2. Impulsos - Lizbeth Azconia

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 392

Esta es una obra de ficción.

Cualquier parecido con la realidad es mera


coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y
diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han
sido utilizados de manera ficticia.

Impulsos
Lizbeth Azconia
Primera edición: Julio 2020
ISBN: 9798657008043
Del texto Lizbeth Azconia
De la portada: Lizbeth Azconia
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos dentro de la ley y
bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o
parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico
o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler, o cualquier otra forma
de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares
del copyright.
Para Crys; por su amor para Bee, por su empatía para Elle, por lo que
da a manos llenas. Lo prometido es deuda.
No sé qué composición tendrán nuestras almas, pero sea de lo que sea, la
suya es igual a la mía…

CUMBRES BORRASCOSAS, EMILY BRONTË


En la cima del mundo
Bee: 28 de noviembre, 2013

Los ángeles sí existen. Elle Lewis es la prueba de ello. No se le ven alas por
ningún lado, aun así, y donde tendría que haber una aureola traslúcida, hay
solamente cabello lacio acomodado con perfección en una coleta elegante.
Tiene la espalda fina; alcanzo a distinguirla desde aquí, en la oscuridad,
adonde siempre me encuentro cuando los recuerdos me embargan.
Estoy recargado en la pared, lejos de la luz. Y me temo que, si me
aproximo a ella, la burbuja de santidad que la rodea se hará pedazos. A
pesar de que soy muy consciente de lo malo que es que se imponga tanto
sobre mí, quiero acercarme y molestarla. Como siempre. Sé que le pueden
mucho mis palabras. Me hago una idea de las cosas que piensa de mí. No
podría culparla. Se nota que es una muchacha inteligente. Se nota que no
pondría, jamás, sus ojos en una persona cuyo único interés está en hacer
trizas su mundo perfecto.
Porque eso sí que es irreal.
La he estudiado a lo largo de quince minutos; llevo una copa en la mano,
pero ya no tengo sed. De pronto, es hambre lo que gruñe en mi pecho y en
mi garganta.
No me ha visto. Si lo hubiera hecho ya habría salido corriendo como
suele hacer cada vez que nos encontramos en el mismo círculo, y
últimamente nos hemos cruzado varias veces. La última fue en un partido,
donde hice un comentario sobre lo estúpido que me parece el matrimonio.
Ella, como es recatada, prudente y silenciosa, se quedó callada. Me bastó
una mirada suya para comprender lo repulsivo que le parecí en ese instante.
También hubo otra cosa; Josh aseguró que a mí me iban a tocar a la puerta
un día de estos, y respondí que mi intención no era amarrarme a ninguna
mujer. Con gesto trepidante y altivo, Elle se marchó sin decir nada. La seguí
hasta que se perdió de vista entre la barahúnda de gente. Y así ha sido cada
vez que nos vemos envueltos en la misma plática.
Ahora, sin embargo, noto que está diferente; tiene las manos asidas del
parapeto en la terraza. Las luces de Atlanta brillan a lo lejos, deslumbrantes.
Pero Elle no está mirando las luces. Tiene la cabeza agachada y las hebras
de su coleta, que lleva bastante apretada, se movieron a los costados de su
cara.
Su vestido es de un color perla que contrasta con el tono de su piel. Si
alguien quisiera preguntármelo, le diría que la prenda enmarca su figura
como si lo hubieran confeccionado para un ángel. Siento algo en el pecho
mientras la observo, y no tardo mucho antes de aguzar la vista, delineando
sus curvas en mi mente; antes de percatarme de que se ha inclinado
levemente.
Entonces puedo comprender lo que está haciendo, con la espalda
encorvada de forma parcial, el pecho encima de la cantera y la manera tan
sutil que tiene para esconderse.
Cuando a los ángeles se les rompen las alas, es muy usual que se sientan
avergonzados. Y se esconden. Huyen de la ignominia, se arrinconan en un
sitio frío y oscuro, y esperan a ser devorados por el demonio. Elle está así:
tiene las alas rotas. Se encuentra frente a mí, a tan solo un par de metros,
rota, seguramente, por el escándalo que rumia su vida.
Viene de una familia acaudalada, por lo que sé. Incluso más acaudalada
que lo que nunca ha sido la familia Laurent. Su padre, Félix Lewis, fue uno
de los fundadores de la firma de abogados cuya fundación de caridad
desfalcó hace poco menos de tres semanas.
Aprieto fuerte la quijada, resistiéndome a la tentación que representa. Y
es que nunca he sido bueno para consolar a la gente, mucho menos a la que
me mira por encima del hombro. Esa que, por ser quien soy, piensa que
puede pisotear el esfuerzo del que tuve que abusar para poder andar con
firmeza, sin miedo.
El primer impulso llega cuando la escucho gemir; es un sonido sordo y
torturado. Luego, haciendo uso de todo mi autocontrol, despego la espalda
de la pared fría. El saco no me protege del viento que hace, porque me
siento… más helado que de costumbre. Y, sin importar cuánto de mi
empeño ponga en negarlo, lo único en lo que pienso a continuación es en
que ella, con esa prenda de vestir, puede estarlo pasando mucho peor que
yo.
Se ha incorporado otra vez. Pero se está llevando la mano a la frente, y la
otra la ha dejado en su cintura. Así que, con el descontrol palpitando a la
altura del esternón, doy varias zancadas hasta que estoy junto a ella —dejo
la copa en la piedra del barandal—. Cuando me nota, no se amedrenta como
creo que hará, sino que…
—Lo siento —murmura, con otro sollozo.
Uno de sus dedos enjuga la última lágrima que se resbaló en su mejilla
izquierda. Vuelve a asirse del parapeto, sin mirarme. Otro impulso me nace
en cuanto la escucho suspirar. He recargado la cadera en la baranda. Ella,
circunspecta, sigue viendo la ciudad, con gesto ausente.
—Hace frío —le digo.
Quizás por la champaña, o tal vez por las emociones que quiero
mantener a raya, mi voz ha salido como un gruñido ronco, algo que se
transmitió con mucho dolor.
Elle me lanza una mirada triste.
—Voy a entrar —escucho que dice.
Vuelve a agachar la cabeza y, de esa manera, permanece unos minutos.
El aspecto de su cara es pulcro; su rostro ha sido tallado por la misma mano
del Dios que nos hizo tan diferentes el uno del otro.
Tampoco es que me importe…
Y, de hecho, me siento miserable porque no me importan las diferencias
kilométricas que separan su vida y la mía. Ella es… es como la princesa de
un cuento de hadas, y yo el titán al que siempre mandan a morir para
salvaguardar un frente.
Los chicos malos nunca se quedan a la chica. Pero, muy adentro de mí,
sé que ni siquiera puedo plantearme la idea… justo como ha dicho Taylor.
No es el tipo de muchacha que te llevas a la cama en una noche de locuras.
No es la mujer a la que le dices todo directo, sin tapujos; algunas no quieren
romance, y otras viven esperando a que el príncipe azul llegue.
Elle no es esa chica que me mantendrá en mi elemento. Hay cosas que
no soporto de ella. Por ejemplo, que luzca tan frágil…
Porque eso provoca que quiera preguntarle qué sucede.
—¿Quieres que llame a Sam? —digo, para evitar cometer una estupidez.
—No, no —se apresura a decir ella, en mitad de una sonrisa que a mí se
me antoja bastante falsa—. Estoy bien.
—Sí, seguro —mascullo.
Por la crudeza de mis palabras, Elle alza el mentón y me mira.
—¿Tú qué haces aquí solo? —pregunta.
¿Por qué carajos tiene que hablar de esa manera? Dios…
—Me estaba ahogando —confieso.
Al principio, no sé por qué lo dije, pero cuando la veo menear la cabeza
para afirmar, sé que lo he dicho porque es exactamente lo que ella está
haciendo aquí; respirar hondo para alejarse de los ruidos, de la gente, de la
hipocresía.
Ha venido a este sitio a estar sola, porque es de esa manera como se
siente. Su mirada lo dice.
Es una mujer menuda, delgada, con una belleza que asusta. A mí, por lo
menos, me aterroriza su figura, su cabello que deslumbra en contra de las
luces; mi capacidad intelectual se nubla y, mientras descubro que es mi
pulso acelerado lo que resuena en mis oídos, doy por sentada mi teoría: en
el momento en el que la toque, voy a romperla. Y de todos modos quiero
alcanzar un mechón de su cabello para estrujarlo entre mis dedos; apuesto a
que es suave como las hebras más finas. Al igual que su piel, que
seguramente es tan tersa como la seda.
—Si lo que quieres es respirar profundo —le espeto, mirando en realidad
al interior del salón. No hay nadie viniendo por supuesto, así que continúo,
sin saber con exactitud qué demonios estoy haciendo—, conozco el lugar
perfecto.
A veces me despierto y piso con el pie derecho primero, pero en otras
me va mal hasta en las cosas más sencillas. Hoy no estoy seguro, pero creo
que mi pie derecho tocó primero el suelo de mi departamento.
Una sonrisa débil se ha formado en los labios de esta criatura. Cambio el
peso de mi cuerpo de una pierna a otra, fingiendo indiferencia.
—¿Dónde? —pregunta ella.
—En la cima del mundo —carraspeo, girándome para recargar mi
abdomen en el parapeto. Observo que Elle se vuelve para mirarme de lleno,
pero yo me limito a verla de soslayo—. Te puedo llevar, si quieres.
—Pues sí que quiero.
Doy la media vuelta y la encaro. No hay mentira en su rostro y no parece
que me esté tomando el pelo. Sin embargo, pienso que tiene que haber un
trasfondo, que no puede ser ella quien está aceptando una invitación mía.
Mía. Brent Dylon. El ser más repudiado por las chicas que sueñan con
casarse de blanco.
—Sí sabes quién soy, ¿no? —pregunto, irónico—. No estás en estado de
fuga o algo así, ¿cierto? —farfullo.
—Sé quién eres y de lo que eres capaz —dice.
Lo dudo mucho. Dudo que sepa de lo que soy capaz. Dudo que se haga
una idea de lo terrible que suenan sus palabras viniendo de una voz como la
suya. No creo, ni nunca creeré, que sea consciente de lo que puede hacerle a
la cordura de un hombre.
Si lo supiera no estaría aquí, aceptando ir conmigo. No. Estaría llena de
pretendientes de la alta sociedad, hundida hasta el hartazgo en halagos
sobre lo hermosa que es y lo perfecta que parece desde cualquier ángulo.
—Voy por mi abrigo —dice, echándose a andar sin miramientos.
Antes de que se vaya, doy un paso en su dirección y alcanzo a sujetar su
brazo. Ella examina el toque desde mis dedos envolviendo su delgada
extremidad, hasta el inicio de la manga de mi saco azul marino.
Entrecierro los ojos una vez que me ha mirado, y le digo—: Mañana te
vas a arrepentir.
—Probablemente, sí —murmura, casi para sí misma, pero aun así agrega
—: Solo quiero irme, Bee. Es todo.
La dejo ir antes de que pueda percibir cómo se me calentó la palma de la
mano con el contacto de su piel en la mía.
Después de que se marcha, espero unos cuantos minutos para ser capaz
de salir de la terraza. Pero marcharse no es el problema, sino lograr
contener mis ganas de curiosear con ella. Eso es lo que provoca en mí: la
más grande de las curiosidades.
Porque, ¿qué le tiene que pasar a una persona para que cambie de
parecer tan pronto?

Nos ha tomado muy poco llegar hasta el edificio donde vivo desde que
firmé mi contrato con los Titanes. Elle está mirando alrededor después de
haberse quitado el abrigo, que abandonó en una silla del recibidor. Yo,
mientras tanto, me quito el saco y lo arrojo en el sofá más grande de la
estancia. Está muy oscuro. La única iluminación es la de la lámpara en el
comedor, junto a la cocina, pero llega muy pobremente. La figura de Elle se
mueve como una sombra, bañándolo todo con su presencia. Y de repente,
ya habiendo contorneado el living, se queda de pie frente al cancel que da
paso al balcón.
Camino hasta ella porque mi intención es que vea esto: la cima del
mundo de una persona que no tuvo nada y que, cuando trabajó duro, la vida
le regaló un par de privilegios. Me coloco a su lado y tiro de la puerta-
ventana tras quitarle el seguro.
Elle se aventura al balcón sin pedirme permiso…
Entra en ese espacio como si ya lo conociera, como si alguien le hubiera
dicho qué hacer. Pero yo no creo que pueda comprender lo que es respirar
sin presión, sin terror, sin miedo; de modo que, metiéndome las manos a los
bolsillos del pantalón, avanzo hasta ella y permanezco a una distancia
prudente.
—La cima del mundo —dice, susurrando.
Me toma cerca de un minuto poder mirarla. La expresión de su rostro se
ha relajado. Y eso hace que yo también me relaje al instante.
—Mi cima del mundo —sonrío—. Pero no la has visto bien, aún —
añado.
—¿Cómo? —pregunta ella. Está mirándome con indecisión, así que
acorto la distancia entre nosotros y clavo los ojos en los suyos, que son de
color azul cielo.
Sacudo la cabeza como afirmación, y digo—: Cierra los ojos.
Tras pensárselo varios segundos seguidos, ella hace caso de mi pedido y
cierra sus párpados.
—¿Practicas reiki o algo parecido? —inquiere.
Estoy comenzado a creer que ese tono que le creía petulante, no es más
que su manera oficial de ser agria. Por lo que me cuesta mucho más
concentrarme. En cambio a ella, que le ha sido muy fácil abandonarse a las
circunstancias.
O tal vez es que lo que hay en su realidad no le gusta.
—Es una técnica que yo inventé para poder mandar al carajo a todo el
mundo —murmuro. Y la rodeo para ponerme detrás de ella. Sus hombros
están cubiertos por dos pequeños trozos de tela de los que cuelga el vestido.
Le pongo las manos allí, y me inclino solo un poco, hasta que puedo
hablarle al oído.
Ella, tensa por mi cercanía, me obedece cuando le pido que respire tan
hondo como sus pulmones se lo permitan. Lo hace una y otra vez hasta que
consigue normalizar las revoluciones de su respiración.
Se ha quedado sumida en un trance, pensativa.
—¿Qué oyes? —le pregunto, al tiempo que bajo las manos.
—El viento, y tu respiración.
Me aparto un poco para darle espacio. Pero es ella quien se gira y me
toma por sorpresa, sonriendo y aparentando que no ocurre nada consigo.
Está fingiendo…
—Gracias; me hacía falta —dice, mientras se lleva una mano a la frente.
—Cuando quieras —me limito a responder—. Este lugar siempre está
disponible. —Una mirada llena de curiosidad me es dirigida por su parte,
antes de que niegue, efusiva, y ponga la atención en mi cuello—. ¿Quieres
beber algo? —pregunto, dándome la vuelta sobre mi eje para regresar a la
sala.
Ella no lo sabe, pero no puedo quedarme mirándola tanto tiempo sin
pensar en cosas impropias. Cosas que por ningún motivo me atrevería… a
menos que…
—¿Por qué estás siendo tan amable conmigo? —la escucho, a mis
espaldas, mientras sirvo dos copas grandes de vino tinto.
Yo también quisiera saberlo…
—¿Por qué aceptaste venir? —musito. Regreso a la estancia donde ella
se ha sentado en el sofá, y está acomodándose la falda del vestido—. Si el
miedo que me tienes se notaría desde el otro lado de la ciudad.
—Ridículo —dice. Le extiendo la copa no sin fruncir el ceño,
contrariado por el cómo me ha llamado. Ella, tras dar un sorbo al vino y
hacer una mueca de desagrado, me sigue con la mirada mientras me siento a
su lado, pero con el cuerpo parcialmente girado para poder verla directo al
rostro—. No te tengo miedo. —Bebe de nuevo un poco de vino, y yo me
encargo de memorizar la forma en la que levanta la copa y se la lleva a los
labios—. Eres una tempestad con pies, Bee.
—Los medios te han infundido un buen mensaje acerca de mí —refuto.
También alzo la copa para beber de ella, pero me echo el líquido de tajo,
hasta el fondo de la garganta. Cuando vuelvo a mirarla, ni siquiera hay una
sombra de impresión u horror en su rostro, sino que ha permanecido a la
espera. Se ve tan tierna desde aquí, y tan cerca de mí, que si estiro los dedos
al menos un poco…
Trago saliva para deglutir con ella las ideas estúpidas que cada vez se
hacen más fuertes en mi pensamiento. Hay una sonrisa dibujada en los
labios de Elle. Una expresión de diversión que hace que el corazón me dé
un vuelco.
Debería decirle que no lo haga otra vez…
—¿Y no es verdad lo que dicen los medios? —inquiere, con voz
temerosa.
Aquí está el terreno peligroso, porque no sé qué se supone que tengo que
decir. Me va a preguntar las cosas típicas que las chicas como ella quieren
saber; querrá saber si soy serio, si quiero casarme un día, si creo en la
fidelidad, si tengo pensamientos de sentar cabeza.
Si le digo que sí, me creerá un cobarde para toda la vida, porque a pesar
de que quiero, es imposible. Me es imposible renunciar a la promesa que
me hice un día.
Y si le digo que no, que los medios están en lo correcto y que las
relaciones para mí son… inservibles, nunca más me otorgará el voto de
confianza que hoy se atrevió a darme. Así que, me digo, tengo que tomar
una decisión.
Tengo que decidir quién soy delante de ella. Soy el playboy de los
escándalos o Bee. Simplemente Bee.
—¿Cuál parte, específicamente? —trato de evadir su cuestión.
Sin embargo, ella no baja la guardia y, haciendo un remolino en el
interior de su copa mientras la mueve en círculos, me espeta—: Si no eres el
Brent Dylon del que hablan todos, ¿quién eres?
Echo la cabeza atrás, deteniéndome a mirarla como si esta fuera una
prueba de vida o muerte.
Aunque siento que en parte lo es: el corazón me late como si fueran sus
últimos momentos.
—La verdad es que no sé —digo—. Te aviso cuando lo descubra —
repongo de inmediato, fingiendo una sonrisa.
—En eso estamos igual —sonríe Elle, haciendo otra mueca de angustia
—. Tampoco sé quién soy —dice.
Ladeo la cabeza al tiempo que me pregunto qué tan estúpido sería
acercarme más; pero es que lo que quiero decirle no se puede emitir con
tantos centímetros separándonos.
Ella sigue bebiendo su vino, y yo sigo admirando cada facción de su
rostro. No lleva pendientes. De hecho, no tiene horadadas las orejas. Ni una
mancha en el cutis. No hay cicatrices. Sus ojos destellan tibieza. Sus
ademanes son cuidadosos, educados y muy finos. Parece una muñequita. En
medio del silencio, la veo flexionar las piernas para acomodarse en el sofá.
Se ha quitado los zapatos. Y yo tengo la cabeza recargada en la mano
derecha, el codo sobre el espaldar del sofá,
Mirándola como un idiota es como he permanecido los últimos minutos.
No sé si ya se dio cuenta, pero cuando clava la mirada en la mía, y se
empina el resto de su vino, sin despegar la atención de mí por encima del
cristal de la copa, estoy convencido de que se ha percatado de lo que está
sucediendo.
—¿Estás tratando de seducirme de nuevo? —dice, de repente.
Entrecierro los ojos, intentando comprender de dónde demonios ha
salido esta chica, y qué está haciendo aquí… conmigo.
—Tú lo estás haciendo conmigo y me parece que no eres consciente de
ello —le aseguro.
—No es cierto . Y, si no estás en algo que se pueda arruinar, tampoco me
importa —murmura.
Me tomo mi tiempo para dilucidar lo que acaba de decir. No puede ser…
Concentro mi mente en las palabras que Rams y Taylor me dijeron
respecto de ella. Hago todo lo que puedo por no ceder a los impulsos de mi
cuerpo; son fuertes, y parecen tener voluntad propia. Me siento como un
títere. Un esclavo de un par de emociones que, probablemente,
desaparecerán mañana.
—¿En algo que se pueda arruinar? —me río.
—¿Duermes con muchas mujeres? —pregunta, cohibida.
Su vocecilla ha menguado, y la timidez que se nota encima de su cuerpo
no hace sino encender otra alarma en el mío. Lo más prudente sería que me
levantara, la levantara a ella, y la llevara de regreso.
Pero su presencia aquí… es demasiado.
—Esa es una pregunta muy íntima —mascullo, una ceja enarcada.
—No me gustaría ser un tercero en discordia —dice, acongojada.
Luego de esbozar una sonrisa, le espeto—: No duermo con muchas
mujeres. Salgo con una amiga que no quiere compromisos y que viaja a
menudo. Pero no hay un «lo nuestro» entre nosotros.
—¿Una amiga con derecho? —inquiere, ahora sí, asombrada.
—Algo así —admito. Si lo dice ella, suena patético. Pero siempre se ha
ajustado a mi sistema de no deambular de una mujer a otra, arriesgándome
y arriesgándolas a ellas. Además, porque las cosas de una sola noche no se
me dan bien: soy alérgico al látex y los preservativos de poliuretano se
rompen con facilidad—. Digamos que es cuestión de principios morales.
—Pero estás en una relación abierta —refuta ella. Su voz no admite
objeciones, lo cual es… tentador viniendo de una persona que está hablando
con un depredador sobre sexo y amigas con derecho—. ¿No es una
contradicción? —repone, después de dejar la copa en la mesilla a su frente.
Hago la mismo estirándome un poco, y vuelvo a la misma posición que
antes, solo que un poco más cerca de ella. No se ha retirado y eso es muy
mala señal.
—Lo sería si la dama quisiera cosas serias conmigo. Pero mi amiga no
quiere cosas serias conmigo —le cuento.
Hay una hebra de cabello suelta en su frente, y la sujeto para echarla
hacia atrás.
—Entonces, si yo te digo que no quiero nada serio contigo, ¿puede
funcionar? —Me paso una mano por la boca para ahogar el gemido que me
surgió en la garganta.
Dios… no quiero responder a eso.
Elle se repantiga en el sofá y el movimiento hace que la tela de su
vestido se pegue más a sus muslos. Está tan resplandeciente que podría
quedarme embobado mirándola durante un largo tiempo.
Como hice en las sombras…
—No me gustan las cosas de una sola noche —digo.
Es verdad. La actual relación que mantengo, aunque es libre, y eventual,
sirve para que mi mente no se rompa a pedazos. Como un despeje. Y sé, por
su propia boca, que la susodicha siente lo mismo; pero Elle no luce como
una chica que pueda con el peso de un acostón.
O tal vez es que no quiero solo acostarme con ella. Tal vez…
—¿Por qué no? —insiste ella.
—Elle, porque no me siento cómodo con eso —le aseguro, mirando en
otra dirección—. Además, no eres el tipo de chica…
—Que se acuesta con cualquiera… —me interrumpe, poniéndose de pie
casi de un salto—. Me lo han dicho tantas veces que acabé odiando esa
filosofía. —Incorporándome en el acto sigo su movimiento; está dando
pasos en círculo frente a mí, como si estuviera hablando consigo misma—.
Estoy harta de que me digan cómo, con quién, y por qué tengo que hacer las
cosas.
No para de hablar. No para de decir objeciones que es muy seguro que
no le ha dicho a nadie. Su boca hace un vaivén precioso mientras dice que
está cansada de que la subestimen; ahora, deteniéndose, me mira con gesto
frustrado. Entreabre la boca para decir algo, pero yo me siento tan extasiado
de ver la explosión a la que ha sucumbido cuando mencioné su recato,
que…
Un último impulso catapulta toda mi voluntad al infierno. Doy un paso
hacia ella y sujeto su nuca con una mano, atrayéndola para que no se aparte
si lo intenta. Lo único que quiero hacer es que ahogue su frustración en mi
boca y que, si tiene ganas de hacer una guerra, la haga en mis brazos.
Al principio, sus manos se muestran reticentes, pero cuando la pego más
a mí se aferra de mi cintura y se deja guiar sin temores. Quiero comerme su
boca, sus labios, y extirparle los sentimientos de inseguridad que alguien le
ha implantado en el cerebro.
Es tan pequeña… tan delicada.
Mi mente chilla que me detenga, pero mi pecho, mis músculos; han
cobrado vida después de estar prácticamente muertos.
—¿Qué decías? —le pregunto, separándome un poco.
Ella está agitada, con los labios hinchados por la violencia de la caricia.
No ha abierto los ojos, y yo tengo la frente pegada a la suya, el cuello un
poco encorvado por mi altura que la supera más sin los zapatos de tacón.
Me gusta tener al menos esta ventaja corporal sobre ella, porque en
muchas otras cosas se ha impuesto sobre mí; gracias al cielo que no lo sabe.
—Llévame a tu cama —susurra. Su voz es suave, temblorosa, y tiene
algo que hace que me tiemblen las piernas. En cuanto abre los ojos, yo
retrocedo un poco y clavo la mirada en la suya.
Se acabó. Di que no.
Sal de aquí.
Sácala. Ya.
Entrelazo mi mano con la suya —cabría dos veces en la mía— y avanzo,
sin tropiezos ni réplicas por su parte, hasta la primera pieza. La más grande.
La más fría. La que nunca comparto con nadie y que, ahora mismo, parece
la mejor opción para ella.
En el fondo, sé que, aunque tuviera la más fuerte de las voluntades, no
podría negarme nunca a pasar una noche con Elle; sé que es inalcanzable,
que sus sueños están lejos de ser algo que yo puedo cumplir. Pero, ¿cuándo
se ha visto que a alguien le ofrezcan rozar el cielo con los dedos, y que
tenga poder para negarse?
No me molesto en cerrar la puerta. La soledad es el ama de llaves de este
sitio aburrido, que brilla solo porque está en los pisos más altos del edificio.
Pero, fuera de eso, es tan austero, tan vacío, que no puedo pasar mucho
tiempo encerrado aquí.
Elle no se detiene a examinar nada y se da la vuelta justo cuando está
haciendo que sus tirantes del vestido se deslicen por las curvas de sus
hombros. Su piel es blanca como el papel, y grita que la toque; ha dejado
caer el vestido, y su cuerpo semidesnudo también emite una llamada que a
mí me llega hasta los huesos.
La vergüenza tiñe su cara por unos instantes, pero me acerco para
cubrirla con mi cuerpo. Me inclino para besarla mientras me desabotono la
camisa. Ella está de pie, frente a mí, únicamente con las bragas y un
sujetador strapless puestos. No paro de tocar sus labios en caricias lentas,
sin prisa.
Una vez que me he desprendido también del pantalón y la camiseta que
me cubrían, ella hace algo para lo que no me siento listo; su mano suave,
tibia y pequeña acaricia mi pecho, los pectorales, y hace movimientos
estudiados. Parece que está llevando a cabo un análisis detallado.
—Eres tan hermoso —dice.
Por un momento, no sé si hacer caso de mi excitación, o plantearme la
idea de crearle un culto, porque estoy a punto de estallar de placer al
escuchar que puede ser osada. Sin embargo, la resistencia en este caso es mi
punto flaco, y se lo hago saber mientras la levanto del suelo en brazos para
cargarla hasta la cama. Apenas depositarla allí, me deslizo encima de su
figura esbelta. Tiene las piernas cerradas y los muslos apretados.
Curiosamente, se la ve tan nerviosa que no sé si explicarle las cosas
pragmáticas de mi cuerpo.
Como el hecho de mis alergias.
Sujeto una de sus rodillas para apartarla hacia un lado, y así poder
acercarme a su centro, sin terminar el contacto del todo. No me he quitado
la ropa interior, pero soy consciente de que ella puede notarme, que me
siente tan próximo que no consigue tranquilizarse. Mientras dejo un beso
húmedo en sus labios, y la ayudo a levantarse para arrancarle el sostén de
una vez por todas, percibo cómo sus piernas se aprietan a los costados de mi
cuerpo. De manera que recargo un poco más mi peso para que no pueda
impedirme la entrada.
De rodillas en mitad de sus piernas, me limito a sacarle las bragas; ella
cierra los ojos tal vez porque siente vergüenza. Tal vez porque…
Sus manos acarician mi nuca cuando empiezo a besarla. Totalmente
desnuda debajo de mí, pongo una mano a un lado de su cara, y con la otra
me retiro el bóxer. Al recostarme sobre ella, sin acabar de aplastarla, me
encargo de ayudar para que siga mi ritmo.
Pero está temblando…
Sujeto una de sus manos y me la llevo a la boca. No obstante, ella, los
ojos bien abiertos y yo mirándola con todo el deseo del que soy capaz, me
acaricia la cara. La busco con mis labios, repartiendo un puñado de besos
desde sus labios hasta la base de sus senos. Su piel en contra de la mía, sus
caricias torpes…
No puede ser más angelical…
—Tranquila —le digo en el oído, a punto de abrirme paso en su cuerpo
—. Me portaré bien. Lo prometo.
Quiero que no sea una mentira, y pienso en otras cosas que no sean el
placer que me embarga mientras la invado poco a poco. En un inicio, al
tiempo que la observo a los ojos y ella a mí —tiene la mirada pendiente de
mis gestos—, creo que he sido un bruto y que no estaba del todo lista.
Pero…
Hay una tensión inusual aquí.
¡Jesús!
—Ya estás aquí —murmura—. Termínalo. No te detengas —agrega, con
un hilo de voz.
Me tiemblan las manos en el momento en el que entiendo. Y siento
cómo mis músculos se ponen rígidos de la pena, del miedo, de todo.
—Ángel… —digo, para pedir su atención. Cuando me mira, veo que hay
una lágrima deslizándose por su mejilla, desde su ojo izquierdo. Me agacho
para besar sus labios, pero en cuanto siento cómo se cierra a mi alrededor, y
percibo cómo sus dedos se clavan en la piel de mi espalda, decido que tiene
razón; y, aunque me encuentro aterrado por ella, me hundo más en su
interior.
Quiero hacerle de todo; quiero tocarla con la impaciencia que me rumia
justo ahora, pero sus muecas no son un verdadero aliciente para que me
mueva con libertad, así que me limito a besarla por todos lados en el rostro,
en el cuello, y me aseguro de que sea ella quien marque el ritmo.
Cuando por fin logra estar un poco más cómoda, a mí se me olvida el
mundo porque estoy concentrado en buscarla; estoy sumergido hasta el
cuello en el calor de su cuerpo, en el olor que emana, en lo inteligente que
es, en lo loco que me vuelve su actitud altiva.
Para mi desgracia, me enfoco en el sentimiento que me generó esta y
otras veces: su fragilidad me desespera. Me impacienta que no haya quién
la esté cuidando. Sé que no puedo ser yo, que voy a estropearlo todo. Pero
sigo deseándolo. La he tocado como si de verdad tuviera derecho…
Y la he hecho mía como si, en algún momento de mi maldita vida, los
impulsos que experimenté esta noche pudieran de verdad convertirse en
otra cosa.
Un rompecabezas incompleto
Elle: 20 de abril, 2014

¿Es posible que el hecho de ponerte colorado de rubor, cada vez que dices
una mentira, sea una virtud en lugar de un defecto? Porque Bee se pone rojo
de vergüenza siempre que me dice que tuvo una fiesta anoche, o que no
tiene tiempo para venir con tanta frecuencia a Clarke. Yo finjo mucho
cuando estoy a su alrededor. Por ejemplo: finjo que no me causa gracia el
tono blanco de su rostro si acaso levanto mucho peso y no le permito
ayudarme.
No está de acuerdo con que haya dejado la casa de mi madre. Por
supuesto, acabo de preguntarle por qué es que se ha colocado en esa postura
de mandón. No soy su problema, ya se lo dije; así que, para defenderse, me
ha respondido que le importa bien poco lo que yo haga con mi vida. Jamás
podré creer sus mentiras mientras su nariz, sus pómulos, y la frente, se le
sigan poniendo de ese tono rosado.
Parece más cansado que cuando está en los entrenamientos.
—¿Me das esa caja? —le pregunto, apuntando, desde la silla en la que
estoy parada, a una caja que contiene más de mis libros.
Tal vez no voy a vivir con muchos lujos y estaré sola la mayor parte del
tiempo, pero el miedo dejó de ser mi compañero desde que cometí la mayor
estupidez de mi vida. No, no ha sido el acostarme con Brent y quedar
embarazada. Mi mayor error ha sido considerar un aborto. Para este
momento, sé que no puedo defenderme. Y he dejado de hacerlo. He dejado
de explicarme a mí misma que fue una etapa hostil, llena de oscuridad, de
lágrimas, y de terrores nocturnos.
—Bájate de ahí. Lo hago yo —me recrimina Bee en un gruñido.
—Que no —repongo, sonriendo a pesar de mí misma—. Estoy
embarazada, no inválida. —Bajo de la silla y me inclino para sujetar la caja
que no ha querido darme. La pongo sobre la mesa que está llena de cuadros
y objetos personales, para hurgar en su interior, mientras escudriño la
mirada acusadora de mi... del padre de mi futura hija—. Estás insoportable
hoy. ¿No se supone que la de las molestias tengo que ser yo?
—Hoy, de verdad, no estoy de humor para tus chistes infantiles, Elle. —
Al tiempo que lo dice se pasa una mano por el pelo, que lleva despeinado.
—Brent, ya te dije que ha sido lo mejor para mí —lo reprendo.
Estoy a punto de enfadarme con él otra vez. Como siempre. Como cada
semana. Sin embargo, cuando siento un leve movimiento en mi barriga de
casi seis meses, cierro los ojos y me trago mis palabras.
—Pudiste haberme dicho que querías vivir en otra parte. —Él se ha
sentado en un banco del otro lado de la mesa.
Al mirarlo a los ojos, descubro que está molesto porque no lo incluí en
mi decisión de abandonar la casa en la que se me echa en cara mi error.
Echo un vistazo al desastre de cajas que hay en la pequeña estancia del
departamento. No tengo muchas cosas y, sinceramente, no necesito
demasiado. Pero Bee cree que mientras más rodeada de muebles, lujos y
esas banalidades me encuentre, más tranquila voy a sentirme. Aún no se ha
dado cuenta de que no soy el tipo de mujer con las que suele codearse. Yo
soy... simple. Soy la persona más fácil de leer que nadie.
Pero a Brent siempre le he resultado chocante.
Y no lo culpo.
Quizás lo hice sufrir al insinuarle que no quería tener a este bebé —
aunque estaba mintiendo—, pero ya me cansé de pedirle perdón por eso.
Me cansé de decirle que, como toda persona en mi posición, dudé durante
unos segundos de mis decisiones.
Jamás le he dicho que me siento bendecida por esto. Jamás le he contado
cómo se me hincha el corazón de amor cuando pienso que voy a darle una
hija. Su primera hija.
Tal vez nunca tenga oportunidad de decírselo.
—No se trata de que haya querido vivir en otra parte solo por gusto —
digo, dándome la vuelta para llevar un puñado de libros a su lugar. No lo
estoy mirando de frente, y aun así puedo sentir sus ojos clavados en mi
espalda, así que continúo—: Me queda más cerca del trabajo y puedo ir a
pie, sin gastar más de lo...
—Estás embarazada —me interrumpe. Oigo el chirrido del banco
cuando él se levanta, y el sonido de sus pasos sobre la alfombra hacen que
mi corazón dé un vuelco.
Me gusta mantenerme alejada de él lo más que se pueda. Me gusta que
guardemos una distancia. Porque si se acerca demasiado me tiemblan las
piernas, el pulso se me acelera y no pienso con claridad. Todo él, desde su
loción, hasta su bonita mirada, me ponen a latir el corazón como si nunca
hubiera tenido motivo para hacerlo.
Hasta que apareció en mi vida.
—No soy una inútil —murmuro.
Bee está de pie junto a mí y me quita tres últimos ejemplares para
ponerlos en un estante que no alcanzo sin la silla. Como es mucho más alto
que yo, no le cuesta nada estirarse y colocarlos junto a un adorno de cristal,
que simula un cisne.
—¿Es por tu madre? —pregunta Bee, bajando la mirada hasta mis ojos.
Por un par de instantes, tomo la temeraria decisión de devolverle el
gesto. Y apenas localizar sus iris, que son de color verde como el musgo, sé
que he cometido un error al quedarme callada. De manera que, intentando
reparar el daño, le esbozo una sonrisa.
Él ha recargado el hombro en el librero, y se cruza de brazos como para
imprimirle más énfasis a su espera.
—Quiero estar más cerca del trabajo y de mi ginecóloga, Brent —
recalco, dejando escapar una voz temblorosa—, mi madre no tiene nada que
ver.
—Es que no me gusta que estés sola —dice, detrás de mí en cuanto me
doy la vuelta para continuar mis tareas—. Cualquier cosa podría ocurrirte.
O sea… —le escucho carraspear; soy consciente de lo que va a hacer a
continuación: insinuó que se preocupa por mí, y siempre que se le escapa
hacerlo, dice cosas hirientes para desviar mi atención de su desliz—, a la
niña. Si eres irresponsable y terca como sabes...
—¿Sabes qué? —Dejo un par de libros en la mesa, furiosa, y lo encaro
—. No tienes por qué decírmelo de nuevo. Me ha quedado claro que piensas
que soy incapaz de cuidarme. Pero no me importa. Estoy bien sin ti, y sin
nadie. Te agradezco que vengas cada vez que estás libre, aún si interrumpes
tus citas o lo que sea que hagas cuando dices que te tomo desprevenido. Ya
te he repetido mil veces que no vengas, que no es necesario que estés aquí.
Ni siquiera te pedí que te hicieras cargo de mis gastos...
—La que llevas allí es mi hija —señala mi barriga con su mirada, como
si no fuera bastante obvio.
Bee nunca ha tocado el tema de la primera vez —la única— que
estuvimos juntos. No se atreve a aceptar que hizo conmigo lo que no ha
hecho con nadie. Tampoco quiere admitir que le duele cuando quiero actuar
por mí misma. Y es que su instinto, como me he dado cuenta, es
sobreprotector por naturaleza. Está inmiscuido en cada aspecto del
embarazo; hasta ahora, solo se ha perdido una cita para las ecografías.
Se esfuerza demasiado tratando de aparentar que le importo un comino;
me ha dicho todos y cada uno de los días que hemos convivido, que de no
ser por su hija nosotros jamás nos hubiéramos vuelto a ver. Aquella noche
hubiera sido la primera y la última. Porque yo no le intereso de esa forma.
Ni lo haré nunca.
—Pero tú no decides por mí, y no te queda de otra —suspiro.
Vuelvo a mi tarea después de mirarlo, cautelosa. Él ahora tiene la
espalda totalmente apoyada en el librero, las manos dentro de sus bolsillos.
Lo conozco tan bien, que sé lo que dirá después de que ignoro sus
peticiones. Y no lo hago porque me guste pelear siempre, sino porque para
él es más sencillo regañarme que admitir que se preocupa por mí. Ha
preferido, desde que nos enteramos del embarazo, hacerme pensar lo peor
de él.
Si fuera otra persona, y no hubiera sido testigo de lo que es sin esa dura
coraza que lo recubre, quizás ya lo estaría odiando. Quizás estaría pensando
que me lastima lo suficiente como para incluso pedirle que se vaya y que no
vuelva. Pero sé qué es lo que trata de ocultar y hasta que no nazca la niña,
no puedo enfrentarlo.
—Lo único que me importa es el bienestar de mi hija. Así que, por favor,
sé sensata estos meses. Una vez que nazca...
Haz lo que se te dé tu gana.
Sí. Me sé de memoria su retahíla de defensa. Conozco perfectamente el
cómo actúa para ocultarse, para ser el chico malo que se merece un mundo
vacío. Quiere ser hijo digno del hombre que arruinó su infancia y parte de
su adolescencia. Pero Bee tiene buenos sentimientos, buenos modales y es
muy inteligente.
Creo que muy pocas personas saben sobre sus inversiones en pequeñas
empresas fuera del estado, adonde no lo persigue el lente de una cámara o
un puñado de fans que cruzan la línea. Muy pocos saben, también, que hace
años que no ve a sus padres y que, de preferencia, no quiere hacerlo nunca
más.
Son esos detalles los que han hecho que me enorgullezca de que vaya a
ser el padre de mi hija. Y nada más por ese destello de luz, estoy dispuesta a
esperar en su oscuridad. Así que me preparo mentalmente, y me digo que
vale la pena. Me digo y me prometo que se dará cuenta de que esto no pudo
haber sido cosa de una noche.
Es triste que lo diga, pero trato de convencerme de que no soy yo
solamente la que estoy enamorada de él hasta los huesos.
—Me voy a cuidar —le digo, después de tragar saliva y deglutir el nudo
de mi garganta.
—Podrías no quedarte aquí, ¿sabes? —masculla. Su tono es de
indiferencia.
Vuelvo sobre mis pasos y sigo acomodando libros, sin mirarlo. Él,
quitándome otra vez un par, se inclina hacia mí y deja a su paso la horrible
sensación de ardor que me provoca el saber que no me va a permitir tocarlo
de nuevo.
La única vez que lo intenté, me recordó que estuve a nada de matar a su
hija. Eso me bastó para saber que estaba enojado y dolido conmigo. Y
también supe que tenía que darle tiempo. Porque el tiempo lo cura todo,
¿no? Y si no lo cura al menos hace las cargas más ligeras.
Si hubiera sido otra persona, le habría dicho a Brent que cuando me
enteré de estar embarazada, fui a buscarlo a su departamento. Subí por el
ascensor exclusivo del penthouse y fui al suyo. La cima de su mundo. Y, al
llegar, me sentí como un rompecabezas incompleto. Me sentí como una
persona diminuta en un planeta gigante.
Quien abrió no fue Bee. Fue una mujer que entonces no conocía.
Dudé un poco antes de poder preguntarle por Brent; yo tenía un aspecto
terrible dado que no había dormido nada. Recuerdo que estuve, en aquellas
noches, dándole vueltas a la idea de compartir la noticia con Brent. Tenía
miedo de su reacción, de su tolerancia para conmigo. Pero cuando le dije a
Monique que quería hablar con él, me di cuenta de que ella sabía
perfectamente quién era yo.
—Creo que es mejor que no vuelvas —sonrió. No puse mucha atención
a su mirada altiva; sino que observé, temerosa, su figura. Iba con casi nada
de ropa, el pelo revuelto y las mejillas sonrosadas—. A Bee le gustan las
cosas rápidas y mientras haya candidata, lo aprovecha. Sobre todo si hay un
premio de por medio, ¿entiendes? —Abrí los ojos con intensidad,
asombrada por el pinchazo de dolor que me causó escucharlo. Su voz no era
de aturdimiento o de ira, sino... tranquila, burlona tal vez. Pero eso no le
quitó ni una pizca de peso al veneno que se incrustó en mi alma—. Anda,
no le demuestres ni un poco de nostalgia a ese cabrón. No se lo merece.
Pensé que me estaba haciendo un favor. En ese momento, se sintió como
si la mujer, que parecía más experimentada que yo en muchas formas y
sentidos, quisiera salvarme de algo. Aún ahora creo que eso era lo que
quería hacer...
Aunque ya no lo vea de la misma manera.
No ha pasado un día sin que me pregunte cómo logré salir de ese edificio
sin desmayarme; me faltaba el aire, no tenía a nadie a quién contarle sin
sentir que molestaba, y mis padres se encontraban hundidos en su propia
miseria. Me ardía el pecho como si tuviera fuego en el interior. Mis dedos
estaban helados y tenía la cabeza llena de miedo.
Sí, lo pensé. Pensé que no sería capaz de salir de eso. Pensé que Bee
merecía saber la verdad; así que se lo dije en un texto y le expliqué, en
breves palabras, que no podía tenerlo.
Eso fue todo.
Él me llamó continuamente las siguientes semanas. Luego vinieron las
llamadas de Sam, luego perdí su amistad y, cuando por fin le respondí a
Bee, su tono demandante me provocó indignación. No me había hecho
nada, y de todas maneras tuve la necesidad de descargar mi frustración con
alguien.
—Gracias, pero prefiero continuar en mi trabajo —me disculpo, y trato
de dar media vuelta.
Él rodea mi brazo con su palma tibia, y dice—: En Atlanta hay mucho
espacio para alguien como tú.
Sacudo la cabeza al tiempo que frunzo el ceño.
—Necesito esperar a que nazca la niña, al menos —refuto.
—Así me facilitas las cosas —repone, tras dejarme libre. De pronto,
justo cuando la intimidad se cierne entre nosotros, su mirada gélida me dice
que debo subir la guardia y estar alerta. Si sus palabras me toman
desprevenida, tienden a doler más de lo común—. Si te mudas a Atlanta
podré ver a la niña con más frecuencia.
—Sí, lo sé —digo.
Soy consciente de que eso es lo que quiere oír. Quiere creer que me trago
sus mentiras, que soy tan ingenua que no veo todo lo que le cuesta
contenerse. Pero es bastante obvio.
Si se trata de Bee, para mí todo tiene sentido, aun cuando parezca que le
doy más de lo que debería y que estoy a punto de quedarme sin nada. Lo
cierto es que comencé a tomar decisiones el día que descubrí que me había
enamorado de todos y cada uno de sus defectos. No se lo he dicho porque
no me permite la entrada.
Y no tiene ni idea de cómo quiero que note que no tiene que ser perfecto
para poder estar conmigo. Dios sabe que soy la persona que más lo admira.
—¿Te lo vas a pensar, entonces? —pregunta, en tono bajo.
Comienzo a apilar libros que pienso llevar a un orfanato en el que Henry
y Daniel están colaborando, y me muerdo el labio inferior cuando siento
que se coloca justo a mi lado. Está tan cerca... tan real... tan presente, que
tengo que parpadear varias veces hasta conseguir que el estupor se marche.
—Es probable que me convenga dar clases en alguna escuela privada —
comento—. Pero por lo pronto es esto lo que me puedo permitir —digo,
mirándolo.
Es un error que nos miremos a los ojos. Es un error que comparta el
mismo espacio con él, porque me mata saber que no quiere que esto sea así.
Me pregunto cuánto tendré que esperar; pero, mucho peor, me pregunto si
un día llegaremos a cruzar la línea de intermitencia en la que nos
encontramos.
No es que le tenga fe, o que confíe en su fidelidad, sino que... mi mente
no puede pensar en otro hombre más que en él. Aún no soy capaz de
concebir la idea de enamorarme de otro.
Para mi desgracia, siempre he sido demasiado romántica.
—¿Quieres comer algo? —me pregunta, al tiempo que sujeta un mechón
suelto en mi coleta y me lo acomoda a un lado del oído.
Los dos estamos de pie, frente a frente, y yo no logro sostenerle la
mirada porque en ese momento, su hija se remueve en mi interior. Hago una
mueca de incomodidad y me muerdo el labio. La sensación es
completamente deliciosa. No por mi piel estirada o la brutalidad de sus
movimientos cuando quiere crear más espacio para sí, sino porque sé que
reacciona a mis sentimientos cuando su papá está cerca de mí.
Implícitamente, demostrando que sí le importo.
Aunque no quiera aceptarlo.
Por segunda vez
Bee: 14 de agosto, 2014

La vida puede ser aterradora y avasallante. Lo supe desde el momento en el


que vi la cantidad de llamadas perdidas en mi móvil; Jeremy, el sujeto al
que le pago para que vigile el bienestar de Elle —de mi hija—, ha estado
tratando de llamarme desde hace un par de horas. Rebusqué, apenas
devolverle la llamada, el contenido de mi bolsa deportiva y saqué la
billetera y las llaves del coche.
No tengo intención de quedarme al entrenamiento; así que salgo,
apresurado y sin decirle nada a nadie, de los vestidores. En mi camino, hago
caso omiso de las preguntas de los muchachos, que salen al campo ubicado
en la universidad del estado; detrás se está llevando a cabo una reunión con
veteranos de las fuerzas militares del país. Cada uno de los integrantes del
equipo debe de estar presente. Pero a mí no me interesa quedarme en
ningún sitio cuando Jeremy me ha dicho que mi hija está por nacer.
Me he dirigido al estacionamiento cuando escucho la voz de Ramsés a
mis espaldas; me detengo en el acto y doy media vuelta. Él trota hasta mí
desde la rampa, el ceño fruncido y una línea de expresión surcando su
frente. Una vez estar frente a mí, se limita a esperar a que le explique, con
seguridad, a dónde voy con tanta prisa.
—Elle... —musito, sin poder sacar las palabras correctas.
Me siento minimizado en mi propio cuerpo. Y, al pasarme la mano por el
cabello, siento que las piernas me flaquean; todas mis terminaciones
nerviosas están resintiendo el miedo que vengo acumulando desde que Elle
se fue a vivir sola. Sin embargo, el mismo Jeremy me advirtió que quizás
había sido lo mejor para todos.
Brenda, la madre de Elle, es una espina constante; la he escuchado
hablar en muchas ocasiones. He oído la manera en la que compara a Ethan,
el mellizo muerto de Elle, con ella. Y no me gusta. No me gusta que haga
de Elle una niña asustada e insegura. Puede que conmigo se comporte de
forma decidida y fuerte, pero cada vez que su madre la ronda, se sumerge
en sus pensamientos, sufre de migrañas e incluso se porta ausente conmigo.
Si soy sincero, nunca en mi vida nada me había frustrado tanto que el no
poder sacarle una palabra a Elle; a veces, cuando estoy junto a ella y se
queda callada, me gustaría tener la capacidad de leer su mente. Porque de
esa manera me daría cuenta de cuánto le duele no tener el apoyo de la mujer
que le dio la vida.
Hoy es la última vez que pienso tolerar su presencia; hoy no voy a
soportar que arruine el momento en el que voy a ver, por primera vez, el
rostro de mi hija.
Yo no quería, pero Elle acabó convenciéndome de ponerle un nombre
que se asemejase al mío y que rimara con el de ella.
—¿Necesitas algo? —pregunta Ramsés, con gesto preocupado, ya que lo
he puesto al tanto de las novedades.
—Necesito saber que todo saldrá a pedir de boca, si no... —digo,
evitando sonreír.
Tengo el pecho hinchado, a punto de estallarme por la cantidad de
emociones aquí guardadas. Ramsés se limita a esbozar una sonrisa y, tras
acercarse para darme un abrazo —que yo recibo y agradezco—, me dice
que en cuanto el partido termine, estará en Clarke conmigo. Le digo que no
tiene por qué molestarse, pero él insiste y además me explica que le dará la
noticia a Taylor.
Para cuando estoy subiéndome al auto, miles de pensamientos y
posibilidades sobrevuelan mi mente. Nada que pueda pensar va a
tranquilizarme hasta que esté frente a un médico y este me haya dicho que
los planes de parto normal, sencillo y rápido —exceptuando los dolores,
claro está—, han llegado a su fin.
Enciendo el automóvil todavía con el miedo obligándome a temblar; mis
rodillas no serían un buen soporte en este momento. Una parte de mí está
enojada por no haber podido presenciar todo en cuanto dio inicio, pero la
otra me recuerda que Elle y yo no somos nada y así tendrá que ser...
El recuerdo de esta realidad me embarga. Mientras saco el coche del
deportivo, enlisto las razones que me apartan de la madre de mi hija.
Durante estos meses, no he hecho otra cosa que levantar una muralla entre
ella y yo; y me digo que es lo más sensato que he podido hacer por nadie.
Al menos, con Monique, mantengo una relación free que no exige
compromisos a pesar de que tenemos exclusividad. Ella comprende mis
motivos para no cruzar una línea con la que no voy a poder lidiar; va a
sobrepasarme. Mucho más si cruzo ese límite con alguien como Elle, cuyos
modales me hacen sentir... pequeño. A su lado mi mundo se deforma.
Ramsés dice que es porque tengo terror de lo que implicaría estar
completamente con ella. Y no hago otra cosa que quedarme callado, porque
la idea me resulta intimidante. Pero luego me digo que es lo mejor: para
ella. Si me lo pienso dos veces, no cuesta nada el saber por qué alguien
como yo no podría hacerla feliz jamás.
—Elle te tiene mucha paciencia —me dijo Taylor hace no mucho—. Y
tú estás cómodo porque, sin que te lo merezcas, te ofrece una fidelidad
enorme. —Ramsés sonrió ante el comentario de su mejor amigo. Yo
permanecí en silencio, analizando el peso de sus palabras en mi vida—.
Cuando se canse de ti y decida pasar página, entonces me dices qué se
siente perder lo que siempre quisiste, pero que te mantuvo acobardado
como un niño.
Usualmente, en cuanto al matrimonio, las cosas de pareja y los hijos,
Taylor es muy contundente. En lo personal, su actitud paternal me deja sin
palabras. Tengo dos amigos que son felices hasta por los codos; a pesar de
las dificultades que sus relaciones pueden llegar a experimentar, siempre me
dicen lo mismo.
Dicen que, si no me arriesgo, nunca voy a saber lo que hubiera
sido. Pero yo no quiero poner a Elle en una situación como esa: el descubrir
cómo puedo llegar a ser en cuanto a ella.
Por mi parte, sin decírselo, he descubierto que no puedo mentirle; cada
vez que trato de hacerlo, cada vez que quiero fingir que su vida no es de mi
interés, la sangre me hierve. Ni siquiera puedo decirle lo mucho que me
hubiera gustado dormir con ella todo el embarazo. Gracias a ello comprendí
que no hay mayor verdugo de un hombre que él mismo: porque yo soy
experto en hacer memoria de mis raíces.
Si Elle tuviera esas intenciones, podría obtener cualquier cosa que
quisiera de mí. Yo se lo daría. Le daría todo con tal de hacerme un espacio
en su vida.
Daría incluso mi existencia para demostrar que se merece el mundo.
Y, lo más triste, es que no tengo cómo ofrecerle eso.
Antes de ponerme en marcha hacia Clarke, me detengo en mi edificio,
que se encuentra erigido a pocos bloques del deportivo. Tengo que recoger
algo que compré hace mucho para ella; no para Beth —mi hija—. Sino para
Elle.
Porque de alguna manera necesito darle las gracias.

No se lo voy a decir a nadie; ni siquiera a Ramsés y a Taylor. Pero jamás


me había sentido más satisfecho conmigo mismo. Nunca, antes de ver la
cara redonda y pequeña de mi bebé, había experimentado tantos
sentimientos a la vez. Ahora que la estoy mirando, no he podido dejar de
pensar en el tipo de vida que voy a darle.
La paga por el fútbol no me hubiera parecido más adecuada que ahora;
es aquí cuando todo el esfuerzo por ser alguien, vale la pena. Una vez ya me
sentí realizado. Y, sin embargo, observar a una persona que forma parte de
mí, y que es mucho más pura, aun así, es como la cumbre de una meta que
nunca me propuse y a la que llegué sin esperarlo.
Elle está cargándola en sus brazos, luego de que la enfermera se la
entregase. Nació hace cuatro horas. Cuatro horas formando parte de este
mundo y ya ha cambiado por completo el mío. Brenda se encuentra del otro
lado de la camilla y, para su suerte, no ha espetado nada desagradable.
—Bethany, entonces —masculla la mujer, frunciendo el ceño con
ternura.
Ella se inclina para acariciar el rostro de su nieta y me sonríe desde su
sitio. Estoy sentado a un lado de la cama, en una silla.
—Beth, de cariño —musita Elle, en voz baja.
Tiene el rostro enmascarado de cansancio. El cabello se lo han recogido
en un moño que ya está muy desaliñado. Sus mejillas sonrosadas, los labios
resecos y las ojeras debajo de sus ojos, son la prueba tangible de que ha
sido un día muy largo para ella. No obstante, jamás la había visto tan
hermosa y natural. En un estado del que me puedo sentir culpable y, a pesar
de ello, también estar totalmente orgulloso.
Mientras ellas discuten acerca del peso de la niña, y de lo pequeñita que
es —Brenda dice que Elle era idéntica—, me pongo de pie para pedirle a la
criaturita. Los ojos de su madre me examinan en cuanto pongo los brazos a
su merced; y ella me acuna al bebé hasta dejarla bien acomodada en mis
manos.
Les doy la espalda porque no quiero que lo noten; no quiero que vean
cómo me escuecen los ojos y cómo se me hace un nudo en la garganta. Ya
he acabado con eso, pero un ligero retintín de mi padre aparece en mis
pensamientos: no puedo evitar imaginarme cómo se sintió él cuando se
enteró de que iba a ser padre.
Tuerzo un gesto mientras le paso un dedo por la frente a Beth, que hace
un puchero al resentir la aspereza de mi toque. La mueca delicada que tiene
en su pequeño rostro me estruja el alma y la hace pedacitos. Hasta ahora, la
única que conseguía tambalear el mundo debajo de mis pies, era su madre;
pero creo que me he enamorado por segunda vez, y que esta es igual de
permanente.
No puedo decir que vaya a ser idéntica a su mamá. Tengo la esperanza,
aun así.
Sus ojitos comienzan a abrirse ligeramente, pero no distingo nada más
que una capa cristalina en ellos; supongo que no puede ajustarse a la luz,
porque cierra sus párpados de nuevo y emite un gemido. Está incómoda. La
siento removerse en mis brazos. Cuando la puerta frente a mí se abre, y la
enfermera aparece en el marco, bajo la vista hacia Beth y trato de
mantenerme estoico.
¿Cómo puedo, sin embargo? ¿Cómo?
A mí no se me da la indiferencia; mi cuerpo es un repelente de las
mentiras. Es algo... inconsciente.
Si se trata de Elle —de mi hija— estoy acabado. No tengo fuerzas ni
voluntad ni decisión. Porque hago todo por ellas y para ellas. Ha sido así
desde que se entregó a mí; mi mundo gira a su alrededor desde que desperté
a su lado, temeroso por haberla lastimado, por haber profanado lo que no
debió darme a mí.
Tal vez mis amigos se dieron cuenta, pero no he querido decirlo en voz
alta.
No haría ninguna diferencia. Lo único que puedo ofrecerle —a Elle,
principalmente— es seguridad. Porque no sé cómo amarla lo suficiente para
que sea justo.
La enfermera me dice que tiene que llevar a la niña a descansar.
Entonces, con un dolor agudo en el pecho, se la entrego y me aseguro de
agacharme más de la cuenta para que la mujer vestida de blanco no haga un
esfuerzo innecesario. Así, sonriendo —quizás burlándose— ante mi
postura, le dice a Elle que debe de descansar un poco.
Brenda le da un beso en la mejilla a su hija, y se yergue para venir en mi
dirección. Apenas nos deja solos, aprieto la mano y me la llevo al bolsillo
trasera del vaquero. La bolsa que guarda el brazalete está aquí. La empuño a
la espera de que no se note que la he sacado y, aproximándome a Elle, me
repito que debo guardar mi distancia.
Hay un margen que no me tengo permitido violar. Porque me hace
añicos; su olor, por ejemplo; su calor, que es tan adecuado para recordarme
que estoy vivo. Su mirada azulina, su sonrisa despreocupada. Así como la
que está esbozando en este momento, cuando me siento a su lado, sobre la
camilla.
Hago un esfuerzo por no inclinarme y estrecharla con todas mis fuerzas.
Mis manos me reclaman que recorra sus mejillas; quiero atraerla hasta mi
pecho y susurrarle al oído que acaba de hacerme el hombre más feliz del
mundo. Pero, en lugar de eso, saco el brazalete y se lo pongo frente a la
cara: a modo de broche, tiene dos pequeñas alas que fungen como unión de
los eslabones de los que está hecho, Tiene una piedra preciosa en el centro;
aunque es un diamante, pienso decirle a Elle que no es para tanto.
Lo más seguro es que me lo devuelva; está decidida a no depender de mí
económicamente.
Dios sabe cómo me mata eso. Porque sé que, muy madre de mi hija y
todo, puede enamorarse de otro, tarde o temprano.
Llegado ese momento, espero haberlo superado. Espero haber obtenido
al menos un poco de calma. De otro modo, no tengo ni la menor idea de lo
que voy a hacer conmigo mismo. No sé si voy a poder tolerarlo.
—Felicidades, mamá —le digo, tirando, con delicadeza, de su muñeca
para enredarle el brazalete, mandado a hacer especialmente para su pequeña
mano.
—No tenías que regalarme nada —dice ella, admirando la piedra de la
joya—. Menos si es algo que parece caro, como esto.
Su mirada entornada hace que recuerde lo inteligente que es; entorno los
ojos solo porque pensé que podía...
¿Por qué no puede simplemente hacerse una idea de que no hay precio
que yo pueda pagar para retribuirle lo que acaba de darme?
—No te gustan las flores —musito, evitando sonreír.
Le queda de maravilla en la muñeca; las alas cuelgan de él y hacen una
fiesta magnífica en contraste con el diamante, y la piel de Elle. Además, el
tono blanco del oro queda a la perfección con el color de sus ojos.
Pero es que es tan preciosa...
—Y a ti no te gustan las cursilerías —masculla, en tono de broma.
Emito un gruñido y sacudo la cabeza, antes de decir—: Puedo
soportarlo. Aparte, me gustó en la joyería. No es la gran cosa.
Y, casi al tiempo que lo digo, me arden las mejillas; toda mi cara se
calienta por lo que me supone tener que mentir. Evito mirar a Elle; mirarla a
los ojos me destruye cada vez que intento engañarla.
La escucho suspirar, como siempre.
Me tiene mucha paciencia.
Taylor viene a mi mente a cada rato. Mucho más cuando quiero que Elle
piense que por ella no siento nada...
Cuando en realidad lo siento todo.
—¿Ya pensaste en lo que te dije sobre la casa? —le pregunto.
Tiene los ojos cerrados. Una mueca extraña surca su rostro, y entonces
dice—: Sí. —Abre los párpados y se me queda mirando. Durante largos
segundos, todo lo que hago es escudriñar su rostro. Quiero... Dios, no sé
qué quiero. No sé cómo ni cuándo, y por eso aparto la mirada, fingiendo
que miro la hora en mi reloj—. Viviré en tu casa bajo la condición de que
no te metas en mi vida. Para nada. Y de que no te enojes cuando no te
comparta mis decisiones.
Enarco una ceja en su dirección.
Si no fuera tan cobarde, me habría agachado para callarla. Silenciarla de
la única manera en la que puedo...
Pero no. Porque me hice una promesa.
—Hay un colegio al que mandé mi currículum —me espeta. Ha vuelto a
cerrar los ojos—. Sutton.
—¿Quieres que esté cerca? —pregunto.
—Es lo mejor para Beth —musita.
Oigo que está susurrando. Saco mi móvil para revisar el mensaje que me
ha llegado, cuando noto que Elle acaba de quedarse dormida, me pongo de
pie para ir a recibir a Ramsés y Taylor.
Una inspiración profunda para poder lamentarme y salir de la habitación
sin abrazarla.
No puedo creerlo.
—¿Cómo está? —inquiere Brenda, desde un asiento una vez que dejo el
cuarto de Elle atrás.
Clavo la mirada en la mujer al frente, y doy un par de pasos para
sentarme junto a ella.
Voy a hacer algo que probablemente se podría calificar como «meterme
en su vida», pero no pienso tolerar ni una vez más que Brenda sea para Elle
un bodrio en lugar de una madre. Me siento como un hipócrita; pero, aun
así, quiero hacerlo. Quiero asegurarme de que se comportará como su
mamá y no como un verdugo.
Pongo los antebrazos en las piernas y me inclino hacia adelante, mirando
el largo del pasillo.
—Quiero que dejes de repetirle a Elle que Félix está en prisión por su
culpa —digo, sin miramientos.
—Brent, yo no… —intenta justificarse.
Niego con la cabeza, decidido.
—Ella me cuenta todo, Brenda —la interrumpo y agrego en el acto, para
no darle más libertad de mentir—: Y no quiero discutir al respecto. Solo
pretendo que esté tranquila y que pueda dedicarse a la niña sin tener que
estar sintiéndose mal a causa de su padre.
—Hablamos de cosas familiares, como sabrás —dice ahora sí en ese
tono que se le da tan bien.
Es una persona frívola, y muy dura.
—Creo que no me estás entendiendo —insisto, sonriendo y mirándola
por el rabillo del ojo—. Si necesitas dinero, y comodidades, para dejarla en
paz y comportarte cuando estés con ella, no me importa. Solo aférrate a
ello. Haz lo que te pido. Por favor.
—Como tú digas, cariño —dice Brenda, levantándose sin mirarme.
La observo marcharse a través del pasillo. Internamente me repito que a
Elle no va a gustarle. Pero si se trata de protegerla, estoy dispuesto a correr
todos y cada uno de los riesgos.
Ramsés dice que es algo extraño porque yo juro que no hay nada más.
Los medios dicen que la química que hay entre nosotros no podría
compararse ni siquiera con la que mantienen Tay y Lana. Pero si echaran un
vistazo a mi vida antes de la universidad, antes de los Titanes; antes de
ella, no pensarían lo mismo. Sabrían que cualquier cosa que tratemos está
destinada al fracaso, simple y sencillamente porque soy yo. Porque no
puedo. Porque no voy a permitirme destruir lo que es ella.
Tan perfecta.
1
Elle: Viernes, 24 de febrero, 2017.

Bee se ha olvidado de recoger a su hija.


La profesora del jardín de niños acaba de decirme que no hay problema,
pero lo cierto es que sí lo hay. Lo cierto es que, a veces, siento que no
puedo tolerarlo más. Bee dice que debo entenderlo; debo comprender que
las cosas se salen de sus manos y que no necesita mis exigencias. Insiste,
además, con que jamás olvida a su nena. Aunque, estos días, vengo
pensando lo contrario.
Gray, el propietario de la estancia infantil, está hablando con ella; yo me
limito a escuchar cómo mi pequeña abejita le cuenta que su papá es el
mejor corredor de los Titanes a partir de ahora; le cuenta, con un
entusiasmo inocente y a la vez perturbador, cómo se ha convertido en uno
de los jugadores mejor pagados aún sin ser el mariscal de campo o el
receptor estrella.
—Anda —le dice él mientras la deposita en el suelo. Mi hija se va hacia
los juegos del enorme jardín, y rápido se distrae en los columpios.
—¿Cómo puede hacerle esto? —pregunto, a pesar de que sé que no
debería.
Hace como tres meses que comencé a salir con Gray Malthus, un sujeto
bien parecido, de ademanes pulcros y una vida paralela con la mía, que es
un verdadero caos. Casi me parece imposible el hecho de que Brent y yo ni
siquiera estamos casados: porque los medios me acosan de la misma forma,
solo por ser la madre de su hija.
Necesitaba esto; necesitaba sentirme normal, ya que al lado de Bee eso
es prácticamente imposible.
—Tranquilízate —dice el hombre a mi lado, al tiempo que me atrae
hasta su pecho y me reconforta acariciándome la espalda con la mano—.
Seguro que hay una explicación.
Estoy a punto de decirle que ya estoy harta de las explicaciones —
excusas— de Bee, pero el grito chillón de Bethany me descoloca. Alzo la
mirada en el acto, con la boca entreabierta. Sin embargo, para cuando soy
capaz de entender el porqué de la euforia de la niña, Brent ya la está
levantando del suelo en un acto que borra todo aquello que me hace enojar
de él.
Sí. Cuando es ese padre protector y exagerado si se trata de la «Abejita»,
mis defensas en su contra se me antojan líquidas y escurridizas. Se van de
inmediato y el mundo cobra un extraño, pero hermoso, sentido. Se siente
bien que, a pesar de la vida que él mismo ha llevado cuando niño, sea, para
su hija, un sol. Porque para mi pequeña Bee es eso: la luz más cándida en su
existencia.
A ella es obvio que no le importan sus errores.
Tras acercarse a nosotros aún con la Abejita aferrada de su torso (no me
pasa desapercibido el hecho de que Brent lleva puesta la ropa deportiva y de
que está sudado, como si acabara de salir del deportivo), se nos queda
mirando unos instantes, hasta que es capaz de sonreír y bajar a Beth, que se
ríe como si le estuvieran haciendo cosquillas. Para entonces, Gray ya ha
movido su mano y ahora se ha cruzado de brazos.
—¿Te llevo? —inquiere Dylon, mirándome con extrañeza.
La Abejita se ha ido hacia los columpios otra vez, así que le espeto—:
¿Perdiste la noción del tiempo?
—Había mucho tráfico —dice, con decisión—. Tuve un día pesado,
además. Lo siento.
Trago saliva porque el enojo comienza a hacer de las suyas de nuevo. De
modo que miro hacia Gray, que me devuelve el gesto. Anteriormente se lo
he presentado a Bee, pero él no sabe que estamos saliendo. No sabe que ha
comido con nosotras más de una vez y que la niña ha empezado a
familiarizarse con la imagen de él rondándonos.
A Dyl se le dibuja una expresión desdeñosa en la cara, mientras se pone
las manos en la cadera. Lleva las llaves de la camioneta en la derecha, y una
gorra puesta hacia atrás en la cabeza.
—No. Yo... —una sonrisa tira de mis labios, pero no soy capaz de
esbozarla. Brent me mira con introspección varios segundos seguidos.
Se le tensan los músculos de la quijada, y por eso prefiero quedarme en
silencio.
—Quedé de comer con Sam y Neil —señala él, su voz crispada.
—Otro día comemos —dice Gray, al darse cuenta de la molestia en el
tono de Dylon.
Me da un beso en la mejilla y luego le extiende la mano a Brent. No me
sorprende que Dyl le devuelva el saludo de mala gana y que, entornando los
ojos, se ponga en su plan de macho territorial. En un intento por aligerar la
carga de tensión que ha surgido en el ambiente, camino hacia los juegos
para tomar a la niña.
Gray ya se ha ido cuando, antes de llegar a la Abejita, la mano grande y
áspera de Dyl se cierra alrededor de mi brazo izquierdo.
—No me dijiste que tú y don perfecto se llevaran tan bien —masculla,
con aire reprobatorio.
—¿Por qué habría de contarte algo sobre eso? —me río.
—No juegues conmigo, Elle —me advierte. Aun así, la voz tembleque
que surge a través de su boca no es una que se adivine peligrosa, sino débil
—. ¿Qué está sucediendo?
Hago una gran inspiración, hasta que soy capaz de mirarlo a la cara y
negar con la cabeza.
Brent y yo siempre hemos sido de esta forma: si él dice azul yo digo
negro, etcétera. Desde que lo conocí, supe que iba a ser en mi vida un gran
derroche de energía mental; estar a su alrededor me desgasta, hace de mí
una persona tóxica, débil... temerosa. Y lo odio: me odio cuando estoy con
él.
A pesar de ello, hay algo en su porte que me inspira sentimientos de
ternura; a lo mejor porque sé cosas sobre él que nadie más sabe. Sé que, de
pequeño, nadie le quiso como él ha demostrado querer a su hija; sé que,
desde que juega profesionalmente al fútbol, se sintió en un lugar correcto. Y
cuando Bethany llegó, todo su mundo sufrió una trastocada.
Esto no me lo dijo él: me lo contó Sam.
Sam y Dyl son muy buenos amigos; se hicieron así desde el momento en
que él dejó de ir a fiestas y comenzó a acudir a reuniones familiares.
Abandonó los clubes nocturnos e hizo de su vida una fiesta de navidad
constante; nadie se lo pidió, pero dejó el brandy, los coches deportivos y las
playas exóticas, para hacerse fanático de películas infantiles, caramelos,
ponis, payasos, tutús, y diferentes tonalidades de color rosa.
Fue Bethany Dylon, alias «abejita», quien cambió su vida.
—No me gusta ese tipo, Elle —refunfuña.
Sonrío mientras le pongo a la niña el cinturón de seguridad. Ella
juguetea con ese peluche horrible que no tiene un ojo y que le ha regalado
su tío Ramsés hace como un año. Cuando sus ojitos verdes se topan con los
míos, todo lo que puedo hacer es inclinarme para acariciar su naricilla con
la punta de la mía.
Brent está sentándose en el asiento del conductor. Al tiempo que
contorneo el auto, me hago un nudo los reclamos y decido que no vale la
pena pelear por el hecho de que es la segunda vez que llega tarde. No
obstante, sé que me está diciendo la verdad: sé que no hace más que cuidar
de su hija cuando no está entrenando o viajando por el país.
—Es una alegría que no te guste porque sería un triángulo amoroso muy
incómodo —le digo, repantigándome en el lugar del copiloto.
La palanca de las velocidades se mueve, debajo de su palma, con energía
absurda. Pero me obligo a no hacer caso de lo que le pase a Dyl.
—Chistosita.
Oculto mi sonrisa y suspiro, esperando encontrar las palabras
correctas…
—No hay nada de malo en que yo quiera hacer mi vida, Bee —intento
sonar tranquila. Él ha puesto la camioneta en marcha, así que no dice nada y
mi voz es seguro que no ha conseguido más que ponerlo furibundo—. Tú
deberías intentar lo mismo. —Me arrellano en el sillón y miro a través de
mi ventana, con el sentimiento de congoja atorado en mi pecho—. Además
—vuelvo a mirarlo, pero él, por supuesto, tiene la vista clavada al frente—,
estoy en todo mi derecho de...
—Ya te entendí —me interrumpe, bajando por un momento la vista. Soy
consciente de que ha elevado la voz más de lo que debería; y él también lo
sabe porque, de inmediato, mira por el espejo retrovisor. La niña, por cierto,
ni siquiera se ha percatado de ello—. Pero el tal Gray no me gusta.
Alzo ambas cejas, rendida ante la expectativa de que estamos yendo por
un callejón sin salida. Dylon es así de inseguro, así de voluble. Al menos lo
es cuando se trata de mí. Siempre que intento tomar una decisión quiere
intervenir; como cuando dejé Clarke.
Al final, para evitarme problemas, acabé trabajando en un colegio.
Bee compró la casa en la que vivo con Bethany y, aunque al principio
me negué, entendí que no merecía mi energía discutir con él acerca de cosas
sin importancia como mi residencia: él, de todos modos, dijo haberla
elegido por hallarse en la zona más decente de la ciudad. Un sitio donde la
niña podría salir a jugar sin que yo tuviese miedo cada dos segundos.
Para su fortuna, resultó que tenía razón en eso; ya no me veo viviendo en
el centro de Atlanta o siquiera cerca de allí.
—Me gusta a mí y eso es más que suficiente —digo, por último,
decidida a terminar con esta conversación.
La camioneta hace alto en un semáforo, por lo que Dyl se vuelve hacia
mí con cautela y, con un aire increíblemente torturado, dice—: Si te gustara
en serio no te habrías venido conmigo. —La seriedad en su tono me asusta,
de manera que lo miro a los ojos y paso saliva, confiando en mi autocontrol
para no gritar en su cara que le debo mucha de mi propia dependencia
emocional—. Su orgullo debe de estar muy herido ahora mismo.
—Solo deja de meterte en mi vida, Bee —le pido—. Ya. Terminé con
esto. Necesito estabilidad. Por favor.
—Yo soy estable —susurra, sin quitar la mirada de mí. El sonido de los
coches afuera hace eco en mis tímpanos. Transcurren varios minutos en los
cuales a mí me toma mucho aire el poder entender qué ha dicho y por qué.
La camioneta vuelve a su curso antes de que él hable otra vez—: Haz lo que
quieras, Elle. —Sortea el volante de tal manera que el chirrido de su piel
con la del manubrio me saca de mis casillas.
Ese es el Brent Dylon acorazado que yo conozco. Es el Bee que los
medios aman porque resulta inquebrantable. No saben que es ridículamente
débil y que se vale de su cara y de su cuerpo para parecer un gigante de
acero. No lo es. Bee es un sujeto capaz de doblarse como la soldadura con
el acero. Es el hombre que se duerme en el sofá con su hija viendo, por
milésima vez, Mulán.
Bee Dyl es el tipo que a veces me hace creer que valgo la pena como
mujer, solo por ser la madre de su hija; pero también es el mismo que me
hace sentir como la más ínfima de las personas al recordarme que no doy un
paso sin tener miedo, que, cada vez que se da la oportunidad, dejo que mi
madre y otras personas abusen de mí a su antojo.
Por eso es malo para mí. Y yo soy mala, malísima para él: lo único
bueno que hemos hecho juntos, en esta vida, se llama Bethany Dylon y por
ella decido guardar silencio, segura de que el pinchazo de humillación se irá
en cuanto le cuente a Ruth que estoy harta de soportarlo, de esperar a que
quiera algo conmigo.
Ya pasaron tres años. Creo que lo esperé todo lo que me fue posible.
Creo que ahora sí estoy lista para abrir las puertas, a lo mejor con Gray.
2
Bee

—Eso es irrelevante.
—No tanto —asegura Ramsés, más repantigado en el sofá; lo observo hacer
un aspaviento y, entonces, me atrevo a cerrar los ojos; cuando los abro, él
está sonriendo—. Amigo, si yo fuera tú…
—¡Jesús! Cierra la boca, hombre —lo silencio; estoy por la cuarta copa
de vino, y me quedo admirando el cristal antes de reponer—: Aunque se lo
diga, eso que tú te estás imaginado, no hace mayores mis posibilidades.
—Tienes muchas, Bee.
—Sí. Claro.
—A ver… —Él pone los antebrazos sobre la isla y entorna los ojos al
mirarme—. ¿Qué cosas podría reclamarte Elle si, ahora, tú le pidieras
perdón por haber sido un imbécil todo este tiempo?
—¿Por ejemplo?
Ramsés sacude la cabeza y, cruzándose de brazos, me dice—: Sí, por
ejemplo.
—Que, durante su embarazo, prácticamente la dejé sola; tal vez me dirá
que no abandoné mi estilo de vida —le lanzo una mirada suspicaz para
notar el cómo me observa, pero al no ver recriminación en su gesto, me
animo a proseguir—; me dirá que la trato como si no me importara.
—Esos son muchos ejemplos —comenta Rams, clavando la mirada en
otra dirección que no sea la mía.
—Exacto.
De nuevo sacude la cabeza, incrédulo al parecer.
—Si sabes que no puedes estar con ella, ¿no tendrías que haberte
resignado ya?
—Ya ves. Cada día soy más egoísta.
—Y más idiota, también.
—Ramsés, no puedes entenderlo.
—Bueno, pues explícame. Soy todo oídos.
No cederá. Como lo conozco, sé qué quiere de mí. Entonces, decidido a
zanjar esta charla ridícula, me pongo de pie y dejo la copa sobre la mesa.
Ramsés adopta una postura indiferente hacia mí una vez que escucha el
timbre de su móvil. Mientras tanto, le echo un vistazo a mi reloj, para
verificar la hora.
Mentalmente, me digo que tal vez podría pasar a ver si ya están en casa;
anoche Elle me explicó que saldría con Gray a no sé dónde. Así que,
mirando a Rams con desasosiego, me aseguro de inhalar muy profundo
antes de emitir cualquier palabra.
Si bien es cierto lo que él dice, es más cierto todavía que no está en mis
zapatos.
Ni Ramsés ni Taylor ni Elle saben a lo que puedo llegar cuando el agua
me llega al cuello: una vez estuve allí, y no me gustó la sensación de haber
lastimado a una persona con mi estupidez heredada y repetida. Si me
permitiera hacerle eso a Elle, no podría perdonármelo jamás. Es la madre de
mi hija; una mujer inteligente, capaz, y hermosa. Quizás la mujer más
hermosa que he visto en mi maldita vida.
—Ya tengo que irme —le espeto a Ramsés, que se ha quedado pensativo
de pronto—. ¿Todo bien?
Al escucharme inquirir, mi amigo se limita a hacer un asentimiento de
cabeza, por lo que tomo la decisión de no insistir más. En el fondo sé que
no quiere admitir que tiene problemas reales y serios con su relación; pero
lo entiendo. Entiendo que quiera actuar por sí solo.
Lo sé mejor que nadie.
Ya que me he despedido de él y que le muestro mi felicidad porque todo
el exabrupto por los playoffs pasados haya terminado por fin, avanzo hasta
mi vehículo, que dejé estacionado en el garaje de la casa de Ramsés. La
noche se ha cernido por completo, y un clima húmedo templa la ciudad.
En el trayecto, trato de pensar si, dado lo que siento en estos instantes,
sería prudente ir para arropar a Beth. Una vocecilla insidiosa dentro de mi
cabeza me recrimina que me estoy mintiendo; así como todos los días
cuando amanece, sigo creyendo que puedo sobrellevar una vida lejos de
ellas. Sin embargo, la barrera que me separa de esa realidad es cada vez más
alta.
Es en el último segundo en el que cambio de opinión y pongo rumbo
hacia el centro de la ciudad. Mi edificio, minutos más tarde, se levanta a tan
solo unas calles. Y justo antes de descender hacia el parking, escucho el
sonido de un mensaje entrante en el móvil. Es Elle, diciéndome que quiere
hablar conmigo mañana.
Un nudo gigante se forma en mi garganta tras dejar el celular sobre el
asiento del copiloto. No consigo evitar que la incertidumbre me golpee el
pecho, ni siquiera cuando estoy bajando de la camioneta y veo un automóvil
que reconozco.
Monique está en el interior, muy ensimismada en su teléfono. Me acerco
a la ventanilla con pasos dudosos y toco dos veces con el nudillo;
últimamente no nos vemos demasiado, así que me parece extraño que haya
venido sin decirme. Ella, en cuanto me ve, esboza una sonrisa de sorpresa y
se baja muy rápido de su coche.
Va vestida como siempre: elegante, limpia y sin extravagancias. Muy
adentro de mí, me pregunto qué fue lo que me impidió involucrar
sentimientos con esta mujer que no le pediría nada a otra. Tiene el éxito
bien merecido; es guapa, educada y muy culta, además de adinerada por el
arduo trabajo de diseño y modelaje que lleva a cabo desde hace años.
—¡Esto es un milagro! —exclama, al tiempo que me abraza y me planta
un beso en cada mejilla—. Encontrarte en tu casa es verdaderamente una
proeza que ni Perseo, vida…
—Sabes que puedes llamarme —le digo, acomodándome la gorra a la
cabeza.
Monique estira una mano y me la quita, para ponérsela un par de
segundos más tarde. Luego, cuando nota que no tengo pensado decir nada
más, me examina con detenimiento y se queda mirándome, los ojos
entrecerrados y una mueca de introspección en la cara.
No fue Elle quien entró en mi vida como un azote y me apartó del estilo
de vida que llevaba antes. Tampoco fui hipócrita con ella, pero solo Ramsés
y Taylor son conscientes de que mi estricto trato con Monique se condenó
cuando nació mi hija.
Lo intenté. De verdad intenté que no me importara. Pero algo dentro de
mi pecho me hacía sentir que estaba traicionándome a mí mismo cada vez
que rozaba los labios de Monique. Y, aunque nunca lo he dicho en voz alta,
sé que es debido a que mis deseos son otros desde entonces.
—Te llamaría si me respondieras —me increpa ella, el ceño fruncido—.
¿Estás bien?
—Elle está saliendo con Gray.
—¿Saliendo cómo?
—Saliendo. Así. —Me doy media vuelta y camino hacia el maletero de
la Lincoln.
Detrás de mí, escucho los pasos delicados de Moni y siento cómo se
aproxima.
—Tenía que pasar algún día —dice.
Está en lo correcto. Todos los que me aconsejan que haga algo respecto a
mi vida están en lo correcto. Incluso mi subconsciente tiene razón: ya
debería de haberle dicho a Elle… Debería de haber reconocido lo que tengo
atorado en el cuerpo para con ella.
A lo mejor…
—Pues, sí —admito, en un susurro—, pero me preocupa Beth.
—Sí, como tú digas —se ríe Monique, siguiéndome a través del
estacionamiento, hacia el elevador.
—Es en serio. Elle es demasiado inocente.
—En eso estoy de acuerdo; es el tipo de mujer que, si se topa con un
patán, aún esperará lo mejor de él.
Ruedo los ojos al tiempo que presiono el botón del penúltimo piso,
donde se encuentra mi departamento. De fondo, escucho el discurso
entusiasta de Monique, que parlotea sobre el proyecto de moda en el que
está metida.
Dice, cuando nos adentramos en mi departamento, que a eso ha venido;
la gala será el próximo fin de semana y me ha traído la invitación.
—Eres, probablemente, el único amigo que tengo —sonríe.
La mueca es socarrona. Me resulta evidente que quiere burlarse de mí.
Creo que esa fue una de las cosas que hicieron que lo nuestro no pasase
de los encuentros fríos y básicos que antes; ella tiene un sentido del humor
que no entiendo. A veces pienso que sería la mejor compañera del mundo y
otras —esas en las que observo cómo sonríe Elle y cómo se comporta con
todo el mundo— siento que me odiaría más si acaso se me ocurriese dar ese
paso.
No lo di con Elle porque a ella… Con ella es diferente.
A Monique puedo mostrarle mi peor lado y no tener miedo de saber que
la estoy hiriendo. O al menos ella nunca me ha dicho que mis palabras le
resulten hirientes. Elle, no obstante, solo tiene que mirarme como siempre
para darme cuenta de que mi sola presencia le duele.
Es como si mi estadía a su alrededor fuera un estigma.
Dejándome caer en el sofá, echo la cabeza atrás y veo cómo Moni se
sienta a mi lado, estirando los pies hacia la mesilla del centro y clavando,
también, la mirada en el techo.
—Elle te ha tenido mucha paciencia, ¿sabes? —la escucho decir.
Para variar…
—No se trata solo de paciencia.
—Bien. —Monique suspira largamente y después de arrellanarse en el
sofá, se acomoda de manera que puede mirarme a la cara; observo cómo
deja un sobre de color perla en la mesita y cómo se mesa el fleco hacia atrás
—. Creí que cuando terminamos con lo nuestro fue porque por fin ibas a
tener valor de decirle lo que sientes.
—Terminé con lo nuestro porque sentía asco de mí mismo —musito.
—Siempre tan dulce —refunfuña ella.
Es notorio el desdén y la repulsión que le ha causado mi comentario,
pero, como siempre hace, enarca una ceja y esboza una sonrisa cruel,
gélida; un gesto que le daría miedo a cualquiera.
A mí me provoca ansias; sé lo que significa. Y, cuando Monique no
obtiene lo que quiere, tiende a hacer uno que otro berrinche. A pesar de
ello, no voy a cambiar de opinión ni a decirle mentiras.
Estoy seguro de que nadie podría escuchar esto sin enojarse conmigo.
Nadie, con los pies bien firmes sobre la tierra, estaría de acuerdo con mi
manera de pensar. Si le cuento a los muchachos que tengo miedo de lo
mucho que podría lastimarla, ellos seguramente no me van a creer.
Y lo otro yo no tengo necesidad ni valor para contárselos.
Es muy íntimo y antiguo como para traerlo al presente. Ni siquiera sabría
cómo aceptar que antes ya crucé la línea y que, por eso, me juré jamás
volver a hacerlo.
—Tú no eres tu padre —sentencia Monique, al tiempo que se levanta de
un salto—. En fin —dice, tras suspirar—. Ojalá que puedan asistir. Me
vendría muy bien la publicidad. Ah —antes de darse la vuelta, me muestra
una sonrisa llena de alborozo—, y si quieres, en el momento que desees,
podemos reanudar lo que dejamos pendiente. Sabes que para ti…
—Me lo voy a pensar —la interrumpo.
Alcanzo a vislumbrar un dejo de veneno en su mirada, pero decido que
no quiero prestarle atención. Monique podría ser calificada como una
femme fatale. Ya me he visto envuelto en sus caprichos y, aunque es una
mujer muy centrada, uno de sus mayores defectos (para algunos podría ser
una virtud), es que casi nunca acepta un no por respuesta. A menos que esa
sea su voluntad. Entre nosotros nunca hubo algo tan intenso como para que
ella se sintiera traicionada. Tal vez por eso tuve suerte y no se convirtió en
mi enemiga. Además, dejamos todo muy claro hace ya más de un año.
Traspasé mis límites con Elle, entonces; crucé esa raya que me impuse
para mantenerla alejada. Ella, como bien me ha dicho Taylor en más de una
ocasión, no se niega a nada conmigo. Su actitud respecto a Gray, como cada
vez que la veo empoderarse y ser valiente, lo único que hace es que me
enorgullezca más. Aun cuando no me lo merezco, me siento extasiado de
ser testigo del cómo ha evolucionado como persona.
Puede ser que Gray sí se lo haya dicho: puede que, cuando la abraza, le
haya hecho saber que es casi perfecta.
Aprieto los ojos con tanta fuerza que el escozor es demasiado
perceptible. La sala está más oscura que de costumbre; me pongo de pie —
ya que Moni se ha marchado— y enciendo la primera lámpara con la que
me cruzo. En el sillón del fondo, junto a la repisa de libros, hay una
fotografía que, en el acto, me devuelve el alma al cuerpo.
El nudo que traigo conmigo desde hace unos días se derrite cuando veo
la sonrisa lúcida de Beth, abrazada del horrible peluche llamado Manchas
del que nunca quiere separarse. Un resoplido sale por mi boca mientras
escudriño las facciones de mi niña. De la bolsa de mi pantalón, saco mi
móvil y busco el número de Monique, justo para escribir un mensaje
escueto con el que espero poder tomar las riendas de mi vida.
Al instante de preguntar si puedo pasar mañana a su casa, ella me
responde con un efusivo emoji y un sí rotundo. Y luego busco la mirada de
Beth; tiene un tono de iris casi idéntico al mío. Pero la expresión es la de su
madre.
Elle se merece ser feliz, es verdad. Yo quisiera sentirme capaz de dárselo
todo, pero hay algo que sigue rumiando mi conciencia. Algo que se siente
mal en cuanto a nosotros en conjunto.
3
Elle

Ruth, cuando Beth se va corriendo hacia su padre, deja la vista clavada en


el campo, como si estuviera pensando en algo que vino de pronto a su
mente; como si hubiera recordado algo en lo que no quería pensar. Por lo
regular, tiene un gesto de alegría en la cara; por eso me parece extraño que
esté tan callada este día.
Durante largos minutos, todo lo que hacemos es permanecer sentadas
sobre el pasto, admirando cómo Beth se trepa en los hombros de Josh; al
lado de él, Bee está dándome la espalda. Lleva puesta una camiseta
deportiva, sin mangas; tiene rasgaduras en los brazos. Desde aquí, alcanzo a
distinguir que una tiene pequeñas líneas de sangre.
En ese momento, escucho un carraspeo por parte de Ruth, que está
mirándome; la sonrisa dibujada en su rostro resulta evidente para mí, así
que echo la cabeza atrás sin poder evitar reírme.
—Entonces, ¿Gray? —dice.
—Sí.
—No entiendo —musita ella, encogida de hombros; la carcajada de
Taylor surca el ambiente; le acaba de lanzar el balón a Beth. Por un breve
instante, tanto Ruth como yo lo miramos, y observamos cómo Beth imita su
posición. Después ella prosigue—: Hace poco menos de un mes me dijiste
que no podías ni intentarlo.
—Ya sé lo que te dije —me río—. Pero me invitó a cenar y creo que no
pierdo nada con tratar.
—No, claro que no —repone, aunque su gesto no es de aceptación—.
Sin embargo, dudo que alguien pueda concentrarse en una nueva relación
cuando está enamorada de otro.
Desvío la mirada hacia Beth de nueva cuenta, salvo que ahora evito
responder con total deliberación. Sé que Ruth me lo dice porque es quizás
la mejor amiga que tengo, y sé que, si me recuerda mis propios
sentimientos, no es porque quiera lastimarme. Sino porque se preocupa; mi
semblante y acciones deben de ser… temerarias.
—No hemos dicho que estamos en una relación —admito, y es la verdad
—. Solo vamos a comer y esas cosas.
—Me imagino que le gustas para mejor amiga —suelta Ruth, con un
retintín en la voz.
Abro los ojos impresionada por la manera en la que puede arrojar su
ponzoña cuando quiere. Tal vez esa es una de las mejores cosas acerca de
ella; correcta o no, su opinión siempre es sincera. Con ella puedo esperar
que me diga las verdades dolorosas que a mí me cuesta aceptar y, sin más,
termino haciéndolo. Acepto, siempre al final, que tengo gran parte de la
culpa de todo lo que ha ocurrido en mi frustrada relación con el padre de mi
hija.
—Pienso hablar con él, ¿sabes? —le aseguro.
—¿Con Bee?
Niego, mirándola con aprensión.
Ella enarca sus cejas negras y luego se queda mirándome.
—Con Gray. Quiero ser clara.
—Pienso que tendrías que hablar con Brent primero —me dice—. O sea,
todo este tiempo, te la has pasado en una magnificencia de mutismo; y, si
no se lo cuentas, nunca sabrá cómo te sientes.
—A veces resulta demasiado obvio —suspiro—. Yo he hecho cada cosa
para darle gusto. El trabajo, la casa; incluso actúo como si… —Respiro
hondo porque aceptarlo me pone la carne de gallina—. Le di la paciencia
que creí que necesitaba. Ahora soy yo la que necesito que todo esto
cambie.
—Quieres que sepa que puede perderte.
—No, Ruth. Quiero hacer algo por mí misma; ya hice todo lo que pude
por nosotros. Él no lo aprovechó y esa no es mi culpa.
Ella sonríe con ternura y sacude un poco la cabeza, haciendo que la
coleta en la que lleva anudado el cabello se zarandeé de un lado para otro.
De pronto, su expresión se modifica cuando ve que Ramsés se le acerca; yo
esbozo media sonrisa porque el aspecto del receptor no es muy bueno.
Él se deja caer al lado de Ruth y, después de darle un gran trago a una
botella de agua, se acuesta sobre el pasto. Han jugado terrible; y, a pesar de
ser un partido amistoso, por simple gusto con otros miembros de su club,
pues tiene un semblante deplorable. Escucho cómo charla desde su posición
con mi amiga, por lo que, sintiéndome mal tercio —ya que han comenzado
a charlar acerca de algo muy íntimo, según parece—, me pongo de pie y
cargo la mochila de Beth. Me despido de ambos con un saludo y una
sonrisa, pero, antes de que acabe de darme la vuelta, Ruth ya está
diciéndome que me llamará en la semana para hacer la cita para la alergia
que le descubrimos a la Abejita.
El domingo le llamé a Brent para pedirle que habláramos al día siguiente
y, como cada vez que se lo pido, acudió sin falta. Después de haber comido
con Gray, por la tarde le noté la respiración extraña a la niña y comprendí
que algo de lo que había ingerido no le había caído bien, por lo que llamé a
Ruth y ella le aplicó un antihistamínico.
Si le llamé a Brent, es porque Ruth me pidió que la llevara al consultorio
para hacerle un par de pruebas. Resultó que, como su papá, Bethany es
alérgica a las nueces.
Cuando me acerco a ellos, Beth lo primero que hace es decirme que su
tío Taylor le está enseñando a lanzar.
—¿Quién demonios le dijo que las niñas no pueden ser mariscal de
campo? —me pregunta Tay, entregándome el moño azul que se le cayó a
Beth.
Antes de que yo pueda responder algo, Bee se aproxima a nosotros y,
tras levantar a Beth en brazos, dice—: No hables sobre demonios frente a
mi hija, hombre.
—Como quieras —se ríe el otro y comienza a caminar hacia Ramsés;
aun así, nos mira sobre su hombro derecho para reponer de inmediato—: El
diecinueve es el cumpleaños de Leah, no lo olviden.
Con un asentimiento leve, Bee se echa andar hacia el estacionamiento
libre del campo; la mayoría de los presentes también están retirándose. Al
llegar al final de la planicie, Brent se detiene para agarrar la bolsa deportiva
que le pertenece y, mirándome, me indica que camine delante de él.
Bajamos una pequeña inclinación hasta que, a poco menos de diez metros,
se distingue su camioneta; esta tarde pasó a casa por Beth, pero como Ruth
me dijo que venía para hablar con Ramsés no pude negarme a venir cuando
él me invitó.
Tras acomodar a la niña en el asiento trasero, al girarme, me encuentro
con la mirada de Bee, que me observa más atento que nunca. Tuerzo una
mueca porque no sé qué hacer con él frente a mí, tan callado. El lunes no
tuvimos tiempo de hablar sobre nada y sé que, aunque lo niegue, eso es lo
que quiere hacer.
—Necesito hablar contigo de algo importante —dice.
Los dos nos movemos dos pasos más cerca de la puerta del conductor,
que Brent ni se molesta en abrir. Al contrario, se recarga en ella y se guarda
las manos en los bolsillos del pantalón; en cuanto agacha la mirada al suelo,
sé que está pensando sus palabras.
Casi siempre que hablamos de algo íntimo él se muestra huraño, con
muecas de acritud y una espesa capa de neblina sobre sus miradas. Se
contiene cuando está frente a mí, cada vez que estamos a punto de avanzar.
Así fue que comprendí que estamos estancados.
Él en su interior y yo en este sentimiento que, conforme los días
transcurren, me pesa más.
—Me das miedo —digo y él sonríe, pero el gesto es muy, muy triste—.
Cuando dices algo así, no sé qué esperar —susurro, en tono vacilante; él se
muerde el labio inferior y clava su mirada en mí otra vez—. Lamento
mucho esto, Bee. De verdad lamento que seas así y que no te…
—Ya lo sé, Elle —masculla, interrumpiéndome—. Todo lo que tengas
para decir en mi contra es cierto. Pero…
Me toman varias cosas por sorpresa; su semblante torturado, la forma en
la que ha dado un paso en mi dirección y el cómo, de un movimiento, acaba
de sujetar mi mano con la suya; me sorprende que haya disminuido tanto la
distancia entre nosotros sin mostrar un ápice de titubeos. Pero, a pesar de
que todo ello es abrumador, no se compara con el sentimiento masivo de
placer que me provocan sus palabras.
Él tiene los labios entreabiertos y parece querer decir algo, pero en ese
momento, alguien lo llama por su nombre; reconozco la voz tan rápido
como hago memoria. Al mirar hacia la izquierda, la sensación de alivio que
había en mi cuerpo se va hasta hacerse añicos en mi estómago. Un gusano
indeseable se abre paso en mis entrañas, mientras estudio la forma en la que
Monique nos observa. Aun así, Bee no suelta mi mano.
Soy yo quien, para abrazarse de sí misma, rompe el contacto en lo
absoluto. Brent me observa unos segundos. Por mi parte, busco alrededor
del estacionamiento. Nadie ha reparado en la escena. Nadie se dará cuenta
de cuánta humillación siento de saber que vivo enamorada de un hombre
que no ha parado de acostarse con otra.
La misma, pero otra que no soy yo.
—Hola, Elle —dice Monique, como si tal cosa.
Finjo que su presencia no significa nada para mí y, con toda la entereza
que logro acumular, le devuelvo la sonrisa. Bee da un par de pasos hacia la
puerta del conductor en ese instante, pero Monique le dice que tienen algo
pendiente.
El gusano de mi interior —de celos— mordisquea una de mis arterias; el
ardor no demora. El dolor acaba de caerme encima.
Monique echa un vistazo a uno y otro lado para comprobar que estamos
solos; al principio, creo que lo hace por respeto. No obstante, al oír su
siguiente comentario, me queda claro que no está tratando de ser discreta
por mí, sino por ella misma.
Un halo de enojo surca su rostro y la hace cambiar de expresión por
completo.
—Surgió algo importante —murmura Bee.
Yo no sé qué hago aquí parada, observándolos. No quiero entender a qué
están refiriéndose.
En el fondo, me aterra la respuesta.
Me aterra saber que, durante todo este tiempo, después de haber estado
juntos una vez más, él continuó con sus habituales gustos. No lo hago por
egoísmo. Lo hago porque para mí la segunda vez fue más difícil. No hubo
dolor ni incomodidad ni torpeza. Hubo todo lo que yo esperaba que fuera el
sexo con alguien a quien amas.
Tengo miedo de mis propias emociones, de ser incapaz de volver a sentir
esto por alguien más. Eso, por desgracia, se lo debo a él. Y me lo debo a mí
misma por no explicarle lo mucho que me lastiman sus mentiras; me duelen
muchísimo sus altibajos; me confunden sus miradas. A veces creo que, si se
comportara siempre frío, indiferente y lejano a mí, todo sería más fácil.
Pero sus pocos momentos de sinceridad son lo que me tiene así de
confundida.
—Pudiste haberme avisado porque, por ti, cancelé muchas cosas el lunes
—le dice Monique, cero amabilidades.
El lunes…
—Ya lo sé y lo siento —repone Bee—. Te llamo para explicarte, ¿está
bien?
—No. Quiero que hablemos ahora.
Sin saber realmente lo que estoy haciendo, tomo una inspiración de aire
y doy un paso hacia ella, a un lado de Bee.
Brent me mira por el rabillo del ojo, pero no dice nada, así que me atrevo
a hablar—: Bee, si quieres, nosotras podemos irnos en un taxi…
Entonces, sí, él posa sus ojos entornados sobre mí. Noto que se le han
oscurecido varios tonos y que, por la dureza de su mandíbula, está pensando
qué decirme. Aunque creo que dirá una estupidez, todo lo que hace es
enarcar una ceja.
—No es necesario; sube al auto, Elle, por favor —musita, unos segundos
más tarde y vuelve a mirar a Monique, para decir en el acto—: Te llamo
luego.
Contorneo el vehículo después de que escucho que Monique le espeta
cosas que, sinceramente, no quiero oír. Acaba de recordarle que tenían una
cita y que fue él quien se la pidió. Quisiera decir que no está pasándome
nada. Pero, por la vergüenza que me aqueja, sería difícil mentirme en este
momento; estoy pensando en Gray y en lo injusto que sería para él si no le
hablo con la verdad; si no le digo lo que siento por Bee, si no le cuento que
nunca en mi vida había detestado tanto a una persona como detesto a
Monique en este instante; si oculto esto, me rebajaré a ser todo lo que no
quiero.
Me niego a volver a ese sitio oscuro de la soberbia, de manera que,
decidida a no retroceder, me acomodo en el asiento del copiloto y aguardo.
Él sigue hablando con Monique, y así pasan varios minutos hasta que,
cuando por fin ella se marcha y Bee se adentra en la camioneta, dejo de
respirar en pausas.
La máscara que tiene Brent en el rostro se la he visto antes; en sus peores
momentos. Se la vi cuando hablamos sobre mi embarazo la primera vez. Se
la vi cuando decidí mudarme de la casa de mi madre.
Yo guardé silencio; esperé a que él fuera sensato y se diera cuenta por sí
solo. Pero eso no ocurrió. La única vez que estuvo conmigo después de
concebir a Beth, me juró al día siguiente que había sido un error.
Necesito que eso cambie. Necesito que, por una vez en su vida, sea
sincero conmigo.
—¿Qué sucede? —pregunto.
Mi voz suena temblorosa; la duda se filtra en ella.
Bee se pasa una mano por el cabello y, antes de mirarme a los ojos, noto
que tiene una expresión de dolor en ellos. Un pinchazo ardiente me
atraviesa el pecho al tiempo que él recarga la espalda en su sitio.
No ha dejado de mirarme, ni siquiera cuando dice—: Hay algo que tengo
que confesarte, pero tienes que confiar en mí, por favor.
4
Bee

