Capitulo Ii Solidaridad Mecánica O Por Semejanzas

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CAPITULO II

SOLIDARIDAD MECÁNICA O POR SEMEJANZAS

El lazo de solidaridad social a que corresponde el derecho represivo es aquel cuya ruptura
constituye el crimen; llamamos con tal nombre a todo acto que, en un grado cualquiera,
determina contra su autor esa reacción característica que se llama pena. Buscar cuál es ese
lazo equivale a preguntar cuál es la causa de la pena o, con más claridad, en qué consiste
esencialmente el crimen.

Hay, sin duda, crímenes de especies diferentes; pero entre todas esas especies hay, con no
menos seguridad, algo de común. La prueba está en que la reacción que determinan por
parte de la sociedad, a saber, la pena, salvo las diferencias de grado, es siempre y por
todas partes la misma. La unidad del efecto nos revela la unidad de la causa. No
solamente entre todos los crímenes previstos por la legislación de una sola y única
sociedad, sino también entre todos aquellos que han sido y están reconocidos y castigados
en los diferentes tipos sociales, existen seguramente semejanzas esenciales. Por diferentes
que a primera vista parezcan los actos así calificados, es imposible que no posean algún
fondo común. Afectan en todas partes de la misma manera la conciencia moral de las
naciones y producen en todas partes la misma consecuencia. Todos son crímenes, es
decir, actos reprimidos con castigos definidos. Ahora bien, las propiedades esenciales de
una cosa son aquellas que se observan por todas partes donde esta cosa existe y que sólo a
ella pertenecen. Si queremos, pues, saber en qué consiste esencialmente el crimen, es
preciso desentrañar los rasgos comunes que aparecen en todas las variedades
criminológicas de los diferentes tipos sociales. No hay que prescindir de ninguna. Las
concepciones jurídicas de las sociedades más inferiores no son menos dignas de interés
que las de las sociedades más elevadas; constituyen hechos igualmente instructivos.
Hacer de ellas abstracción sería exponernos a ver la esencia del crimen allí donde no
existe. El biólogo habría dado una definición muy inexacta de los fenómenos vitales si
hubiera desdeñado la observación de los seres monocelulares; de la sola contemplación de
los organismos y, sobre todo, de los organismos superiores, habría sacado la conclusión
errónea de que la vida consiste esencialmente en la organización.

El medio de encontrar este elemento permanente y general no es, evidentemente, el de la


enumeración de actos que han sido, en todo tiempo y en todo lugar, calificados de
crímenes, para observar los caracteres que presentan. Porque si, dígase lo que se quiera,
hay acciones que han sido universalmente miradas como criminales, constituyen una
ínfima minoría, y, por consiguiente, un método semejante no podría darnos del fenómeno
sino una noción singularmente truncada, ya que no se aplicaría más que a excepciones
(1). Semejantes variaciones del derecho represivo prueban, a la vez, que Ese carácter
constante no debería encontrarse entre las propiedades intrínsecas de los actos impuestos
o prohibidos por las reglas penales, puesto que presentan una tal diversidad, sino en las
relaciones que sostienen con alguna condición que les es externa.
Se ha creído encontrar esta relación en una especie de antagonismo entre esas acciones y
los grandes intereses sociales, y se ha dicho que las reglas penales enunciaban para cada
tipo social las condiciones fundamentales de la vida colectiva. Su autoridad procederá,
pues, de su necesidad; por otra parte, como esas necesidades varían con las sociedades,
explicaríase de esta manera la variabilidad del derecho represivo. Pero sobre este punto ya
nos hemos explicado. Aparte de que semejante teoría deja al cálculo y a la reflexión una
parte excesiva en la dirección de la evolución social, hay multitud de actos que han sido y
son todavía mirados como criminales, sin que, por sí mismos, sean perjudiciales a la
sociedad. El hecho de tocar un objeto tabou, un animal o un hombre impuro o
consagrado, de dejar extinguirse el fuego sagrado, de comer ciertas carnes, de no haber
inmolado sobre la tumba de los padres el sacrificio tradicional, de no pronunciar
exactamente la fórmula ritual, de no celebrar ciertas fiestas, etc., etc., ¿por qué razón han
podido constituir jamás un peligro social? Sin embargo, sabido es el lugar que ocupa en el
derecho represivo de una multitud de pueblos la reglamentación del rito, de la etiqueta,
del ceremonial, de las prácticas religiosas. No hay más que abrir el Pentateuco para
convencerse, y como esos hechos se encuentran normalmente en ciertas especies sociales,
no es posible ver en ellos ciertas anomalías o casos patológicos que hay derecho a
despreciar.

Aun en el caso de que el acto criminal perjudique ciertamente a la sociedad, es preciso


que el grado perjudicial que ofrezca se halle en relación regular con la intensidad de la
represión que lo castiga. En el derecho penal de los pueblos más civilizados, el homicidio
está universalmente considerado como el más grande de los crímenes. Sin embargo, una
crisis económica, una jugada de bolsa, una quiebra, pueden incluso desorganizar mucho
más gravemente el cuerpo social que un homicidio aislado. Sin duda el asesinato es
siempre un mal, pero no hay nada que pruebe que sea el mayor mal. ¿Qué significa un
hombre menos en la sociedad? ¿Qué significa una célula menos en el organismo? Dícese
que la seguridad general estaría amenazada para el porvenir si el acto permaneciera sin
castigo; que se compare la importancia de ese peligro, por real que sea, con el de la pena;
la desproporción es manifiesta. En fin, los ejemplos que acabamos de citar demuestran
que un acto puede ser desastroso para una sociedad sin que se incurra en la más mínima
represión. Esta definición del crimen es, pues, inadecuada, mírese como se la mire.

¿Se dirá, modificándola, que los actos criminales son aquellos que parecen perjudiciales a
la sociedad que los reprime? ¿Que las reglas penales son manifestación, no de las
condiciones esenciales a la vida social, sino de las que parecen tales al grupo que las
observa? Semejante explicación nada explica, pues no nos enseña por qué en un gran
número de casos las sociedades se han equivocado y han impuesto prácticas que, por sí
mismas, no eran ni útiles siquiera.

En definitiva, esta pretendida solución del problema se reduce a un verdadero "truísmo",


pues si las sociedades obligan así a cada individuo a obedecer a sus reglas, es
evidentemente porque estiman, con razón o sin ella, que esta obediencia regular y puntual
les es indispensable; la sostienen enérgicamente. Es como si se dijera que las sociedades
juzgan las reglas necesarias porque las juzgan necesarias. Lo que nos hace falta decir es
por qué las juzgan así. Si este sentimiento tuviera su causa en la necesidad objetiva de las
prescripciones penales, o, al menos, en su utilidad, sería una explicación. Pero hállase en
contradicción con los hechos; la cuestión, pues, continúa sin resolver.

Sin embargo, esta última teoría no deja de tener cierto fundamento; con razón busca en
ciertos estados del sujeto las condiciones constitutivas de la criminalidad. En efecto, la
única característica común a todos los crímenes es la de que consisten—salvo algunas
excepciones aparentes que más adelante se examinarán—en actos universalmente
reprobados por los miembros de cada sociedad. Se pregunta hoy día si esta reprobación es
racional y si no sería más cuerdo ver en el crimen una enfermedad o un yerro. Pero no
tenemos por qué entrar en esas discusiones; buscamos el determinar lo que es o ha sido,
no lo que debe ser. Ahora bien, la realidad del hecho que acabamos de exponer no ofrece
duda; es decir, que el crimen hiere sentimientos que, para un mismo tipo social, se
encuentran en todas las conciencias sanas.

No es posible determinar de otra manera la naturaleza de esos sentimientos y definirlos en


función de sus objetos particulares, pues esos objetos han variado infinitamente y pueden
variar todavía (2). Hoy día son los sentimientos altruistas los que presentan ese carácter
de la manera más señalada, pero hubo un tiempo, muy cercano al nuestro, en que los
sentimientos religiosos, domésticos, y otros mil sentimientos tradicionales, tenían
exactamente los mismos efectos. Aún ahora es preciso que la simpatía negativa por otro
sea la única, como quiere Garófalo, que produzca ese resultado. ¿Es que no sentimos,
incluso en tiempo de paz, por el hombre que traiciona su patria tanta aversión, al menos,
como por el ladrón o el estafador? ¿Es que, en los países en que el sentimiento
monárquico está vivo todavía, los crímenes de lesa majestad no suscitan una indignación
general? ¿Es que, en los países democráticos, las injurias dirigidas al pueblo no
desencadenan las mismas cóleras? No se debería, pues, hacer una lista de sentimientos
cuya violación constituye el acto criminal; no se distinguen de los demás sino por este
rasgo, que son comunes al término medio de los individuos de la misma sociedad. Así, las
reglas que prohiben esos actos y que sanciona el derecho penal son las únicas a que el
famoso axioma jurídico: nadie puede alegar ignorancia de la ley, se aplica sin ficción.
Como están grabadas en todas las conciencias, todo el mundo las conoce y siente su
fundamento. Cuando menos esto es verdad con relación al estado normal. Si se
encuentran adultos que ignoran esas reglas fundamentales o no reconocen su autoridad,
una ignorancia tal, o una indocilidad tal, son síntomas irrefutables de perversión
patológica; o bien, si ocurre que una disposición penal se mantiene algún tiempo, aun
cuando sea rechazada por todo el mundo, es gracias a un concurso de circunstancias
excepcionales, anormales, por consiguiente, y un estado de cosas semejante jamás puede
durar.

Esto explica la manera particular de codificarse el derecho penal. Todo derecho escrito
tiene un doble objeto: establecer ciertas obligaciones, definir las sanciones que a ellas
están ligadas. En el derecho civil, y más generalmente en toda clase de derecho de
sanciones restitutivas, el legislador aborda y resuelve con independencia los dos
problemas. Primero determina la obligación con toda la precisión posible, y sólo después
dice la manera como debe sancionarse. Por ejemplo, en el capítulo de nuestro Código
civil consagrado a los deberes respectivos de los esposos, esos derechos y esas
obligaciones se enuncian de una manera positiva; pero no se dice qué sucede cuando esos
deberes se violan por una u otra parte. Hay que ir a otro sitio a buscar esa sanción. A
veces, incluso se sobreentiende. Así, el art. 214 del Código civil ordena a la mujer vivir
con su marido: se deduce que el marido puede obligarla a reintegrarse al domicilio
conyugal; pero esta sanción no está en parte alguna formalmente indicada. El derecho
penal, por el contrario, sólo dicta sanciones, y no dice nada de las obligaciones a que
aquéllas se refieren. No manda que se respete la vida del otro, sino que se castigue con la
muerte al asesino. No dice desde un principio, como hace el derecho civil, he aquí el
deber, sino que, en seguida, he aquí la pena. Sin duda que, si la acción se castiga, es que
es contraria a una regla obligatoria; pero esta regla no está expresamente formulada. Para
que así ocurra, no puede haber más que una razón: que la regla es conocida y está
aceptada por todo el mundo. Cuando un derecho consuetudinario pasa al estado de
derecho escrito y se codifica, es porque reclaman las cuestiones litigiosas una solución
más definida; si la costumbre continuara funcionando silenciosamente sin suscitar
discusión ni dificultades, no habría razón para que se transformara. Puesto que el derecho
penal no se codifica sino para establecer una escala gradual de penas, es porque puede dar
lugar a dudas. A la inversa (3), si las reglas cuya violación castiga la pena no tienen
necesidad de recibir una expresión jurídica, es que no son objeto de discusión alguna, es
que todo el mundo siente su autoridad.

Es verdad que, a veces, el Pentateuco no establece sanciones, aun cuando, como veremos,
no contiene más que disposiciones penales. Es el caso de los diez mandamientos, tales
como se encuentran formulados en el capítulo XX del Éxodo y el capítulo V del
Deuteronomio. Pero es que el Pentateuco, aunque hace el oficio de Código, no es
propiamente un Código. No tiene por objeto reunir en un sistema único, y precisar en
vista de la experiencia, reglas penales practicadas por el pueblo hebreo; tan no es una
codificación que las diferentes partes de que se compone parecen no haber sido
redactadas en la misma época. Es, ante todo, un resumen de las tradiciones de toda
especie, mediante las cuales los judíos se explicaban a sí mismos, y a su manera, la
génesis del mundo, de su sociedad y de sus principales prácticas sociales. Si enuncia,
pues, ciertos deberes, que indudablemente estaban sancionados con penas, no es que
fueran ignorados o desconocidos de los hebreos, ni que fuera necesario revelárselos; al
contrario, puesto que el libro no es más que un tejido de leyendas nacionales, puede
estarse seguro que todo lo que encierra estaba escrito en todas las conciencias. Pero se
trataba esencialmente de reproducir, fijándolas, las creencias populares sobre el origen de
esos preceptos, sobre las circunstancias históricas dentro de las cuales se creía que habían
sido promulgadas, sobre las fuentes de su autoridad; ahora bien, desde ese punto de vista,
la determinación de la pena es algo accesorio (4).

Por esa misma razón el funcionamiento de la justicia represiva tiende siempre a


permanecer más o menos difuso.

En tipos sociales muy diferenciados no se ejerce por un magistrado especial, sino que la
sociedad entera participa en ella en una medida más o menos amplia. En las sociedades
primitivas, en las que, como veremos, todo el derecho es penal, la asamblea del pueblo es
la que administra justicia. Tal era el caso entre los antiguos germanos (5). En Roma,
mientras los asuntos civiles correspondían al pretor, los asuntos criminales se juzgaban
por el pueblo, primero por los comicios curiados, y después, a partir de la ley de XII
Tablas, por los comicios centuriados; hasta el fin de la República, y aunque de hecho
hubiera delegado sus poderes a comisiones permanentes, permanece aquél, en principio,
como juez supremo para esta clase de procesos (6). En Atenas, bajo la legislación de
Solón, la jurisdicción criminal correspondía en parte a los heliastas, vasto colegio que
nominalmente comprendía a todos los ciudadanos por encima de los treinta años (7). En
fin, entre las naciones germanolatinas, la sociedad interviene en el ejercicio de esas
mismas funciones representada por el Jurado. El estado de difusión en que tiene que
encontrarse esta parte del poder judicial sería inexplicable si las reglas cuya observancia
asegura y, por consiguiente, los sentimientos a que esas reglas responden, no estuvieran
inmanentes en todas las conciencias. Es verdad que, en otros casos, hállase retenido por
una clase privilegiada o por magistrados particulares. Pero esos hechos no disminuyen el
valor demostrativo de los precedentes, pues de que los sentimientos colectivos no
reaccionen más que a través de ciertos intermediarios, no se sigue que hayan cesado de
ser colectivos para localizarse en un número restringido de conciencias. Mas esta
delegación puede ser debida, ya a la mayor multiplicidad de los negocios, que necesita la
institución de funcionarios especiales, ya a la extraordinaria importancia adquirida por
ciertos personajes o ciertas clases, que se hacen intérpretes autorizados de los sen-
timientos colectivos.

Sin embargo, no se ha definido el crimen cuando se ha dicho que consiste en una ofensa a
los sentimientos colectivos; los hay entre éstos que pueden recibir ofensa sin que haya
crimen. Así, el incesto es objeto de una aversión muy general, y, sin embargo, se trata de
una acción inmoral simplemente. Lo mismo ocurre con las faltas al honor sexual que
comete la mujer fuera del estado matrimonial, o con el hecho de enajenar totalmente su
libertad o de aceptar de otro esa enajenación. Los sentimientos colectivos a que
corresponde el crimen deben singularizarse, pues, de los demás por alguna propiedad
distintiva: deben tener una cierta intensidad media. No sólo están grabados en todas las
conciencias, sino que están muy fuertemente grabados. No se trata en manera alguna de
veleidades vacilantes y superficiales, sino de emociones y de tendencias fuertemente
arraigadas en nosotros. Hallamos la prueba en la extrema lentitud con que el derecho pe-
nal evoluciona. No sólo se modifica con más dificultad que las costumbres, sino que es la
parte del derecho positivo más refractaria al cambio. Obsérvese, por ejemplo, lo que la
legislación ha hecho, desde comienzos de siglo, en las diferentes esferas de la vida
jurídica; las innovaciones en materia de derecho penal son extremadamente raras y
restringidas, mientras que, por el contrario, una multitud de nuevas disposiciones se han
introducido en el derecho civil, el derecho mercantil, el derecho administrativo y
constitucional. Compárese el derecho penal, tal como la ley de las XII Tablas lo ha fijado
a Roma, con el estado en que se encuentra en la época clásica; los cambios comprobados
son bien poca cosa al lado de aquellos que ha sufrido el derecho civil durante el mismo
tiempo. En la época de las XII Tablas, dice Mainz, los principales crímenes y delitos
hállanse constituidos: "Durante diez generaciones el catálogo de crímenes públicos sólo
fue aumentado por algunas leyes que castigaban el peculado, la intriga y tal vez el
plagium" (8). En cuanto a los delitos privados, sólo dos nuevos fueron reconocidos: la
rapiña (actio bonorum vi raptorum) y el daño causado injustamente (damnum injuria
datum). En todas partes se encuentra el mismo hecho. En las sociedades inferiores el
derecho, como veremos, es casi exclusivamente penal; también está muy estacionado. De
una manera general, el derecho religioso es también represivo: es esencialmente
conservador. Esta fijeza del derecho penal es un testimonio de la fuerza de resistencia de
los sentimientos colectivos a que corresponde. Por el contrario, la plasticidad mayor de
las reglas puramente morales y la rapidez rotativa de su evolución demuestran la menor
energía de los sentimientos que constituyen su base; o bien han sido más recientemente
adquiridos y no han tenido todavía tiempo de penetrar profundamente las conciencias, o
bien están en vías de perder raíz y remontan del fondo a la superficie.

