Capitulo 1

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El sol de la tarde se filtraba entre las ramas de los naranjos, tiñendo de naranja el patio de la

hacienda, una danza de luz y sombra que se proyectaba sobre las flores que adornaban el
jardín. Catalina, de ocho años, corría entre las flores, su risa melodiosa contagiando a Valentina
y Emilia, sus hermanas menores. Era una melodía de la infancia que se entretejía con el aroma
a jazmín y a tierra húmeda, un perfume que impregnaba el aire y que se convertiría en el aroma
de sus recuerdos más queridos.

Rafael, un hombre de mirada noble y rostro curtido por el sol, observaba la escena desde la
terraza. Sus ojos, marcados por el paso del tiempo, brillaban con una mezcla de orgullo y
ternura, reflejando el amor infinito que sentía por sus hijas.
— Mis niñas—, murmuró con una sonrisa suave, acariciando con amor la mano de Sofía, su
amada esposa.
Son la luz de mis ojos.

Sofía, con la belleza de un ángel y el corazón lleno de bondad, asintió con una sonrisa, sus
ojos reflejando el amor infinito que sentía por sus hijas.

—Son un regalo del cielo—, susurró, su voz suave y melodiosa. Recuerdo el día que Valentina
llegó a nuestras vidas, era tan pequeña y frágil. Solo se calmaba en mis brazos, como si
intuyera la protección y el amor que le ofrecía mi corazón.

—¿Te acuerdas de ese día en que trajimos a Emilia a casa?—preguntó Rafael, con una sonrisa
que iluminaba su rostro curtido por el sol, evocando recuerdos de aquellos primeros días de
alegría y emoción. Era tan pequeña, no dejaba de llorar.

Sofía se rió con ternura, sus ojos llenos de brillo mientras recordaba esos momentos. Y
Catalina, siempre estaba metida en problemas. Recuerdo cuando se metió en el jardín de Doña
Elena y se llenó de tierra de pies a cabeza.

Las risas de Rafael y Sofía llenaban la tarde de un ambiente cálido y familiar, una melodía de
amor y felicidad que resonaba en la atmósfera. Catalina, Valentina y Emilia, atrapadas en la
burbuja de felicidad que creaban sus padres, no se percataban del paso del tiempo ni de los
pequeños detalles que componían su vida.

Estaban en la hacienda, un lugar que para ellas era sinónimo de libertad y felicidad. El patio,
amplio y lleno de vida, se extendía ante sus ojos, una mezcla de colores vibrantes y aromas
deliciosos. Las flores de jazmín se balanceaban suavemente con la brisa, perfumando el aire,
mientras los naranjos, cargados de frutos, proyectaban su sombra sobre el suelo.

— Mamá, papá—, gritaron las pequeñas, sus risas resonando como el canto de los pájaros en
el jardín. Estaban felices, libres. Corrieron hacia ellos, sus pequeños cuerpos saltando y
girando en una danza espontánea de alegría.
Sus padres bajaron de la terraza, con una sonrisa cálida que iluminaba sus rostros. Rafael,
vestido con su habitual atuendo de trabajo, pantalones de lino color beige y una camisa blanca
de algodón, ligeramente desabrochada en el cuello, dejando ver la piel bronceada por el sol.
Sus manos, llenas de callos, acariciaron con cariño el pelo de sus hijas.

Sofía, con su vestido de algodón estampado con flores y un delantal blanco que cubría su
vientre, se unió a su esposo, sus ojos llenos de ternura. Sus hijas, con sus vestidos de flores y
sus cintas de color, se aferraron a las piernas de sus padres, buscando el calor de su abrazo.

— Bueno, niñas, me tengo que ir a trabajar—, dijo Rafael, su voz llena de afecto y melancolía.

Catalina, la mayor, con su característico cabello castaño recogido en dos trenzas, se aferró a
su padre con fuerza.
—Cuídate mucho, papito—, le susurró, su voz llena de inocencia y amor.

— Te amo, mi amor—, susurró Sofía, besando con ternura la mejilla de su esposo.

Rafae, con un último gesto de cariño, se inclinó para besar la frente de cada una de sus hijas.
—Las amo a todas, cuídense mucho—, dijo, antes de encaminarse hacia la puerta de la
hacienda.

Las pequeñas, llenas de tristeza por la partida de su padre, se aferraron a su madre.

