El Hijo Del Asesino (Pablo Alaña)
El Hijo Del Asesino (Pablo Alaña)
El Hijo Del Asesino (Pablo Alaña)
F. SCOTT FITZGERALD
El gran Gatsby
Detonación
Seis minutos. Ese era el tiempo que Daniel llevaba mirando a la chica que
dormía en su cama. Desquiciado, con los puños apretados y las uñas
perforándole la palma de las manos, a duras penas lograba contener el grito
de rabia que le subía por la garganta. Ya había revisado varias veces las
mesillas de noche, había peinado cada centímetro de la habitación e incluso
había ido a la cocina a comprobar el contenido del cubo de la basura, sin
resultado. Sabía que debía despertarla, que solo así podría despejar la duda
que lo atormentaba, y sin embargo…
Miedo. Eso era lo que lo paralizaba. Miedo a la muchacha y al riesgo que
suponía, porque si esa desconocida confirmaba lo que parecía evidente, su
vida podría dar un vuelco, el vuelco que tanto había procurado evitar y que
no estaba dispuesto a aceptar.
Sacudió la cabeza, asqueado de sí mismo, y la observó una vez más.
Iluminada por los rayos de sol que se filtraban por las persianas
entreabiertas, respiraba de forma plácida y una leve sonrisa presidía sus
sueños. Tenía el pelo oscuro y la nariz afilada, y en su rostro no se
adivinaba arruga alguna. A juzgar por su aspecto, no debía de superar los
veinticinco años. Y estaba desnuda.
Desvió la vista al suelo. Al pie de la cama descansaba la ropa de la chica
y, en lo alto del montón, un sujetador negro de encaje y un tanga a juego
acapararon toda su atención. El cuerpo le tembló al tragarse un resoplido de
frustración. ¿Por qué no se limitó a tomarse una copa en aquel local de mala
muerte y luego se marchó a casa?
En realidad, apenas conseguía evocar lo sucedido la noche anterior. En la
memoria conservaba imágenes difusas que lo situaban acodado en la barra
de un bar de Malasaña. Recordaba haber estado de charla con uno de los
camareros y que, animado por el alcohol, incluso se atrevió a hablarle de
todo el sufrimiento que le había legado su padre, de aquella herencia
envenenada que recibió cuando tan solo era un niño. Sin embargo, a partir
de ahí la secuencia de la velada se desvanecía en su mente entre una neblina
densa e impenetrable, como el humo de un antiguo expreso.
Se pasó la mano por la frente con una fuerza excesiva, casi arañándose, y
dirigió la mirada a su derecha, al armario empotrado donde Marta guardaba
antes sus vestidos. La puerta corredera de madera ocultaba el interior, pero
era consciente de que, si la desplazara, dentro solo hallaría una barra
metálica, aire y polvo en suspensión; ni una sola prenda.
Marta se lo había llevado todo hacía dos semanas, cuando lo abandonó.
Aquel día, a la hora de comer, él se vio obligado a confesarle la mentira que
llevaba sosteniendo durante años y, por la tarde, al volver del trabajo, se la
encontró esperándolo en el vestíbulo, con las maletas preparadas. No hubo
manera de hacerle cambiar de opinión. Entre gritos, Marta le dejó claro que
ya no tenían nada más que hablar, que no quería volver a verlo en la vida, y
se marchó. «Para siempre». Esas fueron sus palabras al despedirse, y eso
era lo que a él más le dolía: que no hubiera dejado resquicio alguno para la
reconciliación. Nada. Desde la ruptura, la había telefoneado más de seis
veces, pero Marta había rechazado todas y cada una de las llamadas, sin
piedad. No había vuelto a saber nada de ella.
Inspiró hondo. Era verdad que Marta no se merecía el trato que le había
dado y que, en cierto modo, la había utilizado. Eso no podía negarlo. Y, sin
embargo, estaba plenamente convencido de que, de haber sido sincero con
ella desde el principio, también la habría perdido, del mismo modo que
ahora, para siempre.
No ignoraba que era difícil ponerse en su lugar. Al fin y al cabo, nadie
más tenía que lidiar con recuerdos como los suyos; nadie más tenía que
comprender lo que significaban, ni lo que pesaban, pero aun así…
«Asesino».
Esa palabra lo había marcado para el resto de sus días.
Nada había vuelto a ser igual desde la madrugada del 2 de septiembre de
1975, cuando, sin que pudiera sospecharlo, su mundo saltó por los aires.
2
Un accidente
El sol ya declinaba cuando Daniel giró el volante con el cigarrillo entre los
dedos y tomó el desvío hacia Reinosa. En el habitáculo flotaban el humo
del tabaco y las notas del piano de Bill Evans. Había necesitado algo más de
una hora para terminar de convencerse de que no podía continuar así,
descendiendo en soledad por el precipicio, y, al fin, tras unas cuantas idas y
venidas, había reunido el valor suficiente para subirse al coche y echarse a
la carretera. A lo lejos, las montañas ya estaban cubiertas de nieve y en el
cielo las nubes se habían tornado cárdenas en una seria amenaza de
tormenta. El termómetro del coche marcaba tan solo cuatro grados.
Al rebasar una rotonda, vio un cartel que señalizaba la entrada a esa
pequeña ciudad a la que casi todos sus habitantes se referían como «el
pueblo». Suspiró. Sabía que, para llegar al casco urbano, antes tendría que
bordear el polígono industrial de La Vega, donde se encontraba Aceros
Campoo, la fábrica de los Orduña. Se obligó a pensar en su hermano, en su
cuñada y en Isabel. Los necesitaba. No podía dar media vuelta.
Tras asentir para sí mismo como insuflándose ánimos, dio una calada a
su pitillo, hundió el pie en el acelerador y se adentró con decisión en ese
lugar que le había robado la niñez.
En realidad, de lo acontecido la madrugada del 2 de septiembre de 1975
Daniel no sabía demasiado. En su casa, su madre y sus abuelos siempre se
esforzaron por ocultarles toda la información posible y, cuando creció, él
prefirió mantenerse al margen. Sin embargo, a veces la ignorancia y la
distancia no son escudo suficiente, y, sin pretenderlo, terminó haciéndose
una composición de los hechos, aunque muy general.
Según se comentaba, aquella noche, alrededor de las dos y media, su
padre había escalado el muro que rodeaba la propiedad de los Orduña y se
había internado en la finca, sin importarle el vendaval que venía del
noroeste y que sacudía toda la localidad. Por alguna extraña razón que
nunca se consiguió aclarar, a esas horas Lorenzo Orduña también estaba
allí, en los jardines de la casa, vestido con el pijama, y, sin causa aparente,
acabó recibiendo en el pecho un balazo que le arrancó la vida.
El cuerpo lo encontraron unos minutos después la criada, la cocinera y el
jardinero de los Orduña, cuando salieron a investigar el origen del ruido y
distinguieron algo tendido en el sendero, muy cerca del portón e iluminado
parcialmente por uno de los farolillos. Corrieron hacia allí y, al llegar a su
altura, descubrieron con horror que se trataba de Lorenzo Orduña. Y que
estaba muerto. Justo en ese momento, con ellos inclinados sobre el cadáver,
un hombre se precipitó desde lo alto del muro que cercaba la propiedad, a
unos diez metros del lugar donde se hallaban, y profirió un grito
desgarrador. Era Guillermo, que en su intento de huida se había
trastabillado y al impactar contra el suelo se había roto la pierna. En cuanto
hicieron amago de acercarse a él, el hombre se arrastró por la hierba y cogió
un revólver que tenía a escasos centímetros, aunque no llegó a amenazarlos.
Según se contaba, ni siquiera impidió que la cocinera escapara hacia la casa
y diera la voz de alarma. La Guardia Civil no tardó en aparecer y lo detuvo
sin que opusiera resistencia. Unos días más tarde confesó el crimen y,
aunque su explicación de los hechos sorprendió a muchos, esa fue la
versión que se convirtió en verdad, a falta de otra mejor.
Daniel aminoró la velocidad para trazar una curva y se concentró en lo
que le iba a decir a su familia cuando llegara. Lo había ensayado a lo largo
del viaje, pero aun así quería estar preparado, asegurarse, en la medida de lo
posible, de que todo saliera bien. Por suerte, había comenzado a caer una
fina lluvia y apenas había gente por la calle, por lo que el riesgo de cruzarse
con algún conocido cuando se bajara del coche se reducía.
Al aproximarse al polígono industrial, notó que se le formaba un nudo en
el estómago; desde el punto donde se encontraba se intuía la silueta de
Aceros Campoo. No pudo evitar que los gritos de David le resonaran en los
oídos. Sintió el impacto de sus puñetazos, el sabor a sangre en la boca, el
miedo. Por un instante se planteó de nuevo si su retorno no sería una
completa equivocación. Pero no, no podía dudar más. Ya estaba allí. En
Madrid solo lo aguardaban la soledad y la pena.
Al fin, divisó los bloques de pisos grises que tan bien conocía y giró a la
izquierda para introducirse en la avenida La Naval.
Aparcó en batería y, tras aplastar el cigarrillo en el cenicero, salió del
coche. De inmediato lo recibió un aire gélido que le golpeó el rostro. Apretó
los dientes para contener un estremecimiento y se apresuró a sacar el
equipaje del maletero. Luego se acercó al portero automático y apretó el
botón del antiguo piso familiar, que ahora pertenecía a su hermano.
No quiso mirar a su alrededor.
—¿Sí?
Daniel reconoció la voz rasgada de Silvia, la esposa de Ramón.
—Hola. Soy… soy Daniel. ¿Puedo subir?
Tras unos segundos de silencio, el mecanismo de apertura se activó y
emitió un pitido. La ausencia de respuesta por parte de su cuñada
presagiaba un recibimiento frío, quizá el que se merecía. Empujó la puerta y
comenzó a subir las escaleras. Seguía sin haber ascensor.
En el rellano de la segunda planta lo esperaba Silvia, una mujer esbelta,
de cabello negro y ondulado y labios finos. Tenía los brazos cruzados y los
ojos entornados.
—Ramón me había dicho que no vendrías —murmuró ella, sin saludarlo
ni hacer ademán de besarlo en las mejillas.
—Perdona, yo… lo decidí más tarde, y no sabía si cambiaría de opinión
en el último momento… Por eso no os avisé… Lo siento.
Ella meneó la cabeza en señal de desaprobación y, sin añadir nada, lo
invitó a pasar.
Al traspasar el umbral de la puerta, los recuerdos lo asaltaron. Se vio a sí
mismo correteando por aquel pasillo en compañía de sus padres y su
hermano, y casi pudo oler el aroma de las galletas que solía cocinar su
madre cuando no tenía que trabajar en la librería. A menudo echaba de
menos aquel tiempo, cuando era un niño inocente, feliz, hasta que la
oscuridad lo nubló todo.
—Vamos al salón —le indicó Silvia.
La estancia apenas había cambiado con el paso de los años. Los muebles,
la decoración, la pared de gotelé…, casi todo estaba tal cual lo dejó su
madre al morir. El sofá no era el mismo, pero se asemejaba mucho al que
había en su día. Al contemplarlo, Daniel no pudo evitar que le viniera a la
memoria la mañana en que se escapó, cuando dejó a la abuela enfrascada en
sus labores de costura. Todavía podía recordar la falda que estaba
arreglando, con la aguja temblándole en la mano.
Tragó saliva. No sabía por dónde empezar. Se había representado la
escena de su llegada varias veces a lo largo del viaje, pero no se le ocurrió
que fuese a recibirlo Silvia. Ni siquiera había previsto que Ramón pudiera
encontrarse fuera.
—Silvia, yo…
Ella alzó la mano.
—No hace falta que me des explicaciones. Con quien debes hablar es con
tu hermano. Sois vosotros los que habéis tenido el problema. Siéntate, por
favor —le pidió, y señaló el sofá—. Mira, yo no me quiero meter. Sabes
perfectamente que a mí tampoco me gustó cómo actuaste, pero eso es algo
que tenéis que solucionar vosotros. Es vuestra abuela, no la mía. Y vuestro
pasado.
La forma de hablar de su cuñada le molestó, pero se esforzó por no
exteriorizarlo. No quería una pelea nada más llegar. En silencio, se
acomodó en uno de los extremos del sofá.
—Ramón lo ha pasado muy mal, ¿sabes? —dijo ella mientras se
colocaba a su lado, si bien guardando cierta distancia—. No creas que le ha
dado igual.
—Bueno, para mí tampoco ha sido fácil —no pudo evitar defenderse.
—Esto no va de quién ha sufrido más, Daniel. Si has venido con ganas de
discutir, te has equivocado de lugar.
—Bueno, has sido tú la que…
—Me gustaría que hicierais las paces —lo cortó en seco Silvia—. No es
normal que Isabel no vea a su tío desde hace año y pico, ¿no te parece?
Él asintió.
—Bien. Me alegro de que lo entiendas —resolvió ella, en apariencia
satisfecha, al tiempo que la tirantez de su rostro se relajaba un poco. Se
levantó la manga unos centímetros y consultó su reloj—. Ahora están en la
librería. No creo que vuelvan antes de las ocho. A Isabel le encanta estar
allí mientras trabajamos. Adora los libros.
Daniel se permitió esbozar una ligera sonrisa al evocar a su sobrina
jugando entre las estanterías.
—Yo me he quedado en casa con la facturación —aclaró la mujer, y
apuntó con el mentón hacia la mesa del comedor, que estaba repleta de
documentos—. Estas cosas se me dan mejor a mí.
Hacía doce años que Silvia había cambiado su puesto de profesora de
Economía en un instituto de Suances por el de librera en Reinosa, con
Ramón. Juntos habían conseguido que, a pesar de la crisis lectora que
atravesaba el país, la Librería Marqués marchara a toda máquina. Habrían
sido el orgullo del abuelo Julián, su fundador.
—Iré a verlos enseguida —repuso Daniel—. Y a la abuela también.
Ella lo miró con acritud.
—Amparo está mal. Muy mal, de hecho. Sigue en la residencia,
esperando a que te dignes a visitarla. Aunque ya no sé si será capaz de
reconocerte: va camino de los noventa y tres, y cada vez está más
desorientada.
Él bajó la vista.
—Siento no haberos ayudado, de verdad. El año pasado tuve mucho
trabajo, y después, cuando la trajisteis aquí…
Su cuñada torció el gesto.
—Como comprenderás, no íbamos a estar toda la vida yendo y viniendo
de Aguilar mientras tú estabas tan ocupado en Madrid. Pero bueno, no voy
a insistir en eso. Ya te lo he dicho: habla con Ramón. —Se detuvo unos
instantes, como si buscara la manera de continuar—. Por cierto, esta
mañana tu hermano me ha contado lo de Marta. ¿Qué ha pasado?
Daniel percibió que Silvia suavizaba el tono al interesarse por su
situación. Entendió que no tenía sentido ocultar sus sentimientos. Por eso
había ido hasta allí, para abrirse ante ellos, para buscar ayuda.
Tras llenarse de aire los pulmones, comenzó a hablar. Tardó unos quince
minutos en explicarle todo lo que le había ocurrido en los últimos días. E
intentó ser lo más objetivo y preciso posible pese a que ciertos hechos lo
dejaran en mal lugar.
Cuando concluyó, ella negó con la cabeza.
—Sé que no es lo que quieres oír —dijo al tiempo que lo observaba con
una mezcla de indignación y lástima—, pero no me extraña que Marta te
mandara a paseo. Qué valor, Daniel…
Él se mordió los labios.
—Yo… Me gustaría estar unos días aquí con vosotros, Silvia —murmuró
con un ligero temblor en la voz—. Si os parece bien. Necesito…
No logró terminar la frase. Ella lo miró fijamente unos instantes, como si
lo estuviera calibrando. Al fin, respondió en apenas un susurro:
—Por supuesto que puedes quedarte, Daniel. Bienvenido a casa.
Él trató de sonreírle, pero no consiguió componer más que una mueca.
—Gracias.
—No me las des. Me alegra que estés aquí, que hayas vuelto. Y seguro
que a Ramón y a Isabel también —dijo mientras le apretaba la mano.
Después se levantó y agregó—: Si quieres, puedes dejar las cosas en tu
habitación. Tómate todo el tiempo que necesites.
Daniel asintió y, tras agradecérselo de nuevo, cogió la maleta y enfiló el
pasillo, iluminado por la menguante luz de la tarde. Su antiguo cuarto
emergió ante él tal y como lo recordaba, con su pequeña cama pegada a la
pared, la alfombra azul en la que solía jugar con Ramón a las canicas, el
escritorio en el que hacía los deberes, el armario en el que pegaba los
pósters que traían los periódicos que compraban sus padres…
Posó la maleta en el suelo mientras contenía la emoción; la única
diferencia era que ahora había un ordenador de sobremesa. Se veía a sí
mismo jugando entre aquellas cuatro paredes, disfrutando, muriéndose de la
risa en aquella camita, pero también se veía con la cabeza enterrada en la
almohada, llorando con desconsuelo, convencido de que su vida jamás
volvería a ser la que había sido, que ya nadie querría ser su amigo. En aquel
dormitorio había vivido un niño feliz, pero también un niño desgraciado,
hecho jirones.
Suspiró y, en un intento por ahuyentar aquellos fantasmas que se cernían
sobre él, se aproximó a la ventana y se asomó. Era algo que siempre le
había gustado hacer de pequeño: curiosear la calle desde allí, contemplar el
discurrir de los transeúntes. A través del cristal se percibía el aguacero
impactando con furia sobre los alféizares del edificio de enfrente, donde ya
se habían encendido algunas luces. En la calzada divisó a varios chiquillos
muy abrigados que se salpicaban los unos a los otros entre carcajadas, y se
acordó de cuando él era como ellos, un niño despreocupado y risueño.
Hasta que, una tarde igual de tormentosa que aquella, todo se acabó, y su
inocencia se esfumó para siempre.
9
La confesión
Daniel salió del portal con lentitud y abrió su paraguas. Ya no llovía con
tanta intensidad, aunque en la avenida La Naval y sus alrededores seguía sin
haber casi gente.
En un primer vistazo, Daniel no divisó ningún rostro familiar, pero eso
no lo libró de la tensión que le contrajo los pulmones al echar a andar. Era
consciente de que ese desasosiego, esa presión en el estómago, era algo
irracional, algo que hundía sus raíces en un pasado lejano y podrido. Sin
embargo, se sentía incapaz de dominarlo, y no lograba acallar el eco de los
gritos de David, que de nuevo se abría paso en su cabeza.
Al llegar al cruce con la avenida Puente de Carlos III, una de las
principales arterias de esa localidad en retroceso que por aquel entonces
apenas superaba los diez mil habitantes, percibió el rumor de unas risas.
Aguzó la vista. A lo lejos advirtió a un grupo de cinco mujeres. Caminaban
apretujadas entre sí y en dirección opuesta a la suya, cobijadas bajo tres
paraguas negros que no lograban cubrirlas a todas. Al principio no pudo
distinguir la cara de ninguna, pero, cuando estuvieron más cerca, oyó una
voz que lo inquietó, una voz aguda y rasgada que, pese al tiempo
transcurrido, no había olvidado. Pertenecía a María Güemes, que había sido
la criada de los Orduña hacía treinta y dos años y que probablemente aún lo
siguiera siendo. En el pasado, mientras jugaba con David en la casona,
Daniel coincidió con ella en muchísimas ocasiones y siempre se mostraba
amable y simpática. Sin embargo, tras el crimen, María empezó a evitarlo y,
si se cruzaban, las conversaciones quedaban reducidas a la mínima
expresión, hasta que él, por propia iniciativa, dejó de detenerse para hablar
con ella.
Cuando las mujeres pasaron a su lado, Daniel se fijó en que alzaban unos
centímetros el paraguas y lo observaban con curiosidad contenida. No se
paró a saludarlas. Apretó el paso y se alejó chapoteando. Detrás le pareció
oír algunos murmullos, y entonces se acordó de Silvia. Ella le había
asegurado que ya nadie cuchicheaba sobre el asesinato de Lorenzo Orduña,
y quizá fuera así, pero su cuñada se había olvidado de un detalle: la
presencia de él en Reinosa era una novedad, y, tras años de ausencia,
provocaría comentarios, por narices. Supuso que, al verlo, habría quien se
acordaría del crimen, pero también de su pelea con David, de los continuos
conflictos que había tenido en la escuela, de la agresión a aquel hombre tras
el bautizo de Isabel… Sabía que algunos lo consideraban un tipo violento;
tal vez incluso un perturbado. Posiblemente, un digno heredero de su padre.
Por eso no le cabía duda de que su retorno no pasaría inadvertido.
Al llegar al parque de Cupido, junto al que se encontraba la Librería
Marqués, la vista se le desvió hacia la calle Casimiro Sainz, que conducía a
la estación de ferrocarril.
Dejó de caminar y se palpó el bolsillo trasero del pantalón. Dudó. No
había olvidado la conversación que había tenido con Silvia hacía un rato,
pero el misterio de ese billete de tren lo intrigaba. En realidad, se dijo, si se
limitaba a hacer un par de preguntas no tendría por qué llamar la atención.