Una observación última es necesaria todavía para que nuestra definición sea exacta. Si, en
general, los sentimientos que protegen las sensaciones simplemente morales, es decir,
difusas, son menos intensos y menos sólidamente organizados que aquellos que protegen
las penas propiamente dichas, hay, sin embargo, excepciones. Así, no existe razón alguna
para admitir que la piedad filial media, o también las formas elementales de la compasión
por las miserias más visibles, constituyan hoy día sentimientos más superficiales que el
respeto por la propiedad o la autoridad pública; sin embargo, al mal hijo y al egoísta,
incluso al más empedernido, no se les trata como criminales. No basta, pues, con que los
sentimientos sean fuertes, es necesario que sean precisos. En efecto, cada uno de ellos
afecta a una práctica muy definida. Esta práctica puede ser simple o compleja, positiva o
negativa, es decir, consistir en una acción o en una abstención, pero siempre determinada.
Se trata de hacer o de no hacer esto u lo otro, de no matar, de no herir, de pronunciar tal
fórmula, de cumplir tal rito, etc. Por el contrario, los sentimientos como el amor filial o la
caridad son aspiraciones vagas hacia objetos muy generales. Así, las reglas penales se
distinguen por su claridad y su precisión, mientras que las reglas puramente morales
tienen generalmente algo de fluctuantes. Su naturaleza indecisa hace incluso que, con
frecuencia, sea difícil darlas en una fórmula definida. Podemos sin inconveniente decir,
de una manera muy general, que se debe trabajar, que se debe tener piedad de otro, etc.,
pero no podemos fijar de qué manera ni en qué medida. Hay lugar aquí, por tanto, para
variaciones y matices. Al contrario, por estar determinados los sentimientos que encarnan
las reglas penales, poseen una mayor uniformidad; como no se les puede entender de
maneras diferentes, son en todas partes los mismos.

Nos hallamos ahora en estado de formular la conclusión. El conjunto de las creencias y de


los sentimientos comunes al término medio de los miembros de una misma sociedad,
constituye un sistema determinado que tiene su vida propia, se le puede llamar la
conciencia colectiva o común. Sin duda que no tiene por substrato un órgano único; es,
por definición, difusa en toda la extensión de la sociedad; pero no por eso deja de tener
caracteres específicos que hacen de ella una realidad distinta. En efecto, es independiente
de las condiciones particulares en que los individuos se encuentran colocados; ellos pasan
y ella permanece. Es la misma en el Norte y en el Mediodía, en las grandes ciudades y en
las pequeñas, en las diferentes profesiones. Igualmente, no cambia con cada generación
sino que, por el contrario, liga unas con otras las generaciones sucesivas. Se trata, pues,
de cosa muy diferente a las conciencias particulares, aun cuando no se produzca más que
en los individuos. Es el tipo psíquico de la sociedad tipo que tiene sus propiedades, sus
condiciones de existencia, su manera de desenvolverse, como todos los tipos individuales,
aunque de otra manera. Tiene, pues, derecho a que se le designe con nombre especial. El
que hemos empleado más arriba no deja, en realidad, de ser algo ambiguo. Como los
términos de colectivo y de social con frecuencia se toman uno por otro, está uno inclinado
a creer que la conciencia colectiva es toda la conciencia social, es decir, que se extiende
tanto como la vida psíquica de la sociedad, cuando, sobre todo en las sociedades
superiores, no constituye más que una parte muy restringida. Las funciones judiciales,
gubernamentales, científicas, industriales, en una palabra, todas las funciones especiales,
son de orden psíquico, puesto que consisten en sistemas de representación y de acción; sin
embargo, están, evidentemente, fuera de la conciencia común. Para evitar una confusión
(9) que ha sido cometida, lo mejor sena, quizá, crear una expresión técnica que designara
especialmente el conjunto de las semejanzas sociales. Sin embargo, como el empleo de
una palabra nueva, cuando no es absolutamente necesario, no deja de tener
inconvenientes, conservaremos la expresión más usada de conciencia colectiva o común,
pero recordando siempre el sentido estrecho en el cual la empleamos.

Podemos, pues, resumiendo el análisis que precede, decir que un acto es criminal cuando
ofende los estados fuertes y definidos de la conciencia colectiva (10).

El texto de esta proposición nadie lo discute, pero se le da ordinariamente un sentido muy


diferente del que debe tener. Se la interpreta como si expresara, no la propiedad esencial
del crimen, sino una de sus repercusiones. Se sabe bien que hiere sentimientos muy
generosos y muy enérgicos; pero se cree que esta generalidad y esta energía proceden de
la naturaleza criminal del acto, el cual, por consiguiente, queda en absoluto por definir.
No se discute el que todo delito sea universalmente reprobado, pero se da por cierto que la
reprobación de que es objeto resulta de su carácter delictuoso. Sólo que, a continuación,
hállanse muy embarazados para decir en qué consiste esta delictuosidad. ¿En una
inmoralidad particularmente grave? Tal quiero, mas esto es responder a la cuestión con la
cuestión misma y poner una palabra en lugar de otra palabra; de lo que se trata es de saber
precisamente lo que es la inmoralidad, y, sobre todo, esta inmoralidad particular que la
sociedad reprime por medio de penas organizadas y que constituye la criminalidad. No
puede, evidentemente, proceder más que de uno o varios caracteres comunes a todas las
variedades criminológicas; ahora bien, lo único que satisface a esta condición es esa
oposición que existe entre el crimen, cualquiera que él sea, y ciertos sentimientos
colectivos. Esa oposición es la que hace el crimen, por mucho que se aleje. En otros
términos, no hay que decir que un acto hiere la conciencia común porque es criminal, sino
que es criminal porque hiere la conciencia común. No lo reprobamos porque es un crimen
sino que es un crimen porque lo reprobamos. En cuanto a la naturaleza intrínseca de esos
sentimientos, es imposible especificarla; persiguen los objetos más diversos y no sería
posible dar una fórmula única. No cabe decir que se refieran ni a los intereses vitales de la
sociedad, ni a un mínimum de justicia; todas esas definiciones son inadecuadas. Pero, por
lo mismo que un sentimiento, sean cuales fueren el origen y el fin, se encuentra en todas
las conciencias con un cierto grado de fuerza y de precisión, todo acto que le hiere es un
crimen. La psicología contemporánea vuelve cada vez más a la idea de Spinosa, según la
cual las cosas son buenas porque las amamos, en vez de que las amamos porque son
buenas. Lo primitivo es la tendencia, la inclinación; el placer y el dolor no son más que
hechos derivados. Lo mismo ocurre en la vida social. Un acto es socialmente malo porque
lo rechaza la sociedad. Pero, se dirá, ¿no hay sentimientos colectivos que resulten del
placer o del dolor que la sociedad experimenta al contacto con sus objetos? Sin duda, pero
no todos tienen este origen. Muchos, si no la mayor parte, derivan de otras causas muy
diferentes. Todo lo que determina a la actividad a tomar una forma definida, puede dar
nacimiento a costumbres de las que resulten tendencias que hay, desde luego, que
satisfacer. Además, son estas últimas tendencias las que sólo son verdaderamente
fundamentales. Las otras no son más que formas especiales y mejor determinadas; pues,
para encontrar agrado en tal o cual objeto, es preciso que la sensibilidad colectiva se
encuentre ya constituida en forma que pueda gustarla. Si los sentimientos
correspondientes están suprimidos, el acto más funesto para la sociedad podrá ser, no sólo
tolerado, sino honrado y propuesto como ejemplo. El placer es incapaz de crear con todas
sus piezas una inclinación; tan sólo puede ligar a aquellos que existen a tal o cual fin
particular, siempre que éste se halle en relación con su naturaleza inicial.

Sin embargo, hay casos en los que la explicación precedente no parece aplicarse. Hay
actos que son más severamente reprimidos que fuertemente rechazados por la opinión.

Así, la coalición de los funcionarios, la intromisión de las autoridades judiciales en las


autoridades administrativas, las funciones religiosas en las funciones civiles, son objeto
de una represión que no guarda relación con la indignación que suscitan en las
conciencias. La sustracción de documentos públicos nos deja bastante indiferentes y, no
obstante, se la castiga con penas bastante duras. Incluso sucede que el acto castigado no
hiere directamente sentimiento colectivo alguno; nada hay en nosotros que proteste contra
el hecho de pescar y cazar en tiempos de veda, o de que pasen vehículos muy pesados por
la vía pública. Sin embargo, no hay razón alguna para separar en absoluto estos delitos de
los otros; toda distinción radical (11) sería arbitraria, porque todos presentan, en grados
diversos, el mismo criterio externo. No cabe duda que la pena en ninguno de estos
ejemplos parece injusta; la opinión pública no la rechaza, pero, si se la dejara en libertad,
o no la reclamaría o se mostraría menos exigente. Y es que, en todos los casos de este
género, la delictuosidad no procede, o no se deriva toda ella, de la vivacidad de los
sentimientos colectivos que fueron ofendidos, sino que viene de otra causa.

Es indudable, en efecto, que, una vez que un poder de gobierno se establece, tiene, por sí
mismo, bastante fuerza para unir espontáneamente, a ciertas reglas de conducta, una
sanción penal. Es capaz, por su acción propia, de crear ciertos delitos o de agravar el valor
criminológico de algunos otros. Así, todos los actos que acabamos de citar presentan esta
característica común: están dirigidos contra alguno de los órganos directores de la vida
social. ¿Es necesario, pues, admitir que hay dos clases de crímenes procedentes de dos
causas diferentes? No debería uno detenerse ante hipótesis semejante. Por numerosas que
sean las variedades, el crimen es en todas partes esencialmente el mismo, puesto que
determina por doquiera el mismo efecto, a saber, la pena, que, si puede ser más o menos
intensa, no cambia por eso de naturaleza. Ahora bien, un mismo hecho no puede tener dos
causas, a menos que esta dualidad sólo sea aparente y que en el fondo no exista más que
una. El poder de reacción, propio del Estado, debe ser, pues, de la misma naturaleza que
el que se halla difuso en la sociedad.

Y, en efecto, ¿de dónde procede? ¿De la gravedad de intereses que rige el Estado y que
reclaman ser protegidos de una manera especial? Mas sabemos que sólo la lesión de
intereses, graves inclusive, no basta a determinar la reacción penal; es, además, necesario
que se resienta de una cierta manera. ¿De dónde procede entonces que el menor perjuicio
causado al órgano de gobierno sea castigado, cuando desórdenes mucho más importantes
en otros órganos sociales sólo se reparan civilmente? La más pequeña infracción de la
policía de caminos se castiga con una multa; la violación, aun repetida, de los contratos,
la falta constante de delicadeza en las relaciones económicas, no obligan más que a la
reparación del perjuicio. Sin duda que el mecanismo directivo juega un papel importante
en la vida social, pero existen otros cuyo interés no deja de ser vital y cuyo
funcionamiento no está, sin embargo, asegurado de semejante manera. Si el cerebro tiene
su importancia, el estómago es un órgano también esencial, y las enfermedades del uno
son amenazas para la vida, como las del otro. ¿A que viene ese privilegio en favor de lo
que suele llamarse el cerebro social?

La dificultad se resuelve fácilmente si se nota que, donde quiera que un poder director se
establece, su primera y principal función es hacer respetar las creencias, las tradiciones,
las prácticas colectivas, es decir, defender la conciencia común contra todos los enemigos
de dentro y de fuera. Se convierte así en símbolo, en expresión viviente, a los ojos de
todos. De esta manera la vida que en ella existe se le comunica, como las afinidades de
ideas se comunican a las palabras que las representan, y he aquí cómo adquiere un
carácter excepcional. No es ya una función social más o menos importante, es la
encarnación del tipo colectivo. Participa, pues, de la autoridad que este último ejerce
sobre las conciencias, y de ahí le viene su fuerza. Sólo que, una vez que ésta se ha
constituido, sin que por eso se independice de la fuente de donde mana y en que continúa
alimentándose, se convierte en un factor autónomo de la vida social, capaz de producir
espontáneamente movimientos propios que no determina ninguna impulsión externa,
precisamente a causa de esta supremacía que ha conquistado. Como, por otra parte, no es
más que una derivación de la fuerza que se halla inmanente en la conciencia común, tiene
necesariamente las mismas propiedades y reacciona de la misma manera, aun cuando esta
última no reaccione por completo al unísono. Rechaza, pues, toda fuerza antagónica como
haría el alma difusa de la sociedad, aun cuando ésta no siente ese antagonismo, o no lo
siente tan vivamente, es decir, que señala como crímenes actos que la hieren sin a la vez
herir en el mismo grado los sentimientos colectivos. Pero de estos últimos recibe toda la
energía que le permite crear crímenes y delitos. Aparte de que no puede proceder de otro
sitio y que, además, no puede proceder de la nada, los hechos que siguen, que se
desenvolverán ampliamente en la continuación de esta obra, confirman la explicación. La
extensión de la acción que el órgano de gobierno ejerce sobre el número y sobre la
calificación de los actos criminales, depende de la fuerza que encubra. Esta, a su vez,
puede medirse, bien por la extensión de la autoridad que desempeña sobre los ciudadanos,
bien por el grado de gravedad reconocido a los crímenes dirigidos contra él (12). Ahora
bien, ya veremos cómo en las sociedades inferiores esta autoridad es mayor y más elevada
la gravedad, y, por otra parte, cómo esos mismos tipos sociales tienen más poder en la
conciencia colectiva.

Hay, pues, que venir siempre a esta última; toda la criminalidad procede, directa o
indirectamente, de ella. El crimen no es sólo una lesión de intereses, incluso graves, es
una ofensa contra una autoridad en cierto modo transcendente. Ahora bien,
experimentalmente, no hay fuerza moral superior al individuo, como no sea la fuerza
colectiva.

Existe, por lo demás, una manera de fiscalizar el resultado a que acabamos de llegar. Lo
que caracteriza al crimen es que determina la pena. Si nuestra definición, pues, del crimen
es exacta, debe darnos cuenta de todas las características de la pena. Vamos a proceder a
tal comprobación.

Pero antes es preciso señalar cuáles son esas características.

II

En primer lugar, la pena consiste en una reacción pasional. Esta característica se


manifiesta tanto más cuanto se trata de sociedades menos civilizadas. En efecto, los
pueblos primitivos castigan por castigar, hacen sufrir al culpable únicamente por hacerlo
sufrir y sin esperar para ellos mismos ventaja alguna del sufrimiento que imponen. La
prueba está en que no buscan ni castigar lo justo ni castigar útilmente, sino sólo castigar.
Por eso castigan a los animales que han cometido el acto reprobado (13), e incluso a los
seres inanimados que han sido el instrumento pasivo (14). Cuando la pena sólo se aplica a
las personas, extiéndese con frecuencia más allá del culpable y va hasta alcanzar
inocentes: a su mujer, a sus hijos, sus vecinos, etc. (15). Y es que la pasión, que
constituye el alma de la pena, no se detiene hasta después de agotada. Si, pues, ha
destruido a quien más inmediatamente la ha suscitado, como le queden algunas fuerzas, se
extiende más aún, de una manera completamente mecánica. Incluso cuando es lo bastante
moderada para no coger más que al culpable, hace sentir su presencia por la tendencia que
tiene a rebasar en gravedad el acto contra el cual reacciona. De ahí vienen los
refinamientos de dolor agregados al último suplicio. En Roma todavía, debía el ladrón, no
sólo devolver el objeto robado, sino además pagar una multa del doble o del cuádruple
(16), ¿No es, además, la pena tan general del talión, una satisfacción concedida a la
pasión de la venganza?

Pero hoy día, dicen, la pena ha cambiado de naturaleza; la sociedad ya no castiga por
vengarse sino para defenderse. El dolor que inflige no es entre sus manos más que un ins-
trumento metódico de protección. Castiga, no porque el castigo le ofrezca por sí mismo
alguna satisfacción, sino a fin de que el temor de la pena paralice las malas voluntades No
es ya la cólera, sino la previsión reflexiva, la que determina la represión. Las
observaciones precedentes no podrían, pues, generalizarse: sólo se referirían a la forma
primitiva de la pena y no podrían extenderse a su forma actual.