El año pasado me gané el Art Rooney; cuando me enteré, sentí que era
cualquier cosa; sentí que mis ánimos no podían mejorarse, aunque tratara de
hacerlo con todas mis fuerzas. Pero la realidad es que, después de
contárselo a Elle y de haberle preguntado si quería ir conmigo a
Indianápolis, el galardón realmente pasó a significar lo que era: un trozo de
triunfo dentro de un montón de problemas mentales.
Ella, con su naturaleza pura y la manera de iluminarlo todo al sonreír, me
dijo que debía de sentirme orgulloso. En ese momento me cruzó la idea por
la cabeza; quise decirle que, de no ser por su entusiasmo y por el brillo de
sus ojos azules, a mí me hubiera tenido sin cuidado el hecho. Una vez allá,
no pude contenerme; muchas de las miradas se desviaron hacia ella; yo lo
comprendo; comprendo que la miren y que quieran tocarla. Porque me pasa
todo el tiempo. Es un sentimiento incontrolable, algo por lo que muchos
desgraciados deben de pasar antes de percatarse de lo inalcanzable que es
para ellos.
Conmigo fue otra cosa; para mí, se mostró sonriente, capaz y segura de
sí misma. No se lo dije, pero eso es justo lo que me encanta de ella: su
poder de aparentar que todo va bien, aun cuando las cosas sean todo lo
contrario.
Con ese recuerdo en mi mente, releo una y otra vez el texto que acaba de
enviarme Monique; Elle sigue a mi lado, mirándome. Aunque el tiempo
parece ir más rápido, sé que no han transcurrido ni cinco minutos desde que
le dije que tenía que confesarle algo. Cuando vi su semblante frente a la
actitud de Moni, me prometí nunca más hacerle creer que alguien tiene más
importancia en mi vida que ella.
Me lo prometí porque una parte de mi ser me dice que ya la he perdido
para siempre. La otra, la parte obstinada y cerrada por completo, está
gritándome que explique cómo han sido las cosas en mi vida desde que salí
de la casa de mi padre.
—Oficialmente: no te entiendo —dice ella, las cejas fruncidas.
Parpadeo varias veces para recomponerme. Después de guardar el móvil,
examino mis dedos, que he puesto en el volante, y observo a Elle por el
rabillo del ojo. No se ha movido y puedo notar toda la tensión que hay entre
nosotros.
Echo una mirada furtiva a través del espejo retrovisor; en ese momento,
Beth levanta la mirada y me observa, demasiado seria como para no
entender que, incluso a su corta edad, puede sentir lo terrible que es esto; o,
mejor dicho, lo terrible que soy yo con su madre.
—Si fuera sencillo hablar sobre esto, te lo habría contado hace mucho —
digo, en un susurro.
Enciendo la camioneta justo a tiempo, mientras ella dice—: Lo único
que tienes que hacer es hablar conmigo. Sea lo que sea, no debe de ser tan
grave.
—No sabes lo que dices —me río—. Tu estándar de grave y el mío están
a distancias largas entre sí.
—Yo nunca te he juzgado. Ni lo haré ahora.
—Pero sigue siendo algo de lo que, por lo regular, no me gusta hablar
con todo el mundo. Elle —saco la camioneta del estacionamiento y, cuando
me veo rodeado del bullicio de la ciudad, trato de mantener la compostura
—, lo único que te pido es que aguardes.
Tras notar su silencio, y ver cómo ha desviado la mirada, sé que está
pensando en el tiempo; sí, ese tiempo que ha hecho de todo con tal de llevar
la fiesta en paz conmigo. Elle nunca se atreve a echarme en cara nada.
Quizás es por eso que a mí me resulta tan fácil esconder esto; aun así, sé
que está en todo su derecho a reclamarme lo que quiera.
Y, a estas alturas, no pienso defenderme.
No tengo cómo hacerlo.
Mucho menos cuando Monique acaba de decirme, después de que le
pedí que no se pasara de la raya, que ella misma le contará a Elle sobre la
promesa que me hice y el origen de la misma. Soy consciente de que
también eso ha sido mi culpa; por no explicarle que, si le pedí una cita el
lunes, no fue para reanudar lo que teníamos antes.
Probablemente sea muy tarde para intentarlo, pero ya no estoy dispuesto
a dejar que Elle piense que nunca me ha interesado y que, luego de la
segunda vez, las cosas siguieron su curso frío. No ha sido así.
Eso es lo que quiero decirle.
—Beth tiene dos abuelos y me aterra pensar que, en algún momento,
vamos a tener que explicarle por qué no están aquí —digo, sin miramientos,
mientras estaciono en el porche de la casa.
Se ha hecho un silencio absoluto a mi alrededor; vuelvo a mirar por el
espejo retrovisor para buscar a Beth en el reflejo, pero está dormida. Esbozo
una sonrisa al darme cuenta de que el suave zumbido del auto en la
carretera es lo que la arrulla. A mi lado, Elle está quitándose el cinturón de
seguridad.
Tomo una inspiración de aire cuando veo que no hace ademán de apearse
de la camioneta. Las luces de la entrada en la casa están encendidas, así que
me imagino que la muchacha que asiste a Elle en ella se encuentra aquí.
—Encontraremos la forma —murmura poco después.
Yo ladeo la cabeza unos instantes y, ya que me siento capaz de mirarla,
lo hago con la determinación de decir algo que me hará sonar ridículo y,
quizás, desesperado.
—No tengo justificación para decirte esto ahora; solo quiero que sepas
que, a pesar de que parezca lo contrario, me importas mucho.
Ambos nos observamos varios segundos seguidos, el sonido de mi
respiración casi aturdiéndome. Ella, en cambio, ha adoptado una postura
indecisa, con las cejas ligeramente enarcadas y la comisura izquierda del
labio temblándole. Permanezco así, estudiando sus gestos, hasta que ella se
anima a menear la cabeza, en un gesto de negativa.
Al principio, creo que lo hace por incredulidad, pero la verdad Elle
siempre acaba sorprendiéndome. Me sorprendió el sábado, tras decirme
que iría a comer con Gray. Y me sorprende todavía más que, aunque quiere
intentar lo mejor para sí misma, siempre tenga esa cara de aceptación y una
mueca salvavidas para mí.
—Con respecto a lo de tu papá y el mío —suspira ella; no puedo
evitarlo: un pinchazo de dolor cruza mi pecho al saber que acaba de
cambiar la conversación—, pienso que no tenemos por qué decirle mentiras
a la niña. No cometamos el error de subestimar su inteligencia.
—Ya. —Me remuevo, incómodo, en mi lugar; en ese instante, Elle se
baja de la camioneta y la contornea para llegar al lado de Beth. Antes de
que comience a quitarle sus cinturones, hago lo mismo y le digo—: Déjame
a mí.
No ha puesto objeción alguna. En cuanto cierro la puerta del pasajero,
tras cargar a Beth en brazos, Elle se adelanta para abrir la puerta. La
primera imagen del interior es la de una mujer de pie en el rellano de la
escalera; nos mira a uno y otro y, con gesto divertido, se aproxima a los dos
para ayudarle a Elle con una bolsa en la que supongo lleva pertenencias de
la niña.
Yo subo las escaleras sin detenerme a escuchar las preguntas de Miriam.
Detrás de mí, escucho que Elle le explica que puede retirarse a dormir
cuando quiera, ya que ella no tiene hambre. Así que, seguido por sus pasos,
me adentro en la habitación púrpura de Bethany y me dispongo a quitarle la
ropa deportiva que lleva puesta, mientras Elle saca un pijama del armario
empotrado en la pared del frente.
Es ella quien se embarca en la dificultosa tarea de vestirla otra vez sin
provocar que se despierte. Al tiempo que observo los adornos del cuarto, el
cuadro que hay de mí en la temporada pasada y unos dibujos pegados en el
tablón rosado, me imagino lo difícil que debe de ser para Elle saber que
Félix está intentando salir de prisión (por lo que su respuesta, sobre decir la
verdad, me admira más todavía).
El año pasado apeló su caso. Y, según lo que escuchamos, tiene
probabilidades muy altas de salir en libertad. En el fondo, a Elle le alegra
esto, ya que, antes de la muerte de su hermano y del divorcio de sus padres,
su familia era tachada como una muy estable y unida.
—¿Brent? —la escucho hablarme. Levanto la mirada hacia ella y,
desconcertado por lo que implica el hecho de que Félix salga libre, trato de
recuperar el hilo de mis pensamientos.
—Ya debería irme —comento, tras ponerme de pie.
Elle está recargada en la cómoda blanca de la esquina, y se cruza de
brazos no sin sonreír con toda la ironía que puede imprimirle a su rostro.
Para aminorar la tensión en mis músculos, muevo mi cabeza de un lado a
otro. El alivio no llega aunque lo busco. Frente a mí, Elle se frota los ojos
con los dedos de ambas manos y, entonces, se encamina en mi dirección.
Cuando me mira directamente a los ojos, hay un dejo de amargura en los
suyos.
—Si de verdad te importo, aunque sea un poquito —dice; el peso de sus
palabras es inconmensurable—, detente. Por favor. —Hace un mohín
extraño y parpadea—. Me imagino que para ti tiene que ser difícil aceptar
que no llevaste una infancia bonita y que tienes miedo de los patrones. Pero
es cansado, Bee. Esto. Nuestras idas y venidas; ya no puedo con...
—Se llama Jerome —atajo de golpe. Clavo la vista en la foto de Beth,
justo arriba de la cabecera de su cama; me aferro a su imagen porque Dios
sabe que es todo lo que tengo para sentirme vivo—. Mi padre.
El semblante de Elle ha demudado en otro; este, aunque no es de
compasión, denota una tristeza que odio ver en las personas cuando se
enteran de dónde vengo y las circunstancias en las que me crie. En ella, no
obstante, el gesto me parece tan sincero y demoledor, que tengo que tragar
duro para no sucumbir al recuerdo de esos años en los que la esperanza
parecía haberme sido negada.
Tienen que pasar varios minutos para que yo pueda observar a Elle de
nuevo. Al hacerlo, su mirada está firmemente clavada sobre mí.
—Solía decirle cosas horribles. A mi madre. —Resoplo el aire contenido
y, apenas recuperar el aliento, susurro—: Ella, según el criterio del hombre
que me dio la vida, siempre tuvo la culpa de cada golpe e insulto que le
asestó. —Esbozo una sonrisa tímida hasta que me percato de que, por todos
los demonios, no quiero hablar de esto.
Sin embargo, tengo que hacerlo. Tal vez no será un buen motivo, ni
siquiera la punta de una buena excusa para todo el daño que, posiblemente,
le hice; pero esto... Sé que ella lo necesita. Y no hay mejor razón para que
yo quiera escupir el horror del que no quiero acordarme nunca.
—No piensas visitarla, por lo visto y eso quiere decir que Beth no
conocerá a su otra abuela —dice Elle.
Luego de que la oigo, un hastío profundo hacia mí mismo me llena la
garganta. Nunca le he hablado a nadie, no al menos con detalles, sobre todo
esto; cuando Elle irrumpió en mi vida, me sentía demasiado incorrecto en
esa ecuación. Ella era mucho para mí y, sin importar cuánto me diga que
puedo intentarlo, los mecanismos de defensa de mi mente se cierran con
candado cuando quiero... Cuando la miro y siento que ya la perdí.
Es mi culpa. No voy a negarlo. Y, además, no pienso dejar que Elle se
haga responsable de algo que pude evitar.
—Está muerta —murmuro, tan bajo que incluso a mí me cuesta escuchar
mi propia voz.
—Pero... —titubea Elle, confundida.
Da un paso hacia mí con toda la intención de, tal vez, hacerme saber que
está dando resultado; esto de la sinceridad.
—Si no te lo he contado nunca, es porque, si te lo decía, también tendría
que contarte cómo murió y en dónde está sepultada y todas esas cosas de las
que yo odio, de verdad, odio hablar. Además, no se me dan bien las charlas
sobre mis emociones. —Abro tanto los ojos que no soy consciente de
cuándo me han empezado a escocer. Y no lo hago hasta que veo cómo Elle
aprieta los párpados y trata de abrir los labios—. No te lo digo para que
dejes lo tuyo con Gray. Te lo digo porque me importas mucho y no voy a
permitir que vivas creyendo que no estoy arrepentido de nada.
De pronto, Elle se muestra paralizada, tal vez por la cantidad de palabras
que he espetado de tajo. Nunca lo había hecho. Y, a decir verdad, no se
siente bien; la dureza de mi pecho ha descendido tanto que no me cabe en la
cabeza cómo la gente que ha pasado por lo mismo puede tolerar siquiera
repetirlo tantas veces frente a un terapeuta.
Yo agradezco por la existencia del fútbol. Sin ese método para descargar
todo lo que llevo conmigo, tal vez habría estallado hace mucho tiempo.
—¿De qué estás arrepentido?
—Específicamente, de lo ocurrido hace un año —digo.
Elle asiente dos veces y, antes de que yo pueda hacer cualquier cosa, da
dos pasos hacia mí, quedándose a una distancia muy corta.
Ahora mismo, lo único que quisiera hacer es firmar la paz. Y, aunque me
duela, aceptar que tiene derecho a buscar ser feliz. Si alguien hay en este
mundo que se lo merece, en definitiva tiene que ser ella.
Mi teléfono vibra dentro de mis pantalones y, en el momento en el que
observo la vista previa del texto que me ha llegado —de Monique—,
descubro que no puedo prolongar la peor de las mentiras que me he dicho
estos años. Le creo a Moni cuando dice que, si no hablo con ella esta misma
noche, se encargará de que Elle se entere.
Sí, quiero que sepa la verdad, pero por mí. No importa que a ella mis
motivos le parezcan ridículos. Solo alguien que estuvo en mis zapatos
podría admitir que, cuando se está en el hoyo, una vez afuera no se quiere
volver nunca.
—Lo único que quiero que me digas, antes de que te vayas, es por qué
fue un error. Por qué arrepentirte de algo que, obviamente, los dos
queríamos que pasara.
Levanto la mirada todavía aturdido por el recuerdo de mi vida
universitaria en Wilmington y de lo que tuve que hacer para no manchar
con mis errores a alguien inocente. Tan inocente como Elle. Lo que recibo
cuando busco sus ojos, me obliga a erguirme por completo y a acorazar
cualquier emoción dolorosa que haya en mi pecho. Primero, tengo que dejar
un par de cosas en claro con Monique.
Hago memoria para entender sus palabras. Y, al instante de dar con ese
momento cruel en Indianápolis, quiero maldecir mil veces; quiero borrar el
segundo en el que dije que, estar con ella otra vez, fue un error.
—Perdona: no me expliqué bien —admito, encogido de hombros y con
las manos en la nuca; trato de mirar el techo por varios segundos, pero
cuando ya no soporto el escrutinio de Elle sobre mí, la bajo hasta
encontrarme con su mirada—. Lo que trato de decir es que estoy
arrepentido, precisamente, por haberte dicho que fue un error.
—Pero de cualquier modo te seguiste acostado con ella —me espeta, con
la voz rota por todo lo que, es seguro, se está aguantando.
A lo mejor si me grita, tal vez si me pega un par de bofetadas,
comenzaré a sentir que se ha descargado un poco. Pero he visto sus límites
y estoy convencido de que, en cuanto a mí, no conoce ninguno.
Por eso me encuentro furioso por la amenaza de Monique, que retumba
en mis oídos, repitiéndose.
—De eso quería hablarte —musito.
—Te escucho —refunfuña Elle, y otra vez se abraza a sí misma.
Me muerdo el labio inferior antes de obligarme, con todas mis fuerzas, a
decir lo que Ramsés me sugirió; porque eso es lo correcto—: La índole de
mi relación con Monique no hace falta que te la detalle. No hace falta que te
diga que, cuando Beth nació yo estaba muy molesto contigo, luchando con
esa idea de perdonarte por decirme que ibas a deshacerte de ella. —Aprieto
los ojos hasta que el ardor se va; no me hace bien recordar el primer año; no
me hace bien recordar lo que sentí cuando ella se pensó... Sé que le dolerá
que lo mencione, pero es parte de mí, de lo que ha pasado todo este tiempo
y, como tal, merece saberlo porque nunca se lo dije—. Así que seguimos
viéndonos; pensé, como un iluso, que todo esto no cambiaría nada en mi
vida y que, cuando al fin lograse entender tus motivos, podríamos ser dos
individuos que se llevan bien para su hija.
Durante unos segundos, no quiero decir nada. Elle está de pie, frente a
mí, en total silencio; no puedo pasar por alto el semblante aturdido de su
cara. En mi interior, hago un esfuerzo monumental por mantenerme
retirado, al menos hasta que ella escuche todo y tome una decisión al
respecto.
—Esos fueron el primer y el segundo año, supongo —masculla ella, y yo
digo que sí con la cabeza—. ¿Y después?
—Todo había cambiado —respondo—. Cuando volvimos a Atlanta,
decidí que no valía la pena engañarme a mí mismo. Y terminé con ella. —
Respiro todo lo hondo que puedo, antes de volver a hablar—: No hemos
estado juntos en más de un año.
Ella ya no está mirándome. Sin embargo, veo que le tiembla el labio
inferior y que tiene las manos empuñadas.
—Todo esto —dice, por fin—, ¿me lo dices porque quieres que termine
con lo de Gray?
—No sé si vas a creerme, pero no —me sincero; esa es la verdad—. Te
lo digo porque quiero que seas feliz. Y quiero que lo seas para ti misma. No
por mí o por Gray o por cualquiera que se te pare en frente. —Sopeso lo
que acabo de decir e, ignorando el dolor agudo debajo de mi esternón, digo,
por último—: Eres insegura porque nunca te dije que fuiste lo mejor que me
pudo haber pasado en la vida y que, de no ser por ti, sinceramente estaría
vacío.
Me cuesta mucho mirarla. Así que me quedo con los ojos cerrados un
momento y, al abrirlos, descubro que mis miedos se harán realidad dentro
de poco.
Como dije, Elle está en su derecho.
Tiene todos los motivos del mundo para dudar de mí. Y por eso entiendo
la manera escéptica en la que está observándome, como si no me
conociera.
—Quisiera poder, Bee —dice y, con lágrimas en los ojos, luego de
suspirar largamente, agrega—: Pero no te creo. No puedo. Mucho menos
cuando acabo de ver que ibas a verla el lunes. —Ella levanta la mano, se
enjuga un par de lágrimas de los ojos y entonces dice, con la voz más
áspera que nunca—: Tal vez es hora de que legalicemos todo. Deberíamos
marcar límites y así tú no tendrías interrupciones. Así no te molestaría para
nada con las cosas de Beth...
—Castígame lo que tú quieras. Dime lo que se te venga en gana —la
interrumpo, con voz trémula—. Pero no te atrevas a hacerme eso. Puedo
aceptar mil cosas… —Trago saliva y continúo—: Acepto que te lastimé y
que te he tratado como no te lo mereces. Pero no metas a Beth en esto.
Los dos permanecemos en silencio, con los gritos ahogados; al siguiente
segundo, me doy cuenta de que seguimos en la habitación de la niña y que,
de haber elevado un poco más la voz, ahora mismo quisiera darme de
golpes en contra de cualquier pared.
Sin pensármelo dos veces, me giro sobre los talones y me marcho de la
habitación, consciente de que, si no hablo con Monique y le aclaro todo, las
cosas para mí todavía podrían ponerse peores. Y es que me hice a la idea de
que no podía contarle a Elle nada de esto porque quizás vería en mí a un
peligro potencial para la niña, para ellas dentro de su vida.
Pero imaginar la desgracia y verla delante de tus ojos, son dos cosas muy
diferentes.
5
Elle

Por mi boca salen sapos y culebras cuando quiero aparentar que algo no me
duele. No sé hasta qué punto Bee me conoce; no sé en qué momento
terminé de acallar mi voz para esperar, pacientemente, a que las cosas
cambiaran. Ese es el motivo de que me haya desbordado frente a él. Es la
razón fidedigna con la que comprobé que, una parte de mí, detesta estar en
su compañía.
Al día siguiente luego de que se marchara, me llamó para decirme que
quería que habláramos sin tapujos. Quería contarme algo más… Fue
incontrolable: mi reacción. Porque me sentí tonta. Siento que ya no es lo
mismo.
Lo esperé tanto —que me entendiera— que acabé confundiendo mis
deseos con mis necesidades básicas. No he parado de pensar en las cosas
que me dijo; el parásito de mi interior casi me obliga a vomitar en más de
una ocasión estas semanas, ahora que lo veo tan poco y que él se limita a
pasar por la niña, con la que no ha habido ningún cambio.
Bee adora a su hija. Nadie niega eso. Pero, aun así, me es inevitable
preguntarme por qué conmigo todo ha ido de mal en peor. Al menos, se
siente de esa forma; siento que hay un abismo entre nosotros. Y, lo que
resulta más grotesco todavía, es que soy consciente de que ese abismo lo he
creado yo.
—Hazme caso —repite Ruth, tras negar con la cabeza—. Bee lo que
necesita es que le hables fuerte. Como la primera vez que te besó, ¿lo
olvidaste?
—Por supuesto que no —digo, indignada.
Se lo conté a Ruth el año pasado, después de regresar a Atlanta luego de
que a Brent le entregaran el Art Rooney. Le dije la verdad sobre mí en ese
aspecto; estallé como nunca, frente a él. Y creo que muy pocas veces lo he
hecho delante de nadie.
Eso es lo que la mujer me está aconsejando. Aunque yo ya me cansé de
repetirle que no tendría caso alguno.
¿Por qué haría una diferencia?
—Ya nos lastimamos lo suficiente. —Con ambas manos, me cubro el
rostro durante unos instantes; tan solo porque no podría enfrentar la mirada
recriminatoria de Ruth. A pesar del letargo, hago uso de toda mi voluntad
para seguir—: Creo que llegó el momento de cortar de tajo con esto y dejar
que las cosas se acomoden por sí solas. Después de todo, el tiempo siempre
es más sabio que dos personas que están muy cansadas como para
intentarlo.
—Corrección —dice ella, levantando un dedo y mirándome con sus ojos
grises; tiene la mirada de un gato salvaje, como si frente a sí tuviera a una
presa fácil de devorar—; dos personas que ya se rindieron el uno con el
otro.
—Tú conoces a Brent —le señalo.
Me restriego los ojos otra vez y, en cuanto termino, Ruth murmura—:
Exacto. Y tal vez no lo conozco tanto, pero sé que no te mintió con respecto
a la bruja esa.
—En realidad, siento que Monique no tiene la culpa de nada —le
espeto.
Mi tono ha menguado varias rayitas de volumen. En este instante, me
encuentro escuchando con atención cómo me zumban los oídos. Miriam
recogerá a Beth en la escuela el día de hoy y yo salí temprano de mis clases;
así que busqué consuelo en el único sitio en el que no me siento acusada y
tan pequeña como un escarabajo.
Ruth me prometió ir conmigo a comer al centro comercial más cercano,
donde quedé con Gray. Y, aunque no le hizo mucha gracia, me ayudará a no
perder el control de lo que digo.
—No actualmente, pero antes... —masculla, un par de minutos después
de ponerse de pie y quitarse la bata.
Todo su consultorio está lleno de juguetes; incluso tiene un bote lleno de
dulces de caramelo en el escritorio. La observo contornear y una vez cuelga
la bata en un percho ubicado en la esquina de la habitación, se cruza de
brazos, atravesándome con sus ojos.
Parece estar pensando muy bien sus palabras de convencimiento. A
pesar de que ya no sé qué quiere que haga.
—En fin —digo, irguiéndome—. Tal vez así sea mejor.
—Trata de decirlo mirándote al espejo.
Entorno los ojos ante la horrible sensación en mi pecho cuando la
escucho. Ruth se apoya con la cadera en el escritorio y, mientras yo levanto
mi bolsa del suelo, me la quedo mirando también. Suelto un suspiro que me
libera por unos segundos de la congoja con la que me he despertado todos
estos días, después de mencionarle a Bee que quizás deberíamos legalizar el
asunto de su paternidad. Si me excedí, ya es muy tarde para rectificarlo.
Mas en el fondo sé que él pudo entenderme.
A lo mejor no lo hemos puesto por escrito, pero la línea divisoria entre
relaciones paternales justas y la familia que no somos, ha quedado
demasiado notoria. Él la marcó. Y mi cuerpo, en consecuencia, se encuentra
en una fase gravísima de desintoxicación.
Lo bueno de todo esto, es que frente a Ruth no tengo que fingir que no
me ha afectado el dejar de convivir tanto con Brent Dylon. El que me haya
privado de su presencia, de los partidos de práctica —a los que solo ha
estado llevando a Beth estas dos semanas— y de las visitas esporádicas e
imprevistas, ha ocasionado que esté de mal humor, pensativa,
preguntándome por qué rayos no me funciona el dejar de mirarlo.
Creí que eso era lo que necesitaba.
Creí que, mientras menos él tuviera consideraciones conmigo, yo
desarrollaría cierta comodidad con su lejanía. No pasó. No todavía. Aún
tengo que sonreír con dureza cuando, de forma indiferente, me saluda al
recoger a Beth de la casa.
—Beth le dijo que si yo no iba con ellos a la comida con su tío Ramsés
—sonrío, negando con la cabeza—. Y Bee respondió que seguro tenía cosas
más importantes qué hacer. Obviamente se lo dijo en un tono tan dulce que
la Abejita me dio un abrazo y se despidió de mí sin llorar.
—¡Qué bien! —exclama Ruth. Clavo la mirada en ella porque, en este
preciso instante, no necesito que me restriegue en la cara mis propias
elucubraciones al respecto de lo que quiero de mí misma—. Es que es
estupendo. Así la niña se acopla mejor a la idea de tener dos casas, dos
familias, dos cumpleaños, dos...
—Ay, por favor —la silencio, y ella se ríe—. Ruth, no me puedes decir
que estoy mal. Tú no.
—De ninguna manera —me responde, sin dejar de esbozar la sonrisa
más socarrona que tiene—. La cosa es que tu amor frustrado es más potente
de lo que creías y eso te tiene de mal humor. Niégalo.
—No es solo mi amor frustrado —repongo, mientras las dos caminamos
hacia la puerta de salida—. Estoy un poco confundida y un poco enojada
conmigo misma.
Los próximos minutos, ya que abandonamos el hospital en el que Ruth
trabaja, los empleo en explicarle que no es molestia por el hecho de que él
no me hubiese correspondido. Es la sensación de que hice algo mal y que
debo, quizás, pedirle perdón por ello. Sin embargo, también siento que si lo
hago, que, si muestro un poco de flexión en ese aspecto, Bee creerá que me
he tragado todo cuanto me dijo aquel día.
El pequeño café-restorán se encuentra en la segunda planta del centro
comercial al que hemos venido. Ruth y yo nos sentamos en una mesa del
centro y, para esperar a que llegue Gray, pedimos un café con canela.
—Tal vez sí es verdad —comenta Ruth, cuando le he contado sobre la
hazaña de Bee—. Tal vez dejó de dormir con Monilusa después de estar
contigo porque creyó que iban a empezar algo.
—Me dijo que había sido un error —susurro.
Con todo el dolor de mi corazón, esbozo una sonrisa aletargada y hago
girar la taza de mi café sobre su plato.
Al caer en la cuenta del cómo Ruth ha llamado a Monique, levanto la
mirada y le pregunto—: ¿Monilusa?
—Para ser una mujer tan exitosa e inteligente —masculla Ruth, muy
sonriente esta vez—, creo que es bastante ilusa al creer que alguien como
Bee va a sentar cabeza con ella.
—Es hermosa y mucho —admito.
Esa es la pura verdad.
Cualquiera querría estar con ella...
—Es que Brent viene de un pueblo en el que las chicas son cariñosas y
sentimentales —refunfuña ella—. A mí me parece un fiasco que se etiquete
a las personas, pero eres mi amiga y tengo que ser sincera. —Se nota que le
cuesta mucho encasillarme; sobre todo porque calificar a una mujer de tal o
cual cosa va en contra de sus principios. Supongo que la amistad ocasiona
siempre rasgos de parcialismo—. Monique tendría que casarse con un
político o uno de esos magnates del petróleo.
—Estás siendo muy injusta, creo yo —musito.
—Yo no lo siento así —refuta mi amiga, tras dar un sorbo a su café—.
Resulta evidente que Monique está preparada para lidiar con
temperamentos pesados. No creo que quiera ser... ah... el ángel de nadie.
No entiendo a qué se refiere; veo cómo ella enarca sus cejas y se lleva,
de nueva cuenta, la taza a los labios. Sin embargo, apenas estoy por
preguntarle, la figura reacia y castaña de Gray Malthus se abre camino
frente a mí, sorteando las mesas cuadradas del establecimiento. Una vez que
llega hasta nosotras y se inclina para saludarnos con un beso en la mejilla,
se sienta justo en medio de las dos.
La camarera que nos atiende le ha dado la carta, pero él, por educación,
ha solicitado lo mismo que nosotras.
Gray es divorciado, pero no tiene hijos. Nunca menciona a su exmujer y,
las veces que hemos salido, siempre lo hemos hecho con Bethany, así que
no sé casi nada al respecto del estilo de relación que llevó con ella. Aunque,
sinceramente, no me interesa demasiado. Solo quisiera tener el valor de
preguntarle para así poder explicarle mi situación con Bee. O la que era mi
situación con Bee.
Ya que le han traído su café y que le ha dado un pequeño sorbo, él se
vuelve a Ruth para preguntarle sobre su trabajo. Ella, al principio reticente,
no demora nada en darle salto y seña de lo que hace en el hospital.
No me pasa desapercibida la manera en la que mi amiga lo observa,
analizándolo en cada cosa que responde. Llega el momento en el que creo
que lo está interrogando y, ante la incomodidad que me supone eso, trato de
lanzarle una mirada para que se dé cuenta de que no me gusta el tono
inquisitivo que ha tomado su charla.
Cuando ella nos indica que tiene que ir al baño, mirando su celular con
las cejas enarcadas y una expresión de sorpresa en su rostro, se marcha de
inmediato sin ver ni oír lo que Gray hace y dice para mostrarle sus buenos
modales.
—Podría intimidar a cualquiera —le escucho decir y no evito la sonrisa
en mi rostro—. Es una mujer imponente.
—Lo es —acepto, para llevarme la taza del último chorrito de café que
me quedaba—. No sé qué habría sido de mí sin ella, cuando me mudé.
Hasta que no lo escucho preguntarme si fue difícil, no soy consciente de
que mi vida en Atlanta ha sido mucho mejor que todo cuanto pasó después
de la muerte de Ethan. No voy a decirle a Gray sobre ello así que muestro
una sonrisa y me encojo de hombros, suponiendo que podemos hablar de
esto sin profundizar demasiado.
Pasados unos minutos, echo un vistazo hacia la dirección en la que se ha
marchado Ruth y, al mirar a Gray otra vez, me doy cuenta de que también
se ha percatado de la tardanza de mi amiga. De modo que suspiro y digo,
para suavizar la tensión—: Yo quería un médico de confianza para la niña,
cuando nació, y como Ruth es amiga de Bee, pues...
—¿Amiga conocida? —inquiere él, en tono monocorde y con un gesto
extraño—. ¿O amiga íntima?
—Supongo que son bastante íntimos si Ruth es de las pocas personas
que le puede decir sus verdades sin que él se ponga a la defensiva —acepto,
con un retintín.
Gray, con aspecto más confuso, se acomoda en su silla y, mirándome, me
dice—: ¿Contigo se pone a la defensiva?
Pestañeó dos veces, quizás porque no quiero que se me note lo mucho
que me molesta que me lo pregunte. Aun así, hago todo lo posible por
seguir sonriendo.
La respuesta es una muy metódica para mí, pero ahora mismo, me
avergüenza aceptarlo.
—Nunca le he dicho sus verdades —murmuro, más pensativa de lo que
quisiera.
—Y tal vez sea mejor así. Hay veces en las que ya no se pueden salvar
ciertas cosas en una relación.
Lo observo unos minutos meditando su respuesta. Su mirada está puesta
sobre una pareja que se ha sentado en el rincón y que, sinceramente, parece
muy fría entre sí.
Recuerdo que Ethan tuvo una novia a la que me presentó una vez; sentí
un pinchazo de incomodidad al respecto de la muchacha. Mi madre me dijo
que eran celos. Porque al ser mellizos, estábamos conectados de una forma
inexplicable. Mi padre, en cambio, me explicó que tal vez era una parte de
los sentimientos de Ethan por ella.
Tiempo después, comprobé que tenía razón: fue el primer amor de mi
hermano. Y también la primera ruptura de corazón.
Yo experimenté en carne propia su dolor. Y, cuando se fue, me sentí tan
vacía, que casi pensé que estaba muerta también.
Sé de lo que habla Gray y sé por qué está mirando a la pareja que no se
mira ni a los ojos; ella está tecleando en su móvil y él parece muy
entretenido buscando cosas en el interior de su taza. Aunque podría ser una
interpretación superficial y estúpida, creo que han perdido el toque entre
ellos; la relación, en caso de tenerla, no se nota muy estrecha que digamos.
Levanto la mirada hacia Ruth justo cuando quiero decirle a Gray que yo
no he pasado por eso, pese a que, es muy notable, casi ha dicho que él
conoce perfectamente ese rumbo. El dictamen que reza todo se acabó.
En mi caso, creo que nunca dio inicio. Creo que me faltó pedirlo y tal
vez exigir una respuesta. Pero ahora...
—Necesito un poco de aire —dice mi amiga, sacando, desde su billetera,
un billete de cincuenta dólares.
—No te preocupes... —intenta decir Gray, levantándose.
Ruth, con una sonrisa forzada —sé que algo va mal—, sacude
enérgicamente la cabeza.
—Ni hablar. Ya que el mal tercio soy yo, me toca pagar —se ríe, con
frustración contenida—. Los espero afuera.
Ambos observamos el cómo ella sale apresuradamente del café, se
inclina sobre el barandal del pasillo, mirando el fondo de la plaza. Voy a
hasta ella tras indicárselo a Gray, que hace un asentimiento y se dispone a
esperar a la camarera.
—Oye... —trato de sonar suave.
Cuando Ruth se gira a mirarme, tiene los ojos tan abiertos que una capa
de brillo los ha recubierto. Está pensando algo y, tras ponerme un poco de
atención, lo saca a relucir con una sonrisa más forzada que la anterior.
Meses atrás, Ruth me contó que ha contratado a un tipo para que
investigue su pasado. Su origen, mejor dicho. Se lo preguntó a la directora
del orfanato en el que creció, luego buscó a sus padres de acogida (con los
que a veces se reúne para comer, pero solo por agradecimiento porque,
según ella, fueron amables, pero nunca los sustitutos de un padre o de una
madre); no obtuvo mucha información, por lo que estoy casi segura de que
eso es lo que rumia su consciencia desde días atrás.
Ha pasado minutos en silencio, mirando la nada, quizás preguntándose
quién la abandonó y por qué.
Una vez que nos hicimos amigas, aprendí a soportar los desplantes de mi
madre —aunque desde que nació Beth, debo admitir que se comporta como
una abuela fenomenal—; supe que hay personas en el mundo pasando
intemperies peores a las que supone el trato psicológico al que me sometió
Brenda, tras la muerte de mi hermano.
Por eso sé que Ruth es más fuerte que yo en muchos aspectos. Inclusive,
puede que tenga razón en cuanto a Bee. Puede que me haga falta admitir
que, si no le digo, con la mano en el corazón, lo que he sentido todo este
tiempo, me arrepentiré el resto de mi vida.
—Lo siento —me dice, y yo niego con la cabeza rápidamente; aun así,
ella aprieta un poco los ojos y suspira, para darse valor, tal vez—. Me acaba
de llamar el investigador; quiere verme en mi departamento esta tarde. —
Ha vuelto a sonreír, solo que, en esta ocasión, como se ha descargado, lo
hace con más alivio—. Estoy un poco nerviosa y conmocionada, la verdad.
—¿Quieres que vayamos a...? —le espeto.
—Hay que dar un par de vueltas por aquí. Por cierto, quiero que sepas
que no me cae mal y tampoco creo que sea un depredador sexual.
Sonrío a pesar de mi preocupación por ella y, dejándome abrazar, la sigo
cuando me guía por el pasillo. Gray nos da alcance rápido, después de salir
del local del café y ambas nos sumergimos en su charla acerca de por qué le
gustan tanto los niños. Hay un momento en el que creo que se ha detenido a
examinar bien una cosa que nos dijo.
Sobre su deseo de ser padre.
A mí me causa algo de curiosidad ese aspecto en él; ya que, por
desgracia, nunca me había planteado la idea de que, siendo un hombre en
sus treintas, hecho y derecho, con un negocio fructífero y una educación
ensordecedora, quisiera una relación seria, formal, tal vez demasiado para
lo que yo puedo ofrecer.
Tiendo a hacerlo mentalmente: decirme que no estoy lista para esto, que
lo voy a echar a perder y que, si lo intento, acabaré lastimando a alguien
que no se lo merece. Lo más irónico de ello, es que es justo lo que le
recrimino a Brent. Y resulta que yo misma me lo hice y ahora, con alevosía
y ventaja, se lo estoy haciendo a Gray.
—Qué cosas más hermosas —dice Ruth, para desviar la plática.
Gray le ha preguntado por sus padres y su familia, así que ella ha hecho
lo que mejor sabe: sonreír, fingir que todo fue bien y que no le supuso un
esfuerzo horrendo llegar a donde está —beca en la universidad, pasantías
con horarios extremos, etcétera—. Hay un escaparate frente a nosotros,
lleno de peluches con tutús de todos los colores. Aunque Beth no es
fanática del ballet, le gusta mucho vestirse como una ratoncita de sus
programas favoritos.
Me cruzo de brazos mientras Gray nos indica que entremos al local. Se
ha vuelto adicto a regalarle peluches a Beth y, aunque ella siempre los
recibe con entusiasmo y agradece por ello, sigue durmiendo con Manchas.
Sigue molestándose cada vez que lo echo en la lavadora o me dispongo a
desinfectarlo —diciéndole que está enfermo o cualquier otro circo para que
comprenda que no puede jugar con él cuando va tan sucio.
Una vez dentro del local, Gray toma un peluche enorme, de un conejo.
Está precioso. Es de color blanco y tiene un moño en la oreja izquierda. Va
vestido con un tutú rosa, el moño y los zapatos del mismo color.
Ruth, no obstante, agarra un conejo idéntico, pero con el color azul en
todas sus prendas.
—Ten —le dice ella a Gray—. El color favorito de la Abejita es el azul.
Gray inspecciona un momento el conejo con prendas rosas y dice—:
Pero el rosa es más femenino, ¿no?
Si hubiera tenido agua en la boca, seguramente yo la habría expulsado al
escuchar el comentario de Gray —que, por su cara, lo ha hecho con total
inocencia; pero a Ruth eso la tendrá sin cuidado—; mi amiga tiene una
expresión de incredulidad en el rostro y ha apretado el cuello del conejo.
Como veo que está a punto de estrangularlo, le quito a Gray el conejo rosa
y lo dejo en su sitio....
Él no lo sabe, pero estoy salvando su vida...
A pesar de eso, por la cara que ha puesto Ruth García, sé que es
demasiado tarde.
—El color no te elige a ti —refunfuña ella, toda acritud y frialdad; tiene
sus ojos felinos puestos en él y las mejillas totalmente encendidas en un
colorete rojizo, acentuado por el tono apiñonado de su piel—. Tú eliges al
color y eso es lo que importa.
—Bueno, perdón; crecí en una familia de granjeros y eso me ha
mantenido un poco alejado de la sociedad. Mis disculpas.
Gray también está sonrojado, pero como su piel es un poco más clara, se
le nota por una diferencia enorme.
Ruth le empuja al conejo de vestimenta azul y, con toda la aspereza del
mundo, le espeta—: Brent también creció en una familia de granjeros
trogloditas y deja que su hija elija siempre.
—Es una niña —refuta Gray, ahora sí, a la defensiva.
—Que siente y piensa —prosigue Ruth.
Yo los miro a uno y a otro y, entonces, echo un vistazo alrededor,
consciente de que no es el lugar para hablar sobre estas cosas.
Aunque, si me lo pienso, es notable que los conejos rosas se han vendido
más.
—Tal vez crees que esto es un caso serio de discriminación de género —
masculla él, en tono rendido—, pero de antemano sé que los niños no son
muy conscientes de qué decisión está bien o mal para ellos. Menos a tan
tierna edad.
—O sea que, si a tu hija le gusta el color azul, tú le compras el rosa
porque es un color de niña.
—Es solo un peluche —se ríe Gray.
Ha puesto otra vez el conejo azul en su pila.
Ruth engurruña los ojos y, volviéndose a mí, tras ver mi cara de súplica,
masculla—: Retiro lo que dije acerca de él.
Con gesto altivo, toma el conejo de tutú azul y se marcha hacia el fondo
del local, supongo que para comprarlo.
—Lo dicho —musita Gray, guardándose las manos en los bolsos del
pantalón—. Es intimidante.
Sacudo la cabeza, aliviada porque él se haya tomado esto como si tal
cosa. Porque el carácter de Ruth, en cuanto a elecciones, es irrefutable. Sé
que la intención de Gray no era imponerle un color a la niña, y eso es lo me
causa tranquilidad.
—No sabes cuánto. Pero tampoco vas por el mundo diciéndole a una
mujer que nació para usar el color rosa. Lo digo por experiencia.
El gesto de Gray se suaviza muchísimo tras oírme. Pero yo sigo
escuchado la alusión de Ruth sobre Bee; se le ha salido hablar sobre la
infancia de Dyl solo para intentar amedrentar a un hombre que no lo conoce
en lo absoluto, salvo por las pocas cosas que yo me he permitido contarle.
Así, sintiéndome incómoda mientras él tira de mi mano y se la lleva a los
labios, comprendo que está aquí por mí y no por Brent o Ruth.
Es refrescante que alguien te mire de manera desinhibida. Solo por eso
me digo que tengo que ser sincera con él. Tal vez, de esa manera, la
ausencia de Bee será menos dolorosa.
6
Bee

Miriam acaba de llegar con Beth, así que me quedo dentro de la camioneta
hasta que ellas entran en la casa. Además, el auto de Brenda está aparcado
en el frente. Y no quiero tener que hablar con ella en el porche. Elle, como
ella misma me comunicó esta mañana, fue a por con un café con Ruth.
Evitó mencionarlo, pero supe, por su tono avergonzado, que no irían
ellas solas. Luché con ese pensamiento toda la mañana, mientras Ramsés
me contaba que tenía que ir a comprar un regalo para Leah, la hija de
Taylor, que cumplirá dos años la semana entrante.
—Te tengo que enseñar algo —grita Beth, quien de pronto tira de mi
mano para guiarme hacia la casa.
Le lanzo una mirada a Miriam —ya que me he bajado del vehículo— y
ella, en total silencio, me devuelve un gesto de apremio. A lo mejor se ha
dado cuenta de que las cosas están... frías por aquí, y es que nos conoce
demasiado gracias a que lleva un buen tiempo trabajando para Elle. Sabe
sobre la relación entre ella y su madre, la distancia entre nosotros y sabe,
perfectamente, que tuvimos un par de problemas.
De cierto modo le agradezco que sea ella quien se quede por las noches;
así sé que, si algo sucediera, yo sería el primero en enterarme.
—Es una colección de libros que le ha traído Brenda —dice la
muchacha, que suelta la bolsa de Beth.
Sacudo la cabeza todavía esperando a que Bethany me muestre lo que la
tiene tan impaciente; la observo pasear los ojos a través del paquete que
Miriam ha colocado en el suelo, mientras yo me hinco a su lado y trato de
ayudarla.
—Yo puedo —dice, quitando mi mano.
Levanto una ceja en dirección de su nana y niego con la cabeza. A veces
su independencia me asusta. Como su padre, es obvio que quiero que me
necesite; quiero que tenga la certeza de que, mientras yo esté aquí, nada va
a lastimarla.
Al final, soy consciente de que tarde o temprano crecerá. Aunque tiene
tan solo dos años —cumplirá tres muy pronto—, hace las cosas como si
fuera una niña grande. La semana pasada, para mi total sorpresa, me ha
pedido que cambie de color su alcoba. A mí me gusta el tono que tiene en
estos momentos, pero se la ha metido en la cabeza que tiene que ser un
poco más solidaria con los Titanes.
Sí, con el equipo en el que juego y del que, en cuanto tuvo consciencia,
se ha sentido parte.
—Bueno, ya —le digo, al notar que está estirando el plástico del paquete
demasiado; temo que vaya a rasgarlo de una forma en la que el filo del
papel le corte los dedos, así que me inclino hacia ella, deposito un beso en
su coronilla y le muestro de dónde es que debe tirar para que el lazo ceda.
Y, en ese instante, justo cuando en la cara de mi hija se dibuja una
sonrisa tan cándida como el mismo sol, el sonido trepidante de unos tacones
resuena a mis espaldas.
—¡Sabía que te iban a encantar! —dice Brenda.
Se ha aproximado a nosotros, con una sonrisa en los labios. Va vestida
tan pulcra como siempre y tiene la mirada puesta en Bethany, que me da
uno y otro libro de una colección de cuentos gigante.
Aún no sabe leer, pero sé que, dentro de poco, ya no querrá que ni su
madre ni yo le contemos nada para que se pueda ir a la cama.
Hago una inspiración profunda y miro a Miriam, sabiendo que ella
comprenderá.
—Hay que preparar un poco de comida para ti, Abejita —dice la nana y
se asegura de recoger toda la basura del regalo y los libros que Beth, por
supuesto, ya había desperdigado por el suelo.
Cuando me he incorporado por completo, me pongo las manos en la
cadera y me vuelvo hacia la madre de Elle, que, durante un par de minutos,
se queda con la mirada puesta en la espalda de Miriam, hasta que ella y
Beth se pierden tras las puertas cancel de la cocina. Una vez que estamos
solos, apoyo la cadera en el respaldo del sofá.
Brenda se ha cruzado de brazos, sin soltar su bolsa de mano.
—¿Dónde está mi niña de oro? —inquiere, sin hacerse esperar.
Levanto la mano para buscar la hora en mi reloj, y ya que estoy listo para
responder, musito, mis ánimos por los suelos—: Con Ruth, me imagino.
—Ruth —masculla Brenda—. No entiendo cómo puedes estar tan
campante sabiendo que mi hija está saliendo con alguien más, Brent. En
serio. Te creía más perspicaz.
—Tu hija no me debe ninguna explicación, Brenda —le espeto, dándole
la espalda y caminando hacia el despacho de la casa.
Quiero terminar con esto de una vez por todas. Antes de que Elle se dé
cuenta; probablemente a Brenda le sacaré el mal humor cuando sepa que
esta es la última vez que recibe algo de mí. Ya no tengo intenciones de
pagar su talento como actriz para con su hija y con su nieta. Me he dicho
estas semanas que, si Félix sale libre, no puedo permitirme esto.
Si un día le pedí a Brenda que dejara tranquila a su hija, hoy sé que Elle
se defenderá en caso de necesitarlo.
—Ya conozco tus maneras de pensar —la escucho hablar, viniendo
detrás de mí. Ella, sin cerrar la puerta de la oficina (suelo dejar la chequera
en la casa, aunque siempre digo que no volveré a hacerlo), se sienta en el
sofá y se cruza de piernas—. Pero no creo que estés haciendo bien al
permitir que cualquiera entre en la vida de Elle. ¿Acaso no piensas en la
seguridad de tu hija?
Decido no hacerle mucho caso; por lo regular, esto es lo que sabe hacer
con todo mundo; siempre que hablo con ella, termino pensando que lo
mejor para todos sería que Elle y yo... Pero ya me cansé de decirme que hay
otras cosas de por medio.
Como la confianza que ella no ha depositado en mí.
Todavía con la mirada apagada, la mente corriendo a mil por hora y un
extraño sabor amargo en la lengua, le firmo el último cheque que recibirá.
Tras ir hasta ella y extendérselo, observo cómo se lo guarda en la bolsa.
Siempre utiliza el mismo derroche de galantería, como si fuera muy digno
de ella el que yo dé dinero a cambio de que se porte como lo harían una
madre y una abuela de verdad.
—Gray es un buen tipo —admito, mientras sujeto el filo del escritorio en
mis manos—. No tienes nada por lo cual preocuparte.
Brenda, que no ha reparado en la cantidad de dinero que este mes le he
dado, se pone de pie y me estudia unos segundos. Ambos nos observamos
hasta que ella sacude la cabeza, con incredulidad. Yo, en cambio, escudriño
las facciones de esta mujer; se parece mucho a Elle. Los mismos cabellos
rubios, ondulados y definidos, la misma piel dorada y delicada; lo único que
cambia en cada una, es la expresión de sus ojos.
Elle mira a las personas como si fueran sus iguales.
En realidad, a mí siempre me miró con devoción. Salvo que estos días,
después de lo que pasó, evita mirarme a los ojos. Y yo la entiendo; entiendo
que me haya pedido espacio, que incluso haya mencionado ponerle un
moño legal a mi convivencia con Beth; está protegiéndose de mí y no la
culpo. Me siento orgulloso de saber que está buscando algo que solo le
conviene a ella. Ya que todo este tiempo, hizo lo que pudo para su hija... y
para mí.
Es por eso que le di lo que necesitaba; quería independencia, libertad y
paz. Conmigo cerca, parecían cosas inalcanzables. Solo espero que, cuando
tenga que enfrentarse a su madre, a lo que es verdaderamente, no termine de
odiarme. Espero que no crea que la abandoné con ella; no quiero hacerlo.
Pero sé que es necesario.
Sé que, en el momento en el que se dé cuenta, terminará de decidirse;
querrá, en definitiva, poner punto y final a todo aquello que dejamos a
medias.
—Tú eres el padre de su hija —masculla Brenda, en tono dulzón—. No
va a preferir a otro en lugar de a ti.
—Soy el padre de su hija y nada más —digo.
Tienen que pasar varios segundos para que recobre un poco de mi
entereza. Me cuesta mucho aguantar los comentarios de una mujer que en
realidad no está interesada en la felicidad de su hija. Puede que le llame la
atención la comodidad y el amparo de una buena carrera, pero más allá, no
sabe lo que Elle quiere.
No sabe que estos tres años se ha venido guardando muchas cosas en mi
contra y que, todo cuanto está haciendo ahora, es para sentirse bien consigo
misma. Lo cual, si me lo preguntan a mí, no tiene precio alguno.
—El problema es que la gente se acostumbra a todo, Brent —prosigue
Brenda; por lo visto, no tiene ánimos de abandonar el tema.
—Elle es diferente —mascullo; eso es lo que pienso y casi podría
apostar por ello—. Si me estás hablando de comodidades monetarias y un
estatus social, no creo que se pueda jugar esa carta con tu hija. Además, la
casa está a su nombre. Pero eso tú ya lo sabes.
—Sí, una casa —repone la mujer, entornando los ojos—. ¿Me vas a
decir que, si Elle empieza algo con otra persona, tú estarías contento con el
hecho de cederle incluso tu casa?
Tal vez ha sido porque no estaba preparado para escuchar esa pregunta.
En el fondo, creo que me ha dolido oírla porque tengo que mentir; tengo
que decir que sí, que estaré bien cuando Elle tome esa decisión y que no me
importará en lo absoluto ceder algo que, aunque no lo diga en voz alta,
pensaba que era mío.
Interiormente, me digo que la casa la compré para ellas, que le pertenece
a mi hija y que, por su bienestar, yo puedo soportar cualquier cosa.
—La casa está a nombre de Elle —insisto, más impaciente—. Por favor,
Brenda; déjala en paz.
—Por eso no tienes que preocuparte —se ríe, al tiempo que saca el
cheque de nuevo y lo admira; en esta ocasión, sin embargo, abre los ojos
más y me dice—: Fuiste muy espléndido esta vez, ¿no?
Me encojo de hombros, preparándome mentalmente para la sacudida
infernal que se vendrá sobre mí.
Evito mirarla por unos instantes, y luego recuerdo que hago todo esto
por Elle. Nada más por ella. Se enterará de las cosas que le oculté y
entonces podrá vivir en paz sabiendo que fui yo quien lo arruinó todo.
—Tomé la decisión de no apoyarte más —murmuro.
En el acto, el rostro de Brenda se contorsiona y su postura se torna
rígida. Me llevo una mano a la sien derecha y apoyo allí los dedos, cerrando
los ojos para no tener que encontrarme con una mirada que me exprimirá la
poca paciencia que me queda.
Vine precisamente a terminar con esto. Pero, por la cara que ha puesto
ella, sé que se complicará mucho más de lo que creía.
—Félix tiene muchas oportunidades de salir —dice, en tono bajo.
Asiento; no sé qué más hacer. Me siento incómodo y sin fuerzas, como si
estuviera siendo víctima del peor de los resfriados. No obstante, me cuesta
muy poco comprender el hilo de lo que Brenda ha querido decir, mientras
me observa con tanta atención y mientras aprieta tan fuertemente la
quijada.
Vuelvo a negar con la cabeza, pero digo—: Tu hija tiene que empezar a
confiar en sí misma y, si no lo ha hecho todo este tiempo, es por cosas como
esta.
—Sí. A ella la hace feliz que yo sea...
—Brenda, de verdad me gustaría que fueras diferente porque eso me
tranquilizaría demasiado, pero ya no puedo hacerlo. Lo siento mucho. De
ahora en adelante, mi interés es que Beth se encuentre totalmente bien. Elle
sabrá...
—Le estás quitando la oportunidad de ver a su padre libre —masculla,
encolerizada, pero sin subir la voz—. Tú sabes que las mensualidades las
utilicé para pagar un abogado y todo lo demás.
—Lo sé. Pero ya no puedo hacerlo. Lo siento.
—Eso se lo vas a tener que decir a Elle.
—Ella no sabe nada de esto —mascullo, yendo hacia la puerta.
En un último intento por minimizar la situación, me doy la vuelta otra
vez y la miro con cara de estar de verdad arrepentido.
—Entonces no creo que le vaya a gustar saber que, cada que puedes, te
encargas de humillarla —dice.
Al principio, no sé por qué me lo está diciendo, pero luego...
—Ya sé que siempre la subestimo. Es por eso que no puedo seguir con
esto.
No digo nada más. Me giro sobre los talones y dejo atrás el despacho;
me muevo con rapidez por el pasillo y voy hasta la cocina, para despedirme
de Beth y de Miriam. Dentro, la Abejita me lanza una mirada de sueño y me
doy cuenta de que está cansada. Juega, sonríe, respira y hace que las vidas
de varias personas tengan sentido, nada más con ese gesto tan sutil.
Detrás de mí no se escucha la voz de nadie. Hasta que pongo más
atención y descubro que, aparte del timbre inconfundible de Elle, se oyen
las palabras atropelladas de Brenda. Así que, sabiendo que tendré que decir
cosas que me avergüenzan, le planto dos besos a Beth en las mejillas y,
observando a su niñera, digo—: Llévala a la piscina.
Con un gesto de entendimiento, ella dice que sí en un susurro y le
pregunta a Beth si quiere ayudarla a regar las plantas que se encuentran en
el jardín. Beth se niega al principio, pero tras un puchero de su nana,
termina bajándose de la silla en la que se encontraba y, entonces, se va
detrás de ella.
No regreso a la sala hasta que confirmo que han cerrado el cancel. Del
otro lado, puede que no se escuche nada. Puede que, de ser este el límite en
Elle, nadie vaya a percatarse.
Madre e hija están de pie en la sala. Y Elle está observando el papel que
acabo de darle a Brenda hace un par de minutos.
De pronto, ambas están mirándome. Sin embargo, aunque yo sé cuán
dócil es Elle y lo dulces que son sus modales, en este momento se limita a
observarme con espanto, con enojo; hay tantas emociones en sus ojos que
apenas puedo lidiar con ellas. Me dirijo hacia las dos con las manos metidas
en los vaqueros. El corazón me palpita tan rápido que se escucha como si
fuera a desbocarse.
Brenda tiene su mirada puesta en mí, una ceja enarcada.
Soy muy consciente de que esto es mi culpa, pero por Dios que esa
mujer es el diablo encarnado. Sabe que, si lo hice, fue precisamente porque
no quería a alguien como ella cerca de mi hija.
—Esto... —dice Elle, sin poder aparentar en lo absoluto—. No puedo
creerlo, mamá.
Se la oye tan aturdida que, de un momento a otro, sé que comenzará a
llorar. Tiene la cara llena de miedo, como si no quisiera creer lo que está
leyendo con sus propios ojos. Al fin y al cabo, como dijo su madre, lo más
seguro es que vaya a resultar una humillación para ella.
—Lo mejor es que me vaya —comenta Brenda.
Me río porque no puedo evitarlo. No sé cómo es capaz de actuar de este
modo... Miro en otra dirección, incapaz de enfrentar los ojos de Elle y el
dolor que esto le ha producido.
—Sí, mejor vete —gruñe—. No quiero que vengas, mamá. No vengas
hasta que...
—No puedes privarme de ver a...
—¡Deja de fingir y termina de marcharte! —grita Elle.
Aún no sé cómo es que la conozco tanto. No sé cómo se me metió tanto
en la cabeza que puedo interpretarla. Sus miradas, sus silencios; todos sus
ademanes me los sé de memoria, pero el carácter que lleva escondido, ese
que ha sacado pocas veces frente a mí, es el culpable de que yo la tenga
sobre un pedestal.
La conozco tan bien, que soy consciente de que al final yo tendré la
culpa.
Y, si soy sincero, ya no me importa. Nada podría ponerse peor en esta
época.
—Necesito que Brent se piense mejor las cosas —le escucho decir a
Brenda. Entonces la miro. Y me encargo de hacerlo de la manera más
despectiva que consigo hacerlo. Ella no se inmuta al notarme, sino que
sonríe—. Él sabe...
—¡Lárgate! —chilla Elle de nueva cuenta.
Pasados unos segundos, mientras ella me da la espalda, permanezco en
silencio observando cómo se mueven sus hombros. Todavía está mirando el
cheque. De un segundo a otro, empiezo a oír cómo gimotea; noto que se ha
llevado la mano a la frente, para ocultar sus ojos. A mí se me oprime el
pecho en cuanto me cae la bandeja de la realidad encima.
Ya perdí la cuenta de las veces que la he visto tan vulnerable. Odio que
lo haga. Odio que, por mi culpa, se muestre tan indefensa.
—Siempre acabas sorprendiéndome —musita, tras darse la vuelta.
Me mira a los ojos con tanto recelo que no quiero ni moverme. Así que
todo lo que puedo hacer es respirar una y otra vez para acompasar mis
latidos. Lágrimas gruesas han surcado sus mejillas; además, tiene casi toda
la cara enrojecida. La excitación por el enojo es evidente. Este, me digo, es
su límite.
Tenía que saberlo.
No podía quedarme con esto guardado. No podía apartarme de ella sin
que lo supiera todo.
—Hay cosas que hice para intentar protegerte —me sincero, dando un
paso más cerca de ella—. No espero que lo entiendas y no espero que me
perdones. Porque lo haría de nuevo. Mil veces, de ser necesario.
—Bee...
Niego con la cabeza, y Elle intenta abrir la boca, pero yo me adelanto y
digo—: No me necesitas para estar bien. Es solo que no quería aceptarlo.
Después de parpadear, veo cómo se abraza a sí misma, desconsolada y
cómo me observa, tan confundida...
—Todo esto… —se ríe, aunque en realidad está llorando—. Tu
indiferencia, y el decirle a mi madre que ya no habrá dinero, ¿es para probar
tu punto?
—¿Mi punto?
—Sí; no sé cómo, pero tú siempre te las arreglas para hacerme sentir la
peor persona del mundo —dice.
Resoplo todo el aire contenido, mientras pienso cómo explicarle...
—Tal vez, si me dices lo que quieres, puedo empezar a entender un poco
—murmuro; Elle sacude varias veces la cabeza, al tiempo que se alborota el
fleco del cabello. Por el semblante que lleva en el rostro, uno de decepción,
es que sé que estaba en lo correcto al imaginar que esto sería, para ella,
como si hubiera intentado comprar su felicidad—. No lo hice para que
tuvieras algo que deberme. Lo hice porque me molesta que tu madre no te
trate como lo que eres. Pero eso ya no tiene importancia. No pensé que
fuera a decírtelo así.
—Entonces, ¿tú no me lo habrías contado? —gimotea Elle, más llorosa
todavía.
Hay un momento en el que quiero... un solo momento en el que me
planteo decirle que mi intención era hablarle con sinceridad, contarle todo
lo que me callé y esperar a que me perdonara. Pero ella misma dijo que ya
no tenía caso y estoy respetando su decisión.
De ese modo, me retracto de mis deseos; me retracto de imaginar que al
confesar algo como esto, ella se olvidará bien sencillo de todo por lo que la
he hecho pasar.
—Sí. Te lo iba a contar.
—¿Cuándo?
—No sé. Hoy. Mañana. Da lo mismo.
Trato de darle la espalda porque verla llorar es demasiado. Todo esto es
demasiado y ya no tendríamos que estar pasando por ello. Resulta ridículo
que, luego de haber tenido a la niña, los dos estemos en medio de
problemas como estos, problemas que no nos conciernen. Sin embargo,
cuando siento su mano jalando la manga de mi camisa, me percato de que
todavía no alcanzo mi propio límite. Por lo que, cuando la encaro, no soy
para nada fuerte como para tolerar sus ojos llorosos, ni sus muecas tristes.
—Ten valor y háblame claro —me dice, la voz quebrada—. Por favor.
Me lo pienso unos segundos, mientras ella me observa...
—Le doy dinero a tu madre, mensualmente, desde que nació Beth —
musito, al principio en voz baja; al notar los dedos de ella cerrándose con
fuerza alrededor de mi brazo, continúo—: Porque he escuchado cómo te
compara con Ethan. No quería que una persona así estuviera cerca de mi
hija.
—De tu hija —suspira Elle, soltándome—. De tu hija.
Entorno los ojos y me paso una mano por el pelo.
Días atrás, le pedí que habláramos; se lo pedí por favor porque yo sé que
no estoy en posición de exigirle confianza. Ella cree que esto es para que
deje a Gray. Cree que mi indecisión por ella es tan grande como mi ego y
que, al final, terminaré dejándola sola.
Lo cierto es que no tiene idea... Y yo no puedo obligarla a que me
escuche.
—Perdóname.
—Por supuesto —sonríe.
Todavía está llorando. Y yo todavía tengo ganas de protegerla.
Pero no lo voy a hacer más.
—Lo mejor para ti es que yo no intervenga en tu vida. Para nada.
Ella menea la cabeza y agacha la mirada, pero cuando la levanta, siento
que, por el cómo me mira, podría desarmarme. Permanezco quieto,
mirándola, hasta que dice—: Dime una cosa más, Bee. —Está de pie frente
a mí y ahora mismo, la siento tan lejana, que parece un espejismo. Evado su
mirada unos instantes, armándome de valor para mirarla otra vez y
entonces, ella me pregunta—: ¿Qué pasaría si yo te dijera que quiero
regresarme a vivir a Clarke?
Cierro los ojos por un momento. Aunque me cuesta admitirlo, eso es
algo que ya me había planteado, sobre todo desde que Brenda me dijo que
Félix saldría.
—Nada.
—Entonces, ¿no me reclamarías la custodia de la niña?
—Jamás te separaría de ella. —Suspiro, y doy un par de pasos al frente
—. Lo único que quiero es ser sincero contigo.
—Aunque ya sea demasiado tarde.
Cuando la escucho, me llevo una mano al puente de la nariz y lo aprieto
con mis dedos. No percibo el tiempo que dejo los ojos cerrados, hasta que
escucho cómo Elle camina lejos de mí. Pestañeo dos veces para ubicarla y,
en el momento en el que lo hago, sé exactamente lo que tengo que decirle.
A pesar de que ya no sirve de nada, como me ha dicho ahora y los días
pasados.
—Quizás lo eché a perder contigo. Pero Beth seguirá siendo mi hija así
nosotros no podamos vernos ni en pintura. Creo que ese es motivo
suficiente para que yo quiera que confíes en mí.
Elle, por toda respuesta, asiente.
Y yo no puedo concebir el hecho de que sea tan fría conmigo...
7
Elle

Me duele mucho tener que ser fría con él.


Me duele tanto, que aparto la vista para no mirarlo a los ojos. Lo hago hasta
que he comenzado a respirar con normalidad. La luz del día llena todo en la
casa y, aunque sé que no hay un atisbo de nubes en el cielo, se siente como
si mi alrededor fuera demasiado denso. Durante unos minutos, pienso en lo
que quiero decir para que, como él dijo, comience a entenderme.
Agacho la vista al suelo, sin poder hilar una conversación que no termine
conmigo gritándole que su rechazo me ha lastimado mucho. A lo mejor,
Ruth está en lo cierto respecto a mis sentimientos por Brent. Porque nunca
le he dicho, con palabras, que acabé fascinada con su capacidad de ser
paciente. Nunca le he dicho cuánto orgullo sentí por el cómo la gente lo
aprecia en el fútbol. Nunca le he dicho que, cuando me lo preguntan,
siempre respondo que estoy feliz de que sea el padre de mi hija. Lo he
pensado, pero a la fecha, no puedo imaginar mi vida, en una realidad en la
que otro es el primero. Bee ocupa ese lugar porque lo elegí. Y creo que fue
la mejor decisión que tomé nunca. Para mí. Por mí.
—Según tú, ¿qué es, exactamente, lo que echaste a perder? —Me cruzo
de brazos ante la expectativa.
Él mira hacia atrás, al pasillo que se encuentra a mis espaldas. Observo
cómo aprieta la mandíbula y cómo una vena pulsa en su frente. La presión a
la que está sometido en el fútbol, ahora parece ligera. En comparación
con esto, sé que cualquier marca perdida, cualquier crítica en su mundo, es
nada.
Mientras estudio sus facciones suaves, intento imaginar qué es lo que va
a decirme. Intento descubrir cuál de sus excusas usará esta vez.
—Las oportunidades que, obviamente, me diste —murmura, en tono
monocorde.
Para mi total sorpresa, sus ojos del color del musgo se clavan en los
míos, también expectantes y la nuez en su cuello se mueve con
nerviosismo, como si hubiera pasado saliva más de dos veces seguidas.
Niego con la cabeza cuando no soy capaz de decir algo más...
Pero Bee se lleva una mano al pelo y se alborota el frente, causando que
se lo despeine en la totalidad. El corte que trae en estos momentos le impide
que se le desperdiguen las hebras rizadas que, si lo deja alargarse, se le
forman. Tiene los labios entreabiertos y las mejillas coloradas.
Su piel, que es incluso más blanquecina que la mía, siempre se pone
rojiza si él se ve envuelto en una situación incómoda. Así que resuelvo que
está tan avergonzado como yo.
—Por lo que veo, no te pasaron desapercibidas —sonrío.
En un principio, me cuesta creer que yo misma lo he dicho. Pero luego,
al notar que Bee cierra los ojos con fuerza y que suspira largamente, sé que
de verdad Ruth nos conoce a ambos. No es la primera vez que me dice que
la única carta que tengo con Brent Dylon, es la de ser más valiente que él.
Me pasó cuando estuvimos juntos la primera vez, en su departamento.
Yo sufrí de un lapso de energía, harta de tener que dar explicaciones de mi
comportamiento a personas que, en el fondo, nunca se han preocupado por
mí. Entonces Bee me besó. Eso fue lo que hizo la diferencia. El que yo le
plantara cara a uno de sus comentarios sobre la manera en la que se supone
que debo ser.
Pasa lo mismo en estos instantes; se supone que él tendría que haberse
dado cuenta de lo mucho que me afectan sus problemas, sus silencios, todo
cuanto pueda suponer un desgaste físico o mental o emocional para él. Se
supone que mis sentimientos tendrían que tener un significado; se supone
que él debería de saber que, las veces que trató de protegerme solo
alimentaron mis ilusiones. Sin embargo, me ha quedado claro que, con
Brent, es un error suponer cosas. Con él siempre es mejor ir al grano y
hacer a un lado lo más obvio.
Varios minutos después de que quiero hablar, él me mira de nuevo y dice
—: Los dos sabemos que me doy cuenta. De ti. De nosotros.
—Pero no te importó, ni te importa —digo, sin pensármelo.
Descubro que estoy enojada con él. Y dolida por lo que hizo con mi
madre.
—Sí me importa —me responde—. Y porque me importa es que no
quiero que lo dejes con Gray. Sería egoísta…
—Qué buen gesto —mascullo, abriendo los ojos.
—No me puedes exigir algo que no sé si puedo darte. Quisiera, Elle, en
serio quisiera decir que para mí es tan fácil como aceptar un hecho. Pero no
funciona de esa manera.
—Tienes razón —acepto, en un resuello. Él se pasa la lengua por el labio
inferior y vuelve a cerrar los ojos, pero después los abre, mirándome como
si supiera lo que voy a decirle—: Cuando dices que no puedo exigirte algo
que quizás no vas a darme. —Me encojo en mí misma al notar que me
recorre un escalofrío. Detrás de Brent, se ve el cancel de la cocina y más
allá los colores azules de la piscina de la que Miriam y Beth están sacando
basura. Pongo la mirada en ellas y, resoplando, digo—: Pero eso mismo
quiere decir que no piensas cambiar y que no echaste a perder nada. Esa es
la verdad. No echaste a perder nada porque entre tú y yo nunca ha
habido nada. —Las palabras me salen solas, desgastadas, y llenas de algo
que no creí llevar dentro. La rabia por todos estos meses se incrusta en mi
úvula y me provoca náuseas durante un par de segundos. Aun así, hago el
esfuerzo de recomponerme y le espeto, decidida a hablar de mí y de lo que
creo que me hizo—: La realidad es que ni siquiera valió la pena para ti;
significo tan poco, que ni siquiera lo intentaste.
Hay una tenue mueca en su rostro. No es incredulidad ni es asombro,
es... tristeza. Los ojos de Brent son muy expresivos y dicen más que mil
palabras. Tiene el don de provocarme escalofríos cuando se concentra de
esa forma en mí, como si el mundo afuera no existiese y nosotros fuésemos
el eje de algo muy eléctrico. Algo que, por su naturaleza irascible, siempre
está causando catástrofes.
El sonido de la voz de Beth me saca del ensimismamiento y, mirándola a
ella, es que tomo otra decisión en cuanto a los límites que ya Brent
comenzó a poner. Si son lo más sano, y a mí me ayudarán a desprenderme
poco a poco de su presencia, quizás debemos continuar por ese lado. Aun
cuando a mí me suponga todas esas noches en vela, preguntándome cómo
serían las cosas de él haber tenido un poco más de valor.
—Tendrías que estar en mi lugar para entender.
—Me bastaría con que me lo explicases. Yo sería capaz de...
—Elle, no sé cuánto crees que una persona puede cambiar si se lo
propone —me interrumpe, de pronto con la voz engolada—, pero esto no es
una novela romántica o uno de esos libros en los que un tipo con un
historial de mierda, de la noche a la mañana, deja de sentirse como lo ha
hecho prácticamente toda su maldita vida.
Pestañeo dos veces y me quedo, perpleja, examinando su mandíbula y la
dureza que le ha impreso al gesto que estoy viendo.
—Otra vez tienes razón —sonrío; quiero evadir el sentimiento de
aflicción que tengo en el pecho a causa de que acabo de malversar sus
palabras—. En las novelas románticas, el tipo siempre acaba reconociendo
que se enamoró de la chica; se pone bien los pantalones y, en contra de sus
propios miedos, lo acepta, y lucha por ella, y no la hace sufrir...
Un silencio horrible se forma en medio de nosotros. La mirada de Bee se
ha oscurecido varios tonos cuando vuelvo a mirarlo y, sin embargo, no hay
hostilidad en ella por lo que acabo de decirle. Siento que me han sido
quitados kilos de peso de encima. Mis hombros, ligeros por la certeza que
me embarga, ya no tienen esa tensión constante a la que estoy sometida
siempre que lo tengo a él frente a mí.
Hace tiempo que lo que sentía cambió. Pasó de ser un enamoramiento
caprichoso a un sentimiento de admiración que supe que no se iría jamás.
Ahora mismo, en el corazón, no tengo más que un par de palabras qué
decirle. Solo para que sea consciente de que yo lo intenté.
—Supongo que eso es lo que tú quieres que yo reconozca.
Advierto que tiene las mejillas más enrojecidas todavía...
Y, a sabiendas de lo que van a causar mis palabras, digo—: No. Ya no.
Él asiente, con semblante estoico.
—Entonces no volvamos a tener esta conversación —dice, sibilante; tal
parece que le ha costado mucho decirlo—. Quédate sabiendo que me voy a
arrepentir toda mi vida. Y, aun cuando no es verdad, me merezco lo que has
dicho. Incluida la parte en la que dices que significas poco para mí.
De pronto, con semblante de tortura, él se saca el teléfono del bolsillo en
su pantalón y lee algo en la pantalla.
Aún a pesar de lo que acabamos de decirnos, no se siente como que
hayamos roto algo. Se siente, más bien, como si hubiéramos limado las
asperezas que no sabíamos que estaban allí.
Mirándolo mientras textea, es que me doy cuenta de que me hubiera
gustado conocerlo. Me habría encantado saber si tiene un lado dulce, si
puede ser romántico; me habría gustado saber si debajo de ese hermetismo,
aun cuando sé que es un magnífico hombre, hay un Bee capaz de conquistar
a una mujer tal y como en las novelas románticas.
A decir verdad, siento que nos saltamos la parte en la que yo me
enamoraba de él porque su actitud, sus detalles y su intelecto, acababan
flechándome. Soy tan romántica que pensé que él viviría el embarazo de la
misma manera que yo. Tal vez es que en ese aspecto siempre estuve mal: tal
vez debí poner un límite desde un principio. Y entonces...
—Ruth dice que te está llamando al teléfono —lo escucho decir—. Es
urgente.
Bee se guarda el celular otra vez y, con él a mis espaldas, voy hacia la
mesita del recibidor, donde dejé mi monedero. Cuando observo el teléfono,
en la pantalla se leen varias llamadas perdidas y una cantidad exuberante de
mensajes.
Levanto la mirada hacia Bee, mientras despliego la pantalla de bloqueo y
rebusco en mis aplicaciones hasta dar con el icono verde.
—Iba a verse hoy con un tipo que está investigando su acta de
nacimiento —digo; no sé si Bee esté al tanto de ello, pero no tengo miedo
de contárselo.
Sé que está cerca de mí porque conozco su aroma. Siempre usa la misma
loción para después de afeitar y, por la limpidez de su rostro, se nota que lo
ha hecho recientemente.
Abro los ojos, impresionada, en cuanto leo los mensajes de Ruth.
—¿Pasa algo? —me pregunta, extrañado.
Después de apretarme el puente de la nariz y escribirle a Ruth que estoy
saliendo para allá, sacudo la cabeza.
Brent tiene las cejas enarcadas.
—Al parecer, ha descubierto algo feo sobre su padre —le comento.
—No pensé que llegaría tan lejos; creí que solo era curiosidad y que, en
el peor de los casos, estaría algo decepcionada —susurra.
Por su tono, sé que le produce mucha incomodidad que hayamos
cambiado de tema, aunque creo que ya no tenemos nada más que decir por
el momento. Lo miro por unos instantes más antes de adoptar una postura
fría, tratando de que no vea cómo me afecta la manera en la que estamos
distanciados.
—Por mucho que quiera hacerse la dura —digo, respecto a Ruth—, le
duele saber que sus padres no la quisieron. Es algo que no puedes entender.
Ya de por sí es difícil comprender por qué la gente común te desprecia,
ahora imagínate cuando ese desprecio viene por parte de las personas que se
supone te tienen que amar más.
—Vaya indirecta —suspira Bee.
A pesar de lo que eso implica, al ver que ha captado el tono de mi voz,
me permito esbozar una sonrisa. Me siento ligera como una pluma.
Doy un par de rodeos en la sala mientras busco las llaves del auto. Pero
en ese momento, escucho que Brent dice—: Vamos, yo te llevo.
—No hace falta —susurro, al tiempo que levanto un cojín para ver si las
dejé allí.
Tampoco están.
Rebusco en mi monedero con la esperanza de encontrarlas. No obstante,
recuerdo que subí con ellas a mi habitación y, cuando estoy dirigiéndome
hacia el rellano de la escalera, la mano de Brent tira de mi brazo y me
obliga a detenerme. Observo su ademán, recelosa, sabiendo que no tolero
que me toque. Otras veces, si lo hace, me hormiguea la piel y en ocasiones
mi estómago se remueve con violencia. Ahora, sin embargo, lo que siento
es un llamado tan apremiante que, con absurda atención, observo sus dedos
alrededor de mi extremidad.
—Quiero saber cómo está —dice él, para excusarse—. Anda.
Frunzo el ceño para demostrarle que no me gusta para nada que haya
dicho otra de sus evasivas, aunque esta podría ser cierta.
Tomo mi monedero de donde lo dejé, en la mesita de centro, y le hago
una seña.
Él se adelanta para abrirme la puerta, pero yo vuelvo sobre mis pasos.
Después de indicarle a Miriam que tengo que salir otra vez, le explico que
no tardaré mucho y que es posible que Ruth venga a cenar con nosotras.
También le cuento que Bee va a llevarme y ella, en consecuencia, me
esboza una de sus sonrisas de burla.
Siempre ha jurado que tarde o temprano alguno dará su brazo a torcer. Y
necesito que borre esos gestos de su cara. Hace que sienta posible ese
«tarde o temprano» porque es todo lo que he tenido estos años mientras me
decía que era justo tener paciencia. Bee, ahora lo sé, también ha sido
paciente.
En su defensa, puedo admitir que se lo puse demasiado fácil.

El cielo en Atlanta no es muy diferente el resto del año, salvo por la


época en la que arrecian las lluvias y te es imposible ir de un lado para otro.
Brent tiene la política de no encender el aire acondicionado a menos de que
el calor sea extenuante —porque Ruth recomienda que hagamos a Beth
adaptarse al clima—. En estos momentos yo me siento envuelta en ese calor
que él no soporta, pero no se lo diré; no porque me dé pánico o pena, sino
porque el calor del que estoy siendo víctima es de notar que el silencio que
nos embargó tras salir de la casa, mientras él conduce, es uno que nada tiene
que ver con Ruth.
—No entiendo a mis padres —digo, justo cuando él baja la velocidad
por un semáforo; me mira directamente al rostro y yo le devuelvo el gesto,
sonriente—. Mi madre me dijo que utilizaba ese dinero para pagar el
abogado de papá. Pero están divorciados.
Bee se muerde el labio inferior y entonces también sonríe.
Creo que, de todas sus muecas, esa es la que más me gusta. Su sonrisa.
No la sonrisa triunfal que usa cuando corre yardas o cuando consigue hacer
una anotación; o mucho menos la sonrisa irónica que utiliza cuando Taylor
hace alguno de sus comentarios ampulosos. La sonrisa a la que me refiero
es la que tiene que ver solo conmigo y con él, o con Beth. Y a esto me
refiero con que se lo puse demasiado fácil. Sabe muchas cosas sobre mí,
sobre Ethan; sabe lo vulnerable que me siento si se trata de hablar acerca de
mi hermano. A lo mejor es que debería de empezar a guardar secretos y ser
un poco más hermética con él.
—Lo bueno de la familia —dice, sin dejar de sonreír—, es que no tienes
que entenderlos nunca. A ellos aprendes a quererlos o a respetarlos, en su
defecto.
—Yo no tengo más familia —digo.
Bee me mira de nuevo y espeta—: Lo sé.
Examino su mirada unos momentos y luego vuelvo la vista al frente, una
vez que el semáforo ha cambiado al verde y que Bee ha puesto la camioneta
en marcha otra vez. El trayecto hacia el edificio de Ruth, lo recorremos sin
decir nada, mientras el estéreo del vehículo emite una canción indie rock, el
género que Bee prefiere.
No me lo dijo, pero lo sé. Usa de ringtone un tema compuesto por Julián
Casablancas (You Only Live Once). No podría engañarme jamás en cuanto a
eso.
Sit next to me está por terminarse cuando por fin la camioneta se
estaciona a un par de calles del edificio. Ruth no conduce y la construcción,
aparte, no tiene estacionamiento privado. Así que me bajo del vehículo,
pensando que lo haré sola. Pero, en cuanto miro a Bee, él está colocando la
alarma y está tecleando algo en su móvil.
—No tienes que ir conmigo —le espeto, con una sonrisa y una mueca
desagradable.
—Solo quiero ver que está bien —me responde Brent, abriéndome la
puerta de la entrada.
El vestíbulo está adornado con cuadros minimalistas. Hay una recepción,
pero como el portero ya me conoce, pasamos de largo sin explicar que
tenemos que subir a tal o cual piso. Dentro del elevador, escucho que Brent
responde una llamada. Por lo que acaba de decir, seguro que era Taylor.
No hay amigo más posesivo que él.
—Me pregunto si alguna vez Taylor entenderá que tu soltería no te
vuelve su confesor personal —suspiro.
Estoy tratando de bromear, pero por lo visto a Brent le ha parecido todo
menos una broma, porque ha enarcado una ceja y, cuando las puertas del
elevador se abren, me detiene en mitad del pasillo para decir—: Ya sé que
estás enojada conmigo, pero Taylor no…
—Lo que te acabo de decir no tiene nada que ver con lo que hablamos
—atajo.
—Entonces yo estoy a la defensiva —musita, y vuelve a caminar junto a
mí.
Ya que he tocado el timbre del departamento, decido enfrentarlo.
Me siento curiosa... Mucho, en realidad.
—Le dijiste a Taylor que ya habías hablado conmigo —refunfuño—. Y
eso quiere decir que le cuentas...
—Igual que estoy seguro de que tú le cuentas a Ruth.
—Sí, pero conociendo a Tay, me tendrá por la peor de las mujeres al...
—Yo no permitiría que dijera nada sobre ti —se ríe él. La puerta del
departamento está tardando en abrirse y empiezo a preocuparme, así que
vuelvo a timbrar. Brent añade, en ese momento—: Está preocupado. Es
todo.
Coloco una mano en el bíceps derecho de él, reclamando su atención.
Entonces, cuando me observa, le pregunto—: ¿Por ti?
—Por ti —responde, tan bajo que apenas lo escucho. Su mirada está
clavada en mí y yo he deslizado mi mano hasta encontrar su muñeca;
pronto, sus dedos estrujan los míos, con fuerza, pero sin lastimarme—. No
te preocupes; no eres la única que piensa que soy un cobarde.
Estoy a punto de replicar; nunca le he dicho que sea un cobarde. Lo he
pensado y nunca se lo dije; mis temores radican más en su silencio, en su
historia, en las cosas que oculta y que no me ha contado. Eso me preocupa.
Pero antes siquiera de que pueda explicarle que en mí no caben emociones
malas para él, del interior del departamento llega un sonido estrepitoso,
como de cristales rompiéndose.
La alarma se enciende en mi cuerpo... Suelto, de inmediato, la mano de
Bee y él hace lo mismo.
—¡¿Ruth?! —grita él, mientras pone las manos en la puerta y se acerca a
ella quizás para oír mejor.
Otro ruido, este más sonoro, aun así.
Bee me pide que me aparte y, luego de obedecer, busco mi teléfono,
sintiendo que el miedo se apodera de mis dedos para que no pueda
desbloquear el móvil.
8
Bee

Acabo de dejar un cuadro hecho trizas sobre la mesa; tiene una foto de Ruth
durante la universidad, en uno de esos juegos de hockey a los que tanto le
gusta ir. Creo que fue en un partido cuando conoció a Ramsés. No la
reconozco. Jamás, desde que nos frecuentamos tanto, la había visto tan
fuera de sí misma. Por lo regular, es una mujer entera, capaz, con una
mirada como cuchillas. Nada que ver con la niña frágil que se encuentra en
los brazos de Elle, sentada en uno de los sofás de su sala. Sé que necesitan
un momento y por eso preferí recoger un poco de las cosas que arrojó para
todos lados. El investigador que contrató me dijo que había tratado de
calmarla pero que, como un acto de insuficiencia, ella le había dicho que se
callara más de una vez. .
Echo un último vistazo alrededor, mientras me percato de la mirada
suplicante de Elle. A ella también le pesa ver a su mejor amiga llorando:
porque es la primera vez que le sucede. Puede que resulte impresionante
saber que nos tiene esa confianza, pero, aun así, no se siente como algo
agradable conocer el motivo del llanto. Tengo un nudo en la garganta tan
solo de imaginarme que yo puedo llegar a causar esas emociones.
Con pasos dubitativos, me aproximo a ellas y, sin hacer movimientos
bruscos, recorro la mesa del centro para sentarme justo en frente. Ruth tiene
la mirada puesta en mí en cuanto me ve. Sus ojos son de un gris pálido y
contrastan con el tono de su piel y cabello. Tiene ascendencia latina, por lo
que sabemos, pero siempre nos hemos limitado a escuchar lo que ella quiera
decir.
A veces es mejor esperar a que la gente esté lista para contarte sus
secretos. Verla así solo comprueba que las personas se guardan los detalles
dolorosos de su vida porque les cuesta abrirse. Cada vez que la escucho
hablar, la determinación en su timbre y la seguridad en sus ideales, me
estremezco. A lo mejor no dice las cosas que quieres oír, pero, según
Ramsés, las dice porque es lo que piensa.
Fuera de eso, no sabemos lo que siente o si está involucrada en algo más
que en ese trabajo que la absorbe —o en el que quiere estar absorta.
—No me parece prudente que te quedes aquí sola —digo; eso es lo que
creo—. Deberías...
—No.
Su interrupción ha sido tajante. En ese momento, Elle se vuelve hacia
ella, con expresión dulce; como suele hacer cuando uno necesita
encontrarse con todo el amor del mundo reunido en una mirada, en dos
palabras, en la sonrisa de alguien... Una expresión que, al menos para mí,
hace que todo lo demás desaparezca. Incluidos mis juicios internos.
Me muerdo el interior de la mejilla al notar que la reticencia de Ruth se
hace más grande... No es para menos; la entiendo tanto justo ahora, que
quisiera poder decirle a Elle qué es lo que necesita.
—Hazlo por mí —dice ella, mirándola con mucha atención y tocando su
mano—. No voy a estar tranquila sabiendo que te ha afectado tanto recordar
el sitio donde vivías.
Al instante, la carne se me pone de gallina. Hay unas fotos salidas de la
carpeta que Ruth tiene justo al lado. Según lo que el investigador nos contó,
ella no se acordaba de ese lugar de mala muerte (ubicado a las afueras de
Atlanta).
—Lo tenía bloqueadísimo —nos explica, con una sonrisa esbozada en
los labios, aunque se nota a leguas que le duele hablar—. No me acordaba
del infierno ese. No me acordada de ninguno de ellos.
Una mirada fugaz proveniente de Elle me hace pensar que está
relacionando las palabras de Ruth conmigo, así que en el acto me siento
incómodo y trato de tragar saliva para aminorar el regusto amargo que, si
me acuerdo de mi vida antes de la universidad, se me clava en la lengua.
Como no quiero aparentar desasosiego, saco el móvil para fingir que
escribo algo, mas todo lo que hago es entrar en esa cuenta de Twitter que no
hace más que meterme en problemas.
Casi todas las tendencias que llevan mi nombre tienen que ver con el
chismorreo de última noticia entre las fanáticas que siguen al pie de la letra
las novedades sobre mi vida privada. Tal cual si fuera lo más interesante del
mundo al leerse.
Me río de un par de tuits de Sam acerca de una crítica que le hicieron a
Ramsés y, cuando levanto la vista, Elle está mirándome.
—Explícale a Ruth que no tiene caso que visite ese lugar —me espeta,
en tono tan duro que se me erizan los vellos de la nuca.
Enarco una ceja, contrariado, hacia ambas.
—Por favor, no lo hagas —mascullo, azorado por imaginarme que
quiere ir a un sitio lejano, solitario, lleno de podredumbre.
—Tú deberías entenderme —refunfuña Ruth. mordaz.
De pronto, quiero pedirle que no toque ese tema delante de Elle y,
mucho más, quiero que sus palabras no me afecten a mí. Ni su estado de
catarsis. Yo mejor que nadie sabe que lo necesita y que pasará por un
proceso difícil hasta darse cuenta de que solo se tiene a sí misma.
El mundo no vale nada cuando tienes que tomar una decisión. Hace
tiempo tomé la mía y, justo en esta época de mi vida, estoy cuestionándome
si hice bien. Lo malo es que ya no puedo retroceder. En cambio, Ruth, ella
puede elegir basándose en mi vivencia, pero eso no quiere decir que me
guste sacarlo a colación delante de Elle.
Elle.
Ella, que tiene la mirada triste y puesta sobre mí.
—Si no he vuelto a la casa de mi papá, es por algo. Evítate eso. Y
evítanos el tener que verte así. No te tortures.
Me lo pienso dos veces, antes de por fin dirigir una mirada cautelosa
hacia Elle. Ella no ha dejado de mirarme y yo me siento tan expuesto, tan
abierto del pecho, que no me siento como si pesase más de cien kilos y
midiera veinte centímetros más que ella. Quizás es que no se ha dado
cuenta, pero es mucho más fuerte que yo. Dios sabe que me alimento de esa
energía.
Su energía.
—Quédate unos días conmigo —le pide a Ruth, en un susurro, y
entonces ella se echa a llorar.
—Ahora quiero olvidarme de eso —dice, gimoteando—. Quiero
olvidarme de él.
Cosas horribles les pasan a personas que no lo merecen. He sido testigo
de ello en más de una ocasión. Supongo que la vida, Dios o el destino, me
han permitido ver de lo que me pierdo. Sin embargo, nada de lo que me ha
pasado a mí se puede comparar con el hecho de haber vivido en las garras
de un depredador.
Ruth tenía esa parte de su infancia bloqueada, como ha dicho.
El investigador dijo que les arrebataron la custodia a sus padres por
malos tratos. El tipo que la engendró, estuvo en prisión por
comportamientos inadecuados. Con sus propias hijas.
—No son tu familia —digo, para tratar de calmar su encogimiento—. No
estás obligada a buscarlas.
—Puede que hayan vivido algo peor —murmura ella, antes de mirarme
con los ojos anegados en lágrimas.
—Puede —acepto, mientras pongo los antebrazos en mis piernas y me
inclino para estar más cerca de Ruth—. Pero tú tomaste tus decisiones y tus
hermanas las suyas. No te hagas responsable de errores que no te
pertenecen.
El investigador también le dijo que sus hermanas fueron a diferentes
casas de acogida. De una perdió completamente el rastro luego de que su
madre muriera y la otra... la otra ha ido de delito en delito, de hombre en
hombre y probando todo tipo de cosas. Dañándose.
—Es fácil decirlo —me espeta—. Pero no te haces una idea de lo infeliz
que me siento justo ahora.
Tuerzo una mueca porque si respondo a eso, Elle querrá matarme. No
puedo evitar sonreír un poco y, en cuanto dejo de hacerlo, Ruth ha
entornado la mirada.
Es Elle quien se limita a tratar de convencerla de venir con nosotros.
Cuando por fin acepta, y se marcha a su habitación para preparar sus cosas,
Elle se me queda mirando con algo más que incomprensión en los ojos. Me
froto los párpados con las yemas de los dedos y, apenas elevar la vista, sé
que esa conversación pendiente ha germinado en ella.
Me siento terrible cada vez que digo algo como esto...
Porque soy consciente de que se hará muchísimas preguntas.
—Es tan extraño escucharte hablar sobre ti mismo —susurra, como si no
quisiera tocar ese tema pero algo la hubiera obligado a hacerlo—. Me
resulta increíble que otros sepan cosas de tu vida que yo no me puedo ni
imaginar.
Con la mirada clavada en ella, niego con la cabeza y digo—: Son
detalles vergonzosos que no me gusta ir pregonando a los cuatro vientos.
—No. Pero a Ruth sí se los cuentas.
Tiene la voz quebrada otra vez. No sé si es por lo que escuchó o por
celos. Lo cual resultaría ilógico sabiendo que es su mejor amiga el blanco.
Lo dudo mucho, así que me levanto de la mesita y me siento a su lado.
Doy un enorme suspiro antes de atreverme a mirarla.
—Es diferente —acepto—. Si Ruth llegase a mirarme con desprecio, en
el fondo no me importaría, aunque sea mi amiga. En cambio, nadie nunca
me dijo que llegaría el momento en el que yo temería mirar a los ojos a una
persona, sabiendo que no tengo lo que se necesita para hacerla feliz. Es un
desastre. Yo. Soy un desastre.
Elle, pesarosa, se incorpora y se abraza a sí misma. Ese gesto me parece
tan doloroso, porque sé que implica muchísimas cosas; implica que se
siente sola, que la hago sentir sola.
—No lo eres —dice por fin, girándose—. Pero allá tú si quieres perder tu
tiempo así.
No me queda de otra que seguirla, y cuando lo hago, la miro tratando de
escudriñar su semblante.
—Hace un par de días te ofrecí contártelo y no quisiste, ¿qué cambió?
—Tú. Estás indiferente y extraño conmigo…
—¡Empezaste a salir con Gray! —le digo, más confundido que nada.
Elle ha abierto tanto los ojos que, por un segundo, quiero que deje de
mirarme así. Y eso solo podría lograrlo de una manera.
Solo hay una forma...
—Adivina por qué —se ríe ella.
—Es que no sé qué decirte.
—Para empezar, lo que sientes —se apresura a responder, mientras hace
un aspaviento.
Se ve muy linda cuando pierde la paciencia. Unas ganas tremendas de
abrazarla toman posesión de mi pecho. Pero…
—Hay cosas que no tienen que decirse para que tú las sepas
—Sí. Pero yo quiero escucharte reconocer lo que sientes. Si un día no
muy lejano, y no es demasiado tarde para entonces, sientes el impulso de
confesarte conmigo, así como lo haces con Tay, con Ruth y con Ramsés,
recuerda cuáles son las palabras mágicas. —Como no digo nada y
permanezco en silencio, observándola, ella prosigue—: Me ha pasado que
estoy a punto de entenderte, pero de pronto vienes y me dices cosas
como quiero que seas feliz, pero yo ya no puedo influir en tu vida; me haces
dudar. Acabo pensando que no eres más que un niño asustado.
—Tal vez es así. Tal vez ocurre que no quiero confesarte a ti lo que
tengo adentro. Elle, puede que no te guste lo que vas a encontrar.
—O puede que me vaya a importar un comino tu pasado. Piénsatelo.
Nada más, no te tardes mucho. Gray me cae de maravilla.
Está sonriendo y yo, atónito frente a sus palabras, me aseguro de
guardarme lo que quiero decirle sobre Gray. Me lo quedo para el momento
indicado, no este, no aquí, donde Ruth está vulnerable y no tiene necesidad
de escucharme decir nada.
Mientras Elle se marcha de la estancia, me siento en el sofá y apoyo la
espalda en el respaldo. Clavo la mirada en el techo, el candelabro de luz y
las pequeñas manchas de la pintura que lo adornan. Tiene toda la razón: lo
que me ha impresionado, aun así, es su carácter. Esta es la Elle que logra
que me tiemblen las rodillas. Logra que entienda ciertos aspectos de la vida
que antes jamás me hubiera planteado.
Al tiempo que hago una lista mental de todo lo que ella quiere saber —
mis sentimientos— me pregunto, en silencio y para mí mismo, cómo se
pide perdón una vez que se ha lastimado tanto. Cómo se empieza a confesar
una verdad cuando gran parte de tu vida, las mentiras las dijiste tú mismo
para poder compensar el dolor y la pena.
—Bee —es Ruth quien está en el pasillo, llamándome—. Me preguntaba
si puedes ayudarnos...
Me hace una seña para que acuda hacia ella y, sin reparos, me pongo de
pie. No me quiero hacer una idea de todo lo que piensa llevarse. Porque, si
algo caracteriza a Ruth, es su fascinación por las modas. Para ella es un
sacrilegio que alguien no las tome en cuenta.
Cada quien encuentra la manera de llenar su vacío. Algunos con fútbol,
otros con moda, otros con profesores amigables que tienen sonrisas
perfectas y que, además, adoran a los niños.

