PONENCIA Rosa. Mas allá de las Formas del Agua CLAUDIA ROSA

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Más allá de las Formas del Agua

Claudia Rosa

El río, por sus características poéticas, ha sido desde hace siglos objeto de
comparaciones y alegorías de tal magnitud que ni siquiera se puede hacer una lista
completa de los autores que lo han trabajado ya sea como imagen, metáfora, metonimia,
objeto fenomenológico o episteme filosófico. Lo mismo podría decirse de la luz, otro tópico
central en la literatura occidental, para no excedernos en impulsos orientalistas os
universalistas. Ya sabemos que las palabras de los hombres sobre el agua y la luz
constituyen, además, una mezcla indisoluble y trazan casi un horizonte que lleva a sentir
extraño hasta el propio lenguaje.
Nadie puede desconocer que al abordar el tema del río y de la luz acecha la nostalgia
de un mundo secreto y al mismo tiempo la ilusión de proponer la poesía como una forma
privilegiada del lenguaje, una primera impresión ante lo esplendente, ante ese momento del
choque del aire con el agua. Este momento inaugural de la materialidad del mundo y de la
materialidad escritural ha sido un problema de larga prosapia y cada vez que se intenta
describirlo pareciera que uno se empecina en resguardar los secretos de la alquimia de la
física poética. Sin embargo, es difícil sustraerse como crítico al efecto hipnótico que
produce pasar del agua a la luz, como si alguien saltara de piedra en piedra para cruzar un
río. Y ya sabemos la larga tradición de nuestra cultura que involucra la expresión “cruzar
un río”.
El problema que presentamos se plantea, entonces, el método de la creación literaria y
poética, un problema denostado por la crítica estructural y al que la crítica literaria europea
del siglo XX, a diferencia de la crítica biografista del siglo XIX, relegó, sepultándolo bajo
el nebuloso concepto de intuición.

En esta oportunidad, a partir de tres poetas, Juan L. Ortiz, Arnaldo Calveyra y


Alfredo Veiravé, vamos a estudiar tres mecanismos, tres procesos de producción, en el
marco de lo que podría llamarse una “semiosis de lo poético”. Nos preguntaremos sobre ese
momento inaugural en el que un poeta transforma sus impresiones en palabras.
Para ello, este trabajo plantea dos instancias fundamentales: en un primer momento se
impone una revisión del problema del proceso de creación poética y una justificación de
por qué creemos que la teoría de producción de la significación de Charles Sanders Pierce
puede aportar elementos sustantivos a la hora de describir y de demostrar cómo opera el
poeta en esa instancia del paso de la mente a la escritura. En un segundo momento
intentamos mostrar de qué manera estos poetas tan diferentes se encuentran íntimamente
ligados entre sí, compartiendo un mismo universo lingüístico, ciertos campos semánticos,
las enciclopedias de lectura y, algo no menor, el escenario sobre el que despliegan su
trabajo poético: Gualeguay y su paisaje de agua y luz.
Para mostrar con mayor efectividad nuestra hipótesis analizaremos un poema de cada
uno, a saber: de Arnaldo Calveyra vamos a trabajar el texto “El origen de la luz”, de su
libro del mismo título publicado en 2004. De Juan L Ortiz pensaremos la construcción de
su poema “El arroyo muerto” que pertenece al libro El aire conmovido, de 1949. Y del
poeta Alfredo Veiravé el poema “Aguas muertas” del libro El imperio milenario de 1973.1
Estos poemas nos enseñarán tres formas diferentes del métier poético y de la concepción
del lenguaje poético. Pero estos tres poetas parecen enseñarnos, de alguna manera heredada
de Mallarmé, que a la hora de dar con una forma, la relación con el paisaje, con un
determinado “marco”, es tan determinante como el proceso de trabajo metódico con el
lenguaje.
Los tres autores parecen detenerse ante la imposibilidad del lenguaje de comunicar
esa relación con el paisaje por más profunda que esta sea. De allí que en los tres esta
“impresión”, el modo, la huella que deja el paisaje en el sujeto de la enunciación de los
textos que presentamos, tenga una enorme tonalidad pasada, como si para constituir el
territorio poético del agua y la luz se hiciera necesario filtrarlo por el lenguaje, por esa
distancia que marca el lenguaje entre presente y pasado.

