Resumen Solidaridad Mecánica

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Nuestro método hállase, pues, trazado por completo.

Ya que el derecho reproduce las formas principales de la


solidaridad social, no tenemos sino que clasificar las diferentes especies del mismo, para buscar en seguida cuáles son
las diferentes especies de solidaridad social que a aquéllas corresponden. Es, pues, probable que exista una que
simbolice esta solidaridad especial de la que es causa la división del trabajo. Hecho esto, para calcular la parte de esta
última, bastará comparar el número de reglas jurídicas que la expresan con el volumen total del derecho.

Para este trabajo no podemos servirnos de las distinciones utilizadas por los juristas. Imaginadas con un fin práctico,
serán muy cómodas desde ese punto de vista, mas la ciencia no puede contentarse con tales clasificaciones empíricas y
aproximadas. La más extendida es la que divide el derecho en derecho público y derecho privado; el primero tiene por
misión regular las relaciones entre el individuo y el Estado, el segundo, las de los individuos entre sí. Pero cuando se
intenta encajar bien esos términos, la línea divisoria, que parecía tan clara a primera vista, se desvanece. Todo el
derecho es privado en el sentido de que siempre y en todas partes se trata de individuos, que son los que actúan; pero,
sobre todo, todo el derecho es público en el sentido de ser una función social, y de ser todos los individuos, aunque a
título diverso, funcionarios de la sociedad.

Para proceder metódicamente necesitamos encontrar alguna característica que, aun siendo esencial a los fenómenos
jurídicos, sea susceptible de variar cuando ellos varían. Ahora bien, todo precepto jurídico puede definirse como una
regla de conducta sancionada. Por otra parte, es evidente que las sanciones cambian según la gravedad atribuida a los
preceptos, el lugar que ocupan en la conciencia pública, el papel que desempeñan en la sociedad. Conviene, pues,
clasificar las reglas jurídicas según las diferentes sanciones que a ellas van unidas.

Las hay de dos clases. Consisten esencialmente unas en un dolor, o, cuando menos, en una disminución que se
ocasiona al agente; tienen por objeto perjudicarle en su fortuna, o en su honor, o en su vida, o en su libertad, privarle
de alguna cosa de que disfruta. Se dice que son represivas; tal es el caso del derecho penal. Verdad es que las que se
hallan ligadas a reglas puramente morales tienen el mismo carácter; sólo que están distribuidas, de una manera difusa,
por todas partes indistintamente, mientras que las del derecho penal no se aplican sino por intermedio de un órgano
definido; están organizadas. En cuanto a la otra clase, no implican necesariamente un sufrimiento del agente, sino que
consisten tan sólo en poner las cosas en su sitio, en el restablecimiento de relaciones perturbadas bajo su forma normal,
bien volviendo por la fuerza el acto incriminado al tipo de que se había desviado, bien anulándolo, es decir, privándolo
de todo valor social. Se deben, pues, agrupar en dos grandes especies las reglas jurídicas, según les correspondan
sanciones represivas organizadas, o solamente sanciones restitutivas. La primera comprende todo el derecho penal; la
segunda, el derecho civil, el derecho mercantil, el derecho procesal, el derecho administrativo y constitucional,
abstracción hecha de las reglas penales que en éstos puedan encontrarse.

CAPITULO II SOLIDARIDAD MECÁNICA O POR SEMEJANZAS


I
El lazo de solidaridad social a que corresponde el derecho represivo es aquel cuya ruptura constituye el crimen;
llamamos con tal nombre a todo acto que, en un grado cualquiera, determina contra su autor esa reacción característica
que se llama pena. Buscar cuál es ese lazo equivale a preguntar cuál es la causa de la pena o, con más claridad, en qué
consiste esencialmente el crimen.
Hay crímenes de especies diferentes; entre todas esas especies hay algo de común.
la pena, salvo las diferencias de grado, es siempre y por todas partes la misma.
Por diferentes que parezcan, es imposible que no posean algún fondo común. Afectan en todas partes de la misma
manera la conciencia moral de las naciones y producen en todas partes la misma consecuencia. Todos son crímenes,
actos reprimidos con castigos definidos.
Si queremos, saber en qué consiste esencialmente el crimen, es preciso desentrañar los rasgos comunes. No hay que
prescindir de ninguna. Las concepciones jurídicas de las sociedades más inferiores no son menos dignas que las de las
sociedades elevadas.
El biólogo habría dado una definición muy inexacta de los fenómenos vitales si hubiera desdeñado seres
monocelulares; de la sola contemplación de organismos superiores, habría sacado la conclusión errónea.
El medio de encontrar este elemento permanente y general no es la enumeración de actos que han sido, en todo tiempo
y en todo lugar, calificados de crímenes. Porque si, hay acciones que han sido universalmente miradas como
criminales, constituyen una ínfima minoría, un método semejante no podría darnos sino una noción truncada,
Se ha creído encontrar esta relación en una especie de antagonismo entre esas acciones y los grandes intereses sociales,
y se ha dicho que las reglas penales enunciaban para cada tipo social las condiciones fundamentales de la vida
colectiva. Su autoridad procederá, pues, de su necesidad; por otra parte, como esas necesidades varían con las
sociedades, explicaríase de esta manera la variabilidad del derecho represivo.
Hay multitud de actos que han sido y son todavía mirados como criminales, sin que, sean perjudiciales a la sociedad:
tocar un objeto tabou, un animal o un hombre impuro o consagrado, de dejar extinguirse el fuego sagrado, de comer
ciertas carnes, no celebrar ciertas fiestas, etc.,¿por qué razón han podido constituir jamás un peligro social? Sin
embargo, sabido es el lugar que ocupa en el derecho represivo de una multitud de pueblos la reglamentación del rito,
de la etiqueta, del ceremonial, de las prácticas religiosas. No hay más que abrir el Pentateuco para convencerse.
Aun en el caso de que el acto criminal perjudique ciertamente a la sociedad, es preciso que el grado perjudicial que
ofrezca se halle en relación con la intensidad de la represión que lo castiga.
En el derecho penal de los pueblos más civilizados, el homicidio está considerado como el más grande de los crímenes.
Sin embargo, una crisis económica, una quiebra, pueden incluso desorganizar mucho más el cuerpo social que un
homicidio aislado. Sin duda el asesinato es siempre un mal, pero no hay nada que pruebe que sea el mayor mal. ¿Qué
significa un hombre menos en la sociedad? ¿Qué significa una célula menos en el organismo? Dícese que la seguridad
general estaría amenazada si el acto permaneciera sin castigo; que se compare la importancia de ese peligro, por real
que sea, con el de la pena; la desproporción es manifiesta.
En fin, los ejemplos que acabamos de citar demuestran que un acto puede ser desastroso sin que se incurra en la más
mínima represión. Esta definición del crimen es inadecuada.
¿Se dirá, modificándola, que los actos criminales son aquellos que parecen perjudiciales a la sociedad que los reprime?
Semejante explicación nada explica, pues no nos enseña por qué en un gran número de casos las sociedades se han
prácticas que, por sí mismas, no eran ni útiles siquiera.
En definitiva, esta pretendida solución del problema se reduce a un verdadero "truísmo", pues si las sociedades obligan
así a cada individuo a obedecer a sus reglas, es porque estiman, que esta obediencia les es indispensable;
Es como si se dijera que las sociedades juzgan las reglas necesarias porque las juzgan necesarias. Hace falta decir es
por qué las juzgan así. Si este sentimiento tuviera su causa en la necesidad objetiva de las prescripciones penales, sería
una explicación. Pero hállase en contradicción con los hechos.
Sin embargo, esta última teoría no deja de tener cierto fundamento; con razón busca en ciertos estados del sujeto las
condiciones constitutivas de la criminalidad. En efecto, la única característica común a todos los crímenes es que
consisten en actos universalmente reprobados por los miembros de cada sociedad. Se pregunta hoy día si esta
reprobación es racional y si no sería más cuerdo ver en el crimen una enfermedad o un yerro. Pero no tenemos por qué
entrar en esas discusiones; buscamos el determinar lo que es o ha sido, no lo que debe ser.
Ahora bien, la realidad del hecho que acabamos de exponer no ofrece duda: el crimen hiere sentimientos que, para un
mismo tipo social, se encuentran en todas las conciencias sanas.
No es posible determinar la naturaleza de esos sentimientos, pues esos objetos han variado.
