Documento 29
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Hume quiere saber cuál es el origen de una de las creencias más populares: la que afirma que
existen los objetos externos. Examinará, pues, si el origen es la experiencia: los datos
sensoriales, lo que sentimos; o, tal vez, la reflexión: las inferencias válidas, los
razonamientos; o las fantasías: las ficciones, las falacias, lo no-proveniente de las
impresiones, ni de pensamientos racionales. Supone que no puede haber otro origen que
alguno de estos tres. En sus palabras, pretende hallar “si son los sentidos, la razón o la
imaginación lo que origina la opinión favorable a una existencia continua o distinta”
(Tratado, p.278). Tales existencias continuas y distintas no son sino los que llamamos objetos
externos. En efecto, de todo lo que consideramos externo decimos que continúa existiendo,
aunque no los percibamos; y, además, que es distinto de nuestra percepción, porque existen
independientemente de nosotros. La sección del libro, pues, tiene como eje la pregunta: ¿Cuál
es la causa de la creencia en lo distinto y continuo?
Al responderla Hume va revisando, a lo largo de toda de la sección, dos posturas que
difieren con la suya: la del vulgo y la de los filósofos. Difieren, porque para los primeros la
causa es los sentidos; para los segundos, por el contrario, la causa es la razón. Conviene ver
antes estas, para ir agarrando una perspectiva más general.
La del vulgo será aquí llamada popular. La mayoría de la gente sostiene que el origen
de la creencia en cuestión son los sentidos mismos. En palabras de Hume: “las sensaciones
mismas que entran por los ojos o los oídos son para ellos, los objetos verdaderos” (p.294).
En la opinión popular es evidente que todo lo que somos capaces de percibir, existe
independientemente de sus percepciones. No es necesario razonar, ni imaginar nada: vivir es
experimentar lo continuo y distinto. En general, son incapaces de hacer una distinción entre
lo que ven y lo que está dado en el mundo, entre percepción y objeto.
Los filósofos, en cambio, se destacan por hacer esta última distinción. Para ellos, no
todo lo que perciben es continuo y distinto, sino solo algunas selectas percepciones. Admiten
un principio: “El de la doble existencia” (?) Que les permite diferenciar entre lo que ven y lo
que está dado en el mundo, independiente de ellos. Lo que distingue su opinión de la popular
es que es producto de cierta reflexión. De alguna manera los filósofos intentan dar cuenta de
lo continuo y distinto a través de argumentos que defiendan esta doctrina de la doble
existencia.
La primera parte de la sección, luego de la introducción, Hume la dedica a probar por qué la
experiencia misma no nos entrega la creencia, como afirma la creencia popular. Dice: “la
opinión de que hay una existencia continua y distinta no surge nunca de los sentidos” (p.282).
El resumen de su razonamiento principal es este: Todo lo que nos presentan nuestros sentidos
son impresiones. Además, ninguna impresión puede representar o ser ella misma, en modo
alguno, algo como una existencia externa. Por lo tanto, los sentidos no podrán sugerir nunca,
por ellos mismos, la noción de un cuerpo de existencia independiente a la mente. Lo mismo:
nuestros sentidos solo nos hacen evidentes un conglomerado de percepciones.
Después de descartar la creencia popular, vapulea los postulados de sus colegas,
negando que la razón nos pueda otorgar en modo alguna la creencia en cuestión. Ya que “aun
después de distinguir entre percepciones y objetos, nos será inmediatamente evidente nuestra
incapacidad de razonar desde la existencia de las unas a la de los otros” (p.284). Es evidente,
simplemente, porque los conceptos ‘percepción’ y ‘objeto’ son absolutamente incompatibles.
Bajo principios empíricos: después de aceptar que los sentidos solo nos dan acceso a
percepciones, existencias discontinuas y dependientes; es imposible deducir de razonamiento
válido alguno, un objeto, una existencia continua e independiente.