¿Qué importancia tenía?
Sin meditarlo más, se dirigió hacia allí.
Cuando entró en el alargado edificio de fachada verde que albergaba la
estación, un joven de unos veinticinco años lo saludó con cordialidad desde
la ventanilla.
—Hola —respondió Daniel mientras miraba en torno para cerciorarse de
que no había nadie conocido—. Mmm…, verá, estoy buscando información
sobre este billete —le explicó, y se lo tendió—. No sé si habrá alguien que
pueda ayudarme.
El dependiente cogió el pasaje y se tomó unos segundos para estudiarlo.
—¿Del setenta y cinco? ¡Uf, han pasado mil años! Fíjese, yo ni siquiera
había nacido… No sé, igual puede echarle una mano mi compañero
Roberto… Es un carcamal. Quizá ya trabajara aquí en esa época. Ahora
mismo está en la oficina.
—¿Se refiere a Roberto Gutiérrez?
—Sí. ¿Lo conoce?
Antes de contestar, Daniel se planteó si realmente deseaba ver a ese
hombre. En el pasado apenas había tenido trato con él e ignoraba cómo lo
recibiría, si es que accedía a ello. No tardó demasiado en convencerse de
que no le quedaba otro remedio que conversar con él si quería averiguar
todo lo relativo a ese billete.
—Sí, lo conozco. Si fuera tan amable, me gustaría hablar con él, gracias.
—Claro. Voy a consultárselo.
Después de devolverle el pasaje, el empleado se levantó de la silla, salió
del habitáculo y abrió una puerta al otro extremo de la sala. Daniel le vio
perderse por un largo pasillo.
Un par de minutos más tarde, el chico regresó y le hizo un gesto con la
mano.
—Sígame, por favor.
En silencio, lo guio hasta un despacho con aspecto de no haber sido
reformado en muchos años. Había dos escritorios en el centro, con sendos
ordenadores de sobremesa. Uno de los puestos lo ocupaba un señor
corpulento, calvo y con gafas ovaladas de montura plateada que se había
repantigado con escaso decoro delante del monitor. El otro estaba vacío.
—Mi compañero Roberto —anunció el chico al tiempo que lo señalaba
—. Les dejo solos.
Una vez que el joven hubo cerrado la puerta, Roberto Gutiérrez apartó
los ojos del ordenador, dejó que las gafas resbalaran hasta la punta de la
nariz y observó a Daniel por encima de ellas.
—Vaya. ¿Usted no es…?
Daniel inclinó la cabeza y arrugó el rostro, aguardando las siguientes
palabras. Roberto apoyó los codos sobre la mesa y se llevó la mano derecha
al mentón.
—Claro, ahora entiendo lo del billete ese del setenta y cinco del que me
hablaba mi compañero. No es una casualidad, desde luego. Siéntese, por
favor.
Pese al cariz de sus comentarios, Daniel no detectó maldad en su
semblante y se acomodó en la silla que le indicaba, al otro lado del
escritorio. Después le mostró el pasaje. Roberto lo examinó con interés y se
reclinó en su butaca.
—Sí, lo recuerdo bien. No es usted el primero que me lo trae.
—Ah, ¿no? —se sorprendió Daniel.
—Su madre también estuvo aquí hace muchos años. ¿No lo sabía?
—No…
—Pues sí. Fue en el setenta y seis. No recuerdo la fecha. Me dijo que lo
había encontrado en casa y que no entendía nada. Quería información.
Saber de dónde había salido.
—¿Y qué le contó usted?
Roberto abrió los brazos.
—Pues la verdad. Que su marido lo había comprado aquí el uno de
septiembre del setenta y cinco. Por la tarde, unas horas antes del asesinato
de Orduña. ¿Cómo olvidarlo, después de lo que pasó?
—Entonces ¿usted se lo vendió a mi padre?
—Sí.
—¿Y él le llegó a decir para qué lo quería?
—Hombre, pues digo yo que para viajar a Santander, ¿no? Con su amigo,
imagino.
—¿Qué amigo? —preguntó Daniel, frunciendo el ceño.
—¿Pues quién va a ser? Ese con el que iba a todas partes. Su compañero
de Aceros Campoo.
—¿Se refiere a Arturo Vallejo? ¿El que vivía enfrente de nuestra casa?
—Sí, ese. Vinieron juntos aquella tarde. Yo no los conocía demasiado,
pero todo el pueblo sabía que estaban muy unidos. Se comentaba que
andaban metidos en el mundillo sindical, con los hermanos Posadas y esa
gente, aunque no lo admitieran, por supuesto —dijo, y alzó las manos—.
Eran tiempos difíciles. Todas esas reuniones tenían que hacerlas a
escondidas para que no los cogieran. También yo creía en eso de la lucha de
clases, y sigo creyendo, pero de ahí a asesinar a Orduña para vengarse… —
Soltó una bocanada de aire, como si se preparara para dictar sentencia—.
Eso fue una salvajada.
—Entonces ¿compraron dos billetes? —quiso saber Daniel, que hizo
caso omiso de la última observación del ferroviario.
—Claro. Bueno, los compró Guillermo —se corrigió—. En realidad,
aquel día Arturo no llegó a entrar aquí, aunque justo antes los oí discutir en
la calle. No suelo estar pendiente de conversaciones ajenas, pero, en fin, esa
tarde no había ni un alma en la estación y… Ya me entiende, no pude hacer
nada por evitarlo.
Por el tono que empleó, Daniel no tuvo dudas de que Roberto era un
cotilla y que disfrutaba enterándose de cosas así. No obstante, se guardó
para sí cualquier comentario.
—¿Y qué escuchó?
—Pues no lo entendí muy bien, si he de ser sincero. Arturo hablaba de
echarse atrás de algo y Guillermo le decía que ni hablar, que tenían que ser
valientes, que era ahora o nunca. Después Guillermo entró a toda prisa y
compró los billetes, sin más. Y no volví a saber nada de él hasta la mañana
siguiente, cuando me enteré del asesinato…
Daniel se rascó la frente mientras analizaba aquellas enigmáticas
palabras.
—¿Usted sabe a qué se referían? Mi padre y Arturo, quiero decir.
—Ni idea. Beatriz también me lo preguntó.
—¿Y todo esto se lo dijo usted a la Guardia Civil en su día?
—¿Yo? Ah, no, no. Yo no me meto en la vida de los demás, y mucho
menos me dedico a sembrar dudas.
Daniel se tragó un resoplido de reproche. Aquello, a su juicio, no hubiera
sido sembrar dudas, sino simplemente facilitar el trabajo de los
investigadores.
—Una cosa. ¿Sabe si ese día había algún tren antes de las diez y media?
El hombre negó con la cabeza.
—En aquella época ese era el primero a Santander. Venía de Madrid,
como ahora.
—Vale, entonces, si lo que buscaba mi padre era una vía de escape —dijo
Daniel, pensando en voz alta—, solo podría haberlo hecho viajando en ese
tren, ¿no?
Roberto lo estudió durante unos segundos.
—No creo que el billete tuviera nada que ver con el crimen, joven. Ni
tampoco que lo sacara para huir a ninguna parte. Ya se lo expliqué a
Beatriz: ¿para qué iba a querer Guillermo escapar a Santander, si está a
menos de ochenta kilómetros de aquí? Pues menuda huida de mierda, con
perdón. Varias horas de espera y encima para coger ese tren, que siempre ha
sido lentísimo. Más de una hora tardaba en llegar. Si hubiera sido para eso,
se habría ido en coche, ¿no le parece?
—Mmm…, sí. Aunque nosotros no teníamos coche. Es verdad que estaba
la furgoneta de mi abuelo, pero mis padres solo la cogían cuando él no la
necesitaba. Y en aquellos tiempos no paró de usarla. Quería abrir una
sección de material de oficina en la librería y buscaba proveedores. De
hecho, ese día iba a viajar a Palencia.
—Ah, supongo que por eso Guillermo vino aquel verano varias veces a
comprar billetes para Torrelavega —apuntó Roberto—. Su suegro andaría
por ahí con la furgoneta.
Daniel entornó los ojos.
—No sabía que mi padre hubiese salido de Reinosa aquel verano.
—Pues sí, hizo varios viajes. Desde finales de julio. Iría a algunas de esas
reuniones clandestinas del sindicato, imagino. En general, creo que solían
verse a escondidas aquí, en Reinosa, aunque en otros sitios había más gente
como ellos, ¿sabe? De otras fábricas. Es posible que durante un tiempo se
vieran fuera del pueblo, para no llamar la atención. Ese año las cosas se
estaban poniendo muy mal y todo estaba muy revuelto —dijo, y miró al
techo con semblante evocador—. De todos modos, en el fondo no tengo ni
idea. Nunca lo pregunté. Y tampoco me lo habrían dicho, claro. Lo que sí sé
es que, hasta el uno de septiembre del setenta y cinco, Guillermo jamás
había comprado un billete con destino a Santander. Esa fue la primera vez.
Daniel se frotó el mentón, algo no encajaba. El dato sobre los supuestos
viajes de su padre aquel verano le había sorprendido. Hasta donde tenía
entendido, él jamás llegó a mencionarlo en casa.
—Una cosa. ¿Sabe usted si Arturo todavía vive en el pueblo?
Roberto lo contempló con disgusto.
—Sí, aquí sigue, pero ya es tarde para todo esto, joven. Ha llovido mucho
desde entonces. Haría bien en olvidarlo.
Daniel no respondió al consejo del ferroviario. En su lugar, se levantó, le
dio las gracias por su tiempo y le estrechó la mano.
Después, con las palabras del hombre todavía girando en su cabeza,
volvió sobre sus pasos, se despidió del chico de la ventanilla y salió a la
calle.
Aunque ya no llovía, el tiempo seguía siendo desagradable, y se detuvo
bajo la cornisa de la estación para encender un cigarrillo mientras pensaba
en su padre y en aquel halo de misterio que siempre lo envolvió, en lo
cobarde que fue al abandonarlos a su suerte.
12
Perdón
Daniel daba amplias zancadas, pero aun así le costaba seguirlo; su padre
caminaba a buen ritmo, con ansiedad, y solo echaba un vistazo por encima
del hombro de vez en cuando, como para constatar que no los separaba
demasiada distancia. Desde que había ido a buscarlo a la casona tras la
concentración, no habían cruzado palabra alguna, más allá de un breve
saludo, y Daniel apenas podía contener la angustia tras la fría despedida que
le había dedicado David.
Subieron los peldaños de la escalera envueltos en un completo silencio y,
nada más alcanzar el rellano, la puerta del piso se abrió. En el umbral
apareció Beatriz, vestida de calle y visiblemente enojada. Se agachó para
pellizcar con ternura a Daniel en la mejilla y después le lanzó a su marido
una mirada helada.
—Te han visto allí. Y también me han contado que os habéis cargado la
celebración. ¿Es que os habéis vuelto locos? ¿Y si se venga? ¿Habéis
pensado en eso?
Guillermo no respondió. Ella, tras dar un respingo de exasperación, cogió
de la mano a Daniel y lo hizo entrar.
En ese momento, el padre del niño se giró de nuevo hacia las escaleras y
Beatriz le espetó:
—¿Se puede saber qué haces?
—Tengo que irme —contestó él con voz agitada—. Hay una reunión y…
—¿Irte? No me lo puedo creer. ¡Si acabas de llegar! ¿Es que esos no
saben hacer nada sin ti o qué?
Daniel maldijo para sus adentros. Otra discusión. Hacía ya un tiempo que
su padre se ausentaba de casa repentinamente alegando que tenía una
reunión. Eludía las preguntas acogiéndose a motivos de seguridad, algo de
un deber de secreto que no podía quebrantar bajo ningún concepto.
—Hay asuntos urgentes —adujo Guillermo críptico.
—Siempre lo mismo.
—Sabes de sobra que este verano no está siendo normal. El futuro de la
fábrica, la muerte de Jesús…
—¿Y cuándo estarás conmigo? ¿Es que ya te doy igual?
El hombre pasó por alto el reproche y se limitó a hacer un gesto rápido de
despedida. Luego comenzó a bajar los escalones. Desapareció en un recodo
de la escalera y durante unos segundos solo se oyó el eco de sus pisadas.
Después la puerta del portal se cerró con estrépito y todo quedó en silencio.
Fue entonces cuando Daniel pensó en todo el daño que les estaba
provocando, en que quizá ya no podría volver a jugar con David, y el labio
inferior empezó a vibrarle.
—¿Estás bien, cariño? —le preguntó su madre mientras se agachaba y le
acariciaba el pelo.
El niño asintió despacio con la cabeza y luchó por mantener a raya las
lágrimas. No quería llorar delante de ella ni revelarle lo que había sucedido.
Sabía que, si lo hacía, solo incrementaría su sufrimiento, y bastante tenía
ella.
—¿Y Ramón? —acertó a balbucear. Necesitaba a su hermano más que
nunca. Con él sí podría ser sincero.
Beatriz le besó en la frente.
—Está con los abuelos, mi amor. Vendrá luego. ¿Por qué?
Daniel sintió que las fuerzas le flaqueaban y que aquel dolor inabarcable
se le derramaba por todo el cuerpo y lo ahogaba. No pudo contenerse y, tras
dejar escapar un gemido, estalló en sollozos.
—David… No sé si volveré a verlo, mamá…
Ella lo miró con preocupación.
—¿Por qué dices eso, Dani?
—Porque… porque…
Entre lágrimas e hipidos, acabó contándole lo que había ocurrido esa
tarde, y después se echó a sus brazos y hundió el rostro en su pecho.
—Cariño… —susurró ella con voz entrecortada—. No llores, por favor,
no llores. Hablaré con tu padre. Encontraremos una solución…
Su madre se pasó toda la tarde intentando consolarlo. Le aseguró una y
otra vez que todo se arreglaría. Según ella, eso eran cosas de mayores, no de
niños. Además, ¿cómo iba a dejar David de ser amigo suyo por algo así?
Al final, él la creyó y logró calmarse. Cuando Ramón volvió, jugaron
juntos en la alfombra de la habitación de este mientras esperaban a que su
padre regresara. Sin embargo, dieron las ocho y media, la hora a la que
solían cenar, y aún no había aparecido. Después de aguardarlo durante un
cuarto de hora, empezaron sin él.
A las nueve oyeron que la puerta principal se abría.
—¿Se puede saber dónde estabas? —masculló Beatriz sin levantarse de
la silla de la cocina.
Guillermo avanzó con rapidez por el pasillo y pasó de largo en dirección
al dormitorio.
—¿No piensas venir o qué? —le gritó ella.
—Voy a cambiarme.
Al cabo de un par de minutos, Guillermo entró en la cocina. Se había
puesto el pijama y, al sentarse, dirigió una mirada hosca hacia su plato, que
estaba vacío.
—¿Hay algo de cenar?
Beatriz resopló con amargura.
—Ah, algo para cenar. Eso es todo lo que te preocupa, ¿no?
—Estaba con los de… Bueno, ya lo sabes.
—¡Pues mira lo que has conseguido gracias a ellos! Ahora tu hijo no
puede volver a la casona. ¿Estás contento?
Guillermo no contestó y Daniel, que había clavado las pupilas en los
cuadrados rojos y blancos del mantel, intuyó que su padre lo estaba
mirando.
—Te recuerdo que tienes trabajo gracias a los Orduña —prosiguió ella—.
Y si Lorenzo se cabrea y os despide, ¿qué, eh? ¿Lo has pensado?
—No puede echarnos a todos. Y Jesús…
—Ya, y si te echa a ti, ¿qué haremos? ¿Eh? ¿Qué haremos? —le cortó
Beatriz—. ¡Me importan un bledo los demás! No digo que tengáis que pasar
por alto la muerte de Jesús, pero las cosas no se hacen así. Os estáis
pasando. Y mira al pobre Dani. ¿Te parece bien esto? Espero que vayas a
hablar con él.
Guillermo entrecerró los ojos.
—¿Hablar con quién?
—¿Con quién va a ser? Con Lorenzo. Para disculparte.
—¿Disculparme? ¿Te has vuelto loca? Además, aunque quisiera, mañana
no irá a trabajar. Nos lo dijo el otro día: estará con los Suárez. Y el martes
tampoco, tienen una cacería por ahí. Cosas de ricos.
—Pues si hace falta te presentas en su casa, que ya sabes por dónde se va.
Lo solucionarás por el bien de tu hijo. Esto no se puede quedar así. No
pienso consentirlo.
Guillermo soltó un gruñido y fue hacia la nevera.
En ese momento, mientras él les daba la espalda, Beatriz les hizo un
gesto a los niños para que fueran a acostarse. Ellos la obedecieron y
salieron al pasillo.
Cuando se estaban alejando, Daniel oyó la respuesta de su padre.
—No sé. Veré lo que puedo hacer.
23
Arturo
Había sido un cliente de Casa Vejo quien había puesto a Héctor sobre aviso.
Eso fue lo que el sargento Blanco le dijo a Daniel cuando el cementerio
quedó en calma, y él no pudo sino acordarse del tipo que lo había mirado de
soslayo desde la barra de la cafetería. Según Blanco, el hombre, que era
amigo íntimo de Héctor, los había visto salir juntos de la cafetería y los
había seguido hasta allí. Después había ido a la casona a informar al padre
de la chica, y Héctor, acompañado de Laura, se había dirigido a toda prisa al
cementerio.
—Suerte que estábamos de patrulla y los vimos venir corriendo.
Daniel cabeceó y le dio las gracias por su intervención.
—Cuanto menos se trate con esa gente, mejor —le recomendó Blanco—.
Para evitar problemas. Bueno, nosotros tenemos que irnos. No se olvide de
lo de esta tarde, por favor.
—Sí, no se preocupe. Adiós.
Una vez solo, Daniel terminó de tranquilizarse y recolocó las flores sobre
la tumba de su madre. Se estaba levantando un viento gélido, que cortaba el
aliento, y en el cielo ya no quedaba ni rastro del sol, solo un manto cárdeno
que amenazaba tormenta.
Al cabo de cinco minutos, la lluvia comenzó a arreciar y a calarle los
huesos. No llevaba paraguas, pero no le importó; recibió el aguacero con
apatía, casi como una consecuencia lógica de su estado de ánimo, y le rondó
por la mente la absurda idea de que aquellas gotas que impactaban contra
las tumbas de su madre y de su abuelo representaban el dolor de su familia,
que, desde el cielo, sufría lo indecible ante el enésimo incidente derivado de
aquel pasado que se resistía a caer en el olvido. Treinta y dos años: una
eternidad y, al mismo tiempo, nada.
Un cuarto de hora después llegó a casa chorreando y, tras saludar, se fue
directo a la ducha.
Durante la comida se centró en disfrutar de los suyos y no se refirió al
episodio del cementerio hasta que, terminados los postres, Isabel se retiró a
su cuarto entre bostezos. Ramón y Silvia, que no estaban enterados de lo
ocurrido, recibieron la noticia con indignación. Aunque Ramón ya le había
advertido de que esa gente no se tomaría bien que se relacionara con Elena,
reconoció que no esperaba una reacción así, tan desproporcionada, y Silvia
lo secundó.
—Al menos la hija no es como ellos… —apuntó ella mientras revolvía el
café—. Bueno, a decir verdad, Laura nunca ha sido tan agresiva como su
madre y su marido. Ellos… en fin.
Daniel asintió y consultó la hora.
—¿Tienes prisa? —le preguntó Ramón.
—He quedado con el sargento Blanco. Por el tema de los rayones en el
coche.
—Nosotros iremos a visitar a la abuela Amparo. Nos vemos luego,
entonces.
Media hora más tarde, cuando ya había parado de llover, Daniel atravesó
el aparcamiento del cuartel y saludó al agente que estaba a la entrada.
—Tengo una reunión con el sargento Blanco.
El hombre inclinó la cabeza y lo guio hasta una puerta de madera
desgastada.
—Sargento, ¿se puede?
—Pase.
Blanco estaba sentado al otro lado de un pequeño escritorio atestado de
carpetas y papeles. Tenía el auricular de un teléfono fijo pegado a la oreja.
—Puede irse, González —le indicó a su compañero para, a continuación,
despedirse de la persona que estaba al otro lado de la línea.
Tras colgar, el sargento entrelazó los dedos y miró a Daniel.
—Siéntese, por favor. Precisamente estaba hablando de usted.
Daniel alzó las cejas mientras tomaba asiento en una silla de color gris.
—Con el teniente Francisco Alcalá —aclaró Blanco—. Esta mañana
usted me dijo que se acordaba de él, ¿no?
—Sí. Fue uno de los que investigaron la muerte de Lorenzo Orduña.
—Exactamente.
Se hizo un breve silencio mientras el sargento se recolocaba en su butaca.
—Verá, estoy preocupado por esos rayones en su coche y lo que me ha
dicho esta mañana —reconoció con semblante serio—. Puede que no sea
nada, pero siempre me ha gustado ser precavido y…
—¿Qué era lo que tenía que contarme? —lo interrumpió Daniel
impaciente.
