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Sotelo, gracias K.

Cross
Praise me: princess
Jessa Kane

Sotelo, gracias K. Cross


El comandante Conrad Larsen no está interesado en hacer de
niñera de una tímida princesa, pero la reina ha exigido un
guardaespaldas cualificado para la chica y, como héroe de guerra
condecorado, Conrad está altamente cualificado. ¿Para qué no
está cualificado? Para defender su corazón del ángel
traumatizado y de voz suave que busca seguridad en sus brazos.
Sus defensas bajan en compañía de tanta dulzura y gracia, pero
las princesas no se casan con guardaespaldas, ¿verdad?

Él ya lo verá.

Sotelo, gracias K. Cross


Capítulo 1
GRETA

Ser la princesa de Leidenstein es sencillamente mágico.


Para empezar, soy heredera al trono, lo que significa que algún
día el glorioso reino será todo mío. Seré reina de un lugar que no puedo
ver. O tocar. Ni experimentar. Pero al menos tendré una corona de
joyas tan pesada que probablemente me provocará escoliosis.
Dos, como princesa de un país asediado por rebeldes del norte,
me consideran un objetivo. Tanto es así que nunca salgo de los muros
del palacio de Leidenstein sin un convoy de guardias armados.
Y no he abandonado los terrenos del palacio en absoluto desde
el incidente.
Mis pasos se detienen en el interminable pasillo de piedra, la
vista se me nubla hasta que tengo que sujetarme a la pared para no
tropezar, el corazón se me acelera al recordar lo ocurrido el año
pasado. Siempre había soñado con salir del palacio, con ver
Leidenstein por mí misma. Había pasado los primeros diecisiete años
de mi vida fantaseando con amplias vías fluviales y edificios que besan
el cielo y gente en cafeterías. En lugar de eso, vi en el interior de una
bolsa de arpillera y oscuridad. Sonidos que aún chirrían en mis oídos
en mitad de la noche.
El interior del palacio no está tan mal, supongo.
Cuando vuelvo a tener el pulso bajo control, me dirijo al gran
salón de abajo, donde tengo una cita con mi madre, la reina.
— ¿Estás segura de este atuendo, Olga?— le pregunto a la mujer
que está a mi lado.
—Oh, sí, princesa. Ese tono de azul le queda muy bien.
Trazo el corpiño de mi vestido con las yemas de los dedos, aún
insegura de si el vestido midi sin tirantes con falda acampanada es la
elección adecuada para una audiencia con mi madre. Es verano y hace

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demasiado calor, sobre todo para mi tierra, pero no me lo he puesto
por eso. Supongo que últimamente me siento un poco atrapada y esta
es mi forma de asomarme un poquito fuera de mi jaula. A salvo. Y tal
vez, solo tal vez, quiero que mi madre me encuentre interesante.
Aunque sea por ser un poco rebelde con mi vestuario.
La mayoría de las chicas de dieciocho años no se preocuparían
por su elección de ropa para una reunión con su madre, pero la
mayoría de las chicas no siguen los pasos de la reina Ingrid. Genial,
icónica, luchó en el ejército, se convirtió en una experta espadachina
y siempre tiene un plan.
Mientras tanto, mi afición es ver vídeos ASMR en la web para
disminuir la ansiedad.
Necesito trabajar.
Olga y yo nos detenemos ante las puertas dobles que dan al
salón, esperando el permiso de su trajeado asistente para entrar. Por
fin nos da el visto bueno y Olga abre la puerta, dando un paso atrás
para que yo la preceda. Ahí está sentada mi madre, impecable con un
traje pantalón negro y pendientes de perlas, de expresión serena,
rodeada de cariñosas asistentes que poco a poco se han ido
convirtiendo en imágenes especulares de la todopoderosa Ingrid, con
el pelo peinado con el mismo recogido francés y los ojos fríos mientras
me observan acercarme.
—Buenos días, madre.
Una sonrisa gentil. —Greta. — Inclina la cabeza mientras tomo
asiento frente a una mesa de mármol dorado y crema, decorada con
jarrones que sostienen penachos de plumas de avestruz. —Había
olvidado lo bonitos que son tus hombros. Gracias por aprovechar esta
oportunidad para recordárnoslo.
La temperatura de mi piel se dispara. —Fue un regalo de la
princesa Kate hace más de un año. Cada vez que lo veía en mi armario,
me sentía culpable por no ponérmelo.
—Es un vestido, Greta.
Mi cara está caliente. Puedo sentir la simpatía que irradia Olga.
—Sí, claro, madre. Solo estoy bromeando.

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—Ah. —cruza sus manos, derecha sobre izquierda. —Me han
informado de tus visitas a los niños enfermos que vienen a visitarnos
desde el hospital. Haces un trabajo muy bueno. — Me estudia durante
un largo momento. — ¿Qué te parecería ir a verlos la próxima vez, en
lugar de que los traigan aquí?
En cuestión de segundos, el corazón se me sube a la boca y los
oídos me crujen como si alguien estuviera haciendo bolas de papel de
pergamino a su lado. Abro la boca para responder, pero no sale ningún
sonido. Solo puedo ver a los hombres con rifles que se dirigen hacia
mí por la carretera, solo puedo sentir el dolor de un puño que me
golpea en la sien, las rodillas que rozan las rocas mientras me
arrastran. El olor. Los chillidos. El hambre desesperada. El frío. El
miedo.
— ¿Greta?
Exhalo temblorosamente en respuesta a la pregunta. Mi madre
quiere que salga del palacio para visitar el hospital infantil y yo debería
decir que sí. Después de todo, hay algunos niños demasiado enfermos
para salir del lugar y a mí también me gustaría mucho conocerlos,
pero la sola idea de ser vulnerable a otro secuestro o ataque me
aterroriza.
—No lo sé, madre. — susurro finalmente, incapaz de controlar
mis temblores.
—Tal vez... ¿el rancho de caballos sería un mejor comienzo? Es
un poco menos transitorio.
Además de mi trabajo en el hospital infantil, una de mis causas
es el rescate de animales. La mayor parte de mi semana la dedico a
atender las peticiones de los ciudadanos de Leidenstein sobre
animales que necesitan ser realojados. A lo largo de los últimos cinco
años, con la ayuda de mi madre, hemos conseguido abrir tres centros
de rescate de animales en todo el país, y mi favorito personal es el
rancho de caballos, a solo unos quince kilómetros al norte. Pero eso
es diez millas más cerca del campamento rebelde.
Vamos a matarte de hambre y colgar tu cuerpo marchito en las calles.

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—Quizá vuelva a visitar el mes que viene. — logro decir,
apretando fuertemente mis dedos sobre mi regazo. —Cuando las
temperaturas no sean tan extremas.
La reina Ingrid suspira y sé que ya la he decepcionado. Tras un
total de cinco minutos en su presencia. Incluso después del secuestro,
no entiende mis temores. Porque si fuera ella, levantaría la barbilla,
se acercaría a sus demonios y los mataría.
Ni siquiera me gustan las armas.
Nunca me gustaron, pero menos ahora.
—Greta, necesitas empezar a vivir normalmente otra vez. No
puedes permanecer en los muros del palacio para siempre. Cuanto
más tiempo dejes que tu ansiedad te domine, más extrema se volverá.
Asiento junto con ella, aunque estoy temblando. —Sí, sé que
tienes razón.
—Pronto viajaremos a Quilton. Necesito que superes tu trastorno
de estrés postraumático para entonces.
— ¿Por qué viajamos a Quilton?
—Porque su rey te ha propuesto casarte con su hijo, Kristof, el
príncipe.
El aire sale de mis pulmones. — ¿Qué?
Ingrid sonríe, pero creo que mi casi grito la ha avergonzado, a
juzgar por sus nudillos blancos. —Tienes dieciocho años. Somos una
nación próspera. Por supuesto, ha habido una oferta por tu mano... y
es una que beneficiaría enormemente a Leidenstein mientras
seguimos luchando contra los rebeldes.
Aún no he recuperado el aliento. — ¿Yo... yo? ¿Casada?
—Si el príncipe y tú hacen buena pareja, sí. Aunque tenemos
que conocerlo para averiguarlo, ¿no?
— ¿Cuándo es el viaje?
—En una semana. — ¿No se da cuenta de que estoy a punto de
desmayarme? No solo voy a dejar el palacio en una semana para un
viaje prolongado, sino que ¿voy a conocer a un posible esposo? ¿Qué

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está pasando? —En aras de afrontar tus miedos y curarte a tiempo
para nuestro viaje, esta semana saldrás de palacio. Empieza a vivir tu
vida de nuevo.
La miro atónita. Incrédula. — ¿Solo... salir? ¿Afuera? ¿Sola?
—Por Dios, Greta, no te dejaré ir sola. — Le hace un gesto con la
cabeza a uno de sus asistentes que corre detrás de mí para abrir la
puerta del salón. —Te he contratado el mejor guardaespaldas posible.
Tiene instrucciones de permanecer a tu lado y velar por tu seguridad.
Dado lo altamente recomendado que viene por mis asesores militares
de confianza, confío en él implícitamente. — Inclina la cabeza. —Te
presento a Conrad Larsen. Tu nuevo guardaespaldas.
Me retuerzo en el asiento y me encuentro con el hombre más
hostil que he visto en mi vida. La parte superior de su cabeza casi roza
el marco de la puerta al entrar en la habitación, el pelo castaño
peinado hacia atrás sin piedad, los ojos verdes duros, irritables. Está
estoico, con la mandíbula cuadrada de piedra. Pero sus ojos son pura
repugnancia.
De algún modo, sé que todo es por mí.

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Capítulo 2
CONRAD

Querido Dios, llévame a cualquier lugar menos aquí.


Mientras me acompañan al lujoso salón con techos abovedados
y un rico y lujoso mobiliario, solo puedo ver los barracones y campos
de batalla donde he dormido intermitentemente durante una década.
Estos miembros de la realeza han dormido en paz, mientras yo me
esforzaba por concederles ese derecho. He prestado mis servicios al
palacio. He pagado con sangre. No les debo nada, pero aquí estoy por
orden de la Reina Ingrid para venir a cuidar a su patética hija.
Mátame ahora.
Ni siquiera miraré a mi nuevo cargo. Mi resentimiento no me
deja.
Justo cuando pensaba que era un hombre libre, he sido
arrastrado de nuevo a la servidumbre. Mi abuelo me dejó su granja
cuando falleció y todo lo que siempre he querido es cuidar de la tierra
y los animales. Despertarme en silencio y vivir en soledad, sin verme
obligado a relacionarme con nadie, especialmente con alguna mocosa
malcriada demasiado asustada para poner un pie en el mundo real.
—Comandante Conrad Larsen, su alteza. — zumbó el hombre
que me condujo a la habitación. —Ha sido asegurado en los aposentos
de invitados del ala sur.
—Gracias, Hans. Eso es todo.
La reina Ingrid se levanta de su escritorio y me examina con una
media sonrisa divertida. —Su valerosa reputación le precede,
Comandante. Es un honor darle la bienvenida a palacio.
—Sí. Wow. — El sarcasmo se me escapa y realmente me importa
un carajo. —Estoy encantado de estar aquí.
A su favor, la reina solo se ve más divertida, en lugar de
insultada. Es conocida por ser imperturbable y justa, pero no puedo

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evitar discrepar, teniendo en cuenta que me han encargado este
trabajo contra mi voluntad.
—Te presento a mi hija, Greta. — dice la reina, señalando con la
mano a la chica sentada frente a ella.
Aun así, me niego a mirar.
Por mí, esta princesa mimada puede convertirse en un montón
de polvo.
—Genial. — respondo secamente. — ¿Cuáles son mis órdenes,
alteza? ¿Debo empezar a hacer de niñera ahora o por la mañana?
Un destello de censura recorre sus facciones. —No parece muy
contento con su nuevo puesto, comandante.
— ¿Qué le ha avisado?
—Tendrás que vigilar cómo le hablas a la reina. — brama uno de
sus asistentes.
Lo miro fijamente hasta que vuelve a garabatear en un
portapapeles. Este no es mi ambiente. De donde yo vengo, el respeto
se gana, no se transmite por derecho de nacimiento, como les ha
ocurrido a estos miembros de la realeza. —Yo no pedí este puesto, su
alteza. Estaba atado a mi cuello como un yunque.
—No deseo ser un yunque, madre. — dice una voz susurrante.
Es de la princesa.
Mi visión se entrecorta, algo hace que mi pulso dé saltos de
confusión. Nunca he utilizado la palabra “dulce” para describir otra
cosa que no fueran caramelos. Pero sería una mentira describir su voz
como otra cosa que no fuera eso. Dulce. Es ligera y sincera, totalmente
distinta del quejido nasal que esperaba. No he tenido la oportunidad
de ver mucha televisión en la última década, pero por lo que recuerdo,
la princesa Greta rara vez aparecía ante las cámaras de pequeña, y
cuando lo hacía, debido a que alguien con sangre real se casaba o
alguna otra ocasión similar, mantenía la cabeza gacha y dejaba que
su madre hablara.
Probablemente no tiene ni un solo pensamiento en la cabeza, por
eso.

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No la mires.
Tal vez sea ilógico, pero en cuanto pongo mis ojos en Greta,
reconozco este trabajo y no quiero hacerlo hasta que sea
absolutamente necesario. La reina me ha despojado de mi libre
albedrío, pero puedo controlar esto, por pequeño que sea.
—No eres un yunque, Greta. — dice la reina.
—Sí, lo es. — respondo, provocando jadeos en toda la habitación.
—Madre, por favor. Saldré sola por las puertas. Te lo prometo.
— Cuanto más habla, más me duele no mirarla. —Por favor, deja que
se vaya.
La sorpresa atrae mi mirada hacia abajo, a pesar de mi férrea
voluntad, pero ella está de cara a la reina, dejándome ver solo su pelo
y sus hombros.
Pero mi Dios, esos hombros.
Son suaves, delicadas pendientes que desembocan en un cuello
grácil, con el pelo recogido en pesados rizos dorados en lo alto de la
cabeza. Exquisita. Hay otra palabra que nunca he usado. Eso es lo
que es.
Decidido, aparto los ojos de la princesa e ignoro la continua
agitación de mi pecho. ¿Qué es lo que hace que mi corazón lata de
forma tan extraña?
—Eso es muy valiente por tu parte, Greta, y no dudo de que lo
intentarías, pero como he mencionado, pronto viajaremos para
celebrar tu posible compromiso, y no tendremos tiempo de detenernos
a recuperar el aliento. Es mejor que empieces a mejorar ahora.
Estoy muy atascado en la palabra “compromiso”.
¿Con quién se casa la princesa?
¿Por qué esta noticia me hace resentirla aún más de lo que ya lo
hago?
—No deseo tener aquí al comandante si él no lo desea. — dice la
princesa. — ¿No puedes darme unos días para... mejorarme?

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—Te he dado tiempo suficiente. Ha pasado un año entero desde
el incidente, querida.
— ¿Qué incidente?— Pregunto, sin que me guste el ridículo que
se ablanda dentro de mi caja torácica. Cuanto más habla la princesa
en nombre de mi libertad, más difícil me lo pone para que la odie a
muerte. Además, oír de su propia boca que necesita “mejorar” significa
que no puede estar tan acomplejada como yo esperaba. — ¿Qué pasó
hace un año?
De repente, la princesa se pone en pie. —Prefiero no decirlo. —
suelta, con la voz ligeramente desigual. De una forma que hace que
me duela la cabeza por el deseo de consumirme al verla. No. Todavía
no. —Madre, si mañana consigo abandonar el palacio y no sufro
ningún mal efecto, ¿podrías concederle al comandante su permiso?
La reina frunce los labios. —Lo consideraré, sí.
—Gracias. — murmura Greta, inclinando la cabeza. — ¿Puedo
retirarme?
—Sí, puedes.
Cada músculo de mi cuerpo comienza a enroscarse porque ahora
ella se aparta del escritorio para mirarme. Cada una de sus suaves
pisadas sobre la alfombra desequilibra la balanza dentro de mí, mi
corazón pesado y agobiado por su extraño y rápido bombeo. Si antes
estaba decidido a no mirar a Greta por despecho, ahora me aterroriza
posar los ojos en su rostro. De alguna manera, sé que mirarla va a ser
un gran problema.
Cuando se detiene delante de mí, mantengo mi atención fija en
un punto a lo lejos, empleando hasta la última pizca de fuerza que
poseo para ignorarla.
Aguanto aproximadamente seis segundos.
No puedo expresar con palabras lo que es ver su cara en persona
por primera vez, ahora que es una mujer. Solo que hay emociones que
han sido archivadas dentro de mi pecho sin mi conocimiento y ahora
todo en esos estantes se derrumba. Es casi ofensivo lo hermosa que
es, con su pelo rubio intenso y su piel de porcelana, una boca que
debe de poner pensamientos vergonzosos en la cabeza de los hombres.

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Incluso en la mía, si me lo permitiera, cosa que no haré. Su boca no
tiene nada que ver conmigo.
Tampoco sus ojos.
Sus... encantadores ojos azules que ahora me miran con
disculpa.
—Lo siento. — susurra, rompiendo mis estanterías interiores por
la mitad, cada célula de mi cuerpo esforzándose en su dirección. —
Haré todo lo posible por liberarlo mañana, comandante Larsen.
—Bien. — digo con brusquedad, en defensa de lo que sea que me
esté haciendo. —Cuanto antes, mejor. — añado, medio satisfecho,
medio aborreciéndome cuando se estremece.
—Sí. — dice en voz baja, mirando al suelo. —Gracias por venir,
aunque sea por poco tiempo.
Gruño.
No sé qué más decir.
No es una pesadilla, como esperaba, y ahora desearía que lo
fuera.
—Te veré mañana, supongo. — Se frota esos suculentos labios,
lo que me reafirma la polla de una forma que sé que es mala. Muy
mala.
— ¿Mañana?— Me escucho decir. — ¿Quién vigila a la princesa
cuando yo no estoy?
—Nadie. — dice la reina con despreocupación. —Ella está
suficientemente segura dentro de los muros del palacio. El incidente
ocurrió solo cuando salió...
— ¿Podemos, por favor, no hablar del incidente?— interviene
Greta.
La reina deja de hablar.
¿A qué incidente se refieren?
—Por ridícula que me parezca esta misión, su seguridad está
ahora en mi cabeza. Como tal, ella estará segura en todo momento. A

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partir de ahora. — Mi orgullo me obliga a añadir: —Mi responsabilidad
termina cuando termine este absurdo ejercicio.
La princesa se queda muy quieta, con los ojos bajos y las mejillas
encendidas.
Pero no me permito lamentar mi dureza.
¿Los hombres pierden la vida en el norte para mantener a raya
a los rebeldes y ella tiene miedo de dar un simple paseo? Ella es una
tarea. Una hermosa e... inesperada, pero nada más.
—Si me disculpan. — dice Greta.
—No puedes excusarte de mi presencia, princesa. Donde tú vas,
yo voy, por el momento.
Asiente. Se reagrupa. —Entonces tengo que ir a mis clases de
francés.
Mi gesto es poco menos que burlón. —Después de ti, oh valiente
y poderosa princesa.
Fue demasiado lejos. Lo sé en cuanto me paso de la raya,
ridiculizándola.
El dolor y la vergüenza en sus ojos me persiguen el resto del día.