A esto añade lo siguiente: “no hay ningún absurdo en separar de la mente una
percepción particular” (p.300). Otra explicación será expuesta en el siguiente subtítulo, pero
esta también se da para explicar por qué concebimos existencias externas. Es cierto que
podemos tomar por separado nuestros sentimientos o pensamientos, como percibiéndolos
aparte de nuestra mente. Puedo pensar aisladamente en la imagen de mi madre, sin necesidad
de pensar en algo más. Pero es cierto que toda mente es el conjunto de todo lo que yo llegue a
ser consciente. El hecho de que pueda percibir la idea de mi madre, por ejemplo, así, aislada
del resto de mis pensamientos, ya me induce a pensar que tal pensamiento tiene una
existencia no-mental, continua y distinta.
Así son descartadas las otras dos posiciones. Hume, ahora, se interesa en dar luces acerca del
camino que nos induce, a través de la imaginación, a creer que tenemos acceso a algo que no
sea solo un ente mental. No es la razón la que nos induce a la creencia, sino nuestra propia
naturaleza. Nos dice: “la opinión de la existencia continua de los cuerpos depende de la
coherencia y constancia de ciertas impresiones” (p. 286) Esto es, que lo que origina nuestras
afirmaciones acerca de objetos continuos y distintos, no es sino la combinación de dos
características que percibimos en ellos: (1) que aparecen siempre de una misma manera, sin
cambiar cuando dejamos de verlos (constancia) y (2) aunque no aparezcan igual luego de que
interrumpir nuestra percepción, si concuerdan con ciertas regularidades que hemos
experimentado (coherencia), también les atribuimos tal tipo de existencia.
Consideremos un ejemplo, para hacerlo más claro. Los lápices suelen ser cosas
consideradas como continuas y distintas. Supongamos que tenemos un lápiz rojo y nuevo, y
que lo dejamos sobre un escritorio. Además, imaginemos que vivimos con un perro y con una
niña a la que le gusta colorear. Ahora pensemos que dejamos de percibirlo: nos vamos a
dormir, o al parque, pero dejamos de verlo. Consideraremos ese lápiz como un objeto no-
mental si y solo si (1) Se nos aparece igual a como recordamos que estaba ese día: rojo,
nuevo, y en la misma posición; o (2) No aparece, o aparece con algunos cambios
reconocibles que tienen sentido: no está; o está roto, más corto, o mordisqueado, o en el
suelo. Mientras todos esos cambios sean congruentes con nuestra experiencia (y lo son, si
tienes un perro y vives con una niña que le gusta colorear), y también si no se presenta
cambio alguno, entonces ese objeto seguirá presentándose a nuestra mente como externo.
Pensaremos que, si morimos, ese lápiz que vimos seguirá dándose ahí, en el mundo. Así
sucede, según Hume, con todos los objetos en los que ocurre algo parecido.
¿Cómo se origina, partiendo de tales atributos, la creencia férrea en el tipo de
existencia que nos aqueja? ¿Qué tiene que ver con la imaginación? Que en el lapso que
sucede entre la primera percepción y la segunda, es un lapso que nos es absolutamente
desconocido, y del que suponemos todo. Porque, al considerar que el lápiz es el mismo,
comenzamos a suponerlo continuo. Imaginamos que siguió existiendo allí, aunque no lo
viésemos, “a fin de conectar sus apariencias pasadas con la presente” (p.288). Y no estamos
sosteniendo tal afirmación gracias a los sentidos: en efecto, nunca vimos que allí
permaneciese; pero tampoco guiados por la razón. Esto último, además del argumento
expuesto en la anterior sección, porque para poder razonar de forma válida acerca de esto,
tendríamos que hacer una inferencia inductiva, del modo siguiente: (1) hemos presenciado
varias veces como un objeto existe sin que lo veamos y (2) Deduzco que ese objeto seguirá
existiendo, aunque no lo perciba. Pero lo primero es totalmente falso, y por eso la deducción
es imposible.