Mas, para que haya derecho a distinguir tan radicalmente esas dos clases de penas, no
basta comprobar su empleo en vista de fines diferentes. La naturaleza de una práctica no
cambia necesariamente porque las intenciones conscientes de aquellos que la aplican se
modifiquen. Pudo, en efecto, haber desempeñado otra vez el mismo papel, sin que se
hubieran apercibido. En ese caso, ¿en razón a qué había de transformarse sólo por el
hecho de que se da mejor cuenta de los efectos que produce? Se adapta a las nuevas
condiciones de existencia que le han sido proporcionadas sin cambios esenciales. Tal es
lo que sucede con la pena.

En efecto, es un error creer que la venganza es sólo una crueldad inútil. Es posible que en
sí misma consista en una reacción mecánica y sin finalidad, en un movimiento pasional e
ininteligente, en una necesidad no razonada de destruir; pero, de hecho, lo que tiende a
destruir era una amenaza para nosotros. Constituye, pues, en realidad, un verdadero acto
de defensa, aun cuando instintivo e irreflexivo. No nos vengamos sino de lo que nos ha
ocasionado un mal, y lo que nos ha causado un mal es siempre un peligro. El instinto de
la venganza no es, en suma, más que el instinto de conservación exagerado por el peligro.
Está muy lejos de haber tenido la venganza, en la historia de la humanidad, el papel
negativo y estéril que se le atribuye. Es un arma defensiva que tiene su valor; sólo que es
un arma grosera. Como no tiene conciencia de los servicios que automáticamente presta,
no puede regularse en consecuencia; todo lo contrario, se extiende un poco al azar, dando
gusto a causas ciegas que la empujan y sin que nada modere sus arrebatos. Actualmente,
como ya conocemos el fin que queremos alcanzar, sabemos utilizar mejor los medios de
que disponemos; nos protegemos con más método, y, por consiguiente, con más eficacia.
Pero desde el principio se obtenía ese resultado, aun cuando de una manera más
imperfecta. Entre la pena de hoy y la de antes no existe, pues, un abismo y, por con-
siguiente, no era necesario que la primera se convirtiera en otra cosa de lo que es, para
acomodarse al papel que desempeña en nuestras sociedades civilizadas. Toda la
diferencia procede de que produce sus efectos con una mayor conciencia de lo que hace.
Ahora bien, aunque la conciencia individual o social no deja de tener influencia sobre la
realidad que ilumina, no tiene el poder de cambiar la naturaleza. La estructura interna de
los fenómenos sigue siendo la misma, que sean conscientes o no. Podemos, pues, contar
con que los elementos esenciales de la pena son los mismos que antes. Y, en efecto, la
pena ha seguido siendo, al menos en parte, una obra de venganza. Se dice que no hacemos
sufrir al culpable por hacerlo sufrir; no es menos verdad que encontramos justo que sufra.
Tal vez estemos equivocados, pero no es eso lo que se discute. Por el momento buscamos
definir la pena tal como ella es o ha sido, no tal como debe ser. Ahora bien, es indudable
que esta expresión de venganza pública, que sin cesar aparece en el lenguaje de los
tribunales, no es una vana palabra. Suponiendo que la pena pueda realmente servir para
protegernos en lo porvenir, estimamos que debe ser, ante todo, una expiación del pasado.
Lo prueban las precauciones minuciosas que tomamos para proporcionarla tan exacta
como sea posible en relación con la gravedad del crimen; serían inexplicables si no
creyéramos que el culpable debe sufrir porque ha ocasionado el mal, y en la misma
medida. En efecto, esta graduación no es necesaria si la pena no es más que un medio de
defensa. Sin duda que para la sociedad habría un peligro en asimilar los atentados más
graves a simples delitos; pero en que los segundos fueran asimilados a los primeros no
habría, en la mayor parte de los casos, más que ventajas. Contra un enemigo nunca son
pocas las precauciones a tomar. ¿Es que hay quien diga que los autores de las maldades
más pequeñas son de naturaleza menos perversa y que, para neutralizar sus malos
instintos, bastan penas menos fuertes? Pero si sus inclinaciones están menos viciadas, no
dejan por eso de ser menos intensas. Los ladrones se hallan tan fuertemente inclinados al
robo como los asesinos al homicidio; la resistencia que ofrecen los primeros no es inferior
a la de los segundos, y, por consiguiente, para triunfar sobre ellos se deberá recurrir a los
mismos medios. Si, como se ha dicho, se trata únicamente de rechazar una fuerza
perjudicial por una fuerza contraria, la intensidad de la segunda debería medirse
únicamente con arreglo a la intensidad de la primera, sin que la calidad de ésta entre en
cuenta para nada. La escala penal no debería, pues, comprender más que un pequeño
número de grados; la pena no debería variar sino según que el criminal se halle más o
menos endurecido, y no según la naturaleza del acto criminal. Un ladrón incorregible
sería tratado como un asesino incorregible. Ahora bien, de hecho, aun cuando se hubiera
averiguado que un culpable es definitivamente incurable, nos sentiríamos todavía
obligados a no aplicarle un castigo excesivo. Esta es la prueba de haber seguido fieles al
principio del talión, aun cuando lo entendamos en un sentido más elevado que otras
veces. No medimos ya de una manera tan material y grosera ni la extensión de la culpa, ni
la del castigo; pero siempre pensamos que debe haber una ecuación entre ambos términos,
séanos o no ventajoso establecer esta comparación. La pena ha seguido, pues, siendo para
nosotros lo que era para nuestros padres. Es todavía un acto de venganza puesto que es un
acto de expiación. Lo que nosotros vengamos, lo que el criminal expía, es el ultraje hecho
a la moral.

Hay, sobre todo, una pena en la que ese carácter pasional se manifiesta más que en otras;
trátase de la vergüenza, de la infamia que acompaña a la mayor parte de las penas y que
crece al compás de ellas. Con frecuencia no sirve para nada. ¿A qué viene el deshonrar a
un hombre que no debe ya vivir más en la sociedad de sus semejantes y que, a mayor
abundamiento, ha probado con su conducta que las amenazas más tremendas no bastarían
a intimidarle? El deshonor se comprende cuando no hay otra pena, o bien como
complemento de una pena material benigna; en el caso contrario, se castiga por partida
doble. Cabe incluso decir que la sociedad no recurre a los castigos legales sino cuando los
otros son insuficientes, pero, ¿por qué mantenerlos entonces? Constituyen una especie de
suplicio suplementario y sin finalidad, o que no puede tener otra causa que la necesidad
de compensar el mal por el mal. Son un producto de sentimientos instintivos, irresistibles,
que alcanzan con frecuencia a inocentes; así ocurre que el lugar del crimen, los
instrumentos que han servido para cometerlo, los parientes del culpable participan a veces
del oprobio con que castigamos a este último. Ahora bien, las causas que determinan esta
represión difusa son también las de la represión organizada que acompaña a la primera.
Basta, además, con ver en los tribunales cómo funciona la pena para reconocer que el
impulso es pasional por completo; pues a las pasiones es a quienes se dirige el magistrado
que persigue y el abogado que defiende. Este busca excitar la simpatía por el culpable,
aquél, despertar los sentimientos sociales que ha herido el acto criminal, y bajo la
influencia de esas pasiones contrarias el juez se pronuncia.

Así, pues, la naturaleza de la pena no ha cambiado esencialmente. Todo cuanto puede


decirse es que la necesidad de la venganza está mejor dirigida hoy que antes. El espíritu
de previsión que se ha despertado no deja ya el campo tan libre a la acción ciega de la
pasión; la contiene dentro de ciertos límites, se opone a las violencias absurdas, a los
estragos sin razón de ser. Más instruida, se derrama menos al azar; ya no se la ve, aun
cuando sea para satisfacerse, volverse contra los inocentes. Pero sigue formando, sin
embargo, el alma de la pena. Podemos, pues, decir que la pena consiste en una reacción
pasional de intensidad graduada (17).
Pero ¿de dónde procede esa reacción? ¿Del individuo o de la sociedad?

Todo el mundo sabe que es la sociedad la que castiga; pero podría suceder que no fuese
por su cuenta. Lo que pone fuera de duda el carácter social de la pena es que, una vez
pronunciada, no puede levantarse sino por el Gobierno en nombre de la sociedad. Si ella
fuera tan sólo una satisfacción concedida a los particulares, éstos serían siempre dueños
de rebajarla: no se concibe un privilegio impuesto y al que el beneficiario no puede
renunciar. Si únicamente la sociedad puede disponer la represión, es que es ella la
afectada, aun cuando también lo sean los individuos, y el atentado dirigido contra ella es
el que la pena reprime.

Sin embargo, se pueden citar los casos en que la ejecución de la pena depende de la
voluntad de los particulares. En Roma, ciertos delitos se castigaban con una multa en
provecho de la parte lesionada, la cual podía renunciar a ella o hacerla objeto de una
transacción: tal ocurría con el robo no exteriorizado, la rapiña, la injuria, el daño causado
injustamente (18). Esos delitos, que suelen llamarse privados (delicta privata), se oponían
a los crímenes propiamente dichos, cuya represión se hacía a nombre de la ciudad. Se
encuentra la misma distinción entre los griegos, entre los hebreos (19). En los pueblos
más primitivos la pena parece ser, a veces, cosa más privada aún, como tiende a probarlo
el empleo de la vendetta. Esas sociedades están compuestas de agregados elementales, de
naturaleza casi familiar, y que se han designado con la cómoda expresión de clans. Ahora
bien, cuando un atentado se comete por uno o varios miembros de un clan contra otro, es
este último el que castiga por sí mismo la ofensa sufrida (20). Lo que más aumenta, al
menos en apariencia, la importancia de esos hechos desde el punto de vista de la doctrina,
es el haber sostenido con frecuencia que la vendetta había sido primitivamente la única
forma de la pena; había, pues, consistido ésta, antes que nada, en actos de venganza
privada. Pero entonces, si hoy la sociedad se encuentra armada con el derecho de castigar,
no podrá esto ser, parécenos, sino en virtud de una especie de delegación de los
individuos. No es más que su mandatario. Son los intereses de éstos últimos los que la
sociedad en su lugar gestiona, probablemente porque los gestiona mejor, pero no son los
suyos propios. Al principio se vengaban ellos mismos: ahora es ella quien los venga; pero
como el derecho penal no puede haber cambiado de naturaleza a consecuencia de esa
simple transmisión, nada tendrá entonces de propiamente social. Si la sociedad parece
desempeñar aquí un papel preponderante, sólo es en sustitución de los individuos.

Pero, por muy extendida que esté tal teoría, es contraria a los hechos mejor establecidos.
No se puede citar una sola sociedad en que la vendetta haya sido la forma primitiva de la
pena. Por el contrario, es indudable que el derecho penal en su origen era esencialmente
religioso. Es un hecho evidente para la India, para Judea, porque el derecho que allí se
practicaba se consideraba revelado (21). En Egipto, los diez libros de Hermes, que
contenían el derecho criminal con todas las demás leyes relativas al gobierno del Estado,
se llamaban sacerdotales, y Elien afirma que, desde muy antiguo, los sacerdotes egipcios
ejercieron el poder judicial (22). Lo mismo ocurría en la antigua Germania (23). En
Grecia la justicia era considerada como una emanación de Júpiter, y el sentimiento como
una venganza del dios (24). En Roma, los orígenes religiosos del derecho penal se han
siempre manifestado en tradiciones antiguas (25), en prácticas arcaicas que subsistieron
hasta muy tarde y en la terminología jurídica misma (26). Ahora bien, la religión es una
cosa esencialmente social. Lejos de perseguir fines individuales, ejerce sobre el individuo
una presión en todo momento. Le obliga a prácticas que le molestan, a sacrificios,
pequeños o grandes, que le cuestan. Debe tomar de sus bienes las ofrendas que está
obligado a presentar a la divinidad; debe destinar del tiempo que dedica a sus trabajos o a
sus distracciones los momentos necesarios para el cumplimiento de los ritos; debe
imponerse toda una especie de privaciones que se le mandan, renunciar incluso a la vida
si los dioses se lo ordenan. La vida religiosa es completamente de abnegación y de
desinterés. Si , pues, el derecho criminal era primitivamente un derecho religioso, se
puede estar seguro que los intereses que sirve son sociales. Son sus propias ofensas las
que los dioses vengan con la pena y no las de los particulares; ahora bien, las ofensas
contra los dioses son ofensas contra la sociedad.

Así, en las sociedades inferiores, los delitos más numerosos son los que lesionan la cosa
pública: delitos contra la religión, contra las costumbres, contra la autoridad, etc. No hay
más que ver en la Biblia, en el Código de Manú, en los monumentos que nos quedan del
viejo derecho egipcio, el lugar relativamente pequeño dedicado a prescripciones
protectoras de los individuos, y, por el contrario, el desenvolvimiento abundantísimo de la
legislación represiva sobre las diferentes formas del sacrilegio, las faltas a los diversos
deberes religiosos, a las exigencias del ceremonial, etc. (27). A la vez, esos crímenes son
los más severamente castigados. Entre los judíos, los atentados más abominables son los
atentados contra la religión (28). Entre los antiguos germanos sólo dos crímenes se
castigaban con la muerte, según Tácito: eran la traición y la deserción (29). Según
Confucio y Meng-Tseu, la impiedad constituye una falta más grave que el asesinato (30).
En Egipto el menor sacrilegio se castigaba con la muerte (31). En Roma, a la cabeza en la
escala de los crímenes, se encuentra el crimen perduellionis (32).

Mas entonces, ¿qué significan esas penas privadas de las que antes poníamos ejemplos?
Tienen una naturaleza mixta y poseen a la vez sanción represiva y sanción restitutiva. Así
el delito privado del derecho romano representa una especie de término medio entre el
crimen propiamente dicho y la lesión puramente civil. Hay rasgos del uno y del otro y
flota en los confines de ambos dominios. Es un delito en el sentido de que la sanción
fijada por la ley no consiste simplemente en poner las cosas en su estado: el delincuente
no está sólo obligado a reparar el mal causado, sino que encima debe además alguna cosa,
una expiación. Sin embargo, no es completamente un delito, porque, si la sociedad es
quien pronuncia la pena, no es dueña de aplicarla. Trátase de un derecho que aquélla
confiere a la parte lesionada, la cual dispone libremente (33). De igual manera, la
vendetta, evidentemente, es un castigo que la sociedad reconoce como legítimo, pero que
deja a los particulares el cuidado de infligir. Estos hechos no hacen, pues, más que
confirmar lo que hemos dicho sobre la naturaleza de la penalidad. Si esta especie de
sanción intermedia es, en parte, una cosa privada, en la misma medida, no es una pena. El
carácter penal hállase tanto menos pronunciado cuanto el carácter social se encuentra más
difuso, y a la inversa. La venganza privada no es, pues, el prototipo de la pena; al
contrario, no es más que una pena imperfecta. Lejos de haber sido los atentados contra las
personas los primeros que fueron reprimidos, en el origen tan sólo se hallaban en el
umbral del derecho penal. No se han elevado en la escala de la criminalidad sino a medida
que la sociedad más se ha ido resistiendo a ellos, y esta operación, que no tenemos por
qué describir, no se ha reducido, ciertamente, a una simple transferencia. Todo lo
contrario, la historia de esta penalidad no es más que una serie continua de usurpaciones
de la sociedad sobre el individuo o más bien sobre los grupos elementales que encierra en
su seno, y el resultado de esas usurpaciones es ir poniendo, cada vez más, en el lugar del
derecho de los particulares el de la sociedad. (34)

Pero las características precedentes corresponden lo mismo a la represión difusa que sigue
a las acciones simplemente inmorales, que a la represión legal. Lo que distingue a esta
última es, según hemos dicho, el estar organizada; mas ¿en qué consiste esta
organización?

Cuando se piensa en el derecho penal tal como funciona en nuestras sociedades actuales,
represéntase uno un código en el que penas muy definidas hállanse ligadas a crímenes
igualmente muy definidos. El juez dispone, sin duda, de una cierta libertad para aplicar a
cada caso particular esas disposiciones generales; pero, dentro de estas líneas esenciales,
la pena se halla predeterminada para cada categoría de actos defectuosos. Esa
organización tan sabia no es, sin embargo, constitutiva de la pena, pues hay muchas
sociedades en que la pena existe sin que se haya fijado por adelantado. En la Biblia se
encuentran numerosas prohibiciones que son tan imperativas como sea posible y que, no
obstante, no se encuentran sancionadas por ningún castigo expresamente formulado. Su
carácter penal no ofrece duda, pues si los textos son mudos en cuanto a la pena, expresan
al mismo tiempo por el acto prohibido un horror tal que no se puede ni por un instante
sospechar que hayan quedado sin castigo (35). Hay, pues, motivo para creer que ese
silencio de la ley viene simplemente de que la represión no está determinada. Y, en
efecto, muchos pasajes del Pentateuco nos enseñan que había actos cuyo valor criminal
era indiscutible y con relación a los cuales la pena no estaba establecida sino por el juez
que la aplicaba. La sociedad sabía bien que se encontraba en presencia de un crimen; pero
la sanción penal que al mismo debía ligarse no estaba todavía definida (36). Además,
incluso entre las penas que el legislador enuncia, hay muchas que no se especifican con
precisión. Así, sabemos que había diferentes clases de suplicios a los cuales no se
consideraba a un mismo nivel, y, por consiguiente, en multitud de casos los textos no
hablaban más que de la muerte de una manera general, sin decir qué género de muerte se
les debería aplicar. Según Sumner Maine, ocurría lo mismo en la Roma primitiva: los
crimina eran perseguidos ante la asamblea del pueblo, que fijaba soberanamente la pena
mediante una ley, al mismo tiempo que establecía la realidad del hecho incriminado (37).