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Capítulo 3
GRETA

Ya me habían mirado con odio y aversión, pero nunca en mi


propia casa.
El comandante Larsen me ha seguido desde nuestro primer
encuentro esta mañana, desde la clase de francés hasta la de esgrima
-que fue especialmente humillante, ya que soy una pésima
espadachina-, y me ha observado en un silencio melancólico todo el
tiempo. Cuando volví a mis habitaciones para bañarme y ponerme la
ropa de cama, me sentía como si no hubiera respirado hondo en toda
la tarde.
No sé qué me inquieta más.
Su plaga bíblica de ceño fruncido.
O la suavización de su expresión que noto de vez en cuando.
Y juraría que lo oí gruñir cuando mi compañero de esgrima me
puso la punta del sable en el cuello. Debe de haber sido un truco de
la acústica, porque está claro que el hombre me detesta. Tampoco lo
culpo. Lo trajeron aquí bajo el pulgar de mi madre cuando merece vivir
su vida en paz, su servicio al ejército completado. Puede que incluso
haya una futura señora Larsen ahí afuera esperando el regreso de su
amado, mientras él se ve obligado a hacerme de carabina mientras
supero mi miedo al mundo exterior.
Mañana voy a ser valiente.
Voy a superar mi terror, aunque solo sea para soltarlo.
Aunque tenga que arrastrarme por las puertas del castillo, lo
haré por alguien que seguramente ha sacrificado tanto por
Leidenstein.
Termino de soltarme el pelo y me subo el escote del camisón,
aunque enseguida vuelve a deslizarse hacia abajo para dejarme el
hombro al descubierto. Salgo del baño y me dirijo a mi dormitorio, mis

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pasos se ralentizan cuando veo la puerta. El comandante Larsen está
al otro lado, vigilándome. Piensa quedarse ahí toda la noche, a pesar
de que le he asegurado que no es necesario.
Espero que no cuestione mi rutina nocturna.
Enderezo los hombros y cruzo al otro lado de la habitación,
apoyando la espalda en la pesada cómoda y empujando el mueble
delante de la puerta.
Un golpe seco en la puerta casi me hace resbalar de culo. — ¿Qué
demonios pasa ahí adentro?
—Nada. — digo. —Solo estoy reordenando algunos muebles.
Una pequeña pausa. — ¿A las diez de la noche?
—Sí.
— ¿Por qué?
—Es algo que hago de vez en cuando. Cuando me canso del
aspecto de las cosas.
—Oh, te aburres con todos tus lujos. — Resopla. —Lo siento, no
me identifico. Me dieron el alta hace solo dos semanas. Ni siquiera he
tenido la oportunidad de comprar un colchón todavía.
Nadie ha odiado a nadie más de lo que este hombre me odia a
mí. Ni siquiera los rebeldes. —Realmente no puedo disculparme lo
suficiente por el retraso en comenzar tu nueva vida. Te prometo que
te sacaré de aquí mañana. — Vuelvo a colocarme en posición,
hablando entre dientes apretados mientras continúo moviendo la
cómoda en su lugar frente a la puerta, como hago todas las noches,
para mantener alejados a posibles intrusos. Si al menos alejara las
pesadillas. —La verdad es que me gustan mucho mis muebles. No
quería decir que estuviera harta de ellos.
—Simplemente no te gusta su ubicación.
—Correcto.
—En cambio, te gusta delante de la puerta.
— ¿Cómo sabes que está delante de la puerta?
—Sombras, princesa.

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—Ah. — digo, sin aliento. —Entonces sí, supongo que me gusta
ahí.
Su suspiro casi derriba la puerta. — ¿Estás bloqueando la
puerta para que no entre?
—No es descabellado pensar que podrías estrangularme
mientras duermo, teniendo en cuenta la ira continua que me diriges
desde esta mañana, pero no... — Dudo. —Bueno, supongo que como
el gato ya está fuera de la bolsa y sabes que soy una cobarde, no sirve
de nada mentir. Pongo la cómoda delante de mi cama todas las noches
para sentirme más segura.
Silencio. — ¿Funciona?
—La verdad es que no.
—Entonces déjalo ya. — Le saco la lengua a la puerta, e
inmediatamente me siento culpable por ello. Ha prestado diez años de
servicio a mi país. Me preparo para explicarle que solo es una muleta
de seguridad cuando el pomo gira y la puerta empieza a abrirse,
deslizando fácilmente la cómoda con ella. —Esto no impide que entre
nadie, Prin... — Deja de hablar bruscamente cuando me ve, sus ojos
bajan hasta mi hombro desnudo, junto con el pelo que ahora tengo
suelto hasta las caderas, un nudo se levanta y cae en picado en su
garganta. — ¿La cómoda? No está sirviendo exactamente para algo.
No estoy segura de dónde viene el cálido escalofrío. Tal vez
porque nunca he tenido un hombre en mi dormitorio antes o tal vez
porque el Comandante Larsen es innegablemente guapo y robusto,
pero de repente hay punzadas calientes por toda mi columna
vertebral. —Sí, entiendo lo que quiere decir. Reconozco que no es una
barricada ideal.
—Además, esto podría retrasarme si necesito alcanzarte. —
Empuja la cómoda medio metro a la derecha, lejos de la puerta. —No
queremos eso.
—No.
Me sacude la cabeza. — ¿Le robaste ese camisón a una maestra
victoriana o algo así?

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— ¿Yo... qué?— Cruzo los brazos sobre mi cintura. —Esto fue un
regalo del Gran Duque de Luxemburgo.
Sus cejas se inclinan hacia abajo. — ¿Por qué te compra un
camisón un duque?
—Es un poco espeluznante, ¿no? — Respiro, luchando contra
una sonrisa.
Durante una brevísima burbuja de tiempo, el comandante
parece a punto de reírse, pero el momento estalla y se desvanece antes
de empezar. —No pongas muebles delante de la puerta. — suelta.
Luego, un poco menos duro: —Nada me atraviesa. Ni las balas, ni los
actos de la naturaleza, ni la metralla ni las cuchillas. Soy un muro
entre tú y el peligro. Puedes dormir tranquila. — Debo parecer dudosa,
porque levanta una ceja. — ¿Qué?
—Quizá debería dejar entrar a los intrusos, comandante. —
susurro, dramáticamente. —Si yo muero, usted puede irse a casa.
Se le dibuja una línea en la mandíbula. — ¿Se supone que eso
es gracioso?
De repente estoy tan agotada con su animosidad, que doy unos
pasos y apoyo el culo en el borde de la cama, con las extremidades
colgando sueltas a los lados. — ¿Te importaría mucho si me voy a
dormir?
Por extraño que parezca, ahora parece que quiere quedarse. O
quizá se arrepiente de haber sido tan duro, ahora que me he quedado
sin energía. Se pasa una mano frustrado por el pelo, abre la boca para
decir algo, pero se marcha antes de que sus palabras lleguen a
materializarse.
Me quedo un momento mirando el traqueteo de la puerta y hago
lo que hago todas las noches desde el incidente. Saco mi daga de
debajo de la almohada, me envuelvo en una manta y me voy a dormir
al armario.

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Capítulo 4
CONRAD

No hay ninguna razón para que me sienta así de cabrón.


Bromear o tener conversaciones con mi cargo no está en la
descripción del trabajo. Tampoco lo es pasar una cantidad
significativa de tiempo en su dormitorio. Solo entré porque me
extrañaba que estuviera moviendo los muebles a una hora tan extraña
y quería saber por qué. No esperaba que me impactara tanto verla en
camisón.
Podría admitirlo, mi rudo trato hacia ella es en parte en defensa
de su belleza.
Mi Dios, es espectacular.
De pie ante Greta, con su larga melena despeinada y su rostro
limpio de maquillaje, casi caigo en trance, las palabras me abandonan,
mi cuerpo reacciona casi violentamente ante su suavidad y delicadeza.
Mi cuerpo ni siquiera puede comprender cómo se sentiría una carne
tan perfecta debajo de mí. Es una mujer diferente a todas las que he
conocido en cientos de puertos.
Hay algo en ella que me hace sentir... necesario.
Como si estar aquí no fuera un error. Incluso si estoy muy
molesto por ello.
Greta me mira de una manera que no entiendo. Como si viera
algo dentro de mí. Algo que ella necesita. Pero ni siquiera puedo
empezar a definir qué es ese algo. Ni estoy en posición de dárselo. Soy
su guardaespaldas. Ella es la maldita princesa. Y aparentemente, está
a punto de comprometerse.
Todo eso equivale a un gran infierno de no.
Aunque pudiera definir lo que ella ve en mí, aunque tuviera toda
la libertad del mundo, no perseguiría a una princesa mimada,
¿verdad?

Sotelo, gracias K. Cross


Me burlo de la idea, y el sonido resuena en el pasillo de piedra.

Pues deja de pensar en ella con ese estúpido camisón.


Deja de pensar en cómo...
...cómo la pondría a cuatro patas, cómo le comería el coño por
detrás hasta mojarme la cara. Pero la querría de espaldas para follar,
al menos la primera vez. Sí, la querría. Querría que esos grandes ojos
azules se abrieran de par en par de asombro cuando me sentara y la
clavara tan fuerte en la cama con esa primera embestida, que ella
lloriquease para que la sacara, la metiera, la sacara, la metiera... su
cuerpo mimado y real temblando por la excitación de que por fin un
hombre la maneje como es debido. Un maldito soldado. No un príncipe
con manicura.
¿Ha conocido siquiera a este tipo con el que supuestamente se
va a casar?
Estoy mirando un agujero en la puerta y ni siquiera recuerdo
haberme girado para mirarla. Estoy levantando el puño para llamar,
ni idea de por qué, cuando un grito espeluznante me saca la sangre
del cuerpo. Un grito que viene del interior del dormitorio de Greta,
justo al otro lado de la puerta. Estoy entumecido, pero me muevo,
helado hasta las puntas de los dedos, pero esas puntas están
enroscadas alrededor de la culata de mi pistola, el dedo en el gatillo,
listo para acabar con quienquiera que haya tomado la mala decisión
de venir por la chica a la que estoy protegiendo.
Pero no hay nadie.
La habitación está totalmente inmóvil, a oscuras excepto por la
luz de la luna.
¿Se la han llevado?
No. No, imposible. Estamos a tres pisos del suelo y no hay forma
de escalar el muro del palacio. Aseguré los terrenos yo mismo, antes
de reunirme con la reina esta mañana. Greta debería estar en su
cama. ¿Qué demonios está pasando?
—Greta. — ladro, la sangre vuelve a fluir por mis venas con una
venganza ardiente, el pulso me late con fuerza en la sien, todo se
mueve a cámara rápida mientras me abalanzo hacia el baño,

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barriendo con mi arma, preparado para encontrar a la princesa
cautiva de algún engendro -o peor, de un rebelde-, pero una vez más,
no hay nada. Vacío. — ¡Greta!
Hay un gemido. Uno débil.
Lo he oído, y es suficiente para que abra las puertas como un
poseso. Gabinetes de tocador, la puerta esmerilada de la ducha, su
armario.
Ahí.
Al principio, es solo una silueta, pero cuando mis ojos se
adaptan a la luz, veo que la princesa está acurrucada en el suelo,
envuelta en una manta, con una daga empuñada con fuerza. Sus ojos
son luminosos, me miran directamente pero no ven nada, y el terror
absoluto de su rostro me desgarra el corazón.
—Van a volver. — susurra. —Cierra la puerta o volverán con el
bate. Por favor.
—El bate. — susurro, me meto la pistola en la cintura y me
arrodillo. Mis manos flotan sobre su rostro, inútiles. ¿La despierto?
¿Es peligroso? No lo sé, pero no puedo dejarla en el aterrador espacio
mental en el que vive ahora. —Nena, estás a salvo. Estás en casa, en
el palacio, y yo estoy aquí.
—Me han dicho que la próxima vez me romperán los huesos de
la cara en vez de los de la pierna. — jadea, retrocediendo.
La rabia que me invade es mortal. En mi carrera militar me he
topado con muchos casos de estrés postraumático. Lo suficiente como
para saber que lo que sea que haya sufrido la princesa, ha sido
jodidamente malo. Ni siquiera estoy tocando su piel y puedo sentir el
frío que irradia de la superficie. —Greta. — Tomo su cara entre mis
manos, aturdido por la suave textura. ¿Es real? —Estás teniendo una
pesadilla. Es solo una pesadilla.
—La pesadilla es real.
—No. — Me siento a su lado en el armario, le quito con cuidado
la daga de la mano antes de subirla a mi regazo. Lentamente, la rodeo
con mis brazos y meto su cabeza bajo mi barbilla, con toda
naturalidad. Sin mentir, mis ojos recorren el firme peso de su trasero

Sotelo, gracias K. Cross


en mi regazo, su aroma a agua de rosas, la forma en que parece
encajar en un lugar que no sabía que tenía. Solo un clic. —La pesadilla
no es real, pero si lo es, cuando vuelvan los malos, voy a masacrarlos
a todos. Ninguno de ellos te pondrá un dedo encima, princesa.
— ¿De verdad? — susurra.
—Sí. Estás a salvo conmigo. ¿Qué te dije antes?
Se queda callada durante unos instantes. —Nada se te escapa.
—Es cierto. —Empieza a calmarse, su cuerpo se relaja en mí,
pero quiero estar seguro de que está tranquila. Quiero expulsar
completamente el miedo. Así que me desabrocho la camisa hasta el
ombligo. Entonces cojo su mano y guío sus dedos dentro de la
abertura de mi camisa, llevándola a recorrer mis cicatrices, que son
muchas. —Ni balas, ni actos de la naturaleza... — Deslizo la palma de
su mano hasta mi abdomen derecho, donde vive una de las peores
cicatrices. —Ni metralla ni cuchillas. Soy un muro entre tú y el peligro.
—Ni siquiera te gusto. — bosteza.
Los músculos de mi garganta se tensan en un instante, mi
corazón sospechosamente sensible. —No eres tan mala como pensaba.
— consigo decir con voz ronca.
—Qué bien. — murmura, cierra los ojos y apoya la cabeza en mi
hombro. —Ya puedes irte. Estoy bien.
Dejo caer mi barbilla más firmemente sobre su cabeza. —
Duérmete.
Pasa un momento en el que siento que quiere protestar por
dormir en mis brazos. Demonios, quiero protestar tanto como quiero...
necesito que ocurra. Pero su protesta muere en su inicio y se acurruca
contra mí, con parte de la manta cayéndole de los muslos.
Es entonces cuando veo la marca rebelde grabada en su cadera.
Y mi resentimiento, cuidadosamente construido, se hace añicos
como un puño que atraviesa un cristal.

Nunca volveré a separarme de ella.

Sotelo, gracias K. Cross


Capítulo 5
GRETA

Me desperté en mi cama esta mañana por primera vez en un año.


Estoy... descansado.
No me he despertado de un sobresalto ni he cogido mi daga,
como suelo hacer.
Todo porque me dormí en los brazos de mi guardaespaldas. Un
comportamiento muy inusual. No es propio de una princesa en
absoluto. Pero fue mi mejor sueño en la memoria reciente.

No te acostumbres.
Pase lo que pase, el comandante se va hoy. No voy a retenerlo en
palacio contra su voluntad. No seré más carga para él de lo que ya he
sido. Decidida a hacer creer a mi madre que estoy lo bastante
recuperada como para despedir a Conrad, atravieso el gran salón del
palacio, con la nuca caliente y hormigueante, gracias a que el propio
hombre camina justo detrás de mí.
Un vistazo por encima del hombro me confirma que sigue tan
hosco como siempre, mirando con asco a todo aquel con el que nos
cruzamos mientras salimos por la puerta, al aire libre, donde nos
esperan dos todoterrenos para llevarnos de excursión fuera del
palacio. Al rancho de caballos. Hasta ahora estaba relativamente
tranquila, pero al ver a tanta gente en fila esperando, observándome
acercarme con aire de escepticismo, siento las piernas como gelatina.
—De verdad, esto no tenía que ser una producción tan grande.
— digo, mi voz suena vergonzosamente delgada. —Estoy segura de que
todos tienen cosas mucho mejores que hacer en el día que verme
cuidar de los caballos.
—Estamos más que encantados de acompañarla en su
transición de regreso al mundo real, princesa. — dice Rolf, el lacayo,

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sonriéndome mientras abre la puerta del vehículo en ralentí y se
adelanta para guiarme hacia él.
Conrad se interpone entre Rolf y yo antes de que pueda acercarse
a menos de un metro. —La princesa no necesita tu ayuda. — Me pone
una mano en la espalda y me arrastra hacia él. Levanto la vista y lo
encuentro mirando con el ceño fruncido al grupo reunido. — ¿Por qué
vienen tantos con nosotros? Esto no es una puta fiesta de cumpleaños.
Varios miembros del personal se sobresaltan por su lenguaje. —
Bueno. — dice Rolf, con la cara ligeramente sonrojada. —Tenemos a
nuestro equipo de respuesta médica por si surge una emergencia,
guardias adicionales, los documentalistas oficiales de las redes
sociales de palacio... lo que significa que obviamente necesitamos
peluquería y maquillaje...
—No. — corta Conrad.
Rolf retrocede un paso. — ¿No?
—Ya me has oído. — Baja la voz. —Esto va a ser lo
suficientemente difícil para ella sin público. Necesita seguridad. Y
supongo que el equipo de respuesta médica. Pero nada más. Todos los
demás pueden ir a practicar pintalabios a otra parte.
—Pero, señor...
—Comandante. — lo corrige Conrad, instándome a avanzar. —
Yo iré con Greta. Todos los demás pueden ir en el otro coche.
Mantengo la compostura hasta que estamos sentados en la fila
central del todoterreno, con los cinturones de seguridad abrochados,
y entonces me estalla una carcajada. —Por lo visto no te interesa lo
más mínimo hacer amigos.
—No necesito amigos. — Me prueba el cinturón de seguridad y
luego gruñe al conductor para indicarle que estamos listos para partir.
—Los amigos son obligaciones. Las obligaciones son molestas.
Mensaje recibido. Me recuerda que hoy tengo que triunfar para
que él pueda irse a casa.
Mientras el vehículo avanza, llevándonos hacia las puertas para
abandonar el palacio, mis dedos se aprietan y retuercen en mi regazo,
mi mente bombardeada con visiones de rebeldes convergiendo sobre

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mí, con odio enardecido en sus ojos. — ¿No tenías amigos en el
servicio?
Me animo cuando sus facciones se suavizan ligeramente. —Los
considero hermanos, pero sí. — arquea una ceja. —Y saben que no me
gustan las obligaciones. Si hay una fiesta, no me invitan. Aceptan mi
naturaleza antisocial.
— ¿Siempre fuiste así? — Mi tono de voz ha subido a un tono
antinatural, el pecho se me aprieta. Muy tenso. Estamos casi al otro
lado de la puerta.
—No.
Siento que me mira. Toda la parte derecha de mi cara está
caliente.
Suspira y se acerca para sujetarme la barbilla, de modo que lo
miro a él y no a la salida que se aproxima. — ¿Quieres que te cuente
un cuento?
—De acuerdo. — susurro.
—Voy a contarte por qué soy antisocial y tú vas a centrarte en
mí y no en lo que está pasando fuera del coche, Greta. — Sus dedos
se extienden a un lado de mi cara, rozándome ligeramente el
nacimiento del pelo. — ¿Qué decimos cuando tienes miedo?
—Nada te atraviesa. Ni las balas, ni los actos de la naturaleza.
— Necesitada de consuelo, giro la cara hacia su palma y juro que oigo
su respiración entrecortada. —Ni la metralla ni las cuchillas.
—Nada.
Asiento, sabiendo perfectamente que no debería frotar mi mejilla
contra su mano callosa, pero me resulta demasiado agradable,
demasiado tranquilizador como para dejar de hacerlo. —Cuéntame la
historia.
—Historia. Claro. — Parece fascinado por mi boca. Sabía que el
pintalabios rojo era una elección atrevida para visitar a los caballos.
Pensé que la audacia del color me haría más valiente. Probablemente
se esté preguntando si me maquillé en la oscuridad. —Me crió una
madre soltera y le encantaban las fiestas. Era de las buenas. Una gran
habladora. Le encantaba reír. Siempre era la última en irse de una

