Al Otro Lado de La Montaña (Parte 2)
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SEGFUNDA PARTE
Capítulo VII
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char de nuevo aquel latido sordo que tanto nos había afecta-
do mientras estábamos en la gruta; la palpitación, como ya
sucediera antes, parecía provenir de muy lejos.
Empezamos a atravesar aquel desierto de minúsculas are-
nas que una suave brisa levantaba en ondulantes remolinos. A
lo lejos, la zona de color más oscuro que se extendía a los pies
de las gigantescas montañas, las cuales se difuminaban en el
profundo color rojizo del cielo, parecía cada vez más irreal se-
gún declinaba la tarde. Albergábamos la absurda esperanza de
llegar a las montañas recién caída la noche. Mientras tanto,
mi hambre era tan intensa que empecé a marearme. Toine
tuvo que sostenerme varias veces para evitar que me cayera.
Aunque él padecía los mismos sufrimientos, se las arregló
para lanzarme palabras de ánimo de cuando en cuando.
Nuestro avance se veía considerablemente retrasado por cul-
pa del agotamiento. El sol, en su declive crepuscular, ya estaba
muy bajo en el horizonte y hacía que brillase como una enor-
me espada de acero al rojo vivo. El cielo, invadido poco a
poco por la oscuridad de la noche, adoptó un matiz violáceo.
En ningún momento del día pudimos vislumbrar la más leve
tonalidad azul. Por fin, un manto de oscuridad cayó sobre el
mundo y las estrellas desconocidas fueron apareciendo en sus
lugares correspondientes.
–Paremos aquí –dijo Toine–. Si seguimos es posible que
acabemos caminando en círculos, y eso sería aún peor.
Nos tumbamos en la arena. Resultaba tan suave como el
terciopelo. La brisa, que seguía soplando suavemente,
empujó algo de arena sobre nuestros rostros, y parecía como
una especie de caricia infantil.
No hablamos. Pero, en medio de las sombras, supuse que
Toine, al igual que yo, estaba observando aquellos cielos des-
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Capítulo VIII
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Capítulo IX
Me desperté envuelto por la luz del día. Los rayos del sol
se introducían entre las rendijas de las ramas con las que
estaba construida la choza, reflejándose en el suelo. Toine
había salido. Completamente solo, empecé a fantasear. Me
había despertado con una sensación de bienestar como ha-
cía mucho que no sentía. ¿Acaso era una consecuencia de las
patatas que había cenado la pasada noche? ¿Me habían ayu-
dado a recobrar mis antiguas energías? Por desgracia, al mi-
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Capítulo X
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Capítulo XI
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–Tú también.
Toine se miró.
–En ese caso, chico, es que nosotros también estamos
malditos, como el propio bosque.
Me sentía tan contento por seguir aún con vida que esta-
llé en carcajadas. Eso hizo que Toine se enojara. Pero pronto
se calmó y puso una mano en mi hombro.
–Perdona, chico, creo que, con todos estos extraños
sucesos, estoy perdiendo mi sentido del humor.
Le sonreí. Al verle en aquel curioso estado, empecé a pen-
sar que quizás no andaba muy descaminado al decir que está-
bamos malditos. Por fin la inquietante luz comenzó a desva-
necerse y la noche volvió a recuperar su antigua serenidad.
Al igual que ya sucediera antes, ambos nos sumergimos
en un profundo sueño. Algo que no era la angustia ni el can-
sancio –o, al menos, así me lo parecía a mí– nos hacía
sumergirnos en una especie de sopor casi cataléptico. Cuan-
do salimos de él, los rayos rojizos del sol se colaban entre el
verde follaje del bosque. Mi compañero –ya lo había notado
antes– siempre despertaba de este letargo considerablemen-
te más envejecido y amargado. De repente me dio por pen-
sar que a lo mejor me estaba ocultando algo de toda aquella
pesadilla. Deseaba con todas mis fuerzas creer que nuestra
salvación se encontraba más allá de aquellas montañas.
–¿Tienes hambre, chico? –preguntó Toine mientras se
incorporaba con gran esfuerzo.
–Sí que la tengo –respondí con ansiedad–. Pero eso no
cambiará las cosas, ya que no hay nada que comer.
–Bueno, ya veremos.
Toine desapareció tras un arbusto y le vi regresar casi al
instante con los brazos cargados de fruta. Estaba asombrado.
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Capítulo XII
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suave como las losas de las casas antiguas que han sido acari-
ciadas por incontables pasos. En el centro de la cima, sobre-
saliendo como una especie de cuenco, había un cráter enor-
me, un pozo inmenso de bordes redondeados cuyo orificio
resultaba algo más alargado en la punta. Toine se incorporó.
Parecía haber recobrado sus fuerzas. Me quedé sorprendido
al mirarle y descubrir que estaba buscando algo. Yo también
me levanté. Lo entendí todo cuando vi que en aquella plata-
forma no había ni una sola estatua, que todas se habían que-
dado varadas a unos metros de la cumbre. A no ser que estu-
vieran huyendo de allí, pensé lleno de angustia. El miedo
–ese viejo conocido– volvió a hacer presa en nosotros
mientras cruzábamos, al fin, aquella extraordinaria expla-
nada. Andábamos hacia delante como autómatas, bor-
deando el cráter, que resultaba tan alto como una montaña
en miniatura. Los cielos distantes y rojizos parecían espiar-
nos. Nos aproximamos a la línea que separaba lo que consi-
derábamos nuestro derecho a la vida de una muerte segura.
Nuestros cuerpos se estremecían de angustia bajo la costra
espesa que los cubría. Nada había cambiado sobre la bóve-
da celeste. El ominoso silencio seguía dueño del mundo.
Unos cuantos metros más adelante descubrí otras cum-
bres similares a la que nos encontrábamos. Y cuanto más
avanzábamos más crecían en número. Entonces comprendí
que al otro lado de la montaña no había bosques ni llanuras
sino más cumbres innumerables que se erguían sobre los
cielos rojizos. En este mundo de silencio no existía la espe-
ranza. El bloque de piedra que había bajo nuestros pies
comenzó a vibrar y entonces supimos que nos hallábamos
muy cerca de aquel corazón batiente. Nuestros propios
corazones empezaron a latir en solitaria hermandad. Ya no
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