—Si te es tan insoportable —me espeta Ruth, después de esbozar esa


sonrisa suya— díselo. Y quita esa cara ya, por favor. Te saldrán arrugas
antes de tiempo.
—No lo entenderías.
También he sonreído, pero la verdad, siento que alguien me ha inyectado
adrenalina. En lugar de sangre, por las venas me corre cierto veneno que ya
se me salió de las manos. Ruth, y probablemente todos en la fiesta, se han
dado cuenta de ello. Preferí salir al porche de la casa de Tay (Leah está
cumpliendo dos años) y fingir que no me queman los celos.
—Sí lo entiendo —contradice Ruth—. Estás frustrado por tu cobardía.
Alzo las cejas porque eso es exactamente lo que ha dicho Sam, antes de
que saliera de la casa, buscando huir de la imagen de perfección que
producen Gray y Elle, juntos. Juntos. No pude soportarlo aunque lo intenté
con todas mis fuerzas.
Debido a que Ruth está en la casa, no me ha parecido oportuno que
sigamos hablando de lo mismo. Así que no hemos tenido oportunidad de
continuar con la charla pendiente acerca de lo que siento por ella.
Incluso yo estoy cansado de repetírmelo.
—Para ustedes, todo se resume a una simple frustración —digo, incapaz
de hilvanar bien. Ha comenzado a dolerme la cabeza después de darle tantas
vueltas a lo mismo—. Pero no es así.
—Eres un buen tipo, Bee —dice ella, echándose el cabello a un lado—.
Y no lo digo porque seas mi amigo, sino porque lo sé. Te veo con tu hija y
no me puedo creer que pienses que le harías daño a Elle.
—Tiene un estándar muy alto sobre el romance —espeto, en voz baja—.
No se ha dado cuenta, pero yo no podría cumplir sus expectativas nunca.
—Eres imbécil —se ríe Ruth, al tiempo que se pone de pie—. A lo mejor
es que no la conoces. Tú odias que la gente te juzgue, Brent, pedazo de
alcornoque; sé lo que haces: sé que quieres mantener una distancia segura
con ella para no tener que descubrir lo que puede pasar. Te da miedo el
hecho de poseer defectos y que estos vayan a decepcionarla. —La escucho
resoplar—. Yo nunca me he enamorado de nadie, pero sé de buena fuente
que siempre hay una opción más tangible que lo que tú estás haciendo. Creo
que de lo único que te podrías arrepentir es de perderla.
—Solo hay dos posibilidades, según tu teoría —murmuro.
Levanto la mirada hacia ella y, por encima del hombro, cuando se da la
vuelta para volver a entrar en la casa, me dice—: Exacto. Déjala ir o pídele
una oportunidad más.
Siento un hoyo en el pecho cuando sus pasos se alejan. La calle del
vecindario se encuentra atestada de niños. Todas las casas tienen un aspecto
familiar y lujoso. Pero hay algunas que no tienen la apariencia de un hogar.
Son tan frías que dan tristeza. Me provoca nostalgia el mirarlas con tanto
detenimiento.
Tras ponerme de pie y caminar hasta uno de los enormes pilares que dan
la bienvenida, me cruzo de brazos, sin despegar la mirada de las
construcciones de estilo colonial y moderno que gobiernan en su mayoría.
A mis espaldas, escucho la risa de una persona a la que yo reconocería
en el lugar más ruidoso del mundo. No me giro para encontrarme con otra
escena que me atravesará el estómago como el golpe más funesto. No. Todo
lo que hago es quedarme quieto y observar el camino de cantera que se
extiende frente a mis ojos.
De pronto, escucho que Gray se dirige a mí y se despide. No puedo
evitarlo, así que le respondo con un ademán y bajo la mirada. Elle también
se ha cruzado de brazos y se queda mirando a Gray hasta que él atraviesa la
salida. Camina sin volverse hacia un auto negro que se encuentra aparcado
a pocos metros de distancia.
—Hay algo que todavía no entiendo —escucho a Elle murmurar. No ha
dejado de mirar en dirección de Gray—. Y quisiera que lo explicaras, por
favor.
—Aquí no es lugar ni momento.
Ella se ríe a rienda suelta y a mí no me queda de otra que encararla, el
ceño fruncido. El abismo de mi pecho se ha incrementado al notar que la
sonrisa que tiene ahora mismo en los labios, no dejó de dedicársela a Gray
todo este rato.
—Para ti nunca es lugar ni momento —dice, en tono adusto y también se
gira a mirarme. Está, al igual que yo, recargada en el pilar de la entrada—;
pero ya no me importa. Acabo de decidir que, si no hablo contigo ahora, en
la casa me vas a dar mil pretextos. Y la verdad ya me cansé de buscarte.
—Esta es una reunión familiar. Lo invitaste a una reunión familiar, como
si lo tuyo con él fuera tan en serio. —Hago todo un esfuerzo para evitarlo y,
no obstante, tengo que decírselo. Doy un paso al frente, sin meditar, sin
pensar, sin recordar nada; dejo que la emoción que me tiene enfermo haga
lo suyo en mi cabeza y entonces, continúo—: Ya sé que me lo quieres
restregar en la cara, pero yo no puedo tolerarlo.
—Si estás hablando de Gray, él no tiene nada que ver con esto.
—Tú lo incluiste. En el momento en el que lo incluyes en planes como
estos. Es… incómodo.
Trato de no elevar la voz para nada y, de cualquier manera, las palabras
me salen tan ahogadas y llenas de enojo, que la mueca de asombro de
Elle... Dios...
—Es la última vez que te lo pido, Brent: toma una decisión —musita,
mirándome, aprensiva.
Echo la cabeza atrás; de un momento a otro, todo en lo que puedo pensar
es en ella y en la manera en la que le sonríe a él. La forma en la que su
pequeño cuerpo encajaría perfectamente... Con él.
Tengo el juicio tan nublado que, cuando quiero hacerlo, es tarde para
preguntarme cuáles serán las consecuencias de lo que estoy a punto de
decir.
—Deja de salir con Gray, Elle.
Creo que mis palabras han sido arrastradas por el viento. Porque ella
mira a un lado y a otro, compungida.
—Pensé que querías mi felicidad.
Hago lo mismo. Busco fantasmas alrededor para no tener que mirarla: el
vacío de mi pecho, el sentimiento de pérdida horroroso que tengo desde que
la conocí, se está incrementado.
Al final, dejo caer la mirada sobre sus ojos y, mientras hundo las manos
en los bolsillos de la bermuda, le digo—: Eso es lo que quiero. Pero, aunque
sé que soy tu peor opción, me niego a que otro te haga feliz. —Enarco una
ceja al ver su silencio; es catastrófico y me duele. Sin embargo, estoy a nada
de estallar. El veneno de mis venas circula por todo mi cuerpo y, en esta
ocasión, no hay nada ni nadie que pueda curarme de él. Salvo ella—. Me
muero de celos... Y de impotencia.
—Después de todo no era tan difícil decirlo.
—Pues felicidades si lo que querías era vengarte de mí: he captado muy
bien el mensaje. —Sin querer, frunzo el ceño y me froto la cara con las
manos, sacándolas de su escondite, para luego añadir—: Te juro por Dios
que estoy a nada de perder la...
Mis palabras son acalladas por la sensación de sus labios sobre los míos.
La sorpresa es reemplazada por un estallido de adrenalina en mi pecho.
Busco, con las manos, su rostro y, para asegurarme de que no es un impulso
erróneo, me despego un poco de ella. Parpadeo dos, y tres veces, sin
entender.
—Solo tenías que pedírmelo —me dice, en un hilo de voz.
De pronto tengo la urgencia de comérmela a besos. Con un mordisco
suave, hago que entreabra los labios y la pego a mí en un abrazo del que no
sabía que era capaz; ella me rodea la cintura con sus delgadas extremidades.
Me siento tan violento ahora mismo que el lugar en el que estamos no
podría parecerme más inapropiado.
El pecho me sube y me baja al ritmo de la respiración acalorada que mi
cuerpo lleva a cabo. Me toma unos minutos entender que no puedo
prolongar mucho la caricia. Aunque quiero perderme en ella y hacerle saber
que es cierto lo que acabo de decirle. Soy un egoísta; no sé cómo hacerla
feliz y, a pesar de eso, cada célula de mi ser se ha rebelado en mi contra. La
quieren a ella. No puedo engañarme más.
Poco a poco, dejo de besarla (¡me cuesta mucho hacerlo!). Y ella, con
gesto dulce, roza su punta de la nariz con la mía… Estoy a nada de
inclinarme otra vez, cuando la escucho…
—¡Papi! —me grita una vocecilla al lado.
Bethany tiene una gran bolsa de dulces en la mano, de manera que, sin
pensármelo, me inclino de un solo movimiento, soltando a Elle, y levanto a
la Abejita en mis brazos. Elle se aproxima con cautela a ella...
No me puedo imaginar quién, en su sano juicio, le da una bolsa de dulces
a una niña con las energías a flote. Siento las mejillas arder por la pena y,
cuando dirijo la mirada al umbral, me encuentro con la figura de Irina. No
sé si es por su embarazo avanzado o por la diversión de su mirada, pero
algo en su gesto me hace pensar que hice algo... diferente.
En este momento, no tengo valor para mirar a Elle otra vez. Y, sin
embargo, puedo sentirla aferrada a mi brazo derecho, en el que tengo a Beth
sujeta.
—Te dije que no comieras más dulces —la reprendo.
—Tía Ruth dijo que ustedes querrían comer también.
—Sí, Ruth... —susurro.
—Bueno, yo solo quería acompañarla. Ruth la mandó y me pone de
nervios que corra y brinque tanto —se excusa Irina, antes de volverse y
regresar a la casa.
—Lo hizo a propósito —digo, hacia Elle, que también está colorada
como un tomate.
Ella no hace más que esbozar una sonrisa y, con la bolsa de dulces en la
mano, me dice—: Voy adentro. Para despedirnos.
Un par de segundos después, mientras trato de imaginar qué carajos hace
esta mujer conmigo, caigo en la cuenta de que también me tengo que
despedir. Y entro en la casa rogándole al cielo que se me desperdiguen los
colores de la cara. Porque estoy completamente seguro de que si Taylor me
ve...
No me quiero ni imaginar lo que va a decirme. No tengo la paciencia
necesaria para ser el objeto principal de sus bromas. No, por lo menos,
cuando las manos y el cuerpo han dejado de pesarme tanto.
9
Bee

Elle le puso el pijama a Bethany y le contó que el martes irían a comer con
su abuela. Se me hizo nudo la lengua, pero me contuve de decir cualquier
cosa. He querido pedirle que tenga cuidado. No de Brenda, sino de sí
misma. Puede ser demasiado buena con la gente a su alrededor. Y la
entiendo. Sin embargo, con su madre, no puedo evitar sentirme extraño.
Le llamó hace un par de minutos.
Normalmente, solo venía dos veces por mes. Elle la visitaba muy poco
en Clarke. Es su madre, así que siempre he comprendido que pase por alto
todas sus actitudes (aunque estos años estuvo muy tranquila). Debido a lo
último que sucedió, me es imposible no sentirme preocupado.
Sé que está mal que lo piense siquiera, pero no confío en esa mujer.
Menos si ahora hay una rencilla de este tamaño entre nosotros: es
consciente de cuánto me molesta que compare a Elle con su difunto hijo.
Temo que pueda utilizarlo en mi contra y que, por el amor incondicional
que le tiene, Elle se quede de brazos cruzados.
Mientras bajo las escaleras de la casa y miro mi reloj en la muñeca,
vislumbro las siluetas de Ruth y Miriam, que se encuentran en la cocina.
Una vez adentrarme allí, las dos se sientan alrededor de la isla en medio.
Ruth está bebiendo una cerveza en su botella y Miriam tiene la portátil
frente a ella.
Estudia desde casa, ya que, según lo que nos contó hace mucho, la
escuela presencial no le daría la oportunidad de trabajar para pagarse la
comida y el estudio. Elle la contrató hace más de un año; no sé cómo, pero
atinó respecto a ella. Recuerdo que, al principio, me sentí reticente de
contratar a una muchacha de apenas diecinueve años para que cuidase de mi
hija. Un defecto que, supongo, tenemos todos cuando no conocemos este
sentimiento. Para suerte mía, como siempre, Elle tenía razón: es digna de
toda la confianza del mundo, y Beth la adora. Con este tiempo que ha
pasado viviendo con ellas, sé que tomamos la decisión correcta. La
intuición de Elle no falló y por eso es que tengo tantas emociones
encontradas revoloteando en el pecho.
Hace apenas un par de horas que crucé la línea, y ya me siento en mitad
de un desierto.
—No me hace ni pizca de gracia que quiera comer con ellas fuera de la
casa —comenta Miriam, a quien, por supuesto, no le cae nada bien Brenda.
Cuando termina de darle una mordida a su manzana, entonces me mira y,
tras fruncir los labios, dice—: Yo creo que deberías hacer algo.
Estoy sentándome en uno de los bancos dispuestos alrededor de la isla.
Enarco una ceja hacia ella y suspiro, a sabiendas de que, aunque es lo que
quiero, no puedo meterme en ese asunto. No pienso dar marcha atrás en lo
que hice; de modo que, si no quiero perder totalmente su confianza,
necesito aguantarlo.
Necesito tener fe, como ella la ha tenido en mí, aun cuando no me lo
merezco.
—Es su madre —digo, en contra de mis pensamientos—. No tiene nada
de malo que coma con ella.
—Sí, pero… —empieza a reponer.
—Pero nada —la interrumpo, con un gruñido—. Por favor, no comentes
tus inquietudes con Elle…
Ella tuerce una mueca y luego se queda absorta en la pantalla de su
laptop. Es notorio que le molesta mucho la madre de Elle, pero, a decir
verdad, también es muy obvio que te puedes desapegar de muchos
miembros de tu familia. Tu padre y tu madre, sin embargo…
A pesar de todo, yo jamás he podido sacarme a los míos. Y, sin importar
que esté mejor lejos de él, en especial, es imposible que no los lleve
conmigo a donde quiera. Miriam también la pasó mal en el seno de su
familia. Su padre es alcohólico y su madre tiene una enfermedad crónica.
Tras ponerme una botella de cerveza oscura delante de los ojos, Ruth
regresa a su sitio. Ni siquiera me di cuenta de cuándo fue hasta el
frigorífico.
—Será mejor que vaya a dormir —repone Miriam, y se levanta cargando
con sus cosas escolares.
Pronto cumplirá veintiuno. Elle le prometió ayudarla para que encuentre
un mejor trabajo; sabemos que puede hacerlo. Al menos, eso es lo que Elle
me ha dicho. No puede ser la nana de Beth para siempre.
Después de que se ha marchado, busco la mirada de Ruth y encuentro
una sonrisa delgada, mejillas morenas sonrosadas y la sugerencia en sus
ojos. Niego con la cabeza y, sin poder evadir su escrutinio, me encojo de
hombros.
—Así que… —dice.
—Nada —la corto.
Resulta extraño que sea así, pero Ruth tiene el mismo defecto que
Taylor: es impresionante que la misma persona pueda ser infantil y certera
al mismo tiempo.
Y para los amigos de esa persona, puede ser bastante arrollador. Sobre
todo, en situaciones como esta.
—Era cuestión de tiempo —masculla, con una sonrisa.
Frunzo el ceño porque no estoy completamente de acuerdo con lo que
acaba de decir.
Podría ser que esto, aunque haya dejado de permanecer en una inercia
horrible, no funcione. Podría ser que sea demasiado tarde. Después de todo,
ni el tiempo ni las desgracias pasan en vano.
—O sea que ya te contó —le espeto, no sin sentirme presionado al
respecto.
Si bien es verdad que a Ramsés y a Tay les hablo de ciertas cosas acerca
de mí, cosas que no le cuento a nadie, jamás relato los detalles más íntimos.
De hecho, Taylor ni siquiera sabe que hace un año…
No le conté que dejé de hacerme idiota fingiendo que otra mujer puede
llenar lo que Elle desató la noche en la que concebimos a Beth. Es decir, lo
intenté; pero, después de conocerla a ella, desgraciadamente me volví
ambicioso.
En el fondo siempre supe que, si no era ella, no sería ninguna otra.
—No, no —se ríe Ruth—. Digamos que estaba a punto de ir a buscar a
Elle, y escuché ciertas cosas. —Cuando nota que la observo con impresión,
ella sacude la cabeza y repone de inmediato—: Tranquilo, en cuanto oí que
era algo sumamente romántico, me escurrí de allí. No te ofendas, pero eso
del romance tampoco se me da y, a ciencia cierta, no pensé que se te diera
tan bien. —Ha vuelto a sonreír y, en consecuencia, sintiéndome expuesto, le
doy un trago a la cerveza y evado su mirada—. Tal parece que dijiste justo
lo que ella quería escuchar.
—No soy romántico —digo, en un susurro—. A mí tampoco se me da.
—Tal vez es que no se trata del individuo sintiendo repelús por el
romance, sino de la persona con la que quieres experimentarlo. —Ella niega
con la cabeza, absorta y dice—: Soy del tipo de gente que, cuando mira la
escena de Jack y Rose en la proa del Titanic, pone los ojos en blanco. Pero
también soy del tipo que, cada vez que ve Forrest Gump, llora cuando
Jenny le lanza piedras a la casa abandonada de su padre…
Luego de escucharla, precisamente oír que menciona esa escena de una
película que todo mundo ha visto, le dedico una mirada de comprensión y
ella se pone de pie, sin mirarme. Se ha terminado la cerveza, pero no es
hasta que veo a Elle sentándose junto a mí que me percato de por qué tiene
intenciones de retirarse.
Se despide de mí dándome un golpe con su pequeño puño, en el brazo, y
de Elle con un beso en la mejilla. Así que me guardo lo que quería decirle.
La entiendo. Entiendo que se sienta como lo hace.
Elle tiene una pulsera en las manos; es algo tejido que, seguramente,
Beth hizo en Primrose (la estancia infantil de la que Gray es dueño).
Durante los minutos que la retuerce, observo sus dedos, que tienen
apariencia suave.
En la muñeca izquierda lleva, como siempre, el brazalete que le regalé
cuando nació la Abejita.
—Hace un año —murmuro, tras dar otro trago a la cerveza y recargando
la espalda en la silla—, Ruth y yo estábamos en el deportivo. Tú habías ido
a visitar a tu madre; recuerdo que me sentía preocupado por ello. —Elle, sin
decir nada, me extiende la pulsera que Beth hizo; me la pongo junto al reloj,
también en silencio—. No sé por qué, pero acabé contándole a Ruth cuándo
y cómo me enteré de que estabas embarazada.
En el rostro de Elle se dibuja una máscara de dolor, así que me vuelvo
hacia ella y, sujetando su mentón con dos de mis dedos, la hago mirarme.
Apenas sus ojos se posan en los míos, trato de escudriñarla. Sé lo que está
pensando. Y me maldigo internamente por traer un recuerdo que le causa
tanta culpa. No obstante, si no se lo digo ahora, no creo poder empezar a
hacer nada para demostrar, también, nada.
—Nunca me contaste que fuiste a buscarme —le digo, en voz baja—. Y,
si no te había dicho que sé que Monique te recibió y las cosas que te dijo, es
porque te conozco. Lo que quiero decir es que, de una u otra forma, siempre
me sorprendes.
—No tenía caso que te lo hubiera dicho. Fue mi error… —murmura
Elle, en tono ausente.
Ese es el tono que usa cuando se siente amenazada. Me bajo de la silla y
hago girar la de ella, para que me mire. Más cerca de ella esta vez, me
inclino un poco y dejo un beso en su frente, apretando los ojos.
El aroma de su cabello es exquisito. Me gusta tanto, que me quedo así
unos minutos y dejo que ella me acaricie el mentón con sus dedos tersos.
—No sé qué estoy haciendo, Elle —acepto; al salir, las palabras tienen
un regusto amargo, como si se hubieran guardado durante mucho tiempo.
Ella clava la mirada en mí. Aunque el miedo que cargo conmigo hace mella
en mi garganta, me obligo a continuar—: No sé cómo hacer para arreglar
todo esto. Ni siquiera tengo idea de cómo…
Bajo la mirada hasta su boca y, con el dedo pulgar, acaricio el inferior.
Ella ha cerrado los ojos.
Cuando ve que no hago nada, dice—: ¿Cómo conquistarme?
Muy muy lento, hago un gesto afirmativo con la cabeza.
Más despacio todavía, me incorporo totalmente y vuelvo a mi sitio.
Sentados, mientras ella me mira en silencio y yo analizo lo que acepté,
descubro que es verdad; tengo miedo de sus expectativas.
Aún recuerdo que, cuando la vi por primera vez, hice lo mejor para ella;
puse una distancia considerable entre sus modales y los míos, para que
supiera cuán diferentes somos. El magnetismo, después de todo, ni siquiera
el tiempo pudo destruirlo. Es más fuerte cada vez.
—A una persona no se la conquista como se conquistan las naciones —
dice, sonriéndome—. Tú, si te gusta esa persona, te abres. Le muestras
quién eres. Y ella decide si aceptarte. Pero, lamentablemente, no hay
manera de saber si te van a hacer daño o no. Es un riesgo que corres.
—Qué valiente eres —mascullo.
No la miro a los ojos porque quiero saborear —y procesar— sus
palabras.
Tienen que pasar varios minutos para que ella diga algo otra vez.
—Inténtalo.
Asiento, poco convencido. Abandono la silla de nuevo, yendo hacia la
entrada. Escucho sus pasos viniendo detrás de mí. Al volverme justo en el
umbral, con gesto cansino, y apoyar la espalda en el marco, Elle está
cruzada de brazos.
Ya no lleva las plataformas así que es considerablemente más bajita que
yo…
—No sé si te lo conté —le espeto. Ella da un paso más cerca y yo
suspiro por lo que eso significa—, pero no jugué fútbol en la universidad
porque jamás me atreví a hacer ninguna prueba. —Una sonrisa se forma en
mis labios cuando lo recuerdo—. Elise me vio en un partido al que iba por
puro placer —musito, echando la cabeza atrás—. Y contigo me sucede lo
mismo —la miro otra vez y, entrecerrando los ojos, continúo—: Siempre
tengo miedo de no dar la talla.
Elle se adelanta hacia mí y agarra algo en mi camiseta, tal vez una
pelusa. Sin embargo, no retira su mano y yo aprovecho para sujetarla en la
mía. Me la llevo a la cara sin esperar que muestre objeción.
Al sentir su palma tibia, pequeña y suave, en mi mejilla, cierro los ojos;
ojalá Dios pudiera ayudarme a saber cómo actuar. Pero la verdad es que a él
no puedo culparlo por las decisiones malas que he tomado.
—Si quieres le preguntamos a Beth si das la talla como papá —masculla
Elle, sonriendo.
Parpadeo dos veces más y, de un tirón, la atraigo hasta mí. Ella pone su
otra mano en mi pecho. Estoy a punto de rozar sus labios con los míos,
cuando noto que se aparta, pero no hay rechazo en sus ojos y la expresión
que tiene se me antoja más bien curiosa.
Yo trago saliva, sintiéndome desgraciado por no poder besarla…
—No quiero que pienses que es un capricho —dice—. Pero tengo dos
condiciones si de verdad quieres intentarlo.
Sin importar cuánto esfuerzo me supone, dejo salir una risa. Hacía tanto
tiempo que no me sentía así, que incluso a Elle le divierte mi mueca.
Veo que se muerde un labio, sonrojada, y entonces digo—: ¿Qué
quieres?
Ha puesto mueca de seriedad, pero está pasando su dedo por mi mentón.
Si supiera lo peligroso que es…
—Conocerte —dice, por fin—. Quiero que hagas las cosas como si,
cuando nos conocimos, te hubieras atrevido a invitarme a salir.
Abro tanto los ojos que me escuecen. No reconozco mi propio lenguaje y
tal parece que todo lo que aprendí en la escuela, en este momento, no sirve
de nada.
Lo único que hago para responder a lo que me está pidiendo, es atraerla
más y encerrarla en mis brazos. Hundo la cara en su cabello, y aspiro
profundo. Ya que me he retirado, acuno su rostro en una de mis manos, la
derecha.
—Sé que ya no tiene caso que te lo pregunte —murmuro—. Pero,
¿habrías aceptado?
—Me gustabas —dice ella, muy seria—. Físicamente, quiero decir. Por
eso me daba tanto terror estar cerca de ti. Salía corriendo; para una
romántica empedernida como yo, un hombre como tú es un peligro
inminente.
—Chica lista —susurro y Elle se aparta por completo de mí.
La sigo a través de la sala, con el corazón desbocado por lo que sus
palabras significan. Mientras recoge unos libros del sofá, me dice—:
Mañana voy a comer con Gray.
Hago todo lo posible por no reaccionar ante ello. Reviso la hora y, una
vez que Elle se ha vuelto a mí, aprieto la quijada, mirándola.
—No me molesta que Gray sea tu amigo —confieso—. Lo que me
parece insoportable es saber que a lo mejor él es más indicado para ti.
Con una sonrisa amarga, ella repone, y yo me arrepiento de haberlo
dicho—: Debe de ser una pena el que no puedas decidir en lo que siento.
—No te prefiero con él. No te equivoques. Es solo que me resulta
extraño hacerte pasar por esto.
—Créeme —me dice—, no hay nada que yo quiera más que saber de lo
que eres capaz cuando…
—Haría cualquier cosa por ti —la interrumpo.
Al principio, no sé si lo dije para mí o para ella. Lo pensé muchas veces
y nada más ahora me siento tan fuerte como para decirlo. Hay cosas que
vienen a mi mente solo cuando estoy a su alrededor; admiro el camino que
ya recorrí y, entonces, observo que ni siquiera el contrato con los Titanes
me llenó tanto.
Hasta estos días, nunca me había sentido más harto de mí mismo.
—Ese deseo de hacer todo por el otro es lo que se tiene que poner en
práctica —masculla Elle.
Me mira con adoración, con intensidad, apoyada en el sofá con su
cadera. Ase las manos de la tela y la aprieta, como si estuviera esperando
por algo.
—Está bien. —Tras escucharme, ella lanza una mirada a la escalera y
luego la baja hasta el suelo, como pensando, nerviosa, emocionada, feliz,
todo a la vez—. Es tarde —musito, rompiendo el silencio que nos rodea.
Elle asiente y se mueve un poco hacia mí.
Aunque quiero acercarme y besarla, espero: porque me hago una idea de
por qué se retiró en la cocina.
Y ella lo confirma cuando dice—: Respecto a la segunda condición…
Me gustaría que lo lleváramos con calma. —Sus ojos me analizan unos
instantes—. Quiero poder confiar en ti, Brent Dylon.
Vuelvo a acariciar su rostro con la mano, y me inclino para dejar un beso
en su mejilla. Noto que, cuando lo hago, cierra los ojos y me arruga la tela
de la camisa.
Seguro le debe de costar lo mismo que a mí mantener la distancia.
—Lo que tú quieras —suspiro, tras retirarme.
Saco las llaves de la camioneta y trago saliva, para darme valor, aunque
lo único que hace el intento es dejarme un sabor agridulce —de necesidad
— en la boca.
—Entonces… —musita Elle, en voz baja.
—Te llamo mañana; por la noche —le recuerdo, para no interrumpir su
comida con Gray.
Ella se limita a asentir y se queda, en el rellano, observándome. Solo así
me hago cargo de mis ganas frustradas y me giro sobre los talones.
Sé que ella lo vale. Pero, aun así, casi puedo resentir la intensidad del
sufrimiento.

En cuanto cierro la puerta de la casa, y escruto, impaciente, las sombras


en el vecindario, saco el teléfono para buscar el número de Ramsés. Me dijo
que tenía algo importante que contarme. Aprovecho el espacio dentro de la
camioneta para enviarle un mensaje y, mientras aguardo a que responda, le
echo un último vistazo a la ventana de la habitación de Bethany.
Quiere que su pieza tenga distintos colores y tapices; así que, aunque no
se lo he dicho a Elle, pienso llevarla a que escoja ella misma lo que desea.
El mero hecho provoca que sienta un escalofrío en la columna. Porque Beth
es una niña y, pienso yo, a cualquiera le llamaría la atención que tome
elecciones… de este tipo.
Un par de minutos después de que pongo en marcha el vehículo, el móvil
vibra en su sitio. Sé que es Rams, así que lo ignoro porque el tráfico es
horrible. Me toma cerca de media hora llegar hasta mi edificio y, una vez
allí, me doy cuenta de que la camioneta de mi amigo se encuentra aparcada
en el espacio para visitantes.
Un extraño sentimiento se forma en mi pecho, conforme me dirijo hacia
el elevador. Hace tiempo que le di una llave, en caso de alguna emergencia.
En el celular se ha limitado a decirme que está en camino para mi
departamento, junto con Sam. Lo cual resulta más extraño que el saber que
ha venido tan tarde por la noche.
Comúnmente, si ella tiene un poco de tiempo libre (trabaja para un
político y casi no la vemos), tratan de disfrutar el poco o mucho espacio que
logran compartir. Según lo que él mismo me ha contado, tiene pensado
pedirle que se case con él en cuanto la campaña acabe.
Está emocionado y nervioso por ello, y yo no lo culparía jamás. La
zozobra se abre camino en mis pensamientos mientras trato de hacerme una
idea de lo que siente.
Enamorado hasta los huesos de una mujer…
Sin una salida aparente. Sin ganas de retroceder en lo absoluto.
Queriendo que todo le pertenezca a ella.
Paso saliva para acaparar al menos un poco de ánimo. Y, justo cuando el
elevador llega al penúltimo piso, me encuentro frente a frente con un rostro
que, por estos días, no me dirige una mirada muy alentadora.
—Vaya —dice Monique, una sonrisa burlona en sus labios—, te esperé
un buen rato ya que no me coges el teléfono.
—Estaba con Elle —musito, alejándome de ella un paso—. No vi tus
llamadas…
—Como sea —susurra ella, y pulsa el botón para que el ascensor no la
deje—. Quería preguntarte si todavía piensas asistir al evento. Contaba
contigo…
Lanzo una mirada en dirección de uno de los corredores, recordándolo.
Y me paso una mano por el pelo.
—No creo que sea buena idea —admito.
Monique no ha puesto buena cara. Su semblante cambia tan rápido que
no me pasa desapercibida su molestia. Hace como dos meses me preguntó
si podía participar de un evento de beneficencia. Le dije que sí. Porque, en
ese instante, no pensé que fuera a haber ningún problema.
—Por Elle, supongo —me responde, con voz ácida.
La miro por unos segundos y después le espeto—: Monn, yo te
expliqué…
—Sí, sí —me silencia, antes de que pueda decir algo—. Me quedó claro
todo eso de que quieres que Elle confíe en ti. Aunque sigo sin entender lo
que ves en ella, sinceramente. —Detesto que me mire así, como si ya me
conociera. Y, más pronto que tarde, saca a relucir su carácter, sonriendo con
tanta altanería que niego, desconcertado—. Me imagino que, si empezaste
una relación con la madre de tu hija, es porque ya le contaste lo de Aba.
Al instante, un choque frenético de pulsaciones me acelera el corazón.
Niego con la cabeza, incrédulo. Pero, me digo, yo la conozco. Sé que hace
este tipo de cosas cuando se siente defraudada.
Si me lo pienso, tiene derecho a estar molesta.
Pero eso no evita que el recuerdo de Aba se interponga en la dulce
imagen de lo que ocurrió esta tarde. Sin embargo, ya que he parpadeado
varias veces, y que Monique ha dejado de mirarme, hago un recuento de las
palabras de Elle.
Esto, ella, también forma parte de mi pasado. Así como la promesa que
un día me hice.
—Brent Dylon: nunca vas a cambiar —repone Monique, adentrándose
en el elevador—. Yo te aconsejo que se lo cuentes si quieres algo en serio
con ella. Lo cierto es que las de su tipo no suelen perdonar esa clase de
cosas.
Las puertas del elevador están por cerrarse y, justo a tiempo, sujeto una
con fuerza para impedir que se cierre. Monique arquea su ceja, desafiante.
—Nunca te he pedido nada —mascullo—, pero en esta ocasión quiero
que, por favor, sujetes bien tu lengua. No metas a Elle en cualquier cosa que
vayas a descargar en contra de mí.
—Lo dicho: nunca vas a cambiar. Ya sea Ramsés, Taylor, Elle o tu
padre, al final siempre dejas que los otros te digan qué hacer. Pobrecito
mío. No quiero ni pensar qué te dirá tu mujercita cuando lo sepa.
Suelto la puerta antes de seguirla escuchando. La moral se me cae hasta
el suelo apenas me enfrento con el reflejo de mí mismo en el metal del
ascensor. Me giro sobre mis talones sin saber muy bien cómo todo, gracias
a un secreto, se puede deformar en cuestión de minutos.
Hasta hacía unos momentos no me había hecho a la idea de cuánto me
pesaba ocultárselo a Elle. A mis amigos. Y me adentro en mi departamento
sabiendo que Sam, lo más seguro, reconocerá mi mal humor y los pocos
ánimos que me quedan.
El día de mañana ahora me parece tan lejano, que no sé si de verdad
quiero que llegue.
—Ya era hora —masculla una voz aguda desde el balcón.
Sam va vestida de la misma forma que en la fiesta de Leah, salvo que se
ha anudado el cabello y no lleva puesto maquillaje. Ramsés, por otro lado,
trae una sudadera encima y rostro de haber recibido una noticia terrible.
Sin paciencia ni modales qué demostrar, me dejo caer en el sofá más
grande y observo cómo Sam y Ramsés hacen lo mismo, en el sofá del
frente.
—Me gustaría saber por qué te encanta complicarte la vida —dice Sam,
aludiendo, me imagino, a la visita de Monique.
—Hoy no estoy de humor para tus consejos —le digo.
Ramsés se ríe por lo bajo y, haciendo gala de su personalidad taciturna,
permanece en silencio.
Para mí, es bueno que los dos sean tan diferentes; porque eso quiere
decir que la polaridad en una relación no es importante como muchos
afirman. Saber que puedes estar con alguien que es completamente
diferente a ti, en todos los aspectos imaginados, me devuelve un poco de la
esperanza que pierdo todos los días.
Sam es la persona más perspicaz y auténtica que conozco, aunque a
veces su actitud parezca irritante. Me acostumbré a ser blanco de sus
regañinas y a no poder defenderme en contra de sus argumentos —porque
por lo regular son muy buenos.
—Si yo fuera Elle, ya le habría dejado en claro un par de cosas a la tal
Monique —masculla ella, como si no me hubiera oído.
—Déjalo en paz —entonces sí, dice Ramsés—. Dile a lo que hemos
venido…
—Ramsés, mi amor, no hagas como que no estás de acuerdo conmigo.
—Estoy de acuerdo; pero saber las cosas no me hace competente para
explicarlas. No tengo idea de cómo reaccionaría Elle y tampoco tengo idea
de a qué vino Monique. Trato de ser imparcial.
—Pues yo no tengo por qué ser imparcial. Y yo sí que conozco a Elle.
Quiero replicar a esto último que ha dicho, pero siento que no es el
momento adecuado. Así que, en lugar de eso, me arrellano en mi lugar y me
froto el rostro con las manos.
—Hace como dos meses me comprometí a participar en un evento de
beneficencia con ella. Y ahora le he dicho que tal vez no es buena idea. Por
eso vino y se marchó muy enojada —les cuento.
Cuando levanto la vista, Ramsés y Sam están compartiendo una mirada
cómplice. Ese tipo de miradas entre ellos son las que hacen que me sienta
como un total imbécil.
Por no tener el valor de atreverme a decir en voz alta lo que en realidad
quiero.
—Qué casualidad —dice Sam, repantigándose—. Resulta que también
quiero que participes conmigo en una beneficencia.
Abro los ojos, rendido de cansancio, pero me quedo en silencio.
—Más bien es una pantalla —interviene Rams.
Es inusual que a él se lo vea con malas caras. Se nota a leguas que algo
le sucede porque, casi siempre, es el tipo más sonriente del mundo. El
mejor amigo que nunca tuve y la persona más indicada para acudir cuando
el agua te llega al cuello.
Vuelvo a mirar a Sam después de enarcar las cejas hacia su novio, que ha
sacudido la cabeza.
—Solo quiero saber si puedo contar con tu apoyo. Necesito que sea lo
más visual posible y que acudan personas importantes…
—Espero que me digan qué es lo que ocurre, primero —musito—. Y no
porque esté dudando de si aceptar o no, sino porque los noto. Algo sucedió.
—Sí, bueno —Sam se remueve incómoda, y luego dice—: Mi primer
trabajo ha sido un error y quiero poner en su lugar a un tipo que se está
pasando de la raya conmigo. Tú me entiendes.
En contra de mí mismo, arqueo las dos cejas y respiro hondo. Lo malo es
que lo entiendo: su candidato tiene fama de ser un casanova. Al menos, eso
es de lo que todos los reporteros amarillistas dicen.
No quisiera estar en los zapatos de Ramsés… No ahora mismo.
—Espero que tengas algo muy bien planeado —digo.
Después de sonreír, y mirar a Ramsés y luego a mí, Samantha responde
—: También quiero que me digas si tú crees que Elle aceptará ayudarme. Es
que… ha pasado tanto tiempo que no podría con la organización de un
evento tan grande y ella es… la gurú de la beneficencia.
Trato de que sus palabras no me enorgullezcan, pero, para mi desgracia,
todo lo que tiene que ver con Elle, sus virtudes y sus defectos, despierta en
mí emociones varias. Como en una montaña rusa.
—Pregúntale a ella —mascullo y le sonrío—. Dudo que te diga que no.
—Pero, la niña… Será un evento muy absorbente y es el mes que
entra…
—La niña también tiene papá, ¿sabes? —replico.
Sam esboza una sonrisa y otra vez mira a Ramsés, quien parece estar en
el límite. Yo, por otro lado, sigo luchando con la imagen de un universo en
el que a Elle le ocurre algo como esto.
—Entonces iré a verla —termina por decir Sam.
Ramsés le sujeta la mano en ese instante y sin decir nada, me dirige una
mirada de advertencia. Es imposible no envidiar lo que puede ser a veces;
su autocontrol, y la manera en la que te hace sentir en confianza.
A mí me costó prácticamente nada llamarlo amigo. Y, a pesar de ello,
tampoco le conté lo de Aba. Me lo quedé para mí mismo porque es injusto
hacer que otros carguen con tus secretos. En mi caso, hubiera sido muy
injusto contarle a Ramsés, o a Taylor, o a Ruth… o a Elle, que una vez hice
lo que todos ellos jamás se plantearían.
10
Bee

Tras reclinarme en la mesa y aceptar la ayuda de Ramsés para dejar la pesa


en su base, hago lo posible por no mostrarme iracundo en cuanto escucho lo
que Taylor dice; me está leyendo un artículo en el que, por supuesto, se
habla de mí. Y la fuente es nada más y nada menos que una Monique muy
enojada.
Apenas pasó un día y, de pronto, el mundo y las decisiones, ya se están
cayendo a pedacitos. Así que, después de inspirar profundo, seguro de que
esto es lo que ella quiere, sacudo la cabeza, incrédulo ante lo que le dijo al
reportero.
—La puedes demandar por daño moral —dice Taylor, con una sonrisa—,
pero sinceramente no creo que le importe mucho.
—Es algo serio —se limita a decir Ramsés—. Habla con ella.
—Eso sería un suicidio —replica Taylor. Aunque son como hermanos,
Tay y Ramsés tienen formas de ser totalmente contrarias; por eso soy el
intermediario de ambos. Si bien es cierto que, desde que se convirtió en
padre, Taylor ha cambiado muchísimo sus pensamientos, en cuanto a las
relaciones, la privacidad, y la familia, sigue siendo acérrimo de la verdad.
Lo cual, para mí, es admirable—. Amigo, si yo fuera tú le pedía a Elle que
se casara conmigo. Asunto resuelto.
Abro los ojos sin poder dar crédito a lo que dice. Él, en consecuencia,
alza las cejas, mirándonos con suficiencia. Al no ver ningún titubeo en su
gesto y mientras se ajusta las vendas a los dedos, observo que está hablando
totalmente en serio. Tengo que tragar saliva antes de continuar mirándolo.
Ramsés, que está muy ensimismado, se cruza de brazos y, con aspecto
indiferente, los ojos entornados, se queda pendiente de las muecas de Tay,
quien se ha encogido de hombros.
—Le dije que íbamos a ir con calma —le cuento.
—¡Eso es ridículo! —se ríe él. Quizás cree que bromeo porque, de
pronto, abre y cierra la boca como si quisiera encontrar algo que decir.
Cuando al fin lo hace, yo me limito a limpiarme el sudor de la cara con un
paño—. Caray —masculla el hombre, de manera que me preparo
mentalmente para una de sus charlas profundas—. Ya veo el motivo de que
traigas esa cara. No debe de ser bonito saber que hay otro que...
—Taylor... —lo silencia Ramsés, la mirada clavada en él.
—Lo siento —sigue riéndose—. Pero no lo entiendo. Por lo regular, esto
no funciona así; el amor, quiero decir.
—Pero si es lo que ella quiere no veo motivo alguno para no dárselo —le
espeto, poniéndome de pie y harto de que traten de comprender algo que no
han vivido—. Está en su derecho de ponerme condiciones. Tal vez...
—No, es verdad —repone Tay, en ese instante y noto que ha caminado
hasta mí. Tiene una máscara de indulgencia en el rostro—. Ahora que lo
pienso es la única manera de que pongas los pies sobre la tierra. Lo que está
mal es que no hagas algo para evitar que Monique hable de ti de esta
manera. Imagínate qué sentirá Elle cuando lea esto de que si su relación no
funcionó fue porque ella, precisamente, no quiso.
Es cierto.
No quiero ni pensar lo que sentirá Elle cuando lea el artículo. En este
preciso instante, lo único que tengo ganas de hacer es llamarla y hacer que
se entere antes. Sin embargo, apenas dan las dos por la tarde y no necesito
saber que, justo ahora, está comiendo con Gray.
—Deberías llamarla... —dice Ramsés, a mis espaldas.
Me giro hacia ellos con gesto de pesadumbre. Hay otra cosa que necesito
contarle y ya no tengo más tiempo.
Respiro hondo un par de veces y, luego de levantar la vista, digo—: Iba a
comer con Gray así que... Lo haré por la tarde.
De inmediato y como acto reflejo, las caras de mis dos amigos muestran
facciones duras. Los ojos de Ramsés, normalmente comprensivos, denotan
una estupefacción que, si me la dirige a mí, implica algo más que enojo. A
diferencia de Rams, Taylor se pasa una mano por el pelo, sin ánimo de
ocultar lo que piensa sobre mí.
Y lo externa minutos más tarde, mientras yo recargo la espalda en el
muro del gimnasio.
—No sé por qué demonios estás tan tranquilo si ella está comiendo con
un tipo que no tiene intenciones amistosas nada más. Eso no se hace: no le
dejas el camino libre así...
—Es cansado estar a la defensiva todo el tiempo —refunfuño, también
cruzándome de brazos—. Anoche me di cuenta de que no vale la pena
sentir celos; no sé por qué los siento cuando ella no para de demostrarme
que no hay nadie más.
Taylor, para mi sorpresa, se ha quedado callado, con los ojos
examinando mi rostro. Pasados unos cuantos segundos, noto que Ramsés
está sonriendo.
—No podría hacerlo, aunque lo intentara —dice.
—Eso es porque eres bastante inseguro —repone Tay—. Pero es verdad:
si hago un recuento muy pocas veces desde que Lana y yo estamos juntos
he sentido celos. Sería el colmo.
—Porque estás seguro de que eres el único para ella —ironizo.
Anoche me quedé despierto hasta muy tarde, en el mirador de mi
departamento, preguntándome por qué dejé que los celos tomaran el control
de lo que se debe hacer con parsimonia y cuidado. Por suerte, Elle me
conoce tanto que sabe cómo callarme en el momento en el que más lo
necesito.
Si no fuera por ella, siempre estaría desbordado, a la deriva. Esa es la
razón por la que siento que le debo esto. Mi confianza total.
—Además —murmuro, sin saber por qué lo hago—, cuando me lo dijo,
me pareció que era algo así como una cita para aclarar las cosas. Respecto a
Monique, Elle sabe que hace más de un año no estoy con ella, de ninguna
forma.
—Las cosas que uno se echa encima cuando no se ponen los pantalones
en el momento indicado —se queja Tay, y tras palmear mi hombro, se gira
sobre los talones—. Si quieren que alcancemos a Elise en su despacho, más
vale que nos demos prisa —repone, yendo hacia las duchas.
El gimnasio no está muy concurrido en estos meses, ya que la mayoría
de los muchachos salen de vacaciones mientras la temporada no está sobre
nosotros. Algunos, de hecho, emplean su tiempo libre para volver a sus
casas. Sitio que yo dejé de conocer hace ya mucho tiempo.
Estoy admirando el andar seguro de Taylor todavía cuando veo que
Ramsés se ha vuelto a sentar en una de las máquinas. Se lo nota tan
apesadumbrado que ni siquiera quiero preguntarle cómo está llevando lo
suyo. Sé que no le han contado nada a Taylor porque, si se entera que le han
hecho esto a su hermana pequeña, incluso Satanás querría esconderse.
—A lo mejor es necesario que lo sepa —digo, también sentándome
frente a él.
—Pero Sam no quiere —masculla, con voz ronca—. Para colmo me dijo
que mañana irá a ver a Elle y eso quiere decir que será algo en grande.
—Las galas de beneficencia por lo regular se festejan a lo grande —
musito—. No sé lo que sientes —digo, y Ramsés me lanza una mirada de
apremio. Aunque yo no soy el más indicado para aconsejarle, creo ver la
necesidad en su mirada; me digo que, si él siempre está ahí para
escucharme, lo menos que puedo hacer es decirle—: Pero estoy seguro de
que lo que estás haciendo es lo correcto. A veces lo mejor es actuar con la
cabeza fría.
—Imagínate que es Elle y trata de mantener la cabeza fría —dice él, con
gesto agrio.
Se inclina hacia adelante y pone los brazos en sus piernas, cubriéndose el
rostro con aspecto deplorable. Yo, mirando a otro lado, hago lo que me
pidió. Me imagino en su lugar, conteniéndome. A punto de explotar porque
no puedes defender a una de las personas que más amas en toda tu
existencia.
En cuanto levanta la mirada, susurro; porque no sé qué más decir—: Sé
que quieres hacer lo que te demanda tu sangre. Pero también sé que eres
demasiado sensato como para actuar como lo haríamos Taylor o yo.
Especialmente yo.
—Lo lamento... —murmura Ramsés, siguiéndome cuando ve que me
levanto.
Niego con la cabeza, seguro de que lo que siento en el pecho no es
reproche hacia él, sino agradecimiento. El trabajo de un amigo, al fin y al
cabo, no es decirte las mentiras más bonitas del mundo para que puedas
existir a medias; al ver a Ramsés, tengo la certeza de que el papel que
juegan los amigos es decir las cosas que no se le permiten a nadie. Porque
duelen. Y, sin embargo, viniendo de una persona en la que confías, terminan
ayudándote.
Analizo mis pensamientos unos instantes y, antes de sonreír, le confieso
—: Yo no tengo cara para exigirle nada a Elle. Estoy a punto de perderla y
eso jamás te lo desearía a ti.
Con gesto afligido, Ramsés entrecierra los ojos.
Su extrañeza es tan palpable que agacho la mirada y finjo que estoy
viendo la venda de mis muñecas.
—Creí que ibas a dejarla que hiciera su vida.
—Pues no puedo —digo. Los ojos me escuecen tras recordar lo que
todavía tengo que contarle, lo que definirá esto de una vez por todas—.
Traté de no desearla y alejarme; pero, en cuanto a eso, soy un fracaso total.
Así que lo único que puedo hacer ahora es aceptar sus condiciones, empezar
a decir la verdad y confiar en ella. —Alzo la mano para saludar a Josh, que
acaba de entrar en el gimnasio, pero antes de marcharme a las duchas, me
vuelvo hacia Ramsés y le digo—: Haces bien en confiar en Sam. Ellas son
más dignas que nosotros.
Ramsés Neil sacude la cabeza, luchando con esa parte de su cuerpo. La
conozco también. Es esa sensación que se ciñe a ti cuando piensas que una
mujer es el centro de tu universo. Es la cosa más extraña del mundo: el
cómo la vida te cambia para bien o para mal, dependiendo de las decisiones
que tomes.

—«Si terminamos, fue porque, tras el nacimiento de su hija, los dos


cambiamos de objetivo» —lee, en voz muy alta, Damon, mi agente. Sacudo
la cabeza y la agacho; Ramsés también está sentado frente a él—. «Brent
Dylon no era el hombre que yo esperaba».
Las cejas castañas de Elise se curvan con expresividad, mientras deja
caer, con un manotazo sonoro, la revista sobre el escritorio. Ya le pedí que
no haga mucho caso de la entrevista que le hicieron a Monique. Hacía
mucho que nadie reparaba en que salíamos juntos, ni siquiera cuando
coincidíamos en clubes.
Esto es demasiado notorio.
—Lo hizo adrede —comenta el hombre, hundiéndose en su asiento—.
Sabes que tienes que arreglarlo.
Sin querer, le regalo una mirada desdeñosa y me arrellano, enojado, en
mi silla. Taylor acabó con sus trámites pronto y se marchó a su casa porque
pretende, siempre, sin excepciones, llegar para comer con su hija y su
esposa. Nosotros nos quedamos: Damon Elise asegura que no podemos
darnos el lujo de enumerar los encabezados de los chismes.
En el deporte, pues a nadie le parece relevante el que a mí se me
involucre en estos asuntos, ciertas personas hacen uso de la información
como esta para desprestigiar la valía del jugador. No es importante, pero
Damon asegura que el dinero no viene solo de la NFL, sino de otros sitios
que nos incluyen en sus marcas. Y es ahí donde podemos perder. En
especial yo, que estoy en la mirilla de los medios desde que mi situación es
tan inestable.
Ya le prometí que voy a hablar con Monique en cuanto me sea posible;
lo único que me importa ahora es Elle. Lo que va a pensar ella sobre este
asunto me importa más resolverlo.
—A lo mejor, por una vez, podrías hacerme caso —dice, con gesto
cansino—. Y Taylor no va errado. Si te casas, el despecho de Monique será
inútil y a tu mujer no le va a quedar ninguna duda...
—Tienes que estar bromeando, Elise —lo interrumpo—. No tengo que
demostrarle nada a nadie.
—A mí sí —exclama él, sin hacerse esperar—. Me permito recordarte
que el contrato acaba el año entrante y no te puedes dar el lujo de caerte de
su gracia.
Caerme de la gracia de las personas es algo que se me da bien. O quizás
es que nunca entro. Nunca hago el uso necesario de ninguna virtud para
merecerme nada. A eso es a lo que se refería Elle cuando me dijo que
quiere confiar en mí. Mis esfuerzos siempre han sido ínfimos y, en cuanto a
ella, quiero dejar de ser tan mediocre.
Por eso decido permanecer en silencio y escuchar a Damon, que ha
hecho muchísimo por mí.
—Estoy en una situación difícil con Elle —admito, encogido en mi lugar
—. Y no pienso pedirle que se case conmigo para que me crea. Sería un
insulto.
—A la NFL no le importa si andas con tal o cual mujer —masculla
Damon, de pronto con el ceño fruncido—. Pero, como te digo, no quiero
arriesgarme. Además —sonríe, echando un vistazo al artículo en la revista
—, habla cosas demasiado íntimas. Es daño moral.
Vuelvo a negar con la cabeza. Cuando miro hacia Ramsés, me percato de
que está tecleando en su teléfono, pero tiene una sonrisa esbozada en los
labios. No me importa que se ría a mis cuestas, ni que sepa todo lo que
Monique ha dicho sobre mí (porque él conoce las razones exactas del
porqué lo mío con Monn no funcionó).
Tras varios minutos con su perorata de mi publicidad y las oportunidades
que puedo perder, Damon por fin suspira, rendido, y se me queda mirando
con expresión afectada. Le puede mucho que no acate una de sus
sugerencias, pero, como ya le dije a él, y a Taylor, mencionarle a Elle un
compromiso por esta razón...
No.
Ni pensarlo. Eso arruinaría totalmente lo que queda de mi imagen frente
a ella. Así que prefiero ser la comidilla del mundo y la burla de muchos,
antes que perder la oportunidad que tengo.
—No la voy a demandar, tampoco —me sincero—. Ni tampoco voy a
contradecir nada de lo que dijo.
—Eso me hace pensar que no son mentiras lo que está diciendo —
espeta, aparentemente preocupado—. Bee...
—¡Hombre! —atajo, sintiendo la risa golpear mi lengua—. Si quieres
que te dé detalles solo tienes que decirlo.
En ese momento, Ramsés suelta una carcajada y llena el espacio hasta
que a Damon no le queda de otra que imitarlo. Yo, con la cara ardiéndome
de pena, bajo la mirada para ver el teléfono que acaba de recibir una
llamada de Ruth. Deslizo el ícono para desviarla y me digo que le llamaré
apenas salga de aquí.
Miro otra vez a Damon, y le digo—: Si la gente piensa que tengo
problemas de erección, solo porque Monique lo dice, no soy quién para
desmentirlo.
—Pobre —recita Damon—. Si eres más orgulloso de lo que creía.
—No es eso —le aseguro.
La cara está a punto de caérseme de la vergüenza, pero ignoro la
sensación caliente en mis mejillas y dejo la mirada puesta en el hombre al
frente, quien ha colocado los antebrazos en el escritorio de vidrio templado.
Su oficina ofrece una vista panorámica de Atlanta. Las luces, cuando
empieza a oscurecer, se asemejan un poco a la cima del mundo en la que
siempre creí vivir.
Hasta que llegó Elle, por supuesto.
—Entonces... —me tantea Elise.
—Si no se lo cuentas vas a provocarle pesadillas —murmura Ramsés;
está desternillado de risa.
Luego de pensármelo varios segundos, decido que tampoco pierdo nada
con aceptar lo loco que estoy y lo patético que puedo llegar a ser.
—Hace un año y medio que no paso una sola noche con Monique —
digo, por fin. Damon enarca sus dos cejas y me muestra una careta de
sorpresa—. Con nadie.
—Jesucristo —repone él, horrorizado—. Cualquier cosa que pueda
hacer por ti... Sabes que eres como el hijo que nunca tuve.
—¡Por todos los cielos! —suelto, incorporándome—. No es nada del
otro mundo. Y es verdad lo que dice Monn: después de que nació Beth tuve
algunos problemas de concentración con ella. —Echo la cabeza atrás,
furioso por tener que decirlo—. Prácticamente nunca volvimos a estar
juntos. —Cierro los ojos un momento, y aprieto la quijada por el asco que
me produce ese concepto de mí mismo—. Que Dios me perdone por ser
así...
—A Dios no lo culpes por tus estupideces —dice Elise, también
abandonando la comodidad de su silla y, tras contornear el escritorio y
seguirme, añade—: Mira, hijo, no lamento el voto de abstinencia, porque ya
sabes que he estado casado con la misma mujer cerca de treinta y cinco
años y hasta ahora es lo más sensato que has hecho, pero sí me provoca
muchísima pena que ese no sea motivo suficiente para que sientes cabeza.
La vida es corta, caramba. Y entiendo que, en tu esfuerzo por no aceptar lo
que sientes, hayas tratado de no caer en ese laberinto oscuro llamado amor,
aunque es más que obvio que allí es adonde te gusta estar.
A pesar de que es más bajo que yo, Damon puede intimidar mucho. Es
un hombre de cabellos crespos, mirada conciliadora y risa rutilante. Tiene
modales dignos del más colmilludo de los comentaristas de deportes y,
gracias a ello, posee un catálogo exitoso. Se corre el rumor de que sus
cazatalentos han conseguido una lista enorme de portentos para la NFL.
Aun así, no puedo dejar de mirarlo como el tipo que, por casualidad,
acudió a un partido en el que jugaba su sobrino —que acudió conmigo a la
universidad.
—Estoy haciendo lo que puedo —digo.
—No, no —se ríe Elise—. En las cuestiones del amor uno nunca hace lo
que puede. Hace lo que cree conveniente; y, casi siempre, esto es lo más
mediocre. —Lo escucho suspirar—. Puede que hayas cometido el error de
subestimar el enojo de Monique y la paciencia de Elle, pero de verdad
escúchame: no pierdas tiempo. Si tienes claras las cosas, asegúrate de que
lo sepan las dos.
—A Monique no tengo que explicarle nada —comento, el pulso
acelerado—. Ella sabe que para mí Elle es...
—Allí es adonde te estás equivocando —acota Damon, como si
estuviera corrigiendo el término de un contrato—. Si le dices que no puedas
estar con ella porque Elle te importa, dejas las cosas tibias; de igual manera
te importan tus amigos y te importa tu carrera. Así que necesitas aclarar el
nivel de importancia; dile a Monique que estás enamorado de tu mujer y
que te vas a casar con ella. Es un acto irrefutable.
—Estás demente —mascullo.
Ramsés se ha puesto de pie también. Nos mira a los dos de hito en hito,
muy divertido con el sermón.
Damon Elise es un cristiano devoto, por lo que no me extraña que, para
él, todo se resuelva de esta forma. Yo, a pesar de que creo que hay un Dios,
dudo mucho que los años de indiferencia, mi absoluta estupidez con
Monique, y las cosas que todavía me guardo, se puedan dejar de lado solo
con hacer la temeraria —verdaderamente temeraria— pregunta.
Saco otra vez mi teléfono al notar que es la tercera vez que me llaman. Y
otra vez es Ruth, así que, pendiente de su insistencia, observo que Ramsés
le está contando a Elise sobre la gala que Sam organizará dentro de tres
semanas. Mientras descuelgo la llamada, noto que tengo el pulso más
acelerado que hace unos minutos y que los dorsos de las manos se me han
puesto fríos.
Dentro de nada, tendré que hablar con Elle y explicarle que los relatos de
Monique sobre nuestra supuesta ruptura, son inverosímiles ya que, como le
conté a Elise, no habíamos tenido nada que ver en diecisiete meses.
La voz de Ruth, atropellada y poco concisa, se escucha a través del
auricular. Parpadeo varias veces hasta conseguir espabilar del todo.
—No te entiendo —musito.
Ella, después de respirar sonoramente en contra de la bocina, me dice
que tengo que ir a buscarlas. A ella y a Elle, y que, por favor, la disculpe
muchísimo.
—Yo no quería que pasara algo así —dice, con palabras rotas.
Para este momento, sé que tengo cara de haber visto al peor de los
fantasmas. Ramsés me mira extrañado y él y Elise se han aproximado a mí
varios pasos. Hago todo lo posible por mantenerme cuerdo, sin perder la
paciencia. Pero lo que Ruth me dice no tiene sentido alguno.
Se supone que Elle iba a ir a comer con Gray...
—¿Cómo? —inquiero; me siento un idiota total, pero no puedo creer lo
que estoy escuchando—. Voy para allá —le digo, y cuelgo de inmediato.
Apenas me guardo el móvil, Ramsés me pregunta—: ¿Todo bien?
—Ruth dice que las asaltaron y tengo que... Tengo que ir por Elle —
confundido y pasmado por la noticia, me paso los dedos por el pelo.
—Ve antes de que nadie sepa —me urge Damon—. No estamos para
más...
—Elise... No te atrevas a decirlo —lo callo.
Puede acusarme a mí de ser un problema para su catálogo, de no hacerle
caso nunca y de comprometer mi carrera cada que puedo —a pesar de que
sabe que, desde que nació Beth, todo eso cambió rotundamente—, pero si
Elle está en problemas, seguro que hay una buena explicación y, aun cuando
sea algo malo, odiaría que tratara de hacerla quedar como la culpable.
Al contrario de Elise, que se pone a llamar por teléfono para revisar si
nadie se ha enterado de que Elle y Ruth están, por el dichoso asalto,
esperando en la estación de policía, Ramsés me pregunta si necesito
cualquier cosa. Al principio me niego a que me acompañe porque sé que él
ya tiene suficiente con el asunto de Sam y su jefe acosador, pero acabo por
decirle que sí en un impulso.
Tengo la mente en blanco, y también mucho miedo.
11
Elle

Es una calle horrible. El barrio más vacío y triste que he visto en mi vida.
De no ser porque Ruth me suplicó que la acompañara, jamás habría venido
a este sitio. No al menos sola. Ni siquiera ir al lado de mi amiga, buscando
la dirección que le consiguió su investigador, ha aminorado la sensación
aprensiva alojada en mi pecho e incrustada ahí desde que empecé a
conducir por estas calles.
Más de una hora de distancia separa mi hogar de este lugar tan horrendo.
Ruth tiene la nariz respingada a causa de los olores desperdigados. Los
basureros de las esquinas están repletos de podredumbre y los animales
vagan en ellos, buscando comida. Me he quedado de pie mientras Ruth
examina la casa de enfrente. Tiene una verja oxidada, un auto destartalado
en la parte delantera del jardín y un sinfín de artefactos para los cuales
desconozco el uso.
Finjo que me ajusto la correa de la bandolera al hombro, pero lo que
hago en realidad es tragar saliva y repetirme que debí decirle a Brent lo que
nuestra amiga tenía planeado. Por la mañana, ella me contó que necesitaba
ver a sus parientes y, aunque entiendo sus motivos, no me ha parecido
buena idea.
Cancelé la cita con Gray. A Bee no se lo expliqué claramente, pero lo
que quería era contarle sobre lo que sucedió tras la fiesta del domingo.
No puedo pasar un día más así y, por Ruth, me atreví a esperar.
—Voy a tocar —dice, después de respirar muy hondo.
Alarmada por lo que eso implica, me giro un poco para mirarla a la cara.
Parpadeo tantas veces, incrédula, que al final me escuecen los ojos. No
quiero ser prejuiciosa y, sin embargo, no he podido evitar imaginarme qué
vamos a encontrar aquí.
Una parte de mí no quiere que Ruth sufra un rechazo de lo que le queda
de familia. La otra… Mi otra parte quiere salir corriendo o al menos
llamarle a Brent. A alguien. Porque sé que no deberíamos de estar haciendo
esto solas.
—No puedes —susurro, incapaz de contenerme más—. Haz caso de lo
que te dijo el investigador.
—Es fácil decirlo, Elle —repone ella, negando—, pero necesito saber
qué ha sido de ella.
—Su marido ha ido y venido de la prisión —replico; sueno patética,
llena de miedo, pero ella no puede culparme.
El hombre que buscó a su familia le advirtió que su hermana la ha
negado. Según él, estaba empeñada en decir que no tenía ninguna hermana
y que, de ser así, no podía cargar con ella. Su forma de vida es años luz
diferente a la de Ruth y, por lo visto, no mostró preocupación alguna por
saber si en verdad ella existe.
Hice esto porque, para ser sincera, sé que Ruth no es ese tipo de persona.
Ella, por lo menos, se preocupa por la única parienta que le queda. Además,
tiene una sobrina. Melanie, como nos indicó el investigador.
—Por eso; es un abusador —responde Ruth.
—Debimos pedirle a Brent o a Ramsés que nos acompañara —susurro.
Tras negar con la cabeza, Ruth me dice, y entonces sé que no la haré
cambiar de opinión—: Jamás me habrían permitido hacer esto.
—¡Porque tu cuñado está involucrado en drogas y delitos repugnantes!
—¡Sabrá Dios cómo hacen que viva esa niña, Elle! —exclama mi amiga,
con voz rota—. Tengo que hacerlo.
Así, sin más, ella cruza la calle y me deja al pie del auto. Le pongo la
alarma antes de seguirla. Cuando echo un vistazo al coche, observo que las
personas que se encuentran en el porche de en frente se me quedan
mirando. La desconfianza tiñe sus facciones.
Y yo siento que me tiemblan las piernas.
No hay nadie en el jardín que pueda darnos información, así que Ruth
abre la verja y se adentra en él. Sus zancadas son tan largas que, en el
último tramo hasta el vejado porche, tengo que trotar para alcanzarla. Una
vez allí, ella trata de ver a través de las persianas que impiden la vista al
interior. Hay todo tipo de cosas tiradas en el suelo. Una escoba partida por
la mitad, partes de coches, basura insípida; el pasto a los costados de la casa
ha crecido en consideración. A lo largo y a lo ancho el descuido es evidente.
Pero, a pesar del abandono del que hace gala la propiedad en la que vive la
hermana mayor de Ruth, la única que le queda, no es eso lo que más me
extraña.
Cuando hay un niño en casa, un niño de la edad de Melanie (cuatro
años), es normal ver juguetes tirados por doquier; cubos, bicicletas,
cualquier cosa con la que puedan entretenerse. Lo sé porque la parte trasera
de mi casa siempre está adornada de manera rocambolesca, gracias a la
energía de Bethany.
El pecho se me oprime en cuanto me hago una leve impresión de la
forma precaria en la que, quizás, están criando a Melanie. Eso, me digo, es
lo que tiene a Ruth tan a la defensiva.
Y nada más porque me imagino cómo debe de sentirse, alzo el mentón y
la observo.
—Toca —le digo.
Hago una inspiración profunda antes de abrazarme a mí misma.
Ruth se adelanta un par de pasos y empuña la mano. Los golpes de sus
nudillos contra la madera hacen eco en mis tímpanos. Bajo la mirada
cuando escucho que alguien, del otro lado, está quitando el pestillo. Con la
cadena puesta todavía, una mujer abanica la hoja y abre. Su rostro, que es
una versión mayor y maltratada del de Ruth, se asoma por el resquicio. Ha
entornado los ojos. Primero, haciendo un repaso por Ruth, la escudriña muy
atenta y, tras hacer una mueca, posa sus ojos grises en mí.
—Váyanse —dice.
—Necesito hablar contigo —espeta Ruth. Suena calmada y, de todos
modos, oigo cómo se contiene—. Soy…
—El hombre ese me dijo quién eras —la interrumpe la mujer—. Y le
advertí que no me interesaba conocerte.
La verdad duele. A Ruth le dolió saberla, aunque está tratando de
mostrarse como debería una mujer madura y centrada. Sin embargo,
supongo que todos tenemos derecho a caer de rodillas alguna vez, vencidos
por lo que implica saberte rechazado en todos los posibles aspectos de tu
vida.
Rachel, la hermana de Ruth, no quiere tener nada que ver con ella, y el
mero hecho de saberlo, ha provocado que todos los fantasmas ocultos, en su
pasado, comiencen a rondarla. No había tenido oportunidad de superarlos
porque, ciertamente, no sabía qué tipo de monstruos eran.
Ahora que los tiene en frente, estoy segura de que le afectará más de lo
que logrará aceptar algún día.
—Solo queremos hablar contigo —digo, sin pensármelo.
Pasos duros resuenan detrás de ella y, con fastidio, Rachel se vuelve de
inmediato. Aun así, no es ella quien quita la cadena de la puerta. Sino un
tipo; un sujeto que va vestido con pans y una camiseta. Profundas ojeras
enmarcan sus ojos. Lleva una barba de dos días y tiene las pupilas, por lo
que alcanzo a notar, bastante dilatadas.
Rachel se enfurruña a un lado, mirándolo con violencia. Es así que me
percato de que también tiene los ojos anegados en ese velo que provocan
los estupefacientes.
—Aquí no hay nada para ti —dice el hombre, con voz ronca—. Ya se lo
aclaramos a tu muchacho. Tu padre le dejó la casa a Rachel, así que…
—No vine a buscar ninguna herencia —lo corta Ruth. No se ha
molestado en disimular su enfado en contra del tipo—. Quiero hablar a
solas con mi hermana…
—Tú no tienes ninguna hermana —farfulla Rachel, también observando
a Ruth.
Estoy parada a un par de pasos. Y, en el momento en el que avanzo hasta
ponerme en línea con Ruth, sé que cometimos un grave error al venir.
El esposo de Rachel desvía su mirada de Ruth a mí, apenas entro en su
rango de vista. Sus ojos se entrecierran e, irguiéndose para apoyar el
hombro en el marco, se cruza de brazos. Un silbido largo surge a través de
sus labios. Hay obscenidad en su mirada. Me mira con tanto descaro que
quiero hacerme pequeñita. Sé que Ruth también se ha percatado de ello,
porque de inmediato me sujeta la mano y se pega a mí, como
protegiéndome.
—Pero si es la señora del veintidós —se ríe él, mostrando una sonrisa de
dientes amarillentos y gesto vulgar—. Qué temporada tan fatal la del año
pasado.
—Por favor, Rachel —dice Ruth, ignorando al esposo de su hermana—.
Vamos a tomar algo y hablamos.
La aludida le ha lanzado a su marido una mirada de enojo, pero se
vuelve hacia nosotros, con acritud, y dice—: Vete. Y no vuelvas.
—Mi vida —repone su esposo, de pronto muy afable—, a lo mejor no es
tan mala idea. Si tu hermanita no tiene planes de quitarte tu propiedad, sería
bueno que recuperaran el tiempo perdido.
En lugar de mirar a Ruth, el tipo tiene la mirada clavada en mí. Sigue
entrecerrando los ojos. Sigue escrutando mi rostro y no he pasado por alto
la manera en la que ha echado un vistazo a la calle, al sitio donde dejé el
coche.
—Mejor vámonos, Ruth —le espeto, por lo bajo.
—Tal vez nos puedas conseguir entradas exclusivas, cuñada —masculla
el sujeto, saliendo hasta el porche—. Somos fanáticos de los Titanes en esta
casa.
—No te me acerques un centímetro más —Ruth acaba de apuntarle con
la mano—. Y no actúes como si fuéramos familia. Estoy aquí para hablar
con mi hermana y…
Las palabras de Ruth, acalladas por su misma garganta, son arrastradas
por un dolor agudo que se abre paso en mi pecho. Cuando la niña, de
cabello oscuro y tez pálida, se asoma al umbral de la puerta, todo lo que
puedo hacer es sentir repulsión por estas personas.
Es obvio que viven de una manera desagradable, pero… No creo que
exista un universo en el que eso sirva como excusa para darle una vida tan
horrible a un niño. Tras mirar a la que supongo que es Melanie, entiendo
cómo debió de ser la infancia de Ruth.
La pequeña tiene la piel cetrina, manchas en ella y unas ojeras
pronunciadas. Está insalubremente delgada. Su cabello, que lleva
despeinado y largo hasta media espalda, no tiene brillo. Además, está
vestida con harapos y tiene los labios resecos. Es más pequeña de lo que
debería, dada la complexión de sus padres. Su barriga pronunciada, la
flaqueza de sus extremidades, y la mirada acuosa, son claros signos de
desnutrición.
—Entra en la casa —farfulla el tipo, sin mirarla.
—Hola —susurro, ignorando el nudo en mi garganta y tomando aprecio
de que Ruth se ha quedado muda.
Soy consciente de que, por su amor a los niños y el dolor producto de sus
recuerdos, no puede decir nada.
—Que entres ya —exige Rachel y toma a su hija por el hombro, para
obligarla a entrar.
—Ella… —musita Ruth, con un hilo de voz.
—Es mi hija —la interrumpe Rachel—. Quiero que te largues. Y no
vuelvas…
—Mujer, te acabo de decir que deberías de hablar con ella. ¿Por qué no
pasan?
En el fondo, aunque sé que esto es muy peligroso, soy consciente de que
Ruth no va a negarse. Y, para este punto, yo tampoco quiero que se niegue.
No después de ver el cómo tratan a su propia hija.
El esposo de su hermana se aparta de la puerta y nos hace una seña para
que entremos. Refunfuñando, Rachel nos guía al interior, y cruzamos un
recibidor que tiene olor a naftalina, para ir hasta la sala, que bien podría
pasar por alcoba y cocina, a causa de la cantidad de cacerolas, mantas y
almohadas, vasos y platos —algunos con comida— que están regados por
doquier.
Siento la mirada del sujeto clavada en mi espalda. Instintivamente,
recuerdo lo que decía el informe del investigador. Mi corazón martillea en
contra de mi pecho con tanta fuerza que creo oírlo, como si lo llevara en las
orejas.
Melanie está sentada en un rincón, mirando la tele. Se me llenan los ojos
de lágrimas; es imposible no compararla con Ruth. Se parecen muchísimo.
—Tu hija debe de ser la niña más rica de Atlanta. Dos contratos de
millones de dólares —dice el hombre, sentándose en un sofá raído frente a
mí, que me he quedado de pie junto a Ruth—. Y todo el mundo apuesta por
el tercero…
—Trata de no dirigirte a ella, por favor —le exige Ruth, con un tono
demandante. Su hermana está cruzada de brazos, detrás del sofá en el que se
encuentra su marido.
—No tengo todo el día —repone entonces.
La postura de Ruth se torna rígida y, de pronto, creo que ha empezado a
temblar.
—Quiero hablar sobre Mel —dice—. Quiero que permitas que venga a
vivir conmigo.
Una sonrisa burlesca tira de las comisuras en los labios de su hermana.
Su marido, en cambio, se ha repantigado en el sofá. Su mirada es cada vez
más fría y calculadora. Tanto que creo que se le ha pasado la dilatación y
que está totalmente en sus cinco sentidos.
Me siento desnuda frente a estas personas. Mucho más porque ha sido
demasiado fácil para este hombre saber quién es el padre de mi hija.
Y eso no puede ser una buena señal.
—Se puede hablar —dice él.
Su mujer, sin embargo, lo mira desde arriba.
—Si quieres una mascota, ve a los refugios. O cómprate una —repone
Rachel.
—Me imagino que, con esas amistades, a ti te es bastante fácil permitirte
una mascota cara, cuñada —se ríe el tipo.
A cada minuto que transcurre, los nervios y el miedo reptan con mayor
velocidad por mis manos. He sujetado mi bolsa con fuerza y estoy decidida
a llamar a Brent. Nunca lo había extrañado tanto. Nunca me había
percatado de cuán protegida me ha hecho sentir a pesar de que no estamos
juntos. Se ha encargado de darme una tranquilidad que no cualquiera se
puede permitir. Y no hablo del dinero. No había entendido, hasta ahora,
todo el esfuerzo plasmado en la casa, en el colegio de Beth, cercano a mi
trabajo; era imposible que me diera cuenta de lo mucho que se preocupa
porque no pasemos por nada malo. Eso, para mi desgracia, no tenía nada
que ver en el ámbito romántico, pero funcionó.
Si hago a un lado lo que siento por él, descubro que hace demasiadas
cosas buenas por mí.
A veces, como mujer, me siento insegura estando cerca de él. Pero,
como persona, como madre, como profesora de la escuela media en la que
estoy, como amiga, como hija, gané demasiado terreno. Ese fue su regalo y
yo, en cambio, me cerré a pensar que, si no estábamos en una relación, lo
demás salía sobrando.
Frente a frente con Rachel, me doy cuenta de lo importante que es
compartir tu vida con alguien que tenga el poder de lastimarte, pero que no
lo haga, aun así. La hermana y cuñado de Ruth se han destruido entre sí. Su
hija está pagando las consecuencias de ello.
Beth, a diferencia de esta niña abandonada, es una nena feliz, sonriente,
amorosa, saludable.
Esta familia está desfragmentada. Y la mía…
Soy la persona más desagradecida de este mundo.
—Melanie no es un animal —dice Ruth, interrumpiendo mis
pensamientos—. Y es obvio que ustedes la tratan peor que a uno.
—No puedes venir a mi casa a decirme cómo tengo que tratar a mi hija
—Rachel habla, la cólera en su voz.
—Tenías que hacerle lo mismo que ese monstruo a nosotras… No lo
entiendo. ¿Por qué?
—No sé quién te crees que eres…
—Tu hermana —responde Ruth—. Aunque te pese. Somos hermanas y
Melanie es mi sobrina.
Tiene la voz quebrada y está ignorando la manera en la que su cuñado la
observa, cavilando. No me agrada esto; se siente como si hubiéramos
puesto un dedo en la primera ficha del dominó, y que la reacción en cadena
será estruendosa.
Un mal presentimiento se ha incrustado en mi mente, mientras soy más
consciente de que la hermana de Ruth la aborrece. Quizá se siente culpable.
Quizá sabe que está haciendo algo mal y, como a todos, no le gusta que se
lo echen en cara.
Por eso, tiro del brazo de Ruth, y entonces digo—: Lo mejor es que nos
vayamos. Ruth…
—Quiero que hables, Rachel. Déjame que te ayude. Somos familia.
—Lárgate —le dice su hermana—. Tú no tienes familia. Vete a vivir a tu
cuento de hadas con tus amigos millonarios.
Por acto reflejo, trago saliva y bajo la mirada, hasta toparme con el
hombre en el sofá, que tiene las manos apoyadas de forma lánguida en los
brazos del sillón. Clavo los ojos en él, tratando de no lucir amedrentada por
su escrutinio.
Pasan varios minutos. El silencio se prolonga tanto que lo único que
logro hacer para no sucumbir a mi desesperación, es mirar a Mel, sentada
todavía en el suelo, admirando una revista. No sé si puede leer. No sé si
sabe qué está viendo. Pero estoy completamente segura de que añora un
poco de tranquilidad.
Si es por una criatura indefensa, cualquier riesgo es minúsculo.
Cuando escucho a Ruth hablar de nuevo, me doy cuenta de que yo
también haría lo mismo. Por muy incorrecto, peligroso o imprudente que
fuera.
—¿Cuánto quieres para que me cedas la custodia?
—¿Qué te importa a ti mi hija?
—Ese desgraciado te hizo esto. No voy a permitir que lo repitas con ella
—farfulla Ruth.
Ya sabía que iba a enfrentarse a una imagen desagradable, pero en el
fondo no estaba preparada para darse cuenta de que no podrá hacer nada. A
menos que la demande. A menos que haga de esto un pleito monumental y
exponga a Mel a la ignominia.
Sé que se siente frustrada, pero así, de forma tan abrupta, no va a llegar a
ningún lado.
—Vamos a hablar como adultos —repone el tipo, cuya sonrisa me
provoca náuseas.
—No te metas en esto, Ed —dice Rachel.
Acabo de ver cómo Melanie, mirando a sus padres, se abraza a sus
rodillas. El alma se me quiere salir del cuerpo; no puedo tolerarlo. Y es que,
al saber lo desagradecida que soy, quiero estar alrededor de mi hija y saber
que nada va a pasarle.
El parásito padre de Mel las tiene sometidas, a ella y a su madre, a una
vida oscura, a algo de lo que es muy difícil salir. La soledad ha sido su
mejor arma. Me temo que puede ser demasiado tarde, que la adicción de
Rachel no le permita ver nunca. Alguien debería de haberle dicho que nada
de lo que su padre le hizo ha sido su culpa.
Nadie tiene la culpa de que existan monstruos como ese en este mundo.
—Déjala que te diga cuánto vale la vida de su sobrina para ella —
explica el tal Ed.
A pesar de que sé que no debería, espeto, adelantando a Ruth—: Les
acaba de preguntar cuánto quieren. No van a tener que pagar ni siquiera el
abogado.
—No, claro que no. —Ed echa la cabeza atrás y respira hondo antes de
proseguir—: Taylor Laurent y su mujer tienen una firma de abogados, si no
me equivoco.
Un sabor amargo inunda mi paladar. Ruth, en ese momento, me dirige
una mirada de preocupación. Sé que estamos pensando lo mismo.
El esposo de su hermana es un delincuente. Un delincuente que acaba de
darse cuenta de quiénes son sus amigos.
—Pongan un precio —insisto.
—Si no te vas, voy a llamar a la policía —espeta Rachel, esta vez con
cero paciencias.
Ella rebusca en su bolsa y saca una tarjeta profesional. Se la deja a su
hermana en una mesita sucia luego de decirle que la llame, al ver que no se
la recibe cuando estiró la mano. Pasados unos cuantos segundos, miro por
última vez a Melanie. Está observando, con sus grandes ojos parecidos a los
de su tía, a Ruth.
La tristeza que empaña su mirada me obliga a lanzar un vistazo hacia sus
padres, justo a tiempo para escuchar al hombre que dice—: Saluda a tu
marido de mi parte.
Si hubiera sido otra persona, me habría encargado de hacerle saber que
Brent y yo no somos eso. Pero sé que esto es lo que la mayoría ha querido
creer sobre nosotros. Así que entrecierro los ojos y empiezo a caminar
detrás de Ruth. En cuanto salimos al exterior, ella tira de la puerta y cierra
dando un azote. Mientras caminamos hacia la verja, trato de poner los pies
en la tierra.
Si yo tuviera una hermana que no quiere mi ayuda, ni a mí en su vida,
pero alguien como Mel estuviera en medio de ese desastre, habría actuado
de la misma manera que Ruth. Habría querido arrancársela de las manos
para intentar reparar el daño que ya le han hecho. Sin embargo, por muy
bonito que suene, es verdad que hemos cruzado la línea. Mis nervios
aumentan cuando veo que, recargados en mi coche, hay varios tipos con
apariencia sospechosa. Me detengo en mitad de la acera y, por el rabillo del
ojo, estudio la postura de Ruth. Ella también se ha detenido.
Miro alrededor, buscando a más personas. Pero no hay a quién recurrir, y
por algún motivo sé que regresar a la casa de Rachel será quizás peor. A
tientas en el interior de mi bolsa, busco las llaves del auto. Apenas las
encuentro, hago resonar la alarma, con la esperanza de que eso alerte a los
hombres.
No se han quitado, y empiezo a creer que de hecho están esperando al
dueño.
—Es un modelo muy ostentoso para una mujer —dice uno, que usa
gorra y lleva la ropa un poco holgada.
—Y ese bolso le va a encantar a mi novia —repone otro, que va vestido
con pantalones entallados y camiseta negra.
Este se adelanta a mí y en ese instante escucho que Ruth le dice—: No te
le acerques.
Pero otro tipo le obstruye el paso.
—La tuya también, cielo —susurra el sujeto.
Dos más se encuentran en la acera. Vigilantes y mirando a un lado y
otro. En las casas, la gente brilla por su ausencia.
Mis dedos no responden cuando trato de sacarme la bandolera de
encima. El tipo que se ha acercado a mí, levanta un poco su playera y me
muestra, en el cinturón, un arma plateada. Trato de no poner atención a lo
demás. Pero me parece que el tiempo se ha detenido.
No es sino hasta que siento el impacto de un puño en mi mejilla, cuando
reparo en el coche patrulla que se aproxima. Entonces todo comienza a
ponerse de un tono pajizo, como si estuviera perdiendo nitidez. Los ruidos
se han ido y, a través del aturdimiento y el dolor en la cara, logro distinguir
el sonido de la voz de Ruth, que dice mi nombre.
12
Bee

Hace años que no me sentía así. Tengo la mirada clavada en el


embotellamiento al frente, pero cada uno de mis pensamientos está dirigido
hacia la imagen del rostro de Elle, magullado por el puño de un sujeto al
que, por su bien, no quiero ver nunca en mi maldita vida. He puesto el codo
cerca de la ventana, y me he protegido la mirada de los últimos rayos del
sol.
Ni Ruth ni Elle han dicho nada desde que salimos de la estación de
policía. De hecho, en cuanto llegué, a mí se me formó un nudo en la
garganta y, mientras el policía encargado del arresto me explicaba qué
ocurrió, puse la mirada en el golpe de la mejilla de Elle. Apreté los puños
por puro e invasivo instinto. Se me nubló la mente, fruncí las cejas, apreté
la quijada y esperé pacientemente a que me dijeran dónde y cómo un
delincuente le arrebató la bolsa a Elle, y le asestó un puñetazo.
Hubo otra cosa que no pude evitar: los recuerdos.
Fue una repetición tras otra. Una memoria tras otra. La reminiscencia de
mi infancia, de parte de mi adolescencia, y de todo aquello en lo que evité
pensar, se materializó en cuanto me di cuenta de que a Elle se le abultó la
mejilla. Casi siempre es rosada. La mayor parte del tiempo, cuando se
sonroja al estar conmigo, adopta un tono muy bonito. Y en estos momentos
no quiero mirarla. No quiero ver el color amoratado de su herida.
Ya no sé cuántas veces me he dicho que estar lejos es lo mejor, que me
debo de mantener a raya; pero no puedo. Acabo de comprobar
que nunca habrá una distancia totalmente segura para que yo no tenga mil
deseos de protegerla.
—Bee... —el sonido de su voz me saca del letargo.
Durante un par de segundos, me dedico a espabilar, todavía sin mirarla.
Tras darme cuenta de que un par de cláxones están tratando de captar mi
atención, hago una inspiración lenta. La gran avenida está
descongestionada, así que acelero un poco y tomo la primera intersección
para alejarme de los ruidos.
El sentimiento que rumia mi consciencia, en este instante, me tiene
abrumado. Estoy aterrado de que Beth le vea la cara a su madre. Sobre todo,
porque no estamos acostumbrados a mentirle. No sé qué le vamos a decir y,
por su tierna edad, no me puedo hacer ni la más mínima idea de cómo
reaccionará al saber que algo le duele a su madre.
Irónicamente, por las cosas que le he causado yo mismo, sé que si
supiera lo que es el amor no dudaría en enojarse conmigo al saber que soy
el dolor más constante de su mamá.
—Quisiera que, por favor, me dejes en mi edificio —escucho decir a
Ruth.
Respiro profundo otra vez hasta que el cinturón de seguridad se me
aprieta al torso. Echo una mirada a través del espejo retrovisor y, sin
pensármelo seriamente, observo a Elle, que, para mi mala suerte, también
tiene los ojos puestos en mí.
Así es como sé, al ver su gesto tierno y su mirada que pide auxilio, que
no puedo verla lastimada.
—Yo prefiero que no y menos ahora —espeto.
Al no oír ninguna negativa por su parte (creo que está lo suficientemente
avergonzada), me paso una mano por el pelo y aprieto el volante entre mis
dedos. Ruth hizo, desde mi ver, lo que cualquiera en su posición haría.
No voy a negar que me siento enojado, pero me resulta inevitable no
plantearme la posibilidad de que les hubiera podido pasar algo peor.
—Brent, por favor —repone ella.
—Aunque hoy se te olvidó, yo también soy tu amigo —mascullo—. Las
dos pudieron haberme dicho a dónde iban. Me cuesta mucho, pero siempre
acabo comprendiendo a la gente a pesar de no estar de acuerdo con sus
maneras de proceder.
Después de eso, de escucharme con tanta frialdad, nadie vuelve a emitir
palabra. Y, una vez que aparco delante del porche de la casa, dudo entre si
bajarme o no. Pero antes de que pueda decir cualquier cosa, mientras Elle se
está bajando de la camioneta, escucho la voz de Beth, que grita desde algún
sitio en la calle. Lleva protectores en las rodillas, la cabeza y los codos. Y
tiene dos pequeñas marcas de guerra en las mejillas, a la altura de los
párpados inferiores. Está tan despeinada que no me pasa desapercibido que
ha estado corriendo. Decidido a no mostrar nada de lo que siento a mi hija,
apago el vehículo por completo y me bajo de él. Al cerrar la puerta del
conductor, y justo cuando Elle ve a Bethany, ella corre hacia mí.
Su mamá se la queda mirando y se abraza a sí misma.
Beth dice que Miriam le ha obsequiado un balón de fútbol. Y ya lo ha
estrenado. Mientras la escucho, observo de soslayo cómo Elle me dice que
me espera adentro. Su mirada es tan triste que es inevitable que piense
cuánto le va a doler confesarle a su hija que se lastimó de una manera
descuidada, cuando en realidad alguien abusó de su fuerza con ella.
Miriam clava los ojos en mí durante unos instantes. Yo, para
contrarrestar mi congoja, le susurro a Beth que vaya a abrazar a su mamá.
Inmediatamente, la Abejita se desprende de mí y se lanza a través de la
entrada.
—¿Qué le pasó a Elle? —me pregunta la muchacha, cuando Ruth
también se va detrás de Beth.
Hay un dejo de desconfianza en su voz.
Entorno la mirada hacia ella y, pendiente de sus gestos, le digo—: Un
asalto.
Quiero ignorar el cómo me mira. Quiero, y necesito, pasar por alto la
molestia que se ha tomado al desconfiar de mí.
—Su mamá le dejó un recado —repone Miriam, bajando la mirada—.
Creo que esta semana es la audiencia de Félix.
—Gracias —susurro; para esta noche, ya no habrá nada más que la
ponga peor—. Ya se lo digo yo.
Me guardo las manos en los bolsillos del pantalón deportivo que llevo
puesto y, tras poner la alarma de la camioneta, me encamino hacia el
vestíbulo de la casa. Dentro la atmósfera se ha recargado más. Hay muchos
juguetes tirados por doquier, claro indicio de que Beth ha estado dentro todo
el día. Cuando está Elle, procuran salir a los jardines, para que respire y se
estire un poco. No consigo evadir la sonrisa cuando sé que sin la niña la
casa estaría... muerta.
Una risilla proveniente de la cocina me comprueba que uno puede haber
tenido el peor día y, al escucharla, de pronto muchas cosas se te olvidan.
Hacen que valga la pena. Apoyo un hombro en el marco de la cocina y
admiro el cómo Elle tiene a Beth en su regazo. Ella, con sus pequeños
dedos, le está acariciando el mentón a su madre.
—Le conté a Beth sobre los hombres malos —dice, y yo detecto su voz
quebrada.
Detrás de mí, una Miriam confundida se apresura a moverse para ir hasta
ellas.
—Yo creo que mejor nos vamos a bañar, Abejita —le dice a la niña y
ella hace un puchero—. Sí, sí, tu mami tiene hambre y nosotras estamos
sucias.
Luego de insistir durante largos minutos, por fin la nana de Beth
consigue llevársela escaleras arriba para asearla. Entonces, como si se
tratara de un asunto complicadísimo, Elle apoya los codos en el granito de
la isla y se cubre el rostro con las manos. Trago saliva cuando veo que Ruth
sacude la cabeza y que, roja de vergüenza, se baja de su asiento.
Dejo caer la mirada al suelo solo porque no soy capaz de mirarlas a
ambas e incrementar el miedo y la angustia que han tenido que sobrellevar
esta tarde.
—De verdad lo siento mucho, Bee —me espeta Ruth.
—Por favor, deja de disculparte —le digo, haciendo una mueca muy a
mi pesar—. Quisiera que me dejaras a solas con Elle, si no es mucho pedir.
Aunque no quiero hacerlo, en el último momento no logro evitar que mis
palabras suenen duras. Ruth se limita a asentir y se marcha con aspecto
bastante compungido. Sin embargo, antes de que suba las escaleras, me
vuelvo hacia ella y la llamo. Le digo que me alegra que esté bien. Como
total respuesta, una sonrisa tira de sus labios y su semblante se torna dulce.
Al siguiente instante, recuerdo que debo dejar los pies en el suelo.
Necesito enfriar mi mente y jurarme...
Hay tantas cosas que quiero decirle, pero de nuevo me he quedado sin
palabras. Y es que, en cuanto ella levanta la mirada, alejando sus manos de
su rostro, no puedo resistir el impulso de acercarme, de hacerle saber que no
hizo nada malo y que lo único en lo que estoy pensando es en cómo hacerla
sentir mejor.
Recorro una silla alta hasta quedar más próximo a ella. Cuando la
acerco, Elle hunde el rostro en el hueco de mi cuello y mi hombro. El aroma
de su cabello impregna mis fosas nasales en el momento en el que recargo
la cara en su cabeza.
—No te enojes conmigo —murmura, en contra de mi pecho—. No
ahora.
Con una mano, hago que levante el rostro, para mirarla a los ojos.
—Algo te pudo haber pasado —digo—, y yo no hubiera tenido manera
de hacer nada. —Un par de lágrimas se deslizan por sus mejillas. Las
limpio con los pulgares y, comprendiendo cómo se siente, repongo—: Pero
eso no quiere decir que esté enojado contigo.
—Tu cara dice otra cosa —responde Elle, ladeando el rostro y dejando
totalmente a mi vista el golpe.
—Me duele la cabeza —espeto—. Pienso demasiado. Es todo.
El nudo de mi garganta se acaba de hacer más grande.
Mientras más observo la mejilla derecha de Elle, más me convenzo de
que no voy a poder apartarme de su lado así me devane los sesos
intentándolo. No tiene caso que vuelva a tratar.
Hay una voz en mi interior que me ha prometido que no todos los
fracasos acaban en desgracia.
—¿Quieres una aspirina? —me pregunta, acariciándome la frente,
después de gimotear.
—Lo que quiero es que me digas qué pasó allá —mascullo—. Y también
quiero que me digas qué hago para que no vayas a sitios como esos sin
pedirme que te acompañe. O al menos, si no quieres ir conmigo, pídeme
que le pague a alguien...
—Cierra tu boca, tonto —dice. Me ha puesto los dedos encima de los
labios.
Al notar su contacto tibio, cierro los ojos, e inesperadamente me
encuentro indefenso frente a la necesidad de sujetar su mano y besarle dedo
por dedo, nudillo por nudillo. No son caprichos. Esto. Lo que me pasa
siempre cuando la tengo junto a mí. Son necesidades básicas y elementales:
como el aire al respirar.
Encierro entre mis manos la suya y vuelvo a mirarla, solo para
encontrarla sonriendo.
—Es que Ruth...
—Lo mismo digo para ella —la interrumpo.
Su mueca me advierte que debo guardar silencio mientras me explica, así
que niego con la cabeza y espero.
—Tendrías que verlo con tus propios ojos —me cuenta—. Creí que Ruth
lo hacía por su hermana, pero, aunque sí le ofreció ayuda, creo que lo que la
ha golpeado duro es la realidad en la que vive la pequeña.
—Pero ella es su madre, Elle.
—Bee, cariño, no entiendes —se ha puesto de pie y de pronto me
muestra esa máscara de impaciencia. Hago girar la silla alta para no
perderla de vista, y entonces me dice—: Se nota que la niña está muy mal
atendida. No sabes. Es... ¡Yo haría lo mismo! ¡Y aparte la hermana de Ruth
no quiere ni verla! Es normal que se sienta así...
—Es normal, sí, pero este tipo de cosas se hacen de otra manera —
murmuro, mirando al techo.
Un silencio se forma entre nosotros, al tiempo que trato de encontrar la
forma de ayudar a Ruth sin que se vea más afectada. Aun así, soy
consciente de que cualquier camino que escojamos, al estar una
drogadicción involucrada, será traumático para la niña.
—Hay otra cosa —susurra Elle.
Levanto la mirada y lo que veo me asusta incluso más que la
magulladura en su rostro. Uso mis dedos para presionarme la frente,
intentando aliviar la sensación dolorosa de mi cabeza.
—Dime lo que sea —espeto, al final—, cualquier cosa que creas que sea
importante.
—El cuñado de Ruth me da miedo —dice—. Lo primero que hizo
cuando me vio, fue hablar sobre ti. Luego le mencionó a Ruth a sus amigos
ricos y la verdad el tono en el que lo habló y el cómo me miraba... No me
gusta, Brent. No quiero que Ruth esté cerca de esas personas. Le van a
hacer daño.
Se ha acercado a mí y se ha colocado en la mitad de mis piernas. Cuando
pone las manos en cada una de ellas, me abstengo de atraerla y hacer lo que
quiero; encerrarla en mí para que nadie pueda dañarla. No obstante, después
de procesar lo que dice, siento cómo mis facciones se duelen por la tensión
de los músculos.
—Si quieres hablo con ella, pero creo que no podremos hacer que
cambie de opinión.
—Ya le dije que la apoyo en cuanto a su sobrina, pero su hermana la
miraba... Ay, no tienes idea.
—Lo que tienes que hacer es tranquilizarte —me dan risa mis propias
palabras, pero es todo lo que tengo para poder actuar—. Si quiere volver
allá, la acompañamos. Ahora lo que importa es que entienda que es algo
complicado y grave y que no tiene por qué hacerlo sola. —Elle desvía su
mirada unos segundos y, cuando vuelve a mirarme, le espeto—: No dudo de
su capacidad para defenderse, pero es... No tiene por qué.
—¿Entonces? —me pregunta.
Noto que busca apoyo en mí, y a decir verdad no sé cómo empezar a
hacerle ver que, en estos casos, la paciencia es una buena amiga. No sé,
tampoco, hacer gala de ella, pero soy consciente de que no tenemos más
opción. Ruth no tiene más opción que buscar ayuda legal, informarse y
aceptar que hay cosas que funcionan de este modo, aunque nos pese.
—Tal vez si buscamos algún contacto en los servicios sociales —digo.
Elle me lanza una mirada curiosa y, esbozando una sonrisa, se cruza de
brazos.
—Voy a preguntarle a Gray —musita, los ojos iluminados—. Una de sus
profesoras fue trabajadora social, así que puede que me ayuden.
Miro en otra dirección después de degustar el sentimiento apretujado
debajo de mi esternón. Al principio, me cuesta entender que son los mismos
celos que me obligaron a bajar la guardia los que pretenden ponerme a la
defensiva en este momento, pero, cuando lo entiendo, me trago el orgullo y
el miedo juntos, para luego asentir, sin decir nada.
Elle pone los dedos en mi mentón, con gesto divertido, y entonces me
animo a preguntarle—: Hablando de eso, ¿qué tal la comida?
—Cancelé la cita. Cuando Beth vuelva a clases hablo con él.
Permanezco en silencio unos segundos, hasta que la sensación de ahogo
se hace insoportable. Con un dedo, me encargo de echar unos cuantos
cabellos de Elle hacia atrás, a sabiendas de que no tengo de qué manera
pedirle que me hable sobre ello; quiero saber qué piensa hablar con Gray.
A pesar de que no tengo el derecho, quiero decirle que necesito que esta
sea la última vez.
—Así que era una cita...
—No del tipo de cita que tienes con una persona cuando te gusta, pero
sí.
—Explícame entonces de qué tipo de cita estamos hablando —río, sin
poder contener la frustración.
Elle niega con la cabeza, sonriente, y camina hasta un rincón de la
cocina. De un cajón en la alacena, observo que saca una tira de pastillas.
Con dedos expertos, cierra el cajón con llave y regresa sobre sus pasos. Me
ha puesto, también, un vaso con agua enfrente. Sin sacarla de su empaque,
me extiende una sola píldora. Tardo unos pocos instantes en comprender
que está pendiente de mis muecas. La luz de la lamparilla incluso ha
comenzado a lastimarme la vista, por lo que he tenido, en varias ocasiones,
que entrecerrar los ojos.
Me trago el medicamento de tajo, empujándolo con la ayuda de un sorbo
de agua. Y, cuando pongo el vaso sobre la isla otra vez, Elle está esperando,
mientras me observa cansinamente.
—Quiero hablar con Gray para decirle que no podemos seguir saliendo,
¿entiendes? Aunque sé que para él era bastante obvio, me gustaría que lo
supiera por mí. Además, es un buen amigo.
—Un buen amigo —refunfuño, tras mirar el techo de nueva cuenta.
Apenas la miro a ella, otra vez, me percato de que estoy tocando fibra
sensible y que, si se trata de este tema, tengo que ir con mucho cuidado—.
Dudo mucho que él lo vea así.
—Lo cierto es que soy bastante obvia respecto a lo que siento y, para mi
mala suerte, hago que todo el mundo crea que tú eres el centro de mi
universo.
El desdén en su voz es tan notorio que estoy a punto de echarme a reír.
Sin embargo, hago lo que se supone que debería. Hago lo que siento que
ella quiere que haga. Con el dedo índice otra vez, le acaricio el mentón, la
mejilla y llego hasta la parte en la que el tono de su piel está tornándose
entre azul y morado. Uso la otra mano para agarrar su cintura, estrecha y
firme, hasta atraerla hacia mí.
De cerca, el abultamiento que le ha provocado el golpe es más
pronunciado, y paso el dedo alrededor para comprobar la magulladura. Elle
me aprieta, con sus pequeñas manos, los muslos y, de pronto, deja un beso
en mi cuello. Al retirarse, el mundo a mi alrededor adopta una textura más
visible, más suave. La tensión por lo ocurrido comienza a diluirse.
—Tengo que irme —espeto, por lo bajo.
Ella, con expresión dulce, pero de sorpresa, logra sacudir su cabeza
como afirmación. Pongo las piernas en el suelo y, con mi propio cuerpo, la
hago recorrerse, hasta que su espalda está apoyada en contra de la isla.
Me digo, muy muy internamente, que no puede ocurrir nada malo
cuando confiesas algo que amenaza con ahogarte. Así funciona la libertad.
—Espero, de verdad, que esta sea la última cita con Gray —musito, y me
inclino para depositar un beso en su mejilla. Ella gruñe ante mis palabras,
pero sonríe con tanta calidez que me animo a añadir—: Y déjame hablar
con Lana. Tal vez ella tiene más contactos en los servicios sociales.
—No tendría nada de malo que...
—No es porque tenga algo de malo —atajo, irguiéndome y guardándome
las manos en los bolsos del pantalón. Elle me observa de manera expectante
—. Es porque me incomoda mucho. Espero que lo entiendas.
—Lo entiendo.
—Gracias, entonces.
Una sonrisa surca sus facciones, y me obligo a imitarla antes de darme la
vuelta.
—¿Por qué no te quedas a cenar? Así arropas a Beth.
—Cuando Ruth me llamó —le espeto, volviéndome parcialmente hacia
ella— estaba en medio de algo importante con Elise. Y ahora mismo se me
acaba de ocurrir que necesito que me ayude con otra cosa.
—¿Es por lo de Ruth?
Digo que sí con la cabeza, pero en un último impulso, me decido a no
mentirle—: Me dejaste pensando con lo de su cuñado. —Suspiro y le
acaricio la mejilla sana—. Nunca está por demás tomar precauciones.
Taylor, por ejemplo, es tan paranoico que le paga a alguien para que lleve a
Lana a todos lados.
—Yo no quiero un chofer —replica ella, con una expresión adusta en el
rostro.
—Se trata de una medida de seguridad, nada más —le aseguro; es cierto
—. Aparte, piensa que, si Ruth quiere hacer de nuevo una de sus
incursiones al barrio de su hermana, podrían hacerlo sin tener miedo de que
algo malo ocurra.
—¿Pues a quién piensas contratar? —la escucho alarmada.
Niego con la cabeza, dando un paso atrás y apretándome el puente de la
nariz con los dedos. Elle, a la espera de mi respuesta, me sigue hacia la sala
y luego hacia el vestíbulo. Cuando abro la puerta de la salida, miro una
última vez las escaleras.
Beth bajará en cualquier momento, así que me digo que tengo que irme
antes de que empiece a llorar porque no me quedo con ella.
—Te prometo que cuando sepa que no hay por qué preocuparse, dejo
todo como está —musito.
Mientras avanzo hasta la camioneta, noto que Elle se queda
inspeccionando la salida, tal cual si mi miedo también se hubiera hecho
suyo. Pero no es para tomárselo a la ligera. En Atlanta, es muy poco común
que ocurran tragedias de este tamaño y, de cualquier manera, yo no quiero
ser el primero en vivirlo.
Una vez que Elle se adentra en la casa, busco el número de Damon y le
envío un texto pidiéndole pasar a su casa.
13
Elle

Pasmada por lo que acabo de oír, dejo el bol sobre la isla y, apoyando las
manos en la superficie, permanezco, callada, admirando el contorno del
rostro de Gray. Miriam, que tiene un libro abierto frente a ella, nos mira de
hito en hito. Ella está a punto de decir algo, pero levanto la mano para
silenciarla.
No he tenido tiempo de entrar en ninguna de mis redes sociales. Entre
mis clases, Beth y la casa, no me queda casi nada de tiempo. Además, estoy
preocupada por la actitud distante de Ruth, que se regresó a su
departamento esta mañana.
Me siento estresada y, para colmo, acabo de confirmar que mi cuerpo
reacciona mal cuando tratan de imponerme una opinión. Por eso, descubro
que con Ruth y Bee, encontré cierta forma de equilibrio en mi vida. Al lado
de ellos, pude encontrar lo que quiero de un hombre, y lo que quiero de una
amiga: libertad.
Estoy convencida de que, para ser feliz, no tengo que ser la mejor
persona del mundo. Y que, en el camino a construir ese estado constante,
encontraré que tampoco es necesario mantener alegre a la gente que pulula
alrededor de mí.
Gray, supuestamente preocupado, me acaba de decir que no debo
permitir que Bee me haga esto…Y luego señaló mi mejilla, que tiene un
tono amarillento en los bordes y morado profundo en el centro.
—Perdóname —espeto, sin dar crédito a lo que escuché salir por en
medio de sus labios—, creí haber escuchado que tú insinuabas que Bee me
puso la mano encima.
Pocas veces en mi vida pierdo los estribos. Y, para mi vergüenza, cuando
lo hago, me salen cosas malas. Cosas que me guardo, cosas que no debería
decirle a nadie. Las muecas de mi rostro se sienten apretadas. La tensión de
mi mandíbula es tan palpable, que creo que voy a hacerme daño si no trato
de tranquilizarme un poco.
Me acaricio la sien derecha con dos de mis dedos. Le regalo una mirada
aprensiva a Miriam y, sin decir nada más, ella se baja de su asiento y sale
disparada de la cocina. Beth está tomando una siesta, así que la niñera
aprovechó para hacer sus deberes escolares. Sin embargo, sé que tomará
como pretexto que se acerca la hora de la comida para subir las escaleras.
En efecto, cuando lo hace, vuelvo mi total atención a Gray, que ha
terminado su platillo y ahora se está limpiando la boca con una servilleta.
—Es obvio —musita—, y lo que todo mundo dice.
—Todo el mundo se puede ir al infierno.
Sacudo la cabeza, incapaz de creer que el mismo mundo fanático que
apuesta a que Bee y yo somos pareja, quiere lapidarlo con rumores
absurdos. Porque sí, es absurdo que piensen que él fue capaz de tocarme.
—Tienes que admitir que es culpa de ustedes —repone—. Ya me
imaginaba que estaba molesto porque salieras conmigo, y no puedes
culparme por malversar el golpe que traes en el rostro.
—Lo que resulta bastante obvio es que tú no conoces a Bee —digo, esta
vez llena de cólera.
—Pero te conozco a ti lo suficiente como para saber que le perdonarías
esto y muchas cosas más, Elle.
—Brent no me lastimaría así.
Gray se encoje de hombros, mirando hacia la alacena.
—Te ha lastimado de otras maneras —masculla, tras varios minutos sin
decir nada.
Cuando me mira, veo el dejo de lastima en sus ojos. Y no puedo con
ello. Si hago una lista de las cosas que le he perdonado a Bee, en resumen,
sería solo una: su reticencia a querer estar conmigo. El tiempo que ha
pasado negándose a que algo más suceda entre nosotros. Pero todo eso es
parte de lo que no me ha contado sobre su vida pasada, las cosas que, estoy
segura, le duelen mucho. El único impedimento para que lo que tenemos
avance, era ese. Y siento que ha ido derrumbándose mientras a él le cuesta
cada vez menos expresar sus sentimientos. No lo hace con palabras, o con
la chulería que yo leo en los libros. Tiene su manera y, desde que empecé a
entenderla, desde que me decidí a comprenderlo, las cosas han ido
mejorando.
—Asumí la mitad de la culpa en cuanto a nuestros problemas —susurro.
—Es normal que lo defiendas y lo justifiques —dice él, no haciendo
caso de mis palabras.
Es como si se las llevara el viento. Como si él ya hubiera hecho una
conjetura y nadie pudiera sacarlo de allí. En un inicio, lo que ha estallado en
mi interior son los recuerdos; las veces que Bee trataba de ser indiferente
conmigo, la noche en Indianápolis, sus besos, sus caricias, su amor para con
Beth, sus cuidados exagerados, las comodidades que nos permite y a las que
estoy acostumbrada. Todo en conjunto, es una negativa enorme: aunque se
esconda, yo sé quién es él.
Sé quién es el padre de mi hija y sé lo que no haría jamás.
No obstante, la insinuación de Gray acerca de lo que cree que yo
permitiría, ha puesto mi mundo de cabeza.
—¿Qué tipo de mujer crees que soy?
—Sinceramente —repone, en tono agrio—, creo que estás muy
enamorada de él. Lo entiendo, de verdad, pero...
—En eso me veo obligada a darte la razón: no sé por qué, pero lo amo.
Tal vez la gente me llama tonta e ilusa por hacerlo y, sin embargo, nunca me
había importado menos la opinión de los demás acerca de mi vida amorosa.
Brent no solo es el padre de mi hija, también es el amor de mi vida, aunque
él no quiera serlo.
—Elle, lo lamento mucho —dice.
Me niego a mostrar más de la cuenta, así que tanteo el rostro del hombre
al frente y, en el interior, me digo que necesito calmarme. La energía se me
desborda por las ganas que tengo de pedirle a Gray que se vaya. Quiero, en
este instante, llamar a Bee y pedirle que venga. Quiero acurrucarme en su
pecho y rogarle que no haga caso de nada de lo que digan.
Caigo en la cuenta de que esta es la primera vez que acepto lo que siento
sin temblar. E, irónicamente, se lo acabo de decir de Gray.
Afuera, a la gente no le va a importar lo que hay dentro de mí ni la razón
por la que he tenido tanta paciencia. Tampoco les importarán los motivos de
Bee para mantenerse alejado ni dejarán que llevemos una existencia
tranquila; si se los permito, dejaré que arruinen el camino que llevamos
trazado hasta ahora.
Esto es mi culpa.
—No te voy a decir qué me sucedió —confieso; veo que Gray tensa las
mandíbulas y que sonríe, irónico—, pero quédate tranquilo. Bee no me
tocaría. No al menos así.
—Con la situación en la que estás, y todo lo que hay en las redes, de
verdad creí que se había vuelto loco o algo parecido. Mi intención no era
juzgarte o a él, y de todos modos veo que estás enojada...
—Porque piensas que yo se lo permitiría —lo interrumpo—. Te
agradezco la preocupación, Gray, pero creo que está claro que tu opinión es
muy subjetiva.
—De verdad lo siento —insiste—. Debí de pensar antes lo que dije; me
imagino que ya deben de tener suficiente con los medios.
En ese instante, reparo perfectamente en las consecuencias de lo que
hice; voy a perjudicar a Brent muy profundo. Y me dejo caer en una silla al
sentirme tan desconsolada. Gray se limita a mirarme y finge que mira su
reloj. No es sino hasta que escucho el timbre de entrada, y observo que
Miriam corre a abrir, con la Abejita yendo detrás de ella, que me doy cuenta
de que incluso afectaré a mi hija.
Los niños pueden ser muy crueles cuando escuchan cosas de las que no
tienen noción y las repiten.
—Nos asaltaron —musito, recordando que Gray es el propietario de
Primrose—. A Ruth y a mí. Ayer. Bee se puso de acuerdo con el policía
para que esto pasase desapercibido. Porque es muy grave.
—Por mí no te preocupes —masculla Gray—. Y por mi cuenta corre que
a Primrose no se acerquen.
—Muchas gracias —suspiro, y miro hacia el umbral de la cocina, para
encontrarme con una Sam vestida con desgarbo—. Dios... Me había
olvidado.
Casi de un salto, bajo de la silla y me dirijo a ella, besándole las dos
mejillas en cuanto me sonríe.
—Gray, ya conoces a Samantha Laurent —le espeto al hombre y este
también se dirige a la recién llegada.
Ambos se saludan y se hacen las preguntas correspondientes, hasta que
Gray nos dice que tiene que irse.
—Espero que sea Sam Neil muy pronto —dice ella, mientras la guío
hasta el jardín.
En el cancel de la salida, me vuelvo parcialmente a mirarla y entonces
me encuentro con su sonrisa.
Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que hablamos a solas, largo y
tendido, como se supone que haremos hoy. Cuando me vio después de que
dejamos de frecuentarnos, le pedí que no fingiera que nada había ocurrido.
Le pedí que no tratara de culparse como hace siempre, aunque tengo bien
sabido que ha cambiado mucho su forma de ser.
De hecho, la manera en la que defiende su relación con Ramsés me hace
recuperar la fe un poco. Porque, si no hago lo mismo, seguro que los
chismosos se comerán mis pedazos con mucha paciencia. Hasta que no
quede nada.
—Sam Neil —repito, al tiempo que me acomodo en los cojines de la
silla del jardín. Sam ha hecho lo mismo—. Suena de categoría.
—Suena a una red de pescar —dice ella, al borde de la risa.
Noto que se le difumina el gesto cuando repara en el golpe de mi
mejilla.
Gracias al cielo, en ese momento aparece Miriam en la puerta y me dice
—: Voy a hacer té frío, ¿quieren?
Le digo que sí después de preguntarle a Sam, quien señala que el calor
está tremendo. Una vez que Miriam vuelve sobre sus pasos, yo escucho la
vocecilla de Beth, que corre hacia mí cuando sale al exterior.
Como Bee la lleva a menudo a los partidos y las reuniones con los
muchachos y sus familias, el rostro de Sam es muy familiar para la niña.
Aun así, no le tiene la confianza que a Ramsés, que ha sido algo más que un
amigo de su padre. Lo llama tío, para variar.
—Créeme que no lo hago por indiscreción —alude Sam, tras dar un
sorbo a su vaso—, pero, ¿chocaste con una puerta o te caíste por las
escaleras recientemente?
No puedo evitar sonreír, y con el vaso en las manos, mirando el agua de
la piscina y los rayos del sol que están desperdigados por todos lados,
aunado al ligero vientecillo que flota a mi alrededor, soy consciente de que
la gente me seguirá preguntando sobre esto hasta que el hematoma
desaparezca.
De manera que, apegada a mi decisión de no dar marcha atrás, hago una
mueca y miro a Sam.
—Espero que no seas de las que va a creer que Bee me pegó —espeto.
—No, por supuesto que no —se ríe ella—. Tu madre, sin embargo...
Desvío la mirada con tanta prisa, que me cuesta tragar saliva al siguiente
momento. Cuando ya han pasado varios minutos, pero sin mirar a mi
invitada aún, me encojo de hombros.
Pocas personas saben o me hablan acerca de mi madre. De su actitud
luego de la muerte de Ethan. Creo que Sam es una. Y eso me hace sentir
vulnerable frente a ella porque no sé si quiero abrirme otra vez. No sé si
quiero crear un puente entre nosotras de nuevo para, después, darme cuenta
de que no congeniamos. Sería desastroso y decepcionante: encontrar que
algunas cargas no se van nunca.
Para cuando al fin me atrevo a mirarla, ella tiene los ojos entornados y la
mirada, limpia, suave, amistosa, clavada sobre mí.
—Brent le daba dinero para que se mantuviera al margen conmigo —me
río—. Y gracias a ello, desde que Beth nació, no he tenido que soportarla.
—Mira —repone Sam, más sonriente que nunca—. Si yo sabía que no
era tan idiota.
Tal vez si lo hubiera dicho alguien más, se habría sentido incorrecto
escucharlo. Aun así, oír que Sam habla con tanta soltura acerca de él solo
me confirma que todos saben lo que pasa en mi vida.
Niego con la cabeza, y me arrellano en mi asiento. Miriam ha salido al
jardín, de manera que me quedo observando cómo Beth no quiere separarse
del balón en miniatura que le han obsequiado.
—Jamás lo hubiera creído, pero mi misma madre me lo contó.
—Qué raro —dice Sam, cruzándose de brazos y recargando la espalda
en el sillón.
Niego otra vez, y esbozo una sonrisa lánguida.
—Ni tanto; lo hizo para vengarse de él —digo—. Como le canceló los
cheques.
—Perdóname, pero no me extraña —masculla, y me mira con gesto
crítico—. Sigues sin decirme cómo te sucedió eso.
Tardo un par de minutos en darme por enterada de que a Sam no le
importa nada de lo que yo estoy pensando ahora mismo. Se la ve tan segura
de sí misma, tan entera, que por un momento quiero preguntarle qué haría
de estar en mi sitio.
Por el contrario a lo que imagino, acabo sonriéndole otra vez y me
dedico a pensar en una manera de contarle...
Y luego, tras pedirle que no lo hable con Ramsés ni con nadie, le cuento
lo que pasó. No detallo el hecho de que Ruth quiere pedir la custodia de su
sobrina ni tampoco le cuento los puntos que le conciernen a mi mejor
amiga. Sino que le relato los datos que necesita para que esté segura de que
Bee no me ha hecho nada malo.
—Menos mal que no pasó a mayores —musita, y de pronto se le ilumina
el rostro, como si hubiera recordado algo—. Ahora… mejor pasamos a otro
tema que, aunque tampoco es agradable, es el motivo de mi visita. —Me
mira para buscar mi aprobación, y cuando me ve asentir, se lanza a
contarme lo que le ha ocurrido en el trabajo.
Bee se limitó a decir que ella quería hablar conmigo. Pero no me dijo por
qué, y mientras la escucho narrar el bochorno sufrido en su oficina, me
pregunto cómo debe de sentirse Ramsés y su familia. No la interrumpo en
ningún momento. Ni siquiera cuando veo que se la llenan de lágrimas los
ojos y que, mirando a Beth jugar, se queda pensativa unos instantes.
Sam no es el tipo de persona que se queda callada. Si es una fiesta, es
ella la que tiene la batuta para poner a los aprovechados en su lugar.
Provoca la admiración por ciertos aspectos de su personalidad. Mismos que
a veces no logro comprender. Sin embargo, toda su familia tiene ese afán
por decir las cosas sin anestesia. Hurgan en ti de una manera que nunca les
puedes impedir que hagan.
En mi caso, siempre me pregunté qué era lo que la hacía ser tan fuerte.
Pero es fácil comprenderlo cuando su familia la ha cuidado tanto, y ha
procurado siempre su integridad. Lo difícil es cuando tienes que buscarla tú
sola. En un océano lleno de abismos y soledad. A pesar de ello, sé que
somos muy diferentes, y que por eso tenemos prioridades tan distantes entre
sí.
—Estaba pensando en un plato sencillo —dice ella.
Yo, después de decirle que iba a ayudarla, le he puesto sobre la mesa
distintas propuestas que podrían ser de beneficio.
—A lo mejor podemos ir a ver un par de lugares este fin de semana, si
tienes tiempo —musito.
Ella se toma un trago de té y luego dice, tras hacer un aspaviento—: Sí,
hago un espacio, no te preocupes.
—O... mejor... —susurro, admirando mis anotaciones en la hoja que
Miriam me trajo.
Dirijo la mirada a Sam y ella, con la vista entornada, dice—: Escúpelo.
Por el dinero no te preocupes.
—La casa de Ramsés tiene cámaras —digo.
—Sí, ya lo había pensado. De hecho, esa fue mi primera idea —admite
—. No sé si será más arriesgado, pero me siento más segura allí.
—Creo, sinceramente, que deberías contarle a Tay —le espeto, sin
mirarla. Este es un campo minado para ella porque su hermano tiene un
carácter... de tacto, y no quiero que piense que estoy metiendo mi cuchara
en una sopa que no es mía. Aun así, sé que necesita saberlo—. Imagínate
cómo se va a sentir Ramsés cuando estés a solas con un tipo que se propasó
contigo. No lo hagas por ti, hazlo por él: es su mejor amigo.
En un silencio sinuoso, Sam se rasca la frente con sus uñas delicadas y,
mientras la observo, deduzco que se lo está pensando.
—Tú ya cambiaste mucho, ¿sabes? No me malinterpretes, pero antes
siempre me pareciste un gatito asustado.
—Sigo siendo un gato asustado —replico, con una sonrisa—, salvo que
ahora me como a los ratones sin reparos ni miedo.
—Tienes una hija preciosa, además —continúa ella y vuelve a mirar a
Beth—. Si me hubieran dicho que Brent Dylon y tú, cuando te conoció…,
no me lo habría creído jamás. Lo digo en serio —dice cuando nota que hago
una mueca—. Yo pensaba muchas cosas sobre Bee y ahora resulta que es el
papá del año. Corona y toda la cosa. ¡Es impresionante cómo cambian las
personas cuando la vida les da un par de bofetadas!
Me limito a sonreír y escudriño sus facciones. Más madura, de ademanes
elegantes y con una fuerza innata, Sam debe de ser la persona más altruista
de este mundo.
Creo que, hablando de equilibrio y amor, ella es la personificación del
punto más álgido.
—¿Te quedas a comer? —le pregunto.
Tras revisar su reloj en la muñeca, ella dice—: Supongo que puedo llegar
tarde a mi cita con el ginecólogo. Pero, por favor, no me hagas cocinar.
Vuelco los ojos ante la sensación de familiaridad que su gesto me trae,
así que le indico, en cuanto quedamos de vernos el sábado para elegir el
platillo de la gala, que vayamos a la cocina. Pero apenas cruzamos el
umbral, veo que mi madre y Bee están atravesando el vestíbulo. Paso saliva
en un intento por recobrar la alegría de minutos antes, y entonces me atrevo
a mirar a Bee.
Él, sin decirme nada, camina hasta Sam primero y la saluda. Mi madre,
en cambio, solo hace un movimiento con la mano y deja la mirada clavada
en el celular.
—Tienes que hacer algo con esto, Elle. No puedo creer que dejen que los
rumores corran así.
—Me importa un carajo, mamá —espeto.
Sam me mira de soslayo, pero se queda callada.
Entonces Bee se aproxima a mí, ignorando a mi madre, y se inclina para
apoyar sus labios en los míos. La cara se me llena de rubor al instante y las
mejillas, incluso la magullada, me arden en menos de lo que espero. Es un
beso corto, suave y sin movimientos.
Pero dice tantas cosas que, cuando él se retira y se marcha hacia el
jardín, digo—: Te advierto que no quiero escuchar la maldita
palabra rumor en mi casa, mamá. Y espero que te quedes a comer.
Antes de que ella pueda replicar, me doy la vuelta y empiezo a caminar
hacia la cocina.
Todavía con el rostro lozano y la hermosa sensación de cariño en mis
labios, escucho que Sam dice—: ¡Qué gusto volver a verla!
Sacudo la cabeza, consciente de que acabo de abrir una puerta y que es
muy probable que no vuelva a cerrarse nunca.
14
Bee