Sotelo, gracias K. Cross


celebración y eso significaba que yo también lo hacía. Las fiestas eran
demasiado ruidosas para mi gusto, demasiado desordenadas. —
Sacudió la cabeza, como si quisiera desterrar para siempre el concepto
de fiesta. —La mayoría de las veces no bebía tanto como para no poder
acompañarnos a casa, pero una vez, cuando yo tenía trece años, sí lo
hizo. Era una fiesta de Nochevieja y se bebió todo su peso en champán.
No podía conducir en ese estado, así que volvimos a casa caminando
en la oscuridad más absoluta y ella cantaba tan alto que ninguno de
los dos oía el río. Los dos caímos en una corriente helada y nos
arrastró un kilómetro y medio antes de que yo pudiera agarrar una
rama y sacarnos. Mientras nos arrastraba río abajo y yo luchaba por
mantener a mi madre fuera del agua, juré que no volvería a ir a una
fiesta en toda mi vida. Solo quería estar en casa. Solo. En la
tranquilidad. Y eso nunca cambió.
Debo de estar boquiabierta. — ¿Es realmente una historia real?
—Yo no le cuento mentiras a mi princesa.
Siento un tirón sospechoso entre las piernas cuando me llama
su princesa. El tipo de tirón que nunca había sentido antes. Le sigue
un apretón líquido y caliente.
Oh mi...
Qué tontería fijarse en sus palabras. Soy la princesa de todos,
técnicamente.
Eso es todo lo que quiso decir.
— ¿Dónde está tu madre ahora?
—Todavía en el campo. Le siguen gustando las fiestas. —pone
los ojos en blanco, pero hay una capa de cariño ahí. —Supongo que
debo visitarla.
—Podrás ir a verla pronto. Muy pronto. — Miro por la ventana y
veo colinas ondulantes, la ciudad a lo lejos, y caigo en la cuenta, pero
intento no darle demasiada importancia al hecho de que he
abandonado oficialmente el palacio. —Mírame, estoy fuera de los
muros del palacio. Estás a un paso de...
Una explosión hace estallar el aire y soy derribada de lado sobre
el asiento, Conrad encima de mí, su duro cuerpo me inmoviliza

Sotelo, gracias K. Cross


mientras su aliento se agita en mi oído. Me congelo en un segundo,
tiemblo como si fuera a mí a quien arrastran por un río helado, mis
piernas rodean sus caderas, mis manos temblorosas se deslizan por
la anchura de su espalda para acercarlo más. Lo más cerca posible.
—El otro todoterreno ha fallado. — dice, hundiendo la cara en
mi cuello, con un inmenso alivio que se hace evidente en la forma en
que se estremece. —Falsa alarma, princesa. Lo siento. — Lo oigo
tragar saliva y percibo una lucha interna antes de que me acaricie el
cuello. —Estás bien, nena. Shhh. Solo ha sido un ruido fuerte.
Estoy desesperada por poner los pies en la tierra, porque el
mundo deje de girar demasiado rápido. — ¿Puedes contarme otra
historia?
Se desplaza ligeramente sobre mí para mirarme a los ojos,
nuestras frentes se presionan y... trago saliva por el músculo rugoso
que cabalga sobre mi suavidad cuando se mueve. En lugares donde
nunca he experimentado el cuerpo de un hombre de una forma tan
íntima. Sus caderas son grandes y gruesas, me abren las piernas de
forma inapropiada, su pecho me aplasta los senos, pero no de forma
desagradable. No, ese derretimiento líquido vuelve a producirse entre
mis piernas y me enrojece la piel, me hace sentir hinchada y dolorida
en lugares extraños.
—Una historia. — repite, su aliento caliente en mi boca, lo
suficiente para humedecerme los labios. — ¿Has oído el del
guardaespaldas de la princesa?
—No. — susurro, atrapada en su mirada. —Cuéntamelo.
Su pecho empieza a moverse más rápido, ambos inhalamos un
suspiro cuando nuestros labios se rozan una, dos veces. —Llegó a
palacio empeñado en odiar a la princesa, pero no pudo hacerlo. Es
demasiado dulce. Y a él ni siquiera le gustan las cosas dulces, pero...
— Sus labios giran sobre los míos ahora. No es un beso. Un
retorcimiento. —Se pregunta por todos los lugares en los que ella es
dulce.
Jadeo ante su atrevimiento, pero no hago nada para detenerlo o
reprenderlo.
No puedo. Me gusta demasiado.

Sotelo, gracias K. Cross


A mi madre le daría un ataque si pudiera verme extendida para
mi guardaespaldas en el asiento del todoterreno, sus caderas
apretadas entre mis muslos, nuestras bocas enredadas en las
primeras fases de un beso... y ahora la mano de Conrad se arrastra
por el valle de mi costado para agarrarme la rodilla, subirla
lentamente, permitiendo que la parte inferior de su cuerpo se haga
más pesada, arrancándome un gemido. Pero gimo por un motivo
totalmente distinto cuando su pulgar roza ligeramente mi marca. No
interrumpe nuestro intenso contacto visual mientras rodea la dolorosa
marca.
— ¿Quién demonios te ha hecho esto, Greta?
—Ya sabes quién.
—Quiero nombres. Quiero ubicaciones. — Me mira a los ojos y
me sorprende la rabia que veo en los suyos, aunque está atenuada
por... ¿afecto? ¿Por mí? — ¿Qué pasó, nena?
La presión que está ejerciendo en la unión de mis muslos,
combinada con ese susurro de nena, me está haciendo sentir rara.
¿Pesada e incómoda... de una forma agradable? ¿Tiene eso algún
sentido? —Hace aproximadamente un año, viajé al norte para una
cumbre. Los rebeldes estaban listos para negociar un armisticio. O eso
decían. Mi madre pensó que era hora de que representara al palacio,
pero... la decepcioné. No reconocí lo suficientemente pronto que
habíamos sido engañados. Era una trampa. Interceptaron nuestro
convoy cuando cruzábamos la frontera. — Respiro con dificultad, con
su boca justo encima de la mía. Solo puedo concentrarme en sus ojos
vengativos. —Me retuvieron durante dos semanas, exigiendo a mi
madre que liberara a sus prisioneros. No podía. No sin poner en peligro
a nuestras tropas. No de inmediato. Y...
—Te lastimaron.
Asiento.
—Lo suficiente como para que duermas en un armario con una
puta daga. — Su voz es angustiada, su cara cae en el pliegue de mi
cuello, frotándose ahí. —Y fui horrible contigo. Soy la peor clase de
cabrón. Uno que juzga sin tener los hechos.

Sotelo, gracias K. Cross


Mis dedos se enredan en su pelo, acariciando, arrasando su
cuero cabelludo con mis uñas. —Está bien. Los detalles no se hicieron
públicos. No tendrías forma de saber...
—No está bien. — gruñe, haciendo rodar su frente fruncida
contra la mía. — ¿Te violaron, princesa?
—No. No.
Emite un sonido que no puedo describir. Es un exceso de
frustración y un aguacero de alivio, todo al mismo tiempo. —No
descansaré hasta haber escupido en sus tumbas. — Su boca recorre
la mía, pero no es un beso. Es un toque tranquilizador. Son nuestros
labios conociéndose, incluso si su conocimiento solo puede ser breve.
Es consuelo y ninguno de los dos puede evitarlo, nuestras
respiraciones se aceleran, mis piernas se ponen ansiosas alrededor de
sus caderas. Y Dios, cuando esas caderas se mueven hacia arriba, a
la derecha, y siento que algo grueso, grande y rígido me aprieta contra
la costura de los pantalones, grito entre dientes. —No descansaré
hasta que las pesadillas desaparezcan de tu cabeza.
—Ese no es su trabajo, comandante. — le aseguro, jadeando
cuando vuelve a moverse, y la fricción dispara la estática hasta los
dedos de mis pies. —Tu obligación conmigo se cumplirá pronto. Hoy
mismo. Te lo prometo.
Sus ojos se entrecierran. —Me voy a arrepentir de toda esa
charla sobre obligaciones, ¿verdad?
¿Qué quiere decir? ¿Por qué iba a arrepentirse de ser sincero?
—Pronto te liberaré de tu obligación conmigo, pero... — Arqueo
un poco la espalda, queriendo aprovechar al máximo el momento
antes de que llegue a su fin. No hay otra opción. Tenemos que parar.
—Mi vida no son más que obligaciones.
Me coge por la espalda, me levanta y me empuja contra su
entrepierna, su poderoso cuerpo se estremece sobre mí. —No tienes
que pensar en nada más que en esto ahora mismo. — gruñe.
—Si tuvieras que casarte con un príncipe dentro de un par de
semanas, ¿serías capaz de olvidarte de ello por un segundo? —le
pregunto, chillando cuando me pega con fuerza al asiento, con su cara
como una máscara de negación.

Sotelo, gracias K. Cross


— ¿Casada con...? — brama, la realidad de la situación vuelve a
él de golpe, recordando visiblemente lo que me espera. —Nada está
escrito en piedra. Podrías odiarlo fácilmente. Ya jodidamente lo odio.
—Si no es él —le digo— acabará siendo otro.
Me mira fijamente. — ¿Intentas matarme?
¿Por qué le molestaría mi inminente compromiso? Se marcha.
Es lo único que ha querido desde que llegó. —Me está confundiendo,
comandante. — susurro. —Ayer me odiaba, ahora parece casi enojado
porque voy a comprometerme pronto.
— ¿Casi? ¿Casi enojado, Greta?
— ¿Qué quieres de mí?— Exploto.
— ¿Ahora mismo?— De repente, su boca está pegada a la mía,
separando mis labios, su aliento húmedo y mentolado, la palma de su
mano manteniendo mi trasero en su lugar mientras él se mece en la
muesca de mis caderas y en la agitación de un beso. —Quiero saber
qué se siente al besar a una chica valiente que vivió un secuestro. La
tortura. Y que hoy ha abandonado el palacio porque es desinteresada
y quería hacer un bien a otra persona. Quiero saber lo que se siente
al besar a la chica más hermosa que jamás he visto. ¿Te parece bien?
Me humedezco los labios, vencida, con lágrimas nadando en mis
ojos por el elogio. La forma en que se ha fijado en mí, ha tomado nota
de mis acciones, las ha apreciado. —Nunca he besado a nadie.
Gime entrecortadamente, inclinando la boca...
Llaman a la puerta del todoterreno. —Hemos llegado al rancho,
princesa. — llama el chófer a través de la ventanilla. —Esperaré la
orden del comandante antes de abrir la puerta.
El dolor físico representado en el rostro de Conrad casi me
alarma. Por la forma famélica en que me mira la boca, al principio creo
que va a besarme, a pesar de la interrupción o de que hayamos
llegado. En lugar de eso, suelta una maldición y se sienta, pasándose
las manos por la cara. Se toma unos instantes para serenarse.
—Quédate a mi lado todo el tiempo, Greta.

Sotelo, gracias K. Cross


—Lo haré. — digo, incorporándome aturdida, con el cuerpo aún
palpitante.
Mis pensamientos están tan dispersos por lo que acaba de
ocurrir -y por el cambio de actitud de Conrad hacia mí- que no he
tenido tiempo para los nervios. Sin embargo, aparecen ahora, cuando
miro por la ventana y veo el rancho que no visitaba desde hacía un
año, los establos con un aspecto diferente, caras nuevas que me miran
fijamente. Nuevo, diferente, aterrador.
Tantos lugares donde podrían esconderse los rebeldes.
—Nada se me escapa. — me dice al oído. —Nada.
Mi pulso se ralentiza antes de que pueda acelerarse.
Y me pregunto qué voy a hacer exactamente sin él cuando se
vaya.

Sotelo, gracias K. Cross


Capítulo 6
CONRAD

Si no lo supiera, pensaría que me está dando un puto infarto.


Me recuerda su intención de casarse con un príncipe mientras
estoy encima de ella, a segundos de besar su boca por primera vez...
Los celos hacen que mi sangre bombee a una velocidad que rivaliza
con la del sonido, junto con la necesidad de matar. No se me puede
culpar cuando su boca es una obra maestra de cerca. Una verdadera
obra maestra. Es lo más suave que he sentido nunca contra mis labios
y podría haberme tumbado sobre su cuerpo flexible, provocándola y
probándola durante horas. Días. Semanas.
Y es más que su boca.
Más que su cuerpo exquisito.
Su perseverancia, abnegación y honestidad han desatado algo
en mi pecho.
Estoy casi desorientado por la avalancha de emociones que
desata en mí.
Por primera vez en mucho tiempo, no sé qué hacer. Qué me
depara el futuro. Soy el soldado de mayor rango, pero no soy un
príncipe. Ni un miembro de la realeza. Por el momento, soy un
guardaespaldas glorificado, y eso está muy por debajo de princesa, por
el amor de Dios.

Ella es la futura reina.


Además de eso, he sido grosero con ella desde que la conocí.
Grosero es mi defecto. No sé cómo ser otra cosa que un imbécil. Aun
así, ella me hace querer... ¿intentar ser un poco más amable? ¿Ver si
puedo hacerla... sonreír? ¿Ser feliz?

¿Qué demonios estás intentando hacer? ¿Cortejar a una princesa?

Sotelo, gracias K. Cross


Pensar en ello, y en la posibilidad de fracasar, me hace sudar la
gota gorda.
— ¿Está bien, Comandante?— me pregunta Greta cuando la
levanto del todoterreno por la cintura y la acomodo frente a mí. —
Parecía disgustado.
—No estoy disgustado. — le digo.
—Oh. — Sus ojos se fijan en el sudor de mi pelo. — ¿Estás
seguro?
Es la primera vez que sale de palacio desde su secuestro y
tortura, y está preocupada por mí. — ¿Creías que sería capaz de estar
encima de ti tanto tiempo sin... reaccionar?
Parpadea inocentemente. — ¿Reaccionar?
La princesa es una maldita virgen.
Claro que lo es. Como si necesitara otra razón para sentirme
viciosamente protector con ella.
—No te preocupes por mí, Greta. — digo, forzando mi voz para
suavizarla, a pesar de la dolorosa polla en mis pantalones. A pesar de
la repentina conciencia de que me gusta mucho y ella no está
disponible para mí. — ¿Cómo estás?
—Un poco nerviosa.
— ¿Sí?
—Muy nerviosa.
—Bien, vamos a trabajar en eso. — Sin pensarlo, aliso estos
pequeños rizos en su sien, humilde por la forma en que se inclina en
mi toque. — ¿Qué haces normalmente en el rancho?
Respira profundamente y lo deja salir. —Bueno... Empezaría con
un paseo por el prado para ejercitar a mi caballo, luego lo cepillaría y
le daría de comer. A veces, después de eso, llevo un picnic al prado y
disfruto del sol.
—Un picnic. — repito, sin saber si alguna vez he dicho esa
palabra en voz alta.

Sotelo, gracias K. Cross


—Sí, un picnic. — Me mira a la boca, con las mejillas sonrojadas,
y luego aparta la mirada con la misma rapidez, como si se avergonzara
de haber resbalado. —Podrías venir conmigo, si quisieras.
Y ahí estoy yo, de repente ansioso por un picnic. —Supongo.
— ¿Supones?— El rápido enfriamiento de su expresión me dice
que ha sido un error. —No importa. — dice, sorbiendo por la nariz, y
luego pasa volando junto a mí en dirección al granero. Gracias a Dios
que soy rápido. Giro con ella sobre un talón, manteniéndola protegida
en el camino hacia la gran estructura roja y blanca, escaneando el
área inmediata, buscando destellos de luz solar en superficies
reflectantes en la distancia. Posibles francotiradores.
Cualquier cosa que pudiera ser una amenaza para mi princesa.
—Quiero hacer el picnic. — digo en voz baja.
—Eso no es lo que has dicho.
—Vamos, Greta. Un hombre tarda un minuto en acostumbrarse
a la idea de hacer algo fuera de su zona de confort. — Ya hemos
entrado en el establo y la protección me alivia un poco, pero no bajo
la guardia, mi mirada recorre las vigas, los establos individuales a
medida que pasamos, las yemas de los dedos en la parte baja de su
espalda, por si tengo que apartarla del peligro en cualquier momento.
— ¿Qué vamos a hacer en este picnic?
—Comer y charlar.
—Puedo hacerlo. — Me aclaro la garganta. —Me gustaría comer
y charlar contigo.
Se encoge de hombros con delicadeza. —Me lo pensaré.
No hay forma de sofocar el gruñido que me sube por la garganta.
—Lo vamos a pasar muy mal si te enojas cada vez que no digo lo
correcto. Suelo decir lo que me da la puta gana, Greta. En el espacio
de veinticuatro horas, has conseguido que quiera decir lo que te haga
feliz conmigo. ¿Sabes lo jodidamente aterrador que es eso?
A la entrada de uno de los puestos, se gira hacia mí con
expresión de asombro. —Molestarme contigo me ha hecho olvidar mis
miedos, comandante.

Sotelo, gracias K. Cross


—Genial. — digo secamente. — ¿Vamos a hacer este picnic o no?
Se encoge de hombros, lanzándome una mirada burlona de
camino a la caseta. —Supongo.
Cristo. Nunca he necesitado follar tanto en mi vida. Me excitan
los desvíos bruscos de nuestra conversación. Me llama la atención
cuando no le doy la respuesta que se merece. Añade su espina dorsal
a su creciente lista de cualidades. Deseo a esta mujer como nunca he
deseado nada. Ni siquiera mi propia libertad.
Al entrar en la puerta del establo, la veo arrullar a un caballo
gris con manchas blancas en los flancos y me quedo casi tan absorto
por su voz y su delicadeza con la criatura que no me fijo en el hombre
que se acerca al establo, pero me giro para mirarlo, con la mano en la
pistola, cuando aparece a mi derecha.
— ¿Quién es usted? —ladro.
—Soy Huck. — dice, con pasos más lentos, probablemente por
miedo. De mí. Me alegro. —Entreno a los caballos.
—Hola, Huck. — dice la princesa, antes de mirarme. —Lo
conozco desde hace años. No te preocupes, no es una amenaza.
Un gruñido retumba en mi garganta cuando el joven pasa a mi
lado, quitándose el sombrero en cuanto ve a Greta. —Princesa. —
Ahora hace un barrido. —Ha pasado demasiado tiempo. Ghost te ha
echado mucho de menos, al igual que yo.
—También te he echado de menos. — dice ella alegremente,
adelantándose para besarle la mejilla.
Con el sombrero entre las manos, la cara de Huck se vuelve del
color de un tomate.
Moriría por ella. No hay duda.
He visto más que suficiente.
—La princesa empezará su cabalgata ahora. — digo,
moviéndome entre ellos, mirando a Huck a los ojos cuando digo: —
Ella y yo iremos de picnic después.

