El Hijo Del Asesino (Pablo Alaña)

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A mi familia, siempre

Y así porfiamos, barcas contra la


corriente, devueltos incesantemente
hacia el pasado.

F. SCOTT FITZGERALD
El gran Gatsby
Detonación

Reinosa, martes 2 de septiembre de 1975. 2.35 h

La mujer irrumpió en el recibidor de la casona con el camisón manchado de


sangre y el rostro contraído por el espanto. Sin perder un segundo, se
abalanzó sobre el teléfono que reposaba en la cómoda y comenzó a marcar.
Jadeaba. Aunque había dejado abierta la puerta principal, desde su
posición no podía ver lo que ocurría fuera y temía que en cualquier
momento se produjera una nueva detonación. Se estremeció al pensar en el
cadáver del señor Orduña, en la bala que le había atravesado el pecho. A él
ya no podrían salvarlo, pero a los demás…
Uno, dos, tres. Los tonos se sucedían sin que nadie descolgara. Miró a su
alrededor con desesperación y empezó a gritar. Necesitaba ayuda. Ya.
Al fin, una voz masculina y ligeramente somnolienta se elevó al otro lado
de la línea:
—Guardia Civil de…
—¡Han matado a Lorenzo Orduña! ¡Lo han matado! —chilló la mujer.
—Perdone, ¿qué…?
—¡Le han disparado! ¡Aquí, en la casona! Soy Mercedes, la cocinera.
Se oyó un respingo y, después, el estrépito de una silla al ser arrastrada.
—¡Rápido! Dígame qué ha pasado —le ordenó el hombre.
—Ha sido Somoza —gimió ella—. Le ha pegado un tiro…
—¿Guillermo Somoza?
—¡Sí, tiene un revólver! ¡Dense prisa, por favor!
—Entonces ¿sigue allí? ¿Somoza sigue allí?
La mujer tragó saliva.
—Sí, está en los jardines, herido… Se ha caído al escalar el muro. Y hay
otro hombre… —musitó angustiada.
—¿Con él?
—No, en la calle. ¡Lo he visto en el portón! ¡Vengan ya, por Dios!
—¿Se encuentra a salvo?
—Yo sí, pero mis compañeros… Ellos están fuera. Con Somoza.
—No se mueva de ahí.
PRIMERA PARTE
1
La chica

Madrid, mañana del viernes 23 de noviembre de 2007


Treinta y dos años después del crimen

Seis minutos. Ese era el tiempo que Daniel llevaba mirando a la chica que
dormía en su cama. Desquiciado, con los puños apretados y las uñas
perforándole la palma de las manos, a duras penas lograba contener el grito
de rabia que le subía por la garganta. Ya había revisado varias veces las
mesillas de noche, había peinado cada centímetro de la habitación e incluso
había ido a la cocina a comprobar el contenido del cubo de la basura, sin
resultado. Sabía que debía despertarla, que solo así podría despejar la duda
que lo atormentaba, y sin embargo…
Miedo. Eso era lo que lo paralizaba. Miedo a la muchacha y al riesgo que
suponía, porque si esa desconocida confirmaba lo que parecía evidente, su
vida podría dar un vuelco, el vuelco que tanto había procurado evitar y que
no estaba dispuesto a aceptar.
Sacudió la cabeza, asqueado de sí mismo, y la observó una vez más.
Iluminada por los rayos de sol que se filtraban por las persianas
entreabiertas, respiraba de forma plácida y una leve sonrisa presidía sus
sueños. Tenía el pelo oscuro y la nariz afilada, y en su rostro no se
adivinaba arruga alguna. A juzgar por su aspecto, no debía de superar los
veinticinco años. Y estaba desnuda.
Desvió la vista al suelo. Al pie de la cama descansaba la ropa de la chica
y, en lo alto del montón, un sujetador negro de encaje y un tanga a juego
acapararon toda su atención. El cuerpo le tembló al tragarse un resoplido de
frustración. ¿Por qué no se limitó a tomarse una copa en aquel local de mala
muerte y luego se marchó a casa?
En realidad, apenas conseguía evocar lo sucedido la noche anterior. En la
memoria conservaba imágenes difusas que lo situaban acodado en la barra
de un bar de Malasaña. Recordaba haber estado de charla con uno de los
camareros y que, animado por el alcohol, incluso se atrevió a hablarle de
todo el sufrimiento que le había legado su padre, de aquella herencia
envenenada que recibió cuando tan solo era un niño. Sin embargo, a partir
de ahí la secuencia de la velada se desvanecía en su mente entre una neblina
densa e impenetrable, como el humo de un antiguo expreso.
Se pasó la mano por la frente con una fuerza excesiva, casi arañándose, y
dirigió la mirada a su derecha, al armario empotrado donde Marta guardaba
antes sus vestidos. La puerta corredera de madera ocultaba el interior, pero
era consciente de que, si la desplazara, dentro solo hallaría una barra
metálica, aire y polvo en suspensión; ni una sola prenda.
Marta se lo había llevado todo hacía dos semanas, cuando lo abandonó.
Aquel día, a la hora de comer, él se vio obligado a confesarle la mentira que
llevaba sosteniendo durante años y, por la tarde, al volver del trabajo, se la
encontró esperándolo en el vestíbulo, con las maletas preparadas. No hubo
manera de hacerle cambiar de opinión. Entre gritos, Marta le dejó claro que
ya no tenían nada más que hablar, que no quería volver a verlo en la vida, y
se marchó. «Para siempre». Esas fueron sus palabras al despedirse, y eso
era lo que a él más le dolía: que no hubiera dejado resquicio alguno para la
reconciliación. Nada. Desde la ruptura, la había telefoneado más de seis
veces, pero Marta había rechazado todas y cada una de las llamadas, sin
piedad. No había vuelto a saber nada de ella.
Inspiró hondo. Era verdad que Marta no se merecía el trato que le había
dado y que, en cierto modo, la había utilizado. Eso no podía negarlo. Y, sin
embargo, estaba plenamente convencido de que, de haber sido sincero con
ella desde el principio, también la habría perdido, del mismo modo que
ahora, para siempre.
No ignoraba que era difícil ponerse en su lugar. Al fin y al cabo, nadie
más tenía que lidiar con recuerdos como los suyos; nadie más tenía que
comprender lo que significaban, ni lo que pesaban, pero aun así…
«Asesino».
Esa palabra lo había marcado para el resto de sus días.
Nada había vuelto a ser igual desde la madrugada del 2 de septiembre de
1975, cuando, sin que pudiera sospecharlo, su mundo saltó por los aires.
2
Un accidente

Reinosa, madrugada del martes 2 de septiembre de 1975


Una hora y media después del crimen

Pasaban unos minutos de las cuatro cuando un fuerte estrépito, como de


algo que acabara de romperse en mil pedazos, lo despertó.
Desorientado, se incorporó de golpe. El resplandor de las farolas que se
colaba en la habitación indicaba que aún era de noche, y en la calle el
vendaval que se había levantado esa tarde seguía soplando con ímpetu.
Aguardó unos segundos sentado en la cama, expectante, pero no percibió
nada más. Se dijo que tal vez el ruido que lo había sobresaltado no fuese
más que el aullido del viento, o quizá algo que se había caído fuera, y
comenzó a deslizarse de nuevo entre las sábanas. Justo entonces oyó un
lamento a lo lejos, dentro del piso, y alzó la cabeza de la almohada, atento.
Se le ocurrió que quizá se tratara de sus padres. Hacía varios meses que se
peleaban a menudo, aunque casi nunca en mitad de la noche. Arrastrado por
la incertidumbre, se calzó las pantuflas y salió a investigar.
En el pasillo las luces estaban apagadas, pero al dar unos pasos logró
distinguir al fondo una figura de aproximadamente metro y medio que
parecía estar escuchando a hurtadillas, con la cabeza pegada a la puerta de
la cocina. Dedujo que se trataba de su hermano, un chico regordete, con el
rostro redondo y sonrosado y el pelo castaño y cortado al estilo casco. Tenía
nueve años, uno más que Daniel.
—Ramón, ¿qué haces? —siseó mientras se aproximaba a él con cautela.
Del susto, a Ramón se le escapó un chillido. La puerta se abrió de
inmediato, y el abuelo Julián se asomó con semblante de preocupación. Era
un hombre de sesenta años, cuerpo raquítico, nariz puntiaguda y cabellos
ralos. Detrás apareció la abuela Amparo, de la misma edad, bajita, de
facciones suaves y con melena negra y rizada, quien, nada más verlos, se
llevó las manos a la boca.
—Dios mío. ¿Cuánto lleváis ahí?
Daniel los observó sorprendido, sin entender qué hacían allí a esas horas.
—¿Por qué? ¿Pasa algo?
Ninguno contestó, aunque intercambiaron una mirada de inquietud que al
niño le extrañó. Se disponía a insistir en sus preguntas cuando, de pronto,
creyó oír a su madre llorar en el interior de la cocina. Sin pensárselo dos
veces, esquivó a sus abuelos y entró, seguido de su hermano. La
encontraron derrumbada sobre una silla, con los brazos cruzados sobre la
mesa y el rostro enterrado en ellos. El cuerpo le temblaba bajo el camisón y
la cabeza le daba sacudidas. A sus pies una taza se había hecho añicos, y los
niños tuvieron que sortearlos para llegar hasta ella. Aunque la abrazaron
con intensidad, tardó un mundo en reaccionar, como si le faltaran las
fuerzas.
—Mamá… —murmuró Daniel, y le acarició un mechón castaño y
húmedo.
Al fin, ella irguió el mentón. Lo hizo con lentitud y los miró desolada.
Aquellos ojos color miel que siempre transmitían viveza habían perdido
todo su brillo, como si una nube negra los hubiera velado, y Daniel, que con
el tiempo había aprendido a leer en ellos los estados de ánimo de su madre,
tuvo la certeza de que algo iba mal, muy mal.
—Mamá, ¿qué le ha sucedido al señor Orduña? —preguntó de pronto
Ramón.
Al escuchar a su hermano, Daniel frunció el ceño. ¿A qué venía eso?
Estudió el rictus de su madre. Vio que ella palidecía y comenzaba a mover
los labios sin emitir ningún sonido, como si las palabras se le hubieran
atascado en la garganta y la estuvieran ahogando.
—Ha habido… ha habido un accidente —intervino la abuela Amparo, a
su espalda, con voz trémula.
Daniel se volvió hacia ella al instante.
—¿Un accidente? ¿Cuándo? ¿Dónde?
—En la casona… Hace un rato.
—¿Y está bien? —inquirió él con un asomo de temor—. ¿El señor
Orduña está bien?
La abuela respiró hondo. Después se agachó y, cuando estuvo a su altura,
le tomó la mano con delicadeza.
—Ha fallecido, cariño.
Daniel se quedó sin aliento y retiró la mano a toda prisa, como si hubiera
recibido una descarga. Aquello… aquello era imposible. ¿Cómo iba a haber
muerto el señor Orduña?
—¿Y el revólver? —dijo entonces Ramón.
—¿Qué revólver, cielo? —acertó a preguntar la abuela, aunque su tono
revelaba que sabía perfectamente a qué se refería su nieto.
Ramón se encogió de hombros.
—No sé. Hace un momento hablabais de eso. Y de un disparo… —Hizo
una pausa para mirar a su alrededor y añadió—: ¿Y papá? ¿Dónde está
papá?
3
Miedos y obsesiones

Madrid, mañana del viernes 23 de noviembre de 2007

La vibración de un teléfono en alguna parte de la habitación lo sacó de sus


pensamientos. Agitado, lanzó una ojeada a la chica y, tras comprobar que
seguía dormida, emprendió la búsqueda. No tardó demasiado en dar con la
fuente del sonido: era su propio móvil. Lo encontró en uno de los bolsillos
de los pantalones que llevaba la noche anterior y que descubrió tirados
sobre un pequeño sillón. La pantalla todavía estaba encendida cuando lo
cogió, pero el zumbido ya se había detenido.
Un mensaje indicaba que lo acababa de llamar Álex Gómez, uno de sus
mejores amigos, además de compañero en Aldaya Abogados, un famoso
bufete integrado por más de ochenta letrados y situado en pleno paseo de la
Castellana. Ambos trabajaban en el departamento de derecho mercantil y se
encargaban de asesorar a empresas y grandes patrimonios bajo la batuta de
Javier Aldaya, quien, además de ser uno de los socios del área, era el
director del despacho.
Al leer el nombre de Álex, Daniel cayó en la cuenta del motivo de la
llamada y murmuró un exabrupto. Esa mañana estaba previsto que los dos
dirigieran una importante reunión con varios ejecutivos de una
multinacional tecnológica que pretendía absorber a una pujante sociedad
española dedicada a la fabricación de microchips. Estaba fijada a las nueve
de la mañana, y el despertador que había sobre la mesilla de noche marcaba
ya las once y media. Se llevó la mano al rostro. ¿Cómo se le había podido
pasar? Sabía que aquella inasistencia le acarrearía problemas, y no era el
primer error que cometía en los últimos días, ni mucho menos.
—¿Daniel?
La voz, que procedía de la cama, le hizo dar un salto.
Se giró despacio, temeroso de enfrentarse a la realidad.
Descubrió que la chica se había sentado con la espalda pegada al
cabecero y que, tapada con la sábana hasta el escote, lo observaba con aire
de contrariedad.
Daniel, que no acertaba a entender la causa de aquel semblante de
desdén, quiso formularle la pregunta que tanto lo inquietaba y salir por fin
de dudas, pero en su lugar, dominado por la ansiedad, acabó farfullando un
par de incoherencias. Se sintió ridículo.
—Tranquilo, no hicimos nada —dijo ella con tono aséptico.
De repente, una oleada de alivio lo atravesó, y la congoja que lo había
invadido al considerar que podía existir riesgo de embarazo comenzó a
desvanecerse. Por eso no había conseguido encontrar ningún preservativo
usado pese a haber revuelto toda la casa. No habían hecho nada. Eso era lo
que ella acababa de decir, de forma tajante, con contundencia: nada.
Exhaló un profundo suspiro. No estaba seguro de si a lo largo de la noche
le habló a la chica de sus miedos y obsesiones, como los denominó
despectivamente Marta antes de dejarlo, pero él jamás traería hijos al
mundo. Eso lo tenía clarísimo. Sabía de sobra que, por más que se
esforzara, aislarlos de la desgracia que había caído sobre su familia hacía
treinta y dos años sería una tarea imposible. Tarde o temprano debería
contarles la verdad, o puede que la averiguaran por sí mismos, y entonces,
en cualquiera de los dos casos, terminarían sufriendo por un pasado que,
aunque les fuera ajeno, les resultaría odiosamente próximo, casi propio. Y
para evitar eso, la mejor solución era no tenerlos. Se reservaría para sí todo
el dolor, para llevárselo a la tumba, donde se extinguiría como una llama
que se apaga bajo tierra.
De hecho, esa negativa a ser padre era precisamente lo que le había
llevado a perder a Marta. Bueno, eso y, sobre todo, haberle ocultado durante
tantos años su decisión, que era incompatible con la ilusión de ella por
formar una familia. Tendría que habérselo contado mucho antes, en lugar de
darle largas y hacerle promesas falsas, sí, pero no había sido capaz.
Se esforzó por centrar su atención en la joven, que acababa de doblar las
rodillas por debajo de las sábanas. De pronto, se percató de que la versión
de la chica no encajaba con el estado de desnudez en que ambos habían
amanecido.
—Oye, ¿cómo puede ser que no hiciéramos nada? —preguntó él,
notando que los temores volvían a crecer en su interior.
Ella puso los ojos en blanco y le hizo un resumen de la noche anterior.
Según dijo, alrededor de las doce había ido con una amiga a una de las
primeras fiestas universitarias del curso y, cuando la discoteca cerró, las dos
decidieron tomarse la última copa en un bar de Malasaña. Allí fue donde se
toparon con él, que en ese momento se encontraba hablando con un
camarero. Ella sintió curiosidad y enseguida entablaron conversación.
Estuvieron charlando hasta que el sitio echó la persiana. Para entonces su
amiga ya se había marchado y, como ella vivía en una residencia de
estudiantes que a esas horas ya no estaba abierta, él le ofreció pasar la
noche en su casa.
—Por el camino nos besamos, y aquí, en la cama… —se detuvo unos
segundos y torció los labios—, me llamaste Marta. Como tu ex, ¿no? —
Soltó un resoplido y negó con la cabeza—. Es verdad que me pediste
disculpas, pero luego te pusiste a hablar de ella, y así, pues, obviamente…
En fin, que no me marché porque no tenía a dónde ir y estaba reventada,
pero vamos, que ahora mismo me visto.
En otras circunstancias, Daniel se habría sentido avergonzado, pero en
esa ocasión su falta de delicadeza la noche anterior era lo que menos le
importaba. Ahora sabía que, por suerte, la situación no se le había ido por
completo de las manos, y solo quería que la chica se esfumara, que
desapareciera de su vida, como si nunca hubiera existido.
—Fui una tonta al liarme contigo. Ya me lo dijo mi amiga: que me fuera
con ella —escupió la muchacha entre dientes mientras se ponía los
pantalones—. Por cierto, me llamo Raquel. Seguro que ni te acordabas…
No, al despertar no recordaba su nombre, pero no iba a reconocerlo.
—Ya estoy —anunció ella unos segundos después, tras calzarse los
zapatos.
—Bien, te acompaño.
Daniel la precedió hasta la puerta.
—Lo siento —musitó cuando ella franqueaba el umbral.
La chica no respondió. Tampoco esperó a tomar el ascensor; fue directa a
las escaleras y comenzó a bajar los peldaños enseguida, sin ni siquiera
despedirse.
Daniel suspiró y cerró la puerta con lentitud. Pensó en Marta. Aunque ya
no estuvieran juntos, haberse llevado a otra mujer a la misma cama que
hasta hacía unos días compartían le hacía sentirse un miserable, como si la
hubiera traicionado. Todavía más… Desde que se conocieron en aquel
concierto de jazz, Marta siempre había sido su mayor sostén, su faro en
aquel mundo de sombras por el que llevaba transitando desde los ochos
años, cuando su vida se derrumbó, y ahora…
Afligido, cruzó el piso y salió al balcón para tomar el aire. Tenía la
esperanza de que eso lo ayudara a reducir el terrible dolor de cabeza con el
que se había levantado.
Iba a apoyarse en la barandilla cuando el móvil empezó a zumbarle en el
pantalón de pijama. Supuso que se trataría de nuevo de Álex, preocupado
por la falta de respuesta, y soltó un bufido. ¿Es que no podían concederle un
respiro?
Sin embargo, cuando lo sacó del bolsillo se quedó atónito. En la pantalla
destellaba el nombre de otra persona, alguien de quien llevaba demasiado
tiempo sin saber nada: su hermano.
Apartó los ojos del teléfono y miró al horizonte con inquietud. ¿Por qué
lo llamaba ahora Ramón?
Mientras cavilaba sin decidirse a descolgar, distinguió a Raquel en la
lontananza. La chica caminaba a buen paso por la calle Príncipe de Vergara
en dirección a la boca de metro. Daniel se dijo que probablemente no
volverían a cruzarse. Al fin y al cabo, los dos pertenecían a mundos
diferentes. Aunque ¿cuál era su mundo? En los últimos días había perdido
toda referencia. ¿Lo que había construido durante años era real o solo se
trataba de un disfraz, de una forma de esconder una constante huida hacia
delante, como le reprochó Marta antes de abandonarlo?
Observó una vez más el teléfono, que seguía vibrando.
Ramón…
Por un instante le rondó la idea de que tal vez esa llamada fuera lo mejor
que podía pasarle en esas circunstancias, cuando todo volvía a
desmoronarse a su alrededor. Treinta y dos años atrás tuvo la ocasión de
confiar en Ramón y no lo hizo. Desde entonces siempre se había
preguntado si, de haberle revelado lo que sentía y lo que se proponía hacer,
su hermano habría conseguido disuadirlo o incluso lo habría detenido a la
fuerza. De haber sucedido así, no se habría ahorrado todo el sufrimiento que
le sobrevino después, pero sí los gritos, el dolor de los puñetazos y el sabor
de la sangre que aún lo acompañaban. Cada día.
4
Asesino

Reinosa, mañana del martes 2 de septiembre de 1975


Unas horas después del crimen

Aquella madrugada los mayores se negaron a profundizar más sobre lo


ocurrido en la casona y, mientras Beatriz se quedaba sollozando en la
cocina, los abuelos condujeron a los niños de vuelta a la cama. Sin
embargo, por más que lo intentaba, Daniel no lograba conciliar el sueño. No
entendía qué podía haberle sucedido al pobre señor Orduña, que siempre lo
había tratado con cariño cuando él iba a jugar a la casona con su amigo
David.
Daniel había conocido a David Bárcena, el sobrino de Lorenzo Orduña,
hacía cinco meses, durante un partido de fútbol que se improvisó en la calle,
y desde entonces no habían dejado de compartir aventuras. Aunque David
vivía en Burgos, su familia solía pasar muchos fines de semana en la casona
de los Orduña, y eso había permitido que ambos se viesen a menudo
durante el último tramo del curso. No obstante, cuando los dos se habían
vuelto verdaderamente inseparables había sido a lo largo de esas vacaciones
de verano, que David estaba disfrutando casi en su totalidad en Reinosa, en
compañía de sus primas y sus tíos. Durante aquellas semanas inolvidables,
el portón de la elegante vivienda había estado abierto de par en par para
Daniel, y él no había parado de jugar, correr y reír con su amigo por aquel
inmenso lugar.
Hasta el domingo anterior.
El maldito domingo.
Daniel no había olvidado lo ocurrido aquella tarde; tampoco las palabras
que Ángeles, la mujer de Lorenzo Orduña, pronunció al despedirse de él.
Sin embargo, le parecía que, si lo que habían dicho los abuelos era cierto,
no había nada de malo en que unas horas después se acercara a la casona a
ver a su amigo. David idolatraba a su tío, casi más que a su propio padre, y
estaba seguro de que su muerte lo habría dejado muy triste.
Lo meditó un instante más.
Sí, por la mañana iría a la casona para estar con David. Y, de paso,
intentaría averiguar qué había sucedido con ese misterioso revólver al que
se había referido Ramón.
Al filo de las seis de la mañana cayó rendido y, cuando se despertó,
descubrió que el reloj marcaba ya las nueve y media. Sin perder tiempo, fue
en busca de su hermano, y poco después ambos enfilaron el pasillo. Al
pasar junto al dormitorio de sus padres, Daniel se asomó y advirtió que no
había nadie. Luego siguieron hacia el salón, donde encontraron a la abuela
Amparo. Estaba cosiendo con expresión de zozobra, sentada en el sofá,
sola, con la misma ropa que le habían visto hacía unas horas, como si
hubiera pasado la noche allí.
—Hola, abuela —la saludó Ramón en un susurro tímido.
La mujer alzó la vista. En la mano sostenía la aguja, con pulso irregular,
y los ojos, vidriosos, le brillaban a la luz de la lamparita. No sonrió y, en
lugar de darles los buenos días, emitió un sonido ininteligible, una especie
de gorjeo.
—¿Dónde está mamá? —se atrevió a preguntar Daniel.
Ella apretó los labios y demoró unos segundos la respuesta.
—Con el abuelo. Se han ido.
—¿A la librería?
Amparo negó con la cabeza y devolvió su atención a la falda que estaba
arreglando, sin añadir nada.
—¿Y papá? —quiso saber Ramón—. En la habitación no hay nadie.
La mujer, que parecía a punto de echarse a llorar, dejó la aguja a un lado
y se incorporó con brusquedad.
—Bueno, ¡ya está bien! A desayunar.
Ninguno rechistó, y fueron tras ella.
Daniel comió en silencio el bizcocho y, tras apurar el vaso de leche, le
preguntó a su abuela si más tarde podría acompañarlo a la casona de los
Orduña. También se ofreció a ir él solo, aunque en esa opción, en realidad,
no tenía depositada mucha fe. En mayo, dos niños habían muerto arrollados
por el ferrocarril cuando cruzaban el paso a nivel que comunicaba su mismo
barrio con el resto de Reinosa, y desde ese momento todo había cambiado
para él: ahora los mayores ya no le permitían que atravesara las vías del tren
sin vigilancia, como antes, y, cuando iba o volvía de la casona de los
Orduña, solían acompañarlo.
Lo que no se imaginaba era que ella le contestara del modo en que lo
hizo:
—No, hoy no saldremos de aquí. Nos quedaremos en casa.
Daniel la miró con estupor.
—¿Todo el día?
—Sí, todo el día.
—¡Pero yo quiero ir! —replicó indignado, y comenzó a bracear—.
Quiero ver a David. Él…
Fue inútil. La abuela Amparo no cedió un milímetro, y además se negó
en redondo a justificar su decisión. Incluso lo amenazó con darle un sopapo
si no se callaba. Impotente ante lo que consideraba una injusticia, Daniel
concluyó que la única solución pasaba por escaparse. Nunca había hecho
algo así, pero no estaba dispuesto a permanecer encerrado entre esas cuatro
paredes; no esa mañana. Él quería salir, estar con su amigo y averiguar lo
que había pasado. ¿Cómo iba a quedarse allí tantas horas?
Ya en su habitación, dudó si debía contarle a Ramón su plan de fuga e
incluso si le convenía pedirle ayuda para distraer a la abuela. Se fiaba de él,
pero en esa ocasión se trataba de desobedecer una orden. No estaba seguro
de que fuera a apoyarlo ni tampoco de que le guardase el secreto, y si se
chivaba lo echaría todo a perder. Al final, decidió callárselo.
Una hora más tarde, cuando vio que la abuela Amparo retomaba la
costura en el salón, se puso en marcha. Avanzó por el pasillo, pasó de
puntillas por delante del cuarto de Ramón y llegó hasta la puerta. La llave
no estaba echada. Conteniendo el aliento, accionó la manecilla y salió al
rellano. Después cerró con suavidad.
Daniel vivía con su hermano y sus padres en un bloque de pisos
enclavado en la avenida La Naval, en una zona obrera situada entre las vías
del tren y el polígono industrial, y para ir hasta la casona de los Orduña
debía caminar durante algo más de un cuarto de hora. En la calle, pese a ser
verano, el viento soplaba con fuerza, pero no le importó; no iba a dar media
vuelta por eso. Tampoco le importaron las extrañas miradas que le
dedicaron algunas personas con las que se cruzó, como de recelo.
Al fin, divisó el hogar de los Orduña, una enorme casona montañesa de
dos alturas, construida en piedra y orientada al sureste. En la fachada
principal destacaban una amplia solera con balaustrada y un elegante
pórtico de triple arcada. Delante se extendían una gran piscina en la que
Daniel no había dejado de nadar aquel verano y unos inmensos jardines por
los que discurría un sendero que desembocaba en un portón de barrotes
negros. Al este se alzaba una extensa arboleda de sauces, y al oeste se
avistaban un huerto y un invernadero. Detrás de la casa, dando al norte,
Daniel sabía que había un patio con dos pistas de tenis y, adosada al
edificio, una escalera exterior de anchos escalones y descansillo que los
Orduña llamaban «patín» y que conectaba directamente con la planta
superior de la vivienda. Todo el perímetro se hallaba protegido por un alto
muro de piedra, que en su último tramo se convertía en una verja metálica
terminada en punta de lanza.
El muchacho se aproximó al portón con cautela.
A unos metros, en los jardines, distinguió a Ángeles Miranda, la esposa
de Lorenzo Orduña. Era una mujer muy alta, que superaría el metro
ochenta, delgada, con una melena oscura cortada a la altura de los hombros
y unos ojos verdosos de aspecto felino que siempre lo habían inquietado.
Junto a ella se encontraba su hermana, Susana Miranda, la madre de David.
En ese instante ambas hablaban con dos agentes uniformados de la Guardia
Civil y parecían muy nerviosas. Muy cerca de ellas, en el sendero, una cinta
policial adherida a unos pivotes delimitaba un espacio cuadrangular con una
gran mancha reseca de color marrón. Daniel sintió un escalofrío. ¿Aquello
era sangre?
El portón se encontraba abierto, pero no se atrevía a pasar. Aquellos dos
hombres uniformados le inspiraban temor. Había visto a la Guardia Civil
disparando al aire y dando palos en más de una ocasión, en mitad de las
manifestaciones y los altercados que cada vez eran más frecuentes, y sus
padres siempre le decían que se mantuviera alejado de los agentes.
Indeciso, dirigió la mirada hacia la fachada. Se alegró al atisbar el rostro
de su amigo pegado a uno de los ventanales de la biblioteca, sobre la
balaustrada. Debido a la distancia, no fue capaz de apreciar su expresión,
pero tuvo la impresión de que lo estaba observando, y lo saludó con la
mano. En ese momento, el sobrino de Lorenzo Orduña se echó hacia atrás y
desapareció. Daniel sonrió. Suponía que David saldría a su encuentro en
cuestión de minutos y que simplemente debía esperar. Por ello, se apartó
unos metros del portón e, imitando a su padre, se puso a caminar en
círculos.
Mientras aguardaba, le vino a la mente el triste recuerdo del incidente
que se había producido allí mismo el domingo anterior. Ese día, alrededor
de las tres de la tarde, casi un centenar de personas se congregaron sin
previo aviso a la entrada de la casona para protestar por el reciente
fallecimiento de Jesús Posadas, uno de los empleados más queridos de
Aceros Campoo, la empresa metalúrgica que Lorenzo Orduña dirigía junto
con su hermano pequeño, Marcos, y en la que el padre de Daniel trabajaba
como peón. Según se comentaba, el accidente se había debido a un
inaceptable fallo de seguridad, el enésimo motivado por la falta de
inversión. Al parecer, cuando Jesús se encontraba manipulando una pieza
voluminosa, la barandilla en la que se había apoyado, sobre cuya
inestabilidad Lorenzo Orduña ya estaba advertido, se vino abajo, y el
hombre cayó desde una altura de varios metros. Ese fue el motivo de que la
muchedumbre, furiosa por la pérdida, se presentara en la casona a voz en
grito para boicotear el festejo que se celebraba en honor a los novios. Y él,
que contaba con el privilegio de asistir al evento gracias a su estrecha
amistad con David, tuvo que ver cómo todo se iba al traste. Todo.
Estaba pensando en ello cuando, de pronto, el sonido de unos pasos
apresurados y un grito atroz lo devolvieron al presente.
—¡Aaah! ¡Asesinooo! ¡Asesinooo! ¡Tu padre es un asesinooo!
Cuando alzó la mirada, ya era tarde. Un niño robusto, rubio y de ojos
grises rebasó el portón a toda velocidad, se abalanzó sobre él con el puño en
alto y se lo descargó en la nariz con brutalidad. Era David, que tenía el
rostro deformado por la cólera, y en su carrera había dejado atrás a sus
familiares y a los dos guardias.
Daniel encajó el golpe estupefacto. Al instante, lo inundó un dolor agudo
y penetrante y notó que la sangre comenzaba a correrle por la cara.
Después, incapaz de reaccionar, recibió un puñetazo todavía más fuerte en
la sien derecha, y luego otro en la izquierda, y a continuación uno más a la
altura de la mandíbula. Chilló y le suplicó a su amigo que parara, pero
David se había tumbado sobre él para inmovilizarlo y parecía poseído por
un ansia animal. Se oían voces de personas que se aproximaban, aunque
Daniel comprendió que no podía esperar más para defenderse. Asustado,
hizo acopio de todas sus fuerzas, logró flexionar la rodilla e impactó con la
rótula en el estómago de David, que soltó un alarido y se llevó las manos a
la tripa. Daniel sintió que el muchacho se retorcía encima de él y temió que,
cuando se repusiera, contraatacase con mayor violencia. Por eso trató de
alejarlo de sí empujándolo con los brazos. David, que no debía de esperarse
aquello, salió despedido hacia atrás y cayó de espaldas, a plomo, con un
ruido sordo. Después, su cuerpo quedó quieto, inerte, con la mirada perdida
en las nubes, y a lo lejos alguien aulló de pánico.
Daniel quiso acercarse para comprobar el estado de su amigo, pero ni las
piernas ni los brazos le respondieron, como si el escalofrío que le acababa
de erizar la piel también le hubiera congelado los nervios.
Fue entonces cuando los guardias y las dos mujeres llegaron a su altura.
—David, por favor, por favor… —gimió Susana mientras se arrodillaba
junto a su hijo y le cogía el rostro con las manos.
Tras unos segundos angustiosos, David movió el cuello y soltó una tos
ronca.
—Mamá…
Daniel aspiró una larga bocanada de aire. Sin darse cuenta, había dejado
de respirar de puro miedo. Se puso en pie con dificultad, se secó con la
manga de la chaqueta la sangre que le bañaba la cara y, tras comprobar por
última vez que David estaba vivo, echó a correr, con los ojos llenos de
lágrimas.
Oyó que alguien se dirigía a él en tono autoritario, pero no se volvió. En
su lugar, lloró sin consuelo y vagó por los alrededores hasta que, en un
callejón desierto, se dejó caer de rodillas. Entre estertores, admitió la
terrible verdad, la que había pronunciado David, la que daba sentido a todo
lo sucedido en las últimas horas: su padre había matado al señor Orduña.
No había sido ningún accidente. Por eso los abuelos habían aparecido en su
casa en plena madrugada, y por eso Ramón y él se habían encontrado a su
madre en la cocina envuelta en lágrimas.
Temblaba de los pies a la cabeza, y la garganta se le contraía con las
arcadas que le subían del esternón. Llegó un momento en que no pudo
contener el vómito y vació el estómago en el suelo. Las entrañas le ardían.
¿Cómo podía haber sucedido algo así?
Estrelló los puños contra el pavimento una y otra vez hasta desgarrarse
los nudillos. Después estalló en un chillido ensordecedor que reventó el
aire.
Cuando ya no fue capaz de sostener más la voz, se hizo un ovillo, como
un animal apaleado, y dejó que las horas pasaran.
5
Silencio

Madrid, mañana del viernes 23 de noviembre de 2007

El móvil había dejado de vibrar hacía rato. Extraviado en sus recuerdos,


Daniel no había llegado a descolgar, y su hermano ya había cortado la
comunicación.
Miró la pantalla fijamente, con el pulgar posado sobre el botón verde, y
volvió a lamentar no haber confiado en Ramón aquella mañana de 1975,
antes de escaparse. Se preguntó si ahora no sería buena idea apoyarse en él,
desahogarse y contarle lo de Marta, compartir el pánico que lo invadía al
sentir que se asomaba al abismo por segunda vez. Creía que sí, que eso lo
ayudaría, pero el abrupto modo en que rompieron toda relación hacía algo
más de un año se lo impedía. O quizá fuera el orgullo, no lo sabía.
Llevaban sin dirigirse la palabra desde mayo de 2006, desde el día en que
Ramón le comunicó que había cambiado de residencia a la abuela Amparo.
Ella había comenzado a presentar signos de demencia cuatro años atrás, y
en su momento ambos acordaron que ingresara en una residencia de Aguilar
de Campoo, no de Reinosa. De ese modo, Daniel se garantizaba no poner
un pie en aquella localidad a la que había jurado no regresar, y Ramón,
sacrificándose por él, asumía el engorro de hacer treinta kilómetros en
coche cada vez que iba a verla. Sin embargo, Daniel no cumplió su parte:
no la visitó tan a menudo como había prometido, y al final su hermano,
harto de recorrer una y otra vez la carretera, la trasladó a la residencia La
Gloria, en Reinosa, sin consultárselo siquiera. Furibundo, Daniel le
recriminó que eso era tanto como condenarlo a no verla, pero su protesta no
sirvió de nada; Ramón se limitó a decirle que ya era hora de que pasara
página, y la discusión concluyó con un silencio que se había mantenido a lo
largo de todo ese tiempo.
Al ver la llamada perdida una vez más, no pudo evitar que lo asaltaran
los remordimientos. Había pasado ya más de un año y medio alejado de los
suyos, un año y medio sin saber prácticamente nada de ellos, ni siquiera de
la pequeña Isabel, su sobrina, con quien solo había hablado para felicitarle
el cumpleaños. Y ahora tampoco tenía a Marta…
Regresó al dormitorio, se sentó en la cama y decidió llamarlo.
Sonaron tres tonos. Ya no había vuelta atrás.
—¿Daniel?
La voz de su hermano le pareció dura, distante.
—Eh, hola, Ramón —dijo, e hizo una breve pausa—. Me has llamado,
¿no?
—Sí, porque tú lo hiciste ayer. A las tres de la mañana.
Daniel enarcó las cejas.
—¿Yo? ¿A las tres?
Enseguida lo comprendió: debió de hacerlo en aquel bar, en el punto
álgido de la borrachera. Quizá antes de conocer a la chica.
—Yo… lo siento. No lo recordaba… —balbuceó, y maldijo para sus
adentros.
—No te preocupes. No me despertaste —repuso Ramón con tono adusto
—. ¿Ha pasado algo?
Daniel titubeó. Se dijo que aquello no tenía sentido, que era mejor colgar.
Al fin y al cabo, lo de Marta era problema suyo, y Ramón no lo había
llamado por iniciativa propia, sino porque él lo hizo la noche anterior
empujado por el alcohol.
Además, recurrir a su hermano tan solo en un momento de necesidad
como ese le hacía quedar como un egoísta, como un aprovechado que, en
otras circunstancias, jamás se habría puesto en contacto.
—Eh…, nada, no era nada —mintió—. Disculpa que te molestara.
Ramón soltó un gruñido.
—No empieces con eso de que no es nada. Algo habrá ocurrido si me
llamaste a esas horas, ¿no? ¿Es todo lo que piensas decirme después de más
de un año?
Daniel chasqueó la lengua y, con esfuerzo, se tragó la respuesta colérica
que, por un instante, le ascendió por la garganta. ¿Quién se creía que era
para hablarle así? Trató de serenarse y encendió un cigarrillo. En realidad,
se dijo mientras se lo llevaba a los labios y aspiraba el humo, ¿qué perdía
contándole la verdad a Ramón? En el fondo ya no tenía nada que perder.
Con nadie.
—Es por Marta —admitió al fin—. Me ha dejado.
—Joder, ¿cuándo?
—Hace dos semanas.
Oyó a su hermano suspirar.
—Dios. Lo siento mucho. ¿Cómo estás?
Un elocuente silencio se aposentó entre ambos y, al cabo de unos
segundos, Ramón agregó:
—Bueno, ya me imagino cómo estás. Qué tontería. —Tomó aire—. Mira,
sé que hemos tenido problemas, pero igual deberías venirte aquí unos días.
No es bueno que pases un trago como este tú solo, Dani, en Madrid…
Él compuso una mueca despectiva.
—¿Que vaya a Reinosa? Gracias, pero no. Es lo que me faltaba.
Su hermano resopló.
—No vuelvas a lo mismo de siempre, por favor. Ha llovido mucho desde
entonces. Ven a ver a la abuela. Y a Isabel. Se alegrarán mucho. Te
ayudaremos.
Daniel clavó la vista en el cuadro que colgaba en la pared de enfrente.
Valoraba que, después de tanto tiempo enfrentados, Ramón no hubiera
dudado a la hora de dejar a un lado las rencillas y ofrecerle su apoyo, pero
viajar a Reinosa sería lo último que haría.
—No puedo, lo siento —sentenció, y dio una calada al cigarrillo.
—¡Por Dios, Dani! Que papá matara a ese hombre no nos convierte en
asesinos. ¿Es que treinta y dos años después aún no te has dado cuenta?
Nosotros no hicimos nada y, de ser algo, somos víctimas. Métetelo en la
cabeza. Aquí nadie te juzgará por eso. Ya no.
Daniel sacudió el pitillo en el cenicero que había sobre la mesita de
noche y rememoró fugazmente sus últimos años de escuela, su paso por el
instituto, el drástico cambio que dio su vida tras la muerte de Lorenzo
Orduña. Incluso lo ocurrido en la iglesia hacía tan solo siete años… No, no
tenía intención de regresar. Y menos en ese momento.
—Es imposible, Ramón. No volveré a pisar aquello.
—Pero ¡qué cabezón eres! Ven unos días, haz el favor. Además, la abuela
está cada vez peor. No he querido decirte nada para no asustarte, y, bueno,
porque no hablábamos, pero está perdiendo la cabeza. Definitivamente…
La mención del estado de salud de Amparo le hizo vacilar. Sabía que no
estaba actuando como un buen nieto, que ella lo estaría echando en falta y
le quedaba poco tiempo, pero se dijo que no era culpa suya. Fue su hermano
quien decidió alejarla de él y ponerle obstáculos que para él eran
insalvables.
—Lo siento —repitió—. Si quieres, podéis traerla aquí o quedamos en un
punto intermedio. Pero yo no voy a ir.
—Por el amor de Dios, Dani. Ella no está para eso, y a ti te vendrá bien
estar aquí.
—No puedo hacer más, Ramón —zanjó él—. Me alegro de saber de ti,
de veras. Da recuerdos, por favor.
—¿Y lo de Marta? ¿Qué vas a hacer?
—No lo sé —reconoció Daniel con voz lúgubre—. Cuídate, Ramón.
6
Estallar

La conversación que acababa de mantener con su hermano todavía le


daba vueltas en la cabeza y lo único que le apetecía era tumbarse en la cama
y dejar correr el tiempo. Sin embargo, dentro del caos que lo asolaba,
comprendió que debía ir sin demora al despacho. Ya había cometido
suficientes errores y no tenía la seguridad de que le fueran a tolerar muchos
más. Aquel trabajo y su amigo Álex eran de lo poco, por no decir lo único,
que se mantenía en pie en su mundo, y estaba tentando demasiado a la
suerte.
Consultó el reloj. Las doce. Corrió a ponerse una camisa blanca, un traje
gris marengo y una corbata a juego. Luego bajó al garaje, se montó en su
Audi A8 negro y puso rumbo al despacho.
Aprovechó cuando se detuvo en un semáforo para mirarse en el
retrovisor interior y hacerse la raya a un lado. Ni siquiera había tenido
tiempo de asearse. El espejo le devolvió una mirada verde y cansada,
subrayada por unas profundas ojeras. Se acordó entonces de lo que la gente
les decía a Ramón y a él de niños: que habían heredado los ojos de su padre,
que eran idénticos. Sacudió la cabeza. Menudos ingenuos habían sido cada
vez que sonreían orgullosos al oír aquello. Eso, naturalmente, fue antes de
que lo perdieran todo por su culpa, antes de que su padre decidiera
convertirse en un asesino y la vida les cambiara por completo. Y es que, a
pesar de la discutible gestión que Lorenzo Orduña había hecho de Aceros
Campoo y del terrible accidente que había sufrido Jesús Posadas aquel
verano, en Reinosa nadie se alegró del asesinato del empresario. En general,
todo el mundo se lanzó a condenar el crimen con firmeza, y él, que no tenía
más que ocho años y no era quien había apretado el gatillo, de la noche a la
mañana perdió a la mayoría de sus amigos, tan solo por ser hijo de quien
era. De repente, los demás niños se alejaron de él y comenzaron a
insultarlo, e incluso hubo algunos, los más crueles de la escuela, que
tuvieron la ocurrencia de llamarle «el Balas», en referencia al disparo
efectuado por su padre. Pero él no se quedó quieto. Se encargó muy pronto
de cortar de raíz ese apodo tan gracioso y dar un escarmiento a quien
sintiera la tentación de repetirlo, y algunos empezaron a temerlo.
No fue hasta unos años más tarde cuando se dio cuenta de la fama de
chico colérico y problemático que se había ganado como consecuencia de
sus continuas peleas y de esa espiral de rabia y violencia en la que se había
sumido, pero no le importó. ¿Qué más daba, llegados a ese punto? Podían
irse todos al infierno.
A Ramón el asesinato también lo afectó, aunque, por algún motivo, lo
hizo en menor medida; logró sobreponerse a la situación e incluso se quedó
a vivir en Reinosa, donde se hizo cargo de la Librería Marqués, el negocio
familiar.
Sin embargo, él no se vio capaz de seguir allí. Cuando tenía solo
diecisiete años, su madre y su abuelo fallecieron en un grave accidente de
tráfico al volver de un evento para libreros, y él, a pesar de contar con su
abuela y con su hermano, se sintió más solo que nunca. Unos meses
después, decidió emplear el dinero de la herencia en estudiar, lo que
siempre se le había dado bien, y, resuelto a poner tierra de por medio, se
mudó a un colegio mayor de Madrid.
Hubo momentos en que los recuerdos estuvieron a punto de aplastarlo,
pero logró encontrar en la carrera de Derecho y en el posterior trabajo en
Aldaya Abogados una forma de sobrevivir, una válvula de escape. Tras el
traslado a Madrid, solo regresó a Reinosa en ocasiones muy contadas. Uno
de esos regresos excepcionales, el último, había sido hacía casi siete años,
con motivo del bautizo de Isabel.
Ese día ocurrió algo que lo alejó definitivamente de allí. Durante la
ceremonia, divisó entre los asistentes a un antiguo compañero de la escuela
que, según supo después, había asistido al evento por ser el marido de una
amiga de Silvia, la mujer de Ramón. La mirada de refilón que le dedicó
aquel tipo y el modo en que luego le susurró algo a su esposa, al oído y sin
dejar de observarlo, lo alteraron sobremanera. Se figuró que aquel hombre
le estaba contando a su mujer la historia del Balas y no pudo contenerse: al
término del bautizo, poseído por una ira irrefrenable, se abalanzó sobre él y
le asestó varios puñetazos allí mismo, en pleno pórtico. Después salió
corriendo con una avergonzada Marta a su lado, y se juró no volver.
Como cabía esperar, Ramón se desplazó unos días más tarde a Madrid
para recriminarle su actitud y, al mismo tiempo, sugerirle que acudiera a un
especialista, pero él se negó en redondo y se reafirmó en que no regresaría
jamás. Desde entonces, Marta y él solo se vieron con Ramón y el resto de la
familia en Madrid o en algún punto a mitad de camino; nunca en Reinosa.
Y así siguieron hasta que, en mayo de 2006, Ramón decidió sacar a la
abuela Amparo de la residencia de Aguilar de Campoo y llevársela a La
Gloria. En ese instante todo cambió y, por primera vez en su vida, los dos se
distanciaron y no hubo más encuentros.
Marta sufrió lo indecible a causa de esos problemas familiares, y no
fueron pocas las ocasiones en que discutió con él por el modo en que se
estaba comportando. Hasta que todo estalló dos semanas atrás, cuando ella
se refirió por enésima vez a su deseo de quedarse embarazada, algo que, por
su edad, ya no podía posponer mucho más, y él, harto del tema, acabó
escupiendo lo que le había ocultado durante años: que él nunca querría
tener hijos. Y esa fue la gota que colmó el vaso.
El semáforo se puso en verde y Daniel pisó el acelerador. Pensó una vez
más en Marta, en todo lo que ella había tenido que soportar a lo largo de sus
años de convivencia y en lo mucho que lo había ayudado. Y él se lo había
agradecido engañándola, haciéndole creer que, tarde o temprano, tendrían
descendencia…
Diez minutos más tarde, se obligó a olvidarse del asunto y atravesó el
vestíbulo del lujoso edificio en el que se encontraba la sede de Aldaya
Abogados.
En cuanto puso un pie en la cuarta planta, su amigo Álex, un hombre de
porte atlético, barba recortada, nariz chata y ojos azules, le salió al paso. Lo
hizo con expresión de disgusto y no vaciló a la hora de ordenarle que lo
acompañara a su despacho. Daniel, cabizbajo, fue tras él.
Una vez dentro, su compañero cerró la puerta con un golpe seco y se
situó al otro lado del escritorio. Acto seguido, apoyó las manos en la mesa
y, alzando el mentón, le espetó sin contemplaciones si se había vuelto
gilipollas.
—¿Quieres perder el trabajo o qué? ¿Dónde coño te habías metido? —
añadió iracundo.
Daniel guardó silencio, sin saber bien qué decir. Era consciente de que lo
había decepcionado.
—Hoy teníamos la reunión con la tecnológica. Los clientes me han
preguntado por ti, y no he sabido qué diablos decirles. Y la parte de la que
te encargabas tú se ha quedado sin analizar, claro. ¿Te das cuenta de lo que
has hecho? ¡Han venido desde Londres! No sé si nos echarán…
Por un instante, Daniel se planteó inventarse una excusa, pero enseguida
lo descartó: a Álex no podría engañarlo.
—Apestas a alcohol, macho, y pareces un muerto. ¿Qué demonios has
estado haciendo? ¿Por qué no me cogías el teléfono? Ha sido por lo de
Marta, ¿no?
Daniel se dejó caer sobre una silla con pesadez y miró al suelo.
—No es solo lo de Marta, Álex. Es todo…
Su amigo soltó un improperio.
—¿Todo? —Se detuvo un instante y negó con la cabeza—.Dani, esto se
te está yendo de las manos. Lo de tu padre, lo de Marta… Sé que es duro,
pero la vida sigue. No puedes estar así. No es normal. Han pasado muchos
años desde lo del asesinato.
Daniel levantó la vista herido en su orgullo. No iba a consentir que su
amigo le hablara como si no estuviera en sus cabales.
—¿Y quién decide lo que es normal? ¿Tú?
—No te pongas en plan bravucón, ¿eh? Sabes que siempre he intentado
ayudarte. No me vengas con esas.
Tuvo que morderse la lengua. Era cierto que Álex siempre había sido uno
de sus mayores apoyos, que jamás lo había dejado tirado.
—Mira, Dani —dijo su compañero al tiempo que relajaba los hombros
—, he hecho lo que he podido, pero…
Daniel entornó los ojos.
—¿Qué? ¿Qué ocurre?
Álex se pasó la mano por la frente y retuvo la explicación unos instantes.
—Ocurre que Aldaya quiere verte. Se ha enterado de lo de esta mañana y
se ha puesto como una fiera. Además, el otro día parece ser que llamó un
cliente para quejarse de un error que cometiste en la redacción de un
contrato. Dijo que perderán varios miles de euros por tu negligencia, Dani,
y que van a demandar al despacho —farfulló mientras se ponía en pie—.
Venga, tienes que acompañarme.
Daniel, todavía sentado, notó que la garganta se le secaba. Aquello no
podía estar pasándole.
—Por favor —le insistió Álex, y le hizo un ademán con la mano—. Si
Aldaya se entera de que no te he llevado nada más llegar… No me busques
más problemas.
Daniel entendió que no habría manera de negarse y, alicaído, se arrastró
tras él.
Cuando llegaron al despacho del socio, Álex abrió la puerta y lo invitó a
pasar con una seña.
—Siéntate —ordenó Aldaya con tono autoritario cuando Daniel traspasó
el umbral. El hombre, calvo, rollizo y de rostro completamente rasurado,
ocupaba una gran butaca de cuero tras un inmenso escritorio de anticuario,
al fondo de un opulento despacho revestido de madera.
Daniel asintió y tomó asiento al otro lado de la mesa. Mientras lo hacía,
oyó que la puerta se cerraba a su espalda y dedujo que Álex los había
dejado solos.
Durante unos instantes, todo quedó suspendido en un denso silencio,
hasta que Aldaya, taladrándolo con la mirada, masculló:
—Esto no puede seguir así. ¿Qué coño te pasa?
Daniel bajó los ojos. Aldaya le había hecho esa misma pregunta la
semana anterior, pero él se había negado a contestarla. No se sentía capaz
de hablarle de sus problemas. Lo conocía y sabía que no lo entendería.
La ausencia de respuesta pareció irritar aún más a su jefe, que se inclinó
hacia él y dio un fuerte golpe con el dedo índice en el escritorio.
—Ya veo que todo te importa un bledo. Pues verás, aquí, lo sabes de
sobra, siempre hemos valorado a la gente comprometida, formal, que sepa
dónde está su lugar y lo que se espera de ella, más allá de su brillantez. Y lo
que no voy a tolerar de ningún modo, por respeto a tus compañeros y a
nuestros clientes, es que de repente te creas que puedes permitirte cualquier
cosa, hacer lo que te dé la puta gana. Saltarte reuniones, aparecer por el
despacho cuando te sale de los huevos, no entregar documentos en plazo,
sacarlos de cualquier manera, con errores de primero de carrera… ¿Se
puede saber qué pretendes? A qué juegas, ¿eh?
En otras circunstancias, Daniel se habría revuelto y quizá hasta se habría
estirado para agarrarlo de la pechera. No soportaba que le hablaran con ese
tono intimidatorio, como si le perdonaran la vida; bastante lo pisotearon de
niño. Sin embargo, en esa ocasión sabía que se lo merecía, que llevaba dos
semanas con la mente más ocupada en Marta y en el pasado que en el
bufete. Durante ese periodo había llegado tarde casi todos los días y, una
vez allí, había sido incapaz de concentrarse, de prestar atención a lo que
desfilaba ante sus ojos, incluso de mostrar el menor interés. Y esas eran las
consecuencias. Aldaya tenía razón: gracias a los méritos acumulados a lo
largo de su trayectoria había llegado a creerse que aquello no le pasaría
factura, y ahora, de pronto, descubría que lo había tirado todo por la borda.
—Nuestros clientes no se merecen algo así —continuó Aldaya con rabia
contenida—. No nos pagan por hacer chapuzas o por abogados que los
dejen tirados. Tenemos una reputación que mantener, ¿comprendes? Y, te
pase lo que te pase, no vas a hundirnos contigo, eso ya te lo digo yo —
añadió, apuntándolo con el dedo—. Llevo más de diez días escuchando
quejas de ti. Si tan mal estás, no sé por qué coño no te has cogido la baja.
Pero no, en vez de eso, no te presentas a trabajar, condenas a nuestros
clientes con cláusulas absurdas… Bueno, no voy a repetirme. —De repente,
Aldaya abrió un cajón de su escritorio y sacó un sobre. Con aire de
gravedad, se lo tendió a Daniel, que contuvo el aliento—. Es una
suspensión de empleo y sueldo —le informó con tono gélido—. Por falta
muy grave. La primera que apruebo en mi vida. Se supone que tienes
derecho a decir algo. ¿Quieres hacerlo, o lo dejamos en que te das por
enterado?
Daniel cogió el sobre con dedos temblorosos y, sin abrirlo siquiera, negó
con la cabeza.
—Bien. Firma aquí, en el recibí. Te irás a casa un mes. Y a la vuelta, ya
veremos —lo amenazó. Después se reclinó en su asiento—. Márchate.
Tengo mucho que hacer.
7
Pedazos

Devastado, Daniel abandonó el despacho de Aldaya y se arrastró por el


pasillo hasta donde lo esperaba Álex.
—Podrás darle la vuelta, Dani —trató de consolarlo su compañero, que
ya debía de estar al corriente de que, al menos, no se trataba de un despido
—. Pero esto tiene que cambiar…
Daniel se pasó la mano por el nudo de la corbata. No dijo nada.
—Vete a casa, anda —le aconsejó Álex—. Te vendrá bien dormir un rato.
Daniel asintió y se mordió los labios.
—Estoy aquí para lo que necesites —agregó su amigo, mirándolo a los
ojos—. De verdad, cuenta conmigo. Hoy saldré tarde, pero igual me da
tiempo a ir a cenar…
—No lo sé, Álex, ahora no puedo pensar…
—Bueno, pero no te quedes solo todo el día, por favor. Llámame, ¿vale?
Daniel cabeceó y suspiró. No lo habían echado a la calle, pero no se le
ocultaba que, de seguir así, ese sería el siguiente paso. Por otro lado, aunque
pudiera mantener el puesto, su vida allí ya nunca volvería a ser la misma. El
recuerdo de aquellos días quedaría presente en la memoria de todos, sobre
todo de Aldaya. Le pesaría como una losa atada a la espalda y ya no le
permitiría salir a flote. Y de su objetivo de llegar algún día a socio…, de eso
era mejor olvidarse.
Álex se despidió de él con un abrazo, y Daniel se dirigió a la salida
apesadumbrado. Caminaba con la cabeza gacha, pero al llegar al recibidor
de la cuarta planta percibió de soslayo la mirada furtiva que le lanzó la
secretaria, una chica que se había incorporado hacía un par de meses. Tuvo
la impresión de que la joven ya se encontraba al tanto de su situación y se
sintió ridículo, grotesco, el blanco perfecto de todas las críticas. No eran
pocos los que allí le tenían envidia o aversión, o ambas cosas. Sin duda, se
cobrarían su venganza, aunque fuera a base de murmullos y cuchicheos.
Durante una fracción de segundo, se apoderó de él el impulso de gritar a
pleno pulmón, de abandonarse a su dolor y descargar toda su furia y su
frustración en aquel ambiente de calma aparente. Logró contenerse a
tiempo, consciente de que algo así, en vez de ayudarlo, lo pondría aún más
contra las cuerdas y alimentaría toda clase de especulaciones sobre su
estado mental, y eso sería su sentencia de muerte en ese bufete. Ahogó un
resoplido y, tras murmurar entre dientes una despedida, salió al rellano.
Cuando, un cuarto de hora más tarde, entró en su piso, el peso de aquel
torrente de emociones cayó sobre él y le hizo desplomarse en la cama con el
traje puesto, como si un rayo lo hubiera fulminado. Al dar con la cabeza en
la almohada, le pareció que el perfume de Raquel todavía impregnaba las
sábanas, y eso lo hundió aún más. Marta, Álex, el bufete… ¿Qué quedaba
de ese mundo sobre el que había reflexionado unas horas atrás, cuando vio
a Raquel andando hacia la boca de metro?
Dejó pasar los minutos con los ojos prendidos del techo. Se resistía a
llorar. Hacía ya mucho tiempo que se prometió no derramar una lágrima
más, por nada ni por nadie. Ya lloró bastante cuando no tenía más que ocho
años, cuando su padre le arrancó la infancia de cuajo.
Su padre… En el fondo, todo era por su culpa, se dijo. Él era el
responsable último de todas las cosas que había perdido a lo largo de su
existencia.
Estaba maldiciéndolo para sus adentros cuando el móvil comenzó a
vibrar en el bolsillo de su chaqueta. Lo cogió y, sin levantarse de la cama,
miró la pantalla.
Ramón. Otra vez Ramón.
Se apoyó el teléfono en el pecho. De repente se veía tan solo, tan
acabado, tan perdido en su propio laberinto, con la vida hecha trizas,
pedazos…
Reinosa. Por primera vez en años sentía la urgencia de estar con su
familia, de estrechar a su hermano entre sus brazos, de hacer reír a su
sobrina, de ver a su abuela antes de que se convirtiera en una sombra, si es
que no lo era ya, pero los Orduña, los vecinos, el fantasma de los días
pasados… No se veía capaz de transitar por aquellas frías calles, de soportar
las miradas, los comentarios, el peso de los recuerdos, y sin embargo… La
voz de Marta penetró en su mente como si estuviera tumbada a su lado.
Dejar de huir, dejar de correr…
La vibración del teléfono cesó, y Daniel comprobó que su hermano
acababa de colgar. Instantes después, el móvil emitió un sonido. Era un
mensaje de texto: «Por favor, Dani, nos gustaría verte. Llámame».
Lo releyó en tres ocasiones y se pasó la mano por el pelo, meditabundo.
Era cierto que en Madrid tenía a Álex para desahogarse, pero, siendo
franco, sabía que apenas podrían verse. En el bufete, de lunes a viernes las
jornadas eran frenéticas y agotadoras, hasta altas horas de la noche, y los
sábados, pese a que en teoría se libraba, los abogados solían aprovechar
para avanzar en los asuntos más complejos, sabedores de que no sufrirían
las constantes interrupciones del teléfono. Además, Álex estaba inmerso en
una gran operación y encima tendría que cargar con su ausencia; era
evidente que no dispondría de tiempo para él. Por otro lado, su compañero
tenía una mujer y dos hijos a los que prestar atención, con quienes, si no
recordaba mal, iba a pasar parte del fin de semana en Segovia. Y mientras
tanto, ¿qué haría él? ¿Adónde iría? No tenía muchos más amigos; a lo
sumo, conocidos, gente a la que jamás se atrevería a hablarle de lo que lo
atormentaba.
Volvió a leer el mensaje de Ramón y sintió que los ojos se le
humedecían. La respiración se le entrecortó, y desvió la vista hacia el
armario donde guardaba la maleta. Regresar, reencontrarse con los suyos…
Suspiró y se puso en pie. Después, con paso titubeante, caminó hacia el
armario y, con el rostro desencajado, desplazó la puerta corredera.
8
Vuelta a casa

El sol ya declinaba cuando Daniel giró el volante con el cigarrillo entre los
dedos y tomó el desvío hacia Reinosa. En el habitáculo flotaban el humo
del tabaco y las notas del piano de Bill Evans. Había necesitado algo más de
una hora para terminar de convencerse de que no podía continuar así,
descendiendo en soledad por el precipicio, y, al fin, tras unas cuantas idas y
venidas, había reunido el valor suficiente para subirse al coche y echarse a
la carretera. A lo lejos, las montañas ya estaban cubiertas de nieve y en el
cielo las nubes se habían tornado cárdenas en una seria amenaza de
tormenta. El termómetro del coche marcaba tan solo cuatro grados.
Al rebasar una rotonda, vio un cartel que señalizaba la entrada a esa
pequeña ciudad a la que casi todos sus habitantes se referían como «el
pueblo». Suspiró. Sabía que, para llegar al casco urbano, antes tendría que
bordear el polígono industrial de La Vega, donde se encontraba Aceros
Campoo, la fábrica de los Orduña. Se obligó a pensar en su hermano, en su
cuñada y en Isabel. Los necesitaba. No podía dar media vuelta.
Tras asentir para sí mismo como insuflándose ánimos, dio una calada a
su pitillo, hundió el pie en el acelerador y se adentró con decisión en ese
lugar que le había robado la niñez.
En realidad, de lo acontecido la madrugada del 2 de septiembre de 1975
Daniel no sabía demasiado. En su casa, su madre y sus abuelos siempre se
esforzaron por ocultarles toda la información posible y, cuando creció, él
prefirió mantenerse al margen. Sin embargo, a veces la ignorancia y la
distancia no son escudo suficiente, y, sin pretenderlo, terminó haciéndose
una composición de los hechos, aunque muy general.
Según se comentaba, aquella noche, alrededor de las dos y media, su
padre había escalado el muro que rodeaba la propiedad de los Orduña y se
había internado en la finca, sin importarle el vendaval que venía del
noroeste y que sacudía toda la localidad. Por alguna extraña razón que
nunca se consiguió aclarar, a esas horas Lorenzo Orduña también estaba
allí, en los jardines de la casa, vestido con el pijama, y, sin causa aparente,
acabó recibiendo en el pecho un balazo que le arrancó la vida.
El cuerpo lo encontraron unos minutos después la criada, la cocinera y el
jardinero de los Orduña, cuando salieron a investigar el origen del ruido y
distinguieron algo tendido en el sendero, muy cerca del portón e iluminado
parcialmente por uno de los farolillos. Corrieron hacia allí y, al llegar a su
altura, descubrieron con horror que se trataba de Lorenzo Orduña. Y que
estaba muerto. Justo en ese momento, con ellos inclinados sobre el cadáver,
un hombre se precipitó desde lo alto del muro que cercaba la propiedad, a
unos diez metros del lugar donde se hallaban, y profirió un grito
desgarrador. Era Guillermo, que en su intento de huida se había
trastabillado y al impactar contra el suelo se había roto la pierna. En cuanto
hicieron amago de acercarse a él, el hombre se arrastró por la hierba y cogió
un revólver que tenía a escasos centímetros, aunque no llegó a amenazarlos.
Según se contaba, ni siquiera impidió que la cocinera escapara hacia la casa
y diera la voz de alarma. La Guardia Civil no tardó en aparecer y lo detuvo
sin que opusiera resistencia. Unos días más tarde confesó el crimen y,
aunque su explicación de los hechos sorprendió a muchos, esa fue la
versión que se convirtió en verdad, a falta de otra mejor.
Daniel aminoró la velocidad para trazar una curva y se concentró en lo
que le iba a decir a su familia cuando llegara. Lo había ensayado a lo largo
del viaje, pero aun así quería estar preparado, asegurarse, en la medida de lo
posible, de que todo saliera bien. Por suerte, había comenzado a caer una
fina lluvia y apenas había gente por la calle, por lo que el riesgo de cruzarse
con algún conocido cuando se bajara del coche se reducía.
Al aproximarse al polígono industrial, notó que se le formaba un nudo en
el estómago; desde el punto donde se encontraba se intuía la silueta de
Aceros Campoo. No pudo evitar que los gritos de David le resonaran en los
oídos. Sintió el impacto de sus puñetazos, el sabor a sangre en la boca, el
miedo. Por un instante se planteó de nuevo si su retorno no sería una
completa equivocación. Pero no, no podía dudar más. Ya estaba allí. En
Madrid solo lo aguardaban la soledad y la pena.
Al fin, divisó los bloques de pisos grises que tan bien conocía y giró a la
izquierda para introducirse en la avenida La Naval.
Aparcó en batería y, tras aplastar el cigarrillo en el cenicero, salió del
coche. De inmediato lo recibió un aire gélido que le golpeó el rostro. Apretó
los dientes para contener un estremecimiento y se apresuró a sacar el
equipaje del maletero. Luego se acercó al portero automático y apretó el
botón del antiguo piso familiar, que ahora pertenecía a su hermano.
No quiso mirar a su alrededor.
—¿Sí?
Daniel reconoció la voz rasgada de Silvia, la esposa de Ramón.
—Hola. Soy… soy Daniel. ¿Puedo subir?
Tras unos segundos de silencio, el mecanismo de apertura se activó y
emitió un pitido. La ausencia de respuesta por parte de su cuñada
presagiaba un recibimiento frío, quizá el que se merecía. Empujó la puerta y
comenzó a subir las escaleras. Seguía sin haber ascensor.
En el rellano de la segunda planta lo esperaba Silvia, una mujer esbelta,
de cabello negro y ondulado y labios finos. Tenía los brazos cruzados y los
ojos entornados.
—Ramón me había dicho que no vendrías —murmuró ella, sin saludarlo
ni hacer ademán de besarlo en las mejillas.
—Perdona, yo… lo decidí más tarde, y no sabía si cambiaría de opinión
en el último momento… Por eso no os avisé… Lo siento.
Ella meneó la cabeza en señal de desaprobación y, sin añadir nada, lo
invitó a pasar.
Al traspasar el umbral de la puerta, los recuerdos lo asaltaron. Se vio a sí
mismo correteando por aquel pasillo en compañía de sus padres y su
hermano, y casi pudo oler el aroma de las galletas que solía cocinar su
madre cuando no tenía que trabajar en la librería. A menudo echaba de
menos aquel tiempo, cuando era un niño inocente, feliz, hasta que la
oscuridad lo nubló todo.
—Vamos al salón —le indicó Silvia.
La estancia apenas había cambiado con el paso de los años. Los muebles,
la decoración, la pared de gotelé…, casi todo estaba tal cual lo dejó su
madre al morir. El sofá no era el mismo, pero se asemejaba mucho al que
había en su día. Al contemplarlo, Daniel no pudo evitar que le viniera a la
memoria la mañana en que se escapó, cuando dejó a la abuela enfrascada en
sus labores de costura. Todavía podía recordar la falda que estaba
arreglando, con la aguja temblándole en la mano.
Tragó saliva. No sabía por dónde empezar. Se había representado la
escena de su llegada varias veces a lo largo del viaje, pero no se le ocurrió
que fuese a recibirlo Silvia. Ni siquiera había previsto que Ramón pudiera
encontrarse fuera.
—Silvia, yo…
Ella alzó la mano.
—No hace falta que me des explicaciones. Con quien debes hablar es con
tu hermano. Sois vosotros los que habéis tenido el problema. Siéntate, por
favor —le pidió, y señaló el sofá—. Mira, yo no me quiero meter. Sabes
perfectamente que a mí tampoco me gustó cómo actuaste, pero eso es algo
que tenéis que solucionar vosotros. Es vuestra abuela, no la mía. Y vuestro
pasado.
La forma de hablar de su cuñada le molestó, pero se esforzó por no
exteriorizarlo. No quería una pelea nada más llegar. En silencio, se
acomodó en uno de los extremos del sofá.
—Ramón lo ha pasado muy mal, ¿sabes? —dijo ella mientras se
colocaba a su lado, si bien guardando cierta distancia—. No creas que le ha
dado igual.
—Bueno, para mí tampoco ha sido fácil —no pudo evitar defenderse.
—Esto no va de quién ha sufrido más, Daniel. Si has venido con ganas de
discutir, te has equivocado de lugar.
—Bueno, has sido tú la que…
—Me gustaría que hicierais las paces —lo cortó en seco Silvia—. No es
normal que Isabel no vea a su tío desde hace año y pico, ¿no te parece?
Él asintió.
—Bien. Me alegro de que lo entiendas —resolvió ella, en apariencia
satisfecha, al tiempo que la tirantez de su rostro se relajaba un poco. Se
levantó la manga unos centímetros y consultó su reloj—. Ahora están en la
librería. No creo que vuelvan antes de las ocho. A Isabel le encanta estar
allí mientras trabajamos. Adora los libros.
Daniel se permitió esbozar una ligera sonrisa al evocar a su sobrina
jugando entre las estanterías.
—Yo me he quedado en casa con la facturación —aclaró la mujer, y
apuntó con el mentón hacia la mesa del comedor, que estaba repleta de
documentos—. Estas cosas se me dan mejor a mí.
Hacía doce años que Silvia había cambiado su puesto de profesora de
Economía en un instituto de Suances por el de librera en Reinosa, con
Ramón. Juntos habían conseguido que, a pesar de la crisis lectora que
atravesaba el país, la Librería Marqués marchara a toda máquina. Habrían
sido el orgullo del abuelo Julián, su fundador.
—Iré a verlos enseguida —repuso Daniel—. Y a la abuela también.
Ella lo miró con acritud.
—Amparo está mal. Muy mal, de hecho. Sigue en la residencia,
esperando a que te dignes a visitarla. Aunque ya no sé si será capaz de
reconocerte: va camino de los noventa y tres, y cada vez está más
desorientada.
Él bajó la vista.
—Siento no haberos ayudado, de verdad. El año pasado tuve mucho
trabajo, y después, cuando la trajisteis aquí…
Su cuñada torció el gesto.
—Como comprenderás, no íbamos a estar toda la vida yendo y viniendo
de Aguilar mientras tú estabas tan ocupado en Madrid. Pero bueno, no voy
a insistir en eso. Ya te lo he dicho: habla con Ramón. —Se detuvo unos
instantes, como si buscara la manera de continuar—. Por cierto, esta
mañana tu hermano me ha contado lo de Marta. ¿Qué ha pasado?
Daniel percibió que Silvia suavizaba el tono al interesarse por su
situación. Entendió que no tenía sentido ocultar sus sentimientos. Por eso
había ido hasta allí, para abrirse ante ellos, para buscar ayuda.
Tras llenarse de aire los pulmones, comenzó a hablar. Tardó unos quince
minutos en explicarle todo lo que le había ocurrido en los últimos días. E
intentó ser lo más objetivo y preciso posible pese a que ciertos hechos lo
dejaran en mal lugar.
Cuando concluyó, ella negó con la cabeza.
—Sé que no es lo que quieres oír —dijo al tiempo que lo observaba con
una mezcla de indignación y lástima—, pero no me extraña que Marta te
mandara a paseo. Qué valor, Daniel…
Él se mordió los labios.
—Yo… Me gustaría estar unos días aquí con vosotros, Silvia —murmuró
con un ligero temblor en la voz—. Si os parece bien. Necesito…
No logró terminar la frase. Ella lo miró fijamente unos instantes, como si
lo estuviera calibrando. Al fin, respondió en apenas un susurro:
—Por supuesto que puedes quedarte, Daniel. Bienvenido a casa.
Él trató de sonreírle, pero no consiguió componer más que una mueca.
—Gracias.
—No me las des. Me alegra que estés aquí, que hayas vuelto. Y seguro
que a Ramón y a Isabel también —dijo mientras le apretaba la mano.
Después se levantó y agregó—: Si quieres, puedes dejar las cosas en tu
habitación. Tómate todo el tiempo que necesites.
Daniel asintió y, tras agradecérselo de nuevo, cogió la maleta y enfiló el
pasillo, iluminado por la menguante luz de la tarde. Su antiguo cuarto
emergió ante él tal y como lo recordaba, con su pequeña cama pegada a la
pared, la alfombra azul en la que solía jugar con Ramón a las canicas, el
escritorio en el que hacía los deberes, el armario en el que pegaba los
pósters que traían los periódicos que compraban sus padres…
Posó la maleta en el suelo mientras contenía la emoción; la única
diferencia era que ahora había un ordenador de sobremesa. Se veía a sí
mismo jugando entre aquellas cuatro paredes, disfrutando, muriéndose de la
risa en aquella camita, pero también se veía con la cabeza enterrada en la
almohada, llorando con desconsuelo, convencido de que su vida jamás
volvería a ser la que había sido, que ya nadie querría ser su amigo. En aquel
dormitorio había vivido un niño feliz, pero también un niño desgraciado,
hecho jirones.
Suspiró y, en un intento por ahuyentar aquellos fantasmas que se cernían
sobre él, se aproximó a la ventana y se asomó. Era algo que siempre le
había gustado hacer de pequeño: curiosear la calle desde allí, contemplar el
discurrir de los transeúntes. A través del cristal se percibía el aguacero
impactando con furia sobre los alféizares del edificio de enfrente, donde ya
se habían encendido algunas luces. En la calzada divisó a varios chiquillos
muy abrigados que se salpicaban los unos a los otros entre carcajadas, y se
acordó de cuando él era como ellos, un niño despreocupado y risueño.
Hasta que, una tarde igual de tormentosa que aquella, todo se acabó, y su
inocencia se esfumó para siempre.
9
La confesión

Tarde del viernes 5 de septiembre de 1975


Tres días después del crimen

Apoyado en el alféizar de la ventana de su habitación, Daniel observaba con


desazón la lluvia que se desparramaba sobre Reinosa. Le habría gustado
estar ahí fuera, notar las gotas calándole el pelo, correr sobre los charcos,
pero no le dejaban salir. La mañana del martes, la abuela Amparo y Ramón
lo habían encontrado enroscado sobre sí mismo en un callejón próximo a la
casona de los Orduña, cubierto de sangre y vómito, y desde entonces ni su
hermano ni él habían podido pisar la calle. Los mayores se lo habían
prohibido terminantemente y los tenían sometidos a una intensa vigilancia.
No es que él deseara jugar con ningún amigo, y mucho menos con David,
pero ansiaba recuperar la libertad. Le costaba un mundo aguantar tanto
tiempo encerrado en ese piso diminuto, envuelto en esa atmósfera
asfixiante. Su madre y los abuelos le habían asegurado en varias ocasiones
que lo que le había gritado David antes de golpearlo era producto de un
malentendido que pronto se aclararía, pero los días pasaban y la situación
en casa no mejoraba. Además, desde la cena del lunes no había vuelto a ver
a su padre, y eso sí que resultaba raro. Según les habían dicho, el motivo era
que la madrugada del martes su padre tuvo que acudir a la fábrica por una
emergencia y que, una vez allí, sufrió un golpe desafortunado y estaba
hospitalizado. No se encontraba bien, y a eso se debía supuestamente el
estado de ansiedad y nerviosismo que mostraban.
Daniel no sabía qué pensar. Había preguntado más de una vez si ese
accidente era el mismo que había sufrido Lorenzo Orduña, pero nadie le
había querido responder; ni siquiera sus abuelos paternos, que habían
viajado ese fin de semana a Reinosa desde León y ya se habían marchado,
también desolados.
De repente, el sonido del timbre lo sobresaltó. Extrañado, miró a Ramón,
que estaba tirado en la alfombra jugando a las canicas. No podía tratarse de
los abuelos; ellos habían ido a hacer la compra, pero disponían de un juego
de llaves.
Sin necesidad de hablar, se dirigieron juntos al pasillo. Lo hicieron a
tiempo de ver cómo su madre abría la puerta de forma atropellada.
Un hombre alto, de mandíbula pronunciada y bigote poblado apareció en
el umbral y entró en el piso sin siquiera saludar. Vestía el uniforme de la
Guardia Civil, y Daniel sintió un escalofrío al verlo. Sabía quién era: el
cabo Ramiro Losada. Detrás de él se encontraba su compañero Francisco
Alcalá, de unos veinticinco años, entrado en carnes y con el cabello fino y
de color pajizo. Los dos habían estado allí el martes por la tarde, gritando y
poniéndolo todo patas arribas con ayuda de otros agentes.
—¡Al salón! —le ordenó Losada a la madre de los niños—. Venga.
Beatriz asintió con torpeza. Al girarse, sus ojos se cruzaron con los de
Daniel.
—A vuestro cuarto, por favor —siseó con voz entrecortada.
Ellos la obedecieron con docilidad, pero apenas aguantaron unos
instantes recluidos en la habitación. Aunque temblaban de los pies a la
cabeza, necesitaban saber qué estaba pasando. ¿Y si su madre corría
peligro?
—Vamos —le susurró Daniel a su hermano.
Cruzaron el pasillo con cuidado de no hacer ruido y pegaron la oreja a la
puerta.
—Mire, señora, vamos a serle francos —oyeron que decía en ese
momento Losada, con tono marcial—. Su marido lo mató. Ha confesado.
Disparó a Lorenzo Orduña.
—¿Cómo… cómo dice? —gimió ella.
Al escucharlos, Daniel sintió que la vista se le nublaba. Tuvo que
apoyarse en la manecilla para no perder el equilibrio.
—Lo ha confesado todo —repitió el cabo, terminante.
Los jadeos de Beatriz traspasaron la puerta.
—No…, no puede ser. ¡Es imposible! Guillermo es inocente. —Se hizo
un breve silencio y entonces ella chilló—: Lo han obligado, ¿verdad? ¡Se lo
han sacado a golpes! ¡Lo han torturado! ¡Quiero verlo!
Se oyó un forcejeo dentro del salón, y luego el cabo escupió:
—Como vuelva a decir algo así, me la llevo detenida, ¿lo ha entendido?
Beatriz no respondió, y Daniel notó que el vello se le erizaba.
—¿Lo ha entendido? —insistió el hombre.
—Sí, sí…
—Bien, así mejor, ¿verdad, Alcalá? —se felicitó Losada, dirigiéndose a
su compañero.
Este no dijo nada, y Daniel se lo imaginó asintiendo con la cabeza.
—Bueno, como le explicaba —prosiguió el cabo—, su marido nos lo ha
contado todo, pero, aun así, necesitamos hablar con usted. Solo para
contrastar algunos datos —precisó, como si quisiera asegurarse de que no le
daba pie a que se formara falsas esperanzas.
—Pero ¿cómo iba él…? ¡Habrá sido un error! ¡Un accidente!
—No, no fue ningún accidente —atajó Losada con impaciencia—.
Discutieron, se pelearon y la cosa se le fue de las manos.
Beatriz profirió una serie de sonidos ininteligibles y luego se quedó
callada. Daniel se mordió los labios para reprimir las lágrimas y miró a
Ramón, que estaba haciendo lo mismo.
—Veamos, ¿usted sabía lo del despido? ¿Estaba enterada de que unas
horas antes, por la mañana, Lorenzo Orduña lo había echado de la empresa?
—Sí, sí, pero ¿qué tiene eso que ver con…?
—¿Conoce el motivo del despido?
Beatriz guardó silencio, aunque el cabo pareció tomárselo como una
afirmación, pues no insistió en ello.
—Mire, según tenemos entendido, su marido participó el domingo en una
protesta por la muerte de Jesús Posadas, un compañero de trabajo. ¿Sabe si
eran muy amigos? Jesús y él, quiero decir.
La madre de los niños tardó un tiempo en contestar.
—Bueno, se conocían, aunque mi marido siempre se ha tratado más con
Ernesto, el hermano de Jesús. Y también con Arturo, Arturo Vallejo.
—Ya. ¿Y cómo se tomó la muerte de Jesús, a pesar de no ser muy
amigos?
—Mal. ¿Cómo quiere que se lo tomara? Todos sentimos lo que pasó. Fue
una desgracia.
—¿Y cómo reaccionó su marido cuando Lorenzo Orduña lo echó? ¿Diría
que estaba furioso?
—¡Pues claro que lo estaba! ¡Y yo también! Pero de ahí a… —Rompió a
llorar—. Él no es así, ¿entienden? Tiene principios. ¿Qué les ha dicho? ¿No
se supone que ha confesado?
—Que estaba cabreado por la situación. Y que no podía dormir. Eso ha
dicho —respondió Losada—. Por eso, sobre las dos de la madrugada, se
levantó de la cama y salió de casa para despejarse. ¿Usted no lo oyó irse?
—No, yo estaba dormida. Ya se lo dije el otro día. ¿Pero a santo de qué
iba a ir él hasta la casona a esas horas? ¿A matarlo? ¡Es absurdo! —gritó
con voz temblorosa.
—En realidad no fue exactamente así —matizó Francisco Alcalá—.
Según la versión de su marido, tan solo estaba dando un paseo. Y cuando
pasaba por delante de la casona lo vio. En los jardines.
—¿Y qué es lo que se supone que hizo? ¿Ir a hablar con él de su
despido? ¿En plena noche?
—Exactamente —confirmó Losada, sin alterarse pese al tono sarcástico
empleado por Beatriz—. Saltó el muro y le pidió que lo readmitiera. Es
más, asegura que usted le había exigido que hiciera todo lo necesario para
arreglar la situación cuanto antes, y que eso fue lo que hizo.
Ella soltó una risotada histriónica.
—¿Me está tomando el pelo? Se lo dije, sí, pero evidentemente no me
refería a eso. ¿Cómo iba a pretender algo así? Esto es un sinsentido. ¿Es
que no se dan cuenta? Además, si quería hablar con él, ¿qué lógica tiene
que saltara el muro? ¿No podría haberlo llamado a gritos para que le abriera
el portón?
—Es lo que él ha declarado.
—Ya, pues se lo repito: no tiene ni pies ni cabeza. Además, el otro día
ustedes me dijeron que mi marido llevaba un revólver, y él no ha tenido uno
en su vida. A ver, ¿de dónde lo sacó, si se puede saber? —inquirió
envalentonada.
—Eso era lo que veníamos a aclarar con usted, entre otras cosas. Según
él, lo consiguió en el mercado negro, a través de un amigo. Para protegerse.
¿Sabe quién pudo dárselo?
—¿Protegerse? —exclamó Beatriz—. ¿Protegerse de qué?
—De nosotros, claro está —respondió el cabo con mordacidad—. Nos
han comentado que últimamente era muy dado a participar en actos que
podrían calificarse de… ¿cómo decirlo? Subversivos, sediciosos, contrarios
al orden público, como esa concentración no autorizada del domingo.
¿Entiende a lo que me refiero?
Beatriz hizo caso omiso de esa última pregunta, como si no la hubiera
escuchado, y afirmó que ella no tenía la menor idea de quién le había
proporcionado el revólver a su marido.
—¿Está segura? —preguntó Losada con aire amenazante—. Piénselo
bien.
—De lo contrario se lo diría, créame, porque estoy convencida de que
todo esto es mentira. Una enorme mentira.
—¿Y por qué iba a querer engañarnos su marido? Dígame.
—Pues no lo sé. No entiendo nada…
—Ya. ¿Y sabe si alguien pudo ayudarlo esa noche?
—¿Ayudarlo? ¿Por qué dice eso?
Por el modo en que habló, Daniel comprendió que su madre no tenía
noticia de algo así.
—Nos han llegado ciertos… rumores —repuso el cabo, enfatizando la
última palabra—. Verá, hay quien afirma que su marido pertenece a una
organización clandestina, a uno de esos sindicatos ilegales que pretenden
infiltrarse en el sistema y echar abajo el Régimen. ¿Está usted al tanto de
eso?
La interrogación quedó suspendida en el aire y a Daniel lo recorrió un
escalofrío. No comprendía con exactitud a qué se refería ese hombre, ni
tenía la menor idea de si su padre quería echar abajo nada, pero sí sabía que
ese verano se estaba ausentando muy a menudo de casa, y no siempre para
ir a trabajar.
—No sé de qué me habla —respondió al fin Beatriz con aspereza—. Mi
marido no tiene nada en contra del generalísimo ni de la Guardia Civil. Y
no pertenece a ninguna organización ni sindicato.
—Ya, pues hay quien afirma lo contrario.
Ella guardó silencio.
—Una última pregunta: ¿cómo se enteró usted del asesinato?
La mujer suspiró.
—Por mis padres. Tienen un amigo que vive cerca de los Orduña y oyó
las sirenas. Los llamó en cuanto se enteró de lo que pasaba. Luego ellos
vinieron aquí, a avisarme.
—Bien. De momento, con esto es suficiente.
10
El billete de tren

Tarde del viernes 23 de noviembre de 2007

En la calle, la oscuridad había caído y los niños habían desaparecido. Ya


nadie chapoteaba. Daniel se retiró de la ventana y se acuclilló junto a su
maleta con intención de deshacer el equipaje antes de dirigirse a la librería.
Lo primero que sacó fueron las deportivas que utilizaba para correr casi
todas las mañanas por Madrid. Era una rutina que había descuidado en los
últimos días y se dijo que no le vendría mal retomarla en Reinosa. Aunque,
a la vez, se dio cuenta de que aquello incrementaría las posibilidades de
encontrarse con la gente del pueblo, incluidos los Orduña, y eso era lo
último que quería en ese momento.
No sabía si terminaría utilizándolas, pero se acercó al armario empotrado
que había en el otro extremo de la habitación y se agachó para colocarlas al
fondo.
Fue entonces cuando, alineadas contra la pared, vio tres cajas de cartón
rectangulares, todas con la misma palabra escrita con la caligrafía de su
madre, en mayúsculas y con rotulador rojo: «GUILLERMO».
Frunció el ceño. Debían de ser las cosas que su madre empaquetó hacía
más de treinta años. Recordaba el episodio con nitidez: los abuelos Julián y
Amparo de pie y con los brazos en jarras, mientras intentaban persuadirla
de que lo tirara todo, de que ese hombre le había arruinado la vida y no
merecía ninguna consideración, y ella introduciendo las pertenencias en las
cajas. Impávida. En silencio. Maquinalmente. Como si las palabras de sus
padres no la afectaran. Y es que, a fin de cuentas, pensó Daniel, su madre
nunca fue capaz de asumir lo sucedido. Siempre defendió que todo había
sido un gran error, un error que jamás logró aclarar.
Se quedó observando las cajas y se debatió entre cogerlas y examinar su
contenido o fingir que no había reparado en ellas. No estaba seguro de
querer revivir el pasado de una manera tan tangible. Al final, tras soltar un
suspiro, las sacó una a una del armario y las colocó sobre la cama.
Cuando se enfrentó a la primera, advirtió que en las tapas había restos de
cinta aislante arrancada. Miró las demás y constató que presentaban un
aspecto similar. Alguien las había desprecintado. Supuso que habría sido
Ramón.
Se encogió de hombros y abrió la que tenía delante.
Lo primero con lo que se topó lo dejó desconcertado. En la cúspide de la
montaña de objetos y prendas descansaba lo que parecía un billete de tren.
Se fijó en los datos que figuraban en el papel:

Salida: Reinosa. 2 de septiembre de 1975, 10.30 horas.