Hoy día son los sentimientos altruistas los que presentan ese carácter de la manera más señalada , hubo un tiempo en
que los sentimientos religiosos, domésticos, y otros tradicionales, tenían los mismos efectos.
¿Es que no sentimos por el hombre que traiciona su patria tanta aversión, al menos, como por el ladrón o el estafador?
¿Es que, en los países en que el sentimiento monárquico está vivo todavía, los crímenes de lesa majestad no suscitan
una indignación general? ¿Es que, en los países democráticos, las injurias dirigidas al pueblo no desencadenan las
mismas cóleras? No se debería, pues, hacer una lista de sentimientos cuya violación constituye el acto criminal; no se
distinguen de los demás sino por este rasgo, que son comunes al término medio de los individuos de la misma
sociedad.
Esto explica la manera particular de codificarse el derecho penal. Todo derecho escrito tiene un doble objeto:
establecer ciertas obligaciones, definir las sanciones que a ellas están ligadas. En toda clase de derecho de sanciones
restitutivas, el legislador aborda y resuelve con independencia los dos problemas. Primero determina la obligación con
toda la precisión posible, y sólo después dice la manera como debe sancionarse. Por ejemplo, en el capítulo de nuestro
Código civil consagrado a los deberes respectivos de los esposos, derechos y obligaciones se enuncian de una manera
positiva; pero no se dice qué sucede cuando esos deberes se violan. Hay que ir a otro sitio a buscar esa sanción. A
veces, incluso se sobreentiende. Así, el art. 214 del Código civil ordena a la mujer vivir con su marido: se deduce que
el marido puede obligarla a reintegrarse al domicilio conyugal; pero esta sanción no está en parte alguna formalmente
indicada.
El derecho penal, por el contrario, sólo dicta sanciones, y no dice nada de las obligaciones a que aquéllas se refieren.
No manda que se respete la vida del otro, sino que se castigue con la muerte al asesino. No dice he aquí el deber, sino
he aquí la pena. Sin duda si la acción se castiga, es que es contraria a una regla obligatoria; pero esta regla no está
expresamente formulada. Para que así ocurra, no puede haber más que una razón: que la regla es conocida y está
aceptada por todo el mundo. Cuando un derecho consuetudinario pasa al estado de derecho escrito y se codifica, es
porque reclaman las cuestiones litigiosas una solución más definida.
Puesto que el derecho penal no se codifica sino para establecer una escala gradual de penas, es porque puede dar lugar
a dudas. A la inversa (3), si las reglas cuya violación castiga la pena no tienen necesidad de recibir una expresión
jurídica, es que no son objeto de discusión alguna, es que todo el mundo siente su autoridad.
Es verdad que, a veces, el Pentateuco no establece sanciones, no contiene más que disposiciones penales. Es el caso de
los diez mandamientos, formulados en el Éxodo y el Deuteronomio. Pero es que el Pentateuco, aunque hace el oficio
de Código, no es propiamente un Código.
Es un resumen de las tradiciones de toda especie, mediante las cuales los judíos se explicaban la génesis del mundo, de
su sociedad y de sus principales prácticas sociales. Si enuncia ciertos deberes, no es que fueran ignorados; al contrario,
es seguro que todo lo que encierra estaba escrito en todas las conciencias. Pero se trataba esencialmente de reproducir,
fijándolas, las creencias populares sobre el origen de esos preceptos.

En las sociedades primitivas, en las que todo el derecho es penal, la asamblea del pueblo es la que administra justicia .
Es verdad que, en otros casos, hállase retenido por una clase privilegiada o por magistrados particulares. Pero esos
hechos no disminuyen el valor demostrativo de los precedentes, pues de que los sentimientos colectivos no reaccionen
más que a través de ciertos intermediarios, no se sigue que hayan cesado de ser colectivos para localizarse en un
número restringido de conciencias. Mas esta delegación puede ser debida, ya a la mayor multiplicidad de los negocios,
que necesita la institución de funcionarios especiales, ya a la extraordinaria importancia adquirida por ciertos
personajes o ciertas clases, que se hacen intérpretes autorizados de los sentimientos colectivos.
Sin embargo, no se ha definido el crimen cuando se ha dicho que consiste en una ofensa a los sentimientos colectivos ;
los hay entre éstos que pueden recibir ofensa sin que haya crimen. Así, el incesto es objeto de una aversión muy
general, y, sin embargo, se trata de una acción inmoral simplemente. Lo mismo ocurre con las faltas al honor sexual
que comete la mujer fuera del estado matrimonial.
Los sentimientos colectivos a que corresponde el crimen deben singularizarse de los demás por alguna propiedad
distintiva: deben tener una cierta intensidad media. No sólo están grabados en todas las conciencias, sino que están
muy fuertemente grabados. No se trata de veleidades superficiales, sino de emociones y de tendencias fuertemente
arraigadas en nosotros. Hallamos la prueba en la extrema lentitud con que el derecho penal evoluciona. No sólo se
modifica con más dificultad que las costumbres, sino que es la parte del derecho positivo más refractaria al cambio.
las innovaciones en materia de derecho penal son extremadamente raras y restringidas, por el contrario, una multitud
de nuevas disposiciones se han introducido en el derecho civil, el derecho mercantil, el derecho administrativo y
constitucional.
De una manera general, el derecho religioso es también represivo: es esencialmente conservador. Esta fijeza del
derecho penal es un testimonio de la fuerza de resistencia de los sentimientos colectivos a que corresponde. Por el
contrario, la plasticidad mayor de las reglas puramente morales demuestran la menor energía de los sentimientos que
constituyen su base.
Una observación última es necesaria para que nuestra definición sea exacta. Si los sentimientos que protegen las
sensaciones simplemente morales son menos intensos que aquellos que protegen las penas propiamente dichas, hay,
sin embargo, excepciones.
Así, no existe razón para admitir que la piedad filial media, o también las formas elementales de la compasión por las
miserias constituyan sentimientos más superficiales que el respeto por la propiedad o la autoridad pública; sin
embargo, al mal hijo y al egoísta no se les trata como criminales. No basta, pues, con que los sentimientos sean fuertes,
es necesario que sean precisos. En efecto, cada uno de ellos afecta a una práctica muy definida. Esta práctica puede ser
simple o compleja, positiva o negativa, es decir, consistir en una acción o en una abstención, pero siempre
determinada. Se trata de hacer o de no hacer esto u lo otro, de no matar, de no herir, de pronunciar tal fórmula, de
cumplir tal rito, etc. Por el contrario, los sentimientos como el amor filial o la caridad son aspiraciones vagas hacia
objetos muy generales. Así, las reglas penales se distinguen por su claridad y su precisión, mientras que las reglas
puramente morales tienen generalmente algo de fluctuantes.
Podemos decir que se debe trabajar, que se debe tener piedad de otro, etc., pero no podemos fijar de qué manera ni en
qué medida.
Al contrario, por estar determinados los sentimientos que encarnan las reglas penales, poseen una mayor uniformidad;
como no se les puede entender de maneras diferentes, son en todas partes los mismos.
Nos hallamos ahora en estado de formular la conclusión. El conjunto de las creencias y de los sentimientos comunes
de los miembros de una misma sociedad, constituye un sistema determinado se le puede llamar la conciencia colectiva
o común.
En efecto, es independiente de las condiciones particulares en que los individuos; ellos pasan y ella permanece. Es la
misma en el Norte y en el Mediodía, en las grandes ciudades y en las pequeñas, en las diferentes profesiones.
Igualmente, no cambia con cada generación sino que, liga unas con otras las generaciones sucesivas. Es una cosa muy
diferente a las conciencias particulares
Tiene, pues, derecho a que se le designe con nombre especial. El que hemos empleado no deja de ser ambiguo. Como
los términos de colectivo y de social con frecuencia se toman uno por otro, está uno inclinado a creer que la conciencia
colectiva es toda la conciencia social, no constituye más que una parte muy restringida.
Las funciones judiciales, gubernamentales, científicas, industriales, en una palabra, todas las funciones especiales, son
de orden psíquico, puesto que consisten en sistemas de representación y de acción; sin embargo, están, fuera de la
conciencia común. Para evitar una confusión lo mejor sería, quizá, crear una expresión técnica que designara
especialmente el conjunto de las semejanzas sociales. Sin embargo, conservaremos la expresión más usada de
conciencia colectiva o común, pero recordando siempre el sentido estrecho en el cual la empleamos.
