2. Impulsos - Lizbeth Azconia
2. Impulsos - Lizbeth Azconia
2. Impulsos - Lizbeth Azconia
Impulsos
Lizbeth Azconia
Primera edición: Julio 2020
ISBN: 9798657008043
Del texto Lizbeth Azconia
De la portada: Lizbeth Azconia
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos dentro de la ley y
bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o
parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico
o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler, o cualquier otra forma
de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares
del copyright.
Para Crys; por su amor para Bee, por su empatía para Elle, por lo que
da a manos llenas. Lo prometido es deuda.
No sé qué composición tendrán nuestras almas, pero sea de lo que sea, la
suya es igual a la mía…
Los ángeles sí existen. Elle Lewis es la prueba de ello. No se le ven alas por
ningún lado, aun así, y donde tendría que haber una aureola traslúcida, hay
solamente cabello lacio acomodado con perfección en una coleta elegante.
Tiene la espalda fina; alcanzo a distinguirla desde aquí, en la oscuridad,
adonde siempre me encuentro cuando los recuerdos me embargan.
Estoy recargado en la pared, lejos de la luz. Y me temo que, si me
aproximo a ella, la burbuja de santidad que la rodea se hará pedazos. A
pesar de que soy muy consciente de lo malo que es que se imponga tanto
sobre mí, quiero acercarme y molestarla. Como siempre. Sé que le pueden
mucho mis palabras. Me hago una idea de las cosas que piensa de mí. No
podría culparla. Se nota que es una muchacha inteligente. Se nota que no
pondría, jamás, sus ojos en una persona cuyo único interés está en hacer
trizas su mundo perfecto.
Porque eso sí que es irreal.
La he estudiado a lo largo de quince minutos; llevo una copa en la mano,
pero ya no tengo sed. De pronto, es hambre lo que gruñe en mi pecho y en
mi garganta.
No me ha visto. Si lo hubiera hecho ya habría salido corriendo como
suele hacer cada vez que nos encontramos en el mismo círculo, y
últimamente nos hemos cruzado varias veces. La última fue en un partido,
donde hice un comentario sobre lo estúpido que me parece el matrimonio.
Ella, como es recatada, prudente y silenciosa, se quedó callada. Me bastó
una mirada suya para comprender lo repulsivo que le parecí en ese instante.
También hubo otra cosa; Josh aseguró que a mí me iban a tocar a la puerta
un día de estos, y respondí que mi intención no era amarrarme a ninguna
mujer. Con gesto trepidante y altivo, Elle se marchó sin decir nada. La seguí
hasta que se perdió de vista entre la barahúnda de gente. Y así ha sido cada
vez que nos vemos envueltos en la misma plática.
Ahora, sin embargo, noto que está diferente; tiene las manos asidas del
parapeto en la terraza. Las luces de Atlanta brillan a lo lejos, deslumbrantes.
Pero Elle no está mirando las luces. Tiene la cabeza agachada y las hebras
de su coleta, que lleva bastante apretada, se movieron a los costados de su
cara.
Su vestido es de un color perla que contrasta con el tono de su piel. Si
alguien quisiera preguntármelo, le diría que la prenda enmarca su figura
como si lo hubieran confeccionado para un ángel. Siento algo en el pecho
mientras la observo, y no tardo mucho antes de aguzar la vista, delineando
sus curvas en mi mente; antes de percatarme de que se ha inclinado
levemente.
Entonces puedo comprender lo que está haciendo, con la espalda
encorvada de forma parcial, el pecho encima de la cantera y la manera tan
sutil que tiene para esconderse.
Cuando a los ángeles se les rompen las alas, es muy usual que se sientan
avergonzados. Y se esconden. Huyen de la ignominia, se arrinconan en un
sitio frío y oscuro, y esperan a ser devorados por el demonio. Elle está así:
tiene las alas rotas. Se encuentra frente a mí, a tan solo un par de metros,
rota, seguramente, por el escándalo que rumia su vida.
Viene de una familia acaudalada, por lo que sé. Incluso más acaudalada
que lo que nunca ha sido la familia Laurent. Su padre, Félix Lewis, fue uno
de los fundadores de la firma de abogados cuya fundación de caridad
desfalcó hace poco menos de tres semanas.
Aprieto fuerte la quijada, resistiéndome a la tentación que representa. Y
es que nunca he sido bueno para consolar a la gente, mucho menos a la que
me mira por encima del hombro. Esa que, por ser quien soy, piensa que
puede pisotear el esfuerzo del que tuve que abusar para poder andar con
firmeza, sin miedo.
El primer impulso llega cuando la escucho gemir; es un sonido sordo y
torturado. Luego, haciendo uso de todo mi autocontrol, despego la espalda
de la pared fría. El saco no me protege del viento que hace, porque me
siento… más helado que de costumbre. Y, sin importar cuánto de mi
empeño ponga en negarlo, lo único en lo que pienso a continuación es en
que ella, con esa prenda de vestir, puede estarlo pasando mucho peor que
yo.
Se ha incorporado otra vez. Pero se está llevando la mano a la frente, y la
otra la ha dejado en su cintura. Así que, con el descontrol palpitando a la
altura del esternón, doy varias zancadas hasta que estoy junto a ella —dejo
la copa en la piedra del barandal—. Cuando me nota, no se amedrenta como
creo que hará, sino que…
—Lo siento —murmura, con otro sollozo.
Uno de sus dedos enjuga la última lágrima que se resbaló en su mejilla
izquierda. Vuelve a asirse del parapeto, sin mirarme. Otro impulso me nace
en cuanto la escucho suspirar. He recargado la cadera en la baranda. Ella,
circunspecta, sigue viendo la ciudad, con gesto ausente.
—Hace frío —le digo.
Quizás por la champaña, o tal vez por las emociones que quiero
mantener a raya, mi voz ha salido como un gruñido ronco, algo que se
transmitió con mucho dolor.
Elle me lanza una mirada triste.
—Voy a entrar —escucho que dice.
Vuelve a agachar la cabeza y, de esa manera, permanece unos minutos.
El aspecto de su cara es pulcro; su rostro ha sido tallado por la misma mano
del Dios que nos hizo tan diferentes el uno del otro.
Tampoco es que me importe…
Y, de hecho, me siento miserable porque no me importan las diferencias
kilométricas que separan su vida y la mía. Ella es… es como la princesa de
un cuento de hadas, y yo el titán al que siempre mandan a morir para
salvaguardar un frente.
Los chicos malos nunca se quedan a la chica. Pero, muy adentro de mí,
sé que ni siquiera puedo plantearme la idea… justo como ha dicho Taylor.
No es el tipo de muchacha que te llevas a la cama en una noche de locuras.
No es la mujer a la que le dices todo directo, sin tapujos; algunas no quieren
romance, y otras viven esperando a que el príncipe azul llegue.
Elle no es esa chica que me mantendrá en mi elemento. Hay cosas que
no soporto de ella. Por ejemplo, que luzca tan frágil…
Porque eso provoca que quiera preguntarle qué sucede.
—¿Quieres que llame a Sam? —digo, para evitar cometer una estupidez.
—No, no —se apresura a decir ella, en mitad de una sonrisa que a mí se
me antoja bastante falsa—. Estoy bien.
—Sí, seguro —mascullo.
Por la crudeza de mis palabras, Elle alza el mentón y me mira.
—¿Tú qué haces aquí solo? —pregunta.
¿Por qué carajos tiene que hablar de esa manera? Dios…
—Me estaba ahogando —confieso.
Al principio, no sé por qué lo dije, pero cuando la veo menear la cabeza
para afirmar, sé que lo he dicho porque es exactamente lo que ella está
haciendo aquí; respirar hondo para alejarse de los ruidos, de la gente, de la
hipocresía.
Ha venido a este sitio a estar sola, porque es de esa manera como se
siente. Su mirada lo dice.
Es una mujer menuda, delgada, con una belleza que asusta. A mí, por lo
menos, me aterroriza su figura, su cabello que deslumbra en contra de las
luces; mi capacidad intelectual se nubla y, mientras descubro que es mi
pulso acelerado lo que resuena en mis oídos, doy por sentada mi teoría: en
el momento en el que la toque, voy a romperla. Y de todos modos quiero
alcanzar un mechón de su cabello para estrujarlo entre mis dedos; apuesto a
que es suave como las hebras más finas. Al igual que su piel, que
seguramente es tan tersa como la seda.
—Si lo que quieres es respirar profundo —le espeto, mirando en realidad
al interior del salón. No hay nadie viniendo por supuesto, así que continúo,
sin saber con exactitud qué demonios estoy haciendo—, conozco el lugar
perfecto.
A veces me despierto y piso con el pie derecho primero, pero en otras
me va mal hasta en las cosas más sencillas. Hoy no estoy seguro, pero creo
que mi pie derecho tocó primero el suelo de mi departamento.
Una sonrisa débil se ha formado en los labios de esta criatura. Cambio el
peso de mi cuerpo de una pierna a otra, fingiendo indiferencia.
—¿Dónde? —pregunta ella.
—En la cima del mundo —carraspeo, girándome para recargar mi
abdomen en el parapeto. Observo que Elle se vuelve para mirarme de lleno,
pero yo me limito a verla de soslayo—. Te puedo llevar, si quieres.
—Pues sí que quiero.
Doy la media vuelta y la encaro. No hay mentira en su rostro y no parece
que me esté tomando el pelo. Sin embargo, pienso que tiene que haber un
trasfondo, que no puede ser ella quien está aceptando una invitación mía.
Mía. Brent Dylon. El ser más repudiado por las chicas que sueñan con
casarse de blanco.
—Sí sabes quién soy, ¿no? —pregunto, irónico—. No estás en estado de
fuga o algo así, ¿cierto? —farfullo.
—Sé quién eres y de lo que eres capaz —dice.
Lo dudo mucho. Dudo que sepa de lo que soy capaz. Dudo que se haga
una idea de lo terrible que suenan sus palabras viniendo de una voz como la
suya. No creo, ni nunca creeré, que sea consciente de lo que puede hacerle a
la cordura de un hombre.
Si lo supiera no estaría aquí, aceptando ir conmigo. No. Estaría llena de
pretendientes de la alta sociedad, hundida hasta el hartazgo en halagos
sobre lo hermosa que es y lo perfecta que parece desde cualquier ángulo.
—Voy por mi abrigo —dice, echándose a andar sin miramientos.
Antes de que se vaya, doy un paso en su dirección y alcanzo a sujetar su
brazo. Ella examina el toque desde mis dedos envolviendo su delgada
extremidad, hasta el inicio de la manga de mi saco azul marino.
Entrecierro los ojos una vez que me ha mirado, y le digo—: Mañana te
vas a arrepentir.
—Probablemente, sí —murmura, casi para sí misma, pero aun así agrega
—: Solo quiero irme, Bee. Es todo.
La dejo ir antes de que pueda percibir cómo se me calentó la palma de la
mano con el contacto de su piel en la mía.
Después de que se marcha, espero unos cuantos minutos para ser capaz
de salir de la terraza. Pero marcharse no es el problema, sino lograr
contener mis ganas de curiosear con ella. Eso es lo que provoca en mí: la
más grande de las curiosidades.
Porque, ¿qué le tiene que pasar a una persona para que cambie de
parecer tan pronto?
Nos ha tomado muy poco llegar hasta el edificio donde vivo desde que
firmé mi contrato con los Titanes. Elle está mirando alrededor después de
haberse quitado el abrigo, que abandonó en una silla del recibidor. Yo,
mientras tanto, me quito el saco y lo arrojo en el sofá más grande de la
estancia. Está muy oscuro. La única iluminación es la de la lámpara en el
comedor, junto a la cocina, pero llega muy pobremente. La figura de Elle se
mueve como una sombra, bañándolo todo con su presencia. Y de repente,
ya habiendo contorneado el living, se queda de pie frente al cancel que da
paso al balcón.
Camino hasta ella porque mi intención es que vea esto: la cima del
mundo de una persona que no tuvo nada y que, cuando trabajó duro, la vida
le regaló un par de privilegios. Me coloco a su lado y tiro de la puerta-
ventana tras quitarle el seguro.
Elle se aventura al balcón sin pedirme permiso…
Entra en ese espacio como si ya lo conociera, como si alguien le hubiera
dicho qué hacer. Pero yo no creo que pueda comprender lo que es respirar
sin presión, sin terror, sin miedo; de modo que, metiéndome las manos a los
bolsillos del pantalón, avanzo hasta ella y permanezco a una distancia
prudente.
—La cima del mundo —dice, susurrando.
Me toma cerca de un minuto poder mirarla. La expresión de su rostro se
ha relajado. Y eso hace que yo también me relaje al instante.
—Mi cima del mundo —sonrío—. Pero no la has visto bien, aún —
añado.
—¿Cómo? —pregunta ella. Está mirándome con indecisión, así que
acorto la distancia entre nosotros y clavo los ojos en los suyos, que son de
color azul cielo.
Sacudo la cabeza como afirmación, y digo—: Cierra los ojos.
Tras pensárselo varios segundos seguidos, ella hace caso de mi pedido y
cierra sus párpados.
—¿Practicas reiki o algo parecido? —inquiere.
Estoy comenzado a creer que ese tono que le creía petulante, no es más
que su manera oficial de ser agria. Por lo que me cuesta mucho más
concentrarme. En cambio a ella, que le ha sido muy fácil abandonarse a las
circunstancias.
O tal vez es que lo que hay en su realidad no le gusta.
—Es una técnica que yo inventé para poder mandar al carajo a todo el
mundo —murmuro. Y la rodeo para ponerme detrás de ella. Sus hombros
están cubiertos por dos pequeños trozos de tela de los que cuelga el vestido.
Le pongo las manos allí, y me inclino solo un poco, hasta que puedo
hablarle al oído.
Ella, tensa por mi cercanía, me obedece cuando le pido que respire tan
hondo como sus pulmones se lo permitan. Lo hace una y otra vez hasta que
consigue normalizar las revoluciones de su respiración.
Se ha quedado sumida en un trance, pensativa.
—¿Qué oyes? —le pregunto, al tiempo que bajo las manos.
—El viento, y tu respiración.
Me aparto un poco para darle espacio. Pero es ella quien se gira y me
toma por sorpresa, sonriendo y aparentando que no ocurre nada consigo.
Está fingiendo…
—Gracias; me hacía falta —dice, mientras se lleva una mano a la frente.
—Cuando quieras —me limito a responder—. Este lugar siempre está
disponible. —Una mirada llena de curiosidad me es dirigida por su parte,
antes de que niegue, efusiva, y ponga la atención en mi cuello—. ¿Quieres
beber algo? —pregunto, dándome la vuelta sobre mi eje para regresar a la
sala.
Ella no lo sabe, pero no puedo quedarme mirándola tanto tiempo sin
pensar en cosas impropias. Cosas que por ningún motivo me atrevería… a
menos que…
—¿Por qué estás siendo tan amable conmigo? —la escucho, a mis
espaldas, mientras sirvo dos copas grandes de vino tinto.
Yo también quisiera saberlo…
—¿Por qué aceptaste venir? —musito. Regreso a la estancia donde ella
se ha sentado en el sofá, y está acomodándose la falda del vestido—. Si el
miedo que me tienes se notaría desde el otro lado de la ciudad.
—Ridículo —dice. Le extiendo la copa no sin fruncir el ceño,
contrariado por el cómo me ha llamado. Ella, tras dar un sorbo al vino y
hacer una mueca de desagrado, me sigue con la mirada mientras me siento a
su lado, pero con el cuerpo parcialmente girado para poder verla directo al
rostro—. No te tengo miedo. —Bebe de nuevo un poco de vino, y yo me
encargo de memorizar la forma en la que levanta la copa y se la lleva a los
labios—. Eres una tempestad con pies, Bee.
—Los medios te han infundido un buen mensaje acerca de mí —refuto.
También alzo la copa para beber de ella, pero me echo el líquido de tajo,
hasta el fondo de la garganta. Cuando vuelvo a mirarla, ni siquiera hay una
sombra de impresión u horror en su rostro, sino que ha permanecido a la
espera. Se ve tan tierna desde aquí, y tan cerca de mí, que si estiro los dedos
al menos un poco…
Trago saliva para deglutir con ella las ideas estúpidas que cada vez se
hacen más fuertes en mi pensamiento. Hay una sonrisa dibujada en los
labios de Elle. Una expresión de diversión que hace que el corazón me dé
un vuelco.
Debería decirle que no lo haga otra vez…
—¿Y no es verdad lo que dicen los medios? —inquiere, con voz
temerosa.
Aquí está el terreno peligroso, porque no sé qué se supone que tengo que
decir. Me va a preguntar las cosas típicas que las chicas como ella quieren
saber; querrá saber si soy serio, si quiero casarme un día, si creo en la
fidelidad, si tengo pensamientos de sentar cabeza.
Si le digo que sí, me creerá un cobarde para toda la vida, porque a pesar
de que quiero, es imposible. Me es imposible renunciar a la promesa que
me hice un día.
Y si le digo que no, que los medios están en lo correcto y que las
relaciones para mí son… inservibles, nunca más me otorgará el voto de
confianza que hoy se atrevió a darme. Así que, me digo, tengo que tomar
una decisión.
Tengo que decidir quién soy delante de ella. Soy el playboy de los
escándalos o Bee. Simplemente Bee.
—¿Cuál parte, específicamente? —trato de evadir su cuestión.
Sin embargo, ella no baja la guardia y, haciendo un remolino en el
interior de su copa mientras la mueve en círculos, me espeta—: Si no eres el
Brent Dylon del que hablan todos, ¿quién eres?
Echo la cabeza atrás, deteniéndome a mirarla como si esta fuera una
prueba de vida o muerte.
Aunque siento que en parte lo es: el corazón me late como si fueran sus
últimos momentos.
—La verdad es que no sé —digo—. Te aviso cuando lo descubra —
repongo de inmediato, fingiendo una sonrisa.
—En eso estamos igual —sonríe Elle, haciendo otra mueca de angustia
—. Tampoco sé quién soy —dice.
Ladeo la cabeza al tiempo que me pregunto qué tan estúpido sería
acercarme más; pero es que lo que quiero decirle no se puede emitir con
tantos centímetros separándonos.
Ella sigue bebiendo su vino, y yo sigo admirando cada facción de su
rostro. No lleva pendientes. De hecho, no tiene horadadas las orejas. Ni una
mancha en el cutis. No hay cicatrices. Sus ojos destellan tibieza. Sus
ademanes son cuidadosos, educados y muy finos. Parece una muñequita. En
medio del silencio, la veo flexionar las piernas para acomodarse en el sofá.
Se ha quitado los zapatos. Y yo tengo la cabeza recargada en la mano
derecha, el codo sobre el espaldar del sofá,
Mirándola como un idiota es como he permanecido los últimos minutos.
No sé si ya se dio cuenta, pero cuando clava la mirada en la mía, y se
empina el resto de su vino, sin despegar la atención de mí por encima del
cristal de la copa, estoy convencido de que se ha percatado de lo que está
sucediendo.
—¿Estás tratando de seducirme de nuevo? —dice, de repente.
Entrecierro los ojos, intentando comprender de dónde demonios ha
salido esta chica, y qué está haciendo aquí… conmigo.
—Tú lo estás haciendo conmigo y me parece que no eres consciente de
ello —le aseguro.
—No es cierto . Y, si no estás en algo que se pueda arruinar, tampoco me
importa —murmura.
Me tomo mi tiempo para dilucidar lo que acaba de decir. No puede ser…
Concentro mi mente en las palabras que Rams y Taylor me dijeron
respecto de ella. Hago todo lo que puedo por no ceder a los impulsos de mi
cuerpo; son fuertes, y parecen tener voluntad propia. Me siento como un
títere. Un esclavo de un par de emociones que, probablemente,
desaparecerán mañana.
—¿En algo que se pueda arruinar? —me río.
—¿Duermes con muchas mujeres? —pregunta, cohibida.
Su vocecilla ha menguado, y la timidez que se nota encima de su cuerpo
no hace sino encender otra alarma en el mío. Lo más prudente sería que me
levantara, la levantara a ella, y la llevara de regreso.
Pero su presencia aquí… es demasiado.
—Esa es una pregunta muy íntima —mascullo, una ceja enarcada.
—No me gustaría ser un tercero en discordia —dice, acongojada.
Luego de esbozar una sonrisa, le espeto—: No duermo con muchas
mujeres. Salgo con una amiga que no quiere compromisos y que viaja a
menudo. Pero no hay un «lo nuestro» entre nosotros.
—¿Una amiga con derecho? —inquiere, ahora sí, asombrada.
—Algo así —admito. Si lo dice ella, suena patético. Pero siempre se ha
ajustado a mi sistema de no deambular de una mujer a otra, arriesgándome
y arriesgándolas a ellas. Además, porque las cosas de una sola noche no se
me dan bien: soy alérgico al látex y los preservativos de poliuretano se
rompen con facilidad—. Digamos que es cuestión de principios morales.
—Pero estás en una relación abierta —refuta ella. Su voz no admite
objeciones, lo cual es… tentador viniendo de una persona que está hablando
con un depredador sobre sexo y amigas con derecho—. ¿No es una
contradicción? —repone, después de dejar la copa en la mesilla a su frente.
Hago la mismo estirándome un poco, y vuelvo a la misma posición que
antes, solo que un poco más cerca de ella. No se ha retirado y eso es muy
mala señal.
—Lo sería si la dama quisiera cosas serias conmigo. Pero mi amiga no
quiere cosas serias conmigo —le cuento.
Hay una hebra de cabello suelta en su frente, y la sujeto para echarla
hacia atrás.
—Entonces, si yo te digo que no quiero nada serio contigo, ¿puede
funcionar? —Me paso una mano por la boca para ahogar el gemido que me
surgió en la garganta.
Dios… no quiero responder a eso.
Elle se repantiga en el sofá y el movimiento hace que la tela de su
vestido se pegue más a sus muslos. Está tan resplandeciente que podría
quedarme embobado mirándola durante un largo tiempo.
Como hice en las sombras…
—No me gustan las cosas de una sola noche —digo.
Es verdad. La actual relación que mantengo, aunque es libre, y eventual,
sirve para que mi mente no se rompa a pedazos. Como un despeje. Y sé, por
su propia boca, que la susodicha siente lo mismo; pero Elle no luce como
una chica que pueda con el peso de un acostón.
O tal vez es que no quiero solo acostarme con ella. Tal vez…
—¿Por qué no? —insiste ella.
—Elle, porque no me siento cómodo con eso —le aseguro, mirando en
otra dirección—. Además, no eres el tipo de chica…
—Que se acuesta con cualquiera… —me interrumpe, poniéndose de pie
casi de un salto—. Me lo han dicho tantas veces que acabé odiando esa
filosofía. —Incorporándome en el acto sigo su movimiento; está dando
pasos en círculo frente a mí, como si estuviera hablando consigo misma—.
Estoy harta de que me digan cómo, con quién, y por qué tengo que hacer las
cosas.
No para de hablar. No para de decir objeciones que es muy seguro que
no le ha dicho a nadie. Su boca hace un vaivén precioso mientras dice que
está cansada de que la subestimen; ahora, deteniéndose, me mira con gesto
frustrado. Entreabre la boca para decir algo, pero yo me siento tan extasiado
de ver la explosión a la que ha sucumbido cuando mencioné su recato,
que…
Un último impulso catapulta toda mi voluntad al infierno. Doy un paso
hacia ella y sujeto su nuca con una mano, atrayéndola para que no se aparte
si lo intenta. Lo único que quiero hacer es que ahogue su frustración en mi
boca y que, si tiene ganas de hacer una guerra, la haga en mis brazos.
Al principio, sus manos se muestran reticentes, pero cuando la pego más
a mí se aferra de mi cintura y se deja guiar sin temores. Quiero comerme su
boca, sus labios, y extirparle los sentimientos de inseguridad que alguien le
ha implantado en el cerebro.
Es tan pequeña… tan delicada.
Mi mente chilla que me detenga, pero mi pecho, mis músculos; han
cobrado vida después de estar prácticamente muertos.
—¿Qué decías? —le pregunto, separándome un poco.
Ella está agitada, con los labios hinchados por la violencia de la caricia.
No ha abierto los ojos, y yo tengo la frente pegada a la suya, el cuello un
poco encorvado por mi altura que la supera más sin los zapatos de tacón.
Me gusta tener al menos esta ventaja corporal sobre ella, porque en
muchas otras cosas se ha impuesto sobre mí; gracias al cielo que no lo sabe.
—Llévame a tu cama —susurra. Su voz es suave, temblorosa, y tiene
algo que hace que me tiemblen las piernas. En cuanto abre los ojos, yo
retrocedo un poco y clavo la mirada en la suya.
Se acabó. Di que no.
Sal de aquí.
Sácala. Ya.
Entrelazo mi mano con la suya —cabría dos veces en la mía— y avanzo,
sin tropiezos ni réplicas por su parte, hasta la primera pieza. La más grande.
La más fría. La que nunca comparto con nadie y que, ahora mismo, parece
la mejor opción para ella.
En el fondo, sé que, aunque tuviera la más fuerte de las voluntades, no
podría negarme nunca a pasar una noche con Elle; sé que es inalcanzable,
que sus sueños están lejos de ser algo que yo puedo cumplir. Pero, ¿cuándo
se ha visto que a alguien le ofrezcan rozar el cielo con los dedos, y que
tenga poder para negarse?
No me molesto en cerrar la puerta. La soledad es el ama de llaves de este
sitio aburrido, que brilla solo porque está en los pisos más altos del edificio.
Pero, fuera de eso, es tan austero, tan vacío, que no puedo pasar mucho
tiempo encerrado aquí.
Elle no se detiene a examinar nada y se da la vuelta justo cuando está
haciendo que sus tirantes del vestido se deslicen por las curvas de sus
hombros. Su piel es blanca como el papel, y grita que la toque; ha dejado
caer el vestido, y su cuerpo semidesnudo también emite una llamada que a
mí me llega hasta los huesos.
La vergüenza tiñe su cara por unos instantes, pero me acerco para
cubrirla con mi cuerpo. Me inclino para besarla mientras me desabotono la
camisa. Ella está de pie, frente a mí, únicamente con las bragas y un
sujetador strapless puestos. No paro de tocar sus labios en caricias lentas,
sin prisa.
Una vez que me he desprendido también del pantalón y la camiseta que
me cubrían, ella hace algo para lo que no me siento listo; su mano suave,
tibia y pequeña acaricia mi pecho, los pectorales, y hace movimientos
estudiados. Parece que está llevando a cabo un análisis detallado.
—Eres tan hermoso —dice.
Por un momento, no sé si hacer caso de mi excitación, o plantearme la
idea de crearle un culto, porque estoy a punto de estallar de placer al
escuchar que puede ser osada. Sin embargo, la resistencia en este caso es mi
punto flaco, y se lo hago saber mientras la levanto del suelo en brazos para
cargarla hasta la cama. Apenas depositarla allí, me deslizo encima de su
figura esbelta. Tiene las piernas cerradas y los muslos apretados.
Curiosamente, se la ve tan nerviosa que no sé si explicarle las cosas
pragmáticas de mi cuerpo.
Como el hecho de mis alergias.
Sujeto una de sus rodillas para apartarla hacia un lado, y así poder
acercarme a su centro, sin terminar el contacto del todo. No me he quitado
la ropa interior, pero soy consciente de que ella puede notarme, que me
siente tan próximo que no consigue tranquilizarse. Mientras dejo un beso
húmedo en sus labios, y la ayudo a levantarse para arrancarle el sostén de
una vez por todas, percibo cómo sus piernas se aprietan a los costados de mi
cuerpo. De manera que recargo un poco más mi peso para que no pueda
impedirme la entrada.
De rodillas en mitad de sus piernas, me limito a sacarle las bragas; ella
cierra los ojos tal vez porque siente vergüenza. Tal vez porque…
Sus manos acarician mi nuca cuando empiezo a besarla. Totalmente
desnuda debajo de mí, pongo una mano a un lado de su cara, y con la otra
me retiro el bóxer. Al recostarme sobre ella, sin acabar de aplastarla, me
encargo de ayudar para que siga mi ritmo.
Pero está temblando…
Sujeto una de sus manos y me la llevo a la boca. No obstante, ella, los
ojos bien abiertos y yo mirándola con todo el deseo del que soy capaz, me
acaricia la cara. La busco con mis labios, repartiendo un puñado de besos
desde sus labios hasta la base de sus senos. Su piel en contra de la mía, sus
caricias torpes…
No puede ser más angelical…
—Tranquila —le digo en el oído, a punto de abrirme paso en su cuerpo
—. Me portaré bien. Lo prometo.
Quiero que no sea una mentira, y pienso en otras cosas que no sean el
placer que me embarga mientras la invado poco a poco. En un inicio, al
tiempo que la observo a los ojos y ella a mí —tiene la mirada pendiente de
mis gestos—, creo que he sido un bruto y que no estaba del todo lista.
Pero…
Hay una tensión inusual aquí.
¡Jesús!
—Ya estás aquí —murmura—. Termínalo. No te detengas —agrega, con
un hilo de voz.
Me tiemblan las manos en el momento en el que entiendo. Y siento
cómo mis músculos se ponen rígidos de la pena, del miedo, de todo.
—Ángel… —digo, para pedir su atención. Cuando me mira, veo que hay
una lágrima deslizándose por su mejilla, desde su ojo izquierdo. Me agacho
para besar sus labios, pero en cuanto siento cómo se cierra a mi alrededor, y
percibo cómo sus dedos se clavan en la piel de mi espalda, decido que tiene
razón; y, aunque me encuentro aterrado por ella, me hundo más en su
interior.
Quiero hacerle de todo; quiero tocarla con la impaciencia que me rumia
justo ahora, pero sus muecas no son un verdadero aliciente para que me
mueva con libertad, así que me limito a besarla por todos lados en el rostro,
en el cuello, y me aseguro de que sea ella quien marque el ritmo.
Cuando por fin logra estar un poco más cómoda, a mí se me olvida el
mundo porque estoy concentrado en buscarla; estoy sumergido hasta el
cuello en el calor de su cuerpo, en el olor que emana, en lo inteligente que
es, en lo loco que me vuelve su actitud altiva.
Para mi desgracia, me enfoco en el sentimiento que me generó esta y
otras veces: su fragilidad me desespera. Me impacienta que no haya quién
la esté cuidando. Sé que no puedo ser yo, que voy a estropearlo todo. Pero
sigo deseándolo. La he tocado como si de verdad tuviera derecho…
Y la he hecho mía como si, en algún momento de mi maldita vida, los
impulsos que experimenté esta noche pudieran de verdad convertirse en
otra cosa.
Un rompecabezas incompleto
Elle: 20 de abril, 2014
¿Es posible que el hecho de ponerte colorado de rubor, cada vez que dices
una mentira, sea una virtud en lugar de un defecto? Porque Bee se pone rojo
de vergüenza siempre que me dice que tuvo una fiesta anoche, o que no
tiene tiempo para venir con tanta frecuencia a Clarke. Yo finjo mucho
cuando estoy a su alrededor. Por ejemplo: finjo que no me causa gracia el
tono blanco de su rostro si acaso levanto mucho peso y no le permito
ayudarme.
No está de acuerdo con que haya dejado la casa de mi madre. Por
supuesto, acabo de preguntarle por qué es que se ha colocado en esa postura
de mandón. No soy su problema, ya se lo dije; así que, para defenderse, me
ha respondido que le importa bien poco lo que yo haga con mi vida. Jamás
podré creer sus mentiras mientras su nariz, sus pómulos, y la frente, se le
sigan poniendo de ese tono rosado.
Parece más cansado que cuando está en los entrenamientos.
—¿Me das esa caja? —le pregunto, apuntando, desde la silla en la que
estoy parada, a una caja que contiene más de mis libros.
Tal vez no voy a vivir con muchos lujos y estaré sola la mayor parte del
tiempo, pero el miedo dejó de ser mi compañero desde que cometí la mayor
estupidez de mi vida. No, no ha sido el acostarme con Brent y quedar
embarazada. Mi mayor error ha sido considerar un aborto. Para este
momento, sé que no puedo defenderme. Y he dejado de hacerlo. He dejado
de explicarme a mí misma que fue una etapa hostil, llena de oscuridad, de
lágrimas, y de terrores nocturnos.
—Bájate de ahí. Lo hago yo —me recrimina Bee en un gruñido.
—Que no —repongo, sonriendo a pesar de mí misma—. Estoy
embarazada, no inválida. —Bajo de la silla y me inclino para sujetar la caja
que no ha querido darme. La pongo sobre la mesa que está llena de cuadros
y objetos personales, para hurgar en su interior, mientras escudriño la
mirada acusadora de mi... del padre de mi futura hija—. Estás insoportable
hoy. ¿No se supone que la de las molestias tengo que ser yo?
—Hoy, de verdad, no estoy de humor para tus chistes infantiles, Elle. —
Al tiempo que lo dice se pasa una mano por el pelo, que lleva despeinado.
—Brent, ya te dije que ha sido lo mejor para mí —lo reprendo.
Estoy a punto de enfadarme con él otra vez. Como siempre. Como cada
semana. Sin embargo, cuando siento un leve movimiento en mi barriga de
casi seis meses, cierro los ojos y me trago mis palabras.
—Pudiste haberme dicho que querías vivir en otra parte. —Él se ha
sentado en un banco del otro lado de la mesa.
Al mirarlo a los ojos, descubro que está molesto porque no lo incluí en
mi decisión de abandonar la casa en la que se me echa en cara mi error.
Echo un vistazo al desastre de cajas que hay en la pequeña estancia del
departamento. No tengo muchas cosas y, sinceramente, no necesito
demasiado. Pero Bee cree que mientras más rodeada de muebles, lujos y
esas banalidades me encuentre, más tranquila voy a sentirme. Aún no se ha
dado cuenta de que no soy el tipo de mujer con las que suele codearse. Yo
soy... simple. Soy la persona más fácil de leer que nadie.
Pero a Brent siempre le he resultado chocante.
Y no lo culpo.
Quizás lo hice sufrir al insinuarle que no quería tener a este bebé —
aunque estaba mintiendo—, pero ya me cansé de pedirle perdón por eso.
Me cansé de decirle que, como toda persona en mi posición, dudé durante
unos segundos de mis decisiones.
Jamás le he dicho que me siento bendecida por esto. Jamás le he contado
cómo se me hincha el corazón de amor cuando pienso que voy a darle una
hija. Su primera hija.
Tal vez nunca tenga oportunidad de decírselo.
—No se trata de que haya querido vivir en otra parte solo por gusto —
digo, dándome la vuelta para llevar un puñado de libros a su lugar. No lo
estoy mirando de frente, y aun así puedo sentir sus ojos clavados en mi
espalda, así que continúo—: Me queda más cerca del trabajo y puedo ir a
pie, sin gastar más de lo...
—Estás embarazada —me interrumpe. Oigo el chirrido del banco
cuando él se levanta, y el sonido de sus pasos sobre la alfombra hacen que
mi corazón dé un vuelco.
Me gusta mantenerme alejada de él lo más que se pueda. Me gusta que
guardemos una distancia. Porque si se acerca demasiado me tiemblan las
piernas, el pulso se me acelera y no pienso con claridad. Todo él, desde su
loción, hasta su bonita mirada, me ponen a latir el corazón como si nunca
hubiera tenido motivo para hacerlo.
Hasta que apareció en mi vida.
—No soy una inútil —murmuro.
Bee está de pie junto a mí y me quita tres últimos ejemplares para
ponerlos en un estante que no alcanzo sin la silla. Como es mucho más alto
que yo, no le cuesta nada estirarse y colocarlos junto a un adorno de cristal,
que simula un cisne.
—¿Es por tu madre? —pregunta Bee, bajando la mirada hasta mis ojos.
Por un par de instantes, tomo la temeraria decisión de devolverle el
gesto. Y apenas localizar sus iris, que son de color verde como el musgo, sé
que he cometido un error al quedarme callada. De manera que, intentando
reparar el daño, le esbozo una sonrisa.
Él ha recargado el hombro en el librero, y se cruza de brazos como para
imprimirle más énfasis a su espera.
—Quiero estar más cerca del trabajo y de mi ginecóloga, Brent —
recalco, dejando escapar una voz temblorosa—, mi madre no tiene nada que
ver.
—Es que no me gusta que estés sola —dice, detrás de mí en cuanto me
doy la vuelta para continuar mis tareas—. Cualquier cosa podría ocurrirte.
O sea… —le escucho carraspear; soy consciente de lo que va a hacer a
continuación: insinuó que se preocupa por mí, y siempre que se le escapa
hacerlo, dice cosas hirientes para desviar mi atención de su desliz—, a la
niña. Si eres irresponsable y terca como sabes...
—¿Sabes qué? —Dejo un par de libros en la mesa, furiosa, y lo encaro
—. No tienes por qué decírmelo de nuevo. Me ha quedado claro que piensas
que soy incapaz de cuidarme. Pero no me importa. Estoy bien sin ti, y sin
nadie. Te agradezco que vengas cada vez que estás libre, aún si interrumpes
tus citas o lo que sea que hagas cuando dices que te tomo desprevenido. Ya
te he repetido mil veces que no vengas, que no es necesario que estés aquí.
Ni siquiera te pedí que te hicieras cargo de mis gastos...
—La que llevas allí es mi hija —señala mi barriga con su mirada, como
si no fuera bastante obvio.
Bee nunca ha tocado el tema de la primera vez —la única— que
estuvimos juntos. No se atreve a aceptar que hizo conmigo lo que no ha
hecho con nadie. Tampoco quiere admitir que le duele cuando quiero actuar
por mí misma. Y es que su instinto, como me he dado cuenta, es
sobreprotector por naturaleza. Está inmiscuido en cada aspecto del
embarazo; hasta ahora, solo se ha perdido una cita para las ecografías.
Se esfuerza demasiado tratando de aparentar que le importo un comino;
me ha dicho todos y cada uno de los días que hemos convivido, que de no
ser por su hija nosotros jamás nos hubiéramos vuelto a ver. Aquella noche
hubiera sido la primera y la última. Porque yo no le intereso de esa forma.
Ni lo haré nunca.
—Pero tú no decides por mí, y no te queda de otra —suspiro.
Vuelvo a mi tarea después de mirarlo, cautelosa. Él ahora tiene la
espalda totalmente apoyada en el librero, las manos dentro de sus bolsillos.
Lo conozco tan bien, que sé lo que dirá después de que ignoro sus
peticiones. Y no lo hago porque me guste pelear siempre, sino porque para
él es más sencillo regañarme que admitir que se preocupa por mí. Ha
preferido, desde que nos enteramos del embarazo, hacerme pensar lo peor
de él.
Si fuera otra persona, y no hubiera sido testigo de lo que es sin esa dura
coraza que lo recubre, quizás ya lo estaría odiando. Quizás estaría pensando
que me lastima lo suficiente como para incluso pedirle que se vaya y que no
vuelva. Pero sé qué es lo que trata de ocultar y hasta que no nazca la niña,
no puedo enfrentarlo.
—Lo único que me importa es el bienestar de mi hija. Así que, por favor,
sé sensata estos meses. Una vez que nazca...
Haz lo que se te dé tu gana.
Sí. Me sé de memoria su retahíla de defensa. Conozco perfectamente el
cómo actúa para ocultarse, para ser el chico malo que se merece un mundo
vacío. Quiere ser hijo digno del hombre que arruinó su infancia y parte de
su adolescencia. Pero Bee tiene buenos sentimientos, buenos modales y es
muy inteligente.
Creo que muy pocas personas saben sobre sus inversiones en pequeñas
empresas fuera del estado, adonde no lo persigue el lente de una cámara o
un puñado de fans que cruzan la línea. Muy pocos saben, también, que hace
años que no ve a sus padres y que, de preferencia, no quiere hacerlo nunca
más.
Son esos detalles los que han hecho que me enorgullezca de que vaya a
ser el padre de mi hija. Y nada más por ese destello de luz, estoy dispuesta a
esperar en su oscuridad. Así que me preparo mentalmente, y me digo que
vale la pena. Me digo y me prometo que se dará cuenta de que esto no pudo
haber sido cosa de una noche.
Es triste que lo diga, pero trato de convencerme de que no soy yo
solamente la que estoy enamorada de él hasta los huesos.
—Me voy a cuidar —le digo, después de tragar saliva y deglutir el nudo
de mi garganta.
—Podrías no quedarte aquí, ¿sabes? —masculla. Su tono es de
indiferencia.
Vuelvo sobre mis pasos y sigo acomodando libros, sin mirarlo. Él,
quitándome otra vez un par, se inclina hacia mí y deja a su paso la horrible
sensación de ardor que me provoca el saber que no me va a permitir tocarlo
de nuevo.
La única vez que lo intenté, me recordó que estuve a nada de matar a su
hija. Eso me bastó para saber que estaba enojado y dolido conmigo. Y
también supe que tenía que darle tiempo. Porque el tiempo lo cura todo,
¿no? Y si no lo cura al menos hace las cargas más ligeras.
Si hubiera sido otra persona, le habría dicho a Brent que cuando me
enteré de estar embarazada, fui a buscarlo a su departamento. Subí por el
ascensor exclusivo del penthouse y fui al suyo. La cima de su mundo. Y, al
llegar, me sentí como un rompecabezas incompleto. Me sentí como una
persona diminuta en un planeta gigante.
Quien abrió no fue Bee. Fue una mujer que entonces no conocía.
Dudé un poco antes de poder preguntarle por Brent; yo tenía un aspecto
terrible dado que no había dormido nada. Recuerdo que estuve, en aquellas
noches, dándole vueltas a la idea de compartir la noticia con Brent. Tenía
miedo de su reacción, de su tolerancia para conmigo. Pero cuando le dije a
Monique que quería hablar con él, me di cuenta de que ella sabía
perfectamente quién era yo.
—Creo que es mejor que no vuelvas —sonrió. No puse mucha atención
a su mirada altiva; sino que observé, temerosa, su figura. Iba con casi nada
de ropa, el pelo revuelto y las mejillas sonrosadas—. A Bee le gustan las
cosas rápidas y mientras haya candidata, lo aprovecha. Sobre todo si hay un
premio de por medio, ¿entiendes? —Abrí los ojos con intensidad,
asombrada por el pinchazo de dolor que me causó escucharlo. Su voz no era
de aturdimiento o de ira, sino... tranquila, burlona tal vez. Pero eso no le
quitó ni una pizca de peso al veneno que se incrustó en mi alma—. Anda,
no le demuestres ni un poco de nostalgia a ese cabrón. No se lo merece.
Pensé que me estaba haciendo un favor. En ese momento, se sintió como
si la mujer, que parecía más experimentada que yo en muchas formas y
sentidos, quisiera salvarme de algo. Aún ahora creo que eso era lo que
quería hacer...
Aunque ya no lo vea de la misma manera.
No ha pasado un día sin que me pregunte cómo logré salir de ese edificio
sin desmayarme; me faltaba el aire, no tenía a nadie a quién contarle sin
sentir que molestaba, y mis padres se encontraban hundidos en su propia
miseria. Me ardía el pecho como si tuviera fuego en el interior. Mis dedos
estaban helados y tenía la cabeza llena de miedo.
Sí, lo pensé. Pensé que no sería capaz de salir de eso. Pensé que Bee
merecía saber la verdad; así que se lo dije en un texto y le expliqué, en
breves palabras, que no podía tenerlo.
Eso fue todo.
Él me llamó continuamente las siguientes semanas. Luego vinieron las
llamadas de Sam, luego perdí su amistad y, cuando por fin le respondí a
Bee, su tono demandante me provocó indignación. No me había hecho
nada, y de todas maneras tuve la necesidad de descargar mi frustración con
alguien.
—Gracias, pero prefiero continuar en mi trabajo —me disculpo, y trato
de dar media vuelta.
Él rodea mi brazo con su palma tibia, y dice—: En Atlanta hay mucho
espacio para alguien como tú.
Sacudo la cabeza al tiempo que frunzo el ceño.
—Necesito esperar a que nazca la niña, al menos —refuto.
—Así me facilitas las cosas —repone, tras dejarme libre. De pronto,
justo cuando la intimidad se cierne entre nosotros, su mirada gélida me dice
que debo subir la guardia y estar alerta. Si sus palabras me toman
desprevenida, tienden a doler más de lo común—. Si te mudas a Atlanta
podré ver a la niña con más frecuencia.
—Sí, lo sé —digo.
Soy consciente de que eso es lo que quiere oír. Quiere creer que me trago
sus mentiras, que soy tan ingenua que no veo todo lo que le cuesta
contenerse. Pero es bastante obvio.
Si se trata de Bee, para mí todo tiene sentido, aun cuando parezca que le
doy más de lo que debería y que estoy a punto de quedarme sin nada. Lo
cierto es que comencé a tomar decisiones el día que descubrí que me había
enamorado de todos y cada uno de sus defectos. No se lo he dicho porque
no me permite la entrada.
Y no tiene ni idea de cómo quiero que note que no tiene que ser perfecto
para poder estar conmigo. Dios sabe que soy la persona que más lo admira.
—¿Te lo vas a pensar, entonces? —pregunta, en tono bajo.
Comienzo a apilar libros que pienso llevar a un orfanato en el que Henry
y Daniel están colaborando, y me muerdo el labio inferior cuando siento
que se coloca justo a mi lado. Está tan cerca... tan real... tan presente, que
tengo que parpadear varias veces hasta conseguir que el estupor se marche.
—Es probable que me convenga dar clases en alguna escuela privada —
comento—. Pero por lo pronto es esto lo que me puedo permitir —digo,
mirándolo.
Es un error que nos miremos a los ojos. Es un error que comparta el
mismo espacio con él, porque me mata saber que no quiere que esto sea así.
Me pregunto cuánto tendré que esperar; pero, mucho peor, me pregunto si
un día llegaremos a cruzar la línea de intermitencia en la que nos
encontramos.
No es que le tenga fe, o que confíe en su fidelidad, sino que... mi mente
no puede pensar en otro hombre más que en él. Aún no soy capaz de
concebir la idea de enamorarme de otro.
Para mi desgracia, siempre he sido demasiado romántica.
—¿Quieres comer algo? —me pregunta, al tiempo que sujeta un mechón
suelto en mi coleta y me lo acomoda a un lado del oído.
Los dos estamos de pie, frente a frente, y yo no logro sostenerle la
mirada porque en ese momento, su hija se remueve en mi interior. Hago una
mueca de incomodidad y me muerdo el labio. La sensación es
completamente deliciosa. No por mi piel estirada o la brutalidad de sus
movimientos cuando quiere crear más espacio para sí, sino porque sé que
reacciona a mis sentimientos cuando su papá está cerca de mí.
Implícitamente, demostrando que sí le importo.
Aunque no quiera aceptarlo.
Por segunda vez
Bee: 14 de agosto, 2014
—Eso es irrelevante.