Chúpate esa.

Sotelo, gracias K. Cross


Si no me equivoco, Greta intenta no reírse mientras la acompaño
al prado, viéndola montar al caballo y darle un masaje en el cuello,
antes de ponerse a galope tendido alrededor del perímetro del recinto.
Hago todo lo posible por no perder de vista lo que la rodea, pero me
distrae rápidamente la forma en que su cuerpo se mueve sobre el
caballo.
Sus caderas se mueven hacia delante, su trasero se levanta de
la silla a un ritmo que hace que mi camisa se pegue a mi cuerpo en su
tercera vuelta al prado. No sé qué me pone la polla más dura, si el
hecho de que monte a caballo de la misma forma que montaría a un
hombre, con pequeños y apretados saltos, o la forma en que se le
mueven las tetas por dentro de la blusa. Es casi inapropiado.
Y no soy el único que se da cuenta.
Huck la mira desde la entrada del granero, respirando
demasiado rápido para mi gusto. Algunos miembros del equipo de
seguridad están en la misma situación que yo, intentando
concentrarse en su trabajo, pero les resulta imposible cuando hay una
joven belleza imitando un polvo vigoroso a menos de veinte metros de
distancia, sus caderas bombeando y bombeando, su pelo suelto de la
trenza, mechones llevados por el viento alrededor de su cara sonrojada
y agotada, su disfrute claro.
Es todo lo que puedo hacer para no apretar mi polla tiesa contra
el poste de madera frente a mí y permitirle un poco de fricción.
Maldita sea. Es magnífica.
Y ahora cabalga más deprisa, con las caderas agitándose y el
culo subiendo y bajando sobre la silla.
Alguien gime cerca, sin embargo, y mi ira, mi posesividad rompe
mi trance. Recuerden mis palabras, esta es la última vez que cabalga
con otros hombres presentes.
—Hora del picnic. — grito.

Sotelo, gracias K. Cross


Capítulo 7
GRETA

Ese fue una montada rápida.


Para ser sincera, agradezco que Conrad lo acortara, porque
aunque me sentí muy bien estando así al aire libre, empecé a sentirme
cada vez menos segura sin él a mi lado.

No te acostumbres a él. Hoy se marcha.


Intento que no se me note la decepción en la cara, veo cómo
Conrad acepta la cesta de picnic del chófer y nos ponemos en marcha,
con su calor pegado a mi espalda... y una vez más, como por arte de
magia, el pánico a estar en el mundo exterior se disuelve.
Él es el truco. Es el remedio.
O tal vez hay algo en la forma en que es duro conmigo que me
hace pensar que soy dura y que puedo manejar cosas difíciles, como
el miedo. O los malos sueños. No estoy segura de qué magia esgrime,
pero es eficaz y no confío en mi capacidad para recrear la confianza
que me transmite una vez que haya abandonado el empleo de palacio.
Seguimos adelante por una suave colina que desciende hacia un
grupo de árboles y nos aleja de la vista de los que se han quedado en
el rancho. Miro a Conrad e intento no reírme, pero el comandante no
podría parecer menos adecuado para llevar una cesta de picnic con
volantes aunque lo intentara.
— ¿Qué? — gruñe.
—Nada. Parece que le has robado la comida a alguien.
—Hace dos días, eso habría sido más probable que yo yendo de
picnic. — Continúa su cauteloso escaneo de nuestro entorno. —
¿Dónde quieres hacer esto?
¿Por qué he estado luchando contra una sonrisa alrededor de
este hombre todo el día? Sigue siendo tan malo, pero ahora parece

Sotelo, gracias K. Cross


extrañamente inclinado a complacerme. No lo entiendo en absoluto.
¿Por qué iba a preocuparse por nuestra relación cuando voy a
despedirme de él en cuestión de horas? —Hay un pequeño estanque
por aquí. — respondo, empezando a avanzar, aunque reduzco la
velocidad y permanezco a su alcance en cuanto oigo su gruñido.
¿Desde cuándo ese gruñido es tan reconfortante?
—No me gusta Huck. — anuncia de la nada.
— ¿Por qué no? —exclamo. —Nunca ha sido más que dulce
conmigo.
—Seguro que sí. — Miro por encima del hombro y veo que el
comandante me mira con el ceño fruncido. — ¿Quieres un hombre
dulce?
Trago saliva y vuelvo a mirar al frente. —En realidad no importa
lo que yo quiera, ¿verdad? Para mí es más importante hacer un buen
partido que tener lo que quiero.
—Sin embargo, si te dieran a elegir, te casarías por amor.
—Nunca me he permitido considerar un matrimonio por amor.
No tiene mucho sentido ilusionarme con algo tan improbable. — Me
detengo en el lugar que había previsto para el picnic y cojo la manta
de debajo del brazo de Conrad, la despliego y la extiendo sobre la suave
y verde tierra. — ¿Cuáles son las probabilidades de que mi alma
gemela sea un príncipe? Asombrosamente bajas. — Me encojo de
hombros. —Aunque supongo que nunca se sabe. Quizá sea amor a
primera vista.
¿Por qué el comandante parece querer arrojar la cesta de picnic
como si fuera una bala a los árboles circundantes? —No lo será. —
suelta.
— ¿Por qué no?
—Porque lo digo yo.
—Ohhh. — resoplo, tomando asiento en la manta. —De acuerdo,
entonces.
Continúa mirándome con el ceño fruncido durante casi cinco
segundos, antes de señalar con la barbilla el lugar a mi lado. — ¿Qué

Sotelo, gracias K. Cross


se supone que tengo que hacer aquí? ¿Sentarme en cuclillas como si
estuviera en el jardín de infancia?
—Sí. O puedes tumbarte de lado. Así. — Hago una demostración,
me tumbo y me pongo sobre el lado derecho, metiendo las manos
apiladas bajo la mejilla.
Conrad emite un sonido ahogado, deja la cesta en el suelo y baja
hasta el suelo, mientras su mirada recorre mi cadera y mi muslo.
Cuando sus ojos vuelven a posarse en mi cara, se estira sobre su lado
izquierdo, frente a mí, con la cabeza apoyada en un puño. — ¿Qué tal
así?
—Lo está haciendo de maravilla, comandante.
Tararea, estudiándome atentamente. —Digamos que acabas
congeniando con este príncipe. — Su tono no puede ser más agrio. —
¿Y entonces qué?
—Entonces nos casamos, y me pongo a aprender a ser una
esposa. — Jugueteo con una cuerda suelta de la manta. —Sé muy
poco sobre ese papel. Ni siquiera he visto a mi madre ser esposa, ya
que mi padre murió joven.
— ¿Te asusta la idea de ser esposa?
—Ciertas cosas.
— ¿Por ejemplo?
Me muerdo el labio un momento. —Es una razón tan tonta para
estar nerviosa, pero imagínate tener que comprar regalos para alguien
cada San Valentín, cada cumpleaños y cada Navidad. Son tres regalos
al año. ¿Cómo se le ocurren a uno las ideas?
—Para eso se inventaron las tarjetas regalo.
—Eso no es muy romántico. — digo arrugando la nariz.
—Tomo nota. — murmura en voz baja. — ¿Qué más te asusta de
ser esposa?
—Bueno... — Me doy por aludida. —Lo obvio. La noche de bodas.
La intimidad.
—Nunca has intimado con un hombre. — afirma.

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—No hacía falta que lo dijeras con tanta rotundidad.
Conrad me dirige una mirada ecuánime. —En el coche, cuando
te dije que no podía tumbarme sobre ti sin reaccionar, no tenías ni
idea de lo que quería decir.

No mires su pene.
Demasiado tarde. Lo miré directamente.
—Eso me delató, ¿verdad?— Pregunto, sonando más que un
poco sin aliento.
—Me temo que sí. —Parece juzgar la distancia que nos separa y
considerarla excesiva; su cuerpo se acerca al mío unos treinta
centímetros sobre la manta, las partes delanteras de nuestros cuerpos
casi se tocan, y mi sexo se contrae en respuesta. —Tampoco podrías
tumbarte encima de mí sin reaccionar, princesa.
Mi piel se calienta al tacto. —La reacción de una mujer es mucho
menos evidente. — digo, bajando la voz como si estuviéramos
compartiendo secretos. — ¿Cómo sabes que estoy reaccionando?
—Lo sabría.
Cambio de tema. — ¿Cómo?— Susurro.
Manteniendo su mirada clavada en la mía, el comandante rueda
sobre su espalda, una gruesa máquina de hombre cubierto por la luz
del sol moteado. —Es mejor enseñártelo. — Se acerca para hundir sus
dedos en mi pelo suelto y trenzado. —Practica como esposa conmigo,
Greta.
Una brisa cálida me envuelve, pero en lugar de refrescarme el
cuerpo, es como soplar sobre el fuego. Las llamas se avivan. Sé muy
bien que mi relación con el comandante es poco convencional. Lo ha
sido desde anoche, cuando dormí en sus brazos. Las indiscreciones
solo empezaron a acumularse cuando lo rodeé con mis piernas en la
parte trasera del todoterreno y sentí su hambre contra la costura de
mis pantalones de montar. Debería volver a trazar las líneas del
decoro... pero no quiero. No, me duele dejarlas borrosas.
— ¿Una esposa se tumbaría encima de su esposo?

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—Lo harías si fueras mi esposa. — dice, el tono de su voz se hace
más grave, esos largos dedos masajean mi cuero cabelludo con
firmeza. —O te tumbarías debajo de mí. Sin ropa. Y tampoco te
quedarías quieta, princesa. Te moverías. Me movería. — Su mano se
aparta de mi pelo, las yemas de los dedos bajan por mi brazo, dejando
la piel de gallina. Se detiene en mi cadera. Me aprieta. —Ven aquí,
nena.
No estoy segura de quién se mueve primero ni de cómo me muevo
yo, solo sé que me levanta contra su poderoso cuerpo, que exhalo un
escalofrío al sentir el contacto, que su mano derecha se engancha bajo
mi rodilla para subirla y pasarla por encima de su cadera, que mi cara
se entierra en su hombro mientras me deslizo a horcajadas sobre mi
guardaespaldas, que extiende las palmas de sus manos por la parte
exterior de mis muslos. Arriba y abajo, arriba y abajo, mientras intento
no gemir por el poderío de su cuerpo, por lo perfectamente construido
que está de músculos y carne.
— ¿Qué haría ahora una esposa?— Susurro, levantando la
cabeza para descubrir que sus pupilas se han dilatado, su cara
dibujada como si se esforzara. Tenso.
Y su cara no es la única parte de él que está tensa.
Su cremallera podría reventar por la carga de lo que hay detrás.
Esa cresta me aprieta tan firmemente el montículo, provocando
que mi carne se abra, mojándola entre al menos cuatro capas de ropa.
Dios mío, quiero moverme. Frotar. Un instinto extraño del que no sé
nada, pero que me parece tan correcto. Tan inevitable.
—Si fueras mi esposa, rasgaría esos ajustados pantalones de
montar por la mitad y te obligaría a montarme como acabas de hacer
con ese caballo. — Su cabeza se hunde en la tierra, sus enormes
manos se posan en mi trasero y lo agarran con fuerza. —Joder. Voy a
pedirte que lo hagas, de todos modos.
— ¿Montarte como a un caballo?— Jadeo.
—Sí, Greta. — Insta a mis caderas a golpear, a rodar. —Igual que
hiciste en el prado.
Me alivia que esta petición sea algo que entiendo. Algo que sé
hacer. Lo domino. Es cierto que me pide que monte a galope a un

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hombre, no a un caballo, pero si mi técnica de equitación le dará
placer, no quiero otra cosa que emplearla.
Sentada con impaciencia, planto las manos en sus hombros,
como si fueran riendas, y empiezo a botar, mi sexo aplaudiendo
suavemente ese bulto creciente, mis rodillas empujándome hacia
arriba en una elevación y corcoveando hacia delante, de nuevo hacia
abajo, presionando, de nuevo hacia arriba, las caderas metiéndose
hacia delante.
—No pares. — gruñe, levantando sus manos inestables para
desabrocharme la blusa hasta el ombligo, tirando de mi sujetador
blanco para que apenas me cubra los pechos, dejándome los pechos
agitándose a la luz del sol, mi respiración entrecortada al compás de
los gemidos del comandante, su longitud haciéndose imposiblemente
más gruesa debajo de mí con cada galope de la parte inferior de mi
cuerpo, su pecho levantándose, cayendo, más rápido, más rápido.
—Buena chica. Joder, eres una princesita tan buena, ¿verdad?
— Me aprieta las nalgas, presionando hacia abajo, haciendo frotar la
unión de mis muslos sobre sus distendidos centímetros, una nueva
sensación de hormigueo se apodera de mí, haciéndome jadear. —Sigue
cabalgándome como ese caballo, pero esta vez no levantes las caderas.
Mantenlas bajas y hazme trabajar duro con ese coño virgen... nena,
oh nena, eso es, así. Como cabalgando. Eso es lo que necesito. Más
rápido ahora. Ese cuerpo ya sabía follar, solo necesitaba estar encima
de un hombre.
Estoy empapada hasta la costura de los pantalones y no sé
cuánta humedad se considera demasiada, demasiado para ser
educada, pero empieza a importarme cada vez menos, porque ahora
que estoy abajo y frotándome, como he querido desde el principio, hay
un punto maravilloso que me arranca un gemido gutural. Froto y froto
y froto esa parte de mí contra el grosor de Conrad, las caderas giran y
se inclinan hacia arriba y hacia atrás, los gemidos llenan el aire
primaveral del prado, una sensación desconocida que me atrapa por
todos lados, pero no me encierra. No tiene sentido, pero lo quiero, lo
quiero.
—Conrad. — me atraganto.

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—Vamos, nena. — aprieta, y sus manos se acercan a mi cara
para acariciarme los pómulos con los pulgares. Un toque suave,
aunque sus ojos son desorbitados. —Deja que tu cuerpo haga lo que
tiene que hacer.
— ¿Me va a doler?
—No. A mi Greta ya no le duele nada. — Los músculos de su
cuello están tan descarnados, tan tensos, que empieza a estremecerse.
—Por favor, nena, estás haciendo que me corra.
Estoy haciendo que se corra.
Le estoy dando placer a este hermoso y heroico soldado.
La emoción de eso, combinada con la aceleración entre mis
piernas, me hace arder, mi energía se dispara y necesito ir a algún
lugar. Necesitando, necesitando. Y no reconsidero mis impulsos,
simplemente caigo hacia delante y encuentro su boca con la mía,
besándolo como si fuera la primera y la última vez, sollozando entre
los sabores frenéticos de su boca, sus manos en mi pelo sujetándome
mientras él me devuelve el amor con su lengua, sus caderas
empujando contra mí como si estuviera a punto de morir, y un trueno
estalla a la vez, los dos gritamos, la humedad entra a borbotones en
mis bragas que sigo frotando contra él sin vergüenza, su miembro en
su punto más duro, palpitando, sacudiéndose, su cara una máscara
de placer mientras la semilla lo abandona y empapa su bragueta, algo
que nunca pensé ni en un millón de años que podría encontrar tan
sexy.
Tan satisfactorio.
Pero no tengo ni un momento para deleitarme con lo que ha
conseguido mi cuerpo, con lo que ha conseguido el del comandante,
porque me inmoviliza la espalda con el antebrazo izquierdo de Conrad
mientras su mano derecha me desabrocha los pantalones, con el
pecho agitado, agitado.
—Papi lo está lamiendo. — gruñe. —No intentes detenerme.
¿Papi?
Con esa palabra confusa y... extrañamente entrañable y
excitante flotando en el ambiente, no puedo hacer otra cosa que

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quedarme tumbada, jadeando, mientras me baja los pantalones y la
ropa interior hasta las rodillas y Conrad aprieta la cara contra una
carne que nunca he mostrado a nadie, gimiendo, tocándome con las
temblorosas yemas de los dedos, con los ojos desorbitados por la
sorpresa cuando se inclina y me lame con adoración. Me consume
toda hambrienta, ruidosamente, arrastrando su lengua por cada
pliegue, antes de pasar al interior de mis muslos, donde también estoy
mojada. Ahí también me lame.
Cuando aparentemente ha encontrado suficiente de lo que
buscaba, Conrad merodea por encima de mí, oscureciendo mi visión
del cielo azul, sus ojos irradian tanta intensidad, que dejo de respirar.
—He luchado en más batallas de las que puedo contar, pero nunca he
luchado por algo más digno de proteger con mi vida que tú, princesa.
—Gracias. — susurro, estremecida. De repente siento como si
quisiera romper a llorar. —Recordaré sus palabras mucho después de
que se haya ido, Comandante.
¿Por qué me mira como si estuviera loca?
—Vamos a comer, Greta. — dice, poniéndome las bragas y los
pantalones de montar en su lugar, no sin antes plantarme varios
besos en lugares donde nunca me habían besado. —Deberíamos
volver pronto al palacio. Tengo que hablar con la reina.
—Para hablar de tu liberación. — intento decir enérgicamente,
pero parezco un niño cuyo mejor amigo acaba de mudarse. —Lo
entiendo.
—No creo que lo entiendas.
— ¿No crees?
Me atrae hacia su regazo, me besa la coronilla y me da un
bocadillo. —Come.
Este es el día más raro de mi vida.

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Capítulo 8
CONRAD

Si ella piensa que me voy, no está prestando atención.


¿Cree que podría besar esa boca y no volver a besarla?
¿Cree que haría un picnic con cualquiera?
Quiero decir, fue inesperadamente agradable, almorzar rodeado
de naturaleza y todo eso, pero lo que lo hizo memorable... fue Greta.
Cada segundo que paso con ella es como si se hiciera historia en
tiempo real, cada sílaba que pronuncia, cada mirada que me dedica,
cada caricia, se graba a fuego en las páginas del libro que conforma
mi vida. Mi tejido.