Podemos, pues, resumiendo el análisis que precede, decir que un acto es criminal cuando ofende los estados fuertes y
definidos de la conciencia colectiva (10).
El texto de esta proposición nadie lo discute, pero se le da sentido muy diferente del que debe tener. Se la interpreta
como si expresara, no la propiedad esencial del crimen, sino una de sus repercusiones.
No se discute el que todo delito sea universalmente reprobado, pero se da por cierto que la reprobación de que es
objeto resulta de su carácter delictuoso. Sólo que, hállanse muy embarazados para decir en qué consiste esta
delictuosidad. ¿En una inmoralidad particularmente grave?
De lo que se trata es de saber precisamente lo que es la inmoralidad, y que la sociedad reprime por medio de penas
organizadas y que constituye la criminalidad. No puede proceder más que de uno o varios caracteres comunes a todas
las variedades criminológicas; ahora bien, lo único que satisface a esta condición es esa oposición que existe entre el
crimen y ciertos sentimientos colectivos. Esa oposición es la que hace el crimen, un acto hiere la conciencia común
porque es criminal, sino que es criminal porque hiere la conciencia común. No lo reprobamos porque es un crimen sino
que es un crimen porque lo reprobamos. En cuanto a la naturaleza intrínseca de esos sentimientos, es imposible
especificarla; persiguen los objetos más diversos y no sería posible dar una fórmula única. No cabe decir que se
refieran ni a los intereses vitales de la sociedad, ni a un mínimum de justicia;
Un acto es socialmente malo porque lo rechaza la sociedad.
Hay actos que son más severamente reprimidos que fuertemente rechazados por la opinión.
Así, la coalición de los funcionarios, la intromisión de las autoridades judiciales en las autoridades administrativas, las
funciones religiosas en las funciones civiles, son objeto de una represión que no guarda relación con la indignación que
suscitan en las conciencias. La sustracción de documentos públicos nos deja bastante indiferentes y, no obstante, se la
castiga con penas bastante duras. Incluso sucede que el acto castigado no hiere directamente sentimiento colectivo
alguno; nada hay en nosotros que proteste contra el hecho de pescar y cazar en tiempos de veda, o de que pasen
vehículos muy pesados por la vía pública. Sin embargo, no hay razón para separar estos delitos de los otros; todos
presentan, en grados diversos, el mismo criterio externo. No cabe duda que la pena en ninguno de estos ejemplos
parece injusta; la opinión pública no la rechaza, pero, si se la dejara en libertad, o no la reclamaría o se mostraría
menos exigente. En todos los casos la delictuosidad no procede, o no se deriva toda ella, de la vivacidad de los
sentimientos colectivos que fueron ofendidos, sino que viene de otra causa.
Es indudable, en efecto, que, una vez que un poder de gobierno se establece.
Es capaz de crear ciertos delitos o de agravar el valor criminológico de algunos otros. Así, todos los actos que
acabamos de citar presentan esta característica común: están dirigidos contra alguno de los órganos directores de la
vida social. ¿Es necesario, pues, admitir que hay dos clases de crímenes procedentes de dos causas diferentes? No
debería uno detenerse ante hipótesis semejante. Por numerosas que sean las variedades, el crimen es en todas partes
esencialmente el mismo, puesto que determina el mismo efecto: la pena, que, si puede ser más o menos intensa, no
cambia por eso de naturaleza.
Y, en efecto, ¿de dónde procede? ¿De la gravedad de intereses que rige el Estado y que reclaman ser protegidos de una
manera especial? Mas sabemos que sólo la lesión de intereses, graves inclusive, no basta a determinar la reacción
penal; es, además, necesario que se resienta de una cierta manera. ¿De dónde procede entonces que el menor perjuicio
causado al órgano de gobierno sea castigado, cuando desórdenes mucho más importantes en otros órganos sociales
sólo se reparan civilmente? La más pequeña infracción de la policía se castiga con una multa; la violación, aun
repetida, de los contratos, la falta constante de delicadeza en las relaciones económicas, no obligan más que a la
reparación del perjuicio.
Sin duda que el mecanismo directivo juega un papel importante en la vida social, pero existen otros cuyo interés no
deja de ser vital y cuyo funcionamiento no está, sin embargo, asegurado de semejante manera. Si el cerebro tiene su
importancia, el estómago es un órgano también esencial, y las enfermedades del uno son amenazas para la vida, como
las del otro. ¿A que viene ese privilegio en favor de lo que suele llamarse el cerebro social?
La dificultad se resuelve fácilmente si se nota que su primera y principal función es hacer respetar las creencias, las
tradiciones, las prácticas colectivas, es decir, defender la conciencia común contra todos los enemigos de dentro y de
fuera.
Rechaza toda fuerza antagónica, señala como crímenes actos que la hieren sin a la vez herir en el mismo grado los
sentimientos colectivos. Pero de estos últimos recibe toda la energía que le permite crear crímenes y delitos.
La extensión de la acción que el órgano de gobierno ejerce sobre el número y sobre la calificación de los actos
criminales, depende de la fuerza que encubra. Esta, a su vez, puede medirse, bien por la extensión de la autoridad que
desempeña sobre los ciudadanos, bien por el grado de gravedad reconocido a los crímenes dirigidos contra él (12).
Veremos cómo en las sociedades inferiores esta autoridad es mayor y más elevada la gravedad, y, por otra parte, cómo
esos mismos tipos sociales tienen más poder en la conciencia colectiva.
Hay, pues, que venir siempre a esta última; toda la criminalidad procede, directa o indirectamente, de ella. El crimen
no es sólo una lesión de intereses, es una ofensa contra una autoridad.
Lo que caracteriza al crimen es que determina la pena. Si nuestra definición, pues, del crimen es exacta, debe darnos
cuenta de todas las características de la pena. Vamos a proceder a tal comprobación.
Pero antes es preciso señalar cuáles son esas características.

II
La pena consiste en una reacción pasional. Esta característica se manifiesta tanto más cuanto se trata de sociedades
menos civilizadas. Los pueblos primitivos castigan por castigar, hacen sufrir al culpable únicamente por hacerlo sufrir
y sin esperar ventaja alguna. La prueba está en que no buscan ni castigar lo justo ni castigar útilmente, sino sólo
castigar.
Cuando la pena sólo se aplica a las personas, extiéndese con frecuencia más allá del culpable y va hasta alcanzar
inocentes: a su mujer, a sus hijos, sus vecinos, etc. (15).
Y es que la pasión hace sentir su presencia por la tendencia que tiene a rebasar en gravedad el acto contra el cual
reacciona. De ahí vienen los refinamientos de dolor agregados al último suplicio. ¿No es, además, la pena tan general
del talión, una satisfacción concedida a la pasión de la venganza?
Pero hoy día, dicen, la pena ha cambiado de naturaleza; la sociedad ya no castiga por vengarse sino para defenderse. El
dolor que inflige es un instrumento de protección. Castiga, no porque el castigo le ofrezca alguna satisfacción, sino a
fin de que el temor de la pena paralice las malas voluntades No es ya la cólera, sino la previsión reflexiva, la que
determina la represión.
Sin embargo, la naturaleza de una práctica no cambia necesariamente porque las intenciones conscientes de aquellos
que la aplican se modifiquen. Pudo haber desempeñado otra vez el mismo papel,
Se adapta a las nuevas condiciones de existencia. Tal es lo que sucede con la pena.
En efecto, es un error creer que la venganza es sólo una crueldad inútil. Es lo que tiende a destruir era una amenaza
para nosotros. Constituye, acto de defensa. No nos vengamos sino de lo que nos ha ocasionado un mal, y lo que nos ha
causado un mal es siempre un peligro. El instinto de la venganza no es, en suma, más que el instinto de conservación
exagerado por el peligro. Está muy lejos de haber tenido la venganza, en la historia de la humanidad, el papel negativo
y estéril que se le atribuye. Es un arma defensiva; sólo que es un arma grosera.
Actualmente, como ya conocemos el fin que queremos alcanzar, sabemos utilizar mejor los medios de que
disponemos; Pero desde el principio se obtenía ese resultado, aun cuando de una manera más imperfecta. Entre la pena
de hoy y la de antes no existe, un abismo y, por consiguiente, no era necesario que la primera se convirtiera en otra
cosa de lo que es, para acomodarse nuestras sociedades civilizadas. Toda la diferencia procede de que produce sus
efectos con una mayor conciencia de lo que hace. Ahora bien, aunque la conciencia individual o social no deja de tener
influencia sobre la realidad que ilumina, no tiene el poder de cambiar la naturaleza. La estructura interna de los
fenómenos sigue siendo la misma, que sean conscientes o no. Podemos, pues, contar con que los elementos esenciales
de la pena son los mismos que antes. Y, en efecto, la pena ha seguido siendo, al menos en parte, una obra de venganza.
