La Santidad de Jesucristo

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La santidad de Jesucristo.

Fernando Ocáriz

La santidad de Jesucristo

Fernando Ocáriz

Cfr Ocáriz, Mateo-Seco, Riestra, El misterio de Jesucristo, 2ª ed.


Eunsa 1993, pp. 271-297

Sumario

1. El mediador Santo.- 2. La gracia de unión y la gracia sustancial.-


3. La gracia habitual, las virtudes infusas y los dones del espíritu
Santo.- 4. La gracia capital.- 5. La plenitud de gracia en Cristo.
Infinitud de la gracia en Cristo.- 6. La impecabilidad de Cristo y su
libertad.- 7. Las tentaciones de Cristo.

Introducción

La obra del Mediador consiste en reconciliar a los hombres con Dios.


Esta reconciliación tiene lugar precisamente en y por la santidad del
Mediador. «La redención del mundo —ese misterio tremendo del amor, en
el que la creación es renovada— es en su raíz más profunda la plenitud
de la justicia en un Corazón humano: el Corazón del Hijo Primogénito,
para que pueda hacerse justicia de los corazones de muchos hombres,
los cuales, precisamente en el Hijo Primogénito, han sido

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predestinados desde la eternidad a ser hijos de Dios y llamados a la


gracia, llamados al amor» [139]. Así pues, tras el estudio de los
ministerios del Mediador, procedemos a la consideración de su
santidad.

La santidad es un atributo propio de Dios. Se trata de un concepto


que, sobre todo, cuando se aplica a Dios, es más fácil de intuir que
de definir. Santidad, en efecto, es una palabra que designa la
transcendencia divina, la perfección de Dios, su Majestad, su Bondad
infinita como Bien último y sujeto de la adoración y del amor de la
criatura racional en reconocimiento de su justicia, de su rectitud, de
su misericordia. Se trata de su trascendencia ontológica, de su
eminencia sobre todo lo creado. Dios es totalmente santo, puesto que
es la misma bondad subsistente. El es la santidad subsistente. De ahí
que todas sus obras sean santas [140]. Se trata de una santidad que
infunde veneración, amor, respeto, temblor y temor santos (cfr p.e.,
Ex 3 y 20).

De aquí, de la relación especial a Dios y de su unión con El, deriva


la cualidad y la denominación de santo para designar lugares, cosas y
personas. Así, se llama santo al sábado por estar dedicado a Dios (Ex
35,2); al templo, dedicado exclusivamente al culto de Dios (cfr p.e.,
Mt 24,15; Hch 6,13; 1 Cor 3,17; Hebr 8,2-3); por la misma razón es
santa la ciudad de Jerusalén (cfr p.e., Mt 4,5; 27,53), la Jerusalén
celestial (Apoc 21,2.10).

A un nivel distinto, se habla de la santidad de la criatura ángeles


(cfr Mc 8,38; Lc 9,26), como de hombres. La santidad de Dios se
comunica a los hombres, y ha de reflejarse también en sus vidas. Así,
p.e., los levitas y sacerdotes han de santificarse y ser santos,
porque Yahvé es santo (cfr p.e., Lev 11,44; 20,26; 21,8). Esta
santificación, en el sumo sacerdote, se realiza por medio de la unción
y consagración por la que es constituido sacerdote (Lev 21,10-15).
Otras veces, el apelativo santo es aplicado a todo el pueblo de
Israel, como posesión especial de Dios (Dt 7,6; 14,2).

Los cristianos constituyen el pueblo santo de Dios (cfr 1 Pet


1,15-16); más aún, los cristianos son linaje escogido, sacerdocio
regio, gente santa, pueblo escogido (1 Pet 2,9). Esta santidad exige

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también que las obras sean santas, porque está escrito: sed santos,
porque santo soy yo (1 Pet 1,16; Lev 11,44). También se llama santos a
los que durante su vida sirvieron a Dios (Mt 27,52).

«Es claro que tal comunicación de la vida y de la bondad de Dios no


puede hacerse sino por gracia: se trata de un don que eleva a la
persona a un nivel superior en el que se encontraría por su propia
naturaleza, hasta el nivel de las operaciones divinas. La santidad es,
pues, un don de la gracia» [141]. Esta participación en la vida divina
—no otra cosa es la vida de la gracia—, llega a su consumación en el
cielo, donde seremos semejantes a El (Dios), porque le veremos tal
cual es (1 Jn 3,2). Esta divinización del hombre, esta
transformación en Dios, esta comunicación que hace Dios al hombre de
su vida íntima, comporta la filiación adoptiva, es decir, que el
hombre es amado con amor de Padre por Dios y es constituido hijo suyo.
Como escribe San Juan, Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que nos
llamemos hijos de Dios y lo seamos realmente (1 Jn 3,1).

1. El Mediador Santo

Todo el sentido de la mediación de Jesucristo es la unión de los


hombres con Dios, es decir, su santificación. El es el Mediador santo
que, uniendo consigo a los hombres, los santifica al comunicarles su
propia vida. La gracia de unión, que constituye a Cristo en mediador,
es al mismo tiempo la raíz de su santidad [142]. Los ministerios con
que ejerce su mediación están en dependencia de su santidad y, a su
vez, santifican a los hombres. Esta relación intrínseca e indisoluble
entre la santidad del Mediador y su eficacia santificadora, aparece
especialmente destacada cuando se le considera en su condición de
sacerdote y víctima. Cristo es Pontífice santo, inocente, inmaculado
(Hebr 7,26); no conoció el pecado (2 Cor 5,21). Más aún, El es el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (Jn 1,29).

La Sagrada Escritura habla con nitidez e insistencia de la santidad de


Jesucristo. El Espíritu de Yahvé reposará sobre El (Is 11,1-5); el
ángel, en el anuncio de su concepción, dice a la Madre de Jesús: El
Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá
con su sombra, y por esto lo que nacerá de ti será santo, será llamado
Hijo de Dios (Lc 1,35). El es el Santo y Justo (Act 3,14); El es Aquel

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a quien el Padre santificó y envió al mundo (Jn 10,36); El está lleno


de gracia y de verdad (Jn 1,14).

Al hablar de la santidad de Jesucristo, no nos referimos como es


obvio, a la santidad del Verbo, esencialmente santo por ser uno con el
Padre y el Espíritu Santo. Corresponde al Verbo la santidad absoluta y
total que corresponde a la Divinidad. Cuando tratamos de la santidad
de Jesucristo, nos referimos exclusivamente a Jesucristo en cuanto
hombre, es decir, tratamos de la divinización de su naturaleza humana.
Nos preguntamos, pues, cómo la santidad de Dios se comunica a la
naturaleza humana de Jesús, unida al Verbo en unidad de persona.

Existe en Cristo una triple gracia: la gracia de unión —es decir la


unión hipostática considerada en su aspecto de don o gracia a la
humanidad de Jesús—, la gracia habitual —la gracia que llamamos
santificante— y la gracia capital, es decir la gracia en cuanto cabeza
de todo el género humano.

¿Por qué es necesario hablar de la gracia habitual en Cristo, si ya


tiene la gracia de unión? Porque la unión hipostática no cambia nada
en la naturaleza humana, por lo que ésta permanece susceptible de ser
elevada al orden sobrenatural mediante la gracia habitual y la
infusión de las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu
Santo. Desde esta perspectiva, se pone de relieve la distinción de
naturalezas y, como enseñó el Concilio de Calcedonia, el hecho de que
«de ningún modo queda suprimida por la unión la diferencia de
naturalezas, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de
ellas» [143]. A pesar de la unión hipostática, por la que el Verbo se
une tan íntimamente con la naturaleza humana, esta naturaleza no es
cambiada en sus cualidades y, por ello, ha de ser elevada al orden
sobrenatural mediante la gracia.

Pero es necesario tener en cuenta que el sujeto de esa santificación


accidental mediante la gracia es el Verbo —es decir la santidad
infinita— en su naturaleza humana. De ahí que, aunque estemos hablando
de la santificación y santidad de la Humanidad del Verbo encarnado, no
debemos olvidar que esta humanidad no es considerada aislada en sí
misma, sino en cuanto hipostasiada por el Verbo. En otras palabras,
quien es santo y santificado es este hombre, Jesús, cuya naturaleza de

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hombre está hipostasiada, personalizada, por y en el Verbo. El Verbo


es, pues, el sujeto de esta santificación de su naturaleza humana.