Destino: Santander.

Lo releyó varias veces.


—Dos de septiembre del setenta y cinco… —murmuró para sí.
El día del asesinato.
Hizo el cálculo. Lorenzo Orduña había fallecido esa madrugada sobre las
dos y media, así que el pasaje era para ocho horas después del crimen.
La mente comenzó a bullirle y las dudas afloraron con la misma
intensidad con que la lluvia restallaba contra la ventana.
Lo examinó una vez más sin alcanzar a comprender lo que tenía ante sí.
«Destino: Santander»…
Estaba intacto, lo que en cierto modo resultaba lógico, puesto que aquella
noche detuvieron a su padre y lo encerraron en los calabozos. Era imposible
que llegara a utilizarlo. Además, según recordaba Daniel, él no solía
desplazarse en tren, sino que, cuando lo precisaba, hacía uso de la furgoneta
que el abuelo Julián había comprado para la librería. Pero, entonces ¿qué
hacía ese billete ahí? ¿Para qué demonios lo quiso su padre? ¿Y por qué lo
guardó su madre en esa caja?
—Perdona, no me di cuenta de quitar esos trastos… —murmuró de
pronto Silvia detrás de él—. Creo que lo mejor habría sido tirarlo todo.
Daniel se volvió hacia ella. Por algún motivo, parecía inquieta.
—¿Era de mi padre? —inquirió él, y le mostró el billete.
—Estaba entre sus cosas, sí —respondió ella con aparente desinterés.
—Ya, pero ¿sabes si era de él?
—Sí. Nos lo dijo la abuela una tarde, en la residencia.
—¿Se lo preguntasteis? —se sorprendió Daniel.
—Sí. Ramón abrió las cajas hace tiempo y se puso muy nervioso cuando
lo vio. No entendía por qué estaba ahí y quiso hablar con ella.
—Normal. Es que es absurdo —masculló él—. ¿Qué pensaba mi padre?
¿Pegarle un tiro a Lorenzo Orduña y unas horas después coger un tren a
Santander, tan tranquilo?
Silvia cruzó los brazos antes de contestar.
—Daniel, te digo lo mismo que a tu hermano: este billete no supone
nada. Vuestro padre no sabía que esa noche iba a matar a Orduña. Fue eso
lo que él le dijo a la Guardia Civil, ¿no?
—Sí.
—Entonces no veo dónde está el problema. Tenía planeado ir a Santander
al día siguiente, y punto. No tiene por qué estar relacionado con lo que
pasó. ¿No crees?
—Pero él nunca iba a Santander —objetó Daniel.
—Pues ese día sí.
Daniel hizo oscilar la cabeza. Esa respuesta no lo había convencido.
—¿Y qué más os contó la abuela?
Ella se pasó la lengua por el filo de los incisivos.
—Nada importante. Tan solo que, unos meses después del crimen,
vuestra madre lo encontró por casualidad en el fondo de un cajón.
—¿Nada más?
—No. Y cuando vayas a verla, no le saques el tema, por favor. Bastante
suerte tendrás si te reconoce.
Él clavó la mirada en el suelo.
—Tal vez en la estación os podrían haber aclarado algo —musitó—.
¿Fuisteis a preguntar?
Silvia dio un paso al frente y se quedó a escasos centímetros de él.
—Daniel, hay algo que quiero que comprendas: han pasado ya treinta y
dos años y, por suerte, las cosas se han ido olvidando. Aunque tú pienses lo
contrario, aquí ya nadie se dedica a hablar de vosotros ni de vuestro padre.
Así que déjalo estar, por favor te lo pido.
Él quiso replicar, pero su cuñada lo detuvo con un gesto de la mano.
—No, no, me da igual lo que digas: si te dedicas a hablar por ahí del
tema, la gente empezará a recordar. Yo llegué aquí hace mucho y todavía se
oían murmullos. Pero ahora es diferente, y así debe seguir siendo. Tu
hermano lo entendió. Espero que tú hagas lo mismo.
Daniel sopesó durante unos segundos sus palabras.
—Está bien… —claudicó.
Ella asintió muy seria y le dio las gracias. Luego se giró y se dirigió al
pasillo.
Una vez a solas de nuevo, Daniel lanzó una mirada a las cajas que
reposaban sobre la cama. Después de hablar con Silvia, ya no deseaba
seguir adentrándose en los recuerdos de su padre. Concluyó que lo mejor
sería devolverlas a su lugar, con el billete dentro, y olvidarse de ellas.
Se dispuso a levantar las tapas para introducir el pasaje, pero en el último
instante algo lo retuvo. Abrió la palma de la mano y, mientras comprimía
los labios, lo contempló una vez más. «Salida: Reinosa. Destino:
Santander»…
Movido por un impulso súbito, se lo guardó en el bolsillo trasero del
pantalón y, acto seguido, depositó la caja en el armario.
—Luego vengo, Silvia.
11
Tiempos difíciles

Daniel salió del portal con lentitud y abrió su paraguas. Ya no llovía con
tanta intensidad, aunque en la avenida La Naval y sus alrededores seguía sin
haber casi gente.
En un primer vistazo, Daniel no divisó ningún rostro familiar, pero eso
no lo libró de la tensión que le contrajo los pulmones al echar a andar. Era
consciente de que ese desasosiego, esa presión en el estómago, era algo
irracional, algo que hundía sus raíces en un pasado lejano y podrido. Sin
embargo, se sentía incapaz de dominarlo, y no lograba acallar el eco de los
gritos de David, que de nuevo se abría paso en su cabeza.
Al llegar al cruce con la avenida Puente de Carlos III, una de las
principales arterias de esa localidad en retroceso que por aquel entonces
apenas superaba los diez mil habitantes, percibió el rumor de unas risas.
Aguzó la vista. A lo lejos advirtió a un grupo de cinco mujeres. Caminaban
apretujadas entre sí y en dirección opuesta a la suya, cobijadas bajo tres
paraguas negros que no lograban cubrirlas a todas. Al principio no pudo
distinguir la cara de ninguna, pero, cuando estuvieron más cerca, oyó una
voz que lo inquietó, una voz aguda y rasgada que, pese al tiempo
transcurrido, no había olvidado. Pertenecía a María Güemes, que había sido
la criada de los Orduña hacía treinta y dos años y que probablemente aún lo
siguiera siendo. En el pasado, mientras jugaba con David en la casona,
Daniel coincidió con ella en muchísimas ocasiones y siempre se mostraba
amable y simpática. Sin embargo, tras el crimen, María empezó a evitarlo y,
si se cruzaban, las conversaciones quedaban reducidas a la mínima
expresión, hasta que él, por propia iniciativa, dejó de detenerse para hablar
con ella.
Cuando las mujeres pasaron a su lado, Daniel se fijó en que alzaban unos
centímetros el paraguas y lo observaban con curiosidad contenida. No se
paró a saludarlas. Apretó el paso y se alejó chapoteando. Detrás le pareció
oír algunos murmullos, y entonces se acordó de Silvia. Ella le había
asegurado que ya nadie cuchicheaba sobre el asesinato de Lorenzo Orduña,
y quizá fuera así, pero su cuñada se había olvidado de un detalle: la
presencia de él en Reinosa era una novedad, y, tras años de ausencia,
provocaría comentarios, por narices. Supuso que, al verlo, habría quien se
acordaría del crimen, pero también de su pelea con David, de los continuos
conflictos que había tenido en la escuela, de la agresión a aquel hombre tras
el bautizo de Isabel… Sabía que algunos lo consideraban un tipo violento;
tal vez incluso un perturbado. Posiblemente, un digno heredero de su padre.
Por eso no le cabía duda de que su retorno no pasaría inadvertido.
Al llegar al parque de Cupido, junto al que se encontraba la Librería
Marqués, la vista se le desvió hacia la calle Casimiro Sainz, que conducía a
la estación de ferrocarril.
Dejó de caminar y se palpó el bolsillo trasero del pantalón. Dudó. No
había olvidado la conversación que había tenido con Silvia hacía un rato,
pero el misterio de ese billete de tren lo intrigaba. En realidad, se dijo, si se
limitaba a hacer un par de preguntas no tendría por qué llamar la atención.
¿Qué importancia tenía?
Sin meditarlo más, se dirigió hacia allí.
Cuando entró en el alargado edificio de fachada verde que albergaba la
estación, un joven de unos veinticinco años lo saludó con cordialidad desde
la ventanilla.
—Hola —respondió Daniel mientras miraba en torno para cerciorarse de
que no había nadie conocido—. Mmm…, verá, estoy buscando información
sobre este billete —le explicó, y se lo tendió—. No sé si habrá alguien que
pueda ayudarme.
El dependiente cogió el pasaje y se tomó unos segundos para estudiarlo.
—¿Del setenta y cinco? ¡Uf, han pasado mil años! Fíjese, yo ni siquiera
había nacido… No sé, igual puede echarle una mano mi compañero
Roberto… Es un carcamal. Quizá ya trabajara aquí en esa época. Ahora
mismo está en la oficina.
—¿Se refiere a Roberto Gutiérrez?
—Sí. ¿Lo conoce?
Antes de contestar, Daniel se planteó si realmente deseaba ver a ese
hombre. En el pasado apenas había tenido trato con él e ignoraba cómo lo
recibiría, si es que accedía a ello. No tardó demasiado en convencerse de
que no le quedaba otro remedio que conversar con él si quería averiguar
todo lo relativo a ese billete.
—Sí, lo conozco. Si fuera tan amable, me gustaría hablar con él, gracias.
—Claro. Voy a consultárselo.
Después de devolverle el pasaje, el empleado se levantó de la silla, salió
del habitáculo y abrió una puerta al otro extremo de la sala. Daniel le vio
perderse por un largo pasillo.
Un par de minutos más tarde, el chico regresó y le hizo un gesto con la
mano.
—Sígame, por favor.
En silencio, lo guio hasta un despacho con aspecto de no haber sido
reformado en muchos años. Había dos escritorios en el centro, con sendos
ordenadores de sobremesa. Uno de los puestos lo ocupaba un señor
corpulento, calvo y con gafas ovaladas de montura plateada que se había
repantigado con escaso decoro delante del monitor. El otro estaba vacío.
—Mi compañero Roberto —anunció el chico al tiempo que lo señalaba
—. Les dejo solos.
Una vez que el joven hubo cerrado la puerta, Roberto Gutiérrez apartó
los ojos del ordenador, dejó que las gafas resbalaran hasta la punta de la
nariz y observó a Daniel por encima de ellas.
—Vaya. ¿Usted no es…?
Daniel inclinó la cabeza y arrugó el rostro, aguardando las siguientes
palabras. Roberto apoyó los codos sobre la mesa y se llevó la mano derecha
al mentón.
—Claro, ahora entiendo lo del billete ese del setenta y cinco del que me
hablaba mi compañero. No es una casualidad, desde luego. Siéntese, por
favor.
Pese al cariz de sus comentarios, Daniel no detectó maldad en su
semblante y se acomodó en la silla que le indicaba, al otro lado del
escritorio. Después le mostró el pasaje. Roberto lo examinó con interés y se
reclinó en su butaca.
—Sí, lo recuerdo bien. No es usted el primero que me lo trae.
—Ah, ¿no? —se sorprendió Daniel.
—Su madre también estuvo aquí hace muchos años. ¿No lo sabía?
—No…
—Pues sí. Fue en el setenta y seis. No recuerdo la fecha. Me dijo que lo
había encontrado en casa y que no entendía nada. Quería información.
Saber de dónde había salido.
—¿Y qué le contó usted?
Roberto abrió los brazos.
—Pues la verdad. Que su marido lo había comprado aquí el uno de
septiembre del setenta y cinco. Por la tarde, unas horas antes del asesinato
de Orduña. ¿Cómo olvidarlo, después de lo que pasó?
—Entonces ¿usted se lo vendió a mi padre?
—Sí.
—¿Y él le llegó a decir para qué lo quería?
—Hombre, pues digo yo que para viajar a Santander, ¿no? Con su amigo,
imagino.
—¿Qué amigo? —preguntó Daniel, frunciendo el ceño.
—¿Pues quién va a ser? Ese con el que iba a todas partes. Su compañero
de Aceros Campoo.
—¿Se refiere a Arturo Vallejo? ¿El que vivía enfrente de nuestra casa?
—Sí, ese. Vinieron juntos aquella tarde. Yo no los conocía demasiado,
pero todo el pueblo sabía que estaban muy unidos. Se comentaba que
andaban metidos en el mundillo sindical, con los hermanos Posadas y esa
gente, aunque no lo admitieran, por supuesto —dijo, y alzó las manos—.
Eran tiempos difíciles. Todas esas reuniones tenían que hacerlas a
escondidas para que no los cogieran. También yo creía en eso de la lucha de
clases, y sigo creyendo, pero de ahí a asesinar a Orduña para vengarse… —
Soltó una bocanada de aire, como si se preparara para dictar sentencia—.
Eso fue una salvajada.
—Entonces ¿compraron dos billetes? —quiso saber Daniel, que hizo
caso omiso de la última observación del ferroviario.
—Claro. Bueno, los compró Guillermo —se corrigió—. En realidad,
aquel día Arturo no llegó a entrar aquí, aunque justo antes los oí discutir en
la calle. No suelo estar pendiente de conversaciones ajenas, pero, en fin, esa
tarde no había ni un alma en la estación y… Ya me entiende, no pude hacer
nada por evitarlo.
Por el tono que empleó, Daniel no tuvo dudas de que Roberto era un
cotilla y que disfrutaba enterándose de cosas así. No obstante, se guardó
para sí cualquier comentario.
—¿Y qué escuchó?
—Pues no lo entendí muy bien, si he de ser sincero. Arturo hablaba de
echarse atrás de algo y Guillermo le decía que ni hablar, que tenían que ser
valientes, que era ahora o nunca. Después Guillermo entró a toda prisa y
compró los billetes, sin más. Y no volví a saber nada de él hasta la mañana
siguiente, cuando me enteré del asesinato…
Daniel se rascó la frente mientras analizaba aquellas enigmáticas
palabras.
—¿Usted sabe a qué se referían? Mi padre y Arturo, quiero decir.
—Ni idea. Beatriz también me lo preguntó.
—¿Y todo esto se lo dijo usted a la Guardia Civil en su día?
—¿Yo? Ah, no, no. Yo no me meto en la vida de los demás, y mucho
menos me dedico a sembrar dudas.
Daniel se tragó un resoplido de reproche. Aquello, a su juicio, no hubiera
sido sembrar dudas, sino simplemente facilitar el trabajo de los
investigadores.
—Una cosa. ¿Sabe si ese día había algún tren antes de las diez y media?
El hombre negó con la cabeza.
—En aquella época ese era el primero a Santander. Venía de Madrid,
como ahora.
—Vale, entonces, si lo que buscaba mi padre era una vía de escape —dijo
Daniel, pensando en voz alta—, solo podría haberlo hecho viajando en ese
tren, ¿no?
Roberto lo estudió durante unos segundos.
—No creo que el billete tuviera nada que ver con el crimen, joven. Ni
tampoco que lo sacara para huir a ninguna parte. Ya se lo expliqué a
Beatriz: ¿para qué iba a querer Guillermo escapar a Santander, si está a
menos de ochenta kilómetros de aquí? Pues menuda huida de mierda, con
perdón. Varias horas de espera y encima para coger ese tren, que siempre ha
sido lentísimo. Más de una hora tardaba en llegar. Si hubiera sido para eso,
se habría ido en coche, ¿no le parece?
—Mmm…, sí. Aunque nosotros no teníamos coche. Es verdad que estaba
la furgoneta de mi abuelo, pero mis padres solo la cogían cuando él no la
necesitaba. Y en aquellos tiempos no paró de usarla. Quería abrir una
sección de material de oficina en la librería y buscaba proveedores. De
hecho, ese día iba a viajar a Palencia.
—Ah, supongo que por eso Guillermo vino aquel verano varias veces a
comprar billetes para Torrelavega —apuntó Roberto—. Su suegro andaría
por ahí con la furgoneta.
Daniel entornó los ojos.
—No sabía que mi padre hubiese salido de Reinosa aquel verano.
—Pues sí, hizo varios viajes. Desde finales de julio. Iría a algunas de esas
reuniones clandestinas del sindicato, imagino. En general, creo que solían
verse a escondidas aquí, en Reinosa, aunque en otros sitios había más gente
como ellos, ¿sabe? De otras fábricas. Es posible que durante un tiempo se
vieran fuera del pueblo, para no llamar la atención. Ese año las cosas se
estaban poniendo muy mal y todo estaba muy revuelto —dijo, y miró al
techo con semblante evocador—. De todos modos, en el fondo no tengo ni
idea. Nunca lo pregunté. Y tampoco me lo habrían dicho, claro. Lo que sí sé
es que, hasta el uno de septiembre del setenta y cinco, Guillermo jamás
había comprado un billete con destino a Santander. Esa fue la primera vez.
Daniel se frotó el mentón, algo no encajaba. El dato sobre los supuestos
viajes de su padre aquel verano le había sorprendido. Hasta donde tenía
entendido, él jamás llegó a mencionarlo en casa.
—Una cosa. ¿Sabe usted si Arturo todavía vive en el pueblo?
Roberto lo contempló con disgusto.
—Sí, aquí sigue, pero ya es tarde para todo esto, joven. Ha llovido mucho
desde entonces. Haría bien en olvidarlo.
Daniel no respondió al consejo del ferroviario. En su lugar, se levantó, le
dio las gracias por su tiempo y le estrechó la mano.
Después, con las palabras del hombre todavía girando en su cabeza,
volvió sobre sus pasos, se despidió del chico de la ventanilla y salió a la
calle.
Aunque ya no llovía, el tiempo seguía siendo desagradable, y se detuvo
bajo la cornisa de la estación para encender un cigarrillo mientras pensaba
en su padre y en aquel halo de misterio que siempre lo envolvió, en lo
cobarde que fue al abandonarlos a su suerte.
12
Perdón

Mañana del sábado 6 de septiembre de 1975


Cuatro días después del crimen

Al día siguiente de la confesión, sobre las once de la mañana, el cabo


Losada y el guardia Alcalá los visitaron de nuevo.
En la casa el ambiente era irrespirable, como si el aire estuviera plagado
de esquirlas, y los abuelos prácticamente se habían trasladado a vivir allí.
Seguían encargándose de hacer los recados, y la Librería Marqués no había
vuelto a abrir sus puertas. En teoría, la madre de los niños seguía aferrada a
la esperanza de que todo fuera un malentendido, pero actuaba como si ya
hubiera asumido el fatal veredicto. Después de que Guillermo hubiera
reconocido los hechos, era ciertamente difícil negar la evidencia, y en el
corazón de Daniel el miedo y la vergüenza lo anegaban todo.
La expresión de los agentes era de completo hermetismo. Beatriz y los
abuelos los siguieron al salón con semblante de pesadumbre, como
espectros. Por su parte, Daniel y Ramón, como en la ocasión anterior,
fingieron que se metían en su habitación. Sin embargo, en cuanto la puerta
del salón se hubo cerrado, salieron al pasillo y se acercaron a toda prisa a
escuchar.
—¿Qué ocurre? —oyeron que preguntaba su madre con un hilo de voz.
El cabo demoró la respuesta. Al fin, con tono frío, anunció:
—Guillermo se ha ahorcado. Lo hemos encontrado muerto esta mañana
en su celda.
Daniel se quedó petrificado, con la mano aferrando la manecilla de la
puerta. Por un instante, se resistió a creer las palabras de aquel hombre.
¿Cómo iba a haberse ahorcado su padre? Miró a Ramón y vio que se le
saltaban las lágrimas. Comprendió entonces que la Guardia Civil no
bromeaba con esas cosas, que el cabo Losada estaba diciendo la verdad, y el
mundo se le vino encima. Se le escapó un gemido ahogado y se echó a los
brazos de su hermano.
—¿Qué está diciendo? —chilló Beatriz, y soltó un alarido.
—No puede ser —murmuró entonces el abuelo Julián—. ¿Por qué iba a
hacer eso? ¿Por qué…?
—La gente actúa así cuando está acorralada, cuando tiene
remordimientos —informó el cabo, sin revelar ninguna emoción—. No es
el primero, ni mucho menos.
La madre de los niños rompió a llorar, y Daniel tuvo que apretarse contra
el cuerpo de Ramón para contener el impulso de abrir la puerta y correr
hacia ella.
De repente, oyó lo que parecía el ruido de un papel que se desdoblaba.
—¿Ha dejado… ha dejado algo? —gimoteó Beatriz.
—Sí. Una nota manuscrita —confirmó Losada—. Estaba a sus pies.
Nadie habló durante unos instantes, y después el guardia Francisco
Alcalá pronunció aquellas crípticas palabras de despedida que Daniel jamás
olvidaría:
—«Todo ha sido un error. Perdón».
13
Elena

Tarde del viernes 23 de noviembre de 2007

Daniel dio las últimas caladas apoyado en la fachada de la estación.


«Todo ha sido un error. Perdón», repitió para sus adentros. Nunca había
logrado comprender qué demonios pretendió decirles su padre con aquella
estúpida nota. ¿Por qué pedía perdón? ¿Porque había matado a Lorenzo
Orduña? ¿Porque iba a quitarse la vida? ¿Tal vez por ambas cosas? ¿Y cuál
era ese error al que aludía?
Desvió la vista hacia la puerta. Según Roberto Gutiérrez, el 1 de
septiembre de 1975 su padre había estado allí mismo, discutiendo con
Arturo. «Tenemos que ser valientes, es ahora o nunca». Algo por el estilo le
había oído el ferroviario desde la ventanilla. ¿Qué podía significar? ¿Se
refería al hecho de comprar los billetes? Al parecer, su padre había
pronunciado aquella frase justo antes de adquirirlos. Sin embargo, ¿qué
tenía eso de valiente? ¿Acaso estaba aludiendo a que ese sería el medio de
transporte que pensaba utilizar para huir tras la muerte de Lorenzo Orduña?
Se le escapaba la lógica de todo aquello, pero desde que había salido de
la estación no dejaba de hacerse una pregunta: ¿y si la Guardia Civil pasó
algo por alto en 1975? En realidad, eso era lo que siempre sostuvo su
madre, y ahora, de repente, la entendía.
Malhumorado, tiró la colilla al suelo, se recreó en pisotearla y echó a
andar hacia la Librería Marqués sin dejar de darle vueltas a lo que había
descubierto. Absorto en sus pensamientos, ya estaba sorteando la estatua
situada en el centro del parque de Cupido cuando, sin querer, se chocó de
frente con una chica de pelo castaño, bajita y de tez clara que caminaba con
un libro abierto.
—¡Ay! —protestó ella.
Como consecuencia del golpe, el libro se le escurrió de los dedos y fue a
parar a un charco. Daniel pronunció una disculpa rápida y se apresuró a
rescatarlo del agua, pero ya era tarde. Al darle la vuelta vio que se trataba
de El gran Gatsby , una de las obras preferidas de su madre, y que estaba
empapado. La tinta de algunas líneas se había corrido y, cuando las páginas
se secaran, el papel adquiriría un tacto rugoso y desagradable.
—Lo siento mucho —farfulló mientras se lo entregaba—. No la he visto
venir…
La joven lanzó un resoplido de disgusto al constatar el estado en que
había quedado la novela.
—¡Qué rabia! —masculló—. Nada, no te preocupes… Yo tampoco iba
pendiente. Esto me pasa por no esperar a llegar a casa para empezarlo. Y no
me trates de usted, por favor. Me haces sentir mayor.
Mientras ella agitaba el libro en un vano intento por sacudirle el agua,
Daniel reconstruyó la trayectoria que la chica debía de haber seguido.
—Venías de la Librería Marqués, ¿no?
Ella se lo confirmó.
—O sea, que acababas de comprarlo —se lamentó él.
—Sí.
—Puf, se te va a quedar hecho una pena. Acompáñame y te regalo uno
nuevo. No puedes quedarte con este.
La chica movió la cabeza de un lado a otro.
—No, no. Te lo agradezco, pero no hace falta. No ha sido culpa de nadie.
—De verdad, me sabe mal no hacerlo. Acabo de volver a Reinosa
después de mucho tiempo y quiero empezar con buen pie. Por favor. —
Estuvo a punto de revelarle que su hermano era el propietario de la librería.
Sin embargo, en el último momento decidió omitir cualquier dato que lo
relacionara con la familia Somoza.
—Bueno, está bien —cedió ella, y sonrió—. Te lo agradezco. Pero otro
día. Ahora tengo un poco de prisa.
—¿Vives aquí?
—Sí.
—¿Te viene bien que te lo dé mañana?
Ella lo escrutó durante unos instantes, como si buscara intenciones
ocultas bajo aquella capa de amabilidad.
—Mmm…, vale —contestó al fin, y se encogió de hombros—. ¿Cómo te
llamas?
—Daniel.
—Yo Elena. ¿A las doce en Casa Vejo? ¿Sabes dónde está?
—Sí, perfecto.
—Bien. Entonces hasta mañana.
Se despidieron con una sonrisa y, mientras la veía alejarse, Daniel se
sorprendió de haberse aventurado a entablar conversación con una
desconocida en Reinosa a las primeras de cambio. De haber estado allí,
Marta lo habría felicitado.
Eso sí, no había tenido el valor de desvelar su apellido, y había jugado
con la ventaja de la edad de la chica, a quien no echaba más de veinticinco
años.
Con toda seguridad, ella ni siquiera había nacido cuando Lorenzo Orduña
perdió la vida.
14
Vivir así

En ese mismo momento, en la cafetería Casa Vejo, una de las históricas de


Reinosa, Arturo Vallejo se llevaba con impaciencia una taza de café a los
labios. Tenía el periódico del día desplegado sobre la mesa y ansiaba
concluir el crucigrama antes de marcharse al Teatro Principal, donde iban a
proyectar la película que tanto tiempo llevaba esperando. Le resultaba
difícil concentrarse; cinco mujeres se habían sentado a un par de metros y
no dejaban de parlotear en voz muy alta. Cuatro de ellas le resultaban
familiares, y a una la conocía bien. Era María Güemes, la criada de los
Orduña, que no parecía haber reparado en él. El hombre había intentado
ignorar la cháchara, pero era imposible. En ese momento estaban hablando
de alguien con quien, según decían, se habían cruzado antes de llegar al
local.
—Qué raro, después de tanto tiempo, que ese ande por aquí, ¿no? —
comentaba una con marcado desdén.
—La verdad es que sí… Creo que nadie lo había visto desde la pelea en
la iglesia. ¿Te acuerdas? —dijo otra—. Yo no estuve allí, pero por lo que
me contaron fue tremendo. El párroco no daba crédito.
—Pues ya ha llovido, maja —intervino una tercera—. Más de seis años,
creo. Sí, seis y pico. A ver, siempre fue un chico peligroso, raro. En
realidad, cuanto más lejos del pueblo, mejor. No causaba más que
problemas.
—No digas tonterías, Nieves, por el amor de Dios. No tiene nada de
peligroso. Lo que pasa es que ha sufrido mucho. Con todo lo de su padre…
—¿Que no es peligroso? ¡Ja! Ya sabes lo que dicen: de tal palo… Que se
vaya a Madrid. Allí está mucho mejor.
—Y si fuera tu nieto, ¿qué?
Las mujeres se enzarzaron en una discusión y el semblante de Arturo se
ensombreció; no cabía duda de que se referían a Daniel Somoza, el hijo de
Guillermo. Entonces ¿había regresado a Reinosa?
Dejó el bolígrafo sobre la mesa y las observó con disimulo. Todas
parecían fascinadas, entregadas al chismorreo, salvo María Güemes, que
mostraba una expresión forzadamente hermética, como si estuviera
deseando cortarlas o salir corriendo.
Al acordarse de lo que vio la madrugada del 2 de septiembre de 1975, y
de todo lo que permitió y calló a lo largo de los días siguientes, las manos
del hombre comenzaron a temblar. Si hubiera confesado, si hubiera dicho la
verdad desde el principio, ¿habría servido de algo? Siempre se lo había
preguntado. En su día estaba convencido de que tomaba la decisión
correcta, de que no tenía más remedio que respetar aquel juramento, pero
ahora… En realidad, hacía ya bastante tiempo que lamentaba el modo en
que actuó aquella noche. Había estado a punto de hablar en varias
ocasiones, de plantarse en el cuartel y contarlo todo, hasta el mínimo
detalle. Sin embargo, a última hora no había sido capaz.
Sintió que los pulmones comenzaban a insuflarle oxígeno podrido y se
apresuró a beber. Al sorber, se atragantó y prorrumpió en una tos
incontrolable. Patricia Cartagena, la hija de los antiguos dueños del
negocio, que ya se habían jubilado, se acercó a él con un rictus de
preocupación.
—Arturo, ¿estás bien?
El hombre asintió con la cabeza y se disculpó mientras contemplaba el
estropicio que había causado en el periódico, que ahora presentaba varios
lamparones.
—No tiene importancia. A estas horas ya nadie más querrá leerlo —le
dijo Patricia—. Si necesitas algo, avísame.
—Gracias —musitó él, y volvió a mirar a las mujeres, que habían
detenido la cháchara. Todas lo observaban. También María Güemes.
Se levantó alterado y, tras dirigirse a la barra intentando aparentar
indiferencia, pagó la cuenta.
Mientras Patricia le daba el cambio, se dijo que estaba harto de vivir así,
con ese peso alojado en la espalda. Lo iba a hacer, esta vez sí confesaría.
Miró el enorme reloj de agujas de la cafetería. Las ocho menos cuarto.
Se merecía una sesión de buen cine en el Teatro Principal antes de que la
calma que se respiraba en Reinosa reventara.
15
La nieta de Lorenzo Orduña

Cuando Daniel abrió la puerta de la librería, una niña delgadita, de cara


redonda, ojos verdes y cabellos rubios y encrespados corrió hacia él y se le
echó encima.
—¡Tío Dani!
Él abrazó a su sobrina y la levantó del suelo con ímpetu. Isabel rio y,
mientras ella lo cubría de besos, Daniel observó más allá, hacia el fondo de
la tienda. Su hermano estaba de pie, con los codos apoyados en el
mostrador, y lo miraba con una mezcla de severidad y alborozo. Llevaba el
pelo un tanto descuidado, con algunos mechones que se montaban sobre las
orejas y el flequillo tumbado sobre las cejas. Nunca había llegado a
deshacerse de su peinado al estilo casco.
—Podrías haberme avisado esta mañana, ¿no? Contestarme al mensaje.
Pese a la brusquedad de sus palabras, el tono no resultó cortante.
—Lo siento, Ramón —respondió Daniel mientras devolvía a Isabel al
suelo—. Lo decidí luego y…
La pequeña, entusiasmada, le tiró de la mano y lo interrumpió. Quería
enseñarle un cuento.
—Isabel, por favor, ve a la trastienda a jugar —le pidió Ramón con voz
dulce—. Necesito hablar con tu tío un momento.
Ella hizo un mohín y abrió la boca para replicar, pero el gesto serio de su
padre la disuadió y acabó obedeciendo.
Cuando el sonido de las pisadas de la niña se perdió, Daniel se aproximó
a su hermano con cautela, sin saber bien cómo actuar.
—Perdóname. Tendría que haber venido hace mucho. Yo…
Ramón rodeó el mostrador, se detuvo a unos centímetros de él para
mirarle a los ojos y, a continuación, lo abrazó.
—Me alegro de que estés aquí, Dani. No sabes cuánto.
Daniel soltó un suspiro y lo estrechó con fuerza en un intento por
descargar todo el dolor que lo asfixiaba, todo el sufrimiento que lo había
llevado hasta allí.
—Yo también, Ramón, yo también —dijo, y tragó saliva.
Permanecieron así por espacio de medio minuto y, cuando se separaron,
los dos se disculparon por aquel estúpido silencio que habían sostenido
durante demasiado tiempo. La reconciliación fue mucho más sencilla y
natural de lo que Daniel esperaba, y entonces se dio cuenta del error que
había cometido al alejarse tanto de su familia. Marta siempre había tenido
razón.
A lo lejos, oyeron cantar y corretear a Isabel.
—Está como loca —sonrió Ramón.
—Y muy mayor.
—Sí, no para de crecer. Y adora los libros. Incluso intenta venderlos ella.
Siempre quiere estar aquí, con nosotros. Es una suerte de hija, la verdad.
—Ya me ha contado Silvia. He estado antes en casa con ella, dejando las
cosas.
El rostro de su hermano se tensó.
—¿Todo bien?
—Sí, sí, muy bien —respondió Daniel con convicción—. No te
preocupes por eso. Por cierto, hace un momento me he cruzado con una
chica que había comprado aquí El gran Gatsby . Nos hemos chocado y se le
ha caído en un charco…
Ramón lo miró con un extraño brillo en los ojos.
—¿Qué pasa? —quiso saber Daniel.
—Esa chica ¿te ha dicho quién era?
—Mmm… Elena. Sin más.
—Ya. Pues es Elena Suárez.
Daniel dio un respingo y, por unos instantes, se quedó sin habla.
—¿La nieta de Lorenzo? —logró balbucear.
—Sí. La hija de Héctor y Laura.
—¿Y vive aquí?
—Estuvo una temporada en Londres estudiando Empresariales y ahora
lleva un tiempo en Reinosa, sí. Quiere ser escritora. Creo que le costó
bastante convencer a sus padres, pero al final se ha salido con la suya y está
escribiendo algo. Ellos, sobre todo su padre, querían que empezara a
trabajar en la empresa. Aunque la verdad es que no parece el mejor
momento para entrar ahí. Bueno, o sí, quién sabe.
Daniel comprendió a qué se refería su hermano. Lo había leído en la
prensa económica unos días atrás: la familia de la chica acababa de vender
la fábrica a una multinacional brasileña. Aceros Campoo, la compañía
erigida por don Romualdo Orduña, el bisabuelo de la joven, había cambiado
de manos.
Don Romualdo, burgalés de origen, la había fundado en 1920 con ayuda
de su padre, que en su juventud había hecho fortuna en Sudamérica. Al
enterarse de que la Sociedad Española de Construcción Naval estaba
levantando en Reinosa una factoría siderúrgica destinada a la
reconstrucción de la flota de la Armada española y a la producción de
armamento, intuyó que allí había negocio y no le tembló el pulso: con tan
solo veinticinco años, se lanzó a crear una acería que prestaría servicios
auxiliares a ese nuevo gigante de la industria que iba a denominarse La
Naval. Acertó de pleno, puesto que La Naval pronto se vio desbordada por
los pedidos y Aceros Campoo asumió muchos encargos. El hombre murió
con la satisfacción de ver consumado su éxito, y en 1960 sus dos hijos,
Lorenzo y Marcos Orduña, de veintinueve y veintitrés años,
respectivamente, heredaron la empresa. Quien recibió más acciones y se
encargó de dirigirla fue Lorenzo, como primogénito. Marcos aceptó un
papel residual, más centrado en el área comercial y de relaciones públicas,
aunque él siempre aseguró que eso no le suponía ningún problema. Aun así,
pronto se produjeron algunos enfrentamientos entre los hermanos en los
que, según todo Reinosa sabía, tuvo que mediar su madre para poner paz.
Sin embargo, en 1962 la mujer falleció, y a partir de entonces los roces
entre ambos se hicieron constantes, sobre todo cuando la situación de crisis
que atravesaba el sector se acentuó.
En 1975 Lorenzo fue asesinado y, con ello, los problemas entre hermanos
se acabaron. Sin embargo, tan solo unos meses después, Laura Orduña, la
hija mayor de Lorenzo y Ángeles, contrajo matrimonio con Héctor Suárez,
el heredero de una rica familia del mundo de la minería. Él era cinco años
mayor que ella y enseguida pretendió hacerse con las riendas de Aceros
Campoo. De hecho, entre él y Laura compraron las acciones de Lucía, la
hija menor de Lorenzo, y así consiguieron una amplia mayoría sobre
Marcos, que tuvo que resignarse de nuevo a su papel de segundón. En
Reinosa todos auguraron otra gran crisis familiar, pero, según se comprobó
después, la relación entre Héctor y Marcos no fue tan mala como se había
previsto e incluso llegaron a entenderse y a tomar muchas decisiones de
mutuo acuerdo. Eso era lo que se comentaba y lo que había llegado siempre
a oídos de Daniel, a pesar de vivir fuera.
Era cierto que Aceros Campoo se había ido abriendo poco a poco a otros
proyectos y que había explorado nuevas posibilidades, especializándose,
entre otros, en procesos de galvanizado, pero no había logrado recuperar su
fortaleza inicial, y ese año, al recibir una oferta tentadora por parte del
grupo brasileño, los Suárez y los Orduña habían terminado de convencerse
de que vender era la mejor opción. Según las cifras que Daniel había visto
en el periódico, el acuerdo no había sido malo.
—Héctor y Marcos permanecerán en la empresa como directivos —dijo
Ramón—. Parece mentira, pero a sus setenta años el vejestorio de Marcos
sigue ahí trabajando. Y eso que en su día decían que era un vago…
Además, los brasileños también se han comprometido a que Elena siempre
tenga la puerta abierta. Por si no triunfa en el mundo de la literatura, que es
lo que piensa su padre.
—¿Y Laura?
—Está volcada en su hija. Se dedica en cuerpo y alma a ella y la apoya
muchísimo con la novela.
—¿Y la hermana de Laura, Lucía? ¿Sigue en ese bufete de Barcelona?
Ramón asintió y le dijo que apenas se dejaba ver por Reinosa.
—¿Y cómo ha recibido la gente del pueblo la noticia? —preguntó Daniel
—. Lo de la venta, quiero decir.
—En general, bien. Esos brasileños quieren meter pasta, hacer
inversiones y mantener la plantilla, así que los sindicatos están contentos.
De hecho, por lo que he oído, la semana que viene empezarán a cambiar
todo el sistema de producción, de seguridad y demás. Y eso solo es el
principio. Los Suárez y los Orduña también están satisfechos, así que todo
perfecto. El domingo montarán una comida en la casona para celebrarlo.
Pero solo para ellos y sus amigos.
Por la mente de Daniel desfilaron las imágenes del banquete celebrado el
31 de agosto de 1975. Prefirió cambiar de tema.
—Y Elena, la nieta de Lorenzo, ¿suele venir mucho por aquí? Me extraña
que su familia lo vea con buenos ojos.
Ramón ladeó la cabeza.
—Viene bastante a comprar libros, sí, aunque es cierto que sobre todo a
su padre y a su abuela no les hace ninguna gracia. Son de las pocas
personas que aún nos guardan rencor. —Hizo una pausa y lo escrutó—. ¿Le
has dicho quién eras?
Daniel clavó la vista en el suelo.
—No, solo mi nombre. Hemos quedado mañana a las doce en Casa Vejo.
Le llevaré otro ejemplar de la novela.
Al escucharlo, Ramón fue hasta una estantería que había a la derecha y
cogió un libro con el lomo de color morado.
—Pues hoy el señor Fitzgerald está de suerte. Ten. Un regalo de
bienvenida.
Daniel quiso pagárselo, pero su hermano alzó la mano para detenerlo.
—Ni se te ocurra.
—Pero me sabe mal, Ramón. Además, no es para mí.
—Nada, nada, solo faltaría. Haz con él lo que quieras. De todos modos,
no estoy seguro de que sea una buena idea que quedes con Elena. No me
malinterpretes, no tiene nada de malo, pero, como te decía, su familia es la
única que, como tú, no ha podido o no ha querido superar lo que pasó. No
sé, no tengo claro que sea la mejor forma de empezar.
Daniel entendía a lo que se refería su hermano, pero le parecía mal no
presentarse al día siguiente en Casa Vejo, sobre todo porque era él quien
había propuesto que volvieran a verse.
—Yo ya te he dado mi opinión —añadió Ramón, y le hizo un gesto para
que lo siguiera hasta un par de sillones de tapicería verde que había en una
esquina de la sala. Una vez instalados, lo escudriñó con semblante serio y
dijo—: Bueno, y ahora cuéntame: ¿qué ha sucedido con Marta?
Daniel se pasó la mano por la cara y tomó aire. Después le habló de la
ruptura y de la sanción que le habían impuesto en Aldaya Abogados.
Cuando terminó la narración, Ramón no fue tan duro como lo había sido
Silvia y, para alivio de Daniel, puso todo su empeño en consolarlo. Incluso
se ofreció a telefonear a Marta, por si lograba hacerle cambiar de parecer.
—No, no. Eso no ayudará.
—Ya. Bueno, en cualquier caso, nosotros estamos aquí para lo que
necesites, lo sabes. Y puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Tienes
que recomponerte, Dani —dijo Ramón, y le colocó la mano sobre el
hombro—. No lo eches todo a perder. Olvídate de papá, por favor. Incluso
de Marta. Ahora lo que importa es que estés bien.
Daniel le sonrió con gratitud y se preguntó si sería prudente confiarle lo
que Roberto Gutiérrez le había contado en la estación. Sabía que, al
lanzarse a investigar, había traicionado la confianza de Silvia y que, si lo
reconocía, corría el riesgo de echar por tierra ese cálido recibimiento, pero
también consideraba que Ramón tenía derecho a estar al corriente de
cualquier dato referente a su padre. Tras debatirse durante unos segundos,
entendió que por el momento lo mejor era seguir indagando con discreción.
No aspiraba a exculpar a su padre ni a compadecerlo, pero necesitaba
averiguar qué había ocurrido en 1975, llegar hasta el final de aquella
historia. Por eso hablar con Arturo se revelaba como algo imprescindible.
—Oye, Ramón, ¿tú sabes qué ha sido de Arturo Vallejo, el amigo de
nuestro padre? Antes he visto luces en el edificio de enfrente. ¿Sigue
viviendo allí?
—Sí. Se jubiló hace unos meses, creo. Su mujer murió hace cinco años
de un cáncer de pulmón y al hijo lo tiene trabajando en Torrelavega, en una
fábrica de plásticos. Aunque hace mucho que no hablo con él. A veces me
lo cruzo cuando va al bar, pero vamos, que no tenemos relación. Se volvió
un poco raro desde que pasó aquello…
A Daniel le llamó la atención que su hermano, que presumía de haber
superado todo lo relacionado con el asesinato de Lorenzo Orduña,
continuara refiriéndose al crimen sin nombrarlo expresamente.
—Ya. He pensado en ir a verlo.
—Bueno, seguro que eso lo anima. Está muy solo.
—También quiero visitar la tumba de mamá… Y ver a la abuela Amparo.
Los abuelos paternos habían fallecido tres años atrás y ya no hacía falta
especificar a cuál de las dos abuelas se estaba refiriendo, pero era una
costumbre que habían adquirido en la infancia y que no iban a perder.
—Me alegro de que vayas a verla —sonrió Ramón—, mucho. En la
residencia admiten visitas hasta las nueve y yo aún tengo para rato entre
cerrar la caja y demás. Si quieres, aprovecha y luego nos vemos en casa.
A Daniel le pareció una buena idea. Se despidieron con un prolongado
abrazo y, mientras su hermano bajaba la cabeza y comenzaba a contar
billetes, él se encaminó hacia la puerta. Cuando ya tenía la mano sobre el
pomo, se volvió y dijo:
—Oye, sobre esa comida, la de los Suárez y los Orduña…
—¿Qué pasa?
—¿Crees que estará David?
Ramón lo miró con lástima.
—Supongo que sí. Se casó hace tiempo y vive en Burgos, pero me
imagino que a eso no faltará. Es mejor que el domingo no pases por allí,
Dani. No te busques problemas, por favor.
Daniel compuso una mueca sarcástica.
—No te preocupes, no pensaba hacerlo. Esas celebraciones me traen
malos recuerdos.
16
El día de la fiesta

Mañana del domingo 31 de agosto de 1975


Treinta y nueve horas antes del crimen

Era el día de la fiesta y Daniel apenas lograba estarse quieto mientras su


madre lo ayudaba a vestirse. Podría haberlo hecho él solo, pero ella temía
que acudiera al evento con algo mal colocado y no le había dejado elección.
No se exigía ropa de gala, aunque se daba por descontado que los invitados
se presentarían arreglados y destilando elegancia.
Había sido a finales de junio cuando Lorenzo Orduña había anunciado a
bombo y platillo que Héctor Suárez había pedido la mano de Laura, su
primogénita, de dieciocho años recién cumplidos, y que ella había aceptado.
El empresario, eufórico, había organizado aquella comida en la casona
como acto oficial de compromiso, en honor a los novios, y allí se juntarían
ambas familias y algunos amigos. Los padres de Daniel, al igual que la
mayoría de los habitantes de Reinosa, no participarían en el festejo. Sin
embargo, él, como amigo íntimo de David, sí había sido incluido en la lista
de invitados y temblaba de la emoción. Corría el rumor de que incluso
habría una banda de música.
—El niño no debería ir —masculló su padre, que en ese momento entró
en la habitación como un vendaval y que, desde la tarde anterior, se
mostraba más hosco y belicoso que nunca, con constantes salidas de tono.
Llevaba el pelo muy corto y destacaba por su mandíbula cuadrada, su pecho
portentoso, su mirada verdosa y afilada y su voz profunda. Hacía un par de
meses que había cumplido los treinta y siete años.
Beatriz, que era cuatro años menor que su marido, estaba concentrada en
abrocharle los botones de la camisa a Daniel, e hizo caso omiso del
comentario.
—Aunque haga calor, no te la quites, ¿eh, Dani? —dijo—. Queda feo.
Guillermo se situó a unos centímetros de ella con aire autoritario y soltó
un bufido.
—¿Es que no me has oído? —le espetó—. ¡Siempre igual, joder! Parece
que estás sorda cuando te digo las cosas.
Beatriz suspiró y lo miró con expresión de hastío.
—Por favor, ya lo hemos hablado varias veces. No metas al niño en
temas de política. Es amigo de David, y punto. Lo han invitado y no puede
faltar.
—¡Me importa un bledo la puñetera invitación! —bramó él—. Nosotros
no tenemos nada que celebrar, y aún menos que ese imbécil de Lorenzo
Orduña vaya a casar a su hija con un gilipollas que busca convertirse en el
futuro jefe.
—¿Qué sabes tú si es un gilipollas o no? Si nunca has hablado con él.
Guillermo profirió una carcajada desdeñosa.
—Su padre es de León, como yo, y lo conozco desde hace muchos años.
Esa familia no es trigo limpio, no lo es —se reafirmó, y cruzó los brazos
con prepotencia—. Hasta ahora les ha ido bien en los negocios porque son
unos putos explotadores, unos manipuladores, gente sin escrúpulos. Lo
único que quieren los Suárez es pescar en río revuelto. Aprovecharse de que
la fábrica está mal y que los bancos les han cortado el grifo a los Orduña.
Ya verás, los Suárez se meterán en la empresa por la vía rápida, la
exprimirán para su negocio minero y luego, cuando la agoten, ¡hala, a tomar
por el culo! Y nosotros con ella. Esa celebración de hoy no es más que una
puta farsa. Te lo digo yo —exclamó al tiempo que se señalaba el pecho con
el pulgar.
—Haz el favor de no hablar así delante de Dani, ¿vale? Además, ¿qué
sabrás tú? Ni que fuera un matrimonio de conveniencia y hubiéramos
retrocedido tres siglos, ¡por Dios! Héctor y Laura llevan saliendo más de un
año, y pasaron juntos la Semana Santa, en León. No digo que los Suárez no
vayan a tener una mejor posición en la fábrica gracias a la boda, pero tus
amiguitos y tú estáis mezclando y confundiendo las cosas. Y mucho.
—Lo que tú quieras —replicó Guillermo desabrido—. Pero todos
sabemos que el padre de la chica movió los hilos con los Suárez para
cuando volviera de ese internado y, claro, qué iba a hacer ella, ¿eh? La
jugada le ha salido redonda a Lorenzo. Así se evita tener que pasar por el
aro de esa propuesta de los alemanes.
Beatriz frunció el ceño.
—¿Te refieres a venderles la fábrica?
—Evidentemente. Esos tipos de Stuttgart saben lo que hacen. Ernesto me
ha contado que, si consiguen comprar la empresa, la dedicarán a la
automoción. Son listos. Se han dado cuenta de que los pedidos están
cayendo en picado en el sector naval y que, como esto siga así, todo se irá
al traste. Los Orduña tienen la oferta encima de la mesa desde hace casi tres
meses, pero a Lorenzo le han puesto como condición que él no siga al
mando, y claro, eso no puede ser… —añadió mordaz—. Su hermano quiere
desprenderse de su parte, pero los alemanes han dicho que o compran todas
las acciones o ninguna, así que nada, no se puede hacer —bufó.
La madre de Daniel suspiró de nuevo.
—Bueno, pero a Dani todo eso le trae sin cuidado. Y, en el fondo, a
vosotros también debería daros lo mismo. Sois empleados, no propietarios.
Te lo he dicho mil veces.
Guillermo comprimió los labios.
—Somos empleados, sí, pero no imbéciles. Lorenzo y los Suárez se creen
que con hacer un par de inversiones, empeorar las condiciones de los
trabajadores y ganar un poco de tiempo bastará para salir adelante, y no es
así. No es así en absoluto, pero no lo quieren ver. Además, Jesús falleció
hace solo un mes —dijo en alusión al accidente que había sufrido el menor
de los hermanos Posadas—, y encima por culpa de Lorenzo, que ni siquiera
ha pedido disculpas. Y nuestro hijo allí, a reírles las gracias. ¿A ti te parece
normal?
Daniel los escuchaba con desasosiego, temiendo que su padre lograra
persuadir a su madre y él terminara perdiéndose un evento memorable, solo
al alcance de unos pocos. Trató de componer una expresión que inspirara
ternura.
—Entonces ¿puedo ir, mamá? Por favor, se lo dije a David… ¿Puedo ir?
Beatriz asintió con la cabeza y, al verla, a Guillermo se le dilataron las
aletas de la nariz.
—Ya veo que te da igual lo que yo opine.
—No me da igual, pero Dani lo pasará bien. Es solo un niño. Lo otro ni
le va ni le viene.
—Ah, y que Jesús haya muerto no te parece importante, ¿no? ¿No ves
que mis compañeros pensarán que estoy de acuerdo con esa comilona?
Además… —agregó, e hizo una pausa dramática—, la situación podría
descontrolarse. Que anuncien esa celebración ostentosa en un contexto
como este es una burla. Y hay que responder.
La mujer arrugó el rostro.
—¿Cómo que descontrolarse? ¿Es que habéis organizado algo?
Guillermo miró de soslayo a Daniel, que no perdía detalle de la
conversación. Su padre siempre procuraba evitar que Ramón y él se
enteraran de lo que se tramaba en el entorno obrero.
—Ya sabes que no debo hablar de estas cosas —musitó el hombre.
Daniel intuyó que estaba perdiendo la batalla y el labio inferior comenzó
a vibrarle. No podía quedarse en casa, no podía perderse algo así. David y
él habían hablado tanto de aquella fiesta…
—¿Qué vais a hacer? —insistió Beatriz.
El hombre demoró la respuesta unos segundos.
—Una concentración. Seguramente se haga una concentración.
Ella lo observó atónita.
—¿Allí? ¿Mientras comen?
—Sí, precisamente. A las puertas de la casona. Pero no podéis decir
nada. ¿Está claro?
—Y tú estás involucrado, por supuesto.
Guillermo guardó un elocuente silencio.
—Me da igual lo que digas —resolvió entonces Beatriz—. A nuestro hijo
le hace mucha ilusión, y estoy segura de que tus compañeros tendrán la
suficiente inteligencia para ponerse en tu lugar y no comportarse como unos
descerebrados. Dani irá a la fiesta.
Al escucharla hablar en esos términos, de un modo tan tajante, como si la
decisión fuera irrevocable, el muchacho prorrumpió en gritos de alborozo y
la abrazó con fuerza, aunque lo hizo sin dejar de observar a su padre, cuyas
mandíbulas se marcaban por la presión que ejercía. ¿Y si, aun así, él se
negaba a dejarlo ir?
—Prométeme que tendrás cuidado, hijo —le susurró su madre—. Y no
cuentes nada de lo que hemos dicho, por favor. Si no, tendremos problemas.
Ya lo sabes.
Él asintió con docilidad y, para su alivio, vio a su padre resoplar y dar
media vuelta de mala gana. Por una vez se había dado por vencido.
Justo cuando el hombre se dirigía hacia la puerta, Beatriz lo llamó:
—Oye, tú no sabrás nada de los anónimos, ¿no?
El padre de Daniel se detuvo en seco, giró sobre sus talones con lentitud
y la escrutó con un rictus de incomprensión.
—¿Anónimos?
Ella asintió.
—Esta mañana me he enterado de que Lorenzo está recibiendo cartas.
Con amenazas de muerte. Y sin firma.
Guillermo se encogió de hombros.
—No tenía ni idea.
17
El disparo

Tarde del viernes 23 de noviembre de 2007

Mientras Ramón se quedaba en la librería, Daniel se encaminó hacia la


residencia de mayores La Gloria, situada en el corazón de Reinosa, a unos
metros de la iglesia parroquial de San Sebastián. Andaba con rapidez, pero
sin perder la noción de cuanto lo rodeaba. Tras la conversación con su
hermano, la sensación de ansiedad que lo había dominado al llegar a
Reinosa ya no era tan intensa, aunque el temor a verse señalado, en una
reminiscencia de su niñez, lo seguía mortificando.
Cuando puso un pie en la rampa que daba acceso al edificio, dudó. ¿Y si
allí dentro se topaba con alguien como el antiguo compañero de clase al que
le partió la cara en el bautizo de Isabel, o con uno de los Orduña? Pensó en
Marta: «Dejar de correr; dejar de huir»… Aspiró una bocanada de aire y
empujó la puerta.
En el vestíbulo lo atendió una señora que, tras tomarle los datos, lo
condujo a una sala de amplios ventanales. Allí había unos veinte ancianos.
Algunos charlaban o jugaban a las cartas y otros dormitaban. Ninguna cara
le resultó familiar, y eso, en cierto modo, le ayudó a relajarse. La empleada
apuntó con el dedo índice hacia uno de los extremos, donde una mujer
sentada en una silla de ruedas, colocada de espaldas a ellos, parecía
descansar.
—Tenga cuidado al despertarla. Últimamente se pasa el día así, y se
asusta.
—Gracias.
Daniel se acercó despacio. En efecto, era su abuela. No dormía, puesto
que cuando él llegó a su altura, quizá alertada por el sonido de los pasos,
alzó los párpados. Por lo menos conservaba la audición, se consoló él. La
anciana tenía la piel flácida y cuarteada, y el pelo, de un blanco inmaculado,
le escaseaba por varias zonas. Estaba más delgada que nunca, con los
huesos de las muñecas muy marcados, y daba la impresión de que su
menudo cuerpo se había reducido, devorado por el paso del tiempo. Ella le
sonrió al verlo.
—¿Julián? —carraspeó.
A Daniel los ojos se le empañaron. Se acuclilló.
—Abuela, soy Daniel, tu nieto. Ya… ya estoy aquí.
Su abuela le dio la mano. La tenía muy fría, a pesar de que la calefacción
estaba a pleno rendimiento.
—¿La niña está bien, Julián? ¿Ya ha cenado?
Daniel no se atrevió a repetirle quién era. Tampoco a recordarle que el
abuelo Julián y «la niña», como ella llamaba a su propia hija, habían muerto
hacía muchísimo tiempo en un accidente de tráfico.
—Ay, tengo mucho sueño, cielo. Perdona… —murmuró la anciana
mientras echaba la cabeza hacia atrás.
Daniel se clavó los incisivos en el labio inferior para contener el impulso
de echarse a llorar. No esperaba verla así, tan deteriorada.
—La enfermedad avanza, hijo…
Daniel levantó la vista. Quien había pronunciado esas palabras era una
mujer muy delgada, de unos setenta y cinco años, que se aproximaba a él
apoyándose torpemente en un andador. Llevaba el pelo cortado a la altura
de las orejas y sobre su nariz ganchuda y arrugada descansaban unas gafas
ovaladas de montura gris tras las que se parapetaban unos ojos grandes y
saltones de color azul. A Daniel sus rasgos le resultaron vagamente
familiares y tardó varios segundos en ubicarla en los recovecos de su
memoria. Cuando lo logró, la observó con desconfianza. Era Mercedes
Alonso, la antigua cocinera de los Orduña. Coincidió con ella en la época
en que David y él habían sido inseparables. Sin embargo, desde la pelea con
el sobrino del empresario apenas la había vuelto a ver. No estaba seguro de
si, como María Güemes, ella también hizo todo lo posible por evitarlo o se
trataba simplemente de una casualidad.
—Siento mucho lo que le sucedió a tu familia, hijo —murmuró Mercedes
con voz cavernosa, como si hubiera adivinado lo que él estaba pensando—.
Sé lo que has sufrido y lo lamento.
Daniel se dijo que aquella mujer no tenía la menor idea de lo que había
sufrido; nadie la tenía. Pero no contestó.
—Cuando entró aquí, nos hicimos amigas, ¿sabes? —prosiguió,
señalando a Amparo—. Hasta hace poco estaba bien, pero ahora… Bueno,
ya la ves. Ha ido todo muy rápido. Te quiere mucho, hijo, aunque ya no sea
capaz de expresarlo.
Daniel contempló a su abuela, que ya se había quedado dormida y
respiraba de forma acompasada. Le acarició la mano con suavidad. Se
arrepentía de no haberla visitado mucho antes.
Suspiró y, con la cabeza gacha, fue a coger dos sillas que había en torno a
una mesa vacía. Colocó una al lado de su abuela y ayudó a Mercedes a que
se acomodara en ella. Luego tomó la otra y se sentó frente a las dos
mujeres. A su izquierda quedaba un gran ventanal a través del cual se
vislumbraba un patio arbolado alumbrado por varios farolillos.
—Entonces ¿ella le ha hablado de mí? —le preguntó Daniel.
Mercedes tosió un par de veces antes de responder.
—A todas horas, hijo, y no exagero. Me lo ha contado todo de ti. —Se
detuvo para ajustarse las gafas al puente de la nariz. Luego lo miró a los
ojos—. Ella siempre ha tenido la esperanza de volver a verte. Cuando aún
estaba en sus cabales, me dijo que algún día vendrías. Que asimilarías lo
ocurrido y lo dejarías estar. Que esta era tu casa.
Él se removió en el asiento y cruzó las manos sobre el regazo, irritado.
—Lo que ocurrió lo asimilé hace mucho tiempo. Otra cosa es vivir con
ello.
La mujer cabeceó.
—Sí, entiendo lo que quieres decir.
—¿Cómo fue? —inquirió de pronto Daniel, asaltado por una idea.
Ella enarcó las cejas.
—¿Cómo fue qué, hijo?
—Aquella noche, la del asesinato.
—Ay, muchacho, no creo que hablar de eso te haga ningún bien… —
respondió ella, abriendo los brazos.
—Sí, sí lo hace, créame. Decidí irme de Reinosa para dejar todo esto
atrás, y ya ve usted para lo que me ha servido. ¿No dice que mi abuela se lo
ha contado?
Ella echó un vistazo a Amparo, que seguía con los ojos cerrados.
—Me gustaría ayudarte, hijo, pero así… No sé.
—Así me ayuda. Mucho. Necesito comprender, ¿entiende?
—¿Comprender? No hay nada que comprender —masculló escamada—.
Fue un crimen.
Daniel le aclaró que no buscaba un pretexto con el que justificar los actos
de su padre; solo saber lo que había pasado, aproximarse a la verdad.
—Por favor.
La mujer pareció relajarse ante las explicaciones recibidas y alzó la vista
hacia el techo, como si buscara allí el rastro del pasado.
—Bueno, no sé. Hacía algo más de dos horas que nos habíamos acostado
—dijo con voz tenue—. Recuerdo que nos dieron las tantas limpiando y
fregando. Las doce o por ahí. Cuando nos fuimos a la cama, el único que
seguía en pie era don Lorenzo, que se había metido en su despacho. Eso me
imagino que ya lo habrás oído.
—No, no lo sabía.
—Pues sí, nos comentó que tenía trabajo pendiente. Pero, si te digo la
verdad, yo creo que más bien era que, desde el domingo, con lo de la
concentración y demás, estaba muy nervioso y no podía dormir. ¿Cómo iba
a tener cosas que hacer de madrugada? Además, en teoría esa semana
libraba. Los Suárez iban a estar unos días en la casona y quería atenderlos
lo mejor posible. De hecho, esa tarde la habían pasado de excursión. Habían
ido a visitar el nacimiento del Ebro, en Fontibre. Solo se había quedado en
casa doña Ángeles, que se sentía indispuesta.
—Cuando habla del despacho, se refiere al que estaba en la parte oeste,
¿verdad? —preguntó Daniel, que de niño llegó a conocer al dedillo los
recovecos de la casona—. El que era enorme.
—Sí. La última vez que lo vi, estaba allí, bajo la luz del flexo.
Daniel movió la cabeza. Se hacía una composición del momento.
—No sé si llegó a irse a la cama —continuó Mercedes—. Lo que sí
puedo decirte es que, a las dos y media o así, mi compañera María oyó un
ruido fuera, como de un estallido… En los jardines.
—¿Se refiere a María Güemes?
—Sí, la criada. La recordarás. Dormíamos en la misma habitación, en el
ala oeste de la planta baja, cerca de la cocina. Vicente tenía su cuarto
pegado al nuestro.
Daniel se acordaba de Vicente, un señor calvo, de gesto imperturbable y
pocas palabras, que lo mismo se ocupaba de los jardines que de hacer de
chófer, recibir huéspedes o mantener la casa en perfectas condiciones; lo
que se terciara. Según se decía, era el hombre de confianza de Lorenzo
Orduña.
—Yo dormía como un tronco —admitió la mujer—, pero María, según
me dijo, aún estaba despierta y por eso lo oyó.
—¿Seguía despierta a esas horas? —se extrañó Daniel.
—Eso parece, y empezó a darme sacudidas para que me levantara. Yo al
principio pensé que no había sido nada, no te voy a engañar. Desde última
hora de la tarde hacía un viento horrible, ya lo habían avisado en el parte, y
supuse que el ruido del que me hablaba habría sido eso. Últimamente María
estaba muy nerviosa, muy rara, y a saber. Pero al final me convenció. —El
rostro se le ensombreció—. Siempre me he preguntado qué habría ocurrido
si hubiésemos salido a los jardines antes, si habríamos podido salvarlo… —
Tragó saliva—. Es cierto que la Guardia Civil nos dijo que el señor Orduña
había muerto en el acto, pero…
—¿Y qué hicieron ustedes?
—Yo fui corriendo a avisar a Vicente, y mientras tanto María se acercó a
la ventana por si descubría algo.
—Pero esa habitación no daba a los jardines, ¿no? —apuntó Daniel,
haciendo memoria—. Desde la ventana no se vería nada.
—Bueno, se podía ver una pequeña zona, la del extremo. Pero la central
y el portón no, claro. De todos modos, salimos a los jardines enseguida, en
cuanto Vicente se puso algo encima. No nos atrevíamos a hacerlo solas, y
yo no quería alarmar a los señores por si solo habían sido imaginaciones de
María. Pero ella tenía razón… —musitó—. Había algo en el sendero, cerca
del portón. Nos acercamos agarradas a Vicente, y entonces… —se
estremeció— entonces vimos el cuerpo de don Lorenzo…
La mujer bajó la mirada a la falda de su vestido de flores y tironeó de la
tela con un ademán nervioso. Aunque había transcurrido mucho tiempo, se
notaba que aquel episodio aún la impresionaba.
—Fue horrible —añadió con un hilo de voz—. Nos agachamos para
intentar socorrerlo, pero ya estaba muerto. Tenía un disparo en el pecho…
Y de pronto, cuando no sabíamos qué hacer, oímos aquel grito…
—Mi padre.
—Sí… Lo vimos en la hierba retorciéndose de dolor. Junto al muro.
Parece que había intentado trepar por ahí para huir, pero resbaló.
Daniel suspiró y después se hizo un incómodo silencio.
—Vicente fue el único que tuvo agallas para acercarse a él —repuso
Mercedes—. Tu padre no paraba de gemir. Y se agarraba la pierna.
—Y tenía un revólver, ¿no?
Ella asintió al tiempo que se quitaba las gafas, sacaba una gamuza de un
bolsillo de su chaqueta de punto y comenzaba a limpiar los cristales.
—Sí. Se estiró para cogerlo del césped en cuanto Vicente fue hacia él.
Daniel entornó los ojos.
—O sea, que no lo llevaba encima en ese momento, ¿no?
Ella levantó la vista y lo escrutó.
—No, pero lo tenía justo al lado. Se le habría caído.
Él hizo un gesto de ambigüedad.
—Es una posibilidad, sí.
Mercedes se encogió de hombros y, tras recolocarse las gafas, retomó la
narración donde la había dejado.
—Cuando Vicente lo vio con el revólver se quedó de piedra, claro. Yo
estaba más alejada, pero aun así levanté las manos y le supliqué que no
disparara. Aunque, si he de serte sincera, hijo, te diré que jamás nos apuntó.
Fue un poco raro… —murmuró, e hizo una mueca de extrañeza para
reforzar sus palabras—. Se quedó mirando al infinito, hacia la casa, como si
estuviera ido o drogado… Entonces se me ocurrió que, si echaba a correr,
quizá podría llegar hasta el recibidor y dar la voz de alarma. Todavía no sé
ni cómo lo hice… En el fondo siempre he sido una cagueta, pero ya ves…
Por suerte, no pasó nada.
Daniel se interesó a continuación por la conducta de María.
—Ah, ella no me siguió —aclaró la mujer—. No sé si fue por miedo o
porque no se atrevía a dejar a Vicente solo con tu padre, pero María se
quedó allí, junto al cadáver de don Lorenzo.
—¿Y nadie más oyó el disparo?
Mercedes negó con la cabeza y le explicó que, además de la distancia que
había entre la casona y el punto de los jardines donde se había producido el
tiro, con las fuertes ráfagas de viento habría sido muy difícil que una
persona dormida advirtiese el ruido y fuese capaz de intuir su origen. Ella
misma no se enteró de nada. Según precisó, a lo sumo se habría podido oír
con más nitidez en el dormitorio de don Lorenzo y doña Ángeles por ser el
primero del ala este y el único que daba a la fachada principal. Desde los
otros, situados más atrás, resultaba complicado, aunque no imposible.
—Y Ángeles no se dio cuenta de nada, ¿no?
—No. También es cierto que había tomado somníferos antes de irse a la
cama. Yo misma se los preparé y se los subí a la habitación disueltos en
agua. Llevaba varios días muy alterada, supongo que por esos anónimos
que estaban llegando.
—¿Y Marcos, el hermano de Lorenzo? Su habitación era la primera del
ala oeste, creo recordar, y también daba a la fachada principal.
—Ah, sí, sí, es verdad —respondió ella, y se llevó el dedo índice a los
labios—. Como casi siempre dormía en su casa de Santander, me había
olvidado de su dormitorio, claro. No le gustaba pasar la noche en Reinosa,
¿sabes? Venía poco, solo cuando había celebraciones o le tocaba hacer
algún trabajo en la fábrica, y enseguida cogía la carretera. A él lo que le
atraía era visitar a clientes y proveedores e irse de comilonas. Tenía una
pequeña oficina de la empresa en el centro de Santander.
—¿Y no oyó nada? —insistió Daniel.
—No. Dijo que entre el sueño y el viento… Como todos.
—¿Y Laura? Su cuarto estaba junto al de sus padres.
—Nada.
—¿Quién más había en la casa, aparte de ellos?
La mujer se acarició el mentón meditabunda.
—Mmm… Pues estaba Lucía, la hermana pequeña de Laura, que en
aquella época tenía doce años; Héctor y sus padres, que se alojaban en las
habitaciones de invitados, en la parte trasera… Ah, y también durmieron en
la casona David y sus padres, al fondo. Ellos y los Suárez iban a quedarse
varios días. De hecho, al día siguiente todos los hombres tenían previsto
salir temprano para participar en una batida de caza. En la zona de Palencia,
me parece.
—Ya. ¿Y qué ocurrió después, cuando usted entró en la casona?
Tras recolocarse en la silla, Mercedes le contó que lo primero que hizo
fue llamar a la Guardia Civil. Acto seguido, subió al primer piso gritando
para despertarlos a todos. No tardaron en bajar las escaleras. En tromba, en
dirección a los jardines.
—Don Marcos hizo amago de saltar sobre Guillermo —le explicó la
antigua cocinera de los Orduña con tono lúgubre—, pero tu padre estaba
armado y con un gesto lo convenció de que no hiciera tonterías. Hubo
momentos muy tensos. Menos mal que los guardias aparecieron
enseguida… Cuando lo detuvieron, Guillermo se quedó callado y blanco
como un muerto. Más que el asesino, casi parecía la víctima. Era como si
no se creyera lo que estaba pasando. No sé si me entiendes.
Sí la entendía. Su narración coincidía más o menos con la versión que él
conocía.
Decidió dar un paso más y se llevó la mano al bolsillo. Cogió el billete de
tren y se lo mostró.
—¿Qué es eso, hijo? ¿Del ferrocarril? Parece muy antiguo.
—Lo es —dijo Daniel al tiempo que se lo tendía—. Del año setenta y
cinco, concretamente.
La mujer lo tomó con cuidado, como si se tratara de una reliquia, y se lo
aproximó al rostro. De pronto palideció.
—Pero si es…
—Para el día del asesinato, sí. —Después de sopesarlo durante unos
instantes, Daniel añadió—: Estaba entre las cosas de mi padre. Iba a viajar a
Santander, pero no sé para qué. Nunca iba allí. Compró dos unas horas
antes del crimen y…
—¿Dos? —exclamó la mujer abriendo los ojos desmesuradamente.
—Sí. ¿Ocurre algo?
Mercedes comenzó a mover el cuerpo hacia delante y hacia atrás.
—Ay, Dios mío. Uno tenía que ser para el otro hombre.
Daniel la contempló estupefacto.
—¿Qué otro hombre? ¿De qué está hablando?
Ella se tapó la cara con las manos y soltó un gemido.
—¡No me hicieron caso! ¡Yo se lo dije a los guardias! Esa gente…
—¿Gente? ¿Qué gente?
La mujer lo miró con incredulidad, como si la respuesta le pareciera
evidente.
18
El hombre tras el muro

—Habla de los de la concentración, ¿verdad? De los compañeros de mi


padre —preguntó Daniel, que acababa de intuir a qué se refería la antigua
cocinera de los Orduña.
Ella asintió con la cabeza de forma enérgica y le devolvió el billete de
tren.
—Esa noche vi algo, hijo, pero nadie me tomó en serio. Y esto —precisó
Mercedes apuntando con el dedo índice al pasaje que Daniel sostenía entre
los dedos—, esto lo confirma.
Él la miró fijamente y, con un ademán, la instó a proseguir.
—Fue solo un segundo, nada más. Se escondió al instante, pero yo lo vi,
hijo. Había alguien más fuera, al otro lado del portón, mirando. No lo soñé.
Y no estoy loca.
—Entonces, usted piensa…
—Que tu padre no actuó solo, sí. Siempre lo pensé —recalcó, y agitó la
mano en el aire—. Los trabajadores de la fábrica le tenían ganas a don
Lorenzo. No todos, claro, pero sí muchos. Sobre todo desde la muerte de
Jesús Posadas. Era algo que se sabía.
Daniel abandonó la silla y se colocó frente al ventanal, que le devolvió su
reflejo. Se acordó de la conversación que había tenido con Roberto
Gutiérrez, el empleado de la estación, esa misma tarde; de lo que les
escuchó decir a su padre y a Arturo varias horas antes del crimen. Se giró
hacia la mujer.
—¿Reconoció usted a esa persona? A la que vio, quiero decir.
—No, claro que no. De lo contrario, se lo habría contado a los guardias,
por supuesto. Fue todo muy rápido. Pero era un hombre. Grande.
Corpulento. De eso sí estoy segura.
—Y sus compañeros, María y Vicente, ¿no vieron nada?
—No. No se fijaron en el portón. Solo en el cadáver de don Lorenzo. Y
luego en tu padre. Eso fue lo que declararon. Creo que por eso la Guardia
Civil no me hizo mucho caso —murmuró con resignación, más sosegada.
—¿Y no lo investigaron?
Mercedes le explicó que, según supo después, interrogaron al hermano de
Jesús Posadas, Ernesto, y a algún otro empleado de Aceros Campoo, pero
no pudieron demostrar la presencia de ninguno de ellos en el lugar de los
hechos.
—Todos dijeron que estaban en su casa, durmiendo. Pudieron salir de la
cama a escondidas sin que se notara, pero claro, demuestra eso. Así que,
como tu padre había confesado y luego se suicidó, pues, en fin, caso
cerrado, como dicen en las películas, ¿no? Ni siquiera tenía la intención de
comentarte lo de ese hombre, pero como has sacado esto… —aclaró, y
lanzó una mirada al billete.
—No, no, usted no se guarde nada. Una cosa: supongo que, cuando los
agentes llegaron, ese hombre ya no estaba allí, ¿verdad?
—Obviamente. No se iba a quedar esperando a que lo pillaran. De todas
formas, lo que ocurrió aquella madrugada no fue algo que nos cogiera del
todo por sorpresa. Como te he dicho antes, don Lorenzo había recibido
algunas cartas las semanas anteriores, con amenazas y sin firma. Anónimos.
Ángeles y Laura estaban muy preocupadas.
Daniel asintió para sí. Recordaba que su madre le había preguntado a su
padre por la autoría de aquellos anónimos el día de la fiesta, cuando estaban
discutiendo, y que él aseguró no tener ni idea. Volvió a sentarse.
—¿Sabe cuándo empezaron a llegar? Las cartas.
Ella se pasó la lengua por los labios mientras cavilaba. Unos instantes
después, respondió que la primera fue a los pocos días del accidente de
Jesús Posadas, que había tenido lugar el 30 de julio de 1975.
—¿Y leyó usted alguna?
Mercedes contestó con un asentimiento. Según dijo, el último anónimo
llegó la tarde del 1 de septiembre, unas horas antes de que don Lorenzo
fuera asesinado. Las cartas siempre eran una cuartilla mecanografiada,
metida en un sobre sin remitente ni matasellos, que alguien dejaba
directamente en el buzón, y el mensaje tenía un contenido similar, con
pequeñas variaciones: «Recibirás tu merecido», «Pagarás por lo que has
hecho», «Justicia». La mujer añadió que la Guardia Civil había analizado
varias de ellas ante la insistencia de don Lorenzo, pero que no se encontró
ninguna huella dactilar.
—Entonces ¿usted cree que esos anónimos los escribieron algunos de los
que estuvieron en la concentración?
—¿Es que no te acuerdas de lo que ponía en esas pancartas que llevaban?
¡Si los mensajes eran casi idénticos!
Daniel inclinó la cabeza. No, no había olvidado aquellas pancartas. Por
más que lo intentara, jamás podría borrar de su mente lo que vivió aquel
día.
Examinó el billete de tren una vez más. ¿Para qué habría querido viajar
su padre a Santander? ¿Qué era lo que buscaba allí? ¿Y para quién era el
otro pasaje? ¿Podía dar credibilidad a lo que afirmaba Mercedes sobre ese
hombre detrás del muro? La mujer parecía en sus cabales, pero no era
descabellado suponer que aquella madrugada la vista, en mitad de la
oscuridad y con la tensión propia de la situación, le hubiera jugado una
mala pasada.
Como si le hubiera leído la mente, ella murmuró:
—Si compró dos, digo yo que alguien más estaría metido en el asunto,
¿no?
Daniel juntó las yemas de los dedos. ¿Y si aquella mujer estaba en lo
cierto? ¿Y si su padre no actuó solo? Pero, en tal caso, ¿por qué no
incriminó a sus compañeros? ¿Y por qué demonios se suicidó?
—Si los anónimos empezaron a llegar después de la muerte de Jesús, tal
vez podría hablar con Ernesto, su hermano… —comentó Daniel
meditabundo.
—Todavía vive en Reinosa, aunque si hay algo que le comprometa, se
callará, eso dalo por sentado. No tiene un pelo de tonto. Por poder, también
podrías hablar con mi antigua compañera, María, aunque, sinceramente, no
sé si conviene remover esas cosas, hijo. A veces es mejor olvidar. Tu abuela
también me lo decía.
Él no respondió y, tras unos segundos de silencio, Mercedes suspiró y lo
miró a los ojos.
—Mira, te lo voy a decir todo. Igual no fue más que una sensación mía,
pero las semanas anteriores a la muerte de don Lorenzo me pareció que
María estuvo rarísima. De hecho, la descubrí varias veces llorando como
una magdalena a escondidas, y se le caían las cosas cada dos por tres. No
digo que una no pueda tener sus momentos malos, pero no sé, me llamó la
atención. A ver, entiéndeme, no es que quiera malmeter, ¿eh? Pero es que
estuvo extrañísima, y después del crimen, también. Lo digo por si al final
vas a verla… A mí nunca me quiso contar nada.
En ese momento, una empleada de la residencia se aproximó a ellos
dando golpecitos con el dedo índice a la esfera de su reloj de pulsera.
—Señor, se le ha pasado la hora. Tiene que marcharse, lo siento. A las
señoras les toca cenar y acostarse, ¿verdad que sí? —dijo, y miró
cariñosamente a Mercedes.
Daniel se guardó el billete, besó con suavidad a su abuela, que seguía
mecida en una dulce duermevela, y a continuación le agradeció a Mercedes
su ayuda.
—Que descanse. Pronto vendré a verlas.
—Aquí estaremos, hijo —contestó ella con una sonrisa tensa, quizá
arrepentida por haber hablado de más.
Daniel enfiló hacia la salida de la residencia y descendió los peldaños
con el ceño fruncido. Pensaba en los anónimos y en la concentración de
hacía treinta y dos años. ¿Acaso pudo ser aquello el origen de todo lo que
vino después?
19
La fiesta