Se dice que no hacemos sufrir al culpable por hacerlo sufrir; no es menos verdad que encontramos justo que sufra.
Ahora bien, es indudable que esta expresión de venganza pública, no es una vana palabra.
Suponiendo que la pena pueda realmente servir para protegernos en lo porvenir, debe ser, expiación del pasado. Lo
prueban las precauciones minuciosas que tomamos para proporcionarla tan exacta como sea posible en relación con la
gravedad del crimen.
En efecto, esta graduación no es necesaria si la pena es un medio de defensa. Para la sociedad habría un peligro en
asimilar los atentados más graves a simples delitos;
¿Es que hay quien diga que los autores de las maldades más pequeñas son de naturaleza menos perversa y que, para
neutralizar sus malos instintos, bastan penas menos fuertes? Pero si sus inclinaciones están menos viciadas, no dejan
por eso de ser menos intensas. Los ladrones se hallan tan fuertemente inclinados al robo como los asesinos al
homicidio; la resistencia que ofrecen los primeros no es inferior a la de los segundos, y, por consiguiente, para triunfar
sobre ellos se deberá recurrir a los mismos medios.
La escala penal no debería, pues, comprender más que un pequeño número de grados; la pena no debería variar sino
según que el criminal se halle más o menos endurecido, y no según la naturaleza del acto criminal. Un ladrón
incorregible sería tratado como un asesino incorregible.
Esta es la prueba de haber seguido fieles al principio del talión, aun cuando lo entendamos en un sentido más elevado
que otras veces. No medimos ya de una manera tan material y grosera ni la extensión de la culpa, ni la del castigo; pero
siempre pensamos que debe haber una ecuación entre ambos términos, séanos o no ventajoso establecer esta
comparación. La pena ha seguido, pues, siendo para nosotros lo que era para nuestros padres. Es todavía un acto de
venganza puesto que es un acto de expiación. Lo que nosotros vengamos, lo que el criminal expía, es el ultraje hecho a
la moral.
Hay, sobre todo, una pena en la que ese carácter pasional se manifiesta más que en otras; trátase de la vergüenza , de la
infamia que acompaña a la mayor parte de las penas y que crece al compás de ellas. Con frecuencia no sirve para nada.
¿A qué viene el deshonrar a un hombre que ha probado que las amenazas no bastarían a intimidarle? El deshonor se
comprende cuando no hay otra pena, o bien como complemento de una pena material benigna;
Ahora bien, las causas que determinan esta represión difusa son también las de la represión organizada que acompaña
a la primera. ***Basta, además, con ver en los tribunales cómo funciona la pena para reconocer que el impulso es
pasional por completo; pues a las pasiones es a quienes se dirige el magistrado que persigue y el abogado que defiende.
Este busca excitar la simpatía por el culpable, aquél, despertar los sentimientos sociales que ha herido el acto criminal,
y bajo la influencia de esas pasiones contrarias el juez se pronuncia.
Así, pues, la naturaleza de la pena no ha cambiado esencialmente. Todo cuanto puede decirse es que la necesidad de la
venganza está mejor dirigida hoy que antes. El espíritu de previsión que se ha despertado no deja ya el campo tan libre
a la acción ciega de la pasión; la contiene dentro de ciertos límites, se opone a las violencias absurdas, a los estragos
sin razón de ser. Más instruida, se derrama menos al azar; ya no se la ve, aun cuando sea para satisfacerse, volverse
contra los inocentes. Pero sigue formando, sin embargo, el alma de la pena. Podemos, pues, decir que la pena consiste
en una reacción pasional de intensidad graduada (17).
Pero ¿de dónde procede esa reacción? ¿Del individuo o de la sociedad?
Todo el mundo sabe que es la sociedad la que castiga; pero podría suceder que no fuese por su cuenta. Lo que pone
fuera de duda el carácter social de la pena es que, una vez pronunciada, no puede levantarse sino por el Gobierno en
nombre de la sociedad. Si ella fuera tan sólo una satisfacción concedida a los particulares, éstos serían siempre dueños
de rebajarla: no se concibe un privilegio impuesto y al que el beneficiario no puede renunciar. Si únicamente la
sociedad puede disponer la represión, es que es ella la afectada, aun cuando también lo sean los individuos, y el
atentado dirigido contra ella es el que la pena reprime.
Sin embargo, se pueden citar los casos en que la ejecución de la pena depende de la voluntad de los particulares. En
Roma, ciertos delitos se castigaban con una multa en provecho de la parte lesionada, la cual podía renunciar a ella o
hacerla objeto de una transacción: tal ocurría con el robo no exteriorizado, la rapiña, la injuria, el daño causado
injustamente (18). Esos delitos, que suelen llamarse privados (delicta privata), se oponían a los crímenes propiamente
dichos, cuya represión se hacía a nombre de la ciudad. Se encuentra la misma distinción entre los griegos, entre los
hebreos (19). En los pueblos más primitivos la pena parece ser, a veces, cosa más privada aún, como tiende a probarlo
el empleo de la vendetta. Esas sociedades están compuestas de agregados elementales, de naturaleza casi familiar, y
que se han designado con la cómoda expresión de clans. Ahora bien, cuando un atentado se comete por uno o varios
miembros de un clan contra otro, es este último el que castiga por sí mismo la ofensa sufrida (20). Lo que más
aumenta, al menos en apariencia, la importancia de esos hechos desde el punto de vista de la doctrina, es el haber
sostenido con frecuencia que la vendetta había sido primitivamente la única forma de la pena; había, pues, consistido
ésta, antes que nada, en actos de venganza privada. Pero entonces, si hoy la sociedad se encuentra armada con el
derecho de castigar, no podrá esto ser, parécenos, sino en virtud de una especie de delegación de los individuos. No es
más que su mandatario. Son los intereses de éstos últimos los que la sociedad en su lugar gestiona, probablemente
porque los gestiona mejor, pero no son los suyos propios. Al principio se vengaban ellos mismos: ahora es ella quien
los venga; pero como el derecho penal no puede haber cambiado de naturaleza a consecuencia de esa simple
transmisión, nada tendrá entonces de propiamente social. Si la sociedad parece desempeñar aquí un papel
preponderante, sólo es en sustitución de los individuos.
Pero, por muy extendida que esté tal teoría, es contraria a los hechos mejor establecidos. No se puede citar una sola
sociedad en que la vendetta haya sido la forma primitiva de la pena. Por el contrario, es indudable que el derecho penal
en su origen era esencialmente religioso. Es un hecho evidente para la India, para Judea, porque el derecho que allí se
practicaba se consideraba revelado (21). En Egipto, los diez libros de Hermes, que contenían el derecho criminal con
todas las demás leyes relativas al gobierno del Estado, se llamaban sacerdotales, y Elien afirma que, desde muy
antiguo, los sacerdotes egipcios ejercieron el poder judicial (22). Lo mismo ocurría en la antigua Germania (23). En
Grecia la justicia era considerada como una emanación de Júpiter, y el sentimiento como una venganza del dios (24).
En Roma, los orígenes religiosos del derecho penal se han siempre manifestado en tradiciones antiguas (25), en
prácticas arcaicas que subsistieron hasta muy tarde y en la terminología jurídica misma (26). Ahora bien, la religión es
una cosa esencialmente social. Lejos de perseguir fines individuales, ejerce sobre el individuo una presión en todo
momento. Le obliga a prácticas que le molestan, a sacrificios, pequeños o grandes, que le cuestan. Debe tomar de sus
bienes las ofrendas que está obligado a presentar a la divinidad; debe destinar del tiempo que dedica a sus trabajos o a
sus distracciones los momentos necesarios para el cumplimiento de los ritos; debe imponerse toda una especie de
privaciones que se le mandan, renunciar incluso a la vida si los dioses se lo ordenan. La vida religiosa es
completamente de abnegación y de desinterés. Si , pues, el derecho criminal era primitivamente un derecho religioso,
se puede estar seguro que los intereses que sirve son sociales. Son sus propias ofensas las que los dioses vengan con la
pena y no las de los particulares; ahora bien, las ofensas contra los dioses son ofensas contra la sociedad.