Del problema de la creación

El problema del proceso de creación literaria, denostado por la crítica literaria


europea del siglo XX, actuando contra la crítica biografista del siglo XIX, se redujo al
nebuloso concepto de intuición. Importante aquí es la figura de Proust quien, en Contra

1
Arnaldo Calveyra, “El origen de la luz”, en El origen de la luz, Sudamericana, Buenos Aires, 2004,
pp. 128-142; Juan L. Ortiz, “El arroyo muerto”, El aire conmovido (1949), en Obra completa, ed. Sergio
Delgado, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 1996, pp. 359-362; y Alfredo Veiravé, “Aguas
muertas”, El imperio milenario (1973), en Obra poética, ed. María Pía Rizzotti Veiravé, vol. II, Grupo Editor
Latinoamericano, Buenos Aires, 2002, p. 60.
Sainte-Beuve,2 desarrolla el concepto de método contraponiéndolo al concepto romántico
de inspiración. Si se ha optado aquí por nombrar algunos autores y algunas tradiciones es a
los efectos de dar cuenta de la amplia extensión del problema de la potencia de la escritura
poética y la heterogénea catalogación, en donde caben desde el gesto inmanentista de
preguntarse por la inspiración, hasta el estudio de la estructura del método y los
procedimientos o construcciones sintácticas, lo que posibilita efectuar operaciones intra y
extra textuales, atravesando diferentes niveles de análisis hasta relacionarlos con otros
discursos.
Las palabras son genéricas por definición; encierran juicios que, en el registro
poético, han de mudarse en unidades sensibles. Los medios de expresión, que son también
arquetipos, formas generales, carecen de sentido y, por lo tanto, nada pueden
comunicarnos. En suma, el poeta se entrega a una empresa que participa, al mismo tiempo,
del absurdo y del heroísmo. El lenguaje, situado en la frontera de reinos adversos, en una
enmarañada región donde no cesa el riesgo, deberá ser, a un tiempo mismo, inteligible y
único, lógico y afectivo, universal en sus efectos y cerradamente dialectal en su origen. Esta
discordia es menos profunda en aquellos géneros literarios donde priman los hechos, donde
la personal visión del creador se borra o disimula.
Formando parte de un gran capítulo de la “historia de la poesía”, en un arco que va de
la descripción hasta la interpretación y en la profusión de teorías sobre la lírica, está la
pregunta sobre la relación entre el saber y la palabra que reinaugura el texto clásico de
Goethe, Poesía y Verdad. En los dos últimos siglos, esta cuestión no ha dejado de
constituirse en uno de los grandes tópicos imprescindibles para comprender no sólo la
relación entre arte y el conocimiento sino la función de la poesía como lugar de emergencia
de saberes que no pueden ser materializados en otra escritura.
De Hegel a Derrida, de Dilthey a Gadamer, de Heidegger a Bachelard, de Blanchot a
Deleuze (y en una serie que continúa con mayor intensidad promediando el siglo XX) la
creación, el acto mismo en palabra, estaba centrada en la idea de originalidad, bajo el manto
protector de la idea de individualidad, inspiración y valor estético. El concepto de
originalidad se constituye en una meta para oponerla a la imitación, impulsado por el
proceso de subjetivación del idealismo, quien acarrea el concepto de una subjetividad del
artista diferenciada del simple individuo burgués.
Fue así que, durante todo el siglo XIX, los problemas de la intuición poética como
una especial predisposición espiritual del artista, de la indagación en las oscuras aguas de la
intuición y la búsqueda de racionalización de lo irracional en el proceso creativo, formaron
parte constituyente de las regulaciones que demarcan la crítica literaria, las instituciones y
2
Marcel Proust, Contra Sainte-Beuve. Recuerdos de una mañana, Tusquets, Barcelona, 2005.
las formaciones del arte.3 El discurso sobre el proceso creador poético, que desde la
antigüedad helénica había sido objeto de constante reflexión por parte de filósofos y
creadores, se articula en el siglo XIX con los nuevos conceptos del yo y con un conjunto de
saberes que no fueron un mero eco exterior de la actividad literaria. El tema del proceso de
creación y la pretensión de encontrar las fuerzas secretas del movimiento creativo tuvo ya
en el debate decimonónico una fuerza constituyente de la actividad del poeta, o de lo que
podríamos llamar conciencia ideológica de los escritores.4
Esta noción autoral es la que comienza a desplegarse en Argentina a fines del siglo
XIX y alcanza el eje del debate en las primeras décadas del siglo XX cuando las
vanguardias ponen en el centro de la escena el mecanismo de creación. Los tres autores
analizados, que despliegan su obra en tres momentos diferentes, están atravesados por esta
tensión entre la búsqueda de un mecanismo de producción poética y la construcción de una
figura de autor. Hay que recordar aquí que el origen de los estudios de historia y crítica
literaria5 se relacionan con una época en la cual “el vocablo literatura” adquirió su
significación moderna y cuyas problemáticas requirieron de la aparición de las ciencias
humanas actuales.6
Es Herder7 quien pone el acento en que es necesario estudiar el fenómeno literario
desde un punto de vista histórico genético, de modo que se comprenda lo que existe de
individual tanto en un autor como en una obra o en una época, porque es en el nacimiento
3
En el sentido clásico del término de sociología de la cultura de Raymond Williams, las instituciones
son las relaciones variables entre “productores culturales” e “instituciones sociales identificables”, mientras
que las formaciones identifican a las relaciones variables en que los productores culturales se han organizado
a sí mismos. Esta noción clásica del marxismo es asumida en este trabajo como un recaudo metodológico a la
hora de pensar los procesos de construcción de significaciones diferentes en un mismo campo intelectual. Cfr.
Raymond Williams, Sociología de la cultura, Paidós, Barcelona, 1994.
4
El concepto de conciencia ideológica del escritor está planteado por Carlos Altamirano y Beatriz
Sarlo, en Literatura / sociedad, a partir de un enfoque sociocrítico. Ambos autores sostienen que es en la
“conciencia de sí” en donde hay que buscar el funcionamiento de la práctica literaria. Una comprensión
sociológica del proceso de constitución del autor tiene que dar cuenta del modo de representación que un
autor tiene de su propio proceso creativo. Cfr. Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, Literatura / sociedad,
Hachette, Buenos Aires, 1983.
5
Franz Schultsz, “El desenvolvimiento ideológico del método de la historia literaria”, en Filosofía de
la ciencia literaria, Fondo de Cultura Económica, México, 1946.
6
Es Michel Foucault quien en 1966, en su libro Las palabras y las cosas, plantea que los últimos años
del siglo XVIII produjeron una gran ruptura en el pensamiento europeo, alterando todas las formas del saber.
Foucault piensa este cambio como el paso del orden clásico a la historia. El pensamiento romántico de
algunos teóricos como Vico y Herder impuso una concepción de las actividades del hombre situándolas en
espacios y tiempos concretos. El paso del orden clásico al de la historia es el que va a alterar el concepto de
originalidad y de modo de creación poética que están íntimamente ligados y sin este despliegue no se puede
pensar el autor moderno. De allí que pensar tres proceso de creación poética permita demarcar también tres
formas de construcciones autorales. Cfr. Michel Foucault, Las palabras y las cosas, Siglo XXI, Madrid, 1998.
7
Enrique Marí, “Johann G. Herder y el movimiento del SturmundDrang”, en Confines, Nº 2, Buenos
Aires, 1995.
de la obra en donde debe buscarse su índole. El historiador literario, establecía Herder, debe
analizar el continuo proceso de ósmosis entre la personalidad del escritor y la atmósfera
cultural y social que lo envuelve, y es así que se imponen las “biografías interiores”, como
“auténticas psicografías de artistas”.8 Esto es lo que se ha dado en llamar el proceso de la
modernidad, y como parte de este proceso de racionalización, a partir de determinadas
causales históricas y culturales, se produce una zaga de interpretación del concepto de
creación poética. Por ende la relación entre historia, filosofía y estética en las últimas
décadas en la Alemania de Weimar 9 ha provisto de un arsenal teórico imprescindible para
pasar del Iluminismo a una razón “subjetiva ilustrada”. Es Herder quien dice que al siglo
iluminador le falta sangre, corazón y vida. Y ve en el agotamiento de Europa y de los
“antiguos regímenes” el agotamiento de la imaginación del lenguaje y de la sensibilidad del
hombre, por lo cual habría que revitalizar conceptos como imaginación y sensibilidad. El
romanticismo pasa a ser una respuesta cognitiva existencial, y la razón una facultad que
procede de la imaginación. Es en este momento cuando comienza la proliferación de
diversas textualidades literarias, las que se radicalizan y transforman profundamente la
relación de los textos y los autores con la temporalidad social.
Pensemos que el romanticismo contiene textualmente la diseminación de funciones
creativas y técnicas. La profesionalización del escritor, junto con la construcción de un
mundo interior que le da una individualidad superior, al lado de los nuevos escritores
“técnicos” de panfletos, periódicos, folletines, ponen el tema de la creación poética en el
centro del debate. El carácter desmitificador de la razón ilustrada va a asentarse, entre otras
cuestiones, sobre la noción del origen y sobre la noción del mito clásico como el lugar en
donde enlazar lo diferente.
La cultura griega está presente en los tres autores sobre los que queremos indagar: ni
Calveyra, ni Ortiz, ni Veiravé fueron ajenos a la cultura griega y al pensamiento sobre el
proceso creador en la filosofía clásica. El mundo de la razón griega y sus controversias con
el mundo órfico fue un espacio de navegación propicio para estos tres poetas, que
trabajaron para emerger con voz propia por fuera del centro literario argentino. Y fue en
esta relación entre lo dionisiaco y lo apolíneo, al igual que los románticos, que ellos crearon
un espacio de intersección para plantear lo accional, que sostenemos que el proceso de
creación haya sido el espacio privilegiado de estos tres autores para plantear la sede de la