Mediodía del domingo 31 de agosto de 1975


Treinta y ocho horas antes del crimen

Aunque la fiesta no comenzaba hasta las dos de la tarde, Daniel llegó a la


casona con casi dos horas de antelación para jugar con su amigo David
antes de que se presentaran los invitados.
Quien solía acompañarlo hasta el portón era su padre, siempre que no se
encontrara en el trabajo u ocupado en algún otro menester. Era algo que
empezó haciendo a regañadientes, visiblemente contrariado por aquella
amistad que su hijo había forjado con el sobrino de Lorenzo Orduña, pero
que, con el tiempo, a medida que avanzaba el verano, parecía haber
asumido y normalizado. Desde hacía ya varias semanas, Daniel había
observado que lo llevaba sin protestar, de buena gana, e incluso
intercambiaba bromas y reía a carcajadas con Laura, que a finales de junio
había regresado del famoso internado de Madrid en el que estudiaba y a
veces salía a recibirlos con una sonrisa radiante junto a un entusiasmado
David. Daniel apreciaba a la muchacha y se alegraba cada vez que la
divisaba atravesando la explanada con su amigo. Menos entusiasmo le
despertaban Ángeles, la madre de Laura, que le resultaba más seria y
formal, aunque también fuera agradable y lo recibiera siempre con los
brazos abiertos, y Vicente, que siempre tenía el mismo gesto adusto y
apenas daba pie a conversación alguna. Con ellos todo era menos divertido.
Esa mañana, aunque su padre habría podido llevarlo sin ningún
problema, su madre se empeñó en hacerlo ella, y durante el trayecto a
Daniel le pareció que caminaba preocupada. Supuso que sería por aquella
concentración que había mencionado su padre, pero no dijo nada.
Quien acudió a abrirles la puerta, para desilusión del niño, fue Vicente,
que se encontraba en los jardines podando unas flores. Su calva refulgió
bajo el sol cuando introdujo la llave y lo invitó a pasar con un ademán
rápido.
—Pórtate bien, Dani —le dijo Beatriz mientras le daba un beso de
despedida—. Y disfruta.
Él sonrió y siguió al hombre por el sendero mientras contemplaba con
fascinación, una vez más, aquella casa en la que había tenido el privilegio
de pasar buena parte del verano.
Al subir las escaleras que conducían a la primera planta, se cruzó con
María, que lo informó de que David estaba en la ducha. Daniel asintió, se
metió en la habitación de su amigo y se puso a jugar a las canicas sobre la
alfombra mientras lo esperaba.
No había pasado ni un minuto cuando oyó a alguien hablar al otro lado
del pasillo. Le dio la impresión de que se trataba de Laura y, animado,
decidió ir a saludarla. Sin embargo, cuando salió al pasillo percibió varias
voces exaltadas que procedían de un pequeño despacho pegado al cuarto de
David, y se detuvo.
—No puedo seguir, papá —escuchó gemir a la joven—. Esta fiesta, este
compromiso… —Su voz tembló y, por un momento, a Daniel le pareció
que iba a echarse a llorar—. Todo… todo ha sido demasiado precipitado.
No puedo…
La puerta estaba entornada, y Daniel, movido por la curiosidad, decidió
asomarse con cautela. Vio a Laura de perfil. Menuda y desgarbada, de tez
clara y con el cabello cortado a la altura de las mandíbulas y flequillo recto,
parecía excitada, y el pecho le subía y le bajaba sin parar. A su lado se
encontraba Ángeles, que secundó al instante a su hija:
—Tendrías que haberlo cancelado ayer, Lorenzo, cuando la niña te lo
pidió. Ya te lo expliqué. Tiene demasiadas dudas. No pasaba nada por
posponer el acto.
Lorenzo Orduña estaba a un par de metros de las dos mujeres, pegado a
la ventana, e hizo un aspaviento. Era un hombre de cuarenta y cuatro años
que llamaba la atención por su altura y su corpulencia. Tenía el rostro
rubicundo, los ojos claros y la nariz afilada, y lucía un bigote que parecía
cortado al milímetro. El pelo, engominado y peinado con una raya
impecable, brillaba con la luz que entraba a raudales del exterior.
—¡Pero si en junio me dijiste que querías casarte con él! ¡Que te parecía
bien celebrar una fiesta de compromiso! —le espetó a su hija—. ¿Así tomas
tú las decisiones? ¿Eso es lo que te hemos enseñado?
Laura se retorció las manos.
—Ya te lo dije ayer —insistió su padre—: es normal que estés nerviosa.
Es el momento. ¿Verdad que es normal, Ángeles?
La mujer meneó la cabeza.
—La niña tiene razón, Lorenzo. Quizá todo haya ido demasiado rápido.
—¿Y qué quieres que yo le haga si Héctor decidió pedirle matrimonio?
Es un buen chico.
—Sí, pero bien que te están apretando con todo el tema económico y de
la empresa —reconvino Ángeles—. ¿Cómo puedes dejar que Héctor vaya a
tener un puesto tan importante en la fábrica? ¿Y tu hermano? ¿Cómo queda
él?
El hombre dio un respingo.
—¿Qué tendrá eso que ver? La fiesta es dentro de una hora y pico y no la
vamos a cancelar. No pienso hacer el ridículo delante de todos. Tú aceptaste
casarte con Héctor, hija, nadie te obligó. Aun así, si en unos días no lo
tienes claro, me lo dices y vemos si es posible echarse atrás. Pero ahora no,
ahora no —recalcó—. De todos modos mañana habrás cambiado de
opinión, estoy convencido. Son los nervios. Tú disfruta de la fiesta, hazme
caso. Y en cuanto a las exigencias de los Suárez —añadió, y posó los ojos
en su esposa—, rectificarán. Es el típico pulso en una negociación. Lo que
sucede es que vosotras jamás habéis estado en una, y claro… A ellos no les
interesa que todo se vaya al garete. Conseguirán sinergias con su empresa
minera, y Héctor está loco por ti, hija. Todo se solucionará.
Ángeles chasqueó la lengua.
—No sé, Lorenzo, encima con lo de ese hombre… Podríamos haberlo
dejado para más tarde.
El empresario tensó aún más el gesto.
—Estás hablando de lo de Jesús Posadas, ¿no? ¿Qué pasa con él?
—Pues qué va a pasar… Que la plantilla está furiosa y ya hay quien ha
pedido tu cabeza. Como si no lo supieras. Mira esos anónimos. ¿Has
pensado que igual no se toman bien que estemos aquí de celebración
mientras ellos casi acaban de enterrarlo?
—Ese accidente no ha sido culpa mía, por mucho que sus compañeros
intenten echármela. Ha sido mala suerte, y también una temeridad por parte
del trabajador. Estaban avisados de que no debían apoyarse en la barandilla
hasta que se sustituyera. ¿Qué querías que hiciera? ¿Que cerrara esa parte
hasta que llegara la nueva? Pues no, no era posible. No, si encima querrán
meterme en la cárcel, ya verás.
Daniel no pudo escuchar más. En ese momento, David dobló la esquina
del pasillo, ya vestido y con el pelo mojado, y al verlo junto al despacho lo
saludó a voces. La discusión que se había desatado en el interior de la
estancia cesó de golpe y Daniel tuvo que disimular. Exclamó que acababa
de llegar y que lo estaba buscando, y corrió hacia él para chocarle la mano y
animarle a jugar con las canicas.
—Hoy me apetece un puzle —dijo David al tiempo que ponían rumbo
hacia su habitación.
—Pues un puzle entonces.
Las protestas de Laura no llegaron a buen puerto, puesto que, a la hora
prevista, la fiesta comenzó en los jardines con total normalidad. Lorenzo
inauguró el convite con solemnidad y ordenó a los camareros contratados
para la ocasión que sirvieran el primer plato a los Suárez. Justo entonces el
grupo de música jazz se arrancó a tocar. Por lo que David le había contado a
Daniel, la pedida de mano tendría lugar después de los postres.
Se fijó en los comensales. Había veinticuatro personas dispuestas a lo
largo de una mesa en forma de U. Héctor Suárez estaba sentado a la
izquierda de Laura, exultante y triunfal. Los ojos, de color azul cielo, le
brillaban intensamente, y los cabellos negros y rizados le caían por la
frente. A su lado, Laura esbozaba sonrisas forzadas y apenas conseguía
disimular la turbación de la que Daniel había sido testigo. A la derecha de
ella se encontraban sus padres, la pequeña Lucía, a la que le habían
colocado una bonita diadema, y la mejor amiga de Laura, Patricia
Cartagena, hija de los propietarios de la cafetería Casa Vejo. Junto a Héctor
estaban su padre, de nombre Joaquín, y a continuación su madre, Julia,
ambos sentados con la espalda muy recta, derrochando elegancia y
amabilidad.
Lorenzo parecía disfrutar del momento y, si las exigencias de los Suárez
que había mencionado Ángeles lo inquietaban, no lo demostraba en
absoluto. Ella tenía la mirada perdida, como si su mente se hallara en otro
lugar. A quien no le importaba revelar su malestar era a Marcos Orduña,
que apenas había saludado a Héctor y evitaba prodigarse en palabras. Había
cumplido hacía poco treinta y ocho años y, a diferencia de su hermano, era
muy delgado y llevaba el rostro rasurado, sin bigote. Por su parte, Daniel se
había sentado en uno de los extremos de la mesa con David y los padres de
este, Susana y Enrique, que ya lo consideraban uno más de la familia.
El sonido de los cubiertos se unía al tañido de los instrumentos, y las
carcajadas flotaban en el aire. Todo parecía marchar según lo esperado,
hasta que sucedió: de pronto, cuando iban a dar las tres de la tarde, más de
un centenar de personas aparecieron como una exhalación al otro lado del
portón y comenzaron a sacudir los barrotes con violencia.
—¡Justiciaaa! ¡Justiciaaa! —gritaron varios hombres al tiempo que
desplegaban pancartas con las caras de Jesús Posadas y Lorenzo Orduña y
mensajes en contra de este—. ¡Fueraaa! ¡Fuera criminales!
Los invitados saltaron de sus asientos y dirigieron a su anfitrión miradas
de desasosiego. Lorenzo, confuso, se esforzó por tranquilizarlos a todos y
fingir que la protesta carecía de importancia, pero le fue imposible; las
proclamas iban en aumento y se hizo evidente que, en esas circunstancias,
no podrían continuar con la comida. De repente, el hombre dio un fuerte
puñetazo en la mesa que hizo temblar los cubiertos y se lanzó hacia el
portón con paso furibundo, lo que provocó que la multitud incrementara el
volumen de sus rugidos como respuesta, retándolo. No pudo acercarse
demasiado, pues enseguida empezaron a lloverle todo tipo de objetos y
numerosos escupitajos. Él hizo aspavientos, fuera de control, y Daniel, que
solo podía verlo de espaldas, se imaginó que estaría insultando a la gente
con mirada desafiante. El ruido era ensordecedor y la música hacía tiempo
que había dejado de sonar.
Ángeles, que hasta entonces había permanecido junto a la mesa con gesto
de estupefacción, echó a correr hacia su marido y, cuando llegó a su altura,
le tiró del brazo para intentar llevárselo de allí. Sin embargo, Lorenzo no
parecía dispuesto a esconderse en su propia casa. Se soltó con agresividad y
se mantuvo firme ante los manifestantes. Ella, que debía saber cómo se las
gastaba su esposo, no insistió y dio media vuelta, aunque no volvió a la
mesa, sino que fue a la entrada principal de la casona. Daniel supuso que se
disponía a llamar a la Guardia Civil.
En todo ese rato, Daniel había evitado fijarse en los que estaban fuera por
miedo a descubrir entre ellos a su padre. Tuvo la certeza de que se
encontraba allí cuando, de pronto, David extendió la mano y dijo:
—Pero si es…
A quien Daniel divisó en primer lugar fue al hermano del fallecido Jesús,
Ernesto Posadas, un hombre alto, de pelo encrespado, barba negra y nariz
ganchuda. Según había oído alguna vez en casa, era el auténtico líder de los
trabajadores. En aquel momento tenía el rostro inflamado por la cólera y
alzaba el puño con fiereza.
Lo flanqueaba Federico Setién, un abogado laboralista que también era
amigo del padre de Daniel. Era espigado y bien parecido, con las facciones
angulosas y el pelo corto, muy liso y de color castaño. Aunque era de
Reinosa y pasaba allí todo el tiempo que podía, vivía en Santander, donde
tenía su despacho. En ese momento el letrado agitaba una pancarta que
rezaba: «Justicia para los muertos».
Varias filas más atrás, Daniel vislumbró a su padre, en actitud discreta,
sin moverse ni gritar, situado junto a Arturo, que también se mantenía en
segundo plano, como si los dos quisieran pasar desapercibidos. Pero daba
igual: allí estaba, a la vista de todos.
La tensión a su alrededor seguía creciendo, y Héctor y el padre de este se
atrevieron a aproximarse al punto donde se encontraba Lorenzo. Como
respuesta recibieron la correspondiente lluvia de objetos, escupitajos e
improperios.
Daniel tragó saliva, asustado, y miró al otro lado de la mesa. Le
sorprendió descubrir que Marcos, aunque se había levantado de su asiento,
observaba lo que sucedía en el portón con desapasionamiento, casi se diría
que aburrido, como si aquello no le importara en absoluto o lo considerara
natural, inexorable. No pudo detenerse a estudiar la reacción del hermano
de Lorenzo mucho más, puesto que en ese instante David, que estaba tan
espantado como él, lo cogió del brazo y lo condujo hacia la casona. Daniel
se dejó arrastrar, y cuando llegaron a la habitación de David, imitó a su
amigo y se agachó para retomar el puzle que habían dejado a medias ese
mediodía. David se entregó a la tarea taciturno y en silencio, lo que
permitió a Daniel sumirse en sus pensamientos. Pese a que desde el
dormitorio no se oían los gritos de la gente, estaba convencido de que la
concentración proseguía y tenía miedo de lo que le pudiera suceder a su
padre cuando llegara la Guardia Civil.
Al cabo de tres minutos, no pudo soportar más la incertidumbre y salió
corriendo.
—Pero ¿qué haces? —exclamó David.
Daniel no respondió y fue directo a la biblioteca, que disponía de una
buena panorámica de los jardines. Con un nudo en la garganta, atravesó la
estancia y pegó el rostro a la ventana justo a tiempo de presenciar cómo
decenas de personas rompían filas y se desperdigaban por las calles
aledañas a toda velocidad, perseguidas por varios miembros de la
Benemérita que blandían sus porras con aire amenazante.
Un rato después, todo quedó en calma. No había rastro de los
manifestantes, que habían conseguido huir, y los agentes se retiraron. Desde
el ventanal, Daniel vio que Lorenzo, rojo de cólera, se reunía de nuevo con
sus invitados. Sin embargo, nadie tenía ánimos para retomar el banquete y
poco a poco casi todos se fueron marchando. Ya no habría fiesta, concluyó.
Alicaído, giró sobre sus talones y regresó a la habitación de David, que
continuaba arrodillado delante del puzle. No había colocado ni una sola
pieza más. Se miraron, pero ninguno de los dos habló, y las pocas veces que
lo hicieron en adelante fue con monosílabos y en relación con el juego.
Algo se había roto entre ellos.
Una hora más tarde, Ángeles se asomó y dijo con tono seco:
—Daniel, han venido a recogerte.
Él asintió con cierta desazón y se dispuso a despedirse de su amigo con
un apretón de manos, como los mayores, a quienes les divertía imitar. Se le
cayó el alma a los pies cuando advirtió que David se limitaba a alzar el
mentón y desviaba la vista. De pronto, una idea terrible se abrió paso en su
mente: ¿y si ya no quería volver a verle por culpa de su padre? Parpadeó
todo lo rápido que pudo para retener las lágrimas. Intentó decir adiós, pero
no fue capaz, y al final salió al pasillo de forma atropellada.
Al otro lado del portón, los esperaba Guillermo. Andaba en círculos, con
las manos entrelazadas y ancladas a la espalda.
En cuanto se acercaron, el padre de Daniel se aferró a los barrotes.
—Apártate —le espetó Ángeles mientras hacía girar la llave con
brusquedad.
Guillermo bajó los brazos y dio un paso atrás. Parecía dolido. No había
rastro de la bravura que había exhibido esa mañana en casa.
—Ángeles, yo…
—No vuelvas jamás, ¿me has entendido? ¡Jamás!
Aquellas palabras terminantes se clavaron como alfileres en el corazón
del niño; aunque estuviera dirigida a su padre, tuvo la terrible impresión de
que la frase también lo incluía a él. Guillermo fue a decir algo, pero al final
se mordió el labio y no llegó a replicar.
La mujer abrió el portón en silencio y, a continuación, instó a Daniel a
cruzar al otro lado.
—Mañana no vengas. Ya irá David a verte. Si quiere.
20
Humo

Noche del viernes 23 de noviembre de 2007

La cena transcurrió envuelta en una agradable sensación de reencuentro y


placidez. Isabel no dejaba de parlotear y todos la escuchaban embelesados.
Al subir las escaleras del edificio, Daniel se había hecho el firme propósito
de alejar de su mente los acontecimientos más recientes y no comentar nada
de lo que había averiguado esa tarde. Estaba decidido a seguir investigando,
pero solo les hablaría de sus hallazgos cuando alcanzara una conclusión, si
es que lo conseguía. Carecía de sentido arriesgarse a provocar un conflicto
por meras sospechas y conjeturas.
Durante la velada ninguno se refirió a Guillermo, y el bienestar que se
respiraba solo se vio brevemente empañado cuando Isabel preguntó por la
tía Marta. Daniel sintió una punzada en la boca del estómago que trató de
disimular. Supuso que Silvia y Ramón se habrían inventado alguna excusa
para explicar su ausencia y, por miedo a contradecir su versión, no
profundizó demasiado en el asunto, aunque le garantizó a la niña que su tía
se encontraba bien y que la próxima vez lo acompañaría. Para sus adentros,
se dijo que ojalá fuera así, que ojalá lograra recuperarla, aunque lo cierto
era que había perdido toda esperanza. Se acordó de la última discusión que
tuvieron, del modo en que ella cerró la puerta a todo atisbo de
reconciliación. Era altamente improbable que Isabel volviera a verla, pero
¿cómo iba a decirle la verdad? Ella la adoraba. Se tragó un suspiro y se
obligó a sonreír a su sobrina con convicción. Esta asintió, aparentemente
satisfecha con la respuesta, y luego se limitó a apuntar con cierto desánimo
que hacía mucho que no hablaban; la última vez fue por teléfono, cuando la
tía Marta la llamó para felicitarle el cumpleaños, dijo.
Tras recoger la mesa, Isabel y sus padres se acostaron. Daniel permaneció
en la cocina durante un rato, cavilando, y después se dirigió a su habitación.
Se sentó al borde de la cama, inquieto, asediado por el recuerdo de Marta.
Le habría gustado que estuviera allí en ese momento, siendo testigo de su
retorno. Sin embargo, era plenamente consciente de que, si Marta no
hubiera roto la relación, él jamás habría emprendido el camino a Reinosa.
Dejar de huir, desasirse de las bridas del pasado… Pero ¿cuál era realmente
ese pasado? ¿Qué fue lo que ocurrió en 1975? Cada vez estaba menos
seguro.
Las palabras de Mercedes en la residencia penetraron en su mente, y
Daniel tuvo la sensación de que el billete de tren le quemaba en el bolsillo.
Lo sacó y lo sostuvo en el aire. Acarició su tacto rugoso. Más allá, a un par
de metros, iluminados por la luz del cuarto, vio centellear los carriles
metálicos del armario empotrado en el cual descansaban las cajas con las
cosas de su padre. Tanto el ferroviario, Roberto Gutiérrez, como Mercedes
y la propia Silvia le habían insistido en que se olvidara de los tiempos
pretéritos, que dejara de hurgar, pero le resultaba imposible. Necesitaba
saber.
Con cuidado de no hacer ruido, empujó la puerta corredera hacia un lado,
se agachó y sacó una a una las cajas con el nombre de su padre. Volcó su
contenido sobre el edredón. Tenía que existir una explicación para todo lo
que había descubierto en las últimas horas. Tal vez estuviera entre esos
objetos personales, delante de sus narices.
Una fotografía que quedó boca arriba captó su atención. La imagen, en
blanco y negro, había sido tomada en la plaza de España de Reinosa, y en
ella aparecían sus padres, su hermano y él, todavía muy niño. Todos estaban
sonrientes y agarrados entre sí, y saludaban a la cámara con la mano que les
quedaba libre. Era la perfecta estampa familiar. Conmovido, Daniel le dio la
vuelta y leyó: «Reinosa, marzo de 1973». Por aquel entonces las
discusiones todavía no habían comenzado. No fue hasta 1975 cuando todo
se quebró.
Intentó no pensar en ello y siguió analizando las pertenencias de su padre
con ahínco. Entre ellas, se fijó en una carpeta azul de tapas desgastadas. La
abrió. Casi todo lo que había eran recortes de prensa que, por algún motivo,
debieron de tener importancia para él y quiso conservar. Su carácter político
saltaba a la vista: publicaciones sobre la Segunda República española y la
Guerra Civil; artículos sobre el fortalecimiento del entorno de la lucha
obrera y el mundo sindical clandestino, que cada vez protagonizaba más
protestas y huelgas; una columna sobre el descrédito en que iba cayendo el
Régimen franquista en el marco europeo; una noticia sobre una ley de mayo
de 1975 que confería más libertades y derechos a las mujeres casadas, que
ya podrían abrir cuentas bancarias y firmar documentos en notarías, entre
otras cosas; un reportaje del 19 de agosto de 1975 sobre la imparable
evolución legislativa en países vecinos como Francia, que acababa de
aprobar la despenalización de delitos añejos como el adulterio, el cual, en
España, pese a lo que demostraba la realidad social, aún estaba castigado, al
igual que el denominado «amancebamiento»… Era evidente que su padre
no había simpatizado en absoluto con la dictadura, tal y como dejó caer el
cabo Losada durante el interrogatorio a su madre tras el asesinato de
Lorenzo Orduña.
Daniel continuó rebuscando, pero, para su decepción, pronto concluyó
que nada le servía para avanzar en esa especie de investigación que había
emprendido. Comenzó a recogerlo todo y, mientras lo hacía, se preguntó si
en aquellos días, que ahora recordaba cubiertos por una pátina de oscuridad,
él podría haber intervenido de algún modo para evitar lo que terminó
sucediendo, si estuvo en su mano detener la caída de toda su familia en el
abismo. Una voz insidiosa le respondió que tal vez sí; que, en el fondo, si
no se hubiera hecho tan amigo de David y no hubiera estrechado lazos con
los Orduña, quizá Lorenzo no se habría tomado tan mal la participación de
su padre en aquella concentración y no lo habría echado al día siguiente. O,
aunque lo hubiera hecho, probablemente su padre no se habría sentido tan
humillado y habría logrado refrenar la cólera que, según su confesión, lo
invadió la madrugada del 2 de septiembre de 1975 y, en plena discusión, lo
llevó a descerrajarle un tiro al empresario.
Porque, a fin de cuentas, ese fue el móvil oficial del homicidio.
Nadie consiguió hilvanar una teoría alternativa ni tampoco aducir un
motivo que justificara que el asesino confeso hubiera mentido en un asunto
como aquel, de la máxima importancia. Sin embargo, aquella tesis resultaba
incompatible con la existencia de un cómplice o un colaborador, y
Mercedes había sido tajante a la hora de afirmar que aquella madrugada vio
a un hombre tras el portón. En realidad, las palabras de la mujer daban pie a
una posibilidad remota y quizá ingenua, pero factible: ¿y si todo ocurrió a la
inversa? ¿Y si su padre jugó el papel de cooperador, no el de ejecutor? ¿Y si
quien apretó el gatillo fue otra persona que después saltó la tapia y esperó a
que él lo siguiera?
Por unos instantes, Daniel se dejó seducir por esa hipótesis que lo
liberaba del odioso peso de ser hijo de un asesino, aunque el espejismo fue
efímero: enseguida se dio cuenta de que entonces quedaría sin explicación
qué hacía su padre con el revólver a unos centímetros de su posición, en la
hierba, cuando lo descubrieron. Se dijo que tal vez se le hubiera caído a
aquel tipo al trepar. Pero, en ese caso, ¿por qué su padre asumió en
exclusiva la responsabilidad de la muerte? ¿Por qué cargó él solo con toda
la culpa?
Daniel depositó la última caja en el armario y volvió la vista a la cama.
Comprendió que en ese estado de agitación no iba a pegar ojo, así que
decidió ponerse la cazadora y salir a dar un paseo al abrigo de la luna.
En la calle no llovía, pero el frío arreciaba y arremetía a dentelladas
contra los transeúntes. Daniel sintió que la mano derecha se le congelaba
cuando sacó el teléfono del bolsillo. Tenía una llamada perdida. Durante
una fracción de segundo se dejó envolver por la ilusión de que se tratara de
Marta. Sin embargo, aquella ensoñación se desvaneció en cuanto vio que
había sido Álex, su compañero del despacho.
Daniel apretó el botón verde y aguardó.
Su amigo contestó enseguida.
—Dani, ¿cómo estás? No quería llamarte para no molestarte, pero estaba
preocupado.
Daniel le pidió disculpas por no haberle mantenido informado y, a
continuación, le contó que al final había decidido regresar a Reinosa, tras
tanto tiempo evitándolo.
—No sabes cuánto me alegra oírlo, tío. De verdad.
—Lo sé, Álex, lo sé…
—¿Y cómo ha sido?
Tras respirar hondo, Daniel le resumió el reencuentro con su familia. Le
habló de lo feliz que se había sentido con ellos, de la amabilidad y el apoyo
que le habían transmitido, de lo cómodo que estaba con los suyos, pese a
esos fantasmas que seguían revoloteando en su mente en forma de
recuerdos.
—Olvídate de los Orduña, de lo que pasó en la iglesia y de toda esa
mierda, Dani. Necesitas olvidar.
Por un momento, Daniel sopesó si debía serle completamente franco y
referirse a las pesquisas que había estado realizando sobre el caso Orduña y
el extraño billete de tren aparecido en la caja con las cosas de su padre. Tras
una vacilación inicial, optó por la prudencia; no deseaba que Álex tuviera la
impresión de que había ido hasta allí con el objetivo de negar o cuestionar
el pasado, en lugar de dejarlo a un lado.
—Lo haré —prometió, y después, con voz tenue, añadió—: Aldaya…
¿Aldaya te ha dicho algo?
—Sí… Hemos hablado antes. No sé qué decirte, Dani. Está muy
decepcionado. Quiero pensar que podrás darle la vuelta a esto, pero…
Bueno, no me atrevo a asegurártelo…
Daniel se pasó la mano por el pelo. Era lo que se imaginaba, pero, por un
instante, se había ilusionado con recibir una respuesta diferente.
—Lo entiendo… —acertó a decir—. Y tú… ¿tú cómo vas?
—Hago lo que puedo. De momento, los dueños de la tecnológica no han
movido ficha. Aún no sabemos si se irán a otro despacho, sinceramente —
admitió con desánimo.
—Ya… Lo siento mucho, Álex.
—Bueno, tú cuídate y estate con tu familia. Ya me las arreglaré.
—Gracias. De todos modos, si necesitas cualquier cosa, aunque esté
suspendido…
—Ni hablar. Nada de trabajo. Adiós, Dani. Y ya sabes que estoy para lo
que quieras.
Daniel se despidió de él y se guardó el teléfono en el bolsillo trasero del
pantalón. Luego miró a su alrededor con abatimiento. A pesar de ser
viernes, a esas horas y en pleno noviembre apenas había gente en la calle.
Se figuró que los pocos que se hubieran aventurado a tomar algo estarían
resguardados en los bares del centro. Por eso decidió evitar la zona y se
desvió para tomar el camino que llevaba al puente que atravesaba el río
Híjar y que luego discurría en paralelo al polígono industrial.
Sin saber muy bien qué pretendía, se descubrió en las inmediaciones de
La Naval y de Aceros Campoo. Ambas se hallaban muy próximas,
separadas tan solo por unos cientos de metros. El edificio que albergaba la
factoría de los Orduña era una mole, alargado y de color grisáceo. En su
techumbre destacaban cuatro grandes chimeneas que se elevaban hacia el
cielo. La entrada había cambiado a lo largo de los años, y ahora disponía de
una barrera que impedía el acceso rodado. Detrás se apreciaba un amplio
aparcamiento, una cuidada zona ajardinada y una enorme puerta metálica.
Había luces encendidas y el humo de los hornos se fundía con la oscuridad.
Supuso que los días laborables aún se mantenía el turno de noche, a pesar
de la escasez de trabajo que había motivado la venta a ese grupo de
empresarios brasileños, el mismo que se había hecho con La Naval en 2005.
En realidad, él no había estado más que una vez en el interior de Aceros
Campoo. Lo recordaba bien: fue un domingo de mayo de 1975. David
estaba pasando el fin de semana en la casona, y los dos se encontraban
jugando al fútbol cerca del portón cuando vieron que Lorenzo Orduña
regresaba de la oficina. Ambos le preguntaron por qué había ido a trabajar
un día festivo si era el dueño, y él les sonrió con condescendencia. Les
habló del amor a la empresa que había creado su padre, de lo feliz que era
en aquel lugar y del esfuerzo que había que realizar cada día para que el
negocio funcionara. No todo era tan sencillo, ni las cosas se hacían solas,
apuntó. Ellos se encogieron de hombros con indiferencia antes de seguir
dando patadas al balón, y fue entonces cuando, quizá un tanto decepcionado
por su reacción, les propuso llevarlos a hacer una visita; los tres solos, con
total libertad. Aceptaron de inmediato espoleados por la curiosidad.
Ya en la nave, corretearon entre carcajadas y no pararon de enredar. En
algún momento, Daniel evocó allí a su padre enfundado en uno de los
monos que utilizaba. Se sintió orgulloso, aunque admiró aún más al señor
Orduña cuando les enseñó el inmenso y opulento despacho del que
disponía. El hombre debió de percatarse de la devoción que despertaba en
los niños, porque a continuación accedió a mostrarles todos los secretos de
la fábrica. Los condujo a los talleres, donde, con tono de fascinación, les fue
explicando lo que allí hacían con los metales y cómo los preparaban para
que en un futuro formaran parte de los barcos. También pasaron por los
almacenes donde guardaban las piezas que se entregarían después a La
Naval, a alguna otra factoría o directamente a las navieras. El único límite
que les puso fue que no entraran en una sala cerrada y con un cartel de
prohibido el paso donde se almacenaban productos y sustancias peligrosas,
que podían resultar mortales si no se ponía el cuidado oportuno. Aquello, en
lugar de disuadir a los muchachos, sirvió para aumentar su interés, sobre
todo el de David, que insistió una y otra vez en inspeccionar aquella sala y
los tóxicos que había. Al final, tras la enésima negativa, se dio por vencido
y los dos siguieron explorando la fábrica mientras fabulaban sobre los
enormes buques que les había descrito el empresario. A pesar de que vivía a
unos setenta kilómetros de la costa cantábrica, Daniel nunca había visto el
mar, tampoco ningún barco, y al llegar a casa le hizo prometer a su padre
que, tan pronto como fuera posible, lo llevaría a Santander a sentarse frente
a la famosa bahía. Este asintió con una sonrisa, pero nunca llegó a cumplir
su promesa.
Al pensar en ello, Daniel apretó los puños y suspiró prolongadamente. Su
aliento bailoteó en el aire gélido de la noche y se alzó hacia la negrura del
cielo, al encuentro del humo que escupían las chimeneas de Aceros
Campoo.
—Me jodiste la vida… —murmuró.
Iracundo, se dio la vuelta y se contrajo para protegerse del frío.
A varios metros, agazapado tras el puente que cruzaba el río Híjar, Arturo
Vallejo se ajustó al cuello su bufanda y le vio alejarse por el puente.
21
Una advertencia

Mañana del sábado 24 de noviembre de 2007

Al día siguiente, el despertar no fue suave ni pausado. La puerta de la


habitación se abrió de golpe y Ramón entró como una exhalación. Daniel,
sobresaltado, levantó la cabeza de la almohada.
—¿Qué pasa? —carraspeó mientras aguzaba la vista e intentaba
distinguir la expresión de su hermano.
—¿Qué coño hiciste ayer? —masculló Ramón al tiempo que se acercaba
a la ventana, subía las persianas con brusquedad y le lanzaba una mirada
cortante.
Daniel, todavía adormilado, no lograba salir de su confusión.
—¿Ayer?
—Sí, ¡ayer!
—Pues venir a Reinosa…
Ramón puso los brazos en jarras y frunció los labios.
—Te lo repito: ¿qué coño hiciste ayer?
Daniel intuyó que debía de estar relacionado con las indagaciones que él
había hecho en la Renfe y en la residencia, pero prefirió esquivar el asunto
mientras fuera posible. No quería dar un paso en falso.
—Ya lo sabes: fui a verte a la librería. Y después visité a la abuela
Amparo.
—Ya. ¿Y nada más?
—Bueno, cuando os acostasteis salí a dar un paseo… Y después leí un
rato el libro que me diste para Elena Suárez. ¿Por qué lo dices? ¿Ha
ocurrido algo?
—Lo digo por eso —respondió Ramón enfatizando la última palabra, y
señaló hacia la calle a través del cristal.
Daniel apartó las sábanas y se acercó a la ventana. No necesitó abrirla ni
asomarse a ella para darse cuenta de lo que había asustado a Ramón. El
mensaje sobre el capó de su Audi era lo suficientemente grande para que se
leyera sin dificultad desde esa distancia: «LARGO DE AQUÍ».
Al lado del vehículo vio a dos guardias civiles que tomaban fotografías y
rellenaban unos documentos.
—Anoche alguien te rayó el coche y escribió eso —musitó Ramón con
marcada desconfianza—. Y hay otro mensaje parecido en el maletero.
Desde aquí no se ve bien. «Deja de husmear». Eso dice.
Daniel se frotó la cara y murmuró un exabrupto. Caviló sobre el segundo
mensaje, el que más lo inquietaba: «Deja de husmear». ¿Podía referirse a
las preguntas que había formulado en la estación de tren y en la residencia
la tarde anterior? Tuvo la impresión de que alguien le estaba advirtiendo
que dejara de hurgar en el pasado, pero ¿cómo había podido enterarse tan
rápido? ¿Se habrían ido de la lengua Roberto Gutiérrez o Mercedes?
Se enfrentó a la mirada admonitoria de su hermano con fingida
inocencia.
—No sé por qué lo han hecho.
—Ya. Pues entonces no entiendo a qué viene eso de «Deja de husmear».
¿Se lo han inventado? Silvia me ha contado que ayer encontraste el billete
de tren de papá… —apuntó Ramón con un deje acusador.
—¿Papá? No lo llames así, por favor.
—Puedo llamarlo como me dé la gana. Fue nuestro padre, aunque a
ninguno nos guste. Tú eres libre de hacer lo que quieras con tu vida, pero a
nosotros no nos destroces la nuestra, ¿de acuerdo? Creo que ayer Silvia fue
muy clara contigo y que te comprometiste a no ir por ahí removiendo las
cosas, ¿no es así?
—Yo no he tenido nada que ver, de verdad… Será algún loco o alguien
que me la tiene jurada.
Ramón insistió una última vez y, ante la ratificación de Daniel, pareció
darse por satisfecho. Destensó los músculos.
—Bueno, eso espero. En cualquier caso, la gente del pueblo no es así. No
me gustaría que tuvieras una impresión errónea. —Echó un vistazo al reloj,
que marcaba las nueve de la mañana, y agregó—: Los guardias están
levantando el atestado y me han dicho que quieren hacerte unas preguntas.
¿Bajas a atenderlos? Yo me marcho a la librería. Silvia e Isabel me están
esperando allí.
—Sí, ahora mismo.
Unos minutos después, Daniel se presentó ante los agentes. El más joven,
que dijo ser el guardia López, lo saludó cortésmente y continuó rellenando
el documento que sostenía en la mano. Fue el de más edad el que entabló
conversación con él. Se llamaba Rodrigo Blanco y tenía la graduación de
sargento. Era un hombre robusto, alto, de nariz aguileña y barba y cabellos
veteados de canas. Rondaría los cincuenta. Con voz de barítono, le anticipó
que aún no disponían de ninguna pista. Uno de sus compañeros estaba
llamando puerta por puerta en busca de testigos, pero de momento no
habían dado con ninguno y, para ser sinceros, le confesó, consideraban
improbable que aparecieran. Trabajaban con la hipótesis de que la fechoría
se había cometido de madrugada, cuando el autor podía pasar
desapercibido. Daniel sugirió que buscaran huellas dactilares, pero el
sargento negó con la cabeza.
—En delitos de esta naturaleza no intervienen los de criminalística.
Tendremos que apañarnos con lo que se aprecia a simple vista y con la
información que usted pueda proporcionarnos. Parece hecho con una llave o
algo similar. ¿Tiene idea de quién puede haber sido?
—No, no lo sé.
El guardia civil lo escrutó.
—¿Está seguro?
Él repitió su respuesta, y Blanco desvió la vista al coche.
—¿Entiende esos mensajes? ¿Por qué cree que le han escrito que deje de
husmear?
Daniel se mantuvo callado, sopesando si debía ser franco con aquel
hombre. No quería que se supiera que había estado indagando sobre lo
sucedido en 1975, y mucho menos que llegara a oídos de su hermano y de
Silvia, pero, al mismo tiempo, no podía obviar el riesgo que aquellos
rayones representaban. Eran una advertencia, una amenaza, no cabía duda.
Como si le hubiera leído la mente, el sargento dijo:
—¿Podría tener relación con lo que sucedió entonces?
La pregunta provocó que el guardia López levantara la vista de sus
papeles y los observara de reojo.
—¿Qué sabe usted de eso? —murmuró Daniel, a la defensiva.
—Algunas cosas. Solo llevo seis años aquí, pero he oído hablar de ello.
Y de usted. Mi esposa es Patricia Cartagena —añadió el sargento, como si
eso lo explicara todo—. Nos casamos el año pasado. ¿Se acuerda de ella?
Por supuesto que se acordaba. Aquella chica, además de ser la hija de los
dueños de Casa Vejo, había sido una de las mejores amigas de Laura
Orduña, y estuvo presente en el famoso banquete de agosto de 1975.
—¿Ella le ha hablado de mí?
—Sí, aunque no fue la primera en hacerlo. ¿Le dice algo el nombre de
Francisco Alcalá?
Daniel trató de hacer memoria. Francisco Alcalá… Aquel nombre le
resultaba familiar. Al fin, lo asoció con el guardia civil joven, rechoncho y
pelirrojo que, en compañía del cabo Losada, interrogó a su madre treinta y
dos años antes, tras la muerte de Lorenzo Orduña.
Al verle asentir, Blanco agregó:
—Bueno, pues durante una época coincidimos en un cuartel de Asturias
y nos hicimos amigos. Fue hace bastante tiempo. Luego él se marchó a la
comandancia de Santander, como teniente, y yo me vine a Reinosa —aclaró
—. Cuando lo llamé para anunciarle mi traslado, me contó lo de aquel
crimen —murmuró con tono sombrío—. Por eso sé lo que vivieron usted y
su familia, y las extrañas circunstancias de aquel caso.
Daniel lo miró con expresión de incomprensión.
—¿Y qué importa eso?
—Mire, yo solo quiero hacer mi trabajo. Lo que trato de decirle es que
estoy al tanto de ese asunto, y me gustaría saber si estos rayones pueden
estar relacionados o no. Va a ser difícil encontrar al culpable, ya se lo he
adelantado, pero por algo tenemos que empezar. Y si usted no me ayuda…
—Hizo una pausa y lo observó fijamente—. Dígame: ¿ha hecho algo que
haya podido provocar esos rayones? ¿Ha molestado a alguien?
Daniel titubeó durante unos instantes y acabó concluyendo que no tenía
sentido esconderle información alguna a la Guardia Civil. Mantenerse en
silencio no arreglaría nada; al contrario, le procuraría al autor de los hechos
una peligrosa sensación de seguridad, de que aquello no se estaba
investigando y podía campar a sus anchas. Tomó aire y comenzó a hablar de
sus indagaciones. El sargento pareció escucharlo con atención, sin perder
detalle, al igual que su subordinado, que había dejado de rellenar el
atestado. Justo cuando se acercaba al final de la narración, el teléfono de
Blanco emitió una melodía estridente.
—Disculpe —dijo, y se alejó unos metros para atender la llamada.
Por el modo en que el sargento gesticulaba, Daniel tuvo la impresión de
que se trataba de algo urgente, y no se equivocó: en menos de un minuto el
hombre regresó y anunció que tenían que irse. Acto seguido, con el rostro
ensombrecido, agregó:
—Mire, necesitaremos tomarle declaración para el atestado, y además
hay una cosa que quiero comentarle. ¿Le importaría pasarse por el cuartel a
eso de las cinco?
Daniel frunció el entrecejo.
—¿Qué cosa?
—Es sobre el caso Orduña —respondió Blanco al tiempo que se giraba
—. Se lo contaré por la tarde, con más calma.
Daniel no tuvo más remedio que inclinar la cabeza y contemplar cómo
los agentes se marchaban.
Cuando se perdieron en el horizonte, volvió a entrar en el portal y
comenzó a subir las escaleras sumido en sus pensamientos. ¿Qué querría
comentarle aquel sargento sobre el caso Orduña, si ni siquiera había
formado parte del equipo que investigó el crimen? ¿Podría ser algo que le
hubiera confiado Francisco Alcalá? Se mordió el carrillo. Cuanto más se
sumergía en el pasado, más lo embargaba la sensación de que en aquel caso
habían quedado demasiados puntos por aclarar, demasiadas incógnitas.
22
Asuntos urgentes

Tarde del domingo 31 de agosto de 1975


Treinta y cuatro horas antes del crimen

Daniel daba amplias zancadas, pero aun así le costaba seguirlo; su padre
caminaba a buen ritmo, con ansiedad, y solo echaba un vistazo por encima
del hombro de vez en cuando, como para constatar que no los separaba
demasiada distancia. Desde que había ido a buscarlo a la casona tras la
concentración, no habían cruzado palabra alguna, más allá de un breve
saludo, y Daniel apenas podía contener la angustia tras la fría despedida que
le había dedicado David.
Subieron los peldaños de la escalera envueltos en un completo silencio y,
nada más alcanzar el rellano, la puerta del piso se abrió. En el umbral
apareció Beatriz, vestida de calle y visiblemente enojada. Se agachó para
pellizcar con ternura a Daniel en la mejilla y después le lanzó a su marido
una mirada helada.
—Te han visto allí. Y también me han contado que os habéis cargado la
celebración. ¿Es que os habéis vuelto locos? ¿Y si se venga? ¿Habéis
pensado en eso?
Guillermo no respondió. Ella, tras dar un respingo de exasperación, cogió
de la mano a Daniel y lo hizo entrar.
En ese momento, el padre del niño se giró de nuevo hacia las escaleras y
Beatriz le espetó:
—¿Se puede saber qué haces?
—Tengo que irme —contestó él con voz agitada—. Hay una reunión y…
—¿Irte? No me lo puedo creer. ¡Si acabas de llegar! ¿Es que esos no
saben hacer nada sin ti o qué?
Daniel maldijo para sus adentros. Otra discusión. Hacía ya un tiempo que
su padre se ausentaba de casa repentinamente alegando que tenía una
reunión. Eludía las preguntas acogiéndose a motivos de seguridad, algo de
un deber de secreto que no podía quebrantar bajo ningún concepto.
—Hay asuntos urgentes —adujo Guillermo críptico.
—Siempre lo mismo.
—Sabes de sobra que este verano no está siendo normal. El futuro de la
fábrica, la muerte de Jesús…
—¿Y cuándo estarás conmigo? ¿Es que ya te doy igual?
El hombre pasó por alto el reproche y se limitó a hacer un gesto rápido de
despedida. Luego comenzó a bajar los escalones. Desapareció en un recodo
de la escalera y durante unos segundos solo se oyó el eco de sus pisadas.
Después la puerta del portal se cerró con estrépito y todo quedó en silencio.
Fue entonces cuando Daniel pensó en todo el daño que les estaba
provocando, en que quizá ya no podría volver a jugar con David, y el labio
inferior empezó a vibrarle.
—¿Estás bien, cariño? —le preguntó su madre mientras se agachaba y le
acariciaba el pelo.
El niño asintió despacio con la cabeza y luchó por mantener a raya las
lágrimas. No quería llorar delante de ella ni revelarle lo que había sucedido.
Sabía que, si lo hacía, solo incrementaría su sufrimiento, y bastante tenía
ella.
—¿Y Ramón? —acertó a balbucear. Necesitaba a su hermano más que
nunca. Con él sí podría ser sincero.
Beatriz le besó en la frente.
—Está con los abuelos, mi amor. Vendrá luego. ¿Por qué?
Daniel sintió que las fuerzas le flaqueaban y que aquel dolor inabarcable
se le derramaba por todo el cuerpo y lo ahogaba. No pudo contenerse y, tras
dejar escapar un gemido, estalló en sollozos.
—David… No sé si volveré a verlo, mamá…
Ella lo miró con preocupación.
—¿Por qué dices eso, Dani?
—Porque… porque…
Entre lágrimas e hipidos, acabó contándole lo que había ocurrido esa
tarde, y después se echó a sus brazos y hundió el rostro en su pecho.
—Cariño… —susurró ella con voz entrecortada—. No llores, por favor,
no llores. Hablaré con tu padre. Encontraremos una solución…
Su madre se pasó toda la tarde intentando consolarlo. Le aseguró una y
otra vez que todo se arreglaría. Según ella, eso eran cosas de mayores, no de
niños. Además, ¿cómo iba a dejar David de ser amigo suyo por algo así?
Al final, él la creyó y logró calmarse. Cuando Ramón volvió, jugaron
juntos en la alfombra de la habitación de este mientras esperaban a que su
padre regresara. Sin embargo, dieron las ocho y media, la hora a la que
solían cenar, y aún no había aparecido. Después de aguardarlo durante un
cuarto de hora, empezaron sin él.
A las nueve oyeron que la puerta principal se abría.
—¿Se puede saber dónde estabas? —masculló Beatriz sin levantarse de
la silla de la cocina.
Guillermo avanzó con rapidez por el pasillo y pasó de largo en dirección
al dormitorio.
—¿No piensas venir o qué? —le gritó ella.
—Voy a cambiarme.
Al cabo de un par de minutos, Guillermo entró en la cocina. Se había
puesto el pijama y, al sentarse, dirigió una mirada hosca hacia su plato, que
estaba vacío.
—¿Hay algo de cenar?
Beatriz resopló con amargura.
—Ah, algo para cenar. Eso es todo lo que te preocupa, ¿no?
—Estaba con los de… Bueno, ya lo sabes.
—¡Pues mira lo que has conseguido gracias a ellos! Ahora tu hijo no
puede volver a la casona. ¿Estás contento?
Guillermo no contestó y Daniel, que había clavado las pupilas en los
cuadrados rojos y blancos del mantel, intuyó que su padre lo estaba
mirando.
—Te recuerdo que tienes trabajo gracias a los Orduña —prosiguió ella—.
Y si Lorenzo se cabrea y os despide, ¿qué, eh? ¿Lo has pensado?
—No puede echarnos a todos. Y Jesús…
—Ya, y si te echa a ti, ¿qué haremos? ¿Eh? ¿Qué haremos? —le cortó
Beatriz—. ¡Me importan un bledo los demás! No digo que tengáis que pasar
por alto la muerte de Jesús, pero las cosas no se hacen así. Os estáis
pasando. Y mira al pobre Dani. ¿Te parece bien esto? Espero que vayas a
hablar con él.
Guillermo entrecerró los ojos.
—¿Hablar con quién?
—¿Con quién va a ser? Con Lorenzo. Para disculparte.
—¿Disculparme? ¿Te has vuelto loca? Además, aunque quisiera, mañana
no irá a trabajar. Nos lo dijo el otro día: estará con los Suárez. Y el martes
tampoco, tienen una cacería por ahí. Cosas de ricos.
—Pues si hace falta te presentas en su casa, que ya sabes por dónde se va.
Lo solucionarás por el bien de tu hijo. Esto no se puede quedar así. No
pienso consentirlo.
Guillermo soltó un gruñido y fue hacia la nevera.
En ese momento, mientras él les daba la espalda, Beatriz les hizo un
gesto a los niños para que fueran a acostarse. Ellos la obedecieron y
salieron al pasillo.
Cuando se estaban alejando, Daniel oyó la respuesta de su padre.
—No sé. Veré lo que puedo hacer.
23
Arturo

Mañana del sábado 24 de noviembre de 2007

Daniel estaba desayunando en aquella misma cocina, con la mente atrapada


en otro tiempo. Recordaba con nitidez que la noche del 31 de agosto de
1975 su padre fue tajante al afirmar que al día siguiente Lorenzo no acudiría
a la fábrica. Sin embargo, al final el empresario sí se presentó allí y, hasta
donde él tenía entendido, básicamente hizo dos cosas: en primer lugar,
encerrarse con su padre en el despacho para comunicarle su despido; y, acto
seguido, echar también a Ernesto Posadas, el hombre que, según se
rumoreaba, había orquestado aquella bochornosa concentración a las
puertas de la casona para honrar la memoria de su hermano. Después
Lorenzo abandonó la nave con paso firme y se marchó a Fontibre a pasar el
día con los Suárez y con su familia, a excepción de Ángeles, que se quedó
en casa por una indisposición estomacal, o al menos eso era lo que había
dicho Mercedes en la residencia.
Daniel apuró el café. No podía demorar más su visita a Arturo Vallejo, el
compañero de fatigas de su padre; necesitaba explicaciones. Era difícil
anticipar el modo en que aquel hombre lo recibiría, si es que accedía a
verlo, pero debía intentar hablar con él.
Media hora más tarde, cruzó la calle y se detuvo en el portal del edificio
de enfrente. Se acordaba del piso: 2.º A. Tras un instante de vacilación,
hundió el botón del interfono y esperó. Medio minuto sin recibir respuesta.
Lo intentó por segunda vez. Nada. Ya se disponía a marcharse cuando una
voz masculina, profunda y que arrastraba las palabras, brotó del altavoz:
—¿Quién es?
—Buenos días. Soy Daniel Somoza. ¿Es usted Arturo?
El hombre tardó en responder más de la cuenta, como si le costara
asimilar lo que había escuchado.
—Sí, soy yo —dijo al fin, y se activó el mecanismo de apertura.
En la segunda planta, Daniel encontró cerrada la puerta que buscaba.
Tuvo que llamar al timbre. Percibió algunos ruidos en el interior, como de
alguien que caminara con pesadez, y al cabo de treinta segundos le abrió un
hombre grande y orondo que estaba encorvado, con la espalda dibujando
una pequeña chepa. En la frente tenía una brillante película de sudor y los
ojos se apreciaban enrojecidos. Vestía una gruesa bata marrón repleta de
bolas que lo cubría hasta la altura de las rodillas, y en la mano derecha
sostenía un cigarrillo a medio consumir con el que, después de murmurar un
sombrío «Buenos días», señaló el interior del piso para invitarlo a que lo
siguiera. No parecía entusiasmado por la visita, y Daniel tuvo la sensación
de que estaba enfermo. En realidad, su hermano ya le había advertido que
Arturo se había vuelto un poco raro, y no le faltaba razón.
Como si fueran un cortejo fúnebre, recorrieron envueltos en un denso
silencio el largo pasillo que conducía a un salón con muebles muy antiguos
y una llamativa capa de polvo. Se sentaron en dos sillones de tapicería gris
que estaban enfrentados y separados por una pequeña mesa de centro de
madera con algún resto de comida.
—Perdona, no me ha dado tiempo a…
—Descuide, solo faltaría.
Daniel no se quitó la cazadora. Aunque había radiadores, no parecían
estar en funcionamiento, y en la casa hacía un frío helador.
A Arturo las piernas le temblaban y aferraba la tela de la bata con la
punta de los dedos. Más que respirar, jadeaba, y boqueaba como si intentara
decir algo y no pudiera.
—¿Está usted bien?
Arturo carraspeó.
—Sí, sí. Yo…
—¿Quiere que llame a un médico?
—No —respondió entre toses—. No hace falta.
Daniel no supo qué decir y aguardó. Teniendo en cuenta el estado del
hombre, le daba miedo abordar de forma directa el asunto que lo había
llevado hasta allí y provocarle un ataque de nervios. No parecía buena idea
sacarle el tema de su padre. Aún no.
En ese momento, Arturo se llevó el cigarrillo a los labios y aspiró con
fruición, como si esperara encontrar oxígeno en el humo. Daniel decidió
imitarlo y, tras sacar su cajetilla de tabaco, encendió un pitillo con excesiva
ceremonia, demorándose en el ritual hasta que su anfitrión tomara la
iniciativa o se calmara. Pero ninguna de las dos cosas sucedió y, después de
la primera calada, no tuvo más remedio que romper aquel espeso silencio.
—Me alegro de verlo, Arturo. Mi hermano me ha contado lo de su mujer.
Lo siento.
El hombre cabeceó y susurró un agradecimiento casi inaudible.
—Lamento no haber venido al funeral —añadió Daniel—. Yo… no pude.
Sus miradas se cruzaron por primera vez.
—Sé que en esa época ya no venías por aquí. No te preocupes.
Los dos fumaron al mismo tiempo y el silencio volvió a reinar en aquel
salón fantasmagórico.
—Me han comentado que se ha jubilado de la fábrica —continuó Daniel,
resuelto a encontrar el modo de orientar la conversación hacia lo ocurrido
en 1975.
—Sí, hace unos meses…
—Mi padre habría estado orgulloso de usted. Una gran trayectoria. Toda
una vida, prácticamente.
—Sí, supongo que sí. —El antiguo obrero lo escrutó con desconfianza,
como si intuyera sus intenciones.
—Se ha retirado usted en el mejor momento —apuntó Daniel, intentando
mostrar cordialidad—. He oído que los Orduña acaban de vendérsela a unos
brasileños. Seguro que habrá cambios.
El hombre se encogió de hombros.
—Puede.
—Hace treinta y dos años la fábrica ya estuvo a punto de cambiar de
manos. ¿Lo recuerda?
Arturo cruzó las piernas con visible incomodidad y, tras llevarse de
nuevo el pitillo a la boca, farfulló unas palabras atropelladas. Daniel solo
entendió algo de unos alemanes, pero fue suficiente.
—Los alemanes de Stuttgart, sí —corroboró—. Mi padre estaba
convencido de que traerían prosperidad a la empresa. No como los Suárez.
A ellos los detestaba.
Arturo entrecerró los ojos, pero no hizo ningún comentario.
—Entre los dos hermanos —prosiguió Daniel—, él prefería a Marcos.
Como todos los demás del mundillo sindical, ¿no?
El hombre hizo girar el filtro del cigarrillo entre los dedos pulgar e
índice. La brasa estaba a punto de extinguirse.
—No era una cuestión de predilecciones.
—Ah, ¿no? ¿Qué quiere decir?
En el rostro de Arturo se dibujó una mueca de desagrado.
—Lorenzo era un retrógrado y un terco. Un engreído. Antes muerto que
perder su empresa, eso era lo que aplicaba. Marcos era más práctico. Tenía
los pies en la tierra y sabía lo que había. Además, tampoco es que hubiera
que ser un lince: los pedidos iban a la baja desde hacía tiempo y, aunque en
La Naval aún había bastante trabajo por los contratos de principios de la
década, era obvio que la situación cambiaría pronto, y nosotros ya
estábamos teniendo problemas graves. De hecho, los Orduña no podían
pagar a algunos proveedores. —Hizo una pausa, y luego sentenció—:
Aunque algunos no lo quisieran ver, el sector estaba cayendo.
—Pues bien que ha aguantado la fábrica hasta ahora, ¿no? —replicó
Daniel.
Vio que su interlocutor no terminaba de contestar. Tras meditarlo unos
instantes, decidió ir al grano para presionarlo:
—Por eso se hizo aquella concentración, ¿verdad? Para intentar echar por
tierra lo de los Suárez. No me diga que mi padre no tuvo nada que ver,
porque sé que estuvo implicado.
Arturo se limpió el sudor de la frente con la palma de la mano.
—Fue por Jesús —musitó—. Sobre todo fue por Jesús Posadas…
—¿Y por eso mi padre asesinó a Lorenzo? ¿Para hacer justicia a Jesús?
¿O fue para vengarse por su despido? ¿Cuál es la verdad?
Daniel lo miró con fijeza. Arturo estaba lívido y las piernas seguían
temblándole como si alguien jugara a moverlas con un hilo invisible. El
antiguo trabajador de Aceros Campoo apagó el cigarrillo, respiró hondo y,
al fin, murmuró con voz cavernosa:
—No remuevas la mierda, chico. El pasado nunca trae nada bueno.
Márchate, por favor.
Arturo se apoyó en los brazos del sillón como si se dispusiera a
levantarse, pero Daniel no se movió del sitio y endureció el gesto.
—Dígame lo que sabe. Es lo menos que merezco. Usted lo conocía,
necesito entender lo que pasó.
Durante una fracción de segundo tuvo la impresión de que el hombre
vacilaba y un enorme dolor le inundaba los ojos.
—No puedo decirte más. No hay nada más.
Daniel lo estudió y pensó en subir la apuesta. Se incorporó unos
centímetros y extrajo de su bolsillo trasero el billete de tren, que posó en la
mesa de centro.
—¿Para qué era esto?
Al ver el pasaje, Arturo palideció de golpe. Acto seguido, se llevó la
mano al cuello, a la altura de la nuez, como si sintiera que se ahogaba.
—No sé…, no sé de qué me hablas.
—¡No me mienta! ¿Qué iban a hacer en Santander? ¿Formaba parte del
plan?
Arturo abrió los ojos de manera desmesurada y sacudió la cabeza.
—¿Plan? ¿Qué plan?
Daniel lo apuntó con el dedo índice.
—Sé que usted fue a comprarlos con mi padre. Me lo ha contado
Roberto, el de la estación. Sé que estuvieron allí y que discutieron. No me
mienta —repitió con vehemencia—. ¿Para qué demonios querían los
billetes?
El hombre trató de humedecerse los labios con la punta de la lengua.
—Eran… eran para ver a un abogado —dijo con brusquedad—. Por su
despido.
—¿Por el despido de mi padre?
—Sí, sí…
Daniel frunció el ceño.
—Para eso ya tenía aquí a Federico Setién, el abogado laboralista. No le
creo.
Arturo pareció azorarse.
—Tu padre quería una segunda opinión. Por si acaso…
—¿Y usted iba a acompañarlo?
—Sí. Yo esa semana no trabajaba. Ya sabes que la fábrica no cerraba en
verano, por los hornos, y que los obreros nos íbamos alternando las
vacaciones durante el año.
Daniel torció la boca. Aquello le resultaba muy extraño. Hasta donde él
sabía, su padre siempre estuvo muy unido a Federico y confiaba plenamente
en su criterio profesional, igual que el resto de los trabajadores de la fábrica.
El letrado, originario de Reinosa, llegó a ser toda una institución allí y
estaba muy involucrado en todo lo relativo a la lucha obrera. De hecho,
Federico fue uno de los que se colocaron al frente de la famosa
concentración ante la casona de los Orduña, sujetando una pancarta de
protesta con su amigo Ernesto Posadas.
—¿Y quién era ese abogado de Santander? ¿Cómo se llamaba, si se
puede saber? —preguntó Daniel, sin ocultar su escepticismo.
Arturo bajó la vista y se tomó unos segundos antes de contestar.
—Cayón. Carlos Cayón —terminó diciendo—. Teníamos una cita para
esa mañana.
Daniel trató de memorizar el nombre. Si el abogado no había muerto,
quizá podría hablar con él y contrastar esa información.
Llegados a ese punto, Arturo se puso en pie y, con gesto de cansancio,
extendió el brazo en dirección a la puerta.
—Y ahora, si no te importa, me gustaría estar solo.
Daniel fue consciente de que quizá la próxima vez ya no sería recibido
por las buenas —sobre todo si la supuesta cita con el letrado resultaba ser
un engaño—, y decidió no guardarse nada para una visita posterior. Se
levantó del sillón y, colocado frente a frente con el antiguo compañero de su
padre, dijo:
—Solo una cosa más. Esa madrugada, la del dos de septiembre del
setenta y cinco, usted estuvo allí, ¿verdad? En la casona. —Hizo una pausa
y lo miró de arriba abajo—. Usted era el hombre alto y corpulento al que
vio la cocinera, ¿me equivoco?
Arturo ni siquiera respondió; soltó una corriente de aire por la nariz y a
continuación se adentró en el pasillo. A lo lejos, Daniel oyó el crujido de la
puerta principal al abrirse y no tuvo otra opción que seguirlo hasta allí. En
el umbral, con la chepa aún más pronunciada y los brazos cruzados, Arturo
murmuró un adiós apagado y, antes de cerrar, repitió:
—No remuevas la mierda, chico. No la remuevas.
24
Poder

Daniel volvió a cruzar la calle sin perder un segundo y, en cuanto estuvo en


su habitación, encendió el viejo ordenador de sobremesa que había sobre el
escritorio. Vio que no pedía contraseña, así que no hacía falta llamar a su
hermano. Tras abrir el buscador, tecleó: «Carlos Cayón abogado
Santander», y comenzó a bucear en los resultados. Por lo que pudo
averiguar, el letrado debía de haber superado la barrera de la jubilación,
pero pertenecía a esa estirpe de profesionales que mueren con las botas
puestas. Mantenía su despacho en el entresuelo del número 7 de la calle
Lope de Vega, en Santander, y en varias páginas web se referenciaba un
número de teléfono fijo. Sabía que sería difícil localizarlo un sábado, pero
se dijo que no perdía nada por intentarlo. Estaba convencido de que, si era
cierto que su padre tuvo concertada una cita en aquel despacho en 1975, el
abogado lo recordaría. Que un cliente no se presentara a una reunión podía
ser algo normal, pero que el motivo fuera su detención como sospechoso de
asesinato no. Eso era algo que no se olvidaba.
Sonaron cuatro tonos, y al quinto Daniel comprendió que nadie atendería
la llamada. Colgó y decidió posponerlo al lunes.
Acto seguido, miró su reloj de pulsera. Las diez y veinte. Aún faltaba
más de hora y media para su encuentro con Elena Suárez. Pensó que podría
aprovechar ese tiempo para visitar de nuevo a su abuela y puso rumbo hacia
la residencia.
Al llegar a La Gloria, un joven empleado lo condujo al salón donde había
estado la tarde anterior. Allí encontró de nuevo a su abuela, sentada junto a
Mercedes. Cuando se aproximó, Amparo alzó la mirada y de pronto su
rostro se iluminó.
—¡Ay, Daniel, cielo! —exclamó con alborozo desde la silla de ruedas.
Él, desbordado por las emociones, se agachó y la abrazó con fuerza.
—Abuela, por fin estoy contigo.
—Sí, sí, cariño.
Permanecieron así, el uno en los brazos del otro, durante casi un minuto.
—Te lo dije, Merche: algún día vendría —celebró Amparo cuando se
separaron.
Mercedes le sonrió con dulzura.
—Me alegro muchísimo. Te lo merecías.
Amparo extendió una de sus huesudas manos hacia Daniel y le acarició
la mejilla.
—Qué bien que hayas vuelto, cielo. Por cierto, ¿cómo está tu hija?
Al escuchar la referencia a una hija que nunca había existido, Daniel
cerró los ojos y trató de serenarse.
—Eh…, bien, muy bien, abuela —consiguió contestar.
—Estupendo. A ver si viene de visita, ¿eh?
Mercedes miró a Daniel con desconsuelo, pero no dijo nada.
Él estuvo conversando con su abuela y abrazándola durante más de
media hora. Amparo alternaba frases que revelaban cierta lucidez con otras
que carecían de sentido. Su semblante, a pesar de lo temprano que era, daba
muestras de agotamiento, como si apenas le quedaran energías.
En determinado momento, los párpados comenzaron a cerrársele y, con
voz queda, dijo:
—Cielo, si no te importa, voy a descansar un poco…
—Claro, no te preocupes.
Daniel la besó en la frente mientras ella dejaba caer el cuello hacia atrás
con suavidad.
—Se cansa enseguida, la pobre… —murmuró Mercedes, que la
observaba con arrobo—. Lo bueno es que tiene a gente que la quiere. Y eso,
aunque se confunda un poco al hablar, lo sabe, créeme, hijo. Le hace una
ilusión tremenda que estés aquí.
—Me quedaré con ella todo lo que pueda.
—Se alegrará, y yo también. —Se detuvo y pareció dudar—. Una cosa,
hijo: sobre lo que te dije ayer de María, he estado pensando y, bueno…,
¿has hablado con ella?
Daniel creyó entender lo que la inquietaba.
—Mercedes, no se preocupe: aún no he podido, pero no la mencionaré a
usted cuando lo haga.
—Gracias. Es que…
—De verdad, no se preocupe, me hago cargo. Por cierto, ¿sabe si sigue
viviendo en la casona?
—Sí, es la única que todavía está interna, y aún le falta un tiempo para
jubilarse.
—¿Y cómo podría hablar con ella? Quiero decir, sin ir a la casona…
Preferiría no pisar aquello.
—Mmm…, si no recuerdo mal, libra los viernes y sábados por la tarde. A
veces, a eso de las seis y media, va con unas amigas de su quinta a tomar un
chocolate con churros a Casa Vejo. Sabes dónde está, ¿no?
Daniel contestó afirmativamente y prefirió no mencionarle que en apenas
una hora él mismo se sentaría en esa cafetería con la nieta de Lorenzo
Orduña.
—Entonces iré esta tarde. Aunque no sé si ella querrá verme —pensó en
voz alta.
—María es buena chica —respondió Mercedes al tiempo que hacía girar
el botón de su chaqueta de lana—. No creo que se niegue. Pero es cierto que
ese tema siempre le ha afectado mucho… Ya te lo dije ayer.
A continuación, Mercedes le contó que María, natural de Burgos, se
quedó huérfana a los cuatro años y creció en un orfanato de la ciudad.
Después, una vez cumplida la mayoría de edad, sobrevivió a duras penas
hasta que logró entrar a trabajar como criada de los Orduña.
—Don Lorenzo tenía muchas dudas porque a María le faltaba
experiencia, pero a Ángeles le gustó y la cogieron.
—Y no se equivocó —concluyó Daniel.
La mujer sonrió y le dijo que no, que María se reveló enseguida como
una empleada muy competente, y no solo a la hora de limpiar; también
ayudaba todo lo que podía en el cuidado de Laura y Lucía; sobre todo, en el
de la primera, que mostró su carácter rebelde desde muy joven. Según le
aseguró Mercedes, su reiterado fracaso escolar fue motivo de más de una
discusión entre sus padres.
—Don Lorenzo se enfadaba a menudo porque la niña no estudiaba y era
muy desobediente. Como él siempre estaba ocupado con las cosas de la
empresa, decía que era culpa de doña Ángeles, que la había convertido en
una consentida. —Puso los ojos en blanco—. En realidad, lo que pasaba era
que a Laura no le gustaba estudiar, y punto. En cambio a Lucía, a ella no
hizo falta que la mandaran a ese internado de Madrid.
Daniel comprendió a qué se refería. Durante su infancia, en alguna
ocasión había oído a sus padres comentar que Lorenzo quería que sus hijas
tuvieran una educación, que no fueran unas incultas. No es que aspirara a
que llegaran a lo más alto, pero sí a que sacaran el bachillerato. Por eso,
ante las evidentes dificultades académicas de Laura, insistió en mandarla a
estudiar los últimos años a un internado de Madrid con fama de aplicar la
máxima exigencia y al que acudían un sinfín de alumnos de familias ricas
de todo el país. Había repetido un curso, pero aquel mes de junio, con
dieciocho años recién cumplidos, consiguió finalmente concluir el
bachillerato.
—Menos mal que logró acabar entonces y no se dejó nada para
septiembre —murmuró Mercedes—, porque después de lo que le pasó a su
padre… En fin, como para ponerse a estudiar. Doña Ángeles estuvo muy
mal, pero Laura y Lucía… ¿qué te voy a contar? A mí se me rompía el
corazón al verlas —afirmó, y se llevó una mano al pecho para enfatizar sus
palabras—. Los dos primeros días ni querían levantarse de la cama para
comer. La mañana del martes, por lo menos Laura salió un poco para ver a
su amiga Patricia, pero luego volvió a la cama con su hermanita y costó un
mundo sacarlas de ahí. Pobrecillas… Después de aquello empezaron a
dormir juntas. Lucía tenía mucho miedo y sufría un montón de pesadillas.
Tampoco era de extrañar. Entre los anónimos, la concentración del día del
banquete y el asesinato… Fue demasiado para ella.
A Daniel no le resultó difícil ponerse en el lugar de aquellas muchachas
hechas jirones. La reacción que Mercedes le acababa de describir no distaba
mucho de la que tuvieron Ramón y él ante la noticia de la implicación de su
padre en el asesinato; en los dos casos, el vínculo fraternal fue el mejor
refugio, el vehículo para descargar todo el dolor a base de sollozos
compartidos.
—Por lo menos fue un consuelo que el pueblo rechazara el crimen y se
volcara con ellas —musitó la mujer—. Yo estuve en el funeral, y acudió
muchísima gente.
—¿Vio allí a los compañeros de mi padre? —se interesó Daniel.
—Bueno, hubo algunos, pero Ernesto y Arturo no estuvieron. Tampoco
ese abogado que pasaba tanto tiempo con ellos, Federico. La ausencia de
Ernesto se comentó bastante, claro, porque su hermano había muerto poco
antes en ese accidente en la fábrica y ya sabes que él culpaba a don Lorenzo
de la desgracia…
—Ya. ¿Y Héctor? ¿Cómo se comportó con todo aquello?
—Ah, Héctor se desvivió por Laura —respondió Mercedes con
contundencia—. Estuvo pendiente de ella a todas horas, para que no
sufriera. No dejó de consolarla, y la verdad es que ella se lo agradeció
mucho. Él se quedó a vivir en la casona y fue un gran apoyo para las tres.
—Y luego se casaron…
—Sí, unos meses después. Cuando Laura estuvo un poco mejor. Dentro
de lo posible, claro.
—Y gracias a ello, Héctor entró en Aceros Campoo, ¿no? —añadió
Daniel, que no había olvidado lo que escuchó a escondidas el día de la
fiesta mientras esperaba a que David terminara de ducharse—. Y consiguió
más poder del que Lorenzo quería darle.
La mujer meneó la cabeza.
—Yo no sé lo que don Lorenzo pensaba darle o no darle. Pero sí sé que
en esos momentos ellas no estaban para ponerse a dirigir una fábrica o
negociar con los Suárez su papel en la empresa, y que Héctor quería a
Laura. Muchísimo.
De repente, una trabajadora de La Gloria se les acercó con una sonrisa en
los labios.
—Señora, tiene visita —le anunció a Mercedes—. Sus sobrinos acaban
de llegar.
—Ah, sí, sí, Natalia. ¡Que pasen, que pasen!
Daniel, que no quería molestar, le dio las gracias a la mujer por su tiempo
y se dispuso a despedirse de su abuela, que seguía dormida. La besó con
ternura en la frente y después se dirigió hacia la salida.
Al bajar la rampa, pensó en María Güemes. Con un poco de suerte, esa
tarde podría hablar con ella en Casa Vejo. Le intrigaba lo que, según
Mercedes, la tuvo tan preocupada los días previos al asesinato. ¿Podría estar
relacionado con la muerte de Lorenzo Orduña? En principio, Daniel no
tenía esa sensación. Sin embargo, no dejaba de resultar llamativo que
María, precisamente María, fuera la que oyó el disparo en los jardines aquel
2 de septiembre de 1975.
Fue entonces, al cavilar sobre ello, cuando una sucesión de imágenes que
el paso del tiempo había relegado al fondo de su memoria emergió sin
previo aviso.
25
El abrazo

Mañana del lunes 1 de septiembre de 1975


Quince horas antes del crimen

El día después de la concentración Daniel se despertó tarde, alrededor de las


once. Por la noche apenas había logrado deslizarse al mundo de los sueños;
la airada reprimenda que su madre le había lanzado a su padre se había
extendido hasta altas horas de la madrugada y, por más que lo había
intentado, le había sido imposible obviarla. En casa tan solo encontró a su
abuela, que se hallaba en el sofá entregada a la costura.
—Venga, dormilón. Desayuna y nos vamos a dar un paseo —le sugirió
ella al tiempo que le daba un achuchón—. He llegado hace un rato, pero
estabas como un tronco.
Daniel, cabizbajo, fue con ella a la cocina y se tomó unas galletas y un
tazón de leche. Se percató de que su abuela lo contemplaba con desazón,
pero no le importó. No había necesidad de disimular: lo que él quería era ir
a la casona para jugar con David, y no a dar un paseo con ella. Por culpa de
su padre, por culpa de aquella estúpida concentración, ya no podía hacerlo.
Deseaba que, al menos, David lo estuviera echando en falta.
A eso de las doce su abuela le propuso ir a comprar la prensa. Lo de la
prensa, en realidad, encerraba mucho más, puesto que allí también vendían
gominolas, y Daniel no podía resistirse a ellas. No obstante, en esa ocasión
aceptó ir no porque le apetecieran, sino porque se hizo la ilusión de que tal
vez pudiera toparse con su amigo. A veces David iba a esa tienda a comprar
chucherías y, si tenían la suerte de encontrarse, estaba convencido de que su
amigo lo invitaría a pasar el resto de la mañana con él. Se irían juntos a la
casona, o al parque de Cupido o a cualquier otro lugar dando saltos y
riendo, ajenos a los conflictos que enfrentaban a los mayores.
En la calle los recibió un día desapacible, nublado y gris. En teoría, las
fuertes rachas de viento de poniente que llevaban un par de días anunciando
en la radio no llegarían hasta última hora de la tarde. Daniel siguió a su
abuela pendiente de cualquier niño de cabellos rubios que atisbara a lo
lejos, pero, a medida que se acercaban al comercio, su desaliento fue
creciendo; nada, ni rastro. En la tienda tampoco coincidieron con él, y ya de
regreso a casa perdió toda esperanza.
Caminaba con la cabeza gacha y el ánimo a rastras cuando el chirrido de
una puerta captó su atención. Al erguir el mentón, vio a unos metros a
María Güemes, que salía de un portal próximo con los ojos llorosos. Tenía
el rostro demudado y en ese momento se detuvo para introducir unos
guantes en el bolso, del cual asomaba lo que parecía un trozo de papel
doblado. Justo entonces apareció por detrás, saliendo del mismo edificio,
Ernesto Posadas, que se acercó a María con gesto de preocupación. Al notar
que el hombre le tocaba el hombro, ella se dio la vuelta y, tras titubear
durante unos instantes, se fundió con él en un intenso abrazo. Daniel, que
desconocía que la criada de los Orduña y el hermano del fallecido Jesús
Posadas fueran amigos, aminoró el paso mientras contemplaba la escena.
Por el modo en que se le contraía el cuerpo a la mujer, supuso que había
roto a llorar y sintió lástima.
De repente, una mano lo agarró del brazo. Era su abuela, que tiraba de él
para arrastrarlo calle abajo.
—No seas cotilla —lo reprendió ella con un susurro—. Vamos.
—Pero…
—Deja de meter las narices en líos ajenos. Venga.
—Pero ¿qué líos, abuela?
—Los que sean.
26
Una eternidad

Mañana del sábado 24 de noviembre de 2007

La secuencia de aquel abrazo giró en su mente mientras se aproximaba a


Casa Vejo. ¿Era una mera casualidad que, unas horas antes del asesinato de
Lorenzo, Ernesto hubiera salido del mismo portal que María y ella se
hubiera echado a llorar en sus brazos? Apenas pudo meditarlo; se
encontraba a un par de pasos de la cafetería y llegaba tres minutos tarde.
La idea de tomar un café con la nieta de Lorenzo no le desagradaba,
aunque sí le preocupaban las reacciones que aquel encuentro pudiera
provocar. ¿Cómo se lo tomarían los Orduña si llegaba a sus oídos? ¿Y cómo
responderían los clientes de la cafetería? Procuró tranquilizarse, pero al
abrir ligeramente la puerta del local la incertidumbre que lo embargaba se
acrecentó: se dio cuenta de que estaba lleno y se lamentó para sus adentros.
El sitio lo había propuesto Elena, y él no había tenido la lucidez de sugerir
otro menos conocido. Pero ya no podía dar marcha atrás. Suponía que ella
ya habría llegado y no estaba dispuesto a dejarla plantada. Se acordó de
Marta. No podía seguir dominado por sus miedos y sus obsesiones,
huyendo de sus fantasmas. Suspiró y entró.
Para su desánimo, tuvo la impresión de que el alboroto que había
percibido inicialmente se reducía de golpe, como si algunos lo hubieran
reconocido y se hubieran callado. Pero no, aquello era imposible, no eran
más que imaginaciones suyas, el producto de su mente jugueteando con su
ansiedad. Su cara no resultaba tan conocida. Además, ya no quedaban
tantos que hubieran vivido lo acontecido en 1975. Treinta y dos años eran
muchos. Algunos vecinos habrían fallecido y otros habrían emigrado ante la
imparable caída del empleo. La ciudad llevaba demasiados años
apagándose. Sin guerras en el horizonte ni grandes contratos que
permitieran impulsar el sector del acero en el que tanto habían destacado La
Naval y Aceros Campoo, y con las limitaciones impuestas por la Unión
Europea, la bonanza de la que había gozado Reinosa comenzaba a ser un
recuerdo lejano, casi etéreo. Pese a los esfuerzos estatales, desde la crisis
del petróleo de 1973 todo había ido cuesta abajo, y no parecía que la
situación fuera a revertirse o, al menos, no completamente. De hecho, otras
empresas de la zona llevaban tiempo coqueteando con el concurso de
acreedores, y por eso la venta que los Orduña y los Suárez habían sellado
con los brasileños constituía una gran operación y todo un éxito para ambas
familias.
De repente, le llegó la voz de Elena:
—Daniel, aquí.
La vio en una mesa próxima y se acercó a ella al tiempo que intentaba
abstraerse de cuanto los rodeaba.
—¿Qué tal? ¿Un café con leche? —propuso la chica.
No le quedó más remedio que aceptar. Habría parecido un perturbado si
le hubiera deslizado la posibilidad de cambiar de establecimiento nada más
llegar.
Enseguida los atendió Patricia Cartagena, la amiga de toda la vida de
Laura Orduña y, además, según había descubierto Daniel esa misma
mañana, la esposa del sargento Rodrigo Blanco. Era la dueña del negocio y
ya estaría a las puertas de la cincuentena, al igual que Laura.
—Hola, Daniel. —Para su sorpresa, la mujer esbozó una sonrisa que
parecía genuina—. Cuánto tiempo. He oído que viniste ayer. ¿Cómo estás?
Daniel pensó que daba igual cuántos años pasasen; los chismorreos
seguían resultando tan atractivos como siempre y viajaban a la velocidad de
la luz. Se encogió de hombros con indolencia y le contestó con unas cuantas
generalidades.
Si a la mujer le extrañó verlo con Elena, no lo demostró. Al contrario, dio
la impresión de que lo consideraba lo más normal del mundo. Aun así,
cuando ella se retiró a preparar los cafés, Daniel no pudo evitar mirar a su
alrededor. Comprobó que nadie parecía observarlo ni hablar de él, pero no
podía sacudirse la sensación de ser el centro de atención, el objeto del
morbo.
—No deberíamos estar aquí —acabó musitando, más para sí que para
Elena.
La joven lo escrutó.
—Bueno, ayer no tenía ni idea de quién eras, y no me ha parecido bien
no presentarme —replicó ella—. Pero si quieres nos vamos, ¿eh?
—Creo que ya es tarde para eso…
A continuación, Daniel se metió la mano en el bolsillo del abrigo y,
envuelta en una bolsa de plástico, le tendió la novela de Scott Fitzgerald.
Elena sacó el volumen con delicadeza y lo hojeó con deleite.
—Está perfecto. Gracias por el detalle, de verdad. Supongo que ha salido
de la librería de tu hermano, ¿no? —Ante el asentimiento de Daniel, agregó
—: Me paso las horas allí.
—Me lo ha dicho Ramón, sí. Te tiene mucho aprecio. Por cierto, ¿cómo
te has enterado de quién soy?
En ese momento, Patricia apareció con las tazas de café y las depositó en
la mesa. Después, la mujer regresó a la barra.
—Ayer no me costó mucho —respondió Elena mientras rasgaba un sobre
de azúcar—. Eres conocido. Y la gente habla.
Él la interrogó con la mirada y la chica, después de dar un sorbo a su
café, le aclaró que fue gracias a su abuela. Durante la cena, ella comentó
con fastidio que su amiga Ana, la mujer de Roberto Gutiérrez, el de la
Renfe, la acababa de llamar por teléfono: tras varios años de ausencia,
Daniel Somoza había vuelto al pueblo.
—Pensé en lo que me habías dicho cuando nos chocamos y até cabos —
añadió.
—¿Y le contaste a tu familia que hoy habías quedado conmigo? —
inquirió Daniel mientras pensaba que, a ese ritmo, Ramón o Silvia no
tardarían en enterarse de que había estado haciendo preguntas sobre el
billete de su padre.
Elena movió la cabeza de lado a lado. Según le explicó, se imaginó que
sus padres se opondrían y que, si ella insistía, se desataría una fuerte
discusión. Además, Marcos acababa de llegar para pasar el fin de semana
con ellos, aprovechando que el domingo tendría lugar la celebración por la
venta de la fábrica, y no quería estropear la velada, así que se mantuvo en
silencio.
—No me gustaría meterte en problemas —dijo Daniel—. Si lo prefieres,
me voy. Ya te he dado el libro.
Ella hizo una mueca de indiferencia.
—Bah, que se enfaden. Solo faltaría que no pueda tomar un café con
quien me dé la gana, ¿no? Además, de todo eso hace una eternidad.
Daniel le dio la razón y, en cierto modo, admiró la determinación de la
chica.
—He oído que eres escritora.
Elena sonrió con timidez.
—Bueno, soy alguien que escribe. Lo de escritora ya se verá. Ojalá.
Estoy trabajando en una novela de misterio. Mi madre y mi tío David son
los que más me animan. A ellos les encanta leer. Me dan buenos consejos.
Al oír que mencionaba a David, Daniel sintió que se le secaba la
garganta. Se giró hacia la barra para pedir un vaso de agua y, al hacerlo,
reparó en que un hombre los estaba mirando de soslayo.
—Elena, ¿te importa que nos marchemos? Este ambiente me está
ahogando.
Ella asintió muy seria y apuró su café. Daniel fue a la barra, pagó la
cuenta y, acto seguido, los dos salieron a la calle.
—Perdona, yo…
—No te preocupes, lo entiendo. Leeré El gran Gatsby con atención. Ya te
contaré.
Daniel se esforzó por sonreír.
—¿Hacia dónde vas? —se interesó ella.
—Al cementerio. Quiero visitar la tumba de mi madre. Y la de mi
abuelo.
Elena lo observó durante unos instantes y se ofreció a acompañarlo,
siempre que no le importara. Adujo que apenas habían podido charlar y
que, además, allí nadie los molestaría. Daniel dudó, consciente de que la
presencia de esa chica a su lado, a cada minuto que pasara, incrementaría
sus problemas. Al final, inspirado por la tranquilidad que mostraba ella,
accedió. Ya era hora de dejar de huir. Visitar el lugar donde reposaban los
restos de su familia en compañía de la nieta de Lorenzo Orduña en cierto
modo tendría algo de simbólico, de catarsis, de reconciliación con su
historia. Pensó que Marta lo habría apoyado.
Se introdujo las manos en los bolsillos y se dirigieron juntos a las afueras
de Reinosa.
Al cabo de diez minutos, empujaron la puerta enrejada del antiguo
cementerio. Sobre la lápida de Beatriz Marqués, en el lado derecho del
camposanto, descansaba un ramo de flores.
27
Manchas de barro