Beth me acaba de extender el extraño dibujo que hizo de un casco, cruzado


por un tridente. Sé que es su intento del escudo del deportivo. Y me
provoca la risa cuando me lo arrebata para llevarlo a su cuarto. Me doy
media vuelta con la intención de seguirla por miedo a que vaya a tropezar
en las escaleras, pero en mitad del camino, Miriam me hace una seña para
que regrese a la cocina, donde Elle le está explicando a Sam sobre la alergia
de Bethany.
—No dejes a Elle ni un minuto sola con esa mujer —susurra,
refiriéndose a Brenda.
Sacudo la cabeza, sin responder.
Cuando regreso a la cocina, veo que la mirada de Samantha está puesta
sobre Brenda, y que las mejillas de Elle están muy coloradas.
—Eres muy rencorosa, Samantha —está diciendo la madre de Elle—.
Algo deberías de aprender de mi hija.
—A usted alguien le borró la memoria, por lo visto —masculla la
aludida, como si tal cosa—. Además, sus clases de moral me tienen sin
cuidado.
Solo porque no quiero poner atención a la plática, ya que me imagino de
qué va, tiro del bol que está frente a mí y agarro el tenedor que estaba
usando Beth. En cuanto pincho el primer trozo de queso en la ensalada, Elle
se aproxima a mí, más sonrojada todavía, y me quita el tenedor de la mano.
Con el ceño fruncido, examino la línea suave de su mandíbula.
Enarco una ceja en su dirección, confundido. Sabe que me encanta cómo
cocina, así que...
—Tiene nueces —me explica, antes de que pueda decir nada.
Ahora mis dos cejas están curvadas. Aunque el fondo de la escena está
ambientado con las recriminaciones de Brenda acerca del cómo la firma le
dio la espalda a Félix, tengo toda mi atención puesta en ella. Tuerzo una
mueca ante la mirada que me lanza y la expresión titubeante que ha
adoptado. Sin embargo, aguardo a que continúe o me diga, al menos, a qué
se debe el cambio en la ensalada que siempre prepara de la misma manera.
Elle, tras respirar profundo, agarra también el bol y se lo lleva hasta la
alacena. La sigo. Y cuando estoy a su lado, ignorando el desplante altanero
de Brenda, hablando como si no supiera lo que su exmarido hizo, me cruzo
de brazos, la espalda apoyada en contra del frigorífico.
—Sabes que me encanta tu ensalada y también sabes que soy alérgico —
digo, con un dejo de diversión.
—Lo siento —sonríe y me enfrenta, rascándose la frente—. Es que no la
preparé para ti. Cuando lo hago es porque sé que vas a venir a comer con
Beth o me avisaste que estarías. Pero...
—Si no me equivoco, no hace mucho que Sam está aquí —digo, seguro
de mis palabras—. Así que, ¿para quién era?
—Invité a Gray a comer —espeta ella sin miramientos.
Es demasiado para mí, de manera que tardo un par de segundos en
procesar lo que ha dicho. Gray. Aquí. En la casa. Con ella. Todo lo que
puedo hacer es sonreír. Pero espero que vea que no se siente como si me
hubiera contado el mejor de los chistes.
—Antes de que me digas nada —dice Elle, con gesto apremiante—,
recuerda que te comenté que quería aclararle las cosas. Era necesario y,
según vi, no le extrañó en lo absoluto.
—Y está perfecto así —musito.
—Ha sido la última vez —repone ella, y se sienta junto a Sam.
Su madre está diciendo más cosas acerca de la situación de Félix y la
audiencia que se celebrará muy pronto. Noto que a Elle le cambia la
expresión del rostro en varias ocasiones y que Sam se ha aguantado en otras
de decir lo que piensa. Sé, además, que si lo ha hecho es por Elle y no por
respeto a Brenda, cuyo tono ha ido aumentando en el calibre de sus
demandas.
Es el padre de Elle de quien habla, pero, como siempre, no quiero
escuchar que diga que Elle tuvo algo de culpa en el hundimiento de su
familia. Por lo que, cuando le dice que no le importa lo que crea, ella le
explica cuándo es la audiencia por la apelación y, sin despedirse de nadie
más, se marcha a través del umbral.
El silencio se prolonga unos cuantos segundos, hasta que Sam dice—:
Sigue siendo imposible.
—Menos mal que no le gusta conducir —repone Elle, con gesto
indiferente, pero yo veo cómo le cuesta hablar sin que se note la dificultad
en su voz.
Es buena aparentando que la gente no la hiere con palabras, pero en el
fondo, todos sabemos que Elle tiene el alma más noble del planeta y que,
cualquier cosa, tambalea su comodidad. Por eso estaba tan afectada con
respecto a lo de Ruth, quien, por cierto, no me contesta las llamadas desde
que intenté comunicarme con ella hace un par de horas.
Entiendo su postura al querer estar sola, pero tampoco creo que se tenga
que encerrar. Aun así, me digo que no es mi derecho juzgar su posición
porque no estoy allí.
—Beth pregunta si puede entrar en la piscina a probar sus nuevos
goggles —nos comunica Miriam, asomándose por la puerta de la cocina.
Sam acaba de marcharse. Según lo que Elle me estaba diciendo, se han
puesto de acuerdo para planificar una de esas fiestas en las que el platillo
cuesta mucho más de lo que la gente promedio podría permitirse.
En cuanto pongo la mirada en mi hija, ella camina hasta a mí y me pide
que arregle el cordón elástico de las gafas acuáticas que pretende usar.
—Por hoy no tengo más que hacer —dice Elle, bajándose de su silla—,
así que si quieres la llevo yo.
—A ti también te quedan —me espeta Beth, al tiempo que tira de uno de
mis dedos.
Su fuerza es tan ínfima, que antes de erguirme por voluntad, le lanzo una
mirada de advertencia a Elle. Su hija tiene un encanto demoledor y eso solo
pudo haberlo heredado de ella. Y es que, si te miran de esa manera, y te
hablan así, con dulzura, con amor, como si fueras la mejor persona del
mundo, no puedes negarte a cumplirles todo cuanto desean.
Eso me pasa a menudo estos días. Me quedo callado, mirándola a ella,
con ganas de preguntarle si todavía no la he perdido. Una parte de mí me
dice que eso es bastante notorio. Y la otra, la parte que sigue recordando a
Ava, esa parte no cesa de recordarme que estoy viviendo algo que no me
corresponde.
Empujo ese pensamiento a un lado y me marcho detrás de Beth,
ajustando las correas de sus goggles. Ya en el jardín, después de que ha
llegado Elle con la ropa acuática de la niña y se ha acuclillado para
cambiarla, observo el color de sus cabellos, el tono de sus pieles; si no fuera
por el color de los ojos de Beth, sería una copia exacta de su madre.
Todavía recuerdo cuando nació, y el sabor de esa memoria me hace
mirar al brazalete de Elle.
Ella le acaba de colocar unos inflables en los bracitos. De manera que la
niña, sin esperar a su madre, se baja a uno de los escalones en la parte poco
profunda de la piscina. Me he quedado sentado en la pequeña sala del
jardín, evocando recuerdos que antes me dolían mucho.
Antes de que Elle se quedase embarazada, solía mirar hacia atrás para
obtener una imagen más clara de lo doloroso que es cometer un error. Pero,
todavía peor, siempre me acordaba de lo mucho que me dolía haber tenido
que resarcir ese error. Con Elle, me ocurrió algo semejante estos días;
recordé la promesa que me hice cuando sucedió lo de Ava, y recordé que
hacerle lo mismo a Elle acabaría por completo conmigo. Luego, recordé
que ya he sido capaz de protegerla en otras ocasiones, aunque no haya sido
de la mejor manera. Lo he estado intentando a pesar de querer cubrirlo todo
con indiferencia. Y, cuando sentí que tenía que dejarla ir, como a Ava,
descubrí que no era lo mismo. Fue una fortuna el darme cuenta de que no es
lo mismo querer a una persona y amar a otra. Son sentimientos separados,
años luz, entre sí.
Beth está tratando de colocarse los goggles, así que voy hasta ella y, tras
descalzarme y quitarme la camisa, me siento a su lado en los escalones. Por
el calor, el agua se siente deliciosa en la piel. Y Bethany está cada vez más
impaciente para que le ponga su juguete. En cuanto logro ajustarlo a su
cabeza, ella se zambulle en el agua y se queda sentada mirando hacia el
fondo.
Niego con la cabeza, y observo su cabello flotando en el agua. Entonces
miro a Elle, que se está metiendo para ayudarla a anudarse una coleta. Se ha
quitado el pantalón y lleva puesto un short diminuto debajo. Los muslos se
le remarcan perfectamente. Arriba, se ha quedado con la blusa, pero esta se
le pega a los senos, por encima del sujetador, a causa del agua.
Pronto, cuando intenta evitar que Beth nade hacia la parte profunda, se
empapa totalmente y me arrebata la oportunidad de seguir mirándola.
Decidido a impedir que su hija la arrastre a lo hondo, entro en el agua y voy
detrás de ellas, convencido de que, conforme más crezca, las cosas se harán
más difíciles; superar su madurez, por ejemplo.
—Listo —dice Elle, que la ayuda a patalear y la arroja hacia mí con un
pequeño impulso.
—Está fría —me espeta Bethany, al tiempo que se cuelga de mi cuello,
sin quitarse los goggles. También ha puesto sus piernas alrededor de mí y la
siento temblar—. Y tú estás calentito —musita contra mi hombro, pegada
como mi propia piel.
Elle nada hasta nosotros y se encarga de quitarle los goggles y los
inflables. Beth, con mirada acusadora, me mira a los ojos y emite un
quejido.
—Ya fue suficiente. Te puedes resfriar —le digo.
Y entonces ella cruza sus pequeños brazos en el pecho.
La risa de Elle no demora, mientras nada hacia las escaleras. Al girarme,
veo que se ha sentado en ellas y que Miriam, apostada a un par de metros,
viene hacia acá con una toalla de color púrpura en la mano.
—Alguien debería de salir ya —dice, y entonces miro el reloj, que ya
marca casi las seis por la tarde—. Vamos, Abejita. Hay cereal con miel... —
le espeta la nana antes de que Beth cambie por completo de expresión y se
decida a hacerle caso.
Después de ayudarla a salir de la alberca, me siento junto a Elle en los
escalones. Usualmente, si paso un poco de tiempo en la casa, este transcurre
demasiado rápido. Estoy acostumbrado al vacío posterior a cuando Beth,
cada vez que tengo que irme, llora porque no me quedo. El solo imaginarme
que tendré que repetir ese ritual, me retuerce las entrañas y me obliga a
pasar saliva.
—Jamás le darán la apelación —musita Elle, en voz tan baja que apenas
la oigo. La miro con atención, pero ella se limita a ver hacia el frente, al
agua que ondula debajo—. Mi papá debería saberlo.
Que lo diga así, con tanto desgarbo, solo hace que me pregunte si
todavía piensa lo mismo de su padre; hace un par de años me dijo que Félix
nunca le contestaba las llamadas que le hizo y que, cuando fue a visitarlo,
se negó a recibirla. También me dijo que fue ella quien le entregó a Sam los
libros que determinaron la condena de su padre.
Por eso entendí el que Brenda la sobajase con tanta regularidad.
—Si tú quieres, puedo seguirle dando el dinero a tu madre —digo,
mientras apoyo mi peso colocando las palmas de las manos en el suelo.
Elle sacude la cabeza y se peina, con los dedos, el cabello húmedo, hacia
atrás. La mueca de su rostro es de decepción. Hay varios rasgos en su cara
que se acentúan si sus emociones son negativas. Sucede que, cuando se
enoja, es muy común que el desdén vibre en sus labios y en cada uno de sus
ademanes.
A lo mejor engaña a otras personas, pero a mí...
—No fue mi culpa, ¿o sí?
En el acto, giro sobre mi eje, aún sentado. La estudio con la mirada al
tiempo que trato de imaginarme quién demonios le ha hecho creer que algo
de lo ocurrido puede haber sido culpa suya.
Pestañeo varias veces y, al ver que agacha la cabeza, sujeto su mentón
con mis dedos.
—No es tu culpa.
Ella asiente, pero agrega después de escudriñarme—: Pero lo que están
diciendo sobre ti en las redes sí es mi culpa. Y no sabes cuánto lo lamento.
Ruedo los ojos al momento, tras caer en la cuenta de a lo que se refiere.
—Me tiene sin cuidado.
—Puedo arruinar todo para ti, Bee. Lo sabes.
—Sigue sin importarme —repongo.
—No debí...
—Comienza a molestarme esto; haz un esfuerzo y créeme un poco
cuando te digo algo.
Me incorporo todavía con la sensación de que estoy haciendo algo mal.
Siempre es así. Siempre me voy en el momento en el que su vulnerabilidad
aparece. Es terrorífico saber que a veces es una persona de sentimientos
frágiles. Hace un par de horas me alegré de que pusiera en su sitio a Brenda,
y ahora, de nuevo por mi culpa, su actitud ha dado un giro completo.
Miriam dejó una toalla en la sala así que me dispongo a secarme la parte
superior del cuerpo.
—Te creo. —Elle también está mojada, pero aun así se pone delante de
mí, ceñuda. Sigo mirando el golpe. Ella cierra los ojos, hablándome en voz
baja—. Y eso no cambia lo mucho que me enoja que la gente crea que tú
serías capaz de hacerme algo así.
La observo fijamente, hasta que no soy capaz de contener las
emociones.
—Voy por algo para cambiarme —digo.
No escucho que replique de nuevo, y por eso me marcho hacia la
camioneta, con las ideas embotadas y el corazón latiéndome a mil por hora.
Otras veces he estado a punto de sucumbir, de rendirme, de ya no darle
tantas vueltas al mismo asunto. En este instante, es lo mismo que me
ocurre; si tan solo tuviera un poco más de valor.
Tras sacar el pantalón deportivo de la bolsa, me recargo en contra de la
puerta del maletero, y evoco esas imágenes que se repiten en mi cabeza.
Son una tortura. Algo nuevo, provocado por la mirada de Elle al decir que
me cree, se incrusta en mi pecho.
Miriam acabó de darle de cenar a Beth, y ya que he terminado de
cambiarme, entro en su habitación para arroparla antes de irme. Está
recostada en su cama, viendo una revista que Miriam se encarga de
explicarle. En la portada está Taylor, la temporada pasada. Cuando me
siento junto a ella, Beth se recorre junto a mí y me enseña el reportaje que
está mirando.
Me señala que su tío Taylor es un monstruo (porque así lo dice la nota).
—Pero es un monstruo de los buenos —me aclara, enseñándome una
tabla en la que aparecen sus marcas.
Le digo a Miriam que yo me quedo hasta que se duerma y, una vez que
estoy a solas con mi hija, me acomodo a su lado, consciente de que tardará
casi nada en someterse a ese sueño profundo y conciliador que trae consigo
la inocencia. Mientras sigue explicándome por qué su tío es el mejor
mariscal del momento, me doy cuenta de que me es imposible no sentir
celos por la prematura admiración que tiene Beth hacia Tay.
Probablemente no sabe lo que significa que, para ella, Taylor sea digno
de admiración en un deporte que yo también practico. Y, de cualquier
modo, me sigue pareciendo un caso extraño y hermoso; el de mi hija
interesada en el fútbol. No soy capaz, por pensar en eso, de ver que ahora
está acurrucada sobre mí.
Tiene el pelo sedoso y corto, hasta los hombros. Ha dejado la revista a
un lado, así que la pongo sobre la mesita de noche y me encargo de colocar
a Beth en una posición más cómoda. Para cuando Elle se asoma a la
habitación, a mí solo me falta cubrir a la niña con su manta.
Su madre se gira sobre los talones tras comprobar que está totalmente
dormida, Y yo me quedo en el corredor, observándolo, hasta que un dolor
agudo me atraviesa el pecho.
Sé que se me acabó el tiempo y que ya no puedo esperar para decírselo:
mientras más cerca estamos a mí me cuesta más mantenerme al margen.
Cada vez que la tengo tan pegada a mí, como en la piscina, me siento
miserable, como si me hubieran amputado una extremidad o me hubieran
extirpado un órgano. Soy consciente de que, si lo prolongo, tendré que
soportar un lapso más sin ella.
Y no puedo.
O más bien no quiero.
La puerta de su habitación está abierta, de modo que me recargo en el
marco y me cruzo de brazos, mirándola. Ella se vuelve a mí desde su lugar
en la mesa en la que está apilando papeles, tal vez para su día laboral.
—¿Podemos hablar? —le pregunto.
Ella se pone de pie y, también abrazada de sí misma, me dice—: Si me
vas a dejar a medias palabras, prefiero que no. No tiene caso.
—En realidad solo quiero que me escuches.
—Adelante, entonces.
Enarco una ceja cuando veo que me da la espalda. Para que le quede
claro que no estoy jugando y que, sea como sea, no voy a hacer lo que hago
siempre, cierro la puerta y apoyo la espalda en la hoja.
Elle se gira hacia mí de nuevo, con gesto de incredulidad.
—No quiero que respondas preguntas. Si alguien te aborda en cualquier
sitio, ignóralos. No me importa. —Suspiro y doy un par de pasos hacia ella,
que se ha sentado en una silla junto a su escritorio—. Si aceptas, me
gustaría que comieras conmigo el domingo. Y ya vas a ver cómo se les
olvida. La gente es así. No puedo impedir que sufras de estas cosas, porque
serán como un punto negro en lo que quiero ofrecerte, si tú me lo permites.
Ha cambiado de expresión, y se está retorciendo los dedos unos contra
otros. Cuando se levanta y se recarga en contra de un mueble frente a su
cama, camino hasta sentarme en el colchón, sin dejar de mirarla.
Me acaba de dirigir una mirada cautelosa.
—¿A comer contigo? —inquiere ella, indecisa.
Asiento, pero también digo—: Es que necesito que hablemos de algo
importante.
—Ya veo —dice, en un susurro.
Se aproxima a mí con pasos lentos y pausados. Una vez que la tengo al
frente, me decanto por agachar la cabeza y saborear la sensación tibia de
sus dedos peinando mi cabello; su otra mano está posada en mi hombro.
Mientras ella les hace un masaje superficial a los músculos de mi cerviz, yo
recargo la frente en su abdomen. Me toma varios minutos reaccionar ante el
letargo de su cercanía.
Y, como dije, no la tolero.
Siento que los nervios se me disparan en el momento en el que se abre
paso entre mis piernas y se acomoda en una. Lleva puesto un vestido
diminuto, en color azul; muy veraniego. El olor de su piel me es familiar...
Desprende un aroma similar al de las rosas cuando están recién cortadas y
se te caen los pétalos en las manos, después de haberlas desflorado.
—Cuando se te da la gana, eres el hombre más tierno de este mundo —
se ríe, tan cerca de mi oído que se me erizan los vellos de la nuca y de las
manos.
Echo la cabeza atrás un poco para mirarla y ella me sonríe con más
amplitud. Sin embargo, no habla, sino que deja de abrazarme y hunde la
cara en el hueco de mi hombro. Muevo la cabeza con tal de aguantar la
temperatura, si ella no deja de respirar en contra de la piel desnuda de mi
cuello.
Aunque pienso que no lo hace a propósito y que lo único que quiere es
mi confort, empiezo a cambiar de opinión tras resentir sus labios en una
parte muy peligrosa, arriba de la clavícula, donde el cuello de la camisa deja
libre la piel. Cuando me besa otra vez, ladeo la cara y la apoyo contra la de
ella.
—No provoques algo de lo que no te vas a hacer responsable —
murmuro, apretando su cintura.
Elle se retira un poco y en cuanto se pone de pie, noto que tiene las
mejillas coloradas y una expresión febril en todo el rostro.
Resoplo el aire que contuve en los pulmones. Me llevo una mano a la
nuca para masajearla, agachando la cabeza a la espera de que eso me sirva
como alivio. A pesar de que sé que, para el alivio que necesito ahora, nada
como sus manos acariciándome. Le he dado la espalda porque no quiero
que se percate del cómo se me sube el rubor a toda la cara.
—Monique está diciendo mentiras, ¿no es así? —dice ella.
Tardo unos segundos en agarrar suficiente valor para encararla.
Y apenas lo hago, una mueca de horror surca mis facciones,
contorsionándolas.
—Jesús, Elle —le espeto, alborotándome el cabello con las dos manos
—. Estoy tratando de cumplir lo que me pediste.
—Vaya. Qué apegado a las reglas eres —masculla, muy campante.
Entrecierro los ojos al mirarla. Pero ella, a diferencia de lo que creo, se
limita a apoyar la cadera en el escritorio, las manos asidas del borde. Hago
una inspiración profunda, antes de avanzar hasta donde se encuentra. Pongo
las manos sobre las suyas, inclinándome para mirarla a los ojos sin que nos
separen varios centímetros.
Ella abre su boca para respirar y enarca una ceja.
—No estaba mintiendo —digo, poniendo mi careta más seria—. Sin
embargo, mis problemas no son físicos, sino de inspiración. ¿Comprendes?
—¿Te refieres a que ella ya no te excitaba?
Por la garganta, de forma gutural, me brota una risa de histeria. No
quiero responderle, y si sigue tocando ese lado en mí...
Tampoco creo poder resistirme.
Cuando acabo de reírme y pongo mi atención en ella de nuevo, me fijo
que no ha dejado de mirarme.
—Estaba tan ocupado tratando de luchar en contra de lo que siento por
ti, que mis ánimos decayeron. No te voy a mentir, Elle; lo intenté. Me
resistí. Pero no pude con el recuerdo de saberme el primero.
Me incorporo para darle espacio y veo cómo ella suspira, negando con la
cabeza. Hay una sonrisa trémula en sus labios.
Quiero preguntarle qué es tan gracioso, pero, por fortuna, se me
adelanta.
—A veces eres un poco lento —masculla; su gesto es tan dulce, apacible
y sincero, que demuele los últimos trozos de mi voluntad—. Tú no
solo fuiste el primero. Eres el único.
Acuno su rostro entre mis manos, incapaz de controlar mis ansias. Ella
emite un resuello cuando la beso por primera vez, y tira de mi camisa para
que no me retire. Al bajar las manos hasta el dobladillo del vestido, me
cruza por la cabeza la idea de quitárselo así, pero hago lo contrario y la
sujeto desde los muslos, para sentarla en el escritorio.
El vestido se recorre por sí solo. Ella, con las piernas, aprieta mi cadera y
me obliga a acercarla más. Entonces se aparta bruscamente, mirándome,
demasiado excitada como para que yo no lo note.
—¿Yo te inspiro? —me pregunta.
Uno de sus dedos acaricia mi labio inferior.
Cierro los ojos, aprieto en mis manos su cadera y, de un tirón suave,
hago que sus piernas se abran más, al tiempo que me pego lo suficiente a su
centro. En esa posición, la observo detenidamente.
—¿Tú qué crees?
Ella esboza una sonrisa débil, arquea la espalda y se frota contra mí. No
cambio de postura al inclinarme para besarla otra vez, y me aparto muy
lento tras percatarme de que tiene los ojos abiertos.
Acaricio su nariz con la punta da la mía, y ella dice—: Creo que te hago
mucha falta, amor.
Cualquier vestigio de duda, cualquier miedo rezagado y la contención
que provoca tanto desastre en mí, se van en cuanto la aferro a mí con mayor
energía. Trazo una línea de besos desde su boca hasta la base de sus senos,
diciéndome que no está mal, que esto es lo que quiero, y lo quiero con ella.
Con nadie más.
Aun así, a pesar de mis deseos, escucho claramente cuando se abre la
puerta. Y me levanto justo a tiempo para cubrir a Elle con mi cuerpo. Ella,
asustada, desvía la mirada hacia el umbral...
—Lo siento mucho —masculla Miriam—. Es que me dijiste que te
trajera los libros de ayer...
Oigo cómo la puerta se cierra nuevamente.
Pero el momento está roto. Así que me doy media vuelta y trato de
purgar la frustración, la tensión y la ansiedad al mismo lugar donde han
estado estos años. Detrás de mí, escucho que Elle se baja de la mesa. Su
vestido hace un pequeño frufrú mientras se lo acomoda.
Al encararme, no veo más que pena en sus ojos.
—Tiene que ser una señal del cielo —musito, para que no se sienta
culpable, y añado de inmediato—: El hombre que contraté viene mañana,
así que te llamo después de tus clases, ¿está bien?
—Puedes quedarte...
—Después del domingo, si todavía quieres que me quede, lo haré. Te lo
prometo.
Dejo un último beso en sus labios, y sin decir más salgo de la habitación.
En ese momento, Miriam atraviesa el corredor y me mira con aire de
sufrimiento.
—Bee, lo siento...
—La próxima vez, tocas antes de entrar.
No me quedo para mirar su expresión, de manera que, hasta que no estoy
en la camioneta y enciendo el motor, no soy capaz de comprobar que usé un
tono más severo de lo que nunca me he permito mostrarle.
Aunque sé que ella entenderá, me digo que le debo una disculpa, y apilo
el pendiente con el resto de cosas que tengo que hacer una vez que la
frustración se acabe.
15
Elle

Antes de venir al restaurante, estaba segura de que era un día perfecto. Ruth
iba a pasar todo el día con Beth, ya que es el libre de Miriam. Supuse,
ciegamente, que nada ocurriría. Pensé que, por la actitud de Brent, las cosas
saldrían a pedir de boca para nosotros. Pero esos pensamientos se
derrumbaron en cuanto avisté e Monique, sentada a tan solo unos metros de
distancia, en la terraza del sitio.
Suspiro tan fuerte, que Bee levanta la mirada hacia mí, curioso por el
acto.
No puedo hacer otra cosa que escudriñar su semblante. Hoy se ve
especialmente atractivo. El lugar al que me trajo lo he pisado varias veces
con Ruth; es casi imposible conseguir una reservación a destiempo, pero el
dueño, como dijo Bee, es fanático de los Titanes, de manera que solo tuvo
que llamarle a su móvil. Y aquí estamos.
De todos modos, tengo algo atorado en la garganta. El sonido de la vida
alrededor me causa escalofríos. Picoteo un poco mis espárragos, pero me
siento incapaz de tragar nada.
—Estás pálida —señala Brent, más extrañado.
Me paso un dedo por la frente y respiro hondo de nuevo.
Él se remueve en su silla, cauteloso.
—Por lo que veo, es un sitio que Monique también frecuenta —digo; mi
propia voz me resulta alterada, y no me siento con energía como para ser
amable—. En la terraza —espeto, en un gruñido, cuando Brent trata de
localizarla.
Su disimulo me obliga a dejar los cubiertos y a entrever si está más
nervioso de lo que debería. Sin embargo, todo lo que veo es introspección
pura. Durante varios minutos esa es la única máscara que observo en él. No
me sirve. Lo que quiero que diga está lejano a una disculpa. Necesito saber
que no le importa su presencia y que me estoy imaginando cosas.
Quiero intempestivamente saber que no hace partícipe a su examante de
lo que está pasando entre nosotros.
—La verdad no sé —dice, en tono neutro—. No vengo mucho a estos
lugares, salvo contigo y la niña.
Levanto ambas cejas, pero bajo la mirada a mirar el plato, que sigue a
medio terminar. En ese instante, tras darle un trago a mi bebida, vuelvo a
mirar hacia la terraza. Y me encuentro con que Monique se está dirigiendo
hacia nosotros; su caminar es tan seguro que evito continuar mirándola para
no sentirme como siempre que la veo.
Cuando por fin llega junto a nosotros, el semblante de Bee sí cambia a
uno muy amargo. Eso funciona como un alivio, al principio, y mucho antes
de que la mujer hable.
Es una regla básica de educación saludar primero a la mujer de una mesa
que es solo para dos. Porque es obvio que vienen en un plan diferente...
Y, aunque no fuera obvio para ella, tendría que saberlo.
Estoy furiosa. Y no tengo por qué aparentar que me siento conforme con
su presencia. Así que levanto el mentón y le sonrío, trémula, mientras ella
le dice a Brent que ya habló con no sé quién acerca del evento que
organizará Sam.
—Elle... —musita entonces, acercándose a mí. Se inclina para besarme
la mejilla. Luego agrega—: Tan inmaculada como siempre.
Le regalo mi mejor sonrisa y clavo, en el acto, la mirada en Bee.
—Solo quería poner al tanto a Brent; teníamos un compromiso antes y lo
canceló por esto.
—Pero sabes dónde vive —le digo; no reparo en su mueca, sino en la de
Bee, que no ha dejado de mirarme—. La verdad es que estábamos a punto
de irnos y yo no tengo ánimos para quedarme a escuchar sobre tus
compromisos con él.
Empiezo a ponerme de pie, con los ojos de Brent, que ha apretado las
mandíbulas, escrutándome. Él me imita un par de segundos más tarde.
Monique, por su lado, me muestra una sonrisa carente de diversión. No dejo
de mirarla. No permito que se vuelva a mirar a Brent y tampoco pienso
retractarme.
Si yo supiera que hace esto de verdad por su urgencia de hablar con él,
no hubiera sucedido nada. Pero el detalle está en que yo sé que lo ha hecho
porque estoy aquí.
—Sí, bueno, ya lo visitaré allá. Elle, estás muy pálida. Deberías tomar un
poco de sol.
Abro los ojos y titubeo unos instantes, sin saber qué decir.
—¿Perdiste la razón? —le pregunta Bee.
Ignoro la mirada que comparten. Prefiero fingir que estoy revisando algo
en mi monedero y vuelvo a esbozar una sonrisa para disimular que hay una
sensación ácida esparciéndose por todo mi pecho.
—Estoy tratando de ser civilizada, Brent —se ríe ella.
—Bien. Ya fue suficiente —repone él.
—Lo mejor es que les dé un espacio —digo.
La mirada posterior de Bee, que frunce el ceño y me sujeta la mano, tan
rápido que apenas me doy cuenta, es una que siempre estoy esperando. Me
reconforta. Y, a pesar de que en la mayoría de las ocasiones lo consigue, en
este momento lo único que hace es alimentar mis celos, mis dudas y todas
mis inseguridades.
No sé si estoy más enojada conmigo misma o con él, por no ponerle un
punto final a Monique.
Creo que es un poco de ambas cosas.
—Estamos aquí juntos; Monique es la que se va —me espeta.
Lo ha dicho solo para mí, cerca de mi rostro. Aunque me supera en
altura muy poco a diferencia de cuando uso zapatos de suelo, ahora me
puedo permitir mirarlo a los ojos hasta que él desvía la mirada hacia la
mujer que nos observa.
No concibo que tenga las agallas para hacer el ridículo en un lugar así.
Pero, a decir verdad, su apariencia es tan agraciada que cualquiera pensaría
que nos estamos saludando, como si fuéramos las grandes amigas. Y eso
me hace sentir patética. Me hace sentir que nunca va a llegar el momento en
el que la vida me vaya a permitir confiar plenamente en Brent.
Tengo miedo de que haya algo interpuesto siempre.
Por su lado o por el mío, pero clavado entre nosotros.
—No quería incomodarlos —masculla Monique, con la sonrisa más
hipócrita que he visto nunca.
Su gesto augura diversión. Es así como sé que hace este tipo de cosas
porque sabe que Brent la respeta mucho. Sabe que él no va a decirle nada
aquí, y que se limitará a ignorar sus acechos. El corazón me da un vuelco
cuando veo que se aproxima, erguida y glamurosa como los colores dorados
que adornan el restaurante.
Bee me aprieta la mano, quizás para llamar mi atención.
—Cuida mucho a tus ángeles, Bee —dice, girándose en los talones, pero
antes de regresar a su mesa en la enorme terraza, nos mira por encima del
hombro, para decir—: Casi se me olvida, me encontré a Ava hace un par de
días. Creo que se mudó. Sí la recuerdas, ¿verdad? —Sonríe y añade—: Tu
exnovia. Yo sé que sí.
Una sonrisa más amplia se dibuja en sus labios, y entonces me mira; si
poner en duda lo que creo saber de él es lo que buscaba, lo acaba de
conseguir. Ella se marcha con un aspecto altruista, y me deja aquí,
desconsolada, con el nombre de Ava repitiéndose en mi mente una y otra
vez.
Se siente como si me hubieran clavado una espina; no por saber que tuvo
una novia, sino por notar el cómo su mención puede descolocarlo de esta
manera.
Pongo la mirada en él. Y me aterra lo que descubro; no está mirándome.
Tiene los ojos clavados en un punto ciego. Así que me suelto de su agarre,
me doy la media vuelta y comienzo a caminar por el pasillo.
Siempre supe que había algo ahí, en él, algo tangible que no lo dejaba
estar conmigo. Pero debo confesar que nunca me imaginé que ese algo
fuera el nombre de una mujer. Nunca me pregunté si alguien le había roto el
corazón o si algo ocurrió en su vida amorosa como para que tuviera tanto
miedo de iniciar una relación conmigo. Creí que todo estaba centrado en la
vida que le dio su padre. Ilusamente, me imaginé que yo era la primera
persona que lo ponía así, en esa situación de pelea interna.
Me siento la mujer más egoísta del mundo al pensar que solo yo tenía
derecho a estar en él, en su corazón; es como si al fin pudiera ver el error
correcto, sentirlo, conocer su sabor y luego darme cuenta de que es
demasiado pesado. Por ese motivo él no quería ni intentarlo. No quería... Y
yo lo obligué.
Estoy a punto de salir del restaurante cuando lo siento.
Su mano se cierra alrededor de mi brazo, tan fuerte que miro el ademán
y presiento que algo malo va a ocurrir.
Con una mirada recriminatoria, observo sus ojos; los míos están a punto
de desbordar un montón de lágrimas. Y ni siquiera sé por qué...
—Suéltame —le exijo.
—No te vas a ir sola —dice él, en voz baja.
Empieza a caminar por el corredor, sin soltarme. Una vez frente al
ascensor, arranco mi extremidad de su agarre. Bee acaba de apretarse el
tabique en la nariz, pero no dice nada cuando entramos al elevador. Los dos
estamos hundidos en un silencio sepulcral al llegar al estacionamiento
subterráneo.
Hay personas en él, de manera que me obligo a no decir nada, a no
espetar las palabras que quiero gritarle, incluso. Me contengo tanto, que
llega un momento en el que no puedo seguir andando y me detengo en
mitad del parking. Bee se vuelve a mirarme, la expresión más tensa que le
he visto nunca.
Miro alrededor, para comprobar que nadie va a reparar en mí.
—Estoy cansada de esto. —Me encojo de hombros—. No creo que el
amor tenga que doler así. Y yo no quiero vivir de esta manera, siempre
teniendo miedo de lo que me van a decir las personas que, por lo visto, te
conocen más que yo.
—Si le preguntas a Monique a qué soy alérgico lo cierto es que va a
tener que revisarlo en un archivo, porque no lo sabe de memoria ni le
importa. Hasta ahí llega su interés por mí. —Bee da un paso hacia mí, y
niega con la cabeza; también está enojado. Pero en este instante yo siento
que no tiene ningún derecho a molestarse—. No malinterpretes las cosas,
Elle. Esta es la razón por la que te pedí que habláramos. Solo... escúchame.
Una vez más. Es lo único que te pido.
Lo único.
Es verdad. Nunca me ha pedido nada. Siempre ha sido él con sus
palabras entrecortadas, sus mohines de indiferencia; puedo, en este preciso
instante, hacer una lista mental de las cosas que sé sobre él. Son muy pocas;
y, sin embargo, estoy casi segura de que yo no tendría que escribirlas para
saberlas. En eso Bee tiene razón. Mi memoria lo lleva en sí como si fuera
un fragmento más.
Sigo sin decir nada. Y al entrar en el coche deportivo que trajo hoy, el
aire del interior me hace sentir pequeñita. Espero hasta que está sentado
junto a mí, para mirarlo. Y él se limita a encender el auto. De hecho, lo saca
tan rápido a la calle, que pienso que las prisas tampoco son una buena
señal.
En ese estado transcurre el camino desde Buckhead hasta la zona en la
que vivo. Todo ese tramo lo he utilizado para plantearme la posibilidad que
existe de que nada vaya a cambiar.
Estos días habían sido tan... diferentes, que estar pensándolo me acaba
de arruinar todo.
En el porche de la casa, ya que Bee ha aparcado ahí, escudriño la
entrada. Observo los vidrios y la templanza pacífica que me ofrece el sitio
que todo este tiempo he llamado hogar. Pero, en el fondo, sé que lo llamo
así porque se siente como un trozo más de él. Sin él yo no podría llamarlo
casa.
—Si no me dices la verdad, hoy, te juro que no me vuelves a ver en tu
vida —digo, poco antes de bajarme del auto.
Me echo a andar tan rápido que no escucho el momento en el que Brent
se baja. Todo lo que hago es abrir de un tirón, y dejo las llaves pegadas a la
puerta, mientras entro al vestíbulo. Cada rincón de la casa se encuentra en
silencio. Miro alrededor para comprobar que no hay nadie, aunque sé que
Beth no está, que estoy a salvo y que, si quiero, puedo echarme a llorar
sobre la alfombra.
En lugar de eso, me giro sobre los talones, y abandono mi bolsa en el
sofá.
Bee, tras ponerse frente a mí, sacude la cabeza, y sonríe.
—Sabes que si quieres irte yo no te lo voy a impedir —me espeta—. Lo
entendería. Entendería que no quisieras estar conmigo.
—¡Esto no se trata de si quiero o no estar contigo! ¡Quiero que tú
anheles lo mismo que yo! Quiero que confíes en mí... Por una vez, al
menos.
Él traga saliva y se me queda mirando.
Yo, en cambio, me limpio las mejillas. Poco después, al ver que no dice
nada, me pongo las manos en la cadera. Llevo puesto un pantalón a la
cintura, en lino, y una blusa que me hace sentir acalorada a causa de la
excitación: me siento abrumada por el miedo, por la incertidumbre.
Mis ideas quieren colapsar.
—Voy a ser sincero contigo —masculla—. Te lo juro.
—Habla, entonces —susurro; doy un paso hacia él y, como no tengo
valor para escuchar lo que responde, miro a otro lado cuando le pregunto,
finalmente—: ¿Quién es Ava?
Me lo quedo viendo ahora sí; me duele al alma tras ver que sus mejillas
están sonrosadas y que ha puesto la mirada en ese punto invisible. Por eso
sé que está mirando al pasado. Un pasado tortuoso, quizás, y que me va a
herir a mí tanto como es notorio que lo ha estado lastimando a él.
Parpadeo varias veces, preparándome para escuchar una confesión que a
lo mejor va a despedazarlo todo.
—Ava es una persona a la que herí mucho.
También está mirándome. La sensación de impotencia se incrementa, y
todo lo que logro hacer para no pensar lo peor es musitar—: La heriste.
—Mucho —ha sonreído.
—¿Dónde la conociste?
Brent recarga su cuerpo en el respaldo del sofá.
Lo contorneo y lo enfrento, decidida a oírlo todo.
—En Wilmington, durante la universidad —dice él, y para no mirarme,
cierra los ojos—. Estuvimos juntos casi cuatro años.
—Es mucho tiempo —me río; el pinchazo de dolor es inevitable—. Una
relación larga.
—Lo sé.
Niego con la cabeza. Ya no sé qué preguntar.
O tal vez sí sé qué debo preguntar, pero no quiero hacerlo. Nunca me
había aterrado nada, tanto como esto. Mi imaginación se bifurca en distintos
caminos, yendo a lugares exagerados, exorbitantes; un mundo paralelo se
dibuja frente a mí, cuando trato de sacarme estos pensamientos de la
cabeza.
Quizá no quiero saber quién era ese Bee que lastimó a Ava. Quizá no
quiero saber cómo fue que la hirió...
—¿Qué le hiciste?
Bee clava su bonita mirada en mí. Me es bastante triste ver que la
devoción en ella, la habitual para conmigo, no está. Por el contrario, el
rechazo en sus retinas es tan evidente, que al principio creo que va dirigido
a mí.
Cuando se abraza a sí mismo, y parpadea, noto que le brillan los ojos de
manera inusual, así busco su proximidad. Busco ver de cerca si hay
vulnerabilidad ahí, al recordar a Ava, lo que le hizo, el motivo por el que,
tal vez, ella lo dejó. Por unos segundos, miles de posibles escenarios se
forman en mi mente. Y, en el final de ninguno, yo salgo bien parada.
Ninguna posibilidad me ayuda.
En todas ellas, la única verdad es que él nunca ha sido del todo mío…
—Teníamos una de esas relaciones horribles —comenta, la voz ronca—.
Un círculo vicioso que se alimentaba de nosotros; terminar y volver cada
tercer día, celos, pleitos, posesividad. Un desastre. —Él suspira, mirando al
techo—. La penúltima vez que sucedió, le dije cosas horribles, cosas que
siempre le escuché decir a mi padre y, sin saber cómo, me encontré
repitiendo como si las tuviera grabadas, listas para salir; me fui a mi
dormitorio esa noche seguro de que al día siguiente volveríamos, como
siempre —dice, tras su silencio y luego de hacer una mueca de dolor,
continúa—: Se limitó a mandarme un texto por la madrugada, como a las
tres. Para despedirse.
De un par de pasos, camina hacia la escalera y se sienta en el cuarto
peldaño. Yo permanezco en mi sitio, contemplándolo después de girarme.
—¿Despedirse? —inquiero, temerosa—. ¿Se marchó?
Siempre que creo tener la certeza de algo sobre Bee, me ocurre que
cambio de opinión; creí que salir con Gray era lo mejor, y me sentí
desesperanzada cuando se mostró tan frío al respecto. Pero luego, en cuanto
comenzó a mostrarme sus sentimientos, me dije que había sido el momento
indicado.
Estoy en un error; respecto a lo que creo saber. Cada vez me doy más
cuenta de que así pasen los años, no dejaré de sentir esto. Porque en el
momento en el que veo que él abre los ojos, y sonríe, sé que no debo
subestimar los miedos de los demás. Mucho menos si estos parecen
menores que los míos.
Con una sola mano, Bee se frota el rostro, limpiándose las dos únicas
lágrimas que han brotado desde sus ojos.
—No le respondí. Lo había hecho otras veces ya así que volví a
acostarme como el gran egoísta que era. —Un resoplido interrumpe sus
palabras—. Su compañera de habitación me llamó tres horas más tarde —
dice, cuando se pasa la mano por el pelo—. Trató de quitarse la vida esa
noche, por mi culpa.
Retrocedo con calma, hasta poderme recargar en el sofá. Y me cruzo de
brazos porque me siento la persona más solitaria del planeta. Justo aquí,
cayendo en un pozo oscuro…
—Ella...
—No lo consiguió, gracias a Dios —me interrumpe, levantándose—.
Pero fue mi culpa. Si de algo sirvió eso, fue para que yo me diera cuenta de
la persona en la que me había convertido. Y renuncié. No quería ser un
patrón más en las estadísticas. Ava asumió que habíamos vuelto, porque yo
no la saqué de ese error. Por el contrario, traté de ponerle punto final a ese
horror de relación que teníamos. —Sonríe otra vez, más incrédulo que
nunca—. Hablé con su papá antes de terminar definitivamente con ella. Y,
cuando dejó la universidad, empecé a jugar fútbol. Era mi último año en el
colegio de negocios, por lo que me pareció buena idea.
Escudriño su semblante y él se limita a mirarme.
Cuando desvío la mirada, noto que se acerca y que trata de alcanzarme
con una de sus manos. Pero me aparto; por instinto y como mecanismo de
defensa.
—¿Volvió a la universidad? —inquiero, tratando de ignorar su semblante
de sufrimiento.
—Yo ya me había graduado, pero sí.
—Estabas muy al tanto de eso.
No he pensado mis palabras, y mi resentimiento es notorio. Tanto, que
Bee se inclina más y de nuevo trata de tocarme. Y, no obstante, vuelvo a
hacerme a un lado y sacudo la cabeza.
Me llevo una mano al pecho, por la inseguridad, mientras trato de
ordenar mis ideas.
—Siempre me preocupó que pudiera seguir con su vida, Elle. Se lo
debía.
—Supongo que la amabas mucho, como para dejarla ir —le espeto.
Él frunce las cejas y cierra los ojos, apartándose.
—La quise mucho, sí. No fue un sacrificio, estás equivocada. Lo que
hice no tiene ningún mérito. Me percaté de que estaba dañando a una niña
que no se lo merecía. Punto. Y busqué la manera de descargar toda esa ira
que, hasta entonces, no supe que llevaba dentro.
Pasados varios minutos en los que no he logrado articular una sola
palabra, lo encaro nuevamente, lista para dejar salir todo lo que llevo
dentro. Él me mira de una forma que podría destruirme. Porque me tiene en
sus manos si me muestra cuán capaz es de amar a una persona y lo mucho
que, evidentemente, le ha dolido perderla.
Ava es ese motivo y yo...
—Quiero estar sola, Bee —digo.
—Elle, no...
—Déjame sola —le pido.
No sueno amable, pero no me interesa.
Él niega dos veces antes de mirar a otro lado...
—Una vez me prometí no volver a dañar así a una persona. Y, antes de
que tomes una decisión, me gustaría que te lo pensaras dos veces.
—¡Nunca has podido confiar en mí! —le grito, al tiempo que le apunto
con el dedo—. Hiciste todo eso por ella, le debes la persona que eres hoy en
día y en mí ni siquiera pudiste depositar un poquito de tu confianza. —
Rompo a llorar sin proponérmelo. Y Bee da un paso en mi dirección,
levantando una mano—. ¡Que me dejes sola! ¡Ya vete!
Giro sobre mi eje, y recargo las manos en el sofá.
Él sigue detrás de mí y yo estoy esperando, en mi interior, a que algo
cambie. Siempre me quedo con las ganas de ver reacciones que nunca
llegan. Quiero que Bee haga cosas por mí como cualquier mujer
enamorada. Acabo ignorando mi lógica y me derrumbo ante la decepción
de no recibir ni un poco...
A lo mejor es que ese ha sido mi error. El más grande de todos.
Salvo que, al sentir que tira de mi brazo, ligeramente, y que me encierra
en un abrazo para el que no estoy preparada, en esta ocasión su reacción
supera mis expectativas. Con la respiración entrecortada, su relato grabado
en mi mente, y la cara hundida en su pecho, me convenzo de que lo que me
duele no es saber que Ava existe en su vida, como un fantasma.
Me duele la posibilidad que hay de que todavía la ame.
—No era cuestión de confianza, Elle —susurra, apretándome. Entonces
lo rodeo con mis brazos, y me aferro a él, justo para escucharle decir—: Me
avergüenza inhumanamente lo que hice. Y además tengo miedo: no sabría
cómo vivir sabiendo que lastimé, marqué y perdí al amor de mi vida.
Bajo la mirada al suelo, y poco a poco me libero de sus brazos. Aún no
sé si puedo mirarlo después de lo que acabo de oír. Y regreso al sofá,
agarrándome fuerte de él. Veo la mano de Bee cuando, con sus dedos, me
obliga a levantar la mirada.
Está tan cerca otra vez que el aroma de su loción liquida cualquier
sentimiento aprensivo, y me veo en la necesidad de cerrar los ojos ante mis
emociones, que comienzan a aturdirme.
—Mírame, Elle, te lo suplico —me dice, con un hilo de voz.
—Necesito que me dejes sola, de verdad.
—No voy a hacerlo —gruñe tan pronto como intento evadirlo. Me agarra
por los hombros con delicadeza, al tiempo que dice—: Mírame a los ojos.
Mírame, por favor.
Suspiro una última vez, y de ese modo me atrevo a levantar la mirada.
—Dame una razón por la que debería seguir escuchándote —murmuro.
—Te amo. Con desesperación.
Dejo los labios entreabiertos. Muda. A pesar de que me tiemblan las
piernas y de que he perdido la noción del tiempo que ha transcurrido afuera,
a pesar de que veo luz solar entrar por las ventanas y de que la casa está
fresca y apacible; no hay nada que me pueda atar los pies al suelo. No hay
nada que pueda sostenerme, aparte de él.
Por lo tanto, pongo una mano en su abdomen, sintiendo la textura de su
camisa de botones, y respiro profundo, antes de mirarlo para darme cuenta
de que me está diciendo la verdad.
16
Bee

—Repítelo.
—Te amo.
—¿Y a ella? —pregunta, la voz quebrada.
Abro los ojos y me la quedo mirando, sin saber cómo explicarle. Ojalá
tuviera las palabras correctas; las usaría. En este momento me valdría de
cualquier método con tal de hacerle saber que como ella no hay dos.
—Lamento no ser más expresivo contigo, Elle —digo y ella me observa,
expectante—. Quisiera saber cómo comparar lo que siento, pero lo único
que sé es que, aunque me resistí mucho, no puedo estar sin ti.
—Debiste decírmelo hace mucho tiempo, Bee.
—La verdad es que no planeaba enamorarme de ti, así, tan
profundamente. Pero pasó. Y por favor no me preguntes los detalles porque
no los tengo. En cuanto a Ava, está en mi pasado.
—Tú no la has dejado allí. Incluso ahora mismo siento que no has
zanjado ese tema del todo —comenta, gimoteando, y se da la vuelta,
zafándose de mi agarre—. No sé cómo voy a poder confiar en ti cuando
tengo tanto miedo.
Con un hombro, me apoyo en la pared, mientras Elle enciende la luz de
la sala. Abrazada de sí misma, se gira para mirarme. Lo que veo en sus ojos
me asusta. Hay una decisión carente de emociones. Una decisión que me
sabe agria. Algo me dice que no me ha creído del todo, aun cuando, por
primera vez, le acabo de hablar con el corazón en la mano.
Echo la cabeza atrás, presa de la fatiga. Luego de suspirar, cierro los ojos
y me cruzo de brazos.
—Te vi por primera vez en Clarke, durante una gala que Martin Laurent
ofreció para la secundaria en la que Taylor y Ramsés estudiaron. —Ella,
extrañada, permanece en silencio, observándome, así que me apresuro a
continuar—: Llevabas puesto un vestido de color platino, y te peinaste el
pelo en un moño apretado. —Sonrío, al recordarla—. Parecías un ángel. Y
te miré como si de ello dependiera mi vida. —Me rasco la ceja para evadir
la pena que me da contarle esto, pero lo hago porque sé que es lo que
necesita—. Ramsés me pidió que fuera con cuidado. De hecho, de ahí en
adelante varios me advirtieron que no me atreviera. —Sacudo la cabeza,
hastiado de mis miedos—. Taylor me dijo que no eras el tipo de niña con la
que yo querría involucrarme. No tienes idea de lo mucho que me dolió que
dos de mis mejores amigos me lo dijeran. Pero así era mejor.
Elle frunce las cejas y se acerca de nuevo a mí, negando.
—Estás mal, cariño. No debes pensar eso.
—En ese momento parecía lo mejor para cualquier muchacha que
tuviera la apariencia que tú. Ninguna chica que tuviera sueños rosas sobre el
romance se atrevería a acercarse a mí con la fama que me forjé. —Un
suspiro melancólico me asalta—. Pero tú empezaste a devolver mis miradas
y...
—Entonces te comportabas como un imbécil —ataja, tras un hipido.
Hago una mueca y agacho la mirada.
Elle está a tan solo unos centímetros de mí. Puedo oler su perfume a
rosas, a verano, a todo lo que yo quiero tocar en ella. Todo lo que amo con
locura. Cierro los ojos otra vez al sentirme abandonado frente al poder que
ejerce en mi vida.
—Eras la criatura más bonita que hubiera visto nunca. Me gustabas más
allá de lo normal —acepto.
—Y tú a mí —admite ella—. De hecho, hubo algo que siempre me llamó
la atención; a diferencia de otros idiotas del calibre del que tú parecías,
hablabas con mucho tacto como para que yo te creyera. Es decir: incluso
aunque dijeras algo que a mí se me apetecía ofensivo, tus palabras no
concordaban con la expresión. Cuidabas tanto tu vocabulario, que me
imaginé a una persona culta detrás de esa máscara de playboy.
—Qué inteligente y dulce eres, mi amor —le digo, en un susurro.
Ella sacude la cabeza y sonríe.
—Bee, no creo que podamos estar juntos si no has cerrado ese ciclo con
ella. Ni tampoco con Monique.
Asiento; tiene razón al tener miedo, así que me mentalizo unos minutos
antes de empezar a explicarle.
—Quise mucho a Ava, Elle. Pero no hay un punto de comparación. En
cuanto a Monique, ni siquiera tendrías que preocuparte por ella.
—Pues me preocupa que no te vaya a dejar en paz.
—Le voy a aclarar las cosas —le aseguro.
La veo hacer una mueca de desagrado, por lo que me quedo quieto,
mirándola.
—Tampoco me hace gracia que la busques.
Sus dudas son notorias y, a pesar de ser justificables, me duelen en el
alma. Me acabo de sincerar con ella de maneras que no lo he hecho con
nadie. Hacía tiempo que ninguna persona me veía tal cual, sin máscaras ni
secretos; en aspectos variopintos, Elle es la única mujer en mi vida. Ha roto
tantos de mis esquemas que se lleva la corona en cuanto a aquellos que
pueden hacerme pedazos.
Trato de buscar una solución, y me pregunto si este no es el momento
erróneo. Pero, como ya le dije, me siento desesperado. Totalmente erguido,
frente a frente con ella, decido que ya perdí todo el tiempo suficiente. Y que
no lo haré más.
—Cásate conmigo.
Los ojos de Elle, asustados, examinan mi rostro, quizás buscando un
atisbo de mofa en él. Y cuando se da cuenta de que no se trata de ninguna
broma, entonces titubea.
—No creo que eso sea buena idea —dice, al final—. Es demasiado
pronto.
—Yo no tengo nada que pensar. Tienes que ser tú.
—Sí, Brent, pero da la casualidad de que yo no soy creyente ni tampoco
me fío de la institución del matrimonio, a pesar de que la idea me parece
muy romántica. Por el evento, ya sabes.
—Tranquila, basta con que digas que no.
—No, entonces.
Al principio, quiero que no se note mi sorpresa, pero los segundos pasan
y ni siquiera sé cómo mirarla otra vez. Tiene que ser ella quien me busque
de nuevo con la mirada, así que clavo los ojos en los suyos y parpadeo,
confuso.
—Está bien. No nos casamos.
—Solo digo que no hay necesidad. El amor no es un trámite.
—Ya.
De nuevo, buscando esconderme, me guardo las manos en los bolsillos
del pantalón y miro en dirección contraria. Mientras aprieto los párpados,
me digo que los consejos de Tay (conservadores en su mayoría), no son lo
indicado para mí.
Me importa un carajo que a él le haya funcionado. Yo conozco a Elle, y
eso me debió bastar. Pero ahora tengo que lidiar también con la decepción.
—No sabía que fuera tan importante para ti —murmura ella.
—Es por las habladurías. Damon cree que así se acabarán.
Elle enarca una ceja y me muestra una máscara de poco entendimiento.
Sin embargo, no corrijo lo que acabo de decir, aunque sé que es una
estupidez más.
—Mañana empieza Jeremy —espeto, sin mirarla; hablo del hombre que
contacté para que la lleve a donde quiera—. Vengo por la tarde para darle
instrucciones, si te parece bien.
—Sonaste como un completo imbécil, con eso de que Damon lo sugirió
—masculla ella.
Miro al techo porque hacerlo directamente a sus ojos me hará cambiar de
parecer. Le pediré perdón en dos segundos y le diré la verdad; no seguí solo
el consejo de Damon o de Tay, lo dije en serio. No para demostrarle nada a
nadie ni por mis intenciones de mejorar lo que se dice de mí por estos días.
Aun cuando es un trámite sin importancia para muchos, y lo respeto,
sigue pareciendo un vínculo sagrado que solo haces cuando de verdad amas
a alguien.
—Es que...
—Si de verdad me amas no tendrá ninguna importancia.
Alzo las cejas, azorado, pero no digo nada.
Fue una estupidez, es cierto. Otro de esos impulsos que se cometen por
amor, como todas las locuras que acaban con embarazos no planeados,
divorcios prematuros y horrores circunstanciales. Elle, por ejemplo, debe de
odiar ese trámite a causa de sus padres; ellos son la prueba de que un papel
no hace más valioso el sentimiento.
Quizás lo confirma frente a la temible sociedad, pero a esa... A decir
verdad, no se la debe de tomar tan en serio en estos temas.
—Quiero que me creas —susurro, encogiéndome de hombros—. Estoy
cansado de fingir que me eres indiferente.
—Te creo —dice ella.
Esta vez, sus palabras logran tranquilizar lo violento que me siento de
nueva cuenta. Por simple que parezca, estar en mi propia piel es a veces
fatigante.
—No bodas, entonces —musito.
—Gracias —responde ella.
Se aproxima para abrazarme y, al hacerlo, me doy cuenta de que no
estoy contento con esto a pesar de que ella tiene razón.
Todo este tiempo, me digo, mentí tanto que me alejé de lo que quería en
realidad. Sentí que actuaba como era debido, por amor a ella, y mis
sentimientos me consumieron. Fue algo lento, y vibrante, como cuando
derrumban un edificio antiguo hasta los cimientos y lo construyen con
nuevos planos. Eso me pasó cuando Elle llegó a mi vida, cuando se entregó
a mí sin prejuicios, sin miedo, decidida y audaz como solo ella sabe serlo.
Desde entonces, ha sido valiente por ambos.
Aún ahora, sé que sabrá enfrentar todo mejor que yo.
Al tiempo que dejo un beso en su frente, reviso la hora en mi reloj. No
quisiera irme, pero tengo que acabar con otra cosa que se está interponiendo
entre nosotros, como una muralla. Y es que, en el restaurante, sentí que el
alma había abandonado mi cuerpo; Elle me miró con horror delante de
Monique, tan enojada que la desconocí.
Pensando en ella, aguanto las ganas que tengo de pedirle que lo
considere. Pero decido respetar su decisión, jurándome que estaré bien con
ello. Puedo hacer cualquier cosa por ella, al fin y al cabo.
—Necesito pasar a casa de Damon antes de irme al departamento —
murmuro.
De manera suave, Elle se retira y me observa.
—Me imagino que tienes que decirle que te dije que no —me espeta.
—Es sobre Monique —mascullo, molesto—. Le voy a mandar a mi
abogado. Ella entenderá el mensaje. Y necesito que Damon controle eso, ya
que no quieres que yo...
—Bueno, si tan importante es que la veas puedes hacerlo.
—Tal vez ya tuviste suficiente de mí por hoy —digo—. Nos vemos
mañana.
No espero a que responda y me giro sobre los talones. Ella no me dice
nada, de manera que camino lo más rápido que puedo hasta la puerta. En
cuanto me golpea el aire fresco de la noche que está cayendo, cierro los ojos
y me embriago de la frescura que gira en torno. Maldigo por lo bajo,
sabiendo que no dormiré el día de hoy y que es probable que así será en los
días siguientes.

*
Eunice me entrega otro dibujo y yo le indico que no me gusta que tenga
tantas rosas. Le explico, con delicadeza, que a Elle no le vienen bien las
cosas cargadas y que lo que quiero en esta ocasión es un objeto que diga, a
todas luces, perdóname.
—Ojalá Damon me regalara joyas cada vez que hace estupideces —dice
la mujer, en tono burlón.
Su marido, desde la cocina, exclama—: Ya eres dueña de mis cuentas
bancarias y puedes comprarte toda una joyería, si quieres.
Damon se sienta frente a nosotros, después de ponernos un vaso de
limonada al frente, sobre la mesa. Su mujer es la mejor diseñadora de joyas
que conozco. Ella trazó para mí el modelo del brazalete que le regalé por el
nacimiento de Beth, y también la cadena con una perla que lleva la Abejita.
Sencillos, pero con un valor tremendo. Como ellas.
—Así que te rechazó, ¿eh? —repone Damon, sonriente.
—Me imaginaba que iba a ser así —admito.
—Pero eso no quita que duela, ¿verdad, cariño? —agrega Eunice.
Me limito a esbozar una sonrisa en su dirección.
Se puede decir que, a diferencia de Damon, por su parte no me puedo
esperar una broma con algo como esto. Confío en que me ha entendido
cuando les dije que le había dicho a Elle que se casara conmigo.
—Tal vez no era el mejor momento —dice Damon, ahora sí en tono
serio.
El viejo, cuando quiere, es mejor que cualquier consejero matrimonial.
—Definitivamente no era el mejor momento, Brent —se ríe Eunice y me
extiende otro dibujo; esta vez le marco el estilo de la gargantilla—. Hay dos
ocasiones en las que no puedes ofrecer matrimonio sin sonar ofensivo:
durante el sexo y mientras pelean. Quiero suponer que estaban en la
segunda.
Tiene mucho sentido, porque, en efecto, Elle parecía ofendida.
En el peor de los casos, tendré que superar el hecho de que me dijo que
no, y me juro que tengo que mejorar mis pocas habilidades para llegar hasta
ella sin meter el pie.
—Se lo propuse porque quiero que me crea; está celosa e insegura, a
causa de lo de Monique. Piensa que voy a cambiar de parecer y, en ese
instante, se me acabaron las opciones. No era mi intención presionarla ni
hacer que cambie de ideales, ustedes me entienden.
—Elle es una muchacha dulce, y tierna, acostumbrada a que le
demuestren cariño. Si la vemos tímida a veces es por esa arpía que tiene por
madre. Nunca me hizo gracia encontrármela en ningún evento. Pero
después de la muerte de su hijo, cambió bastante. Supongo que a Elle le
afectó y lo que quiere de ti es saber que la necesitas tanto como ella a ti. —
Eunice acaba de trazar el corte perfecto para la gargantilla, de manera que le
quito la hoja y observo el engarce de las gemas; cuando se lo devuelvo, ella
sigue dibujando el corte que llevarán las piedras y entonces continúa—:
Cuéntale las cosas que no le cuentas a nadie, cariño. Necesitas hacerle saber
que tu pasado no importa tanto como el presente.
Bajo la mirada unos minutos, mientras ella sigue dibujando y Damon lee
un libro. Su jardín es enorme, y tiene una jauría de perros Pug corriendo de
aquí para allá. Observo a la hembra que se acerca, con pasos perezosos, a
lamer los pies de su dueña. Está tan gorda que no me cabe duda que va
preñada.
Enarco una ceja hacia el animal, y de pronto se me ocurre algo que no sé
si será buena idea.
—Cuando nazcan, ¿me vendes uno? Para el cumpleaños de Beth.
—Por supuesto —sonríe Eunice—. ¿Para cuándo quieres este?
Después de ver que me está señalando el diseño ya finalizado, le indico
que la fiesta en casa de Ramsés es en una semana. Ella se dispone a llamar a
su joyero y, entonces, se levanta con la misma gracilidad que la caracteriza.
Es una mujer alta, esbelta y muy elegante; conoce a la familia de Elle desde
que era muy pequeña.
No se codeó con Brenda por obvias razones. Y, a pesar de que la ubica
bien, siempre me ha dicho que Elle es lo opuesto a su madre.
—Sé que tú no eres el ejemplo de creyente como para decir que
necesitas estar casado —le escucho decir a Damon—, pero creo que al
menos dejarás a tu mujer con la duda. Siempre es mejor proteger a la
familia y, en vista de que no somos inmortales, el apellido es un buen
método.
—Ya me dijo que no.
—Y Eunice te explicó por qué.
—Sí, pero debo admitir que no se sintió bien que me rechazara. No sé si
quiero volver a escuchar un no por respuesta. Mejor así. Quiero respetarla.
Damon niega con la cabeza, sonriendo y añade—: Hijo, cada quien con
sus creencias, pero digan lo digan y hasta que las leyes no cambien, sigue
siendo un vínculo muy hermoso. Hay una diferencia enorme entre
concubinato y matrimonio, avalado por la sociedad. Ya los quisiera ver
peleando porque a los presos se los dejase en libertad antes de pagar su
deuda.
—Si le digo eso a Elle es posible que no querrá verme en un mes. Estos
días ha estado evitándome y no quiero que sea así. Es más sencillo para mí
fingir que no se lo propuse que obligarla a hacer algo en lo que no cree.
—Estos jóvenes y sus cambios locos. Nunca voy a entender. —Él echa
un vistazo al jardín, antes de continuar—: Entonces, ¿quieres que mande a
tu abogado con Monique?
Pongo mi atención en él, considerándolo.
Pero no tengo de otra.
—Me imagino que no procede ninguna demanda en forma, pero era
decirle que me voy a casar con Elle o esto. Y ya está claro que no habrá
ninguna boda.
Evito el retintín en mi voz, por el ego herido (e inevitable), y me
arrellano en mi asiento, a sabiendas de que no puedo quedarme más.
—Mañana necesito que estés en mi despacho antes de las doce.
Acuérdate de las marcas que tengo ahí —dice Damon.
—Claro —susurro y me pongo de pie—. Tengo que ir a recoger a
Bethany hasta Primrose.
Él me extiende una palma. Tras apretársela, me dirijo a la sala, donde
Eunice, con su manera de sentarse y ese halo de monarquía que siempre
carga consigo, me lanza una mirada. Está colgando el teléfono justo cuando
me inclino para besar sus dos mejillas.
Ella, sin apartar la mirada de mí, sonríe.
—Quita esa cara. Deja de ser tan fatalista y aprende a tener más
paciencia —me comenta—. Bueno, el regalo estará listo para el jueves.
Solo tienes que recogerlo.
—Muchas gracias.
—Qué bonito gusto tienes, por cierto —dice, al tiempo que se yergue.
Niego con la cabeza, y Eunice me acompaña a la salida de la casa.
—Ella hace todo el trabajo; no tiene nada que pedirle a otra mujer.
Un gruñido de Eunice capta mi atención. Al volverme para mirarla, ya
en el umbral de la puerta, me doy cuenta de que me está mirando con
extrañeza.
—Empieza a decirle más esas cosas que sientes a ella. A pesar de lo que
todos te digan, en el amor no hay mejor estrategia que hablar de
sentimientos, no de compromisos. Puede que Elle no te lo haya dicho
porque es demasiado educada, pero eres el culpable de sus celos y de su
inseguridad. —Me palmea el hombro, para agregar por último—: Es una
mujer refinada, sí, y caprichosa, eso seguro, pero no puedes negar que a ti te
gusta todo eso de ella, aunque sean defectos.
Suspiro, mirando hacia la calle. Si son defectos o no, nunca me he
percatado de ello. En realidad, siempre traté de no mostrarme mucho, y
ahora que tengo todo encima, me siento abrumado. Sin embargo, sé que
Eunice tiene razón; es el comentario más acertado sobre mí. Porque me
gusta complacer a Elle.
En casi todo.
—Lo único que te falta para amarla bien es que seas más osado.
Atrévete. No tienen quince años; son un hombre y una mujer con una hija
hermosa, en plena juventud, dando trompicones porque no pueden
reconocer que les hace falta dormir juntos. —La observo mirar por encima
de su hombro; seguramente Damon la ha llamado—. Me la saludas y le das
dos besos a esa niña. Quiero verla pronto.
Tras cerrar la puerta, la mujer de Damon me deja con esta idea sórdida
retumbando en mi cabeza.
Dentro del vehículo, mientras me coloco el cinturón de seguridad, me
pregunto cómo voy a pedirle disculpas por algo que sí quiero que ocurra.
Aun así, no he dejado de sentirme como un hipócrita; y me aterra pensar
que es así como Elle me ha visto. Ya que, durante estos años, jamás mostré
indicios de querer dar un paso tan enorme con ella. Y ahora, de pronto se lo
digo, como si fuera un boleto para el subterráneo.
Luego de arrancar la camioneta, y de encender el estéreo, permanezco
absorto en la música y permito que fluya a mi alrededor, pero no dejo de
pensar en lo que discutimos, en lo que le conté sobre Ava y en su reacción.
Nada de lo que yo hice le importó; más bien, le preocupó el que yo todavía
sintiera algo por ella. Debí buscar una manera de sacarla de ese error.
Quizás debí decir otra cosa y no cásate conmigo. Porque, si ella no cree en
eso, como dijo Elise, lo único que me queda es ser paciente.
Gracias al cielo, el tráfico me favorece este día, que está fresco y
luminoso. El clima perfecto para una persona que tiene una maraña en la
cabeza. Hay mucha gente pululando en las calles y los ruidos tan sonoros
entran a través de las ventanas abiertas de la camioneta. Pero nada de eso
ayuda. Los pensamientos, aunque la vida corre, siguen siendo los mismos.
Aunque quiera, no puedo despejar mi mente y distraerme con imágenes de
una ciudad viva, en auge, y muy feliz.
Entonces reparo en ello; ni yo soy feliz y no la puedo hacer feliz a ella.
Nos ha pasado lo que al metal cuando a este se lo deja a la intemperie.
Para el momento en el que llego a la estancia infantil, ya me planteé
muchísimas posibilidades. No puedo pedirle que vivamos juntos porque
será lo mismo que pedirle matrimonio; no puedo sugerirle matrimonio otra
vez porque se enojará conmigo de nuevo y me mantendrá alejado, como ha
hecho estos días.
Damon me lo dijo; solo me queda esperar. Tener paciencia.
—Mira quién llegó —le dice la educadora Beth, una vez que entro en el
aula.
Mi hija tiene las mejillas llenas de dulce. Tuerzo un gesto al ver que,
arrastrando una bolsita que su madre le ha comprado (porque le gusta
coleccionar rocas), se aproxima a mí, más concentrada en lamer otra de sus
golosinas. Se detiene frente a mí y, sin decirme nada, estira la mano para
entregarme un caramelo.
Me acuclillo con lentitud, mientras otra mamá atraviesa el aula y se
marcha hasta un niño que tiene la cabecita recargada en la mesa.
—Cielo, son demasiados caramelos —le digo.
Ella, no sin hacerme un puchero, me entrega la bolsa y, para mi
desgracia, me percato de que no está llena de rocas para su colección, sino
de dulces. Trago saliva tan duro que me veo obligado a cerrar los ojos,
mientras encaro a la maestra. Beth está sujeta de mi mano, enojada porque
le acabo de quitar su bolsa.
La educadora, con una mirada de disculpa y una sonrisa, me dice—: Hoy
hicimos una práctica con el profesor Thomas y Beth se ha ganado un
paquete. Le dijimos que era para llevar a su casa pero a veces es
voluntariosa. —Me entrega la hoja de las instrucciones para un evento que
se organizará el mes próximo y me dice—: No ha comido muchos, la estuve
vigilando, es solo que el dulce tenía interior líquido.
—No se preocupe —susurro, y le devuelvo la sonrisa.
Tiro de Beth hacia la salida y, ya que estoy en el pasillo, me agacho para
tomarla en brazos. Tiene las manos empuñadas y está mirando en otra
dirección.
Ante el berrinche, emito un gran suspiro y trato de ignorarla. Elle sabe
muy bien lo que hace cuando dice que no debo insistir ni hacerle creer que
tiene la razón en cuanto a desobedecer. Es inevitable que se me encoja el
corazón al mirarla, enojada conmigo, pero nunca está por demás que
aprenda a tomar buenas decisiones.
Para ejemplo de las malas fue suficiente conmigo.
No obstante, antes de salir del enorme edificio y comenzar a atravesar
los jardines frontales, Gray entra por las puertas vaivén y se detiene,
poniendo una cara de sorpresa al instante. Con la mano derecha, le extiendo
un saludo y después, para disimular mi incomodidad, hago como que me
voy a acomodar la gorra que me puse, al revés, cuando me bajé de la
Lincoln.
—Esperaba ver a Elle hoy —dice Gray, mientras le toca la punta de la
nariz a Beth.
La niña no reacciona con él tampoco, de modo que siento cuando se gira
para recargarse en mi hombro, escondiendo el rostro.
—Está en una junta y Miriam en la escuela —digo.
Gray enarca una ceja y, tras mirar a un lado y otro, seguramente también
sintiéndose extraño, me dice—: Supongo que es importante, así que, ¿me
harías el favor de darle este número? —Me entrega una tarjeta y rápido
añade—: Es el de la trabajadora social, para el asunto que me comentó. Tú
sabes.
—Yo se lo entrego.
Él asiente con la cabeza y después se marcha.
Tras dejar el edificio e ir hasta el estacionamiento, luego de poner a Beth
en su lugar (sigue enfurruñada en su berrinche), me adentro en el sitio del
conductor. Aprieto tan fuerte el volante en las manos, que tardo varios
minutos en poder arrancar por fin.
Aunque me niego a aceptarlo, algo me dice que Elle hizo lo que le pedí
que no hiciera, en cuanto a Gray, para que pueda entenderla. Pero, además
de entender cómo se siente respecto al recuerdo de Ava y de Monique,
también me digo que ha ido demasiado lejos. Desde mi punto de vista, no
puedo amarla bien si no me permite entender lo idiota que he sido.

.
17
Elle

—Lo hiciste porque lo que quieres es que Bee te ruegue. Acéptalo.


—No lo hice por eso —susurro, temerosa de que la dependienta escuche
lo que estamos hablando—. Te juro que no. Ni siquiera le dije a Gray para
qué quería un contacto en servicios sociales. Solo le pedí información. Él...
—Elle, Bee te había dicho que no. Además, sabes de sobra que yo ya
hablé con Lana.
Finjo que sigo buscando entre la ropa interior. Ruth insistió que
viniéramos a encontrar algo más apropiado para el vestido que me pondré
en la fiesta de Sam. Falta tan solo un día y las cosas con Brent se pusieron...
extrañas. Soy yo, en este momento, la que no sabe qué quiere y por qué ha
actuado como hasta ahora.
—No pensé que Gray se lo diría a Bee directamente —confieso—.
Jamás... Yo... Ay, es que no sé qué está pasando.
—Nada: que te estás portando como una adolescente. —Me mira con sus
ojos gatunos y, de pronto, estoy sonrojada—. Estás que no cabes del miedo
con el hecho de que te haya pedido matrimonio.
—Pensé que tú me entenderías...
Sueno desconsolada.
Ante Ruth, bajo todas mis defensas, le muestro lo infantil que puedo ser
respecto a Bee y lo mal que me pone el hecho de que me pasé de la raya. Él
ya me dijo todo lo que yo quería, pero sí, me abrumó con su propuesta;
sentí que la soltó para convencerme de una cosa obvia y, aparte, sentí que la
hizo en el momento menos indicado.
Acabábamos de hablar de su exnovia, de alguien que fue importante para
él. Y luego, sin más, lo dice. Como si hubiera sido el pedido del súper.
—Sé que no pensabas en el matrimonio después de que tus papás se
divorciaran y que desde entonces lo crees inútil, pero también sé que para ti
no hay otro hombre en la tierra que Brent Dylon. —Me pone un juego de
braga y sostén al frente y al ver el material del que están hechos, niego con
la cabeza. Ruth rueda los ojos y repone, mientras sigue buscando entre la
lencería—: Te mueres por él e incluso te casarías con él. Es solo que eres un
poquito caprichosa.
—¿Te parece un capricho el que yo quiera comprensión de su parte? —
pregunto, malhumorada.
Ruth se gira a mirarme y, al tiempo que me ofrece una braga diminuta,
en un corte discreto, dice—: Sí. Porque esto ya no tiene que ver con su
secreto. Tiene que ver contigo haciendo un berrinche porque él,
simplemente, es un poco bruto en las cosillas del romance.
—Cosillas del romance —replico, negando con la cabeza.
Ruth esboza una sonrisa burlona y saca otro par de bragas. Al final, me
decido por unas cuantas e, ignorando la mirada de mi compañera, le pido a
la dependienta más cercana que me empaquete esas. Me la quedo mirando
mientras se va hacia a la caja, por lo que, siguiéndola a pasos lentos, me
pregunto por qué demonios no le pedí una disculpa a Bee.
Una voz interna me ha sugerido que me estoy acostumbrando a no tener
que darle salto y seña de mis sentimientos. Y no quiero. No quiero tener
restricciones para con él porque sé lo difícil que tuvo que haber sido
confesarme su situación con Ava.
Le creí. Supe que me ama de verdad, pero la duda giró entorno de
Monique tan pronto me hice a la idea de lo que sería anunciar una
relación oficial con el padre de mi hija.
—Bee dijo que me lo había pedido por sugerencia de Damon —le digo,
ya que he pagado y me encuentro frente a ella.
—Mira, no apruebo eso de que tengan que firmar un documento para
avalar algo que no se puede ver, y que solo se siente; sin embargo, dado que
Bee es una figura muy pública, entiendo que su agente se lo haya
mencionado de ese modo. Así se acaban los rumores sobre si te golpeó o
no, o sobre si él todavía tiene algo con Monilusa.
—Es ridículo —suspiro—. Por mí pueden seguir diciendo tantas letanías
como se les ocurran.
—Elle, hermosa, conmigo no tienes que aparentar que no quieres casarte
tan solo por la ilusión de que lo harás con él. Aparte, eres consciente de
que, desde que te embarazaste de un futbolista de la talla de Brent, pues
firmaste algo así como un contrato implícito. Para mí, lo único que tendrías
que aclararle es que tú quieres toda la pompa y el ritual de una pedida de
mano al estilo Austen. Con todo y señor Darcy.
—No se supone que yo tenga que decirle cómo hacer las cosas. Y ya no
me confundas más. Eso de tener que demostrar algo, son estupideces.
—Sí, puede ser. Aunque tengo entendido que su contrato finaliza el año
siguiente. No quieres que pierda popularidad, ¿o sí? No sé nada sobre este
tema, pero quiero suponer que, si Damon se lo sugirió, fue por algo
relacionado a su carrera. Qué más da. Están enamorados el uno del otro y, si
a ti te preocupa tan poco un papel, no veo motivo para no aceptarlo. —Ella
se detiene en la entrada de una cafetería y me hace parar a mí también—.
Ramsés dice que lo que el entrenador más les exige es estabilidad
emocional y que una cláusula del contrato indica que, si el entrenador
declara al jugador no apto para la temporada, el club se puede ver obligado
a rescindir de su contrato; por eso a él le preocupaba mucho las malas
rachas que tenía, y luego se enamoró de Sam y se convirtió tres veces
seguidas en el MVP. Recuerda que a Bee no le fue bien el año pasado y eso
puede estar seriamente ligado a su conducta contigo. —Como abro los ojos,
azorada por la suposición, ella esboza otra sonrisa burlona y dice—: No te
estoy culpando por sus fallas. Lo que quiero decir es que, si no rinde, a la
NFL sí que le van a empezar a preocupar sus rendimientos en los partidos.
Ayúdalo a ser estable.
—No puedo creer que tú, la vocera de la libertad, me esté diciendo todo
esto.
—Es porque son mis amigos y a los dos los quiero. Al principio era todo
porque no aceptaba lo que sentía y ahora que lo hizo, tú te echas para atrás
porque tienes miedo de que la institución del matrimonio lo arruine todo.
Tirando de mi mano, me arrastra al interior de la cafetería y me hace
sentar en la mesa de un rincón. Siempre tratamos de mantenernos alejadas
del barullo en los centros comerciales, porque horas más tarde de hacerlo,
suelo encontrarme con menciones en mis redes; me he llegado a sentir
vigilada. No paro de preguntarme qué tengo yo de especial.
Sobre todo si voy con Beth, la gente parece más interesada en mí.
Es desgastante.
—Tal vez le debo una disculpa —admito, una vez que el mesero nos ha
dejado un café capuchino al frente a cada una.
Ruth enarca una ceja y se lleva la taza a los labios.
—Va a hacer un hallazgo monumental si se lo pides; no te ofendas, pero
tú también eres muy orgullosa. No te acostumbres a que las disculpas
siempre las pida él —dice, sonriendo.
Nos quedamos en el café un rato más, hasta que miro mi reloj y me doy
cuenta de que Beth ya debe de estar en la casa. Jeremy, el hombre al que
Bee contrató para que lleve a Miriam a hacer las cosas con Beth todo el
tiempo, debió de haberlas recogido ya. Cuando pienso en ello, busco la
mirada de Ruth y trato de hallar la manera de contárselo.
Sé que no ha hablado mucho con Bee porque ella misma me confesó lo
apenada que está para con él. Dice que, aunque no lo diga, Brent está
enojado con ella.
Al final, abandono la idea de charlar respecto a eso y le indico que ya
deberíamos irnos. Nos toma algunos quince minutos dejar por fin el centro
comercial, ubicado muy cerca del edificio donde se encuentra el
departamento de Bee. No lo he visto desde ayer por la tarde, cuando fue a
comer con la niña.
Hablamos de cosas sin importancia. Él me preguntó si quería que nos
fuésemos juntos a la fiesta de mañana, pero le dije que tenía que estar ahí
más temprano para ayudar a Sam con sus invitados. Le conté que está
demasiado nerviosa y que me lo pidió, como una niña con un dulce. No me
pude negar tras ver cómo se siente con todo lo que le está ocurriendo.
También traté de no afligirla poniendo una mala cara, así que adopté una
postura neutra frente a ella.
Frente a Bee, no obstante, me quedé muda, avergonzada, sin saber cómo
vencer mi orgullo por las cosas que le dije. Me siento tan ridícula por la
manera y la forma en la que lo rechacé, que en este preciso instante, al
tiempo que conduzco hacia mi casa, me gustaría tener las palabras correctas
para decirle cuánto lo lamento. Él ha hecho que el corazón me dé un vuelco
completo debajo del esternón. Y yo, con mis dudas, lo eché todo a perder.
Mientras aparco afuera de la casa, soy consciente de que tengo dos días
para preparar un buen discurso de disculpa. Sin embargo, la idea se me
borra de la mente cuando una Miriam agitada, y sonriente, aparece en el
umbral de la casa. El auto que empezó a usar Jeremy está estacionado en el
frente también. Lo examino con cuidado antes de, acompañada por Ruth,
entrar en la casa.
Gobierna una quietud preocupante, y entonces me cruzo de brazos,
cargando la bolsa de la lencería.
—Sabes que no me gusta que Beth se duerma sin antes haber comido —
le espeto.
Aunque no quiero sonar dura ni exigente, creo que me salen las palabras
un poco golpeadas. Pero Miriam apenas lo nota.
Ruth, parándose junto conmigo, echa un vistazo alrededor...
—Qué silencio —admite.
—Es que Bee se la llevó. Iba a comer con Taylor y Lana así que dijo que
la traería por la tarde —su sonrisa se ha ensanchado, de manera que la
observo, el ceño fruncido—. Y te dejó algo. En tu habitación.
Abro los ojos por completo y trago saliva. Camino hasta el rellano, con
toda la calma que logro acumular, pero, adelantándose y corriendo escaleras
arriba, Miriam me hace sentir más curiosa. Sí, los cariños de Bee para
conmigo no han cambiado mucho, pero ya no se detiene a la hora de
abrazarme ni de darme las buenas noches. A pesar de que no hemos
aclarado lo que ocurre verdaderamente entre nosotros, él se comporta casi
como mi pareja.
Salvo porque no dormimos juntos.
Y no me doy cuenta de que eso me molesta muchísimo, hasta que él me
dice que ya se va. Por supuesto, no le he hecho saber esta incomodad por mi
parte, y guardo silencio, como si alguien desde el cielo le fuera a decir lo
que tiene que hacer.
—Sube ya —me dice Ruth, que ya está encaminada en las escaleras
también.
Y yo, instada por el monstruo de mis sentimientos, me apresuro a
seguirla.
Tengo la sensación de que ha ocurrido algo importante, por lo que, en
cuanto me adentro en mi habitación, rebusco con la mirada. Miriam está
sentada en mi cama, mirando al tocador. Y Ruth está de pie ahí, mientras
sujeta una caja de terciopelo entre las manos.
—Tranquilízate —dice esta, cuando trato de agarrar el estuche; lo hace a
un lado para que no pueda tomarlo—. Reconoce que te encantaría que fuera
un enorme anillo de compromiso.
—No se juega con estas cosas —le digo.
Ruth, con gesto divertido, me entrega una tarjeta.
Te amo.
Así reza.
Con los dedos temblorosos, acepto ahora sí el obsequio. Incluso el
estuche me parece llamativo y soberbio, por muy sencillo que
parezca. Como él.
—Madre de Dios —espeta Miriam, que se ha aproximado a mí—. Si no
lo perdonas después de esto te juro que no vuelvo a preparar soufflé de
chocolate.
He dejado los ojos sobre la gargantilla. El collar, fabricado en un oro
blanco nada ostentoso, está solamente adornado por una docena de piedras.
Todas del mismo corte redondo. Algunas son de un peso menor y dan la
apariencia de formar... rosas.
Entonces sonrío, y niego con la cabeza, mientras la saco de su estuche.
—Bee sabe que te encantan estas cosas —dice Ruth y le lanzo una
mirada reprobatoria tras escucharla—. No puedes negarlo; si algo bueno te
heredó tu madre es un gusto innato por los diamantes. Si no, ¿por qué
demonios no te quitas casi nunca ese brazalete?
—Porque me lo regaló él, y sí: me encantan los diamantes y el oro
blanco.
—Touché —comenta Ruth, yéndose hacia la cama. Ya que se sienta,
dice, más sonriente esta vez—: Diez puntos más para Brent Dylon. Te estás
quedando sin pretextos, querida amiga.
Dejo que Miriam admire la joya unos minutos y luego la guardo. Cuando
la dejo sobre el tocador, me quedo mirando la tarjetita. Tiene la letra pulcra
y estilizada de Bee, con ese punto al final que demuestra que era eso en lo
único en lo que estaba pensando mientras la escribía. Y yo tampoco he
dejado de pensar en lo hermoso que se escuchó ese te amo viniendo de su
voz.
Mi indecisión, para desgracia mía, no tiene que ver con esa promesa de
amor. Tiene que ver con mis propias inseguridades. Y, apenas levanto la
mirada, me encuentro con los ojos de Ruth y luego los de Miriam,
esperándome.
—Queda perfecta con el vestido, ¿verdad? —murmuro.
—¡Menos mal! —se ríe Ruth.
Miriam se me queda mirando, cuando me aproximo a ellas.
—Si me permites decirlo, Elle —repone, con voz tenue y tímida—, creo
que lo que les hace falta es compartir un poco más de tiempo juntos. Como
pareja. Necesitan conocerse sexualmente y dejar de comerse con la mirada.
Me pongo las manos en la cintura y examino mi habitación; decido no
responder porque una de mis mayores fantasías, aunque no es la ambición
más grande del mundo, siempre fue la de formar mi propia familia.
Acabé mi carrera; apoyo en dos centros para niños de escasos recursos y
huérfanos. Trabajo en algo que me encanta. Tengo una mejor amiga. Una
hija preciosa. Y, sin embargo, no me siento feliz. No soy feliz conmigo
misma. Así que llego a la conclusión de que es por él. En mi defensa, tengo
que admitir que nunca me imaginé que llegaría a querer esto.
Hasta que lo conocí a él y todos los demás se volvieron invisibles.