8
Víctor Manuel de Aguiar e Silva, Teoría de la literatura, tercera edición, Gredos, Madrid, 1979, p.
344.
9
En el sentido en que el propio Goethe dice en sus escritos autobiográficos: “Soy cosmopolita, soy
weimariano”. Cfr. Johann Wolfgang Goethe, Poesía y verdad, 2da edición, Editorial Porrúa, México, 1996.
garantía de lo artístico: el hecho capital de este desarrollo fue la sustitución de la metáfora
del poema como imitación, espejo de la naturaleza, por la del poema como heterocosmo,
segunda naturaleza, creada por el poeta en un acto análogo al de la creación del mundo por
dios.10
Este modo de entender el proceso de creación implica comprender la expresión de la
interioridad del artista en su obra y afirmar la existencia de una imaginación creadora,
como también la de presuponer elementos ontológicos. El artista como Prometeo, el rebelde
mítico, roba el fuego a Zeus y da vida a las estatuas. Este aspecto prometeico del artista se
enlaza de manera necesaria con el carácter a la vez universal y nacional de la lengua poética
en que se expresará un individuo, héroe rebelde de una nación. Es entonces que queda
plasmado para el siglo XIX el armazón conceptual que entenderá la intuición poética versus
el método racional, el carácter universal versus el carácter local y la mimesis versus la
inspiración
A mediados del siglo XIX se replantea la idea de inspiración y se comienza a
repensar la relación de la realidad con un poema específico. La novedad del carácter
imaginario se refuerza con el carácter simbólico. Es John Dewey quien piensa esta relación
entre lo imaginario y lo simbólico como la del vino y la uva. 11 El poema mantiene
correspondencias, conexiones entre palabras, objetos, seres, sensaciones y su expresión, y
el lenguaje o la voz poética es una síntesis de la experiencia humana. Pero esa palabra
pierde todo peso referencial y pasa a convertirse en signo de lo designado, su sustituto, a la
manera del signo índice peirciano que apunta directamente a la realidad designada. 12
Charles S. Peirce, el filósofo norteamericano fundador de la semiótica, construyó un
pensamiento analítico que explica el modo de funcionamiento de todo sistema de
significación, entre ello, por supuesto, el lenguaje. Este pensamiento analítico se puede
fácilmente traducir a una descripción operatoria (de allí su carácter pragmático). El