Esta es mi mujer.
Si no estaba seguro antes, mi cuerpo me lo habría confirmado
cuando se subió encima de mí y la propiedad se hinchó y me golpeó
como un puño, mi sangre en un puto incendio en cuanto empezó a
moverse sobre mi polla, tímida al principio, luego con más y más
desenfreno hasta que se desató el infierno. Dentro de mí, entre
nosotros, por todas partes, sus caderas se movían como si hubieran
sido diseñadas por el diablo para volverme loco, mientras que el resto
de ella había sido diseñado por Dios.
Poco después de nuestro picnic, llegamos al palacio y mis
pensamientos apenas son coherentes. Todo lo que puedo pensar es en
cómo voy a tener su apretado y tierno coño esta noche, incluso si eso
significa ser ejecutado por un pelotón de fusilamiento después.
Encontraré la forma de penetrarla.
Me consumiré ahí.
La chica ni siquiera se inmutó cuando me llamé su papi y ni
siquiera sé de dónde vino ese sentimiento, solo que me vi obligado a
establecer quién quiero ser para Greta. Su consuelo, su amante, su

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protector, el único hombre importante en su vida. Su primer
pensamiento por la mañana, el último por la noche.
Y no tengo ni idea de cómo voy a conseguirlo.
Sujeto la puerta a Greta cuando entramos por la puerta lateral
del palacio, justo al lado de los amplios jardines. Me mira al pasar,
con la barbilla alta y una sonrisa valiente, pero hay nostalgia en sus
ojos, porque aún cree que sería lo bastante idiota como para
marcharme. Probablemente podría decirle ahora que haría falta un
acto de Dios para que me fuera de su lado, pero no me atrevo a
pronunciar esas palabras. Me siento bastante dramático con Greta, y
si muestra algún tipo de felicidad porque me quede, podría confesarle
en voz alta que me he enamorado de ella.
Estoy tratando de averiguar qué hacer con mis sentimientos
primero.
Nuestro mundo no está construido de forma que permita a una
princesa casarse con su guardaespaldas. ¿Y si su asociación conmigo
hace que la destierren? ¿O avergonzada públicamente? No sería capaz
de vivir conmigo mismo. Por ahora, todo lo que sé es que la muerte
sería un destino preferible a dejar atrás a Greta, así que me quedaré.
Y espero como el infierno que se presente una solución.
— ¿Oyes la música?— pregunta Greta, deteniéndose frente a mí.
Cierro los ojos y me inclino para respirar el aroma a agua de
rosas de su cabeza. ¿Qué ha dicho? ¿Música? Escucho... y sí, oigo los
débiles acordes de un violín. —Sí. ¿Hoy hay un concierto en palacio?
—No, creo que no. Al menos, no me han informado de ninguno.
— Me mira con sus ojos grandes y melancólicos. —Iré a investigar.
¿Quieres venir conmigo o...?
—Donde tú vas, yo voy, princesa.
Frunce el ceño. —Pero...
—Ve adelante. — Permanece confundida unos segundos más
antes de que caminemos hacia el gran salón, yo negando a su espalda.
Dos mil metros cuadrados y varias vueltas y revueltas más tarde,
caminamos codo con codo hacia el gran salón, Greta se lanza a mis
brazos cuando se oye una fuerte ovación que resuena en los techos.

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Hay al menos doscientas personas en la sala, todas y cada una de
ellas con una copa de champán en alto. — ¡Por Greta! — canta la reina
Ingrid, que se adelanta con un traje pantalón plateado. —Sabía que
podías hacerlo, querida. Estoy muy orgullosa.
Greta devuelve la mirada a su madre desde el interior del círculo
de mis brazos, aunque estoy tan ocupado buscando posibles
amenazas que apenas registro el intercambio de miradas. — ¿Todo
esto es porque hoy he abandonado los terrenos del palacio?
— ¡Sí! Y me han informado de que has ido a montar a caballo y
has tomado un buen almuerzo al sol. Estás curada, Greta. ¿No es
maravilloso?
Cuando la princesa abre la boca para hablar, parece dispuesta
a negar que esté curada del todo, pero me mira bruscamente y cierra
la boca. —Sí. Sí, estoy completamente curada y no debería tener
problemas para viajar la semana que viene, madre. — Con un trago
audible, se desenreda de mi abrazo, y mi temperatura corporal baja
drásticamente en cuanto dejamos de tocarnos. —El Comandante
Larsen ha sido de gran servicio, pero debe ser libre de irse. Sin demora.
La reina Ingrid me estudia. —Sí, por supuesto. — murmura. —
Gracias por su...
— ¿Podríamos hablar a solas, su alteza?— Interrumpo, su
despido hace que el pánico invada mi pecho. No me aleje de ella.
—Sí, por supuesto, comandante. — La reina acepta otra copa de
champán de una bandeja que pasa. —Danos un momento, Greta.
—Quédese donde pueda verla, Princesa.
— Oh, um. De acuerdo. — Tan pronto como Greta se aleja de
nuestro círculo es absorbida por otro, un grupo de hombres y mujeres
que claramente llevan un rato de juerga, sus risas sonoras, su
proximidad a la princesa demasiado atrevida para mi gusto.
—Haré esto rápido. — digo, desesperado por volver a mi puesto
al lado de la princesa. —Reina Ingrid, continuaré mi servicio a la
princesa. Más allá de hoy.

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— ¿Lo harás?— Se echa ligeramente hacia atrás para
escrutarme. — ¿Le importaría explicar este inesperado cambio de
opinión?
Empiezo a hablar, pero me detengo en seco, porque estoy a
punto de mentirle a la reina. Estoy a punto de decirle que creo que
Greta necesita más tiempo para ampliar sus límites antes de estar
lista para viajar. Pero no quiero que Greta parezca menos valiente y,
además, no me quedo por eso. Me quedo porque dudo de mi capacidad
para respirar sin Greta.
Los segundos pasan.
Me enorgullezco de ser un hombre honesto. ¿Le digo la verdad?
—Te has dado cuenta del honor que es servir a la corona en esta
capacidad, ¿es eso?— Ingrid se desliza suavemente, con una ceja
arqueada.
—Sí. — digo, aclarándome la garganta. No es mentira. Servir a
Greta es un honor. Uno que no reconocí como tal de inmediato, pero
ahora sí. Proteger a mi princesa, que ha sufrido semejante tortura a
manos de los rebeldes, es un privilegio sagrado. —Sí, me siento
honrado, Reina, y me gustaría permanecer como su guardia.
Indefinidamente.
El silencio pasa entre nosotros. Puedo ver los engranajes girando
detrás de sus ojos.
Tal vez mis sentimientos están escritos en mi cara.
Pero, para mi alivio, dice: —Muy bien. — Inclina la cabeza. — ¿Y
también viajarás con nosotros la semana que viene para conocer a su
posible nuevo esposo?
Mi garganta arde como si la hubieran rociado con gasolina y le
hubieran prendido fuego. —Sí, Reina. — digo con voz ronca. —Donde
ella vaya, iré yo.
—Qué cambio con respecto a la hostilidad de ayer. — reflexiona.
—Qué interesante...
Antes de que pueda decir nada más, uno de sus asistentes llega
corriendo y dice que uno de sus estrategas políticos necesita una

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audiencia. Aliviado por haber obtenido permiso para quedarme, suelto
un suspiro tembloroso y voy a buscar a la princesa.
Pero no está.
Greta se ha ido.

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Capítulo 9
GRETA

Subo las escaleras de la torre que da al mar y me quito las


lágrimas de los ojos. Vengo a la torre cuando necesito soledad,
normalmente para poder llorar en paz... y ahora siento que me va a
dar una. Se supone que las futuras reinas de todo un país no deben
llorar en público. Debería encarnar la confianza y la fuerza en todo
momento. Eso es lo que siempre me ha dicho mi madre.
Bueno, he sido lo suficientemente fuerte por un día. Salí de los
terrenos del palacio y conseguí despedirme de la única persona que
me ha hecho sentir segura. Es triste, la verdad, cómo reacciono,
cuando hace tan poco que lo conozco. Aun así, su tacto perdura en mi
piel y su voto ronda mi mente.

Nada me atraviesa.

Nada me atraviesa.
Llego a lo alto de la torre y me dejo caer pesadamente sobre el
jergón de cojines y mantas que me espera, mirando por la ventana de
piedra hacia el tumultuoso mar. Esta noche hay luna llena, lo que me
permite ver todas las olas y los cabos blancos. Las estrellas están
despejadas. Me subo las rodillas al pecho y las cuento, con la
esperanza de distraerme de la tristeza que se agolpa en mi pecho.
Mañana levantaré la barbilla y sabré que hice lo correcto ayudando al
comandante a marcharse cuanto antes, pero ¿esta noche? Lo único
que puedo hacer es llorar la pérdida de su presencia.
—Princesa. — gruñe el mismo hombre por el que estoy llorando,
con paso pesado mientras asciende por la escalera de caracol que lleva
al último piso de la torre. —Te dije que te quedaras donde pudiera
verte.
Mi corazón da aproximadamente cinco vuelcos. ¿Sigue aquí?
¿Me ha seguido? ¿Por qué? —Pero... yo...

Sotelo, gracias K. Cross


Sus botas se detienen en el borde de mi jergón y mi cuello se
estira completamente hacia atrás, para poder mantener mi mirada en
su rostro irritado. — ¿Cómo voy a protegerte si huyes cuando estoy de
espaldas?
—No lo entiendo. ¿Cómo puedes protegerme si no estás aquí?
—Me quedo, Princesa. — Aún estoy intentando procesar esa
afirmación cuando se arrodilla frente a mí y me toca la cara. —No voy
a dejarte. Quería asegurarme de que la reina estaba de acuerdo en que
te protegiera a tiempo completo antes de hacer ninguna promesa.
— ¿En serio?— susurro.
Para mí horror, una lágrima se escapa y salpica su pulgar. —No,
nena. No me digas que estás llorando porque me he ido. — Basta un
leve movimiento de cabeza para que el dolor se apodere de su rostro.
—No. — Me levanta la cara y me besa para quitarme la lágrima. —
Nada me atraviesa, Greta. Ni las balas, ni los actos de la naturaleza,
ni la metralla ni las cuchillas. — Hace una pausa y sus labios rozan
los míos de lado a lado. —Pero tú sí. Me has atravesado.
Me estremezco tras ese juramento, con el pulso latiéndome
fuerte y ruidosamente. — ¿Eso significa que ahora te gusto?
Sonríe. —Gustarme es una palabra suave para describir lo que
siento. — Me lleva la cara hacia delante, coloca su boca en ángulo
sobre la mía y me besa larga y lentamente, con su lengua lamiéndome
al ritmo de una respiración entrecortada que hace que los sonidos del
océano retrocedan, quedando en un segundo plano mientras mi
corazón bulle más deprisa, ahogándolo. —Estoy aquí para servirte en
todos los sentidos, princesa. — ronronea entre beso y beso, mientras
ambos empezamos a quedarnos sin aliento. —Si te tumbas en ese
cojín, te follaré con mi lengua hasta que mi marcha sea solo un
recuerdo lejano.
Gimo en su boca, mis manos recorren la musculatura de su
pecho, drogada por la habilidad de sus labios, el hambre que destila
su robusto cuerpo. Y sé que quiero más con él. Sé que su boca entre
mis piernas dará placer a mi cuerpo, pero mi alma quiere darlo todo.
Quiere ofrecerse por completo para su consumo. —Prefiero sentir
cómo te mueves dentro de mí, comandante. — le susurro, besándole

Sotelo, gracias K. Cross


la barbilla mientras le desabrocho los pantalones. —No quiero ser
virgen cuando salga el sol mañana.
Su gemido resuena en la habitación de piedra y su cuerpo
empuja el mío hacia el jergón. Caigo ahí, debajo de él, siendo besada
como si fuera la mujer más deseada del mundo, y lo soy para él. Me lo
dice con cada caricia hambrienta de su lengua, con la forma en que
me desabrocha la camisa como si la visión de mis pechos le concediera
la felicidad eterna. Y juro que ésa es exactamente su expresión cuando
me aparta la blusa y me desabrocha el cierre delantero del sujetador,
exponiendo mis pechos al aire templado del atardecer, exhalando
mientras los enmarca en sus manos, amasándolos. — ¿Qué hay de
tus planes de casarte, princesa? — pregunta en tono grueso, con algo
negro y peligroso reflejándose en su mirada. —Escucha con atención.
No follarás conmigo ahora y te casarás con otro hombre después. No
lo permitiré.
¿No ve que tampoco quiero eso? — ¿Cómo lo impedirás?
—Con la muerte. — El comandante se echa hacia delante, frota
su cara en el valle entre mis pechos, me chupa el pezón derecho y
luego el izquierdo. —No lo verá venir. Ni el siguiente. Ni el siguiente.
Su dibujo de mis pezones está haciendo que mi sexo palpite de
la forma más deliciosamente incómoda, su boca saboreándome como
si fuera un manjar, deleitándose y besando y chupando. — ¿Matarías
por mantenerme soltera?
Conrad ríe sombríamente, su boca abierta creando un camino
húmedo por mi garganta para devorarme la boca. —Pintaría las calles
de rojo con sangre para ser el único con la libertad de entrar y salir de
tu dormitorio. Para ser el único que bese tus lágrimas. O te abraza
durante una pesadilla. Que te cuida. — Mirándome a los ojos, me
desabrocha el pantalón de montar y baja la cremallera, metiendo la
mano y agarrando con fuerza mi sexo a través de las bragas,
haciéndome jadear. —Esto ya le pertenece a tu papi, ¿pero una vez
que haya estado dentro de el? Princesa, todos los hombres de este
reino y del más allá tienen un nuevo enemigo mortal. ¿Aún te ofreces
a abrir tus muslos para mí?
No entiendo por qué referirse a sí mismo como papi me hace
sentir aún más segura, más codiciada. Dulce y apreciada. Solo sé que

Sotelo, gracias K. Cross


no quiero que pare nunca. Que él desenterró y comprende una parte
de mí que ni siquiera sabía que estaba ahí. Nunca antes había estado
en el punto de mira de la posesividad de alguien, ¿y que sea este héroe
imbatible? Vibro de pies a cabeza en mi necesidad de ser poseída. Ser
suya y de nadie más.
—Sí. — susurro, pasando los dedos por su pelo y estampando
besos en su mandíbula, sus mejillas y su boca. —Quiero abrir mis
muslos para ti. Solo para ti.
Antes de que termine de hablar, sus manos temblorosas bajan
la cintura de mis pantalones y me los baja hasta las rodillas para que
pueda quitármelos del todo.
Gemimos al besarnos cuando mis piernas se abren de par en
par, sin nada más que las bragas como barrera a lo que él quiere. Lo
que yo quiero darle.
— ¿Crees que podría haberte dejado? —Conrad pregunta
mientras planta sus caderas entre mis muslos, su expresión dolida,
apasionada. —Me perdí en cuanto vi tu cara. De algún modo, supe
que en cuanto mirara, se acabaría. Y tenía razón.
—No. — susurro, enrollando mis piernas alrededor de sus
caderas. —Esto acaba de empezar.

CONRAD

Mi Dios. Es indescriptible. Voy a perder la compostura con solo


mirar su cuerpo suave y hermoso, abierto para mí, su raja mojando
sus finas bragas blancas, sus tetas descubiertas y excitadas, los
pezones húmedos y sonrojados por mi boca.
Le conté la historia, le advertí de la clase de hombre celoso al
que se estaba apuntando...
Y ella solo parecía crecer más ansiosa, más excitada.
Esta es una mujer que estaba preparado para odiar a primera
vista y se ha convertido en mi motivación, mi misión, mi obsesión de

Sotelo, gracias K. Cross


la noche a la mañana. Es una buena lección. Las mejores cosas de la
vida realmente llegan cuando menos las esperas. Y no hay nada que
se acerque a Greta ni a la forma en que me mira con tanta confianza,
ofreciéndome su inocencia, con los ojos todavía un poco enrojecidos
de tanto llorar por mí.
— ¿Estás tomando anticonceptivos, nena?— Le pregunto,
metiendo un dedo en el borde de sus bragas y tirando de ellas hacia
la izquierda, para poder ver la apetitosa hendidura de su coño, mi
polla dolorida ante la bendita visión de la carne húmeda de mi
princesa. — ¿O vamos a hacer un heredero esta noche?
—Tomo la píldora a petición de mi madre... aunque no pensé que
la necesitaría, así que puede que haya sido poco diligente. Aun así, no
debería quedar embarazada.
¿Quieres apostar?
—La mitad salvaje de mí desea que lo hagas. — Jesús, la palabra
“embarazada” en sus labios es suficiente para hacerme bajar una
mano a los pantalones para dar un apretado tirón a mi polla. No puedo
recordar otro momento en el que estuviera tan duro. Ni haber estado
tan a punto de correrme cuando ni siquiera había empezado a follar.
Quizá porque esto es mucho más que follar. O un medio para
liberarme.
Me va a robar el corazón y el alma mientras esté dentro de ella.
En lo que a mí respecta, eso es un intercambio equitativo por el
regalo de su virginidad.
— ¿Cuánto te gustan estas bragas, princesa?
—Tengo otras.
Se las arranco del cuerpo, porque no soporto que cierre los
muslos lo suficiente para quitárselas como es debido. Y ahí está su
coño húmedo y virgen ante mí, sus muslos nerviosos temblando a
ambos lados de mi cintura, pero permaneciendo obedientemente
abiertos, porque Dios mío, es una buena chica. —Es un honor
custodiar este cuerpo. — Me meto la polla en el puño y la saco,
frotando la sensible cabeza contra su clítoris. — Va a ser un honor aún
mayor hacerte correr.

Sotelo, gracias K. Cross


— ¿Co-como lo hiciste antes?
—Mejor. —Aprieto su entrada, besando su boca para acallar sus
gemidos. —Esta vez no hay nada entre nosotros. Sin ropa. Sin dudas
sobre lo que es esto. — Reafirmo las caderas y las taladro hacia delante
lentamente, inmovilizando sus muñecas por encima de la cabeza y
meciéndome profundamente, con los huevos tensos por la presión
cuando ella grita, mi beso captura el sonido todo lo posible, pero yo
también gimo. Gimo y trato de recuperar la normalidad porque ella
está muy apretada, su coño solo cabe en la mitad superior de mi polla,
pero maldita sea, es más que suficiente. El puto Santo Grial es lo que
tiene entre las piernas. Es el tipo de agarre húmedo que nunca podría
reproducir con mi mano, sus músculos ondulan rítmicamente, sus
caderas se levantan para llevarme más adentro, aunque no hay más
espacio, pero ella lucha por conseguirlo de todos modos.
—Eres muy grande. — susurra.
—Para. — le digo con dificultad.
— ¿Lo estoy haciendo bien?
—Sí. Dios, sí.
—Quiero más... — Su voz se queda en silencio. —Papi.
Oh, joder. Mis caderas se agitan por sí solas, mi columna
vertebral se retuerce en la base, me invade una urgencia nunca vista,
mis rodillas se clavan en el suelo de piedra de la habitación de la torre,
las caderas suben y bajan, su coño se aplasta, se aplasta, se aplasta
con cada bombeo de mis centímetros superiores en su cuerpo maduro
y enrojecido, la fuerza de mis impulsos rastrillándola arriba y abajo
del jergón, su expresión vidriosa de placer con cada nueva unión de
nuestras carnes, las tetas sacudiéndose como un festín para mis ojos.
Menos mal que estamos cerca del estruendo de las olas o me temo que
todo el reino me oiría penetrar repetidamente a la princesa con firmes
bofetadas, por no hablar de sus urgentes maullidos al oír mi nombre.
— ¿Puedes meter más si hago esto?
—He dicho que no hay más lugar, nena... — Me estremezco
acaloradamente cuando apoya los tobillos en mi hombro y hace,
milagro de los milagros, enterrar otros cinco centímetros de mí en su
coño. — ¡OH DIOS! ¡Oh, Dios! No te muevas.