Daniel se agachó y acarició la inscripción con el nombre de su madre. Su


recuerdo seguía fresco, tanto como el primer día de ausencia, quizá porque
nunca tuvieron oportunidad de despedirse; ni siquiera de figurarse el adiós.
El hombre que estrelló su coche contra el que conducía el abuelo acabó con
ellos en el acto. El criminal —porque no se le podía dar otro nombre a
quien se echaba a la carretera en semejante estado de drogadicción y
embriaguez— se salvó e incluso salió de la cárcel unos años después. Hubo
una época en la que a Daniel el odio lo envenenó y lo empujó a imaginar
diversas formas de matarlo, de cobrarse la venganza que el sistema le
negaba. Pero siempre desterraba de su mente todas aquellas ideaciones
homicidas repitiéndose que él no era como su padre. Él no era un asesino.
Cogió el ramo, que supuso que habría colocado Ramón, y lo olió. La
fragancia que desprendían las flores transmitía serenidad. A unos
centímetros se encontraba el sepulcro del abuelo, con la misma fecha de
defunción grabada en la piedra. A él también le habían dejado unas flores
similares, de color crema. De la tumba de Guillermo no había ni rastro,
pues nunca se llegó a cavar. Tras su suicidio fue incinerado y sus cenizas se
las llevó el viento.
Después de unos minutos de silencio, Daniel se giró y entabló
conversación con Elena, que se había mantenido a cierta distancia para
dejarle intimidad. Ella le contestó en voz baja, como si temiera molestar a
los que allí descansaban.
Quizá movido por aquel entorno en el que se respiraba paz y verdad, en
un momento dado se atrevió a hablarle de su vida y sus miserias, sin apenas
ahorrarse detalles. No le costó demasiado encontrar las palabras adecuadas.
Al fin y al cabo, era la tercera vez en dos días que trenzaba un discurso
semejante: primero lo hizo con el camarero de aquel desvencijado bar de
Malasaña y después con Silvia y Ramón. Elena escuchó con atención el
reverso de la historia que, según dijo, tantas veces había oído en casa, y
luego se interesó por lo que Daniel había hecho en las horas que llevaba en
Cantabria. Él se abrió por completo y le reveló que había estado
investigando y lo que había descubierto. Necesitaba desahogarse, vaciar lo
que le bullía dentro, y, por algún motivo, Elena le inspiraba confianza. Sin
necesidad de habérselo pedido, abrigaba la seguridad de que sería discreta.
La chica siguió la narración sin ocultar su perplejidad. Daniel la supuso
inmersa en todo tipo de cábalas y comparaciones con los datos que su
familia le habría facilitado a lo largo de su vida. De pronto tuvo la
esperanza de que ella, al confrontar ambos relatos, pudiera dar con la
explicación al misterio que en apariencia aún encerraban aquellos días del
verano de 1975, pero Elena simplemente le trasladó su estupor y se ofreció
a ayudarlo en cuanto estuviera en su mano.
Estaban hablando de ello cuando, de pronto, una voz estentórea gritó el
apellido de Daniel y la calma que reinaba en el cementerio se desvaneció.
Era Héctor Suárez, que acababa de entrar en el recinto a toda velocidad y,
con el ímpetu, había estrellado la puerta de hierro contra el muro. Lo
seguían a la carrera, con un gesto de alarma, el sargento Blanco y el agente
que había tomado las fotos del coche de Daniel esa mañana.
—¡Qué cojones haces con mi hija! —rugió Héctor.
Daniel retrocedió unos pasos, se puso rígido y apretó los músculos. Fue
esa tensión la que evitó que perdiera el equilibrio cuando el padre de Elena
llegó a su altura y lo empujó con violencia, ante el asombro de los agentes.
—¡Héctor! —chilló Laura al tiempo que penetraba jadeando en el
camposanto.
En ese instante, Blanco agarró al empresario y, con el apoyo de su
compañero, lo desplazó unos metros para alejarlo de Daniel.
—Papá, ¿qué haces? Pero ¿qué haces? —gimió Elena, retorciéndose las
manos.
—¡Evitar que este hijo de puta se acerque a ti! ¡A mi familia! —bramó
él, rojo de ira, mientras forcejeaba con el sargento para intentar liberarse—.
¡Suélteme, Blanco! ¡Suélteme, joder!
Elena dio un paso al frente y se enfrentó a él:
—¡Déjale en paz, papá! He venido con él porque he querido.
—¿Pero tú sabes quién es este tío? ¿Sabes quién es? —vociferó Héctor,
que resoplaba como un toro embravecido.
—Perfectamente.
—¿Y te da igual? Aquí también está enterrado tu abuelo. ¡Le debes un
respeto!
Daniel contemplaba la escena en silencio y en guardia. Había hecho un
enorme esfuerzo para no golpear a ese imbécil en la cara. Si Blanco no
hubiera estado allí, lo habría hecho pedazos, no tenía duda.
—Héctor, por favor… —le suplicó Laura en apenas un susurro—. Esto es
una locura.
La mujer mantenía su apariencia menuda y aniñada de siempre, pese a
haber cumplido ya la cincuentena y tener el rostro contraído por el pavor, o
quizá por la vergüenza que le provocaba la reacción desmedida de su
marido. Se aproximó a él con cautela para pedirle que entrara en razón y no
causara un problema mayor, y con la ayuda de Elena logró convencerlo de
que lo mejor era marcharse de allí.
Tras lanzar una última mirada colérica, de advertencia, Héctor se alejó
seguido por ambas. Daniel respondió irguiendo la barbilla unos centímetros
con aire desafiante, pero el empresario, ya de espaldas, no lo vio. La última
en salir del cementerio fue Elena, que rebasó la puerta cabizbaja y
arrastrando los pies.
Daniel respiró aliviado y miró a su alrededor. Las flores que hacía unos
minutos reposaban en la tumba de su madre se habían caído al suelo y, sin
darse cuenta, las había pisado. Algunas estaban manchadas de barro.
28
Cierre en falso

Había sido un cliente de Casa Vejo quien había puesto a Héctor sobre aviso.
Eso fue lo que el sargento Blanco le dijo a Daniel cuando el cementerio
quedó en calma, y él no pudo sino acordarse del tipo que lo había mirado de
soslayo desde la barra de la cafetería. Según Blanco, el hombre, que era
amigo íntimo de Héctor, los había visto salir juntos de la cafetería y los
había seguido hasta allí. Después había ido a la casona a informar al padre
de la chica, y Héctor, acompañado de Laura, se había dirigido a toda prisa al
cementerio.
—Suerte que estábamos de patrulla y los vimos venir corriendo.
Daniel cabeceó y le dio las gracias por su intervención.
—Cuanto menos se trate con esa gente, mejor —le recomendó Blanco—.
Para evitar problemas. Bueno, nosotros tenemos que irnos. No se olvide de
lo de esta tarde, por favor.
—Sí, no se preocupe. Adiós.
Una vez solo, Daniel terminó de tranquilizarse y recolocó las flores sobre
la tumba de su madre. Se estaba levantando un viento gélido, que cortaba el
aliento, y en el cielo ya no quedaba ni rastro del sol, solo un manto cárdeno
que amenazaba tormenta.
Al cabo de cinco minutos, la lluvia comenzó a arreciar y a calarle los
huesos. No llevaba paraguas, pero no le importó; recibió el aguacero con
apatía, casi como una consecuencia lógica de su estado de ánimo, y le rondó
por la mente la absurda idea de que aquellas gotas que impactaban contra
las tumbas de su madre y de su abuelo representaban el dolor de su familia,
que, desde el cielo, sufría lo indecible ante el enésimo incidente derivado de
aquel pasado que se resistía a caer en el olvido. Treinta y dos años: una
eternidad y, al mismo tiempo, nada.
Un cuarto de hora después llegó a casa chorreando y, tras saludar, se fue
directo a la ducha.
Durante la comida se centró en disfrutar de los suyos y no se refirió al
episodio del cementerio hasta que, terminados los postres, Isabel se retiró a
su cuarto entre bostezos. Ramón y Silvia, que no estaban enterados de lo
ocurrido, recibieron la noticia con indignación. Aunque Ramón ya le había
advertido de que esa gente no se tomaría bien que se relacionara con Elena,
reconoció que no esperaba una reacción así, tan desproporcionada, y Silvia
lo secundó.
—Al menos la hija no es como ellos… —apuntó ella mientras revolvía el
café—. Bueno, a decir verdad, Laura nunca ha sido tan agresiva como su
madre y su marido. Ellos… en fin.
Daniel asintió y consultó la hora.
—¿Tienes prisa? —le preguntó Ramón.
—He quedado con el sargento Blanco. Por el tema de los rayones en el
coche.
—Nosotros iremos a visitar a la abuela Amparo. Nos vemos luego,
entonces.
Media hora más tarde, cuando ya había parado de llover, Daniel atravesó
el aparcamiento del cuartel y saludó al agente que estaba a la entrada.
—Tengo una reunión con el sargento Blanco.
El hombre inclinó la cabeza y lo guio hasta una puerta de madera
desgastada.
—Sargento, ¿se puede?
—Pase.
Blanco estaba sentado al otro lado de un pequeño escritorio atestado de
carpetas y papeles. Tenía el auricular de un teléfono fijo pegado a la oreja.
—Puede irse, González —le indicó a su compañero para, a continuación,
despedirse de la persona que estaba al otro lado de la línea.
Tras colgar, el sargento entrelazó los dedos y miró a Daniel.
—Siéntese, por favor. Precisamente estaba hablando de usted.
Daniel alzó las cejas mientras tomaba asiento en una silla de color gris.
—Con el teniente Francisco Alcalá —aclaró Blanco—. Esta mañana
usted me dijo que se acordaba de él, ¿no?
—Sí. Fue uno de los que investigaron la muerte de Lorenzo Orduña.
—Exactamente.
Se hizo un breve silencio mientras el sargento se recolocaba en su butaca.
—Verá, estoy preocupado por esos rayones en su coche y lo que me ha
dicho esta mañana —reconoció con semblante serio—. Puede que no sea
nada, pero siempre me ha gustado ser precavido y…
—¿Qué era lo que tenía que contarme? —lo interrumpió Daniel
impaciente.
El sargento le dedicó un gesto de irritación antes de contestar.
—Esta mañana ya le expliqué que, hace seis años, cuando supe que me
iban a trasladar a Reinosa, llamé a Alcalá. Ese fin de semana fuimos a cenar
para celebrar mi ascenso, y entonces me habló de un caso que había
investigado aquí en los años setenta. Yo no tenía ni idea de a qué se refería,
claro.
—El de mi padre…
—Correcto. Me comentó que en aquella época él trabajaba en el Servicio
de Información de Santander, lo que entonces se conocía como «la
brigadilla». Una especie de antecedente de la policía judicial actual, para
que me entienda. En principio, lo que dijo tampoco era especialmente
relevante. Ya ve, un asesinato… No era algo tan extraño, y menos en
aquellos tiempos. El problema fue cómo lo dijo.
Daniel frunció el ceño.
—¿A qué se refiere?
—Lo dijo…, no sé, sombrío. Sí, esa es la palabra. Le pregunté por el
asunto un par de veces más y, cuando ya llevaba encima unas cuantas
cervezas, me acabó confesando sus dudas sobre aquella investigación.
—¿Sus dudas? ¿Qué quiere decir?
Blanco chasqueó la lengua.
—Alcalá creía que lo habían cerrado en falso —murmuró.
Daniel se levantó como un resorte y apoyó las manos en el escritorio.
—¿Cómo que en falso?
—Haga el favor de sentarse.
Intimidado por el tono autoritario del guardia civil, Daniel obedeció y
aguardó la respuesta del hombre.
—El teniente Alcalá se lo podrá explicar todo mucho mejor que yo.
Después de lo de esta mañana, intenté contactar con él, pero no conseguí
localizarlo. Y hace un momento me ha devuelto la llamada.
—¿Y qué es lo que le ha dicho? —preguntó Daniel, sin alcanzar a
comprender por qué el sargento estaba siendo tan directo y sincero con él
sin apenas conocerlo.
Blanco torció el gesto.
—Verá, aquella vez, en la taberna, el teniente Alcalá fue muy claro:
siempre pensó que se les había escapado alguien, un segundo implicado, o
incluso más gente. Que habían sucedido más cosas de las que supieron ver.
—Se detuvo y lo escrutó—. No sé si eso será cierto, pero me inquieta que lo
sea y que ahora pueda traer problemas, cuando yo soy el responsable en
Reinosa, ¿entiende?
Daniel, alterado por la revelación del sargento, no pudo contenerse y
masculló:
—¿Y Losada? ¿Por qué no hizo nada el jefe de Alcalá si su segundo creía
que se les estaba pasando algo? ¿Dónde está ahora?
Blanco bajó los ojos.
—El cabo Losada falleció en el setenta y seis durante un tiroteo. Un
asunto de drogas, nada que ver con esto.
Se hizo un silencio incómodo que el propio sargento rompió segundos
después.
—Espero que no le moleste, pero le he pedido al teniente que lo reciba
mañana en la comandancia, en Santander. Para hablar del asunto. Quiero
que se lo repita usted todo, sin dejarse ningún detalle. Lo espera a las doce.
¿Le viene bien?
Daniel lo miró desconcertado.
—Sí, pero… ¿ustedes creen que el responsable de los rayones puede ser
alguien que estuvo implicado en el caso?
Blanco se encogió de hombros y se reclinó en el asiento.
—Puede que no haya motivo para alarmarse. De hecho, es lo más
probable. Pero ya le he dicho que me gusta ser precavido, y si usted no tiene
inconveniente…
—Allí estaré —se comprometió Daniel tras sopesarlo unos segundos.
—Perfecto. Yo no podré acompañarlo, pero estoy a su disposición si
necesita cualquier cosa. Y no comente con nadie lo que le he contado. Es
confidencial —le advirtió el teniente.
Daniel asintió y, acto seguido, Blanco cogió una carpeta de cartón.
—Bueno, vamos con el atestado de esta mañana. ¿Ha traído la póliza?
29
Encender la mecha

Arturo acababa de encender la mecha. Ya no había vuelta atrás. A pesar de


habérselo propuesto, la noche anterior no había sido capaz de hacerlo, y esa
misma mañana tampoco. Sin embargo, esa tarde al fin había reunido el
valor suficiente y lo había logrado. La suerte estaba echada y él no pensaba
acobardarse. Solo tenía que esperar unas horas más. El plazo terminaba a la
una de la tarde del día siguiente. Después no tendría piedad, no se
detendría. Estaba decidido. Esta vez sí.
Caminaba tan absorto en sus pensamientos que, hasta que no lo tuvo
delante de sus narices, no reparó en ello. Frente al edificio en el que vivían
los Somoza había un coche con unos enormes rayones en el capó. Era un
Audi A8. Leyó lo que habían escrito y el vello de la nuca se le erizó. Rodeó
el vehículo, ansioso. En la parte trasera había otro mensaje.
Pensó a toda velocidad. Aquello no podía ser reciente. Nadie se habría
atrevido a cometer semejante imprudencia a plena luz del día. Tuvo que ser
durante la noche, de madrugada, cuando él ya se había retirado después de
seguir a Daniel Somoza durante un rato y se había metido en la cama.
Probablemente en la cafetería lo supieran desde primera hora de la
mañana. Allí las noticias llegaban antes que los periódicos. Si hubiese ido a
hacer sus crucigramas en lugar de quedarse en casa debatiéndose hasta las
tantas sobre cómo actuar…
Quizá conviniera adelantarse, no respetar el plazo.
No estaba seguro del terreno que pisaba.
30
María Güemes

Después de la reunión con el sargento Blanco, Daniel abandonó el cuartel


de la Guardia Civil y echó un vistazo a su reloj. Las seis y media. Si lo que
le había dicho Mercedes era correcto, María Güemes ya estaría con sus
amigas en Casa Vejo disfrutando de un rato de ocio. Aceleró el paso; el
testimonio de la criada de los Orduña podía ser importante.
Nada más asomarse, sintió el calor y el bullicio que había en el interior.
Sin embargo, en cuanto entró tuvo la impresión de que los parroquianos
bajaban el tono, lo mismo que por la mañana. Con un resoplido, intentó
ahuyentar aquellos pensamientos de su mente y buscó el rostro de la mujer
entre las mesas. No tardó en distinguirla al fondo: esbelta, con la mandíbula
pronunciada y los ojos negros y ligeramente hundidos entre la maraña de
arrugas que había crecido a su alrededor. Llevaba el pelo recogido en un
moño grisáceo y en las manos sostenía un churro que acababa de mojar en
una taza de chocolate caliente. Tenía desplegada ante sí una revista, pero
María no observaba las páginas; lo observaba a él, como el resto de las
amigas que la acompañaban.
Resultaba difícil descifrar su expresión. Daniel se habría atrevido a
afirmar que en sus pupilas se adivinaba cierta turbación, como la de un
animal que intuye el peligro.
Avanzó con decisión hacia ella.
De repente, María desplazó la silla hacia atrás y se levantó con
precipitación.
—Perdona, tengo que irme —oyó Daniel que les decía a sus amigas.
Él, que no quería perder la oportunidad de hablar con la mujer, se colocó
en su trayectoria y simuló una sonrisa cordial.
—Buenas tardes, María.
La criada de los Orduña, visiblemente incómoda, apartó la vista y lo
esquivó sin decirle nada.
—María, por favor, soy Daniel. Necesito hablar contigo —insistió
mientras la seguía hacia la salida y notaba los ojos vigilantes de toda la
cafetería sobre la espalda.
Ella se apresuró a abrir la puerta. Cuando ya estaba saliendo, se dio la
vuelta un instante y lo fulminó con la mirada.
—Déjame, por favor. Déjame.
Ni siquiera le dio la ocasión de replicar; sin perder un segundo, María se
ciñó la bufanda al cuello y echó a andar calle abajo.
31
Cuentas pendientes

Daniel vagó por Reinosa el resto de la tarde sumido en una espiral de


pensamientos en la que se mezclaban sin orden ni concierto la voz de una
decepcionada Marta, la reprimenda del iracundo Javier Aldaya, el eco de
los chillidos infantiles de David, los rugidos de Héctor Suárez esa mañana
en el cementerio, las palabras de las personas con las que había hablado a lo
largo de las últimas horas… Había hecho las paces con Ramón, y solo por
eso el retorno había merecido la pena. Sin embargo, al mismo tiempo,
sentía que aquel viaje, en lugar de ayudarle a olvidar, lo estaba hundiendo
aún más en el fango del pasado, que se abría a sus pies como una boca
negra e infinita.
A última hora, su paseo sin rumbo lo condujo hasta las afueras, donde se
alzaba la casona de los Orduña. Vio varios coches de alta gama aparcados
en una hilera delante del portón y supuso que pertenecerían a miembros de
la familia y a algunos amigos que ya se habrían desplazado a Reinosa para
asistir a la comida que se iba a celebrar al día siguiente. Con una punzada
de añoranza se preguntó si alguno sería el de David y si él ya estaría allí,
tras esos muros. Ni siquiera sabía qué aspecto tendría ahora; tampoco si,
tras lo ocurrido el 2 de septiembre de 1975, se habría convertido en una
persona diferente, como él.
Se sobresaltó cuando una luz se encendió en lo alto de la casona, en la
biblioteca. Una sombra pasó por delante de la cortina. ¿Y si era él? ¿Y si
era David?
Se fijó en la silueta que se proyectaba. No paraba de moverse por la
estancia y le pareció que era Héctor. Suspiró. Era mejor marcharse. No tenía
ganas de toparse con ninguno de ellos y provocar otro conflicto.
De repente, la vibración de su teléfono móvil interrumpió sus
cavilaciones. Era Álex.
Se alejó unos pasos antes de atender la llamada.
—Hola, Dani. ¿Cómo estás?
El tono con el que Daniel pronunció un lacónico «Tirando» no dejó
indiferente a Álex, que de inmediato lo inundó a preguntas. Esta vez Daniel
decidió ser completamente sincero y, sin dejar de andar para poner distancia
con la casona, comenzó a hablarle a su amigo de todo lo que le había
sucedido. La conversación se convirtió pronto en un monólogo que se
extendió por espacio de casi una hora.
—El lunes llamaré a ese abogado de Santander, con el que se supone que
estaban citados mi padre y Arturo —remató Daniel cuando terminó la
narración—. Es todo muy raro.
Su compañero respiró hondo.
—No sé qué decirte, pero ve con cuidado y no te metas en líos, por favor.
No puedes seguir como antes.
—Ya, ya lo sé, Álex. Pero necesito saber, necesito entender. No puedo
quedarme así. No después de lo que he oído.
—Lo entiendo, pero esos rayones… Además, si Ramón se entera de lo
que estás haciendo… No sé, Dani, me preocupa. ¿De verdad crees que hubo
alguien más involucrado en lo de tu padre?
—Hay varias cosas que no cuadran. Quizá ese teniente pueda ayudarme
mañana en Santander.
—Bueno, en cualquier caso, ándate con ojo.
Daniel se lo prometió y se despidieron. Después, se dirigió hacia la casa
de su hermano.
Pasó por delante de la estación de tren y, al mirarla de soslayo, dejó que
su mente viajara de nuevo al verano de 1975, a las horas que precedieron al
asesinato.
32
Una salida inesperada

Mañana del lunes 1 de septiembre de 1975


Catorce horas antes del crimen

Después de haber visto a Ernesto y a María abrazándose en aquel portal, la


abuela Amparo y Daniel reanudaron el camino a casa, ella sosteniendo el
periódico y él comiendo con desgana una gominola, resignado a pasar el
resto de la mañana en su habitación, sin su amigo David.
Estaban cruzando una bocacalle cuando, de pronto, la mujer alzó la mano
y señaló algo con el dedo índice.
—Pero ¿ese no es Guillermo?
Daniel siguió la trayectoria que indicaba su abuela. Por una calle
perpendicular, un hombre caminaba de espaldas a ellos y a grandes
zancadas. Parecía llevar un papel en la mano derecha y cargaba una mochila
azul marino al hombro. Sí, era él, se dijo Daniel. Se hallaba a bastante
distancia y, si no echaban a correr, jamás lo alcanzarían. Se preparó para
hacerlo, pero su abuela lo frenó.
—Para, para. Estará ocupado, no le molestes.
—Pero si hoy trabajaba toda la mañana en la fábrica, ¿no?
—Bueno, será algo urgente, no sé —murmuró ella, y consultó su reloj—.
Oye, ¿te apetece que vayamos un rato a la librería? Así saludamos. Todavía
es pronto para hacer la comida.
Daniel, con la mirada aún fija en aquel hombre, que sin duda era su
padre, se mostró indiferente en un principio. Sin embargo, enseguida cayó
en la cuenta de que la librería no estaba muy lejos de la casona de los
Orduña y que el paseo hasta allí supondría una nueva oportunidad de
encontrarse con David, y se apresuró a asentir. No obstante, una vez más,
no tuvo suerte, y al cabo de unos quince minutos rebasaron la puerta de
cristal del negocio sin haberlo visto.
—¿Qué tal, hija? ¿Cómo vais? ¿Necesitáis que os echemos una mano? —
preguntó Amparo cuando entraron.
Beatriz negó con la cabeza sin dejar de teclear en la máquina de escribir
que había sobre el mostrador.
—Por cierto, cielo, ¿tu marido hoy no trabajaba de mañana?
La madre de Daniel levantó los ojos del papel.
—¿Mi marido? Sí, claro. Se marchó a las seis menos cuarto. ¿Por qué?
—Es que lo acabamos de ver por la calle. Parecía ir con prisa.
—¿Seguro que era Guillermo, mamá? ¿No te habrás confundido?
—Bueno, estaba de espaldas, pero los dos lo hemos pensado, ¿verdad,
Daniel?
Él corroboró las palabras de su abuela.
—Pues no sé —dijo Beatriz—. En teoría hoy era un día normal, y nunca
salen del recinto. Espero que no haya pasado nada…
Amparo se encogió de hombros fingiendo despreocupación, pero Daniel
advirtió en su rostro la misma huella de desasosiego que leyó en la cara de
su madre.
33
Mentiras

Noche del sábado 24 de noviembre de 2007

Mientras subía las escaleras que conducían al piso de su hermano, Daniel


acarició la idea de compartir con él lo que había averiguado en las últimas
horas y, sobre todo, los detalles que le había confiado el sargento sobre la
resolución del caso Orduña. No se había olvidado de la advertencia de
Blanco respecto al carácter confidencial de la información, pero las
novedades eran demasiado relevantes como para quedárselas para sí. Sin
embargo, aquello le obligaría a reconocer que llevaba escarbando en el
pasado desde el día anterior, y temía la reacción de Ramón al comprender
que les había mentido.
Cuando alcanzó el rellano, aún no había tomado una decisión. No
obstante, nada más abrir la puerta se percató de que no sería necesario:
Ramón y Silvia lo estaban esperando en el pasillo y, por la mirada adusta
que le dedicaron, no le cupo la menor duda de que lo habían descubierto. La
expresión de ambos le recordó a la de Marta la noche que se marchó.
Isabel, que correteaba por allí, recibió la orden terminante de irse a su
cuarto a jugar, y la sonrisa con la que había recibido a su tío se le borró en
el acto. Una vez que la niña se hubo retirado, comenzaron los reproches.
—¡Nos mentiste! ¡Todo eran mentiras! —gritó Ramón, enardecido—.
Has estado preguntando por ahí, ¿verdad? Mercedes nos lo ha contado.
¡Estuviste con ella en la residencia hablando de aquello!
—Ramón, yo…
—Has hablado con más gente, ¿a que sí? ¡Por eso te pusieron esos
mensajes en el coche! —bramó, y dio un puñetazo en el aire—. ¡Te lo
dijimos, joder! ¿Es que no lo entiendes? ¿Es que no ves lo que va a pasar?
¡Silvia te lo explicó!
Daniel bajó la vista al suelo.
—Tú y yo lo habíamos discutido —intervino entonces su cuñada. Su
tono no era tanto de ira como de decepción—. Me diste tu palabra.
—Lo siento… Yo… hablé con Roberto, el de la Renfe, y…
Su hermano no lo dejó terminar. De pronto, dio media vuelta y se perdió
por el pasillo con la fuerza de un huracán. Segundos después, oyeron el
ruido de una puerta corredera que se abría y se golpeaba sin control contra
el marco del armario. A continuación, les llegó un sonido seco, como de
algo que chocaba con el suelo, y después el silbido de unas ruedas que
giraban.
Al cabo de unos instantes, Ramón reapareció. Arrastraba la maleta de
Daniel.
—Te vas —anunció con hosquedad—. Fuera de aquí.
Daniel palideció.
—Por favor, Ramón…
—¡Venga! ¡Fuera! No voy a consentir que nos mientas y hagas lo que te
dé la gana.
Silvia miró a su marido y le puso una mano en el pecho.
—Cariño, cálmate.
Pero Ramón estaba muy lejos de calmarse.
—Recógelo todo y lárgate —rugió al tiempo que daba un tirón a la
maleta y esta caía con estrépito.
Daniel contuvo el aliento y se dijo que ya no tenía nada que perder, que
debía intentarlo.
—Ramón, he averiguado…
—¡Cállate! ¡Ni se te ocurra ir por ahí! Dejé atrás todo eso hace mucho
tiempo. Nosotros vamos a cenar ahora. Mete tus cosas y, en cuanto acabes,
te vas. ¿Lo has entendido?
Era evidente que no habían planeado aquello, pues Silvia asistía a la
discusión con manifiesta estupefacción. Aun así, Daniel comprendió que,
por mucho que lo intentara, no lograría ponerla de su parte. Se mantuvo en
silencio y, unos instantes después, contempló con impotencia cómo su
hermano le daba la espalda y se introducía en la cocina seguido por su
esposa.
Tras suspirar, se giró hacia su habitación.
En ese momento, casi al fondo del pasillo, una puerta se abrió
ligeramente y el fulgor que desprendía una lámpara dibujó un arco de luz en
el suelo. Isabel se asomó y lo observó con ojos acuosos. Sin duda, había
oído la diatriba de su padre.
Daniel fue hacia la niña con la intención de fundirse con ella en un
abrazo, pero, cuando estaba a mitad de camino, alguien empezó a aporrear
la puerta principal.
34
Temblor

El presentimiento de que todo se le volvía en contra a cada minuto que


pasaba lo estaba asfixiando. Arturo había tratado de distraerse primero con
una novela policiaca y después con un absurdo programa de televisión, pero
no era capaz de concentrarse en nada que no fuera el plan trazado, un plan
que, a medida que transcurría la tarde, más arriesgado e ingenuo
consideraba y más le costaba respetar. No estaba seguro de tener el control
de la situación, y sacar aquel papel amarillento del cajón donde llevaba
guardado más de tres décadas no había sido una buena idea; lo había
trasladado de forma aún más vívida al pasado, y ahora dudaba de todo.
Jadeaba como si le faltara el aire y ni siquiera el humo del cigarrillo
conseguía calmarlo. Probó a tomarse un par copas de whisky para
adormecer el ánimo, pero fue en vano. Desesperado, salió a la calle y
avanzó febrilmente bajo un cielo negro y húmedo que amenazaba de nuevo
tormenta. Había olvidado coger el paraguas, pero no le importó en absoluto
mojarse cuando, unos minutos después, una espesa cortina de agua se
desplegó desde el cielo con contundencia. Caminó deprisa y sin rumbo
definido, engullido por la noche e indiferente al torrente que empezó a
repiquetear en las aceras y a anegarlo todo.
La cabeza le daba vueltas, mecida en una espiral interminable. Pensaba
en aquel juramento que hizo treinta y dos años atrás y que lo había
encadenado, en su hijo, en Daniel Somoza y en el resto de su familia…
Se pasó la mano por la cara para sacudirse las gotas y exhaló un suspiro
que le vació los pulmones. Su aliento se contoneó en el aire gélido.
Concluyó que no tenía ningún sentido esperar hasta el día siguiente. ¿Por
qué iba a hacerlo? No le debía nada a nadie. Al diablo con todo. Ya no tenía
nada que perder, y confiaba en que su hijo supiera entenderlo.
Cambió de rumbo y se dirigió a la avenida La Naval, hacia un portal que
conocía bien. Los charcos explotaban a su paso, como si los apuñalara con
sus botas. Cuando llegó, vio que alguien había dejado la puerta mal cerrada,
así que, sin necesidad de llamar al interfono, entró y comenzó a subir las
escaleras.
En el descansillo de la segunda planta oyó gritos que procedían de la casa
de los Somoza. Se aproximó con cautela. Reconoció a Ramón, su voz era
inconfundible. Parecía discutir con Daniel.
Mientras se debatía sobre cómo proceder, los rugidos del librero cesaron,
y Arturo solo acertó a distinguir el sonido de unos pasos que se alejaban.
Inspiró profundamente y apretó el puño para infundirse vigor.
No iba a dar marcha atrás. No podía hacerlo.
Asintió con la cabeza para sí, extendió la mano derecha y llamó a la
puerta con los nudillos, a la vieja usanza.
Los pasos que había oído cambiaron de dirección y se acercaron.
Aguantó la respiración, agitado.
Las manos comenzaron a sudarle y un temblor incontrolable se apoderó
de su cuerpo.
Antes de que la puerta se abriera, echó a correr escaleras abajo.
35
La huida

Cuando Daniel abrió la puerta, se encontró con un rellano vacío y el sonido


de las pisadas de alguien que descendía las escaleras con celeridad. En las
baldosas, iluminadas por los focos del techo, brillaban las huellas que
habían dejado lo que parecían ser unas botas de gran tamaño. El rastro de
esas pisadas y un grueso reguero de gotas confirmaba el camino que había
seguido la persona que acababa de esfumarse.
Aquella huida no tenía ningún sentido, y eso lo puso en alerta. No era
normal que alguien se presentase allí a esas horas en una noche tan
desapacible, llamara a la puerta y, sin previo aviso, desapareciese a la
carrera. Entonces se acordó de los rayones del coche. Aquello tampoco
había sido normal. ¿Y si era la misma persona?
Sin tiempo para meditarlo más, se lanzó hacia las escaleras.
—¡Tío Dani! —chilló Isabel, que lo había seguido hasta el descansillo.
Al girar el cuello con intención de calmarla y pedirle que no fuera tras él,
Daniel perdió de vista los escalones que tenía delante, pisó uno de los
charcos que el misterioso visitante había formado a su paso y resbaló.
En lugar de trazar la curva hacia la derecha que describían los peldaños,
salió despedido hacia adelante e impactó con brutalidad contra la pared.
36
Pisadas

Se despertó con la sensación de que la cabeza se le había partido en dos.


Las sienes le palpitaban con viveza y el dolor en la frente era insoportable.
El mundo apareció ante él desenfocado y cubierto por una especie de
bruma.
Hizo ademán de moverse, pero una mano lo detuvo y el arrugado rostro
de Carmelo, un médico jubilado que vivía en el primero, se materializó ante
él, a escasos centímetros.
—Se ha dado un buen golpe, joven. ¿Puede moverse o llamo a una
ambulancia?
—¿Una ambulancia?
—Hay que ir a Urgencias, Dani. —Era la voz de Ramón, que se hallaba
fuera de su campo visual. Su tono sonaba afligido, sin rastro de la ira que lo
había embargado antes.
—Sí —corroboró Carmelo al tiempo que le palpaba la cabeza con
cuidado—. Parece que no tiene brechas, pero hay que asegurarse de que no
haya una hemorragia interna. ¿Cree que puede levantarse?
—Tío Dani, ¿estás bien? —preguntó entonces Isabel desde el rellano.
—Espera aquí, hija —le pidió Silvia a la niña mientras Ramón y ella se
apresuraban a ayudar al doctor a levantar a Daniel.
Entre los tres consiguieron llevarlo a la cocina, donde Carmelo terminó
de examinarlo. Ramón y Silvia lo miraban con los labios fruncidos e Isabel
no paraba de retorcerse las manos.
—¿Viste quién era, tío Dani? —preguntó de pronto la pequeña.
Ramón irguió el mentón de manera casi imperceptible y Daniel entendió
el mensaje: no era el momento de hablar de eso; no delante de un vecino
con el que no tenían mucha confianza. No contestó a su sobrina y, por
fortuna, esta no insistió.
Cinco minutos más tarde, cuando Carmelo anunció que ya no podía hacer
nada más y se retiró, Ramón llevó a Daniel al Hospital Campoo.
Apenas intercambiaron un par de palabras durante el trayecto, uno con
los ojos fijos en la carretera y el otro con la mirada extraviada en los
edificios que se sucedían a su paso y en el manto de agua que caía sin
piedad sobre ellos, como si el cielo fuera a venirse abajo.
Encontraron las instalaciones prácticamente desiertas, y los atendieron
enseguida. Tras haberle realizado las oportunas pruebas y haberle
administrado un calmante, el personal de enfermería dejó a Daniel en el box
de Urgencias, a la espera de los resultados.
Ramón, que había salido a hablar por teléfono con su mujer, regresó poco
después y se colocó junto a la camilla.
—¿Cómo estás? —le preguntó tras unos instantes de silencio.
—Mucho mejor, gracias. Ramón, yo…
—La Guardia Civil acaba de irse de casa. Han medido las pisadas que
había junto a la puerta. Era un número grande. Un cuarenta y cuatro o
cuarenta y cinco. —Se quedó callado, como si meditara sus siguientes
palabras—. ¿Qué quería ese hombre, Dani? ¿Por qué demonios hizo eso?
—¿Cómo sabes que era un hombre?
—Por el tamaño del pie podría esperarse, ¿no?
—Mmm…, sí, supongo que sí. —Daniel se humedeció los labios—. No
lo sé, Ramón, no sé qué quería ni por qué actuó así. Todo es culpa mía…
Cruzaron una mirada titubeante, la de dos personas que están deseando
reconciliarse y no saben cómo hacerlo sin echarlo todo a perder.
—Lo siento mucho —dijo Daniel en apenas un susurro—. No quería
causaros problemas. De verdad. Yo…
Ramón aspiró una bocanada de aire.
—Ya lo sé, Dani, pero… —Se interrumpió y lo escrutó—. Mira, en su
día, cuando vi ese billete de tren a mí también me costó dejarlo a un lado, y
eso que yo no estaba en tu situación. No sé, quizá debimos estar más
pendientes de ti. Aunque eso no justifica que nos mintieras.
Daniel agachó la cabeza y repitió su disculpa.
—Había cosas que no encajaban, pero tendría que haberlo hecho de otro
modo…
Ramón clavó la vista en la camilla y retorció un trozo de sábana con aire
ausente; probablemente dudaba si le convenía sumergirse en el terreno
pantanoso que se adivinaba tras las palabras de su hermano.
—Mamá también estuvo haciendo preguntas, ¿lo sabías? —apuntó
Daniel, que detectó una oportunidad en aquel silencio—. En la estación de
tren. Roberto Gutiérrez me lo dijo.
La referencia a su madre terminó por derribar la resistencia del mayor de
los Somoza, que dejó caer los hombros con desazón, soltó la sábana y, tras
sentarse en el borde de la camilla, le pidió a Daniel que hablara, que le
contara todo.
El médico de guardia apareció en el box veinte minutos después. Les
comunicó que los resultados de las pruebas eran correctos y le concedió el
alta al enfermo, aunque le recomendó reposo y control de la evolución del
golpe. Ambos asintieron y, tras darle las gracias, abandonaron el hospital.
Una vez en el coche, retomaron la conversación en el punto en que la
habían dejado. Daniel necesitó cinco minutos para concluir su relato y,
cuando lo hizo, Ramón se mordió el labio, como si ya se estuviera
arrepintiendo de lo que iba a decir.
—Creo que mañana deberías ir a Santander a ver a ese guardia civil,
Dani —murmuró a modo de claudicación—. Todo esto es muy extraño…
Hablaré con Silvia para explicárselo, pero te pido una cosa: sé discreto, por
favor, y no hagas tonterías. No sé si corremos peligro, pero entre lo de esta
mañana y lo de ahora… Me da miedo, sobre todo por Isabel. ¿Me has
entendido?
Daniel inclinó la cabeza.
—Gracias. Te prometo que tendré cuidado.
Ramón extendió el brazo con lentitud y cerró la mano derecha en torno a
la de su hermano. Se la apretó, sellando la reconciliación.
—Siento lo de antes. Lo de la maleta —dijo con voz tenue.
Daniel sonrió de manera conciliadora, consciente de que el enfado había
estado más que justificado, y ambos se mantuvieron callados durante un
largo rato, atrapados en sus pensamientos.
—¿De veras crees que Arturo puede estar involucrado en todo esto? —
inquirió Ramón de pronto, mientras tomaba una curva—. Llevo
cruzándome con él media vida y nunca… Recuerdo que mamá tuvo alguna
discusión con él después de lo papá y que luego dejaron de tratarse, pero…
Daniel sintió una punzada en la boca del estómago al oír que su hermano
seguía refiriéndose a su padre como «papá», pero omitió cualquier
comentario al respecto y, en su lugar, respondió:
—¿Te acuerdas de aquel lunes al mediodía? El del uno de septiembre,
cuando volvió a casa. Nos dijo que lo habían despedido y luego, que se
marchaba con Arturo. Ni siquiera se quedó a comer. ¿Te acuerdas de eso?
—Sí.
—¿Y si lo planearon todo entonces?
Ramón barrió la parte superior del volante con los dedos.
—No lo sé, Dani. No sé qué pensar.
37
El despido

Mediodía del lunes 1 de septiembre de 1975


Once horas antes del crimen

Los Somoza tenían la costumbre de almorzar casi todos los días en casa de
los abuelos, donde los esperaba la comida que Amparo preparaba con
esmero. Solían hacerlo alrededor de las dos y media, con la librería ya
cerrada y Guillermo de regreso de Aceros Campoo; cuando tenía turno de
tarde, él comía antes, solo, y ya no volvía hasta las diez y media de la
noche. Durante el verano también mantenían esa rutina; únicamente la
habían suspendido durante unos pocos días de agosto, cuando Beatriz y
Guillermo cogieron unas breves vacaciones y se fueron con los niños a
visitar a los abuelos paternos en León. Desde entonces, ella se había
dedicado a trabajar con ahínco en la librería, intentando sacarla adelante, y
él había retomado su jornada en la empresa de los Orduña, pues hasta
mediados de septiembre no tendría más días libres.
Ese mediodía, el padre de Daniel apareció más tarde de lo habitual, y lo
hizo con un aspecto espantoso. En su rostro, macilento, sobresalían unas
ojeras pronunciadas, y el párpado del ojo izquierdo le subía y le bajaba en
una especie de tic.
—¿Dónde te habías metido? —lo interpeló Beatriz con sequedad cuando
él entró en el comedor, donde estaban sentados a la mesa—. Mi madre te ha
visto esta mañana por la calle. ¿No tenías que estar en la fábrica?
Guillermo le lanzó a su suegra una mirada aviesa.
—Me han echado —contestó entre dientes mientras dejaba su mochila en
una silla y sacaba el papel en el que se le comunicaba el despido.
—¿Cómo? —exclamó Beatriz, perpleja, al tiempo que se levantaba y le
arrancaba el documento de las manos. Se detuvo unos instantes para leerlo
y luego pateó el suelo—. ¡Dios, Dios…! Ha sido por la maldita
concentración, ¿verdad?
Guillermo no respondió, aunque su silencio resultó esclarecedor.
—¡Te lo dije! —estalló ella, y lo golpeó en el pecho con el dedo índice
—. ¡Te lo dije! ¡Estabais jugando con fuego! ¿Y ahora qué? ¿Eh? ¿Qué
hacemos?
El hombre agachó la cabeza y comenzó a revolverse el pelo con
nerviosismo. Luego, como si pudiera servir de consuelo, murmuró con tono
sombrío:
—También han despedido a Ernesto…
Pero aquello a Beatriz, según dijo, le traía sin cuidado.
En ese momento, los abuelos se pusieron de pie y se colocaron al lado de
su hija.
—Hablad con Federico Setién —le dijo Julián a su yerno con voz
metálica—. Él sabrá qué hacer.
Guillermo torció los labios y en su rostro se dibujó una expresión de
desdén.
—Esto no va de derecho, sino de respeto. Y eso no se gana en los
tribunales.
—Déjate de bobadas. Que Federico presente una demanda. Así es como
se hacen las cosas.
El padre de Daniel soltó un gruñido y acabó reconociendo que esa tarde
habían quedado con el abogado para comentar el asunto.
—Entonces ¿tenéis reunión del sindicato? —inquirió Beatriz—. Si es así,
quiero ir —agregó con firmeza.
—Ya estamos… Es secreto, ¿entiendes? Se-cre-to. No sé cuántas veces
tengo que repetirlo.
Las mejillas de la mujer se encendieron.
—Os sentís muy hombretones e importantes yendo todos juntos a
escondidas a esas reuniones, ¿verdad? Pues dais pena. Dais pena. Y no solo
es tu vida lo que está en juego. Piensa en tus hijos. Además, si ya habéis
quedado por la tarde, ¿se puede saber qué hacías esta mañana por ahí? ¿Por
qué no viniste a verme?
—Porque teníamos otras reuniones. Nos habían despedido a Ernesto y a
mí, ¿qué querías?
Julián le hizo un gesto apaciguador a su hija, que había enrojecido por
completo y parecía a punto de emprenderla a golpes con Guillermo.
—Venga, Bea, vamos a comer. Cuando la cosa se calme un poco, puede
que Lorenzo rectifique. No sería el primer empresario que lo hace. De
momento tendremos que tirar todos de la librería. Mañana he quedado en
Palencia con un proveedor de material de oficina. Con este panorama y lo
poco que vendemos últimamente, ya no hay alternativa, hija: tenemos que
dedicar una parte a papelería.
El tono afligido de Julián revelaba que aquello representaba una auténtica
catástrofe para él; remodelar el negocio implicaría desprenderse de una gran
porción de los volúmenes que atesoraba, el principal motivo de orgullo del
librero. Había estado resistiéndose a ese cambio durante meses, trabajando
incluso las tardes de verano, pero ya se había rendido a la evidencia.
Ella asintió con aire de lástima y se sentó. Daniel, que esperaba que su
padre hiciera lo mismo, se sorprendió al ver que este recuperaba su mochila
y se la colgaba al hombro, como si no fuera a quedarse a comer, a pesar de
que acababa de llegar.
—Papá, ¿te marchas? —se atrevió a preguntarle confuso.
—Voy con Arturo. Necesito pensar.
38
Niebla negra

Madrugada del domingo 25 de noviembre de 2007

No había manera de que Arturo consiguiera dormir, estremecido por los


temores que, como espectros alados, acudían a robarle el sueño en cuanto
bajaba los párpados. El despertador marcaba las cinco y media y el
segundero reptaba con parsimonia por la esfera acristalada.
Estaba dando la enésima vuelta en la cama cuando el sonido del interfono
lo sobresaltó. Fue un toque breve, tímido, casi un bisbiseo que reverberó en
la quietud de las tinieblas, pero resultó más que suficiente para ponerlo en
guardia. Se sentó en el borde de la cama y auscultó en la oscuridad. ¿Y si se
lo había imaginado?
Un silencio fantasmal se esparció por el piso hasta que, unos segundos
más tarde, se produjo otro timbrazo, esta vez más prolongado, como si su
visitante estuviera perdiendo la paciencia o alguna urgencia lo apremiara.
Se levantó de un salto y tuvo la impresión de que el corazón, desbocado, iba
a estallarle en el pecho.
Fue de puntillas hasta la ventana y levantó ligeramente la persiana.
Después se agachó y pegó el rostro al hueco que se había abierto, por el
cual se colaba la luz anaranjada y ajada de las farolas. La noche era cerrada
y una espesa niebla lo envolvía todo. No se atisbaban ni la acera ni la
carretera, aunque, en cualquier caso, pensó Arturo, quien había llamado se
encontraría junto al portal, de modo que, por razones de pura perspectiva,
habría sido imposible ver nada.
Dubitativo, acabó retirándose del cristal y fue a encender la luz. Después,
tras un recorrido que le pareció interminable, llegó a la altura del
telefonillo. Con dedos temblorosos, descolgó el auricular y se lo llevó a la
oreja.
—¿Sí?
Nadie contestó, pero Arturo percibió el rumor de una respiración.
—¿Sí? —insistió.
Una voz apagada pronunció un rápido «Yo», y eso le bastó para
reconocer a su propietario. Tragó saliva. Era lo que se había supuesto al oír
el timbre, pero ¿qué diablos hacía allí? No tenían nada más que hablar…
Lamentó no haber sido más valiente unas horas atrás frente al piso de los
Somoza y apretó el botón del portero automático.
Acto seguido, abrió la puerta y se asomó al umbral.
Aguzó el oído. La persona que había llamado ya estaba dentro del portal
y subía las escaleras despacio, como si le costara un mundo.
Al cabo de un minuto, su rostro apareció tras el último recodo de la
escalera. Se le ocurrió que podía negarse a que entrara en casa, pedirle que
se marchara y lo dejara en paz. Sin embargo, no lo hizo y, tras intercambiar
un saludo silencioso, se echó a un lado. Se dijo que no había nada que
temer, que simplemente querría comunicarle la decisión que había tomado
tras el ultimátum que él le había dado esa tarde.
Una vez en el interior del piso, recordó que aún conservaba algo de café
que le había sobrado del día anterior. Creyó que sería buena idea servir un
poco para destensar los ánimos, y se lo ofreció a la otra persona, que aceptó.
Sí, venía en son de paz, estaba claro.
Un cuarto de hora después, en el salón, la taza que Arturo sostenía se le
resbaló entre los dedos y rodó por la alfombra. Una mancha negruzca
oscureció el tejido. Disgustado, quiso agacharse para ver mejor el
estropicio.
Entonces se dio cuenta de que la vista se le estaba nublando y le faltaba
el aire.
La cintura se le dobló al sentir un dolor insoportable en el estómago,
como si se lo estuvieran abriendo con un estilete, y empezó a convulsionar.
Cayó de la silla y se retorció en el suelo.
Entre estertores, quiso pedir auxilio a la persona que seguía sentada a la
mesa. Intentó hablarle, pero de la boca solo le salieron unos espumarajos.
La mano con la que fue a agarrarle la pierna no le respondió y, despavorido,
notó que se ahogaba, que los pulmones habían dejado de funcionarle.
Fue en ese momento cuando la niebla que se había desplomado sobre
Reinosa le llegó a los ojos y todo se apagó para siempre.
SEGUNDA PARTE
39
Luces

Mañana del domingo 25 de noviembre de 2007

Daniel se calzó las deportivas, comprobó que había metido las llaves en el
bolsillo de la sudadera y salió de casa.
Se había despertado hacía casi una hora, a las seis y media. Harto de
rodar de un lado para otro de la cama, había decidido ir a pasear tras
tomarse una taza de café. Después del golpe sufrido la noche anterior en la
cabeza, resultaba obvio que no podía plantearse correr como si nada hubiera
sucedido, tal y como solía hacer en Madrid, pero estaba convencido de que
caminar un poco a primera hora de la mañana le vendría bien y no
supondría contravenir el consejo médico ni asumir ningún riesgo. Hacer
ejercicio siempre le había ayudado a pensar con mayor nitidez, como si el
movimiento del cuerpo estimulara el de las neuronas.
El frío y la oscuridad aún reinaban en la calle, y una densa niebla que se
fundía con el resplandor de las farolas pintaba los alrededores de negro, gris
y naranja. Contuvo un escalofrío y, mientras cruzaba el paso de cebra
esquivando un charco, se subió la cremallera de la cazadora hasta la nuez.
Al erguir el mentón para no pillarse la piel, posó la vista en el bloque de
enfrente y advirtió que una luz brillaba en el piso de Arturo. Daniel se
figuró que, como él, el hombre se habría desvelado y habría sido incapaz de
permanecer en la cama, a pesar de ser domingo. Pensó que era una lástima
que hasta el lunes no pudiera contrastar con aquel abogado de Santander,
Carlos Cayón, la versión que Arturo le había dado sobre la cita que su padre
y él supuestamente concertaron en su bufete. Estaba seguro de que el
antiguo obrero le había mentido, y en poco más de veinticuatro horas
esperaba estar en condiciones de demostrarlo para, a continuación, visitarlo
de nuevo, arrinconarlo y sonsacarle la verdad. Además, ahora contaba con
el beneplácito de Ramón, y quizá también con el de Silvia. La noche
anterior, al llegar a casa, Daniel se había ido directamente a su habitación
siguiendo el consejo de su hermano, y no sabía si ella también habría
cambiado de opinión respecto a las investigaciones que él estaba realizando.
Confiaba en que así fuera.
No tardó mucho en reparar en que no era el único que había salido de
casa antes de que amaneciera. En cuanto hubo recorrido unos metros, se
topó con Federico Setién, el veterano abogado laboralista, que estaba
agachado en la acera atándose los cordones de las zapatillas. La luz de una
farola le caía sobre el rostro y le iluminaba las facciones. Los años no
habían pasado en balde para aquel hombre: el pelo le escaseaba por
diversos puntos, las patas de gallo le asolaban los ojos y su cuello era ahora
una larga papada. Aunque se hallaba en cuclillas, en su impermeable se
adivinaba una curva pronunciada a la altura del vientre. Poco quedaba del
abogado enjuto y bien parecido que, en 1975, con apenas treinta y tres años,
había sido el más joven del grupo de amigos que formaba con Guillermo,
Arturo y Ernesto.
El letrado terminó la última lazada y se puso de pie. Daniel tuvo la
impresión de que a Federico le costaba ubicarlo en la memoria, puesto que
lo examinó más tiempo de la cuenta antes de saludarlo con cierta
indiferencia.
—Daniel —le dijo finalmente con voz pastosa.
No hizo ademán de estrecharle la mano y Daniel tampoco lo intentó;
hacía años que no tenía relación con aquel hombre, ni buena ni mala, y se
limitó a corresponder el saludo. Como ninguno añadía nada, se desplegó
entre ellos un extraño silencio que se fundió con la humedad de las últimas
horas de oscuridad.
—Me alegro de verte —acabó murmurando Federico, visiblemente
incómodo, al tiempo que se metía las manos en los bolsillos del pantalón de
chándal.
—Sí, yo también.
Por cortesía, Daniel le preguntó cómo estaba, a lo que el abogado
contestó sin entusiasmo que se había jubilado unos meses atrás y que se
había trasladado definitivamente a Reinosa hacía unas semanas; ya no
limitaba sus estancias a la época estival como antaño, apuntó.
—En Santander siempre salía a correr temprano, pero aquí… Bueno, ya
empieza a hacer demasiado frío. A veces hay hasta placas de hielo. Creo
que pronto lo dejaré —agregó, y echó una ojeada a la indumentaria
deportiva de Daniel, como si quisiera advertirle de que no se confiara a la
hora de hacer ejercicio por aquella gélida localidad—. En fin, sigo, que en
un rato vienen mis hijos con los nietos. Hasta luego.
En realidad, a Daniel le habría gustado hablar con él del verano de 1975,
recabar su versión sobre lo ocurrido, pero entendió que, a las siete y media
de la mañana de un domingo, seguramente no era el mejor momento. Se
despidió de él y estuvo caminando durante casi dos horas a lo largo y ancho
de Reinosa sin apenas cruzarse con nadie.
Cuando el sol ya escalaba el horizonte y la niebla casi se había
desvanecido, enfiló la avenida Castilla y se dejó caer por las inmediaciones
de la casona de los Orduña. Ese día iba a celebrarse la comida por la venta
de la fábrica, según le había comentado Ramón la tarde anterior, y aunque
encontrarse con David o alguno de los miembros de esa familia era lo
último que deseaba, una fuerza interior nacida de lo más hondo de su ser lo
arrastraba hacia allí como un imán.
Se acercó con cautela, escudriñando los ventanales en busca de
movimiento.
—¿Qué coño haces?
Daniel dio un bote, sobresaltado, y buscó con la mirada al propietario de
aquella voz.
Descubrió que se trataba de Marcos Orduña, que se hallaba en los
jardines de la casona, a unos cinco metros del portón y algo escorado. Por
eso no lo había visto. Iba vestido de calle, con unos vaqueros grises y una
cazadora gruesa y acolchada del mismo color, y un cigarrillo encendido le
colgaba de los labios. Pese a haber entrado en la setentena, Daniel
comprobó que no había perdido ese punto atractivo de galán que siempre lo
había caracterizado; conservaba intacta su tupida mata de pelo, aunque
ahora muy encanecida, y mantenía el porte enhiesto y elegante, con el
rostro impecablemente afeitado.
—Nada, paseo —le respondió, desafiante.
Marcos entrecerró los ojos y en ese momento, a su lado, apareció su
cuñada, Ángeles, que echó a andar hacia el portón con zancadas decididas.
La mujer, que parecía menos alta que en su juventud por caminar
ligeramente encorvada, debía de rondar ya los setenta y cuatro años, pero en
sus ademanes coléricos no se advertía signo alguno de senectud. En ese
momento llevaba el pelo corto, por encima de las orejas, y mantenía el color
negro azabache, a todas luces producto de un tinte. Iba ataviada con un
pantalón de pijama de franela y un plumífero azul que le cubría un poco
más abajo de la cintura y la protegía del frío que aún congelaba Reinosa.
Daniel no pudo estudiarla mucho más, puesto que ella se aproximó a los
barrotes con paso furibundo y le espetó:
—¡Lárgate y pasea en otra parte! —Hizo un aspaviento—. Aquí no eres
bienvenido.
Él sintió el impulso de agarrarse al portón, que estaba cerrado, y
plantarles cara, pero en el último instante desistió; bien sabía que sería
absurdo y que nada bueno obtendría buscando pelea.
Ya se disponía a proseguir su camino cuando, al echar un último vistazo a
la casona, percibió en lo alto la silueta de alguien que se asomaba al
ventanal de la biblioteca, que tenía las cortinas descorridas. Pese a la
lejanía, le pareció que se trataba de la versión adulta de David, y el vello se
le erizó. Durante un segundo tuvo la sensación de que su antiguo amigo lo
había visto frente al portón y que sus miradas se cruzaban, como hacía
treinta y dos años. Pero fue solo eso, un segundo, quizá una mera ilusión,
pues la figura desapareció de inmediato.
Veinte minutos más tarde, Daniel se adentró en la avenida La Naval con
paso lánguido. Cuando ya encaraba el último tramo, distinguió una vez más
los rayones de su coche y profirió un improperio. ¿Quién demonios podía
estar detrás de aquello? ¿Y qué pretendía? ¿Sería la misma persona que la
noche anterior había huido por las escaleras tras llamar a la puerta del piso
de su hermano?
Como por instinto, elevó la vista hacia la vivienda de Arturo. Advirtió
que las persianas estaban a la misma altura que hacía dos horas, y que,
aunque ya era de día, las luces seguían encendidas. Le extrañó que el
antiguo amigo de su padre no las hubiera apagado y, al recordar el estado en
el que lo encontró la mañana anterior, se preguntó si no le habría ocurrido
algo. Se planteó la posibilidad de llamar al timbre para asegurarse de que
estaba bien. Consultó su reloj. Aún era muy temprano y, a fin de cuentas, no
podía descartar que el hombre, tras desvelarse, simplemente se hubiera
quedado dormido, o que incluso todavía estuviera en la cama y se hubiera
dejado las luces dadas al acostarse. Se convenció de que no había motivos
para alarmarse y siguió su camino.
En casa solo encontró a Ramón. Estaba sentado en la cocina, con una
taza de café humeante en las manos, y parecía enojado.
—¿Dónde estabas?
—Dando una vuelta, ¿por?
—¿A estas horas?
—Bueno, no podía dormir y…
—La próxima vez deja una nota, por favor. Después de lo de ayer…
—Ya. Tienes razón, perdona.
Daniel fue a su habitación a dejar el abrigo. Después tomó asiento frente
a su hermano.
—¿Y Silvia e Isabel? ¿No están?
No las había visto en el breve trayecto que había hecho hasta el
dormitorio.
Ramón dio un sorbo a la taza de café. Luego, alicaído, respondió:
—Se han marchado. Hace quince minutos.
—¿Tan pronto? ¿Adónde?
—Ayer discutimos, Silvia y yo. No entiende que ahora esté de tu parte,
que te apoye en todo esto. No quiere que sigas enredando.
—No estoy enredando, Ramón —replicó Daniel—. Esto nos incumbe a
todos. No es un capricho, y tú lo sabes.
Por la expresión de desconsuelo que apareció en el rostro de su hermano,
Daniel comprendió que no era necesario insistir, y que lo que realmente le
preocupaba era la posibilidad de que aquello, de un modo u otro, afectara a
su matrimonio. De hecho, ya había comenzado a hacerlo, a juzgar por sus
palabras.
—Creo que lo acabará entendiendo, pero… —Resopló—. Se ha ido a
Suances a ver a su hermana. Con la niña. Me imagino que para
desahogarse.
Daniel lo miró con lástima y se colocó los dedos en las sienes,
meditabundo.
—Yo no quiero causaros problemas, de verdad. Todo esto… No sé, tal
vez sea mejor que no vaya a Santander… —se oyó murmurar, como si
quien hubiera pronunciado aquellas palabras fuera otra persona.
Pero Ramón sacudió la cabeza.
—No, nada de eso. Lo que me contaste ayer… Es mejor que hables con
ese guardia civil. Además, fue Blanco quien te lo pidió, ¿no? No es algo
que eligieras tú.
—Sí, pero…
—Que ese hombre te cuente lo que sea y luego ya veremos qué hacer —
zanjó Ramón—. En un rato, cuando hayan llegado a Suances, llamaré a
Silvia por teléfono. Intentaré explicárselo otra vez. Si sigue sin estar de
acuerdo, bueno, quizá lo dejemos estar, como dices. Y en ese caso, esta vez
cumplirás tu palabra —añadió con tono terminante.
Daniel, que confiaba en que aquella situación no llegara a darse, se vio
obligado a asentir y no dijo nada. Después, aparentemente satisfecho,
Ramón se levantó y le ofreció una taza de café y un par de magdalenas.
Al filo de las diez y media, cuando ya habían desayunado y se había dado
una ducha, Daniel se preparó para viajar a Santander. Antes de marcharse,
pasó de nuevo por la cocina para despedirse.
—Espero que vaya bien con Silvia —le deseó a su hermano desde el
umbral de la puerta.
Ramón, que seguía allí con aire alicaído, forzó una sonrisa.
—Gracias. Que tengas suerte con ese teniente.
—Sí, luego hablamos.
Ya en la calle, Daniel se aproximó a su coche, cuya carrocería rayada
centelleaba bajo el sol. Antes de subirse, miró hacia el piso de Arturo. Las
luces todavía estaban encendidas. Pensó una vez más en aquel hombre y en
lo que podía estar escondiendo. ¿Habría estado involucrado en el asesinato
de Lorenzo Orduña? ¿Y otras personas del sindicato, como le había
deslizado Mercedes en la residencia?
Se acordó entonces de la conversación que la abuela Amparo mantuvo
con Ernesto Posadas en el parque la tarde previa al asesinato, el 1 de
septiembre de 1975. En su día, con poco más de ocho años y un
desconocimiento casi total de los hechos que se estaban produciendo a su
alrededor, fue incapaz de entender el significado de las crípticas palabras
que había pronunciado el hermano del fallecido Jesús.
Ahora, después de todas las averiguaciones que había hecho, dudaba
sobre lo que aquel hombre quiso decir.
40
Presión

Tarde del lunes 1 de septiembre de 1975


Ocho horas antes del crimen

Acababan de dar las seis y media de la tarde, y ya hacía más de dos horas
que Beatriz y el abuelo Julián se habían marchado a la librería. Daniel y
Ramón se habían quedado en casa con la abuela Amparo y trataban de
distraerse jugando a las chapas, pero los últimos acontecimientos lo hacían
muy difícil. Daniel no dejaba de pensar en su padre, que al mediodía les
había anunciado de forma abrupta su despido de la fábrica y después había
salido corriendo a reunirse con su amigo Arturo sin ni siquiera comer algo.
Desde entonces no habían tenido noticias de él.
—Venga, os preparo unos bocadillos y vamos al parque —propuso
Amparo—. No podemos estar así todo el día.
Ellos no mostraron entusiasmo, a diferencia de lo que habría ocurrido en
una situación normal, pero tampoco se negaron. Al cabo de veinte minutos
llegaron al parque. Allí se toparon con Ernesto, que estaba sentado en un
banco con aire ausente. Al verlo, Amparo indicó a los niños que se
divirtieran un rato y se apresuró a tomar asiento junto al hombre. Daniel y
Ramón la obedecieron, pero la proximidad de los columpios y el escaso
ímpetu que pusieron en impulsarse les permitió escuchar gran parte de la
conversación que la mujer inició enseguida con el obrero.
Primero oyeron que ella se interesaba por el reciente despido de Ernesto
y la situación en que lo dejaba. El hombre le restó importancia con un gesto
y vino a decir que ya contaba con ello desde hacía tiempo. A fin de cuentas,
adujo con amargura, el papel que había asumido en el sindicato tenía sus
riesgos y contrapartidas. Aun así, con la ayuda de su abogado, Federico
Setién, tenía la esperanza de poner remedio a la drástica decisión que había
tomado el empresario y recuperar su puesto de trabajo. Lo que le había
cogido por sorpresa, reconoció, era que Lorenzo hubiera echado también a
Guillermo, pues no era este quien llevaba la voz cantante en la lucha por los
derechos de la clase obrera; en realidad, tan solo se trataba de un trabajador
afiliado más que arrimaba el hombro y colaboraba con sus compañeros en
la persecución de ese objetivo común. Era cierto que, en ocasiones, durante
las reuniones, dejaba entrever ciertos delirios de grandeza y que tenía
ocurrencias un poco extravagantes y demasiado peligrosas para todos, muy
arriesgadas, añadió, pero eso Lorenzo no podía saberlo.
Si a su abuela Amparo le chocó que el hombre le hablara tan a las claras
de la existencia de aquella organización clandestina y del rol que su yerno
desempeñaba en ella, no lo demostró en absoluto. Se mantuvo impertérrita,
y luego preguntó:
—¿Delirios de grandeza?
Ernesto agitó la mano en el aire.
—Bah, nada importante. Ya sabe usted que le tengo aprecio, pero a veces
se cree que es el más listo de todos, se piensa que sus ideas cambiarán el
mundo. Por ejemplo, un día me aseguró que estaba cerca de lograr que la
fábrica se vendiera a los alemanes, que tenía un plan para conseguirlo. —
Puso los ojos en blanco—. Menuda gilipollez. Hará casi dos meses de eso.
Menos mal que dejó de decirlo, porque no soporto cuando se hace el
interesante sin ningún sentido. En fin…
Daniel, que lo observaba todo con atención, vio que su abuela asentía con
la cabeza, como si aquel comportamiento no le extrañara en absoluto.
—Pero ¿qué es lo que ha sucedido? —inquirió ella.
El obrero se pasó la mano por la frente y le contó que, aunque Lorenzo
había anunciado que esa semana ni Marcos ni él irían a la empresa, lo cierto
era que esa mañana el empresario se había presentado en la fábrica. Según
Ernesto, lo vieron llegar sobre las diez, solo, sin su hermano y destilando
una cólera que asustaba, como si la hubiera estado acumulando durante toda
la noche y se hallara a punto de implosionar. Nada más irrumpir en la nave,
el empresario buscó a Guillermo por las instalaciones y, en cuanto dio con
él, le ordenó que lo acompañara a su despacho. Ante la estupefacción de los
demás, este echó a andar muy ufano, demasiado quizá, con la espalda recta
y la mirada desafiante, y Lorenzo se encerró con él dando un portazo.
Guillermo salió de allí al cabo de un par de minutos con el rostro inflamado
y una carta arrugada en la mano. En ella se le comunicaba el despido.
El siguiente en desfilar por ese despacho, según explicó Ernesto, había
sido él mismo, a requerimiento del empresario y en calidad de presunto
organizador de la concentración del domingo. En cuanto la puerta se cerró,
Lorenzo Orduña comenzó a lanzarle todo tipo de improperios, pero él no se
dejó pisotear y le hizo frente; agarró a aquel imbécil de la pechera y,
cansado de sus bravuconadas, lo amenazó con pasarlo a cuchillo o
guillotinarlo, como en la Revolución francesa. Lorenzo forcejeó y consiguió
soltarse. Después, este dio un paso atrás y, temblando de ira, cogió la carta
de despido que tenía sobre la mesa y se la arrojó a la cara con desprecio.
Ernesto soltó una risotada metálica.
—Me marché de allí sin más. Igual el hijo de puta de él pensaba que iba a
arrodillarme y a besarle los pies, no te jode. El muy cretino aún no se ha
dado cuenta de que sin nosotros no es nada. Pero ya verá, ya. Federico va a
recurrir el despido y le reclamará todos los daños y perjuicios habidos y por
haber. Y también está pendiente lo que le pasó a mi hermano. El juzgado ya
está investigándolo. Este tío se va a enterar. Va a tener lo que se merece.
Amparo lo miró con escepticismo.
—¿Tú crees que irá a la cárcel por lo de Jesús?
Daniel redujo aún más el ritmo de su balanceo en el columpio para no
perder detalle de la respuesta del hombre, que escrutó a la mujer con
semblante torvo.
—No tengo demasiadas esperanzas, no te voy a mentir —reconoció este
pasando al tuteo—. Un obrero muerto no es tan importante, al parecer. Pero
sí espero darle guerra y complicarle la vida. Jodérsela para siempre, a ser
posible. Por mi hermano. Y en la fábrica tampoco lo tendrá fácil:
organizaremos huelgas y manifestaciones, una tras otra. Ya verás: pronto
aprenderá que con nosotros no se juega.
Amparo se estremeció, probablemente consciente de que, con toda
seguridad, su yerno se vería envuelto en ese siniestro panorama que
pronosticaba Ernesto.
—También recurriremos el despido de Guillermo, por supuesto —repuso
él—. Ya me ha dicho que está de acuerdo. —Hizo una pausa y se levantó—.
Tened paciencia, Amparo. Si todo va bien, en unos meses habremos sacado
al gilipollas ese del tablero y nosotros estaremos dentro, y encima con una
buena pasta en el bolsillo. Ah, y si Franco la palma por el camino, pues
tanto mejor. Es el consuelo que me queda después de la muerte de Jesús.
41
Francisco Alcalá

Santander, mañana del domingo 25 de noviembre de 2007

Si ya en 1975 no destacaba por ser delgado, ahora el teniente Francisco


Alcalá lucía un corpachón más que notable, que debía de rondar los cien
kilos. Se había dejado una barba poblada y encrespada como una
enredadera, tal vez como forma de compensar los cuatro pelos que le
quedaban en la cabeza, y el rostro, grande y sonrosado, daba la impresión
de haberle crecido sobre un cuello que, por sus dimensiones, recordaba al
de un toro. Una mata de vello le asomaba, rebelde, por encima del último
botón abrochado de la camisa azul que vestía, y el hombre la tomaba entre
los dedos y la retorcía a la menor oportunidad que tenía, sobre todo cuando
reflexionaba, como pudo comprobar Daniel enseguida con cierta sensación
de repulsión. El teniente no llevaba uniforme y lo había recibido en su
despacho de la comandancia de Santander hacía cinco minutos. Tras un
saludo formal, le había pedido que tomara asiento al otro lado del escritorio
y había comenzado a perorar sobre sí mismo y sobre su periplo en la
Benemérita a modo de introducción. Ya no era ese joven apocado y
ensombrecido por la presencia de su superior que había visitado la casa de
los Somoza treinta y dos años atrás.
Después del circunloquio sobre sus diferentes destinos en la Guardia
Civil, Alcalá se centró en el motivo que los había reunido en aquel gran
edificio de fachada marrón situado a las afueras de la capital cántabra.
—El caso de Lorenzo Orduña fue uno de los últimos que tuve por esta
zona. Antes de pedir el traslado a Asturias, quiero decir. Aunque por aquel
entonces tampoco es que llevara muchos a mis espaldas. Era un novato —le
explicó mientras jugueteaba, distraído, con uno de los mechones del pecho.
Luego, más serio, agregó—: Todavía me acuerdo de la última vez que
estuve en el piso de sus padres. No era usted más que un niño, y en unas
circunstancias terribles…
Daniel, que hasta entonces había escuchado el monólogo tirando de
paciencia e incluso había acusado cierto adormecimiento, se retrepó en la
silla y focalizó su atención en el hombretón.
—Lamento lo de su madre —dijo el teniente, y movió su manaza para
acompañar sus palabras—. Me enteré de su fallecimiento un tiempo
después, cuando yo ya no estaba aquí.
Daniel inclinó levemente la cabeza en señal de agradecimiento y
murmuró:
—Disculpe, si no le importa, me gustaría…
Alcalá cabeceó.
—Que fuese al grano, ¿no? Sí, sí, claro. Suelen decírmelo. —Se detuvo
unos instantes y paseó la mirada por el despacho, evocador—. Ya sé que
ayer Blanco le adelantó algo. En efecto, siempre creí que quedaron cabos
sueltos, cosas que no fuimos capaces de aclarar, y eso fue lo que le comenté
a él en su día, sí, para que tuviera los ojos bien abiertos cuando llegara a
Reinosa. —Se encogió de hombros—. La verdad es que esas marcas que le
han hecho a usted en el coche dan que pensar, no se lo voy a negar, pero
vamos, que no tienen por qué estar relacionadas con el caso. En mi opinión,
el sargento se está preocupando demasiado. Además, nunca pudimos probar
que hubiera un cómplice. Es mucho suponer que se trate de alguien que se
nos escapara, tanto tiempo después, ¿no le parece?
Daniel no respondió y aguardó a que Alcalá prosiguiera.
—En realidad, quien le hizo esos rayones pudo ser cualquiera, sin ningún
tipo de vínculo con lo de Orduña —recalcó el teniente—. Y lo mismo
ocurre con el hombre que llamó anoche a su puerta y salió corriendo.
Blanco ya me ha hablado de ello —aclaró, y señaló el teléfono
significativamente—. Además, hay algo que tal vez el sargento no haya
tenido en cuenta.
—¿A qué se refiere?
—A que todo lo relativo a ese crimen ha prescrito, así que ¿por qué iba a
temer alguien que usted indagara sobre ello? ¿Por qué iba a querer
asustarlo, como sugiere el sargento?
Daniel se removió en la silla.
—Y entonces ¿qué hago aquí? —dijo, sin disimular su contrariedad por
la actitud del hombre.
—Ya se lo he dicho: mi compañero está preocupado y, para quedarse
tranquilo, quiere que usted me cuente todo lo que le ha sucedido durante
estos días, todo lo que sabe, por si fuera aconsejable tomar alguna
precaución. Así que adelante. Aunque ya se puede imaginar mi parecer al
respecto. —Se calló durante unos segundos y lo estudió con curiosidad—.
Él me ha dicho que usted está haciendo una especie de reconstrucción de
los hechos. También que es abogado.
—Sí, aunque no llevo esta clase de temas.
—Ya lo sabrá, supongo, pero como familiar de Guillermo Somoza tiene
derecho a acceder a los autos y a obtener copia de todo. Es un buen
mamotreto. Lo encontrará en los archivos judiciales.
Daniel asintió y anotó mentalmente pedir una copia del procedimiento en
cuanto pudiera. Por muy voluminoso que fuera el expediente, no tenía nada
que perder. Además, a juzgar por la indolencia que denotaba el teniente,
aquella reunión no parecía que fuera a depararle grandes avances.
—¿Sabe qué? —continuó Alcalá, frunciendo el ceño—. Durante muchos
meses seguí dándole vueltas al caso de su padre, una y otra vez. Para mí se
convirtió casi en una obsesión, y mi jefe, el cabo Losada, se dio cuenta. Me
dijo que lo dejara estar, que teníamos al asesino y que, aunque Guillermo se
hubiera suicidado en su celda, habíamos logrado que se hiciera justicia.
Pero la posibilidad de que hubiéramos dejado escapar a alguien culpable, o
de que hubiéramos cometido un error, me amargaba la existencia. No sabe
usted cuánto. —Sus ojos se oscurecieron—. A Losada lo mataron unos
meses después en un tiroteo y, cuando lo enterramos, me prometí que me
olvidaría del asesinato de Lorenzo Orduña, para cumplir uno de sus últimos
deseos, y así lo hice. —Extendió los brazos sobre el escritorio e inclinó el
cuerpo—. Lo que quiero hacerle ver es que más empeño que yo no puso
nadie en ese caso. De modo que no me mire con esa cara de decepción. ¿Me
ha entendido?
Daniel notó que se ruborizaba.
—Bien —dijo Alcalá—. Y ahora cuénteme.
Daniel suspiró y, tras arrellanarse en la silla, comenzó a hablar. Repitió
punto por punto lo que le había referido a Blanco el día anterior y, cuando
terminó, el teniente balanceó la cabeza y dejó escapar un sonido gutural de
difícil interpretación.
—¿Tiene aquí ese billete de tren?
Como respuesta, Daniel se llevó la mano al bolsillo y depositó el pasaje
sobre el escritorio. Al verlo, Alcalá sacó unas gafas de lectura de la cajonera
y se las ajustó al puente de la nariz. Después cogió el billete y lo palpó con
detenimiento, como si quisiera cerciorarse de que era auténtico.
—El otro se lo quedó Arturo Vallejo, creo —le aclaró Daniel—, porque
entre las cosas de mi padre no ha aparecido. Ya le he comentado que había
dos, o eso me dijo Roberto Gutiérrez.
El teniente se quitó las gafas, las dejó en la mesa y miró a Daniel con
cierto aire de condescendencia.
—No se vuelva loco buscando el otro.
—¿Cómo dice?
—El billete que en teoría era para Arturo.
—¿Por qué?
—Porque no es importante. Lo que Arturo le explicó ayer, lo de aquel
viaje a Santander que tenían programado para verse con ese abogado,
Carlos Cayón, es cierto.
Daniel entornó los ojos.
—Y usted ¿cómo lo sabe?
—Lo sé porque, cuando su padre se suicidó, Carlos Cayón se puso en
contacto con nosotros. —Alcalá alzó una de sus manazas para contener la
siguiente pregunta de su interlocutor, que ya había abierto la boca—. Nos
dijo que estuvo a punto de llamarnos el día que se enteró del asesinato de
Lorenzo Orduña y de la detención de Guillermo, pero que no se atrevió por
aquello del deber de secreto profesional de los abogados. Sin embargo, unos
días después, cuando oyó que Guillermo se había suicidado, consideró que
su obligación era colaborar en la investigación. Además, en puridad,
Guillermo no había llegado a ser su cliente.
Daniel le hizo un gesto para que prosiguiera.
—Se presentó aquí una tarde, sin avisar, y nos dijo que tenía cierta
información que podía sernos de utilidad. En realidad, tampoco nos pareció
gran cosa, ya se lo adelanto, aunque ahora nos sirve para contestar a sus
preguntas. Fíjese: según el abogado, la tarde del lunes uno de septiembre, es
decir, unas horas antes del crimen, Guillermo Somoza llamó por teléfono a
su despacho y le pidió a su secretaria una cita para el día siguiente, a las
doce y media de la mañana, en Santander. Una consulta laboral, en teoría.
—Por su despido de la fábrica…
—Exacto, eso dedujimos. Al parecer, Guillermo anunció que acudiría
acompañado, que serían dos personas. Así que ahí lo tiene: Guillermo y
Arturo. Dos billetes de tren y un viaje a Santander —remató el guardia
civil.
Daniel inspiró hondo, rendido a la evidencia.
—A nosotros no se nos ocurrió ir a la estación de tren a comprobar si
Guillermo había comprado unos billetes para el viaje, sinceramente —
admitió Alcalá—. De hecho, ni siquiera nos planteamos qué medio de
transporte tenía previsto utilizar, aunque tampoco creo que fuera relevante.
En fin, esa es la explicación, que encaja con la versión de Arturo. Lo que le
decía: no se vuelva loco.
Daniel no encontró forma de replicar a las palabras de aquel hombre, que
no dejaban espacio a la duda.
—Eso sí, le reconozco una cosa —apuntó entonces el teniente—: lo que
me ha dicho usted, lo que oyó ese empleado de la estación… ¿Cómo era?
—«Tenemos que ser valientes. Es ahora o nunca».
—Eso. Me resulta extraño, la verdad. —Alcalá entrelazó las manos con
aire ceremonioso y, sin estar seguro del motivo, Daniel sintió que una
chispa de esperanza prendía en su interior—. Me hace pensar si no… —Se
detuvo unos instantes, como si quisiera medir sus siguientes palabras—.
Bueno, ya le he comentado antes que hubo algunos cabos sueltos. ¿Tiene
media hora?
42
La tercera huella

Desde el principio tuvieron claro quién había matado a Lorenzo Orduña;


eso fue lo primero que afirmó Alcalá. Todos los indicios, dijo, apuntaban en
la misma dirección, y la confesión de Guillermo, sumada al posterior
suicidio y a la nota de despedida en la que reconocía que había cometido un
error, lo confirmaron.
Aunque la mecánica criminal descrita por el sospechoso en su
declaración podía resultar difícil de asumir por las coincidencias que se
habían dado en el tiempo, lo cierto era que casaba con los elementos que
ellos manejaban. Proporcionaba una solución rápida y eficaz al caso, lo que
siempre era del agrado de la sociedad y, por lo tanto, de los altos mandos.
Era verdad que, aun así, quedaban algunos aspectos sin explicar, pero, con
un asesino confeso que incluso se había suicidado y mucho trabajo por
delante en otros asuntos, el cabo Losada resolvió que no procedía alargar
las pesquisas. Así se lo trasladó al juez, que no dudó en dar carpetazo a la
causa.
—Una de las cosas que no conseguimos aclarar fue lo que nos había
contado Mercedes Alonso, la cocinera de los Orduña —carraspeó el
teniente—. Ella también nos habló de ese hombre al otro lado del portón…,
lo mismo que a usted. —Alcalá ladeó la cabeza—. Yo estaba convencido de
que decía la verdad, si he de serle sincero. No tenía sentido que se inventara
algo así, pero, según Losada, a esa distancia y de noche, con los barrotes del
portón de por medio y en esas circunstancias, la señora pudo ver cualquier
cosa, e incluso imaginarla. —Hizo una breve pausa y compuso una mueca
de desaliento—. No digo que la opinión de Losada fuera un disparate, ni
mucho menos, pero enseguida encontramos algo que corroboraba el
testimonio de la mujer. O eso interpreté yo, por lo menos.
—El qué —lo espoleó Daniel.
—En el revólver aparecieron las huellas de tres personas —murmuró el
teniente, y se inclinó como si estuviera compartiendo una confidencia—.
No una ni dos, sino tres.
—¿Tres? —repitió Daniel atónito.
—Sí. El dato quedó recogido en el atestado, pero el sumario se había
declarado secreto y, además, el informe dactiloscópico oficial tardó bastante
en llegar. Para cuando se hizo público todo el contenido del procedimiento,
Guillermo ya se había suicidado, y la opinión pública tenía a su culpable.
Muy pocos prestaron atención a la documentación judicial, y si lo hicieron
no fue con el debido detalle. Siempre pasa igual: al principio mucho bombo
y luego nada, directo al olvido —farfulló, e hizo un aspaviento—. Aunque
la madre de usted sí se dio cuenta de ello. El abogado le había facilitado una
copia de los autos y, en cuanto leyó el informe del laboratorio, vino a
pedirnos que se reabriera la investigación. Pero nosotros ya no podíamos
hacer más, como le he dicho.
Daniel se manoseó el mentón mientras cavilaba. Eso explicaba la
resistencia de su madre a admitir la verdad, a asumir que su marido era un
criminal.
—¿Y no comprobaron a quiénes correspondían las huellas?
Alcalá asintió y le respondió que unas eran de Lorenzo y otras, de
Guillermo; las del tercer individuo se quedaron sin identificar. Todas ellas,
las de las tres personas, estaban dispersas a lo largo del revólver, en
diversos puntos.
—Esa tercera persona pudo ser el hombre que vio Mercedes, ¿no? —
apuntó Daniel, pensando a toda velocidad—. Quizá llegó a coger el arma y
luego saltó el muro…
—Es posible, sí —concedió el teniente—. Aunque su padre nos ofreció
una explicación alternativa. Él nos dijo que el revólver se lo había
conseguido un conocido en el mercado negro unas semanas atrás. Para
protegerse. Según él, las huellas eran de ese tipo.
Al escucharlo, Daniel recordó que Losada y Alcalá ya le preguntaron a su
madre por aquello en 1975, cuando se presentaron en su casa tras la
confesión. No había olvidado su respuesta: ella aseveró con contundencia
que su esposo jamás había tenido un arma y les garantizó que, por algún
motivo que no alcanzaba a comprender, su marido les estaba mintiendo.
—Guillermo se negó a darnos más información, incluida la identidad de
ese supuesto conocido —repuso el teniente—, y el número de serie del
revólver estaba destrozado, así que, en esas condiciones y con los medios
de aquellos tiempos, nos fue imposible comprobar su origen.
Daniel movió la cabeza con recelo y Alcalá sonrió con desgana.
—Sí, ya sé lo que está pensando —dijo—. Suena extraño, ¿verdad? Lo
primero que hace cualquier persona que trafica con armas es asegurarse de
no dejar ningún rastro. Por si acaso. En cambio aquí…
—¿Y no se plantearon que el revólver fuera de Lorenzo Orduña?
También encontraron sus huellas, ¿no?
—Por supuesto que nos lo planteamos, pero había dos problemas —
contestó el teniente, y fue alzando los dedos índice y corazón a medida que
los enumeraba.
El primero, adujo, era que no tenía sentido que Guillermo les hubiera
mentido sobre eso. ¿Por qué iba a atribuirse la propiedad de un revólver que
no era suyo? ¿Qué ganaba con eso? El segundo era que Ángeles Miranda
también había declarado que su esposo carecía de revólveres o armas
similares.
Daniel dejó escapar un resoplido.
—De modo que, ante esa encrucijada, ustedes concluyeron que el
revólver era de mi padre, y el juez también, ¿no? —recapituló.
En esta ocasión, Alcalá lo miró con acritud.
—Lógicamente. ¿Cómo íbamos a ponerlo en duda si el principal
sospechoso lo había reconocido? Aunque no le voy a negar que más
adelante, cuando estábamos a punto de cerrar el expediente, surgió algo que
nos descolocó.
El guardia civil se tomó un momento para dar un trago a una botella de
agua que había en un extremo de la mesa. Después, se aclaró la garganta y
explicó que, al inicio de la investigación, su jefe había pedido a la Dirección
General de Seguridad un informe sobre las licencias de armas que el
detenido y la víctima pudieran tener concedidas. Ese informe lo recibieron
con cierto retraso, justo después de que Guillermo se hubiera quitado la
vida. En él se indicaba que, diez días antes de su muerte, Lorenzo había
solicitado una licencia para la tenencia y manejo de armas de fuego. El
motivo que había alegado por escrito era la inseguridad que sentía desde la
muerte de un trabajador en la fábrica. Aducía que la plantilla estaba muy
revuelta e incluso aportaba varios anónimos que le habían dejado en su
domicilio.
—¿Y le concedieron la licencia? —quiso saber Daniel.
—No, la petición aún no se había tramitado cuando fue asesinado.
Aunque eso no significa que no pudiera coger atajos, claro. Por el sector al
que se dedicaba, seguro que tenía amigos en empresas armamentísticas, en
el ejército y en la policía, gente que lo tuviera en buena estima o le debiera
algún favor. Después simplemente sería cuestión de legalizar el asunto. Era
algo habitual en aquellos tiempos. En cualquier caso, nosotros no
encontramos evidencias que llevaran a pensar que ese revólver era suyo,
pese a esa solicitud.
Daniel se presionó las sienes con los dedos, concentrado.
—Ya, pero antes ha dicho que había huellas de los dos, ¿no? ¿Cómo
puede ser?
El teniente no dudó a la hora de responder. Le aclaró que, desde el
principio de la investigación, todo había apuntado a una violenta pelea entre
ambos. Cuando detuvieron a Guillermo, este presentaba un estado
lamentable, con magulladuras y sangre por toda la ropa. Además se había
roto una pierna, aunque eso, al parecer, se lo hizo después de la discusión
con el empresario, al caer del muro cuando trataba de huir. El cadáver de
Lorenzo, por su parte, también tenía algunas heridas y arañazos, aunque
menos, y una fuerte contusión en la zona de la nuca, que parecía obedecer a
un golpe propinado con la culata del revólver.
—Y un disparo en el pecho —añadió Alcalá con gesto de gravedad—. A
la altura del corazón.
—Entonces ¿ustedes interpretaron que durante la pelea Lorenzo llegó a
tocar el arma?
Alcalá asintió y se acarició la barba. Acto seguido, remarcó que aquella
no solo fue la interpretación que él realizó de los hechos, sino también lo
que el detenido confesó poco después. Según la versión que les dio
Guillermo, en el momento en que él sacó el revólver la discusión ya estaba
descontrolada y Lorenzo había comenzado a empujarlo. Al ver el arma, el
empresario dio un grito y arremetió contra él para intentar arrebatársela.
Durante el forcejeo, consiguió agarrarla durante unos instantes, antes de que
saliera despedida y cayera a varios metros de donde se encontraban. Los
dos se lanzaron a intercambiar una lluvia de puñetazos y patadas que se
prolongó varios segundos, hasta que Lorenzo le ganó la posición y,
colocado encima de él, lo inmovilizó y lo golpeó sin piedad con los puños.
Él braceó y agitó las piernas en un intento desesperado por sacudírselo.
Cuando el aliento empezaba a faltarle, logró escurrirse ligeramente y de un
codazo lo derribó hacia un lado. Después echó a correr en dirección al
revólver. Se agachó, lo cogió a toda velocidad y, al darse la vuelta, vio que
Lorenzo ya se había puesto en pie e iba hacia él con el puño en alto y el
rostro desencajado. Y fue entonces cuando, dominado por la ira y el dolor,
apretó el gatillo.
43
La visita