El sargento le dedicó un gesto de irritación antes de contestar.
—Esta mañana ya le expliqué que, hace seis años, cuando supe que me
iban a trasladar a Reinosa, llamé a Alcalá. Ese fin de semana fuimos a cenar
para celebrar mi ascenso, y entonces me habló de un caso que había
investigado aquí en los años setenta. Yo no tenía ni idea de a qué se refería,
claro.
—El de mi padre…
—Correcto. Me comentó que en aquella época él trabajaba en el Servicio
de Información de Santander, lo que entonces se conocía como «la
brigadilla». Una especie de antecedente de la policía judicial actual, para
que me entienda. En principio, lo que dijo tampoco era especialmente
relevante. Ya ve, un asesinato… No era algo tan extraño, y menos en
aquellos tiempos. El problema fue cómo lo dijo.
Daniel frunció el ceño.
—¿A qué se refiere?
—Lo dijo…, no sé, sombrío. Sí, esa es la palabra. Le pregunté por el
asunto un par de veces más y, cuando ya llevaba encima unas cuantas
cervezas, me acabó confesando sus dudas sobre aquella investigación.
—¿Sus dudas? ¿Qué quiere decir?
Blanco chasqueó la lengua.
—Alcalá creía que lo habían cerrado en falso —murmuró.
Daniel se levantó como un resorte y apoyó las manos en el escritorio.
—¿Cómo que en falso?
—Haga el favor de sentarse.
Intimidado por el tono autoritario del guardia civil, Daniel obedeció y
aguardó la respuesta del hombre.
—El teniente Alcalá se lo podrá explicar todo mucho mejor que yo.
Después de lo de esta mañana, intenté contactar con él, pero no conseguí
localizarlo. Y hace un momento me ha devuelto la llamada.
—¿Y qué es lo que le ha dicho? —preguntó Daniel, sin alcanzar a
comprender por qué el sargento estaba siendo tan directo y sincero con él
sin apenas conocerlo.
Blanco torció el gesto.
—Verá, aquella vez, en la taberna, el teniente Alcalá fue muy claro:
siempre pensó que se les había escapado alguien, un segundo implicado, o
incluso más gente. Que habían sucedido más cosas de las que supieron ver.
—Se detuvo y lo escrutó—. No sé si eso será cierto, pero me inquieta que lo
sea y que ahora pueda traer problemas, cuando yo soy el responsable en
Reinosa, ¿entiende?
Daniel, alterado por la revelación del sargento, no pudo contenerse y
masculló:
—¿Y Losada? ¿Por qué no hizo nada el jefe de Alcalá si su segundo creía
que se les estaba pasando algo? ¿Dónde está ahora?
Blanco bajó los ojos.
—El cabo Losada falleció en el setenta y seis durante un tiroteo. Un
asunto de drogas, nada que ver con esto.
Se hizo un silencio incómodo que el propio sargento rompió segundos
después.
—Espero que no le moleste, pero le he pedido al teniente que lo reciba
mañana en la comandancia, en Santander. Para hablar del asunto. Quiero
que se lo repita usted todo, sin dejarse ningún detalle. Lo espera a las doce.
¿Le viene bien?
Daniel lo miró desconcertado.
—Sí, pero… ¿ustedes creen que el responsable de los rayones puede ser
alguien que estuvo implicado en el caso?
Blanco se encogió de hombros y se reclinó en el asiento.
—Puede que no haya motivo para alarmarse. De hecho, es lo más
probable. Pero ya le he dicho que me gusta ser precavido, y si usted no tiene
inconveniente…
—Allí estaré —se comprometió Daniel tras sopesarlo unos segundos.
—Perfecto. Yo no podré acompañarlo, pero estoy a su disposición si
necesita cualquier cosa. Y no comente con nadie lo que le he contado. Es
confidencial —le advirtió el teniente.
Daniel asintió y, acto seguido, Blanco cogió una carpeta de cartón.
—Bueno, vamos con el atestado de esta mañana. ¿Ha traído la póliza?
29
Encender la mecha
Los Somoza tenían la costumbre de almorzar casi todos los días en casa de
los abuelos, donde los esperaba la comida que Amparo preparaba con
esmero. Solían hacerlo alrededor de las dos y media, con la librería ya
cerrada y Guillermo de regreso de Aceros Campoo; cuando tenía turno de
tarde, él comía antes, solo, y ya no volvía hasta las diez y media de la
noche. Durante el verano también mantenían esa rutina; únicamente la
habían suspendido durante unos pocos días de agosto, cuando Beatriz y
Guillermo cogieron unas breves vacaciones y se fueron con los niños a
visitar a los abuelos paternos en León. Desde entonces, ella se había
dedicado a trabajar con ahínco en la librería, intentando sacarla adelante, y
él había retomado su jornada en la empresa de los Orduña, pues hasta
mediados de septiembre no tendría más días libres.
Ese mediodía, el padre de Daniel apareció más tarde de lo habitual, y lo
hizo con un aspecto espantoso. En su rostro, macilento, sobresalían unas
ojeras pronunciadas, y el párpado del ojo izquierdo le subía y le bajaba en
una especie de tic.
—¿Dónde te habías metido? —lo interpeló Beatriz con sequedad cuando
él entró en el comedor, donde estaban sentados a la mesa—. Mi madre te ha
visto esta mañana por la calle. ¿No tenías que estar en la fábrica?
Guillermo le lanzó a su suegra una mirada aviesa.
—Me han echado —contestó entre dientes mientras dejaba su mochila en
una silla y sacaba el papel en el que se le comunicaba el despido.
—¿Cómo? —exclamó Beatriz, perpleja, al tiempo que se levantaba y le
arrancaba el documento de las manos. Se detuvo unos instantes para leerlo
y luego pateó el suelo—. ¡Dios, Dios…! Ha sido por la maldita
concentración, ¿verdad?
Guillermo no respondió, aunque su silencio resultó esclarecedor.
—¡Te lo dije! —estalló ella, y lo golpeó en el pecho con el dedo índice
—. ¡Te lo dije! ¡Estabais jugando con fuego! ¿Y ahora qué? ¿Eh? ¿Qué
hacemos?
El hombre agachó la cabeza y comenzó a revolverse el pelo con
nerviosismo. Luego, como si pudiera servir de consuelo, murmuró con tono
sombrío:
—También han despedido a Ernesto…
Pero aquello a Beatriz, según dijo, le traía sin cuidado.
En ese momento, los abuelos se pusieron de pie y se colocaron al lado de
su hija.
—Hablad con Federico Setién —le dijo Julián a su yerno con voz
metálica—. Él sabrá qué hacer.
Guillermo torció los labios y en su rostro se dibujó una expresión de
desdén.
—Esto no va de derecho, sino de respeto. Y eso no se gana en los
tribunales.
—Déjate de bobadas. Que Federico presente una demanda. Así es como
se hacen las cosas.
El padre de Daniel soltó un gruñido y acabó reconociendo que esa tarde
habían quedado con el abogado para comentar el asunto.
—Entonces ¿tenéis reunión del sindicato? —inquirió Beatriz—. Si es así,
quiero ir —agregó con firmeza.
—Ya estamos… Es secreto, ¿entiendes? Se-cre-to. No sé cuántas veces
tengo que repetirlo.
Las mejillas de la mujer se encendieron.
—Os sentís muy hombretones e importantes yendo todos juntos a
escondidas a esas reuniones, ¿verdad? Pues dais pena. Dais pena. Y no solo
es tu vida lo que está en juego. Piensa en tus hijos. Además, si ya habéis
quedado por la tarde, ¿se puede saber qué hacías esta mañana por ahí? ¿Por
qué no viniste a verme?
—Porque teníamos otras reuniones. Nos habían despedido a Ernesto y a
mí, ¿qué querías?
Julián le hizo un gesto apaciguador a su hija, que había enrojecido por
completo y parecía a punto de emprenderla a golpes con Guillermo.
—Venga, Bea, vamos a comer. Cuando la cosa se calme un poco, puede
que Lorenzo rectifique. No sería el primer empresario que lo hace. De
momento tendremos que tirar todos de la librería. Mañana he quedado en
Palencia con un proveedor de material de oficina. Con este panorama y lo
poco que vendemos últimamente, ya no hay alternativa, hija: tenemos que
dedicar una parte a papelería.
El tono afligido de Julián revelaba que aquello representaba una auténtica
catástrofe para él; remodelar el negocio implicaría desprenderse de una gran
porción de los volúmenes que atesoraba, el principal motivo de orgullo del
librero. Había estado resistiéndose a ese cambio durante meses, trabajando
incluso las tardes de verano, pero ya se había rendido a la evidencia.
Ella asintió con aire de lástima y se sentó. Daniel, que esperaba que su
padre hiciera lo mismo, se sorprendió al ver que este recuperaba su mochila
y se la colgaba al hombro, como si no fuera a quedarse a comer, a pesar de
que acababa de llegar.
—Papá, ¿te marchas? —se atrevió a preguntarle confuso.
—Voy con Arturo. Necesito pensar.
38
Niebla negra
Daniel se calzó las deportivas, comprobó que había metido las llaves en el
bolsillo de la sudadera y salió de casa.
Se había despertado hacía casi una hora, a las seis y media. Harto de
rodar de un lado para otro de la cama, había decidido ir a pasear tras
tomarse una taza de café. Después del golpe sufrido la noche anterior en la
cabeza, resultaba obvio que no podía plantearse correr como si nada hubiera
sucedido, tal y como solía hacer en Madrid, pero estaba convencido de que
caminar un poco a primera hora de la mañana le vendría bien y no
supondría contravenir el consejo médico ni asumir ningún riesgo. Hacer
ejercicio siempre le había ayudado a pensar con mayor nitidez, como si el
movimiento del cuerpo estimulara el de las neuronas.
El frío y la oscuridad aún reinaban en la calle, y una densa niebla que se
fundía con el resplandor de las farolas pintaba los alrededores de negro, gris
y naranja. Contuvo un escalofrío y, mientras cruzaba el paso de cebra
esquivando un charco, se subió la cremallera de la cazadora hasta la nuez.
Al erguir el mentón para no pillarse la piel, posó la vista en el bloque de
enfrente y advirtió que una luz brillaba en el piso de Arturo. Daniel se
figuró que, como él, el hombre se habría desvelado y habría sido incapaz de
permanecer en la cama, a pesar de ser domingo. Pensó que era una lástima
que hasta el lunes no pudiera contrastar con aquel abogado de Santander,
Carlos Cayón, la versión que Arturo le había dado sobre la cita que su padre
y él supuestamente concertaron en su bufete. Estaba seguro de que el
antiguo obrero le había mentido, y en poco más de veinticuatro horas
esperaba estar en condiciones de demostrarlo para, a continuación, visitarlo
de nuevo, arrinconarlo y sonsacarle la verdad. Además, ahora contaba con
el beneplácito de Ramón, y quizá también con el de Silvia. La noche
anterior, al llegar a casa, Daniel se había ido directamente a su habitación
siguiendo el consejo de su hermano, y no sabía si ella también habría
cambiado de opinión respecto a las investigaciones que él estaba realizando.
Confiaba en que así fuera.
No tardó mucho en reparar en que no era el único que había salido de
casa antes de que amaneciera. En cuanto hubo recorrido unos metros, se
topó con Federico Setién, el veterano abogado laboralista, que estaba
agachado en la acera atándose los cordones de las zapatillas. La luz de una
farola le caía sobre el rostro y le iluminaba las facciones. Los años no
habían pasado en balde para aquel hombre: el pelo le escaseaba por
diversos puntos, las patas de gallo le asolaban los ojos y su cuello era ahora
una larga papada. Aunque se hallaba en cuclillas, en su impermeable se
adivinaba una curva pronunciada a la altura del vientre. Poco quedaba del
abogado enjuto y bien parecido que, en 1975, con apenas treinta y tres años,
había sido el más joven del grupo de amigos que formaba con Guillermo,
Arturo y Ernesto.
El letrado terminó la última lazada y se puso de pie. Daniel tuvo la
impresión de que a Federico le costaba ubicarlo en la memoria, puesto que
lo examinó más tiempo de la cuenta antes de saludarlo con cierta
indiferencia.
—Daniel —le dijo finalmente con voz pastosa.
No hizo ademán de estrecharle la mano y Daniel tampoco lo intentó;
hacía años que no tenía relación con aquel hombre, ni buena ni mala, y se
limitó a corresponder el saludo. Como ninguno añadía nada, se desplegó
entre ellos un extraño silencio que se fundió con la humedad de las últimas
horas de oscuridad.
—Me alegro de verte —acabó murmurando Federico, visiblemente
incómodo, al tiempo que se metía las manos en los bolsillos del pantalón de
chándal.
—Sí, yo también.
Por cortesía, Daniel le preguntó cómo estaba, a lo que el abogado
contestó sin entusiasmo que se había jubilado unos meses atrás y que se
había trasladado definitivamente a Reinosa hacía unas semanas; ya no
limitaba sus estancias a la época estival como antaño, apuntó.
—En Santander siempre salía a correr temprano, pero aquí… Bueno, ya
empieza a hacer demasiado frío. A veces hay hasta placas de hielo. Creo
que pronto lo dejaré —agregó, y echó una ojeada a la indumentaria
deportiva de Daniel, como si quisiera advertirle de que no se confiara a la
hora de hacer ejercicio por aquella gélida localidad—. En fin, sigo, que en
un rato vienen mis hijos con los nietos. Hasta luego.
En realidad, a Daniel le habría gustado hablar con él del verano de 1975,
recabar su versión sobre lo ocurrido, pero entendió que, a las siete y media
de la mañana de un domingo, seguramente no era el mejor momento. Se
despidió de él y estuvo caminando durante casi dos horas a lo largo y ancho
de Reinosa sin apenas cruzarse con nadie.
Cuando el sol ya escalaba el horizonte y la niebla casi se había
desvanecido, enfiló la avenida Castilla y se dejó caer por las inmediaciones
de la casona de los Orduña. Ese día iba a celebrarse la comida por la venta
de la fábrica, según le había comentado Ramón la tarde anterior, y aunque
encontrarse con David o alguno de los miembros de esa familia era lo
último que deseaba, una fuerza interior nacida de lo más hondo de su ser lo
arrastraba hacia allí como un imán.
Se acercó con cautela, escudriñando los ventanales en busca de
movimiento.
—¿Qué coño haces?
Daniel dio un bote, sobresaltado, y buscó con la mirada al propietario de
aquella voz.
Descubrió que se trataba de Marcos Orduña, que se hallaba en los
jardines de la casona, a unos cinco metros del portón y algo escorado. Por
eso no lo había visto. Iba vestido de calle, con unos vaqueros grises y una
cazadora gruesa y acolchada del mismo color, y un cigarrillo encendido le
colgaba de los labios. Pese a haber entrado en la setentena, Daniel
comprobó que no había perdido ese punto atractivo de galán que siempre lo
había caracterizado; conservaba intacta su tupida mata de pelo, aunque
ahora muy encanecida, y mantenía el porte enhiesto y elegante, con el
rostro impecablemente afeitado.
—Nada, paseo —le respondió, desafiante.
Marcos entrecerró los ojos y en ese momento, a su lado, apareció su
cuñada, Ángeles, que echó a andar hacia el portón con zancadas decididas.
La mujer, que parecía menos alta que en su juventud por caminar
ligeramente encorvada, debía de rondar ya los setenta y cuatro años, pero en
sus ademanes coléricos no se advertía signo alguno de senectud. En ese
momento llevaba el pelo corto, por encima de las orejas, y mantenía el color
negro azabache, a todas luces producto de un tinte. Iba ataviada con un
pantalón de pijama de franela y un plumífero azul que le cubría un poco
más abajo de la cintura y la protegía del frío que aún congelaba Reinosa.
Daniel no pudo estudiarla mucho más, puesto que ella se aproximó a los
barrotes con paso furibundo y le espetó:
—¡Lárgate y pasea en otra parte! —Hizo un aspaviento—. Aquí no eres
bienvenido.
Él sintió el impulso de agarrarse al portón, que estaba cerrado, y
plantarles cara, pero en el último instante desistió; bien sabía que sería
absurdo y que nada bueno obtendría buscando pelea.
Ya se disponía a proseguir su camino cuando, al echar un último vistazo a
la casona, percibió en lo alto la silueta de alguien que se asomaba al
ventanal de la biblioteca, que tenía las cortinas descorridas. Pese a la
lejanía, le pareció que se trataba de la versión adulta de David, y el vello se
le erizó. Durante un segundo tuvo la sensación de que su antiguo amigo lo
había visto frente al portón y que sus miradas se cruzaban, como hacía
treinta y dos años. Pero fue solo eso, un segundo, quizá una mera ilusión,
pues la figura desapareció de inmediato.
Veinte minutos más tarde, Daniel se adentró en la avenida La Naval con
paso lánguido. Cuando ya encaraba el último tramo, distinguió una vez más
los rayones de su coche y profirió un improperio. ¿Quién demonios podía
estar detrás de aquello? ¿Y qué pretendía? ¿Sería la misma persona que la
noche anterior había huido por las escaleras tras llamar a la puerta del piso
de su hermano?
Como por instinto, elevó la vista hacia la vivienda de Arturo. Advirtió
que las persianas estaban a la misma altura que hacía dos horas, y que,
aunque ya era de día, las luces seguían encendidas. Le extrañó que el
antiguo amigo de su padre no las hubiera apagado y, al recordar el estado en
el que lo encontró la mañana anterior, se preguntó si no le habría ocurrido
algo. Se planteó la posibilidad de llamar al timbre para asegurarse de que
estaba bien. Consultó su reloj. Aún era muy temprano y, a fin de cuentas, no
podía descartar que el hombre, tras desvelarse, simplemente se hubiera
quedado dormido, o que incluso todavía estuviera en la cama y se hubiera
dejado las luces dadas al acostarse. Se convenció de que no había motivos
para alarmarse y siguió su camino.
En casa solo encontró a Ramón. Estaba sentado en la cocina, con una
taza de café humeante en las manos, y parecía enojado.
—¿Dónde estabas?
—Dando una vuelta, ¿por?
—¿A estas horas?
—Bueno, no podía dormir y…
—La próxima vez deja una nota, por favor. Después de lo de ayer…
—Ya. Tienes razón, perdona.
Daniel fue a su habitación a dejar el abrigo. Después tomó asiento frente
a su hermano.
—¿Y Silvia e Isabel? ¿No están?
No las había visto en el breve trayecto que había hecho hasta el
dormitorio.
Ramón dio un sorbo a la taza de café. Luego, alicaído, respondió:
—Se han marchado. Hace quince minutos.
—¿Tan pronto? ¿Adónde?
—Ayer discutimos, Silvia y yo. No entiende que ahora esté de tu parte,
que te apoye en todo esto. No quiere que sigas enredando.
—No estoy enredando, Ramón —replicó Daniel—. Esto nos incumbe a
todos. No es un capricho, y tú lo sabes.
Por la expresión de desconsuelo que apareció en el rostro de su hermano,
Daniel comprendió que no era necesario insistir, y que lo que realmente le
preocupaba era la posibilidad de que aquello, de un modo u otro, afectara a
su matrimonio. De hecho, ya había comenzado a hacerlo, a juzgar por sus
palabras.
—Creo que lo acabará entendiendo, pero… —Resopló—. Se ha ido a
Suances a ver a su hermana. Con la niña. Me imagino que para
desahogarse.
Daniel lo miró con lástima y se colocó los dedos en las sienes,
meditabundo.
—Yo no quiero causaros problemas, de verdad. Todo esto… No sé, tal
vez sea mejor que no vaya a Santander… —se oyó murmurar, como si
quien hubiera pronunciado aquellas palabras fuera otra persona.
Pero Ramón sacudió la cabeza.
—No, nada de eso. Lo que me contaste ayer… Es mejor que hables con
ese guardia civil. Además, fue Blanco quien te lo pidió, ¿no? No es algo
que eligieras tú.
—Sí, pero…
—Que ese hombre te cuente lo que sea y luego ya veremos qué hacer —
zanjó Ramón—. En un rato, cuando hayan llegado a Suances, llamaré a
Silvia por teléfono. Intentaré explicárselo otra vez. Si sigue sin estar de
acuerdo, bueno, quizá lo dejemos estar, como dices. Y en ese caso, esta vez
cumplirás tu palabra —añadió con tono terminante.
Daniel, que confiaba en que aquella situación no llegara a darse, se vio
obligado a asentir y no dijo nada. Después, aparentemente satisfecho,
Ramón se levantó y le ofreció una taza de café y un par de magdalenas.
Al filo de las diez y media, cuando ya habían desayunado y se había dado
una ducha, Daniel se preparó para viajar a Santander. Antes de marcharse,
pasó de nuevo por la cocina para despedirse.
—Espero que vaya bien con Silvia —le deseó a su hermano desde el
umbral de la puerta.
Ramón, que seguía allí con aire alicaído, forzó una sonrisa.
—Gracias. Que tengas suerte con ese teniente.
