Ana-y-el-Pez-lunar
Ana-y-el-Pez-lunar
Ana-y-el-Pez-lunar
Ana y el pez lunar / Griselda Martínez ; ilustrado por Pabla Arias. - 1a ed ilustrada. - Neuquén : Centro Editor, 2019.
24 p. : il. ; 15 x 21 cm. - (Leo mi mundo ; 4)
ISBN 978-987-47407-1-7
Textos
Griselda Martínez
Ilustraciones
Pabla Arias
Diseño y maquetación
Iván Moyano
N4
Nació en San Rafael, Mendoza, en 1976. Reside en Neuquén
A na junta cosas. Y decir cosas parece algo sin
importancia, pero las cosas que Ana junta son
muy importantes. Importantísimas. Maravillas, tesoros.
desde 1978. Es una destacada coordinadora de talleres literarios y promotora activa
de la lectura y la escritura. Parte de su producción literaria integra numerosas colec- No recuerda cuál fue su primer hallazgo, porque siem-
ciones de la editorial neuquina Ruedamares.
Es Técnica en Procesos Comunicacionales y Trabajo Grupal, y formadora de mediado-
pre hay cosas pequeñas y fabulosas cerca de sus ojos,
res de lectura en escuelas públicas de la Patagonia. sus pies o sus manos. Así, por ejemplo, guarda en una
caja una pluma blanca, el lapicito más corto del mun-
(Miss Ojos) nació en 1984 en la ciudad de Cutral Có. Es fotógrafa, do, un botón casi transparente, un hilo azul brillante
cineasta y comunicadora social. Ha realizado ilustraciones para revistas y apps, publi-
cidades de bien público, packaging y diseño de discos musicales.
(su abuela le dijo que se llama cola de ratón y Ana se
Más de doscientos murales de su autoría (posee un récord de 28 murales en 28 días) imaginó un ratón sin cola corriendo por la noche), una
pueden verse en intervenciones callejeras, hospitales, establecimientos educativos, hoja de otoño, una bolita de vidrio. Pero sus maravillas
hogares de niños y niñas, centros de abuelos y abuelas de Argentina, Perú y Bolivia.
En 2018 fue convocada como relevista para llevar la antorcha olímpica por la Cultura, no sólo viven en la caja. En los estantes, en las mesitas
en el marco de los Juegos Olímpicos de la Juventud. de luz, en los bolsillos, en el alfeizar de las ventanas es
posible rastrear un camino de miniaturas halladas por
Ana. Y es que ella se las regala a mamá, a papá, a la
abuela y quedan por allí, mostrando su esplendor de
cariño y sonrisas.
Lo que más le gusta a Ana es ir al río. Porque en el
río encuentra sus tesoros preferidos, piedras brillantes
de muchos colores. Blancas, verdes (son las más lin-
das), azules, anaranjadas, negras negrísimas, con luna-
res o dibujos. Siempre vuelve de esos paseos con un
cargamento de piedritas.
Una de esas tardes de río, Ana caminaba por la orilla,
los pies en el agua transparente, los ojos vislumbrando
brillos y colores en el fondo. Iba a levantar una piedri-
ta blanca, cuando algo pasó entre sus dedos. ¿Sería un
alga, de esas sedosas, que viajan con la corriente? Ya
sus dedos besaban la superficie cuando, esta vez entre
sus pies, sintió un cosquilleo leve. Un brillo plateado
se movía, unos puntitos negros la miraban. Sus manos,
antes que su pensamiento, formaron un nido de agua
que contuvieron al pez. Se movía, la miraba, respiraba
pero parecía débil.
–¡Miren!– llamó a sus padres.
–¡Qué bonito! Pero dejalo en el agua…– advirtió su
mamá.
Pero aunque Ana lo depositaba suavemente, el pez
volvía a dar volteretas entre sus pies. Este pez se quie-
re ir conmigo, concluyó Ana. Así que en el baldecito
con las piedras de la tarde fue también un poco de río
y el pez.
En su casa buscó un lugar cer- Ana estaba feliz con su nueva mascota, a todo el
ca de la ventana para poner el mundo le contaba de su plateado compañero y todos
balde. El pez necesitaría luz del opinaban entusiasmados:
sol, el río de donde venía es de
aguas tan transparentes que has- ¿Ese balde no será muy chico? ¡Te presto una pecera!
ta en la parte más honda se ve el
¿Y si crece mucho? ¿Habrá que mudarlo a la bañera?
lecho de piedras vibrar en deste-
llos. Por lo tanto, los peces que ¿Es una trucha arcoíris? ¿Dónde tiene el arcoíris?
andan por allí deben disfrutar
¿Cómo se llama? ¿Le pusiste nombre?
del sol como cualquier bicho de
las orillas. Pero había otra cosa No, Ana no había pensado un nombre
que preocupaba a Ana: ¿qué para el pez. Además parecía más débil,
comería? Consideró que estaría incluso había perdido el brillo plateado
bien echar al agua unas hojitas del primer día. Debía estar triste, evi-
de trébol y unas migas de pan. dentemente el balde era muy chico,
extrañaría la corriente del río, las algas y las piedras.
