
debutantes, para que no se mueran del susto cuando vayan a
ver sus películas.

GABRIELA.— Por eso yo voy a los rodajes, para tener una idea...

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GABO.— Yo no. ¿Y sabes por qué? Porque a los directores


no les gusta. Dice Ruy Guerra que él detesta a los guionistas
que andan fisgoneando en el set, porque aunque resistan la
tentación de opinar, el director no puede dejar de sentir su
mirada en la nuca, la sensación de que lo observan y lo juzgan.
Por eso dice Ruy: “Mis dos autores favoritos son Shakespeare
y Gabo. Shakespeare, porque está muerto, y Gabo, porque se
hace el muerto”. Yo lo que hago es esperar a que estén los rushes
o el primer corte para dar mi opinión.

ELIZABETH.— Habrá casos en que usted se decepcione


con el resultado, pero otros en que sienta que el material
supera sus expectativas, ¿no es así?

115

GABO.— Es inevitable que viendo los rushes uno se remi-


ta mentalmente al guión, pero como profesional sabe que el
destino del guión es subordinarse, mejor dicho, subsumirse en
la película. A mí me gusta ver rushes y, sobre todo, asomarme
a la moviola, porque me doy cuenta de que ése es el minuto
de la verdad, el momento en que todo está hecho pero nada
es definitivo aún, en que todavía es posible corregir y mejorar,
e inclusive sugerir algo que no se previó o darle un sentido dis-
tinto a toda una secuencia. En términos de creatividad el
montaje es una maravilla.

GABRIELA.— Para mí es admirable que tantas personas


pongan su energía y su talento en función de un objetivo que
las trasciende...

GABO.— No me estoy quejando. Al contrario, compar-


to tu opinión. Lo que pasa es que cuando escribo una no-
vela la veo desplegándose en el tiempo, en el espacio de la
vida, mientras que cuando escribo un guión, cuando des-
cribo una escena, la veo encuadrada, como a través del ojo
de la cámara. No es que yo indique emplazamientos ni mo-
vimientos de cámara, es que no puedo dejar de imaginar la
historia en términos de puesta en escena y de montaje. Uno
ha visto demasiadas películas para hacerse el inocente. Estoy
seguro de que mi lectura de Edipo Alcalde es completa-
mente distinta de la de ustedes, distinta inclusive de la de
Jorge Alí, porque él todavía no ha empezado a rodar la pe-
lícula mientras que ya yo tengo el guión “filmado” en mi
cabeza.

JORGE ALf.— Supongo que algo semejante ocurrirá con


los lectores de novelas. Cada persona será una especie de di-

116

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rector, porque se imaginará la historia que está leyendo según
su propia experiencia personal, su formación, sus gustos...

SENEL.— Uno puede imaginar cosas que después la vida


se encarga de reescribir. Por ejemplo, el edificio donde viven
Diego y Nancy, en Fresa y chocolate, debía tener uno de esos
viejos elevadores que parecen jaulas, con puertas de rejas que
se abren y cierran manualmente. Yo imaginé una conversación
de los dos personajes en una de esas jaulas porque los veía
formando parte de aquel extraño zoológico donde ambos
vivían. A Titón le encantaba la idea. Pero resulta que no en-
contramos en toda La Habana uno de esos elevadores que
funcionara: todos estaban rotos. Así que, al final, tuvimos que
desarrollar los diálogos en una escalera. Y no es lo mismo.

GABO.— Por cierto, el personaje de Edipo va a ser inter-


pretado por Jorge Perugorría, el Diego de Fresa y chocolate.

JORGE ALf.— Y la Yocasta será Charo López. ¿La conocen?

IGNACIO.— Esa mujer llena ella sola la pantalla.

GABRIELA.— ¿Será un reparto latinoamericano?

GABO.— Nobleza obliga. Digo, Producción obliga. ¿Tú


viste Tiempo de morir, la película de Ripstein?

GABRIELA.— Tengo entendido que Jorge Alí...

GABO.— SÍ, Jorge Alí filmó una versión, en colores, pero


la primera que se hizo, en blanco y negro, fue la de Ripstein.

JORGE ALf.— Pensábamos que Jorge Martínez de Hoyos


—el actor que interpreta al personaje del forastero— pudiera hacer
en Edipo el papel de cura.

GABO.— Jorge es un gran actor. A mí me parece que daría


un cura impecable.

GABRIELA.— ¿Es un cura españolizado?

117

JORGE ALf.— No tiene por qué serlo.

GABO.— El personaje real que me sirvió de modelo fue


Monseñor Arnulfo Romero, el obispo de San Salvador.

JORGE ALf.— Yo conocí a un obispo en Florencia que se le


parece.

GABRIELA.— Me imaginé al personaje más moreno, de


piel más oscura...

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GABO.— ¡Qué maravilla es el cine! Si en lugar de un guión


hubieras estado leyendo una novela, ¿habrías pensado en la
tez, en el color del personaje?

GABRIELA.— ¿Por qué no? Un cura que trabaja con los po-
bres, en un movimiento de liberación...

JORGE ALf.— Yo, en cambio, lo veo como un cura blanco,


porque lo asocio con este monseñor que conocí en Florencia,
muy vinculado a la guerrilla.

PITUKA.— A mí el cura no me plantea problemas. En


cambio, Tiresias, ¿por qué, siendo tan importante, aparece tan
poco en la película?

GuUTO.— Es verdad. La primera vez que se cruza con Edipo


va con su perro y, pese a ser ciego, se acerca al otro y le habla.
En cambio, la segunda vez sigue de largo... ¡iba a decir “como
si no lo viera”! ¿Por qué no se detiene y lo saluda? Edipo que-
daría de lo más intrigado: “¿Cómo me vio, si es ciego?”

JORGE ALf.— La cámara puede subrayar ese gesto de reco-


nocimiento, sin precisar si está dictado por la vista o por el
olfato.

GABO.— Tú tendrás que arreglártelas, Jorge Alí, para dejar


claro que Tiresias “ve” con los ojos de su perro. Ese es un dato

que no se puede perder. Si se pierde, perdemos al personaje.

118

ELIZABETH.— Volvemos al principio: uno siente que


Tiresias “desaparece” sin justificación. ¿Por qué no asocia-
mos su profecía con el destino de Edipo, cuando se empieza
a desvelar el misterio? Edipo nunca establece una relación
entre la profecía y lo que le ocurre a él. Hace falta un elemento
que nos devuelva a Tiresias.

GABO.— Tal vez Edipo no hace esa asociación, pero el


espectador, sí.

ELIZABETH.— Bueno, no estoy tan segura.

GABO.— Guárdame el secreto: la manipulación de Tiresias


fue algo deliberado. En Sófocles, el personaje es tan fascinante
que por momentos se roba el show. Yo, lo confieso, estuve a
punto de eliminarlo para evitar que me robara el show a mí. Y
ahora resulta que ustedes quieren que le dé la alternativa.

MANOLO.— En algún momento usted dijo que Tiresias


debía ser negro. ¿Y por qué no albino?

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GABO.— Negro, indio o albino, ¿qué más da? Lo que


importa es que se imponga por su presencia.

GABRIELA.— Y que contribuya a articular la investiga-


ción de Edipo.

GABO.— Ahí puede haber una falla mía, que soy viejo lector
de novelas policíacas. Armar la intriga de una novela policíaca
es muy fácil, pero desarmarla —o sea, aclarar el misterio— es di-
ficilísimo: uno siempre se queda por debajo de las expectativas.
Cuando escribí Crónica de una muerte anunciada tuve ese
problema: al terminar el primer capítulo, me dije: “Hmmm,
ya caí en la trampa de la novela policíaca”. Porque en algún
momento se dice que al tipo lo van a matar y entonces se
crea la duda, que si lo matan, que si no lo matan... Y pensé:

119

“Habrá lectores que se salten capítulos enteros para ver si lo


matan o no lo matan, y se me jode la novela, así que lo mejor
es cortar por lo sano: lo matan. Ahora, ¿quieren saber cómo lo
matan? Entonces tienen que tragarse el libro completo”.

GABRIELA.— A mí también Tiresias se me hace un perso-


naje fascinante en el guión, a pesar de sus escasas intervencio-
nes. Pero el problema es que se me pierde, creo que le falta
continuidad...

GABO.— En pantalla no debe dar esa impresión. Cuando


lo veas físicamente, no vas a olvidarlo.

GABRIELA.— Y en el caso de Layo, todo el pueblo sabe lo


que ocurre, pero nosotros, no. Jamás vemos sus sueños, no nos
enteramos de quiénes sabían, ni cómo sabían, pero de repente
sale el dato en una conversación: “Todo el mundo me ha di-
cho...” ¿Todo el mundo? ¿Y el espectador qué? ¿Y Edipo qué?

JorGE ALf.— Edipo no lo sabe aparentemente. O mejor di-


cho, conscientemente. Pero en el fondo lo sabe. Y quiere que se
lo nieguen. Ésa es la gran tragedia.

GABO.— Él quiere y no quiere que se lo nieguen. Pero es-


tá dicho, ella misma lo dice: “Te llenas la cabeza de obsesio-
nes”. Él lo sabe, lo tiene claro desde siempre. Pero la realidad
es más rica de lo que enseñan en las escuelas. ¿Por qué deci-
de él volver al pueblo? Trata de explicarlo diciendo que na-
ció allí, que allí su padre fue comandante del ejército, en
fin... Pero va allí porque lo arrastra el fatum. Si no damos ese
costado trágico, esa condición de títere que adquiere el ser
humano ante el destino, entonces...

JORGE ALÍ. — Un momento, Gabo. No me parece que eso

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esté claro en el guión.

120

GABO.— ¿Qué?

JORGE ALÍf.— Eso de que él llega allí porque quiere.

GABO.— Lo estoy diciendo ahora.

JORGE ALf.— Pues sería bueno incorporarlo al guión.

MANOLO.— A él le dicen una y otra vez: “No vayas.” Pero


él insiste.

GABRIELA.— Tiene que ir. Tiene que actuar como alcalde


del pueblo.

GABO.— Exacto. La poesía no se explica. Si explico una


metáfora, la seco. La poesía comunica... y ya es bastante. Hay
que comunicar una atmósfera, una sensación, una sospecha
que permita entender el fondo de la cuestión. Las explicaciones
sobran.

IGNACIO.— Pero un personaje puede oscilar entre dos


extremos, dada su doble condición de títere y de persona dueña
de su albedrío... Edipo, en manos de Yocasta, es un objeto que
ella manipula a su antojo; pero en algún momento él dice
que tiene miedo de perderla... ¿Es que ambas opciones son
válidas?

GABO.— Edipo no conoce la profecía.

IGNACcIO.— Entonces, ¿cómo se ha enamorado? ¿Porque


sí? Él no tenía el propósito de...

GABRIELA.— El destino incluye también esa opción, la de


verse arrastrado por ella.

JORGE ALf.— Y otras, como la de ir a verla... Recuerden


que va solo, en el jeep. Podríamos hacer que se detenga, que
baje un momento... El espectador se preguntaría: “¿Se va a
matar?” Él ve entonces cómo pasan a lo lejos las huestes de
Creonte, pero ya eso no le interesa, ha dejado de ser su

121

problema. Siguen pasando los grupos armados, el mundo no


se detiene...

GasrieLa.— Ésa es una posibilidad. La otra sería hacer

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cambios en el guión. Mi filosofía es: “En el papel todo se pue-
de hacer”.

GABO.— ¿Me lo dices a mí, que vivo de eso?

Guro.— Parece que nos queda tiempo todavía, Gabo.


¿Por qué no nos cuenta alguna de sus obsesiones recurrentes?

MANOLO.— Intermitentes, Guto.

122

CUARTA PARTE

UN PAQUETE, UN COMPLOT, UN PIANO, UN BOLERO...

GABO.— Hoy me he levantado de buen humor, con ganas


de trabajar horas extra. Los invito a aprovechar la jornada. ¿Se
acostaron muy tarde ayer? Vamos, anímense, aquí no caben
los remolones; el Taller es como la guerrilla, no puede forzar
la marcha, tiene que adecuar su paso al ritmo del más lento.
¿Quién se brinda como voluntario para abrir el fuego?

PITUKA.— Acepto el desafío, don Gabriel, aunque mi


proyecto todavía no está bien definido. Se trata de una mujer
joven —menos de treinta años—, de profesión periodista, que
regresa a su país, Panamá, a fines de la década del ochenta, y
se encuentra con la noticia de que su hermana —a la que hace
dos años que no ve— se ha suicidado. ¿Por qué? Nadie lo sabe.
Y es un golpe terrible para ella, porque se sentía muy unida a
su hermana, soñaba desde hacía meses con este reencuentro...
Ahora, en el cuarto vacío de la difunta, repasa álbumes de fotos,
evoca recuerdos comunes, y de pronto abre un cofre donde
ambas, de adolescentes, solían guardar mechones de pelo y
Joyas de fantasía... y descubre una carta de su hermana dirigida
a ella, advirtiéndole que si algo le ocurriera —a ella, la suicida—

125

busque un paquete en el lugar que ella sabe y, sin abrirlo, lo


entregue a un tal Joaquín, en la dirección tal y mascual. ¿Por
qué sin abrirlo? Porque si lo abriera —le explica— su vida peli-
graría. Bien, la mujer va, encuentra el paquete en un escondite
de la cocina y se las arregla para localizar discretamente al tal
Joaquín. Éste resulta ser el jefe de un movimiento subversivo
que opera en la más absoluta clandestinidad. De algún modo,
va poniéndose en evidencia que a la hermana la mataron y que
hicieron aparecer su muerte como suicidio.

GaBo.— Entonces, la acción se desarrolla en torno a las

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actividades de la periodista y de Joaquín.

Prruka.— Hay elementos de espionaje en la intriga, porque


el gobierno de una nación extranjera quiere intervenir en los
asuntos internos de Panamá...

GABO.— Una nación extranjera...