—Sí, luego hablamos.
Ya en la calle, Daniel se aproximó a su coche, cuya carrocería rayada
centelleaba bajo el sol. Antes de subirse, miró hacia el piso de Arturo. Las
luces todavía estaban encendidas. Pensó una vez más en aquel hombre y en
lo que podía estar escondiendo. ¿Habría estado involucrado en el asesinato
de Lorenzo Orduña? ¿Y otras personas del sindicato, como le había
deslizado Mercedes en la residencia?
Se acordó entonces de la conversación que la abuela Amparo mantuvo
con Ernesto Posadas en el parque la tarde previa al asesinato, el 1 de
septiembre de 1975. En su día, con poco más de ocho años y un
desconocimiento casi total de los hechos que se estaban produciendo a su
alrededor, fue incapaz de entender el significado de las crípticas palabras
que había pronunciado el hermano del fallecido Jesús.
Ahora, después de todas las averiguaciones que había hecho, dudaba
sobre lo que aquel hombre quiso decir.
40
Presión
Acababan de dar las seis y media de la tarde, y ya hacía más de dos horas
que Beatriz y el abuelo Julián se habían marchado a la librería. Daniel y
Ramón se habían quedado en casa con la abuela Amparo y trataban de
distraerse jugando a las chapas, pero los últimos acontecimientos lo hacían
muy difícil. Daniel no dejaba de pensar en su padre, que al mediodía les
había anunciado de forma abrupta su despido de la fábrica y después había
salido corriendo a reunirse con su amigo Arturo sin ni siquiera comer algo.
Desde entonces no habían tenido noticias de él.
—Venga, os preparo unos bocadillos y vamos al parque —propuso
Amparo—. No podemos estar así todo el día.
Ellos no mostraron entusiasmo, a diferencia de lo que habría ocurrido en
una situación normal, pero tampoco se negaron. Al cabo de veinte minutos
llegaron al parque. Allí se toparon con Ernesto, que estaba sentado en un
banco con aire ausente. Al verlo, Amparo indicó a los niños que se
divirtieran un rato y se apresuró a tomar asiento junto al hombre. Daniel y
Ramón la obedecieron, pero la proximidad de los columpios y el escaso
ímpetu que pusieron en impulsarse les permitió escuchar gran parte de la
conversación que la mujer inició enseguida con el obrero.
Primero oyeron que ella se interesaba por el reciente despido de Ernesto
y la situación en que lo dejaba. El hombre le restó importancia con un gesto
y vino a decir que ya contaba con ello desde hacía tiempo. A fin de cuentas,
adujo con amargura, el papel que había asumido en el sindicato tenía sus
riesgos y contrapartidas. Aun así, con la ayuda de su abogado, Federico
Setién, tenía la esperanza de poner remedio a la drástica decisión que había
tomado el empresario y recuperar su puesto de trabajo. Lo que le había
cogido por sorpresa, reconoció, era que Lorenzo hubiera echado también a
Guillermo, pues no era este quien llevaba la voz cantante en la lucha por los
derechos de la clase obrera; en realidad, tan solo se trataba de un trabajador
afiliado más que arrimaba el hombro y colaboraba con sus compañeros en
la persecución de ese objetivo común. Era cierto que, en ocasiones, durante
las reuniones, dejaba entrever ciertos delirios de grandeza y que tenía
ocurrencias un poco extravagantes y demasiado peligrosas para todos, muy
arriesgadas, añadió, pero eso Lorenzo no podía saberlo.
Si a su abuela Amparo le chocó que el hombre le hablara tan a las claras
de la existencia de aquella organización clandestina y del rol que su yerno
desempeñaba en ella, no lo demostró en absoluto. Se mantuvo impertérrita,
y luego preguntó:
—¿Delirios de grandeza?
Ernesto agitó la mano en el aire.
—Bah, nada importante. Ya sabe usted que le tengo aprecio, pero a veces
se cree que es el más listo de todos, se piensa que sus ideas cambiarán el
mundo. Por ejemplo, un día me aseguró que estaba cerca de lograr que la
fábrica se vendiera a los alemanes, que tenía un plan para conseguirlo. —
Puso los ojos en blanco—. Menuda gilipollez. Hará casi dos meses de eso.
Menos mal que dejó de decirlo, porque no soporto cuando se hace el
interesante sin ningún sentido. En fin…
Daniel, que lo observaba todo con atención, vio que su abuela asentía con
la cabeza, como si aquel comportamiento no le extrañara en absoluto.
—Pero ¿qué es lo que ha sucedido? —inquirió ella.
El obrero se pasó la mano por la frente y le contó que, aunque Lorenzo
había anunciado que esa semana ni Marcos ni él irían a la empresa, lo cierto
era que esa mañana el empresario se había presentado en la fábrica. Según
Ernesto, lo vieron llegar sobre las diez, solo, sin su hermano y destilando
una cólera que asustaba, como si la hubiera estado acumulando durante toda
la noche y se hallara a punto de implosionar. Nada más irrumpir en la nave,
el empresario buscó a Guillermo por las instalaciones y, en cuanto dio con
él, le ordenó que lo acompañara a su despacho. Ante la estupefacción de los
demás, este echó a andar muy ufano, demasiado quizá, con la espalda recta
y la mirada desafiante, y Lorenzo se encerró con él dando un portazo.
Guillermo salió de allí al cabo de un par de minutos con el rostro inflamado
y una carta arrugada en la mano. En ella se le comunicaba el despido.
El siguiente en desfilar por ese despacho, según explicó Ernesto, había
sido él mismo, a requerimiento del empresario y en calidad de presunto
organizador de la concentración del domingo. En cuanto la puerta se cerró,
Lorenzo Orduña comenzó a lanzarle todo tipo de improperios, pero él no se
dejó pisotear y le hizo frente; agarró a aquel imbécil de la pechera y,
cansado de sus bravuconadas, lo amenazó con pasarlo a cuchillo o
guillotinarlo, como en la Revolución francesa. Lorenzo forcejeó y consiguió
soltarse. Después, este dio un paso atrás y, temblando de ira, cogió la carta
de despido que tenía sobre la mesa y se la arrojó a la cara con desprecio.
Ernesto soltó una risotada metálica.
—Me marché de allí sin más. Igual el hijo de puta de él pensaba que iba a
arrodillarme y a besarle los pies, no te jode. El muy cretino aún no se ha
dado cuenta de que sin nosotros no es nada. Pero ya verá, ya. Federico va a
recurrir el despido y le reclamará todos los daños y perjuicios habidos y por
haber. Y también está pendiente lo que le pasó a mi hermano. El juzgado ya
está investigándolo. Este tío se va a enterar. Va a tener lo que se merece.
Amparo lo miró con escepticismo.
—¿Tú crees que irá a la cárcel por lo de Jesús?
Daniel redujo aún más el ritmo de su balanceo en el columpio para no
perder detalle de la respuesta del hombre, que escrutó a la mujer con
semblante torvo.
—No tengo demasiadas esperanzas, no te voy a mentir —reconoció este
pasando al tuteo—. Un obrero muerto no es tan importante, al parecer. Pero
sí espero darle guerra y complicarle la vida. Jodérsela para siempre, a ser
posible. Por mi hermano. Y en la fábrica tampoco lo tendrá fácil:
organizaremos huelgas y manifestaciones, una tras otra. Ya verás: pronto
aprenderá que con nosotros no se juega.
Amparo se estremeció, probablemente consciente de que, con toda
seguridad, su yerno se vería envuelto en ese siniestro panorama que
pronosticaba Ernesto.
—También recurriremos el despido de Guillermo, por supuesto —repuso
él—. Ya me ha dicho que está de acuerdo. —Hizo una pausa y se levantó—.
Tened paciencia, Amparo. Si todo va bien, en unos meses habremos sacado
al gilipollas ese del tablero y nosotros estaremos dentro, y encima con una
buena pasta en el bolsillo. Ah, y si Franco la palma por el camino, pues
tanto mejor. Es el consuelo que me queda después de la muerte de Jesús.
41
Francisco Alcalá
Alcalá salió de su despacho a toda prisa y volvió dos minutos después junto
a una joven de unos veinticinco años que llamaba la atención por su
esbeltez y la resolución que emanaba de sus grandes ojos color azul cielo.
Llevaba el pelo recogido en una larga cola de caballo rubia que se
bamboleó cuando entró en la estancia.
—Mi compañera, la cabo Nuria Herrera —se la presentó el teniente.
—Encantado —se apresuró a decir Daniel al tiempo que le ofrecía la
mano para estrechársela.
Tras coger un grueso expediente y meterlo en una mochila negra que se
colgó al hombro, Alcalá los apremió para que lo siguieran a la calle. La
cabo y él saldrían de inmediato hacia Reinosa, anunció.
—Usted váyase a casa, Daniel. Y le ruego que sea discreto.
—Pero ¿qué ha pasado? Dígame algo. ¿Lo han matado? —inquirió él con
el corazón desbocado cuando franqueaban la puerta que daba al
aparcamiento exterior. Había estacionado su coche fuera del perímetro de la
comandancia, en un lateral de la carretera general que discurría más allá del
edificio, pero no tenía la menor intención de separarse de ellos, que se
dirigían raudos hacia un Nissan Primera gris metalizado que había a unos
metros, en batería.
—Ahora no tenemos tiempo —replicó Alcalá, y lanzó un manotazo al
aire—. Haga el favor de marcharse, ya nos veremos. Conduzco yo, Nuria.
El teniente y la cabo se subieron al vehículo y lo dejaron allí plantado sin
posibilidad de discutir. Tuvo que resignarse a contemplar cómo el Nissan se
ponía en marcha y se perdía en la carretera mientras él se decía que el
fallecimiento de Arturo no podía tratarse de una mera casualidad: no le
parecía probable que, justo en ese momento, cuando él había comenzado a
indagar en los sucesos del verano de 1975, el amigo de su padre muriese
por causas naturales. Además, el aviso que el hijo de aquel hombre había
dado a la Guardia Civil al encontrar el cadáver resultaba más que
significativo. Se preguntaba qué habría ocurrido.
Se disponía a abandonar el recinto de la comandancia cuando oyó unas
voces a su espalda y giró el cuello. Quienes hablaban eran cuatro agentes de
mediana edad que cruzaban el aparcamiento cargados con sendos maletines.
Iban uniformados y se dirigían a un Renault Megane blanco y verde con el
logotipo de la Guardia Civil. Daniel intuyó que eran los de criminalística,
los que siempre aparecían en la televisión vestidos con monos inmaculados.
Aquello confirmaba que no se había equivocado: alguien había matado a
Arturo o, cuando menos, existían indicios de criminalidad, lo que exigía la
presencia de esa gente. Se metieron en el vehículo y se esfumaron de allí.
Daniel, decidido a enterarse de lo que había sucedido, se dio prisa en
franquear la barrera. Tras despedirse del agente sentado en la garita, se
encaminó hacia su coche. Debía apresurarse si no quería llegar demasiado
tarde al piso de Arturo, donde se suponía que había perdido la vida. De
repente, se acordó de las luces que había visto esa mañana en las ventanas
de la casa. ¿Llevaría muerto desde entonces?
Al cabo de unos minutos ya estaba sentado en su Audi. Como era de
esperar, en el horizonte, al fondo de la carretera, ya no había ni rastro de los
miembros de la policía judicial. Encendió el contacto y comenzó a
maniobrar para incorporarse al tráfico. Desde los altavoces, Bill Evans Trio
intentó mecerlo con uno de sus temas, aunque él tenía la mente en
ebullición y apenas escuchaba.
Quiso pisar el acelerador para adelantar a tres camiones que circulaban
en fila, pero el tráfico era denso y él no disponía de una sirena que le
despejara el camino de obstáculos. Golpeó el volante con frustración y se
abandonó al parsimonioso avance de la caravana mientras cavilaba. Se le
ocurrió entonces que tal vez su padre y Arturo no hubieran sido más que la
punta del iceberg, la cara visible de una organización que recurría al crimen
como medio para cambiar las cosas. Algo parecido había insinuado
Mercedes en la residencia, y Alcalá tampoco lo había negado
categóricamente. Sin embargo, a él eso le parecía demasiado extremo,
demasiado radical incluso para su padre. Le costaba creer que se hubiera
prestado a participar en una conjura de esas dimensiones.
Al reflexionar sobre ello, cayó en la cuenta de que, antes de que el
teléfono los interrumpiera, el teniente había admitido que en aquella época
también llegaron a sospechar de Ernesto Posadas, pero ¿qué había ganado
ese hombre con la muerte del empresario? Hasta donde él tenía entendido,
nada; a lo sumo, la consumación de la venganza que ansiaba por la muerte
de su hermano, pero, en lo referente al futuro de Aceros Campoo, el
asesinato no desvió ni un ápice la ejecución de los planes que Lorenzo
Orduña había trazado para la fábrica. Los alemanes no pudieron hacerse
con ella y, en su lugar, Héctor Suárez y su padre tomaron el poder, aunque
accediendo en cierto modo a compartirlo con Marcos Orduña para no
provocar un cisma. ¿A quién había beneficiado, por tanto, aquel crimen?
Daniel no lograba verlo con claridad; tampoco el motivo por el que su padre
había insistido en reunirse con Arturo en la prisión para murmurarle
aquellas ambiguas palabras antes de confesar el crimen.
No era capaz de hallar respuestas, pero sí tenía la sospecha de que en
Reinosa había alguien desesperado, alguien dispuesto a cualquier cosa,
incluso a matar.
45
La escena del crimen
Fuera del edificio todo se mantenía igual. A pesar de que ya eran más de las
tres de la tarde, Blanco y su compañero permanecían delante del portal,
imperturbables, y, más allá, el friso de curiosos y periodistas no había
perdido un ápice de grosor. Daniel se despidió del sargento y trató de
atravesar el muro humano. Sin embargo, enseguida algunos reporteros se
abrieron paso hasta él y le tendieron varios micrófonos, como si de pronto
se hubiera convertido en alguien famoso o tuviera algo importante que
decir. Los apartó sin miramientos y después subió al piso familiar.
Fue directo a la cocina, donde encontró a Silvia, Ramón e Isabel
asomados a la ventana, que daba a la calle. Los tres se volvieron y lo
observaron con preocupación. Daniel le acarició la mejilla a Isabel para
tranquilizarla y reconoció en sus facciones la confusión que él había sentido
hacía tres décadas. Pensó que, por suerte para ella, en esa ocasión ninguna
persona cercana estaba involucrada en el crimen.
Cuando, siguiendo las instrucciones de su madre, Isabel se hubo retirado
a su habitación, abordaron el asunto. Ramón se mostró enormemente
turbado por la muerte de Arturo, de la que, por supuesto, estaban enterados,
y mientras expresaba sus inquietudes de manera atropellada no paró de
deambular de una punta a otra de la estancia, lo que acrecentó el
nerviosismo de Daniel. Por su parte, Silvia se mantuvo en el mismo sitio,
con las mandíbulas apretadas.
—¿Dónde estabas esta mañana cuando nos despertamos? —soltó ella de
repente con tono desabrido—. ¿Fuiste con él? —Señaló con el dedo índice
hacia la ventana.
Daniel se percató al instante de lo que su cuñada estaba insinuando.
—¿De verdad crees que lo maté? ¿En serio?
—¡Cuando nos levantamos no estabas aquí! —exclamó ella.
Ramón, con semblante de incredulidad, se aproximó a su esposa y amagó
con colocarle una mano en el hombro para calmarla, pero la mujer
retrocedió, se derrumbó sobre la silla y se echó a llorar, al igual que hizo la
madre de ellos treinta y dos años atrás.
—Antes he puesto la radio —gimió—. Ya está en las noticias…
—Pero, Silvia —le susurró Ramón—, ¿no ves que Dani tenía razón? ¿No
ves que aquel verano pasó algo más? Hay alguien que está matando…
Ella se incorporó de golpe, dio con la rodilla en la parte inferior de la
mesa y volcó dos vasos. El labio inferior le temblaba.
—Aquel verano… Aquel verano… ¡Estoy harta de aquel puto verano!
¿Me oís? ¡Harta! —estalló mientras el agua se derramaba y empezaba a
gotear del mantel—. Esta puta familia, este puto pueblo… ¡Y tus complejos
de mierda y tus putas mentiras…! —gritó fulminando a Daniel con la
mirada.
La cara de Ramón se tiñó de rojo.
—Dani, por favor, vete a dar una vuelta —dijo con voz grave—. Silvia y
yo tenemos que hablar a solas.
Daniel quiso protestar; deseaba ayudar a aplacar la furia de su cuñada,
pero el semblante de su hermano y sus ademanes eran terminantes. No tuvo
otro remedio que asentir y retirarse.
Nada más salir al pasillo, se percató de que la puerta del cuarto de Isabel
estaba entornada. Debía de estar oyéndolo todo. Rehízo sus pasos y,
asomándose de nuevo a la cocina, musitó:
—Hablad en voz baja. Por la niña.
47
Recuerdo de Jesús Posadas
Ernesto se había ido hacía ya un rato de Casa Vejo. Daniel planificaba sus
siguientes pasos mientras terminaba el pincho de tortilla y la Coca-Cola
cuando su teléfono móvil comenzó a vibrar. Lo sacó del bolsillo y, al
reparar en el nombre que mostraba la pantalla, el estómago le dio una
sacudida y las manos comenzaron a temblarle. Lo miró varias veces
indeciso. Temía lo que pudiera escuchar, pero, al mismo tiempo, las
esperanzas comenzaban a nacer en su interior, a llenarlo de expectativas,
como una llama que se hubiera encendido en su pecho.
Presionó el botón verde.
—¿Marta? —preguntó con estupefacción.
Percibió una respiración que le confirmó que sí, que era ella.
—¿Marta? —repitió, y por un momento lo atormentó la idea de que
pudiera haberlo llamado por error.
Otra exhalación.
—Hola —dijo ella, al fin, a media voz. Después se detuvo unos segundos
—. ¿Qué haces en Reinosa?
Él se quedó perplejo.
—¿Cómo sabes…?
—Te he visto en el periódico.
—¿En el periódico?
Con tono monocorde, Marta le explicó que a la hora de comer, al echar
un vistazo a la edición online de un diario nacional, había leído una noticia
sobre el presunto envenenamiento de un hombre en Reinosa, en la avenida
La Naval, la calle en la que ella sabía que vivían Ramón, Silvia e Isabel.
Como la publicación proporcionaba muy pocos datos, había accedido a la
web del periódico regional de referencia en Cantabria, y ahí había
encontrado más información y, en particular, una foto en la que aparecía él.
—Parecías estar saliendo del edificio que hay enfrente de la casa de tu
hermano. ¿Se puede saber qué está pasando? Creí que… —Se interrumpió
y suspiró—. En realidad, da igual.
En sus palabras, además del interés por conocer lo sucedido, se advertía
una mezcla de acritud y decepción. Después de haberle oído jurar durante
años que nunca volvería a Reinosa pese a su insistencia, enterarse por la
prensa de que estaba allí debía de haberla pasmado tanto como defraudado.
—Es una larga historia, Marta… Yo… Cuando te fuiste tuve algunos
problemas y…
—¿Problemas?
—Bueno, la cuestión es que hablé con Ramón y no sé…, vine.
El bufido que soltó Marta le llegó de forma clara y audible.
—O sea, justo lo que yo te he dicho siempre, ¿no? Me parece alucinante
que haya tenido que romper contigo para que entraras en razón. Increíble.
—No ha sido tan sencillo como crees… Y las cosas no están funcionando
del todo bien.
—Bueno, ahora ya me da lo mismo. Saluda a todos de mi parte, por
favor. Sobre todo, a Isabel. Me hubiese gustado volver a verla.
Con una nota de desesperación en la voz, Daniel farfulló que no había
motivo para que no volviera a ver a su sobrina, que no todo estaba perdido,
que él se había dado cuenta de que debía cambiar y que podrían dar marcha
atrás y reconciliarse, retomarlo donde lo habían dejado. Pero Marta no
cedió ni un milímetro y le respondió con contundencia que no se
confundiera, que no lo había llamado para recuperar o reconstruir nada, sino
tan solo preocupada por lo que había leído. Desde el inicio de la
conversación, las esperanzas iniciales de Daniel se habían ido
resquebrajando como placas de hielo en proceso de fundición y, tras esas
últimas palabras, las vio hundirse para siempre. Le costó reaccionar, abatido
por el golpe demoledor que ella le acababa de asestar.
—Solo quería saber si estabais bien —remató Marta.
Alicaído, él se lo confirmó, y después el silencio envolvió la línea. Fue
entonces cuando, sin que ella se lo hubiera pedido, Daniel decidió contarle
la verdad. Todo lo que había vivido desde que ella se marchó. Todo lo que
le había sucedido en Reinosa. Fue una narración larga que llevó a cabo en
apenas un susurro, con cuidado de que ninguna de las personas que se
encontraban más o menos cerca pudiera oírlo. Lo único que no mencionó
fue el episodio con aquella chica que amaneció el viernes en su cama, así
como la información confidencial que le había facilitado el teniente. No se
guardó nada más y volcó en su relato todos sus miedos y sus sospechas,
dejando que las sílabas se impregnaran de su dolor.