10
Meyer Abrams, El espejo y la lámpara, Nova, Buenos Aires, 1962, p. 272.
11
John Dewey, El arte como experiencia, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1949, pp. 74 y
sigs.
12
Charles Sanders Peirce, Obra lógico-semiótica, Taurus, Barcelona, 1987; La ciencia de la
semiótica, Buenos Aires, Nueva Visión, 1974. Sobre el aporte de la teoría peirciana a la comprensión del
funcionamiento del signo literario, véase: Umberto Eco, Los límites de la interpretación, Lumen, Barcelona,
1992 y Tratado de Semiótica General, Lumen, Barcelona, 1977; José Romera Castillo, Alicia Yllera y Rosa
Clavet, “Charles Peirce y la literatura”, en Revista de la Asociación Española de Semiótica I, Signa, Madrid,
1992; Roberto Marafioti, Charles S. Peirce. El éxtasis de los signos, Biblos, Buenos Aires, 2004; Nicolás
Rosa, La lengua ausente, Biblos, Buenos Aires, 1997; Heinrich Lausberg, Elementos de retórica literaria,
Gredos, Madrid, 1993; Gustavo Guerrero, Teorías de la lírica, Fondo de Cultura Económica, México, 1998;
Tzvetan Todorov, Teorías del símbolo, Monte Ávila Editores, Venezuela, 1991; y Roland Barthes, “La
imaginación del signo”, en Ensayos críticos, Seix Barral, Buenos Aires, 2003.
problema peirciano es cómo interpretar el estatus de “lo real” y de “lo existente” y
encontrar los mecanismos de descripción que van desde “lo real” al signo. El segundo signo
peirciano es el signo índice, es decir el que reenvía a su objeto, y es el signo que está ligado
a la existencia, al hecho, al evento en bruto. El índice tiene como función el reenvío a un
objeto que se sumerge en el mundo de “lo real”.
Dewey realiza una temprana lectura de la teoría peirciana justamente en la búsqueda
de una relación entre experiencia-objeto y lenguaje.13 Es lo que Barthes denomina sistema
de significación “deceptivo” de la literatura en el cual el sentido es a un tiempo expuesto y
decepcionado en tanto que produce una presencia y esa presencia es siempre presencia de
un sentido muerto. “Esto quiere decir que el escritor se dedica a multiplicar las
significaciones sin llenarlas ni cerrarlas, y que se sirve del lenguaje para constituir un
mundo enfáticamente significante, pero finalmente nunca significado.”14
Los debates del siglo XIX sobre el proceso de creación poética fueron centrales en las
primeras décadas del siglo XX, tanto en Europa como en América. El modo de definición
de qué se entendía por proceso creador y el modo en que el lenguaje, la experiencia y la
sensibilidad interior del poeta lo conjugaban, perfilaba un modo de posicionamiento vital
del artista. No sólo se jugaba una “teoría” sobre su propia experiencia sino un
posicionamiento ante los otros escritores. El despliegue de estos debates como correas de
transmisión sirve para explicar los problemas que nos proponemos: describir tres modos
peirceanos de relación entre la palabra y la sensibilidad
Resumiendo, el problema de la creación poética trajo consigo el germen de dos
problemas anteriores: el de la creación/ inspiración –problemática de la crítica de prosapia
neorromántica y del idealismo alemán– y por otro lado involucra en forma directa la noción
del principio constructivo del verso de origen formalista. En este punto hay que recordar
que Tinianov piensa al ritmo como factor constructivo del verso y no meramente como
categoría de análisis.
La polivalencia del valor del material lingüístico que va luego a construir el verso
sufre un complejo proceso antes de llegar al producto artístico. Tinianov mismo se detiene
en fragmentos de Goethe justamente para explicar que la forma de una obra literaria pasa
por distintos procesos perceptivos, a tal punto que define la forma como pasaje, como
cambio de la relación entre el factor constructivo subordinante y los factores subordinados.