—No tanto —asegura Ramsés, más repantigado en el sofá; lo observo hacer
un aspaviento y, entonces, me atrevo a cerrar los ojos; cuando los abro, él
está sonriendo—. Amigo, si yo fuera tú…
—¡Jesús! Cierra la boca, hombre —lo silencio; estoy por la cuarta copa
de vino, y me quedo admirando el cristal antes de reponer—: Aunque se lo
diga, eso que tú te estás imaginado, no hace mayores mis posibilidades.
—Tienes muchas, Bee.
—Sí. Claro.
—A ver… —Él pone los antebrazos sobre la isla y entorna los ojos al
mirarme—. ¿Qué cosas podría reclamarte Elle si, ahora, tú le pidieras
perdón por haber sido un imbécil todo este tiempo?
—¿Por ejemplo?
Ramsés sacude la cabeza y, cruzándose de brazos, me dice—: Sí, por
ejemplo.
—Que, durante su embarazo, prácticamente la dejé sola; tal vez me dirá
que no abandoné mi estilo de vida —le lanzo una mirada suspicaz para
notar el cómo me observa, pero al no ver recriminación en su gesto, me
animo a proseguir—; me dirá que la trato como si no me importara.
—Esos son muchos ejemplos —comenta Rams, clavando la mirada en
otra dirección que no sea la mía.
—Exacto.
De nuevo sacude la cabeza, incrédulo al parecer.
—Si sabes que no puedes estar con ella, ¿no tendrías que haberte
resignado ya?
—Ya ves. Cada día soy más egoísta.
—Y más idiota, también.
—Ramsés, no puedes entenderlo.
—Bueno, pues explícame. Soy todo oídos.
No cederá. Como lo conozco, sé qué quiere de mí. Entonces, decidido a
zanjar esta charla ridícula, me pongo de pie y dejo la copa sobre la mesa.
Ramsés adopta una postura indiferente hacia mí una vez que escucha el
timbre de su móvil. Mientras tanto, le echo un vistazo a mi reloj, para
verificar la hora.
Mentalmente, me digo que tal vez podría pasar a ver si ya están en casa;
anoche Elle me explicó que saldría con Gray a no sé dónde. Así que,
mirando a Rams con desasosiego, me aseguro de inhalar muy profundo
antes de emitir cualquier palabra.
Si bien es cierto lo que él dice, es más cierto todavía que no está en mis
zapatos.
Ni Ramsés ni Taylor ni Elle saben a lo que puedo llegar cuando el agua
me llega al cuello: una vez estuve allí, y no me gustó la sensación de haber
lastimado a una persona con mi estupidez heredada y repetida. Si me
permitiera hacerle eso a Elle, no podría perdonármelo jamás. Es la madre de
mi hija; una mujer inteligente, capaz, y hermosa. Quizás la mujer más
hermosa que he visto en mi maldita vida.
—Ya tengo que irme —le espeto a Ramsés, que se ha quedado pensativo
de pronto—. ¿Todo bien?
Al escucharme inquirir, mi amigo se limita a hacer un asentimiento de
cabeza, por lo que tomo la decisión de no insistir más. En el fondo sé que
no quiere admitir que tiene problemas reales y serios con su relación; pero
lo entiendo. Entiendo que quiera actuar por sí solo.
Lo sé mejor que nadie.
Ya que me he despedido de él y que le muestro mi felicidad porque todo
el exabrupto por los playoffs pasados haya terminado por fin, avanzo hasta
mi vehículo, que dejé estacionado en el garaje de la casa de Ramsés. La
noche se ha cernido por completo, y un clima húmedo templa la ciudad.
En el trayecto, trato de pensar si, dado lo que siento en estos instantes,
sería prudente ir para arropar a Beth. Una vocecilla insidiosa dentro de mi
cabeza me recrimina que me estoy mintiendo; así como todos los días
cuando amanece, sigo creyendo que puedo sobrellevar una vida lejos de
ellas. Sin embargo, la barrera que me separa de esa realidad es cada vez más
alta.
Es en el último segundo en el que cambio de opinión y pongo rumbo
hacia el centro de la ciudad. Mi edificio, minutos más tarde, se levanta a tan
solo unas calles. Y justo antes de descender hacia el parking, escucho el
sonido de un mensaje entrante en el móvil. Es Elle, diciéndome que quiere
hablar conmigo mañana.
Un nudo gigante se forma en mi garganta tras dejar el celular sobre el
asiento del copiloto. No consigo evitar que la incertidumbre me golpee el
pecho, ni siquiera cuando estoy bajando de la camioneta y veo un automóvil
que reconozco.
Monique está en el interior, muy ensimismada en su teléfono. Me acerco
a la ventanilla con pasos dudosos y toco dos veces con el nudillo;
últimamente no nos vemos demasiado, así que me parece extraño que haya
venido sin decirme. Ella, en cuanto me ve, esboza una sonrisa de sorpresa y
se baja muy rápido de su coche.
Va vestida como siempre: elegante, limpia y sin extravagancias. Muy
adentro de mí, me pregunto qué fue lo que me impidió involucrar
sentimientos con esta mujer que no le pediría nada a otra. Tiene el éxito
bien merecido; es guapa, educada y muy culta, además de adinerada por el
arduo trabajo de diseño y modelaje que lleva a cabo desde hace años.
—¡Esto es un milagro! —exclama, al tiempo que me abraza y me planta
un beso en cada mejilla—. Encontrarte en tu casa es verdaderamente una
proeza que ni Perseo, vida…
—Sabes que puedes llamarme —le digo, acomodándome la gorra a la
cabeza.
Monique estira una mano y me la quita, para ponérsela un par de
segundos más tarde. Luego, cuando nota que no tengo pensado decir nada
más, me examina con detenimiento y se queda mirándome, los ojos
entrecerrados y una mueca de introspección en la cara.
No fue Elle quien entró en mi vida como un azote y me apartó del estilo
de vida que llevaba antes. Tampoco fui hipócrita con ella, pero solo Ramsés
y Taylor son conscientes de que mi estricto trato con Monique se condenó
cuando nació mi hija.
Lo intenté. De verdad intenté que no me importara. Pero algo dentro de
mi pecho me hacía sentir que estaba traicionándome a mí mismo cada vez
que rozaba los labios de Monique. Y, aunque nunca lo he dicho en voz alta,
sé que es debido a que mis deseos son otros desde entonces.
—Te llamaría si me respondieras —me increpa ella, el ceño fruncido—.
¿Estás bien?
—Elle está saliendo con Gray.
—¿Saliendo cómo?
—Saliendo. Así. —Me doy media vuelta y camino hacia el maletero de
la Lincoln.
Detrás de mí, escucho los pasos delicados de Moni y siento cómo se
aproxima.
—Tenía que pasar algún día —dice.
Está en lo correcto. Todos los que me aconsejan que haga algo respecto a
mi vida están en lo correcto. Incluso mi subconsciente tiene razón: ya
debería de haberle dicho a Elle… Debería de haber reconocido lo que tengo
atorado en el cuerpo para con ella.
A lo mejor…
—Pues, sí —admito, en un susurro—, pero me preocupa Beth.
—Sí, como tú digas —se ríe Monique, siguiéndome a través del
estacionamiento, hacia el elevador.
—Es en serio. Elle es demasiado inocente.
—En eso estoy de acuerdo; es el tipo de mujer que, si se topa con un
patán, aún esperará lo mejor de él.
Ruedo los ojos al tiempo que presiono el botón del penúltimo piso,
donde se encuentra mi departamento. De fondo, escucho el discurso
entusiasta de Monique, que parlotea sobre el proyecto de moda en el que
está metida.
Dice, cuando nos adentramos en mi departamento, que a eso ha venido;
la gala será el próximo fin de semana y me ha traído la invitación.
—Eres, probablemente, el único amigo que tengo —sonríe.
La mueca es socarrona. Me resulta evidente que quiere burlarse de mí.
Creo que esa fue una de las cosas que hicieron que lo nuestro no pasase
de los encuentros fríos y básicos que antes; ella tiene un sentido del humor
que no entiendo. A veces pienso que sería la mejor compañera del mundo y
otras —esas en las que observo cómo sonríe Elle y cómo se comporta con
todo el mundo— siento que me odiaría más si acaso se me ocurriese dar ese
paso.
No lo di con Elle porque a ella… Con ella es diferente.
A Monique puedo mostrarle mi peor lado y no tener miedo de saber que
la estoy hiriendo. O al menos ella nunca me ha dicho que mis palabras le
resulten hirientes. Elle, no obstante, solo tiene que mirarme como siempre
para darme cuenta de que mi sola presencia le duele.
Es como si mi estadía a su alrededor fuera un estigma.
Dejándome caer en el sofá, echo la cabeza atrás y veo cómo Moni se
sienta a mi lado, estirando los pies hacia la mesilla del centro y clavando,
también, la mirada en el techo.
—Elle te ha tenido mucha paciencia, ¿sabes? —la escucho decir.
Para variar…
—No se trata solo de paciencia.
—Bien. —Monique suspira largamente y después de arrellanarse en el
sofá, se acomoda de manera que puede mirarme a la cara; observo cómo
deja un sobre de color perla en la mesita y cómo se mesa el fleco hacia atrás
—. Creí que cuando terminamos con lo nuestro fue porque por fin ibas a
tener valor de decirle lo que sientes.
—Terminé con lo nuestro porque sentía asco de mí mismo —musito.
—Siempre tan dulce —refunfuña ella.
Es notorio el desdén y la repulsión que le ha causado mi comentario,
pero, como siempre hace, enarca una ceja y esboza una sonrisa cruel,
gélida; un gesto que le daría miedo a cualquiera.
A mí me provoca ansias; sé lo que significa. Y, cuando Monique no
obtiene lo que quiere, tiende a hacer uno que otro berrinche. A pesar de
ello, no voy a cambiar de opinión ni a decirle mentiras.
Estoy seguro de que nadie podría escuchar esto sin enojarse conmigo.
Nadie, con los pies bien firmes sobre la tierra, estaría de acuerdo con mi
manera de pensar. Si le cuento a los muchachos que tengo miedo de lo
mucho que podría lastimarla, ellos seguramente no me van a creer.
Y lo otro yo no tengo necesidad ni valor para contárselos.
Es muy íntimo y antiguo como para traerlo al presente. Ni siquiera sabría
cómo aceptar que antes ya crucé la línea y que, por eso, me juré jamás
volver a hacerlo.
—Tú no eres tu padre —sentencia Monique, al tiempo que se levanta de
un salto—. En fin —dice, tras suspirar—. Ojalá que puedan asistir. Me
vendría muy bien la publicidad. Ah —antes de darse la vuelta, me muestra
una sonrisa llena de alborozo—, y si quieres, en el momento que desees,
podemos reanudar lo que dejamos pendiente. Sabes que para ti…
—Me lo voy a pensar —la interrumpo.
Alcanzo a vislumbrar un dejo de veneno en su mirada, pero decido que
no quiero prestarle atención. Monique podría ser calificada como una
femme fatale. Ya me he visto envuelto en sus caprichos y, aunque es una
mujer muy centrada, uno de sus mayores defectos (para algunos podría ser
una virtud), es que casi nunca acepta un no por respuesta. A menos que esa
sea su voluntad. Entre nosotros nunca hubo algo tan intenso como para que
ella se sintiera traicionada. Tal vez por eso tuve suerte y no se convirtió en
mi enemiga. Además, dejamos todo muy claro hace ya más de un año.
Traspasé mis límites con Elle, entonces; crucé esa raya que me impuse
para mantenerla alejada. Ella, como bien me ha dicho Taylor en más de una
ocasión, no se niega a nada conmigo. Su actitud respecto a Gray, como cada
vez que la veo empoderarse y ser valiente, lo único que hace es que me
enorgullezca más. Aun cuando no me lo merezco, me siento extasiado de
ser testigo del cómo ha evolucionado como persona.
Puede ser que Gray sí se lo haya dicho: puede que, cuando la abraza, le
haya hecho saber que es casi perfecta.
Aprieto los ojos con tanta fuerza que el escozor es demasiado
perceptible. La sala está más oscura que de costumbre; me pongo de pie —
ya que Moni se ha marchado— y enciendo la primera lámpara con la que
me cruzo. En el sillón del fondo, junto a la repisa de libros, hay una
fotografía que, en el acto, me devuelve el alma al cuerpo.
El nudo que traigo conmigo desde hace unos días se derrite cuando veo
la sonrisa lúcida de Beth, abrazada del horrible peluche llamado Manchas
del que nunca quiere separarse. Un resoplido sale por mi boca mientras
escudriño las facciones de mi niña. De la bolsa de mi pantalón, saco mi
móvil y busco el número de Monique, justo para escribir un mensaje
escueto con el que espero poder tomar las riendas de mi vida.
Al instante de preguntar si puedo pasar mañana a su casa, ella me
responde con un efusivo emoji y un sí rotundo. Y luego busco la mirada de
Beth; tiene un tono de iris casi idéntico al mío. Pero la expresión es la de su
madre.
Elle se merece ser feliz, es verdad. Yo quisiera sentirme capaz de dárselo
todo, pero hay algo que sigue rumiando mi conciencia. Algo que se siente
mal en cuanto a nosotros en conjunto.
3
Elle
El año pasado me gané el Art Rooney; cuando me enteré, sentí que era
cualquier cosa; sentí que mis ánimos no podían mejorarse, aunque tratara de
hacerlo con todas mis fuerzas. Pero la realidad es que, después de
contárselo a Elle y de haberle preguntado si quería ir conmigo a
Indianápolis, el galardón realmente pasó a significar lo que era: un trozo de
triunfo dentro de un montón de problemas mentales.
Ella, con su naturaleza pura y la manera de iluminarlo todo al sonreír, me
dijo que debía de sentirme orgulloso. En ese momento me cruzó la idea por
la cabeza; quise decirle que, de no ser por su entusiasmo y por el brillo de
sus ojos azules, a mí me hubiera tenido sin cuidado el hecho. Una vez allá,
no pude contenerme; muchas de las miradas se desviaron hacia ella; yo lo
comprendo; comprendo que la miren y que quieran tocarla. Porque me pasa
todo el tiempo. Es un sentimiento incontrolable, algo por lo que muchos
desgraciados deben de pasar antes de percatarse de lo inalcanzable que es
para ellos.
Conmigo fue otra cosa; para mí, se mostró sonriente, capaz y segura de
sí misma. No se lo dije, pero eso es justo lo que me encanta de ella: su
poder de aparentar que todo va bien, aun cuando las cosas sean todo lo
contrario.
Con ese recuerdo en mi mente, releo una y otra vez el texto que acaba de
enviarme Monique; Elle sigue a mi lado, mirándome. Aunque el tiempo
parece ir más rápido, sé que no han transcurrido ni cinco minutos desde que
le dije que tenía que confesarle algo. Cuando vi su semblante frente a la
actitud de Moni, me prometí nunca más hacerle creer que alguien tiene más
importancia en mi vida que ella.
Me lo prometí porque una parte de mi ser me dice que ya la he perdido
para siempre. La otra, la parte obstinada y cerrada por completo, está
gritándome que explique cómo han sido las cosas en mi vida desde que salí
de la casa de mi padre.
—Oficialmente: no te entiendo —dice ella, las cejas fruncidas.
Parpadeo varias veces para recomponerme. Después de guardar el móvil,
examino mis dedos, que he puesto en el volante, y observo a Elle por el
rabillo del ojo. No se ha movido y puedo notar toda la tensión que hay entre
nosotros.
Echo una mirada furtiva a través del espejo retrovisor; en ese momento,
Beth levanta la mirada y me observa, demasiado seria como para no
entender que, incluso a su corta edad, puede sentir lo terrible que es esto; o,
mejor dicho, lo terrible que soy yo con su madre.
—Si fuera sencillo hablar sobre esto, te lo habría contado hace mucho —
digo, en un susurro.
Enciendo la camioneta justo a tiempo, mientras ella dice—: Lo único
que tienes que hacer es hablar conmigo. Sea lo que sea, no debe de ser tan
grave.
—No sabes lo que dices —me río—. Tu estándar de grave y el mío están
a distancias largas entre sí.
—Yo nunca te he juzgado. Ni lo haré ahora.
—Pero sigue siendo algo de lo que, por lo regular, no me gusta hablar
con todo el mundo. Elle —saco la camioneta del estacionamiento y, cuando
me veo rodeado del bullicio de la ciudad, trato de mantener la compostura
—, lo único que te pido es que aguardes.
Tras notar su silencio, y ver cómo ha desviado la mirada, sé que está
pensando en el tiempo; sí, ese tiempo que ha hecho de todo con tal de llevar
la fiesta en paz conmigo. Elle nunca se atreve a echarme en cara nada.
Quizás es por eso que a mí me resulta tan fácil esconder esto; aun así, sé
que está en todo su derecho a reclamarme lo que quiera.
Y, a estas alturas, no pienso defenderme.
No tengo cómo hacerlo.
Mucho menos cuando Monique acaba de decirme, después de que le
pedí que no se pasara de la raya, que ella misma le contará a Elle sobre la
promesa que me hice y el origen de la misma. Soy consciente de que
también eso ha sido mi culpa; por no explicarle que, si le pedí una cita el
lunes, no fue para reanudar lo que teníamos antes.
Probablemente sea muy tarde para intentarlo, pero ya no estoy dispuesto
a dejar que Elle piense que nunca me ha interesado y que, luego de la
segunda vez, las cosas siguieron su curso frío. No ha sido así.
Eso es lo que quiero decirle.
—Beth tiene dos abuelos y me aterra pensar que, en algún momento,
vamos a tener que explicarle por qué no están aquí —digo, sin miramientos,
mientras estaciono en el porche de la casa.
Se ha hecho un silencio absoluto a mi alrededor; vuelvo a mirar por el
espejo retrovisor para buscar a Beth en el reflejo, pero está dormida. Esbozo
una sonrisa al darme cuenta de que el suave zumbido del auto en la
carretera es lo que la arrulla. A mi lado, Elle está quitándose el cinturón de
seguridad.
Tomo una inspiración de aire cuando veo que no hace ademán de apearse
de la camioneta. Las luces de la entrada en la casa están encendidas, así que
me imagino que la muchacha que asiste a Elle en ella se encuentra aquí.
—Encontraremos la forma —murmura poco después.
Yo ladeo la cabeza unos instantes y, ya que me siento capaz de mirarla,
lo hago con la determinación de decir algo que me hará sonar ridículo y,
quizás, desesperado.
—No tengo justificación para decirte esto ahora; solo quiero que sepas
que, a pesar de que parezca lo contrario, me importas mucho.
Ambos nos observamos varios segundos seguidos, el sonido de mi
respiración casi aturdiéndome. Ella, en cambio, ha adoptado una postura
indecisa, con las cejas ligeramente enarcadas y la comisura izquierda del
labio temblándole. Permanezco así, estudiando sus gestos, hasta que ella se
anima a menear la cabeza, en un gesto de negativa.
Al principio, creo que lo hace por incredulidad, pero la verdad Elle
siempre acaba sorprendiéndome. Me sorprendió el sábado, tras decirme
que iría a comer con Gray. Y me sorprende todavía más que, aunque quiere
intentar lo mejor para sí misma, siempre tenga esa cara de aceptación y una
mueca salvavidas para mí.
—Con respecto a lo de tu papá y el mío —suspira ella; no puedo
evitarlo: un pinchazo de dolor cruza mi pecho al saber que acaba de
cambiar la conversación—, pienso que no tenemos por qué decirle mentiras
a la niña. No cometamos el error de subestimar su inteligencia.
—Ya. —Me remuevo, incómodo, en mi lugar; en ese instante, Elle se
baja de la camioneta y la contornea para llegar al lado de Beth. Antes de
que comience a quitarle sus cinturones, hago lo mismo y le digo—: Déjame
a mí.
No ha puesto objeción alguna. En cuanto cierro la puerta del pasajero,
tras cargar a Beth en brazos, Elle se adelanta para abrir la puerta. La
primera imagen del interior es la de una mujer de pie en el rellano de la
escalera; nos mira a uno y otro y, con gesto divertido, se aproxima a los dos
para ayudarle a Elle con una bolsa en la que supongo lleva pertenencias de
la niña.
Yo subo las escaleras sin detenerme a escuchar las preguntas de Miriam.
Detrás de mí, escucho que Elle le explica que puede retirarse a dormir
cuando quiera, ya que ella no tiene hambre. Así que, seguido por sus pasos,
me adentro en la habitación púrpura de Bethany y me dispongo a quitarle la
ropa deportiva que lleva puesta, mientras Elle saca un pijama del armario
empotrado en la pared del frente.
Es ella quien se embarca en la dificultosa tarea de vestirla otra vez sin
provocar que se despierte. Al tiempo que observo los adornos del cuarto, el
cuadro que hay de mí en la temporada pasada y unos dibujos pegados en el
tablón rosado, me imagino lo difícil que debe de ser para Elle saber que
Félix está intentando salir de prisión (por lo que su respuesta, sobre decir la
verdad, me admira más todavía).
El año pasado apeló su caso. Y, según lo que escuchamos, tiene
probabilidades muy altas de salir en libertad. En el fondo, a Elle le alegra
esto, ya que, antes de la muerte de su hermano y del divorcio de sus padres,
su familia era tachada como una muy estable y unida.
—¿Brent? —la escucho hablarme. Levanto la mirada hacia ella y,
desconcertado por lo que implica el hecho de que Félix salga libre, trato de
recuperar el hilo de mis pensamientos.
—Ya debería irme —comento, tras ponerme de pie.
Elle está recargada en la cómoda blanca de la esquina, y se cruza de
brazos no sin sonreír con toda la ironía que puede imprimirle a su rostro.
Para aminorar la tensión en mis músculos, muevo mi cabeza de un lado a
otro. El alivio no llega aunque lo busco. Frente a mí, Elle se frota los ojos
con los dedos de ambas manos y, entonces, se encamina en mi dirección.
Cuando me mira directamente a los ojos, hay un dejo de amargura en los
suyos.
—Si de verdad te importo, aunque sea un poquito —dice; el peso de sus
palabras es inconmensurable—, detente. Por favor. —Hace un mohín
extraño y parpadea—. Me imagino que para ti tiene que ser difícil aceptar
que no llevaste una infancia bonita y que tienes miedo de los patrones. Pero
es cansado, Bee. Esto. Nuestras idas y venidas; ya no puedo con...
—Se llama Jerome —atajo de golpe. Clavo la vista en la foto de Beth,
justo arriba de la cabecera de su cama; me aferro a su imagen porque Dios
sabe que es todo lo que tengo para sentirme vivo—. Mi padre.
El semblante de Elle ha demudado en otro; este, aunque no es de
compasión, denota una tristeza que odio ver en las personas cuando se
enteran de dónde vengo y las circunstancias en las que me crie. En ella, no
obstante, el gesto me parece tan sincero y demoledor, que tengo que tragar
duro para no sucumbir al recuerdo de esos años en los que la esperanza
parecía haberme sido negada.
Tienen que pasar varios minutos para que yo pueda observar a Elle de
nuevo. Al hacerlo, su mirada está firmemente clavada sobre mí.
—Solía decirle cosas horribles. A mi madre. —Resoplo el aire contenido
y, apenas recuperar el aliento, susurro—: Ella, según el criterio del hombre
que me dio la vida, siempre tuvo la culpa de cada golpe e insulto que le
asestó. —Esbozo una sonrisa tímida hasta que me percato de que, por todos
los demonios, no quiero hablar de esto.
Sin embargo, tengo que hacerlo. Tal vez no será un buen motivo, ni
siquiera la punta de una buena excusa para todo el daño que, posiblemente,
le hice; pero esto... Sé que ella lo necesita. Y no hay mejor razón para que
yo quiera escupir el horror del que no quiero acordarme nunca.
—No piensas visitarla, por lo visto y eso quiere decir que Beth no
conocerá a su otra abuela —dice Elle.
Luego de que la oigo, un hastío profundo hacia mí mismo me llena la
garganta. Nunca le he hablado a nadie, no al menos con detalles, sobre todo
esto; cuando Elle irrumpió en mi vida, me sentía demasiado incorrecto en
esa ecuación. Ella era mucho para mí y, sin importar cuánto me diga que
puedo intentarlo, los mecanismos de defensa de mi mente se cierran con
candado cuando quiero... Cuando la miro y siento que ya la perdí.
Es mi culpa. No voy a negarlo. Y, además, no pienso dejar que Elle se
haga responsable de algo que pude evitar.
—Está muerta —murmuro, tan bajo que incluso a mí me cuesta escuchar
mi propia voz.
—Pero... —titubea Elle, confundida.
Da un paso hacia mí con toda la intención de, tal vez, hacerme saber que
está dando resultado; esto de la sinceridad.
—Si no te lo he contado nunca, es porque, si te lo decía, también tendría
que contarte cómo murió y en dónde está sepultada y todas esas cosas de las
que yo odio, de verdad, odio hablar. Además, no se me dan bien las charlas
sobre mis emociones. —Abro tanto los ojos que no soy consciente de
cuándo me han empezado a escocer. Y no lo hago hasta que veo cómo Elle
aprieta los párpados y trata de abrir los labios—. No te lo digo para que
dejes lo tuyo con Gray. Te lo digo porque me importas mucho y no voy a
permitir que vivas creyendo que no estoy arrepentido de nada.
De pronto, Elle se muestra paralizada, tal vez por la cantidad de palabras
que he espetado de tajo. Nunca lo había hecho. Y, a decir verdad, no se
siente bien; la dureza de mi pecho ha descendido tanto que no me cabe en la
cabeza cómo la gente que ha pasado por lo mismo puede tolerar siquiera
repetirlo tantas veces frente a un terapeuta.
Yo agradezco por la existencia del fútbol. Sin ese método para descargar
todo lo que llevo conmigo, tal vez habría estallado hace mucho tiempo.
—¿De qué estás arrepentido?
—Específicamente, de lo ocurrido hace un año —digo.
Elle asiente dos veces y, antes de que yo pueda hacer cualquier cosa, da
dos pasos hacia mí, quedándose a una distancia muy corta.
Ahora mismo, lo único que quisiera hacer es firmar la paz. Y, aunque me
duela, aceptar que tiene derecho a buscar ser feliz. Si alguien hay en este
mundo que se lo merece, en definitiva tiene que ser ella.
Mi teléfono vibra dentro de mis pantalones y, en el momento en el que
observo la vista previa del texto que me ha llegado —de Monique—,
descubro que no puedo prolongar la peor de las mentiras que me he dicho
estos años. Le creo a Moni cuando dice que, si no hablo con ella esta misma
noche, se encargará de que Elle se entere.
Sí, quiero que sepa la verdad, pero por mí. No importa que a ella mis
motivos le parezcan ridículos. Solo alguien que estuvo en mis zapatos
podría admitir que, cuando se está en el hoyo, una vez afuera no se quiere
volver nunca.
—Lo único que quiero que me digas, antes de que te vayas, es por qué
fue un error. Por qué arrepentirte de algo que, obviamente, los dos
queríamos que pasara.
Levanto la mirada todavía aturdido por el recuerdo de mi vida
universitaria en Wilmington y de lo que tuve que hacer para no manchar
con mis errores a alguien inocente. Tan inocente como Elle. Lo que recibo
cuando busco sus ojos, me obliga a erguirme por completo y a acorazar
cualquier emoción dolorosa que haya en mi pecho. Primero, tengo que dejar
un par de cosas en claro con Monique.
Hago memoria para entender sus palabras. Y, al instante de dar con ese
momento cruel en Indianápolis, quiero maldecir mil veces; quiero borrar el
segundo en el que dije que, estar con ella otra vez, fue un error.
—Perdona: no me expliqué bien —admito, encogido de hombros y con
las manos en la nuca; trato de mirar el techo por varios segundos, pero
cuando ya no soporto el escrutinio de Elle sobre mí, la bajo hasta
encontrarme con su mirada—. Lo que trato de decir es que estoy
arrepentido, precisamente, por haberte dicho que fue un error.
—Pero de cualquier modo te seguiste acostado con ella —me espeta, con
la voz rota por todo lo que, es seguro, se está aguantando.
A lo mejor si me grita, tal vez si me pega un par de bofetadas,
comenzaré a sentir que se ha descargado un poco. Pero he visto sus límites
y estoy convencido de que, en cuanto a mí, no conoce ninguno.
Por eso me encuentro furioso por la amenaza de Monique, que retumba
en mis oídos, repitiéndose.
—De eso quería hablarte —musito.
—Te escucho —refunfuña Elle, y otra vez se abraza a sí misma.
Me muerdo el labio inferior antes de obligarme, con todas mis fuerzas, a
decir lo que Ramsés me sugirió; porque eso es lo correcto—: La índole de
mi relación con Monique no hace falta que te la detalle. No hace falta que te
diga que, cuando Beth nació yo estaba muy molesto contigo, luchando con
esa idea de perdonarte por decirme que ibas a deshacerte de ella. —Aprieto
los ojos hasta que el ardor se va; no me hace bien recordar el primer año; no
me hace bien recordar lo que sentí cuando ella se pensó... Sé que le dolerá
que lo mencione, pero es parte de mí, de lo que ha pasado todo este tiempo
y, como tal, merece saberlo porque nunca se lo dije—. Así que seguimos
viéndonos; pensé, como un iluso, que todo esto no cambiaría nada en mi
vida y que, cuando al fin lograse entender tus motivos, podríamos ser dos
individuos que se llevan bien para su hija.
Durante unos segundos, no quiero decir nada. Elle está de pie, frente a
mí, en total silencio; no puedo pasar por alto el semblante aturdido de su
cara. En mi interior, hago un esfuerzo monumental por mantenerme
retirado, al menos hasta que ella escuche todo y tome una decisión al
respecto.
—Esos fueron el primer y el segundo año, supongo —masculla ella, y yo
digo que sí con la cabeza—. ¿Y después?
—Todo había cambiado —respondo—. Cuando volvimos a Atlanta,
decidí que no valía la pena engañarme a mí mismo. Y terminé con ella. —
Respiro todo lo hondo que puedo, antes de volver a hablar—: No hemos
estado juntos en más de un año.
Ella ya no está mirándome. Sin embargo, veo que le tiembla el labio
inferior y que tiene las manos empuñadas.
—Todo esto —dice, por fin—, ¿me lo dices porque quieres que termine
con lo de Gray?
—No sé si vas a creerme, pero no —me sincero; esa es la verdad—. Te
lo digo porque quiero que seas feliz. Y quiero que lo seas para ti misma. No
por mí o por Gray o por cualquiera que se te pare en frente. —Sopeso lo
que acabo de decir e, ignorando el dolor agudo debajo de mi esternón, digo,
por último—: Eres insegura porque nunca te dije que fuiste lo mejor que me
pudo haber pasado en la vida y que, de no ser por ti, sinceramente estaría
vacío.
Me cuesta mucho mirarla. Así que me quedo con los ojos cerrados un
momento y, al abrirlos, descubro que mis miedos se harán realidad dentro
de poco.
Como dije, Elle está en su derecho.
Tiene todos los motivos del mundo para dudar de mí. Y por eso entiendo
la manera escéptica en la que está observándome, como si no me
conociera.
—Quisiera poder, Bee —dice y, con lágrimas en los ojos, luego de
suspirar largamente, agrega—: Pero no te creo. No puedo. Mucho menos
cuando acabo de ver que ibas a verla el lunes. —Ella levanta la mano, se
enjuga un par de lágrimas de los ojos y entonces dice, con la voz más
áspera que nunca—: Tal vez es hora de que legalicemos todo. Deberíamos
marcar límites y así tú no tendrías interrupciones. Así no te molestaría para
nada con las cosas de Beth...
—Castígame lo que tú quieras. Dime lo que se te venga en gana —la
interrumpo, con voz trémula—. Pero no te atrevas a hacerme eso. Puedo
aceptar mil cosas… —Trago saliva y continúo—: Acepto que te lastimé y
que te he tratado como no te lo mereces. Pero no metas a Beth en esto.
Los dos permanecemos en silencio, con los gritos ahogados; al siguiente
segundo, me doy cuenta de que seguimos en la habitación de la niña y que,
de haber elevado un poco más la voz, ahora mismo quisiera darme de
golpes en contra de cualquier pared.
Sin pensármelo dos veces, me giro sobre los talones y me marcho de la
habitación, consciente de que, si no hablo con Monique y le aclaro todo, las
cosas para mí todavía podrían ponerse peores. Y es que me hice a la idea de
que no podía contarle a Elle nada de esto porque quizás vería en mí a un
peligro potencial para la niña, para ellas dentro de su vida.
Pero imaginar la desgracia y verla delante de tus ojos, son dos cosas muy
diferentes.
5
Elle
Por mi boca salen sapos y culebras cuando quiero aparentar que algo no me
duele. No sé hasta qué punto Bee me conoce; no sé en qué momento
terminé de acallar mi voz para esperar, pacientemente, a que las cosas
cambiaran. Ese es el motivo de que me haya desbordado frente a él. Es la
razón fidedigna con la que comprobé que, una parte de mí, detesta estar en
su compañía.
Al día siguiente luego de que se marchara, me llamó para decirme que
quería que habláramos sin tapujos. Quería contarme algo más… Fue
incontrolable: mi reacción. Porque me sentí tonta. Siento que ya no es lo
mismo.
Lo esperé tanto —que me entendiera— que acabé confundiendo mis
deseos con mis necesidades básicas. No he parado de pensar en las cosas
que me dijo; el parásito de mi interior casi me obliga a vomitar en más de
una ocasión estas semanas, ahora que lo veo tan poco y que él se limita a
pasar por la niña, con la que no ha habido ningún cambio.
Bee adora a su hija. Nadie niega eso. Pero, aun así, me es inevitable
preguntarme por qué conmigo todo ha ido de mal en peor. Al menos, se
siente de esa forma; siento que hay un abismo entre nosotros. Y, lo que
resulta más grotesco todavía, es que soy consciente de que ese abismo lo he
creado yo.
—Hazme caso —repite Ruth, tras negar con la cabeza—. Bee lo que
necesita es que le hables fuerte. Como la primera vez que te besó, ¿lo
olvidaste?
—Por supuesto que no —digo, indignada.
Se lo conté a Ruth el año pasado, después de regresar a Atlanta luego de
que a Brent le entregaran el Art Rooney. Le dije la verdad sobre mí en ese
aspecto; estallé como nunca, frente a él. Y creo que muy pocas veces lo he
hecho delante de nadie.
Eso es lo que la mujer me está aconsejando. Aunque yo ya me cansé de
repetirle que no tendría caso alguno.
¿Por qué haría una diferencia?
—Ya nos lastimamos lo suficiente. —Con ambas manos, me cubro el
rostro durante unos instantes; tan solo porque no podría enfrentar la mirada
recriminatoria de Ruth. A pesar del letargo, hago uso de toda mi voluntad
para seguir—: Creo que llegó el momento de cortar de tajo con esto y dejar
que las cosas se acomoden por sí solas. Después de todo, el tiempo siempre
es más sabio que dos personas que están muy cansadas como para
intentarlo.
—Corrección —dice ella, levantando un dedo y mirándome con sus ojos
grises; tiene la mirada de un gato salvaje, como si frente a sí tuviera a una
presa fácil de devorar—; dos personas que ya se rindieron el uno con el
otro.
—Tú conoces a Brent —le señalo.
Me restriego los ojos otra vez y, en cuanto termino, Ruth murmura—:
Exacto. Y tal vez no lo conozco tanto, pero sé que no te mintió con respecto
a la bruja esa.
—En realidad, siento que Monique no tiene la culpa de nada —le
espeto.
Mi tono ha menguado varias rayitas de volumen. En este instante, me
encuentro escuchando con atención cómo me zumban los oídos. Miriam
recogerá a Beth en la escuela el día de hoy y yo salí temprano de mis clases;
así que busqué consuelo en el único sitio en el que no me siento acusada y
tan pequeña como un escarabajo.
Ruth me prometió ir conmigo a comer al centro comercial más cercano,
donde quedé con Gray. Y, aunque no le hizo mucha gracia, me ayudará a no
perder el control de lo que digo.
—No actualmente, pero antes... —masculla, un par de minutos después
de ponerse de pie y quitarse la bata.
Todo su consultorio está lleno de juguetes; incluso tiene un bote lleno de
dulces de caramelo en el escritorio. La observo contornear y una vez cuelga
la bata en un percho ubicado en la esquina de la habitación, se cruza de
brazos, atravesándome con sus ojos.
Parece estar pensando muy bien sus palabras de convencimiento. A
pesar de que ya no sé qué quiere que haga.
—En fin —digo, irguiéndome—. Tal vez así sea mejor.
—Trata de decirlo mirándote al espejo.
Entorno los ojos ante la horrible sensación en mi pecho cuando la
escucho. Ruth se apoya con la cadera en el escritorio y, mientras yo levanto
mi bolsa del suelo, me la quedo mirando también. Suelto un suspiro que me
libera por unos segundos de la congoja con la que me he despertado todos
estos días, después de mencionarle a Bee que quizás deberíamos legalizar el
asunto de su paternidad. Si me excedí, ya es muy tarde para rectificarlo.
Mas en el fondo sé que él pudo entenderme.
A lo mejor no lo hemos puesto por escrito, pero la línea divisoria entre
relaciones paternales justas y la familia que no somos, ha quedado
demasiado notoria. Él la marcó. Y mi cuerpo, en consecuencia, se encuentra
en una fase gravísima de desintoxicación.
Lo bueno de todo esto, es que frente a Ruth no tengo que fingir que no
me ha afectado el dejar de convivir tanto con Brent Dylon. El que me haya
privado de su presencia, de los partidos de práctica —a los que solo ha
estado llevando a Beth estas dos semanas— y de las visitas esporádicas e
imprevistas, ha ocasionado que esté de mal humor, pensativa,
preguntándome por qué rayos no me funciona el dejar de mirarlo.
Creí que eso era lo que necesitaba.
Creí que, mientras menos él tuviera consideraciones conmigo, yo
desarrollaría cierta comodidad con su lejanía. No pasó. No todavía. Aún
tengo que sonreír con dureza cuando, de forma indiferente, me saluda al
recoger a Beth de la casa.
—Beth le dijo que si yo no iba con ellos a la comida con su tío Ramsés
—sonrío, negando con la cabeza—. Y Bee respondió que seguro tenía cosas
más importantes qué hacer. Obviamente se lo dijo en un tono tan dulce que
la Abejita me dio un abrazo y se despidió de mí sin llorar.
—¡Qué bien! —exclama Ruth. Clavo la mirada en ella porque, en este
preciso instante, no necesito que me restriegue en la cara mis propias
elucubraciones al respecto de lo que quiero de mí misma—. Es que es
estupendo. Así la niña se acopla mejor a la idea de tener dos casas, dos
familias, dos cumpleaños, dos...
—Ay, por favor —la silencio, y ella se ríe—. Ruth, no me puedes decir
que estoy mal. Tú no.
—De ninguna manera —me responde, sin dejar de esbozar la sonrisa
más socarrona que tiene—. La cosa es que tu amor frustrado es más potente
de lo que creías y eso te tiene de mal humor. Niégalo.
—No es solo mi amor frustrado —repongo, mientras las dos caminamos
hacia la puerta de salida—. Estoy un poco confundida y un poco enojada
conmigo misma.
Los próximos minutos, ya que abandonamos el hospital en el que Ruth
trabaja, los empleo en explicarle que no es molestia por el hecho de que él
no me hubiese correspondido. Es la sensación de que hice algo mal y que
debo, quizás, pedirle perdón por ello. Sin embargo, también siento que si lo
hago, que, si muestro un poco de flexión en ese aspecto, Bee creerá que me
he tragado todo cuanto me dijo aquel día.
El pequeño café-restorán se encuentra en la segunda planta del centro
comercial al que hemos venido. Ruth y yo nos sentamos en una mesa del
centro y, para esperar a que llegue Gray, pedimos un café con canela.
—Tal vez sí es verdad —comenta Ruth, cuando le he contado sobre la
hazaña de Bee—. Tal vez dejó de dormir con Monilusa después de estar
contigo porque creyó que iban a empezar algo.
—Me dijo que había sido un error —susurro.
Con todo el dolor de mi corazón, esbozo una sonrisa aletargada y hago
girar la taza de mi café sobre su plato.
Al caer en la cuenta del cómo Ruth ha llamado a Monique, levanto la
mirada y le pregunto—: ¿Monilusa?
—Para ser una mujer tan exitosa e inteligente —masculla Ruth, muy
sonriente esta vez—, creo que es bastante ilusa al creer que alguien como
Bee va a sentar cabeza con ella.
—Es hermosa y mucho —admito.
Esa es la pura verdad.
Cualquiera querría estar con ella...
—Es que Brent viene de un pueblo en el que las chicas son cariñosas y
sentimentales —refunfuña ella—. A mí me parece un fiasco que se etiquete
a las personas, pero eres mi amiga y tengo que ser sincera. —Se nota que le
cuesta mucho encasillarme; sobre todo porque calificar a una mujer de tal o
cual cosa va en contra de sus principios. Supongo que la amistad ocasiona
siempre rasgos de parcialismo—. Monique tendría que casarse con un
político o uno de esos magnates del petróleo.
—Estás siendo muy injusta, creo yo —musito.
—Yo no lo siento así —refuta mi amiga, tras dar un sorbo a su café—.
Resulta evidente que Monique está preparada para lidiar con
temperamentos pesados. No creo que quiera ser... ah... el ángel de nadie.
No entiendo a qué se refiere; veo cómo ella enarca sus cejas y se lleva,
de nueva cuenta, la taza a los labios. Sin embargo, apenas estoy por
preguntarle, la figura reacia y castaña de Gray Malthus se abre camino
frente a mí, sorteando las mesas cuadradas del establecimiento. Una vez que
llega hasta nosotras y se inclina para saludarnos con un beso en la mejilla,
se sienta justo en medio de las dos.
La camarera que nos atiende le ha dado la carta, pero él, por educación,
ha solicitado lo mismo que nosotras.
Gray es divorciado, pero no tiene hijos. Nunca menciona a su exmujer y,
las veces que hemos salido, siempre lo hemos hecho con Bethany, así que
no sé casi nada al respecto del estilo de relación que llevó con ella. Aunque,
sinceramente, no me interesa demasiado. Solo quisiera tener el valor de
preguntarle para así poder explicarle mi situación con Bee. O la que era mi
situación con Bee.
Ya que le han traído su café y que le ha dado un pequeño sorbo, él se
vuelve a Ruth para preguntarle sobre su trabajo. Ella, al principio reticente,
no demora nada en darle salto y seña de lo que hace en el hospital.
No me pasa desapercibida la manera en la que mi amiga lo observa,
analizándolo en cada cosa que responde. Llega el momento en el que creo
que lo está interrogando y, ante la incomodidad que me supone eso, trato de
lanzarle una mirada para que se dé cuenta de que no me gusta el tono
inquisitivo que ha tomado su charla.
Cuando ella nos indica que tiene que ir al baño, mirando su celular con
las cejas enarcadas y una expresión de sorpresa en su rostro, se marcha de
inmediato sin ver ni oír lo que Gray hace y dice para mostrarle sus buenos
modales.
—Podría intimidar a cualquiera —le escucho decir y no evito la sonrisa
en mi rostro—. Es una mujer imponente.
—Lo es —acepto, para llevarme la taza del último chorrito de café que
me quedaba—. No sé qué habría sido de mí sin ella, cuando me mudé.
Hasta que no lo escucho preguntarme si fue difícil, no soy consciente de
que mi vida en Atlanta ha sido mucho mejor que todo cuanto pasó después
de la muerte de Ethan. No voy a decirle a Gray sobre ello así que muestro
una sonrisa y me encojo de hombros, suponiendo que podemos hablar de
esto sin profundizar demasiado.
Pasados unos minutos, echo un vistazo hacia la dirección en la que se ha
marchado Ruth y, al mirar a Gray otra vez, me doy cuenta de que también
se ha percatado de la tardanza de mi amiga. De modo que suspiro y digo,
para suavizar la tensión—: Yo quería un médico de confianza para la niña,
cuando nació, y como Ruth es amiga de Bee, pues...
—¿Amiga conocida? —inquiere él, en tono monocorde y con un gesto
extraño—. ¿O amiga íntima?
—Supongo que son bastante íntimos si Ruth es de las pocas personas
que le puede decir sus verdades sin que él se ponga a la defensiva —acepto,
con un retintín.
Gray, con aspecto más confuso, se acomoda en su silla y, mirándome, me
dice—: ¿Contigo se pone a la defensiva?
Pestañeó dos veces, quizás porque no quiero que se me note lo mucho
que me molesta que me lo pregunte. Aun así, hago todo lo posible por
seguir sonriendo.
La respuesta es una muy metódica para mí, pero ahora mismo, me
avergüenza aceptarlo.
—Nunca le he dicho sus verdades —murmuro, más pensativa de lo que
quisiera.
—Y tal vez sea mejor así. Hay veces en las que ya no se pueden salvar
ciertas cosas en una relación.
Lo observo unos minutos meditando su respuesta. Su mirada está puesta
sobre una pareja que se ha sentado en el rincón y que, sinceramente, parece
muy fría entre sí.
Recuerdo que Ethan tuvo una novia a la que me presentó una vez; sentí
un pinchazo de incomodidad al respecto de la muchacha. Mi madre me dijo
que eran celos. Porque al ser mellizos, estábamos conectados de una forma
inexplicable. Mi padre, en cambio, me explicó que tal vez era una parte de
los sentimientos de Ethan por ella.
Tiempo después, comprobé que tenía razón: fue el primer amor de mi
hermano. Y también la primera ruptura de corazón.
Yo experimenté en carne propia su dolor. Y, cuando se fue, me sentí tan
vacía, que casi pensé que estaba muerta también.
Sé de lo que habla Gray y sé por qué está mirando a la pareja que no se
mira ni a los ojos; ella está tecleando en su móvil y él parece muy
entretenido buscando cosas en el interior de su taza. Aunque podría ser una
interpretación superficial y estúpida, creo que han perdido el toque entre
ellos; la relación, en caso de tenerla, no se nota muy estrecha que digamos.
Levanto la mirada hacia Ruth justo cuando quiero decirle a Gray que yo
no he pasado por eso, pese a que, es muy notable, casi ha dicho que él
conoce perfectamente ese rumbo. El dictamen que reza todo se acabó.
En mi caso, creo que nunca dio inicio. Creo que me faltó pedirlo y tal
vez exigir una respuesta. Pero ahora...
—Necesito un poco de aire —dice mi amiga, sacando, desde su billetera,
un billete de cincuenta dólares.
—No te preocupes... —intenta decir Gray, levantándose.
Ruth, con una sonrisa forzada —sé que algo va mal—, sacude
enérgicamente la cabeza.
—Ni hablar. Ya que el mal tercio soy yo, me toca pagar —se ríe, con
frustración contenida—. Los espero afuera.
Ambos observamos el cómo ella sale apresuradamente del café, se
inclina sobre el barandal del pasillo, mirando el fondo de la plaza. Voy a
hasta ella tras indicárselo a Gray, que hace un asentimiento y se dispone a
esperar a la camarera.