Si a Marta le provocó desasosiego lo que él había averiguado respecto al
caso Orduña, así como el errático comportamiento de Arturo y su trágico
final, no lo evidenció. No comentó nada al respecto y se centró en insistirle
por enésima vez en lo que de veras importaba, según ella: la familia, la
vida.
—Pensaba que habías ido allí para dejar todo atrás y recuperarte, pero ya
veo que no —terminó reprochándole.
—Ya te he explicado que lo de la investigación ha sido por azar, por ese
billete que encontré.
—Ya, pero eres abogado, no policía —reconvino ella—. Deja que ese
teniente y su compañera hagan su trabajo. Además, aunque tu padre hubiese
tenido ayuda, ¿qué más te da? Él estuvo allí y en el revólver quedaron sus
huellas, ¿no? Y confesó. ¿Qué más quieres? —Soltó un resoplido—. Sigues
igual, Daniel, exactamente igual, haciendo lo que te da la gana. Ese es tu
problema: que siempre has sido tú; tu padre y tú. Y los demás, un cero a la
izquierda.
—Yo solo quiero saber la verdad, Marta, nada más. Es importante para
mí.
—Ya. ¿Y te has parado a pensar qué es importante para el resto? —
masculló, y resultó evidente que hablaba de sí misma—. Además, ¿se te ha
ocurrido que quizá la verdad sea peor de lo que ya conoces?
Él chasqueó la lengua. Sí, claro que se le había ocurrido, y ese escenario
no dejaba de asustarlo. Pero no podía parar. No ahora.
—Hazte un favor: olvídate de tu padre, de ese vecino y de todo, y cuida a
tu familia —añadió, sin esperar una respuesta a sus anteriores preguntas—.
Te lo he dicho mil veces: no dejes que el pasado te destroce la vida. Bueno,
no voy a seguir perdiendo el tiempo. Adiós.
49
Cerrar heridas
Arturo:
Nada de esto tendría que haber pasado. Intenta hablar con Guillermo, por favor. No sé qué
hacer…
Puede que fuera una estupidez, pero tuvo la impresión de que, de algún
modo, aquellas dos líneas habían sido escritas para él, como una especie de
advertencia o recordatorio de que, por mucho que lo intentara, jamás podría
escapar de su propia historia. De su pasado y el de su familia.
«Barcas contra la corriente»… Aquella metáfora era un buen resumen de
su vida.
Malhumorado, apagó el cigarrillo en el cenicero y se encaminó al
dormitorio principal para devolver el libro al anaquel. Justo entonces, el
teléfono fijo del salón comenzó a sonar con estridencia. Meditó durante
unos segundos si debía atender la llamada, pues, al fin y al cabo, él no vivía
allí.
—¿Diga? —contestó tras rehacer sus pasos y descolgar.
Se oyó un jadeo al otro lado de la línea.
—¿Diga? —repitió—. ¿Quién es?
—Soy… soy María, María Güemes. ¿Es… es la casa de Ramón y Silvia?
Daniel notó que se le aceleraba el pulso.
—Sí. ¿Ocurre algo?
Más jadeos.
—¿Eres… eres Daniel?
—Sí, soy yo. ¿Qué…?
—Necesito… necesito hablar contigo. Por favor… En veinte minutos. En
el cementerio.
55
Miedo
Eran casi las doce cuando el Nissan Primera se orilló en la calzada que
discurría en paralelo al cementerio y se detuvo. Enseguida se bajaron el
teniente Alcalá y la cabo Herrera, ambos con aire adusto, y comenzaron a
subir a toda prisa los escalones que conducían a la entrada del cementerio.
—Tranquila —le susurró Daniel a la criada de los Orduña, que, colocada
junto a la puerta del camposanto, vigilaba los pasos de los agentes con
mirada entelada, como si representaran algún tipo de amenaza.
Ella cabeceó y Daniel reparó en que se tambaleaba ligeramente.
—Buenos días —dijo el teniente, resollando, tras subir el último peldaño
—. Señora Güemes, tiene que acompañarnos. Y usted también, Daniel.
La espalda de María se combó como si le hubieran propinado un
puñetazo en la boca del estómago.
—¿Estoy… estoy detenida?
Nuria Herrera movió la cabeza hacia los lados y esbozó una sonrisa
deslucida.
—No, no. Solo queremos hablar con usted, no se preocupe. En el cuartel
estaremos más tranquilos.
—Pero tengo que volver a la casona…
—Será poco tiempo, se lo garantizo.
María no pareció muy convencida, pero debió de comprender que no
disponía de alternativa y que, si se negaba, solo empeoraría la situación. De
modo que agachó la cabeza y echó a andar tras ellos arrastrando los pies,
seguida por Daniel.
Hicieron el trayecto en coche envueltos en un silencio impenetrable.
María no dejó de estrujar el pañuelo que tenía en la mano, y Daniel se fijó
en que comprimía los labios con fuerza, hasta hacerlos casi invisibles,
seguramente para evitar echarse a llorar. El teniente y la cabo mantuvieron
en todo momento la vista pegada a la carretera y solo abrieron la boca
cuando, una vez que hubieron estacionado en el aparcamiento del cuartel,
les pidieron que los acompañaran al interior del edificio.
Llevaron a la criada de los Orduña a una sala de interrogatorios, donde la
invitaron a que tomara asiento y esperara unos minutos. Después se
dirigieron con Daniel a otra más pequeña. Todo el mobiliario se reducía a
una mesa rectangular de aglomerado y cuatro sillas de color gris.
—Siéntese —le indicó el teniente con sequedad—. ¿Me puede explicar
qué hacía con María Güemes en el cementerio? ¿No fui lo bastante claro
ayer?
Daniel levantó las palmas de las manos con aire inocente y, mientras
Alcalá y Herrera se acomodaban al otro lado de la mesa, les detalló lo
sucedido. El semblante de los guardias mudó de la crispación a la
perplejidad cuando Daniel les refirió lo que la mujer aseguraba haber visto
la madrugada del 2 de septiembre de 1975 desde la ventana de su
habitación. Alcalá no pudo contenerse.
—¿Una sombra? ¿Dice usted que María Güemes vio una sombra?
Daniel asintió.
—Es lo que me ha contado. Ella piensa que Ángeles pudo estar
involucrada. Que era ella quien corría.
El teniente intercambió con su subordinada una mirada de estupor.
—¿Insinúa usted que Ángeles Miranda, la viuda de Lorenzo Orduña…?
El hombretón no terminó la frase, quizá porque sus pensamientos
avanzaban a más velocidad que sus palabras. A su lado, Nuria Herrera
fruncía el ceño como si algo no terminara de cuadrarle.
—En realidad, María no llegó a distinguirla, o eso me ha dicho —
puntualizó Daniel—. Al parecer, fue todo muy rápido.
—Y entonces ¿por qué cree que era ella? —intervino la cabo—. ¿Lo
comprobó luego de algún modo?
—No, no lo comprobó, y tampoco se atrevió a decir nada —contestó
Daniel, que pasó a hablarles del miedo que la mujer le había descrito en el
cementerio y que, en teoría, la había atenazado hasta el punto de mantenerla
con los labios sellados durante treinta y dos años.
—O sea, que sus sospechas de que esa sombra era Ángeles se basan
únicamente en que la tarde anterior, después de la concentración, la vio
saliendo de la casona con Guillermo, ¿no? —resumió el teniente.
—Sí.
—Pero ¿por qué iba Ángeles a colaborar en la muerte de su marido? —
preguntó Nuria Herrera, volviéndose hacia su jefe—. No tenían problemas,
¿no?
Alcalá se encogió de hombros.
—No, que yo sepa. De todos modos, las conclusiones de esa mujer no
demuestran nada. No son más que especulaciones, ni siquiera eso. Y lo de
la sombra… pudo imaginárselo, ¿no? En plena noche, con poca iluminación
y con ese viento pudo ser cualquier cosa. Además, ¿adónde se dirigía,
supuestamente?
Durante el viaje hasta el cuartel, Daniel no había dejado de hacer cábalas,
buscando cualquier conexión entre las palabras de María Güemes y los
asesinatos de Lorenzo Orduña y Arturo Vallejo, algo que estuvieran
pasando por alto, algo que diera sentido a aquel galimatías. Pero sus
esfuerzos habían sido inútiles, y la verdad se le seguía escurriendo entre los
dedos. Cuanto más pensaba en ello, mayor era la sensación de desconcierto.
Tenía la impresión de que la información que le había proporcionado la
criada de los Orduña, en vez de aclarar el horizonte, lo había oscurecido
todavía más.
Se detuvo a reflexionar sobre la pregunta que había formulado el
teniente. ¿Adónde se dirigía la sombra que María vio aquella noche?
—Ella me dijo que hacia la parte trasera de la casona… —respondió.
—¿A esconderse? —sugirió Alcalá con escasa convicción.
Daniel no supo qué contestar. Allí, según recordaba, había un amplio
patio, de donde arrancaba una escalera exterior de piedra con descansillo
que conectaba con la planta superior de la casona. En más de una ocasión,
cuando era pequeño, había escuchado a los Orduña referirse a ella como «el
patín».
—Puede que fuera alguien de la casa —murmuró—. Alguien que
quisiera ocultarse en alguna de las habitaciones. Eso encajaría con que fuera
Ángeles.
Alcalá meneó la cabeza.
—Pero ¿por qué demonios iba Ángeles Miranda a confabularse en
aquello? Eso no tiene sentido, Daniel.
—Quizá no estaba confabulada —rebatió él, aunque en el fondo tampoco
terminaba de creerse sus propias palabras—. Quizá simplemente vio algo
que no tendría que haber visto y corrió a esconderse. Aunque también pudo
ser alguien de fuera, claro. Alguien que fue a refugiarse en el patio para
después intentar escapar con discreción —añadió al tiempo que la imagen
de Ernesto Posadas lo asaltaba.
—¿Un segundo cómplice? —dijo el teniente, alzando las cejas—. ¿El del
muro y este? ¿Tres personas, entonces?
—Tal vez se lo haya inventado —apuntó Herrera, que había entornado
los ojos.
Daniel y Alcalá la miraron inquisitivamente y ella entrelazó las manos.
—No podemos descartar esa línea —prosiguió la cabo—. ¿Y si María
está mintiendo para desviar la atención? ¿Y si era ella, y no Ángeles u otra
persona, la que formaba parte del plan que acabó con la vida de Lorenzo
Orduña? Contaba con un móvil poderoso: vengar a Jesús Posadas. Eso
tendría lógica, ¿no? —Sondeó a su superior, que hizo un gesto de
ambigüedad—. Puede que, de algún modo, estuviera compinchada con
Arturo y con Guillermo para matarlo, y que ahora Arturo, después de tantos
años de silencio, hubiera decidido confesar la verdad. Tal vez cometió el
error de adelantárselo a ella, y a María no le quedó otro remedio que
envenenarlo. Eso explicaría también que Arturo le abriera la puerta a su
asesino a esas horas. Sin duda, lo conocía.
Durante unos instantes, ninguno dijo nada. A Daniel no le había dado la
impresión de que la criada de los Orduña le estuviera mintiendo en el
cementerio, pero, pese a ello, no podía estar seguro de que hubiera sido
sincera, y prefirió callarse.
—Quizá lo de María no sea más que una maniobra para enmarañarlo
todo —insistió Nuria Herrera—, una pose para engañarnos.
El teniente se frotó el pecho antes de replicar:
—Ya, pero si formó parte de aquello, ¿por qué dio la voz de alarma la
madrugada del dos de septiembre? ¿Qué ganaba despertando a Mercedes y
convenciéndola de que bajaran a comprobar qué había sido ese ruido? Dejó
a Guillermo sin tiempo para huir.
La cabo torció los labios y se pasó la mano por la coleta.
—No lo sé. No entiendo nada —suspiró, rindiéndose a la evidencia.
En ese momento, Alcalá desplazó la silla hacia atrás y se puso en pie.
—Vamos a interrogarla —resolvió.
Herrera, solícita, se levantó y lo siguió. Daniel amagó con hacer lo
mismo, pero el teniente lo detuvo con un gesto.
—No, no, usted se queda aquí.
58
Descartes
Entre temblores, Ángeles les relató cómo Lorenzo, que debía de haberse
despertado cuando ella salió de la cama, interpretó aquellos abrazos y
gestos de cariño como lo que en realidad eran, actitudes propias de amantes,
y se abalanzó sobre Guillermo. Le propinó un puñetazo en la mandíbula y, a
partir de ese momento, se desató una lucha encarnizada entre los dos a la
que ella asistió paralizada, sin saber cómo reaccionar. En un momento
determinado, con Lorenzo a horcajadas sobre él, Guillermo logró sacar del
bolsillo del pantalón un pequeño revólver que empuñó y dirigió hacia el
rostro de su oponente. Sin embargo, Lorenzo se movió con agilidad y lo
desarmó de un manotazo. El revólver fue a parar a unos metros de ellos y se
estrelló contra el suelo. Horrorizada, ella temió que Lorenzo, que no paraba
de golpear a Guillermo con los puños, acabara matándolo, y suspiró
aliviada cuando, de pronto, vio que Guillermo le clavaba el codo en las
costillas y conseguía liberarse de él.
—Recuerdo que le grité que huyera, pero, en vez de eso, él corrió hacia
el revólver. Cuando se dio la vuelta, Lorenzo se le estaba echando encima y
entonces… —Ángeles profirió un gemido—. Entonces disparó.
El teniente la estudió y durante unos segundos nadie habló.
Daniel contuvo la respiración, comprendiendo que, después de todo, su
padre era un asesino. Había apretado el gatillo.
El abogado de Ángeles, por su parte, no ocultaba su estupefacción,
sobrecogido por un relato que sin duda se apartaba notablemente de lo que
su clienta le había contado antes de la declaración.
—Y después usted huyó a su habitación, ¿no? —preguntó Alcalá.
—Guillermo me dijo que corriera a esconderme, que alguien podría
haber oído el disparo, que él se marcharía y se desharía del revólver. Me
aseguró que nadie sospecharía nada.
—Y usted le hizo caso —apuntó Alcalá.
—Yo… Lorenzo estaba muerto. ¿Qué podía hacer? —musitó, como si
buscara la comprensión de los investigadores—. Si me descubrían con
Guillermo a esas horas… La gente pensaría que lo habíamos matado entre
los dos…
—Ya. ¿Y Arturo? ¿Estaba allí?
—Estaba fuera, al otro lado del portón, vigilando, y le gritó que saltara el
muro ya, que no perdiera más tiempo. Yo eché a correr creyendo que
Guillermo escaparía. Rodeé la casa, subí por la escalera exterior y me metí
en la habitación. Y luego, bueno, el resto ya lo conocen…
—Sí, usted fingió no saber nada y dejó que lo detuviéramos. Y después,
que se suicidara —respondió el teniente con desprecio—. Dígame una cosa:
¿entonces usted no llegó a tocar el arma? ¿En ningún momento?
—No, no, solo ellos. Fue como le he dicho.
—Y el revólver lo llevaba Guillermo, ¿no?
—Sí, ya se lo expliqué en su día. Era suyo.
—Ya, también me explicó otras cosas que, por lo visto, no eran ciertas.
—¡No le estoy mintiendo! Yo solo quiero que esto termine…
—Y la carta —apuntó el teniente, señalando el papel amarillento—,
¿cuándo la escribió?
La mandíbula de Ángeles comenzó a temblar ostensiblemente y ella se la
sujetó con los dedos en un intento por contener esos movimientos
descontrolados.
—Al día siguiente. La escribí al día siguiente —balbuceó—. No sabía
qué hacer, cómo actuar… —añadió mientras fijaba la mirada en la pared—.
A ratos pensaba que, si confesaba, tal vez podría ayudar a Guillermo. En
realidad, él solo se había defendido del ataque de Lorenzo, y yo creía que
podría salvarlo de la cárcel o por lo menos hacer que le redujeran la
condena. Pero si hablaba, si todo se descubría, ¿qué sería de mí y de mis
hijas? No eran más que unas niñas, sobre todo Lucía… Y ni siquiera tenía
la seguridad de que el juez fuera a tener en cuenta que Lorenzo lo había
atacado antes… Y tampoco podía consultar a un abogado… —Sacudió la
cabeza—. Me estaba volviendo loca y me daba miedo que me vieran con
Arturo.
—Y por eso le escribió la carta.
—Sí. Se la dejé en el buzón. Ese día.
—¿Y qué era lo que pretendía? ¿Qué esperaba que hiciera Arturo?
Ella se estremeció.
—No lo sé… Yo no podía ver a Guillermo, ¿entiende? Estaba perdida…
—¿Y usted llegó a hablar con Arturo tras entregarle la carta?
—Sí, pero cuando ya era tarde —respondió sombría.
—Cuando Guillermo ya se había suicidado, quiere decir, ¿no? —coligió
el teniente.
Ella asintió y comprimió los párpados.
—Sí, y me lo contó todo. Que había visitado a Guillermo en la cárcel y
que él le había hecho jurar que no diría nada. Y que luego confesó y se
quitó la vida…
—Y entonces usted siguió como si nada hubiera pasado —recapituló
Alcalá mordaz—. Decidió que era mejor dejar las cosas como estaban, ¿no?
Hasta hoy.
Ángeles exhaló un suspiro como respuesta y agachó la cabeza.
En la otra sala, Daniel apretó los puños. Las entrañas le ardían, y un odio
visceral le recorría todo el cuerpo como un río de fuego. Su padre… ¿cómo
pudo actuar así? ¿Cómo pudo traicionarlos de ese modo, sabiendo que los
hundiría para siempre? ¿Acaso su familia no le importaba lo más mínimo?
¿Acaso le dio igual el futuro envenenado que les legaba a sus hijos? Lo
invadió una honda lástima por su madre, que siempre se mantuvo del lado
de su marido, que defendió su honorabilidad hasta sus últimos días, que
siempre creyó en él, hasta el final. Como una estúpida.
A través de la pantalla, Daniel vio que el teniente intercambiaba una
mirada con la cabo, que había levantado las manos del teclado para indicar
que había finalizado la transcripción.
—De acuerdo, señora Miranda, ahora debe firmar la declaración —
informó Alcalá—. Después, usted y su abogado nos acompañarán al
juzgado a formar un cuerpo de escritura.
Ángeles se puso rígida y palideció.
—¿A formar qué?
—Un cuerpo de escritura —repitió el teniente—. Un texto para la prueba
caligráfica. Para cotejar su letra con la de la carta.
—¡Pero usted me dijo que con esto bastaría, que cerrarían los dos casos y
todo terminaría! —gritó al tiempo que clavaba las uñas en la mesa—.
¡Usted me lo dijo!
—Tranquilícese, señora Miranda. Son solo algunos flecos. Para
comprobar que ha dicho la verdad, que todo encaja.
—Pero ¿por qué iba a mentir? —gimió ella—. Ya les he dicho que lo
maté. ¿Qué más quieren?
—Solo eso. Y que después vengan con nosotros al registro de su
domicilio. Para que nos entregue las zapatillas y el frasco en el que
transportó el cianuro. —A continuación, se volvió hacia su compañera—.
Nuria, por favor, si puedes darle a imprimir…
66
Cabos sueltos
Una vez que Ángeles y su abogado hubieron firmado el acta, los dos
guardias abandonaron la sala de interrogatorios y fueron a la estancia
contigua, en la que se hallaban Daniel y Blanco. Aunque habían obtenido la
confesión de la sospechosa, en el rostro de los agentes no se apreciaba
alborozo o signo de festejo alguno, y en cuanto cruzaron el umbral
dirigieron una mirada de consternación a Daniel, que estaba reclinado en la
silla con las manos en la cabeza y los incisivos hundidos en los labios.
—Lo han escuchado todo, ¿verdad? —quiso cerciorarse Alcalá.
—Sí, sin ningún problema —confirmó el sargento Blanco al tiempo que
apagaba el ordenador—. Buen trabajo, mi teniente.
Herrera y Alcalá tomaron asiento. Este último escrutó a Daniel.
—¿Le encaja lo que ha declarado Ángeles? —preguntó.
Daniel se tomó varios segundos para contestar. Desbordado por las
emociones, apenas lograba pensar, y las palabras de la mujer le daban
vueltas en la cabeza como un torbellino que lo arrastraba todo a su paso. Al
final, su respuesta no pasó de un encogimiento de hombros.
El teniente no insistió.
—¿Os parece que ha dicho toda la verdad? —Esta vez se dirigió a todos.
Blanco fue el primero en tomar la palabra.
—No veo por qué no. A mí me ha resultado creíble.
Alcalá consultó a su compañera con la mirada. Ella ladeó los labios.
—Me llaman la atención sus prisas por que cerremos el caso, como si no
quisiera que investigáramos más —reconoció Herrera.
—Exactamente, eso pienso yo —dijo Alcalá, que parecía satisfecho por
no ser el único que tenía esa sensación.