Esa noche Ana no podía dormirse. Desde su cama
veía al pez en el balde, bajo la ventana. De pronto en el
silencio de la noche, un chapoteo. Ana pensó que era
el inicio de un sueño, pero abrió los ojos y lo vio. El pez
daba un salto y volvía a caer en el agua. Le pareció que
el balde resplandecía, con una luz tenue y extraña que
se movía. Se acercó en puntas de pie y vio al pez saltar
una vez más. Parecía querer acercarse al borde de la
ventana. Ana vio desde allí la luna llena, casi pegada
a los vidrios, refulgiendo sobre las cosas de la noche.
Entonces se dio cuenta, el pez brillaba igual que ella,
ahora se daba cuenta de que en su quietud de los días
anteriores se había ido apagando. Evidentemente,
era un pez lunar y necesitaba beber de esa luz para -¡Ah! ¡Pero eso tenés que consultarlo con tu abuelo!
vivir. El pez chapoteó otra vez, como confirmando su Conoce todos los ríos de la zona y sus secretos. Fue un
deducción. Puso el balde sobre una silla, más cerca de gran pescador en otros tiempos.
la ventana, más cerca de la luna, y se fue a dormir.
Apenas escuchó los frenos de la bici en la vereda,
Al día siguiente, Ana comenzó su plan: si era un pez Ana corrió a recibir al abuelo. Mientras él se tomaba
de la luna querría volver allí. En la escuela contó de su unos mates, Ana le contó de su pez. El abuelo escucha-
pez, hubo asombro y curiosidad pero nadie supo dar- ba y asentía, los ojos fijos en el piso, pero como sin mi-
le más información de esa especie. También entendió rar.
que su teoría no era muy creíble y volvió a casa, cabiz-
baja, con los planes borroneados por el desencanto. -Conozco esos peces… -dijo, suavemente.
Esa tarde tocaba ir a lo de los abuelos. La abuela le -¡¿Sí?! ¿De dónde son? ¿De la Luna?
preparó la merienda, pan casero, dulce de duraznos, -Yo los conocí en el río, Anita –respondió en-
café con leche. Cuando supo qué preocupaba tanto a tre risas el abuelo.
su nieta, la abuela la tranquilizó:
-Bueno, entonces me podés llevar a
ese río a devolver a mi pez a su hogar
–pidió Ana, un poco desilusionada.
-¡Por supuesto, querida nieta!
El siguiente sábado la pasó a buscar en la camioneta
viejita. Ana llevaba el pez y su anotador. El abuelo, un
canasto donde la abuela había puesto unos sanguchi-
tos de milanesa y una botella de jugo de manzana. El
viaje fue bastante largo, por caminos sinuosos, paisa-
jes de cielo y campo, rocas, tierra de colores, alguna
liebre cruzando veloz, algún zorro brillando bajo el sol.
El río los esperaba con su murmullo de agua.
Ana corrió ya descalza, a meter los pies
en la orilla. Llevaba el balde, con intención de dejar
ir, por fin, a su pez. Pero entonces el abuelo gritó:
-¡No! ¡Todavía no! Hay que esperar que baje el sol.
Ah –aceptó Ana, y preguntó– ¿Y no trajiste la caña,
abuelo?
-No, ya no pesco más.
-¿Por?
-Ya no me gusta. Y lo que más me gustaba de venir a
pescar todavía lo consigo así, mirando el río, disfrutan-
do el silencio y la buena compañía.
Y así se quedaron el resto de la tarde, hasta que bajó
el sol y el abuelo advirtió a Ana que estuviera muy
atenta. El río iba cambiando de color, el aire se tor-
nó fresco y en el cielo apareció la primera estrellita.
Entonces, un chapoteo. Ana dirigió la mirada hacia
el sonido, pero entonces otro ruido de agua y otro y
otro. Atravesaban la superficie del río cientos de peces
plateados, iguales al suyo, volvían a caer y salpicaban
la cara sonriente de Ana.
-¡Cuántos! ¡Son iguales al mío! -festejó Ana.
-Salen a la superficie cuando baja el sol. Pare-
cen adorar a la luna. Yo los llamo lunarios por
eso.
-¡Voy a buscar al mío! –dijo Ana y corrió. Vol-
vió con el balde y, con los pies en la orilla, muy
lentamente, lo inclinó sobre el agua. El pez se zam-
bulló pero volvió a dar unas vueltas entre los pies de
Ana, como saludando. Después se mezcló en la mul-
titud de peces y ya sus saltos se confundieron con los
otros. El río resplandecía como la luna.
–Chau, pececito– la voz de Ana, suave, como la
mano del abuelo sobre su hombro.
Ya brillaban en el cielo todas las estrellas y, alta, la
luna cubría el lugar con su luz blanca. Había que vol-
ver a casa. La abuela estaría esperando con la sopa
lista. Subieron a la camioneta, Ana con su balde sin
pez pero con algunas piedras y un palito suavecito que
encontró en el río.
-¡Mirá, Anita!
Al arrancar la camioneta y encender las luces, una
liebre cruzó frente a ellos. Se detuvo un ratito y luego
siguió su carrera de ágiles saltos. Se quedaron mirán-
dola hasta que se perdió entre los arbustos del costa-
do del camino. Quizás por eso no advirtieron lo que
ocurría a sus espaldas. Si hubiesen mirado por el espe-
jo retrovisor, habrían visto algo como gotas plateadas
cayendo desde la luna al río.
Fin
Colección LEO MI MUNDO
inspirada en las infancias
cedie.neuquen.gov.ar/CENTRO EDITOR
Fecha de catalogación: 24/09/2019
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723
Deseamos que este ejemplar sea de tu agrado: ahora está en tus manos.