Sam está a mi lado, sujetando mi brazo. Se encuentra tanto o más


nerviosa que yo, así que, en el momento en el que le pide disculpas al
entrenador Cox, tira de mí en dirección del enorme pasillo contiguo. Como
la decoración del evento es de tonalidades opacas, en dorados y corales
discretos, las iluminaciones han sido disminuidas en consideración, lo que
hace que el corredor se encuentre parcialmente oculto en la oscuridad.
Parpadeo varias veces, escudriñando las paredes. Samantha, que lleva
una copa en la mano derecha, se echa el contenido de esta en la boca, y se
lo bebe de tajo. Sonrío ante su expresión de miedo. Aunque por causas
diferentes, creo que nos sentimos de la misma manera; ella porque debe
enfrentar al horrible jefe que tiene y yo porque no he visto a Brent en lo que
va de la noche.
Alcanzamos a ver la mesa buffet desde aquí, pero la gente no ha
reparado en nosotras.
—Voy a colapsar antes de que la noche termine —me dice, en un hilo de
voz.
—Todo saldrá bien —le espeto, a pesar de que me tiemblan los dedos y
una sensación de frialdad me recorre la espalda, que llevo desnuda gracias
al escote del vestido—. Solo serán un par de minutos.
—Sí, sí, tienes razón —se ríe ella—. Maldita sea la hora en que decidí
hacer esto.
Correspondo a su mirada regalándole un gesto de comprensión. No la
entiendo del todo, pero es bueno saber que sigue siendo una persona con
miedos y debilidades. Ha madurado muchísimo desde que la conozco, y su
presencia ya no me causa ese efecto de amargura en el paladar; se la ve feliz
más que nunca, porque está segura de que pronto va a casarse.
Nadie lo sabe todavía, mas ella está cien por ciento segura —y orgullosa
— al respecto.
—¿Te puedo hacer una pregunta? —susurro, temerosa.
—Házmela. Quiero distraerme.
Ha sonreído otra vez, y da un paso en mi dirección.
Aún en la oscuridad, puedo ver sus muecas pendientes de mí, con la
atención que supone querer escuchar cualquier cosa para despejar la mente.
—¿Qué te hace querer casarte con Ramsés? —inquiero.
Sam suspira una vez, pero dice—: Él. El vestido. Las invitaciones con
mi nombre y el suyo. La ilusión de hacer un voto frente a todo el mundo.
No sé. Son demasiadas cosas.
—Pero el voto lo puedes hacer de cualquier modo, ¿no?
Cabizbaja, Sam pasa un dedo por la boca de la copa y, al levantar la
mirada, me doy cuenta de que va a decirme algo que no me gustará. A
ciencia cierta, siempre se le dio hablar con las personas, sin filtros. Aun
cuando eso no sea lo mejor. Sin embargo, y dado que Ruth lo hace todo el
tiempo, creo que es lo que necesito.
No quiero que me convenzan de aceptar la propuesta de Bee; eso yo ya
lo tengo decidido. Lo que necesito es oír que no tiene nada de malo querer
algo por motivos diferentes a los habitualmente religiosos y morales por los
que la mayoría lo llevan a cabo.
—Si me lo preguntas porque Bee se te declaró o algo parecido, lo único
que te puedo decir es que la gente hace cosas variopintas para demostrarse
amor. Ya sea pedirse matrimonio, cocinar algo rico, regalarse flores y
chocolates. Todos tienen una manera diferente de amar. Pero, Elle, no te
sientas con la obligación de aceptar algo con lo que tú no crees que
demostrarías nada. —Por un segundo, cierra los ojos, y entonces dice—: Yo
se lo pedí a Ramsés. Y también quiero embarazarme. Pero eso es solo lo
que quiero yo. Si tú, en cambio, quieres una torre Eiffel que rece tu nombre,
adelante.
Hago una mueca de desagrado porque tengo la cabeza hecha un nudo.
Lo que dijo Ruth sobre la estabilidad emocional de Bee me colmó y no he
dejado de pensar en otra cosa.
—Me siento incómoda. Porque a pesar de que no creo en ello, soy infeliz
con la respuesta que le he dado.
—O sea que, ¿te lo preguntó y lo rechazaste? —dice ella, en tono tan
apacible que por primera vez en estos días no siento que me lo están
echando en cara.
Con un asentimiento, me muerdo el labio inferior.
—Sí, le dije que no —digo.
—Auch. —Sam acaba de reírse otra vez.
—Pero luego él sacó el pretexto de que Damon se lo había sugerido —
repongo—. Y no sé si estoy enojada porque lo hizo parecer un bendito
trámite o porque en realidad sé que yo también quiero. Estoy muy
confundida.
—Damon Elise es un chapado a la antigua, como mi hermano. No lo
culpo, pero no te preocupes. Si algo tiene Bee de admirar es que no es tan
sentimental como para involucrar su vida amorosa con el fútbol. —Ella
sacude la cabeza y aprieta los labios por un momento, para decir por último
—. Es que el rendimiento del jugador les importa mucho, pero, en todo este
tiempo, yo nunca he visto que Bee se desconcentre. Por algo es la estrella
del deportivo. Créeme, en cuanto a eso, a la NFL no le preocupa si se casa o
no.
Después de escucharle decir eso, siento cómo se aligeró la carga sobre
mis hombros y, de ese modo, desvío totalmente la plática. Sam se ha puesto
a examinar la gargantilla que llevo puesta y me ha dicho que tiene la firma
de una diseñadora exclusiva.
Eunice Elise.
—Es muy buena y no lo hace para cualquiera, pero como nunca tuvo
hijos y Brent es su niño consentido, no me extraña que se esmere tanto en
diseñar estos regalos para ti.
Cuando decidimos volver al salón, dos personas más se acercan a
nosotras. Y entonces Taylor, acompañado por Brent Dylon en su mayor
expresión, se le acerca a Sam. Esta escucha atenta a lo que su hermano le
dice, y vuelve a despedirse de los presentes. Una de las mujeres que está
conmigo saluda a Bee con más efusividad de la que debería permitirse, así
que miro en otra dirección mientras ellas le hacen un par de preguntas.
Escucho su respuesta al tiempo que trato de no sonrojarme. Luego,
incapaz de ignorarlo del todo, siento cómo sujeta mi mano en la suya,
poniéndose a mi lado.
—Estás preciosa esta noche —murmura, acercándose a mi oído.
Me ha colocado una palma en la espalda y, con uno de sus dedos, me
acaricia despacio. La sensación electrizante me recorre desde la base de la
columna vertebral hasta la cadera, de manera que cuando alzo la mirada
para verlo a él, al rostro, encuentro más alivio que ninguna de las
explicaciones que la gente me ha dado estos días.
Las mujeres que lo saludaron primero se dan la vuelta, sonriéndome, así
que les devuelvo el gesto y, con el corazón palpitándome fuerte, como si
tuviera ganas de salir corriendo de mi cuerpo, me pego más a él.
—No me gustó la manera en la que lo pediste. Deberías de haberlo
imaginado. —Cierro los ojos por un breve lapso, consciente de que él sabe
de qué hablo y, a continuación, respiro muy hondo—. Pero igual, lo
lamento. Sigo sin creer en la institución. Sin embargo, no niego que más
adelante, cuando tengamos claro esto… Sé que tu carrera es importante y
no quiero que una decisión precipitada por mi parte lo arruine todo.
Bee tuerce una sonrisa...
Una sonrisa que no es oportuna en este momento, porque podría acabar
con mis miedos incluso aunque estuviera temblando. Y, aunque no quiero
mirarla, mi fuerza de voluntad termina cuando le escucho decir—: Después
de ti, y de mi hija, el único motivo por el que mi vida tiene sentido, es el
fútbol. La gente se preocupa porque haga lo que se supone que tengo que
hacer. Nada más. Si te pedí que te casaras conmigo es porque no sé cómo
demostrarte lo que siento. Pero, si tienes una mejor idea, estaré encantado
de escucharte.
Estoy a punto de replicar. Mas tarde descubro que no tengo ningún
argumento en contra de lo que acaba de decirme.
—En otras circunstancias, te habría dicho que sí, pero el que Elise te
haya coaccionado a decirlo… —confieso, con un nudo en la garganta.
Hay tanta gente alrededor, mirándome, que no soy capaz de sostener la
postura y agacho la mirada.
—No pienso cometer el mismo error dos veces —musita Brent, al
tiempo que me suelta la mano y me libera de su abrazo; se inclina un poco,
me da un beso en la mejilla y después se aparta por completo—. Tengo que
ir con Ramsés un rato, pero no tardo. Aléjate de los buitres —me espeta,
refiriéndose a los periodistas; antes de empezar a caminar.
Logro asentir con la cabeza y permanezco de pie donde me ha dejado,
observando el frac con el que va vestido, totalmente negro; si le pongo
demasiada atención, siempre me doy cuenta de que Bee es todo lo contrario
a los hombres en mis novelas. En ellas, el tipo expresa sus sentimientos
como si estuviera recitando un poema, y confiesa sus miedos como si en
realidad nunca lo hubieran sido; para él, la diversidad de terror ha ido
creciendo conforme lo nuestro se hacía más grande.
Justo ahora, después de haberlo juzgado y de sentirme tan insulsa a su
lado, reparo en el hecho de que somos muy parecidos. Gracias a muchas
personas que pasaron por mi vida, incluida mi madre, me hice a la idea de a
que pocos les importaba escuchar lo que tenía que decir. Pero Brent... la
primera vez que me besó lo hizo porque le conté cuán enojada estaba con el
mundo entero por esperar tantas cosas de mí.
Y acabo de llegar a la conclusión de que no hay mejor libertad que la de
sentirte parte de alguien, aún con todos tus defectos.
—Me estoy pensando seriamente en imitar un poco de tus gustos para la
fiesta —musita una voz cantarina viniendo detrás de mí.
En un inicio, no quiero encontrarme a Monique. Y, antes de encararla,
veo que Ruth cruza el gigante salón y se encamina hacia nosotras. Esbozo
una sonrisa calurosa, sin admirar nada de ella; aunque sé que va
deslumbrante como acostumbra.
—Elle, me preguntaba si podías explicarle a Lana un par de cosas acerca
de Primrose. Creo que está considerando ingresar a Leah —dice, sin prestar
atención a Monique.
—Ruth, querida —espeta esta—. No debiste nunca abandonar la
pasarela. Mientras más madura, más hermosa.
—Monique... sí, ese no era mi sitio. Por cierto, no tenía idea de que Sam
te había invitado.
—Lo hice yo —intervengo.
Con el ceño fruncido, Ruth se vuelve a mirarme. Lleva el pelo suelto a
los lados del rostro, con una tiara que resalta el tono apiñonado de su piel.
El vestido en color vino, además, le sienta tan bien como si lo hubieran
confeccionado para alguien como ella. Tan única. Le pongo una mano en el
hombro al entrever su confusa mirada.
A pesar de que esto pudiera no tener sentido, es lo que Sam aconsejó. Y
ya entiendo por qué.
—Para limar las asperezas —agrego.
El gesto de Monique se torna frío por un segundo, pero de inmediato
recupera el tono altanero e imperturbable que lleva siempre consigo.
En lugar de mostrarme tímida ante ello, hago lo que Sam hace cuando la
gente trata de imponerse sobre ella. Sonrío tanto, recordando lo que Bee me
ha dicho y lo que ha hecho todos estos años, a veces inconscientemente, que
me embarga el sentimiento de saberme protegida, querida y siempre
confiada de aquellos que me rodean.
—Corre el rumor de que tienes problemas serios —masculla; no ha
disimulado el veneno en su voz, y menos al poner la mirada en la mejilla
donde se ha borrado el moratón del asalto.
—Por desgracia, Monn, conoces a Bee muy bien para saber que todo lo
que dicen sobre él es mentira —acepto, lanzándole una mirada cómplice a
Ruth, cuyos ojos están entrecerrados. Cuando vuelvo a mirar a Monique, el
vestido se me ajusta más de lo esperado al pecho, así que intento liberar
aquello que me oprime—: El único motivo por el cual no me he rebajado
para decirte unas cuantas verdades, es porque él no se merece que haga un
escándalo. Ese papel te lo dejo a ti.
Una sonrisa amarga surca los labios de la mujer, y casi puedo jurar que
es pena lo que he visto iluminar sus ojos.
Creo que va a recriminarme algo, que dirá cosas hirientes y que me
arrepentiré toda mi vida por haberla invitado, pero al final, también
descubro que no toda la gente vive para hacerte imposible la felicidad.
Mirando a Monique es que me doy cuenta de que, en grados diferentes,
todas tenemos un tabú con el cual luchamos día a día.
Yo con el matrimonio, con los rumores acerca de Bee, y ella con el
estigma de ser su anterior pareja. Se aproxima un par de pasos a mí,
ignorando por completo a Ruth, que se limita a darle un trago a su bebida, y
entonces me dice, con gesto taciturno—: Era un ajuste de cuentas entre él y
yo. Una vez te dije que te alejaras de él porque era un cobarde. Y la verdad
no me arrepiento. En aquel tiempo era así. No te merecía —suspira,
mirándome en cada rincón del rostro—. Eras una niña. Y él una persona
incapaz de luchar por las cosas que quiere en serio. Hasta que nació su hija.
Así que por mí no te preocupes. Todo cuanto le dije o hice para molestarlo,
dio mucho resultado para ti. Creo que las dos sabemos que no soy el tipo de
mujer que alguien como él necesita.
—No, yo no... —titubeo, sin entender.
Monique admira la gargantilla, pasa un dedo por una de las rosas y echa
un vistazo alrededor, sonriendo.
Ruth está tan absorta como yo.
—Las cosas pasan cuando tienen que pasar —me dice—. A veces la
gente no sabe lo que desea hasta que lo tiene en frente. —Otra sonrisa
atraviesa su rostro—. No me voy a disculpar públicamente. Pero te diré
esto: no sabía qué veía él en ti; no lo entendí hasta que hablaste de rebajarte
con tal de defenderlo. Eres idéntica a él. Igual de visceral. —Sacude la
cabeza—. Ah, y también tienen un tacto casi perfecto para vestir, como si se
coordinaran. Estás más encantadora hoy que nunca. Y él lo sabe. —Enarca
una ceja, denotando un triunfo inminente.
Pestañeo dos veces y bajo la mirada, recordando lo que ella dijo aquella
vez que lo busqué para contarle sobre el embarazo. No demoro mucho al
reconocer que tiene razón. Ni siquiera puedo hacer un recuento de los
aspectos en los que Bee ha cambiado.
—Hay cosas que no se pueden explicar —murmura Ruth, todavía con la
mirada clavada en Monique, que está hablando animadamente con un grupo
de mujeres—. Creo que le sentó bien que el abogado de Bee la visitara. —
Me mira entonces y yo hago lo mismo—. O a lo mejor está diciendo la
verdad; tal vez es así de intensa y Brent no le interesa a ese grado, pero
tampoco le gusta poner las cosas fáciles.
—Estaba probándolo.
Ruth asiente, y dice, al tiempo que me sonríe—: Te voy a ser sincera; eso
de publicar que Bee tenía problemas eréctiles ha sido una muy buena
broma. Pesada, pero buena. Hasta tú te reíste. Y yo lo haría con un ex con
tal de molestarlo un poco.
Alarmada por ello, niego con la cabeza.
E instintivamente me acaricio el pecho, la punta de la gargantilla,
preguntándome si será inoportuno que le pida a Bee que se quede a dormir
conmigo esta noche.
18
Bee

Hay cosas que no se pueden explicar. Como la manera en la que Taylor y


Lana encajan juntos, aunque son muy diferentes el uno del otro. Se miran y
se sonríen con la naturalidad de quien lleva una vida esperándose. Por lo
que a mí no me queda ninguna duda de que ya tomé las mejores decisiones
respecto a Elle, a quien no he parado de buscar con la mirada.
Lana me pregunta algo por lo bajo, y yo niego con la cabeza, pero
sonrío. Acaba de decir que si se me perdió alguien.
Tras varios minutos de pesquisa inútil, pongo la atención en Ruth, que
está al fondo del salón, hablando con Damon y Eunice Elise. Así que me
despido de Tay y su mujer y me marcho a través del gentío. Muchas
personas se han ido ya. Pero todavía quedan los más allegados a Ramsés; su
madre, con la que se peleó hace poco debido al problema de Sam con el
candidato para el que las dos trabajan, no se encuentra en la casa.
Al tipo ese le ha quedado claro que se metió con alguien que no piensa
darle lugar en su vida. Fue imposible no admirar la fortaleza de ambos. Y
también me sirvió de ejemplo... A pesar de que yo no sabría controlarme
tanto.
—¿Has visto a Elle? —susurro cerca del oído de Ruth, que busca a su
amiga unos instantes.
—Estaba justo aquí hace como diez minutos —se disculpa.
Damon se me queda mirando, y antes de que me diga cualquier cosa, le
advierto a Ruth que yo voy a buscarla.
Los que quedan en la reunión son aquellos que viven cerca. Porque la
casa de Ramsés está bastante alejada del bullicio del centro. Además, queda
demasiado lejos de Normandy Drive. Seguro que ya pasamos la
medianoche. Seguro que Elle debe de estar por ahí, escondiéndose, harta de
preguntas y harta de los ruidos. Eso es lo que haría yo; buscar un lugar
pacífico para poder pensar, para refrescar mis ideas.
Al cruzar el marco que da paso al primer jardín, donde se encuentra la
piscina rodeada por luces, veo que en esta parte hay muy poca gente. Un
par de periodistas intentan detenerme mientras avanzo por el camino de los
parterres, y les hago un breve saludo, indicándoles que vuelvo en un par de
minutos, aunque no tengo ninguna intención de hacerlo.
Como Elle, no estoy de humor para preguntas; ya me han cuestionado
innumerables veces si es cierto que tenemos problemas de pareja, a causa
del golpe que le vieron una tarde; claro, como no perdieron tiempo en
subirla a las redes, todo mundo se apresuró a señalarme con el dedo. No me
importa ni va a importar nunca, pero en este momento, no creo tener la
paciencia necesaria para repetir que mis problemas con Elle nunca rozarían
la violencia.
En cuanto a Monique, ya ni se molestan en quererme sacar información.
Ella ha dejado de responder preguntas a pesar de que anda por ahí. Tiene
sentido: después de haber mencionado lo de Ava, quizás se quedó
satisfecha. Consiguió hacerme sufrir con ello, y yo estoy casi seguro de que
esa era su intención: mostrarme que guardar secretos de este tamaño,
siempre acaba ahogando al portador de ellos.
Por suerte lo entendí cuando todavía no era tarde. Pero acabé colmando a
Elle de todos modos. Sin embargo, estos días me ha demostrado que su
docilidad no tiene límites y que, si se lo propone, puede defender su punto
de vista aunque yo sea el involucrado. Me siento un poco culpable por ese
hecho; de modo que hoy me mentalicé para explicarle correctamente mis
motivos respecto a la proposición que le hice.
Ya me dije que puedo superarlo. Su rechazo. Porque para mí el saberla
conmigo es lo más importante en esta época. Recuerdo vagamente que mi
madre me dijo una vez que el tiempo siempre te da las respuestas así haya
tardado mucho en proporcionarlas. Pero estoy dispuesto a mejorar esa
creencia: el tiempo te da las respuestas siempre y cuando tú quieras
encontrarlas.
Una vez que he recorrido la mitad del jardín y que he dejado de escuchar
la música, noto que en esta parte del patio el frío ha comenzado a calar. Me
atraviesa la tela de la ropa y me eriza la piel expuesta del cuello. Aun así, en
medio de la umbrosa noche, cuyo cielo no tiene una sola estrella en él,
alcanzo a distinguir el cabello rubio de Elle, que lo lleva sujeto en un moño
trenzado, un tanto flojo, y del que caen dos mechones rizados.
Está sentada en un parapeto que divide los jardines. Más allá, se
distinguen la verja y las luces luminosas de la ciudad; la casa de Rams se
encuentra en un sitio elevado, lo suficiente para que los árboles crezcan con
mayor espacio. No tiene muchos vecinos, ya que todas las propiedades son
ostentosas y de una longitud larga. El lugar está rodeado por parterres de
flores de diferentes especies, de las que la madre de Ramsés es fanática.
Todo aquí es un agradecimiento enorme: fue la forma de mi amigo para
decirle a su madre lo mucho que le debe. Admirando la extensión del jardín
trasero, me guardo las manos en los bolsillos y empiezo a caminar a través
del pasto. La figura de Elle se hace más grande mientras me acerco, por lo
que obtengo una vista completa de su vestido, de sus hombros y espalda
desnudos, y del gran moño que lleva la prenda en la espalda baja.
Está abrazada de sí misma, pendiente de la oscuridad, tan pensativa que
de pronto quiero preguntarle dónde está...
—Hace frío —le comento, y acabo de llegar a ella de dos zancadas.
En cuanto eleva su mirada, me ofrece una sonrisa triste. Entonces me
remuevo para quitarme el saco y, poniéndolo frente a ella, le pido que se
levante. Ha mostrado un poco de reticencia al hacerlo, pero trato de no
prestar más atención de la debida en su mueca. Así que veo cómo se gira y
me deja ver su espalda estilizada, las curvas de sus hombros y la parte
trasera de la gargantilla...
Tiene un cuello precioso, largo, ajustado a las otras partes de su cuerpo.
Y con ese vestido... recuerdo que la primera vez que estuvimos juntos, la
comparé con un ángel. Pues esta noche parece un cisne. Elegante, angelical
y altivo. Casi perfecto. Porque, para ser sincero, me gustaría borrar esa
expresión de congoja de su cara.
—Había demasiado ruido allá dentro —confiesa, volviéndose.
Me aflojo el cuello de la camisa y suelto el broche del moño, consciente
de que ya no tengo por qué traerlo. Elle observa cómo me lo saco y lo
guardo en el bolsillo del pantalón, con el mismo gesto afligido que antes.
Minutos más tarde, los dos de pie en un lugar oscuro y vacío, que huele a
humedad y a rosas, me doy cuenta de que me urge que estemos a solas.
—¿Cómo salió lo de Sam? —me pregunta, sentándose en el pretil otra
vez.
Cambio mi expresión preocupada por una de tranquilidad, y le digo, tras
suspirar sonoramente—: Todo perfecto. Se quedó arriba con Ramsés, así
que lo más probable es que ya no la vamos a ver esta noche.
Las mejillas de Elle se ponen coloradas y para evitar mirarme, agacha la
cabeza.
Sin saber cómo abordar el tema de lo que está pendiente, me dejo caer a
su lado, con el sentimiento de arrobo por saberla aquí, conmigo, inundando
cada partícula de mi cuerpo. Incluso el aire que me rodea ha dejado de
apretarme los pulmones y ya no siento que la presión atmosférica esté en mi
contra todo el tiempo.
No obstante, sé que hay cosas que tengo que empezar a decir.
—Se me ocurre que puedo regalarte una ronda entera de preguntas. —La
miro de soslayo, y me cruzo de brazos—. Voy a responder a todo.
—No lo necesito —dice ella.
Consciente de lo que eso significa, me giro para mirarla, sin levantarme.
—Te prometo que no te voy a mentir.
Una sonrisa estira las comisuras de sus labios. Sus ojos anuncian tristeza,
de todos modos.
Quiero preguntar qué pasa, pero entonces interrumpe mi intención, al
decir—: Yo sé muchas cosas sobre ti. Es solo que no me había detenido a
pensarlo.
De un movimiento cauteloso, como si no quisiera romper algo en el
ambiente, me incorporo sin dejar de abrazarme a mí mismo. La observo por
unos instantes hasta que no soy capaz de esconder mi confusión. La semana
que pasó el cerebro estuvo a punto de explotarme mientras pensaba cómo
resarcir la ofensa que significó para ella el hecho de que me declarara de
forma tan abrupta.
Aun así, intento parecer centrado.
—¿Me puedes explicar eso? —pregunto, sintiéndome un idiota.
—Te puedo decir un montón de cosas que sé sobre ti en este mismo
momento —dice, en un volumen que el viento logra arrastrar; me acerco un
poco más y la miro con detenimiento—. Empezando por las cosas que
siempre tratas de ocultarme, aunque hay algunas que no entiendo.
Alzo las dos cejas ante la sorpresa. Desde aquí, oigo cómo han cambiado
el estilo de la música. Ahora la lentitud gobierna en las letras que surgen
por los altoparlantes.
—Te escucho —musito.
Elle también se yergue y hace como que se ajusta algo en el fleco, pero
lo cierto es que está perfecta. La uve que lleva por escote en el vestido deja
poco a la imaginación si la intención del espectador es trazar un dibujo
mental de sus senos, los cuales me consta que son preciosos, suaves y con
cimas rosadas.
Con un gruñido, aparto la mirada de ella, y busco cualquier distracción
en la oscuridad.
—Obtuviste tu apodo en tus primeros playoffs. Ese comentarista te llamó
Bee-Dyl porque te taclearon y aun así no soltaste el balón. —Ella suspira, y
siento cómo el pulso se me acelera al recordar la segunda temporada que
jugué para los Titanes—. Recuerdo muy bien a Jeremy, mi nuevo chofer;
casualmente, se mudó a mi edificio tres semanas después de que yo
abandonara la casa de mi madre. Lo reconocí en cuanto lo presentaste la
semana pasada —se ríe, negando con la cabeza.
Parpadeo varias veces, incrédulo.
Elle me mira con ensoñación y yo me siento feliz de que por fin haya
desaparecido de su rostro el mohín de miedo, de desconfianza. Justo aquí,
parece haber olvidado todo. Incluso la metida de pie con la propuesta.
—¿Qué más? —susurro, al tiempo que me inclino un poco y levanto la
mano.
Acaricio su mejilla con el nudillo de mi dedo índice.
—Te gusta mi cabello y, aunque tú piensas que no me doy cuenta, lo
acaricias cada que tienes oportunidad —musita, como respuesta; debería
estar avergonzado, pero todo lo que hago es oírla atentamente y trazar el
largo de uno de los mechones de su cabello—. No te gusta festejar acción
de gracias; así que tengo la teoría de que tu madre falleció en noviembre.
Las flores en la casa te gustan, aunque no sé por qué...
Ella eleva su mirada a encontrar la mía.
Sé que está esperando que le explique...
—Mi madre las ponía. Y cantaba mientras las colocaba por todos lados.
Nunca la vi más feliz que cuando un pimpollo se convertía en una rosa
madura.
Tras un asentimiento, y una mirada devota, ella continúa—: Tu canción
favorita es You only live once. Y te gusta el color verde —le dirijo una
mirada extrañada ante esa mención—. Siempre llevas tus relojes informales
con correas de ese tono. No ves televisión y detestas el aroma de la lejía. —
Se encoge de hombros. Comienza a asombrarme cada vez más—. Aparte de
tu alergia por las nueces, sufres de intolerancia a la lactosa.
—Una desgracia —admito, sonriendo.
Pongo la mano en su cintura y tiro de ella, para evitar que se aparte.
—Sí, las malteadas de fresa son increíbles —me dice, nerviosa; siento
cómo respira con turbación un par de veces y el acto hace que resalten sus
senos. Para disimular, pone las palmas en mi pecho—. No vas a reconocerlo
nunca, pero te encanta mirarme.
—Me encanta mirarte —digo.
Elle sacude la cabeza, cierra los ojos y se obliga a continuar en medio de
un resuello—: No tienes tatuajes. Te sonrojas cuando dices mentiras,
cuando estás enojado y cuando te sientes indefenso ante algo. —Sus ojos y
los míos se observan; ella quiere atravesarme con los suyos y yo quiero
seguir escuchando. Pienso que no dirá nada más novedoso, pero entonces,
haciéndome claudicar, dice—: Era muy tarde cuando te diste cuenta de que
yo seguía virgen.
Mientras clavo los ojos en su mirada, la rodeo con mis brazos y me
aseguro de que sienta mis palmas en la piel libre de ropa. Es tan suave que
tengo que hacer uso de mi contención interna para no frotar mis dedos por
toda su espalda. Llega un momento en el que me contengo tanto, que me
separo un poco, temeroso de quedar expuesto.
Más.
Aun así, para rematar, ella dice—: Te asustó ser tú el primero, aunque no
tengo idea de por qué.
La miro con más amor que nunca, recordándome esa noche; me sentí
presa del pánico, como un estúpido, sin saber cómo moverme para no
lastimarla. La mera evocación de esa memoria hace que la piel se me ponga
de gallina y tengo que apretar los párpados, víctima de un deseo que se
acrecienta con cada minuto que transcurre.
Al final, me relamo los labios, consciente de que lo está mencionando
porque quiere hablar de ello.
—Me gustabas demasiado ya. Y luego me diste esa oportunidad a mí, sin
merecérmelo; me hiciste sentir... adecuado, correcto, capaz. Obviamente me
asustó; desvirgarte —cierro los ojos; al abrirlos, me percato de que me
queda muy poca paciencia; Elle me observa de forma febril, esperanzada...
coqueta—. Mi intención nunca fue generarte ningún tipo de dolor. En ese
momento, me paralizó saberlo. No estaba en mis planes. Tú.
—Pues me gustó mucho, a pesar de que me dolió bastante —dice tras
pestañear; se ha sonrojado—. Lamento si sueno osada, el vino tiende a
relajarme la lengua.
Echo la cabeza atrás, sin poder contener una carcajada.
Al volver a mirarla, niego con la cabeza.
—Me fascinas —digo.
Qué bien se siente hablar de todo y de nada con alguien en quien has
depositado lo que incluso no sabes que tienes. Si no fuera por ella, yo no
sabría nada acerca del amor, de la constancia, de la responsabilidad. La
mejor versión de mi persona la encuentro cuando estoy a su lado.
Ella se ha quedado, dubitativa, mirándome.
—Te voy a demostrar que no eres tan idiota como crees —me dice,
dando un paso atrás.
—De verdad quisiera oír eso —admito.
Ella toma una inspiración de aire, y pregunta—: ¿Cuál es mi libro
favorito?
Entrecierro los ojos.
Esta mujer es increíble.
—Cumbres borrascosas —le espeto.
—Ajá. ¿Por qué me mudé a Atlanta?
—Porque yo te lo pedí —acepto.
Ella sonríe.
—¿Por qué vivo en tu casa y uso el auto que tú me regalaste?
—También te lo pedí —digo, acongojado.
Su gesto cambia de un segundo a otro. La veo tan frágil en este instante,
que no me queda de otra que aceptar que lo ha hecho todo por y para mí.
Siempre.
Me muerdo el interior de la mejilla. Para esperar.
—¿Qué somos? —murmura, ahora sí con la voz quebrada—. Después de
todo esto. Después de besarnos, pelearnos y enamorarnos una y otra vez,
¿qué somos?
—Extraños, no. Eso está claro.
—Clarísimo —se ríe ella, llorando, aun así.
Me lo pienso unos segundos, pero en el último momento, digo—: Si no
te molesta, quisiera que habláramos de esto, pero en mi departamento.
Elle se limita a asentir y ambos nos dirigimos hacia el camino de
concreto, rumbo a la casa. Sujeto con firmeza su mano, notando que más
personas se han marchado ya. Escucho el tema que está sonando en este
instante. También me percato del tirón ejercido a mi brazo, y el cómo ella se
ha detenido.
Girándome, escudriño sus facciones.
—Haz algo por mí antes de irnos —susurra; la acerco a mi cuerpo y digo
que sí con la cabeza—. Baila conmigo.
—Lo que tú quieras.
—No, pero aquí. Solo tienes que abrazarme y escuchar la música; quiero
que pongas atención a lo que dice.
Agarro sus dos manos y me las llevo al pecho, haciendo lo que ha
pedido. La noto mientras aspira hondo y se pega más a mí. Yo deslizo mis
manos por su silueta; me queman los bordes de su cintura y la manera en la
que el maldito vestido se le pega a la cadera. El tema de la cantante no ha
llegado al estribillo cuando siento que Elle me respira muy cerca del
cuello.
Y aquí está tan oscuro que no puedo dejar de pensar en cosas... malas.
Aprieto su cadera en un impulso, pero mi intento por aminorar mis
ansias es inútil; ella deposita un beso justo en la nuez que sobresale en mi
garganta. Trago saliva y bajo la cara; cuando me topo con su mirada, separo
un poco los labios.
—Cambié de opinión —dice, al tiempo que me acaricia la mejilla con su
delicada mano, entonces agrega—: Bésame. —Uno mi frente a la suya,
sintiendo cómo la energía de mis piernas decae, pero ella continúa, como si
no fuera suficiente—: Pero quiero que me beses como si esta fuera tu última
oportunidad.
Así que me inclino sobre ella, y de un apretón la pego a mí con
vehemencia, besándola como ha pedido. No me doy cuenta de lo que pasa
alrededor y no quiero ser consciente de nada. Dejo toda mi atención en Elle,
quien me pasea la palma por el pecho y el hombro; el frío comienza a cesar
cuando me giro, y doy un par de pasos en contra del muro. Ella camina
conmigo y me permite que baje las manos hasta sus glúteos.
Tras sentir que curva la espalda, respondiendo a mi caricia, sé que puede
percibir lo excitado que estoy y lo mucho, mucho que la deseo.
—Bee... —susurra, cuando me aparto unos centímetros.
—No voy a propasarme más contigo. Aquí no —le espeto, tan agitado
que me cuesta unos segundos recuperar el aliento.
Ella también está respirando, acelerada.
—No a menudo tenemos oportunidad de hacer estas cosas —me dice,
compungida.
Aunque no es una fuerza grande, tira de mi camisa y se pega contra la
pared. Estudio su expresión unos instantes, pensando, y mascullo, con la
voz engolada por las ganas—: ¿Acaso quieres que te levante el vestido y te
tome aquí, sin más?
—Por ejemplo.
Acaba de sonreír, y yo me quedo sin palabras.
Después, decido que debe de estar jugándome una broma, pero la veo tan
convencida de ello que miro a un lado y a otro.
—Esto es más bien primitivo, Elle. No tiene nada de romántico.
—Para mí sí: porque estoy contigo.
Incapaz de hilar bien las ideas, acuno su rostro en mis manos y deposito
ahí un beso en sus labios suaves.
Al separarme, ella tiene los ojos cerrados.
—Quiero que seas mía en todos los aspectos posibles; problemas,
caprichos, romance, temores, sueños; sin boda o con boda; con votos o sin
votos; alegre, triste o malhumorada; enferma o saludable; no me importa. Y,
en cuanto al amor, quiero hacértelo tal y como tú me lo pidas. Ayúdame:
necesito ser el indicado para ti.
Ha abierto los ojos con una dulce impresión.
La observo, quieto, aguardando.
—Vámonos, entonces.
Aliviado y no a la vez, me trago la sorpresa y la suelto, empezando a
caminar hacia la casa de nueva cuenta. El interior, gobernado por luces
doradas, apenas unos murmullos de la gente, y el vaivén del clima, nos da la
bienvenida con un aroma a vino.
Elle le acepta una copa a un mozo y da pequeños sorbos mientras,
tomados de las manos, atravesamos el salón.
—Mi abrigo está en uno de los armarios —me dice, entregándome mi
saco.
Lo sujeto en un puño y admiro cómo se mueve, delicada, hacia el fondo
de los pasillos. En cuanto la pierdo de vista, me paso una mano por el pelo.
Y comprendo que, en efecto, yo estoy más nervioso que ella.
19
Bee

La puerta se cierra detrás de mí, y veo, al tiempo que pongo las llaves en la
mesa del recibidor, cómo Elle se quita su abrigo de botones. A través del
pasillo que conduce a la sala, ella no repara en ningún objeto y se dispone a
abrir el cancel del mirador. No me muevo de aquí. Un poco aturdido por el
silencio al que me sometió mientras conducía, permanezco observando su
espalda, y la forma sutil de su caminar.
No puedo creer que hayan pasado casi cuatro años desde que estuvo aquí
por primera vez. Ni siquiera he logrado hacerme a la idea de que, el Brent
que era en aquel entonces, ya no está. Ahora solo queda un poco de ese que
me tenía atado por las manos, tembloroso ante la idea de reconocer que la
promesa la rompí. Abandoné mi idea de mantenerme alejado de los lazos
afectivos para formar un vínculo sentimental irrompible. Porque creo que
eso es lo que me pasó cuando vi a Elle embarazada con mi bebé. Cambié
porque supe que no haría las cosas como mis padres. Porque tomé la
decisión de ser el adulto que yo necesité un día. Quise, desde que me enteré
de su existencia, que mi hija tuviera todo aquello que a mí me fue negado:
estabilidad.
Pensativo, me doy media vuelta y me marcho hacia el bar del rincón.
Tomo una de esas botellas que le encargué a Damon, porque sé que a Elle le
encanta ese vino. Trago saliva al darme cuenta de que conozco detalles
íntimos de su persona. Sé incluso los más vergonzosos datos acerca de su
vida.
Aun así, todavía quiero descubrir qué más hay ahí, en su interior.
Todavía me encuentro anhelándola, nervioso, atareado y con miedo de no
poder darle ni la mitad de lo que se merece.
Empiezo, claro, por respetar sus deseos. Y me prometo que jamás voy a
volver a ocultarle algo sobre mí, así hablar al respecto me cueste veinte días
de pena. Sin embargo, me prometo otra cosa: no presionarla nunca ni hacer
que se responsabilice por ninguno de mis errores.
Observo, cuando pongo dos copas en la mesilla de centro de la estancia,
que ella está en el parapeto, mirando la noche en la ciudad. El vestido
negro, con toques de color champaña, se le pega a la cintura y va remarcado
hasta la cadera, de donde cae en un corte que no reconozco, aunque le
permite caminar muy bien.
Su espalda está descubierta y solo unos pequeños tirantes sujetan el
vestido a sus hombros. Eunice me remarcó lo bien que le quedaba mi regalo
con la prenda. Y, a pesar de que no tenía idea de cómo iba a vestirse,
considero que más bien es ella la que lo luce perfectamente. Me siento
orgulloso del esplendor que deslumbra siempre. Además, no podría
encontrarme más hipnotizado.
Recargo un hombro en el cancel y también miro las luces nocturnas de
Atlanta, donde la mayoría están durmiendo. Ya es más de medianoche, eso
seguro. Y, aunque las bebidas de la fiesta hicieron lo suyo en mi raciocinio,
me encuentro embriagado de deseo más que de licor.
—Elle, está refrescando más. Entra.
Ella se gira a mirarme y, sin decir nada, se encamina hacia mí. Sus
mejillas están sonrosadas, supongo que por el viento. Tiene un tono más
rojo en la punta de la nariz, así que me siento obligado a inclinarme y
depositar un beso en ella, solo para darme el gusto de tocarla.
Sus ojos me miran con atención.
—¿De verdad estás bien con mi negativa al matrimonio?
Tardo un par de segundos en responder.
—Es verdad que me gustaría hacerlo contigo, pero, además de querer
respetar tus deseos, aunque a mí me cause cierta decepción, soy consciente
de que hay mucha lógica en lo que dices: para amarte no necesito que nadie
me entregue un papel explicándome que te debo fidelidad, respeto,
comprensión y apoyo. Por el resto de mis días, de ser posible.
La miro parpadear varias veces, y entonces dice—: Sería un sueño
escuchar que repitieras todo eso delante de una multitud. Por lo que
implica, pero en serio te agradezco por pensar así, por actuar para mí.
Tiro de su mano con delicadeza y la guío al interior del departamento,
cerrando el cancel para que el aire no se cuele. Una vez adentro, la abrazo
con todas mis fuerzas. Y aspiro el aroma de su perfume; sus brazos se
enrollan en mi cintura hasta que la presión se vuelve tan necesaria entre
nosotros, que me agacho para mirarla a los ojos.
—Te compré algo —musito, un gesto sonriente en mi cara.
—No me gusta que gastes en cosas que...
—En primer lugar —la interrumpo—, yo respeto tus ideales. Así que te
pido lo mismo: respeta el hecho de que sé cuáles cosas te hacen sonreír. Y,
en segundo, esto no es más que un aliciente para que duermas conmigo.
Después de remangarme la camisa, me inclino sobre la mesa de la sala y
le sirvo primero a ella, que se la queda mirando a la botella y esboza la
sonrisa más trasparente que he visto en toda mi vida; me provoca tantos
sentimientos que, al tiempo que le entrego la copa, observo cómo sus dedos
rodean el cuerpo y se la llevan para oler el vino.
Es su favorito, sí, pero además, tiene un significado extrañamente único
para nosotros.
—Dijiste que había sido un error —musita, tras darle un trago.
Lo bebimos juntos una vez; en Indianápolis, cuando a mí me dieron el
Art Rooney.
Ya sabía que me lo iba a mencionar, pero decidí sacar a colación ese
recuerdo, por medio de la bebida. Elle se sienta con delicadeza en el sofá y,
acomodándose de forma elegante, cierra los ojos, extasiada por el sabor.
La copa que yo me sirvo tiene menos líquido, y no sorbo de ella hasta
que estoy sentado frente a Elle, cuya mirada está posada en mí.
—Era un error para ti. Te lo dije una vez. —Estudio la manera en la que
bebe y me deleito en la imagen que me devuelve su figura, sentada a pocos
centímetros de distancia, regalándome algo que no se puede imitar jamás—.
Pero el caso es que quería confesarte una cosa respecto a esa noche.
—¿Sobre tu relación con Monique?
Niego con la cabeza, y le doy otro trago a la copa.
Elle la lleva por la mitad.
—No, sobre por qué acabé en tu cama ese día —me río, y ella me imita;
sorbe de su copa antes de mirarme de nuevo—. Me gustan tus escotes.
Mucho —espeto, lanzando una mirada breve a la línea de sus pechos.
Un bonito sonrojo aparece en sus mejillas. Así que aprovecho la
oportunidad para acercarme más a ella y peinar el mechón izquierdo que
cae sobre su rostro. También siento cómo se me acelera el pulso en cuanto
su olor impregna con fuerza mis fosas nasales.
Elle, taciturna y pendiente de mi mirada, le da un nuevo trago a su copa,
esta vez más largo.
Una gota de vino se desliza de sus labios y, antes de que se la retire con
los dedos, pongo la mano en su nuca y me reclino sobre ella; desde su
mentón, succiono el líquido que se ha resbalado hasta la parte inferior de
su barbilla. Sin retirarse, Elle pone una mano en mi hombro, y con la yema
del dedo traza una línea hasta mi abdomen.
No he llegado a sus labios para arrebatarle el sabor a vino tinto, cuando
le siento apartarse.
—¿Y qué otra cosa, aparte de mi escote, te hizo acabar en mi cama esa
noche?
—Le dijiste al periodista que nos entrevistó que estabas orgullosa de mí.
Ella enarca una ceja. Pasados varios minutos, estamos tan pegados el
uno del otro que me llevo la mano al pelo porque necesito tener las manos
quietas.
—Sigo estándolo.
—Hablaste del fútbol como si te gustara.
—Me gusta. Y tú lo practicas, lo cual lo hace diez veces más entretenido
—susurra y, sin que yo lo espere, aproxima su rostro al mío.
Ella se remueve incómoda en su lugar. Miro la gargantilla colgada de su
cuello. Con un dedo, dibujo el contorno de las rosas en diamante y el corte
sencillo que Eunice les mandó hacer. Noto que Elle se estremece ante mi
toque, a pesar de que estoy acariciando solo el metal de su joya.
—No tendrías que haber gastado en algo así —me dice.
Clavo los ojos en los suyos.
—Da la casualidad de que no creo en las instituciones financieras tanto
como en mi sentido común para darte todo lo que te mereces. Puede que un
regalo como este no diga mucho, pero la verdad es que no venden pedazos
de cielo empaquetados. —En silencio, Elle ladea su cuerpo y, por el
vestido, se ve obligada a curvar las piernas un poco. Yo miro, embelesado,
su abdomen plano y el cómo se ajusta en su busto, el cual es más generoso
desde que nació Beth—. Quítate ese vestido ya. Debes de estar cansada de
traerlo.
Elle se echa a reír con soltura y, mientras yo dejo las copas en la mesa,
poniéndome de pie, niego con la cabeza.
—Qué considerado eres, Bee —me dice.
—Ahora vuelvo.
No me giro para mirar su expresión, y voy hasta la cómoda de mi pieza
para sacar lo que pueda protegerla del frío. Al regresar a la estancia, suelto
la manta en el sofá y ella se acomoda en él, mirándome.
—¿Me ayudas? —pregunta, al tiempo que se levanta la falda hasta la
espinilla.
No digo nada; dejo que mi mente divague en sus deseos y me acuclillo
frente a ella. Cuando tomo la correa de uno de sus tacones, siento, de
manera inevitable, la suavidad de sus pies y el contorno que tienen sus
piernas. Luego de retirarle el primer zapato, me doy cuenta de que respiro
más hondo que otras veces.
Empiezo a quitarle el segundo, y entonces levanto la mirada.
—¿Vamos a dormir aquí? —me pregunta.
Tiene las manos elevadas sobre su cabeza. Se está desanudando el moño
y poco a poco, el volumen completo de su cabello se cae en sus hombros,
rizado por la trenza.
—Pensé que querrías que siguiéramos con la charla de antes —digo.
De esa manera, el rostro de Elle adopta una máscara más seria y, a pesar
de ello, me causa una fiebre interna bastante conocida estos días. Dejo sus
zapatos a un lado, para sentarme en mis talones y, con las manos en las
piernas, admirarla. Mientras ella se retira el collar, muy lento, yo me relamo
los labios y parpadeo varias veces.
Con toda esa imagen, reúno fuerzas para erguirme y recoger las copas y
la botella. Frente al sofá, me aseguro de retirar la mesa céntrica lo suficiente
y veo cuando Elle se levanta.
—La primera vez que vine aquí no puse atención a eso —dice,
apuntando a la chimenea eléctrica que sirve de decoración a la pared del
frente.
—Nunca estoy lo suficiente como para usarla —admito, las manos en la
cadera.
—¿Puedo encenderla? —inquiere Elle.
De la repisa cercana, donde yacen ciertos objetos decorativos, tomo el
control que se necesita para hacerlo y se lo entrego. Cuando la acciona,
hago descender la luz de la estancia y la ayudo a sentarse, imitándola.
Cruzo la mano a través de sus hombros. Acaricio su cuello con la nariz,
repasando el aroma de su piel. No me pasa desapercibida la manera en la
que mueve la cabeza para darme libre paso.
Tengo una mano en el dobladillo del vestido; Elle se ha dado cuenta pues
ha cerrado los ojos. Su pecho sube y baja y, cuando respira con dificultad,
sus senos se realzan con más ímpetu. Le doy un pequeño beso en la mejilla
y estiro más la falda de su prenda. Entreabro los labios al tiempo que pongo
una rodilla en el sofá, estirándome.
Y, después de levantarme, sujeto sus manos para llevarla conmigo. De
pie a tan solo medio metro, hago un repaso visual de su apariencia. Ella da
un paso hacia mí, titubeante y empieza a desabotonar, poco a poco, mi
camisa. La ayudo desfajándome mientras observo las muecas tímidas de su
rostro.
Acabo de convencerme de que tiene razón respecto al matrimonio; aquí
mismo, sé que soy el único que ha estado con ella; hace mucho que se hizo
una promesa a sí misma. Me dio fidelidad, cariño, comprensión y amor.
Todo ello sin un papel de por medio que le dijera cómo compartir su vida
conmigo.
Se ha mordido el labio inferior, por lo que, tras quitarme la camisa y
arrojarla sobre el sofá, me agacho hasta su rostro y sujeto su labio superior
con los míos, tirando de él con una succión suave.
—Quiero verte —susurro.
Sin decir nada, Elle se gira sobre los talones y me enseña su bonita
espalda. La silueta de su cuerpo se remarca con tanta perfección, que casi
me duele tener que deshacer el lazo en su espalda baja. Hay un cierre
debajo, así que me tardo unos minutos más en poder ayudarla; ella se quita
los tirantes del vestido. Deja caer la prenda hasta el suelo, con la misma
delicadeza que siempre.
Yo me pego a ella más y siento la calidez de su piel, junto a mi pecho.
Gracias a esa libertad, deposito un beso en uno de sus hombros. Ella se
vuelve entonces, mirándome; la sensación que me produce mirarla así, con
los labios separados y los ojos puestos en la desnudez de mi torso, no se
compara a nada que haya experimentado antes.
Incluso ha superado cada beso pasado, cada caricia y cada encuentro. Se
ha superado a sí misma y en el camino me ayudó a encontrarme.
—Necesito que me hagas una promesa —me espeta. Yo asiento—.
Quiero escucharte decir que no vas a volver a alejarte. —Acaricio su rostro
con una mano y con la otra la atraigo hacia mí, por la cintura—.
Prométemelo, Brent.
Apoyo mi frente en la suya, suspirando.
—Te lo prometo. —Acaricio la textura de su braga, que es muy pequeña
y casi se confunde con su piel.
—¿Nunca más? —me insiste.
—Nunca más, amor.
La empujo ligeramente para hacer que se recueste en el sofá otra vez. Y,
una vez que ella me mira desde esa postura lánguida, dispuesta, coloca las
manos en el respaldo. Ella espera que le dé un beso, o que la acaricie en el
rostro, pero aprieta los párpados cuando nota que toco, inclinándome, uno
de sus pechos, tan bonito y redondo.
Quito la rodilla del cojín para ayudarla a que se acomode mejor, y en
cuanto veo que se tensa, me reclino sobre ella, acariciándole el interior del
muslo.
—La verdad es que tú también me pones muy nervioso —admito,
mientras acaricio su abdomen, donde se sienten un par de marcas vestigio
de su embarazo.
No cambio de posición cuando las miro, y Elle se remueve en el sofá,
repantigándose.
Tiene los codos clavados en el cojín.
—Las cosas han cambiado mucho —musita; su rostro augura
inseguridad por las estrías, así que dejo de mover la mano sobre su ombligo,
antes de que ella reponga—: Ya no soy virginal en lo absoluto.
Una acidez se abre camino en mi garganta. De golpe, termino de hacerla
que baje hasta la alfombra y coloco las palmas a los lados de su cabeza. Me
aseguro de que todo su cuerpo está dentro de la tela tibia que recubre el
laminado, para agacharme por completo, abriéndole las piernas de forma
brusca y arrancándole uno de esos besos que no se deben de dar en público.
Me apoyo en el antebrazo derecho; Elle está respondiendo a mis caricias
con tanto ímpetu que de pronto desconozco mi contención y empiezo a
masajear su seno, desesperado. Cuando ve que no voy a liberarla de mi
boca, y que no tengo intensión de aminorar el ritmo, dice algo en contra de
mis labios.
Es imposible que no me sienta tan impotente cuando cree que a mí me
puede importar algo de lo que, en cierta forma, también soy responsable.
—Estás más hermosa que nunca. Te deseo tanto...
—¿De veras?
Lentamente, me incorporo hasta sentarme en la alfombra. Hago que ella
se levante también. Y, en cuanto lo hace, clava sus ojos en los míos.
Está de rodillas en mitad de mis piernas; flexiono una para que pueda
apoyarse y, mirándola con atención, bajo los costados de su braga. Cuando
está por la mitad de sus muslos, palpo, sin prisas, su monte de venus; uso
mis dedos para encontrar la parte más sensible de su centro. Mas, en cuanto
la siento sujetar mi mano, aspiro el aroma que dejan sus senos, justo frente
a mi rostro.
—Quiero estar en tu interior; tanto, que me duele.
Al abrir los ojos, Elle pone las manos en mis hombros. Su mirada es
tierna, febril y nerviosa al mismo tiempo.
—¿Las erecciones duelen? —me pregunta.
Trago saliva al escucharla.
Estoy ardiendo por dentro y, hasta que no la haga mía de una vez, no voy
a poder demostrárselo.
—Esta sí. Y duele mucho —susurro.
Sabiendo que no va a impedírmelo en esta ocasión, introduzco un solo
dedo en el capuchón de su parte más íntima. Y me abro camino hasta que
hallo su entrada. Elle emite un ligero gemido y se muerde un labio, para
reprimirse.
Entonces, cierro los ojos, al sentir su interior; uso otro dedo y la acaricio,
despacio.
—Bee... ¿qué haces? —inquiere, en un resuello.
—¿Estás incómoda?
Ella me mira hacia abajo, y espeta—: No. Me gusta, pero es que...
Aprovechando que me mira a los ojos directamente, hago un
movimiento adentro y afuera con los dedos, en su interior que cada vez está
más resbaladizo.
Siento cómo ella me rasguña los hombros, al apretarlos con sus dedos.
—Quiero que te mojes mucho. Para mí, ¿sí?
—Sí. Lo que tú quieras —dice, con la voz entrecortada.
Se abraza a mí cuando las piernas le flaquean y se sostiene de mi cuerpo,
por lo que yo persisto con mis dedos y me aseguro de, en más de una vez,
tocarla como se merece. Me tiemblan los labios y no soy capaz de contener
esto que siento. Elle ha comenzado a besar mi cuello, al grado de que sus
succiones en mi piel encienden en mí algo de lo que no sabía que era capaz.
Estoy repitiendo la acción en la cima de sus bonitos pliegues, que son
suaves… Pero entonces ella emite otro de sus gemidos agudos y a mí se me
eriza la piel al escucharla. Siento un ligero espasmo en su sexo, así que
abandono mi tarea en su interior y, sujetándola para que no se caiga, me
pongo de rodillas frente a ella. Hago que se pegue a mí en un abrazo.
Ella acaricia mis hombros, y me ofrece su cuello. Cuando la beso allí,
busco la línea de su clavícula y desciendo hasta el hueco de sus pechos;
tiene los pezones endurecidos y, en cuanto lamo el primero, mi erección se
aprieta más a mi ropa interior. No quiero abrumarla, y por eso voy a esperar
un poco para liberar lo que me está matando justo ahora.
Es un deleite para mí poder lamerla así, y encontrar que le gusta que la
toque, que se pone húmeda nada más por mis manos en su sexo. Por mí.
—Me siento muy ansiosa, amor, por favor; alivia esto ya.
Paso mi rostro por sus cimas una vez más, antes de levantar la mirada y
pedirle—: Dímelo otra vez.
Ella me devuelve la mirada. Me extasía ver lo excitada que está.
—¿Qué cosa?
—Dime que soy el único. Que me elegiste.
Sentándose también en sus talones, Elle se pone frente a mí, con
expresión dulce.
—Eres el único. Porque así lo decidí. Y te voy a elegir siempre que tú
me des la oportunidad.
No espero más. Y me abalanzo sobre ella tan abruptamente que tengo
que agarrarla por la espalda con una mano, mientras la deposito sobre la
alfombra.
Guiado por mis impulsos de amarla siempre, me prometo que haré todo
cuanto esté en mis manos para saberla feliz. Siempre.
20
Elle

Estoy aquí, para él. Completamente dispuesta a entregarme una vez


más. Llegué a su departamento con un temor; que no aceptase mi negativa,
que no me entienda del todo. Pero me sorprendió. Lo ha estado haciendo
desde hace más de un mes. Mis días se han ido convirtiendo en una especie
de caja de los recuerdos; porque no he sido más feliz en toda mi vida. Salvo
cuando nació Beth, no recuerdo otro día en el que estuviéramos más unidos
que ahora, mientras él promete que nunca volverá a retroceder.
Ya nada más importa. Lo comprobé minutos atrás, cuando le hice la
pregunta: hizo una promesa intangible y, aunque no le dije lo que
significaron para mí esas palabras, sé que jamás había sido más sincero. Yo
misma sigo sin creer que aquí haya perdido algo y, de igual modo, ganado
lo mejor.
Mis convicciones se cerraron en mí allá afuera, en el jardín aquel; bajo
su abrazo, me siento sumamente protegida. Cálida, querida, segura. A pesar
de que él no es de acero, de que tiene debilidades y de que su carácter es
muy parecido al mío. En ese camino pedregoso del descubrimiento, supe
que esto iba a ocurrir tarde o temprano, en una circunstancia u otra.
Lo observo, paciente, mientras él se desabrocha el cinto del pantalón.
Veo que saca un preservativo del bolsillo delantero, antes de quitárselo y
hacerlo a un lado. Entonces, comienza a acercarse a mí; yo lo estoy
esperando, con la desnudez inhibiendo mi piel tibia. A cada segundo que
me hace esperar, mis nervios se disparan y mis pulsaciones motoras se
vuelven maníacas.
Cierro los ojos cuando noto la expresión excitada que se ha dibujado en
su rostro. Se ve tan delicado así, tan apuesto, tan valiente, que el ansia por
saborearlo de nuevo, después de tanto, se incrementa a un nivel
insoportable. Me escuecen los ojos por la alegría. Bee, con su mano libre,
desliza los dedos por el interior de mi muslo, enviándome de lleno al vacío
de su toque, a la sensación extenuante de una caricia que podría, de
quererlo, hacerme rogarle.
Y no lo hace.
Tiene el poder de pedirme lo que quiera, pero se limita a mirar mi cuerpo
de los pies a la cabeza, como si le pareciera algo inmaculado.
Vuelvo a cerrar los ojos mientras su peso se posiciona más sobre mí.
Minuto a minuto, conforme el calor de la chimenea nos abraza y hace que
se aumente la atmósfera febril entre nosotros, mi paciencia se torna ínfima.
Bee deja el empaque del preservativo junto a mí, y se inclina para besarme.
La tela de su lycra no impide que lo sienta, igual o más ansioso.
Yo también quiero aliviar el dolor de su cuerpo, de sus necesidades.
Quiero hacer lo que él está haciendo conmigo...
—Leí un artículo que explica por qué hacer el amor sin preservativo,
cuando tienes esa confianza con tu pareja, crea un apego emocional más
fuerte —digo, mientras acaricio su mentón.
Él desciende hasta el centro de mis senos, trazando un camino húmedo
con sus besos suaves. Es verdad lo que dice la gente experimentada: esto, el
sexo, la parte íntima y carnal del amor, es muy primitiva.
Incluso a mí me cuesta no mirar, de forma obscena, su sexo, el cual me
llama muchísimo la atención. Aquí no puedo explicar ni contar en números
lo que quiero hacerle; si fuera más atrevida me estiraría a tocarlo, pero me
quedo quieta, contemplando sus hombros fuertes y fornidos, y las figuras
torneadas de su abdomen, que parece una tablilla de chocolate Hershey’s.
Mi favorito.
—El sexo es más pragmático de lo que piensas —me dice él, con una
sonrisa pícara en su rostro y el rubor invadiendo sus mejillas.
—Ah, ¿sí? —titubeo.
Brent acaba de pasar un dedo por el interior de mis piernas y arqueo un
poco la espalda para recibir sus caricias. Sin embargo, esta vez no se queda
ahí, sino que regresa hasta acunar uno de mis pechos. No puedo quejarme
de su tamaño, pero de cualquier modo él lo cubre todo con su mano de
dedos gruesos y estilizados.
Puede que haga fuerza bruta con ellos y de todos modos se me antojan
una perfección completa.
—No tendríamos que estar hablando, para empezar —musita,
mirándome.
De un movimiento hábil, empieza a retirarse la ropa interior. Noto que se
me acelera más el pulso y que el corazón quiere atravesar mis huesos del
tórax. También me palpita el interior, justo donde lo necesito. Me siento
hinchada y llena de algo desconocido, tal vez miedo.
Ya no ofrezco la misma imagen que cuando lo hicimos la primera vez. Y
la segunda estábamos bajo los efectos de un vino tinto muy especial. Al
recordar ese detalle, me embriago del olor de su cuerpo cuando se coloca en
la mitad de mis piernas. Entonces me mira, decidido. Estoy a punto de
preguntarle si el látex no le causa alergia.
Pero él dice—: El poliuretano se rompe fácil, así que no es
recomendable que...
Levanto un poco la cabeza y sello su boca con mis labios. Abro más las
piernas y él se detiene antes de entrar, mirándome, sin dejar de darme besos
pequeños.
—Fui con el ginecólogo la semana pasada. —Me aferro de sus hombros
y en consecuencia él vuelve a besarme.
Una mirada salvaje me es devuelta en cuanto aprieto mis piernas a su
cadera, instándolo a que se adentre en mi interior de una vez por todas. Él
cierra los ojos y, con gesto desesperado, se introduce en mí de una estocada
fuerte; como no se hace esperar, yo echo la cabeza atrás, permitiendo que
vea cómo me cuesta contener un gemido.
El sonido gutural que surge por su garganta, envía un choque eléctrico a
través de mi columna. En ese momento, me siento obligada a arquear la
cadera para recibir las primeras embestidas.
—Elle, para... —gruñe, junto a mi oído.
Emito un quejido como protesta, y arrastro mis uñas por toda su espalda,
procurando no hacerle daño.
Bee se yergue un poco para mirarme, todavía adentro de mí.
—No tiene nada de malo el hecho de que me excites de esta forma —
acepto.
Sueno sibilante y apenada, así que él niega con la cabeza y dice—: No lo
entiendes. Si sigues ciñéndome así, te voy a quedar mal. Y no quiero.
Ha sonreído y, aunque me cuesta entenderlo un poco, recuerdo que la
abstinencia no es la mejor amiga de nadie.
—Déjame hacerte el amor, Elle. Despacio. Te adoro y quiero tocarte de
maneras que no te imaginas siquiera, pero en este momento... Es una
desgracia, pero me siento como un adolescente.
Después de no lograr decir nada, le toco los labios con las yemas de los
dedos, y sacudo la cabeza. Él pone los brazos a los costados de mi cara,
mientras me cubre totalmente. Tras reiniciar el ritual de un ritmo delicioso,
lento y decadente, que a veces aumenta, se dedica a besarme.
Sus estocadas en mí son tan cuidadosas que no me toma mucho
comprender a qué se refería. Porque, luego de un rato, ya sin poder detener
los gemidos de placer que me provoca, observo cómo me mira y la manera
en la que sus muecas se han tornado cada vez más desinhibidas. Ha ido
perdiendo el hilo del decoro, y ahora se decanta por acomodarme una pierna
y engancharla a su cadera, para abrirse paso a través de mí.
También siento cómo me besa, acalorado, presa de esos sentimientos que
los dos compartimos. Me roba un beso húmedo y, conforme profundiza en
un golpe duro, yo cierro los ojos, hasta que tengo que responder de la única
manera que puedo. Hago lo que quiero hacer desde hace tanto y pongo las
dos manos en sus glúteos, para que se clave tanto como pueda.
Al hacerlo, al hundirse en mi interior, noto que flexiona la pierna y me
observa, la expresión más vehemente que le he visto en la cara. Tiene los
músculos tensos por la excitación, las pupilas dilatadas por la proximidad
de su clímax; y yo siento que voy a derretirme en sus brazos. Siento que, en
cualquier instante, algo estallará entre mis muslos y se esparcirá por todas
mis terminaciones nerviosas.
Aprieto los párpados cuando no soy capaz de contenerme. El espasmo
hace que, sin que pueda evitarlo, me cierre a su alrededor; es fuerte, casi
eléctrico... Y Bee se da cuenta de ello, porque me hace volver el rostro
cuando lo evito. Me sigue apenando que observe esto, que me vea
totalmente.
Su mano derecha aprieta mi quijada y, tras pegar su frente con la mía, me
espeta, la voz ronca—: Mírame.
Lo hago. Entreabro los labios, jadeo y a punto del colapso corporal,
vuelvo a sujetar su cadera. Tenía muchísimas ganas de estar con él. Pero la
inexperiencia repercute. Bee, sin embargo, me mira con tanto anhelo que
me aprieto otra vez con la intención de provocarle un poco de lo que él me
está dando. Por lo que lo escucho emitir un gemido.
—Amor... —jadeo, ya suplicante.
—Demonios.
Él se entierra una última vez y, de esa forma, me besa con más ímpetu
que nunca.
—Mírame, mírame —me pide, en mitad de un gemido y se queda así,
suavizando cada vez más sus movimientos.
Hasta que se detiene completamente.
Tiene una mueca muy tierna en el rostro, y reprimo una sonrisa solo
porque sé lo mucho que valora su ego. No lo reconocerá nunca, pero estoy
casi segura de que no tenía intención de permanecer tan poco, aunque a mí
no me importa en lo absoluto.
El sonido torturado de su respiración, hace que me sienta fatigada. Tengo
el cuerpo laxo, y satisfecho y las manos puestas en su espalda.
—Te dije que te hacía mucha falta —le espeto, conteniendo la sonrisa.
Él, con el ceño fruncido, pero sin hablar, se deja caer sobre mí (sin
aplastarme tampoco) y esconde su rostro entre mi cuello, mi hombro y mi
cabello. Le acaricio las hebras rizadas de la nuca, y mientras se recupera,
observo el techo, que está iluminado por las llamas ficticias de una
chimenea decorativa.
No conté el tiempo que usó para complacerme; creo que eso es lo mejor
de todo esto. Que empezamos de cero, y que partimos desde el punto en el
que dejamos las cosas. Ahora que Beth ya está aquí y ahora que él se
sinceró consigo mismo. Ahora que soy consciente de que estábamos hechos
para vivir esto, en el momento indicado.
No antes. No después.

Tras haber insistido mucho, a pesar de mi vergüenza, me ayudó a


asearme. Y luego nos metimos en la cama. Él está recostado sobre su
pecho, con los ojos cerrados, pero sé que no está dormido. Las luces están
apagadas así que la única manera en la que puedo ver sus facciones es
gracias a la tierna iluminación de una lámpara en el balcón del que goza el
departamento.
Sigo desnuda y cobijada hasta el pecho, mientras él se ha dejado
descubierta la espalda. Con la cabeza sobre la almohada, he estado
mirándolo todo este rato, luego de haber sostenido una amena charla acerca
de sus métodos para soportar la abstinencia. No puedo decir que no me
causó desconcierto el saber que, pensando en mí... Bueno, no habrá quién lo
culpe por ello.
Así como nadie me puede culpar por desearlo más ahora que sé que será
para mí nada más.
—Me gustan tus brazos —susurro, al tiempo que acaricio las patillas de
su cabello; él entreabre los ojos y clava su mirada en mí, atrayendo mi
mano para llevársela a los labios—. Siempre me pregunté qué se sentiría
estar rodeada por ellos, tener la fortuna de pedirte un abrazo cuando yo
quisiera.
—Toda tú me gustas un universo —dice, con voz soñolienta.
Yo hago un puchero y me pego a él, dejando un beso en su hombro.
—Eso no cuenta —replico.
Bee sonríe y, tras resollar, espeta—: Me gustan tus pechos. Son
preciosos.
—Tonto —me río.
—Y me gusta, como ya dijiste, tu cabello. Rubio natural, lacio y sedoso.
Lo amo casi tanto como amo tu estofado de pollo.
Porque ha cerrado los ojos y me acaba de atraer más hacia él,
poniéndome un brazo encima, sé que no va a mirar que he fruncido el ceño
y que me sorprende que diga que le gusta un plato en específico. Nunca me
ha pedido nada respecto a ello.
Y a mí me gustaría saber qué cosa prepararle...
—Eres un hombre muy sexi y sé que tú lo sabes —espeto. Logro que
abra los ojos con mayor amplitud y veo que se remueve en la almohada
para mirarme directamente—. Me encanta tu trasero. Deberías pagar una
multa a la ley por tenerlo. Y por ese abdomen. Odio que recojas a Beth en
la escuela porque siempre, las mamás, se te quedan mirando. Cuando
salimos contigo, me incomoda que te detengas a responder preguntas.
Porque tengo miedo de que se me note cuán celosa me siento.
He captado su atención totalmente, así que me incorporo y me paso la
mano por el fleco. Estoy despeinada, sin maquillaje ya, y con la energía
resuelta a no dejarme morir. Bee, que también se sienta, cruza una pierna y
la otra la deja estirada hacia afuera. No lleva puesta la ropa interior de modo
que puedo verlo desnudo.
Es atractivo hasta el cielo. Con sus piernas y espalda robustas por
naturaleza y las marcas del ejercicio en los músculos. Sus oblicuos se
forman bastante bien mientras está en esa posición, masajeándose la nuca.
—Di mi primer beso a los diecinueve años. —Él me mira, atento, pero
permanece callado—. Cuando conocí a Sam, dejé de pensar que habría
alguien que se fijaría en mí en el aspecto que me interesaba ser vista. —
Suspiro, sentimental al recordarme. Bee se recorre para abrazarme,
poniendo una mano en el colchón y apoyando sus labios en mi hombro—.
Ella era tan hermosa y tan segura de sí misma, que me preocupó que incluso
así tuviera problemas en el romance.
—Tenía problemas porque estaba enamorada de Ramsés —me dice él,
con una sonrisa.
—No lo sabía. Nunca me lo dijo. Y, de hecho, me di cuenta yo sola —
refuto, pensativa—. El caso es que ningún hombre cumplió mis
expectativas. Puse la mirada en lo alto. Y luego apareció cierto varón que
salía en revistas, protagonizaba escándalos y estaba segura de que, si mi
padre se enteraba de mi atracción por él, me desheredaría. Eso creía antes
de saber lo que hizo, claro. Cuando ocurrió el desfalco, me sentí mal por los
Laurent, por Sam, por mí; porque todo el tiempo me hicieron sentir un cero
a la izquierda y lo acepté porque creí que lo hacían para protegerme. —
Niego con la cabeza para ahuyentar el llanto, y entonces me armo de valor
para contar—: Se me congeló el corazón la noche que mi papá trató de
quitarse la vida. —Estoy susurrando y, en el momento en el que poso mis
ojos en los de él, me doy cuenta de que todo ese dolor se ha ido para
siempre—: Esa noche me dijiste que hacía frío. Me sentí observada por ti y
así lo supe.
Bee ha arrugado las cejas tanto que sus facciones se me antojan más
duras que nunca. Me muevo sobre la cama para entrar en su espacio
personal, y mientras él me lo abre, peino su cabello del fleco hacia atrás.
Elevo una plegaria interior, para prometerme a mí misma que siempre
que hable de mis sentimientos con él, las cosas saldrán a pedir de boca, con
altibajos, pero bien.
—Elle...
—Así supe que quería que fueras el primero. Porque, con tu calidez, me
derretiste ese corazón endurecido. —Deposito un beso casto sobre sus
labios, consciente de que él tiene las manos en mi cintura de modo...
tentador—. Supongo que el amor es de esa manera: llega inesperadamente y
te salva la vida.
—No sabes lo que dices —me espeta él.
Sonrío.
Sí que lo sé.
—Tienes que dejar de subestimar tus capacidades románticas. Te superas
con cada detalle.
Durante un par de minutos, todo lo que hago es besarlo, y él acaricia mi
cadera, y desciende delicadamente hasta mis glúteos. Aprieta sus palmas
ahí, sin saber que la mecha no se ha apagado y que está a punto de accionar
otra vez ese interruptor.
Así, apartándome para mirarlo a los ojos después de morder su labio
inferior, me percato de que quiero saber todo lo que tiene que decir.
—Esa es una de las cosas que nunca me voy a poder explicar —dice
Bee, sonriendo—. Pero me quedo con la bendición de tenerte en mi vida, si
es que Dios se equivocó de persona.
Tras corresponder a su sonrisa, evoco el recuerdo de la primera vez que
mencionó a su madre; sé que es ahí donde radica su inseguridad.
Tiene derecho a ser feliz. Conmigo. Con su hija.
Y voy a hacérselo saber siempre que se le olvide.
—¿Cómo se llamaba tu madre? —pregunto, en voz baja.
—Daisy —responde Bee, titubeante; aparta la mirada de mí y estudia mi
cuello, desinteresadamente.
—¿La extrañas?
Él cierra los ojos.
Me imagino que estoy tocando sus cicatrices internas, pero me siento
afortunada de saber que confía en mí para dejarme verlas.
—Un poco cada cierto tiempo —admite—. Y sí, murió en noviembre. Le
gustaban los jardines de rosas, así que en temporada llenaba la casa de ellas.
Dejaron de crecer cuando murió. Por eso me gustan. Repartidas por todos
lados. Y creo que en parte por eso me gusta tu cabello; tu champú tiene ese
olor particular de cuando les arrancas los pétalos.
—Es un olor que solo tú percibes, quiero pensar —sonrío—.
Literalmente. —Bee niega con la cabeza, confundido—. Me desfloraste.
Una de sus cejas se enarca. Cuando se levanta conmigo a cuestas, yo me
siento sobre su regazo por completo.
Sus brazos me envuelven justo a tiempo para escucharlo—: La última
vez que vi a mi padre yo tenía dieciséis años. Lo culpé por todo y me fui a
vivir con el hermano de mi madre, que falleció en un accidente cuando yo
estaba en la universidad. Sé de él porque estoy al tanto de sus movimientos.
Llegado el momento, no pienso esconder la mano. Soy su único hijo y,
aunque no tengo deseos de recuperar ese lazo que se rompió hace tanto,
tampoco es mi intención abandonarlo si un día me necesita.
—¿Él te...? —Cierro los ojos en cuanto la pregunta asoma en mis labios.
Me duele mucho.
—Por favor. Elle, pídeme lo que quieras, pero no me preguntes esas
cosas. Ya no quiero pensar más en lo que pasó durante mi adolescencia y,
aunque no me voy a olvidar nunca de lo que me tocó vivir, quisiera que me
apoyaras en ello. Sé que piensas que no confío en ti, que mi silencio se debe
a un acto egoísta y catártico, pero la verdad... La verdad absoluta de esto es
que, cuando te conocí, no iba a llegar y decirte: oye, princesa, ¿sabes qué?
Me fascinas. Sal conmigo, sé la madre de mis hijos. ¡Ah! Pero antes, tengo
que entregarte mi currículum. Hijo de un abusador que mandó a la tumba a
su mujer...
—Mi amor, no... —le suplico, sintiéndome al borde.
Ya no quiero oírlo. No quiero oír que se siente así, por mí.
Pero él no se detiene y, después de que lo interrumpo, sacude la cabeza,
continuando—: Sin cuna, sin familia, y con un pasado que da vergüenza. Te
ofrezco mi amor pero también los estigmas de una familia rota. Por favor
acéptame. Enamórate de mí. Escógeme.
—Basta —digo.
Él me observa fijamente, y espeta, lleno de convicción—: Tienes que
perdonarme. Estaba aprendiendo a luchar por ti.
Entre el llanto que me sobrecoge, ruedo los ojos y lo abrazo. No puedo
evitar una sonrisa placentera.
—Lo leíste. Bobo.
—Es tu favorito.
Al retirarme, él me peina el cabello y empieza a besarme la barbilla.
Su boca avanza por todo mi cuello, hasta que se encuentra donde me late
el corazón. Brent me aprieta contra sí y, de esa manera, deja su oído
derecho en el lado izquierdo.
Escuchando, cínico, lo que él mismo provoca.
21
Elle

Mientras respira con lentitud, me aseguro de acariciar más su cabello. Lo


lleva despeinado y crespo en esta parte; su piel aún tiene el olor del
perfume. Cuando se sienta con las piernas alargadas, yo me remuevo para
quedar a horcajadas sobre el colchón y acercándome peligrosamente a su
sexo.
Toco, con las yemas de los dedos, su mentón; va tan suave que no me
cabe duda que hizo muy buen trabajo al afeitarse. Jamás lo he visto con mal
aspecto, ni siquiera durante las temporadas regulares. Lo cierto es que Bee
es una de las personas más cuidadosas, respecto a su apariencia, que he
conocido. La pulcritud de su vestimenta, el porte con el que se atavía y la
manera en la que sabe sacarle partido a las cosas más llamativas de su
figura corpulenta; se nota que ha aprendido a ser seguro de sí mismo a lo
largo de los años.
Yo le envidio eso; a pesar de que me encanta mantener una apariencia
siempre juvenil y elegante, no me siento capaz de sacar tanto favor de mí
misma. Al menos no como en estos momentos, al tiempo que le doy un
beso en el mentón y acaricio la superficie de sus pectorales. Igual que sus
brazos, tienen una fuerza firme y seductora. Sin embargo, creo que una de
las partes que más que gustan de su cuerpo, siempre será su espalda.
Delineo todo el contorno de sus brazos hasta llegar a sus músculos
cervicales; entonces él, de un beso bruto, se agacha para acariciar mi pecho
izquierdo. Lo acuna con una mano para levantar el pezón hacia sus labios, y
se encarga de erizarlo en unos cuantos segundos, mordiéndolo y trazando
círculos con su lengua. Además, me aprieta la cintura de modo que tengo
que aproximarme más.
Se desliza lento hacia mi otro seno y repite la acción con sus dientes; hay
un momento en el que quiero arquearme para darle libertad en ellos, pero...
también tengo ganas de otras cosas. Y muevo mis dedos por todos sus
músculos oblicuos. Me deleita tener el poder, ahora mismo, de acariciarlo
de esta manera. Así que no paro hasta que encuentro su ombligo, y él se
aparta de mí, para mirarme directamente a los ojos.
De nueva cuenta, tiene esa mirada de depredador que me pone tan
nerviosa. Pero, ignorando mi miedo interno, localizo su miembro con mis
dedos. Hasta que no lo veo cerrar los ojos, no me siento más segura; su
mueca de placer hace que algo de ímpetu se inyecte en mi pecho, de modo
que lo acaricio, arriba y abajo.
Él entreabre los labios, y murmura una imprecación por lo bajo. Es raro
escucharle decir malas palabras. Porque su manera de expresarse es
exquisita. Pero aquí, en la cama, lo único que me hace es tener la sensación
de lo que le gusta. Por lo que, generando un ligero apretón con mis dedos
alrededor de él, lo ciño más; ejerzo un pequeño bombeo antes de que Bee
baje la mano y rodeé la mía.
Siento que une nuestras frentes y, con un suspiro, me dice—: Tú me
puedes torturar lo que quieras. Pero no hagas nada con lo que te sientas
incómoda.
Le devuelvo la mirada unos segundos y cuando quiero evitar mirarlo a
los ojos, él se inclina y me arranca un beso; abro la boca porque quiero que
me bese con todas sus energías.
—Brent —llamo su atención; respiro contra su boca, agradecida por
haberme aseado antes; Bee levanta la mirada, lleno de ese deseo que se
podría palpar—. No me voy a romper.
Una sonrisa febril se forma en sus labios.
—¿Es una especie de reclamo? —me pregunta.
Estoy por negar con la cabeza, pero al final decido decirle—: No. Es una
sugerencia. La verdad es que, con Beth, dudo que vayamos a tener muchas
oportunidades como estas. La intimidad sí que es una cosa sagrada.
De pronto, Bee usa las dos manos para presionar mis glúteos en ellas. Y
acaba por acercarme lo suficiente; la erección que se ha formado en su
miembro se clava en mi vientre y, después de mirarlo a los ojos, me relamo
los labios.
A pesar de sentirme intimidada por él, por todo su cuerpo y su capacidad
de hacerme estallar en trocitos, mis ganas en su favor son mucho más
grandes.
—Tú solo… hazme el amor. Sin miedo.
Él, por toda respuesta, sin dejar de mirarme, sujeta el glande de su pene
y lo aproxima al capuchón de mi sexo; se asegura de frotarse el suficiente
tiempo como para sacarme varios suspiros. Sé lo que está haciendo. Y me
encanta. Me encanta que conozca el arte de este modo; porque a su lado
necesito aprender.
Estoy más que comprometida con él.
Al grado de que ya me estoy imaginando que no voy a poder soportar
mucho sin tenerlo para mí todos los días, en mi cama; es imposible que no
me imagine el vacío que querré llenar siempre con sus palabras. Y, aun
cuando todavía estamos aquí, ya me hace falta su presencia a mi alrededor.
Pasados varios minutos, él deja de acariciarme con su miembro y pone
un dedo en mi pared. Luego otro, y se dispone a sacar mis fluidos,
penetrándome. Me inclino hacia un lado con la intención de ahogar un
gemido sobre su hombro, y luego trato de tirarme sobre la cama, pero Bee
me sujeta firmemente las caderas.
Al tiempo que lo miro a los ojos, me quedo estática, sintiendo cómo me
levanta para posicionarme justo encima de él.
—Hazlo tú —musita—. Abrázame y muévete sobre mí.
Tiene la voz engolada a causa del deseo contenido. Tras un titubeo, yo
obedezco lo que me dice y desciendo por la longitud de su erección,
empalándome en ella. En cuanto lo siento llenarme, soy presa de un miedo
irracional.
Pero Bee no me deja ni pensarlo, porque me da un empujón bruto y, por
la dureza del toque en mi fondo, aprieto los párpados.
—Yo te cuido —murmura, jadeante, al tiempo que ayuda, agarrándome
por la cintura, a subir y bajar en él—. Te amo tanto. No sabes cómo…
Quiero decir algo, cualquier cosa, pero sentirlo de esta manera adentro
de mí me obliga a gemir hasta que no logro persuadirme de guardar
silencio. Pasan los minutos y yo necesito incrementar el volumen de mi
caída, mientras él me acaricia la espalda.
Lo abrazo tan fuerte que, con los movimientos de mi cadera, empiezo a
sentirme pletórica de la sensación más deliciosa que jamás había
experimentado. Y entonces lo busco con la mirada, después de disminuir el
ritmo y ver cómo él apoya las manos en el colchón, observándome. Cuando
la electricidad esparcida por mi espalda se hace intolerable, echo la cabeza
atrás y me muerdo el labio inferior.
—Ven —susurra Bee; se deja caer sobre la espalda, por lo que tengo que
flexionar las rodillas para quedarme exactamente sentada en su miembro,
sin salir.
Bee tiene los ojos cerrados cuando me inclino sobre su pecho para
abrazarlo.
Y, tras enredar sus brazos en mi cintura, y doblar las piernas hasta que
sus muslos tocan los míos, empieza a moverse más rápido. Yo he dejado de
hacerlo. Es él quien hace gala de su fuerza en cuanto le doy paso libre en
mí. Lo siento sudar en el cuello, así que me reincorporo un poco para
mirarlo.
Hay un gesto lívido en su rostro. Me agacho para besarlo y, apenas unir
mis labios con los suyos, me doy cuenta de que está hundiéndose en mí
cada vez con estocadas más duras. La impiedad que adoptan sus entradas se
vuelve tan hosca, que mi pecho comienza a hacer revoluciones cargadas de
ansiedad, de excitación, de mi amor para él.
Usa sus dedos para apretarme, cero delicadezas, las nalgas, al tiempo que
me obliga a mantenerme quieta mientras se entierra en mi túnel. Ya sin
poder controlarlo, gimo cerca de su oído, e intento reprimir mi voz; después
de eso, soy consciente de que él ha disminuido el ritmo y de que está
buscándome.
—Bruto —me río, y él abre los labios, pero evito que hable, besándolo;
al separarme, ensancho mi sonrisa y le digo—: Me encantas, Bee-Dyl. Todo
tú.
Él se gira conmigo a cuestas y me deposita sobre la cama. Así sus
embestidas se vuelven suaves; es obvio que esta no ha sido como la primera
vez, porque no se lo ve cansado ni al borde del abismo como antes. Ya no
está preocupado por el miedo de dejarme insatisfecha así que, una vez que
empieza a moverse con más ímpetu, besándome los senos cada que tiene
oportunidad, abro más las piernas.
Bee obedece a esa insinuación y, con las manos soportando su peso en la
cama, encima de mí, se clava minuto a minuto con más fuerza.
—Elle... —susurra, cuando se inclina de nuevo.
Me da un beso largo, introduciendo la lengua en mi boca. Lo
correspondo de la misma manera pero, al sentir que me queda poco otra
vez, empiezo a besar su cuello, a repartir mis caricias por su espalda.
Muerdo los pliegues de su piel firme en la cerviz y, después de succionar
cerca de su clavícula, escucho que gruñe.
Él arremete de pronto con una última estocada, para después cambiar el
ritmo por completo a algo más acompasado. La expresión de su rostro, en
esta ocasión, no es una de tortura ni de dolor... sino de alivio.
Lo siento palpitar en mi interior, mientras cierro los ojos para saborear
esto.
—Te estás conteniendo —lo reprendo, cuando él está limpiando los
estragos de su amor en mí.
Con una sonrisa torcida hacia un lado, y asegurándose de no dejar
ningún vestigio de su semilla en mis muslos o en mi pared, se sienta sobre
el borde del colchón. No dice nada ni siquiera cuando, ya con su ropa
interior puesta, se vuelve a sentar, tras haber venido del baño.
Observo su espalda fornida cuando se dobla sobre mí.
—Eres pequeñita, mi amor —dice, después de besarme.
Me hago a un lado para darle espacio.
Bee se queda bocarriba, mirando el techo; aún se lo ve extasiado y a la
deriva.
—Me gusta que tú seas grande —admito—. Si algo he aprendido hoy,
acerca de mí misma, es que puedo ser tu mujer en todos esos aspectos que
tú quieras. Siempre y cuando tú también seas mío en todos los aspectos que
me imagino, incluido el sexo bruto.
Luego de ladear la cabeza, y de atraerme hacia él, me espeta—: Me has
sorprendido mucho, debo de decir.
—No estás respondiendo.
He puesto la cabeza en su pecho, de manera que puedo mirarlo aunque
no lo haga de frente. Mis senos están también recargados en su torso, así
que me remuevo para obtener una posición más cómoda.
Quiero ducharme, pero no antes de escucharlo.
—Si te refieres a la pertenencia, pues no hay duda: soy tuyo.
Totalmente.
—Necesito bañarme —digo, mientras me levanto; Bee me sigue con la
mirada cuando paso sobre él para bajar de la cama—. Deberías de pensar
cómo vamos a hacer para mantener una buena comunicación sexual. Tus
horarios y los míos son un desastre.
—Tómate una licencia —se ríe él, también dejando la cama.
Está siguiéndome hacia el baño, pero una vez que llego al umbral, con
los ojos entrecerrados, le aseguro—: Ya se acercan las vacaciones de
verano. No tengo por qué pedir una licencia.
—Piénsalo. Podríamos ir a cualquier sitio que desees. —Él me abraza
por la cintura cuando trato de entrar en el baño sola; ahora sé que no va a
permitirlo—. Sería como una luna de miel.
Frente a la ducha, me giro a mirarlo. Me encuentro desnuda de muchas
maneras frente a él. Porque, aparte de haberme quitado la ropa, también me
desnudó el alma. Está quitándose el bóxer de lycra para cuando soy
consciente del peso que tienen sus palabras en mí.
Y, para mi desgracia, sigo sin poder creer lo que me propuso.
—No estamos casados —replico.
Él se echa a reír tal vez porque no se hace una idea de lo que estoy
insinuándole.
Y tal vez yo tengo la culpa por ello.
—Elle, te dije que eso a mí ya no me interesa. Y me puedo dar el lujo de
regalarte diez lunas de miel si quiero. Solo tienes que elegir el lugar.
Me obligo a esbozar una sonrisa.
Como está hurgando en el tocador donde están las toallas, y mientras
saca dos para colgarlas en un percho de pared, Bee no se da cuenta del
atisbo de dolor y miedo que surca mis facciones. Vuelvo a girarme para ver
la regadera y, sintiéndome la persona más indecisa de este mundo, me
adentro en ella.
Era lo que quería. Que se diera cuenta de mis deseos, de mi amor
incondicional, con o sin matrimonio. Pero al mencionar una luna de miel,
mi lado romántico se ha olvidado de las reglas sociales; y acabo reparando
en el hecho de que me encantaría vestirme de blanco para él, en un ritual
emblemático hacia el amor que sentimos el uno por el otro.
Cuando abro la llave de la regadera, confundida por mis propias
contradicciones, las primeras gotas del agua caliente me reconfortan. Pero
son los brazos de Bee, que me envuelven con posesión después de
introducirse también, los que me hacen recordar que ahora soy yo la que
tengo que respetar lo que hablamos.
Hago una inspiración profunda, y trato de olvidarme de ello.
Al fin y al cabo, ya se ha comprometido conmigo. Tengo sus votos
guardados en el corazón.
22
Bee

No sé qué hora es cuando abro los ojos; las cortinas de la habitación son
grises, de modo que la luz que pudiese entrar a través de la vista es muy
pobre. Hace frío a causa de que el aire acondicionado está encendido
todavía, así que, percatándome de mi entera desnudez, me acurruco en el
colchón, sentada, y flexionando las rodillas, hasta que me cubro totalmente
con la manta.
Echo un vistazo alrededor para comprobar que estoy sola en la cama. El
lugar donde antes ha estado Bee se encuentra vacío; no puedo evitar sentir
una extraña desesperanza al saber que, después de este día, así me
encontraré en mi alcoba todas las mañanas. Mientras admiro la extensión
amplia de la pieza, me es imposible no acordarme de cada una de las
caricias que me hicieron padecer esta noche. Pero, en cuanto escucho la voz
grave de Brent, que atraviesa el pasillo, mis nervios se disparan hasta el
cielo y tengo que fingir que me estoy anudando el cabello en lo alto de la
cabeza. Él se adentra poco después en el cuarto, con el teléfono local
pegado de su oído izquierdo. No lleva puesta camiseta y lo único que
recubre la parte baja de su cuerpo es un pans de lana que, de todos modos,
hace lucir sus piernas.
Está perfecto; tiene el pelo alborotado y no hay rastro de desvelo en él.
Clara alusión a que un leve desvelo como el de anoche, puede hacer muy
poca mella en su cuerpo. Aparte de eso, se nota que va lleno de energía. Y,
si ignoro por completo la vergüenza, yo también me siento de ese modo:
completa. Como una pieza que ha sido encajada en el lugar correcto.
Él me dirige una sonrisa tenue en cuanto cuelga. Quiero preguntar con
quién estaba hablando, pero, a decir verdad, no sé si tengo ese derecho.
Tampoco sé qué hacer ni qué decir cuando se acerca a mí y se sienta a mi
lado. Mucho menos sé qué carajos hacer una vez que levanta la mano y
comienza a trazar caricias en mi cuello.
—Son las nueve —me dice, aproximándose.
Planta un ligero beso sobre mis labios y yo me tenso al instante,
apretándolos porque aún no he hecho los ajustes de rigor en cuanto a mi
higiene.
Dios... Ni siquiera quiero mirarme en el espejo; estoy completamente
segura de que mi aspecto es terrible. Y, aunque Bee no parece amedrentado
por mi apariencia por las mañanas, tras una sesión nocturna bastante
entretenida, me temo que no podré mirarlo como es debido si no bajo de la
cama y me meto en el baño durante una larga y merecida hora.
Entonces reparo en un hecho muy importante: Beth.
Y, como si hubiera leído mi expresión, Bee dice—: Acabo de llamarle a
Miriam para que te traiga algo de ropa y de paso nos deje a Beth. Le dije
que puede tomarse el día, también. Espero que no te moleste. —Niego con
la cabeza, y me quedo pendiente del cómo me mira—. ¿Quieres que envíe
tu vestido a la tintorería?
—Está bien así. Mañana lo llevo yo.
—No me molesta; pedí que nos trajeran algo para desayunar: la verdad
es que me muero de hambre —dice, en tono alegre; me extasía verlo tan
ligerito para conmigo, y esa sensación de orgullo hace que se inflen mis
ánimos, todavía más cuando me dice—: Estaba pensando que podíamos
pasar el fin de semana en Allatoona. Al fin y al cabo, no trabajas; ya le
llamé a Cox.
Esbozo una sonrisa taciturna, abandonando la comodidad de las cobijas.
Él no baja la vista a mi desnudez ni se molesta en cambiar de expresión. Lo
cual me hace sentir más cómoda. Minutos más tarde, ya que he salido por
completo de la cama, Bee me extiende una toalla. Me envuelvo en ella sin
dejar de mirarlo, mientras teclea con rapidez en su teléfono.
Me doy cuenta, para mi pesar, de que las prendas que me quité anoche
están perfectamente acomodadas en un sofá al final de la habitación. Así
que descubro que Bee, además de atento, está muy perspicaz este día. Si
sigue de este modo, me va a costar mucho más acostumbrarme a
despedirme de él cuando tengamos que separarnos.
—No te importa que pase al deportivo antes, ¿verdad?
—Para nada. —Busco mi teléfono en algún sitio y, cuando lo encuentro
sobre una mesa en la esquina, empiezo a revisar mis notificaciones; son
tantas que me limito a leer los mensajes de Miriam respecto a Beth—. Voy
a ducharme.
Bee se limita a lanzarme una mirada curiosa y sonríe. Luego, sentándose
en el sofá contiguo, se coloca el móvil al oído. Escucho su voz a través de
la madera una vez que me adentro en el baño. He recargado la espalda en la
puerta. Cierro los ojos, perdiéndome en algunos de los recuerdos que no
pienso olvidar nunca. Probablemente, esta ha sido una de las mejores
noches de mi vida. Lo extraño es que todas han sido con él. Pero, de verdad,
esta ha sido una de las mejores.
Sin meditarlo mucho, me paso una mano por el pelo y me pongo,
temerosa, frente al espejo; doy gracias al cielo de no tener un cabello
rebelde. Porque, a pesar de que ya no llevo los rizos que me hice para el
peinado de anoche, lo tengo desprolijo y ajustado a los lados del rostro,
cuando lo suelto del moño que me envolví. Mi cara, por el contrario, tiene
unas leves ojeras que, para mi fortuna, puedo cubrir muy bien.
Después de meterme en la regadera, en varias ocasiones, al tiempo que
me enjuago y hago todo para estar limpia, las imágenes de lo que pasó
anoche se reparten por mis recuerdos. Evoco, principalmente, lo que dijo
Bee: puede que no se le dé el romance que yo leí en los libros, y que su
manera de decirme que me ama sea hosca, a veces desesperada, pero lo
tengo todo tan claro que me siento estúpida por haber dudado antes.
—Elle, Miriam te trajo algunas cosas que podrías ocupar —dice él, del
otro lado de la puerta.
El estilo moderno del baño no entorpece la manera en la que me siento.
Incómoda a pesar de que este sitio le pertenece. Porque hace años que vine
y que me vi por primera vez, tras entregármele. Sin saber que esa noche
marcaría el resto de mi vida y definiría la clase de personas que los dos
seríamos.
Miro la puerta con un poco de miedo, pero al final le digo que pase.
En cuanto se coloca frente a mí, y deja un neceser de color azul cielo
sobre el tocador, él observa cómo me seco el cabello con una toalla más
pequeña. Ahora va vestido con pantalones de mezclilla y una camiseta de
tirantes; puedo oler el aroma de su loción, y la esencia de madera hace que
se me ericen los vellos de las manos. No puedo contener la emoción que
siento al verlo practicar acciones tan mundanas delante de mí.
Y tampoco puedo aparentar que no me siento rebosante de felicidad al
hacerlas yo también.
—Guardé la gargantilla en la caja fuerte; recuérdame llevártela —
musita.
Creo detectar cierto tono de reticencia cuando lo dice, aunque también
cabe la posibilidad de que sean solo mis pensamientos. Logro ignorarlos
para sacudir la cabeza. Y entonces, al disponerme a sacar mis objetos
personales del neceser, Bee deja de mirarme y se marcha a través del
umbral.
Escucho que emite un par de comentarios; me río al oír que le explica a
Beth que no puede comer dulces por la mañana. Mi hija, al igual que yo, es
una amante de las golosinas. Pero su padre es enemigo de los excesos de
azúcar, por obvias razones; no en balde se mantiene siempre en tan buen
estado de salud.
Después de lavarme los dientes, rebusco en la habitación para llevarme
la sorpresa de que, en efecto, Miriam me ha llevado una pequeña maleta
con ropa. Y encuentro varias mudas dentro; me conoce tan bien, que de
seguro empacó más de un cambio por mi indecisión a la hora de vestir. Al
final, sin hacer mucho énfasis en ello, elijo el primer vestido de verano que
hallo. Va un poco más corto de lo que acostumbro cuando salgo; en el
apogeo de la primavera, lo normal es que los medios días sean inclementes
con los residentes de Atlanta. Así que abandono mi pudor al respecto y me
enfundo en una prenda ligera, en un diseño floreado y discreto. Una vez que
acabo de vestirme, escucho de nueva cuenta los pasos de alguien que viene
desde el pasillo.
Bee me abraza por la cintura y, ahora sí, abandono el cepillo con el que
pensaba peinarme para volverme y estrecharme entre sus brazos. Él se
agacha para depositar un largo, largo beso en mis labios. Muy bien sujeta de
sus hombros anchos, soy consciente de que terminé con una etapa de mi
vida cuando empecé a salir con Gray. Y volví a enamorarme de Bee. Solo
que, en esta ocasión, la permanencia lo ha sellado todo. Estoy tan
enamorada de él ahora mismo, que incluso aspirar su aroma hace que todos
mis órganos clamen por su cercanía. Al separarme, sin embargo, no puedo
hacer otra cosa que abrir los ojos, apenada, y bajar la mirada hacia el suelo.
Bee emite un gruñido y, sin pensárselo, sujetándome por la cintura, me
levanta del suelo. Suelto un resuello al saberme pequeña y dispuesta.
Aunque no me lo proponga, mi cuerpo reacciona a cada uno de sus
ademanes. No obstante, en ese momento reparo en un detalle muy
vergonzoso… dibujado en la base de su cuello…
—No te preocupes; voy a usar una camisa polo así que no va a notarse
—susurra, robándome un beso.
Parpadeo varias veces antes de clavar la mirada de nuevo en su
clavícula, donde se le ha marcado un chupetón que, en este instante, me
avergüenza muchísimo. A pesar de que recuerdo perfectamente en qué
momento se lo hice.
Suspiro un par de veces y cierro los ojos, mientras Bee se agacha para
buscar mi boca y arrebatarme una caricia más exigente. Cuando por fin me
deja con los pies en el suelo de laminado, niego con la cabeza; me seguirá
tomando por sorpresa lo mucho que me gusta su actitud; supongo que es así
cuando no hay ninguna barrera entre la persona que te roba el aliento y tú.
—Es solo que no me gustaría que se fijaran en ello —digo, con un dedo
rascándome la frente.
Bee sonríe, calmado, y se inclina para frotar la punta de su nariz con la
mía.
—Anoche fue una de las mejores de mi vida, ¿sabes? —me dice; el
rubor en mis mejillas no demora. Él estudia mi rostro completo y espeta, en
un susurro—: Descubrí que hacerte el amor se va a convertir en otro de mis
pasatiempos preferidos.
Una sonrisa satisfecha tira de las comisuras de mis labios.
—Y uno de los míos —confieso.
De un empujón leve, Bee me recarga en el mueble trasero y acuna mi
rostro entre sus manos. El beso que le sigue a su movimiento envía, casi en
el acto, un recordatorio: el poco cuidado que tuvo conmigo al repetir. Siento
su lengua juguetear con la mía; su olor también me impregna toda, pero él
se aparta bruscamente y hunde el rostro en mi cuello, mientras respira con
profundidad.
—Estás hermosa. Y no sabes lo bien que se siente poder decírtelo en la
cara. —Está sonriendo otra vez. Yo hago lo mismo, más feliz a cada minuto
por la libertad que hay en sus palabras. Cuando vuelve a mirarme, la
ensoñación en sus ojos hace que me muerda un labio, triunfal después de
saber que su felicidad me importa mucho—. Me encantan tus muslos, tus
piernas y tu cintura; y, por si fuera poco, amo demasiado cuando usas
vestidos cortos.
—Estás loco —sonrío.
Él hace un leve tanteo con su cabeza, y me mira, muy serio.
—Por ti, eso está claro.
—Tienes cosas muy caras en este departamento, Bee —espeto,
girándome—. Deberías de ir a vigilar a ese torbellino que tienes por hija.
—Las cosas materiales se pueden reponer —masculla él.
Se marcha hacia el armario y, a través del espejo, veo cómo saca una
playera estilo polo, blanca. Le queda de maravilla.
O tal vez es que estoy alucinando con él.
—Si tú lo dices... —musito.
Me dispongo a cepillarme el cabello, al tiempo que observo cómo se está
ajustando la correa de un reloj. Tampoco se detiene a mirarme mientras va
de un lado para otro en la habitación. Y, al terminar de arreglarme, trato de
ver que no haya estragos de lo que pasó anoche por aquí. Quito las sábanas
de la cama yo misma y las dejo en la lavandería, dispuestas porque Bee me
acaba de decir que la persona que se encarga de asear el departamento llega
a las doce.
Para cuando voy a la cocina, ya Beth y Miriam están enfrascadas con el
iPad, quizás para tranquilizar por un momento como mínimo las energías de
mi hija. Sonrío y niego con la cabeza. Sintiéndome más hambrienta
conforme el reloj avanza, me dejo caer en el sofá que están compartiendo la
nana y la niña, y le pregunto si ya han desayunado. Luego de escuchar que
Beth ha comido muy bien sus panqueques, me siento con Bee a la isla de la
cocina que forma parte de su departamento. Además, me fijo que no deja de
leer una revista de ESPN, con el ceño fruncido. Estoy a punto de
preguntarle qué ocurre cuando el timbre se deja oír. Miriam se ofrece para
abrir la puerta.
Tras varios minutos de un silencio cómodo, en el que Bee mantiene la
mirada en las líneas de la revista, yo me fijo que Miriam ha vuelto sobre sus
pasos, con Jeremy detrás. El hombre, más corpulento y musculoso que
nadie que yo haya visto antes, se planta en la sala, al tiempo que deja una
caja enorme en el suelo. Tiene los logos del equipo. Brent, luego de elevar
la mirada y darle un mordisco a un gofre, se levanta de la silla. Ignoro el
hecho de que hay sorpresa en su semblante y estiro la mano para tomar la
revista que se encontraba leyendo.
En la portada aparece una imagen un tanto lúgubre de Taylor; en ella se
lo ve serio —como casi nunca— y tiene los guantes rojos y blancos
puestos. El encabezado de la nota principal reza algo sobre su desempeño y
la calificación que tiene como uno de los mejores mariscales de todos los
tiempos, después de otros tantos que son difíciles de comparar. En las
páginas dentro del reporte, se ven imágenes de los entrenamientos durante
el campamento del año pasado. También hay una foto de él con Lana, en su
embarazo. Aluden que tienen una relación muy estable, aunque nunca han
dado señas de ser afectuosos en público. Yo que los he visto interactuar, sé
que ninguno de los dos son personas que se preocupen por lo que la gente
piensa, así que es muy normal que no estén tratando de lucir para una
fotografía en la que se los vea enamorados.
Lo están, no cabe duda, pero no hay por qué dar salto y seña. Además, el
periodista señala que Lana es una mujer destacada en el círculo legal de
todo Georgia. Es una abogada recta, que se distingue por defender a
mujeres de escasos recursos, cuyos casos en su mayoría son por abuso
físico o problemas intrafamiliares. Al recordar su labor, dirijo mis
pensamientos hacia la hermana de Ruth, de la cual no he tenido noticias. De
hecho, mi amiga ha estado muy tranquila al respecto desde que Lana se
ofreció a ayudarla. Me parece que prometió investigar antecedentes de ese
tipo de casos. Para no ir a ciegas.
Cuando paso la página, me encuentro con una fotografía de los
muchachos; Taylor es el más alto de los tres. En Ramsés, sin embargo, hay
un dejo de pasividad incomparable, como si transmitiera paz interior a todo
el que lo mira. Josh también está en la fotografía.
—¿Cuándo fue esto? —me giro sobre la silla, para preguntarle a Bee.
Él ha dejado de revisar el interior de la caja que le ha traído Jeremy. Son
uniformes. Pero los paso por alto para analizar las facciones de Brent,
quien, con el ceño fruncido, parece estar indagando en sus recuerdos.
Parpadeo varias veces y vuelvo a mirar la foto, donde Bee tiene su gorra
habitual puesta al revés y lleva la pulserita que tejió Beth en la misma
mano, junto al reloj.
—Hace algunas semanas —sonríe—. Taylor accedió a la entrevista
porque...
—Damon se lo sugirió —atajo.
Niego con la cabeza, sin poder dejar de lado la sonrisa. Damon Elise es
un agente... estricto con ellos. Los hace enfrentar sus errores escandalosos
como si de ellos dependiera su vida. Este año, el rumor sobre Taylor es que
tiene pensamientos de hacer un retiro temprano. Pero eso está, como lo dice
la nota, fuera de cuestión.
En una de las preguntas Tay responde que a menos de que se viese
obligado no lo dejaría.
—Ya deberíamos irnos —dice Bee, mientras se acerca a mí con sigilo.
Se bebe el contenido de un vaso con jugo y luego me mira otra vez—. Es
una hora hasta allá.
Asiento, pero no me muevo de mi sitio y, en consecuencia, Bee enarca
una ceja.
—Quisiera que Miriam fuera con nosotros —digo.
—¿Sí? —inquiere él.
No hay confusión ni sorpresa en su voz, por lo que creo que estaba
pensando lo mismo pero no quería decirme. Así que sacudo la cabeza para
confirmarlo.
—Beth está acostumbrada a ella y... además... tú y yo necesitamos hablar
todavía.
Una sonrisa fugaz surca los rasgos de Brent, antes de que se incorpore
para mirar hacia el umbral de la cocina. Entonces observo que se saca algo
del bolsillo del pantalón. Le arroja unas llaves a Jeremy, desde donde está.
En lugar de mirar hacia él, me limito a sopesar lo que acabo de decirle.
—Como tú quieras —susurra Bee.
Se lleva el plato en el que ha comido hacia el lavabo, dándome la
espalda. De manera que aprovecho para mirar la foto donde está con sus
amigos. En ella, tiene la misma mirada confiada que siempre. La expresión
tierna, esa forma de hacerte sentir curiosa nada más con mirarte; la simpleza
de su postura.
Abandono la silla después de algunos segundos en silencio. Y, cuando
me coloco junto al lavabo, observo a Bee por el rabillo del ojo. Se está
secando las manos con una toalla.
—Si Miriam no va con nosotros no me sentiré a gusto. Beth tendrá que
dormir conmigo —susurro.
Bee se recarga en el granito de la cocineta y se vuelve a mirarme, con
gesto decidido.
—A mí no me molesta —dice—. Tengo muy pocas oportunidades para
hacerlo.
—Con tu hija puedes pasar todos los días que quieres, pero conmigo...
no vas a tener acceso a mi cama cada noche. Es cuestión de sentido común.
—Y el tuyo es muy agudo, debo decir —sonríe él.
Niego con la cabeza de nuevo y, tras lavarme las manos, lo miro a la
cara.
—Sé lo que quiero. Es todo.
Le acaricio el mentón en un desliz, y me doy la vuelta tan rápido que no
alcanzo a mirar su expresión posterior. Mientras me marcho hacia la
habitación para revisar que Miriam no haya pasado nada por alto en mi
maleta, me percato de que acabo de confesarle que también hoy quiero
dormir con él.
Al principio, la sensación que me embarga es una de angustia, pero
pasados varios minutos, cuando ya le he comunicado a Miriam que irá con
nosotros, me convenzo de que, si este es una especie de noviazgo, hay que
marcar los límites.
Aunque me cuesten también a mí.

El lago Allatoona se encuentra a poco menos de una hora desde Atlanta.