Por último, hasta el siglo XVI inclusive, el principio general de la penalidad "era que la
aplicación se dejaba al arbitrio del juez, arbitrio et officio judicis. Solamente no le está
permitido al juez inventar penas distintas de las usuales" (38). Otro efecto de este poder
del juez consistía en que dependiera enteramente de su apreciación el crear figuras de
delito, con lo cual la calificación del acto criminal quedaba siempre indeterminada (39).

La organización distintiva de ese género de represión no consiste, pues, en la


reglamentación de la pena. Tampoco consiste en la institución de un procedimiento crimi-
nal; los hechos que acabamos de citar demuestran suficientemente que durante mucho
tiempo no ha existido. La única organización que se encuentra en todas partes donde
existe la pena propiamente dicha, se reduce, pues, al establecimiento de un tribunal. Sea
cual fuere la manera como se componga, comprenda a todo el pueblo o sólo a unos
elegidos, siga o no un procedimiento regular en la instrucción del asunto como en la
aplicación de la pena, sólo por el hecho de que la infracción, en lugar de ser juzgada por
cada uno se someta a la apreciación de un cuerpo constituido, y que la reacción colectiva
tenga por intermediario un órgano definido, deja de ser difusa: es organizada. La
organización podrá ser más completa, pero existe desde ese momento.

La pena consiste, pues, esencialmente en una reacción pasional, de intensidad graduada,


que la sociedad ejerce por intermedio de un cuerpo constituido sobre aquellos de sus
miembros que han violado ciertas reglas de conducta.
Ahora bien, la definición que hemos dado del crimen da cuenta con claridad de todos esos
caracteres de la pena.

III

Todo estado vigoroso de la conciencia es una fuente de vida; constituye un factor esencial
de nuestra vitalidad general. Por consiguiente, todo lo que tiende a debilitarla nos
disminuye y nos deprime; trae como consecuencia una impresión de perturbación y de
malestar análogo al que sentimos cuando una función importante se suspende o se
debilita. Es inevitable, pues, que reaccionemos enérgicamente contra la causa que nos
amenaza de una tal disminución, que nos esforcemos en ponerla a un lado, a fin de
mantener la integridad de nuestra conciencia.

Entre las causas que producen ese resultado hay que poner en primera línea la
representación de un estado contrario. Una representación no es, en efecto, una simple
imagen de la realidad, una sombra inerte proyectada en nosotros por las cosas; es una
fuerza que suscita en su alrededor un torbellino de fenómenos orgánicos y físicos. No sólo
la corriente nerviosa que acompaña a la formación de la idea irradia en los centros
corticales en torno al punto en que ha tenido lugar el nacimiento y pasa de un plexus al
otro, sino que repercute en los centros motores, donde determina movimientos, en los
centros sensoriales, donde despierta imágenes; excita a veces comienzos de ilusiones y
puede incluso afectar a funciones vegetativas (40); esta resonancia es tanto más de tener
en cuenta cuanto que la representación es ella misma más intensa, que el elemento
emocional está más desenvuelto. Así la representación de un sentimiento contrario al
nuestro actúa en nosotros en el mismo sentido y de la misma manera que el sentimiento
que sustituye; es como si él mismo hubiera entrado en nuestra conciencia. Tiene en
efecto, las mismas afinidades, aunque menos vivas; tiende a despertar las mismas ideas ,
los mismos movimientos, las mismas emociones. Opone, pues, una resistencia al juego de
nuestros sentimientos personales, y, por consecuencia, lo debilita, atrayendo en una
dirección contraria toda una parte de nuestra energía. Es como si una fuerza extraña se
hubiera introducido en nosotros en forma que desconcertare el libre funcionamiento de
nuestra vida física. He aquí por qué una convicción opuesta a la nuestra no puede
manifestarse ante nosotros sin perturbarnos; y es que, de un solo golpe, penetra en
nosotros y, hallándose en antagonismo con todo lo que encuentra, determina verdaderos
desórdenes. Sin duda que, mientras el conflicto estalla sólo entre ideas abstractas, no es
muy doloroso, porque no es muy profundo. La región de esas ideas es a la vez la más
elevada y la más superficial de la conciencia, y los cambios que en ella sobrevienen, no
teniendo repercusiones extensas, no nos afectan sino débilmente. Pero, cuando se trata de
una creencia que nos es querida, no permitimos, o no podemos permitir, que se ponga
impunemente mano en ella. Toda ofensa dirigida contra la misma suscita una reacción
emocional, más o menos violenta, que se vuelve contra el ofensor. Nos encolerizamos,
nos indignamos con él, le queremos mal, y los sentimientos así suscitados no pueden
traducirse en actos; le huimos, le tenemos a distancia, le desterramos de nuestra sociedad,
etc.

No pretendemos, sin duda, que toda convicción fuerte sea necesariamente intolerante; la
observación corriente basta para demostrar lo contrario. Pero ocurre que causas exteriores
neutralizan, entonces, aquellas cuyos efectos acabamos de analizar. Por ejemplo, puede
haber entre adversarios una simpatía general que contenga su antagonismo y que lo
atenúe. Pero es preciso que esta simpatía sea más fuerte que su antagonismo; de otra
manera no le sobrevive. O bien, las dos partes renuncian a la lucha cuando averiguan que
no puede conducir a ningún resultado, y se contentan con mantener sus situaciones
respectivas; se toleran mutuamente al no poderse destruir. La tolerancia recíproca, que a
veces cierra las guerras de religión, con frecuencia es de esta naturaleza. En todos estos
casos, si el conflicto de los sentimientos no engendra esas consecuencias naturales, no es
que las encubra; es que está impedido de producirlas.

Además, son útiles y al mismo tiempo necesarias. Aparte de derivar forzosamente de


causas que las producen, contribuyen también a mantenerlas. Todas esas emociones
violentas constituyen, en realidad, un llamamiento de fuerzas suplementarias que vienen a
dar al sentimiento atacado la energía que le proporciona la contradicción. Se ha dicho a
veces que la cólera era inútil porque no era más que una pasión destructiva, pero esto es
no verla más que en uno de sus aspectos. De hecho consiste en una sobreexcitación de
fuerzas latentes y disponibles, que vienen a ayudar nuestro sentimiento personal a hacer
frente a los peligros, reforzándolo. En el estado de paz, si es que así puede hablarse, no se
halla éste con armas suficientes para la lucha; correría, pues, el riesgo de sucumbir si
reservas pasionales no entran en línea en el momento deseado; la cólera no es otra cosa
que una movilización de esas reservas. Puede incluso ocurrir que, por exceder los
socorros así evocados a las necesidades, la discusión tenga por efecto afirmarnos más en
nuestras convicciones, lejos de quebrantarnos.

Ahora bien, sabido es el grado de energía que puede adquirir una creencia o un
sentimiento sólo por el hecho de ser sentido por una misma comunidad de hombres, en
relación unos con otros; las causas de ese fenómeno son hoy día bien conocidas (41). De
igual manera que los estados de conciencia contrarios se debilitan recíprocamente, los
estados de conciencia idénticos, intercambiándose, se refuerzan unos a otros. Mientras los
primeros se sostienen, los segundos se adicionan. Si alguno expresa ante nosotros una
idea que era ya nuestra, la representación que nos formamos viene a agregarse a nuestra
propia idea, se superpone a ella, se confunde con ella, le comunica lo que tiene de
vitalidad; de esta fusión surge una nueva idea que absorbe las precedentes y que, como
consecuencia, es más viva que cada una de ellas tomada aisladamente. He aquí por qué,
en las asambleas numerosas, una emoción puede adquirir una tal violencia; es que la
vivacidad con que se produce en cada conciencia se refleja en las otras. No es ya ni
necesario que experimentemos por nosotros mismos, en virtud sólo de nuestra naturaleza
individual, un sentimiento colectivo para que adquiera en nosotros una intensidad
semejante, pues lo que le agregamos es, en suma, bien poca cosa. Basta con que no
seamos un terreno muy refractario para que, penetrando del exterior con la fuerza que
desde sus orígenes posee, se imponga a nosotros. Si, pues, los sentimientos que ofende el
crimen son, en el seno de una misma sociedad, los más universalmente colectivos que
puede haber; si, pues, son incluso estados particularmente fuertes de la conciencia común,
es imposible que toleren la contradicción. Sobre todo si esta contradicción no es
puramente teórica, si se afirma, no sólo con palabras, sino con actos, como entonces llega
a su maximum, no podemos dejar de resistirnos contra ella con pasión. Un simple poner
las cosas en la situación de orden perturbada no nos basta: necesitamos una satisfacción
más violenta. La fuerza contra la cual el crimen viene a chocar es demasiado intensa para
reaccionar con tanta moderación. No lo podría hacer, además, sin debilitarse, ya que,
gracias a la intensidad de la reacción, se rehace y se mantiene en el mismo grado de
energía.

Puede así explicarse una característica de esta reacción, que con frecuencia se ha señalado
como irracional. Es indudable que en el fondo de la noción de expiación existe la idea de
una satisfacción concedida a algún poder, real o ideal, superior a nosotros. Cuando
reclamamos la represión del crimen no somos nosotros los que nos queremos
personalmente vengar, sino algo ya consagrado que más o menos confusamente sentimos
fuera y por encima de nosotros. Esta cosa la concebimos de diferentes maneras, según los
tiempos y medios; a veces es una simple idea, como la moral, el deber; con frecuencia nos
la representamos bajo la forma de uno o de varios seres concretos: los antepasados, la
divinidad. He aquí por qué el derecho penal, no sólo es esencialmente religioso en su
origen, sino que siempre guarda una cierta señal todavía de religiosidad: es que los actos
que castiga parece como si fueran atentados contra alguna cosa transcendental, ser o
concepto. Por esta misma razón nos explicamos a nosotros mismos cómo nos parecen
reclamar una sanción superior a la simple reparación con que nos contentamos en el orden
de los intereses puramente humanos.

Seguramente esta representación es ilusoria; somos nosotros los que nos vengamos en
cierto sentido, nosotros los que nos satisfacemos, puesto que es en nosotros, y sólo en
nosotros, donde los sentimientos ofendidos se encuentran. Pero esta ilusión es necesaria.
Como, a consecuencia de su origen colectivo, de su universalidad, de su permanencia en
la duración, de su intensidad intrínseca, esos sentimientos tienen una fuerza excepcional,
se separan radicalmente del resto de nuestra conciencia, en la que los estados son mucho
más débiles. Nos dominan, tienen, por así decirlo, algo de sobrehumano y, al mismo
tiempo, nos ligan a objetos que se encuentran fuera de nuestra vida temporal. Nos
parecen, pues, como el eco en nosotros de una fuerza que nos es extraña y que, además,
nos es superior. Así, hallámonos necesitados de proyectarlos fuera de nosotros, de referir
a cualquier objeto exterior cuanto les concierne; sabemos hoy día cómo se hacen esas
alienaciones parciales de la personalidad. Ese milagro es hasta tal punto inevitable que,
bajo una forma u otra, se producirá mientras exista un sistema represivo. Pues, para que
otra cosa ocurriera, sería preciso que no hubiera en nosotros más que sentimientos
colectivos de una intensidad mediocre, y en ese caso no existiría más la pena ¿Se dirá que
el error disiparíase por sí mismo en cuanto los hombres hubieran adquirido conciencia de
él? Pero, por más que sepamos que el sol es un globo inmenso, siempre lo veremos bajo
el aspecto de un disco de algunas pulgadas. El entendimiento puede, sin duda, enseñarnos
a interpretar nuestras sensaciones; no puede cambiarlas. Por lo demás, el error sólo es
parcial. Puesto que esos sentimientos son colectivos, no es a nosotros lo que en nosotros
representan, sino a la sociedad. Al vengarlos, pues, es ella y no nosotros quienes nos
vengamos, y, por otra parte, es algo superior al individuo. No hay, pues, razón para
aferrarse a ese carácter casi religioso de la expiación, para hacer de ella una especie de
superfetación parásita. Es, por el contrario, un elemento integrante de la pena. Sin duda
que no expresa su naturaleza más que de una manera metafórica, pero la metáfora no deja
de ser verdad.

Por otra parte, se comprende que la reacción penal no sea uniforme en todos los casos,
puesto que las emociones que la determinan no son siempre las mismas. En efecto, son
más o menos vivas según la vivacidad del sentimiento herido y también según la
gravedad de la ofensa sufrida. Un estado fuerte reacciona más que un estado débil, y dos
estados de la misma intensidad reaccionan desigualmente, según que han sido o no más o
menos violentamente contradichos. Esas variaciones se producen necesariamente, y
además son útiles, pues es bueno que el llamamiento de fuerzas se halle en relación con la
importancia del peligro. Demasiado débil, sería insuficiente; demasiado violento, sería
una pérdida inútil. Puesto que la gravedad del acto criminal varía en función a los mismos
factores, la proporcionalidad que por todas partes se observa entre el crimen y el castigo
se establece, pues, con una espontaneidad mecánica, sin que sea necesario hacer
cómputos complicados para calcularla. Lo que hace la graduación de los crímenes es
también lo que hace la de las penas; las dos escalas no pueden, por consiguiente, dejar de
corresponderse, y esta correspondencia, para ser necesaria, no deja al mismo tiempo de
ser útil.

En cuanto al carácter social de esta reacción, deriva de la naturaleza social de los


sentimientos ofendidos. Por el hecho de encontrarse éstos en todas las conciencias, la
infracción cometida suscita en todos los que son testigos o que conocen la existencia una
misma indignación. Alcanza a todo el mundo, por consiguiente, todo el mundo se resiste
contra el ataque. No sólo la reacción es general sino que es colectiva, lo que no es la
misma cosa; no se produce aisladamente en cada uno, sino con un conjunto y una unidad
que varían, por lo demás, según los casos. En efecto, de igual manera que los sentimientos
contrarios se repelen, los sentimientos semejantes se atraen, y esto con tanta mayor fuerza
cuanto más intensos son. Como la contradicción es un peligro que los exaspera, amplifica
su fuerza de atracción. Jamás se experimenta tanta necesidad de volver a ver a sus
compatriotas como cuando se está en país extranjero; jamás el creyente se siente tan
fuertemente llevado hacia sus correligionarios como en las épocas de persecución. Sin
duda que en cualquier momento nos agrada la compañía de los que piensan y sienten
como nosotros; pero no sólo con placer sino con pasión los buscamos al salir de
discusiones en las que nuestras creencias comunes han sido vivamente combatidas. El
crimen, pues, aproxima a las conciencias honradas y las concentra. No hay más que ver lo
que se produce, sobre todo en una pequeña ciudad, cuando se comete algún escándalo
moral. Las gentes se detienen en las calles, se visitan, se encuentran en lugares
convenidos para hablar del acontecimiento, y se indignan en común. De todas esas
impresiones similares que se cambian, de todas las cóleras que se manifiestan, se
desprende una cólera única, más o menos determinada según los casos, que es la de todo
el mundo sin ser la de una persona en particular. Es la cólera pública.

Sólo ella, por lo demás, puede servir para algo. En efecto, los sentimientos que están en
juego sacan toda su fuerza del hecho de ser comunes a todo el mundo; son enérgicos
porque son indiscutidos. El respeto particular de que son objeto se debe al hecho de ser
universalmente respetados. Ahora bien, el crimen no es posible como ese respeto no sea
verdaderamente universal; por consecuencia, supone que no son absolutamente colectivos
y corta esa unanimidad origen de su autoridad. Si, pues, cuando se produce, las
conciencias que hiere no se unieran para testimoniarse las unas a las otras que
permanecen en comunidad, que ese caso particular es una anomalía, a la larga podrían
sufrir un quebranto. Es preciso que se reconforten, asegurándose mutuamente que están
siempre unidas; el único medio para esto es que reaccionen en común. En una palabra,
puesto que es la conciencia común la que ha sufrido el atentado, es preciso que sea ella la
que resista, y, por consiguiente, que la resistencia sea colectiva.

Sólo nos resta que decir por qué se organiza.