2. La gracia de unión

La santidad es, en el hombre, pertenencia a Dios, unión con Dios,


relación a El, participación en la santidad del Bien infinito, una
participación en la íntima vida divina, mediante la cual el hombre es
elevado a la dignidad de hijo [144].

Por la encarnación, la naturaleza humana de Cristo ha sido elevada a


la mayor unión con la divinidad —con la Persona del Verbo— a que pueda
ser elevado ser alguno. De ahí que la gracia de unión sea para Cristo
el mayor don que El mismo haya podido recibir. Una gracia infinita con
la misma infinitud del Verbo con el que queda ontológicamente unida su
naturaleza humana [145]. Y por esta unión, el hombre Jesús —la
naturaleza humana de Jesús hipostasiada en el Verbo—, al ser persona
en y por el Verbo, no recibe una filiación adoptiva, sino que es Hijo
natural del Padre.

Por esta razón, no hay en Cristo más que una única filiación al Padre.
Esta filiación es la filiación natural; no hay en El filiación
adoptiva [146]. El es Hijo, el Unigénito, de quien dijera la voz del
cielo: Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias (Mt
3,17; Mc 1,11). No se puede dar mayor unión con Dios que ésta. De ahí
que no se pueda dar mayor santidad.

Para expresar esta santidad, suele utilizarse la expresión santidad


sustancial. En efecto, no se puede estar más unido a Dios, ni
pertenecer más a El, que como hijo natural. Si la Escritura es llamada
santa por contener la palabra de Dios, y los sacerdotes son llamados
santos por su consagración a Dios, Jesús —Hijo de Dios por naturaleza—
es santo sustancialmente también en su misma naturaleza humana. Su
Humanidad es santa, porque es la humanidad del Verbo. Por esta misma
razón, Jesús es adorable también en su Humanidad: esta Humanidad es
santa sustancialmente con la santidad de Dios.

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Esta santidad sustancial, sobre todo en los escritores de los primeros


siglos, es designada también como Unción, que santifica y consagra a
Cristo como sacerdote. Esta es la forma habitual en que los Padres
hablan de la unción del Verbo encarnado: uniendo —aunque, como es
obvio, no con el lenguaje técnico que utilizaría después la
Escolástica— la gracia de unión con la santidad ontológica de Cristo.
«(El Hijo) es el Ungido (Jristós) a causa de su divinidad; ésta es, en
efecto, la unción de su humanidad; santificada, no por operación como
en los otros ungidos, sino por la total presencia de aquel que unge»
[147]. y Cirilo de Alejandría: «Santo por esencia en cuanto Dios, se
santifica a sí mismo según su humanidad» [148]. Y San Agustín escribe:
«Santo desde el principio de su existencia, cuando el Verbo se hizo
hombre se santificó a sí mismo en sí mismo: a saber, a sí mismo como
hombre, ensímismo como Verbo» [149].

Esta santidad, que el Verbo otorga a la humanidad al asumida en unidad


de persona, se llama sustancial, precisamente porque la naturaleza
humana no se une al Verbo accidental, sino sustancialmente [150]. y
del mismo modo que no puede haber unión mayor que esta unión entre el
Verbo y su naturaleza humana, tampoco puede haber santidad mayor que
la santidad con que la naturaleza humana del Señor es santificada
sustancialmente o esencialmente por la gracia de unión [151]. En
efecto, por esta unión no sólo el alma de Cristo pertenece y está
unida íntima e indisolublemente al Verbo, sino también su mismo cuerpo
le está unido sustancialmente.

Sobre este tema hay una cuestión discutida entre tomistas y


escotistas, que es útil considerar para precisar mejor lo que se
entiende por santidad sustancial, como distinta de santidad
accidental. Ambas gracias, como veremos, están estrechamente
relacionadas, de forma que la gracia de unión —que hace
«sustancialmente santa» a la Humanidad de Cristo— comporta la
exigencia de la gracia habitual —que santifica accidentalmente— y de
la gloria como última perfección de la unión operativa con Dios [152].

Durando había defendido la opinión hipotética de que si el alma de


Cristo no hubiese recibido la gracia santificante, a pesar de la unión
hipostática hubiera sido falible y hubiera podido pecar [153]. La
razón aducida para defender esta opinión, que lógicamente presenta
como absolutamente necesaria la gracia habitual para la santificación
de Cristo, no es otra que el mantener que ninguna naturaleza —ni la

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humana ni la divina— es modificada por la unión hipostática, como


enseñara el Concilio de Calcedonia y, que por eso, sin la gracia
habitual, Cristo no podría obrar santamente. La dificultad mayor
contra la opinión de Durando estriba en que si, según el célebre
axioma actiones sunt suppositorum, es la persona la que responde de
sus acciones, y la Persona del Verbo es impecable, no se comprende
cómo para tornar tan santa a su naturaleza humana que sea impecable no
le baste con su unión personal —sustancial— a esta naturaleza, sino
que sea absolutamente necesario que le otorgue esa impecabilidad por
un don accidental, como es la gracia habitual [154].

Pero la cuestión estaba levantada. Los escotistas defienden que la


unión hipostática santifica la humanidad de Cristo sólo en el sentido
de que ella es el fundamento, la fuente y la raíz de la gracia
habitual de Cristo, de forma que torna necesario el don de esta gracia
a Cristo. Es decir, la gracia de unión no santificaría formalmente la
humanidad de Cristo, sino sólo fontalmente, en cuanto que exigiría
para ella la gracia habitual.

Según los tomistas, la humanidad de Cristo es santificada por la


gracia de unión no sólo radicaliter, sino también formaliter. El
término formaliter es utilizado aquí en un sentido bien preciso: como
contrapuesto a radicaliter. Por lo tanto, cuando se presenta la
cuestión de si la Humanidad de Cristo es santificada formaliter por la
gracia de unión, se pregunta si la gracia de unión por sí sola es
suficiente para hacer a la humanidad de Cristo propiamente santa con
independencia de la gracia habitual, o, dicho de otra forma, si la
gracia de unión por sí sola otorga a Cristo la impecabilidad. La
respuesta de los tomistas y, con ellos, de la mayoría de los teólogos
es afirmativa [155]. En efecto, piensan que, si la santidad no es otra
cosa que una tan firme unión con Dios que excluye todo pecado [156],
esta indisoluble conjunción con Dios se da ya en Cristo por la gracia
de unión.

En efecto, la santidad en sentido propio comporta 1) la participación


en la divina naturaleza (consortium divinae naturae) , participación o
consortium que no puede ser mayor que el de la unión en unidad de
persona; 2) la filiación divina, por la que el justo es constituido en
hijo adoptivo de Dios, filiación que es de tal grado en Cristo,
gracias a la unión hipostática, que no es adoptiva, sino natural; 3)
ser grato a Dios, y la humanidad de Cristo es incomparablemente grata

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a Dios, precisamente por ser la humanidad del Hijo. Todo esto hace que
parezca justo afirmar que la gracia de unión santifica a Cristo
propiamente, es decir, formaliter, y no sólo fontalmente. Como hace
notar Garrigou-Lagrange, Santo Tomás nunca llama a la gracia habitual
de Cristo gracia santificante, pues la santificación deriva para
Cristo de la gracia de unión [157]. En cualquier caso, es claro que
mientras que la gracia habitual puede otorgar al alma de Cristo el don
de evitar todo pecado, sólo la gracia de unión le otorga esa
impecabilidad absoluta de que goza Cristo. De ahí que la mayor parte
de los teólogos entienda que la gracia de unión santifica propia y
formalmente la naturaleza humana de Cristo, pues de ella deriva su
impecabilidad absoluta.

3. La gracia habitual, las virtudes infusas y los dones del Espíritu


Santo

La humanidad de Cristo es santa sustancialmente por haber sido asumida


por el Verbo en unidad de persona. Esta pertenencia al Verbo hace muy
congruente que se le otorgue en plenitud a esta humanidad la gracia
habitual con las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. En
efecto, aunque por la unión hipostática la humanidad de Cristo sea
humanidad del Verbo y haya sido santificada propiamente, si no tuviera
gracia habitual permanecería en sí misma simplemente humana, sin ser
divinizada con esa transformación accidental que eleva la naturaleza y
las operaciones del alma hasta el plano de la vida íntima de Dios
[158].

Han sido muy pocos los autores que han negado en Cristo la existencia
de esta gracia habitual [159]. Como es obvio, ningún autor cristiano
ha negado que Cristo fuese santo. Los pocos autores que han negado que
el alma de Cristo estuviese adornada por la gracia habitual, lo han
hecho por estimar que era inútil, pues ya todo Cristo era santo
sustancial y formalmente por la gracia de unión.

