Normalidad y Anormalidad en Psiquiatria 2019
Normalidad y Anormalidad en Psiquiatria 2019
Normalidad y Anormalidad en Psiquiatria 2019
MARZO 2019
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Psicología * Universidad de Magallanes
INTRODUCCIÓN
Normalidad viene de norma. El sentido original de la palabra latina norma es escuadra. En latín
ángulo recto se dice angulus normalis. Este sentido geométrico de la palabra norma se conserva en
otros términos vinculados a ella, como regla, por ejemplo. El significado común a todas estas
palabras es el de medida adecuada y a su vez determinante. Si nos remontamos a su equivalente
en griego, gnomon, nos encontramos con que los helenos también empleaban esta palabra para
decir medida, escala o regla graduada, pero que su sentido original era reloj de sol o más
precisamente, “puntero de reloj de sol”. Para Tellenbach (1979) este significado primordial de la
palabra norma encierra la cualidad más substantiva de la norma y la normalidad, pues representa
el encuentro del hombre y la naturaleza en torno a una medida. El hombre fabrica un disco y un
puntero con el objeto de medir la rotación cósmica, vale decir, la norma de la naturaleza en su
movimiento perfecto, pero ella debe ser leída por el hombre, pero no por cualquiera, sino por un
“conocedor”, alguien que sabe leer el tiempo y es capaz de medir y apreciar su perfecta
regularidad.
Con otras palabras, el hombre adquiere su conocimiento sobre lo que es normal y normativo a
través de su trato con el mundo de la naturaleza, pero ocurre que él también es naturaleza y tiene
que ser capaz de encontrar en sí mismo las medidas o normas a priori. Ha sido la tarea de la filosofía
a lo largo de los siglos el develar estas estructuras a priori de nuestra naturaleza, de nuestra
1
existencia.
Como ejemplos de estas concepciones del hombre que han servido de criterios normativos con
respecto a los cuales se han podido determinar las distintas formas y grados de desviación que
llamamos “enfermedades”, podemos mencionar la ética aristotélica, la idea de organismo surgida
en la Medicina a partir del siglo XVII, la antropología kantiana, la visión científico-natural del
cuerpo que se forja a lo largo del siglo XIX y más recientemente esta nueva, profunda y
revolucionaria descripción del ser del hombre en la obra de Heidegger (1963). Los primeros
trabajos de Ludwig Binswanger (1957) sobre la esquizofrenia representan un ejemplo de cómo
definir una enfermedad mental con respecto a la norma propuesta por Heidegger.
Hay conceptos que se emplean con frecuencia como sinónimos de anormalidad o de enfermedad,
y que sin embargo, encierran diferencias fundamentales. Es el caso, por ejemplo, de la anomalía,
cuyo sentido etimológico es muy distinto, pues significa desigualdad, aspereza. Omalos designa
en griego aquello que es unido, igual, liso y por lo tanto, an-omalos es lo desigual, rugoso, irregular.
Tenemos entonces que en estricto rigor “anomalía” es un término descriptivo que designa un
hecho, mientras “anormalidad” implica, como veíamos, la referencia a un valor. Para Canguilhem
(1983) “la anomalía es un hecho biológico que tiene que ser tratado como tal, es decir, que la ciencia
natural tiene que explicarlo y no apreciarlo” En el campo de la anatomía lo anómalo significa lo
insólito, lo desacostumbrado, aquello que se aleja, por su organización, de la gran mayoría de los
seres con los cuales debe ser comparado. Las anomalías se dividen en variedades, vicios de
conformación, heterotaxias y monstruosidades. En el campo de la psiquiatría este término tiene
muy poco uso, aun cuando podría aplicarse a formas extremas de trastornos de personalidad.