Esta última característica se explica observando que la represión organizada no se opone a


la represión difusa, sino que sólo las distinguen diferencias de detalle: la reacción tiene en
aquélla más unidad. Ahora bien, la mayor intensidad y la naturaleza más definida de los
sentimientos que venga la pena propiamente dicha, hacen que pueda uno darse cuenta con
más facilidad de esta unificación perfeccionada. En efecto, si la situación negada es débil,
o si se la niega débilmente, no puede determinar más que una débil concentración de las
conciencias ultrajadas; por el contrario, si es fuerte, si la ofensa es grave, todo el grupo
afectado se contrae ante el peligro y se repliega, por así decirlo, en sí mismo. No se
contenta ya con cambiar impresiones cuando la ocasión se presenta, de acercarse a este
lado o al otro, según la casualidad lo impone o la mayor comodidad de los encuentros,
sino que la emoción que sucesivamente ha ido ganando a las gentes empuja violentamente
unos hacia otros a aquellos que se asemejan y los reúne en un mismo lugar. Esta
concentración material del agregado, haciendo más íntima la penetración mutua de los
espíritus, hace así más fáciles todos los movimientos de conjunto; las reacciones
emocionales, de las que es teatro cada conciencia, hállanse, pues, en las más favorables
condiciones para unificarse. Sin embargo, si fueran muy diversas, bien en cantidad, bien
en calidad, sería imposible una fusión completa entre esos elementos parcialmente
heterogéneos e irreducibles. Mas sabemos que los sentimientos que los determinan están
hoy definidos y son, por consiguiente, muy uniformes. Participan, pues, de la misma
uniformidad y, por consiguiente, vienen con toda naturalidad a perderse unos en otros, a
confundirse en una resultante única que les sirve de sustitutivo y que se ejerce, no por
cada uno aisladamente, sino por el cuerpo social así constituido.

Hechos abundantes tienden a probar que tal fue, históricamente, la génesis de la pena.
Sábese, en efecto, que en el origen era la asamblea del pueblo entera la que ejercía la fun-
ción de tribunal. Si nos referimos inclusive a los ejemplos que hemos citado un poco más
arriba del Pentateuco (42), puede verse que las cosas suceden tal y como acabamos de
describirlas. Desde que se ha extendido la noticia del crimen, el pueblo se reúne, y,
aunque la pena no se halle predeterminada, la reacción se efectúa con unidad. En ciertos
casos era el pueblo mismo el que ejecutaba colectivamente la sentencia, tan pronto como
había sido pronunciada (43). Más tarde, allí donde la asamblea encarna en la persona de
un jefe, conviértese éste, total o parcialmente, en órgano de la reacción penal, y la
organización se prosigue de acuerdo con las leyes generales de todo desenvolvimiento
orgánico.

No cabe duda, pues, que la naturaleza de los sentimientos colectivos es la que da cuenta
de la pena y, por consiguiente, del crimen. Además, de nuevo vemos que el poder de
reacción de que disponen las funciones gubernamentales, una vez que han hecho su
aparición, no es más que una emanación del que se halla difuso en la sociedad, puesto que
nace de él. El uno no es sino reflejo del otro; varía la extensión del primero como la del
segundo. Añadamos, por otra parte, que la institución de ese poder sirve para mantener la
conciencia común misma, pues se debilitaría si el órgano que la representa no participare
del respeto que inspira y de la autoridad particular que ejerce. Ahora bien, no puede par-
ticipar sin que todos los actos que le ofenden sean rechazados y combatidos como
aquellos que ofenden a la conciencia colectiva, y esto aun cuando no sea ella directamente
afectada.

IV

El análisis de la pena ha confirmado así nuestra definición del crimen. Hemos comenzado
por establecer en forma inductiva cómo éste consistía esencialmente en un acto contrario
a los estados fuertes y definidos de la conciencia común; acabamos de ver que todos los
caracteres de la pena derivan, en efecto, de esa naturaleza del crimen. Y ello es así,
porque las reglas que la pena sanciona dan expresión a las semejanzas sociales más
esenciales.

De esta manera se ve la especie de solidaridad que el derecho penal simboliza. Todo el


mundo sabe, en efecto, que hay una cohesión social cuya causa se encuentra en una cierta
conformidad de todas las conciencias particulares hacia un tipo común, que no es otro que
el tipo psíquico de la Sociedad. En esas condiciones, en efecto, no sólo todos los
miembros del grupo se encuentran individualmente atraídos los unos hacia los otros
porque se parecen, sino que se hallan también ligados a lo que constituye la condición de
existencia de ese tipo colectivo, es decir, a la sociedad que forman por su reunión. No
sólo los ciudadanos se aman y se buscan entre sí con preferencia a los extranjeros, sino
que aman a su patria. La quieren como se quieren ellos mismos, procuran que no se
destruya y que prospere, porque sin ella toda una parte de su vida psíquica encontraría
limitado su funcionamiento. A la inversa, la sociedad procura que sus individuos
presenten todas sus semejanzas fundamentales, porque es una condición de su cohesión.
Hay en nosotros dos conciencias: una sólo contiene estados personales a cada uno de
nosotros y que nos caracterizan, mientras que los estados que comprende la otra son
comunes a toda la sociedad (44). La primera no representa sino nuestra personalidad
individual y la constituye; la segunda representa el tipo colectivo y, por consiguiente, la
sociedad, sin la cual no existiría. Cuando uno de los elementos de esta última es el que
determina nuestra conducta, no actuamos en vista de nuestro interés personal, sino que
perseguimos fines colectivos. Ahora bien, aunque distintas, esas dos conciencias están
ligadas una a otra, puesto que, en realidad, no son más que una, ya que sólo existe para
ambas un único substrato orgánico. Son, pues, solidarias. De ahí resulta una solidaridad
sui generis que, nacida de semejanzas, liga directamente al individuo a la sociedad; en el
próximo capítulo podremos mostrar mejor el por qué nos proponemos llamarla mecánica.
Esta solidaridad no consiste sólo en una unión general e indeterminada del individuo al
grupo, sino que hace también que sea armónico el detalle de los movimientos. En efecto,
como esos móviles colectivos son en todas partes los mismos, producen en todas partes
los mismos efectos. Por consiguiente, siempre que entran en juego, las voluntades se
mueven espontáneamente y con unidad en el mismo sentido.

Esta solidaridad es la que da expresión al derecho represivo, al menos en lo que tiene de


vital. En efecto, los actos que prohibe y califica de crímenes son de dos clases: o bien
manifiestan directamente una diferencia muy violenta contra el agente que los consuma y
el tipo colectivo, o bien ofenden al órgano de la conciencia común. En un caso, como en
el otro, la fuerza ofendida por el crimen que la rechaza es la misma; es un producto de las
semejanzas sociales más esenciales, y tiene por efecto mantener la cohesión social que
resulta de esas semejanzas. Es esta fuerza la que el derecho penal protege contra toda
debilidad, exigiendo a la vez de cada uno de nosotros un mínimum de semejanzas sin las
que el individuo sería una amenaza para la unidad del cuerpo social, e imponiéndonos el
respeto hacia el símbolo que expresa y resume esas semejanzas al mismo tiempo que las
garantiza.

Así se explica que existieran actos que hayan sido con frecuencia reputados de criminales
y, como tales, castigados sin que, por sí mismos, fueran perjudiciales para la sociedad. En
efecto, al igual que el tipo individual, el tipo colectivo se ha formado bajo el imperio de
causas muy diversas e incluso de encuentros fortuitos. Producto del desenvolvimiento
histórico, lleva la señal de las circunstancias de toda especie que la sociedad ha
atravesado en su historia. Sería milagroso que todo lo que en ella se encuentra estuviere
ajustado a algún fin útil; no cabe que hayan dejado de introducirse en la misma elementos
más o menos numerosos que no tienen relación alguna con la utilidad social. Entre las
inclinaciones, las tendencias que el individuo ha recibido de sus antepasados o que él se
ha formado en el transcurso del tiempo, muchas, indudablemente, no sirven para nada, o
cuestan más de lo que proporcionan. Sin duda que en su mayoría no son perjudiciales,
puesto que el ser, en esas condiciones, no podría vivir; pero hay algunas que se mantienen
sin ser útiles, e incluso aquellas cuyos servicios ofrecen menos duda tienen con frecuencia
una intensidad que no se halla en relación con su utilidad, porque, en parte, les viene de
otras causas. Lo mismo ocurre con las pasiones colectivas. Todos los actos que las hieren
no son, pues, peligrosos en sí mismos o, cuando menos, no son tan peligrosos como son
reprobados. Sin embargo, la reprobación de que son objeto no deja de tener una razón de
ser, pues, sea cual fuere el origen de esos sentimientos, una vez que forman parte del tipo
colectivo, y sobre todo si son elementos esenciales del mismo, todo lo que contribuye a
quebrantarlos quebranta a la vez la cohesión social y compromete a la sociedad. Su
nacimiento no reportaba ninguna utilidad; pero, una vez que ya se sostienen, se hace
necesario que persistan a pesar de su irracionalidad. He aquí por qué es bueno, en general,
que los actos que les ofenden no sean tolerados. No cabe duda que, razonando
abstractamente, se puede muy bien demostrar que no hay razón para que una sociedad
prohiba el comer determinada carne, en sí misma inofensiva. Pero, una vez que el horror
por ese alimento se ha convertido en parte integrante de la conciencia común, no puede
desaparecer sin que el lazo social se afloje, y eso es precisamente lo que las conciencias
sanas sienten de una manera vaga (45).

Lo mismo ocurre con la pena. Aunque procede de una reacción absolutamente mecánica,
de movimientos pasionales y en gran parte irreflexivos, no deja de desempeñar un papel
útil. Sólo que ese papel no lo desempeña allí donde de ordinario se le ve. No sirve, o no
sirve sino muy secundariamente, para corregir al culpable o para intimidar a sus posibles
imitadores; desde este doble punto de vista su eficacia es justamente dudosa, y, en todo
caso, mediocre. Su verdadera función es mantener intacta la cohesión social, conservando
en toda su vitalidad la conciencia común. Si se la negara de una manera categórica,
perdería aquélla necesariamente su energía, como no viniera a compensar esta pérdida
una reacción emocional de la comunidad, y resultaría entonces un aflojamiento de la
solidaridad social. Es preciso, pues, que se afirme con estruendo desde el momento que se
la contradice, y el único medio de afirmarse es expresar la aversión unánime que el
crimen continúa inspirando, por medio de un acto auténtico; que sólo puede consistir en
un dolor que se inflige al agente. Por eso, aun siendo un producto necesario de las causas
que lo engendran, este dolor no es una crueldad gratuita. Es el signo que testimonia que
los sentimientos colectivos son siempre colectivos, que la comunión de espíritus en una
misma fe permanece intacta y por esa razón repara el mal que el crimen ha ocasionado a
la sociedad. He aquí por qué hay razón en decir que el criminal debe sufrir en proporción
a su crimen, y por qué las teorías que rehusan a la pena todo carácter expiatorio parecen a
tantos espíritus subversiones del orden social. Y es que, en efecto, esas doctrinas no
podrían practicarse sino en una sociedad en la que toda conciencia común estuviera casi
abolida. Sin esta satisfacción necesaria , lo que llaman con ciencia moral no podría
conservarse. Cabe decir, sin que sea paradoja, que el castigo está, sobre todo, destinado a
actuar sobre las gentes honradas, pues, como sirve para curar las heridas ocasionadas a los
sentimientos colectivos, no puede llenar su papel sino allí donde esos sentimientos existen
y en la medida en que están vivos. Sin duda que, previniendo en los espíritus ya
quebrantados un nuevo debilitamiento del alma colectiva puede muy bien impedir a los
atentados multiplicarse; pero este resultado, muy útil, desde luego, no es más que un
contragolpe particular. En una palabra, para formarse una idea exacta de la pena, es
preciso reconciliar las dos teorías contrarias que se han producido: la que ve en ella una
expiación y la que hace de ella un arma de defensa social. Es indudable, en efecto, que
tiene por función proteger la sociedad, pero por ser expiatoria precisamente; de otro lado,
si debe ser expiatoria, ello no es porque, a consecuencia de no sé qué virtud mística, el
dolor redima la falta, sino porque no puede producir su efecto socialmente útil más que
con esa sola condición (46).
De este capítulo resulta que existe una solidaridad social que procede de que un cierto
número de estados de conciencia son comunes a todos los miembros de la misma
sociedad. Es la que, de una manera material, representa el derecho represivo, al menos en
lo que tiene de esencial. La parte que ocupa en la integración general de la sociedad
depende, evidentemente, de la extensión mayor o menor de la vida social que abarque y
reglamente la conciencia común. Cuanto más relaciones diversas haya en las que esta
última haga sentir su acción, más lazos crea también que unan el individuo al grupo; y
más, por consiguiente, deriva la cohesión social de esta causa y lleva su marca. Pero, de
otra parte, el número de esas relaciones es proporcional al de las reglas represivas;
determinando qué fracción del edificio jurídico representa al derecho penal, calcularemos,
pues, al mismo tiempo, la importancia relativa de esta solidaridad. Es verdad que, al
proceder de tal manera, no tendremos en cuenta ciertos elementos de la conciencia
colectiva, que, a causa de su menor energía o de su indeterminación, permanecen extraños
al derecho represivo, aun cuando contribuyan a asegurar la armonía social; son aquellos
que protegen penas simplemente difusas. Lo mismo sucede en las otras partes del
derecho. No existe ninguna que no venga a ser completada por las costumbres, y, como
no hay razón para suponer que la relación entre el derecho y las costumbres no sea la
misma en sus diferentes esferas, esta eliminación no hace que corran peligro de alterarse
los resultados de nuestra comparación.

NOTAS

(1) Es el método seguido por Garófalo. Parece, sin duda, renunciar a él cuando reconoce
la imposibilidad de hacer una lista de hechos universalmente castigados (Criminalogie,
pág. 5), lo que, por lo demás, es excesivo. Pero al fin lo acepta puesto que, en definitiva,
para él el crimen natural es el que hiere los sentimientos que son en todas partes la base
del derecho penal, es decir, la parte invariable del sentido moral, y sólo ella. Mas, ¿por
qué el crimen que hiere algún sentimiento particular en ciertos tipos sociales ha de ser
menos crimen que los otros? Así Garófalo se ve llevado a negar el carácter de crimen a
actos que han sido universalmente rechazados como criminales en ciertas especies
sociales y, por consiguiente, a estrechar artificialmente los cuadros de la criminalidad.
Resulta que su noción del crimen es singularmente incompleta. Es también muy
fluctuante, pues el autor no hace entrar en sus comparaciones a todos los tipos sociales,
sino que excluye un gran número que trata de anormales. Cabe decir de un hecho social
que es anormal con relación al tipo de la especie, pero una especie no podrá ser anormal.
Son dos palabras que protestan de verse acopladas. Por interesante que sea el esfuerzo de
Garófalo para llegar a una noción científica del delito, no está hecho con un método
suficientemente exacto y preciso. La expresión de delito natural que utiliza, bien lo
muestra. ¿Es que no son naturales todos los delitos? Tal vez en esto haya una nueva
manifestación de la doctrina de Spencer, para quien la vida social no es verdaderamente
natural más que en las sociedades industriales. Desgraciadamente, nada hay más falso.

(2) No vemos la razón científica que Garófalo tiene para decir que los sentimientos
morales actualmente adquiridos por la parte civilizada de la humanidad constituyen una
moral "no susceptible de pérdida, sino de un desenvolvimiento siempre creciente" (pág.
9). ¿Qué es lo que permite que se pueda señalar de esa manera un límite a los cambios
que se hagan en un sentido o en otro?

(3) Cf. Binding, Die Normen und ihre Uebertretung, Leipzig, 1872, I, 6 y siguientes.
(4) Las únicas excepciones verdaderas a esta particularidad del derecho penal se producen
cuando es un acto de autoridad pública el que crea el delito. En ese caso el deber es
generalmente definido, independientemente de la sanción; más adelante puede darse uno
cuenta de la causa de esta excepción.

(5) Tácito, Germania, cap. XII,

(6) Cf. Walter, Histoire de la procedure civile et du droit criminel chez les Romains, trad.
franc., párrafo 829; Rein, Criminalrecht der Rœmer, pág. 63.

(7) Cf. Gilbert, Handbuch der Griechischen St4aatsalterthümer, Leipzig, 1881, 1, 138.

(8) Esquma histórico del derecho criminal en la Roma antigua, en la Nouvelle Revue
historique du droit française et étranger, 1882, págs. 24 y 27.

(9) La confusión no deja de tener peligro. Así vemos que algunas veces se pregunta si la
conciencia individual varía o no como la conciencia colectiva; todo depende del sentido
que se dé a la palabra. Si representa similitudes sociales, la relación de variación es
inversa, según veremos, si designa toda la vida psíquica de la sociedad, la relación es
directa. Es, pues, necesario distinguir.

(10) No entramos en la cuestión de saber si la conciencia colectiva es una conciencia


como la del individuo. Con esa palabra designamos simplemente al conjunto de
semejanzas sociales, sin prejuzgar por la categoría dentro de la cual ese sistema de
fenómenos debe definirse.

(11) No hay más que ver cómo Garófalo distingue los que él llama verdaderos crímenes
(pág. 45) de los otros; se trata de una apreciación personal que no descansa sobre ninguna
característica objetiva.

(12) Por lo demás, cuando la multa es toda la pena, como no es más que una reparación
cuyo importe es fijo, el acto se halla en los límites del derecho penal y del derecho
restitutivo.

(13) Véase Exodo, XXI, 28; Lev., 16.