—Oye... —trato de sonar suave.
Cuando Ruth se gira a mirarme, tiene los ojos tan abiertos que una capa
de brillo los ha recubierto. Está pensando algo y, tras ponerme un poco de
atención, lo saca a relucir con una sonrisa más forzada que la anterior.
Meses atrás, Ruth me contó que ha contratado a un tipo para que
investigue su pasado. Su origen, mejor dicho. Se lo preguntó a la directora
del orfanato en el que creció, luego buscó a sus padres de acogida (con los
que a veces se reúne para comer, pero solo por agradecimiento porque,
según ella, fueron amables, pero nunca los sustitutos de un padre o de una
madre); no obtuvo mucha información, por lo que estoy casi segura de que
eso es lo que rumia su consciencia desde días atrás.
Ha pasado minutos en silencio, mirando la nada, quizás preguntándose
quién la abandonó y por qué.
Una vez que nos hicimos amigas, aprendí a soportar los desplantes de mi
madre —aunque desde que nació Beth, debo admitir que se comporta como
una abuela fenomenal—; supe que hay personas en el mundo pasando
intemperies peores a las que supone el trato psicológico al que me sometió
Brenda, tras la muerte de mi hermano.
Por eso sé que Ruth es más fuerte que yo en muchos aspectos. Inclusive,
puede que tenga razón en cuanto a Bee. Puede que me haga falta admitir
que, si no le digo, con la mano en el corazón, lo que he sentido todo este
tiempo, me arrepentiré el resto de mi vida.
—Lo siento —me dice, y yo niego con la cabeza rápidamente; aun así,
ella aprieta un poco los ojos y suspira, para darse valor, tal vez—. Me acaba
de llamar el investigador; quiere verme en mi departamento esta tarde. —
Ha vuelto a sonreír, solo que, en esta ocasión, como se ha descargado, lo
hace con más alivio—. Estoy un poco nerviosa y conmocionada, la verdad.
—¿Quieres que vayamos a...? —le espeto.
—Hay que dar un par de vueltas por aquí. Por cierto, quiero que sepas
que no me cae mal y tampoco creo que sea un depredador sexual.
Sonrío a pesar de mi preocupación por ella y, dejándome abrazar, la sigo
cuando me guía por el pasillo. Gray nos da alcance rápido, después de salir
del local del café y ambas nos sumergimos en su charla acerca de por qué le
gustan tanto los niños. Hay un momento en el que creo que se ha detenido a
examinar bien una cosa que nos dijo.
Sobre su deseo de ser padre.
A mí me causa algo de curiosidad ese aspecto en él; ya que, por
desgracia, nunca me había planteado la idea de que, siendo un hombre en
sus treintas, hecho y derecho, con un negocio fructífero y una educación
ensordecedora, quisiera una relación seria, formal, tal vez demasiado para
lo que yo puedo ofrecer.
Tiendo a hacerlo mentalmente: decirme que no estoy lista para esto, que
lo voy a echar a perder y que, si lo intento, acabaré lastimando a alguien
que no se lo merece. Lo más irónico de ello, es que es justo lo que le
recrimino a Brent. Y resulta que yo misma me lo hice y ahora, con alevosía
y ventaja, se lo estoy haciendo a Gray.
—Qué cosas más hermosas —dice Ruth, para desviar la plática.
Gray le ha preguntado por sus padres y su familia, así que ella ha hecho
lo que mejor sabe: sonreír, fingir que todo fue bien y que no le supuso un
esfuerzo horrendo llegar a donde está —beca en la universidad, pasantías
con horarios extremos, etcétera—. Hay un escaparate frente a nosotros,
lleno de peluches con tutús de todos los colores. Aunque Beth no es
fanática del ballet, le gusta mucho vestirse como una ratoncita de sus
programas favoritos.
Me cruzo de brazos mientras Gray nos indica que entremos al local. Se
ha vuelto adicto a regalarle peluches a Beth y, aunque ella siempre los
recibe con entusiasmo y agradece por ello, sigue durmiendo con Manchas.
Sigue molestándose cada vez que lo echo en la lavadora o me dispongo a
desinfectarlo —diciéndole que está enfermo o cualquier otro circo para que
comprenda que no puede jugar con él cuando va tan sucio.
Una vez dentro del local, Gray toma un peluche enorme, de un conejo.
Está precioso. Es de color blanco y tiene un moño en la oreja izquierda. Va
vestido con un tutú rosa, el moño y los zapatos del mismo color.
Ruth, no obstante, agarra un conejo idéntico, pero con el color azul en
todas sus prendas.
—Ten —le dice ella a Gray—. El color favorito de la Abejita es el azul.
Gray inspecciona un momento el conejo con prendas rosas y dice—:
Pero el rosa es más femenino, ¿no?
Si hubiera tenido agua en la boca, seguramente yo la habría expulsado al
escuchar el comentario de Gray —que, por su cara, lo ha hecho con total
inocencia; pero a Ruth eso la tendrá sin cuidado—; mi amiga tiene una
expresión de incredulidad en el rostro y ha apretado el cuello del conejo.
Como veo que está a punto de estrangularlo, le quito a Gray el conejo rosa
y lo dejo en su sitio....
Él no lo sabe, pero estoy salvando su vida...
A pesar de eso, por la cara que ha puesto Ruth García, sé que es
demasiado tarde.
—El color no te elige a ti —refunfuña ella, toda acritud y frialdad; tiene
sus ojos felinos puestos en él y las mejillas totalmente encendidas en un
colorete rojizo, acentuado por el tono apiñonado de su piel—. Tú eliges al
color y eso es lo que importa.
—Bueno, perdón; crecí en una familia de granjeros y eso me ha
mantenido un poco alejado de la sociedad. Mis disculpas.
Gray también está sonrojado, pero como su piel es un poco más clara, se
le nota por una diferencia enorme.
Ruth le empuja al conejo de vestimenta azul y, con toda la aspereza del
mundo, le espeta—: Brent también creció en una familia de granjeros
trogloditas y deja que su hija elija siempre.
—Es una niña —refuta Gray, ahora sí, a la defensiva.
—Que siente y piensa —prosigue Ruth.
Yo los miro a uno y a otro y, entonces, echo un vistazo alrededor,
consciente de que no es el lugar para hablar sobre estas cosas.
Aunque, si me lo pienso, es notable que los conejos rosas se han vendido
más.
—Tal vez crees que esto es un caso serio de discriminación de género —
masculla él, en tono rendido—, pero de antemano sé que los niños no son
muy conscientes de qué decisión está bien o mal para ellos. Menos a tan
tierna edad.
—O sea que, si a tu hija le gusta el color azul, tú le compras el rosa
porque es un color de niña.
—Es solo un peluche —se ríe Gray.
Ha puesto otra vez el conejo azul en su pila.
Ruth engurruña los ojos y, volviéndose a mí, tras ver mi cara de súplica,
masculla—: Retiro lo que dije acerca de él.
Con gesto altivo, toma el conejo de tutú azul y se marcha hacia el fondo
del local, supongo que para comprarlo.
—Lo dicho —musita Gray, guardándose las manos en los bolsos del
pantalón—. Es intimidante.
Sacudo la cabeza, aliviada porque él se haya tomado esto como si tal
cosa. Porque el carácter de Ruth, en cuanto a elecciones, es irrefutable. Sé
que la intención de Gray no era imponerle un color a la niña, y eso es lo me
causa tranquilidad.
—No sabes cuánto. Pero tampoco vas por el mundo diciéndole a una
mujer que nació para usar el color rosa. Lo digo por experiencia.
El gesto de Gray se suaviza muchísimo tras oírme. Pero yo sigo
escuchado la alusión de Ruth sobre Bee; se le ha salido hablar sobre la
infancia de Dyl solo para intentar amedrentar a un hombre que no lo conoce
en lo absoluto, salvo por las pocas cosas que yo me he permitido contarle.
Así, sintiéndome incómoda mientras él tira de mi mano y se la lleva a los
labios, comprendo que está aquí por mí y no por Brent o Ruth.
Es refrescante que alguien te mire de manera desinhibida. Solo por eso
me digo que tengo que ser sincera con él. Tal vez, de esa manera, la
ausencia de Bee será menos dolorosa.
6
Bee
Miriam acaba de llegar con Beth, así que me quedo dentro de la camioneta
hasta que ellas entran en la casa. Además, el auto de Brenda está aparcado
en el frente. Y no quiero tener que hablar con ella en el porche. Elle, como
ella misma me comunicó esta mañana, fue a por con un café con Ruth.
Evitó mencionarlo, pero supe, por su tono avergonzado, que no irían
ellas solas. Luché con ese pensamiento toda la mañana, mientras Ramsés
me contaba que tenía que ir a comprar un regalo para Leah, la hija de
Taylor, que cumplirá dos años la semana entrante.
—Te tengo que enseñar algo —grita Beth, quien de pronto tira de mi
mano para guiarme hacia la casa.
Le lanzo una mirada a Miriam —ya que me he bajado del vehículo— y
ella, en total silencio, me devuelve un gesto de apremio. A lo mejor se ha
dado cuenta de que las cosas están... frías por aquí, y es que nos conoce
demasiado gracias a que lleva un buen tiempo trabajando para Elle. Sabe
sobre la relación entre ella y su madre, la distancia entre nosotros y sabe,
perfectamente, que tuvimos un par de problemas.
De cierto modo le agradezco que sea ella quien se quede por las noches;
así sé que, si algo sucediera, yo sería el primero en enterarme.
—Es una colección de libros que le ha traído Brenda —dice la
muchacha, que suelta la bolsa de Beth.
Sacudo la cabeza todavía esperando a que Bethany me muestre lo que la
tiene tan impaciente; la observo pasear los ojos a través del paquete que
Miriam ha colocado en el suelo, mientras yo me hinco a su lado y trato de
ayudarla.
—Yo puedo —dice, quitando mi mano.
Levanto una ceja en dirección de su nana y niego con la cabeza. A veces
su independencia me asusta. Como su padre, es obvio que quiero que me
necesite; quiero que tenga la certeza de que, mientras yo esté aquí, nada va
a lastimarla.
Al final, soy consciente de que tarde o temprano crecerá. Aunque tiene
tan solo dos años —cumplirá tres muy pronto—, hace las cosas como si
fuera una niña grande. La semana pasada, para mi total sorpresa, me ha
pedido que cambie de color su alcoba. A mí me gusta el tono que tiene en
estos momentos, pero se la ha metido en la cabeza que tiene que ser un
poco más solidaria con los Titanes.
Sí, con el equipo en el que juego y del que, en cuanto tuvo consciencia,
se ha sentido parte.
—Bueno, ya —le digo, al notar que está estirando el plástico del paquete
demasiado; temo que vaya a rasgarlo de una forma en la que el filo del
papel le corte los dedos, así que me inclino hacia ella, deposito un beso en
su coronilla y le muestro de dónde es que debe tirar para que el lazo ceda.
Y, en ese instante, justo cuando en la cara de mi hija se dibuja una
sonrisa tan cándida como el mismo sol, el sonido trepidante de unos tacones
resuena a mis espaldas.
—¡Sabía que te iban a encantar! —dice Brenda.
Se ha aproximado a nosotros, con una sonrisa en los labios. Va vestida
tan pulcra como siempre y tiene la mirada puesta en Bethany, que me da
uno y otro libro de una colección de cuentos gigante.
Aún no sabe leer, pero sé que, dentro de poco, ya no querrá que ni su
madre ni yo le contemos nada para que se pueda ir a la cama.
Hago una inspiración profunda y miro a Miriam, sabiendo que ella
comprenderá.
—Hay que preparar un poco de comida para ti, Abejita —dice la nana y
se asegura de recoger toda la basura del regalo y los libros que Beth, por
supuesto, ya había desperdigado por el suelo.
Cuando me he incorporado por completo, me pongo las manos en la
cadera y me vuelvo hacia la madre de Elle, que, durante un par de minutos,
se queda con la mirada puesta en la espalda de Miriam, hasta que ella y
Beth se pierden tras las puertas cancel de la cocina. Una vez que estamos
solos, apoyo la cadera en el respaldo del sofá.
Brenda se ha cruzado de brazos, sin soltar su bolsa de mano.
—¿Dónde está mi niña de oro? —inquiere, sin hacerse esperar.
Levanto la mano para buscar la hora en mi reloj, y ya que estoy listo para
responder, musito, mis ánimos por los suelos—: Con Ruth, me imagino.
—Ruth —masculla Brenda—. No entiendo cómo puedes estar tan
campante sabiendo que mi hija está saliendo con alguien más, Brent. En
serio. Te creía más perspicaz.
—Tu hija no me debe ninguna explicación, Brenda —le espeto, dándole
la espalda y caminando hacia el despacho de la casa.
Quiero terminar con esto de una vez por todas. Antes de que Elle se dé
cuenta; probablemente a Brenda le sacaré el mal humor cuando sepa que
esta es la última vez que recibe algo de mí. Ya no tengo intenciones de
pagar su talento como actriz para con su hija y con su nieta. Me he dicho
estas semanas que, si Félix sale libre, no puedo permitirme esto.
Si un día le pedí a Brenda que dejara tranquila a su hija, hoy sé que Elle
se defenderá en caso de necesitarlo.
—Ya conozco tus maneras de pensar —la escucho hablar, viniendo
detrás de mí. Ella, sin cerrar la puerta de la oficina (suelo dejar la chequera
en la casa, aunque siempre digo que no volveré a hacerlo), se sienta en el
sofá y se cruza de piernas—. Pero no creo que estés haciendo bien al
permitir que cualquiera entre en la vida de Elle. ¿Acaso no piensas en la
seguridad de tu hija?
Decido no hacerle mucho caso; por lo regular, esto es lo que sabe hacer
con todo mundo; siempre que hablo con ella, termino pensando que lo
mejor para todos sería que Elle y yo... Pero ya me cansé de decirme que hay
otras cosas de por medio.
Como la confianza que ella no ha depositado en mí.
Todavía con la mirada apagada, la mente corriendo a mil por hora y un
extraño sabor amargo en la lengua, le firmo el último cheque que recibirá.
Tras ir hasta ella y extendérselo, observo cómo se lo guarda en la bolsa.
Siempre utiliza el mismo derroche de galantería, como si fuera muy digno
de ella el que yo dé dinero a cambio de que se porte como lo harían una
madre y una abuela de verdad.
—Gray es un buen tipo —admito, mientras sujeto el filo del escritorio en
mis manos—. No tienes nada por lo cual preocuparte.
Brenda, que no ha reparado en la cantidad de dinero que este mes le he
dado, se pone de pie y me estudia unos segundos. Ambos nos observamos
hasta que ella sacude la cabeza, con incredulidad. Yo, en cambio, escudriño
las facciones de esta mujer; se parece mucho a Elle. Los mismos cabellos
rubios, ondulados y definidos, la misma piel dorada y delicada; lo único que
cambia en cada una, es la expresión de sus ojos.
Elle mira a las personas como si fueran sus iguales.
En realidad, a mí siempre me miró con devoción. Salvo que estos días,
después de lo que pasó, evita mirarme a los ojos. Y yo la entiendo; entiendo
que me haya pedido espacio, que incluso haya mencionado ponerle un
moño legal a mi convivencia con Beth; está protegiéndose de mí y no la
culpo. Me siento orgulloso de saber que está buscando algo que solo le
conviene a ella. Ya que todo este tiempo, hizo lo que pudo para su hija... y
para mí.
Es por eso que le di lo que necesitaba; quería independencia, libertad y
paz. Conmigo cerca, parecían cosas inalcanzables. Solo espero que, cuando
tenga que enfrentarse a su madre, a lo que es verdaderamente, no termine de
odiarme. Espero que no crea que la abandoné con ella; no quiero hacerlo.
Pero sé que es necesario.
Sé que, en el momento en el que se dé cuenta, terminará de decidirse;
querrá, en definitiva, poner punto y final a todo aquello que dejamos a
medias.
—Tú eres el padre de su hija —masculla Brenda, en tono dulzón—. No
va a preferir a otro en lugar de a ti.
—Soy el padre de su hija y nada más —digo.
Tienen que pasar varios segundos para que recobre un poco de mi
entereza. Me cuesta mucho aguantar los comentarios de una mujer que en
realidad no está interesada en la felicidad de su hija. Puede que le llame la
atención la comodidad y el amparo de una buena carrera, pero más allá, no
sabe lo que Elle quiere.
No sabe que estos tres años se ha venido guardando muchas cosas en mi
contra y que, todo cuanto está haciendo ahora, es para sentirse bien consigo
misma. Lo cual, si me lo preguntan a mí, no tiene precio alguno.
—El problema es que la gente se acostumbra a todo, Brent —prosigue
Brenda; por lo visto, no tiene ánimos de abandonar el tema.
—Elle es diferente —mascullo; eso es lo que pienso y casi podría
apostar por ello—. Si me estás hablando de comodidades monetarias y un
estatus social, no creo que se pueda jugar esa carta con tu hija. Además, la
casa está a su nombre. Pero eso tú ya lo sabes.
—Sí, una casa —repone la mujer, entornando los ojos—. ¿Me vas a
decir que, si Elle empieza algo con otra persona, tú estarías contento con el
hecho de cederle incluso tu casa?
Tal vez ha sido porque no estaba preparado para escuchar esa pregunta.
En el fondo, creo que me ha dolido oírla porque tengo que mentir; tengo
que decir que sí, que estaré bien cuando Elle tome esa decisión y que no me
importará en lo absoluto ceder algo que, aunque no lo diga en voz alta,
pensaba que era mío.
Interiormente, me digo que la casa la compré para ellas, que le pertenece
a mi hija y que, por su bienestar, yo puedo soportar cualquier cosa.
—La casa está a nombre de Elle —insisto, más impaciente—. Por favor,
Brenda; déjala en paz.
—Por eso no tienes que preocuparte —se ríe, al tiempo que saca el
cheque de nuevo y lo admira; en esta ocasión, sin embargo, abre los ojos
más y me dice—: Fuiste muy espléndido esta vez, ¿no?
Me encojo de hombros, preparándome mentalmente para la sacudida
infernal que se vendrá sobre mí.
Evito mirarla por unos instantes, y luego recuerdo que hago todo esto
por Elle. Nada más por ella. Se enterará de las cosas que le oculté y
entonces podrá vivir en paz sabiendo que fui yo quien lo arruinó todo.
—Tomé la decisión de no apoyarte más —murmuro.
En el acto, el rostro de Brenda se contorsiona y su postura se torna
rígida. Me llevo una mano a la sien derecha y apoyo allí los dedos, cerrando
los ojos para no tener que encontrarme con una mirada que me exprimirá la
poca paciencia que me queda.
Vine precisamente a terminar con esto. Pero, por la cara que ha puesto
ella, sé que se complicará mucho más de lo que creía.
—Félix tiene muchas oportunidades de salir —dice, en tono bajo.
Asiento; no sé qué más hacer. Me siento incómodo y sin fuerzas, como si
estuviera siendo víctima del peor de los resfriados. No obstante, me cuesta
muy poco comprender el hilo de lo que Brenda ha querido decir, mientras
me observa con tanta atención y mientras aprieta tan fuertemente la
quijada.
Vuelvo a negar con la cabeza, pero digo—: Tu hija tiene que empezar a
confiar en sí misma y, si no lo ha hecho todo este tiempo, es por cosas como
esta.
—Sí. A ella la hace feliz que yo sea...
—Brenda, de verdad me gustaría que fueras diferente porque eso me
tranquilizaría demasiado, pero ya no puedo hacerlo. Lo siento mucho. De
ahora en adelante, mi interés es que Beth se encuentre totalmente bien. Elle
sabrá...
—Le estás quitando la oportunidad de ver a su padre libre —masculla,
encolerizada, pero sin subir la voz—. Tú sabes que las mensualidades las
utilicé para pagar un abogado y todo lo demás.
—Lo sé. Pero ya no puedo hacerlo. Lo siento.
—Eso se lo vas a tener que decir a Elle.
—Ella no sabe nada de esto —mascullo, yendo hacia la puerta.
En un último intento por minimizar la situación, me doy la vuelta otra
vez y la miro con cara de estar de verdad arrepentido.
—Entonces no creo que le vaya a gustar saber que, cada que puedes, te
encargas de humillarla —dice.
Al principio, no sé por qué me lo está diciendo, pero luego...
—Ya sé que siempre la subestimo. Es por eso que no puedo seguir con
esto.
No digo nada más. Me giro sobre los talones y dejo atrás el despacho;
me muevo con rapidez por el pasillo y voy hasta la cocina, para despedirme
de Beth y de Miriam. Dentro, la Abejita me lanza una mirada de sueño y me
doy cuenta de que está cansada. Juega, sonríe, respira y hace que las vidas
de varias personas tengan sentido, nada más con ese gesto tan sutil.
Detrás de mí no se escucha la voz de nadie. Hasta que pongo más
atención y descubro que, aparte del timbre inconfundible de Elle, se oyen
las palabras atropelladas de Brenda. Así que, sabiendo que tendré que decir
cosas que me avergüenzan, le planto dos besos a Beth en las mejillas y,
observando a su niñera, digo—: Llévala a la piscina.
Con un gesto de entendimiento, ella dice que sí en un susurro y le
pregunta a Beth si quiere ayudarla a regar las plantas que se encuentran en
el jardín. Beth se niega al principio, pero tras un puchero de su nana,
termina bajándose de la silla en la que se encontraba y, entonces, se va
detrás de ella.
No regreso a la sala hasta que confirmo que han cerrado el cancel. Del
otro lado, puede que no se escuche nada. Puede que, de ser este el límite en
Elle, nadie vaya a percatarse.
Madre e hija están de pie en la sala. Y Elle está observando el papel que
acabo de darle a Brenda hace un par de minutos.
De pronto, ambas están mirándome. Sin embargo, aunque yo sé cuán
dócil es Elle y lo dulces que son sus modales, en este momento se limita a
observarme con espanto, con enojo; hay tantas emociones en sus ojos que
apenas puedo lidiar con ellas. Me dirijo hacia las dos con las manos metidas
en los vaqueros. El corazón me palpita tan rápido que se escucha como si
fuera a desbocarse.
Brenda tiene su mirada puesta en mí, una ceja enarcada.
Soy muy consciente de que esto es mi culpa, pero por Dios que esa
mujer es el diablo encarnado. Sabe que, si lo hice, fue precisamente porque
no quería a alguien como ella cerca de mi hija.
—Esto... —dice Elle, sin poder aparentar en lo absoluto—. No puedo
creerlo, mamá.
Se la oye tan aturdida que, de un momento a otro, sé que comenzará a
llorar. Tiene la cara llena de miedo, como si no quisiera creer lo que está
leyendo con sus propios ojos. Al fin y al cabo, como dijo su madre, lo más
seguro es que vaya a resultar una humillación para ella.
—Lo mejor es que me vaya —comenta Brenda.
Me río porque no puedo evitarlo. No sé cómo es capaz de actuar de este
modo... Miro en otra dirección, incapaz de enfrentar los ojos de Elle y el
dolor que esto le ha producido.
—Sí, mejor vete —gruñe—. No quiero que vengas, mamá. No vengas
hasta que...
—No puedes privarme de ver a...
—¡Deja de fingir y termina de marcharte! —grita Elle.
Aún no sé cómo es que la conozco tanto. No sé cómo se me metió tanto
en la cabeza que puedo interpretarla. Sus miradas, sus silencios; todos sus
ademanes me los sé de memoria, pero el carácter que lleva escondido, ese
que ha sacado pocas veces frente a mí, es el culpable de que yo la tenga
sobre un pedestal.
La conozco tan bien, que soy consciente de que al final yo tendré la
culpa.
Y, si soy sincero, ya no me importa. Nada podría ponerse peor en esta
época.
—Necesito que Brent se piense mejor las cosas —le escucho decir a
Brenda. Entonces la miro. Y me encargo de hacerlo de la manera más
despectiva que consigo hacerlo. Ella no se inmuta al notarme, sino que
sonríe—. Él sabe...
—¡Lárgate! —chilla Elle de nueva cuenta.
Pasados unos segundos, mientras ella me da la espalda, permanezco en
silencio observando cómo se mueven sus hombros. Todavía está mirando el
cheque. De un segundo a otro, empiezo a oír cómo gimotea; noto que se ha
llevado la mano a la frente, para ocultar sus ojos. A mí se me oprime el
pecho en cuanto me cae la bandeja de la realidad encima.
Ya perdí la cuenta de las veces que la he visto tan vulnerable. Odio que
lo haga. Odio que, por mi culpa, se muestre tan indefensa.
—Siempre acabas sorprendiéndome —musita, tras darse la vuelta.
Me mira a los ojos con tanto recelo que no quiero ni moverme. Así que
todo lo que puedo hacer es respirar una y otra vez para acompasar mis
latidos. Lágrimas gruesas han surcado sus mejillas; además, tiene casi toda
la cara enrojecida. La excitación por el enojo es evidente. Este, me digo, es
su límite.
Tenía que saberlo.
No podía quedarme con esto guardado. No podía apartarme de ella sin
que lo supiera todo.
—Hay cosas que hice para intentar protegerte —me sincero, dando un
paso más cerca de ella—. No espero que lo entiendas y no espero que me
perdones. Porque lo haría de nuevo. Mil veces, de ser necesario.
—Bee...
Niego con la cabeza, y Elle intenta abrir la boca, pero yo me adelanto y
digo—: No me necesitas para estar bien. Es solo que no quería aceptarlo.
Después de parpadear, veo cómo se abraza a sí misma, desconsolada y
cómo me observa, tan confundida...
—Todo esto… —se ríe, aunque en realidad está llorando—. Tu
indiferencia, y el decirle a mi madre que ya no habrá dinero, ¿es para probar
tu punto?
—¿Mi punto?
—Sí; no sé cómo, pero tú siempre te las arreglas para hacerme sentir la
peor persona del mundo —dice.
Resoplo todo el aire contenido, mientras pienso cómo explicarle...
—Tal vez, si me dices lo que quieres, puedo empezar a entender un poco
—murmuro; Elle sacude varias veces la cabeza, al tiempo que se alborota el
fleco del cabello. Por el semblante que lleva en el rostro, uno de decepción,
es que sé que estaba en lo correcto al imaginar que esto sería, para ella,
como si hubiera intentado comprar su felicidad—. No lo hice para que
tuvieras algo que deberme. Lo hice porque me molesta que tu madre no te
trate como lo que eres. Pero eso ya no tiene importancia. No pensé que
fuera a decírtelo así.
—Entonces, ¿tú no me lo habrías contado? —gimotea Elle, más llorosa
todavía.
Hay un momento en el que quiero... un solo momento en el que me
planteo decirle que mi intención era hablarle con sinceridad, contarle todo
lo que me callé y esperar a que me perdonara. Pero ella misma dijo que ya
no tenía caso y estoy respetando su decisión.
De ese modo, me retracto de mis deseos; me retracto de imaginar que al
confesar algo como esto, ella se olvidará bien sencillo de todo por lo que la
he hecho pasar.
—Sí. Te lo iba a contar.
—¿Cuándo?
—No sé. Hoy. Mañana. Da lo mismo.
Trato de darle la espalda porque verla llorar es demasiado. Todo esto es
demasiado y ya no tendríamos que estar pasando por ello. Resulta ridículo
que, luego de haber tenido a la niña, los dos estemos en medio de
problemas como estos, problemas que no nos conciernen. Sin embargo,
cuando siento su mano jalando la manga de mi camisa, me percato de que
todavía no alcanzo mi propio límite. Por lo que, cuando la encaro, no soy
para nada fuerte como para tolerar sus ojos llorosos, ni sus muecas tristes.
—Ten valor y háblame claro —me dice, la voz quebrada—. Por favor.
Me lo pienso unos segundos, mientras ella me observa...
—Le doy dinero a tu madre, mensualmente, desde que nació Beth —
musito, al principio en voz baja; al notar los dedos de ella cerrándose con
fuerza alrededor de mi brazo, continúo—: Porque he escuchado cómo te
compara con Ethan. No quería que una persona así estuviera cerca de mi
hija.
—De tu hija —suspira Elle, soltándome—. De tu hija.
Entorno los ojos y me paso una mano por el pelo.
Días atrás, le pedí que habláramos; se lo pedí por favor porque yo sé que
no estoy en posición de exigirle confianza. Ella cree que esto es para que
deje a Gray. Cree que mi indecisión por ella es tan grande como mi ego y
que, al final, terminaré dejándola sola.
Lo cierto es que no tiene idea... Y yo no puedo obligarla a que me
escuche.
—Perdóname.
—Por supuesto —sonríe.
Todavía está llorando. Y yo todavía tengo ganas de protegerla.
Pero no lo voy a hacer más.
—Lo mejor para ti es que yo no intervenga en tu vida. Para nada.
Ella menea la cabeza y agacha la mirada, pero cuando la levanta, siento
que, por el cómo me mira, podría desarmarme. Permanezco quieto,
mirándola, hasta que dice—: Dime una cosa más, Bee. —Está de pie frente
a mí y ahora mismo, la siento tan lejana, que parece un espejismo. Evado su
mirada unos instantes, armándome de valor para mirarla otra vez y
entonces, ella me pregunta—: ¿Qué pasaría si yo te dijera que quiero
regresarme a vivir a Clarke?
Cierro los ojos por un momento. Aunque me cuesta admitirlo, eso es
algo que ya me había planteado, sobre todo desde que Brenda me dijo que
Félix saldría.
—Nada.
—Entonces, ¿no me reclamarías la custodia de la niña?
—Jamás te separaría de ella. —Suspiro, y doy un par de pasos al frente
—. Lo único que quiero es ser sincero contigo.
—Aunque ya sea demasiado tarde.
Cuando la escucho, me llevo una mano al puente de la nariz y lo aprieto
con mis dedos. No percibo el tiempo que dejo los ojos cerrados, hasta que
escucho cómo Elle camina lejos de mí. Pestañeo dos veces para ubicarla y,
en el momento en el que lo hago, sé exactamente lo que tengo que decirle.
A pesar de que ya no sirve de nada, como me ha dicho ahora y los días
pasados.
—Quizás lo eché a perder contigo. Pero Beth seguirá siendo mi hija así
nosotros no podamos vernos ni en pintura. Creo que ese es motivo
suficiente para que yo quiera que confíes en mí.
Elle, por toda respuesta, asiente.
Y yo no puedo concebir el hecho de que sea tan fría conmigo...
7
Elle
Acabo de dejar un cuadro hecho trizas sobre la mesa; tiene una foto de Ruth
durante la universidad, en uno de esos juegos de hockey a los que tanto le
gusta ir. Creo que fue en un partido cuando conoció a Ramsés. No la
reconozco. Jamás, desde que nos frecuentamos tanto, la había visto tan
fuera de sí misma. Por lo regular, es una mujer entera, capaz, con una
mirada como cuchillas. Nada que ver con la niña frágil que se encuentra en
los brazos de Elle, sentada en uno de los sofás de su sala. Sé que necesitan
un momento y por eso preferí recoger un poco de las cosas que arrojó para
todos lados. El investigador que contrató me dijo que había tratado de
calmarla pero que, como un acto de insuficiencia, ella le había dicho que se
callara más de una vez. .
Echo un último vistazo alrededor, mientras me percato de la mirada
suplicante de Elle. A ella también le pesa ver a su mejor amiga llorando:
porque es la primera vez que le sucede. Puede que resulte impresionante
saber que nos tiene esa confianza, pero, aun así, no se siente como algo
agradable conocer el motivo del llanto. Tengo un nudo en la garganta tan
solo de imaginarme que yo puedo llegar a causar esas emociones.
Con pasos dubitativos, me aproximo a ellas y, sin hacer movimientos
bruscos, recorro la mesa del centro para sentarme justo en frente. Ruth tiene
la mirada puesta en mí en cuanto me ve. Sus ojos son de un gris pálido y
contrastan con el tono de su piel y cabello. Tiene ascendencia latina, por lo
que sabemos, pero siempre nos hemos limitado a escuchar lo que ella quiera
decir.
A veces es mejor esperar a que la gente esté lista para contarte sus
secretos. Verla así solo comprueba que las personas se guardan los detalles
dolorosos de su vida porque les cuesta abrirse. Cada vez que la escucho
hablar, la determinación en su timbre y la seguridad en sus ideales, me
estremezco. A lo mejor no dice las cosas que quieres oír, pero, según
Ramsés, las dice porque es lo que piensa.
Fuera de eso, no sabemos lo que siente o si está involucrada en algo más
que en ese trabajo que la absorbe —o en el que quiere estar absorta.
—No me parece prudente que te quedes aquí sola —digo; eso es lo que
creo—. Deberías...
—No.
Su interrupción ha sido tajante. En ese momento, Elle se vuelve hacia
ella, con expresión dulce; como suele hacer cuando uno necesita
encontrarse con todo el amor del mundo reunido en una mirada, en dos
palabras, en la sonrisa de alguien... Una expresión que, al menos para mí,
hace que todo lo demás desaparezca. Incluidos mis juicios internos.
Me muerdo el interior de la mejilla al notar que la reticencia de Ruth se
hace más grande... No es para menos; la entiendo tanto justo ahora, que
quisiera poder decirle a Elle qué es lo que necesita.
—Hazlo por mí —dice ella, mirándola con mucha atención y tocando su
mano—. No voy a estar tranquila sabiendo que te ha afectado tanto recordar
el sitio donde vivías.
Al instante, la carne se me pone de gallina. Hay unas fotos salidas de la
carpeta que Ruth tiene justo al lado. Según lo que el investigador nos contó,
ella no se acordaba de ese lugar de mala muerte (ubicado a las afueras de
Atlanta).
—Lo tenía bloqueadísimo —nos explica, con una sonrisa esbozada en
los labios, aunque se nota a leguas que le duele hablar—. No me acordaba
del infierno ese. No me acordada de ninguno de ellos.
Una mirada fugaz proveniente de Elle me hace pensar que está
relacionando las palabras de Ruth conmigo, así que en el acto me siento
incómodo y trato de tragar saliva para aminorar el regusto amargo que, si
me acuerdo de mi vida antes de la universidad, se me clava en la lengua.
Como no quiero aparentar desasosiego, saco el móvil para fingir que
escribo algo, mas todo lo que hago es entrar en esa cuenta de Twitter que no
hace más que meterme en problemas.
Casi todas las tendencias que llevan mi nombre tienen que ver con el
chismorreo de última noticia entre las fanáticas que siguen al pie de la letra
las novedades sobre mi vida privada. Tal cual si fuera lo más interesante del
mundo al leerse.
Me río de un par de tuits de Sam acerca de una crítica que le hicieron a
Ramsés y, cuando levanto la vista, Elle está mirándome.
—Explícale a Ruth que no tiene caso que visite ese lugar —me espeta,
en tono tan duro que se me erizan los vellos de la nuca.
Enarco una ceja, contrariado, hacia ambas.
—Por favor, no lo hagas —mascullo, azorado por imaginarme que
quiere ir a un sitio lejano, solitario, lleno de podredumbre.
—Tú deberías entenderme —refunfuña Ruth. mordaz.
De pronto, quiero pedirle que no toque ese tema delante de Elle y,
mucho más, quiero que sus palabras no me afecten a mí. Ni su estado de
catarsis. Yo mejor que nadie sabe que lo necesita y que pasará por un
proceso difícil hasta darse cuenta de que solo se tiene a sí misma.
El mundo no vale nada cuando tienes que tomar una decisión. Hace
tiempo tomé la mía y, justo en esta época de mi vida, estoy cuestionándome
si hice bien. Lo malo es que ya no puedo retroceder. En cambio, Ruth, ella
puede elegir basándose en mi vivencia, pero eso no quiere decir que me
guste sacarlo a colación delante de Elle.
Elle.
Ella, que tiene la mirada triste y puesta sobre mí.
—Si no he vuelto a la casa de mi papá, es por algo. Evítate eso. Y
evítanos el tener que verte así. No te tortures.
Me lo pienso dos veces, antes de por fin dirigir una mirada cautelosa
hacia Elle. Ella no ha dejado de mirarme y yo me siento tan expuesto, tan
abierto del pecho, que no me siento como si pesase más de cien kilos y
midiera veinte centímetros más que ella. Quizás es que no se ha dado
cuenta, pero es mucho más fuerte que yo. Dios sabe que me alimento de esa
energía.
Su energía.
—Quédate unos días conmigo —le pide a Ruth, en un susurro, y
entonces ella se echa a llorar.
—Ahora quiero olvidarme de eso —dice, gimoteando—. Quiero
olvidarme de él.
Cosas horribles les pasan a personas que no lo merecen. He sido testigo
de ello en más de una ocasión. Supongo que la vida, Dios o el destino, me
han permitido ver de lo que me pierdo. Sin embargo, nada de lo que me ha
pasado a mí se puede comparar con el hecho de haber vivido en las garras
de un depredador.
Ruth tenía esa parte de su infancia bloqueada, como ha dicho.
El investigador dijo que les arrebataron la custodia a sus padres por
malos tratos. El tipo que la engendró, estuvo en prisión por
comportamientos inadecuados. Con sus propias hijas.
—No son tu familia —digo, para tratar de calmar su encogimiento—. No
estás obligada a buscarlas.
—Puede que hayan vivido algo peor —murmura ella, antes de mirarme
con los ojos anegados en lágrimas.
—Puede —acepto, mientras pongo los antebrazos en mis piernas y me
inclino para estar más cerca de Ruth—. Pero tú tomaste tus decisiones y tus
hermanas las suyas. No te hagas responsable de errores que no te
pertenecen.
El investigador también le dijo que sus hermanas fueron a diferentes
casas de acogida. De una perdió completamente el rastro luego de que su
madre muriera y la otra... la otra ha ido de delito en delito, de hombre en
hombre y probando todo tipo de cosas. Dañándose.
—Es fácil decirlo —me espeta—. Pero no te haces una idea de lo infeliz
que me siento justo ahora.
Tuerzo una mueca porque si respondo a eso, Elle querrá matarme. No
puedo evitar sonreír un poco y, en cuanto dejo de hacerlo, Ruth ha
entornado la mirada.
Es Elle quien se limita a tratar de convencerla de venir con nosotros.
Cuando por fin acepta, y se marcha a su habitación para preparar sus cosas,
Elle se me queda mirando con algo más que incomprensión en los ojos. Me
froto los párpados con las yemas de los dedos y, apenas elevar la vista, sé
que esa conversación pendiente ha germinado en ella.
Me siento terrible cada vez que digo algo como esto...
Porque soy consciente de que se hará muchísimas preguntas.
—Es tan extraño escucharte hablar sobre ti mismo —susurra, como si no
quisiera tocar ese tema pero algo la hubiera obligado a hacerlo—. Me
resulta increíble que otros sepan cosas de tu vida que yo no me puedo ni
imaginar.
Con la mirada clavada en ella, niego con la cabeza y digo—: Son
detalles vergonzosos que no me gusta ir pregonando a los cuatro vientos.
—No. Pero a Ruth sí se los cuentas.
Tiene la voz quebrada otra vez. No sé si es por lo que escuchó o por
celos. Lo cual resultaría ilógico sabiendo que es su mejor amiga el blanco.
Lo dudo mucho, así que me levanto de la mesita y me siento a su lado.
Doy un enorme suspiro antes de atreverme a mirarla.
—Es diferente —acepto—. Si Ruth llegase a mirarme con desprecio, en
el fondo no me importaría, aunque sea mi amiga. En cambio, nadie nunca
me dijo que llegaría el momento en el que yo temería mirar a los ojos a una
persona, sabiendo que no tengo lo que se necesita para hacerla feliz. Es un
desastre. Yo. Soy un desastre.
Elle, pesarosa, se incorpora y se abraza a sí misma. Ese gesto me parece
tan doloroso, porque sé que implica muchísimas cosas; implica que se
siente sola, que la hago sentir sola.
—No lo eres —dice por fin, girándose—. Pero allá tú si quieres perder tu
tiempo así.
No me queda de otra que seguirla, y cuando lo hago, la miro tratando de
escudriñar su semblante.
—Hace un par de días te ofrecí contártelo y no quisiste, ¿qué cambió?
—Tú. Estás indiferente y extraño conmigo…
—¡Empezaste a salir con Gray! —le digo, más confundido que nada.
Elle ha abierto tanto los ojos que, por un segundo, quiero que deje de
mirarme así. Y eso solo podría lograrlo de una manera.
Solo hay una forma...
—Adivina por qué —se ríe ella.
—Es que no sé qué decirte.
—Para empezar, lo que sientes —se apresura a responder, mientras hace
un aspaviento.
Se ve muy linda cuando pierde la paciencia. Unas ganas tremendas de
abrazarla toman posesión de mi pecho. Pero…
—Hay cosas que no tienen que decirse para que tú las sepas
—Sí. Pero yo quiero escucharte reconocer lo que sientes. Si un día no
muy lejano, y no es demasiado tarde para entonces, sientes el impulso de
confesarte conmigo, así como lo haces con Tay, con Ruth y con Ramsés,
recuerda cuáles son las palabras mágicas. —Como no digo nada y
permanezco en silencio, observándola, ella prosigue—: Me ha pasado que
estoy a punto de entenderte, pero de pronto vienes y me dices cosas
como quiero que seas feliz, pero yo ya no puedo influir en tu vida; me haces
dudar. Acabo pensando que no eres más que un niño asustado.
—Tal vez es así. Tal vez ocurre que no quiero confesarte a ti lo que
tengo adentro. Elle, puede que no te guste lo que vas a encontrar.
—O puede que me vaya a importar un comino tu pasado. Piénsatelo.
Nada más, no te tardes mucho. Gray me cae de maravilla.
Está sonriendo y yo, atónito frente a sus palabras, me aseguro de
guardarme lo que quiero decirle sobre Gray. Me lo quedo para el momento
indicado, no este, no aquí, donde Ruth está vulnerable y no tiene necesidad
de escucharme decir nada.
Mientras Elle se marcha de la estancia, me siento en el sofá y apoyo la
espalda en el respaldo. Clavo la mirada en el techo, el candelabro de luz y
las pequeñas manchas de la pintura que lo adornan. Tiene toda la razón: lo
que me ha impresionado, aun así, es su carácter. Esta es la Elle que logra
que me tiemblen las rodillas. Logra que entienda ciertos aspectos de la vida
que antes jamás me hubiera planteado.
Al tiempo que hago una lista mental de todo lo que ella quiere saber —
mis sentimientos— me pregunto, en silencio y para mí mismo, cómo se
pide perdón una vez que se ha lastimado tanto. Cómo se empieza a confesar
una verdad cuando gran parte de tu vida, las mentiras las dijiste tú mismo
para poder compensar el dolor y la pena.
—Bee —es Ruth quien está en el pasillo, llamándome—. Me preguntaba
si puedes ayudarnos...
Me hace una seña para que acuda hacia ella y, sin reparos, me pongo de
pie. No me quiero hacer una idea de todo lo que piensa llevarse. Porque, si
algo caracteriza a Ruth, es su fascinación por las modas. Para ella es un
sacrilegio que alguien no las tome en cuenta.
Cada quien encuentra la manera de llenar su vacío. Algunos con fútbol,
otros con moda, otros con profesores amigables que tienen sonrisas
perfectas y que, además, adoran a los niños.
Elle le puso el pijama a Bethany y le contó que el martes irían a comer con
su abuela. Se me hizo nudo la lengua, pero me contuve de decir cualquier
cosa. He querido pedirle que tenga cuidado. No de Brenda, sino de sí
misma. Puede ser demasiado buena con la gente a su alrededor. Y la
entiendo. Sin embargo, con su madre, no puedo evitar sentirme extraño.
Le llamó hace un par de minutos.
Normalmente, solo venía dos veces por mes. Elle la visitaba muy poco
en Clarke. Es su madre, así que siempre he comprendido que pase por alto
todas sus actitudes (aunque estos años estuvo muy tranquila). Debido a lo
último que sucedió, me es imposible no sentirme preocupado.
Sé que está mal que lo piense siquiera, pero no confío en esa mujer.
Menos si ahora hay una rencilla de este tamaño entre nosotros: es
consciente de cuánto me molesta que compare a Elle con su difunto hijo.
Temo que pueda utilizarlo en mi contra y que, por el amor incondicional
que le tiene, Elle se quede de brazos cruzados.
Mientras bajo las escaleras de la casa y miro mi reloj en la muñeca,
vislumbro las siluetas de Ruth y Miriam, que se encuentran en la cocina.
Una vez adentrarme allí, las dos se sientan alrededor de la isla en medio.
Ruth está bebiendo una cerveza en su botella y Miriam tiene la portátil
frente a ella.
Estudia desde casa, ya que, según lo que nos contó hace mucho, la
escuela presencial no le daría la oportunidad de trabajar para pagarse la
comida y el estudio. Elle la contrató hace más de un año; no sé cómo, pero
atinó respecto a ella. Recuerdo que, al principio, me sentí reticente de
contratar a una muchacha de apenas diecinueve años para que cuidase de mi
hija. Un defecto que, supongo, tenemos todos cuando no conocemos este
sentimiento. Para suerte mía, como siempre, Elle tenía razón: es digna de
toda la confianza del mundo, y Beth la adora. Con este tiempo que ha
pasado viviendo con ellas, sé que tomamos la decisión correcta. La
intuición de Elle no falló y por eso es que tengo tantas emociones
encontradas revoloteando en el pecho.
Hace apenas un par de horas que crucé la línea, y ya me siento en mitad
de un desierto.
—No me hace ni pizca de gracia que quiera comer con ellas fuera de la
casa —comenta Miriam, a quien, por supuesto, no le cae nada bien Brenda.
Cuando termina de darle una mordida a su manzana, entonces me mira y,
tras fruncir los labios, dice—: Yo creo que deberías hacer algo.
Estoy sentándome en uno de los bancos dispuestos alrededor de la isla.
Enarco una ceja hacia ella y suspiro, a sabiendas de que, aunque es lo que
quiero, no puedo meterme en ese asunto. No pienso dar marcha atrás en lo
que hice; de modo que, si no quiero perder totalmente su confianza,
necesito aguantarlo.
Necesito tener fe, como ella la ha tenido en mí, aun cuando no me lo
merezco.
—Es su madre —digo, en contra de mis pensamientos—. No tiene nada
de malo que coma con ella.
—Sí, pero… —empieza a reponer.
—Pero nada —la interrumpo, con un gruñido—. Por favor, no comentes
tus inquietudes con Elle…
Ella tuerce una mueca y luego se queda absorta en la pantalla de su
laptop. Es notorio que le molesta mucho la madre de Elle, pero, a decir
verdad, también es muy obvio que te puedes desapegar de muchos
miembros de tu familia. Tu padre y tu madre, sin embargo…
A pesar de todo, yo jamás he podido sacarme a los míos. Y, sin importar
que esté mejor lejos de él, en especial, es imposible que no los lleve
conmigo a donde quiera. Miriam también la pasó mal en el seno de su
familia. Su padre es alcohólico y su madre tiene una enfermedad crónica.