Nos detendremos a examinar primero el problema de la anormalidad y la enfermedad en el campo
de la medicina somática, asunto que se confunde, por cierto, con la historia misma del concepto de
enfermedad. Como no podemos tratar el tema in extenso, nos limitaremos a señalar algunos hitos
en la evolución del pensamiento humano al respecto. Una de las formas más antiguas de concebir
la enfermedad era “el considerar a todo enfermo como un hombre al cual se le ha agregado o
quitado un ser”. La enfermedad entra y sale del hombre, como los parásitos o los maleficios. El
descubrimiento, muchos siglos más tarde, de los microbios vino a confirmar en cierto modo esta
concepción llamada “ontológica” de la enfermedad, siendo uno de sus derivados más típicos el
“localizacionismo”. El reconocimiento, por su parte, de la importancia del terreno individual en la
patogénesis, vino a cuestionar seriamente esta idea de la enfermedad. La concepción contraria la
tuvieron los griegos: una concepción no ontológica, sino dinámica, no localizacionista, sino
globalizante. Para ellos la naturaleza, la physis, era armonía y equilibrio y el enfermar era la
pérdida de esa armonía. La enfermedad no estaba radicada en ninguna parte específica, sino que
era la totalidad del ser la que había perdido su orden interno, su norma. Pero la enfermedad no era
sólo pérdida del equilibrio; también podía resultar del esfuerzo de un organismo por mejorarse en
el sentido más profundo, en el de lograr un nuevo nivel de salud para alcanzar la sophrosyne
(Dörr-Zegers, 1996), ese estado de sensatez y sabiduría al que aspiraba todo griego. El médico debía
aprovechar en su acción terapéutica las tendencias autocurativas del organismo humano, para lo
cual tenía que prescribir la diaita (dieta) adecuada. Ésta no sólo se refería a la salud del cuerpo,
sino también a la del alma, dada su estrecha relación con la educación o paideia: “Siguiendo una
2 dieta adecuada las almas adquirirán inteligencia y agudeza superiores a las que tenían por
naturaleza”, nos dice Platón en “Las Leyes” (Libro V, p. 1361). Pero si la dieta de los sanos estaba
orientada hacia la conservación de la salud, único estado que permitía alcanzar la virtud y la
sabiduría, la dieta para los enfermos pretendía restablecer “sin violencia y con tino el orden de la
divina naturaleza que el azar de la enfermedad había alterado” (Laín Entralgo, 1986).
A lo largo de la historia las representaciones que los médicos han tenido sobre la enfermedad han
oscilado entre estas dos visiones contrapuestas: la enfermedad como algo que falta o que se agrega
a un organismo (concepción ontológica) y la enfermedad como pérdida de la armonía del todo
(concepción dinámica o funcional). Las enfermedades carenciales así como las infecciosas y
parasitarias dan razón a la primera forma de concebir la enfermedad, mientras las endocrinas y
todas aquellas con prefijo dis- se pueden comprender mejor desde la segunda. Pero ambas tienen
en común el considerar a la enfermedad como una lucha, ya sea entre el organismo y un agente
externo o entre fuerzas internas contrapuestas.
Karl Jaspers (1959) también se preocupa del problema, pero incorporando un elemento novedoso
al concepto de anormalidad en Medicina: el papel que le corresponde a “lo que se piensa” en un
momento histórico determinado. Así, en su Psicopatología General afirma: “El médico es quien
menos se rompe la cabeza pensando en lo que significa ‘sano’ o ‘enfermo’. Él tiene que ocuparse -
y en forma científica- de los procesos vitales y de las enfermedades; pero lo que sea (realmente) el
‘estar enfermo’ depende menos del juicio de los médicos que del de los pacientes o de las ideas
predominantes en un ámbito cultural particular”. (p. 652). Y más adelante agrega: “En las
enfermedades somáticas la cosa es relativamente simple. Lo que se desea es vida, larga vida,
capacidad reproductiva, capacidad de rendimiento físico, fuerza, resistencia a la fatiga, ausencia
de dolor, un estado en el cual se note lo menos posible el cuerpo...” (p. 652).
Con el objeto de entender mejor la profunda diferencia que existe entre ambos tipos de
anormalidades, las que tienen fundamento orgánico y las que no, haremos una digresión sobre lo
que significa el diagnóstico en la Medicina en general y en la psiquiatría en particular, porque es
en esta parte del acto médico donde más claramente se muestra la necesidad de aunar la actitud
4 teórica y la actitud práctica en Medicina, aquella que se pregunta por lo que significa el “estar
enfermo” y la que se limita a curar al enfermo.
Diagnosticar significa afirmar la existencia de una enfermedad determinada y está, por ende,
íntimamente ligado a un conocimiento previo de aquello que se diagnostica.
Puedo diagnosticar una hepatitis, porque he aprendido antes en qué consiste: un proceso
inflamatorio hepático provocado por la acción de un virus; y puedo emitir un pronóstico sobre la
evolución por experiencia ya sea propia o transmitida.