(14) Por ejemplo, el cuchillo que ha servido para perpetrar el crimen.— Véase Post,
Bausteine für eine allgemeine Rechfswinssenchaft, I, 230-231.

(15) Véase Exodo, XX, 4 y 5; Deuteronomio, XII, 12-18; Thonissen, Etu des sur l'histoire
du droit criminel, 1, 70 y 178 y sigs.

(16) Walter, ob. cit., párrafo 793.

(17) Tal es, además, lo que reconocen incluso aquellos que encuentran incomprensible la
idea de la expiación; pues su conclusión es que, para ser puesta en armonía con su
doctrina, la concepción tradicional de la pena debería transformarse totalmente de arriba a
abajo. Es que descansa, y ha descansado siempre, sobre el principio que combaten.
(Véase Fouillé, Science sociale, págs. 307 y sigs.).
(18) Rein, ob. cit., pág. 1 x l.

(19) Entre los hebreos el robo, la violación de depósitos, el abuso de confianza y las
lesiones se consideraban delitos privados.

(20) Ver especialmente Morgan, Ancient Society, Londres, 1870, página 76.

(21) En Judea, los jueces no eran sacerdotes, pero todo juez era el representante de Dios,
el hombre de Dios (Deuter., 1, 17; Éxodo, XXII, 28). En la India era el rey quien juzgaba,
pero esta función era mirada como esencialmente religiosa (Manú, VIII, v, 303-311).

(22) Thonissen, Etudes sur l´histoire du droit criminel, 1, pág. 107.

(23) Zœpfl, Deutsche Rechtsgeschichte, pág. 909.

(24) "Es el hijo de Saturno, dice Hesiodo, el que ha dado a los hombres la justicia."
(Travaux et Fours, V, 279 y 280, edición Didot.). «Cuando los mortales se entregan... a
las acciones viciosas, Júpiter, a la larga, les infligirá un rápido castigo" (Ibid.. 266. Cons.
Iliada, XVI, 384 y siguientes.)

(25) Walter, ob. cit., párrafo 788.

(26) Rein, ob. cit., págs. 27-36.

(27) Ver Thonnissen, passim.

(28) Munck, Palestine, pág. 216.

(29) Germania, XII.

(30) Plath, Gesetz und Recht im alten China, 1865, 69 y 70.

(31) Thonissen, ob. cit., 1, 145.

(32) Walter, ob. cit., párrafo 803.

(33) Sin embargo, lo que acentúa el carácter penal del delito privado es que lleva la
infamia, verdadera pena pública (ver Rein, ob. cit., pág. 916, y Bouvy, De l´infamie en
droit romain, París, 1884, 35).

(34) En todo caso, importa señalar que la vendetta es cosa eminentemente colectiva. No
es el individuo el que se venga, sino su clan; más tarde es al clan o a la familia a quien se
paga la composición.

(35) Deuteronomio, VI, 25.

(36) Habían encontrado un hombre recogiendo leña el día del sábado: «Aquellos que lo
encontraron lo llevaron a Moisés y a Aaron y a toda la asamblea y le metieron en prisión,
pues no habían todavía declarado lo que debían hacerle» (Números, XV, 32 36).
Además, se trata de un hombre que había blasfemado el nombre de Dios. Los asistentes le
detienen, pero no saben cómo debe ser tratado. Moisés mismo ignora y va a consultar al
Eterno (Lev., XXIV, 12-16).

(37) Ancien Droit, pág. 353.

(38) Du Boys, Histoire du droit criminel des peuples modernes, VI, II.

(39) Id., ibid., 14.

(40) Véase Maudsley, Physiologie de l'esprit, trad. franc., pág. 270.

(41) Ver Espinas, Sociétés animales, passim, París, Alcan.

(42) Ver antes pág. 112, nota 2.

(43) Ver Thonissen, Etudes, etc., II, págs. 30 y 232,—Los testigos del crimen gozaban a
veces un papel preponderante en la ejecución.

(44) Para simplificar la exposición, suponemos que el individuo no pertenece más que a
una sociedad. De hecho formamos parte de muchos grupos y hay en nosotros varias
conciencias colectivas; pero esta complicación no cambia en nada la relación que estamos
en camino de establecer.

(45) No quiere esto decir que sea preciso, a pesar de todo, conservar una regla penal
porque, en un momento dado, haya correspondido a algún sentimiento colectivo. No tiene
razón de ser, como este último no se encuentre vivo y enérgico todavía. Si ha
desaparecido o se ha debilitado, nada más vano, e incluso nada mas perjudicial, que
intentar mantenerlo artificialmente y por fuerza. Puede incluso suceder que sea preciso
combatir una práctica que haya sido común, pero que ya no lo es y se opone al
establecimiento de prácticas nuevas y necesarias. Pero no tenemos para qué entrar en esta
cuestión de casuística.

(46) Al decir que la pena, tal como ella es, tiene una razón de ser, no queremos decir que
sea perfecta y que no se pueda mejorar. Por el contrario, es a todas luces evidente que,
siendo producida por causas en gran parte completamente mecánicas, no se puede hallar
sino muy imperfectamente ajustada al papel que desempeña. Sólo se trata de una
justificación global.
CAPITULO III

SOLIDARIDAD DEBIDA A LA DIVISIÓN DEL TRABAJO U


ORGANICA

La naturaleza misma de la sanción restitutiva basta para mostrar que la solidaridad social
a que corresponde ese derecho es de especie muy diferente.

Distingue a esta sanción el no ser expiatoria, el reducirse a un simple volver las cosas a su
estado. No se impone, a quien ha violado el derecho o a quien lo ha desconocido, un
sufrimiento proporcionado al perjuicio; se le condena, simplemente, a someterse. Si ha
habido hechos consumados, el juez los restablece al estado en que debieran haberse
encontrado. Dicta el derecho, no pronuncia penas. Los daños y perjuicios a que se
condena un litigante no tienen carácter penal; es tan sólo un medio de volver sobre el
pasado para restablecerlo en su forma normal, hasta donde sea posible. Es verdad que
Tarde ha creído encontrar una especie de penalidad civil en la condena en costas, que
siempre se impone a la parte que sucumbe (1). Pero, tomada en este sentido, la palabra no
tiene más que un valor metafórico. Para que hubiere habido pena, sería preciso, cuando
menos, que hubiere habido alguna proporción entre el castigo y la falta, y para eso sería
necesario que el grado de gravedad de esta última fuera seriamente establecido. Ahora
bien, de hecho, el que pierde el proceso paga los gastos, aun cuando sus intenciones
hubieren sido puras, aun cuando no fuere culpable más que de ignorancia. Las razones de
esta regla parecen ser, pues, otras muy diferentes: dado que la justicia no es gratuita,
estímase equitativo que los gastos sean soportados por aquel que ha dado la ocasión. Es
posible, además, que la perspectiva de estos gastos contenga al litigante temerario, pero
esto no basta para crear una pena. El temor a la ruina, que de ordinario sigue a la pereza o
a la negligencia, puede hacer al negociante activo y aplicado, y, sin embargo, la ruina no
es, en el propio sentido de la palabra, la sanción penal de esas faltas.

El faltar a esas reglas ni siquiera se castiga con una pena difusa. El litigante que ha
perdido su proceso no está deshonrado, su honor no está manchado. Podemos incluso
imaginar que esas reglas sean otras de las que son, sin que esto nos irrite. La idea de que
el homicidio pueda ser tolerado nos subleva, pero aceptamos sin inconveniente alguno
que se modifique el derecho sucesorio y muchos hasta conciben que pueda ser suprimido.
Se trata de una cuestión que no rehuimos discutir. Admitimos incluso sin esfuerzo que el
derecho de servidumbre o el de usufructo se organice de otra manera, que las obligaciones
del vendedor y del comprador se determinen en otra forma, que las funciones
administrativas se distribuyan con arreglo a otros principios. Como esas prescripciones no
corresponden en nosotros a sentimiento alguno, y como, generalmente, no conocemos
científicamente sus razones de ser, puesto que esta ciencia no está hecha todavía, carecen
de raíces en la mayor parte de nosotros. Sin duda hay excepciones. No toleramos la idea
de que una obligación contraria a las costumbres u obtenida, ya por la violencia, ya por el
fraude, pueda ligar a los contratantes. Así, cuando la opinión pública se encuentra en
presencia de casos de ese género, se muestra menos indiferente de lo que acabamos de
decir y agrava con su censura la sanción penal. Y es que los diferentes dominios de la
vida moral no se hallan radicalmente separados unos de otros; al contrario, son continuos,
y, por consiguiente, hay entre ellos regiones limítrofes en las que se encuentran a la vez
caracteres diferentes. Sin embargo, la proposición precedente sigue siendo cierta en
relación con la generalidad de los casos. Es prueba de que las reglas de sanción
restitutiva, o bien no forman parte en absoluto de la conciencia colectiva, o sólo
constituyen estados débiles. El derecho represivo corresponde a lo que es el corazón, el
centro de la conciencia común; las reglas puramente morales constituyen ya una parte
menos central; en fin, el derecho restitutivo nace en regiones muy excéntricas para
extenderse mucho más allá todavía. Cuanto más suyo llega a ser, mas se aleja.

Esa característica se ha puesto de manifiesto por la manera como funciona. Mientras el


derecho represivo tiende a permanecer difuso en la sociedad, el derecho restitutivo se crea
órganos cada vez más especiales: tribunales especiales, consejos de hombres buenos,
tribunales administrativos de toda especie. Incluso en su parte más general, a saber, en el
derecho civil, no se pone en ejercicio sino gracias a funcionarios particulares:
magistrados, abogados, etc., que se han hecho aptos para esa función gracias a una cultura
especializada.

Pero, aun cuando esas reglas se hallen más o menos fuera de la conciencia colectiva, no
interesan sólo a los particulares. Si fuera así, el derecho restitutivo nada tendría de común
con la solidaridad social, pues las relaciones que regula ligarían a los individuos unos con
otros sin por eso unirlos a la sociedad. Serían simples acontecimientos de la vida privada,
como pasa, por ejemplo, con las relaciones de amistad. Pero no está ausente, ni mucho
menos, la sociedad de esta esfera de la vida jurídica. Es verdad que, generalmente, no
interviene por sí misma y en su propio nombre; es preciso que sea solicitada por los
interesados. Mas, por el hecho de ser provocada, su intervención no deja menos de ser un
engranaje esencial del mecanismo, ya que sólo ella es la que le hace funcionar. Es ella la
que dicta el derecho, por el órgano de sus representantes.

Se ha sostenido, sin embargo, que esa función no tenía nada de propiamente social sino
que se reducía a ser conciliadora de los intereses privados; que, por consiguiente,
cualquier particular podía llenarla, y que si la sociedad se encargaba era tan sólo por
razones de comodidad. Pero nada más inexacto que contemplar en la sociedad una
especie de árbitro entre las partes. Cuando se ve llevada a intervenir no es con el fin de
poner de acuerdo los intereses individuales; no busca cuál podrá ser la solución más
ventajosa para los adversarios y no les propone transacciones, sino que aplica al caso
particular que le ha sido sometido las reglas generales y tradicionales del derecho. Ahora
bien, el derecho es cosa social en primer lugar, y persigue un objeto completamente
distinto al interés de los litigantes. El juez que examina una demanda de divorcio no se
preocupa de saber si esta separación es verdaderamente deseable para los esposos, sino si
las causas que se invocan entran en alguna de las categorías previstas por la ley.

Pero, para apreciar bien la importancia de la acción social, es preciso observarla, no sólo
en el momento en que la sanción se aplica o en el que la acción perturbada se restablece,
sino también cuando se instituye.

En efecto, es necesaria tanto para fundar como para modificar multitud de relaciones
jurídicas que rigen ese derecho y que el consentimiento de los interesados no basta para
crear ni para cambiar. Tales son, especialmente, las que se refieren al estado de las
personas. Aunque el matrimonio sea un contrato, los esposos no pueden ni formalizarlo ni
rescindirlo a su antojo. Lo mismo sucede con todas las demás relaciones domésticas, y,
con mayor motivo, con todas aquellas que reglamenta el derecho administrativo. Es
verdad que las obligaciones propiamente contractuales pueden anudarse y deshacerse sólo
con el acuerdo de las voluntades. Pero es preciso no olvidar que, si el contrato tiene el
poder de ligar a las partes, es la sociedad quien le comunica ese poder. Supongamos que
no sancione las obligaciones contratadas; se convierten éstas en simples promesas que no
tienen ya más que una autoridad moral (2). Todo contrato supone, pues, que detrás de las
partes que se comprometen está la sociedad dispuesta a intervenir para hacer respetar los
compromisos que se han adquirido; por eso no presta la sociedad esa fuerza obligatoria
sino a los contratos que tienen, por sí mismos, un valor social, es decir, son conformes a
las reglas de derecho. Ya veremos cómo incluso a veces su intervención es todavía más
positiva. Se halla presente, pues, en todas las relaciones que determina el derecho
restitutivo, incluso en aquellas que parecen más privadas, y en las cuales su presencia, aun
cuando no se sienta, al menos en el estado normal, no deja de ser menos esencial (3).

Como las reglas de sanción restitutiva son extrañas a la conciencia común, las relaciones
que determinan no son de las que alcanzan indistintamente a todo el mundo; es decir, que
se establecen inmediatamente, no entre el individuo y la sociedad, sino entre partes
limitadas y especiales de la sociedad, a las cuales relacionan entre sí. Mas, por otra parte,
como ésta no se halla ausente, es indispensable, sin duda, que más o menos se encuentre
directamente interesada, que sienta el contragolpe. Entonces, según la vivacidad con que
lo sienta, interviene de más cerca o de más lejos y con mayor o menor actividad, mediante
órganos especiales encargados de representarla. Son, pues, bien diferentes estas relaciones
de las que reglamenta el derecho represivo, ya que éstas ligan directamente, y sin
intermediario, la conciencia particular con la conciencia colectiva, es decir, al individuo
con la sociedad. Pero esas relaciones pueden tomar dos formas muy diferentes: o bien son
negativas y se reducen a una pura abstención, o bien son positivas o de cooperación. A las
dos clases de reglas que determinan unas y otras corresponden dos clases de solidaridad
social que es necesario distinguir.

II

La relación negativa que puede servir de tipo a las otras es la que une la cosa a la persona.

Las cosas, en efecto, forman parte de la sociedad al igual que las personas, y desempeñan
en ella un papel específico; es necesario, por consiguiente, que sus relaciones con el
organismo social se encuentren determinadas. Se puede, pues, decir que hay una
solidaridad de las cosas cuya naturaleza es lo bastante especial como para traducirse al
exterior en consecuencias jurídicas de un carácter muy particular.

Los jurisconsultos, en efecto, distinguen dos clases de derechos: a unos dan el nombre de
reales; a otros, el de personales. El derecho de propiedad, la hipoteca, pertenecen a la
primera especie; el derecho de crédito a la segunda. Lo que caracteriza a los derechos
reales es que, por sí solos, dan nacimiento a un derecho de preferencia y de persecución
de la cosa. En ese caso, el derecho que tengo sobre la cosa es exclusivo frente a cualquier
otro que viniere a establecerse después del mío. Si, por ejemplo, un determinado bien
hubiere sido sucesivamente hipotecado a dos acreedores, la segunda hipoteca en nada
puede restringir los derechos de la primera. Por otra parte, si mi deudor enajena la cosa
sobre la cual tengo un derecho de hipoteca, en nada se perjudica este derecho, pero el
tercer adquirente está obligado, o a pagarme, o a perder lo que ha adquirido. Ahora bien,
para que así suceda, es preciso que el lazo jurídico una directamente, y sin mediación de
otra persona, esta cosa determinada y mi personalidad jurídica. Tal situación privilegiada
es, pues, consecuencia de la solidaridad propia de las cosas. Por el contrario, cuando el
derecho es personal, la persona que está obligada puede, contratando nuevas obligaciones,
procurarme coacreedores cuyo derecho sea igual al mío, y, aunque yo tenga como
garantías todos los bienes de mi deudor, si los enajena se escapan a mi garantía al salir de
su patrimonio. La razón de lo expuesto hallámosla en que no existe relación especial entre
esos bienes y mi derecho, sino entre la persona de su propietario y mi propia persona (4).

Bien se ve en qué consiste esta solidaridad real: refiere directamente las cosas a las
personas y no las personas a las cosas. En rigor, se puede ejercer un derecho real
creyéndose solo en el mundo, haciendo abstracción de los demás hombres. Por
consiguiente, como sólo por intermedio de las personas es por donde las cosas se integran
en la sociedad, la solidaridad que resulta de esta integración es por completo negativa. No
hace que las voluntades se muevan hacia fines comunes, sino tan sólo que las cosas
graviten con orden en torno a las voluntades. Por hallarse así limitados los derechos reales
no entran en conflictos; están prevenidas las hostilidades, pero no hay concurso activo, no
hay consensus. Suponed un acuerdo semejante y tan perfecto como sea posible; la
sociedad en que reine, si reina solo, se parecerá a una inmensa constelación, en la que
cada astro se mueve en su órbita sin turbar los movimientos de los astros vecinos. Una
solidaridad tal no hace con los elementos que relaciona un todo capaz de obrar con
unidad; no contribuye en nada a la unidad del cuerpo social.