Sotelo, gracias K. Cross


—Yo... — Sus ojos se abren de placer, sus paredes me aprietan
con tanta presión caliente, que tengo que dejar de bombear para
reunir mi control antes de soplar. —Me encanta ver cómo reaccionas
ante mí. — susurra, tensándose de nuevo, a propósito, haciéndome
apretar los dientes y sacudirme con una maldición. —Me encanta
cómo no puedes ocultar nada cuando abro mis muslos para ti. Ya sea
de espaldas, así, o montada sobre ti como un caballo...
Le tapo la boca con una mano para que no diga nada más,
porque mi muerte es inminente y estoy tan cachondo que voy a perder
de vista su placer. Y no puedo permitirlo, así que meto la mano entre
los dos y acaricio su resbaladizo botoncito, gruñendo al aire de la
noche cuando jadea y se acelera, su cuerpo acepta de algún modo
otros cinco centímetros de mí y entonces, hijo de puta, estoy
completamente sentado. Le estoy metiendo toda la polla y ella me mira
con asombro y alivio, al borde del placer.
—Hijo de puta, esta pequeña está dulce y madura. — digo,
arrastrando mi mano de su boca y agarrando su garganta, el triunfo
estallando en mi esternón cuando solloza como si hubiera estado
esperando una muestra más intensa de dominación. Aprieto cada vez
con más fuerza, observando cómo sus pupilas se dilatan y su coño se
vuelve cada vez más resbaladizo. —La pequeña quiere complacer a su
hombre, ¿verdad?
—Sí.
—No hay mayor placer en este mundo que tu cuerpo, nena. —
Ahora estoy perdido, clavándome en ella en el jergón, las olas
rompiendo en mis oídos, mis caderas yendo por todas. Tan cerca,
estoy tan cerca, y ella se vuelve cada vez más perfecta, volviéndome
loco con sus maullidos, sus músculos contraídos y su carne suave y
húmeda. —Toma tu placer del mío.
—Lo intento. — jadea. —Se siente tan bien. Yo... está justo ahí...
— ¿Qué necesitas para correrte?
—No lo sé. —Se humedece los labios. —Necesito más... papi.
La responsabilidad se apodera de mí y reacciono antes de
pensar. Con gran dificultad, salgo de su estrechez y le doy la vuelta,
volviendo a penetrarla por detrás con un bombeo salvaje, estirando la

Sotelo, gracias K. Cross


mano hacia delante para agarrarle la barbilla, manteniéndole la cara
firme mientras le hablo al oído, con mi polla entrando y saliendo de
ella desde atrás. Jesús, está aún más apretada por detrás y mi cabeza
está llena de estática, mis pelotas a punto de estallar cada vez que
golpean la parte inferior de su montículo. — ¿Te has puesto hoy esos
pantalones de montar para molestar a tu papi? ¿Eh? Me la has puesto
dura desde que salió el puto sol. — Le muerdo el cuello. —Mostrando
tu coño como si fuera un trofeo que a todo hombre le encantaría ganar.
Pero yo soy el único que sabrá que la princesa suplica de rodillas como
una campesina cuando papi se baja la cremallera.
Maldita sea. Eso ha funcionado.
Se tensa, su coño tirando y ondulando mientras sus lados se
hinchan dentro y fuera, gritos estrangulados llenando la pequeña
habitación circular. En cuanto alcanza su punto álgido, echo la cabeza
hacia atrás y dejo de contenerme, todo mi cuerpo se sacude y flexiona
con cada cuerda de semen que me saca, su coño me acaricia como un
puño mientras ella tiene espasmos, la propiedad de su carne ardiendo
en mi torrente sanguíneo. Mía, mía, mía, mía, mía, mía.
No tengo ni idea de cómo acabamos entrelazados en el jergón,
pero sé que la forma en que se acurruca en mí en busca de seguridad
y calor me da más sentido del que he tenido nunca en mi vida.
Más... amor. Sí, amor.
Estoy enamorado de Greta, Princesa de Leidenstein.
Y tengo que encontrar una manera de mantenerla.

Sotelo, gracias K. Cross


Capítulo 10
GRETA

Ya casi no recuerdo la vida antes de Conrad.


Estoy tumbada en la cama mirando al techo, con el cuerpo aún
ruborizado y ligeramente húmedo por el baño y el pelo recogido en un
nudo desordenado. Ni una puntada de ropa me protege de la vista del
comandante, que camina junto a la cama. Despacio. Ha decidido
vestirme esta mañana, pero se está tomando su tiempo para encontrar
un atuendo y, sinceramente, ahora el tiempo no significa nada, así
que ¿a quién le importa? Estoy envuelta en una niebla serpenteante
día tras día, cada centímetro de mí tan sensibilizado que apenas puedo
mantener una conversación porque solo pienso en la próxima vez que
estará dentro de mí.
Las pulsaciones de mi cuello, mis muñecas y mi pecho se agitan
locamente, mi pecho sube y baja con respiraciones ansiosas solo de
escuchar sus pasos. Van de un lado a otro de la cama, sus ojos agudos
y reverentes examinan mi carne. Y no siento ni una pizca de cohibición
o preocupación de que no le guste lo que ve, porque me elogia cada
momento que estamos solos. Me aprieta en los rincones oscuros del
palacio y gime en mi oído.

En cuanto acaben tus citas por hoy, voy a hundirme en ese pequeño coño de
princesa y a hacer sonar tus putos dientes, voy a cabalgarlo tan fuerte.

O...

Papi te quiere por detrás, nena. Mi paciencia está disminuyendo.

O...

Moriría por ti, princesa. Una y otra vez. Solo tienes que pedirlo.
Antes de que llegara el comandante, me sentía insegura y
temerosa de mi propia sombra, atormentada por los recuerdos del
incidente. Ahora, estoy demasiado agotada por nuestras actividades

Sotelo, gracias K. Cross


nocturnas para soñar. No me pone nerviosa entrar en una sala llena
de consejeros impacientes ni salir de los terrenos del palacio. Él es el
viento a mi espalda, la red de seguridad debajo de mí, las estrellas
arriba. Y yo soy todo eso para él. Mi corazón late con esa verdad, y
ahora mismo se está acelerando, porque Conrad está bajando un dedo
entre mis pechos, por encima de mi ombligo, y su mano se extiende
sobre mi cadera desnuda.
—Hoy irás de azul. — me dice. —Esa blusa de seda azul oscuro,
metida dentro de una falda. Y un par de medias negras que casi te
lleguen al coño. Las bragas más finas que tengas, para que pueda
meter la mano bajo tu falda entre reunión y reunión y sentirte
ronronear en mi mano.
—Sí, papi.
La yema de su dedo pasa como un fantasma por el montículo
entre mis piernas, haciendo que mi estómago se hinche, se expanda y
se ahueque de nuevo. — ¿Te he dicho que cada parte de ti es perfecta?
Asiento, trago saliva, las lágrimas se me derriten en los ojos y la
humedad se acumula entre mis piernas. Es como si controlara todo
mi cuerpo, hasta mi sistema nervioso; mis conductos lagrimales, mis
órganos sexuales y mi torrente sanguíneo le pertenecen para que los
dirija a su antojo, latiendo su nombre, palpitando con abandono. —
Sí, me lo has dicho. — susurro.
—Te lo voy a repetir, princesa. — dice bruscamente,
humedeciéndose la boca mientras me observa, recorriendo con la
mirada mis muslos, mi coño y mis pechos. —Porque estoy abrumado
por tu belleza. Por tu tacto. Y si voy a mantenerme en este estado de
admiración todo el maldito día, te vas a enterar. Empecemos con tus
lindos deditos de los pies y vayamos subiendo.
—De acuerdo.
—De acuerdo, dices, tan despreocupadamente... — Coge mi pie
derecho desnudo y se lo lleva a la boca, sus ojos se cierran en un
estremecimiento mientras besa mi arco, luego mis dedos, uno por uno.
—Pintados tan inocentemente de rosa, pero se clavan en mi culo con
tal salvajismo cuando te follan de espaldas, ¿verdad?

Sotelo, gracias K. Cross


Me muerde dos de los dedos más pequeños y gimo. —No tenía ni
idea. No puedo... no puedo pensar...
— ¿Cuándo prácticamente te estoy asaltando con la erección que
me has dado todo el día?
—S-sí.
—Pasando a estas piernas. — Respira hondo varias veces y se
quita unas gotas de sudor del labio superior. —Las cruzas tan
recatadamente mientras realizas tus tareas de palacio. Cualquiera
diría que ni siquiera sabes abrirlas para un hombre. — Me pone una
mano posesiva en la rodilla y me abre el muslo, dejando al descubierto
mi carne más íntima, que estoy segura de que está perversamente
húmeda. —Pero yo sé la verdad. Los abres como una buena chica
cuando llega la hora de comer.
Mis caderas se levantan involuntariamente al oír esas palabras,
y un sollozo sale de mi garganta.
Es verdad.
He descubierto que su boca es lo más parecido al paraíso
terrenal.
No tengo vergüenza de pedirle su lengua. Esa forma áspera en
que crea fricción contra mi clítoris mientras su largo dedo corazón
entra y sale de mí. Dios mío, es divino.
—Mira qué jugos más bonitos. — retumba, agarrándome la otra
rodilla y manteniéndola abierta. —Se supone que tengo que vestirte,
princesita, pero no puedes dejar de ponerme la polla dura, ¿verdad?
—No. — murmuro entrecortadamente. —No cuando me hablas
así.
—Lo siento, nena, podría hablar de tu coño todo el puto día. —
Me aprieta más las rodillas, sus pupilas cubren sus iris mientras me
observa. —Explícame cómo se vuelve más pequeño cada vez que me
lo follo, Greta. Quizá te hinchas porque no puedo resistirme lo
suficiente para darte un respiro. O tal vez me pongo más duro y más
grueso cada vez que me ofrecen tu bonito y real coño, porque salgo
más obsesionado cada. Vez. Pero por Dios, nena, es como follarse a una
virgen tres veces al día. Me estás matando con esa cosita apretadita.

Sotelo, gracias K. Cross


Ahora me retuerzo entre las sábanas, una fina capa de sudor
cubre mi piel recién lavada, mis pechos suben y bajan, una necesidad
insaciable recorre la parte inferior de mi cuerpo de una forma que sé
que es visible para él. Lo ve todo.
—Ahora nos ocuparemos de tus tetas. — gruñe el comandante.
—Cómo hacen pucheros y se mueven cada vez que caminas. Cómo
rebotan cada vez que montas a caballo. ¿Sabes por qué ahora hago
que tu equipo de seguridad te dé la espalda mientras cabalgas? Porque
todos están pensando en turnarse contigo en el campo. — Se inclina
sin previo aviso y lame con su lengua el pico rígido de mi pezón
izquierdo, haciéndome gritar, con mis terminaciones nerviosas en la
más alta de las alertas. —Estaba a punto de amotinarme, y todo por
culpa de estas tetas apenas legales. Joder, me encantan. Estoy
encaprichado con ellas, pero solo rebotan para tu papi, pequeña, ¿lo
entiendes?
—Sí. — gimo, tratando de alcanzar a Conrad, solo para que me
sujete las muñecas a ambos lados de la cabeza. —Por favor. Por favor,
por favor. No aguanto más.
—Ni siquiera he empezado con tus caderas. Cómo se mueven y
me vuelven loco. O tu culo respingón que se desliza justo en mi regazo,
como si estuviera hecho para caber. — Su voz baja a una ronca
inestabilidad. —Y Dios mío, tu cara. Ni siquiera tengo palabras para
describirla. El infierno es un lugar donde no puedo imaginar tus ojos.
O tu boca. Ese sería el máximo castigo. E hijo de puta, el infierno es
lo que merezco por lo que estoy a punto de hacer. — Se mete entre
nuestros cuerpos y se baja la cremallera, se levanta sobre las rodillas
y se coloca de rodillas sobre mi cabeza, con su larga y pesada polla en
un puño. —Culpa a tu suculenta puta boca de que vayas a llegar tarde
esta mañana. Necesito meter mi polla dentro de ella, nena. — Gime
entrecortadamente, golpeándose con apretadas caricias. —Tú hiciste
esto. Me has hecho adicto.
—Lo siento. — susurro, con la expresión más contrita posible,
mis dedos jugando con mis pezones tiesos y haciéndolo jadear. —Será
mejor que me la metas y me des una lección.
Con un gruñido animal, hace exactamente eso, plantándose
entre mis labios y bombeando lentamente hacia delante, abriéndome
la boca, salpicándome el fondo de la garganta, con un placer tan

Sotelo, gracias K. Cross


inmenso que sus piernas se agitan, haciendo temblar la cama, y
después de solo una semana juntos, ya sé por experiencia que el
comandante está al límite ahora mismo y que se correrá rápido,
probablemente maldiciendo y alabando mi existencia en el mismo
aliento. Y ahora acelera hacia su clímax, ahogándose en su propia
respiración, sus caderas empujando irregularmente, su grosor
entrando y saliendo de mi boca, sus gruñidos resonando en las
paredes, sus pelotas golpeando contra la parte inferior de mi barbilla.

—Princesa. Princesa. Princesa. — jadea. —Quiero tres dedos en tu


coño cuando termine. Mételos, ahora. Bombea como yo bombeo en tu
garganta.
Ansiosamente, hago lo que me dice, apenas caben tres dedos,
jadeando mientras la sensibilidad que él ha creado aumenta, junto
con el placer de darle a mi papi lo que necesita, y mis músculos se
endurecen al mismo tiempo que el gran cuerpo del comandante, la
liberación me recorre mientras la cálida esencia masculina revienta la
parte trasera de mi garganta, sus muslos gigantes y peludos
flexionándose contra mis mejillas me aprietan, su polla me penetra
una última vez, sus explosiones disminuyen, disminuyen, junto con
su tensión, junto con los roncos gritos de mi nombre, hasta que
finalmente Conrad cae sobre el colchón a mi lado, respirando
increíblemente fuerte, pero aun así consigue acercarse y estrecharme
contra su pecho, su boca susurra sobre mis sienes y mejillas,
alabándome, y yo me deleito en ello.
Me deleito en él. Nuestra conexión.
Mi amor.
Me aferro a él, jurando que nunca lo soltaré.
Ni dejar que nadie me lo arrebate...

Sotelo, gracias K. Cross


Capítulo 11
CONRAD

Tengo que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para


permanecer impasible mientras observo a Greta bailar el vals al otro
lado de la habitación. Es la hora de su clase de baile, y el ritmo al que
late mi corazón no puede ser seguro. Estoy jodidamente obsesionado.
Lleva un vestido de baile de verdad y tacones para aprender los pasos
vestida con la pesada tela, el pelo recogido en una corona de rizos en
lo alto de la cabeza. No sé qué hacer cuando está tan hermosa. El
problema es que está así de hermosa todo el maldito tiempo.
Por la mañana.
Al mediodía.
Por la noche.
Mis glándulas sudoríparas trabajan horas extras, mi piel está
incómodamente tensa mientras la princesa se deja llevar por la
instructora, con movimientos gráciles y delicados. La luz de la tarde
entra a raudales por las ventanas de la habitación y bruñe la coronilla
de su cabeza como un halo. Tiene la barbilla levantada, orgullosa, los
hombros a la vista, como le gusta tenerlos últimamente. Si su
instructora se dio cuenta de las marcas de amor que dejó mi boca, no
dijo nada al respecto. O tal vez las atribuyó a un sarpullido.
También estoy sufriendo un sarpullido, me veo obligado a tirar
del cuello de la camisa para que el aire me refresque el cuello... y
entonces Greta me sonríe, y nada menos que saltar a un lago helado
podría bajar mi temperatura. Dios, es extraordinaria en todo lo que
hace. Montar, bailar, disparar. Cuidando de los animales en sus
santuarios, que hemos estado visitando cada vez más ahora que se
siente cómoda saliendo de los terrenos del palacio.
Por si fuera poco, folla como un cuento de hadas cachondo.
Puede que yo esté al mando entre las sábanas, o dondequiera
que me encuentre diez minutos a solas con ella, pero estoy

Sotelo, gracias K. Cross


irrevocablemente envuelto en su dedo meñique. Cada vez que
intimamos, se mete más en mi papel de pequeña. Anoche, se sentó en
mi regazo en camisón y me pidió tímidamente que le enseñara a besar,
con su lengua burlona y vacilante, y sus caderas empezaron a
balancearse poco a poco en mi regazo. Nos besamos durante horas,
Greta jadeaba y se ruborizaba cada vez que intentaba levantarle el
dobladillo del camisón por encima de las rodillas, y me decía que
sentía algo raro en el coño, pero que era demasiado buena chica para
dejarme verlo.
Cuando dejó de jugar, lo único que pude hacer fue sacarme la
polla y correrme sobre el inocente algodón blanco, gruñendo como un
toro en celo. Sin embargo, esta mañana compensó sus burlas
dejándome que la pusiera boca abajo sobre el lavabo, con su
respiración agitada empañando el espejo, llorando por papi entre
dientes.
Me sorprendería que no estuviera embarazada.
Dios, esa posibilidad hace que el pulso me martillee
violentamente en las sienes, que los músculos de mi estómago se
endurezcan de orgullo. De esperanza.
Hace una semana, la realeza no me servía de nada.
Ahora, no puedo existir sin la princesa. Me asfixiaré sin ella, así
de simple. Ella es vital para mi supervivencia. También soy vital para
ella. Me lo dice con cada caricia, cada sonrisa, cada separación de sus
muslos. Cada susurro en la oscuridad. Cada secreto que me cuenta.
Cada vez que se aferra a mí mientras duerme.
Estoy enamorado de la princesa Greta.
—Comandante, ¿usted baila?
Estoy tan inmerso en la niebla de Greta, que al principio no
comprendo la pregunta de la instructora. —Lo siento, ¿qué? ¿Que si
bailo?
Greta suelta una risita ante mi total incredulidad. —Creo que
por fin alguien ha conseguido dejar mudo al comandante.