PrTUKA.— ...y la pareja —ella y Joaquín— van a tratar de


impedirlo. Al final resulta que tanto los ingerencistas como
ciertos miembros del régimen militar que están en contubernio
con ellos, deciden eliminar a la pareja, porque obstaculizan
sus planes...

GaABO.— ¿Y el paquete? ¿Qué contenía el paquete?

Prruka.— Documentos, papeles que probaban muchas


cosas... La hermana —la presunta suicida— era secretaria de un
alto funcionario del régimen y tenía acceso a esa documentación.

GaABO.— La historia arranca bien, pero ¿por qué un paquete


de documentos? Eso podría venir después, pero de entrada no
crea ninguna expectativa... ¿Por qué dentro del paquete no
hay, digamos, algo misterioso... una bailarina de cuerda, por

ejemplo?

126

PIruKa.— Lo de los documentos se me ocurrió ahora mismo.

GABO.— Imagínate la escena: Joaquín abre el paquete y se


encuentra con un montón de papeles. Me parece estar viendo
ese 200: un atado de papeles. ¿Y entonces qué? En cambio,
si saca una bailarina de cuerda o un crucifijo copto...

Prruka.— Tiene razón. Necesito elaborar más el proyecto.

GABO.— ¿Y tú, Manolo? ¿Ya tienes listo lo del músico?

MANOLO.— Estoy poniendo en orden mis ideas.

GABO.— ¿Todavía? Bien, tómate tu tiempo... A ver,


Mónica, te veo deseosa de entrar en acción.

MÓNICA.— Tengo la historia bastante elaborada. He venido


pensando en ella desde hace tiempo. Se desarrolla en Bogotá,
en 1948,

GABO.— El 9 de abril, seguramente. En pleno Bogotazo.

MóNICA.— Termina en ese momento. La protagonista


es una niña judía, de diez años de edad, cuya familia huyó

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de Polonia y llegó a Bogotá cuatro o cinco años antes, cuando
aún no había terminado la guerra.

GABO.— O sea, la niña tenía entonces cinco o seis años.


No hablaba español; hablaba polaco o alemán.

MÓNICA.— Pero ahora lo habla perfectamente. Los padres


no, los padres hablan un español macarrónico... El único pro-
blema de la niña es que no puede olvidar a Hitler. Está segura
de que vive, aunque la familia le dice y le repite que murió.

GABO.— Está traumatizada por los recuerdos de la guerra.


Por lo que vivió y por lo que ha oído contar. Continúa, Mónica.
Cuéntanos la historia como Dios manda: “Érase que era una
vez una niña judía...” No tiene nada que ver con Ana Frank,
¿verdad?

127

Mónica.— Estamos én Bogotá, a principios de 1948, un


mes antes de que estalle el Bogotazo. En la zona del centro de
la ciudad vive desde hace años una familia judía, algunos de
cuyos miembros pasaron por los campos de concentración. El
miembro más joven de la familia es una niña de diez años, que
padece un trauma relacionado con la figura de Hitler. La historia
se titula, precisamente, Pequeño complot para matar a Hitler.

Gaño.— Para matar a Hitler en el corazón de Bogotá...


Curiosa metáfora.

Mónica.— La niña vive muy encerrada en sí misma. Le


cuesta mucho comunicarse, desde el punto de vista emocional.
Casi no tiene amigos. Los vecinos y los padres de los escolares
se han dado cuenta del problema y tratan de que sus hijos jue-
guen con ella, la inviten a pasear, pero casi siempre sin resultados.
Un día van unos compañeritos de la escuela a visitarla, y cuando
entran a su cuarto ella se arrincona, asustada, preguntando si
Hitler no los habrá visto llegar. “Si ese señor les preguntara por
mí, no digan que me conocen, por favor, no vayan a decirle
dónde vivo...”

GABO.— ¿Qué está haciendo la niña cuando los amiguitos


se asoman a su cuarto?

MóNICA.— Está jugando con sus muñecas. “Tiene muñecas


de trapo y conversa con ellas, las regaña... Es un mundo muy
íntimo el suyo, muy personal,

Gaño.— Esa relación puede resultar reveladora.

MÓNICA.— A menudo la niña se niega a ir a la escuela,


incluso a asomarse a la puerta de la calle.

Gaso.— Y los padres, preocupados, le compran un velo-

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cípedo, unos patines...

128

MÓNICA.— En vano. Tiene pánico de salir porque está


convencida de que allá afuera, en alguna parte, hay un hombre
llamado Hitler que la va a matar.

GABO.— ¿Cómo se imagina ella a Hitler?

MÓNICA.— Los amiguitos que la oyeron hablar de él tra-


tan de averiguar quién es, pero en lugar de preguntarles a sus
padres se lo preguntan a una vieja sirvienta, muy charlatana y
supersticiosa, que al ver la cara de susto de los niños les dice
lo primero que se le ocurre: que es un hombre muy malo, de
pelo negro y bigote, etcétera, etcétera.

GABO.— ¿Nadie les cuenta la verdad, o les muestra la foto


de una revista, o les habla de la guerra?

MÓNICA.— Eso es algo que habrá que trabajar. La infor-


mación o falta de información que pudo haber existido sobre
Hitler, en ese contexto, tiene que resultar convincente.

GABO.— Lo curioso es que si les preguntaran a sus pa-


dres podrían recibir mecánicamente la misma respuesta: es
un hombre malo, etcétera. Tratándose de niños, los adultos
consideran fastidiosas esas preguntas.

MÓNICA.— Y alguien puede decir que era alemán. Los


niños han oído a los judíos —a los padres de la niña, por
ejemplo— hablando yiddish o alemán.

GABO.— O polaco. Para ellos, cualquiera de los tres sería


lo mismo, una jerga incomprensible.

MÓNICA.— Es un dato importante, resulta que desde hace


años vive en Bogotá un austríaco que tiene una farmacia. Este
hombre, de pelo negro y bigotes, muy antipático, puede en algún
momento hablar alemán delante de los niños, y bastará para que
ellos crean —o confirmen— que es el Hitler que andan buscando.

129

MANOLO.— ¿Todavía en esa época se manejaba la posibi-


lidad de que Hitler no hubiera muerto?

GaBo.— En algunos sitios, quizás... Pero se sabía que el


cadáver había sido incinerado y que por eso no apareció.

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MANOLO.— La niña ha oído rumores... Lo que los niños
creen es que Hitler vive y que, con otro nombre y otro aspec-
to, ha ido a esconderse a Bogotá.

GABO.— A esconderse... o a perseguir a la niña. Los adul-


tos pueden alentar el temor diciendo que es cierto, que Hitler
era un monstruo y que desapareció de Alemania sin dejar ras-
tro. ¿Qué más necesitan los niños para convertirse en caballeros
andantes?

MÓNICA.— Y un día el “monstruo” toma forma en la fi-


gura del farmacéutico, un hombre hosco, antipático, que ha-
bla alemán..., y todo lo demás.

GABO.— ¿Te sirve de algo que el hombre sea farmacéutico? -


¿Va a preparar un veneno que aumente la sospecha de los niños?

MÓNICA.— Es que él tiene amores con una mujer casada


y el marido, sin conocerlo, anda detrás de él...

GABO.— Ahora sí la enredaste. ¿Qué tiene que ver eso con


la farmacia?

MÓNICA.— Me pareció que era el sitio ideal para un en-


cuentro semiclandestino. La mujer podía entrar y permanecer
adentro un rato, esperando que le pusieran una inyección o le
prepararan una pócima. Es normal que los farmaceutas hagan
las veces de médicos.

GABO.— Bien. Entonces los niños, que han descubierto al


fin al verdadero Hitler, deciden matarlo.

MÓNICA.— ¿Cómo el “verdadero”?

130

GABO.— Doy por descontado que los niños, en medio de


su nerviosismo y su paranoia, han encontrado antes dos o tres
candidatos para el puesto de Hitler, pero los han tenido que
descartar... Hasta que aparece el farmacéutico, que llena todos
los requisitos.

MÓNICA.— Pueden haber dado inclusive con un retrato


de Hitler, pero deducen, muy sensatamente, que para cumplir
su terrible misión el hombre debió cambiar de aspecto.

GUTO.— Se disfrazó de boticario.

GABO.— Lo primero que haría Hitler en una situación co-


mo esa es afeitarse el bigote y rizarse el pelo. Aquí lo impor-
tante es que los niños estén convencidos de que lo han
encontrado. Si ellos aseguran que el farmacéutico es Hitler, el
farmacéutico es Hitler. No hay que darle más vueltas.

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MANOLO.— Claro que lo ideal sería que se pareciera, co-
mo el barbero de El gran dictador.

MÓNICA.— A veces he pensado que un día los niños


podrían sorprender dormido al farmaceuta, tras una borra-
chera, y aprovecharían la ocasión para ponerle un bigoti-
co, por ejemplo. Me gusta la idea de crear simulacros de
comprobación, o de ejecución, o de atentados que obvia-
mente resultarían fallidos.

GABO.— Aclárame algo: tu historia ¿es la de una niña ob-


sesionada con la figura de Hitler, o la de unos niños empeñados
en encontrar y matar a Hitler?

MÓNICA.— Las dos se entrelazan, ¿no? Y hay una tercera,


la del marido burlado... Pero la película en conjunto podría
describirse como la historia de dos asesinatos con una sola
víctima.

131

GABO.— Olvidemos por un momento lo del adulterio.


Tratemos de concentrarnos en los niños. ¿Por qué la niñita
ha ido pasando a un segundo plano?

MóNICA.— Toda la acción de los niños se desarrolla en


función de ella.

GABO.— Pero ella misma, ¿no ha quedado como una simple


referencia?

MANOLO.— Una presencia ausente.

GABO.— Está bien. Dejémoslo así. Si la necesitamos,


volveremos a buscarla.

MÓNICA.— Cuando los niños creen haber descubierto a


Hitler, le piden a la vieja sirvienta que les prepare un veneno,
un mejunje diabólico, de esos que se hacen con tres cabezas de
sapo, cinco patas de araña y una cola de lagartija.

GABO.— Dime la verdad: la vieja era la sirvienta de tu


abuela, ¿no es así?, aquélla que echaba fuego por todos los
poros...

MÓNICA.— No había pensado en eso.

GABO.— La historia está muy bien. Tiene miga, implica-


ciones muy serias.

MONICA.— Ésa era una de las cosas que quería saber: ¿vale
la pena? La otra es: ¿las situaciones —tanto las maniobras de los
niños como la venganza del marido burlado— resultan verosí-
miles?

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GABRIELA.— Pero los niños, ¿llegan a ejecutar su plan?

MÓNICA.— Lo ejecutan, sí, pero todo queda en un simple


acto ritual, cosa que ellos no llegan a saber. Para ellos eso de
preparar una pócima con tres ojos de rana, una cola de lagartija

y cuatro pelos de mujer es una cosa muy seria, pero para el

132

espectador es parte de un juego. Ahora bien, mientras los niños


llevan a cabo su plan, el marido burlado...

MANOLO.— ¿Qué haces con esa grabadora?

MÓNICA.— Escuchen.

GABO.— Eso es alemán. No será la voz de Hitler, ¿eh?

MANOLO.— Hitler en la Escuela Internacional de Cine y


Televisión de San Antonio... ¡Qué escándalo!

MÓNICA.— Quizás el marido burlado también esté si-


guiendo el rastro de una voz. Escúchenla. Acaba de dar con
ella, es decir, con el farmaceuta.

GABO.— Has venido desarrollando la historia paralela, sin


decirnos nada.

MOÓNICA.— Ambas historias convergen el 9 de abril. Ese


día los niños logran que el farmaceuta se tome la pócima —o
una cucharada, por lo menos— y el marido burlado lo mata,
poco después de sorprenderlo con su mujer. Pero estalla la
violencia en las calles, y cuando se descubre el cadáver del
pobre hombre, se da por descontado que es una de las víctimas
de la violencia.

MANOLO.— Hitler muere, pero nadie tiene la culpa.

MÓNICA.— Los niños, felices, van a buscar a la niña. “No


te escondas más —le dicen—. Ya Hitler no podrá hacerte daño.
Lo matamos”.

GABO.— Me gusta la historia pero todavía la siento un


poco descosida. Los niños deciden actuar para salvar a la niña;
ellos mismos no corren peligro. Creo que es ahí donde la
historia se dispersa.

MANOLO.— Sería bueno que algunos personajes adultos

—y algunos espectadores también— llegaran a creer, como los

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niños, que el farmacéutico es Hitler. Por cierto, ¿Hitler no era


austríaco?

GABO.— Pero cuidado: ésta es una historia de niños. No


debe salir jamás del ámbito de los niños. Si dejamos entrar a
los adultos, la historia se desintegra. Aquí la cámara siempre
tiene que estar, por decirlo así, a nivel de nuestra cintura, en
el radio visual de los niños.

GABRIELA.— Sobre todo para acentuar su visión del far-


macéutico.

GABO.— Es que si entran los adultos ahí, eso se jode. Los


niños se entregan sin reservas a la imaginación, la creatividad,
las premoniciones... Para ellos Hitler es... un marciano, un ser
poderoso y maligno al que hay que destruir para salvar a su
amiguita.

PITUKA.— A medida que el plan de los niños avanza, la


niña podría ir saliendo de su encierro, involucrándose más en
la acción.

GABO.— Hay que seguir construyendo la personalidad


de la niña. Todavía no es suficientemente compleja. Toda la
situación que servirá de detonante —desde el conflicto mismo
hasta la información sobre el villano— tiene como centro a la
niña.

GABRIELA.— Y hay que lograr que el personaje del farma-


céutico vaya identificándose, sin saberlo, con la imagen de
Hitler. Los niños verifican sus sospechas a partir de una serie
de elementos que les suministra el propio personaje, sin darse
cuenta.

MANOLO.— Buena tarea para el guionista.

GUTO.— Y para el director, y los actores, y todo el equipo.