La secuencia narrada por el teniente se desplegó en la mente de Daniel de


forma tan vívida como si la hubiera presenciado en directo, como si tuviera
ante sí el rostro de su padre, sanguinolento y deformado por la cólera. Se lo
imaginó con los ojos desorbitados contemplando el cadáver de Lorenzo y
pensando que debía escapar de allí cuanto antes, por si alguien, a pesar del
vendaval, había oído el disparo. En su cabeza, le vio correr hacia el muro, y
entonces se acordó del hombre que, en teoría, debía de estar esperándolo en
la calle para huir juntos. El tipo alto y corpulento al que se había referido
Mercedes. ¿Habría sido real? Y en caso de que sí, ¿se trataba de un
cómplice o quizá simplemente de un testigo casual? Eso último resultaba
difícil de creer, teniendo en cuenta la hora a la que se había producido el
crimen.
Como si el teniente pudiera seguir sus pensamientos, dijo:
—Hubo un tiempo en que sospechamos de Arturo. Creímos que él podía
ser el hombre que había visto la cocinera, y también quien había dejado sus
huellas en el revólver. Se ajustaba a la descripción que nos había dado la
mujer, y, además, unas horas antes del crimen Héctor Suárez lo había visto
por los alrededores de la casona.
—¿A Arturo? —repitió Daniel, aunque lo había oído perfectamente. No
entendía qué podía haber llevado al amigo de su padre a aquel lugar tan
apartado, y menos en aquel contexto, con sus compañeros Guillermo y
Ernesto recién despedidos y los ánimos más enardecidos que nunca.
—Sí, sobre las siete. Los Suárez y los Orduña volvían en coche de una
excursión que habían hecho a Fontibre, y Héctor se fijó en él, lo vio a unos
metros de la casa.
—¿Cree que estaba preparando algo, que ayudó a mi padre?
—No lo sé, pero el modo en que se produjo la confesión de Guillermo
nos hizo recelar aún más de él. ¿Está usted al tanto de lo que pasó?
Daniel movió la cabeza hacia ambos lados y Alcalá comenzó a
rememorar el episodio en voz alta mientras hundía el dedo índice en el vello
de su pecho y se entretenía dibujando círculos. Todo había ocurrido a los
tres días de la detención. Hasta entonces, Guillermo se había negado a
hablar, y tampoco había abierto la boca en la comparecencia ante el juez,
quien no dudó a la hora de decretar la prisión provisional. Ese viernes, a
primera hora de la mañana, Guillermo le dijo a uno de los funcionarios de la
cárcel de Santander que necesitaba reunirse urgentemente con Arturo
Vallejo y le insistió en que hiciera llegar su solicitud a los guardias civiles a
cargo de la investigación. El cabo Losada, informado de ello, debería haber
rechazado de plano aquella petición, puesto que era muy pronto para que el
reo recibiera visitas, recién ingresado el día anterior, pero detectó una
oportunidad en aquella petición y ambos se presentaron en la celda. Lo
encontraron desbordado por los nervios.
—Jugamos un poco con él —admitió el teniente—. Le explicamos que
Arturo no era familiar suyo y que, por tanto, no había causa legal para
admitir esa visita, y menos en ese momento. En realidad, por una parte
pensábamos aprovechar la situación para obtener alguna pista sobre la
participación de Arturo en el asesinato, pero por otra temíamos que
utilizaran la reunión para intercambiar algún mensaje sin que nos diéramos
cuenta, o incluso que todo fuera una pérdida de tiempo. Pero Guillermo nos
sorprendió.
—¿En qué sentido? —preguntó Daniel, acelerado por aquellas
revelaciones.
—Nos aseguró que, si le permitíamos hablar con Arturo a solas durante
cinco minutos, confesaría el crimen. Lo confesaría todo.
Daniel lo miró con estupefacción.
—¿Y lo hicieron? ¿Les dejaron hablar a solas?
Alcalá sacudió la cabeza.
—No, de ninguna manera. Es más, aunque hubiéramos querido, no
habríamos podido hacerlo.
De manera somera, el teniente lo informó de que en 1975 era obligatorio
que todas las comunicaciones orales, sin excepción, se llevaran a cabo en el
locutorio de la cárcel y en presencia de un funcionario. La privacidad que
Guillermo exigía vulneraba lo establecido en el Reglamento de los
Servicios de Prisiones, que no fue modificado hasta después de la muerte
del general Franco para legalizar los vis a vis y las conversaciones privadas,
sin vigilancia alguna.
—Una cosa era que quisiéramos agilizar el asunto y otra saltarnos la
legalidad del Régimen —remató Alcalá, que dejó entrever su orgullo por el
rigor aplicado—. Por suerte, Guillermo acabó comprendiendo que por ahí
no íbamos a pasar y se avino a que estuviera delante un funcionario, y
también nosotros, por si acaso. Lo comentamos con el director de la prisión
de Santander y no puso pegas, así que organizamos el encuentro enseguida.
Arturo fue a verlo ese mismo mediodía, justo después de comer, pero la
conversación no duró mucho.
—¿Por qué? ¿Qué fue lo que se dijeron?
—Arturo, nada. Solo asentir desde el otro lado del cristal. Pero
Guillermo…
Alcalá lo miró con lástima y, acto seguido, le resumió la visita. Según el
teniente, nada más sentarse en el locutorio, Guillermo balbuceó que todo
había sido por su culpa y que lo sentía mucho. Sin dejar siquiera que Arturo
le contestara, manifestó que no quería perjudicar a nadie y que él contaría
toda la verdad, solo él, para no causar más dolor. A toda prisa, le recalcó a
su amigo que la responsabilidad de lo ocurrido era suya, exclusivamente
suya, que todo había sido una insensatez, y le pidió que le jurara por su
familia que respetaría su decisión, que no haría nada. Fue en ese instante
cuando el cabo Losada tuvo la impresión de que Guillermo estaba
impartiendo algún tipo de instrucción, proporcionando una pauta de
actuación dirigida no solo a su compañero, sino a una pluralidad de
personas, y decidió poner fin a la visita de forma abrupta. Antes de verse
obligado a salir de allí a empujones, Arturo solo tuvo tiempo de hacerle a su
amigo un rápido asentimiento con la cabeza.
—Lo recuerdo todo bien —apostilló el teniente—, porque tanto a Losada
como a mí nos pareció que se trataba de un mensaje en clave.
Daniel cruzó los brazos, meditabundo. ¿Qué significaban aquellas
palabras? ¿Qué demonios quiso decirle su padre a Arturo?
—Y después de eso, ¿confesó? —acabó preguntando.
—Sí, lo hizo, tal y como había prometido. En los términos que le he
trasladado hace un momento. Y luego… Bueno, ya sabe usted lo que pasó
luego, esa noche.
Daniel suspiró. No había olvidado la vez que Francisco Alcalá y el cabo
Losada fueron a su casa para comunicarle a su madre la noticia del suicidio.
Los plañidos desgarradores de ella aún le resonaban en los oídos.
Se frotó los ojos y se obligó a centrarse en lo que le ocupaba en ese
momento.
—¿Y no tomaron ninguna medida contra Arturo? ¿No hicieron nada?
—Sí. Quisimos tomarle las huellas y él, aunque habría podido negarse,
accedió. Cuando las contrastamos con las del revólver, vimos que no
coincidían —dijo con tono de derrota—. Por eso le decía antes que hubo un
tiempo en que sospechamos de él, pero aquello, como comprenderá, nos
dejó sin argumentos. Además, él defendía que había sido una estupidez que
cortáramos la visita, que no se estaban pasando ningún mensaje. Según él,
Guillermo simplemente estaba reconociendo que se había equivocado al
matar a Lorenzo y que iba a confesar para que no se especulara con la
implicación de otros trabajadores. Nada más.
Daniel torció el gesto mientras pensaba que esa lectura de la
conversación, en el fondo, no era descabellada.
—O sea, que él no era el hombre que estaba detrás del portón… —
musitó, sintiéndose cada vez más perdido.
—Bueno, o sí, pero no fue quien tocó el arma —replicó el teniente, que
recolocó su corpachón en la butaca—. Yo quería detenerlo y presionarlo
más. Estaba convencido de que nos ocultaba información, pero, a decir
verdad, habíamos llegado a un punto muerto y debíamos administrar
nuestros recursos. Además, una cosa era innegable: el caso estaba resuelto,
con un asesino confeso y al que apuntaban prácticamente todos los indicios.
En opinión de Losada, que se nos escapara un cómplice era un mal
aceptable, y en realidad ni siquiera teníamos la certeza de que existiera —se
excusó, y levantó las palmas de las manos de forma elocuente—. También
teníamos nuestras sospechas sobre Ernesto Posadas, pero no veíamos la
manera de echarle el guante, y lo único que íbamos a conseguir era sembrar
dudas e inseguridad en la gente, así que…, ya se lo he dicho: el juez dio
carpetazo al asunto.
Daniel agachó la cabeza con desánimo, aunque no tuvo tiempo de
verbalizar su desazón. De pronto, el teléfono del despacho de Alcalá
comenzó a sonar con estridencia y este alargó su grueso brazo para
descolgar.
—¿Diga?
Una voz agitada brotó del auricular. Daniel no pudo distinguir lo que
decía, pero, a juzgar por la expresión de estupor y alarma que apareció en el
rostro del teniente, se trataba de malas noticias.
—¡Acordonad la zona y no dejéis entrar a nadie! —bramó Alcalá de
repente—. ¿Me has oído? ¡A nadie! Y avisad ahora mismo a la jueza y a la
forense. Vamos para allá.
Cortó la comunicación y miró a Daniel.
—Arturo ha muerto. Su hijo lo acaba de encontrar en su casa.
44
La punta de iceberg

Alcalá salió de su despacho a toda prisa y volvió dos minutos después junto
a una joven de unos veinticinco años que llamaba la atención por su
esbeltez y la resolución que emanaba de sus grandes ojos color azul cielo.
Llevaba el pelo recogido en una larga cola de caballo rubia que se
bamboleó cuando entró en la estancia.
—Mi compañera, la cabo Nuria Herrera —se la presentó el teniente.
—Encantado —se apresuró a decir Daniel al tiempo que le ofrecía la
mano para estrechársela.
Tras coger un grueso expediente y meterlo en una mochila negra que se
colgó al hombro, Alcalá los apremió para que lo siguieran a la calle. La
cabo y él saldrían de inmediato hacia Reinosa, anunció.
—Usted váyase a casa, Daniel. Y le ruego que sea discreto.
—Pero ¿qué ha pasado? Dígame algo. ¿Lo han matado? —inquirió él con
el corazón desbocado cuando franqueaban la puerta que daba al
aparcamiento exterior. Había estacionado su coche fuera del perímetro de la
comandancia, en un lateral de la carretera general que discurría más allá del
edificio, pero no tenía la menor intención de separarse de ellos, que se
dirigían raudos hacia un Nissan Primera gris metalizado que había a unos
metros, en batería.
—Ahora no tenemos tiempo —replicó Alcalá, y lanzó un manotazo al
aire—. Haga el favor de marcharse, ya nos veremos. Conduzco yo, Nuria.
El teniente y la cabo se subieron al vehículo y lo dejaron allí plantado sin
posibilidad de discutir. Tuvo que resignarse a contemplar cómo el Nissan se
ponía en marcha y se perdía en la carretera mientras él se decía que el
fallecimiento de Arturo no podía tratarse de una mera casualidad: no le
parecía probable que, justo en ese momento, cuando él había comenzado a
indagar en los sucesos del verano de 1975, el amigo de su padre muriese
por causas naturales. Además, el aviso que el hijo de aquel hombre había
dado a la Guardia Civil al encontrar el cadáver resultaba más que
significativo. Se preguntaba qué habría ocurrido.
Se disponía a abandonar el recinto de la comandancia cuando oyó unas
voces a su espalda y giró el cuello. Quienes hablaban eran cuatro agentes de
mediana edad que cruzaban el aparcamiento cargados con sendos maletines.
Iban uniformados y se dirigían a un Renault Megane blanco y verde con el
logotipo de la Guardia Civil. Daniel intuyó que eran los de criminalística,
los que siempre aparecían en la televisión vestidos con monos inmaculados.
Aquello confirmaba que no se había equivocado: alguien había matado a
Arturo o, cuando menos, existían indicios de criminalidad, lo que exigía la
presencia de esa gente. Se metieron en el vehículo y se esfumaron de allí.
Daniel, decidido a enterarse de lo que había sucedido, se dio prisa en
franquear la barrera. Tras despedirse del agente sentado en la garita, se
encaminó hacia su coche. Debía apresurarse si no quería llegar demasiado
tarde al piso de Arturo, donde se suponía que había perdido la vida. De
repente, se acordó de las luces que había visto esa mañana en las ventanas
de la casa. ¿Llevaría muerto desde entonces?
Al cabo de unos minutos ya estaba sentado en su Audi. Como era de
esperar, en el horizonte, al fondo de la carretera, ya no había ni rastro de los
miembros de la policía judicial. Encendió el contacto y comenzó a
maniobrar para incorporarse al tráfico. Desde los altavoces, Bill Evans Trio
intentó mecerlo con uno de sus temas, aunque él tenía la mente en
ebullición y apenas escuchaba.
Quiso pisar el acelerador para adelantar a tres camiones que circulaban
en fila, pero el tráfico era denso y él no disponía de una sirena que le
despejara el camino de obstáculos. Golpeó el volante con frustración y se
abandonó al parsimonioso avance de la caravana mientras cavilaba. Se le
ocurrió entonces que tal vez su padre y Arturo no hubieran sido más que la
punta del iceberg, la cara visible de una organización que recurría al crimen
como medio para cambiar las cosas. Algo parecido había insinuado
Mercedes en la residencia, y Alcalá tampoco lo había negado
categóricamente. Sin embargo, a él eso le parecía demasiado extremo,
demasiado radical incluso para su padre. Le costaba creer que se hubiera
prestado a participar en una conjura de esas dimensiones.
Al reflexionar sobre ello, cayó en la cuenta de que, antes de que el
teléfono los interrumpiera, el teniente había admitido que en aquella época
también llegaron a sospechar de Ernesto Posadas, pero ¿qué había ganado
ese hombre con la muerte del empresario? Hasta donde él tenía entendido,
nada; a lo sumo, la consumación de la venganza que ansiaba por la muerte
de su hermano, pero, en lo referente al futuro de Aceros Campoo, el
asesinato no desvió ni un ápice la ejecución de los planes que Lorenzo
Orduña había trazado para la fábrica. Los alemanes no pudieron hacerse
con ella y, en su lugar, Héctor Suárez y su padre tomaron el poder, aunque
accediendo en cierto modo a compartirlo con Marcos Orduña para no
provocar un cisma. ¿A quién había beneficiado, por tanto, aquel crimen?
Daniel no lograba verlo con claridad; tampoco el motivo por el que su padre
había insistido en reunirse con Arturo en la prisión para murmurarle
aquellas ambiguas palabras antes de confesar el crimen.
No era capaz de hallar respuestas, pero sí tenía la sospecha de que en
Reinosa había alguien desesperado, alguien dispuesto a cualquier cosa,
incluso a matar.
45
La escena del crimen

Cuando se adentró en la avenida La Naval, vio el Renault Megane de los


agentes de criminalística aparcado al lado izquierdo de la calzada, casi
pegado al portal de la casa de Ramón, detrás de otros dos coches con el
distintivo de la Guardia Civil. Le sorprendió que no estuviera allí el Nissan
Primera del teniente Alcalá y la cabo Herrera.
Al otro extremo de la calle, una masa de gente se apelotonaba frente al
cordón policial que impedía la entrada al edificio en cuyo interior reposaba
el cadáver de Arturo Vallejo. Entre los curiosos, distinguió a Ernesto
Posadas, al abogado Federico Setién y a dos de las amigas de María
Güemes. No vio a la propia María; tampoco a los Suárez ni a los Orduña.
Según su reloj, ya pasaban de las dos de la tarde. Se figuró que todos ellos
estarían en la casona, inmersos en la celebración de la exitosa venta de
Aceros Campoo, ajenos al mal que azotaba de nuevo la localidad treinta y
dos años después.
Mientras giraba el volante para estacionar, se percató de que algunas
personas que se agolpaban junto al cordón policial sostenían cámaras con el
logotipo de una cadena de televisión local. Los medios no habían tardado en
enterarse. Supuso que pronto llegarían los provinciales y, si el asesinato
había sido muy escabroso o el asunto estaba tocado de cierto halo de
misterio, los nacionales harían su aparición en breve.
Cerró la puerta del coche y se acercó. Algunas caras se volvieron hacia
él. En más de una detectó recelo. Comprendió que, al ser hijo de Guillermo
Somoza, imaginárselo como sospechoso no resultaba difícil. Además, en
Reinosa ya había mostrado en más de una ocasión su carácter violento. Por
otro lado, pensó, se daba la inusitada casualidad de que los hechos se habían
producido justo cuando él había regresado, tras un montón de años sin
dejarse ver por esos parajes. La conclusión, para algunos, sería evidente: el
vástago había seguido la tortuosa senda del padre. La historia, desde el
punto de vista periodístico, no podía ser más atractiva. Daniel esperaba que
la mente del teniente se apartara de aquellos razonamientos tendenciosos y
discurriera por otros derroteros. Pese a que a Alcalá le pagaban por no dar
nada por sentado, era obvio que sospechar de él carecía de sentido, o eso
quería creer.
Se puso de puntillas para intentar ver lo que sucedía en el portal. Dos
guardias civiles custodiaban la entrada. Uno de ellos era Rodrigo Blanco.
Sin apenas meditarlo, se abrió paso entre la gente, se agachó para rebasar la
cinta policial y se aproximó al sargento con paso firme.
—¿Qué está haciendo? —lo amonestó Blanco al tiempo que agitaba las
manos—. No puede pasar. Váyase.
—Lo han matado, ¿no? —le preguntó Daniel ignorando la orden—. Yo
estaba con el teniente cuando le llamaron.
—Ya lo sé, me lo ha dicho —respondió el sargento con tono cortante—.
Haga el favor de marcharse.
A la espalda de Daniel se oía un murmullo que, conforme transcurrían los
segundos, crecía en intensidad. Nadie parecía comprender qué hacía el hijo
pequeño de Guillermo Somoza ahí plantado, más allá del cordón.
—¿A qué hora murió? —insistió.
—Váyase. ¡Es una orden!
Pero él no estaba dispuesto a ceder.
—Sargento, por favor, es importante: esta mañana salí a correr a las siete
y media y vi luz en el piso de Arturo. Y cuando volví seguía igual. Y eso
que ya había amanecido. Seguro que ya estaba muerto…
Blanco torció la boca y a continuación echó un rápido vistazo a la
multitud.
—No se mueva de aquí —resopló antes de darse la vuelta y perderse en
las entrañas del edificio.
Daniel lo aguardó durante un par de minutos que se le hicieron eternos,
sometido a la atenta mirada del otro guardia civil y con toda esa gente
detrás compartiendo rumores y comentarios.
A su regreso, y desde el portal, Blanco le hizo un gesto apremiante con la
mano. Él captó el significado al vuelo y entró dejando atrás una nube de
cuchicheos.
—Póngase esto —le pidió el sargento, y le tendió unos guantes y unas
calzas de color blanco—. Los de criminalística están buscando huellas y no
quiero cargármela si usted desvirtúa algo. Tenga cuidado, por favor.
En el rellano casi se dieron de bruces con el corpachón de Alcalá, que
paseaba de un lado a otro con las manos a la espalda y ligeramente
encorvado.
—Ya veo que no me ha hecho ni puñetero caso, Daniel. Mal empezamos.
—Bueno, la casa de mi hermano está enfrente y…
—Usted lo ha dicho: enfrente. Se ha desviado un poco, ¿no? —Meneó la
cabeza en señal de desaprobación—. A ver, el sargento me ha comentado
que tiene usted información relevante. Parece predestinado a estar en los
sitios menos oportunos…
Daniel hizo caso omiso de su sarcasmo y repitió lo que le había contado a
Blanco sobre el episodio de esa mañana.
—Vale. ¿Y vio a alguien por la zona? —quiso saber el teniente.
—¿Al salir a la calle? Mmm…, no. Solo un poco después.
—¿A quién?
—A Federico Setién.
—¿Y qué hacía a esas horas?
—Ejercicio. Estaba atándose los cordones de las zapatillas a unos metros
de aquí, al final de la avenida.
En ese momento, Blanco intervino para aclarar que era habitual que
Federico saliera a hacer deporte temprano.
—Me lo he cruzado varias veces cuando estaba de servicio —apostilló.
—Bueno, hablaremos con él, por si acaso —resolvió Alcalá al tiempo
que cruzaba los brazos y miraba a Daniel—. Ese es el abogado que
asesoraba a su padre, ¿no?
—Sí. En realidad, a la mayoría de los trabajadores de las fábricas de la
zona. Ahora está jubilado, según me dijo.
El teniente asintió con la cabeza.
—Entiendo. Cambiando de tema: usted estuvo ayer en este piso,
¿verdad? Me lo ha comentado antes en la comandancia. No sé si se acuerda
—agregó, observándolo sin pestañear.
—Sí, estuve con Arturo por la mañana. Pero desde entonces no he vuelto
por aquí, que quede claro —contestó mientras se preguntaba si el
interrogatorio de Alcalá era tan inocente como parecía. ¿Y si sospechaba de
él?
—Nadie ha insinuado lo contrario —repuso el guardia civil.
—Ya.
—Mire, la forense aún está examinando el cadáver, pero todo indica que
la muerte se produjo de madrugada. Es decir, antes de que usted saliera a
darse una vuelta —precisó Alcalá, y desvió los ojos hacia la entrada de la
vivienda—. Ya que ha subido, quiero que pase conmigo. Pero tenga cuidado
de no tocar nada, ¿de acuerdo? Me gustaría que me dijera cómo estaba el
salón y si ve algo fuera de lugar o echa en falta algún objeto. Puede que
usted fuera el último en estar aquí, aparte de su asesino.
Daniel contuvo un estremecimiento.
—Entonces lo han matado, ¿no?
Alcalá no respondió y, en su lugar, se dirigió al sargento:
—Blanco, vuelva abajo y asegúrese de que no entre nadie más. Salvo la
jueza, claro. No sé dónde se ha metido esa mujer. ¿No se supone que estaba
de guardia?
—Mi teniente, aquí solo hay un juzgado, así que lo de las guardias… Son
de localización. Con que no se haya ido muy lejos…
—Gracias, sargento.
Alcalá y Daniel se internaron en el piso. Varios agentes vestidos con
monos blancos y repartidos por todas partes se afanaban en la búsqueda de
restos lofoscópicos y otros vestigios, con ayuda de geles, gelatinas,
bastoncillos, pinceles, luces, bolsitas para pruebas y cámaras fotográficas de
alta gama. Trabajaban en completo mutismo. La forense era una mujer de
unos sesenta años, delgada, con el pelo corto y blanco y una sonrisa afable
que no terminaba de encajar en aquel ambiente funesto. Estaba en el salón,
inclinada sobre el cuerpo exánime de Arturo. Cuando los vio llegar, alzó la
mirada y se presentó como Celia Santos, pero no se incorporó. Daniel ni
siquiera le devolvió el saludo; el cadáver, tumbado boca abajo junto a la
mesa del comedor y sobre una alfombra granate, atrajo toda su atención. La
postura era antinatural, con la cabeza ladeada en un ángulo extraño y los
brazos y las piernas apuntando en direcciones opuestas. Tenía la piel
llamativamente roja, y daba la sensación de que Arturo se había retorcido
de dolor hasta exhalar su último aliento. En la comisura de los labios se
apreciaban restos resecos de una saliva espumosa, y tenía los ojos muy
abiertos, con las pupilas dilatadas. A unos centímetros de su posición había
una taza de loza que parecía haber rodado por la alfombra dejando una
mancha oscura.
—No lo toque —le advirtió la forense cuando, aturdido, amagó con
aproximarse al cuerpo. No podía creer que el antiguo amigo de su padre, el
hombre con el que había estado conversando hacía algo más de veinticuatro
horas, estuviese muerto.
—¿Lo… lo han envenenado?
La forense miró de soslayo al teniente, que hizo un gesto de
aquiescencia.
—Sí —confirmó entonces la mujer—. Parece que con el café.
—¿Le echaron algo? —inquirió Daniel, y sintió que un escalofrío le
escalaba por la espalda.
Alcalá dio un paso al frente y evitó que Celia Santos contestara.
—Eso aún tenemos que investigarlo —dijo el teniente—, pero lo que sí
sabemos es que lleva unas horas muerto. Debieron de matarlo durante la
noche. Observe a su alrededor, por favor. ¿Hay algo que le llame la
atención, algo que ayer estuviera colocado de forma diferente?
Daniel no insistió y paseó la vista por el salón. Se fijó en la mesa del
comedor. Era amplia y de madera, y a lo largo de ella había sillas dispuestas
a cada lado. Dos estaban desplazadas hacia atrás. Se imaginó que una la
habría ocupado Arturo, y la otra, su asesino. Sobre el mantel descansaban
una taza llena de café y un álbum de fotos abierto de par en par. Por cómo
había sido colocado, la mejor perspectiva para apreciar las imágenes la
habría tenido la persona ubicada de espaldas a la puerta del salón; la misma
que parecía no haber probado el café.
Continuó revisando la estancia y miró hacia las estanterías, las cuales se
intercalaban entre sí formando un amplio mueble en el que se hallaba
incrustado un viejo televisor. En la parte derecha, a media altura, se
apreciaba una sucesión de unos veinte álbumes. Entre dos de ellos se
advertía un pequeño hueco que, por las etiquetas que tenían los demás,
debía de corresponder a un volumen del periodo 1972/1973.
—Cuando usted visitó a Arturo, ¿recuerda si ese álbum estaba sobre la
mesa? —preguntó Alcalá.
Daniel cerró los ojos e intentó hacer memoria.
—Yo no me senté con él aquí, sino en esos sillones, pero no, no había
ningún álbum. Me habría dado cuenta.
El hombretón asintió, en apariencia satisfecho con la respuesta de Daniel,
y se acarició la barba.
—Aún tenemos que buscar huellas y demás, pero fíjese en las fotos. ¿No
le sugieren nada?
Daniel examinó el álbum a media distancia, sin tocarlo, mientras
reflexionaba sobre la actitud del teniente. No tenía claro hasta qué punto ese
hombre se fiaba de él o si lo estaba utilizando de algún modo.
El álbum no era muy grande y estaba abierto más o menos por la mitad.
En cada página cabían dos fotografías de tamaño estándar. La primera
instantánea que vio, en el lado izquierdo, lo dejó sin habla. En ella
aparecían su padre y Arturo sonriendo a la entrada de Aceros Campoo.
Guillermo le pasaba el brazo a su amigo por encima de los hombros, y los
ojos de ambos brillaban ante la cámara. Debajo había otra tomada en una
larga extensión de césped. En esa ocasión los dos jóvenes estaban
acompañados por sus respectivas esposas, todos aparentemente felices. En
la página de la derecha había una sola fotografía, más grande que las otras,
revestida de cierto halo de oficialidad. Toda la plantilla de la fábrica posaba
como si fuera un equipo de fútbol y, en el centro, de pie, a modo de
entrenadores o presidentes, dos hombres trajeados miraban a la cámara.
Lorenzo Orduña lo hacía con gesto serio, un tanto altanero. En cambio, su
hermano, Marcos, lo hacía con aire desenfadado, esbozando una sonrisa
traviesa, y saludaba con la mano.
—Todo apunta a que la muerte de Arturo está relacionada de algún modo
con su padre, ¿no le parece? —dijo el teniente.
Daniel dejó de estudiar las imágenes y, con cuidado, dio un paso atrás.
Aún impactado, se volvió hacia Alcalá, quien manifestó que, a su juicio,
encontrar un álbum abierto con fotografías en las que aparecían juntos
Arturo y Guillermo no podía ser producto del azar.
—Analizaremos las tazas, pero trabajamos con la hipótesis de que solo
había veneno en una de ellas, la que se cayó. Parece obvio que la víctima
conocía a su asesino y por eso le abrió la puerta y le dejó entrar. Hemos
echado un vistazo a la casa y no hay indicios de que nadie pasara la noche
con él, por si se lo está preguntando. No, el asesino vino de la calle, y
Arturo lo condujo al salón y le ofreció café. Después fue a la cocina a servir
el que tenía del día anterior.
—Espere. ¿Cómo sabe que era del día anterior?
—Porque en la cafetera hay restos de grano molido como para un
regimiento y, sin embargo, en el depósito apenas queda café. Las tazas que
utilizaron, como ve, eran pequeñas, no cabe tanta cantidad, de modo que lo
que faltaba se lo debía de haber bebido Arturo previamente, quizá a lo largo
de varios días.
—Si es eléctrica, pudo meter mucho grano y, en cambio, no hacer apenas
café si la apagó pronto, ¿no? —objetó Daniel, meditabundo—. Yo tengo
una en casa, y puede pasar.
—Es eléctrica, sí —le confirmó Alcalá—, pero la marca de café en el
depósito está muy arriba. Ya le digo yo que había hecho una barbaridad de
café mucho antes.
—Bueno, en cualquier caso, ¿qué importancia tiene eso?
—Mucha. Si el café ya estaba hecho, el veneno no podía hallarse en la
cafetera, sino en la taza de la que Arturo bebió antes de caer fulminado al
suelo, y para eso el asesino tuvo que provocar una situación que le
permitiera echárselo sin ser visto —dijo, y miró de reojo a la forense—. Esa
situación, creo, la generó con el álbum. Puede que le pidiera directamente a
Arturo que lo cogiera de la balda y se lo enseñara, o puede que sacara el
tema del pasado para ponerlo nostálgico y sembrarle el deseo de echar un
vistazo a esas fotos antiguas. En todo caso, recurrió a alguna treta para
conseguir que Arturo fuera a la estantería y le diera la espalda. Entonces,
aprovechó para echarle el veneno en la taza. Una buena dosis, ¿no, Celia?
La forense ladeó ligeramente la cabeza.
—Teniente, hasta que no hagamos la autopsia y tengamos los resultados
del laboratorio ya sabe que es difícil pronunciarse.
Daniel, que había ido reconstruyendo en su mente la escena del crimen
de acuerdo con la narración de Alcalá, concluyó que la hipótesis podía ser
acertada.
—Y de haber sido así, ¿por qué el asesino no devolvió el álbum a su
sitio? —preguntó al caer en la cuenta de aquella torpeza—. De ese modo
habría evitado que los casos quedaran relacionados, ¿no?
—Bueno, habría sido más inteligente, sí —admitió Alcalá—. Yo diría
que, después de ver morir a Arturo, se marchó a toda prisa por miedo a que
alguien pudiera descubrirlo saliendo del edificio. Cuanto más tarde se le
hiciera, más riesgo habría, y no se preocupó de guardar el álbum, o lo
olvidó. Todo esto indicaría que no se trata de un asesino frío, metódico, sino
de alguien que no está habituado a matar y que, por algún motivo, se ha
visto obligado a actuar así, a la desesperada. Pero no es más que una
suposición, claro.
—En la comandancia usted dijo que el cadáver lo encontró el hijo, ¿no?
—Sí, hace una hora y media. Sufrió un ataque de ansiedad al ver el
cuerpo de su padre. La cabo Herrera está con él en el hospital. Parece ser
que anoche su padre lo llamó por teléfono muy alterado, y que repetía una y
otra vez, como si se hubiera vuelto loco, que al día siguiente se sabría la
verdad, que rompería su juramento —dijo Alcalá, y frunció el ceño—. Esta
mañana el chico ha intentado contactar con él un par de veces para
asegurarse de que estaba bien y, como no respondía, se ha acercado hasta
aquí. Y ya ve lo que le estaba esperando…
Daniel clavó la mirada en el muerto.
—Ya le he dicho que ayer, cuando estuve con él, parecía muy nervioso,
como si algo lo atormentara. No sé, era como si quisiera confesar algo y no
se atreviera… —musitó, preguntándose a qué demonios se habría referido
Arturo con eso de que al día siguiente «rompería su juramento».
—Lo sé, por eso le cuento esto. ¿A usted Arturo le comentó algo
parecido?
—No, no mencionó nada así. Lo único que me dijo fue que no removiera
la mierda, que el pasado no me traería nada bueno. —Suspiró sombrío—.
Todo esto demuestra que Blanco tenía razón.
—¿En qué sentido?
—Desde que he vuelto, están sucediendo cosas que no son normales. Los
rayones en mi coche, la llamada a la puerta de ese hombre que luego salió
corriendo, ahora la muerte de Arturo…
Alcalá hizo un asentimiento y lo informó de que en breve contrastarían
las suelas de todo el calzado de Arturo por si alguna se correspondía con la
huella de pisada que sus compañeros habían fotografiado la noche anterior
en el rellano del piso de su hermano.
—Por lo que veo, la víctima tenía un buen pie —apuntó la forense, que,
sin interrumpir su trabajo, parecía no perder detalle de la conversación.
—Quizá con una comparación podamos sacar algo —se ratificó el
teniente—. Además, ya he hablado con Blanco para que mande las fotos a
Madrid. Desde allí nos echarán una mano para averiguar cuál es el modelo
de calzado al que pertenece esa suela. No deberían tardar mucho. Usted
vaya con su familia y cuídelos, Daniel. Y aléjese de los focos. Si hay algo
que deba saber, lo llamaré. Gracias por su ayuda.
46
Alguien está matando

Fuera del edificio todo se mantenía igual. A pesar de que ya eran más de las
tres de la tarde, Blanco y su compañero permanecían delante del portal,
imperturbables, y, más allá, el friso de curiosos y periodistas no había
perdido un ápice de grosor. Daniel se despidió del sargento y trató de
atravesar el muro humano. Sin embargo, enseguida algunos reporteros se
abrieron paso hasta él y le tendieron varios micrófonos, como si de pronto
se hubiera convertido en alguien famoso o tuviera algo importante que
decir. Los apartó sin miramientos y después subió al piso familiar.
Fue directo a la cocina, donde encontró a Silvia, Ramón e Isabel
asomados a la ventana, que daba a la calle. Los tres se volvieron y lo
observaron con preocupación. Daniel le acarició la mejilla a Isabel para
tranquilizarla y reconoció en sus facciones la confusión que él había sentido
hacía tres décadas. Pensó que, por suerte para ella, en esa ocasión ninguna
persona cercana estaba involucrada en el crimen.
Cuando, siguiendo las instrucciones de su madre, Isabel se hubo retirado
a su habitación, abordaron el asunto. Ramón se mostró enormemente
turbado por la muerte de Arturo, de la que, por supuesto, estaban enterados,
y mientras expresaba sus inquietudes de manera atropellada no paró de
deambular de una punta a otra de la estancia, lo que acrecentó el
nerviosismo de Daniel. Por su parte, Silvia se mantuvo en el mismo sitio,
con las mandíbulas apretadas.
—¿Dónde estabas esta mañana cuando nos despertamos? —soltó ella de
repente con tono desabrido—. ¿Fuiste con él? —Señaló con el dedo índice
hacia la ventana.
Daniel se percató al instante de lo que su cuñada estaba insinuando.
—¿De verdad crees que lo maté? ¿En serio?
—¡Cuando nos levantamos no estabas aquí! —exclamó ella.
Ramón, con semblante de incredulidad, se aproximó a su esposa y amagó
con colocarle una mano en el hombro para calmarla, pero la mujer
retrocedió, se derrumbó sobre la silla y se echó a llorar, al igual que hizo la
madre de ellos treinta y dos años atrás.
—Antes he puesto la radio —gimió—. Ya está en las noticias…
—Pero, Silvia —le susurró Ramón—, ¿no ves que Dani tenía razón? ¿No
ves que aquel verano pasó algo más? Hay alguien que está matando…
Ella se incorporó de golpe, dio con la rodilla en la parte inferior de la
mesa y volcó dos vasos. El labio inferior le temblaba.
—Aquel verano… Aquel verano… ¡Estoy harta de aquel puto verano!
¿Me oís? ¡Harta! —estalló mientras el agua se derramaba y empezaba a
gotear del mantel—. Esta puta familia, este puto pueblo… ¡Y tus complejos
de mierda y tus putas mentiras…! —gritó fulminando a Daniel con la
mirada.
La cara de Ramón se tiñó de rojo.
—Dani, por favor, vete a dar una vuelta —dijo con voz grave—. Silvia y
yo tenemos que hablar a solas.
Daniel quiso protestar; deseaba ayudar a aplacar la furia de su cuñada,
pero el semblante de su hermano y sus ademanes eran terminantes. No tuvo
otro remedio que asentir y retirarse.
Nada más salir al pasillo, se percató de que la puerta del cuarto de Isabel
estaba entornada. Debía de estar oyéndolo todo. Rehízo sus pasos y,
asomándose de nuevo a la cocina, musitó:
—Hablad en voz baja. Por la niña.
47
Recuerdo de Jesús Posadas

Decidió tomar algo en Casa Vejo. Pese a lo que había presenciado en el


piso de Arturo, el estómago le rugía sin piedad y a esas alturas ya le daba
igual exponerse al vilipendio o a que murmuraran a sus espaldas. No iba a
esconderse. No tenía nada que ocultar. Además, a esas horas y en domingo
sabía que allí apenas habría gente, pues el momento de mayor afluencia era
a mitad de la tarde, cuando comenzaban a servirse las meriendas.
Entró en el local y desde la barra lo saludó un chico al que no había visto
nunca. Se figuró que Patricia, la propietaria, debía de estar en casa,
probablemente sola o con los hijos que pudiera tener. A su marido, el
sargento Blanco, aún debía de esperarle un largo día por delante. Suponía
que, aunque él no fuera policía judicial, como jefe de la zona de Reinosa
tendría que colaborar con el teniente Alcalá y la cabo Herrera en todo lo
que estuviera en su mano.
Pidió un pincho de tortilla de patata y una Coca-Cola y echó una ojeada a
su alrededor mientras aguardaba a que el joven se lo sirviera. En una mesa
del fondo alguien alzó la mano y captó su atención. Era Ernesto Posadas, el
antiguo sindicalista. Desde la distancia, Daniel pudo apreciar que las
arrugas se le habían multiplicado en el rostro, cuarteándole la piel, y que
ahora llevaba el pelo muy corto. Además, ya no lucía su característica barba
negra, sino un afeitado apurado. A pesar de que se asomaba a la setentena y
estaba sentado, todavía se adivinaba en él un porte recio. El hombre apartó
a un lado un libro que tenía abierto sobre la mesa y le señaló la silla de
enfrente de forma elocuente. Daniel no supo cómo negarse, así que fue
hasta allí y se acomodó en ella.
Al principio ninguno habló, y Ernesto dejó escapar un largo suspiro que
daba cuenta del desconsuelo que lo atravesaba.
—Aún no puedo creerlo… Arturo muerto…
Daniel hizo un leve asentimiento y luego le dio las gracias al camarero,
que acababa de traerle el pincho y la bebida. Por respeto, no se atrevió a dar
el primer bocado a la tortilla, a pesar de los embates del hambre.
—Parece increíble —insistió Ernesto, consternado—. Me ha dicho un
vecino que al hijo se lo han tenido que llevar directo al hospital. Pobre
chico. Al parecer, no dejaba de llorar y gritaba que a su padre lo habían
envenenado… Envenenado, parece increíble, ¿verdad? —repitió.
Daniel reparó en que el antiguo sindicalista lo observaba con intensidad,
como si esperara que fuera a compartir con él lo que sabía o, al menos, el
motivo por el cual le habían permitido entrar en la vivienda del fallecido.
Ernesto era uno de los que habían estado fuera entre la muchedumbre, y
Daniel no tenía dudas de que lo había visto adentrarse en el portal
acompañado por el sargento Blanco.
Incómodo, rehuyó el contacto visual y, ahora sí, se llevó un trozo de
tortilla a la boca.
—Siempre fuimos amigos —murmuró Ernesto al tiempo que apoyaba los
codos en la mesa—. No tanto como tu padre y él, pero lo fuimos, sí.
Daniel dio un sorbo a la Coca-Cola y contestó con un lacónico «Ya»
mientras meditaba si aprovechar esa referencia a la relación entre su padre y
Arturo para orientar la conversación hacia lo sucedido en el verano de 1975.
Sin embargo, no necesitó cavilar mucho sobre ello. Fue su interlocutor,
cuyos pensamientos parecían haber tomado los mismos derroteros, quien
aludió directamente al cambio de carácter que había experimentado Arturo
a raíz del asesinato de Lorenzo Orduña. Según dijo, aquel triste episodio lo
volvió más huraño y taciturno que de costumbre, y con frecuencia parecía
ausente. No fueron ni una ni dos las ocasiones en las que le estaba hablando
de algún asunto y descubrió que ni siquiera lo escuchaba, como si su mente
se hubiera perdido en alguna parte. Pero mantuvieron la amistad, a pesar de
todo.
—Arturo lo ha pasado mal. Demasiadas cosas —murmuró Ernesto
sombrío—. La muerte de Orduña; la detención y el suicidio de Guillermo,
que a fin de cuentas era su mejor amigo; el cáncer de su mujer… Y, antes de
todo, el accidente de mi hermano, claro. Se llevaban muy bien, pero sucedió
eso y…
La voz del antiguo sindicalista se apagó. A Daniel se le formó un nudo en
la garganta al advertir esa pesadumbre en un hombre que siempre había
percibido como un tipo férreo y belicoso. Un tipo capaz de transformarlo
todo en ira, incluso la pérdida de sus seres queridos. Tuvo el impulso de
trasladarle sus condolencias por el fallecimiento de Jesús, algo que no hizo
cuando era un niño, pero se detuvo al apercibirse de que resultaría ridículo
darle el pésame treinta y dos años después. Si alguien necesitaba recibirlo
en ese momento era el hijo de Arturo, que tal vez aún siguiera en el hospital
reponiéndose de la conmoción sufrida esa mañana.
Ernesto alargó la mano derecha y jugueteó nerviosamente con el borde de
las páginas del libro. Daniel miró el volumen de soslayo y se acordó de
Elena y la novela que le había regalado. ¿Estaría la chica al corriente del
crimen que había sacudido a la localidad? Seguramente sí. Era improbable
que algo así le hubiera pasado desapercibido a esa familia. Otra cosa era
que lo consideraran digno de su interés o que alguno de ellos pudiera intuir
la conexión que parecía existir con el caso de 1975. El detalle del álbum
sobre la mesa del comedor y las fotos que dejaba a la vista aún no había
trascendido, que él supiera, y quizá fuera mejor así, para no entorpecer las
pesquisas ni dar lugar a todo tipo de cábalas y especulaciones.
—Tu madre y tu abuelo están enterrados muy cerca de mi hermano, ¿lo
sabías? —dijo de pronto Ernesto—. Tu hermano siempre les deja flores. Es
un buen hijo.
«No como yo», se reprochó Daniel, y se prometió que en cuanto le fuera
posible iría a llevárselas.
—No sé si nos ven desde el cielo —susurró el sindicalista con voz ronca
—. Yo no creo en esas cosas, nunca lo hice, pero… A veces me gusta
pensar que quizá estoy equivocado y que Jesús nos observa y se alegra cada
vez que María y yo vamos a ponerle un ramo. Por eso lo hago, supongo.
Cuando lo entierren, haré lo mismo con Arturo.
—¿María? —repitió Daniel confuso.
Ernesto esbozó una sonrisa melancólica.
—María Güemes, sí. Estuvieron a punto de casarse, aunque poca gente lo
supo.
—¿María y Jesús? —inquirió Daniel, sin ocultar su estupor.
De pronto recordó la conversación con Mercedes en la residencia y la
tristeza y la ansiedad que ella le había asegurado que percibió en la criada
las semanas previas y posteriores al asesinato de Lorenzo Orduña. Daniel
no dijo nada, pero pensó que ahora todo adquiría sentido.
—Habían empezado a salir el año anterior al accidente —le confirmó
Ernesto con un hilo de voz—. Lo llevaban en secreto, básicamente porque
María quería que fuera así. Tu padre los animó más de una vez a que lo
hicieran público, pero no hubo manera. Ya sabrás que, de joven, María lo
pasó bastante mal y que el trabajo en la casona fue una bendición para ella.
—Sí, algo he oído.
—Ella estaba convencida de que en cuanto anunciara el compromiso, los
Orduña empezarían a buscarle una sustituta. Incluso nos decía que la
despedirían. Así sin más.
—¿Despedirla? Pero ¿por qué?
—Eran otros tiempos y todo el personal de la casona era interno. María
no creía que fueran a aceptar que viviera fuera y trabajara allí por horas.
—Hombre, podría haber intentado razonar con ellos, no sé.
—Eso le decíamos tu padre y yo: que no exagerara, que tampoco
estábamos en la Edad Media. Pero el caso es que ella se empeñó, y le hizo
jurar a mi hermano que mantendría la boca cerrada. La boda iba a ser algo
pequeño, muy íntimo.
—Entonces ¿Lorenzo nunca supo que su criada estaba saliendo con uno
de los trabajadores de la fábrica?
Ernesto dejó de toquetear las páginas del libro y dio un sorbo a su café.
—No, nunca lo supo. Ni siquiera cuando la barandilla de Aceros Campoo
falló y Jesús se precipitó al vacío. María se lo calló todo.
—Pero todo el mundo decía que el accidente había sido por culpa de
Lorenzo —deslizó Daniel—. ¿Cómo pudo María seguir trabajando allí,
como si nada? No pudo darle igual…
El antiguo obrero bebió un poco más de café y le dirigió una mirada
torva.
—Sufrió mucho, no te voy a engañar.
En ese momento, la imagen de Ernesto consolando a María a la entrada
de un portal se coló en la mente de Daniel. Se vio a sí mismo
contemplándolos de niño, y casi notó la fuerza con que la abuela Amparo
tiró de él para apartarlo de allí mientras le decía que no metiera las narices
en asuntos ajenos.
—Pero no cometió ninguna locura, si es lo que estás dejando caer —
agregó Ernesto.
Daniel levantó las palmas de las manos con fingida inocencia, y una
mueca desdeñosa se dibujó en los labios de Ernesto.
—No te hagas el tonto conmigo. Hay veces que uno tiene la tentación de
tomarse la justicia por su mano, sí, es natural y muy humano. Pero María no
tuvo nada que ver, eso te lo garantizo. En cambio, tu padre… Jamás entendí
qué coño hacía allí, en los jardines de la casona. Era mi amigo, no lo voy a
negar, pero hacía lo que le daba la gana sin contar con nadie, y eso era un
problema. Actuaba como si se creyera el más inteligente, el más valiente, el
que iba a cambiar el mundo, y ya ves lo que consiguió… No sé en qué
estaba pensando.
—Decía que iba a lograr que los alemanes se hicieran con la fábrica,
¿no? En una ocasión oí que le contabas algo así a mi abuela mientras
Ramón y yo nos columpiábamos. Fue el día en que os despidieron.
—Sí, eso me lo dijo en una reunión, a principios de julio, creo. Pero
luego ya no volvió a mencionarlo. A saber qué demonios tenía en la cabeza,
pero vamos, que enseguida se vio que no era más que una patraña —adujo
Ernesto—, porque los Suárez acabaron entrando en el negocio. Después del
crimen, ya sabes que todo se aceleró. En cierto modo, tu padre hasta se lo
puso en bandeja.
—Sin embargo, también se comentó que vosotros estuvisteis
involucrados en la muerte de Lorenzo. Los del sindicato…
Al contrario de lo que Daniel esperaba, el hombre no se sulfuró por sus
palabras, sino que le sonrió con condescendencia.
—Déjame adivinar: has hablado con la antigua cocinera de los Orduña,
¿no? ¡Menudo coñazo de mujer! ¿A ti también te ha ido con el cuento ese
del hombre que vio en la oscuridad?
Daniel no contestó, lo que Ernesto interpretó como un asentimiento.
—No deberías fiarte de todo lo que oigas. Una cosa es diferir en las
opiniones y en el proyecto empresarial, o estar indignado por un despido
injusto y protestar, y otra es ir matando gente, ¿comprendes? Era una época
conflictiva y violenta, sí, y había que hacer presión para defender los
derechos de la clase obrera, en eso también estamos de acuerdo. Pero no
nos confundas con terroristas o asesinos. No somos nada de eso, y jamás lo
fuimos. Uno tiene sus principios, que quede claro. Y tu padre, hasta donde
yo creía, también los tenía.
Pese a la sonrisa de Ernesto, un tenso silencio se aposentó entre ambos.
De fondo solo se oía el murmullo de las pocas personas que conversaban en
alguna que otra mesa.
—¿Sigues en el sindicato? —preguntó Daniel, que se resistía a retroceder
o a entonar una disculpa y no sabía bien cómo continuar.
—Solo como voluntario. Me jubilé hace un tiempo.
—Como Arturo, entonces.
Al escuchar el nombre de su antiguo colega, Ernesto exhaló un suspiro y
un velo de amargura le cubrió el rostro. Después apuró el café, que debía de
estar helado, agarró el libro y arrastró la silla hacia atrás para levantarse.
Daniel apoyó las manos en la mesa y también se incorporó, sin dejar de
mirarlo. Pese a que el teniente Alcalá había descartado que los billetes de
tren constituyeran una pista del caso Orduña, él prefería actuar con el mayor
celo posible y no dar nada por supuesto, y pensó que no debía
desaprovechar la oportunidad de hablar con Ernesto de ello.
—¿Puedo hacerte una última pregunta?
El antiguo sindicalista se encogió de hombros.
—Si no es para acusarnos de algo a María, a mí o a los del sindicato, sí.
No sé, igual también crees que yo maté a Arturo. Ya puestos… He visto que
tienes trato con Blanco. Puedes decirle que, si quiere saber cualquier cosa,
no tiene más que venir a buscarme. Estaré en casa, solo.
Daniel pasó por alto los últimos comentarios y trató de centrar el tiro.
Sacó el billete de tren del bolsillo y se lo enseñó a Ernesto, que lo examinó
con curiosidad.
—El dos de septiembre del setenta y cinco mi padre iba a hacer un viaje a
Santander. Con Arturo, precisamente. En teoría, era para ver a un abogado
laboralista por el tema de su despido, pero eso no termina de cuadrarme.
Ernesto arqueó las cejas.
—¿A un abogado laboralista? ¿Por su despido? Pero si ya se lo había
consultado a Federico.
Daniel lo miró fijamente.
—No irían en realidad a una reunión secreta del sindicato fuera de
Reinosa, ¿verdad? Tengo entendido que a veces las hacíais en otros lugares,
para que la Guardia Civil no os siguiera la pista.
—¿En Santander? No, qué va. ¿Quién te ha dicho eso? Nosotros solo nos
veíamos aquí, en Reinosa. Es cierto que cambiábamos cada dos por tres de
sitio, pero siempre eran bares, trastiendas o pisos de la zona. A diferencia
de ahora, no podíamos tener una sede oficial. Todo el mundo sabía que la
organización existía, pero eso era una cosa, y otra que los guardias te
cogieran planeando una huelga o una protesta, con las manos en la masa,
como se suele decir. Por aquel entonces la represión era más fuerte que
nunca. Tú ya no te acordarás.
—¿Y cuando los afectados no eran trabajadores solo de Reinosa, sino
también de otros lugares de la provincia o a nivel nacional?
—Ah, entonces la reunión era en Santander, sí —matizó Ernesto—. O en
Madrid, según el caso.
—¿Y quién solía ir?
—¿En representación de Reinosa? Yo. Y también un compañero de La
Naval. Fernando se llamaba.
—¿Nadie más?
—Hombre, no íbamos a presentarnos seiscientos tíos de cada parte de
Cantabria.
—¿Y si alguien se ponía enfermo?
—Yo nunca me puse enfermo —respondió Ernesto con evidente orgullo
—. Pero, de haberlo estado, me habría sustituido Juan Carlos Girón, otro
trabajador de la fábrica. Tu padre no, desde luego. Ya te he dicho que tenía
ideas propias, y eso en este mundillo no es bueno. Hay que ir todos a una.
Además, aquel verano faltó a varias reuniones, estaba raro. No estaba tan
implicado como otros, desde luego.
Daniel contuvo un respingo. ¿Acaso a Ernesto le parecía que su padre no
se había ausentado lo suficiente de casa para estar con sus compañeros? Se
imaginó lo que su madre le habría contestado de estar viva. Él prefirió
guardarse su opinión.
—Y ahora, si me disculpas… —dijo el antiguo obrero—. Ya nos
veremos.
Daniel le estrechó la mano con resignación y se quedó observando cómo
el hombre se dirigía a la puerta. Recordó la última vez que se habían dicho
adiós: fue la tarde del 1 de septiembre de 1975, unos segundos después de
que Ernesto le hubiera augurado a la abuela Amparo que todo saldría bien.
Su predicción estuvo muy lejos de cumplirse.
48
Marta

Ernesto se había ido hacía ya un rato de Casa Vejo. Daniel planificaba sus
siguientes pasos mientras terminaba el pincho de tortilla y la Coca-Cola
cuando su teléfono móvil comenzó a vibrar. Lo sacó del bolsillo y, al
reparar en el nombre que mostraba la pantalla, el estómago le dio una
sacudida y las manos comenzaron a temblarle. Lo miró varias veces
indeciso. Temía lo que pudiera escuchar, pero, al mismo tiempo, las
esperanzas comenzaban a nacer en su interior, a llenarlo de expectativas,
como una llama que se hubiera encendido en su pecho.
Presionó el botón verde.
—¿Marta? —preguntó con estupefacción.
Percibió una respiración que le confirmó que sí, que era ella.
—¿Marta? —repitió, y por un momento lo atormentó la idea de que
pudiera haberlo llamado por error.
Otra exhalación.
—Hola —dijo ella, al fin, a media voz. Después se detuvo unos segundos
—. ¿Qué haces en Reinosa?
Él se quedó perplejo.
—¿Cómo sabes…?
—Te he visto en el periódico.
—¿En el periódico?
Con tono monocorde, Marta le explicó que a la hora de comer, al echar
un vistazo a la edición online de un diario nacional, había leído una noticia
sobre el presunto envenenamiento de un hombre en Reinosa, en la avenida
La Naval, la calle en la que ella sabía que vivían Ramón, Silvia e Isabel.
Como la publicación proporcionaba muy pocos datos, había accedido a la
web del periódico regional de referencia en Cantabria, y ahí había
encontrado más información y, en particular, una foto en la que aparecía él.
—Parecías estar saliendo del edificio que hay enfrente de la casa de tu
hermano. ¿Se puede saber qué está pasando? Creí que… —Se interrumpió
y suspiró—. En realidad, da igual.
En sus palabras, además del interés por conocer lo sucedido, se advertía
una mezcla de acritud y decepción. Después de haberle oído jurar durante
años que nunca volvería a Reinosa pese a su insistencia, enterarse por la
prensa de que estaba allí debía de haberla pasmado tanto como defraudado.
—Es una larga historia, Marta… Yo… Cuando te fuiste tuve algunos
problemas y…
—¿Problemas?
—Bueno, la cuestión es que hablé con Ramón y no sé…, vine.
El bufido que soltó Marta le llegó de forma clara y audible.
—O sea, justo lo que yo te he dicho siempre, ¿no? Me parece alucinante
que haya tenido que romper contigo para que entraras en razón. Increíble.
—No ha sido tan sencillo como crees… Y las cosas no están funcionando
del todo bien.
—Bueno, ahora ya me da lo mismo. Saluda a todos de mi parte, por
favor. Sobre todo, a Isabel. Me hubiese gustado volver a verla.
Con una nota de desesperación en la voz, Daniel farfulló que no había
motivo para que no volviera a ver a su sobrina, que no todo estaba perdido,
que él se había dado cuenta de que debía cambiar y que podrían dar marcha
atrás y reconciliarse, retomarlo donde lo habían dejado. Pero Marta no
cedió ni un milímetro y le respondió con contundencia que no se
confundiera, que no lo había llamado para recuperar o reconstruir nada, sino
tan solo preocupada por lo que había leído. Desde el inicio de la
conversación, las esperanzas iniciales de Daniel se habían ido
resquebrajando como placas de hielo en proceso de fundición y, tras esas
últimas palabras, las vio hundirse para siempre. Le costó reaccionar, abatido
por el golpe demoledor que ella le acababa de asestar.
—Solo quería saber si estabais bien —remató Marta.
Alicaído, él se lo confirmó, y después el silencio envolvió la línea. Fue
entonces cuando, sin que ella se lo hubiera pedido, Daniel decidió contarle
la verdad. Todo lo que había vivido desde que ella se marchó. Todo lo que
le había sucedido en Reinosa. Fue una narración larga que llevó a cabo en
apenas un susurro, con cuidado de que ninguna de las personas que se
encontraban más o menos cerca pudiera oírlo. Lo único que no mencionó
fue el episodio con aquella chica que amaneció el viernes en su cama, así
como la información confidencial que le había facilitado el teniente. No se
guardó nada más y volcó en su relato todos sus miedos y sus sospechas,
dejando que las sílabas se impregnaran de su dolor.
Si a Marta le provocó desasosiego lo que él había averiguado respecto al
caso Orduña, así como el errático comportamiento de Arturo y su trágico
final, no lo evidenció. No comentó nada al respecto y se centró en insistirle
por enésima vez en lo que de veras importaba, según ella: la familia, la
vida.
—Pensaba que habías ido allí para dejar todo atrás y recuperarte, pero ya
veo que no —terminó reprochándole.
—Ya te he explicado que lo de la investigación ha sido por azar, por ese
billete que encontré.
—Ya, pero eres abogado, no policía —reconvino ella—. Deja que ese
teniente y su compañera hagan su trabajo. Además, aunque tu padre hubiese
tenido ayuda, ¿qué más te da? Él estuvo allí y en el revólver quedaron sus
huellas, ¿no? Y confesó. ¿Qué más quieres? —Soltó un resoplido—. Sigues
igual, Daniel, exactamente igual, haciendo lo que te da la gana. Ese es tu
problema: que siempre has sido tú; tu padre y tú. Y los demás, un cero a la
izquierda.
—Yo solo quiero saber la verdad, Marta, nada más. Es importante para
mí.
—Ya. ¿Y te has parado a pensar qué es importante para el resto? —
masculló, y resultó evidente que hablaba de sí misma—. Además, ¿se te ha
ocurrido que quizá la verdad sea peor de lo que ya conoces?
Él chasqueó la lengua. Sí, claro que se le había ocurrido, y ese escenario
no dejaba de asustarlo. Pero no podía parar. No ahora.
—Hazte un favor: olvídate de tu padre, de ese vecino y de todo, y cuida a
tu familia —añadió, sin esperar una respuesta a sus anteriores preguntas—.
Te lo he dicho mil veces: no dejes que el pasado te destroce la vida. Bueno,
no voy a seguir perdiendo el tiempo. Adiós.
49
Cerrar heridas

El pitido del móvil evidenciaba que Marta había cortado la comunicación,


pero él se negaba a aceptar que la conversación hubiera concluido de forma
tan abrupta, con la constatación de que su relación era irrecuperable, y
seguía acariciando las últimas palabras. Al fin, despegó el teléfono de la
oreja y lo miró. Nada, no había nada que hacer. Marta había colgado, y
llamarla carecía de sentido. Lo posó en la mesa y enterró el rostro en las
manos.
La fugaz ilusión a la que se había aferrado hacía unos minutos se había
desvanecido por completo. Ya no quedaba ni el humo de la llama que había
prendido en su pecho al ver el nombre de ella destellando en la pantalla; ni
un solo asidero, real o figurado: sus días juntos eran historia,
definitivamente, y esa sentencia, irrefutable, confirmatoria, lo desagarraba
por dentro como si le estuvieran removiendo un cuchillo por los intestinos.
La pérdida de Marta, la caída en Aldaya Abogados, el conflicto matrimonial
que había provocado entre Ramón y Silvia, la terrible muerte de Arturo tras
su visita…, todo se le antojaban partes de una enorme serpiente que,
enroscada alrededor de su cuerpo, poco a poco iba estrangulándolo en
aquella silla.
—¿Estás bien? —dijo de pronto una voz femenina.
Daniel dio un respingo. Era Patricia Cartagena, que al parecer había
entrado a trabajar sin que él se diera cuenta. Tenía la mano apoyada en uno
de los extremos de la mesa.
—Sí, sí, gracias —balbuceó, presa del desaliento. Habría querido
desvanecerse en el aire si hubiera sido físicamente posible.
—Pues no tienes buena cara.
Patricia arrastró una silla, tomó asiento y lo escudriñó como si se tratara
de una sustancia desconocida o poco común que hubiera que analizar en un
laboratorio.
—La gente dice que has estado en el piso de Arturo —murmuró—. Con
la Guardia Civil, con mi marido…
Daniel la miró en silencio. A juzgar por sus palabras, el sargento Blanco
no le había confirmado ni desmentido absolutamente nada, si es que habían
llegado a coincidir en algún momento. No iba a ser él quien lo hiciera.
—Ten cuidado —le advirtió Patricia—. Si te ven con ellos, todos creerán
que estás relacionado… Porque no es así, ¿no?
Él apartó la vista de aquellos ojos que seguían analizándolo sin disimulo.
¿Podía ser que la mujer del sargento Blanco estuviera intentando sonsacarle
información para su propio marido, que estuviera cumpliendo un encargo
suyo? No le parecía probable, pero aun así…
—Yo no he tenido nada que ver —contestó con rotundidad.
Ella no insistió, y Daniel tuvo la impresión de que estaba satisfecha con
la respuesta.
—Por cierto —le susurró Patricia tras unos segundos—, ayer me enteré
de lo del cementerio. De ese incidente que tuviste con Héctor… Qué
despropósito.
—Nada, no tiene importancia —dijo él, que no albergaba la menor
intención de profundizar en ese desagradable episodio.
—No, claro que la tiene. Es inadmisible que te trate así. No se puede
andar atormentando a la gente por cosas que sucedieron hace mil años.
Daniel se encogió de hombros con apatía, lo que pareció molestar a la
mujer.
—Aquí lo que hace falta es cerrar viejas heridas. Hace mucho que se lo
vengo diciendo a Laura, y creo que en el fondo ella está de acuerdo. Lo que
pasa es que su familia… —Negó con la cabeza—. Algunos tienen el dolor
muy arraigado, metido muy adentro. Sobre todo Ángeles, aunque Héctor no
se queda atrás. A la vista está.
«Y Marcos Orduña, tampoco», pensó él, que mantenía muy vivo el
recuerdo del encuentro que había tenido con el hermano de Lorenzo esa
misma mañana junto al portón de la casona.
—Laura y Ángeles hacen el mismo paseo todas las tardes. Ayer, cuando
ya no llovía, me crucé con ellas y se lo dije.
—¿El qué?
—¿Pues qué va a ser? Que tenía que hablar con Héctor para que os dejara
en paz. A ti y a Elena. Que no podía ser que mi marido tuviera que
intervenir en algo así.
—¿Y qué te respondió?
—Nada, y su madre puso muy mala cara. No sé si me hará caso, pero,
oye, yo lo he intentado. Es verdad que ya no estamos tan unidas como
antes, pero creo que aún me tiene en cuenta.
Daniel le dirigió una mirada interrogativa y ella murmuró que, desde el
verano de 1975, la relación entre ambas había cambiado. Según le explicó,
aquel año, igual que el anterior, Laura había pasado el curso en aquel
internado de Madrid al que sus padres la habían mandado, y, cuando
regresó, a finales de junio, todas las amigas la recibieron con los brazos
abiertos. Sin embargo, el alborozo por el reencuentro no duró demasiado,
puesto que aquel verano Laura apenas pasó tiempo con ellas, y eso las
decepcionó enormemente. Era cierto que Héctor le había pedido
matrimonio y que a finales de agosto se celebraría una gran fiesta de
compromiso cuyos preparativos, junto con los de la futura boda, la tenían
muy ocupada, pero eso era algo inevitable y sabían que no podían culparla.
Tampoco se le podía reprochar que se reservara exclusivamente para su
novio cuando este acudía a Reinosa. Ellas no se molestaron por eso, no. La
indignación y el distanciamiento se debieron a que, a finales de julio, Laura
comenzó a visitar a una amiga de Torrelavega que, según decía, había
conocido ese año en el internado, una tal Cristina, la hija de los dueños de
una empresa llamada Carnes Cobo, y acabó dedicándole a esa chica buena
parte del poco tiempo libre del que disponía. Con el paso de las semanas, la
sensación de ninguneo fue creciendo en ellas, y a mediados de agosto
explotaron.
—Me daba rabia que estuviera tan ocupada —reconoció Patricia—. Yo,
que la había esperado todo el año… Y de pronto, que si tenía que hacer un
recado, que si tenía que probarse no sé qué, que si tenía que ver a esa
amiga… En el fondo, yo fui quien peor la trató. Siempre habíamos sido
íntimas y me puse celosa, me sentí apartada por esa chica, Cristina. Quizá
también me afectó saber que Laura iba a casarse y que yo ni siquiera había
tenido novio… No lo sé. Fui una estúpida, una infantil, y lo pagué con ella.
No te lo voy a negar.
—Pero os reconciliasteis, ¿no? Recuerdo que estuviste en el banquete de
agosto. El de la pedida de mano.
—Sí, estuve allí, aunque no fue porque Laura quisiera, sino porque su
madre se empeñó. En realidad, ahí no lo habíamos arreglado. Y luego…,
bueno, luego sucedió lo de Lorenzo —musitó—. Supongo que entonces me
di cuenta de que me había portado fatal con ella y quise apoyarla al
máximo. Fui a verla a la casona el miércoles. Pensé que era mejor dejarle
un día de margen y no presentarme a las pocas horas… No estoy segura de
que fuera la decisión correcta, pero en cualquier caso me pareció que Laura
se alegraba de verme e hicimos las paces. Aunque ya no volvió a ser lo
mismo.
Daniel la miró con extrañeza y Patricia suspiró.
—Las semanas siguientes, siempre que iba a la casona, estaba él y…,
bueno, yo no me sentía cómoda, no te voy a mentir —le aclaró ella.
—¿Con «él» te refieres a Héctor?
—Sí. Después del asesinato de Lorenzo se trasladó a vivir allí, y no solía
dejarla sola, ni siquiera cuando yo iba a verla, como si fuera de cristal y
tuviera que protegerla en todo momento. No quiero decir que lo hiciera con
mala intención, ¿eh? Al contrario: nos demostró a todos que la quería
muchísimo y que lo que decían las malas lenguas sobre él no era cierto —
afirmó, y recalcó sus palabras dando golpecitos a la mesa con el dedo índice
—. Pero entre el problema que habíamos tenido las dos, lo que le había
ocurrido a su padre y la presencia de Héctor cada dos por tres…, pues no
me era fácil mantener una conversación con ella como las de antes.
Además, Laura estaba como ida, fría, y cada vez fui espaciando más las
visitas… —admitió, y movió la cabeza de un lado a otro como si aún lo
lamentara—. Lo del asesinato de Lorenzo a la pobre la dejó hecha polvo…
En mi opinión, se equivocó al aislarse tanto con su familia, pero también
entiendo que es fácil juzgar a la ligera cuando uno no ha pasado por lo
mismo…
—¿Y a las demás les ocurrió como a ti? —preguntó Daniel,
cuestionándose si la actitud de Héctor habría sido tan bienintencionada
como la describía Patricia o si, en realidad, lo que buscaba desde el
principio era hacerse con el control de la fábrica por la vía rápida, como le
oyó asegurar a su padre horas antes de la fiesta de compromiso.
—Sí, sin quererlo, todas nos acabamos distanciando de Laura. Supongo
que a esa chica le pasó un poco como a nosotras. De hecho, no la llegamos
a conocer. Nunca vino a Reinosa, ni siquiera por el funeral de Lorenzo, y
tampoco estuvo en la boda. Al final tan buena amiga no resultó ser, ¿no? —
dijo, e hizo una mueca de desprecio—. Yo, como vivo aquí, he mantenido la
relación, pero ya te he dicho que no es lo mismo. Además, la forma en que
los Orduña y los Suárez os trataron a ti y a tu familia me incomodaba, y eso
no ayudó, obviamente. En fin, espero que lo del cementerio no se repita —
recapituló, y le palmeó el hombro antes de ponerse en pie y volver a la
barra.
Daniel murmuró un agradecimiento y se dijo que ojalá fuera así.
Un rato después, cuando terminó otro pincho, salió de Casa Vejo. El cielo
ya se estaba oscureciendo y el aire olía a humedad.
Se abrochó la cazadora y echó a andar calle abajo. No tenía un rumbo
definido. Lo único que sabía era que, por ahora, debía caminar en cualquier
dirección que no lo acercara demasiado a la casa de su hermano. No
pensaba subir antes de que Ramón lo llamara y lo informara de cómo había
evolucionado la situación con Silvia. Si no se resolvía pronto, se buscaría
una pensión o regresaría a Madrid, para no molestar. Era consciente de que
su presencia no ayudaría a calmar las aguas, y, a cada minuto que pasaba, la
ausencia de noticias al respecto acrecentaba su nerviosismo.
Tras una hora de paseo que se le hizo eterna, el móvil le vibró en el
bolsillo. Era un mensaje de texto. Lo leyó con ansiedad y respiró aliviado:
Ramón le anunciaba que lo habían arreglado y que lo esperaban en casa. De
pronto se sintió más ligero, liberado de una pesada carga, y dio media
vuelta.
Cuando enfilaba el último tramo de la avenida La Naval, se detuvo a
observar el portal del edificio en el que había vivido Arturo. Seguía
acordonado y dos guardias a los que les castañeaban los dientes custodiaban
la entrada. Ninguno era el sargento Blanco, y del Nissan Primera de
Francisco Alcalá y Nuria Herrera no había ni rastro. Se le ocurrió que quizá
el levantamiento del cadáver y la inspección de la escena del crimen ya
habrían concluido, y decidió que si el teniente no se ponía en contacto con
él en lo que quedaba de tarde lo llamaría a la comandancia para intentar
enterarse de las novedades, si es que había alguna.
Nada más entrar en el piso, Silvia le salió al encuentro con paso
vacilante. Daniel se fijó en que tenía el pelo revuelto y los ojos hinchados y
escamados, y advirtió el curso reseco de un reguero de lágrimas; también le
pareció que los labios se le habían agrietado ligeramente. Ramón apareció
detrás de ella con un aspecto similar. Se lo veía exhausto, como si le
hubieran caído de golpe un montón de años.
Sin apenas decirse nada, pasaron al salón.
Cuando se hubieron sentado, Silvia fue la primera en hablar. Con la
mirada vidriosa, se disculpó por la reacción que había tenido y, en un tono
apenas audible, juró que no estaba harta de esa familia ni de Reinosa, como
había gritado horas antes, sino todo lo contrario; los nervios, la frustración y
el temor al efecto que los chismorreos podrían tener en Isabel, que al día
siguiente debía ir al colegio, la habían dominado y aterrorizado hasta el
punto de hacerle perder los estribos. Seguía sin aprobar que Daniel hubiera
actuado a sus espaldas, desentendiéndose de todo y de todos y mintiéndoles
sin el menor rubor, pero eso no restaba gravedad a su comportamiento. «No
es excusa», recalcó mientras se enjugaba las lágrimas.
Daniel se acercó a ella y se fundieron en un abrazo al tiempo que él
también le pedía perdón. Se mantuvieron pegados durante unos segundos
bajo la atenta mirada de Ramón, y, mientras apretaba a su cuñada contra sí,
Daniel reflexionó sobre lo que ella acababa de decir. Podía figurarse las
dudas y los miedos que la asediaban. ¿Y si la opinión pública se cebaba otra
vez con ellos? ¿Y si, por culpa de los murmullos, la dulce y risueña Isabel
acababa convertida en una niña problemática? ¿Y si la herencia de dolor y
sangre dejada por el abuelo de la pequeña la terminaba alcanzando? Por eso
él jamás había querido tener hijos.
—Por cierto, ¿dónde está Isabel? —preguntó al caer en la cuenta de que
no había salido a recibirlo.
Ramón, a quien aquel acto de reconciliación genuina le había devuelto el
color, le respondió que la habían llevado hacía un rato a casa de una amiga,
para que no los oyera discutir.
—Iremos a recogerla enseguida —añadió, y sonrió tibiamente a su
esposa, como si con ello diera por zanjada la grave disputa que habían
tenido—. Por cierto, Dani, hace un momento me ha llamado Blanco. Me ha
pedido tu número. Era para pasárselo al teniente que lleva el caso de Arturo.
Se pondrá en contacto contigo.
Estuvieron charlando durante un cuarto de hora, hasta que el teléfono de
Daniel comenzó a vibrar. En la pantalla brillaba un número muy largo.
50
Unas deportivas y una carta

—¿Daniel? ¿Es usted?