Por lo que me dijo Bee, tiene un conocido que posee varias casas de renta
para el verano. Pero, debido a que el tipo es fanático acérrimo de los
Titanes, tampoco se negó a abrir un chalet por petición suya.
—No tenías por qué pedirle a otra persona que cocinara —le digo;
aunque lo cierto es que no me cabe duda de que la mujer que nos preparó la
comida lo hace muchísimo mejor que yo—. De verdad, yo habría podido...
—Lo haces todo el tiempo, en casa —repone Brent.
Antes de hoy, no sabía que le gustaba tanto el helado. Pero me ha
ayudado a terminar el mío y, si no hubiera sido él, jamás lo hubiera
compartido con nadie.
Beth y Miriam están en la pequeña piscina con la que cuenta la casa.
—¿Hay algo de lo que debería enterarme? —le pregunto, refiriéndome a
Jeremy, que está recargado en el barandal cuya vista del lago es espléndida.
Bee, mirándolo, adopta una postura regia y se recarga en el espaldar del
sofá veraniego. Trae las gafas de sol arriba de la cabeza; la bermuda que
lleva puesta lo hace parecer más joven. A pesar de que, veintinueve años
(treinta, en junio), a mí no me parezcan demasiados. Sus mejillas están
sonrosadas por el calor, pero lo que transmite es una paz inmensa.
Y me contagia de ella, lo cual agradezco.
—Nunca se sabe —le escucho musitar.
Insistió con que Jeremy también nos acompañara. Pero no deja de
preocuparme por ello.
—A lo mejor exageré las cosas —susurro.
Bee me lanza una mirada curiosa.
En cuanto mira de nuevo hacia Beth, sacude la cabeza.
—Esperemos que sí —masculla.
Él vuelve a pedirme el recipiente del helado y, tomando su cuchara, se
lleva una grande a la boca. El acto me parece incluso erótico: tiene una
manera demasiado sutil para apretar los labios, a causa de la sensación
helada del postre. Es necesario que pasen varios minutos para que yo aparte
la mirada y siga comiendo, mientras él observa, cuidadoso, a su hija. Por lo
que desvío la mirada en dirección del lago y toda su extensión pacífica. En
verano no estaría tan calmado todo, pero la tranquilidad que se respira me
hace sentir renovada, como si no me reconociera de días atrás.
Aún tengo miedo. Y ese mismo sentimiento me impulsa a mirar a Brent,
que ha cruzado la pierna y está leyendo el libro que compré antes de venir.
Durante largos, largos minutos, me quedo absorta en la imagen que
proyecta; verlo así, quieto y con los ojos estudiando las líneas de una
historia que ni yo he podido terminar, también me hace sentir bien conmigo
misma.
Me hace pensar que, así como él ha subestimado mis sentimientos, yo he
subestimado los suyos. Tal vez Monique estaba en lo correcto respecto a
eso: somos muy parecidos.
—Si no te molesta —dice él, captando mi atención. Me está señalando el
libro— me lo quedo cuando lo termines.
—Tengo otra copia en casa.
—Mejor aún —responde solamente, antes de levantarse.
Se está quitando la camisa y, sin mirar a otro lado, me yergo. En ese
instante, Bee se dirige a la piscina y le pide los brazos a Beth. Como
siempre que su padre la llama, la Abejita sale apresurada del agua. Se
marcha con Bee hacia las escaleras que están conectadas con un pequeño
muelle.
Las ondas del lago llegan hasta él, taciturnas. Yo, apostada en el
barandal, tras haber caminado hacia él, observo cómo Bethany se queda en
la orilla, mirando a su padre. Está temblando a causa de que, de pronto, un
ligero viento sopla en derredor. Bee, ya dentro del agua de tonalidades
azules y verdes, le hace una seña a la niña, que se lanza hacia él sin
pensarlo dos veces.
Sabiendo que la sostendrá sin problemas. Porque confía en él.
—Está encantada —masculla Miriam, colocándose a mi lado en el
barandal.
Esbozo una sonrisa, orgullosa por lo que están viendo mis ojos.
23
Elle

Incluso pendiente de mi lectura, con la mirada enterrada en el libro, escucho


como fondo la mejor música que alguien podría ponerme. Las risas de Beth
llenan el espacio y llegan hasta mí como una llamarada de fuego; sé que
Bee está con ella en la sala del chalet: ya ha oscurecido y yo me he quedado
en la terraza, leyendo. Tengo hambre, así que me permito llegar hasta el
final de mi capítulo antes de marcharme al interior.
Miriam está en la cocina junto a la mujer que está preparando la cena;
Jeremy, sentado a la mesa, tiene la mirada puesta en un periódico. Es un
tanto silencioso, pero habla muy animadamente con la nana de Beth, ya que
ella, a decir verdad, es la más parlanchina del pequeño grupo que hemos
conformado.
Cuando me adentro en la sala, descubro la imagen maravillosa de Beth
tirada en el sofá, con su padre haciéndole un extraño masaje en los dedos de
los piecitos. Me siento en el apoyabrazos de un sofá frente a ellos y, una vez
que Bee me observa, enarco una ceja, cruzándome de brazos para
demostrarle que puede seguir consintiendo a su hija.
—Creo que es hora de que te vayas a la cama —musita, moviendo a la
niña hasta acunarla en su regazo.
Escucho cómo él le resuena un par de besos en la coronilla del cabello.
Y entonces Miriam abandona la cocina para venir hasta nosotros.
Pongo la atención en ella, a sabiendas de que se acerca una probable
rencilla con Bethany.
Y es que, si una cosa me duele mucho, es que cada que Bee se marcha de
la casa, ella se pone a llorar y a hacer rabietas; constantemente, se me
apretuja el corazón, lleno de emociones, tan solo porque sé que sus
berrinches son culpa de su padre y mía. Sin embargo, en esta ocasión, Beth
le lanza una mirada de cariño a su padre y se le cuelga del cuello. Noto que
él la aprieta contra su pecho y que, levantándose, le ha hecho un ademán a
Miriam.
Ya que se ha marchado hacia los dormitorios, con la niña en brazos, esta
se aproxima a mí.
—Heather preparó dos platillos —me comenta, una sonrisa tirando de
sus labios—. Uno para cenar Jeremy, ella y yo, y el otro... —Arrugo la
frente porque me cuesta comprender a qué se debe esto, y ella rueda los
ojos ante mi incomprensión—. Bueno, ha preparado una de esas cenas
románticas. Para ustedes solitos. Anda. Hazlo por mi terrible capacidad para
conquistar muchachos.
—No seas ridícula —la reprendo; se ha cruzado de brazos—. Miriam,
eres muy guapa...
—Y tú lo eres mucho más. Lo cual quiere decir que, si a ti te costó llegar
a este punto, yo tengo tiempo de cenar sentada —masculla, en tono
fulminante—. Como sea, la cosa es que se marchan a la terraza, Brent y tú,
como buenos patrones, y cenan algo rico, y se dan besitos; en nombre de
todas las parejas que acaban con un amor frustrado, harán de esta noche lo
que se les venga en gana.
Dejo el libro sobre el sofá y, sin despegar la mirada de ella, me levanto.
—En nombre de todos los que sufren de un amor frustrado —admito,
caminando hacia las habitaciones también— necesito arreglarme un poco.
—¡Pero si estás perfecta! —refunfuña, siguiéndome.
Al llegar a la pieza que esta noche también compartiré con Bee, ella no
se detiene y se adentra, sin despegar sus brazos del pecho. Yo me limito a
buscar otra prenda en mi guardarropa que no sea este short y la blusa
holgada, aunque debajo lleve el bañador.
Miriam, que no ha dejado de mirarme mientras me peino una coleta lista,
olfatea el perfume que ella misma me empacó. Dado que pasamos por sus
cosas, pude darme el lujo de echar un par de prendas más; por si acaso. Y,
en este momento, pues me siento agradecida por el sentido común.
Hasta hace poco, no había reparado en la manera en la que la muchacha
me mira, así que esbozo una sonrisa en su dirección y, quitándome la ropa
de encima, curvo mis dos cejas.
—Me alegra mucho que estén tan bien ahora —admite, en voz muy baja
—. Te ves muy feliz.
—Lo estoy —digo, extrañada por la nostalgia de su voz.
—Y quería preguntarte algo —dice.
Sé que es una persona de confianza. Lo supe hace mucho, cuando la
miré a los ojos y me contó que su madre había sufrido de una osteoporosis
temprana. Tuvo que venir a la capital para trabajar y ayudar en algo, de
modo que se vio obligada a dejar la universidad.
Bee, en aquel momento, dijo que mi inclinación por ella era debido a la
semejanza de las dificultades en su familia. Pero la verdad es que lo que me
conmovió fue que me hizo preguntas muy inocentes acerca de mí. Por
ejemplo, cuando vio a la nena y supo mi edad, me preguntó si no tenía
miedo.
Creo que fue a la primera a la que se lo confesé.
Ese es el mismo sentimiento que estoy viendo ahora.
—Tranquila. —Me acerco dos pasos y sujeto, desde la cama, un blusón
que me llega hasta los muslos, sin quitarme el traje de baño—. Puedes
preguntarme lo que sea.
Miriam asiente, sin poder dejar de lado su semblante de preocupación.
—Es que... ahora que Bee y tú han iniciado algo, me imagino que lo
querrán pasar más como familia. Y sé que tú no tienes necesidad de
trabajar...
Apenas la oigo, entiendo por dónde va dirigido su miedo. Adopto la
postura más rígida posible ante esa suposición. No porque me moleste, sino
porque no quiero que ella tenga la impresión equivocada sobre nosotros.
Sobre Bee y yo, juntos.
—Bee y yo no queremos despedirte si es lo que estás pensando —digo,
el tono más endurecido—. Además, no tengo planes de dejar de trabajar.
—Sí. Ya. Sucede que podrías cambiar de opinión —refuta ella.
Hago una inspiración muy honda antes de poder decirle—: Por el
momento, ni Bee ni yo sabemos qué va a suceder con nosotros. Que seamos
los papás de Beth no cambia las cosas. Aún falta mucho para que tú
termines la universidad y, como te prometí una vez, no tengo intenciones de
apresurar tu partida de mi casa. Bethany te quiere mucho; la verdad es que
no me imagino sus rabietas si te apartase de su lado. Es tarde para contratar
a otra nana. Bórrate esa idea de la cabeza, ¿sí?
Tras sacudir la cabeza, Miriam se me queda mirando.
La sonrisa que me muestra después me alivia y me preocupa a partes
iguales. Ha sido difícil para mí confesarlo, pero es cierto: nosotros no
hemos platicado qué en concreto somos. Qué hay y qué no habrá. Mas, por
ahora, se siente perfecto como están las cosas aun cuando no hayamos
avanzado mucho.
Por fin, desde tiempo atrás, siento que derrumbamos ese enorme muro
que nos separaba.
—Le diré a Jeremy que me ayude a poner la mesa —dice la muchacha,
despidiéndose.
—Miriam, ese no es su trabajo —le espeto.
Acabo de calzarme unas sandalias diferentes. En cuanto vuelvo a
mirarla, ella me dice—: Ya lo sé, pero es que me prometió que me enseñaría
a jugar póquer.
Niego con la cabeza al tiempo que me planto frente al espejo de cuerpo
completo del que está provisto la habitación. Cuando Miriam se marcha, me
digo que tengo que ir a darle un beso de buenas noches. Y, luego de que
acabo de prepararme, voy en dirección de la habitación contigua que alisté
para la niña porque es obvio que es para infantes; tiene una pequeña vista
hacia el lago, nada comparado con el enorme ventanal de la habitación que
estoy usando yo. No obstante, las dos camas individuales y el baúl para
guardar juguetes, hacen gala de una decoración para niños.
Plantándome en la puerta, donde hay una luz de pared, de un dibujo
animado que le ha regalado Ramsés hace mucho tiempo y que ella insiste
en mantener encendida siempre, me doy cuenta de que ya está dormida y de
que Bee ha regresado a la estancia. Me encamino hasta la ventana con la
intención de revisar si está bien cerrada y, mirando alrededor, me acerco
poco a poco a mi hija. Por supuesto, está apretando en contra de su pecho a
Manchas, y tiene la manta hasta los hombros. Su cabello rubio, tan lacio
como el mío, se encuentra trenzado perfectamente. Y me río porque sé que
yo no la he peinado. Sin querer, le he enseñado ciertos hábitos que su padre
se ve obligado a realizar si quiere meterla en la cama. Como hacer trenzas,
encender la lamparita y ofrecerle al horrible peluche.
Siempre admiré eso de Brent: desde que nació, no hizo otra cosa que
entregarse por completo a ella. A veces me enfermaba el que no se diera
cuenta de lo bueno que puede llegar a ser. Nos ha protegido de muchas
maneras. Y, de hecho, hoy me corroboró que durante todo este tiempo
nuestra seguridad siempre ha sido primordial para él.
Por eso Jeremy está aquí. Quizás otra persona sí me hubiera tachado de
exagerada, pero no Brent. Él... supongo que tiene ese instinto sobreprotector
a causa de los errores que cometió en el pasado. Y yo, ahora, puedo
comprenderlo perfectamente.
—¡Qué hambre! —exclamo, adentrándome en la cocina.
Heather, la mujer que nos ha cocinado, se vuelve a mí con un gesto serio,
pero orgulloso, en el rostro. Aunque no es una chef profesional, acabo de
darme cuenta de que lleva un instinto para el arte culinario en las venas.
Bee está de pie junto a Jeremy. No levanta la vista a mí hasta que el otro
hombre guarda el periódico. Con aire respetuoso, él se mueve en dirección
de Miriam y luego, avergonzado, se recarga en el muro. Entonces, sí, la
mirada de Brent se clava en mí y hace un repaso detallado de todo mi
cuerpo. Alzo una ceja, apenada, y él suspira sonoramente.
—Ok. Eh... Nos sirven allá, entonces —masculla.
Echo una mirada alrededor, pero hago más énfasis en las miradas de
Miriam y Heather...
—Señora —musita la cocinera y, ante el vocativo que ha usado, a mí se
me ponen los nervios de punta; me giro para mirarla por completo, pero no
la corrijo—; me preguntaba si usted prefiere vino tinto o blanco para
acompañar...
Ella debe de tener más o menos la edad de mi madre, pero su mirada
irradia una humildad que nadie le atribuiría jamás a Brenda Lewis.
Después de observarla en silencio un par de segundos, me animo a
preguntar—: ¿Cuál es el platillo principal?
Trato de no atragantarme con mi propia saliva, y me rasco la frente,
incómoda. Por el rabillo del ojo, noto que Bee ya ha salido a la terraza y, sin
querer, eso me tranquiliza. Hago uso de mi confianza interna y sonrío.
—Sushi. La receta de makis de mi madre —dice Heather.
—Entonces blanco —me río y los miro a los tres antes de marcharme.
Me siento abrasada por un calor extraño. Y la palabra señora hace mella
en mi cabeza, hasta que me encuentro con la mirada curiosa de Brent
Dylon; lleva una camisa sin cuello y otra bermuda. Tiene el pelo muy bien
peinado, y el sol del día, tras haber andado en el lago un buen rato, ha hecho
su trabajo en su piel.
La mesa del fondo, rodeada por los sofás veraniegos, está acomodada de
otra forma. Sé que esto es obra de Miriam y, aunque estoy muy nerviosa,
me siento mimada por ella. También, debo admitir, quiero abrazarla y
agradecerle: me imagino que es su modo de poner un granito de arena en lo
que ella cree que es mi felicidad.
Una vez que me siento junto a Brent, él pasa su mano por encima de mi
hombro, en el espaldar del sillón.
—Si yo decidiera abrir un restaurante, Miriam sería la indicada para
arreglarlo todo —susurra él, antes de inclinarse para depositar un beso en
mi mejilla.
El sonido del viento le da a la atmósfera cierto aire de invierno; algunos
de los pinos perennes, con sus copas cónicas, crecen en derredor de la casa;
sé que han sido plantados a propósito por el dueño, pero el olor es tan
delicioso que, por unos instantes, me decanto por dejar que Bee me abrace,
mientras yo observo, atenta, el farol en la terraza, lo turbio del agua,
verdosa por la noche, cada una de las características que me rodean...
Con pasos lentos, Heather nos deja en el centro de la mesa un recipiente
de cerámica, que dentro tiene un plato de entrada.
—Es pollo con miel y mostaza —dice la mujer, y se da la vuelta.
—Tengo un grave problema con la mostaza —admito—, pero se ve tan
bien que esta noche no le pienso poner peros a nada.
Bee sonríe de forma lánguida y me libera de su agarre, mientras yo
sujeto el pequeño traste para llevármelo al regazo. Una vez tomar uno con
el tenedor, me doy cuenta de que mi aversión por la mostaza es solo para
ella sola, porque en un aderezo...
—La gente siempre me dice que Beth heredó el buen comer de mí —
musita Brent, al tiempo que pincha otro trozo de pollo y se lo lleva a la
boca; cuando traga, continúa—, pero la verdad es que lo ha sacado todo de
ti. Tienes un paladar exigente.
—Mi padre siempre nos... llevaba a sitios delicados. Era un buen hombre
—digo.
El pesar en mis palabras es tan evidente que, para evadir la congoja,
alcanzo la copa con agua que me ha servido Bee en este momento.
—Ethan era como tú, me imagino —comenta, en tono de cautela.
—Un poco —sonrío; Brent enarca una ceja con suspicacia y yo, tras
tragarme otro pedacito de pollo, exclamo, divertida por su mueca—:
Éramos mellizos; hacíamos casi todo de la misma manera. Salvo una cosa:
elegir pareja.
Él permanece en silencio mientras sigue engullendo, animadamente.
Siento un poco de envidia al saber que le ha gustado mucho el platillo, pero,
cuando Heather viene de nuevo a la mesa, necesito alabar su sazón. Porque
me han encantado.
—A lo mejor está mal que te lo pregunte, pero, ¿salías mucho... con
personas? Tipos, quiero decir.
Debería de sentirme incómoda por escucharlo. Sin embargo, su forma de
hacerlo es tan inocente que no me cabe la menor duda de que lo ha hecho
por mera curiosidad. La misma curiosidad que tengo por saber cosas acerca
de su familia. Así, esperando que esta sea una puerta más hacia él, me
encojo de hombros.
No me avergüenza la respuesta que voy a darle, pero sí temo que no vaya
a ser creíble.
—La primera novia de Ethan lo dejó un poco antes de la universidad —
le cuento—, así que fuimos juntos al baile. Me invitaron, sí, pero supongo
que no quería dejarlo solo. De manera que no hubo citas para mí. —Le
dirijo una mirada titubeante, mientras pongo de vuelta el recipiente sobre la
mesa; en el momento en el que hallo cómo decirlo, Miriam recoge el traste
y se lo lleva—. Murió un año después.
—Lo lamento mucho.
—Está bien —espeto, sonriendo a pesar de mí misma—. Después de eso,
estuve muy ocupada tratando de ignorar el desprecio de mis padres como
para tener ánimos de salir con nadie.
Nos quedamos en silencio otro par de minutos. Bee ha sujetado mi mano
y está recargado totalmente en contra del sofá. También está pensativo.
—A decir verdad, también lamento haber irrumpido en tu vida de esa
forma —me dice, acomodándose un poco apartado de mí porque Heather
nos está sirviendo el platillo principal. En cuanto se marcha, él aprovecha
para proseguir—. Desearía haber tenido el valor...
—Las cosas pasaron cuando tenían que pasar. Y en el momento
indicado.
Sujeto un fragmento del maki y me lo llevo a la boca. El sabor de un
salmón ahumado con precisión inunda mi paladar y, abriendo los ojos tanto
como puedo, lanzo una mirada hacia Brent.
Él también está feliz con el sabor de la comida.
—Esto es especialmente delicioso —murmuro.
Bee me pregunta si me sirve vino, y yo sacudo la cabeza.
Todo lo que hacemos después de ello, es hablar sobre cosas sin
importancia; le digo que mañana tendré que apresurarme a revisar unas
monografías que mis alumnos me entregaron y, como si fuera un mandato,
él se ofrece a ayudarme. Luego, nos enfrascamos en una charla respecto a
los spots que tendrá que filmar para el club, junto con Josh y Tay.
Ramsés, como tiene pensado planear una boda, dice Bee, es posible que
no estará en ellos. No reparamos en los detalles acerca de la próxima unión
de la pareja; la evasión del tema me saca un suspiro. No puedo evitar que el
sentimiento de pena me embargue cuando quiero decir algo que, quizás,
sacará de hilo la plática. Así, hago uso de todo mi autodominio para
concentrarme en lo que Bee está diciéndome, sobre la caja que recibió hoy
por la mañana, con un montón de objetos de sus patrocinadores.
Tengo la copa en la mano, y lo escucho atentamente mientras él me
explica por qué la NFL ha decidido retirar el contrato de un jugador de las
Panteras de Carolina, dado que sufrió una lesión que le impedirá seguir
jugando, según los doctores.
—Es muy triste —susurro.
He subido los pies al sofá. Bee tiene una pierna flexionada y nuestras
manos libres de copa, están unidas por los dedos.
Con un gesto taciturno, él me da un beso en los nudillos y después dice
—: Tiene dos hijas preciosas. Y su mujer parece apoyarlo en todo. Ha sido
ella quien ha dado todas y cada una de las ruedas de prensa.
—Tiene sentido —musito.
—¿Por? —pregunta, y le da un sorbo a su vino.
—Es que me imagino que él debe de estar pasando por un momento muy
difícil. El fin de su carrera, la ignominia, su lesión. Creo que yo haría lo
mismo. No permitiría que nadie se acercase nada más para herir. Y casi
puedo jurar que, si lo buscan, no es porque estén realmente preocupados por
su salud o su bienestar moral.
—No. Muy pocas personas se preocupan por ti a ese nivel —masculla
Bee.
Lo miro directo a los ojos. Él parpadea varias veces antes de apretar los
labios, en un gesto de impotencia.
—Yo siempre me he preocupado por ti. Incluso cuando no querías que lo
hiciera; eres el padre de mi hija. Tus aflicciones nos afectan aunque
pretendas que no sea así.
Pasan varios minutos en los que no hemos dejado de mirarnos. Él
apretándome la mano, atento a mis muecas, y yo tratando de escudriñar sus
pensamientos. Es Bee al final quien aparta de mí la atención cuando Miriam
nos pregunta si queremos probar un postre que ella misma le ayudó a
hornear a Heather.
Yo le digo que sí, instada por el ánimo en sus ojos. Tras mirar otra vez a
Brent, él ha bajado la vista.
—Creo que para aflicciones ya te di las suficientes —gruñe, segundos
más tarde—. Hoy por hoy, me he convencido de que me ganan las ansias
por saberte feliz. —Suspira—. Sí, definitivamente eso es lo que quiero.
Es mi turno de agachar la mirada, contemplando el broche de alas de mi
brazalete. Miriam nos explica que los bizcochos de zanahoria no tienen
nueces en lo absoluto y que la crema se ha hecho, además, con leche
semidescremada. Sujeto uno con mis dedos y, sin pensármelo, me lo llevo a
la boca.
Las cejas de Miriam están enarcadas.
—Perfectos —digo.
Una sonrisa se dibuja en los labios de la muchacha, antes de que aplauda
un par de veces y, dándose la vuelta, se aleje de la terraza. Bee demora
mucho para animarse a tomar uno de los bizcochos.
En cuanto me acabo el mío, me limpio la boca con una servilleta y le doy
un trago enorme a mi copa.
—Tengo una duda —musito; Bee no dice nada, pero ladea la cabeza y
entorna los ojos, pendiente de mí, así que continúo—: Mi brazalete tiene un
broche en forma de alas, ¿por qué? ¡Y no me digas que venía así porque ya
sé que lo mandaste diseñar!
Ante mi advertencia, Bee se limita a beber de su copa y, al devolverla a
la mesa, se frota la frente con los dedos. En seguida, se acerca a mí tanto,
que me veo obligada a pasar los pies por arriba de sus piernas. Un beso
casto es depositado en mis labios, y luego otro, y otro; las caricias son muy
suaves y superficiales, pero consiguen robarme un poco del aliento que,
gracias al vino, todavía me queda.
Cuando ya me ha besado más de cinco veces, entonces dice—: Eres un
ángel. Ya te lo había dicho.
—También puedo ser lo opuesto, ¿sabes? —le digo, mientras coloco mi
dedo índice sobre sus labios.
Él cierra los ojos y, estudiándolo, me pregunto si algo en esta noche
podría salir mejor.
—Ambos lados están bien. Mientras sean míos, lo demás me tiene sin
cuidado.
—Esta es una de esas pláticas módicas, si te fijas. Hablamos de cosas
que se preguntan en las citas y creo que no te has dado cuenta. Tampoco has
reparado en el hecho de que tiraste la casa por la borda con esta huida
repentina. Es un mérito enorme. Y, si me permites decirlo, me has dado la
oportunidad perfecta para hablarte de mí misma.
—Y me caes muy bien, la verdad —masculla él, como respuesta.
Sonrío tan ampliamente que el viento de la noche me enfría las mejillas.
Bee las acuna en sus manos y me atrae para besarme con un acto que me
tortura tanto como me extasía. Al cabo de unos minutos de un juego
irrefrenable de su boca en mi cuello, me retiro unos centímetros, el corazón
acelerado.
Me muerdo el labio al mirar su expresión acalorada...
—Una regla básica de las primeras citas es que no se tiene sexo en ellas;
nunca —me río.
Bee entorna los ojos. Su semblante se me antoja tan galante en esta
ocasión, que tengo que removerme en mi lugar para que la sensación de
calor no se esparza hasta mi centro. Aunque creo que es demasiado tarde.
El vino ha hecho lo suyo...
—Pero a nosotros no nos importan las reglas de la sociedad —dice.
Ignoro el sinsabor que me provoca su comentario, por lo que significa, y
dejo que me siga besando.
—Tampoco metes mano sin permiso —susurro, al sentir que,
disimuladamente, desliza una mano por mi pecho y la deja caer, al final, en
mi regazo—. Oye...
—Dame permiso, entonces —murmura, contra mis labios.
—Aquí no. —Pongo una mano en su pecho y lo obligo a retirarse.
—Por si no te has dado cuenta, no hay nadie en la sala.
Respiro profundo, antes de pegarme de nuevo a él y buscar sus labios
con mucha necesidad. Bee ha puesto las manos en mi cintura, de modo que
la postura me resulta un tanto brusca e incómoda. En cuanto se percata de
ello, me sujeta fuertemente para hacerme sentar en sus piernas.
Estoy muy bien ahuecada en la mitad, y no soy consciente de cómo es
que me puedo ajustar con tanta precisión a él, en tan poco tiempo. De un
minuto a otro, su mano izquierda masajea mi pierna y asciende por toda su
extensión, hasta quedarse junto al dobladillo de mi blusa.
Debajo hay solo un traje de baño que, si me lo pienso, se quita muy
fácil.
—Dime una cosa —musita, al tiempo que desliza su mano por el interior
del blusón, finalmente; cuando sacudo la cabeza, él aprieta los párpados y
dice—: ¿Te gusta cómo cocina Heather?
—Mucho. Tiene un don —sonrío, pesarosa, eso sí, por el cambio en las
acciones.
Bee no parece preocupado por ello, de manera que quedo sentada donde
mismo.
—Ya debería llevarte a la cama —dice, besándome otra vez—. Tengo
algo que mostrarte y un sinfín de cosas que decirte antes de que te quedes
dormida, conmigo.
Sin soltarme, él se incorpora. Noto, cuando me coloca en el suelo para
que me ponga las sandalias, que casi vaciamos la botella de vino. Bee tira
de mi mano hacia el interior del chalet, y yo sigo sus pasos, consciente de
que también necesito dormirme junto a él antes de regresar a la vida
cotidiana, donde estamos lejos el uno del otro.
Aunque, si la recompensa por ello son citas como estas...
24
Bee

Jeremy está sentado en el porche del chalet cuando salgo afuera; hundo
las manos en los bolsillos y, antes de caminar en su dirección, aspiro el
aroma que gira entorno. La paz que inunda mis pulmones se respira incluso
cuando el viento ha empezado a soplar con tanto ahínco. Echo una mirada
al firmamento mientras me recargo en la cerca; el hombre junto a mí está
fumando, así que me hace una seña para ofrecerme de su cigarrillo.
Tras negar con la cabeza, hago una última inspiración, y le digo—: No
había tenido tiempo de agradecerte.
—No te atrevas, por favor —masculla él, y hace un movimiento para
sacudir la ceniza del pitillo; cuando lo veo sacudir la cabeza, él repone—:
Ese pelafustán de Damon fue el que me insistió.
—Claro. Amor de hermanos —me río, y me giro sobre los talones—.
Como sea, gracias. Sé que este tipo de encargos no son lo tuyo.
—Estoy retirado —casi ha soltado una carcajada—. Cuidar de un
muchacho paranoico y su familia me distrae, la verdad. —Enarco las dos
cejas, pero no digo nada y él, tal vez haciendo uso de todo su autocontrol,
se yergue por completo, antes de decir—: Ya va. No ha sido nada. Como te
dije, el tipo tiene mala reputación en el bajo mundo. Si fuera mi familia, yo
haría exactamente lo mismo.
—Menos mal que no todo el tiempo soy un muchacho paranoico —le
espeto—. Elle está tratando de sonsacar a Heather para que le dé su receta
del sushi —mascullo—. Solo vine a decirte que no creo que sea necesario
que veles toda la noche. —Le palmeo un hombro, girándome—. Me voy a
la cama.
Él sacude la cabeza de nuevo y se ríe, pero ya no hace ningún
comentario.
Lo conocí en aquel juego en el que también vi por primera vez a Damon
Elise. A diferencia de su hermano, pues Jeremy tiene un currículum de
mayor cuidado, aunque siempre he dicho que son tan parecidos como dos
gotas de agua; desde las cervezas que beben, hasta sus apuestas a la hora de
ver un partido de fútbol. Incluso tienen ese instinto paternal hacia mí, a
pesar de que a Jeremy nunca he logrado sacarle una conversación que no
sea meramente frívola.
Nunca me he atrevido a preguntarle exactamente para qué instancia
gubernamental trabajó, pero, con las habilidades que tiene, tampoco tengo
muchas ganas de saberlo.
Una vez adentro de la casa, busco a Elle con la mirada; en la cocina, en
cuanto ha visto que terminamos de cenar, Heather ha impedido que Elle
recoja todo de la mesa. Ahora está guardando cosas en el frigorífico con el
que está equipada. Joe, el dueño de los chalets, me la recomendó para estos
días.
Le doy las buenas noches luego de preguntarle por Elle, y ya que me he
internado en el corredor, saco el teléfono del bolsillo. Para apagarlo. Ella,
como dijo que Beth estaría a su vista todo el tiempo, no lo ha encendido
desde que salimos de Atlanta. A decir verdad, presenciar lo que hace
cuando no tiene trabajo, ha sido lo peor que pudo pasarme durante estos
días. Ahora tengo la sensación de que quiero verla así siempre. Sin
embargo, con ella, será mejor que me adapte primero antes de creer que
dejará el trabajo, a sus alumnos, y el montón de cosas que hace y que la
mantienen tan ocupada. Sonriendo, entro en la habitación que dispusimos
para nosotros. Elle está sentada en la cama, observando el techo; frente a
mí, hay un ventanal con vista al lago; la luz apenas invade los rincones, por
las sombras que un castaño deja entrar en la alcoba.
—Voy a... —intento explicarle que necesito usar el baño, apuntando con
el pulgar.
Pero ella me mira con extrañeza y se pone de pie casi de un salto.
—Primero yo —me dice, mientras se aproxima a la maleta que trajo y
empieza a sacar algunas prendas.
Me aproximo un poco y la observo, más confundido.
—Creí que tenías intenciones de dormir desnuda —susurro, y le planto
un beso en la sien.
—Algo imposible con Beth en casa —me sonríe. Se da la vuelta para
mirarme y, mientras se pone de puntillas para alcanzar a rodear mi cuello,
me espeta—: No hay nada mejor que una hija como ella, en lugar de
despertador. Ya vas a ver.
Deja un beso en mis labios y luego se marcha al baño. Yo trato de
ignorar lo que acabo de oír porque, sinceramente, no lo había pensado. Y
eso me hace sentir egoísta. A pesar de tener tantas ganas de estar con ella en
todos los ámbitos posibles de su vida y la mía, Beth debe formar parte de
cualquiera de mis planes.
Por encima de la cabeza, me saco la camisa y la dejo sobre la silla,
donde también reposa mi bolsa de viaje. Al tumbarme en la cama, tras
haber dejado las sandalias a un lado, cierro los ojos, incapaz de recordar
cuándo fue la última vez que me supe tan alegre por un logro. Tal vez no lo
demuestro con expresiones ni muecas, pero me pasa. Lo siento
completamente.
Han transcurrido varios minutos cuando escucho que Elle sale del baño,
luciendo un pijama muy... ligero. Está formado solo por un short diminuto y
una blusa que se le pega por todos lados, dejando a la vista que debajo no
lleva sostén. Además, el color blanco y lo fresco del ambiente, hace que las
aureolas rosadas de sus pechos sean muy notorias.
Trato de hacer caso omiso de ella, y me limito a sonreír, mientras entro
al baño, convencido de que, si un día llega a querer dormir conmigo todos
los días, no conseguirá hacerlo por muchas horas si tiene pensado usar esas
prendas. Sería un crimen.
Pasados varios minutos, frente al espejo del baño, y una vez que me he
cepillado los dientes, pongo especial atención al silencio que hay en la
alcoba. Al salir, encuentro que Elle está acomodando las sábanas, con su
cuerpo diminuto inclinándose hacia los rincones; ha colocado muy bien las
almohadas. El ritual que lleva a cabo con tantos esmero y cuidado, no hace
sino acrecentar mis ganas de hacerle más preguntas.
Tengo que ser el mayor idiota del mundo... Su plática es exorbitante para
mí. Escucharla decir que no salía con nadie, que prácticamente nadie la
había besado nunca, y que hasta mí nunca estuvo enamorada de nadie, ha
sido un crudo despertar; ya que la he desaprovechado a todas luces. He
perdido tiempo valioso. Y, en este preciso momento, lo único que quiero es
que siga sonriendo delante de mí.
Eso me hace pensar que sí puedo, de alguna forma, hacerla feliz.
—Entonces, ¿me vas a dejar desvestirte hoy...? —le digo, tras abrazarla
por la cintura.
Aunque tengo las manos en su abdomen, puedo sentir la tibieza de su
piel a través de la tela del pijama. Elle emite una risita y se da la vuelta,
encarándome.
Veo que pone las manos en mi pecho, y de esa manera me espeta—: Te
doy permiso. Pero con la condición de que me ayudes a vestirme de vuelta.
—¿No le vamos a enseñar a Beth acerca de la privacidad que sus padres
tienen derecho a mantener? —pregunto, y rozo mi nariz con la suya.
—Si le hablo de esas cosas, a esta edad tan prematura, tendría que
explicarle por qué sus padres no duermen juntos. Es complicado aún. Pero
yo creo que pasados sus cinco años...
—Para eso falta mucho —la interrumpo, extrañado.
Elle, con una sonrisa, me sujeta las manos y tira de mí hacia la cama. Se
detiene cuando sus piernas chocan con el borde. Yo le acaricio el cabello
para saborear mejor el dolor por suponer que me mantendrá en esta espera
por más de dos años. Porque, por muy justo que eso sea para ella, a mí no
deja de parecerme una nueva tortura.
Cuando sus labios tiernos buscan los míos, me inclino para abrazarla
más y hacer de la caricia algo ansioso... Casi imprudente.
—Por nuestra hija, tenemos que ser cuidadosos. No quiero confundirla
ni hacerle creer que nos pusimos a jugar a la familia. No al menos hasta...
Noto que titubea y, para ignorarme, pasa un dedo por un lunar que tengo
en el pecho. Ladeo la cabeza, buscando su atención.
—Confía en mí —susurro.
—Los noviazgos siempre están llenos de incertidumbre —musita como
respuesta.
Ella se sujeta de mis hombros y se me queda mirando, hasta que no soy
capaz de aguantar su mirada. Me agacho más en su dirección, dejando un
beso casto en sus labios, pero urgiéndola al siguiente. Comienza a
responder tan rápido a mis caricias y a la presión de mis manos en su
cintura, que el pulso de mis venas tampoco se demora. Con los pulgares, le
recorro la blusa hacia arriba, pero me detengo en cuanto llego a la curva de
sus senos, donde hago una caricia determinada. Trazo un par de círculos en
sus cimas. Ella curva la espalda y se retira.
—No se trata de si confío en ti o no —admite, en un resuello—. Me
prometiste que íbamos a ir con calma.
—Lo sé. Ya te pedí perdón por...
—Mejor dejamos el tema —sonríe, interrumpiéndome; baja las manos
por todo mi torso y se detiene en el cinturón de la bermuda; con sus dedos
delgados, tensos y capaces, empieza a desabrocharlo—. Yo me dije que el
tiempo pondría todo en su lugar. Y aquí estamos. Espera unos meses más,
un año, no sé: lo que haga falta. A lo mejor ya no te atraigo tanto entonces.
Entorno los ojos, pero ella no me está mirando, sino que sigue jugando
con la lycra de mi ropa interior. Dejo caer la bermuda al suelo, mientras
estudio sus rasgos delicados; hay una infinidad de facciones perfectas en su
cara. Las cuales se vuelven pueriles si se la ve triste. Así que, con ganas de
ahogar esas inseguridades del todo, acuno su rostro entre mis manos. Sus
ojos se clavan en los míos un instante.
A continuación, tras apretar los párpados, le digo—: Si tú me dices, en
este momento, que no estás segura de lo que siento por ti, yo pongo punto
final a todo. Te prometo que no volveré a meterme en tu vida y dejaré la
raya bien dibujada entre nosotros. Sé lo que te hice, Elle; y de verdad quiero
que dejes de pensarlo. Para ya. Déjame enmendar lo idiota que fui contigo.
Créeme. Si no puedes perdonarme, voy a entenderlo.
La observo atentamente, esperando a que diga algo. Y, aunque me digo
que puedo oír cualquier cosa para calmarme, lo cierto es que solo hay una
cosa por su parte que pretendo escuchar para convencerme, también, de que
no la perdí en el transcurso de este embrollo. Sin embargo, un sentimiento
que no es decepción, se me incrusta en la garganta, al tiempo que ella
sonríe.
Una especie de desmoralización atenaza mi pecho cuando siento que me
abraza. Hago a un lado la sensación de inconformidad, y espero, de
nuevo...
—Gracias por esto. —Ella vuelve a ponerse de puntillas y me besa lento;
la correspondo porque me encanta tocarla, pero ni siquiera puedo cerrar los
ojos—. Me haces feliz.
Con esa pequeña exclamación por su parte, una energía renovada me
inunda. Y, aunque el sinsabor del anterior exabrupto sigue rumiando en mi
mente, me inclino para apagar la luz, la abrazo otra vez, y la levanto del
suelto. La he sujetado por la cintura, así que ella tiene total libertad para
envolver las piernas alrededor de mí.
Hago que se tumbe en su cama, mientras pongo una rodilla en el colchón
y me quedo mirándola... Ojalá pudiera preguntárselo directamente. Pero sé
que, si no me lo ha dicho, si no lo he escuchado salir de su boca, es porque
en el fondo hay todavía algo que la tiene temerosa contra mí.
La ayudo a colocarse bien en la cama, y le saco la camisa al tiempo que
ella levanta las manos. Paso las mías por su pecho cuando me inclino para
besarla. Ella se abraza de mi espalda, arqueándose para encontrarme. Sé
que puede sentirme, que quiere estar conmigo, y que siempre ha sido
sincera respecto a lo que hay entre nosotros.
Sin embargo, también sé que espera muchas cosas de mí. Y por fortuna
estoy determinado a seguir viendo esa sonrisa en sus labios...

—¡Así no, papá! —me explica Beth mientras, con sus dos pequeñas
manos, sujeta la mía para ponerla con el dorso hacia afuera—. Es así...
Sentada sobre su colchón individual, pone su palma en la mía. Ni
siquiera me abarca una cuarta parte de la mano, pero me quedo callado ante
su expresión meticulosa; ella quiere probar que, a pesar de que mis manos
son más grandes que las de su tío Taylor, no tengo madera para ser mariscal
de campo.
Emito una risa suave ante su ceño fruncido.
—Yo puedo lanzar el balón también —digo—. Lo que pasa que se me da
mejor correr, ¿entiendes?
Con una mueca, Beth asiente. Acto seguido, se muerde la lengua con los
dientes, al tiempo que me pellizca la nariz con los deditos. Parpadeo varias
veces antes de notar la manera detenida en la que me observa. Luego, con el
dedo índice, me pasa la yema por el párpado derecho, y el izquierdo
además.
Lleva puesto un pijama blanco, con pequeños dibujos de nubes, en color
azul. Tengo que irme ya, pero Beth no quería despegarse de mí, así que Elle
consideró que lo mejor era que viniera a arroparla.
—Alguien tiene que cerrar los ojos de una vez —comenta esta,
adentrándose en la habitación.
La Abejita mira por unos segundos a su madre y, con un puchero en la
cara, vuelve su atención a mí. Hay incomprensión en su gesto de infante.
Pero he aprendido a no subestimarla diciéndome que no entiende en lo
absoluto lo que ocurre a su alrededor. La prueba está en sus berrinches, que
ocurren solo por la noche, cuando me voy a mi departamento. Nunca pasa si
estoy presente para la comida o cuando tengo que irme luego de dejarla del
jardín de niños.
Quizás sabe más de lo que pienso. Y por eso duele en mayores
proporciones.
—Escucha a mamá —espeto, depositando un beso en su mano.
Ella no hace ni dice nada, sino que gatea hasta mí y recuesta la cabeza en
mi pierna. Tengo el codo apoyado en su almohada, de manera que noto
cuando empieza a parpadear de forma perezosa. Se quedará dormida dentro
de poco.
Lo único que me queda es mirar en dirección de Elle. Después de que lo
hago, ella me sonríe y se da la vuelta. Una vez a solas con Beth en la
habitación, ella estira la extremidad hacia mi mano y toca la muñeca en la
que tengo la pulsera que tejió. Más tarde, ya que le he dado a Manchas, le
explico que las personitas de su edad tienen que dormir más horas, para
evitar la irritación. Y al principio, mientras cierra los ojos, no puedo evitar
pensar en lo que ha ocurrido por mi culpa y la manera expresa en la que he
dañado parte de su crecimiento. Lo más común, aunque no reglamentario,
es ver que las familias estén conformadas por una figura materna y otra
paterna y, a pesar de que Beth las tiene, por mi parte ha tenido una bastante
ausente en ciertos momentos. No deja de afectarme.
Más en estos instantes en los que ella quiere sentirse segura, arropada y
querida. Permanezco en silencio conforme la niña va mostrándose más y
más soñolienta. Entonces, apretándome la mano, cierra los ojos
lentamente. La acomodo debajo de sus sábanas ya que se ha dormido por
completo. Sin despertarla, abandono su calor y entrecierro la puerta,
encendiendo la luz de la lamparilla de pared antes de salir de la alcoba.
También observo el bulto diminuto que ha formado en la oscuridad de su
habitación y, con un gesto de pena, me echo a andar por el corredor.
Elle está en el comedor junto a la cocina, todavía revisando la tarea de
sus alumnos. Le dije que podía ayudarla —en uno de esos arranques por
hacerla sentir mejor—, pero se ha negado de manera rotunda. Al parecer,
porque yo ya tengo suficiente con las exigencias del club y Damon. No
quise insistir, ya que, frente a su carácter, es mejor guardar cierta distancia.
Recorro una silla y me siento a su lado; el libro que me ha regalado está
junto a una de sus carpetas. Lo sujeto cuando ella me dirige una mirada.
—No me gusta que haga rabietas, pero...
—Es mi culpa —la interrumpo.
Ella niega con la cabeza.
—De los dos —dice; la escucho resoplar al tiempo que cierra un
cuaderno; sus cejas están enarcadas—. Por eso no quiero que la
confundamos. No quiero que un día se despierte y vea que me estás
besando como si...
—Lo entiendo perfectamente —me río—. Nada de demostraciones
frente a ella hasta que podamos explicarle cómo funciona esto de los
noviazgos con gente que ya tuvo un hijo. Aunque yo pienso que es algo
muy fácil de exponer. —Ella sonríe, entornando los ojos, así que le espeto
—: Mami y papi han decidido salir un poco, conocerse y darse besitos.
También se harán regalos, como en navidad y en tu cumpleaños. Beth, ¿te
agrada la idea?
—Ojalá fuera así de fácil.
—Ojalá no fuera tan complicado. —Agarro bien el libro antes de
levantarme. Ella también se incorpora—. No tienes por qué preocuparte. —
Sujeto su mano cuando ella me hace una señal de que va a acompañarme
hasta la salida—. Es una niña inteligente que nos entenderá muy bien.
Como ella no dice nada, una vez en el umbral de la puerta, me giro sobre
los talones. Jeremy está a unos cuantos metros de distancia. La casa tiene un
sistema de seguridad que él mismo sugirió, así que ya debe de estarse
marchando. Me despido de él con la mano y luego me despeino el cabello,
convencido de que Elle sigue teniendo miedo.
Esto de tener que confiar en mí es nuevo para ella, así que la comprendo
totalmente.
—Ve con cuidado —susurra.
Sacudo la cabeza, incapaz de encontrar una palabra para darle.
La luz que proviene del interior de la casa, los pilares que están en la
entrada, y las plantas que recubren las dos jardineras vigilantes en el
umbral, hacen una perfecta combinación con la imagen que Elle tiene en
este momento.
—Voy a grabar un spot mañana —musito, acercándome a ella; la acerco
a mí sujetándola con la mano libre y ella pone sus dos manos en mis brazos
—, así que te veo por la noche, si alcanzo a venir.
Una mueca seria aparece en su rostro, pero al siguiente, una sonrisa
deslumbrante se forma en sus labios.
—Me la pasé muy bien —dice, al tiempo que rodea mi cuello con sus
manos—. Acuérdate de lo que hablamos...
—Cómo olvidarlo —le espeto.
He inclinado la cabeza hacia su rostro y ella apoya sus labios en los
míos; los mueve poco y el tiempo suficiente para hacer que mis manos
busquen apretarla contra mí. No quiero dejar de abrazarla, ni dormir lejos
de ella. Y, aunque es posible que Elle tenga sentimientos parecidos, sus
ironías y pretextos causados por la desconfianza, me dicen que debo de ser
muy paciente. Así como lo fue conmigo.
Me separo unos instantes, mirándola a los ojos...
—Buenas noches —murmuro.
—Buenas noches. Déjame saber si te gustó —dice, al separase.
Levanto el libro, sujetándolo fuerte y reprimo una risa.
—Tiene buena pinta —susurro, dándome la vuelta.
Estoy en mitad del camino hacia la camioneta, cuando escucho que ella
exclama—: ¡Bee! —Mirándola por encima del hombro, parcialmente vuelto
hacia ella, enarco una ceja, y entonces me dice—: El miércoles tengo una
junta con los padres de familia, así que acabaré antes del mediodía y así...
podríamos ir a por Beth juntos. Si quieres... O sea, pensé que... Pero igual si
estás ocupado...
—Si no puedo venir el martes —atajo, sonriendo por el titubeo en sus
palabras—, te llamo por la noche. Para saber a dónde paso por ti.
Una sonrisa lúcida se forma en sus labios. Le hago una seña hacia mi
camioneta, y ella sacude la cabeza comprendiendo que ahora sí debo irme.
Abro la puerta del conductor tras quitar la alarma. El chasquido del seguro
hace que, por unos segundos, la realidad se sienta menos apretujada en mi
mente. Sin embargo, ya que me siento en el lugar del conductor y dejo el
libro en el otro, soy consciente de que la soledad me pesa porque ya
conozco lo que hay del otro lado.
No reniego de ese espacio de tranquilidad que uno adquiere cuando no se
le tiene miedo, pero hoy que me desperté con los brincos de Beth a mi lado,
y su voz cantarina pidiendo un desayuno (cuando el sol apenas ha salido),
no siento que pueda existir una cosa mejor que esa; con todo y el
cansancio.
La parte despierta de mi cuerpo, la que nunca se ha hecho lío con nada,
me dice que esta desesperación que me embarga es el fruto de lo que yo
mismo sembré. Y, en vista de que eché a perder aquella cosecha...
Tengo que empezar de nuevo.
25
Elle

Pauline, una de las profesoras que trabaja conmigo en Sutton, chasquea sus
dedos frente a mi rostro. Parpadeo varias veces e ignoro el sentimiento de
terror que ha invadido cada uno de los miembros de mi cuerpo. Bajo la
mirada hacia los libros que sostengo en las manos, con miedo de que se me
vayan a caer. Y, cuando dirijo mi atención hacia la entrada del
estacionamiento del colegio, la imagen que me sacó el aliento ya no está.
—De verdad que estás obnubilada —se ríe mi compañera—. No te
detengo más...
—Lo siento, es que creí ver a alguien —admito, en un susurro.
Pauline lanza una mirada sobre su hombro y, con gesto de curiosidad,
vuelve a mirarme a mí.
—¿A Slenderman? Ahí no hay nadie, cariño. Pero, vamos, quita esa
cara. Se te hace tarde —apoya las manos en mis hombros y me da un ligero
tirón.
Le sonrío porque, sinceramente, no puedo hacer otra cosa.
Cuando ella se da la vuelta y empieza a andar hacia el interior del
enorme edificio de ladrillo, echo un vistazo de nuevo al portón. Al
comprobar que no hay nadie allí, sacudo la cabeza, mientras abro la puerta
del coche. Acciono la palanca del maletero para guardar todo el material, y
una vez allá, dejo los libros y las tareas pendientes.
Apenas cerrar con un ligero chasquido, escucho los pasos a mis espaldas.
He girado tan lento que, en cuanto lo tengo frente a mí, dejo caer las llaves
del coche. Estoy tan atónita en este instante, que no me puedo mover ni
siquiera aunque lo intento. Como acto reflejo, sin embargo, recargo la
cadera en el auto y aprieto los puños.
—Ya decía yo que me parecías conocida —espeta el hombre.
Él estira la mano y me ofrece las llaves. Las miro con aprensión, aterrada
ante la expresión de confianza que Ed, el esposo de la hermana de Ruth,
tiene plantada en su cara. Atemorizada por lo que implica su presencia aquí,
extiendo la mano para sujetar las llaves. Noto que el sujeto las retiene por
una milésima de segundo. Y, cuando las libera por fin, miro a un lado y otro
buscando no estar sola con él. Por desgracia para mí, no hay nadie en lo
absoluto. Lo único en lo que logro pensar es en lo que me dirá Bee.
De manera absurda, mis pensamientos se dirigen a Ruth. Porque, cuando
quiere, Brent puede ser pesado y sobreprotector. Lo tengo sabido.
Se enojará con ella.
Trago saliva para contener el miedo, y le digo—: Por favor, no me tuteé.
Giro sobre mis talones, caminando con rapidez hacia la puerta del
conductor. Pero, entonces, la voz crispada y asquerosa del sujeto, se hace
oír a mis espaldas.
—Pensaba que podías darle un recado a mi cuñada. —Me quedo de pie
con la puerta entreabierta, pero no me vuelvo a mirarlo—. Dile que no se
olvide lo que hablamos.
Sin pensármelo, me acomodo en el lugar del piloto e inserto la llave en
su habitual ranura. Mis dedos están tan temblorosos que, bajo ninguna
circunstancia, pienso moverme del estacionamiento. Como primera opción,
me planteo la idea de regresar al interior de la escuela; pero de inmediato
me digo que eso solo incrementará mis nervios.
No quiero verme rodeada de gente.
En este instante, con precisión, solo necesito a una persona. Así que
busco mi teléfono en la bolsa que dejé en el sitio del copiloto, y a tientas,
suspirando varias veces para normalizar mi respiración agitada, marco los
dígitos del número que el mismo Bee me guardó en el teléfono hace unos
días. El de Jeremy.
Si le digo directamente a Brent lo que ha ocurrido, sé que los resultados
no serán buenos. Y, por consejo del mismo Jeremy, decido recurrir a quien
puede ejercer algo de autoridad sobre él.
—No le diga nada a Miriam. Solo... explíquele que el coche no me
enciende y que me gustaría que viniera a recogerme.
—Sí, perfecto. Igual podría llamar a una grúa mientras llego a por usted
—comenta el hombre, en tono tan neutro que incluso me calma los nervios.
Al segundo siguiente, continúa—: Estoy de camino.
—No, no —susurro, con la pena estrangulándome—. Venga en un taxi.
No quiero conducir y, si le llamo a Bee primero... Usted sabe...
—Claro. Entonces ahí la veo.
En cuanto cuelga, aprieto el volante del coche en mis dos manos y cierro
los ojos. Quiero pensar que estoy exagerando, que este miedo es producto
de mi imaginación y que, si desvío mi mente en otra dirección pues seguro
hallaré que no tengo por qué preocuparme. Siento las ansias llenar el vacío
de mi pecho, pero ni siquiera el buscar los últimos mensajes que compartí
con Bee por la mañana, consiguen tranquilizarme.
Varios minutos más tarde, con la vista clavada en la foto que él mismo
subió la tarde del viernes pasado, cuando llevó a Beth a dar un paseo junto
con Tay y Leah, escucho que alguien golpea suavemente la ventanilla. Y me
vuelvo, tan asustada, que Jeremy alza una mano y, con un ademán, me
indica que le quite el seguro a la puerta.
Él la abanica para dejarme salir...
Y yo me rasco la ceja izquierda, mirando a los lados como si el espectro
pudiera volver otra vez.
—Este... yo no... Lamento molestar. Pero quedé de comer en casa y no
creo poder conducir —farfullo.
La inspección que Jeremy le hace a mi rostro me deja más aturullada
aún, de modo que niego con la cabeza, sin comprender. Tampoco puedo
moverme.
—Venga —dice, poniendo una mano en mi hombro.
El gesto es tan conciliador que no reparo en que mis pies,
automáticamente, empiezan a guiarme en la dirección en la que Jeremy me
indica. Las plataformas que llevo puestas me lastiman las plantas de los pies
y no me veo liberada de la sensación presurizada de mi pecho, hasta que
Jeremy no me abre la puerta del copiloto. Me dejo caer en el asiento con
tanto alivio que, si no fuera porque es un casi desconocido para mí, me
echaría a llorar ahora mismo.
Los días que ya pasaron todo había salido tan bien y yo estaba tan feliz,
que sentirme así me parece algo ridículo.
—Póngase el cinturón, por favor. Y cuénteme qué ha ocurrido —musita
Jeremy, mientras se ajusta al asiento y enciende el coche; antes de empezar
a conducirlo, no obstante, se saca algo de la chaqueta que lleva puesta; es
una tablilla empaqueta de chocolate amargo; me la ofrece con una sonrisa, y
yo titubeo—. Es para el shock que es obvio tienes. El azúcar ayudará. —
Miro la barra cuando la sujeto, y me doy cuenta de que es un Hershey's de
los que Bee me compró el domingo en el cine—. Dicen que son tus
favoritos.
Esbozo una sonrisa tímida y empiezo a quitarle la envoltura.
—Gracias —espeto, cuando le doy un mordisco a la tablilla—. Es... Ha
sido el esposo de Rachel.
—La hermana que le queda a Ruth, sí —comenta. No me sorprende que
lo sepa ya, dado que Bee debió de darle detalles respecto al porqué de su
contratación—. Y... ¿qué quería?
—Asustarme —digo—. Me pidió que le diera un recado a Ruth, pero eso
no tiene sentido.
—No. Pero siempre es más lógico que apunten a lo más alto. Con esto
no quiero decir que Ruth se menos valiosa que tú, aclaro.
—Lo entiendo.
—Brent está en el club, si no me equivoco —masculla el hombre, y yo
asiento, así que él prosigue—: Entonces iremos a tu casa y te quedarás ahí
hasta que llegue. No sucede nada, Elle. Va todo de maravilla.
Logro sacudir la cabeza, y Jeremy susurra que continúe comiéndome el
chocolate. Mis nervios menguan mientras el coche avanza por la poco
transitada calle en la que se encuentra Sutton, y cuando nos adentramos en
Normandy Drive, ya empiezo a sentir que el momento ha sido más una
pesadilla.
La calle en la que he vivido todo este tiempo se encuentra en un área
familiar, tranquila y con tantas áreas verdes como un jardín emblemático.
Además, las propiedades tienen una extensión enorme en los frentes, lo que
hace que entre un porche y otro haya un montón de espacio. Frente a mi
casa hay una rotonda por la que tenemos que tornar antes de aparcar en el
patio delantero.
Ya que se estaciona allí, Jeremy se baja del automóvil, lo contornea y me
abre la puerta de mi lado.
—No le digas a Bee cómo me viste, por favor —musito—. Se pondrá...
—Histérico. Lo sé. Un problema en las hormonas de los muchachos hoy
en día.
Ha esbozado una sonrisa tan cándida que me toca corresponderle.
—No es un muchacho hormonal. Eres muy severo con él —admito.
Ni siquiera me doy cuenta de que lo estoy tuteando. Pero, a diferencia de
lo que sentí cuando el tipo me llamó por mi nombre, con Jeremy se siente
algo más cálido. Familiar, tal vez. Y me digo que es porque ha resultado ser
el hermano menor de Damon Elise y también una persona que influyó en la
contratación de Bee para los Titanes.
Siguiéndolo hacia la entrada, cargando mi bolsa, le escucho decir—: La
mano dura es lo que forja la personalidad de un ser humano. Si no, ¿cómo
piensas que el demonio de mi hermano consiguió enderezar a Brent?
Sabiendo que ya no puedo contradecirlo, doy pasos sigilosos en el
interior de la casa. Beth saldrá dentro de poco, por lo que no me extraña que
Miriam ya se haya cambiado. Está en el comedor, leyendo y con la laptop
frente a sí. Además, lleva puestas gafas de estudio. Jeremy pasa de largo
hasta la cocina. Yo supongo que, gracias a lo que ha sucedido, debo ir detrás
de él, de manera que le hago una seña a Miriam y ella se yergue.
En la cocina, Jeremy se sienta en una de las sillas altas y empieza a
teclear rápido en un móvil que no le había visto hasta ahora.
—Bee tiene minicampamento esta semana —espeto, apresurada; pongo
las manos en la isla—. Si le digo que el tipo me abordó así...
—No va a pasar nada —comenta él—. Si estoy aquí es precisamente
para darle este tipo de noticias… y ayudarlo a solucionarlas.
Aprieto los ojos, nerviosa por ese hecho. Ahora mismo, por mi mente
navegan muchas posibilidades, pero tampoco quiero turbar la temporada
baja de Bee... Está tan ocupado que, en cuanto le diga esto. Dios...
Me muerdo el interior de la mejilla, ansiosa.
Miriam acaba de dejar una jarra de té helado sobre la isla. Le sirve uno a
Jeremy y luego me ofrece a mí.
—Se va a preocupar —insisto—. Tal vez no fue para tanto. Y hoy,
después de que le hayan hecho ver todas sus fallas en la temporada pasada...
Ya tiene suficiente con eso. No quiero arruinarle nada. Entiéndeme.
—Por eso tiene que saberlo —refuta el hombre—. Hablaré con él. Y, una
vez que lo haga, verás cómo se quedará tranquilo.
Ruedo los ojos sin poder evitarlo.
Miriam me pregunta qué ha sucedido así que yo se lo narro con detalles
superfluos. Jeremy se limita a mirarme de cuando en cuando. Su pelo
entrecano y las arrugas en las comisuras de sus ojos no le quitan el encanto
personal a su apariencia, aunque Bee dice que siempre se hace el duro
delante de él.
En el fondo, sé que le tiene mucho cariño. Y, por ese cariño, es que
decido creerle; para calmar mis nervios, me libero de las plataformas y me
coloco ropa más cómoda. Ya que me siento un poco más libre de mis
obligaciones, y que he guardado todas mis cosas del colegio en el despacho,
regreso a la cocina para preparar algo de comer.
Bee prometió que, en cuanto terminara con el entrenador, vendría de
inmediato. La semana pasada, apenas abril dio inicio, la NFL anunció el
programa de actividades de la temporada baja, lo cual ha hecho que lo vea
poco, a pesar de que trata de salir con nosotras todo el tiempo que no está
metido en las instalaciones del club.
Para desgracia mía, ni siquiera la comida logra que aparte de mis
pensamientos de lo que supondrá esto para él. Estará sumergido en sus
pruebas, frente a los novatos, con miedo... Por mi maldita culpa. Resoplo
todo el aire que guardé en los pulmones mientras cierro el horno. A mis
espaldas, las voces de Jeremy y Miriam han disminuido de volumen.
La razón de ello me abraza por la cintura y planta un beso tierno en mi
mejilla.
Vuelvo a cerrar los ojos, antes de darme la vuelta y encararlo. Sin
embargo, el sonido de una vocecilla chillona inunda la cocina; cuando me
vuelvo de golpe, Miriam está levantando a Beth en brazos.
—Hola, amor —digo, aproximándome a Bethany, que me está mirando
con añoranza.
Le sonrío un poco a Brent, pero él (por supuesto) se da cuenta de mi
evasión.
Al tiempo que estrujo a mi hija entre los brazos, le lanzo una mirada
suplicante a la nana. Ella asiente sin decir nada. Entonces, sí, le entrego a la
Abejita y regreso la atención a Brent, que está observándome con el ceño
fruncido.
—Llegaste más temprano —musito.
Sé que mi voz me delatará, y que él no tardará nada en darse cuenta de
que ocurre algo. Por ese motivo, busco el rostro de Jeremy.
—Probablemente voy a tener que vigilar de cerca a ese tipo —arguye el
hombre.
Bee desvía su vista hacia él, cruzándose de brazos. Ha arrugado tanto las
cejas que la línea de tensión en su rostro también acrecienta mis temores.
—Si hizo algo que a mí me va a molestar, vigilarlo se me antoja
insuficiente —espeta, en tono adusto. Me mira con suspicacia y yo clavo
los ojos en los suyos—. Recogí a Beth porque Gray me llamó; habrá
reparaciones en Primrose, y sabe que tú estás saliendo apenas de la escuela.
No hay clase hasta el lunes próximo.
—La situación no es tan preocupante como parece —se ríe Jeremy.
Los dos nos extrañamos ante su ligereza y lo miramos entre atentos y
nerviosos.
—No me hace gracia —repone Bee.
—Es que te estás dejando llevar por una suposición, niño —acota el
hombre, sin cambiar de semblante—. Esto ocurre así: le hacemos una visita
para preguntarle en qué cosa le podemos ayudar. O bien le preguntas a tu
amiga qué cosa les prometió y por qué piensan que, por medio de Elle, lo
obtendrán más rápido.
Todo lo que he venido creyendo estas horas se hace realidad cuando Bee
relaja las manos, pero al minuto siguiente se inclina para ponerlas en el
granito de la isla. Agacha la cabeza en un ademán de enojo, así que yo miro
al techo, y aprieto las mandíbulas. Sé lo que dirá y la verdad no creo estar
preparada para oírlo.
Jeremy me está mirando. Yo me muerdo el labio inferior ante la opresión
que siento en el pecho.
—El cabrón ese le dijo a Elle que le entregara un mensaje a Ruth —
repone él.
—Voy a hablar con ella —dice Bee.
Ya que no me está mirando, sé que si me evita es porque no quiere
discutir conmigo.
Y yo tampoco quiero...
—Jeremy, debe de haber otra cosa que podamos hacer. Ruth no tiene la
culpa de nada de esto.
—Ruth fue a esa casa y le ofreció ayuda. ¡El sujeto es un parásito, Elle!
—dice Bee, elevando la voz.
—Quieren dinero —interviene Jeremy—. Pero, Brent, en este caso
tenemos que preguntarle a la muchacha si habló con ellos desde que
empezó a investigar con los servicios sociales.
Sacudo la cabeza, mientras experimento una horrible sensación de
ahogo. Jeremy se pone de pie y, tras beber el resto de su té, empieza a
caminar.
Antes de salir de la cocina, sin embargo, y cuando me acerco al horno
para regular la temperatura, él dice—: Tengo un amigo que estaría
encantado de ayudar. Mientras decides qué hacer. Aunque, si me permites
una sugerencia, no estaría mal que se tomaran unas vacaciones de verano.
Ustedes y la niña.
Escudriño el semblante de Jeremy. Él esboza una sonrisa en mi dirección
y se marcha, con paso seguro.
A solas, Bee se gira a mirarme.
—Dime qué pasó —espeta.
El tono de su voz me provoca un vuelco en el estómago. Trato de evadir
su mirada, pero me es imposible. Y lo busco. Me abrazo a él sin pensarlo,
sin hacer caso de mi conciencia que me dice que él está mal por enojarse;
una parte de mí quiere exigirle que no le pregunte nada a Ruth, pero la
otra... No hago más que entenderlo. Estoy asustada por Ruth, sí, pero estoy
todavía más asustada por lo que Jeremy ha dicho.
No quiero estar en la mira de gente con esos escrúpulos, y tampoco
quiero que mis imprudencias creen una distancia entre Brent y yo.
—Ruth tiene que entender que es peligroso lo que está haciendo,
cualquier cosa que sea —masculla él, cuando por fin me aprieta contra sí.
—Entonces ayúdala.
Bee me hace apartar de su pecho y yo lo miro a los ojos, añorando que
entienda lo que trato de decirle.
—Espero que comprendas que, si ella no quiere, tampoco puede
exponerte a ti y a mi hija. Quisiera decir mentiras, Elle, pero la verdad es
que para mí tu seguridad y la de Beth son lo primero.
—Beth y yo te tenemos a ti. Ruth no tiene a nadie más —repongo.
La voz interna de mi cabeza me dice que me calle. Porque Bee está en lo
correcto. Sin embargo, sigue siendo mi amiga. Hasta ahora, jamás pensé
que ocurriría algo como esto y que ese algo, de cierta forma, significaría
una diferencia entre nosotras.
Necesito que, por favor, él me diga que está aquí y que con eso bastará.
—Ruth es una mujer adulta que toma decisiones para sí misma —
murmura Brent—. Le voy a ofrecer todo mi apoyo, pero si no acepta,
prométeme que vas a hacer lo que Jeremy sugiera.
Me acerco al horno para apagarlo. Al tiempo que Bee me sujeta la mano
y tira de mí para abrazarme de nuevo, respiro muy hondo; lleva puesta ropa
deportiva y está diciéndome que solo se quedará a comer porque tiene que
ir a ver videos de nuevo.

*
Bee ha tenido que estar en distintas prácticas estas dos últimas semanas.
Apenas y hemos podido compartir un poco de tiempo juntos. Ojalá pudiera
decir que es suficiente. Porque pensé que, después de que iniciamos esta
relación, aprendería a controlar mis impulsos por tenerlo cerca. Pero solo se
hicieron más grandes.
Además, desde que él y Ruth hablaron, ella ha estado un poco lejana. Ya
que, como Brent sugirió, no ha aceptado ninguna ayuda por su parte. Se
negó tan rotundamente, que incluso se ha encerrado en ese hermetismo del
que no la creí capaz.
—Sigo sin creer que haya dicho que estás mintiendo —me dice Miriam.
Hago una mueca de tristeza y me llevo un pedazo de manzana a la boca.
—No dijo que mentí.
—Ajá. Pero dijo que la tal Rachel lo había negado y que ella le creía —
comenta la muchacha.
Ante su comentario, no veo cómo defenderla. Sí. Es verdad. Quizás Ruth
no dijo en todas sus palabras que yo estuviera inventándome la visita de su
cuñado, pero es bien cierto que le preguntó a su hermana y que esta
defendió a su marido. No sé si fue por conveniencia (aunque Bee está
seguro de ello). Y eso, sin embargo, es lo que más me gustaría pensar. Que
está cegada por lo que le provoca conocer lo que han vivido su hermana y
su sobrina al lado de la repetición monstruosa de su padre.
Sam y yo, junto con Irina, estamos pensando abrir una fundación nueva;
estoy considerando seriamente administrarla en persona, porque la verdad
es que ya no me siento cómoda con las cosas como están en este momento.
Bee no tiene tiempo de pisarme los talones y yo ya no me siento segura.
Mucho menos si Ruth se niega a reunirse tan poco conmigo. Llevé a
Beth a su cita regular, y se mostró triste, casi distante. Le prometí que puede
contar con nosotros y ella se limitó a decirme que lo sabía.
—Yo voy —masculla Miriam cuando se escucha el timbre.
A esta hora de la mañana, las personas que me auxilian en el cuidado de
la casa están trabajando; así que es raro que haya visitas. Los sábados me
gustaba llevar a Beth a dar una vuelta, pero, aunque Jeremy está aquí para
llevarnos, mis ánimos se encuentran por los suelos.
Aproveché para desayunar algo mientras la niña duerme. Y, cuando veo
a mi madre atravesar el umbral de la cocina, sé que ha sido lo mejor.
—Si la montaña no viene a Mahoma… —dice, inclinándose para
besarme las mejillas.
—Hola, mamá, ¿cómo estás? —ironizo.
Está impecable como siempre; con el pelo lacio, rubísimo, y
perfectamente maquillada. La vestimenta grácil, los ademanes elegantes y
todo ese glamur que carga consigo. También la ponzoña. Y, junto a ella, mi
dolor por quererla tanto.
—Solo vine a visitar a un nuevo abogado —dice, en tono sombrío—. Me
imagino que no sabes, ni te importa, que a tu padre le fue denegada la
moción para apelar.
—Lo escuché. Y traté de llamarlo, pero si él no me responde las
llamadas, no tengo intención de obligarlo a recibirme.
—Digna como siempre —repone.
Ella curva una ceja. Miriam no ha vuelto a la cocina y, aunque sea quien
es, Brenda Lewis me causa mucho miedo. Ese miedo que me da no poder
enfrentar mi vida. El miedo que tengo de aceptar que hace mucho que dejó
de quererme como una madre a su hija. La única que le queda.
Ignoro lo que ha dicho y me meto otro trozo de manzana a la
boca. Aunque por fuera no se me vería esto, por dentro siento el ácido
recorrer mis intestinos.
—Tengo mucho trabajo, mamá —espeto.
—Te veo y no me puedo creer que permitas todos estos rumores. Yo no
crie al segundo plato de nadie, Elle, escucha lo que te digo.
Al principio, no sé a lo que se está refiriendo. Pero me cruza una leve
idea por la cabeza. Me bajo de la silla comprendiendo que esto es por Bee.
Por las fotos que hay en las redes, por las suposiciones de que no hay algo
estable entre nosotros. Y, aunque a mi madre realmente no le importa saber
que en ese ámbito de mi vida soy muy feliz, lo exprimirá para descargar lo
que lleva dentro.
Dejo el plato en el lavabo y suspiro. Con todo lo que está pasando, no
tengo humor para oír los reclamos de una persona a la que ya no conozco.
Y lo único que me queda de ella, es un recuerdo muy bonito; por eso, por lo
que fue un día, decido hacer a un lado mis sentimientos y empiezo a andar
hacia la sala.
Miriam está sentada allí... Con Beth en el regazo.
—Al menos deberías ser un poco más lista. Si sigues por este camino, te
vas a quedar sin nada. En un futuro no muy lejano, a Brent Dylon se le va a
meter cualquiera por los ojos y la bragueta y tú te arrepentirás de ello. Pero
eso sí, contenta de haberte hecho la digna siempre, la orgullosa, la muñeca
de oro que no cuida su imagen.
Azorada por mis emociones, me giro con un gesto de aflicción en el
rostro. Miriam ya está llevándose a Beth. Pero es tarde; porque la Abejita
me mira con impresión, aparentemente aturdida. Solo por eso, me permito
mirar a mi madre, harta de lo mismo y preguntándome cómo no me di
cuenta de su comportamiento tan dócil estos años.
Me abrazo a mí misma antes de sonreír...
—Para que estés informada, Bee me pidió matrimonio: y le dije que no.
Si él está bien con eso, me importa un comino lo que tú creas.
—Es que más estúpida no puedes ser —comenta, anonadada por mi
confesión.
Un nudo doloroso se forma en mi garganta. Estoy a punto de retroceder,
pero entonces pienso en lo que me mantiene libre, feliz, y digo—: Me das
lástima, mamá.
—En cambio yo, a estas alturas, ni eso puedo sentir por ti —masculla, y
camina unos pasos—. Ya verás cuando la tal Monique se arme de valor.
Entonces te vas a acordar de mí.
—Todos los días me acuerdo de ti, mamá, especialmente cuando me
pregunto por qué no me di cuenta de lo bajo que puedes caer... Eres... Dios
mío; ni siquiera puedo decirlo. Pero no quiero verte. Quiero que te vayas.
Nada más, por favor, ten mucho cuidado: todo ese veneno que posees te
puede hacer daño a ti misma en cualquier momento.
La mueca que distorsiona sus facciones la he visto antes. He visto y
escuchado toda clase de insultos en mi contra. Brenda Lewis ya no me
sorprende; tampoco lo hace cuando, como un latigazo, abofetea mi rostro
con tanta fuerza que me veo obligada a dar un paso atrás.
Escucho la puerta abrirse detrás de mí.
—Elle... —Jeremy me llama.
Levanto la mano sin girarme, para hacerle saber que estoy bien —
aunque no es cierto— y miro a mi madre directo a los ojos.
Sonrío a pesar de que me quiero dejar caer al suelo para llorar.
—Vete de mi casa. Y no vuelvas a menos de que tengas algo bueno que
decir —suspiro, la voz ahogada.
Mi madre no se inmuta con mi aspecto, el cual seguramente es
deplorable. Se acerca a mí un paso más y, después de mirar a Jeremy, dice
—: Si tú te hubieras muerto en su lugar, tu padre no estaría en prisión ni
Brent amarrado a alguien con tan poco sentido común.
—Eso ya me lo has dicho antes. Así que te puedes ir. O, si quieres,
Jeremy te puede acompañar a la salida.
Hago caso omiso de la sonrisa que tira de sus labios y empiezo a subir
las escaleras. En el primer pasillo del recibidor superior, Miriam se me
queda mirando, pero yo sacudo la cabeza. No quiero llorar delante de
ninguno de los que me acompañan porque sé que van a narrarle a Bee todo
con salto y seña.
Internamente, advierto que esto me ha pasado en otras ocasiones. Y
siempre lo supero.
—Miriam, cuida a Beth un rato, por favor —digo, cuando noto que me
está siguiendo—. Voy a recostarme, me va a estallar la cabeza.
Escucho el sonido de su voz por encima de mi aturdimiento, al tiempo
que me dirijo a la habitación.
Una vez allí, cierro la puerta, recargo la espalda en la madera y hago una
inspiración fuerte; luego me juro que voy a superarlo. Como siempre. Y que
no voy a odiarla. Ni a desearle ningún mal. Me hago esa promesa a mí
misma porque sé que es lo mejor para todos.
26
Bee

El último texto que le respondo a Ramsés es un simple Ok. Ambos


mantuvimos una plática acerca de Ruth. Él quizás la conoce mucho mejor,
así que me limité a darle pocos detalles; ya que no sabe nada sobre la visita
que le hicieron con Elle a su hermana, ni tampoco que el tipo abordó a Elle
hace unos días.
Me di cuenta de que Elle está afectada por el temor y el alejamiento de
su amiga, así que hice lo que me pidió respecto a ella. Aparte, porque
también le tengo aprecio. Quise demostrarle que mi enojo no es en su
contra, pero como era de esperarse, se mostró reacia a abandonar nada que
tenga que ver con esas personas a las que piensa su familia. En este
momento, cuando ya todo está más calmado, decido no culparla por ello.
Los sentimientos que provoca la soledad a veces no son bonitos. Y Ruth,
aunque no quiera reconocerlo, está vulnerable ante una situación como esta.
Desde que ingresó a la universidad, no tuvo que preocuparse por otra cosa
que no fuera salir adelante y, a pesar de lo difícil que es eso, saber que lidias
solo con tus errores y aciertos es revitalizante.
Al bajarme del auto, y ver que el que usa Jeremy está aparcado en su
sitio habitual, me alivia que todo marche bien. Elle está distraída desde que
Ruth ignoró la petición que le hicimos de que nos contara cuáles son sus
intenciones respecto a su familia. El tono con el que me respondió, además
de inadecuado, me pareció egoísta. Porque no hacemos más que
preocuparnos por ella.
En cuanto avanzo por el interior del recibidor en la casa, noto a dos
mujeres que están terminando de sacudir todo. Ninguna se detiene en sus
labores, así que yo me adelanto hacia la sala, donde Miriam se encuentra
sentada sobre la alfombra, con Beth a su lado, que está de rodillas frente a
la mesa de centro, muy concentrada en un libro de colorear y con un
montón de crayones regados por toda la superficie.
Lleva el cabello en una coleta con un moño de color morado y colgadas
de la espalda las alas de abeja que Elle le compró la semana pasada.
Algunos mechones se han salido de su peinado y tiene las mejillas llenas de
rubor. Su agitación me hace ver que antes corría o hacía alguna de sus
típicas actividades. Cuando me nota a pocos centímetros de ella, deja lo que
está haciendo e ignora el comentario de Miriam, mientras gatea hacia mí y
se pega de mis pies tan pronto como se incorpora.
Con una sonrisa en los labios, feliz de saberla así, me acuclillo frente a
ella.
—Hola —le digo, al tiempo que le echo los cabellos rebeldes hacia
atrás.
Beth se cuelga de mi cuello y, con un gesto que le he visto solo cuando
se enferma, dice algo que no logro entender.
Arrugo las cejas ante la actitud de la niña, porque es muy rara...
—Está un poco malhumorada —observa Miriam, mientras se pone de
pie.
Rodeo a mi hija con los brazos y me levanto también, pero con una
sensación agridulce en el paladar.
—Oye… —susurro, tratando de que me mire; entonces comprendo que
el sonrojo en sus cachetes no era por ejercicio, sino por llanto y, como acto
reflejo, le lanzo una mirada a la nana, que hace una mueca de disculpa—.
Beth... ¿qué ha pasado, cariño?
En lugar de responder, ella se acurruca más a mi pecho.
Miriam sacude la cabeza, pero dice—: Ya le di de comer. Igual y
deberías acompañarla para que se duerma.
Parpadeo un par de veces, reparando en el hecho que más debió de
extrañarme. Los días que no labora, Elle procura estar siempre alrededor de
la niña. De cualquier forma. De modo que miro en derredor y, preocupado
por su ausencia, me siento en el sofá sin dejar de acunar a Beth entre mis
brazos.
La niñera de la niña comienza a recoger las hojas que están
desperdigadas, incluido el dibujo que estaba coloreando Beth, y en cuanto
termina se marcha. La escucho subir las escaleras, mientras trato de susurrar
cosas en el oído de la Abejita para que me diga algo; cuando está enojada, o
ha hecho algo malo, se avergüenza, así que entiendo que me muestre esta
actitud. Sin embargo, que tenga que ver con la ausencia de su madre...
Cuando siento que se ha quedado dormida, la deposito en el sofá, donde
seguro estará más cómoda con la temperatura que hace. Pasan de las cuatro
de la tarde, lo cual me increpa a buscar a Miriam para que me explique. No
obstante, al encontrarla en la cocina, también encuentro a un Jeremy que me
mira con aprensión una vez que me siento frente a ellos.
Elle tampoco está aquí...
—Siempre dije que era una arpía —susurra Miriam, incómoda y niega
con la cabeza—. Brenda. Vino a decirle, o más bien reclamarle, el hecho de
que su padre no haya salido.
—Beth se quedó dormida. Llévala arriba, por favor —espeto, después de
frotarme la cara con ambas manos.
No hace falta que me expliquen otra cosa.
A Elle le dan migrañas con las visitas de su madre. Al menos lo hacía
antes de que yo le advirtiera que la dejase en paz. Pero, por la cara que tiene
Jeremy y el gesto de apremio en la de Miriam, sé que en esta ocasión ha
ocurrido algo novedoso, que quizás los tiene impresionados. Como yo ya sé
de lo que esa mujer es capaz, pues me mantengo sereno, y a la espera.
Una vez que Miriam ha dejado la cocina, le dirijo una mirada de cautela
a Jeremy.
—Eso explica por qué tu mujer es tan dulce —comenta, al tiempo que
corta, con una navaja, el borde de una manzana verde; alzo las cejas sin
comprender a qué se refiere—. A una persona, cuando se la humilla de esa
manera, la vuelven asustadiza. Incluso la cohíben, hasta que le arrancan la
autoestima tanto que no puede defenderse.
—Brenda siempre fue así —mascullo—. Desde que murió su otro hijo,
al menos.
—¿El mellizo?
Digo que sí en un asentimiento, y Jeremy niega con la cabeza.
—Le dolió mucho.
—Pero esas cosas se superan. Y Elle no tiene la culpa —murmura el
hombre, en su siempre tono indulgente.
—No creo que piense eso —agrego, tras suspirar—. Al parecer, el
accidente lo tuvo mientras estaba de camino a recoger a Elle del colegio.
—Está loca: no tiene ningún derecho a tratar así a su hija. Además, la
violencia siempre rompe todos los lazos afectivos hasta hacerlos polvo.
Arrugo las cejas y pestañeo, sin entender del todo lo que ha dicho. Trago
saliva porque no sé si quiero oír lo siguiente. Tampoco sé si quiero
preguntarlo. La respuesta me da miedo. Me hace sentir, como ella dijo, a la
defensiva. De manera que me quito la gorra, me despeino el cabello con los
dedos y, tras hacer un mohín mecanismo de mi cerebro, resoplo.
No me había dado cuenta de que estaba conteniendo el aire. Jeremy me
mira todavía y yo tengo este sentimiento de zozobra quemándome en la
piel.
—¿Qué quieres decir con eso? —pregunto, al final.
—Que le pegó una bofetada a tu mujer, y luego le dijo que prefería que
hubiera muerto ella.
Ya me he sentido así antes. Mientras Elle estuvo embarazada, le pedí
muchas veces que se mudara a Atlanta. Ella tenía planes de trabajar con la
madre de Ramsés, pero por último mandó un currículum a la escuela en la
que trabaja ahora. Sin embargo, fui testigo de muchas de las veces en las
que Brenda la comparó con Ethan. Aun cuando estaba muerto, su hermano
siempre era mejor que ella en todas las cuestiones de su vida.
El nudo de mi garganta amenaza con ahogarme, por eso cierro los ojos...
—¿Cómo reaccionó Elle? —inquiero.
—Es admirable que, a pesar de lo que le dijo y le hizo, no le faltase al
respeto bajo ninguna circunstancia. —Se encoje de hombros y me mira, sus
ojos como saetas—. Pero, si yo fuera tú, no permitiría que esa mujer se
acercase más de lo necesario a ellas.
—Es su madre; tú no la conoces. Elle jamás me permitiría que me
metiera en esto. Y, cuando lo hice, fue a sus espaldas —mascullo, al tiempo
que abandono la silla y me pongo las manos en la cadera, mirando mis
zapatos.
Escucho que Jeremy resopla también.
Levanto la mirada hacia él, y sacudo la cabeza, hastiado.
—Entonces no te dejes engañar; a lo mejor va a decirte que todo va bien
y tal, pero no lo creo. A uno no le ensartan puñaladas como estas sin
provocar hemorragias internas.
—Voy a hablar con ella.
Un gruñido es todo lo que recibo como respuesta. La opinión de Jeremy,
aunque buena, no me dice mucho en este momento. No sabré qué decirle a
Elle si la veo triste o ausente conmigo. Y tampoco sabré cómo sentirme si
noto que ha llorado y que se ha reprimido a sí misma a causa de los
achaques de su madre.
Con esos pensamientos subo las escaleras, consciente de que ya Miriam
debe de haber acostado a Beth. Entonces esa suposición aqueja mi mente
mientras me adentro en el pasillo izquierdo de la casa, donde se encuentra
la habitación principal y la que Elle ha ocupado desde que vino a vivir
aquí.
Antes de tocar, me digo que, si Brenda se atrevió a pegarle a su hija
delante de la mía, habrá cruzado la línea.
Toco dos veces la puerta con el nudillo; observo los cortes de las heridas
que me hice hoy en el entrenamiento y me digo que ni siquiera ese escozor
se compara con lo que voy a experimentar si me encuentro con la mirada de
Elle, hecha trizas. En eso Jeremy tiene razón; Elle suele esconder sus
sentimientos y nunca los dice hasta que está llena.
Así, advierto que es probable que no responderá, y abro la puerta —que
no tenía seguro— para enfrentarme a la poca luz del interior. Las cortinas
están corridas y la cama hecha perfectamente. En el escritorio, hay una pila
de libros, junto a la laptop y el maletín que usa Elle para el trabajo. También
está ahí su celular.
Doy un par de pasos hacia la mesa, y me giro. Elle está sentada en
posición de yoga, con un puñado de fotos en el suelo, sobre la alfombra.
Hay una caja a su lado y de ella está sacando más fotografías. Cuando me
siento a su lado, y deposito un beso en su mejilla, ella se limita a sonreírme.
No está llorando, pero no me sorprende. A decir verdad, esto que tengo
frente a mí es justo lo que esperaba ver. Un trozo de persona delgada,
aparentando que no la han lastimado.
—Nunca te mostré cómo era —dice, al tiempo que me ofrece una foto
donde están su hermano y ella.
En la imagen, aparece una Elle más delgada y de rostro más afilado. Su
hermano, de pelo rubio, ojos azules y sonrisa soñadora, tiene sus mismas
facciones, salvo que masculinas. Además, es más alto que ella.
Escucho que suspira, admirando la foto. Los dos tenemos la espalda
recargada en el borde de la cama, pero le pongo atención a la fotografía solo
hasta que oigo cómo Elle emite una risa. Una risa tan forzada que todo lo
que me dijeron minutos atrás vuelve a repetirse. Le devuelvo la fotografía,
y la enfrento.
Antes de devolverla a su sitio, noto que se la queda mirando unos
segundos.
—Lo extraño mucho —admite.
Empieza a guardar todos los papeles en el interior de la caja, y entonces
se gira a mirarme, sonriendo.
Elle levanta su mano y me acaricia el pelo. Estudio su semblante, atento,
y me relamo los labios justo a tiempo para sentir cómo ella aprieta los suyos
en contra de los míos. Entrelazo mis manos con las suyas atrayéndolas
cuando se separa, y me las llevo a la boca. Aunque es probable que se las
haya lavado, el olor a alcohol etílico es delatado por sus uñas.
—¿Está todo bien? —susurro, acunando su rostro en una de mis manos.
—Sí. Tuve un poco de dolor de cabeza, pero me tomé una píldora y me
recosté.
—¿Y el alcohol? —insisto.
Elle aprieta los ojos y resopla.
—Comí poco. La píldora me provocó náuseas. De verdad, estoy bien —
sonríe.
Se inclina sobre mí para besarme de nuevo, pero entonces la detengo,
sujetándola por un hombro. Ella me lanza una mirada de dolor, que disfraza
muy bien con una mueca que pretende ser divertida. Mientras la examino a
detalle, hago un último esfuerzo por amarrar mis emociones.
Me digo que todo cuanto haga, tiene que girar en torno de ellas. No de
mí ni de mis instintos.
Yo también estoy sentado en el suelo, pero sigo siendo más alto; reclino
la pierna para adoptar una posición más cómoda y, de esa manera, Elle
puede acercarse más. Huele a lo mismo de siempre; sin embargo, en esta
ocasión el aroma de primavera está mezclado con el del alcohol. Lo
que impide que olvide esto del todo...
—Tu madre… —espeto, en voz baja.
Me levanto cuando ella lo hace; es todo tan rápido que no me doy cuenta
de cómo es que la situación se acalora, hasta que Elle me da la espalda y
agacha la cabeza.
—Ya te dije que estoy bien —farfulla.
—No quiero que tu madre pise esta casa hasta que no cambie su actitud
contigo —murmuro.
Ella se gira a mirarme, con el ceño fruncido y los ojos anegados en
lágrimas.
—Es mi madre —comenta.
—Y mira cómo te ha dejado —susurro.
Tal vez no estoy pensando mucho las cosas, pero su actitud, a pesar de
que ya sabía que reaccionaría así, consigue espabilarme. Doy varios pasos
en su dirección. Ella sonríe y se aleja, impidiendo que la abrace.
Tras unos segundos de mirarme con mucho recelo, vuelco la atención a
las cortinas.
—Si lo pensamos bien, no eres tan diferente de ella —dice; la miro otra
vez, convencido de que lo ha dicho sin pensar (pero eso no evita que duela)
—. Los dos me hacen sentir que no valgo nada.
—Yo jamás te he tratado así, Elle —musito.
Mis palabras se sienten tan débiles, que tengo que inspirar
profundamente para no ahogarme con ellas.
Elle, frente a mí, se enjuga las lágrimas, dolida.
—¿Qué crees que hacía cada vez que te mostrabas tan cariñoso conmigo
y luego, si trataba de acercarme, me explicabas que era solo por tu hija?
—Aun así, nunca te prometí nada ni te mentí.
—Te acostaste conmigo de nuevo y luego me dijiste que era un error —
me espeta.
Está llorando a rienda suelta de manera que no hago otra cosa sino
esperarla. Sé que es su frustración hablando, que en este momento se siente
tan indefensa que no encuentra otro salvoconducto.
Permanezco en silencio sin saber qué decirle.
—No tienes ningún derecho a prohibirme que mi madre venga —dice,
resuelta.
—Mientras te grite y te pegue delante de Beth, sí —mascullo.
Elle abre los ojos con premura y, de un segundo a otro, se deja caer en la
cama. Se cubre la cara con las manos mientras pone los codos en su regazo.
Al observarla, no sé si seguirla y decirle que esto es una consecuencia
directa de mis sentimientos en su favor; no me puede pedir que no me
preocupe.
No puede exigirme que me aleje así de ella... Y que la deje sola, allí,
llorando como si una parte de su alma se hubiera ido.
—Hazte a la idea, Bee —dice, con la voz atropellada por el llanto—.
Cómo puedes pedirme esto. Así.
—En el fondo sabes que es lo mejor —susurro, y voy hasta ella,
sentándome.
—Mejor vete —exclama.
Se está limpiando la humedad de la cara, con las manos. Y, cuando se
yergue, yo sujeto su mano. La alcanzo a pegar a mí, en medio de mis
piernas, antes de que huya.
—Te conté mi pasado para que pudieras entenderme —digo; ella rehúsa
mirarme, cerrando los ojos, pero aun así continúo—: Pero la verdad es que,
así como te amo, no me importa que te desquites conmigo. Estoy aquí
precisamente para que hagas y digas lo que no puedes con nadie más.
Luego de que abre los ojos, ella pone los dedos en mi mentón, y la mano
izquierda en mi hombro. Las lágrimas ruedan por sus mejillas. Mientras nos
miramos en silencio, compruebo que sus mecanismos de defensa se irán
volviendo nimios conforme se sienta más segura a mi lado. Es lo único que
le hace falta: saber que no estoy mintiendo más y que un día no se
despertará sin mí en su vida.
Traicionada.
No voy a hacerle eso.
—Soy tan estúpida como dice mi madre; porque no quiero herirte. Bee,
yo...
Un gimoteo interrumpe su retahíla. Mi corazón da un vuelco cuando ella
aprieta los párpados de nuevo, y al abrir sus ojos encuentro otro tipo de
emoción.
Acaricio su mejilla con mis dedos y me pongo de pie.
—Eres un ángel —musito, atrayéndola.
La abrazo tan fuerte como me es posible.
—No, no, soy una idiota; perdóname.
Los siguientes minutos los empleo en asegurarme de que nada de lo que
ha dicho me afecta. Aunque en el momento me cause mucha incomodidad y
tristeza recordarlo. Sé que es cierto. Y que esa herida la causé yo. Además
de que, sin paciencia, no llegaré a ningún lado. Toda mi espera es mínima
en comparación con lo que ella hizo.
Cuando deja de llorar, se acomoda el pelo, silenciosa y camina hacia su
cómoda.
—Estoy fatal —se ríe—. Espérame, ¿sí?
—Claro —digo, en un susurro.
Al tiempo que enciendo la luz, me siento en la silla de su escritorio. Será
mejor que se duche, de ese modo creo que va a tranquilizarse. Aunque me
la puedo imaginar a ella sola, en la regadera, recapitulando lo que ha dicho
minutos atrás.
Solo se me ocurre una manera de hacerle saber que podría confiarle todo
de mí, hasta los malos momentos. Y que, para contentarme, no tiene que
hacer mucho esfuerzo. Así que, cuando sale del baño envuelta en una toalla,
finjo que leo sus anotaciones al respecto de sus alumnos. Ella anda de un
lado para otro, sin vestirse, buscando qué es lo que se pondrá para la cena.
En el momento en el que me animo a mirarla, noto que también ella lo
está haciendo.
—Ven —le pido, haciendo un movimiento con la cabeza.
Se acerca con pasos lentos y una mueca curiosa, pero no prevé mi abrazo
ni la forma en la que la hago sentarse sobre mí. A través de la toalla
húmeda, me imagino su piel suave, desnuda y perfecta.
La verdad es que ya comprendo a qué se refería con Beth: no estamos
tanto tiempo a solas; y, como no compartimos pieza, encontrarme con ella
es realmente un acto beligerante. De modo que estrecharla así me devuelve
el alma al cuerpo.
—Perdóname —insiste, con voz aterciopelada, mientras acaricia mi
nuca; yo dejo besos en su barbilla y a lo largo de su cuello—. Te prometo
que, a partir de ahora, jamás lo voy a mencionar otra vez.
—No me importa —espeto; no es del todo mentira—. Quiero hacerte
sentir bien. Pídeme algo... Lo que sea... —repongo, al tiempo que paso una
mano por su hombro derecho y deslizo los dedos hasta poder sujetar el
bordado de la toalla.
La hago descender por todo su pecho. Y, al no notar que ella se niega,
dejo la palma en uno de sus senos, masajeándolo con suavidad.
—Los pleitos no se resuelven con sexo —susurra Elle.
—Este sí.
—Bee…
Emito un gruñido junto a su boca, levantándome con ella en brazos; paso
una mano por debajo de sus rodillas y con el otro la sujeto por la espalda.
Está seria y pensativa, así que no me cuesta mucho entender que es por las
cosas que dijo en su catarsis. Ya que la recuesto en la cama y que me inclino
sobre su cuerpo, con las manos a los costados de su rostro, me la quedo
mirando para cerciorarme de que no estoy forzando nada entre nosotros.
Una sonrisa tenue por su parte me indica que puedo continuar; me
agacho hasta que puedo rozar sus labios. Sus manos se ciñen a mi cintura, y
con dedos temblorosos empieza a subirme la camisa del uniforme, en color
blanco y dorado, que llevo puesta.
—Seguramente tenemos como quince minutos —dice, una vez que me
he desprendido de la camiseta y que estoy besando la base de sus pechos.
Busco una de sus cimas y, una vez que la he sensibilizado, me incorporo
para mirarla.
—Beth está dormida.
—Media hora, entonces —se ríe ella.
Son sus dedos los que quitan la hebilla del cinturón, y yo me deshago del
pantalón tan rápido que, en menos de lo que espero, estoy ubicándome en la
mitad de sus piernas, mientras trazo círculos en su centro, con los dedos,
para humedecerla. El suspiro que brota a través de sus labios después, en
cuanto la penetro, envía una sensación de calambre por mi estómago.
Al principio, al sentir que no está del todo lista, trato de apartarme para
besarla otra vez y hacer las cosas más detalladas. Pero Elle se sujeta
fuertemente de mi cuello, engancha sus piernas a mí e insiste...
—Sin preámbulos. No pares —dice, con una sonrisa y una mirada de
aturdimiento.
Le devuelvo el gesto al mismo tiempo que me adentro más en ella.
Estos días la he visto tan poco, con la incorporación de los novatos, el
estudio de las jugadas y los errores de la temporada pasada, además de los
spots publicitarios del club, que las manos se me entumecen de deseo por
tocarla. A veces me cuesta entenderlo, pero en eso también tengo suerte.
Porque el apetito de Elle es tanto o más grande que el mío...
27
Elle

Con Ruth mirándome, aprensiva, reconozco que tengo miedo de sus


palabras. Jeremy me trajo al hospital hace como quince minutos y, mientras
aguardaba a que terminara de atender a otro paciente, me mentalicé para
decirle las cosas que tengo guardadas y que no me ha permitido desde que
la vi la última vez hace ya varios días.
Ella esboza una sonrisa trémula cuando la miro de nuevo...
—Jeremy cree que, antes de que inicie el campamento de julio,
deberíamos irnos una semana —digo, usando un tono muy melódico a pesar
de lo nerviosa que estoy—. Me hace feliz la idea.
—Supongo que sí —masculla Ruth, sin entusiasmo—. Voy a por el
expediente de Beth.
Me pongo de pie antes de que ella se marche y le sujeto la muñeca. En
cuanto se detiene frente a mí, un atisbo de recelo alumbra en sus ojos. Si
está enojada conmigo, igual también debería decirlo. No creo que, con una
amistad como la nuestra, se deban guardar este tipo de cosas.
—O sea que, ¿no hablarás conmigo respecto a...?
—Estoy trabajando, Elle —dice ella.
Sacudo la cabeza sin poder creer su negativa.
Aun así, me cruzo de brazos para demostrarle que no cambiaré de
postura ni la dejaré evadirme más. Si hice algo mal quiero que me lo diga.
No tengo intención de aplazar esta plática que dejamos pendiente gracias a
que apenas y me responde las llamadas y no me ha visitado en casa en lo
absoluto.
—Estoy preocupada por ti —admito, encogiéndome de hombros.
—No debiste decirle a Bee primero lo de Ed, en caso de que haya sido él
—me dice.
Enarco mis dos cejas y abro la boca a punto de decirle algo.
Al segundo siguiente, me pienso dos veces lo que diré para hacerla
entender que no mentiría con algo como esto. Además, es notorio que no
está mirando de manera objetiva su situación. Aunque Bee y yo tratamos de
no mencionarlo, es cierto que más de uno pensaría que es mi culpa por
haberme involucrado en esto.
Pero cuando se trata de una persona a la que le tengo tanto cariño...
—Era Ed. No estoy ciega —mascullo, rendida—. Qué triste que me
tengas por una persona de ese estilo. Y, si se lo dije a Bee, fue porque su
guarura de todos modos se lo iba a relatar. No sé qué otra cosa querías que
hiciera.
—A mí lo que Brent piense sobre si estoy haciendo mal o no me tiene
sin cuidado. No son ustedes, Elle.
—Somos tus amigos —espeto, dolida ante la poca paciencia que me ha
mostrado.
Veo que se acerca al teléfono sin decir nada y, cuando lo levanta, se
limita a decirle a la enfermera que traiga el expediente de Bethany Dylon.
Tras colgar, Ruth se aprieta con dos dedos el puente de la nariz y niega con
la cabeza. Su aspecto es tan deplorable y ausente, que incluso imaginar lo
que su hermana le ha dicho para ponerla así, en contra nuestra, me eriza los
vellos de la nuca.
Bajo la mirada en dirección de mis zapatos para huir de la exposición a
la que estoy sometida.
—Mi intención nunca ha sido perjudicarlos, Elle —musita—, pero
tampoco puedo abandonar ahora.
—Permite que te ayudemos entonces —le pido.
Ella se recarga en contra de la pared y se cubre el rostro.
—No pienso aceptar el dinero de Bee. Jamás.
—Yo no sabía que te había ofrecido dinero —susurro.
—Es que... —musita, titubeante.
Durante unos minutos, todo lo que hace es mirar a un lado y a otro como
si no quisiera hacerlo directamente conmigo. También noto que se le ha
puesto vidriosa la mirada. El semblante que ha empapado su cara no hace
sino acongojarme más. Y, cuando quiero acercarme, ella se da la vuelta.
Se pone las manos en la cadera al tiempo que echa la cabeza atrás,
provocando que su pelo lacio se alborote.
—La trabajadora social los visitó la semana pasada —masculla por fin,
pero, aunque se ha vuelto otra vez, no me está mirando. Luego de unos
segundos, ella continúa—: Han actuado como los mejores padres del
mundo. Lana dice que ya lo han hecho otras veces, cuando los vecinos
reportaron violencia intrafamiliar. Así que no pueden hacer nada. —Tiene
los ojos abiertos, incrédula al parecer—. Vi a Brent tan molesto y
decepcionado de mí, que le conté lo que Ed me ofreció.
Quiero insistir en el aspecto que ha mencionado: sobre que Bee ya lo
sabía —no me contó nada—. Pero sé que no es el momento. Dejo que ella
se tranquilice, así que la sigo con la mirada hasta que se deja caer en su silla
detrás del escritorio. Una vez allí, pone los codos sobre la mesa y se cubre
el rostro de nuevo.
Me cruzo de brazos, observándola; no paro de preguntarme cómo es
posible que no me haya dado cuenta de esto.
—Quiere que les des dinero, entonces —susurro.
—Mucho. Pero a mí no me importa pagárselo. Voy a mudarme a una
zona más barata y a hacer reducciones en mis gastos. Cualquier cosa que
tenga que hacer...
—Menos aceptar la ayuda de Bee —la interrumpo.
Sueno enojada. Y triste. Ruth levanta la mirada hacia mí e inspecciona
mi cara. Niego con la cabeza mientras pienso en lo mal que debe de sentirse
para ignorar todos los puntos malos acerca de este problema. La Ruth
habitual estaría buscando la manera de pisar firme, de forma que, más
adelante, no hubiera consecuencias delicadas.
En este preciso instante, todo lo que veo es a una niña asustada. La mujer
que me dio consejos respecto a Bee y al matrimonio, se encuentra a años
luz lejos de aquí.
—No puedo permitir que tengan a Mel en esas condiciones. Ella...
Rachel no sabe lo que hace. Está tan hundida que ya perdió la noción de su
alrededor.
—Pero su marido sí que tiene los dedos de frente, eh —espeto.
La conmiseración en mi tono le saca un resuello. No comprendo lo
desgarrador que ha sonado mi comentario hasta que, sacándome del hilo en
la conversación, ella empieza a llorar. Nunca, jamás, desde que la conozco,
había visto que se pusiera así, tan a la defensiva y a la vez tan vulnerable.
No evito que la sensación dolorosa se cierna a mi pecho, así que voy hasta
ella y me inclino para abrazarla.
Rodeándola con mis brazos, recuerdo lo que Bee me dijo sobre no hacer
presión.
—Bee no me dijo nada —susurro.
—Yo se lo pedí —ataja ella, irguiéndose—. Es una pena todo esto. No
quiero meterlos en problemas, pero tal parece que los medios legales están
en mi contra.
—Podríamos seguir buscando. Tiene que haber una manera.
—A menos que servicios sociales dictamine que los padres son un
peligro para ella, no podemos hacer nada —murmura; su voz ha menguado
de volumen, sacude la cabeza y se echa el fleco del pelo hacia atrás—. Le
voy a pagar a Ed...
—Estarías comprando a tu sobrina —musito.
—No entiendes, Elle. El desgraciado no me pide dinero para regalarme a
su hija. Me lo pide para tratarla bien y, si me porto a la altura con ellos,
también me dejará convivir con ella.
Antes de que pueda decirle otra cosa, alguien toca a la puerta. La
enfermera que asiste a Ruth entra en el consultorio. Lleva su habitual
tablilla de rondas contra el pecho y una mueca de pena en el rostro. Cuando
se coloca frente a Ruth, a un lado de mí, veo que el maquillaje que usa no
logra difuminar sus ojeras del todo.
Mi amiga, con gesto impávido, le pregunta sobre el expediente de Beth.
—Doctora, estoy segura de que se lo di la última vez que le cambió el
antihistamínico.
—No, búscalo bien —dice Ruth.
Hay un ligero retintín en su voz, pero no es eso lo que llama mi atención
más. Sino la forma en la que se ha abrazado a sí misma y en la que ha
mirado hacia abajo. Pronto recupera la postura y le lanza una mirada de
argucia a la enfermera.
Tras un intercambio de miradas, la chica repone—: Le acabo de decir
que estoy muy segura. Ese día, después de que viniera su hermana, solo
atendió a Beth Dylon y al hijo de la señora Miller.
—Voy a buscarlo. Debe de estar por aquí —espeta Ruth.
La enfermera le dirige también una mirada de aplomo. Pero no dice nada
y regresa por donde ha venido.
Los minutos que permanezco en silencio, Ruth los emplea en intentar
hallar el expediente de la Abejita. Sin embargo, ya que para de hacerlo, se
deja caer en su silla y me mira, con aspecto de cansancio y un dejo de
amargura. Tomo mi bolsa de donde la he dejado en el asiento, para
comprender de inmediato que no me dejará entrar y que debo darle un poco
de tiempo.
—Necesito que lo pienses. Para lo que sea, cuentas con nosotros —
susurro—. Y por favor llámame en cuanto encuentres el expediente de
Beth. Me urge que le hagas ese chequeo. Es la segunda vez que le da
sarpullido.
Ruth asiente con la cabeza, se levanta y me guía a la salida. En el
umbral, me despido de ella con un abrazo. Me lo devuelve a duras penas,
aunque creo sentir que se aprieta más en mí en el último momento, justo
antes de separarme.
Le sonrío a la enfermera para que vea que no tengo problemas con el
descuido del expediente. Pero, cuando Jeremy me abre la puerta del coche,
y me dejo caer en el asiento del pasajero, lo primero que hago es mandarle
un texto a Bee para decirle que necesito hablar.
No me pasa desapercibida la forma en la que Jeremy me mira por el
retrovisor, así que le sonrío para evitar preguntas que no estoy lista para
responder. Él pone en marcha el automóvil en seguida. Agradezco que
encienda la radio y me recargo en el espaldar del asiento, cerrando los ojos
y sumergiéndome al instante en el sonido de la música y las palabras que
reza la letra.
Afuera hace un día nublado, con ligeros vientos. Mientras Jeremy
conduce hacia la casa, me quedo mirando las calles a través de la ventanilla.
En el fondo, la tristeza que me aqueja tiene que ver más con Ruth que con
el miedo por el interés de Ed en asustarme. En ese aspecto me encuentro
confiada. Sin embargo, quiero exigirle a Bee que no me esconda este tipo
de información. Aún si su intención es protegerme.

Ya que Jeremy ha estacionado frente a la casa, y que me abre la puerta,


examino el porche esperando ver la camioneta o el auto que Bee conduce.
Pero entonces recuerdo que tenía toda la semana ocupada. Los años
anteriores al menos me resignaba al saber que no estábamos juntos y que no
tenía ningún derecho ni a estar preocupada por él, ni a extrañarlo como lo
estoy haciendo ahora.
Sin pensarlo, resoplo el aire contenido y niego con la cabeza,
apretándome una sien mientras entro a la casa.
—Las temporadas bajas son peores. Más compromisos con el club que
con el equipo —comenta Jeremy, al cerrar la puerta.
—Me voy acostumbrar —digo—. Es que, todo lo de Ruth, me tiene en
ascuas. Y lo primero que quiero es hablar con él acerca de ella, pero no
está... Y ni siquiera puedo llamarle. —Dejo la bolsa en un perchero; Jeremy
se queda de pie en el rellano, observándome con una sonrisa en los labios
—. Tampoco quiero exigirle que venga por la noche, al terminar. Sale
molido de ahí.
—A lo mejor eso es lo que quiere. No decidas por él.
Entorno los ojos, indecisa. Falta muy poco para ir por Beth a la escuela,
así que me encamino escaleras arriba para cambiarme. Hoy comeremos con
Sam en el centro comercial y luego la acompañaré a una tienda de telas.
Hicieron oficial su compromiso ayer, así que ha empezado a planear su
boda.
La sensación de que tengo algo que hacer por la tarde, y que no ocuparé
mi tiempo pensando en los motivos de que Bee me haya escondido lo que
Ed le pidió a Ruth, me desconciertan y me irritan a partes iguales. Y la
verdad no quiero sentirme celosa por un motivo tan absurdo. Con el
sentimiento de pena rumiándome, me desprendo del saco que llevo puesto y
me adentro en mi habitación.

Sam me convenció de varias cosas el día de hoy; por eso le pedí a


Jeremy que me trajera al departamento de Bee. Él mismo me envió un
mensaje hace como media hora para comunicarme que ya había terminado
la práctica. Así que, como Samantha sugirió, decidí sorprenderlo. Aunque
no sé si la sorpresa me la voy a llevar yo.
No sé qué hace Brent cuando no está con nosotras. En su departamento,
quiero decir. Porque no le gusta ver televisión y revisar las redes sociales no
es lo suyo. Por eso tengo tantas cosas en la cabeza; Sam me puso varias
posibilidades en la mente y me dio algunas sugerencias, pero lo cierto es
que soy nueva en esto de tener que tomar la iniciativa en cuanto a las citas.
Todo el mes que ya pasó desde la fiesta de Ramsés y Sam, fue él quien se
encargó de llevarme a varios lugares.
No es que me importe el sitio, sino que ahora anhelo más su compañía.
Suspiro sonoramente cuando Jeremy maniobra el volante para tomar la
intersección en la que se encuentra el edificio de Bee. Ya que ha conducido
al interior del estacionamiento subterráneo, rebusco en mi bolsa las llaves
que guardé hace como dos semanas; Bee me las dio y se olvidó de ellas.
Espero no tener que usarlas. Espero que se encuentre ahí...
—Supongo que no te voy a recoger —susurra Jeremy.
Me bajo del auto con una sonrisa de lado a lado. No le digo nada y
camino con rapidez hacia el elevador. Una vez dentro, respiro hondo y
cierro los ojos, antes de pinchar el botón del penúltimo piso. Observo, mitad
nerviosa mitad entusiasmada, cómo los números ascienden hacia ese que
me tiene a la expectativa.
En el pasillo, me pienso varias veces lo que le voy a decir... No tengo
una buena excusa, pero me agarro de lo que Sam dijo y vuelvo a inhalar
profundo. Frente a la puerta de su departamento, noto que me tiembla un
dedo mientras lo dirijo al timbre. Hago uso de ese valor que me ayudó a
besarlo en la fiesta de Leah, y el mismo valor que necesité para exigirle que
tomara una decisión de una vez por todas.
Cuando por fin acciono el timbre, estoy a punto de sacar las llaves de mi
bolsa. Entonces Bee abre la puerta con un tirón fuerte y largo. Sus ojos
verdes me estudian por todos lados quizás para comprobar que no está
viendo un espejismo. Todavía lleva puesto uno de sus shorts de
entrenamiento; su camiseta no tiene mangas y me deja ver las marcas de
rasguño que los golpes en los partidos le provocan.
Sonrío al tenerlo mirándome.
—Hola —susurro, al tiempo que me acomodo un mechón de pelo detrás
de la oreja.
Bee recarga su hombro en el marco de la puerta, y también sonríe.
—¿Ocurrió algo? —me pregunta.
—Ya que no has tenido tiempo estos días, quise venir a... no sé... Para
verte a solas.
Él se inclina para besarme la mejilla. A continuación, sujeta mi mano
con la suya y retrocede varios pasos. Cierra la puerta detrás de mí con un
ligero empujón. Observo cómo se me queda mirando, de pies a cabeza. Usa
los dedos de su mano izquierda para echarse el cabello hacia atrás. Lo lleva
sudado y se le pega a la frente. Así es que comprendo que, si no se ha
acercado, es precisamente porque acaba de llegar.
—¿Y Beth? —inquiere.
Caminamos hacia la sala, tomados de las manos. Pero en cuanto llega
allí, se da media vuelta y sonríe, esperando por mi respuesta.
—Miriam estaba con ella. Le dije a Jeremy que se regresara a la casa —
espeto, mientras recargo la cadera en un sofá.
—Ok. —Bee se aproxima un poco a mí, y yo quiero decirle que no me
importa su sudor ni las marcas de sus brazos. A decir verdad, tiene una
apariencia excitada de ejercicio y eso lo hace ver... extrañamente varonil—.
Voy a ducharme, ¿me esperas?
—De hecho, puedo, si tienes hambre, prepararte algo de cenar. Para los
dos, quiero decir —digo, tras asentir con la cabeza.
—De ninguna manera —se extraña—. Ordena algo. No quiero que...
—Yo quiero —lo acallo, dando un paso más cerca de él.
Bee me mira unos segundos y luego hacia la cocina.
—Por lo regular, tengo de todo en ese sitio —admite.
—Yo me las arreglo. Ve.
Me regala una última sonrisa antes de empezar a caminar por el corredor
principal del departamento. Dejo mi monedero en el sofá, me quito el saco
(quedándome con una blusa de tirantes) y me interno en la cocina. No es tan
grande como la de la casa, pero está llena de una frialdad que me hiela la
sangre. Todos los utensilios de los que está equipada, aunado a los colores
cromados, me recuerda que, al igual que yo, y hasta que no nos
encontramos, Bee también estaba solo.
Beth acabó con ese lapso oscuro de mi vida. Y me ató a él para siempre.
A su padre. El hecho de haberlo amado desde entonces, fue un plus para
completar este plan de la vida. Con ese pensamiento rebusco en la alacena y
recuerdo lo que Bee me dijo en Allatoona. De modo que me juro
preguntarle qué otros platillos, además del estofado de pollo, le gustan.
Me pone nerviosa la exclusividad, pero me siento tan fiada del porqué
quiero hacerlo, que me toma muy poco acostumbrarme al espacio que ya
empieza a sentirse mío.

