La Santidad de Jesucristo
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Fernando Ocáriz
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Sumario
Introducción
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también que las obras sean santas, porque está escrito: sed santos,
porque santo soy yo (1 Pet 1,16; Lev 11,44). También se llama santos a
los que durante su vida sirvieron a Dios (Mt 27,52).
1. El Mediador Santo
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2. La gracia de unión
Por esta razón, no hay en Cristo más que una única filiación al Padre.
Esta filiación es la filiación natural; no hay en El filiación
adoptiva [146]. El es Hijo, el Unigénito, de quien dijera la voz del
cielo: Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias (Mt
3,17; Mc 1,11). No se puede dar mayor unión con Dios que ésta. De ahí
que no se pueda dar mayor santidad.
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a Dios, precisamente por ser la humanidad del Hijo. Todo esto hace que
parezca justo afirmar que la gracia de unión santifica a Cristo
propiamente, es decir, formaliter, y no sólo fontalmente. Como hace
notar Garrigou-Lagrange, Santo Tomás nunca llama a la gracia habitual
de Cristo gracia santificante, pues la santificación deriva para
Cristo de la gracia de unión [157]. En cualquier caso, es claro que
mientras que la gracia habitual puede otorgar al alma de Cristo el don
de evitar todo pecado, sólo la gracia de unión le otorga esa
impecabilidad absoluta de que goza Cristo. De ahí que la mayor parte
de los teólogos entienda que la gracia de unión santifica propia y
formalmente la naturaleza humana de Cristo, pues de ella deriva su
impecabilidad absoluta.
Han sido muy pocos los autores que han negado en Cristo la existencia
de esta gracia habitual [159]. Como es obvio, ningún autor cristiano
ha negado que Cristo fuese santo. Los pocos autores que han negado que
el alma de Cristo estuviese adornada por la gracia habitual, lo han
hecho por estimar que era inútil, pues ya todo Cristo era santo
sustancial y formalmente por la gracia de unión.
Son tres las razones que suelen aducirse para afirmar la existencia de
la gracia habitual en Cristo: a) la proximidad de la humanidad de
Cristo a la fuente de la gracia —el Verbo—, hacía muy conveniente que
recibiese de El el influjo de la gracia; b) el alma de Cristo, por su
cercanía al Verbo, debía alcanzar a Dios lo más íntimamente posible
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Otras virtudes —las que son exclusivas del status viatoris, como la fe
y la esperanza, o las que incluyen en sí una imperfección, como la
penitencia— no están formalmente en Cristo, pero lo que tienen de
perfección se encuentra en El asumido en una perfección superior. Así
sucede con la virtud de la fe, como ya se indicó anteriormente [161].
Aquellos que hablan de la existencia de fe en Cristo, lo hacen, o
porque niegan que tuviese ya en la tierra ciencia de visión, o porque
entienden la virtud de la fe no en su sentido habitual —creer lo que
no se ve fiado de la autoridad de Dios que revela—, sino, porque de
una forma u otra, la entienden en el sentido de fidelidad [162].
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Se dan en Cristo en forma excelsa todos los dones y los frutos del
Espíritu Santo (cfr Is 11,2 y Gal 5,22). También el don de temor de
Yahvé, como señala el profeta Isaías, es decir, el sentido de la
majestad y grandeza de Dios, la reverencia al Padre, que le lleva a
responder con presteza e indignación: Al Señor tu Dios adorarás ya El
solo darás culto (Mt 4, 10).
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4. La gracia capital
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posee Cristo, sin medida, y la nuestra, que recibimos con medida. Los
argumentos racionales en que se apoya son los mismos que los aducidos
para afirmar la plenitud de gracia en Cristo. Lógicamente, puesto que
se está hablando de la gracia creada, tanto en razón del ser creatural
de la gracia como del ser creatural del alma de Cristo, hay que decir
—es el pensamiento de Santo Tomás—, que, considerada bajo este
aspecto, la gracia no se puede decir infinita en Cristo. Sí puede
decirse, en cambio, que es infinita, si se considera como tal gracia.
En este sentido, Cristo posee gracia infinita, «porque posee todo lo
que pertenece al concepto de gracia sin restricción alguna», pues «le
fue conferida a Cristo como principio universal de justificación para
la naturaleza humana» [180].
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Notas
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[151]. Esta gracia, por tanto, se puede decir en cierto modo infinita,
por la unión con el Verbo, esencialmente santo, en unidad de persona,
aunque, como es obvio, no se dice que la naturaleza humana de Cristo
sea santa con la santidad esencial de Dios mismo. En efecto, el Verbo
da a su naturaleza humana su subsistencia, pero no sus atributos
divinos, pues permanece a salvo en cada naturaleza la propiedad de
cada una, como se afirma en el Concilio de Calcedonia.
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338-339).
[166]. León XIII, Enc. Divinum illud munus, 9.V.1897 (DS 3327).
[170]. Cfr sobre todo Rom 8,29; 12,3-8; 1 Cor 15,45; Ef 1,22-24;
4,7-16; 5, 23.27.29; Col 1,18-20; Tit 3,6; Hebr 5,9.
[171]. Pío XII, Enc. Mystici corporis, cit, AAS 35 (1943) 193-248.
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[199]. Como escribe J. Auer, «puesto que todo pecado penetra hasta el
núcleo personal del hombre, que en Jesús es el Logos divino y dado que
además la naturaleza divina penetra por completo de gracia la
naturaleza humana de Cristo, hay que decir de Jesús ante todo que es
esencialmente impecable en virtud de la unión hipostática; con otras
palabras, que no podía pecar, aun cuando su naturaleza humana fuera
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[202]. Cfr p.e, Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 30.VI.1968, n. 10.
[204]. Santo Tomás hace notar, además, que no convenía que Cristo
asumiese este defecto de la naturaleza humana, porque «en vez de
ayudar a la satisfacción del pecado, le es contrario» (S. Tomás de
Aquino, STh III, q. 15, a. 2, in c.).
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[207]. Cfr p.e., R Schnackemburg, Der Sinn der Versuchung Jesu bei den
Synoptikern, TQ 132 (1952) 297-326; J. Dupont, Les tentations de Jésus
au désert, Desc1ée, Bruges 1968.
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