134

GABRIELA.— Un buen día los niños observan que en la


farmacia o en la casa del hombre hay una bota. Parece una
bota militar. En su imaginación la bota se agiganta, porque la
asocian con las que han visto en fotos de la guerra. Y se dicen:
“Es este cuate, sin duda”.

GABO.— Cuando ellos, en medio de sus pesquisas, sospechan


de un personaje, corren a ver a la niña y se lo describen. “No es
él dice ella—, porque tiene tal cosa o le falta tal otra...” Los datos

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sobre el farmacéutico, en cambio, encajan perfectamente.

MANOLO.— ¿Pero ella no lo va a ver, con sus propios ojos?

GABO.— No se atreve. Si es Hitler, como cree, sólo acce-


dería a verlo muerto.

GABRIELA.— Debe quedar claro que no son los niños los


que lo matan.

MÓóNICA.— No. Pero ellos creerán que sí.

Prruka.— El hecho real es que el hombre muere. Por la


cuestión del adulterio.

GABO.— Hay que darle mucho hilo a esa historia. No se


puede forzar. Tenemos que sumergirnos en ella, como en una
corriente, y dejar que nos arrastre. Puesto que ese Hitler sólo
existe en la imaginación de la niña, ella es la única que sabe
quién es y cómo es. Por lo tanto, sólo ella lo puede identificar.
Pero hay un problema. Le dicen: “Ven a verl”. Y ella: “No. Si
me ve, me atrapa”. Á mí me parece un cuento infantil —un
cuento precioso y terrible— que hay que mantener bien sujeto,
para que no se disperse. A ver, ¿a quién se le ocurre algo que
nos permita avanzar?

GUTO.— La niña no tiene por qué ser la única en sentirse


amenazada. Si el tal Hitler es tan malo, es un peligro para todos.

135

Ella puede incluso comentar con sus amiguitos que si él lo-


grara matarla a ella, trataría de matarlos a ellos también.

MANOLO.— Como cómplices de ella.

GABO.— ¿No estaremos haciendo una versión libre de El


flautista de Hamelin?

GutTo.— Es verdad lo que él dice, que debe ser el propio


farmacéutico quien dé pie para la confusión.

GABO.— ¿Quién dice?

Guro.— Aquí, Manolo, hablando bajito conmigo. A ver qué


les parece: un día el hombre viene borracho y uno de los chicos
lo saluda y él, en broma o inconscientemente, levanta el brazo, en
un gesto que recuerda el saludo nazi, y dice algo en alemán.

MANOLO.— Que no sea “Heil, Hitler!”, por favor.

GABO.— Pero si es el niño quien hace el saludo, lo más


probable es que el hombre lo amoneste: “Hijo, no juegues con
eso, es una cosa muy fea...”

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GurTo.— El niño no hace el saludo nazi. Pero como el


hombre viene borracho...

MÓNICA.— A mí esos equívocos me gustan porque acen-


túan la idea de juego. Y en una historia de niños, que es en
definitiva lo que quiero hacer...

GABO.— Cuidado con los niños, que pueden ser impre-


decibles. Uno nunca sabe hasta dónde son capaces de llegar...

GABRIELA.— Pero Mónica debe tener eso muy claro: cuál


es la frontera entre lo que quieren hacer y lo que se atreven a
hacer. En mi opinión, los niños no deben ejecutar su plan.

MANOLO.— ¿De qué se trata?, ¿de que el farmacéutico no


llegue a tomarse el mejunje?

GABRIELA.— O de que ellos no lleguen a dárselo.

136

GUTO.— Un día entran al cuarto del hombre, para susti-


tuir un medicamento que él siempre tiene sobre la mesita de
noche, y descubren que el hombre está muerto.

MÓNICA.— Y eso pasa el 9 de abril.

GABRIELA.— O la noche anterior.

GABO.— Ya no necesitas el Bogotazo, Mónica.

MÓNICA.— ¿No? ¿Por qué?

MANOLO.— A mí, la idea del Bogotazo me gustaba.

GABRIELA.— A mí también.

GABO.— Déjenme pensar. Sería terrible que la niña cre-


yera que eso que está ocurriendo allá afuera es obra de Hi-
tler. Sería un acto de crueldad por parte nuestra. La familia
entera, que vive en el centro, ¿no tendría que evacuar la casa
y buscar un sitio donde ponerse a salvo? Reconstruir esa at-
mósfera, Mónica, el nivel de violencia y destrucción que im-
peraba en las calles, costaría una fortuna. A menos que
decidas filmar en blanco y negro para poder utilizar en el
montaje los materiales de archivo, tanto documentales como
fotos fijas... En fin, estoy pensando en voz alta. Mi temor es
que la historia se dispare en varias direcciones y se nos esca-
pe de las manos, como un chorro de agua.

MOÓNICA.— Para mí, el gran problema sigue siendo el


propio Hitler. Porque son los niños los que tienen que darle
verosimilitud al personaje.

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GABO.— Necesitas por lo menos dos Hitlers fallidos, para


que cobre fuerza la afirmación de la niña, cuando le describan
al tercero: “Ese es”. Dos Hitlers apócrifos antes de llegar al
“legítimo”, ¿entiendes? Con un trío basta. Un dúo sería poco
y un cuarteto, demasiado.

137

GABRIELA.— Todos tendrían oficios distintos.

GABO.— Pero que ninguno sea pintor.

MANOLO.— Ni barbero.

GuTo.— Al farmacéutico lo descubre uno de los niños


por casualidad. La madre lo manda a la farmacia a comprar
jabón y el farmacéutico le da uno sin envase, con olor a sebo,
y le dice: “Éste es el mejor”.

MÓNICA.— No le veo la gracia.

MANOLO.— Es un chiste cruel.

GuTo.— Lo que quiero decir es que los niños no están en


Babia, han oído cosas... El niño huele el jabón y corre a com-
partir sus sospechas con los demás.

GABO.— El diablo es como es, no necesita caricaturas.


Antes de que el niño se vaya con el jabón, el farmacéutico des-
tapa un pomo y le da unos caramelos.

GuTo.— ¿Y el niño los acepta?

GABO.— Sí, pero no se los come. Se los da al gato.

GuTo.— Y el gato los olisquea y se va.

GABRIELA.— O los lame y cae muerto allí mismo.

GABO.— ¿Y si uno de ellos se atreviera a probar los cara-


melos? No pasaría nada, lo que vendría a demostrar que el far-
macéutico no es Hitler. Estoy tratando de seguir la lógica del
niño y de introducir en el grupo un elemento polémico.

GuTo.— Pero uno de los niños, que ha oído hablar de las


tretas del diablo, les haría ver que se trata de una artimaña para
confundirlos.

GABRIELA.— De una situación como esa puede surgir la


idea de la pócima.

MANOLO.— Con la sirvienta como asesora de brujerías.

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GABO.— Esos niños no son ángeles. Son más brujos que


las brujas. A lo mejor consiguen un cuchillo y le trepanan el
cráneo al pobre hombre, o una escopeta para llenarlo de per-
digones cuando lo encuentren en la calle. Las historias de ni-
ños tienen esa ventaja, que se puede contar con ellos para
cualquier cosa, por disparatada que sea. Los adultos andan
disfrazados, tratando de que no se les vean los instintos, pero
los niños... Sigue trabajando ese argumento, Mónica; puede
salir de ahí una linda película.

MÓNICA.— Espero que no me vaya a pasar como a usted


con El piano...

GABO.— Ah, ¿ya te conté esa historia?

GUTO.— Perdón, ¿qué historia?

GABRIELA.— Vaya, vaya..., ¿hay secretos en el Taller?

GABO.— Es la historia de un piano. Concluimos el guión


mucho antes de que apareciera El piano, la película de Jane
Campion. ¿Te molestaría oírla otra vez, Mónica? ¿O prefieres
salir a descansar?

MÓNICA.— No.

GABO.— Es la misma historia que tú conoces... ¡Después


no digas que no te lo advertí!

MÓNICA.— Iba a dirigirla Gutiérrez Alea, ¿no es cierto?

GABO.— SÍ, pero pasó el tiempo, no encontramos produc-


tor... digo, Titón se peleó con el productor— y de pronto... ¡El
piano, de la Campion, éxito mundial! ¿Quién va a creer ahora
que el nuestro es anterior? Aunque la historia está registrada.

MANOLO.— ¿La de ustedes se llamaba El piano también?

GABO.— El título provisional era Para Elisa, un pequeño


homenaje a Beethoven. En realidad, lo único que tienen en

139

común ambas historias es la idea misma de un piano situa-


do en un contexto insólito.

MónNICA.— En este caso, zonas inhóspitas de Colombia,


dominadas por la guerrilla.

GaABO.— Época: años treinta de este siglo. El señor Cam-

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puzano, gran oligarca de Bogotá, ha decidido darle a su hija
Elisa un piano como regalo de cumpleaños. Elisa es una niña
precoz, que no aparenta los siete años que tiene. El padre está
loco con ella. Se recibe noticia de que el piano —procedente
de Viena o de Berlín— acaba de ser desembarcado en Carta-
gena, pero habrá que trasladarlo a Bogotá por el Orinoco,
porque la zona del río Magdalena está tomada por la guerrilla.
El señor Campuzano va a ver al Presidente de la República
y lo pone al tanto de la situación. El Presidente llama de
inmediato al Ministro de Defensa. “General —le dice—, he
comprometido mi palabra. El piano debe estar aquí en la fe-
cha prevista, cueste lo que cueste”. “Despreocúpese, señor
Presidente —responde el ministro—. Así será”. Se ha dado
cuenta de que a su futuro yerno —el joven oficial que al día
siguiente desposará a su hija— se le ha presentado la gran
oportunidad de su vida. “Aplaza la boda —le dice—. Cuando
vuelvas, serás ascendido y probablemente condecorado. La
ceremonia nupcial tendrá entonces otro rango”. El joven no lo
piensa dos veces. Ese mismo día reúne las tropas y los recur-
sos necesarios para entrar en campaña y parte a buscar el pia-
no. Se inicia el traslado. Los guerrilleros, al ver la cantidad de
recursos que se han movilizado para transportar aquella enorme
caja, suponen que debe contener algo muy importante y de-

ciden impedir por todos los medios que llegue a su destino.

140

La película es eso: la historia del lento, costoso, fatigoso avance


de la caja, milímetro a milímetro, por terrenos inhóspitos, casi
intransitables... Un día la caja se destapa y los soldados des-
cubren que contiene un piano, un piano blanco; otro día, el
plano está a punto de ser arrastrado por la corriente del río...

ELIZABETH.— Siempre dentro de la caja.

GABO.— Bueno, hay un momento en que la caja se des-


peña por un abismo, se abre al caer y deja el piano al descu-
bierto. Por suerte, intacto. Digo, se le ha zafado una pata, pero
no tardan en ponérsela.

GUTO.— ¿Qué hacen los guerrilleros, entretanto?

GABO.— Todo lo que he contado ocurre en medio de


emboscadas, escaramuzas, asaltos... Los guerrilleros no dan
ni piden tregua. El piano va dejando a su paso un reguero de
cadáveres, un paisaje de tierra arrasada... Y como la oposición
al régimen es fuerte también en la capital, cuando las tropas
llegan a Bogotá se produce un levantamiento popular para im-
pedir que la caja sea introducida en la mansión de los Campu-
zano. Desde una de sus ventanas puede verse el resplandor de
los incendios, oírse el fragor de los combates... Pero el joven
oficial y su tropa se abren paso a sangre y fuego y logran de-

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positar el piano en el fastuoso salón, minutos antes de que
comience la celebración del cumpleaños. Entra Elisa, vestida
como una princesita, saluda con una venia a su padre y a la dis-
tinguida concurrencia, se sienta graciosamente ante el piano y
empieza a tocar: “tira-titatín tari-tatín...” Díganme la verdad:
¿no es una historia preciosa?

MANOLO.— ¿Y por qué la preocupación? No tiene nada


que ver con El piano.

141

GABO.— No, el día que podamos hacerla, la hacemos por


encima de todo. Además, está registrada. El guión es de Lichi
Diego, aunque Titón y yo metimos la mano también... A mí
me gustaría rehacerlo, simplificarlo... Lichi lo llenó de palomas
mensajeras, de no sé cuántas cosas...

MÓNICA.— Yo lo veo como una amarga metáfora.

GABO.— Sí, me gusta por eso, porque es una verdadera


radiografía de Colombia. Ése es nuestro país, de arriba abajo.

ELIZABETH.-— Y lo curioso es que en una historia tan


sencilla se mezclen tanto los géneros. Tiene algo de sátira, de
película de aventuras, de tragicomedia...

GABO.— Bien, Manolo, ¿ya pusiste tus ideas en orden?

MANOLO.— Es una historia un poco complicada, me


parece: la de un tipo cuya máxima aspiración es llegar a ser
conocido como compositor de boleros. Se trata de un hombre
ya entrado en años, que vive en un cuartucho de la Haba-
na Vieja. Tiene escritos, no sé, cinco mil, seis mil boleros,
pero nunca le han cantado ninguno. Es un compositor iné-
dito. A veces se las arregla para grabar un casete —cantado
por él mismo, en la onda de Benny Moré, o por una vecina
que imita a Olga Guillot— y lo lleva a una estación de radio
o una agencia musical, para ver si algún cantante se intere-
sa por ellos. Pero nada, no tiene suerte... El tipo no tenía
empleo fijo, trabajaba cuando podía como parqueador de
autos...

GuTOo.— Como aparcacoches, diría Ignacio...

ELIZABETH.— ¿ Trabajaba?

MANOLO.— ... en un restaurante de lujo o un cabaret, que


podría ser el “Alí Bar”, porque el Benny, su ídolo, cantó allí

142

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durante mucho tiempo. Bueno, ya el tipo no trabaja allí, pero
sigue frecuentando el lugar, para no perder la costumbre.

GABO.— El invencible ritual de la nostalgia.