Así, en las sociedades inferiores, los delitos más numerosos son los que lesionan la cosa pública: delitos contra la
religión, contra las costumbres, contra la autoridad, etc. No hay más que ver en la Biblia, en el Código de Manú, en los
monumentos que nos quedan del viejo derecho egipcio, el lugar relativamente pequeño dedicado a prescripciones
protectoras de los individuos, y, por el contrario, el desenvolvimiento abundantísimo de la legislación represiva sobre
las diferentes formas del sacrilegio, las faltas a los diversos deberes religiosos, a las exigencias del ceremonial, etc.
(27). A la vez, esos crímenes son los más severamente castigados. Entre los judíos, los atentados más abominables son
los atentados contra la religión (28). Entre los antiguos germanos sólo dos crímenes se castigaban con la muerte, según
Tácito: eran la traición y la deserción (29). Según Confucio y Meng-Tseu, la impiedad constituye una falta más grave
que el asesinato (30). En Egipto el menor sacrilegio se castigaba con la muerte (31). En Roma, a la cabeza en la escala
de los crímenes, se encuentra el crimen perduellionis (32).
Mas entonces, ¿qué significan esas penas privadas de las que antes poníamos ejemplos? Tienen una naturaleza mixta y
poseen a la vez sanción represiva y sanción restitutiva. Así el delito privado del derecho romano representa una especie
de término medio entre el crimen propiamente dicho y la lesión puramente civil. Hay rasgos del uno y del otro y flota
en los confines de ambos dominios. Es un delito en el sentido de que la sanción fijada por la ley no consiste
simplemente en poner las cosas en su estado: el delincuente no está sólo obligado a reparar el mal causado, sino que
encima debe además alguna cosa, una expiación.
Pero las características precedentes corresponden lo mismo a la represión difusa que sigue a las acciones simplemente
inmorales, que a la represión legal. Lo que distingue a esta última es, según hemos dicho, el estar organizada; mas ¿en
qué consiste esta organización?
Cuando se piensa en el derecho penal tal como funciona en nuestras sociedades actuales, represéntase uno un código
en el que penas muy definidas hállanse ligadas a crímenes igualmente muy definidos. El juez dispone, sin duda, de una
cierta libertad para aplicar a cada caso particular esas disposiciones generales; pero, dentro de estas líneas esenciales,
la pena se halla predeterminada para cada categoría de actos defectuosos. Esa organización tan sabia no es, sin
embargo, constitutiva de la pena, pues hay muchas sociedades en que la pena existe sin que se haya fijado por
adelantado. En la Biblia se encuentran numerosas prohibiciones que son tan imperativas como sea posible y que, no
obstante, no se encuentran sancionadas por ningún castigo expresamente formulado. Su carácter penal no ofrece duda,
pues si los textos son mudos en cuanto a la pena, expresan al mismo tiempo por el acto prohibido un horror tal que no
se puede ni por un instante sospechar que hayan quedado sin castigo (35). Hay, pues, motivo para creer que ese
silencio de la ley viene simplemente de que la represión no está determinada. Y, en efecto, muchos pasajes del
Pentateuco nos enseñan que había actos cuyo valor criminal era indiscutible y con relación a los cuales la pena no
estaba establecida sino por el juez que la aplicaba. La sociedad sabía bien que se encontraba en presencia de un
crimen; pero la sanción penal que al mismo debía ligarse no estaba todavía definida (36). Además, incluso entre las
penas que el legislador enuncia, hay muchas que no se especifican con precisión. Así, sabemos que había diferentes
clases de suplicios a los cuales no se consideraba a un mismo nivel, y, por consiguiente, en multitud de casos los textos
no hablaban más que de la muerte de una manera general, sin decir qué género de muerte se les debería aplicar. Según
Sumner Maine, ocurría lo mismo en la Roma primitiva: los crimina eran perseguidos ante la asamblea del pueblo, que
fijaba soberanamente la pena mediante una ley, al mismo tiempo que establecía la realidad del hecho incriminado (37).
Por último, hasta el siglo XVI inclusive, el principio general de la penalidad "era que la aplicación se dejaba al arbitrio
del juez, arbitrio et officio judicis. Solamente no le está permitido al juez inventar penas distintas de las usuales" (38).
Otro efecto de este poder del juez consistía en que dependiera enteramente de su apreciación el crear figuras de delito,
con lo cual la calificación del acto criminal quedaba siempre indeterminada (39).
La organización distintiva de ese género de represión no consiste, pues, en la reglamentación de la pena. Tampoco
consiste en la institución de un procedimiento criminal; los hechos que acabamos de citar demuestran suficientemente
que durante mucho tiempo no ha existido. La única organización que se encuentra en todas partes donde existe la pena
propiamente dicha, se reduce, pues, al establecimiento de un tribunal. Sea cual fuere la manera como se componga,
comprenda a todo el pueblo o sólo a unos elegidos, siga o no un procedimiento regular en la instrucción del asunto
como en la aplicación de la pena, sólo por el hecho de que la infracción, en lugar de ser juzgada por cada uno se
someta a la apreciación de un cuerpo constituido, y que la reacción colectiva tenga por intermediario un órgano
definido, deja de ser difusa: es organizada. La organización podrá ser más completa, pero existe desde ese momento.
La pena consiste, pues, esencialmente en una reacción pasional, de intensidad graduada, que la sociedad ejerce por
intermedio de un cuerpo constituido sobre aquellos de sus miembros que han violado ciertas reglas de conducta.
Ahora bien, la definición que hemos dado del crimen da cuenta con claridad de todos esos caracteres de la pena.

III
Todo estado vigoroso de la conciencia es una fuente de vida; constituye un factor esencial de nuestra vitalidad general.
Por consiguiente, todo lo que tiende a debilitarla nos disminuye y nos deprime; trae como consecuencia una impresión
de perturbación y de malestar análogo al que sentimos cuando una función importante se suspende o se debilita. Es
inevitable, pues, que reaccionemos enérgicamente contra la causa que nos amenaza de una tal disminución, que nos
esforcemos en ponerla a un lado, a fin de mantener la integridad de nuestra conciencia.
Entre las causas que producen ese resultado hay que poner en primera línea la representación de un estado contrario.
Una representación no es, en efecto, una simple imagen de la realidad, una sombra inerte proyectada en nosotros por
las cosas; es una fuerza que suscita en su alrededor un torbellino de fenómenos orgánicos y físicos. No sólo la corriente
nerviosa que acompaña a la formación de la idea irradia en los centros corticales en torno al punto en que ha tenido
lugar el nacimiento y pasa de un plexus al otro, sino que repercute en los centros motores, donde determina
movimientos, en los centros sensoriales, donde despierta imágenes; excita a veces comienzos de ilusiones y puede
incluso afectar a funciones vegetativas (40); esta resonancia es tanto más de tener en cuenta cuanto que la
representación es ella misma más intensa, que el elemento emocional está más desenvuelto. Así la representación de
un sentimiento contrario al nuestro actúa en nosotros en el mismo sentido y de la misma manera que el sentimiento que
sustituye; es como si él mismo hubiera entrado en nuestra conciencia. Tiene en efecto, las mismas afinidades, aunque
menos vivas; tiende a despertar las mismas ideas , los mismos movimientos, las mismas emociones. Opone, pues, una
resistencia al juego de nuestros sentimientos personales, y, por consecuencia, lo debilita, atrayendo en una dirección
contraria toda una parte de nuestra energía. Es como si una fuerza extraña se hubiera introducido en nosotros en forma
que desconcertare el libre funcionamiento de nuestra vida física. He aquí por qué una convicción opuesta a la nuestra
no puede manifestarse ante nosotros sin perturbarnos; y es que, de un solo golpe, penetra en nosotros y, hallándose en
antagonismo con todo lo que encuentra, determina verdaderos desórdenes. Sin duda que, mientras el conflicto estalla
sólo entre ideas abstractas, no es muy doloroso, porque no es muy profundo. La región de esas ideas es a la vez la más
elevada y la más superficial de la conciencia, y los cambios que en ella sobrevienen, no teniendo repercusiones
extensas, no nos afectan sino débilmente. Pero, cuando se trata de una creencia que nos es querida, no permitimos, o
no podemos permitir, que se ponga impunemente mano en ella. Toda ofensa dirigida contra la misma suscita una
reacción emocional, más o menos violenta, que se vuelve contra el ofensor. Nos encolerizamos, nos indignamos con
él, le queremos mal, y los sentimientos así suscitados no pueden traducirse en actos; le huimos, le tenemos a distancia,
le desterramos de nuestra sociedad, etc.