Son tres las razones que suelen aducirse para afirmar la existencia de
la gracia habitual en Cristo: a) la proximidad de la humanidad de
Cristo a la fuente de la gracia —el Verbo—, hacía muy conveniente que
recibiese de El el influjo de la gracia; b) el alma de Cristo, por su
cercanía al Verbo, debía alcanzar a Dios lo más íntimamente posible

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por medio de sus operaciones de conocimiento y amor, para lo que


necesitaba ser elevada por la gracia; c) Cristo, en cuanto hombre, es
mediador entre Dios y los hombres y cabeza de todos los santos, con
una capitalidad en la que se cumple aquello de Jn 1,16: De su plenitud
todos hemos recibido gracia sobre gracia.. Para esto era preciso que
tuviese la gracia que debía redundar en los demás.

Es opinión común que, en Cristo, la gracia habitual sigue a la gracia


de unión como una consecuencia exigida moralmente por la misma gracia
de unión, es decir, como una deificación

de la esencia del alma y de sus potencias coherente con la pertenencia


ontológica de esa humanidad al Verbo. Sin embargo, cabe pensar también
que la unión hipostática lleva consigo necesariamente la
deificación de la naturaleza humana de Jesús mediante la plenitud de
gracia habitual, sin que esto atente lo más mínimo a la no confusión
de naturalezas en Cristo [160].

Como en nosotros, también en Cristo la elevación sobrenatural de su


naturaleza humana es necesaria para realizar las operaciones
sobrenaturales. De ahí que, tras hablar de la gracia habitual en
Cristo, convenga considerar las virtudes infusas y los dones del
Espíritu Santo. Cristo tuvo todas las virtudes en la forma conveniente
a su perfección de Hijo y a su misión de Redentor. Existe, en efecto,
un estrecho vínculo entre esas virtudes y la plenitud de la gracia
propia de Cristo. Algunas de ellas, como su fidelidad y obediencia al
Padre, su caridad y su misericordia, han quedado gráficamente
descritas en el Nuevo Testamento.

Otras virtudes —las que son exclusivas del status viatoris, como la fe
y la esperanza, o las que incluyen en sí una imperfección, como la
penitencia— no están formalmente en Cristo, pero lo que tienen de
perfección se encuentra en El asumido en una perfección superior. Así
sucede con la virtud de la fe, como ya se indicó anteriormente [161].
Aquellos que hablan de la existencia de fe en Cristo, lo hacen, o
porque niegan que tuviese ya en la tierra ciencia de visión, o porque
entienden la virtud de la fe no en su sentido habitual —creer lo que
no se ve fiado de la autoridad de Dios que revela—, sino, porque de
una forma u otra, la entienden en el sentido de fidelidad [162].

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Parecida dificultad plantea la existencia en Cristo de la virtud de la


esperanza, que incluye en su concepto la no posesión de lo que se
espera; incluye el aún no tan característico del anhelo. Al ser el
Verbo encarnado, Cristo no puede esperar para su humanidad lo que ya
tiene por naturaleza: la unión con Dios. Sí espera en cambio todo
aquello que no posee durante su caminar por la tierra como, p.e., la
glorificación de su cuerpo [163]. Cristo no tuvo formalmente la virtud
de la penitencia, pues, dada su impecabilidad, no tenía lo propio de
esta virtud que es la contrición por el propio pecado, aunque Cristo,
solidario de la humanidad, satisfizo por nuestros pecados [164].

Se dan en Cristo en forma excelsa todos los dones y los frutos del
Espíritu Santo (cfr Is 11,2 y Gal 5,22). También el don de temor de
Yahvé, como señala el profeta Isaías, es decir, el sentido de la
majestad y grandeza de Dios, la reverencia al Padre, que le lleva a
responder con presteza e indignación: Al Señor tu Dios adorarás ya El
solo darás culto (Mt 4, 10).

Los dones del Espíritu Santo llevan a su última perfección las


virtudes uniéndolas en la unidad superior de la suma perfección [165].
De ahí que fuesen necesarios en Cristo para que la perfección de todas
sus virtudes fuese plena. Repetidas veces se nos dice en los
evangelios que Jesús estaba lleno del Espíritu Santo, y que era
conducido por el Espíritu (cfr, p.e., Lc 4,1). «Fue obra del Espíritu
Santo —afirma León XIII— no sólo la concepción de Cristo, sino también
la santificación de su alma, que es llamada unción en los libros
sagrados (Act 10,38). Toda acción (de Cristo) era realizada con la
presencia del Espíritu, sobre todo el sacrificio de Sí mismo: Por el
Espíritu eterno se ofreció a sí mismo como víctima inmaculada a
Dios» [166].

También estuvieron en Cristo todas las gracias gratis dadas y todos


los carismas, como corresponde «al primer y principal Doctor de la fe»
[167]. La razón más universalmente aducida fue formulada por San
Agustín con estas palabras: «De igual forma que en la cabeza están
todos los sentidos, así en Cristo estuvieron todas las gracias». En
efecto, de la plenitud de la gracia de Cristo se reciben todas las
gracias [168]. Algunas de estas gracias, como la de la profecía
estaban predichas de El (cfr Dt 18,15), Y Jesús mismo se aplica el

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título de profeta (Jn 4,44). Es claro que Cristo no sólo es profeta,


sino más que profeta. Pero, aunque en El el don de profecía carece de
la imperfección —la oscuridad y limitación— inherentes a los otros
profetas, sin embargo «puede ser considerado como profeta al conocer y
anunciar cosas que escapan al conocimiento de los demás hombres
viadores. Y, por esto, se dice que poseyó el don de profecía» [169].

4. La gracia capital

Cristo es el nuevo Adán, que mantiene con los redimidos relación


análoga a la que mantiene la vid con los sarmientos. Sólo se puede dar
fruto si se permanece unido a El en forma parecida a como el sarmiento
está unido a la vid. Es de la vid de donde el sarmiento recibe la
savia, la vida (cfr Jn 15,1-8). A la luz de esta alegoría, cobra
relieve la afirmación de Jn 1,16: De su plenitud recibimos todos,
gracia sobre gracia. Cristo es también Cabeza de la Iglesia, como con
tanta insistencia enseñó San Pablo [170]. A cada uno de nosotros ha
sido dada la gracia en la medida del don de Cristo (Ef 4,7).

La gracia le ha sido otorgada a Cristo no sólo en atención a su


dignidad de Hijo, sino también en atención a su misión de nuevo Adán y
Cabeza de la Iglesia, para santificarla. Como afirma Pío XII, «no hay
acción saludable que no se derive de El como de fuente. De El mana a
todo el cuerpo de la Iglesia toda la luz que ilumina sobrenaturalmente
a los creyentes, y toda la gracia con que se santifican. El es el
autor y el principio de la santidad. Toda gracia y toda gloria nacen
de la inagotable plenitud que El posee» [171].

No se trata, pues, de una gracia distinta de la gracia personal de la


Humanidad del Señor, sino de un aspecto de esa misma gracia: de su
capitalidad, de su causalidad santificadora [172]. Así pues, esa
gracia habitual de Cristo en cuanto es fuente y causa de toda gracia
que reciben los hombres se llama gracia capital. Toda gracia nos viene
de El y por El. De ahí las enérgicas afirmaciones paulinas que hablan
de nuestra salvación y santificación en el Hijo, de revestirse de
Cristo, de morir y resucitar con Cristo, de incorporarse a El [173].
Somos hechos hijos de Dios en Cristo por el Espíritu Santo [174]. El
es la fuente y causa de todo don que se hace a los hombres, también de
la resurrección de los cuerpos [175]. De ahí que los Padres llamen al

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cuerpo de Cristo caro vivifica, carne que da la vida [176]. No se


trata, como es obvio, de que la gracia que se da a los hombres sea
materialmente la misma gracia habitual de Cristo, «como la transfusión
de una entidad corporal» [177], sino de que somos amados por Dios en
Cristo, de que toda gracia se nos da en El y por El; de que El es la
causa instrumental —instrumentum conjunctum— de toda santificación
[178].