MANOLO.— En el solar donde vive —en el conventillo,


¿eh, Guto?— los vecinos se quejan de que el tipo pone el radio
a todo volumen —Jorrín, Pérez Prado, la Riverside...— y andan
siempre merodeando por allí unos prietos medio mafiosos que
se las dan de guapos...

GUTO.— ¿No les gusta la música?

MANOLO.— A lo mejor prefieren el rap.

GABO.— Y el personaje, ¿no escucha los programas de


boleros?

MANOLO.— Le gustan también los de música bailable,


aunque para él, en el fondo, nada puede compararse con
aquello de: “No existe un momento del día en que pueda
apartarte de mí...”

GABO.— “Contigo en la distancia...” Estamos en plenos


años cincuenta, ¿no es cierto?

MANOLO.— Sí. Una noche el tipo se acerca al “Alí Bar”


—con la intención de hablar con el director de la orquesta o el
cantante, para proponerle algunas de sus composiciones más
recientes— y se encuentra con que el cabaret está cerrado y hay
varios policías a la entrada. Va a acercarse, para preguntar
qué ha sucedido, pero un policía le ordena retroceder, y en
ese momento sale Gayusi, el barman...

GUTO.— Que es viejo amigo suyo...

MANOLO.— ...y le cuenta: han intentado robar el sombrero


y el bastón de Benny Moré.

GUTO.— ¿En el cabaret?

143

MANoLo.— Están allí, en una urna, como reliquias de los


buenos tiempos.

GaAño.— Y algún fanático de Benny, o algún borracho...

ManoLo.— Es la segunda vez que ocurre. El portero


asegura que en ambas ocasiones ha visto salir a un sospechoso,
que tiene un gran parecido con el Benny —en realidad, en su
primera declaración había dicho que era el Benny, pero se
retractó cuando le recordaron que el Benny estaba muerto— y
que lo único que hace, antes de desaparecer en la noche, es

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mirarlo fijamente a los ojos.

GuTo.— Todo eso lo cuenta el barman. Y el músico...,


por cierto, ¿cómo se llama el músico?

MANoLo.— ¿El compositor? Se pasó la vida oyendo hablar


de El Rey del Mambo y El Príncipe de la Canción, y todos
esos epítetos rimbombantes, y decidió llamarse a sí mismo El
Sultán del Bolero.

GuTo.— Bien, podemos llamarlo Sultán, entonces...

MANOLO.— No, aquí ése es nombre de perro. Llamé-


moslo Juan, si quieren. El caso es que el barman le dice a
Juan que acababan de estar allí unos tipos del cine o la televi-
sión preguntando por él, y que él —el barman— les había dado
su dirección —la de Juan— asegurádoles que lo hallarían allí,
porque era un tipo muy casero. Así que Juan corre a su casa
y se encuentra con que hay un gran revuelo en el solar porque
está allí un equipo de filmación esperando por él para hacerle
una entrevista. ¿Por qué? Porque preparan un documental
sobre el Benny y la música popular, y han visto una foto suya
con El Bárbaro del Ritmo —que es como llamaban al Benny-
en la que éste, inclinado hacia Juan, le está diciendo algo al

144

oído con una actitud muy desenvuelta. La tesis del docu-


mental es que la popularidad del Benny no se basaba sólo en
su condición de Bárbaro del Ritmo sino también en su propio
temperamento, porque pese a ser una verdadera estrella, era
también un tipo modesto, campechano, sin una pizca de arro-
gancia... Y ahí estaba la demostración gráfica de la tesis: la fo-
to donde el Gran Benny comparte sus secretos con un
humilde parqueador de carros, etcétera, etcétera. Bien, se dan
las voces reglamentarias, empiezan a rodar y le hacen a Juan la
pregunta de rigor: “En esa foto, ¿qué le está diciendo Benny
Moré?” y Juan —que no logra recordar qué coño le estaba di-
ciendo el Benny, pero intuye que no puede dejar pasar una
oportunidad como ésa— responde que el Bárbaro del Ritmo,
su gran amigo, le estaba diciendo que al día siguiente iba a
cantar uno de sus boleros, porque —mirando a cámara— él era
compositor y el Benny, con su experiencia de...“¡Corten!”, gri-
ta el Director, que se ha percatado de lo que ocurre y ahora le
explica a Juan que hay problemas de sonido y que tendrán que
volver la semana siguiente..., en fin, echa mano de ése o de
cualquier otro pretexto y acto seguido da una orden y todos,
como si la hubieran estado esperando, agarran cámaras y mi-
crófonos y se van por donde mismo vinieron... ¡Uf ¡No se
imaginan ustedes lo nervioso que estoy! ¡Miren cómo sudo!
¿Me falta algo?

SENEL.— Por lo pronto, un meprobamato o una tisana.

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GABO.— Á ver, serénate un poco... Trata de contarnos
tranquilamente qué es lo que le pasa a ese viejo. “Este era un
pobre cuidador de carros que componía boleros. Un día...”
Así, de la A a la Z. “Érase que era una vez un criado que llegó

145

temblando a casa de su amo y le dijo: “Señor, he visto a la


Muerte en el mercado y me ha hecho una señal de amenaza.”
Y el amo le dice: “Toma este caballo y este dinero, y huye de
inmediato a Samara.” El criado lo hace. Poco después, en el
mercado, el amo encuentra a la Muerte y le pregunta: “¿Por
qué le hiciste a mi criado un gesto de amenaza? “No era de
amenaza, sino de sorpresa”, responde la Muerte, “porque debo
recogerlo esta tarde en Samara y me sorprendía verlo aquí, le-
jos de Samara”. Eso es contar un cuento como Dios manda. Si
una historia no se puede reducir a esos términos es porque al-
go le falta o le sobra. Así que vamos por partes, Manolo: ¿cuál
es exactamente la historia que tú quieres contar?

MANOLO.— Bueno, a mí me parece que este viejo es el


eterno frustrado, porque...

GABO.— Perdona que te interrumpa, pero ¿quieres que te


diga cuál es tu problema?

MANOLO.— ¿Cuál?

GABO.— Que tienes un personaje pero no tienes un argu-


mento donde encuadrarlo. Es un problema más frecuente de
lo que se cree, pero por suerte, se puede resolver.

MANOLO.— Yo sí tengo una historia, lo que pasa es que


los nervios me traicionan.

GABO.— No, si tuvieras una historia no te perderías en


detalles. Dirías, por ejemplo, que este era un viejo que aspiró
toda su vida a ser compositor y que un día va al cabaret donde
cantaba su ídolo y se entera de que han tratado de robar reli-
quias suyas y de que andan buscándolo, a él, para hacerle una
entrevista... No sé, estoy improvisando, a ver si le damos a la

historia cierta continuidad.

146

MANOLO.— ¿Y no fue así como yo lo conté... más o


menos?

GABO.— Hay que tratar de que los árboles no nos impi-


dan ver el bosque. El cuento de la Muerte en Samara puede

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contarse sin aclarar qué hacía el sirviente en el mercado y sin
decir que el amo, al oírlo, se rascó la cabeza, ni que en ese mo-
mento un canario cantó en su jaula...

MANOLO.— Pero en La lección de latín usted decía, si mal


no recuerdo, que el abogado se abotonaba el chaleco y que la
secretaria le brindaba café...

GABO.— Porque tengo la historia tan elaborada en la ca-


beza que ya puedo contarla hasta en sus menores detalles. Pero
si hubiera prescindido de esos elementos, la historia seguiría
siendo la misma.

MANOLO.— Bien. ¿Cuáles son las dudas?

GABO.— ¿A qué va el viejo al cabaret?

MANOLO.— ¿No quedó claro eso? Va a llevarles un casete


a los músicos que tocan allí.

GABO.— Pero él no va allí todos los días... Él va ese día


porque algo muy grande va a suceder allí.

MANOLO.— El robo. El intento de robo. El segundo intento


de robo.

GABO.— ¿Y él tiene algo que ver con eso?

MANOLO.— Lo del robo me servía para que él pudiera de-


sarrollar su plan de atraer al Benny.

GABO.— Espera, espera... ¿No decías que Benny estaba


muerto?

MANOLO.— Juan está tratando de reproducir una situa-


ción del pasado. De rehacer el pasado, si se quiere.

147

GABO.— Ah, la historia se desarrolla en un tiempo pero


remite a otro, en este caso a los años cincuenta. Juan ha soña-
do toda su vida que algún día su ídolo, Benny Moré, cante al-
guno de sus boleros. Y como era cuidador de carros, se las
arreglaba para poner casetes en la guantera del auto de
Benny... Un momento: en esa época no había casetes.

MANOLO.— Le ponía las letras de sus canciones, pape-


les, simplemente. Pero el Benny nunca se dio por entera-
do. De manera que ahora, cuando Juan oye la historia del
portero...

GABO.— ...recupera la esperanza de ver a su ídolo, ante un


vaso de ron, cantándole una de aquellas letras inéditas. El sue-
ño de su vida puede cumplirse aún. ¿Es ésa la historia que

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quieres contar, Manolo?

MANOLO.— Más o menos.

GABO.— Y el hombre, ¿logra su propósito o no?

MANOLO.— AL oír lo del intento de robo y lo que sospe-


chaba el portero... a Juan se le ocurre esa idea. Y además, está
lo de la foto donde el Benny le dice algo al oído...

GABO.— ¿Ves? Ya nos estás contando otra cosa. Estábamos


en el plan del viejo: ¿cómo se las arregla para atraer a Benny?

GUTO.— Al fantasma del Benny, ¿no?

GABO.— Depende cómo se mire. En el cine sólo existe el


presente. Lo que el viejo se imagine que pasa, pasa.

MANOLO.— Aquí Juan pesca al Benny utilizando como


carnada su sombrero.

GABO.— Ah, un pequeño chantaje: se lleva el sombrero pa-


ra su casa y le hace saber a Benny que si quiere recuperarlo...

Bien, ¿qué pasa entonces? Benny va a verlo, por supuesto...

148

MANOLO.— Sí. Y cuando entra, Juan se asusta al mirarle


la cara, porque recuerda al fin lo que el Benny le había dicho
al oído, tiempo atrás: “¡No me jodas más con tus boleros de
mierda, porque voy a tener que entrarte a patadas!”

SENEL.— ¿Era un tipo tan irascible?

MANOLO.— En esta historia, sí. Por cierto, se me olvidaba


decir que ya en dos ocasiones anteriores Juan había tratado inú-
tilmente de recordar qué era lo que el Benny le había dicho. Y
ahora se asusta, porque lo oye gritar: “¿Vengo a buscar mi som-
brero, carajo!”... Pero de pronto se queda boquiabierto, porque
ha visto la foto en la pared y esa sola imagen parece actuar so-
bre él como un sedante. Sonríe. Juan aprovecha la pausa para
invitarlo a sentarse y beber un trago... Y, contra todos los pro-
nósticos, el Benny acepta y se toma un ron, y luego otro, y
Otro... y entre trago y trago le pregunta por Gayusi, el barman
del “Alí Bar”, y por algunos noctámbulos muy conocidos en la
zona... Y cuando ya están los dos muy entonados, el Benny, es-
pontáneamente, le pide a Juan alguna de sus composiciones, y
Juan —que ha estado esperando ese momento toda su vida— sa-
ca un papel del bolsillo y se lo extiende, mientras tararea la me-
lodía para que el Benny pueda orientarse. Y de pronto el Benny
rompe a cantar y Juan a llorar y a llorar y a llorar. El pobre está
loco de felicidad, pero no puede contener las lágrimas.

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SENEL.— Es lo que suele llamarse “llorar de alegría”.

GABO.— Una figura retórica muy eficaz.

ELIZABETH.— Por un momento llegué a pensar en un final


feliz, con Juan volviéndose un compositor famoso.

GABO.— Vamos a ver lo que tenemos: Juan es un viejo

compositor de boleros, canciones que nadie quiere interpretar.

149

Siendo cuidador de carros tuvo oportunidad de deslizar al-


gunas de sus composiciones en el auto de un cantante fa-
moso, pero de nada sirvió: éste tampoco le hizo caso. Juan
llegó a la conclusión de que la única manera de interesarlo
en sus boleros era mostrándoselos en un ambiente favorable,
su Casa.

SENEL.— Su cuarto, más bien.

MANOLO.— Sí, por eso él se empeña en llevarlo a su


cuarto. Y también porque quiere enseñarle la foto. Esa fo-
to había sido tomada por un fotógrafo del “Ali Bar” cierta
noche en que el Benny le dio a Juan las llaves de su carro,
para que se lo parqueara... Y de paso le dijo al oído lo que ya
sabemos.

GABO.— Perfecto, vamos un poco más atrás. Éste es un


acomodador de carros que compone boleros y cuya mayor
aspiración en la vida es que el famoso cantante Benny Moré
conozca y cante sus composiciones... Por cierto, en algún
momento Juan debe de haberle dicho a su ídolo que que-
ría mostrarle unas canciones suyas y Benny debe de haber
respondido: “Sí, hombre, cómo no, un día de estos nos ve-
mos...” Pero volviendo a Juan: al ver que Benny no acaba de
cumplir su promesa, empieza a meterle papeles en la guan-
tera del carro, sin ningún resultado. Y cierto día un fotógrafo
les toma una foto cuando Benny le está diciendo algo a Juan,
y éste se las arregla para que el fotógrafo le regale una copia,
que acabará colgando en la pared de su cuarto. Y como
Benny sigue sin hacerle caso, Juan empieza a buscar otras
maneras de forzar la situación, hasta que un día, al ver el

bastón y el sombrero...

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MANOLO.— Recuerde que el acoso al Benny es en el pa-
sado, mientras que el intento de robar esas cosas es en el
presente.

GABO.— Estoy tratando de contar la historia de manera


lineal... Él nunca logra que Benny le hago caso, pero ahora se
roba sus cosas y le manda a decir a Benny: “Si quieres recupe-
rarlas, ven a verme”.