De acuerdo con lo que precede, es fácil determinar cuál es la parte del derecho restitutivo
a que corresponde esta solidaridad: el conjunto de los derechos reales. Ahora bien, de la
definición misma que se ha dado resulta que el derecho de propiedad es el tipo más
perfecto. En efecto, la relación más completa que existe entre una cosa y una persona es
aquella que pone a la primera bajo la entera dependencia de la segunda. Sólo que esta
relación es muy compleja y los diversos elementos de que está formada pueden llegar a
ser el objeto de otros tantos derechos reales secundarios, como el usufructo, la
servidumbre, el uso y la habitación. Cabe, en suma, decir que los derechos reales
comprenden al derecho de propiedad bajo sus diversas formas (propiedad literaria,
artística, industrial, mueble e inmueble) y sus diferentes modalidades, tales como las
reglamenta el libro segundo de nuestro Código civil. Fuera de este libro, nuestro derecho
reconoce, además, otros cuatro derechos reales, pero que solo son auxiliares y sustitutos
eventuales de derechos personales: la prenda, la anticresis, el privilegio y la hipoteca
(artículos 2.071-2.203). Conviene añadir todo lo que se refiere al derecho sucesorio, al
derecho de testar y, por consiguiente, a la ausencia, puesto que crea, cuando se la declara,
una especie de sucesión provisoria. En efecto, la herencia es una cosa o un conjunto de
cosas sobre las cuales los herederos o los legatarios tienen un derecho real, bien se
adquiera éste ipso facto por la muerte del propietario, o bien no se abra sino a
consecuencia de un acto judicial, como sucede a los herederos indirectos y a los legatarios
a título particular. En todos esos casos, la relación jurídica se establece directamente, no
entre una cosa y una persona, sino entre una persona y una cosa. Lo mismo sucede con la
donación testamentaria, que no es más que el ejercicio del derecho real que el propietario
tiene sobre sus bienes, o al menos sobre la porción que es de libre disposición.

Pero existen relaciones de persona a persona que, por no ser reales en absoluto, son, sin
embargo, tan negativas como las precedentes y expresan una solidaridad de la misma
clase .
En primer lugar, son las que dan ocasión al ejercicio de los derechos reales propiamente
dichos. Es inevitable, en efecto, que el funcionamiento de estos últimos ponga a veces en
presencia a las personas mismas que los detentan. Por ejemplo, cuando una cosa viene a
agregarse a otra, el propietario de aquella que se reputa como principal se convierte al
mismo tiempo en propietario de la segunda; pero «debe pagar al otro el valor de la cosa
que se ha unido» (art. 566). Esta obligación es, evidentemente, personal. Igualmente, todo
propietario de un muro medianero que quiere elevarlo de altura está obligado a pagar al
copropietario una indemnización por la carga (art. 658). Un legatario a título particular
está obligado a dirigirse al legatario a título universal para obtener la separación de la
cosa legada, aunque tenga un derecho sobre ésta desde la muerte del testador (art. 1.014).
Pero la solidaridad que estas relaciones exteriorizan no difiere de la que acabamos de
hablar; sólo se establecen, en efecto, para reparar o prevenir una lesión. Si el poseedor de
cada derecho pudiera siempre ejercitarlo sin traspasar jamás los límites, permaneciendo
cada uno en su sitio, no habría lugar a comercio jurídico alguno. Pero, de hecho, sucede
continuamente que esos diferentes derechos están de tal modo empotrados unos en otros,
que no es posible hacer que uno se valorice sin cometer una usurpación sobre los que lo
limitan. En este caso, la cosa sobre la que tengo un derecho se encuentra en manos de
otro; tal sucede con los legados. Por otra parte, no puedo gozar de mi derecho sin
perjudicar el de otro; tal sucede con ciertas servidumbres. Son, pues, necesarias relaciones
para reparar el perjuicio, si está consumado, o para impedirlo; pero no tienen nada de
positivo. No hacen concurrir a las personas que ponen en contacto; no implican
cooperación alguna; simplemente restauran o mantienen, dentro de las nuevas
condiciones producidas, esta solidaridad negativa cuyo funcionamiento han venido a
perturbar las circunstancias. Lejos de unir, no han hecho más que separar bien lo que está
unido por la fuerza de las cosas, para restablecer los límites violados y volver a colocar a
cada uno en su esfera propia. Son tan idénticos a las relaciones de la cosa con la persona,
que los redactores del Código no les han hecho un lugar aparte, sino que los han tratado a
la vez que los derechos reales.

En fin, las obligaciones que nacen del delito y del casi delito tienen exactamente el mismo
carácter (5). En efecto, obligan a cada uno a reparar el daño causado por su falta en los
intereses legítimos de otro. Son, pues, personales; pero la solidaridad a que corresponden
es, evidentemente, negativa, ya que consiste, no en servir sino en no originar daño. El
lazo cuya ruptura someten a sanción es externo por completo. Toda la diferencia que
existe entre esas relaciones y las precedentes está en que, en un caso, la ruptura proviene
de una falta, y, en el otro, de circunstancias determinadas y previstas por la ley. Pero el
orden perturbado es el mismo; resulta, no de un concurso, sino de una pura abstención
(6). Por lo demás, los derechos cuya lesión da origen a esas obligaciones son ellos
mismos reales, pues yo soy propietario de mi cuerpo, de mi salud, de mi honor, de mi re-
putación, con el mismo título y de la misma manera que las cosas materiales que me están
sometidas.

En resumen, las reglas relativas a los derechos reales y a las relaciones personales que con
ocasión de los mismos se establecen, forman un sistema definido que tiene por función,
no el ligar unas a otras las diferentes partes de la sociedad, sino por el contrario,
diferenciarlas, señalar netamente las barreras que las separan. No corresponden, pues, a
un lazo social positivo; la misma expresión de solidaridad negativa de que nos hemos
servido no es perfectamente exacta. No es una verdadera solidaridad, con una existencia
propia y una naturaleza especial, sino más bien el lado negativo de toda especie de
solidaridad. La primera condición para que un todo sea coherente es que las partes que lo
componen no se tropiecen con movimientos discordantes. Pero esa concordancia externa
no forma la cohesión, por el contrario, la supone. La solidaridad negativa no es posible
más que allí donde existe otra, de naturaleza positiva, de la cual es, a la vez, la resultante
y la condición.

En efecto, los derechos de los individuos, tanto sobre ellos mismos como sobre las cosas,
no pueden determinarse sino gracias a compromisos y a concesiones mutuas, pues todo lo
que se concede a los unos necesariamente lo abandonan los otros. A veces se ha dicho que
era posible deducir la extensión normal del desenvolvimiento del individuo, ya del
concepto de la personalidad humana (Kant), ya de la noción del organismo individual
(Spencer). Es posible, aun cuando el rigor de esos razonamientos sea muy discutible. En
todo caso lo cierto es que, en la realidad histórica, el orden moral no está basado en esas
consideraciones abstractas. De hecho, para que el hombre reconociere derechos a otro, no
sólo en la lógica sino en la práctica de la vida, ha sido preciso que consintiera en limitar
los suyos, y, por consiguiente, esta limitación mutua no ha podido hacerse sino dentro de
un espíritu de conformidad y concordia. Ahora bien, suponiendo una multitud de
individuos sin lazos previos entre sí, ¿qué razón habrá podido empujarlos a esos sa-
crificios recíprocos? ¿La necesidad de vivir en paz? Pero la paz por sí misma no es cosa
más deseable que la guerra. Tiene sus cargas y sus ventajas. ¿Es que no ha habido pueblos
y es que no ha habido en todos los tiempos individuos para los cuales la guerra ha
constituido una pasión? Los instintos a que responde no son menos fuertes que aquellos a
que la paz satisface. Sin duda que la fatiga puede muy bien, por algún tiempo, poner fin a
las hostilidades, pero esta simple tregua no puede ser más duradera que la laxitud
temporal que la determina. A mayor abundamiento, ocurre lo mismo con los desenlaces
debidos al solo triunfo de la fuerza; son tan provisorios y precarios como los tratados que
ponen fin a las guerras internacionales. Los hombres no tienen necesidad de paz sino en la
medida en que están ya unidos por algún lazo de sociabilidad. En ese caso, en efecto, los
sentimientos que los inclinan unos contra otros moderan con toda naturalidad los
transportes del egoísmo, y, por otra parte, la sociedad que los envuelve, no pudiendo vivir
sino a condición de no verse a cada instante sacudida por conflictos, gravita sobre ellos
con todo su peso para obligarlos a que se hagan las concesiones necesarias. Verdad es
que, a veces, se ve a sociedades independientes entenderse para determinar la extensión
de sus derechos respectivos sobre las cosas, es decir, sobre sus territorios. Pero justamente
la extremada inestabilidad de esas relaciones es la prueba mejor de que la solidaridad
negativa no puede bastarse a sí sola. Si actualmente, entre pueblos cultos, parece tener
más fuerza, si esa parte del derecho internacional, que regula lo que podríamos llamar
derechos reales de las sociedades europeas, tiene quizá más autoridad que antes, es que
las diferentes naciones de Europa son también mucho menos independientes unas de
otras; y sucede así porque, en ciertos aspectos, forman todas parte de una misma sociedad
todavía incoherente, es verdad, pero que adquiere cada vez más conciencia de sí. Lo que
llaman equilibrio europeo es un comienzo de organización de esta sociedad.

Es costumbre distinguir con cuidado la justicia de la caridad, es decir, el simple respeto de


los derechos de otro, de todo acto que sobrepase esta virtud puramente negativa. En esas
dos prácticas diferentes se suele ver como dos capas independientes de la moral: la
justicia, por sí sola, formaría los cimientos .fundamentales; la caridad sería el
coronamiento. La distinción es tan radical que, según los partidarios de una cierta moral,
bastaría la justicia para el buen funcionamiento de la vida social; el desinterés reduciríase
a una virtud privada, que es, para el particular, bueno que continúe, pero de la cual la
sociedad puede muy bien prescindir. Muchos, inclusive, no ven sin inquietud que
intervenga en la vida pública. Se advertirá por lo que precede hasta qué punto tal
concepción se halla muy poco de acuerdo con los hechos. En realidad, para que los
hombres se reconozcan y se garanticen mutuamente los derechos, es preciso que se
quieran, que, por una razón cualquiera, se sientan atraídos unos a otros y a una misma
sociedad de que formen parte. La justicia está llena de caridad, o, tomando nuestras
expresiones, la solidaridad negativa no es más que una emanación de otra solidaridad de
naturaleza positiva: es la repercusión en la esfera de los derechos reales de sentimientos
sociales que proceden de otra fuente. No tiene, pues, nada de específica, pero es el
acompañamiento necesario de toda especie de solidaridad. Forzosamente se encuentra
dondequiera los hombres vivan una vida común, bien resulte ésta de la división del
trabajo social o de la atracción del semejante por el semejante.

III

Si se apartan del derecho restitutivo las reglas de que acaba de hablarse, lo que queda
constituye un sistema no menos definido, que comprende al derecho de familia, al
derecho contractual, al derecho comercial, al derecho de procedimientos, al derecho
administrativo y constitucional. Las relaciones que los mismos regulan son de naturaleza
muy diferente a las precedentes; expresan un concurso positivo, una cooperación que
deriva esencialmente de la división del trabajo.

Las cuestiones que resuelve el derecho familiar pueden reducirse a los dos tipos
siguientes:

1.° ¿Quién está encargado de las diferentes funciones domésticas? ¿Quién es el esposo,
quién el padre, quién el hijo legítimo, quién el tutor, etc.?

2.° ¿Cuál es el tipo normal de esas funciones y de sus relaciones?

A la primera de estas cuestiones responden las disposiciones que determinan las


cualidades y condiciones requeridas para concertar el matrimonio, las formalidades
necesarias para que el matrimonio sea válido, las condiciones de filiación legítima,
natural, adoptiva, la manera de escoger tutor, etc.

Por el contrario, la segunda cuestión es la que resuelve los capítulos sobre derechos y
deberes respectivos de los esposos, sobre el estado de sus relaciones en caso de divorcio,
de nulidad de matrimonio, de separación de cuerpos y de bienes, sobre el poder paterno,
sobre los efectos de la adopción, sobre la administración del tutor y sus relaciones con el
pupilo, sobre la función a desempeñar por el consejo de familia frente al primero y frente
al segundo, sobre la función de los parientes en caso de interdicción y de consejo judicial.

Esta parte del derecho civil tiene, pues, por objeto determinar la manera como se
distribuyen las diferentes funciones familiares y lo que deban ser ellas en sus mutuas
relaciones, es decir, pone de relieve la solidaridad particular que une entre sí a los
miembros de la familia como consecuencia de la división del trabajo doméstico. Verdad
es que no se está en manera alguna habituado a considerar la familia bajo este aspecto; lo
más frecuente es creer que lo que hace la cohesión es exclusivamente la comunidad de
sentimientos y de creencias. Hay, en efecto, tantas cosas comunes entre los miembros del
grupo familiar, que el carácter especial de las tareas que corresponden a cada uno
fácilmente se nos escapa; esto hacía decir a Comte que la unión doméstica excluye "todo
pensamiento de cooperación directa y continua hacia un fin cualquiera" (7). Pero la
organización jurídica de la familia, cuyas líneas esenciales acabamos de recordar
sumariamente, demuestra la realidad de sus diferencias funcionales y su importancia. La
historia de la familia, a partir de los orígenes, no es más que un movimiento
ininterrumpido de disociación, en el transcurso del cual esas diversas funciones,
primeramente indivisas y confundidas las unas con las otras, se han separado poco a poco,
constituído aparte, repartido entre los diferentes parientes según su sexo, su edad, sus
relaciones de dependencia, en forma que hacen de cada uno un funcionario especial de la
sociedad doméstica (8). Lejos de ser sólo un fenómeno accesorio y secundario, esta
división del trabajo familiar domina, por el contrario, todo el desenvolvimiento de la
familia.

La relación de la división del trabajo con el derecho contractual no está menos acusada.

En efecto, el contrato es, por excelencia, la expresión jurídica de la cooperación. Es


verdad que hay contratos llamados de beneficencia en que sólo se liga una de las partes.
Si doy a otro alguna cosa sin condiciones, si me encargo gratuitamente de un depósito o
de un mandato, resultan para mí obligaciones precisas y determinadas. Por consiguiente,
no hay concurso propiamente dicho entre los contratantes, puesto que sólo de una parte
están las cargas. Sin embargo, la cooperación no se halla ausente del fenómeno; sólo que
es gratuita o unilateral. ¿Qué es, por ejemplo, la donación, sino un cambio sin
obligaciones recíprocas? Esas clases de contratos no son, pues, más que una variedad de
los contratos verdaderamente cooperativos.

Por lo demás, son muy raros, pues sólo por excepción los actos de fin benéfico necesitan
la reglamentación legal. En cuanto a los otros contratos, que constituyen la inmensa
mayoría, las obligaciones a que dan origen son correlativas, bien de obligaciones
recíprocas, bien de prestaciones ya efectuadas. El compromiso de una parte resulta, o del
compromiso adquirido por la otra, o de un servicio que ya ha prestado esta última (9).
Ahora bien, esta reciprocidad no es posible más que allí donde hay cooperación, y ésta, a
su vez, no marcha sin la división del trabajo. Cooperar, en efecto, no es más que
distribuirse una tarea común. Si esta última está dividida en tareas cualitativamente
similares, aunque indispensables unas a otras, hay división del trabajo simple o de primer
grado. Si son de naturaleza diferente, hay división del trabajo compuesto, especialización
propiamente dicha.

Esta última forma de cooperación es, además, la que con más frecuencia manifiesta el
contrato. El único que tiene otra significación es el contrato de sociedad, y quizá también
el contrato de matrimonio, en tanto en cuanto determina la parte contributiva de los
esposos a los gastos del hogar. Además, para que así sea, es preciso que el contrato de
sociedad ponga a todos los asociados a un mismo nivel, que sus aportaciones sean
idénticas, que sus funciones sean las mismas, y ese es un caso que jamás se presenta
exactamente en las relaciones matrimoniales, a consecuencia de la división del trabajo
conyugal. Frente a esas especies raras, póngase la variedad de contratos cuyo objeto es
amoldar, unas con otras, funciones especiales y diferentes: contratos entre el comprador y
el vendedor, contratos de permuta, contratos entre patronos y obreros, entre arrendatario
de la cosa y arrendador, entre el prestamista y el que pide prestado, entre el depositario y
el depositante, entre el hostelero y el viajero, entre el mandatario y el mandante, entre el
acreedor y el fiador, etc. De una manera general, el contrato es el símbolo del cambio;
también Spencer ha podido, no sin justicia, calificar de contrato fisiológico el cambio de
materiales que a cada instante se hace entre los diferentes órganos del cuerpo vivo (10).
Ahora bien, está claro que el cambio supone siempre alguna división del trabajo más o
menos desenvuelta. Es verdad que los contratos que acabamos de citar todavía tienen un
carácter un poco general. Pero es preciso no olvidar que el derecho no traza más que los
contornos generales, las grandes líneas de las relaciones sociales, aquellas que se
encuentran siempre las mismas en contornos diferentes de la vida colectiva. Así, cada uno
de esos tipos de contratos supone una multitud de otros, más particulares, de los cuales es
como el sello común y que reglamenta de un solo golpe, pero en los que las relaciones se
establecen entre funciones más especiales. Así, pues, a pesar de la simplicidad relativa de
este esquema, basta para manifestar la extremada complejidad de los hechos que resume.