5. La plenitud de gracia en Cristo

Repetidas veces, al citar la Sagrada Escritura, nos ha salido al paso


la afirmación de la plenitud de gracia en Cristo: Jesús estaba lleno
de gracia y de verdad; de su plenitud, todos hemos recibido (Jn 1,14 y
16). A El, Dios le dio el Espíritu sin medida (Jn 3,34). Toda la
tradición ha afirmado constantemente no sólo la santidad de Cristo,
sino su plenitud de gracia, con argumento parecido a este del
Crisóstomo: «Toda gracia fue derramada en aquel templo, pues no le fue
dada con medida. Y todos nosotros la recibimos de su plenitud. Mas
aquel templo (la Humanidad de Jesucristo) la recibió íntegra y
universalmente» [179].

Hay una doble faceta de la plenitud de gracia: Cristo tuvo la plenitud


intensiva de la gracia, es decir, en cuanto a su perfección, y la
plenitud extensiva, es decir, en cuanto a los dones y gracias a que se
extiende. Las razones que abogan por esta doble plenitud son las
mismas que se aducen a la hora de hablar de la santidad de Jesús: esta
plenitud debía estar en la naturaleza humana de Cristo por su unión en
unidad de persona con el Verbo, y por su misión de Cabeza de la
humanidad. En El están, como diría San Pablo, todos los tesoros de la
sabiduría y de la ciencia (cfr Col 2,3). Esta realidad ha llevado a
plantear la cuestión de si esta gracia la poseyó Cristo en grado
infinito. Es decir, si Cristo fue infinitamente santo, no sólo por la
gracia de unión, sino también por la gracia habitual.

La respuesta de Santo Tomás es matizadamente afirmativa, basándose


ante todo en la comparación de dos textos de la Sagrada Escritura: Jn
3,34 (no se le dio el Espíritu Santo con medida) y Ef 4,7 (A cada uno
de nosotros se nos ha dado la gracia a la medida del don de
Cristo), donde aparece una clara contraposición entre la gracia que

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posee Cristo, sin medida, y la nuestra, que recibimos con medida. Los
argumentos racionales en que se apoya son los mismos que los aducidos
para afirmar la plenitud de gracia en Cristo. Lógicamente, puesto que
se está hablando de la gracia creada, tanto en razón del ser creatural
de la gracia como del ser creatural del alma de Cristo, hay que decir
—es el pensamiento de Santo Tomás—, que, considerada bajo este
aspecto, la gracia no se puede decir infinita en Cristo. Sí puede
decirse, en cambio, que es infinita, si se considera como tal gracia.
En este sentido, Cristo posee gracia infinita, «porque posee todo lo
que pertenece al concepto de gracia sin restricción alguna», pues «le
fue conferida a Cristo como principio universal de justificación para
la naturaleza humana» [180].

Las afirmaciones anteriores en torno a la infinitud de la gracia de


Cristo se encuentran fundamentadas en unas razones válidas para
cualquier momento de la vida del Señor: la unión hipostática y la
capitalidad de Jesús sobre el género humano. De ahí que, generalmente,
la teología haya entendido que Jesucristo posee esta plenitud de
gracia desde el primer momento de su concepción, pues ya entonces era
Hijo natural de Dios y nuevo Adán [181]. Esta afirmación, sin embargo
implica dos consecuencias, aceptadas explícitamente por quienes
defienden la infinitud de gracia, es decir, por la unanimidad de la
teología clásica: a) Cristo poseyó desde el primer instante de su
concepción la visión beatífica; b) Cristo no pudo aumentar en gracia a
lo largo de su vida.

La primera consecuencia, es obvia. La consumación de la gracia —el


grado más excelso de gracia—, tiene lugar por medio de la visión
beatífica. Decir, pues, que Cristo tiene la gracia intensiva y
extensivamente infinita, equivale a decir que la posee en sumo grado
y, en consecuencia, que goza de la visión beatífica.

La segunda consecuencia también es obvia. Defender que Cristo tuvo


gracia infinita implica negar que pudiese crecer en gracia, ya que la
tenía en grado sumo desde el primer momento [182]. Aceptar el
crecimiento en gracia de Cristo sería lo mismo que decir que no la
posee en grado infinito [183]. Y viceversa, si se niega que Cristo
posea la visión beatífica, hay que decir que no tuvo la gracia en
grado infinito y que durante su vida creció en ella como un caminante
más.

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La doctrina clásica considera que no parece lógico que camine hacia


Dios —eso es el status viatoris— quien ya es Dios, y que, por tanto,
es preferible afrontar las dificultades de explicar cómo se unen en el
Cristo terreno estado de término y estado de caminante que prescindir
de su infinitud de gracia. También en lo humano, es decir, en su
corazón de hombre Cristo posee una caridad infinita, lleva su cruz con
infinita caridad y obediencia [184], pues esa infinitud de caridad va
necesariamente unida a la infinitud de gracia.

La dificultad que se suele presentar a esta posición puede formularse


así: si Cristo es verdaderamente hombre, y los hombres, en la vida
terrena, están en estado de caminantes y pueden crecer en gracia, el
negarle a Cristo este crecimiento parece equivalente a ignorar su
verdadera condición humana; por tanto hay que entender que Cristo
creció en gracia durante su vida terrena. Y se suele recurrir al texto
de Lc 2,52: Jesús crecía en edad, sabiduría y gracia ante Dios y ante
los hombres. Es muy ilustrativo el comentario de Santo Tomás a este
texto: «Alguno puede progresar en sabiduría y gracia de dos maneras:
bien porque crecen los hábitos de sabiduría y gracia, y en este
sentido Cristo no progresaba; bien porque lleva a cabo obras más
sabias y notables, y en este sentido Cristo crecía en sabiduría y en
gracia de la misma forma que crecía en edad, pues, en la medida en que
crecía en edad, llevaba a cabo obras más perfectas, de forma que
manifestaba que era un verdadero hombre tanto en las cosas de Dios,
como en las cosas humanas» [185]. Cristo, como decía con tanta
insistencia la patrística, es perfecto hombre, pero no es un hombre
común, un vulgaris homo, sino un hombre que, al mismo tiempo, es Dios
[186]. De ahí que pedir una total equivalencia entre Jesús y los demás
hombres —manteniendo al mismo tiempo que es Dios—, es sencillamente
imposible. Así sucede, p.e., con la impecabilidad: Cristo, incluso en
su vida terrena, era metafísicamente impecable, como veremos a
continuación.

6. La impecabilidad de Cristo, y su libertad

Consecuencia de la unión hipostática, de la santidad sustancial y de


la infinitud de gracia habitual es la afirmación unánime en torno a la
ausencia de pecado en Cristo —la impecancia— y a su incapacidad de
pecar, su impecabilidad.

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La Sagrada Escritura afirma explícitamente que Cristo no cometió


pecado. ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? (Jn 8, 46). El es el
Cordero inmaculado (1 Pet 1,19); que quita el pecado del mundo (Jn 1,
29). El es el sacerdote santo, igual a nosotros en todo, excepto en el
pecado (Hebr 4,15), que se ofreció a sí mismo como víctima inmaculada
a Dios (Hebr 9,14). A quien no conoció el pecado, (Dios) le hizo
pecado por nosotros para que en El fuéramos justicia de Dios (2 Cor
5,21). (Cfr también 1 Pet 2,22; 1 Jn 3,5).

Dada la unanimidad existente en esta cuestión, las intervenciones del


Magisterio son muy escasas, y se limitan a la afirmación de la
ausencia de pecado en Cristo. Jesús, por haber ignorado todo pecado,
«no tuvo necesidad de ofrecer la oblación en favor de sí mismo» [187];
«fue concebido sin pecado, nació sin pecado, y murió sin pecado»
[188]. La ausencia de pecado en Cristo, se entiende a la luz de tres
realidades fundamentales: la unión hipostática, la santidad de Cristo,
y su misión de Redentor. Las personas son las que responden de las
acciones realizadas a través de su propia naturaleza; si Cristo
hubiese cometido pecado, sería la Persona del Verbo la que habría
pecado a través de su naturaleza humana. La misma santidad infinita de
Cristo es incompatible con cualquier sombra de pecado. Finalmente, su
misión de Redentor —es la argumentación que hemos visto usada por el
Concilio de Éfeso—, era contraria a que Cristo cometiese pecado. El es
el sacerdote santo que no necesita ofrecer víctimas y sacrificios por
sí mismo, sino sólo por sus hermanos, y no hubiese sido modelo
perfecto si hubiese habido pecado en El [189].

Aunque coinciden los autores católicos en afirmar la impecabilidad de


Cristo, hay divergencias en el modo de explicar la dimensión y el
fundamento en que se apoya esta incapacidad de pecar.