Pero lo que el médico constata empíricamente no es la enfermedad misma, que en cierto modo no
se “ve”, sino los síntomas, sus manifestaciones. Yo no “veo” la hepatitis, sino el color amarillo de
la piel, el malestar que el enfermo me comunica y luego los exámenes de laboratorio. Se podría
afirmar que éstos han contribuido decisivamente al conocimiento de las enfermedades, porque han
permitido sacar a luz nuevos eslabones de este proceso fisiopatológico que es la enfermedad. En
suma y si consideramos al síntoma en su acepción más general como “manifestación”, como algo
que aparece, en contraposición a la enfermedad, que nunca se muestra en su totalidad, podríamos
decir que el diagnóstico consiste en el acto de inferir un proceso morboso conocido previamente
desde una serie de síntomas constatados en forma empírica (Haefner, 1959).
El psicoanálisis y en general todas las llamadas psicologías profundas prescinden del postulado de
la enfermedad orgánica basal, desviando la causalidad hacia lo psíquico. En lugar de enfermedades
se habla aquí de conexiones dinámicas, de regiones o instancias de lo psíquico sometidas a
principios energéticos reguladores. En este juego dinámico en permanente evolución se esconde la
posibilidad del fracaso, de la perturbación del “equilibrio psíquico” en el enfrentamiento con el
mundo y con los otros. Un nuevo equilibrio logrado sobre la base de “compromisos” y
“concesiones” entre las diferentes instancias será el origen de los síntomas neuróticos. Estas
5 conexiones están también sometidas al principio de la causalidad, tomado en su sentido más
amplio. Y por eso en el contexto del psicoanálisis el síntoma sigue siendo el único elemento
“visible” de una conexión funcional oculta que permite sacar conclusiones sobre el acontecer
patológico, puesto que las legalidades de este proceso son previamente conocidas en el marco de
la teoría psicoanalítica.
Como vemos, en los dos tipos de psiquiatría, tanto en la que sigue el paradigma médico como en
la dinámica, el síntoma o rasgo es el elemento externo, visible, de un proceso invisible y el
diagnóstico consiste en establecer la conexión entre ambos.
Pero ocurre que este procedimiento diagnóstico se basa en dos presupuestos que no se cumplen en
la mayoría de las perturbaciones psíquicas, con excepción de los cuadros orgánico-cerebrales: que
tanto la legalidad de la conexión funcional como la enfermedad en su contenido material tienen
que ser previamente conocidos, al menos en parte. Con el objeto de salvar este inconveniente creó
Kurt Schneider (1951) eso que Hofer (1954) llamara “el concepto lógico-racional de síntoma”, en el
cual se afirma una relación puramente empírica y estadística entre, por ejemplo, los síntomas de
primer orden y la supuesta enfermedad orgánica subyacente. Según Müller-Suur (1958), este
concepto de síntoma de la psiquiatría schneideriana y que han seguido los DSM a partir del
número III, tiene el serio inconveniente de caer en permanentes tautologías. Pues, al desconocer la
enfermedad basal y los eslabones que la vinculan al síntoma, el psiquiatra tiene que diagnosticar,
v. gr., una esquizofrenia por el “carácter esquizofrénico” de sus síntomas y no por la mera
presencia de uno o de varios de ellos, como ocurre con la hepatitis. Ésta se diagnostica una vez por
los pródromos, otra por el color de la piel, otra por los exámenes de laboratorio y la mayor parte
de las veces por varios de estos elementos, todos objetivos y captables empíricamente y en ningún
momento el médico se ve obligado a diagnosticarla por el carácter “hepatítico” de algunas de sus
manifestaciones.
Hemos hecho esta digresión con el objeto de mostrar las complejidades del proceso diagnóstico en
psiquiatría y lo cuestionables que aparecen los llamados diagnósticos operacionales, como ha sido
señalado certeramente por Schwartz y Wiggins (1987). Pero, a pesar de las dificultades inherentes
al proceso de establecer el límite entre lo normal y lo anormal en el campo de los cuadros
endógenos, los psiquiatras debemos enfrentar a diario el problema de determinar si alguien está o
no “psicótico”, vale decir, si es psíquicamente anormal o no. La pregunta es: ¿cuál es la norma que
se altera o desvía en las psicosis o, más concretamente, en las esquizofrenias? Porque en el caso de
las enfermedades del ánimo, pareciera ser más fácil localizar la anormalidad en una desviación
cuantitativa del nivel del ánimo, pero en la esquizofrenia, ¿qué es lo que se ha desviado?, ¿la
percepción?, ¿la cognición?, ¿el rendimiento?, ¿la conducta? Es cierto que hay pacientes que
presentan alucinaciones auditivas y delirios, algo poco habitual entre la gente corriente. Pero
también es cierto que se diagnostica la esquizofrenia “simple”, la “pseudoneurótica”, la “larvada”,
la esquizofrenia “residual” o el “defecto esquizofrénico” y en ninguna de estas formas de
presentación hay síntomas “objetivos”. ¿Significa entonces que frente a las psicosis endógenas no
podemos librarnos de la tautología, como decía Müller-Suur (1958)? En todo caso, ello no nos exime
de reflexionar sobre lo que pueda ser “lo esquizofrénico”.