—Buenas tardes, teniente. Sí, soy yo. ¿Han averiguado algo?
La pregunta formulada a bocajarro no le debió de sentar nada bien a
Alcalá, puesto que le contestó con hosquedad que no lo había telefoneado
para tenerlo al tanto de las novedades, sino para recabar algunos datos
adicionales. Sin embargo, con el fin de contextualizar la información que
buscaba, al guardia civil no le quedó otro remedio que facilitarle ciertos
detalles y, para poder hablar con total libertad, Daniel les hizo un gesto de
disculpa a Ramón y a Silvia y se encerró en su habitación.
En un tono que acusaba cansancio, aunque también dejaba entrever algo
de optimismo, el teniente le confirmó que, a falta de la autopsia y el análisis
toxicológico, todos los indicios confirmaban la tesis del envenenamiento.
En las dos tazas y en el álbum de fotos solo habían hallado huellas
dactilares de Arturo, lo que dejaba dos posibilidades: o el asesino no había
tocado nada, o lo había hecho utilizando guantes. Además, en la inspección
ocular del piso también habían descubierto varias huellas de pisadas con
restos de barro, lo que, como adujo Alcalá, no resultaba raro, puesto que el
día anterior había estado lloviendo hasta bien entrada la noche.
—Parecen de zapatillas, pero están incompletas, y eso nos dificulta
reconstruir el tallaje y determinar si eran de hombre o de mujer. Hemos
mandado las fotos a Madrid para que nos echen una mano con el SICAR. A
ver si de ahí sacamos algo.
—¿Con qué? —preguntó Daniel al tiempo que se sentaba en el borde de
la cama.
—El SICAR. Es una base de datos con las suelas de miles de modelos de
zapatos y zapatillas de fabricación internacional. Lo usamos para identificar
el calzado utilizado por el delincuente a partir de las pisadas halladas en la
escena del crimen. A veces nos ayuda a acotar el número de sospechosos, e
incluso a desenmascarar al culpable.
—Ah, eso es lo que me dijo que iban a hacer con las huellas que vieron
anoche en el rellano del bloque de mi hermano, ¿no?
—Exacto, aunque en ese caso no será necesario esperar a los resultados
del SICAR. También de eso quería hablar con usted. Verá, en la casa de
Arturo hemos encontrado unas botas muy poco comunes cuya suela y
tamaño coinciden con esas pisadas. Parece que fue él quien llamó a la
puerta y echó a correr —le reveló.
Daniel recibió la información con aturdimiento, sin comprender. ¿Por qué
demonios había actuado así el amigo de su padre? ¿Qué pretendía? No
encontraba explicación racional al errático comportamiento de aquel
hombre.
—En cambio, las que han aparecido en el piso de Arturo —retomó su
exposición Alcalá—, las que en teoría corresponden al presunto asesino,
son muy diferentes. Más pequeñas. Todavía estamos trabajando para
deducir el número de pie, pero, según nuestros cálculos, no debería ser más
de un cuarenta y dos.
—No es mucho, no —apuntó Daniel, y clavó la vista en sus zapatos.
—No, y tampoco menos de un cuarenta, creemos. Pronto podremos
afinar más. En cualquier caso, lo que sí es evidente es que usted, a priori ,
queda descartado. ¿Qué número gasta? Espero que no me pise nunca.
Con alivio, Daniel comprendió que aquello lo dejaba fuera de la lista de
sospechosos de forma casi definitiva. Una vez que ese dato se hiciera
público, todo el mundo dejaría de recelar de él y, lo que era aún más
importante, Ramón y Silvia podrían respirar tranquilos.
—Un cuarenta y seis. Ya veo que esta mañana me examinó de arriba
abajo…
—¿Qué quería? Soy guardia civil y teníamos a un muerto que el día
anterior estuvo con usted. Además, la víctima había formado parte del
entorno de su padre. Entenderá que las circunstancias obligaban a ello.
—Ya.
—Hay una cosa que quería preguntarle. Esta mañana, cuando usted vio a
Federico Setién, ¿se fijó en su calzado?
Daniel mantuvo el teléfono junto a la oreja y entornó los ojos mientras
trataba de reconstruir la escena en su cabeza.
—Mmm…, no sé qué decirle, teniente. Iba con ropa deportiva y
abrigado, pero los pies… Es cierto que se estaba atando los cordones, pero
lo miré en conjunto.
—Serían zapatillas de correr, imagino. Eso sí podrá confirmármelo, ¿no?
—Supongo, sí, pero no soy capaz de acordarme.
—¿Y sabría decirme si ese hombre podría calzar un cuarenta y dos,
aproximadamente?
—No, teniente, lo siento. Por su complexión, me imagino que no tendrá
los pies pequeños, pero me lo estaría inventando.
—¿Y el color de las zapatillas? A veces un modelo se puede identificar
por la combinación de los tonos. Si recordara algo, nos sería útil.
Daniel se removió en el borde de la cama mientras buceaba en sus
recuerdos y el viejo colchón protestó con un crujido.
—Nada, lo siento. No me viene nada.
Alcalá resopló con impaciencia.
—A ver, ¿de qué color iba vestido Setién? En general.
—Mmm…, azul marino. Sí, azul marino.
—Vale, y si las deportivas hubieran sido rojas, ¿no cree que le habrían
llamado la atención?
—Bueno, sí, es posible. Ahora que lo dice, me parece que iba
conjuntado.
—Bien, entonces azules o de un tono oscuro —concluyó Alcalá con
evidente satisfacción—. Si hubieran sido de dos colores, o de un azul más
chillón, se habría dado cuenta, ¿no?
—Quizá —respondió Daniel vacilante.
—De acuerdo, por ahora con eso me basta. Si logramos dar con el
modelo, puede que vuelva a preguntarle.
—No hay problema, aunque ya le digo que…
—Otra cosa. ¿Sabe si su madre pudo cartearse con Arturo en el pasado, o
si llegaron a tener una relación estrecha?
Daniel frunció el ceño, confuso por la pregunta.
—¿Cartas? ¿Para qué iba mi madre a mandarle cartas si vivía enfrente?
Además, Arturo era amigo de mi padre, no de ella. No tiene sentido que se
escribieran. ¿Por qué dice eso?
Alcalá demoró unos segundos la respuesta, tal vez calibrando cuánto le
convenía desvelar. Al cabo de unos segundos, tomó aire y lo informó de que
durante el registro de la vivienda habían encontrado un trozo de papel, en
apariencia muy antiguo y con un par de líneas manuscritas, desplegado
sobre el escritorio del dormitorio de Arturo. Según el teniente, la caligrafía
era redonda e impersonal, y no resultaba sencillo determinar si pertenecía a
un hombre o a una mujer. La nota, conforme le explicó, no estaba fechada
ni firmada, y contenía un mensaje tan directo como enigmático, con unos
puntos suspensivos al término de la última frase:

Arturo:
Nada de esto tendría que haber pasado. Intenta hablar con Guillermo, por favor. No sé qué
hacer…

Al escucharlo, Daniel se incorporó de un salto y, agitado, comenzó a


deambular por la habitación, cavilando.
—Mi madre no pudo escribirla —farfulló—. Cuando hablaba con Arturo,
ella siempre se refería a mi padre como «Guille», no «Guillermo». Igual
que en casa. Además, si hubiese tenido algo que decirle a Arturo le habría
bastado con cruzar la calle, ¿no? —Hizo una pausa—. ¿Qué diablos cree
que significa?
—Por lo amarillenta que está y el contexto en el que ha aparecido, la
cabo Herrera y yo pensamos que podría ser del setenta y cinco y que quizá
Arturo la estuvo leyendo poco antes de morir. Tal vez la tuvo guardada
todos estos años, no sé. Podría interpretarse que quien la escribió estaba
aludiendo a la muerte de Lorenzo Orduña y que pretendía comunicarse con
Guillermo por medio de Arturo.
—¿Se refiere a cuando mi padre ya estaba detenido?
—Sí, aunque no es más que una hipótesis, obviamente. Por eso le
preguntaba a usted por su madre.
—No, no tiene sentido —se ratificó Daniel—. De hecho, si hubiera
querido hablar con mi padre de algo podría haber solicitado ella misma una
visita en prisión, ¿no? No, de mi madre no puede ser —afirmó contundente.
De súbito, recordó lo que Ernesto Posadas le había contado sobre María
Güemes hacía unas horas en Casa Vejo, y se apresuró a repetírselo al
teniente lo más detallado que pudo. En particular, le habló de la relación
amorosa que, según el sindicalista, María y Jesús llevaron en secreto en
aquella época, y del matrimonio que tenían planeado contraer y que, debido
al trágico accidente acaecido en Aceros Campoo, se truncó para siempre.
—¡Joder! —exclamó Alcalá, que a juzgar por su reacción era la primera
vez que oía aquello—. Pero ¿qué me está diciendo?
—¿Usted cree que María…? ¿Cree que ella pudo escribir esa carta? ¿Que
quizá estuvo involucrada en el crimen?
El hombretón no contestó, pero dejó escapar una fuerte corriente de aire
que resultó audible al otro lado de la línea. Luego, con voz firme, anunció
que a la mañana siguiente acudirían a Reinosa a tomarle declaración a la
criada de los Orduña.
51
Peligro

Después de despedirse de Alcalá —que no colgó hasta que le hubo


arrancado la promesa de que no actuaría por su cuenta y aguardaría
pacientemente a que ellos hicieran su trabajo—, Daniel se metió el teléfono
en el bolsillo del pantalón y regresó al salón.
Ramón y Silvia se levantaron del sofá en cuanto lo vieron entrar. Lo
asaetearon a preguntas, pero las eludió todas, una por una. Era consciente
de que no podía traicionar la confianza que Alcalá había depositado en él,
por más que considerara que la información sobre el asesinato de Arturo
también concernía a su hermano. Lo único que les desveló fue que la
Guardia Civil lo había descartado como sospechoso. No compartió con
ellos el motivo que había conducido a los investigadores a esa conclusión,
pero la noticia bastó para que la tensión que los agarrotaba se desvaneciera
o, cuando menos, se atenuara.
—¿Corremos peligro, Dani? —preguntó entonces Ramón.
Un doloroso sentimiento de impotencia se apoderó de Daniel. Le habría
gustado explicarles que la persona que huyó tras llamar a la puerta con los
nudillos era el propio Arturo, y que probablemente también él fue el
responsable de los rayones en su coche, pero no debía hacerlo. No todavía.
De todos modos, tal y como había dicho su hermano esa misma tarde,
alguien estaba matando en Reinosa, alguien que no era el antiguo amigo de
su padre. Eso proyectaba una amenaza muy real sobre todos sus habitantes
y, en especial, por lo que había podido advertir él, sobre quienes hubieran
tenido algo que ver con el caso Orduña.
—Por ahora, creo que es mejor que nos andemos con cuidado. No dejéis
que Isabel vaya sola por ahí, por favor. Que esté vigilada.
—Siempre lo ha estado —terció Silvia.
—Bueno, pues ahora más.
Ramón se pasó la mano por el mentón, inquieto.
—Por cierto, tendríamos que ir a recogerla —dijo—. Se está haciendo
tarde.
Ella asintió y ambos fueron a su habitación a ponerse los abrigos. Un par
de minutos después, cuando la puerta principal se cerró y el sonido de sus
pasos se perdió en las escaleras, Daniel se dejó caer en el sofá y suspiró. De
pronto se sentía exhausto, como si la última gota de energía se le hubiera
evaporado en el curso de aquel diálogo. Miró al frente. En uno de los
muebles distinguió la colección de vinilos de su madre. Movido por la
nostalgia, se estiró y los fue pasando hasta que escogió uno que creyó que
lo ayudaría a relajarse y despejar la mente: un álbum de The Dave Brubeck
Quarter. Sacó el disco con delicadeza, lo colocó en el tocadiscos y, después
de apagar la luz, se tumbó en el sofá.
La música jazz se esparció por la estancia y lo transportó de vuelta a su
niñez, cuando su madre los sentaba a Ramón y a él en ese mismo lugar y les
hablaba con fascinación de la genialidad y los secretos ocultos de aquellas
composiciones. A pesar de que su padre no compartía esa pasión, era
habitual que las notas que desgranaban los pianos, saxos, trompetas y bajos
danzaran cada día por la casa, a menudo acompañadas por la voz
aterciopelada o desagarrada, según el caso, de un vocalista.
Conjuró el pasado con una mezcla de añoranza y desconsuelo mientras
sus dedos adquirían vida propia y percutían en el aire teclas de piano
imaginarias. En aquella época ya disfrutaba de esas melodías, pero los
instrumentos representaban un auténtico misterio para él. Cuando cumplió
doce años, sus abuelos le compraron un pequeño teclado para complacer
sus deseos, pero, pese a que insistió muchas veces en tomar clases, no
podían permitirse semejante dispendio, y se convirtió en una especie de
autodidacta. Por suerte, más adelante su trabajo en Madrid le brindó un
buen sueldo, y no solo aprendió a tocar en uno de los mejores
conservatorios, sino que se hizo con un piano de cola que destellaba cada
noche bajo las luces de su piso en la calle Príncipe de Vergara. Era su modo
de rendir homenaje a su difunta madre, con piezas que interpretaba con la
ventana abierta y que se llevaba el viento nocturno.
No recordaba la última vez que estuvieron los cuatro juntos en ese salón
escuchando música o divirtiéndose de cualquier otra manera. Desde luego,
no fue en el verano de 1975, cuando las bromas y sonrisas cómplices ya se
habían tornado en discusiones y desencuentros que, pese al transcurso del
tiempo, no habían dejado de dolerle.
Sí recordaba con claridad, en cambio, la última noche que compartieron.
Fue la del 1 de septiembre, unas horas antes de que su padre, sin previo
aviso, decidiera romperlo todo.
52
La última cena

Noche del lunes 1 de septiembre de 1975


Cinco horas antes del crimen

El reloj de la cocina marcaba las nueve y media. Los cuatro estaban


sentados a la mesa y la conversación apenas fluía. Guillermo no apartaba
las pupilas del plato, que casi no había tocado. Ya era la tercera vez que
Beatriz le preguntaba por las gestiones que lo habían mantenido tan
ocupado esa tarde, pero él se negaba a responder acogiéndose al deber de
secreto que les imponían en esa organización en la que participaba. A
Daniel le resultaba llamativo que, en cambio, en el parque Ernesto Posadas
no hubiera mostrado el menor reparo para comentarle a la abuela todo lo
que estaban planeando. Pero no se atrevió a entrometerse y mantuvo la boca
cerrada.
La estancia quedó sumida en un pesado silencio solo rasgado por el ruido
de los cubiertos y los platos.
—Mañana mi padre ha quedado con ese proveedor de material de
oficina. Al mediodía, en Palencia —acabó diciendo Beatriz con voz
lánguida, como si se hubiera dado por vencida y se resignara a cambiar de
tema—. Abriré con él la librería, pero luego me quedaré sola. Ya que no
tienes trabajo, podrías venir a echarme una mano.
Guillermo se llevó a la boca un trozo de carne con desapasionamiento y
lo masticó despacio.
—¿Entonces tu padre necesitará la furgoneta?
El semblante de ella volvió a endurecerse.
—Claro, ya lo comentó a la hora de la comida. ¿La querías para algo?
—No, no, era solo por curiosidad —afirmó él con gesto pétreo—. Y no
podré ir a la librería, lo siento.
—¿Cómo que no? ¿Se puede saber qué tienes que hacer?
Guillermo no contestó, lo que llevó a Beatriz a soltar un bufido que
provocó que su flequillo bailoteara en el aire.
—¿Y los niños? ¿Estarás con ellos?
—Bueno, tu madre…
—Ya, mi madre. ¿Y por qué no puedes tú, a ver?
Fue entonces cuando sucedió algo que a Daniel lo dejó desconcertado.
En lugar de responder a la pregunta, su padre posó el tenedor en el plato y
los observó a Ramón y a él con una intensidad que incluso resultaba
incómoda, casi como si estuviera oficiando una ceremonia o interviniendo
en algún acto solemne. Después carraspeó y, con la voz afectada y los ojos
extrañamente acuosos, dijo:
—No tengáis dudas de que os quiero, ¿vale? Sé que a veces no he sido
mejor el padre, ni tampoco el mejor marido —agregó, mirando de soslayo a
Beatriz—, y os pido perdón por ello, pero… —Volvió la vista al plato—.
Yo… lo siento. De veras.
Acto seguido, desplazó la silla hacia atrás, se puso en pie y, en un
barboteo casi ininteligible, anunció que se iba a la cama.
En otras circunstancias, la madre de los niños le habría censurado su falta
de educación por dejarlos plantados en mitad de la cena, pero no replicó.
Los tres lo contemplaron alejarse y después distinguieron el crujido de la
puerta de la habitación al cerrarse.
Un cuarto de hora más tarde, cuando estaban tomándose el yogur, Daniel
sintió unas ganas incontrolables de orinar y pidió permiso para ir al lavabo.
Tras obtenerlo, salió de la cocina y enfiló el pasillo.
Al pasar junto al dormitorio principal, le sorprendió oír a su padre, que
parecía hablar con alguien en susurros. Arrastrado por la intriga, se
sobrepuso a la urgencia que lo apremiaba y aproximó la oreja a la puerta,
justo a tiempo de escuchar algo de una frontera y unos compañeros. No
entendió nada, y en ese momento todo quedó en silencio. Aguardó
expectante y miró de reojo en dirección a la cocina, pendiente de que ni su
madre ni Ramón aparecieran y lo pillaran espiando.
—¡Vamos, Jacobo, no me jodas! —exclamó de repente su padre—.
Tendremos cuidado, ya te lo he dicho. —Hubo una pausa larga, y después,
con un tono más suave, casi triunfal, añadió—: Venga, fenomenal, allí
entonces.
Daniel dedujo que estaba hablando por teléfono con su amigo Jacobo
Carranza, un leonés que se había trasladado a Bilbao años atrás para
trabajar en una fábrica metalúrgica y que los había visitado en más de una
ocasión. Por lo que había captado en algunas conversaciones entre ese
hombre y su padre, que no debería haber escuchado, Jacobo formaba parte
de algo que también era secreto. Algo llamado Partido Comunista, que
estaba prohibido y que, por lo que se decía en las calles, era peligroso.
—Te lo agradezco, Jacobo. De verdad. Un abrazo.
Fue la última vez que Daniel oyó la voz de su padre.
53
Penumbra

Noche del domingo 25 de noviembre de 2007

Seguía en el sofá cavilando sobre las enigmáticas palabras de su padre,


cuando Silvia y Ramón entraron en el salón acompañados de Isabel. Las
notas de The Dave Brubeck Quarter continuaban deslizándose por la
estancia, sumida en una penumbra solo resquebrajada por los resplandores
que se filtraban de la calle.
—¡Joder, Dani! —masculló su hermano mientras pulsaba el interruptor
—. Qué susto. ¿Se puede saber qué haces ahí tirado, a oscuras y con eso a
tope?
—Estaba pensando —contestó Daniel con aire ausente mientras se
levantaba y retiraba la aguja del vinilo.
Por la cabeza no dejaba de rondarle una idea: ¿estaría relacionada la carta
que la Guardia Civil había encontrado en el piso de Arturo con aquella
extraña conversación de su padre con Jacobo Carranza? ¿Habría tenido algo
que ver aquel hombre con todo lo que sucedió entonces? ¿Y si las palabras
que él escuchó a hurtadillas desde el pasillo eran una cita de los dos en
Reinosa para asesinar juntos a Lorenzo Orduña, con la colaboración de
Arturo? No, no parecía probable; Jacobo no habría dispuesto de margen
suficiente para desplazarse hasta allí aquella misma noche. En 1975 las
carreteras no eran como en la actualidad y, hasta donde tenía entendido, el
trayecto entre Reinosa y Bilbao, donde vivía Jacobo, se hacía larguísimo,
interminable. Además, ¿para qué demonios iba a implicarse el amigo de su
padre en algo así? No, no podía ser. En todo caso, ya era demasiado tarde
para preguntárselo, puesto que el hombre había fallecido dos décadas atrás
mientras practicaba alpinismo, sepultado por un alud.
—Venga, ayúdanos a preparar algo —le dijo Ramón.
En la cocina no disponían de televisión, pero sí de radio, que encendieron
en cuanto empezaron a cenar. En ese momento tenían sintonizada una
emisora local y la locutora comenzaba el repaso a la actualidad informativa
de la región. No tardó en abordar el asunto de la muerte de Arturo. Su
narración no era visceral ni se recreaba en lo macabro, pero a Daniel no le
pasó inadvertida la atención que Isabel prestaba a todo lo que esa voz
pastosa decía. Pese a que, como la mayoría de los habitantes de Reinosa, la
niña ya debía de conocer que la noche anterior se había producido un
envenenamiento al otro lado de la calle, su espanto parecía crecer con cada
palabra que pronunciaba la periodista. Por un instante, Daniel sintió el
impulso de apagar el transistor, pero enseguida se dio cuenta de que una
reacción así, además de paternalista e ingenua, sería de todo punto
inadecuada, e incluso podría resultar perjudicial para Isabel. Su propia
experiencia le había enseñado que si uno intenta ocultar a los niños los
sinsabores de la vida, tarde o temprano estos los alcanzan y se dan a
conocer por sí mismos, a menudo de forma traumática.
—Hay un hombre malo en Reinosa, ¿verdad, mamá? —dijo de pronto la
pequeña. Daniel reparó en que Isabel sujetaba el tenedor con fuerza. Las
yemas de los dedos se le habían tornado blancas por la presión que ejercía.
—Sí, pero la Guardia Civil lo atrapará enseguida, mi amor —balbuceó
Silvia, mirando de reojo a Ramón.
Afortunadamente, Isabel no insistió en el tema y, a las once menos
cuarto, se fue a la cama, puesto que al día siguiente tenía colegio. Ramón y
Silvia también se acostaron y Daniel se puso la cazadora y bajó a la calle
para hablar con Álex sin molestarlos. Corría un viento gélido y, al echar a
andar en dirección a la calle Mayor, lamentó no haber cogido una bufanda.
Su amigo respondió enseguida. Según le dijo, en ese momento estaba
saliendo del bufete —sí, aunque fuera domingo, después de pasar el día con
su familia en Segovia había ido a trabajar para sacar adelante la fusión—, y
tenía pensado llamarlo en breve. Hacía apenas un par de minutos, antes de
apagar el ordenador, había leído en internet una noticia que lo había dejado
helado: un hombre había muerto envenenado en Reinosa; la Guardia Civil
lo había encontrado esa misma tarde en su domicilio, con la boca llena de
espumarajos.
—Espero que no tenga nada que ver con lo que me contaste ayer…
Tras meditarlo durante unos segundos, Daniel comprendió que no tenía
sentido ocultarle la verdad y procedió a resumirle las novedades, si bien
obviando todo lo que le había confiado el teniente y, según creía, aún no
había trascendido.
—Joder, ¿era el amigo de tu padre? —masculló Álex—. ¿Y lo han
matado justo ahora?
—Es lo que te decía: que no parece una casualidad, ni mucho menos.
—¿Y si alguien piensa que fuiste tú? A fin de cuentas, estuviste con él el
sábado, ¿no? Joder, Dani, como esto te salpique…
—La Guardia Civil sabe que no fui yo, tranquilo. Enseguida se aclarará,
pero no digas nada, por favor. Aún no.
—¿Y si Aldaya se entera?
—Bueno, pues le explicas que yo no he tenido nada que ver.
—¿Y ahora qué vas a hacer?
—No lo sé. Espero que todo esto se resuelva pronto.
—¿Con la familia todo en orden?
Daniel le habló de la disputa que habían tenido y de la posterior
reconciliación.
—Puf, me alegra oírlo, Dani, no sabes cuánto. ¿Y Marta? ¿Alguna
novedad?
—Nada… —mintió él, sin fuerzas para revivir la conversación que había
mantenido con ella esa tarde.
—Ya… Supongo que era de esperar. Venga, ánimo, y mantenme
informado, ¿vale? Lo siento, tengo que colgar.
54
Barcas contra la corriente

Mañana del lunes 26 de noviembre de 2007

Por la noche apenas había conseguido descansar, y a las siete y cuarto


Daniel se levantó y se dirigió a la cocina. Todavía no había amanecido y el
dormitorio principal y la habitación de Isabel tenían la puerta cerrada, así
que supuso que todos seguirían durmiendo. Sin embargo, al entrar en la
cocina encontró a Silvia sentada a la mesa, sobre la que tenía desplegado un
periódico. En la estancia flotaba un penetrante aroma a café recién hecho.
—Buenos días —lo saludó ella con una sonrisa tibia. A continuación, dio
un sorbo al tazón que sostenía en la mano—. ¿Te sirvo algo?
Daniel negó con la cabeza y fue a la encimera a prepararse él mismo el
desayuno. Vertió un poco de café en una pequeña taza y después cogió una
pieza de fruta y un par de magdalenas, que llevó a la mesa.
—Ten, lo he comprado hace un momento —dijo Silvia, y le pasó el
ejemplar de El Diario Montañés .
Él le dio las gracias y lo ojeó en silencio. No necesitó pasar muchas
páginas para toparse con la noticia del envenenamiento de Arturo. En una
de las instantáneas que acompañaban al texto se descubrió a sí mismo
saliendo del bloque en el que se había producido el crimen. Sin duda, esa
era la imagen que Marta había visto la tarde anterior, en la edición digital.
—Sí, te han sacado… —se quejó su cuñada.
Daniel se concentró en leer lo que se había publicado. Enseguida
constató que no figuraba nada de lo que él no estuviera al corriente. Ni
siquiera se hacía referencia al álbum de fotos o a las huellas halladas en la
escena del crimen. Daba la impresión de que, por el momento, no había
habido filtraciones.
—¡Tío Dani! —exclamó de repente Isabel, que entró corriendo y lo
abrazó por la cintura.
Él cerró el periódico a toda prisa y le revolvió el pelo a su sobrina. Se
esforzó por sonreír. Ramón apareció segundos después con semblante
somnoliento. No parecía haber pasado buena noche y se sentó con pesadez
en una de las sillas.
—Venga, a desayunar —dijo Daniel, en un intento por animarlo, y se
levantó a ponerle el café y algo de comer—. Tú un cola-cao, ¿verdad,
Isabel?
—Y cereales.
A la media hora, mientras Silvia se duchaba y Daniel recogía los restos
del desayuno, Ramón se dispuso a llevar a la niña al colegio.
—Dani, hoy te dejaremos solo —le anunció desde el pasillo—. Yo tengo
lío en la librería, y Silvia va a hacer unas gestiones en el banco. Si necesitas
algo llámame, ¿vale? Y no te metas en líos.
—No te preocupes, estaré bien. De todos modos, puede que luego me
pase por la librería. ¿Tienes allí otro ejemplar de El gran Gatsby ?
Su hermano arqueó las cejas.
—¿Otro?
—Sí, como se lo regalé a Elena, no pude acabarlo.
—Ah, entonces no hace falta que vengas. Hay uno en la estantería de mi
habitación. Cógelo. Era de mamá —dijo con voz tenue, y después salió con
Isabel al rellano.
En efecto, Daniel encontró allí el libro. Con un nudo en la garganta, lo
acarició, consciente de que por él se habían deslizado los dedos de su
madre. Una vez que Silvia se hubo marchado, buscó la página en la que se
había quedado y, reclinado en el sofá, con un cigarrillo colgado de los
labios y el vinilo de The Dave Brubeck Quarter girando en el tocadiscos, se
entregó a la lectura. Debía esperar a que la Guardia Civil interrogara a
María Güemes, no interferir más en la investigación, tal y como le había
recalcado Alcalá, y no se le ocurría una idea mejor para distraerse que
sumergirse en aquella historia que tanto había fascinado a su madre.
Además, sentía curiosidad por saber cómo concluía el decidido cortejo de
Jay Gatsby a Daisy, su antiguo amor de juventud.
Eran más de las once de la mañana cuando finalizó el libro. Lo hizo
embargado por una sensación agridulce; pese a que había disfrutado de la
prosa de Fitzgerald y de la trama, el desenlace le había resultado trágico,
demoledor, y lo había sacudido por dentro. Quizá no fuera más que una
consecuencia del momento en que se hallaba, pero la escena en la que el
dueño del taller, George Wilson, disparaba a Gatsby creyendo que así se
cobraba su venganza —aunque en realidad se estuviera equivocando de
víctima— le había recordado en cierto modo a lo que hizo su padre con
Lorenzo Orduña al tomarse la justicia por su mano.
Releyó la última frase y sintió una nueva sacudida.

Y así porfiamos, barcas contra la corriente, devueltos incesantemente hacia el pasado.

Puede que fuera una estupidez, pero tuvo la impresión de que, de algún
modo, aquellas dos líneas habían sido escritas para él, como una especie de
advertencia o recordatorio de que, por mucho que lo intentara, jamás podría
escapar de su propia historia. De su pasado y el de su familia.
«Barcas contra la corriente»… Aquella metáfora era un buen resumen de
su vida.
Malhumorado, apagó el cigarrillo en el cenicero y se encaminó al
dormitorio principal para devolver el libro al anaquel. Justo entonces, el
teléfono fijo del salón comenzó a sonar con estridencia. Meditó durante
unos segundos si debía atender la llamada, pues, al fin y al cabo, él no vivía
allí.
—¿Diga? —contestó tras rehacer sus pasos y descolgar.
Se oyó un jadeo al otro lado de la línea.
—¿Diga? —repitió—. ¿Quién es?
—Soy… soy María, María Güemes. ¿Es… es la casa de Ramón y Silvia?
Daniel notó que se le aceleraba el pulso.
—Sí. ¿Ocurre algo?
Más jadeos.
—¿Eres… eres Daniel?
—Sí, soy yo. ¿Qué…?
—Necesito… necesito hablar contigo. Por favor… En veinte minutos. En
el cementerio.
55
Miedo

Cuando se precipitó a la calle, el corazón le palpitaba con violencia,


como si le fuera a estallar. La llamada de María Güemes lo había alarmado
sobremanera, y el insólito lugar en el que lo había citado no contribuía a
que se tranquilizara. No sabía a qué podía deberse el extraño
comportamiento de la mujer, esa repentina urgencia, la angustia de sus
palabras. En teoría, el teniente y la cabo Herrera iban a reunirse con ella esa
misma mañana. ¿La habrían interrogado ya? ¿Quizá por eso quería hablar
con él? Intuía que no, que ese encuentro todavía no se había producido y
que la explicación era otra.
Mientras atravesaba la ciudad a grandes zancadas, se planteó si debía
poner a Alcalá al tanto de la situación. Enseguida descartó la idea. No lo
conocía mucho, pero estaba convencido de que su primera reacción sería
ordenarle que no interfiriera en la investigación y que se quedara en casa;
en su lugar, mandaría a un agente del cuartel, o puede que incluso acudiera
él mismo si ya se hallaba por la zona. No, era mejor no mencionarle nada.
Además, María había sido muy explícita: quería verlo a él.
Al llegar al cementerio de San Esteban, descubrió que la criada de los
Orduña ya se encontraba allí. Vestida con un abrigo negro que la tapaba
hasta las rodillas, estaba encorvada frente a la lápida de Jesús Posadas.
Daniel dio unos pasos hacia ella.
—María…
La mujer se volvió. Tenía los ojos irritados y abultados, y el pelo le
bailaba agitado por los soplos gélidos que descendían de las montañas.
—No sabía qué hacer… —gimió con voz entrecortada—. Lo de
Arturo…, lo que le ha sucedido… Yo…
En ese momento, una fuerte ráfaga de viento barrió el lugar y desplazó
unos centímetros la puerta del cementerio. Los goznes chirriaron y su
quejido tétrico se elevó en el aire y acompañó a las hojas secas en su vuelo
sobre la hierba.
—¿Qué ocurre, María?
La criada se giró ligeramente y contempló la sepultura con pesar infinito.
Era como si todo su mundo se concentrara allí, en ese trozo de mármol.
—Ellos eran amigos…, Jesús y Arturo —siseó con los ojos empañados
—. ¿Lo sabías?
Daniel asintió.
—Teníais una relación, ¿verdad? —deslizó él, que no vio la necesidad de
ocultar lo que Ernesto le había revelado la tarde anterior—. Jesús y tú.
Antes de que muriera.
Ella no contestó de inmediato, pero varias lágrimas se le descolgaron de
los ojos.
—Íbamos… íbamos a casarnos —tartamudeó mientras se llevaba las
manos al rostro y rompía a llorar sin consuelo—. Fue durísimo… Perderlo
así, de la noche a la mañana, y de esa manera… No imaginas lo que fue.
Yo… no supe manejar aquello. Y Ernesto…
—¿Ernesto?
—Sí. ¡Los dos! Los dos nos equivocamos. Por eso me callé. Tuve miedo.
Y ahora…
La continuación de la frase quedó en el aire, y Daniel sintió que el
corazón se le desbocaba de nuevo.
—¿Miedo? ¿A qué te refieres?
María sacó con torpeza un pañuelo del abrigo y se secó la cara. Después
se sonó la nariz ruidosamente y durante unos instantes se quedó sumida en
sus pensamientos, con las pupilas fijas en la punta de sus zapatos, como si
ante ella se abriera un precipicio y se dispusiera a saltar al vacío. Al fin,
comenzó a hablar. Su tono era apagado, parecía que iniciase una
conversación consigo misma, que fuera a contarse la historia que había
truncado su vida.
Aquel verano, murmuró, el de 1975, la pérdida de Jesús la inundó de
dolor, rabia y odio hasta consumirla. A la desgracia del accidente que se
había llevado a su prometido se sumó lo que le dijo Ernesto unos días
después, cuando ella, desolada, le preguntó si don Lorenzo pagaría por lo
ocurrido. Él, sin ocultar su pesar, le respondió que era improbable que la
muerte de Jesús tuviera consecuencias para el empresario, más allá de deber
de abonar alguna indemnización; era cierto que ese fallo de seguridad en la
fábrica resultaba inadmisible y que los trabajadores intentarían llegar lo más
lejos posible, pero no creía que fuera suficiente para que acabara entre rejas.
Aquello, reconocido por Ernesto con total franqueza, terminó de
destrozarla. Se apoderó de ella una insoportable sensación de desamparo, de
orfandad, tan intensa como la sed de venganza que, de súbito, comenzó a
corroerla por dentro. De niña ya había perdido a sus padres, y ahora, a
Jesús. No podía tolerar que su muerte quedara impune. Aquello sería un
ultraje a su memoria. Además, ella había sido testigo de las reacciones de
don Lorenzo en la casona. Aquel hombre no solo no parecía sentir
remordimiento alguno, sino que había tenido la desfachatez de culpar al
propio Jesús de su caída, por apoyarse donde, supuestamente, no debía.
Acabó decidiendo que si no se impartía justicia en los tribunales, ella
misma se encargaría de hacerlo. En dos ocasiones planeó echarle algo en la
bebida; sin embargo, no tuvo las agallas suficientes. El simple hecho de
pensar en la posibilidad de que la descubrieran la paralizaba. Sabía que
Jesús no habría querido que ella pasara el resto de sus días en la cárcel, pero
no podía quedarse quieta, como si nada.
Hablando con Ernesto sobre ello, se les ocurrió una idea, una idea que
más adelante lamentaría: le enviarían a Lorenzo Orduña cartas
amenazadoras para asustarlo, para devolverle una dosis de sufrimiento, por
pequeña que fuera. Ernesto las escribiría a máquina, sin firma, y ella,
asegurándose de no dejar ningún rastro, se encargaría de echarlas
directamente en el buzón cuando no hubiera testigos.
Daniel recordó entonces que aquel verano su madre le preguntó a su
padre si él estaba detrás de aquellos anónimos y que este dijo no saber nada
de ese asunto.
—Solo lo supimos Ernesto y yo —apuntó ella, como si hubiera adivinado
lo que le estaba pasando por la cabeza—. No te imaginas el placer que me
daba verle coger el sobre. La cara que ponía, cómo le temblaban las
manos…
El tono visceral empleado por la mujer le provocó un escalofrío, y sus
palabras activaron su memoria. De repente, se acordó de la escena que
presenció treinta y dos años atrás, cuando, después de acompañar a su
abuela a comprar el periódico, vio a María saliendo de un portal con los
ojos vidriosos y a Ernesto corriendo a abrazarla. Aquello acudió a su mente
con una nitidez sorprendente, y reparó en dos detalles a los que en su día no
concedió ninguna importancia: el trozo de papel que le pareció que
asomaba del bolso de ella y los guantes que, pese a ser aún verano, María
tenía en la mano y estaba guardando.
—Entonces, esa mañana, la del uno de septiembre, cuando pasamos por
delante del portal… —pensó en voz alta.
Ella asintió con aflicción.
—Ernesto me acababa de dar un anónimo, sí… Yo quería hacerlo, quería
llevarlo a la casona, como las otras veces, por Jesús, pero don Lorenzo
acababa de despedir a Ernesto y, si me descubrían, yo también me quedaría
sin trabajo… —gimió—. Me derrumbé, me dio miedo. Sabía que estábamos
actuando mal, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Fue… fue la última carta
que le dejamos.
56
La sombra

Daniel comprendió al instante por qué ya no hubo más cartas: aquella


madrugada un balazo segó para siempre la vida de Lorenzo Orduña.
—¿Fuisteis vosotros? —le preguntó a bocajarro, pensando en el hombre
tras el muro y en las huellas sin identificar del revólver—. ¿Vosotros
ayudasteis a mi padre?
—No, no, nosotros no tuvimos nada que ver —balbuceó ella, alterada, y
comenzó a estrujar el pañuelo que tenía en las manos—. Ese era mi
miedo… Por eso no dije nada… —sollozó—. Sabía que todo el mundo nos
echaría la culpa, pero ahora…
Daniel la miró con dureza, harto de rodeos.
—María, ¿qué demonios te callaste? ¿Tú sabes lo que pasó aquella
noche? ¿Y lo que le ha sucedido a Arturo?
La criada sacudió la cabeza enérgicamente y retrocedió un par de pasos.
—Entonces ¿para qué me has hecho venir? —dijo él, resoplando—. ¿Qué
es lo que quieres?
La mujer sacó otro pañuelo y se enjugó las lágrimas que le bañaban el
rostro. Después, entre gimoteos, le explicó que aquella madrugada, tras la
muerte de don Lorenzo, la Guardia Civil le tomó declaración, como a todos
los que durmieron en la casona. Pese a que lo intentó, no tuvo el valor de
decir toda la verdad; cuando los investigadores le preguntaron si había
observado algo raro los días previos al asesinato, algo que pudiera justificar
la presencia de Guillermo y Lorenzo en los jardines a esas horas de la
noche, se acordó de lo que vio el domingo anterior, pero no lo mencionó.
No quiso especular ni meterse en líos; no podía arriesgarse a llamar la
atención, y tampoco quería sembrar suspicacias que, de no llegar a buen
puerto, supondrían su despido fulminante.
—¿Te refieres a la concentración en la casona? —aventuró Daniel,
confuso.
—No, no fue eso… Fue algo que sucedió más adelante, a la hora y media
más o menos… —Los labios le bailaron—. Aquella tarde, después de
haberte recogido…, tu padre volvió.
—¿Mi padre?
Al escucharla, Daniel recordó que aquel día, tras dejarlo en casa, su padre
se marchó a toda prisa alegando que tenía que reunirse de manera urgente
con sus compañeros; algo muy distinto de lo que, a juzgar por lo que
afirmaba María, terminó haciendo.
—¿Estás segura?
La mujer asintió y le contó que, para entonces, en la casona todos se
habían retirado a descansar a sus habitaciones, salvo don Lorenzo, que se
metió en su despacho a trabajar, o eso dijo. Ella estaba con Vicente y
Mercedes fregando y tratando de poner la casa en orden.
—Me acuerdo de que fui al salón a guardar unos cubiertos en un cajón
del mueble que hay junto al ventanal —musitó—. Eché un vistazo al jardín
mientras lo abría y entonces… —La voz le tembló—. Entonces los vi.
—¿A quiénes?
—A tu padre, más allá del portón, andando de un lado a otro. Y a la
señora…
—¿A Ángeles?
—Sí —murmuró con un hilo de voz—. Estaba cruzando los jardines. Iba
hacia él. Abrió el portón y se marcharon juntos. No sé a dónde fueron.
Mercedes me estaba gritando desde la cocina y tuve que irme, pero lo que
digo es cierto, lo juro.
Daniel se quedó en silencio. Intentaba comprender qué demonios habría
llevado a su padre a regresar a la casona aquella tarde. Se le ocurrió
entonces que quizá simplemente quiso disculparse por haber participado en
la concentración, buscando reparar el daño que le había causado a él, a su
hijo. Sí, debió de ser eso, se dijo. Además, esa interpretación encajaba con
el hecho de que su padre hubiera acudido solo, a espaldas de sus
compañeros, puesto que su conducta podría haberse interpretado por los
demás como una traición al acto de protesta, como una falta de respeto al
difunto Jesús. En cuanto a la actitud de Ángeles, tal vez salió a su encuentro
precisamente para reprocharle que hubiera formado parte de todo aquello y
pedirle, una vez más, que no volviera por allí.
Daniel acabó concluyendo que lo que vio María carecía de la relevancia,
pero optó por reservarse su opinión, al menos de momento.
—¿Sabes cuándo volvió? —le preguntó, más por cortesía que por interés
—. Ángeles, quiero decir.
—Mmm…, no lo sé. Un rato después. Oí su voz en el despacho de don
Lorenzo, pero no sabría decir cuándo llegó. Lo que sí recuerdo es que él
estaba furioso.
—¿Furioso?
—Bueno, casi no pude escuchar, pero me lo pareció, sí… Como si
estuvieran discutiendo. Entonces vi a Laura bajar las escaleras y tuve que
marcharme. No quería que pensara que estaba espiando a sus padres…
—Ya —suspiró él, y decidió sincerarse—. Mira, María, no veo qué
importancia puede tener todo esto.
El rostro de la mujer se contrajo como si hubiera recibido un golpe. Sin
embargo, en lugar de darse por vencida, le pidió a Daniel que la escuchara
y, tras secarse el rostro una vez más, retomó la narración. Según dijo, la
noche siguiente, en la que don Lorenzo murió, ella era incapaz de conciliar
el sueño, pese a sentirse agotada. Por la mañana, en aquel portal, Ernesto le
había contado que el empresario lo había despedido de forma fulminante y
que, entre otras cosas, lo había acusado de estar detrás de los anónimos.
Además, le había asegurado que muy pronto los desenmascararía a él y a
quienes le ayudaban a dejárselos. Al parecer, no llegó a mencionar ningún
nombre, pero la mera posibilidad de que don Lorenzo sospechara de ella la
tenía aterrorizada. Había dejado el último anónimo al mediodía, mientras el
empresario se encontraba de excursión en Fontibre, sin riesgo aparente de
ser descubierta, pero aun así… No paraba de dar vueltas en la cama. ¿Y si
él acababa atando cabos? Fue entonces, con la mente en ebullición y los
sentidos alerta, cuando oyó un fuerte ruido que se superpuso al aullido del
viento, algo así como una detonación, un disparo.
—¿Y Mercedes? ¿No se enteró de nada? —preguntó Daniel, a pesar de
que ya conocía la versión de la cocinera.
—No, ella estaba dormida.
—Y la despertaste, ¿no?
—Sí. Le expliqué lo que había oído. Al principio no me creyó, pero
luego me vio tan asustada que fue a avisar a Vicente.
—¿Y no fuiste con ella?
—No, no. Yo abrí las contraventanas y me acerqué al cristal. Recuerdo
que todo estaba muy oscuro. A lo lejos solo se distinguía la luz del
invernadero —susurró—. Pero entonces…, entonces…
La voz se le quebró y las lágrimas volvieron a correrle por las mejillas.
—¿Entonces qué, María?
Vacilante, la mujer abrió la boca un par de veces sin articular palabra y, al
fin, murmuró:
—Entonces la vi…
—¿A Ángeles? —inquirió Daniel estupefacto.
—No, no. Quiero decir… ¡no lo sé! —balbuceó mientras se estremecía
—. Fue solo un momento. Una sombra. Por delante de la ventana.
Corriendo…
—¿Una sombra? ¿Viste una sombra?
—Sí… Era alguien… alguien que corría hacia la parte trasera.
—¿Alguien que huía hacia el patio de la casa? —preguntó él, sin ocultar
su desconcierto.
—Sí, creo que sí…
—¿Y no supiste quién era?
—No, no… —musitó María al tiempo que retorcía el pañuelo.
—¿Y no dijiste nada? ¿A nadie? ¿Tampoco a Mercedes?
La mujer, temblorosa, negó con la cabeza y Daniel le sostuvo la mirada.
Todo aquello, de ser cierto, daba un giro radical a la investigación, pero
¿debía creerla? ¿Y si estaba involucrada en ambas muertes y aquello no era
más que una sarta de mentiras para intentar embrollarlo todo? Aunque, bien
pensado, lo que le había revelado sobre los anónimos tenía sentido.
Además, el sufrimiento que había descrito encajaba a la perfección con el
comportamiento que, según las explicaciones de Mercedes en la residencia,
la criada tuvo aquellos días de 1975. Aun así, no se atrevía a dar nada por
sentado.
—María, tienes que hablar con la Guardia Civil.
Ella lo observó con un rictus de espanto.
—No quiero problemas…
—¿Y para qué me has hablado de todo esto? ¿Qué esperas que haga?
La mujer se arrebujó en su abrigo.
—No… no lo sé. Arturo ha muerto y… —Jadeó—. Sé que has estado
preguntando, investigando lo de tu padre, y yo… no podía callármelo más
tiempo. No después de lo que le ha pasado a Arturo.
—María, yo no puedo ocultar algo así a la Guardia Civil. Y si no vas tú
al cuartel, irán ellos a buscarte a la casona, con todos delante. ¿Es eso lo
que quieres?
Daniel no se detuvo a aguardar una respuesta; sin perder un segundo,
sacó el teléfono del bolsillo y buscó el número de la centralita desde la que
el teniente lo había llamado la tarde anterior.
Lo atendió un hombre que no tardó en pasarlo con Alcalá.
—Teniente, estoy con María Güemes en el cementerio de San Esteban —
anunció sin tan siquiera saludarlo.
—¡Joder! —masculló Alcalá, y Daniel se lo imaginó dando un manotazo
al aire—. ¿Que está con quién?
—Con María…
—¡Ya le he oído! Pero ¿qué coño está haciendo? ¿No le dije que se
quedara en casa?
—Tienen que hablar con ella ahora mismo.
—¡Ya lo sé! A eso veníamos, ¿recuerda? No se muevan de ahí. Estamos
llegando a Reinosa.
57
Una pose

Eran casi las doce cuando el Nissan Primera se orilló en la calzada que
discurría en paralelo al cementerio y se detuvo. Enseguida se bajaron el
teniente Alcalá y la cabo Herrera, ambos con aire adusto, y comenzaron a
subir a toda prisa los escalones que conducían a la entrada del cementerio.
—Tranquila —le susurró Daniel a la criada de los Orduña, que, colocada
junto a la puerta del camposanto, vigilaba los pasos de los agentes con
mirada entelada, como si representaran algún tipo de amenaza.
Ella cabeceó y Daniel reparó en que se tambaleaba ligeramente.
—Buenos días —dijo el teniente, resollando, tras subir el último peldaño
—. Señora Güemes, tiene que acompañarnos. Y usted también, Daniel.
La espalda de María se combó como si le hubieran propinado un
puñetazo en la boca del estómago.
—¿Estoy… estoy detenida?
Nuria Herrera movió la cabeza hacia los lados y esbozó una sonrisa
deslucida.
—No, no. Solo queremos hablar con usted, no se preocupe. En el cuartel
estaremos más tranquilos.
—Pero tengo que volver a la casona…
—Será poco tiempo, se lo garantizo.
María no pareció muy convencida, pero debió de comprender que no
disponía de alternativa y que, si se negaba, solo empeoraría la situación. De
modo que agachó la cabeza y echó a andar tras ellos arrastrando los pies,
seguida por Daniel.
Hicieron el trayecto en coche envueltos en un silencio impenetrable.
María no dejó de estrujar el pañuelo que tenía en la mano, y Daniel se fijó
en que comprimía los labios con fuerza, hasta hacerlos casi invisibles,
seguramente para evitar echarse a llorar. El teniente y la cabo mantuvieron
en todo momento la vista pegada a la carretera y solo abrieron la boca
cuando, una vez que hubieron estacionado en el aparcamiento del cuartel,
les pidieron que los acompañaran al interior del edificio.
Llevaron a la criada de los Orduña a una sala de interrogatorios, donde la
invitaron a que tomara asiento y esperara unos minutos. Después se
dirigieron con Daniel a otra más pequeña. Todo el mobiliario se reducía a
una mesa rectangular de aglomerado y cuatro sillas de color gris.
—Siéntese —le indicó el teniente con sequedad—. ¿Me puede explicar
qué hacía con María Güemes en el cementerio? ¿No fui lo bastante claro
ayer?
Daniel levantó las palmas de las manos con aire inocente y, mientras
Alcalá y Herrera se acomodaban al otro lado de la mesa, les detalló lo
sucedido. El semblante de los guardias mudó de la crispación a la
perplejidad cuando Daniel les refirió lo que la mujer aseguraba haber visto
la madrugada del 2 de septiembre de 1975 desde la ventana de su
habitación. Alcalá no pudo contenerse.
—¿Una sombra? ¿Dice usted que María Güemes vio una sombra?
Daniel asintió.
—Es lo que me ha contado. Ella piensa que Ángeles pudo estar
involucrada. Que era ella quien corría.
El teniente intercambió con su subordinada una mirada de estupor.
—¿Insinúa usted que Ángeles Miranda, la viuda de Lorenzo Orduña…?
El hombretón no terminó la frase, quizá porque sus pensamientos
avanzaban a más velocidad que sus palabras. A su lado, Nuria Herrera
fruncía el ceño como si algo no terminara de cuadrarle.
—En realidad, María no llegó a distinguirla, o eso me ha dicho —
puntualizó Daniel—. Al parecer, fue todo muy rápido.
—Y entonces ¿por qué cree que era ella? —intervino la cabo—. ¿Lo
comprobó luego de algún modo?
—No, no lo comprobó, y tampoco se atrevió a decir nada —contestó
Daniel, que pasó a hablarles del miedo que la mujer le había descrito en el
cementerio y que, en teoría, la había atenazado hasta el punto de mantenerla
con los labios sellados durante treinta y dos años.
—O sea, que sus sospechas de que esa sombra era Ángeles se basan
únicamente en que la tarde anterior, después de la concentración, la vio
saliendo de la casona con Guillermo, ¿no? —resumió el teniente.
—Sí.
—Pero ¿por qué iba Ángeles a colaborar en la muerte de su marido? —
preguntó Nuria Herrera, volviéndose hacia su jefe—. No tenían problemas,
¿no?
Alcalá se encogió de hombros.
—No, que yo sepa. De todos modos, las conclusiones de esa mujer no
demuestran nada. No son más que especulaciones, ni siquiera eso. Y lo de
la sombra… pudo imaginárselo, ¿no? En plena noche, con poca iluminación
y con ese viento pudo ser cualquier cosa. Además, ¿adónde se dirigía,
supuestamente?
Durante el viaje hasta el cuartel, Daniel no había dejado de hacer cábalas,
buscando cualquier conexión entre las palabras de María Güemes y los
asesinatos de Lorenzo Orduña y Arturo Vallejo, algo que estuvieran
pasando por alto, algo que diera sentido a aquel galimatías. Pero sus
esfuerzos habían sido inútiles, y la verdad se le seguía escurriendo entre los
dedos. Cuanto más pensaba en ello, mayor era la sensación de desconcierto.
Tenía la impresión de que la información que le había proporcionado la
criada de los Orduña, en vez de aclarar el horizonte, lo había oscurecido
todavía más.
Se detuvo a reflexionar sobre la pregunta que había formulado el
teniente. ¿Adónde se dirigía la sombra que María vio aquella noche?
—Ella me dijo que hacia la parte trasera de la casona… —respondió.
—¿A esconderse? —sugirió Alcalá con escasa convicción.
Daniel no supo qué contestar. Allí, según recordaba, había un amplio
patio, de donde arrancaba una escalera exterior de piedra con descansillo
que conectaba con la planta superior de la casona. En más de una ocasión,
cuando era pequeño, había escuchado a los Orduña referirse a ella como «el
patín».
—Puede que fuera alguien de la casa —murmuró—. Alguien que
quisiera ocultarse en alguna de las habitaciones. Eso encajaría con que fuera
Ángeles.
Alcalá meneó la cabeza.
—Pero ¿por qué demonios iba Ángeles Miranda a confabularse en
aquello? Eso no tiene sentido, Daniel.
—Quizá no estaba confabulada —rebatió él, aunque en el fondo tampoco
terminaba de creerse sus propias palabras—. Quizá simplemente vio algo
que no tendría que haber visto y corrió a esconderse. Aunque también pudo
ser alguien de fuera, claro. Alguien que fue a refugiarse en el patio para
después intentar escapar con discreción —añadió al tiempo que la imagen
de Ernesto Posadas lo asaltaba.
—¿Un segundo cómplice? —dijo el teniente, alzando las cejas—. ¿El del
muro y este? ¿Tres personas, entonces?
—Tal vez se lo haya inventado —apuntó Herrera, que había entornado
los ojos.
Daniel y Alcalá la miraron inquisitivamente y ella entrelazó las manos.
—No podemos descartar esa línea —prosiguió la cabo—. ¿Y si María
está mintiendo para desviar la atención? ¿Y si era ella, y no Ángeles u otra
persona, la que formaba parte del plan que acabó con la vida de Lorenzo
Orduña? Contaba con un móvil poderoso: vengar a Jesús Posadas. Eso
tendría lógica, ¿no? —Sondeó a su superior, que hizo un gesto de
ambigüedad—. Puede que, de algún modo, estuviera compinchada con
Arturo y con Guillermo para matarlo, y que ahora Arturo, después de tantos
años de silencio, hubiera decidido confesar la verdad. Tal vez cometió el
error de adelantárselo a ella, y a María no le quedó otro remedio que
envenenarlo. Eso explicaría también que Arturo le abriera la puerta a su
asesino a esas horas. Sin duda, lo conocía.
Durante unos instantes, ninguno dijo nada. A Daniel no le había dado la
impresión de que la criada de los Orduña le estuviera mintiendo en el
cementerio, pero, pese a ello, no podía estar seguro de que hubiera sido
sincera, y prefirió callarse.
—Quizá lo de María no sea más que una maniobra para enmarañarlo
todo —insistió Nuria Herrera—, una pose para engañarnos.
El teniente se frotó el pecho antes de replicar:
—Ya, pero si formó parte de aquello, ¿por qué dio la voz de alarma la
madrugada del dos de septiembre? ¿Qué ganaba despertando a Mercedes y
convenciéndola de que bajaran a comprobar qué había sido ese ruido? Dejó
a Guillermo sin tiempo para huir.
La cabo torció los labios y se pasó la mano por la coleta.
—No lo sé. No entiendo nada —suspiró, rindiéndose a la evidencia.
En ese momento, Alcalá desplazó la silla hacia atrás y se puso en pie.
—Vamos a interrogarla —resolvió.
Herrera, solícita, se levantó y lo siguió. Daniel amagó con hacer lo
mismo, pero el teniente lo detuvo con un gesto.
—No, no, usted se queda aquí.
58
Descartes

Daniel permaneció en esa diminuta sala de interrogatorios durante más de


media hora. Cuando Alcalá y Herrera regresaron con gesto de frustración,
apenas le quedaban uñas que morder.
—¿Cómo ha ido? —preguntó en cuanto los vio entrar, y se levantó como
un resorte.
Alcalá extendió la mano para pedirle calma.
—Siéntese, por favor —dijo, e hizo lo propio mientras depositaba en la
mesa una carpeta repleta de folios con el escudo de la Guardia Civil.
—¿Qué les ha dicho? —insistió Daniel al tiempo que ocupaba su silla.
La cabo Herrera hizo una mueca.
—Lo mismo que a usted. No hemos conseguido sacarle nada más. Por
supuesto, niega haber tenido nada que ver. En ambos casos.
—¿Y les parece que dice la verdad?
—Es difícil saberlo.
—¿Creen que esa sombra, esa persona que corría, pudo ser la misma que
ha matado a Arturo?
Ninguno contestó, pero Alcalá abrió la carpeta y sacó un folio. A
continuación, lo giró en la mesa y se lo aproximó a Daniel.
—Eche un vistazo.
Daniel hizo lo que pedía. Eran cuatro fotografías de unas deportivas, cada
una hecha desde un ángulo diferente. La primera mostraba la suela: una
sucesión de rayas que se entrecruzaban formando una cuadrícula, con
pequeños rectángulos intercalados. Examinó los demás. Las zapatillas eran
de color azul marino, con algún toque grisáceo, y parecían de montaña. De
tejido impermeable.
—Son…
—Las del crimen, sí —le confirmó Alcalá—. Unas Salomon clásicas.
Llevan años siendo muy populares en sitios fríos como este. Por eso
nuestros compañeros de Madrid han tardado poco en dar con ellas.
—¿Y son de hombre o de mujer? —quiso saber Daniel, incapaz de
discernir si ese modelo se correspondía con el que calzaba Federico Setién
la mañana del domingo.
—Aún no estamos seguros. El modelo es unisex, pero en la comandancia
están trabajando duro para reconstruir las huellas basándose en las medidas
del fabricante que figuran en el SICAR. Siempre hay diferencias entre las
tallas de hombre y de mujer, pero como las pisadas que encontramos
estaban incompletas… En fin, pronto sabremos también el número de pie
exacto. De momento, nuestros compañeros siguen pensando lo mismo:
como mínimo, un cuarenta. Y María calza un treinta y siete —reveló—. Lo
hemos comprobado con ella.
Daniel se tomó unos segundos para asimilar el dato.
—Entonces, eso significa…
—Que María no estuvo en ese piso, efectivamente, o al menos no fue
quien dejó ese rastro —completó la frase el teniente—. En principio, ella no
es la persona que buscamos.
—Ya… ¿Y Federico Setién? —inquirió Daniel—. ¿Van a hablar con él?
La cabo Herrera tomó la palabra.
—Las deportivas podrían coincidir en el color con las que llevaba el
abogado cuando usted se cruzó con él. Sin embargo, no son las más
adecuadas para hacer footing , y usted nos comentó que él había salido a
correr, ¿no?
—Bueno, en realidad yo le vi atándose los cordones. Pero es lo que él me
dijo, sí.
—Y el sargento Blanco también mencionó que era su costumbre, que se
lo había encontrado haciendo ejercicio en más de una ocasión —apuntó
Alcalá.
—Entonces ¿van a interrogarlo?
—Puede —respondió Herrera.
—¿Y a Ángeles? —añadió Daniel, sabiendo que ponía el dedo en la
llaga.
—No, de momento, no —resolvió el teniente—. No tenemos nada contra
ella. El testimonio de María Güemes no es suficiente, ni mucho menos. El
día de la concentración pudo salir a hablar con Guillermo de cualquier cosa.
Lo que vio esa mujer no demuestra nada. Y lo de la sombra… Ya le he
dicho antes lo que pienso. Por no mencionar que lo que aquí estamos
investigando no es lo que ocurrió en el año setenta y cinco, sino la muerte
de Arturo Vallejo y…
La melodía que comenzó a emitir su teléfono no le dejó continuar. Se
disculpó y salió al pasillo para atender la llamada.
Mientras aguardaban a que volviera, la cabo Herrera se concentró en
revisar los papeles del atestado, y Daniel, por su parte, se sumergió en sus
pensamientos. Se preguntó de qué modo afectarían a la investigación los
últimos avances. A María, si nada cambiaba, se la podía dar por descartada,
y la vía de Ángeles había quedado en punto muerto, a tenor de las palabras
del teniente. En cuanto a Federico Setién, los guardias civiles parecían
contemplar su interrogatorio como un mero trámite. Lo cierto es que él
mismo consideraba que aquel hombre difícilmente podía estar relacionado
con los asesinatos, aunque sabía que no debían dar nada por descontado. En
realidad, no tenía la menor idea de cuál sería el siguiente paso de los
agentes.
Estaba especulando sobre ello cuando escuchó a Alcalá a lo lejos:
—Vamos, Celia, ¡ve al grano, por Dios!
Daniel dirigió la vista a la puerta, que el teniente había dejado entornada
al abandonar la sala. Por cómo había sonado su voz, dedujo que debía de
encontrarse a bastante distancia; la suficiente para que nadie le oyera si
hablaba en tono contenido, pero no si lo hacía de forma excitada.
«Celia…», repitió Daniel en su cabeza, pensando que ese nombre le
resultaba familiar. Entonces cayó en la cuenta: Celia Santos, la forense que
le presentaron el día anterior en el piso de Arturo, en la escena del crimen.
Debía de ser ella.
—Ya, ya sé que no es más que una sospecha y que hay que esperar la
confirmación del laboratorio, mujer —farfulló Alcalá—. Pero entonces, así,
a priori , tú dirías que fue cianuro, ¿no? Y te ratificas en que murió de
madrugada.
Daniel no pudo entender nada más y se figuró que el teniente debía de
haberse alejado o había bajado la voz.
Analizó lo que acababa de oír mientras lanzaba una mirada a la cabo
Herrera, que había dejado de examinar los papeles y tenía las pupilas
clavadas en la puerta. Cianuro… La forense y el teniente tenían que estar
refiriéndose al veneno empleado en el asesinato de Arturo, la sustancia que
le había arrancado el último aliento.
Diez minutos más tarde, Alcalá regresó a la sala de interrogatorios y,
mientras tomaba asiento al lado de la cabo, confirmó las suposiciones de
Daniel: la forense acababa de concluir la autopsia y, por las livideces del
cuerpo, el olor a almendras amargas que desprendían los órganos y otra
serie de datos, su impresión era que el veneno ingerido por la víctima
probablemente fuese cianuro.
—Celia me ha recalcado que es solo una hipótesis preliminar —le dijo
Alcalá a su compañera, e hizo una mueca—. Ya sabes, lo de siempre: que
hasta que no lleguen los resultados del análisis toxicológico no puede
confirmar nada. He llamado a los compañeros de Logroño para que den
prioridad a las muestras de los restos de café de la taza y de esos granos
blancos que los de criminalística encontraron en la alfombra, junto a la silla
que ocupaba el asesino. Según Celia, el veneno podría ser cianuro de sodio
o de potasio, que precisamente son unas sales blancas.
La cabo Herrera asintió, y Daniel, que hasta entonces no había tenido
noticia del hallazgo de esos granos blancos en la escena del crimen, se
interesó al instante por ellos.
—Sí, había unos pocos, pero no eran fáciles de ver —le explicó Alcalá.
—¿Y cómo acabaron en la alfombra?
El teniente se encogió de hombros.
—Sospechamos que el asesino estaba nervioso, o que actuó muy rápido
cuando Arturo le dio la espalda y, al destapar el bote del veneno, se le
derramó un poco.
—O sea, que fue como si le echara un sobre de azúcar en el café.
—Algo así, sí. Con la dosis adecuada, la muerte se produce en cuestión
de minutos, y es bastante dolorosa. De ahí la postura en la que lo
encontramos…
Daniel se lamentó al imaginarse al antiguo amigo de su padre
retorciéndose en la alfombra entre espumarajos mientras la vida se le
escapaba con cada exhalación.
—¿Y de dónde pudo sacarlo el asesino? —preguntó. Suponía que aquel
veneno no debía de ser fácil de conseguir. Al menos, él no habría sabido
dónde buscarlo.
Alcalá volteó las palmas de las manos.
—De momento es difícil saberlo. Además, todavía no tenemos la
seguridad de que haya sido cianuro. Por cierto, Nuria, he llamado a la
comandancia. Navarro me ha confirmado que ya está cursado el
requerimiento a la compañía telefónica para que mande el registro de
llamadas de la víctima y los datos de conexión de su móvil a las antenas de
la zona. Llegarán mañana. Le he pedido que venga aquí cuanto antes para
echarnos una mano con la revisión de las cámaras.
—¿Las cámaras? —inquirió Daniel sin comprender a cuáles se refería.
—Así es, vamos a echar un vistazo a los locales próximos al lugar del
crimen. Ayer era domingo y estaba todo cerrado, pero puede que alguna
cámara de videovigilancia captara algo.
—Me temo que por allí no hay comercios ni cajeros. No encontrarán gran
cosa.
—Sí, ya nos dimos cuenta ayer. Pero un poco más allá, en dirección al
centro, vimos una ferretería y una mercería. No perdemos nada por
intentarlo.
—Ya, sí —respondió Daniel, que no albergaba muchas esperanzas de que
el asesino, si era de Reinosa, hubiera sido tan torpe de dejarse grabar por las
cámaras de unos establecimientos tan conocidos y visibles—. ¿Van ahora
hacia allí? —agregó al apreciar que los dos guardias civiles se
incorporaban.
—Después. Ahora vamos al juzgado, a poner al día a la jueza y…
En ese momento, alguien llamó a la puerta con los nudillos.
—Adelante —dijo Alcalá, y frunció el ceño.
La puerta se abrió y en el umbral apareció el sargento Blanco.
—Mi teniente, es urgente. Una llamada. Necesito que venga ya.
59
Los brasileños

Alcalá no tardó más cinco minutos en regresar, pero a Daniel, presa de la


ansiedad, se le hizo una eternidad.
—¡Rápido, Nuria! —exclamó el hombretón cuando empujó la puerta—.
¡Nos vamos!
Ella se levantó con premura y Daniel, atónito y sin moverse de la silla,
balbuceó:
—¿Adónde? ¿Qué ha pasado?
El guardia civil le lanzó una mirada.
—Era Víctor Carballo, uno de los brasileños —informó de carrerilla—.
Esta mañana han comenzado una auditoría de la seguridad de la fábrica y
han visto algo.
—¿En Aceros Campoo?
El teniente hizo un asentimiento veloz y entonces Daniel recordó lo que
su hermano le dijo la tarde del viernes en la librería: que, según había oído,
los brasileños iban a hacer fuertes inversiones y a cambiar los sistemas de
producción y seguridad, entre otras cosas, y que todas esas noticias habían
sido recibidas con agrado tanto por los Orduña como por los propios
trabajadores. La auditoría a la que aludía el teniente debía de estar
enmarcada en ese proceso.
De forma somera y apresurada, y mientras la cabo recogía el atestado,
Alcalá les contó que el brasileño había llamado muy alterado y que, en una
mezcla de español y portugués, le había explicado que uno de los técnicos
que habían viajado con él desde Lisboa acababa de descubrir algo que los
había asustado.
—Por lo que me ha dicho, en la fábrica hay dos salas a las que solo
pueden entrar determinadas personas pasando una tarjeta con banda
electromagnética. Se genera un fichero electrónico con el registro de los
accesos, aunque, al parecer, no lo suelen comprobar, salvo que se haya
detectado algún indicio de hurto. Bueno, pues hoy, por la auditoría, los han
revisado. Y hay algo que no encaja.
Daniel se puso en pie y aguardó a que Alcalá prosiguiera.
—Hay un acceso con la tarjeta de Héctor Suárez la madrugada del
pasado domingo —reveló el teniente—. A las cinco y cuatro minutos,
cuando la fábrica estaba cerrada. A la sala donde guardan sustancias
peligrosas, tóxicas.
—Joder, ¿Héctor? —barbotó Daniel sin poder contenerse. Hasta ese
momento, nunca lo habían contemplado como sospechoso de la muerte de
Arturo.
—La misma noche del asesinato… —musitó la cabo Herrera.
Las palabras de los investigadores zarandearon la mente de Daniel. Sus
recuerdos, de súbito, lo retrotrajeron a mayo de 1975, tal y como le había
sucedido la noche del viernes cuando, tras regresar a Reinosa y cenar con su
familia, salió a la calle a hablar con Álex y terminó deteniéndose frente a la
fábrica. Por su cabeza desfilaron las imágenes de la visita que un caluroso
domingo de primavera su amigo David y él hicieron a Aceros Campoo con
Lorenzo Orduña, que quiso impresionarlos mostrándoles todos los rincones
de aquella enorme instalación. Solo hubo un lugar al que no les permitió
pasar, pese a la insistencia de David: una sala en la que, según se justificó,
se almacenaban sustancias que se utilizaban en los procesos industriales y
que resultaban muy peligrosas para la salud.
A toda prisa, Daniel les resumió el episodio a los guardias civiles, que lo
escucharon con atención desde el umbral de la puerta.
—¿Creen que Héctor pudo sacar el veneno de allí? —preguntó.
—Precisamente por eso llamaba Carballo. Ayer leyó en la prensa que un
antiguo empleado de la fábrica, Arturo, había sido envenenado la
madrugada del domingo y, aunque lo del cianuro aún no ha trascendido,
supongo que ha atado cabos, o eso piensa él. De momento, no le ha dicho
nada a Héctor.
—Pero ¿usted no le ha preguntado si en la fábrica tienen cianuro? —se
sorprendió Daniel.
El teniente negó con la cabeza.
—No era prudente mencionar ese dato por teléfono. En cuanto
lleguemos, saldremos de dudas. Venga, Daniel, usted no puede quedarse
aquí.
—Puedo acompañarlos…, guiarlos hasta esa sala —se atrevió a sugerir,
para no quedarse al margen de las pesquisas.
Alcalá y Herrera sacudieron la cabeza de forma sincrónica, como si lo
que había dicho fuera una aberración.
—No, usted no es policía judicial. Venga, salga y váyase a casa. Ya
hablaremos.
60
Sales blancas

Daniel no tuvo más remedio que obedecer al teniente. Con la sangre


todavía aporreándole las sienes, rebasó el perímetro del cuartel y observó
cómo el Nissan Primera dejaba atrás el portón metálico y se lanzaba calle
abajo hasta perderse en un recodo.
Lanzó un suspiro. Lamentaba no poder ir con los investigadores a la
fábrica, aunque ¿qué más podía hacer? La espera se le haría larga y pesada,
cargada de incertidumbre, pero intentar colarse en Aceros Campoo en
contra de la voluntad del teniente se le antojaba una temeridad, una
estupidez. Fue entonces, mientras echaba a andar, cuando una voz interior
le susurró que, en realidad, no pasaría nada si tan solo se dejaba caer por los
alrededores de la fábrica. Si se mantenía a cierta distancia, podría enterarse
de lo sucedido, o intuirlo, y no molestaría a nadie; tampoco al teniente y a la
cabo, que ni siquiera se darían cuenta de que estaba allí.
Apretó el paso, y un cuarto de hora después ya estaba posicionado a unos
veinte metros de Aceros Campoo, en un lateral del camino que bordeaba el
río Híjar, en paralelo al polígono industrial. Desde allí gozaba de una buena
perspectiva y creía no llamar la atención. Se apoyó en el tronco de un
pequeño árbol y aguzó la vista. El Nissan Primera estaba estacionado en
una de las plazas del aparcamiento exterior, más allá de la garita y la barrera
que impedía el paso. A excepción del vigilante, por esa zona no se atisbaba
a nadie; Alcalá y Herrera debían de encontrarse dentro de la nave. Sacó un
mechero y el paquete de tabaco del bolsillo del pantalón y prendió el
extremo de un cigarrillo. Se dijo que solo era cuestión de ser paciente,
aunque lo cierto era que no tenía la menor idea de cuánto tiempo debería
esperar.
Al final fueron cuarenta minutos, durante los cuales no dejó de trenzar
cábalas sobre la posible implicación de Héctor Suárez en el asesinato de
Arturo. ¿Habría acudido en plena madrugada a la fábrica para hacerse con
una dosis de cianuro y luego presentarse en casa de su antiguo trabajador?
¿Con qué pretexto? ¿Y por qué Arturo accedió a abrirle la puerta a esas
horas? Además, ¿qué motivo podía tener Héctor para envenenarlo? ¿Acaso
también estuvo involucrado en el crimen de Lorenzo Orduña y era la
sombra que María Güemes vio desde la ventana? Pero, si hubiera sido así,
¿por qué habría ayudado a acabar con la vida de quien iba a convertirse en
su suegro?
La aguja de su reloj se aproximaba a las dos en punto cuando la puerta
metálica de la nave se abrió de golpe. Del interior salieron dos personas.
Pese a la distancia, Daniel logró distinguir en primer lugar al teniente
Alcalá, con su corpachón, la calva brillante y la barba de color pajizo. A su
lado iba su segunda, la cabo Herrera, cuya coleta rubia se bamboleaba al
compás de sus pasos. Caminaban hacia el aparcamiento a grandes zancadas
y, aunque Daniel no era capaz de apreciar su rictus, por el modo en que se
desplazaban tuvo la sensación de que habían descubierto algo importante.
Detrás de ellos, moviendo los brazos, aparecieron dos hombres. A Daniel
no le costó identificarlos. Eran Héctor Suárez y Marcos Orduña. Al
divisarlos, recordó que el viernes anterior su hermano le comentó en la
librería que ambos habían conservado su puesto de directivos en la empresa
y que iban a seguir trabajando en ella. Eso explicaba su presencia en la
fábrica en aquel momento.
Daniel vio que los guardias hacían caso omiso de los aspavientos de
Héctor y Marcos y que, sin miramiento alguno, se metían en el Nissan
Primera y arrancaban. Perplejo, soltó un exabrupto. ¿Por qué demonios se
marchaban sin Héctor? ¿Acaso no iban a detenerlo? ¿Es que no habían
encontrado cianuro?
Mientras el vehículo se aproximaba a la salida, Daniel sacó su teléfono,
dispuesto a marcar el número del teniente. Sin embargo, enseguida cayó en
la cuenta de que no disponía de él. Para ponerse en contacto con Alcalá
tendría que llamar a la centralita, lo que ralentizaría el proceso una
infinidad, y eso suponiendo que luego Alcalá tuviera a bien descolgar el
aparato en ese momento, en plena operación.
Cambió de idea y, con el móvil aún en la mano, echó a correr en la
dirección que imaginó que tomarían: hacia el puente que comunicaba el
polígono de La Vega con el casco urbano de Reinosa. Cuando ya se estaba
aproximando a la pasarela, oyó el motor del Nissan a su espalda y se giró.
Ya estaban ahí. Hizo un ademán con la mano y el coche se detuvo junto a
él. Nuria Herrera bajó la ventanilla del copiloto y lo miró con desconcierto.
Alcalá, que iba al volante, se estiró hacia el asiento del copiloto.
—Pero ¿qué coño hace aquí? No debería haber venido, Daniel, se lo dije
—masculló al tiempo que desviaba los ojos al retrovisor interior del
vehículo, como si temiera que Héctor y Marcos pudieran aparecer por la
carretera en cualquier momento.
—¿Han encontrado algo? ¿Había cianuro? —preguntó, haciendo caso
omiso del reproche del teniente.
Los guardias civiles cruzaron una mirada fugaz. Luego Alcalá clavó las
pupilas en Daniel e hizo un asentimiento.
—Sí, había cianuro; cianuro de sodio, en concreto. Unas sales blancas,
como dijo la forense. Por lo que nos han comentado, se utilizan en algunos
procesos de galvanizado, para enriquecer los metales.
—¿Y por qué no han detenido a Héctor? ¿A qué esperan?
Alcalá lo miró con semblante de gravedad.
—Porque no fue él, Daniel. Fue Ángeles.
61
Espera

—¿Ángeles? —farfulló Daniel, presa de la confusión—. Pero ¿qué…?


—Rápido, márchese de aquí —le cortó Alcalá con tono adusto, y señaló
con el pulgar hacia la fábrica—. Héctor y Marcos no tardarán en aparecer y
no quiero que nos vean con usted.
—Pero…
—Haga lo que le digo. Vaya al cuartel y espérenos allí.
—¿Al cuartel?
—Vamos a detenerla —respondió Nuria Herrera—. A Ángeles.
Acto seguido, la cabo subió la ventanilla y el Nissan se puso en marcha.
Daniel masculló un improperio y lanzó un puntapié al suelo mientras el
automóvil se alejaba. ¿Cómo podían dejarlo así? ¿Qué era lo que habían
visto? ¿Por qué, de pronto, estaban tan seguros de la culpabilidad de esa
mujer?
Con el pulso disparado, enfiló lo que restaba de puente y comenzó a
recorrer a grandes zancadas la calle Julióbriga. Se encontraba a la altura del
cruce con la avenida La Naval cuando el rugido de un coche rasgó el aire.
Ni siquiera tuvo tiempo de volverse. Un enorme Mercedes negro pasó junto
él a toda velocidad y levantó una ráfaga de viento que lo estremeció. No
pudo ver quién viajaba dentro, pero no albergó dudas de que al volante iría
Héctor y, a su vera, Marcos Orduña. Supuso que se dirigían hacia la casona
para avisar a Ángeles, si es que ella era realmente la asesina, o a intentar, de
algún modo, que la detención que le había anticipado la cabo Herrera no
llegara a practicarse.
Maldijo entre dientes. ¿Qué diablos estaba sucediendo? ¿Estaban
implicados también ellos dos? Las preguntas se le acumulaban en la cabeza
y la sensación de no entender nada le oprimía la garganta como si alguien
estuviera cerrando las manos en torno a su cuello, ejerciendo cada vez más
presión.
Tras cruzar el paso a nivel, se planteó poner rumbo a la avenida Castilla,
hacia la casona de los Orduña. Podía repetir la estrategia que había seguido
en Aceros Campoo: mantenerse alejado unos metros de la entrada y tratar
de enterarse de lo que ocurría en el interior. Sin embargo, el portón no era
muy grande y sería difícil que su presencia al otro lado de los barrotes
pasara desapercibida.
Las palabras de Alcalá al ordenarle taxativamente que los esperara en el
cuartel penetraron en su mente y, tras un último momento de reflexión,
resolvió hacerle caso.
Cuando llegó al cuartel de la Guardia Civil, salió a su encuentro un
agente muy atento que, según dijo, tenía instrucciones de conducirlo a una
sala donde debería aguardar hasta que regresaran el teniente y la cabo.
Daniel asintió y lo siguió. Era la misma en la que había estado por la
mañana. Se dejó caer en una de las sillas y, en cuanto el hombre hubo
cerrado la puerta, encendió un cigarrillo. No ignoraba que desde hacía un
par de años estaba prohibido fumar en lugares como aquel, pero en ese
momento era lo que menos le importaba; necesitaba serenarse.
Consultó el reloj mientras se llevaba el pitillo a los labios con dedos
temblorosos. Esperaba no tener que permanecer demasiado tiempo allí, solo
en aquella estancia desangelada mientras la cabeza le daba vueltas. Aspiró
el humo con fruición y fijó la vista en el suelo, meditabundo. Según los
agentes, Ángeles era la asesina, lo que significaba que María había acertado
en las conjeturas de las que lo había hecho partícipe esa mañana. Pero ¿por
qué habría matado a Arturo? ¿Qué sentido tenía eso? La criada de los
Orduña no había sido capaz de dar respuesta a esas preguntas.
Poco a poco, notó que el mundo comenzaba a difuminarse ante sus ojos
tras la cortina de humo que desprendía el cigarrillo y, de pronto, fue
consciente de que estaba mareándose, sacudido por el vaivén de emociones.
Justo entonces los gritos infantiles de David surgieron de los confines de su
cerebro, venidos de otro tiempo, y resonaron en sus oídos, como si su
propio cuerpo quisiera recordarle que ambos crímenes y todas las
circunstancias que los rodeaban estaban relacionados. Temiendo enloquecer
en aquella vorágine, se apresuró a poner la espalda recta, apagó el pitillo y
boqueó ansiosamente. Necesitaba aire. Alzó el mentón hacia el techo y
cerró los ojos. Intentó no pensar en nada, pero fue incapaz. ¿Qué demonios
se le estaba escapando? Sintió el impulso de abrir la puerta y salir de allí,
pero el agente había sido muy claro: debía quedarse en la sala hasta nueva
orden.
Un cuarto de hora más tarde oyó ruido en el pasillo. Alcanzó a distinguir
la voz de Ángeles, que proclamaba su inocencia a gritos y pedía que la
soltaran.
—¡Les demandaré! ¡Hablaré con mi abogado! ¡Esto es un error!
—¡Estese quieta! —escuchó que bramaba el teniente—. Ahora vendrá su
abogado y le cuenta usted lo que quiera.
A lo lejos, le pareció que una puerta se abría y que poco después se
cerraba con un golpe sordo. Las voces se acallaron. Daniel, cuyas rodillas
no cesaban de subir y bajar, se pasó la mano por el cabello y aguzó el oído.
Nada. Armándose de paciencia, se dispuso a esperar.
A los veinticinco minutos, Alcalá y Herrera entraron en la sala.
—La tenemos —le confirmó el hombretón—. Con muy mala cara, por
cierto. Menudo escándalo que ha montado la señora en la casa. La hija y la
nieta estaban tan blancas que parecía que se iban a caer redondas. Suerte
que Héctor y Marcos han llegado un poco tarde, cuando ya la habíamos
esposado. Querían impedir que nos la lleváramos. Un poco más y venimos
con más detenidos de la cuenta. En fin, un espectáculo deprimente.
—¿Por qué creen que ha sido Ángeles?
—Las cámaras. Ahora se enterará de todo, no se preocupe. Sígame.
Los condujeron a otra estancia donde el sargento Blanco estaba
manejando un viejo ordenador de sobremesa. El agente se volvió hacia él y
lo saludó con un rictus de desasosiego.
El teniente retomó la palabra:
—Daniel, vamos a conectar la imagen y el audio de la cámara de
vigilancia de la sala de interrogatorios para que usted, a través del monitor,
pueda seguir lo que esa mujer nos vaya contando. Si es que acepta declarar,
claro —matizó—. Usted conoce mejor que nosotros algunas de las cosas
que sucedieron en el año setenta y cinco, y todo apunta a que hay un nexo
entre ambos casos. Por eso quiero que esté atento, que no se le escape nada.
Se quedará aquí con Blanco y, cuando terminemos, vendré a verlo.
¿Entendido?
Daniel asintió.
—Bien —celebró Alcalá—. Ya ha llegado el abogado de la detenida. Por
lo que me han comentado, es un tipo duro que antes ejercía en Burgos y que
ahora ha abierto despacho en Reinosa. No tenemos claro cuál será su
estrategia, pero, de cualquier modo, usted esté atento a la pantalla, ¿de
acuerdo?
62
El juramento