Pedro Lombardo [190], San Buenaventura [191], Santo Tomás [192],


Suárez [193], estiman que esta impecabilidad le viene a Cristo por la
misma unión hipostática y que es, por tanto, absoluta y antecedente a
toda otra gracia. En efecto, argumentan, son las personas las que
responden de sus acciones, porque es la persona la que se expresa y
realiza en las operaciones que obra a través de su naturaleza. Decir,
pues, que Cristo podría pecar equivale a afirmar que Dios podría
pecar, pues sería el Verbo el que se expresaría en el pecado qué
cometiese su humanidad. Así, pues, Cristo sería impecable con la
impecabilidad del Verbo.

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Escoto, consecuente con la divergencia ya expresada en torno a la


santidad sustancial de Cristo, entiende que Cristo es impecable, pero
no en razón de la unión hipostática, sino en razón de la providencia
divina y de la visión beatífica, que también atribuye a Cristo desde
el primer instante de su concepción [194]. En consecuencia, Cristo
sería impecable no por su propia cualidad de Verbo hecho carne, sino
por una gracia exterior. Es evidente que Escoto —que también admite la
impecabilidad del Verbo—, pone el fundamento de la impecabilidad de
Cristo en una gracia externa precisamente porque, de una forma o de
otra, concibe la relación de la naturaleza humana a la Persona del
Verbo como una autonomía de cuyos actos no responde directamente la
misma Persona del Verbo [195].

Afirmar la impecabilidad de Cristo, sobre todo en la forma en que lo


hace S. Tomás de Aquino, lleva inevitablemente a plantearse la
cuestión de su libertad. ¿Cómo puede decirse que Cristo era
absolutamente impecable en razón de su propia Persona y al mismo
tiempo poseía una auténtica libertad humana? Ya Santo Tomás advierte
el problema, y hace notar algo que es muy importante tener en cuenta:
«El pecado no prueba la realidad de la naturaleza humana, porque no es
constitutivo de esta naturaleza, que tiene a Dios por causa; más bien
fue introducido contra la naturaleza por una semilla del diablo, como
dice el Damasceno» [196].

Pertenece a la fe que Cristo fue libre, entre otras muchas razones,


porque así se manifiesta en los evangelios, y porque sin libertad no
hubiera podido obedecer. De ahí que la teología haya visto incluida la
afirmación de la libertad de Cristo —una libertad meritoria como la de
los demás hombres en estado de caminante— en aquellos textos que
hablan de su obediencia (p.e., Fil 2, 5-11) [197], y en tantos otros
lugares en que Jesús afirma que no hace su voluntad, sino la del Padre
que le ha enviado (cfr p.e., Jn 5,30).

Es al hilo de la libertad obediente de Cristo en su muerte como se ha


acostumbrado a plantear y resolver la cuestión de cómo se conjugan en
Cristo libertad e impecabilidad: si Cristo era impecable, ¿cómo podía
desobedecer? Y si obedecía sin poder desobedecer, ¿cómo se puede decir
que fuese libre en su muerte?

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La cuestión pareció tan insoluble a importantes teólogos, que algunos


de ellos procuraron eludirla. Sin embargo, conviene afrontarla con la
humildad de quien se sabe ante el misterio, pero también con la
certeza de que los dos extremos de la cuestión —libertad e
impecabilidad de Cristo— pertenecen a la fe. He aquí algunas de las
soluciones dadas a lo largo de los siglos: Cristo no tuvo visión
beatífica o al menos le fue suspendida durante el tiempo de la Pasión,
o bien esa visión beatífica no hacía al alma de Cristo
intrínsecamente impecable y, por tanto, no le quitaba la libertad
(escotistas); Cristo no tuvo un estricto precepto de morir, sino sólo
un consejo que fue libre de seguir o no (Franzelin); Cristo tuvo
verdadero precepto de morir, pero era libre a la hora de elegir las
circunstancias de su muerte (Lugo, Vázquez); Cristo tuvo verdadero
precepto de morir, que obedeció con libertad impecable (tomistas,
Salmanticenses, Belarmino) [198].

Esta última posición, aunque a primera vista más difícil, parece la


más razonable. En efecto, defender que Cristo fue obediente y que al
mismo tiempo era libre aunque no podía desobedecer, parece concordar
mejor con la enseñanza de la Escritura que habla de la obediencia de
Cristo, sobre todo en su muerte, y de su impecabilidad, y que sitúa en
la obediencia de Cristo —y no hay obediencia, si no hay libertad—, la
razón de que fuese grato a Dios su sacrificio: Cristo se hizo
obediente hasta la muerte de cruz y, por esta razón, Dios lo exaltó y
le dio un nombre sobre todo nombre (cfr Fil 2,8-9).

La aceptación libremente obediente de la muerte por parte de Cristo


presenta especial dramatismo por la dureza de la muerte; sin embargo,
la dificultad para unir libertad e impecabilidad es siempre la misma
en cualquier momento de su vida. En efecto, Cristo fue libre e
impecable a la hora de cumplir los preceptos divinos y la misma ley
natural a lo largo de su caminar terreno. Por esta razón, libertad y
obediencia en la muerte no son más que un momento más de ese misterio
con que se unen en Cristo lo humano y lo divino [199].

Los caminos de solución para esta aparente aporía se encuentran, en


primer lugar, en la consideración de Santo Tomás que hemos citado: el
pecado no pertenece a la naturaleza humana, sino que ha sido
introducido en el hombre contra esta naturaleza. De igual forma que el
error ni perfecciona la inteligencia, ni es conforme a ella, aunque es
señal de que existe la inteligencia, también el pecar, ni perfecciona

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la libertad, ni es conforme a la naturaleza de la libertad, aunque

muestra que el hombre tiene libertad [200]. La libertad se manifiesta


en la elección, pero el elegir en cuanto tal no es esencial en el acto
libre, y menos aún el elegir entre el bien y el mal. La esencia de la
libertad está en el modo de querer: en querer sin que la voluntad sea
movida más que por sí misma, como afirma Santo Tomás, dando un sentido
algo diverso a una expresión de Aristóteles: Liberum est quod causa
sui est [201]. La voluntad es libre porque es causa de su propio acto,
porque no es movida necesariamente ni por la inteligencia ni por
ningún otro factor interno o externo. Siendo el bien el objeto propio
de la voluntad, no hay contradicción entre ser libre y no poder elegir
el mal: lo que hay es, precisamente, perfección de la libertad.

7. Las tentaciones de Cristo

En razón de la unión hipostática, Cristo era esencialmente impecable.


También en razón de la unión hipostática y de su carencia de pecado,
Cristo careció del fomes peccata, es decir, del desorden introducido
en el hombre por el pecado original [202]. En consecuencia, Cristo no
experimentó la tentación ab intrinseco, desde dentro. Existe en esto
unanimidad entre los teólogos, sólo rota por Teodoro de Mopsuestia, al
aceptar la existencia en Cristo de pasiones desordenadas y
concupiscencia de la carne [203]. Las razones teológicas que avalan
semejante unanimidad han sido ya citadas repetidamente: la infinita
santidad de Cristo y su carencia de todo pecado, también del original,
que es el que introduce el desorden en el hombre [204].

Esto no quiere decir que no hubiese en el alma y en la carne de Cristo


apetencia de lo que era bueno para ellas y rechazo de lo que les era
nocivo, o que Cristo no tuviese las pasiones humanas. Decir que Cristo
no padeció el desorden de la concupiscencia no equivale a decir que no
tuvo sensibilidad. Al contrario, se encuentra adornado de una
sensiblidad exquisita, como se muestra en sus reacciones, en su
predicación, en sus parábolas. Jesús siente hambre y apetece el comer;
tiene sed y sueño, y siente la apetencia de saciarlos; se indigna con
ira santa; experimenta el gozo de la amistad; llora con auténtico
dolor de hombre; siente miedo y angustia ante la muerte (cfr Mt
26,37-38). Recuérdese la ya tratada distinción, al hablar de la

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voluntad de Cristo, entre la voluntas ut ratio —la voluntad en cuanto


acto libre y razonable—, y la voluntas ut natura, la voluntad en
cuanto tendencia natural hacia el bien. Así lo pone Cristo de
manifiesto, p.e, en la Oración en el Huerto, cuando dice al Padre: no
se haga mi voluntad, sino la tuya (Lc 22,42). Su naturaleza humana,
santa y rectamente ordenada, rechaza lo que le hace daño, como son los
tormentos y la muerte, sin que ese rechazo sea desordenado, sino todo
lo contrario. Esa misma naturaleza humana, con su acto libre, domina
la repulsión que le provocan los tormentos, obedeciendo al Padre. Como
escribe S. Tomás de Aquino, Cristo se dolió «también por la pérdida de
la propia vida corporal, que es naturalmente horrible a la naturaleza
humana» [205]. Aquí se manifiesta la libertad de Cristo, siendo
impecable: ni el mandato del Padre, ni la amorosa infalibilidad con
que obedece a ese mandato, hacen que Cristo esté atraído directa e
inevitablemente por la muerte que le sigue repugnando [206].