13
John Dewey, “Peirce`s theory of the linguistic sign”, en The Journal of Philosophy, New York,
February 1946, pp. 43, 85-95.
14
Roland Barthes, Ensayos críticos, op. cit., p. 363.
Esta noción de tránsito, de “desenvolvimiento”, no implicaba necesariamente un registro
temporal porque el arte mismo vive en esta interacción, en esta lucha.
El método de creación se relaciona entonces con este principio constructivo en tanto
que este se opone a la noción de automatismo, a la noción de asociación libre.

Del agua y la luz

La figura del río ha tomado distintos matices a lo largo de la historia: desde las
figuras bíblicas y las filosofías presocráticas hasta, por qué no, el Moldava kafkiano. Kafka
se sumergió en el río para exorcizar la vergüenza del cuerpo: el checo encontraba su cuerpo
nadando y remando en un río curvilíneo que, por permitirle sumergirse en la naturaleza
misma del agua y en la luz, puro sumergirse del cuerpo vergonzante del cual Brod deja
constancia en su novela Stefane Rott, sigue siendo hasta hoy el río no escrito, sin meta y sin
regreso posible. En la filosofía de Nietzsche esta inmersión en la naturaleza sin poder ir
más allá de las palabras, forma parte de la imagen del no retorno y de la no seguridad.
En este trabajo intentaremos mostrar que algunos sentidos de la idea del paisaje
fluvial se presentan en estos tres poetas, emblemáticos por lo diferente en relación con otras
imágenes posibles del río y de la luz que no están exentas de extranjerías, contra todo el
carácter vecinal que la crítica zonal pretende otorgarles. El río y la luz en la literatura
fluvial, fluvial rioplatense, fluvial norteamericana, fluvial egipcia, fluvial danubiana, sólo
para nombrar los arrabales de nuestra zona y no caer en los exotismos orientales, aluden a
una “cualidad herbosa”. La capacidad del poeta para establecer los significados que
emergen en el encuentro entre la luz y el agua, le permite dejar de lado la hojarasca de la
mirada común, en un esfuerzo del lenguaje de hacerse agua y de confundirse, fuera de toda
pompa, con los meandros del río.
Fácil es entonces que la metáfora del río y la de la luz puedan instalarse como
metáforas clásicas en la historia del arte. La travesía hacia el río y hacia la luz se
homologan con la idea de ir hacia el fondo de sí mismo, hacia los orígenes y hacia un
escenario metafísico no exento de lo antropológico. Es usual que se hable de observación,
de experiencia y de reflexión, y que se asocie esta actitud contemplativa con poetas
angélicos en su desprecio por lo pretencioso, aquellos poetas que parecieran trabajar para
anteponer el ser antes que el artificio del lenguaje.
Sin duda que estamos perfilando un espíritu contemplativo antes que combativo, y
además está el efecto que producen en nosotros estos poemas que parecen atrapar lo
trascendente para penetrar en los paisajes fluviales a los que pertenecen: estos paisajes a los
que nosotros, los lectores comunes, podemos acceder –estas barrancas desde donde
escribo–, dejándonos entrever territorios intocables de la condición humana. Ortiz,
Calveyra y Veiravé tienen la dimensión de grandes estudiosos, a la manera de naturalistas o
agrimensores, conocedores laboriosos y minuciosos de la hidrografía, que sin embargo se
imponen, para sí, una ética del escritor provechoso en saberes y humilde en posesiones
económicas. Tampoco le fueron ajenos los mitos y leyendas fluviales de la zona ni los
poetas y pensadores clásicos, como tampoco las filosofías orientales.