SENEL.— Pero si Benny está muerto, ¿con quién le manda


Juan el mensaje? ¿Con una espiritista?

GABO.— Con el portero. Juan está seguro de que el por-


tero volverá a encontrarse con él. Dime una cosa, Manolo: ¿en
qué época se desarrolla la película?

MANOLO.— En la actualidad.

GABO.— ¿Y cuándo murió Benny Moré?

MANOLO.— En el 63. Entretanto, el viejo ha seguido


tratando de promocionar sus boleros. Á cada rato va a ver a
algún cantante o a algún director de orquesta —a Adalberto, a
Formell...— para llevarle sus casetes. Y nada.

ELIZABETH.— La historia se repite.

SENEL.— Es el fatum otra vez. El viejo está condenado a


morir inédito.

MANOLO.— Pero hay que establecer bien las fechas. En el


pasado, el viejo era joven todavía.

GABO.— En resumen, la historia es ésta: un tipo que


anda buscando que le canten sus canciones, va cierta noche a
un cabaret donde se guardan, como reliquias, el sombrero y el
bastón de un cantante famoso, y se entera de que han tratado
de robarlas...

MANOLO.— Por segunda vez.

151

GABO.— ... y que el portero del lugar asegura que el pre-


sunto ladrón es nada menos que el propio cantante, aunque
éste —él lo sabe— está muerto. Y entonces a Juan se le ocurre
una idea: apoderarse de las reliquias para obligar a su difunto
dueño a ir a buscarlas a su casa y... ¿Es así?

MANOLO.— Así es.

GABO.— Ok, continuemos entonces. Juan llega a pensar


qué bueno, estando vivo el Benny no se me hubiera ocurrido
invitarlo a venir aquí, a mi humilde cuartico, pero ahora, que

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anda como alma en pena buscando su sombrero y su bastón,
porque en la eternidad no se siente cómodo sin ellos, ahora va
a tener que venir... Y efectivamente, esa noche llaman a la
puerta, Juan abre... ¡y voila! El resto, ya ustedes lo conocen: se
emborrachan, Benny canta el bolero preferido de Juan... ¡y
colorín colorado! ¿Puedes creer, Manolo, que ahora que la
entiendo, la historia me parece muy buena?

MANOLO.— Faltó la anécdota de la foto, que es un ele-


mento clave. Y lo de la entrevista.

GABO.— Ah, espera, lo único que no nos puede faltar aquí


es la paciencia. Vamos a ver. Éste era un viejo que había sido
acomodador de carros, en un cabaret, y que compone boleros
que él considera maravillosos pero que no le interesan a nadie.
El tipo se propone lograr que un famoso cantante —Benny
Moré, que por cierto, nunca se presenta ante el público sin su
sombrero y su bastón— lea y oiga sus composiciones, seguro de
que habrá de entusiasmarse con ellas. De modo que Juan, ca-
da vez que va a estacionar el carro de Benny, las mete en la
guantera subrepticiamente. Inútil: Benny no se da por enterado.
Un día, cuando le da a Juan las llaves y una propina para que

152

le estacione el carro, le dice algo al oído y en ese preciso ins-


tante un fotógrafo que pasa por allí les toma una foto. Juan la
conserva como un verdadero trofeo. Muere Benny. Juan sigue
empeñado, sin éxito, en darse a conocer. Y una noche, en el
cabaret —donde ahora se guardan el sombrero y el bastón de
Benny como reliquias de museo—, se entera del intento de robo,
y el guardia, viejo amigo, le dice: “Es el Benny, Juan, te lo juro.
Ha venido a buscar su sombrero y su bastón. Lo he visto con
estos ojos que se ha de comer la tierra.” Y Juan piensa: “Ésta
es la mía.” Y esa misma noche se roba el sombrero y el bastón,
y corre a su cuarto a esperar tranquilamente que llegue Benny,
porque se ha dado cuenta de que éste, en el más allá, se siente
incómodo sin ellos. Benny llega, efectivamente, ve la foto en
la pared... y el resto ya ustedes lo conocen.

MANOLO.— Faltó lo de la entrevista.

GABO.— Faltaron muchas cosas, pero el eje del argumento


es ése. Teniendo la historia limpiecita, de la A a la Z, puedes
hacer después lo que te plazca: volverla al revés, introducir flash
backs, lo que prefieras... Una vez que tienes el ganado acorralado
y sabes que no se puede salir, decides si lo vas a tumbar o lo vas
a herrar, y cuándo y cómo... Lo importante es saber qué historia
estás contando. Lo demás cae por su propio peso.

GUTO.— Y a propósito, ¿cómo se titula este diálogo de


fantasmas?

MANOLO.— El Sultán del Bolero... ¿Les parece bien?

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EL MILAGRO DE FRESA Y CHOCOLATE

GABO.— Senel, vas a contarnos tus experiencias como


guionista de Fresa y chocolate, ¿verdad? El relato que sirve de
base al argumento, ¿cómo se titula?

SENEL.— “El bosque, el lobo y el hombre nuevo”. Lo es-


cribí en 1990. Para mí, la relación entre el cuento y la pelí-
cula la establece David, un personaje que aparece en varios
cuentos míos. Pero la idea misma me llega por el personaje
de Diego.

GABO.— Conociste a alguien que te sirvió de modelo.

SENEL.— No fue uno: fueron varios. He terminado


descubriendo que hay muchos Diegos deambulando por
las calles de la ciudad... y algunos han tropezado conmigo.
En este momento recuerdo a uno de los primeros con
quienes tropecé. Yo nací en el “campo” —es decir, en un
pueblo del interior del país—, y por consiguiente, a los ojos
de los habaneros era un gwajiro. En los años setenta vine a
La Habana como becario, a estudiar Periodismo en la uni-
versidad. Nunca antes había estado en La Habana. Pasé

aquí cuatro años y cuando terminé la carrera fui a cumplir

155

mi servicio social en una ciudad de provincias. Un buen


día vuelvo a La Habana y me encuentro en el teatro con un
muchacho que yo había conocido en la universidad. Él sa-
bía que yo escribía y eso lo divertía mucho, porque a la
gente le hacía gracia que un guajirito como yo escribiera
cuentos. Este muchacho era homosexual; en algún mo-
mento había tenido serios problemas y lo habían expulsa-
do de la universidad. Me ve y me dice: “Ah, Senel, ¿qué tal?
¿Cómo te va? ¿De regreso a la capital?” Andaba con otro
muchacho al que yo nunca había visto, y éste, sin más ni
más, se me acerca y empieza a recitar mi biografía: “¡Senel
Paz, autor de El niño aquel! ”, y cosas que yo había escrito,
y dónde había hecho mi servicio social, y cuántos cuentos
tenía el mencionado libro, todavía inédito. En fin, me de-
jó perplejo, boquiabierto: sabía más de mí que yo mismo.
Y claro, me cayó simpático, porque hablaba con un desen-
fado, con una gracia...

GABRIELA.— Era la viva imagen de Diego.

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SENEL.— En ese sentido, sí. Tenía facilidad de palabra


y don de gentes. Y entonces me suelta a quemarropa: “¿Por
qué no vienes a mi casa? Fíjate, yo soy maricón, como ha-
brás notado, y tengo problemas...; así que si decides ir, ya
sabes dónde te vas a meter”. Me gustó que me planteara
las cosas con esa claridad. Creo que en ese preciso instante
—sin que yo me diera cuenta todavía— nació el personaje de
Diego.

GABRIELA.— Me lo imaginé. Al ver la película sentí que


Diego estaba tomado de la realidad.

GaBo.— Inspirado en personas reales, más bien.

156

SENEL.— Eso es cierto en lo que se refiere al cuento y mu-


cho más en lo que se refiere a la película. Lo curioso, como
dije, es que en La Habana el personaje es una especie de pro-
totipo... Se me han acercado como cuatrocientas personas para
decirme: “Senel, dime la verdad, Diego soy yo, ¿no? Pero fíjate,
¡yo no me fui!” y hay otros que vienen y me dicen: “Sí, yo sé
que Diego es Fulano de Tal, son igualitos...” Algo semejante
pasó con la casa de Diego, la famosa guarida. Hay como
cincuenta personas que afirman que la guarida es el aparta-
mento donde ellas viven, pero les aseguro que yo no tenía en
mente ningún sitio real.

MANOLO.— Esa pasión de Diego por la cultura cubana,


¿viene también de un personaje real?

SENEL.— Tú sabes que en este país hay mucha gente ape-


gada a sus tradiciones culturales. Hubo un tiempo en que yo
me empeñé en leer o releer toda la literatura cubana, desde el
Espejo de paciencia hasta nuestros días. Había entonces un furor,
una fiebre lezamiana en el ambiente, y fue releyendo Paradiso
cuando me puse a pensar en todos esos muchachos que te-
nían a Lezama como un dios, un guía, una tabla de salvación
para mantenerse a flote en medio del torbellino de aquellos
años...

ELIZABETH.— Y en cuanto al tema, ¿cómo surgió? Por lo


que cuentas, debe haber sido un problema candente...

SENEL.— Bueno, tuvimos que hacernos seriamente esa


pregunta: ¿Cuál es el tema de la película? ¿Es el homose-
xualismo? ¿Es la amistad entre personas diferentes, pero con
intereses comunes? A mí siempre me pareció que ambos
confluían en otro, más abarcador: el de la tolerancia. Debo

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decirles que los triunfadores no me interesan como personajes;


prefiero a la gente que está como arrinconada, en una esquina
de la vida... Los tres protagonistas de la película tienen algo de
marginales: Nancy es prostituta y bisnera, vende cosas en bolsa
negra; Diego es homosexual; David es un muchacho tímido,
inseguro... Algo semejante le pasaba a Ofelia, la protagonista
de mi primera película —Una novia para David, de Orlando
Rojas—: era gorda, lo que bastaba para que se sintiera un poco
rechazada. En fin, mis personajes nunca están en el centro de
la Historia. Y en un país como el nuestro, donde el que tiene
voz es el que está en la corriente principal, el punto de vista de
quienes no lo están siempre me ha parecido el más atractivo
para abordar distintos asuntos.

MANOLO.— ¿En qué momento surge la idea de convertir


el relato en guión?

SENEL.— Siempre me pareció que del cuento podía salir


una película. Pero no me gusta ser yo quien le proponga a
un director trabajar con él, sino lo contrario, que sea él
quien me lo pida, porque en ese caso lo más probable es
que él ya sepa lo que quiere y traiga una propuesta con-
creta. El escritor tiene más facilidad que el cineasta, creo
yo, para meterse en el pellejo de otro y tratar de pensar
con su cabeza. Me parece que somos más dúctiles y flexibles.
En cualquier caso, no quisiera tener que lidiar con esos di-
rectores que se ponen a pedirle cosas a uno sin saber ellos
mismos qué es lo que realmente quieren. En este caso, le
mandé el cuento a Titón —que es como le decimos a Gu-
tiérrez Alea— con la aviesa intención de interesarlo para el
futuro. Titón es un director a quien admiro mucho y con

158

el que tenía ganas de trabajar. Mis tres guiones anteriores


habían sido escritos para directores debutantes, y ahora yo
quería trabajar con alguien de experiencia, del que tam-
bién pudiera aprender. Tuve suerte. Dos horas después de haber
recibido el cuento, Titón me llamó para proponerme que lo
adaptara al cine, y yo, haciéndome el bobo, dejé que me
convenciera, como si ya no hubiera estado convencido.

GABRIELA.— O sea, el cuento funcionó como argumento.


Ya entonces empezaste a trabajar directamente el guión.

SENEL.— Yo iba escribiendo escenas y llevándoselas a Titón.


Él me las comentaba y yo, cuando era necesario, las reelaboraba.
En realidad, no eran muchas las sugerencias o reparos que él
me hacía) en parte porque la historia le gustaba, en parte para
no Coartarme, y en parte siguiendo una táctica muy frecuente
=y a veces irritante entre los directores, que consiste en decir:
“Escribe, escribe todo lo que se te ocurra, que después yo

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corto”.

GABRIELA.— Les gusta ser ellos quienes editen el guión.

SENEL.— Yo creo que el papel del director, cuando él mismo


no es co-guionista, consiste en ir orientando y estimulando
nuestro trabajo. ¿No es eso lo que hace con los actores? El di-
rector no le debe aceptar una escena al guionista mientras
piense que éste podría sacarle más, que aún no ha llegado al
tope de sus posibilidades.

MANOLO.— Pero para uno puede resultar tedioso, supongo,


, Porque si un director se encapricha en...

SENEL.— Espera. El cine es repetir una y otra vez, ¿no? Eso


vale también para la escritura. Y en eso consistió el trabajo de
Titón conmigo: en obligarme a dar el máximo.

159

GABRIELA.— ¿Él no reescribía diálogos o secuencias?

SENEL.— Él trabajó solo, por su propia cuenta, en la versión


que ganó el concurso. Quería que compitiéramos con su versión,
la que se había propuesto filmar. Lo que hizo entonces fue
editar el texto, como decía Gabriela. Y con motivo de algunos
de los cortes yo tuve que retocar escenas y reescribir diálogos,
para que no se notaran las costuras.

Gaño.— Tú aceptabas disciplinadamente las sugerencias...

SENEL.— No siempre, pero la mayoría de las veces, sí. Por


el respeto que le tengo a Titón, yo era muy receptivo en cuanto
a sus deseos... A veces bastaba una simple insinuación para que
yo tratara de satisfacerla. Por ejemplo, un día Titón me pidió
que escucháramos juntos las danzas de Ignacio Cervantes y
Manuel Saumell —dos de los grandes compositores cubanos del
siglo pasado—, porque quería utilizarlas en la película. Y cuando
volví a casa, escribí la escena donde Diego y David escuchan
Adiós a Cuba, de Cervantes. Titón no me pidió esa escena,
pero la motivó, me hizo sentir que estaba necesitándola. Y me
dio mucha satisfacción poder complacerlo.