Tras ponerme una botella de cerveza oscura delante de los ojos, Ruth
regresa a su sitio. Ni siquiera me di cuenta de cuándo fue hasta el
frigorífico.
—Será mejor que vaya a dormir —repone Miriam, y se levanta cargando
con sus cosas escolares.
Pronto cumplirá veintiuno. Elle le prometió ayudarla para que encuentre
un mejor trabajo; sabemos que puede hacerlo. Al menos, eso es lo que Elle
me ha dicho. No puede ser la nana de Beth para siempre.
Después de que se ha marchado, busco la mirada de Ruth y encuentro
una sonrisa delgada, mejillas morenas sonrosadas y la sugerencia en sus
ojos. Niego con la cabeza y, sin poder evadir su escrutinio, me encojo de
hombros.
—Así que… —dice.
—Nada —la corto.
Resulta extraño que sea así, pero Ruth tiene el mismo defecto que
Taylor: es impresionante que la misma persona pueda ser infantil y certera
al mismo tiempo.
Y para los amigos de esa persona, puede ser bastante arrollador. Sobre
todo, en situaciones como esta.
—Era cuestión de tiempo —masculla, con una sonrisa.
Frunzo el ceño porque no estoy completamente de acuerdo con lo que
acaba de decir.
Podría ser que esto, aunque haya dejado de permanecer en una inercia
horrible, no funcione. Podría ser que sea demasiado tarde. Después de todo,
ni el tiempo ni las desgracias pasan en vano.
—O sea que ya te contó —le espeto, no sin sentirme presionado al
respecto.
Si bien es verdad que a Ramsés y a Tay les hablo de ciertas cosas acerca
de mí, cosas que no le cuento a nadie, jamás relato los detalles más íntimos.
De hecho, Taylor ni siquiera sabe que hace un año…
No le conté que dejé de hacerme idiota fingiendo que otra mujer puede
llenar lo que Elle desató la noche en la que concebimos a Beth. Es decir, lo
intenté; pero, después de conocerla a ella, desgraciadamente me volví
ambicioso.
En el fondo siempre supe que, si no era ella, no sería ninguna otra.
—No, no —se ríe Ruth—. Digamos que estaba a punto de ir a buscar a
Elle, y escuché ciertas cosas. —Cuando nota que la observo con impresión,
ella sacude la cabeza y repone de inmediato—: Tranquilo, en cuanto oí que
era algo sumamente romántico, me escurrí de allí. No te ofendas, pero eso
del romance tampoco se me da y, a ciencia cierta, no pensé que se te diera
tan bien. —Ha vuelto a sonreír y, en consecuencia, sintiéndome expuesto, le
doy un trago a la cerveza y evado su mirada—. Tal parece que dijiste justo
lo que ella quería escuchar.
—No soy romántico —digo, en un susurro—. A mí tampoco se me da.
—Tal vez es que no se trata del individuo sintiendo repelús por el
romance, sino de la persona con la que quieres experimentarlo. —Ella niega
con la cabeza, absorta y dice—: Soy del tipo de gente que, cuando mira la
escena de Jack y Rose en la proa del Titanic, pone los ojos en blanco. Pero
también soy del tipo que, cada vez que ve Forrest Gump, llora cuando
Jenny le lanza piedras a la casa abandonada de su padre…
Luego de escucharla, precisamente oír que menciona esa escena de una
película que todo mundo ha visto, le dedico una mirada de comprensión y
ella se pone de pie, sin mirarme. Se ha terminado la cerveza, pero no es
hasta que veo a Elle sentándose junto a mí que me percato de por qué tiene
intenciones de retirarse.
Se despide de mí dándome un golpe con su pequeño puño, en el brazo, y
de Elle con un beso en la mejilla. Así que me guardo lo que quería decirle.
La entiendo. Entiendo que se sienta como lo hace.
Elle tiene una pulsera en las manos; es algo tejido que, seguramente,
Beth hizo en Primrose (la estancia infantil de la que Gray es dueño).
Durante los minutos que la retuerce, observo sus dedos, que tienen
apariencia suave.
En la muñeca izquierda lleva, como siempre, el brazalete que le regalé
cuando nació la Abejita.
—Hace un año —murmuro, tras dar otro trago a la cerveza y recargando
la espalda en la silla—, Ruth y yo estábamos en el deportivo. Tú habías ido
a visitar a tu madre; recuerdo que me sentía preocupado por ello. —Elle, sin
decir nada, me extiende la pulsera que Beth hizo; me la pongo junto al reloj,
también en silencio—. No sé por qué, pero acabé contándole a Ruth cuándo
y cómo me enteré de que estabas embarazada.
En el rostro de Elle se dibuja una máscara de dolor, así que me vuelvo
hacia ella y, sujetando su mentón con dos de mis dedos, la hago mirarme.
Apenas sus ojos se posan en los míos, trato de escudriñarla. Sé lo que está
pensando. Y me maldigo internamente por traer un recuerdo que le causa
tanta culpa. No obstante, si no se lo digo ahora, no creo poder empezar a
hacer nada para demostrar, también, nada.
—Nunca me contaste que fuiste a buscarme —le digo, en voz baja—. Y,
si no te había dicho que sé que Monique te recibió y las cosas que te dijo, es
porque te conozco. Lo que quiero decir es que, de una u otra forma, siempre
me sorprendes.
—No tenía caso que te lo hubiera dicho. Fue mi error… —murmura
Elle, en tono ausente.
Ese es el tono que usa cuando se siente amenazada. Me bajo de la silla y
hago girar la de ella, para que me mire. Más cerca de ella esta vez, me
inclino un poco y dejo un beso en su frente, apretando los ojos.
El aroma de su cabello es exquisito. Me gusta tanto, que me quedo así
unos minutos y dejo que ella me acaricie el mentón con sus dedos tersos.
—No sé qué estoy haciendo, Elle —acepto; al salir, las palabras tienen
un regusto amargo, como si se hubieran guardado durante mucho tiempo.
Ella clava la mirada en mí. Aunque el miedo que cargo conmigo hace mella
en mi garganta, me obligo a continuar—: No sé cómo hacer para arreglar
todo esto. Ni siquiera tengo idea de cómo…
Bajo la mirada hasta su boca y, con el dedo pulgar, acaricio el inferior.
Ella ha cerrado los ojos.
Cuando ve que no hago nada, dice—: ¿Cómo conquistarme?
Muy muy lento, hago un gesto afirmativo con la cabeza.
Más despacio todavía, me incorporo totalmente y vuelvo a mi sitio.
Sentados, mientras ella me mira en silencio y yo analizo lo que acepté,
descubro que es verdad; tengo miedo de sus expectativas.
Aún recuerdo que, cuando la vi por primera vez, hice lo mejor para ella;
puse una distancia considerable entre sus modales y los míos, para que
supiera cuán diferentes somos. El magnetismo, después de todo, ni siquiera
el tiempo pudo destruirlo. Es más fuerte cada vez.
—A una persona no se la conquista como se conquistan las naciones —
dice, sonriéndome—. Tú, si te gusta esa persona, te abres. Le muestras
quién eres. Y ella decide si aceptarte. Pero, lamentablemente, no hay
manera de saber si te van a hacer daño o no. Es un riesgo que corres.
—Qué valiente eres —mascullo.
No la miro a los ojos porque quiero saborear —y procesar— sus
palabras.
Tienen que pasar varios minutos para que ella diga algo otra vez.
—Inténtalo.
Asiento, poco convencido. Abandono la silla de nuevo, yendo hacia la
entrada. Escucho sus pasos viniendo detrás de mí. Al volverme justo en el
umbral, con gesto cansino, y apoyar la espalda en el marco, Elle está
cruzada de brazos.
Ya no lleva las plataformas así que es considerablemente más bajita que
yo…
—No sé si te lo conté —le espeto. Ella da un paso más cerca y yo
suspiro por lo que eso significa—, pero no jugué fútbol en la universidad
porque jamás me atreví a hacer ninguna prueba. —Una sonrisa se forma en
mis labios cuando lo recuerdo—. Elise me vio en un partido al que iba por
puro placer —musito, echando la cabeza atrás—. Y contigo me sucede lo
mismo —la miro otra vez y, entrecerrando los ojos, continúo—: Siempre
tengo miedo de no dar la talla.
Elle se adelanta hacia mí y agarra algo en mi camiseta, tal vez una
pelusa. Sin embargo, no retira su mano y yo aprovecho para sujetarla en la
mía. Me la llevo a la cara sin esperar que muestre objeción.
Al sentir su palma tibia, pequeña y suave, en mi mejilla, cierro los ojos;
ojalá Dios pudiera ayudarme a saber cómo actuar. Pero la verdad es que a él
no puedo culparlo por las decisiones malas que he tomado.
—Si quieres le preguntamos a Beth si das la talla como papá —masculla
Elle, sonriendo.
Parpadeo dos veces más y, de un tirón, la atraigo hasta mí. Ella pone su
otra mano en mi pecho. Estoy a punto de rozar sus labios con los míos,
cuando noto que se aparta, pero no hay rechazo en sus ojos y la expresión
que tiene se me antoja más bien curiosa.
Yo trago saliva, sintiéndome desgraciado por no poder besarla…
—No quiero que pienses que es un capricho —dice—. Pero tengo dos
condiciones si de verdad quieres intentarlo.
Sin importar cuánto esfuerzo me supone, dejo salir una risa. Hacía tanto
tiempo que no me sentía así, que incluso a Elle le divierte mi mueca.
Veo que se muerde un labio, sonrojada, y entonces digo—: ¿Qué
quieres?
Ha puesto mueca de seriedad, pero está pasando su dedo por mi mentón.
Si supiera lo peligroso que es…
—Conocerte —dice, por fin—. Quiero que hagas las cosas como si,
cuando nos conocimos, te hubieras atrevido a invitarme a salir.
Abro tanto los ojos que me escuecen. No reconozco mi propio lenguaje y
tal parece que todo lo que aprendí en la escuela, en este momento, no sirve
de nada.
Lo único que hago para responder a lo que me está pidiendo, es atraerla
más y encerrarla en mis brazos. Hundo la cara en su cabello, y aspiro
profundo. Ya que me he retirado, acuno su rostro en una de mis manos, la
derecha.
—Sé que ya no tiene caso que te lo pregunte —murmuro—. Pero,
¿habrías aceptado?
—Me gustabas —dice ella, muy seria—. Físicamente, quiero decir. Por
eso me daba tanto terror estar cerca de ti. Salía corriendo; para una
romántica empedernida como yo, un hombre como tú es un peligro
inminente.
—Chica lista —susurro y Elle se aparta por completo de mí.
La sigo a través de la sala, con el corazón desbocado por lo que sus
palabras significan. Mientras recoge unos libros del sofá, me dice—:
Mañana voy a comer con Gray.
Hago todo lo posible por no reaccionar ante ello. Reviso la hora y, una
vez que Elle se ha vuelto a mí, aprieto la quijada, mirándola.
—No me molesta que Gray sea tu amigo —confieso—. Lo que me
parece insoportable es saber que a lo mejor él es más indicado para ti.
Con una sonrisa amarga, ella repone, y yo me arrepiento de haberlo
dicho—: Debe de ser una pena el que no puedas decidir en lo que siento.
—No te prefiero con él. No te equivoques. Es solo que me resulta
extraño hacerte pasar por esto.
—Créeme —me dice—, no hay nada que yo quiera más que saber de lo
que eres capaz cuando…
—Haría cualquier cosa por ti —la interrumpo.
Al principio, no sé si lo dije para mí o para ella. Lo pensé muchas veces
y nada más ahora me siento tan fuerte como para decirlo. Hay cosas que
vienen a mi mente solo cuando estoy a su alrededor; admiro el camino que
ya recorrí y, entonces, observo que ni siquiera el contrato con los Titanes
me llenó tanto.
Hasta estos días, nunca me había sentido más harto de mí mismo.
—Ese deseo de hacer todo por el otro es lo que se tiene que poner en
práctica —masculla Elle.
Me mira con adoración, con intensidad, apoyada en el sofá con su
cadera. Ase las manos de la tela y la aprieta, como si estuviera esperando
por algo.
—Está bien. —Tras escucharme, ella lanza una mirada a la escalera y
luego la baja hasta el suelo, como pensando, nerviosa, emocionada, feliz,
todo a la vez—. Es tarde —musito, rompiendo el silencio que nos rodea.
Elle asiente y se mueve un poco hacia mí.
Aunque quiero acercarme y besarla, espero: porque me hago una idea de
por qué se retiró en la cocina.
Y ella lo confirma cuando dice—: Respecto a la segunda condición…
Me gustaría que lo lleváramos con calma. —Sus ojos me analizan unos
instantes—. Quiero poder confiar en ti, Brent Dylon.
Vuelvo a acariciar su rostro con la mano, y me inclino para dejar un beso
en su mejilla. Noto que, cuando lo hago, cierra los ojos y me arruga la tela
de la camisa.
Seguro le debe de costar lo mismo que a mí mantener la distancia.
—Lo que tú quieras —suspiro, tras retirarme.
Saco las llaves de la camioneta y trago saliva, para darme valor, aunque
lo único que hace el intento es dejarme un sabor agridulce —de necesidad
— en la boca.
—Entonces… —musita Elle, en voz baja.
—Te llamo mañana; por la noche —le recuerdo, para no interrumpir su
comida con Gray.
Ella se limita a asentir y se queda, en el rellano, observándome. Solo así
me hago cargo de mis ganas frustradas y me giro sobre los talones.
Sé que ella lo vale. Pero, aun así, casi puedo resentir la intensidad del
sufrimiento.
Es una calle horrible. El barrio más vacío y triste que he visto en mi vida.
De no ser porque Ruth me suplicó que la acompañara, jamás habría venido
a este sitio. No al menos sola. Ni siquiera ir al lado de mi amiga, buscando
la dirección que le consiguió su investigador, ha aminorado la sensación
aprensiva alojada en mi pecho e incrustada ahí desde que empecé a
conducir por estas calles.
Más de una hora de distancia separa mi hogar de este lugar tan horrendo.
Ruth tiene la nariz respingada a causa de los olores desperdigados. Los
basureros de las esquinas están repletos de podredumbre y los animales
vagan en ellos, buscando comida. Me he quedado de pie mientras Ruth
examina la casa de enfrente. Tiene una verja oxidada, un auto destartalado
en la parte delantera del jardín y un sinfín de artefactos para los cuales
desconozco el uso.
Finjo que me ajusto la correa de la bandolera al hombro, pero lo que
hago en realidad es tragar saliva y repetirme que debí decirle a Brent lo que
nuestra amiga tenía planeado. Por la mañana, ella me contó que necesitaba
ver a sus parientes y, aunque entiendo sus motivos, no me ha parecido
buena idea.
Cancelé la cita con Gray. A Bee no se lo expliqué claramente, pero lo
que quería era contarle sobre lo que sucedió tras la fiesta del domingo.
No puedo pasar un día más así y, por Ruth, me atreví a esperar.
—Voy a tocar —dice, después de respirar muy hondo.
Alarmada por lo que eso implica, me giro un poco para mirarla a la cara.
Parpadeo tantas veces, incrédula, que al final me escuecen los ojos. No
quiero ser prejuiciosa y, sin embargo, no he podido evitar imaginarme qué
vamos a encontrar aquí.
Una parte de mí no quiere que Ruth sufra un rechazo de lo que le queda
de familia. La otra… Mi otra parte quiere salir corriendo o al menos
llamarle a Brent. A alguien. Porque sé que no deberíamos de estar haciendo
esto solas.
—No puedes —susurro, incapaz de contenerme más—. Haz caso de lo
que te dijo el investigador.
—Es fácil decirlo, Elle —repone ella, negando—, pero necesito saber
qué ha sido de ella.
—Su marido ha ido y venido de la prisión —replico; sueno patética,
llena de miedo, pero ella no puede culparme.
El hombre que buscó a su familia le advirtió que su hermana la ha
negado. Según él, estaba empeñada en decir que no tenía ninguna hermana
y que, de ser así, no podía cargar con ella. Su forma de vida es años luz
diferente a la de Ruth y, por lo visto, no mostró preocupación alguna por
saber si en verdad ella existe.
Hice esto porque, para ser sincera, sé que Ruth no es ese tipo de persona.
Ella, por lo menos, se preocupa por la única parienta que le queda. Además,
tiene una sobrina. Melanie, como nos indicó el investigador.
—Por eso; es un abusador —responde Ruth.
—Debimos pedirle a Brent o a Ramsés que nos acompañara —susurro.
Tras negar con la cabeza, Ruth me dice, y entonces sé que no la haré
cambiar de opinión—: Jamás me habrían permitido hacer esto.
—¡Porque tu cuñado está involucrado en drogas y delitos repugnantes!
—¡Sabrá Dios cómo hacen que viva esa niña, Elle! —exclama mi amiga,
con voz rota—. Tengo que hacerlo.
Así, sin más, ella cruza la calle y me deja al pie del auto. Le pongo la
alarma antes de seguirla. Cuando echo un vistazo al coche, observo que las
personas que se encuentran en el porche de en frente se me quedan
mirando. La desconfianza tiñe sus facciones.
Y yo siento que me tiemblan las piernas.
No hay nadie en el jardín que pueda darnos información, así que Ruth
abre la verja y se adentra en él. Sus zancadas son tan largas que, en el
último tramo hasta el vejado porche, tengo que trotar para alcanzarla. Una
vez allí, ella trata de ver a través de las persianas que impiden la vista al
interior. Hay todo tipo de cosas tiradas en el suelo. Una escoba partida por
la mitad, partes de coches, basura insípida; el pasto a los costados de la casa
ha crecido en consideración. A lo largo y a lo ancho el descuido es evidente.
Pero, a pesar del abandono del que hace gala la propiedad en la que vive la
hermana mayor de Ruth, la única que le queda, no es eso lo que más me
extraña.
Cuando hay un niño en casa, un niño de la edad de Melanie (cuatro
años), es normal ver juguetes tirados por doquier; cubos, bicicletas,
cualquier cosa con la que puedan entretenerse. Lo sé porque la parte trasera
de mi casa siempre está adornada de manera rocambolesca, gracias a la
energía de Bethany.
El pecho se me oprime en cuanto me hago una leve impresión de la
forma precaria en la que, quizás, están criando a Melanie. Eso, me digo, es
lo que tiene a Ruth tan a la defensiva.
Y nada más porque me imagino cómo debe de sentirse, alzo el mentón y
la observo.
—Toca —le digo.
Hago una inspiración profunda antes de abrazarme a mí misma.
Ruth se adelanta un par de pasos y empuña la mano. Los golpes de sus
nudillos contra la madera hacen eco en mis tímpanos. Bajo la mirada
cuando escucho que alguien, del otro lado, está quitando el pestillo. Con la
cadena puesta todavía, una mujer abanica la hoja y abre. Su rostro, que es
una versión mayor y maltratada del de Ruth, se asoma por el resquicio. Ha
entornado los ojos. Primero, haciendo un repaso por Ruth, la escudriña muy
atenta y, tras hacer una mueca, posa sus ojos grises en mí.
—Váyanse —dice.
—Necesito hablar contigo —espeta Ruth. Suena calmada y, de todos
modos, oigo cómo se contiene—. Soy…
—El hombre ese me dijo quién eras —la interrumpe la mujer—. Y le
advertí que no me interesaba conocerte.
La verdad duele. A Ruth le dolió saberla, aunque está tratando de
mostrarse como debería una mujer madura y centrada. Sin embargo,
supongo que todos tenemos derecho a caer de rodillas alguna vez, vencidos
por lo que implica saberte rechazado en todos los posibles aspectos de tu
vida.
Rachel, la hermana de Ruth, no quiere tener nada que ver con ella, y el
mero hecho de saberlo, ha provocado que todos los fantasmas ocultos, en su
pasado, comiencen a rondarla. No había tenido oportunidad de superarlos
porque, ciertamente, no sabía qué tipo de monstruos eran.
Ahora que los tiene en frente, estoy segura de que le afectará más de lo
que logrará aceptar algún día.
—Solo queremos hablar contigo —digo, sin pensármelo.
Pasos duros resuenan detrás de ella y, con fastidio, Rachel se vuelve de
inmediato. Aun así, no es ella quien quita la cadena de la puerta. Sino un
tipo; un sujeto que va vestido con pans y una camiseta. Profundas ojeras
enmarcan sus ojos. Lleva una barba de dos días y tiene las pupilas, por lo
que alcanzo a notar, bastante dilatadas.
Rachel se enfurruña a un lado, mirándolo con violencia. Es así que me
percato de que también tiene los ojos anegados en ese velo que provocan
los estupefacientes.
—Aquí no hay nada para ti —dice el hombre, con voz ronca—. Ya se lo
aclaramos a tu muchacho. Tu padre le dejó la casa a Rachel, así que…
—No vine a buscar ninguna herencia —lo corta Ruth. No se ha
molestado en disimular su enfado en contra del tipo—. Quiero hablar a
solas con mi hermana…
—Tú no tienes ninguna hermana —farfulla Rachel, también observando
a Ruth.
Estoy parada a un par de pasos. Y, en el momento en el que avanzo hasta
ponerme en línea con Ruth, sé que cometimos un grave error al venir.
El esposo de Rachel desvía su mirada de Ruth a mí, apenas entro en su
rango de vista. Sus ojos se entrecierran e, irguiéndose para apoyar el
hombro en el marco, se cruza de brazos. Un silbido largo surge a través de
sus labios. Hay obscenidad en su mirada. Me mira con tanto descaro que
quiero hacerme pequeñita. Sé que Ruth también se ha percatado de ello,
porque de inmediato me sujeta la mano y se pega a mí, como
protegiéndome.
—Pero si es la señora del veintidós —se ríe él, mostrando una sonrisa de
dientes amarillentos y gesto vulgar—. Qué temporada tan fatal la del año
pasado.
—Por favor, Rachel —dice Ruth, ignorando al esposo de su hermana—.
Vamos a tomar algo y hablamos.
La aludida le ha lanzado a su marido una mirada de enojo, pero se
vuelve hacia nosotros, con acritud, y dice—: Vete. Y no vuelvas.
—Mi vida —repone su esposo, de pronto muy afable—, a lo mejor no es
tan mala idea. Si tu hermanita no tiene planes de quitarte tu propiedad, sería
bueno que recuperaran el tiempo perdido.
En lugar de mirar a Ruth, el tipo tiene la mirada clavada en mí. Sigue
entrecerrando los ojos. Sigue escrutando mi rostro y no he pasado por alto
la manera en la que ha echado un vistazo a la calle, al sitio donde dejé el
coche.
—Mejor vámonos, Ruth —le espeto, por lo bajo.
—Tal vez nos puedas conseguir entradas exclusivas, cuñada —masculla
el sujeto, saliendo hasta el porche—. Somos fanáticos de los Titanes en esta
casa.
—No te me acerques un centímetro más —Ruth acaba de apuntarle con
la mano—. Y no actúes como si fuéramos familia. Estoy aquí para hablar
con mi hermana y…
Las palabras de Ruth, acalladas por su misma garganta, son arrastradas
por un dolor agudo que se abre paso en mi pecho. Cuando la niña, de
cabello oscuro y tez pálida, se asoma al umbral de la puerta, todo lo que
puedo hacer es sentir repulsión por estas personas.
Es obvio que viven de una manera desagradable, pero… No creo que
exista un universo en el que eso sirva como excusa para darle una vida tan
horrible a un niño. Tras mirar a la que supongo que es Melanie, entiendo
cómo debió de ser la infancia de Ruth.
La pequeña tiene la piel cetrina, manchas en ella y unas ojeras
pronunciadas. Está insalubremente delgada. Su cabello, que lleva
despeinado y largo hasta media espalda, no tiene brillo. Además, está
vestida con harapos y tiene los labios resecos. Es más pequeña de lo que
debería, dada la complexión de sus padres. Su barriga pronunciada, la
flaqueza de sus extremidades, y la mirada acuosa, son claros signos de
desnutrición.
—Entra en la casa —farfulla el tipo, sin mirarla.
—Hola —susurro, ignorando el nudo en mi garganta y tomando aprecio
de que Ruth se ha quedado muda.
Soy consciente de que, por su amor a los niños y el dolor producto de sus
recuerdos, no puede decir nada.
—Que entres ya —exige Rachel y toma a su hija por el hombro, para
obligarla a entrar.
—Ella… —musita Ruth, con un hilo de voz.
—Es mi hija —la interrumpe Rachel—. Quiero que te largues. Y no
vuelvas…
—Mujer, te acabo de decir que deberías de hablar con ella. ¿Por qué no
pasan?
En el fondo, aunque sé que esto es muy peligroso, soy consciente de que
Ruth no va a negarse. Y, para este punto, yo tampoco quiero que se niegue.
No después de ver el cómo tratan a su propia hija.
El esposo de su hermana se aparta de la puerta y nos hace una seña para
que entremos. Refunfuñando, Rachel nos guía al interior, y cruzamos un
recibidor que tiene olor a naftalina, para ir hasta la sala, que bien podría
pasar por alcoba y cocina, a causa de la cantidad de cacerolas, mantas y
almohadas, vasos y platos —algunos con comida— que están regados por
doquier.
Siento la mirada del sujeto clavada en mi espalda. Instintivamente,
recuerdo lo que decía el informe del investigador. Mi corazón martillea en
contra de mi pecho con tanta fuerza que creo oírlo, como si lo llevara en las
orejas.
Melanie está sentada en un rincón, mirando la tele. Se me llenan los ojos
de lágrimas; es imposible no compararla con Ruth. Se parecen muchísimo.
—Tu hija debe de ser la niña más rica de Atlanta. Dos contratos de
millones de dólares —dice el hombre, sentándose en un sofá raído frente a
mí, que me he quedado de pie junto a Ruth—. Y todo el mundo apuesta por
el tercero…
—Trata de no dirigirte a ella, por favor —le exige Ruth, con un tono
demandante. Su hermana está cruzada de brazos, detrás del sofá en el que se
encuentra su marido.
—No tengo todo el día —repone entonces.
La postura de Ruth se torna rígida y, de pronto, creo que ha empezado a
temblar.
—Quiero hablar sobre Mel —dice—. Quiero que permitas que venga a
vivir conmigo.
Una sonrisa burlesca tira de las comisuras en los labios de su hermana.
Su marido, en cambio, se ha repantigado en el sofá. Su mirada es cada vez
más fría y calculadora. Tanto que creo que se le ha pasado la dilatación y
que está totalmente en sus cinco sentidos.
Me siento desnuda frente a estas personas. Mucho más porque ha sido
demasiado fácil para este hombre saber quién es el padre de mi hija.
Y eso no puede ser una buena señal.
—Se puede hablar —dice él.
Su mujer, sin embargo, lo mira desde arriba.
—Si quieres una mascota, ve a los refugios. O cómprate una —repone
Rachel.
—Me imagino que, con esas amistades, a ti te es bastante fácil permitirte
una mascota cara, cuñada —se ríe el tipo.
A cada minuto que transcurre, los nervios y el miedo reptan con mayor
velocidad por mis manos. He sujetado mi bolsa con fuerza y estoy decidida
a llamar a Brent. Nunca lo había extrañado tanto. Nunca me había
percatado de cuán protegida me ha hecho sentir a pesar de que no estamos
juntos. Se ha encargado de darme una tranquilidad que no cualquiera se
puede permitir. Y no hablo del dinero. No había entendido, hasta ahora,
todo el esfuerzo plasmado en la casa, en el colegio de Beth, cercano a mi
trabajo; era imposible que me diera cuenta de lo mucho que se preocupa
porque no pasemos por nada malo. Eso, para mi desgracia, no tenía nada
que ver en el ámbito romántico, pero funcionó.
Si hago a un lado lo que siento por él, descubro que hace demasiadas
cosas buenas por mí.
A veces, como mujer, me siento insegura estando cerca de él. Pero,
como persona, como madre, como profesora de la escuela media en la que
estoy, como amiga, como hija, gané demasiado terreno. Ese fue su regalo y
yo, en cambio, me cerré a pensar que, si no estábamos en una relación, lo
demás salía sobrando.
Frente a frente con Rachel, me doy cuenta de lo importante que es
compartir tu vida con alguien que tenga el poder de lastimarte, pero que no
lo haga, aun así. La hermana y cuñado de Ruth se han destruido entre sí. Su
hija está pagando las consecuencias de ello.
Beth, a diferencia de esta niña abandonada, es una nena feliz, sonriente,
amorosa, saludable.
Esta familia está desfragmentada. Y la mía…
Soy la persona más desagradecida de este mundo.
—Melanie no es un animal —dice Ruth, interrumpiendo mis
pensamientos—. Y es obvio que ustedes la tratan peor que a uno.
—No puedes venir a mi casa a decirme cómo tengo que tratar a mi hija
—Rachel habla, la cólera en su voz.
—Tenías que hacerle lo mismo que ese monstruo a nosotras… No lo
entiendo. ¿Por qué?
—No sé quién te crees que eres…
—Tu hermana —responde Ruth—. Aunque te pese. Somos hermanas y
Melanie es mi sobrina.
Tiene la voz quebrada y está ignorando la manera en la que su cuñado la
observa, cavilando. No me agrada esto; se siente como si hubiéramos
puesto un dedo en la primera ficha del dominó, y que la reacción en cadena
será estruendosa.
Un mal presentimiento se ha incrustado en mi mente, mientras soy más
consciente de que la hermana de Ruth la aborrece. Quizá se siente culpable.
Quizá sabe que está haciendo algo mal y, como a todos, no le gusta que se
lo echen en cara.
Por eso, tiro del brazo de Ruth, y entonces digo—: Lo mejor es que nos
vayamos. Ruth…
—Quiero que hables, Rachel. Déjame que te ayude. Somos familia.
—Lárgate —le dice su hermana—. Tú no tienes familia. Vete a vivir a tu
cuento de hadas con tus amigos millonarios.
Por acto reflejo, trago saliva y bajo la mirada, hasta toparme con el
hombre en el sofá, que tiene las manos apoyadas de forma lánguida en los
brazos del sillón. Clavo los ojos en él, tratando de no lucir amedrentada por
su escrutinio.
Pasan varios minutos. El silencio se prolonga tanto que lo único que
logro hacer para no sucumbir a mi desesperación, es mirar a Mel, sentada
todavía en el suelo, admirando una revista. No sé si puede leer. No sé si
sabe qué está viendo. Pero estoy completamente segura de que añora un
poco de tranquilidad.
Si es por una criatura indefensa, cualquier riesgo es minúsculo.
Cuando escucho a Ruth hablar de nuevo, me doy cuenta de que yo
también haría lo mismo. Por muy incorrecto, peligroso o imprudente que
fuera.
—¿Cuánto quieres para que me cedas la custodia?
—¿Qué te importa a ti mi hija?
—Ese desgraciado te hizo esto. No voy a permitir que lo repitas con ella
—farfulla Ruth.
Ya sabía que iba a enfrentarse a una imagen desagradable, pero en el
fondo no estaba preparada para darse cuenta de que no podrá hacer nada. A
menos que la demande. A menos que haga de esto un pleito monumental y
exponga a Mel a la ignominia.
Sé que se siente frustrada, pero así, de forma tan abrupta, no va a llegar a
ningún lado.
—Vamos a hablar como adultos —repone el tipo, cuya sonrisa me
provoca náuseas.
—No te metas en esto, Ed —dice Rachel.
Acabo de ver cómo Melanie, mirando a sus padres, se abraza a sus
rodillas. El alma se me quiere salir del cuerpo; no puedo tolerarlo. Y es que,
al saber lo desagradecida que soy, quiero estar alrededor de mi hija y saber
que nada va a pasarle.
El parásito padre de Mel las tiene sometidas, a ella y a su madre, a una
vida oscura, a algo de lo que es muy difícil salir. La soledad ha sido su
mejor arma. Me temo que puede ser demasiado tarde, que la adicción de
Rachel no le permita ver nunca. Alguien debería de haberle dicho que nada
de lo que su padre le hizo ha sido su culpa.
Nadie tiene la culpa de que existan monstruos como ese en este mundo.
—Déjala que te diga cuánto vale la vida de su sobrina para ella —
explica el tal Ed.
A pesar de que sé que no debería, espeto, adelantando a Ruth—: Les
acaba de preguntar cuánto quieren. No van a tener que pagar ni siquiera el
abogado.
—No, claro que no. —Ed echa la cabeza atrás y respira hondo antes de
proseguir—: Taylor Laurent y su mujer tienen una firma de abogados, si no
me equivoco.
Un sabor amargo inunda mi paladar. Ruth, en ese momento, me dirige
una mirada de preocupación. Sé que estamos pensando lo mismo.
El esposo de su hermana es un delincuente. Un delincuente que acaba de
darse cuenta de quiénes son sus amigos.
—Pongan un precio —insisto.
—Si no te vas, voy a llamar a la policía —espeta Rachel, esta vez con
cero paciencias.
Ella rebusca en su bolsa y saca una tarjeta profesional. Se la deja a su
hermana en una mesita sucia luego de decirle que la llame, al ver que no se
la recibe cuando estiró la mano. Pasados unos cuantos segundos, miro por
última vez a Melanie. Está observando, con sus grandes ojos parecidos a los
de su tía, a Ruth.
La tristeza que empaña su mirada me obliga a lanzar un vistazo hacia sus
padres, justo a tiempo para escuchar al hombre que dice—: Saluda a tu
marido de mi parte.
Si hubiera sido otra persona, me habría encargado de hacerle saber que
Brent y yo no somos eso. Pero sé que esto es lo que la mayoría ha querido
creer sobre nosotros. Así que entrecierro los ojos y empiezo a caminar
detrás de Ruth. En cuanto salimos al exterior, ella tira de la puerta y cierra
dando un azote. Mientras caminamos hacia la verja, trato de poner los pies
en la tierra.
Si yo tuviera una hermana que no quiere mi ayuda, ni a mí en su vida,
pero alguien como Mel estuviera en medio de ese desastre, habría actuado
de la misma manera que Ruth. Habría querido arrancársela de las manos
para intentar reparar el daño que ya le han hecho. Sin embargo, por muy
bonito que suene, es verdad que hemos cruzado la línea. Mis nervios
aumentan cuando veo que, recargados en mi coche, hay varios tipos con
apariencia sospechosa. Me detengo en mitad de la acera y, por el rabillo del
ojo, estudio la postura de Ruth. Ella también se ha detenido.
Miro alrededor, buscando a más personas. Pero no hay a quién recurrir, y
por algún motivo sé que regresar a la casa de Rachel será quizás peor. A
tientas en el interior de mi bolsa, busco las llaves del auto. Apenas las
encuentro, hago resonar la alarma, con la esperanza de que eso alerte a los
hombres.
No se han quitado, y empiezo a creer que de hecho están esperando al
dueño.
—Es un modelo muy ostentoso para una mujer —dice uno, que usa
gorra y lleva la ropa un poco holgada.
—Y ese bolso le va a encantar a mi novia —repone otro, que va vestido
con pantalones entallados y camiseta negra.
Este se adelanta a mí y en ese instante escucho que Ruth le dice—: No te
le acerques.
Pero otro tipo le obstruye el paso.
—La tuya también, cielo —susurra el sujeto.
Dos más se encuentran en la acera. Vigilantes y mirando a un lado y
otro. En las casas, la gente brilla por su ausencia.
Mis dedos no responden cuando trato de sacarme la bandolera de
encima. El tipo que se ha acercado a mí, levanta un poco su playera y me
muestra, en el cinturón, un arma plateada. Trato de no poner atención a lo
demás. Pero me parece que el tiempo se ha detenido.
No es sino hasta que siento el impacto de un puño en mi mejilla, cuando
reparo en el coche patrulla que se aproxima. Entonces todo comienza a
ponerse de un tono pajizo, como si estuviera perdiendo nitidez. Los ruidos
se han ido y, a través del aturdimiento y el dolor en la cara, logro distinguir
el sonido de la voz de Ruth, que dice mi nombre.
12
Bee
Pasmada por lo que acabo de oír, dejo el bol sobre la isla y, apoyando las
manos en la superficie, permanezco, callada, admirando el contorno del
rostro de Gray. Miriam, que tiene un libro abierto frente a ella, nos mira de
hito en hito. Ella está a punto de decir algo, pero levanto la mano para
silenciarla.
No he tenido tiempo de entrar en ninguna de mis redes sociales. Entre
mis clases, Beth y la casa, no me queda casi nada de tiempo. Además, estoy
preocupada por la actitud distante de Ruth, que se regresó a su
departamento esta mañana.
Me siento estresada y, para colmo, acabo de confirmar que mi cuerpo
reacciona mal cuando tratan de imponerme una opinión. Por eso, descubro
que con Ruth y Bee, encontré cierta forma de equilibrio en mi vida. Al lado
de ellos, pude encontrar lo que quiero de un hombre, y lo que quiero de una
amiga: libertad.
Estoy convencida de que, para ser feliz, no tengo que ser la mejor
persona del mundo. Y que, en el camino a construir ese estado constante,
encontraré que tampoco es necesario mantener alegre a la gente que pulula
alrededor de mí.
Gray, supuestamente preocupado, me acaba de decir que no debo
permitir que Bee me haga esto…Y luego señaló mi mejilla, que tiene un
tono amarillento en los bordes y morado profundo en el centro.
—Perdóname —espeto, sin dar crédito a lo que escuché salir por en
medio de sus labios—, creí haber escuchado que tú insinuabas que Bee me
puso la mano encima.
Pocas veces en mi vida pierdo los estribos. Y, para mi vergüenza, cuando
lo hago, me salen cosas malas. Cosas que me guardo, cosas que no debería
decirle a nadie. Las muecas de mi rostro se sienten apretadas. La tensión de
mi mandíbula es tan palpable, que creo que voy a hacerme daño si no trato
de tranquilizarme un poco.
Me acaricio la sien derecha con dos de mis dedos. Le regalo una mirada
aprensiva a Miriam y, sin decir nada más, ella se baja de su asiento y sale
disparada de la cocina. Beth está tomando una siesta, así que la niñera
aprovechó para hacer sus deberes escolares. Sin embargo, sé que tomará
como pretexto que se acerca la hora de la comida para subir las escaleras.
En efecto, cuando lo hace, vuelvo mi total atención a Gray, que ha
terminado su platillo y ahora se está limpiando la boca con una servilleta.
—Es obvio —musita—, y lo que todo mundo dice.
—Todo el mundo se puede ir al infierno.
Sacudo la cabeza, incapaz de creer que el mismo mundo fanático que
apuesta a que Bee y yo somos pareja, quiere lapidarlo con rumores
absurdos. Porque sí, es absurdo que piensen que él fue capaz de tocarme.
—Tienes que admitir que es culpa de ustedes —repone—. Ya me
imaginaba que estaba molesto porque salieras conmigo, y no puedes
culparme por malversar el golpe que traes en el rostro.
—Lo que resulta bastante obvio es que tú no conoces a Bee —digo, esta
vez llena de cólera.
—Pero te conozco a ti lo suficiente como para saber que le perdonarías
esto y muchas cosas más, Elle.
—Brent no me lastimaría así.
Gray se encoje de hombros, mirando hacia la alacena.
—Te ha lastimado de otras maneras —masculla, tras varios minutos sin
decir nada.
Cuando me mira, veo el dejo de lastima en sus ojos. Y no puedo con
ello. Si hago una lista de las cosas que le he perdonado a Bee, en resumen,
sería solo una: su reticencia a querer estar conmigo. El tiempo que ha
pasado negándose a que algo más suceda entre nosotros. Pero todo eso es
parte de lo que no me ha contado sobre su vida pasada, las cosas que, estoy
segura, le duelen mucho. El único impedimento para que lo que tenemos
avance, era ese. Y siento que ha ido derrumbándose mientras a él le cuesta
cada vez menos expresar sus sentimientos. No lo hace con palabras, o con
la chulería que yo leo en los libros. Tiene su manera y, desde que empecé a
entenderla, desde que me decidí a comprenderlo, las cosas han ido
mejorando.
—Asumí la mitad de la culpa en cuanto a nuestros problemas —susurro.
—Es normal que lo defiendas y lo justifiques —dice él, no haciendo
caso de mis palabras.
Es como si se las llevara el viento. Como si él ya hubiera hecho una
conjetura y nadie pudiera sacarlo de allí. En un inicio, lo que ha estallado en
mi interior son los recuerdos; las veces que Bee trataba de ser indiferente
conmigo, la noche en Indianápolis, sus besos, sus caricias, su amor para con
Beth, sus cuidados exagerados, las comodidades que nos permite y a las que
estoy acostumbrada. Todo en conjunto, es una negativa enorme: aunque se
esconda, yo sé quién es él.
Sé quién es el padre de mi hija y sé lo que no haría jamás.
No obstante, la insinuación de Gray acerca de lo que cree que yo
permitiría, ha puesto mi mundo de cabeza.
—¿Qué tipo de mujer crees que soy?
—Sinceramente —repone, en tono agrio—, creo que estás muy
enamorada de él. Lo entiendo, de verdad, pero...
—En eso me veo obligada a darte la razón: no sé por qué, pero lo amo.
Tal vez la gente me llama tonta e ilusa por hacerlo y, sin embargo, nunca me
había importado menos la opinión de los demás acerca de mi vida amorosa.
Brent no solo es el padre de mi hija, también es el amor de mi vida, aunque
él no quiera serlo.
—Elle, lo lamento mucho —dice.
Me niego a mostrar más de la cuenta, así que tanteo el rostro del hombre
al frente y, en el interior, me digo que necesito calmarme. La energía se me
desborda por las ganas que tengo de pedirle a Gray que se vaya. Quiero, en
este instante, llamar a Bee y pedirle que venga. Quiero acurrucarme en su
pecho y rogarle que no haga caso de nada de lo que digan.
Caigo en la cuenta de que esta es la primera vez que acepto lo que siento
sin temblar. E, irónicamente, se lo acabo de decir de Gray.
Afuera, a la gente no le va a importar lo que hay dentro de mí ni la razón
por la que he tenido tanta paciencia. Tampoco les importarán los motivos de
Bee para mantenerse alejado ni dejarán que llevemos una existencia
tranquila; si se los permito, dejaré que arruinen el camino que llevamos
trazado hasta ahora.
Esto es mi culpa.
—No te voy a decir qué me sucedió —confieso; veo que Gray tensa las
mandíbulas y que sonríe, irónico—, pero quédate tranquilo. Bee no me
tocaría. No al menos así.
—Con la situación en la que estás, y todo lo que hay en las redes, de
verdad creí que se había vuelto loco o algo parecido. Mi intención no era
juzgarte o a él, y de todos modos veo que estás enojada...
—Porque piensas que yo se lo permitiría —lo interrumpo—. Te
agradezco la preocupación, Gray, pero creo que está claro que tu opinión es
muy subjetiva.
—De verdad lo siento —insiste—. Debí de pensar antes lo que dije; me
imagino que ya deben de tener suficiente con los medios.
En ese instante, reparo perfectamente en las consecuencias de lo que
hice; voy a perjudicar a Brent muy profundo. Y me dejo caer en una silla al
sentirme tan desconsolada. Gray se limita a mirarme y finge que mira su
reloj. No es sino hasta que escucho el timbre de entrada, y observo que
Miriam corre a abrir, con la Abejita yendo detrás de ella, que me doy cuenta
de que incluso afectaré a mi hija.
Los niños pueden ser muy crueles cuando escuchan cosas de las que no
tienen noción y las repiten.
—Nos asaltaron —musito, recordando que Gray es el propietario de
Primrose—. A Ruth y a mí. Ayer. Bee se puso de acuerdo con el policía
para que esto pasase desapercibido. Porque es muy grave.
—Por mí no te preocupes —masculla Gray—. Y por mi cuenta corre que
a Primrose no se acerquen.
—Muchas gracias —suspiro, y miro hacia el umbral de la cocina, para
encontrarme con una Sam vestida con desgarbo—. Dios... Me había
olvidado.
Casi de un salto, bajo de la silla y me dirijo a ella, besándole las dos
mejillas en cuanto me sonríe.
—Gray, ya conoces a Samantha Laurent —le espeto al hombre y este
también se dirige a la recién llegada.
Ambos se saludan y se hacen las preguntas correspondientes, hasta que
Gray nos dice que tiene que irse.
—Espero que sea Sam Neil muy pronto —dice ella, mientras la guío
hasta el jardín.
En el cancel de la salida, me vuelvo parcialmente a mirarla y entonces
me encuentro con su sonrisa.
Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que hablamos a solas, largo y
tendido, como se supone que haremos hoy. Cuando me vio después de que
dejamos de frecuentarnos, le pedí que no fingiera que nada había ocurrido.
Le pedí que no tratara de culparse como hace siempre, aunque tengo bien
sabido que ha cambiado mucho su forma de ser.
De hecho, la manera en la que defiende su relación con Ramsés me hace
recuperar la fe un poco. Porque, si no hago lo mismo, seguro que los
chismosos se comerán mis pedazos con mucha paciencia. Hasta que no
quede nada.
—Sam Neil —repito, al tiempo que me acomodo en los cojines de la
silla del jardín. Sam ha hecho lo mismo—. Suena de categoría.
—Suena a una red de pescar —dice ella, al borde de la risa.
Noto que se le difumina el gesto cuando repara en el golpe de mi
mejilla.
Gracias al cielo, en ese momento aparece Miriam en la puerta y me dice
—: Voy a hacer té frío, ¿quieren?
Le digo que sí después de preguntarle a Sam, quien señala que el calor
está tremendo. Una vez que Miriam vuelve sobre sus pasos, yo escucho la
vocecilla de Beth, que corre hacia mí cuando sale al exterior.
Como Bee la lleva a menudo a los partidos y las reuniones con los
muchachos y sus familias, el rostro de Sam es muy familiar para la niña.
Aun así, no le tiene la confianza que a Ramsés, que ha sido algo más que un
amigo de su padre. Lo llama tío, para variar.
—Créeme que no lo hago por indiscreción —alude Sam, tras dar un
sorbo a su vaso—, pero, ¿chocaste con una puerta o te caíste por las
escaleras recientemente?
No puedo evitar sonreír, y con el vaso en las manos, mirando el agua de
la piscina y los rayos del sol que están desperdigados por todos lados,
aunado al ligero vientecillo que flota a mi alrededor, soy consciente de que
la gente me seguirá preguntando sobre esto hasta que el hematoma
desaparezca.
De manera que, apegada a mi decisión de no dar marcha atrás, hago una
mueca y miro a Sam.
—Espero que no seas de las que va a creer que Bee me pegó —espeto.
—No, por supuesto que no —se ríe ella—. Tu madre, sin embargo...
Desvío la mirada con tanta prisa, que me cuesta tragar saliva al siguiente
momento. Cuando ya han pasado varios minutos, pero sin mirar a mi
invitada aún, me encojo de hombros.