Tres poetas

Muchas veces nuestros poetas fluviales actúan, como los metafísicos occidentales,
construyendo imágenes y metáforas sobre el río y la luz que en los lectores se transforman
en ideas abstractas y que parecen escapar al mundo de las apariencias. En este plano, al
pensar en tres fragmentos la relación agua/luz entendemos que la posibilidad de aprehender
un texto en su globalidad no puede ser realizada y que la crítica, en tanto escritura, circula
en un movimiento incesante de remisión que convierte la totalidad de un poema en parte,
quizás mayor, de algo que nunca está presente: la interpretación. En este juego de
presencia/ausencia, de la indecibilidad, no sólo se lleva al límite la poesía sino también la
crítica. Nuestra función entonces en este trabajo será señalar un momento de los tres
fragmentos de poemas que hablan “sobre” el río y la luz pero intentar tomarlos allí donde se
tensan y se tornan indecibles.
He aquí un fragmento del texto de Arnaldo Calveyra:

Permanece en la lluvia atenta. Por su luz, hombre callado por su luz callada. En quien los
recuerdos se vuelven lluvia ni bien se da vuelta para evitar unas ramas caídas. Mira avecindarse unos
árboles. Callada la lluvia, callado el hombre que por ella avanza, lluvia de su memoria que lo moja.

En El origen de la luz, Calveyra pareciera concentrarse en la experiencia de una


primeridad, en el sentido del “origen de las cosas”, entendiendo este término como la
noción pierciana, en tanto que la luz al encontrarse con el agua es presentada en un
momento de inmersión de las “cualidades del sentir”, la fisicidad del hecho:

al encontrarse con los charcos (la luz) los ponía enseguida en un azul rabioso, furiosa de verse presa en
esas nadas de aguas capaces, así y todo, de proclamar el cielo. Irascible patrona de estancia, no dejaba
intersticio sin registrar, se inmiscuía en los mínimos detalles que la amistad de un yuyo le
proporcionaba, atrapada, violenta, luchando por desasirse, […], iba y venía, no se quedaba quieta
nunca y nosotros con ella. Luz que venía del aire en procura de una luz de agua: por precipitarse en
cual laguna o tajamar encontraba, en lo mejor de un hallazgo nos dejaba burlados, se desentendía de
nosotros disfrazada de viento repentino.

“Toda creación artística tiene una fuente o raíz existencial y en consecuencia


empírica” le enseñaba Mastronardi a su discípulo. La inquietud de este texto radica en que
la luz percibida quiere devenir conocimiento pero el sentido interviene. Es la tensión que le
provoca el estatismo icónico, característico de la primeridad de la percepción y el reino de
las posibilidades de las palabras, que es también el reino potencial del poema.
Una palabra no comienza como palabra sino que es el producto final que se inicia
como un impulso. Éste dispara una compleja red de operaciones lingüísticas y perceptivas
en el interior del poeta que se plasma en su texto pero que terminan de construirse en el
lector. En vano pretenden nuestras descripciones, explicaciones, comentarios, tener
significado o poder interpretar un proceso. En todo caso estamos pobremente atestiguando
nuestro modo de lectura y poniendo a prueba los hallazgos de lecturas anteriores de propios
y extraños.
Sergio Delgado nos comentó su admiración e inquietud ante el poema “El arroyo
muerto” de Juan L. Ortiz, y fue recién después de leerlo en relación con el texto de
Calveyra y de Veiravé que comprendimos que el Río Paraná es una zona dominada tanto
por la cultura textual como por la cultura icónica, y que la alquimia del proceso de la
experiencia a la palabra también implicaba una cartografía del proceso de escritura del agua
y de la luz. El estudio de la percepción de las formas creadas suele discurrir en estudios
estéticos, en geografías culturales, en historia cultural, más cerca de los estudios culturales
o del análisis lingüístico propiamente dicho. En este caso nos instalamos como lectores que
intentan imaginar una geografía literaria propia del siglo XIX.
En “El arroyo muerto” de Juan L. Ortiz –creemos– se despliega algo de lo imaginario
lacaniano, algo de la dualidad de la relación entre la existencia y la acción, entre la otredad
y la imagen, entre el deseo y lo contingente, secundidad-imaginario de un diálogo
inconcluso, de un otro que está allí como causa y como efecto. En el poema de Juan L Ortiz
la luz no es una epifanía ni un secreto develado, porque no hay centro luminoso. Pero entre
tantas voces: no podemos hablar de una “heterofonía”, sino de una multiplicidad de voces
lumínicas. Y en este sentido hay una secundidad en el texto de Juan Ortiz. Los primeros
versos dicen así:

Sí, fue en un crepúsculo de verano,


pero en los pajonales de la orilla del este
se había secado de un modo extraño, extraño
el último suspiro de la luz.