Cuando se quedaron solos, el sargento presionó una tecla del ordenador y


en la pantalla apareció la imagen de la sala de interrogatorios, proyectada
desde un ángulo lateral. Ángeles Miranda se encontraba sentada con los
codos apoyados en una alargada mesa metálica y las manos hundidas en las
mejillas. La luz le caía del techo y, aunque el vídeo no era del todo nítido, a
Daniel le dio la impresión de que tenía las puntas del flequillo empapadas
de sudor. Miraba fijamente a la mesa, como si pretendiera encontrar allí las
respuestas a su sorpresiva detención, y se mantenía tan inmóvil que por
unos segundos Daniel dudó si la imagen se había congelado. Al lado de ella
se hallaba un hombre delgado, de unos cincuenta años, con la nariz
ganchuda y ligeramente enrojecida, el pelo encanecido casi por completo y
peinado hacia atrás, y un bigote de puntas afiladas y de un tono amarillento
que, sin duda, era producto del contacto habitual con la nicotina. Daniel
dedujo que era el abogado al que se había referido Alcalá, y el modo en que
reaccionó cuando los guardias entraron en la sala, con aire desafiante y
ajustándose el nudo de su corbata granate, como si se preparara para un
combate intelectual, se lo confirmó.
Los investigadores, indiferentes a los ademanes del letrado, tomaron
asiento. Después, la cabo Herrera abrió el ordenador portátil en el que,
según informó, iría transcribiendo la declaración. Por su parte, Alcalá posó
en la mesa la voluminosa carpeta que llevaba bajo el brazo y la abrió con
ceremonia. A continuación, procedió a leerle sus derechos a la detenida.
—Mi clienta se acoge a su derecho a guardar silencio —anunció el
abogado con sequedad cuando Alcalá concluyó la retahíla.
El teniente estudió a la mujer.
—¿Está usted segura, señora? —preguntó, como si le estuviera
advirtiendo de que cometía un gran error.
—Oiga, ya se lo he dicho yo —se revolvió el letrado, que volvió a
ajustarse el nudo de la corbata, como si el gesto le insuflara vigor.
Alcalá asintió y empezó a rebuscar algo en la carpeta. Tras unos
segundos, sacó lo que parecía un DVD.
—Comprendo su postura, pero antes de dar por terminado el trámite me
gustaría enseñarles algo —dijo—. Solo para que lo tengan en cuenta. Nuria,
por favor.
La cabo Herrera le pasó el ordenador portátil a su jefe y este introdujo el
DVD en el lector. Después de pulsar un par de teclas, lo giró hacia Ángeles
y su abogado, que habían entreabierto los labios en señal de desconcierto.
—Son unas imágenes que captó la madrugada del domingo una de las
cámaras de Aceros Campoo, la que está colocada a la entrada. Les he
puesto la secuencia que comienza a las cinco horas y cinco minutos. —Hizo
una breve pausa teatral—. ¿Ve que usted aparece ahí, señora Miranda? ¿Se
reconoce?
Daniel se fijó en la reacción de la viuda de Lorenzo Orduña mientras las
imágenes se sucedían. Si quiso aparentar que aquel vídeo no la estaba
afectando, no lo consiguió en absoluto: la forma en que se encogió, como si
le hubieran propinado un golpe en el estómago, resultó más que reveladora,
casi tanto como el gesto nervioso con el que, poco después, entrelazó las
manos.
—¿Para qué fue a la nave a esas horas, señora Miranda? —la presionó
Alcalá—. ¿Qué era lo que buscaba? ¿Y de dónde sacó la llave que utilizó
para abrir la cerradura?
Ángeles pegó la mirada a la mesa y se mantuvo callada. El teniente, tras
unos segundos de espera, recuperó el ordenador y pulsó varios botones.
Acto seguido, volvió a girarlo hacia la detenida y su letrado.
—Este es otro vídeo. Pertenece a una de las dos cámaras interiores que
tiene la fábrica. Como verá, señora Miranda, aquí se la observa a usted
cruzando la nave hasta llegar a esa puerta, la del fondo. ¿Lo ve? Luego pasa
la tarjeta por el lector y, a continuación, entra en esa sala. La de tóxicos, si
no me equivoco…
Se hizo otro silencio y el abogado se removió en su asiento con evidente
incomodidad. Daniel se percató de que, en un determinado momento, el
defensor le dirigía una mirada de inquietud a su clienta, que volvía a
contemplar la mesa con aire ausente.
—Esa tarjeta, la que utilizó esa noche, no era suya, ¿verdad? —prosiguió
Alcalá implacable.
La detenida no respondió y el teniente negó con la cabeza, como si
lamentara su actitud.
—Por lo que nos han comentado —agregó el investigador, sin precisar
quién—, usted no tenía ninguna tarjeta a su nombre. Esa, la que le permitió
acceder a la sala, era de su yerno. Lo hemos comprobado, y él nos ha
asegurado que hoy por la mañana la tenía en su cartera. —El teniente
escudriñó a la mujer y después lanzó la acusación—: Usted se la sustrajo la
madrugada del domingo, mientras él dormía, ¿me equivoco? Y también las
llaves de la fábrica. Y cuando terminó la faena en casa de Arturo, lo
devolvió todo a su sitio.
Ángeles siguió callada, y Alcalá volvió a poner a prueba las fuerzas de la
mujer.
—Usted sabía que en la empresa no solían comprobar los registros de
acceso ni las grabaciones de las cámaras, y cometió el error de confiarse —
afirmó, inclinándose hacia ella en actitud intimidante—. No contaba,
imagino, con que los nuevos propietarios, los brasileños, se pondrían a
revisar este tipo de cosas, ¿cierto? Y tampoco tenía muchas alternativas. Por
algún motivo, estaba usted desesperada…
En ese instante, Ángeles alzó la vista. Parecía haber recuperado el
aplomo, si es que en algún momento lo había perdido, y observó al teniente
con los ojos entornados. A Daniel le recordó a un gato acorralado que
estuviera preparándose para saltar.
—Ángeles, no diga nada —intervino el abogado, a lo que ella asintió.
—Mire, señora Miranda —continuó Alcalá imperturbable—, hace un
rato hemos estado en la fábrica, ¿sabe? Resulta que en esa sala en la que
usted entró se almacenan determinadas sustancias de uso industrial que
pueden ser letales. Una de ellas es el cianuro de sodio —añadió, y tomó de
la carpeta una fotografía que le colocó delante—, unas sales que, por lo
visto, se utilizan en la empresa de su familia desde hace muchos años.
Usted eso lo sabía, ¿no?
—No veo a dónde quiere ir a parar, teniente —protestó el letrado, aunque
su tono dejaba entrever que lo intuía perfectamente.
Alcalá se frotó el pecho durante un segundo. Después, le devolvió el
portátil a la cabo Herrera.
—Arturo Vallejo murió envenenado la madrugada del domingo. Por
ingesta de cianuro, en concreto —informó—. Después de beber una taza de
café en compañía de alguien que lo visitó en mitad de la noche. Murió
enseguida, en cuestión de minutos, entre fuertes dolores. —Observó
fijamente a la detenida—. ¿No fue así, señora Miranda? ¿No se retorció de
dolor en la alfombra, ante sus ojos, hasta que dejó de respirar?
El abogado dio un respingo.
—Todo eso no son más que especulaciones. Ni siquiera pueden haber
recibido aún el informe de toxicología, ¡es imposible! Además, no tienen
nada que sitúe a mi clienta esa noche en el domicilio de Arturo Vallejo.
Exijo que la pongan en libertad inmediatamente —dijo, aunque la inflexión
de su voz daba a entender que ni siquiera él tenía demasiadas esperanzas en
que su petición prosperara.
Como si hubiera estado esperando ese argumento por parte del letrado, el
teniente comenzó a revolver papeles en la carpeta, cogió cinco fotografías y
las colocó a lo largo de la mesa. La imagen que la cámara les ofrecía a
Daniel y al sargento Blanco no permitía distinguirlas con claridad, pero
Alcalá, quizá consciente de ello, se encargó de explicar su contenido.
—¿Ven las huellas de pisada que aparecen en estas fotos? Bueno, pues
estaban en el piso de la víctima, en la escena del crimen. En el pasillo y en
el salón, para ser precisos, los únicos lugares que debió de pisar el asesino.
O, mejor dicho, la asesina —se corrigió, y lanzó una mirada hosca a
Ángeles—. Las pisadas corresponden, por el dibujo de la suela, a estas
zapatillas —agregó, y les tendió el folio que, según dedujo Daniel, era el
que le había mostrado a él por la mañana con las imágenes del SICAR—.
Usted tiene unas iguales, ¿verdad, señora Miranda? Del número cuarenta, y
se las puso la noche en que mató a Arturo.
La pregunta quedó suspendida en el aire y la mujer acabó negando con la
cabeza.
—No diga una palabra, Ángeles —le reiteró su abogado.
Alcalá hizo una mueca de hastío y, una vez más, echó mano del portátil,
que le cedió su compañera.
—Señora Miranda, en las grabaciones se ve que esa madrugada usted
llevaba unas zapatillas del mismo modelo. ¿Insiste en negarlo? ¿Quiere que
le enseñe el vídeo de nuevo?
Ni la detenida ni su abogado contestaron, y el teniente volvió a
reproducir las imágenes. A Daniel le dio la impresión de que la viuda de
Lorenzo Orduña, al visionar por segunda vez el vídeo, entreabría la boca y
comenzaba a respirar con dificultad.
—Había llovido, y tenía barro en las suelas —murmuró Alcalá—. Por
eso dejó su rastro en el piso de la víctima, ¿entiende? Podemos demostrar
que usted estuvo en la fábrica esa noche —afirmó rotundo, y comenzó a
enumerar con los dedos—. También que entró en la sala donde se guardaba
el mismo veneno que el que le causó la muerte a Arturo. Y también que en
la escena del crimen había huellas de pisada de un modelo idéntico a las
zapatillas que usted llevaba. Y que encima coinciden en el número de pie.
¿No se da cuenta de que le conviene colaborar?
—Teniente, con todo el respeto, si le conviene o no colaborar se lo diré
yo —se revolvió el abogado.
Alcalá, que debía de haberse percatado del estado de nerviosismo que
empezaba a mostrar la mujer, pasó por alto el comentario del letrado y se
inclinó hacia ella.
—¿Por qué, señora Miranda? ¿Por qué se vio obligada a matarlo? Era por
ese juramento, ¿verdad? El que Arturo iba a romper el domingo.
La mujer palideció de golpe.
—¿Ju… juramento? —tartamudeó con un hilo de voz.
El letrado se retrepó en el asiento.
—¡Ángeles, no diga una palabra!
—El sábado por la noche, a eso de las once —repuso Alcalá, indiferente
a los aspavientos del picapleitos—, Arturo llamó por teléfono a su hijo.
Estaba muy alterado y, al parecer, no paraba de repetir lo mismo. ¿Sabe qué
decía?
Ella no respondió, y Daniel tuvo la impresión de que, durante unos
instantes, los labios le temblaban.
—Decía que al día siguiente al fin se sabría la verdad, que rompería el
juramento —desveló el teniente, escrutándola—. Se refería al juramento
que le hizo a Guillermo aquella vez que lo visitó en prisión, ¿verdad?,
cuando su amigo le recalcó que la culpa de lo ocurrido era tan solo suya y le
hizo jurar que respetaría su decisión, que no haría nada. Yo estaba allí,
¿sabe?, y sé lo que vi. Guillermo le estaba pidiendo que mantuviera la boca
cerrada, y ahora, tres décadas después, no aguantaba más e iba a contarlo
todo. Por eso usted tuvo que matarlo, porque iba a involucrarla —sentenció,
y se reclinó en la silla.
La mujer se pasó una mano por la frente, pero guardó silencio.
—La noche en la que falleció su marido, Arturo era el hombre al que la
cocinera distinguió al otro lado del muro, ¿no es así? —prosiguió Alcalá,
sin darle tregua—. Y usted, la persona a la que la criada vio corriendo hacia
la parte trasera de la casa poco después de oír el disparo. Fue a refugiarse en
su habitación, ¿no? A esconderse.
La viuda de Lorenzo Orduña observó al agente con espanto.
—María… ¿Ella les ha dicho que me vio? —acertó a preguntar con un
gemido.
El teniente no respondió expresamente a la pregunta, pero esbozó una
sonrisa triunfal que, sin duda, contribuyó a sembrar aún más confusión en la
mente de Ángeles. A continuación, rebuscó de nuevo en la carpeta. Lo hizo
con calma, demorándose en las maniobras, y cogió un folio amarillento y
acartonado que estaba doblado por la mitad. Alcalá comenzó a desplegarlo
con lentitud y Daniel pegó los ojos al monitor. Era un texto manuscrito de
apenas tres líneas, con tinta azul. Intuyó que se trataba de la carta por la que
el teniente le había preguntado la tarde del domingo, la carta que él había
negado tajantemente que pudiera haber escrito su madre.
—«Arturo: Nada de esto tendría que haber pasado. Intenta hablar con
Guillermo, por favor. No sé qué hacer…» —recitó Alcalá—. Esto lo
escribió usted, ¿verdad? —inquirió, y colocó el papel en la mesa, frente a la
detenida—. Lo encontramos en la habitación de la víctima, sobre su
escritorio. Es evidente que tiene muchos años, probablemente sea de
aquellos días del setenta y cinco, ¿me equivoco? Por algún motivo, Arturo
decidió rescatarlo y volver a leerlo antes de morir.
La mujer, cuyo semblante se había ido descomponiendo a medida que
Alcalá pronunciaba cada palabra de la carta, comenzó a balancearse
adelante y atrás, como si estuviera perdiendo el control de sí misma.
—¿Qué fue lo que salió mal, señora Miranda? ¿Acaso no estaba previsto
que Lorenzo muriera esa noche?
Ángeles permaneció callada, pero terminó escondiendo el rostro detrás
de las manos, como si no soportara por más tiempo el escrutinio sostenido
del teniente. Daniel la oyó proferir varios gemidos ahogados y tuvo la
certeza de que la mujer se estaba debatiendo entre confesar y poner fin a
aquel tormento o seguir los consejos de su abogado y no decir una palabra.
Alcalá debió de alcanzar una conclusión similar, porque suavizó el tono.
—Señora Miranda, no haga esto más difícil. Ya le he explicado que
podemos demostrar que usted asesinó a Arturo, y lo otro, las circunstancias
que rodearon la muerte de su marido, tarde o temprano acabaremos
averiguándolo todo. Ayúdenos a comprender por qué mató a Arturo, qué
relación hay entre ambos casos, y le aseguro que el tribunal valorará su
colaboración. Además, aunque hubiera estado involucrada en el asesinato
de su esposo, ya ha pasado demasiado tiempo, está prescrito. Eso puede
confirmárselo su abogado. Llegados a este punto, no tiene nada que perder.
La mujer se destapó la cara, lanzó una mirada fugaz al papel amarillento
que seguía reposando en la mesa y después, con ojos llorosos, clavó la vista
en el teniente.
—Si confieso, ¿cerrarán los dos casos definitivamente? —murmuró—.
¿Dejarán de molestarnos?
—Ángeles, no diga nada —insistió el abogado—. La están engañando.
Estos guardias quieren…
Alcalá alzó la mano para detener la diatriba del letrado.
—Los cerraremos, señora. Pero usted tendrá que ir a prisión por el
asesinato de Arturo.
Ella dejó caer la cabeza.
Después, en apenas un susurro, anunció que ya no podía más.
63
La verdad

Ante el gesto de estupor de su abogado, la mujer reconoció que sí, que la


madrugada del domingo había acabado con la vida de Arturo Vallejo, que
no tuvo más remedio.
—¡Ángeles! —masculló el letrado al tiempo que se ponía en pie y, sin
querer, golpeaba la mesa con la rodilla—. ¿Qué diablos está diciendo?
—Siéntese —le ordenó la cabo Herrera.
—¡Mi clienta no va a declarar! ¡Esto es un atropello!
Nuria Herrera se levantó y lo fulminó con la mirada.
—Su clienta lo ha decidido así, y usted respetará su decisión. No voy a
repetirle más veces que se siente.
El hombre soltó varios resoplidos, pero acabó ocupando de nuevo su
silla.
—Señora Miranda, por favor, prosiga —añadió la cabo, que posó los
dedos sobre el teclado tras sentarse también ella—. ¿Por qué envenenó a
Arturo?
Ángeles dejó que la mirada se le perdiera al frente.
—Me amenazó… —musitó—. Arturo me amenazó.
—¿Con qué la amenazó? —intervino Alcalá.
—Con contarlo todo si no lo hacía yo. Yo… yo sabía que desde hacía
tiempo le atormentaban los remordimientos, que ya había estado a punto de
hacerlo otras veces… Pero hasta el sábado… Hasta entonces había
conseguido que se mantuviera callado.
—¿Y cómo lo había conseguido?
Ángeles soltó un suspiro.
—Insistiéndole en que su familia no entendería su silencio. No le
perdonarían que hubiera estado ocultando algo así tanto tiempo, se quedaría
solo. Al principio con eso fue suficiente, pero más adelante ya no. Tuve que
advertirle que, si hablaba, me aseguraría de que lo echaran de la fábrica.
—O sea, que usted lo amenazó primero.
Ella se mordió el carillo e inclinó levemente la cabeza.
—Sí, en cierto modo. Pero ahora ya se había jubilado, su hijo tenía un
trabajo y se había independizado, su mujer había fallecido… Creo que
pensaba que no tenía nada que perder. Y al aparecer ese chico…
—¿Ese chico? —preguntó Alcalá, aunque, por el modo en que la estudió,
era obvio que había adivinado a quién se estaba refiriendo.
—Daniel Somoza, el hijo pequeño de Guillermo —precisó la mujer con
tono lúgubre—. A Arturo siempre le dolió ver cómo le había afectado lo
que hizo su padre. Por eso quería confesar. Hace seis años, cuando supo lo
de aquel incidente que hubo en el bautizo de la nieta de Guillermo, Isabel…
Aquello lo trastornó mucho. Logré que no dijera una palabra, pero el
viernes pasado… Daniel volvió, cuando yo ya pensaba que jamás lo haría, y
además me enteré de que había estado en la estación de tren haciendo
preguntas sobre el caso… Me lo contó la esposa de uno de los ferroviarios,
Roberto Gutiérrez, que es amiga mía, y tuve miedo de que ese chico
acabara yendo a hablar con Arturo.
—Y por eso la noche del viernes usted decidió rayarle el coche y dejarle
esos mensajes, ¿no? Para intentar que se fuera —conjeturó el teniente.
Ángeles asintió con lentitud y aclaró que su intención inicial fue hacer
los rayones en la puerta del portal. Sin embargo, al llegar allí se encontró
aparcado justo delante un Audi A8 que no encajaba de ningún modo con el
nivel adquisitivo de aquella zona de Reinosa. Y no solo eso; además, en la
matrícula figuraban los datos de un concesionario de Madrid. Todo ello le
hizo suponer que el coche era suyo, y cambió de idea.
Daniel, que no perdía detalle del interrogatorio, dejó escapar un
improperio. A su lado, el sargento Blanco le pidió calma con un ademán.
—Pero aquello no surtió efecto —añadió el teniente.
Ángeles torció el gesto.
—No, el chico no se marchó a Madrid. Y visitó a Arturo.
—Pero Arturo no le contó nada.
—Así es, mintió. Pero esa tarde habló conmigo y me dijo que ya no
aguantaba más, que iba a soltarlo todo. Yo intenté que entrara en razón,
pero fue imposible.
El abogado se mordió los labios y negó con la cabeza, como si no pudiera
creer lo que estaba oyendo.
—Y por eso lo mató —concluyó el teniente al tiempo que la miraba con
fijeza.
La estancia quedó en silencio, y Ángeles inspiró hondo.
—Sí. No tuve más remedio…
Daniel vio que Alcalá asentía y se volvía hacia la cabo Herrera, que en
ese momento estaba tecleando con frenesí para recoger las últimas
manifestaciones de la detenida. El rostro del teniente no revelaba ninguna
emoción, pero Daniel estuvo seguro de que en su interior estaba celebrando
el éxito que suponía haber logrado que la mujer confesara el crimen.
—Lo hizo con cianuro, ¿verdad? —afirmó Alcalá.
—Sí… Sabía que en la fábrica había, y no tenía tiempo… No me
quedaba otra salida —aclaró, y movió las manos nerviosamente—. Arturo
me había dicho que si al día siguiente, antes de la una de la tarde, no me
presentaba en el cuartel para confesarlo todo, lo haría él.
—Y fue a verlo en plena noche, para que no hubiera testigos.
—Sí.
—Y, una vez en el piso, usted le pidió que le sirviera un café.
—No, no hizo falta… Él mismo me lo ofreció.
—Entonces lo distrajo pidiéndole que le sacara un álbum de aquella
época, ¿no? —aventuró el teniente.
Ella lo miró con desesperación.
—No, no fue así… Cuando nos sentamos, intenté convencerlo de que
cambiara de idea. Yo no quería matarlo…
—Ya, pues bien que fue preparada con el cianuro —apreció Alcalá.
—No tenía elección…
El teniente asintió mecánicamente.
—¿Y qué ocurrió después?
—Bueno, yo… —Tomó una larga bocanada de aire—. Arturo se negó,
me dijo que ya no había vuelta atrás.
—Y entonces fue cuando usted ejecutó su plan.
El abogado soltó un bufido.
—Ángeles, por favor, guarde silencio —siguió insistiendo—. Haga lo
que le digo.
Pero la mujer, en lugar de atenerse a su consejo, chasqueó la lengua con
fastidio.
—Cállese de una vez. Haré lo que me dé la gana, ¿estamos?
El abogado, que recibió aquellas palabras como una bofetada, se
arrellanó en su asiento. No replicó, pero tras unos segundos le dedicó a su
clienta una mirada de rencor que a Daniel, desde el otro lado, no le pasó
desapercibida. Como compañero de profesión, sintió una punzada de
empatía por aquel esforzado jurista que había sido humillado por su propia
clienta, a quien solo intentaba poner a salvo.
—Prosiga, por favor —le indicó Herrera a Ángeles con tono aséptico al
tiempo que extendía la mano para enfatizar la orden.
La mujer cabeceó.
—Arturo y yo estábamos hablando de Guillermo y… —Se interrumpió y
emitió varios carraspeos, como si las palabras se le hubieran atascado en la
garganta—. Necesitaba una ocasión para poder echarle el veneno, y me fijé
en los álbumes que estaban un poco más allá, junto al televisor. Se me
ocurrió pedirle que me enseñara una foto de Guillermo. Para cogerlo tendría
que darse la vuelta y eso me daría una oportunidad. Además, hacía tanto
que no veía su cara… —dijo con un susurro, y dirigió la vista al techo como
si buscara allí su recuerdo—. Lo echaba tanto de menos…
Daniel, que había seguido todos y cada uno de los movimientos de la
viuda de Lorenzo Orduña, se quedó helado al escuchar esas últimas
palabras. Un escalofrío le escaló hasta la nuca y de pronto tuvo la sensación
de que, una a una, las piezas de aquel rompecabezas comenzaban a
ordenarse, a cobrar sentido y a ensamblarse con una perfección asombrosa.
Pero no podía ser, no podía ser…
Un pesado silencio se apoderó de la sala de interrogatorios y, por la
expresión de sorpresa que se formó en el rostro del teniente, Daniel intuyó
que los pensamientos de este discurrían por los mismos derroteros que los
suyos. A su lado, la cabo Herrera había detenido la redacción del acta y
escudriñaba a la detenida con los ojos entrecerrados.
—¿Se refiere a Guillermo? —preguntó Alcalá con cautela, como si
quisiera asegurarse de que había interpretado correctamente sus últimas dos
frases—. ¿Usted echaba de menos a Guillermo?
El semblante de la mujer se trocó en una mueca de tristeza.
—Sí —confirmó, y esbozó una sonrisa marchita—. Lo que vivimos…
Ángeles dejó las palabras flotando con aire evocador. El teniente dio un
respingo y cruzó una mirada con su compañera. Después, centró toda su
atención en la detenida.
—¿Insinúa usted que tenía una relación con Guillermo Somoza? ¿Que
eran amantes?
Ángeles dejó caer los párpados y luego asintió con la cabeza.
64
El secreto

A Daniel le costaba respirar. Era como si de súbito la boca y la nariz se le


hubieran obstruido y el aire no fluyera por su cuerpo. ¿Cómo iba a haber
mantenido su padre una relación en secreto con la viuda de Orduña,
engañando a su madre? Aunque desde el principio había entendido a dónde
quería ir a parar la mujer, durante unos instantes se había aferrado a la
esperanza de haberse equivocado, pero no: ella lo había confirmado. De
repente, todo adquiría una lógica aplastante, todo encajaba: el modo en que
su padre empezó a tratar a su madre aquel año, con un desapego absoluto, e
incluso con desdén; sus reiteradas ausencias, cada vez más frecuentes y
siempre justificadas con supuestas reuniones sindicales de las que nadie
sabía nada y de las que, en teoría, él no podía dar ningún detalle… En su
mente resonó el eco de las palabras pronunciadas por Ernesto el día anterior
en Casa Vejo: «Además, aquel verano faltó a muchas reuniones, estaba raro.
No se le veía tan implicado como a otros, desde luego». ¿Y si su padre, en
lugar de acudir a aquellos encuentros clandestinos, se valió del secretismo
que imperaba en el mundillo sindical para mantener una relación a
escondidas sin que nadie sospechara nada?
Ángeles no tardó en confirmar lo que Daniel se estaba figurando. Con
tono apagado, explicó que todo comenzó a principios del verano de 1975.
Según dijo, su sobrino, David, se había hecho amigo de Daniel Somoza
unos meses antes, y durante ese tiempo los dos niños se habían visto cada
fin de semana que su hermana llevaba al muchacho a Reinosa. Guillermo
solía acompañar a su hijo al portón, y también iba a recogerlo, y gracias a
eso empezaron a hablar. Ya habían coincidido más veces por Reinosa a lo
largo de los años, pero jamás se habían detenido a conversar. Luego
llegaron las vacaciones de verano, que David pasó casi enteras allí, en la
casona, y esos momentos compartidos junto al portón se hicieron más
frecuentes.
—Yo…, bueno, no estaba bien con mi marido. Hacía ya mucho que no
me prestaba atención, todo el día pendiente de los problemas de la fábrica.
Y Guillermo… desde hacía unos meses se había distanciado de su mujer,
por rutina, no lo sé, y tampoco me importaba, a decir verdad —murmuró
Ángeles con voz queda—. El caso es que en esos encuentros en el portón
los dos nos dimos cuenta de que nos sentíamos atraídos y…, bueno, quizá la
tentación de lo prohibido, no sabría decirle —musitó, y se limpió el sudor
de la frente con el dorso de la mano—. No estoy orgullosa de lo que hice,
¿sabe? Pero fue una espiral que…
—Espere un momento —la interrumpió el teniente mientras Nuria
Herrera se afanaba en escribir—. Entonces ¿se estuvieron viendo ese
verano?
—Sí, pero solo lo sabía Arturo, nadie más. Guillermo simulaba ir a
reuniones con sus compañeros y yo me inventaba excusas: recados, paseos
con alguna amiga… Buscábamos intimidad donde podíamos, pero no era
fácil. Recuerdo que le dije varias veces que era una locura, que teníamos
que ponerle fin, pero luego… —negó con la cabeza— no éramos capaces.
Todo iba bien, nadie sospechaba…
—Hasta que un día todo se torció, ¿no? —deslizó Alcalá con toda la
intención.
—Sí —suspiró ella, y lanzó una ojeada a su abogado, que permanecía
embutido en la silla—. Fue tras aquella concentración que hubo a la entrada
de casa…
—¿La que se produjo el día de la fiesta de compromiso?
Ángeles asintió con pesadumbre.
—Guillermo tuvo que estar ahí, claro, con sus compañeros, pero fue una
temeridad. Él no era uno más, y no se daba cuenta de eso. Mi marido había
permitido que su hijo jugara en nuestra casa con David, le había abierto las
puertas, y cuando lo vio allí se lo tomó muy mal. Estaba furioso, y al día
siguiente, antes de la excursión a Fontibre, fue a la fábrica a despedirlo.
También echó a Ernesto, el hermano de Jesús, porque se comentaba que él
lo había organizado todo, pero ese a mí me daba igual…
El teniente guardó silencio y esperó a que ella continuara.
—Yo sabía que aquello era un duro golpe para Guillermo, sabía que su
familia estaba pasando dificultades económicas, que con la librería no les
bastaba. Me sentí muy mal por él y no tuve fuerzas para acompañar a mi
familia a Fontibre. Se me ocurrió aprovechar la ocasión para ir en busca de
Guillermo, pero ya no lo encontraría en la fábrica, y no podía plantarme en
su casa a preguntar así por las buenas… Al final, me metí en la cama y
esperé. No tuve noticias de él hasta última hora de esa tarde.
—¿Esa tarde lo vio? ¿Estuvo con él? —preguntó Alcalá sorprendido.
—No, no lo vi. Cuando todos volvieron de la excursión, Héctor comentó
que acababa de ver desde el coche a un tipo merodeando fuera, en la calle.
Uno de los que habían estado en la concentración. Yo creí que se trataba de
Guillermo y, en cuanto tuve la oportunidad, salí a los jardines y me acerqué.
Pero no era él.
—Era Arturo, ¿no?
Ángeles suspiró.
—Sí, era Arturo. Y me dijo a toda prisa que esa noche, a las dos y media,
Guillermo estaría allí, esperándome en los jardines. Que necesitaba hablar
conmigo.
—Y usted acudió a la cita…
La mujer se pasó las manos por la barbilla.
—Sí, bueno, unos minutos antes. Él ya se encontraba allí. Me suplicó que
le ayudara a recuperar el trabajo, que convenciera a Lorenzo. Me dijo que
su familia no podía permitirse perder su sueldo, que no podíamos hacerles
eso.
—¿Y usted qué le contestó? —quiso saber el teniente, que había
arrugado la nariz, como si algo no terminara de encajarle.
—Al principio le respondí que poco podía hacer yo, que mi marido no
me haría caso. Pero Guillermo estaba muy nervioso, ansioso, y al final le
prometí intentarlo. Le di esperanzas y él me abrazó, e incluso me dijo que
me quería. Y entonces… —Bajó la mirada con semblante de consternación
—. Entonces apareció Lorenzo.
65
Destaparlo todo

Entre temblores, Ángeles les relató cómo Lorenzo, que debía de haberse
despertado cuando ella salió de la cama, interpretó aquellos abrazos y
gestos de cariño como lo que en realidad eran, actitudes propias de amantes,
y se abalanzó sobre Guillermo. Le propinó un puñetazo en la mandíbula y, a
partir de ese momento, se desató una lucha encarnizada entre los dos a la
que ella asistió paralizada, sin saber cómo reaccionar. En un momento
determinado, con Lorenzo a horcajadas sobre él, Guillermo logró sacar del
bolsillo del pantalón un pequeño revólver que empuñó y dirigió hacia el
rostro de su oponente. Sin embargo, Lorenzo se movió con agilidad y lo
desarmó de un manotazo. El revólver fue a parar a unos metros de ellos y se
estrelló contra el suelo. Horrorizada, ella temió que Lorenzo, que no paraba
de golpear a Guillermo con los puños, acabara matándolo, y suspiró
aliviada cuando, de pronto, vio que Guillermo le clavaba el codo en las
costillas y conseguía liberarse de él.
—Recuerdo que le grité que huyera, pero, en vez de eso, él corrió hacia
el revólver. Cuando se dio la vuelta, Lorenzo se le estaba echando encima y
entonces… —Ángeles profirió un gemido—. Entonces disparó.
El teniente la estudió y durante unos segundos nadie habló.
Daniel contuvo la respiración, comprendiendo que, después de todo, su
padre era un asesino. Había apretado el gatillo.
El abogado de Ángeles, por su parte, no ocultaba su estupefacción,
sobrecogido por un relato que sin duda se apartaba notablemente de lo que
su clienta le había contado antes de la declaración.
—Y después usted huyó a su habitación, ¿no? —preguntó Alcalá.
—Guillermo me dijo que corriera a esconderme, que alguien podría
haber oído el disparo, que él se marcharía y se desharía del revólver. Me
aseguró que nadie sospecharía nada.
—Y usted le hizo caso —apuntó Alcalá.
—Yo… Lorenzo estaba muerto. ¿Qué podía hacer? —musitó, como si
buscara la comprensión de los investigadores—. Si me descubrían con
Guillermo a esas horas… La gente pensaría que lo habíamos matado entre
los dos…
—Ya. ¿Y Arturo? ¿Estaba allí?
—Estaba fuera, al otro lado del portón, vigilando, y le gritó que saltara el
muro ya, que no perdiera más tiempo. Yo eché a correr creyendo que
Guillermo escaparía. Rodeé la casa, subí por la escalera exterior y me metí
en la habitación. Y luego, bueno, el resto ya lo conocen…
—Sí, usted fingió no saber nada y dejó que lo detuviéramos. Y después,
que se suicidara —respondió el teniente con desprecio—. Dígame una cosa:
¿entonces usted no llegó a tocar el arma? ¿En ningún momento?
—No, no, solo ellos. Fue como le he dicho.
—Y el revólver lo llevaba Guillermo, ¿no?
—Sí, ya se lo expliqué en su día. Era suyo.
—Ya, también me explicó otras cosas que, por lo visto, no eran ciertas.
—¡No le estoy mintiendo! Yo solo quiero que esto termine…
—Y la carta —apuntó el teniente, señalando el papel amarillento—,
¿cuándo la escribió?
La mandíbula de Ángeles comenzó a temblar ostensiblemente y ella se la
sujetó con los dedos en un intento por contener esos movimientos
descontrolados.
—Al día siguiente. La escribí al día siguiente —balbuceó—. No sabía
qué hacer, cómo actuar… —añadió mientras fijaba la mirada en la pared—.
A ratos pensaba que, si confesaba, tal vez podría ayudar a Guillermo. En
realidad, él solo se había defendido del ataque de Lorenzo, y yo creía que
podría salvarlo de la cárcel o por lo menos hacer que le redujeran la
condena. Pero si hablaba, si todo se descubría, ¿qué sería de mí y de mis
hijas? No eran más que unas niñas, sobre todo Lucía… Y ni siquiera tenía
la seguridad de que el juez fuera a tener en cuenta que Lorenzo lo había
atacado antes… Y tampoco podía consultar a un abogado… —Sacudió la
cabeza—. Me estaba volviendo loca y me daba miedo que me vieran con
Arturo.
—Y por eso le escribió la carta.
—Sí. Se la dejé en el buzón. Ese día.
—¿Y qué era lo que pretendía? ¿Qué esperaba que hiciera Arturo?
Ella se estremeció.
—No lo sé… Yo no podía ver a Guillermo, ¿entiende? Estaba perdida…
—¿Y usted llegó a hablar con Arturo tras entregarle la carta?
—Sí, pero cuando ya era tarde —respondió sombría.
—Cuando Guillermo ya se había suicidado, quiere decir, ¿no? —coligió
el teniente.
Ella asintió y comprimió los párpados.
—Sí, y me lo contó todo. Que había visitado a Guillermo en la cárcel y
que él le había hecho jurar que no diría nada. Y que luego confesó y se
quitó la vida…
—Y entonces usted siguió como si nada hubiera pasado —recapituló
Alcalá mordaz—. Decidió que era mejor dejar las cosas como estaban, ¿no?
Hasta hoy.
Ángeles exhaló un suspiro como respuesta y agachó la cabeza.
En la otra sala, Daniel apretó los puños. Las entrañas le ardían, y un odio
visceral le recorría todo el cuerpo como un río de fuego. Su padre… ¿cómo
pudo actuar así? ¿Cómo pudo traicionarlos de ese modo, sabiendo que los
hundiría para siempre? ¿Acaso su familia no le importaba lo más mínimo?
¿Acaso le dio igual el futuro envenenado que les legaba a sus hijos? Lo
invadió una honda lástima por su madre, que siempre se mantuvo del lado
de su marido, que defendió su honorabilidad hasta sus últimos días, que
siempre creyó en él, hasta el final. Como una estúpida.
A través de la pantalla, Daniel vio que el teniente intercambiaba una
mirada con la cabo, que había levantado las manos del teclado para indicar
que había finalizado la transcripción.
—De acuerdo, señora Miranda, ahora debe firmar la declaración —
informó Alcalá—. Después, usted y su abogado nos acompañarán al
juzgado a formar un cuerpo de escritura.
Ángeles se puso rígida y palideció.
—¿A formar qué?
—Un cuerpo de escritura —repitió el teniente—. Un texto para la prueba
caligráfica. Para cotejar su letra con la de la carta.
—¡Pero usted me dijo que con esto bastaría, que cerrarían los dos casos y
todo terminaría! —gritó al tiempo que clavaba las uñas en la mesa—.
¡Usted me lo dijo!
—Tranquilícese, señora Miranda. Son solo algunos flecos. Para
comprobar que ha dicho la verdad, que todo encaja.
—Pero ¿por qué iba a mentir? —gimió ella—. Ya les he dicho que lo
maté. ¿Qué más quieren?
—Solo eso. Y que después vengan con nosotros al registro de su
domicilio. Para que nos entregue las zapatillas y el frasco en el que
transportó el cianuro. —A continuación, se volvió hacia su compañera—.
Nuria, por favor, si puedes darle a imprimir…
66
Cabos sueltos

Una vez que Ángeles y su abogado hubieron firmado el acta, los dos
guardias abandonaron la sala de interrogatorios y fueron a la estancia
contigua, en la que se hallaban Daniel y Blanco. Aunque habían obtenido la
confesión de la sospechosa, en el rostro de los agentes no se apreciaba
alborozo o signo de festejo alguno, y en cuanto cruzaron el umbral
dirigieron una mirada de consternación a Daniel, que estaba reclinado en la
silla con las manos en la cabeza y los incisivos hundidos en los labios.
—Lo han escuchado todo, ¿verdad? —quiso cerciorarse Alcalá.
—Sí, sin ningún problema —confirmó el sargento Blanco al tiempo que
apagaba el ordenador—. Buen trabajo, mi teniente.
Herrera y Alcalá tomaron asiento. Este último escrutó a Daniel.
—¿Le encaja lo que ha declarado Ángeles? —preguntó.
Daniel se tomó varios segundos para contestar. Desbordado por las
emociones, apenas lograba pensar, y las palabras de la mujer le daban
vueltas en la cabeza como un torbellino que lo arrastraba todo a su paso. Al
final, su respuesta no pasó de un encogimiento de hombros.
El teniente no insistió.
—¿Os parece que ha dicho toda la verdad? —Esta vez se dirigió a todos.
Blanco fue el primero en tomar la palabra.
—No veo por qué no. A mí me ha resultado creíble.
Alcalá consultó a su compañera con la mirada. Ella ladeó los labios.
—Me llaman la atención sus prisas por que cerremos el caso, como si no
quisiera que investigáramos más —reconoció Herrera.
—Exactamente, eso pienso yo —dijo Alcalá, que parecía satisfecho por
no ser el único que tenía esa sensación.
Blanco dio un respingo.
—Pero su culpabilidad es evidente, mi teniente. Aquí no hay cabos
sueltos, ni mucho menos. Bueno, yo no soy policía judicial, pero las
cámaras, las huellas de pisada, el veneno… Todo apunta en la misma
dirección, y de forma inequívoca.
—Sin embargo, Arturo era el mejor amigo de Guillermo y lo ha estado
protegiendo durante todos estos años —apuntó Alcalá—. ¿Qué sentido
tenía airear ahora sus trapos sucios, esa historia de infidelidad? ¿Por qué le
entró a Arturo esa urgencia, esa necesidad irresistible de contarlo?
—Porque no aguantaba más la presión —respondió Blanco, y alzó
ligeramente las manos—. Se sentía mal guardando ese secreto y estaba a
punto de estallar. Ya lo ha explicado Ángeles… A mí me parece coherente.
—Aun así… —murmuró Herrera con aire escéptico—. Hacer público
todo eso no parece que fuera a mejorar la imagen de Guillermo, ni tampoco
a servir de consuelo a su familia —agregó, y miró de soslayo a Daniel.
—Entonces ¿le está dando la razón a Ángeles? —se sorprendió Blanco
—. ¿Cree que era mejor que Arturo se hubiese mantenido en silencio para
siempre?
—No, yo no he dicho eso —clarificó ella—. Solo digo que, al igual que
al teniente, no termina de cuadrarme. Además, suponiendo que hubiera sido
realmente así, como ella ha contado, ¿por qué tuvo que matarlo? ¿Por qué
esa desesperación?
—Pues porque Arturo iba a destapar su aventura con Guillermo.
Imagínese el escándalo.
—Pero su marido lleva muerto treinta y dos años —replicó Alcalá.
—Sí, pero su familia, sus conocidos… Les puedo asegurar que toda esa
gente es muy de guardar las apariencias. Mi mujer los conoce bien.
—No sé… —murmuró el teniente meditabundo—. Además, Ángeles
asumió demasiados riesgos. Aunque ese informático de la fábrica no
hubiera revisado los sistemas de seguridad, tarde o temprano, al indagar
sobre el origen del veneno, habríamos relacionado el cianuro con los
tratamientos de galvanizado de la fábrica. Dejarse grabar así… No sé —
repitió—. Creo que Nuria tiene razón. Todo parece excesivo, muy extremo.
—Matar siempre es excesivo, mi teniente. Una aberración —dijo Blanco
lúgubre.
—Ya sabe a lo que me refiero. Bueno, sea como sea, tenemos que seguir.
Blanco, nosotros nos vamos al juzgado con la detenida, a formar el cuerpo
de escritura y a avisar a la secretaria judicial para que nos acompañe al
registro de la casona. Usted quédese aquí unos minutos con Daniel. Que no
salga hasta que los otros se hayan ido.
Daniel, que hasta entonces había escuchado en un completo mutismo el
debate que se había formado entre los guardias civiles, miró fijamente a
Alcalá.
—¿Los otros?
—Los familiares de Ángeles. Están en la puerta exigiendo explicaciones.
Es mejor que no se cruce con ellos. No quiero líos. Espere aquí y, cuando
Blanco se lo indique, váyase a casa. Y no diga una palabra a nadie de todo
esto. Ni siquiera a su hermano. ¿Me ha entendido?
Daniel, que ya se imaginaba que le ordenaría mantener la boca cerrada,
asintió.
—Y no haga ninguna tontería —añadió el teniente—. Le llamaré.
TERCERA PARTE
67
Traidor

Eran más de las cuatro cuando Daniel torció a la izquierda y se internó en la


avenida La Naval. En ese momento, el rumor de una voz cantarina lo sacó
de sus pensamientos. Aguzó la vista. A varios metros, al pie del edificio en
el que había vivido Arturo, una reportera hablaba con tono sensacionalista a
la cámara de televisión que sostenía un chico joven. Junto a ellos estaba
aparcada una furgoneta blanca con el logotipo de una cadena de ámbito
nacional. Daniel se figuró que la periodista estaría conectando en directo
para los informativos de la tarde o algún programa especial.
Se aproximó despacio en un intento por escuchar discretamente lo que
decía, pero cuando casi había llegado a su altura se percató de que ya no
movía los labios, lo que indicaba que seguramente acababa de concluir la
conexión.
Por un instante, sintió las pupilas de la chica sobre él y temió que fuera a
abordarlo en busca de una entrevista improvisada, de esas que a menudo
conceden los vecinos a pie de calle cuando se produce un suceso que sacude
su entorno. Para evitarlo, agachó la cabeza y cruzó la avenida a grandes
zancadas, en dirección al bloque de enfrente. Abrió la puerta del portal con
precipitación al tiempo que se preguntaba hasta qué punto estarían al día los
medios de comunicación. ¿Habría trascendido el dato del veneno empleado
por el asesino y dónde lo había obtenido? ¿Y la inesperada detención de la
viuda de Lorenzo Orduña y el nexo que parecía existir con el crimen de
1975? No lo creía. La presencia de un par de reporteros se le antojaba
escasa para novedades de esa magnitud.
Mientras subía las escaleras pensó en Arturo, en la conversación que
había mantenido con él dos días atrás. Ahora, muchas de las extrañas
reacciones que el hombre tuvo el sábado adquirían todo su sentido, a la luz
de la confesión que había realizado Ángeles. Si las palabras de esa mujer
eran ciertas, el antiguo amigo de su padre debió de hallarse al borde del
colapso durante el interrogatorio al que él lo sometió aquella mañana,
debatiéndose entre confiarle toda la verdad o seguir guardando silencio,
como llevaba haciendo durante más de tres décadas.
Se le ocurrió que tal vez esa indecisión y ese silencio que tanto tiempo
llevaban torturándolo fuesen la causa del aspecto enfermizo que había
presentado a lo largo del encuentro, así como del abrupto modo en que este
concluyó. «No remuevas la mierda, chico. No la remuevas». Eso era lo que
Arturo le murmuró antes de echarlo de allí, lo recordaba perfectamente.
Aunque, por lo visto, al final el propio Arturo terminó traicionándose a sí
mismo, puesto que aquella misma tarde, en teoría asfixiado por la culpa,
había abordado a Ángeles y la había amenazado con que si no confesaba
ella al día siguiente, lo haría él.
Sin embargo, ¿era el encubrimiento de la aventura que al parecer su
padre y Ángeles tuvieron en 1975 un motivo de peso para que Arturo
hubiera estado sufriendo de ese modo, con tanta intensidad? ¿Y era su
revelación un móvil suficiente para que Ángeles decidiese matarlo? Para
Alcalá y Herrera el asunto ofrecía serias dudas, a juzgar por sus palabras,
pero ¿para qué iba a mentir Ángeles en su declaración? ¿Qué sentido tenía
inventarse esa historia sobre los remordimientos que carcomían a Arturo y
declararse la autora del crimen si no lo era? Uno miente para salvarse o,
como mínimo, para mejorar su posición, no para condenarse. Además,
había grabaciones en las que se la veía accediendo a la sala de tóxicos de la
fábrica, y eso sin olvidar que las huellas de pisada encontradas en el piso de
la víctima coincidían con el modelo de zapatillas que ella calzaba aquella
noche.
Quizá fuera mejor hacerse a la idea de que la mujer había dicho la
verdad, y que esa era la terrible y definitiva explicación a todo lo que había
sucedido hacía treinta dos años: que su padre no solo fue un asesino, sino
también un vil traidor. Un traidor que no tuvo el menor reparo en engañar a
su madre, matar a Lorenzo Orduña y desaparecer del mundo sin dar cuenta
de nada a nadie, ahorcándose en una triste celda y dejando a sus pies
aquella maldita nota de despedida que, en vez de consolarlos, los llenó de
dudas y terminó por hundirlos en la ciénaga de aquel verano.
Enseguida se percató de que el piso se encontraba desierto. Saludó a
voces un par de veces, pero nadie contestó. En la cocina encontró una nota:

Dani:
Te he llamado, pero no lo cogías. Llámame cuando veas esto, por favor. Estaremos toda la
tarde en la librería.

RAMÓN

Daniel sacó el móvil del bolsillo y comprobó que, en efecto, tenía tres
llamadas perdidas. Supuso que en algún momento, quizá durante el
interrogatorio de Ángeles, lo había silenciado sin darse cuenta. No era
extraño, se dijo, que su familia hubiera intentado contactar con él. No había
avisado de que no iría a comer, y ellos desconocían los últimos avances de
la investigación, esos que tan ocupado lo habían tenido.
Cuando se disponía a marcar el número de Ramón, pensó cómo iba a
explicar su ausencia. El teniente había sido tajante: ni una sola palabra de lo
que habían averiguado. Nada. A nadie. Ni siquiera a su hermano. Decidió
posponer unos instantes la llamada y se dirigió a su habitación para
consultar en el ordenador las últimas noticias publicadas sobre el caso.
Antes de hablar con Ramón, quería asegurarse de qué era ya de dominio
público y qué no. De ese modo le sería más fácil medir lo que podía contar
y lo que debía callarse para no faltar al deber de confidencialidad que había
asumido.
Le bastaron cinco minutos para concluir que, tal y como se había
imaginado unos minutos antes al cruzarse con esos periodistas, la prensa
aún no estaba al corriente de los acontecimientos más recientes. Se preparó
para mantener una conversación incómoda con Ramón. Lamentaba no
poder hablarle con franqueza, sobre todo porque la confesión de Ángeles le
pesaba en el alma como una losa y ahora, más que nunca, necesitaba a los
suyos para mantenerse a flote.
Su hermano descolgó enseguida el teléfono.
—Dani, por fin, ¿dónde estabas?
—Por ahí. Ya sabes…
—Ya, con los guardias, ¿no? ¿Ha pasado algo? ¿Ya saben quién fue?
—Lo siento, Ramón, no puedo decir nada…
—O sea, que sí hay novedades, ¿no?
Daniel guardó silencio e intentó no pensar en el impacto emocional que
supondría para su hermano conocer todo lo que había declarado Ángeles.
Por algún motivo, a Ramón todo lo referente al asesinato de Lorenzo
Orduña siempre le había afectado en menor medida que a él. Sin embargo,
en esa ocasión tenía la convicción de que descubrir la verdad sobre su padre
y la relación que mantuvo con la viuda del empresario le arañaría el alma. A
Ramón, al igual que a él, siempre le había dolido el modo en que se madre
se había desgañitado por sostener la inocencia de su marido, defendiéndolo
a capa y espada a pesar de su suicidio y de las pruebas recabadas en su
contra. Ella creyó en él en todo momento, hasta exhalar su último aliento, y
saber lo que había ocurrido a sus espaldas, la forma en que su esposo la
había manipulado y engañado, eso la habría destrozado. Y por eso mismo
también destrozaría a Ramón, de idéntico modo que lo estaba destrozando a
él. Lo único que le ayudaba a no echarse a llorar con el teléfono pegado a la
oreja era esa posibilidad de que la confesión de Ángeles no hubiera sido
más que un embuste. Y esa era la razón de que aguardara con ansia la
llamada que Alcalá le había prometido y, a la vez, la temiese más que a
nada.
Hizo esfuerzos por serenarse y, con toda la entereza de que fue capaz, le
repitió a su hermano que no podía revelarle nada. Este se resistió durante
unos segundos, hasta que, con un resoplido, acabó dándose por vencido. Se
le notaba defraudado, y Daniel tuvo que morderse los carrillos para
obligarse a mantenerse callado.
—Tienes puré y un filete en la nevera —le informó Ramón—. Y un poco
de pan en la encimera.
—Gracias. Siento no haber comido con vosotros.
—No te preocupes. Esta noche nos vemos. Por cierto, ¿qué vas a hacer
esta tarde?
—Aún no lo sé. Necesito pensar.
—Bueno, si quieres estar con nosotros, pásate por aquí. Y ten cuidado.
A Daniel esa última frase le formó un nudo en la garganta. Pensó que no
podía colgar sin hacerle ver a Ramón que el peligro que en teoría se cernía
sobre Reinosa ya no existía, que había sido neutralizado, pero ¿cómo
decírselo sin revelarle que la asesina de Arturo y autora de los rayones
amenazantes ya estaba detenida?
—Sí, vosotros también —terminó respondiendo, y a continuación se
despidió.
Tras cortar la llamada, abrió la puerta del frigorífico. Pese a no haberse
llevado nada a la boca desde hacía muchas horas, reparó en que no tenía ni
pizca de hambre y, alicaído, cerró la puerta de la nevera sin haber cogido
nada. Acto seguido, se encaminó hacia el salón con paso lento. Una vez allí,
se desplomó en el sofá sin ni siquiera quitarse los zapatos. Dejó que la
mirada se le prendiera del techo y el tiempo empezó a reptar ante sus ojos,
trazando sombras cada vez más alargadas a medida que la negrura caía
sobre Reinosa.
También sus pensamientos se volvieron más oscuros conforme avanzó la
tarde, y comenzaron a asaetearle el alma sin piedad. Uno en concreto lo
hería como si fuera un puñal: la certeza de que, si David y él no hubieran
forjado esa amistad a la que su padre tanto se opuso al principio, este nunca
se habría detenido a hablar con Ángeles o, cuando menos, no de una manera
cercana, íntima, y la pasión entre ambos no habría surgido. No se habrían
producido encaprichamientos, aventuras ni encuentros furtivos; tampoco
disparos que cortasen el viento de la noche y se llevasen por delante la vida
de nadie. Lorenzo Orduña no habría muerto aquella madrugada, y él habría
escapado de las garras de aquel destino cruel que lo aguardaba a la vuelta
de la esquina. Aunque, a esa edad, ¿cómo iba a imaginarse algo así? Por
aquel entonces él solo era un niño feliz que disfrutaba del verano con su
mejor amigo en esa enorme casona donde tan a gusto se sentía, donde lo
acogían con los brazos abiertos, casi como si fuera uno más de los Orduña,
uno más de la familia. Una familia que, sin embargo, pese a que él no había
tenido nada que ver con el asesinato, lo expulsó de su mundo sin
contemplaciones. A base de gritos y golpes. Como si él también fuera un
asesino. Un traidor. Alguien como su padre. Y, en cierto modo, también
alguien como la propia Ángeles, porque ¿no traicionó ella a su familia
aquella madrugada? ¿No los engañó a todos con esa pose de viuda
destrozada? ¿Y no lo había vuelto a hacer al envenenar a Arturo?
El rostro crispado de la mujer se proyectó en su mente, y clavó las uñas
en la tela del sofá, iracundo. ¿Cómo había podido pasarse más de tres
décadas culpándolos de su desgracia a ellos, a los Somoza, cuando ella
conocía la verdad desde el primer día? Él siempre la había visto como una
víctima, y se había sentido obligado a agachar la cabeza cada vez que se
cruzaba con ella, oprimido por la vergüenza. Sin embargo, la verdad era
muy diferente, y la perspectiva había cambiado por completo. Aquella
mujer no tenía nada de víctima, más bien al contrario, y era cuestión de
horas que su detención saltara a los periódicos. Los medios caerían en
picado sobre ella y todo el mundo la despedazaría sin piedad. El blanco de
los comentarios sería la viuda de Orduña, obviamente, pero sus familiares
no saldrían indemnes, ni mucho menos. Él lo sabía bien, por experiencia
propia. Se preguntó cómo iban a sobrellevar los Orduña y los Suárez el
peso de la vida en adelante, especialmente cuando caminaran por las calles
de Reinosa. ¿Qué pensarían cuando la gente los mirara? ¿Lo soportarían?
¿Se repondrían de un golpe así?
Chupeteó el filtro del cigarro y concluyó que nada volvería a ser lo
mismo para esa familia, incluida Elena. Las hijas y el hermano de Lorenzo
Orduña no le inspiraban un ápice de compasión, pero la chica… Con ella
todo era distinto. ¿Qué le estaría pasando por la cabeza en esos instantes?
Se la imaginó postrada en su lecho con la cara surcada de lágrimas,
sintiendo que todo se derrumbaba a su alrededor.
En ese momento, una voz interior le recordó las palabras de los
investigadores tras el interrogatorio de Ángeles. ¿Y si la detenida había
mentido y toda esa familia acababa sufriendo por algo que no era cierto?
Por un instante tuvo la extraña sensación de que, de algún modo, la historia
de su padre se repetía: un asesinato, indicios más que evidentes en contra
del principal sospechoso, una confesión aparentemente veraz… Y la misma
impresión de que faltaba algo: la pieza que completaría el puzle.
68
Uñas y dientes

A lo largo de la tarde Daniel llegó a pensar que el minutero del reloj de pie
se había detenido, como si el tiempo hubiera dejado de soplar su aliento.
Las manecillas marcaban las siete y diez, pero para él, que ya iba por el
noveno cigarrillo, era como si hubieran rebasado la medianoche. En todo
ese rato no había probado bocado, y lo único que había hecho era alternar
su postura en el sofá. Seguía esperando la llamada de Alcalá, y cuando
sintió la vibración del teléfono en su bolsillo se apresuró a cogerlo.
Necesitaba saber si el teniente y la cabo habían encontrado el frasco de
cianuro y las zapatillas en la casona. Aquello confirmaría que Ángeles no
había faltado a la verdad, que ella era la asesina y que, por tanto, su relato
sobre lo acontecido en 1975, por fuerza, era cierto.
Sin embargo, en la pantalla no figuraba el nombre del guardia civil, sino
el de Álex. A Daniel le extrañó que su amigo lo llamara a esas horas,
cuando todavía no habría salido de trabajar.
—¿Álex?
—Dani, ¿cómo estás?
—Eh…, bien, gracias. Dentro de lo que cabe. ¿Tú?
—También. ¿Alguna novedad?
Daniel vaciló.
—Alguna, sí, pero…
—Ya, no te dejan hablar de ello, ¿no? —lo interrumpió su amigo, que,
por algún motivo, de repente no parecía mostrar demasiado interés en el
asunto, como si otra cosa lo apremiara.
—No, de momento no puedo decir nada.
—Pero ¿todo bien?
—Sí… —Hizo una breve pausa—. ¿Qué pasa, Álex?
Su compañero inspiró profundamente.
—Tengo que decirte algo.
Se hizo un silencio, y Daniel se esforzó por contener la ansiedad, a la
espera de que Álex continuara. ¿Acaso lo llamaba para anunciarle que iban
a despedirlo?
—He hablado con Aldaya. Le he contado la verdad.
—¿A Aldaya?
—Sí.
—¿Cómo… cómo que la verdad? —balbuceó Daniel, que no daba
crédito a lo que escuchaba—. ¿Qué quieres decir?
—Lo que te está ocurriendo —le aclaró Álex con apenas un susurro,
como si temiera la reacción de su amigo—. Por lo que estás pasando, Dani.
Lo de Marta, lo de tu padre… Tenía que saberlo.
En una fracción de segundo, Daniel pasó de la incredulidad a la furia.
—¿Que has hecho qué?
—Dani, yo…
—No, ¡ni Dani ni hostias! —estalló—. ¡Es mi vida, Álex! No tenías
derecho.
—Déjame que te lo explique. Aldaya ha venido a mi despacho y…
—¡Me da igual! —gritó— ¡Me da exactamente igual!
Pero Álex no se amilanó.
—Déjame hablar, joder. ¿Es que no lo entiendes? Aldaya me ha dicho
que hay socios que no quieren que sigas, que creen que ha sido demasiado
blando contigo. No quieren tener una bomba de relojería en la puerta de al
lado y han pedido tu cabeza. A la próxima, tendrá que ponerte en la calle.
—¿Y qué? Sigo sin entender por qué has tenido que hacerlo.
—Dani, él ya sabía lo de tu padre, lo que te sucedió hace años. Y…
—¿Cómo que ya lo sabía? Pero si nunca…
—Pues lo sabía, y ha venido a preguntarme si tu comportamiento se
debía a eso o a otra cosa, y si, en mi opinión, la situación podría
reconducirse. No quiere ser injusto contigo después de todo lo que has
hecho por el despacho en los últimos años, aunque…
—Pero él nunca me lo dijo —insistió Daniel.
—Se enteró hace mucho tiempo, cuando presentaste el currículum. Los
de recursos humanos hicieron algunas averiguaciones por aquel entonces.
Eso es lo que me ha explicado. Y ya ves que a él le dio igual, que te
contrató. No a todo el mundo le importan esas cosas. Te lo he repetido mil
veces.
Daniel no supo qué contestar y dejó que la vista se le extraviara en la
pared de enfrente.
—Pero de lo de Marta él no tenía ni idea —prosiguió Álex—. Era la
pieza que le faltaba para entender tu situación. Comprendo tu enfado, pero
he tenido que hacerlo. Para que las cosas no se complicaran más, Dani.
¿Qué pensabas, estar un mes sin aparecer y luego volver tan campante?
Sabes de sobra que las cosas no funcionan así. Por lo menos, aquí no.
Daniel suspiró.
—Aldaya me ha dicho que tendrías que habérselo contado —añadió su
compañero—. Que habría sido tan fácil como que te pidieras la baja o unos
días libres. No le entra en la cabeza que no confiaras en él.
—No podía, Álex, no podía… —replicó Daniel al tiempo que bajaba los
hombros.
—Eso mismo le he dicho yo, que no era tan fácil. Y lo ha entendido, o
eso creo. Pero te doy un consejo, como amigo: en cuanto termine todo lo
que te mantiene en Reinosa, vuelve. Olvídate de Marta y ven a hablar con
Aldaya. Demuéstrale que has pasado página, que vienes a defender a los
clientes con uñas y dientes, que puedes ganarte de nuevo el respeto de los
socios. No dejes que esto se eche a perder.
Daniel tragó saliva y sopesó las palabras de Álex durante unos segundos.
Comprendió que no podía recriminarle nada y que, de no ser por él, todo se
habría complicado. Aún más.
—Lo haré, Álex. Regresaré en cuanto pueda —murmuró al fin—. Te lo
agradezco. Sin ti…
—Nada, no te preocupes. Para eso estamos. Lo otro bien, ¿entonces?
Daniel torció los labios.
—Aún no lo sé.
Se despidieron con la promesa de mantenerse al tanto de las novedades.
Cuando Daniel colgó, se quedó contemplando el teléfono, ensimismado.
Pensó que seguramente Aldaya tuviera razón, que tendría que haberse
sincerado con él, haberle pedido ayuda y buscado una solución, en lugar de
abandonarse a sí mismo y ceder a esa angustia que la semana anterior
estuvo a punto de derribarlo de modo definitivo. Se preguntó de qué manera
podría compensar a Álex cuando volvieran a verse. Como mínimo, lo
invitaría a cenar. Aunque, ¿cuándo regresaría a Madrid? No estaba seguro.
No antes de que la investigación se hubiese cerrado por completo.
Echó un vistazo al reloj. Pese a la hora que era, Alcalá seguía sin llamar.
Encendió la televisión y luego consultó un par de periódicos digitales.
Enseguida constató que los medios de comunicación no informaban de nada
nuevo, ni siquiera de la detención de Ángeles. Lanzó una ojeada a la
ventana y se dijo que, después de tanto tiempo tumbado en el sofá, no le
vendría mal salir de casa, respirar aire fresco, estirar las piernas. Además,
caminar siempre le ayudaba a pensar con mayor claridad.
Cuando franqueó el portal, reparó en que la avenida estaba desierta. Junto
al bloque de enfrente ya no quedaba ningún periodista. Se subió la
cremallera de la cazadora y, con las manos metidas en los bolsillos, se
preguntó qué rumbo tomar. La respuesta le vino como por ensalmo, como
susurrada por una voz interior. Si había alguna novedad relevante que aún
no hubiera trascendido, la casona de los Orduña —además del cuartel de
Reinosa y la comandancia de la Guardia Civil en Santander— era el lugar
idóneo para descubrirlo, y no perdía nada por acercarse hasta allí. El sol ya
se había ocultado en el horizonte y, siempre que se moviera con discreción
y se mantuviera a cierta distancia del portón, pasaría inadvertido y nadie le
molestaría.
Sin meditarlo más, se dirigió hacia la avenida Castilla. Solo detuvo la
marcha en una ocasión, y fue cuando pasó junto al edificio de la estación de
tren. Se quedó mirando la fachada y se acordó de lo que Roberto Gutiérrez
le había contado tres días atrás acerca del extraño comportamiento que
tuvieron su padre y Arturo allí mismo la tarde del 1 de septiembre de 1975,
unas horas antes del asesinato de Lorenzo Orduña. Según el ferroviario,
Arturo quería echarse atrás de algo y su padre le decía que ni hablar, que
tenían que ser valientes, que era «ahora o nunca». Esas fueron las palabras
que el hombre aseguraba haber oído, pero ¿qué significaban? No daba la
impresión de que se refiriesen a la cita que habían concertado al día
siguiente con aquel abogado de Santander, Carlos Cayón; eso no tenía nada
de valiente ni de inaplazable. Debía de tratarse otra cosa, algo arriesgado,
apremiante, que exigiera valor.
Al reflexionar sobre ello, planeó sobre él la sensación de que estaba
pasando por alto algo importante. Por más que lo intentó, no logró
identificar qué era y, resignado, reemprendió el camino a la casona.
69
Tinieblas

No tardó mucho en llegar a la casona y, cuando lo hizo, comprobó que allí


no había ni un solo agente, lo que indicaba que el registro de la vivienda
había concluido hacía ya tiempo. Para su sorpresa, a quien sí descubrió en
los jardines, caminando sobre la hierba como un espectro, en mitad de la
oscuridad e iluminada de refilón por la luz de los farolillos diseminados a lo
largo el sendero, fue a Elena. Iba vestida toda de negro y andaba encorvada,
con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y los ojos enterrados
en el césped.
Daniel se aproximó al portón con cautela y la llamó con apenas un
susurro. Al oírlo, la chica dio un salto hacia atrás y se llevó una mano al
pecho. Luego, cuando hubo recuperado la compostura, se acercó con pasos
lentos, vacilantes. Daniel pudo apreciar que su rostro presentaba una
palidez cadavérica y signos evidentes de haberse pasado varias horas
llorando.
—Perdona, no quería asustarte —se disculpó él.
Elena se encogió de hombros para restarle importancia. Después rebuscó
con ademanes torpes en el interior de su abrigo y sacó una gran llave de
latón. La introdujo en la cerradura con pulso tembloroso y acto seguido tiró
de la manecilla. Los goznes crujieron con un sonido de otra época y el ruido
se elevó en aquella tarde negra y gélida.
Daniel, inquieto, miró hacia la fachada de la casa a través del vaho de su
aliento, que flotaba en el aire como una columna de humo. En los
ventanales de la biblioteca se apreciaba un punto de luz lejano. Por fortuna,
tras las cortinas no se adivinaba ninguna silueta.
—Pasa, por favor… —lo invitó ella con ojos suplicantes.
Daniel negó con la cabeza y se mantuvo en el umbral.
—Gracias, pero es mejor que me quede fuera. No quiero problemas.
La chica lo observó con semblante desencajado. La barbilla le vibraba.
Se hizo un denso silencio y, de pronto, cuando ya no pudo aguantar más,
se lanzó hacia el pecho de él y se echó a llorar entre terribles convulsiones.
—Elena… —balbuceó Daniel, sin saber cómo reaccionar.
Al final la estrechó con fuerza entre sus brazos y dejó que sus lágrimas le
bañaran el comienzo del cuello.
—Mi abuela… —gimió sin dejar de sollozar—. Se la han llevado… Fue
ella, ¿verdad? Ella mató a Arturo…
La nieta de Ángeles alzó la vista a la espera de una confirmación, pero
Daniel no fue capaz de sostener aquella mirada ajada que hacía solo unos
días le había resultado resplandeciente, y desvió los ojos al cielo sin decir
una palabra. A ella su actitud esquiva debió de resultarle elocuente, puesto
que su llanto se redobló y, mientras hundía de nuevo la cara en el pecho de
él, dejó escapar un lamento que retumbó en la quietud de la penumbra.
Daniel observó a su alrededor en busca de algún curioso que los pudiera
estar espiando, pero no detectó a nadie. No quería ni imaginarse cómo
reaccionarían los familiares de la chica si lo sorprendían allí o si aquella
escena llegaba a sus oídos. Era consciente de que, después de todo lo
sucedido, no tenía motivos para avergonzarse, pero aun así algo le decía que
debía poner fin a ese encuentro cuanto antes.
—Elena, es mejor que no estemos aquí… —musitó él, con menos
convicción de lo que le habría gustado—. Ve adentro y…
El comentario, lejos de resolver la situación, enfureció a la chica. De
repente, sin dejarle siquiera acabar la frase, se apartó de él, se secó las
lágrimas con el dorso de la mano y masculló que estaba harta de obedecer,
de hacer lo que se esperaba de ella, de que la trataran como a una cría,
como a una idiota.
Aquel arrebato de cólera desconcertó a Daniel, que trató de justificarse.
—Perdona, yo no pretendo…
Pero ella no le dejó proseguir.
—¡Se la han llevado! Y mis padres no me han dicho una sola palabra —
farfulló, y fue como si sus palabras estuvieran fundidas en bilis—. Y esta
tarde…
No terminó la frase. Sin poder contenerse, rompió a llorar de nuevo
mientras se llevaba las manos a la cara y todo su cuerpo comenzaba a
retorcerse. Daniel la contempló consternado. No lograba explicarse cómo
sus familiares habían conseguido mantenerla al margen de todo lo
acontecido ese día allí, en la casona, pero tenía claro, por experiencia
propia, que esa ignorancia impuesta no le sería beneficiosa en absoluto; no
la protegería de nada.
—¿Tú… tú sabes algo? —le preguntó Elena—. ¿Tú sabes si mi
abuela…?
Daniel, que tenía muy presente la orden de guardar silencio que había
recibido del teniente, trató de sortear la pregunta. Para ganar tiempo y a la
vez enterarse de lo que la chica había presenciado, le pidió que le
concretara a qué se estaba refiriendo.
—¿Has visto algo? —añadió.
Elena clavó los ojos en la punta de sus zapatillas y, con voz apenas
audible, le contó que ese mediodía dos guardias civiles habían llamado a la
puerta y a continuación habían procedido a detener a su abuela. Ella lo
había visto todo desde las escaleras, sobrecogida, y cuando les preguntó a
sus padres y a su tío qué estaba ocurriendo, ninguno de los tres supo
responderle con claridad. Todos aseguraron no entender nada, y su padre
empezó a proferir exabruptos y maldiciones, tal y como había hecho
minutos antes. Su madre, deshecha y convertida en un mar de lágrimas, se
dejó caer sobre uno de los peldaños de la escalinata, se rodeó las rodillas
con los brazos y comenzó a gemir. Y Marcos, que parecía haber perdido
toda su vitalidad, apenas levantó la mirada del suelo, completamente
aturdido. Acabaron pidiéndole que los dejara a solas y, un rato después, su
padre se asomó a la puerta de su habitación para informarla de que se
marchaban al cuartel. Ella quiso acompañarlos, pero no se lo permitieron, y
tuvo que resignarse a quedarse allí sola, con María. No regresaron hasta
casi tres horas más tarde, pero no lo hicieron solos. Por el portón
aparecieron varios guardias civiles cargados con carteras y maletines.
—Y mi abuela iba con ellos. También había un hombre encorbatado, un
abogado. Y una mujer del pueblo que trabaja en el juzgado, creo.
Daniel se figuró que se refería al abogado de Ángeles y a la secretaria
judicial, que por ley debían estar presentes en el registro de la vivienda.
—Yo salí corriendo hacia la entrada, pero mi padre… —La voz se le
quebró y Daniel le hizo un gesto para que tomara aire—. Me pidió que me
encerrara en mi habitación y que no causara problemas. Estaba furioso,
daba miedo, y mi madre… Ella estaba hundida. Como si fuera a
desvanecerse en cualquier momento.
—¿Y Marcos? ¿Marcos volvió con ellos?
—Sí, también. A él se le veía más entero.
—Ya. ¿Y qué hiciste?
Elena bajó la vista.
—Obedecer.
—Ya —acertó a responder Daniel, que ahora comprendía en mayor
medida la frustración que dominaba a la chica.
Como si quisiera justificarse, Elena le explicó que la firmeza del tono de
su padre y el estado de postración de su madre le habían hecho entender que
no era el momento de rebelarse y que por eso no puso objeciones. Pero
antes de dirigirse a la escalera, añadió, observó a su abuela, que acababa de
entrar en la casa escoltada por los guardias.
—Y ni siquiera tuvo el valor de mirarme… —musitó con pesar—. Yo
quise decirle algo, pero…
Daniel le posó una mano en el hombro.
—No te preocupes. En esa situación…
Ella cabeceó.
—¿Qué sucedió luego? —se interesó él.
—Me quedé en mi habitación, con la puerta cerrada, mientras los agentes
iban y venían por la casa. Oía sus pasos, y también a mi abuela hablando.
Era como si estuvieran buscando algo y ella les diera indicaciones.
—¿Y encontraron lo que buscaban? —preguntó expectante.
—No lo sé, pero cuando pasaron por delante de mi habitación
murmuraban algo. Y parecían satisfechos.
70
El fin de los días felices

Elena se estremeció al pronunciar aquellas últimas palabras. Abrazada a sí


misma, la chica recordaba a un pajarillo necesitado de calor y cobijo. Por
eso, cuando ella le rogó que la acompañara al interior de la casona a tomar
un té, Daniel dudó por primera vez.
—¿Y tus padres? —objetó, y miró de nuevo hacia las ventanas de la
fachada.
—No están. Se han ido a Santander. Hace media hora. A ver a otro
abogado, creo.
—¿Cómo que a ver a otro abogado?
Elena le aclaró que, después de que se marchara la Guardia Civil, el
letrado que llevaba el caso se había reunido con sus padres y su tío en el
salón para anunciarles que renunciaba a continuar con la defensa de su
clienta.
—Por mentirle y no seguir sus instrucciones. Algo así…
A Daniel no le extrañó la drástica decisión del abogado, teniendo en
cuenta el modo en que se había desarrollado la declaración de Ángeles, pero
se abstuvo de manifestárselo a la chica. En su lugar, le preguntó:
—Pero ¿no se supone que estuviste todo el tiempo en tu habitación?
¿Cómo sabes eso?
Ella exhaló un suspiro y admitió que, harta de permanecer recluida allí,
ajena a todo lo que estaba pasando, se había deslizado por la escalinata y se
había apostado al otro de la puerta del salón para escuchar a hurtadillas.
—Oí que ese hombre les explicaba que mi abuela tendría que nombrar un
nuevo abogado y que, si no querían uno de oficio, lo mejor era que
contrataran a otro lo antes posible. —Soltó un gemido—. Dijo que pasará la
noche en los calabozos… Mi abuela…
Daniel pensó que, salvo que se produjera un giro de los acontecimientos,
aquella no sería la única noche que la mujer dormiría tras unos barrotes.
Se hizo otro silencio, y Elena dirigió la vista a la casona.
—Entonces ¿no hay nadie dentro? —insistió Daniel.
Ella negó con la cabeza.
—Solo María. Mi madre está destrozada y no quería ir con ellos a
Santander. Pero era importante, y al final la han convencido. Y a mí me han
dejado aquí… Por favor, tardarán en volver, y ya hace mucho frío…
Él se debatió durante unos segundos y finalmente, arrastrado por el dolor
que exudaba la chica, acabó cediendo. Al verlo asentir, en el rostro
desencajado de Elena se formó una sonrisa desvaída que apenas duró un
instante. Después dio media vuelta y ambos atravesaron los jardines en
dirección a la arcada que precedía la puerta principal. Ella la abrió despacio,
como si le costara un esfuerzo sobrehumano, y pasaron a un gran vestíbulo
con las paredes de piedra y el techo artesonado. A cada lado del recibidor
había un salón, ambos decorados de forma similar y provistos de amplias
ventanas. Un poco más adelante nacían dos largos corredores que, según
recordaba Daniel, conducían a algunas salas de estar y de juegos, al
despacho que en sus tiempos utilizaba Lorenzo Orduña, a los diminutos
cuartos del servicio, a las cocinas, a la despensa y al garaje. Separando
ambos pasillos se alzaba una imponente escalinata de piedra que
desembocaba en la parte posterior de la primera planta, donde se
encontraban las habitaciones de los invitados y algún pequeño despacho. Al
resto de los cuartos y a la inmensa biblioteca también se podía acceder
desde la escalinata, a través de varios corredores que recorrían todo el piso,
pero lo más directo, si se entraba por la puerta principal, era subir una
escalera de caracol que había al lado derecho del vestíbulo y terminaba
frente al dormitorio de Lorenzo y Ángeles.
Por suerte, la calefacción estaba a pleno rendimiento, pero aun así a
Daniel se le erizó el vello cuando rememoró la infinidad de veces que su
amigo David y él habían recorrido cada recoveco de esa casa. Incluso creyó
percibir el eco de su risa infantil retumbando entre aquellas paredes. Había
sido tan feliz allí… El semblante le cambió cuando vio sobre una cómoda
un teléfono muy antiguo, tanto que su color blanco original se había trocado
en un tono amarillento. Tuvo la intuición de que ese era el que, según los
testimonios que había recabado en los últimos días, utilizó Mercedes la
madrugada del 2 de septiembre de 1975 para llamar a la Guardia Civil.
—Ese teléfono…
—Tiene mil años, sí —murmuró Elena.
Daniel se estaba preguntando por la razón que habría llevado a la familia
a conservar una pieza de tan sombrío recuerdo cuando algo captó su
atención. Una mujer acababa de aparecer al fondo del pasillo que se abría a
la izquierda de la escalinata, y se acercaba a ellos. Era María Güemes, que
nada más reconocerlo se detuvo en seco y se agarró el delantal con fuerza.
Daniel comprendió que la criada debía de hallarse al borde de un ataque de
nervios, consciente de que en breve se sabría que ella había testificado ante
la Guardia Civil en contra de Ángeles. Era obvio que, cuando llegara ese
momento, su vida como empleada de los Orduña saltaría por los aires.
Quizá incluso la despidieran. Aunque, a decir verdad, él no tenía ni idea de
cómo reaccionaría esa familia.
—María, no te vayas —la retuvo Elena justo cuando la mujer hacía
ademán de dirigirse hacia la escalinata—. Prepáranos un té, por favor.
La criada inclinó la cabeza torpemente y se alejó en dirección a la cocina.
A continuación, pasaron al salón del lado este. Era enorme y ostentoso,
con una llamativa lámpara de araña que pendía del techo, mobiliario
antiguo pero impoluto y varios cuadros de grandes dimensiones. Uno de
ellos era un retrato de Lorenzo Orduña vestido de caza, con una escopeta al
hombro y colocado de perfil en mitad de un monte. Daniel sintió un
escalofrío cuando se fijó en él antes de sentarse en un sofá de color burdeos.
La chica, por su parte, se dejó caer en una amplia butaca de cuero y se
sumió en la contemplación del fuego que ardía en la chimenea.
—Ahora entiendo lo de ayer —siseó de repente con voz de ultratumba,
como si hablara consigo misma—. Su forma de actuar.
Daniel la miró con extrañeza.
—¿De qué estás hablando?
—De mi abuela. De su actitud durante la comida.
—¿La del domingo?
—Sí. Nos enteramos de la muerte de Arturo justo antes de empezar a
comer. Todos nos quedamos de piedra, horrorizados. Hasta mi padre, que
nunca quiere quedar mal con los invitados, habló de suspender el evento.
Pero mi abuela… Según ella, aquello no era culpa nuestra. Era una
desgracia, sí, pero no podíamos hacer nada. Así que subió la música y,
aunque ya no fue lo mismo, nadie se atrevió a llevarle la contraria. Pero,
claro, nunca nos imaginamos que… —Las lágrimas le empañaron los ojos
—. No entiendo… No entiendo lo que hizo. ¿Por qué?
Antes de que Daniel pudiera decir algo, María entró sosteniendo una
bandeja de plata. En silencio, observaron cómo la mujer colocaba dos tazas
en una elegante mesa de centro y servía el té a duras penas, derramando
algunas gotas sobre los platillos.
—Disculpe, señorita —farfulló la criada atribulada.
—Todos estamos muy alterados. No te preocupes.
La mujer hizo un rápido asentimiento, musitó una despedida y salió con
la bandeja en la mano.
Los siguientes minutos transcurrieron en una alternancia de silencios y
palabras anodinas, en buena medida porque eso era precisamente lo que
buscaba Daniel: distraer a Elena y tranquilizarla. Sabía que, en esa
coyuntura, poco más podía hacer por ella. En un momento determinado, se
le ocurrió que hablar de literatura era una de las pocas cosas que podrían
aliviarla, aunque fuera durante un rato, y le contó que en esos días se había
leído El gran Gatsby .
—Era uno de los favoritos de mi madre.
Pese a la tristeza que la embargaba, a los labios de la muchacha asomó
una tenue sonrisa de complicidad que lo reconfortó.
—Yo también lo he acabado. Y creo que volveré a él más de una vez —
dijo al tiempo que la sonrisa se le borraba de la cara.
—Ya. ¿Y tu libro? ¿Cómo vas?
Ella se encogió de hombros con abatimiento.
—No lo sé. Con la detención de mi abuela… No sé cuándo volveré a
escribir. Si es que vuelvo a hacerlo.
Daniel dio un trago a su taza de té, que de repente le supo muy amargo.
—Claro que lo harás.
En un intento por animarla, le propuso que le enseñara el manuscrito.
Ella vaciló durante unos segundos, como si no encontrara las fuerzas para
hacerlo. Luego debió de reconsiderarlo y, tras lanzar un suspiro, lo condujo
hacia la escalera de caracol. Justo cuando iba a poner un pie en el primer
escalón lo asaltó la sensación de que alguien lo vigilaba y volvió la cabeza.
Se le escapó un respingo al descubrir a María al fondo, en la boca del
pasillo que desembocaba en las cocinas, observándolo en la penumbra con
los ojos entornados. No tuvo tiempo de decirle nada, puesto que al verse
sorprendida, se dio la vuelta y se esfumó.
—¿Ocurre algo? —le preguntó Elena desde lo alto de la escalera.
—No, no —contestó él, y fue tras ella.
La biblioteca casi no había cambiado desde la última vez que Daniel
estuvo allí, y al internarse en ella los recuerdos de su infancia se abatieron
sobre él. Se visualizó a sí mismo asomado a aquel ventanal la tarde en que
su padre y sus compañeros se desperdigaron caóticamente por la avenida
para huir de la Guardia Civil, y la tristeza que lo invadió aquel día lo golpeó
de nuevo.
Trató de espantar aquellas imágenes de su mente y se giró hacia Elena,
que estaba frente a una mesa de caoba y acababa de sacar de un cajón un
montón de folios escritos con tinta azul y una elegante caligrafía. La chica
colocó el borrador sobre el escritorio y se apartó unos centímetros para que
él pudiera verlo.
—El fin de los días felices —murmuró Daniel, acercándose—. Un título
triste.
Elena hizo un gesto impreciso y él hojeó el manuscrito con delicadeza.
Leyó para sí algunos párrafos que, dentro de su inexperiencia lectora, le
parecieron buenos, y así se lo dijo. Sin embargo, sus halagos no dieron la
impresión de animarla, pues apenas lograron arrancarle una mueca. Fue
entonces cuando Daniel comprendió que había llegado el momento de
dejarla sola, que poco más podía hacer por ella. Seguramente él no era el
más indicado para consolarla en una situación así, y resultaba obvio que no
lo estaba consiguiendo. Además, aunque se suponía que Héctor y los demás
aún tardarían en volver, no quería correr riesgos innecesarios.
Se encontraba devolviendo uno de los folios a la pila, con intención de
anunciar que se marchaba, cuando el móvil comenzó a vibrarle en el
bolsillo. Lo sacó con prisa.
Era Alcalá, por fin.
—Perdona, será un segundo —le dijo a Elena antes de salir al pasillo y
cerrar la puerta de la biblioteca tras de sí.
La chica ni siquiera tuvo tiempo de replicar, y Daniel se alejó unos pasos
en dirección a la escalera.
—Buenas tardes, teniente. ¿Cómo ha ido?
Alcalá correspondió al saludo y luego, con tono apagado, murmuró:
—No lo sé. No estoy seguro.
—¿Cómo que no lo sabe? —preguntó Daniel con desasosiego—. ¿No
han encontrado el recipiente que utilizó Ángeles y las zapatillas?
—Sí, estaban en la casa. Ella nos ha enseñado dónde los tenía.
—Entonces ya está, ¿no? Fue ella. Todo cuadra.
—Sí, todo parece encajar —concedió el guardia civil—. Salvo una cosa.
Daniel se pegó el teléfono a la oreja.
—¿Una cosa? ¿Cuál?
—La carta.
71
La carta

—¿Se refiere a la que apareció en la casa de Arturo?


—Sí.
—¿Qué pasa con ella?
—La letra —gruñó el teniente—. No parece la de Ángeles.
El estómago de Daniel dio un vuelco.
—¿Cómo que no parece la de Ángeles? —balbuceó él.
—La caligrafía es diferente. No se parece a la del texto que ha escrito en
el juzgado, ante la secretaria judicial.
—Pero tiene que ser un error. Ella dijo que la carta…
—Ya, ya sé lo que dijo —lo interrumpió Alcalá con evidente frustración
—. Y por eso no lo entiendo.
—Pero ¿está seguro? ¿No se supone que el juzgado tiene que utilizar ese
texto para hacer una prueba caligráfica?
El guardia chasqueó la lengua.
—La prueba la ordena el juzgado, pero quienes la realizan son los
especialistas en grafología de la Guardia Civil. Mis compañeros de
Logroño, concretamente.
—¿Y ya la tienen? ¿Tan rápido? —se sorprendió Daniel, que se negaba a
creer que todo lo que habían avanzado en las últimas horas se estuviera
desdibujando.
—No, todavía no. Aún tenemos que enviarles los documentos, y hasta
mañana no podrán adelantarme sus conclusiones. Pero vamos, ya le digo yo
que no se parecen.
Daniel se mantuvo en silencio durante unos segundos, tratando de
asimilar la información que le acababa de dar Alcalá y las implicaciones
que podría tener en ambos casos.
—Pero ella cogió el cianuro —objetó—. Las cámaras la grabaron en la
fábrica, y las huellas del piso se corresponden con sus zapatillas…
—Sí, todo apunta a que ella mató a Arturo —admitió el teniente.
—Y si ella lo envenenó, ¿por qué se inventó lo de la carta? ¿Qué sentido
tiene que dijera que la escribió en el setenta y cinco si no lo hizo? ¿Para
qué?
Alcalá soltó un suspiro de impotencia.
—Aún no tenemos una explicación para eso, pero que mintiera sobre la
autoría de la carta encaja con su reacción cuando le informamos de que
tendría que formar un cuerpo de escritura. ¿No recuerda lo nerviosa que se
puso? ¿Las prisas que tenía por que cerráramos la investigación sin indagar
más?
Daniel asintió para sí con la cabeza. A él también le había llamado la
atención la actitud de Ángeles, y ese era uno de los aspectos que la cabo
Herrera había mencionado en la reunión posterior a la declaración.
—Por si acaso —añadió Alcalá—, hemos cotejado sus huellas dactilares
con las que se tomaron del revólver y quedaron sin identificar.
—¿Y?
—Nada, no hay coincidencia.
—Bueno, en realidad eso sí cuadra —dijo Daniel—. Se supone que las
huellas pertenecían a ese amigo de mi padre que le consiguió el arma, ¿no?
—Sí, supuestamente —rezongó el teniente, que, como le había recalcado
a Daniel el domingo en la comandancia, nunca había otorgado mucha
credibilidad a esa historia.
En ese momento, Daniel creyó oír unos pasos a escasos metros de donde
estaba. Se acordó de Elena y, de repente, se le ocurrió una idea.
—Teniente, quizá haya una forma rápida de averiguar si la letra de la
carta es de Ángeles o no sin necesidad de esperar a los de grafología.
Se imaginó a Alcalá llevándose la mano al pecho y retorciéndose el vello.
—¿Cuál?
—Verá, estoy en la casona de los Orduña con la nieta y…
—¿Qué? ¿Cómo que está en la casona? —se sulfuró—. ¿Está falto de
aventuras o qué? Lárguese de ahí ahora mismo.
Daniel trató de calmarlo aclarándole que los familiares de la chica
estaban de camino a Santander para entrevistarse con un abogado y que no
había nada que temer, pero fue en vano.
—Como se enteren de que usted ha estado allí… ¿Es que no puede
quedarse un rato en casa? No hago más que decírselo, y a usted le importa
un bledo.
—Yo no pretendía… Mire, da igual, es largo de explicar —atajó él—. Lo
que quería decirle es que quizá Elena pueda ayudarnos a despejar la duda.
Si me manda una foto de la carta, tal vez pueda decirnos si es la letra de su
abuela. ¿No le parece?
Alcalá se tomó unos segundos antes de contestar y Daniel intuyó que la
propuesta no había sido del agrado del teniente. A fin de cuentas, lo que le
estaba pidiendo era que facilitara a un tercero ajeno a la policía judicial la
imagen de una prueba, y eso no debía de ser muy reglamentario. Aunque,
por lo que había podido advertir, el hombretón tampoco era de los que se
atenía a pies juntillas a las reglas del procedimiento. Escuchó de fondo un
bisbiseo y se figuró que lo estaría comentando con su compañera.
—Ahora se la envío. Al teléfono —murmuró al fin.
—De acuerdo. Se la enseñaré y le llamo enseguida.
Daniel cortó la comunicación y regresó a la biblioteca.
Al abrir la puerta, descubrió a la joven junto al ventanal, de espaldas a él,
escrutando la oscuridad de la noche.
—Elena…
Ella se giró. Estaba más pálida que hacía unos minutos, y lo interrogó
con la mirada. Daniel se dispuso a darle una explicación, pero, antes de que
pudiera hacerlo, el móvil le zumbó en la mano. Se trataba de un mensaje de
un número que se figuró que sería el del teniente. Pulsó el botón central del
teclado y la fotografía de la misteriosa carta se desplegó en la pantalla.
Se aproximó a la chica y le mostró el teléfono.
—Necesito que me ayudes con una cosa. ¿Reconoces la letra? ¿Es la de
tu abuela?
Elena se inclinó sobre la pantalla y Daniel vigiló su reacción. Vio que sus
ojos se deslizaban lentamente sobre aquellas líneas escritas en tinta azul y
que, de pronto, una sombra los atravesaba.
—¿Qué es… qué es esa carta? —preguntó ella, alterada, al tiempo que
alzaba la mirada.
—Ahora no puedo contarte nada, pero es importante. ¿Es la letra de tu
abuela o no?
La chica movió la cabeza hacia ambos lados.
Los labios le bailaron antes de responder:
—Es… es la letra de mi madre.
72
Relámpago

Daniel se quedó sin respiración, aturdido por lo que acababa de escuchar.