Estoy sentada al comedor, hojeando una revista, cuando escucho la voz


de Bee; mientras atraviesa el pasillo, habla en voz baja por teléfono. Me
pongo de pie al instante y abandono la nota acerca de las pruebas de los
novatos y el evento que tienen a principios de junio. De un ademán y
formando un nombre con sus labios, Brent me comunica que está en una
llamada con Ramsés.
Apenas lo veo colgar, cruzada de brazos, me lo quedo mirando.
—Damon quiere verme mañana —me comenta.
—Qué novedad —suspiro, sonriendo.
Me giro para ir a la cocina, pero él me intercepta antes de que me
marche, y me rodea la cintura con los brazos. Tras dejar varios besos en mi
cuello y aspirar muy hondo en mi pelo, cierro los ojos para saborear su
cercanía. Se ha vestido con unos pantalones de chándal y una camiseta
blanca. Al voltearme para mirarlo a los ojos, el rubor que hay en sus
mejillas, un bronceado más pronunciado por el sol, me provoca una
sonrisa.
Bee se inclina para besarme. Pienso que lo hará de forma queda, sin
exigencias, pero es todo lo contrario. Él baja las manos por toda mi cintura
y cadera, hasta que llega a mis glúteos y me pega contra sí. Aun cuando sé
lo que hay debajo de su ropa, me descubro interesada en desnudarlo poco a
poco... Como si nunca lo hubiera visto antes.
—De pronto el hambre que tengo no tiene nada que ver con la comida —
dice, una vez que deja de besarme.
Me ha dejado los labios hinchados por el roce abrupto. Tardo unos
segundos en recuperar el aliento, y esbozo una sonrisa tímida.
—Come, por favor —le pido.
—Hueles muy bien —espeta, ignorándome y apoyando el rostro en mi
cuello—. ¿Cómo fue tu día? ¿Qué hiciste? Cuéntame...
Me he zafado de su abrazo para ir, ahora sí, a la cocina a servirle.
Pero, una vez allí, mientras tomo los platos que saqué de uno de los
compartimentos, siento que vuelve a abrazarme.
—Ha sido un día largo. —Le entrego los platos y él, torciendo una
sonrisa, vuelve al comedor.
Me encargo de llevar la cacerola hasta allá y, en cuanto dejo un par de
vasos al lado de ella, noto que Bee acomoda los manteles y unas servilletas.
En un par de ocasiones más, mientras terminamos de poner la mesa,
volvemos a la cocina, lanzándonos miradas de complicidad. O al menos las
siento así porque por mi parte quiero contarle todo.
Mis inquietudes y la manera absurda en la que lo extraño.
—Fui a ver a Ruth por la mañana para que cheque a Beth —digo.
Bee está picando un trozo de su pollo, y levanta la mirada, consciente de
mi tono adusto.
—¿Y?
—Dos cosas muy interesantes —espeto, tras beber un poco de agua. Bee
deja el tenedor a medio camino, mientras me mira—. La primera, que se
perdió el expediente de Beth. Y la segunda: que me contó que le ofreciste
dinero.
—¿Está mal?
—No. Lo que está mal es que me ocultes ese tipo de cosas.
—Es obvio que quiero tu tranquilidad. Perdón. Además, estabas muy
alterada con lo del tipo ese...
Frunzo un poco los labios, pero acabo dándole la razón.
Emito un suspiro de rendimiento.
—Resulta que el último día que vio el expediente de Beth, la hermana
estuvo en su consultorio —musito.
—Esperemos que sea una coincidencia —musita él, y sujeta mi mano.
Luego de apretarme los dedos y dirigirme una mirada segura, convencida,
yo continúo engullendo. Cuando él termina, mientras se limpia la boca, me
dice—: ¿Qué otra cosa tienes planeada?
También sujeto una servilleta y, recordando el último consejo de Sam, le
sonrío, esta vez con la intención de que malinterprete mi gesto.
—Mi otra sorpresa no te la puedo mostrar con la ropa puesta —musito
—. Aunque, si me dices que estás cansado...
—Para nada —me interrumpe.
La manera en la que me mira es nueva.
—Me encanta saber que nos entendemos —sonrío.
Bee se limita a asentir y, cuando ve que me levanto, hace lo mismo. Le
digo que no hace falta, pero él se muestra reacio a dejarme recoger todo yo
sola. Incluso, entre una plática acerca del cómo estuvo su día, me ayuda a
dejar todo en orden en la cocina. Además, también me cuenta que las
últimas dos semanas de mayo las tiene libres.
Sé lo que está pensando. De manera que, con una sonrisa, le hago saber
que a mí me fascina la idea de Jeremy; una, porque serían las primeras
vacaciones de Beth fuera del estado. Dos, porque cualquier cosa que
signifique compartir tiempo con él, me hace muy muy feliz.
28
Elle

Le aposté a Bee, en esta puja de póquer, algo que él quisiera de mí. En este
momento. Él ya ha perdido dos veces, pero como soy misericordiosa, me
limité a pedirle que se quitara primero la camiseta y luego el pantalón.
Ahora lo tengo frente a mí, en el sofá, vestido solo con la ropa interior, que
es un bóxer diminuto de lycra en color gris. Esta es la cuarta ronda del
Texas Holdem, y presiento que voy a perderla.
Al principio, cuando me hace una seña para que muestre mis cartas, quiero
echarme a reír (porque lo cierto es que no me molesta que vaya a pedirme
cualquier cosa). Pero de inmediato noto que él cambia de expresión, y
entonces bajo mi combinación para enseñarle un full. Bee clava sus ojos en
los míos, campante.
—Eres un pececito —dice.
Y me muestra su escalera real.
Alzo las cejas mientras examino las cartas del mismo palo, con valor
consecutivo numérico.
—A pedir —le espeto, y empiezo a recoger las cartas.
Se me erizan los vellos de la nuca tras ver que él se limita a observar,
pensativo. Trago saliva ante la espera, al tiempo que sujeto el mazo en mi
mano derecha para disimular que estoy tranquila. Cuando la verdad me
muero porque su petición esté inclinada a lo que estoy empezando a
necesitar urgentemente.
Bee estira una mano por encima del borde del espaldar en el sillón. Está
tocando mis dedos y yo recuesto la cara en mi brazo. Afuera se está
formando una tormenta en el cielo, así que entra poca luz a través del
cancel.
—Dame un beso.
Le sonrío.
—Eres muy noble —me acerco a él; apoyo las manos en el cojín del sofá
y trato de buscar sus labios—. A menos que...
—Para poder convencerte de que tengas sexo conmigo primero tengo
que besarte.
En lugar de apretar sus labios en los míos, hunde la cara en mi cuello y
empieza a dejar besos ahí. Todavía llevo puestos el sostén y el pantalón.
Bee me acaricia el seno por encima de la tela de encaje, y alza la cabeza
para encontrar mi mirada. No lo pienso dos veces antes de arrebatarle un
suspiro mientras me inclino, besándolo. Me sujeto de sus hombros, y gateo
hasta que estoy de rodillas a su lado.
Sus manos ascienden por mis piernas hasta acunar mi trasero. Un
relámpago surca el firmamento en ese instante, así que me retiro justo a
tiempo para observar cómo se ilumina la sala durante unos segundos. Bee
me pide que me ponga de pie y, apenas hacerlo, me desabotona el pantalón.
Tira de él con facilidad, pero mientras lo hace se detiene a mirar
fijamente mi rostro. La mirada que me ofrece es tan alusiva, que me limito
a peinar las hebras de su cabello, pasando mis dedos por ellas.
—Qué bonita sorpresa —murmura, una vez que me ha ayudado a
desprenderme del jean; ha puesto otra vez las manos en mis glúteos, que
van desnudos gracias al tamaño diminuto del tanga.
Él se recorre hacia atrás, en el sofá, cuando yo intento acomodarme. En
silencio, observándolo atentamente, pongo las rodillas a los costados de sus
piernas, sin sentarme.
—Me alegra que te guste —sonrío.
Bee deja un beso en mi abdomen, antes de sujetar mi cadera y obligarme
a sentarme a horcajadas sobre él. La erección que está formándose debajo
de su bóxer no podría pasarme desapercibida nunca; entreabro los labios
ante la sensación dulce que me da el empezar a conocer su cuerpo. Sus
manos, de un momento a otro, se encuentran en mi espalda. Me doy cuenta
muy tarde de que busca desabrocharme el sostén.
Ya que siento la ligereza por falta de la prenda, cierro los ojos y me
remuevo, en un círculo suave, sobre sus piernas. Él emite un gruñido al
sentirlo...
—Me gusta que te tomes estas molestias para sorprenderme —susurra.
Yo me inclino hacia él y ambos entreabrimos los labios al mismo tiempo
que los apoyamos en los del otro; pero sin duda su intención no es ser
delicado conmigo, porque entonces se levanta un poco, mostrándome,
contra la pelvis, que tiene muchas ganas de estar conmigo; así, muevo las
manos por la extensión total de sus brazos y hombros, llegando a la cerviz.
Cuando abro los ojos para mirarlo, él está estudiándome muy lento, casi
con ensoñación.
A mí me recomendaron que no tuviera miedo de contarle mis deseos
respecto a la intimidad, pero mirarlo así me pone nerviosa. Sin embargo, sé
que va a entenderme y que, si está en sus manos, hará lo posible por
cumplir. En este caso, dudo que le vaya a costar demasiado complacerme.
—Tengo una fantasía —espeto.
Bee me besa otra vez con ahínco, pasando sus manos ásperas por mi
espalda.
—¿Sí? —musita al separarse—. Cuéntame.
Trago saliva al principio temerosa de lo que voy a decirle, pero en ese
momento, él se agacha para atrapar uno de mis pezones entre sus dientes.
La imagen que me ofrece es tan erótica, que le sujeto la cabeza y tiro de sus
cabellos. Ante mi ademán, él se pega más a mí y la fuerte erección que tiene
ahora se clava en mi muslo derecho.
Sé que puede sentirlo; puede, a la perfección, notar que me encuentro
igual o más deseosa que él. Quiero derretirme...
—No sabes lo mucho que me gustas. —Aspira mi aroma escondiendo el
rostro entre mis pechos, acunando ambos y levantándolos un poco—. Eres
tan hermosa.
Empiezo a besar su cuello de nuevo, al tiempo que bajo las manos por su
torso. Me deleito en la textura fibrosa de sus pectorales y paso las manos
por sus bíceps fuertes.
—Déjame tocarte —susurro, sin mirarlo, pero haciéndome a un lado.
—Elle... —masculla Bee.
No quiero darle tiempo a que se niegue, así que lo miro a los ojos y
tomo, con dos de mis dedos, la lycra de su ropa interior. Él no se inmuta
ante mi gesto de duda cuando quiero bajárselo, y hace que se deslice por sus
piernas; la seguridad que emana una vez que me deja ver su miembro
desnudo, me envía el mensaje de que está cómodo conmigo, de que se
siente bien con mi cercanía. Sin proponérselo, Bee hace que quiera explorar
cada rincón de su sexualidad, cada aspecto de su deseo y cada fuerza que
posee.
Vuelvo a trepar encima de él, pero esta vez, con total deliberación, me
recorro para tener el espacio suficiente. Y, muy firme y segura de lo que
quiero, rodeo el falo con mi mano, hasta que siento la manera en la que
pulsan las pequeñas venas de las que está formado. La dureza que lo
caracteriza se incrementa más y más entre mis dedos, mientras lo aprieto y
bombeo en varias ocasiones.
Acerco mi boca a los labios de Bee, y me detengo antes de besarlo.
—Quiero probarte —admito, por fin.
—Es una broma, ¿no? —susurra él.
Aprieto su erección mi mano, y pongo mi cara más seria. Cuando me
cree al final, noto que traga saliva.
Ha puesto una mano en mi glúteo izquierdo, apretándolo con tanta
fuerza, que me extraña no haber sentido dolor. A pesar de esa idea, lo que
me provoca su caricia es un resuello, cargado de impaciencia. Me quedo
mirándolo a la espera de que me diga cualquier cosa, pero lo único que hace
es pegar la frente en mi abdomen, mientras me da besos ahí.
Sigo acariciándolo con lentitud, maravillada por la manera en la que
puede reaccionar para mí.
En un susurro, no obstante, y un poco desanimada por si mutismo, le
digo—: No sé por qué crees que bromearía con esto...
—Tal vez porque no quiero que hagas cosas con las que no estás
cómoda. O cosas demasiado obscenas para ti.
—¿Cuándo, si no haciendo el amor contigo, puedo ser obscena
entonces? —Le levanto el rostro con los dedos, sujetando su mentón; una
vez que me mira, agrego—: Me pediste que confiara en ti, y estas son las
consecuencias. Además, es mi fantasía...
—Y a mí me encantaría verte —acepta, abrazándome—. Pero tenemos
tiempo.
—Solo tienes que decirme cómo —lo interrumpo tras acallar sus
palabras con un beso.
Él cierra los ojos y masculla, muy por lo bajo, una grosería. Libero su
miembro de mi agarre y él me acaricia desde la cintura hasta los pechos,
donde las coronas se han puesto totalmente rígidas.
Bee permanece otros minutos en silencio, hasta que por fin dice—: Vas a
volverme loco.
—Es nuestra intimidad —lo reprendo—. Puedo hacer lo que yo quiera
aquí, contigo. Incluso si a la humanidad le parece que, con una sesión de
sexo oral, rompo todas y cada una de las reglas del decoro.
—Te adoro... —musita él, besándome por todos lados en el abdomen y
los senos—. No sabes el poder que tienes sobre mí, Elle. —Levanta la
cadera y hace que su excitación se roce con mi sexo—. Podrías hacer
conmigo lo que tú quisieras.
Dejo un beso sobre sus labios, y en contra de estos, mascullo—: Yo
jamás te haría daño.
Él esboza una sonrisa de lado.
Como afuera la luz del sol ha sido erradicada por las nubes, solo la luz
de la cocina y del pasillo me hacen poder verlo sin problemas. Aunque creo
que la atmósfera no nos hubiera quedado mejor de haberlo planeado. Todo
cuanto siento aquí, a mi alrededor, sentada sobre él desnudo y dispuesto, es
seguridad. La misma que él transmite y de la que mucho tiempo me ha
faltado.
La forma en la que me mira y me toca ha creado una especie de barrera
entre mi antigua yo y la que quiero ser hoy en día.
—Por eso es que eres la indicada.
—Entonces... —susurro; él gruñe, y cierra los ojos.
—No lo hagas para complacerme —suspira—. Te juro que, en este
instante, no hay fantasía que me parezca más dulce y perversa que la de
tenerte ahí, conmigo en tu boca, pero...
—Yo quiero. Es mi fantasía. Cúmplemela.
Noto que enarca una ceja y, desanudándome la coleta del cabello, deja
caer mis hebras por los hombros.
Quiero preguntarle para qué lo necesita así, pero él se me adelanta y me
explica—: Evita los dientes —susurra, con una sonrisa; yo empiezo a
bajarme del sofá y él se acomoda, resollando, más cerca del borde—. El
ritmo lo pones tú, pero si quieres saber mi opinión, lento solo complica las
cosas.
Estoy de rodillas en medio de sus piernas, las manos en sus muslos. Él se
recorre hacia mí, así que sujeto la erección en una mano, pero evito
observarla porque lo estoy mirando a él. Él, que me mira con aspecto
eufórico y bestial.
Además, tiene los músculos de los hombros y el pecho muy tensos.
—¿Algo más? —musito.
Bee asiente, apenas con aliento.
Parpadeo varias veces, mirándolo atenta y convencida de que quiero
cumplir muchas de mis fantasías en sus brazos.
—Elle... —musita cuando me agacho para dejar un beso sobre su glande.
Vuelvo a mirarlo, esta vez más seria y segura; él repone, su rostro una
vorágine de emociones que van desde el deseo hasta la perturbación
emocional—: Mírame mientras lo haces.
Sacudo la cabeza para hacerle saber que voy a obedecerlo. Y entonces
me inclino sobre su miembro, besándolo. No quiero ejercer ningún tipo de
presión por lo que me dijo, porque estoy completamente segura de que es
una parte de su cuerpo muy sensible. Además, también sé que estando aquí,
otorgándole una imagen que muchos califican de prohibida y sucia,
corremos peligro de acortar mucho el acto sexual.
Aun así, Bee se queda en su sitio, sin apresurarme mientras voy
engullendo, de a poco, la extensión de su pene. Todo en lo que puedo
pensar conforme este se embadurna de mi saliva, es que no va a caberme en
la boca.
Otro pensamiento inunda mi mente cuando llego a mi límite y escucho
que Bee emite un jadeo. Así que ladeo un poco la cabeza, agarrándolo bien
y sin dejar de chuparlo. Él, entonces, me deja saber para qué me ha soltado
el cabello, y entrelaza mis mechones con una de sus manos. Al segundo
siguiente, está removiéndose un poco y tirando de mi cabello al grado de
que envía pequeños escalofríos por mi cuero cabelludo y mi nuca.
Pasados varios minutos en los que él ha comenzado a gemir entre
susurros, incremento el ritmo inicial. Y justo en ese momento...
—Oh, Dios. Cariño, ven aquí —masculla, mientras me sujeta por los
brazos y tira de mí de forma bruta, casi indebida.
Alarmada por la energía de su ademán, me acomodo el cabello detrás de
los oídos, excitada, pero muriéndome de pena.
Escudriño su semblante unos segundos...
—¿Te lastimé? —le pregunto, nerviosa.
—En lo absoluto —espeta él—, pero no quiero acabar en tu boca.
Tiene la voz ronca y profunda...
Yo asiento, sin convencerme del todo.
—Estaría encantada de experimentarlo—susurro.
Escucho cómo la tela del tanga se desgarra cuando él me la arranca y se
me queda mirando, casi con gesto retador. A pesar de ello, la mueca no es
de acritud ni de enojo, sino que la siento como una prueba de que tiene
otras cosas en mente. Lo compruebo en cuanto, con la facilidad que le dan
sus miembros, me abraza y me tira en el sofá de lleno. Por fortuna, es lo
suficientemente grande como para que quepamos los dos.
De una estocada impiadosa, él se hunde en mi canal y se deja caer sobre
mí. Ni siquiera me permite hablar de nuevo; se da a la tarea de besarme
como a mí me gusta que lo haga. Su lengua hurga en el interior de mi boca,
por lo que la toco con la mía para decirle que siento lo mismo, que me
encanta lo que hace y cómo lo hace.
—Hoy quiero estar dentro de ti —murmura, jadeando.
Me embiste dos veces seguidas con dureza y luego baja las manos hasta
mis rodillas, acariciando mis piernas en el transcurso; pero, cuando coloca
los brazos detrás de ellas, obligándome a flexionarlas más y hundiéndose
con más ímpetu del que reconozco en él, jadeo tan fuerte que me es
imposible no notar que esto es lo que he provocado.
Mis ganas también están al tope.
Bee me muerde un labio al besarme de nuevo, y gruñe contra mi boca.
De pronto, se arrodilla en medio de mí y, sin dejar de penetrarme con
movimientos especialmente calientes, se lleva mis tobillos a sus hombros;
veo cómo se vuelve hacia uno para dejar un beso en él, y entonces baja la
mano hasta mi centro; usa su dedo pulgar para trazar círculos rítmicos sobre
mi clítoris, al tiempo que me observa.
Arqueo la espalda para recibirlo, apenas soy víctima del primer
espasmo.
Durante los minutos que prosigue con su tarea de llevarme al borde,
siento cómo me cierro a su alrededor, apretujando su miembro dentro de mí.
Es ahí cuando él no puede contener sus jadeos, cuando de verdad le veo un
rostro lívido y como si no pudiera más consigo mismo. Por eso me muerdo
un labio, me doblo otra vez, y cierro los ojos.
Lo escucho gemir de nuevo. Ha liberado mis piernas y está
disminuyendo las embestidas. No obstante, aún no toca su clímax, pero está
recostándose sobre mí. Abro los ojos para mirarlo. Él está haciendo lo
mismo. Sujeto los cabellos de su nuca entre mis dedos, pero siento cómo
alza las suyas para sujetarlas. Aprieta nuestras palmas arriba de mi cabeza,
mirándome casi como si yo fuera un ser angelical...
Con una expresión de satisfacción dolorosa en el rostro, Bee baja el
ritmo de sus movimientos. Esconde la cara en mi cuello —como ha hecho
desde que empezamos— y masculla—: Antes te deseaba mucho. Te
añoraba como el fruto prohibido. —Levanta la cara y me mira, bastante
serio y con aspecto agotado—. Y te mantuve alejada por lo que ya sabes. —
Todavía está dentro de mí, aunque ha terminado—. Me iré al infierno por
decir esto: pero ahora no creo poder concebir otra realidad en la que no eres
mía.
—No hay otra realidad para nosotros.
Él asiente.
—Me gustas tanto. —Acaricia mi nariz con la suya—. Aprendí a
quererte más rápido de lo que esperaba. —La manera en la que me observa,
con las pupilas dilatadas y su rostro sonrojado, hace que el pulso se me
acelere otra vez—. Me enamoré de ti como quien se gana el mundo sin
merecerlo.
Ambos nos removemos en el sofá.
Yo trago saliva y le acaricio las mejillas con los dedos, mientras él cierra
los ojos y aprieta los labios para saborear mi toque.
—Creí que no eras romántico —le digo.
—Haces milagros en mí.
Escucharlo es como una concepción exacta de lo que hicimos, de las
cosas que pactamos teniendo sexo solo para confirmar una emoción. Tal vez
en un tiempo a él le funcionó el poder compartir sus fluidos, sus caricias y
su fuerza, sin sacrificar ningún otro aspecto de su vida; pero en este
momento es como él dice.
E igual podemos hacer el amor y tener sexo, porque lo que está de por
medio no es un acto, sino un montón de compromisos.
—Eres el protagonista de todas mis fantasías sexuales, ¿sabes?
Bee sonríe, al tiempo que se remueve de nuevo... Sabe que tiene que
retirarse con cuidado porque sería vergonzoso que la persona de la limpieza
viera manchas de origen dudoso en el sofá... Aunque me digo que, en caso
de una, podría utilizar agua gasificada.
Tras sentarse en el borde del sofá, y suspirar profundo, se vuelve para
mirarme.
—Espero que sean muchas —dice, al tiempo que se inclina para ayudar
a limpiarme.
Un rubor habitual se forma en mis mejillas con el acto; me parece el
final de una intimidad que no cualquiera se permite.
Él, sin inmutarse, me mira con una ceja enarcada.
—Tengo a un titán por pareja, y te prometo que voy a aprovecharlo.
Una sonrisa surca sus labios, antes de que me pida las manos para
levantarme. Sin embargo, en lugar de hacerme bajar del sofá, me carga en
sus brazos y yo emito una risita tonta, porque me ha tomado por sorpresa.
Veo que se dirige al pasillo principal, hacia su habitación. Ya comenzó a
llover. Lo noto a través de la ventana de su habitación. Pero, a pesar del día
gris afuera y del frío que de pronto ha comenzado a hacer, todo mi cuerpo
está envuelto por sentimientos primaverales y del verano. Típicas
emociones frescas deambulan por mi pecho, mientras me hago más
consciente de que ya sé quién soy.
O más bien, de que hace mucho me encontré a mí misma.
29
Bee

Josh acaba de enseñarme un video que se extendió por Twitter sobre la


práctica del día de hoy. Me he llevado las manos al rostro, y en cuanto me
siento liberado de la tensión anterior lanzo una mirada en dirección de
Taylor, cuyo semblante augura un chascarrillo en mi honor o cuando menos
una reprimenda. Si para este momento Elle ya se enteró de lo ocurrido, es
probable que se vaya a enojar muchísimo conmigo.
De modo que saco mi celular, busco su contacto y empiezo a
llamarla. Desafortunadamente para mí, quien responde del otro lado es
Miriam.
—Acaba de pedirle a Jeremy que la lleve a tu departamento —dice.
Le cuelgo una vez que le he preguntado si vieron las buenas nuevas en el
tuit. Y ella, mientras me dice que no solo está en esa red social, hace que
me sienta más nervioso todavía. Cuando me levanto de la silla del comedor
en el que estuve sentado esta media hora desde que llegué de las
instalaciones del equipo, Taylor se ha cruzado de brazos y se me queda
mirando con un aire socarrón. Niego con la cabeza al notar que está a punto
de comenzar su retahíla...
Joshua ha esbozado una sonrisa que anuncia a todas luces lo
acostumbrado que está a que esto ocurra.
—Si tuvieras dada de alta a Elle como número de emergencias, estaría
enterada desde hace dos horas —espeta por fin, al tiempo que le echa un
vistazo a su reloj.
—No ha sido nada —mascullo, dándome la vuelta y mirando hacia el
recibidor, a la espera de que el timbre suene en cualquier instante.
Sin dar tregua a su argumento, Tay contornea el comedor, y se planta
frente a mí.
Si Ramsés estuviera aquí, ya le habría dicho que se vaya con cuidado. Y
Taylor obedece sus consejos como si fueran un mantra. Sin embargo,
conmigo, tiene el ligero pensamiento de que necesito un lazarillo para
conducirme en las cosas de pareja. Está un poco resentido conmigo por no
haberle contado que lo dejé con Monique tiempo atrás, y también por
haberse enterado a través de las redes que lo mío con Elle ha cambiado de
tono.
Le pedí disculpas porque es como ese hermano que piensas odiar en
muchas ocasiones, pero que, cuando te hace falta, parece que te han quitado
una extremidad.
—Los shocks anafilácticos son como una gripe, entonces —refuta él.
Ruedo los ojos para evadirlo, pero en cuanto lo busco otra vez su mirada
tiene ese reflejo de angustia e incomprensión. Bajo la mirada unos instantes,
buscando el valor para aclararle que me siento bien.
Aunque la verdad es que me afecta muchísimo el que me haya fallado el
sentido del gusto al tragarme la golosina que me han dado.
—No estoy desestimando el adverso —admito, con un aspaviento y
Taylor se pone las manos en la cadera—. Lo único que digo es que estoy
bien y, avisarle a Elle, hubiera sido exagerar las cosas.
—A ellas no les puedes decir eso —comenta Tay—. Lana me mataría si,
tras sobrevivir, hubiera omitido contarle que me dio una reacción alérgica y
que, a causa de ella, tuvieron que darme un medicamento tan delicado como
la adrenalina.
Enarco una ceja hacia él e, instintivamente, dejo que mi mente evoque el
recuerdo de lo que hice esta tarde; la charla con los reporteros, las sonrisas
que le dirigí a un grupo de niños y el tierno acto de una niña de algunos
cuatro años al regalarme una galleta (que era de nuez, según mi médico).
También recuerdo el inicio del entrenamiento y la ligera opresión que creí
sentir en el pecho y que no confirmé hasta que era muy tarde.
Además, recuerdo haber mirado en la dirección de las vallas que separan
al pequeño público al que le fue permitido presenciar la práctica. La niña se
me antojó muy familiar, pero cuando la busqué entre la gente, con la
garganta atascada por mi propia saliva y el tracto respiratorio
completamente cerrado, ella ya no estaba.
Fue un descuido cualquiera...
—No pensé que fueran a compartirlo en las redes —digo, suspirando y
me aprieto el puente de la nariz—. Creí que tratarían de mantenerlo
privado. Cox es un celoso.
—Alguien debió de estar esperando que ocurriese —espeta Josh en ese
instante; Tay y yo le dirigimos una mirada de apremio, sin entender a qué se
refiere—. O sea, a veces alguno se cae, sangra, se pelean... Ocurren cosas
que a los morbosos les llaman la atención. Tuvieron suerte, supongo.
Quiero replicar ante su observación al decir, por experiencia, que un
shock como ese no se siente como algo que otorgue la fortuna. Sin
embargo, se me congelan los huesos y la sangre apenas escucho el sonido
del timbre, repartido por el corredor principal, pero clavado,
principalmente, en mis tímpanos. Noto que Taylor frunce los labios y que
Josh se pone de pie tan pronto como miro hacia la puerta. Al llegar ahí, la
figura que me espera del otro lado, mientras abro, tiene un aspecto precioso.
Pero su rostro está tan desencajado que no me cabe la menor duda de que en
esto Tay tiene razón.
Elle todavía viste con la ropa del trabajo; un saco blanco, una camisa
azul cielo debajo y unos jeans que le quedan de maravilla. Además, trae
consigo esa coleta fina y lacia en el cabello, lo que la hace parecer más seria
y recatada, tal vez rígida. Ella me mira de lado a lado en el rostro, dando un
paso al interior del departamento. Observo cómo traga saliva y cómo,
después de cerrar los ojos con aprensión, su mandíbula se tensa.
Así que comprendo que está muy enojada conmigo.
—¡Hola! —la saluda Tay, surgiendo desde el pasillo.
Ella se lo queda mirando unos instantes, y sonríe a duras penas.
—Nosotros ya nos vamos, Elle —añade Josh, también saliendo al
corredor.
—¿Cómo estuvo la práctica? —inquiere ella, con un gesto de fingido
interés.
—Terrible —se ríe Tay; le abre paso a Elle para cambiar de lado en el
pasillo y me mira de soslayo, pero sin dejar de estudiarla a ella—. Pero
vamos a mejorar. Bueno —ahora sí se vuelve a mí y, tras darme una
palmada en el hombro, me dice—, será mejor que nos vayamos. Nos vemos
mañana, novato.
No puedo evitar sonreírle y aceptar el manotazo que me lanza Josh. Pero
lo que sí evito a toda costa es encontrarme con los ojos de Elle antes de
cerrar la puerta. Afortunadamente, cuando me giro, ella está caminando con
dirección a la sala. Observo su andar firme y la manera en la que se
contonean sus caderas. La coleta se ha bamboleado de un lado a otro con su
caminar. No dejo de mirarla mientras se adentra en el comedor.
Entonces, sí, cuando se deja caer en el sofá más grande de la sala, noto
que tendré que hacer algo más que pedirle perdón. Porque ha puesto los
codos en su regazo y tiene el rostro cubierto con las manos, en un claro acto
por detener sus emociones. Mientras me acerco, enumero en mi cabeza los
motivos por los cuales no le llamé.
Y, aunque trato de convencerme de que no ha sido la gran cosa, se nota a
leguas que para ella...
—¿En qué estabas pensando? —me pregunta, una vez que me he sentado
a su lado.
No me mira ni siquiera cuando intento acariciar su cuello.
—No ha sido nada —repito, a pesar de que ya sé que eso no cambiará
nada en ella.
—Claro —espeta, en voz baja—. Como siempre. No ha sido nada.
—Elle, fue un descuido por mi...
—Y me tengo que enterar a través de un cruel tuit que dice que te
expusiste a un agente desconocido —se gira en el mismo sillón y me mira,
descolocada; arrugo la piel de la frente porque no entiendo... y como si se
hubiera dado cuenta de mi impresión, Elle añade—: Cox dio una
explicación hace como media hora; dijo que había sido un shock
anafiláctico y que ya estabas bien. Pero... No entiendo por qué no me
llamaste. Estas cosas son de cuidado, Brent.
—Perdón.
Elle sacude su cabeza, ceñuda.
—Eres increíble.
—Estaba ocupado asfixiándome. Por eso no te llamé.
Un sentimiento de congoja se incrusta en mi garganta, pero decido
ignorarlo porque ella se levanta como un resorte del sofá, intenta dar un
paso lejos de mí y yo lo único que puedo hacer es tirar de su muñeca en mi
dirección. Hago que se siente en mis piernas y, aunque se remueve un poco
sobre ellas, para evitar mi abrazo, acabo con la cara escondida en su cuello,
aspirando el olor de la primavera y el otoño juntos, en su piel.
Siento el calor de su respiración golpear mi frente, en cuanto levanto
poco a poco la cabeza.
—Debiste llamarme en cuanto te sentiste mejor —murmura.
Deposito un beso sobre sus labios y acaricio su mejilla con mi nariz,
consciente de que tiene razón.
—Lo sé —susurro; ella me sujeta el rostro con ambas manos y se inclina
para besarme con más ahínco; al separarnos, me la quedo mirando unos
instantes—. No me imaginé que alguien transmitiría el chisme tan rápido.
—Tienes que tener cuidado —dice ella.
La acuno con más fuerza entre mis brazos y, después de suspirar, le
cuento cómo fue que pasó todo. Desde la primera entrevista hasta los
autógrafos para niños y el tiempo que invertí respondiendo sus inocentes
preguntas. Ella me escucha con atención mientras acaricia cada tanto mi
rostro, pendiente de mis muecas. No me pasa desapercibido el hecho de
que, más de una vez, se decanta por analizar la línea de mi mentón y el
cuello.
Al cabo de varios minutos, soy incapaz de soltarla y dejo de hablar
cuando menos me lo espero.
—Por favor, quiero que me pongas a mí —dice, con voz suplicante, una
vez que le he contado que mi contacto de emergencia siempre ha sido
Damon.
Me limito a asentir con la cabeza, y me agacho para besarla.
—De haber sabido que vendrías tan rápido me hubiera preparado mejor
—le espeto, acariciándola por todos lados.
Ella esboza una sonrisa tímida, pero dice—: Sabes que no puedo.
Emito un gruñido de desaliento, mas no digo nada. Elle enreda sus
manos en mi cuello, al tiempo que me abraza mucho más fuerte. Me acaba
de recordar que la suerte no siempre está de mi lado, sobre todo en
respectivos días del mes para ella. Sin embargo, hago todo lo posible para
que no note que me decepciona el hecho.
Aunque me cuesta mucho hablar expresamente de mis sentimientos, con
otros, cada día el peso de mis circunstancias se hace más ligero y me es más
fácil esforzarme por compartir todo mi mundo y mezclarlo con sus horarios,
con sus rutinas; Elle es una criatura entera y entregada cuando se trata de
demostrar cariño. Tanto, que me duele el mero hecho de haberme privado,
por voluntad propia, de esos privilegios.
Una vocecilla interna se ríe de mí, echándome en cara el tiempo que
perdí sintiendo lástima de mí mismo. Por desgracia para esa inseguridad, lo
que veo en la mirada de Elle —devoción, amor, plenitud— se ha convertido
en mi principal fuente de energía.
—¿Dices que era una nena de ojos grises? —me pregunta.
Le estoy abriendo la puerta del acompañante para que entre en el auto
deportivo. Tras asentir muy quedo, echo un vistazo alrededor, pero vuelvo a
mirarla.
Elle frunce las cejas y se deja caer en su lugar.
—Me pareció familiar —le digo una vez que me he adentrado en el
coche; Elle está ajustándose el cinturón de seguridad; la imito, enciendo el
estéreo y dejo que las tonadas de Aerosmith llenen el pequeño espacio—.
Da igual. No había forma de que supiera de mis alergias. Ha sido un
infortunio.
Al tiempo que saco el auto del estacionamiento, noto que la mirada de
Elle está clavada en sus pies; pensativa, me comenta que Ruth le ha hecho
un expediente nuevo a Beth y que tiene que llevarla mañana para unas
pruebas. También me ha dicho que ha hecho una cita con el médico general
porque le duele mucho la cabeza, aunque lo atribuye al estrés de las pruebas
estatales en el colegio para el que trabaja.
En un semáforo, aprovecho para sujetar su mano y llevármela a la boca,
depositando un beso ahí. Ella apenas y me mira, mientras esboza una
sonrisa débil. Y, a pesar de que quiero preguntarle qué sucede, decido que
me lo dirá si así lo cree necesario.

La palma de Ramsés me empuja el hombro, tan sonriente que le lanzo


una mirada acusadora. Si hubiera estado él en mi lugar, seguro estaría
echando chispas por cada poro de la piel. Además, creo que ha sido
cuestión de suerte. Y me digo que esta definitivamente no ha sido mi
semana. Exceptuando el día martes, que es nuestro día libre, las cosas se
han tornado extrañas.
Si bien es cierto que no estamos tan mal en las prácticas, he notado que
en las redes me acosan más ahora que cuando estaba sin Elle, o al menos
sin confirmar que estamos juntos. Llevamos a Beth a un paseo al bosque
cercano en mi día de asueto, cuando terminaron las clases; alguien repartió
por las redes una foto de ese día e, inconscientemente, me sentí más
observado que nunca.
Por suerte, Elle me advirtió que esas cosas ya han dejado de importar
para ella. Y eso es lo único que mantiene mi paciencia a raya. En esta
ocasión, sin embargo, la gente ha cruzado la raya que divide mi control
personal y la perturbación que a veces me provoca el fanatismo de una
persona. Ramsés y algunos de los muchachos no hicieron más que reírse.
Pero yo no he podido, ni siquiera, mirar en dirección del sitio en el que se
encuentra Elle, de pie junto con Sam y la Abejita.
Siento que, si la miro, voy a encontrarme con la cereza del pastel esta
semana. Ya no estoy de humor para ello. Ni siquiera sabré qué decir porque
estas son cosas que se salen de mis manos. No tengo manera de controlarlas
y, aunque las ignoro totalmente, no dejarán de suceder. Rogando al cielo
porque no pase lo que me estoy imaginando, echo andar hacia ellas, con la
mirada gacha y el pulso acelerado.
Casi estoy seguro de que observó la escena muy bien; sentí su mirada
clavada en mi nuca cuando las chicas se aproximaron. El más prudente fue
Taylor, que aprovecha para dar respuestas a un periodista cuyos colmillos
siempre quieren ir directo a la yugular. Yo me quedé ahí para no ser
descortés, junto con Rams, Josh y otros de los muchachos.
Confirmo mis sospechas cuando noto la mirada de Sam, y ella me sonríe,
pero se agacha para supuestamente atar los cordones de los zapatos de
Beth.
Elle tiene la mirada tan fría y una careta tan ausente, que ni siquiera trato
de acercarme. En mi fuero interno, me maldigo por permitir que cosas de
este tipo se lleven a cabo en mi contra; me maldigo porque quizás soy
culpable de que se sienta así cada vez que una persona del sexo femenino se
me acerca con intenciones que distan de ser amigables.
Le he dicho, cada una de las veces que ha ocurrido, que para mí los
acercamientos de alguien que no sea ella tienen casi poca importancia. Y no
sé si de verdad no consigue creerme o tengo esa cara de estar esperando la
más mínima de las oportunidades en cuanto a traicionar lo que hemos
logrado hasta ahora.
—Yo jamás sería tan intensa —murmura.
—Elle... —le advierto.
Una sonrisa forzada surca sus muecas antes de que yo escuche el sonido
de la voz de Ramsés y la risa aguda de Beth, cuando este la levanta en sus
brazos y se la sienta sobre los hombros. Veo que Sam nos hace una seña de
que empezarán a caminar con ella y sacudo la cabeza para aceptarlo.
Lo que tengo frente a mí, no obstante, es todo menos lo que quisiera ver
en estos momentos. Si alguna vez en mi vida necesité de la comprensión de
Elle, es ahora que los medios se han ensañado de una u otra forma
conmigo.
Pero la verdad también es que no tengo manera de hacer que su
seguridad crezca más a prisa.
—Ven —tiro de su mano hacia las gradas.
Ella no pone resistencia, pero por la forma en la que me sujeta la mano,
muy queda para ser común, sé que está desairada e incómoda.
Una vez que estamos lejos del bullicio y el gentío en el campo de juego,
detrás de las gradas, alcanzo un mechón de su cabello, colocándoselo detrás
del oído. Su mirada escudriñándome con esa acritud hace que recuerde lo
mal que me hace sentir su desconfianza. Empujo la desazón hacia un rincón
de mi pecho y la acerco a mí, pero, cuando la abrazo, ella no me devuelve el
ademán.
Se ha quedado de pie, pegada de mí, sin levantar las manos.
—No creo que deba venir a estas prácticas si voy a ver escenas de ese
tipo más a menudo —susurra.
Esbozo una sonrisa débil antes de separarme.
—Siempre ha ocurrido...
—Pero ahora no tengo por qué quedarme callada —me interrumpe,
cruzándose de brazos y de inmediato añade—: De no haber estado yo
presente, ¿qué habrías hecho?
—Firmar en su seno, como me pidió —farfullo, con ironía, un poco
desesperado; ella recarga la espalda en la grada y echa un vistazo al campo
vacío, que está tiñéndose de un color rosado a causa de la puesta del sol—.
Hago lo que siempre he hecho cuando me piden que firme en esos lugares,
Elle. Reírme y fingir que fue un chiste.
—Seguramente —espeta ella, en voz baja.
La observo por unos instantes y me pienso bien lo que voy a decirle.
—Eres libre de creerme o no —digo, lleno de convicción; ella me dirige
una de sus miradas confusas y, a pesar de que quiero retractarme, continúo
—: Siéndote sincero, me incomoda mucho que a la primera de cambios te
pienses que voy a echar a perder todo por un par de senos que me ponen en
la cara.
—Son de mejor talla. Y obviamente más firmes —murmura ella.
Enarco una ceja, incapaz de mantenerme frío ante su berrinche.
—Pues a mí me gustan, me bastan y me excitan los tuyos —le espeto.
Elle evade mi mirada varios segundos, hasta que se ve obligada a
mirarme otra vez. Cuando se aprieta el puente de la nariz, sé que la
discusión no llegará más lejos y me siento aliviado por ello. Ha
evolucionado mucho en cuanto a lo que es capaz de entender con respecto a
mis métodos para explicar lo que siento, pero a veces se me ocurre que
tiene miedo.
—Eres un mentiroso —musita, pasado un silencio.
Me aproximo a ella y observo que ya no tiene el semblante de ausencia y
lividez en el rostro.
Me inclino para besarla, y le digo—: Debes entender que a mí me tienen
sin cuidado las fanáticas con senos enormes.
—Es que son... muy bonitos. Atrévete a negarlo.
—No voy a negar que los pechos, en general, son bonitos; pero sí voy a
negar que a mí me interesan los pechos en masa. Si no son tuyos, pierden
todo el significado para mí.
—Ridículo.
La jalo para que empiece a caminar hacia la rampa de salida y, antes de
salir del campo, mascullo, seguro de mis palabras—: Sabes que es cierto.
Sin soltarla de la mano, me aproximo a Ramsés y Taylor; Sam baja de
sus brazos a Beth y ella corre hacia su madre, que suelta mi mano. Les digo
que tengo que entrar en los vestidores antes de marcharnos, así que sonrío
cuando veo que Elle empieza a charlar ávidamente con Samantha, y me
hago el desentendido, pero soy consciente de las miradas de ambas.
30
Bee

Sigo escéptico respecto a entrar en este sitio. Me he guardado las manos en


los bolsillos del pantalón, mientras finjo escuchar lo que el dueño del bar
está diciéndole a Taylor. Ramsés, que de vez en cuando me lanza miradas
divertidas, no se ha molestado en explicarme por qué exactamente hemos
venido aquí. Desde que la temporada baja dio inicio, no tengo mucho
tiempo para pasarlo con Elle y la niña.
Y hoy, afligido por el reciente pleito que tuve con ella, me dejé
convencer. Tendría que estar intentando sacarle una palabra, aunque una
parte de mí me dice que no puedo ir en contra de sus celos ni de sus
argumentos. Esa parte es la misma que me aconseja que le dé tiempo para
creerme. Quiere que sea paciente a la hora de comprenderla a pesar de que
eso supone para mí un letargo exasperante.
La adoro. Se lo he dicho, pero, cuando se trata de compararse con las
mujeres que se me aproximan, por cualquier motivo, mis sentimientos en su
favor no son suficientes.
—Absolutamente —sonríe Tay.
Gus, el propietario del sitio, me ofrece una mano y yo estrecho la suya,
sonriendo. A pesar de lo que incómodo que estoy...
Tengo ganas de preguntarle a Tay por qué precisamente teníamos que
venir a este lugar.
—No todos los días nos podemos permitir un desvelo, así que... —
comenta Ramsés.
—Les irá de maravilla —murmura Gus, al tiempo que se hace a un lado
y, guiándonos, empieza a subir las escaleras—. Espero que en el
campamento no desbanquen a ninguno.
Ramsés echa la cabeza atrás, aturdido, cuando atravesamos un marco
que está iluminado por luces neones. Desde el interior, se desperdiga un
aroma singular, como a invierno; echo un breve vistazo al vestíbulo e,
ignorando las risas de Tay y Gus sobre el anterior draft, sondeo a las
personas que se encuentran en las mesas. En lugar de sillas, hay sofás de
color negro; las mesas son cuadradas, de vidrio templado, y en el centro
tienen un adorno extravagante. El techo está lleno de borlas de luces de
distintos tamaños. Música ligera, de tonos cándidos y lentos, surge por
distintos sitios; los rincones ofrecen una oscuridad tan discreta que, cuando
me obligo a mirar hacia el extremo opuesto, descubro que es un sitio
agradable y... privado.
—Es un club exclusivo —susurra Ramsés, asintiendo.
—Gustos de Tay, supongo —mascullo.
—En realidad, Ruth y yo solíamos venir mucho cuando nos conocimos.
Y luego Sam se enamoró del hecho de que no dejan entrar a cualquiera. Y
de que guardan secretos.
La sonrisa de mi camarada se ha ensanchado; atraviesa con la mirada la
pista de baile (que es un rectángulo minúsculo, rodeado por cuatro pilares
negros y lustrosos) y la dirige hacia el amplio balcón cuya vista ofrece una
mirada de todo el paisaje luminoso de Atlanta. Al desviar mi atención en la
dirección que él ha buscado, me percato de lo que ha captado su
interés. Enarco una ceja para hacerle saber que estoy entre extrañado e
incómodo respecto a ello...
La primera que se da cuenta de que nos estamos acercando es Lana. Yo,
lleno de una aprensión desconocida debido al problema que está latente
entre Elle y yo, la observo salir de su asiento y caminar hacia nosotros.
Entonces Sam le hace una seña a Elle, que estaba pendiente de algo en su
móvil, y esta pone su bonita mirada en mí; el escrutinio es incluso más
pesado que las palabras que me dijo el domingo por la tarde, tras
despedirnos. Si es que eso fue una despedida. Apenas y me respondió ayer,
cuando le pregunté por su día. Juro que lo hice con toda la intención de
mermar lo que había ocurrido y la manera en la que estallé en favor de su
actitud para conmigo. Por eso me confunde que esté aquí, luciendo ese
vestido corto en un tono verde que se parece tanto al de mis ojos; lleva el
pelo acomodado en una trenza torcida, y los mechones de su fleco
desdibujan cualquier marca de madurez que haya en su semblante.
Tras lamerme los labios y responder al saludo de Lana, que entonces se
marcha para encontrar a Tay, me aproximo a las dos féminas que están
mirándonos a cada uno, con distintas intensidades en los ojos. Cuando me
inclino para darle un beso a Sam en la mejilla, no me pasa desapercibida la
manera en la que deja a mi vista su dedo anular, para que vea el anillo de
compromiso que lleva en él.
—Porque te quiero, te dejo mi sitio —espeta—, pero trátala bien.
Ha sonreído y, luego de suspirar, sacudo la cabeza. Mientras me
acomodo en el lugar que ella había ocupado antes, en el sillón junto a Elle,
examino el rostro de esta y paso una mano a lo largo del sofá.
No estoy seguro de si puedo o no hacer contacto con su piel en estos
momentos, dadas las circunstancias; pero entonces ella, pegándose más a
mí, posa sus labios en mi mejilla y dice, junto a mi oído y en un susurro—:
No le hagas tanto caso.
—Sonó a que ya está enterada…
Un sentimiento de zozobra surca la mirada de Elle, pero se recompone
de inmediato con una sonrisa dulce; usa uno de sus dedos para acariciar el
cuello suelto de mi camisa azul y, cuando levanta la mirada hacia mí,
parpadea varias veces.
En otra ocasión, tal vez me habría agachado para robarle un beso. Ahora,
sin embargo, no sé si estará bien o si la tensión se difuminará en algún
momento de nuestra relación, Aunque como es de esperarse, es mi parte
irascible la que tiene pensamientos de fuga respecto a lo mal que me hacen
sentir los celos constantes de Elle.
—Pensé que sería buena idea que habláramos tú y yo solos —dice.
Sam y Ramsés están ocupados hablando entre ellos; ella con el ceño
fruncido y él agachándose para murmurar cosas en su oído.
Pongo la mirada en el edificio que se encuentra justo frente a este; al
parecer, se está llevando a cabo una fiesta dentro; alcanzo a distinguir el
movimiento y la gente que pulula con más ímpetu que en este bar. El vidrio
que se encuentra como protección con el viento tiene una tonalidad opaca, y
lo admiro en toda su extensión; una porque no sé qué decir y otra porque sé
que impide la vista desde el exterior.
Para cuando sé que no puedo evitar responderle a Elle, ella me ha
apretado la mano con tanta fuerza que me obligo a tragar saliva para no
darle paso a mi enojo.
—Podríamos haber hablado en mi departamento —le digo.
—Al menos dame una oportunidad con esto; peleas tiene todo el mundo
—dice.
—Lamento que sea así, pero la verdad creo que...
—Estás siendo irracional —me interrumpe, y alcanza una copa de
Martini que tiene al frente; tras darle un largo sorbo, noto que su mirada se
ha entristecido.
Ramsés está pidiéndole una bebida al muchacho que se ha acercado a
nosotros; yo le pido lo primero que se me ocurre solo porque no quiero
desairar a nadie. El ambiente, no obstante, está tan cargado de tensión para
mí que dudo poder aguantar demasiado. Con Elle aquí, aparentando que no
ha ocurrido nada, que no me ha dicho lo que me ha dicho y que no me ha
respondido los mensajes, pues es complicado pasármelo bien en un lugar al
que es obvio que vienen parejas en un plan romántico.
Cuando el camarero me deja el coñac en el vaso chaparro sobre un
portavaso, no me hago esperar y lo rodeo con los dedos, llevándomelo a la
boca. Ramsés me dirige una sonrisa y ladea un poco la cabeza. Pasados
varios minutos, y varias bebidas, ellos se ponen de pie y yo me percato de
que ni Taylor ni Lana volvieron a la mesa y que están... quién sabe dónde.
—Entiendo que estés enojado conmigo —espeta Elle, una vez que nos
vemos solos; con su nariz, traza una caricia pequeña en mi cuello, antes de
continuar y decir—: Pero ha sido cosa de nada.
—Me comparaste con Ramsés —le digo, en un tono que no pienso usar
con ella; sueno herido y cortante, así que, cuando veo que ella clava sus
ojos en mí, la observo, confundido por sus intenciones—. Es obvio que yo
no puedo alejar a nadie de mí como él lo hace porque me encanta que te
sientas mal. Esas fueron tus palabras.
—Y lo lamento.
—Yo también —admito, al tiempo que me bebo de un solo trago lo que
quedada del coñac—. Mira, Elle, será mejor que nos vayamos. ¿O te
quieres quedar?
Ella esboza una sonrisa débil, antes de beber de su Martini otra vez.
Para ignorar el hilo de mis pensamientos, echo una mirada a la pista; hay
una pareja ahí, pegados el uno del otro, ajenos al resto; la manera en la que
él la toca me sorprende tanto que desvío la atención con prisa. No quiero
inmiscuirme en un ritual como ese; por lo que, más consciente de a lo que
se refería Tay con «un bar diferente, exclusivo y privado», agacho la
mirada, el corazón palpitándome con fuerza detrás del esternón.
Elle ha dejado de buscarme, de manera que soy yo quien intenta
localizar su perfil en esta ocasión; mayo está por comenzar y con él mis
próximas vacaciones, las cuales Elle planteó cancelar debido a lo incómoda
que se siente cada vez que alguien se me aproxima. No sé qué se supone
que tengo que hacer al respecto. No sé qué más quiere ella de mí, y se lo
dije esa noche. Siempre he sabido que es orgullosa; he estado agradecido
con su valor, con su esperanza y con su fe en mí, pero no dejo de pensar que
tienen límite, después de todo, y que, al llegar a ellos, tímidamente
encuentro que nunca confiará en mí por mucha paciencia que le tenga.
A continuación, mientras un tema de blues empieza a sonar con
denuedo, Elle vuelve la vista hacia mí. Nos miramos en silencio varios
minutos; ella alza la mano y me acaricia la mejilla. Yo, impotente ante ese
acto simple y estruendoso a la vez, cierro los ojos para saborear la calidez y
suavidad de sus yemas. Lo siguiente que siento es el calor de su boca,
apoyada sobre mis labios...
Todavía tengo la mano en el respaldo del sofá, así que no requiero de un
esfuerzo grande para tomar su hombro derecho y atraerla. Recibo la caricia
que hacen sus labios contra los míos, al tiempo que, con la mano libre,
acuno su mejilla. Al principio, se trata de un beso suave y lento, casi al
ritmo de la voz de la cantante; la letra se me pega a las neuronas y siento
cómo, ayudado por el licor, mi pecho comienza a llenarse de ansias.
Elle pone una mano en mi torso, a la altura de mi corazón y desliza los
dedos hasta posarlos en mi abdomen. Por instinto, abro más la boca e
introduzco la lengua en la suya, mientras la aprieto contra mí.
—¿Qué tengo que hacer para que me creas? —pregunto, apartándome.
La estoy mirando a los ojos, y ella ha hecho lo mismo. Vuelto
parcialmente, apoyo la frente en la suya. El enojo aún vibra en mis venas,
pero ahora con intenciones más hoscas y menos inclinadas a la impotencia.
Ella, que no ha dejado de mirarme, dice—: No tienes que hacer nada.
Antes, quiero pedirte perdón. —Ladea un poco la cabeza y luego deposita
un beso en mi mentón—. Estuve pensando seriamente; creo que ya terminé
con este miedo torpe. No lo quiero más, y por eso quise venir. Necesito
despejar la mente…
Serio y concentrado en sus facciones, analizo lo que acaba de decir.
Y de pronto, tras inhalar, encuentro que yo también lo necesito.
—Me parece perfecto —susurro; ahora sí, la incomodidad comienza a
irse; pero eso no hace que quiera estar aquí de todos modos—. Estaríamos
mejor en...
—No, señor —me espeta Elle y se pone de pie cuan larga es.
Lleva puestas plataformas en color negro, cuyas cintas se amarran de sus
tobillos y hasta la parte inferior de la espinilla; el vestido, que le cubre tan
solo los muslos, se le pega a la cintura y luego cae en tres volandas
perfectamente alisadas. Del pecho lleva solo una ligera abertura, lo que me
decepciona un poco. Sin embargo, el contraste entre lo corto del vestido y la
elegancia de sus piernas, es casi perfecto.
Imitándola, me aseguro de sujetar su mano, sin comprender sus
intenciones.
—¿Me vas a decir que Ramsés y Ruth nunca te invitaron a este sitio? —
pregunta, en tono de comedia e incredulidad.
Vuelvo a revisar la extensión del bar, y niego con la cabeza.
—Supongo que, al ser un club exclusivo, se entra con membresía —le
digo.
Ella me invita a abandonar la mesa y empieza a caminar, rodeando la
pista de baile; al llegar al lado opuesto del sitio, me percato del largo y
oscuro pasillo que se extiende frente a mis ojos.
—Es un bar fetichista —sonríe, y noto que se avergüenza porque, al tirar
de mí para que me adentre en el pasillo lúgubre, que parece no tener fin,
evita mi mirada—. Nosotros estamos en el primer nivel de confianza, así
que...
La hago que se detenga en mitad del corredor; la luz de una lámpara led
alumbra el final de este y me deja ver una fotografía enorme, bastante
erótica, aunque poco explícita de una muchacha en algún monumento. La
posición en la que se encuentra, sin mirar hacia el lente de la cámara o a su
fotógrafo, me incómoda tanto que decido ver en otra dirección.
Por fortuna, Elle está cada vez más tranquila y, cuando busco su rostro
con mis manos, ya no me siento tan idiota por preguntarle...
—No sé qué estás haciendo, pero...
—Guarda silencio. Esta es mi fantasía. No la tuya.
Se cuelga de mi cuello y me da un beso largo.
Cuando se aparta otra vez, observo cómo saca algo de su bolsa de mano,
en color negro también, y me extiende el objeto.
Es una llavecita.
—Abre tú —dice.
—Elle...
—No voy a abusar de ti. Estoy haciendo lo que una amiga me sugirió,
así que no me lo pongas más difícil.
Aprieto la llave en mi palma y la miro, aprensivo.
—Preferiría que hablaras de tus necesidades sexuales conmigo y no
con...
—No es por ti. Ya te lo dije. Abre por favor, te lo explico en seguida —
dice, y en consecuencia levanto la llave para mirarla.
Pienso que, al abrir la puerta que está a mis espaldas, voy a encontrarme
con una habitación llena de... cosas extrañas. Y no puedo evitar sentirme
raro con la idea de ella contándole a otra persona que estamos tratando de
funcionar como pareja. Quedamos, al empezar, de hablar de cualquier
cosa. Pero decido creerle una vez más. Decido que no quiero dejarla sola en
lo que sea que esté pasando por su mente, y me llevo la sorpresa de que,
detrás de la puerta, no hay más que una copia exacta del bar; el pequeño
cubículo, en lugar de paredes, está rodeado por espejos; ruborizado por el
hecho, me giro sobre los talones. Elle está cerrando la puerta.
No se la ve tan escandalizada...
—Si quiero reforzar la poca seguridad que tengo en mí misma —musita,
temerosa y echando una breve mirada en derredor—, es necesario que tome
la iniciativa con nuestras citas. No tengo por qué tener miedo o pena de lo
que deseo de ti. Y, más que nunca, es imperativo que me dé cuenta de que
esta es mi vida ahora. Contigo.
—Esto… ¿Quieres tomar la iniciativa con las citas?
Elle me sonríe y asiente.
—Me hace sentir atrevida, sí.
Recargo la cadera en la mesa donde hay un enfriador con una botella de
la champaña favorita de Elle…
—O sea que, ¿yo no te hago sentir segura?
—Voy a sonar como un cliché; pero esto tiene que ver conmigo, no
contigo —dice ella. Parpadea varias veces y, desviando la vista, me pide—:
¿Me sirves una copa?
Dudoso todavía, me incorporo, tomo la botella y la destapo; Elle coloca
las copas junto al enfriador, sin mirarme. Mientras sirvo una, la observo de
soslayo. Ella se inclina para dejar la bolsita en el sofá; aquí dentro, se
respira un aire tibio, con olor a vainilla y la sensación esparcida por el
pequeño cuarto me eriza la piel, o tal vez es culpa de ella. Sé lo que quiere y
sí, he entendido a qué se refiere con que este es uno de esos bares de
fetiches.
Al entregarle la copa por fin, me quedo observándola mientras bebe de
ella. Sus ojos no dejan de escrutarme. Bajo la mirada hacia su cuello y
analizo que su respiración se ha hecho más veloz a cada minuto que pasa.
—Está rico. ¿Quieres? —me pregunta.
Niego con la cabeza, estiro la mano y le quito la copa. Después de
dejarla sobre la mesa, doy un paso hacia ella; nerviosa por el tirón que le
ejerzo a su mano, sujeto su cintura y no me lo pienso dos veces antes de
inclinarme para arrebatarle un beso. Ella me responde tan pronto es
consciente de que me voy a aprovechar de la privacidad que tenemos ahora
sí (y que muy pocas veces en estas semanas nos hemos permitido).
Ella arruga la tela de mi camisa y se aprieta a mí. Tengo la sensación de
haber pasado a través de un fuego feroz cuando me separo un poco, para
mirarla... Está tan hermosa así, ruborizada por completo, luchando con ese
miedo en su interior, que no puedo mover ni un músculo cuando empieza a
sacar, en mi camisa, los botones de su ojal.
Debajo no llevo camiseta, de manera que, cuando me desfaja, se
encuentra de lleno con la desnudez de mi torso y los movimientos que este
realiza causados por mi respiración acelerada. La excitación que comenzó
en el balcón, mientras me besaba de aquella forma, se está apretando a mi
ropa interior. Elle admira la hebilla del cinturón y, al tratar de ayudarla,
sujeto una de sus manos.
Le están temblando los dedos... Me los llevo a la boca para buscar
tranquilizarla.
Me agacho un poco y sujeto el dobladillo de su vestido; ella,
respondiendo a mi acción, levanta las manos sin decir nada. Veo cómo pasa
saliva y cómo titubea antes de mirarme de lleno a los ojos. La braga y el
sostén que lleva puestos son lo que cualquiera calificaría como lo indicado
para levantar el ánimo de un muerto. Sigo sin creer que no se dé cuenta de
lo hermosa que es.
Mi instinto me dice que la espere, pero el atisbo de desconfianza en su
mirada enciende una llamarada en mí. Tras quitarme la camisa por
completo y dejarla junto a su vestido, acaricio sus hombros, su clavícula, y
luego desciendo hacia sus pechos; me inclino para besarla al tiempo que la
libero para acunar su trasero. Ella se pega a mí con más libertad al momento
de percibir la erección que ya está exigiéndome prisa. Elle no se amedrenta
cuando la levanto un poco, por medio de sus glúteos; esa caricia parece
acrecentar el tono rosado de sus mejillas. Continúo besándola hasta que la
escucho gemir; la he hecho caminar, girándonos, hasta la puerta; entonces,
separándose y entreabriendo los labios, jadeante, siento sus manos
arrastrarse por todo mi pecho, hasta que desabotona mi pantalón y, de tajo,
introduce su mano derecha dentro. Contengo un respingo cuando rodea mi
miembro con sus dedos delgados. Pero, al segundo siguiente, tras ser
consciente de cómo deja que mi pantalón se deslice por mis caderas, pongo
una mano en contra de la pared, incapaz de resistirme a la tentación de
hacerla que se gire para tomarla de la única manera que se me ocurre
aquí. Sin embargo, aunque es cierto que me muero por llenarla de mí, me
limito a gozar de la presión que le ha ejercido a mi glande; la sensibilidad
que le provoca se incrementa al grado de que muerdo uno de sus labios y,
tras lamerlo más, vuelvo a besarla quizás con una brutalidad que va en
aumento.
Ella se retira unos centímetros, mirándome...
Creo que no puedo estar más excitado ni caliente que en estos
momentos, pero entonces le escucho decir—: Estás durito.
—¿Durito? —le pregunto, con un hilo de voz; le sujeto la mandíbula con
una mano, hago que recargue la cabeza en la puerta y, después de plantarle
un beso húmedo, digo—: Me pones como a una roca, Elle. Mírate... —
Sujetando su mano en esta ocasión, la hago girarse sobre sí misma y,
cuando me refriego con su trasero, noto que pone las manos en la puerta
para retener su peso. Acaricio un de sus nalgas, estirando las líneas de tela
de la que está hecha la diminuta braga, que deja sus glúteos al descubierto
—. Dios... Te amo tanto.
Ladeando la cabeza, busco sus mejillas y, usando la otra mano, libero la
erección que me palpita con dolor en la entrepierna. Buscando estar
cómodo, me bajo el calzoncillo hasta la cadera y masajeo la extensión de mi
hinchado amigo hasta que soy consciente de que no voy a tolerarlo por
mucho tiempo. Reprimo un jadeo al acercarme a Elle de nuevo y, por
debajo de su sostén, le masajeo un pecho... Uso mis dedos para incrementar
la rigidez de su pezón... Y ella emite un suspiro cuando la punta de mi pene
toca la humedad que ha empezado a correrle por el interior de las nalgas,
que le he separado un poco con los dedos.
—¿Bee? —me pregunta, al tiempo que yo me clavo en su pared. Noto
que me tiemblan los dedos al tratar de encorvarme para hallar el sitio
correcto; quiero empezar a escuchar sus jadeos, quiero acabar adentro y
saber que está aquí, real y palpable, para mí. Toda para mí. Gruño contra su
oído sin liberar su pecho y hago un fuerte envite en su interior; mi miembro
se incrusta tan duro en ella que, al escuchar su gemido de sorpresa, espero
unos segundos; empiezo a moverme con lentitud, y entonces Elle dice—: Te
amo. Lo sabes, ¿verdad?
Aprieto su seno en mi palma sin contener la energía que me supone
escucharla. Su bonito túnel está tan resbaladizo que no me implica ninguna
dificultad el entrar y salir con ansiedad de ella; ha curvado un poco la
espalda, lo que hace que quede perfectamente encajado en su centro.
Recargo, sin dejar de embestirla cada vez con mayor brusquedad, mi cara
en su mejilla. Ella ladea el rostro y emite, en ese instante, un gemido largo y
suave.
Al mismo tiempo que acaricio con mis dedos todo su abdomen, bajando
despacio desde su pecho, encuentro sus labios tiernos, húmedos y
sensibilizados, que abro con un dedo y otro, mientras ella se aprieta a mi
longitud. Trato de ahogar un jadeo al sentir que, después de realizar círculos
en su clítoris, los músculos de su pared se contraen en contra de mi
miembro. Las tiras de su braga me calan al entrar así que, saliéndome de
golpe, hago que se gire de vuelta a mí. Una expresión ensordecedora, del
placer más puro y hermoso, me es devuelta. Elle, sin que yo se lo pida, se
quita el tanga y se me queda mirando; estoy seguro de que parezco un
demente ahora mismo. Mi interior brama de felicidad al ver que ella se
quita el sostén y lo arroja junto a las demás prendas.
Caminando hacia mí, se sujeta de mis hombros; la parte trasera de mis
rodillas pega con el borde del sofá, así que me dejo caer en él y, a
horcajadas, Elle se sienta justo sobre mí. En un inicio, sus movimientos son
suaves...
—Eres tan fuerte —suspira al tiempo que se inclina sobre mí; aprieto sus
glúteos y la obligo a moverse más rápido.
Al cabo de un rato, después de perderme en el sabor de sus pezones
cuando los muerdo y los acaricio con la lengua, ella está saltando sobre mi
entrepierna, cegada por el mismo ímpetu que me sobrecoge cuando la tengo
desnuda frente a mí...
—¿Te gusta? —me pregunta.
Con las dos manos, sujeto fuertemente su cintura apenas oírla.
—Estás perfecta, y eres tan suave y estrecha, Dios mío —espeto,
sudoroso y jadeante.
Estoy a punto de lamer uno de sus pezones de nuevo cuando siento que
se cierra a mi alrededor otra vez. De ese modo, me limito a pegar la frente a
sus pechos, donde también hay una pequeña hilera de sudor... Sigue oliendo
a rosas, pero ahora también tiene mi olor impregnado en la piel... El
estallido que se forma en mi ingle y se mueve por todo mi estómago y a
través de cada una de mis terminaciones nerviosas, es recibido por los
movimientos acompasados de Elle, que está empalándose en mí lentamente.
Echo la cabeza sobre el sofá, me quedo mirándola con aprecio, deseo y
amor, y cierro los ojos un momento.
Luego la abrazo a mí, consciente de que la noche se me hará demasiado
corta para estar con ella.
—Así que... —digo, en un susurro; la he mirado de nuevo, pero sigo en
su interior—; ¿hacerlo en un privado es una de tus fantasías eróticas?
—Algo así —responde, sonriendo y acariciándome el cabello—. Quería
probar que podemos enojarnos por tonterías, y luego hacer el amor como si
nada hubiera ocurrido. Son pruebas de pareja, supongo.
Enarco una ceja, incrédulo ante su confesión.
—Te amo mucho, Elle. —Le acaricio el labio inferior con un dedo—.
No tenía pensado estar contigo cuando renuncié al resto de las mujeres del
mundo. —Bajo la mirada y la pongo sobre su cuello, acariciándolo—. Hace
ya un tiempo que mi vida gira en torno a ti. Date cuenta.
—Te he dicho que es algo de mi autoestima —dice; me extiende uno de
sus pañuelos húmedos (lo sacó de su bolsa), tras bajarse de mí y, negando
con la cabeza, repone—: Te amé incluso antes de que tú lo hicieras conmigo
y no reunía el valor para confesarlo. Sé que las palabras son arrastradas por
el viento, pero, en este caso, quiero que sepas que los celos son causa de mi
inseguridad, no de tu comportamiento. Me aterra la idea de pensar que te
puedo perder...
—Ya me hice el tonto estos meses, ¿de verdad me crees tan idiota como
para echarlo a perder otra vez?
Mientras me acomodo el pantalón, Elle, todavía desnuda frente a mí,
esboza una sonrisa. Se aproxima a mí con sutileza y me mira con asombro,
tal vez con introspección.
—No te creo idiota. Y sé que no lo vas a echar a perder. Lo que sí sé es
que me gustas mucho y que, aunque me dejas dolorida, me encanta que te
desquites así. Ha sido perfecto —se sujeta de mis brazos, me planta un beso
y entonces se da la vuelta; la observo con cuidado y, sin dejar de ponerse el
sostén, me dice—: Quería que hiciéramos esto, juntos, porque sé que
tomamos una buena decisión. Solo… —Esboza una sonrisa—. Lidiaré con
ello.
Arqueo, sorprendido por lo que ha dicho, las dos cejas. Elle se pone la
braga delicadamente y, cuando me pide su vestido, noto que tiene una
máscara de seguridad en el rostro.
—Un plan perfecto —espeto.
Ella hace una inspiración, se cruza de brazos (ya con el vestido puesto),
y murmura—: Yo tampoco quiero echarlo a perder. Me propuse algo y voy
a crearme esa convicción.
—¿Sobre qué?
—No dejar que mis inseguridades y tu inexpresividad apaguen la llama
de lo que tenemos.
Parpadeando, mientras ella me ayuda a abotonar mi camisa, levanto una
mano y acaricio su rostro.
—Dime qué quieres oír.
—No sé. A lo mejor soy muy sentimental. —Me observa un instante,
pero al siguiente, baja la mirada.
La abrazo a mí, rodeándola con fuerza.
—Me ha encantado estar contigo, mi amor. —Al retirarme, noto su
sonrisa y la imito, acunando su rostro en mis manos—. Eres increíble. Tan
apasionada que, en cuanto termino, me asusta y me extasía lo que va a pasar
la próxima vez.
—Es importante para mí saber que te complazco, ¿sabes? Tengo sueños
húmedos respecto a ti todo el tiempo; y me gustaría que me hicieras el amor
en los lugares más rocambolescos. —Sus manos se posan en mis mejillas.
Después de inclinarme y de besarla en repetidas ocasiones, le digo—: En
cualquier sitio, ¿eh?
—Sí, y tienes que decirme lo que quieres.
Suena alentador, aunque hay un dejo de curiosidad en su voz, como si
quisiera sopesarme.
—Muy bien. Creo que puedo hacer eso.
—Claro que sí. Me amas, Brent Dylon.
Frunciendo las cejas, estudio sus facciones de ángel y pienso en lo que
me ofrece su mirada. Una verdad a la que me até cuando decidí sucumbir la
primera vez. Ahora es tarde para retroceder, para esconderme.
—Veo que ya no te caben dudas —suspiro su aroma, y ella se abraza a
mí.
Le obsequio una última mirada antes de besarla otra vez.
—En el fondo, siempre lo supe.
31
Elle

Acabo de dejar a Miriam en la universidad; tiene que hacer unos trámites


antes de que dé comienzo el verano en el campus, de modo que le dije que
podíamos, Beth y yo, acompañarla hasta acá; a Jeremy no le hizo gracia que
desobedeciera, pero estos días, nada se ha salido de la normalidad. Bee
sigue igual o más ocupado, aunque, lo que me tiene aliviada, es que este fin
de semana acabará los entrenamientos previos.
Si todo sale como lo tenemos planeado, probablemente podremos
viajar... Y serán las primeras vacaciones de Beth. El momento apropiado
para tratar de cerrar el círculo que siempre mantuvimos tan tenso; tal vez no
será como Bee lo propuso, brutal y recto para la niña, pero creo que va a
entenderlo. Creo que, el hecho de que sea algo así como la novia de su
papá, no causará ningún revuelo en su cabecita.
Eso no le quita peso a la realidad, de cualquier modo.
Por mero instinto, echo un vistazo a través del espejo retrovisor. Beth
está mirando uno de los cuentos que mi madre le regaló; mirar el título me
hace recordarla, ya que no he tenido noticias suyas en dos semanas. No
estoy preocupada porque, a pesar de que no me responde en su celular, la
muchacha que le ayuda en casa me ha dicho que se la ve normal. Siendo
ella, como siempre. No es un alivio para mí saberla sola. Y, aunque las
palabras que me dijo la última vez que la vi siguen retumbando en mi
cabeza, extraño que rodeé a Beth con sus brazos. De cierto modo son muy
parecidas. Bethany tiene el mismo perfil que ella, y Bee asegura que lo
heredó de mí, pero yo sé que ambas lo heredamos de Brenda.
Hace tiempo que sé, además, que cuando la extraño no la extraño a ella
en realidad, sino a esa posibilidad de madre que tuve... El tiempo que Ethan
vivió. Es realmente triste saber que, si no cede ante su actitud, las cosas
entre nosotras no cambiarán el ritmo. Puede que Brent me haya dicho que
no quería verla en un tiempo —y que yo también lo sintiera así cuando
ocurrió el percance—, pero lo cierto es que... Nunca dejará de ser mi
madre.
Por eso me digo que hay ocasiones en las que es mejor aceptar a las
personas como son, a quedarte pendiendo de un hilo, resentida y con una
raíz enorme de amargura.
—Uff —se queja Miriam, adentrándose en el coche; se acomoda la
capucha del suéter y aprieta contra su pecho la mochila—. Mejor no hubiera
venido...
Hay un dejo de nostalgia en su voz, así que frunzo el ceño mientras
acciono la marcha. Cuando escucho el ronroneo del motor, esbozo una
sonrisa torcida, consciente, ahora sí, de que la chica se refiere a las cuotas
que le cobran. Está estudiando algo respecto a las ciencias políticas y,
aunque trato de involucrarme con ella, siempre acabo olvidando cuáles son
las materias por las que se inclinó.
—Bee te dijo que no te preocuparas —le comento—. Se va a enojar si
sabe que estás pensando en dejarlo...
—Es que... no quiero molestar.
—También te aclaró que es un préstamo, para que no te sientas
incómoda. Tu madre necesita que le ayudes. Cuando seas una candidata
exitosa o una asesora política entonces te cobraremos los favores.
Ella se limita a sonreír, y mira por encima de su hombro. Luego de
saludar a Beth con su habitual guiño de nariz, la veo sacar su teléfono al
tiempo que atravieso las primeras calles antes de abandonar el campus. Tras
pasar el último edificio, que linda con la rectoría de la universidad, pongo
mi entera atención sobre los coches y la congestión en el tráfico. Los ruidos
de afuera no evitan que piense en lo que le oí decir a Jeremy esta mañana,
aun así.
Brent le ha pedido que no se separe de mí ni a sol ni a sombra. Lo tomé
como un cambio en la rutina (ya que nos vemos muy poco) y, sin embargo,
el no haber acatado la orden se siente como si hubiera roto una promesa.
Empujo ese pensamiento al fondo de mí, jurándome que pondré toda la
atención posible en la gente que me rodea.
El coche de Sam ya está estacionado en el porche del pequeño edificio
cuando aparco en él. Miriam echa una mirada a la extensión, mientras se
quita el cinturón de seguridad. Hago lo mismo, pero en lugar de quedarme a
mirar lo largo y ancho de la construcción de ladrillo, me bajo
inmediatamente para ir hasta la puerta de Beth.
—Irina dice que podemos elegirlo si nos gusta —comenta Sam,
besándome una mejilla cuando la noto.
—¿Se encuentra bien? —le pregunto.
Inclinada para levantar a Beth en sus brazos, que le da un beso rápido y
pide que la baje, Sam esboza una sonrisa de pesar. Irina, su hermana mayor,
está más allá de la mitad de su embarazo, con casi siete meses. Al parecer,
le ha dado muchas molestias.
—Solo digamos que es un poco cobarde —responde ella, ruborizada.
Noto que evade mirarme, así que enarco una ceja y observo cómo
Miriam tira de la mano de Beth; lleva una flor que ha arrancado de la
jardinera en la entrada del edificio. No sé si está contando los pétalos o si
quiere buscar bichos en el interior; conociéndola, yo diría que está haciendo
la segunda.
Trato de vislumbrarla mejor, y digo a Sam, mientras las dos nos
encaminamos hacia el interior—: Es que tú no sabes lo que se siente pesar
un montón, tener cambios de humor bruscos e ininteligibles...
—Y tú que sufriste eso sola... —se lamenta Sam, mirándome ahora sí.
Arrugo las cejas, contrariada por el recuerdo de los nueve meses que me
pasé embarazada.
Al final, me muerdo un labio, aprieto el botón del control remoto de la
alarma del coche y le lanzo una breve mirada a Sam. Esta, con gesto
confuso, se ríe.
—Bee nunca me dejó sola. Tal vez no estábamos juntos, y todo eso,
pero... Estuvo ahí. Siempre.
—Antes de ser nada de Ramsés, yo veía todo menos al tipo que hoy te
hace suspirar. Es irónico; siempre creí que te ibas a casar con alguien del
estilo de Henry. Encajaban como una pieza perfecta de rompecabezas.
Hechos en el mismo molde. —Niega con la cabeza; abro la puerta del
vestíbulo del edificio y, antes de entrar, ella dice—: Era una muchacha muy
ingenua e inmadura. La verdad es que no extraño nadita a la vieja Sam.
Sin decir nada más, y sonriéndole de oreja a oreja, la sigo a través de un
espacio totalmente libre de muebles; la pintura de las paredes frontales
necesita un repellado urgente y el techo tal vez debe de ser examinado con
cautela, porque los cables de un farol están salidos a través del plafón.
También noto que hay restos de basura por doquier...
—La renta es accesible —espeta Sam—, para nosotras.
Sacudo la cabeza...
Apenas y le he comentado a Bee lo que queremos hacer; y ella, por
supuesto, no le ha contado ni pío a Ramsés porque está tan segura como yo
de que querrán intervenir. Le prometí que no era por egoísmo ni
desconfianza; pero es un proyecto que siempre imaginé hecho por mis
propios medios, para dar lo que tal vez siempre he querido.
Sam está convencida de que aquí podremos empezar un centro de
acogida diferente. Yo tengo la forma de adquirir alguno que otro permiso,
Ruth es pediatra y se apuntó en seguida para colaborar en las consultas.
Irina, aunque estará ausente los primeros meses, nos dijo que quiere formar
parte sí o sí.
Y yo... Yo creo que nunca he estado más orgullosa de mí misma.
—Se me ocurre que el primer piso lo podríamos ocupar para las cosas
prácticas; como la consulta y las clases. Nos va a costar un montón reunir
fondos para darle inicio, pero confío en que, poco a poco, vamos a darle lo
que se merece a un sitio como este. No más centros llenos de ratas y con
ninguna medida de seguridad e higiene. —Sam alza las manos y hace un
rodeo con ellas, sonriente en todo su esplendor—. Así que... ¿qué te parece?
—Es perfecto.
—Tiene un patio increíble y un jardín que posee una especie de cancha.
A lo mejor, en un tiempo, le puedo pedir a Ramsés que nos ayude.
Trago saliva ante lo que supone eso. Y no porque no quiera que Bee se
involucre, sino porque me aterra el imaginar lo que creerá una vez que se dé
cuenta de que pienso, tal vez al final de la temporada regular, dejar mi
trabajo. No tendré el mismo sueldo y, con probabilidad, me ocuparé más
tiempo (a pesar de que, sin problemas, podré atender a Beth aquí).
Observar a Ruth tan presa de esos recuerdos estos días ha significado un
cambio en todos los que la conocemos. No solo por el hecho de que nos
afecta que no quiera nuestra ayuda, sino porque, aunque sabemos que las
desgracias ocurren todos los días, cuando la víctima es alguien tan
cercano... pues duelen más. Y uno se hace consciente de ellas como si no lo
hubiera sido antes.
Es inevitable no sentir culpa respecto a ello...
—Espero que no te importe que haya invitado a Dani —le digo,
buscándola cuando atravesamos un corredor, Miriam y Beth corriendo de
un lado para otro—. Vino a visitar a su padre. Estará encantado de ayudar...
—¡No! —repone ella, girándose a mirarme; abre un cancel con la llave
que le dieron y, con cautela, se asoma al verdaderamente enorme jardín que
nos espera tras las puertas cristalinas—. Será genial verlo de nuevo. Es
increíble que se separe de su apéndice.
—Sam... —me río, por el cómo ha llamado a Henry.
—Lo siento —sonríe también; el pasto, los arbustos, las plantas y
árboles en cien metros a la redonda, están descuidados y crecidos a la
deriva; mientras observo las bancas de metal que hay desperdigadas en el
patio principal, ella añade a su chascarrillo—: Es que me parece increíble
que se haya mudado con Hache hasta Washington.
—Tú te mudarías por Ramsés —la reprendo.
Ella se encoge de hombros, dándome la razón. Una vez que le pregunta a
Beth si quiere jugar a las carreras con ella, me percato de que, con su
mirada sugerente al girarse, me ha devuelto el comentario.
Y es verdad. Ya lo hice una vez y lo haría de nuevo si Bee se viera
obligado a cambiar de residencia.

Ante el comentario que acaba de hacer Eunice, sobre tener más hijos con
Brent, bajo la mirada al canasto de mimbre del que está provista la mesa en
la que nos encontramos sentadas; Damon, con una mirada expectante, nos
analiza a Bee y a mí de hito en hito; por fortuna, no tengo que responder
nada y puedo ignorar el rubor de mis mejillas, porque en ese instante, el
mesero le entrega a Bee su filete.
Ha sido una alusión sin importancia, dicha con bastante inocencia, pero
reconozco que es algo en lo que pensé solo cuando acudí al ginecólogo.
Mentiría si dijera que tener un hijo en esta parte de mi vida es uno de mis
planes a largo plazo. La realidad es que lo que más anhelo, se trata de la
nueva fundación y el sitio de acogida para niños. Sin embargo, noto que
Brent está tanto o más incómodo como yo.
—¡No se lo tomen a pecho, chicos! —comenta Eunice, tras darle una
bebida a su trago.
La imito solo porque no sé qué decir.
Bee se acomoda en su asiento y, con una ceja enarcada, esboza una
sonrisa.
—No hagas que se nos quite el apetito, Eunice, por favor —espeta luego,
sin reparar en mí.
—Ya. Cambiemos de tema, entonces —sonríe la mujer—. Por ejemplo,
cuéntenme por qué un viaje tan repentino que podría molestar a Cox.
Su marido emite un gruñido. El mesero acaba de dejar frente a mí un
salteado de vegetales.
A Damon, como era de esperarse, no le ha causado ni pizca de gracia
que Bee haya decidido salir del país. Le ha dado aviso al entrenador, sí, por
los días de asueto antes de la próxima reunión de los novatos y el evento en
las instalaciones del club; pero la verdad es que no están contentos con la
noticia porque, en temporada baja, tienen que estar solamente disponibles
para ellos.
Le dije a Bee que podíamos esperar... Pero es tan necio como yo.
—Solo serán un par de días —ataja Brent; después de tragarse el bocado
que se llevó a la boca, me lanza una mirada fugaz de pena, como si no
quisiera que tocásemos estos puntos tan íntimos de nuestra vida en este
lugar—. Y les dije que no les puedo contar mis motivos reales.
—Soy tu agente, por el amor de Dios —se ríe Damon, sin dejar de
engullir—. Sé todo sobre ti y esto no debería ser la excepción.
—La cosa es que —intervengo, tratando de sonar tranquila— si les
decimos los motivos por los cuales queremos apartarnos del bullicio unos
días, estaríamos revelando el secreto de una amiga.
—Vaya —Eunice dice, en tono apesadumbrado—, eso suena tajante e
irreversible.
—Porque lo es —dice Bee.
Sé lo importantes que son ellos para él. Desde que Elise lo descubrió y le
consiguió ese contrato. Además, me consta que cualquier cosa que
comenten, lo hacen con el afán de proteger los intereses de Bee y su familia
(nosotras). Hasta ahora, nunca he sabido de nada que Damon Elise les haya
sugerido a sus apadrinados que sea algo malo. Así que, con una sonrisa, les
hago saber que todo va de maravilla.
Gracias al cielo, Eunice nos cuenta que su perra está a punto de tener un
par de cachorros; escucho cómo le comenta a Bee que ya tiene el suyo
asegurado y que, por supuesto, no va a vendérselo. Está en contra de la
compra y a favor de la adopción, pero, en este caso, será un regalo de una
abuela postiza para Beth, de manera que Bee, con gesto de agrado y
paciencia, le dice que lo aceptará bajo la condición de que le deje ponerle
un moño con su nombre al cachorro. Seguramente, me digo, lo ha pedido
para el tercer cumpleaños de Beth, que es en agosto.
Cuando terminamos la comida, Bee y Damon se quedan detrás, hablando
de los videos que Bee estuvo viendo sobre la temporada pasada para
analizar sus fallos. Eunice y yo, adelantándonos un poco, tocamos el tema
del proyecto que aún no tiene nombre.
—Es una idea estupenda —dice ella, tras mirarme por el rabillo del ojo
—. Sé que Bee le encantará ayudarte con ello. Es un buen muchacho, Elle.
Solo había que darle un par de golpes en la espalda, o un empujón. Lo que
sea. El caso es que se merece esto. Mucho más que varios que yo conozco.
Al principio, aunque trato de sonreír, permanezco absorta en las palabras
de Eunice sobre si a Bee le gustaría ayudarme con lo que estoy haciendo;
aún no le he explicado lo que Sam, Irina y yo traemos en las manos; tal vez
es por miedo, por inseguridad, o tal vez es porque me da pena que vea este
aspecto de mí. Una parte de mi mente no ha hecho más que recordarme lo
que dijo mi madre acerca de que, en cualquier momento, iba a hartarse. Y, a
pesar de que esa posibilidad se me antoja irrisoria justo donde estamos, ha
cobrado su parte en mi reticencia al contarle los detalles minúsculos que
conforman esta noticia.
—Bee todavía no sabe que pienso administrar un centro de acogida
infantil —digo, incómoda; Eunice no cambia su expresión. Por lo cual,
aliviada, me atrevo a proseguir—: Pienso decírselo cuando...
—Cuando hayas reunido los fondos, me imagino —interrumpe la mujer,
sonriendo.
Quiero replicar, pero, desgraciadamente, no tengo ningún argumento
para hacerlo. De modo que sacudo la cabeza, miro hacia el frente y aprieto
con fuerza mi bolsa de mano. Eunice me cuenta que ella tiene varios
contactos en el gobierno y que, las arpías filantrópicas que gobiernan su
círculo, estarán encantadas de participar. En la salida del estacionamiento,
me entrega una de sus tarjetas para que la llame.
Le prometo que voy a hacerlo pronto...
—Esto significa demasiado —espeto.
—Permíteme que te dé un consejo —dice, mientras Bee y Damon
entregan sus boletos al valet. Entonces, cuando ve que nadie nos escucha,
me mira de nuevo—. El que una persona te haya fallado una vez, no quiere
decir que volverá a hacerlo; se les perdona con la convicción de que vamos
a poder avanzar. —Una sonrisa se dibuja en sus labios, al tiempo que se
inclina para darme un beso en cada mejilla—. El miedo es para vencerse.
Recibo el abrazo afectuoso que me da Damon antes de aceptar las llaves
de su coche y, cuando se las entregan también a Bee, me percato de la
expresión que lleva en el rostro. Al llegar, estaba un poco estresado, sí,
porque apenas mañana se terminan los entrenamientos sencillos a los que se
los han sometido estas semanas, pero creo ver otra cosa en sus ademanes.
No he olvidado la manera en la que comentó que podría perder el
hambre incluso al hablar de tener nuevos hijos. Tampoco, no obstante,
quisiera hablar de ello. Aunque es obvio que eso lo ha hecho cambiar de
semblante. No tengo idea de hacia dónde están encarrilados sus
pensamientos. Y tampoco sé si quiero saber eso. Con todo, me imagino que
debe de ser difícil hablar de algo tan complicado como un hijo... Es decir, a
mí no es que me genere un problema tan evidente; como si, en caso de que
sucediera, se pudiera resarcir algo. Mas, en Bee, se nota que ha tocado una
fibra sensible.
Él, emulando una sonrisa tierna, pero con la mirada puesta en otra
dirección, me abre la puerta para que me siente en el lugar del
acompañante. Cada vez que salimos solos, usa el auto deportivo que
siempre creí que había cambiado por la camioneta (esa que está llena de
juguetes de Beth, discos de literatura infantil y todos esos chismes). Sin
embargo, ha sido una grata sorpresa el encontrarme aquí cuando me recoge
en la casa.
Como cualquier cita normal.
—Damon y Eunice nos hablan de hijos porque nunca pudieron tener
propios —digo—. No es para tanto.
A pesar de estar sonriendo, un nudo se forma en mi garganta.
—Ya lo sé —suspira él, mientras se acomoda para empezar a conducir.
Me coloco el cinturón de seguridad, al tiempo que escudriño la salida del
restaurante, la luz cálida del sol casi en la mitad de mayo, y también el poco
tráfico de Atlanta a estas horas.
Vuelvo mi atención a él, antes de estirar la mano y sujetar la suya cuando
la pone sobre la palanca de velocidades.
—Si piensas que voy a sentirme presionada por comentarios de ese tipo
—susurro; él me observa de soslayo—, tienes que sacarte la idea de que
cualquier cosa me hará cambiar de opinión. El nuestro es un noviazgo
peculiar, pero serio, Bee.
Él lo evita durante unos instantes, pero al final sonríe.
Y, satisfecha por sacarle esa máscara de acritud del rostro, le aprieto los
dedos con la mano. Al sentir que me devuelve el gesto, clavo la mirada en
la calle del frente. En ese momento, Bee se lleva mi mano a los labios y,
después de depositar un beso en mis nudillos, dice—: Me asusta el que la
gente me haga parecer un hipócrita.
—No lo eres.
—Hace poco menos de tres meses, juraba que no me acercaría a ti...
—Yo sabía que esto iba a ocurrir tarde o temprano —aseguro, el ceño
fruncido.
Observo que Bee ha puesto cara de póquer.
—Debiste habérmelo dicho.
—Qué fácil, ¿verdad? —me burlo; Bee esboza una sonrisa; The man
who sold the world está sonando en el estéreo. Brent manipula el volumen y
asiente para que yo prosiga—. Coincido en que, si te hubiera hablado claro,
quizás hubiera ocurrido alguna que otra cosa. Pero lo cierto es que yo
cambié a partir de la segunda vez que estuvimos juntos. Por eso fue más
difícil estar a tu alrededor.
—Damon se preocupa por mí. Sé que quiere que haga las cosas bien esta
vez.
—Lo haremos bien. Los dos —digo, cada vez más convencida.
Luego de cruzar una intersección, Bee responde su teléfono.
Una Miriam que farfulla, notoriamente asustada, empieza a hablar a
través de los altavoces del auto (ya que Bee tiene el móvil vinculado al
estéreo). La música se ha detenido y, cuando escucho que ella dice que algo
le ha ocurrido a Beth, mi corazón no tarda en imitarla.
32
Bee

Luego de que Beth se quedara dormida, bajé para despedirme de Elle. Sentí
que tenía que hablar con Ruth lo más rápido posible, pero al ver el
semblante de ella, comprendí que algo iba mal. Ambas, Miriam y ella, se
encontraban sentadas a la isla, mientras Jeremy les explicaba qué hacer a
continuación.
Elle pone la mirada en mí en cuanto me intercepta. Hay un dejo de
preocupación que no se ha ido a pesar de que el médico nos advirtió que no
ocurría nada. Afortunadamente, la nuez en la galleta que le dieron a
Bethany no había hecho el efecto que, por lo regular, me causa a mí.
Aunque me alivió saberlo, la coincidencia del incidente con el mío hace que
quiera estar solo, por primera vez en semanas.
—Tengo un amigo dentro del departamento de policía. Seguro querrá
ayudarme —comenta Jeremy.
Sin decir nada, me recargo contra la pared de la cocina y me guardo las
manos en los bolsillos del pantalón. Miriam tiene los ojos tan hinchados que
quisiera poder hacer algo por ella. Quisiera poder calmar la culpa que
siente; llevó a Beth a la zona de juegos del vecindario. Es un sitio seguro en
su totalidad y van allí todo el tiempo. Hoy ha sido una mala pasada de la
vida, por lo que estoy convencido de que ella no es la responsable de que
Beth hubiese aceptado, de un desconocido, una golosina.
Elle ya trató de tranquilizarme, mintiéndose a sí misma y tratando de no
vincular lo que me ocurrió a mí y lo que ha pasado esta tarde.
—Beth es muy pequeña como para reconocer al tipo que le dio la galleta
—refunfuño.
Elle aprieta los ojos un instante, y se abraza a sí misma. Ha insistido con
que es una casualidad, y que la familia de Ruth no tiene nada que ver.
Incluso ha dicho que Miriam pudo haberse confundido, ya que, cuando
llamó a Jeremy, él le mostró la foto del sujeto y la nana lo reconoció al
instante. Elle dice que eso pudo haber sido ocasionado por el shock, una
mera confusión producto del miedo que la paralizó al perder de vista a
Bethany durante unos cuantos minutos.
—Yo sé lo que vi —señala; no me está mirando, de manera que observo
el semblante de Jeremy—. Era él.
—Es una acusación fuerte —contradice Elle.
—Por favor —digo, incrédulo—, ¿nos dejan a solas un minuto?
La mirada de ella se posa en mí apenas unos segundos, antes de suspirar
y encogerse en su sitio. Jeremy no demora nada en salir de la cocina, pero
Miriam se toma su tiempo al bajarse de la silla y encaminarse al jardín
trasero a través de la puerta de la cocina. En cuanto nos quedamos a solas,
Elle hace cualquier cosa menos mirarme.
Primero, finge leer algo en un folleto que le dejaron en la casa. Luego,
con gesto indiferente, mira su reloj. No se ha cambiado de ropa y tampoco
ha dado señales de querer hablar conmigo respecto a lo que está
ocurriendo.
—Quiero entenderte, de verdad...
—Esa niña no tiene a nadie. Y Ruth está haciendo lo posible por
ayudarla. Si acusamos a Ed de... lo que sea, vamos a imposibilitar el caso.
A Mel la van a mandar a un centro de atención infantil. Sin contar con que
Ruth, probablemente, se enojará mucho conmigo.
—No puedo creerlo, Elle —espeto; y, a pesar de que no quería hacerlo,
me saco el papel que venía con la galleta; el trozo que Beth no se comió,
estaba envuelto en celofán y dentro todavía quedaba esta nota; cuando se la
pongo delante a Elle con un manotazo, el ceño fruncido y la quijada tensa
por la ira, sacudo la cabeza también—. Dime que no estás pensando en
proteger a tu amiga antes que a tu hija.
—Es que Beth te tiene a ti, y me tiene a mí. Pero Mel...
—Sí, pero nosotros no tenemos culpa de ello. —Le estiro el papel otra
vez, señalándolo con la mirada—. Léelo.
Tras un titubeo, ella sujeta el trozo de hoja arrugado. Su rostro sufre una
contorsión de dolor en cuanto lee las primeras líneas. Trago saliva para
poder ignorar el nudo de mi garganta, y además porque no quiero discutir
con ella. No quiero que algo ajeno, algo que ocurre por una mala decisión,
nos embargue.
No ahora.
—Ruth es mi mejor amiga, Bee.
—Para eso vamos a hablar con ella.
—Es que...
—¡Por Dios, Elle! —exclamo, girándome para mirarla—. Entiéndeme.
Hazte una idea de lo que hubiera ocurrido si... —El mero pensamiento hace
que se me enrede la lengua. No puedo ni siquiera imaginarlo—. Si tú no
quieres, entonces yo voy a hablar con ella.
Elle se pone una mano en la frente, recargando el peso de su cabeza ahí.
Después de varios minutos de observarla en silencio, mientras solloza, me
convenzo de que, si lo permito, la situación nos sobrepasará a ambos. En
este momento, mis ideas se encuentran tan revueltas que toda la tensión que
no sentí durante las primeras semanas de la temporada baja, acaban de
romper en los músculos de mis omóplatos y cuello.
Doy dos pasos hacia ella, y tiro de su mano libre para llevármela a la
cara.
—Está diferente. No quiero que se encierre en esto.
—Ed le mandó un recado con Beth, ¿no? Tiene que saberlo. Ruth es una
mujer cabal. Entenderá que estamos en nuestro derecho de tomar cartas en
el asunto.
Levantando la mirada, con los ojos anegados en lágrimas y los labios
temblándole, ella se baja de la silla y se aproxima a mí de un rápido
movimiento. En cuanto siento que rodea mi cuello con sus manos, me veo
presa de otro miedo más potente; a través de este tiempo, siempre creí que
Elle era una mujer solitaria. Pero no es así. Puede que no encaje con todo el
mundo y que sus modales sean más tiernos de lo que aparenta. Sin
embargo, la única verdad es que ella es ese tipo de persona que se ve
desbordada de sentimientos después de habérselos guardado durante
mucho.
Hoy está cambiando su modo de ver las adversidades. Y eso me hace
sentir un poco más orgulloso de ella.
—Todo va a estar bien —susurro, al tiempo que la aprieto a mi pecho y
clavo la mirada en un punto ciego—. Voy a tratar de que Mel no se vea
afectada. Incluso, y si tú quieres, le doy al tipo lo que está pidiendo.
Elle echa la cabeza atrás. Mientras la examino a detalle, levanto una
mano para, con los dedos, limpiar el rastro de agua en sus mejillas. Ella, a
pesar de las plataformas que lleva puestas, se pelinca hacia mí y deja un
beso sobre mis labios.
Una sonrisa nostálgica se dibuja en su boca.
—Gracias.
Parpadeo varias veces antes de asentir con la cabeza.
—Será mejor que me vaya. Más vale ahora que nunca.
Le echo un vistazo a mi reloj, calculando el tiempo que me llevará llegar
hasta el edificio de Ruth.
—Por favor, no le digas nada sobre la nota —espeta Elle.
Estoy mirándola de soslayo, una vez que caminamos hacia el rellano de
la escalera. La puerta de la calle se encuentra abierta y, a pocos pasos,
Jeremy está recargado en el parapeto que adorna la entrada en el porche.
Me vuelvo a mirar a Elle, consciente de que el tema se tiene que tratar
con pinzas.
—Déjame a mí. No voy a decirle nada malo, Elle.
—No es eso. —La observo suspirar—. Pero confío en ti.
Una vez que llego al umbral de la salida, tras cruzar el vestíbulo, la
atraigo hasta abrazarla de nuevo. En esta ocasión, sin embargo, busco
transmitirle una paz de la que no tengo idea de cómo hacer uso si se trata de
mí. Con ella, no obstante, me cuesta muy poco darle de mi calor antes de
retirarme y depositar un beso en su frente. Por la mirada que me lanza en
cuanto empiezo a caminar hacia el patio, sé que está tratando con todas sus
fuerzas de creerme. Yo, por mi parte, me digo que no es necesario llegar a
los extremos; de todos modos, en cuanto le quito la alarma al coche, noto
que Jeremy se acerca a mí y no necesito más prueba de que no hay más
extremo al que llegar.
El hombre, cuyo semblante es sombrío, apoya una mano en el capo del
auto y echa una mirada alrededor del jardín frontal de la casa.
—Si hablar con la chica no da resultado, lo único que tú tienes que hacer
es llamarme. —Clava la mirada con tanto ahínco en mí, que entonces sé de
qué está hablando; miro en otra dirección, porque Dios sabe que no quiero
llegar a eso—. Estás protegiendo a tu familia y, aunque tu amiga no lo
entienda, tienes todo el derecho.
—La amistad de ellas se verá afectada —musito.
El nudo de mi garganta ha descendido hasta la boca de mi estómago. De
pronto me siento vacío, como si no hubiera ingerido nada en días.
Jeremy me pone una mano en el hombro al notar mi introspección.
—Yo creo que ya está afectada. Pero no ha sido por la decisión que tú
tomaste de pedirme que te ayude. Sino porque se involucró con gente que
no tiene idea de lo que son los escrúpulos. Elle cometió un terrible error al
ir a ese sitio. Y, si la otra muchacha no quiere hacerse consciente de las
consecuencias, no es tu culpa. —Él mismo me abre la puerta del coche;
mientras me acerco para entrar, le dirijo una última mirada—. Habla con
ella. Esperemos que entre en razón.
Sacudo la cabeza para decirle que he entendido.
Dentro del auto, con el sonido de Aerosmith deambulando por los
rincones ya que he encendido el motor, y el estéreo, pienso que lo mejor
para todos sería que Ruth entrase en razón.
Pero algo en mi interior me dice que no lo hará.