Pocas personas saben o me hablan acerca de mi madre. De su actitud
luego de la muerte de Ethan. Creo que Sam es una. Y eso me hace sentir
vulnerable frente a ella porque no sé si quiero abrirme otra vez. No sé si
quiero crear un puente entre nosotras de nuevo para, después, darme cuenta
de que no congeniamos. Sería desastroso y decepcionante: encontrar que
algunas cargas no se van nunca.
Para cuando al fin me atrevo a mirarla, ella tiene los ojos entornados y la
mirada, limpia, suave, amistosa, clavada sobre mí.
—Brent le daba dinero para que se mantuviera al margen conmigo —me
río—. Y gracias a ello, desde que Beth nació, no he tenido que soportarla.
—Mira —repone Sam, más sonriente que nunca—. Si yo sabía que no
era tan idiota.
Tal vez si lo hubiera dicho alguien más, se habría sentido incorrecto
escucharlo. Aun así, oír que Sam habla con tanta soltura acerca de él solo
me confirma que todos saben lo que pasa en mi vida.
Niego con la cabeza, y me arrellano en mi asiento. Miriam ha salido al
jardín, de manera que me quedo observando cómo Beth no quiere separarse
del balón en miniatura que le han obsequiado.
—Jamás lo hubiera creído, pero mi misma madre me lo contó.
—Qué raro —dice Sam, cruzándose de brazos y recargando la espalda
en el sillón.
Niego otra vez, y esbozo una sonrisa lánguida.
—Ni tanto; lo hizo para vengarse de él —digo—. Como le canceló los
cheques.
—Perdóname, pero no me extraña —masculla, y me mira con gesto
crítico—. Sigues sin decirme cómo te sucedió eso.
Tardo un par de minutos en darme por enterada de que a Sam no le
importa nada de lo que yo estoy pensando ahora mismo. Se la ve tan segura
de sí misma, tan entera, que por un momento quiero preguntarle qué haría
de estar en mi sitio.
Por el contrario a lo que imagino, acabo sonriéndole otra vez y me
dedico a pensar en una manera de contarle...
Y luego, tras pedirle que no lo hable con Ramsés ni con nadie, le cuento
lo que pasó. No detallo el hecho de que Ruth quiere pedir la custodia de su
sobrina ni tampoco le cuento los puntos que le conciernen a mi mejor
amiga. Sino que le relato los datos que necesita para que esté segura de que
Bee no me ha hecho nada malo.
—Menos mal que no pasó a mayores —musita, y de pronto se le ilumina
el rostro, como si hubiera recordado algo—. Ahora… mejor pasamos a otro
tema que, aunque tampoco es agradable, es el motivo de mi visita. —Me
mira para buscar mi aprobación, y cuando me ve asentir, se lanza a
contarme lo que le ha ocurrido en el trabajo.
Bee se limitó a decir que ella quería hablar conmigo. Pero no me dijo por
qué, y mientras la escucho narrar el bochorno sufrido en su oficina, me
pregunto cómo debe de sentirse Ramsés y su familia. No la interrumpo en
ningún momento. Ni siquiera cuando veo que se la llenan de lágrimas los
ojos y que, mirando a Beth jugar, se queda pensativa unos instantes.
Sam no es el tipo de persona que se queda callada. Si es una fiesta, es
ella la que tiene la batuta para poner a los aprovechados en su lugar.
Provoca la admiración por ciertos aspectos de su personalidad. Mismos que
a veces no logro comprender. Sin embargo, toda su familia tiene ese afán
por decir las cosas sin anestesia. Hurgan en ti de una manera que nunca les
puedes impedir que hagan.
En mi caso, siempre me pregunté qué era lo que la hacía ser tan fuerte.
Pero es fácil comprenderlo cuando su familia la ha cuidado tanto, y ha
procurado siempre su integridad. Lo difícil es cuando tienes que buscarla tú
sola. En un océano lleno de abismos y soledad. A pesar de ello, sé que
somos muy diferentes, y que por eso tenemos prioridades tan distantes entre
sí.
—Estaba pensando en un plato sencillo —dice ella.
Yo, después de decirle que iba a ayudarla, le he puesto sobre la mesa
distintas propuestas que podrían ser de beneficio.
—A lo mejor podemos ir a ver un par de lugares este fin de semana, si
tienes tiempo —musito.
Ella se toma un trago de té y luego dice, tras hacer un aspaviento—: Sí,
hago un espacio, no te preocupes.
—O... mejor... —susurro, admirando mis anotaciones en la hoja que
Miriam me trajo.
Dirijo la mirada a Sam y ella, con la vista entornada, dice—: Escúpelo.
Por el dinero no te preocupes.
—La casa de Ramsés tiene cámaras —digo.
—Sí, ya lo había pensado. De hecho, esa fue mi primera idea —admite
—. No sé si será más arriesgado, pero me siento más segura allí.
—Creo, sinceramente, que deberías contarle a Tay —le espeto, sin
mirarla. Este es un campo minado para ella porque su hermano tiene un
carácter... de tacto, y no quiero que piense que estoy metiendo mi cuchara
en una sopa que no es mía. Aun así, sé que necesita saberlo—. Imagínate
cómo se va a sentir Ramsés cuando estés a solas con un tipo que se propasó
contigo. No lo hagas por ti, hazlo por él: es su mejor amigo.
En un silencio sinuoso, Sam se rasca la frente con sus uñas delicadas y,
mientras la observo, deduzco que se lo está pensando.
—Tú ya cambiaste mucho, ¿sabes? No me malinterpretes, pero antes
siempre me pareciste un gatito asustado.
—Sigo siendo un gato asustado —replico, con una sonrisa—, salvo que
ahora me como a los ratones sin reparos ni miedo.
—Tienes una hija preciosa, además —continúa ella y vuelve a mirar a
Beth—. Si me hubieran dicho que Brent Dylon y tú, cuando te conoció…,
no me lo habría creído jamás. Lo digo en serio —dice cuando nota que hago
una mueca—. Yo pensaba muchas cosas sobre Bee y ahora resulta que es el
papá del año. Corona y toda la cosa. ¡Es impresionante cómo cambian las
personas cuando la vida les da un par de bofetadas!
Me limito a sonreír y escudriño sus facciones. Más madura, de ademanes
elegantes y con una fuerza innata, Sam debe de ser la persona más altruista
de este mundo.
Creo que, hablando de equilibrio y amor, ella es la personificación del
punto más álgido.
—¿Te quedas a comer? —le pregunto.
Tras revisar su reloj en la muñeca, ella dice—: Supongo que puedo llegar
tarde a mi cita con el ginecólogo. Pero, por favor, no me hagas cocinar.
Vuelco los ojos ante la sensación de familiaridad que su gesto me trae,
así que le indico, en cuanto quedamos de vernos el sábado para elegir el
platillo de la gala, que vayamos a la cocina. Pero apenas cruzamos el
umbral, veo que mi madre y Bee están atravesando el vestíbulo. Paso saliva
en un intento por recobrar la alegría de minutos antes, y entonces me atrevo
a mirar a Bee.
Él, sin decirme nada, camina hasta Sam primero y la saluda. Mi madre,
en cambio, solo hace un movimiento con la mano y deja la mirada clavada
en el celular.
—Tienes que hacer algo con esto, Elle. No puedo creer que dejen que los
rumores corran así.
—Me importa un carajo, mamá —espeto.
Sam me mira de soslayo, pero se queda callada.
Entonces Bee se aproxima a mí, ignorando a mi madre, y se inclina para
apoyar sus labios en los míos. La cara se me llena de rubor al instante y las
mejillas, incluso la magullada, me arden en menos de lo que espero. Es un
beso corto, suave y sin movimientos.
Pero dice tantas cosas que, cuando él se retira y se marcha hacia el
jardín, digo—: Te advierto que no quiero escuchar la maldita
palabra rumor en mi casa, mamá. Y espero que te quedes a comer.
Antes de que ella pueda replicar, me doy la vuelta y empiezo a caminar
hacia la cocina.
Todavía con el rostro lozano y la hermosa sensación de cariño en mis
labios, escucho que Sam dice—: ¡Qué gusto volver a verla!
Sacudo la cabeza, consciente de que acabo de abrir una puerta y que es
muy probable que no vuelva a cerrarse nunca.
14
Bee
Antes de venir al restaurante, estaba segura de que era un día perfecto. Ruth
iba a pasar todo el día con Beth, ya que es el libre de Miriam. Supuse,
ciegamente, que nada ocurriría. Pensé que, por la actitud de Brent, las cosas
saldrían a pedir de boca para nosotros. Pero esos pensamientos se
derrumbaron en cuanto avisté e Monique, sentada a tan solo unos metros de
distancia, en la terraza del sitio.
Suspiro tan fuerte, que Bee levanta la mirada hacia mí, curioso por el
acto.
No puedo hacer otra cosa que escudriñar su semblante. Hoy se ve
especialmente atractivo. El lugar al que me trajo lo he pisado varias veces
con Ruth; es casi imposible conseguir una reservación a destiempo, pero el
dueño, como dijo Bee, es fanático de los Titanes, de manera que solo tuvo
que llamarle a su móvil. Y aquí estamos.
De todos modos, tengo algo atorado en la garganta. El sonido de la vida
alrededor me causa escalofríos. Picoteo un poco mis espárragos, pero me
siento incapaz de tragar nada.
—Estás pálida —señala Brent, más extrañado.
Me paso un dedo por la frente y respiro hondo de nuevo.
Él se remueve en su silla, cauteloso.
—Por lo que veo, es un sitio que Monique también frecuenta —digo; mi
propia voz me resulta alterada, y no me siento con energía como para ser
amable—. En la terraza —espeto, en un gruñido, cuando Brent trata de
localizarla.
Su disimulo me obliga a dejar los cubiertos y a entrever si está más
nervioso de lo que debería. Sin embargo, todo lo que veo es introspección
pura. Durante varios minutos esa es la única máscara que observo en él. No
me sirve. Lo que quiero que diga está lejano a una disculpa. Necesito saber
que no le importa su presencia y que me estoy imaginando cosas.
Quiero intempestivamente saber que no hace partícipe a su examante de
lo que está pasando entre nosotros.
—La verdad no sé —dice, en tono neutro—. No vengo mucho a estos
lugares, salvo contigo y la niña.
Levanto ambas cejas, pero bajo la mirada a mirar el plato, que sigue a
medio terminar. En ese instante, tras darle un trago a mi bebida, vuelvo a
mirar hacia la terraza. Y me encuentro con que Monique se está dirigiendo
hacia nosotros; su caminar es tan seguro que evito continuar mirándola para
no sentirme como siempre que la veo.
Cuando por fin llega junto a nosotros, el semblante de Bee sí cambia a
uno muy amargo. Eso funciona como un alivio, al principio, y mucho antes
de que la mujer hable.
Es una regla básica de educación saludar primero a la mujer de una mesa
que es solo para dos. Porque es obvio que vienen en un plan diferente...
Y, aunque no fuera obvio para ella, tendría que saberlo.
Estoy furiosa. Y no tengo por qué aparentar que me siento conforme con
su presencia. Así que levanto el mentón y le sonrío, trémula, mientras ella
le dice a Brent que ya habló con no sé quién acerca del evento que
organizará Sam.
—Elle... —musita entonces, acercándose a mí. Se inclina para besarme
la mejilla. Luego agrega—: Tan inmaculada como siempre.
Le regalo mi mejor sonrisa y clavo, en el acto, la mirada en Bee.
—Solo quería poner al tanto a Brent; teníamos un compromiso antes y lo
canceló por esto.
—Pero sabes dónde vive —le digo; no reparo en su mueca, sino en la de
Bee, que no ha dejado de mirarme—. La verdad es que estábamos a punto
de irnos y yo no tengo ánimos para quedarme a escuchar sobre tus
compromisos con él.
Empiezo a ponerme de pie, con los ojos de Brent, que ha apretado las
mandíbulas, escrutándome. Él me imita un par de segundos más tarde.
Monique, por su lado, me muestra una sonrisa carente de diversión. No dejo
de mirarla. No permito que se vuelva a mirar a Brent y tampoco pienso
retractarme.
Si yo supiera que hace esto de verdad por su urgencia de hablar con él,
no hubiera sucedido nada. Pero el detalle está en que yo sé que lo ha hecho
porque estoy aquí.
—Sí, bueno, ya lo visitaré allá. Elle, estás muy pálida. Deberías tomar un
poco de sol.
Abro los ojos y titubeo unos instantes, sin saber qué decir.
—¿Perdiste la razón? —le pregunta Bee.
Ignoro la mirada que comparten. Prefiero fingir que estoy revisando algo
en mi monedero y vuelvo a esbozar una sonrisa para disimular que hay una
sensación ácida esparciéndose por todo mi pecho.
—Estoy tratando de ser civilizada, Brent —se ríe ella.
—Bien. Ya fue suficiente —repone él.
—Lo mejor es que les dé un espacio —digo.
La mirada posterior de Bee, que frunce el ceño y me sujeta la mano, tan
rápido que apenas me doy cuenta, es una que siempre estoy esperando. Me
reconforta. Y, a pesar de que en la mayoría de las ocasiones lo consigue, en
este momento lo único que hace es alimentar mis celos, mis dudas y todas
mis inseguridades.
No sé si estoy más enojada conmigo misma o con él, por no ponerle un
punto final a Monique.
Creo que es un poco de ambas cosas.
—Estamos aquí juntos; Monique es la que se va —me espeta.
Lo ha dicho solo para mí, cerca de mi rostro. Aunque me supera en
altura muy poco a diferencia de cuando uso zapatos de suelo, ahora me
puedo permitir mirarlo a los ojos hasta que él desvía la mirada hacia la
mujer que nos observa.
No concibo que tenga las agallas para hacer el ridículo en un lugar así.
Pero, a decir verdad, su apariencia es tan agraciada que cualquiera pensaría
que nos estamos saludando, como si fuéramos las grandes amigas. Y eso
me hace sentir patética. Me hace sentir que nunca va a llegar el momento en
el que la vida me vaya a permitir confiar plenamente en Brent.
Tengo miedo de que haya algo interpuesto siempre.
Por su lado o por el mío, pero clavado entre nosotros.
—No quería incomodarlos —masculla Monique, con la sonrisa más
hipócrita que he visto nunca.
Su gesto augura diversión. Es así como sé que hace este tipo de cosas
porque sabe que Brent la respeta mucho. Sabe que él no va a decirle nada
aquí, y que se limitará a ignorar sus acechos. El corazón me da un vuelco
cuando veo que se aproxima, erguida y glamurosa como los colores dorados
que adornan el restaurante.
Bee me aprieta la mano, quizás para llamar mi atención.
—Cuida mucho a tus ángeles, Bee —dice, girándose en los talones, pero
antes de regresar a su mesa en la enorme terraza, nos mira por encima del
hombro, para decir—: Casi se me olvida, me encontré a Ava hace un par de
días. Creo que se mudó. Sí la recuerdas, ¿verdad? —Sonríe y añade—: Tu
exnovia. Yo sé que sí.
Una sonrisa más amplia se dibuja en sus labios, y entonces me mira; si
poner en duda lo que creo saber de él es lo que buscaba, lo acaba de
conseguir. Ella se marcha con un aspecto altruista, y me deja aquí,
desconsolada, con el nombre de Ava repitiéndose en mi mente una y otra
vez.
Se siente como si me hubieran clavado una espina; no por saber que tuvo
una novia, sino por notar el cómo su mención puede descolocarlo de esta
manera.
Pongo la mirada en él. Y me aterra lo que descubro; no está mirándome.
Tiene los ojos clavados en un punto ciego. Así que me suelto de su agarre,
me doy la media vuelta y comienzo a caminar por el pasillo.
Siempre supe que había algo ahí, en él, algo tangible que no lo dejaba
estar conmigo. Pero debo confesar que nunca me imaginé que ese algo
fuera el nombre de una mujer. Nunca me pregunté si alguien le había roto el
corazón o si algo ocurrió en su vida amorosa como para que tuviera tanto
miedo de iniciar una relación conmigo. Creí que todo estaba centrado en la
vida que le dio su padre. Ilusamente, me imaginé que yo era la primera
persona que lo ponía así, en esa situación de pelea interna.
Me siento la mujer más egoísta del mundo al pensar que solo yo tenía
derecho a estar en él, en su corazón; es como si al fin pudiera ver el error
correcto, sentirlo, conocer su sabor y luego darme cuenta de que es
demasiado pesado. Por ese motivo él no quería ni intentarlo. No quería... Y
yo lo obligué.
Estoy a punto de salir del restaurante cuando lo siento.
Su mano se cierra alrededor de mi brazo, tan fuerte que miro el ademán
y presiento que algo malo va a ocurrir.
Con una mirada recriminatoria, observo sus ojos; los míos están a punto
de desbordar un montón de lágrimas. Y ni siquiera sé por qué...
—Suéltame —le exijo.
—No te vas a ir sola —dice él, en voz baja.
Empieza a caminar por el corredor, sin soltarme. Una vez frente al
ascensor, arranco mi extremidad de su agarre. Bee acaba de apretarse el
tabique en la nariz, pero no dice nada cuando entramos al elevador. Los dos
estamos hundidos en un silencio sepulcral al llegar al estacionamiento
subterráneo.
Hay personas en él, de manera que me obligo a no decir nada, a no
espetar las palabras que quiero gritarle, incluso. Me contengo tanto, que
llega un momento en el que no puedo seguir andando y me detengo en
mitad del parking. Bee se vuelve a mirarme, la expresión más tensa que le
he visto nunca.
Miro alrededor, para comprobar que nadie va a reparar en mí.
—Estoy cansada de esto. —Me encojo de hombros—. No creo que el
amor tenga que doler así. Y yo no quiero vivir de esta manera, siempre
teniendo miedo de lo que me van a decir las personas que, por lo visto, te
conocen más que yo.
—Si le preguntas a Monique a qué soy alérgico lo cierto es que va a
tener que revisarlo en un archivo, porque no lo sabe de memoria ni le
importa. Hasta ahí llega su interés por mí. —Bee da un paso hacia mí, y
niega con la cabeza; también está enojado. Pero en este instante yo siento
que no tiene ningún derecho a molestarse—. No malinterpretes las cosas,
Elle. Esta es la razón por la que te pedí que habláramos. Solo... escúchame.
Una vez más. Es lo único que te pido.
Lo único.
Es verdad. Nunca me ha pedido nada. Siempre ha sido él con sus
palabras entrecortadas, sus mohines de indiferencia; puedo, en este preciso
instante, hacer una lista mental de las cosas que sé sobre él. Son muy pocas;
y, sin embargo, estoy casi segura de que yo no tendría que escribirlas para
saberlas. En eso Bee tiene razón. Mi memoria lo lleva en sí como si fuera
un fragmento más.
Sigo sin decir nada. Y al entrar en el coche deportivo que trajo hoy, el
aire del interior me hace sentir pequeñita. Espero hasta que está sentado
junto a mí, para mirarlo. Y él se limita a encender el auto. De hecho, lo saca
tan rápido a la calle, que pienso que las prisas tampoco son una buena
señal.
En ese estado transcurre el camino desde Buckhead hasta la zona en la
que vivo. Todo ese tramo lo he utilizado para plantearme la posibilidad que
existe de que nada vaya a cambiar.
Estos días habían sido tan... diferentes, que estar pensándolo me acaba
de arruinar todo.
En el porche de la casa, ya que Bee ha aparcado ahí, escudriño la
entrada. Observo los vidrios y la templanza pacífica que me ofrece el sitio
que todo este tiempo he llamado hogar. Pero, en el fondo, sé que lo llamo
así porque se siente como un trozo más de él. Sin él yo no podría llamarlo
casa.
—Si no me dices la verdad, hoy, te juro que no me vuelves a ver en tu
vida —digo, poco antes de bajarme del auto.
Me echo a andar tan rápido que no escucho el momento en el que Brent
se baja. Todo lo que hago es abrir de un tirón, y dejo las llaves pegadas a la
puerta, mientras entro al vestíbulo. Cada rincón de la casa se encuentra en
silencio. Miro alrededor para comprobar que no hay nadie, aunque sé que
Beth no está, que estoy a salvo y que, si quiero, puedo echarme a llorar
sobre la alfombra.
En lugar de eso, me giro sobre los talones, y abandono mi bolsa en el
sofá.
Bee, tras ponerse frente a mí, sacude la cabeza, y sonríe.
—Sabes que si quieres irte yo no te lo voy a impedir —me espeta—. Lo
entendería. Entendería que no quisieras estar conmigo.
—¡Esto no se trata de si quiero o no estar contigo! ¡Quiero que tú
anheles lo mismo que yo! Quiero que confíes en mí... Por una vez, al
menos.
Él traga saliva y se me queda mirando.
Yo, en cambio, me limpio las mejillas. Poco después, al ver que no dice
nada, me pongo las manos en la cadera. Llevo puesto un pantalón a la
cintura, en lino, y una blusa que me hace sentir acalorada a causa de la
excitación: me siento abrumada por el miedo, por la incertidumbre.
Mis ideas quieren colapsar.
—Voy a ser sincero contigo —masculla—. Te lo juro.
—Habla, entonces —susurro; doy un paso hacia él y, como no tengo
valor para escuchar lo que responde, miro a otro lado cuando le pregunto,
finalmente—: ¿Quién es Ava?
Me lo quedo viendo ahora sí; me duele al alma tras ver que sus mejillas
están sonrosadas y que ha puesto la mirada en ese punto invisible. Por eso
sé que está mirando al pasado. Un pasado tortuoso, quizás, y que me va a
herir a mí tanto como es notorio que lo ha estado lastimando a él.
Parpadeo varias veces, preparándome para escuchar una confesión que a
lo mejor va a despedazarlo todo.
—Ava es una persona a la que herí mucho.
También está mirándome. La sensación de impotencia se incrementa, y
todo lo que logro hacer para no pensar lo peor es musitar—: La heriste.
—Mucho —ha sonreído.
—¿Dónde la conociste?
Brent recarga su cuerpo en el respaldo del sofá.
Lo contorneo y lo enfrento, decidida a oírlo todo.
—En Wilmington, durante la universidad —dice él, y para no mirarme,
cierra los ojos—. Estuvimos juntos casi cuatro años.
—Es mucho tiempo —me río; el pinchazo de dolor es inevitable—. Una
relación larga.
—Lo sé.
Niego con la cabeza. Ya no sé qué preguntar.
O tal vez sí sé qué debo preguntar, pero no quiero hacerlo. Nunca me
había aterrado nada, tanto como esto. Mi imaginación se bifurca en distintos
caminos, yendo a lugares exagerados, exorbitantes; un mundo paralelo se
dibuja frente a mí, cuando trato de sacarme estos pensamientos de la
cabeza.
Quizá no quiero saber quién era ese Bee que lastimó a Ava. Quizá no
quiero saber cómo fue que la hirió...
—¿Qué le hiciste?
Bee clava su bonita mirada en mí. Me es bastante triste ver que la
devoción en ella, la habitual para conmigo, no está. Por el contrario, el
rechazo en sus retinas es tan evidente, que al principio creo que va dirigido
a mí.
Cuando se abraza a sí mismo, y parpadea, noto que le brillan los ojos de
manera inusual, así busco su proximidad. Busco ver de cerca si hay
vulnerabilidad ahí, al recordar a Ava, lo que le hizo, el motivo por el que,
tal vez, ella lo dejó. Por unos segundos, miles de posibles escenarios se
forman en mi mente. Y, en el final de ninguno, yo salgo bien parada.
Ninguna posibilidad me ayuda.
En todas ellas, la única verdad es que él nunca ha sido del todo mío…
—Teníamos una de esas relaciones horribles —comenta, la voz ronca—.
Un círculo vicioso que se alimentaba de nosotros; terminar y volver cada
tercer día, celos, pleitos, posesividad. Un desastre. —Él suspira, mirando al
techo—. La penúltima vez que sucedió, le dije cosas horribles, cosas que
siempre le escuché decir a mi padre y, sin saber cómo, me encontré
repitiendo como si las tuviera grabadas, listas para salir; me fui a mi
dormitorio esa noche seguro de que al día siguiente volveríamos, como
siempre —dice, tras su silencio y luego de hacer una mueca de dolor,
continúa—: Se limitó a mandarme un texto por la madrugada, como a las
tres. Para despedirse.
De un par de pasos, camina hacia la escalera y se sienta en el cuarto
peldaño. Yo permanezco en mi sitio, contemplándolo después de girarme.
—¿Despedirse? —inquiero, temerosa—. ¿Se marchó?
Siempre que creo tener la certeza de algo sobre Bee, me ocurre que
cambio de opinión; creí que salir con Gray era lo mejor, y me sentí
desesperanzada cuando se mostró tan frío al respecto. Pero luego, en cuanto
comenzó a mostrarme sus sentimientos, me dije que había sido el momento
indicado.
Estoy en un error; respecto a lo que creo saber. Cada vez me doy más
cuenta de que así pasen los años, no dejaré de sentir esto. Porque en el
momento en el que veo que él abre los ojos, y sonríe, sé que no debo
subestimar los miedos de los demás. Mucho menos si estos parecen
menores que los míos.
Con una sola mano, Bee se frota el rostro, limpiándose las dos únicas
lágrimas que han brotado desde sus ojos.
—No le respondí. Lo había hecho otras veces ya así que volví a
acostarme como el gran egoísta que era. —Un resoplido interrumpe sus
palabras—. Su compañera de habitación me llamó tres horas más tarde —
dice, cuando se pasa la mano por el pelo—. Trató de quitarse la vida esa
noche, por mi culpa.
Retrocedo con calma, hasta poderme recargar en el sofá. Y me cruzo de
brazos porque me siento la persona más solitaria del planeta. Justo aquí,
cayendo en un pozo oscuro…
—Ella...
—No lo consiguió, gracias a Dios —me interrumpe, levantándose—.
Pero fue mi culpa. Si de algo sirvió eso, fue para que yo me diera cuenta de
la persona en la que me había convertido. Y renuncié. No quería ser un
patrón más en las estadísticas. Ava asumió que habíamos vuelto, porque yo
no la saqué de ese error. Por el contrario, traté de ponerle punto final a ese
horror de relación que teníamos. —Sonríe otra vez, más incrédulo que
nunca—. Hablé con su papá antes de terminar definitivamente con ella. Y,
cuando dejó la universidad, empecé a jugar fútbol. Era mi último año en el
colegio de negocios, por lo que me pareció buena idea.
Escudriño su semblante y él se limita a mirarme.
Cuando desvío la mirada, noto que se acerca y que trata de alcanzarme
con una de sus manos. Pero me aparto; por instinto y como mecanismo de
defensa.
—¿Volvió a la universidad? —inquiero, tratando de ignorar su semblante
de sufrimiento.
—Yo ya me había graduado, pero sí.
—Estabas muy al tanto de eso.
No he pensado mis palabras, y mi resentimiento es notorio. Tanto, que
Bee se inclina más y de nuevo trata de tocarme. Y, no obstante, vuelvo a
hacerme a un lado y sacudo la cabeza.
Me llevo una mano al pecho, por la inseguridad, mientras trato de
ordenar mis ideas.
—Siempre me preocupó que pudiera seguir con su vida, Elle. Se lo
debía.
—Supongo que la amabas mucho, como para dejarla ir —le espeto.
Él frunce las cejas y cierra los ojos, apartándose.
—La quise mucho, sí. No fue un sacrificio, estás equivocada. Lo que
hice no tiene ningún mérito. Me percaté de que estaba dañando a una niña
que no se lo merecía. Punto. Y busqué la manera de descargar toda esa ira
que, hasta entonces, no supe que llevaba dentro.
Pasados varios minutos en los que no he logrado articular una sola
palabra, lo encaro nuevamente, lista para dejar salir todo lo que llevo
dentro. Él me mira de una forma que podría destruirme. Porque me tiene en
sus manos si me muestra cuán capaz es de amar a una persona y lo mucho
que, evidentemente, le ha dolido perderla.
Ava es ese motivo y yo...
—Quiero estar sola, Bee —digo.
—Elle, no...
—Déjame sola —le pido.
No sueno amable, pero no me interesa.
Él niega dos veces antes de mirar a otro lado...
—Una vez me prometí no volver a dañar así a una persona. Y, antes de
que tomes una decisión, me gustaría que te lo pensaras dos veces.
—¡Nunca has podido confiar en mí! —le grito, al tiempo que le apunto
con el dedo—. Hiciste todo eso por ella, le debes la persona que eres hoy en
día y en mí ni siquiera pudiste depositar un poquito de tu confianza. —
Rompo a llorar sin proponérmelo. Y Bee da un paso en mi dirección,
levantando una mano—. ¡Que me dejes sola! ¡Ya vete!
Giro sobre mi eje, y recargo las manos en el sofá.
Él sigue detrás de mí y yo estoy esperando, en mi interior, a que algo
cambie. Siempre me quedo con las ganas de ver reacciones que nunca
llegan. Quiero que Bee haga cosas por mí como cualquier mujer
enamorada. Acabo ignorando mi lógica y me derrumbo ante la decepción
de no recibir ni un poco...
A lo mejor es que ese ha sido mi error. El más grande de todos.
Salvo que, al sentir que tira de mi brazo, ligeramente, y que me encierra
en un abrazo para el que no estoy preparada, en esta ocasión su reacción
supera mis expectativas. Con la respiración entrecortada, su relato grabado
en mi mente, y la cara hundida en su pecho, me convenzo de que lo que me
duele no es saber que Ava existe en su vida, como un fantasma.
Me duele la posibilidad que hay de que todavía la ame.
—No era cuestión de confianza, Elle —susurra, apretándome. Entonces
lo rodeo con mis brazos, y me aferro a él, justo para escucharle decir—: Me
avergüenza inhumanamente lo que hice. Y además tengo miedo: no sabría
cómo vivir sabiendo que lastimé, marqué y perdí al amor de mi vida.
Bajo la mirada al suelo, y poco a poco me libero de sus brazos. Aún no
sé si puedo mirarlo después de lo que acabo de oír. Y regreso al sofá,
agarrándome fuerte de él. Veo la mano de Bee cuando, con sus dedos, me
obliga a levantar la mirada.
Está tan cerca otra vez que el aroma de su loción liquida cualquier
sentimiento aprensivo, y me veo en la necesidad de cerrar los ojos ante mis
emociones, que comienzan a aturdirme.
—Mírame, Elle, te lo suplico —me dice, con un hilo de voz.
—Necesito que me dejes sola, de verdad.
—No voy a hacerlo —gruñe tan pronto como intento evadirlo. Me agarra
por los hombros con delicadeza, al tiempo que dice—: Mírame a los ojos.
Mírame, por favor.
Suspiro una última vez, y de ese modo me atrevo a levantar la mirada.
—Dame una razón por la que debería seguir escuchándote —murmuro.
—Te amo. Con desesperación.
Dejo los labios entreabiertos. Muda. A pesar de que me tiemblan las
piernas y de que he perdido la noción del tiempo que ha transcurrido afuera,
a pesar de que veo luz solar entrar por las ventanas y de que la casa está
fresca y apacible; no hay nada que me pueda atar los pies al suelo. No hay
nada que pueda sostenerme, aparte de él.
Por lo tanto, pongo una mano en su abdomen, sintiendo la textura de su
camisa de botones, y respiro profundo, antes de mirarlo para darme cuenta
de que me está diciendo la verdad.
16
Bee
—Repítelo.
—Te amo.
—¿Y a ella? —pregunta, la voz quebrada.
Abro los ojos y me la quedo mirando, sin saber cómo explicarle. Ojalá
tuviera las palabras correctas; las usaría. En este momento me valdría de
cualquier método con tal de hacerle saber que como ella no hay dos.
—Lamento no ser más expresivo contigo, Elle —digo y ella me observa,
expectante—. Quisiera saber cómo comparar lo que siento, pero lo único
que sé es que, aunque me resistí mucho, no puedo estar sin ti.
—Debiste decírmelo hace mucho tiempo, Bee.
—La verdad es que no planeaba enamorarme de ti, así, tan
profundamente. Pero pasó. Y por favor no me preguntes los detalles porque
no los tengo. En cuanto a Ava, está en mi pasado.
—Tú no la has dejado allí. Incluso ahora mismo siento que no has
zanjado ese tema del todo —comenta, gimoteando, y se da la vuelta,
zafándose de mi agarre—. No sé cómo voy a poder confiar en ti cuando
tengo tanto miedo.
Con un hombro, me apoyo en la pared, mientras Elle enciende la luz de
la sala. Abrazada de sí misma, se gira para mirarme. Lo que veo en sus ojos
me asusta. Hay una decisión carente de emociones. Una decisión que me
sabe agria. Algo me dice que no me ha creído del todo, aun cuando, por
primera vez, le acabo de hablar con el corazón en la mano.
Echo la cabeza atrás, presa de la fatiga. Luego de suspirar, cierro los ojos
y me cruzo de brazos.
—Te vi por primera vez en Clarke, durante una gala que Martin Laurent
ofreció para la secundaria en la que Taylor y Ramsés estudiaron. —Ella,
extrañada, permanece en silencio, observándome, así que me apresuro a
continuar—: Llevabas puesto un vestido de color platino, y te peinaste el
pelo en un moño apretado. —Sonrío, al recordarla—. Parecías un ángel. Y
te miré como si de ello dependiera mi vida. —Me rasco la ceja para evadir
la pena que me da contarle esto, pero lo hago porque sé que es lo que
necesita—. Ramsés me pidió que fuera con cuidado. De hecho, de ahí en
adelante varios me advirtieron que no me atreviera. —Sacudo la cabeza,
hastiado de mis miedos—. Taylor me dijo que no eras el tipo de niña con la
que yo querría involucrarme. No tienes idea de lo mucho que me dolió que
dos de mis mejores amigos me lo dijeran. Pero así era mejor.
Elle frunce las cejas y se acerca de nuevo a mí, negando.
—Estás mal, cariño. No debes pensar eso.
—En ese momento parecía lo mejor para cualquier muchacha que
tuviera la apariencia que tú. Ninguna chica que tuviera sueños rosas sobre el
romance se atrevería a acercarse a mí con la fama que me forjé. —Un
suspiro melancólico me asalta—. Pero tú empezaste a devolver mis miradas
y...
—Entonces te comportabas como un imbécil —ataja, tras un hipido.
Hago una mueca y agacho la mirada.
Elle está a tan solo unos centímetros de mí. Puedo oler su perfume a
rosas, a verano, a todo lo que yo quiero tocar en ella. Todo lo que amo con
locura. Cierro los ojos otra vez al sentirme abandonado frente al poder que
ejerce en mi vida.
—Eras la criatura más bonita que hubiera visto nunca. Me gustabas más
allá de lo normal —acepto.
—Y tú a mí —admite ella—. De hecho, hubo algo que siempre me llamó
la atención; a diferencia de otros idiotas del calibre del que tú parecías,
hablabas con mucho tacto como para que yo te creyera. Es decir: incluso
aunque dijeras algo que a mí se me apetecía ofensivo, tus palabras no
concordaban con la expresión. Cuidabas tanto tu vocabulario, que me
imaginé a una persona culta detrás de esa máscara de playboy.
—Qué inteligente y dulce eres, mi amor —le digo, en un susurro.
Ella sacude la cabeza y sonríe.
—Bee, no creo que podamos estar juntos si no has cerrado ese ciclo con
ella. Ni tampoco con Monique.
Asiento; tiene razón al tener miedo, así que me mentalizo unos minutos
antes de empezar a explicarle.
—Quise mucho a Ava, Elle. Pero no hay un punto de comparación. En
cuanto a Monique, ni siquiera tendrías que preocuparte por ella.
—Pues me preocupa que no te vaya a dejar en paz.
—Le voy a aclarar las cosas —le aseguro.
La veo hacer una mueca de desagrado, por lo que me quedo quieto,
mirándola.
—Tampoco me hace gracia que la busques.
Sus dudas son notorias y, a pesar de ser justificables, me duelen en el
alma. Me acabo de sincerar con ella de maneras que no lo he hecho con
nadie. Hacía tiempo que ninguna persona me veía tal cual, sin máscaras ni
secretos; en aspectos variopintos, Elle es la única mujer en mi vida. Ha roto
tantos de mis esquemas que se lleva la corona en cuanto a aquellos que
pueden hacerme pedazos.
Trato de buscar una solución, y me pregunto si este no es el momento
erróneo. Pero, como ya le dije, me siento desesperado. Totalmente erguido,
frente a frente con ella, decido que ya perdí todo el tiempo suficiente. Y que
no lo haré más.
—Cásate conmigo.
Los ojos de Elle, asustados, examinan mi rostro, quizás buscando un
atisbo de mofa en él. Y cuando se da cuenta de que no se trata de ninguna
broma, entonces titubea.
—No creo que eso sea buena idea —dice, al final—. Es demasiado
pronto.
—Yo no tengo nada que pensar. Tienes que ser tú.
—Sí, Brent, pero da la casualidad de que yo no soy creyente ni tampoco
me fío de la institución del matrimonio, a pesar de que la idea me parece
muy romántica. Por el evento, ya sabes.
—Tranquila, basta con que digas que no.
—No, entonces.
Al principio, quiero que no se note mi sorpresa, pero los segundos pasan
y ni siquiera sé cómo mirarla otra vez. Tiene que ser ella quien me busque
de nuevo con la mirada, así que clavo los ojos en los suyos y parpadeo,
confuso.
—Está bien. No nos casamos.
—Solo digo que no hay necesidad. El amor no es un trámite.
—Ya.
De nuevo, buscando esconderme, me guardo las manos en los bolsillos
del pantalón y miro en dirección contraria. Mientras aprieto los párpados,
me digo que los consejos de Tay (conservadores en su mayoría), no son lo
indicado para mí.
Me importa un carajo que a él le haya funcionado. Yo conozco a Elle, y
eso me debió bastar. Pero ahora tengo que lidiar también con la decepción.
—No sabía que fuera tan importante para ti —murmura ella.
—Es por las habladurías. Damon cree que así se acabarán.
Elle enarca una ceja y me muestra una máscara de poco entendimiento.
Sin embargo, no corrijo lo que acabo de decir, aunque sé que es una
estupidez más.
—Mañana empieza Jeremy —espeto, sin mirarla; hablo del hombre que
contacté para que la lleve a donde quiera—. Vengo por la tarde para darle
instrucciones, si te parece bien.
—Sonaste como un completo imbécil, con eso de que Damon lo sugirió
—masculla ella.
Miro al techo porque hacerlo directamente a sus ojos me hará cambiar de
parecer. Le pediré perdón en dos segundos y le diré la verdad; no seguí solo
el consejo de Damon o de Tay, lo dije en serio. No para demostrarle nada a
nadie ni por mis intenciones de mejorar lo que se dice de mí por estos días.
Aun cuando es un trámite sin importancia para muchos, y lo respeto,
sigue pareciendo un vínculo sagrado que solo haces cuando de verdad amas
a alguien.
—Es que...
—Si de verdad me amas no tendrá ninguna importancia.
Alzo las cejas, azorado, pero no digo nada.
Fue una estupidez, es cierto. Otro de esos impulsos que se cometen por
amor, como todas las locuras que acaban con embarazos no planeados,
divorcios prematuros y horrores circunstanciales. Elle, por ejemplo, debe de
odiar ese trámite a causa de sus padres; ellos son la prueba de que un papel
no hace más valioso el sentimiento.
Quizás lo confirma frente a la temible sociedad, pero a esa... A decir
verdad, no se la debe de tomar tan en serio en estos temas.
—Quiero que me creas —susurro, encogiéndome de hombros—. Estoy
cansado de fingir que me eres indiferente.
—Te creo —dice ella.
Esta vez, sus palabras logran tranquilizar lo violento que me siento de
nueva cuenta. Por simple que parezca, estar en mi propia piel es a veces
fatigante.
—No bodas, entonces —musito.
—Gracias —responde ella.
Se aproxima para abrazarme y, al hacerlo, me doy cuenta de que no
estoy contento con esto a pesar de que ella tiene razón.
Todo este tiempo, me digo, mentí tanto que me alejé de lo que quería en
realidad. Sentí que actuaba como era debido, por amor a ella, y mis
sentimientos me consumieron. Fue algo lento, y vibrante, como cuando
derrumban un edificio antiguo hasta los cimientos y lo construyen con
nuevos planos. Eso me pasó cuando Elle llegó a mi vida, cuando se entregó
a mí sin prejuicios, sin miedo, decidida y audaz como solo ella sabe serlo.
Desde entonces, ha sido valiente por ambos.
Aún ahora, sé que sabrá enfrentar todo mejor que yo.
Al tiempo que dejo un beso en su frente, reviso la hora en mi reloj. No
quisiera irme, pero tengo que acabar con otra cosa que se está interponiendo
entre nosotros, como una muralla. Y es que, en el restaurante, sentí que el
alma había abandonado mi cuerpo; Elle me miró con horror delante de
Monique, tan enojada que la desconocí.
Pensando en ella, aguanto las ganas que tengo de pedirle que lo
considere. Pero decido respetar su decisión, jurándome que estaré bien con
ello. Puedo hacer cualquier cosa por ella, al fin y al cabo.
—Necesito pasar a casa de Damon antes de irme al departamento —
murmuro.
De manera suave, Elle se retira y me observa.
—Me imagino que tienes que decirle que te dije que no —me espeta.
—Es sobre Monique —mascullo, molesto—. Le voy a mandar a mi
abogado. Ella entenderá el mensaje. Y necesito que Damon controle eso, ya
que no quieres que yo...
—Bueno, si tan importante es que la veas puedes hacerlo.
—Tal vez ya tuviste suficiente de mí por hoy —digo—. Nos vemos
mañana.
No espero a que responda y me giro sobre los talones. Ella no me dice
nada, de manera que camino lo más rápido que puedo hasta la puerta. En
cuanto me golpea el aire fresco de la noche que está cayendo, cierro los ojos
y me embriago de la frescura que gira en torno. Maldigo por lo bajo,
sabiendo que no dormiré el día de hoy y que es probable que así será en los
días siguientes.
*
Eunice me entrega otro dibujo y yo le indico que no me gusta que tenga
tantas rosas. Le explico, con delicadeza, que a Elle no le vienen bien las
cosas cargadas y que lo que quiero en esta ocasión es un objeto que diga, a
todas luces, perdóname.
—Ojalá Damon me regalara joyas cada vez que hace estupideces —dice
la mujer, en tono burlón.
Su marido, desde la cocina, exclama—: Ya eres dueña de mis cuentas
bancarias y puedes comprarte toda una joyería, si quieres.
Damon se sienta frente a nosotros, después de ponernos un vaso de
limonada al frente, sobre la mesa. Su mujer es la mejor diseñadora de joyas
que conozco. Ella trazó para mí el modelo del brazalete que le regalé por el
nacimiento de Beth, y también la cadena con una perla que lleva la Abejita.
Sencillos, pero con un valor tremendo. Como ellas.
—Así que te rechazó, ¿eh? —repone Damon, sonriente.
—Me imaginaba que iba a ser así —admito.
—Pero eso no quita que duela, ¿verdad, cariño? —agrega Eunice.
Me limito a esbozar una sonrisa en su dirección.
Se puede decir que, a diferencia de Damon, por su parte no me puedo
esperar una broma con algo como esto. Confío en que me ha entendido
cuando les dije que le había dicho a Elle que se casara conmigo.
—Tal vez no era el mejor momento —dice Damon, ahora sí en tono
serio.
El viejo, cuando quiere, es mejor que cualquier consejero matrimonial.
—Definitivamente no era el mejor momento, Brent —se ríe Eunice y me
extiende otro dibujo; esta vez le marco el estilo de la gargantilla—. Hay dos
ocasiones en las que no puedes ofrecer matrimonio sin sonar ofensivo:
durante el sexo y mientras pelean. Quiero suponer que estaban en la
segunda.
Tiene mucho sentido, porque, en efecto, Elle parecía ofendida.
En el peor de los casos, tendré que superar el hecho de que me dijo que
no, y me juro que tengo que mejorar mis pocas habilidades para llegar hasta
ella sin meter el pie.
—Se lo propuse porque quiero que me crea; está celosa e insegura, a
causa de lo de Monique. Piensa que voy a cambiar de parecer y, en ese
instante, se me acabaron las opciones. No era mi intención presionarla ni
hacer que cambie de ideales, ustedes me entienden.
—Elle es una muchacha dulce, y tierna, acostumbrada a que le
demuestren cariño. Si la vemos tímida a veces es por esa arpía que tiene por
madre. Nunca me hizo gracia encontrármela en ningún evento. Pero
después de la muerte de su hijo, cambió bastante. Supongo que a Elle le
afectó y lo que quiere de ti es saber que la necesitas tanto como ella a ti. —
Eunice acaba de trazar el corte perfecto para la gargantilla, de manera que le
quito la hoja y observo el engarce de las gemas; cuando se lo devuelvo, ella
sigue dibujando el corte que llevarán las piedras y entonces continúa—:
Cuéntale las cosas que no le cuentas a nadie, cariño. Necesitas hacerle saber
que tu pasado no importa tanto como el presente.
Bajo la mirada unos minutos, mientras ella sigue dibujando y Damon lee
un libro. Su jardín es enorme, y tiene una jauría de perros Pug corriendo de
aquí para allá. Observo a la hembra que se acerca, con pasos perezosos, a
lamer los pies de su dueña. Está tan gorda que no me cabe duda que va
preñada.
Enarco una ceja hacia el animal, y de pronto se me ocurre algo que no sé
si será buena idea.
—Cuando nazcan, ¿me vendes uno? Para el cumpleaños de Beth.
—Por supuesto —sonríe Eunice—. ¿Para cuándo quieres este?
Después de ver que me está señalando el diseño ya finalizado, le indico
que la fiesta en casa de Ramsés es en una semana. Ella se dispone a llamar a
su joyero y, entonces, se levanta con la misma gracilidad que la caracteriza.
Es una mujer alta, esbelta y muy elegante; conoce a la familia de Elle desde
que era muy pequeña.
No se codeó con Brenda por obvias razones. Y, a pesar de que la ubica
bien, siempre me ha dicho que Elle es lo opuesto a su madre.
—Sé que tú no eres el ejemplo de creyente como para decir que
necesitas estar casado —le escucho decir a Damon—, pero creo que al
menos dejarás a tu mujer con la duda. Siempre es mejor proteger a la
familia y, en vista de que no somos inmortales, el apellido es un buen
método.
—Ya me dijo que no.
—Y Eunice te explicó por qué.
—Sí, pero debo admitir que no se sintió bien que me rechazara. No sé si
quiero volver a escuchar un no por respuesta. Mejor así. Quiero respetarla.
Damon niega con la cabeza, sonriendo y añade—: Hijo, cada quien con
sus creencias, pero digan lo digan y hasta que las leyes no cambien, sigue
siendo un vínculo muy hermoso. Hay una diferencia enorme entre
concubinato y matrimonio, avalado por la sociedad. Ya los quisiera ver
peleando porque a los presos se los dejase en libertad antes de pagar su
deuda.