ELIZABETH.— Tú en ningún momento te aferraste a tus


criterios...

SENEL.— Trataba de evitar las discusiones innecesarias.


Además, Titón podía no estar de acuerdo con una propuesta,
pero me daba absoluta libertad para buscar alternativas. En este
sentido, trabajar con él fue una experiencia maravillosa.

ELIZABETH.— Ya veo. No era un problema de concesiones,


sino de confianza mutua.

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SENEL.— Y de receptividad. Yo participé en la primera

edición de este taller y aprendí aquí, con el Maestro...

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GABO.— Disculpa la interrupción, pero lo de Maestro,


aquí en Cuba, me suena un poco raro...

SENEL.— Lo digo de corazón. Aprendí, entre otras muchas


cosas, que era necesario ser flexible, estar abierto a los impre-
vistos. Recuerdo que usted dijo que había que tener cuidado
con las premisas, porque eran muy riesgosas: si partes de una
premisa, lo más probable es que acabes obligando a la historia
a demostrarla, y eso suele ser funesto.

MANOLO.— Por aquello del lecho de Procusto y demás...

SENEL.— Lo sensato es dejar correr la historia y observar a


dónde va, no empezar a forzarla para que diga lo que uno
quiere. En otras palabras, si sólo estás pensando en la mo-
raleja, lo que la historia acabará contando es la moraleja.
Para eso no hacía falta esforzarse tanto, o como decían
nuestros abuelos, para ese viaje no se necesitaban alforjas.
Hay que dejar que la historia tome su curso y entonces, sólo
entonces, empezar a fijar los objetivos. A partir de ahí,
nuestra función se reduce a tratar de cumplirlos de la mejor
manera posible.

MANOLO.— Nada más y nada menos.

ELIZABETH.— ¿Fue ése el método que ustedes siguieron?

SENEL.— Es evidente que a partir del cuento podíamos


desarrollar distintos temas y subtemas: el de la amistad entre
homosexuales o entre un homosexual y un heterosexual; el
de la delación, puesto que David delataba a Diego y eso se
le reconocía como un mérito; el de la intolerancia —que a mí,
como dije, me parecía el tema central—, el rechazo de todo
aquel que es distinto, que al no caer dentro de la norma pasa
a ser considerado “anormal”. Lo que hicimos Titón y yo fue

161

definir el tema que más nos interesaba y eliminar los que


pudieran conducirnos en otras direcciones y colocarnos ante el
peligro de la dispersión.

GABRIELA.— Pero, ¿no se supone que el tema estaba im-


plícito en el relato?

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SENEL.— Lo estaba, pero en la película había que hacerlo
más explícito. El relato está contado en restrospectiva desde el
punto de vista de David. En realidad, es un monólogo donde el
personaje de Diego no tiene presencia, sino que es referido, fil-
trado por la conciencia del otro. Diego no tiene voz propia, si-
no incorporada. Por tanto, yo no me propuse “adaptar” el
cuento sino tomar la historia y volver a escribirla, esta vez como
guión. No me interesaba en absoluto “respetar” el texto narra-
tivo; lo que me interesaba era descubrir —y salvar— lo que el tex-
to podía tener de cinematográfico. Y tuve que reconocer que
David —un personaje tan introspectivo, que toma pocas deci-
siones, que ejecuta pocas acciones, que prefiere observar y pen-
sar y dejarse arrastrar por sus sentimientos...— UN personaje así,
desde el punto de vista dramatúrgico, no es muy atractivo que
digamos. En la primera versión del guión yo mantenía la idea
de la retrospectiva —toda la historia había ocurrido quince años
antes y ahora David la evocaba—, de manera que en el presente
veíamos a David convertido en escritor... una manera de decir
que, al final, aquella difícil amistad entre él y Diego había fruc-
tificado. A Titón le gustaba mucho este enfoque.

GABRIELA.— ¿Y por qué lo desecharon?

SENEL.— Porque dividía la historia de modo demasiado


tajante. Creaba un antes y un después y revelaba demasiado
pronto que la amistad había pasado, que ya Diego se había

162

ido del país, en fin... La retrospectiva conspiraba contra la ex-


pectativa. Y entonces decidí contarla en presente, linealmente.

MÓNICA.— ¿Decidiste o accediste?

SENEL.— En una película eso no es fácil de precisar. El


escritor se preocupa más por los problemas técnicos del oficio:
cómo se cuenta la historia, desde qué punto de vista se
cuenta... Esos son los problemas —los ligados a la narrativa—
que nos resultan más estimulantes. Ahora bien, yo creo que
el estilo de un director —su estética, su ritmo... deben formar
parte de la historia, y más aún, de la propia escritura del
guión, o de la reescritura, en este caso. Yo, antes de empezar a
escribir este guión, volví a ver todas las películas de Titón.
Me interesaba sobre todo descubrir su ritmo interno, sus
constantes... Hace poco, hablando con una amiga, le decía
que en el guión de Fresa y chocolate todo, o casi todo era
mío —el argumento, la construcción de los personajes, los
diálogos... pero que todo estaba escrito para Titón. Es decir,
que si el guión no hubiera sido para él, yo no lo hubiera es-
crito de esa manera.

ELIZABETH.— De ese análisis de sus películas, ¿qué sacaste


en claro?

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SENEL.— Que en el guión debía mantener ciertos ele-
mentos de estilo que se manifiestan, sobre todo, en el ritmo...
Hay en las mejores películas de Titón cierta lentitud, cierta
morosidad en el tratamiento de los personajes —David tiene
mucho que ver con Sergio, el protagonista de Memorias del sub-
desarrollo- y al mismo tiempo ciertas búsquedas relacionadas
con el lenguaje del documental... En el guión yo traté de su-
brayar esos rasgos, aunque no siempre pasaron a la película.

163

MÓNICA.— Cuéntanos algo sobre esas diferencias, las que


hay entre el guión y el producto terminado.

SENEL.— Nos parecía importante, por ejemplo, dejar


establecida la heterosexualidad de David. Queríamos mos-
trar que él y Diego eran personas diferentes, ¿no? —por lo
pronto, en sus preferencias sexuales— para añadir entonces
que aun siendo diferentes podían convivir, respetarse, co-
municarse entre sí... Surgió así la primera subtrama, la de
David con su novia —relacionada también con un cuento
mío, “No le digas que la quieres”—, que se extendía dema-
siado, habría consumido como media hora en pantalla. Es
decir, la película debía empezar con una historia de amor
—la de un muchacho, David, que no logra acostarse con su
novia, Vivian—, y cuando el espectador creyera que era eso
lo que le íbamos a contar, aparecería Diego y la historia to-
maría otro rumbo, y luego otro y otro..., como quien va por
la calle y dobla cada vez que llega a una esquina. Así que pa-
ra establecer la heterosexualidad de David le echamos ma-
no, primero, al personaje de Vivian, y después al de Nancy,
que debía cumplir también otra función, la de servirle de
interlocutora a Diego. Necesitábamos que Diego se expresara,
contara cosas, le diera al espectador un tipo de información
que difícilmente hubiera podido surgir en sus conversaciones
con David... Al principio pensé utilizar como interlocutor
de Diego a Germán, el otro homosexual, pero temí que la
película se cargara demasiado de un humor que podía re-
sultar agradable pero también un poco frívolo. Entonces
llegó, como caído del cielo, el personaje de Nancy, que en

realidad no cayó del cielo sino de mi segunda película —Ado-

164

rables mentiras, de Gerardo Chijona—, y que nos permitía,


entre otras cosas, tirarle de la lengua a Diego sin tener que
recurrir a David.

ELIZABETH.— O sea que Nancy no está en el cuento. Apa-


reció después.

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SENEL.— Sí. Y fue interpretada por Mirta Ibarra, la espo-


sa de Titón, que ya había encarnado al personaje en Adorables
mentiras. David, por su parte, proviene de mi primera pelícu-
la..., donde por cierto también aparece Miguel, interpretado
por el mismo actor que hace de Miguel en Fresa... ¿Se entien-
de la genealogía?

MANOLO.— Lo que se entiende es que te mueves en un


mundo bastante incestuoso.

MÓNICA.— Y a propósito, el hecho de trabajar sobre tus


propios personajes, ¿no ha dificultado tu relación con los
directores?

SENEL.— Al principio, ni yo mismo me daba cuenta de


esa tendencia mía a entrecruzar a los personajes... Pero sí,
surgen tensiones que a veces se prolongan más de lo que uno
quisiera. En mi opinión, casi todos los directores cubanos
tienen un problema: su afán de “decir cosas” es mayor que
su deseo de contar algo. Se sienten tentados a propinarnos
un discurso sobre la realidad, sobre lo que ellos piensan de
esto o aquello... A mí me pasa lo contrario. Yo —como el
Maestro al que no le gusta que lo llamen Maestro, salvando
las enormes distancias— lo que quiero es contar. Y eso no
significa que pase por alto la política, o los temas trascen-
dentales, o los conflictos cotidianos, entre otras cosas porque
nuestra realidad es tan conflictiva y politizada que, aun sin

165

proponértelo, siempre acabas incluyendo en tus obras esa


problemática. A veces uno se encapricha en una situación O
un diálogo y pierde un tiempo precioso discutiendo, hasta
que cede por cansancio o convicción. En “El bosque...”, por
ejemplo, Diego le cuenta a David cómo se hizo maricón
—mejor dicho, cómo descubrió de niño su vocación marico-
neril-, y fue un día en que, al entrar en el baño de la es-
cuela, con sus duchas colectivas, vio a un basketbolista
desnudo, enjabonándose, bajo una luz que entraba por no
sé dónde, etcétera —eso tiene que ver con un episodio de Pa-
radiso—, y a mí la escena me parecía muy cinematográfica, así
que insistí en que la incluyéramos. Es curioso, pero en la
narrativa uno encuentra “momentos cinematográficos” que
después, al pasarlos al guión, o al imaginarlos en pantalla,
se da cuenta de que no funcionan. Algo parecido ocurrió
con la secuencia de la cena, que sí se filmó, aunque a mi jul-
cio, mal. Me refiero a la gran cena lezamiana —uno de los
pasajes más exuberantes de Paradiso— que está entre las pocas
secuencias que no me gustan de Fresa y chocolate. Se quedó
muy por debajo de lo que esperábamos, entre otras cosas
—me parece— porque no está vista con los ojos de David.
Hay en el relato otro momento en que Diego —con una furia
taxonómica digna de mejor causa— clasifica a los homosexuales

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en varios grupos. El monólogo ocupaba dos páginas del
guión y tanto a Titón como a mí nos gustaba mucho..., pero,
por su extensión, no hubo manera de incluirlo en la película.
A veces uno trabaja semanas y hasta meses para lograr un
chiste, una buena situación humorística, y después, a la hora

de la verdad, tiene que echarla al cesto de la basura. Había un

166

momento, en la guarida, en que Diego cogía un libro del es-


tante y le explicaba en tono doctoral a David: “En este tra-
tado marxista, donde se estudia la sexualidad humana, se
afirma que el sesenta por ciento de los hombres tiene una
experiencia homosexual en su vida y que eso no los afecta...”
Poco después vuelve a coger el libro y comenta: “En este es-
tudio marxista sobre la sexualidad se afirma que el ochenta
por ciento de los hombres...” Y a la tercera vez ya está afir-
mando que “el noventa por ciento de los hombres...” Había
otro pasaje, relacionado con el whisky, que se filmó com-
pleto pero que en moviola se redujo al mínimo. Diego, para
alardear, le había pegado una etiqueta de whisky a una botella
de ron común y corriente... Cuando los adolescentes llegaban
a su casa —en esa época, años setenta, muy pocos adolescentes
cubanos habían visto una botella de whisky-, él se las mos-
traba y les brindaba, lo que hacía subir sus valores automá-
ticamente. David nunca había probado el whisky pero
estaba convencido de que era un símbolo capitalista, y Diego,
para no ahuyentarlo, acababa revelándole la verdad... Bueno,
la secuencia se filmó, pero resultaba un poco larga y perju-
dicaba el ritmo de la narración... O quizás debería decir: el
ritmo que empezó a adquirir la película cuando entró el co-
director, Juan Carlos Tabío.

MÓNICA.— ¿En qué consistió el cambio?

SENEL.— Para mí, al principio, fue un verdadero trauma,


aunque a la larga resultó ser una experiencia apasionante.
¿Qué ritmo le hubiera dado Titón a determinadas secuencias,
si hubiera dirigido él solo la película, de principio a fin? ¿Qué
hubiera hecho con ella en la moviola? No estoy hablando de

167

absoluta fidelidad al guión, porque eso no existe... Es más,


hay momentos en que la gracia consiste en xo ser fiel, porque
en moviola, en la fase de montaje, se advierten posibilidades
que el guionista no puede anticipar. Por ejemplo —para seguir
con la cuestión del ritmo-—: en la secuencia de las cartas hay
un corte que funciona muy bien, y es cuando Diego dice
que las va a mandar y David se apresura a pedirle que no lo

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haga. Diego se queda mirándolo: “¿Y por qué no?”, pregunta.
Y el espectador sobrentiende: *¿Por qué no yo?” Un corte es-
tupendo, ¿verdad?, no sólo porque acelera el ritmo de la
narración sino porque se relaciona con el tema de la película...
Otro ejemplo: la decisión de poner al actor a decir el par-
lamento final de espaldas a la cámara. Me pareció excelente.
A mí nunca se me hubiera ocurrido.

ELIZABETH.— Entonces ¿no siempre te sientes dafraudado


o confundido cuando ves un guión tuyo en la pantalla?