No pretendemos, sin duda, que toda convicción fuerte sea necesariamente intolerante; la observación corriente basta
para demostrar lo contrario. Pero ocurre que causas exteriores neutralizan, entonces, aquellas cuyos efectos acabamos
de analizar. Por ejemplo, puede haber entre adversarios una simpatía general que contenga su antagonismo y que lo
atenúe. Pero es preciso que esta simpatía sea más fuerte que su antagonismo; de otra manera no le sobrevive. O bien,
las dos partes renuncian a la lucha cuando averiguan que no puede conducir a ningún resultado, y se contentan con
mantener sus situaciones respectivas; se toleran mutuamente al no poderse destruir. La tolerancia recíproca, que a
veces cierra las guerras de religión, con frecuencia es de esta naturaleza. En todos estos casos, si el conflicto de los
sentimientos no engendra esas consecuencias naturales, no es que las encubra; es que está impedido de producirlas.
Además, son útiles y al mismo tiempo necesarias. Aparte de derivar forzosamente de causas que las producen,
contribuyen también a mantenerlas. Todas esas emociones violentas constituyen, en realidad, un llamamiento de
fuerzas suplementarias que vienen a dar al sentimiento atacado la energía que le proporciona la contradicción. Se ha
dicho a veces que la cólera era inútil porque no era más que una pasión destructiva, pero esto es no verla más que en
uno de sus aspectos. De hecho consiste en una sobreexcitación de fuerzas latentes y disponibles, que vienen a ayudar
nuestro sentimiento personal a hacer frente a los peligros, reforzándolo. En el estado de paz, si es que así puede
hablarse, no se halla éste con armas suficientes para la lucha; correría, pues, el riesgo de sucumbir si reservas
pasionales no entran en línea en el momento deseado; la cólera no es otra cosa que una movilización de esas reservas.
Puede incluso ocurrir que, por exceder los socorros así evocados a las necesidades, la discusión tenga por efecto
afirmarnos más en nuestras convicciones, lejos de quebrantarnos.
Ahora bien, sabido es el grado de energía que puede adquirir una creencia o un sentimiento sólo por el hecho de ser
sentido por una misma comunidad de hombres, en relación unos con otros; las causas de ese fenómeno son hoy día
bien conocidas (41). De igual manera que los estados de conciencia contrarios se debilitan recíprocamente, los estados
de conciencia idénticos, intercambiándose, se refuerzan unos a otros. Mientras los primeros se sostienen, los segundos
se adicionan. Si alguno expresa ante nosotros una idea que era ya nuestra, la representación que nos formamos viene a
agregarse a nuestra propia idea, se superpone a ella, se confunde con ella, le comunica lo que tiene de vitalidad; de esta
fusión surge una nueva idea que absorbe las precedentes y que, como consecuencia, es más viva que cada una de ellas
tomada aisladamente. He aquí por qué, en las asambleas numerosas, una emoción puede adquirir una tal violencia; es
que la vivacidad con que se produce en cada conciencia se refleja en las otras . No es ya ni necesario que
experimentemos por nosotros mismos, en virtud sólo de nuestra naturaleza individual, un sentimiento colectivo para
que adquiera en nosotros una intensidad semejante, pues lo que le agregamos es, en suma, bien poca cosa. Basta con
que no seamos un terreno muy refractario para que, penetrando del exterior con la fuerza que desde sus orígenes posee,
se imponga a nosotros. Si, pues, los sentimientos que ofende el crimen son, en el seno de una misma sociedad, los más
universalmente colectivos que puede haber; si, pues, son incluso estados particularmente fuertes de la conciencia
común, es imposible que toleren la contradicción. Sobre todo si esta contradicción no es puramente teórica, si se
afirma, no sólo con palabras, sino con actos, como entonces llega a su maximum, no podemos dejar de resistirnos
contra ella con pasión. Un simple poner las cosas en la situación de orden perturbada no nos basta: necesitamos una
satisfacción más violenta. La fuerza contra la cual el crimen viene a chocar es demasiado intensa para reaccionar con
tanta moderación. No lo podría hacer, además, sin debilitarse, ya que, gracias a la intensidad de la reacción, se rehace y
se mantiene en el mismo grado de energía.
Puede así explicarse una característica de esta reacción, que con frecuencia se ha señalado como irracional. Es
indudable que en el fondo de la noción de expiación existe la idea de una satisfacción concedida a algún poder, real o
ideal, superior a nosotros. Cuando reclamamos la represión del crimen no somos nosotros los que nos queremos
personalmente vengar, sino algo ya consagrado que más o menos confusamente sentimos fuera y por encima de
nosotros. Esta cosa la concebimos de diferentes maneras, según los tiempos y medios; a veces es una simple idea,
como la moral, el deber; con frecuencia nos la representamos bajo la forma de uno o de varios seres concretos: los
antepasados, la divinidad. He aquí por qué el derecho penal, no sólo es esencialmente religioso en su origen, sino que
siempre guarda una cierta señal todavía de religiosidad: es que los actos que castiga parece como si fueran atentados
contra alguna cosa transcendental, ser o concepto. Por esta misma razón nos explicamos a nosotros mismos cómo nos
parecen reclamar una sanción superior a la simple reparación con que nos contentamos en el orden de los intereses
puramente humanos.
Seguramente esta representación es ilusoria; somos nosotros los que nos vengamos en cierto sentido, nosotros los que
nos satisfacemos, puesto que es en nosotros, y sólo en nosotros, donde los sentimientos ofendidos se encuentran. Pero
esta ilusión es necesaria. Como, a consecuencia de su origen colectivo, de su universalidad, de su permanencia en la
duración, de su intensidad intrínseca, esos sentimientos tienen una fuerza excepcional, se separan radicalmente del
resto de nuestra conciencia, en la que los estados son mucho más débiles. Nos dominan, tienen, por así decirlo, algo de
sobrehumano y, al mismo tiempo, nos ligan a objetos que se encuentran fuera de nuestra vida temporal. Nos parecen,
pues, como el eco en nosotros de una fuerza que nos es extraña y que, además, nos es superior. Así, hallámonos
necesitados de proyectarlos fuera de nosotros, de referir a cualquier objeto exterior cuanto les concierne; sabemos hoy
día cómo se hacen esas alienaciones parciales de la personalidad. Ese milagro es hasta tal punto inevitable que, bajo
una forma u otra, se producirá mientras exista un sistema represivo. Pues, para que otra cosa ocurriera, sería preciso
que no hubiera en nosotros más que sentimientos colectivos de una intensidad mediocre, y en ese caso no existiría más
la pena ¿Se dirá que el error disiparíase por sí mismo en cuanto los hombres hubieran adquirido conciencia de él? Pero,
por más que sepamos que el sol es un globo inmenso, siempre lo veremos bajo el aspecto de un disco de algunas
pulgadas. El entendimiento puede, sin duda, enseñarnos a interpretar nuestras sensaciones; no puede cambiarlas. Por lo
demás, el error sólo es parcial. Puesto que esos sentimientos son colectivos, no es a nosotros lo que en nosotros
representan, sino a la sociedad. Al vengarlos, pues, es ella y no nosotros quienes nos vengamos, y, por otra parte, es
algo superior al individuo. No hay, pues, razón para aferrarse a ese carácter casi religioso de la expiación, para hacer
de ella una especie de superfetación parásita. Es, por el contrario, un elemento integrante de la pena. Sin duda que no
expresa su naturaleza más que de una manera metafórica, pero la metáfora no deja de ser verdad.
Por otra parte, se comprende que la reacción penal no sea uniforme en todos los casos, puesto que las emociones que la
determinan no son siempre las mismas. En efecto, son más o menos vivas según la vivacidad del sentimiento herido y
también según la gravedad de la ofensa sufrida. Un estado fuerte reacciona más que un estado débil, y dos estados de
la misma intensidad reaccionan desigualmente, según que han sido o no más o menos violentamente contradichos.
Esas variaciones se producen necesariamente, y además son útiles, pues es bueno que el llamamiento de fuerzas se
halle en relación con la importancia del peligro. Demasiado débil, sería insuficiente; demasiado violento, sería una
pérdida inútil. Puesto que la gravedad del acto criminal varía en función a los mismos factores, la proporcionalidad que
por todas partes se observa entre el crimen y el castigo se establece, pues, con una espontaneidad mecánica, sin que sea
necesario hacer cómputos complicados para calcularla. Lo que hace la graduación de los crímenes es también lo que
hace la de las penas; las dos escalas no pueden, por consiguiente, dejar de corresponderse, y esta correspondencia, para
ser necesaria, no deja al mismo tiempo de ser útil.