La imagen de la familia, unida por el amor y la felicidad, se desvaneció lentamente mientras


Rafael se alejaba, dejando un vacío en sus corazones que solo se llenaría al volver a verlo. La
hacienda, testigo silencioso de su amor, seguía envuelta en la calidez del sol de la tarde,
esperando la llegada de la noche y el regreso de su padre.

Rafael llegó a la hacienda Villa Real, una construcción imponente con columnas de mármol
blanco y un jardín extenso lleno de fuentes. Se encontró cara a cara con el dueño, Eduardo, un
hombre de mirada fría y penetrante, vestido con un traje oscuro y una camisa blanca
impecable.

—¿Ya pensaste en lo que te dije? —preguntó Eduardo, su voz áspera y amenazante—. La


oferta es clara: un millón de dólares por transportar mercancías prohibidas a través de tu
hacienda.

Rafael sacudió la cabeza.

—No voy a hacer eso, Eduardo. Es ilegal y peligroso. No voy a poner en riesgo a mi familia por
dinero.

Eduardo se rió.
—Eres un ingenuo, Rafael. No sabes cómo funciona el mundo real. El dinero es poder, y yo te
estoy ofreciendo una oportunidad de tenerlo.

—No quiero ese tipo de poder —replicó Rafael—. Prefiero vivir con integridad y honestidad.

El se acercó a Rafael, su rostro endurecido por la ira.

—Te ofrecí una buena suma de dinero —dijo—, suficiente para asegurar el futuro de tu familia.
Pero si no colaboras, las consecuencias serán graves. Tu familia sufrirá.

Rafael se mantuvo firme, su mirada desafiante.

—No voy a traicionar mis principios —dijo—. No voy a poner en riesgo a mi familia por dinero.
No me importa lo que me pase, pero no voy a hacer nada que pueda dañar a mis hijas.

Eduardo frunció el ceño, su mirada fría y amenazante.

—Eres un tonto —dijo—. No te das cuenta del peligro que corres. Si no colaboras, te
arrepentirás.

El se negó a ceder.

—No me importa —dijo—. No voy a hacer nada que pueda dañar a mi familia.

Eduardo se alejó de Rafael, su rostro lleno de furia.

—Te arrepentirás de esto —dijo—. Te arrepentirás.


Rafael se quedó en su carro, sumido en pensamientos de protección y preocupación. Después
de unos minutos, arrancó el motor y emprendió el regreso a la hacienda.

Al llegar, sus hijas lo recibieron con emocionadas sonrisas y abrazos.

—Papá! —gritó Catalina, saltando a sus brazos.

—Hola, mi amor —respondió Rafael, besando su frente.

Valentina y Emilia también se unieron al abrazo, rodeando a Rafael con amor y calor.

Sofía, que observaba la escena desde la puerta, sonrió con ternura. Pero su mirada se volvió
más seria cuando Rafael se acercó a ella.

—¿Estás bien? —preguntó Sofía, su voz baja y preocupada.

Rafael la besó en la mejilla.


—Sí, estoy bien —mintió, sin querer preocuparla.

Después de la cena, las niñas se fueron a dormir, y Sofía se sentó junto a Rafael en el sofá, su
mirada fija en él.

—Rafael, ¿qué pasa? —preguntó, su voz baja y firme, pero con un dejo de preocupación.

Rafael suspiró, sabiendo que no podía ocultar la verdad por más tiempo.

—Es Eduardo —dijo, su voz baja y seria—. Me ofreció un trato que no puedo aceptar.

Sofía se puso rígida, su rostro pálido.

—¿Qué tipo de trato? —preguntó, su voz temblorosa.

El vaciló, pero sabía que debía confiar en su esposa.

—Un trato que pondría en peligro a nuestra familia —dijo—. Pero no voy a aceptarlo. Haré lo
que sea necesario para protegerlos.

Sofía se levantó del sofá, su mirada llena de ansiedad.

—¿Qué peligro? —preguntó, su voz alta y llena de emoción—. ¿Qué ha pasado?

Rafael se levantó y la abrazó.

—No voy a dejar que te pase nada —dijo—. Te prometo que haré todo lo posible para
protegerte a ti y a las niñas.

Sofía se aferró a él, su cuerpo temblando.

—No puedo perderlos —dijo, sollozando—. No puedo perder a mi familia.

Rafael la sostuvo, su corazón lleno de amor y determinación.

—No los perderás —dijo—. Estoy aquí para protegerlos.

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