Taylor se bebe el contenido de una botella con agua, dejando de lado la


bebida de electrolitos que le ha enviado Lana (está sentada en las gradas del
deportivo, con Leah), y pone la mirada en el frente del campo. Al final de
este, se vislumbra una pequeña inclinación, donde hay más personas
sentadas; algunos son familiares de los jugadores y otros periodistas amigos
de los dueños del equipo, gente con pase irrevocable a esta parte de la
temporada.
Me siento tan exhausto que apenas y puedo respirar. Sin embargo, sé que
mi cansancio es algo más que la fatiga típica del gimnasio y los
entrenamientos. A diferencia de mi compañero al lado, tengo la mirada
puesta en el resto de jugadores que aún están tratando de entender la jugada
que el entrenador planeó tras reunirse con sus asistentes. Es posible que
haya sido eso lo que logró colmar mi paciencia.
Ahora mismo, no creo poder entablar ninguna conversación sana.
Y Taylor, como buen amigo y lector fiel, lo sabe. Por eso se ha limitado
a permanecer acuclillado a mi lado, mientras finge indagar en los colores de
la puesta del sol.
—Debería darse por vencido con ese novato —espeta de pronto, con el
ceño fruncido; le lanzo una mirada breve al chico que recién fue egresado
de la universidad—. Todos lo apuestan y estoy empezando a creer que
tienen razón.
—Hay que darle la oportunidad. Y qué bueno que yo no tengo que tomar
esa decisión —confieso.
Mirándome por el rabillo del ojo, Tay esboza una sonrisa. Alcanzo a
notar que está mirando la manera en la que el novato se ha pegado a
Ramsés. Está convencido de que puede igualarlo, y no ha dejado de hablar
de lo equiparadas que fueron sus pruebas combinadas a las que, en su
tiempo, realizó Ramsés, quien, aunque no es el único receptor de los
Titanes, sigue llevando el título de la estrella.
La irritación en el rostro de Rams es tan evidente, que agacho la mirada
para no tener que contagiarme de eso también.
—Todo mundo está hablando de lo bien que se los ve a Elle y a ti por
estos días —masculla, tras varios minutos en silencio; trago saliva para
ahuyentar el miedo que tengo a hablar de lo que me ocurre (porque esto le
concierne más a Ruth y mi intención no es irlo divulgando)—. Pero me
gustaría preguntártelo directamente. —Se vuelve a mirarme por completo y,
una vez que hago lo mismo, por fin dice—: Esa cara de perro sin dueño, ¿es
por estrés o porque lo que dicen en las redes es, de nuevo, imaginación de
las románticas empedernidas que los quieren ver juntos?
—Sufro de estrés, pero no por la influencia de las redes en mi vida. —
Sonrío, aunque la verdad quiero llevarme las manos a la cabeza, tirarme del
cabello y cerrar los ojos. Luego de suspirar, niego, pero digo—: Es que...
Elle y Ruth tuvieron un par de problemas respecto a su amistad y yo me
siento directamente responsable a causa de ello.
—Me imagino que tiene que ver con el hecho de que Lana la está
representando —espeta Tay, perspicaz pero cauteloso.
Lo observo un segundo antes de volver la mirada al frente, a donde Cox
está haciendo un estrago en la paciencia de los veteranos.
—Un poco —admito.
—No te preocupes, Lana no me explicó el caso; pero soy partícipe de su
despacho y me entero de los clientes que atiende en lo personal. Y, créeme,
lo de Ruth se lo está tomando muy personal.
—Es importante.
—Sí, bueno, Ruth no es la única en el mundo. Malas cosas le pasan a la
gente todos los días. A buenas personas. No soy lo que se dice devoto de
ninguna creencia, pero tengo fe en que existe la retribución de decisiones y
que, cada una de ellas, tiene un peso en tu camino. —Él hace una mueca, la
da otro trago al agua y después agacha la mirada, perdiéndola en el pasto
del campo de entrenamiento—. Desconozco por qué estás teniendo
problemas, Bee, pero lo cierto es que eso no debería de afectar tu vida de
pareja ni tu vida parental. Hay que aprender a sacar lo bueno de toda la
mierda que nos rodea.
Sin pensármelo, me pongo totalmente de pie. Taylor me imita cuando
nota, supongo, mi semblante ausente. Por lo regular, es con Ramsés con
quien suelo hablar de mí, de quien soy en realidad. Pocas veces me he dado
la oportunidad de abrirle las puertas a Taylor; y es que también a mí me
intimida con su seguridad, su fortaleza y todas esas cosas de las que me creí
incapaz de echar mano.
A su lado, era como tratar de escalar un monte altísimo.
Hasta que descubrí que no podía llegar a la cumbre igual que otro, que
tenía que hacerlo a mi manera y en mi tiempo.
—¿Sabes cuál es la diferencia entre Ramsés y tú? —Digo que no
sacudiendo la cabeza. Taylor mira hacia el campo, se cruza de brazos y
suspira—. Bueno, tú eres más sentimental. Lo atribuyo al estilo de vida que
llevaste. Aun así, también eres la persona más hermética que conozco. —Su
mirada va de un lado para otro, siguiendo, como puedo notar, a Ramsés—.
Y ese tipo que solía librarme de palizas en masa en el colegio —prosigue,
apuntándolo— casi nunca tiene miedo de decirte cosas que a otros los
harían sentir ridículos. Lo importante, vamos. —Se ríe otra vez,
esparciéndose el cabello lacio por todos lados, con los dedos—. Lana dice
que, en las cuestiones del amor y la amistad, lo realmente interesante es no
pensarlo mucho. Actuar casi por inercia. Con la cabeza fría, sí, pero sin
pensar tanto si estás o no haciendo lo correcto. El cerebro puede sabotearte,
amigo.
Pongo los ojos en blanco, atragantándome con la sensación de amargura
que tengo incrustada en la garganta desde ayer.
—Solo digamos que la actitud de Ruth no me gusta. La considero mi
amiga, pero eso no cambia el hecho de que, por una imprudencia suya, mi
familia se podría ver más afectada de lo que creí.
Un gruñido que proviene de Taylor me obliga a mirarlo. Tiene las
pupilas dilatadas a causa del ejercicio y, cuando lo miro directamente a los
ojos, su expresión sombría también me provoca espabilar. Resulta que, al
final, hice lo que Jeremy me sugirió, ya que Ruth no mostró
arrepentimiento alguno ni siquiera tras decirle que Miriam había visto a Ed
en el parque cerca de Normandy Drive. Le llamó mentirosa a la muchacha
y, con un descaro increíble, me sugirió que tranquilizara a Elle. Algo en su
mirada me dejó en claro que sus palabras son un mero efecto de la situación
por la que atraviesa. No obstante, una vez que sopesé mi postura, me di
cuenta de que Jeremy tiene razón y estoy en todo mi derecho de hacer
cualquier cosa con tal de proteger a mi hija de esas personas que, por
desgracia, saben de nosotros lo suficiente.
—Entiendo que no quieras contarme los detalles. Pero te exijo que
cuentes conmigo. No seas tan duro con las personas que, a pesar de que te
has mostrado huraño, te han tomado mucho aprecio. —Se ha colocado
delante de mí. Me siento tan incómodo por esta charla motivacional, que
evado su mirada—. Lamento tus sonrojos, pero vengo de una familia en la
que la gente se dice que se quiere. Especialmente yo, tiendo a dejar en claro
que, quien se mete con mis amigos, también lo está haciendo conmigo.
Obligado a buscar el origen real de esas palabras y de lo que significan,
pongo la atención en Taylor. Pero él se limita a mirar a Cox, quien sacude la
cabeza hacia nosotros y nos muestra una mueca de rendimiento. Lo cual
quiere decir que este maldito día ha terminado después de todo.
Mientras me doy la vuelta, noto que Lana está bajando los peldaños de
las gradas para venir a encontrar a Tay.
—Una semana de asueto, ¿tienes algo planeado?
—Algo así —susurro.
Tay me lanza una última mirada, al tiempo que dice—: Voy a dejar a
Leah con mis padres un par de días para que mamá no se sienta
abandonada. Lana quiere viajar a casa de su abuela antes de la temporada.
Volveré en unos días y, entonces, podemos reunirnos si quieres.
Elevo las cejas en cuanto veo que Lana se acerca a él, cargando a su
bebé en los brazos ya que hay mucha gente alrededor. Yo la saludo con un
ademán y le acaricio a Leah una mejilla antes de empezar a caminar hacia
el edificio del deportivo. Al llegar a la valla que delimita con las gradas, me
percato de que quiero hacer lo mismo que Tay.
Olvidarme de que todo lo demás existe.
Y eso solo puedo hacerlo en un sitio. Sin embargo, recuerdo lo que
Jeremy hará esta tarde al visitar a Ed y Rachel, y las ganas de tener a Elle
enfrente se me apagan. No porque no pueda mirarla a los ojos. Sino porque
sé que, tal vez, no estará de acuerdo. Me lo pidió semanas atrás en un acto
de desesperación. Esta vez, es todo lo contrario. Ella siente que su amistad
con Ruth corre peligro.
No quiero ser la causa de que sus sospechas se hagan realidad. Pero en el
fondo me digo que vale la pena; al fin y al cabo, ya he sacrificado mis
sentimientos otras veces para cuidarla incluso de mí mismo.
33
Elle

—Te lo juro. Ha sido horrible —dice Pauline.


Está contándome que acabó su relación con el novio con el que pasó toda su
educación universitaria. Mientras caminamos por uno de los pasillos de
Sutton, con dirección del estacionamiento, escucho atentamente su diatriba
porque quiero emplear mis pensamientos en otra cosa que no sea mi
situación con Ruth.
—Creo que ha sido lo mejor —espeto, al llegar hasta mi auto.
Pauline me ayuda a abrir el maletero para que yo pueda dejar ahí el
material de trabajo de esta semana y los cuadernos que tengo que revisar de
los niños antes de las vacaciones que tomaremos con Bee, fuera del estado.
Ella asiente, pesarosa y se abraza a sí misma en cuanto cierro la parte
trasera del coche.
—Necesito ser un poco más ambiciosa —se ríe, echándole una mirada al
auto en toda su extensión—. Tal vez empiece a ver más fútbol.
Ruedo los ojos ante su expresión burlona.
—Yo no me involucré con Bee en un partido de fútbol —comento—.
Cuando esté listo, tal vez podrías involucrarte en la fundación. Allí sí que se
conocen buenas causas. Conocí a Bee en una fiesta de recaudación.
—Sigo sin creer que vayas a dimitir —masculla.
—Tengo que aprovechar el tiempo.
Pauline dirige la mirada a mis espaldas. Una vez que miro por encima
del hombro, dejo caer una mano, confundida. Ruth lleva consigo una careta
de hastío, popular en ella de cuando las cosas no le salen como quiere. De
inmediato, le devuelvo una sonrisa a la espera de que el gesto apacigüe sus
malos ánimos.
Aun así, en cuanto está frente a mí, la rigidez en su tono me alerta.
—¿Podemos hablar? —me pregunta.
Ha ignorado por completo a Pauline, así que tras curvar una ceja y
sonreírle a mi compañera de trabajo, esta se gira sobre los talones sin decir
nada. No me pasa desapercibido el tono fúrico que ha tintado las mejillas de
Ruth. Está colorada hasta el casco del cráneo. Entonces, encarándola por
completo, me cruzo de brazos luego de sacudir la cabeza.
Ella se ajusta la correa de la bolsa que trae colgada del brazo y, después
de mirar sus zapatos, levanta una mirada penetrante hacia mí.
—¿Estás bien? —inquiero.
—No, Elle, no me encuentro nada bien —dice—. ¿Era necesario que
enviaras a tu gorila a casa de Rachel? De Bee me creo que haga estupideces
pensando que hace lo correcto, pero, ¿tú?
—No sé de qué me estás hablando —digo, con un retintín.
Es verdad que le pedí a Brent que la ayudara. Le pedí que mandara a
Jeremy a la casa de esas personas para que interviniera. Pero es cierto,
también, que en mis intenciones no estaba el intimidar a nadie. Y, aunque
me siento un poco confundida y molesta al respecto, tampoco entiendo la
manera en la que Ruth está reaccionando. Somos amigas. Eso debería de
bastarle para detenerse con sus palabras, de la misma manera en la que yo
lo hice.
Por otro lado, Bee no me dijo nada de que enviaría a Jeremy a la casa de
nuevo.
—¡Que tu empleado visitó a Rachel y Ed para amenazarlos! —me
espeta.
Incrédula, bajo la mirada, consciente de que ella no se hace una idea de
lo que he tenido que pasar desde que até los cabos.
No quería tener que decírselo. Pero, dada su actitud...
—Define amenaza, Ruth —mascullo.
Ella enarca una ceja, al tiempo que niega con la cabeza para
demostrarme que tampoco está de acuerdo con mi manera de hablar.
Emito un resuello y me guardo las manos en los bolsos del pantalón del
uniforme.
—Es increíble que estén haciendo uso de una ventaja tan horrible solo
porque tu muchacha se imaginó un montón de idioteces.
—Y a mí me parece increíble que me llames mentirosa a mí, a Miriam, y
que de paso ni te importe lo que esa gente está haciéndome.
—Bien pudo haber sido cualquiera que tenga intenciones de amedrentar
a Brent.
—Estás equivocada. Miriam vio a Ed y la niña que le dio la galleta a Bee
lleva perfectamente la descripción de Melanie. —Abro los ojos, azorada por
la forma en la que mi mejor amiga me observa—. Yo te adoro. Pero se trata
de mi familia.
—También son mi familia. Todo lo que tengo.
Aturdida por lo que escuché, busco mirar en otra dirección para evadir
los sentimientos de ira que acaban de nacer en el fondo de mi estómago.
Unas horrendas ganas de tomarla por los hombros y zarandearla
fuertemente se apoderan de mi pecho. Sin embargo, ignoro todas y cada una
de mis malas intenciones y aprieto los párpados.
Ruth está mirándome con tanto desprecio ahora mismo que no me cabe
la menor duda de que la han envenenado fuertemente en mi contra.
—No es verdad. No los tienes solo a ellos. ¿Por qué no aceptas que te
están utilizando?
—Tú no sabes nada, Elle. Y no te doy permiso de juzgarme.
—Quisiera poder ayudarte. En serio. Me gustaría que me dejaras...
—Creo que Bee ya hizo suficiente —me interrumpe—. Son el uno para
el otro. Ojalá que tu hija nunca se vea en la situación en la que está Mel.
Esbozo una sonrisa de suficiencia. Bajo y subo la mirada en varias
ocasiones, antes de poder encontrar algo qué decirle. Mientras intento
dilucidar mis opciones, me prometo que soy yo la que no voy a permitir que
esas personas terminen con nuestra amistad. La veo, y no puedo
reconocerla. Está frente a mí como si no supiera que pondría las manos al
fuego por ella de ser necesario.
Parece que se le ha olvidado que le he confiado las cosas que me
avergüenzan y que, en el peor de los momentos, fue ella quien me ofreció el
hombro.
—Le pedí a Bee que no te diera esto porque no quiero hacerte sufrir.
Pero veo que lo necesitas mucho. —Me inclino hacia la puerta del
conductor, abriéndola, y saco de mi bolsa el envoltorio con la nota que Ed
le dio a Bethany en el parque. Al erguirme otra vez, noto que Ruth tiene los
ojos llenos de lágrimas—. Miriam la perdió de vista un segundo y, cuando
volvió, estaba comiéndose una galleta de nuez. —Le extiendo el papel y,
aunque ella demora en tomarlo, al final lo hace—. Si no lo hemos
denunciado es porque no queremos perjudicar a Mel. Sin embargo, te pido
que antes de atacarme o a Bee, trates de sopesar tus opciones.
Ella arruga el papel en sus dedos. Las dos nos quedamos en silencio
durante largos minutos, hasta que me canso de esperar una respuesta. Lo
que veo, no obstante, es una lágrima deslizarse por su mejilla. Una sola. Así
que aprieto los párpados, imaginándome que se siente entre la espada y la
pared.
Pasados unos minutos más, ella dice—: Tú tienes a tu familia, Elle.
Tienes que entenderme.
—Pues no lo hago; no sé cómo me puedes pedir que actúe normal
cuando algo terrible le pudo haber ocurrido a las dos personas que más amo
en este mundo.
—Pero no fue así.
—Te robaron el expediente médico de Beth. ¿Me vas a decir que no
llegaste a esa conclusión?
Ruth se lleva los dedos a la frente, agacha la cabeza y emite un sollozo.
Impertérrita, sin moverme, doy un paso en su dirección. Gracias a los
zapatos que llevo puestos, puedo mirarla sin problemas a la cara. Es casi tan
alta como Ramsés y debo admitir que sus piernas son tan largas que
causarían envidia en cualquiera.
Además, su mirada podría intimidar a la más valiente de las personas.
—Rachel dijo que...
—Hubiera podido denunciarlos —atajo—. Aunque Bee estaba furioso, le
supliqué que se calmara antes de hablar contigo. Ponte en su lugar. A
nosotros puede pasarnos cualquier cosa, pero a Beth...
—Lo sé —me dice.
Respiro hondo y retengo la respiración. Mientras me cruzo de brazos,
esta vez para aminorar la presión de mi pecho, intento buscar una emoción
más sana a la cual agarrarme. Las circunstancias que nos rodearon estos
días quizás nos han obligado a estar en tensión constante, pero debo
reconocer que conocerme en una situación difícil, al lado de Brent, me ha
hecho sentir más fuerte.
Casi siempre es otra persona la que me ofrece tranquilidad, o un consejo.
Pero es muy poco común que sea yo, aún con mis inseguridades, la que se
mantenga fría para tomar una decisión.
—Deja que te ayudemos —digo.
—No puedo, Elle.
—Sí que puedes.
—Ed dejó a Rachel. Y ella está amenazándome con que se irá de
Atlanta: a no sé dónde —solloza, desesperada.
Pestañeo un par de veces, suponiendo que la están chantajeando.
—Jeremy sabrá que hacer. Vamos.
La insto a que suba al coche. Cuando las dos estamos dentro, le envío un
texto rápido a Bee para que se reúna conmigo en la casa. íbamos a irnos un
par de días y eso ya estaba confirmado, pero con esto, no sé si sea buena
idea. Además, Ruth no parece tener suficiente entereza para sobrellevar su
situación sola; aunque no quiera admitirlo, recordar esa parte de su vida y
enfocarse en rescatar a Mel de ello, la está cambiando bastante.
—Bee estará enojado conmigo —dice, cerrando los ojos y recargando la
cabeza en el espaldar del asiento.
Enciendo el auto convencida de que tendré que hablar con él a solas
primero.
—Tal vez, sí. Pero no por lo que nos hicieron, sino porque estás
dejándonos fuera y no quieres nuestra ayuda.
Sin mirarme, Ruth emite un gran suspiro y saca su móvil de la bolsa. En
ese instante, mi teléfono empieza a vibrar con el sonido de alerta de
llamada. Conectado al estéreo del coche, pincho el botón para responder. En
cuanto escucho la voz de Brent del otro lado de la bocina, mis nervios
disminuyen considerablemente. Ruth se repantiga en su asiento, seguro muy
apenada por la escena anterior.
Una vez que le digo a Bee que lo veo en la casa para comer, él me dice
que también tiene que decirme algo importante.

Me ha costado admitirlo, y sí, al principio me mostré un poco


inconforme respecto al cómo actuó Bee. Pero no ha parado de repetirme las
cosas que habló con Ruth y la manera en la que ella se aferró al creerle a
Rachel en lugar de a mí. En este momento, acabo de aceptar que ha sido lo
mejor; Jeremy le hizo una advertencia a Ed y, por lo visto, en lugar de dar la
cara o arrepentirse por sus actos, prefirió huir.
Ese es el motivo de que, hace apenas unos días, Rachel también haya
decidido abandonar la casa, dejándole una nota a Ruth donde la acusa de
intimidar a su marido. Por fortuna, a pesar de su reacción inmediata, la
susodicha prefirió no buscarlos más. Le ha pagado al investigador privado
otra vez para que trate, pero creo que esta vez no habrá buenos resultados.
Bee se acerca a mí por el lado opuesto del lavabo en la cocina de su
departamento, inclinándose para dejar un beso en mi sien izquierda. Se está
secando las manos tras haberme ayudado a recoger y limpiar todo.
Comimos él y yo solos ya que Beth lo hizo en casa y después se quedó
dormida en mis brazos, mientras veníamos hacia acá.
Jeremy opina que, hasta que el investigador no diga que no hay señales
de Ed, es bueno que pasemos más tiempo fuera de la casa. Me he tenido que
disculpar dos veces con Sam porque no hemos podido empezar los trámites
de arrendamiento. Sin embargo, le expliqué que pronto podré escabullirme
sin la vigilancia de Jeremy o sin que Bee se extrañe por mi ausencia durante
algunas tardes en la semana.
Ella me dijo que iba a contárselo pronto a Ramsés; sobre nuestro plan,
así que eso me tiene a la deriva, y no he dejado de preguntarme cuándo será
buen momento para yo también decírselo a Bee.
—Todo va a salir bien —me dice, abrazándome.
Esbozo una sonrisa pobre, al tiempo que alzo las manos para ajustarle el
cuello de la camisa. Él, sin pasar por alto mi semblante, me sujeta el mentón
con sus dedos y lo levanta para que lo mire.
Al final, clavo los ojos en los suyos mientras siento cómo el corazón se
me acelera.
—Así que... —musita, luego de depositar un par de besos en mis mejillas
—. ¿Vas a decirme qué sucede? Pensé que habíamos aclarado lo de Ed...
—Sí, no es por eso —susurro; me doy la vuelta pero él no deja de
agarrarme la mano.
Aún sujeta de sus dedos, me siento al comedor, contemplando la manera
en la que me mira luego de dejarse caer en una silla que ha aproximado a
mí; su cercanía me puede mucho. Todavía no me acostumbro a que no haya
ninguna distancia, ningún miedo, nada que me impida estirar el brazo y
alcanzar cualquier parte que quiera tocar en su rostro.
De hecho, al obedecer a mis impulsos, Bee cierra los ojos. Ha estado
muy intranquilo estos días...
—Puedes contarme lo que sea, Elle —musita.
El tono bajo de su voz me causa un escalofrío. Cuando logro mirarlo de
nuevo, él se encuentra estudiando la textura de mi brazalete, las alas del
broche y el diamante incrustado en el centro. Me doy mi tiempo de analizar
con cuidado las líneas de expresión que hay en su rostro, incluso las que
apenas se están dibujando en las comisuras de sus ojos y de su boca.
Tras un espacio largo en silencio, me percato de que no quiero que
piense, por ningún motivo, que quiero depender de él.
—Voy a renunciar a mi trabajo —digo; Bee alza la mirada con sutileza, y
separa los labios ante la expectativa, así que me apresuro a continuar—: Es
que... Sam, Irina y yo... Bueno, estamos tratando de empezar algo. No sé si
va a dar buenos frutos, aunque la verdad espero que sí y, no obstante...
—¿Por qué no me habías contado?
Hay un dejo de nostalgia en su pregunta. Por eso, y también porque
siento un pinchazo de dolor en el pecho una vez que lo observo
atentamente, me pongo de pie y, haciendo a un lado sus brazos, me siento
sobre una de sus piernas.
—No voy a ganar lo mismo allí. Y, en un inicio, tal vez voy a... Hacer
uso de lo que tú dispones para Beth. No será por mucho tiempo. Tengo fe
en que dará buenos resultados y, sin afán de lucro, podré acceder a...
—Estás bromeando, ¿verdad? —dice él.
—No, claro que no. Lamento no habértelo dicho, pero estaba...
—Déjame hacerte una pregunta —me interrumpe, mientras se repantiga
y me aprieta contra sí; él mira en otra dirección y, con la misma postura, yo
lo miro a él; sus pestañas negras, largas y las cejas pobladas del mismo
color que hacen un contraste muy bonito y varonil con las facciones de su
rostro. Para cuando vuelve a hablar, estoy hipnotizada por las muecas que
lleva a cabo y la evidente tensión en la mandíbula que acabo de provocarle
—. Supongamos que a mí ya no me renuevan el contrato. Aunque no
quisiera dejar de jugar, la verdad es que tampoco quiero mudarme porque
toda mi vida está aquí, en Atlanta. Es decir, en Georgia nació Beth y eso me
hace sentir ligado permanentemente a este sitio. —Echa la cabeza atrás,
apoyándola en el respaldo de la silla y, acunando mi rostro en su mano
derecha, me dice—: ¿Te importaría que los ingresos ya no fueran así de
grandes?
—Jamás.
—Caso resuelto. Porque a mí no me importa ayudarte ahora si quieres
empezar un proyecto como este.
—Pero este no es un negocio, Bee.
—Ya lo sé —dice, en tono serio—. Lo que quiero que tengas claro es
que nunca he depositado dinero en esa cuenta solo para Beth. No es mío, es
de ustedes, y puedes usarlo como se te dé la gana. Así como podrías vender
la casa si tú quisieras; es tuya. —Acaba de sonreír, pero, a pesar de ello,
noto que en su mirada persiste la decepción por mi silencio—. No soy el
tipo de persona que regala algo y luego lo pide para atrás. Y no hablo solo
del dinero y las cosas materiales.
—¿Tú crees que funcione? —le pregunto.
El alivio me invade cuando la cuestión por fin surge a través de mis
labios. Si bien es cierto que Sam está muy entusiasmada con los aspectos
pragmáticos de la fundación, y el centro infantil, el objetivo no es ganar
dinero con ello; la remuneración será mínima. Y, aunque eso no es lo más
importante, estoy segura de que será difícil... Al principio.
Brent se toma su tiempo para responder. Mientras apoya su cabeza en mi
barbilla, le alboroto el pelo de la nuca con los dedos; las hebras rebeldes y
crespas de su pelo, además de gruesas, tienen un distintivo que me hace
querer quedarme así, peinándolo durante horas; pasados varios minutos,
noto su boca en mi mentón y los besos se desperdigan, poco a poco, por la
longitud que hay entre mi cuello y mi clavícula.
En cuanto llega a la base de mis pechos, se detiene, apretándome contra
sí.
—No sé si va a funcionar —murmura; he agachado un poco la cabeza
para encontrar su mirada—. Lo que sí sé es que uno no pierde nada con
intentarlo. Al contrario, si no ganas aprendes y para mí... Siento que no hay
mejor galardón que ese. Además, buenos o malos resultados, lo vas a hacer
con personas que comparten ideales contigo. Y, si sientes que no te basta,
podemos hablar tú y yo, sin que nadie nos escuche. Puedes decir cualquier
cosa que te moleste o que te ponga nerviosa y te prometo que haré lo
posible por quedarme callado, oyendo lo que sea que quieras decir. Para que
no te sientas abrumada.
Al parpadear, me doy cuenta de que es realmente así como me siento
cuando mis emociones cruzan la línea; he hecho de mi cabeza una granada
en varias ocasiones y, aunque saqué cosas maravillosas de varios de esos
momentos, no puedo decir que me gusten del todo. Por ejemplo, no me
gusta cuando le recrimino a Bee su silencio para conmigo, porque, ahora
que lo pienso mejor, no tuve que tocarlo mucho ni compartir la cama con él
para que mis emociones le pertenecieran.
—Se está haciendo tarde —espeto, apoyando la frente en la suya y
mirando de soslayo al espacio abierto del departamento; Bee mira en esa
dirección, los colores anaranjados y rojos de la puesta del sol en Atlanta.
—¿Por qué no se quedan hoy aquí conmigo? —Sin decir nada, le
acaricio el labio inferior con la yema del dedo índice—. Le podemos decir a
Beth que es una especie de pijamada. Y no estaríamos mintiendo.
—Tengo una mejor idea —espeto, poniéndome de pie; me giro sobre los
talones y observo a Brent, que también se incorpora—. Te quedas tú en
casa; porque igual es tuya... Solo si quieres, claro.
Él rueda los ojos y da una zancada hacia mí, aprisionándome en sus
brazos tan pronto como me tiene al alcance.
—Me encanta la idea —dice.
Después de que él se marche a la habitación para quitarse la ropa
deportiva, observo bien en derredor de la estancia, la limpieza de la
decoración, y también la frialdad en ella. Pero, en el fondo, me digo que no
son los colores grisáceos los que asocio con la soledad, sino el sentimiento
de vacío que se crea cuando una persona no sabe ni quién es. Es como si
todo el alrededor se impregnara de ello, de la oscuridad. Porque eso no es
ser independiente ni introspectivo ni capaz de vivir sin compañía... Esto
es... tristemente, a lo que uno se obliga a presenciar una vez que ha perdido
demasiado. En el momento en el que Bee vuelve a la estancia, mientras
habla por teléfono con Taylor y se queda de ver con él mañana en el
deportivo, por la tarde, busco despertar a Beth para irnos a casa.
Bee acaba de colgar cuando yo he recogido mi bolsa y a la niña del sofá.
Así que me convenzo de que nosotros rompimos un montón de esquemas
respecto a lo que es el amor de pareja, el apoyo de familia y el calor de un
verdadero hogar.
34
Bee

Elle está mostrándome el edificio que Irina consiguió para empezar el


proyecto que tienen en manos. Se la ve tan entusiasmada que dejo que me
cuente de todo antes de empezar a sugerirle que se fije en los aspectos más
importantes al rentar un sitio como ese. Es grande, sí, pero los desperfectos
que hay que reparar podrían llevar algunos meses y costar mucho dinero,
dependiendo de la profundidad del daño. Además, tampoco ha reparado en
el hecho de que se ocupan más manos de las que están pensando ocupar.
Según me comentó, incluso Sara, la madre de Sam, y Eunice, están
dispuestas a sumarse. Aunque yo pienso que tendrían que discutirlo con
personas más allegadas a los círculos de la filantropía; Elle sabe moverse
muy bien en ellos ya que ha dedicado gran parte de su tiempo libre a visitar
casas hogar, centros de atención infantil y esas cosas. Lo único que le
impide reconocer que en este caso es lo mismo, puede que sean sus
miedos.
Es muy probable que Sam tampoco le haya contado nada todavía a
Ramsés, y eso es porque él querrá integrarse en esto apenas tenga
oportunidad. Por mi parte, es lo que quiero decirle a Elle, aunque estoy casi
seguro de que no le gustará escucharme decirlo.
—Esta área… ¿para qué sería? —le señalo una fotografía que muestra
un espacio cerrado, con un largo, largo pasillo.
—Antes, el sitio fue utilizado para una agencia de autos usados; por eso
tiene patio y jardín traseros enormes. Creo que podría ser adecuado para el
ala médica. Ruth se ofreció a atenderlo. —Ella me mira por un breve
instante y, tras admirar otro par de fotografías, me dice—: Mi madre sabría
muy bien cómo empezarlo. Pero yo tengo que ir con lo que sé, así que será
difícil. Tal vez me lleve un año, si no es que más. —Esboza una sonrisa
débil hacia mí, y yo bajo la mirada a la fotografía del patio que acaba de
mencionar—. La cosa es que se les pueda cobrar un porcentaje mínimo a
las de bajos recursos. Las casas de acogida para mujeres que están huyendo,
por algún motivo... No sé, siento que es importante.
—Importante y costoso.
Trato de no sonar duro cuando lo digo, pero al levantar la mirada, Elle
me enseña que también ella lo estaba pensando. Apilo el montón de
fotografías en mis manos y, poniéndolas junto a la laptop, me aseguro de no
dejar nada desperdigado. Ni siquiera tengo idea de qué hora es porque
llevamos un buen tiempo sentados al comedor, charlando acerca de sus
planes. En Sutton ha dicho que este será su verano de despedida y, aunque
noto la tristeza que el evento le provoca, permanezco callado a la espera de
que comprenda que puede pedir mi ayuda en el momento en el que lo
decida.
Ahora más que nunca me pesa no haberle dado la esperanza de que
podía contar conmigo cada vez que lo necesitara. Es un puente quebradizo
entre ella y yo, mientras intento averiguar si mi opinión será bien recibida.
Una vez que acomodo la computadora portátil en el centro de la mesa, y me
llevo la botella de cerveza a los labios, me percato de que Elle está
escribiendo un mensaje en su móvil.
Cuando su vista se encuentra con la mía de nueva cuenta, nos limitamos
a esperar juntos, como si las respuestas fueran a caer del cielo.
—Reúnete con Eunice y sus amigas. Háblales de lo que quieres hacer.
—Ellas ya participan de un montón de cosas, Bee.
—Si yo se lo pido lo haría —refuto.
—Pero porque eres como su hijo, de algún modo.
—Eso quiere decir que, de algún modo, tú serías su nuera, ¿no? Si
quieres empezar una fundación, lo ideal sería que alguien la patrocinara. Un
jugador de fútbol, por ejemplo. O tres, o cuatro. Mientras más, mejor. Y si
no son jugadores, algunas marcas; un bufete jurídico, una joyería, qué sé
yo. Tú eres la experta.
Elle agacha la mirada tras sonreír, y el mero gesto hace que quiera
levantarme para estrujarla entre mis brazos. Se siente de maravilla poder
presenciar sus momentos frágiles, porque estoy aquí para impedir que se le
olvide todo de lo que es capaz. A decir verdad, lo que realmente quiero es
tener algo que compartir con ella además de la cama.
Sobre la mesa, alcanzo sus manos y las sujeto en las mías, pendiente de
los movimientos que hacen sus dedos. Son manos suaves, delicadas y de
uñas largas; Elle siempre luce de una manera despampanante, aunque esté
en el trabajo, aunque lleve peinados serios y apretujados; se ve hermosa sin
esforzarse demasiado.
Consciente de que está pensando en renunciar a esto, por su
introspección y la forma en la que se ha mordido el labio inferior, sin mirar
un punto en específico, me pongo de pie y la llevo conmigo. El chirrido que
emiten las sillas en la madera del suelo me obliga a mirar si no hemos tirado
nada, pero al notar que todo sigue en su sitio la atraigo hasta mí y emito un
gran suspiro.
—No quiero que te involucres. Déjame hacer esto —dice.
La observo caminar hacia el rellano de las escaleras; después de seguirla
y atravesar el corredor, me apoyo en un pilar cerca de la estancia, al ver que
ella se ha detenido en el primer peldaño.
—Si es lo que tú quieres.
—En efecto.
Ignoro la irritación en su voz, y de un par de pasos me agacho hasta
sentarme un peldaño arriba que ella.
Ambos ponemos la mirada en el pasillo.
Miriam se ha ido a dormir hace como una hora, así que el silencio que
hay en la casa resulta casi abrumador.
—Te quiero pedir un favor —musito; Elle me mira de soslayo y,
mirándola directamente, trago saliva con fuerza tras ver cómo asiente—.
Cada vez que trate de poner un muro entre nosotros, por miedo, por
vergüenza, por omisión; dame dos bofetadas y después me llevas a la
cama.
Escucho que se ríe por lo bajo. Mi instinto me dice que ha captado la
indirecta, y que es muy probable que haya reconocido que está levantando
una muralla en la mitad de nosotros. Tengo que reconocer que fue lo que
hice antes y por eso la entiendo. Entiendo que sea sencillo imaginar que no
tienes que depender de nadie, ni emocional ni físicamente. Pero, ya que me
atreví, he descubierto que lo bueno de seguir un impulso, un deseo, o como
sea que se le llame a esto, son los resultados posteriores. En mi caso, fueron
buenos. Y, de no ser porque ella estuvo aquí todo el tiempo, me habría
arrepentido un día.
Mi zona de confort estaría intacta. Sin embargo, habría perdido toda
oportunidad de ser feliz.
—No sé qué hacer, si te soy sincera.
—Yo sé lo que estás haciendo justo ahora. —Ella se gira a mirarme,
sentada en la escalera—. Estás tratando de demostrar que sin mí o conmigo,
con o sin tus padres, puedes hacerlo. Y… ¿sabes qué pienso?
Con la mirada cristalizada y temblorosa, Elle dice—: No.
Esbozo una sonrisa, bajando al siguiente escalón. Estiro una pierna y
flexiono la otra, mientras le pongo el cabello detrás del oído.
—Pienso que quieres aceptar mi ayuda y tienes miedo de hacerlo. Pero
tus miedos son culpa mía, así que no hay de qué preocuparse. —Me inclino
un poco para poder hablarle más cerca, y entonces musito—: No quiero
ejercer ninguna influencia sobre ti. Aun así, me gustaría que me dejaras
apoyarte. De paso me haces sentir que doy algo de lo que se me ha dado a
mí. —Ella me mira en ese instante, justo para que nuestros rostros estén
casi a la misma altura; apoyo mi mejilla en su frente—. En este punto
exacto de mi vida siento que no me hace falta nada. Te lo debo, Elle.
Deposito un beso en su frente y me inclino luego sobre ella, para, con
mis labios, acariciar los suyos, al tiempo que le sujeto la nuca con la mano
derecha. Aunque tarda un poco en responder, en cuanto lo hace, noto que
está ansiosa como nunca. Seguro de que no parará, me pongo de rodillas
frente a ella, recargando las manos a los costados de su cuerpo; sigue
sentada en la escalera, con las manos en mis hombros.
La seguridad con la que me deja invadir su boca me pone tenso en unos
minutos, mientras mi corazón bombea con tanta fuerza que creo que
estallará de un segundo a otro. Elle me acaricia el rostro con una mano,
pero, al apartarse de mí, la mirada de aflicción que había en sus ojos se ha
incrementado.
—Si me hubieran dicho, hace tres meses, que esta sería mi vida ahora,
me habría echado a llorar.
—Es que eres muy valiente, y me contagias.
En silencio, presurosa por abrazarme otra vez, ella se incorpora con mi
ayuda y se pone en puntillas para volver a besarme. La angustia por saber
que tiene miedo de dedicarse a otra cosa que en verdad le gusta, aunque no
vaya a tener un ingreso fuerte, también me aterra; no quiero saberla
decepcionada. Eso es algo que no tengo cómo evitar.
Afortunadamente, cualquier pensamiento negativo empieza a
difuminarse apenas siento cómo se aprieta a mí cada vez con más
necesidad. Busco acunar su trasero en mis manos, pero me detengo de tajo
en su cadera.
—¿Te bañas conmigo? —pregunta.
Me encorvo hasta que puedo pasar una mano por detrás de sus rodillas.
Elle se ríe ya que se ve aprisionada conmigo, mientras subo las escaleras.
—No deberías preguntarme cosas así.
—Tengo que recompensarte de algún modo; ya tuvimos suficientes
aflicciones.
No discuto con ella mientras estoy dirigiéndome a su pieza. La de Beth
está en la segunda puerta, antes de la habitación de invitados. Las otras dos
piezas se encuentran en el pasillo opuesto, así que Miriam no me preocupa
por ahora. Sin embargo, cuando bajo a Elle y ella planta sus pies en la
alfombra de su alcoba, desatándose la trenza desprolija que llevaba puesta y
casi totalmente desordenada, cierro con seguro la puerta detrás de mí.
Me desprendo de la camisa tan pronto como ella se acerca. Sus palmas
tersas estudian el largo de mi pecho, y mi abdomen por unos instantes, hasta
que algo detona en mí lo suficiente como para estirar su blusa y sacársela
por encima de la cabeza. Lleva puesto un sostén de encaje, en color blanco,
que atenúa su piel y realza el tono de los lunares que tiene en los pechos. Le
paso los dedos por ahí, apoyando mis labios en los suyos otra vez.
—La ducha está por allá —dice, aunque hago caso omiso de sus
susurros.
—Aún no —le espeto.
Durante unos segundos, al tiempo que me quito el cinturón y me
desabrocho el botón del ojal, todo lo que escucho es el latido de mi corazón
contra mi carne, como si no tuviera suficiente nunca. Ella se acerca justo a
tiempo para bajar mi bragueta y, en un acto que me toma desprevenido,
introduce la mano dentro.
No dejo de observarla cuando está tocándome con tanto ímpetu; me doy
a la tarea de acunar su rostro y besarla, apenas mi excitación se forma en su
mano, que no deja de rodear y apretar mi carne.
—Tú tienes razón —susurra, separándose de mí, pero sin dejar de
masajearme; se me escapa un gemido en contra de su boca, y ella aprovecha
para pasarme un dedo por la parte más sensible—. Tengo miedo. De que
hoy estés y mañana no. De recibir tu apoyo y luego perderte cuando te des
cuenta de que no soy como esperabas. Ni angelical ni nada cercano a eso.
Sabes de lo que soy capaz en mis malos ratos, y lo que hice...
—No voy a decirte nada —digo. La obligo a retirar la mano de mi
entrepierna, y la hago retroceder hasta la cama, donde se queda de pie,
mirándome—. Lo único que yo sé es que quiero estar contigo hasta donde
me alcance la vida.
—Pero...
—Dime lo que sientes por mí —susurro, gateando sobre ella.
Elle me observa unos instantes, con aspecto de interés...
—Te amo.
Inclino la cabeza y le doy un beso suave, antes de alejarme y preguntarle
otra vez:
—¿Eso va a cambiar mañana?
—Lo dudo mucho.
—Me pasa lo mismo, Elle.
A continuación, despego los ojos de su rostro, concentrándome en su
silueta que ha hecho hundirse el colchón y arrugado la colcha levemente.
Con una mano, le desabrocho el pantalón corto que llevaba puesto. No
tardo en dejarla tendida, en bragas, sobre la cama; ha clavado su mirada
pensativa en mis manos, mientras le levanto las rodillas y me coloco en
medio de sus muslos. La recepción de su cuerpo, cuando empiezo a tocarla,
es simultánea a mis latidos; mi ritmo cardíaco se acelera conforme varias
ideas, a cada cual más descabellada, me cruzan la mente. Me recuesto
encima de ella al pasar los minutos y, sin hacerse esperar, Elle engancha las
piernas en mi cadera.
Con la mirada llena de paciencia, me hago a un lado para, sentándome,
quitarme el pantalón.
—¿Y la ducha? —sonríe, apenas ve que regreso a mi antigua posición.
Estoy guiándome para penetrarla, cuando su mano se desliza por mi
pecho, hasta mi cuello y tira de mí. Tras moverme las primeras veces en su
interior, la sujeto bien por la cintura. Apoyo con fuerza las rodillas en el
colchón, sin soltarla, y me giro; ella esboza una sonrisa cuando se queda
empalada en mí, mi espalda sobre el colchón y las manos en su cadera.
Noto que pone, con un titubeo, las manos en mi abdomen...
—El baño no se irá a ningún lado.
Elle está ruborizada hasta la coronilla de la cabeza. Me ofrece una
imagen perfecta de lo que es tener que acoplarse a alguien, con todo y
nervios, con todo y miedo y prejuicios. Sola, sin mi ayuda, sube y baja en
mí, mientras cierra los ojos; utilizo los dedos pulgares para trazar la textura
de su cintura, hasta llegar a sus pechos, que se mueven por el ligero vaivén
que sigue ejerciendo con sus caderas.
Al tiempo que me acomodo más al centro de la cama, ella encorva la
cadera y me da espacio para flexionar las piernas a la altura de sus glúteos.
Cuando se agacha para besarme, aprieto su cuello y nuca, poniendo la otra
mano en su cadera. Lo siguiente que sé, es que ella irá perdiendo el miedo
poco a poco; cada vez que le dé la oportunidad de explorarse a sí misma.
Aprieto los párpados al resentir que se cierra a mi alrededor con leves
espasmos; no hago mucho hincapié en sus gemidos ahogados, pero decido
no esperarme más, confiando en que ha llegado a donde quería. Así que,
empujándola un par de veces, aprieto sus caderas en esta ocasión más
rápido, y me muevo en su interior con el ritmo que mi cuerpo me pide.
Elle deja un beso en mi mentón, y otro en mi boca, cuando todo ha
cesado; el aroma de su piel desprende una esencia de vainilla y sal; además,
sigue sonrojada; también sus hombros y cuello se encuentran erizados. Por
lo que, seguro de que está tratando de controlar sus nervios, busco su
mirada para hacerle saber que sigo aquí, satisfecho por tenerla a mi lado.
—¿Ya te sientes un poco mejor? —le pregunto, sentándome de nueva
cuenta en la cama, pero llevándola conmigo.
Ella se muerde el labio inferior, al tiempo que se echa hacia atrás el
cabello. La he rodeado con mis brazos.
—Me siento mucho mejor, sí. Ahora tengo un montón de ideas.
Tras una sonrisa amplia, le digo—: Cuéntame.
—Es necesario que no sea una asociación filantrópica privada para que
los muchachos y tú puedan participar —susurra.
Se baja de mi regazo al tiempo que me extiende la ropa interior. Ella se
cubre con su blusa y se marcha hacia el baño con tanta rapidez que tengo
que seguirla para oír lo que me dirá después. Una vez en el umbral, me doy
cuenta de que está buscando algo en el botiquín del tocador, de manera que
me siento sobre el retrete, con las piernas abiertas y observándome las
marcas de cintas que todavía traigo en los dedos que me raspé el día
anterior en la práctica.
Elle me cuenta varias cosas que quiere hacer en el patio trasero y me
pregunta si será posible que encontremos a alguien que se haga cargo de la
cocina.
Así que, cuando le propongo mi idea...
—Heather sería muy cara —me espeta, sonriendo, pero con incredulidad
—. No, no puedo permitirlo.
—La verdad es que no cobró tanto —afirmo.
Ella me pide que encienda la ducha, así que me interno ahí antes.
Mientras las primeras gotas me llenan la espalda, Elle se queda de pie en la
puerta, mirándome, atenta y tratando de controlarse otra vez.
Tiro de su mano y ella se pega a mí debajo del chorro continuo de
agua...
—Deja de sentir vergüenza —le pido.
—Me das pánico escénico —me espeta, en su siempre tono dulce—.
Podríamos hablar con Heather, si quieres. Pero no hagas nada sin
preguntarme.
—Es tu proyecto —musito.
Al dejar que el agua nos empape, me quedo en silencio escuchando sus
descripciones sentimentales de lo que quiere hacer. La observo parpadear y
cerrar los ojos en cuanto cierro la llave de la regadera; tiene los hombros
tensos, y los relaja cuando paso los dedos por ahí, con el gel de baño.
Entre susurros, escucho con atención que me explica cómo está llevando
Ruth lo de Rachel.
—Ojalá pudiera hacer algo, Elle, pero oíste lo que dijo Jeremy.
—Sí, es inevitable —refunfuña ella; me estudia unos segundos, antes de
agregar—: Beth tiene suerte de tenerte. No dejo de preguntarme a cuántas
niñas y niños les ha tocado vivir lo que Ruth y sus hermanas. Les arruinan
la vida si no se encuentran con las personas indicadas a través de los años.
—Son cosas imprevisibles.
—Totalmente —repone, y me pasa la esponja que ha embadurnado de
jabón, por todo el pecho—. Creo que sí me hacen falta esas vacaciones —
murmura al final.
Mientras se enjuaga el cabello (ahora comprendo de dónde viene su olor
a rosas), me cuenta que Eunice le recomendó hacer un viaje corto en el país.
De manera que le prometo que, cuando termine la temporada regular, la voy
a compensar por ello.
En el tocador, vistiéndome con ropa de dormir, Elle entra a través del
marco, ya vestida con su pijada de blusón; lleva mi móvil en la mano y en
la otra tiene el suyo. Cuando me ofrece el de ella, noto que una llamada está
en curso; el nombre de Ramsés ilumina la pantalla y los segundos
transcurren en un silencio agudo.
—Dice que te estuvo llamando al departamento y que el móvil lo tienes
apagado —me dice ella, confundida.
Frunzo el ceño antes de ponerme el teléfono al oído. Elle se da la vuelta
sobre sus talones y, dejando el teléfono en el tocador, se coloca a mi lado;
los dos nos recargamos en la cómoda de la que está hecho.
—Perdona —digo, extrañado—, estaba...
Pero Rams me interrumpe; noto de inmediato su tono de voz y la
gravedad que hay en sus palabras. Así que me incorporo totalmente,
escuchando lo que dice y siento cómo la sangre abandona mi rostro; me
llevo dos dedos al tabique de la nariz, presionándolo tanto que me escuece
la piel allí.
Elle se abraza a sí misma, y se me queda mirando.
—¿En qué hospital? —pregunto; Ramsés me responde en un susurro
bastante adolorido—. Sí, voy para allá.
Tras colgar y devolverle el teléfono a Elle, ella inquiere—: ¿Qué ha
pasado?
—Taylor y Lana sufrieron un accidente en el coche —digo, incapaz de
creer lo que acabo de decir; Elle aprieta las mandíbulas al escucharme y
baja la mirada—. Necesito que me prestes tu auto, no quiero llevarme la
camioneta.
—¿A dónde irás? —repone, asustada ahora sí.
En ese momento, mientras las palabras de Ramsés se repiten en mi
cabeza, lo único que hago para calmarme, es sujetarla por las manos,
abrazarla con fuerza y aspirar el aroma de su cabello, que sigue húmedo.
Aprieto los ojos e, internamente, me maldigo por haber perdido tanto
tiempo.
—Iban de camino a Clarke y, al parecer, el choque fue muy aparatoso...
—Pero... Dios... —se lamenta, apartándose—. ¿Quieres que vaya
contigo?
Niego con la cabeza...
En este preciso instante, la idea de meterla en el auto, en mitad de la
noche, para conducir durante más de una hora se me antoja una idiotez. El
miedo que me provoca el solo pensarlo me hace darle la espalda con el
pretexto de agarrar una sudadera que llevo en la bolsa deportiva. Elle,
cuando me vuelvo, tiene una expresión de terror en sus facciones.
Es así como me siento justo ahora, pero no se lo digo. Me limito a
vestirme con un pantalón de mezclilla, respondiendo evasivamente cada vez
que ella me pregunta detalles acerca de la salud de Tay.
—Espero que todo salga bien —digo, después de explicarle que será
mejor que ella se quede en la casa con Beth.
Prometo llamarle en cuanto sepa algo, y bajo las escaleras tan aprisa que
no me doy cuenta de todo lo que tardo antes de poder tranquilizarme y sacar
el auto de la cochera. Incluso el interior tiene el aroma de Elle impregnado.
Y sí, tengo miedo de llegar a esa clínica; echo una mirada rápida a la casa y
su camino de roca, y también a la chimenea que sobresale desde el techo y
que muy pocas veces se ha utilizado.
El recuerdo de lo que he prometido se incrusta en mi mente; pero ahora
hay otra idea rumiando mi consciencia: la verdad no sé qué haría si yo
estuviera en el lugar de Taylor.
35
Elle

Anoche, desafortunadamente, Lana perdió la vida en el accidente


automovilístico que sufrió junto con Taylor. Se habían casado tres años
atrás.
Mientras contemplo la piscina, aunque es muy temprano por la mañana,
no dejo de preguntarme cómo es que sus vidas sufrieron esta trastocada.
Bee me dijo que estaba por salir de Clarke. Sam me llamó hace como dos
horas, totalmente desconsolada; no supe qué decirle. Y tampoco sé qué le
voy a decir a Bee para consolarlo. Se lo escuchaba tan desanimado y
ausente, que casi puedo jurar por qué.
Miriam deja una taza de café frente a mí, en la mesa redonda del jardín;
traté de dormir, pero fue inútil. Después de que Bee me lo dijera, revisé mi
teléfono y me encontré con el montón de noticias falsas y las
especulaciones acerca del accidente. Que si habían discutido, que si iban
muy deprisa, etcétera.
—Hace mucho silencio —observa Miriam, desperezándose.
Se ha sentado en la otra silla, frente al sofá de mimbre en el que estoy;
incluso el agua de la alberca no se ondula ni hace sus sonidos turbios, por lo
que le dirijo una mirada de aplomo a la muchacha, antes de rodear la taza y
llevármela a los labios.
El sabor de la crema inunda mi paladar casi al mismo tiempo que suena
mi teléfono. Miriam, tal vez presintiendo otra cosa horrible, clava la mirada
en el aparato y se arrellana en su sitio, sin despegar los ojos de ahí. Me
toma un par de segundos reunir valor para tomarlo y, en el momento en el
que despliego la pantalla de bloqueo y busco los mensajes, doy un suspiro
de alivio al percatarme de que Primrose no abrirá hasta el fin del verano,
dadas las reparaciones que Gray está haciéndole al lugar.
Le devuelvo el texto con un escueto «gracias» y reviso las
notificaciones; tengo desactivadas la mayoría de ellas, pero observo que las
etiquetas en mi perfil personal de Facebook han empezado a multiplicarse a
pesar de que en él tengo solo a mis allegados; pocos saben de ese perfil, así
que me imagino que es algo importante. Sin embargo, al abrir la
notificación principal, noto que se trata una de Eunice Elise.
Su frase motivacional me causa una sensación de amargura en el
corazón, y me limito a dejar el teléfono de un golpe sobre la mesa.
—No veo la hora de que Bee llegue —admito, dándole otro sorbo a mi
café y flexionando las piernas para cobijarme mejor.
—Quizás no tarde, si no hay mucho tráfico —comenta Miriam—,
esperemos que los buitres no lo acechen también.
—Es increíble... —musito, en voz tan baja que Miriam frunce el ceño en
mi dirección, como si no me hubiera oído—. Acabo de ver a Lana hace un
par de días y estaba radiante. Iba a ingresar a Leah en Primrose... Dios...
—Bee estaba...
—Afectado, sí. Aparentando que todo iba bien, como siempre. Pero lo
conozco. —Respiro profundo, apretando la manta en mi mano izquierda;
cuando siento que me escuecen los ojos por no parpadear, esbozo una
sonrisa amarga, al tiempo que recuerdo lo mucho que me hace falta mi
madre—. A lo mejor Taylor lo trataba como a un chiquillo, pero son amigos
y se quieren. Sé que verlo de esta forma lo hará... pensar en sí mismo. Casi
puedo jurarlo.
—Entonces hay que recordarle que tiene una familia.
—No se trata solo de que lo recuerde —espeto, aunque no sé si lo dije
para mí o para ella—. Brent Dylon es la persona más terca que he conocido
en mi vida. Y la más sentimental, también. Por ahora todo lo que quiero es
que vuelva...
Ambas permanecemos en silencio durante un buen rato, hasta que
escuchamos el sonido que hace la puerta al abrirse y cerrarse. Me pongo tan
rápido de pie que, apenas ver a Bee en el rellano de la escalera, mientras
revisa su móvil, ni siquiera me doy cuenta de que Miriam cierra el cancel.
Afuera está nublado y es probable que empiece a llover en cualquier
momento. Sin embargo, ni el clima ni nada me impide acortar la distancia
entre él y yo, y abrazarme a mí misma, a la espera.
Cuando alza la vista por fin, encuentro las pequeñas marcas de cansancio
que hay debajo de sus ojos; él se quita de un manotazo el gorro que traía
sobre la cabeza, que lleva el logo de los Titanes, por un lado, y entonces se
encamina hacia mí. Me estrecha en un abrazo tan fuerte, que me impregno
de su olor; pongo la mejilla en su pecho, al tiempo que cierro los ojos,
encontrándome de lleno con la sensación de abandono que me había
embargado.
—¿Quieres un café? —le pregunta Miriam, detrás de mí, en el tono que
usaría una hermana menor.
Bee hace un movimiento con la mano, y entonces me atrevo a levantar la
mirada, separándome un poco de él. Con su dedo pulgar, me acaricia la
línea del mentón y se inclina para darme un beso. Lo recibo sin decirle
nada, consciente de que sí está tan afectado como creí. Me sujeto
firmemente de sus brazos, para que pueda rodear mi cintura.
—¿Cómo está Tay? —pregunto, dudosa.
Él me guía a la sala, agarrándome la mano. Una vez que nos dejamos
caer en el sofá de tres plazas, observo cómo recarga la cabeza en el
respaldo, mirando el techo con una atención demasiado profunda como para
que no signifique nada.
Al cabo de varios minutos sin hablar, Bee por fin me cuenta—: Hubiera
querido no estar allí para verlo de esa manera. —Sus ojos de pupilas dilatas
escudriñan el techo, al tiempo que me aprieta la mano que no ha soltado
todavía—. Está hecho trizas. A su padre le encomendaron la tarea de
decírselo, ¿sabes? Ha sido horrible. Estaba fuera de sí.
Miriam se coloca delante de nosotros y deja la taza con café en la mesita
de centro. Cuando se marcha, yo misma le entrego a Bee su taza humeante,
y él me agradece en un susurro una vez que se sienta con mayor cuidado,
junto a mí.
Por lo bajo, oigo que Miriam me explica que irá a revisar a Beth, ya que,
como dan casi las ocho, es muy probable que no tarde en despertarse.
—¿Es muy grave? —inquiero, bebiendo también de mi taza.
Brent engurruña las cejas, concentrado en el humo que surge a través de
su café.
—Tiene una fractura en la cadera. Ocupó cirugía y, aunque solo pusieron
un par de clavos, si no se somete a una recuperación extraordinaria con
terapias... es probable que no vuelva a pisar un campo en su vida. —Él me
regala una breve mirada, con aspecto dolido y, ya que se empina de nuevo
la taza, al echar la cabeza atrás me dice—: Acababa de despertarse después
de la intervención cuando se lo dijeron.
—Debieron esperar —susurro, incrédula.
—Él preguntó por ella. Y Martin... pues tuvo que decírselo.
—¿Dónde estaba Leah?
—Con Sara. —Estiro la mano para sujetar la suya; cuando enlazamos
nuestros dedos, Bee se lleva mis nudillos a los labios, con los ojos cerrados
y la piel de la frente ligeramente arrugada—. Me siento egoísta porque,
mientras él estaba sufriendo por lo que acaba de ocurrirle, yo solo podía
pensar en ti y en el tiempo que desperdicié mintiéndome a mí mismo,
jurándome que sí era capaz de vivir alejado. Escuché a Taylor y lo primero
que recordé fue lo que ocurrió entre nosotros hace más de un año. Me voy a
arrepentir muchísimo durante un largo tiempo hasta que no sepa que de
verdad estoy haciéndote feliz; por eso, ahora más que nunca, necesito que
me digas que esto tiene solución…
No me está mirando, pero el tono torturado con el que ha espetado cada
una de sus palabras me duele tanto, que me pongo de pie y me siento en sus
piernas, apretando su cabeza en contra de mi pecho. Me quedo así, callada,
dejando que él hunda su nariz en mi cuello y aspire el aroma que expele mi
piel; si es lo que necesita para saber que sigo aquí, voy a hacerlo siempre.
Pasados unos segundos, calculo bien lo que voy a decirle y hago una
inspiración honda, para tomar fuerza.
—Perdóname tú a mí si te hice sentir que tenías que ser la mejor persona
del mundo para poder estar conmigo. —Sin querer, también me imagino lo
que debe de estar sintiendo Tay en estos momentos; ni siquiera puedo
hacerme a la idea, así que aprieto los ojos y ahuyento las lágrimas; debo de
sentirme agradecida por lo que tengo y con ese pensamiento me aprieto más
a Bee—. La verdad es que yo no he dejado de amarte ni un segundo desde
que empecé a hacerlo, Brent. Soy tonta e incapaz de controlar mis
sentimientos a veces, pero si algo puedo decirte, es que ha valido la pena
cada segundo que esperé por ti y lo haría de nuevo —le espeto,
recorriéndome un poco para mirarlo a los ojos, mientras él frunce los labios
y me examina—. Las desgracias le ocurren a la gente buena todo el tiempo.
—Suspiro muy hondo—. Solo tenemos esto, hoy, para compensar la
incertidumbre de lo que puede o no suceder mañana.
Durante unos instantes, todo lo que consigo hacer es abrazarlo y
absorber la calidez que emana su cuerpo. Al pasar los minutos, le ofrezco
también de mi cercanía para que sepa que no le he mentido y que mi
seguridad ya no depende de si él está o no capacitado para hacerme feliz. Al
fin y al cabo, fui yo quien tomó la decisión de esperar por algo que no me
prometieron y que, hasta que no me propuse conseguir, no se hizo realidad.
En la segunda planta, ya que él se ha terminado el café y me ha dicho
que quiere dormirse, observo que lo primero que hace es meterse en la
habitación de Beth. Así que le doy su espacio y me marcho hacia la alcoba,
donde saco de su bolsa el pans de dormir que se quitó anoche, para que se
meta en la cama. En el momento en el que entra y cierra la puerta, mientras
se desprende de los zapatos, la sudadera y el pantalón de mezclilla, adopto
una postura neutral y tranquila.
Bee está sentado en el borde de la cama cuando me aproximo con su
pijama.
—Voy a preparar el desayuno porque tu hija se despierta con hambre —
musito, acercándome a él.
Sin embargo, en cuanto trato de girarme, él tira de mis caderas y me hace
sentarme en su regazo otra vez.
—Elle... —No me mira los ojos al principio. Le acaricio el mentón, la
quijada y luego paso los dedos por su cabello en la nuca, entonces él dice
—: Taylor es un hombre fuerte y valiente y, aun así, está destrozado. —
Clava sus ojos en los míos, al tiempo que se relame los labios—. No te
atrevas a dejarme.
Esbozo una sonrisa triste, depositando un beso sobre sus labios.
—No pienses en esas cosas. Descansa un rato y...
—Solo necesito un momento, pero quiero que vayamos a casa de Elise
en un par horas. Ramsés quedó de avisarme cuándo es el funeral, y lo más
probable es que tengamos que salir de la ciudad.
Hago un asentimiento antes de ponerme de pie y sonreírle.
Al cerrar la puerta de la habitación, en el pasillo, suelto un resuello; el
aire contenido en mis pulmones me oprimía el pecho. Me enjugo la lágrima
que estaba a punto de escaparse de mi párpado, y que no quise liberar para
no preocupar más a Bee.
Sé que lo que dijo ha sido por la conmoción de ver a Taylor de esa
manera. Lo cual me permite saber que estoy en lo correcto. Las cosas malas
que suceden a diario no son culpa de alguien en específico, y se enfrentan
con un pensamiento sencillo, aunque no sea absoluto: siempre he sabido
que la vida se te puede escurrir de las manos, como el agua, o la puedes ir
guardando por fragmentos, como un tesoro.

*
Este mes ha sido una pesadilla; Sam me llamó ayer por la tarde,
preguntándome si me veía en el edificio que tenemos ya rentado para
empezar el resto del trámite. Pero, una vez que llegué, me di cuenta de que
lo que quería era apartarse de todo el bullicio que ha envuelto a su familia.
El funeral fue... demasiado triste. Algunos personajes del mundo
periodístico trataron de abordarme ya que no pudieron acercarse a ninguno
de los Laurent, pero nunca vi a Bee actuar con tanta posesividad en cuanto a
mí. Le hizo un comentario lacónico a uno de los reporteros, exigiéndole que
se alejara de mí. Jeremy fue con nosotros y, una vez que se acercó, los
buitres se alejaron.
La primera semana de junio, para los Titanes, fue muy difícil. Bee y
Ramsés han tenido que hacer frente a toda la ignominia de la que es capaz
el mundo, incluidos los que se decían fanáticos de Tay. Sin embargo, ahora
no es eso lo que más preocupa, sino Sam; tiene la mirada clavada en el
jardín delantero; está sentada en el suelo, en posición de yoga y hay una
botella de vino junto a sus piernas, más dos copas.
Me deslizo por la pared para imitar su posición.
—¿Y Ruth? —me pregunta.
Niego con la cabeza sin comprender a qué se está refiriendo.
—Llegué sola —admito.
—Se les olvida que tengo que venir en taxi —refunfuña la susodicha,
mientras clava con elegancia las puntas de sus tacones sobre el piso.
Tras notar que no hay dónde sentarse, ella también se pone en posición
de yoga; es una de sus disciplinas favoritas de manera que no le cuesta
mucho trabajo.
—Sírvanse —Sam nos indica señalando la botella de vino.
Con un resoplido, Ruth no se hace esperar y sirve una copa. Le pido que
me sirva también cuando me mira, y las dos nos volvemos a Sam.
Estoy dándole un trago a mi copa cuando escucho que Ruth dice—: No
creo que te debas de perder de esto. Dinos para qué vinimos...
—Estoy embarazada —dice, en un sollozo, como si en lugar de felicidad
eso le causara dolor; me recuerda tanto a mí misma que bajo la mirada en el
acto, bastante confundida con el recuerdo de mi primera reacción cuando
me enteré de que iba a darle un hijo a Brent Dylon—. Y también voy a
cancelar mi boda. Al menos durante el luto.
—Sam... —intento consolarla, estirando la mano para ponerla en su
hombro.
—El matrimonio es...
—Yo sé que ustedes no creen necesitarlo, pero la manera en la que yo
amo a Ramsés es diferente del cómo ustedes aman. Me quiero casar con él.
El punto no es ese: el punto en realidad es que estoy embarazada, y mi
hermano está hundido hasta el cuello en la depresión; muchos aspectos de
mi vida se truncaron, pero yo no...
—A mí no tienes por qué explicarme nada —espeto.
Le echo una breve mirada a Ruth, que baja la suya y la pone sobre su
copa. Mientras observo las gruesas lágrimas que se deslizan por las mejillas
de Sam, noto que tengo una opresión en el pecho cada vez más grande. Aun
así, me aferro a la idea de que, si nos llamó, es porque lo que necesita es
que escuchemos, no que digamos nada. Tal vez está así porque ya se cansó
del ruido, de las preguntas, de las indicaciones y los consejos. A lo mejor lo
único que quiere es expresar todo lo que trae adentro.
Por esa razón, sigo bebiendo en silencio, a la espera.
—No le he dicho a Ramsés. Lo sé hace una semana y no se lo he dicho
porque no quiero que piense que lo hice a propósito.
—No tienes edad para decir que un embarazo fue un accidente... —la
reprende Ruth.
Yo le lanzo una mirada de recriminación, y a cambio recibo una sonrisa.
—Ya lo sé. O sea, sí me dejé de cuidar y todo, pero no creí que fuera a
pasar tan rápido.
—Las ganas y la edad, tal vez —dice Ruth.
—Estará feliz de saberlo —le aseguro—. Conociéndolo, la idea va a
volverlo loco.
Lo siguiente que hacemos es charlar acerca del comportamiento de Tay,
otra cosa que tiene bastante perturbada a su hermana menor; ella no repara
en demostrar que está un poco decepcionada de él dado que no ha querido
ver a su hija ni tampoco quiso visitar el sepulcro de Lana, ubicado en el
cementerio del condado en el que nació. Mi opinión al respecto es que no
podemos juzgar su posición. Así que permanezco callada al tiempo que
ellas hablan y hablan. No me gusta tener que aceptarlo, pero el tono en el
que Ruth se expresa me ha irritado bastante.
—Su hija lo necesita más que nunca —murmura Ruth, para apuntillar a
lo que Sam acaba de decir.
—A lo mejor es que Taylor no es apto para cuidar de ella en estos
instantes —admito, encogiéndome de hombros—. Quizás no estamos
entendiendo su dolor. Debe de ser...
—¿Cómo te sentirías si, al faltar tú, Bee abandonara así a tu hija? —me
pregunta Sam.
Y es aquí que recuerdo que Tay y ella son hermanos; a veces son
demasiado duros con sus opiniones y, aunque no quieren imponerse, su
rigidez impide llegar a buenos términos respecto a un tema en el que estén
inconformes.
Ruth también está mirándome a la espera de oír lo que voy a responder.
—Cuando Ethan murió, una parte de mí se murió con él —les digo—.
Yo era Elly para él solamente. La hermana que sabía todo, incluso aunque
no hablara. Conocía sus gustos, sus colores favoritos y le cocinaba,
mientras él trataba de robar trozos de mis chocolates o de cualquier
golosina que estuviera a mano. —Respiro profundo, evocando el recuerdo
tan bonito que tengo de mi hermano—. La Elle de Ethan se murió también.
—Un amago de sonrisa se forma en mis labios, y las miro a una y a otra—.
No volveré a ser la Elle de Ethan para nadie más. Y creo que eso es lo que
ocurre con Taylor. Creo que, como su familia y amigos, tenemos que
esperar.
—¿Y si sigue así? ¿Y si no se recupera nunca? —inquiere Sam.
Está al borde del llanto de nuevo. Me acerco un poco más a ella y le
pongo una mano en la pierna.
—El tiempo lo cura todo. Confía en mí.
La mirada que veo en Ruth me hace sentir incómoda, pero la ignoro
porque este es el momento de Sam. Internamente, me juro que tarde o
temprano tendré una charla con ella para pedirle que tenga respeto por los
sentimientos de los demás.
Es probable que los malos momentos nos nublen el juicio —y yo soy la
prueba de ello—, pero lo bueno de los errores es que se pueden rectificar.
—Así que este será el lugar —comenta Ruth de pronto, cambiando
maestralmente la plática.
De inmediato, la atención de Sam se posa en los jardines y en el color
grisáceo del ambiente, ya que estos días ha habido lluvias a todas horas. Al
tiempo que escucho lo que Sam dice sobre el edificio y lo que tenemos que
hacer para echarlo a andar, me pregunto si un día no muy lejano vamos a
mirar atrás, con nostalgia, recordando justo este momento.
Pero incapaces de recordar cómo dolió.
36
Bee

Con una mirada aprensiva, mientras Ramsés suspira y se arrellana en su


asiento tras haberle hecho un par de comentarios que a Tay no le agradaron
en lo absoluto, me doy la vuelta para echar un vistazo a través del cancel en
la habitación en la que se encuentra mi amigo. No sé qué cosa decirle. Pero
sí sé que este no es el hombre al que admiro y al que me he resistido tantas
veces de pedirle que no se meta en mis asuntos.
En cambio a él, estoy respetando su duelo solo porque soy consciente de
que yo estaría igual o peor. Sus circunstancias son tremendas; se despertó
hace más de un mes, sin saber que la vida le había cambiado para siempre,
y se encontró de lleno con una realidad que, aunque Rams no quiera
aceptarlo, ninguna persona en su sano juicio sabría cómo llevar. No al
menos en tan poco tiempo.
Me guardo las manos dentro del pantalón, dándoles por completo la
espalda y seguro de que no quiero ver más el aspecto tenebroso a través de
la retina de Taylor. Leah, su hija, ha ido a pasar una temporada con sus
abuelos maternos. Pero hay más cosas que hacer; Lana era una abogada
bastante ocupada, con empleados y un enorme edificio a su cargo. Por
desgracia, a Taylor eso no le importa a pesar de que varios han intentado
persuadirlo.
No quiere saber nada de ello, y yo estoy haciendo lo que me dicta mi
instinto: escuchar y entender.
—El campamento da inicio la semana entrante —dice Ramsés,
poniéndose de pie—. Yo tengo que irme, Samantha iba a visitar a unas
personas por el evento acerca de la fundación.
—Espero que le vaya bien —murmura Tay, sentándose, no sin dificultad,
sobre la cama—. Sabrá llevarlo todo.
—Sí. Es tu hermana. Supongo que lo sabes —masculla Ramsés, antes de
girarse sobre los talones y tras haberle estrechado la mano a su mejor
amigo.
Desde el umbral, cuando me doy la vuelta, me hace una seña para
indicarme que me espera en la salida. Sacudo la cabeza, atento de las
muecas de Tay y cada vez más consciente de que no lo sacaremos de esa
postura en la que se encuentra. Sé que Ramsés habló con él hace un par de
días, a solas, y que casi lo convenció de no apartar por completo a su hija de
él. Sin embargo, me imagino que su actual posición es referente a que los
medios han estado esparciendo el rumor de que la NFL no retendrá su
contrato debido a la fractura que sufrió y que requerirá casi seis meses de
terapia.
No pude evitar recordar el caso del sujeto de las Panteras al que le
pusieron una placa, y cuyo fémur quedó hecho trozos, quitándole cualquier
oportunidad de poder jugar de nuevo. Este no es el caso de Tay, ya que
Gabin, el tipo que se hará cargo de sus terapias, nos ha dicho que, si se le
pone empeño, es muy probable que antes de los seis meses ya esté
recuperado al menos en un ochenta por ciento.
Lo demás depende de él, de su fuerza de voluntad y, aunque parece
bastante exigua, yo estoy confiando en él. Estoy confiando en que uno sí
puede abandonar las tinieblas que representan el haber perdido a una
persona tan amada, tan irremplazable.
Necesito ver que sí se puede.
—Pospusiste tus vacaciones familiares, por lo que veo —me dice Tay,
cuando me acerco a él.
—Elle tenía mucho trabajo con la fundación. Han tenido que buscar
benefactores y les está costando un poco —sonrío, y le ofrezco mi mano
para estrecharla—. Escucha, Tay… —espeto, mientras me cruzo de brazos
y él evade mi mirada, tal vez porque cree que también voy a darle un
sermón sobre la aparente cobardía a la que se está sometiendo—, a pesar de
lo que el mundo diga, tienes derecho a pasarlo fatal. Sufre tu duelo. Lo
importante no es que tú hagas lo que la gente sugiere...
—No estoy apartando a Leah de mí porque no quiera verla nunca... —se
excusa.
Emito un suspiro lastimero, una vez que aparto la mirada de él. Pensar
en dejar de lado a mi hija, si a mí me pasara, en este momento (desde un
ángulo seguro y frío) se me antoja una locura; pero el solo hecho de
plantearme una existencia sin Elle... Es catastrófico, un evento antinatural
con el que no podría lidiar nunca.
Además, estoy tratando de seguir un consejo de Elle.
—Lo sé —susurro—. Sé por qué lo estás haciendo.
Me es devuelta una mirada sigilosa, y entonces él dice—: Gracias.
Tuerzo una sonrisa y le digo, por lo bajo, que me llame si necesita
cualquier cosa. Así que, mientras me aproximo a la salida, noto que él se
remueve sobre la cama.
—Hay una cosa —dice, en tono lacónico; hago un leve asentimiento—.
Me gustaría que le echaras un vistazo al despacho de Lana. Sé que no
ejerces ni haces este tipo de cosas, pero no veo a quién más podría confiarle
las finanzas de un sitio tan... íntimo.
—¿Estás pensando venderlo?
—Por supuesto que no —niega, las cejas fruncidas—. Me haré cargo de
él.
—Haz que me manden todo al departamento, entonces —susurro.
Cuando lo veo asentir, le doy por fin la espalda. Hay un montón de gente
pululando por todas partes en esta enorme casa; una que Taylor está
arrendando desde hace apenas unas semanas. Hasta donde sé, ni siquiera ha
ido a visitar la tumba de Lana. No quiso volver a poner un pie en la casa
que compartieron y, al despedirse de su hija, sus suegros le prometieron que
todo saldría bien con ella.
En la camioneta de Rams, una vez que me subo al lugar del copiloto,
ambos le echamos una mirada a la fachada grisácea y fría del condominio.
Incluso irradia una soledad equitativa a la que emiten los despachos
jurídicos, los hospitales y los cementerios. O a lo mejor es la sensación que
tengo en el pecho. A lo mejor es solo la impresión y el miedo de que Tay no
vaya a recuperarse nunca.
Así, obligado a mirar a Ramsés, me acomodo en mi lugar, aprieto los
ojos y me paso la mano por el pelo.
—Estará bien —musito; aunque no sé si lo digo por aliviar el semblante
de preocupación en la cara de Rams, o porque necesito escuchárselo decir a
alguien—. Ya ha aceptado que tiene que cuidar de su hija. Es algo.
—Esperemos —Ramsés se encoje de hombros, suspira y enciende la
camioneta.
Mientras conduce en dirección del centro, reviso los mensajes que me
han estado llegando toda la mañana. Entre las cosas que Damon dice, y lo
que el entrenador nos ha estado advirtiendo, no he parado de pensar en lo
desconcentrado que estoy con el fútbol. Elle ya me ha dicho que es
pasajero, un miedo común al ver sufrir a una persona tan cercana. Pero no
es solo eso. No es solo el temor de saber que a cualquiera le puede ocurrir
una desgracia como esta... Es mi consciencia y el arrepentimiento de mirar
atrás y darme cuenta de que al menos Tay aprovechó cada segundo en su
compañía.
—Voy a Normandy —suspiro, para que Ramsés no tome la carretera que
dirige a su casa.
—Creí que íbamos a ir al club —dice él, mientras toma otra calle.
—Hoy no estoy de humor para pláticas motivacionales —admito, con
una sonrisa ofusca—. No me malinterpretes, pero Beth está aprendiendo a
leer y no quiero perderme ni un minuto de eso.
Ramsés también esboza una sonrisa.
Durante el trayecto a casa de Elle, Ramsés me cuenta que la antigua
propiedad de Taylor ha sido puesta a la venta, así que supone que su
decisión es definitiva. Lo observo de soslayo, preguntándome si él también
piensa como yo, si tiene los mismos miedos y si está arrepentido por algo.
Y, aunque es probable que no, decido quedarme en silencio admirando su
perfil, al tiempo que él me cuenta lo que quizás es uno de sus mayores
remordimientos.
—La verdad es que no me importa mucho —dice, con referencia a su
boda pospuesta—. Está en mi casa, conmigo, y eso es más que suficiente.
—Me imagino —espeto; es imposible que mi voz no suene ahogada por
la pena; un pequeño resquicio de envidia se filtra en mis palabras—. Es
cuestión de tiempo.
—De tiempo, de paciencia, de luchas internas.
En cuanto aparca frente a la casa, a un lado de la rotonda de bienvenida,
lo observo de soslayo y trato de pensar si le dije que Elle se negó a casarse
conmigo. Últimamente, no le doy salto y seña de mis movimientos a nadie.
Me gusta decir que he estado haciendo una buena inversión de mi tiempo;
le ayudé a Elle con unos contactos para su fundación, escogí para ella las
invitaciones a la reunión que hará dentro de un mes, y también me aseguré
de ser de los primeros en aportar algo (aunque al principio se mostró reacia
a aceptarlo).
Hemos estado muy ocupados con Beth, además, ahora que no está en la
escuela. Pero nunca me había sentido más vivo. Tras despedirme de
Ramsés, y disculparme por no asistir al partido de práctica con los novatos
esta tarde, me acomodo la gorra hacia atrás, me guardo el móvil en el
bolsillo y al tiempo saco las llaves del bolso trasero del pantalón.
Adentro se escucha un sinfín de sonidos que me lanzan de lleno a una
tranquilidad y alivio inigualables.
—Hola —dice Miriam, que está viniendo del comedor mientras carga en
sus manos una bandeja con tazas de café.
El clima se ha mostrado un poco inclemente con Atlanta, y ha estado
lloviendo a menudo. Pero, aunque ahora mismo solo está nublado y el
ambiente un poco húmedo, me digo que el café debe de tener otro motivo.
Así que, adentrándome en la zona, donde la luz está encendida y hay dos
mujeres sentadas alrededor, me encargo de buscar a Elle con la mirada.
En la cabecera del comedor, ella levanta la mirada y esboza una sonrisa
tierna. A su lado, Ruth tiene las manos en las sienes; lleva un moño
desprolijo del que, un montón de cabellos lacios y rebeldes, han
abandonado su posición. Va vestida con un suéter de punto y, cuando se
quita las manos del rostro, le noto ojeras, la esclerótica inyectada en sangre
y los labios resecos.
Saco una silla para sentarme frente a ella, y al dejarme caer escucho que
Miriam me pregunta si quiero café. Niego con la cabeza sin decir nada
porque creo que, si hago o digo cualquier cosa, Ruth se echará a llorar pues
es evidente que eso era lo que hacía.
—¿Cómo está Tay? —pregunta Elle, restándole un puñado de tensión al
momento.
Le regalo una mirada mientras coloco los antebrazos en la mesa y uno
mis manos para apretármelas. Suspiro un par de veces, sin dejar de mirar el
aspecto deplorable de Ruth.
—Está mejor —susurro.
—Lo que debería de importarnos es su hija —refunfuña la mujer que
tengo al frente—. Sigo sin creer que la haya enviado a vivir casi al otro lado
del estado.
—Apenas puede moverse —dice Elle—. Es lo mejor, al menos en lo que
se recupera.
—Taylor puede pagar un séquito de personas para que cuiden de su hija,
bajo su mismo techo —exclama.
Por unos segundos, me digo que lo que está hablando a través de ella es
el enojo por saber que, tal vez, no volverá a ver a su sobrina, Mel, pero aun
así su actitud es molesta, prejuiciosa y sin piedad.
—Si conocieras a Taylor, realmente, no estarías diciendo esas cosas —
digo.
—Yo lo entiendo —añade Elle—. Su nena apenas tiene dos años.
Necesita una casa donde le den mucho cariño...
—Él es su padre —ataja Ruth como si no nos hubiera escuchado a
ninguno—. No entiendo nada a la gente como él. Egoístas, petulantes y
cobardes.
—Ojalá no tengas que amar tanto a una persona como para sentirse así
—le espeto, y entonces sí ella clava sus ojos en mí—. No es a él lo que no
entiendes, Ruth, es la situación; desde tu postura, es fácil decir que no lo
harías, que no estarías así... Pero mira cómo estás ahora que Rachel se ha
ido. ¿Y sabes por qué es? —La observo detenidamente; es un alivio que
Elle no esté silenciándome, así que continúo—: Porque habías hecho planes
con ella. La diferencia aquí es que tu sobrina no está muerta y tú aún no la
pierdes del todo.
—Es pronto para que la gente ya lo esté juzgando de cobarde —musita
Elle—. No ha transcurrido nada. Yo, sinceramente, no quisiera estar en sus
zapatos.
—Me pidió que revisara todos los asuntos pendientes en el despacho de
Lana —digo, agachando la cabeza—. Creí que iba a venderlo, pero no. Se
va a quedar con él.
En este momento, Ruth no dice nada —quizás porque no puede— y yo
me decanto por mirar a Elle. Pasados varios minutos, nuestra amiga se
levanta, una vez que ha terminado su café, y se despide de nosotros. A
continuación, acerco mi silla a Elle y sujeto su mano entre las mías,
absorbiendo el calor que emiten sus dedos. Me paso el dorso de su palma
por la mejilla, donde seguro sentirá la aspereza de la barba de dos días que
traigo conmigo.
Ella, sonriente como siempre, le da un sorbo a su café, antes de dirigirme
una mirada cautelosa.
—Rachel le llamó para pedirle dinero —dice—. Y sé que se lo dará.
—Pudo haber hecho las cosas de forma diferente —mascullo—. No
quiero tener que decirlo pero esta es una consecuencia inmediata de su
desesperación.
—Supongo. —Sus ojos están clavados en mí, con aspecto dulce y
cándido—. Oye... —La admiro lento, estudiando sus facciones y la forma
en la que está haciéndolo conmigo también—. Dentro de una semana es el
campamento, así que, ¿qué tal si te quedas aquí estos días?
—Si tú quieres.
Beso cada uno de sus nudillos y, al dejar su mano para que pueda rodear
el cuerpo de su taza, escucho unos pasos apresurados sobre el piso. Una vez
que Beth entra en el comedor y corre hacia mí cargando a la horrible jirafa
Manchas, le noto la nariz; frunzo el ceño al ver el raspón que tiene en ella, y
la siento sobre mi regazo para examinar a detalle la herida que aún no ha
empezado a cicatrizar.
Ayer que la vi antes de marcharme estaba perfecta...
—Se cayó del columpio —dice Miriam y después se marcha.
Elle nos está observando.
—Es imposible que se quede quieta —se queja.
Veo que Bethany le lanza una mirada de tristeza y, callada, me mira a mí
después.
—Son raspones como los tuyos —dice la niña.
Al principio, me duele que tenga que decirlo; el escozor que me causan
los raspones es ineludible. Sin embargo, eso no quiere decir que se los
desee a mi hija aunque sean tan insignificantes.
—Raspones de guerra —dice Elle, en ese instante, esbozando una
sonrisa tenue.
La mirada que me regala a continuación, hace que quiera perderme en
ella el resto del día. Por lo que, levantándome con Beth en mis brazos y
aferrada de mi cuello, una vez que le digo a Elle que me lleve al
departamento por mis cosas, me convenzo de que lo que quiero no es tener
que firmar un papel para que la sociedad admita que estoy comprometido.
El compromiso me acompaña desde que Beth fue concebida. Y, ahora
más que nunca, me siento pleno de saber que es permanente.
37
Elle

—Sigo sin creerlo.


Sam se encoge de hombros, nerviosa. Estamos en un café, y ella no ha
parado de mirar el interior de su taza.
—No he encontrado el momento —suspira, rendida y cansada.
—Entiendo que tu familia esté pasando por un mal momento, Sam, pero
eso, a decir verdad, no tendría que afectarlos a Ramsés y a ti —espeto.
Aguardo varios minutos en silencio, mientras ella, tal vez, cavila mis
palabras.
Ya pasaron casi tres semanas desde que se enteró que está embarazada, y
aún no se lo ha dicho a Ramsés. Por mi parte, no me hago a la idea de que
él tampoco lo haya notado, o que al menos la haya percibido extraña.
Aunque casi puedo asegurar que, si Sam está pálida, nerviosa y ausente,
cualquiera atribuiría su estado ominoso a la triste situación por la que
atraviesa su familia.
Aun así, permanezco en la misma postura; tenemos mucho trabajo y, a
pesar de que a ella se le podría dificultar estar cien por ciento en el proyecto
que planeamos, pues no ha dado señales de querer rendirse. No al menos
hasta ahora.
—Pasado mañana inicia el campamento —susurro, tras ver que no
responderá; ella me estudia unos segundos y, con los hombros caídos, hace
un puchero de niña mimada—. Si quieres, vamos mañana a la práctica y...
—¡Sí! Dios, te lo agradezco tanto.
—Ni siquiera sabes qué iba sugerirte —la corto.
Su entusiasmo de niña me puede un poco, e intento que mi alborozo por
ello sea pasado por alto. Sin embargo, a Sam no le cuesta mucho entender
porque sonríe en el acto y le da un gran trago a su té. Pasados varios
minutos, me percato de que se han incrementado y favorecido los colores en
su rostro y que, en este preciso momento, me mira como si fuera el ángel de
su guarda.
Cuando por fin deja de pasear sus labios por el borde de la taza, entonces
dice—: Tengo miedo... No por mí, ni por este bebé. Tengo miedo de no dar
la talla.
—Lo que nos pasa a todos —musito.
Mis pensamientos, como un imán, son redirigidos a Bee; hace ya tiempo
que vengo pensando que Sam y él son muy parecidos; aman de una forma
diferente, visceral e intensa, aunque a veces muy bruta, y por eso se me
antojan un poco indispensables. Cualquiera hubiera dicho que, a causa de
mis errores, lo que había entre nosotras permanecería así, truncado, pero lo
cierto es que cuando traté de hablar con ella al respecto... Me obligó a pasar
página y me hizo prometerle que nunca volvería a mencionarlo.
Ahora estoy aquí, presenciando de nuevo esas escenas de niña miedosa y
mimada que tantas veces me sacaron de quicio... La diferencia en este
momento, es que ya sé qué consecuencias hay si no eres sincera con las
personas que te preocupan.
—A ti no parece que te dé miedo nada. No al menos donde estás —dice.
—Oh, estás equivocadísima —respingo, y me acomodo en mi silla; un
comensal pasa por el pasillo en el que nos hemos acomodado, con vista a la
calle del café, pero una vez que se marcha me siento con la libertad de
mirar a Samantha y alzar las cejas, sugerentemente—. Siempre tengo
miedo; ya sea de mí, del mañana o de la gente que me rodea; la verdad es
que finjo muy bien y eso es una dilación. —Sacudo la cabeza, pendiente de
su semblante—. Creo que, de no haber tenido miedo antes, jamás habría
sentido lo que es vencerlo.
—Ramsés va a creer que lo hice a propósito. —Ha sonreído, melancólica
—. No quiero escuchar que nadie me diga que estoy siendo inoportuna.
—Uno no se embaraza por accidente —admito.
Sam entorna los ojos, la espalda apoyada por completo en el respaldo de
su silla.
—¿Me estás diciendo que te embarazaste a propósito de Beth?
Abro los ojos, impresionada por su pregunta repentina.
Al principio no sé qué decirle. Pasan los segundos y, tras rememorar la
primera noche que pasé con Bee en su departamento, hago un conteo
mental del porqué. Tengo muchos pretextos para zafarme de la verdad; por
ejemplo, podría echar la culpa a mi inexperiencia, a la novedad, al poco
recato y al tumulto de problemas que yacían sobre mis hombros aquel
veintiocho de noviembre.
Pero lo cierto es que...
—En el fondo sabía que era... diferente y por eso confié en él.
—Era el indicado —dice Sam, haciendo gala de ese tono puntilloso que
siempre carga consigo.
Ruedo los ojos y sonrío.
—No dormí con él esperando quedarme embarazada esa noche. —
Enarco una ceja e ignoro el rubor que me calienta las mejillas; Sam me
observa con fascinación, expectante, casi como si estuviera escuchando un
secreto que había codiciado por mucho tiempo—. Fueron un montón de
impulsos, si quieres que sea sincera; algunos tenían que ver con mi
frustración de querer ser perfecta para convencer al mundo, y otros hacían
referencia a mis ganas de conocerlo. Fui un poco egoísta al respecto, pero,
aunque tardó, sigo creyendo que no he tomado malas decisiones desde
entonces. Solo decisiones difíciles.
—Te entiendo —musita Sam, en tono sombrío; enarco una ceja, sin
comprender en lo absoluto—. Odio los tabúes. Y me encanta que Bee y tú
hayan roto ese absurdo refrán que dice que árbol torcido...
Esbozo una sonrisa trémula porque, a ciencia cierta, no sé si ese árbol fui
yo o fue él; al final de las cuentas, si los dos lo estábamos, en el camino
descubrí que no hay mejor parte del amor que darte cuenta de por qué esos
sentimientos nacieron. Mientras escucho cómo Sam me relata que ya le
había comentado a Ramsés sobre la posibilidad de tener un bebé, me digo
que tengo que empezar a agradecer más por las cosas buenas y a quejarme
menos por las cosas malas.
Por estos días no me ocurren más cosas malas. Me ocurren las cosas que,
simple y sencillamente, atraigo hacia mí.
—Estoy convencida de que lo harán de maravilla —digo.
—Espero que sí —comenta Sam, al tiempo que alza su teléfono y teclea
rápido; cuando levanta la mirada hacia mí otra vez, dice—: Creo que nunca
te conté esto, pero supongo que a Bee no le va a molestar que te lo diga. —
Me noto acalorada en cuanto la escucho; por la sonrisa que se ha dibujado
en su cara, trato de tranquilizarme diciéndome que no puede ser nada malo.
Entonces, con una nota de algarabía en la voz, Sam continúa—: En
Indianápolis, cuando se ganó el Art Rooney, le hice un comentario
escrupuloso a Bee, ya sabes, se me da bien tirar de lleno a la herida abierta
—ella se ríe y yo, con gesto confuso, abro los ojos a la espera—. Juro por
Dios que, hasta que empezaste a salir con Gray, nunca lo había visto tan
colorado de celos. Fue muy gracioso.
—Para ti, sí —replico.
Sam chasquea la lengua contra los dientes y alcanza mi mano por encima
de la mesa. Noto su tacto tibio en las puntas de los dedos, pero me quedo
pendiente de sus muecas, que son cada vez más cándidas.
Así, sé que lo que está diciéndome es por una buena causa y no para
alimentar su ego.
—Necesitaban un empujón —admite—. Tú estabas guapísima esa noche
y yo lo único que hice fue acercarme y soplarle al oído. Y, por todo lo que
dijo Monique acerca de él, y lo poco que pude exprimirle a Ramsés, sé que
funcionó. Se dejó de tonterías con esa mujer. Era el primer paso... Cuestión
de tiempo, supongo.
—Y de agallas —refunfuño.
—No, esas las tenías tú. En una pareja es imposible que los dos posean
las mismas virtudes y los mismos defectos. —De pronto, con aspecto
curioso y un semblante de niña, ella pone la vista en un punto ciego y dice
—: No sé qué sería de mí si Ramsés no estuviera ahí para sostenerme cada
vez que se me acaban las energías. —Vuelve a sonreír, y sujeta otra vez su
taza—. Es magia pura.
Lo único que me queda hacer es decir que sí con la cabeza, porque el
nudo que se ha formado en mi garganta tras imaginarme con otra persona
que no sea Bee, es, además de triste, enorme; dudo mucho que hubiera
llegado el momento en el que mis sentimientos se hubiesen deformado para
con él. Pero habría tenido que ponerle un punto y un final. Sin embargo,
ahora que lo peor pasó y que el miedo al rechazo se fue, lo que tengo es la
prueba fidedigna de que la vida está hecha de fragmentos oníricos.
Cada una de las partes de mi vida diaria, fueron primero un sueño
inmaterial, algo que surgió de la nada; incluso Beth, que nació por haber
seguido un impulso y luego se convirtió en la cosa más bonita que ni él ni
yo pudimos habernos imaginado.
Epílogo
Tras la temporada regular…

—La luz y los espacios luminosos hacen feliz a la gente.


Enarco una ceja en dirección de Elle, que va vestida con un mono muy
ceñido, un top blanco y zapatos tenis. Además, lleva puesta una pañoleta en
el pelo, que se ha anudado en un moño justo arriba de la nuca. Observo su
silueta un par de segundos antes de volverme por completo a la ventana que
mandamos ranurar en la habitación de Bethany. No sé de dónde sacó que su
habitación era muy oscura, así que, cuando le dije que por fin cambiaría el
tono púrpura de su pieza, me pidió que colocara más luces dentro. Su
madre, por supuesto, sabe que para iluminar algo que antes ha sido oscuro,
no siempre se necesitan luces artificiales.
—Si tú lo dices… —musito, torciendo una sonrisa.
Este año, los Titanes no fueron a los playoffs y, aunque no puedo negar
mi decaimiento principal, las próximas vacaciones que haremos a Cancún
han hecho que me olvide de casi todo lo que ha ocurrido este año.
La parte en la que Elle y yo iniciamos una relación... esa jamás podrá
quedar en el olvido.
—Gozo de un punto de vista objetivo, no voy a negarlo —dice, al
tiempo que me entrega dos guantes de plástico para que me ponga; al
principio, quiero decirle que estoy dispuesto a mancharme las manos, pero
al ver su semblante de exigencia, decido que no estamos de humor como
para iniciar una retahíla completa de los pros y los contras de llenarse las
manos de una sustancia que podría ser tóxica—. Aunque, si quieres que te
sea sincera, mi principal interés al iluminar esta habitación es que Beth siga
siendo una niña decidida. Me gusta que sepa qué es lo que quiere y que no
tenga miedo de hablarnos de ello.
—Si me dice lo que quiere de un muchacho no creo tener suficiente
valor para responder —espeto.
Elle intenta contenerse, pero al final una sonrisa lánguida tira de sus
bonitos labios. Mientras me extiende el rodillo para que empiece a pintar
este lado del muro, y yo admiro la manera en la que puedo cubrir los
tragaluces, me pregunto si ese día llegará muy pronto, si tendré que sufrir
mucho... Últimamente ya no me preocupa tanto lo que podrá ser mañana.
Es lo bueno de vivir con la certeza de que se hace lo que se puede,
invirtiendo las suficientes energías en los aspectos más importantes.
—No hará falta que te lo diga. Querrá a un muchacho que la trate como
lo hace su padre. —Elle se dispone a seguir colocando el periódico en el
suelo para no manchar el laminado, pero me mira desde su posición—. En
un sentido figurado, las personas se hacen tóxicas al seguir un patrón. Creo
que tú y yo ya rompimos eso. Y ni siquiera tuvimos que pasar por un
divorcio antes de darnos cuenta de que estábamos medio jodidos.
Frunzo las cejas al escucharla. Tras bajar la mirada y reprimir una
sonrisa ante el improperio que se le ha escapado, me bajo de la escalera,
apoyándome en ella al descender. Elle se levanta y se sacude las manos.
Observa con cuidado el muro, pendiente de los rincones más ínfimos. Beth
escogió un color blanco, pero tendrá que haber franjas doradas y azules
índigo, al igual que algún detalle rojo (los colores de los Titanes).
Elle tiene razón en cuanto a ella; es bueno que sepa que nosotros
respetamos sus deseos, aun cuando nunca dejará de ser una niña, en cierto
modo, para su madre y para mí.
—La primera pauta para no pasar por un divorcio es no casarse —digo.
Elle esboza una sonrisa, cruzándose de brazos.
Hace un cuadro con los dedos y cierra un ojo, tal vez para admirar mejor
el ángulo de la pared y la manera en la que mandaremos a colocar los
tapices de colores.
—A veces es bueno romper un poco las reglas. Uno nunca sabe qué
ocurrirá entonces.
—¿Recuerdas la película de Robert De Niro que vimos hace como un
mes, cuando tuviste gripe?
—Despertares —susurra ella, con cierta melancolía.
Luego de revisarme las manos por encima de los guantes, acabo por
quitármelos, consciente de que pronto será la hora de la comida.
Y yo me muero de hambre.
—Bueno, fue triste ver que el personaje de Robin Williams llevara a
cabo un procedimiento tan rocambolesco para la medicina de esa época,
solo para terminar en el mismo punto en el que inició. —La miro un
instante y al siguiente me agacho para tapar el contenedor de la pintura;
acuclillado junto al recipiente, sujeto una franela para limpiarme las manos;
Elle se inclina también para apilar el resto del periódico—. Siento que es así
como funcionan las relaciones; no hay manera de saber cómo saldrá cada
una. Los pacientes de Sacks eran catatónicos, estaban medio muertos
gracias a la encefalitis, y luego fueron sacados gracias a la magia de las
drogas farmacéuticas.
—Terminaron en el mismo sitio. —Elle se asegura de que la ventana
nueva esté bien cerrada y, al girarse hacia mí otra vez, dice—: Tres parejas
se conocieron de forma distinta; la primera, se casó luego de tres meses de
relación porque estaban muy enamorados; la segunda quería tener casa,
trabajo estable y un fondo fiduciario antes de pensar en comprometerse; la
tercera se casó en una boda al estilo pagana como las hijas de la naturaleza.
—Suspira sonoramente y se quita la pañoleta de la cabeza al tiempo que me
devuelve una mirada—. La primera, la esposa era estéril y el marido no
pudo soportarlo, así que la dejó. La segunda, tuvo un par de hijos y el más
pequeño fue diagnosticado con cáncer, así que tuvieron que usar todos sus
fondos, vendieron la casa y se endeudaron un montón, pero le salvaron la
vida a su hijo.
Como entiendo perfecto a lo que se refiere, me aproximo de dos
zancadas y le doy un beso en la frente.
Hay tantas posibilidades en esta vida de ser o no feliz que los dos nos
dimos cuenta de que no es solo un concepto. Es algo que se construye paso
a paso, de la mano de alguien que se presenta ante ti y te da la oportunidad.
Elle se me queda mirando varios segundos seguidos, al principio
concentrada en mi expresión taciturna y después, con una mirada de
cautela, continúa su relato:
—La tercera murió en un accidente —susurra; el pinchazo de
incomodidad no tarda, pero me quedo en mi sitio, pendiente de ella—. Y
sus hijos se quedaron huérfanos.
—Posibilidades —digo.
Elle hace un asentimiento, mientras entrelaza sus manos con las mías.
—Por eso siempre hay que mantener bien iluminada tu casa.
—Mi departamento tiene una vista impresionante —espeto, y la sigo
cuando ella se da la vuelta—. La luz entra por todas partes.
—Pero no vas a negar que es un sitio muy frío y solitario —refuta Elle.
Salimos de la habitación de Bethany y, una vez en el corredor, ella se
gira a mirarme.
—De hecho, todavía lo es.
—Tal vez, después de las vacaciones, ya deberías de mudarte
definitivamente. Así la casa estará por completo iluminada. —Me envaro
delante de ella y, al tiempo que la abrazo, deposito un beso cálido en sus
labios. Sin embargo, otro tipo de sensación me embarga en cuanto la
escucho decir—: La única condición para que demos ese paso es que
sigamos teniendo esas citas furtivas que se te dan tan bien.
—Tus ideas siempre son un tanto como órdenes para mí.
—No es eso lo que quiero —refunfuña Elle.
Empezamos a bajar las escaleras luego de que me regala una sonrisa, al
entender al tipo de órdenes a las que me refiero.
En la cocina, mientras me lavo las manos a conciencia, pienso en lo que
acaba de decirme. El impacto, aunque tremendo en mí, me provoca un
miedo que hacía tiempo no sentía. Nunca había visto cuán inseguro era
hasta que traté de tocar a Elle y me vi a punto de quebrarla a pedazos. No
obstante, descubrí que una vez que le pedí ayuda, una vez que le supliqué
que me dijera cómo quería ser tocada, las cosas cambiaron.
Escucho que habla a mis espaldas. Tiene el teléfono pegado de su oído y
se ríe mientras le cuenta a su interlocutor que me ha convencido de obligar
a Taylor a venir a cenar este fin de semana, antes de que nos vayamos a
México.
—Era Sam —espeta Elle; se mete un cuadrito de chocolate y me pone
otro a mí en la boca—. Quería preguntarme algo sobre Austin. —Se pega a
mí para revisar lo que Heather ha preparado de comer y, cuando levanta la
tapa de la cacerola, me mira con sugerencia—. Sé que no debí de aceptar
que Heather fuera mi regalo de cumpleaños, pero creo que nunca en mi vida
he comido tan delicioso.
—Tú cocinas muy bien. A mí me encanta tu sazón.
—Ya —espeta, como si no me hubiera creído—. Algo se me da, pero los
guisos de Heather me levantan el apetito, el ánimo, la libido. Todo en
conjunto.
—Mejor para mí.
—Y que lo digas —masculla.
Se da la vuelta para coger una cuchara y, apenas pegarse del horno para
husmear dentro de las cacerolas, noto que una Heather alta, de cabellos
crespos y recogidos en un moño elegante, se adentra en la cocina.
Enarca una ceja al ver a Elle junto a su comida...
—Esperaba que tuvieran hambre ya —dice, mientras deja un puñado de
flores en la encimera.
Yo me reclino sobre la isla de la cocina, al tiempo que leo una nota que
habla sobre el terrible reemplazo de Tay y lo mal que nos fue esta
temporada. Dicen que ha sido la peor en años.
Hago girar la revista en la isla y, sentándome sobre un banco alto,
examino a Elle.
—Por cierto —dice, al volverse; como Beth está en el colegio, nosotros
podemos comer en la cocina así que pongo toda mi atención en Elle cuando
se sienta a mi lado y ambos recibimos el plato que nos sirve Heather—.
Quiero que me ayudes a convencer a Ruth de que se mude de ese sitio en el
que vive. La zona es peligrosa y le queda demasiado lejos de la clínica.
—No soy su papá —le recrimino.
Elle me lanza una mirada de advertencia. Tras un suspiro, pincho un
trozo de carne en el guiso, pero antes de llevármelo a la boca, vuelvo a
mirarla.
Su mirada azulina está sobre la mía.
—Ruth te hace más caso a ti que a Ramsés o a mí —dice.
—Se lo voy a sugerir, nuevamente.
—Sigo sin poder creer que le pase dinero a su hermana.
—Tiene esperanza de que un día recapacite —gruño; empiezo a comer al
tiempo que Heather me regala una de sus miradas de parsimonia; hace dos
meses que comenzó a trabajar con nosotros, para el cumpleaños número
veintisiete de Elle; su presencia aquí le ha recordado lo que es el cariño
materno—. Así es el amor de verdad.
—Sí, tienes razón. Lo bonito no es dar para recibir.
—Eso dicen.
—Es que eso es —replica Elle, y cierra los ojos al saborear la textura de
la carne—. En serio, Heather, ¿a qué dios le rindes culto para que todas las
comidas me conquisten de este modo?
—Al dios de la paciencia —repone la mujer, sonriendo.
—No me dirás tus secretos, ¿cierto?
Heather niega con la cabeza, se limpia las manos con una fregona y abre
la puerta de la despensa para entrar ahí minutos después.
Con gesto crítico, Elle me ofrece su tenedor y yo le doy un mordisco al
trozo de carne.
—Tienes que convencerla.
—¿Qué me ofreces a cambio?
Luego de entornar la mirada, y sonreír con sugerencia, ella dice—: Una
partida de póquer. Dejaré que me ganes.
—Casi siempre gano.
—El secreto está en el casi.
Elle sonríe, y se pone de pie. Vuelve con dos vasos grandes del agua de
sabor que seguro preparó Heather. Ya sentada en su lugar otra vez, sacude la
cabeza, la sonrisa más ampliada. Examino su gesto hasta que comprendo su
silencio y su mueca de diversión.
—Jeremy no tendría que haberte enseñado a jugar nunca. Estoy seguro
de que aprendiste a contar las cartas.
—No es tu padre y en eso te pareces mucho a él —dice ella, mirándome
con cariño.
—¿En qué?
—Se preocupan mucho porque aprenda a ganar con mis propios medios.
El tono serio que adoptó su comentario no me pasa desapercibido. Estiro
la mano para sujetar la suya y, justo cuando le doy un beso en el dorso, la
puerta de entrada se aporrea con el estruendo que supone la llegada de una
hija con la energía de una máquina demoledora. En cuanto escucho su voz,
me giro para recibirla, abrazarla y depositar un beso en su mejilla.
Mientras me muestra un montón de caracolas que le han dado en
Primrose, observo su perfil y luego el de su madre. Con una sonrisa, me
quedo callado y escuchando cómo Elle le pide a Heather que cocine su pay
favorito.
Tal vez los Titanes perdieron mucho esta temporada. Pero, la verdad, no
he dejado de agradecer por todo lo que tengo. Y sigue pareciendo poco.
Ecos

Impulsos es la segunda parte de la Trilogía Titanes; aunque cada libro


cuenta la historia de una pareja distinta, no se pueden leer por separado, ya
que, el detonante de su sucesora, se encuentra en el número previo.
Próximamente Ecos, el tercer número de la trilogía, estará disponible en la
plataforma.
Sinopsis:
«Taylor sufrió mucho por la pérdida de Lana. Pero, gracias a sus
amigos y familia, entendió que no se podía dar por vencido. Algunos
aspectos de su vida se fueron con ella y, sin embargo, sigue esforzándose
por encontrarse de nuevo. Leah, su hija de casi seis años, es la que ha
padecido mayormente su distanciamiento.
Y eso es algo que, para Ruth García, lo convierte en un hipócrita y un
cobarde. Por eso, le ha dejado saber que cada vez que se encuentren solo
hallará repulsión en su mirada. Tay es todo aquello que ella detesta: sus
modales, sonrisas e ideales le dan escalofríos.
Aunque Tay, que ha renunciado por completo al deporte para el que
nació, cree saber la verdadera razón de su odio, está convencido de que
puede resarcirse delante de ella. Aun cuando eso suponga desatar los
demonios internos que no le ha mostrado a nadie.»
Agradecimientos

Gracias a las personas que se involucraron en la súper edición de esta


historia, que es, por mucho, la más larga de las tres que conforman esta
serie tan romántica y dulce. Además de ser mi debut en el subgénero
erótico. Gracias a Lulú, a Sammy y a Tonks, que me señalaron los errores
de continuidad y las fechas que no cuadraban; gracias por ser mis ojos y por
acudir a mi llamado cuando les dije que requería sus servicios.
Corregir una novela desde cero no es fácil y sé que no es objetivo
hacerlo por mi cuenta, de modo que, una vez más, gracias por involucrarse,
a las Bethas, en el proceso; ese club de lectura que nunca me abandona y
que está conmigo hasta en los momentos malos de este oficio.
Un abrazo a todas.

Liz.
Sobre la autora
Autora mexicana de novelas de distintos géneros, pero inspirada,
mayormente en la temática de romance rosa; entre sus gustos, se encuentran
el fruncir el ceño cuando alguien dice un disparate y abusar un poco de la
palabra ok, mucho más si no tiene nada mejor que decir. Seriéfila, cinéfila,
amante de la buena música, y del frío. Lectora por afición. Escritora
amateur, amiga y consejera. Siempre se desvela y cada dos días da a luz a
una nueva historia, al menos a la idea. Fundadora del Club Betha, un grupo
de lectura dedicado a sus obras. Sean bienvenidas. Hay mucho de lo que
charlar ahí (y también encuentran un extra narrado por Bee). Pueden
encontrarla en cualquiera de sus redes sociales, bajo el usuario lizquo_.

También podría gustarte

pFad - Phonifier reborn

Pfad - The Proxy pFad of © 2024 Garber Painting. All rights reserved.

Note: This service is not intended for secure transactions such as banking, social media, email, or purchasing. Use at your own risk. We assume no liability whatsoever for broken pages.


Alternative Proxies:

Alternative Proxy

pFad Proxy

pFad v3 Proxy

pFad v4 Proxy