Blanco dio un respingo.
—Pero su culpabilidad es evidente, mi teniente. Aquí no hay cabos
sueltos, ni mucho menos. Bueno, yo no soy policía judicial, pero las
cámaras, las huellas de pisada, el veneno… Todo apunta en la misma
dirección, y de forma inequívoca.
—Sin embargo, Arturo era el mejor amigo de Guillermo y lo ha estado
protegiendo durante todos estos años —apuntó Alcalá—. ¿Qué sentido
tenía airear ahora sus trapos sucios, esa historia de infidelidad? ¿Por qué le
entró a Arturo esa urgencia, esa necesidad irresistible de contarlo?
—Porque no aguantaba más la presión —respondió Blanco, y alzó
ligeramente las manos—. Se sentía mal guardando ese secreto y estaba a
punto de estallar. Ya lo ha explicado Ángeles… A mí me parece coherente.
—Aun así… —murmuró Herrera con aire escéptico—. Hacer público
todo eso no parece que fuera a mejorar la imagen de Guillermo, ni tampoco
a servir de consuelo a su familia —agregó, y miró de soslayo a Daniel.
—Entonces ¿le está dando la razón a Ángeles? —se sorprendió Blanco
—. ¿Cree que era mejor que Arturo se hubiese mantenido en silencio para
siempre?
—No, yo no he dicho eso —clarificó ella—. Solo digo que, al igual que
al teniente, no termina de cuadrarme. Además, suponiendo que hubiera sido
realmente así, como ella ha contado, ¿por qué tuvo que matarlo? ¿Por qué
esa desesperación?
—Pues porque Arturo iba a destapar su aventura con Guillermo.
Imagínese el escándalo.
—Pero su marido lleva muerto treinta y dos años —replicó Alcalá.
—Sí, pero su familia, sus conocidos… Les puedo asegurar que toda esa
gente es muy de guardar las apariencias. Mi mujer los conoce bien.
—No sé… —murmuró el teniente meditabundo—. Además, Ángeles
asumió demasiados riesgos. Aunque ese informático de la fábrica no
hubiera revisado los sistemas de seguridad, tarde o temprano, al indagar
sobre el origen del veneno, habríamos relacionado el cianuro con los
tratamientos de galvanizado de la fábrica. Dejarse grabar así… No sé —
repitió—. Creo que Nuria tiene razón. Todo parece excesivo, muy extremo.
—Matar siempre es excesivo, mi teniente. Una aberración —dijo Blanco
lúgubre.
—Ya sabe a lo que me refiero. Bueno, sea como sea, tenemos que seguir.
Blanco, nosotros nos vamos al juzgado con la detenida, a formar el cuerpo
de escritura y a avisar a la secretaria judicial para que nos acompañe al
registro de la casona. Usted quédese aquí unos minutos con Daniel. Que no
salga hasta que los otros se hayan ido.
Daniel, que hasta entonces había escuchado en un completo mutismo el
debate que se había formado entre los guardias civiles, miró fijamente a
Alcalá.
—¿Los otros?
—Los familiares de Ángeles. Están en la puerta exigiendo explicaciones.
Es mejor que no se cruce con ellos. No quiero líos. Espere aquí y, cuando
Blanco se lo indique, váyase a casa. Y no diga una palabra a nadie de todo
esto. Ni siquiera a su hermano. ¿Me ha entendido?
Daniel, que ya se imaginaba que le ordenaría mantener la boca cerrada,
asintió.
—Y no haga ninguna tontería —añadió el teniente—. Le llamaré.
TERCERA PARTE
67
Traidor
Dani:
Te he llamado, pero no lo cogías. Llámame cuando veas esto, por favor. Estaremos toda la
tarde en la librería.
RAMÓN
Daniel sacó el móvil del bolsillo y comprobó que, en efecto, tenía tres
llamadas perdidas. Supuso que en algún momento, quizá durante el
interrogatorio de Ángeles, lo había silenciado sin darse cuenta. No era
extraño, se dijo, que su familia hubiera intentado contactar con él. No había
avisado de que no iría a comer, y ellos desconocían los últimos avances de
la investigación, esos que tan ocupado lo habían tenido.
Cuando se disponía a marcar el número de Ramón, pensó cómo iba a
explicar su ausencia. El teniente había sido tajante: ni una sola palabra de lo
que habían averiguado. Nada. A nadie. Ni siquiera a su hermano. Decidió
posponer unos instantes la llamada y se dirigió a su habitación para
consultar en el ordenador las últimas noticias publicadas sobre el caso.
Antes de hablar con Ramón, quería asegurarse de qué era ya de dominio
público y qué no. De ese modo le sería más fácil medir lo que podía contar
y lo que debía callarse para no faltar al deber de confidencialidad que había
asumido.
Le bastaron cinco minutos para concluir que, tal y como se había
imaginado unos minutos antes al cruzarse con esos periodistas, la prensa
aún no estaba al corriente de los acontecimientos más recientes. Se preparó
para mantener una conversación incómoda con Ramón. Lamentaba no
poder hablarle con franqueza, sobre todo porque la confesión de Ángeles le
pesaba en el alma como una losa y ahora, más que nunca, necesitaba a los
suyos para mantenerse a flote.
Su hermano descolgó enseguida el teléfono.
—Dani, por fin, ¿dónde estabas?
—Por ahí. Ya sabes…
—Ya, con los guardias, ¿no? ¿Ha pasado algo? ¿Ya saben quién fue?
—Lo siento, Ramón, no puedo decir nada…
—O sea, que sí hay novedades, ¿no?
Daniel guardó silencio e intentó no pensar en el impacto emocional que
supondría para su hermano conocer todo lo que había declarado Ángeles.
Por algún motivo, a Ramón todo lo referente al asesinato de Lorenzo
Orduña siempre le había afectado en menor medida que a él. Sin embargo,
en esa ocasión tenía la convicción de que descubrir la verdad sobre su padre
y la relación que mantuvo con la viuda del empresario le arañaría el alma. A
Ramón, al igual que a él, siempre le había dolido el modo en que se madre
se había desgañitado por sostener la inocencia de su marido, defendiéndolo
a capa y espada a pesar de su suicidio y de las pruebas recabadas en su
contra. Ella creyó en él en todo momento, hasta exhalar su último aliento, y
saber lo que había ocurrido a sus espaldas, la forma en que su esposo la
había manipulado y engañado, eso la habría destrozado. Y por eso mismo
también destrozaría a Ramón, de idéntico modo que lo estaba destrozando a
él. Lo único que le ayudaba a no echarse a llorar con el teléfono pegado a la
oreja era esa posibilidad de que la confesión de Ángeles no hubiera sido
más que un embuste. Y esa era la razón de que aguardara con ansia la
llamada que Alcalá le había prometido y, a la vez, la temiese más que a
nada.
Hizo esfuerzos por serenarse y, con toda la entereza de que fue capaz, le
repitió a su hermano que no podía revelarle nada. Este se resistió durante
unos segundos, hasta que, con un resoplido, acabó dándose por vencido. Se
le notaba defraudado, y Daniel tuvo que morderse los carrillos para
obligarse a mantenerse callado.
—Tienes puré y un filete en la nevera —le informó Ramón—. Y un poco
de pan en la encimera.
—Gracias. Siento no haber comido con vosotros.
—No te preocupes. Esta noche nos vemos. Por cierto, ¿qué vas a hacer
esta tarde?
—Aún no lo sé. Necesito pensar.
—Bueno, si quieres estar con nosotros, pásate por aquí. Y ten cuidado.
A Daniel esa última frase le formó un nudo en la garganta. Pensó que no
podía colgar sin hacerle ver a Ramón que el peligro que en teoría se cernía
sobre Reinosa ya no existía, que había sido neutralizado, pero ¿cómo
decírselo sin revelarle que la asesina de Arturo y autora de los rayones
amenazantes ya estaba detenida?
—Sí, vosotros también —terminó respondiendo, y a continuación se
despidió.
Tras cortar la llamada, abrió la puerta del frigorífico. Pese a no haberse
llevado nada a la boca desde hacía muchas horas, reparó en que no tenía ni
pizca de hambre y, alicaído, cerró la puerta de la nevera sin haber cogido
nada. Acto seguido, se encaminó hacia el salón con paso lento. Una vez allí,
se desplomó en el sofá sin ni siquiera quitarse los zapatos. Dejó que la
mirada se le prendiera del techo y el tiempo empezó a reptar ante sus ojos,
trazando sombras cada vez más alargadas a medida que la negrura caía
sobre Reinosa.
También sus pensamientos se volvieron más oscuros conforme avanzó la
tarde, y comenzaron a asaetearle el alma sin piedad. Uno en concreto lo
hería como si fuera un puñal: la certeza de que, si David y él no hubieran
forjado esa amistad a la que su padre tanto se opuso al principio, este nunca
se habría detenido a hablar con Ángeles o, cuando menos, no de una manera
cercana, íntima, y la pasión entre ambos no habría surgido. No se habrían
producido encaprichamientos, aventuras ni encuentros furtivos; tampoco
disparos que cortasen el viento de la noche y se llevasen por delante la vida
de nadie. Lorenzo Orduña no habría muerto aquella madrugada, y él habría
escapado de las garras de aquel destino cruel que lo aguardaba a la vuelta
de la esquina. Aunque, a esa edad, ¿cómo iba a imaginarse algo así? Por
aquel entonces él solo era un niño feliz que disfrutaba del verano con su
mejor amigo en esa enorme casona donde tan a gusto se sentía, donde lo
acogían con los brazos abiertos, casi como si fuera uno más de los Orduña,
uno más de la familia. Una familia que, sin embargo, pese a que él no había
tenido nada que ver con el asesinato, lo expulsó de su mundo sin
contemplaciones. A base de gritos y golpes. Como si él también fuera un
asesino. Un traidor. Alguien como su padre. Y, en cierto modo, también
alguien como la propia Ángeles, porque ¿no traicionó ella a su familia
aquella madrugada? ¿No los engañó a todos con esa pose de viuda
destrozada? ¿Y no lo había vuelto a hacer al envenenar a Arturo?
El rostro crispado de la mujer se proyectó en su mente, y clavó las uñas
en la tela del sofá, iracundo. ¿Cómo había podido pasarse más de tres
décadas culpándolos de su desgracia a ellos, a los Somoza, cuando ella
conocía la verdad desde el primer día? Él siempre la había visto como una
víctima, y se había sentido obligado a agachar la cabeza cada vez que se
cruzaba con ella, oprimido por la vergüenza. Sin embargo, la verdad era
muy diferente, y la perspectiva había cambiado por completo. Aquella
mujer no tenía nada de víctima, más bien al contrario, y era cuestión de
horas que su detención saltara a los periódicos. Los medios caerían en
picado sobre ella y todo el mundo la despedazaría sin piedad. El blanco de
los comentarios sería la viuda de Orduña, obviamente, pero sus familiares
no saldrían indemnes, ni mucho menos. Él lo sabía bien, por experiencia
propia. Se preguntó cómo iban a sobrellevar los Orduña y los Suárez el
peso de la vida en adelante, especialmente cuando caminaran por las calles
de Reinosa. ¿Qué pensarían cuando la gente los mirara? ¿Lo soportarían?
¿Se repondrían de un golpe así?
Chupeteó el filtro del cigarro y concluyó que nada volvería a ser lo
mismo para esa familia, incluida Elena. Las hijas y el hermano de Lorenzo
Orduña no le inspiraban un ápice de compasión, pero la chica… Con ella
todo era distinto. ¿Qué le estaría pasando por la cabeza en esos instantes?
Se la imaginó postrada en su lecho con la cara surcada de lágrimas,
sintiendo que todo se derrumbaba a su alrededor.
En ese momento, una voz interior le recordó las palabras de los
investigadores tras el interrogatorio de Ángeles. ¿Y si la detenida había
mentido y toda esa familia acababa sufriendo por algo que no era cierto?
Por un instante tuvo la extraña sensación de que, de algún modo, la historia
de su padre se repetía: un asesinato, indicios más que evidentes en contra
del principal sospechoso, una confesión aparentemente veraz… Y la misma
impresión de que faltaba algo: la pieza que completaría el puzle.
68
Uñas y dientes
A lo largo de la tarde Daniel llegó a pensar que el minutero del reloj de pie
se había detenido, como si el tiempo hubiera dejado de soplar su aliento.
Las manecillas marcaban las siete y diez, pero para él, que ya iba por el
noveno cigarrillo, era como si hubieran rebasado la medianoche. En todo
ese rato no había probado bocado, y lo único que había hecho era alternar
su postura en el sofá. Seguía esperando la llamada de Alcalá, y cuando
sintió la vibración del teléfono en su bolsillo se apresuró a cogerlo.
Necesitaba saber si el teniente y la cabo habían encontrado el frasco de
cianuro y las zapatillas en la casona. Aquello confirmaría que Ángeles no
había faltado a la verdad, que ella era la asesina y que, por tanto, su relato
sobre lo acontecido en 1975, por fuerza, era cierto.
Sin embargo, en la pantalla no figuraba el nombre del guardia civil, sino
el de Álex. A Daniel le extrañó que su amigo lo llamara a esas horas,
cuando todavía no habría salido de trabajar.
—¿Álex?
—Dani, ¿cómo estás?
—Eh…, bien, gracias. Dentro de lo que cabe. ¿Tú?
—También. ¿Alguna novedad?
Daniel vaciló.
—Alguna, sí, pero…
—Ya, no te dejan hablar de ello, ¿no? —lo interrumpió su amigo, que,
por algún motivo, de repente no parecía mostrar demasiado interés en el
asunto, como si otra cosa lo apremiara.
—No, de momento no puedo decir nada.
—Pero ¿todo bien?
—Sí… —Hizo una breve pausa—. ¿Qué pasa, Álex?
Su compañero inspiró profundamente.
—Tengo que decirte algo.
Se hizo un silencio, y Daniel se esforzó por contener la ansiedad, a la
espera de que Álex continuara. ¿Acaso lo llamaba para anunciarle que iban
a despedirlo?
—He hablado con Aldaya. Le he contado la verdad.
—¿A Aldaya?
—Sí.
—¿Cómo… cómo que la verdad? —balbuceó Daniel, que no daba
crédito a lo que escuchaba—. ¿Qué quieres decir?
—Lo que te está ocurriendo —le aclaró Álex con apenas un susurro,
como si temiera la reacción de su amigo—. Por lo que estás pasando, Dani.
Lo de Marta, lo de tu padre… Tenía que saberlo.
En una fracción de segundo, Daniel pasó de la incredulidad a la furia.
—¿Que has hecho qué?
—Dani, yo…
—No, ¡ni Dani ni hostias! —estalló—. ¡Es mi vida, Álex! No tenías
derecho.
—Déjame que te lo explique. Aldaya ha venido a mi despacho y…
—¡Me da igual! —gritó— ¡Me da exactamente igual!
Pero Álex no se amilanó.
—Déjame hablar, joder. ¿Es que no lo entiendes? Aldaya me ha dicho
que hay socios que no quieren que sigas, que creen que ha sido demasiado
blando contigo. No quieren tener una bomba de relojería en la puerta de al
lado y han pedido tu cabeza. A la próxima, tendrá que ponerte en la calle.
—¿Y qué? Sigo sin entender por qué has tenido que hacerlo.
—Dani, él ya sabía lo de tu padre, lo que te sucedió hace años. Y…
—¿Cómo que ya lo sabía? Pero si nunca…
—Pues lo sabía, y ha venido a preguntarme si tu comportamiento se
debía a eso o a otra cosa, y si, en mi opinión, la situación podría
reconducirse. No quiere ser injusto contigo después de todo lo que has
hecho por el despacho en los últimos años, aunque…
—Pero él nunca me lo dijo —insistió Daniel.
—Se enteró hace mucho tiempo, cuando presentaste el currículum. Los
de recursos humanos hicieron algunas averiguaciones por aquel entonces.
Eso es lo que me ha explicado. Y ya ves que a él le dio igual, que te
contrató. No a todo el mundo le importan esas cosas. Te lo he repetido mil
veces.
Daniel no supo qué contestar y dejó que la vista se le extraviara en la
pared de enfrente.
—Pero de lo de Marta él no tenía ni idea —prosiguió Álex—. Era la
pieza que le faltaba para entender tu situación. Comprendo tu enfado, pero
he tenido que hacerlo. Para que las cosas no se complicaran más, Dani.
¿Qué pensabas, estar un mes sin aparecer y luego volver tan campante?
Sabes de sobra que las cosas no funcionan así. Por lo menos, aquí no.
Daniel suspiró.
—Aldaya me ha dicho que tendrías que habérselo contado —añadió su
compañero—. Que habría sido tan fácil como que te pidieras la baja o unos
días libres. No le entra en la cabeza que no confiaras en él.
—No podía, Álex, no podía… —replicó Daniel al tiempo que bajaba los
hombros.
—Eso mismo le he dicho yo, que no era tan fácil. Y lo ha entendido, o
eso creo. Pero te doy un consejo, como amigo: en cuanto termine todo lo
que te mantiene en Reinosa, vuelve. Olvídate de Marta y ven a hablar con
Aldaya. Demuéstrale que has pasado página, que vienes a defender a los
clientes con uñas y dientes, que puedes ganarte de nuevo el respeto de los
socios. No dejes que esto se eche a perder.
Daniel tragó saliva y sopesó las palabras de Álex durante unos segundos.
Comprendió que no podía recriminarle nada y que, de no ser por él, todo se
habría complicado. Aún más.
—Lo haré, Álex. Regresaré en cuanto pueda —murmuró al fin—. Te lo
agradezco. Sin ti…
—Nada, no te preocupes. Para eso estamos. Lo otro bien, ¿entonces?
Daniel torció los labios.
—Aún no lo sé.
Se despidieron con la promesa de mantenerse al tanto de las novedades.
Cuando Daniel colgó, se quedó contemplando el teléfono, ensimismado.
Pensó que seguramente Aldaya tuviera razón, que tendría que haberse
sincerado con él, haberle pedido ayuda y buscado una solución, en lugar de
abandonarse a sí mismo y ceder a esa angustia que la semana anterior
estuvo a punto de derribarlo de modo definitivo. Se preguntó de qué manera
podría compensar a Álex cuando volvieran a verse. Como mínimo, lo
invitaría a cenar. Aunque, ¿cuándo regresaría a Madrid? No estaba seguro.
No antes de que la investigación se hubiese cerrado por completo.
Echó un vistazo al reloj. Pese a la hora que era, Alcalá seguía sin llamar.
Encendió la televisión y luego consultó un par de periódicos digitales.
Enseguida constató que los medios de comunicación no informaban de nada
nuevo, ni siquiera de la detención de Ángeles. Lanzó una ojeada a la
ventana y se dijo que, después de tanto tiempo tumbado en el sofá, no le
vendría mal salir de casa, respirar aire fresco, estirar las piernas. Además,
caminar siempre le ayudaba a pensar con mayor claridad.
Cuando franqueó el portal, reparó en que la avenida estaba desierta. Junto
al bloque de enfrente ya no quedaba ningún periodista. Se subió la
cremallera de la cazadora y, con las manos metidas en los bolsillos, se
preguntó qué rumbo tomar. La respuesta le vino como por ensalmo, como
susurrada por una voz interior. Si había alguna novedad relevante que aún
no hubiera trascendido, la casona de los Orduña —además del cuartel de
Reinosa y la comandancia de la Guardia Civil en Santander— era el lugar
idóneo para descubrirlo, y no perdía nada por acercarse hasta allí. El sol ya
se había ocultado en el horizonte y, siempre que se moviera con discreción
y se mantuviera a cierta distancia del portón, pasaría inadvertido y nadie le
molestaría.
Sin meditarlo más, se dirigió hacia la avenida Castilla. Solo detuvo la
marcha en una ocasión, y fue cuando pasó junto al edificio de la estación de
tren. Se quedó mirando la fachada y se acordó de lo que Roberto Gutiérrez
le había contado tres días atrás acerca del extraño comportamiento que
tuvieron su padre y Arturo allí mismo la tarde del 1 de septiembre de 1975,
unas horas antes del asesinato de Lorenzo Orduña. Según el ferroviario,
Arturo quería echarse atrás de algo y su padre le decía que ni hablar, que
tenían que ser valientes, que era «ahora o nunca». Esas fueron las palabras
que el hombre aseguraba haber oído, pero ¿qué significaban? No daba la
impresión de que se refiriesen a la cita que habían concertado al día
siguiente con aquel abogado de Santander, Carlos Cayón; eso no tenía nada
de valiente ni de inaplazable. Debía de tratarse otra cosa, algo arriesgado,
apremiante, que exigiera valor.
Al reflexionar sobre ello, planeó sobre él la sensación de que estaba
pasando por alto algo importante. Por más que lo intentó, no logró
identificar qué era y, resignado, reemprendió el camino a la casona.