En nuestra opinión, quien hizo los aportes más fundamentales a esta cuestión no fue un psiquiatra,
6 sino un filósofo y no precisamente contemporáneo: Immanuel Kant. Éste describió a fines del Siglo
XVIII tres tipos de locura con los nombres de dementia, insania y vesania, todas las cuales
corresponden a distintas formas de lo que hoy conocemos como esquizofrenia y en su intento de
determinar sus rasgos esenciales y comunes, dice textualmente: “La única característica general de
la locura es la pérdida del sentido común y la consiguiente arbitrariedad de su lógica”. Y luego
agrega: “Por cuanto es una prueba subjetiva necesaria de la rectitud de nuestros juicios y por ende
también de la salud de nuestro entendimiento el que lo mantengamos siempre en referencia al otro,
sin aislarnos con él ni empezar a emitir juicios públicos desde nuestras representaciones propias”.
Si uno sigue rigurosamente la sistemática de Kant se encuentra también con una clara
diferenciación entre lo que hoy llamamos psicosis exógenas y endógenas, obedeciendo cada una
de ellas a la ruptura de normas diferentes. Las primeras consistirían en desviaciones con respecto
a estructuras a priori y serían la condición de posibilidad del percibir, de la conciencia y
secundariamente de las cogniciones y de la memoria: vale decir, en ellas estaría alterada la relación
cuerpo-alma o psique. En cambio, en las psicosis endógenas la norma perdida sería aquella
vinculada a la relación psique-mundo, expresada en la pérdida del sentido común. Famoso es el
ejemplo de Bumke (1948) de aquel padre que para Navidad le regaló a su hija enferma de cáncer
un ataúd.
Este caso, visto por Binswanger (1956) como un extremo de la extravagancia, correspondería a una
alteración cualitativa del sentido común, por cuanto Kant también hizo otra distinción de alto
interés para nosotros: entre perturbaciones cualitativas y cuantitativas del sentido común. Las
primeras, como vimos, corresponderían a las psicosis que hoy conocemos como esquizofrenias.
Las segundas, en cambio, serían la base de lo que hoy entenderíamos como trastorno de
personalidad. En la línea de lo planteado por Kant habría que considerar los interesantes aportes
de Blankenburg (1971) acerca de la “pérdida de la evidencia natural” en la esquizofrenia.
ANORMALIDAD Y GENIALIDAD
El caso de los genios termina por cuestionar, en nuestra opinión, el criterio de la norma promedio.
Jaspers mismo afirmó tempranamente al respecto: “El análisis patográfico de personalidades
extraordinarias muestra cómo la enfermedad no sólo no interrumpió ni destruyó sus vidas, sino
cómo ellos pudieron crear a pesar de la enfermedad y más allá de eso, cómo a través de ella
lograron mostrar los abismos y profundidades de la condición humana”. Continuando
investigaciones anteriores (Dörr-Zegers, 1986, 1997, 1998), nos detendremos en este punto en un
intento de hacer un aporte personal. Los genios se salen por cierto de la norma promedio desde
muchos puntos de vista, empezando por su capacidad intelectual y su creatividad. Pero ocurre que
la mayoría de ellos ha mostrado, además, rasgos de personalidad muy anormales y no costaría
mucho clasificarlos en algunos de los tipos de trastorno de personalidad en boga. Otros han sufrido
de cuadros angustiosos severos que los norteamericanos diagnosticarían como “desorden de
ansiedad generalizada” o de francos cuadros depresivos. Y sin embargo, cuesta sindicarlos como
“psicópatas” o “neuróticos”, puesto que muchas veces se puede demostrar que esa misma
anormalidad o ese sufrimiento derivado de los síntomas fue el estímulo que los empujó hacia una
dimensión superior del espíritu (religión, filosofía, literatura o arte), con el resultado de una obra
genial.
En nuestro desarrollo tomaremos dos ejemplos, uno el del filósofo danés Soeren Kierkegaard y
otro, el del poeta alemán Rainer Maria Rilke. El primero correspondería a un “trastorno de
personalidad” y el segundo, a una “neurosis” o quizás a una “depresión neurótica”.