SENEL.— Bueno, en lo que se refiere a Fresa y chocolate debo


decirte que me siento muy satisfecho. La película es fiel, en
esencia, al espíritu del cuento y del guión. Pero durante la fil-
mación se creó una situación difícil con la entrada de Juan
Carlos, por lo que ya he contado: yo había escrito el guión, ex-
presamente, para Titón... y otro director significaba otra esté-
tica, Otro ritmo, otra manera de contar... La película existe
gracias a Juan Carlos —de eso no hay duda—, es un director al
que admiro, me gustaría trabajar con él, pero lo cierto es que,
de haber sido para él, yo nunca hubiera escrito ese guión, ha-
bría contado quizá otro tipo de historia, las situaciones y los
personajes serían distintos...

MÓNICA.— ¿Podrías precisar en qué sentido?

168

SENEL.— En el sentido de que hay personajes, por ejemplo...


Piensa en David. Es un personaje ideal para Titón: callado,
introspectivo... En toda la filmografía de Juan Carlos no hay
un solo personaje así. Si yo, como guionista, tuviera que
hacerle a la película un reproche serio, sería ése: que se fue
por la línea de Diego, en detrimento de David. Aunque por
otra parte, si bien se mira, ¿no fue eso lo mejor que pudo pasar?
A juzgar por los resultados, sí. Pero lo que quiero decir es que,
en el guión, el verdadero protagonista es David. El espectador
debía percibir la realidad a través de él; sería su mirada la que
iría hilvanando la película. No dudo de que en cierto mo-
mento Diego empezara a independizarse, por su propia diná-
mica interna, pero me atrevería a decir que la mano de Juan
Carlos tuvo mucho que ver con eso.

ELIZABETH.— El casting influiría también, seguramente.


El actor que interpretó a Diego es más carismático que el que
interpretó a David.

SENEL.— Eso le preocupaba a todo el mundo. Había al-


gunos actores que encajaban en la imagen de David, pero
ninguno acababa de convencer para Diego. Y un día se
aparece Titón con la propuesta de Jorge Perugorría... Yo pu-
se el grito en el cielo. Lo había visto actuar en la televisión
y el teatro y estaba prejuiciado contra él, porque creía que
lo apreciaban más como galán que como actor... Había

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otro candidato, y aunque a mí no me gusta meterme en la
selección del reparto —porque es una cosa muy delicada,
creo yo, donde las decisiones deben dejarse al director—, yo
estaba dispuesto de antemano a votar por el otro. Y un día
Titón me invita a ver las pruebas finales para oír mi opinión

169

y cuando veo actuando a Jorge di un viraje de ciento


ochenta grados. Ustedes no me creerán, pero lo que me con-
venció fue el modo en que, al caminar, flexionaba las rodillas,
y la sutileza casi imperceptible de algunos de sus gestos. Le sa-
lía el marica por todos los poros... No se rían; lo digo como
un elogio a su talento histriónico. Y el mérito es grande,
porque se sabe que Jorge es uno de los tipos más masculinos
de La Habana. El Diego original se caracterizaba por su lo-
cuacidad y éste por su gestualidad. También por su capaci-
dad mimética. Estuvimos visitando amigos y personas que
podían tener puntos de contacto con el personaje y puedo
asegurarles que Jorge es una esponja. Vladimir Cruz, el actor
que interpreta a David, es un caso distinto. Guajiro, como
yo, pertenece a un grupo teatral de provincias. No tiene el
carisma a flor de piel, como el otro, pero sí un atractivo es-
pecial que se va descubriendo gradualmente. Yo pensaba
que Diego podía detectar el encanto de David, porque no
tardaría en darse cuenta de que con una camisa de otro color
y peinado de otra manera, aquel muchacho podía lucir
mucho mejor. Vladimir es de pómulos salientes y por eso
no siempre resulta fotogénico; pero cuando queda bien,
queda muy bien, debido a que tiene un rostro enérgico,
misterioso, que revela una rica personalidad... Había un
factor que, paradójicamente, conspiraba contra él, que era
su seguridad en el set. Jorge es un actor que parece ir tan-
teando sus posibilidades sobre la marcha, y como no se
cansa nunca, como puedes trabajar veinte horas seguidas
con él, el director —-basándose en aquello de “tú sigue, que

después yo corto”— se engolosina con la posibilidad de hacer

170

varias tomas para luego, en moviola, tener donde escoger. A


Vladimir, en cambio, tú le dices: “Pon el vaso a un milímetro
del cenicero”, y puedes repetir la escena cien veces, si quieres,
que él siempre pondrá el vaso a un milímetro del cenicero.
De manera que cuando llegas al cuarto de edición, lo más
probable es que tengas diez tomas de Diego por cada una de
David..., otra de las razones, por cierto, que contribuyeron
a favorecer el cambio de perspectiva. Así que poco a poco

la importancia de David fue mermando, no por culpa del

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26/3/24, 13:46 Full text of "García Márquez, Gabriel La Bendita Manía De Contar"
_actor, sino de las circunstancias. Y Diego pasó a conducir
la acción principal. Para mí, sin embargo, estaba claro que
todo lo que pasa en esta historia tiene importancia porque
le pasa a David.

GABRIELA.— La escena donde David platica con el espejo...


yo pensé que en algún momento iban a repetirla.

SENEL.— La idea se perdió, al tomar la película otro ritmo.


Insisto en que eso fue tal vez lo mejor que pudo pasar, pero lo
que quiero decir, como guionista, es que fue un cambio ocu-
rrido sobre la marcha, que no estaba previsto.

MANOLO.— ¿No pasó algo semejante con la cena? Di-


Jiste que tú la imaginabas desde la perspectiva de David.

SENEL.— Hubo otros elementos, creo yo, que también


conspiraron contra ella. En el guión siempre imaginamos
la guarida como un espacio único, con una sala-comedor.
La locación donde filmamos, en cambio, tenía la sala por
un lado y el comedor por la otra. En ciertas tomas de la cena
debía aparecer como fondo el altar, la atmósfera un tanto
misteriosa de la sala; pero al estar divididos ambos espa-
cios, la cena quedó aislada del contexto y se perdió ese ele-

171

mento de riqueza visual. A mi juicio, el hecho de que se de-


cidiera utilizar una mesa cuadrada tampoco ayudó. Yo creo
que en el cine no se debe comer en mesas cuadradas, sino
rectangulares. Casi me atrevería a decir que en las mesas
rectangulares la comida sabe mejor.

MANOLO.— A mí también me pareció que la cena no sa-


tisface las expectativas..., por lo menos de los lezamianos y de
quienes conocen el cuento.

SENEL.— En el guión yo hacía una broma secreta a costa


de Diego, porque después de la cena, David —que ya había
estado con Nancy— bajaba desnudo, ordenaba algunas bote-
llas sobre la mesa, cogía un tabaco, le hacía una seña de
complicidad a Lezama —a la foto donde aparece Lezama
con su inseparable tabaco—, mordisqueaba algo de un platillo
y volvía a subir. Me parecía divertido que los espectadores
—es decir, todo el mundo, menos Diego— vieran desnudo a
David. Esa escena ni siquiera se filmó.

ELIZABETH.— ¿Qué otros momentos del guión quedaron


fuera de la película?

SENEL.— Algunos chistes, que no llegaron a filmarse o


que se descartaron en moviola, porque le quitaban fluidez a
la narración. Recuerdo uno, relacionado con el personaje de
Miguel. Diego le había dado a David unas invitaciones para el

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ballet. David no quería ir sus prejuicios se lo impedían—, pero
Miguel, en plan de policía, lo convencía de que debían ir
juntos, para que David le indicara quién era Diego... Bueno,
en lugar de señalar a Diego, David señala a Germán... y hay
una escena entre Germán y Miguel, en el baño, que a mí me

parecía muy divertida. Estaba también el hecho de que yo

172

quería poner a David en contacto con ese lado suntuoso del


mundo de la cultura —el Gran Teatro de La Habana con sus
cortinas, sus decorados, sus lámparas, los frescos del cielorraso...—
y ver cómo contemplaba deslumbrado todo aquello... Aquí
venía otro chiste, porque cuando se abría el telón todo el
mundo rompía a aplaudir, sabiendo que Alicia Alonso apare-
cería de un momento a otro en escena..., pero Miguel, descon-
certado, se volvía hacia David para preguntarle: “¿Habrá llegado
Fidel?” Se filmó también una escena en la que Diego -sabiendo
que David era virgen todavía— le preguntaba qué era lo que
más le gustaba en una mujer, y David, turbado, respondía:
“Ante todo, que sea revolucionaria”. Y Diego se quedaba
mirándolo y comentaba: “Sí, mi'jito, pero hay revolucionarias
con culo y revolucionarias sin culo”. A Titón le encantaba esa
escena e hizo lo indecible por conservarla, pero en la moviola
no funcionó.

MÓNICA.— Es terrible, la cantidad de tiempo y esfuerzo que


uno, como guionista, le dedica a cosas que después no se utilizan,
y a veces que uno sabe de antemano que no van a funcionar.

SENEL.— Yo tenía el guión casi terminado cuando Titón


leyó Antes que anochezca, el relato autobiográfico de Reinaldo
Arenas, y conoció en España a una de las tantas personas que
creen haberme servido de modelo para Diego. Y resulta que esa
persona había vivido durante muchos años en el edificio des-
crito por Arenas, una verdadera colmena llena de aventuras
rarísimas, y viene Titón y me dice: “¿Qué te parece? Ese edi-
ficio tiene que estar en la película”. Así que empecé a escribir
secuencias llenas de edificios, entre ellos el que realmente apa-
rece en la película, donde un hombre sale con un conejo y otro

173

sube la escalera con un puerco. Eso fue todo lo que quedó de


la epidemia de edificios.

MANOLO.— Yo también he conocido algunos que son como


mercados campesinos, donde se trafica todo, desde un ovejo
hasta gallinas.

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GABO.— Ahora me explico cómo, estando yo alojado en
el Hotel Riviera, oía de pronto cantar un gallo o mugir una
vaca. Estaba cerca de uno de esos edificios, seguramente.

SENEL.— Como Titón me obligaba a trabajar muy duro,


yo, para vengarme, le hacía bromas de vez en cuando. Por
ejemplo, escribí una escena donde colocaba una vaca en la
azotea de un edificio. Para subirla hasta allí iban a necesitar
una grúa...

MAnoLo.— Pero en el fondo sabías que eso no se iba a filmar.

GABO.— ¿Y Titón qué decía?

SENEL.— Nada. Me dejaba hacer.

GaBO.— ¿No discutían nunca? Cuando había un desa-


cuerdo serio...

SENEL.— Yo, hablando, nunca he podido convencer a nadie,


así que si había una discrepancia seria, yo trataba de darle mis
razones por escrito. Le hacía cartas que lo atormentaban y no
lo dejaban dormir.

GABO.— ¿Lograste convencerlo alguna vez?

SENEL.— Sí. Por ejemplo, en algo tan importante como


mantener a Lezama encabezando el panteón de la literatura
cubana, tal como lo entendía Diego. Eso venía del cuento.
Pero Titón y Juan Carlos llegaron a plantearse la posibilidad
de cambiar a Lezama por Fernando Ortiz. Es cierto que Ortiz
es la gran figura emblemática de la cultura cubana de este siglo

174

—por algo se le ha llamado “el tercer descubridor de Cuba”,


sólo precedido por Colón y por Humboldt-, pero Ortiz era
un sabio, un erudito, no el personaje que exigía la película.

GABO.— Ortiz es un mito también, pero de otra naturaleza,


Diego estaba más cerca de la poesía que de la sociología.

SENEL.— No por gusto el guión se llamó al principio Ene-


migo rumor, un título provisional tomado de Lezama.

GABRIELA. — Dime, Senel, ¿a ti te gustó el final, el gran


abrazo?

SENEL.— Sí. Fue el que se impuso, entre otros finales posi-


bles. Yo tuve una experiencia con el de Adorables mentiras que me
hizo reflexionar. Es un final amargo —por lo menos para una co-
media— y la gente salía del cine descorazonada. Yo prefiero que de
mis películas la gente salga conmovida o reanimada... En defini-
tiva uno no va al cine a amargarse la vida, sino a reír o a llorar.

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ELIZABETH.— Para mí, lo único que le faltó a la película fue


darle más desarrollo al personaje del pintor o escultor... ¿cómo se
llama?

SENEL.— Germán.

ELIZABETH.— Es el eterno desamparado, la víctima de todos


los sistemas, la persona por la que Diego decide luchar... y sin em-
bargo se nos pierde de vista, tiene muy poca presencia en el film.

SENEL.— Quizás tengas razón, pero la de Germán es otra


historia y no podíamos correr el riesgo de dispersarnos.

ELIZABETH.— Otra historia y la misma: está estrechamente


ligada a la de Diego.

GABRIELA.— También se pasa por alto el hecho de que las


artes plásticas tienen un mercado. Un artista no se traiciona
porque venda sus obras; se traiciona si las hace para vender.

175

De manera que Germán podría haberle dicho a Diego: “Mi


arte se vende, pero yo no”.

SENEL.— Me temo que el proceso seguido por Germán


no quede claro. Yo pensé que estaba dicho o se sobrentendía.
Germán ha hecho concesiones para poder ir a México,
acompañando una exposición. Ya eso por sí solo implica un
drama, que aquí ni siquiera se toca. Por cierto, Joel Angelino,
el actor que interpretó a este personaje, hizo un aporte a la
película imprimiéndole un tono dramático, que no estaba
previsto en el guión, a la escena donde rompen la escultura.

ELIZABETH.— ¿En el cuento original Diego también se va


del país?

SENEL.— Sí. Y debo aclarar algo sobre eso. Desde el


punto de vista de la Revolución, todo el que se va del país
es un mal cubano, un traidor inclusive; pero lo que nadie se
pregunta es cuánta responsabilidad le cabe a la propia Re-
volución en ese problema. Entre los que se van hay de todo:
los que están abiertamente contra la Revolución, los que no
resisten las tensiones de la vida cotidiana, los que quieren elevar
su nivel de vida —-como cualquier emigrante, en cualquier
parte del mundo-, los que están cansados de sacrificarse por
una causa en la que ya no creen, los que simulaban creer y
ya no encuentran justificación para seguir haciéndolo... Pero
están también los que de ninguna manera se hubieran ido de
no haberse visto forzados a hacerlo por culpa de los extre-
mismos, los prejuicios, la estupidez, la intolerancia... Y en
esos casos estamos moralmente obligados a preguntarnos:
¿Quiénes son los culpables? Hacer caer toda la culpa sobre el

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que se va es muy cómodo, una simplificación del problema.