69
Tinieblas
En cuanto Héctor penetró en el salón y lo vio allí, de pie junto a Elena, sus
pupilas se incendiaron. Profirió un grito atroz y, acto seguido, se lanzó hacia
Daniel con el puño en alto. Este tensó los músculos y se preparó para
contener la embestida, pero el choque no llegó a producirse. En el último
momento, Elena dio un salto y se interpuso entre ambos abriendo los brazos
a modo de barrera, al tiempo que chillaba:
—¡Papá, para! ¡Para!
Héctor frenó su acometida a tan solo unos centímetros de la chica,
resoplando por la nariz y por la boca, con la cara enrojecida y el cuerpo
sacudido por la ira, como una bestia descontrolada.
—¿Qué haces tú aquí? —le rugió a Daniel—. Y tú, ¿por qué le has
dejado entrar? —añadió, taladrando a su hija con la mirada—. ¿Qué crees
que estás haciendo? ¿Es que quieres jodernos a todos?
Antes de que ella pudiera responder, Marcos y Laura entraron a la
carrera.
—¡Héctor! —gimió su esposa antes de llevarse las manos a la boca,
espantada por la escena—. Por favor, no hagas locuras… Deja que se
vaya…
Pero el padre de Elena no dio muestras de haberla oído y, apretando los
dientes, retó a Daniel con un ademán.
—¿Qué cojones quieres? A qué has venido, ¿eh? —bramó, e hinchó el
pecho.
—Solo ha venido a ayudarme. Nada más —dijo Elena con angustia
mientras tomaba a Daniel del brazo, como si así se asegurara de que él no
respondería a las provocaciones de su padre.
Héctor soltó una carcajada metálica y compuso una mueca de desprecio.
—¿A ayudarte? Por favor, ¿a qué va a ayudarte este?
—A descubrir la verdad —masculló Daniel con tono desafiante.
El padre de Elena enmudeció y Daniel, envalentonado, añadió:
—A descubrir una verdad que lleva treinta y dos años oculta.
Alargó las últimas sílabas a propósito y, mientras lo hacía, fijó la mirada
en Laura, cuya barbilla comenzó a vibrar de forma ostensible. Daniel
advirtió en sus ojos la huella del miedo, el temor a que su secreto, ese que
había mantenido más de tres décadas enterrado bajo una densa capa de
mentiras, saliera a la superficie y arrastrara consigo toda una vida de
falsedades, de impostura.
—¿Qué verdad? ¿De qué coño hablas? —farfulló Héctor.
En ese momento, Elena comenzó a sollozar y, entre jadeos, balbuceó:
—Esa carta… Es tu letra, mamá. La he visto…
Al oír aquello, Laura palideció.
—¿Qué carta? —exclamó Héctor, cada vez más nervioso, como si fuera
consciente de que la situación se le estaba escapando de las manos.
Laura no respondió. El rostro se le contrajo y las piernas le flaquearon;
de pronto, cayó al suelo de rodillas y se echó a llorar de forma
descontrolada.
—Laura, pero ¿qué…? —masculló Héctor sin moverse del sitio.
A su lado, Marcos también parecía haberse quedado petrificado.
—La carta era para Arturo y hablaba de ver a un hombre, de algo que no
debió suceder… —gimoteó Elena, y Daniel comprendió que, aunque la
chica desconocía gran parte de la investigación, había deducido que su
madre escondía algo.
Se hizo un silencio asfixiante, solo roto por los plañidos de Laura, que,
desplomada en el suelo, se había cubierto la cara con las manos. Daniel
entendió que había llegado el momento de ejercer la máxima presión, de
arrancarle toda la verdad, sin contemplaciones.
—La carta se refería a mi padre —afirmó con contundencia, dirigiéndose
directamente a ella—. Querías que Arturo fuera a verlo por lo que había
sucedido, ¿verdad? Por la muerte de tu padre.
Al escucharlo, Héctor se volvió hacia él con aire agresivo, y Elena, con el
rostro bañado en lágrimas, abrió aún más los brazos.
—Pero ¡qué sarta de tonterías! —vociferó Héctor, temblando de furia.
Detrás de Héctor, los gemidos de Laura se redoblaron, y Daniel supo que
había dado en la diana.
—No fue tu madre quien tuvo una relación con mi padre —dijo, y la
señaló con el dedo a pesar de que ella, con la cara oculta bajo las manos, no
podía verlo—. ¡Fuiste tú!
Laura se retorció en el suelo como si le hubieran asestado una puñalada.
No dijo nada, tan solo profirió una especie de estertor, y los demás
contuvieron el aliento. Héctor había perdido todo rastro de color, y Elena
parecía a punto de desmayarse.
—Eras tú la que estaba ahí fuera cuando tu padre murió, ¿verdad? —la
apretó Daniel—. Aquella madrugada, en los jardines. Y también fuiste tú la
que después escribió esa carta a Arturo. Tu madre ha mentido para
protegerte, para que nadie sospechara de ti. Pero ella no tuvo nada que ver
con eso. ¡Fuiste tú!
Héctor dio varios manotazos al aire y Marcos trató de sujetarlo.
—Laura, ¡dile que es mentira! ¡Es mentira! —rugió.
Pero Laura no respondió, y Daniel contempló con lástima cómo Elena se
clavaba los dedos pulgar e índice en los párpados y soltaba un alarido.
Sintió el impulso de detenerse, de evitar que ella tuviera que seguir
escuchando todo aquello, pero al instante se dijo que no podía dejarse
arrastrar por las emociones. Debía concentrar toda su atención en Laura y
tratar de obtener respuesta a todas las preguntas que se le acumulaban en la
cabeza. Confiaba en que, mientras tanto, el teniente y la cabo ya estuvieran
camino de Reinosa, a toda velocidad y con la línea activa, al tanto de cada
palabra. Se imaginaba que, además, habrían avisado a Blanco y a su equipo
y que estos no tardarían en llegar. No tenía demasiado tiempo.
Miró a Laura con semblante torvo.
—Empezaste a verte con mi padre durante las vacaciones, ¿no es así?
Primero en Reinosa, y luego en Torrelavega.
Héctor soltó un exabrupto y Daniel alzó la mano para contener sus
protestas.
—Nunca fuiste a visitar a esa amiga que supuestamente tenías en
Torrelavega, Cristina Cobo, de la que me habló el otro día Patricia —
prosiguió—. Jamás quedasteis allí, ni en ningún otro lugar, porque ni
siquiera fuisteis amigas. Simplemente erais dos alumnas que habían
coincidido en el mismo internado, nada más —sentenció—. Y por eso ella
nunca vino a verte a Reinosa, tal y como me contó Patricia. Y tampoco
apareció en el funeral de tu padre.
Laura se retiró las manos de la cara y lo escrutó con semblante
desencajado.
—Con quien te encontrabas era con mi padre, ¿no? —afirmó entonces
Daniel con contundencia—. Él también viajó varias veces a Torrelavega ese
verano. Roberto Gutiérrez, el de la estación, me lo dijo el otro día. Me
comentó que aquel año, a partir de finales de julio, le vendió varios billetes
de tren para Torrelavega. Roberto creía que los del sindicato estaban
organizando encuentros clandestinos fuera de Reinosa, para despistar a la
Guardia Civil y evitar que los cogieran, y que por eso mi padre había
empezado a viajar tanto allí. Pero ayer Ernesto Posadas me lo negó. Me
aseguró que en aquellos tiempos siempre se veían aquí, y que mi padre
nunca fue a las asambleas provinciales y nacionales. Cuando Ernesto me
habló de ello, no me di cuenta de que esos viajes a Torrelavega se habían
quedado sin explicación. Pero ahora la tienen.
Todas las miradas confluyeron en Laura, que se había sumido en un
llanto hondo y agónico. Tenía la boca entreabierta y el cuerpo se le contraía
espasmódicamente, como si fuera a vomitar.
—No aguanto más —gimoteó—. No puedo…
76
El plan
Laura dejó que las lágrimas corrieran por sus mejillas. Después, en apenas
un bisbiseo, dijo:
—Me engañó… Él me engañó…
—Entonces ¿es verdad? —bramó Héctor, que hizo ademán de lanzarse
sobre ella.
Alarmada, Elena soltó un aullido y corrió para ayudar a Marcos a
sujetarlo. Por fortuna, Héctor no tenía intenciones reales de arremeter
contra su mujer, y se detuvo cuando ellos lo agarraron del brazo. De haberlo
pretendido, ni Elena ni Marcos, ni el propio Daniel, habrían bastado para
contenerlo.
—¿Cómo que te engañó? —inquirió Daniel desconcertado—. ¿Qué
quieres decir?
—Todo… todo respondía a un plan… —chilló Laura, todavía de rodillas
—. Pero no lo supe hasta mucho después… Cuando ya se había suicidado…
Daniel la miró de hito en hito. ¿A qué se estaba refiriendo? ¿Acaso
pretendía confundirlos?
—No lo entiendo. ¿Un plan para qué?
A duras penas, y con una lentitud exasperante, la mujer se puso en pie y
trató de enjugarse las lágrimas.
—¿Qué plan? —insistió Daniel, sin darle tregua.
Laura contempló a su marido y a su hija con aire suplicante, como si les
rogara por anticipado que la perdonaran por todo lo que había hecho y se
disponía a admitir. Después, con voz de ultratumba, acabó reconociendo
que sí, que, tal y como había dicho Daniel, en el verano de 1975 mantuvo
una relación con Guillermo. Todo comenzó los primeros días de julio,
cuando tras haber regresado del internado, ella empezó a acompañar a
David a la entrada de la casona para recibir o despedir a su nuevo amigo.
Daniel asintió para sí. Aquello confirmaba que Ángeles había mentido en
buena parte de su declaración ante la Guardia Civil. Todo apuntaba a que,
quizá consciente de que los investigadores se estaban acercando demasiado
a la verdad, había decidido echar mano de la historia de su hija y adaptarla a
sus propias circunstancias para atraer toda la atención sobre sí. De ese
modo, dejaba a Laura libre de sospecha. A salvo. Seguramente no se
imaginó que, tras su confesión, los guardias se tomarían la molestia de
cotejar su letra con la de aquella carta hallada en el domicilio de la víctima,
y por eso, al descubrirlo, se había alterado tanto. Pero si era así, ¿cuánto
había de cierto y cuánto de falso en la supuesta confesión de la madre? ¿Y
cuánto pertenecía a Ángeles, cuánto a Laura y cuánto a ninguna?
—Antes de eso —continuó Laura con voz tenue—, yo ya había visto a
Guillermo alguna vez por la calle, pero no era lo mismo. Nunca llegamos a
hablar, y yo era más joven…
—En cambio, cuando lo viste en el portón, te atrajo —concluyó Daniel,
recordando lo que Ángeles había declarado en la sala de interrogatorios.
Ella cabeceó, avergonzada, y esa vez no se atrevió a mirar a sus
familiares.
—Él… No lo sé. Me hacía sentir…
—¡Pero estabas prometida! ¡Conmigo! —la interrumpió Héctor a voz en
grito, y sus palabras proyectaron goterones de saliva que fueron a estrellarse
en el suelo—. ¡Llevábamos más de un año juntos! ¡Y te casaste conmigo!
¡Nadie te obligó!
Ella rompió a llorar de nuevo.
—Yo te quería. De verdad… Habías sido mi primer amor, el único. Pero
Guillermo… Yo… yo no era más una niña… Quise cancelar el
compromiso, pero mi padre…
No pudo acabar la frase.
—Pero todo eso no explica ningún engaño de mi padre, ningún plan —
objetó Daniel.
—Él… él se dio cuenta… Desde el principio. Se dio cuenta de que me
atraía y… —De repente comenzó a toser, atragantada por su propia saliva
—. Empezó… empezó a venir cada vez más al portón, contigo. En cuanto
oía el timbre, yo dejaba los apuntes en la mesa y salía con David. Sabía que
lo que sentía estaba mal, pero no podía parar, dejar de ir…
Daniel rememoró aquellos encuentros en el portón. Era verdad que aquel
verano su padre pasó de acompañarlo a la casona a regañadientes a hacerlo
con una actitud muy diferente. En su momento, él lo atribuyó a que con el
transcurso del tiempo la situación se había ido normalizando, pero ahora
entendía que detrás había mucho más. Que tras las numerosas sonrisas y
carcajadas que Laura y su padre intercambiaron delante de él se escondía un
lenguaje poderoso y secreto que era imposible que un niño de apenas ocho
años advirtiese, y mucho menos interpretase.
—Luego él comenzó a provocar encuentros por Reinosa —continuó
lamentándose ella al tiempo que se retorcía las muñecas—. No sé cómo lo
conseguía. Yo salía poco de casa, pero cuando lo hacía casi siempre nos
cruzábamos y… —Lanzó una mirada de temor a su marido—. Empecé a
dudar del compromiso. De toda mi relación con Héctor… —admitió, y
entonces una sombra le cruzó los ojos—. Un tiempo después, supe que ese
había sido su plan desde el principio.
Daniel la miró perplejo.
—¿Qué quieres decir?
—Que me utilizó desde el primer momento. Su plan era seducirme,
dejarse querer e intentar que me enamorara de él para que no me casara con
Héctor. Se dio cuenta de que yo me sentía atraída y quiso aprovecharlo para
confundirme. Sin propasarse. Haciendo lo justo para que yo, que solo tenía
dieciocho años, me lo replanteara todo.
Al escuchar las palabras de Laura, Daniel recordó lo que Ernesto Posadas
le había contado la tarde anterior en Casa Vejo. Fue entonces cuando le
sobrevino un fogonazo de lucidez y cayó en la cuenta de que todo estaba
conectado. Todo. La crisis de Aceros Campoo, la oferta de los alemanes que
los Orduña habían tenido sobre la mesa desde antes del verano, la oposición
de los trabajadores a que los Suárez entraran en el negocio, la tensión que se
vivía por el futuro de la empresa…
—¡Joder! —masculló al tiempo que se llevaba las manos a la cabeza—.
¡Fue por los alemanes!
—¿Los alemanes? —balbuceó Marcos, quien en su día, a diferencia de su
hermano, mostró interés en vender sus acciones a ese grupo extranjero
vinculado al sector de la automoción.
—Ayer Ernesto me habló de ello, y también se lo dijo a mi abuela hace
treinta y dos años, el mismo día que los despidieron a él y a mi padre —
farfulló, presa de la excitación.
—Pero ¿el qué? ¿Qué pasa con los alemanes?
Daniel trató de recobrar el aliento.
—Ese verano mi padre le aseguró a Ernesto que tenía un plan para lograr
que Lorenzo vendiese la fábrica a los alemanes. —Se volvió hacia Laura—.
El plan era ese, ¿no? Seducirte para que anularas la boda. Si eso sucedía, los
Suárez se sentirían heridos en su orgullo y seguramente ya no querrían
entrar en ningún tipo de negocio. Y entonces la única opción sería vender a
los alemanes. Y con ello salvar la empresa. Y el futuro de los trabajadores
—añadió al acordarse de lo que su padre le dijo a su madre unas horas antes
de que se celebrase la fiesta de pedida en la casona de los Orduña.
Laura asintió.
—Pero ¿cómo llegaste a saber que esas eran las intenciones de mi padre?
—inquirió Daniel—. No creo que él te lo dijera, ¿no?
—No, fue Arturo. Tiempo después, cuando Guillermo ya se había
suicidado…
—Pero si mi padre no quería propasarse, ¿por qué ibais a Torrelavega?
¿Era necesario?
Ella agachó la cabeza.
—Eso fue más adelante… Cuando él cayó en su propia trampa…
—¿En su propia trampa? —preguntó Daniel, sin disimular su perplejidad.
—Nos vimos varias veces a las afueras de Reinosa —suspiró—. Yo
sentía que cada vez estábamos más unidos. Y una tarde… Bueno, nos
besamos.
Héctor dio un puntapié al suelo y soltó un grito.
—¡Ya está bien! ¡Lárgate de aquí! —le espetó a Daniel—. No tengo por
qué oír esto.
Pero él no estaba dispuesto a dejar aquello a medias. De ningún modo.
Lo que no lograba entender era por qué el sargento Blanco y los demás
agentes del cuartel estaban tardando tanto en aparecer. ¿Dónde se habían
metido?
—A partir de ahí fuimos a más —dijo Laura con voz apagada—. Él me
propuso buscar un sitio menos arriesgado, donde nadie pudiera
descubrirnos, y entonces me acordé de esa chica de Torrelavega, Cristina.
Me inventé que iba a verla, y mis padres no sospecharon nada. Ni siquiera
Patricia lo hizo.
Daniel la escrutó con la mente en ebullición.
—Entonces ¿mi padre terminó enamorándose de ti? ¿Es eso lo que estás
diciendo?
Ella le devolvió una mirada triste y unos segundos después inclinó la
cabeza.
De nuevo, un silencio sepulcral se esparció por el salón.
Daniel apenas podía creer lo que acababa de escuchar y, al mismo
tiempo, no podía negar que tenía sentido.
—¿Y cómo puedes estar tan segura de que se enamoró de ti? —dijo
entonces Daniel—. ¿Cómo puedes saber que todo, absolutamente todo, no
formaba parte de la estratagema de mi padre?
Laura alzó la vista y lo observó con lástima.
—Porque él quería huir. Conmigo.
77
Huir
Con tono lúgubre, Laura explicó que, tras aquella conversación con
Guillermo, su madre se alteró tanto que en cuanto entró en casa se lo contó
todo a su padre.
Daniel pensó que aquello encajaba con lo que María Güemes le había
dicho esa mañana: que, después de que Ángeles hubiera salido esa tarde al
encuentro de Guillermo, ella la había oído hablar con su marido en el
despacho.
—Y por eso Lorenzo despidió a mi padre al día siguiente, ¿no? —dedujo
Daniel, cuya mente hervía de actividad—. No fue por la concentración.
¡Fue por vuestra relación!
—Sí —confirmó Laura con voz queda—. Lo hizo a primera hora, y luego
yo no tuve más remedio que ir con todos a pasar el día a Fontibre. La única
que no vino fue mi madre.
—Porque se sentía indispuesta.
—No. Eso fue lo que dijo, pero la verdad es que se quedó en casa por
miedo a que Guillermo volviera.
—Pero no lo hizo.
—No. El que vino fue Arturo. Por la tarde. Lo vi desde el coche cuando
regresábamos, cerca del muro.
—Tu madre ha declarado que salió a hablar con él, pero eso no es cierto,
¿no? —conjeturó Daniel.
—No… Salí… salí yo.
—¿Por qué?
Tragó saliva y miró de soslayo a su hija, que apenas se movía y la
contemplaba con gesto descompuesto.
—No lo sé… Él era amigo de Guillermo y…
Daniel, que iba siguiendo mentalmente las explicaciones que unas horas
antes había dado Ángeles en el cuartel, murmuró:
—Traía un mensaje para ti, ¿verdad? De mi padre. Para que os vierais a
las dos y media en los jardines.
Laura se retorció las muñecas.
—Sí…
—Pero ¿cómo iba a pretender mi padre que lo ayudaras a conseguir su
readmisión en la fábrica? —preguntó él. Esa era la razón que, según
Ángeles, lo había llevado a concertar aquella cita desesperada en mitad de
la noche—. Sabiendo lo vuestro —añadió—, me parece imposible que
Lorenzo fuera a desdecirse.
Ella le dirigió una mirada cargada de pesar.
—Tu padre no quería ser readmitido, Daniel. Lo que quería… lo que
quería era acabar con todo. Huir.
—¿Huir? —repitió él mientras sentía que aquellas palabras volvían a
desgarrarlo por dentro—. ¿Esa noche?
Laura se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano.
—No, esa noche no. Al día siguiente. Por la mañana.
Al escuchar aquello, a Daniel el corazón le dio un vuelco. Pensó en el
billete de tren que había encontrado entre las cosas de su padre. «Salida
Reinosa, destino Santander»…
—Me levanté unos minutos antes de esa hora. En realidad, yo no tenía ni
idea de lo que quería Guillermo; Arturo no me lo había dicho, y sabía que
era peligroso, que podrían descubrirnos, pero tenía que ir… No podía dejar
de hacerlo —gimió con voz entrecortada—. Recuerdo que salí al pasillo y
pasé por delante de la habitación de mis padres de puntillas. Tenían la
puerta abierta, pero parecían dormidos. Mi madre debía de estarlo a la
fuerza, porque yo misma le había visto tomar un somnífero unas horas
antes, después de la cena.
Daniel ahogó un improperio. ¿Cómo no había reparado antes en ese
detalle? Mercedes se lo había mencionado el viernes por la tarde. Según la
cocinera, en aquella época Ángeles llevaba unos días muy nerviosa y estaba
tomando somníferos para poder conciliar el sueño. Eso demostraba que la
esposa de Lorenzo Orduña no pudo estar en los jardines aquella noche y
que, por tanto, su declaración en el cuartel había sido desde el principio una
gran mentira, al menos en lo referente a lo sucedido la madrugada del 2 de
septiembre de 1975.
—Cuando llegué a los jardines, él ya estaba allí —continuó Laura en
apenas un susurro que se arrastró por el aire.
—Y Arturo también, aunque al otro lado del portón, ¿no? Mercedes lo
vio aquella noche —afirmó él.