Nuestra opinión se da, pues, “porque no somos ya capaces de considerar estas
percepciones discontinuas como diferentes (según lo son en realidad); por el contrario, en
virtud de su semejanza las consideramos como si fueran individualmente la misma cosa”
(p.290). Ingresan por nuestra mente dos opiniones fuertes que chocan, que se contradicen. La
primera nos dice que, en virtud de su interrupción y discontinuidad, aquel número de
percepciones que mantienen cierta constancia son, de hecho, diferentes. Nuestra primera
impresión del lápiz se nos muestra distinta a la segunda, aunque no haya cambiado, porque
hubo una interrupción que hizo que esa visión finalizara. Para Hume, esto es lo que nos dice
la razón: en efecto, una impresión deja de serlo al ser interrumpida. Pero se opone a ella otra:
la que nos dice que, en virtud de su gran parecido, deben ser la misma cosa, y no algo
diferente. Por el contrario, esta es una posición creada por la imaginación, pues en realidad no
puede haber dos impresiones realmente idénticas, en sentido estricto, y para calificar algo
como tal recurrimos a la idea ilusoria del tiempo. No pretendemos ahora ahondar mucho en
ello. Lo importante es que se da un choque entre lo múltiple y lo uno, que no parecen poder
convivir en ningún caso, y se contradicen.
Para librarse de este choque, nuestra mente procede, como dice Hume: “suponiendo
que esas percepciones discontinuas están conectadas por una existencia real que nos pasa
desapercibida” (p.291). “Esta semejanza nos inclina a entender estas percepciones
interrumpidas como la misma cosa” (p.302). En efecto, si suponemos que se mantienen una a
lo largo del tiempo, si imaginamos que fue continua (como creando un time-lapse, rellenando
ese espacio vacío con imágenes) aun sin estar presentes nosotros, nos salvamos del embrollo.
Su multiplicidad se desvanece, y prevalece la unidad. Todo encaja, y la mente se alivia, pues
evita lo incómodo de mantener conscientemente dos enunciados contrapuestos. El argumento
es más detallado, pero estos últimos párrafos no pretenden ser algo más que un resumen.
De esta doctrina, cabe creer, podemos inferir dos elementos clave: Primero, que lo que
consideramos distinto y continuo en realidad solo tiene el estatuto de percepción, medio
enredada a causa de la ficción de considerar lo múltiple como uno. En efecto, el time-lapse
con el que rellenamos el espacio de una percepción es puramente artificial, y totalmente
dependiente de nuestra existencia. Todo lo que vemos no es más ni menos que una
percepción como el dolor o el placer, que existe solo en virtud de nosotros, como casi nadie
se atreve a negar. Y Segundo, que no podemos tener certeza alguna de que existan los objetos
externos. De nuevo, porque en nosotros solo podemos guardar pensamientos, sentimientos e
impresiones que responden a nuestras configuraciones corporales y mentales.
Hume escéptico.
Hume naturalista.
Hay que hacer ver primero esto: que la pregunta con la que Hume empieza esta sección busca
indagar en la naturaleza de la mente humana. No busca, tanto, invalidar una creencia como sí
entenderla, detallar cada paso con el fin de dar cuenta de ella. ¿No es eso naturalismo? Y,
efectivamente, la responde. “La naturaleza humana es la única ciencia del hombre;
y, sin embargo, ha sido hasta ahora la más olvidada” (p.382). Si bien no nos es propio
conocer lo externo, como se ha expresado a lo largo de todo este texto, parece un lugar más
seguro trabajar con los materiales que nos son inmediatos: con las percepciones. Si nos son
manifiestas, pues hay que trabajar con ellas. No solo es que Hume sea naturalista, y que en
todas respuestas del Tratado guarden el principio de trabajar buscándola a ella y nada más,
sino que parece que es el único lugar apto para la investigación.