176

GABRIELA. — Volvemos al tema de la película. Supongo


que sobre esa gran premisa trabajaron ustedes.

SENEL.— En eso Titón y yo estuvimos de acuerdo desde el


principio.

GABRIELA.— Pero por suerte no hicieron un film de tesis.

GABO.— Dime una cosa, ¿cuándo tuvieron ustedes termi-


nada una primera versión del guión?

SENEL.— En 1991. La presenté ese año al concurso de


guiones inéditos del Festival de La Habana —entonces se
llamaba, como ya dije, Enemigo rumor- y quedó como finalista.
Era una versión demasiado larga, que se dispersaba y que al
final se precipitaba un poco, pero yo diría que el ochenta
por ciento del guión definitivo ya estaba allí. O el ciento
veinte, porque en esta historia siempre pequé por exceso.

MANOLO.— El premio lo ganas al año siguiente, ¿no es así?

SENEL.— Sí, 1992 fue un año de mucho trabajo y mucha


incertidumbre, porque Titón tuvo que ir a Nueva York a
operarse y no sabíamos lo que iba a pasar. En esos momentos
colaboró con nosotros Gilda Santana —una compañera espe-
cializada en el análisis dramatúrgico— que nos ayudó a tomar
distancia crítica con respecto al material. Estábamos tan satu-
rados de nosotros mismos que necesitábamos una sacudida.

GABO.— Entonces, ¿ya Titón se había operado cuando


ganaron el premio?

SENEL.— Sí. Para entonces, yo había logrado reducir el


guión a ciento veinte páginas. Y Titón se da cuenta de que
puede hacer la película, tanto porque se lo permitía su salud
—había salido bien de la operación, como por el apoyo fi-
nanciero que representaba el premio.

177

GABO.— Hay mucho de ejemplar en esa actitud. Se re-


quiere un gran temple moral para asumir una tarea así en esas
condiciones. ¿Quién iba a pensar entonces que Titón llegaría
a hacer la película?

SENEL.— Cuando se le diagnosticó la enfermedad

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—cáncer en el pulmón- los pronósticos eran sombríos, pero
Titón tenía necesidad de seguir creyendo en el proyecto.

GABO.— Se aferró a él como a una tabla de salvación.

SENEL.— Para mí, para mis planes personales, aquello fue


terrible. Al principio Titón me había dicho: “Despreocúpate,
que este guión lo haces tú en un par de meses. Tienes la historia,
el argumento... No te va a dar ningún trabajo”. Pero desde que
me senté a escribir me di cuenta de que me iba a tomar seis
meses, por lo menos.

MANOLO.— Y al final resultó ser un año.

SENEL.— Entre una cosa y otra, sí... Y yo, loco por terminar,
para volver a una novela que estaba escribiendo, y Titón
desesperado, presionándome... No quería que me fuera de
viaje, ni que saliera a pasear los fines de semana... Así que
cuando lo operan por primera vez...

GABO.— ¿Por primera vez? ¿Hay otras operaciones?

SENEL.— Sí. Cuando Titón regresa de Nueva York, después


de la primera operación, decide precipitar el trabajo: escoge
actores, hace las pruebas de cámara, recorre toda la ciudad
con una camarita, tomando fotos... Y un día empieza a filmar.
Pero en uno de esos chequeos periódicos que hacen los médicos,
vuelve a sonar la alarma y se decide operarlo de nuevo, esta vez
aquí, en La Habana. Yo tenía pendiente un viaje a Venezuela y

entonces Titón me... —-no puedo decirlo de otro modo— me da

178

permiso para ausentarme... Y cuando vuelvo, me dice que no


puede aplazar más la filmación —ni la operación y que por
tanto ha decidido llamar a Juan Carlos.

GABO.— Hay una estrecha relación de amistad entre ellos,


¿no es así?

SENEL.— Además de ser su amigo, Juan Carlos fue siempre


uno de sus discípulos predilectos. Titón no sólo «cree en su
talento artístico, sino que tiene suficiente confianza con él
como para pedirle lo que le pidió: que dejara su película —por-
que han de saber ustedes que en esos momentos Juan Carlos
estaba editando una película suya— y se incorporara a Fresa
como codirector. Juan Carlos, al aceptar, dio una demostración
admirable de amistad y generosidad. Y así nos embarcamos en
ese experimento. Yo también. Tanto Titón como Juan Carlos
me pidieron que colaborara con ellos en el trabajo de mesa y
que asistiera regularmente a la filmación.

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GABO.— Pocos directores he visto yo que autoricen al
guionista a participar en los rodajes. En este caso, supongo,
influían las circunstancias.

SENEL.— La película es un milagro. Un milagro por la forma


en que se hizo y por la forma en que enlazó tres sensibilidades.

ELIZABETH.— ¿Alea llegó a dirigir alguna secuencia él solo?

SENEL.— Creo que estuvo dirigiendo por su cuenta un par


de semanas. La secuencia de la heladería Coppelia, donde David
conoce a Diego, la dirigió él solo. A mí no acaba de gustarme,
por cierto.

GABO.— Pues a mí me pareció muy buena. Es el deto-


nante de la película.

SENEL.— Yo la había imaginado de otro modo.

179

GABOo.— Claro. Pero a partir de ese momento, nadie se va


del cine.

SENEL.— Lo que se hizo pudo hacerse no sólo por la


amistad de los dos directores, sino también por la existencia
del vídeo. Juan Carlos grababa en vídeo lo que iba ensayando
o filmando, se lo mostraba a Titón y entonces decidían cómo
seguir.

GABO.— Una moral de trabajo estupenda.

SENEL.— Juan Carlos le decía: “Se me ocurrió tal cosa,


¿qué te parece?” Y cuando Titón se recuperó de la segunda ope-
ración, empezó a ir de nuevo al set, por las mañanas, de manera
que podía hablar con los actores, discutir con Juan Carlos la
puesta en escena, los encuadres...

GABO.— Es un milagro, como tú decías. Una experiencia


excepcional. Alguien debió haber escrito el diario de esa fil-
mación.

MANOLO.— Hay un testimonio fílmico de Rebeca Chávez,


un documental titulado ¡Silencio, se filma Fresa y chocolate!

GABO.— Tenemos que tratar de verlo. Y a propósito del


vídeo: es curioso que casi toda la película esté filmada en pri-
meros planos. No la información sobre ambientes y lugares,
claro está, sino la presentación de los personajes, las relaciones
entre ellos, los diálogos...Todo eso está en close-ups. Es televisión,
en el buen sentido...

ELIZABETH.— Podría hablarse de una dramaturgia teatral.

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GABO.— O de teleteatro. Lo que hay ahí, de hecho, es una
exploración de caracteres, aunque nunca se pierde la referencia
a los espacios... Hay un trabajo de penetración psicológica que

sólo pudo hacerse con una buena dirección de actores y unos

180

actores de primera, capaces de situarse a la altura de la dirección.


Lo digo con conocimiento de causa: he visto la película tres
veces, la última como si la estuviera editando en moviola,
secuencia por secuencia.

SENEL.— Los actores se sentían muy estimulados por el


voto de confianza que les había dado Titón. No querían de-
fraudarlo.

GABO.— Me llamó mucho la atención la ceremonia del té.


Hay en ella una solemnidad, una atmósfera ritual muy bien
logradas, aunque quizá más propias de una dama del Country
Club que de estos personajes. Bastaría una secuencia como ésta
para demostrar que la intuición de los actores es sensacional.

SENEL.— El té nos jugó una mala pasada, porque Diego


derrama a propósito una taza de té sobre la camisa de David,
para poder quitársela y mostrarla en el balcón como un trofeo...
Pero es obvio que entre el momento en que Diego sale hacia el
balcón con la camisa y el momento en que vuelve, no ha tenido
tiempo de lavarla... Por suerte, parece que los espectadores no
reparan en eso,

GABRIELA.— Yo sí me di cuenta, pero supuse que Diego se


había limitado a quitar la mancha.

GABO.— Realmente, es una película bien escrita, bien


dirigida, bien actuada, bien filmada... ¡Cómo me alegró verla!
Los amigos me llamaban para darme noticias de Titón y de
cómo marchaba la película... algunos sin imaginar siquiera
que yo también estaba operado y convaleciente.

SENEL.— La mejor medicina que pudo tener Titón, el


mejor tratamiento, fue la película. Decía que no podía darse

el lujo de morir sin terminarla.

181

GABO.— ¡Y cumplió su palabra!

SENEL.— Ya está pensando en volver a las andadas, junto

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con Juan Carlos... Tiene entre manos una comedia sobre el
burocratismo titulada Guantanamera.

GABO.— Eso es lo que debe hacer: seguir trabajando. ¿Por


qué la vida se empeñará en ponernos esas zancadillas? Los
buenos directores debieran ser inmortales... ¿Y a ustedes qué
les pasa?

MANOLO.— Nada. Que no queremos despedirnos.

GABO.— Yo nunca me despido, porque el que se despide


no vuelve. No sé cómo les habrá ido a ustedes en el Taller, pero
a mí me fue muy bien. Trabajamos duro, que es lo importante.
Lo único que no podemos hacer aquí —nosotros, los que
padecemos esta bendita manía— es parar. Si uno para, se lo
lleva el diablo. La vida es como un limón, cierto, no se puede
exprimir más allá de la cáscara, pero para ustedes no ha em-
pezado todavía, así que no tienen por qué preocuparse.

182

MIEMBROS DEL TALLER

DIRECTOR
Gabriel García Márquez

TALLERISTAS

Mónica Agudelo Tenorio (Colombia)


Licenciada en Filosofia. Ha escrito argumentos y libretos
para la televisión, entre ellos los de la telenovela

Sangre de lobos.

Lilia (Pituka) Ortega Helbron (Panamá)


Graduada de Historia y Ciencias Políticas.
Edita las revistas culturales Carnaval y Vital.

Elizabeth Carvalho Vasconcellos (Brasil)


Periodista. Ha escrito, editado y dirigido guiones
para documentales por encargo de diversas instituciones.

Martha Gabriela Ortigoza Mendoza (México)


Guionista y adaptadora de Televisa.
Escribe también guiones.

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Rubén Gustavo (Guto) Actis Piazza (Argentina)
Realizador y guionista de documentales
y cortos de ficción. En 1993 fue premiado en
la Bienal de Arte de Córdoba (Argentina)

Manuel (Manolo) Rodríguez Ramírez (Cuba)


Graduado de la Escuela Internacional de Cine
y Televisión (EICTV) de San Antonio de los Baños.
Autor de Cerrado por reforma, guión que obtuvo

el premio para guiones inéditos en el Festival

de Cine de La Habana.

Ignacio Gómez de Aranda Moreión (España)


Guionista y director de cortometrajes.
Ha colaborado en varias series de televisión.

COLABORADOR
Senel Paz (Cuba)

Narrador y guionista. Ha adaptado sus propios cuentos


para películas cubanas como Una novia para David (1983),
Adorables mentiras (1990) y Fresa y chocolate (1993).
Ha escrito además los guiones de varias películas españolas,
entre ellas Malena es un nombre de tango (1996),
basada en la novela de Almudena Grandes,

y Cosas que dejé en La Habana (1997)

EDITOR DE LAS SESIONES

Ambrosio Fornet (Cuba)

Editor y crítico. Hasta 1992 fue asesor literario


del Instituto Cubano de Cine (ICAIC),
donde también se desempeñó como guionista
(Retrato de Teresa, 1979; Habanera, 1984).

Ha dirigido talleres de guión en varios países


latinoamericanos y coordinado el área de esa especialidad
en la EICTV. Es autor de varias compilaciones
sobre cine (El guionista y su oficio, 1987; Alea:
una retrospectiva crítica, 1987), de diversas antologías de
cuentos y de una historia de la imprenta en Cuba.
Editó Cómo se cuenta un cuento,

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26/3/24, 13:46 Full text of "García Márquez, Gabriel La Bendita Manía De Contar"
primer volumen de esta serie.

La transcripción de las sesiones estuvo a cargo de

María Teresa Díaz, de la EICTV.

Este libro ha sido impreso


en los talleres de
Hurope, S.L.

Lima, 3-bis Barcelona

NOTA FINAL

BIBLIOTECA

wvwawlecturasinegoismo.com

Le recordamos que este libro ha sido p a uso

exclusivamente educacional bajo c Ó udo una vez


leído. Si es así, destrúyalo en forma

“Es detestable esa a que, sabiendo algo, no

procuran la transmi
—Miguel de Unamuno

ublicaciones visite:
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" Lectura sin Egoísmo


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gram: Lectura_sin_Egoismo
o en su defecto escríbanos a:
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La'bendita manía de contar — Gabriel García-Marquez


Referencia: 2376

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Cómo se cuenta un cuento
Taller de guión de
Gabriel García Márquez

Me alquilo para soñar


Taller de guión de
Gabriel García Márquez

La doble moral del cine


Julio García Espinosa

Así de simple 1-11

Varios autores

“Lo que más me importa en este mundo


es el proceso de la creación.
¿Qué clase de misterio es ese que hace que el simple
deseo de contar historias

se convierta en una pasión, que un ser humano


sea capaz de morir por ella; morir de hambre,

frío o lo que sea, con tal de hacer una cosa

que no se puede ver ni tocar y que,


al fin y al cabo, si bien se mira,

. >”
no sirve para nada?

Gabriel García Márquez

“TALLER DE CINE”
Colección dirigida por Gabriel García Márquez

ISBN 84-7895-099-0

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