Esta especialización de funciones, por otra parte, es más inmediatamente ostensible en el


Código de Comercio, que reglamenta, sobre todo, los contratos mercantiles especiales:
contratos entre el comisionista y el comitente, entre el cargador y el porteador, entre el
portador de la letra de cambio y el librador, entre el propietario del buque y sus
acreedores, entre el primero y el capitán y la dotación del barco, entre el fletador y el
fletante, entre el prestamista y el prestatario a la gruesa, entre el asegurador y el
asegurado. Existe aquí también, por consiguiente, una gran separación entre la
generalidad relativa de las prescripciones jurídicas y la diversidad de las funciones
particulares cuyas relaciones regulan, como lo prueba el importante lugar dejado a la
costumbre en el derecho comercial.

Cuando el Código de Comercio no reglamenta los contratos propiamente dichos,


determina cuáles deben ser ciertas funciones especiales, como las del agente de cambio,
del corredor, del capitán, del juez en caso de quiebra, con el fin de asegurar la solidaridad
de todas las partes del aparato comercial.

El derecho procesal—trátese de procedimiento criminal, civil o comercial—desempeña el


mismo papel en el edificio judicial. Las sanciones de todas las reglas jurídicas no pueden
aplicarse sino gracias al concurso de un cierto número de funciones, funciones de los
magistrados, de los defensores, de los abogados, de los jurados, de los demandantes y de
los demandados, etc.; el procedimiento fija la manera cómo deben éstos entrar en función
y en relaciones. Dice lo que deben ser y cuál la parte de cada uno en la vida general del
órgano.

Nos parece que, en una clasificación racional de las reglas jurídicas, el derecho procesal
debería considerarse como una variedad del derecho administrativo: no vemos qué di-
ferencia radical separa a la administración de justicia del resto de la administración. Mas,
independientemente de esta apreciación, el derecho administrativo propiamente dicho re-
glamenta las funciones mal definidas que se llaman administrativas (11), de la misma
manera que el otro hace para las judiciales. Determina su tipo normal y sus relaciones, ya
de unas con otras, ya con las funciones difusas de la sociedad; bastaría tan sólo con
apartar un cierto número de las reglas generalmente incluidas bajo esta denominación,
aunque tengan un carácter penal (12). En fin, el derecho constitucional hace lo mismo con
las funciones gubernamentales.

Extrañará, tal vez, contemplar reunidos en un mismo grupo al derecho administrativo y


político y al que de ordinario se llama derecho privado. Pero, en primer lugar, esa aproxi-
mación se impone si se toma como base de la clasificación la naturaleza de las
sensaciones, y no nos parece que sea posible tomar otra si se quiere proceder
cientifícamente. Además, para separar completamente esas dos especies de derecho sería
necesario admitir que existe verdaderamente un derecho privado, y nosotros creemos que
todo el derecho es público porque todo el derecho es social. Todas las funciones de la
sociedad son sociales, como todas las funciones del organismo son orgánicas. Las
funciones económicas tienen ese carácter como las otras. Además, incluso entre las más
difusas, no existe ninguna que no se halle más o menos sometida a la acción del aparato
de gobierno. No hay, pues, entre ellas, desde ese punto de vista, más que diferencias de
graduación.

En resumen, las relaciones que regula el derecho cooperativo de sanciones restitutivas y


la solidaridad que exteriorizan, resultan de la división del trabajo social. Se explica
además que, en general, las relaciones cooperativas no supongan otras sanciones. En
efecto, está en la naturaleza de las tareas especiales el escapar a la acción de la conciencia
colectiva, pues para que una cosa sea objeto de sentimientos comunes, la primera
condición es que sea común, es decir, que se halle presente en todas las conciencias y que
todas se la puedan representar desde un solo e idéntico punto de vista. Sin duda, mientras
las funciones poseen una cierta generalidad, todo el mundo puede tener algún
sentimiento; pero cuanto más se especializan más se circunscribe el número de aquellos
que tienen conciencia de cada una de ellas, y más, por consiguiente, desbordan la
conciencia común. Las reglas que las determinan no pueden, pues, tener esa fuerza
superior, esa autoridad transcendente que, cuando se la ofende, reclama una expiación. De
la opinión también es de donde les viene su autoridad, al igual que la de las reglas
penales, pero de una opinión localizada en las regiones restringidas de la sociedad.

Además, incluso en los círculos especiales en que se aplican y donde, por consiguiente, se
presentan a los espíritus, no corresponden a sentimientos muy vivos ni, con frecuencia, a
especie alguna de estado emocional. Pues al fijar las maneras como deben concurrir las
diferentes funciones en las diversas combinaciones de circunstancias que pueden
presentarse, los objetos a que se refieren no están siempre presentes en las conciencias.
No siempre hay que administrar una tutela o una curatela (13), ni que ejercer sus derechos
de acreedor o de comprador, etc., ni, sobre todo, que ejercerlos en tal o cual condición.
Ahora bien, los estados de conciencia no son fuertes sino en la medida en que son
permanentes. La violación de esas reglas no atenta, pues, en sus partes vivas, ni al alma
común de la sociedad, ni, incluso, al menos en general, a la de sus grupos especiales, y,
por consiguiente, no puede determinar más que una reacción muy moderada. Todo lo que
necesitamos es que las funciones concurran de una manera regular; si esta regularidad se
perturba, pues, nos basta con que sea restablecida. No quiere esto decir seguramente que
el desenvolvimiento de la división del trabajo no pueda repercutir en el derecho penal. Ya
sabemos que existen funciones administrativas y gubernamentales en las cuales ciertas
relaciones hállanse reguladas por el derecho represivo, a causa del carácter particular que
distingue al órgano de la conciencia común y todo lo que a él se refiere. En otros casos
todavía, los lazos de solidaridad que unen a ciertas funciones sociales pueden ser tales que
de su ruptura resulten repercusiones bastante generales para suscitar una reacción penal.
Pero, por la razón que hemos dicho, estos contragolpes son excepcionales.

En definitiva, ese derecho desempeña en la sociedad una función análoga a la del sistema
nervioso en el organismo. Este, en efecto, tiene por misión regular las diferentes
funciones del cuerpo en forma que puedan concurrir armónicamente: pone de manifiesto
también con toda naturalidad el estado de concentración a que ha llegado el organismo, a
consecuencia de la división del trabajo fisiológico. Así, en los diferentes escalones de la
escala animal, se puede medir el grado de esta concentración por el desenvolvimiento del
sistema nervioso. Esto quiere decir que se puede medir igualmente el grado de
concentración a que ha llegado una sociedad a consecuencia de la división del trabajo
social, por el desenvolvimiento del derecho cooperativo de sanciones restitutivas. Fácil es
calcular los servicios que semejante criterio nos va a proporcionar.
IV

Puesto que la solidaridad negativa no produce por sí misma ninguna integración, y,


además, no tiene nada de específica, reconoceremos sólo dos clases de solidaridad
positiva, que distinguen los caracteres siguientes:

I.° La primera liga directamente el individuo a la sociedad sin intermediario alguno. En la


segunda depende de la sociedad, porque depende de las partes que la componen.

2.° No se ve a la sociedad bajo un mismo aspecto en los dos casos. En el primero, lo que
se llama con ese nombre es un conjunto más o menos organizado de creencias y de
sentimientos comunes a todos los miembros del grupo: éste es el tipo colectivo. Por el
contrario, la sociedad de que somos solidarios en el segundo caso es un sistema de
funciones diferentes y especiales que unen relaciones definidas. Esas dos sociedades, por
lo demás, constituyen sólo una. Son dos aspectos de una sola y misma realidad, pero que
no exigen menos que se las distinga.

3.° De esta segunda diferencia dedúcese otra, que va a servirnos para caracterizar y
denominar a esas dos clases de solidaridades.

La primera no se puede fortalecer más que en la medida en que las ideas y las tendencias
comunes a todos los miembros de la sociedad sobrepasan en número y en intensidad a las
que pertenecen personalmente a cada uno de ellos. Es tanto más enérgica cuanto más
considerable es este excedente. Ahora bien, lo que constituye nuestra personalidad es
aquello que cada uno de nosotros tiene de propio y de característico, lo que le distingue de
los demás. Esta solidaridad no puede, pues, aumentarse sino en razón inversa a la
personalidad. Hay en cada una de nuestras conciencias, según hemos dicho, dos
conciencias: una que es común en nosotros a la de todo el grupo a que pertenecemos, que,
por consiguiente, no es nosotros mismos, sino la sociedad viviendo y actuando en
nosotros; otra que, por el contrario, sólo nos representa a nosotros en lo que tenemos de
personal y de distinto, en lo que hace de nosotros un individuo (14). La solidaridad que
deriva de las semejanzas alcanza su maximum cuando la conciencia colectiva recubre
exactamente nuestra conciencia total y coincide en todos sus puntos con ella; pero, en ese
momento, nuestra individualidad es nula. No puede nacer como la comunidad no ocupe
menos lugar en nosotros. Hay allí dos fuerzas contrarias, una centrípeta, otra centrífuga,
que no pueden crecer al mismo tiempo. No podemos desenvolvernos a la vez en dos
sentidos tan opuestos. Si tenemos una viva inclinación a pensar y a obrar por nosotros
mismos, no podemos encontrarnos fuertemente inclinados a pensar y a obrar como los
otros. Si el ideal es crearse una fisonomía propia y personal, no podrá consistir en
asemejarnos a todo el mundo. Además, desde el momento en que esta solidaridad ejerce
su acción, nuestra personalidad se desvanece, podría decirse, por definición, pues ya no
somos nosotros mismos, sino el ser colectivo.

Las moléculas sociales, que no serían coherentes más que de esta única manera, no
podrían, pues, moverse con unidad sino en la medida en que carecen de movimientos
propios, como hacen las moléculas de los cuerpos inorgánicos. Por eso proponemos
llamar mecánica a esa especie de solidaridad. Esta palabra no significa que sea producida
por medios mecánicos y artificiales. No la nombramos así sino por analogía con la
cohesión que une entre sí a los elementos de los cuerpos brutos, por oposición a la que
constituye la unidad de los cuerpos vivos. Acaba de justificar esta denominación el hecho
de que el lazo que así une al individuo a la sociedad es completamente análogo al que liga
la cosa a la persona. La conciencia individual, considerada bajo este aspecto, es una
simple dependencia del tipo colectivo y sigue todos los movimientos, como el objeto
poseído sigue aquellos que le imprime su propietario. En las sociedades donde esta
solidaridad está más desenvuelta, el individuo no se pertenece, como más adelante
veremos; es literalmente una cosa de que dispone la sociedad. Así, en esos mismos tipos
sociales, los derechos personales no se han distinguido todavía de los derechos reales.

Otra cosa muy diferente ocurre con la solidaridad que produce la división del trabajo.
Mientras la anterior implica la semejanza de los individuos, ésta supone que difieren unos
de otros. La primera no es posible sino en la medida en que la personalidad individual se
observa en la personalidad colectiva; la segunda no es posible como cada uno no tenga
una esfera de acción que le sea propia, por consiguiente, una personalidad. Es preciso,
pues, que la conciencia colectiva deje descubierta una parte de la conciencia individual
para que en ella se establezcan esas funciones especiales que no puede reglamentar; y
cuanto más extensa es esta región, más fuerte es la cohesión que resulta de esta
solidaridad. En efecto, de una parte, depende cada uno tanto más estrechamente de la
sociedad cuanto más dividido está el trabajo, y, por otra parte, la actividad de cada uno es
tanto más personal cuanto está más especializada. Sin duda, por circunscrita que sea,
jamás es completamente original; incluso en el ejercicio de nuestra profesión nos
conformamos con usos y prácticas que nos son comunes con toda nuestra corporación.
Pero, inclusive en ese caso, el yugo que sufrimos es menos pesado que cuando la sociedad
entera pesa sobre nosotros, y deja bastante más lugar al libre juego de nuestra iniciativa.
Aquí, pues, la individualidad del todo aumenta al mismo tiempo que la de las partes; la
sociedad hácese más capaz para moverse con unidad, a la vez que cada uno de sus
elementos tiene más movimientos propios. Esta solidaridad se parece a la que se observa
en los animales superiores. Cada órgano, en efecto, tiene en ellos su fisonomía especial,
su autonomía, y, sin embargo, la unidad del organismo es tanto mayor cuanto que esta
individuación de las partes es más señalada. En razón a esa analogía, proponemos llamar
orgánica la solidaridad debida a la división del trabajo.

Al mismo tiempo, este capítulo y el precedente nos proporcionan los medios de calcular
la parte que corresponde a cada uno de esos dos lazos sociales en el resultado total y
común que concurren a producir por caminos diferentes. Sabemos, en efecto, bajo qué
formas exteriores se simbolizan esas dos especies de solidaridades, es decir, cuál es el
cuerpo de reglas jurídicas que corresponde a cada una de ellas. Por consiguiente, para
conocer su importancia respectiva en un tipo social dado, basta comparar la extensión
respectiva de las dos especies de derechos que las expresan, puesto que el derecho varía
siempre como las relaciones sociales que regula (15).

NOTAS

(1) Tarde, Criminalité comparée, pág. 113, París, Alcan.

(2) Y aun esta autoridad moral viene de las costumbres, es decir, de la sociedad.

(3) Debemos atenernos aquí a estas indicaciones generales, comunes a todas las formas o
el derecho restitutivo. Más adelante se verán (mismo libro, cap. VII) las pruebas
numerosas de esta verdad en la parte de ese derecho que corresponde a la solidaridad que
produce la división del trabajo.

(4) Se ha dicho a veces que la condición de padre, de hijo, etc., eran objeto de derechos
reales (ver Ortolán, Instituts, 1, 660). Pero estas condiciones no son más que símbolos
abstractos de derechos diversos, unos reales (por ejemplo, el derecho del padre sobre la
fortuna de sus hijos menores), los otros personales.

(5) Artículos 1.382-1.386 del Código civil.—Pueden añadirse los artículos sobre pago de
lo indebido.

(6) El contratante que falta a sus compromisos está también obligado a indemnizar a la
otra parte. Pero, en ese caso, los perjuicios-intereses sirven de sanción a un lazo positivo.
No es por haber causado un perjuicio por lo que paga el que ha violado un contrato, sino
por no haber cumplido la prestación prometida.

(7) Cours de Philosophie positive, IV, pág. 419.

(8) Véanse algunas ampliaciones sobre este punto, en este mismo libro, cap. VII.

(9) Por ejemplo, en el caso del préstamo con interés.

(10) Bases de la morale évolutionniste, pág. 124, París, Alcan.

(11) Conservamos la expresión empleada corrientemente; pero sería necesario definirla y


no nos encontramos en estado de hacerlo. Parécenos, tomado en conjunto, que esas
funciones son las que se encuentran inmediatamente colocadas bajo la acción de los
centros de gobierno. Mas serían necesarias muchas disposiciones.

(12) Y también las que se refieren a los derechos reales de las personas morales del orden
administrativo, pues las relaciones que determinan son negativas.

(13) He aquí por qué el derecho que regula las relaciones de las funciones domésticas no
es penal, aunque sus funciones sean bastante generales.

(14) Sin embargo, esas dos conciencias no constituyen regiones geográficamente distintas
de nosotros mismos, sino que se penetran por todas partes.

(15) Para precisar las ideas, desenvolvemos en el cuadro siguiente la clasificación de las
reglas jurídicas que implícitamente se comprende en este capítulo y en el anterior:

1.—Reglas de sanción represiva organizada,

(Se encontrará una clasificación en el capítulo siguiente.)

11.- Reglas de sanción restitutiva determinante de las:

RELACIONES De la cosa
negativas con la persona.
o de
abstención.

RELACIONES
positivas
o de
cooperación.

De las personas
entre sí.

Derecho de propiedad bajo sus formas diversas (mueble, inmueble, etc.).

Modalidades diversas del derecho de propiedad (servidumbres, usufructo, etc.)

Determinadas por el ejercicio normal de los derechos reales.

Determinadas por la violación culposa de los derechos reales.

Entre las funciones domésticas.

Entre las funciones económicas


difusas.

Relaciones contractuales en general. Contratos especiales.

De las funciones administrativas.

Entre sí.
Con las funciones gubernamentales.
Con las funciones difusas de la sociedad

De las funciones
gubernamentales.

Entre sí. Con las funciones administrativas, Con las funciones políticas difusas.

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