En cuanto al carácter social de esta reacción, deriva de la naturaleza social de los sentimientos ofendidos. Por el hecho
de encontrarse éstos en todas las conciencias, la infracción cometida suscita en todos los que son testigos o que
conocen la existencia una misma indignación. Alcanza a todo el mundo, por consiguiente, todo el mundo se resiste
contra el ataque. No sólo la reacción es general sino que es colectiva, lo que no es la misma cosa; no se produce
aisladamente en cada uno, sino con un conjunto y una unidad que varían, por lo demás, según los casos. En efecto, de
igual manera que los sentimientos contrarios se repelen, los sentimientos semejantes se atraen, y esto con tanta mayor
fuerza cuanto más intensos son. Como la contradicción es un peligro que los exaspera, amplifica su fuerza de
atracción. Jamás se experimenta tanta necesidad de volver a ver a sus compatriotas como cuando se está en país
extranjero; jamás el creyente se siente tan fuertemente llevado hacia sus correligionarios como en las épocas de
persecución. Sin duda que en cualquier momento nos agrada la compañía de los que piensan y sienten como nosotros;
pero no sólo con placer sino con pasión los buscamos al salir de discusiones en las que nuestras creencias comunes han
sido vivamente combatidas. El crimen, pues, aproxima a las conciencias honradas y las concentra. No hay más que ver
lo que se produce, sobre todo en una pequeña ciudad, cuando se comete algún escándalo moral. Las gentes se detienen
en las calles, se visitan, se encuentran en lugares convenidos para hablar del acontecimiento, y se indignan en común.
De todas esas impresiones similares que se cambian, de todas las cóleras que se manifiestan, se desprende una cólera
única, más o menos determinada según los casos, que es la de todo el mundo sin ser la de una persona en particular. Es
la cólera pública.
Sólo ella, por lo demás, puede servir para algo. En efecto, los sentimientos que están en juego sacan toda su fuerza del
hecho de ser comunes a todo el mundo; son enérgicos porque son indiscutidos. El respeto particular de que son objeto
se debe al hecho de ser universalmente respetados. Ahora bien, el crimen no es posible como ese respeto no sea
verdaderamente universal; por consecuencia, supone que no son absolutamente colectivos y corta esa unanimidad
origen de su autoridad. Si, pues, cuando se produce, las conciencias que hiere no se unieran para testimoniarse las unas
a las otras que permanecen en comunidad, que ese caso particular es una anomalía, a la larga podrían sufrir un
quebranto. Es preciso que se reconforten, asegurándose mutuamente que están siempre unidas; el único medio para
esto es que reaccionen en común. En una palabra, puesto que es la conciencia común la que ha sufrido el atentado, es
preciso que sea ella la que resista, y, por consiguiente, que la resistencia sea colectiva.
Sólo nos resta que decir por qué se organiza.
Esta última característica se explica observando que la represión organizada no se opone a la represión difusa, sino que
sólo las distinguen diferencias de detalle: la reacción tiene en aquélla más unidad. Ahora bien, la mayor intensidad y la
naturaleza más definida de los sentimientos que venga la pena propiamente dicha, hacen que pueda uno darse cuenta
con más facilidad de esta unificación perfeccionada. En efecto, si la situación negada es débil, o si se la niega
débilmente, no puede determinar más que una débil concentración de las conciencias ultrajadas; por el contrario, si es
fuerte, si la ofensa es grave, todo el grupo afectado se contrae ante el peligro y se repliega, por así decirlo, en sí mismo.
No se contenta ya con cambiar impresiones cuando la ocasión se presenta, de acercarse a este lado o al otro, según la
casualidad lo impone o la mayor comodidad de los encuentros, sino que la emoción que sucesivamente ha ido ganando
a las gentes empuja violentamente unos hacia otros a aquellos que se asemejan y los reúne en un mismo lugar. Esta
concentración material del agregado, haciendo más íntima la penetración mutua de los espíritus, hace así más fáciles
todos los movimientos de conjunto; las reacciones emocionales, de las que es teatro cada conciencia, hállanse, pues, en
las más favorables condiciones para unificarse. Sin embargo, si fueran muy diversas, bien en cantidad, bien en calidad,
sería imposible una fusión completa entre esos elementos parcialmente heterogéneos e irreducibles. Mas sabemos que
los sentimientos que los determinan están hoy definidos y son, por consiguiente, muy uniformes. Participan, pues, de
la misma uniformidad y, por consiguiente, vienen con toda naturalidad a perderse unos en otros, a confundirse en una
resultante única que les sirve de sustitutivo y que se ejerce, no por cada uno aisladamente, sino por el cuerpo social así
constituido.
Hechos abundantes tienden a probar que tal fue, históricamente, la génesis de la pena. Sábese, en efecto, que en el
origen era la asamblea del pueblo entera la que ejercía la función de tribunal. Si nos referimos inclusive a los ejemplos
que hemos citado un poco más arriba del Pentateuco (42), puede verse que las cosas suceden tal y como acabamos de
describirlas. Desde que se ha extendido la noticia del crimen, el pueblo se reúne, y, aunque la pena no se halle
predeterminada, la reacción se efectúa con unidad. En ciertos casos era el pueblo mismo el que ejecutaba
colectivamente la sentencia, tan pronto como había sido pronunciada (43). Más tarde, allí donde la asamblea encarna
en la persona de un jefe, conviértese éste, total o parcialmente, en órgano de la reacción penal, y la organización se
prosigue de acuerdo con las leyes generales de todo desenvolvimiento orgánico.
No cabe duda, pues, que la naturaleza de los sentimientos colectivos es la que da cuenta de la pena y, por consiguiente,
del crimen. Además, de nuevo vemos que el poder de reacción de que disponen las funciones gubernamentales, una
vez que han hecho su aparición, no es más que una emanación del que se halla difuso en la sociedad, puesto que nace
de él. El uno no es sino reflejo del otro; varía la extensión del primero como la del segundo. Añadamos, por otra parte,
que la institución de ese poder sirve para mantener la conciencia común misma, pues se debilitaría si el órgano que la
representa no participare del respeto que inspira y de la autoridad particular que ejerce. Ahora bien, no puede participar
sin que todos los actos que le ofenden sean rechazados y combatidos como aquellos que ofenden a la conciencia
colectiva, y esto aun cuando no sea ella directamente afectada.

IV
El análisis de la pena ha confirmado así nuestra definición del crimen. Hemos comenzado por establecer en forma
inductiva cómo éste consistía esencialmente en un acto contrario a los estados fuertes y definidos de la conciencia
común; acabamos de ver que todos los caracteres de la pena derivan, en efecto, de esa naturaleza del crimen. Y ello es
así, porque las reglas que la pena sanciona dan expresión a las semejanzas sociales más esenciales.
De esta manera se ve la especie de solidaridad que el derecho penal simboliza. Todo el mundo sabe, en efecto, que hay
una cohesión social cuya causa se encuentra en una cierta conformidad de todas las conciencias particulares hacia un
tipo común, que no es otro que el tipo psíquico de la Sociedad. En esas condiciones, en efecto, no sólo todos los
miembros del grupo se encuentran individualmente atraídos los unos hacia los otros porque se parecen, sino que se
hallan también ligados a lo que constituye la condición de existencia de ese tipo colectivo, es decir, a la sociedad que
forman por su reunión. No sólo los ciudadanos se aman y se buscan entre sí con preferencia a los extranjeros, sino que
aman a su patria. La quieren como se quieren ellos mismos, procuran que no se destruya y que prospere, porque sin
ella toda una parte de su vida psíquica encontraría limitado su funcionamiento. A la inversa, la sociedad procura que
sus individuos presenten todas sus semejanzas fundamentales, porque es una condición de su cohesión. Hay en
nosotros dos conciencias: una sólo contiene estados personales a cada uno de nosotros y que nos caracterizan, mientras
que los estados que comprende la otra son comunes a toda la sociedad (44). La primera no representa sino nuestra
personalidad individual y la constituye; la segunda representa el tipo colectivo y, por consiguiente, la sociedad, sin la
cual no existiría. Cuando uno de los elementos de esta última es el que determina nuestra conducta, no actuamos en
vista de nuestro interés personal, sino que perseguimos fines colectivos. Ahora bien, aunque distintas, esas dos
conciencias están ligadas una a otra, puesto que, en realidad, no son más que una, ya que sólo existe para ambas un
único substrato orgánico. Son, pues, solidarias. De ahí resulta una solidaridad sui generis que, nacida de semejanzas,
liga directamente al individuo a la sociedad; en el próximo capítulo podremos mostrar mejor el por qué nos
proponemos llamarla mecánica. Esta solidaridad no consiste sólo en una unión general e indeterminada del individuo
al grupo, sino que hace también que sea armónico el detalle de los movimientos. En efecto, como esos móviles
colectivos son en todas partes los mismos, producen en todas partes los mismos efectos. Por consiguiente, siempre que
entran en juego, las voluntades se mueven espontáneamente y con unidad en el mismo sentido.