—Sí, pero yo eso no lo sabía, y creo que Guillermo al principio tampoco.
Por lo que descubrí un tiempo después, Arturo pensaba que lo que pretendía
hacer su amigo era una locura, y se lo había dicho varias veces a lo largo de
esa tarde. Esa madrugada, cuando le vio salir del portal, intentó disuadirlo
por última vez.
—Pero fue inútil, ¿no? —apuntó Daniel, que conocía bien el
temperamento y la tozudez de su padre.
—Sí, aunque Arturo no se marchó a casa. Lo siguió.
—Y por eso estaba al otro lado del portón…
—Así es, aunque yo no me di cuenta hasta el final. Cuando salí, vi a
Guillermo en los jardines, y él me llevó hacia la zona de la entrada para que
nadie nos oyera. Fue allí donde me propuso…
—¿La huida? —aventuró Daniel.
—Sí… Me dio un billete de tren a Santander y me explicó que él tenía
otro igual. Dijo que la mañana siguiente era la ocasión perfecta para
escaparnos juntos; quizá la única que tendríamos. Ese día, los hombres,
incluido mi padre, iban a estar toda la mañana en una cacería, y a mi madre
yo podría ponerle una excusa.
De pronto, a la luz de aquellas palabras, la conversación que Roberto
Gutiérrez escuchó entre su padre y Arturo la tarde del 1 de septiembre de
1975 a la puerta de la estación adquirió para Daniel todo su sentido:
«Tenemos que ser valientes, es ahora o nunca». Al emplear la primera
persona del plural, su padre no se estaba refiriendo a Arturo, como él había
creído al principio, sino a Laura, con quien pensaba fugarse.
—Entonces mi padre nunca tuvo intención de ver a ese abogado de
Santander —murmuró, casi hablando consigo mismo—. Era mentira.
Laura le rehuyó la mirada.
—Eso se le ocurrió a Guillermo para ganar tiempo. Cuando tu madre
empezara a extrañarse por su ausencia, Arturo le diría que él había ido a
Santander a consultar a un abogado y que tardaría en volver. Aquello, en
teoría, la tranquilizaría, pero, por si ella decidía hacer alguna comprobación,
Guillermo dejó reservada la cita. Así, si llamaba a ese despacho, le dirían
que aún no había llegado, o que se había retrasado, o que al final no se
había presentado. Daba igual. Ella esperaría a que Guillermo regresara, y
nosotros ganaríamos tiempo —repitió.
—Pero ¿tiempo para qué? —inquirió Daniel, y el recuerdo del recorte de
periódico que estaba entre las cosas de su padre se agitó en su mente.
La mujer tardó unos segundos en responder.
—Para llegar a Francia.
—¿A Francia? —gimió entonces Elena espantada.
Laura agachó la vista.
—La idea… la idea de Guillermo era que en la estación de Reinosa yo
comprara un billete a Torrelavega y que después me subiera al tren. Ese
tren, en el que también iría él, tenía varias paradas, y la última era en
Santander, donde nos bajaríamos. Lo que tu padre quería era que, al
principio del trayecto, cuando el revisor se me acercara, yo no le enseñara el
billete a Torrelavega que había comprado minutos antes, sino el que él me
había dado la noche anterior, el que me permitía llegar a Santander. De ese
modo, los dos conseguiríamos viajar hasta Santander, pero, cuando mis
padres se preocuparan por mi desaparición y se pusieran a investigar, si iban
a la estación a preguntar, lo único que podría decirles el chico de la
ventanilla era que yo había comprado un billete a Torrelavega. Y allí me
buscarían.
—Pero tu madre sabía que lo de Cristina Cobo era una farsa, ¿no? —
objetó Daniel—. Habría adivinado fácilmente que no estabas con ella.
—Sí, pero en cualquier caso les costaría seguir mi rastro. Y, mientras
tanto, ya habríamos llegado a Santander y allí nos habría recogido el amigo
de Guillermo, Jacobo Carranza, que nos estaría esperando con su coche al
pie de la estación. Él trabajaba en una fábrica de Bilbao en el turno de
noche y salía a las ocho de la mañana, así que, en teoría, dispondría de
margen suficiente: en aquella época el viaje por carretera de Bilbao a
Santander duraba unas tres horas. Luego nos llevaría directamente a la zona
de Irún, para cruzar la frontera con la ayuda de unos exiliados del Partido
Comunista que vivían en Francia.
Daniel se clavó las uñas en las palmas de las manos.
—Entonces mi padre iba a abandonarnos… Iba a hacerlo ese día.
Laura lo miró con abatimiento, pero no contestó.
—Sin embargo, no llegasteis a coger ese tren —musitó él—. ¿Qué fue lo
que pasó aquella noche?
La mujer comenzó a temblar y un rictus de sufrimiento curvó su boca.
—Yo… Él no contaba con que yo me negaría —murmuró, y sus ojos se
llenaron de lágrimas—. Era una locura… ¿Qué íbamos a hacer los dos en
Francia, suponiendo que no nos detuvieran en la frontera? Pero él no lo
entendió. Me dijo que lo había arriesgado todo por mí y que lo había
perdido todo. Me suplicó que estuviera en la estación al día siguiente. Y «de
pronto» vimos a mi padre.
79
Culpable
—Tuvo que despertarse cuando pasé por delante del dormitorio, o quizá
ya estaba despierto, no lo sé. Apareció de repente. Corriendo y… con un
revólver. Llevaba un revólver en la mano.
—¿El del disparo? —preguntó Daniel, perplejo, recordando lo que el
teniente Alcalá le había contado en la comandancia sobre el permiso de
armas que Lorenzo había solicitado días atrás por los anónimos que estaba
recibiendo, y que no le llegaron a conceder.
Laura hizo un asentimiento con la cabeza.
—Entonces no era de mi padre —concluyó él.
—No. Era del mío… Se lo había conseguido un amigo del ejército unos
días antes, para que pudiera defenderse. Solo lo sabíamos mi madre y yo…
—Pero ella mintió sobre eso, dijo que era de mi padre. Y él también lo
confesó. Y hasta aseguró que las huellas que habían aparecido eran del
amigo que se lo había dado.
Cuando estaba terminando la frase, una idea lo asaltó y lo sacudió por
dentro. ¿Era posible que…? No, aquello no podía ser. La respiración se le
desbocó, y tuvo que colocarse la mano en el pecho para controlarse. Estudió
el rostro de Laura. Vio que ella se estaba mordiendo el labio inferior con
tanta fuerza que se hizo sangre, y entonces tuvo la certeza de que la verdad
cada vez estaba más cerca.
—Esas huellas sin identificar… Las huellas de la tercera persona…
¿Fuiste tú? ¿Tú cogiste el revólver esa noche?
La conversación quedó suspendida en un silencio aterrador, solo
interrumpido por los sollozos de la mujer. A unos metros, sus familiares la
miraban estupefactos, con el rostro deformado en una mueca que mezclaba
incredulidad y pánico.
—Él iba a matarlo… —gimoteó Laura al fin, y se tiró de los cabellos con
desesperación—. Iba a matarlo…
—¿Quién? —la presionó Daniel—. ¿Quién iba a matarlo?
—Mi padre… ¡A Guillermo!
A continuación, entre lágrimas, les describió cómo Guillermo se había
arrojado sobre Lorenzo antes de que este se decidiera a disparar, lo que
provocó que el revólver saliera volando y se estrellara contra el pavimento
del sendero. Después los dos rodaron por el suelo e intercambiaron patadas
y puñetazos hasta que, en una de esas acometidas, Guillermo quedó boca
arriba y Lorenzo se colocó a horcajadas sobre él.
—Mi padre consiguió inmovilizarlo y empezó a golpearle —murmuró
Laura—. Una y otra vez… Era imposible pararlo. Iba a matarlo…
Daniel, con el pulso acelerado, le preguntó a bocajarro:
—¿Y disparaste? ¿Fuiste tú la que disparó?
—No, no… ¡Yo no! —gritó Laura, y cayó de rodillas como si un rayo la
hubiera fulminado—. ¡Fue un accidente!
Él la observó con asombro.
—¿Un accidente?
—Yo… Sí, yo cogí el revólver… ¡Pero solo lo golpeé en la nuca! ¡Nada
más! ¡Para que parara, para que no lo matara!
—Pero Lorenzo murió de un disparo, no de un golpe. ¿Qué pasó?
—¡Él se revolvió! —gimió, y soltó un alarido—. Él… él dejó a
Guillermo en el suelo y luego… luego se abalanzó sobre mí. Para quitarme
el arma… Me agarró del brazo. Me gritó que le diera el revólver, que iba a
acabar con él…
—¿Y le pegaste un tiro? ¿A tu padre? —intervino Héctor lívido.
—¡No! ¡No! Pero me estaba agarrando, me estaba haciendo daño. Y
yo… Apreté el gatillo sin querer… —reconoció al fin, y comenzó a
convulsionar de nuevo—. Yo…
La voz se le apagó, y de pronto el salón quedó en completo silencio.
Daniel apenas podía reaccionar. Acababa de descubrir que su padre había
cargado con un crimen que en realidad no había cometido.
—Entonces tú… tú lo mataste —consiguió balbucear él, sobreponiéndose
al estupor.
Laura echó la cabeza hacia atrás y clavó la mirada en el techo, como si
buscara allí un refugio. La lámpara proyectó de lleno su chorro de luz sobre
el rostro de ella, y los mocos, mezclados con las lágrimas y el sudor,
brillaron en esa tarde aciaga.
En ese momento, Elena se llevó las manos a la cara y, tal y como había
hecho su madre, se precipitó al suelo.
—¿Tú mataste al abuelo? —inquirió con un hilo de voz, como si no
pudiera dar crédito a lo que había escuchado—. ¿Lo mataste y dejaste que
Guillermo cargara con la culpa?
—Fue sin querer… —se apresuró a contestar la mujer al tiempo que
juntaba las palmas de las manos suplicando perdón—. Yo no quería…
Tienes que entenderlo, cariño. ¡Fue un accidente!
Como respuesta, la chica enterró aún más el rostro en las manos y se
deshizo en plañidos. Su padre, cariacontecido, fue hasta ella, se agachó y la
apretó contra sí mientras le acariciaba el pelo. A la vez, miraba a su mujer
igual que a un monstruo, horrorizado por un pasado que, como Daniel,
jamás podría haber imaginado.
Fue precisamente Daniel quien tomó de nuevo la palabra, ya sobrepuesto
a la conmoción inicial y decidido a forzar aún más a Laura.
—Y después de dispararle, te escondiste en tu habitación, ¿no? Fuiste por
detrás y subiste por las escaleras exteriores.
Ella, que todavía permanecía de rodillas, se levantó despacio y, sin dejar
de observar a su hija con aire lastimero, musitó:
—Sí… Guillermo me lo dijo. Yo no sabía qué hacer…
—Ya. Y mientras tanto él fue hacia el muro con el revólver. Para escapar.
Con Arturo.
—Sí… —reconoció Laura mientras se pasaba los dedos por los labios
para limpiarse la sangre de la herida que se había provocado minutos antes.
—Y luego, cuando los empleados de la casa llamaron a la Guardia Civil
y viste que lo detenían, te quedaste callada. Dejaste que se lo llevaran —le
dijo Daniel con tono gélido.
Laura se mordió el dedo índice y apretó para contener una nueva cascada
de lágrimas.
—¿Y qué podía hacer? ¿Cómo iba a contar que nos estábamos viendo en
secreto y que había sido un accidente? ¡Nadie se lo habría creído! ¡Y lo
habría destapado todo! —Se detuvo unos instantes para recobrar el aliento
—. Esa noche hablé con mi madre, cuando nos quedamos solas, y le
confesé la verdad. Ella me pidió que no dijera nada y esperara.
—¿Que esperaras a qué?
—A ver qué hacía Guillermo, a ver qué versión daba. Si yo hablaba,
podíamos contradecirnos. Y entonces no habría salida posible.
—Pero si solo ibas a esperar, ¿por qué le dejaste esa carta a Arturo?
—Porque él estaba al tanto de lo que había ocurrido, era el único testigo
que teníamos…
—¿Y por qué no hablaste con él en persona?
—¡Porque no podía! ¡No podía arriesgarme! Mercedes le había
asegurado a la Guardia Civil que esa noche había un hombre fuera, en la
calle, y a poco que se informaran, sospecharían de él. Y si alguien nos veía
juntos…
—¿Y se lo dijiste a tu madre? ¿Le dijiste que ibas a llevarle a Arturo esa
carta?
—No, ella no sabía nada. Me inventé que había quedado con Patricia.
Daniel se mantuvo callado un instante. Acababa de reparar en que el
viernes Mercedes le había contado lo mismo: que Laura había salido de
casa el martes para estar con Patricia. Sin embargo, la propia Patricia le
había dicho que ella no vio a Laura hasta el miércoles, cuando fue a la
casona a darle el pésame.
—Pero Ángeles conocía la existencia de la carta.
—No, no. Ella no sabía nada —repitió la mujer.
—¡Claro! —dijo Daniel, pensando en voz alta—. Por eso hoy en el
cuartel, al verla y reconocer tu letra, se ha puesto tan nerviosa y ha
confesado. Ha deducido cuándo la escribiste y para qué, y se ha dado cuenta
de que, si la Guardia Civil seguía investigando, acabaría descubriendo la
verdad. Ha querido protegerte. Igual que hizo mi padre…
Elena soltó un lamento y miró a Daniel. En sus ojos él creyó distinguir
una súplica: que acabara ya, que pusiera fin a aquel tormento. Pero él no
podía parar. Tenía que seguir hasta el final, recomponer los pedazos que aún
faltaban de aquellos días. Formar la imagen completa. Sin cabos sueltos.
Saber toda la verdad. La verdad de los Orduña. Y la verdad de su padre.
—¿Y Arturo no se puso en contacto contigo después de recibir esa carta?
Laura se arrebujó en su chaqueta.
—No, no vino ni dio ninguna señal, y yo pasé tres días horribles. No me
atrevía a nada más… Tenía pánico a que alguien nos descubriera juntos, y
mi madre me decía que ni se me ocurriera ir a verlo.
—Hasta que, de repente, mi padre confesó y se suicidó, ¿no?
La mujer asintió y los ojos volvieron a llenársele de lágrimas.
—La mañana del sábado mi madre vino a decírmelo y yo… Yo…
Aquello me destrozó. Durante días no pude ni moverme de la cama… No
entendía nada…
—Pero te callaste. No quisiste aclararlo —apuntó Daniel cortante.
—¡Yo quería confesar! No deseaba que él quedara como un asesino. Pero
mi madre… Ella me convenció. Fue a hablar con Arturo, en la fábrica,
donde no levantaría sospechas, y él…
—Él le reveló lo que mi padre le había hecho prometer en el locutorio,
¿no?
—Sí. Y por eso no conté la verdad… —gimió—. Mi madre me lo dijo…
Me dijo que Guillermo lo había decidido así, y que tendría que vivir con
ello.
Daniel le lanzó una mirada cargada de rencor.
—¿Y qué pensabas cuando todo el mundo nos pisoteaba? Qué pensabas,
¿eh? ¿Cómo pudiste tolerarlo, sabiendo la verdad? ¿No te sentías una
miserable? —gritó, e hizo un aspaviento—. Y tu madre, que estaba al
corriente de todo, encima se permitía tratarnos como si fuéramos escoria…
¿No te daban arcadas?
Laura cerró los ojos, como si no pudiera soportar el peso de aquellas
pupilas que la taladraban.
—¡Yo os admiraba! —explotó Daniel, y, por primera vez desde que
David estrelló sus puños contra él aquella mañana de 1975, sintió que se
descargaba de la culpa que arrastraba, como si se hubiese abierto en su
interior una compuerta y, con cada grito, el dolor saliera a borbotones—.
Cada día de aquel verano, nada más despertarme, lo único que quería era
venir corriendo a la casona para estar aquí con David, con vosotros, como
uno más. No sabes lo que fue para mí creer que mi padre os había hecho
eso, que había matado a Lorenzo… —añadió, y una nube de lágrimas le
inundó las córneas—. Me he sentido como un puto desgraciado desde que
tenía ocho años. He vivido más de tres décadas odiando todo esto, odiando
mi apellido, este lugar, mis recuerdos, sintiéndome inferior, con una deuda
que jamás podría pagar. Y ahora… ahora descubro que todo era una
mentira. Una gran mentira.
80
Matar
Daniel pasó por delante del agente que custodiaba la entrada y se dispuso a
abandonar el edificio. Ya estaba franqueando la puerta cuando reparó en un
hombre rubio que en ese momento se dirigía hacia los juzgados.
David…
Sus rasgos habían cambiado, se le habían endurecido, pero esos ojos
grises… esos ojos eran los mismos.
Al verlo, una náusea le subió por la garganta, y de pronto tuvo la
sensación de que a su alrededor la temperatura caía de golpe y todo
avanzaba más despacio, como si el tiempo se estuviera congelando. Sintió
el impulso de apartar la vista, de desviarla al suelo para fingir que no se
había fijado en él, pero, tras meditarlo, se obligó a no hacerlo.
David caminaba distraído junto a un tipo que, por su atuendo y el maletín
que llevaba en la mano, a todas luces parecía abogado. Probablemente fuera
el mismo al que estaban aguardando los guardias civiles y la jueza.
Daniel jamás habría esperado encontrarse con el sobrino de Lorenzo
Orduña allí, al pie de los juzgados y en esas circunstancias, y se figuró que
él tampoco, puesto que, en cuanto se percató de su presencia, David se
sobresaltó y frenó en seco. El letrado, extrañado, giró el cuello hacia su
acompañante en busca de una explicación, pero no obtuvo respuesta.
Los dos antiguos amigos se estaban mirando fijamente, como si se
calibraran.
Y así permanecieron unos instantes, hasta que David bajó la cabeza.
Luego, ambos reemprendieron el camino y unos segundos después se
cruzaron sin decirse nada, separados por un abismo.
84
Volver
Eran las cinco y media de la tarde cuando Daniel abrió el coche e introdujo
su equipaje en el maletero.
—Antes he hablado con Marta —le dijo en un susurro a su hermano, que
se encontraba a su lado—. Me ha llamado mientras echabais la siesta.
Ramón lo estudió con detenimiento.
—¿Y qué te ha dicho?
Daniel cerró el maletero y se apoyó en la carrocería rayada mientras
esperaban a que Silvia e Isabel bajaran a despedirse.
—Que lo ha leído todo en la prensa. Y que estará ahí para lo que
necesite. —Hizo una pausa, y a continuación aclaró—: Como amiga.
Su hermano guardó un elocuente silencio, y Daniel se metió las manos en
los bolsillos.
—Dice que no puede dar marcha atrás. No después de todo.
Ramón suspiró y le palmeó el hombro con delicadeza.
Unos segundos más tarde, la puerta del portal se abrió e Isabel, que se
había soltado de la mano de su madre, corrió hacia su tío. Lo abrazó por la
cintura.
—¡Vuelve pronto, tío Dani!
—En unos días —prometió él.
—¡Eso, eso!
Pasaron varios minutos despidiéndose junto al vehículo, hasta que Daniel
arrancó el motor y agitó la mano por última vez.
Condujo con lentitud por la avenida La Naval y, antes de torcer hacia la
calle Julióbriga, se tomó un momento para encender un cigarrillo y cambiar
de canción.
Las notas del piano de Bill Evans se esparcieron por el habitáculo y le
trajeron el recuerdo del viaje que había hecho cuatro días antes, con la
misma melodía de fondo, pero en unas circunstancias bien diferentes.
Dio una calada y miró por el retrovisor interior.
Se marchaba de allí. Pero no huía.
Agradecimientos
A muy corta edad, la vida de Daniel se vio truncada por un terrible suceso:
una mañana de septiembre de 1975 su padre fue acusado del asesinato del
empresario más importante de Reinosa. Tras ser detenido, el hombre
confesó los hechos y se suicidó.
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Índice
El hijo del asesino
Detonación
Primera parte
1. La chica
2. Un accidente
3. Miedos y obsesiones
4. Asesino
5. Silencio
6. Estallar
7. Pedazos
8. Vuelta a casa
9. La confesión
10. El billete de tren
13. Elena
14. Vivir así
17. El disparo
18. El hombre tras el muro
19. La fiesta
20. Humo
23. Arturo
24. Poder
25. El abrazo
26. Una eternidad
34. Temblor
35. La huida
36. Pisadas
37. El despido
43. La visita
44. La punta de iceberg
51. Peligro
52. La última cena
53. Penumbra
54. Barcas contra la corriente
55. Miedo
56. La sombra
61. Espera
62. El juramento
63. La verdad
64. El secreto
Tercera parte
67. Traidor
72. Relámpago
73. Un reportaje
74. Conmoción
75. Toda la verdad
76. El plan
77. Huir
78. Tiempo
79. Culpable
80. Matar
81. Detención
84. Volver
Agradecimientos
Sobre este libro
Sobre Pablo Alaña
Créditos
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