—Si le digo eso a Elle es posible que no querrá verme en un mes. Estos
días ha estado evitándome y no quiero que sea así. Es más sencillo para mí
fingir que no se lo propuse que obligarla a hacer algo en lo que no cree.
—Estos jóvenes y sus cambios locos. Nunca voy a entender. —Él echa
un vistazo al jardín, antes de continuar—: Entonces, ¿quieres que mande a
tu abogado con Monique?
Pongo mi atención en él, considerándolo.
Pero no tengo de otra.
—Me imagino que no procede ninguna demanda en forma, pero era
decirle que me voy a casar con Elle o esto. Y ya está claro que no habrá
ninguna boda.
Evito el retintín en mi voz, por el ego herido (e inevitable), y me
arrellano en mi asiento, a sabiendas de que no puedo quedarme más.
—Mañana necesito que estés en mi despacho antes de las doce.
Acuérdate de las marcas que tengo ahí —dice Damon.
—Claro —susurro y me pongo de pie—. Tengo que ir a recoger a
Bethany hasta Primrose.
Él me extiende una palma. Tras apretársela, me dirijo a la sala, donde
Eunice, con su manera de sentarse y ese halo de monarquía que siempre
carga consigo, me lanza una mirada. Está colgando el teléfono justo cuando
me inclino para besar sus dos mejillas.
Ella, sin apartar la mirada de mí, sonríe.
—Quita esa cara. Deja de ser tan fatalista y aprende a tener más
paciencia —me comenta—. Bueno, el regalo estará listo para el jueves.
Solo tienes que recogerlo.
—Muchas gracias.
—Qué bonito gusto tienes, por cierto —dice, al tiempo que se yergue.
Niego con la cabeza, y Eunice me acompaña a la salida de la casa.
—Ella hace todo el trabajo; no tiene nada que pedirle a otra mujer.
Un gruñido de Eunice capta mi atención. Al volverme para mirarla, ya
en el umbral de la puerta, me doy cuenta de que me está mirando con
extrañeza.
—Empieza a decirle más esas cosas que sientes a ella. A pesar de lo que
todos te digan, en el amor no hay mejor estrategia que hablar de
sentimientos, no de compromisos. Puede que Elle no te lo haya dicho
porque es demasiado educada, pero eres el culpable de sus celos y de su
inseguridad. —Me palmea el hombro, para agregar por último—: Es una
mujer refinada, sí, y caprichosa, eso seguro, pero no puedes negar que a ti te
gusta todo eso de ella, aunque sean defectos.
Suspiro, mirando hacia la calle. Si son defectos o no, nunca me he
percatado de ello. En realidad, siempre traté de no mostrarme mucho, y
ahora que tengo todo encima, me siento abrumado. Sin embargo, sé que
Eunice tiene razón; es el comentario más acertado sobre mí. Porque me
gusta complacer a Elle.
En casi todo.
—Lo único que te falta para amarla bien es que seas más osado.
Atrévete. No tienen quince años; son un hombre y una mujer con una hija
hermosa, en plena juventud, dando trompicones porque no pueden
reconocer que les hace falta dormir juntos. —La observo mirar por encima
de su hombro; seguramente Damon la ha llamado—. Me la saludas y le das
dos besos a esa niña. Quiero verla pronto.
Tras cerrar la puerta, la mujer de Damon me deja con esta idea sórdida
retumbando en mi cabeza.
Dentro del vehículo, mientras me coloco el cinturón de seguridad, me
pregunto cómo voy a pedirle disculpas por algo que sí quiero que ocurra.
Aun así, no he dejado de sentirme como un hipócrita; y me aterra pensar
que es así como Elle me ha visto. Ya que, durante estos años, jamás mostré
indicios de querer dar un paso tan enorme con ella. Y ahora, de pronto se lo
digo, como si fuera un boleto para el subterráneo.
Luego de arrancar la camioneta, y de encender el estéreo, permanezco
absorto en la música y permito que fluya a mi alrededor, pero no dejo de
pensar en lo que discutimos, en lo que le conté sobre Ava y en su reacción.
Nada de lo que yo hice le importó; más bien, le preocupó el que yo todavía
sintiera algo por ella. Debí buscar una manera de sacarla de ese error.
Quizás debí decir otra cosa y no cásate conmigo. Porque, si ella no cree en
eso, como dijo Elise, lo único que me queda es ser paciente.
Gracias al cielo, el tráfico me favorece este día, que está fresco y
luminoso. El clima perfecto para una persona que tiene una maraña en la
cabeza. Hay mucha gente pululando en las calles y los ruidos tan sonoros
entran a través de las ventanas abiertas de la camioneta. Pero nada de eso
ayuda. Los pensamientos, aunque la vida corre, siguen siendo los mismos.
Aunque quiera, no puedo despejar mi mente y distraerme con imágenes de
una ciudad viva, en auge, y muy feliz.
Entonces reparo en ello; ni yo soy feliz y no la puedo hacer feliz a ella.
Nos ha pasado lo que al metal cuando a este se lo deja a la intemperie.
Para el momento en el que llego a la estancia infantil, ya me planteé
muchísimas posibilidades. No puedo pedirle que vivamos juntos porque
será lo mismo que pedirle matrimonio; no puedo sugerirle matrimonio otra
vez porque se enojará conmigo de nuevo y me mantendrá alejado, como ha
hecho estos días.
Damon me lo dijo; solo me queda esperar. Tener paciencia.
—Mira quién llegó —le dice la educadora Beth, una vez que entro en el
aula.
Mi hija tiene las mejillas llenas de dulce. Tuerzo un gesto al ver que,
arrastrando una bolsita que su madre le ha comprado (porque le gusta
coleccionar rocas), se aproxima a mí, más concentrada en lamer otra de sus
golosinas. Se detiene frente a mí y, sin decirme nada, estira la mano para
entregarme un caramelo.
Me acuclillo con lentitud, mientras otra mamá atraviesa el aula y se
marcha hasta un niño que tiene la cabecita recargada en la mesa.
—Cielo, son demasiados caramelos —le digo.
Ella, no sin hacerme un puchero, me entrega la bolsa y, para mi
desgracia, me percato de que no está llena de rocas para su colección, sino
de dulces. Trago saliva tan duro que me veo obligado a cerrar los ojos,
mientras encaro a la maestra. Beth está sujeta de mi mano, enojada porque
le acabo de quitar su bolsa.
La educadora, con una mirada de disculpa y una sonrisa, me dice—: Hoy
hicimos una práctica con el profesor Thomas y Beth se ha ganado un
paquete. Le dijimos que era para llevar a su casa pero a veces es
voluntariosa. —Me entrega la hoja de las instrucciones para un evento que
se organizará el mes próximo y me dice—: No ha comido muchos, la estuve
vigilando, es solo que el dulce tenía interior líquido.
—No se preocupe —susurro, y le devuelvo la sonrisa.
Tiro de Beth hacia la salida y, ya que estoy en el pasillo, me agacho para
tomarla en brazos. Tiene las manos empuñadas y está mirando en otra
dirección.
Ante el berrinche, emito un gran suspiro y trato de ignorarla. Elle sabe
muy bien lo que hace cuando dice que no debo insistir ni hacerle creer que
tiene la razón en cuanto a desobedecer. Es inevitable que se me encoja el
corazón al mirarla, enojada conmigo, pero nunca está por demás que
aprenda a tomar buenas decisiones.
Para ejemplo de las malas fue suficiente conmigo.
No obstante, antes de salir del enorme edificio y comenzar a atravesar
los jardines frontales, Gray entra por las puertas vaivén y se detiene,
poniendo una cara de sorpresa al instante. Con la mano derecha, le extiendo
un saludo y después, para disimular mi incomodidad, hago como que me
voy a acomodar la gorra que me puse, al revés, cuando me bajé de la
Lincoln.
—Esperaba ver a Elle hoy —dice Gray, mientras le toca la punta de la
nariz a Beth.
La niña no reacciona con él tampoco, de modo que siento cuando se gira
para recargarse en mi hombro, escondiendo el rostro.
—Está en una junta y Miriam en la escuela —digo.
Gray enarca una ceja y, tras mirar a un lado y otro, seguramente también
sintiéndose extraño, me dice—: Supongo que es importante, así que, ¿me
harías el favor de darle este número? —Me entrega una tarjeta y rápido
añade—: Es el de la trabajadora social, para el asunto que me comentó. Tú
sabes.
—Yo se lo entrego.
Él asiente con la cabeza y después se marcha.
Tras dejar el edificio e ir hasta el estacionamiento, luego de poner a Beth
en su lugar (sigue enfurruñada en su berrinche), me adentro en el sitio del
conductor. Aprieto tan fuerte el volante en las manos, que tardo varios
minutos en poder arrancar por fin.
Aunque me niego a aceptarlo, algo me dice que Elle hizo lo que le pedí
que no hiciera, en cuanto a Gray, para que pueda entenderla. Pero, además
de entender cómo se siente respecto al recuerdo de Ava y de Monique,
también me digo que ha ido demasiado lejos. Desde mi punto de vista, no
puedo amarla bien si no me permite entender lo idiota que he sido.
.
17
Elle
La puerta se cierra detrás de mí, y veo, al tiempo que pongo las llaves en la
mesa del recibidor, cómo Elle se quita su abrigo de botones. A través del
pasillo que conduce a la sala, ella no repara en ningún objeto y se dispone a
abrir el cancel del mirador. No me muevo de aquí. Un poco aturdido por el
silencio al que me sometió mientras conducía, permanezco observando su
espalda, y la forma sutil de su caminar.
No puedo creer que hayan pasado casi cuatro años desde que estuvo aquí
por primera vez. Ni siquiera he logrado hacerme a la idea de que, el Brent
que era en aquel entonces, ya no está. Ahora solo queda un poco de ese que
me tenía atado por las manos, tembloroso ante la idea de reconocer que la
promesa la rompí. Abandoné mi idea de mantenerme alejado de los lazos
afectivos para formar un vínculo sentimental irrompible. Porque creo que
eso es lo que me pasó cuando vi a Elle embarazada con mi bebé. Cambié
porque supe que no haría las cosas como mis padres. Porque tomé la
decisión de ser el adulto que yo necesité un día. Quise, desde que me enteré
de su existencia, que mi hija tuviera todo aquello que a mí me fue negado:
estabilidad.
Pensativo, me doy media vuelta y me marcho hacia el bar del rincón.
Tomo una de esas botellas que le encargué a Damon, porque sé que a Elle le
encanta ese vino. Trago saliva al darme cuenta de que conozco detalles
íntimos de su persona. Sé incluso los más vergonzosos datos acerca de su
vida.
Aun así, todavía quiero descubrir qué más hay ahí, en su interior.
Todavía me encuentro anhelándola, nervioso, atareado y con miedo de no
poder darle ni la mitad de lo que se merece.
Empiezo, claro, por respetar sus deseos. Y me prometo que jamás voy a
volver a ocultarle algo sobre mí, así hablar al respecto me cueste veinte días
de pena. Sin embargo, me prometo otra cosa: no presionarla nunca ni hacer
que se responsabilice por ninguno de mis errores.
Observo, cuando pongo dos copas en la mesilla de centro de la estancia,
que ella está en el parapeto, mirando la noche en la ciudad. El vestido
negro, con toques de color champaña, se le pega a la cintura y va remarcado
hasta la cadera, de donde cae en un corte que no reconozco, aunque le
permite caminar muy bien.
Su espalda está descubierta y solo unos pequeños tirantes sujetan el
vestido a sus hombros. Eunice me remarcó lo bien que le quedaba mi regalo
con la prenda. Y, a pesar de que no tenía idea de cómo iba a vestirse,
considero que más bien es ella la que lo luce perfectamente. Me siento
orgulloso del esplendor que deslumbra siempre. Además, no podría
encontrarme más hipnotizado.
Recargo un hombro en el cancel y también miro las luces nocturnas de
Atlanta, donde la mayoría están durmiendo. Ya es más de medianoche, eso
seguro. Y, aunque las bebidas de la fiesta hicieron lo suyo en mi raciocinio,
me encuentro embriagado de deseo más que de licor.
—Elle, está refrescando más. Entra.
Ella se gira a mirarme y, sin decir nada, se encamina hacia mí. Sus
mejillas están sonrosadas, supongo que por el viento. Tiene un tono más
rojo en la punta de la nariz, así que me siento obligado a inclinarme y
depositar un beso en ella, solo para darme el gusto de tocarla.
Sus ojos me miran con atención.
—¿De verdad estás bien con mi negativa al matrimonio?
Tardo un par de segundos en responder.
—Es verdad que me gustaría hacerlo contigo, pero, además de querer
respetar tus deseos, aunque a mí me cause cierta decepción, soy consciente
de que hay mucha lógica en lo que dices: para amarte no necesito que nadie
me entregue un papel explicándome que te debo fidelidad, respeto,
comprensión y apoyo. Por el resto de mis días, de ser posible.
La miro parpadear varias veces, y entonces dice—: Sería un sueño
escuchar que repitieras todo eso delante de una multitud. Por lo que
implica, pero en serio te agradezco por pensar así, por actuar para mí.
Tiro de su mano con delicadeza y la guío al interior del departamento,
cerrando el cancel para que el aire no se cuele. Una vez adentro, la abrazo
con todas mis fuerzas. Y aspiro el aroma de su perfume; sus brazos se
enrollan en mi cintura hasta que la presión se vuelve tan necesaria entre
nosotros, que me agacho para mirarla a los ojos.
—Te compré algo —musito, un gesto sonriente en mi cara.
—No me gusta que gastes en cosas que...
—En primer lugar —la interrumpo—, yo respeto tus ideales. Así que te
pido lo mismo: respeta el hecho de que sé cuáles cosas te hacen sonreír. Y,
en segundo, esto no es más que un aliciente para que duermas conmigo.
Después de remangarme la camisa, me inclino sobre la mesa de la sala y
le sirvo primero a ella, que se la queda mirando a la botella y esboza la
sonrisa más trasparente que he visto en toda mi vida; me provoca tantos
sentimientos que, al tiempo que le entrego la copa, observo cómo sus dedos
rodean el cuerpo y se la llevan para oler el vino.
Es su favorito, sí, pero además, tiene un significado extrañamente único
para nosotros.
—Dijiste que había sido un error —musita, tras darle un trago.
Lo bebimos juntos una vez; en Indianápolis, cuando a mí me dieron el
Art Rooney.
Ya sabía que me lo iba a mencionar, pero decidí sacar a colación ese
recuerdo, por medio de la bebida. Elle se sienta con delicadeza en el sofá y,
acomodándose de forma elegante, cierra los ojos, extasiada por el sabor.
La copa que yo me sirvo tiene menos líquido, y no sorbo de ella hasta
que estoy sentado frente a Elle, cuya mirada está posada en mí.
—Era un error para ti. Te lo dije una vez. —Estudio la manera en la que
bebe y me deleito en la imagen que me devuelve su figura, sentada a pocos
centímetros de distancia, regalándome algo que no se puede imitar jamás—.
Pero el caso es que quería confesarte una cosa respecto a esa noche.
—¿Sobre tu relación con Monique?
Niego con la cabeza, y le doy otro trago a la copa.
Elle la lleva por la mitad.
—No, sobre por qué acabé en tu cama ese día —me río, y ella me imita;
sorbe de su copa antes de mirarme de nuevo—. Me gustan tus escotes.
Mucho —espeto, lanzando una mirada breve a la línea de sus pechos.
Un bonito sonrojo aparece en sus mejillas. Así que aprovecho la
oportunidad para acercarme más a ella y peinar el mechón izquierdo que
cae sobre su rostro. También siento cómo se me acelera el pulso en cuanto
su olor impregna con fuerza mis fosas nasales.
Elle, taciturna y pendiente de mi mirada, le da un nuevo trago a su copa,
esta vez más largo.
Una gota de vino se desliza de sus labios y, antes de que se la retire con
los dedos, pongo la mano en su nuca y me reclino sobre ella; desde su
mentón, succiono el líquido que se ha resbalado hasta la parte inferior de
su barbilla. Sin retirarse, Elle pone una mano en mi hombro, y con la yema
del dedo traza una línea hasta mi abdomen.
No he llegado a sus labios para arrebatarle el sabor a vino tinto, cuando
le siento apartarse.
—¿Y qué otra cosa, aparte de mi escote, te hizo acabar en mi cama esa
noche?
—Le dijiste al periodista que nos entrevistó que estabas orgullosa de mí.
Ella enarca una ceja. Pasados varios minutos, estamos tan pegados el
uno del otro que me llevo la mano al pelo porque necesito tener las manos
quietas.
—Sigo estándolo.
—Hablaste del fútbol como si te gustara.
—Me gusta. Y tú lo practicas, lo cual lo hace diez veces más entretenido
—susurra y, sin que yo lo espere, aproxima su rostro al mío.
Ella se remueve incómoda en su lugar. Miro la gargantilla colgada de su
cuello. Con un dedo, dibujo el contorno de las rosas en diamante y el corte
sencillo que Eunice les mandó hacer. Noto que Elle se estremece ante mi
toque, a pesar de que estoy acariciando solo el metal de su joya.
—No tendrías que haber gastado en algo así —me dice.
Clavo los ojos en los suyos.
—Da la casualidad de que no creo en las instituciones financieras tanto
como en mi sentido común para darte todo lo que te mereces. Puede que un
regalo como este no diga mucho, pero la verdad es que no venden pedazos
de cielo empaquetados. —En silencio, Elle ladea su cuerpo y, por el
vestido, se ve obligada a curvar las piernas un poco. Yo miro, embelesado,
su abdomen plano y el cómo se ajusta en su busto, el cual es más generoso
desde que nació Beth—. Quítate ese vestido ya. Debes de estar cansada de
traerlo.
Elle se echa a reír con soltura y, mientras yo dejo las copas en la mesa,
poniéndome de pie, niego con la cabeza.
—Qué considerado eres, Bee —me dice.
—Ahora vuelvo.
No me giro para mirar su expresión, y voy hasta la cómoda de mi pieza
para sacar lo que pueda protegerla del frío. Al regresar a la estancia, suelto
la manta en el sofá y ella se acomoda en él, mirándome.
—¿Me ayudas? —pregunta, al tiempo que se levanta la falda hasta la
espinilla.
No digo nada; dejo que mi mente divague en sus deseos y me acuclillo
frente a ella. Cuando tomo la correa de uno de sus tacones, siento, de
manera inevitable, la suavidad de sus pies y el contorno que tienen sus
piernas. Luego de retirarle el primer zapato, me doy cuenta de que respiro
más hondo que otras veces.
Empiezo a quitarle el segundo, y entonces levanto la mirada.
—¿Vamos a dormir aquí? —me pregunta.
Tiene las manos elevadas sobre su cabeza. Se está desanudando el moño
y poco a poco, el volumen completo de su cabello se cae en sus hombros,
rizado por la trenza.
—Pensé que querrías que siguiéramos con la charla de antes —digo.
De esa manera, el rostro de Elle adopta una máscara más seria y, a pesar
de ello, me causa una fiebre interna bastante conocida estos días. Dejo sus
zapatos a un lado, para sentarme en mis talones y, con las manos en las
piernas, admirarla. Mientras ella se retira el collar, muy lento, yo me relamo
los labios y parpadeo varias veces.
Con toda esa imagen, reúno fuerzas para erguirme y recoger las copas y
la botella. Frente al sofá, me aseguro de retirar la mesa céntrica lo suficiente
y veo cuando Elle se levanta.
—La primera vez que vine aquí no puse atención a eso —dice,
apuntando a la chimenea eléctrica que sirve de decoración a la pared del
frente.
—Nunca estoy lo suficiente como para usarla —admito, las manos en la
cadera.
—¿Puedo encenderla? —inquiere Elle.
De la repisa cercana, donde yacen ciertos objetos decorativos, tomo el
control que se necesita para hacerlo y se lo entrego. Cuando la acciona,
hago descender la luz de la estancia y la ayudo a sentarse, imitándola.
Cruzo la mano a través de sus hombros. Acaricio su cuello con la nariz,
repasando el aroma de su piel. No me pasa desapercibida la manera en la
que mueve la cabeza para darme libre paso.
Tengo una mano en el dobladillo del vestido; Elle se ha dado cuenta pues
ha cerrado los ojos. Su pecho sube y baja y, cuando respira con dificultad,
sus senos se realzan con más ímpetu. Le doy un pequeño beso en la mejilla
y estiro más la falda de su prenda. Entreabro los labios al tiempo que pongo
una rodilla en el sofá, estirándome.
Y, después de levantarme, sujeto sus manos para llevarla conmigo. De
pie a tan solo medio metro, hago un repaso visual de su apariencia. Ella da
un paso hacia mí, titubeante y empieza a desabotonar, poco a poco, mi
camisa. La ayudo desfajándome mientras observo las muecas tímidas de su
rostro.
Acabo de convencerme de que tiene razón respecto al matrimonio; aquí
mismo, sé que soy el único que ha estado con ella; hace mucho que se hizo
una promesa a sí misma. Me dio fidelidad, cariño, comprensión y amor.
Todo ello sin un papel de por medio que le dijera cómo compartir su vida
conmigo.
Se ha mordido el labio inferior, por lo que, tras quitarme la camisa y
arrojarla sobre el sofá, me agacho hasta su rostro y sujeto su labio superior
con los míos, tirando de él con una succión suave.
—Quiero verte —susurro.
Sin decir nada, Elle se gira sobre los talones y me enseña su bonita
espalda. La silueta de su cuerpo se remarca con tanta perfección, que casi
me duele tener que deshacer el lazo en su espalda baja. Hay un cierre
debajo, así que me tardo unos minutos más en poder ayudarla; ella se quita
los tirantes del vestido. Deja caer la prenda hasta el suelo, con la misma
delicadeza que siempre.
Yo me pego a ella más y siento la calidez de su piel, junto a mi pecho.
Gracias a esa libertad, deposito un beso en uno de sus hombros. Ella se
vuelve entonces, mirándome; la sensación que me produce mirarla así, con
los labios separados y los ojos puestos en la desnudez de mi torso, no se
compara a nada que haya experimentado antes.
Incluso ha superado cada beso pasado, cada caricia y cada encuentro. Se
ha superado a sí misma y en el camino me ayudó a encontrarme.
—Necesito que me hagas una promesa —me espeta. Yo asiento—.
Quiero escucharte decir que no vas a volver a alejarte. —Acaricio su rostro
con una mano y con la otra la atraigo hacia mí, por la cintura—.
Prométemelo, Brent.
Apoyo mi frente en la suya, suspirando.
—Te lo prometo. —Acaricio la textura de su braga, que es muy pequeña
y casi se confunde con su piel.
—¿Nunca más? —me insiste.
—Nunca más, amor.
La empujo ligeramente para hacer que se recueste en el sofá otra vez. Y,
una vez que ella me mira desde esa postura lánguida, dispuesta, coloca las
manos en el respaldo. Ella espera que le dé un beso, o que la acaricie en el
rostro, pero aprieta los párpados cuando nota que toco, inclinándome, uno
de sus pechos, tan bonito y redondo.
Quito la rodilla del cojín para ayudarla a que se acomode mejor, y en
cuanto veo que se tensa, me reclino sobre ella, acariciándole el interior del
muslo.
—La verdad es que tú también me pones muy nervioso —admito,
mientras acaricio su abdomen, donde se sienten un par de marcas vestigio
de su embarazo.
No cambio de posición cuando las miro, y Elle se remueve en el sofá,
repantigándose.
Tiene los codos clavados en el cojín.
—Las cosas han cambiado mucho —musita; su rostro augura
inseguridad por las estrías, así que dejo de mover la mano sobre su ombligo,
antes de que ella reponga—: Ya no soy virginal en lo absoluto.
Una acidez se abre camino en mi garganta. De golpe, termino de hacerla
que baje hasta la alfombra y coloco las palmas a los lados de su cabeza. Me
aseguro de que todo su cuerpo está dentro de la tela tibia que recubre el
laminado, para agacharme por completo, abriéndole las piernas de forma
brusca y arrancándole uno de esos besos que no se deben de dar en público.
Me apoyo en el antebrazo derecho; Elle está respondiendo a mis caricias
con tanto ímpetu que de pronto desconozco mi contención y empiezo a
masajear su seno, desesperado. Cuando ve que no voy a liberarla de mi
boca, y que no tengo intensión de aminorar el ritmo, dice algo en contra de
mis labios.
Es imposible que no me sienta tan impotente cuando cree que a mí me
puede importar algo de lo que, en cierta forma, también soy responsable.
—Estás más hermosa que nunca. Te deseo tanto...
—¿De veras?
Lentamente, me incorporo hasta sentarme en la alfombra. Hago que ella
se levante también. Y, en cuanto lo hace, clava sus ojos en los míos.
Está de rodillas en mitad de mis piernas; flexiono una para que pueda
apoyarse y, mirándola con atención, bajo los costados de su braga. Cuando
está por la mitad de sus muslos, palpo, sin prisas, su monte de venus; uso
mis dedos para encontrar la parte más sensible de su centro. Mas, en cuanto
la siento sujetar mi mano, aspiro el aroma que dejan sus senos, justo frente
a mi rostro.
—Quiero estar en tu interior; tanto, que me duele.
Al abrir los ojos, Elle pone las manos en mis hombros. Su mirada es
tierna, febril y nerviosa al mismo tiempo.
—¿Las erecciones duelen? —me pregunta.
Trago saliva al escucharla.
Estoy ardiendo por dentro y, hasta que no la haga mía de una vez, no voy
a poder demostrárselo.
—Esta sí. Y duele mucho —susurro.
Sabiendo que no va a impedírmelo en esta ocasión, introduzco un solo
dedo en el capuchón de su parte más íntima. Y me abro camino hasta que
hallo su entrada. Elle emite un ligero gemido y se muerde un labio, para
reprimirse.
Entonces, cierro los ojos, al sentir su interior; uso otro dedo y la acaricio,
despacio.
—Bee... ¿qué haces? —inquiere, en un resuello.
—¿Estás incómoda?
Ella me mira hacia abajo, y espeta—: No. Me gusta, pero es que...
Aprovechando que me mira a los ojos directamente, hago un
movimiento adentro y afuera con los dedos, en su interior que cada vez está
más resbaladizo.
Siento cómo ella me rasguña los hombros, al apretarlos con sus dedos.
—Quiero que te mojes mucho. Para mí, ¿sí?
—Sí. Lo que tú quieras —dice, con la voz entrecortada.
Se abraza a mí cuando las piernas le flaquean y se sostiene de mi cuerpo,
por lo que yo persisto con mis dedos y me aseguro de, en más de una vez,
tocarla como se merece. Me tiemblan los labios y no soy capaz de contener
esto que siento. Elle ha comenzado a besar mi cuello, al grado de que sus
succiones en mi piel encienden en mí algo de lo que no sabía que era capaz.
Estoy repitiendo la acción en la cima de sus bonitos pliegues, que son
suaves… Pero entonces ella emite otro de sus gemidos agudos y a mí se me
eriza la piel al escucharla. Siento un ligero espasmo en su sexo, así que
abandono mi tarea en su interior y, sujetándola para que no se caiga, me
pongo de rodillas frente a ella. Hago que se pegue a mí en un abrazo.
Ella acaricia mis hombros, y me ofrece su cuello. Cuando la beso allí,
busco la línea de su clavícula y desciendo hasta el hueco de sus pechos;
tiene los pezones endurecidos y, en cuanto lamo el primero, mi erección se
aprieta más a mi ropa interior. No quiero abrumarla, y por eso voy a esperar
un poco para liberar lo que me está matando justo ahora.
Es un deleite para mí poder lamerla así, y encontrar que le gusta que la
toque, que se pone húmeda nada más por mis manos en su sexo. Por mí.
—Me siento muy ansiosa, amor, por favor; alivia esto ya.
Paso mi rostro por sus cimas una vez más, antes de levantar la mirada y
pedirle—: Dímelo otra vez.
Ella me devuelve la mirada. Me extasía ver lo excitada que está.
—¿Qué cosa?
—Dime que soy el único. Que me elegiste.
Sentándose también en sus talones, Elle se pone frente a mí, con
expresión dulce.
—Eres el único. Porque así lo decidí. Y te voy a elegir siempre que tú
me des la oportunidad.
No espero más. Y me abalanzo sobre ella tan abruptamente que tengo
que agarrarla por la espalda con una mano, mientras la deposito sobre la
alfombra.
Guiado por mis impulsos de amarla siempre, me prometo que haré todo
cuanto esté en mis manos para saberla feliz. Siempre.
20
Elle
No sé qué hora es cuando abro los ojos; las cortinas de la habitación son
grises, de modo que la luz que pudiese entrar a través de la vista es muy
pobre. Hace frío a causa de que el aire acondicionado está encendido
todavía, así que, percatándome de mi entera desnudez, me acurruco en el
colchón, sentada, y flexionando las rodillas, hasta que me cubro totalmente
con la manta.
Echo un vistazo alrededor para comprobar que estoy sola en la cama. El
lugar donde antes ha estado Bee se encuentra vacío; no puedo evitar sentir
una extraña desesperanza al saber que, después de este día, así me
encontraré en mi alcoba todas las mañanas. Mientras admiro la extensión
amplia de la pieza, me es imposible no acordarme de cada una de las
caricias que me hicieron padecer esta noche. Pero, en cuanto escucho la voz
grave de Brent, que atraviesa el pasillo, mis nervios se disparan hasta el
cielo y tengo que fingir que me estoy anudando el cabello en lo alto de la
cabeza. Él se adentra poco después en el cuarto, con el teléfono local
pegado de su oído izquierdo. No lleva puesta camiseta y lo único que
recubre la parte baja de su cuerpo es un pans de lana que, de todos modos,
hace lucir sus piernas.
Está perfecto; tiene el pelo alborotado y no hay rastro de desvelo en él.
Clara alusión a que un leve desvelo como el de anoche, puede hacer muy
poca mella en su cuerpo. Aparte de eso, se nota que va lleno de energía. Y,
si ignoro por completo la vergüenza, yo también me siento de ese modo:
completa. Como una pieza que ha sido encajada en el lugar correcto.
Él me dirige una sonrisa tenue en cuanto cuelga. Quiero preguntar con
quién estaba hablando, pero, a decir verdad, no sé si tengo ese derecho.
Tampoco sé qué hacer ni qué decir cuando se acerca a mí y se sienta a mi
lado. Mucho menos sé qué carajos hacer una vez que levanta la mano y
comienza a trazar caricias en mi cuello.
—Son las nueve —me dice, aproximándose.
Planta un ligero beso sobre mis labios y yo me tenso al instante,
apretándolos porque aún no he hecho los ajustes de rigor en cuanto a mi
higiene.
Dios... Ni siquiera quiero mirarme en el espejo; estoy completamente
segura de que mi aspecto es terrible. Y, aunque Bee no parece amedrentado
por mi apariencia por las mañanas, tras una sesión nocturna bastante
entretenida, me temo que no podré mirarlo como es debido si no bajo de la
cama y me meto en el baño durante una larga y merecida hora.
Entonces reparo en un hecho muy importante: Beth.
Y, como si hubiera leído mi expresión, Bee dice—: Acabo de llamarle a
Miriam para que te traiga algo de ropa y de paso nos deje a Beth. Le dije
que puede tomarse el día, también. Espero que no te moleste. —Niego con
la cabeza, y me quedo pendiente del cómo me mira—. ¿Quieres que envíe
tu vestido a la tintorería?
—Está bien así. Mañana lo llevo yo.
—No me molesta; pedí que nos trajeran algo para desayunar: la verdad
es que me muero de hambre —dice, en tono alegre; me extasía verlo tan
ligerito para conmigo, y esa sensación de orgullo hace que se inflen mis
ánimos, todavía más cuando me dice—: Estaba pensando que podíamos
pasar el fin de semana en Allatoona. Al fin y al cabo, no trabajas; ya le
llamé a Cox.
Esbozo una sonrisa taciturna, abandonando la comodidad de las cobijas.
Él no baja la vista a mi desnudez ni se molesta en cambiar de expresión. Lo
cual me hace sentir más cómoda. Minutos más tarde, ya que he salido por
completo de la cama, Bee me extiende una toalla. Me envuelvo en ella sin
dejar de mirarlo, mientras teclea con rapidez en su teléfono.
Me doy cuenta, para mi pesar, de que las prendas que me quité anoche
están perfectamente acomodadas en un sofá al final de la habitación. Así
que descubro que Bee, además de atento, está muy perspicaz este día. Si
sigue de este modo, me va a costar mucho más acostumbrarme a
despedirme de él cuando tengamos que separarnos.
—No te importa que pase al deportivo antes, ¿verdad?
—Para nada. —Busco mi teléfono en algún sitio y, cuando lo encuentro
sobre una mesa en la esquina, empiezo a revisar mis notificaciones; son
tantas que me limito a leer los mensajes de Miriam respecto a Beth—. Voy
a ducharme.
Bee se limita a lanzarme una mirada curiosa y sonríe. Luego, sentándose
en el sofá contiguo, se coloca el móvil al oído. Escucho su voz a través de
la madera una vez que me adentro en el baño. He recargado la espalda en la
puerta. Cierro los ojos, perdiéndome en algunos de los recuerdos que no
pienso olvidar nunca. Probablemente, esta ha sido una de las mejores
noches de mi vida. Lo extraño es que todas han sido con él. Pero, de verdad,
esta ha sido una de las mejores.
Sin meditarlo mucho, me paso una mano por el pelo y me pongo,
temerosa, frente al espejo; doy gracias al cielo de no tener un cabello
rebelde. Porque, a pesar de que ya no llevo los rizos que me hice para el
peinado de anoche, lo tengo desprolijo y ajustado a los lados del rostro,
cuando lo suelto del moño que me envolví. Mi cara, por el contrario, tiene
unas leves ojeras que, para mi fortuna, puedo cubrir muy bien.
Después de meterme en la regadera, en varias ocasiones, al tiempo que
me enjuago y hago todo para estar limpia, las imágenes de lo que pasó
anoche se reparten por mis recuerdos. Evoco, principalmente, lo que dijo
Bee: puede que no se le dé el romance que yo leí en los libros, y que su
manera de decirme que me ama sea hosca, a veces desesperada, pero lo
tengo todo tan claro que me siento estúpida por haber dudado antes.
—Elle, Miriam te trajo algunas cosas que podrías ocupar —dice él, del
otro lado de la puerta.
El estilo moderno del baño no entorpece la manera en la que me siento.
Incómoda a pesar de que este sitio le pertenece. Porque hace años que vine
y que me vi por primera vez, tras entregármele. Sin saber que esa noche
marcaría el resto de mi vida y definiría la clase de personas que los dos
seríamos.
Miro la puerta con un poco de miedo, pero al final le digo que pase.
En cuanto se coloca frente a mí, y deja un neceser de color azul cielo
sobre el tocador, él observa cómo me seco el cabello con una toalla más
pequeña. Ahora va vestido con pantalones de mezclilla y una camiseta de
tirantes; puedo oler el aroma de su loción, y la esencia de madera hace que
se me ericen los vellos de las manos. No puedo contener la emoción que
siento al verlo practicar acciones tan mundanas delante de mí.
Y tampoco puedo aparentar que no me siento rebosante de felicidad al
hacerlas yo también.
—Guardé la gargantilla en la caja fuerte; recuérdame llevártela —
musita.
Creo detectar cierto tono de reticencia cuando lo dice, aunque también
cabe la posibilidad de que sean solo mis pensamientos. Logro ignorarlos
para sacudir la cabeza. Y entonces, al disponerme a sacar mis objetos
personales del neceser, Bee deja de mirarme y se marcha a través del
umbral.
Escucho que emite un par de comentarios; me río al oír que le explica a
Beth que no puede comer dulces por la mañana. Mi hija, al igual que yo, es
una amante de las golosinas. Pero su padre es enemigo de los excesos de
azúcar, por obvias razones; no en balde se mantiene siempre en tan buen
estado de salud.
Después de lavarme los dientes, rebusco en la habitación para llevarme
la sorpresa de que, en efecto, Miriam me ha llevado una pequeña maleta
con ropa. Y encuentro varias mudas dentro; me conoce tan bien, que de
seguro empacó más de un cambio por mi indecisión a la hora de vestir. Al
final, sin hacer mucho énfasis en ello, elijo el primer vestido de verano que
hallo. Va un poco más corto de lo que acostumbro cuando salgo; en el
apogeo de la primavera, lo normal es que los medios días sean inclementes
con los residentes de Atlanta. Así que abandono mi pudor al respecto y me
enfundo en una prenda ligera, en un diseño floreado y discreto. Una vez que
acabo de vestirme, escucho de nueva cuenta los pasos de alguien que viene
desde el pasillo.
Bee me abraza por la cintura y, ahora sí, abandono el cepillo con el que
pensaba peinarme para volverme y estrecharme entre sus brazos. Él se
agacha para depositar un largo, largo beso en mis labios. Muy bien sujeta de
sus hombros anchos, soy consciente de que terminé con una etapa de mi
vida cuando empecé a salir con Gray. Y volví a enamorarme de Bee. Solo
que, en esta ocasión, la permanencia lo ha sellado todo. Estoy tan
enamorada de él ahora mismo, que incluso aspirar su aroma hace que todos
mis órganos clamen por su cercanía. Al separarme, sin embargo, no puedo
hacer otra cosa que abrir los ojos, apenada, y bajar la mirada hacia el suelo.
Bee emite un gruñido y, sin pensárselo, sujetándome por la cintura, me
levanta del suelo. Suelto un resuello al saberme pequeña y dispuesta.
Aunque no me lo proponga, mi cuerpo reacciona a cada uno de sus
ademanes. No obstante, en ese momento reparo en un detalle muy
vergonzoso… dibujado en la base de su cuello…
—No te preocupes; voy a usar una camisa polo así que no va a notarse
—susurra, robándome un beso.
Parpadeo varias veces antes de clavar la mirada de nuevo en su
clavícula, donde se le ha marcado un chupetón que, en este instante, me
avergüenza muchísimo. A pesar de que recuerdo perfectamente en qué
momento se lo hice.
Suspiro un par de veces y cierro los ojos, mientras Bee se agacha para
buscar mi boca y arrebatarme una caricia más exigente. Cuando por fin me
deja con los pies en el suelo de laminado, niego con la cabeza; me seguirá
tomando por sorpresa lo mucho que me gusta su actitud; supongo que es así
cuando no hay ninguna barrera entre la persona que te roba el aliento y tú.
—Es solo que no me gustaría que se fijaran en ello —digo, con un dedo
rascándome la frente.
Bee sonríe, calmado, y se inclina para frotar la punta de su nariz con la
mía.
—Anoche fue una de las mejores de mi vida, ¿sabes? —me dice; el
rubor en mis mejillas no demora. Él estudia mi rostro completo y espeta, en
un susurro—: Descubrí que hacerte el amor se va a convertir en otro de mis
pasatiempos preferidos.
Una sonrisa satisfecha tira de las comisuras de mis labios.
—Y uno de los míos —confieso.
De un empujón leve, Bee me recarga en el mueble trasero y acuna mi
rostro entre sus manos. El beso que le sigue a su movimiento envía, casi en
el acto, un recordatorio: el poco cuidado que tuvo conmigo al repetir. Siento
su lengua juguetear con la mía; su olor también me impregna toda, pero él
se aparta bruscamente y hunde el rostro en mi cuello, mientras respira con
profundidad.
—Estás hermosa. Y no sabes lo bien que se siente poder decírtelo en la
cara. —Está sonriendo otra vez. Yo hago lo mismo, más feliz a cada minuto
por la libertad que hay en sus palabras. Cuando vuelve a mirarme, la
ensoñación en sus ojos hace que me muerda un labio, triunfal después de
saber que su felicidad me importa mucho—. Me encantan tus muslos, tus
piernas y tu cintura; y, por si fuera poco, amo demasiado cuando usas
vestidos cortos.
—Estás loco —sonrío.
Él hace un leve tanteo con su cabeza, y me mira, muy serio.
—Por ti, eso está claro.
—Tienes cosas muy caras en este departamento, Bee —espeto,
girándome—. Deberías de ir a vigilar a ese torbellino que tienes por hija.
—Las cosas materiales se pueden reponer —masculla él.
Se marcha hacia el armario y, a través del espejo, veo cómo saca una
playera estilo polo, blanca. Le queda de maravilla.
O tal vez es que estoy alucinando con él.
—Si tú lo dices... —musito.
Me dispongo a cepillarme el cabello, al tiempo que observo cómo se está
ajustando la correa de un reloj. Tampoco se detiene a mirarme mientras va
de un lado para otro en la habitación. Y, al terminar de arreglarme, trato de
ver que no haya estragos de lo que pasó anoche por aquí. Quito las sábanas
de la cama yo misma y las dejo en la lavandería, dispuestas porque Bee me
acaba de decir que la persona que se encarga de asear el departamento llega
a las doce.
Para cuando voy a la cocina, ya Beth y Miriam están enfrascadas con el
iPad, quizás para tranquilizar por un momento como mínimo las energías de
mi hija. Sonrío y niego con la cabeza. Sintiéndome más hambrienta
conforme el reloj avanza, me dejo caer en el sofá que están compartiendo la
nana y la niña, y le pregunto si ya han desayunado. Luego de escuchar que
Beth ha comido muy bien sus panqueques, me siento con Bee a la isla de la
cocina que forma parte de su departamento. Además, me fijo que no deja de
leer una revista de ESPN, con el ceño fruncido. Estoy a punto de
preguntarle qué ocurre cuando el timbre se deja oír. Miriam se ofrece para
abrir la puerta.
Tras varios minutos de un silencio cómodo, en el que Bee mantiene la
mirada en las líneas de la revista, yo me fijo que Miriam ha vuelto sobre sus
pasos, con Jeremy detrás. El hombre, más corpulento y musculoso que
nadie que yo haya visto antes, se planta en la sala, al tiempo que deja una
caja enorme en el suelo. Tiene los logos del equipo. Brent, luego de elevar
la mirada y darle un mordisco a un gofre, se levanta de la silla. Ignoro el
hecho de que hay sorpresa en su semblante y estiro la mano para tomar la
revista que se encontraba leyendo.
En la portada aparece una imagen un tanto lúgubre de Taylor; en ella se
lo ve serio —como casi nunca— y tiene los guantes rojos y blancos
puestos. El encabezado de la nota principal reza algo sobre su desempeño y
la calificación que tiene como uno de los mejores mariscales de todos los
tiempos, después de otros tantos que son difíciles de comparar. En las
páginas dentro del reporte, se ven imágenes de los entrenamientos durante
el campamento del año pasado. También hay una foto de él con Lana, en su
embarazo. Aluden que tienen una relación muy estable, aunque nunca han
dado señas de ser afectuosos en público. Yo que los he visto interactuar, sé
que ninguno de los dos son personas que se preocupen por lo que la gente
piensa, así que es muy normal que no estén tratando de lucir para una
fotografía en la que se los vea enamorados.
Lo están, no cabe duda, pero no hay por qué dar salto y seña. Además, el
periodista señala que Lana es una mujer destacada en el círculo legal de
todo Georgia. Es una abogada recta, que se distingue por defender a
mujeres de escasos recursos, cuyos casos en su mayoría son por abuso
físico o problemas intrafamiliares. Al recordar su labor, dirijo mis
pensamientos hacia la hermana de Ruth, de la cual no he tenido noticias. De
hecho, mi amiga ha estado muy tranquila al respecto desde que Lana se
ofreció a ayudarla. Me parece que prometió investigar antecedentes de ese
tipo de casos. Para no ir a ciegas.
Cuando paso la página, me encuentro con una fotografía de los
muchachos; Taylor es el más alto de los tres. En Ramsés, sin embargo, hay
un dejo de pasividad incomparable, como si transmitiera paz interior a todo
el que lo mira. Josh también está en la fotografía.
—¿Cuándo fue esto? —me giro sobre la silla, para preguntarle a Bee.
Él ha dejado de revisar el interior de la caja que le ha traído Jeremy. Son
uniformes. Pero los paso por alto para analizar las facciones de Brent,
quien, con el ceño fruncido, parece estar indagando en sus recuerdos.
Parpadeo varias veces y vuelvo a mirar la foto, donde Bee tiene su gorra
habitual puesta al revés y lleva la pulserita que tejió Beth en la misma
mano, junto al reloj.
—Hace algunas semanas —sonríe—. Taylor accedió a la entrevista
porque...
—Damon se lo sugirió —atajo.
Niego con la cabeza, sin poder dejar de lado la sonrisa. Damon Elise es
un agente... estricto con ellos. Los hace enfrentar sus errores escandalosos
como si de ellos dependiera su vida. Este año, el rumor sobre Taylor es que
tiene pensamientos de hacer un retiro temprano. Pero eso está, como lo dice
la nota, fuera de cuestión.
En una de las preguntas Tay responde que a menos de que se viese
obligado no lo dejaría.
—Ya deberíamos irnos —dice Bee, mientras se acerca a mí con sigilo.
Se bebe el contenido de un vaso con jugo y luego me mira otra vez—. Es
una hora hasta allá.
Asiento, pero no me muevo de mi sitio y, en consecuencia, Bee enarca
una ceja.
—Quisiera que Miriam fuera con nosotros —digo.
—¿Sí? —inquiere él.
No hay confusión ni sorpresa en su voz, por lo que creo que estaba
pensando lo mismo pero no quería decirme. Así que sacudo la cabeza para
confirmarlo.
—Beth está acostumbrada a ella y... además... tú y yo necesitamos hablar
todavía.
Una sonrisa fugaz surca los rasgos de Brent, antes de que se incorpore
para mirar hacia el umbral de la cocina. Entonces observo que se saca algo
del bolsillo del pantalón. Le arroja unas llaves a Jeremy, desde donde está.
En lugar de mirar hacia él, me limito a sopesar lo que acabo de decirle.
—Como tú quieras —susurra Bee.
Se lleva el plato en el que ha comido hacia el lavabo, dándome la
espalda. De manera que aprovecho para mirar la foto donde está con sus
amigos. En ella, tiene la misma mirada confiada que siempre. La expresión
tierna, esa forma de hacerte sentir curiosa nada más con mirarte; la simpleza
de su postura.
Abandono la silla después de algunos segundos en silencio. Y, cuando
me coloco junto al lavabo, observo a Bee por el rabillo del ojo. Se está
secando las manos con una toalla.
—Si Miriam no va con nosotros no me sentiré a gusto. Beth tendrá que
dormir conmigo —susurro.
Bee se recarga en el granito de la cocineta y se vuelve a mirarme, con
gesto decidido.
—A mí no me molesta —dice—. Tengo muy pocas oportunidades para
hacerlo.
—Con tu hija puedes pasar todos los días que quieres, pero conmigo...
no vas a tener acceso a mi cama cada noche. Es cuestión de sentido común.
—Y el tuyo es muy agudo, debo decir —sonríe él.
Niego con la cabeza de nuevo y, tras lavarme las manos, lo miro a la
cara.
—Sé lo que quiero. Es todo.