Esta solidaridad es la que da expresión al derecho represivo, al menos en lo que tiene de vital. En efecto, los actos que
prohibe y califica de crímenes son de dos clases: o bien manifiestan directamente una diferencia muy violenta contra el
agente que los consuma y el tipo colectivo, o bien ofenden al órgano de la conciencia común. En un caso, como en el
otro, la fuerza ofendida por el crimen que la rechaza es la misma; es un producto de las semejanzas sociales más
esenciales, y tiene por efecto mantener la cohesión social que resulta de esas semejanzas. Es esta fuerza la que el
derecho penal protege contra toda debilidad, exigiendo a la vez de cada uno de nosotros un mínimum de semejanzas
sin las que el individuo sería una amenaza para la unidad del cuerpo social, e imponiéndonos el respeto hacia el
símbolo que expresa y resume esas semejanzas al mismo tiempo que las garantiza.
Así se explica que existieran actos que hayan sido con frecuencia reputados de criminales y, como tales, castigados sin
que, por sí mismos, fueran perjudiciales para la sociedad. En efecto, al igual que el tipo individual, el tipo colectivo se
ha formado bajo el imperio de causas muy diversas e incluso de encuentros fortuitos. Producto del desenvolvimiento
histórico, lleva la señal de las circunstancias de toda especie que la sociedad ha atravesado en su historia. Sería
milagroso que todo lo que en ella se encuentra estuviere ajustado a algún fin útil; no cabe que hayan dejado de
introducirse en la misma elementos más o menos numerosos que no tienen relación alguna con la utilidad social. Entre
las inclinaciones, las tendencias que el individuo ha recibido de sus antepasados o que él se ha formado en el
transcurso del tiempo, muchas, indudablemente, no sirven para nada, o cuestan más de lo que proporcionan. Sin duda
que en su mayoría no son perjudiciales, puesto que el ser, en esas condiciones, no podría vivir; pero hay algunas que se
mantienen sin ser útiles, e incluso aquellas cuyos servicios ofrecen menos duda tienen con frecuencia una intensidad
que no se halla en relación con su utilidad, porque, en parte, les viene de otras causas. Lo mismo ocurre con las
pasiones colectivas. Todos los actos que las hieren no son, pues, peligrosos en sí mismos o, cuando menos, no son tan
peligrosos como son reprobados. Sin embargo, la reprobación de que son objeto no deja de tener una razón de ser,
pues, sea cual fuere el origen de esos sentimientos, una vez que forman parte del tipo colectivo, y sobre todo si son
elementos esenciales del mismo, todo lo que contribuye a quebrantarlos quebranta a la vez la cohesión social y
compromete a la sociedad. Su nacimiento no reportaba ninguna utilidad; pero, una vez que ya se sostienen, se hace
necesario que persistan a pesar de su irracionalidad. He aquí por qué es bueno, en general, que los actos que les
ofenden no sean tolerados. No cabe duda que, razonando abstractamente, se puede muy bien demostrar que no hay
razón para que una sociedad prohiba el comer determinada carne, en sí misma inofensiva. Pero, una vez que el horror
por ese alimento se ha convertido en parte integrante de la conciencia común, no puede desaparecer sin que el lazo
social se afloje, y eso es precisamente lo que las conciencias sanas sienten de una manera vaga (45).
Lo mismo ocurre con la pena. Aunque procede de una reacción absolutamente mecánica, de movimientos pasionales y
en gran parte irreflexivos, no deja de desempeñar un papel útil. Sólo que ese papel no lo desempeña allí donde de
ordinario se le ve. No sirve, o no sirve sino muy secundariamente, para corregir al culpable o para intimidar a sus
posibles imitadores; desde este doble punto de vista su eficacia es justamente dudosa, y, en todo caso, mediocre. Su
verdadera función es mantener intacta la cohesión social, conservando en toda su vitalidad la conciencia común. Si se
la negara de una manera categórica, perdería aquélla necesariamente su energía, como no viniera a compensar esta
pérdida una reacción emocional de la comunidad, y resultaría entonces un aflojamiento de la solidaridad social. Es
preciso, pues, que se afirme con estruendo desde el momento que se la contradice, y el único medio de afirmarse es
expresar la aversión unánime que el crimen continúa inspirando, por medio de un acto auténtico; que sólo puede
consistir en un dolor que se inflige al agente. Por eso, aun siendo un producto necesario de las causas que lo
engendran, este dolor no es una crueldad gratuita. Es el signo que testimonia que los sentimientos colectivos son
siempre colectivos, que la comunión de espíritus en una misma fe permanece intacta y por esa razón repara el mal que
el crimen ha ocasionado a la sociedad. He aquí por qué hay razón en decir que el criminal debe sufrir en proporción a
su crimen, y por qué las teorías que rehusan a la pena todo carácter expiatorio parecen a tantos espíritus subversiones
del orden social. Y es que, en efecto, esas doctrinas no podrían practicarse sino en una sociedad en la que toda
conciencia común estuviera casi abolida. Sin esta satisfacción necesaria , lo que llaman con ciencia moral no podría
conservarse. Cabe decir, sin que sea paradoja, que el castigo está, sobre todo, destinado a actuar sobre las gentes
honradas, pues, como sirve para curar las heridas ocasionadas a los sentimientos colectivos, no puede llenar su papel
sino allí donde esos sentimientos existen y en la medida en que están vivos. Sin duda que, previniendo en los espíritus
ya quebrantados un nuevo debilitamiento del alma colectiva puede muy bien impedir a los atentados multiplicarse;
pero este resultado, muy útil, desde luego, no es más que un contragolpe particular. En una palabra, para formarse una
idea exacta de la pena, es preciso reconciliar las dos teorías contrarias que se han producido: la que ve en ella una
expiación y la que hace de ella un arma de defensa social. Es indudable, en efecto, que tiene por función proteger la
sociedad, pero por ser expiatoria precisamente; de otro lado, si debe ser expiatoria, ello no es porque, a consecuencia
de no sé qué virtud mística, el dolor redima la falta, sino porque no puede producir su efecto socialmente útil más que
con esa sola condición (46).
De este capítulo resulta que existe una solidaridad social que procede de que un cierto número de estados de
conciencia son comunes a todos los miembros de la misma sociedad. Es la que, de una manera material, representa el
derecho represivo, al menos en lo que tiene de esencial. La parte que ocupa en la integración general de la sociedad
depende, evidentemente, de la extensión mayor o menor de la vida social que abarque y reglamente la conciencia
común. Cuanto más relaciones diversas haya en las que esta última haga sentir su acción, más lazos crea también que
unan el individuo al grupo; y más, por consiguiente, deriva la cohesión social de esta causa y lleva su marca. Pero, de
otra parte, el número de esas relaciones es proporcional al de las reglas represivas; determinando qué fracción del
edificio jurídico representa al derecho penal, calcularemos, pues, al mismo tiempo, la importancia relativa de esta
solidaridad. Es verdad que, al proceder de tal manera, no tendremos en cuenta ciertos elementos de la conciencia
colectiva, que, a causa de su menor energía o de su indeterminación, permanecen extraños al derecho represivo, aun
cuando contribuyan a asegurar la armonía social; son aquellos que protegen penas simplemente difusas. Lo mismo
sucede en las otras partes del derecho. No existe ninguna que no venga a ser completada por las costumbres, y, como
no hay razón para suponer que la relación entre el derecho y las costumbres no sea la misma en sus diferentes esferas,
esta eliminación no hace que corran peligro de alterarse los resultados de nuestra comparación.

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