Sotelo, gracias K. Cross


—Solo pensé que podría ayudar bailar con alguien más alto. Con
hombros más robustos. — La instructora junta las manos bajo la
barbilla. —Después de todo, pronto bailarás con un príncipe.
Una serpiente se enrosca peligrosamente en mi pecho, haciendo
sonar su cola. Cuando estamos solos, es fácil fingir que el mundo real
no está preparando un intento de separarnos, pero el inevitable viaje
para conocer a la posible pareja de Greta siempre está ardiendo en el
fondo de mi cabeza, abrasando mi temperamento cada vez que pienso
en su matrimonio con otro hombre.
Oírlo en voz alta es insufrible.
Mi instinto es coger a Greta y salir corriendo. Empezar una vida
con ella en algún lugar más allá de los muros del palacio. Nunca
permitir que otro hombre se acerque a menos de tres metros de ella
mientras viva. Pero cuanto más considero ese plan, más veo lo que es.
Una fantasía egoísta. El deseo de alejarla de esta vida segura y ociosa,
una que la lleve a convertirse en reina algún día.
Tal vez ella no querría huir de eso. Conmigo.
Quizá quiera casarse con un príncipe, no con un
guardaespaldas.
Tengo miedo de preguntarle y averiguarlo.
También estoy muy seguro de que mataré a este príncipe si ella
sigue adelante con la boda, lo que podría llevarme a la muerte, en cuyo
caso tampoco podré estar con ella.
¿Qué diablos hago?
Ignorando el fuego descontrolado en mi esófago, cruzo la pista
en dirección a Greta. —Bailaré con la princesa. — Tomo a Greta en
mis brazos, bajando la voz para que solo ella pueda oírla. —Haré lo
que sea por la princesa.
—Perfecto. — dice la instructora detrás de mí. —Su altura hace
que tu postura sea aún más perfecta, princesa. Ahora. —comienza a
aplaudir un compás. —Dirija el camino, Comandante.
Menos mal que llevo una semana entera viendo estas lecciones
o no tendría ni puta idea de cómo proceder aquí. Pero no ser capaz de
apartar los ojos de Greta ha valido la pena, porque la conduzco en un

Sotelo, gracias K. Cross


paso de caja de barrido, nuestras manos entrelazadas con fuerza, mi
izquierda destinada a descansar en el centro de su espalda, pero
deslizo mis yemas de los dedos dentro de su vestido, en su lugar,
viendo sus pupilas dilatarse en respuesta.
—No me lo esperaba. — Greta se ríe sin aliento. —Eres muy
bueno. ¿Aprendiste de pequeño?
—Es mi primera vez.
—Imposible.
—Puede que no sea un experto en baile, princesa —digo contra
su sien— pero sé cómo anticiparme a tu cuerpo. Cómo se mueve.
Cómo mantenerlo cerca.
—Ya veo. — murmura, su pecho subiendo y bajando un poco
más rápido ahora contra el mío. —Eres un experto en mi cuerpo.
— ¿Te atreves a discrepar?
—Oh, no. Estoy de acuerdo. Totalmente de acuerdo.
Abrazarla así, a la luz del sol, al aire libre, me inunda de calidez.
Con el tipo de satisfacción que no sabía que era posible. Casi, al
menos. Hay un príncipe esperando entre bastidores para llevársela
lejos de mí. —Si solo fuéramos dos personas que se conocen en un
baile elegante —le digo con rudeza— ¿qué me dirías?
Frunce los labios. —Diría que gracias por su servicio,
comandante. Y luego preguntaría por sus aficiones, obviamente.
—Obviamente. — Sonrío a un lado de su cara, respirando su
aroma perfecto. —Y yo diría que perseguir a una adorable princesa.
Buscar sombras oscuras en el palacio donde pueda ver su boca.
Se le corta la respiración. — ¿Tan adictiva es mi boca?
—Una vida sin tu boca es una vida de pobreza.
—Supongo que debería seguir donando a tu causa, entonces. —
respira, acercándose más, de una forma que sé que no se considerará
apropiada delante de la instructora, pero no tengo fuerza de voluntad
para mantenernos a la distancia correcta. Lo único que puedo hacer
es ajustar sus caderas a las mías y dejar que sea testigo de los
resultados de su coqueteo, es decir, de mis centímetros rígidos y

Sotelo, gracias K. Cross


pesados. — ¿Nos disculpas un momento, Millie? — le pregunta a la
instructora, que sale de la sala sin decir palabra. — ¿Conrad?
Mi nombre en la voz de Greta es como un coro de ángeles. —Sí,
princesa.
—No quiero casarme con un príncipe. — susurra, las yemas de
sus dedos clavándose en mi hombro. —No quiero conocerlo en
absoluto.
Mi corazón bulle con tanta fuerza que pierdo un paso, la
esperanza hace que mis piernas se vuelvan más débiles de lo que
nunca las había sentido. —Sé por qué no quiero que conozcas al
príncipe, Greta. Pero, ¿por qué no quieres conocerlo?
—Tú primero.
—Ya te lo he dicho antes. — Deslizo la mano por su pelo,
agarrando una parte de sus rizos hasta que jadea. —Tu matrimonio
con otro hombre me volverá loco.
—Sí. Y... creo que nuestras razones son muy parecidas. — jadea.
—No quiero conocer al príncipe porque mi corazón ya pertenece a un
soldado.
El propósito, la gloria y la determinación se endurecen dentro de
mí como la piedra, pero aún hay un terrible eco de preocupación en el
fondo de mi mente. Su felicidad y su seguridad son mis prioridades y,
sin embargo... —Me perteneces, princesa. Toda tú. — Me atraganto
con el resto. —Pero como dijiste, solo soy un soldado. No puedo darte
este tipo de vida...
—No me importa. —sacude la cabeza. —Solo te necesito a ti.
Me rodea el cuello con los brazos y no puedo evitar levantarla del
suelo, mecerla en mi abrazo y absorber su bondad. Tambaleándome
por la alegría y el alivio de saber que significo tanto para ella como ella
para mí. —Estoy enfermo de amor por ti, Greta. Si no necesitas esta
vida, te robaré de estas paredes esta noche. Pero por favor, asegúrate,
porque una vez que estés comprometida conmigo, moriré antes de
dejarte ir.
—No lo hagas. Nunca me dejes ir. — Su boca se abre contra mi
garganta. —También te amo. Siento que podría ahogarme por ello.

Sotelo, gracias K. Cross


—Nos vamos esta noche. — juro, estrechándola contra mi
cuerpo, preguntándome si es posible que sienta un ápice de la
felicidad que corre por mis venas. —Empezamos nuestra vida juntos
esta noche. Mi princesa y yo.
—Sí...
Suenan trompetas en el pasillo. Solo pueden significar una cosa.
La llegada de la reina.
Greta me besa el cuello y me aprieta la mano antes de poner
distancia entre nosotros. Es todo lo que puedo hacer para no tirar de
ella y hacer que me repita una y otra vez que me ama y que quiere
pasar su vida conmigo. Que me considera digno de ella. Pero
mantengo la compostura y permanezco al lado de Greta mientras su
madre entra en la habitación con una expresión apretada.
Conozco esa mirada del campo de batalla. Significa peligro. Y de
alguna manera, sé que nuestros planes están a punto de arruinarse.
—Madre, ¿qué pasa?— Greta pregunta, a mitad de su reverencia.
—Son los rebeldes. Nos han derrotado en el norte. — Es raro ver
a la reina tan alterada. —Se están moviendo hacia el sur. Aunque
estamos haciendo todo lo posible para contenerlos, me temo que
nuestro ejército no será suficiente por mucho tiempo. — Endereza los
hombros y respira hondo. —Ahora es más importante que nunca que
formemos una alianza con la familia del príncipe Kristof. Su padre el
rey está muy enfermo, lo que lo pone al mando. Una vez casados, el
príncipe estará obligado a prestarnos sus fuerzas.
Es un milagro que sea capaz de mantenerme en pie, mi dolor es
tan rápido y severo.
Greta no me mira, pero palidece, parpadeando rápidamente para
evitar las lágrimas, y casi puedo oír cómo se cierra la tapa de mi ataúd.
Va a casarse con el príncipe. Nos han quitado la elección. Ella no
puede huir conmigo, ni yo puedo matarlo como último recurso.
La seguridad del país depende de ello. Ella nunca daría la
espalda y permitiría que se perdieran vidas. A costa de mi propia
cordura, no podría pedirle que viva con esa culpa, aunque al mismo
tiempo me esté condenando a una vida de miseria.

Sotelo, gracias K. Cross


—Debemos viajar de inmediato. Dentro de una hora. — añade la
reina, mirándome. — ¿Nos acompañará, comandante?
—Donde ella va, yo voy. — digo automáticamente, y cuando las
palabras salen de mi boca, sé que nunca se ha dicho algo tan cierto.
No importa cómo acabe esto, tendrán que arrancar a la princesa de
mis frías y muertas manos.

Sotelo, gracias K. Cross


Capítulo 12
GRETA

El viaje a Quilton es corto. Demasiado corto.


Viajamos hacia el oeste en un convoy de todoterrenos y no tengo
ni un segundo libre para comunicarme con Conrad, lo que me sume
en la angustia cuando llegamos al palacio de Quilton. Me vigila de
cerca, pero su expresión es cerrada, distante. No tengo ni idea de lo
que está pensando, pero sospecho que ha llegado a la misma
conclusión que yo.
No hay salida.
Tengo que casarme con el príncipe para salvar Leidenstein.
No habrá forma de huir de esta responsabilidad. Tal vez fui tonta
al creer que podía eludir mis deberes como princesa y casarme por
amor. Quizá mi felicidad siempre iba a estar por encima de la
seguridad del reino y no estaba dispuesta a aceptarlo.
Ahora no tengo más remedio que aceptarlo.
El palacio de Quilton está en medio de una bulliciosa metrópolis,
a diferencia de Leidenstein. Sus fuerzas del orden locales cierran las
calles y viajamos por el laberinto de edificios con escolta policial, mi
madre tensa en el asiento frente al mío. Antes de salir de Leidenstein,
me asediaron estilistas y cosmetólogos, me peinaron con rizos
alborotados y una diadema por encima, mi vestido era de un sencillo
y respetuoso gris paloma, el material suave contra mis muslos
cruzados y desnudos, sensibles por tener a Conrad sentado tan cerca
de mí. Y se acerca aún más a medida que nos adentramos en la
ciudad, con el brazo flexionado detrás de mí en el asiento, el cuerpo
protegiéndome y los ojos escrutando las calles en busca de amenazas.
Levanto la vista e intento comunicarle algo, lo que sea. Que lo
amo pase lo que pase. Que siento que no podamos huir juntos. Que
tengo miedo. Que desearía que estuviéramos solos para que nuestros
cuerpos se unieran por última vez antes de que me prometa a otro

Sotelo, gracias K. Cross


hombre. Solo me mira a los ojos durante unos breves instantes, pero
su absoluta locura me produce un escalofrío helado.
Vuelvo a mirar hacia delante, con el corazón latiéndome con
extrema inquietud.
Este día no acabará bien.
Nada más llegar, nos anuncian con trompetas y un grupo de
empleados con trajes impecables nos hace pasar al interior. Conrad
no abandona su puesto a mi lado, su mano, como siempre,
tranquilizadora y protectora en la parte baja de mi espalda. Nos
conducen a una sala con una larga mesa de un siglo pasado, situada
en un salón dorado con adornos de oro, frescos adornando las paredes
y un arpista tocando suavemente en un rincón.
El príncipe entra en la habitación sin preámbulos y todo en mi
interior se encoge, la repulsión se agita en mi vientre. No es repulsivo
ni mucho menos. De hecho, tiene un aspecto perfectamente corriente,
una edad similar a la mía, su sonrisa es algo alegre. A primera vista
es inofensivo. Inofensivo. Pero no es el comandante que en este
momento está agarrando el respaldo de mi silla con tanta fuerza que
la madera cruje en su puño.
Todo el mundo, excepto la reina, se pone en pie para dar la
bienvenida al príncipe y, tras una rápida reverencia a mi madre, se
acerca a mí con los ojos muy abiertos.
—Princesa Greta. — Kristof me coge la mano y no tengo más
remedio que dársela, dejándole que bese el aire por encima de mis
nudillos. —Parece que su belleza ha sido muy poco exagerada. Me
siento humilde ante tal... magnificencia.
No es costumbre ni apropiado besar mi mano dos veces. Sin
embargo, el príncipe se inclina una vez más con los ojos clavados en
mi cara y esta vez sus labios tocan mis nudillos. Pero solo durante
unos brevísimos segundos, porque Conrad me echa hacia atrás, me
rodea la cintura con el brazo y su pecho vibra en mi espalda.
—Seguirás la etiqueta al pie de la letra con mi princesa. —dice
Conrad.
Toda la habitación se queda en silencio. Inmóvil como la muerte.

Sotelo, gracias K. Cross


Me dispongo a suplicar que le perdonen la vida a Conrad cuando
el príncipe sorprende a todos echando la cabeza hacia atrás y riendo.
—Creo que acabo de ser regañado por un guardia. Qué gracioso.
De acuerdo, ahora es repulsivo.
—Es un comandante condecorado. — digo. —Un héroe. Será
tratado como tal.
Kristof se tranquiliza. —Muy cierto, Princesa Greta. — El
príncipe estudia al hombre que se cierne tras de mí, con su nuez de
Adán moviéndose arriba y abajo, y solo puedo imaginar la expresión
de prohibición en el rostro de Conrad. —Su devoción por ti es obvia.
—Bien. — gruñe Conrad.
El príncipe abre la boca para seguir hablando de la situación de
mi guardaespaldas, pero la reina lo interrumpe. —Creo que es hora de
discutir una alianza entre nuestros dos países a través del
matrimonio. ¿Nos acompañará el rey, tu padre?
—No. — responde el príncipe escuetamente. —
Desgraciadamente, ha empeorado. Pero no importa. — Resopla, se
dirige a la cabecera de la mesa y se deja caer en la silla ornamentada
que le espera. —Estoy más que equipado para discutir el asunto de mi
propio matrimonio.
—No pretendía insinuar lo contrario. — dice suavemente la reina
Ingrid, cruzándose de brazos. —Por desgracia, el tiempo es un lujo que
no tenemos.
—Eso he oído. — El príncipe no se molesta en ocultar la lujuria
en su rostro cuando me mira, y tengo que morder el impulso de darme
la vuelta y lanzarme a los brazos de Conrad. —No necesito tiempo para
reconocer lo que quiero. Si no hay objeciones, me casaré con la
princesa mañana. Cuanto antes nos pongamos a trabajar en un
heredero...
—Protesto.
Esas palabras de Conrad me congelan la sangre. —Conrad, no.
— susurro, girándome y encontrando nada menos que asesinato en
sus ojos. Dirigidos al príncipe.

Sotelo, gracias K. Cross


—Envíeme al norte, reina. — dice Conrad, con el pecho ahuecado
y levantado por la pasión. —Cuando dejé el mando, estábamos a punto
de extinguir el levantamiento. Ahora hay una ruptura en el mando,
pero puedo restablecer la ventaja. Envíeme de regreso. Tendré la
situación bajo control en un mes. — Cierra los ojos. —Por favor. Se
merece algo mejor que esto.
—Hey. — gimotea el príncipe.
—Interesante. — La reina parece pensativa, aunque sería
mientras nos observa a Conrad y a mí. — ¿Se merece... a usted quizás,
Comandante?
—No. Se merece a alguien mucho mejor. — dice con voz áspera.
— ¡No hay nadie mejor!— Grito.
Y pateo una silla.
No sé qué ocurre en mi interior, pero me despojo de mi habitual
recato y cojo un vaso de agua y lo arrojo contra la pared más cercana,
rompiéndolo en mil pedazos, con la satisfacción floreciendo como una
rosa en mi pecho. — ¡Yo decidiré lo que me merezco!
—Ahora me gustaría aún más casarme con ella. — comenta
Kristof con una risita extraña.
—Harías bien en cerrar la puta boca. — gruñe Conrad.
El personal de palacio lanza un grito ahogado. — ¡No puedes
hablarle así a un príncipe!
—Solo sirvo a la princesa Greta. — Los dedos de Conrad rozan
los míos y es el único estímulo que necesito para aplastar mi cara
entre sus pectorales y rodear su gruesa cintura con mis brazos. Y si
antes los empleados jadeaban, ahora están a punto de desmayarse.
Hacía varias horas que no tenía contacto físico con el comandante, así
que cuando me pasa una mano por el pelo, gimo y me acurruco más,
con un cosquilleo en todo el cuerpo. —La serviré el resto de mis días
si usted lo permite, Reina. Demonios, puede que incluso si no.
— ¿Pero acaba de ofrecerse voluntario para que lo envíen de
nuevo al frente, comandante? — Ingrid dice en voz baja, con calma. —
No hay garantías de que vaya a volver.

Sotelo, gracias K. Cross


Mientras me desespero ante la posibilidad de que mi amor pueda
resultar herido en combate, me pasa un brazo por los hombros y me
besa con fuerza la sien. —Si muero, volveré de entre los muertos para
estar con ella. Dos metros de tierra y una caja de madera no podrían
detenerme.
—La gente de Leidenstein es extraña. — susurra el príncipe.
Miro hacia atrás por encima del hombro y veo que mi madre
parece indecisa... pero no sorprendida. — ¿Sabías lo nuestro?
—Las paredes del palacio tienden a hacer eco, y tú no has estado
precisamente tranquila por las tardes. O las mañanas. O las tardes.
— Nos mira secamente. —Debo decir, Comandante, que apruebo la
forma en que mi hija ha florecido en su presencia. Nunca esperé verla
patear una silla. O romper un vaso, y mucho menos salir del palacio
con tanta confianza. Ahora es más valiente que antes de que usted
llegara.
—Siempre ha sido valiente. — dice besándome la cabeza. —Solo
necesitaba seguridad para demostrarlo.
Ingrid tararea, estudiándonos. —Me siento poco inclinada a
casar a mi hija con un príncipe que claramente carece de madurez...
— ¡Hey!
— ¿Estás seguro de que puedes cambiar las cosas en el norte?
—Me agotaré al servicio de Leidenstein, Reina.
Suspira. —Muy bien.
Conrad exhala un suspiro rocoso, con el alivio inundando sus
facciones.
Sin embargo, yo estoy lejos de sentirme aliviada.
—No. — susurro, abrazándolo más fuerte. —Ya has servido
bastante. No deberías tener que volver y dar más de tu tiempo. Tu
vida.
—Estoy ganando una vida al volver, Princesa. Una vida contigo.
—Por favor, no. No. No puedo soportarlo. — susurro temblorosa.
—No quiero que corras peligro.

Sotelo, gracias K. Cross


Conrad me coge en brazos. —Partiré hacia el frente dentro de
una hora, reina. Ahora mismo, la princesa necesita que la
tranquilicen.
Con eso, el comandante se da la vuelta y marcha fuera de la
habitación.
—Oh, claro, utiliza cualquier suite de invitados disponible. — se
queja Kristof con una fuerte dosis de sarcasmo. —Bueno, esto
ciertamente no salió como estaba planeado.
No, no fue así.
Fue mucho, mucho peor, en mi opinión.
Conrad no está de acuerdo. Vehementemente.
Y mientras nos encierra en una habitación oscura al final de un
largo pasillo de mármol, con mi cuerpo apretado contra la puerta, su
boca de festín me dice exactamente cuánto.

Sotelo, gracias K. Cross


Capítulo 13
CONRAD

De todas las balas que he esquivado en mi vida, ésta fue la que


más cerca estuvo de matarme.
Un mes de servicio. ¿Eso es todo? ¿Solo cuatro míseras semanas
y tendré a esta mujer como recompensa? Habría aceptado servir el
resto de mi vida aunque solo fuera para evitar que se casara con ese
payaso. Ese hijo de puta que tuvo el descaro de codiciar lo que es mío.
Mío.
Un mes y ese reclamo será oficial.
Ahora estoy besando a la princesa, su cuerpo apretado entre la
puerta y yo, sus muslos rodeando mis caderas, la tiara torcida. No
hemos follado desde esta mañana, así que está muy quejumbrosa
mientras le meto mano a su dulce y joven boca y, sin ponerle un dedo
encima, sé que está empapada hasta las bragas.
Voy a darle lo que necesita, pero follar no es lo único que tengo
en mente. No me gustan las lágrimas en sus ojos. No me gusta verla
temer por mi seguridad.
No vamos a salir de esta habitación hasta que recupere su
valentía. Hasta que tenga confianza.
—No te vayas. — solloza contra mi boca. —Tiene que haber otra
manera.
—No hay otra forma, nena. — le subo la falda por las caderas,
masajeo la parte exterior de sus muslos, luego subo hasta sus
caderas, aprieto, antes de deslizarme hasta su culo tenso, lo agarro y
lo amaso, memorizando cada centímetro de ella que puedo para las
noches oscuras y solitarias que vendrán. —Serviría para siempre
sabiendo que me estás esperando.
—No. — Me llueven besos por toda la cara. — ¿Y si te haces
daño?