Le acaricio el mentón en un desliz, y me doy la vuelta tan rápido que no
alcanzo a mirar su expresión posterior. Mientras me marcho hacia la
habitación para revisar que Miriam no haya pasado nada por alto en mi
maleta, me percato de que acabo de confesarle que también hoy quiero
dormir con él.
Al principio, la sensación que me embarga es una de angustia, pero
pasados varios minutos, cuando ya le he comunicado a Miriam que irá con
nosotros, me convenzo de que, si este es una especie de noviazgo, hay que
marcar los límites.
Aunque me cuesten también a mí.
Jeremy está sentado en el porche del chalet cuando salgo afuera; hundo
las manos en los bolsillos y, antes de caminar en su dirección, aspiro el
aroma que gira entorno. La paz que inunda mis pulmones se respira incluso
cuando el viento ha empezado a soplar con tanto ahínco. Echo una mirada
al firmamento mientras me recargo en la cerca; el hombre junto a mí está
fumando, así que me hace una seña para ofrecerme de su cigarrillo.
Tras negar con la cabeza, hago una última inspiración, y le digo—: No
había tenido tiempo de agradecerte.
—No te atrevas, por favor —masculla él, y hace un movimiento para
sacudir la ceniza del pitillo; cuando lo veo sacudir la cabeza, él repone—:
Ese pelafustán de Damon fue el que me insistió.
—Claro. Amor de hermanos —me río, y me giro sobre los talones—.
Como sea, gracias. Sé que este tipo de encargos no son lo tuyo.
—Estoy retirado —casi ha soltado una carcajada—. Cuidar de un
muchacho paranoico y su familia me distrae, la verdad. —Enarco las dos
cejas, pero no digo nada y él, tal vez haciendo uso de todo su autocontrol,
se yergue por completo, antes de decir—: Ya va. No ha sido nada. Como te
dije, el tipo tiene mala reputación en el bajo mundo. Si fuera mi familia, yo
haría exactamente lo mismo.
—Menos mal que no todo el tiempo soy un muchacho paranoico —le
espeto—. Elle está tratando de sonsacar a Heather para que le dé su receta
del sushi —mascullo—. Solo vine a decirte que no creo que sea necesario
que veles toda la noche. —Le palmeo un hombro, girándome—. Me voy a
la cama.
Él sacude la cabeza de nuevo y se ríe, pero ya no hace ningún
comentario.
Lo conocí en aquel juego en el que también vi por primera vez a Damon
Elise. A diferencia de su hermano, pues Jeremy tiene un currículum de
mayor cuidado, aunque siempre he dicho que son tan parecidos como dos
gotas de agua; desde las cervezas que beben, hasta sus apuestas a la hora de
ver un partido de fútbol. Incluso tienen ese instinto paternal hacia mí, a
pesar de que a Jeremy nunca he logrado sacarle una conversación que no
sea meramente frívola.
Nunca me he atrevido a preguntarle exactamente para qué instancia
gubernamental trabajó, pero, con las habilidades que tiene, tampoco tengo
muchas ganas de saberlo.
Una vez adentro de la casa, busco a Elle con la mirada; en la cocina, en
cuanto ha visto que terminamos de cenar, Heather ha impedido que Elle
recoja todo de la mesa. Ahora está guardando cosas en el frigorífico con el
que está equipada. Joe, el dueño de los chalets, me la recomendó para estos
días.
Le doy las buenas noches luego de preguntarle por Elle, y ya que me he
internado en el corredor, saco el teléfono del bolsillo. Para apagarlo. Ella,
como dijo que Beth estaría a su vista todo el tiempo, no lo ha encendido
desde que salimos de Atlanta. A decir verdad, presenciar lo que hace
cuando no tiene trabajo, ha sido lo peor que pudo pasarme durante estos
días. Ahora tengo la sensación de que quiero verla así siempre. Sin
embargo, con ella, será mejor que me adapte primero antes de creer que
dejará el trabajo, a sus alumnos, y el montón de cosas que hace y que la
mantienen tan ocupada. Sonriendo, entro en la habitación que dispusimos
para nosotros. Elle está sentada en la cama, observando el techo; frente a
mí, hay un ventanal con vista al lago; la luz apenas invade los rincones, por
las sombras que un castaño deja entrar en la alcoba.
—Voy a... —intento explicarle que necesito usar el baño, apuntando con
el pulgar.
Pero ella me mira con extrañeza y se pone de pie casi de un salto.
—Primero yo —me dice, mientras se aproxima a la maleta que trajo y
empieza a sacar algunas prendas.
Me aproximo un poco y la observo, más confundido.
—Creí que tenías intenciones de dormir desnuda —susurro, y le planto
un beso en la sien.
—Algo imposible con Beth en casa —me sonríe. Se da la vuelta para
mirarme y, mientras se pone de puntillas para alcanzar a rodear mi cuello,
me espeta—: No hay nada mejor que una hija como ella, en lugar de
despertador. Ya vas a ver.
Deja un beso en mis labios y luego se marcha al baño. Yo trato de
ignorar lo que acabo de oír porque, sinceramente, no lo había pensado. Y
eso me hace sentir egoísta. A pesar de tener tantas ganas de estar con ella en
todos los ámbitos posibles de su vida y la mía, Beth debe formar parte de
cualquiera de mis planes.
Por encima de la cabeza, me saco la camisa y la dejo sobre la silla,
donde también reposa mi bolsa de viaje. Al tumbarme en la cama, tras
haber dejado las sandalias a un lado, cierro los ojos, incapaz de recordar
cuándo fue la última vez que me supe tan alegre por un logro. Tal vez no lo
demuestro con expresiones ni muecas, pero me pasa. Lo siento
completamente.
Han transcurrido varios minutos cuando escucho que Elle sale del baño,
luciendo un pijama muy... ligero. Está formado solo por un short diminuto y
una blusa que se le pega por todos lados, dejando a la vista que debajo no
lleva sostén. Además, el color blanco y lo fresco del ambiente, hace que las
aureolas rosadas de sus pechos sean muy notorias.
Trato de hacer caso omiso de ella, y me limito a sonreír, mientras entro
al baño, convencido de que, si un día llega a querer dormir conmigo todos
los días, no conseguirá hacerlo por muchas horas si tiene pensado usar esas
prendas. Sería un crimen.
Pasados varios minutos, frente al espejo del baño, y una vez que me he
cepillado los dientes, pongo especial atención al silencio que hay en la
alcoba. Al salir, encuentro que Elle está acomodando las sábanas, con su
cuerpo diminuto inclinándose hacia los rincones; ha colocado muy bien las
almohadas. El ritual que lleva a cabo con tantos esmero y cuidado, no hace
sino acrecentar mis ganas de hacerle más preguntas.
Tengo que ser el mayor idiota del mundo... Su plática es exorbitante para
mí. Escucharla decir que no salía con nadie, que prácticamente nadie la
había besado nunca, y que hasta mí nunca estuvo enamorada de nadie, ha
sido un crudo despertar; ya que la he desaprovechado a todas luces. He
perdido tiempo valioso. Y, en este preciso momento, lo único que quiero es
que siga sonriendo delante de mí.
Eso me hace pensar que sí puedo, de alguna forma, hacerla feliz.
—Entonces, ¿me vas a dejar desvestirte hoy...? —le digo, tras abrazarla
por la cintura.
Aunque tengo las manos en su abdomen, puedo sentir la tibieza de su
piel a través de la tela del pijama. Elle emite una risita y se da la vuelta,
encarándome.
Veo que pone las manos en mi pecho, y de esa manera me espeta—: Te
doy permiso. Pero con la condición de que me ayudes a vestirme de vuelta.
—¿No le vamos a enseñar a Beth acerca de la privacidad que sus padres
tienen derecho a mantener? —pregunto, y rozo mi nariz con la suya.
—Si le hablo de esas cosas, a esta edad tan prematura, tendría que
explicarle por qué sus padres no duermen juntos. Es complicado aún. Pero
yo creo que pasados sus cinco años...
—Para eso falta mucho —la interrumpo, extrañado.
Elle, con una sonrisa, me sujeta las manos y tira de mí hacia la cama. Se
detiene cuando sus piernas chocan con el borde. Yo le acaricio el cabello
para saborear mejor el dolor por suponer que me mantendrá en esta espera
por más de dos años. Porque, por muy justo que eso sea para ella, a mí no
deja de parecerme una nueva tortura.
Cuando sus labios tiernos buscan los míos, me inclino para abrazarla
más y hacer de la caricia algo ansioso... Casi imprudente.
—Por nuestra hija, tenemos que ser cuidadosos. No quiero confundirla
ni hacerle creer que nos pusimos a jugar a la familia. No al menos hasta...
Noto que titubea y, para ignorarme, pasa un dedo por un lunar que tengo
en el pecho. Ladeo la cabeza, buscando su atención.
—Confía en mí —susurro.
—Los noviazgos siempre están llenos de incertidumbre —musita como
respuesta.
Ella se sujeta de mis hombros y se me queda mirando, hasta que no soy
capaz de aguantar su mirada. Me agacho más en su dirección, dejando un
beso casto en sus labios, pero urgiéndola al siguiente. Comienza a
responder tan rápido a mis caricias y a la presión de mis manos en su
cintura, que el pulso de mis venas tampoco se demora. Con los pulgares, le
recorro la blusa hacia arriba, pero me detengo en cuanto llego a la curva de
sus senos, donde hago una caricia determinada. Trazo un par de círculos en
sus cimas. Ella curva la espalda y se retira.
—No se trata de si confío en ti o no —admite, en un resuello—. Me
prometiste que íbamos a ir con calma.
—Lo sé. Ya te pedí perdón por...
—Mejor dejamos el tema —sonríe, interrumpiéndome; baja las manos
por todo mi torso y se detiene en el cinturón de la bermuda; con sus dedos
delgados, tensos y capaces, empieza a desabrocharlo—. Yo me dije que el
tiempo pondría todo en su lugar. Y aquí estamos. Espera unos meses más,
un año, no sé: lo que haga falta. A lo mejor ya no te atraigo tanto entonces.
Entorno los ojos, pero ella no me está mirando, sino que sigue jugando
con la lycra de mi ropa interior. Dejo caer la bermuda al suelo, mientras
estudio sus rasgos delicados; hay una infinidad de facciones perfectas en su
cara. Las cuales se vuelven pueriles si se la ve triste. Así que, con ganas de
ahogar esas inseguridades del todo, acuno su rostro entre mis manos. Sus
ojos se clavan en los míos un instante.
A continuación, tras apretar los párpados, le digo—: Si tú me dices, en
este momento, que no estás segura de lo que siento por ti, yo pongo punto
final a todo. Te prometo que no volveré a meterme en tu vida y dejaré la
raya bien dibujada entre nosotros. Sé lo que te hice, Elle; y de verdad quiero
que dejes de pensarlo. Para ya. Déjame enmendar lo idiota que fui contigo.
Créeme. Si no puedes perdonarme, voy a entenderlo.
La observo atentamente, esperando a que diga algo. Y, aunque me digo
que puedo oír cualquier cosa para calmarme, lo cierto es que solo hay una
cosa por su parte que pretendo escuchar para convencerme, también, de que
no la perdí en el transcurso de este embrollo. Sin embargo, un sentimiento
que no es decepción, se me incrusta en la garganta, al tiempo que ella
sonríe.
Una especie de desmoralización atenaza mi pecho cuando siento que me
abraza. Hago a un lado la sensación de inconformidad, y espero, de
nuevo...
—Gracias por esto. —Ella vuelve a ponerse de puntillas y me besa lento;
la correspondo porque me encanta tocarla, pero ni siquiera puedo cerrar los
ojos—. Me haces feliz.
Con esa pequeña exclamación por su parte, una energía renovada me
inunda. Y, aunque el sinsabor del anterior exabrupto sigue rumiando en mi
mente, me inclino para apagar la luz, la abrazo otra vez, y la levanto del
suelto. La he sujetado por la cintura, así que ella tiene total libertad para
envolver las piernas alrededor de mí.
Hago que se tumbe en su cama, mientras pongo una rodilla en el colchón
y me quedo mirándola... Ojalá pudiera preguntárselo directamente. Pero sé
que, si no me lo ha dicho, si no lo he escuchado salir de su boca, es porque
en el fondo hay todavía algo que la tiene temerosa contra mí.
La ayudo a colocarse bien en la cama, y le saco la camisa al tiempo que
ella levanta las manos. Paso las mías por su pecho cuando me inclino para
besarla. Ella se abraza de mi espalda, arqueándose para encontrarme. Sé
que puede sentirme, que quiere estar conmigo, y que siempre ha sido
sincera respecto a lo que hay entre nosotros.
Sin embargo, también sé que espera muchas cosas de mí. Y por fortuna
estoy determinado a seguir viendo esa sonrisa en sus labios...
—¡Así no, papá! —me explica Beth mientras, con sus dos pequeñas
manos, sujeta la mía para ponerla con el dorso hacia afuera—. Es así...
Sentada sobre su colchón individual, pone su palma en la mía. Ni
siquiera me abarca una cuarta parte de la mano, pero me quedo callado ante
su expresión meticulosa; ella quiere probar que, a pesar de que mis manos
son más grandes que las de su tío Taylor, no tengo madera para ser mariscal
de campo.
Emito una risa suave ante su ceño fruncido.
—Yo puedo lanzar el balón también —digo—. Lo que pasa que se me da
mejor correr, ¿entiendes?
Con una mueca, Beth asiente. Acto seguido, se muerde la lengua con los
dientes, al tiempo que me pellizca la nariz con los deditos. Parpadeo varias
veces antes de notar la manera detenida en la que me observa. Luego, con el
dedo índice, me pasa la yema por el párpado derecho, y el izquierdo
además.
Lleva puesto un pijama blanco, con pequeños dibujos de nubes, en color
azul. Tengo que irme ya, pero Beth no quería despegarse de mí, así que Elle
consideró que lo mejor era que viniera a arroparla.
—Alguien tiene que cerrar los ojos de una vez —comenta esta,
adentrándose en la habitación.
La Abejita mira por unos segundos a su madre y, con un puchero en la
cara, vuelve su atención a mí. Hay incomprensión en su gesto de infante.
Pero he aprendido a no subestimarla diciéndome que no entiende en lo
absoluto lo que ocurre a su alrededor. La prueba está en sus berrinches, que
ocurren solo por la noche, cuando me voy a mi departamento. Nunca pasa si
estoy presente para la comida o cuando tengo que irme luego de dejarla del
jardín de niños.
Quizás sabe más de lo que pienso. Y por eso duele en mayores
proporciones.
—Escucha a mamá —espeto, depositando un beso en su mano.
Ella no hace ni dice nada, sino que gatea hasta mí y recuesta la cabeza en
mi pierna. Tengo el codo apoyado en su almohada, de manera que noto
cuando empieza a parpadear de forma perezosa. Se quedará dormida dentro
de poco.
Lo único que me queda es mirar en dirección de Elle. Después de que lo
hago, ella me sonríe y se da la vuelta. Una vez a solas con Beth en la
habitación, ella estira la extremidad hacia mi mano y toca la muñeca en la
que tengo la pulsera que tejió. Más tarde, ya que le he dado a Manchas, le
explico que las personitas de su edad tienen que dormir más horas, para
evitar la irritación. Y al principio, mientras cierra los ojos, no puedo evitar
pensar en lo que ha ocurrido por mi culpa y la manera expresa en la que he
dañado parte de su crecimiento. Lo más común, aunque no reglamentario,
es ver que las familias estén conformadas por una figura materna y otra
paterna y, a pesar de que Beth las tiene, por mi parte ha tenido una bastante
ausente en ciertos momentos. No deja de afectarme.
Más en estos instantes en los que ella quiere sentirse segura, arropada y
querida. Permanezco en silencio conforme la niña va mostrándose más y
más soñolienta. Entonces, apretándome la mano, cierra los ojos
lentamente. La acomodo debajo de sus sábanas ya que se ha dormido por
completo. Sin despertarla, abandono su calor y entrecierro la puerta,
encendiendo la luz de la lamparilla de pared antes de salir de la alcoba.
También observo el bulto diminuto que ha formado en la oscuridad de su
habitación y, con un gesto de pena, me echo a andar por el corredor.
Elle está en el comedor junto a la cocina, todavía revisando la tarea de
sus alumnos. Le dije que podía ayudarla —en uno de esos arranques por
hacerla sentir mejor—, pero se ha negado de manera rotunda. Al parecer,
porque yo ya tengo suficiente con las exigencias del club y Damon. No
quise insistir, ya que, frente a su carácter, es mejor guardar cierta distancia.
Recorro una silla y me siento a su lado; el libro que me ha regalado está
junto a una de sus carpetas. Lo sujeto cuando ella me dirige una mirada.
—No me gusta que haga rabietas, pero...
—Es mi culpa —la interrumpo.
Ella niega con la cabeza.
—De los dos —dice; la escucho resoplar al tiempo que cierra un
cuaderno; sus cejas están enarcadas—. Por eso no quiero que la
confundamos. No quiero que un día se despierte y vea que me estás
besando como si...
—Lo entiendo perfectamente —me río—. Nada de demostraciones
frente a ella hasta que podamos explicarle cómo funciona esto de los
noviazgos con gente que ya tuvo un hijo. Aunque yo pienso que es algo
muy fácil de exponer. —Ella sonríe, entornando los ojos, así que le espeto
—: Mami y papi han decidido salir un poco, conocerse y darse besitos.
También se harán regalos, como en navidad y en tu cumpleaños. Beth, ¿te
agrada la idea?
—Ojalá fuera así de fácil.
—Ojalá no fuera tan complicado. —Agarro bien el libro antes de
levantarme. Ella también se incorpora—. No tienes por qué preocuparte. —
Sujeto su mano cuando ella me hace una señal de que va a acompañarme
hasta la salida—. Es una niña inteligente que nos entenderá muy bien.
Como ella no dice nada, una vez en el umbral de la puerta, me giro sobre
los talones. Jeremy está a unos cuantos metros de distancia. La casa tiene un
sistema de seguridad que él mismo sugirió, así que ya debe de estarse
marchando. Me despido de él con la mano y luego me despeino el cabello,
convencido de que Elle sigue teniendo miedo.
Esto de tener que confiar en mí es nuevo para ella, así que la comprendo
totalmente.
—Ve con cuidado —susurra.
Sacudo la cabeza, incapaz de encontrar una palabra para darle.
La luz que proviene del interior de la casa, los pilares que están en la
entrada, y las plantas que recubren las dos jardineras vigilantes en el
umbral, hacen una perfecta combinación con la imagen que Elle tiene en
este momento.
—Voy a grabar un spot mañana —musito, acercándome a ella; la acerco
a mí sujetándola con la mano libre y ella pone sus dos manos en mis brazos
—, así que te veo por la noche, si alcanzo a venir.
Una mueca seria aparece en su rostro, pero al siguiente, una sonrisa
deslumbrante se forma en sus labios.
—Me la pasé muy bien —dice, al tiempo que rodea mi cuello con sus
manos—. Acuérdate de lo que hablamos...
—Cómo olvidarlo —le espeto.
He inclinado la cabeza hacia su rostro y ella apoya sus labios en los
míos; los mueve poco y el tiempo suficiente para hacer que mis manos
busquen apretarla contra mí. No quiero dejar de abrazarla, ni dormir lejos
de ella. Y, aunque es posible que Elle tenga sentimientos parecidos, sus
ironías y pretextos causados por la desconfianza, me dicen que debo de ser
muy paciente. Así como lo fue conmigo.
Me separo unos instantes, mirándola a los ojos...
—Buenas noches —murmuro.
—Buenas noches. Déjame saber si te gustó —dice, al separase.
Levanto el libro, sujetándolo fuerte y reprimo una risa.
—Tiene buena pinta —susurro, dándome la vuelta.
Estoy en mitad del camino hacia la camioneta, cuando escucho que ella
exclama—: ¡Bee! —Mirándola por encima del hombro, parcialmente vuelto
hacia ella, enarco una ceja, y entonces me dice—: El miércoles tengo una
junta con los padres de familia, así que acabaré antes del mediodía y así...
podríamos ir a por Beth juntos. Si quieres... O sea, pensé que... Pero igual si
estás ocupado...
—Si no puedo venir el martes —atajo, sonriendo por el titubeo en sus
palabras—, te llamo por la noche. Para saber a dónde paso por ti.
Una sonrisa lúcida se forma en sus labios. Le hago una seña hacia mi
camioneta, y ella sacude la cabeza comprendiendo que ahora sí debo irme.
Abro la puerta del conductor tras quitar la alarma. El chasquido del seguro
hace que, por unos segundos, la realidad se sienta menos apretujada en mi
mente. Sin embargo, ya que me siento en el lugar del conductor y dejo el
libro en el otro, soy consciente de que la soledad me pesa porque ya
conozco lo que hay del otro lado.
No reniego de ese espacio de tranquilidad que uno adquiere cuando no se
le tiene miedo, pero hoy que me desperté con los brincos de Beth a mi lado,
y su voz cantarina pidiendo un desayuno (cuando el sol apenas ha salido),
no siento que pueda existir una cosa mejor que esa; con todo y el
cansancio.
La parte despierta de mi cuerpo, la que nunca se ha hecho lío con nada,
me dice que esta desesperación que me embarga es el fruto de lo que yo
mismo sembré. Y, en vista de que eché a perder aquella cosecha...
Tengo que empezar de nuevo.
25
Elle
Pauline, una de las profesoras que trabaja conmigo en Sutton, chasquea sus
dedos frente a mi rostro. Parpadeo varias veces e ignoro el sentimiento de
terror que ha invadido cada uno de los miembros de mi cuerpo. Bajo la
mirada hacia los libros que sostengo en las manos, con miedo de que se me
vayan a caer. Y, cuando dirijo mi atención hacia la entrada del
estacionamiento del colegio, la imagen que me sacó el aliento ya no está.
—De verdad que estás obnubilada —se ríe mi compañera—. No te
detengo más...
—Lo siento, es que creí ver a alguien —admito, en un susurro.
Pauline lanza una mirada sobre su hombro y, con gesto de curiosidad,
vuelve a mirarme a mí.
—¿A Slenderman? Ahí no hay nadie, cariño. Pero, vamos, quita esa
cara. Se te hace tarde —apoya las manos en mis hombros y me da un ligero
tirón.
Le sonrío porque, sinceramente, no puedo hacer otra cosa.
Cuando ella se da la vuelta y empieza a andar hacia el interior del
enorme edificio de ladrillo, echo un vistazo de nuevo al portón. Al
comprobar que no hay nadie allí, sacudo la cabeza, mientras abro la puerta
del coche. Acciono la palanca del maletero para guardar todo el material, y
una vez allá, dejo los libros y las tareas pendientes.
Apenas cerrar con un ligero chasquido, escucho los pasos a mis espaldas.
He girado tan lento que, en cuanto lo tengo frente a mí, dejo caer las llaves
del coche. Estoy tan atónita en este instante, que no me puedo mover ni
siquiera aunque lo intento. Como acto reflejo, sin embargo, recargo la
cadera en el auto y aprieto los puños.
—Ya decía yo que me parecías conocida —espeta el hombre.
Él estira la mano y me ofrece las llaves. Las miro con aprensión, aterrada
ante la expresión de confianza que Ed, el esposo de la hermana de Ruth,
tiene plantada en su cara. Atemorizada por lo que implica su presencia aquí,
extiendo la mano para sujetar las llaves. Noto que el sujeto las retiene por
una milésima de segundo. Y, cuando las libera por fin, miro a un lado y otro
buscando no estar sola con él. Por desgracia para mí, no hay nadie en lo
absoluto. Lo único en lo que logro pensar es en lo que me dirá Bee.
De manera absurda, mis pensamientos se dirigen a Ruth. Porque, cuando
quiere, Brent puede ser pesado y sobreprotector. Lo tengo sabido.
Se enojará con ella.
Trago saliva para contener el miedo, y le digo—: Por favor, no me tuteé.
Giro sobre mis talones, caminando con rapidez hacia la puerta del
conductor. Pero, entonces, la voz crispada y asquerosa del sujeto, se hace
oír a mis espaldas.
—Pensaba que podías darle un recado a mi cuñada. —Me quedo de pie
con la puerta entreabierta, pero no me vuelvo a mirarlo—. Dile que no se
olvide lo que hablamos.
Sin pensármelo, me acomodo en el lugar del piloto e inserto la llave en
su habitual ranura. Mis dedos están tan temblorosos que, bajo ninguna
circunstancia, pienso moverme del estacionamiento. Como primera opción,
me planteo la idea de regresar al interior de la escuela; pero de inmediato
me digo que eso solo incrementará mis nervios.
No quiero verme rodeada de gente.
En este instante, con precisión, solo necesito a una persona. Así que
busco mi teléfono en la bolsa que dejé en el sitio del copiloto, y a tientas,
suspirando varias veces para normalizar mi respiración agitada, marco los
dígitos del número que el mismo Bee me guardó en el teléfono hace unos
días. El de Jeremy.
Si le digo directamente a Brent lo que ha ocurrido, sé que los resultados
no serán buenos. Y, por consejo del mismo Jeremy, decido recurrir a quien
puede ejercer algo de autoridad sobre él.
—No le diga nada a Miriam. Solo... explíquele que el coche no me
enciende y que me gustaría que viniera a recogerme.
—Sí, perfecto. Igual podría llamar a una grúa mientras llego a por usted
—comenta el hombre, en tono tan neutro que incluso me calma los nervios.
Al segundo siguiente, continúa—: Estoy de camino.
—No, no —susurro, con la pena estrangulándome—. Venga en un taxi.
No quiero conducir y, si le llamo a Bee primero... Usted sabe...
—Claro. Entonces ahí la veo.
En cuanto cuelga, aprieto el volante del coche en mis dos manos y cierro
los ojos. Quiero pensar que estoy exagerando, que este miedo es producto
de mi imaginación y que, si desvío mi mente en otra dirección pues seguro
hallaré que no tengo por qué preocuparme. Siento las ansias llenar el vacío
de mi pecho, pero ni siquiera el buscar los últimos mensajes que compartí
con Bee por la mañana, consiguen tranquilizarme.
Varios minutos más tarde, con la vista clavada en la foto que él mismo
subió la tarde del viernes pasado, cuando llevó a Beth a dar un paseo junto
con Tay y Leah, escucho que alguien golpea suavemente la ventanilla. Y me
vuelvo, tan asustada, que Jeremy alza una mano y, con un ademán, me
indica que le quite el seguro a la puerta.
Él la abanica para dejarme salir...
Y yo me rasco la ceja izquierda, mirando a los lados como si el espectro
pudiera volver otra vez.
—Este... yo no... Lamento molestar. Pero quedé de comer en casa y no
creo poder conducir —farfullo.
La inspección que Jeremy le hace a mi rostro me deja más aturullada
aún, de modo que niego con la cabeza, sin comprender. Tampoco puedo
moverme.
—Venga —dice, poniendo una mano en mi hombro.
El gesto es tan conciliador que no reparo en que mis pies,
automáticamente, empiezan a guiarme en la dirección en la que Jeremy me
indica. Las plataformas que llevo puestas me lastiman las plantas de los pies
y no me veo liberada de la sensación presurizada de mi pecho, hasta que
Jeremy no me abre la puerta del copiloto. Me dejo caer en el asiento con
tanto alivio que, si no fuera porque es un casi desconocido para mí, me
echaría a llorar ahora mismo.
Los días que ya pasaron todo había salido tan bien y yo estaba tan feliz,
que sentirme así me parece algo ridículo.
—Póngase el cinturón, por favor. Y cuénteme qué ha ocurrido —musita
Jeremy, mientras se ajusta al asiento y enciende el coche; antes de empezar
a conducirlo, no obstante, se saca algo de la chaqueta que lleva puesta; es
una tablilla empaqueta de chocolate amargo; me la ofrece con una sonrisa, y
yo titubeo—. Es para el shock que es obvio tienes. El azúcar ayudará. —
Miro la barra cuando la sujeto, y me doy cuenta de que es un Hershey's de
los que Bee me compró el domingo en el cine—. Dicen que son tus
favoritos.
Esbozo una sonrisa tímida y empiezo a quitarle la envoltura.
—Gracias —espeto, cuando le doy un mordisco a la tablilla—. Es... Ha
sido el esposo de Rachel.
—La hermana que le queda a Ruth, sí —comenta. No me sorprende que
lo sepa ya, dado que Bee debió de darle detalles respecto al porqué de su
contratación—. Y... ¿qué quería?
—Asustarme —digo—. Me pidió que le diera un recado a Ruth, pero eso
no tiene sentido.
—No. Pero siempre es más lógico que apunten a lo más alto. Con esto
no quiero decir que Ruth se menos valiosa que tú, aclaro.
—Lo entiendo.
—Brent está en el club, si no me equivoco —masculla el hombre, y yo
asiento, así que él prosigue—: Entonces iremos a tu casa y te quedarás ahí
hasta que llegue. No sucede nada, Elle. Va todo de maravilla.
Logro sacudir la cabeza, y Jeremy susurra que continúe comiéndome el
chocolate. Mis nervios menguan mientras el coche avanza por la poco
transitada calle en la que se encuentra Sutton, y cuando nos adentramos en
Normandy Drive, ya empiezo a sentir que el momento ha sido más una
pesadilla.
La calle en la que he vivido todo este tiempo se encuentra en un área
familiar, tranquila y con tantas áreas verdes como un jardín emblemático.
Además, las propiedades tienen una extensión enorme en los frentes, lo que
hace que entre un porche y otro haya un montón de espacio. Frente a mi
casa hay una rotonda por la que tenemos que tornar antes de aparcar en el
patio delantero.
Ya que se estaciona allí, Jeremy se baja del automóvil, lo contornea y me
abre la puerta de mi lado.
—No le digas a Bee cómo me viste, por favor —musito—. Se pondrá...
—Histérico. Lo sé. Un problema en las hormonas de los muchachos hoy
en día.
Ha esbozado una sonrisa tan cándida que me toca corresponderle.
—No es un muchacho hormonal. Eres muy severo con él —admito.
Ni siquiera me doy cuenta de que lo estoy tuteando. Pero, a diferencia de
lo que sentí cuando el tipo me llamó por mi nombre, con Jeremy se siente
algo más cálido. Familiar, tal vez. Y me digo que es porque ha resultado ser
el hermano menor de Damon Elise y también una persona que influyó en la
contratación de Bee para los Titanes.
Siguiéndolo hacia la entrada, cargando mi bolsa, le escucho decir—: La
mano dura es lo que forja la personalidad de un ser humano. Si no, ¿cómo
piensas que el demonio de mi hermano consiguió enderezar a Brent?
Sabiendo que ya no puedo contradecirlo, doy pasos sigilosos en el
interior de la casa. Beth saldrá dentro de poco, por lo que no me extraña que
Miriam ya se haya cambiado. Está en el comedor, leyendo y con la laptop
frente a sí. Además, lleva puestas gafas de estudio. Jeremy pasa de largo
hasta la cocina. Yo supongo que, gracias a lo que ha sucedido, debo ir detrás
de él, de manera que le hago una seña a Miriam y ella se yergue.
En la cocina, Jeremy se sienta en una de las sillas altas y empieza a
teclear rápido en un móvil que no le había visto hasta ahora.
—Bee tiene minicampamento esta semana —espeto, apresurada; pongo
las manos en la isla—. Si le digo que el tipo me abordó así...
—No va a pasar nada —comenta él—. Si estoy aquí es precisamente
para darle este tipo de noticias… y ayudarlo a solucionarlas.
Aprieto los ojos, nerviosa por ese hecho. Ahora mismo, por mi mente
navegan muchas posibilidades, pero tampoco quiero turbar la temporada
baja de Bee... Está tan ocupado que, en cuanto le diga esto. Dios...
Me muerdo el interior de la mejilla, ansiosa.
Miriam acaba de dejar una jarra de té helado sobre la isla. Le sirve uno a
Jeremy y luego me ofrece a mí.
—Se va a preocupar —insisto—. Tal vez no fue para tanto. Y hoy,
después de que le hayan hecho ver todas sus fallas en la temporada pasada...
Ya tiene suficiente con eso. No quiero arruinarle nada. Entiéndeme.
—Por eso tiene que saberlo —refuta el hombre—. Hablaré con él. Y, una
vez que lo haga, verás cómo se quedará tranquilo.
Ruedo los ojos sin poder evitarlo.
Miriam me pregunta qué ha sucedido así que yo se lo narro con detalles
superfluos. Jeremy se limita a mirarme de cuando en cuando. Su pelo
entrecano y las arrugas en las comisuras de sus ojos no le quitan el encanto
personal a su apariencia, aunque Bee dice que siempre se hace el duro
delante de él.
En el fondo, sé que le tiene mucho cariño. Y, por ese cariño, es que
decido creerle; para calmar mis nervios, me libero de las plataformas y me
coloco ropa más cómoda. Ya que me siento un poco más libre de mis
obligaciones, y que he guardado todas mis cosas del colegio en el despacho,
regreso a la cocina para preparar algo de comer.
Bee prometió que, en cuanto terminara con el entrenador, vendría de
inmediato. La semana pasada, apenas abril dio inicio, la NFL anunció el
programa de actividades de la temporada baja, lo cual ha hecho que lo vea
poco, a pesar de que trata de salir con nosotras todo el tiempo que no está
metido en las instalaciones del club.
Para desgracia mía, ni siquiera la comida logra que aparte de mis
pensamientos de lo que supondrá esto para él. Estará sumergido en sus
pruebas, frente a los novatos, con miedo... Por mi maldita culpa. Resoplo
todo el aire que guardé en los pulmones mientras cierro el horno. A mis
espaldas, las voces de Jeremy y Miriam han disminuido de volumen.
La razón de ello me abraza por la cintura y planta un beso tierno en mi
mejilla.
Vuelvo a cerrar los ojos, antes de darme la vuelta y encararlo. Sin
embargo, el sonido de una vocecilla chillona inunda la cocina; cuando me
vuelvo de golpe, Miriam está levantando a Beth en brazos.
—Hola, amor —digo, aproximándome a Bethany, que me está mirando
con añoranza.
Le sonrío un poco a Brent, pero él (por supuesto) se da cuenta de mi
evasión.
Al tiempo que estrujo a mi hija entre los brazos, le lanzo una mirada
suplicante a la nana. Ella asiente sin decir nada. Entonces, sí, le entrego a la
Abejita y regreso la atención a Brent, que está observándome con el ceño
fruncido.
—Llegaste más temprano —musito.
Sé que mi voz me delatará, y que él no tardará nada en darse cuenta de
que ocurre algo. Por ese motivo, busco el rostro de Jeremy.
—Probablemente voy a tener que vigilar de cerca a ese tipo —arguye el
hombre.
Bee desvía su vista hacia él, cruzándose de brazos. Ha arrugado tanto las
cejas que la línea de tensión en su rostro también acrecienta mis temores.
—Si hizo algo que a mí me va a molestar, vigilarlo se me antoja
insuficiente —espeta, en tono adusto. Me mira con suspicacia y yo clavo
los ojos en los suyos—. Recogí a Beth porque Gray me llamó; habrá
reparaciones en Primrose, y sabe que tú estás saliendo apenas de la escuela.
No hay clase hasta el lunes próximo.
—La situación no es tan preocupante como parece —se ríe Jeremy.
Los dos nos extrañamos ante su ligereza y lo miramos entre atentos y
nerviosos.
—No me hace gracia —repone Bee.
—Es que te estás dejando llevar por una suposición, niño —acota el
hombre, sin cambiar de semblante—. Esto ocurre así: le hacemos una visita
para preguntarle en qué cosa le podemos ayudar. O bien le preguntas a tu
amiga qué cosa les prometió y por qué piensan que, por medio de Elle, lo
obtendrán más rápido.
Todo lo que he venido creyendo estas horas se hace realidad cuando Bee
relaja las manos, pero al minuto siguiente se inclina para ponerlas en el
granito de la isla. Agacha la cabeza en un ademán de enojo, así que yo miro
al techo, y aprieto las mandíbulas. Sé lo que dirá y la verdad no creo estar
preparada para oírlo.
Jeremy me está mirando. Yo me muerdo el labio inferior ante la opresión
que siento en el pecho.
—El cabrón ese le dijo a Elle que le entregara un mensaje a Ruth —
repone él.
—Voy a hablar con ella —dice Bee.
Ya que no me está mirando, sé que si me evita es porque no quiere
discutir conmigo.
Y yo tampoco quiero...
—Jeremy, debe de haber otra cosa que podamos hacer. Ruth no tiene la
culpa de nada de esto.
—Ruth fue a esa casa y le ofreció ayuda. ¡El sujeto es un parásito, Elle!
—dice Bee, elevando la voz.
—Quieren dinero —interviene Jeremy—. Pero, Brent, en este caso
tenemos que preguntarle a la muchacha si habló con ellos desde que
empezó a investigar con los servicios sociales.
Sacudo la cabeza, mientras experimento una horrible sensación de
ahogo. Jeremy se pone de pie y, tras beber el resto de su té, empieza a
caminar.
Antes de salir de la cocina, sin embargo, y cuando me acerco al horno
para regular la temperatura, él dice—: Tengo un amigo que estaría
encantado de ayudar. Mientras decides qué hacer. Aunque, si me permites
una sugerencia, no estaría mal que se tomaran unas vacaciones de verano.
Ustedes y la niña.
Escudriño el semblante de Jeremy. Él esboza una sonrisa en mi dirección
y se marcha, con paso seguro.
A solas, Bee se gira a mirarme.
—Dime qué pasó —espeta.
El tono de su voz me provoca un vuelco en el estómago. Trato de evadir
su mirada, pero me es imposible. Y lo busco. Me abrazo a él sin pensarlo,
sin hacer caso de mi conciencia que me dice que él está mal por enojarse;
una parte de mí quiere exigirle que no le pregunte nada a Ruth, pero la
otra... No hago más que entenderlo. Estoy asustada por Ruth, sí, pero estoy
todavía más asustada por lo que Jeremy ha dicho.
No quiero estar en la mira de gente con esos escrúpulos, y tampoco
quiero que mis imprudencias creen una distancia entre Brent y yo.
—Ruth tiene que entender que es peligroso lo que está haciendo,
cualquier cosa que sea —masculla él, cuando por fin me aprieta contra sí.
—Entonces ayúdala.
Bee me hace apartar de su pecho y yo lo miro a los ojos, añorando que
entienda lo que trato de decirle.
—Espero que comprendas que, si ella no quiere, tampoco puede
exponerte a ti y a mi hija. Quisiera decir mentiras, Elle, pero la verdad es
que para mí tu seguridad y la de Beth son lo primero.
—Beth y yo te tenemos a ti. Ruth no tiene a nadie más —repongo.
La voz interna de mi cabeza me dice que me calle. Porque Bee está en lo
correcto. Sin embargo, sigue siendo mi amiga. Hasta ahora, jamás pensé
que ocurriría algo como esto y que ese algo, de cierta forma, significaría
una diferencia entre nosotras.
Necesito que, por favor, él me diga que está aquí y que con eso bastará.
—Ruth es una mujer adulta que toma decisiones para sí misma —
murmura Brent—. Le voy a ofrecer todo mi apoyo, pero si no acepta,
prométeme que vas a hacer lo que Jeremy sugiera.
Me acerco al horno para apagarlo. Al tiempo que Bee me sujeta la mano
y tira de mí para abrazarme de nuevo, respiro muy hondo; lleva puesta ropa
deportiva y está diciéndome que solo se quedará a comer porque tiene que
ir a ver videos de nuevo.
*
Bee ha tenido que estar en distintas prácticas estas dos últimas semanas.
Apenas y hemos podido compartir un poco de tiempo juntos. Ojalá pudiera
decir que es suficiente. Porque pensé que, después de que iniciamos esta
relación, aprendería a controlar mis impulsos por tenerlo cerca. Pero solo se
hicieron más grandes.
Además, desde que él y Ruth hablaron, ella ha estado un poco lejana. Ya
que, como Brent sugirió, no ha aceptado ninguna ayuda por su parte. Se
negó tan rotundamente, que incluso se ha encerrado en ese hermetismo del
que no la creí capaz.
—Sigo sin creer que haya dicho que estás mintiendo —me dice Miriam.
Hago una mueca de tristeza y me llevo un pedazo de manzana a la boca.
—No dijo que mentí.
—Ajá. Pero dijo que la tal Rachel lo había negado y que ella le creía —
comenta la muchacha.
Ante su comentario, no veo cómo defenderla. Sí. Es verdad. Quizás Ruth
no dijo en todas sus palabras que yo estuviera inventándome la visita de su
cuñado, pero es bien cierto que le preguntó a su hermana y que esta
defendió a su marido. No sé si fue por conveniencia (aunque Bee está
seguro de ello). Y eso, sin embargo, es lo que más me gustaría pensar. Que
está cegada por lo que le provoca conocer lo que han vivido su hermana y
su sobrina al lado de la repetición monstruosa de su padre.
Sam y yo, junto con Irina, estamos pensando abrir una fundación nueva;
estoy considerando seriamente administrarla en persona, porque la verdad
es que ya no me siento cómoda con las cosas como están en este momento.
Bee no tiene tiempo de pisarme los talones y yo ya no me siento segura.
Mucho menos si Ruth se niega a reunirse tan poco conmigo. Llevé a
Beth a su cita regular, y se mostró triste, casi distante. Le prometí que puede
contar con nosotros y ella se limitó a decirme que lo sabía.
—Yo voy —masculla Miriam cuando se escucha el timbre.
A esta hora de la mañana, las personas que me auxilian en el cuidado de
la casa están trabajando; así que es raro que haya visitas. Los sábados me
gustaba llevar a Beth a dar una vuelta, pero, aunque Jeremy está aquí para
llevarnos, mis ánimos se encuentran por los suelos.
Aproveché para desayunar algo mientras la niña duerme. Y, cuando veo
a mi madre atravesar el umbral de la cocina, sé que ha sido lo mejor.
—Si la montaña no viene a Mahoma… —dice, inclinándose para
besarme las mejillas.
—Hola, mamá, ¿cómo estás? —ironizo.
Está impecable como siempre; con el pelo lacio, rubísimo, y
perfectamente maquillada. La vestimenta grácil, los ademanes elegantes y
todo ese glamur que carga consigo. También la ponzoña. Y, junto a ella, mi
dolor por quererla tanto.
—Solo vine a visitar a un nuevo abogado —dice, en tono sombrío—. Me
imagino que no sabes, ni te importa, que a tu padre le fue denegada la
moción para apelar.
—Lo escuché. Y traté de llamarlo, pero si él no me responde las
llamadas, no tengo intención de obligarlo a recibirme.
—Digna como siempre —repone.
Ella curva una ceja. Miriam no ha vuelto a la cocina y, aunque sea quien
es, Brenda Lewis me causa mucho miedo. Ese miedo que me da no poder
enfrentar mi vida. El miedo que tengo de aceptar que hace mucho que dejó
de quererme como una madre a su hija. La única que le queda.
Ignoro lo que ha dicho y me meto otro trozo de manzana a la
boca. Aunque por fuera no se me vería esto, por dentro siento el ácido
recorrer mis intestinos.
—Tengo mucho trabajo, mamá —espeto.
—Te veo y no me puedo creer que permitas todos estos rumores. Yo no
crie al segundo plato de nadie, Elle, escucha lo que te digo.
Al principio, no sé a lo que se está refiriendo. Pero me cruza una leve
idea por la cabeza. Me bajo de la silla comprendiendo que esto es por Bee.
Por las fotos que hay en las redes, por las suposiciones de que no hay algo
estable entre nosotros. Y, aunque a mi madre realmente no le importa saber
que en ese ámbito de mi vida soy muy feliz, lo exprimirá para descargar lo
que lleva dentro.
Dejo el plato en el lavabo y suspiro. Con todo lo que está pasando, no
tengo humor para oír los reclamos de una persona a la que ya no conozco.
Y lo único que me queda de ella, es un recuerdo muy bonito; por eso, por lo
que fue un día, decido hacer a un lado mis sentimientos y empiezo a andar
hacia la sala.
Miriam está sentada allí... Con Beth en el regazo.
—Al menos deberías ser un poco más lista. Si sigues por este camino, te
vas a quedar sin nada. En un futuro no muy lejano, a Brent Dylon se le va a
meter cualquiera por los ojos y la bragueta y tú te arrepentirás de ello. Pero
eso sí, contenta de haberte hecho la digna siempre, la orgullosa, la muñeca
de oro que no cuida su imagen.
Azorada por mis emociones, me giro con un gesto de aflicción en el
rostro. Miriam ya está llevándose a Beth. Pero es tarde; porque la Abejita
me mira con impresión, aparentemente aturdida. Solo por eso, me permito
mirar a mi madre, harta de lo mismo y preguntándome cómo no me di
cuenta de su comportamiento tan dócil estos años.
Me abrazo a mí misma antes de sonreír...
—Para que estés informada, Bee me pidió matrimonio: y le dije que no.
Si él está bien con eso, me importa un comino lo que tú creas.
—Es que más estúpida no puedes ser —comenta, anonadada por mi
confesión.
Un nudo doloroso se forma en mi garganta. Estoy a punto de retroceder,
pero entonces pienso en lo que me mantiene libre, feliz, y digo—: Me das
lástima, mamá.
—En cambio yo, a estas alturas, ni eso puedo sentir por ti —masculla, y
camina unos pasos—. Ya verás cuando la tal Monique se arme de valor.
Entonces te vas a acordar de mí.
—Todos los días me acuerdo de ti, mamá, especialmente cuando me
pregunto por qué no me di cuenta de lo bajo que puedes caer... Eres... Dios
mío; ni siquiera puedo decirlo. Pero no quiero verte. Quiero que te vayas.
Nada más, por favor, ten mucho cuidado: todo ese veneno que posees te
puede hacer daño a ti misma en cualquier momento.
La mueca que distorsiona sus facciones la he visto antes. He visto y
escuchado toda clase de insultos en mi contra. Brenda Lewis ya no me
sorprende; tampoco lo hace cuando, como un latigazo, abofetea mi rostro
con tanta fuerza que me veo obligada a dar un paso atrás.
Escucho la puerta abrirse detrás de mí.
—Elle... —Jeremy me llama.
Levanto la mano sin girarme, para hacerle saber que estoy bien —
aunque no es cierto— y miro a mi madre directo a los ojos.
Sonrío a pesar de que me quiero dejar caer al suelo para llorar.
—Vete de mi casa. Y no vuelvas a menos de que tengas algo bueno que
decir —suspiro, la voz ahogada.
Mi madre no se inmuta con mi aspecto, el cual seguramente es
deplorable. Se acerca a mí un paso más y, después de mirar a Jeremy, dice
—: Si tú te hubieras muerto en su lugar, tu padre no estaría en prisión ni
Brent amarrado a alguien con tan poco sentido común.
—Eso ya me lo has dicho antes. Así que te puedes ir. O, si quieres,
Jeremy te puede acompañar a la salida.