He aquí el secundus, los existentes agua/luz con capacidad para oponerse entre sí.
Como en Plotino, la luz es espacio pero sin distinguir lo exterior o lo interior, su límite es la
intensidad; Plotino, quien además ya pensaba que las nubes son agua en estado de luz, que
la luz tenía un grano, que la luz que se instala antes de la fecha prevista se hace agua, que
hay islas de luz, vapor de luz, luz helada y siempre hay agua que puja para hacerse luz. Ese
es Plotino en las Enéadas. Estamos en el territorio de los neoplatónicos, y en este sentido,
siguiendo a Proclo, estamos ante un poeta que cree en las realidades inferiores y en un
proceso de emanación. La última parte del poema muestra que el elemento de la luz no es
solo un elemento metafórico, sino que representa más bien la mediación de los entes
mismos con el bien.

Sigue el poema

Al despedirse el agua “él vio que la luz nacía de allí como la misma íntima fe del
día”. La palabra “fe” es la que incomoda, porque es el agua la que al retirarse rompe el
principio de comunidad entre las almas. Esta comunidad entre las almas que había sido
planteada por Pseudo Dionisio Areopagita en De los nombres divinos, el místico bizantino
creador de la teología negativa que sostiene que Dios sólo puede entenderse por lo que no
es, fundador del quietismo, movimiento prohibido por la inquisición.
Este término “fe” atraviesa todo el poema en una serie semántica propia de la mística
de este quietismo: extraño, último suspiro, alma traslúcida, ángeles, etéreo, aéreo
estremecimiento. En toda la serie la luz proviene de la bondad, como fanal inmenso,
inextinguible y en este “Arroyo muerto”, Juan Ortiz hace que la luz sea la que se llevó el
agua. La luz del Areopagita devenido en el quietismo pagano por circunstancias
inquisitorias, tiene el poder de ahuyentar la ignorancia y de purificar el entendimiento. “El
arroyo muerto” de Ortiz habla de la relación perdida entre la luz y el agua. La luz se
convierte en un “espeso velo estéril”: estéril para todos los espíritus que están más allá de
los mundos, la relación perdida no sólo entre lo bueno y lo bello, sino entre lo uno y lo otro,
“su identidad y diversidad”, “su similitud y desemejanza”, de allí que los contrarios se
alíen, los elementos se mezclen sin confundirse, de allí que las cosas más elevadas protejan
a aquellas que lo son menos.15 El poema concede expresión, ya al duro desdoblamiento del
yo que huye de sí mismo, ya al orden sucesivo, a esa continuidad que es obra del recuerdo y
de la impresión y pone especial énfasis en el aspecto praxiológico, de acción y reacción,
entre lo que se percibe y lo que se plasma en palabras.
Ahora bien, hablar de la vuelta de tuerca sobre el simbolismo en clave del tractactus,
de “cierta cosa que trasciende”, de una “realidad profunda […] casi de iluminación”,16 en
un momento en que las vanguardias pujaban por ser estridentes, innovadoras, y por atacar
todo tipo de espiritualismo, convierte a Ortiz en un sujeto altamente perturbador. Como
Pound, sostenía que la poesía es el lenguaje cargado de sentido al máximo grado posible, y
para esto el lenguaje debe perder toda pretensión retórica, romper con el modelo métrico
habitual y avanzar, con la receta propia de William Carlos Williams: “respiración y
reflexión”. Al estilo de la vida de retiro espiritual, Ortiz le sumó su ideología de izquierda,
su inserción en el Partido Comunista argentino, y el tópico de la injusticia, tan recurrente en
su poesía, como el río.
Finalmente, encontramos en el poema “Aguas Muertas” de Alfredo Veiravé, del libro
El Imperio Milenario de 1973, un trabajo de terceridad peirceana o de simbolismo
lacaniano en donde el lenguaje apela a un orden, una ley nacida de una necesidad, una
intersubjetividad que requiere comprensión de la convención, y que se despliega en la red
intersubjetiva de la cultura. La terceridad como proceso de niveles mentales habilita a
pensar la lengua poética no tanto como un subconjunto caracterizado por una función que
se relaciona a la expresión romántica, sino como una textualidad que se vincula por
diferencia con el lenguaje comunicacional. Peirce deviene, así, el antecesor de la crítica
literaria del siglo XX.
Al señalar la autorreferencialidad y la desviación de la norma lingüística como
característica de lo literario, los formalistas rusos abrían paso a un lugar de interpretación y
análisis a partir de procesos comunicacionales más amplios, tal como hace Mukarovsky
siguiendo a Tinianov. Se trata de una perspectiva de análisis, que con Julia Kristeva,
podríamos denominar de la lengua “fuera-de-la-lógica”, y que ya podía preverse en la
tradición estructuralista francesa. Este carácter de negatividad es marcado por Nicolás
Rosa, quien teoriza lo poético como un espacio construido sobre “el simulacro”.17 Rosa
sostiene que el enunciado poético es una extrahabla, la “imagen” donde Platón va a buscar
la realización de ese tipo de negación que no sigue la lógica del habla. Esa “negación”