Sotelo, gracias K. Cross


La consumo con un beso francés mientras dejo caer una mano
para desabrocharme los pantalones, bajándome la cremallera para
permitir que mi polla sobresalga, mi sensible cabeza golpeando la
costura del pequeño coño, haciéndola gritar. — ¿Qué decimos cuando
tienes miedo, Greta?
—Nada puede atravesarte. — susurra con los labios hinchados,
sus párpados caen a media asta cuando aparto de un tirón el material
de su ropa interior. —Ni las balas, ni los actos de la naturaleza, ni la
metralla ni las cuchillas.
—Así es. — Choco nuestras frentes, mirándola a los ojos
mientras bombeo mi polla entre sus muslos suaves y acogedores, con
los huevos duros como putas rocas. —Papi va a volver a casa contigo.
— La saco hasta la mitad y vuelvo a meterla mientras ambos nos
estremecemos. —Papi va a volver a casa de la guerra con su pequeña
y su bonito y húmedo coño. Nada ni nadie se lo impedirá.
—Amo a mi papá. — murmura entrecortadamente, porque ahora
la golpeo con más fuerza y su sexy culo choca contra la puerta. —Lo
amo mucho.
—Lo noto, nena. Esa pequeña flexión muscular cuando estoy
hasta las pelotas me dice todo lo que necesito saber. — Ah Jesús, aquí
vienen los gemidos. Físicamente no puedo evitar aullar como un león
en celo una vez que ella se ha calentado y me ha penetrado por
completo, con su estrechez al máximo, succionando a mi alrededor
como si nada. No puedo hacer otra cosa que inmovilizarla contra la
puerta y golpear con mi carne dura en su apretado agujero de mierda,
sus sensuales respiraciones serenándome el oído, sus tetas
desbordando su escote y sacudiéndose a mi alrededor. —Mientras yo
no esté, mantén estas piernas cerradas como una tumba. No habrá
cabalgatas hasta que yo esté en casa. — Entierro mi polla hasta el
fondo y agarro su barbilla, forzándola a subir. —Ni siquiera quiero una
silla de montar en mi casa. — Empujo tres veces. —Nada te toca aquí
excepto yo. ¿Entendido?
—Sí. — jadea, apretándose a mi alrededor, las piernas inquietas,
la espalda arqueada. —Sí, te lo prometo. Te lo prometo. Hazlo más
fuerte.

Sotelo, gracias K. Cross


Mi mano se desliza desde su barbilla hasta su garganta,
agarrando el delicado tallo. —Te lo advierto de antemano, voy a volver
a casa de la guerra y asaltaré tu cuerpo como un demonio. Vas a tener
mi polla arriba, abajo y a los lados antes incluso de que me haya
quitado las botas llenas de barro. — Ahora estoy sacudiendo la puerta
con violentas folladas de mis caderas, empalando a mi sonrojada y
gimiente princesa contra la puerta. —Todavía podría matarlo por
tocarte la mano, Greta. Que Dios me ayude. Estas manos son mías
para calentarlas en sueños, mías para rematarlas con un anillo. Son
las manos que sostendrán a mis hijos. Nadie más debe tocarlas.
—Nadie más que tú.
— ¿Quién te cuidará mientras yo no esté?— Me quejo en su
cuello, con la voz entrecortada.
Me besa la boca, las mejillas, la barbilla, con dulzura, a pesar de
que la golpeo como un cabrón fuera de control. —Prometo
mantenerme a salvo. — dice con hipo. —Siempre y cuando tú también
te mantengas a salvo.
—Lo haré. — juro, abalanzándome ahora entre sus piernas,
jadeando, enloquecido por cómo se aprieta como el diablo, pero su voz
se vuelve más angelical, esa combinación me lleva al límite. —Toma
mi semilla, pequeña. Hazla crecer para mí mientras no estoy.
Me mira a través de las pestañas. —Más vale que me des mucho,
papi.
Cada músculo de mi cuerpo sufre un espasmo y froto
frenéticamente su clítoris con la yema del pulgar, su cabeza cae hacia
atrás, nuestros orgasmos chocan, la puerta tiembla lo bastante fuerte
como para que se oiga en Leidenstein, mi rugido amortiguado por su
dulce cuello, la suave inocencia de su coño retorciéndose a mi
alrededor, arruinándome, obligándome a reconocer lo que me perderé
durante un mes, al tiempo que me hace estar el doble de decidido a
volver al paraíso mientras una oleada tras otra de alivio me inunda.
Cuando nuestras fiebres se enfrían y ella está llena de mi semen,
el exceso goteando por el interior de sus muslos, aprieto mis labios
contra su frente. —Dime que crees en mí. Que nada en este mundo ni
en ningún otro me impedirá volver para casarme con mi princesa.

Sotelo, gracias K. Cross


Me mira como si fuera el único hombre que existe.
Para ella, eso es exactamente lo que soy.
—Creo en usted, comandante. — susurra, con los dedos
ocupados en retorcer las solapas de mi camisa. —Ven a casa, para que
pueda llamarte mi esposo.
Otro chorro de éxtasis me atrapa desprevenido y caigo contra
ella, estremeciéndome, con mi alegría por haber sido llamado esposo
cayendo al suelo mientras ella jadea de placer, arrullándome en el
cuello y alabando la resistencia y el tamaño de su papi.
—A la mierda un mes. — jadeo, agitado. —Volveré en dos
semanas.

GRETA

Me estoy bañando cuando llaman a la puerta de mi habitación.


—Princesa Greta.
Reconozco la voz de uno de los asistentes de mi madre, pero hay
algo diferente en su tono de voz. Algo que me hace levantarme de la
bañera, con el agua y la espuma resbalando por mi torso y mis
piernas. Suena casi como... gravedad. Emoción.
— ¿Sí?— Llamo, alcanzando rápidamente una toalla.
—El comandante ha vuelto.
Se me llenan los ojos de lágrimas calientes y siento una presión
en el pecho. Suelto un sollozo ahogado y salto de la bañera, secándome
con manos desordenadas y poniéndome una bata de seda azul real.
Tiemblo tanto que apenas puedo moverme, con el corazón
desbordante de alivio y alegría. Nos han estado informando de los
progresos en el norte y, efectivamente, la presencia de Conrad ha
marcado la diferencia: nuestras fuerzas han hecho retroceder a los
rebeldes hasta la frontera septentrional y la amenaza ha disminuido
en cuestión de semanas.

Sotelo, gracias K. Cross


Lo he echado de menos de una forma que debería ser examinada
por la ciencia. He sido un globo lleno de helio sin cuerda,
balanceándome sin rumbo, intentando no pensar en que estuviera
herido o algo peor, obligada a sedarme en varias ocasiones, el miedo
aplastante a que no volviera se hizo tan difícil de controlar. Mi alma lo
echa de menos. Mi cuerpo me duele y se humedece por las noches sin
alivio, su olor en mis sábanas lo único que me ancla a la realidad.
Ahora corro descalza por el pasillo en bata, con el pelo suelto del
moño que me he hecho en la cabeza y sollozos ahogados que brotan
de algún pozo profundo, oscuro y solitario que llevo dentro. Llego a las
escaleras y las bajo a un ritmo vertiginoso, girando sobre mis pasos al
llegar abajo y esquivando a mi horrorizada madre para salir al exterior.
Llegar hasta Conrad lo antes posible, por todos los medios.
Ahí está, cojeando y despeinado, justo después de bajar de un
vehículo militar. Se ha dejado crecer la barba y tiene un aire de
cansancio, pero desaparece en cuanto me ve. El corazón le salta a los
ojos y camina vacilante en mi dirección, abriendo los brazos. —Greta.
— susurra, luego su voz se eleva a un grito. —Greta.
Me arrojo a sus brazos, aferrándome a él como una segunda piel,
con las piernas alrededor de su cintura. Su cara se hunde en mi cuello,
inhala mi aroma con una desesperación que me hace abrazarlo con
más fuerza. —Has vuelto. Has vuelto. Has vuelto a mí.
—Claro que he vuelto. — Sus besos suben por el lateral de mi
cuello, sus manos se hunden en mi pelo para inclinar mi cabeza y
dejar espacio para su boca. —No rompo las promesas que le hago a mi
princesa.
—No, no las rompes. Ésa es solo una de las razones por las que
te amo.
—También te amo, nena. ¿Y te atreviste a ponerte más hermosa
mientras yo mataba a los hombres que pusieron una marca en tu
preciosa piel? — Gruñe contra mi oído antes de bajar la voz a un
susurro áspero. —En cuanto arregle algunas cosas, voy a atarte a tu
lujosa cama de princesa y a comerte tu apretado coño hasta que los
horrores de la guerra se desvanezcan de mi mente y solo estés tú, mi
chica perfecta.

Sotelo, gracias K. Cross


—No dejaré que pienses en ellos. — susurro, acariciando su
nariz con la mía, sorbiendo su boca. —Y no oiré hablar de mi placer
primero. Voy a bañarte, alimentarte y cabalgar tu polla toda la noche,
porque eso es lo que se merece un héroe. — Gemimos en un beso que
me deja temblando en sus brazos. —Eso es lo que se merece mi
esposo.
Sisea entre dientes, seguido de un sonido ahogado, con la cara
llena de color. —Sabes lo que me provoca ese título, Greta.
— ¿Lo sé?— Digo inocentemente, mordiéndome el labio.
Con eso, Conrad marcha hacia la entrada del palacio, y yo sé
que estoy a minutos de ser destrozada como una virgen sacrificada a
mi espalda. Supongo que el tratamiento del héroe tendrá que esperar,
ahora que lo he provocado. Qué terrible.
Antes de que Conrad pueda llevarme adentro, llama a mi madre.
—Que venga un cura esta noche. He cumplido mi promesa contigo,
ahora me quedaré con la princesa.
Ella lo saluda. —Ese fue el plan todo el tiempo, ¿sabes? — canta
a la espalda de Conrad que se retira. —Gracias por seguirlo.
Conrad y yo intercambiamos una mirada de asombro mientras
subimos las escaleras, asimilando la revelación de que mi madre
orquestó nuestro encuentro... y muy posiblemente nunca tuvo la
intención de que me casara con el príncipe. —Nunca volveré a
cuestionar a la reina. — jura Conrad.
—Yo tampoco, aparentemente.
Y esa es la última vez que hablamos durante horas, excepto para
gemir y gruñir, porque nuestras bocas están ocupadas, encerradas en
besos que saben a eternidad, mientras mi futuro esposo se despacha
vigorosamente encima de mí, con las rodillas metidas bajo las axilas,
la cama raspando hacia arriba y hacia atrás sobre el suelo de piedra,
haciendo que las luces parpadeen por todo el palacio.
—No vuelvas a dejarme. — susurro contra su pecho sudoroso
muchas horas después.
Su mano se posa en mi nuca, apretando más mi oreja contra su
corazón desbocado. —Nunca, mi princesa.

Sotelo, gracias K. Cross


Epílogo
CONRAD

Cinco años después…


A menudo bromeo diciendo que estoy casado con dos mujeres.
Una es una princesa educada y correcta.
La otra ordeña vacas con vaqueros rotos y motas de tierra en las
mejillas.
Después de que me concedieran el honor divino de casarme con
mi Greta hace cinco años, su barriga empezó a hincharse con mi hijo
casi de inmediato. Fui una bestia durante esos nueve meses,
gruñendo a todo el que se atrevía a gravar lo más mínimo a mi
pequeña. Pero a medida que pasaba el tiempo y ella daba a luz a
Conrad Jr., me di cuenta de que tener un hijo la convertía en una
guerrera más feroz que yo.
Así, cuando empezamos a pasar cada vez más tiempo en mi
granja, cedí a permitirle que se ocupara de algunas tareas, como
alimentar a los animales, ayudarme a plantar los cultivos y
cosecharlos durante la estación adecuada. A menudo, realizaba estas
tareas con nuestro hijo atado a su espalda y yo me sentaba
maravillado ante el fenómeno con el que me había casado.
Mi admiración por Greta aumenta cada día, al igual que mi
amor. Mi devoción.
Mi hambre.
Ahora estoy en el porche de nuestra granja mientras la puesta
de sol tiñe el cielo de rojo, observándola a través de la ventana, viendo
cómo se le flexionan las nalgas en las ajustadas bragas rojas que lleva
puestas, cómo su sudadera recortada deja ver la parte baja de su
espalda y un solo hombro, esa sexy hendidura de la parte baja de su
columna vertebral. A veces, como ahora, necesito controlarme antes
de volver a casa o ella acabará con quemaduras en las rodillas.

Sotelo, gracias K. Cross


Respiro hondo y ajusto mi pesada polla, preguntándome cómo
la querrá esta noche. Los niños están con su abuela en el palacio y no
hay quien se contenga cuando estamos solos. Esta mañana he estado
a punto de follármela aquí mismo, en el porche, porque me ha dado
un beso de despedida demasiado largo y me ha excitado la polla. Lleva
todo el día palpitando por ella.
Incapaz de contenerme, aprieto la frente contra el cristal y vuelvo
a observar a mi preciosa esposa, con la mano crispada por la
necesidad de envolver todo ese pelo dorado alrededor de mi puño, de
sentir su piel contra la mía, de hacer que cambie su ritmo respiratorio.
Dispérsense. Me encanta con vestidos de gala y fruslerías, pero Dios
mío, estoy obsesionado con ella con ropa informal, sobre todo cuando
lleva tan poca, dejándome ver lo que es mío.
Dejándome ver los moretones que tiene en el trasero.
Ahora se agacha para meter algo en el horno, y yo aprieto mi
bulto contra el marco de la ventana, sacudiendo las caderas con
agitación. No siempre puedo permitir que mi obsesión se manifieste
así en el palacio, sobre todo durante acontecimientos televisados o de
gran asistencia, y la libertad que tengo esta noche no hace sino avivar
mi necesidad de Greta, sabiendo que grita el doble cuando follamos en
la granja.
Estos días dividimos nuestro tiempo entre el palacio y la granja,
disfrutando de una vida de lujos en un extremo y de trabajo duro en
el otro. Nos ayuda a mantener la perspectiva y da a nuestros hijos -
ahora son dos- la oportunidad de escapar de los confines de la realeza
de vez en cuando. Todavía hay guardias apostados por toda la granja
con prismáticos y rifles, pero que así sea. Todo parte de estar casado
con una princesa.
Y Dios mío, ella es mi princesa en más de un sentido. Ahora se
siente más cómoda expresando su opinión, haciéndose oír en los
procedimientos reales. Camina con la barbilla alta, su confianza brilla
desde dentro. A veces apenas puedo mantener el equilibrio con todo el
orgullo que siento por ella.
También es mi princesa en la cama.
Obediente, deseosa de satisfacer, desinhibida y al mismo
tiempo... dulce.

Sotelo, gracias K. Cross


Tan dulce.
Adentro, Greta se quita la sudadera y veo que lleva un sujetador
rojo de tirantes a juego con las bragas, y no puedo aguantar más. Con
los calzoncillos llenos de plomo, cruzo el porche y abro la puerta de
un tirón, metiéndome en la granja.
Greta se gira con un grito ahogado, retrocediendo contra la
encimera, como si yo fuera un intruso, y sus tetas suben y bajan
alarmadas, apenas contenidas dentro de ese endeble sujetador.
Veo que mi esposa tiene ganas de jugar.
Dios, me mantiene alerta. Tan aventurera. Tan excitante.
Sus juegos solo me encaprichan más. Más y más sin final a la
vista.
—Por favor, no me hagas daño. — jadea, cogiendo un cuchillo
del mostrador.
Dios, mi polla está dura como el hierro. Esta noche me está
pidiendo un polvo duro y yo estoy dispuesto a darle exactamente lo
que quiere. —Usa ese cuchillo para cortar el sujetador, princesa.
Muéstrame esas tetas reales y podría considerar dejarte ir.
—Pero... pero eso es bastante impropio, señor.
Levanto una ceja. — ¿Me acerco y lo hago por ti?
—No. — gimotea, mordiéndose el labio. Desliza el afilado filo del
cuchillo entre su piel y la tela transparente, corta la banda que la
sujeta, sus firmes pechos rebotan y sus deliciosos pezones se fruncen
de lujuria. — ¿Puedo irme ya, señor?
Me desabrocho los pantalones despacio, deliberadamente,
viendo cómo sus ojos se llenan de fingida preocupación, cómo su
trasero sacude los armarios en un intento de alejarse, pero no hay
adónde ir. —Aún no estoy seguro de sí debería dejarte libre, princesa.
Me lo estoy pensando. — Tarareo un momento. —Quítate esas bragas
provocadoras y lo consideraré.
—No pretendía burlarme. — gimotea.

Sotelo, gracias K. Cross


—Sin embargo, eso es lo que hiciste. Eso es lo que haces cuando
haces que tu coño parezca tan bonito y apetecible, ¿verdad? — Bajo la
voz. —Corta las bragas.
—Pero...
—Ahora.
La luz capta la humedad en el interior de sus muslos,
haciéndome saber que está muy excitada, y esa pista me mantiene en
el personaje, mi objetivo, como siempre, satisfacer a Greta. Mi
angelical, valiente e implacablemente hambrienta de sexo esposa.
Greta raja las bragas por el agujero de la pierna y caen hasta sus
tobillos.
El sonido gutural que hago no es una actuación. —Ella es aún
más atractiva cuando está desnuda.
—Por favor, señor... nunca he...
— ¿Nunca qué? ¿Tenido un hombre?
Inclina la cabeza, las mejillas encendidas.
—Eso podría tener que cambiar esta noche, Princesa. — Me meto
la mano en los vaqueros y envuelvo mi polla, sacándola al aire. —
Después de todo, mira lo que has hecho.
—Pero...
—Extiende la mano. — digo con firmeza, acortando la distancia
que nos separa con pasos lentos y medidos, avanzando hasta que
respiro contra la coronilla de su cabeza y mis caderas avanzan hasta
que mis centímetros se deslizan en la palma de su mano. —Sujétala
fuerte y acaríciala con suavidad. — Le acaricio la teta derecha con la
mano, amasando el montículo con la palma y escuchando sus
gemidos. —Si lo haces bien, quizá te deje ir.
Parpadea y traga saliva mientras empieza a bombearme la polla.
—Nunca me dejarás marchar, ¿verdad?
—No quieres que lo haga, ¿verdad? —Llevo una mano al espacio
entre sus piernas y le doy unas ligeras palmadas en el coño antes de
hundirle dos dedos, mantenerlos ahí y hablarle roncamente al pelo por

Sotelo, gracias K. Cross


encima de la oreja. —Te has vestido así porque necesitas algo,
¿verdad?
Dios, está empapada. —Yo... Yo...
— ¿Intentabas atraer a un papi con tu conjunto de braguitas
rojas?
Se muerde el labio tímidamente.
—Ahí está mi respuesta. — gruño. Y con la mejilla apoyada en el
armario superior, los dientes enseñados como un animal, la arrastro
hacia arriba y coloco su culo contra los armarios inferiores,
clavándome en el coño caliente y resbaladizo de mi esposa, golpeando
su culo contra la madera. —Admite en voz alta que te has disfrazado
para tentarme... y con gusto seré tu papi, nena. — Muevo mis caderas
en círculos, mi mandíbula se afloja al sentirla. —Daría gracias a Dios
todos los días por un coño tan apretado.
Se inclina y me susurra al oído como si me estuviera contando
un secreto, con tono solemne. —Quería un papi. — me confiesa,
abriendo los muslos otros cinco centímetros.
—Ya lo tienes. — gruño, enterrándome en ella una y otra vez;
sus rodillas se levantan y se abren para que me hunda más, y mi
nombre acaba cantando en sus labios como una plegaria,
suplicándome que la reclame con más fuerza. —Este clamor no puede
ser más profundo, Greta. — ahogo, sintiendo cómo su orgasmo me
envuelve, cómo su coño palpita, palpita, palpita mientras ella se agita
entre los armarios y yo. —Eres mía de por vida.
—Y la siguiente. — jadea en mi cuello, acariciándome los
hombros y dándome besos de adoración en la mandíbula. —Y la
siguiente... y la siguiente...

Fin…

Sotelo, gracias K. Cross


Sotelo, gracias K. Cross

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