La Sagrada Escritura habla en lugar destacado de las tentaciones de


Cristo, sobre todo en la escena presentada por los sinópticos
inmediatamente después del bautismo (Mt 4,1-11; Mc 1,12-13; Lc
4,1-13). Cristo ha tenido la experiencia de la tentación. No se trata
de una tentación ab intrinseco, que brota del propio desorden, sino de
una tentación ab extrinseco, desde fuera. Pero esto no quiere decir
que la tentación o la experiencia de Cristo no haya sido real,
auténtica. Cristo sintió sobre sí la presión del demonio, de los
hombres, de las mismas circunstancias, que le pedían que fuese infiel
a su misión, que desnaturalizase su mesianismo. Se trata de
tentaciones reales, que no implican desorden interior en quien las
padece, pero que, para ser rechazadas, requieren fortaleza: no tenemos
un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades,
sino que siendo como nosotros, fue probado en todo, menos en el pecado
(Hebr 4,15).

No es éste el lugar de entrar en el estudio exegético de los textos


escriturísticos que relatan las tentaciones de Cristo, estudio que
resulta verdaderamente sugestivo [207]. Bástenos sencillamente
recordar que las tentaciones de Cristo han de enmarcarse en el
contexto más amplio de la lucha entre Satanás y Cristo, tan
fuertemente subrayada en los Evangelios. Jesús es atacado por Satanás
con todos los medios con que éste cuenta a su alcance, pero le vence
siempre y en todo.

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En su materialidad, las tres tentaciones relatadas por los Sinópticos


apuntan hacia el mesianismo de Cristo, y guardan un estrecho
paralelismo con la interpretación terrena que el judaísmo daba al
papel del Mesías. Satanás tienta a Jesús para que oriente su
mesianismo en mezquino provecho propio y contra la voluntad del Padre.
De hecho, Jesús tuvo que rechazar a lo largo de su vida las presiones
de su ambiente, incluso de sus discípulos [208], contrarias al plan
del Padre. Es la misma tentación que le propondrán los judíos, cuando
está ya en la cruz: Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz, y
creeremos (Mt 27,41-43; Mc 15,27-32).

Se trata, pues, de tentaciones numerosas y reales, que Cristo vence


con perseverancia, dándonos auténtico ejemplo de cómo luchar contra el
mal. El gran tentador de Jesús es Satanás, pero la tentación brota
también de sus enemigos, del ambiente, de sus mismos discípulos. Para
que la experiencia de la tentación sea real, y su vencimiento una
auténtica victoria, no es necesario que el corazón del hombre esté
inclinado al mal, ni tenga el fomes peccata. En Jesucristo no hay
ninguna connivencia con el mal; no reina en sus miembros ninguna ley
del pecado (cfr Rom 7,21-25). Pero es tentado verdaderamente. Y da
ejemplo real de cómo se ha de vencer al Maligno. Sus victorias sobre
estas tentaciones forman parte de su victoria sobre el príncipe de
este mundo (cfr Jn 12,31; 14,30; 16,11).

En el plan divino, las tentaciones de Cristo no sólo tienen un sentido


pedagógico, sino que forman parte de la lucha y victoria de Cristo
sobre el Maligno [209]. Como escribe San Hilario, comentando Mt 12,29:
«Cristo reconoce públicamente que todo el poder del diablo fue
liquidado por El en la primera tentación, dado que nadie puede entrar
en casa del fuerte y robarle su hacienda, si previamente no ha
maniatado al fuerte. Y es evidente que quien tal cosa puede hacer ha
de ser aún más fuerte que el fuerte aquél. Satanás quedó atado cuando
el Señor le llamó por su nombre; la declaración pública de su maldad
lo encadenó. Y una vez que lo tuvo así atado, lo despojó de sus armas
y de su casa, es decir, de nosotros, sus armas de antaño. Volvió a
hacemos militar en las filas de su reino, y se ha hecho con nosotros
una casa despejada por el vencido y encadenado» [210]. La victoria de
Cristo sobre el diablo se consumará en la cruz; pero ha comenzado ya
—y en forma contundente— mucho antes. Uno de los momentos cruciales de
esa lucha y victoria de Jesús han sido precisamente las tentaciones.

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Notas

[139]. Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, cit., n. 9.

[140]. Cfr G. Kittel, Theologisches Wórterbuch zum Neuen


Testament, Stuttgart 1932, 1,88.98; P. Van Imschoot, La Sainteté de
Dieu dans l’A. T., VS (1946) 30-44; L. Scheffczyk, La santidad de
Dios, fin y forma de la vida cristiana, ScrTh 11 (1979) 1021-1035.

[141]. J.H. Nicolás, Synthese Dogmatique, cit., 363.

[142]. Sobre la santidad de Cristo, además del los lugares habituales


en manuales y en los artículos de Diccionario, será de utilidad
consultar los siguientes trabajos: A. Michel, Jésus-Christ, en DTC,
cit., 1274-1312; J.H. Nicolas, Synthese Dogmatique, cit., 361-375; E.
Hugon, Le mystere de l’lncarnation, Tegui 1913; R. Garrigou-Lagrange,
Le Sauveur, 1933; J. Rohof, La sainteté substantielle du Christ dans
la théologie scolastique, Saint Paul, Friburgo (Suiza) 1952; H.
Boüessé, Le mystere de l’Incarnation, cit., 225-297; K. Adam, El
Cristo de nuestra fe, cit., 327-345; E. Bailleux, L’impecable liberté
du Christ, RT 67 (1967) 5-28. J. Auer, Curso de Teología
Dogmática, VI/1, Jesucristo hijo de Dios e hijo de María, Herder,
Barcelona 1989,469-485.

[143]. Conc. De Calcedonia, Symbolum, (DS 302).

[144]. «La gracia —escribe Santo Tomás— es una participación de la


divinidad en la criatura racional, como nos dice San Pedro: Y nos hizo
merced de preciosas y ricas promesas, para hacemos así partícipes de
la divina naturaleza» (STh III, q. 7, a. 1, obj. 1). Cfr F. Ocáriz,
Hijos de Dios en Cristo. Introducción a una teología de la
participación sobrenatural, cit., 69-92.

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[145]. «La gracia de unión —escribe Tomás de Aquino—, es el mismo ser


personal que en la persona del Verbo ha sido dado, por gracia divina,
a la naturaleza humana, y que es el término de la asunción» (STh III,
q, 6, a, 6 in c.).

[146]. «En Cristo —escribe Tomás de Aquino—, no hay más persona o


hypóstasis que la increada, a la cual conviene la filiación natural.
Ya hemos dicho antes que la filiación adoptiva es una semejanza
participada de la filiación natural; mas como aquello que se predica
por sí mismo no puede predicarse por participación, de ahí que Cristo,
que es Hijo natural de Dios, no pueda llamarse en modo alguno
adoptivo» (STh III, q. 23, a. 4, in c.).

[147]. S. Greogorio Nazianceno, Or. 30,21 (PG 36, 133).

[148]. S. Cirilo de Alejandría, De sancta consubstantiali Trinitate


dialogi, ( 6, PG 75, 1017). Cfr J.M. Odero, La unción de Cristo y el
bautismo de Cristo en S. Cirilo de Alejandría, en Cristo, Hijo de Dios
y Redentor del hombre, cit., 519-540.

[149]. S. Agustín, In Iohannis evangelium tractatus 108, 5, (PL 35,


1910).

[150]. «Como hemos visto antes —escribe Chopin—, la unión hipostática


es la unión sustancial de la naturaleza humana y la naturaleza divina
en la persona preexistente del Verbo. Síguese de aquí, que la
divinidad penetra la humanidad y que la humanidad está consagrada a la
divinidad. Esta consagración es sustancial: la naturaleza humana se
halla inmediatamente unida a la persona del Verbo por toda su
sustancia. Por eso se ha podido comparar esta consagración a una
unción, para indicar la íntima compenetración de la humanidad por la
divinidad. La unión hipostática, que confiere esta santidad
sustancial, tiene un carácter del todo sobrenatural. Es una gracia, la
gracia de la unión» (C. Chopin, El Verbo encarnado y redentor, cit.,
135).