15
Cfr. Pseudo Dionisio Areopagita, De los nombres divinos, Apartado 7, Editorial Losada, Buenos
Aires, 2010, p. 7.
16
Oscar Del Barco, Juan L. Ortiz. Poesía y ética, Alción Editora, Córdoba, 1996, p. 65.
17
Cfr. Nicolás Rosa, Los fulgores del simulacro, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 1986.
afirma lo que es negado en un “gesto” que reúne simultáneamente lo positivo y lo negativo,
lo que existe para el habla y lo que no es existente para ella.
Otros conceptos relevantes de la poética para poder comprender la terceridad como
proceso de creación, lo establece un conjunto de críticos que aceptan como punto necesario
el conocimiento de la conciencia estructurante, con lo que se recupera la noción de sujeto
creador. Es el caso de George Poulet, Jean Starobinski y Gastón Bachelard. Con
diferencias, estos autores “se niegan a considerar la estructura del texto como transitiva y
cerrada sobre sí misma”,18 pues admiten que es lícito y necesario pasar de ella al sujeto que
la estructuró. De allí que se pueda retomar a Jean Starobinski, quien establece que el primer
deber del crítico es tomar el conocimiento de la historia del texto porque se construye así un
sistema de relaciones que pluraliza los significados del mismo y que, sin pretender
descubrir la intención del autor, sí puede encontrar el pensamiento que estaba en su origen.
No se trata de intenciones, ya que eso le correspondería a la ética, sino que la crítica no
debe desestimar la voluntad, la búsqueda de recapturar el acto, el sentimiento que lo
produjo. Este libro rechaza el estructuralismo radical y permite re-hallar las tensiones
históricas y humanas que no son condiciones suficientes de las obras literarias pero son
necesarias para la génesis y para los efectos de la misma. Por consiguiente, recurre a
disciplinas como el psicoanálisis y la sociología para explicar algunos problemas del cogito
del escritor.
Finalmente, la historia de la lectura ha planteado una revisión del problema de
creación literaria en tanto que ha puesto en evidencia los modos epocales de leer, el sistema
de redes textuales, los horizontes de expectativas en que funciona la producción de un texto
y el texto en sí. Así la noción de terceridad como presentación de la representación o
materialidad del sistema de la lengua en tanto sistema, la exposición en claro de la lengua
como un conjunto de reglas y la apelación a un sistema paradigmático, podrían dar cuenta
del proceso creador de un poeta como Alfredo Veiravé: leemos un fragmento de “Aguas
muertas”:

…pasan como gaviotas negras


Sobre los textos
…..
Homeros confinados a una explicación demasiado racional
Porque los signos del aprendizaje
Reclaman una geología visible en donde las apariencias
Queden definitivamente
18
Jean Starobinski, La relación crítica, Nueva Visión, Buenos Aires, 2008, p. 23.
Muertas
Son las aguas sin salida
Los rígidos camalotes del entendimiento

(Ahora, en ese momento, canta un pájaro oscuro
Entre las hojas del timbó)

Finamente el tertians, el pensamiento. Veiravé ofrece un razonamiento más o menos


lógico sobre la realidad fenomenológica y sus cualidades. El poeta deja de vivir
directamente la vida de sus objetos –la luz y el agua– y toma cierta distancia que le permite
reflexionar, interpretar y comentar.
En conclusión, lo que es para Peirce la fase más acabada del proceso semiótico (lo
simbólico, es decir la ley) resulta también para Veiravé la única mediación posible entre el
sujeto y la realidad. La simbolización en Veiravé excede la estrategia retórica y pareciera
surgir de la necesidad de un proceso como lector/escritor de inteligibilidad.

Conclusiones

Una palabra no comienza como palabra sino que es el producto final de un impulso.
Éste dispara una compleja red de operaciones lingüísticas y perceptivas en el interior del
poeta que se plasma en su texto pero que terminan de construirse en el lector. En vano
pretenden nuestras descripciones, explicaciones, comentarios, tener el poder de interpretar
un proceso. En todo caso estamos pobremente atestiguando nuestro modo de lectura y
poniendo a prueba los hallazgos de lecturas anteriores de propios y extraños.
Si el poema depende de su lector entonces cada uno tiene el poema que se merece. En
un vacío mortal de la percepción existen pocos lugares en donde fijar la creencia en la
palabra poética. Los lectores de Calveyra, Ortiz o Veiravé afirmarán haber sentido, visto o
pensado el rostro de lo invisible mediante una experiencia de palabras.
Todos sabemos que el poema fluvial siempre se escribe sobre la superficie luminosa
del agua.

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