¿Cómo iba a ser la letra de Laura? Eso era imposible.
—¿Qué ocurre? ¿Qué significa? —preguntó Elena con ansiedad.
Él no respondió y releyó el texto una vez más.
Arturo:
Nada de esto tendría que haber pasado. Intenta hablar con Guillermo, por
favor. No sé qué hacer…
Se le escapaba la lógica de todo aquello. ¿Por qué demonios iba a haber
escrito Laura esa nota para Arturo?
De repente, la respuesta se le coló en la mente y lo iluminó todo como un
relámpago, con una luz cegadora que lo dejó paralizado durante un
segundo. No podía ser, no podía ser… Pero ¿acaso había otra manera de
explicarlo? Ahogó un gemido y se pasó la mano por la frente, que se le
había perlado de sudor. No, no había otra manera de explicarlo y, sin
embargo, al mismo tiempo, se le antojaba inconcebible. ¿Cómo iba su padre
a…?
Elena lo sacudió por los hombros.
—Daniel, ¿qué ocurre? ¿Qué ocurre? ¿Qué pinta mi madre en todo esto?
Él se negó a contestar. No podía hacerlo. Al menos, aún no. Antes debía
hacer una comprobación. La última comprobación.
Se desembarazó de ella y se guardó el móvil en el bolsillo.
—Necesito un listín de teléfonos de las empresas de Cantabria.
Elena lo miró como si se hubiera vuelto loco.
—Pero ¿qué…?
—¿Dónde hay un ordenador? O unas Páginas Amarillas —dijo, en
referencia a la guía telefónica que había gozado de tanta popularidad en
España años atrás y que, superada por el avance de las nuevas tecnologías,
iba cayendo en desuso.
La chica no salía de su asombro.
—Creo que hay unas abajo, en el revistero del salón en el que hemos
estado antes, pero no entiendo…
Daniel echó a correr.
73
Un reportaje

No le costó demasiado dar con el directorio de color amarillo chillón.


Cuando Elena entró en el salón, él ya había localizado el número de
teléfono que buscaba.
—Pero, Daniel, ¿qué…?
Él, con un gesto de la mano, le pidió que esperara y comenzó a teclear en
el móvil. Pulsó el botón verde.
Después de dos tonos, una voz femenina lo saludó y le confirmó que
estaba llamando a Carnes Cobo, en Torrelavega.
—¿Qué desea?
Daniel no se anduvo con rodeos: preguntó si la hija de los dueños,
Cristina, trabajaba en la empresa o si, en caso de que no fuera así, había
alguna forma de ponerse en contacto con ella.
—Sí, la señora Cobo trabaja aquí. Es la directora financiera.
—Necesito hablar con ella —dijo él, jadeando.
—Está a punto de irse. ¿Le dejo el recado para que le llame ella mañana?
—No, por favor, dígale que es muy urgente —suplicó, y se percató de
que, a su lado, Elena lo miraba con estupor—. Necesito hablar con ella
ahora.
La secretaria suspiró.
—A ver, ¿de parte de quién?
—De Borja González —improvisó él.
—¿Quién?
—Borja González. Soy periodista.
Le dio la impresión de que la mujer dudaba.
—Es para un reportaje del periódico. Saldrá en breve y nos urge un poco.
—Ya.
—Serán solo cinco minutos. Se lo prometo.
—Ahora le paso la llamada —accedió al fin.
—Se lo agradezco.
Cristina Cobo no tardó en ponerse al aparato:
—¿Diga?
Tenía la voz rasgada y hasta cierto punto desagradable, como de
instrumento desafinado.
—Buenas tardes. Verá, soy Borja González, periodista de aquí, de
Cantabria. Le agradezco mucho que tenga la amabilidad de atenderme a
estas horas. Solo le robaré un momento.
—¿Qué quiere?
—Estoy escribiendo un reportaje y me gustaría entrevistarla.
—Sí, eso ya me lo ha dicho mi secretaria. ¿Pero sobre qué es ese
reportaje? ¿Qué es lo que quiere?
Daniel se armó de paciencia. No iba a ser fácil lidiar con esa mujer. Una
vez más, se lanzó a improvisar.
—Es sobre los diferentes tipos de educación en la época del franquismo.
Saldrá publicado el miércoles, y alguien me ha comentado que usted
estudió algún curso en un selecto internado de Madrid. ¿Es así? Estoy
recopilando testimonios de cántabras como usted.
—Mmm, sí, le han informado bien —respondió con sequedad.
—Usted estuvo allí hasta el mes de junio del setenta y cinco, ¿no?
—Sí. Oiga, ¿puedo saber quién se lo ha dicho?
Daniel no desaprovechó la oportunidad que, sin saberlo, la mujer le
acababa de brindar:
—Por supuesto. Ha sido Laura Orduña. ¿La recuerda? Creo que
coincidieron ese año en el internado.
Los largos segundos que Cristina Cobo necesitó para hacer memoria
antes de responderle le sirvieron a Daniel para confirmar que su intuición
no le había fallado. Sintió que tocaba la verdad con la yema de los dedos, y
la sangre le aporreó las sienes.
—Laura Orduña… —murmuró ella con parsimonia—. Mmm…, sí, creo
que era una chica de Reinosa. ¿Puede ser?
—Sí.
—Ya. La recuerdo vagamente, sí. Coincidimos alguna vez.
Daniel se lanzó en picado:
—¿En Torrelavega?
—¿Cómo que en Torrelavega? No, el internado estaba en Madrid. ¿Qué
está diciendo?
Fue consciente de que la mujer no tardaría en percatarse de que el
supuesto reportaje sobre la educación en la época del franquismo no era
más que una cortina de humo, pero, llegados a ese punto, tenía que
continuar hasta el final.
—Bueno, Laura me ha contado que ustedes se hicieron muy amigas y
que al terminar los estudios siguieron viéndose ese verano, el del setenta y
cinco. Tengo entendido que ella fue a visitarla a usted en varias ocasiones.
Por eso la he llamado, porque me interesan mucho los lazos de amistad que
se forjaron en aquellos internados. Ya no tienen tanta relación, ¿no es así?
Cristina Cobo dejó escapar una corriente de aire y su voz se endureció:
—Pero ¿qué tonterías está diciendo? Tengo prisa, ¿sabe? No me haga
perder el tiempo.
—Disculpe, no era mi intención. ¿Qué sucede?
Otro resoplido de exasperación cruzó la línea.
—Esa chica jamás fue mi amiga. Coincidí con ella alguna vez en el
internado, sí, pero hasta ahí. Luego nunca quedé con ella. Ni en
Torrelavega, ni en Reinosa ni en ninguna parte. —Se detuvo un instante—.
Oiga, esto no será una broma, ¿no? Porque no veo qué interés tiene algo así
para un reportaje. ¿En qué medio ha dicho que trabaja?
—Mire, yo…
—¿En qué medio trabaja? —le cortó ella sin disimular su desconfianza
—. ¿Seguro que es usted periodista? ¿Es de El Diario Montañés ?
Daniel comprendió que había llegado el momento de colgar. Ya tenía lo
que quería.
74
Conmoción

—¿A qué ha venido eso? —le soltó Elena en cuanto él se retiró el


teléfono de la oreja—. ¿Qué ocurre?
—Necesito hacer otra llamada —farfulló Daniel con el corazón a punto
de salírsele del pecho. Debía hablar con el teniente cuanto antes.
En ese momento, su móvil emitió una sucesión de pitidos. Eran varios
mensajes de llamadas perdidas, precisamente de Alcalá. Habían quedado en
que lo telefonearía en cuanto le hubiera enseñado la fotografía a Elena, y
debía de estar cansándose de esperar.
Justo cuando iba a devolverle la llamada, lo sobresaltaron unas voces
exaltadas que provenían del exterior, de los jardines. Intercambió una
mirada de zozobra con Elena y se aproximó a la ventana con precaución.
Apartó unos centímetros la cortina y, con un estremecimiento, confirmó lo
que se había imaginado: quienes hablaban tan alto eran Héctor y Marcos,
que en ese instante estaban atravesando el sendero en dirección a la puerta
de la casona. Con ellos, cabizbaja y arrastrando los pies, iba Laura.
«Ahora no, ahora no», murmuró Daniel para sus adentros. Pensó que, si
se habían marchado a la hora que Elena le había dicho, era imposible que
les hubiera dado tiempo a llegar a la capital cántabra, reunirse con el
abogado y regresar a Reinosa. Eso, como mínimo, les habría tenido que
llevar dos horas. Algo debía de haber sucedido.
Se volvió hacia Elena, que acababa de colocarse detrás de él.
—Te juro que iban a Santander… —musitó ella conmocionada.
Consciente de que no podía perder un segundo, Daniel soltó la tela de la
cortina y se alejó de la ventana. Se llevó el teléfono a la oreja.
—¿Por qué coño no contestaba? —exclamó el teniente en cuanto
descolgó.
—Escúcheme —resolvió Daniel, sin tiempo para diatribas—. Ángeles
nos ha engañado. Aquella noche ella no se vio con mi padre. ¡Fue Laura!
—¿Cómo dice?
La puerta de la casona se abrió con un crujido y la voz de Héctor llegó
desde el recibidor:
—Venga, métete en la cama.
El hombre se estaba dirigiendo a Laura, cuyos plañidos se escucharon
con claridad desde el salón.
—No puedo más… —gimió la mujer entre hipidos—. Yo… siento que
hayáis tenido que dar la vuelta, pero es que… mi madre… Yo… no
puedo…
—Ha sido culpa nuestra —terció entonces Marcos—. No tendríamos que
haberte forzado. Mañana a primera hora iremos nosotros a ver a ese
abogado. Venga, ve a descansar e intenta no pensar en todo esto.
Daniel, pendiente de la conversación, había enmudecido. De fondo
alcanzaba a oír los improperios que mascullaba el teniente a través del
teléfono, cabreado por el repentino silencio de su interlocutor.
—¡Elena, hemos vuelto con tu madre a casa! —gritó de repente Héctor
—. ¿Me escuchas? ¿Estás en el salón?
Daniel tragó saliva al darse cuenta de que, tanto desde los jardines como
desde el vestíbulo, las luces del salón resultaban perfectamente visibles. Era
lógico que Héctor se figurara que su hija se encontraba allí, quizá dormida,
y que se acercara a comprobarlo.
Miró con ansiedad a su alrededor en busca de un escondite, pero el
sonido de unas pisadas a solo unos metros le hizo comprender que ya era
demasiado tarde para ocultarse. Solo quedaba esperar.
Intuyendo lo que se avecinaba, se acercó el teléfono a la boca y
murmuró:
—Teniente, no cuelgue y vengan a la casona. Rápido. Los Orduña están
aquí.
Después se guardó el móvil en el bolsillo con la línea abierta y observó a
Elena, que parecía a punto de derrumbarse.
75
Toda la verdad

En cuanto Héctor penetró en el salón y lo vio allí, de pie junto a Elena, sus
pupilas se incendiaron. Profirió un grito atroz y, acto seguido, se lanzó hacia
Daniel con el puño en alto. Este tensó los músculos y se preparó para
contener la embestida, pero el choque no llegó a producirse. En el último
momento, Elena dio un salto y se interpuso entre ambos abriendo los brazos
a modo de barrera, al tiempo que chillaba:
—¡Papá, para! ¡Para!
Héctor frenó su acometida a tan solo unos centímetros de la chica,
resoplando por la nariz y por la boca, con la cara enrojecida y el cuerpo
sacudido por la ira, como una bestia descontrolada.
—¿Qué haces tú aquí? —le rugió a Daniel—. Y tú, ¿por qué le has
dejado entrar? —añadió, taladrando a su hija con la mirada—. ¿Qué crees
que estás haciendo? ¿Es que quieres jodernos a todos?
Antes de que ella pudiera responder, Marcos y Laura entraron a la
carrera.
—¡Héctor! —gimió su esposa antes de llevarse las manos a la boca,
espantada por la escena—. Por favor, no hagas locuras… Deja que se
vaya…
Pero el padre de Elena no dio muestras de haberla oído y, apretando los
dientes, retó a Daniel con un ademán.
—¿Qué cojones quieres? A qué has venido, ¿eh? —bramó, e hinchó el
pecho.
—Solo ha venido a ayudarme. Nada más —dijo Elena con angustia
mientras tomaba a Daniel del brazo, como si así se asegurara de que él no
respondería a las provocaciones de su padre.
Héctor soltó una carcajada metálica y compuso una mueca de desprecio.
—¿A ayudarte? Por favor, ¿a qué va a ayudarte este?
—A descubrir la verdad —masculló Daniel con tono desafiante.
El padre de Elena enmudeció y Daniel, envalentonado, añadió:
—A descubrir una verdad que lleva treinta y dos años oculta.
Alargó las últimas sílabas a propósito y, mientras lo hacía, fijó la mirada
en Laura, cuya barbilla comenzó a vibrar de forma ostensible. Daniel
advirtió en sus ojos la huella del miedo, el temor a que su secreto, ese que
había mantenido más de tres décadas enterrado bajo una densa capa de
mentiras, saliera a la superficie y arrastrara consigo toda una vida de
falsedades, de impostura.
—¿Qué verdad? ¿De qué coño hablas? —farfulló Héctor.
En ese momento, Elena comenzó a sollozar y, entre jadeos, balbuceó:
—Esa carta… Es tu letra, mamá. La he visto…
Al oír aquello, Laura palideció.
—¿Qué carta? —exclamó Héctor, cada vez más nervioso, como si fuera
consciente de que la situación se le estaba escapando de las manos.
Laura no respondió. El rostro se le contrajo y las piernas le flaquearon;
de pronto, cayó al suelo de rodillas y se echó a llorar de forma
descontrolada.
—Laura, pero ¿qué…? —masculló Héctor sin moverse del sitio.
A su lado, Marcos también parecía haberse quedado petrificado.
—La carta era para Arturo y hablaba de ver a un hombre, de algo que no
debió suceder… —gimoteó Elena, y Daniel comprendió que, aunque la
chica desconocía gran parte de la investigación, había deducido que su
madre escondía algo.
Se hizo un silencio asfixiante, solo roto por los plañidos de Laura, que,
desplomada en el suelo, se había cubierto la cara con las manos. Daniel
entendió que había llegado el momento de ejercer la máxima presión, de
arrancarle toda la verdad, sin contemplaciones.
—La carta se refería a mi padre —afirmó con contundencia, dirigiéndose
directamente a ella—. Querías que Arturo fuera a verlo por lo que había
sucedido, ¿verdad? Por la muerte de tu padre.
Al escucharlo, Héctor se volvió hacia él con aire agresivo, y Elena, con el
rostro bañado en lágrimas, abrió aún más los brazos.
—Pero ¡qué sarta de tonterías! —vociferó Héctor, temblando de furia.
Detrás de Héctor, los gemidos de Laura se redoblaron, y Daniel supo que
había dado en la diana.
—No fue tu madre quien tuvo una relación con mi padre —dijo, y la
señaló con el dedo a pesar de que ella, con la cara oculta bajo las manos, no
podía verlo—. ¡Fuiste tú!
Laura se retorció en el suelo como si le hubieran asestado una puñalada.
No dijo nada, tan solo profirió una especie de estertor, y los demás
contuvieron el aliento. Héctor había perdido todo rastro de color, y Elena
parecía a punto de desmayarse.
—Eras tú la que estaba ahí fuera cuando tu padre murió, ¿verdad? —la
apretó Daniel—. Aquella madrugada, en los jardines. Y también fuiste tú la
que después escribió esa carta a Arturo. Tu madre ha mentido para
protegerte, para que nadie sospechara de ti. Pero ella no tuvo nada que ver
con eso. ¡Fuiste tú!
Héctor dio varios manotazos al aire y Marcos trató de sujetarlo.
—Laura, ¡dile que es mentira! ¡Es mentira! —rugió.
Pero Laura no respondió, y Daniel contempló con lástima cómo Elena se
clavaba los dedos pulgar e índice en los párpados y soltaba un alarido.
Sintió el impulso de detenerse, de evitar que ella tuviera que seguir
escuchando todo aquello, pero al instante se dijo que no podía dejarse
arrastrar por las emociones. Debía concentrar toda su atención en Laura y
tratar de obtener respuesta a todas las preguntas que se le acumulaban en la
cabeza. Confiaba en que, mientras tanto, el teniente y la cabo ya estuvieran
camino de Reinosa, a toda velocidad y con la línea activa, al tanto de cada
palabra. Se imaginaba que, además, habrían avisado a Blanco y a su equipo
y que estos no tardarían en llegar. No tenía demasiado tiempo.
Miró a Laura con semblante torvo.
—Empezaste a verte con mi padre durante las vacaciones, ¿no es así?
Primero en Reinosa, y luego en Torrelavega.
Héctor soltó un exabrupto y Daniel alzó la mano para contener sus
protestas.
—Nunca fuiste a visitar a esa amiga que supuestamente tenías en
Torrelavega, Cristina Cobo, de la que me habló el otro día Patricia —
prosiguió—. Jamás quedasteis allí, ni en ningún otro lugar, porque ni
siquiera fuisteis amigas. Simplemente erais dos alumnas que habían
coincidido en el mismo internado, nada más —sentenció—. Y por eso ella
nunca vino a verte a Reinosa, tal y como me contó Patricia. Y tampoco
apareció en el funeral de tu padre.
Laura se retiró las manos de la cara y lo escrutó con semblante
desencajado.
—Con quien te encontrabas era con mi padre, ¿no? —afirmó entonces
Daniel con contundencia—. Él también viajó varias veces a Torrelavega ese
verano. Roberto Gutiérrez, el de la estación, me lo dijo el otro día. Me
comentó que aquel año, a partir de finales de julio, le vendió varios billetes
de tren para Torrelavega. Roberto creía que los del sindicato estaban
organizando encuentros clandestinos fuera de Reinosa, para despistar a la
Guardia Civil y evitar que los cogieran, y que por eso mi padre había
empezado a viajar tanto allí. Pero ayer Ernesto Posadas me lo negó. Me
aseguró que en aquellos tiempos siempre se veían aquí, y que mi padre
nunca fue a las asambleas provinciales y nacionales. Cuando Ernesto me
habló de ello, no me di cuenta de que esos viajes a Torrelavega se habían
quedado sin explicación. Pero ahora la tienen.
Todas las miradas confluyeron en Laura, que se había sumido en un
llanto hondo y agónico. Tenía la boca entreabierta y el cuerpo se le contraía
espasmódicamente, como si fuera a vomitar.
—No aguanto más —gimoteó—. No puedo…
76
El plan

Laura dejó que las lágrimas corrieran por sus mejillas. Después, en apenas
un bisbiseo, dijo:
—Me engañó… Él me engañó…
—Entonces ¿es verdad? —bramó Héctor, que hizo ademán de lanzarse
sobre ella.
Alarmada, Elena soltó un aullido y corrió para ayudar a Marcos a
sujetarlo. Por fortuna, Héctor no tenía intenciones reales de arremeter
contra su mujer, y se detuvo cuando ellos lo agarraron del brazo. De haberlo
pretendido, ni Elena ni Marcos, ni el propio Daniel, habrían bastado para
contenerlo.
—¿Cómo que te engañó? —inquirió Daniel desconcertado—. ¿Qué
quieres decir?
—Todo… todo respondía a un plan… —chilló Laura, todavía de rodillas
—. Pero no lo supe hasta mucho después… Cuando ya se había suicidado…
Daniel la miró de hito en hito. ¿A qué se estaba refiriendo? ¿Acaso
pretendía confundirlos?
—No lo entiendo. ¿Un plan para qué?
A duras penas, y con una lentitud exasperante, la mujer se puso en pie y
trató de enjugarse las lágrimas.
—¿Qué plan? —insistió Daniel, sin darle tregua.
Laura contempló a su marido y a su hija con aire suplicante, como si les
rogara por anticipado que la perdonaran por todo lo que había hecho y se
disponía a admitir. Después, con voz de ultratumba, acabó reconociendo
que sí, que, tal y como había dicho Daniel, en el verano de 1975 mantuvo
una relación con Guillermo. Todo comenzó los primeros días de julio,
cuando tras haber regresado del internado, ella empezó a acompañar a
David a la entrada de la casona para recibir o despedir a su nuevo amigo.
Daniel asintió para sí. Aquello confirmaba que Ángeles había mentido en
buena parte de su declaración ante la Guardia Civil. Todo apuntaba a que,
quizá consciente de que los investigadores se estaban acercando demasiado
a la verdad, había decidido echar mano de la historia de su hija y adaptarla a
sus propias circunstancias para atraer toda la atención sobre sí. De ese
modo, dejaba a Laura libre de sospecha. A salvo. Seguramente no se
imaginó que, tras su confesión, los guardias se tomarían la molestia de
cotejar su letra con la de aquella carta hallada en el domicilio de la víctima,
y por eso, al descubrirlo, se había alterado tanto. Pero si era así, ¿cuánto
había de cierto y cuánto de falso en la supuesta confesión de la madre? ¿Y
cuánto pertenecía a Ángeles, cuánto a Laura y cuánto a ninguna?
—Antes de eso —continuó Laura con voz tenue—, yo ya había visto a
Guillermo alguna vez por la calle, pero no era lo mismo. Nunca llegamos a
hablar, y yo era más joven…
—En cambio, cuando lo viste en el portón, te atrajo —concluyó Daniel,
recordando lo que Ángeles había declarado en la sala de interrogatorios.
Ella cabeceó, avergonzada, y esa vez no se atrevió a mirar a sus
familiares.
—Él… No lo sé. Me hacía sentir…
—¡Pero estabas prometida! ¡Conmigo! —la interrumpió Héctor a voz en
grito, y sus palabras proyectaron goterones de saliva que fueron a estrellarse
en el suelo—. ¡Llevábamos más de un año juntos! ¡Y te casaste conmigo!
¡Nadie te obligó!
Ella rompió a llorar de nuevo.
—Yo te quería. De verdad… Habías sido mi primer amor, el único. Pero
Guillermo… Yo… yo no era más una niña… Quise cancelar el
compromiso, pero mi padre…
No pudo acabar la frase.
—Pero todo eso no explica ningún engaño de mi padre, ningún plan —
objetó Daniel.
—Él… él se dio cuenta… Desde el principio. Se dio cuenta de que me
atraía y… —De repente comenzó a toser, atragantada por su propia saliva
—. Empezó… empezó a venir cada vez más al portón, contigo. En cuanto
oía el timbre, yo dejaba los apuntes en la mesa y salía con David. Sabía que
lo que sentía estaba mal, pero no podía parar, dejar de ir…
Daniel rememoró aquellos encuentros en el portón. Era verdad que aquel
verano su padre pasó de acompañarlo a la casona a regañadientes a hacerlo
con una actitud muy diferente. En su momento, él lo atribuyó a que con el
transcurso del tiempo la situación se había ido normalizando, pero ahora
entendía que detrás había mucho más. Que tras las numerosas sonrisas y
carcajadas que Laura y su padre intercambiaron delante de él se escondía un
lenguaje poderoso y secreto que era imposible que un niño de apenas ocho
años advirtiese, y mucho menos interpretase.
—Luego él comenzó a provocar encuentros por Reinosa —continuó
lamentándose ella al tiempo que se retorcía las muñecas—. No sé cómo lo
conseguía. Yo salía poco de casa, pero cuando lo hacía casi siempre nos
cruzábamos y… —Lanzó una mirada de temor a su marido—. Empecé a
dudar del compromiso. De toda mi relación con Héctor… —admitió, y
entonces una sombra le cruzó los ojos—. Un tiempo después, supe que ese
había sido su plan desde el principio.
Daniel la miró perplejo.
—¿Qué quieres decir?
—Que me utilizó desde el primer momento. Su plan era seducirme,
dejarse querer e intentar que me enamorara de él para que no me casara con
Héctor. Se dio cuenta de que yo me sentía atraída y quiso aprovecharlo para
confundirme. Sin propasarse. Haciendo lo justo para que yo, que solo tenía
dieciocho años, me lo replanteara todo.
Al escuchar las palabras de Laura, Daniel recordó lo que Ernesto Posadas
le había contado la tarde anterior en Casa Vejo. Fue entonces cuando le
sobrevino un fogonazo de lucidez y cayó en la cuenta de que todo estaba
conectado. Todo. La crisis de Aceros Campoo, la oferta de los alemanes que
los Orduña habían tenido sobre la mesa desde antes del verano, la oposición
de los trabajadores a que los Suárez entraran en el negocio, la tensión que se
vivía por el futuro de la empresa…
—¡Joder! —masculló al tiempo que se llevaba las manos a la cabeza—.
¡Fue por los alemanes!
—¿Los alemanes? —balbuceó Marcos, quien en su día, a diferencia de su
hermano, mostró interés en vender sus acciones a ese grupo extranjero
vinculado al sector de la automoción.
—Ayer Ernesto me habló de ello, y también se lo dijo a mi abuela hace
treinta y dos años, el mismo día que los despidieron a él y a mi padre —
farfulló, presa de la excitación.
—Pero ¿el qué? ¿Qué pasa con los alemanes?
Daniel trató de recobrar el aliento.
—Ese verano mi padre le aseguró a Ernesto que tenía un plan para lograr
que Lorenzo vendiese la fábrica a los alemanes. —Se volvió hacia Laura—.
El plan era ese, ¿no? Seducirte para que anularas la boda. Si eso sucedía, los
Suárez se sentirían heridos en su orgullo y seguramente ya no querrían
entrar en ningún tipo de negocio. Y entonces la única opción sería vender a
los alemanes. Y con ello salvar la empresa. Y el futuro de los trabajadores
—añadió al acordarse de lo que su padre le dijo a su madre unas horas antes
de que se celebrase la fiesta de pedida en la casona de los Orduña.
Laura asintió.
—Pero ¿cómo llegaste a saber que esas eran las intenciones de mi padre?
—inquirió Daniel—. No creo que él te lo dijera, ¿no?
—No, fue Arturo. Tiempo después, cuando Guillermo ya se había
suicidado…
—Pero si mi padre no quería propasarse, ¿por qué ibais a Torrelavega?
¿Era necesario?
Ella agachó la cabeza.
—Eso fue más adelante… Cuando él cayó en su propia trampa…
—¿En su propia trampa? —preguntó Daniel, sin disimular su perplejidad.
—Nos vimos varias veces a las afueras de Reinosa —suspiró—. Yo
sentía que cada vez estábamos más unidos. Y una tarde… Bueno, nos
besamos.
Héctor dio un puntapié al suelo y soltó un grito.
—¡Ya está bien! ¡Lárgate de aquí! —le espetó a Daniel—. No tengo por
qué oír esto.
Pero él no estaba dispuesto a dejar aquello a medias. De ningún modo.
Lo que no lograba entender era por qué el sargento Blanco y los demás
agentes del cuartel estaban tardando tanto en aparecer. ¿Dónde se habían
metido?
—A partir de ahí fuimos a más —dijo Laura con voz apagada—. Él me
propuso buscar un sitio menos arriesgado, donde nadie pudiera
descubrirnos, y entonces me acordé de esa chica de Torrelavega, Cristina.
Me inventé que iba a verla, y mis padres no sospecharon nada. Ni siquiera
Patricia lo hizo.
Daniel la escrutó con la mente en ebullición.
—Entonces ¿mi padre terminó enamorándose de ti? ¿Es eso lo que estás
diciendo?
Ella le devolvió una mirada triste y unos segundos después inclinó la
cabeza.
De nuevo, un silencio sepulcral se esparció por el salón.
Daniel apenas podía creer lo que acababa de escuchar y, al mismo
tiempo, no podía negar que tenía sentido.
—¿Y cómo puedes estar tan segura de que se enamoró de ti? —dijo
entonces Daniel—. ¿Cómo puedes saber que todo, absolutamente todo, no
formaba parte de la estratagema de mi padre?
Laura alzó la vista y lo observó con lástima.
—Porque él quería huir. Conmigo.
77
Huir

A Daniel aquellas últimas palabras le helaron la sangre. Se quedó


paralizado durante unos segundos, sin acertar a reaccionar. ¿Huir? ¿Estaba
insinuando Laura que su padre pretendió abandonarlos, a Ramón y a él, con
lo pequeños que eran entonces?
Un torbellino de imágenes se abatió sobre él y lo zarandeó con violencia.
De pronto vio a su padre sentado a la mesa con ellos la noche del 1 de
septiembre de 1975, en la que resultó ser la última cena que compartieron.
Lo contempló comiendo con desgana, eludiendo cada pregunta sobre lo que
había estado haciendo esa tarde y, después, mirándolos a Ramón y a él
intensamente, con los ojos acuosos. Las palabras que les dirigió a
continuación, cuando les dijo con voz afectada que los quería y les pidió
perdón por no haber sido mejor padre, ni tampoco mejor marido, resonaron
en su mente y, de repente, adquirieron un significado insospechado: de
despedida, de disculpa anticipada.
Se acordó entonces de que luego su padre se levantó de la mesa alegando
que no quería cenar más y que iba a acostarse. Él se quedó con su madre y
con su hermano en la cocina, y, cuando se retiró un momento al baño para
orinar, lo oyó hablar por teléfono en la habitación con Jacobo Carranza, un
íntimo amigo suyo que trabajaba como obrero en Bilbao y que tenía
vínculos con el Partido Comunista. Cerró los ojos un instante y trató de
hacer memoria. Recordaba que al adentrarse en el pasillo había captado
algo de una frontera y unos compañeros, y que, al pegar la oreja a la puerta,
escuchó a su padre discutir con él. «¡Vamos, Jacobo, no me jodas!
Tendremos cuidado, ya te lo he dicho». «Venga, fenomenal, allí entonces».
«Allí entonces»… ¿Era posible que aquella noche su padre estuviera
planeando una fuga con Laura, como ella acababa de deslizar? ¿Acaso
Jacobo y otra gente se mostraron dispuestos a ayudarlos?
De repente, la imagen de las cajas con las pertenencias de su padre le
traspasó la mente. Dentro, en una carpeta con varios recortes de periódico,
se había topado con un reportaje publicado el 19 de agosto de 1975 en el
que se informaba de una ley aprobada recientemente en Francia que
despenalizaba delitos como el adulterio y otros semejantes. La respiración
se le aceleró. ¿Acaso su padre pretendió cruzar a Francia con Laura y
empezar allí de cero, juntos?
—¿Huir? —acertó a repetir Elena, como si no diera crédito a lo que oía
—. ¿Pensabas huir con él?
—¡No! ¡Yo no! —gimió Laura, que agitó los brazos para enfatizar su
negativa.
La respuesta de la mujer desconcertó a Daniel.
—¿Cómo que tú no? ¿Solo quería huir mi padre?
Laura se agarró del pelo y confesó que, a medida que la fecha de la fiesta
de compromiso se acercaba, su desazón fue creciendo. Había descubierto
que no estaba enamorada de Héctor o, al menos, no tanto como creía
cuando aceptó su propuesta de matrimonio, y estaba decidida a posponer la
boda e incluso a romper el noviazgo, pero no sabía cómo hacerlo sin desatar
una tormenta. Por otro lado, en su fuero interno era consciente de que la
aventura con Guillermo no conducía a ninguna parte y que, más allá del
morbo y de la sensación de explorar terreno prohibido, no iba a reportarle
nada. Si la descubrían, todo su mundo se derrumbaría, y sabía que aquella
relación, además de ser deplorable desde el punto de vista moral, era
constitutiva de delito, dado que Guillermo estaba casado. Pero cada vez que
él le sugería un nuevo encuentro, ella era incapaz de negarse. Los días iban
pasando, y no lograba ni poner fin a la relación con Guillermo ni romper
con Héctor. La última semana Guillermo le propuso que se fugaran juntos a
Francia. Según él, solo tenían que cruzar la frontera y podrían ser felices, e
incluso vivir juntos. Lo único que necesitaban era buscar la manera de salir
de incógnito. Ella, tumbada a su lado, estuvo fantaseando con él sobre ello,
y cometió el error de darle la impresión de que, llegado el caso, estaría
dispuesta a hacerlo. Pero no era verdad: jamás abandonaría a sus padres y a
su hermana; no se condenaría a una vida en la clandestinidad, aislada de
todo el mundo. Y, en el fondo, tampoco creía que Guillermo fuera a hacer
algo así.
—Pero todo terminó precipitándose —dijo con un hilo de voz.
Según contó, el día anterior a la fiesta decidió sincerarse con su madre.
No aguantaba más con aquel secreto que la estaba consumiendo. Su madre
la escuchó sobrecogida y, cuando finalizó la narración, le prometió que
haría todo lo posible por ayudarla a cancelar el compromiso, pero, al mismo
tiempo, le hizo ver que jamás podría estar con Guillermo, que aquello era
una locura. Le exigió que cortara con él de inmediato, de raíz.
—¿Y lo hiciste? ¿Hablaste con mi padre? —preguntó Daniel.
—Sí, aquella misma tarde. Pero él no se lo tomó bien. Me dijo que me
estaba equivocando, que me estaba dejando llevar por los intereses de mi
familia y no por los míos. Mi error fue reconocerle que yo no quería
terminar lo nuestro, pero que no me quedaba otro remedio. Creo que eso le
permitió aferrarse a una esperanza, y por eso al día siguiente, el de la fiesta,
actuó de esa manera…
—Pero tú intentaste suspender el acto, ¿no? Yo te oí. Llegué pronto a la
casona y te escuché decirle a tu padre que era mejor suspender la
celebración. Y que querías cancelar el compromiso.
Ella exhaló un suspiro.
—Sí. Ya lo había intentado la noche anterior con la ayuda de mi madre,
después de hablar con Guillermo. Las dos le dijimos que había que anular la
fiesta de pedida, que yo tenía muchas dudas, pero él se negó. Se puso hecho
una furia. Dijo que no entendía nada y que aquello no eran formas, que no
se podía suspender algo así de la noche a la mañana, que menudo ridículo.
—Y no le faltaba razón —masculló Héctor, con los ojos como brasas.
—Pero ¿le hablaste de lo que habías tenido con mi padre? —quiso
cerciorarse Daniel.
—No, no, eso no. Mi madre me aconsejó que no lo hiciera. Me dijo que
aquello lo hundiría y que, si ya lo había solucionado, era mejor no
mencionarlo. Lo que no nos esperábamos ninguna de las dos fue lo que
sucedió al día siguiente… Hubo esa protesta y…
—Viste a mi padre. Entre toda esa gente. Antes de que llegara la Guardia
Civil.
Laura asintió con la cabeza.
—Sí, y luego apareció otra vez, cuando vino a recogerte. Quise salir al
portón, pero mi madre no me lo permitió, y por eso ella te acompañó.
—Ya —contestó Daniel, que no había olvidado aquel momento, ni
tampoco lo que Ángeles le espetó a su padre antes de que se marcharan:
«No vuelvas jamás, ¿me has entendido? ¡Jamás!».
Comprendió que el enfado de Ángeles no se debía a la participación de
su padre en la concentración, como había creído siempre, sino a la relación
que había mantenido con Laura.
—Pero luego él regresó de nuevo, ¿no? —murmuró, recordando lo que
María Güemes le había revelado esa misma mañana en el cementerio—.
Después de haberme dejado en casa.
Laura se lo confirmó y, tras inspirar hondo, le aclaró que en realidad ella
no llegó a enterarse. Según dijo, todos se habían retirado a descansar, salvo
su padre, que se había metido en su despacho a trabajar, y ella estaba en su
habitación, llorando en la cama. Fue su madre quien desde la ventana del
dormitorio distinguió a Guillermo más allá del portón, que rondaba por la
zona con andares descontrolados, dando vueltas de un lado para otro y
aproximándose a la entrada a cada poco, como si hubiera enloquecido,
como si de pronto le diera igual que todo quedara al descubierto.
—Y ella salió a hablar con él, ¿no?
—Sí. A pedirle que me dejara en paz y se olvidara de mí —musitó
mientras varias lágrimas se le descolgaban del mentón y caían al suelo—.
Pero él le respondió que ya no había marcha atrás. Y luego se fue. Sin más.
Y entonces todo se torció. Definitivamente.
78
Tiempo

Con tono lúgubre, Laura explicó que, tras aquella conversación con
Guillermo, su madre se alteró tanto que en cuanto entró en casa se lo contó
todo a su padre.
Daniel pensó que aquello encajaba con lo que María Güemes le había
dicho esa mañana: que, después de que Ángeles hubiera salido esa tarde al
encuentro de Guillermo, ella la había oído hablar con su marido en el
despacho.
—Y por eso Lorenzo despidió a mi padre al día siguiente, ¿no? —dedujo
Daniel, cuya mente hervía de actividad—. No fue por la concentración.
¡Fue por vuestra relación!
—Sí —confirmó Laura con voz queda—. Lo hizo a primera hora, y luego
yo no tuve más remedio que ir con todos a pasar el día a Fontibre. La única
que no vino fue mi madre.
—Porque se sentía indispuesta.
—No. Eso fue lo que dijo, pero la verdad es que se quedó en casa por
miedo a que Guillermo volviera.
—Pero no lo hizo.
—No. El que vino fue Arturo. Por la tarde. Lo vi desde el coche cuando
regresábamos, cerca del muro.
—Tu madre ha declarado que salió a hablar con él, pero eso no es cierto,
¿no? —conjeturó Daniel.
—No… Salí… salí yo.
—¿Por qué?
Tragó saliva y miró de soslayo a su hija, que apenas se movía y la
contemplaba con gesto descompuesto.
—No lo sé… Él era amigo de Guillermo y…
Daniel, que iba siguiendo mentalmente las explicaciones que unas horas
antes había dado Ángeles en el cuartel, murmuró:
—Traía un mensaje para ti, ¿verdad? De mi padre. Para que os vierais a
las dos y media en los jardines.
Laura se retorció las muñecas.
—Sí…
—Pero ¿cómo iba a pretender mi padre que lo ayudaras a conseguir su
readmisión en la fábrica? —preguntó él. Esa era la razón que, según
Ángeles, lo había llevado a concertar aquella cita desesperada en mitad de
la noche—. Sabiendo lo vuestro —añadió—, me parece imposible que
Lorenzo fuera a desdecirse.
Ella le dirigió una mirada cargada de pesar.
—Tu padre no quería ser readmitido, Daniel. Lo que quería… lo que
quería era acabar con todo. Huir.
—¿Huir? —repitió él mientras sentía que aquellas palabras volvían a
desgarrarlo por dentro—. ¿Esa noche?
Laura se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano.
—No, esa noche no. Al día siguiente. Por la mañana.
Al escuchar aquello, a Daniel el corazón le dio un vuelco. Pensó en el
billete de tren que había encontrado entre las cosas de su padre. «Salida
Reinosa, destino Santander»…
—Me levanté unos minutos antes de esa hora. En realidad, yo no tenía ni
idea de lo que quería Guillermo; Arturo no me lo había dicho, y sabía que
era peligroso, que podrían descubrirnos, pero tenía que ir… No podía dejar
de hacerlo —gimió con voz entrecortada—. Recuerdo que salí al pasillo y
pasé por delante de la habitación de mis padres de puntillas. Tenían la
puerta abierta, pero parecían dormidos. Mi madre debía de estarlo a la
fuerza, porque yo misma le había visto tomar un somnífero unas horas
antes, después de la cena.
Daniel ahogó un improperio. ¿Cómo no había reparado antes en ese
detalle? Mercedes se lo había mencionado el viernes por la tarde. Según la
cocinera, en aquella época Ángeles llevaba unos días muy nerviosa y estaba
tomando somníferos para poder conciliar el sueño. Eso demostraba que la
esposa de Lorenzo Orduña no pudo estar en los jardines aquella noche y
que, por tanto, su declaración en el cuartel había sido desde el principio una
gran mentira, al menos en lo referente a lo sucedido la madrugada del 2 de
septiembre de 1975.
—Cuando llegué a los jardines, él ya estaba allí —continuó Laura en
apenas un susurro que se arrastró por el aire.
—Y Arturo también, aunque al otro lado del portón, ¿no? Mercedes lo
vio aquella noche —afirmó él.
—Sí, pero yo eso no lo sabía, y creo que Guillermo al principio tampoco.
Por lo que descubrí un tiempo después, Arturo pensaba que lo que pretendía
hacer su amigo era una locura, y se lo había dicho varias veces a lo largo de
esa tarde. Esa madrugada, cuando le vio salir del portal, intentó disuadirlo
por última vez.
—Pero fue inútil, ¿no? —apuntó Daniel, que conocía bien el
temperamento y la tozudez de su padre.
—Sí, aunque Arturo no se marchó a casa. Lo siguió.
—Y por eso estaba al otro lado del portón…
—Así es, aunque yo no me di cuenta hasta el final. Cuando salí, vi a
Guillermo en los jardines, y él me llevó hacia la zona de la entrada para que
nadie nos oyera. Fue allí donde me propuso…
—¿La huida? —aventuró Daniel.
—Sí… Me dio un billete de tren a Santander y me explicó que él tenía
otro igual. Dijo que la mañana siguiente era la ocasión perfecta para
escaparnos juntos; quizá la única que tendríamos. Ese día, los hombres,
incluido mi padre, iban a estar toda la mañana en una cacería, y a mi madre
yo podría ponerle una excusa.
De pronto, a la luz de aquellas palabras, la conversación que Roberto
Gutiérrez escuchó entre su padre y Arturo la tarde del 1 de septiembre de
1975 a la puerta de la estación adquirió para Daniel todo su sentido:
«Tenemos que ser valientes, es ahora o nunca». Al emplear la primera
persona del plural, su padre no se estaba refiriendo a Arturo, como él había
creído al principio, sino a Laura, con quien pensaba fugarse.
—Entonces mi padre nunca tuvo intención de ver a ese abogado de
Santander —murmuró, casi hablando consigo mismo—. Era mentira.
Laura le rehuyó la mirada.
—Eso se le ocurrió a Guillermo para ganar tiempo. Cuando tu madre
empezara a extrañarse por su ausencia, Arturo le diría que él había ido a
Santander a consultar a un abogado y que tardaría en volver. Aquello, en
teoría, la tranquilizaría, pero, por si ella decidía hacer alguna comprobación,
Guillermo dejó reservada la cita. Así, si llamaba a ese despacho, le dirían
que aún no había llegado, o que se había retrasado, o que al final no se
había presentado. Daba igual. Ella esperaría a que Guillermo regresara, y
nosotros ganaríamos tiempo —repitió.
—Pero ¿tiempo para qué? —inquirió Daniel, y el recuerdo del recorte de
periódico que estaba entre las cosas de su padre se agitó en su mente.
La mujer tardó unos segundos en responder.
—Para llegar a Francia.
—¿A Francia? —gimió entonces Elena espantada.
Laura agachó la vista.
—La idea… la idea de Guillermo era que en la estación de Reinosa yo
comprara un billete a Torrelavega y que después me subiera al tren. Ese
tren, en el que también iría él, tenía varias paradas, y la última era en
Santander, donde nos bajaríamos. Lo que tu padre quería era que, al
principio del trayecto, cuando el revisor se me acercara, yo no le enseñara el
billete a Torrelavega que había comprado minutos antes, sino el que él me
había dado la noche anterior, el que me permitía llegar a Santander. De ese
modo, los dos conseguiríamos viajar hasta Santander, pero, cuando mis
padres se preocuparan por mi desaparición y se pusieran a investigar, si iban
a la estación a preguntar, lo único que podría decirles el chico de la
ventanilla era que yo había comprado un billete a Torrelavega. Y allí me
buscarían.
—Pero tu madre sabía que lo de Cristina Cobo era una farsa, ¿no? —
objetó Daniel—. Habría adivinado fácilmente que no estabas con ella.
—Sí, pero en cualquier caso les costaría seguir mi rastro. Y, mientras
tanto, ya habríamos llegado a Santander y allí nos habría recogido el amigo
de Guillermo, Jacobo Carranza, que nos estaría esperando con su coche al
pie de la estación. Él trabajaba en una fábrica de Bilbao en el turno de
noche y salía a las ocho de la mañana, así que, en teoría, dispondría de
margen suficiente: en aquella época el viaje por carretera de Bilbao a
Santander duraba unas tres horas. Luego nos llevaría directamente a la zona
de Irún, para cruzar la frontera con la ayuda de unos exiliados del Partido
Comunista que vivían en Francia.
Daniel se clavó las uñas en las palmas de las manos.
—Entonces mi padre iba a abandonarnos… Iba a hacerlo ese día.
Laura lo miró con abatimiento, pero no contestó.
—Sin embargo, no llegasteis a coger ese tren —musitó él—. ¿Qué fue lo
que pasó aquella noche?
La mujer comenzó a temblar y un rictus de sufrimiento curvó su boca.
—Yo… Él no contaba con que yo me negaría —murmuró, y sus ojos se
llenaron de lágrimas—. Era una locura… ¿Qué íbamos a hacer los dos en
Francia, suponiendo que no nos detuvieran en la frontera? Pero él no lo
entendió. Me dijo que lo había arriesgado todo por mí y que lo había
perdido todo. Me suplicó que estuviera en la estación al día siguiente. Y «de
pronto» vimos a mi padre.
79
Culpable

—Tuvo que despertarse cuando pasé por delante del dormitorio, o quizá
ya estaba despierto, no lo sé. Apareció de repente. Corriendo y… con un
revólver. Llevaba un revólver en la mano.
—¿El del disparo? —preguntó Daniel, perplejo, recordando lo que el
teniente Alcalá le había contado en la comandancia sobre el permiso de
armas que Lorenzo había solicitado días atrás por los anónimos que estaba
recibiendo, y que no le llegaron a conceder.
Laura hizo un asentimiento con la cabeza.
—Entonces no era de mi padre —concluyó él.
—No. Era del mío… Se lo había conseguido un amigo del ejército unos
días antes, para que pudiera defenderse. Solo lo sabíamos mi madre y yo…
—Pero ella mintió sobre eso, dijo que era de mi padre. Y él también lo
confesó. Y hasta aseguró que las huellas que habían aparecido eran del
amigo que se lo había dado.
Cuando estaba terminando la frase, una idea lo asaltó y lo sacudió por
dentro. ¿Era posible que…? No, aquello no podía ser. La respiración se le
desbocó, y tuvo que colocarse la mano en el pecho para controlarse. Estudió
el rostro de Laura. Vio que ella se estaba mordiendo el labio inferior con
tanta fuerza que se hizo sangre, y entonces tuvo la certeza de que la verdad
cada vez estaba más cerca.
—Esas huellas sin identificar… Las huellas de la tercera persona…
¿Fuiste tú? ¿Tú cogiste el revólver esa noche?
La conversación quedó suspendida en un silencio aterrador, solo
interrumpido por los sollozos de la mujer. A unos metros, sus familiares la
miraban estupefactos, con el rostro deformado en una mueca que mezclaba
incredulidad y pánico.
—Él iba a matarlo… —gimoteó Laura al fin, y se tiró de los cabellos con
desesperación—. Iba a matarlo…
—¿Quién? —la presionó Daniel—. ¿Quién iba a matarlo?
—Mi padre… ¡A Guillermo!
A continuación, entre lágrimas, les describió cómo Guillermo se había
arrojado sobre Lorenzo antes de que este se decidiera a disparar, lo que
provocó que el revólver saliera volando y se estrellara contra el pavimento
del sendero. Después los dos rodaron por el suelo e intercambiaron patadas
y puñetazos hasta que, en una de esas acometidas, Guillermo quedó boca
arriba y Lorenzo se colocó a horcajadas sobre él.
—Mi padre consiguió inmovilizarlo y empezó a golpearle —murmuró
Laura—. Una y otra vez… Era imposible pararlo. Iba a matarlo…
Daniel, con el pulso acelerado, le preguntó a bocajarro:
—¿Y disparaste? ¿Fuiste tú la que disparó?
—No, no… ¡Yo no! —gritó Laura, y cayó de rodillas como si un rayo la
hubiera fulminado—. ¡Fue un accidente!
Él la observó con asombro.
—¿Un accidente?
—Yo… Sí, yo cogí el revólver… ¡Pero solo lo golpeé en la nuca! ¡Nada
más! ¡Para que parara, para que no lo matara!
—Pero Lorenzo murió de un disparo, no de un golpe. ¿Qué pasó?
—¡Él se revolvió! —gimió, y soltó un alarido—. Él… él dejó a
Guillermo en el suelo y luego… luego se abalanzó sobre mí. Para quitarme
el arma… Me agarró del brazo. Me gritó que le diera el revólver, que iba a
acabar con él…
—¿Y le pegaste un tiro? ¿A tu padre? —intervino Héctor lívido.
—¡No! ¡No! Pero me estaba agarrando, me estaba haciendo daño. Y
yo… Apreté el gatillo sin querer… —reconoció al fin, y comenzó a
convulsionar de nuevo—. Yo…
La voz se le apagó, y de pronto el salón quedó en completo silencio.
Daniel apenas podía reaccionar. Acababa de descubrir que su padre había
cargado con un crimen que en realidad no había cometido.
—Entonces tú… tú lo mataste —consiguió balbucear él, sobreponiéndose
al estupor.
Laura echó la cabeza hacia atrás y clavó la mirada en el techo, como si
buscara allí un refugio. La lámpara proyectó de lleno su chorro de luz sobre
el rostro de ella, y los mocos, mezclados con las lágrimas y el sudor,
brillaron en esa tarde aciaga.
En ese momento, Elena se llevó las manos a la cara y, tal y como había
hecho su madre, se precipitó al suelo.
—¿Tú mataste al abuelo? —inquirió con un hilo de voz, como si no
pudiera dar crédito a lo que había escuchado—. ¿Lo mataste y dejaste que
Guillermo cargara con la culpa?
—Fue sin querer… —se apresuró a contestar la mujer al tiempo que
juntaba las palmas de las manos suplicando perdón—. Yo no quería…
Tienes que entenderlo, cariño. ¡Fue un accidente!
Como respuesta, la chica enterró aún más el rostro en las manos y se
deshizo en plañidos. Su padre, cariacontecido, fue hasta ella, se agachó y la
apretó contra sí mientras le acariciaba el pelo. A la vez, miraba a su mujer
igual que a un monstruo, horrorizado por un pasado que, como Daniel,
jamás podría haber imaginado.
Fue precisamente Daniel quien tomó de nuevo la palabra, ya sobrepuesto
a la conmoción inicial y decidido a forzar aún más a Laura.
—Y después de dispararle, te escondiste en tu habitación, ¿no? Fuiste por
detrás y subiste por las escaleras exteriores.
Ella, que todavía permanecía de rodillas, se levantó despacio y, sin dejar
de observar a su hija con aire lastimero, musitó:
—Sí… Guillermo me lo dijo. Yo no sabía qué hacer…
—Ya. Y mientras tanto él fue hacia el muro con el revólver. Para escapar.
Con Arturo.
—Sí… —reconoció Laura mientras se pasaba los dedos por los labios
para limpiarse la sangre de la herida que se había provocado minutos antes.
—Y luego, cuando los empleados de la casa llamaron a la Guardia Civil
y viste que lo detenían, te quedaste callada. Dejaste que se lo llevaran —le
dijo Daniel con tono gélido.
Laura se mordió el dedo índice y apretó para contener una nueva cascada
de lágrimas.
—¿Y qué podía hacer? ¿Cómo iba a contar que nos estábamos viendo en
secreto y que había sido un accidente? ¡Nadie se lo habría creído! ¡Y lo
habría destapado todo! —Se detuvo unos instantes para recobrar el aliento
—. Esa noche hablé con mi madre, cuando nos quedamos solas, y le
confesé la verdad. Ella me pidió que no dijera nada y esperara.
—¿Que esperaras a qué?
—A ver qué hacía Guillermo, a ver qué versión daba. Si yo hablaba,
podíamos contradecirnos. Y entonces no habría salida posible.
—Pero si solo ibas a esperar, ¿por qué le dejaste esa carta a Arturo?
—Porque él estaba al tanto de lo que había ocurrido, era el único testigo
que teníamos…
—¿Y por qué no hablaste con él en persona?
—¡Porque no podía! ¡No podía arriesgarme! Mercedes le había
asegurado a la Guardia Civil que esa noche había un hombre fuera, en la
calle, y a poco que se informaran, sospecharían de él. Y si alguien nos veía
juntos…
—¿Y se lo dijiste a tu madre? ¿Le dijiste que ibas a llevarle a Arturo esa
carta?
—No, ella no sabía nada. Me inventé que había quedado con Patricia.
Daniel se mantuvo callado un instante. Acababa de reparar en que el
viernes Mercedes le había contado lo mismo: que Laura había salido de
casa el martes para estar con Patricia. Sin embargo, la propia Patricia le
había dicho que ella no vio a Laura hasta el miércoles, cuando fue a la
casona a darle el pésame.
—Pero Ángeles conocía la existencia de la carta.
—No, no. Ella no sabía nada —repitió la mujer.
—¡Claro! —dijo Daniel, pensando en voz alta—. Por eso hoy en el
cuartel, al verla y reconocer tu letra, se ha puesto tan nerviosa y ha
confesado. Ha deducido cuándo la escribiste y para qué, y se ha dado cuenta
de que, si la Guardia Civil seguía investigando, acabaría descubriendo la
verdad. Ha querido protegerte. Igual que hizo mi padre…
Elena soltó un lamento y miró a Daniel. En sus ojos él creyó distinguir
una súplica: que acabara ya, que pusiera fin a aquel tormento. Pero él no
podía parar. Tenía que seguir hasta el final, recomponer los pedazos que aún
faltaban de aquellos días. Formar la imagen completa. Sin cabos sueltos.
Saber toda la verdad. La verdad de los Orduña. Y la verdad de su padre.
—¿Y Arturo no se puso en contacto contigo después de recibir esa carta?
Laura se arrebujó en su chaqueta.
—No, no vino ni dio ninguna señal, y yo pasé tres días horribles. No me
atrevía a nada más… Tenía pánico a que alguien nos descubriera juntos, y
mi madre me decía que ni se me ocurriera ir a verlo.
—Hasta que, de repente, mi padre confesó y se suicidó, ¿no?
La mujer asintió y los ojos volvieron a llenársele de lágrimas.
—La mañana del sábado mi madre vino a decírmelo y yo… Yo…
Aquello me destrozó. Durante días no pude ni moverme de la cama… No
entendía nada…
—Pero te callaste. No quisiste aclararlo —apuntó Daniel cortante.
—¡Yo quería confesar! No deseaba que él quedara como un asesino. Pero
mi madre… Ella me convenció. Fue a hablar con Arturo, en la fábrica,
donde no levantaría sospechas, y él…
—Él le reveló lo que mi padre le había hecho prometer en el locutorio,
¿no?
—Sí. Y por eso no conté la verdad… —gimió—. Mi madre me lo dijo…
Me dijo que Guillermo lo había decidido así, y que tendría que vivir con
ello.
Daniel le lanzó una mirada cargada de rencor.
—¿Y qué pensabas cuando todo el mundo nos pisoteaba? Qué pensabas,
¿eh? ¿Cómo pudiste tolerarlo, sabiendo la verdad? ¿No te sentías una
miserable? —gritó, e hizo un aspaviento—. Y tu madre, que estaba al
corriente de todo, encima se permitía tratarnos como si fuéramos escoria…
¿No te daban arcadas?
Laura cerró los ojos, como si no pudiera soportar el peso de aquellas
pupilas que la taladraban.
—¡Yo os admiraba! —explotó Daniel, y, por primera vez desde que
David estrelló sus puños contra él aquella mañana de 1975, sintió que se
descargaba de la culpa que arrastraba, como si se hubiese abierto en su
interior una compuerta y, con cada grito, el dolor saliera a borbotones—.
Cada día de aquel verano, nada más despertarme, lo único que quería era
venir corriendo a la casona para estar aquí con David, con vosotros, como
uno más. No sabes lo que fue para mí creer que mi padre os había hecho
eso, que había matado a Lorenzo… —añadió, y una nube de lágrimas le
inundó las córneas—. Me he sentido como un puto desgraciado desde que
tenía ocho años. He vivido más de tres décadas odiando todo esto, odiando
mi apellido, este lugar, mis recuerdos, sintiéndome inferior, con una deuda
que jamás podría pagar. Y ahora… ahora descubro que todo era una
mentira. Una gran mentira.
80
Matar

Laura tragó saliva.


—Daniel, yo… —gimoteó.
—Ya.
—¡Es cierto! —chilló, y comenzó a bracear—. Unas semanas después
estuve a punto de hacerlo, de confesarlo todo. Fui a ver a Arturo. Yo sola.
Sin avisar a mi madre. Fue una tarde, a la salida de la fábrica. Le dije que
no podía más. Que ese silencio me hacía sentir aún más culpable. Le
propuse que confesáramos los dos, que explicásemos que había sido un
accidente y así pondríamos fin a todo. Pero él tenía muy reciente la promesa
que le había hecho a Guillermo y trató de disuadirme. Yo llegué a decirle
que si no lo hacía él, lo haría yo, pero…
—Qué.
Ella tomó una bocanada de aire.
—Arturo me contó la verdad.
—¿Qué verdad?
—La verdad sobre las intenciones que había tenido tu padre —murmuró,
y en sus ojos destelló una cólera dormida—. Su idea de manipularme, de
engañarme para que los alemanes se hicieran con la empresa. Aquello…
aquello fue horrible. Me hundí cuando lo supe. Por mucho que luego se
hubiera enamorado de mí, lo que había hecho era tan vil, tan… —Apretó
los dientes y se secó las mejillas—. Entonces cambié de idea. No tenía
sentido destruir mi vida por alguien así, que había jugado conmigo.
Además, si él no hubiera aparecido aquella noche…
El modo en que Laura intentaba justificarse, llegando casi hasta el
extremo de presentarse como una víctima, a Daniel le resultó nauseabundo.
Tuvo que esforzarse para controlar el tono y no ceder al deseo de gritar
desaforadamente.
—Pero Arturo también acabó cambiando de idea, ¿no? —repuso mordaz
—. Hace unos días. Y no era la primera vez que amagaba con descubrirlo
todo.
Laura lo miró con espanto.
—Sí, ¡pero yo no lo maté! —se apresuró a replicar, adivinando lo que le
rondaba a Daniel por la cabeza—. ¡Lo juro! ¡Yo no tuve nada que ver!
Por el modo en que lo dijo, Daniel tuvo la sensación de que en esa
ocasión la hija de Lorenzo Orduña no mentía, pero ¿y si era la enésima
pose, otra actuación de aquella mujer tan acostumbrada a falsear la realidad
y a continuar con su vida como si nada hubiera sucedido? Era cierto que la
Guardia Civil no disponía de ninguna prueba que la situara en el piso de
Arturo la madrugada del crimen; tampoco de que se hubiera confabulado
con su madre para envenenarlo, pero ¿cómo se explicaba que algo así
hubiera sucedido sin que ella participara de algún modo, o incluso sin que
lo supiera? Aquello se le antojaba imposible.
Daniel lanzó un vistazo a la familia de Laura. Todos la observaban con el
semblante desencajado y jadeaban como si llevaran un buen rato corriendo
o subiendo una pendiente. En realidad, pensó, aquella iba a convertirse en la
pendiente más empinada de su vida; una pendiente que tal vez nunca serían
capaces de superar.
—¿Pretendes que me crea que no sabías nada, que tu madre actuó por su
cuenta? —le espetó entonces a Laura, tratando de disimular las dudas que lo
asaltaban.
—¡Yo no lo sabía! —gritó despavorida, y buscó con la mirada a su hija
—. ¡No soy una asesina! Tienes que creerme. Por favor… —gimió, y juntó
de nuevo las manos a modo de súplica.
Elena apartó la vista. Todo el cuerpo le temblaba.
—¿Y qué sucedió entonces? —preguntó Daniel, dispuesto a escuchar.
Laura se pasó la mano por el pelo e inspiró profundamente.
—Fue la tarde del sábado, durante el paseo que mi madre y yo solemos
dar a esas horas —murmuró, y Daniel asintió para sí, recordando que
Patricia ya le había hablado de esos paseos—. Él conocía el trayecto que
normalmente hacemos. En realidad, aquí lo conoce casi todo el mundo. Y
nos esperó en un punto del camino.
—Y os dijo que iba a confesar, ¿no?
Ella dejó caer la cabeza con patetismo.
—Estaba muy alterado. Incluso se le formaba espuma en la boca. Parecía
enfermo… No paraba de repetir que ya no podía soportar más ese silencio y
que le daba igual aquel estúpido juramento: si no yo contaba la verdad al
día siguiente, lo haría él.
—Y por eso tuvisteis que matarlo, ¿no? —insistió Daniel al tiempo que
estudiaba la reacción de la mujer.
—¡No, no! —gimió ella mientras se llevaba las manos a las sienes y se
arañaba la piel—. Yo no sabía qué hacer, pero jamás se me pasó por la
cabeza matarlo. A ratos pensaba en plantarme en el cuartel esa misma tarde
y otros… —Sacudió la cabeza—. No lo sé, estaba en un callejón sin salida.
Además, al día siguiente teníamos una comida, y estarían aquí toda mi
familia y nuestros amigos…
—Y tu madre, ¿qué te dijo?
—Que no hiciera tonterías. Que teníamos que pensarlo bien. Me pidió
que por el momento aparentáramos normalidad. Hasta el domingo.
—Y le hiciste caso. Una vez más.
—Sí… En la cena aguanté como pude y al acostarnos… Bueno,
acordamos reflexionar sobre ello por separado durante la noche y hablarlo
por la mañana.
—Y mientras tú dormías, ella fue a solucionar el problema, ¿no? —
musitó Daniel, que, por más que se esforzaba, no lograba advertir en el
semblante de Laura señal alguna de que estuviera mintiendo.
—Yo la creí. Estuve toda la noche dando vueltas y cuando me levanté…
Ella estaba en la cocina, desayunando. Me miró con una expresión muy
rara. La noté nerviosa, pero a la vez parecía como si se hubiese quitado un
peso de encima. No sé cómo describirlo… Me llevó a la biblioteca y
entonces… —Se estremeció—. Entonces me dijo lo que había hecho.
81
Detención

En ese momento, la puerta principal crujió y se oyeron unos pasos


apresurados. Unos segundos después, Herrera y Alcalá irrumpieron en el
salón seguidos de dos agentes.
El teniente fue directo hacia Laura, y la espalda de la mujer se combó
como si hubiera recibido un latigazo.
—Señora, queda usted…
—¡Yo no lo maté! ¡Yo no sabía nada! —chilló ella, y comenzó a mover
los brazos descontroladamente.
El teniente le indicó con un gesto que se calmara.
—Podrá explicárnoslo en el cuartel, pero ahora tiene que…
—¡Nooo! ¡Nooo! Por favor, no…
—¡Estese quieta! No nos obligue a esposarla. ¿Es eso lo que quiere?
Las palabras y el tono empleado por Alcalá lograron su objetivo: tras un
último aspaviento, Laura dejó de moverse y se encogió sobre sí misma,
como un pájaro que plegara las alas.
—Yo…
El teniente alzó la mano para hacerla callar y, después, con tono
monocorde, la informó de su detención y de los derechos que la ley le
reconocía.
—Navarro, Gómez, llévenla al coche —agregó con aire marcial.
Los agentes, ambos hombres y de unos treinta años, se aproximaron a
ella. Cada uno la cogió de un brazo, por si oponía resistencia y tenían que
esposarla, pero, por fortuna, no fue necesario. Laura dejó caer la cabeza en
señal de rendición y, con la vista pegada al suelo, echó a andar hacia la
salida. En su camino no se volvió en ningún momento hacia sus familiares,
quizá consciente de que en sus rostros solo hallaría repulsa y dolor.
La puerta principal se cerró con un golpe seco, y el teniente carraspeó.
Miró a Héctor.
—Sé que es una situación difícil y que tendrán muchas preguntas, pero
necesitamos que nos dejen unos minutos a solas con Daniel. Enseguida les
avisaremos.
Héctor exhaló un suspiro y enfiló hacia el recibidor, cabizbajo. Marcos lo
siguió de inmediato, pero Elena, con los labios exangües, se mantuvo
inmóvil durante unos segundos. Le dirigió a Daniel una mirada cargada de
pesar y por un instante pareció que fuera a murmurar algo. Sin embargo, al
final la chica no dijo nada y acabó abandonando el salón precipitadamente.
Alcalá, con paso lento, fue a cerrar la puerta. Después se giró hacia
Daniel y entrelazó las manos.
—Le pido disculpas. Aquel verano, Losada y yo nos equivocamos.
Daniel sacudió la cabeza.
—No hay nada que disculpar.
El teniente inclinó el mentón ligeramente.
—Ahora ya conoce la verdad de lo que ocurrió. Y en buena medida ha
sido gracias a usted mismo. Antes ha estado brillante —dijo, y la cabo
Herrera lo secundó con un asentimiento.
Daniel no supo qué contestar. No sentía que mereciera ninguna
felicitación. Por lo pronto, necesitaba estar solo y pensar en todo lo que
había vivido y descubierto en las últimas horas.
—¿Qué será de Laura? —preguntó.
Los dos guardias intercambiaron una mirada. Fue Alcalá el que tomó la
palabra.
—De momento, vamos a interrogarla. Y luego ya veremos. Por cierto,
¿tiene a mano el billete de tren de su padre? Lo necesitaremos para el
atestado.
Daniel le respondió que lo tenía en su habitación, sobre el escritorio.
—Mañana le llamaré para que nos lo traiga al cuartel, ¿de acuerdo?
—No hay problema.
—Bien. —El hombretón se levantó unos centímetros la manga de la
cazadora y echó un vistazo a su reloj—. Ahora márchese a casa, con su
familia. De todo lo demás ya nos encargamos nosotros. Ah, y no se pare a
hablar con los periodistas que hay en la calle, por favor. No les diga nada.
—¿Periodistas?
—Hace unos minutos había varios, y calculo que ya habrán llegado más.
—Pero ¿cómo…?
—Alguien debió de vernos esperando en los jardines. Mientras Laura
terminaba de confesar. Y les ha dado el chivatazo. No les haga caso, ya
hablaremos nosotros con ellos. Usted vaya directamente a ver a su hermano.
No sería justo que se enterara de esto por los medios, ¿no cree?
Daniel comprendió que, con esas palabras, el teniente le daba permiso
para contarle toda la verdad a Ramón. Murmuró un agradecimiento, y los
dos le sonrieron.
En el vestíbulo se topó con los familiares de Laura, que se hallaban de
pie junto a la cómoda, esperando. Los tres seguían deshechos. Tenían la piel
cetrina y los párpados abultados, y solo Elena reaccionó ante su presencia.
Primero lo observó intensamente, con los ojos llorosos, y luego se acercó a
él y buscó cobijo en su pecho, tal y como había hecho en los jardines hacía
algo más de una hora. Daniel la abrazó con fuerza y, por un momento,
mientras la chica sollozaba, le pareció ver en ella el reflejo de su propia
desgracia, treinta y dos años después. Esperaba que fuese lista y no
cometiera sus mismos errores.
Tras unos segundos, le enjugó varias lágrimas y se separaron. Se
despidieron con una última mirada, y él salió a los jardines.
Los flases de varias cámaras de fotos destellaron en la oscuridad.
82
Caso cerrado

Mañana del martes 27 de noviembre de 2007

Daniel estaba terminando de desayunar. La noche anterior se había dormido


tarde, y cuando se despertó eran ya las diez y media. Para entonces ya no
quedaba nadie en el piso; su hermano y Silvia debían de estar en la librería,
e Isabel, en el colegio.
Se había llevado un par de galletas y la taza de café a su habitación, y en
el ordenador tenía abiertas varias pestañas con la edición digital de diversos
periódicos. Sin embargo, hacía unos cuantos minutos que no les prestaba
atención. No podía dejar de pensar en lo sucedido el día anterior y, en
concreto, en la entereza con la que su hermano había digerido toda la
verdad sobre su padre y los Orduña. Por la noche, nada más regresar de la
casona, les pidió a él y a Silvia que lo siguieran al salón y allí, sentados en
el sofá mientras Isabel permanecía en su habitación, les desveló todo lo
acontecido. Fueron más de dos horas de narración durante las cuales el
rostro de Ramón fue mudando del estupor a la ira, de la ira a un efímero
abatimiento, y luego a la resignación. Durante el relato, no hizo ningún
comentario, pero a Daniel no le resultó difícil adivinar lo que sentía en cada
momento.
«No le dediques más pensamientos a esto. No merece la pena». Eso fue
lo que Ramón le dijo cuando él dejó de hablar, como si con ello pretendiera
dar por cerrado el asunto. Acto seguido, se acercó, le pasó una mano por los
hombros y, apretándole la parte trasera del cuello, añadió en un susurro:
«Estamos aquí. Juntos. Y eso es lo que importa».
Daniel dio un pequeño sorbo y se recordó a sí mismo asintiendo ante las
palabras de su hermano. Ramón tenía razón, se dijo. No merecía la pena.
Echó otra ojeada a la prensa. Por lo que había podido comprobar, no solo
los medios regionales se hacían eco de la detención de Ángeles y Laura;
también los nacionales aludían a ello. Y aunque a los periodistas aún les
faltaban algunos detalles, en las publicaciones se analizaban
pormenorizadamente ambos casos y el nexo que supuestamente los unía: la
relación secreta entre Laura Orduña y Guillermo Somoza; una historia de
amor que había permanecido oculta durante décadas y que, al parecer, no
solo permitía esclarecer la muerte de Arturo Vallejo, sino que también daba
un vuelco al denominado «caso Orduña», en el que se había culpado a un
inocente.
Esas noticias eran las que habían motivado que su amigo Álex lo hubiera
llamado exaltado hacía algo más de media hora. Daniel había tardado varios
minutos en calmarlo y hacerle ver que todo estaba solucionado y que se
encontraba bien. Luego le había anunciado la decisión que había tomado la
noche anterior, tumbado en la cama: volvería a Madrid en breve, quizá esa
misma tarde, en cuanto el teniente le confirmara que la investigación estaba
cerrada.
Para hablar con Aldaya.
Para recuperar lo que había estado a punto de perder para siempre.
Álex había reaccionado celebrándolo, y después se habían despedido con
la promesa de verse muy pronto en aquellos pasillos enmoquetados.
Daniel estaba apurando el café cuando su teléfono comenzó a vibrar
sobre la mesa. Por un instante pensó que podría ser Marta, pero en la
pantalla leyó el nombre de Alcalá. Descolgó.
—Buenos días, teniente.
—¿Está en casa?
—Sí.
—Necesitamos que nos traiga el billete de tren. Pero no al cuartel.
—Ah, pues donde usted di…
—¿Puede venir al juzgado?
A Daniel aquella petición le extrañó.
—¿Al juzgado?
—Sí. Ya hemos puesto a Laura y a Ángeles a disposición judicial. Solo
falta el billete para unirlo al atestado como anexo. Con eso terminamos
nuestra parte.
—Deme quince minutos.
—De acuerdo.
Daniel se metió a toda prisa en la ducha y poco después se dirigió hacia
el alargado edificio de color blanco que acogía la sede de los juzgados en
Reinosa.
Un guardia civil apostado a la entrada, que ya estaba informado de su
llegada, lo condujo directamente al fondo de un largo pasillo donde Alcalá
y Herrera estaban charlando.
Daniel se les aproximó y les tendió el billete. El teniente lo cogió con
cuidado y le dio las gracias.
—No se marche, por favor. Enseguida estaremos con usted —dijo, y acto
seguido llamó con los nudillos a la puerta de madera que tenían enfrente.
Al otro lado se oyó una voz femenina que dijo «Pase», y los dos agentes
desaparecieron en el interior de lo que a Daniel le pareció un despacho.
Unos minutos más tarde, los guardias regresaron al pasillo.
—Ya está —anunció Alcalá—. Solo falta que su señoría les tome
declaración. Aunque nos ha adelantado que tiene clara la decisión.
Daniel lo miró interrogativamente.
—Prisión provisional para Ángeles —le reveló el teniente—. Y Laura
quedará en libertad.
A Daniel aquello no le sorprendió.
—Porque no hay pruebas contra ella, ¿no?
—Así es. No tenemos ni un solo indicio de que estuviera involucrada en
el plan para envenenar a Arturo. El crimen la benefició, sí, pero… Anoche
nos negó que participara o tuviera algo que ver. Y Ángeles lo corroboró:
nos aseguró que actuó por su cuenta porque sabía que su hija se opondría.
—La verdad es que ayer no me dio la impresión de que Laura mintiera
—admitió Daniel.
—A nosotros tampoco nos lo parece —intervino la cabo Herrera.
Alcalá secundó la afirmación de su compañera con un gesto y luego
apuntó:
—Respecto a lo ocurrido en el año setenta y cinco, como ya le comenté
el domingo en la comandancia, cualquier delito de esa época ha prescrito.
Da igual que el disparo que realizó Laura fuera o no un accidente. Ha
pasado mucho tiempo y no se la puede juzgar por aquello. Por cierto, hemos
cotejado sus huellas con las que quedaron sin identificar en el revólver.
Coinciden.
—Entonces todo está aclarado, ¿no? —quiso asegurarse Daniel.
—Bueno, aún está pendiente todo el proceso judicial contra Ángeles por
lo de Arturo, pero sí, entre las pruebas y la confesión…, puede dar ambos
casos por cerrados —dijo Alcalá con satisfacción—. Ahora solo nos queda
esperar al abogado. Nos acaba de decir que está reunido con la familia y
que llegará en unos minutos.
Daniel asintió y vio que Alcalá le tendía la mano y le sonreía.
—Ha sido un placer, Daniel. De verdad. Cuídese mucho.
Comprendió que había llegado el momento de despedirse y que
probablemente ya no volverían a coincidir. Intercambió con el hombre un
apretón y luego hizo lo mismo con la cabo Herrera.
Les devolvió la sonrisa.
—Gracias por todo. Y cuídense ustedes también.
83
Un abismo

Daniel pasó por delante del agente que custodiaba la entrada y se dispuso a
abandonar el edificio. Ya estaba franqueando la puerta cuando reparó en un
hombre rubio que en ese momento se dirigía hacia los juzgados.
David…
Sus rasgos habían cambiado, se le habían endurecido, pero esos ojos
grises… esos ojos eran los mismos.
Al verlo, una náusea le subió por la garganta, y de pronto tuvo la
sensación de que a su alrededor la temperatura caía de golpe y todo
avanzaba más despacio, como si el tiempo se estuviera congelando. Sintió
el impulso de apartar la vista, de desviarla al suelo para fingir que no se
había fijado en él, pero, tras meditarlo, se obligó a no hacerlo.
David caminaba distraído junto a un tipo que, por su atuendo y el maletín
que llevaba en la mano, a todas luces parecía abogado. Probablemente fuera
el mismo al que estaban aguardando los guardias civiles y la jueza.
Daniel jamás habría esperado encontrarse con el sobrino de Lorenzo
Orduña allí, al pie de los juzgados y en esas circunstancias, y se figuró que
él tampoco, puesto que, en cuanto se percató de su presencia, David se
sobresaltó y frenó en seco. El letrado, extrañado, giró el cuello hacia su
acompañante en busca de una explicación, pero no obtuvo respuesta.
Los dos antiguos amigos se estaban mirando fijamente, como si se
calibraran.
Y así permanecieron unos instantes, hasta que David bajó la cabeza.
Luego, ambos reemprendieron el camino y unos segundos después se
cruzaron sin decirse nada, separados por un abismo.
84
Volver

Eran las cinco y media de la tarde cuando Daniel abrió el coche e introdujo
su equipaje en el maletero.
—Antes he hablado con Marta —le dijo en un susurro a su hermano, que
se encontraba a su lado—. Me ha llamado mientras echabais la siesta.
Ramón lo estudió con detenimiento.
—¿Y qué te ha dicho?
Daniel cerró el maletero y se apoyó en la carrocería rayada mientras
esperaban a que Silvia e Isabel bajaran a despedirse.
—Que lo ha leído todo en la prensa. Y que estará ahí para lo que
necesite. —Hizo una pausa, y a continuación aclaró—: Como amiga.
Su hermano guardó un elocuente silencio, y Daniel se metió las manos en
los bolsillos.
—Dice que no puede dar marcha atrás. No después de todo.
Ramón suspiró y le palmeó el hombro con delicadeza.
Unos segundos más tarde, la puerta del portal se abrió e Isabel, que se
había soltado de la mano de su madre, corrió hacia su tío. Lo abrazó por la
cintura.
—¡Vuelve pronto, tío Dani!
—En unos días —prometió él.
—¡Eso, eso!
Pasaron varios minutos despidiéndose junto al vehículo, hasta que Daniel
arrancó el motor y agitó la mano por última vez.
Condujo con lentitud por la avenida La Naval y, antes de torcer hacia la
calle Julióbriga, se tomó un momento para encender un cigarrillo y cambiar
de canción.
Las notas del piano de Bill Evans se esparcieron por el habitáculo y le
trajeron el recuerdo del viaje que había hecho cuatro días antes, con la
misma melodía de fondo, pero en unas circunstancias bien diferentes.
Dio una calada y miró por el retrovisor interior.
Se marchaba de allí. Pero no huía.
Agradecimientos

A Toni Hill y al equipo de profesionales de Grijalbo y Penguin Random


House, por confiar en mí y en esta historia, por su cercanía, su entusiasmo,
sus valiosos consejos y el cariño y el esfuerzo que han puesto para que la
novela llegara a los lectores de la mejor manera posible.
A mi madre, por estar ahí en todo momento, apoyándome de manera
incansable y con la mayor de las ilusiones.
A mi padre, por sus útiles observaciones y comentarios, por creer en mí y
por transmitirme desde bien pequeño la pasión por la lectura.
A mi hermana, mi mayor fan, por sus ánimos y los buenos ratos que
pasamos cada vez que nos vemos. Aunque últimamente nos resulta más
difícil coincidir, la tengo muy presente.
A Pilar, por estar a mi lado, por su complicidad y por sus palabras de
aliento que siempre me hacen avanzar. Toda mi gratitud también por
acompañarme a descubrir escenarios para mis historias. Así encontramos,
casi por casualidad, la avenida La Naval.
A mis abuelas, tíos y primos, por arroparme y emocionarse con esta
aventura.
A mi amigo Tomás, que desde que éramos niños siempre confió en que
algún día escribiría novelas.
A Diego, por su amistad y su generosidad al resolverme todas y cada una
de las dudas que tenía sobre procesos químicos y siderúrgicos.
Al resto de mis amigos, fundamentales en mi vida.
A mis compañeros de despacho, con quienes es una suerte trabajar. Y,
muy especialmente, a Enrique y a Luis, por sus aportaciones y sugerencias.
A Isidoro, cabo primero de la Guardia Civil, por su gentileza, una vez
más, a la hora de informarme sobre protocolos policiales y asesorarme para
que la trama fuese lo más realista posible.
A Iñaki, por su interés y su inestimable ayuda.
A José Luis, por todas las explicaciones que dio sobre la vida en Reinosa
en 1975 y su extraordinaria disposición a echarme una mano en todo lo
necesario.
A Pilar, directora del Instituto de Medicina Legal de Cantabria, por
orientarme sobre varias cuestiones de carácter médico-forense y hacerlo con
tanta amabilidad.
A Fernando, que, sin ni siquiera conocerme, accedió a reunirse conmigo
una fría tarde de febrero en una cafetería de Reinosa para hablarme de La
Naval y del movimiento sindical en los años setenta.
Y, sobre todo, a vosotros, lectores, que hacéis que estos personajes
cobren vida. Gracias de corazón por formar parte de este apasionante viaje.
Pasado y presente se entrelazan con maestría en
esta novela intensa y absorbente escrita por uno
de los autores revelación del thriller nacional.

A muy corta edad, la vida de Daniel se vio truncada por un terrible suceso:
una mañana de septiembre de 1975 su padre fue acusado del asesinato del
empresario más importante de Reinosa. Tras ser detenido, el hombre
confesó los hechos y se suicidó.

Incapaz de soportar ese peso, Daniel huye y se instala en Madrid, donde


terminará trabajando como abogado en un prestigioso bufete. Sin embargo,
nunca ha superado la lacra de lo que sucedió. Treinta y dos años después
del crimen, su mundo se derrumba de nuevo, y, sin nada a lo que aferrarse,
decide volver al lugar donde creció.
Lo que no imagina es que al llegar se topará con un detalle inexplicable que
le llevará a cuestionarse todo lo que supuestamente ocurrió aquel lejano
verano. ¿Y si, a pesar de todo, su padre no disparó contra ese hombre?

¿Y si él nunca fue el hijo de un asesino?


Pablo Alaña (Castelló de la Plana, 1991) es un escritor con raíces vascas y
gallegas que vive en Santander desde los ocho años, donde trabaja como
abogado. Es licenciado en Derecho por la Universidad de Cantabria y ha
cursado el máster en Derecho de la empresa de las Universidades de Deusto
e ICADE. Con su primera novela, La sospecha eterna (Versátil), obtuvo el
Premio València Nova de Narrativa en castellano 2022. Ahora llega a
Grijalbo con El hijo del asesino , un absorbente thriller literario que
encierra heridas familiares y secretos que se resisten a ser descubiertos.
Primera edición: enero de 2025

© 2025, Pablo Alaña


© 2025, Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

Diseño de portada: Pino Sartorio


Imágenes de portada: © iStock

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ISBN: 978-84-253-6937-7

Compuesto en Comptex & Ass., S.L.

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Índice
El hijo del asesino
Detonación
Primera parte
1. La chica
2. Un accidente

3. Miedos y obsesiones
4. Asesino

5. Silencio
6. Estallar

7. Pedazos
8. Vuelta a casa

9. La confesión
10. El billete de tren

11. Tiempos difíciles


12. Perdón

13. Elena
14. Vivir así

15. La nieta de Lorenzo Orduña


16. El día de la fiesta

17. El disparo
18. El hombre tras el muro

19. La fiesta
20. Humo

21. Una advertencia


22. Asuntos urgentes

23. Arturo
24. Poder

25. El abrazo
26. Una eternidad

27. Manchas de barro


28. Cierre en falso

29. Encender la mecha


30. María Güemes
31. Cuentas pendientes

32. Una salida inesperada


33. Mentiras

34. Temblor
35. La huida

36. Pisadas
37. El despido

38. Niebla negra


Segunda parte
39. Luces
40. Presión

41. Francisco Alcalá


42. La tercera huella

43. La visita
44. La punta de iceberg

45. La escena del crimen


46. Alguien está matando

47. Recuerdo de Jesús Posadas


48. Marta

49. Cerrar heridas


50. Unas deportivas y una carta

51. Peligro
52. La última cena

53. Penumbra
54. Barcas contra la corriente

55. Miedo
56. La sombra

57. Una pose


58. Descartes

59. Los brasileños


60. Sales blancas

61. Espera
62. El juramento

63. La verdad
64. El secreto

65. Destaparlo todo


66. Cabos sueltos

Tercera parte
67. Traidor

68. Uñas y dientes


69. Tinieblas

70. El fin de los días felices


71. La carta

72. Relámpago
73. Un reportaje

74. Conmoción
75. Toda la verdad

76. El plan
77. Huir

78. Tiempo
79. Culpable

80. Matar
81. Detención

82. Caso cerrado


83. Un abismo

84. Volver
Agradecimientos
Sobre este libro
Sobre Pablo Alaña
Créditos
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