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[151]. Esta gracia, por tanto, se puede decir en cierto modo infinita,
por la unión con el Verbo, esencialmente santo, en unidad de persona,
aunque, como es obvio, no se dice que la naturaleza humana de Cristo
sea santa con la santidad esencial de Dios mismo. En efecto, el Verbo
da a su naturaleza humana su subsistencia, pero no sus atributos
divinos, pues permanece a salvo en cada naturaleza la propiedad de
cada una, como se afirma en el Concilio de Calcedonia.

[152]. Cfr J. Rohof, La sainteté substantielle du Christ dans la


Théologie scholastique. Histoire du probleme, cit., 59 ss.

[153]. Cfr Durandus, In IV Sent., 1. III, dist. XIII, q. 11, n. 7; A.


Michel, Iésus-Christ, cit, 1275-1279.

[154]. Cfr p.e., Mastrius, De incarnatione, disp. II, q. 1, n. 16.

[155]. Entre la sentencia escotista se encuadra K. Adam, que parece


malenteder la forma en que los tomistas entienden las palabras
substantialiter al identificarla con essentialiter. «Según ellos,
escribe, por razón de la unión personal de la naturaleza humana de
Jesús con la persona del Logos, el alma de Jesús posee in
substantia, en toda su esencia, la santidad misma de Dios. Aún cuando
supusiéramos al alma humana de Jesús despojada de toda santidad
creada, de toda gracia santificante, habría de causar a Dios
complacencia infinita por su unión personal con la santidad esencial
del Verbo de Dios. Los escotistas combaten con razón esta tesis» (K.
ADAM, El Cristo de nuestra fe, cit., 339).

[156]. Cfr S. Tomás de Aquino, STh II-II, q. 81, a. 8.

[157]. Cfr R. Garrigou-Lagrange, De Christo Salvatore, Marietti, Roma


1946, 182.

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[158]. He aquí cómo resuelve esta objeción Tomás de Aquino: «Cristo es


verdadero Dios por su persona y por su naturaleza divina. Pero, como
en la unidad de la persona permanece la distinción de las naturalezas,
el alma de Cristo no es divina en su esencia. Por lo cual es necesario
que llegue a serio por participación. y esto es efecto de la gracia»
(STh III, q. 7, a. 1, ad 1).

[159]. Entre estos autores suele citarse a Casiano (dr A. Grillmeier,


Gesu il Christo..., cit., 852-858, algunos autores medievales según
Petrus de Palude (In IV Sent., 1. III, dist. 13, q. 2) y, entre los
contemporáneos, a Malmberg (cfr F. Malmberg, Uber den
Gottmenschen, Herder, Friburgo 1960, 71-88).

[160]. Cfr F. Ocáriz, Hijos de Dios en Cristo, cit., 133.

[161]. Recuérdese el razonamiento de Santo Tomás: «Si la realidad


divina no es inevidente —escribe Tomás de Aquino—, desaparecerá lo
formal de fe. Y como Cristo desde el primer instante de su concepción
vio plenamente la esencia divina, se concluye que en Cristo no pudo
darse fe» (S. Tomás de Aquino, STh III, q. 7, a. 3, in c).

[162]. Cfr n. 3 v) de este capítulo.

[163]. Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 7, a 4, in c.

[164]. Para evitar malentendidos, el Santo Oficio prohibió el


15.VII.1893 el uso del término penitente referido al Corazón de Jesús,
aunque se dijese bajo la forma poenitens pro nobis. Como nota González
Gil, «si volvemos los ojos al mismo Jesucristo, advertimos que, a
pesar de mostrar un sentimiento muy profundo de la santidad de Dios y
de tener un concepto muy alto del ideal de la virtud, nunca manifiesta
el menor indicio de remordimiento de pecado, nunca experimenta la
necesidad de pedir perdón por sus culpas; al contrario, puede asegurar
con toda serenidad que siempre hace lo que agrada a su Padre (Jn
8,29)» (M. González Gil, Cristo, el misterio de Dios, 1, cit.,

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338-339).

[165]. Cfr J. A. De Aldama, Los dones del Espíritu Santo. Problemas y


controversias en la actual teología de los dones, RET 9 (1949) 3-30.

[166]. León XIII, Enc. Divinum illud munus, 9.V.1897 (DS 3327).

[167]. Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 7, a. 7, in c.

[168]. S. Agustín, Epist ad Dardanum, 13 (PL 33, 847).

[169]. S. Tomás de Aquino, STh III, q. 7, a. 8, in c. Y en el ad 2,


escribe: «La fe tiene por objeto las cosas que no ve el creyente; la
esperanza, las cosas que aún no posee el que espera. En cambio, el don
de profecía tiene por objeto las cosas que sobrepasan el conocimiento
común de los hombres, de cuya condición de viador participa el
profeta. Por tanto, la fe y la esperanza están en oposición con la
perfección de la bienaventuranza de Cristo; no, en cambio, la
profecía».

[170]. Cfr sobre todo Rom 8,29; 12,3-8; 1 Cor 15,45; Ef 1,22-24;
4,7-16; 5, 23.27.29; Col 1,18-20; Tit 3,6; Hebr 5,9.

[171]. Pío XII, Enc. Mystici corporis, cit, AAS 35 (1943) 193-248.

[172]. «El alma de Cristo —explica Tomás de Aquino— poseyó la gracia


en toda su plenitud. Esta eminencia de su gracia es la que le capacita
para comunicar su gracia a los demás; en lo cual consiste precisamente
la gracia capital. Por tanto, es esencial mente la misma gracia
personal que justifica el alma de Cristo y la gracia que le pertenece
como cabeza de la Iglesia y principio justificador de los demás; entre

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ambas sólo hay una distinción de razón» (STh III, q. 8, a. 5, in c.).

[173]. L Cerfaux, Le Christ dans la théologie de saint Paul, Cerf,


París 1951, esp. 315-328. F. Prat, La Teología de San Pablo, II, cit.,
324-341. CH. Journet, Teología de la Iglesia, Gómez, Pamplona 1962,
41-54; E. Sauras, El cuerpo místico de Cristo, BAC, Madrid 1956,
182-482.

[174]. Cfr F. Ocáriz, Hijos de Dios en Cristo, cit., 93-115.

175. Tomás de Aquino, en coherencia con toda la tradición, enseñará


que el cuerpo resucitado de Cristo es causa eficiente y ejemplar de la
resurreción de los justos (cfr STh III, q. 56, aa. 1 y 2. Cfr L.F.
Mateo-Seco, Eucaristía e Ressurreiçao dos corpos, «Theologica» 8
(1973) 1-19.

[176]. Cfr p.e., S. Greogorio de Nisa, Oratio catechetica magna, 37


(PG 45, 93-97).

[177]. La expresión es de J. H. Nicolas, cfr Synthese


Dogmatique, cit., 375.

[178]. Con precisión es expuesta esta doctrina en la Sesión VI del


Concilio de Trento (13.1.1547): «Finalmente, la única causa formal (de
la justificación del hombre) es la justicia de Dios, no aquella por la
cual El es justo, sino aquella con la que El nos hace justos a
nosotros (canon 10 y 11). Es decir, aquella por la que enriquecidos
dadívosamente por El, somos renovados en lo más íntimo del alma, y no
sólo se nos consídera justos, sino que en realidad de verdad nos
llamamos y somos justos, al recibir en nosotros la justicia en la
medida en que el Espíritu Santo la reparte a cada uno como quiere (1
Cor 12, 11) Y según la propia disposición y cooperación de cada uno»
(DS 1529). Sobre la participación de los hombres en la gracia capital
de Cristo, cfr., por ejemplo, F. Ocáriz, La elevación sobrenatural
como re-creación en Cristo, en «Atti dell’VIII Congresso Tomistico

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Internazionale», Citta del Vaticano 1981, 281-292.

[179]. S. Juan Crisóstomo, In Ps 44,2 (PG 55, 185).