Hago caso omiso de la sonrisa que tira de sus labios y empiezo a subir
las escaleras. En el primer pasillo del recibidor superior, Miriam se me
queda mirando, pero yo sacudo la cabeza. No quiero llorar delante de
ninguno de los que me acompañan porque sé que van a narrarle a Bee todo
con salto y seña.
Internamente, advierto que esto me ha pasado en otras ocasiones. Y
siempre lo supero.
—Miriam, cuida a Beth un rato, por favor —digo, cuando noto que me
está siguiendo—. Voy a recostarme, me va a estallar la cabeza.
Escucho el sonido de su voz por encima de mi aturdimiento, al tiempo
que me dirijo a la habitación.
Una vez allí, cierro la puerta, recargo la espalda en la madera y hago una
inspiración fuerte; luego me juro que voy a superarlo. Como siempre. Y que
no voy a odiarla. Ni a desearle ningún mal. Me hago esa promesa a mí
misma porque sé que es lo mejor para todos.
26
Bee
Le aposté a Bee, en esta puja de póquer, algo que él quisiera de mí. En este
momento. Él ya ha perdido dos veces, pero como soy misericordiosa, me
limité a pedirle que se quitara primero la camiseta y luego el pantalón.
Ahora lo tengo frente a mí, en el sofá, vestido solo con la ropa interior, que
es un bóxer diminuto de lycra en color gris. Esta es la cuarta ronda del
Texas Holdem, y presiento que voy a perderla.
Al principio, cuando me hace una seña para que muestre mis cartas, quiero
echarme a reír (porque lo cierto es que no me molesta que vaya a pedirme
cualquier cosa). Pero de inmediato noto que él cambia de expresión, y
entonces bajo mi combinación para enseñarle un full. Bee clava sus ojos en
los míos, campante.
—Eres un pececito —dice.
Y me muestra su escalera real.
Alzo las cejas mientras examino las cartas del mismo palo, con valor
consecutivo numérico.
—A pedir —le espeto, y empiezo a recoger las cartas.
Se me erizan los vellos de la nuca tras ver que él se limita a observar,
pensativo. Trago saliva ante la espera, al tiempo que sujeto el mazo en mi
mano derecha para disimular que estoy tranquila. Cuando la verdad me
muero porque su petición esté inclinada a lo que estoy empezando a
necesitar urgentemente.
Bee estira una mano por encima del borde del espaldar en el sillón. Está
tocando mis dedos y yo recuesto la cara en mi brazo. Afuera se está
formando una tormenta en el cielo, así que entra poca luz a través del
cancel.
—Dame un beso.
Le sonrío.
—Eres muy noble —me acerco a él; apoyo las manos en el cojín del sofá
y trato de buscar sus labios—. A menos que...
—Para poder convencerte de que tengas sexo conmigo primero tengo
que besarte.
En lugar de apretar sus labios en los míos, hunde la cara en mi cuello y
empieza a dejar besos ahí. Todavía llevo puestos el sostén y el pantalón.
Bee me acaricia el seno por encima de la tela de encaje, y alza la cabeza
para encontrar mi mirada. No lo pienso dos veces antes de arrebatarle un
suspiro mientras me inclino, besándolo. Me sujeto de sus hombros, y gateo
hasta que estoy de rodillas a su lado.
Sus manos ascienden por mis piernas hasta acunar mi trasero. Un
relámpago surca el firmamento en ese instante, así que me retiro justo a
tiempo para observar cómo se ilumina la sala durante unos segundos. Bee
me pide que me ponga de pie y, apenas hacerlo, me desabotona el pantalón.
Tira de él con facilidad, pero mientras lo hace se detiene a mirar
fijamente mi rostro. La mirada que me ofrece es tan alusiva, que me limito
a peinar las hebras de su cabello, pasando mis dedos por ellas.
—Qué bonita sorpresa —murmura, una vez que me ha ayudado a
desprenderme del jean; ha puesto otra vez las manos en mis glúteos, que
van desnudos gracias al tamaño diminuto del tanga.
Él se recorre hacia atrás, en el sofá, cuando yo intento acomodarme. En
silencio, observándolo atentamente, pongo las rodillas a los costados de sus
piernas, sin sentarme.
—Me alegra que te guste —sonrío.
Bee deja un beso en mi abdomen, antes de sujetar mi cadera y obligarme
a sentarme a horcajadas sobre él. La erección que está formándose debajo
de su bóxer no podría pasarme desapercibida nunca; entreabro los labios
ante la sensación dulce que me da el empezar a conocer su cuerpo. Sus
manos, de un momento a otro, se encuentran en mi espalda. Me doy cuenta
muy tarde de que busca desabrocharme el sostén.
Ya que siento la ligereza por falta de la prenda, cierro los ojos y me
remuevo, en un círculo suave, sobre sus piernas. Él emite un gruñido al
sentirlo...
—Me gusta que te tomes estas molestias para sorprenderme —susurra.
Yo me inclino hacia él y ambos entreabrimos los labios al mismo tiempo
que los apoyamos en los del otro; pero sin duda su intención no es ser
delicado conmigo, porque entonces se levanta un poco, mostrándome,
contra la pelvis, que tiene muchas ganas de estar conmigo; así, muevo las
manos por la extensión total de sus brazos y hombros, llegando a la cerviz.
Cuando abro los ojos para mirarlo, él está estudiándome muy lento, casi
con ensoñación.
A mí me recomendaron que no tuviera miedo de contarle mis deseos
respecto a la intimidad, pero mirarlo así me pone nerviosa. Sin embargo, sé
que va a entenderme y que, si está en sus manos, hará lo posible por
cumplir. En este caso, dudo que le vaya a costar demasiado complacerme.
—Tengo una fantasía —espeto.
Bee me besa otra vez con ahínco, pasando sus manos ásperas por mi
espalda.
—¿Sí? —musita al separarse—. Cuéntame.
Trago saliva al principio temerosa de lo que voy a decirle, pero en ese
momento, él se agacha para atrapar uno de mis pezones entre sus dientes.
La imagen que me ofrece es tan erótica, que le sujeto la cabeza y tiro de sus
cabellos. Ante mi ademán, él se pega más a mí y la fuerte erección que tiene
ahora se clava en mi muslo derecho.
Sé que puede sentirlo; puede, a la perfección, notar que me encuentro
igual o más deseosa que él. Quiero derretirme...
—No sabes lo mucho que me gustas. —Aspira mi aroma escondiendo el
rostro entre mis pechos, acunando ambos y levantándolos un poco—. Eres
tan hermosa.
Empiezo a besar su cuello de nuevo, al tiempo que bajo las manos por su
torso. Me deleito en la textura fibrosa de sus pectorales y paso las manos
por sus bíceps fuertes.
—Déjame tocarte —susurro, sin mirarlo, pero haciéndome a un lado.
—Elle... —masculla Bee.
No quiero darle tiempo a que se niegue, así que lo miro a los ojos y
tomo, con dos de mis dedos, la lycra de su ropa interior. Él no se inmuta
ante mi gesto de duda cuando quiero bajárselo, y hace que se deslice por sus
piernas; la seguridad que emana una vez que me deja ver su miembro
desnudo, me envía el mensaje de que está cómodo conmigo, de que se
siente bien con mi cercanía. Sin proponérselo, Bee hace que quiera explorar
cada rincón de su sexualidad, cada aspecto de su deseo y cada fuerza que
posee.
Vuelvo a trepar encima de él, pero esta vez, con total deliberación, me
recorro para tener el espacio suficiente. Y, muy firme y segura de lo que
quiero, rodeo el falo con mi mano, hasta que siento la manera en la que
pulsan las pequeñas venas de las que está formado. La dureza que lo
caracteriza se incrementa más y más entre mis dedos, mientras lo aprieto y
bombeo en varias ocasiones.
Acerco mi boca a los labios de Bee, y me detengo antes de besarlo.
—Quiero probarte —admito, por fin.
—Es una broma, ¿no? —susurra él.
Aprieto su erección mi mano, y pongo mi cara más seria. Cuando me
cree al final, noto que traga saliva.
Ha puesto una mano en mi glúteo izquierdo, apretándolo con tanta
fuerza, que me extraña no haber sentido dolor. A pesar de esa idea, lo que
me provoca su caricia es un resuello, cargado de impaciencia. Me quedo
mirándolo a la espera de que me diga cualquier cosa, pero lo único que hace
es pegar la frente en mi abdomen, mientras me da besos ahí.
Sigo acariciándolo con lentitud, maravillada por la manera en la que
puede reaccionar para mí.
En un susurro, no obstante, y un poco desanimada por si mutismo, le
digo—: No sé por qué crees que bromearía con esto...
—Tal vez porque no quiero que hagas cosas con las que no estás
cómoda. O cosas demasiado obscenas para ti.
—¿Cuándo, si no haciendo el amor contigo, puedo ser obscena
entonces? —Le levanto el rostro con los dedos, sujetando su mentón; una
vez que me mira, agrego—: Me pediste que confiara en ti, y estas son las
consecuencias. Además, es mi fantasía...
—Y a mí me encantaría verte —acepta, abrazándome—. Pero tenemos
tiempo.
—Solo tienes que decirme cómo —lo interrumpo tras acallar sus
palabras con un beso.
Él cierra los ojos y masculla, muy por lo bajo, una grosería. Libero su
miembro de mi agarre y él me acaricia desde la cintura hasta los pechos,
donde las coronas se han puesto totalmente rígidas.
Bee permanece otros minutos en silencio, hasta que por fin dice—: Vas a
volverme loco.
—Es nuestra intimidad —lo reprendo—. Puedo hacer lo que yo quiera
aquí, contigo. Incluso si a la humanidad le parece que, con una sesión de
sexo oral, rompo todas y cada una de las reglas del decoro.
—Te adoro... —musita él, besándome por todos lados en el abdomen y
los senos—. No sabes el poder que tienes sobre mí, Elle. —Levanta la
cadera y hace que su excitación se roce con mi sexo—. Podrías hacer
conmigo lo que tú quisieras.
Dejo un beso sobre sus labios, y en contra de estos, mascullo—: Yo
jamás te haría daño.
Él esboza una sonrisa de lado.
Como afuera la luz del sol ha sido erradicada por las nubes, solo la luz
de la cocina y del pasillo me hacen poder verlo sin problemas. Aunque creo
que la atmósfera no nos hubiera quedado mejor de haberlo planeado. Todo
cuanto siento aquí, a mi alrededor, sentada sobre él desnudo y dispuesto, es
seguridad. La misma que él transmite y de la que mucho tiempo me ha
faltado.
La forma en la que me mira y me toca ha creado una especie de barrera
entre mi antigua yo y la que quiero ser hoy en día.
—Por eso es que eres la indicada.
—Entonces... —susurro; él gruñe, y cierra los ojos.
—No lo hagas para complacerme —suspira—. Te juro que, en este
instante, no hay fantasía que me parezca más dulce y perversa que la de
tenerte ahí, conmigo en tu boca, pero...
—Yo quiero. Es mi fantasía. Cúmplemela.
Noto que enarca una ceja y, desanudándome la coleta del cabello, deja
caer mis hebras por los hombros.
Quiero preguntarle para qué lo necesita así, pero él se me adelanta y me
explica—: Evita los dientes —susurra, con una sonrisa; yo empiezo a
bajarme del sofá y él se acomoda, resollando, más cerca del borde—. El
ritmo lo pones tú, pero si quieres saber mi opinión, lento solo complica las
cosas.
Estoy de rodillas en medio de sus piernas, las manos en sus muslos. Él se
recorre hacia mí, así que sujeto la erección en una mano, pero evito
observarla porque lo estoy mirando a él. Él, que me mira con aspecto
eufórico y bestial.
Además, tiene los músculos de los hombros y el pecho muy tensos.
—¿Algo más? —musito.
Bee asiente, apenas con aliento.
Parpadeo varias veces, mirándolo atenta y convencida de que quiero
cumplir muchas de mis fantasías en sus brazos.
—Elle... —musita cuando me agacho para dejar un beso sobre su glande.
Vuelvo a mirarlo, esta vez más seria y segura; él repone, su rostro una
vorágine de emociones que van desde el deseo hasta la perturbación
emocional—: Mírame mientras lo haces.
Sacudo la cabeza para hacerle saber que voy a obedecerlo. Y entonces
me inclino sobre su miembro, besándolo. No quiero ejercer ningún tipo de
presión por lo que me dijo, porque estoy completamente segura de que es
una parte de su cuerpo muy sensible. Además, también sé que estando aquí,
otorgándole una imagen que muchos califican de prohibida y sucia,
corremos peligro de acortar mucho el acto sexual.
Aun así, Bee se queda en su sitio, sin apresurarme mientras voy
engullendo, de a poco, la extensión de su pene. Todo en lo que puedo
pensar conforme este se embadurna de mi saliva, es que no va a caberme en
la boca.
Otro pensamiento inunda mi mente cuando llego a mi límite y escucho
que Bee emite un jadeo. Así que ladeo un poco la cabeza, agarrándolo bien
y sin dejar de chuparlo. Él, entonces, me deja saber para qué me ha soltado
el cabello, y entrelaza mis mechones con una de sus manos. Al segundo
siguiente, está removiéndose un poco y tirando de mi cabello al grado de
que envía pequeños escalofríos por mi cuero cabelludo y mi nuca.
Pasados varios minutos en los que él ha comenzado a gemir entre
susurros, incremento el ritmo inicial. Y justo en ese momento...
—Oh, Dios. Cariño, ven aquí —masculla, mientras me sujeta por los
brazos y tira de mí de forma bruta, casi indebida.
Alarmada por la energía de su ademán, me acomodo el cabello detrás de
los oídos, excitada, pero muriéndome de pena.
Escudriño su semblante unos segundos...
—¿Te lastimé? —le pregunto, nerviosa.
—En lo absoluto —espeta él—, pero no quiero acabar en tu boca.
Tiene la voz ronca y profunda...
Yo asiento, sin convencerme del todo.
—Estaría encantada de experimentarlo—susurro.
Escucho cómo la tela del tanga se desgarra cuando él me la arranca y se
me queda mirando, casi con gesto retador. A pesar de ello, la mueca no es
de acritud ni de enojo, sino que la siento como una prueba de que tiene
otras cosas en mente. Lo compruebo en cuanto, con la facilidad que le dan
sus miembros, me abraza y me tira en el sofá de lleno. Por fortuna, es lo
suficientemente grande como para que quepamos los dos.
De una estocada impiadosa, él se hunde en mi canal y se deja caer sobre
mí. Ni siquiera me permite hablar de nuevo; se da a la tarea de besarme
como a mí me gusta que lo haga. Su lengua hurga en el interior de mi boca,
por lo que la toco con la mía para decirle que siento lo mismo, que me
encanta lo que hace y cómo lo hace.
—Hoy quiero estar dentro de ti —murmura, jadeando.
Me embiste dos veces seguidas con dureza y luego baja las manos hasta
mis rodillas, acariciando mis piernas en el transcurso; pero, cuando coloca
los brazos detrás de ellas, obligándome a flexionarlas más y hundiéndose
con más ímpetu del que reconozco en él, jadeo tan fuerte que me es
imposible no notar que esto es lo que he provocado.
Mis ganas también están al tope.
Bee me muerde un labio al besarme de nuevo, y gruñe contra mi boca.
De pronto, se arrodilla en medio de mí y, sin dejar de penetrarme con
movimientos especialmente calientes, se lleva mis tobillos a sus hombros;
veo cómo se vuelve hacia uno para dejar un beso en él, y entonces baja la
mano hasta mi centro; usa su dedo pulgar para trazar círculos rítmicos sobre
mi clítoris, al tiempo que me observa.
Arqueo la espalda para recibirlo, apenas soy víctima del primer
espasmo.
Durante los minutos que prosigue con su tarea de llevarme al borde,
siento cómo me cierro a su alrededor, apretujando su miembro dentro de mí.
Es ahí cuando él no puede contener sus jadeos, cuando de verdad le veo un
rostro lívido y como si no pudiera más consigo mismo. Por eso me muerdo
un labio, me doblo otra vez, y cierro los ojos.
Lo escucho gemir de nuevo. Ha liberado mis piernas y está
disminuyendo las embestidas. No obstante, aún no toca su clímax, pero está
recostándose sobre mí. Abro los ojos para mirarlo. Él está haciendo lo
mismo. Sujeto los cabellos de su nuca entre mis dedos, pero siento cómo
alza las suyas para sujetarlas. Aprieta nuestras palmas arriba de mi cabeza,
mirándome casi como si yo fuera un ser angelical...
Con una expresión de satisfacción dolorosa en el rostro, Bee baja el
ritmo de sus movimientos. Esconde la cara en mi cuello —como ha hecho
desde que empezamos— y masculla—: Antes te deseaba mucho. Te
añoraba como el fruto prohibido. —Levanta la cara y me mira, bastante
serio y con aspecto agotado—. Y te mantuve alejada por lo que ya sabes. —
Todavía está dentro de mí, aunque ha terminado—. Me iré al infierno por
decir esto: pero ahora no creo poder concebir otra realidad en la que no eres
mía.
—No hay otra realidad para nosotros.
Él asiente.
—Me gustas tanto. —Acaricia mi nariz con la suya—. Aprendí a
quererte más rápido de lo que esperaba. —La manera en la que me observa,
con las pupilas dilatadas y su rostro sonrojado, hace que el pulso se me
acelere otra vez—. Me enamoré de ti como quien se gana el mundo sin
merecerlo.
Ambos nos removemos en el sofá.
Yo trago saliva y le acaricio las mejillas con los dedos, mientras él cierra
los ojos y aprieta los labios para saborear mi toque.
—Creí que no eras romántico —le digo.
—Haces milagros en mí.
Escucharlo es como una concepción exacta de lo que hicimos, de las
cosas que pactamos teniendo sexo solo para confirmar una emoción. Tal vez
en un tiempo a él le funcionó el poder compartir sus fluidos, sus caricias y
su fuerza, sin sacrificar ningún otro aspecto de su vida; pero en este
momento es como él dice.
E igual podemos hacer el amor y tener sexo, porque lo que está de por
medio no es un acto, sino un montón de compromisos.
—Eres el protagonista de todas mis fantasías sexuales, ¿sabes?
Bee sonríe, al tiempo que se remueve de nuevo... Sabe que tiene que
retirarse con cuidado porque sería vergonzoso que la persona de la limpieza
viera manchas de origen dudoso en el sofá... Aunque me digo que, en caso
de una, podría utilizar agua gasificada.
Tras sentarse en el borde del sofá, y suspirar profundo, se vuelve para
mirarme.
—Espero que sean muchas —dice, al tiempo que se inclina para ayudar
a limpiarme.
Un rubor habitual se forma en mis mejillas con el acto; me parece el
final de una intimidad que no cualquiera se permite.
Él, sin inmutarse, me mira con una ceja enarcada.
—Tengo a un titán por pareja, y te prometo que voy a aprovecharlo.
Una sonrisa surca sus labios, antes de que me pida las manos para
levantarme. Sin embargo, en lugar de hacerme bajar del sofá, me carga en
sus brazos y yo emito una risita tonta, porque me ha tomado por sorpresa.
Veo que se dirige al pasillo principal, hacia su habitación. Ya comenzó a
llover. Lo noto a través de la ventana de su habitación. Pero, a pesar del día
gris afuera y del frío que de pronto ha comenzado a hacer, todo mi cuerpo
está envuelto por sentimientos primaverales y del verano. Típicas
emociones frescas deambulan por mi pecho, mientras me hago más
consciente de que ya sé quién soy.
O más bien, de que hace mucho me encontré a mí misma.
29
Bee
Ante el comentario que acaba de hacer Eunice, sobre tener más hijos con
Brent, bajo la mirada al canasto de mimbre del que está provista la mesa en
la que nos encontramos sentadas; Damon, con una mirada expectante, nos
analiza a Bee y a mí de hito en hito; por fortuna, no tengo que responder
nada y puedo ignorar el rubor de mis mejillas, porque en ese instante, el
mesero le entrega a Bee su filete.
Ha sido una alusión sin importancia, dicha con bastante inocencia, pero
reconozco que es algo en lo que pensé solo cuando acudí al ginecólogo.
Mentiría si dijera que tener un hijo en esta parte de mi vida es uno de mis
planes a largo plazo. La realidad es que lo que más anhelo, se trata de la
nueva fundación y el sitio de acogida para niños. Sin embargo, noto que
Brent está tanto o más incómodo como yo.
—¡No se lo tomen a pecho, chicos! —comenta Eunice, tras darle una
bebida a su trago.
La imito solo porque no sé qué decir.
Bee se acomoda en su asiento y, con una ceja enarcada, esboza una
sonrisa.
—No hagas que se nos quite el apetito, Eunice, por favor —espeta luego,
sin reparar en mí.
—Ya. Cambiemos de tema, entonces —sonríe la mujer—. Por ejemplo,
cuéntenme por qué un viaje tan repentino que podría molestar a Cox.
Su marido emite un gruñido. El mesero acaba de dejar frente a mí un
salteado de vegetales.
A Damon, como era de esperarse, no le ha causado ni pizca de gracia
que Bee haya decidido salir del país. Le ha dado aviso al entrenador, sí, por
los días de asueto antes de la próxima reunión de los novatos y el evento en
las instalaciones del club; pero la verdad es que no están contentos con la
noticia porque, en temporada baja, tienen que estar solamente disponibles
para ellos.
Le dije a Bee que podíamos esperar... Pero es tan necio como yo.
—Solo serán un par de días —ataja Brent; después de tragarse el bocado
que se llevó a la boca, me lanza una mirada fugaz de pena, como si no
quisiera que tocásemos estos puntos tan íntimos de nuestra vida en este
lugar—. Y les dije que no les puedo contar mis motivos reales.
—Soy tu agente, por el amor de Dios —se ríe Damon, sin dejar de
engullir—. Sé todo sobre ti y esto no debería ser la excepción.
—La cosa es que —intervengo, tratando de sonar tranquila— si les
decimos los motivos por los cuales queremos apartarnos del bullicio unos
días, estaríamos revelando el secreto de una amiga.
—Vaya —Eunice dice, en tono apesadumbrado—, eso suena tajante e
irreversible.
—Porque lo es —dice Bee.
Sé lo importantes que son ellos para él. Desde que Elise lo descubrió y le
consiguió ese contrato. Además, me consta que cualquier cosa que
comenten, lo hacen con el afán de proteger los intereses de Bee y su familia
(nosotras). Hasta ahora, nunca he sabido de nada que Damon Elise les haya
sugerido a sus apadrinados que sea algo malo. Así que, con una sonrisa, les
hago saber que todo va de maravilla.
Gracias al cielo, Eunice nos cuenta que su perra está a punto de tener un
par de cachorros; escucho cómo le comenta a Bee que ya tiene el suyo
asegurado y que, por supuesto, no va a vendérselo. Está en contra de la
compra y a favor de la adopción, pero, en este caso, será un regalo de una
abuela postiza para Beth, de manera que Bee, con gesto de agrado y
paciencia, le dice que lo aceptará bajo la condición de que le deje ponerle
un moño con su nombre al cachorro. Seguramente, me digo, lo ha pedido
para el tercer cumpleaños de Beth, que es en agosto.
Cuando terminamos la comida, Bee y Damon se quedan detrás, hablando
de los videos que Bee estuvo viendo sobre la temporada pasada para
analizar sus fallos. Eunice y yo, adelantándonos un poco, tocamos el tema
del proyecto que aún no tiene nombre.
—Es una idea estupenda —dice ella, tras mirarme por el rabillo del ojo
—. Sé que Bee le encantará ayudarte con ello. Es un buen muchacho, Elle.
Solo había que darle un par de golpes en la espalda, o un empujón. Lo que
sea. El caso es que se merece esto. Mucho más que varios que yo conozco.
Al principio, aunque trato de sonreír, permanezco absorta en las palabras
de Eunice sobre si a Bee le gustaría ayudarme con lo que estoy haciendo;
aún no le he explicado lo que Sam, Irina y yo traemos en las manos; tal vez
es por miedo, por inseguridad, o tal vez es porque me da pena que vea este
aspecto de mí. Una parte de mi mente no ha hecho más que recordarme lo
que dijo mi madre acerca de que, en cualquier momento, iba a hartarse. Y, a
pesar de que esa posibilidad se me antoja irrisoria justo donde estamos, ha
cobrado su parte en mi reticencia al contarle los detalles minúsculos que
conforman esta noticia.
—Bee todavía no sabe que pienso administrar un centro de acogida
infantil —digo, incómoda; Eunice no cambia su expresión. Por lo cual,
aliviada, me atrevo a proseguir—: Pienso decírselo cuando...
—Cuando hayas reunido los fondos, me imagino —interrumpe la mujer,
sonriendo.
Quiero replicar, pero, desgraciadamente, no tengo ningún argumento
para hacerlo. De modo que sacudo la cabeza, miro hacia el frente y aprieto
con fuerza mi bolsa de mano. Eunice me cuenta que ella tiene varios
contactos en el gobierno y que, las arpías filantrópicas que gobiernan su
círculo, estarán encantadas de participar. En la salida del estacionamiento,
me entrega una de sus tarjetas para que la llame.
Le prometo que voy a hacerlo pronto...
—Esto significa demasiado —espeto.
—Permíteme que te dé un consejo —dice, mientras Bee y Damon
entregan sus boletos al valet. Entonces, cuando ve que nadie nos escucha,
me mira de nuevo—. El que una persona te haya fallado una vez, no quiere
decir que volverá a hacerlo; se les perdona con la convicción de que vamos
a poder avanzar. —Una sonrisa se dibuja en sus labios, al tiempo que se
inclina para darme un beso en cada mejilla—. El miedo es para vencerse.
Recibo el abrazo afectuoso que me da Damon antes de aceptar las llaves
de su coche y, cuando se las entregan también a Bee, me percato de la
expresión que lleva en el rostro. Al llegar, estaba un poco estresado, sí,
porque apenas mañana se terminan los entrenamientos sencillos a los que se
los han sometido estas semanas, pero creo ver otra cosa en sus ademanes.
No he olvidado la manera en la que comentó que podría perder el
hambre incluso al hablar de tener nuevos hijos. Tampoco, no obstante,
quisiera hablar de ello. Aunque es obvio que eso lo ha hecho cambiar de
semblante. No tengo idea de hacia dónde están encarrilados sus
pensamientos. Y tampoco sé si quiero saber eso. Con todo, me imagino que
debe de ser difícil hablar de algo tan complicado como un hijo... Es decir, a
mí no es que me genere un problema tan evidente; como si, en caso de que
sucediera, se pudiera resarcir algo. Mas, en Bee, se nota que ha tocado una
fibra sensible.
Él, emulando una sonrisa tierna, pero con la mirada puesta en otra
dirección, me abre la puerta para que me siente en el lugar del
acompañante. Cada vez que salimos solos, usa el auto deportivo que
siempre creí que había cambiado por la camioneta (esa que está llena de
juguetes de Beth, discos de literatura infantil y todos esos chismes). Sin
embargo, ha sido una grata sorpresa el encontrarme aquí cuando me recoge
en la casa.
Como cualquier cita normal.
—Damon y Eunice nos hablan de hijos porque nunca pudieron tener
propios —digo—. No es para tanto.
A pesar de estar sonriendo, un nudo se forma en mi garganta.
—Ya lo sé —suspira él, mientras se acomoda para empezar a conducir.
Me coloco el cinturón de seguridad, al tiempo que escudriño la salida del
restaurante, la luz cálida del sol casi en la mitad de mayo, y también el poco
tráfico de Atlanta a estas horas.
Vuelvo mi atención a él, antes de estirar la mano y sujetar la suya cuando
la pone sobre la palanca de velocidades.
—Si piensas que voy a sentirme presionada por comentarios de ese tipo
—susurro; él me observa de soslayo—, tienes que sacarte la idea de que
cualquier cosa me hará cambiar de opinión. El nuestro es un noviazgo
peculiar, pero serio, Bee.
Él lo evita durante unos instantes, pero al final sonríe.
Y, satisfecha por sacarle esa máscara de acritud del rostro, le aprieto los
dedos con la mano. Al sentir que me devuelve el gesto, clavo la mirada en
la calle del frente. En ese momento, Bee se lleva mi mano a los labios y,
después de depositar un beso en mis nudillos, dice—: Me asusta el que la
gente me haga parecer un hipócrita.
—No lo eres.
—Hace poco menos de tres meses, juraba que no me acercaría a ti...
—Yo sabía que esto iba a ocurrir tarde o temprano —aseguro, el ceño
fruncido.
Observo que Bee ha puesto cara de póquer.
—Debiste habérmelo dicho.
—Qué fácil, ¿verdad? —me burlo; Bee esboza una sonrisa; The man
who sold the world está sonando en el estéreo. Brent manipula el volumen y
asiente para que yo prosiga—. Coincido en que, si te hubiera hablado claro,
quizás hubiera ocurrido alguna que otra cosa. Pero lo cierto es que yo
cambié a partir de la segunda vez que estuvimos juntos. Por eso fue más
difícil estar a tu alrededor.
—Damon se preocupa por mí. Sé que quiere que haga las cosas bien esta
vez.
—Lo haremos bien. Los dos —digo, cada vez más convencida.
Luego de cruzar una intersección, Bee responde su teléfono.
Una Miriam que farfulla, notoriamente asustada, empieza a hablar a
través de los altavoces del auto (ya que Bee tiene el móvil vinculado al
estéreo). La música se ha detenido y, cuando escucho que ella dice que algo
le ha ocurrido a Beth, mi corazón no tarda en imitarla.
32
Bee
Luego de que Beth se quedara dormida, bajé para despedirme de Elle. Sentí
que tenía que hablar con Ruth lo más rápido posible, pero al ver el
semblante de ella, comprendí que algo iba mal. Ambas, Miriam y ella, se
encontraban sentadas a la isla, mientras Jeremy les explicaba qué hacer a
continuación.
Elle pone la mirada en mí en cuanto me intercepta. Hay un dejo de
preocupación que no se ha ido a pesar de que el médico nos advirtió que no
ocurría nada. Afortunadamente, la nuez en la galleta que le dieron a
Bethany no había hecho el efecto que, por lo regular, me causa a mí.
Aunque me alivió saberlo, la coincidencia del incidente con el mío hace que
quiera estar solo, por primera vez en semanas.
—Tengo un amigo dentro del departamento de policía. Seguro querrá
ayudarme —comenta Jeremy.
Sin decir nada, me recargo contra la pared de la cocina y me guardo las
manos en los bolsillos del pantalón. Miriam tiene los ojos tan hinchados que
quisiera poder hacer algo por ella. Quisiera poder calmar la culpa que
siente; llevó a Beth a la zona de juegos del vecindario. Es un sitio seguro en
su totalidad y van allí todo el tiempo. Hoy ha sido una mala pasada de la
vida, por lo que estoy convencido de que ella no es la responsable de que
Beth hubiese aceptado, de un desconocido, una golosina.
Elle ya trató de tranquilizarme, mintiéndose a sí misma y tratando de no
vincular lo que me ocurrió a mí y lo que ha pasado esta tarde.
—Beth es muy pequeña como para reconocer al tipo que le dio la galleta
—refunfuño.
Elle aprieta los ojos un instante, y se abraza a sí misma. Ha insistido con
que es una casualidad, y que la familia de Ruth no tiene nada que ver.
Incluso ha dicho que Miriam pudo haberse confundido, ya que, cuando
llamó a Jeremy, él le mostró la foto del sujeto y la nana lo reconoció al
instante. Elle dice que eso pudo haber sido ocasionado por el shock, una
mera confusión producto del miedo que la paralizó al perder de vista a
Bethany durante unos cuantos minutos.
—Yo sé lo que vi —señala; no me está mirando, de manera que observo
el semblante de Jeremy—. Era él.
—Es una acusación fuerte —contradice Elle.
—Por favor —digo, incrédulo—, ¿nos dejan a solas un minuto?
La mirada de ella se posa en mí apenas unos segundos, antes de suspirar
y encogerse en su sitio. Jeremy no demora nada en salir de la cocina, pero
Miriam se toma su tiempo al bajarse de la silla y encaminarse al jardín
trasero a través de la puerta de la cocina. En cuanto nos quedamos a solas,
Elle hace cualquier cosa menos mirarme.
Primero, finge leer algo en un folleto que le dejaron en la casa. Luego,
con gesto indiferente, mira su reloj. No se ha cambiado de ropa y tampoco
ha dado señales de querer hablar conmigo respecto a lo que está
ocurriendo.
—Quiero entenderte, de verdad...
—Esa niña no tiene a nadie. Y Ruth está haciendo lo posible por
ayudarla. Si acusamos a Ed de... lo que sea, vamos a imposibilitar el caso.
A Mel la van a mandar a un centro de atención infantil. Sin contar con que
Ruth, probablemente, se enojará mucho conmigo.
—No puedo creerlo, Elle —espeto; y, a pesar de que no quería hacerlo,
me saco el papel que venía con la galleta; el trozo que Beth no se comió,
estaba envuelto en celofán y dentro todavía quedaba esta nota; cuando se la
pongo delante a Elle con un manotazo, el ceño fruncido y la quijada tensa
por la ira, sacudo la cabeza también—. Dime que no estás pensando en
proteger a tu amiga antes que a tu hija.
—Es que Beth te tiene a ti, y me tiene a mí. Pero Mel...
—Sí, pero nosotros no tenemos culpa de ello. —Le estiro el papel otra
vez, señalándolo con la mirada—. Léelo.
Tras un titubeo, ella sujeta el trozo de hoja arrugado. Su rostro sufre una
contorsión de dolor en cuanto lee las primeras líneas. Trago saliva para
poder ignorar el nudo de mi garganta, y además porque no quiero discutir
con ella. No quiero que algo ajeno, algo que ocurre por una mala decisión,
nos embargue.
No ahora.
—Ruth es mi mejor amiga, Bee.
—Para eso vamos a hablar con ella.
—Es que...
—¡Por Dios, Elle! —exclamo, girándome para mirarla—. Entiéndeme.
Hazte una idea de lo que hubiera ocurrido si... —El mero pensamiento hace
que se me enrede la lengua. No puedo ni siquiera imaginarlo—. Si tú no
quieres, entonces yo voy a hablar con ella.
Elle se pone una mano en la frente, recargando el peso de su cabeza ahí.
Después de varios minutos de observarla en silencio, mientras solloza, me
convenzo de que, si lo permito, la situación nos sobrepasará a ambos. En
este momento, mis ideas se encuentran tan revueltas que toda la tensión que
no sentí durante las primeras semanas de la temporada baja, acaban de
romper en los músculos de mis omóplatos y cuello.
Doy dos pasos hacia ella, y tiro de su mano libre para llevármela a la
cara.
—Está diferente. No quiero que se encierre en esto.
—Ed le mandó un recado con Beth, ¿no? Tiene que saberlo. Ruth es una
mujer cabal. Entenderá que estamos en nuestro derecho de tomar cartas en
el asunto.
Levantando la mirada, con los ojos anegados en lágrimas y los labios
temblándole, ella se baja de la silla y se aproxima a mí de un rápido
movimiento. En cuanto siento que rodea mi cuello con sus manos, me veo
presa de otro miedo más potente; a través de este tiempo, siempre creí que
Elle era una mujer solitaria. Pero no es así. Puede que no encaje con todo el
mundo y que sus modales sean más tiernos de lo que aparenta. Sin
embargo, la única verdad es que ella es ese tipo de persona que se ve
desbordada de sentimientos después de habérselos guardado durante
mucho.
Hoy está cambiando su modo de ver las adversidades. Y eso me hace
sentir un poco más orgulloso de ella.
—Todo va a estar bien —susurro, al tiempo que la aprieto a mi pecho y
clavo la mirada en un punto ciego—. Voy a tratar de que Mel no se vea
afectada. Incluso, y si tú quieres, le doy al tipo lo que está pidiendo.
Elle echa la cabeza atrás. Mientras la examino a detalle, levanto una
mano para, con los dedos, limpiar el rastro de agua en sus mejillas. Ella, a
pesar de las plataformas que lleva puestas, se pelinca hacia mí y deja un
beso sobre mis labios.
Una sonrisa nostálgica se dibuja en su boca.
—Gracias.
Parpadeo varias veces antes de asentir con la cabeza.
—Será mejor que me vaya. Más vale ahora que nunca.
Le echo un vistazo a mi reloj, calculando el tiempo que me llevará llegar
hasta el edificio de Ruth.
—Por favor, no le digas nada sobre la nota —espeta Elle.
Estoy mirándola de soslayo, una vez que caminamos hacia el rellano de
la escalera. La puerta de la calle se encuentra abierta y, a pocos pasos,
Jeremy está recargado en el parapeto que adorna la entrada en el porche.
Me vuelvo a mirar a Elle, consciente de que el tema se tiene que tratar
con pinzas.
—Déjame a mí. No voy a decirle nada malo, Elle.
—No es eso. —La observo suspirar—. Pero confío en ti.
Una vez que llego al umbral de la salida, tras cruzar el vestíbulo, la
atraigo hasta abrazarla de nuevo. En esta ocasión, sin embargo, busco
transmitirle una paz de la que no tengo idea de cómo hacer uso si se trata de
mí. Con ella, no obstante, me cuesta muy poco darle de mi calor antes de
retirarme y depositar un beso en su frente. Por la mirada que me lanza en
cuanto empiezo a caminar hacia el patio, sé que está tratando con todas sus
fuerzas de creerme. Yo, por mi parte, me digo que no es necesario llegar a
los extremos; de todos modos, en cuanto le quito la alarma al coche, noto
que Jeremy se acerca a mí y no necesito más prueba de que no hay más
extremo al que llegar.
El hombre, cuyo semblante es sombrío, apoya una mano en el capo del
auto y echa una mirada alrededor del jardín frontal de la casa.
—Si hablar con la chica no da resultado, lo único que tú tienes que hacer
es llamarme. —Clava la mirada con tanto ahínco en mí, que entonces sé de
qué está hablando; miro en otra dirección, porque Dios sabe que no quiero
llegar a eso—. Estás protegiendo a tu familia y, aunque tu amiga no lo
entienda, tienes todo el derecho.
—La amistad de ellas se verá afectada —musito.
El nudo de mi garganta ha descendido hasta la boca de mi estómago. De
pronto me siento vacío, como si no hubiera ingerido nada en días.
Jeremy me pone una mano en el hombro al notar mi introspección.
—Yo creo que ya está afectada. Pero no ha sido por la decisión que tú
tomaste de pedirme que te ayude. Sino porque se involucró con gente que
no tiene idea de lo que son los escrúpulos. Elle cometió un terrible error al
ir a ese sitio. Y, si la otra muchacha no quiere hacerse consciente de las
consecuencias, no es tu culpa. —Él mismo me abre la puerta del coche;
mientras me acerco para entrar, le dirijo una última mirada—. Habla con
ella. Esperemos que entre en razón.
Sacudo la cabeza para decirle que he entendido.
Dentro del auto, con el sonido de Aerosmith deambulando por los
rincones ya que he encendido el motor, y el estéreo, pienso que lo mejor
para todos sería que Ruth entrase en razón.
Pero algo en mi interior me dice que no lo hará.
*
Este mes ha sido una pesadilla; Sam me llamó ayer por la tarde,
preguntándome si me veía en el edificio que tenemos ya rentado para
empezar el resto del trámite. Pero, una vez que llegué, me di cuenta de que
lo que quería era apartarse de todo el bullicio que ha envuelto a su familia.
El funeral fue... demasiado triste. Algunos personajes del mundo
periodístico trataron de abordarme ya que no pudieron acercarse a ninguno
de los Laurent, pero nunca vi a Bee actuar con tanta posesividad en cuanto a
mí. Le hizo un comentario lacónico a uno de los reporteros, exigiéndole que
se alejara de mí. Jeremy fue con nosotros y, una vez que se acercó, los
buitres se alejaron.
La primera semana de junio, para los Titanes, fue muy difícil. Bee y
Ramsés han tenido que hacer frente a toda la ignominia de la que es capaz
el mundo, incluidos los que se decían fanáticos de Tay. Sin embargo, ahora
no es eso lo que más preocupa, sino Sam; tiene la mirada clavada en el
jardín delantero; está sentada en el suelo, en posición de yoga y hay una
botella de vino junto a sus piernas, más dos copas.
Me deslizo por la pared para imitar su posición.
—¿Y Ruth? —me pregunta.
Niego con la cabeza sin comprender a qué se está refiriendo.
—Llegué sola —admito.
—Se les olvida que tengo que venir en taxi —refunfuña la susodicha,
mientras clava con elegancia las puntas de sus tacones sobre el piso.
Tras notar que no hay dónde sentarse, ella también se pone en posición
de yoga; es una de sus disciplinas favoritas de manera que no le cuesta
mucho trabajo.
—Sírvanse —Sam nos indica señalando la botella de vino.
Con un resoplido, Ruth no se hace esperar y sirve una copa. Le pido que
me sirva también cuando me mira, y las dos nos volvemos a Sam.
Estoy dándole un trago a mi copa cuando escucho que Ruth dice—: No
creo que te debas de perder de esto. Dinos para qué vinimos...
—Estoy embarazada —dice, en un sollozo, como si en lugar de felicidad
eso le causara dolor; me recuerda tanto a mí misma que bajo la mirada en el
acto, bastante confundida con el recuerdo de mi primera reacción cuando
me enteré de que iba a darle un hijo a Brent Dylon—. Y también voy a
cancelar mi boda. Al menos durante el luto.
—Sam... —intento consolarla, estirando la mano para ponerla en su
hombro.
—El matrimonio es...
—Yo sé que ustedes no creen necesitarlo, pero la manera en la que yo
amo a Ramsés es diferente del cómo ustedes aman. Me quiero casar con él.
El punto no es ese: el punto en realidad es que estoy embarazada, y mi
hermano está hundido hasta el cuello en la depresión; muchos aspectos de
mi vida se truncaron, pero yo no...
—A mí no tienes por qué explicarme nada —espeto.
Le echo una breve mirada a Ruth, que baja la suya y la pone sobre su
copa. Mientras observo las gruesas lágrimas que se deslizan por las mejillas
de Sam, noto que tengo una opresión en el pecho cada vez más grande. Aun
así, me aferro a la idea de que, si nos llamó, es porque lo que necesita es
que escuchemos, no que digamos nada. Tal vez está así porque ya se cansó
del ruido, de las preguntas, de las indicaciones y los consejos. A lo mejor lo
único que quiere es expresar todo lo que trae adentro.
Por esa razón, sigo bebiendo en silencio, a la espera.
—No le he dicho a Ramsés. Lo sé hace una semana y no se lo he dicho
porque no quiero que piense que lo hice a propósito.
—No tienes edad para decir que un embarazo fue un accidente... —la
reprende Ruth.
Yo le lanzo una mirada de recriminación, y a cambio recibo una sonrisa.
—Ya lo sé. O sea, sí me dejé de cuidar y todo, pero no creí que fuera a
pasar tan rápido.
—Las ganas y la edad, tal vez —dice Ruth.
—Estará feliz de saberlo —le aseguro—. Conociéndolo, la idea va a
volverlo loco.
Lo siguiente que hacemos es charlar acerca del comportamiento de Tay,
otra cosa que tiene bastante perturbada a su hermana menor; ella no repara
en demostrar que está un poco decepcionada de él dado que no ha querido
ver a su hija ni tampoco quiso visitar el sepulcro de Lana, ubicado en el
cementerio del condado en el que nació. Mi opinión al respecto es que no
podemos juzgar su posición. Así que permanezco callada al tiempo que
ellas hablan y hablan. No me gusta tener que aceptarlo, pero el tono en el
que Ruth se expresa me ha irritado bastante.
—Su hija lo necesita más que nunca —murmura Ruth, para apuntillar a
lo que Sam acaba de decir.
—A lo mejor es que Taylor no es apto para cuidar de ella en estos
instantes —admito, encogiéndome de hombros—. Quizás no estamos
entendiendo su dolor. Debe de ser...
—¿Cómo te sentirías si, al faltar tú, Bee abandonara así a tu hija? —me
pregunta Sam.
Y es aquí que recuerdo que Tay y ella son hermanos; a veces son
demasiado duros con sus opiniones y, aunque no quieren imponerse, su
rigidez impide llegar a buenos términos respecto a un tema en el que estén
inconformes.
Ruth también está mirándome a la espera de oír lo que voy a responder.
—Cuando Ethan murió, una parte de mí se murió con él —les digo—.
Yo era Elly para él solamente. La hermana que sabía todo, incluso aunque
no hablara. Conocía sus gustos, sus colores favoritos y le cocinaba,
mientras él trataba de robar trozos de mis chocolates o de cualquier
golosina que estuviera a mano. —Respiro profundo, evocando el recuerdo
tan bonito que tengo de mi hermano—. La Elle de Ethan se murió también.
—Un amago de sonrisa se forma en mis labios, y las miro a una y a otra—.
No volveré a ser la Elle de Ethan para nadie más. Y creo que eso es lo que
ocurre con Taylor. Creo que, como su familia y amigos, tenemos que
esperar.
—¿Y si sigue así? ¿Y si no se recupera nunca? —inquiere Sam.
Está al borde del llanto de nuevo. Me acerco un poco más a ella y le
pongo una mano en la pierna.
—El tiempo lo cura todo. Confía en mí.
La mirada que veo en Ruth me hace sentir incómoda, pero la ignoro
porque este es el momento de Sam. Internamente, me juro que tarde o
temprano tendré una charla con ella para pedirle que tenga respeto por los
sentimientos de los demás.
Es probable que los malos momentos nos nublen el juicio —y yo soy la
prueba de ello—, pero lo bueno de los errores es que se pueden rectificar.
—Así que este será el lugar —comenta Ruth de pronto, cambiando
maestralmente la plática.
De inmediato, la atención de Sam se posa en los jardines y en el color
grisáceo del ambiente, ya que estos días ha habido lluvias a todas horas. Al
tiempo que escucho lo que Sam dice sobre el edificio y lo que tenemos que
hacer para echarlo a andar, me pregunto si un día no muy lejano vamos a
mirar atrás, con nostalgia, recordando justo este momento.
Pero incapaces de recordar cómo dolió.
36
Bee
Liz.
Sobre la autora
Autora mexicana de novelas de distintos géneros, pero inspirada,
mayormente en la temática de romance rosa; entre sus gustos, se encuentran
el fruncir el ceño cuando alguien dice un disparate y abusar un poco de la
palabra ok, mucho más si no tiene nada mejor que decir. Seriéfila, cinéfila,
amante de la buena música, y del frío. Lectora por afición. Escritora
amateur, amiga y consejera. Siempre se desvela y cada dos días da a luz a
una nueva historia, al menos a la idea. Fundadora del Club Betha, un grupo
de lectura dedicado a sus obras. Sean bienvenidas. Hay mucho de lo que
charlar ahí (y también encuentran un extra narrado por Bee). Pueden
encontrarla en cualquiera de sus redes sociales, bajo el usuario lizquo_.