[180]. S. Tomás de Aquino, STh III, q. 7, a. 11, in c. El ejemplo


aducido a continuación por Santo Tomás muestra que está hablando de
una infinitud relativa: «De modo semejante se puede decir que la luz
del sol es infinita, no en cuanto a su ser, sino en cuanto luz, porque
posee todo lo que pertenece al concepto de luz». Por esta razón
generalmente se entiende esta afirmación como expresando una infinitud
no en el sentido entitativo (en cuanto realidad), sino en sentido
formal (en cuanto gracia).

[181]. Cfr p.e., A. Michel, Jésus-Christ, cit., 1283-1284. En este


sentido la plenitud de gracia de Cristo es netamente diferente de la
plenitud de gracia de la Virgen. Cuando se aplica a Ella esta
expresión, se hace teniendo presente que en cada momento de su
existencia tuvo toda la gracia adecuada a la voluntad de Dios sobre
Ella y diciendo al mismo tiempo que creció continuamente en gracia.

[182]. Buen ejemplo de este planteamiento es Santo Tomás de Aquino,


quien defiende no sólo que Cristo tuvo la gracia en grado infinito,
sino también que la tuvo así desde el primer instante de su
concepción, y que, por tanto, no pudo crecer en cuanto a la gracia. No
pudo aumentar la gracia en Cristo —escribe—, «porque Cristo, en cuanto
hombre, fue desde el primer instante de su concepción verdadera y
plenamente bienaventurado. Por tanto no pudo aumentar en Ella gracia,
ni tampoco en los demás bienaventurados que por estar en estado de
término no son susceptibles de crecimiento» (STh III, q. 7, a. 12, in
c.). La lógica seguida es evidente: las razones para decir que Cristo
tuvo la gracia en grado infinito son las mismas que para decir que
tuvo esta gracia desde el primer momento de su concepción. En efecto,
ya entonces estaba unido hipostáticamente al Verbo y era Cabeza del
género humano y de la Iglesia. Ahora bien, defender que Cristo tiene
la gracia en grado infinito es lo mismo que defender que la tiene en
grado sumo y, por tanto, que posee la gracia de la visión beatifica,
es decir, que está en estado de término. Y ambas razones —la infinitud
y el estado de término— son incompatibles con el crecimiento en
gracia.

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[183]. Cfr J. A. Riestra, Historicidad y santidad en Cristo según


Santo Tomás, en Cristo, Hijo de Dios y Redentor del hombre, cit.,
893-907.

[184]. Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 48, aa. 1-3.

[185]. STh III, q. 7, a. 12, ad 3.

[186]. Cfr p.e., S. Gregorio de Nisa, Adv. Apoll., 21 (PG, 1164-1165),


donde repite que Cristo no es hombre común —homo vulgaris, se suele
traducir al latín—, ou día pánton koinós ánthropos.

[187]. Cfr Anathematismi Cyrilli Alexandrini, 10; Conc. De Éfeso (DS


261).

[188]. Conc. XI de Toledo, a. 675 (DS 539). Las mismas palabras se


encuentran en el Concilio de Florencia, Decr. pro Jacobitis (DS 1347).

[189]. Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 15, a. 1.

[190]. Sententiarum Liber III, d. 12.

[191]. In III Sent. d. 12

[192]. In III Sent. d. 12; STh III, q. 15, a. 1.

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[193]. Disp 33, sect. 2

[194]. «La naturaleza que asumió (Cristo) en sí misma podía pecar,


porque no era bienaventurada en razón de la unión y tuvo libre
albedrío y, en consecuencia, podía volverse a un lado y a otro; pero
por la bienaventuranza fue confirmado desde el primer instante para
que fuese impecable, como los bienaventurados son impecables» (Duns
Escoto, In III Sent., disp. 13, q. 1, ad 2).

[195]. Entre los pocos autores que han negado la impecabilidad de


Cristo se encuentran Günther y Farrar, quienes dicen que si Cristo no
pecó fue debido a su sola líbertad, pero que no era realmente
impecable (cfr A. Michel, Jésus-Christ, cit., 1291).

[196]. S. Tomás de Aquino, STh III, q. 15, a. 1, in c. Cfr A. Durand,


La liberté du Christ dans son rapport a l’impecabilite, NRT 70 (1948)
821 ss.

[197]. Así lo vió S. Máximo el Confesor en su lucha contra el


monotelísmo. Cfr F.M. Lethel, Théologie de l’agonie du
Christ..., cit., 76 ss. Cfr también A. C. Chacón, La libertad
meritoria de Cristo y nuestra libertad, en Cristo, Hijo de Dios y
Redentor del hombre, cit, 875-892.

[198]. Cfr CH. Pesch, De Verbo lncarnato, Herder, Friburgo 1909,


179-180. A. Michel, Jésus-Christ, cit., 1297-1309. Cfr J. Stóhr,
Reflexiones teológicas en torno a la libertad de Cristo en su Pasión y
Muerte, en Cristo, Hijo de Dios y Redentor del hombre, cit., 809-849.

[199]. Como escribe J. Auer, «puesto que todo pecado penetra hasta el
núcleo personal del hombre, que en Jesús es el Logos divino y dado que
además la naturaleza divina penetra por completo de gracia la
naturaleza humana de Cristo, hay que decir de Jesús ante todo que es
esencialmente impecable en virtud de la unión hipostática; con otras
palabras, que no podía pecar, aun cuando su naturaleza humana fuera

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(en abstracto) pecadora» (J. Auer, Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de


María, cit., 478). Esta última expresión «naturaleza (en abstracto)
pecadora» no parece acertada, entre otros motivos, porque la
naturaleza humana de Cristo «en abstracto» no existe; además, en
cualquier hombre, la naturaleza humana «en abstracto» no es ni
pecadora ni no pecadora; sólo por razón del pecado original se puede
atribuir el calificativo «pecadora» a la naturaleza humana; toda otra
atribución del concepto «pecadora» se refiere a las personas (pecado
personal), no a la naturaleza. Sobre libertad y pecado, cfr L.F. Mateo-
Seco, Martín Lutero: Sobre la libertad esclava, Emesa, Madrid 1978,
59-79.

[200]. Cfr S. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 22, a. 6, in c.

[201]. S. TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 24, a. 1. Cfr C. Fabro,


Riflessioni sulla liberta, Maggioli editore, Rimini 1983, esp. 22-25.

[202]. Cfr p.e, Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 30.VI.1968, n. 10.

[203]. Fue condenado en la sesión octava del Concilio


Constantinopolitano II (2.VI.553), por decir, entre otras cosas,
apoyado en su concepción de la existencia en Cristo de dos sujetos,
que «uno era el Dios Verbo y otro Cristo, el cual fue molestado por
las pasiones del alma y los deseos de la carne, y que así fue
mejorando a causa de sus obras» (DS 434).

[204]. Santo Tomás hace notar, además, que no convenía que Cristo
asumiese este defecto de la naturaleza humana, porque «en vez de
ayudar a la satisfacción del pecado, le es contrario» (S. Tomás de
Aquino, STh III, q. 15, a. 2, in c.).

[205]. S. Tomás de Aquino, STh III, q. 46, a. 6, in c. Y en el ad 4,


prosigue luminosamente con esta afirmación, mostrando que la repulsa
que siente Cristo por la muerte proviene precisamente de su santidad:
«La vida corporal de Cristo fue de tanta dignidad, sobre todo a causa

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de su unión con la divinidad, que debía dolerse de su pérdida aunque


fuese por una hora (...). De ahí que el Filósofo diga en III Ethic.
que el virtuoso ama su vida tanto más cuanto que sabe que es mejor y,
sin embargo, la arriesga por el bien de la virtud. De igual forma,
Cristo expuso su vida, amada en grado sumo, por el bien de la
caridad».

[206]. Valga el siguiente ejemplo, que ha de ser aplicado


analógicamente. Mientras más quiere una madre a su hijo pequeño, más
infaliblemente se levanta de noche si ese hijo la necesita. Yeso no
significa que no tenga libertad, sino que tiene más amor. Pero por
mucho amor que tenga, siempre el cuerpo apetecerá el descanso más que
el levantarse a deshora.

[207]. Cfr p.e., R Schnackemburg, Der Sinn der Versuchung Jesu bei den
Synoptikern, TQ 132 (1952) 297-326; J. Dupont, Les tentations de Jésus
au désert, Desc1ée, Bruges 1968.

[208]. Baste recordar esta escena: Pedro intenta disuadir a Jesús de


que se entregue a su Pasión, y Jesús contesta: Apártate de mí Satanás;
tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino
las de los hombres (Mt 16, 23).

[209]. CEC, nn. 538-539.

[210]. S. Hilario, Commentarius in Mt (PL 9,988).

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